La Filosofía en el Tocador. Donatien A. F. Marqués de Sade

La Filosofía en el Tocador Donatien A. F. Marqués de Sade Índice Índice ............................................................................

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La Filosofía en el Tocador Donatien A. F. Marqués de Sade

Índice Índice ......................................................................................................................... 1 A LOS LIBERTINOS .............................................................................................. 3 PRIMER DIALOGO................................................................................................ 4 SEGUNDO DIÁLOGO ............................................................................................ 8 TERCER DIALOGO ............................................................................................... 9 CUARTO DIALOGO ............................................................................................ 42 QUINTO DIALOGO.............................................................................................. 46 FRANCESES UN ESFUERZO MAS SI QUERÉIS SER REPUBLICANOS.. 62 SEXTO DIALOGO ............................................................................................... 94 SÉPTIMO Y ULTIMO DIALOGO...................................................................... 96

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A LOS LIBERTINOS

Voluptuosos de todas las edades y sexos, sólo a vosotros dedico esta obra; nutrios con sus principios, porque favorecen vuestras pasiones, y ellas —de las que os espantan los moralistas fríos y vacíos— no son sino los medios de que se sirve la naturaleza para conducir a los hombres hacia los fines que les ha asignado. Atended esas deliciosas pasiones; sólo ellas pueden conduciros a la felicidad. Mujeres lúbricas: que la voluptuosa Saint-Ange sea vuestro modelo; despreciad, a su ejemplo, todo lo que contraríe las divinas leyes del placer que la encadenaron. Jóvenes doncellas, durante tanto tiempo atadas por los lazos absurdos y peligrosos de una virtud imaginaria y de una religión repugnante: imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead con su misma ligereza todos los ridículos preceptos inculcados por vuestros imbéciles padres. Y vosotros, gentiles seductores, vosotros que desde la juventud no tenéis más frenos que el del deseo, ni más leyes que las de vuestros caprichos, que el cínico Dolmancé os sirva de ejemplo; id tan lejos como él, si a su semejanza queréis recorrer los caminos de flores que os prepara la lubricidad; convenceos con su enseñanza, ya que sólo extendiendo las esteras de sus gustos y de sus fantasías, o sea sacrificando todo a la voluptuosidad, el desdichado individuo conocido con el nombre de hombre y arrojado a su pesar sobre este triste universo podrá sembrar algunas rosas sobre las espinas de la vida.

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PRIMER DIALOGO MADAME DE SAINT-ANGE EL CABALLERO DE MIRVEL MADAME DE SAINT-ANGE — Buen día, hermano. ¿Y el señor Dolmancé? EL CABALLERO — Llegará a las cuatro en punto. Como comeremos a las siete, tendremos todo el tiempo necesario para charlar. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Sabes, hermano, que estoy un poco arrepentida de mi curiosidad y de los obscenos proyectos que hemos hecho para hoy? Tú eres verdaderamente indulgente, amigo mío; cuando más tengo que ser razonable, más se inflama y se vuelve libertina mi maldita cabeza: me trasmites todo y eso sólo sirve para corromperme... A los veintidós años tendría que ser ya devota y aún no soy sino la más desbordada de las mujeres... No tienes idea de las cosas que concibo y que desearía hacer. Imaginé que limitándome a las mujeres me volvería sabia... que concentrados en mi sexo los deseos no se desatarían hacia el tuyo. Proyectos quiméricos, amigo mío, pues los placeres de los que quería privarme han venido a ofrecerse con mayor ardor a mi espíritu, y he comprendido que cuando se nace para el libertinaje es inútil soñar con imponerse frenos, de inmediato el ardor del deseo los quema. Querido, soy un animal anfibio; todo lo amo, todo me divierte, quiero unir todos los géneros. ¿Pero no crees, hermano, que es una completa extravagancia querer conocer a ese singular Dolmancé, el cual, según dices, nunca ha querido gozar una mujer como lo prescribe el use y que, sodomita por principio, no sólo es idólatra de su seso sino que lo cede al nuestro con la especial condición de entregarle los deseados atractivos de los que está acostumbrado a servirse en los hombres? Mira mi extraña fantasía: deseo ser el Ganymedes de este nuevo Júpiter, quiero gozar de sus gustos, de sus excesos, ser la víctima de sus errores. Tú sabes que hasta hoy sólo a ti me he ofrecido de esta manera por complacencia, o a alguno de mis sirvientes, que sólo por interés se prestaron a tratarme de ese modo Ahora no se trata de complacencia ni de capricho, únicamente me impulsa el deseo... Entre los procedimientos que me han dominado y los que me esclavizarán a esta extraña manía veo una diferencia inconcebible y quiero conocerla. Describe, hermano, a Dolmancé; quiero tenerlo bien grabado en la cabeza antes de verlo llegar. Sabes que sólo estuve con él algunos minutos, al encontrarlo días atrás en una casa. EL CABALLERO — Dolmancé, hermana; acaba de cumplir treinta y ocho años; es alto, tiene un rostro muy bello, ojos vivos y espirituales, algo un poco duro y maligno se dibuja en sus rasgos a pesar suyo; tiene los dientes más hermosos del mundo, un aspecto y un talle delicados a causa, sin duda, de las maneras femeninas que acostumbra adoptar; posee una extrema elegancia, una bella voz, talento y especialmente mucha filosofía en el espíritu. MADAME DE SAINT-ANGE — Espero que no crea en Dios. EL CABALLERO — ¿Qué dices? Es el ateo más célebre, el hombre más inmoral... ¡Oh! Dolmancé es la corrupción más íntegra y completa, el individuo más malvado y perverso que pueda existir en el mundo. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Todo esto me enardece! Voy a apasionarme por ese hombre. ¿Y cuáles son sus gustos, hermano? EL CABALLERO — Las delicias de Sodoma le placen como agente y como paciente;

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no ama más que hombres en sus placeres y si en ocasiones, no obstante, consiente en hacerlo con mujeres, solo es a condición de que ellas serán complacientes y cambiarán de sexo con él. Le he hablado de ti y le anticipé tus intenciones; él acepta pero te advierte, a su vez, de las cláusulas del negocio. Se negará terminantemente si pretendes comprometerlo en otra cosa: "Lo que consiento hacer con tu hermana es una licencia, dice... una locura de la que sólo se sale raramente y con muchas precauciones." MADAME DE SAINT-ANGE — (¡Salir!... ¡precauciones!...) ¡Amo hasta la locura el lenguaje de esta gente! También nosotras las mujeres tenemos esas palabras exclusivas que prueban, como las de Dolmancé, el horror profundo de que están poseídas por todo aquello que no esté dentro del culto admitido... Di, querido, ¿te ha poseído? ¡Con tu deliciosa figura y tus veinte años creo que se puede cautivar a un hombre semejante! EL CABALLERO — No te ocultaré mis extravagancias con él. Tienes demasiado espíritu como para desaprobarlas. Amo a las mujeres y me libro a esos raros gustos sólo cuando un hombre amable me cautiva. En tal caso nada hay que no haga. Estoy lejos de esa continencia ridícula que hace creer a nuestros jóvenes frívolos que debe responderse con bastonazos a semejantes proposiciones. ¿Es acaso el hombre dueño de sus gustos? Es preciso compadecer a aquellos que tienen gustos particulares, pero nunca insultarlos: su error es el de la naturaleza. No eligieron llegar al mundo con inclinaciones diferentes, de la misma manera que nosotros no elegimos nacer derechos o chuecos. Por otra parte, un hombre que dice desearte, ¿dice una cosa desagradable? Por supuesto que no; te hace un cumplido; ¿por qué, entonces, responderle con injurias o insultos? Únicamente los estúpidos pueden pensar así. Un hombre razonable no dirá lo contrario de lo que sostengo. Pero el mundo está poblado de imbéciles que creen que se les falta el respeto si alguien confiesa que los encuentra apropiados para los placeres; pervertidos por las mujeres, celosas siempre de todo lo que tenga apariencia de atentar contra sus derechos, se imaginan ser Quijotes de esos derechos ordinarios, y atacan a quienes no los reconocen. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah! ¡Bésame! No serías mi hermano si pensaras de otro modo; pero quiero un poco de detalles y te conjuro a que me los des, tanto sobre el físico como sobre los placeres de ese hombre contigo. EL CABALLERO — Dolmancé se enteró por uno de mis amigos del soberbio miembro que, como sabes, tengo. Comprometió al marqués de V... a que me invitara a cenar con él. Una vez allí fue necesario exhibir mi miembro. Parecía al principio que el único motivo era la curiosidad, pero pronto un hermoso culo que se me ofrece y del cual se me suplica que goce, me hicieron ver que sólo el placer era el objeto de este examen. Advertí a Dolmancé de todas las dificultades de la empresa y nada lo acobardó. "¡Estoy hecho a prueba de catapultas, me dijo, y no tendrá la gloria de ser el más respetable de los hombres que perforaron el culo que le ofrezco!" El marqués estaba allí moviendo, tocando, besando todo lo que uno y otro sacábamos a luz. Me muestro... quiero al menos algunos preparativos: "No haga eso —dijo el marqués— pues le haría perder la mitad de las sensaciones que Dolmancé espera de usted; él quiere que se lo parta... que se lo desgarre..." "¡Será satisfecho!" dije yo lanzándome ciegamente al abismo... ¿Y puedes creer, hermana, que no tuve ninguna dificultad?... Ni una palabra. Mi verga, enorme como es, desapareció sin que lo sospechara y toqué el fondo de sus entrañas sin que el individuo aparentare sentirlo. Traté a Dolmancé como a un amigo. La excesiva voluptuosidad que sentía, sus espasmos, su conversación deliciosa me hicieron muy pronto feliz y lo inundé. No había terminado de salir cuando Dolmancé se volvió, con los cabellos descompuestos y rojo como una bacante, y me dijo: "¿Ves el estado en que me has puesto, querido caballero?" 5

Mostraba una verga seca y rebelde, muy larga y de por lo menos seis pulgadas de diámetro. "¡Oh, amor mío! Te conjuro a que consientas en servirme de mujer después de haber sido mi amante, para que pueda decir que en tus brazos divinos gusté todos los placeres que quiero con tanta fuerza." No hallando dificultad alguna ni en lo uno ni en lo otro, acepté. Sacándose los pantalones ante mis ojos, el marqués rogaba que fuera con él un hombre mientras era la mujer de su amigo. Lo traté igual que a Dolmancé, quien, devolviéndome centuplicadas todas las sacudidas con que yo colmaba al tercero, muy pronto derrama en el fondo de mi culo ese licor encantador con el que casi simultáneamente yo regaba el de V... MADAME DE SAINT-ANGE — Al encontrarte así entre dos has debido sentir un gran placer. Dicen que es encantador. EL CABALLERO — Verdaderamente es el mejor lugar, ángel mío. Sin embargo, dígase lo que se diga, esas son extravagancias frente a las cuales prefiero el placer con las mujeres. MADAME DE SAINT-ANGE — Está bien, mi querido; para recompensar tu delicada complacencia ofreceré a tus ardores una jovencita virgen, y más bella que el Amor. EL CABALLERO — ¡Cómo! ¿Harás venir una mujer a tu casa estando Dolmancé aquí? MADAME DE SAINT-ANGE — Se trata de educarla. Es una jovencita a la que conocí en el convento el otoño pasado, mientras mi marido estaba en las termas. Allí no pudimos, no nos atrevimos a hacer nada porque demasiados ojos estaban fijos sobre nosotras, pero nos prometimos volver a vernos en cuanto fuera posible. Preocupada por este deseo y queriendo satisfacerlo entablé relaciones con su familia. Su padre es un libertino... al cual he cautivado. En resumen, la bella viene y yo la espero; pasaremos juntas dos días... dos días deliciosos; emplearé la mayor parte del tiempo en educarla. Dolmancé y yo introduciremos en esa hermosa cabecita todos los principios del más desenfrenado libertinaje, la envolveremos con nuestros fuegos, la alimentaremos con nuestra filosofía, le inspiraremos nuestros deseos, y como quiero unir algo de práctica a la teoría, como quiero que se demuestre a medida que se expone, te he destinado, hermano, a la cosecha de los mirtos de Citerea, y a Dolmancé la de las rosas de Sodoma. Yo gozaré de dos placeres a la vez, gozaré de esas voluptuosidades criminales y daré lecciones, suscitaré deseos a la dulce inocente que atraeré a nuestras redes. Y bien, hermano, ¿es digno de mi imaginación este proyecto? EL CABALLERO — Sólo ella pudo concebirlo. Es divino, hermana, y te prometo cumplir a maravilla el papel encantador al que me has destinado. ¡Ah, picara! Cómo vas a gozar con el placer de educar a esta joven; qué delicias tendrás corrompiéndola, ahogando en su corazón todas las semillas de virtud y de religión que sembraron en él sus institutrices. Verdaderamente, esto es demasiado perverso para mí. MADAME DE SAINT-ANGE — Nada ahorraremos para pervertirla y degradarla, para arrasar con todos los falsos principios de moral con los que hayan podido aturdiría; en dos lecciones quiero volverla tan perversa como yo... tan impía... tan dada a los excesos. Advierte a Dolmancé, ponlo al tanto para que no bien llegue, el veneno de sus inmoralidades circulando junto al qué yo lanzaré en este joven corazón, desarraigue en un instante todas las simientes que hubieran podido germinar sin nosotros. EL CABALLERO — Imposible encontrar un hombre más adecuado para esta tarea: la irreligión, la impiedad, la inhumanidad y el libertinaje manan de los labios de Dolmancé como en otras épocas la unción mística de los del célebre obispo de Cambrai. Es el seductor más profundo, el hombre más corrompido, el más peligroso... Querida amiga, ¡que tu 6

alumna responda a los cuidados del institutor y te garantizo que muy pronto estará perdida! MADAME DE SAINT-ANGE — Según las aptitudes que le conozco pienso que eso no será largo... EL CABALLERO — ¿No temes nada de sus padres, hermana? Si esta jovencita se pusiera a charlar cuando vuelva a su casa... MADAME DE SAINT-ANGE — No, ya he seducido al padre... está conmigo. ¿Es necesario que te lo confiese? me he entregado a él para que cierre los ojos. Ignora mis propósitos, pero te aseguro que no se atreverá a profundizar en ellos... Lo tengo en mi poder. EL CABALLERO — ¡Tus recursos son malignos! MADAME DE SAINT-ANGE — Es preciso, para que sean seguros. EL CABALLERO — Te ruego que me digas quién es la joven. MADAME DE SAINT-ANGE — Su nombre es Eugenia; hija de un tal Mistíval, comerciante de los más ricos de la capital, próximo a los treinta y seis años. La madre tendrá a lo sumo treinta y dos, y la hija quince. Así como Mistival es un libertino su mujer es una devota. En cuanto a Eugenia, sería inútil tratar de pintártela: está más allá de la posibilidad de mis pinceles. De lo que puedes estar convencido es que tanto tú como yo nunca vimos nada más delicioso en el mundo. EL CABALLERO — Pero, ya que no la puedes pintar, esbózala. Así, sabiendo con quién tendré que enfrentarme, llenaré mi imaginación del ídolo donde deberé sacrificar. MADAME DE SAINT-ANGE — Está bien, mi amigo. Sus cabellos castaños, que apenas pueden encerrarse en las manos, caen hasta debajo de los muslos. Su piel es de una blancura enceguecedora, su nariz un poco aquilina, sus ojos de un negro de ébano ardiente... ¡Oh, es imposible mantener la mirada de esos ojos!... No te imaginas las tonterías que me han hecho hacer... ¡Y si vieras las hermosas cejas que los coronan... los párpados que los cubren!... Su boca es muy pequeña, los dientes muy bellos, ¡y todo tiene una frescura tan grande!... Uno de los mayores atractivos es la manera elegante en que la cabeza se alza sobre sus hombros, y el aire de nobleza que tiene cuando la hace girar... Eugenia aparenta más edad de la que tiene, se le darían diecisiete años. El talle es un modelo de esbeltez y elegancia, Su garganta deliciosa... ¡Y posee los senos más hermosos! Apenas podrían llenar una mano, ¡pero son tan dulces... tan frescos... tan blancos!... ¡Veinte veces he perdido la cabeza besándolos! y si vieras de qué modo se animaba bajo mis caricias... ¡de qué modo sus dos grandes ojos pintaban el estado de su alma!... Querido mío, aún no conozco el resto, pero si es preciso juzgar por eso, nunca el Olimpo tuvo una divinidad que la igualase... La oigo llegar... déjanos, sal por el jardín para no encontrarla y sé puntual a la cita. EL CABALLERO — Lo que has pintado responde por mi exactitud... ¡Oh, cielos! salir... dejarte en el estado en que me encuentro... ¡Adiós!... un beso... un solo beso, hermana, para conservar mi ansia hasta entonces. (Ella lo besa, toca su verga a través del pantalón, y el joven sale precipitadamente).

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SEGUNDO DIÁLOGO MADAME DE SAINT-ANGE EUGENIA MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Buenos días, mi hermosa! Si puedes leer en mi corazón sabrás con que impaciencia te esperaba. EUGENIA — ¡Oh, creí que no llegaría nunca, tanto era el apuro de estar en tus brazos! Una hora antes de salir temblaba pensando que todo podía cambiar. Mi madre se oponía por completo a este delicioso paseo, decía que no era conveniente que una joven de mi edad saliera sola; pero mi padre la maltrató tanto anteayer que una mirada suya bastó para que callara. Finalmente estuvo de acuerdo con lo que aceptaba mi padre, y he venido. Tengo un permiso de dos días; es necesario que tu coche y una de tus sirvientas me lleve pasado mañana. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Tan poco tiempo! Ángel mío, apenas podré expresarte todo lo que me inspiras... y por otra parte, tenemos tanto que conversar... ¿Recuerdas que es en este encuentro que debo iniciarte en los más secretos misterios de Venus? ¿Tendremos tiempo en dos días? EUGENIA — Ah, si no he aprendido todo me quedaré... he venido para instruirme y no me iré hasta ser sabia. MADAME DE SAINT-ANGE (besándola) — Mi amor querido, ¡la cantidad de cosas que vamos a hacer y decirnos mutuamente! Pero, a propósito, ¿no quieres almorzar, mi reina? Es probable que la lección sea larga. EUGENIA — No tengo más necesidad que recibirla; almorzamos antes de salir y ahora puedo estar hasta las ocho de la noche sin sentir el menor deseo. Madame de Saint-Ange — Pasemos entonces a mi tocador, que allí estaremos más cómodas. He avisado a mis servidores y ten la seguridad de que nadie nos molestará. (Entran tomadas del brazo).

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TERCER DIALOGO (La escena transcurre en un delicioso tocador) MADAME DE SAINT-ANGE EUGENIA DOLMANCÉ EUGENIA, (muy sorprendida de ver en el cuarto a un hombre que no esperaba) — ¡Dios mío, esta es una traición, querida amiga! MADAME DE SAINT-ANGE (igualmente sorprendida) — ¿Por qué motivo está usted aquí? ¿No tenía que llegar a las cuatro? DOLMANCÉ — Siempre se adelanta lo más posible la felicidad de verla, señora. Encontré a su hermano; él comprendía lo necesario de mi presencia para las lecciones que debe usted darle a la señorita. Sabía que éste sería el liceo donde se darían los cursos y me introdujo secretamente sin imaginar que sería desaprobado. Como sabe que sus demostraciones sólo serán necesarias luego de las disertaciones teóricas, no aparecerá hasta ese momento. MADAME DE SAINT-ANGE — En verdad, Dolmancé, este es un giro... EUGENIA — Con el que no me dejaré engañar, mi buena amiga; todo esto es obra tuya... Al menos debiste consultarme... Ahora tengo tal vergüenza que seguramente hará fracasar nuestros proyectos. MADAME DE SAINT-ANGE — Te aseguro que la idea de esta sorpresa sólo pertenece a mi hermano; pero no te asustes: Dolmancé, a quien conozco como un hombre muy amable, no será sino muy útil para nuestros proyectos. Respecto a su discreción respondo de él como de mí misma. Familiarízate con el hombre de mundo que está en mejores condiciones de conducirte por la carrera de felicidad y placeres que deseamos recorrer juntas. EUGENIA (ruborizándose) - ¡Oh! No por eso dejo de sentir una gran confusión... DOLMANCÉ — Eugenia, póngase cómoda... el pudor es una vieja virtud de la que debe desprenderse limpiamente, como de tantos otros hechizos. EUGENIA — Pero la decencia. DOLMANCÉ — Otro uso gótico del que se hace muy poco caso en la actualidad. ¡Es tan contraria a la naturaleza! (Dolmancé toma a Eugenia en sus brazos y la besa). EUGENIA, (defendiéndose) - ¡Basta, señor!... ¡Verdaderamente usted no me trata con miramientos! Madame de Saint-Ange — Eugenia, dejemos de ser mojigatas con este hombre encantador; yo no lo conozco más que tú y sin embargo, ¡mira cómo me le entrego! (Lo besa lúbricamente en la boca) ¡Imítame! EUGENIA — Sí, sí; ¡de quién podré tomar mejor ejemplo! (Se entrega a Dolmancé, que la besa ardientemente y con la lengua). DOLMANCÉ — ¡Qué amable y deliciosa criatura! MADAME DE SAINT-ANGE, (besándola también) -- ¿Crees, pequeña picara, que yo no tendré mi parte? (Dolmancé, abrazándolas, las acaricia con la lengua durante un cuarto de hora; las dos se le rinden y él se entrega). DOLMANCÉ — Créanlo, señoras. Estos preliminares me embriagan de

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voluptuosidad. Hace muchísimo calor. Pongámonos cómodos y charlaremos infinitamente mejor. MADAME DE SAINT-ANGE — De acuerdo, estos velos de gasa ocultarán solamente aquellos atractivos que es preciso esconder al deseo. EUGENIA — ¡En realidad me hacen hacer cada cosa!... MADAME DE SAINT-ANGE, (ayudándola a desvestirse) — Ridículas ¿no es cierto? EUGENIA — Por lo menos indecentes, verdaderamente... ¡Ah, cómo me besas! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Qué hermoso pecho!... es una rosa apenas entreabierta. DOLMANCÉ, (mirando, sin tocarlos, los senos de Eugenia) — Y que prometen otros atractivos... infinitamente más estimables. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Más estimables? DOLMANCÉ — Sí, por mi honor, (al decir esto Dolmancé trata de dar vuelta a Eugenia para examinarla por atrás). EUGENIA — ¡No, no, le ruego! MADAME DE SAINT-ANGE — No, Dolmancé, no quiero que vea... un objeto cuyo poder sobre usted es tan grande... teniéndolo en la cabeza no podría razonar ya con sangre fría. Tenemos necesidad de sus lecciones, dénoslas y los mirtos que desea recoger formarán luego su corona. DOLMANCÉ — Acepto. Pero para demostrar, para darle a esta bella niña las primeras enseñanzas de libertinaje, es necesario que al menos usted tenga la complacencia de prestarse. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡En buena hora!... Heme aquí completamente desnuda, ya puede disertar sobre mí tanto como usted quiera... DOLMANCÉ — ¡Ah! ¡qué hermoso cuerpo!... ¡Es Venus misma embellecida por las Gracias! EUGENIA — ¡Oh! querida amiga ¡cuántos atractivos! Déjame recorrerlos a mi gusto (déjame cubrirlos de besos. (Lo hace). DOLMANCÉ — ¡Excelentes aptitudes! Un poco menos de ardor, hermosa Eugenia; en este momento sólo le pido atención. EUGENIA — Escucho, escucho... Es que ella es tan bella... tan llena, tan fresca... Ah, ¡qué encantadora es mi amiga! ¿No es cierto? DOLMANCÉ — Es bella, verdad... perfectamente bella; pero estoy convencido que usted no lo es menos... Escúcheme, hermosa pequeña alumna, ¿o piensa que en caso de no ser dócil no usaré los derechos que me da el ser su maestro? MADAME DE SAINT-ANGE — Sí, Dolmancé, se la entrego. Es necesario reprenderla si no es prudente. DOLMANCÉ — Podría no quedarme en amonestaciones... EUGENIA — ¡Santo cielo! me atemoriza... y en ese caso, señor, ¿qué haría? DOLMANCÉ, (habla entrecortadamente, besa a Eugenia en la boca). — Castigos... correcciones, y este hermoso culo podrá muy bien pagar por las faltas de la cabeza. (Lo acaricia a través de los velos que aún cubren a Eugenia). MADAME DE SAINT-ANGE — Apruebo el proyecto, pero no la continuación... Comencemos nuestra lección o el poco tiempo que tenemos para gozar de Eugenia se gastará en preparativos y la instrucción no podrá concluir, DOLMANCÉ (Toca a Madame de Saint-Ange en las partes a las que se va refiriendo) — Comienzo. No abundaré sobre estos globos de carne: sabe usted, tan bien 10

como yo, Eugenia, que se tos llama indiferentemente pechos, senos, tetas; su uso es muy importante en el placer; un amante los tiene bajo sus ojos al gozar; los acaricia, los aprieta; algunos hacen de ellos el lugar del goce, colocan su miembro entre los dos montes de Venus, la mujer lo comprime apretándolos, y luego de algunos movimientos ciertos hombres llegan a volcar allí ese bálsamo delicioso de la vida cuyo derramarse hace la felicidad de los libertinos... ¿No será el momento, señora, de disertar ante nuestra alumna sobre este miembro al que tendremos que referirnos permanentemente? MADAME DE SAINT-ANGE — Pienso que sí. DOLMANCÉ --Entonces me extenderé sobre ese canapé, usted se colocará cerca mío, se apoderará del objeto y enseñará sus propiedades a nuestra joven alumna. (Dolmancé se coloca y Madame de Saint-Ange demuestra). MADAME DE SAINT-ANGE - Este qué ves, Eugenia, este cetro de Venus, es el principal agente de los placeres del amor; se lo llama miembro, por excelencia. No hay parte del cuerpo humano en la que no pueda introducirse. Siempre dócil a las pasiones de quien lo mueve, tanto se mete aquí (toca la concha de Eugenia) ... es su camino ordinario... el más usado, pero no el más agradable; buscando un templo más misterioso la mayor parte de las veces es aquí (separa sus nalgas y le muestra el agujero de su culo) donde el libertino trata de gozar: ya volveremos sobre este goce, el más delicioso de todos. La boca, los senos, las axilas, le ofrecen también altares donde quemar su incienso; cualquiera sea el lugar preferido, tras agitarse unos instantes se lo ve arrojar un licor blanco y viscoso que al surgir hunde al hombre en un delirio tan vivo como para procurarle los placeres más dulces que pueda esperar. EUGENIA — ¡Cómo me gustaría ver correr ese licor! MADAME DE SAINT-ANGE — Eso podría lograrse por la simple vibración de mi mano. Mira cómo se irrita a medida que lo sacudo. Estos movimientos se llaman polución y la acción, en términos libertinos, hacer la paja. EUGENIA — Querida amiga, ¡déjame hacérsela a ese hermoso miembro! DOLMANCÉ — Yo no me opongo. Déjela, señora: esa ingenuidad me excita horriblemente. MADAME DE SAINT-ANGE — Me resisto a ésta efervescencia. Sea prudente, Dolmancé; derramar esta simiente disminuirá la actividad de sus espíritus animales, quitando calor a las disertaciones. EUGENIA, (tocando los testículos de Dolmancé) — Oh, cómo me disgusta, querida amiga, la resistencia que opone a mis deseos ... Y estas bolas, ¿qué uso tienen y cómo se llaman? MADAME DE SAINT-ANGE — El nombre técnico es pelotas... testículos es el que les da el arte. Estas bolas encierran el depósito de la simiente prolífica de la que acabo de hablar y cuya eyaculación en la matriz de la mujer produce la especie humana. Pero sobre esos detalles nos detendremos muy poco, Eugenia, porque pertenecen más al orden de la medicina, que al del libertinaje. Una hermosa muchacha sólo debe preocuparse de coger, y nunca de engendrar. Nos deslizaremos, sobre todo lo que se refiere al mecanismo de la población, para ligarnos única y fundamentalmente a las voluptuosidades del libertinaje, cuyo espíritu no es precisamente el de poblar... EUGENIA — Pero, querida amiga, cuando este miembro enorme que apenas puedo tener en la mano penetra, como tú aseguras que puede hacerlo, en un agujero tan pequeño como el de tu trasero, debe producir un gran dolor a la mujer. MADAME DE SAINT-ANGE — Cuando la mujer no está acostumbrada, ya sea por 11

delante o por detrás que se produzca la introducción, siempre produce dolor. Es propio de la naturaleza hacernos llegar al placer mediante penas. Pero una vez vencido el dolor nada puede ocasionar tanto placer como el que se siente al penetrar el miembro en nuestro culo, muy superior al que brinda la introducción por delante. Por otra parte, de ese modo la mujer evita una cantidad de peligros. Su salud corre menos riesgos y por sobre todo no corre el peligro de quedar embarazada. No me extenderé, ahora, sobre esta voluptuosidad; nuestro maestro la analizará para las dos, Eugenia, y uniendo teoría y práctica espero te convencerá que entre todos los placeres del goce, debes preferir éste. DOLMANCÉ — Apresure sus demostraciones, señora, la conjuro a que lo haga, pues no puedo contenerme; pese a todos mis esfuerzos volcaré y este temible miembro, reducido a nada, ya no le servirá para sus lecciones. EUGENIA -- ¡Cómo! ¡quiere decir que si pierde la simiente de la que hablas, querida, se abatirá!... Oh, ¡déjame que la haga perder para ver en qué se convierte... Tendré tanto placer en ver cómo se derrama! MADAME DE SAINT-ANGE — No, no, levántese Dolmancé. Piense que ese es el precio de sus trabajos y que no se lo puedo entregar antes de que lo haya ganado. DOLMANCÉ — Está bien. Pero para convencer mejor a Eugenia del placer que vamos a ocasionarle, ¿habría inconveniente en que la masturbe usted delante mío? MADAME DE SAINT-ANGE — Ninguno, sin duda. Lo haré con tanta mayor alegría por cuanto este episodio lúbrico nos ayudará en nuestras lecciones. Colócate sobre ese canapé, querida. EUGENIA — ¡Oh, qué delicioso lugar! ¿Pero para qué todos estos espejos? MADAME DE SAINT-ANGE — Reflejando las posiciones en mil sentidos diversos, multiplican los goces ante los ojos de aquellos que los disfrutan sobre esta otomana. Por este procedimiento no se puede ocultar ninguna de las partes de los dos cuerpos: es preciso que se vea todo; son otros tantos grupos que se reúnen alrededor de quienes están encadenados por el amor, otras tantas imitaciones de sus placeres, de esos deliciosos cuadros cuya lubricidad excita y sirve para hacerla llegar a su paroxismo. EUGENIA — ¡Qué invención deliciosa! MADAME DE SAINT-ANGE — Dolmancé, desvista usted mismo a la víctima. DOLMANCÉ — No es difícil, sólo se trata de sacar esta gasa para ver al desnudo los más conmovedores atractivos. (La desnuda y sus primeras miradas se dirigen rápidamente hacia el trasero). Veré, por fin, ese divino y precioso culo al que ambiciono con tanto ardor... ¡Santo Dios! ¡Qué frescura, qué carnes, qué brillo, qué elegancia!... Nunca vi uno más bello. MADAME DE SAINT-ANGE — Ah, pícaro, de qué manera sus primeros homenajes prueban sus gustos y sus placeres. DOLMANCÉ — ¿Puede haber en el mundo algo más hermoso? ... ¿Dónde encontrará el amor altares más divinos?... Eugenia ... sublime, Eugenia, ¡déjeme colmar con las más dulces caricias su culo! (Lo toca y lo besa, transportado). MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Basta, libertino!... Olvida que siendo mía, Eugenia es el precio de las lecciones que espera de usted; sólo después de haberlas recibido será su recompensa. Suspenda ese ardor o me enojo. DOLMANCÉ — Ah, picara, esos son celos... Bien, muéstreme el suyo y voy a colmarlo con mis homenajes. (Levanta el velo de Madame de Saint-Ange y le acaricia el trasero) ¡Qué bello es, ángel mío, y qué delicioso! Déjenme que los compare... que los admire uno junto a otro: ¡Ganymedes y Venus! (Los cubre de besos a los dos) Para dejar 12

bajo mis ojos el encantador espectáculo de tantas bellezas, ¿podrían, juntándose bien una con la otra, ofrecerme esos dos encantadores culos que idolatro? MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Perfecto! ¿Así os satisface?... (Se enlazan las dos mujeres de tal modo que sus traseros quedan frente a Dolmancé). DOLMANCÉ — Nada mejor: eso es lo que quería; muevan ahora esos bellos culos con todo el fuego de la lubricidad; que bajen y suban cadenciosamente, que sigan los impulsos con los que va a moverlos el placer... Así, así, ¡es delicioso!... EUGENIA — Ah, querida, cuánto placer me produces... ¿Como se llama esto que estamos haciendo? MADAME DE SAINT-ANGE – Masturbarse, querida... producirse placer. Pero cambiemos ahora de postura; examina mi concha... así se llama el templo de Venus. Mira bien este antro que cubre mi mano: voy a entreabrirlo. Esta elevación que lo corona se llama monte: desde los catorce o quince años se cubre de pelos, aproximadamente cuando una niña comienza a tener reglas. Esta lengüeta que está encima se llama clítoris. En él yace toda la sensibilidad de las mujeres. Es el hogar de la mía. No se me puede tocar sin hacer que palidezca de placer… Hazlo tú…. Ah, bribona, ¡cómo lo haces!… ¡Se diría que no has hecho otra cosa durante toda tu vida!… ¡Para!... ¡Para!... No, qué digo, no puedo librarme.. Deténgame, Dolmancé... bajo los encantadores dedos de esta chiquilla voy a perder la cabeza... DOLMANCÉ – Está bien; para templar sus ideas variándolas, mastúrbela usted ahora. Conténgase y que ella misma se entregue ... ¡Así!, en esta posición su hermoso culo va a encontrarse entre mis manos; voy a mancillarlo suavemente con un dedo... Entréguese, Eugenia, abandone todos sus sentidos al placer, que él sea el único dios de su existencia. Sólo a él debe sacrificar una joven, y a sus ojos nada debe ser mas sagrado que el placer. EUGENIA — Ah, por lo menos nada es tan delicioso, lo siento... Estoy fuera de mí... ya no sé lo que digo ni lo que hago. ¡Qué ebriedad se apodera de mis sentidos! DOLMANCÉ — ¡Cómo acaba la pequeña picara!... Su ano se cierra como para cortarme los dedos... ¡Qué hermoso sería cogerla en este instante! (Se levanta y pone su verga en el agujero del culo de la joven). MADAME DE SAINT-ANGE — Aún debe tener paciencia. ¡Que sólo la educación de esta querida muchacha nos ocupe!... ¡Es tan dulce formarla! DOLMANCÉ; — Bien, ya lo ve usted, Eugenia. Después de una polución más o menos prolongada las glándulas seminales se hinchan y terminan por expulsar un licor que al correr sumerge a la mujer en el más delicioso transporte. A esto se le llama acabar. Cuando su amiga lo quiera le haré ver de qué manera, más enérgica e imperiosa, esta misma operación se realiza en los hombres. MADAME DE SAINT-ANGE — Espera, Eugenia, ahora voy a enseñarte una nueva manera de sumir a una mujer en la más extrema voluptuosidad. Separa bien tus nalgas... Dolmancé, vea cómo le ofrece así su culo. Lámalo, mientras mi lengua lame su concha, y hagámosla gozar tres, cuatro veces seguidas, si puede. Tu monte es encantador, querida Eugenia. ¡De qué manera me gusta besar este vello tan suave! Ahora veo bien tu clítoris, está poco desarrollado pero es muy sensible... ¡Cómo tiemblas!... Déjame abrirte ... Ah, verdaderamente eres virgen... Dime el efecto que sientas cuando nuestras lenguas se introduzcan simultáneamente en tus dos aberturas. (Lo hacen). EUGENIA — Ah querida, es delicioso, una sensación imposible de describir. Me seria difícil decir cuál de las dos lenguas me hunde más en el delirio... DOLMANCÉ — Por el lugar en que me encuentro mi verga está muy cerca de sus 13

manos, señora; dígnese hacerle la paja, le ruego, mientras chupo este culo divino. Húndale más su lengua señora, no se limite a chuparle el clítoris; hágale penetrar su lengua hasta la matriz: es el mejor modo de apresurar la eyaculación de su leche. EUGENIA, (poniéndose rígida) — ¡Ah, no aguanto más, me muero! No me abandonen, amigos, estoy a punto de desvanecerme ... (Ella acaba en medio de sus instructores. ) MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Y bien! ¿Qué te parece, querida, el placer que te hemos dado? EUGENIA — Estoy muerta, quebrada... estoy anonadada... Pero explíquenme, les ruego, dos palabras que han pronunciado y que no entiendo: ¿qué significa matriz? MADAME DE SAINT-ANGE — Es una especie de vaso, semejante a una botella cuyo cuello abraza el miembro del hombre y recibe la leche producida en la mujer por la supuración de las glándulas, y en el hombre por la eyaculación que pronto te haremos ver; de la mezcla de ambos licores nace el germen que produce los niños y las niñas. EUGENIA — Ah, entiendo. Esta definición me explica al mismo tiempo la palabra leche, que no había entendido bien. ¿Y la unión de las simientes es necesaria para la formación del feto? MADAME DE SAINT-ANGE — Sí, aunque se haya probado, no obstante, que el feto debe su existencia sólo a la leche del hombre. Pero sola, sin mezclarse con la de la mujer, no tendría éxito. La que nosotras largamos sirve para elaborar, pero no crea, ayuda a la creación sin ser la causa. Muchos naturalistas modernos pretenden que es inútil; de allí que los moralistas, guiados por ese descubrimiento, sostengan con mucha veracidad que en este caso el niño formado por la sangre del padre sólo le debe ternura a éste. La aseveración es muy probable y, aunque soy mujer, no la combatiré. EUGENIA — En mi corazón encuentro la prueba de lo que dices, querida, puesto que amo a mi padre hasta la locura y detesto a mi madre. DOLMANCÉ — Esa predilección no tiene nada de sorprendente; yo sentí lo mismo. No estoy consolado todavía de la muerte de mi padre, y cuando murió mi madre fui una hoguera de alegría... La detestaba cordialmente. Eugenia, adopte sin temor los mismos sentimientos, están en la naturaleza. Formados sólo por la sangre de nuestros padres, a nuestras madres nada debemos; por lo demás, éstas no hicieron sino prestarse al acto, en tanto que el padre lo ha solicitado; él ha querido entonces el nacimiento mientras la madre se limitaba a consentir. ¡Qué diferencia para los sentimientos! MADAME DE SAINT-ANGE — Mil razones más están a tu favor, Eugenia. Si en el mundo hay una madre que deba ser detestada, ésa es la tuya. Agria, supersticiosa, devota, gruñona... y de una mojigatería asqueante: ¡apostaría a que esa tartamuda no ha dado un paso en falso en su vida! ¡Ah, querida, cómo detesto a las mujeres virtuosas! Pero ya volveremos a hablar de ello. DOLMANCÉ — ¿No sería ahora preciso que Eugenia, dirigida por mí, aprenda a devolver lo que usted acaba de darle, y que la hiciese gozar bajo mis ojos? MADAME DE SAINT-ANGE — Me parece útil; ¿y sin duda que durante la operación también quiere usted ver mi culo Dolmancé? DOLMANCÉ — ¿Puede usted dudar, señora, del placer con que le ofreceré mis homenajes más dulces? MADAME DE SAINT-ANGE (ofreciéndole las nalgas) — Y bien ¿me encuentra usted así como conviene? DOLMANCÉ — ¡A las mil maravillas! Puedo incluso prestarle los mismos servicios 14

que tanto gustaron a Eugenia. Ahora colóquese, locuela, con la cabeza entre las piernas de su amiga y ofrézcale, con su bonita lengua, los mismos cuidados que acaba de obtener. ¿Cómo? por la posición puedo poseer ambos culos; deliciosamente el de Eugenia, mientras chupo el de su hermosa amiga... Así... Bien... Miren como estamos unidos. MADAME DE SAINT-ANGE (desfalleciendo) — ¡Me muero, Dios mío!... Dolmancé, ¡cómo me gusta tocar su verga hermosa mientras acabo!... Querría que me inundase de leche!... ¡Hágame gozar!... ¡Chúpeme, me cago en dios!... ¡Ah! ¡cómo me gusta hacer de puta cuando mi esperma eyacula así!... Se terminó, no puedo más... Ustedes dos me abruman... Creo que nunca en mi vida he sentido tanto placer. EUGENIA — ¡Me encanta ser la causa! Pero se te ha escapado una palabra, querida amiga, que no entiendo. ¿Qué significa esa expresión de puta? Perdón, pero ¿sabes? estoy aquí para instruirme. MADAME DE SAINT-ANGE — Se llama de este modo, hermosa mía, a las víctimas públicas de los excesos de los hombres, siempre dispuestas a entregarse por su temperamento o por su interés; felices y respetables criaturas a quienes la opinión castiga pero la voluptuosidad corona y que, mucho más necesarias para la sociedad que las virtuosas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que la misma sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquéllas a las que el título de puta honra! ¡He aquí a las mujeres verdaderamente amables, las únicas verdaderamente filósofas! En cuanto a mí, querida, que hace doce años trabajo para merecer el título de puta, lejos de asustarme, me divierte. Es más: me encanta que me llamen así cuando me poseen; tal injuria me calienta la cabeza. EUGENIA — ¡Oh, lo concibo! No me enojaría si me la dirigiesen y menos aún me molestaría merecerla; pero... ¿la virtud no se opone a tal inconducta? ¿no la ofendemos comportándonos como lo hacemos? DOLMANCÉ — ¡Ah! ¡Renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay un solo sacrificio que pueda hacerse a esas falsas divinidades y que valga un minuto de los placeres que se gozan ultrajándolas? La virtud no es sino una quimera y su culto consiste sólo en inmolaciones perpetuas, en innumerables revueltas contra las inspiraciones del temperamento. ¿Semejantes gestos pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? Que, no la engañen, Eugenia, las mujeres llamadas virtuosas. No son, si usted quiere, las mismas pasiones nuestras a las que ellas sirven, pero son otras pasiones y a menudo mucho más despreciables... La ambición, el orgullo, sus intereses particulares, incluso la simple frialdad de un temperamento que no les suscita nada, ésas son sus razones. ¿Debemos algo a tales seres, me pregunto? ¿No han seguido ellos los únicos impulsos del amor a sí mismos? ¿Es acaso mejor, más sabio, más a propósito sacrificarse al egoísmo que a las pasiones? Para mí, lo uno bien vale lo otro; y quien no escucha sino a las últimas tiene más razón, puesto que la pasión es el único órgano de la naturaleza, en tanto que el otro lo es de la imbecilidad y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio. EUGENIA (Se ha restablecido un poco la calma durante estas disertaciones; las mujeres, vestidas otra vez, recostadas en el canapé, y Dolmancé cerca de ellas, en un gran sillón) — Pero hay más de una clase de virtudes: ¿qué piensa usted, por ejemplo, de la piedad? DOLMANCÉ — ¿Qué puede ser esta virtud para quien no cree en la religión? y, ¿quién puede creer en la religión? Razonemos con orden, Eugenia: ¿no llama usted religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, por medio 15

de un culto, el agradecimiento que tiene por la existencia recibida? EUGENIA — No se la puede definir mejor. DOLMANCÉ — ¡Y bien! Si está demostrado que el hombre no debe su existencia sino a los planes omnipotentes de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre el planeta como el planeta mismo, el hombre —como el cedro, como el león, como los minerales que hay en las entrañas de la tierra— no es nada más que un producto exigido por la existencia del globo; si está demostrado que ese Dios, que los tontos tienen por autor de todo lo que vemos, no es sino el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que la razón no ve ya nada para ayudarla en sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, en movimiento, posee por sí misma lo que a los tontos gusta gratuitamente otorgarle a El; si es verdad, en el supuesto que Dios, ese ser inerte, existiese, que él sería el más ridículo de todos los seres, puesto que habría servido un solo día y desde millones de siglos se hallaría en una despreciable inacción; y suponiendo que exista como las religiones lo pintan, sería el más detestable de los seres, porque permitiría el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, como digo, todo esto se ha probado, ¿cree usted entonces, Eugenia, que la piedad que ligaría al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, puede ser una virtud necesaria? EUGENIA, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Cómo! ¿Realmente, adorable amiga, la existencia de Dios es una quimera? MADAME DE SAINT-ANGE — Y de las más despreciables, sin duda. DOLMANCÉ — Sólo un insensato puede creer en él. Fruto del temor de unos y de la debilidad de otros, Eugenia, ese abominable fantasma es inútil al sistema de la tierra. Infaliblemente estorbaría, porque su voluntad, justa por definición, jamás podría aliarse con las injusticias esenciales a las leyes de la naturaleza; él debería desear constantemente el bien, en tanto que la naturaleza lo desea sólo en compensación del mal que sirve a sus leyes: él debería actuar siempre, y la naturaleza, cuya acción perpetua es una ley; no podría encontrarse sino en perpetua competencia y oposición con él. Pero, se dirá, Dios y la naturaleza son la misma cosa. ¿No es esto absurdo? La cosa creada no puede ser igual al ser creador: ¡no es posible que el reloj sea el relojero! Y bien, se añadirá, la naturaleza no es nada. Dios es todo. ¡Otra barbaridad! Hay necesariamente dos cosas en el Universo: el agente creador y el individuo creado. Ahora bien ¿cuál es ese agente creador? He aquí la dificultad que hay que resolver, la única pregunta que es preciso contestar. Si la materia actúa y se mueve por medio de combinaciones desconocidas, si el movimiento es inherente a la materia, si ésta puede a causa de su energía crear, producir, conservar, mantener, compensar en las extensiones inmensas del espacio todas las esferas cuya vista nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de admiración, ¿qué necesidad tenemos de buscar un agente extraño, puesto que esta facultad activa se encuentra esencialmente en la naturaleza misma, no es otra cosa que la materia en acción? ¿Esa quimera deificante aclarará algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad. ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? Me dan una más. ¿Y cómo pueden pretender que yo admita como causa de lo que no comprendo algo que comprendo aún menos? ¿Será mediante los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— que me representaré a ese terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta... ¿Qué veo en el Dios de este culto infame sino a un ser inconsecuente y bárbaro, que 16

hoy crea un mundo del que se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza! Esta criatura, aunque emanada de él, lo domina; ¡puede ofenderle y merecer por eso suplicios eternos! ¡Qué ser más débil que este Dios! ¡Cómo! ¿ha podido crear todo lo que vemos y le es imposible formar un hombre a su imagen? Pero, me dirán ustedes, si lo hubiera creado así, el hombre carecería de mérito. ¡Qué vulgaridad! ¿Qué necesidad hay de que el hombre sea meritorio ante su Dios? Haciéndolo completamente bueno, jamás hubiera podido hacer el mal, y sólo así la obra sería digna de un Dios. Dejar al hombre una opción es tentarlo. Ahora bien, Dios, por su presencia infinita, sabía bien lo que resultaría; entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué canalla digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza! No obstante, poco satisfecho de una tarea tan sublime, ahoga al hombre para convertirlo: lo quema, lo maldice. Nada de eso lo cambia. Un ser más poderoso aún que ese infame Dios, el Diablo, que siempre conserva su dominio, que siempre puede desafiar a su autor, logra con sus seducciones corromper incesantemente la tropa que se había reservado al Eterno. Nada puede vencer la energía de ese demonio, su poder sobre nosotros. ¿Qué imagina entonces, según ustedes, el horrible Dios que predican? No tiene más que un hijo, un único hijo, obtenido no sé en qué comercio —pues como el hombre coge, ha querido que su Dios también lo haga—; luego desprende del cielo esa respetable porción de sí mismo. Uno imagina que esta sublime criatura va a aparecer quizá sobre rayos celestes, en medio de un cortejo de ángeles, a la vista del universo entero... nada de eso: ¡es en el seno de una puta judía, en medio de un chiquero, que se anuncia el Dios que viene a salvar a la Tierra! ¡He ahí la digna estirpe que se le presta! ¿Pero quizá su honorable misión nos compensará? Sigamos al personaje: ¿qué dice?, ¿qué hace? ¿qué sublime misión recibimos de él? ¿qué dogma va a prescribirnos? ¿en qué actos va a estallar al fin su grandeza? Veo primero una infancia ignorada, algunos servicios, muy libertinos sin duda, prestados por este granuja a los sacerdotes del templo de Jerusalén; luego una desaparición de quince años durante la que el tunante va a envenenarse con todos los ensueños de la escuela egipcia, que luego trae a Judea. Apenas reaparece, su demencia comienza por hacerle decir que es hijo de Dios, igual a su padre; asocia a esta alianza un tercer fantasma, el Espíritu Santo, y estas tres personas, asegura... ¡no deben ser sino una! Mientras más asombra a la razón este ridículo misterio, más asegura el bellaco que es meritorio adoptarlo... y peligroso aniquilarlo. Es para salvarnos, afirma el imbécil, que se ha encarnado, aunque es Dios, en el seno de un hijo de los hombres; ¡y los milagros asombrosos que obrará pronto convencerán al universo! En efecto, durante una cena de borrachos, según se dice, el pérfido convierte el agua en vino; en un desierto alimenta a algunos perversos con provisiones escondidas previamente por sus secuaces; uno de sus compañeros se hace el muerto y nuestro impostor lo resucita; sube a una montaña y allí, frente a dos o tres amigos, hace un truco que avergonzaría al peor prestidigitador de nuestros días. Maldiciendo con entusiasmo a todos los que no crean en él, el sinvergüenza promete los cielos a cuanto estúpido lo escuche. No escribe nada, dada su ignorancia; habla poco, dada su imbecilidad; hace aún menos, dada su debilidad. Cansando al fin a los magistrados con sus discursos sediciosos, aunque escasos, el charlatán se hace crucificar después de haber asegurado a los miserables que lo siguen que, cada vez que lo invoquen, descenderá hacia ellos para hacerse comer. Lo llevan al suplicio y se deja hacer; su papá, el Dios 17

sublime, no le presta el menor auxilio y he ahí al bribón tratado como el último facineroso, de los que estaba tan orgulloso de ser el jefe. Sus satélites se reúnen: "Estamos perdidos, dicen, si no nos salvamos por algún prodigio. Emborrachemos a la guardia que rodea a Jesús; robemos su cuerpo, pregonemos que ha resucitado: el recurso es seguro; si conseguimos hacer creer esta trapacería nuestra nueva religión se establece, se propaga, seduce al mundo entero... ¡Trabajemos!" Intentan el golpe y resulta. ¡Truhanes, la audacia ha remplazado al mérito! El cuerpo es sustraído, los tontos, las mujeres y los niños gritan, tanto como pueden: "¡Milagro!". Sin embargo, en esa ciudad donde tantas maravillas acaban de operarse, en esa ciudad teñida por la sangre de Dios, nadie quiere creer en Él: ninguna conversión se realiza. Hay más: el hecho es tan poco digno de ser transmitido que ningún historiador habla de él. Sólo los discípulos del impostor piensan sacar partido del fraude, pero no en el momento. Esta consideración es esencial. Dejan correr varios años antes de hacer uso de su insigne bellaquería; finalmente construyen sobre ella el inestable edificio de su repugnante doctrina. ¡Todo cambio gusta a los hombres! Cansados del despotismo de los emperadores, una revolución era necesaria. Se escucha a los estafadores y su progreso es rápido: esta es la historia de todos los errores. Pronto los altares de Venus y Marte son remplazados por los de Jesús y María; se publica la vida del impostor; esa chata novela encuentra sus crédulos; se le hace decir mil cosas en las que nunca pensó; algunas de sus frases absurdas pronto se tornan en la base de su moral y, como esta novedad se predicaba a los pobres, la caridad llega a ser la primera virtud. Se instituyen ritos extraños con el nombre de sacramentos, de los cuales el más indigno y abominable es el que hace que un cura, pesé a estar cubierto de crímenes, tenga el placer de meter a Dios en un pedazo de pan mediante algunas palabras mágicas. No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde, su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él las armas del desprecio que merecía; pero en cambio se lo persiguió, y creció: era inevitable. Probemos aún hoy cubrirlo de ridículo y caerá. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos. En pocas palabras, Eugenia, tal es la historia de Dios y de la religión; vea usted la fe que merecen esas fábulas y tome su determinación. EUGENIA –– Mi opción no es difícil. Desprecio esas ilusiones repugnantes; y Dios mismo, al que aún me apegaba por debilidad e ignorancia, no es ya para mí sino objeto de horror. MADAME DE SAINT-ANGE — Júrame que no pensarás más en él, que no lo invocarás en ningún instante de tu vida. EUGENIA, (precipitándose sobre el pecho de Madame de Saint-Ange) — ¡Ah! ¡Lo juro en tus brazos! ¿Acaso no me es fácil ver que lo que exiges es para mi bien, y que no quieres que semejantes reminiscencias puedan perturbar mi tranquilidad? MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Podría tener otro motivo? EUGENIA — Pero, Dolmancé, creo que es el análisis de las virtudes el que nos llevó al examen de las religiones. Volvamos a ello. No existirán en esta religión, aunque ridícula, algunas virtudes cuyo culto pueda contribuir a nuestra dicha? DOLMANCÉ — Examinémoslo. ¿Será la castidad, esa virtud que sus ojos destruyen, aunque en conjunto sea su imagen? ¿Reverencia usted la obligación de combatir todos los impulsos de la naturaleza? ¿los sacrificará usted a todos al vano y ridículo honor de no tener jamás una debilidad? Sea justa y responda, bella amiga: ¿cree usted encontrar en esa absurda y peligrosa pureza del alma todos los placeres del vicio que se le opone? 18

EUGENIA — No, le doy mi palabra que no siento la menor inclinación a ser casta y sí, por el contrario, la más grande disposición al vicio; pero, Dolmancé, ¿la caridad, la beneficencia, no podrían hacer la dicha de algunas almas sensibles? Dolmancé — ¡Lejos de nosotros, Eugenia, las virtudes que sólo crean ingratos! Pero no se engañe, mi encantadora amiga: la beneficencia es un vicio del orgullo antes que una verdadera virtud del alma; es por ostentación que se alivia a los semejantes, nunca con la sola intención de hacer un buen acto; ¡vaya si enojaría que la limosna qué se acaba de hacer no reciba, toda la publicidad posible! No se imagine tampoco, Eugenia, que esta acción tenga tan buenos efectos: yo la considero como la más grande engañifa: acostumbra al pobre a socorros que deterioran su energía; ya no trabaja más cuando se atiene a nuestra caridades; apenas le faltan se vuelve un ladrón o un asesino. Escucho por todas partes reclamar los medios para que se suprima la mendicidad, y entre tanto se hace todo lo posible por multiplicarla. ¿No quiere usted tener moscas en su cuarto? Pues no ponga azúcar para atraerlas. ¿No quiere tener pobres en Francia? Pues no dé limosna y suprima sobre todo las casas de caridad. Viéndose privado de esos peligrosos recursos, el individuo nacido en el infortunio empleará todo su coraje, todos los medios recibidos de la naturaleza, para salir del estado en que nació; no molestará más. Destruyan, derríbense sin ninguna piedad esas detestables casas donde se tiene el descaro de ocultar los frutos del libertinaje del pobre, cloacas espantosas que vomitan cada día en la sociedad un repugnante enjambre de nuevas criaturas que sólo tienen esperanza en vuestra bolsa. ¿Para qué sirve, me pregunto, que se conserve a tales individuos con tanto cuidado? ¿Tememos la despoblación de Francia? ¡Ah, nunca nos preocupemos por eso! Uno de los primeros vicios de este gobierno consiste en una población demasiado numerosa, y lejos está ese exceso de ser riqueza para el Estado. Esos seres supernumerarios son como ramas parásitas que, no viviendo sino a expensas del tronco, terminan siempre por extenuarlo. Recuerde: cualquiera sea el gobierno, cuando la población es superior a los medios de existencia, siempre ese gobierno languidecerá. Examine usted Francia y verá que es eso lo que ofrece. ¿Qué resulta de ello? Diariamente lo vemos. Los chinos, más sabios que nosotros, se cuidan bien de dejarse dominar por una población demasiado abundante. Ningún asilo para los frutos vergonzosos de sus licencias: se abandonan esos espantosos engendros como a las consecuencias de una digestión. Nada de casas para pobres: no se conocen en China. Allá todo el mundo trabaja, allá todo el mundo es feliz; nada altera la energía del pobre y cada cual puede decir, como Nerón, ¿Quid est pauper? EUGENIA, (a Madame de Saint-Ange) — Querida amiga, mi padre piensa absolutamente como el señor: en su vida hizo una buena obra. No cesa de gruñir a mi madre por las sumas que gasta en tales prácticas. Ella era de la Sociedad Maternal, de la Sociedad Filantrópica... yo no sé de qué asociación no era; mi padre la obligó a abandonar todo eso asegurándole que la reduciría a la más módica pensión si se le daba por recaer en semejantes idioteces. MADAME DE SAINT-ANGE — No hay nada tan ridículo, y al mismo tiempo tan peligroso, que esas asociaciones: a ellas, a las escuelas gratuitas y a las casas de caridad debemos el derrumbe horrible en que nos hallamos ahora. Te lo suplico, querida, no des nunca una limosna. EUGENIA — No temas; hace tiempo que lo mismo exigió mi padre, y la beneficencia me tienta demasiado poco como para infringir, en ese campo, sus órdenes... los impulsos de mi corazón y tus deseos. DOLMANCÉ — No dividamos esta porción de sensibilidad que hemos recibido de la 19

naturaleza, extenderla es aniquilarla. ¡Qué me hacen a mí los males de los demás! ¿No tengo acaso bastante con los míos, para afligirme por los ajenos? ¡Que el hogar de esta sensibilidad nunca alumbre sino nuestros placeres! Seamos sensibles a todo lo que los nutre, inflexibles ante el resto. De este estado de alma resulta una especie de crueldad que no está exenta de delicias. No siempre se puede hacer el mal, pero privados del placer que nos da, al menos compensémoslo con la pequeña maldad picante de no hacer jamás el bien. EUGENIA — ¡Ah, Dios! ¡cómo me inflaman sus lecciones! ¡Creo que tendrían que matarme antes de realizar una buena acción! MADAME DE SAINT-ANGE — Y si se presentase la ocasión de hacer una maldad ¿serías capaz de cometerla? EUGENIA — Calla, seductora; no te responderé sino cuando hayas terminado de instruirme. Según lo que usted dice, Dolmancé, me parece que nada es tan indiferente en la tierra como cometer el bien o el mal, ¿sólo nuestro temperamento, nuestros gustos, deben ser respetados? DOLMANCÉ — No lo dude, Eugenia, palabras como vicio o virtud no nos dan sino ideas puramente locales. No hay acción, por singular que la suponga, verdaderamente criminal; ninguna realmente virtuosa. Todo depende de nuestras costumbres y del clima que habitamos: lo que aquí es crimen a menudo es virtud unas leguas más allá; no hay horror que no haya sido divinizado ni virtud que no haya sido ofendida. De estas diferencias puramente geográficas nace el poco caso que debemos hacer a la estima o el desprecio de los hombres, sentimientos ridículos y frívolos, de los que debemos colocarnos por encima incluso hasta el punto de preferir sin temores el desprecio, si es que las acciones que nos lo atraen tienen alguna voluptuosidad para nosotros. EUGENIA — Pero me parece que debe haber acciones bastante peligrosas, bastante malas en sí mismas como para haber sido consideradas generalmente criminales y castigadas como tales, desde un extremo al otro del universo. MADAME DE SAINT-ANGE — Ninguna, mi amor, ninguna; ni siquiera el robo o el incesto, el crimen o el parricidio. EUGENIA — ¡Cómo! ¿Han podido excusarse esos horrores en algún sitio? DOLMANCÉ — En otros lugares fueron honrados, coronados, considerados excelentes acciones. Mientras que la humanidad, el candor, la beneficencia, la castidad, todas nuestras virtudes, eran vistas como monstruosidades. EUGENIA — Les ruego que me expliquen todo eso; exijo un corto análisis de cada uno de esos crímenes y les ruego comenzar por su opinión acerca del libertinaje de las jóvenes, luego sobre el adulterio de las mujeres. MADAME DE SAINT-ANGE — Es absurdo sostener que una niña, apenas está fuera del seno materno, debe convertirse en la víctima de la voluntad de sus padres y serlo así hasta su último suspiro. Escúchame, Eugenia: no es en un siglo donde los derechos del hombre son profundizados con tanto cuidado que las jóvenes deben continuar creyéndose esclavas de sus familias, cuando consta que los poderes de la familia sobre ellas son quiméricos. Prestemos atención a la naturaleza sobre tema tan interesante, y que las leyes de los animales, más próximos a ella, nos sirvan de ejemplo. ¿Los deberes paternales se extienden más allá de las primeras necesidades físicas? ¿Los frutos del goce del macho y la hembra, no poseen su entera libertad, todos sus derechos? Tan pronto como pueden andar y alimentarse solos, ¿los reconocen acaso los autores de sus días? No, sin duda. ¿Con qué derecho los hijos de los hombres están sujetos a otros deberes? ¿Y qué es lo que funda esos deberes, sino la avaricia o la ambición de los padres? Ahora bien, yo me pregunto si es 20

justo que una niña que comienza a sentir y a razonar se someta a tales frenos. ¿No es sólo el prejuicio el que prolonga sus cadenas? ¿Hay algo más ridículo que ver a una joven de quince o dieciséis años, quemada por deseos que está obligada a vencer en tormentos peores que los del infierno, esperando agradar a sus padres? Y todo esto, pregunto, ¿para qué? ¿Para sacrificar su edad madura, después de haber entregado su juventud, inmolándola a la pérfida codicia de sus padres, que la asociarán a pesar de ella con un esposo que nada tiene para hacerse amar o tiene todo para suscitar el odio? No, no, Eugenia. Tales lazos se aniquilarán pronto; es necesario que, separando desde la edad de la razón a la niña de sus padres y después de darle una educación racional, a los quince años se la deje dueña de llegar a ser lo que desee. ¿Caerá en el vicio? ¿qué importa? Los servicios que presta una joven consintiendo hacer felices a todos los que se dirigen a ella, ¿no son infinitamente más importantes que los que, aislándose, ofrece a su esposo? El destino de la mujer es ser como la perra, como la loba: debe pertenecer a todos los que la codician. Encadenar a las mujeres, por el lazo absurdo de un himeneo solitario, es ultrajar visiblemente el destino que la naturaleza les impone. Esperemos que la gente abrirá los ojos y que al asegurar la libertad de todos los individuos no olvidará la suerte de las desdichadas jóvenes; pero si se las olvida, que ellas mismas, colocándose por encima de las costumbres y los prejuicios, tiren a sus pies las vergonzosas cadenas con que se pretende sujetarlas; pronto triunfarán entonces sobre la costumbre y la opinión; más sabio por ser más libre, el hombre sentirá la injusticia de despreciar a las que obren así y sabrá que la acción de ceder a los impulsos de la naturaleza, considerada crimen en un pueblo cautivo, ya no puede serlo en un pueblo libre. Parte, pues, de la legitimidad de estos principios, Eugenia, y rompe tus cadenas a cualquier precio; desprecia las vanas amonestaciones de una madre imbécil a la que con razón no debes sino odio. Si tu padre, que es un libertino, te desea, enhorabuena: que te goce, pero sin encadenarte; rompe el yugo si quiere esclavizarte. Más de una hija ha actuado así con su padre. Coge, en una palabra, coge: para eso has sido puesta en el mundo. Ningún límite a tus placeres salvo los de tu fuerza; ninguna excepción de lugar, tiempo y personas; todas las horas, todos los sitios, todos los hombres deben servir a tus voluptuosidades; la continencia es una virtud imposible, por la que la naturaleza, violada en sus derechos, nos castiga con mil desgracias. En tanto las leyes sean las que son, usemos algunos velos: la opinión nos obliga; pero resarzámonos en silencio por esta cruel castidad que estamos obligadas a tener en público. Toda joven debe procurarse una amiga libre y mundana que pueda hacerle gustar los placeres secretos; de ser posible, que trate de seducir a los servidores que la rodean, que les suplique que la prostituyan, prometiéndoles todo el dinero que se puede obtener de su venta, ya sea que la tramiten ellos mismos o mujeres que hallarán y que se llaman celestinas; que la joven se imponga frente a sus hermanos, primos, amigos, parientes; que se entregue a todos si es necesario para esconder su conducta; incluso, si le es exigido, que sacrifique sus gustos y afectos: una intriga que no le habrá agradado y de la que se librará actuando con habilidad, pronto la conducirá a una situación más cómoda y estará lanzada. Pero no debe volver nunca a los prejuicios de la infancia; amenazas, exhortaciones, deberes, virtudes, religión, consejos, todo debe ella arrojar a sus pies: todo lo que no tienda, en pocas palabras, a sentarla en el trono de la impudicia. Las predicciones de las desgracias que acechan en el camino del libertinaje son una extravagancia de nuestros padres; en todas partes hay espinas, pero en la carrera del vicio se encuentran rosas encima de ellas; sólo en los cenagosos senderos de la virtud la naturaleza 21

no las hace florecer. En la primera de estas rutas la opinión de los hombres es el único obstáculo temible; pero, ¿cuál es la muchacha inteligente que con un poco de reflexión no se tornará superior a esa opinión despreciable? Los placeres que se obtienen de la estima, Eugenia, no son sino placeres morales, convenientes sólo para ciertas cabezas; los que se obtienen en la cama gustan a todos, y sus seductores atractivos nos compensan pronto del desprecio ilusorio al que difícilmente se escapa al desafiar a la opinión pública. Pero muchas mujeres sensatas se han burlado de ese desprecio hasta el punto de convertirlo en un placer más. Coge, Eugenia, coge mi querido ángel; sólo tuyo es tu cuerpo; sólo tú tienes en el mundo el derecho de gozar de él, y de hacer gozar con él a quien te plazca. Aprovecha el tiempo más feliz de tu vida; ¡demasiado cortos son los felices años de nuestros placeres! Si somos bastante afortunadas como para haber gozado, deliciosos recuerdos nos consuelan y divierten en la vejez. Si los hemos perdido... lamentos amargos, espantosos remordimientos nos desgarran y se añaden a los tormentos de la edad para rodear de lágrimas, de zarzas, la funesta proximidad del ataúd... ¿Tendrás la locura de la inmortalidad? Y bien, mi querida, es cogiendo que permanecerás en la memoria de los hombres. Se ha olvidado pronto a las Lucrecias, mientras que las Teodoras y las Mesalinas nutren las conversaciones más dulces y más frecuentes de la vida. ¿Cómo no preferir, Eugenia, un partido que coronándonos de flores en la tierra, nos deja la esperanza de un culto mucho más allá de las tumbas? ¿Cómo, digo, no preferir este partido a aquél que haciéndonos vegetar imbécilmente sobre la tierra no nos promete después de nuestra existencia más que el desprecio y el olvido?. EUGENIA, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Ah, querida, de qué modo estos discursos seductores inflaman mi cabeza y cautivan mi alma! Me encuentro en un estado difícil de describir... y, dime, ¿podrías hacerme conocer algunas de esas mujeres... (turbada) que me prostituirán si se los pido? MADAME DE SAINT-ANGE — Hasta que tengas más experiencia eso me concierne; confía en mí y en las precauciones que tomaré para cubrir tus extravíos: mi hermano y este sólido amigo que te instruye serán los primeros a quienes has de entregarte; encontraremos otros después. No te inquietes, querida amiga; te haré volar de placer en placer, te sumergiré en un mar de delicias, te colmaré, mi ángel, ¡te saciaré! EUGENIA, (arrojándose en los brazos de Madame de Saint-Ange) — ¡Oh, te adoro! Nunca tendrás una alumna más sumisa que yo. Pero me parece que en nuestras antiguas conversaciones me has dicho que era difícil que una joven se lance al libertinaje sin que lo advierta el esposo que ella debe tomar... MADAME DE SAINT-ANGE — Es verdad, pero hay secretos que salvan todos los inconvenientes. Prometo hacértelos conocer y luego, aunque hayas cogido como Antonieta, me encargo de volverte tan virgen como el día que viniste al mundo. EUGENIA — ¡Eres deliciosa! Continúa instruyéndome... ¿cuál debe ser la conducta de una mujer en el matrimonio? MADAME DE SAINT-ANGE — En cualquier estado en que se encuentre la mujer, soltera, esposa o viuda, no debe tener jamás otro objetivo, querida, otra ocupación que hacerse coger de la mañana a la noche: para este único fin la ha creado la naturaleza. Pero si para cumplirlo le exijo que se desprenda de todos los prejuicios de su infancia, si le prescribo la desobediencia más formal a las órdenes de su familia, el desprecio más completo hacia todos los consejos de sus padres, convendrás, Eugenia, que de todos los frenos a quebrar aquél cuyo aniquilamiento aconsejaré más pronto, es seguramente el del 22

matrimonio. Considera, en efecto, una joven recién salida de su casa paterna o del internado, sin conocer nada, sin experiencia alguna, obligada a pasar súbitamente a los brazos de un hombre que nunca vio, obligada a jurarle al pie del altar una obediencia, una fidelidad tanto más injusta cuanto que a menudo ella no tiene en el fondo de su corazón sino el más grande deseo de faltar a su palabra. ¿Hay en el mundo una suerte más espantosa? Sin embargo hela aquí atada, le guste o no su marido, tenga él para ella ternura o malos modos; su honor depende de esos juramentos: queda manchado si los infringe; debe perderse o soportar el yugo, aunque muera de dolor por ello. Y no, Eugenia, no, no es para eso que hemos nacido; esas leyes absurdas son obra de los hombres y no debemos someternos. ¿El divorcio puede satisfacernos? No, sin duda. ¿Qué nos asegura encontrar en segundos lazos la dicha que huyó de los primeros? Compensémonos en secreto de la coacción de ataduras tan absurdas, con la certeza de que nuestros desórdenes, por excesivos que sean, lejos de ultrajar la naturaleza son un sincero homenaje que le rendimos; es obedecer a sus leyes ceder a los deseos que sólo ella coloca en nosotros; resistiéndonos la ultrajamos. El adulterio, que los hombres miran como un crimen, que han osado castigar como tal quitándonos por él la vida, no es otra cosa que cumplir con un derecho de la naturaleza al que nunca podrán sustraernos las fantasías de esos tiranos. ¿Pero no es horrible, preguntan nuestros esposos, exponernos a querer como a hijos nuestros y besar como a tales los frutos de esos desórdenes? Es la objeción de Rousseau; y convengo en que es la única —un poco especiosa— con que se puede combatir el adulterio. Pero, ¡ah! ¿no es extremadamente fácil entregarse al adulterio sin temor a la preñez? ¿No es aún más fácil destruirla, si por imprudencia ha tenido lugar? Mas, como volveremos sobre este tema, no tratemos aquí sino el fondo de la cuestión: veremos que el argumento, por especioso que parezca a primera vista, es sin embargo quimérico. En primer lugar, siempre que me acueste con mi marido y su simiente corra hasta el fondo de mi matriz, por más que posea a diez hombres en la misma época, nada podrá jamás probarle que el niño no le pertenece; puede ser de él o no, y en caso de incertidumbre no puede ni debe —ya que ha cooperado para la existencia de la criatura— tener escrúpulo alguno. Désele que puede pertenecerle, le pertenece, y todo hombre que se vuelva desdichado por sospechas de esta clase lo sería aún cuando su esposa fuera una vestal. Es imposible responder por una mujer, y la que ha sido virtuosa durante diez años puede dejar de serlo en un día. Luego, si el esposo es dado a sospechar, caerá en ello en todos los casos; nunca entonces estará seguro de que el niño que besa sea verdaderamente suyo. Ahora bien, si él es amigo de sospechas en todos los casos no hay inconveniente en legitimarlas algunas veces: a su dicha o desdicha moral ello no añadiría nada; vale más pues que así sea. Helo ahí, pues, en un completo error, helo ahí acariciando el fruto del libertinaje de su mujer: ¿dónde está el crimen? ¿No son acaso nuestros bienes comunes? Entonces, ¿qué mal hago trayendo al matrimonio un niño que debe tener una parte de esos bienes? Será la mía la que poseerá; no robará nada a mi tierno esposo, la porción que el niño disfrutará la considero como tomada de mi dote; luego, ni el niño ni yo quitamos nada a mi marido. ¿A título de qué, si el niño es suyo, tendrá una parte de mis bienes? ¿No es porque nació de mí? Y bien, disfrutará de su parte en virtud de esta misma razón de alianza íntima. Porque me pertenece es que le debo una porción de mis riquezas. ¿Qué reproche puede hacérseme? —Usted engaña a su marido; esa falsedad es atroz— No, es un ajuste de cuentas: soy la primera engañada con los vínculos que me obligó a aceptar: me vengo, ¿qué cosa más simple? ––Pero hay un ultraje real al honor de su marido — ¡Valiente prejuicio! Mi libertinaje no toca a mi marido en nada; mis faltas son 23

personales. Esa pretendida deshonra era válida hace un siglo: hemos salido de esa quimera hoy, y mi marido no se ve más manchado por mis licencias que yo por las suyas. ¡Podría yo fornicar con toda la tierra sin hacerle un rasguño! La pretendida ofensa es pues una fábula y su existencia imposible. Una de dos: o mi marido es una bestia, un celoso, o es un hombre delicado; en la primera hipótesis, lo mejor que puedo hacer es vengarme de su conducta; en la segunda, no tengo que preocuparme: si es honesto será feliz porque yo disfrute de placeres: no hay hombre delicado que no goce con el espectáculo de la dicha de la persona que adora. Pero si usted lo ama, ¿querría que él hiciese otro tanto?— ¡Ah! ¡Desdichada la mujer celosa de su marido! Si lo ama, que se contente con lo que él le da, pero que no intente atraparlo; no sólo no lo lograría, sino que pronto se haría detestar. Si soy razonable, no me afligiré jamás de las licencias de mi marido. Que él se comporte del mismo modo conmigo, y la paz reinará en el hogar. Resumiendo: Sean cuales fueren los efectos del adulterio, incluso si introduce en la casa niños que no pertenecen al marido, desde que son de la mujer tienen derechos reales a una parte de la dote de esa mujer: si el marido está al tanto debe mirarlos como hijos de un primer matrimonio de su esposa; si nada sabe, no será desdichado, pues no puede serlo de un mal que ignora; si el adulterio no continúa y el marido no lo ha conocido ningún jurisconsulto podría probar que se trata de un crimen; en ese caso el adulterio es una acción perfectamente indiferente para el marido, que lo ignora, perfectamente buena para la esposa, que lo disfruta; si el marido descubre el adulterio, no es este último un mal, puesto que no lo fue hasta entonces y no podría haber cambiado de naturaleza: no hay otro mal que el descubrimiento hecho por el marido, y este error le pertenece sólo a él: ¿qué tiene que ver con eso la mujer? Los que otrora han castigado el adulterio eran pues tiranos, verdugos, celosos que haciendo girar todo alrededor de sí mismos imaginaban injustamente que bastaba ofenderlos para ser criminal, como si una injuria personal pudiese considerarse crimen y como si fuese posible llamar con justicia crimen a una acción que, lejos de ultrajar a la naturaleza y a la sociedad sirve evidentemente a la una y a la otra. Hay no obstante casos en que el adulterio, fácil de probar, se vuelve más embarazoso para la mujer, sin ser por ello más criminal. Por ejemplo, el caso en que el esposo sea impotente o tenga gustos que no llevan a la preñez. Como ella goza y su marido no, sus excesos se tornan más ostensibles. ¿Debe preocuparse por eso? No, sin duda: la única precaución que debe tomar es no hacer hijos o provocarse un aborto si sus medidas han fallado. Si es por razón de gustos insólitos que ella está constreñida a compensar las negligencias de su marido, primero hay que satisfacerlo sin repugnancia en esos gustos, de cualquier naturaleza que sean: en seguida debe hacérsele entender que semejantes complacencias merecen algunas consideraciones, y reclamar una libertad completa a cambio de lo que acuerda; el marido rehúsa o consiente; si, como el mío, consiente, una se entrega tranquila, redoblando los cuidados y condescendencias, a sus caprichos; si rehúsa, hay que espesar los velos y coger tranquila a su sombra. Si él es impotente, una se separa, pero en todos los casos nos entregamos libremente: se coge en todos los casos, amor querido, porque hemos nacido para coger, porque cogiendo cumplimos con las leyes de la naturaleza y toda ley humana que contradice a la naturaleza está hecha para ser despreciada. ¡Qué engañada está la mujer a la que lazos tan absurdos como los del himeneo impiden seguir sus inclinaciones, que teme la preñez o los ultrajes a su esposo o las tachas aún más vanas a su reputación! Terminas de ver, Eugenia, cómo ella inmola vilmente a los más ridículos prejuicios su dicha y todas las delicias de la vida. ¡Ah! ¡Que fornique 24

impunemente! ¿Acaso un poco de falsa gloria, algunas frívolas esperanzas religiosas la compensarán de sus sacrificios? No, no; y la virtud, el vicio, todo se confunde en el ataúd. El público, al cabo de algunos años ¿exalta más a las unas de lo que condena a las otras? Pues no, una vez más, no; la desgraciada, habiendo vivido sin placer, expira sin compensación. EUGENIA — Me persuades, ángel mío, ¡vences mis prejuicios! ¡Destruyes todos los falsos principios que me inculcó mi madre! ¡Ah! me gustaría estar casada mañana mismo para poner en práctica tus máximas; son cautivantes, son verdaderas, y ¡cómo me gustan! Una sola cosa me inquieta en lo que terminas de decir, que no entiendo y te suplico me expliques. Dices que tu marido no se comporta, en el placer, de modo adecuado para tener hijos. ¿Qué hace? MADAME DE SAINT-ANGE — Mi marido era ya viejo cuando nos casamos. Desde la primera noche me previno de sus fantasías asegurándome que, por su parte, no obstaculizaría las mías. Juré obedecerle y siempre hemos vivido en la más deliciosa libertad. El gusto de mi marido consiste en hacerse chupar, con este añadido: mientras, curvada sobre él. con mis nalgas sobre su rostro, yo chupo con ardor el licor de sus pelotas, ¡quiere que le cague en la boca!... ¡Y traga! EUGENIA — ¡Vaya fantasía extraordinaria! DOLMANCÉ — Ninguna puede calificarse así, mi querida; todas están en la naturaleza, que se complace, al crear los hombres, en diferenciar sus gustos como sus rostros; no debemos asombrarnos más de las diversidades que ha puesto en nuestras inclinaciones que de las que ha colocado en nuestros rasgos. La fantasía de la que acaba de hablar nuestra querida amiga no podría estar más a la moda; una infinidad de hombres, principalmente los de cierta edad, se dan a ella prodigiosamente. ¿Rehusaría, Eugenia, si alguien la exigiese de usted? EUGENIA (enrojeciendo) — Después de las máximas que aquí me inculcan, ¿podría rehusarme a algo? Sólo pido perdón por mi sorpresa: es la primera vez que escucho todas estas lubricidades; primero es necesario que las conciba; pero de la solución del problema a la ejecución del procedimiento, mis maestros pueden estar seguros que no habrá otra distancia que la que ellos mismos exijan. ¿De modo, mi querida, que ganaste tu libertad cediendo a esas complacencias? MADAME DE SAINT-ANGE — La más completa, mi Eugenia. Hice por mi parte todo lo que quise, sin que él opusiese obstáculo alguno, pero no tomé un amante: amaba demasiado el placer para eso. ¡Desgraciada la mujer que se ata! Basta un amante para perderla, en tanto que diez escenas de libertinaje, repetidas cada día, se desvanecerán en la noche del silencio apenas consumadas. Yo era rica: pagaba jóvenes que me fornicaran sin conocerme; me rodeé de sirvientes encantadores, seguros de gustar los más dulces placeres conmigo si eran discretos, seguros de ser expulsados al día siguiente si decían una palabra. No tienes idea, ángel querido, del torrente de delicias en que me zambullí de esta manera. He aquí la conducta que prescribiré a todas las mujeres que quieran imitarme. En mis doce años de matrimonio, he sido fornicada quizá por diez o doce mil individuos... ¡y en la sociedad me creen virtuosa! Otra mujer hubiera tomado amantes, y se habría perdido al segundo. EUGENIA — Tu máxima es la más segura; será decididamente la mía. Es preciso que me case con un hombre rico, y con fantasías... Pero, querida, tu marido, tan atado a sus gustos, ¿nunca exigió otra cosa de ti? MADAME DE SAINT-ANGE — En estos doce años no se ha desmentido un solo día, 25

salvo cuando yo tengo mis reglas. Una linda chica, que ha querido que tome como criada, me remplaza entonces, y las cosas van de la mejor manera del mundo. EUGENIA — Pero no se queda en eso, sin duda, ¿otros objetos no concurren exteriormente para diversificar sus placeres? DOLMANCÉ — No lo dude: el marido de la señora es uno de los más grandes libertinos del siglo; gasta más de cien mil escudos por año en los gustos obscenos que nuestra amiga acaba de pintarnos. MADAME DE SAINT-ANGE — Así es, ¿pero qué me hacen sus extravíos, puesto que su multiplicidad autoriza y vela los míos? EUGENIA — Continuemos, te lo ruego con el detalle de las maneras que preservan de la preñez, pues confieso que tal temor me espanta, sea en el matrimonio o en la carrera del libertinaje. Terminas de indicarme una hablándome de los gustos de tu esposo, pero ese modo de gozar, que puede ser muy agradable para el hombre, no puede serlo tanto para la mujer, y son nuestros goces, sin los riesgos que temo, lo que quiero que me enseñes. MADAME DE SAINT-ANGE — Una muchacha no se expone a la preñez mientras no se la deja meter en la concha. Que evite con cuidado esta manera de gozar; que ofrezca en su lugar la mano, la boca, las tetas o el agujero del culo. Por esta última vía obtendrá mucho placer, quizás más que en otra parte; de las otras maneras, lo da. Se procede del primer modo, quiero decir, con la mano, según viste hace un instante: se sacude como si se bombease el miembro del amigo; al cabo de algunos movimientos, el esperma es lanzado; el hombre te besa, te acaricia durante este tiempo, y cubre con el licor la parte de tu cuerpo que prefiera. Si quieres hacértela meter entre los senos, te acuestas sobre el lecho, colocas el miembro viril entre tus pechos y aprietas; al cabo de algunas sacudidas el hombre acaba y te inunda las tetas y a veces el rostro. Este modo es el menos voluptuoso de todos y no conviene sino a mujeres cuyos pechos, a fuerza de servir, han adquirido la flexibilidad necesaria para apretar el miembro del hombre. El goce de la boca es infinitamente superior, tanto para el hombre como para la mujer. El mejor modo es extenderse sobre el cuerpo en sentido inverso: él te introduce la pija en la boca y, encontrándose su cabeza entre tus muslos, te devuelve lo que le das, haciendo que su lengua se meta en la concha o pasándola sobre el clítoris. Cuando se adopta esta posición, hay que abrirse recíprocamente las nalgas y acariciarse el agujero del culo, episodio necesario como complemento de la voluptuosidad. Los amantes cálidos y llenos de imaginación tragan el flujo que se desliza en sus bocas, y así gozan delicadamente del placer voluptuoso de hacer pasar a sus entrañas, mutuamente, ese precioso licor, malvadamente desviado de su habitual destino. DOLMANCÉ — Esta manera es deliciosa, Eugenia; le recomiendo su práctica. Hace perder así los derechos de la propagación y por ello contrariar eso que los tontos llaman leyes de la naturaleza; se trata de algo verdaderamente lleno de atractivo. Los muslos y las axilas sirven, a veces, de asilo al miembro del hombre, sin riesgo de preñez. MADAME DE SAINT-ANGE — Algunas mujeres se introducen, en el interior de la vagina, esponjas que reciben el esperma y le impiden llegar al vaso que lo propagaría; otras obligan a sus machos a servirse de un pequeño saco de piel de Venecia, vulgarmente llamado condón, en el cual queda el esperma, sin riesgo de alcanzar su objetivo; pero de todas estas maneras, sin duda la más deliciosa es la del culo. Dolmancé, sobre este tema, le dejo la disertación. ¿Quién puede pintar mejor que usted un gusto por el cual daría la vida, si su defensa lo exigiese? DOLMANCÉ — Confieso mi debilidad. Convengo en que no hay gozo preferible a 26

ese; lo adoro en uno y otro sexo, pero aceptemos que el culo de un muchachito me da más voluptuosidad que el de una joven. Llaman bufarrón a quien se libra a esta pasión; ahora bien, cuando se es bufarrón hay que serlo completamente. Fornicar mujeres por el culo no es serlo sino a medias: en el hombre es donde la naturaleza quiere que el hombre cumpla esta fantasía, y es para el hombre que nos ha dado tal afición. Es absurdo decir que esta manía la ultraja: ¿cómo es posible, siendo la naturaleza misma quien nos la inspira? ¿Acaso puede dictar lo que la degrada? No, Eugenia: se la sirve igual así que de otro modo, y quizá más devotamente aún: la procreación no es más que una tolerancia por parte de la naturaleza. ¿Cómo podría haber prescrito por ley un acto que la priva de los derechos de su omnipotencia, ya que la procreación es una consecuencia de sus primeros deseos, y ya que —supuesta la destrucción completa de nuestra especie— nuevas construcciones, rehechas por su mano, volverían a ser presa de esos deseos primordiales cuya realización sería mucho más halagüeña para su orgullo y su poder. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Sabe usted, Dolmancé, que por este camino llegará a probar que la extinción total de la raza humana sería un servicio prestado a la naturaleza? DOLMANCÉ — ¿Quién lo duda, señora? MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Oh! Las guerras, las pestes, las hambrunas, los asesinatos sólo serían así accidentes necesarios de las leyes de la naturaleza, y el hombre, agente o paciente de esos efectos, no sería ni criminal en un caso, ni víctima en otros... DOLMANCÉ — Víctima, sin duda lo es cuando cae bajo los golpes de la desgracia; pero criminal, nunca. Volveremos a discutir estas cosas: analicemos ahora, para la bella Eugenia, el goce sodomita, objeto de nuestra charla. La postura más usada por la mujer es acostarse boca abajo sobre el borde del lecho, las nalgas bien separadas, la cabeza, lo más bajo posible. El lascivo amante, tras haberse deleitado un instante con la perspectiva del bello culo que le presentan, después de haberlo palmeado, manoseado, incluso a veces azotado, pellizcado, mordido, humedece con la boca el bonito agujero que va a perforar y prepara la introducción con el extremo de su lengua; moja también su aparato con saliva o pomada y lo presenta dulcemente al agujero; lo conduce con una mano y con la otra aparta las nalgas de su gozo; apenas siente que el miembro penetra, debe empujar con ardor, cuidándose de no perder terreno; en ocasiones la mujer sufre, si es nueva y joven; pero sin ninguna consideración por los dolores que pronto van a convertirse en placer, el macho debe empujar vivamente su verga, por gradaciones, hasta que llegue a su fin, es decir, hasta que sus pelos froten el borde del ano que fornica. Si continúa ahora su trabajo con rapidez, no importa: todas las espinas ya han sido cortadas, sólo quedan rosas. Para acabar de transformar en placer los restos de dolor que su objeto experimenta aún, si se trata de un adolescente, debe masturbarlo, si es una muchacha, acariciarle el clítoris; los estremecimientos del placer que hace nacer el apretar prodigiosamente el ano del paciente, aumentan los placeres del agente; éste, colmado de voluptuosidad, lanzará en seguida en el fondo del culo que está gozando un esperma abundante y espeso, determinado por todos esos lúbricos detalles. Hay otros que no quieren que el paciente goce; pronto explicaremos eso. MADAME DE SAINT-ANGE — Permita un momento que yo sea alumna a mi vez y pregunte, Dolmancé, en qué estado conviene que se encuentre el culo del paciente, para el gozo del agente. DOLMANCÉ — Lleno, con toda seguridad; es esencial que el paciente sienta en ese momento las más completas ganas de cagar, a fin de que la punta de la pija del macho, alcanzando la mierda, se hunda en ella y deposite más cálida y blandamente el flujo que lo 27

excita y vuelve de fuego. MADAME DE SAINT-ANGE — Yo temería que el paciente experimente menos placer. DOLMANCÉ — ¡Error! Este goce es tal que resulta imposible que algo lo estorbe y que el paciente no se vea transportado al séptimo cielo. Ningún goce equivale a éste, ninguno puede satisfacer más completamente a los dos individuos que se libran a él. y es difícil que aquellos que lo han experimentado puedan luego preferir otra cosa. Tales son, Eugenia, las mejores maneras de gozar con un hombre sin correr el riesgo de la preñez; pues se goza, esté segura, no sólo prestando el culo a un hombre sino también chupándosela, haciéndole la paja, etcétera, y yo he conocido a mujeres libertinas que ponían más encanto en esos episodios que en los goces reales. La imaginación es el aguijón de los placeres; en los de esta especie ella rige todo, es el móvil de todo; ¿y acaso no es por la imaginación que se goza? ¿No provienen de ella las voluptuosidades más vivas? MADAME DE SAINT-ANGE — Sea, pero que Eugenia esté en guardia; la imaginación sólo nos sirve cuando nuestro espíritu está absolutamente libre de prejuicios: uno solo basta para enfriarla. Esa caprichosa porción de nuestro espíritu es de un libertinaje tal que nada puede contener su mayor triunfo, sus más eminentes delicias consisten en romper todos los frenos que se le opongan; es enemiga de la norma, idólatra del desorden y de todo lo que lleva los colores del crimen; he ahí de dónde viene la respuesta singular de una mujer imaginativa, que cogía fríamente con su marido: —¿Por qué tanto hielo? preguntó él. —Ah, verdaderamente, le respondió la singular criatura, ocurre que lo que usted me hace es demasiado simple. EUGENIA — ¡Me encanta esa respuesta! ¡Ah, querida, qué disposiciones siento en mí para conocer los impulsos de una imaginación desordenada! No podrías imaginarte... desde que estamos juntas ... desde ese momento... No, no podrías concebir todas las ideas voluptuosas que mi espíritu ha acariciado... ¡Oh, cómo comprendo el mal! ¡Cómo lo desea mi corazón! MADAME DE SAINT-ANGE — Que las atrocidades, que los horrores, los crímenes más odiosos no te asombren más, Eugenia; lo que hay de más sucio, de más infame y más prohibido es lo que mejor excita la cabeza... es lo que siempre nos hace acabar más deliciosamente. EUGENIA — ¡Ah! ¡A cuántos extravíos deben haberse entregado ustedes dos! ¡Quisiera conocer todos los detalles! DOLMANCÉ, (besando y acariciando a la joven) — Bella Eugenia, me gustaría cien veces más verla experimentar lo que yo quisiera hacer con usted, que contarle lo que he hecho. EUGENIA — No estoy segura que me convenga prestarme a todo lo que usted quiera. MADAME DE SAINT-ANGE — Yo te lo aconsejaría, Eugenia. EUGENIA — Y bien, dispenso a Dolmancé de sus detalles; pero tú, mi buena amiga, dime lo más extraordinario que hayas hecho. MADAME DE SAINT-ANGE — Me presté como objeto de quince hombres a la vez, fui fornicada noventa veces en veinticuatro horas, tanto por delante como por detrás. EUGENIA — Esos no son sino excesos, pruebas de fuerza; apuesto a que has hecho cosas más singulares. MADAME DE SAINT-ANGE — Estuve en un burdel. EUGENIA — ¿Qué es eso? 28

DOLMANCÉ — Así se llama a las casas públicas en las que, mediante un precio convenido, un hombre encuentra jóvenes y bonitas muchachas, siempre listas para satisfacer sus pasiones. EUGENIA — ¿Y te entregaste allí, querida? MADAME DE SAINT-ANGE — Sí, fui como una puta. Satisfice durante una semana entera las fantasías de diversos lascivos y conocí caprichos muy especiales; y, por el mismo principio de libertinaje, enganché clientes en las esquinas... en los paseos públicos ... como la célebre emperatriz Teodora, esposa de Justiniano1. Jugué a la lotería el dinero obtenido con esas prostituciones. EUGENIA — Querida, conozco tu genio: has ido aún más lejos. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Es eso posible? EUGENIA — ¡Sí, sí! Y es así como lo concibo: ¿no me has dicho que nuestras sensaciones morales más deliciosas provienen de la imaginación? MADAME DE SAINT-ANGE — Sí, lo he dicho. EUGENIA — Y bien: dejando vagar esta imaginación, dándole la libertad de franquear los últimos límites que querrían prescribirle la religión, la decencia, la humanidad, la virtud, todos nuestros pretendidos deberes, ¿no llegarían sus extravíos a ser prodigiosos? MADAME DE SAINT-ANGE — Sin duda. EUGENIA — Ahora bien ¿no es en razón de la inmensidad de sus extravíos que excita más y más? MADAME DE SAINT-ANGE — Nada más cierto. EUGENIA –– Si es así, mientras más deseemos ser agitados, mientras más queramos emocionarnos con violencia, más habrá que dejar vía libre a nuestra imaginación sobre las cosas más inconcebibles; nuestro gozo entonces mejorará en virtud del camino que haya realizado nuestra cabeza y... DOLMANCÉ, (besando a Eugenia) — ¡Deliciosa! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Qué progresos ha hecho la picara en poco tiempo! ¿Pero sabes, encantadora, que se puede ir lejos por el camino que nos trazas? Eugenia –– Así lo entiendo, y porque no me prescribo ningún freno, ya ves adonde supongo que se puede llegar. MADAME DE SAINT-ANGE — Al crimen, desalmada, a los crímenes más negros y espantosos. EUGENIA, (con voz baja y entrecortada) — Pero me has dicho que no existe el crimen... y además, es sólo para calentarse la cabeza: no se ejecuta. DOLMANCÉ — Es sin embargo tan dulce realizar lo que se ha concebido. EUGENIA, (enrojeciendo) — Y bien, se ejecuta... ¿Quieren persuadirme, queridos maestros, que ustedes nunca han hecho lo que han concebido? MADAME DE SAINT-ANGE — A veces se me ha ocurrido hacerlo. EUGENIA — ¡Esto es lo que me importa! DOLMANCÉ — ¡Qué cabeza! EUGENIA, (prosigue) — Lo que te pregunto es qué cosas has concebido y cuáles has hecho luego. MADAME DE SAINT-ANGE, (balbuceando) — Eugenia, te contaré mi vida alguna vez. Prosigamos tu instrucción... o me harás decir tales cosas... 1

Ver. Les Anécdotes de Procope.

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EUGENIA — Veo que no me amas bastante como para abrirme a tal punto tu alma; esperaré el plazo que me prescribes; volvamos a nuestros detalles. ¡Dime quién fue el feliz mortal al que hiciste dueño de tus primicias! MADAME DE SAINT-ANGE — Mi hermano. Me adoraba desde la infancia; desde niños jugamos a menudo, pero sin alcanzar el objetivo final; le prometí entregarme a él apenas estuviese casada y cumplí mi palabra; felizmente mi marido, a causa de sus gustos, me dejó intacta: mi hermano cosechó todo. Continuamos librándonos a esta intriga pero sin molestarnos; no nos sumergíamos menos, cada uno por su lado, en los más divinos excesos del libertinaje; nos servimos mutuamente: yo le procuro mujeres, él me hace conocer hombres. EUGENIA — ¡Delicioso acuerdo! ¿Pero el incesto no es un crimen? DOLMANCÉ — ¡Cómo podrían considerarse así las más dulces uniones de la naturaleza, las que más nos prescribe y aconseja! Razone un momento, Eugenia: ¿de qué modo la especie humana, con todas las grandes calamidades que sufrió el planeta, podría haberse reproducido sino por el incesto? ¿No encontramos el ejemplo y la prueba incluso en los libros respetados por el cristianismo? Las familias de Adán2 y de Noé, ¿de qué otra forma podrían perpetuarse? Indague, compulse las costumbres del universo: en todas partes verá el incesto autorizado, considerado una ley sabia y hecha para cimentar los vínculos familiares. Si el amor, en pocas palabras, nace de la afinidad y la semejanza ¿dónde pueden ser más perfectas que entre hermano y hermana, padre e hija? Una política mal entendida, producida por el temor de volver a determinadas familias demasiado poderosas, prohíbe el incesto en nuestras costumbres; pero no confundamos con leyes de la naturaleza lo que está dictado por el interés o la ambición; sondeemos nuestros corazones: siempre nos remiten a él nuestros pedantes moralistas; interroguemos ese órgano sagrado y reconoceremos que nada hay más delicado que la unión carnal de las familias; dejemos de ser ciegos acerca de los sentimientos de un hermano por su hermana, de un padre por su hija. En vano a uno y a otro los disfrazan con el velo de una legítima ternura: el más violento amor es el único sentimiento que los inflama, el único que la naturaleza puso en sus corazones. Dupliquemos sin temer nada los deliciosos incestos, y creamos que mientras más cerca nuestro esté el objeto de nuestros deseos, más encanto hallaremos en gozar con él. Uno de mis amigos vive habitualmente con la hija que tuvo de su propia madre; no hace ocho días que desfloró a un chiquillo de 13 años, nacido del comercio con esa hija; dentro de algunos años el muchachito se casará con su madre: es la voluntad de mi amigo; sus intenciones son gozar todavía de los frutos que nacerán de este himeneo. Es joven, puede esperar. Mire, tierna Eugenia, que cantidad de incestos y crímenes mancharían a este honesto amigo si hubiese alguna verdad en el prejuicio que nos hace admitir algún mal en estas relaciones. Sobre todas estas cuestiones yo parto siempre de un principio: si la naturaleza prohibiese los goces sodomitas, los incestuosos, las masturbaciones, etcétera, ¿permitiría que encontrásemos en ellos tanto placer? Es imposible que pueda tolerar lo que verdaderamente la ultraja. EUGENIA — ¡Oh, mis divinos instructores! Veo que según sus principios hay muy pocos crímenes en la tierra y que podemos entregarnos en paz a todos nuestros deseos, por singulares que puedan ser para los tontos: ofendiéndose y alarmándose por todo, 2

Adán solamente fue, como Noé, un restaurador del género humano, Una gran calamidad dejó a Adán solo en la Tierra, como también le ocurrió a Noé; pero la tradición de Adán se perdió y la de Noé fue conservada.

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imbécilmente confunden las instrucciones sociales con las divinas leyes de la naturaleza. Sin embargo, mis amigos, ¿no admiten que existen al menos ciertas acciones absolutamente repugnantes y decididamente criminales, aunque dictadas por la naturaleza? Estoy de acuerdo en que la naturaleza, tan singular en sus productos como variada en las inclinaciones que nos da, algunas veces nos lleva a crueles acciones; pero si, entregados a tales depravaciones, cedemos a lo que la extraña naturaleza nos inspira hasta el punto de atentar contra la vida de nuestros semejantes, ¿me acordarán ustedes —como espero— que tal acción sería un crimen? DOLMANCÉ — Sería imposible que pudiésemos acordarle semejante cosa. Siendo la destrucción una de las leyes primordiales de la naturaleza, nada destructivo puede ser un crimen. ¿Cómo llegaría a ultrajarla una acción que la sirve tan bien? Y tal destrucción, de la que el hombre se envanece, no es por otra parte más que una quimera; el asesinato no es una destrucción; quien lo comete no hace sino variar las formas; devuelve a la naturaleza elementos que ella misma, tan hábil, utiliza para recompensar a otros seres; ahora bien, como las creaciones son placeres para el que las produce, el asesino prepara uno a la naturaleza, le provee materiales que ella emplea de inmediato, y la acción que los tontos tuvieron la locura de condenar se convierte en un mérito a los ojos de este agente universal. Nuestro orgullo erige al asesinato en crimen. Estimándonos las principales criaturas del universo, estúpidamente consideramos que toda lesión sufrida por esas sublimes criaturas consistía por fuerza en un crimen enorme; hemos creído que la naturaleza perecería si nuestra maravillosa especie llegaba a desaparecer de la tierra. En realidad, la total destrucción de la especie, otorgando a la naturaleza la facultad creadora que ella nos cede, le devolvería la energía que le quitamos al propagarnos. ¡Qué inconsecuencia, Eugenia! Un soberano ambicioso podrá destruir a su gusto y sin el menor escrúpulo los enemigos que estorban sus proyectos de grandeza... Las reglas crueles, arbitrarias, imperiosas, podrán asesinar cada siglo millones de individuos y nosotros, débiles y desdichados particulares, ¿no podremos sacrificar un solo ser a nuestras venganzas o caprichos? ¿Hay algo más bárbaro, más ridículamente grotesco? Y, ¿no debemos, bajo el velo del más profundo misterio, vengarnos ampliamente de esta necedad?3. EUGENIA — ¡Oh, qué moral cautivante; cómo me gusta! Pero dígame, Dolmancé, en conciencia, ¿no se ha satisfecho usted algunas veces en este género de cosas? DOLMANCÉ — No me fuerce a develar mis faltas; su número y especie me obligarían a enrojecer. Se las confesaré tal vez algún día. MADAME DE SAINT-ANGE — Dirigiendo la espada de las leyes, el desalmado se sirvió a menudo de ella para satisfacer sus pasiones. DOLMANCÉ — ¡Ojalá no tuviese otros reproches que hacerme! MADAME DE SAINT-ANGE, (saltándole al cuello) — ¡Hombre divino! ¡Lo adoro! ¡Cuánto espíritu y coraje es necesario para haber gozado, como usted, todos los placeres! sólo al hombre de genio está reservado el honor de romper todos los frenos de la ignorancia y de la estupidez. ¡Béseme, es usted encantador! DOLMANCÉ — Con franqueza, Eugenia, ¿usted nunca deseó la muerte de nadie? EUGENIA — ¡Oh, sí, sí! Tengo todos los días bajo mis ojos una abominable criatura que hace tiempo querría ver en la tumba. MADAME DE SAINT-ANGE — Apuesto a que adivino. 3

Este punto se encuentra tratado más adelante con extensión, aquí nos satisface presentar sólo algunas bases del sistema que desarrollaremos enseguida.

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EUGENIA — ¿Quién supones? MADAME DE SAINT-ANGE — Tu madre. EUGENIA — ¡Ah, déjame esconder mi rubor en tu seno!; DOLMANCÉ — ¡Voluptuosa criatura! Quiero abrumarla con caricias que deben ser el premio por la energía de su corazón y de su deliciosa cabeza. (Dolmancé la besa por todo el cuerpo y le da ligeras palmadas en las nalgas; su miembro se pone tieso y Madame de Saint-Ange lo toma y lo sacude; las manos de él se pierden de tanto en tanto en al trasero de Madame de Saint-Ange, que se lo ofrece con lubricidad; otra vez un poco dueño de sí, Dolmancé continúa): ¿Por qué no ejecutaríamos esta idea sublime? MADAME DE SAINT-ANGE — Eugenia, he detestado a mi madre tanto como odias la tuya, y no dudé. EUGENIA — Me han faltado los medios. MADAME DE SAINT-ANGE — Di más bien coraje. EUGENIA — ¡Ay!... ¡Soy tan joven todavía! DOLMANCÉ — Pero ahora, Eugenia, ¿qué haría usted? EUGENIA — ¡Todo! denme los medios y verán. DOLMANCÉ — Los tendrá Eugenia, le prometo. Pero con una condición. EUGENIA — ¿Cuál? O, mejor, ¿cuál es la que yo no esté dispuesta a aceptar? DOLMANCÉ — Venga, malvada, venga a mis brazos; no aguanto más; su culo encantador será el precio del bien que le prometo: ¡es preciso que un crimen pague el otro! ¡Venga! ¡O más bien Vengan los dos, así apagamos con olas de esperma el fuego divino que nos inflama! MADAME DE SAINT-ANGE — Pongamos por favor un poco de orden en estas orgías: es necesario aún en medio del delirio y de la infamia. DOLMANCÉ — Nada más simple; el objetivo es que yo acabe, dando a esta encantadora niña todo el placer que pueda. Le meteré mi verga en el culo mientras usted la acaricia con avidez; por la posición en que las coloco, ella podrá devolverle las caricias. Después de algunas incursiones en el trasero de esta niña, variaremos el cuadro: fornicaré con usted, señora; Eugenia me ofrecerá su clítoris para chupar: así la haré gozar por segunda vez. Enseguida volveré al ano de ella; usted me prestará su culo en lugar de la concha que ella me ofrecía; chuparé el agujero de su culo, señora, como antes la pequeña concha de Eugenia; usted acabará, yo haré otro tanto, y mi mano,, abrazando el bonito cuerpo de esta encantadora novicia, le acariciaré el clítoris para hacerla terminar igualmente. MADAME DE SAINT-ANGE — Bien, mi querido Dolmancé ¿pero no le faltará a usted algo? DOLMANCÉ — ¿Una pija en el culo? Tiene usted razón señora. MADAME DE SAINT-ANGE — Quédese sin ella ahora; la tendremos por la tarde: mi hermano vendrá a ayudamos y nuestros placeres llegarán al colmo. Manos a la obra. DOLMANCÉ — Querría que Eugenia me acariciase con intensidad un momento. (Ella lo hace) Así... Un poco más rápido, corazón... mantenga siempre desnuda esa cabeza rubicunda, nunca la recubra... mientras más tire el frenillo, más pronto decidirá la erección... nunca hay que recubrir la verga que se masturba... ¡Bien! Prepare usted misma el estado del miembro que va a perforarla... ¡Mírelo cómo se decide! Deme su lengua, pequeña sinvergüenza, y que sus nalgas se asienten en mi mano derecha, mientras la izquierda le acaricia el clítoris. MADAME DE SAINT-ANGE — Eugenia, ¿quieres hacerle gustar los más grandes 32

placeres? Toma su pija con tu boca y chúpala unos instantes. EUGENIA, (haciéndolo) — ¿Así? DOLMANCÉ — ¡Ah, boca deliciosa! ¡Cuánto calor! ¡Iguala al más lindo de los culos!... Mujeres voluptuosas y hábiles, no rehúsen nunca este placer a los amantes: los encadenará para siempre... ¡Ah, me cago en Dios! ¡Dios puto! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Cómo blasfemas, amigo! DOLMANCÉ — Deme su culo señora... para que lo bese mientras ella me chupa mi verga tensa, y no se asombre de mis blasfemias: uno de mis más grandes placeres es insultar a Dios cuando estoy gozando. Me parece que mi espíritu mil veces más exaltado, aborrece y desprecia mejor esa repugnante quimera; quisiera encontrar un modo de insultarla mejor, de ultrajarla más; y cuando mis malditas reflexiones me conducen a la convicción de la nulidad de ese repugnante objeto de mi odio, me irrito y quisiera reconstruir al fantoche, para que mi rabia tuviese algún objeto. Imíteme, mujer encantadora, y verá el crecimiento que infaliblemente llevan a sus sentidos tales discursos... Pero, Dios reputo, es imprescindible, sea cual fuere mi placer, que me retire de esta boca divina... ¡o dejaré en ella mi leche! Vamos, Eugenia: colóquese; ejecutemos el cuadro que he trazado y hundámonos los tres en la, más deliciosa embriaguez. (La posición se arregla) EUGENIA. — ¡Temo, querido, que sus esfuerzos sean inútiles! La desproporción es grande. DOLMANCÉ — Sodomizo gente más joven todos los días; ayer mismo un niño de siete años fue desflorado por esta verga en menos de tres minutos... ¡Coraje, Eugenia, coraje! EUGENIA — ¡Ah! ¡Usted me desgarra! MADAME DE SAINT-ANGE — Empuje sin miedo, Dolmancé; recuerde que me ocupo de ella. DOLMANCÉ — Mastúrbela bien, señora sentirá menos el dolor. Por lo demás, todo está hecho ya: se la he metido hasta los pendejos. EUGENIA — ¡Oh, no fue sin pena! ¡Mire el sudor corriendo por mi frente, querido amigo! ¡Ah, Dios, jamás experimenté tan vivos dolores! MADAME DE SAINT-ANGE — Ya estás a medias desvirgada, mi querida, ya estás en las filas de las mujeres; bien se puede pagar tal gloria con un poco de tormento; mis dedos, por otra parte, ¿no te consuelan? EUGENIA — ¡No podría resistir sin ellos! Acaríciame bien, ángel mío... siento que imperceptiblemente el dolor se transforma en placer... ¡Empuje, Dolmancé! Me muero... DOLMANCÉ — ¡Ah, Dios culeado! Cambiemos, no resistiré. Su trasero, su trasero, se lo ruego, y colóquese como lo he indicado. (Se acomoda, y Dolmancé continúa) Ahora me cuesta menos... ¡Mi verga penetra rápido! ¡Pero este hermoso culo no es menos delicioso, señora! EUGENIA — ¿Estoy bien así, Dolmancé? DOLMANCÉ — ¡A las mil maravillas! esta conchita virgen se me ofrece deliciosamente... Soy un culpable, un infractor, lo sé; estos atractivos no están hechos para mis ojos; pero el deseo de dar a esta niña las primeras lecciones de voluptuosidad reina sobre cualquier otra consideración. Quiero hacerla acabar... quiero agotarla, si es posible... (Le lame el clítoris). EUGENIA — ¡Ah, me mata de placer, no puedo resistir! MADAME DÉ SAINT-ANGE — ¡Me voy! ¡Ah, coja, coja!... ¡Dolmancé, yo acabo! EUGENIA — Hago otro tanto, mi querida... ¡Ah, Dios mío, cómo me chupa! 33

MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Blasfema, pues, putita! ¡Blasfema! EUGENIA — ¡Y qué! ¡Maldito Dios! ¡Estoy acabando! ¡Estoy en la más dulce embriaguez! DOLMANCÉ — Cada uno a su puesto... o seré la víctima de todos estos cambios. (Eugenia se coloca). ¡Ah! Bien, heme aquí en mi primer albergue... Muéstreme el agujero del culo, señora, para que se lo chupe a mi gusto... ¡Me encanta besar un culo que acabo de fornicar! Ah, déjeme lamer bien, mientras lanzo mi esperma en el fondo del culito de su amiga… ¿Lo creerá usted, señora? Esta vez entró sin trabajo... ¡Ah, joder! ¡no se imagina cómo lo aprieta, cómo comprime mi pija! Dios reculeado, ¡qué placer! Está hecho, no aguanto más... mi esperma corre... ¡Estoy muerto! EUGENIA — Yo también, querida, me siento morir, lo juro. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Sinvergüenza! ¡Pronto se habitúa! DOLMANCÉ — Conozco una infinidad de jóvenes de su edad a quienes nada podría comprometer a gozar de manera diferente; sólo la primera vez es costosa; después de haberlo probado, ya no se quiere otra cosa... ¡Oh! estoy agotado; déjenme retomar aliento, al menos unos instantes. MADAME DE SAINT-ANGE — He aquí a los hombres, querida: apenas nos miran cuando se han saciado; la extinción de sus deseos los lleva a la repugnancia, pronto al desprecio. DOLMANCÉ, (con frialdad) — ¡Qué injuria, divina beldad! (Las besa a las dos). Ustedes no están hechas más que para los homenajes, cualquiera sea el estado en que uno se encuentre. MADAME DE SAINT-ANGE — Por lo demás, Eugenia, consuélate: si ellos adquieren el derecho de descuidarnos, ¿no tenemos nosotras el de despreciarlos cuando su comportamiento nos obliga? Si Tiberio sacrificaba a Caprea los objetos que acababan de servir a sus pasiones4, Zingua, reina africana, inmolaba a sus amantes5. DOLMANCÉ — Tales excesos, perfectamente simples y conocidos por mí, nunca deben realizarse entre nosotros: "Los lobos jamás se comen entre ellos", dice el proverbio, y por trivial que parezca, es justo. Nada teman de mí, amigas mías: quizá las haré hacer mucho mal, pero no les haré sufrir ninguno. EUGENIA — ¡Oh! No, mi querida, me atrevo a responder: Dolmancé no abusará de los derechos que le damos; creo en su probidad de LIBERTINO: es la mejor; pero volvamos a nuestro instructor al designio que nos inflamaba, antes de calmarnos. Les ruego. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, picara, todavía piensas en ello! Y yo había creído que sólo era cuestión de una efervescencia de tu cabeza. EUGENIA — Es el impulso más cierto de mi corazón, y sólo estaré satisfecha después de la consumación de ese crimen. MADAME DE SAINT-ANGE — Oh, bueno, perdonémosla: piensa que se trata de tu madre. EUGENIA — ¡Valiente título! DOLMANCÉ — Eugenia tiene razón; ¿su madre pensó en ella al ponerla en el mundo? La muy tunante se dejó montar porque le causaba placer, pero estaba lejos de tener en vista a esta niña. Que Eugenia obre como quiera en este asunto; dejémosle entera libertad y contentémonos con certificarle que, por grandes que sean los excesos a que 4 5

Cf. Suetonio y Dion Cassius de Nicea. Cf. Histoire de Zingua, reine d'Angola.

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llegue, no será culpable de mal alguno. EUGENIA — ¡La aborrezco, la detesto, miles de razones legitiman mi odio: es preciso que arrebate su vida, sea cual fuere el precio! DOLMANCÉ — Puesto que su resolución es inquebrantable, quedará satisfecha, lo juro. Pero permítame algunos consejos de la mayor necesidad para usted: que su secreto nunca se le escape, y sobre todo, actúe sola; nada más peligroso que los cómplices: desconfiemos siempre de ellos, incluso de los que creemos adictos: "Es necesario, decía Maquiavelo, no tener cómplices y deshacerse de ellos después de sus servicios". Eso no es todo: el fingimiento es indispensable para su proyecto. Acérquese más que nunca a su víctima antes de inmolarla, adopte el aire de consolarla; mímela; comparta sus penas, júrele que la adora; más aún: persuádala de ello. La falsedad, en estos casos, nunca puede ser llevada demasiado lejos. Nerón acariciaba a Agripina en el barco mismo en que pensaba hundirla: imite este ejemplo, use de toda la doblez, de todas las imposturas que sugiera su espíritu. La mentira es siempre necesaria a las mujeres, pero especialmente cuando quieren engañar es que se torna indispensable. EUGENIA — Retendré y pondré en práctica estas enseñanzas; pero profundicemos la falsedad que usted aconseja a las mujeres. ¿Cree que este modo de ser es absolutamente esencial en el mundo? DOLMANCÉ — Nada conozco más necesario en la vida; esta verdad irrefutable le probará hasta qué punto es indispensable: todo el mundo emplea la falsedad. Le pregunto, ahora, ¿cómo no fracasará siempre un individuo sincero en una sociedad de gente falsa? Ahora bien, si es cierto, como se pretende, que las virtudes son útiles en la vida civil, ¿cómo quiere usted que aquél que no tiene la voluntad ni el poder ni el don de alguna virtud —lo que ocurre a muchas personas—, no se vea obligado a fingir para obtener un poco de la felicidad que sus competidores le disputan? Y, en los hechos, ¿es la virtud o su apariencia la que llega a ser realmente necesaria al hombre social? No dude de que sólo la apariencia le basta: poseyéndola tiene todo lo que necesita. Puesto que en el mundo sólo rozamos a los hombres, ¿no les bastará con mostrarnos la corteza? Persuadámonos, además, que la práctica de las virtudes no es muy útil: los demás obtienen tan poco con ella que, con tal que quien vive con nosotros parezca virtuoso, resulta perfectamente igual que lo sea o no. La falsedad, por otra parte, es casi siempre un medió seguro para triunfar. Quien la posee adquiere una suerte de superioridad sobre cualquiera que trate con él: encandilándolo con falsas exterioridades, lo persuade; a partir de entonces triunfa. Si advierto que me han engañado sólo me indigno conmigo mismo, y mi vencedor está tanto más tranquilo cuanto que sabe que yo, por orgullo, no me quejaré; su ascendiente sobre mi será siempre muy marcado; tendrá razón mientras yo estoy equivocado; progresará mientras yo no soy nada; se enriquecerá mientras yo me arruino; siempre, en fin, por encima mío, pronto cautivará a la opinión pública; una vez que esto ocurre podré inculparlo de cuanto quiera: ni siquiera me escucharán. Entreguémonos pues hábilmente y sin cesar a la más insigne falsedad; mirémosla como la llave de todas las gracias, de todos los favores, reputaciones y riquezas, y calmemos a gusto el pequeño dolor de haber sido engañados por el vivo placer de ser tramposos. MADAME DE SAINT-ANGE — Creo que hemos oído infinitamente más de lo necesario sobre este tema; Eugenia, convencida, debe ser calmada: obrará cuando le plazca. Pienso que es preciso continuar nuestras disertaciones sobre los distintos caprichos del hombre en el libertinaje; terminamos de iniciar a nuestra alumna en algunos de los misterios de la práctica, pero no descuidemos la teoría. 35

DOLMANCÉ — Los detalles libertinos de las pasiones de los hombres son poco susceptibles, señora, de convenir como temas de introducción para una jovencita que, como Eugenia, no está destinada al oficio de mujer pública. Ella se casará y puede apostarse diez contra uno que su marido no tendrá esa clase de gustos; si así fuere, la conducta es fácil: mucha dulzura y complacencia con él; por otro lado, mucha falsedad y compensaciones en secreto. Estas pocas palabras encierran todo. Sí no obstante Eugenia desea algunos análisis de los gastos del hombre en el libertinaje; para examinarlos más sumariamente los reduciremos a tres: la sodomía, las fantasías sacrílegas y los gustos crueles. La primera pasión es hoy universal: añadiremos algunas reflexiones a lo ya dicho. Se la divide en dos clases: activa y pasiva; la persona que fornica, sea un hombre, sea una mujer, comete sodomía activa; es sodomía pasiva cuando sé hace coger. Sé ha discutido cuál de las dos maneras es mas voluptuosa: es seguramente la pasiva, pues sé goza a la vez de las sensaciones de adelante y de las de atrás: ¡es tan hermoso cambiar de sexo, hacer uno a su turno la puta, entregarse a un hombre que nos trata como a una mujer, llamarlo "amante", declararse su "querida"! ¡Qué Voluptuosidad, amigas mías! Pero limitémonos aquí a algunos consejos de detalle relativos a las mujeres que, metamorfoseándose en hombres, quieren gozar según nuestro ejemplo de este placer delicioso. Acabo de familiarizarla, Eugenia, con esos ataques, y he visto lo suficiente como para estar convencido de que hará usted grandes progresos en esta carrera. La exhorto a recorrerla como una de las más deliciosas de la isla de Cyteres, perfectamente seguro de que usted cumplirá este consejo. Me limitaré a dos o tres opiniones esenciales para una persona decidida a no conocer sino este género de placeres, o los que le son análogos. Cuide siempre que le soben el clítoris cuando la sodomizan; nada concuerda tan bien como estos dos placeres; evite el bidet o la mera fricción de la ropa interior cuándo haya sido poseída de esta manera: es bueno que la brecha se conservé abierta; de ello resultan deseos y estremecimientos que son rápidamente apagados por los cuidados del aseo; no tiene usted idea de lo que se prolongan las sensaciones. Cuando esté usted entreteniéndose de este modo, evite también los ácidos: inflaman las almorranas y tornan dolorosa la penetración; opóngase a que varios hombres vuelquen uno tras otro en su culo: esta mezcla de esperma, aunque voluptuosa para la imaginación, es a menudo peligrosa para la salud; arroje afuera esas diferentes emisiones a medida que se produzcan. EUGENIA — Pero si me eyaculan por delante, ¿expulsarlas no sería un crimen? MADAME DE SAINT-ANGE — No te imagines, locuela, que haya mal alguno en desviar de su camino la simiente del hombre, puesto que la procreación no es un objetivo de la naturaleza, sino sólo una tolerancia: cuando no la usamos, sus intenciones están mejor cumplidas. Conviértete en enemiga jurada de la fastidiosa propagación y desvía sin cesar, incluso en el matrimonio, ese pérfido licor cuyo fruto arruina nuestras siluetas, embota nuestras sensaciones voluptuosas, nos marchita, nos envejece y perjudica nuestra salud; compromete a tu marido a acostumbrarse a tales pérdidas; ofrécele todas las rutas que lo alejen de rendir homenaje al templo, dile que detestas los niños, que le suplicas no hacértelos. Limítate a esto, querida, pues te declaro que me horroriza la procreación y dejaré de ser tu amiga en el instante en que quedes preñada. Pero si esta desgracia te ocurre sin que seas culpable, avísame en las siete u ocho semanas, y te desembarazaré suavemente de tu carga. No temas el infanticidio, que es un crimen imaginario: somos siempre las dueñas de lo que llevamos en nuestro seno, y no hacemos un mal mayor destruyendo esa especie de materia que cuando purgamos la otra, con laxantes, al necesitarlo. EUGENIA — Y si el niño estuviese en término? 36

MADAME DE SAINT-ANGE — Aunque estuviese ya en el mundo, igualmente seríamos dueñas de destruirla No hay en la tierra derecho más indiscutible que el de las madres sobre sus hijos. Todos los pueblos han reconocido esta verdad: está fundada en la razón, por principio. DOLMANCÉ –– Es un derecho que innegablemente está en la naturaleza. La extravagancia del sistema deificante ha sido la fuente de todos esos errores groseros. Los imbéciles que creían en Dios estaban convencidos de que sólo a El debemos la existencia y que tan pronto como un embrión maduraba, una pequeña alma, emanada de Dios, lo animaba; esos imbéciles debieron considerar como un crimen capital la destrucción de esa pequeña criatura, puesto que según ellas no pertenecía a los hombres sino a Dios. Pero desde que la luz de la filosofía ha disipado todas estas imposturas, desde que hemos arrojado a nuestros pies la quimera divina, desde que —mejor instruidos sobre las leyes y secretos de la física— hemos desarrollado el principio de la generación y aprendido que este mecanismo material no ofrece nada más asombroso que la germinación del grano de trigo, no podemos adjudicar a la naturaleza el error de los hombres. Ampliando la medida de nuestros derechos, hemos reconocido, en fin , que éramos perfectamente libres de disponer de lo que habíamos producido a nuestro pesar o por accidente, y que era imposible exigir a un individuo cualquiera que fuese padre o madre si no lo deseaba así; que una criatura de más o de menos sobre la tierra no era una consecuencia importante, y que somos los amos de ese pedazo de carne, por animado que estuviese, así como lo somos de las uñas que nos cortamos, de las excrecencias de carne que extirpamos de nuestros cuerpos o de las digestiones que suprimimos de nuestras entrañas, porque tanto lo uno como lo otro proviene de nosotros y somos propietarios absolutos de lo que de nosotros emana. Cuando desarrollamos, Eugenia, la mediocre importancia que tiene el crimen sobre la tierra, usted debió notar qué poca monta era atribuible al infanticidio, incluso cometido sobre una criatura ya en la edad de la razón. La lectura de la historia de las costumbres de todos los pueblos de la tierra, al mostrarle que este uso es universal, la convencerá de que sólo habría imbecilidad en admitir que hay algún mal en esta acción tan indiferente. EUGENIA, (a Dolmancé) — No puedo decirle hasta qué punto me persuade. (A Madame de Saint-Ange) Dime, adorada, ¿te has servido algunas veces del remedio que me ofreces para destruir interiormente al feto?.... MADAME DE SAINT-ANGE — Dos veces, con el mayor éxito. Pero debo confesarte que sólo hice la prueba en los primeros meses. No obstante, dos amigas han empleado el remedio promediado el tiempo, y me aseguraron que les dio resultado. Cuenta pues conmigo si la ocasión se presenta, pero te recomiendo no llegar a ello: es lo más seguro. Retomemos ahora el cortejo de detalles lúbricos que te prometimos. Prosiga, Dolmancé; habíamos llegado a las fantasías sacrílegas. DOLMANCÉ — Supongo a Eugenia bastante libre de los errores religiosos como para estar convencida de que todo lo que se refiere a burlarse de los objetos de la piedad de los tontos no puede tener ninguna clase de consecuencias. Tanto es así que tales fantasías, en los hechos, sólo deben calentar cabezas muy jóvenes, para las que toda ruptura de. un freno se convierte en goce; es una especie de pequeña venganza que inflama la imaginación y que, sin duda, puede divertir unos instantes; pero estas voluptuosidades, me parece, se vuelven insípidas cuando se ha tenido tiempo de instruirse y de convencerse de la nulidad de los objetos de los cuáles esos ídolos que escarnecemos son la mezquina representación. Profanar reliquias, imágenes de santos, la hostia, el crucifijo, nada de ello puede ser a los ojos del filósofo distinto de la degradación de una estatua pagana. Una vez que se ha 37

condenado al desprecio todas esas execrables bagatelas hay que dejarlas allí, y nunca más ocuparse de ellas. Lo único que es bueno conservar de todo eso es la blasfemia, no porque tenga más realidad —si no hay Dios, ¿de qué sirve insultarlo?—, sino porque en la embriaguez del placer es esencial pronunciar palabras fuertes y sucias, y las de la blasfemia sirven bien a la imaginación. No hay que prohibirse nada: conviene adornar las blasfemias con el mayor lujo de expresiones; es preciso que escandalicen todo lo posible, ya que es muy dulce escandalizar: existe en ello un pequeño triunfo para el amor propio que no se debe desdeñar; lo confieso, queridas, es una de mis voluptuosidades secretas: hay pocos placeres morales más activos sobre mi imaginación. Ensáyelo, Eugenia, y verá lo que resulta. Sobre todo despliegue una prodigiosa impiedad cuando se encuentre con personas de su edad que todavía vegetan en las tinieblas de la superstición; pregone la licencia y el libertinaje; póngase en niña y déjeles ver sus senos; si va con ellas a lugares secretos, vístase con indecencia; haga que vean, amaneradamente, las partes más secretas de su cuerpo; exija otro tanto de ellas; sedúzcalas, sermonéelas, muéstreles lo ridículo de sus prejuicios; insulte como un hombre; si. son más jóvenes que usted, tómelas por la fuerza, diviértase y corrómpalas, ya sea con ejemplos, con consejos o con lo que usted crea más apto para pervertirlas Sea libre en extremo con los hombres; ostente ante ellos la irreligión y la impudicia: lejos de asustarse por las libertades que ellos se tomarán, concédales misteriosamente todo lo que pueda divertirlos, sin comprometerse; déjese tocar por ellos, mastúrbelos, déjese masturbar; llegue incluso a prestarles: el culo; pero como el quimérico honor de las mujeres es premisa que ellos mantienen, vuélvase difícil en el último punto. Una vez casada, tome lacayos, nunca amantes, o pague algunos jóvenes seguros: a partir de entonces todo está a cubierto; está fuera de alcance su reputación, ya ha encontrado el arte de hacer lo que le da la gana sin atraer sospechas. Prosigamos: Los placeres de la crueldad son los últimos que prometimos analizar. Son hoy comunes entre los hombres, y he aquí los argumentos de que se valen para legitimarlos» Ser conmovido, dicen, es el propósito de todo hombre que se entrega a la voluptuosidad, y nosotros queremos serlo por los medios más activos. Según tal punto de vista, es indiferente saber si nuestros procedimientos gustarán o no al objeto que nos sirve; sólo; se trata de conmover nuestros nervios por el más violento choque. Considerando que el dolor afecta más vivamente que el placer, no hay duda que la sensación de dolor sufrida por otros producirá en nuestros nervios choques más vigorosos, que vibrarán más enérgicamente en nosotros; pondrán en circulación más violenta los espíritus animales que, dirigiéndose a las regiones bajas por el movimiento de retrogradación que les es esencial, abrazarán pronto los órganos de la voluptuosidad y los dispondrán para el placer. Los efectos del placer son siempre engañosos en las mujeres; es difícil que un hombre viejo o feo los produzca. Hay entonces que preferir el dolor, cuyos efectos no pueden engañar y cuyas vibraciones son más activas. Pero, se objeta a los hombres que tienen esta manía, el dolor aflige al prójimo que lo padece; ¿es caritativo hacer sufrir a los demás para deleite de uno mismo? Los perversos responden que, acostumbrados en el acto de placer a tenerse por todo y a los demás por nada, se hallan convencidos de que es muy simple, con arreglo a los impulsos de la naturaleza, preferir lo que les gusta a lo que les deja fríos. ¿Qué nos hacen, osan decir, los dolores del prójimo? ¿Los sentimos acaso? Por el contrario, a nosotros nos provocan una sensación deliciosa. ¿A título de qué evitaríamos a otro un dolor que no nos costará una lágrima, cuándo es seguro que de ese dolor obtendremos un gran placer? ¿Hemos experimentado nunca una sola, invitación de la naturaleza a preferir los demás a nosotros mismos? ¿No mira cada uno para, sí en el mundo? Se habla de una voz quimérica de la naturaleza, que aconsejaría no hacer a otros lo 38

que no nos gusta que nos hagan; pero en realidad ese absurdo consejo proviene de los hombres, y de hombres débiles. Un hombre poderoso jamás hablará ese lenguaje. Fueron los primeros cristianos, diariamente perseguidos por su estúpido sistema, quienes gritaron: "¡No nos quemen, no nos desuellen! ¡La naturaleza enseña que no hay que hacer a otros lo que no queremos que nos hagan!" ¡Imbéciles! ¿Cómo la naturaleza que siempre nos aconseja deleitamos, que jamás imprime en nosotros otros impulsos, podría —por una inconsecuencia sin par— prohibirnos el deleite cuando da pena a otros? Ah, créalo, Eugenia. La naturaleza, madre de todos, no habla a cada cual sino de él mismo; nada más egoísta que su voz, y lo que en ella más claramente reconocemos es el consejo inmutable y santo que nos da de deleitarnos, no importa a expensas de quién. Pero los otros, se dirá, pueden vengarse... Pues, en buena hora: el más fuerte tendrá razón. He aquí el estado primitivo de guerra y destrucción perpetua para el cual su mano nos creó, y el único en el que es conveniente que estemos. Así, Eugenia, razonan esas gentes, y yo, con arreglo a mi experiencia y mis estudios, añado que la crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que nos imprime la naturaleza. El niño rompe el chupete, muerde la teta de su ama de cría, estrangula sus pájaros mucho antes de la edad de la razón. La crueldad está impresa en los animales, y ya se ha dicho que es entre ellos donde se leen con más claridad las leyes de la naturaleza; también hallamos la crueldad entre los salvajes, más próximos a la naturaleza que el hombre civilizado: es por consiguiente absurdo considerarla una consecuencia de la depravación. Todos nacemos con una dosis de crueldad que sólo la educación modifica; pero la educación no existe en la naturaleza y la obstaculiza tanto como el cultivo a los árboles. Compare el árbol abandonado a los cuidados de la naturaleza con el que nuestro arte cuida, constriñéndole, y verá cuál es más bello, cuál da mejores frutos. La crueldad no es otra cosa que la energía del hombre no corrompido por la civilización: es pues una virtud y no un vicio. Hagamos desaparecer las leyes, los castigos, las costumbres, y la crueldad no tendrá ya efectos peligrosos, porque nunca actuará sin poder ser rechazada por las mismas vías; únicamente es peligrosa en el estado de civilización, porque el ser lesionado carece casi siempre de la fuerza o de los medios para rechazar la injuria; pero en estado de incivilización, si obra sobre el fuerte será rechazada por éste, y si obra sobre el débil, al no dañar más que a un ser que cede al fuerte de acuerdo con las leyes de la naturaleza, no tiene el menor inconveniente. No analizaremos la crueldad en los placeres lúbricos de los hombres; usted ve, Eugenia, los distintos excesos a que puede llevar, y su ardiente imaginación le hará comprender con facilidad que en un alma firme y estoica debe carecer de límites. Nerón, Tiberio, Heliogábalo, inmolaban niños para excitarse; el mariscal de Retz, Charoláis, el tío de Condé, cometieron también crímenes de libertinaje: el mariscal de Retz confesó en su interrogatorio que no conocía voluptuosidad más poderosa que la que brotaba del suplicio infligido por él y su capellán a niños de ambos sexos. Se hallaron setecientos u ochocientos inmolados en uno de sus castillos de Bretaña. Y tal cosa es concebible, como acabo de probarle. Nuestra constitución, nuestros órganos, el curso de los humores, la energía de los espíritus animales, he ahí las causas físicas que dan por resultado un Tito o un Nerón, una Mesalina o una Chantal. No hay que enorgullecerse de la virtud ni arrepentirse del vicio, ni acusar a la naturaleza por habernos hecho buenos o despiadados: ella obra según sus puntos de vista, sus planes y necesidades; sometámonos. Examinaré ahora la crueldad de las mujeres, siempre más activa que la viril por la poderosa razón de la excesiva sensibilidad de sus órganos. 39

Distinguimos en general dos clases de crueldad; la que nace de la estupidez, nunca razonada ni analizada, asemeja al individuo a una bestia feroz. Esta clase no da placer alguno, pues el individuo que la afecta no tiene imaginación; sus brutalidades rara vez son peligrosas, es fácil ponerse al abrigo de un imbécil. La otra clase de crueldad, fruto de la sensibilidad de los órganos, es propia de seres extremadamente delicados, y los excesos en que caen son refinamientos de su delicadeza; es esta delicadeza, muy pronto desgastada por su excesiva delgadez, la que pone en juego todas las fuentes de la crueldad con el propósito de despertarse. ¡Poca gente concibe estas diferencias! ¡Menos las sienten! Sin embargo existen, indudablemente. Este segundo género de crueldad es el que más a menudo afecta a las mujeres. Estúdielas y verá que es el exceso de sensibilidad lo que las ha conducido allí; verá que es la extrema actividad de su imaginación, la fuerza de su espíritu lo que las vuelve desalmadas y feroces. Son también encantadoras; hacen perder la cabeza si se lo proponen. Por desgracia, la rigidez o más bien el absurdo de nuestras costumbres deja poco alimento a su crueldad; están obligadas a esconderse a disimular, a cubrir sus inclinaciones con ostensibles actos de beneficencia a los que detestan en el fondo de sus corazones. Sólo con el velo más oscuro, con las precauciones más grandes, ayudadas por amigos seguros, pueden entregarse a sus tendencias. Como hay muchas mujeres de esta clase, muchas son desdichadas. Si quiere conocerlas anuncie usted un espectáculo cruel —un duelo, un incendio, una batalla, un combate de gladiadores— y verá que corren a él. Pero tales ocasiones no son suficientemente numerosas como para alimentar su furia: se contienen y sufren. Echemos una ojeada a las mujeres de este género. Zingua, reina de Angola, la más cruel de las mujeres, inmolaba a sus amantes después del placer; a menudo hacía luchar a guerreros ante su vista y se daba como premio al vencedor; para satisfacer su alma feroz, se divertía haciendo machacar en un mortero a todas las mujeres preñadas menores de treinta años6. Zoé, esposa de un emperador chino, no conocía placer más grande que ver ejecutar delincuentes; no habiéndolos, hacía inmolar esclavos mientras fornicaba con su marido, y acababa con una fuerza proporcional a la crueldad de las angustias que soportaban los desdichados. Fue ella quien, refinando los suplicios de sus víctimas, inventó la famosa columna hueca de bronce, que se calentaba al rojo después de encerrar en ella al paciente. Teodora, mujer de Justiniano, se solazaba viendo castrar seres humanos; y Mesalina se manoseaba hasta acabar mientras miraba hombres atados que eran masturbados hasta la extenuación. Las hembras de La Florida hacían parar el miembro de sus esposos y les colocaban en el glande pequeños insectos que producían dolores horribles; los ataban para esta operación, y eran varias las que se reunían en torno a un solo hombre, para hacerlo acabar con más seguridad. Cuando llegaron los españoles ellas mismas sujetaban a sus esposos mientras esos bárbaros europeos los asesinaban. La Voisin y la Brinvilliers envenenaban por el solo placer de matar. La historia, en pocas palabras, nos provee mil rasgos de la crueldad de las mujeres. Y en virtud de la natural inclinación que tienen a ella, me gustaría que se acostumbrasen al uso de la flagelación activa, medio por el que los hombres crueles sacian su ferocidad. Algunas la usan, pero la flagelación activa no es entre ellas tan común como desearía. Procurando esta salida a la barbarie de las mujeres la sociedad ganaría; hoy, como no pueden ser malvadas de esta manera, lo son de otra, y expandiendo su veneno por el mundo, hacen la desesperación de sus esposos y familias. Rechazar la oportunidad de una buena acción, no socorrer en caso de infortunio, dan escape 6

Cf. L'Hiatoire de Zingua, reine d'Angola, escrita por un misionero.

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a la ferocidad, pero eso es goce débil y a menudo demasiado lejano de la necesidad que ellas tienen de hacer un mal mayor. Hay otros medios por los cuales una mujer sensible y feroz puede calmar sus fogosas pasiones, pero son peligrosos, Eugenia, y nunca me atreveré a aconsejárselos... ¡Oh, cielos! ¿Qué tiene usted, ángel mío?... ¡Señora, contemple en qué estado se halla su alumna...! EUGENIA, (manoseándose) — ¡Ah! Dios maldito! Usted me calienta la cabeza... ¡He aquí el efecto de sus putísimas disertaciones! DOLMANCÉ — ¡A socorrerla, señora! ¿O es que dejaremos acabar a esta niña sin ayudarla? MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Oh, sería injusto! (La toma en sus brazos.) ¡Adorable criatura, nunca vi una sensibilidad como la tuya, una cabeza deliciosa! DOLMANCÉ — Atiéndala por delante, señora, mientras yo con mi lengua rozo el lindo agujerito de su culo, al tiempo que le doy ligeras palmaditas en las nalgas; es preciso que acabe entre nuestras manos de este modo, al menos siete u ocho veces. EUGENIA, (extraviada) — ¡Ah, mierda! ¡No será difícil! DOLMANCÉ — Por la posición de ustedes, mis queridas, veo que pueden chuparme la pija por turno; excitado así, intervendré con más energía en los placeres de nuestra encantadora alumna. EUGENIA — Querida, te disputo el honor de mamar esta hermosa pija. (La toma). DOLMANCÉ — ¡Ah, qué delicias...! ¡Qué voluptuosa tibieza...! ¿Pero se comportará usted bien, Eugenia, en el instante de la crisis? MADAME DE SAINT-ANGE — Tragará, tragará, respondo por ella ... Y si por puerilidad... por cualquier razón, en fin, olvidase ella los deberes que aquí le impone la lubricidad... DOLMANCÉ, (muy animado) — ¡No se lo perdonaré, señora, no se lo perdonaré! ¡Un castigo ejemplar... Le juro que será azotada... hasta hacerla sangrar' ¡Ah, Dios de mierda! ¡Estoy volcando! ¡Trague, trague, Eugenia... que no se le pierda una gota! Y usted señora, atienda mi culo: se ofrece a usted... ¿No ve cómo se abre, mi reculeado culo? ¿no ve como clama por sus dedos, señora? ¡Coger a Dios! Mi éxtasis es completo... los mete usted hasta los nudillos... ¡Ah, descansemos, no puedo más! Esta niña encantadora me la ha mamado como un ángel... EUGENIA — Mi querido y adorable maestro, no perdí una gota. Béseme, amor querido, su leche está ahora en el fondo de mis entrañas. DOLMANCÉ — ¡Es deliciosa! ¡Y cómo ha acabado la tunante! MADAME DE SAINT-ANGE — Está inundada... Oh, cielos, ¿qué oigo? Llaman... es mi hermano... ¡Imprudente! EUGENIA— Pero, querida, ¡esto es una traición! DOLMANCÉ — Sin igual, ¿no es verdad? Nada tema, Eugenia, sólo trabajamos para sus placeres. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Y pronto vamos a convencerla! Acércate, hermano mío, y ríe de esta pequeña que se esconde para que no la veas.

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CUARTO DIALOGO MADAME DE SAINT-ANGE EUGENIA DOLMANCE EL CABALLERO DE MIRVEL EL CABALLERO — La conjuro a no temer nada de mi discreción, bellísima Eugenia: puede usted considerarla completa; he aquí a mi hermana, he aquí a mi amigo, y ambos pueden responder por mi. DOLMANCÉ — Sólo hay un modo de terminar rápidamente con este ridículo ceremonial. Oye: estamos educando a esta bonita niña, le enseñamos todo lo que es necesario que sepa una señorita de su edad y, para instruirla mejor, añadimos siempre un poco de práctica a la teoría. Aún le hace falta el cuadro de una verga eyaculando; hasta ahí hemos llegado; ¿no querrías ofrecernos el modelo? EL CABALLERO — Esa proposición es seguramente demasiado halagadora para que me rehúse, y la señorita es dueña de atractivos que muy pronto provocarán los efectos de la lección deseada. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Y bien, manos a la obra! EUGENIA — ¡Oh, en verdad, todo esto es demasiado fuerte para mi; abusan ustedes de mi juventud hasta tal punto!... ¿Qué pensará de mí el señor? EL CABALLERO — Que usted es una niña encantadora, Eugenia, la más adorable criatura que he visto en mi vida... (La besa y pasa sus manos por los encantos de Eugenia.) ¡Oh, Dios! ¡Qué atractivos, qué alicientes frescos y bonitos! ¡Qué encantadoras hermosuras! DOLMANCÉ — Hablemos menos, caballero, y obremos más. Voy a dirigir la escena, es mi derecho; su objeto es mostrar a Eugenia el mecanismo de la eyaculación; pero como es difícil que ella logre observar el fenómeno a sangre fría, los cuatro vamos a colocarnos muy cerca uno del otro. Usted, señora, sobará a su amiguita; yo me encargaré del caballero; cuando se trata de polución, un hombre entiende a otro hombre infinitamente mejor que una mujer. Como sabe lo que le conviene, sabe lo que debe hacer a los demás... Cada uno a su sitio, ahora. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿No estamos demasiado cerca? DOLMANCÉ, (adueñándose ya del caballero) — Nunca podríamos estarlo demasiado, señora; es preciso que los senos y el rostro de su amiga sean inundados por las pruebas de la virilidad del caballero; es necesario que él le vuelque lo que se dice en las propias narices. Dueño de la bomba, yo dirigiré sus olas, de manera que la cubran absolutamente. Entretanto, sobe usted con cuidado a Eugenia en todas sus partes lúbricas. Eugenia, abra su imaginación a las últimas aberraciones del libertinaje; piense que verá usted operarse ante sus ojos los más bellos misterios; rechace todo recato: el pudor jamás fue una virtud. Si la naturaleza hubiese querido que ocultemos partes de nuestro cuerpo, se hubiera encargado ella misma de lograrlo; pero nos creó desnudos; luego quiere decir que así andemos y todo procedimiento contrario ultraja sus leyes. Los niños, que aún no tienen idea del placer —y por consiguiente de la necesidad de enardecerlo con el decoro—, muestran todo lo que tienen. Hay también grandes singularidades: países sometidos al pudor del vestido, pero sin que la moderación de las costumbres sea proporcionada. En

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Haití las jóvenes van vestidas, pero alzan sus polleras ni bien se les pide. MADAME DE SAINT-ANGE — Lo que me gusta de Dolmancé es que no pierde su tiempo; mientras diserta, actúa; y examina con complacencia el soberbio culo de mi hermano mientras le toquetea voluptuosamente la hermosa pija... ¡Eugenia, manos a la obra! He ahí el tubo de la bomba en el aire: pronto ha de inundarnos. EUGENIA — ¡Ah, querida, qué miembro tan monstruoso! ¡Apenas lo abarco con mi mano! ¿Oh, Dios mío, son todos tan gruesos? DOLMANCÉ — Usted sabe, Eugenia, que el mío es muy inferior. Tales aparatos son temibles para una jovencita: calcule que éste no la perforaría sin peligro. EUGENIA, (ya puesta a punto por Madame de Saint-Ange) — ¡Ah, los desafiaría a todos para gozar con ellos! DOLMANCÉ — Y haría bien, una joven jamás debe asustarse por eso; la naturaleza se presta y los torrentes de placer con que colma la compensan pronto de los pequeños dolores precedentes. He visto niñas más pequeñas que usted recibir pijas más gruesas todavía. Con paciencia y coraje se superan los más grandes obstáculos. Es una locura imaginar que sea necesario, en la medida de lo posible, hacer desvirgar a una jovencita sólo con pijas pequeñas. Mi opinión, por el contrario, es que una virgen debe entregarse a las más tamañudas que pueda hallar, con el objeto de que rompiendo los ligamentos del himen, las consecuencias del placer aparezcan más prontamente en ella. Es verdad que una vez habituada a este régimen le será difícil volver a lo mediocre; pero si es rica, joven y bella, encontrará tantas pijas enormes como quiera. Que a ellas se dedique, y si por azar se le presenta una menos gruesa y tiene deseos de emplearla, ¡que entonces se la haga dar por el culo! MADAME DE SAINT-ANGE — Sin duda, y para ser todavía más feliz, que se sirva de ambas a la vez; que las sacudidas voluptuosas del que se la entra en la concha sirvan para precipitar el éxtasis del que se la da por el culo, y que ella, inundada por los dos, acabe muriendo de placer. DOLMANCÉ, (Hay que observar que mientras hablan, Madame de Saint-Ange frota a Eugenia por todas partes y Dolmancé acaricia intensamente el miembro del caballero). — Pienso que deberían entrar dos o tres pijas más en el cuadro que usted imagina, señora; la mujer que coloca en medio de dos amadores, ¿no podría tener una pija en la boca y una en cada mano? MADAME DE SAINT-ANGE — Podría tenerlas aún bajo las axilas y entre los cabellos, debería tener treinta a su alrededor si fuese posible; sería necesario en esos momentos, no ver, no tocar, no devorar nada más que pijas en torno, y ser inundada por todas al mismo instante en que una acaba. ¡Ah! Dolmancé, por libertino que usted sea, lo desafío a haberme igualado en los deliciosos combates de la lujuria... He hecho todo lo que es posible hacer en este género. EUGENIA — (siempre manoseada por su amiga, así como el caballero por Dolmancé) — {Ah, querida, me haces perder la cabeza! ¡Yo podría librarme ahora a cualquier cantidad de hombres! ¡Qué delicias! ¡Qué hábilmente me toqueteas, querida amiga! ¡Eres la diosa misma del placer! ¡Y esa hermosa pija, cómo se hincha! ¡Su majestuosa cabeza se hincha y se pone rojal DOLMANCÉ — Está cerca del desenlace. EL CABALLERO — Eugenia... aproxímese... ¡Ah, qué senos divinos, qué muslos suaves y redondeados!... ¡Acaben! ¡Acaben ambas, que mi licor va a añadirse! ¡Ya salta!... ¡ah! ¡Dios perro! ... (Dolmancé, durante la crisis, se ocupa de dirigir las olas del esperma 43

de su amigo sobre las dos mujeres, principalmente Eugenia, que queda inundada). EUGENIA — ¡Qué bello espectáculo, tan noble y majestuoso! ¡Heme aquí cubierta por completo... me saltó hasta los ojos! MADAME DE SAINT-ANGE — Escucha, pequeña. Déjame recoger esas perlas preciosas; con ellas frotaré tu clítoris para provocar más rápido tu espasmo. EUGENIA — ¡Oh, sí, sí, querida, la idea es deliciosa! Ejecuta, yo parto en tus brazos... MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Niñita divina, bésame mil y mil veces! Déjame chupar tu lengua... ¡Quiero respirar tu voluptuoso aliento cuando está abrasado por el fuego del placer! ¡Ah, mierda, yo también estoy por acabar! ¡Hermano, hazme terminar, te conjuro! DOLMANCÉ — Sí, caballero... Cosquillee el clítoris de su hermana. EL CABALLERO — Prefiero cogerla: tengo duro el miembro todavía. DOLMANCÉ — Y bien, entiérresela mientras me presenta el culo: yo lo fornicaré durante este voluptuoso incesto. Eugenia, armada de este consolador, me culeará a mí. Destinada a representar algún día los diferentes placeres de la lujuria, es preciso que se ejercite. EUGENIA, (atándose a las caderas el consolador) — ¡Con mucho gusto! No me encontrará defectos tratándose de libertinaje: es mi único dios, la única regla de mi conducta, la única base de mis acciones. (Ella penetra en Dolmancé) ¿Así, querido maestro? ¿Lo hago bien? DOLMANCÉ — ¡A maravilla! ¡En realidad, la sinvergüenza me culea como un hombre! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, me muero, caballero! ¡Me es imposible acostumbrarme a las deliciosas sacudidas de tu hermosa pija! DOLMANCÉ — ¡Mierda de Dios, este culo encantador del caballero me hace gozar! ¡Ah, coger coger! ¡Acabemos todos juntos! ¡Dios puto, muero, expiro ¡Ah, en mi vida he volcado más voluptuosamente! ¿Has lanzado tu esperma, caballero? EL CABALLERO — Mire la concha de mi hermana, y verá como está embadurnada con él. DOLMANCÉ — ¡Ah, no tener otro tanto en mi trasero! MADAME DE SAINT-ANGE — Reposemos, estoy que muero. DOLMANCÉ, (besando a Eugenia) — Ésta niña encantadora me ha cogido como un dios. EUGENIA - Digo la verdad, experimenté placer haciéndolo. DOLMANCÉ — Todos los excesos lo dan cuando se es libertino, y lo mejor que puede hacer una mujer es multiplicarlos incluso más allá de lo posible. MADAME DE SAINT-ANGE — He colocado quinientos luises en manos de un notario para el individuo que me enseñe una pasión que yo no conozca y que pueda hundir mis sentidos en una voluptuosidad que no haya gozado. DOLMANCÉ, (Los interlocutores, recompuestos, no hacen sino conversar) — La idea es notable y aceptaré el desafío. Pero dudo, señora, que ese deseo singular detrás del que corre se asemeje a los pobres placeres que acaba de gustar. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Pobres? DOLMANCÉ — Es que en verdad no conozco nada tan fastidioso como el goce de la concha; y cuando una vez, señora, como en su caso, se han conocido los goces del culo, no concibo que pueda volverse a los primeros. 44

MADAME DE SAINT-ANGE — Son viejos hábitos. Cuando se piensa como yo, se quiere ser fornicada por todas partes, y cualquiera sea lo que un miembro perfora una es feliz sintiéndolo allí. Soy sin embargo de su opinión, y atestiguo a todas las mujeres voluptuosas que el placer que sentirán cogiendo por el culo superará siempre en mucho al que les dará haciéndolo por la concha. Crean en esto a la mujer que más ha fornicado de uno y otro modo en toda Europa: yo les certifico que no hay la menor comparación posible, que les interesará poco tragarla por delante cuando hayan hecho la experiencia de recibirla por atrás. EL CABALLERO — No pienso igual. Me presto a todo lo que se quiera, pero, por gusto sólo me interesa verdaderamente en las mujeres el altar indicado por la naturaleza para rendirles homenaje . DOLMANCÉ — ¡Y bien! ¡Pero ése es el culo! Nunca, querido caballero, la naturaleza ha indicado otros altares a nuestros homenajes que el del agujero del culo; si escrutas sus leyes con cuidado, así lo verás; permite el resto, pero eso es lo que ordena. ¡En nombre de Dios! Si su intención no era que culeásemos por atrás, ¿habría proporcionado tan bien ese orificio a nuestros miembros? ¿No es acaso redondo como el miembro? ¡Hay que ser un enemigo del buen sentido para imaginar que un hueco ovalado ha sido creado por la naturaleza para miembros redondos! Sus intenciones se leen en esta deformidad; así nos hace ver claramente que sacrificios demasiado reiterados en esta parte, al multiplicar una procreación que sólo tolera, la disgustan infaliblemente. Pero prosigamos nuestra educación. Eugenia acaba de mirar a su gusto él sublime misterio de una eyaculación; yo quisiera que aprenda ahora a dirigir sus olas. MADAME DE SAINT-ANGE — A juzgar por el agotamiento en que se hallan ustedes, le será bastante difícil... DOLMANCÉ — Convengo; por eso me gustaría que pudiésemos contar con algún joven robusto de su casa o campo, señora, que nos serviría de maniquí y sobre el cual daríamos lecciones. MADAME DE SAINT-ANGE — Tengo precisamente lo que busca. DOLMANCÉ — ¿No será por casualidad un joven jardinero, de una figura deliciosa, de unos dieciocho o veinte años, que hace unos momentos vi trabajar en el huerto? MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Agustín? Sí, precisamente; ¡su miembro mide seis pulgadas y media de largo por cuatro de circunferencial DOLMANCÉ — ¡Cielo santo, que monstruo! ¿Y semejante cosa vuelca? MADAME DE SAINT-ANGE — (Como un torrente! Voy a buscarlo.

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QUINTO DIALOGO DOLMANCE EL CABALLERO AGUSTÍN EUGENIA MADAME DE SAINT-ANGE MADAME DE SAINT-ANGE, (trayendo a Agustín) — He aquí el hombre del que hablé. ¡Vamos, amigos, divirtámonos! ¿Qué sería la vida sin placer? ¡Acércate, burro! ¡Oh, el tonto! ¿Creerán ustedes que hace seis meses que trabajo para desasnar a este gran cerdo y no lo logro? AGUSTÍN — ¡Uh, señora! sin embargo usté dice al pasar, a veces, que yo tan mal no ando, y cuando hay terreno sin cultivo es siempre a mí al que se lo encaja. DOLMANCÉ, (riéndose) — ¡Encantador!... Tan fresco como franco... ¡Encantador!... (Señalando a Eugenia). Agustín, he aquí un cantero de flores sin cultivar; ¿quieres encargarte de él? AGUSTÍN — ¡Ay, la laila! Señó, bocados tan gentiles no están hechos pa' nosotros. DOLMANCÉ — Vamos, señorita. EUGENIA, (enrojeciendo) — ¡Oh, cielos, tengo una vergüenza! DOLMANCÉ — Aleje ese sentimiento pusilánime; ninguna acción debe darnos vergüenza, pues todas están dictadas por la naturaleza, especialmente las del libertinaje. Vamos, Eugenia, pórtese como puta con este joven; piense que toda provocación hecha por una niña a un muchacho es una ofrenda a la naturaleza, y que el mejor modo de servirla con su sexo es prostituirse al nuestro; en pocas palabras, recuerde que es para ser bien fornicada que usted nació. Baje usted misma el calzón de este joven más abajo de sus bellos muslos, levante su camisa sobre su cintura, para que sus cosas... y su trasero, que tiene, hagamos un paréntesis, muy bello, se hallen en disposición... Que una de sus manos, Eugenia, tome ahora este gran trozo que pronto la espantará con su tamaño, y la otra se pasee por las nalgas y cosquillee así el orificio del culo... (Para que Eugenia vea, el mismo Dolmancé socratiza a Agustín). Desnude bien esa cabezota rubicunda, no la cubra nunca al calentarla; téngala descubierta y estire el frenillo casi basta romperlo... Mire, ya empieza a notarse el resultado de mis lecciones... Y tu, muchacho, no te quedes ahí con los brazos cruzados; acaricia esos hermosos senos, esas bellas nalgas... AGUSTÍN — Señó, un decir, no podría... un decir, ¿pegarle un beso a esta señoíta que me gusta tanto? MADAME DE SAINT-ANGE — Bésala, imbécil, bésala tanto como quieras; ¿o no me besas a mí cuando me voy a la cama contigo? AGUSTÍN — ¡Ay, tatigay! ¡Qué boquita linda! ¡Me parece tener la nariz sobre las rosas del jardincito! (Mostrando su pija tiesa), ¡Así ve usté, señó, lo que se pasa! EUGENIA — ¡Oh! ¡Cielo, cómo crece! DOLMANCÉ — Que el movimiento de su manita, Eugenia, sea ahora más regular y enérgico. Cédame el lugar un instante y mire bien cómo hago. (Se apodera de Agustín y le hace la paja) ¿Ve usted, querida, como mis movimientos son más firmes y al mismo tiempo más regulares? Agárrela usted ahora, y sobre todo no la encapote... ¡Bien! ¡Hela ahí en toda su energía y tamaño! Veamos ahora si es verdad que la tiene más gruesa que el

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caballero. EUGENIA — No lo dudemos: usted ve que mi mano no alcanza a cerrarse en su torno. DOLMANCÉ, (midiendo) — Verdad es. Nunca he visto una más gruesa. Esto es lo que se llama una soberbia pija. ¿Y la usa usted, señora? MADAME DE SAINT-ANGE — Regularmente todas las noches cuando estoy en este retiro. DOLMANCÉ — Pero en el culo, espero. MADAME DE SAINT-ANGE — Un poco más a menudo que en la concha. DOLMANCÉ — ¡Ah, Dios miserable, qué libertinaje! Yo no estoy seguro de aguantarla. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Usted, estrecho? Dolmancé, entrará en el suyo como en el mío. DOLMANCÉ — Veremos; me halaga pensar que mi amigo Agustín me hará el honor de lanzarme un poco de esperma caliente en el culo; se lo devolveré; pero continuemos la lección... Vamos, Eugenia, la serpiente va a vomitar su veneno; prepárese: fije los ojos en la cabeza de este sublime miembro, y cuando lo vea hincharse anunciando la eyaculación, volverse más púrpura, dele a sus movimientos la mayor energía; los dedos con que le acaricia el ano, métaselos todo lo que pueda; dése entera al libertino que se ocupa de usted; busque su boca, y que sus encantos, por decir, vayan hacia las manos de él... Ya está por volcarse, Eugenia, he aquí el instante de su triunfo... AGUSTIN — ¡Ay, ay, ay, ay, ay, señorita, usté me mata! ¡Ay, ay, ay!... ¡vaya más rápido! ¡Ah, Dios corajudo, ya ni veo claro! DOLMANCÉ — ¡Más rápido, más rápido! ¡Muy bien, Eugenia! ... ¡él ya está en la embriaguez! ¡Ah, qué abundancia de esperma, y con qué vigor lo arroja! Vea el rastro de su primer chorro: ¡ha saltado más de diez pies! ¡Ha inundado el cuarto! Nunca he visto acabar así. ¿Y dice usted, señora, que él la cogió anoche? MADAME DE SAINT-ANGE — Nueve o diez veces, creo; hace tiempo que ya no contamos. EL CABALLERO — Eugenia, está usted cubierta. EUGENIA — Querría estar inundada. (A Dolmancé). Y bien, maestro, ¿está satisfecho? DOLMANCÉ — Muy bien, para una debutante. Pero descuidó algunos detalles. MADAME DE SAINT-ANGE — Esperemos, pues no pueden ser sino el fruto de la experiencia; en cuanto a mí, estoy muy contenta con mi Eugenia; anuncia las más felices disposiciones, y creo que hora debemos hacerla gozar con otro espectáculo. Hagamos que vea el efecto de una pija en el culo. Dolmancé, voy a ofrecerle el mío, mientras mi hermano me coge por delante; Eugenia preparará su miembro, Dolmancé, lo pondrá en mi culo, mirará todos sus movimientos, los estudiará para familiarizarse con esta operación que, enseguida, le haremos soportar a ella misma con la enorme pija de este hércules. DOLMANCÉ — Celebro que este lindo y pequeño trasero sea pronto desgarrado ante nuestra vista por las sacudidas violentas del bravo Agustín. Entretanto apruebo su proposición, señora, pero si quiere que la trate bien permítame añadir una cláusula: Agustín, al que se la haré parar en dos segundos, me culeará mientras yo la sodomizo. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Apruebo! Ganaré con ello y para mi alumna serán dos lecciones en lugar de una. DOLMANCÉ, (apoderándose de Agustín} — Ven, robusto muchacho, que te 47

reanimo... ¡Qué bello es! Bésame, querido amigo... Estás aún todo mojado de leche, y es leche lo que te pido. ¡Ah, mil Dios! Es preciso que le chupe el culo mientras lo froto. EL CABALLERO — Aproxímate, hermanita; para responder a lo planeado voy a extenderme en este lecho; te acostarás en mis brazos, enseñándole tus bellas nalgas lo más abiertas posible... Así... Podríamos comenzar. DOLMANCÉ — No, espera; conviene primero que entre en el culo de tu hermana, ya que Agustín me 1a introduce; de inmediato los casaré a ustedes: mi mano los ligará. No faltemos a ningún principio; pensemos que una escolar nos mira y que le debemos lecciones exactas. Eugenia, venga a acariciarme mientras yo decido el enorme aparato de este mal sujeto; mantenga la erección de mi verga sobándola ligeramente entre sus nalgas. EUGENIA — ¿Lo hago bien? DOLMANCÉ — Hay demasiada blandura en sus movimientos; apriete más la pija que toquetea, Eugenia; la masturbación sólo es agradable porque comprime el miembro más que cualquiera posesión, por eso la mano que coopera en ella debe ser un recinto infinitamente más estrecho que el de cualquier otra parte del cuerpo... ¡Ahora está mejor! Separe las nalgas un poco más, a fin de que a cada sacudida la cabeza de mi pija toque el agujero de su culo... ¡Eso es! Excita a tu hermana mientras esperas, caballero: estamos contigo en un minuto... ¡Ah, bien! ¡He aquí que se le para a mi hombre! Vamos, prepárese, señora, abra ese culo sublime a mi impuro ardor; guíe el dardo, Eugenia; debe ser su mano la que abra la brecha, que lo haga entrar; cuando esté adentro, se apoderará del de Agustín y llenará con él mis entrañas. Son deberes de novicia; hay instrucción que extraer de todo esto y por lo tanto se lo hago hacer. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Están mis nalgas en la posición que desea, Dolmancé? ¡Ah, mi ángel, si supiese cómo lo deseo, cuánto tiempo hace que deseaba ser culeada por un bufarrón! DOLMANCÉ — Se cumplen sus votos, señora; pero sufra que me detenga un instante a los pies del ídolo: quiero festejarlo antes de introducirme hasta el fondo de su santuario... ¡Qué culo divino! ¡Lo beso mil veces! ¡Lo lamo mil y mil veces! ¡Tome, he aquí la pija que desea! ¿La siente usted, bribona? Diga, ¿la siente penetrar? MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, métamela hasta el fondo de las entrañas! ¡Oh, dulce voluptuosidad, qué inmenso es tu reino! DOLMANCÉ — He aquí un culo como en mi vida he cogido; es digno del mismo Ganymedes. Vamos, Eugenia, ocúpate de que Agustín me la entierre en el acto. EUGENIA, (a Agustín) — Mira, bello ángel, ¿ves el agujero que debes perforar? AGUSTÍN — ¿Que si lo veo, dice? ¡Mierda! ¡Hay lugar ahí! Más fácil, digo, entro ahí que, por lo menos, en usté señorita; y béseme un poco para que entre mejor. EUGENIA, (besándolo) — ¡Oh, tanto como quieras, eres tan fresco! ¡Empuja, pues! ¡Oh, la cabeza se zambulló en seguida! Creo que el resto no tardará. DOLMANCÉ — ¡Empuja, empuja, amigo! Desgárrame si es necesario. .. ¡Ah, qué socotroco! Jamás he recibido una igual... ¿Cuántas pulgadas quedan afuera Eugenia? EUGENIA — Apenas una. DOLMANCÉ — ¡Entonces tengo cinco pulgadas y media en el culo! ¡Qué delicias! ¡Me revienta, no puedo más! Vamos, caballero, ¿estás listo? EL CABALLERO — Toca y dime lo que piensas. DOLMANCÉ — Y ahora, mis niños, yo los casaré... Debo cooperar con este divino incesto. (Introduce la pija del caballero en la concha de madame de Saint Auge). 48

MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, mis amigos, heme aquí ensartada de los dos lados...! ¡Qué placer divino! No tiene igual en el mundo... ¡Ah, mierda, pobre la. mujer que no lo ha conocido! Sacúdame, Dolmancé, sacúdame... fuérceme por la violencia de sus movimiento a precipitarme sobre el espadón de mi hermano, y tú, Eugenia, contémplame, ven a mirarme en el vicio; aprende, según mi ejemplo, a gustarlo transportada, a saborearlo con delicias. .. Mira, mi amor, todo lo que hago a la vez: ¡escándalo, seducción, mal ejemplo, incesto, adulterio y sodomía!... ¡Oh, Lucifer, único dios de mi alma, inspírame algo más, ofrece a mi corazón nuevos extravíos y verás cómo me hundo en ellos! DOLMANCÉ — Voluptuosa criatura, me haces volcar, apresuras la descarga con tus frases; y el extremado calor de tu culo... Acabaré ahora mismo... Eugenia, caliente el coraje de mi cogedor, apriete sus flancos, entreabra sus nalgas; ya conoce usted el arte de reanimar sus deseos... Su sola aproximación da energía a la pija que me culea... Lo siento, sus sacudidas son más vivas... Pícara, tendré que cederle lo que hubiera querido sólo para mi culo... ¡Caballero, estás por irte, lo siento!¡Espérame! ¡Esperémonos! ¡Oh, mis amigos, acabemos juntos: es la única dicha de la vida! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, mierda, mierda! ¡Vuelquen cuando quieran, que yo no aguanto más! ¡Nombre de Dios, en el que me cago! ¡Dios, sagrado bufarrón! ¡Acabo, acabo! ¡Inúndenme, mis amigos! Inunden a su puta... ¡Lancen olas de esperma espumoso hasta el fondo de mi alma abrasada, sólo existe para recibirlas! ¡Aeh! ¡Aeh! ¡coger, culear! ¡Qué increíble exceso de voluptuosidad!... ¡Eugenia, deja que te bese, que te coma, que beba tu flujo mientras pierdo el mío! (Agustín, Dolmancé y El Caballero, hacen coro; el temor de ser monótonos nos impide anotar sus expresiones. En tales instantes, siempre se parecen.) DOLMANCÉ — Este ha sido uno de los placeres más intensos que he tenido en mi vida. (Señalando a Agustín) ¡Este bufarrón me ha llenado de esperma! ¡Pero yo hice otro tanto con usted, señora! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡No me hable! ¡Estoy inundada! EUGENIA — ¡Pero yo no puedo decir lo mismo! Dices que has cometido muchos pecados; pero, para mi, ni uno solo. Si sigo mucho tiempo así, con este régimen de pan y agua, es seguro que no moriré de indigestión. MADAME DE SAINT-ANGE, (riendo) — ¡La extraña y picara criatura! DOLMANCÉ — ¡Es encantadora! Venga, pequeñita, que la flagelaré. (Le da palmadas en el culo). ¡Bésame, pronto será tu turno! MADAME DE SAINT-ANGE — De ahora en adelante nos ocuparemos sólo de ella, hermano; considérala tu presa; examina esa doncellez encantadora: pronto va a pertenecerte. EUGENIA — ¡Oh, no! {No por delante! Eso me hará mucho daño; por detrás tanto como guste, así como Dolmancé me hizo hace unos instantes. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡La ingenua y encantadora niña! ¡Ella pide precisamente lo que a otras les cuesta tanto otorgar! EUGENIA — ¡Oh!, no sin un poco de remordimiento; pues ustedes no me han tranquilizado acerca del crimen enorme que he oído decir que hay en ello, sobre todo entre hombres, como acaba de pasar entre Dolmancé y Agustín. ¿Veamos, señor, cómo explica su filosofía esta clase de delito? ¿Es espantoso, verdad? DOLMANCÉ — Parta de la base, Eugenia, de que nada es espantoso en libertinaje, porque todo lo que el libertinaje inspira, lo inspira también la naturaleza; las acciones más extraordinarias, las más extrañas, las que. más evidentemente parecen chocar las leyes, 49

todas las instituciones humanas (pues yo del cielo no hablo), nada tienen de espantosas, ya que cualquiera de ellas puede señalarse en la naturaleza; la acción de que usted me habla, es la misma sobre la que se halla una fábula singular en las Santas Escrituras, esa chata novela, fastidiosa compilación de un judío ignorante, durante su cautividad de Babilonia; pero está fuera de toda veracidad que sea como castigo por esos extravíos que dos ciudades hayan perecido bajo el fuego; colocadas cerca de los cráteres de antiguos volcanes, Sodoma y Gomorra murieron como esas ciudades de Italia por las lavas del Vesubio; he ahí todo el milagro, y fue sin embargo de un acontecimiento tan simple que se partió para inventar bárbaramente el suplicio del fuego contra los desdichados humanos que se entregaban en una parte de Europa a esta natural fantasía. EUGENIA — ¡Oh, natural! DOLMANCÉ — Sí, natural, lo sostengo; la naturaleza no tiene dos voces —para que una condene todos los días lo que la otra inspira; y es indiscutible que los hombres que gustan de esta clase de goce reciben de sus propios órganos la inclinación que las distingue. Los que quieren proscribir o condenar este gusto pretenden que obstaculiza la natalidad. ¡Qué chatos, estos imbéciles que no tienen otra idea en la cabeza que la de la propagación. y que ven un crimen en todo lo que se aleja de ella! ¿Está acaso demostrado que la naturaleza tenga necesidad de esa propagación como quieren hacernos creer? ¿Es verdad que se la ultraja cada vez que nos apartamos de la estúpida propagación? Escrutemos un instante su marcha y sus leyes, para convencernos. Si la naturaleza solo crease y nunca destruyese, podría yo creer con esos fastidiosos sofistas que el más sublime de los actos es trabajar en lo que produce, y admitiría, como consecuencia, que el rechazo a producir es un crimen. Pero el más ligero vistazo a las operaciones de la naturaleza prueba que es tan necesaria para sus planes la destrucción como la creación; ambas se encadenan tan íntimamente que es imposible que una actúe sin la otra, nada nacería, nada se regeneraría sin destrucciones. La destrucción es pues una de las leyes de la naturaleza, tanto como lo es la creación. Admitido este principio, ¿cómo puedo ofender a la naturaleza rehusando crear? No crear —suponiendo que eso fuese un mal –– seria un mal infinitamente menor que el de destruir, que se halla por lo demás entre sus leyes. Si, por una parte, admito la inclinación natural a esta pérdida y, por la otra, examino y concluyo que le es necesaria y que librándome a ella me conformo a sus propias miras, ¿dónde puede estar el crimen? Pero, objetan los tontos y los partidarios de la propagación (que son la misma cosa), el esperma productivo no puede tener otro uso que la procreación: desviarlo de ese fin es una ofensa. Primero, acabo de probar que no, puesto que tal perdida ni siquiera es una destrucción, y la destrucción — mucho más importante quo la pérdida— no es un crimen; segundo, es falso que la naturaleza quiera que el licor espermático esté íntegramente destinado a producir; si fuese así, no permitiría que la eyaculación tuviese lugar en otros casos, ya que eyaculamos donde y cuando queremos, y se opondría a que ocurra sin coito, como pasa sin embargo en los sueños. Avara de un licor tan precioso, la naturaleza sólo le permitiría derramarse en el vaso de la propagación; no admitiría que la voluptuosidad con que nos corona entonces pudiese ser sentida en otros casos; pues no es razonable suponer que la naturaleza nos diese placer en el mismo momento en que la abrumamos de ultrajes. Vayamos más lejos: si las mujeres hubiesen nacido sólo para producir, como sería si la producción fuese tan cara a la naturaleza, ¿podría suceder que en la vida más larga sólo durante siete años, deducidos los momentos infecundos, pueda la mujer dar vida a sus semejantes? ¡Cómo! ¡La naturaleza está ávida de propagación; todo lo que no tiende a ese fin la ofende. .. y en cien años de 50

vida el sexo destinado a producir sólo podrá hacerlo durante siete ¡La naturaleza quiere únicamente propagaciones, y la simiente que presta al hombre para ello se pierde tanto como el hombre quiere! ¡Y encuentra en esta pérdida el mismo placer que en el empleo útil, y jamás el menor inconveniente! Mis amigos: dejemos de creer en tales absurdos; hacen estremecer al buen sentido. ¡Ah! lejos de ultrajar a la naturaleza, la sodomía, persuadámonos, la sirve al rehusar obstinadamente la progenitura fastidiosa. Ya lo he dicho: la propagación no es una ley sino una tolerancia de la naturaleza. ¡Qué puede importarle que la raza humana se extinga sobre la tierra! ¡Se ríe de nuestro orgullo, que quiere persuadirnos de que todo acabaría con nosotros! En verdad, ni siquiera advertiría nuestra desaparición. ¿Acaso no hay razas extinguidas? Buffon cuenta varias, y la naturaleza, muda ante una pérdida tan preciosa, no parece advertirla. La especie humana íntegra puede aniquilarse sin que el aire sea menos puro, los astros menos brillantes, la marcha del universo menos exacta. ¡Cuánta imbecilidad haría falta para creer que nuestra especie es tan útil al mundo que los que no trabajaran en su producción, o la obstaculizaran, serían necesariamente criminales! Dejemos de ser ciegos sobre esto, y que el ejemplo de pueblos más razonables nos sirva para convencernos de nuestros errores. No hay un solo rincón en la tierra en que el pretendido crimen sodomítico no haya tenido sus templos y fieles. Los griegos, que por así decir hacían de la sodomía una virtud, le erigieron una estatua bajo el nombre de Venus Calípiga; Roma fue a buscar leyes a Atenas y adquirió este gusto divino. ¿Qué progresos no la vemos hacer bajo los Emperadores? Al abrigo de las águilas romanas se extiende de uno a otro extremo de la tierra, con la destrucción del Imperio, la sodomía se refugia cerca de la tiara, sigue a las artes en Italia y nos llega cuando nos civilizamos. Descubramos un hemisferio: encontraremos sodomía. Cook llega a un nuevo mundo: ahí la ve reinar. Si nuestros globos hubiesen llegado a la luna, también en ella la hubiésemos encontrado. ¡Gusto delicioso, hijo de la naturaleza y del placer, debes estar donde quiera haya hombres, y en cada sitio que se conozca te erigirán altares! ¡Oh, amigos, no hay mayor extravagancia que imaginar que un hombre es un monstruo digno de perder la vida porque prefiere el agujero de un culo al de una concha, porque un efebo en el que halla dos placeres —el de ser amante y querida—, le parece preferible a una niña que le promete uno solo! ¿Será un canalla, un monstruo, por haber querido representar el papel de un sexo que no es el suyo? Pero entonces, ¿por qué la naturaleza lo hizo sensible a ese placer? Examinemos su conformación; observarán diferencias marcadas con los hombres que no comparten este gusto: sus nalgas serán más blandas, más rollizas; ningún pelo sombreará el altar del placer, cuyo interior, tapizado de una membrana más delicada, más sensual, más acariciadora, será del mismo género que el del interior de una vagina de mujer; el carácter de este hombre tendrá más blandura, más flexibilidad, posee casi todos los vicios y virtudes de las mujeres, hasta su debilidad; todos ellos, tienen las manías de la mujer y algunos incluso, sus rasgos. ¿Es posible que la naturaleza, después de asemejarlos tanto a las mujeres, se irrite porque tengan sus gustos? ¿No está claro que se trata de una clase diferente de hombre, distinta de la otra, y que la naturaleza la creó para disminuir la procreación excesiva, la cual, infaliblemente, la dañaría? ¡Ah, querida Eugenia, si supiese usted cómo se goza deliciosamente cuando una gruesa verga nos llena el trasero, cuando hundida hasta las bolas se mueve con ardor y viveza; cuando, retirada hasta la punta, con un énfasis sin igual se vuelve a entrar hasta los pelos! ¡No, en el mundo no hay goce equivalente: es el de los filósofos y héroes, y sería el de los dioses si no fueran los propios 51

órganos de este gozo divino los únicos dioses que debemos adorar en la tierra!7 EUGENIA, (muy animada) — ¡Oh, mis amigos! ¡Culéenme!... Tomen mis nalgas... ¡Se las ofrezco! ¡Cójanme, que acabo! (Cuando dice esto cae en brazos de madame de Saint-Ange, que la besa y ciñéndola ofrece su grupa levantada a Dolmancé). MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Divino maestro, resistirá esta propuesta? ¿No lo tienta este sublime trasero? ¡Mire cómo se mueve, cómo se entreabre! DOLMANCÉ — Perdón, bella Eugenia; no seré yo, si usted lo admite, quien apague los fuegos que he encendido. Querida niña, a mis ojos usted tiene la desgracia de ser mujer. Olvidé toda prevención para obtener sus primicias: permítame que no pase de allí. El Caballero se encargará. Su hermana, armada de este consolador, dará en su culo los más temibles golpes, mientras presenta su bello trasero a Agustín, que la culeará y a quien yo se la daré entre tanto; porque, y no lo oculto, el culo de este muchacho hermoso me tienta desde hace una hora y quiero devolverle lo que me hizo. EUGENIA — Acepto el cambio; pero a decir verdad, Dolmancé, la franqueza de su confesión no disimula la descortesía. DOLMANCÉ — Mil perdones, señorita; pero los bufarrones sólo nos preocupamos de la franqueza y exactitud de nuestros principios. MADAME DE SAINT-ANGE — No es sin embargo la reputación de francos la que se da a quienes, como usted, están acostumbrados a tomar a la gente por el trasero. DOLMANCÉ — Un poco traidor, sí; un poco falso, creedlo. Y bien, señora, yo le he demostrado que este carácter era indispensable en la sociedad. Condenados a vivir entre gente que tiene el mayor interés en ocultarse de nuestros ojos, en disfrazar los vicios que tienen para ofrecernos sólo virtudes fingidas, seria para nosotros peligroso ser francos: pues está claro que entonces les daríamos las ventajas que nos rehúsan y caeríamos en la trampa. La hipocresía y el disimulo son necesidades que nos impone la sociedad: cedamos a ellas. Permita, señora, que me tome por ejemplo: es seguro que no hay en el mundo ser más corrompido; pero mis contemporáneos se engañan; pregúnteles lo que piensan de mí y le dirán que soy un hombre de bien, ¡y no hay crimen con el que no haya hecho mis delicias! MADAME DE SAINT-ANGE — Oh, usted no me persuadirá de haberlos cometido tan atroces... DOLMANCÉ — Atroces... en verdad, señora, he hecho horrores. MADAME DE SAINT-ANGE — Usted es como aquél que decía a su confesor: "El detalle es inútil, padre; exceptuados el crimen y el robo, hice de todo". DOLMANCÉ — Sí, diría lo mismo, con algún retoque... MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah! libertino, se ha permitido usted... DOLMANCÉ — Todo, señora, todo; ¡a nada se rehúsa uno con mi temperamento y mis principios! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, cojamos, cojamos!... No puedo aguantar más después de esas palabras... Pero volveremos a esto, Dolmancé; sólo que, para tener más fe en sus confesiones, quiero oírlas con la cabeza fresca. Usted, cuando la tiene parada, gusta decir horrores, y quizá da aquí por verdades los libertinos prestigios de su imaginación inflamada. (Se calla.) DOLMANCÉ — Espera, caballero, espera; yo te la guiaré en la introducción; pero antes es necesario que le pida perdón a la bella Eugenia, es preciso que me permita 7

La continuación de esta obra nos promete una disertación más extendida sobre este asunto, aquí nos limitamos a un muy ligero análisis.

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flagelarla para ponerla a punto. (La flagela.) EUGENIA — Esta ceremonia es inútil... Diga, Dolmancé, que ella satisface su propia lujuria y no ponga cara, mientras me castiga, de hacer algo por mí. DOLMANCÉ, (siempre azotándola) — ¡Ah, enseguida dirá usted otra cosa! No conoce el imperio de estos preliminares... ¡Vamos, vamos pequeña bribona, será fustigada! EUGENIA — ¡Oh, cielos! Mis nalgas parecen de fuego... ¡Me hace mal de verdad! MADAME DE SAINT-ANGE — Voy a vengarte, querida; lo azotaré a mi vez. (Azota a Dolmancé), DOLMANCÉ — ¡Encantado! Sólo pido a Eugenia dejar que la flagele tan fuerte como deseo serlo a mi tumo; heme aquí de acuerdo con la ley de la naturaleza. Pero aguarden; arreglemos esto: que Eugenia monte sobre sus riñones, señora; se colgará de su cuello, como esas madres que llevan a sus hijos en la espalda: de ese modo tendré dos culos bajo mi mano; El Caballero y Agustín golpearán los dos a la vez sobre mis nalgas... Sí, eso es... ¡Ah, qué delicias! MADAME DE SAINT-ANGE — No perdone a la pequeña sinvergüenza; y como yo no pido piedad, no quiero que tenga con ella ninguna EUGENIA — ¡Ahé, ahé! ¡Creo que corre mi sangre! MADAME DE SAINT-ANGE — Embellecerá nuestras nalgas al colorearlas. .. Coraje, ángel mío, recuerda que es por las penas que se llega a los placeres. EUGENIA. — En verdad, no puedo más. DOLMANCÉ, (suspende para contemplar su obra; luego, continúa) — Sesenta mas, Eugenia; ¡sí, sí, sesenta todavía sobre cada culo! ¡Oh, bribonas, ya verán qué placer van a sentir ahora al culear! (La postura se deshace.) MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Oh, pobre chiquita, su trasero está ensangrentado!... ¡Perverso, cómo te gusta besar los vestigios de tu crueldad! DOLMANCÉ, (ensuciándose) — No lo oculto, y mis besos serían más ardientes si esos vestigios fueran más crueles. EUGENIA — ¡Usted es un monstruo! DOLMANCÉ — ¡Convengo en ello! EL CABALLERO — ¡Tiene buena fe, por lo menos! DOLMANCÉ — Vamos, caballero, sodomízala. EL CABALLERO — Si tiene quietos sus riñones, en tres empujones lo lograré.. EUGENIA — ¡Oh, cielos, usted la tiene más gruesa que Dolmancé! ¡Caballero, me desgarra! ¡Ah, tenga cuidado, lo conjuro! EL CABALLERO — Es imposible, ángel mío. Debo alcanzar el fin... Piense que estoy bajo los ojos de mi maestro: es preciso que aparezca digno de sus lecciones. DOLMANCÉ — ¡Ya está!... Ah, me encanta ver el pelo de una pija frotar las paredes de un ano... Veamos señora, culee a su hermano con este consolador.. . He ahí la verga de Agustín lista ya para introducirse en usted, y por mi parte le aseguro que no perdonaré a su amador... Ya estamos... ¡Ahora sólo pensemos en acabar! MADAME DE SAINT-ANGE — Mire a esa mocosa, cómo se estremece. EUGENIA — ¿Es culpa mía? ¡Muero de placer! Esa flagelación, este miembro inmenso... y este amable caballero que al mismo tiempo me masturba... ¡Ah, querida, no puedo más! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡En el nombre de Dios, déjate ir si quieres, que yo acabo! DOLMANCÉ — Un poco más de sentido del conjunto, amigos; denme dos minutos y 53

partiremos juntos. EL CABALLERO — Ya no hay tiempo... Mi esperma corre en el culo de la bella Eugenia. . . ¡Ah, corazón podrido de Dios, cuánto placer! DOLMANCÉ — Los sigo, amigos. .. El orgasmo me ciega.. . AGUSTÍN — ¡Y a mí! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Qué escena! ¡Este Agustín me ha llenado el culo! EL CABALLERO — ¡AI bidet, señoras, al bidet! MADAME DE SAINT-ANGE — No, por cierto; me encanta sentir esperma en mi culo; me encanta. EUGENIA — No doy más, lo juro... Y díganme ahora, amigos míos, si una mujer debe aceptar siempre la proposición de ser culeada de este modo. MADAME DE SAINT-ANGE — Siempre, querida, siempre; y mas aún: como esta manera de gozar es deliciosa, debe exigirla de aquellos que la sirven; pero, si es que ella depende del hombre con quien se entretiene, si desea obtener algo de él, entontes debe hacerse valer. No hay hombre con ese gusto que en tal caso no se arruine por una mujer bastante hábil como pura rehusarse con el designio de inflamarlo más; obtendrá lo que quiera si domina el arte de no acordar sino trabajosamente lo que se le pide. DOLMANCÉ — Y bien, angelito, ¿está convertida? ¿Deja de cree que la sodomía sea un crimen? EUGENIA — Y si lo fuese, ¿qué me importa? Usted me ha demostrado la nada de los crímenes. Ahora hay pocas acciones que a mis ojos sean criminales. DOLMANCÉ — No hay crimen en nada querida, sea lo que fuese: ¿la más monstruosa de las acciones no tiene acaso un costado por el que nos es propicia? EUGENIA — ¿Quién lo duda? DOLMANCÉ — ¡Y bien! desde ese momento deja de ser un crimen, pues para que sea crimen lo que daña a uno sirviendo a otro, habría que probar que el lastimado es más precioso para la naturaleza que el beneficiado; pero todos los individuos son iguales para la naturaleza y por consiguiente la predilección por uno u otro es imposible; luego la acción que sirve a uno dañando a otro es de una indiferencia perfecta para la naturaleza. EUGENIA — ¿Pero si la acción dañase a una gran mayoría y no nos reportase sino una dosis de placer muy ligera, no sería espantoso cometerla? DOLMANCÉ — No, porque no existe comparación alguna entre lo que experimentan los otros y lo que sentimos nosotros; la más fuerte dosis de dolor en los demás es nula para nosotros, y la más leve caricia del placer, experimentada por nosotros, nos toca. A cualquier precio entonces debemos preferir el suave cosquilleo deleitoso, nuestro, a la inmensa suma de las desdichas de otro, que no nos alcanza. Si en cambio ocurre que la singularidad de nuestros órganos, una construcción extraña, nos vuelven agradables los dolores del prójimo, ¿quién duda entonces que debemos preferir este dolor ajeno que nos divierte, a su ausencia, que sería una privación para nosotros? La fuente de todos nuestros errores en moral es la ridícula admisión de ese hilo de fraternidad que inventaron los cristianos en su siglo de infortunios y angustias. Constreñidos a mendigar la piedad de los demás, no era inútil establecer que todos eran hermanos. ¿Cómo rehusar socorros después de tal hipótesis? Pero esta doctrina es inadmisible. ¿Acaso no nacemos todos aislados? Y digo más: todos enemigos los unos de los otros, en un estado de guerra perpetuo y reciproco. Ahora bien, pregunto si eso ocurriría en el supuesto de que las virtudes exigidas por el hilo de fraternidad existiesen verdaderamente en la naturaleza. Si así fuese, conocerían las virtudes desde el nacimiento. Por tanto la piedad, la beneficencia, el humanitarismo serían virtudes 54

naturales de las que no podría uno defenderse, lo cual hubiera hecho al estado primitivo del hombre salvaje completamente distinto de lo que sabemos. EUGENIA — La naturaleza hará nacer aislados a los hombres, independientes unos de otros, pero me acordará usted que las necesidades, al aproximarlos, han establecido necesariamente vínculos entre ellos: los de la sangre —nacida de la alianza recíproca––, los del amor, de la amistad, de la gratitud; ¿respetará usted, al menos, estos vínculos? DOLMANCÉ — No más que los otros, por cierto; echemos una rápida ojeada sobre cada uno. ¿Dirá usted, por ejemplo, que la necesidad de casarme —para prolongar mi raza o mejorar mi fortuna—, debe establecer lazos indisolubles o sagrados con el ser al que me uno? ¿No es un absurdo sostenerlo? Mientras dura el coito, sin duda tengo necesidad del otro; pero apenas satisfecho, ¿qué queda entre el otro y yo? ¿Y qué obligación real encadenará al otro o a mí, al resultado del coito? Estos últimos lazos fueron frutos del terror que tuvieron los padres de ser abandonados en la vejez, y los cuidados —llenos de interés— que prodigan a la infancia buscan merecer las mismas atenciones en sus últimos años. Dejemos de engañarnos sobre esto, nada debemos a nuestros padres... ni la menor cosa, Eugenia, y como han trabajado más por ellos que por nosotros, nos está permitido detestarlos e incluso deshacernos de ellos si sus conductas nos irritan; debemos amarlos sólo si obran bien con nosotros, y esta ternura no debe tener un grado más que la que tendríamos por otros amigos, ya que los lazos del nacimiento no establecen nada, no fundan nada, y escrutándolos con prudencia y reflexión, sólo encontraremos en ellos motivos de odio para aquellos que, sin pensar más que en sus placeres, no nos han dado más que una existencia desdichada o malsana. Me habla usted de los lazos del amor: ¡ojalá nunca pueda conocerlos! ¡Ah, que semejante sentimiento —en nombre de la dicha que le deseo—, jamás se aproxime a su corazón! ¿Qué es el amor? Me parece que no se lo puede considerar sino como efecto, en nosotros, resultante de las cualidades de un bello ser; esos efectos nos transportan, nos inflaman; si poseemos el objeto, henos ya contentos; si nos es imposible tenerlo, nos desesperamos. Pero, ¿cuál es la base de ese sentimiento? ... El deseo. ¿Cuáles son las consecuencias de ése sentimiento?... La locura. Tenemos él motivo, estemos seguros de sus efectos. El motivo es poseer al objeto: tratemos de lograrlo, pero con prudencia; gocemos de él si le tenemos y consolémonos en caso contrarío: otros mil seres semejantes, y mucho mejores a menudo; nos compensarán de la perdida. Todos los hombres, todas las mujeres sé parecen: no hay amor que resista los efectos de una reflexión sana. ¡Oh, qué engaño esa embriaguez que absorbiendo el resultare de los sentidos nos pone en tal estado que no existimos más que para el objeto adorado! ¿Es eso vivir? No es, más bien, privarse voluntariamente de todas las dulzuras de la vida? ¿No es querer permanecer en una fiebre ardiente que nos absorbe y devora, sin dejarnos otra dicha que los goces metafísicos, tan semejantes a los efectos de la locura? Si debiésemos amar siempre al objeto de nuestra adoración, si fuese cierto que no debiésemos abandonarlo nunca, continuaría tratándose de una extravagancia, pero al menos excusable. ¿Ocurre tal cosa? ¿Hay muchos ejemplos de relación eternas, nunca desmentidas? Algunos meses de goce, colocando el objeto en su verdadero lugar, nos hacen ruborizar por el incienso que quemamos en sus altares, y a menudo no llegamos a concebir que pudiera seducirnos hasta tal punto. ¡Oh, niñas voluptuosas, entreguen pues sus cuerpos tanto como puedan! Forniquen, gocen, he ahí lo esencial; pero huyan con cautela del amor. No tiene de bueno sino el físico, decía el naturalista Buffon, y no era sólo sobre eso que razonaba como buen filósofo. Lo repito: diviértanse, pero no amen; no se preocupen tampoco por ser amadas: lo necesario es 55

no extenuarse en lamentos, suplicios, miradas, cartitas dulces; lo necesario es coger, multiplicar los fornicadores y cambiarlos a menudo y sobre todo, oponerse a que uno solo quiera cautivarlas, porque el objetivo de ese amor constante sería, al darlas a él, impedir que se entreguen a otro, cruel egoísmo que resultará fatal para sus placeres. Las mujeres no están hechas para un hombre: la naturaleza las ha creado para todos. No respondiendo a otro llamado, que se entreguen indiferentemente a todos los que las desean. ¡Siempre putas, nunca amantes, huyendo del amor, adorando el placer, encontrarán sólo rosas en la carrera de la vida, nos prodigarán sólo flores! Pregunte, Eugenia, pregunte a la encantadora mujer que se ocupa de su educación cuánto caso hay que hacer de un hombre después de haberlo gozado. (Bajando la voz. para que Agustín no escuche.) Pregúntele si daría un paso para conservar a esté Agustín que hoy hace sus delicias. En la hipótesis de que quisieran quitárselo, ella tomaría otro, sin pensar más en éste y pronto, cansada del nuevo, lo inmolaría ella misma en dos meses si tal sacrificio prometiese nuevos goces. MADAME DE SAINT-ANGE — Que mi querida Eugenia esté bien segura de que Dolmancé le está explicando mi corazón, así como el de todas las mujeres. DOLMANCÉ — La última parte de mi análisis versa sobre los lazos de la amistad y la gratitud. Respetemos los primeros, consiento, puesto que son útiles; conservemos nuestros amigos en la .medida en que nos sirven; olvidémoslos cuando no obtengamos ya nada de ellos; es sólo por uno mismo que hay que amar a los demás: amarlos por ellos mismos no es más que engaño; nunca la naturaleza inspira a los hombres más impulsos, más sentimientos que aquellos que son buenos para algo: nada es tan egoísta como la naturaleza; seámoslo también si queremos cumplir sus leyes... En cuanto a la gratitud, Eugenia, es sin dude el más débil de todos los lazos. ¿Los demás nos hacen favores por nosotros? No lo creamos, querida: es por ostentación, por orgullo. ¿No es humillante convertirse así en el juguete del amor propio ajeno? ¿No lo es aún más estar en deuda? Nada pesa más qué un beneficio recibido: hay que devolverlo o uno queda envilecido por él. Las alnas orgullosas sufren bajo el peso de un favor: pesa sobre ellas con tanta violencia que el único sentimiento que exhalan es el odio hacia el benefactor. Y ahora, ¿cuáles son en su opinión los lazos que suplen el aislamiento en que nos ha creado la naturaleza? ¿Cuáles los que deben establecer relaciones entre los hombres? ¿A título de qué los amaremos, los preferiremos a nosotros mismos? ¿Con qué derechos aliviaremos su infortunio? ¿Dónde estará entonces en nuestras almas la cuna de bellas e inútiles virtudes de beneficencia, de humanitarismo, de caridad, indicadas por el código absurdo de algunas religiones imbéciles, que predicadas por impostores o mendigos deben por fuerza, aconsejar lo que puede sostenerlos o tolerarlos? ¿Y bien, Eugenia, aún admite usted algo sagrado entre los hombres? ¿Concibe alguna razón para no preferirnos siempre a nosotros mismos?' EUGENIA — Estas lecciones, de antemano conocidas por mi corazón, me agradan demasiado para que mi espíritu las rechace. MADAME DE SAINT-ANGE — Están en la naturaleza, Eugenia; y la sola aprobación que les das así lo prueba. Apenas salida del seno de la naturaleza, ¿cómo podría ser lo que sientes el fruto de la corrupción? EUGENIA — Pero si todos los errores que ustedes preconizan están en la naturaleza, ¿por qué se les oponen las leyes? DOLMANCÉ — Porque las leyes no están hechas para el particular, sino para la generalidad, lo que las pone en una perpetua contradicción con el interés personal, dado que este interés choca siempre con el interés general. Así las leyes, buenas para la sociedad, son muy malas para los individuos que la componen, pues por una vez que lo protegen o 56

garantizan, lo molestan y aprisionan las tres cuartas partes de su vida; por esto el hombre prudente y lleno de desprecio por esas leyes las tolera, como hace con serpientes y víboras, que aunque hieran o envenenen, sirven en ocasiones a la medicina. Tal hombre se cuidará de las leyes como de esas bestias ponzoñosas; se protegerá mediante precauciones, misterios, cosas fáciles para la sabiduría y la prudencia. Si la fantasía de algunos crímenes llega a inflamar su alma, Eugenia, esté segura de poder cometerlos en paz, con su amiga y conmigo. EUGENIA — ¡Ah, tal fantasía ya está en mi corazón! MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Qué capricho te agita, Eugenia? Dínoslo con confianza. EUGENIA, (extraviada) — Quisiera una víctima. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Y de qué sexo la deseas? EUGENIA — ¡Del mío! DOLMANCÉ — ¡Bravo! ¿Está contenta, señora, de su alumna? ¿Sus progresos son bastantes rápidos? EUGENIA, (siempre con extravío) — ¡Una víctima, querida, una víctima!... ¡Oh, dios!... ¡eso haría la felicidad de mi vida! MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Y qué le harías? EUGENIA — ¡Todo, todo! ¡Todo lo que pudiese convertirla en la más desdichada de las criaturas! ¡Oh, querida, ten piedad de mí, no puedo más! DOLMANCÉ — ¡Qué imaginación! Venga, Eugenia, usted es deliciosa... ¡Venga a que la bese una y mil veces! (La toma, en sus brazos.) Mire, señora, mire cómo esta libertina acaba mentalmente antes de que se la toque... ¡Es en absoluto necesario que yo la fornique una vez más! EUGENIA — ¿Tendré luego lo que pido? DOLMANCÉ — ¡Sí, loca! ¡Yo respondo de ello! EUGENIA — ¡Oh, mi amigo, he aquí mi culo! ¡Haga con él lo que quiera! DOLMANCÉ — Aguarde, dispondré este placer de una manera un tanto lujuriosa (Todo lo ejecuta a medida que lo indica Dolmancé.) Agustín, extiéndete en el borde de este lecho; que Eugenia se acueste encima tuyo: mientras la sodomizo, sobaré su clítoris con la soberbia cabeza de la pija de Agustín. Este, para ahorrar su esperma, se cuidará de acabar; el querido caballero —que sin decir una palabra se toquetea suavemente al escucharnos— se colocará sobre los hombros de Eugenia, ofreciendo sus bellas nalgas a mis besos. Lo masturbaré por debajo, o sea que mientras introduzco mi pija en su culo, tendré una en cada mano; en cuanto a usted, señora, después de haber sido su marido quisiera que usted fuera el mío: colóqueme el más enorme de sus consoladores. (Madame de Saint-Ange abre una caja y nuestro héroe elige entre todos los que la llenan el más temible.) ¡Bien! Este, según el número, tiene siete pulgadas de largo por cinco de circunferencia; póngaselo, señora, y métalo con violencia. MADAME DE SAINT-ANGE — En verdad, Dolmancé, usted está loco: con esto voy a estropearlo. DOLMANCÉ — No tema; empuje, penetre, ángel mío; no culearé a la querida Eugenia sino cuando su enorme miembro, señora, esté bien dentro de mi culo... ¡Ya está! ¡Ah, perro dios, me pone usted en las nubes! Y para usted, Eugenia, nada de piedad... Voy, se lo declaro, a metérsela sin precaución... ¡Ah, el bello trasero! EUGENIA — ¡Oh, amigo, me desgarra! ¡Prepáreme al menos el camino! DOLMANCÉ — Me cuidaré de hacerlo: se pierde la mitad del placer con esas idiotas 57

atenciones. Piense en nuestros principios, Eugenia; yo trabajo para mí; ahora, mi bello ángel, es víctima por un momento, y enseguida perseguidora... ¡Ah, está entrando! EUGENIA — ¡Me mata! DOLMANCÉ — ¡Ah, dios culeado! ¡Ya entró toda! EUGENIA — Haga ahora lo que quiera... ¡ya no siento sino placer! DOLMANCÉ — ¡Me encanta sacudir esta gruesa pija sobre el clítoris de una virgen! Y tú, caballero, ¿te masturbo bien, libertino? Señora, vamos, coja a su puta... sí, lo soy y quiero serlo... ¡Eugenia, ángel mío, acabe, sí, acabe!... Agustín, a su pesar, me llena de esperma... Recibo el del caballero, el mío se suma, no resisto más... Eugenia, mueva sus nalgas, haga que su ano apriete mi pija: voy a lanzar esperma ardiente al fondo de sus entrañas... ¡Ah, cogido bufarrón de dios! ¡Muero! (Se retira, la actitud se rompe.) Mire señora, he ahí a su pequeña libertina inundada de semen; la entrada de su concha está llena: mastúrbela, sacuda vigorosamente su clítoris mojado de esperma, es una de las cosas más deliciosas que pueden hacerse. EUGENIA, (palpitante) — ¡Oh, querida, qué placer me das! ¡Ardo de lubricidad! (Esta postura se arregla.) DOLMANCÉ — Caballero, como eres tú quien desvirgará a esta bella niña, presta auxilio a tu hermana, hazla desmayarse en tus brazos, y por tu posición muéstrame las nalgas: te cogeré mientras Agustín me hace lo propio. (Se acomodan.) EL CABALLERO — ¿Me encuentras bien de este modo? DOLMANCÉ — El culo un poquito más alto, amor mío... así. ¿Sin preparación, caballero? EL CABALLERO — ¡Como quieras! ¡No puedo sentir otra cosa que placer entre los brazos de esta deliciosa joven! (La besa y hace gozar, hundiéndole ligeramente un dedo en la concha, mientras múdame de Saint-Ange acaricia el clítoris de Eugenia.) DOLMANCÉ — Pues yo, caballero, obtengo más placer contigo que con Eugenia; puedes estar seguro: ¡hay tanta diferencia entre el culo de una niña y el de un muchacho! ¡Métela Agustín, métela en mi trasero, cuánto te cuesta decidirte! AGUSTÍN — ¡Eh, señó, es que acabo de volcarme cerca de la cosita de esa gentil tortolita y ahora usté quiere que se me pare ya mismito para su culo, que no es verdaderamente bonito, vamos! DOLMANCÉ — ¡El imbécil! ¿Pero a qué quejarse? He aquí la naturaleza: cada uno reza a su santo. Vamos, vamos, penetra de todos modos, simple Agustín; y cuando tengas un poco más de experiencia, me dirás si los culos no valen más que las conchas... Eugenia, devuelva al caballero las caricias que le hace: se ocupa, piensa sólo en usted, libertina, y tiene razón; pero por el propio interés de sus placeres acarícielo, excítelo, porque él va a recoger sus primicias. EUGENIA — ¡Y qué, lo beso, le agarro el miembro, pierdo la cabeza!... ¡Ahé, ahé, ahé! ¡Amigos, no puedo más! tengan piedad de mi estado... muero... acabo... ¡Ah, estoy fuera de mí! DOLMANCÉ — En cuanto a mí, seré prudente. Sólo quería reponerme en este bello culo; guardo para Madame de Saint-Ange el licor que he encendido: nada me agrada más que comenzar en un culo la operación que quiero terminar en otro... Y bien, caballero, te veo en el estado apropiado... ¿Desvirgamos? EUGENIA — Oh, cielos, no; no quiero que él me desvirgue, me moriría; la suya es más chica, Dolmancé; ¡quiero deberle esta operación, se lo suplico! DOLMANCÉ — No es posible, mi ángel; no he cogido una concha en toda mi vida! 58

Me permitirá usted no comenzar a mi edad. Sus primicias pertenecen al caballero; sólo él es digno de cosecharlas: no lo despojemos de sus derechos. MADAME DE SAINT-ANGE — Rechazar una virgen... tan fresca, tan linda como ésta... pues desafío a que se pueda decir que mi Eugenia no es la niña más hermosa de París... ¡Oh, señor, en verdad es esto lo que se llama aferrarse en demasía a los principios! DOLMANCÉ — No tanto, señora, como debiera... Muchos de mis cofrades no la tomarían a usted ni siquiera por detrás.... Yo lo he hecho y volveré a hacerlo: esto no es llevar mi culto al fanatismo. MADAME DE SAINT-ANGE — Vamos, pues, caballero. Pero prepárala: mira la pequeñez del estrecho que debes abrir, ¿hay alguna proporción entre continente y contenido? EUGENIA — Oh, moriré, es inevitable... Pero el ardiente deseo que tengo de ser fornicada me hace arriesgarlo todo sin temor... Penetra, querido, me abandono a ti... EL CABALLERO, (teniendo en la mano su miembro erecto) — ¡Sí, coger! ¡Que penetre! Hermana, Dolmancé, téngale cada uno una pierna... ¡Ah, qué empresa! ¡Sí, sí, aunque ella deba ser partida, desgarrada, es necesario que entre! EUGENIA — ¡Suave... suavemente... no puedo aguantar! (Grita; las lágrimas corren por sus mejillas.) ¡Socorro, amiga!... (Se debate.) ¡No, no quiero que entre! ¡Gritaré que me asesinan, si insisten! EL CABALLERO — ¡Grita cuanto quieras, pequeña bribona, te digo que tiene que entrar aunque debas reventar mil veces! EUGENIA — ¡Qué barbarie! DOLMANCÉ — ¡Ah, no se es delicado cuando está parada! EL CABALLERO — ¡Ya está! ¡Ya está, demonios! ¡Ah, mierda, el virgo se fue al diablo! ¡Miren correr su sangre! EUGENIA — ¡Anda, tigre!... ¡Anda, desgárrame si quieres; ahora me río de eso!... ¡bésame, verdugo, bésame que te adoro! Ah, no es nada cuando está adentro: todos los dolores quedan olvidados. .. ¡Desdichadas las vírgenes que se espantan de tal ataque! ¡Cuántos placeres rechazan por no sufrir una pequeña pena!... ¡Empuja, empuja, caballero, que yo acabo!... Riega con tu esperma las llagas con que me has cubierto... empújalo hasta el fondo de mi matriz... ¡Ah, el dolor cede al placer! ¡Me desmayo! (El Caballero acaba. Mientras cogía, Dolmancé le acariciaba el culo y las pelotas, y Madame de Saint-Ange hacía otro tanto con el clítoris dé Eugenia.) DOLMANCÉ — Mi opinión es que mientras la vía está abierta, la pequeña picara sea cogida sin tardanza por Agustín. EUGENIA — ¡Por Agustín! ¡Una pija de semejante tamaño! Y ahora mismo, cuando todavía sangro... ¿Tienen, pues, deseos de matarme? MADAME DE SAINT-ANGE — Querido amor, bésame… yo lo deploro, pero la sentencia ha sido pronunciada y sin apelación... Debes soportarla. AGUSTÍN — ¡Oh, la, la, estoy listo! Tratándose de ensartar a esta pequeña no me asusta ir a pié a Roma. EL CABALLERO, (tomando la enorme verga de Agustín) — Mira, Eugenia, cómo se le para... Es digno de remplazarme. EUGENIA — ¡Ah, justo cielo, qué sentencia! ¡Ustedes quieren matarme, está claro! AGUSTÍN, (apoderándose de Eugenia) — Oh, no mi señorita; esto nunca mató a nadie. DOLMANCÉ — Un momento, hermoso, un momento: quiero que ella me preste el 59

culo mientras la coges así...; aproxímese, señora: le prometí fornicarla y mantendré mi palabra; pero colóquese de manera que yo pueda, al mismo tiempo, flagelar a Eugenia. Que El Caballero, mientras tanto, me flagele a su vez. EUGENIA — ¡Ah, mierda! ¡Me va a reventar! ¡Entra dulcemente, gran bruto,.torpe! ¡Ah, me la hunde!... ¡Helo aquí, el mamarracho!. .. ¡Ha llegado al fondo!... ¡Me muero!... ¡Ah, Dolmancé, cómo golpea usted!... ¡Esto es incendiarme de los dos lados; me deja las nalgas como fuego! DOLMANCÉ, (golpeando sin parar) — ¡Recibirá, recibirá... pequeña sinvergüenza! Y acabará así más deliciosamente. ¡Y cómo la masturba, señora! ¡De qué modo ese dedo tan leve debe endulzar los males que Agustín y yo le hacemos! Pero su ano, señora, se aprieta... Ya lo veo, acabaremos juntos... ¡Ah, es divino estar así entre la hermana y el hermano! MADAME DE SAINT-ANGE, (a Dolmancé) — ¡Coge, astro mío, coge! ¡Nunca, creo, he sentido tanto placer!... EL CABALLERO — Dolmancé, practiquemos un cambio; pase usted rápidamente del culo de mi hermana al de Eugenia, a fin de hacerle conocer el placer de ser cogida por dos; por mi parte, culearé a mi hermana. Esta, entretanto, le devolverá sobre las nalgas los golpes de vara que con usted ha ensangrentado a Eugenia. DOLMANCÉ — Acepto... mira, amigo mío, ¿puede hacerse un cambio más pronto que éste? EUGENIA — ¡Qué! ¡Los dos dentro mío, santo cielo! ¡Y yo ya tenía bastante con ese gran bruto de Agustín! ¡Ah, cuánto flujo va a costarme este doble gozo!... Ya corre. Sin este sensual alivio estaría muerta ya, creo... ¡Eh, mi bella, tu me imitas!... ¡Cómo blasfema la bribona!... Acabe, Dolmancé amor mío, vuelque... Este robusto campesino lo hace ya y llega al fondo de mis entrañas. .. ¡Ah, mis cogedores, los dos a la vez, dios mío! Amigos, reciban mi flujo: se une al de ustedes... Me siento aniquilada... (La posición se deshace.) Y bien, amiga, ¿estás contenta de tu alumna? ¿Soy suficientemente puta, ahora? Pero ustedes me han puesto en un estado, en una agitación... ¡Oh, sí, juro que en la embriaguez en que me veo, iría a hacerme culear en medio de las calles si fuera necesario! DOLMANCÉ — ¡Así, qué bella está! EUGENIA — ¡Lo detesto, usted me rechazó! DOLMANCÉ — ¿Podría yo contrariar mis dogmas? EUGENIA — Vamos, lo perdono, y debo respetar los principios que conducen a extravíos. ¿Cómo no los adoptaría yo, que no quiero vivir sino en el crimen? Sentémonos y charlemos un instante; no puedo más. Continué mi instrucción, Dolmancé, y dígame algo que me consuele de los excesos a que me han librado; apague mis remordimientos, deme valor. MADAME DE SAINT-ANGE — Es justo; conviene que un poco de teoría siga a la práctica: es el medio de volverla una discípula perfecta. DOLMANCÉ — Muy bien. ¿Sobre qué tema, Eugenia, quiere usted que conversemos? EUGENIA — Quisiera conocer si las costumbres son verdaderamente necesarias en un gobierno, si su influencia tiene algún peso sobre el genio de una nación. DOLMANCÉ — ¡Caramba! Al salir esta mañana, compré en el palacio de la Igualdad un folleto que si creemos en el título, debe necesariamente responder a su pregunta. MADAME DE SAINT-ANGE — Veamos (Lee: Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos.) Palabra que es un título singular: promete. Caballero, tú que tienes una 60

hermosa voz, léenos esto. DOLMANCÉ — Si no me engaño, debe responder perfectamente a la pregunta de Eugenia. EUGENIA — ¡Con seguridad! MADAME DE SAINT-ANGE — Vete, Agustín; esto no está hecho para ti; te llamaremos cuando convenga que reaparezcas. EL CABALLERO — Comienzo.

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FRANCESES UN ESFUERZO MAS SI QUERÉIS SER REPUBLICANOS LA RELIGIÓN Vengo a ofreceros grandes ideas: escuchadlas y meditad sobre ellas; aunque no todas agraden, por lo menos se aceptarán algunas. Con esto habré contribuido en algo al progreso de las luces y así quedaré conforme. No lo oculto en absoluto: observo con pena la lentitud con que tratamos de llegar a la meta; presiento con inquietud que estamos a punto de fracasar una vez más. ¿Se piensa que esa meta habrá sido alcanzada cuando nos hayan dado leyes? Que no se imagine tal cosa. ¿Qué haríamos con las leyes, sin religión? Nos hace falta un culto, y un culto hecho para el carácter de un republicano, quien está muy lejos de poder reanudar jamás el de Roma. En un siglo en que estamos tan convencidos de que la religión debe apoyarse sobre la moral, y no la moral sobre la religión, hace falta una religión que convenga a las costumbres, que sea como el desarrollo de éstas, como su consecuencia necesaria, y que pueda, elevando el alma, mantenerla perpetuamente a la altura de esta preciosa libertad en la que hoy tiene su único ídolo. Ahora bien, os pregunto si se puede suponer que la de un esclavo de Tito, la de un vil histrión de Judea, puede convenir a una nación libre y guerrera que acaba de regenerarse. No, compatriotas míos, no, vosotros no lo creéis. Si, para su desgracia, el francés se sumiera de nuevo en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía, el despotismo de los sacerdotes, vicios siempre renacientes en esa horda impura, y por el otro la bajeza, la estrechez de miras, las mezquindades de los dogmas y los misterios de esa religión indigna y fabulosa, debilitando el orgullo del alma republicana, a poco la volverían a someter al yugo que su energía acaba de romper. No perdamos de vista que esa pueril religión era una de las mejores armas en manos de nuestros tiranos; uno de sus primeros dogmas era Dar al César lo que es del Cesar; pero, nosotros hemos destronado a César y no queremos darle nada. Franceses: en vano podéis jactaros de que el espíritu de un clero juramentado no puede ser ya el de un clero refractario; hay vicios de naturaleza que es imposible corregir. Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de su superstición, de sus prejuicios, vuestros sacerdotes, pese a su juramento, pese a su pobreza, recuperarían sobre las almas el dominio que tuvieron, os encadenarían nuevamente a los reyes, pues el poderío de éstos apuntaló siempre el de aquellos, y entonces vuestro edificio republicano, privado de bases, se derrumbaría. A vosotros los que tenéis el hacha en la mano, os digo: dad el último golpe al árbol de la superstición, no os contentéis con podar las ramas: extirpad por completo una planta cuyos efectos son tan contagiosos; podéis tener la convicción más absoluta de que vuestro sistema de libertad e igualdad contraría demasiado abiertamente a los ministros de los altares de Cristo para que llegue a haber uno solo que lo adopte de buena fe, o que no trate de sacudirlo si llega a recuperar algún dominio sobre las conciencias. ¿Qué sacerdote, comparando el estado a que se lo acaba de reducir con el que gozaba en el pasado, no hará cuanto esté a su alcance para recuperar la confianza y la autoridad que se le han hecho perder? ¡Y cuántos seres débiles y pusilánimes volverán entonces a ser los esclavos de este ambicioso tonsurado! ¿Por qué no se imagina que los inconvenientes que existieron

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pueden resurgir todavía? En la infancia de la Iglesia cristiana, ¿no eran los sacerdotes lo que son en la actualidad? Sabéis adonde habían llegado; pero, ¿quién los había llevado hasta allí? ¿No fueron, acaso, los medios que les proporcionaba la religión? Ahora bien, si no se la prohíbe completamente, esa religión y los que la predican, como siempre disponen de los mismos recursos, llegarán siempre a la misma meta. Aniquilad, pues, para siempre todo aquello que algún día puede destruir vuestra obra. Pensad que como el fruto de vuestras labores está reservado para vuestros descendientes, es deber vuestro y corresponde a vuestra probidad no dejarles ninguno de estos gérmenes nocivos que podrían volver a hundirnos en el caos del que tanto nos cuesta salir. Ya los prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura de los absurdos del catolicismo; ya ha suprimido los templos, derribado los ídolos y se ha resuelto que el matrimonio sólo es un acto civil; los confesionarios, rotos, sirven para las calderas públicas; los pretensos fieles, desertando del banquete apostólico, dejan los dioses de harina a los ratones. Franceses: no os detengáis. Europa entera, con una mano lista sobre la venda que tapa sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que debe arrancársela de la frente. Daos prisa: no le dejéis a la Santa Roma, que se agita en todo sentido para reprimir vuestra energía, tiempo para conservar tal vez algunos prosélitos todavía. Golpead sin reservas su cabeza altanera y temblorosa y que, antes de dos meses, el árbol de la libertad, haciendo sombra a los restos de la silla de San Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos esos despreciables ídolos del cristianismo, levantados con descaro sobre las cenizas de los Catones y los Brutos. Franceses, os repito que Europa espera de vosotros que la libréis a la vez del cetro y del incensario. Pensad en que os resultará imposible libertarla de la tiranía real sin hacerle romper al mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: los vínculos entre una y otra son demasiado estrechos como para que os sea posible dejar subsistir una de las dos sin recaer, pronto, bajo el dominio de la que no os ocupáis de aniquilar. Un republicano no debe prosternarse ante las rodillas de un ser imaginario ni ante las de un impostor; ahora sus únicos dioses deben ser el coraje y la libertad. Roma desapareció en cuanto se predicó el cristianismo y Francia estará perdida si reaparece. Examínense con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esta repugnante religión y se verá si puede adecuarse a las necesidades de una república. ¿Creéis vosotros de buena fe que me dejaría dominar por la opinión de un hombre a quien acabara de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡Por cierto que no! Ese hombre, siempre vil, participará sin cesar, por la mezquindad de sus ideas, de las atrocidades del antiguo régimen; desde el momento en que pudo someterse a las estupideces de una religión tan baja como la que tenemos la locura de admitir, no puede dictarme leyes ni transmitirme luces; sólo puedo verlo como un esclavo de los prejuicios y la superstición. Echemos un vistazo, para convencernos de esta verdad, hacia esos contados individuos que siguen fieles al culto insensato de nuestros padres; veamos si no son todos ellos enemigos irreconciliables del actual sistema; veamos si en su número no está comprendida enteramente esa casta, tan con justicia despreciada, de los realistas y los aristócratas. ¡Que el esclavo de un tunante coronado se arrodille, si así lo desea, a los pies de un ídolo de pasta, ya que semejante objeto está hecho para su alma de lodo: quien puede servir a los reyes, debe adorar a los dioses! Pero, nosotros, franceses, pero nosotros, compatriotas míos, ¿vamos a seguir arrastrándonos humildemente bajo un yugo tan despreciable? ¡Más vale morir mil veces que volver a someternos! Puesto que creemos en la necesidad de un culto, imitemos el de los romanos: las acciones, las pasiones y los 63

héroes: esos eran sus respetables objetos. Semejantes ídolos elevaban el alma, la electrizaban; y aún nacían más: le comunicaban las virtudes del ser respetado. El adorador de Minerva quería ser prudente. El coraje latía en el corazón de aquél a quien se veía a los pies de Marte. Ni uno solo de los dioses de esos grandes hombres estaba privado de energía; todos hacían pasar el fuego que los abrasaba al alma de quien los veneraba. Y, como existía la esperanza de ser uno mismo venerado un día, se aspiraba a llegar a ser por lo menos tan grande como aquél a quien se tomaba como modelo. Pero, ¿qué encontramos en cambio en los dioses vanos del cristianismo? ¿Qué nos ofrece, pregunto, esta imbécil religión8? ¿El vacuo impostor de Nazaret os infunde algunas grandes ideas? ¿Su sucia y repugnante madre, la impúdica María, os inspira algunas virtudes? ¿Y encontráis en los santos que adornan su Elíseo algún modelo de grandeza, heroísmo o virtudes? Es tan cierto que esta estúpida religión no ofrece nada a las grandes ideas que ningún artista puede emplear sus atributos en los monumentos que crea; incluso en Roma, la mayor parte de las bellezas o los ornamentos del palacio de los papas tienen su modelo en el paganismo y mientras exista el mundo sólo él animará la palabra de los grandes hombres. ¿Acaso encontraremos en el teísmo puro más motivos de grandeza y elevación? ¿Acaso la adopción de una quimera, al dar a nuestra alma ese grado de energía que es esencial para las virtudes republicanas, llevará al hombre a venerarlas o practicarlas? No lo imaginemos; se está de vuelta de ese espectro y en la actualidad el ateísmo es el único sistema de todas las personas que saben razonar. A medida que el hombre se ha ilustrado, se ha percatado de que, como el movimiento es inherente a la materia, el agente necesario para imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, como todo cuanto existe debe estar en movimiento por su esencia misma, el motor resultaba inútil; se ha visto que ese dios quimérico, prudentemente inventado por los primeros legisladores, sólo era entre sus manos un medio más para encadenarse y que, al reservarse el derecho de hacer hablar únicamente a ese fantasma, se cuidarían mucho de hacerle decir tan sólo lo que fuera en apoyo de las ridículas leyes por las que pretendían someternos. Licurgo, Numa, Moisés, Jesucristo y Mahoma, todos esos grandes bribones, todos esos grandes déspotas de nuestras ideas, supieron asociar las divinidades que fabricaban a su ambición desmesurada y, seguros de cautivar los pueblos con la sanción de estos dioses, se cuidaron siempre, según se sabe, de interrogarlas solamente cuando les resultaba oportuno o de no hacerles responder sino lo que creían que podía serles útil. Cubramos pues hoy el mismo desprecio el dios vano que han predicado los impostores y todas las sutilezas religiosas que resultan de su ridícula adopción; ese sonajero ya no puede entretener a los hombres libres. Que la extinción total de los cultos se incorpore, pues, a los principios que propagamos por toda Europa. No nos limitemos a romper los cetros; pulvericemos para siempre los ídolos; nunca hubo sino un paso de la superstición al realismo9. Y era necesario que así fuera, sin duda, puesto que uno de los 8

Si cualquiera examina atentamente esta religión, encontrará que las impiedades de las que está llena vienen en parte de la ferocidad y la inocencia de los judíos, y en parte de la indiferencia y confusión de los gentiles; en lugar de tomar lo que los pueblos de la antigüedad supieron tener de bueno, los cristianos parecen no haber formado su religión sino de la mezcla de vicios que encontraron por doquier. 9 Atended a la historia de todos los pueblos: nunca les veréis cambiar el gobierno que tenían por un gobierno monárquico más que por el embrutecimiento en que los tiene la superstición; veréis siempre a los reyes sostener la religión, y a la religión sacralizar a los reyes. Conocemos la historia del intendente y el cocinero: Páseme la pimienta, yo le pasaré la manteca. Desdichados seres humanos, ¿estáis pues para siempre

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primeros artículos de la coronación de los reyes era siempre el mantenimiento de la religión dominante como una de las bases políticas que más debían contribuir a sostener sus tronos. Pero, desde que el trono no existe más y desde que por fortuna no existirá nunca más, no temamos extirpar igualmente lo que constituía su base. Sí, ciudadanos, la religión es incompatible con el sistema de la libertad; lo habéis sentido. Nunca el hombre libre se doblará ante los dioses del cristianismo; jamás sus dogmas, jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Puesto que os esforzáis por destruir todos los prejuicios, un esfuerzo más: no dejéis subsistir ninguno, si es que basta con uno para rehacerlos a todos. ¡Cuánto más seguros debemos estar de su retorno si el que dejáis subsistir es positivamente la cuna de todos los demás! Dejemos de pensar que la religión pueda ser útil para el hombre. Contemos con buenas leyes y entonces no sufriremos la necesidad de religión. Pero, se dice, el pueblo necesita de una, la religión lo divierte, lo frena. ¡Enhorabuena! Dadnos, pues, en este caso, la que conviene a hombres libres. Dadnos los dioses del paganismo. De buena gana adoraremos a Júpiter, Hércules o Palas; pero ya nada queremos saber del fabuloso autor de un universo que se mueve por sí solo; ya nada queremos saber de un dios sin extensión y que empero todo lo llena con su inmensidad, de un dios omnipotente y que no lleva a cabo nunca lo que desea, de un ser soberanamente bueno y que solo deja descontentos, de un ser amigo del orden y en cuyos dominios todo está en desorden. No, ya nada queremos saber de un dios que desorganiza la naturaleza, que es el padre de la confusión, que mueve al hombre en el momento en que éste se entrega a hacer horrores; semejante dios nos hace estremecer de indignación y lo relegamos por siempre jamás al olvido, del que el infame Robespierre ha tratado de sacarlo10. Franceses: remplacemos a ese indigno espectro con los imponentes simulacros que hacían a Roma señora del universo, tratemos todos los ídolos cristianos como ya hemos tratado los de nuestros reyes. Hemos repuesto los emblemas de la libertad sobre las bases qué sostenían en otro tiempo a los tiranos; reedifiquemos igualmente las efigies de los grandes hombres sobre los pedestales de esos depravados que el cristianismo adora11. Dejemos de temer, para nuestras campañas, el efecto del ateísmo; ¿acaso los campesinos no han sentido la necesidad de la asimilación del culto católico, tan contrarío a los verdaderos principios de la libertad? ¿No han visto sin espanto al igual que sin dolor, tumbar sus altares y sus presbiterios? ¡Y bien!, creed que renunciarán del mismo modo a su ridículo dios. Las estatuas de Marte, Minerva y la Libertad serán instaladas en los sitios más destacados de sus moradas; para ellos se celebrará una fiesta anual; la corona cívica será discernida al ciudadano a quien más deba la patria. A la entrada de un bosque solitario, Venus, el Himeneo y el Amor, erigidos en un templo agreste, recibirán el homenaje de los enamorados; allí, por mano de las gracias, la belleza coronará a la constancia. No sólo se tratará de amar para ser digno de esa corona, también será necesario haber merecido serlo; el heroísmo, el talento, la humanidad, la grandeza de espíritu, el civismo probado: he ahí los títulos que a los pies de su amada estará obligado a exhibir el amante; y ellos remplazarán con creces los del nacimiento y la riqueza, que un necio orgullo exigía en el destinados a pareceros al señor de estos dos bribones? 10 Todas las religión»» están d« acuerdo en exaltar la sabiduría y el poder de la divinidad; pero desde que nos muestran su conducta no encontramos más que imprudencia, debilidad y locura. Dios, se dice, ha creado el mundo para él mismo y basta aquí no ha podido hacer que se lo honre decentemente; Dios nos ha creado para adorarle, y pasamos nuestros días motándonos de él. ¡Qué pobre dios es éste! 11 No se trata aquí de aquellos cuya reputación está hecha desde hace largo tiempo.

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pasado. De este culto florecerán por lo menos algunas virtudes, en tanto que sólo nacen crímenes del que hemos tenido la debilidad de profesar. Este culto se aliará con la libertad que servimos; la animará, la mantendrá, la abrazará, en tanto que el teísmo es por su esencia y por su naturaleza el más mortal enemigo de la libertad que servimos. ¿Costó una gota de sangre la destrucción de los ídolos paganos durante el Bajo Imperio? La revolución, preparada por la estupidez de un pueblo que había retornado a la esclavitud, se. operó sin él menor obstáculo. ¿Cómo podemos temer que la obra de la filosofía sea más penosa que la del despotismo? Sólo los sacerdotes mantienen cautivo aún a los pies de su dios quimérico al pueblo que tanto teméis ilustrar; alejadlos de él y el velo caerá naturalmente. Creed que este pueblo, mucho más prudente de lo que os imagináis, liberado de las cadenas de la tiranía pronto lo estará de la superstición. Le teméis si no tiene este freno; ¡qué extravagancia! ¡Oh! Creedme, ciudadanos, aquél a quien la espada material de las leyes no detiene, tampoco lo será por el temor moral a los suplicios del infierno, del cual se burla desde su infancia; en una palabra, vuestro teísmo ha hecho cometer muchos delitos, pero jamás impidió uno solo. Si es verdad que las pasiones ciegan, que su efecto es elevar sobre nuestros ojos una nube que oculta los peligros que los rodean, ¿cómo podemos suponer que los que están lejos de nosotros, como lo son los castigos anunciados por vuestro dios, puedan conseguir disipar esa nube que no puede disolver la espada misma de las leyes que siempre está suspendida sobre las pasiones? Si se demuestra, pues, que estos frenos complementarios impuestos por la idea de un dios se vuelven inútiles, si queda demostrado que son peligrosos por sus otros efectos, pregunto qué utilidad pueden tener, entonces, y en qué motivos podríamos apoyamos para prolongar su existencia. ¿Se me dirá que aún no estamos bastante maduros como para consolidar todavía nuestra revolución en una forma tan manifiesta? ¡Vamos! Conciudadanos míos: el camino que hemos recorrido desde él 89 era tanto más difícil que el que nos queda por hacer, y tenemos que modelar mucho menos la opinión para lo que os propongo que lo que la hemos atormentado en todo sentido desde la época de la toma de la Bastilla. Creemos que un pueblo tan sabio y valeroso como para llevar a un monarca impúdico desde la cúspide de las grandezas hasta el pie del cadalso, que en estos pocos años supo vencer tantos prejuicios y frenos ridículos, lo será tanto como para inmolar al bien de la cosa, a la prosperidad de la república, un fantasma mucho más ilusorio aún que el de un rey. Franceses: vosotros daréis los primeros golpes, vuestra educación nacional hará el resto. Pero, poneos rápidamente a esta faena; que se convierta en una de vuestras preocupaciones más importantes, que tenga sobre todo como base esa moral esencial, tan descuidada en la educación religiosa. Remplazad las necedades deíficas con que fatigáis los oídos de vuestros hijos por excelentes principios sociales; que en vez de aprender a recitar fútiles plegarias que se jactarán de olvidar en cuanto cumplan dieciséis años, se los instruya sobre sus deberes en la sociedad; enseñadles a venerar virtudes de las que apenas les hablabais en otros tiempos y que, sin vuestras fábulas religiosas, bastan para su felicidad individual; hacedles ver que esa felicidad consiste en hacer tan afortunados a los otros como deseamos serlo nosotros mismos. Si fundáis esas verdades en las quimeras cristianas, como locamente se lo hacía antaño, no bien vuestros alumnos reconozcan la futileza de las bases tumbarán el edificio y se convertirán en delincuentes, porque creerán que sólo la religión que han derribado se los impedía ser. En cambio, haciéndoles sentir la necesidad de la virtud únicamente porque su propia felicidad depende de ello, serán personas honradas por egoísmo, y esta ley que rige a todos los nombres será la más segura de todas; que se evite, pues, con el mayor cuidado, mezclar alguna fábula religiosa a esta educación 66

nacional. No perdamos nunca de vista que queremos formar hombres libres y no viles adoradores de un dios. Que un filósofo sencillo instruya a estos nuevos alumnos en los sublimes secretos de la naturaleza; que les demuestre que el conocimiento de un dios, a menudo muy peligroso para los hombres, no favoreció nunca su felicidad y que no serán más dichosos al admitir como causa de lo que no comprenden una cosa que comprenderán todavía menos; que es mucho menos importante entender la naturaleza que gozar de ella y respetar sus leyes; que esas leyes son tan sabias como sencillas; que están escritas en los corazones de todos los hombres y que basta interrogar el corazón para discernir el impulso. Si insisten en que les habléis de un creador respondedles que como las cosas siempre han sido lo que son, que como nunca tuvieron comienzo ni nunca tendrán fin, al hombre le resulta tan inútil cuanto imposible tratar de remontarse a un origen imaginario que no explicaría nada ni llevaría a nada. Decidles que a los hombres les es imposible tener ideas veraces sobre un ser que no actúa sobre ninguno de nuestros sentidos. Todas nuestras ideas son representaciones de los objetos que nos impresionan; ¿qué puede representarnos la idea de dios, que es evidentemente una idea sin objeto? Tal idea, les diréis también, ¿no es tan imposible como un efecto sin causa? ¿Una idea sin prototipo es algo más que una quimera? Algunos doctores, proseguiréis diciéndoles, aseguran que la idea de dios es innata y que los hombres ya la tienen en el vientre materno. Pero eso es falso, les agregaréis; todo principio es un juicio, todo juicio es efecto de la experiencia y la experiencia sólo se adquiere por el ejercicio de los sentidos; de lo que se sigue que los principios religiosos no responden a nada y no son en absoluto innatos. ¿Cómo, les diréis luego, ha podido persuadirse a seres racionales de que la cosa más difícil de comprender era la más esencial para ellos? Es que se les ha causado un gran terror; y, cuando se tiene miedo, se deja de razonar; es que sobre todo se les recomendó que desconfiaran de su razón y, cuando el cerebro está turbado, se cree todo y no se examina nada. La ignorancia y el miedo, diréis también, he ahí las dos bases de todas las religiones. La incertidumbre en que se halla el hombre con respecto de su dios es precisamente el motivo que lo ata a su religión. El hombre tiene miedo de las tinieblas, tanto en lo físico como en lo moral el miedo se vuelve habitual en él y se convierte en necesidad; creería que le falta algo si ya nada tuviera que esperar o temer. Volved enseguida sobre la utilidad de la moral: dadles sobre este gran tema más ejemplos que lecciones, más pruebas que libros y haréis así buenos ciudadanos; haréis de ellos buenos guerreros, buenos padres, buenos esposos; haréis hombres tanto más fieles de la libertad de su país cuanto ninguna idea de servidumbre podrá presentarse a su espíritu ni ningún terror religioso vendrá a perturbar sus inteligencias, Entonces el verdadero patriotismo brillará en todas las almas; reinará con toda su fuerza y con toda su pureza porque se convertirá en el único sentimiento dominante y ninguna idea extraña aminorará su energía; entonces, vuestra segunda generación quedará asegurada y vuestra obra, por ella consolidada, se convertirá en la ley del universo. Pero, si por temor o pusilanimidad no son seguidos estos consejos, si se dejan subsistir las bases del edificio que se había pensado destruir, ¿qué es lo que ocurrirá? Sobre sus bases se reconstruirán y repondrán los mismos colosos, con la cruel diferencia que esta vez estarán cimentados con tal fuerza que ni vuestra generación ni la que la seguirá lograrán tumbarlos. Que nadie dude de que las religiones son la cuna del despotismo; el primero de todos los déspotas fue un sacerdote; el primer rey y el primer emperador de Roma, Numa y Augusto, se asocian uno y otro al sacerdocio; Constantino y Clodoveo más fueron abates que soberanos; Heliogábalo fue sacerdote del sol. En todos los tiempos y en todos los siglos ha habido entra el despotismo y la religión tal vínculo que está más que demostrado que al 67

destruir el uno se socava el otro, por la muy poderosa razón de que el primero siempre servirá de ley al segundo. No propongo, sin embargo, matanzas ni deportaciones; todos esos horrores están demasiados lejos de mi alma para que tan sólo ose concebirlos un instante. No, no asesinéis, no expulséis del país: esas atrocidades corresponden a los reyes o a los canallas que los imitaron; no es imitándolos como inspiraréis terror hacia quienes las practicaban. Sólo recurramos a la fuerza contra los ídolos; basta el ridículo para quienes los sirven: los sarcasmos de Juliano dañaron más la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón. Sí, destruyamos para siempre toda idea de dios y de sus sacerdotes hagamos soldados; algunos ya lo son; que se entreguen a ese oficio tan noble para un republicano pero que no nos hablen más ni de su ser quimérico ni de su religión fabulosa, único objetivo de nuestros desprecios. Condenemos a ser mofado, ridiculizado, cubierto de lodo en los cruces de las principales ciudades de Francia al primero de esos charlatanes benditos que venga a hablarnos todavía de dios o de religión; una prisión eterna será la pena para quien caiga dos veces en las mismas faltas. Que las blasfemias más insultantes y las obras más ateas sean enseguida autorizadas plenamente a fin de terminar de extirpar del corazón y la memoria de los hombres esos espantables juguetes de nuestra infancia; que se organice un concurso para elegir la obra más capaz de esclarecer por fin a los europeos sobre una materia tan importante y que un premio considerable, discernido por la nación, sea la recompensa para aquél que, diciéndolo todo, demostrándolo todo en esta materia, ya sólo deje a sus compatriotas un hacha para tumbar todos esos espectros y un corazón recto para odiarlos. En seis meses, todo estará terminado; vuestro infame dios estará en la nada y sin que por eso el hombre deje de ser justo, celoso de la estima de los otros, sin que cese de temer la espada de la ley y de ser honrado, pues el hombre ya sabrá que el auténtico amigo de la patria no debe, como el esclavo de los reyes, ser arrastrado por quimeras; en pocas palabras, que ni la frívola esperanza en un mundo mejor ni el temor de males mayores que los causados por la naturaleza deben orientar la conducta de un republicano, cuya sola guía es la virtud así como su único freno el remordimiento. LAS COSTUMBRES Después de haber demostrado que el teísmo no conviene en absoluto a un gobierno republicano, me parece necesario probar que las costumbres francesas tampoco le convienen. Este articulo es de suma importancia ya que las costumbres servirán de motivos a las leyes que se promulgarán. Franceses: sois demasiado ilustrados para no sentir que un nuevo gobierno necesitará nuevas costumbres; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se conduzca como el esclavo de un rey déspota, pues las diferencias de intereses, de deberes, de relaciones entre ellos determinan esencialmente una manera por completo diferente de conducirse en el mundo: quedarán aquí anulados una multitud de pequeños errores y de pequeños delitos sociales considerados muy esenciales bajo el gobierno de los reyes, quienes debían ser tanto más exigentes cuanta más necesidad tenían de imponer frenos para hacerse respetables o inabordables por sus súbditos. Igualmente, en un Estado republicano, bajo un gobierno que ya no reconoce leyes ni religión, desaparecerán otros delitos, conocidos con los nombres de regicidio y sacrilegio. Al otorgar la libertad de conciencia y la de prensa, pensad, ciudadanos, que con muy pocas excepciones se debe otorgar también la de actuar y que, aparte de lo que ofende directamente las bases mismas del gobierno, os queda poquísimo que castigar, ya que, en los hechos, hay muy pocas 68

acciones criminales en una sociedad cuyas bases son la libertad y la igualdad y que, si se piensan y se pesan bien las cosas, lo único verdaderamente delictivo es lo que reprueba la ley, pues la naturaleza, dictándonos por igual vicios y virtudes, en razón de nuestra organización o, más filosóficamente todavía, en razón de la necesidad que tiene de los unos y de las otras, lo que la naturaleza nos inspira se convertiría en una medida muy insegura para restablecer con precisión lo que está bien o lo que está mal. Pero, para desarrollar más eficazmente mis ideas sobre un punto tan importante, vamos a clasificar las diferentes acciones de la vida del hombre que hasta el presente se había convenido en llamar delictivas y las mediremos enseguida en relación con los verdaderos deberes de un republicano. En todas las épocas, los deberes del hombre han sido considerados en las tres diferentes relaciones siguientes: 1. Los que su conciencia y su credulidad le imponen hacia un ser supremo. 2. Los que está obligado a cumplir con sus hermanos. 3. Por último, los que sólo se relacionan consigo mismo. La certeza que debe dominarnos es que ningún dios ha tenido nada que ver con nosotros y. que, criaturas necesarias de la naturaleza, como las plantas y los animales, estamos aquí porque era imposible que no lo estuviéramos. Como se ve, esta certeza aniquila de golpe la primera parte de esos deberes, quiero decir, aquellos de que nos creíamos falsamente responsables hacia la divinidad; con ellos desaparecen todos los delitos religiosos, todos los que son conocidos con los vagos e indefinidos nombres de impiedad, sacrilegio, blasfemia, ateísmo, etcétera, en pocas palabras, todos los que Atenas castigó con tanta injusticia en Alcibíades y Francia en el infortunado La Barre. Si hay algo extravagante en el mundo es ver hombres que no conocen su dios ni lo que ese dios puede exigir, excepto a través de sus ideas limitadas, y que empero quieren decidir sobre la naturaleza de lo que agrada o de lo que desagrada a ese ridículo fantasma de su imaginación. No querría, pues, una legislación que se limitara a permitir indiferentemente todos los cultos, desearía que hubiera libertad para reírse o mofarse de todos; que a los hombres reunidos en cualquier templo, para invocar al eterno a su modo, se los viese como comediantes en el teatro, de cuyas representaciones todo el mundo tiene derecho a ir a reírse. Si no veis las religiones de este modo, recuperarán la seriedad que las hace importantes, a poco cubrirán las opiniones, y no bien se haya disputado por cuestiones religiosas, se volverá a luchar por las religiones12. La igualdad, destruida por la preferencia o la protección acordada a una de ellas, pronto desaparecerá del gobierno, y de la teocracia reconstruida renacerá enseguida la aristocracia. No me cansaré, pues, de repetirlo: basta de dioses, franceses, basta de dioses, si no queréis que su funesta autoridad os vuelva a hundir muy pronto en todos los horrores del despotismo; pero, sólo burlándoos los destruiréis; todos los peligros que llevan como séquito renacerán enseguida si procedéis con seriedad o dándoles importancia. No tumbéis sus ídolos con cólera; pulverizadlos jugando y la opinión caerá por sí sola. Basta con esto, espero, para demostrar que no debe promulgarse ninguna ley contra 12

Cada pueblo pretende que su religión es la mejor y se apoya, para persuadir, sobre una infinidad de pruebas no sólo discordantes entre ellas, sino casi todas contradictorias. En la profunda ignorancia en que estamos ¿cuál es la que puede gustar a Dios, supuesto que exista un dios? Si somos prudentes debemos o bien protegerlas a todas, o proscribir a todas por igual; Ahora bien, proscribirlas es seguramente lo mejor, ya que nosotros tenemos la certidumbre moral de que todas son supercherías y ninguna puede gustar más que otra a un dios que no existe.

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los delitos religiosos porque quien ofende una quimera nada ofende y porque sería una inconsecuencia muy grande castigar a los que ultrajan o desprecian un culto cuya prioridad con respecto de los demás nada os demuestra en forma evidente; esto significaría, necesariamente, tomar un partido e influir así sobre la balanza de la igualdad, primera ley de nuestro gobierno. Pasemos a considerar los segundos deberes del hombre, aquellos que lo ligan con sus semejantes; esta categoría es la más extensa, sin duda. La moral cristiana, muy vaga en cuanto a las relaciones del hombre con sus semejantes, establece bases tan llenas de sofismas que nos resulta imposible admitirlas porque, cuando se quiere edificar principios, hay que guardarse mucho de darles sofismas como base. Nos dice, esa absurda moral, que amemos al prójimo como a nosotros mismos. Ciertamente nuda sería más sublime si fuera posible que lo falso pudiera llevar los caracteres de la belleza. No se trata de amar a sus semejantes como a sí mismo, ya que eso se opone a todas las leyes de la naturaleza, cuya voz debe orientar, únicamente, todas las acciones de nuestras vidas; sólo se trata de amar a nuestros semejantes como a amigos que la naturaleza nos da y con los que debemos vivir tanto mejor en un Estado republicano por cuanto la desaparición de las distancias debe necesariamente estrechar los vínculos. Que la humanidad, la fraternidad y la beneficencia nos prescriban, conforme a ello, nuestros deberes recíprocos. Cumplámoslos individualmente con el simple grado de energía que nos ha dado a ese respecto la naturaleza, sin culpar y sobre todo sin castigar a quienes, más fríos o más atrabiliarios, no experimentan en estos vínculos, tan conmovedores empero, todas las dulzuras que otros encuentran en ellos; pues, ¿quién podría dudar de que sería aquí un absurdo evidente tratar de prescribir leyes universales?; dicho procedimiento sería tan ridículo como el de un general que quisiera que todos sus soldados llevasen uniformes para la misma talla; es una espantosa injusticia exigir que hombres de caracteres desiguales se sometan a leyes iguales: lo que a uno conviene puede no convenir al otro. Acepto que no es posible hacer tantas leyes como hombres existen; pero las leyes pueden ser tan benignas, tan escasas, que todos los hombres, cualquiera sea su carácter, puedan obedecerlas fácilmente. También exigiría yo que ese pequeño número de leyes fuera de tal naturaleza que se adaptara con facilidad a todos los diferentes caracteres; el espíritu de quien las dirigiera sería el de golpear, más o menos, en razón del individuo que hubiera que alcanzar. Está demostrado que una determinada virtud es impracticable para ciertos hombres, lo mismo que determinado remedio no convendría a determinado temperamento. Ahora bien, ¡será el colmo de la injusticia que deis con la fuerza de la ley a quien le es imposible plegarse a esa ley! La iniquidad que cometeríais así ¿no sería igual a la que os haríais culpables si quisierais obligar a un ciego a discernir los colores? De estos primeros principios se desprende, como se advierte, la necesidad de establecer leyes benignas y, sobre todo, de suprimir para siempre la atrocidad de la pena de muerte, porque la ley que atenta contra la vida de un hombre es impracticable, injusta e inadmisible. No se trata, según diré enseguida, de que no existan infinidad de casos en que, sin ultrajar la naturaleza (y es lo que demostraré), los hombres hayan recibido de esta madre común total libertad para atentar contra vidas humanas; pero lo que resulta imposible es que la ley pueda alcanzar el mismo privilegio, puesto que la ley, fría en sí misma, no sería accesible a las pasiones capaces de legitimar en el hombre la cruel acción del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza las impresiones que pueden hacerle perdonar semejante acción, y la ley, por el contrario, siempre en oposición con la naturaleza y sin recibir nunca nada de ella, no puede estar autorizada a permitirse los mismos desvaríos; como no tiene los 70

mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. He aquí algunas de esas sabias y delicadas distinciones que escapan a muchas personas porque muy poca gente medita en ellas. Pero serán aceptadas por las personas instruidas a quienes las dirijo e influirán, espero, en el nuevo código que nos preparan. La segunda razón para suprimir la pena de muerte es la de que nunca ha reprimido el crimen, puesto que se lo comete cada día al pie del cadalso. En pocas palabras: hay que suprimir esta pena porque no hay peor cálculo que el de hacer morir a un hombre por haber matado a otro, ya que resulta evidentemente de este procedimiento que, en vez de un hombre menos, habrá simultáneamente dos, aritmética esta que sólo puede ser familiar a verdugos o idiotas. Sea como sea finalmente, los delitos que podemos cometer con respecto a nuestros hermanos se reducen a cuatro principales: la calumnia, el robo, los delitos que, causados por la impureza, pueden lesionar a los otros, y el asesinato. Todas estas acciones, consideradas capitales en un gobierno monárquico ¿son igualmente graves en un Estado republicano? He aquí lo que vamos a analizar a la luz de la filosofía, pues sólo con su auxilio debe emprenderse semejante examen. Que no se me acuse de ser un innovador peligroso; que no se diga que existe el riesgo de embotar, como tal vez lo harán estos escritos, los remordimientos en el alma de los malhechores; que es una gran maldad aumentar por la suavidad de mi moral la proclividad de esos malhechores hacia los crímenes; formalmente señalo aquí que no tengo ninguna de esas perversas intenciones: expongo las ideas que desde que tengo uso de razón se identifican conmigo y a cuya difusión se opuso durante tantos siglos el infame despotismo de los tiranos. ¡Tanto peor para quienes, capaces de corromperse con cualquier cosa, sólo pueden captar el mal en las opiniones filosóficas! ¡Quién sabe si no se infectarían tal vez con la lectura de Séneca y Charron! No es a ellos a quienes me dirijo; sólo me dirijo a personas capaces de entenderme, las cuales me leerán sin peligro. Confieso con toda franqueza que nunca creí que la calumnia fuera un mal, y sobre todo en un gobierno como el nuestro, en que todos los hombres,.más unidos, más próximos entre sí, tienen evidentemente un interés mayor en conocerse bien. O lo uno o lo otro: o bien la calumnia se refiere a un hombre realmente perverso o bien cae sobre un ser virtuoso. Se convendrá en que, en el primer caso, es casi indiferente que se diga un poco más de mal en contra de un hombre conocido por hacer mucho; tal vez incluso el mal que no existe echará luz sobre el que existe y entonces el malhechor será mejor conocido. Si reinara una peste en Hanover, y exponiéndome a ella no corriera otro riesgo que el de ganarme un acceso de fiebre ¿podría sentir encono hacia el hombre que, para impedir que fuera allí, me hubiera dicho que en ese sitio uno muere no bien llega? No, sin duda; pues, atemorizándome con un gran mal, me ha impedido padecer uno pequeño. Si la calumnia cae sobre un hombre virtuoso, que no se alarme: que se muestre y todo el veneno del calumniador recaerá enseguida sobre él mismo. La calumnia, para los hombres virtuosos, sólo es un examen depurativo, tras el cual su virtud aparecerá más brillante. Incluso hay en esto un beneficio para el conjunto de las virtudes de la república; pues este hombre virtuoso y sensible, aguijoneado por la injusticia que acaba de padecer, se consagrará a proceder mejor todavía; querrá superar esa calumnia de la que se creía a salvo y sus buenas acciones se perfeccionarán. Así, en el primer caso, el calumniador habrá producido efectos bastante buenos, al magnificar los vicios del hombre peligroso; en el segundo, los habrá producido excelentes, obligando a la virtud a ofrecérsenos íntegramente. Pregunto ahora en qué aspecto puede pareceros temible el calumniador, sobre todo en un gobierno en que es tan esencial conocer a los malos y aumentar las energías de los buenos. 71

Hay que guardarse, pues, de pronunciar pena alguna contra la calumnia; considerémosla como un fanal y como un estimulante, y en todo caso como algo muy útil. El legislador, todas cuyas ideas deben ser grandes como la obra a que él se entrega, no debe estudiar nunca el efecto del delito que sólo lesiona individualmente; lo que debe examinar es su efecto en el conjunto, y cuando observe de este modo los efectos que produce la calumnia, lo desafío a que encuentre en ella algo que sea punible; lo desafío a que pueda conferir algún matiz de justicia a la ley que la castigue; en cambio, se convierte en el hombre más justo y mas íntegro si la favorece o la recompensa. E1 robo es el segundo de los delitos morales cuyo examen nos hemos propuesto. Si recorremos la antigüedad, veremos el robo permitido y recompensado en todas las repúblicas de Grecia; Esparta o Lacedemonia lo favorecían abiertamente; algunos otros pueblos lo consideraron una virtud guerrera; es un hecho que mantiene el coraje, la fuerza, la destreza, todas las virtudes, en pocas palabras, que son útiles para un gobierno republicano y por lo tanto para el nuestro. Me atreveré a preguntar, sin parcialidad ahora, si el robo, cuyo efecto es igualar las riquezas, constituye un gran mal en un gobierno cuya meta es la igualdad. No, sin duda; pues, si por una parte mantiene la igualdad, por la otra hace al hombre más esmerado en la conservación de su bien. Hubo un pueblo que castigaba no al ladrón sino a quien se había dejado robar, a fin de enseñarle a cuidar sus bienes. Esto nos lleva a reflexiones más vastas. Dios no permita que se entienda que quiero atacar o destruir aquí el juramento de respeto a la propiedad, que acaba de pronunciar la nación; pero, ¿se me permitirán algunas ideas sobre la injusticia de este juramento? ¿Cuál es el espíritu de un juramento pronunciado por todos los individuos de una nación? ¿Acaso no es mantener una perfecta igualdad entre los ciudadanos, someterlos a todos por igual a la ley protectora de las propiedades de todos? Ahora bien, os pregunto si es muy justa la ley que ordena a quien nada tiene respetar a quien todo lo tiene. ¿Cuáles son los elementos del pacto social? ¿No consiste en ceder un poco de su libertad y de sus propiedades para asegurar y mantener lo que se conserva de uno y de otro? Todas las leyes están apoyadas en estas bases, que son los motivos de los castigos infligidos a quien abusa de su libertad; que autorizan también los impuestos; lo que hace que un ciudadano no proteste cuando se los reclaman es que sabe que por medio de lo que da, se le conserva lo que le queda; pero, una vez más, ¿en virtud de qué derecho quien nada tiene se encadenaría conforme a un pacto que sólo protege a quien todo lo tiene? ¿Si lleváis a cabo un acto de equidad al conservar, mediante vuestro juramento, las propiedades del rico, no cometéis una injusticia al exigir ese juramento del "conservador" que nada tiene? ¿Qué interés puede tener éste en vuestro juramento? ¿Y por qué queréis que prometa una cosa que favorece únicamente a quien difiere tanto de él por sus riquezas? Nada hay más injusto, ciertamente: un juramento debe tener un efecto igual sobre todos los individuos que lo pronuncian: es imposible que pueda llegar a quien no tiene interés alguno en su mantenimiento porque en caso contrario ya no sería el pacto de un pueblo libre: sería el arma del fuerte contra el débil, contra el cual éste debería rebelarse sin cesar; ahora bien, esto es lo que ocurre con el juramento de respeto a los bienes que acaba de exigir la nación; sólo el rico compromete al pobre, sólo el rico tiene un interés en el juramento que pronuncia el pobre, con tanta irreflexión que no ve que por medio de este juramento, arrancado de su buena fe, se compromete a no hacer una cosa que no puede hacérsele a él mismo. Convencidos, como debéis estarlo, de esa bárbara injusticia, no agravéis entonces 72

vuestra injusticia castigando a quien nada tiene por haberse atrevido a sustraer alguna cosa a quien todo lo tiene: vuestro desigual juramento le da a ello más derecho que nunca. Obligándolo al perjurio mediante este juramento absurdo para él, legitimáis todos los crímenes a que le lleve ese perjurio; ya no os corresponde castigar, por lo tanto, eso de que habéis sido la causa. Al respecto no añadiré nada más para hacer sentir la horrible crueldad que implica castigar a los ladrones. Imitad la sabia ley del pueblo a que me acabo de referir: castigad al hombre bastante descuidado para dejarse robar pero no pronunciéis pena alguna contra quien roba; pensad que vuestro juramento lo autoriza a esa acción y que, llevándola a cabo, se ha limitado a seguir el primero y el más sabio de los impulsos de la naturaleza: el de conservar la propia existencia, a expensas de quien sea. Los delitos que debemos examinar en esta segunda categoría de deberes del hombre hacia sus semejantes están representados por las acciones que puede hacer emprender el libertinaje, entre las que se destacan especialmente, como más atentatorias a lo que cada cual debe a los demás, la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía. Por cierto que no debemos dudar ni un momento que todo cuanto se designa como crimen moral, es decir, todas las acciones de la especie de las que acabamos de citar, sea perfectamente indiferente en un gobierno cuyo único deber consiste en conservar, con los medios que más le convengan, la forma esencial para su mantenimiento: he aquí la única moral de un gobierno republicano. Pero como siempre está hostilizado por los déspotas no cabe imaginar razonablemente que sus medios de conservación puedan constituir medios morales; pues sólo se conservará por la guerra y nada menos moral que la guerra. Ahora pregunto cómo se llegará a demostrar que en un estado inmoral por sus obligaciones sea esencial que los individuos sean morales. Y digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia habían sentido perfectamente bien la importante necesidad de engangrenar los miembros para que, influyendo su disolución moral sobre lo que es útil a la máquina, resultara de esto la insurrección que siempre es indispensable en un gobierno que, perfectamente feliz como el gobierno republicano, debe excitar necesariamente el odio y los celos de todo cuanto lo rodea. La insurrección, pensaban esos sabios legisladores, no es un estado moral; debe, no obstante, ser el estado permanente de una república. Sería, pues, tan absurdo como peligroso exigir que quienes deben mantener el perpetuo estremecimiento moral de la máquina fuesen en sí mismos seres muy morales, porque el estado moral de un hombre es un estado de paz y de tranquilidad, en tanto que su estado inmoral es un estado de movimiento perpetuo que lo acerca a la insurrección necesaria en la que es preciso que el republicano mantenga siempre el gobierno del que es miembro. Pasemos ahora a los detalles y empecemos por analizar el pudor, ese impulso pusilánime, opuesto a los afectos impuros. Si estuviera en las intenciones de la naturaleza que el hombre fuera púdico, sin lugar a dudas no lo habría hecho nacer desnudo; una infinidad de pueblos, menos degradados que nosotros por la civilización, andan desnudos y no sienten vergüenza alguna; no se debe dudar de que la costumbre de vestirse tuvo por únicas bases la inclemencia del aire y la coquetería de las mujeres; éstas sintieron que perderían con rapidez todos los efectos del deseo si los prevenían en vez de dejarlos nacer; concibieron que, como por otra parte la naturaleza no las había creado sin defectos, se asegurarían mucho mejor todos los medios de agradar si ocultaban esos defectos con adornos; así el pudor, en vez de ser una virtud, no fue, por lo tanto, sino uno de los primeros efectos de la corrupción, uno de los primeros recursos de la coquetería de las mujeres. Licurgo y Solón, muy conscientes de que los resultados del impudor mantienen al 73

ciudadano en el estado inmoral que es esencial para las leyes del gobierno republicano, obligaron a las muchachas a mostrarse desnudas en el teatro13. Enseguida Roma imitó este ejemplo: se danzaba desnudo en los juegos de Flora; la mayor parte de los misterios paganos se celebraban así; la desnudez pasó incluso por virtud entre ciertos pueblos. Sea como sea, del impudor nacen tendencias lujuriosas; lo que resulta de estas tendencias integra los pretendidos crímenes que analizamos y cuyo primer efecto es la prostitución. Ahora que estamos de vuelta de la multitud de errores religiosos que nos cautivaban y que, más cercanos a la naturaleza por la cantidad de prejuicios que acabamos de exterminar, sólo escuchamos su voz, seguros de que, si algo fuera criminal, más bien lo sería resistir los impulsos que nos inspira y combatirlos, persuadidos de que, como la lujuria es una consecuencia de esas tendencias, se trata mucho menos de extinguir en nosotros esa pasión que de reglamentar los medios para satisfacerla en paz. Debemos, por lo tanto, preocupamos por poner orden en este terreno, por establecer en él toda la seguridad necesaria para que el ciudadano, a quien la necesidad aproxima a los objetos de lujuria, pueda entregarse con esos objetos a todo lo que sus pasiones le prescriben, porque no hay en el hombre pasión alguna que tenga más necesidad de toda la amplitud de la libertad que ésta. En las ciudades han de construirse diversos edificios, limpios, vastos, debidamente amueblados y seguros desde todos los puntos; en ellos, todos los sexos, todas las edades y todas las criaturas serán ofrecidos a los caprichos de los libertinos que vayan a gozar y la cabal sumisión será la norma de los individuos ofrecidos; la más leve negativa será castigada al punto, arbitrariamente, por quien la haya recibido. Debo ahora explicar esto, confrontarlo con las costumbres republicanas; he prometido mantener siempre la misma lógica y cumpliré mi palabra. Si, como acabo de decirlo, ninguna pasión tiene más necesidad de toda la amplitud de la libertad que ésta, tampoco ninguna es tan despótica; en ella el hombre gusta ordenar, ser obedecido, rodearse de esclavos obligados a satisfacerlo; ahora bien, cuantas veces no deis al hombre el medio necesario de exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en el fondo de su corazón, para emitirla se arrojará sobre los objetos que le rodean y perturbará al gobierno. Permitid, si es que queréis evitar este peligro, la libre manifestación de esos deseos tiránicos que, a pesar suyo, le atormentan sin cesar; satisfecho por haber podido ejercer su pequeña soberanía en medio del harén de koglanes o de sultanas que vuestros cuidados y su dinero le someten, saldrá contento y sin ningún deseo de perturbar un gobierno que le asegura con tanta complacencia todos los medios de su concupiscencia; ejerced, en cambio, procedimientos diferentes, imponed a esos objetos de la lujuria pública las ridículas trabas otrora inventabas por la tiranía ministerial y por la lubricidad de nuestros Sardanápalos14: el hombre, pronto amargado por vuestro gobierno, pronto celoso por el despotismo que os ve ejercer a solas, sacudirá el yugo que le imponéis y, cansado de vuestro modo de regirlo, lo cambiará como acaba de hacerlo. Ved cómo los legisladores griegos, compenetrados de estas ideas, trataban el 13

Se dice que la intención de estos legisladores era, debilitando la pasión que los hombres sentían por una joven desnuda, volver más activa la que a veces sienten por su propio sexo. Esos sabios hicieron mostrar aquello que querían perdiese interés, y esconder lo que creían hecho para inspirar los más dulces deseos. En todo caso, ¿no trabajaban por el mismo fin que hemos señalado? Se ve que sentían la necesidad de inmoralidad en las costumbres republicanas. 14 Sabemos que el infame y malvado Sartine proporcionaba medios de lujuria a Luis XV haciéndole leer tres veces por semana, por la Dubarry, el detalle intimo, y enriquecido por él, de todo lo ocurrido en los lugares prohibidos de París. ¡Tres millones costó al Estado este tipo de libertinaje del Nerón francés!

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libertinaje. en Lacedemonia y Atenas: embriagaban de libertinaje al ciudadano, en vez de prohibírselo; ningún género de lubricidad le estaba prohibido y así Sócrates, declarado por el oráculo el más sabio de los filósofos de la tierra; Sócrates, que pasaba tranquilamente de los brazos de Aspasia a los de Alcibíades, no era por esto menos la gloria de Grecia. He de ir más lejos y, por contrarias que sean mis ideas a nuestras costumbres actuales, como es mi objeto probar que debemos apresuramos a cambiar esas costumbres si queremos conservar el gobierno adoptado, voy a tratar de convenceros de que la prostitución de las mujeres llamadas honradas no es más peligrosa que la de los hombres y que no sólo debemos asociarlas a las lujurias ejercidas en las casas que establezco sino que incluso debemos construir casas especiales para ellas, en las que sus caprichos y las necesidades de su temperamento, tanto más ardiente que el nuestro, pueda igualmente satisfacerse con todos los sexos. En primer término, ¿con qué derecho pretendéis que las mujeres deban quedar exceptuadas de la ciega sumisión que la naturaleza les prescribe ante los caprichos de los hombres y, en segundo término, en virtud de qué otro derecho pretendéis someterlas a una continencia que es imposible para su físico y absolutamente inútil para su honor? Voy a ocuparme separadamente de estas dos cuestiones. Es un hecho que, en el estado de naturaleza, las mujeres nacen vulgívagas, es decir, gozan de las ventajas de los demás animales hembras y pertenecen, como éstos y sin excepción alguna, a todos los machos; tales fueron, sin duda alguna, las primeras leyes de la naturaleza y las únicas instituciones de las primeras congregaciones que hicieron los hombres. El interés, el egoísmo y el amor degradaron esas primeras concepciones tan sencillas y tan naturales, el hombre creyó enriquecerse tomando una mujer y, con ella, los bienes de su familia; he aquí satisfechos los dos primeros sentimientos que acabo de señalar; aún más a menudo, el hombre raptó a la mujer y se ligó con ella; he aquí el segundo motivo en acción y, en todos los casos, una injusticia. Jamás puede ejercerse un acto de posesión sobre un ser libre; es tan injusto poseer exclusivamente una mujer como lo es poseer esclavos, todos los hombres han nacido libres, todos tienen iguales derechos: no perdamos nunca de vista estos principios; según esto, no se puede por lo tanto otorgar nunca a un sexo el derecho legítimo de apoderarse con carácter exclusivo del otro, ni nunca uno de estos sexos o una de estas clases puede poseer arbitrariamente al otro. Incluso una mujer, en la pureza de las leyes de la naturaleza, no puede alegar, como motivo de su negativa ante quien la desea, el amor que siente por otro, ya que este motivo se convierte en motivo de exclusión y ningún hombre puede ser excluido de la posesión de una mujer, desde el momento que es evidente que la mujer pertenece decididamente a todos los hombres. El acto de posesión sólo puede ejercerse sobre un inmueble o sobre un animal; no puede ejercérselo nunca sobre un individuo que se nos asemeja y todas las ataduras que pueden ligar una mujer a un hombre, de cualquier género que las supongáis, son tan injustas como quiméricas. Si resulta, entonces, indiscutible que hemos recibido de la naturaleza el don de expresar nuestros derechos indistintamente a todas las mujeres, igualmente resulta indiscutible que tenemos el derecho de obligarlas a someterse a nuestros deseos, claro que no exclusivamente, pues en tal caso me estaría contradiciendo, pero sí momentáneamente15. 15

No se crea aquí que me contradigo, y que tras haber establecido claramente que no tenemos ningún derecho de ligar a nosotros una mujer, destruyo ese principio sosteniendo ahora que tenemos derecho de obligarla. Repito que no se trata de la propiedad sino del goce; no tengo derecho a la propiedad de esta fuente

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Es innegable que tenemos derechos a establecer leyes que obliguen a la mujer a ceder a los deseos del hombre; siendo la misma violencia uno de los efectos de este derecho, podemos emplearla legalmente. ¿Y qué? ¿No demuestra la naturaleza que poseemos este derecho al proporcionarnos la fuerza necesaria para someterlas a nuestros deseos? En vano harán hablar las mujeres, en su defensa, el pudor o su apego a otros hombres; estos recursos quiméricos son nulos; ya hemos visto más arriba hasta qué punto es el pudor un sentimiento artificial y despreciable. El amor, al cual se le puede llamar la locura del alma, no tiene títulos para legitimar su constancia; como sólo satisface dos individuos, el ser amado y el ser amante, no puede servir para la felicidad de los demás y las mujeres nos han sido dadas para felicidad de todos y no para una felicidad egoísta y privilegiada. Todos los hombres tienen, por lo tanto, un derecho de goce igual sobre todas las mujeres: no hay, así, hombre alguno que, conforme a las leyes de la naturaleza, pueda atribuirse sobre una mujer un derecho único y personal. La ley que las obligará a prostituirse cuanto deseemos en las casas de libertinaje a que acabamos de referimos y que las forzará a ello si se niegan y las castigará si no cumplen, es, por consiguiente, una de las leyes más equitativas y contra la que no puede formularse ninguna objeción legítima o justa. El hombre que quiera gozar de cualquier mujer o muchacha podrá, pues, si las leyes que promulgáis son justas, hacerla emplazar para que se presente en una de las casas a que me he referido; y en ella, bajo la salvaguardia de las matronas de ese templo de Venus, la mujer o la muchacha le será entregada para que satisfaga, con tanta humildad como sumisión, todos los caprichos que el hombre quiera hacer con ella, por extraños e irregulares que sean, pues no hay ninguno que no sea de la naturaleza, ninguno que no sea reconocido por ella. Al respecto, lo único que quedaría por resolver seria el problema de la edad. Ahora bien, postulo que no se puede llevar a cabo esto sin menoscabar la libertad de aquél que desea gozar de una muchacha de una determinada edad. Quien tiene derecho a comer el fruto de un árbol puede, sin duda, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones de su gusto. Pero, se objetará, hay una edad en que las acciones del hombre dañarán decididamente la salud de la muchacha. Esta consideración carece de todo valor; puesto que me otorgáis el derecho de propiedad sobre el goce, este derecho es independiente de los efectos producidos por el goce; a partir de esto, resulta igual que dicho goce sea ventajoso o nocivo para el objeto que debe sometérsele. ¿No he demostrado ya que es legal forzar la voluntad de una mujer a este respecto y que no bien inspira el deseo de gozar debe someterse a este goce, abstracción hecha de todo sentimiento egoísta? Otro tanto vale por lo que hace a su salud. Las consideraciones que se tuvieran a este respecto destruyen o debilitan el goce de quien la desea y tiene el derecho de apropiársela. Estas consideraciones relativas a la salud se toman nulas porque aquí no se trata en absoluto de lo que puede sentir el objeto condenado por la naturaleza y por la ley a la satisfacción momentánea de los deseos del hombre; en este examen, sólo se trata de lo que conviene a quien desea. Restableceremos el equilibrio. Si, lo restableceremos y sin duda debemos hacerlo; a estas mismas mujeres que acabamos de sojuzgar tan cruelmente, debemos sin lugar a dudas compensarlas, y esto es lo que va a constituir la respuesta a la segunda cuestión que me he planteado. que encuentro en mi camino, pero si ciertamente a su disfrute, tengo derecho de aprovechar el agua limpia que me ofrece para saciar mi sed. Del mismo modo, carezco de derecho real a la propiedad de determinada mujer, pero sí lo tengo e irrefutable, a su goce. Puedo obligarla a ello si llega a rehusar por cualquier motivo.

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Si admitimos, como acabamos de hacerlo, que todas las mujeres deben estar sometidas a nuestros deseos, por cierto podemos permitirles igualmente que satisfagan ampliamente todos los suyos; nuestras leyes deben favorecer en este sentido su temperamento de fuego y es absurdo haber puesto su honor y su virtud en la fuerza antinatural que ponen para resistir a las tendencias que han recibido con mucha más profusión que nosotros; esta injusticia de las costumbres es tanto más indignante por cuanto consentimos a la vez en hacerlas débiles a fuerza de seducción y en castigarlas luego porque ceden a todos los esfuerzos que hemos hecho para provocar su caída. Me parece que todo lo absurdo de nuestras costumbres está grabado en esta injusta atrocidad, y esta exposición bastaría para hacernos sentir la extrema necesidad que tenemos de cambiarlas por otras más puras. Digo, pues, que como las mujeres han recibido tendencias mucho más violentas que nosotros a los placeres de la Injuria, podrán entregarse a ésta cuanto deseen, absolutamente liberadas de todos los vínculos del himeneo, de todos los falsos prejuicios del pudor, absolutamente devueltas al estado de naturaleza; quiero que las leyes les permitan entregarse a tantos hombres como se les ocurra; quiero que el goce de todos los sexos y de todas las partes de sus cuerpos les esté permitido como a los hombres; y bajo la cláusula especial de entregarse igualmente a todos aquellos que las deseen, es preciso que tengan la libertad de gozar asimismo de todos aquellos que crean dignos de satisfacerlas. ¿Cuáles son, pregunto, los peligros de esta licencia? ¿Los niños que no tendrán padre? ¡Y qué! ¡Qué importa eso en una república en la que todos los individuos deben tener como única madre a la patria, donde todos los que nacen son sin excepción hijos de la patria! ¡Oh! ¡Cuanto más la amarán los que no habiendo conocido nunca sino esta madre, sabrán desde su nacimiento que sólo de ella deben esperarlo todo! No penséis en formar buenos republicanos mientras aisléis en sus familias a los niños, quienes deben pertenecer nada más que a la república. Al dar allí sólo a unos cuantos individuos la dosis de afecto que deben repartir entre todos sus hermanos, adoptan inevitablemente los prejuicios a menudo peligrosos de esos individuos; sus opiniones, sus ideas se aíslan, se particularizan y todas las virtudes de un hombre de Estado se les hacen absolutamente imposibles. Abandonando finalmente su corazón enteró a quienes les dieron nacimiento, ya no pueden encontrar en el corazón afecto alguno para la que debe hacerlos vivir, hacerlos conocer e ilustrarlos, como si estas segundas bondades no fueran más importantes que las primeras. Si es sumamente inconveniente dejar que los niños se nutran así en sus familias de intereses que a menudo difieren mucho de los de la patria, hay por lo tanto las mayores ventajas en separarlos de ellas, ¿y no lo son naturalmente por los medios que propongo, ya que al destruir absolutamente todos los lazos del himeneo, sólo nacerán de los placeres de la mujer niños a quienes el conocimiento de su padre les está absolutamente prohibido y con ello los medios de pertenecer a una misma familia, en vez de ser, como deben serlo, únicamente hijos de la patria? Habrá, por lo tanto, casas destinabas al libertinaje de las mujeres y al igual que aquéllas para hombres, bajo la protección del gobierno; en ellas se les facilitarán todos los individuos de uno y otro sexo que puedan desear y cuanto más frecuenten estas casas, más estimadas serán. No hay nada tan bárbaro y tan ridículo como haber asociado el honor y la virtud de las mujeres a la resistencia que oponen a deseos que han recibido de la naturaleza y que excitan sin cesar quienes tienen la barbarie de culparla. Desde la más tierna edad16, 16

Las babilonias no esperaban siete años para llevar sus primicias al templo de Venus. El primer

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una niña liberada de los vínculos paternales, no teniendo ya que conservar nada para el himeneo (absolutamente abolido por las sabias leyes que deseo), por encima del prejuicio que antaño encadenaba su sexo, podrá, pues, entregarse a todo cuanto le dicte su temperamento en. las casas establecidas para este fin; en ellas será recibida con respeto, satisfecha con profusión y, de vuelta en la sociedad, podrá hablar tan públicamente de los placeres que haya gustado como hoy lo hace de un baile o de un paseo. Sexo encantador: seréis libre; gozaréis como los hombres de todos los placeres que os impone la naturaleza; no os detendréis ante ninguno. ¿La parte más divina de la humanidad debe recibir cadenas de la otra? ¡Oh! Rompedlas, la naturaleza así lo quiere; no tengáis otro freno que el de vuestras inclinaciones ni otras leyes que vuestros deseos ni otra moral que la de la naturaleza; no padezcáis más bajo esos bárbaros prejuicios que mancillaban vuestros encantos y cautivaban los impulsos divinos de vuestros corazones17; sois libres como nosotros y la carrera de los combates de Venus os está abierta como a nosotros; no temáis ya absurdos reproches; la pedantería y la superstición están aplastadas; ya no se os verá ruborizar por vuestros encantadores excesos; coronadas de mirtos y de rosas, la estima que concebiremos por vosotras sólo estará ahora en relación con el mayor grado de extensión que os hayáis permitido darles. Lo que acaba de decirse debería, sin duda, dispensarnos de examinar el adulterio; echémosle, no obstante, un vistazo, por muy nulo que sea conforme a las leyes que establezco. ¡Hasta que punto era ridículo considerarlo un acto criminal en nuestras antiguas instituciones! Si había algo absurdo en el mundo, seguramente lo era la eternidad de los vínculos conyugales. A mi parecer, bastaba examinar o sentir todo el grosero peso de esos lazos para dejar de considerar crimen la acción que los aliviaba; como la naturaleza, según acabamos de decirlo, dota a las mujeres de un temperamento más ardiente y de una sensibilidad más profunda que a los individuos del otro sexo, el yugo de un himeneo eterno era para ellas tanto más pesado. Mujeres tiernas y abrazadas por el fuego del amor, resarcios ahora sin temor; persuadios de que no hay mal alguno en seguir los impulsos de la naturaleza, que no os ha creado para un solo hombre sino para complacer indistintamente a todos. Que no os detenga ningún freno. Imitad a los republicanos de Grecia; jamás los legisladores que les dieron leyes imaginaron hacer un crimen del adulterio y casi todos autorizaron el desorden de las mujeres. Tomás Moro demuestra, en su Utopía, que es ventajoso para las mujeres entregarse al libertinaje y las ideas de este gran hombre no siempre eran sueños18. Entre los tártaros, cuanto más se prostituía una mujer, más honrada era; llevaba públicamente en el cuello las señales de su impudicia y no se estimaba en absoluto a las que no estaban así adornadas. En el Perú, las propias familias entregan sus mujeres o sus hijas a los extranjeros de viaje por allí, ¡se las alquila a tanto por día como si fueran coches o impulso de concupiscencia que siente una muchacha es el momento que la naturaleza le indica para prostituirse; sin ninguna clase de consideración, ella debe seguir a la voz de su naturaleza: resistiendo ofende a las leyes. 17 Las mujeres no saben hasta qué punto las embellecen sus lascivias. Comparad dos mujeres de parecida edad y belleza, de las que una viva en el celibato y la otra en el libertinaje: veréis cuánto le lleva esta última en brillo y frescura; todo lo que violente a la naturaleza deteriora mucho más que el abuso en los placeres; nadie ignora que la embellece a una mujer. 18 El mismo proponía que los novios se viesen completamente desnudos antes de casarse. ¡Cuántos matrimonios se frustrarían si se ejecutase esta ley! ¡Reconoced que lo contrario es con mucho eso que llamamos comprar la mercadería sin verla!

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caballos! Volúmenes enteros no alcanzarían para demostrar cumplidamente que nunca la lujuria fue considerada criminal entre ninguno de los pueblos prudentes de la tierra. Bien saben todos los filósofos que sólo a los impostores cristianos les debemos el verla erigida en crimen. Los sacerdotes tenían sus buenos motivos para prohibirnos la lujuria: esa recomendación, al reservarles el conocimiento y la absolución de los pecados secretos, les daba un increíble dominio sobre las mujeres y les abría una carrera de lubricidad cuya extensión no tenía límites. Es sabido el partido que sacaron de esto y cómo seguirían abusando si su crédito no estuviera perdido sin remedio. ¿Es más peligroso el incesto? No, sin duda, pues extiende los vínculos de las familias y por consiguiente hace más activo el amor de los ciudadanos por la patria; nos es dictado por las primeras leyes de la naturaleza, lo sentimos, y el goce de les objetos que nos pertenecen nos parece siempre más delicioso. Las primeras instituciones favorecían el incesto; se lo encuentra en el Origen mismo de las sociedades; está consagrado en todas las religiones; todas las leyes lo han favorecido. Si recorremos el universo, encontramos el incesto establecido por doquier. Los negros de la costa de la pimienta y del río Gabón prostituyen sus mujeres a sus propios hijos; en el reino de Juda, el hijo mayor debe casarse con la mujer de su padre; los pueblos de Chile se acuestan indistintamente con sus hermanas y sus hijas, y a menudo se casan a la vez con la madre y la hija. En pocas palabras, oso asegurar que el incesto debería ser la ley de todo gobierno cuya base es la fraternidad. ¡Cómo es posible que hombres razonables pudieran llevar el absurdo al punto de creer que el goce de su madre, de su hermana o de su hija, llegara a convertirse en acto criminal! ¿No es, os pregunto, un prejuicio abominable el que presenta como crimen a un hombre él hecho de estimar más para su goce el objeto a que más lo aproxima el sentimiento de la naturaleza? Sería lo mismo que decir que nos está prohibido amar demasiado a los individuos que la naturaleza nos prescribe amar más y que cuanto más nos da inclinaciones hacia un objeto, más nos ordena al mismo tiempo alejarnos de él. Esas contradicciones son absurdas; sólo pueblos embrutecidos por la superstición pueden creerlas o adoptarlas. La comunidad de mujeres que establezco acarrea necesariamente el incesto y por lo tanto queda poco que decir sobre un supuesto delito cuya nulidad está ya demasiado demostrada para insistir en ella; y vamos a pasar a la violación, que parece ser, a primera vista, entre todos los excesos del libertinaje aquél cuya lesión está mejor establecida, en razón del ultraje que parece cometer. No obstante es cierto que la violación, acción tan poco frecuente y tan difícil de probar, causa menos daño al prójimo que el robo, puesto que éste invade la propiedad que aquél se limita a deteriorar. Por otra parte, ¿qué podríais responder al violador si éste os dice que en realidad el daño que ha causado es muy reducido, ya que se ha limitado a poner un poco más pronto el objeto de que ha abusado en el mismo estado en que a poco le habrían puesto el himeneo o el amor? Pero, la sodomía, ese supuesto crimen que atrajo el fuego de los cielos sobre las ciudades que se entregaban a él, ¿no es acaso un desvarío monstruoso, cuyo castigo nunca será bastante fuerte? Es sin duda muy doloroso para nosotros tener que reprochar a nuestros antepasados las matanzas judiciales que osaron permitirse a este respecto. ¿Es posible ser tan bárbaro que se condene a muerte a un desdichado individuo cuyo único delito consiste en no tener los mismos gustos vuestros? Uno se estremece al pensar que no hace aún cuarenta años el absurdo de los legisladores estaba todavía en eso. Consolaos, ciudadanos: semejantes absurdos no ocurrirán mas: de ello responde la sabiduría de vuestros legisladores. Perfectamente esclarecidos sobre esta debilidad de ciertos hombres, hoy se sabe muy bien que semejante error no puede ser criminal y que la naturaleza no podría 79

haber atribuido al. fluido que corre por nuestros flancos tanta importancia como para encolerizarse por el camino que nos plazca hacer tomar a ese licor. ¿Cuál es el único crimen que puede haber aquí? Seguramente no es el de depositarse en uno u otro lugar, a menos que se pretenda sostener que no todas las partes del cuerpo se asemejan y que las hay puras e impuras; pero, como es imposible defender semejantes absurdos, el único supuesto delito no puede consistir en este caso sino en la pérdida del semen. Ahora bien, os pregunto si es verosímil que ese semen sea tan precioso a los ojos de la naturaleza que resulte imposible perderlo sin cometer un crimen. ¿Procedería ella todos los días a esas pérdidas si así fuera, y no equivale a autorizarlas el permitirlas en los sueños, en el acto del goce de una mujer encinta? ¿Es posible imaginar que la naturaleza nos diera la posibilidad de un crimen que la ultrajaría? ¿Es posible que consienta que los hombres la destruyan en sus placeres, y por eso se vuelvan más fuertes que ella misma? Es inaudito el abismo de absurdidades en que se cae, al pensar, cuando se abandona la luz de la razón. Estemos pues seguros de que es tan sencillo gozar de uno u otro modo a. la mujer, que es completamente indiferente gozar una muchacha o un joven, y que así como es claro que no pueden existir en nosotros otras tendencias que las que tenemos por naturaleza, ella es demasiado sabia y prudente como para haber puesto algo en nosotros que pueda ofenderla. La sodomía es el resultado de la constitución humana, y nosotros no contribuimos para nada en ella. Los niños de más tierna edad anuncian este gusto, y no se corrige ya más. En ocasiones es el fruto de la saciedad; pero, aún en este caso ¿pertenece menos a la naturaleza? Bajo todo punto de vista es su obra, y siempre debe respetarse lo que ella inspira. Si por un recuento exacto se llegara a demostrar que este gusto afecta infinitamente más que el otro, que los placeres que otorga son mucho más vivos, y que en razón de esto sus partidarios son mil veces más numerosos que sus enemigos, ¿no podría concluirse entonces que, lejos de ultrajar a la naturaleza, este vicio sirve a sus designios, y que ella favorece mucho menos la progenitura de lo que hemos tenido la locura de creer? Ahora bien, recorriendo el universo, ¡cuántos pueblos vemos despreciar a las mujeres! Hay algunos que no se sirven de ellas más que para tener los niños necesarios para la sucesión. La costumbre que tienen los hombres de vivir juntos en las repúblicas hará siempre este vicio más frecuente, pero esto ciertamente no es peligroso. ¿Los legisladores de Grecia lo habrían introducido en su república si lo hubieran creído? Al contrario, lo concebían necesario para un pueblo guerrero. Plutarco nos habla con entusiasmo del batallón de los amantes y de los amados; ellos solos defendieron durante largo tiempo la libertad de Grecia. Este vicio reina en las asociaciones de camaradas de armas, y las consolida. Los más grandes hombres le son afectos. Toda América, al tiempo del descubrimiento, se encontraba habitada por hombres con este gusto. En Luisiana, tierra de los Illinois, los indios se prostituían como cortesanas vestidos de mujer. Los negros de Benguela mantienen públicamente sus hombres; casi todos los serrallos de Argelia están hoy poblados sólo por jóvenes. No satisfechos con tolerarlo, en Tebas ordenaron el amor de los efebos; el filosofo de Queronea lo prescribía para suavizar las costumbres de los jóvenes. Sabemos hasta qué punto este vicio señoreaba en Roma: había lugares públicos donde los jóvenes y las muchachas se prostituían, unos vestidos de mujer y las otras de hombre. Marcial, Cátulo, Tibulio, Horacio y Virgilio escribían a los hombres como a sus amantes, y leemos finalmente en Plutarco19 que las mujeres no debían tener parte alguna en el amor de los hombres. 19

Cf. Obras Morales, Tratado del Amor

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Los Amasiens de la isla de Creta raptaban otrora con singulares ceremonias a sus jóvenes efebos. Cuando amaban a uno, avisaban a sus padres el día en que el raptor realizaría su obra; el joven oponía alguna resistencia si su amante no lo satisfacía; en caso contrarío, partía con él. El seductor lo devolvía a su familia tan pronto como le hubiese utilizado; puesto que tanto en esta pasión como en la de las mujeres se tiene siempre demasiado desde que se tiene bastante. Estrabón nos dice que en la misma isla, no era sino con muchachos que se llenaban los serrallos: se los prostituía públicamente. ¿Veamos una última autoridad, para probar en qué medida este vicio es útil a una república? Escuchemos a Jerónimo el Peripatético: "El amor de los adolescentes, nos dice, se difundió en toda Grecia, porque daba coraje y fuerza, porque servía para expulsar a los tiranos; las conspiraciones se formaban entre los amantes, y ellos se dejaban torturar antes que denunciar a sus cómplices; así el patriotismo sacrificaba todo a la prosperidad del Estado; seguros do que estas relaciones afirmaban a la república, se declamaba contra las mujeres, y constituía una debilidad reservada al despotismo ligarse a una de tales criaturas". Siempre la pederastia fue el vicio de los pueblos guerreros. César nos enseña que los galos le eran extraordinariamente afectos. Las guerras que debían sostener las repúblicas, separando por fuerza a los dos sexos, propagaban el vicio. Cuando se reconocían sus consecuencias útiles para el Estado, pronto era consagrado por la religión. Es sabido que los romanos santificaron los amores de Júpiter y de Ganymedes; Sixto Empírico nos asegura que esta fantasía era obligatoria entre los persas. Finalmente las mujeres, celosas y despreciadas, ofrecen a sus maridos los mismos servicios que ellos recibían de los adolescentes; algunos ensayaron y volvieron a sus antiguas prácticas, no siendo posible la ilusión. Los turcos, fuertes adeptos a esta depravación que Mahoma consagra en su Corán, aseguran no obstante que una virgen muy joven puede remplazar bastante bien a un joven, y raramente las suyas sé volvían mujeres antes de haber pasado por esta prueba. Sixto Quinto y Sánchez permitían este exceso, y el segundo intentó aún probar que era útil a la propagación de la especie, y que un niño creado después de este curso previo devenía infinitamente mejor constituido. Por último, las mujeres se resarcen entre ellas. Esta fantasía no tiene sin duda más inconvenientes que la otra, porque su resultado no es otro que la negativa a concebir, y porque los recursos de los que la gente gusta son suficientemente fuertes como para que sus enemigos puedan perjudicarlos. Los griegos apoyaban asimismo este desvarío de las mujeres, y se basaban en razones de Estado. Resultó que, bastándose entre ellas, sus contactos con los hombres fueron menos frecuentes y no lesionaron así los asuntos de la república. Luciano nos enseña qué progreso realizó esta licencia, y no es sin interés que nosotros la vemos en Safo. En pocas palabras, no hay clase alguna de peligro en estas manías: se remontan tan lejos, casi hasta acariciar los monstruos y los animales, así como tenemos el ejemplo de muchos pueblos; no habrá sin duda en todas estas tonterías el más pequeño inconveniente, porque la corrupción de las costumbres, siendo muy útil al gobierno, no será perniciosa bajo ningún aspecto, y debemos esperar de nuestros legisladores suficiente prudencia y sabiduría para estar seguros de que ninguna ley vendrá de ellos para la represión de estas miserias que, procediendo en absoluto de nuestra constitución, no harán más culpable a quien les sea afecto que aquél a quien la naturaleza hizo contrahecho. Sólo nos queda ahora por examinar el asesinato en la segunda categoría de los delitos del hombre hacia sus semejantes y enseguida pasaremos a sus deberes hacia sí mismo. De todas las ofensas que el hombre puede hacer a sus semejantes, el asesinato es, 81

sin disputa, la más cruel, puesto que le despoja del único bien que haya recibido de la naturaleza, del único cuya pérdida sea irreparable. Diversas cuestiones se plantean aquí, empero, abstracción hecha del daño que el asesinato causa a quien es su víctima. 1. Dicha acción, considerando únicamente las leyes de la naturaleza, realmente criminal? 2. ¿Lo es en relación con las leyes de la política? 3. ¿Es nociva para la sociedad? 4. ¿Cómo debe ser considerada en un gobierno republicano? 5. Por último, ¿el asesinato debe ser reprimido mediante el asesinato?

¿es

Vamos a examinar separadamente cada una de estas cuestiones: el objeto es bastante fundamental para que nos permita detenernos en él. Tal vez nuestras ideas parecerán un poco arriesgadas; ¿qué importa eso? ¿No hemos adquirido el derecho de decirlo todo? Desarrollemos grandes verdades ante los hombres: las esperan de nosotros; es tiempo que el error desaparezca, es preciso que su corona caiga al lado de la de los reyes. ¿Es el asesinato un delito a los ojos de la naturaleza? He aquí la primera cuestión planteada. Sin duda, vamos a humillar el orgullo del hombre, rebajándolo al rango de todas las demás producciones de la naturaleza, pero el filósofo no mima las pequeñas vanidades humanas: corre siempre con ardor tras la verdad, la descubre bajo los necios prejuicios del amor propio, la alcanza, la desarrolla y audazmente la muestra a la tierra estupefacta. ¿Qué es el hombre y qué diferencia existe entre él y las plantas, entre él y los demás animales de la naturaleza? Ninguna, sin duda. Fortuitamente colocado, como ellos, sobre este globo, nace como ellos, se propaga, crece y decrece como ellos; llega como ellos a la vejez y cae como ellos en la nada tras el término que la naturaleza asigna a cada especie, en virtud de la construcción de sus órganos. Si las semejanzas son a tal punto exactas que se le hace absolutamente imposible al ojo inquisidor del filósofo percibir diferencia alguna, habrá por lo tanto el mismo o bien tan poco mal en matar un animal o un hombre, y sólo en los prejuicios de nuestro orgullo se encontrará la distancia; pero nada es por desgracia tan absurdo como los prejuicios del orgullo. Insistimos, empero, en el problema. No podéis oponeros a que sea igual destruir un hombre o una bestia; pero, la destrucción de todo ser vivo ¿no es, decididamente un mal, según lo pensaban los pitagóricos y según lo creen hoy mismo los habitantes de la ribera del Ganges? Antes de responder a esto, recordemos ante todo a los lectores que sólo examinamos el problema en lo relativo a la naturaleza; luego lo consideraremos en relación con los hombres. Ahora bien, pregunto de qué precio pueden ser para la naturaleza individuos que no le cuestan ni la menor pena ni la menor preocupación. ¿No estima su obra el obrero en razón del trabajo que le cuesta, del tiempo que le lleva crearla? Ahora bien, ¿qué le cuesta el hombre a la naturaleza? Y, suponiendo que le cuesta, ¿le cuesta más que un mono o un elefante? Iré más lejos todavía: ¿cuáles son las materias generadoras de la naturaleza? ¿De qué se componen los seres que vienen a la vida? ¿Los tres elementos que los forman no proceden de la destrucción primitiva de los otros cuerpos? Si todos los individuos fueran eternos, ¿no se le haría imposible a la naturaleza crear otros nuevos? Si la eternidad de los seres es una imposibilidad para la naturaleza, la destrucción se convierte por consiguiente en una de sus leyes. Ahora bien, si las destrucciones le son tan útiles que no puede prescindir en absoluto de ellas, y si no puede lograr sus creaciones sin recurrir a esas masas de destrucción que le prepara la muerte, desde este momento la idea de aniquilación que 82

atribuimos a la muerte deja de ser real; ya no hay aniquilación comprobada; lo que llamamos el fin de un animal que tiene vida ya no es un fin sino una mera transmutación cuya base es el movimiento perpetuo, verdadera esencia de la naturaleza y admitida por todos los filósofos modernos como una de sus primeras leyes. La muerte, conforme a estos principios irrefutables, sólo constituye un cambio de forma, un paso imperceptible de una existencia a otra, y esto es lo que Pitágoras llamaba metempsicosis. Aceptadas estas verdades, pregunto si cabe sostener que la destrucción es un crimen. A fin de conservar vuestros absurdos prejuicios, ¿osaréis decirme que la transmutación es una destrucción? No, sin duda; pues para ello sería necesario probar la existencia de un instante de inacción en la materia, de un momento de reposo. Pero, jamás descubriréis ese momento. Pequeños animales se forman en el instante en que el gran animal pierde la respiración y la vida de esos pequeños animales sólo es uno de los efectos necesarios determinados, por el sueño momentáneo del grande. ¿Osaréis decirme ahora que el uno agrada más a la naturaleza que los otros? Para ello se precisaría demostrar algo que es imposible: que la forma alargada o cuadrada es más útil, más agradable a la naturaleza, que la forma oblonga o triangular; sería preciso demostrar que, habida cuenta de los planes sublimes de la naturaleza, un holgazán que engorda en la inacción y la indolencia es más útil que el caballo, cuyo servicio es tan esencial o que el buey, cuyo cuerpo es tan precioso que son útiles todas sus partes sin excepción; sería necesario decir que la serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel. Por lo tanto, y como todos estos sistemas son insostenibles, hay que aceptar resueltamente la imposibilidad en que estamos de aniquilar las obras de la naturaleza, considerando que lo que hacemos, al entregarnos a la destrucción, sólo equivale a operar una variación en las formas, pero que no puede extinguir la vida, y supera entonces las fuerzas humanas la tarea de probar que pueda haber crimen alguno en la supuesta destrucción de una criatura, de cualquier edad, de cualquier sexo o de cualquier especie que la supongáis. Llevados todavía más lejos por la serie de nuestras deducciones, todas las cuales nacen las unas de las otras, será por último necesario convenir en que, en vez de perjudicar la naturaleza, la acción que cometéis, al variar las formas de sus diferentes obras, es ventajosa para ella, ya que le proporcionáis mediante esta acción la materia prima de sus reconstrucciones, cuya elaboración se le volvería impracticable si vosotros no aniquilarais. ¡Y qué!, Dejadla hacer, se os dice; por cierto, hay que dejarla hacer, pero son sus impulsos lo que el hombre sigue cuando se entrega al homicidio; es la naturaleza quien lo aconseja y el hombre que destruye a su semejante es a la naturaleza lo que le es la peste o la hambruna, igualmente enviadas por su mano, la que se sirve de todos los medios posibles para obtener más pronto esta materia prima de destrucción, absolutamente esencial para estas obras. Dignémonos iluminar un momento nuestra alma con la santa antorcha de la filosofía; ¿qué otra voz que la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas y las guerras, en pocas palabras, todos estos motivos de perpetuas matanzas? Ahora bien, si ella nos los aconseja, tiene por lo tanto necesidad de ellos. ¿Cómo podemos, pues, conforme a esto, suponernos culpables frente a ella, ya que nos limitamos a seguir sus opiniones? Pero he aquí más de lo necesario para convencer a cualquier lector ilustrado de que es imposible que el asesinato pueda ultrajar a la naturaleza. ¿Es un delito en política? Atrevámonos a reconocer, por el contrario, que infortunadamente no es sino uno de los mas poderosos resortes de la política. ¿No es, acaso, a fuerza de asesinatos que Roma se convirtió en señora del mundo? ¿No es a fuerza de 83

asesinatos que Francia es hoy libre? Inútil es advertir aquí que sólo se habla de las muertes causadas por la guerra y no de las atrocidades cometidas por los facciosos y los desorganizadores; esos, condenados a la execración pública, sólo necesitan ser recordados para excitar por siempre el horror y la indignación generales. ¿Qué ciencia humana tiene más necesidad de sostenerse mediante la matanza que la que sólo tiende a engañar, que la que tiene por único objeto el crecimiento de una nación a expensas de otra? Las guerras, únicos frutos de esta bárbara política, ¿son otra cosa que los medios de que ella se nutre, con los que se fortalece, con los que se apuntala? ¿Y qué es la guerra sino la ciencia de destruir? ¡Extraña ceguera la del hombre que enseña públicamente el arte de matar, que recompensa a quien lo hace con más éxito y que castiga a quien, por un motivo privado, se deshace de su enemigo! ¿No es tiempo ya de corregir tan bárbaros errores? Por último, ¿es el asesinato un delito contra la sociedad? ¡Quién pudo alguna vez imaginarlo, sensatamente! ¡Oh! ¿Qué importa a esta numerosa sociedad que se cuente en ella un miembro de más o de menos? ¿Sus leyes, sus usos y costumbres serán viciados por esto? Nunca la muerte de un individuo influyó sobre la masa general. ¿Después de la pérdida de la más grande batalla, ¡qué digo! después de la extinción de la mitad del mundo y, si se quiere, de su totalidad, el pequeño número de seres que sobreviviera experimentaría acaso la mínima alteración material? ¡Ay! , NO. La naturaleza entera tampoco lo experimentaría y el tonto orgullo del hombre, que se cree que todo ha sido hecho para él, quedaría muy menoscabado después de la destrucción total de la especie humana si viera que nada ha variado en la naturaleza y que el curso de los astros ni siquiera se ha retardado. Prosigamos. ¿Cómo debe ser visto el asesinato en un estado guerrero y republicano? Sería sin duda sumamente peligroso cubrir de oprobio esta acción o castigarla. La intrepidez del republicano exige un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía se pierde, en poco tiempo será subyugado. Una reflexión muy singular se ofrece aquí, pero como es verdadera a pesar de su audacia, la enunciaré. Una nación que empieza a regirse como república sólo se sostendrá mediante virtudes, ya que, para llegar al máximo, hay que comenzar siempre por el mínimo; pero una nación ya vieja y corrompida que sacuda valientemente el yugo de su gobierno monárquico para adoptar el gobierno. republicano sólo se mantendrá a través de muchos crímenes; pues ya está sumida en el crimen y si quiere pasar del crimen a la virtud, o sea, de un estado violento a un estado tranquilo, caerá en una inercia cuya ruina segura será pronto el resultado. ¿Qué sería del árbol que se trasladara de una tierra llena de vigor a una llanura arenosa y seca? Todas las ideas intelectuales están de modo tal supeditadas a la física de la naturaleza que las comparaciones proporcionadas por la agricultura no nos engañarán nunca en moral. Los más independientes de todos los hombres, los más próximos a la naturaleza, los salvajes, se entregan diariamente con impunidad a las matanzas. En España y en Lacedemonia se iba a la caza de los ilotas como nosotros en Francia vamos a la de perdices. Los pueblos más libres son los que más las aceptan. En Mindanao, quien quiere cometer un asesinato es elevado al rango de los valientes; se lo condecora enseguida con un turbante; entre los caraguos, es preciso haber dado la muerte a siete hombres para alcanzar los honores de ese tocado; los habitantes de Borneo creen que todos aquellos a quienes dan muerte los servirán cuando dejen de vivir; incluso los devotos españoles hacían voto a Santiago de Galicia de matar doce americanos por día; ¡en el reino de Taugut, se escoge un hombre fuerte y vigoroso, a quien le está permitido, durante determinados días del año, matar a todo el que encuentra! ¿Ha habido un pueblo más amigo de las matanzas que los judíos? Se lo ve en todas las formas, en cada una de las páginas de su historia. 84

El emperador y los mandarines de China adoptan de tiempo en tiempo medidas para hacer que el pueblo se rebele a fin de conseguir con estas maniobras el derecho a cometer carnicerías espantosas. Y si ese pueblo blando y afeminado algún día se libera del yugo de sus tiranos, los exterminará a su vez y con tanta más razón, el crimen, siempre adoptado, siempre necesario, se habrá limitado a cambiar de víctimas: era la dicha de unos, se convertirá en la felicidad de otros. Una infinidad de naciones toleran los asesinatos públicos: están absolutamente permitidos en Génova, en Venecia, en Nápoles y en Albania entera; en Kachao, en la orilla de Santo Domingo, los asesinos, con una vestimenta conocida y aceptada, degüellan por orden vuestra y ante vuestros ojos al individuo que les indiquéis. Los indios toman opio para incitarse a la matanza, precipitándose luego en las calles, dan muerte a todos los que encuentran; no faltan viajeros ingleses que hayan vuelto a encontrar esta manía en Batavia. ¿Qué pueblo fue a la vez más grande y más cruel que los romanos y qué nación conservó por más tiempo su esplendor y su libertad? El espectáculo de los gladiadores sostuvo su coraje, se hizo guerrera por el hábito de convertir la matanza en un juego. Doce o quince centenares de víctimas por día cubrían las arenas del circo y allí, las mujeres, más crueles que los hombres, osaban exigir que los agonizantes cayesen con gracia y que se destacasen aún bajo las convulsiones de la muerte. Los romanos pasaron de esto al placer de ver cómo los enanos se degollaban entre sí; y cuando el culto cristiano, infectando la tierra, vino a persuadir a los hombres de que era malo matarse, los tiranos inmediatamente encadenaron a este pueblo y los héroes del mundo se convirtieron pronto en juguetes. Por último se pensó en todas partes, y con razón, que el asesino, es decir, el hombre que ahogaba su sensibilidad hasta el punto de matar a su semejante y desafiar la venganza pública o particular, en todas partes, repito, se pensó que un hombre así tenía necesariamente que ser muy valioso y por consiguiente muy precioso en un gobierno guerrero o republicano. Recorramos ahora naciones que, más feroces todavía, procedieron a inmolar niños y muy a menudo los suyos propios. Veremos esas medidas universalmente adoptadas e incluso algunas veces incorporadas a la legislación. Muchas poblaciones salvajes matan sus niños en cuanto nacen. Las madres, en las orillas del Orinoco, convencidas de que sus hijas nacían para ser desdichadas, ya que su destino era ser esposas de los salvajes de la región, que no podían soportar a las mujeres, las inmolaban no bien daban a luz. En la Trapabone y en el reino de Sopit, todos los niños deformes eran sacrificados por sus propios padres. Las mujeres de Madagascar entregaban a las bestias salvajes los niños nacidos en determinados días de la semana. En la república de Grecia se examinaba cuidadosamente a todos los niños venidos al mundo, y si no se los hallaba conformados de modo que un día pudieran defender a la república, se los inmolaba con presteza: allí no se juzgaba esencial erigir casas ricamente provistas para conservar esa abyecta escoria de la naturaleza humana20. Casi a fines del siglo del Imperio, todos los romanos que no deseaban alimentar a sus niños los arrojaban en los vertederos de basura. Los antiguos legisladores no tuvieron ningún escrúpulo en consagrar los niños a la muerte, y jamás ninguno de sus códigos reprimió los derechos que un padre creía tener siempre sobre su familia. Aristóteles aconsejaba el aborto; y estos viejos republicanos, llenos de entusiasmo, de ardor por la patria, desconocían esa conmiseración individual que se 20

Es preciso esperar que la nación desechará este gasto, el más inútil de todos; e1 individuo que nace sin las cualidades necesarias para convertirse algún día en un ser útil a la república no tiene ningún derecho de conservar la vida, y lo mejor que puede hacerse es quitársela en el momento en que la recibe.

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encuentra entre las naciones modernas; amaban menos a los niños, pero querían mejor a su país. En todas las ciudades de China se encuentra cada mañana una increíble cantidad de niños abandonados en las calles; una carreta los recoge al amanecer, y son arrojados en una fosa; a menudo las propias parteras desembarazan a las madres ahogando enseguida sus frutos en tinas de agua hirviente o tirándolos en el río. En Pekín, se los encuentra dentro de pequeños cestos de junco que se abandonan en los canales; todos los días se limpian estos canales, y el célebre viajero Duhalde calcula en más de treinta mil el número diario que se extrae en cada búsqueda. No puede negarse la extraordinaria necesidad, sumamente política, de colocar un dique al aumento de población en un gobierno republicano; lo contrario sería, de hecho, alentar la instauración de una monarquía; en ella los tiranos, que miden su riqueza por el número de esclavos, seguramente necesitan hombres; pero la abundancia de población, no lo dudéis, es un real vicio en un gobierno republicano; no es sin embargo necesario el degüello para disminuirla, como lo proclaman nuestros modernos decemviros: no hay más que privarla de los medios de extenderse más allá de los límites que su felicidad le prescribe. Guardaos de multiplicar demasiado un pueblo donde cada ser es soberano, y estad bien seguros de que las revoluciones no son nunca efecto de una población muy numerosa. Si por el esplendor del Estado otorgáis a vuestros guerreros el derecho a destruir hombres, por la conservación de ese mismo Estado acordad igualmente a cada individuo que se entregue, si lo quiere, puesto que puede hacerlo sin ultrajar la naturaleza, al derecho de deshacerse de los niños que no puede alimentar o de los que el gobierno no puede sacar ningún provecho; acordadle también el derecho a deshacerse, a su riesgo, de todos los enemigos que puedan molestarle ya que el resultado de todas estas acciones, absolutamente nulas en sí mismas, será mantener vuestra población en un estado moderado y nunca bastante numerosa para derrocar vuestro gobierno. Dejadles decir a los monárquicos que un Estado sólo es grande en virtud de su extrema población: tal Estado siempre será pobre si su población sobrepasa sus medios de vivir y siempre estará floreciente si, mantenido dentro de justos límites, puede traficar con sus excedentes. ¿No podáis el árbol que tiene un exceso de ramas? Y, para conservar el tronco, ¿no podáis las ramas? Todo sistema que se aparta de estos principios es una extravagancia cuyos abusos nos llevarían pronto al derrumbe total del edificio que acabamos de levantar con tantos esfuerzos; pero al hombre no hay que destruirlo a fin de disminuir la población, cuando está ya formado. Es injusto abreviar los días de un individuo bien constituido; no lo es, afirmo, impedir que llegue a la vida un ser que ciertamente será inútil al mundo. La especie humana debe ser depurada desde la cuna; lo que debéis separar del seno de la sociedad es lo que prevéis que nunca podrá serle útil, he aquí los únicos medios razonables para disminuir una población cuyo gran número es, como acabamos de demostrarlo, el más peligroso de los abusos. Tiempo es de resumir. ¿Debe el asesinato ser reprimido mediante el asesinato? No, sin duda. Nunca impongamos al asesino otra pena que la que puede alcanzarlo por la venganza de los amigos o de la familia de aquél a quien ha matado. Os concedo vuestra gracia, le dijo Luis XV a Charoláis, quien acababa de matar un hombre para divertirse, pero la otorgo también a quien os mate. Todas las bases de la ley contra los asesinatos se hallan resumidas en esta frase sublime21. 21

La ley sálica castigaba al asesinato sólo con una simple multa, y como el culpable encontraba con

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En pocas palabras, el asesinato es un horror, pero se trata de un horror que a menudo es necesario, que nunca es criminal y que es esencial tolerar en un Estado republicano. He demostrado que el universo entero da el ejemplo al respecto; pero, ¿hay que considerarlo como una acción hecha para ser castigada con la muerte? Los que respondan al dilema siguiente habrán resuelto la cuestión: ¿Es el asesinato un crimen o no lo es? Si no lo es, ¿por qué hacer leyes que lo castiguen? Y si lo es, ¿por qué bárbara y estúpida inconsciencia lo castigaréis con un crimen semejante? Nos queda por hablar de los deberes del hombre hacia si mismo. Como el filósofo sólo adopta estos deberes en la medida en que tienden a su placer o a su conservación, es muy inútil recomendarle su práctica y más inútil todavía imponerle penas si falta. El único delito que el hombre pueda cometer en este orden es el suicidio. No me divertiré probando aquí la imbecilidad de las personas que erigen esta acción en un crimen: remito a la famosa carta de Rousseau a quienes pudieran abrigar aún algunas dudas al respecto. Casi todos los gobiernos antiguos autorizaban el suicidio por la política y por la religión. Los atenienses exponían en el Areópago los motivos que tenían para matarse, y se apuñaleaban enseguida. Todas las repúblicas de Grecia toleraron el suicidio; éste entraba en el plan dé los legisladores, la gente se mataba en público y el suicida hacía de su muerte un espectáculo aparatoso. La república de Roma alentó el suicidio: la devoción tan célebre por la patria sólo era una forma de suicidio. Cuando Roma fue tomada por los galos, los senadores más ilustres se dieron la muerte; al retomar ese mismo espíritu, adoptamos las mismas virtudes. Durante la campaña del 92 un soldado se dio muerte de pesar por no poder seguir a sus camaradas al encuentro de Jemmapes. Sin demora llegados a la altura de estos orgullosos republicanos, pronto superaremos sus virtudes: el gobierno hace al hombre. Un hábito tan dilatado de despotismo había enervado totalmente nuestro coraje; había depravado nuestras costumbres y hoy renacemos; pronto se verá de qué acciones sublimes es capaz el genio, el carácter francés, cuando es libre; sostengamos, al precio de nuestras fortunas y de nuestras vidas, esta libertad que tantas víctimas nos cuesta ya y no lamentemos ninguna de ellas si alcanzamos la meta: todas ellas se ofrendaron voluntariamente; no volvamos inútil su sangre; pero que haya unión... que haya unión o perderemos el fruto de todos nuestros esfuerzos; afirmemos excelentes leyes sobre las victorias que acabamos de obtener; nuestros primeros legisladores, esclavos todavía del déspota a quien por fin hemos abatido, sólo nos dieron leyes dignas de ese tirano que adulaban todavía; rehagamos su obra, pensemos que por fin vamos a trabajar para republicanos y filósofos; que nuestras leyes sean benignas como el pueblo al que deben regir. Presentando de esta manera, según termino de hacerlo, la nada, la indiferencia de una infinidad de acciones que nuestros antecesores, seducidos por una falsa religión, miraban como criminales, reduzco nuestro trabajo a muy poca cosa, hagamos escasas leyes, pero que sean buenas —no se trata de multiplicar los frenos, sólo de darle una cualidad indestructible a aquellos que se usan; — las leyes que promulgamos deben tener por fin la facilidad los medios de evitarla, Childebert, rey de Austrasia, impuso por un reglamento dado en Colonia la pena de muerte no contra el asesino, sino contra el que no cumpliese la multa establecida contra el asesinato. La ley ripuaria, asimismo, no castigaba el asesinato más que con multa, proporcionada al individuo que se hubiera matado. Fue muy alta para un cura: se le hizo al asesino una túnica de plomo de su tallé, y él debió igualar en oro el peso de esa túnica; en su defecto, el culpable y su familia permanecerían esclavos de la Iglesia.

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tranquilidad de los ciudadanos, su felicidad y el brillo de la república; pero después de haber expulsado al enemigo de vuestras tierras, Franceses, no quisiera que el ardor por la propagación de vuestros principios os llevara más lejos; sólo con el hierro y el fuego podréis llevarlo hasta los límites del universo. Antes de ejecutar estas decisiones acordaos del desgraciado éxito de las cruzadas. Cuando el enemigo esté del otro lado del Rhin, hacedme caso, permaneced en vuestra casa y cuidad vuestra frontera; reanimad vuestro comercio dándole energía y mercados para vuestras manufacturas; haced florecer vuestras artes, impulsad la agricultura, tan necesaria en un gobierno como el vuestro, cuyo espíritu debe ser el de poder abastecer a todo el mundo sin tener necesidad de nadie; dejad a los tronos de Europa que ellos mismos se hundan: vuestro ejemplo y prosperidad los derribará muy pronto, sin que tengáis necesidad de inmiscuiros en ello. Invencibles en vuestro interior y modelo de todos los pueblos a causa de vuestra educación y buenas leyes, no habrá en el mundo ningún gobierno que no trabaje para imitaros, ninguno que no se sienta honrado con vuestra alianza; pero si poseídos por el vano honor de querer llevar vuestros principios tan lejos que abandonéis el cuidado de vuestra propia felicidad, el despotismo, que sólo está adormecido, renacerá; os desgarrarán las disensiones intestinas, agotaréis vuestras finanzas y vuestros soldados, y todo eso para volver a besar los hierros que os impondrán los tiranos que os habrán sojuzgado durante vuestra ausencia; todo lo que queréis hacer se puede sin que abandonéis vuestros hogares; que los otros pueblos os vean feroces y correrán a la felicidad por el mismo camino que les habéis trazado22. EUGENIA, (a Dolmancé) — Esto es lo que se llama un escrito sabio, y tan de acuerdo con sus principios, por lo menos en algunos temas, que estoy tentada a pensar que usted es el autor. DOLMANCÉ — Es verdad que yo pienso en gran parte de .acuerdo con esas reflexiones, y mis razonamientos, corno usted misma lo ha comprobado, le dan a la lectura que acabamos de hacer la apariencia de una repetición... EUGENIA — De eso no me he dado cuenta; no se podrían decir mejor las grandes cosas; sin embargo encuentro un poco peligrosos algunos de esos principios. DOLMANCÉ — En el mundo sólo la piedad y la beneficencia son peligrosas; la bondad siempre es una debilidad a la que la ingratitud y la impertinencia de los débiles obligan a arrepentirse a la gente honesta. Que un buen observador se preocupe en calcular todos los peligros de la piedad y que luego los compare con los de una dureza de ánimo sostenida, y verá que los primeros son mayores. Pero nos alejamos demasiado, Eugenia: resumamos, para vuestra educación, el único consejo que se pueda extraer de todo lo que acaba de decirse: nunca escuche a su corazón; es el guía más falso que hayamos recibido de la naturaleza; ciérrelo con gran cuidado a los lamentos falaces del infortunio; más vale negarle a aquél que verdaderamente necesita, que correr el riesgo de darle algo a un perverso, a un intrigante o a un arribista: lo primero ocasiona muy leves consecuencias, lo segundo el más grave inconveniente. EL CABALLERO — Permítanme, les ruego, retomar los principios de Dolmancé, para tratar de discutirlos y, si puedo, aniquilarlos. ¡Ah! ¡Qué diferente serias, hombre cruel, si privado de la inmensa fortuna que posees y donde encuentras los medios para satisfacer tus pasiones, tuvieras que languidecer durante largos años en el infortunio agobiante del 22

Recuérdese que la guerra exterior no fue Jamás propuesta sino por el infame Dumouriez.

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cual tu espíritu feroz se atreve a culpar a los miserables! Cuando tu cuerpo, sólo cansado por las voluptuosidades, descansa lánguidamente sobre lechos de plumas, mira el suyo, agobiado por los trabajos que te permiten vivir, que recoge un poco de paja para preservarse del frió de la tierra, cuya superficie, al igual que las bestias, es lo único que tienen para acostarse; rodeado de platos suculentos, con los que veinte alumnos de Comus despiertan a diario tu sensualidad, mira cómo esos desgraciados le disputan a los lobos, en los bosques, la amarga raíz de un suelo agostado; cuando los juegos, las gracias y las risas conducen hasta tu lecho impuro los objetos más hermosos del templo de Cyterea, mira a ese miserable tendido junto a su triste esposa, que satisfecho de los placeres que recoge en el seno de las lágrimas no puede ni siquiera imaginar que existen otros: míralo, cuando no te privas de nada, cuando vives en medio de lo superfluo; míralo, te pido, falto constantemente de las cosas necesarias para atender las necesidades elementales de la vida; contempla su familia desolada; ve a su esposa, temblando, compartirse con ternura entre los cuidados que debe a su marido, que languidece cerca suyo, y aquellos que la naturaleza exige para los vástagos de su amor, privada de la posibilidad de cumplir con esos deberes tan sagrados para su alma sensible; ¡óyelos sin estremecerte, si es que puedes, cuando reclaman cerca tuyo eso superfluo que tu crueldad les niega! Bárbaro, ¿no son acaso hombres como tú? y si os parecen, ¿por qué debes gozar cuando ellos languidecen? Eugenia, Eugenia, no apague en su conciencia la voz de la naturaleza: es a la beneficencia que ella la conducirá cuando, a pesar de usted misma, separe su voz del fuego de las pasiones que la absorben. Estoy de acuerdo en que dejemos de lado los principios religiosos, pero no abandonemos las virtudes que la sensibilidad nos inspira; sólo practicándolas gozaremos los más dulces placeres del alma, y también los más deliciosos. Todos los extravíos de su espíritu serán redimidos por una buena obra; ella calmará los remordimientos que su inconducta hará nacer, y formando en el fondo de su conciencia un asilo sagrado donde se recogerá ¿obre usted misma algunas veces, encontrará allí el consuelo para los excesos a donde sus errores la habrán conducido. Hermana, soy joven y libertino, impío, soy capaz de todos los desenfrenos del espíritu, pero me queda el corazón; es puro y con él, amigos míos, me consuelo de todos los defectos de mi edad. DOLMANCÉ — Sí, caballero, eres joven. Lo prueba tu discurso: careces de experiencia; quiero oírte cuando ella te haya hecho madurar, entonces no hablarás tan bien de los hombres, porque los habrás conocido, amigo mío. Fue su ingratitud la que secó mi corazón, su perfidia la que destruyó en mí esas funestas virtudes para las cuales tal vez yo, como tú, había nacido. Pero si los vicios de unos hacen que esas virtudes sean peligrosas a otros, ¿no es hacerle un servicio a la juventud apagarlas en su corazón en el momento preciso? ¡Cómo puedes hablarme de remordimientos, amigo querido! ¿Acaso pueden existir en un alma que no ha conocido el crimen de nada? Que tus principios los apaguen, si tienes miedo de su aguijón; ¿será posible que te arrepientas de una acción de cuya indiferencia estás profundamente compenetrado? Desde que ya no creas en ningún tipo de mal, ¿de qué mal podrás arrepentirte? EL CABALLERO — No es del ¡espíritu de donde vienen los remordimientos. Ellos son los frutos del corazón y ningún sofisma de la cabeza extinguirá los impulsos del alma. DOLMANCÉ — Pero el corazón engaña, porque es siempre la expresión de los falsos cálculos del espíritu; haz que éste madure y el otro cederá de inmediato; cuando queremos razonar siempre nos extravían las falsas definiciones; yo no sé lo que es el corazón; sólo llamo así a las debilidades del espíritu. Una sola y única llama alumbra en mí. Cuando estoy sano y tengo firmeza, jamás me extravía; pero si soy viejo, hipocondríaco y 89

pusilánime, entonces me engaña; en este caso me digo sensible, mientras que en el fondo soy un débil y un tímido. Una vez más, Eugenia, que esa pérfida sensibilidad no abuse de usted; esté segura de que ella sólo es la debilidad del alma; no se llora sino porque se teme, y es por eso que los reyes son tiranos. Rechace y odie los pérfidos consejos del caballero; al aconsejarla que abra su corazón a todos los males imaginarios del infortunio, trata de imponerle una cantidad de penas, que no son las suyas y que pronto la desgarrarán a pura pérdida. Crea, Eugenia, crea que los placeres que nacen de la apatía valen más que aquellos que le brinda la sensibilidad; ésta no sabe alcanzar el corazón sino en un sentido, mientras que la otra excita e impresiona violentamente desde todas partes. En pocas palabras, ¿los placeres permitidos pueden compararse a los placeres que unen los atractivos más excitantes con aquellos, inapreciables, que brotan de la ruptura de los frenos sociales y del trastocamiento de todas las leyes? EUGENIA — Usted triunfa, Dolmancé, le gana. Los razonamientos del caballero sólo han rozado mi alma, en tanto que los suyos la seducen y la transportan. Créame, caballero, cuando quiera seducir una mujer apele a sus pasiones y no a sus virtudes. MADAME DE SAINT-ANGE, (al caballero) — Sí, mi amigo, haznos gozar, pero no nos sermonees: no nos convertirás y puedes perturbar las lecciones con las que queremos colmar el alma y el espíritu de esta encantadora joven. EUGENIA — ¿Perturbar? Oh, no, no; la obra de ustedes está terminada; aquello que los tontos llaman corrupción está ahora tan firmemente establecido en mí como para no dejar ninguna, esperanza de regreso, y sus principios apuntalados tan profundamente en mi corazón que los sofismas del caballero jamás llegarán a destruirlos. DOLMANCÉ — Eugenia tiene razón. No hablemos más de todo esto, caballero. Tendrás remordimientos y nosotros sólo queremos encontrar procedimientos. EL CABALLERO — Sea; estamos aquí para un fin muy diferente al que yo quería conducirlos; acepto que marchemos sin vacilación hacia tal fin; guardaré mi moral para aquellos que estén menos ebrios que ustedes, y que por eso puedan entenderla. MADAME DE SAINT-ANGE — Sí, hermano, sí, aquí sólo queremos tu pija, y te eximimos de la moral; es demasiado dulce para libertinos de nuestra especie. EUGENIA — Temo, Dolmancé, que esta crueldad que usted preconiza con ardor afecta en parte a sus placeres; me parece que ya lo dije: es usted muy duro cuando goza. También yo me siento con inclinaciones hacia ese vicio. Para aclarar mis ideas, le ruego que me diga cómo considera al objeto que le sirve para sus placeres. DOLMANCÉ — Como algo totalmente nulo, querida; que comparta o no mis placeres, que experimente o no satisfacción, apatía o dolor, en tanto yo sea feliz el resto me es absolutamente igual. EUGENIA — Inclusive es mejor que este objeto experimente dolor ¿no es cierto? DOLMANCÉ — Es mucho mejor, claro; ya lo he dicho: en ese caso la repercusión, mucho más activa, determina con mayor energía y rapidez a los espíritus animales en la dirección que les es necesaria para la voluptuosidad. Mire los serrallos del África, los del Asia, los de Europa meridional, y verá si los dueños de esos célebres harenes se preocupan mucho, cuando gozan, por producirles placer a los individuos que les sirven; ellos mandan y se les obedece, gozan y nadie se atreve a responderles; cuando están satisfechos, los otros se alejan. Hay algunos entre ellos que castigarían como una falta de respeto la audacia de compartir sus goces. El rey de Achem hacía cortar implacablemente la cabeza de la mujer que se atrevía, en su presencia, a entregarse hasta el punto de gozar, y muchas veces se la cortaba él mismo. Este déspota, uno de los más singulares del Asia, estaba protegido por 90

mujeres; siempre les daba sus órdenes por medio de signos, y la muerte más cruel era el castigo para las que no lo entendían. Los suplicios siempre los ejecutaba con sus propias manos o los hacía cumplir en su presencia. Todo lo cual, Eugenia, está fundado en los principios que ya he desarrollado. ¿Qué se desea cuando se goza? Que todos aquellos que nos rodean sólo se ocupen de nosotros, no piensen sino en nosotros y sólo a nosotros nos cuiden. Si los objetos que nos sirven para gozar también gozaran, desde ese mismo momento se preocuparían más de ellos mismos que de nosotros y en consecuencia disminuiría nuestro propio placer. No existe un solo hombre que no desee ser déspota cuando fornica: le parece que goza menos si los otros gozan igual que él. Por el impulso de un orgullo muy natural en ese instante, querría ser el único en el mundo capaz de experimentar lo que siente; la idea de ver a otro gozar como él, lo remite a una especie de igualdad que perjudica los indecibles atractivos que proporciona el despotismo23. Es mentira, por otra parte, que se experimente placer al dárselo a otros; eso es más bien servirlos, y el hombre que fornica está lejos del deseo dé ser útil a los otros. Haciendo el mal, por el contrarío, experimenta todos los encantos que siente un hombre nervioso al hacer uso de sus fuerzas; en ese instante domina, es un tirano; ¡y qué diferencia para el amor propio! No creamos que llegado a ese punto él se calle. El acto del placer es una pasión que subordina todas las demás a sí misma, y que al mismo tiempo las unifica. El deseo de dominar que se experimenta en ese momento es tan fuerte en la naturaleza que hasta se lo reconoce en los animales. No crea que los animales en esclavitud procrean como los que están libres. El dromedario va aún más lejos: no engendra si no se cree solo. Trate de sorprenderlo, y en consecuencia de que vea a alguien: huirá separándose allí mismo de su pareja. Si la naturaleza no hubiera tenido la intención de que el hombre fuera superior, no hubiese creado más débiles que él a los seres que les destina en ese momento. Esa debilidad a la que la naturaleza condena a las mujeres prueba innegablemente que su propósito es que el hombre, que goza como nunca de su potencia, la ejerza por medio de todas las violencias que se le ocurran, incluso con suplicios, si quiere. ¿La culminación de la voluptuosidad sería esa especie de furia si la intención de esta madre del género humano no fuera hacer del desenvolvimiento del coito algo semejante al de la cólera? ¿Cuál es el hombre bien constituido, dotado de órganos vigorosos, que ya sea de una u otra forma no deseará perturbar su placer? Bien sé que una cantidad de estúpidos, que nunca, se dan cuenta de sus sensaciones, no comprenderán el sistema que establezco; ¡pero qué me importan esos imbéciles! No es a ellos a quienes me dirijo. Tontos adoradores de las mujeres a los que dejo, a los pies de sus insolentes dulcineas, esperando el suspiro que los hará felices; bajos esclavos del sexo que tendrían que dominar, los abandono a los viles encantos de llevar las cadenas que la naturaleza les da para someter a los otros. Que esos animales vegeten en la bajeza que los envilece —¡sería vano que los sermoneáramos!—, pero que no denigren las cosas que no pueden entender, y que se convenzan que sólo aquellos que desean establecer sus principios en esta materia sobre los impulsos de un alma vigorosa y de una imaginación sin freno, como lo hacemos nosotros, usted y yo, señora, serán siempre los únicos que merecerán ser escuchados, los únicos que estarán hechos para prescribirles leyes y darles lecciones... ¡Cojamos! ¡Estoy por acabar!... Llamen a Agustín, les ruego. (Se lo llama; entra.) 23

La pobreza del francés nos obliga a emplear palabras que nuestro acertado gobierno repudia hoy con tanta razón; esperamos que los esclarecidos lectores nos entenderán, no confundiendo el absurdo despotismo político con el muy lujurioso despotismo de las pasiones del libertinaje.

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¡Es increíble de qué modo el hermoso culo de este bello muchacho me ocupa la cabeza desde que comencé a hablar! Todas mis ideas parecían vincularse con él, involuntariamente... Muéstrame esa obra maestra, Agustín... ¡déjame que la bese y la acaricie durante un cuarto de hora! Acércate, amor hermoso, acércate, que seré digno de que las llamas de Sodoma me abrasen en tu bello culo. Son las nalgas más hermosas... ¡las más blancas! Quisiera que Eugenia, de rodillas, le chupara la verga. En esa actitud le ofrecerá sus nalgas al caballero, que la penetrará mientras Madame de Saint-Ange, subida sobre Agustín, me ofrecerá a su vez las nalgas para que se las bese; me parece que con un látigo ella podrá, curvándose un poco, castigar al caballero. Con esta estimulante ceremonia no le ahorrará nada a nuestra alumna. (La postura se forma.) Sí, así es; está perfecto, mis amigos; verdaderamente es un placer dirigirlos en estos cuadros; ¡no hay un solo artista en el mundo que sea capaz de hacerlos como ustedes! ... ¡Este perverso tiene el culo de un virgo!... todo lo que puedo hacer es meterme en él... ¿Me permite, señora, que la muerda y pellizque sus hermosas carnes mientras cojo? MADAME DE SAINT-ANGE — Tantas veces como quiera, mi amigo; pero mi venganza está lista, se lo advierto; le juro que a cada vejación le largaré un pedo en la boca. DOLMANCÉ — |Ah! ¡Dios santo! ¡qué amenaza!... Es como obligarme a que la ofenda, mi querida (La muerde.) ¡Veamos si cumple su palabra! (Recibe un pedo.) ¡Ah! ¡Mierda! Es delicioso, ¡delicioso! (La golpea y recibe otro pedo.) ¡Mire cómo la trato, perversa!... cómo la domino... aún otro... y otro... ¡y el último insulto será al ídolo donde sacrifico! (Le muerde el agujero del culo; la figura se rompe.) Y ustedes, ¿qué han hecho, amigos? EUGENIA, (manando la leche que tiene en el culo y en la boca) Ay, querido maestro... ¡Mire cómo me han dejado sus alumnos! (Tengo el trasero y la boca llenos de leche, sólo mano leche por todas partes! DOLMANCÉ, (con entusiasmo) — Espere, deseo que me arroje en la boca lo que El Caballero le ha arrojado en el culo. EUGENIA, (colocándose) — ¡Qué extravagancia! DOLMANCÉ — Ah, nada es mejor que la leche que sale de un trasero hermoso... Es un manjar digno de los dioses. (Traga.) He aquí lo que yo hago. (Se vuelve hacia él culo de Agustín, al que besa.) Les pido permiso, señoras, para pasar unos instantes a la habitación contigua con este joven. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿No puede hacer lo que le plazca aquí mismo? DOLMANCÉ, (en voz baja y misteriosamente) — No. Hay ciertas cosas que exigen ser veladas. EUGENIA — Ah, ¡muy bien! ¡Pero al menos pónganos al tanto! MADAME DE SAINT-ANGE — Si no lo hace no lo dejo salir. DOLMANCE, (empujando a Agustín) — Bien, señoras, voy a ... pero, en verdad, no se lo puede decir. MADAME DE SAINT-ANGE — ¿Entonces hay una infamia en el mundo que nosotros no somos dignos de escuchar y de realizar? EL CABALLERO — Yo les diré. (Habla en voz baja con las dos mujeres.) EUGENIA, (con aire de repugnancia). — Tiene razón, eso es horrible. MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Oh, me lo suponía! DOLMANCÉ — Comprenden la causa por la cual debía ocultaros esa fantasía; y se darán ustedes cuenta que es necesario estar solo y en la sombra para entregarse a semejantes ignominias. EUGENIA — ¿Quiere que vaya con usted? Lo masturbaría mientras se ocupa de 92

Agustín. DOLMANCÉ — No, no, este es un asunto de honor y debe pasar entre hombres únicamente: una mujer nos perturbaría... Hasta pronto, señoras. (Sale arrastrando a Agustín.)

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SEXTO DIALOGO MADAME DE SAINT-ANGE EUGENIA EL CABALLERO MADAME DE SAINT-ANGE — Realmente, hermano, tu amigo es muy libertino. EL CABALLERO — No te engañé presentándotelo así. EUGENIA — Estoy convencida que no hay otro igual en el mundo. MADAME DE SAINT-ANGE — Llaman... ¿quién podrá ser?... He dejado bien protegida la puerta... Es necesario que esté bien cerrada... Te ruego que veas de qué se trata, caballero. EL CABALLERO - Una carta que trae Lafleur; se ha retirado de inmediato diciendo que tiene presente las órdenes que le has dado, pero que el asunto le había parecido tan importante como urgente. MADAME DE SAINT-ANGE - Ah, ah, ¿qué es esto?... ¡Una carta de tu padre, Eugenia! EUGENIA — ¡Mi padre!... ¡Ah, estamos perdidas!... MADAME DE SAINT-ANGE — Antes de desesperar, leamos (Lee.) ¿Puede usted creer, hermosa dama, que mi insoportable esposa, preocupada por el viaje de mi hija a su casa, sale en este instante para buscarla? Se imagina cantidad de cosas... las cuales, suponiendo que fueran así, serian en realidad muy simples. Le ruego que la castigue con rigor por esta impertinencia; ayer tuve que corregirla por algo similar, pero la lección no ha sido suficiente. Castíguela severamente, le ruego como una gracia, y créame que cualquiera sea el grado a que lleve las cosas, yo no me quejare;... .Hace mucho tiempo que esta ramera me molesta ... y en verdad…¿Me entiende usted? Lo que haga estará bien hecho: es todo lo que puedo decir. Ella llegará inmediatamente después de mi carta; tened cuidado. Adiós; quisiera poder ser de los suyos. No me devuelva a Eugenia sino instruida, le ruego. La dejo hacer las primeras cosechas, pero tenga la seguridad de que mientras tanto está usted trabajando un poco para mí. ¡Muy bien! Ya ves, Eugenia, que no había nada de qué temer. Es preciso reconocer que es una mujerzuela insolente. EUGENIA — ¡La puta!... Ah, querida, puesto que mi padre nos da carta blanca, es preciso, te lo ruego, recibir a esta tunante tal como se lo merece. MADAME DE SAINT-ANGE — Bésame, corazón mío. ¡Soy feliz de verte tan dispuesta!... Pero tranquilízate; aseguro que no le ahorraremos nada. Querías una víctima, Eugenia, y he aquí que la naturaleza y la suerte te entregan una. EUGENIA — ¡Lo haremos, querida, lo haremos, te lo juro! MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Ah, qué impaciente estoy por saber cómo tomará Dolmancé estas noticias! DOLMANCÉ, (entrando con Agustín) — De la mejor muñera del mundo, señoras. No estaba yo tan lejos como para no escucharlas; ya lo sé todo... Madame de Mistival llega en el momento oportuno. .. ¿Están decididas, espero, a cumplir con los deseos de su marido? EUGENIA, (a Dolmancé) — ¿Cumplir?... Sobrepasar, mi amor ... ¡Ah, que la tierra se hunda bajo mis pies si me ven débil, sean cuales fueran los horrores a los que condenen a

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esta miserable!... Querido amigo, le ruego que usted se encargue de dirigir todo. DOLMANCÉ — Déjenos hacer a su amiga y a mí; ustedes obedezcan, es lo único que les pedimos... ¡Ah, qué insolente criatura! ¡Nunca vi nada parecido!... MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Es una anormal! Y bien, ¿nos ponemos un poco más decentemente para recibirla? DOLMANCÉ — Al contrario; es necesario que nada, desde que entre, le impida estar segura de la manera en que hacemos pasar el tiempo a su hija. Permanezcamos todos en el mayor desorden. MADAME DE SAINT-ANGE — Oigo ruido. ¡Es ella!... Coraje, Eugenia; acuérdate de nuestros principios... ¡Ah, bendito sea Dios! ¡Qué hermosa escena!

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SÉPTIMO Y ULTIMO DIALOGO MADAME DE SAINT-ANGE EUGENIA EL CABALLERO AGUSTÍN DOLMANCÉ MADAME DE MISTIVAL MADAME DE MISTIVAL, (a Madame de Saint-Ange) — Le ruego que me perdone, señora, si llego a su casa sin avisarle; pero se dice que mi hija está aquí y, como su edad no permite aún que ella salga sola, le ruego, señora, que me la entregue y nos deje marchar. MADAME DE SAINT-ANGE — Esa partida sería una falta de educación, señora. Pareciera, si la entiendo bien, que su hija está en malas manos. MADAME DE MISTIVAL — ¡Así lo creo! Si es necesario juzgar por el estado en que ella, usted y su compañía se encuentran, creo que no me equivoco al pensar que está muy mal aquí. DOLMANCÉ — Lo que dice usted es sumamente impertinente, señora, y sin conocer los vínculos que existen entre Madame de Saint-Ange y usted, no le oculto que en su lugar ya la hubiera hecho arrojar por la ventana. MADAME DE MISTIVAL — ¿A qué llama usted arrojar por la ventana? ¡Sepa, señor, que no se arroja fácilmente a una mujer como yo! Ignoro quién es usted, pero por las intenciones que tiene y por el estado en el cual se lo ve, es sencillo juzgar sus costumbres. ¡Eugenia, sígueme! EUGENIA — Le pido perdón, señora, pero no puedo tener ese honor. MADAME DE MISTIVAL — ¡Cómo, mi hija me resiste! DOLMANCÉ — Le desobedece formalmente, como puede usted verlo, señora. Créame, no debe usted sufrir por eso. ¿Quiere que mande a buscar un látigo para corregir a esta indócil muchacha? EUGENIA — Temo, si lo traen, que sirva más para mamá que para mí. MADAME DE MISTIVAL — ¡Criatura impertinente! DOLMANCÉ, (acercándose a madame de Mistival) — Con dulzura, querida; aquí no insulte; todos protegemos a Eugenia y se puede usted arrepentir de sus palabras. MADAME DE MISTIVAL — ¿Qué dice? ¡mi hija me desobedecerá y yo no podré hacerle sentir los derechos que tengo sobre ella! DOLMANCÉ — ¿Cuáles son esos derechos, señora? ¿Se vanagloria usted de su legitimidad? Cuando el señor de Mistival, o vaya a saber quién, le arrojó en la vagina las gotas de leche que engendraron a Eugenia, ¿la tenía usted presente en ese entonces? No, ¿verdad? Y bien, ¿qué agradecimiento quiere que le tenga actualmente por haber acabado cuando le fornicaban su infame concha? Tiene usted que aprender, señora, que nada hay más ilusorio que los sentimientos del padre o la madre hacia los hijos, y de éstos hacia los autores de sus días. Nada funda, nada establece dichos sentimientos, los que están por otra parte en uso en algunos lugares y en otros son detestados, ya que hay países donde los padres matan a sus hijos y otros donde éstos estrangulan a los que les dieron la vida. Si los impulsos de amor recíproco estuvieran en la naturaleza, la fuerza de la sangre no seria algo quimérico, y sin haberse visto, sin conocerse mutuamente, los padres distinguirían y

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adorarían a sus hijos e, inversamente, éstos reconocerían a sus padres desconocidos aún en medio de una multitud, volverían a sus brazos y los adorarían. Pero ¿qué vemos en lugar de esto? Odios recíprocos e inveterados; hijos que mucho antes de llegar a la edad de la razón no pueden soportar la presencia de sus padres; padres que alejan a sus hijos porque nunca pudieron aguantar sus presencias. Por consiguiente esos pretendidos impulsos son ilusorios, absurdos; sólo el interés los imagina, el uso los prescribe, el hábito los sostiene, pero nunca la naturaleza los imprime en nuestros corazones. Mire usted si los animales los conocen: no, sin ninguna duda. Y sin embargo es a ellos a los que se debe interrogar cuando se quiere conocer a la naturaleza. ¡Oh, padres! tranquilizaos respecto a las pretendidas injusticias que vuestras pasiones o vuestros intereses os obligan a infligirles a esos seres, inexistentes para vosotros, a los que unas gotas de vuestro esperma ha engendrado; no les debéis nada, estáis en el mundo para vosotros mismos y no para ellos; seríais locos si os dejarais molestar por ellos; ocupaos sólo de vosotros; sólo para vosotros debéis vivir. Y vosotros, hijos, desembarazaos de esa piedad filial cuyo fundamento es una verdadera quimera, convenceos que no les debéis nada a esos individuos cuya sangre os ha engendrado. Piedad, reconocimiento, amor, ninguno de esos sentimientos les es debido; aquellos que os dieron el ser no tienen ningún título para exigirlos de vosotros; ellos viven para ellos mismos, por lo tanto que se las arreglen como puedan; pero la mayor tontería sería la de prestarles vuestros cuidados o socorrerlos, cosas que no les debéis bajo ningún punto de vista. Nada os prescribe la ley y si, por azar, os imagináis poner orden en vuestro corazón ya sea en las inspiraciones de su uso, ya en las de los efectos morales del carácter, ahogad sin remordimientos esos sentimientos absurdos... ¡esos sentimientos locales, frutos de costumbres debidas al clima y a los que la naturaleza reprueba y niega siempre la razón! MADAME DE MISTIVAL — ¡Cómo! ¿Y los cuidados que tuve con ella, y la educación que le di?. .. DOLMANCÉ — Oh, los cuidados no son otra cosa que los frutos del uso o del orgullo; no habiendo hecho por ella otra cosa que aquéllas que prescriben las costumbres del país donde usted vive, Eugenia nada le debe. En cuanto a la educación, ha sido muy mala, pues nosotros estamos obligados a cambiar en este momento todos los principios que usted le ha inculcado; no hay uno solo que se preocupe por su felicidad, uno solo que no sea absurdo o quimérico. Le ha hablado de Dios, como si realmente existiera; de religión, como si todos los cultos religiosos no fueran el resultado de la impostura del más fuerte y de la imposibilidad del más débil; de Jesucristo, ¡como si ese truhán no fuese un mentiroso y un malhechor! Le ha dicho usted que coger es un pecado, siendo que es la más deliciosa acción de la vida; le ha querido inculcar buenas costumbres, como si la felicidad de una joven no estuviera en los excesos y en la inmoralidad, como si la más feliz de todas las mujeres no tuviera que ser, incuestionablemente, aquélla que se encuentra más hundida en la podredumbre y el libertinaje, la que desafía mejor todos los prejuicios y se burla de todas las reputaciones. Ah, desengáñese, señora; no ha hecho nada por su hija, no ha cumplido con ninguna de las obligaciones dictadas por la naturaleza: Eugenia, en consecuencia, sólo le debe odio. MADAME DE MISTIVAL — ¡Cielo santo! Mi Eugenia está perdida, es evidente... Eugenia, querida Eugenia, oye por última vez las súplicas de quien te ha dado la vida; no son órdenes, pequeña mía, son ruegos; es cierto, desgraciadamente, que aquí estás con monstruos; líbrate de su trato peligroso y sígueme, ¡te lo pido de rodillas! (Se postra.) DOLMANCÉ — ¡Muy bien! ¡he aquí una escena para las lágrimas!... ¡Vamos, Eugenia, enternézcase! 97

EUGENIA, (casi desnuda, como se recordará) — Toma, mamita, os doy mis nalgas... míralas a la altura de tu boca; bésalas, corazón mío, chúpalas, es todo lo que Eugenia puede hacer por tí... Acuérdese, Dolmancé, que siempre me mostraré digna de ser su alumna. MADAME DE MISTIVAL, (rechazando a Eugenia con horror) — ¡Ah, monstruo! ¡reniego de ti para siempre! EUGENIA — Aumenta tus maldiciones, querida madre, para que la cosa se vuelva más emocionante, pero me verás siempre con la misma flema. DOLMANCÉ — Más dulzura, señora, más dulzura. -Acaba usted de pronunciar un insulto. Ha tratado muy duramente a Eugenia. Le había dicho que ella está bajo nuestra protección. Es preciso castigar este crimen: tenga la bondad de desnudarse completamente para recibir el castigo que merece su brutalidad. MADAME DE MISTIVAL — ¡Desnudarme! DOLMANCÉ — Agustín, sírvele de doncella a la señora, pues se resiste. (Agustín pone manos a la obra brutalmente; madame de Mistival se defiende). MADAME DE MISTIVAL, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Cielos! ¿Dónde me encuentro? ¿Pero, señora, se da cuenta usted de lo que se me hace en su propia casa? ¿Imagina que no me quejaré por este tratamiento? MADAME DE SAINT-ANGE — Es posible que no pueda usted nacerlo. MADAME DE MISTIVAL — ¡Santo. Dios! ¡Aquí van a matarme! DOLMANCÉ — ¿Por qué no? MADAME DE SAINT-ANGE — Un momento, señores; antes de exponer a sus ojos el cuerpo de esta encantadora belleza, es necesario que los prevenga del estado en que lo encontrarán. Eugenia termina de decírmelo al oído: ayer su marido la castigó con el látigo por algunas pequeñas faltas hogareñas... y según me asegura Eugenia van a encontrar sus nalgas como tafetán chino. DOLMANCÉ, (en el momento en que madame de Mistival queda desnuda] — ¡Ah, nada es más cierto! Nunca vi, me parece, un cuerpo más maltratado que éste. ¡Voto a Tales! está tan castigada por delante como por detrás... No obstante, es un bello culo. (Lo besa y lo manosea.) MADAME DE MISTIVAL — ¡Déjeme, o voy a gritar pidiendo socorro! MADAME DE SAINT-ANGE, (aproximándose y tomándola por un brazo) — ¡Escucha, puta! Voy a informarte... para nosotros eres una víctima enviada por tu mismo marido; es necesario que aceptes tu suerte, y te aseguro que nadie te la puede garantizar... ¿Cuál será? ¡yo nada sé! tal vez seas colgada, sometida al suplicio de la rueda, descuartizada, atenazada, quemada viva; la elección de tu suplicio depende de tu hija; es ella la que dirá cuál debe ser tu castigo; ¡pero sufrirás, perra! ¡Oh, sí! sólo después de haber padecido una infinidad de tormentos previos serás inmolada. Y tus gritos, te lo prevengo, serán inútiles: se podría ahorcar un buey en esta habitación y sus mugidos no se escucharían. Tus caballos y tus sirvientes se. han ido ya. Y te repito, querida, que tu marido nos autoriza a hacer cualquier cosa. Tu viaje no es sino una trampa tendida a tu simplicidad, y en la que has caído de la mejor manera posible. DOLMANCÉ — Espero que ahora la señora esté perfectamente tranquilizada. EUGENIA — Advertirla hasta tal punto es lo que se llama tener consideración... DOLMANCÉ, (tocándola y palmeándole las nalgas) — Verdaderamente, señora; se ve que tiene usted una amiga atenta en Madame de Saint-Ange... ¿dónde encontrar semejante franqueza? ¡Le ha hablado con entera sinceridad! Eugenia, venga a poner sus nalgas al lado de las de su madre... quiero comparar estos dos culos. (Eugenia obedece.) 98

¡Por todos los santos! el suyo es bello, querida, pero el de su madre no está del todo mal... Es necesario que por un instante me divierta cogiéndolos a los dos... Agustín, inmoviliza a la señora. MADAME DE MISTIVAL — ¡Ah, cielo santo, que ultraje! DOLMANCÉ, (sigue adelante con sus propósitos, y comienza cogiendo a la madre.) — ¡Ah, nada más simple!... ¡Casi no lo ha sentido!... ¡Ah, cómo se ve que su marido se ha servido muchas veces de esta ruta! Ahora usted, Eugenia... ¡Qué diferencia!... Estoy satisfecho; sólo quería jugar para entonarme... Ahora un poco de orden. En primer lugar señoras, usted madame de Saint-Ange y usted Eugenia, ármense de consoladores para que podamos dar a esta señora, simultáneamente, los más temibles golpes tanto en la concha como en el culo. El Caballero, Agustín y yo, actuando con nuestros propios miembros, les despejaremos el camino con precisión. Comenzaré yo, y como bien lo piensan, es una vez más su trasero el que va a recibir mi homenaje... Durante el goce cada uno será dueño de condenarla al suplicio que le parezca, tratando de graduarlo para no destrozarla de un golpe... Agustín, tú consuélame, te lo ruego, de la obligación que tengo de sodomizar a esta vieja vaca, cogiéndome por el culo. Eugenia, déjeme besar el suyo tan hermoso mientras fornico el de su madre y usted, señora, acerque su culo para que pueda tocarlo... para socratizarlo... Cuando se coge un culo es necesario estar rodeado de culos. EUGENIA — ¿Qué va a hacer, amigo mío, qué va a hacerle usted a esta despreciable mujer? ¿A qué la condenará mientras pierde su esperma? DOLMANCÉ, (siempre cogiendo) — La cosa más natural del mundo, voy a depilarla, y le agujerearé las nalgas a fuerza de pinchazos. MADAME DE MISTIVAL, (recibiendo esta vejación.) — ¡Ah, monstruo, perverso! ¡Me lastima! ¡Cielo santo! DOLMANCÉ — No siga implorando, queridita: el cielo está sordo a sus voces, del mismo modo que lo es a las de todos los hombres; nunca ese poderoso cielo se ha mezclado con un culo. MADAME DE MISTIVAL — ¡Oh, cuánto mal me hace! DOLMANCÉ — ¡Increíbles efectos de las extravagancias del espíritu humano!... Usted sufre, querida, llora... y yo acabo... ¡Ah, dos veces tunante! la estrangularía, si no fuese que tengo que dejar gozar a los otros. Ahora usted, Saint-Ange. (Madame de SaintAnge le introduce los consoladores en el culo y la concha; la da algunos puñetazos; luego le sigue El Caballero; recorre las dos rutas y la abofetea al acabar. Detrás viene Agustín, al terminar la golpea con los dedos de punta en la nariz. Durante estos castigos Dolmancé ha recorrido los culos de todos los agentes excitándolos a su agrado.) ¡Vamos, Eugenia, coja a su madre, primero por la concha! EUGENIA — Ven, querida mamá, ven a que te sirva de marido. ¿No es verdad, querida, que es un poco más grueso que el de tu esposo? No importa, entrará... ¡Ah, gritas, gritas querida mamá, cuando tu hija te coge!... ¡Y usted, Dolmancé, me coge por atrás! ... ¡Qué progresos, amigos míos!... ¡Con cuánta rapidez recorrí el camino espinoso del vicio! Oh, soy una hija perdida... Me parece que acabas, dulce madre... ¡Dolmancé, mire sus ojos! .. .¿no es cierto que está acabando?... ¡Ah, sinvergüenza, yo voy a enseñarte a ser libertina!... ¡Toma, desgraciada, toma! (Le agarra y aprieta la garganta.) Ah, cojamos, Dolmancé... cojamos, mi dulce amigo, ¡me muero! (Eugenia, al acabar, da diez o doce puñetazos sobre los senos y los flancos de su madre.) MADAME DE MISTIVAL, (perdiendo el conocimiento) — Tengan piedad de mí, les suplico... me siento mal... me desvanezco .. (Madame de Saint-Ange quiere auxiliarla, 99

Dolmancé se opone.) DOLMANCÉ — Ah, no, no, déjela en este síncope: nada hay más lúbrico que ver a una mujer que se desvanece; la azotaremos para que despierte... Eugenia, venga y acuéstese sobre el cuerpo de la víctima... Es aquí donde veré si usted es firme. Caballero, forníquela sobre el cuerpo desfalleciente de su madre, y que ella nos haga la paja, a Agustín y a mí, con cada una de sus manos. Usted, Saint-Ange, mastúrbela mientras El Caballero hace su parte. EL CABALLERO — Verdaderamente, Dolmancé, es horrible lo que nos hace hacer; es ultrajar al mismo tiempo la naturaleza, el cielo y las leyes más sagradas de la humanidad. DOLMANCÉ — Nada me divierte tanto como los sólidos impulsos de la virtud del caballero. ¿En qué diablos ves, en esto que estamos haciendo, el más leve ultraje a la naturaleza, al cielo y a la humanidad? Amigo mío, es de la naturaleza que los verdugos sacan los principios que luego ejecutan. Mil veces te he dicho que la naturaleza, para la perfecta conservación de las leyes de su equilibrio, necesita tanto del vicio como de las virtudes, y nos inspira alternativamente el impulso que le es necesario; no hacemos entonces ningún tipo de mal entregándonos a esos impulsos, como se podría suponer. En cuanto al cielo, querido caballero, te ruego que dejes de temer sus efectos: un solo motor mueve el universo, y ese motor es la naturaleza. Los milagros, o mejor los efectos físicos de esta madre del género humano, interpretados de manera diferente por los hombres, han sido deificados por ellos bajo mil formas, a cada cual más extraordinaria; los bribones o los intrigantes, abusando de la credulidad de sus semejantes, han propagado sus ridículos ensueños, y es a eso a lo que El Caballero llama el cielo, a lo que teme ofender... ¡Las leyes de la humanidad, agrega, son violadas por las simplezas que nos permitimos! Aprende de una vez para siempre, hombre simple y pusilánime, que aquello que los tontos llaman humanidad no es sino una debilidad nacida del miedo y el egoísmo; que esta quimérica virtud que sólo encadena a los hombres endebles, es desconocida por aquellos a los que el estoicismo, el valor y la filosofía forman el carácter. Actúa, caballero, actúa sin temer nada; pulverizaremos a esta desgraciada y no habrá siquiera la sospecha de un crimen. Los crímenes le son imposibles al hombre. La naturaleza, inculcándoles el irresistible deseo de cometerlos, sabe alejar de ellos prudentemente las acciones que podrían perturbar sus leyes. Todo lo demás, amigo mío, está absolutamente permitido; ella no puede ser absurda como para darnos el poder de molestarla o perturbar su marcha. Ciegos instrumentos de sus inspiraciones, al decirnos que abarquemos el universo el único crimen sería resistirla. Todos los perversos de la tierra son sólo los agentes de sus caprichos. Colóquese, Eugenia, vamos... pero qué veo... está pálida. EUGENIA, (acostándose sobre su madre) — ¿Yo, empalidecer? ¡Dios santo, ya verán que no! (La figura se realiza; madame de Místival permanece desmayada. Cuando El Caballero acaba se rompe él grupo.) DOLMANCÉ — ¿Qué? ¡La desgraciada no ha, vuelto en sí! ¡Látigos! ¡látigos!... Agustín, ve pronto a recoger un puñado de espinas en el jardín. (Mientras tanto la abofetea.) Oh, por mi vida, temo que esté muerta: nada la resucita. EUGENIA, (con gracia) — ¡Muerta! ¡Muerta! ¿qué dice? ¡Lo único que falta es que deba llevar luto este verano, con los hermosos vestidos que me hice hacer! MADAME DE SAINT-ANGE, (estallq en carcajadas.) — ¡Ah, el pequeño monstruo! DOLMANCÉ, (tomando las espinas de manos de Agustín, que acaba de entrar) — Ahora vamos a ver el efecto de este último remedio. Eugenia, chúpeme la pija mientras trabajo en darle una madre, y que Agustín me devuelva los golpes, que yo voy a dar. No me 100

molestaría, caballero, verte coger por el culo a tu hermana; y te colocarás de manera tal que pueda besar tus nalgas durante la operación. EL CABALLERO — Obedezcamos, ya que no hay modo de persuadir a este perverso que lo que nos hace hacer es horroroso. (Se arma la figura; a medida que madame de Mistival es azotada vuelve en si.) DOLMANCÉ — ¡Miren el efecto de mi remedio! Yo les dije que era seguro. MADAME DE MISTIVAL, (abriendo los ojos.) — ¡Oh, cielo! ¿Por qué me llamas del seno de las tumbas? ¿Por qué me devuelves a los horrores de la vida? DOLMANCÉ, (siempre flagelando.) — Porque aún no hemos dicho todo, mamita. ¿No falta acaso que escuche su condena?. . . ¿No falta que se ejecute?... Vamos,' reunámonos alrededor de la .víctima y que ella, de rodillas en medio del círculo, escuche temblando lo que va a serle anunciado. Comience-, Madame de- Saint-Ange. (Las siguientes condenas se anuncian mientras los autores están en continua acción.). MADAME DE SAINT-ANGE — La condeno a ser ahorcada. EL CABALLERO — Cortada, como entre los chinos, en veinticuatro mil pedazos AGUSTÍN — Yo la entrego para que la rompan viva. EUGENIA — Mi mamita será atravesada con mechas de azufre a las que yo me encargaré de prender fuego. (En este momento se rompe la figura.) DOLMANCÉ, (con sangre fría.) — Y bien, amigos, en mi calidad de institutor yo suavizo la sentencia; pero la diferencia entre mi sentencia y las de ustedes es que éstas sólo eran producidas por una mistificación satírica, en tanto que la mía se va a realizar. Abajo tengo un valet que posee uno de los miembros más hermosos que debe haber en la naturaleza, pero que por desgracia destila virus y está roído por una de las sífilis más terribles que se hayan visto en el mundo; lo haré subir: él arrojará su veneno en los dos conductos naturales de esta querida y amable dama, para que durante todo el tiempo que duren las impresiones de esta cruel enfermedad, la puta se acuerde que no tiene que sermonear a su hija cuando ésta se haga coger. (Todo el mundo aplaude; se hace subir al valet. Dolmancé, dirigiéndote al valet.) Lapierre, coge a esta mujer: ella es extraordinariamente sana; este placer te puede curar:- a veces ha ocurrido así. LAPIERRE — ¿Delante de todos, señor? DOLMANCÉ — ¿Tienes miedo de mostrar tu pija? LAPIERRE — ¡No, por Dios, porque ella es muy bella!... Entonces, señora, tenga la bondad de aguantar, si le place... MADAME DE MISTIVAL — ¡Oh, santo cielo, qué horrible condena! EUGENIA — Esto es mejor que morir, mamá. ¡Por lo menos podré usar mis hermosos vestidos este verano! DOLMANCÉ — Mientras tanto, divirtámonos; mi parecer sería que nos castigáramos todos: Madame de Saint-Ange lo vapuleará a Lapierre para que éste coja firmemente a madame de Mistival; yo golpearé a Madame de Saint-Ange y Agustín a mí. Eugenia lo hará con Agustín y El Caballero la vapuleará con fuerza. (Todo se arma. Cuando Lapierre ha terminado de coger por la concha, su señor le ordena cogerla por el culo, cosa que hace. Dolmancé, cuando todo ha terminado, dice.) Muy bien, vete, Lapierre. Toma, he aquí diez luises. ¡Oh, por dios, vean una inoculación como ni siquiera Tronchín hizo en sus días! MADAME DE SAINT-ANGE — Creo que es esencial que el veneno que circula en las venas de la señora no pueda escaparse; en consecuencia es preciso que Eugenia le cosa con cuidado la concha y el culo, para que el purulento líquido, más concentrado y con menos posibilidades de evaporarse, le calcine los huesos con mayor rapidez. 101

EUGENIA — ¡Excelente ideal (Rápido, rápido, agujas, hilo!... abre tus nalgas, mamá, para que te cosa y no me des más hermanos ni hermanas. (Madame de Saint-Ange da a Eugenia una gran aguja con un hilo encerado, muy fuerte; Eugenia cose.) MADAME DE MISTIVAL — ¡Cielo santo, qué dolor! DOLMANCÉ, (riendo como un loco) — ¡Excelente idea, sí, voto a Tales! Ella la llena de honor, querida; a mí nunca se me hubiera ocurrido. EUGENIA, (pinchando de tiempo en tiempo los labios de la concha y a veces en el interior, o en el Vientre o el monte.) — Esto no es nada mamá, sólo estoy probando mi aguja. EL CABALLERO — La putita va hacerla ir en sangre. DOLMANCÉ, (haciéndose masturbar por Madame de Saint-Ange mientras contempla la operación.) — ¡Ah, dios santo, de qué manera esto me hace gozar! ¡Eugenia, multiplique las pinchaduras para que esto vaya mejor! EUGENIA — Le haré más de doscientas, si hace falta... Caballero, hágame la paja, mientras trabajo. EL CABALLERO, (obedeciendo) — Nunca vi una muchacha tan perversa como ésta. EUGENIA, (muy arrebatada) — ¡Basta de invectivas, caballero, o lo pincho! Conténtese con masturbarme como se debe. Un poco de culo, ángel mío, te lo ruego; ¿sólo tienes una mano? Ya no veo, voy a hacer puntos atravesados... Miren, hasta mi aguja se extravía. .. hasta sobre las nalgas, los pezones... ¡Ah, coger! ¡qué hermoso placer! MADAME DE MISTIVAL — ¡Me desgarras, perversa!... {Maldigo haberte dado el ser! EUGENIA — Ahora la paz, mamita; todo ha terminado. DOLMANCÉ, (saliendo de las manos de Madame de Saint-Ange) — Eugenia, cédame el culo, porque es mi parte. MADAME DE SAINT-ANGE — Es demasiado, Dolmancé, la va a martirizar DOLMANCÉ — ¡Qué importa! ¿Acaso no tenemos el permiso escrito? (La acuesta sobre el vientre, toma una aguja y comienza a coserle el agujero del culo.) MADAME DE MISTIVAL, (gritando como un diablo) — ¡Ay, ayyy, ayyyy!... DOLMANCÉ, (hundiéndole la aguja bien dentro de la carne) — ¡Cállese, desgraciada! o le pongo las nalgas en mermelada... ¡Eugenia, hágame la paja! EUGENIA — Sí, pero con la condición de que pinche usted más fuerte, pues estará de acuerdo conmigo en que es demasiado poco. (Lo masturba.) MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Trabaje un poco esas gruesas nalgas! DOLMANCÉ — Paciencia, pronto la voy a agujerear como una nalga de buey; ¡olvida usted mis lecciones, Eugenia, y cubre la cabeza de la pija EUGENIA — Es que los dolores de esta desgraciada encienden mi imaginación hasta el punto de que ya no sé lo que hago. DOLMANCÉ *— ¡Dios de mierda! comienzo a perder la cabeza. Saint-Ange. que Agustín la coja por el culo delante mío, se lo ruego, mientras su hermano la coge por la concha, y que yo sólo vea culos: esta figura va a terminarse. (Pincha las nalgas mientras se forma el cuadro que ha pedido.) Tome, querida mamá, este, y éste, ¡Y aún •éste! (Le pincha en más de veinte lugares.) MADAME DE MISTIVAL — ¡Perdón, señor, mil y mil veces perdón, me hace morir!... DOLMANCÉ, (poseído por el placer) — Es lo que quisiera... Hace mucho tiempo que no gozo así; no lo hubiera creído después de tantas descargas. MADAME DE SAINT-ANGE, (ejecutando la actitud pedida) — ¿Estamos bien así, Dolmancé? 102

DOLMANCÉ — Que Agustín se vuelva un poco hacia la derecha: todavía no veo bien el culo- que se agache, quiero ver el agujero. EUGENIA — ¡Cojamos! ¡Miren a la fulana en sangre! DOLMANCÉ — No hay nada malo en ello. ¿Vamos, están prontos ustedes? Yo riego con el licor de la vida las heridas que termino de hacer. MADAME DE SAINT-ANGE — Sí, si, corazón, yo acabo... llegamos al fin al mismo tiempo que usted. DOLMANCÉ, (que ha terminado su operación, no hace sino multiplicar sus pinchazos en las nalgas le la víctima al mismo tiempo que vuelca,) ¡Ah, tres veces dios de mierda! Mi esperma se derrama... se pierde, ¡dios de mierda!... Eugenia, diríjalo sobre las nalgas que he martirizado... ¡Ah! ¡coger! ¡coger! ¡Ha terminado, no puedo más!... ¿Por qué será necesario que la debilidad suceda a las más ardientes pasiones? MADAME DE SAINT-ANGE — ¡Coge, hermano mío, porque acabo! ... (A Agustín.) ¡Muévete, mamarracho cogedor! ¿No sabes aún que cuando acabo es cuando tienes que entrar más adentro en mi culo? ¡Ah, sacro nombre de dios! ¡qué dulce es ser cogida de esta manera por dos hombres! (El grupo se rompe.) DOLMANCÉ — Todo está dicho. (A madame de Mistival.) ¡Puta! puede vestirse y marchar cuando quiera. Recuerde que estamos autorizados por su esposo para hacer lo que le hemos hecho. Lo dijimos y no ha creído: lea la prueba. (Le muestra la carta.) Y que este ejemplo le sirva para recordarle que su hija está en edad de hacer lo que quiera; que ella ama coger, que ha nacido para coger, y que si no quiere ser usted misma cogida, lo mejor que puede hacer es dejar que ella lo haga. Váyase; El Caballero la llevará. ¡Salude a todos, puta! Póngase de rodillas delante de su hija, pídale perdón por su abominable conducta hacia ella... Eugenia, aplíquele dos buenas cachetadas a la señora su madre y, tan pronto como esté en el umbral de la puerta hágala pasar a fuertes patadas en el culo. (Todo se realiza.) Adiós, caballero; no vayas a coger a la señora en el camino, recuerda que está cosida y que tiene la sífilis. (Después que han salido El Caballero .y madame de Mistival). Nosotros, amigos, vamos a la mesa y después los cuatro nos meteremos en el mismo lecho. Esta ha sido una buena jornada. Nunca como mejor y duermo más en paz que cuando durante el día me he ensuciado en eso que los tontos llaman crímenes.

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