Mario Benedetti: Inventario cómplice

Carmen Alemany - Remedios Mataix - José Carlos Rovira (eds.) Mario Benedetti: Inventario cómplice 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el

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Carmen Alemany - Remedios Mataix - José Carlos Rovira (eds.)

Mario Benedetti: Inventario cómplice

2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

Carmen Alemany - Remedios Mataix - José Carlos Rovira (eds.)

Mario Benedetti: Inventario cómplice Introducción

Para un inventario cómplice En julio de 1996, al confirmarse la propuesta de la Escuela de Formación del Profesorado del nombramiento de Mario Benedetti como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante, un grupo de miembros de esta Universidad pensamos que la mejor manera de centrar el acontecimiento sería celebrar un Congreso sobre la obra del escritor, trazando, junto al espacio de reconocimiento, otro de reflexión. Se trataba de permitir un encuentro de especialistas sobre su obra y sobre la literatura latinoamericana que pudieran opinar y debatir sobre lo que Benedetti significa en nuestras letras y nuestra cultura. Queremos comenzar manifestando nuestro agradecimiento a las personas que trabajaron para que este encuentro fuera posible y, por supuesto, agradecer también la participación de todos los que se dan cita en estas páginas: junto a lo mejor de la crítica sobre el autor (con alguna ausencia justificada e inevitable), el encuentro fue también una reunión de amigos de Mario Benedetti, por esa dinámica de relaciones que el escritor establece con sus numerosos lectores y una cierta complicidad afectiva que existe entre los mismos. Debemos advertir también que, a partir de un determinado momento, tuvimos que empezar a poner puertas contra nuestra voluntad a los que querían participar en el Congreso. Un número prudente de ponencias, que se pudiera resolver en tres días, era suficiente para este primer encuentro. El interés despertado, las comunicaciones recibidas en la secretaría de la Sociedad de relaciones internacionales de la Universidad de Alicante, los casi cuatrocientos participantes inscritos, fueron una agradable dificultad que nos hizo comprobar que tres días de Congreso eran insuficientes para realizar este primer encuentro. Pero no teníamos más. Al revisar y seleccionar el comité científico las ponencias presentadas, un debate sobre el título que las podía unificar nos llevó a afirmar la propuesta de Mario Benedetti: inventario cómplice. Para cualquier lector del escritor uruguayo las dos palabras tienen fuertes resonancias y no hay que hacer un esfuerzo muy grande para encontrarse con los significados de inventario: desde sus recopilaciones poéticas al valor derivado de invenir; desde inventar a la realización de una escritura tantas veces cedida al lector «a beneficio de inventario», es decir para que tome «la cosa de que se trata solamente en lo que beneficia y despreocupándose de las obligaciones que implica» (como dice María Moliner, cuyo diccionario informatizado tanto apasiona a Mario).

Sobre el carácter cómplice de estas páginas tampoco son necesarias muchas precisiones. El autor explicó suficientemente en el «Prólogo» a Crítica cómplice los sentidos y límites de la misma: la idea de Cortázar del lector cómplice -quien «podría llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista»-, la diferencia rotunda entre la crítica cómplice y la «crítica de apoyo», puesto que la primera no tiene que ser elogiosa, aunque «si es desfavorable o señala carencias, debe partir de una comunicación entrañable con la obra». La afirmación en cualquier caso de la emotiva complicidad de lectores recorre las páginas que presentamos, para afirmar precisamente con Benedetti que «verdaderamente es una lástima (y tal vez una carencia) que los diccionarios sólo admitan la complicidad para el delito, como si todavía no hubiera llegado a las provincias académicas esa incanjeable complicidad que es el amor. ¿Y qué es la crítica (ya que descifra, comprende, vincula, disfruta, revela, participa y se duele) sino un complejo y vital acto de amor?» Bastante entrada la primavera de 1997, Alicante se convirtió por fin en una ciudad benedettiana. La investidura del poeta uruguayo fue ocasión de un encuentro entre los días 13 y 17 de mayo, centrado en el Congreso Internacional sobre su obra, que estuvo abierto además a recitales poéticos, proyecciones cinematográficas, representaciones teatrales, conciertos, que nutrieron la vida de la Universidad y que fueron estimulantes para la relación que ésta debe mantener, y creemos mantiene, con la sociedad. Los actos en Alicante se completaron con recitales y conferencias en Orihuela, y se extendieron a Valencia en la semana siguiente. A la Caja de Ahorros del Mediterráneo le cabe el mérito de haber financiado y amparado una parte importante de la actividad, a su Presidente D. Román Bono Guardiola, que participó en la inauguración del Congreso; a su director de la Obra Social, D. Francisco Monllor, y a ese permanente dinamizador cultural que es D. Carlos Mateo, coordinador de las actividades de extensión que referimos, queremos manifestar nuestro testimonio de gratitud. Los agradecimientos a personas de la Universidad que hicieron posible aquellas jornadas plantearían aquí una lista amplísima que podemos resumir en la figura de nuestro Rector, el Dr. D. Andrés Pedreño Muñoz, quien cierra este libro con su discurso en la investidura del escritor, y que es un factor de dinamización de la voluntad de encuentro, cooperación y solidaridad de nuestra Universidad con América Latina. A Eva Valero y Pedro Mendiola debemos su generosa ayuda en la corrección final de estas actas. Al cerrar esta nota introductoria, un sentido final sobre la intención que tiene también este libro se nos hace presente. Junto a su papel conmemorativo y lo que significa una reflexión colectiva sobre la obra múltiple, poética, narrativa, teatral, ensayística, de un escritor, estas páginas quieren ser también una contribución a esa «razón crítica» que enarboló Mario Benedetti como instrumento del intelectual, esa actitud que define bien en Subdesarrollo y letras de osadía de 1986, cuando se pregunta: «Ahora bien, ¿qué pasa con el intelectual que no tiene como apoyo constante o recurso extremo, ni a Dios, ni al

Iluminismo, ni al monarca ilustrado, ni al comisario del pueblo, ni a las beneméritas Fundaciones norteamericanas? ¿Qué le queda sino la razón crítica?» Desde ese sentido y esa razón están construidas estas páginas y este homenaje a Benedetti. Desde el ejercicio de esa independencia intelectual que es imprescindible en los tiempos que vivimos, sobre los que tendremos que decir, otra vez con Mario Benedetti, que: «Pocas veces, como en estos tiempos la cultura se ha visto sacudida por una tan devastadora corriente de pesimismo. Es cierto que este instante de la historia no es el más propicio para euforias, pero en otras etapas de riesgo el mundo intelectual supo arreglárselas para enarbolar esperanzas e imaginar salidas que aparecían de antemano condenadas». También desde una voluntad de moderado optimismo está construido este inventario cómplice. Alicante, 31 de octubre de 1997 Carmen Alemany - Remedios Mataix - José Carlos Rovira

I. Cuestiones generales

Pregunta al azar: ¿por qué Benedetti? José Carlos Rovira (Universidad de Alicante)

Imagino que todos supondrán el tono de interrogación retórica que tiene la segunda parte de mi título. Si me dedicara a responder a la pregunta -¿por qué Benedetti?- realizaría un ejercicio de estupidez ante las personas que están en la sala y que saben por qué están aquí. El título me surgió en una relectura de Preguntas al azar, libro que, como intentaré señalar a continuación, marca una ruptura y una continuidad dentro de la obra del autor. Escrito entre 1984 y 1985 es, como dice su dedicatoria a Luz, un «brindis por el regreso» y coincide, al final de la dictadura militar iniciada en 1973, con el nuevo afincamiento de Mario y Luz en Uruguay. Hay un poema que me llama la atención. Se llama «Botella al mar» y es continuidad, ampliación, desarrollo de otro también titulado «Botella al mar» que el autor había publicado con una forma mucho más breve en 1979, dando título además a una sección de Cotidianas. El libro Preguntas al azar aparece publicado en 1986. Siete años por tanto median entre las dos versiones. La primera es muy concisa, y está precedida por una cita del Altazor de Huidobro, «El mar un azar», y el texto dice: Pongo estos seis versos en mi botella al mar con el secreto designio de que algún día llegue a una playa casi desierta

y un niño la encuentre y la destape y en lugar de versos extraiga piedritas y socorros y alertas y caracoles. La segunda, la que se publica en 1986, es mucho más amplia y está recorrida por un estribillo formado a partir del mencionado verso de Huidobro: El mar es un azar qué tentación echar una botella al mar. Los cuarenta y ocho versos del segundo poema van recorriendo lo que Benedetti pondría en su botella-tentación: un grillo, un barco sin velamen, una espiga, sobrantes de lujuria, algún milagro, un folio rebosante de noticias, un verde, un duelo, una proclama, dos rezos, una cábala indecisa, el cable que jamás llegó a destino, la esperanza pródiga y cautiva, un tango, promesas como sobresaltos, un poquito de sol, un olvido, el rencor que nos sigue como un perro, un naipe, el afiche de dios, el tímpano banal del horizonte, el reino de los cielos y las nubes, recortes de un asombro inútil, un lindo vaticinio, una noche, un saldo de veranos y de azules... pero, desechados todos los elementos de una enumeración no tan caótica como para que no sepamos que responde a elementos de su mundo poético y lingüístico, el escritor anula el posible envío afirmando: pero en esta botella navegante sólo pondré mis versos en desorden en la espera confiada de que un día llegue a una playa cándida y salobre y un niño la descubra y la destape y en lugar de estos versos halle flores y alertas y corales y baladas y piedritas de mar y caracoles. Responden efectivamente, como habrán notado, a la misma idea con una dosis inicial de elementos posibles en el interior de la botella. El niño encontrará al final lo mismo, a través de palabras que garantizan la ternura de la acción y del poema. Los dos libros, las dos botellas, son además contiguas, aunque medien siete años entre la escritura de una y otra. Entre Cotidianas y Preguntas al azar hay otros dos libros de poesía, Viento del exilio de 1981, y Geografías -los poemas que abren cada uno de los relatos del libro homónimo- en 1984. Sin embargo, son Cotidianas y Preguntas al azar los dos libros que aparecen fuertemente vinculados. En la estructura de ambos, secciones de variada extensión de poemas se cierran o con una «Cotidiana», numerada hasta cuatro veces, o con una «Preguntas al azar» numerada también hasta cuatro veces. En Preguntas al azar hay además otra reconstrucción de un poema anterior, éste muy antiguo. Se vuelve a escribir «Ésta es mi casa», basándose en algunos versos del que tenía el mismo título en Solo mientras tanto, el primer libro de poemas aceptado -en el 45 había aparecido La víspera indeleble que el autor no volverá a editar - publicado en 1950. El

título, que recuerda un sintagma nerudiano de Tentativa de hombre infinito, forma parte de la misma actitud de reconocimiento de un espacio que en Preguntas al azar se convierte en ampliación también desde «mi casa» a «mi región / o el laberinto de mi patria». Si releen los dos poemas notarán profundas modificaciones entre la versión de 1950 y la de 1986. Las que generan treinta y seis años de distancia y escritura. En síntesis rápida les diré que el segundo es un poema inequívocamente de regreso. He indicado sintagma nerudiano y quiero hacer un apunte rápido sobre esto. El poema de 1950 es un texto dependiente del «Ésta es mi casa» de Neruda y por este motivo me gustaría recordar un ensayo de Mario Benedetti que se titula «Vallejo y Neruda: dos modos de influir»: en síntesis nos dice que Neruda ahoga por su caudal poético, y sólo tendrá imitadores por ello, mientras Vallejo libera la palabra y abre por eso una dinámica posible de originalidad para sus lectorespoetas. En el segundo poema, en cambio, Benedetti es vallejiano en el sentido que analiza el autor en su ensayo, en cuanto libera su palabra, sin dejar de ser Benedetti. Pero regresaré a otro tema, puesto que me estoy dando cuenta de que, al introducir éste sobre Neruda, estoy transitando ahora no por los cerros de Úbeda, sino por el cerrito, el de Montevideo. Resultan significativas las dos reconstrucciones de poemas anteriores en Preguntas al azar. La de «Botella al mar» es una ampliación de una voluntad de comunicarse con el futuro -con ese niño que encontrará la botella- de un náufrago imaginario que llena su mensaje de elementos, lo amplía, para que al final sólo quede la naturaleza y la ternura. La modificación de «Ésta es mi casa» se nutre de un clima emocional de regreso no solamente al espacio inicial del hogar familiar, sino al más amplio y necesario de la patria abandonada. La atención y ampliación hacia los dos mensajes anteriores resultan significativas del sentido global inaugurado con la obra de 1986. Seguimos con Preguntas al azar. Sylvia Lago se ha planteado en un capítulo que se titula «La pregunta reveladora» de su libro reciente sobre Benedetti , la interrogación en el autor, centrándose precisamente en Preguntas al azar, y analizando que ésta forma parte de su manera de indagar en el universo, en sus estructuras secretas, en definitiva en su búsqueda de la verdad. La pregunta benedettiana es además generalmente una insinuación de la respuesta. Estando totalmente de acuerdo con el excelente análisis de la profesora uruguaya, quisiera abrir ahora otra posibilidad interpretativa sobre la interrogación basada en las épocas de ésta y, sobre todo, en su intensificación a partir del libro de 1986. Si recorren las páginas de Inventario Uno, es decir de los libros poéticos que van de 1950 a 1984, encontrarán en contadas ocasiones el recurso a la interrogación. Existe a veces la fórmula indirecta y pocas veces alguna interrogación breve, en secuencia de una frase, y ninguna vez la construcción nuclear de un poema sobre el recurso. «Cosas de uno» en Poemas de la oficina y «A ras de sueño» en el libro homónimo, mantienen formas interrogativas directas, pero sobre todo es en el último poema, en el que se establece un diálogo sobre la muerte lejana, tema que va a ser frecuente luego en el sentido de las preguntas de Benedetti. Cotidianas, en 1979, introducía ya tres poemas interrogativos en su núcleo de construcción: «Esa batalla», «País inocente» y «De árbol a árbol». «Esa batalla» sobre todo construye un espacio esencial de interrogaciones sobre el vivir, que nutre todo el espacio posterior de su escritura, que describo rápidamente: las preguntas en el poema surgen como temas esenciales de debate entre la vida y la muerte:

¿Cómo compaginar la aniquiladora idea de la muerte con este incontenible afán de vida? y entre la nada que vendrá y el amor como invasora alegría. Surgen por tanto abriendo un amplio campo de activación interrogativa que, como he dicho, irá creciendo en el ciclo que comienza en Preguntas al azar. Cuatro «Preguntas al azar» se convierten en el libro del 86 en un rotundo núcleo interrogativo de una obra que contiene múltiples caminos enunciativos y afirmativos pero que esparce el espacio de interrogación en cuatro poemas que cierran conjuntos poéticos subtitulados, teniendo el último además la condición de cerrar la obra con la indicación precisa de «Final». Si repasamos los cuatro núcleos interrogativos nos encontraremos los siguientes temas: -La primera «Pregunta al azar» es un poema de regreso en el que 93 versos se sostienen absolutamente por períodos interrogativos. Es la extrañeza del exiliado que se pregunta «¿Dónde está mi país?» y reconstruye en más de cincuenta secuencias la posibilidad de que esté en un lugar nutrido por la memoria, la historia reciente, los nombres queridos que han desaparecido, el horror que acaba de vivir la sociedad, las restituciones cotidianas, el amor, la esperanza, aunque por último la tensión de la búsqueda se articule en el interior del propio poeta, quien se interroga sobre la posibilidad del país interior, que viaja con uno mismo, ¿que al fin llega conmigo a mi país?, se pregunta. El espacio interrogativo cierra los enunciados también repletos de dudas de la sección «Expectativas», la primera de la obra, donde los poemas «Viajo», «Todo está lejos», «Expectativas», «Cosas a hallar», «El puente» son preanuncios de ese regreso que se cumple y por lo tanto el poema interrogativo que cierra responde a los núcleos que afirmativamente, mediando sin embargo la duda, han sido establecidos antes. -«Pregunta al azar» (2) es un diálogo con un verdugo de la época reciente. Diálogo sobre la huida, sobre los fantasmas del pasado, sobre la culpa, sobre la frágil seguridad, ¿a dónde irás verdugo si no hay cielo? Esta pregunta cierra la sección «Rescates» y «País después», donde la sensación de regreso se aúna a recorridos por espacios cotidianos, por nombres desaparecidos como el poema a Zelmar Michelini, con encuentros con «los liberados», o con un impresionante «Diálogo con la memoria» en el que un poema inicial, en cursiva, se despliega luego en secciones de ocho versos que se abren por cada uno de los del poema: de «Las calles están muertas padecidas» a «¿No se tropieza por segunda vez?» la intensidad emotiva se desarrolla en enfoques de una cotidianidad que recorre calles, soledades, identidades, gargantas enrejadas, primavera con olor a invierno, pasado con gemidos, etc. Nuevamente

la clausura de la serie, las preguntas al azar en el diálogo con el verdugo, construyen una preocupada emergencia sobre la sociedad que se ha transitado. -«Pregunta al azar» (3) cierra las secciones «La nariz contra el vidrio» y «La vida ese paréntesis». El poema es un diálogo con la muerte a la que, al nombrarla, al interrogarla, caeremos fatalmente en la fosa común o el lugar común. El diálogo personal cierra ahora un largo recorrido en el que el tiempo, la ironía, las propias ruinas personales, la afirmación del futuro -«Lento, pero viene»- forman un cuadro de desactivación social directa del libro. Reemerge un sujeto lírico que juega entre los años, lo perdido, la extrañeza sobre uno mismo, los tiempos de ocio, la vida como paréntesis, la dicha clandestina, la muerte que es una sorpresa inútil, ese Benedetti definitivamente íntimo que quiere también protagonizar su tiempo personal. -La última «Pregunta al azar», la número cuatro, cierra tres secciones: «Lugares», «Odres viejos» y «El sur también existe» -las letras arregladas para Serrat- y es un poema de clausura de la obra planteado inicialmente como un diálogo sobre el tiempo que queda por vivir. El diálogo es con el azar, que no responde. Quizá se haya muerto el azar, nos termina aventurando interrogativamente. Otra vez el tono personal de interrogación sobre el tiempo cierra un conjunto en el que nuevamente ha habido elementos de activación social, en una síntesis de la conjunción habitual de lo personal con la realidad. Efectivamente, Preguntas al azar ha abierto con más fuerza el espacio de indagación en la obra del poeta, y ha sido la fórmula interrogante la que nutre un nuevo juego retórico que se acrecienta en la poética benedettiana, a partir de esta obra. Poemas interrogativos como «La fe», «Escondido y lejos», «Quimera», de Yesterday y mañana de 1988, «Utopías» -con fórmula de interrogación indirecta-, «Certificado de existencia», «Sembrándome dudas», «Lo dice Fukuyama», «Llave oscura», «Las campanas», «Desfiladero», «Somos la catástrofe», «Pero vengo», «De olvido siempre gris», «Aquí lejos», de Las soledades de Babel de 1991. Es, sobre todo, en el último libro El olvido está lleno de memoria, donde parece rotundo el espacio interrogativo como núcleo total o fragmentario de muchos poemas: «¿Cosecha de la nada?», «Te acordás hermano», «El porvenir de mi pasado», «Solazarte en ellas» -en las palabras-, «El autor no lo hizo para mí», «¿Nacido cuándo, dónde, por qué?», «Penúltimo mensaje del suicida indeciso», «Bellas pero», «Eurovisión 1994», «Si dios fuera mujer»- éste con un amplio espacio de resolución afirmativa e irónica-, «Júpiter y nosotros», «Quién sabe». En el breve recorrido que he trazado les he llevado a algo que es fácil de compartir como afirmación, puesto que salta a primera vista. 1986 marca un tiempo de construcción interrogativa que no ha parado de incrementarse hasta ahora. Cabría, a tenor de lo dicho, apuntar algunas explicaciones para esta cuestión. La primera, que sería imperdonable, es que yo jugara aquí a uno de los espacios habituales de la crítica llamada postmoderna. Algo así como intentar una lectura postmoderna de Mario Benedetti, que creo que Mario no me perdonaría, ni yo tampoco. Parece evidente que podríamos en cualquier caso afirmar el amplio panorama de incertidumbre que abriría la actitud interrogativa y decir luego cosas con el siguiente argumento: si Mario Benedetti intensifica en 1986 la incertidumbre, y ésta es uno de los

paradigmas transitados -y trillados- por la postmodernidad, si Mario Benedetti olvida en 1986 su tono habitual de afirmación, de seguridad, a lo mejor es que este uruguayo se nos ha hecho un poco postmoderno. Es una tontería, pero les puedo prometer que este tipo de argumentación se ha utilizado para varios autores, por ejemplo para Pablo Neruda, y algún crítico, por otra parte riguroso generalmente, se ha sentido satisfecho al hacerlo. Las opiniones del propio Mario sobre la cuestión postmoderna evitan este juego como camino posible. Lo que parece es que el tiempo de la obra de 1986 abre en Mario Benedetti una dialéctica de interrogaciones que transforma el espacio afirmativo en el que su obra se había desarrollado. En el regreso a Uruguay podríamos hablar de un tiempo de menos seguridades, quizá. Son los años, la historia vivida, no sólo por el sujeto poético, sino por el mundo, por sus contemporáneos, es además sobre todo -y éste es el núcleo central de la pregunta benedettiana- una forma de interrogarse sobre el tiempo y uno mismo. En los dos libros que forman el tránsito de Cotidianas y Preguntas al azar, hay ya fórmulas interrogativas esenciales. En Viento del exilio sólo en dos poemas: «Happy birtdhay» y «Cuestionario no tradicional». En el primero se inaugura una forma constructiva que resuelve la interrogación como algo definitivamente personal -y los que estén por aquí el viernes, por la Universidad digo, podrán comprobarlo en algo que todavía desconocemos-. En ese cumpleaños feliz se da quizá la mejor clave interpretativa para su mundo de interrogaciones: ¿qué será del amor y el sol de las once y el crepúsculo triste sin causa valedera? ¿o acaso estas preguntas son las mismas cada vez que alguien llega a los sesenta? El discurso del tiempo, convertido aquí en discurso de la edad, nos puebla de incertidumbres mayores que muchas veces se resuelven en un espacio formidablemente divertido de bromas, como en las preguntas del «Cuestionario no tradicional» de Viento del exilio, donde la broma ¿qué opina del diptongo en general? ¿o de algún diptongo en particular? [...] ¿podría nombrar dentro de su última obra algún caso de analepsis interna heterodiegética? ¿curable o incurable? nos conduce a la pregunta esencializada que cierra el poema: y por último ¿quién cree que no es? ¿de dónde no viene? ¿a dónde no va? También en Geografías algún brote interrogativo esencializaba el ámbito personal, como en la hermosa evocación de la avenida montevideana que le dicen que quedó sin árboles, ante lo que podrá preguntarse:

¿acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles...? o la interrogación sobre la memoria y la historia reciente en el poema «Ceremonias», o la bellísima pregunta sobre el momento, el antes y el después, en uno de los más bellos poemas contemporáneos sobre el regreso, «Quiero creer que estoy volviendo»: en qué momento consiguió la gente abrir de nuevo lo que no se olvida la madriguera linda que es la vida culpable o inocente Un discurso personal por tanto es el que se nutre del ámbito de la interrogación, resolviendo en ese mismo discurso la vida en toda su complejidad. Acrecentado por los años, por las incertidumbres del regreso, por la historia contemporánea, por la necesidad del recuerdo, etc., esta forma discursiva es efectivamente -y aquí citaré nuevamente a Sylvia Lago- una forma de acceso al conocimiento. Como he dicho: se acrecentó en el tiempo posterior a 1986 y se hizo más sistemática. Pero quisiera hacerme una pregunta ahora que tiene que ver con cosas ya dichas e incluso con la tontería de la incertidumbre postmoderna. Les estoy hablando de la interrogación y, para comenzar a concluir, me gustaría preguntarme a mí ahora si no es la totalidad de la obra de Benedetti la que está sujeta a un ámbito de interrogaciones, al margen de lo que les he contado de esta forma de enunciado poemático y su ampliación a partir de 1986. La idea sería bastante clara y tendría como núcleo la totalidad de su obra ensayística, por ejemplo. Incluso, esa forma de escritura habitual que es el artículo periodístico. Plantearía en relación a la voluminosa obra ensayística y cronística de Mario Benedetti que surge en más de cincuenta años de escritura como respuestas a preguntas de alcance inmediato o de largo alcance que el autor se ha ido planteando y que forman la crónica de más de medio siglo nuestro. Pero eso nos ocuparía un tiempo muy amplio de fijación y diferenciación. La única diferencia que quiero trazar es que estas respuestas a interrogaciones acuciantes se identifican en el terreno cultural y social, mientras que las preguntas poéticas responden de una forma más general al terreno personal, a las incertidumbres de uno mismo cada día, a las grandes interrogaciones sobre el tiempo de uno mismo, sobre la vida, sobre lo que se está viviendo en un espacio de intimidad abierto a todo, a las pequeñas y grandes cuestiones que pueblan el mundo del autor. Al concluir esta intervención, me doy cuenta que no he respondido a la pregunta al azar que les lancé al principio: ¿por qué Benedetti? Yo tengo que explicarlo explícitamente en la laudatio que debo realizar el próximo viernes y, por tanto, dejo todavía la pregunta abierta, pero en cualquier caso estoy seguro de que el sentido que tiene que estemos todos aquí, que vayan a intervenir y debatir a partir de ahora en los próximos días sesenta y cinco ponentes, es responder a esta pregunta al azar que, como les digo, lancé al principio sabiendo que no tiene más valor que el de ser una interrogación retórica.

Mario Benedetti y mi generación Jorge Ruffinelli (Universidad de Stanford)

Mucho agradezco esta oportunidad que brinda la Universidad de Alicante para decir aquí algunas cosas sobre la obra y la figura pública de Mario Benedetti. Durante las últimas semanas he reflexionado especialmente sobre aquello que Benedetti representó, representa y seguramente continuará representando, no sólo para mí sino para mi generación. De tal modo, si algún título hubiera de tener esta comunicación, él sería: «Mario Benedetti y mi generación». Comencé por preguntarme quién ha sido Mario Benedetti para nosotros, y quién es, tras los cambios históricos compartidos con él, más allá de distancias geográficas, y diferencias generacionales. ¿Qué lectura de su obra hizo mi generación, cómo vio al escritor al surgir (nosotros) hacia los años sesenta, qué lugar ocupaba él ya entonces en la plaza pública de la cultura? Éstas fueron las primeras preguntas y, al formularlas, ellas mismas comenzaron a trazar el perfil de Benedetti, ayudándonos a encontrar sus señas de identidad así como la índole de su influencia sobre nosotros. Cuando mi generación accedió a la vida pública en los años sesenta, Mario Benedetti era ya una figura conocida y polémica. Había nacido en 1920 lejos del centro urbano y centralista que ha sido Montevideo, nació en Paso de los Toros, y sin embargo nunca tuvo problemas para constituirse en un escritor «nacional», urbano, cosmopolita. Ha sido en todo momento un escritor prolífico y ha cultivado muchos géneros: novela, cuento, poesía, teatro, periodismo, el ensayo político y el literario, los discursos, las entrevistas, los artículos de humor y las letras de canciones. Al comienzo desenvolvió una perspectiva centrada en el Uruguay y en los problemas de la sociedad oriental, que en una etapa posterior comenzó a ampliarse y a internacionalizarse. Su apoyo a la Revolución cubana ha sido inalterable, y él mismo residió durante una etapa importante en la Isla. Del mismo modo, no ha dejado de enfilar sus dardos contra la política exterior de los Estados Unidos, y contra rasgos internos negativos de esa civilización -como el racismo, el consumismo, el individualismo-, todos ellos consustanciales al capitalismo económico llámeselo capitalismo a la vieja usanza, o bien neoliberalismo a la nueva manera. Vimos la obra de Benedetti dividirse en dos fases: una que comenzaba hacia 1945 con la poesía: La víspera indeleble; y se expandía hacia la narrativa con Quién de nosotros, 1953, los cuentos de Montevideanos, los Poemas de la oficina, el ensayo El país de la cola de paja (1960), las novelas La tregua y Gracias por el fuego (1965). El rasgo fundamental de esta etapa fue la crítica social desde la ética, la visión del país y sus habitantes según la «razón moral». Se trataba, también, dicho esto de un modo esquemático, de una perspectiva pesimista. La segunda fase se caracterizó por la politización de su pensamiento y de su

literatura, y por la búsqueda de horizontes más amplios que los del «paisito». Y el optimismo volvió por sus fueros. Gracias por el fuego le ayudó a internacionalizarse, y no sólo porque una parte de esta novela transcurriera en Nueva York, sino porque fue finalista en el premio Seix Barral. Los cambios radicales en la historia de América Latina a partir de los años sesenta, y ante todo el fermento intelectual y la militancia en la izquierda (con la Revolución cubana, con la crítica a los Estados Unidos, con la búsqueda del «hombre nuevo» avizorado por el Che Guevara, como contexto), ayudan a explicar la obra de Benedetti, su lento desprendimiento de la piel ética para dejar asomar por debajo la piel política, y ayudan a explicar, también, su influencia sobre mi generación. Mi generación se corresponde con la década de la insurgencia estudiantil y sufrió, como corresponde, la persecución política y el exilio, entrada ya la década siguiente. De este modo, cuando nacimos a la literatura, Benedetti ya estaba en la lucha ideológica y política dentro y fuera de su propia generación, era el escritor más leído, y su influencia era tan inevitable como deseable. A mi generación la llamaron «generación de la crisis». Fuimos afortunados por tener padres literarios de la categoría humana e intelectual de Ángel Rama, Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa, Carlos Maggi, Idea Vilariño. Benedetti significó para mi generación uno de esos padres, el más accesible y generoso dentro de una «familia» de hipercríticos graves y adustos, muchos de ellos notablemente carentes de sentido del humor (en contraste con Benedetti, de quien nos regocija siempre su humor benigno tanto como su humor satírico). Como señalé antes, éramos demasiado jóvenes para participar en el ingreso de Benedetti a la literatura, cuando publica en 1945 su primer libro de poemas, La víspera indeleble. O cuando, cinco años más tarde, sale su poemario Sólo mientras tanto. Como suele ocurrir, el suyo fue un ingreso lento en la vida cultural, mediante la publicación de libros, la dirección de una revista titulada Marginalia (en 1948), o, más importante, su participación en la revista Número. Digo que esta participación es más importante porque Número fue el vehículo literario de la «Generación del 45», dirigido en aquella su primera época por Sarandy Cabrera, Manuel Claps, Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño y Benedetti. Número quiso ser el signo de una formación intelectual exigente, aún muy atenta a las literaturas europea y norteamericana. Las revistas, lo sabemos, son el lugar de encuentro en el cual los escritores de un periodo aprenden a leerse y discutirse mutuamente. (Años más tarde mi generación publica Prólogo -solamente dos números- con los cuales compartimos con Número, el gusto por las títulos esdrújulos...). Si Número fue importante en términos de literatura, el semanario Marcha constituyó el eje intelectual del país en política, economía y cultura. Fundada en 1939 por Carlos Quijano, abogado de vocación economista, Marcha fue el lugar de encuentro ya no de una generación literaria sino de la intelligentsia del país. Abierta a todos los sectores de pensamiento progresista, fue también el campo de batalla para los debates culturales y políticos. Benedetti ocupó la dirección de su página literaria al menos tres veces, aunque los periodos más intensos y largos (casi una década cada uno) les correspondió a dos críticos señeros del Uruguay: Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama. Antes de 1960, Benedetti publica algunos libros que tienen escasa resonancia de crítica y de público. Ni Quién de nosotros, en 1953, ni los cuentos de Esta mañana (1949),

trascienden; pero en ellos empiezan a aparecer las semillas de sus Montevideanos. Son Montevideanos (1959) en narrativa y Poemas de la oficina (1956) en poesía, los dos libros con los que Benedetti se abre camino definitivo en la literatura uruguaya. Y para entonces, mi generación ya estaba aprendiendo a leer, y a leerlo. ¿Qué nos aportó Benedetti, a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta? Ante todo, la transición hacia el conocimiento de nosotros mismos. Durante una época en que aún teníamos la mirada puesta en Europa y en los Estados Unidos -en Europa por su extraordinaria cultura, en Estados Unidos ante todo por Faulkner y Hemingway-, con muy poco aprecio por la cultura nacional, repentinamente el triunfo de la Revolución cubana y el boom de la novela latinoamericana -en gran parte gracias a su recepción española y a la industria editorial de Barcelona- fueron piedras de toque que ayudaron a cambiar una concepción del mundo y de la cultura. Benedetti estuvo entre los primeros y nos dio instrumentos para continuar. Los latinoamericanos comenzamos a mirarnos, y tanto como a mirarnos, a vernos. Por primera vez. Ya no a las raíces de la formación inmigratoria, es decir, a nuestro pasado europeo, ni siquiera a los ancestros autóctonos o indígenas, sino al presente, a nuestra historia inmediata y a nuestro futuro. Fue la época de la utopía. Utopía y América Latina eran un solo concepto. Utopía y por lo tanto también luchas sociales, utopía pero también descubrimiento de un mundo marginal de pobreza y explotación. En este contexto, comenzando muy temprano, con los Poemas de la oficina Benedetti le dio a mi generación la oportunidad de asomarse al mundo de las letras mirando a nuestro alrededor. En el caso del Uruguay, detectando el mundo gris de la burocracia, un mundo rutinario en el que de todas maneras vivíamos, sufríamos, nos enamorábamos, cobrábamos nuestros menguados salarios, vegetábamos, nos jubilábamos, traicionábamos, éramos traicionados, moríamos. Benedetti encontró en el poeta argentino Fernández Moreno, y en los Cuentos de la oficina de Mariani, resortes de inspiración, pero él hizo su propia obra, su propia deconstrucción crítica de ese sector social contando con un caudal intransferible de experiencias personales. Casi cuatro décadas más tarde, yo aún «escucho» en mi mente los Poemas de la oficina leídos por Benedetti en un disco de acetato de 45 rpm con una cadencia de tristeza que no nos abandonará nunca, que nunca saldrá de nuestra memoria. Por ejemplo, «Dactilógrafo»: Montevideo quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y cinco Montevideo era verde en mi infancia absolutamente verde y con tranvías muy señor nuestro por la presente yo tuve un libro del que podía leer veinticinco centímetros por noche y después del libro la noche se espesaba y yo quería pensar en cómo sería eso de no ser de caer como piedra en un pozo comunicamos a usted que en esta fecha hemos efectuado por su cuenta quién era ah sí mi madre se acercaba y prendía la luz y no te asustes

y después la apagaba antes que me durmiera el pago de trescientos doce pesos a la firma Menéndez & Solari y sólo veía sombras como caballos y elefantes y monstruos casi hombres y sin embargo aquello era mejor que pensarme sin la savia del miedo desaparecido como se acostumbra en un todo de acuerdo con sus órdenes de fecha siete del corriente era tan diferente era verde absolutamente verde y con tranvías y qué optimismo tener la ventanilla sentirse dueño de la calle que baja jugar con los números de las puertas cerradas y apostar consigo mismo en términos severos rogámosle acusar recibo lo antes posible si terminaba en cuatro o trece o diecisiete era que iba a reír a perder o a morirme de esta comunicación a fin de que podamos y hacerme tan sólo una trampa por cuadra registrarlo en su cuenta corriente absolutamente verde y con tranvías y el Prado con camino de hojas secas y el olor a eucaliptus y a temprano saludamos a usted atentamente y desde allí los años y quién sabe. Estos poemas de temática tan poco prestigiosa desde el punto de vista literario nos abrieron los ojos al país gris y triste que éramos. Alguna vez el mismo Benedetti explicaba: «(En Uruguay) había surgido una poesía de corzas y gacelas y madréporas y cosas así, que empleaba como base de metáforas una flora y una fauna ni siquiera (existentes). En cierto modo, yo atribuyo el éxito repentino y sorpresivo de Poemas de la oficina, en gran parte, a que fue una cosa diferente a eso que se venía haciendo...». Pero si estos poemas, con su sencillismo machadiano, con su tristeza a cuestas, con el asomo de una crítica social, ya fueron importantes en su momento, casi de inmediato la visión que nos daban del país fue sostenida, reforzada por los magníficos Montevideanos, aquellos «Dublineses» uruguayos que llegaban también para cambiar nuestra óptica, y hasta nuestro modo de leer la literatura. Poemas de la oficina y Montevideanos fueron realmente el acta de bautismo de Benedetti en la literatura uruguaya, y el comienzo de un fenómeno que no ha cesado nunca, y que, al contrario, se ha reproducido en innumerables países. Me refiero al fenómeno extraordinario de una comunicación fluida y permanente con sus lectores, con lectores que se han reproducido en diversas generaciones, que le han sido fieles (como él a ellos), y que Benedetti encontró en Argentina, en España, en México, en Cuba... Si lo llamo fenómeno extraordinario es ante todo porque cuando Benedetti encontró un lector masivo en su pequeño país natal, los críticos atribuyeron el éxito (aparte el valor

literario, que nunca es garantía de popularidad) a su apelación temática a las clases medias, a un estilo sencillo y directo de narrar, y a que esos lectores reconocían sus problemas en los de sus personajes. Sin embargo, esa hipótesis de interpretación dejó de ser válida cuando los libros fueron a su vez leídos con inteligencia y fervor en el Caribe, en México o en España. Ya no sirvió la teoría de la representatividad social, por sí sola, para explicarlo. Debe de haber, también, un fondo de verdad emocional, de autenticidad literaria, y una razón poética (que supera a la social) y que el lector reconoce en sus líneas y entrelíneas. Benedetti le enseñó a mi generación, que la vocación podía encontrar vías inesperadas y simultáneas, que podíamos y debíamos dejar sueltas las vocaciones para que éstas encontraran sus formas y sus ritmos. Él mismo lo haría siempre, no sólo manejando diferentes formas del ejercicio de la escritura sino combinándolos experimental y audazmente en novelas-poemas o poemas-novelas como fue el caso de El cumpleaños de Juan Ángel. Sin embargo, antes aún de llegar a la década del setenta, otro libro de Benedetti nos dio una lección de tremendo impacto sobre nuestra percepción de la generación de nuestros maestros, al punto de que empezamos a dudar sobre verdades que aquella generación nos había inculcado. 1960 marcó para Benedetti otro despertar. La tercera prueba para un tercer género, el ensayo periodístico, en el que Benedetti dejaría su marca. El libro se tituló El país de la cola de paja (1960) y fue una requisitoria contra los hábitos mentales y morales del Uruguay de la época. El país de la cola de paja se refiere a muchos males sociales anotados con perspicacia, imaginación y enojo: la cobardía civil, la hipocresía (o fallutería), la manipulación sindical, la mentalidad mediocre de la burocracia, la represión como modo de gobernar -todo aquello que de una u otra manera tenía- una suerte de correlato literario en cuentos y poemas. Por lo tanto no era nuevo dentro de su obra. Lo nuevo era que se escribiera directamente, sin adornos. Que se expresara con todas sus palabras. La generación hipercrítica «del 45» por un lado, y el semanario Marcha por otro, y juntos a su vez, nos habían habituado a un espíritu insobornablemente crítico. Pese a ello, la crítica de Benedetti en El país de la cola de paja no fue universalmente bienvenida ni aceptada. Y la polémica que siguió a su libro nos mostró entre otras cosas que la hipercrítica podía ser práctica aceptable cuando se ejercía sobre los otros, no cuando se enderezaba hacia uno mismo. El caso es interesante porque Marcha se había preciado siempre de demostrar su amplitud mental publicando las críticas que sus lectores hacían a los redactores y a lo que éstos escribían. Era una forma sana de asumir responsabilidades y no escudarse tras la acostumbrada «última palabra» del editor. En Marcha estábamos aprendiendo a vivir al descubierto, a ser críticos blanco de otros críticos. Sin embargo, el feroz capítulo dedicado por Benedetti a analizar el espíritu displicente y prescindente de Marcha cayó como un petardo en el mundo intelectual y político. No se diga en Marcha mismo. Entre otras cosas notables, el ensayista señalaba cómo su generación (que él llamaba entonces «generación de Marcha») había accedido al ejercicio de la crítica por pruritos antiemocionales: «Creo que uno de nuestros más trascendentales defectos de nuestra generación literaria fue la rabiosa anticursilería. Las gacelas de los poetas audiotas, el canjeable empalago de sus sonetos, había dejado en nosotros un trauma estilístico de una

hondura tal, que desde nuestros primeros palotes literarios le huimos a lo cursi como el diablo a la cruz. Sin consulta previa, cada uno desde su propia duda, decidimos que la crítica era el lógico remedio de la cursilería. Así, pues, nos hicimos críticos: de teatro, de cine, de libros, de arte, de música, de cualquier cosa. Como lectores estábamos sumergidos en Joyce, en Borges, en Rilke, en Proust, en Kafka, en Faulkner. Había algunos entre nosotros para quienes las palabras quiniela, batllismo, milonga, fútbol, murga, sonaban a cosa lejana y extranjera. Yoknapatawpha y Combray quedaban más cerca que el Paso Molino. Por fortuna, la moda pasó antes de que nos resecáramos por completo, a tiempo aún para que comprendiéramos que lo humano tiene una porción inevitable de cursilería, a tiempo aún para que admitiéramos que el suelo que pisábamos se llamaba Uruguay» («Mirar desde arriba», El país de la cola de paja). Esta crítica a una idiosincrasia intelectual, a un resecamiento del espíritu, no fue aceptada ni siquiera como una invitación a la autocrítica. Al punto de que veinticinco años más tarde, en un libro titulado Mario Benedetti (1986), que es un largo diálogo entre Hugo Alfaro y Mario Benedetti, ambos interlocutores analizan la obra de Benedetti mencionando apenas, brevísimamente, este polémico libro. No por azar, Hugo Alfaro había sido el secretario de redacción de Marcha, la mano derecha del director Quijano. Por otra parte, el libro ha desaparecido de la bibliografía activa de Benedetti, ha dejado de publicarse desde hace muchos años. Pienso sin embargo en la utilidad que tuvo para mi generación. Y que hoy sería para los más jóvenes un buen modo de conocer en su propia tinta los debates de aquella época rica en contradicciones, en pugnas ideológicas, en temores por los días aciagos que se avecinaban y que pronto tuvimos que vivir. El país de la cola de paja enseñó a mi generación las virtudes y los riesgos de la crítica polémica dedicada a analizar la realidad nacional, estuviéramos o no de acuerdo con el diagnóstico propuesto. Pero fue un libro importante también en otro sentido. Cambió al mismo Benedetti. Lo empujó a ver que su talante crítico estaba basado en un juicio moral, no en un juicio político. La toma de conciencia sobre la necesidad de una formación política en lo teórico y en lo práctico lo condujo a revisar sus presupuestos para complementarlos, enriquecerlos y redefinirlos. Entre la praxis involuntaria, la más importante y desgarradora fue la del exilio. Argentina, Perú, Cuba -y más adelante España- fueron destinos no como en aquel viaje cultural de los modernistas de fin de siglo, sino como viajes al destierro, al descubrimiento de otras culturas y otros interlocutores. La diáspora uruguaya fue amplia e indiscriminada. Mi generación la sufrió con encierros, destierros y entierros. Y comenzamos a ser los compañeros jóvenes de Benedetti, porque si en las familias biológicas padres e hijos sufrieron por igual las consecuencias, en la familia cultural tampoco hubo discriminaciones. En las luchas políticas inmediatamente anteriores al golpe de estado de 1973, habíamos sido compañeros en el Movimiento 26 de Marzo. Benedetti era uno de los dirigentes de aquel movimiento que muchos considerábamos la faz legal del movimiento guerrillero Tupamaro, y que en todo caso sí era el movimiento político más cercano a la guerrilla. Recuerdo a Benedetti, que no era un orador ni tenía aptitudes para serlo, tomar la tribuna en actos políticos de la coalición Frente Amplio a altas horas de la noche húmeda, castigado

por su asma, en un esfuerzo por llegar al público con su mensaje. Claro, como era un intelectual, le costaría mucho la disciplina de partido -la constricción a su libertad de pensamiento y de palabra- pero eso no lo sabíamos entonces, como tampoco supimos, sino hasta muchos años después, que Benedetti había ejercido tareas clandestinas y riesgosas como la de alojar en su departamento a Raúl Sendic, el líder tupamaro. Parte de mi generación perteneció a las avanzadas culturales del 26 de Marzo, otros participaron en movimientos diferentes de la coalición progresista. Y lo mismo sucedió durante los años de la dictadura, que van de 1973 a 1984. Parte de mi generación salió del país, algunos para regresar, otros para no volver nunca, y otra parte de esa misma generación se quedó y vivió el exilio interior. Nosotros comenzamos a ver -a saber- de Benedetti desde lejos, por ejemplo en su larga estadía en Cuba como director del Centro de Estudios Literarios. Como años antes lo había sido Ángel Rama, Benedetti fue el puente de enlace entre Cuba y América Latina, la figura literaria más importante en asumir y llevar adelante el discurso de la izquierda, junto con García Márquez, quien en realidad nunca mantuvo, como lo hizo en cambio Benedetti, una obra periodístico-política. Es esta vinculación con la Historia con mayúscula (y eso significó Cuba para su generación y para la mía), la que impulsó a Benedetti a superar las limitaciones de un enfoque estrictamente ético de la historia inmediata. Participó como pocos en los debates de esas dos décadas, y tanto la experiencia cotidiana como las lecturas teóricas -ante todo de Gramsci- lo convirtieron en un exponente de esa figura de intelectual como ya sólo existe, y cada vez con menor fuerza, en América Latina. Es decir, el intelectual cuya palabra tiene peso no sólo en el ámbito de la cultura sino también en el de la política. El vínculo más claro de la política con la (con su) literatura y con nuestra realidad se encuentra en El cumpleaños de Juan Ángel, libro dedicado a Raúl Sendic, que en 1971 apareció en México y en Uruguay (yo mismo tuve a mi cargo su edición uruguaya en Marcha). El libro, singular en muchos sentidos, se trataba de una novela en verso, y narraba, a través de varios cumpleaños de su personaje central (que se suceden en un solo día), la conversión de un individuo en revolucionario, de revolucionario en guerrillero clandestino. Y culminaba con la desaparición de los guerrilleros en los túneles subterráneos de la ciudad -lo cual de alguna manera resultó profético de una célebre fuga de los Tupamaros en circunstancias parecidas. Y la profecía llegó incluso más lejos. El final de El cumpleaños de Juan Ángel describe la sucesiva desaparición de cada militante en esas suertes de desaguaderos, mientras el compañero Marcos les cubre la retirada. Cada estrofa de ese final termina señalando: «Ojalá vivas, Marcos». Rosario lo acaricia con su adiós apacible tiene un aire aprendiz un rubor de sorpresa con sus labios finitos es fácil la inocencia ojalá vivas marcos y se pierde en el pozo vos adelante edmundo dice marcos el taciturno muere nace dice chau sin pompa y sin enigma ojalá vivas marcos

y se pierde en el pozo El primero de enero de 1994 otro Marcos, en México, desde las selvas de Chiapas, se hizo conocer en su país y en el mundo entero. La literatura no está muy lejos de este Marcos histórico y actual, que toma de El cumpleaños de Juan Ángel su nombre de guerra, que encuentra en Benedetti lo que muchos de mi generación encontramos: una palabra dispuesta, una palabra inspirada, un modelo de consistencia ideológica, de superación personal, de integridad en un mundo cada vez más malogrado. Hoy podrían rastrearse las vicisitudes intelectuales, individuales y generacionales que vivió Benedetti, no sólo en sus ensayos sino en sus cuentos, novelas, poemas y obras de teatro. Incluso en su breve actuación en cine, en El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela, donde dice sus poemas en el idioma alemán aprendido en el colegio de su infancia. Cuando a la larga dictadura militar uruguaya le sucedió el regreso a la democracia, Benedetti acuñó un concepto y expresión certeros que todos íbamos a vivir de una u otra manera: el desexilio. El desexilio no implicaba sólo «volver» para quienes se habían ido del país, había también un desexilio desde adentro, existía la necesidad de una «comprensión» a laque Benedetti se refirió en un artículo de abril de 1983: «Todo dependerá (decía) de la comprensión, palabra clave. Los de fuera deberán comprender que los de dentro pocas veces han podido levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado en entrelíneas, que ya requieren una buena dosis de osadía y de imaginación. Los de dentro, por su parte, deberán entender que los exiliados muchas veces se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como un medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida. Unos y otros deberemos sobreponernos a la fácil tentación del reproche. Todos estuvimos amputados: ellos, de la libertad; nosotros, del contexto». No sé si todos nosotros vimos el «desexilio» como una llamada de alerta. La experiencia del sucesivo, parcial, fragmentario o total retorno fue diversa. Algunos tuvieron recibimientos apoteósicos y luego se acomodaron a la cotidianidad del país. Otros regresaron esperando esos recibimientos y encontraron un discreto silencio. Las experiencias española, venezolana, mexicana, cubana, europea o norteamericana de tantos desexiliados no se aportó al venero común sino que fue disipándose en la inercia, en el desinterés, en medio de las enormes dificultades que entrañaba cerrar heridas, rehacer el país y liberarse de los hábitos mentales del autoritarismo. Benedetti mismo volvió a ser el autor enormemente leído y admirado, aunque no sin algunas experiencias agridulces, en medio del desconcierto estético e ideológico de nuevas generaciones huérfanas de padres culturales, que empezaban con ansiedad a inventarse a sí mismas. El proceso del desexilio ha sido para Benedetti tan arduo y complejo como para muchos otros escritores y artistas. Y yo diría que ni siquiera ha terminado, a pesar de que su novela más reciente, Andamios, quiere ser un ejercicio de exorcismo, bajo la historia de un desexiliado que vuelve al Uruguay y comienza a adaptarse a él, desde los márgenes de una vida de balneario, de reflexión solitaria, de conciencia crítica sobre el país y su propia generación.

En sus últimas novelas, Benedetti encuentra un nervio autobiográfico con una intensidad que no había tenido antes. Aunque sea también ficción y no autobiografía, La borra del café es otro ejemplo de ese impulso hacia adentro, hacia los recuerdos de infancia y de barrio. Dos notas para concluir. Benedetti no fue siempre transparente para mi generación. Por ejemplo, sus años juveniles dedicados a la logosofía, que veíamos con suspicacia mientras leíamos por curiosidad los libros de Madame Blavatsky. Resultaba difícil conciliar la imagen de un Benedetti socialista en los años setenta, con aquella otra etapa. Pero no preguntábamos. Hoy se me antoja importante considerarlo, más allá de las escasas y enigmáticas referencias a esa etapa personal que puedan encontrarse en sus cuentos, sobre cómo Benedetti hizo su aprendizaje y su proceso de desilusión de la logosofía cuando frisaba los veinte años. Porque esos años son los de su primer alejamiento del país, el tiempo de soledad vivido en Buenos Aires, experimentando, como dije antes, la progresiva desilusión respecto a Raumsol, el líder teosófico que lo llevó a Argentina como «hombre de confianza, su secretario privado». Lo significativo de este periodo, en todo caso, consiste en considerar ese acercamiento espiritual a una doctrina y la consecuente dedicación en cuerpo y alma a su actividad, como la primera utopía que fue desmoronándose. Después abrazó otras utopías más duraderas y trascendentes pero esta historia juvenil, a mi entender, ayudó a hacer de Benedetti un suspicaz, un intelectual que sospecha de las fórmulas fáciles, y que no se deja comprometer a fondo hasta estar convencido de sus causas. En consecuencia, el aspecto positivo de aquella experiencia influyó en su mirada crítica, orientada más tarde a desentrañar la mentalidad burocrática de las clases medias uruguayas. Es cierto que Benedetti tomó venganza literaria contra Raumsol, haciéndolo personaje de Gracias por el fuego y en uno de sus primeros cuentos, «Como un ladrón». Además, alguna vez Benedetti se refirió a su experiencia en la Escuela logosófica, y lo hizo con su consabido gran sentido del humor. Le agradecía a la escuela, al menos, el haberle «dado una Luz». Por supuesto, no era la Luz del Conocimiento, pero estaba cerca de serlo. Se trataba de Luz López, a quien conoció gracias a la Escuela y quien fue su esposa, y lo ha sido, desde 1946. Hasta aquí me he referido varias veces a «mi generación» sin identificarla con nombres. «Mi generación» podría llegar a ser una simple fórmula para pasar de contrabando ideas o sentimientos personales como si no lo fuesen, pero como éste no es el caso, voy a identificar a algunos escritores de «mi generación», sin pretender una lista exhaustiva. Acaso el escritor más cercano a Benedetti, que ofició de puente inmediato, fue el precoz Eduardo Galeano, periodista y narrador, quien se exilió en Buenos Aires y tras recibir amenazas de la Triple A, vivió años productivos en España antes de volver al Uruguay. Cristina Peri Rossi, narradora y poeta, quien también padeció el dolor de la diáspora y la suerte de llegar a España, donde internacionalizó su obra ya tan atractiva a fines de los sesenta. Ella no ha vuelto a vivir al Uruguay. Nelson Marra, cuentista y poeta, huésped involuntario de los militares, torturado y encarcelado por motivo de un cuento, después exiliado en Suecia y finalmente residente en España. Alberto Oreggioni, crítico e investigador de la Biblioteca Nacional, que encontró su vocación en la labor editorial y ha sido durante muchos años el editor uruguayo de Mario Benedetti; Alicia Migdal, el ángel rubio del Arca, que enfocó su inteligencia en la crítica de cine y en una obra breve, depurada y exigente; Hugo Giovanetti, compañero del comité de cultura del 26 de Marzo,

que vivió (sobrevivió) cantando con su guitarra en Europa antes de regresar al país. Hiber Conteris, durante muchos años residente en las cárceles militares, que hoy vive en Estados Unidos. Hugo Achugar, poeta, que se convirtió en profesor en Estados Unidos y regresó al Uruguay. Graciela Mántaras, desde siempre profesora y crítica, que se quedó a vivir en el país. Mario Levrero, cuentista y novelista, que se fue a Buenos Aires, vivió de la astrología y encontró un grupo pequeño y fiel de lectores de culto, antes de volver a Uruguay. Teresa Porzekansky, que supo hábilmente alternar la narrativa con el análisis antropológico y social. Sylvia Lago, quien en «Los días dorados de la señora Pieldediamante» mostró la buena escuela benedettiana al sacudir a la pacata sociedad uruguaya usando términos como «coger» y no en la aceptable acepción usual en estos pagos de la querida España. Concluyo reflexionando en que muy probablemente mi generación entendió a Benedetti mejor que la suya propia, mejor que las que nos siguieron. Estoy convencido de esto. Creo que el haber vivido las mismas vicisitudes en los años difíciles de la represión y el exilio nos ha llevado a valorar la difícil sencillez de su literatura, la honestidad a toda prueba, la calidez entrañable de sus poemas, la sagacidad de sus análisis. No somos los uruguayos gente inclinada a agradecimientos, a reconocimientos ni a homenajes. En aquella mentalidad que Benedetti describió con agudeza en El país de la cola de paja se incluye este carácter reservado, apocado, tímido, ensimismado de nuestra cultura. Ni su generación ni la mía cambiaron el panorama. Menos aún los más jóvenes. Sin embargo, creo que es oportuno decir en nombre propio y de mi generación, «Gracias, Mario Benedetti. Gracias, Mario». Y a todos vosotros, ahora también, gracias.

Variaciones sobre la muerte Sonia Mattalía (Universitat de València)

Cuenta la leyenda que, en l741, el Conde Hermann von Keyserling, por entonces embajador ruso en la corte de Dresde, sugirió a Bach que le compusiera un conjunto de piezas armónicas y variadas para que fueran interpretadas por su joven clavecinista Goldberg, y con ellas poder cubrir el vacío de sus largas noches de insomnio. Una nota cae en el silencio y se detiene. En ese instante suspendido se concentra el silencio de la muerte. Variaciones sobre la Muerte, una muerte que comienza a desenroscarse en cada silencio que la música, la palabra, el sueño, la vida, no cubren. El insomnio y el silencio: esos lugares suspendidos de la vida son algunos de los lugares comunes de la muerte. Cubrir el mundo de palabras, hablar todo el tiempo alrededor de la muerte, es rodear con atalayas defensivas sus lugares habituales. Cuatro variaciones sobre la muerte, encargadas por José Carlos Rovira (a) el Duque:

1ª Variación. La Muerte: el Despertar y el Nombre «Lo han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradamente abiertos a la luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo, nombrarse en alta voz. No bien dice 'Jorge', retrocede el hechizo». Éste es el comienzo de «Esta mañana», de l947. Permítanme fabular un «origen», encontrar en este relato de Mario Benedetti algunas de las «figuras» centrales que desenvolverán, como variaciones, sus ficciones posteriores: este despertar de Jorge, esta mañana, nos puede poner en la pista de las peripecias de los «pequeños» héroes benedettianos, que deambularán por sus libros de cuentos posteriores y novelas. Un hombre despierta. Se hace con su cuerpo sólo después de nombrarse, y recuperado su nombre entra en la vigilia de la mano de un libro abierto, abandonado por la inminencia del sueño y que, silencioso, lo ha acompañado toda la noche en la cama. Relee un fragmento de La estancia vacía, del que se cita un breve fragmento: «Se lo dije porque las palabras estaban llenas de vida para mí. ¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla; y entonces ha oído cómo caía en el buzón?». Luego de recuperar su nombre, entonces, este Jorge, recupera el efecto de una lectura; sabe -aunque el lector no lo sepa y tendrá que descubrirlo- por qué ha retenido esa frase, se reconoce a sí mismo «resistente y lúcido», ya que ha encontrado en la frase «la continuación de cierto anhelo de la víspera». Después comienzan los gestos de la cotidianidad, repetida ritualmente -vestirse, desayunar, el viaje en autobús hacia la oficina-; gestos que se irán desenvolviendo en paralelo a la recuperación de la memoria, que invade con fragmentos de escenas y de reflexiones la conciencia del protagonista: los entresijos de su historia -la grisalla de la oficina, la corrupción moral del jefe y sus acólitos, los encuentros con Celeste, una muchacha y compañera de oficina, el anhelo de pureza y el ejercicio del pudor del protagonista en esa, ni siquiera empezada, historia de amor- van mechando sus actos rutinarios. Una revelación se va imponiendo gradualmente: como chispazos en la conciencia se inserta, repetidas veces, una inquietante frase, entre paréntesis en el texto «(Dos noches con Celeste)»- que, finalmente, se revela como desencadenante de la acción del relato: Celeste se ha acostado con el Jefe de la oficina. Esa revelación, cuya violencia el texto amortigua en su espaciamiento, ha destruido la inocencia de «aquel» Jorge de anteayer, que poco a poco, y en el tránsito hacia la oficina, comienza a reconocerse «otro»: «'Soy otro', dice. Y lo es. (...) Jorge dice: 'Soy otro'. Y lo es. Hay algo manso y a la vez definido en su ser de ahora». El desenlace de la historia, ya en la oficina, es contado desde la plenitud fragmentada de la lucidez de Jorge: «(Dos noches con Celeste) Escasamente a un metro de su mano, a

medio metro quizá está el cajón sin llave. Está el cajón sin llave. Está el revólver. Uno piensa en lo que pensó, en lo que uno pensaba (...) esto Esto ESTO ¿es la conciencia? (Gálvez) ¿Hay Dios? (Cayó)». Podemos leer este relato, lo proponía en un comienzo, como un texto que perfila «figuras» benedettianas posteriores: Primero aludir a la construcción de un punto de vista, que será de una verificada constancia en la narrativa de Benedetti: La décima máxima de Quiroga en su Decálogo, comentada años después intensamente por Cortázar, de «Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la «vida» en el cuento», es seguida con notable fidelidad por los variados narradores de Benedetti. Un punto de vista implicado que transforma al narrador -protagonista o no- en un «uno más» de la historia, colabora a esa impresión de «esfericidad», que Cortázar señalara como condición poética central del relato moderno desde Poe en adelante. También, «Esta mañana» inaugura una poética del «despertar» que se relaciona con la toma de conciencia y la lucidez que, en Benedetti, significa «localizarse»: saberse de un lugar, un tiempo, una clase social, una posición ideológica, por tanto una lucidez resistente, que no se pretenderá global sino circunscrita por el entorno y el presente. Esa poética del «despertar» define e impregna tanto las historias relatadas como la trayectoria de los personajes benedettianos. Ese «despertar localizado» implica la elección de un espacio y un tiempo histórico precisos; hace necesario un espacio reconocible: de allí que el espacio urbano, referenciado en calles, bares, ambientes, variada fauna, costumbres y rituales citadinos, sea el lugar privilegiado en sus relatos. Continúa así la brecha abierta por el Onetti que ya en l939 y en Marcha, fustigaba al criollismo, desde las columnas de «Periquito el aguador», abogando por una literatura que eligiera un «pequeño trozo de vida» y descubriera «el alma de la ciudad» y de sus habitantes. También exige una temporalidad historicista, construida no sólo con el detallismo, el dato o la información directa, sino con la creación de atmósferas, inquietudes, reflexiones, que ubican la ficción en una experiencia tempo-histórica de presente compartido entre el escritor y sus virtuales lectores. Pero quiero detenerme en una figura que considero basal en la narrativa de Benedetti, y que, creo, es el fundamento de esta poética del «despertar» a la que aludía y de la construcción de sus personajes narrativos: la fundación del personaje en el reconocimiento de su nombre. La posibilidad de tener un nombre propio o perderlo apuntará en la narrativa benedettiana hacia la afirmación o al despojamiento de la identidad del sujeto, y desde ese lugar podrán los sucesivos narradores benedettianos desarrollar sus épicas individuales o colectivas. «Llamarse» será, en la producción narrativa del autor, reconocerse o desconocerse en el propio cuerpo, en la propia letra, en los objetos, en la praxis política.

En ese sentido podemos ver en este «Jorge» que se reconoce como tal, la génesis del «pequeño» héroe urbano que poblará, con diversos énfasis, las narraciones del autor. También, en este acto del reconocerse despierto se inscribe la apertura del sujeto individual a la transformación: el «soy otro», que afirma el personaje para sí, mientras mata al que lo ha denigrado, abrirá al «personaje individuo» hacia un «uno» que puede decidir sobre su propia vida, esto es «uno» se abre al cambio, a la transformación. En el final trágico del cuento este reconocimiento de «uno» abre una grieta con los «otros», es el comienzo del exilio: «Entran. Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el primero. Tiene una teoría sobre... Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también... Ella. Celeste. Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: «Asesino». Ella pensó: «Asesino». Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe. Algo menos, sin duda... Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que uno se da cuenta que uno está llorando. «Soy otro», dice. Pero no lo es.» Ese «uno» separado de los demás, es el que ha tomado la decisión de ser «otro», ser «otro» para dejarse actuar en la coherencia de su deseo. Precedido de un siniestro epígrafe de Jean Dolet: «Quand on est mort, c'est tous les jours dimanche», que identifica la muerte / el descanso «eterno», con la breve muerte del domingo / el descanso de los mortales, «Todos los días es domingo», incluido en La muerte y otras sorpresas, nos presenta también a un hombre, Antonio, que despierta en una estancia vacía y comienza el ritual preparatorio para ir al periódico. Ritual emparentado con el de «Esta mañana», en su minuciosa consignación de gestos repetidos. La visita de un compañero y la invitación para comer juntos en domingo, abre el relato al discurso de la muerte: el hombre ha perdido a su mujer hace, justo hoy, cuatro meses. Antes de ir al trabajo, periplo de autobús mediante, Antonio decide visitar el cementerio; allí se encuentra, solamente, con el nombre de su mujer en la lápida. «Son tan parecidas las lápidas. Esa que dice: «A Carmela, de su amante esposo», es casi igual a la que él busca y encuentra. Nada más que esto: «María Ester Ayala de Suárez». ¿Para qué más?». Lo que queda del cuerpo amado, sabido, conocido, es ese nombre. Un nombre, lo que queda de un sujeto, de una historia, de un amor (ese «de Suárez», inquietante, que señala la parte del hombre que también ha muerto). Tres veces reaparece el nombre de la mujer muerta, intercalado en el final del relato con todas sus letras, en la última es para tomar una decisión: «María Ester Ayala de Suárez. La zeta negra no sigue la línea, ha quedado más abajo que el resto de las letras. Las mayúsculas son lindas. Sencillas, pero lindas. ¿Qué más? En ese instante toma la resolución de no volver. María Ester no está con él, pero tampoco está aquí. Ni en un cielo lejano, indefinido. No está, simplemente. ¿A qué volver?» La letra «z», debajo y al final, dice definitivamente la muerte: la muerte de un cuerpo, sin trascendencia; la muerte del amor y de las letras mismas. Letras sencillas que han nombrado una vida, ahora convertidas en «resto». Entre esta decisión y este final Antonio fabula, desea, otra muerte: la del Jefe, la del dueño del periódico, que cree ver reflejada en las iniciales de una carroza que entra acompañada de un cortejo: «E.B. Por un instante le salta el corazón. No sabía que aún tuviese semejante vitalidad. Trata de serenarse, diciéndose a sí mismo que no puede ser,

que esas iniciales no pueden corresponder a Edmundo Budiño. No es un entierro suficientemente rico. Además, cada clase tiene su cementerio y la de los Budiño no corresponde precisamente al cementerio del Norte». La letra muerta, puede ser, entonces, el emblema de un deseo de muerte, puede condensar y anunciar el fin de un poder. Pero, y aquí para decepción del personaje y del lector, el muerto no es el esperado, es «otro»: «(...) pregunta al chofer de la funeraria: -¿Quién? -Barrios -dice el otro-. Enzo Barrios». Posteriormente, cuando la narrativa de Benedetti consigne la empresa revolucionaria, ese «uno» -individual y separado de los otros de «Esta mañana»- se incluirá en una lista de nombres. Participar de la revolución implica cambiar de nombre, ser «otro»; de hecho el tema de tener un nombre y cambiar de nombre es un gesto que fundamentará la épica revolucionaria: es en este cambio de nombre donde surge la conciencia de la crisis y donde se elaboran sus respuestas. Se produce, al tiempo, un ensanchamiento del «uno» en el «todos», que permite suturar el dolor que la pérdida del nombre propio y de la certeza identitaria implica. El cambio de nombre es compartido por todos. Así, en El cumpleaños de Juan Ángel (l971) el protagonista reflexiona: después de todo es bueno tener sobre la espalda treinta y tres años en el instante de adquirir un nombre o tal vez mi ser verdadero y esencial sea un individuo promedio una suerte de osvaldo más juan ángel sobre dos pero lo mejor del nuevo nombre es la falta de apellido que en el fondo significa borrón y cuenta nueva significa la herencia al pozo el legado al pozo el patrimonio al pozo significa señores liquido apellidos por conclusión de negocio significa soy otro aleluya soy otro lo importante es que todos somos otros no sólo estela y juan ángel sino todos es decir luis ernesto y vera y marcos y domingo y olguita y pedro miguel y rosario y edmundo y hugo y víctor El asumir otro nombre propio es el comienzo de la épica del cambio que adquiere, al ser enmarcada en la revolución, un matiz menos trágico, ya que el «uno» se encuentra con sus iguales en la práctica de un proyecto común; pero sigue viviéndose como desviación de la normalidad y como exilio, como «vida pasión y muerte»: entonces me cae una pregunta como un pedazo del pobre cielo raso por qué estoy aquí o sea cuándo empezó el éxodo cuándo empecé a emigrar de osvaldo puente para exiliarme en juan ángel La acción disidente y justiciera que en «Esta mañana» confirmaba al sujeto en su «ser otro» para los otros, aunque no para sí, y concluía con su extrañeza frente a los compañeros de oficina, difiere del momento de Juan Ángel que se afirma en la rebeldía acompañado por «todos». El «deseo» de muerte del jefe, fabulado en el cementerio por Antonio en «Este

domingo», se convierte en acción colectiva, en abandono de la conciliación y en un pacto de compartida «inconciliación». Ese salto del pesimismo al optimismo, en el que la crítica sobre el autor y él mismo han insistido, es el salto desde una posición del sujeto crítico desgajado y diferenciado, al sujeto crítico integrado en un proyecto utópico. En este gesto de reconocer el nombre propio para abrirse al cambio en otro, de morir en otro para asumir el deseo propio; en este gesto de construirse una nueva identidad que transgrede, como dice el protagonista del Cumpleaños..., la idea de una herencia imborrable, como derecho de propiedad y de transmisión del nombre; en este gesto en el cual el nombre nuevo, «un nombre sin apellidos», un nombre del que se ha borrado la cadena genealógica que ata a los sujetos a una historia familiar y social, es el correlato, en la ficción, de construir-construirse un «Hombre nuevo» en la Historia. En este gesto reside la marca política más radical de la escritura de Benedetti. La pérdida de los nombres, en textos posteriores, es el nombre de la derrota: la lista de los presos y desaparecidos, los nombres circulando de boca en boca, las Madres enarbolando nombres como banderas. En Andamios (1997), novela de memorias fragmentadas, memorias individuales que consignan las derrotas colectivas, leemos el recuento de un ex-preso: «Así hasta que llega el día inevitable en que te preguntás para qué vivo, mi condena es de veinte años y saldré de aquí, si salgo, hecho un anciano prematuro, con las bisagras oxidadas, olvidado del lenguaje, y no me refiero a conjugaciones, sujetos y predicados y toda esa faramalla gramatical, sino olvidado de las palabras, de cómo se forman y deforman, y hasta de qué letras se compone tu nombre, porque ya no tenés nombre y sos un número, una cosa». Ya en «Lejanos, pequeñísimos», incluido en Despistes y franquezas (1989), un uruguayo, otra vez llamado Jorge explica a una muchacha española las contradictorias herencias de la mezquindad, de la devastación interior y del éxodo, y recuerda el tiempo de la dictadura como el de la perversión de los nombres, ocultos o falsos: «Lo cierto es que habíamos estado enfermos de miedo (...) y todo lo llevábamos en nosotros mismos, aunque no se lo mencionáramos a nadie y se lo ocultáramos hasta al espejo. (...) Y quién no tenía un padre, una madre, un tío, un hermano, huido, oculto, emboscado o preso, pero siempre al margen, segado del afecto cotidiano, extirpado como un humor maligno, quitado hasta del habla callejera y la comunicación telefónica porque había que manejarse con metáforas y apodos, hasta que unas y otros se gastaban y era preciso sustituirlos con nuevos tapujos». Los nombres de los amigos perdidos o de los anónimos nunca conocidos ni encontrados, circularán por la narrativa y la poesía de Benedetti en el exilio. Como si el nombre, ese resto del sujeto en la letra, contuviera también los restos del horror, lo que la memoria no debe perder. Pero, además, el nombre propio se espacializa y se expande en la nostalgia del exilio: es enumeración de nombres o consigna de anónimos nombres incluidos en los números de las estadísticas de exiliados, o condensación en los nombres que refundan espacios, en otras ciudades, con los nombres perdidos de la patria:

Es claro en apariencia nos hemos ampliado ya que invadimos los cuatro puntos cardinales en venezuela hay como treinta mil incluido cuarenta futbolistas en sidney oceanía hay una librería de autores orientales que para sorpresa de los australianos no son confucio ni lin yu tang sino onetti vilariño arregui espínola en barcelona un café petit montevideo y otro localcito llamado el quilombo nombre que dice algo a los rioplatenses pero muy poca cosa a los catalanes en buenos aires setecientos mil o sea no caben más y así en méxico nueva york porto alegre la habana panamá quito argel estocolmo parís lisboa maracaibo lima amsterdam madrid roma xalapa pau caracas san francisco montreal bogotá londres mérida goteburgo moscú de todas partes llegan sobres de la nostalgia narrando cómo hay que empezar desde cero navegar por idiomas que apenas son afluentes construirse un sitio en cualquier sitio. El comienzo del «desexilio» impondrá la necesidad de reconstruir y construir una nueva memoria, una nueva narración cuyo sustento será el recuperar la capacidad de nominar. En «Lejanos, pequeñísimos», dice el llamado Jorge que, con la retirada de los militares: «Los presos recuperaron el mundo y todo volvía a ser nombrado. En realidad nos devolvían el permiso de nombrarlo. En los calabozos sólo quedaban los alaridos, las sombras, los delirios, las pesadillas, los fantasmas en fin (...) Todavía no éramos capaces de narrarnos nuestras vidas de dentro y de fuera, y no porque hubiese custodios como antes, sino porque de pronto la memoria era un caos, un mercado persa, un arca de Noé». Las «infundadas ilusiones» del comienzo del «desexilio» se desnudarán como tales y pronto mostrarán las dificultades de esa refundación. La escritura de Benedetti se hará cargo de su registro y su denuncia. Poética del «despertar» y del «nominar»: proceso que va del «nombre propio» individual, certeza y angustia de la identidad- al «cambio de nombre» para el sujeto revolucionario, a «los nombres dispersos» y los nombres desplazados del sujeto en el exilio, a los nombres recuperados del desexilio, que contienen la memoria del horror pero también la esperanza de una nueva fundación. Si el nombre propio, darse el nombre, dar el nombre, es proveerse una nueva subjetividad y, a partir de ella, construir la Historia; con este gesto la trayectoria benedettiana señala el poder de la letra sobre los sujetos -individuales y colectivos.

2ª Variación. La Muerte y la Letra Regresemos, entonces, a nuestro relato de origen. «Esta mañana» también define la función de la literatura -si se prefiere, de la ficción y la letra- para Benedetti. En «Esta mañana» se perfila un lugar para la literatura como disparador de la rebelión, que se va expandiendo desde lo individual a lo colectivo en el periplo heroico de la letra benedettiana. En el movimiento del cuento, recordemos, «otro» texto se inserta como disparador de la historia y mantiene abierta en el propio relato, el origen de su inscripción: un texto literario. El fragmento de novela, que citamos al comienzo, ha sido el «otro texto» configurado como sostén en el entramado de la historia: una carta que se escribe sin intención, que se manda sin intención y que, finalmente, llega a su destino, cifra el movimiento secreto del inconsciente plan no planeado (el anhelo difuso del comienzo), que se transforma en conciencia y en acto. Un mensaje insidioso que viene de la literatura hace saltar a un pobre diablo, defraudado en sus deseos más íntimos, y le permite ser «otro»: un «pequeño» héroe que estalla en defensa de su pudor. La disyuntiva de Jorge que, reiterando las amargas reflexiones de Emma Bovary ante su sopa de cebollas, pensaba frente al tazón humeante del desayuno: «Uno tiene en las manos el color de su día: rutina o estallido», se resuelve en este salto. El texto literario citado aparece con su título: «La estancia vacía» y el protagonista lo toma, lo relee al despertar. La letra dura ha obrado, ha obrado durante el sueño; en el despertar Jorge comprende por qué su lectura se detuvo allí antes de dormir y no en otra página: hay un mensaje cifrado que viene de ese «otro texto» y que va a llegar a su destino. La escena nos remite a una escena de identificación del personaje-lector con ese fragmento de novela, esa identificación tiene que ver con «anhelos difusos» que se irán desnudando en el desenroscar de la angustia que acompaña al protagonista en su camino hacia la oficina y culmina en el acto de matar al Jefe: cuando el cuerpo del denigrador cae fulminado por el balazo, reaparece la última parte del texto leído y releído por el protagonista: «¿Es la conciencia? (Cayó de espaldas) (...«y entonces ha oído cómo caía en el buzón?») (....) ¿La conciencia? (El pudor. Sí. El pudor?)». La literatura se perfila, entonces, como un disparador de esa poética del «despertar», como un choque en la conciencia, que promueve el cambio y la acción. Pero observemos el oblicuo, sibilino, poder de la letra: labora más allá de la conciencia, más allá de la intención, en ese lugar donde el sujeto es como «una estancia vacía»: en el sueño donde circulan los deseos, donde está anulado el principio de no contradicción; desde allí presiona sobre la conciencia con un mensaje que hay que interpretar: «sé otro». La letra -esa z del apellido de Antonio que baila alegremente en una lápida de cementerio, recuerdo de un cuerpo muerto, final de un apellido, conminativa al deseo fabulado-; las letras -nombres perdidos, nombres cambiados, nombres recuperados,

canciones, letreros y graffitis de ciudades-; las letras: consignas y mensajes del pasado que informan el presente. En Benedetti la literatura -en un amplio sentido que no jerarquiza las escrituras- es el lugar donde se configura la resistencia o la rebelión, justamente porque diciendo oblicuamente la muerte, permanece para afirmar la memoria de la vida.

3ª Variación. Tomada de Tomás Eloy Martínez: «Lugar común la muerte» «Hacia l965 supe, en Hiroshima y Nagasaki, que un hombre puede morir indefinidamente, que la muerte es una sucesión, no un fin. Años más tarde la conocí como un desafío a la omnipotencia del cuerpo: Macedonio Fernández, para quien el cuerpo era una metáfora de la que no lograba desasirse, triunfó sobre él mediante una paciente labor de ocultamiento; Felisberto Hernández, que había atribuido a cada parte del cuerpo una vida separada, sólo pudo superarlo cuando se atrevió a manifestarlo por entero de una manera excesiva. De otros maestros -Buber, Saint John Perse- aprendía que no hay cuerpo ni muerte, y que el encono contra ellos es estéril, porque en la eternidad todos los hombres son uno, o ninguno. No son esos conocimientos, sin embargo, los que suscitaron este libro, sino el sospechoso abuso con que la muerte me aturdía. Desde l975, todo mi país se transformó en una sola muerte numerosa que al principio pareció intolerable y que luego fue aceptada con indiferencia y hasta olvido. Así lo perdimos. Siempre creí que, entre las vanas distracciones del individuo, ninguna es tan torpe como el afán de propiedad. Somos de las pasiones, no ellas de nosotros: ¿en nombre de qué fatuidad, entonces, pretendemos ser los dueños de una cosa? Concedí entonces que la muerte era, como la salvación o la tortura, un privilegio individual. Ahora sé que ni siquiera ese lugar común nos pertenece.»

4ª Variación. Mi montevideana Siempre quedará ese sótano de Montevideo donde morimos tantas veces y por tantos. La muerte me visitaba cada mañana, cuando ronroneaban los zapatos en la vereda y me asomaba al ventanuco para ver las piernas de los que se dirigían, sigilosos, a alguna parte. La muerte te visitaba cada mañana, cuando te levantabas al amanecer, agarrabas tu enorme tomo de Cardiología Clínica y empecinado estudiabas hasta las once, en un silencio espeso y quieto entre croquis de arterias y de venas, sangre circulando, pulsando para

mantener un corazón vivo, para animar ese latido que sí, seguramente, te decía desde el libro que la vida era cuestión de riego sanguíneo, que aún lo teníamos. La muerte nos visitaba cada noche, cuando salíamos, furtivos, bajo el calor que agitaba los árboles de Pocitos, a buscar la frescura del mar. Empujábamos el cochecito de la pequeña, aferrados a esa fina barra de metal, sabiendo que le debíamos el futuro, que teníamos que verlo, que contarlo alguna vez. La pequeña pedía pizza y fainá. Era la pequeña llama. Siempre quedará cada muerte en cada noche cuando nos trenzábamos, en ese sótano de Francisco Llambí, para morir de besos y maullidos. Siempre los ojos iluminados de la pequeña en la mañana: -Mamá, el gatito negro corre. Se me escapa. Es un gato muy «marisco».

Lector y fábula: la opción ética-estética en la obra de Mario Benedetti Ana Inés Larre Borges (Semanario Brecha. Montevideo)

Desde sus orígenes independentistas es tradición en América Latina la figura del escritor que aúna al artista con el intelectual inmerso en los problemas de su tiempo. La urgente realidad del continente exige también ese mestizaje del arte y la política, de la creación y el compromiso. Como su admirado Martí o su inquerido Rodó, Benedetti ha asumido ese destino de escritor que no rehuye las emergencias de la historia ni las perplejidades del fin de siglo. A diferencia de otros colegas lejanos o inminentes, compañeros o adversarios, que apelaron directamente a la política o tomaron las armas -digo Sarmiento, digo Rodolfo Walsh, digo también su tocayo Vargas Llosa- Benedetti ha hecho ese compromiso desde la intemperie del escritor, y desde el arte de la palabra. Hubo, es verdad, un brevísimo interludio en que probó la militancia partidaria, pero sólo para regresar, decepcionado y convencido, al duro oficio de escribir que ha sido su verdadera trinchera y su auténtica biografía. La razón de sus alegrías y la causa de las persecuciones, de incomprensiones y diálogos, de merecidos homenajes como el que hoy nos reúne y de obligados exilios. «Si el arte por sí sólo no derriba tiranías -escribió una vez- ha sido, sin embargo, a través de la historia, un elemento nada despreciable en cuanto a su capacidad de convertir en imágenes, en color, en certero pensamiento, ciertos principios rectores de los pueblos». Apostando a esas «verosímiles posibilidades de salvación» que promete el blanco móvil de la cultura, Benedetti puso su talento y su desmedida -germánica- capacidad de trabajo para exigir a las palabras todo su imprevisible e incalculable poder. Ningún género literario le fue ajeno en una carrera literaria hoy decididamente abrumadora que ya en sus orígenes muestra en la contundencia de tres libros contemporáneos, la base ética y la opción estética de una obra por venir. Pienso claro está en Poemas de la oficina para la poesía,

Montevideanos en la narrativa y El país de la cola de paja en el ensayo de ideas, que antes de iniciada la fértil década del 60, forman un tríptico que instala las coordenadas de una literatura diseñada en el inconformismo, la crítica social, la desacralización del arte y la apuesta por la comunicación respecto a sus lectores. Desde entonces la obra de Mario Benedetti parece haber desarrollado en la versatilidad y pertinencia de cada género una misma visión de la aventura humana, una respuesta acordada a las solicitudes de la historia. La coherencia entre el pensador político y el creador literario se hace evidente en el más íntimo poema como en el artículo político más urgente. Existe, sin embargo, una esfera de su labor intelectual que ha sido visualizada como una práctica escindida o lateral al resto de su obra. El Benedetti crítico y ensayista literario difícilmente es convocado a la hora de explicar sus ficciones, asediar sus poemas o dar cuenta de sus ideas y actitudes políticas. Esa suerte de autonomía otorgada a su vasta labor en lo que martianamente ha llamado el ejercicio del criterio, puede estar abonada en el evidente desequilibrio entre la vastedad de la cultura literaria del autor y el protagonismo casi insignificante que ese caudal tiene en su creación. La hipótesis que intento demostrar es la de que tras la aparente contradicción entre el homme des lettres, habitado por la literatura que se exhibe en sus ensayos críticos y el poeta o narrador que tiene su musa anclada en la realidad y elige la sencillez, existe una profunda identidad de contenidos éticos y estéticos. Pero antes de entrar en discusión quisiera evocar dos imágenes del escritor en sus orígenes. En la primera hay un niño de diez años sentado en la fresca escalera de la entrada de su casa en la siesta bochornosa del verano. Lee las aventuras de Tarzán de Borroughs. Durante todo ese verano leerá uno tras otro los diecinueve tomos de esa deseada «colección completa» que su padre le regaló como premio por sus calificaciones escolares -siete redondos sobresalientes que conquistaron para él toda una selva de aventuras-. Trece años más tarde, un joven melancólico, lejos de su familia y de su novia de Montevideo, ocupa un banco de la Plaza San Martín de Buenos Aires. Tiene también un libro en las manos. Bajo la sombra de los grandes árboles el joven Benedetti lee ahora los poemas de Baldomero Fernández Moreno y descubre maravillado la aventura de lo cotidiano. Si una cuota de soledad y melancolía une estas imágenes, un hilo menos evidente las comunica. El niño que descubre en las palabras de Borroughs y después en las de Salgari, D'Amici y Julio Verne, un mundo más pletórico y rico que el de la rutina doméstica y familiar; el joven que redescubre la maravilla de las cosas sencillas y «la innegable magia de lo cotidiano» ilustran acaso un itinerario privado, pero pueden también revelar en modesta metáfora una elección que proviene de los orígenes mismos de la literatura. Es Ulises cansado de prodigios que regresa a Itaca.

En Mario Benedetti ese retorno fue el punto de partida. El impulso inaugural que precozmente eligió la difícil sencillez y, como dice en un poema, rompió «una lanza / por los discriminados / los que nunca o pocas veces comparecen» tanto en la historia como en la poesía. Bajó a la literatura del olimpo y tuvo la obsesión machadiana de hablar claro y seguir su lección de «escribir para cada hombre». Su opción significó una ruptura con la tradición heredada y una conquista que debió pelearse letra a letra. Fue parte beligerante de una generación -la del 45, la de Marcha o generación crítica, tan crítica que nunca hubo tampoco acuerdo sobre su denominación- que irrumpió en la cultura uruguaya para imponer una renovación con conciencia de sí. En los variados pugilatos críticos, polémicas y ofensivas estéticas, un rasgo que destaca el accionar de este escritor es su conciencia del público como instancia decisiva de la creación.

El lector oculto «Benedetti ha sido -sigue siendo- ni más ni menos, un lector» escribió Pablo Rocca en la introducción a una antología de sus ensayos. Sobre esa evidencia compartida puede iniciarse una interpretación. Es sí, ese lector que no cesa, voraz, atento, exhaustivo, que no se resigna a la relectura, el que atestiguan sus ensayos y sus notas periodísticas. Pero, paradójicamente, es un lector ausente de la obra que el escritor ha creado. En sus novelas y cuentos, en sus poemas, Benedetti prefiere construir sobre la realidad antes que sobre la palabra. Este escritor que no sólo no es un naif sino que asume en otros ámbitos su calidad de intelectual y de hombre de letras, evade la intertextualidad. Sus vastas lecturas quedan fuera de la órbita de sus ficciones y de su poesía. Acaso un lector atento pueda registrar las menciones aisladas a otros escritores, a otras obras en la trama de sus ficciones. Pero esas menciones no son más que datos, equivalentes a las marcas, las comidas, los nombres de los periódicos que habitan la literatura de Benedetti para brindar un contexto. Es así que la mención a Dostoievski en Gracias por el fuego no ostenta mayor jerarquía que las referencias a la tienda Gath & Chaves, el futbolista Juan Alberto Schiaffino o «la fuente luminosa del Parque de los Aliados». Alusiones que cumplen una función referencial -en su acepción lingüística, denotan- y, por lo tanto, pertenecen más al orbe de la realidad que al de la palabra. Las únicas referencias literarias con un valor de lenguaje están -tanto en sus novelas como en su poesía- colocadas como acápites, citas o títulos, e integran la categoría de paratextos tal como la definió Gérard Genette. Son los versos de Huidobro en La tregua, la cita de Martí bajo la que amparó sus ensayos reunidos y las citas de versos que se multiplican naturalmente en sus libros de poemas. Son rastros del mundo del lector que ha quedado fuera, síntomas elocuentes de la vastedad y profundidad de su bagaje literario, afinidades electivas que funcionan sí con fuerza de palabras pero que en lugar de mediatizar la separación de aguas, marcan el límite entre palabras y realidad en una literatura cuya musa no está -salvo raras excepciones- en la tradición literaria. Las citas dibujan la frontera entre la creación propia y la ajena y no deja de ser elocuente que la interpolación de textos,

desde «Corazón coraza» en Gracias por el fuego, a los varios poemas y artículos periodísticos que se integran a la reciente Andamios, sean creaciones del propio autor. Reconocer y evaluar ese desequilibrio evidente entre la probada (y practicada) cultura literaria del autor y el casi insignificante protagonismo que ese caudal tiene en la creación obliga a concluir que esa ausencia no es inocente sino que revela una elección deliberada. «En la literatura latinoamericana actual, no hay legado cultural que iguale en fuerza la influencia de la mera realidad», supo decir con desafío y riesgo. El gesto de desterrar toda intertextualidad cuando se es un hombre hecho de literatura supone una ética que condiciona las estrategias discursivas y en ellas se realiza. El Benedetti lector -el que comparece en sus ensayos- ilumina -y es más: argumenta- sobre esa ética de la escritura.

El rostro del autor En el ensayo que dedica a Roberto Fernández Retamar, Benedetti ha hecho una confesión: «Como lector -dice- siempre me ha apasionado buscar el verdadero rostro del escritor». Antes de referirme a esa nítida metáfora, «el rostro del autor», que puede procurar varios sarpullidos críticos en tiempos en que la muerte del autor ha sido decretada junto a otros decesos igualmente improbables, quiero señalar la insistencia del Benedetti crítico en ubicarse en la perspectiva del lector. Esta vocación de acercamiento a su público tiene una destacada permanencia aún por sobre la evolución también significativa de sus intereses. Si el crítico ha ido cambiando el objeto de sus prioridades al distanciarse de las letras europeas que signaron sus lecturas de juventud por las latinoamericanas que acompañan su toma de conciencia política, si trueca también su inclinación por la prosa en favor de la poesía, la actitud para enfrentar los textos manifiesta, en cambio, una singular coherencia. Una manera de auscultar esa coherencia puede definirse en primera instancia por la negación. La negativa -sostenida en tantos años de ejercicio crítico- a adoptar comportamientos de la academia, la negativa a embanderarse con corrientes o métodos críticos, aun los afines a su ideología o sus intereses, y la negativa a utilizar un lenguaje profesional -el cuidado medido de no incurrir en jerga alguna- al escribir sus artículos y ensayos. Estas ausencias están muy lejos del desconocimiento teórico y la prescindencia bibliográfica. Benedetti sabe que «no hay crítica sin biblioteca», pero reivindica el derecho a ejercitar con «irrestricta libertad, mi capacidad interpretativa y esclarecedora». Es elocuente la advertencia que precede a las páginas que dedicó a Darío: «Advierto que en este prólogo hablaré muy poco de Modernismo y no se entrará en la discusión acerca de quién fue el iniciador del movimiento: 'No hay escuelas, hay poetas' dijo Darío desde la entraña misma del Modernismo». El rescate de esa cita dariana delata acaso una preferencia compartida, la de valorar siempre al escritor en su singularidad. Hijo de la estación de las generaciones que hizo fortuna en el Río de la Plata en el magisterio de Ortega y Gasset y

Julián Marías como demuestra paradigmáticamente la producción de otro crítico uruguayo, su amigo Ángel Rama, Benedetti no quiso plegarse a ese modelo de análisis. Aunque supo tempranamente y en el original alemán la teoría de Julius Petersen, prefirió desentenderse de categorías para asumir la perspectiva del lector. «El problema consiste -dice en el citado ensayo- en saber si, después de leer a Darío, el lector sigue siendo el mismo. O sea someter a este poeta al infalible test que permite reconocer a los grandes creadores, esos que nos conmueven, en el intelecto o en la entraña, y al conmovernos nos cambian, nos transforman». Y agrega aún: «Sospecho que a esta altura, habrá que apearse inevitablemente del púlpito crítico y convertirse en mero lectorfeligrés.» La apelación a ese casi humorístico «mero lector feligrés» delata sin énfasis la misma operación desacralizadora que realizó en su obra creativa. No era improbable que en el triángulo que dibuja el hecho literario autor-obra-lector, la opción del escritor se haya ubicado en el ángulo más lejano al púlpito, el del lector, su prójimo. No se trata, sin embargo de una opción sentimental sino ideológica. Como demostró en un ensayo que es casi un manifiesto de la labor crítica -me refiero a «El escritor y la crítica en el contexto del subdesarrollo»- Benedetti entiende la actividad crítica como una práctica cultural eminentemente ideológica. Su rebelión frente a las interpretaciones ahistoricistas en las que percibe la amenaza de que «archivemos la realidad y nos atrincheremos en la palabra», su rechazo a lo que juzga un pecado de evasión, desembocan en el reclamo de una crítica integradora y plural, fundada en la identidad mestiza de América Latina. Si Benedetti asigna esa misión liberadora a la crítica como tal, en su práctica individual buscará su concreción ubicándose en la perspectiva del lector. Parafraseando uno de sus poemas podemos afirmar que si su estrategia es liberadora, su táctica está en ese democrático posicionamiento. Una táctica que es también un recurso eficaz a la hora de seducir a sus lectores. Es ejemplar su ensayo sobre Lezama Lima a partir del relato de sus personales desconciertos cuando escuchó al maestro leer fragmentos de Paradiso: «La primera vez que lo escuché estuve hipnotizado durante una hora: iba de estupor en estupor frente al chisporroteo imaginero de aquel voluminoso disneico orador. Pero al finalizar la conferencia no habría podido decir honradamente cuál había sido el tema». Es la misma estrategia de la sinceridad que Benedetti emplea para sus ficciones y es una ética del discurso crítico, la misma que en 1966 aconsejaba al crítico que «no sienta rubores de su propia sorpresa». La modalidad del «juego limpio» que defendió cuando en 1961 se preguntaba «¿Qué hacemos con la crítica?». Pero esa sinceridad es también sabiduría estilística, retórica crítica que sabe seducir al lector, y al ubicarse en la platea y lejos del púlpito, encuentra la cercanía que busca, la complicidad no del escritor, de la academia o de los otros críticos, sino la del lector para quien escribe con toda sinceridad, pero también con toda la destreza necesaria a sus fines. La lectura reunida de los ensayos de Mario Benedetti, que aún incompleta ronda ya las mil páginas de libro, termina por dibujar el rostro de su autor. Y ese «rostro tras la página» en formulación de Orwell que Benedetti reivindica, coincide palmo a palmo con el del escritor con quien comparten un cuerpo y un nombre. Si es evidente que el crítico que valora «la calidad humana en las Poesías Completas de Antonio Machado» es el escritor

que aspira a realizarla en su obra, también es coherente, aunque aparentemente paradojal, que el crítico que elige no olvidar al lector y ubicarse donde él, sea el poeta que a la hora de escribir prescinde de sus vastas lecturas y va en busca de las palabras menos prestigiosas, del lenguaje cotidiano de los hombres, para -en una operación de ida y vuelta que nada tiene que ver con la mímesis- devolverlo hecho ya poesía. El lector cómplice es también un escritor cómplice.

Benedetti y el porvenir de su pasado Gloria da Cunha-Giabbai (Morehouse College. Atlanta, Georgia, Estados Unidos)

En el poema «El porvenir de mi pasado» Mario Benedetti se pregunta sobre las posibles huellas que de él, en tanto ser humano, perdurarán indelebles en la posteridad. En tanto escritor, su presencia literaria tiene asegurada un sitial en la historia de las letras hispánicas mucho más preponderante del asignado por la crítica hasta el momento. Esta falencia nació gemela al éxito primerizo y todavía se advierte en la revaloración más completa y reciente de la obra benedettiana efectuada en 1992. No obstante, una reinterpretación del significado de la misma en el contexto de la literatura hispánica revela un seguro porvenir para el pasado de Benedetti ya que sus originales creaciones reúnen las características de las de los escritores considerados clásicos, al convergir en ella el rico patrimonio acumulado en siglos de escritura y ramificarse en varias de las direcciones que ha ido tomando nuestra palabra. Benedetti fue el primero en resquebrajar seriamente los muros del canon literario al hacer ingresar a él, firme y de su mano, a un personaje que, por su prosaica vida silenciosa y gris, había permanecido marginado hasta ese momento. Este personaje pertenecía a la clase media, clase formada por individuos de distintas procedencias amalgamados en las ciudades nuestras pero forjados en culturas y tradiciones desarraigadas, las de padres y abuelos. Recién al promediar el siglo, esta clase ubicada entre los extremos propios de la región, la pobreza y la riqueza, va adquiriendo uniformidad con las generaciones nacidas en Hispanoamérica, aunque no así poder político ni económico, y sin despertar el interés de los escritores debido a su insignificancia existencial. Estos, durante esta primera mitad del XX, continuaban una tradición literaria cansada y estéril que, más que captar la crisis social y política que se gestaba lenta en las entrañas del contexto, retardaba su reconocimiento. Sin embargo, por esta misma época, y como en la España finisecular, la crisis que llevaría al desastre de dictaduras, exilios, cárceles y muertes, comienza a ser descubierta por la generación crítica de escritores como Benedetti que, como la de ese 98 español, cuestionaron severamente tanto la literatura como la historia oficial, revelando así un auténtico compromiso con la condición humana, eco del efectuado por Unamuno y sus contemporáneos. Entonces Benedetti, tenaz en su arremetida contra el canon, comenzó a narrar la intrahistoria de la humanidad silenciosa de su entorno cotidiano, formada por seres urbanos que no existían en la literatura que prolongaba la idealización de los habitantes del campo o el fracaso de los de las ciudades inmigrantes con el corazón frustrado y los ojos

europeos vueltos al mundo civilizado de sus antepasados. Benedetti, por lo tanto, asume la categoría de un descubridor que percibió que los hijos de esos europeos ya no se sentían inmigrantes, sino «montevideanos» e hispanoamericanos porque pensaban, vivían y sufrían, en criollo y al margen, la diaria crisis de su comarca y el mundo. Al ser descubiertos, entran a la literatura con un bagaje social, político e ideológico particular pero representativo de lo universal, favoreciendo la comprensión, difusión y éxito del autor. Con el descubrimiento literario de esta humanidad silenciosa, Benedetti adquiere también la calidad de historiador que, con rigor, examina y recrea personajes reales, de vida media, con ilusiones e ideales medios, con conflictos psicológicos medios, con una familia, amantes fugaces y una muerte simple, con una incipiente conciencia que les decía que la utopía de América, que atrajo a padres y abuelos, había sido un espejismo, y con una mediana educación que les permitía comprender que tenían que forjar la utopía propia. Inicialmente, Benedetti historió la conciencia de este ser descubierto y fue registrando, como en el diario de un descubridor, sus pequeñas aventuras e insignificantes tragedias. Pero los descubiertos se fueron descubriendo a sí mismos en las creaciones literarias y, como ejerciendo la función más elevada de la literatura, se fueron transformando y politizando su urbe. Y este examen de conciencia colectivo los lleva a la acción, segunda etapa de la obra benedettiana. En esta, los personajes se diferencian y se polarizan y, junto al oficinista, al bancario, a las secretarias, los jefes, los empleados y profesores, a veces revolucionarios, aparecieron temidos antagonistas, el cobarde, el indiferente, el torturador, el delator. La lucha de estos personajes resulta sólo una culminación del forcejeo generacional de padres e hijos como los de Gracias por el fuego (1965), que, a su vez, ampliaron y agudizaron el cuestionamiento moralista de la radiografía practicada unos años antes en El país de la cola de paja (1960), tratando de salir de su laberinto de soledad urbana. Este enfrentamiento del presente de los personajes benedettianos replicaba fielmente aquel en que participaron los propios escritores, uruguayos y de otras regiones hispanoamericanas, parricidas literarios que cumplieron la importante función renovadora de eliminar la corrupción de formas, de ideas y de sueños ya pretéritos, pero manteniendo la herencia, no sólo para imponer una voz individual vacía de cuerpo. Esta historia de la polarización y del choque de la época de acción de los textos y del contexto benedettianos se sumariza ejemplarmente en El cumpleaños de Juan Ángel (1971) que culminó en el tercer período de la cotidianidad literaria, la del fracaso y de los exilios solidarios de Primavera con una esquina rota (1982) y Geografías (1984). En este período, por un lado, se imagina y narra desde la orilla española y lejana, la ciudad con sus letras amordazadas, con sus hijos indiferentes o quizás ya cautivados por otra suerte de revolución, la tecnológica, con su lenguaje nuevo, sus nuevos fanáticos, sus nuevos ideales, sus nuevas formas de relacionarse, de estar juntos sin tocarse, sin verse, sin solidarizarse, un nuevo ser humano medio en su ficción virtual. Por su parte, la cuarta etapa literaria, la que tan maravillosamente representa Andamios (1996), revela que la imaginación otra vez libre de Benedetti inventa que vivir es renovarse y construir permanentemente nuevas metas, reconociendo que no es el fracaso de la lucha por una utopía lo que deshumaniza a los seres, sino el de no tener una utopía por la cual luchar. De manera que esta historiografía de un grupo humano en particular que ha realizado Benedetti posee un valor extraordinario y excepcional en las letras hispánicas ya que medio siglo de la clase media urbana desfila ordenadamente vestido de auténtica humanidad y en todas las tonalidades posibles. Benedetti, sin abandonar jamás a sus personajes humanos, y siendo consecuente con los

más altos principios e ideas de la tradición heredada, se ha transformado constantemente, hecho que explica la permanencia y revitalización de su creaciones por las generaciones más jóvenes. Por consiguiente, y sobre todo en Uruguay, en las creaciones benedettianas se apoyan, a veces inadvertidamente, las obras de los autores posteriores ya que el ser cotidiano de la clase media sigue predominando, aunque ahora habite una Montevideo «violenta e inhóspita», la del «fracaso» y el «desencanto». Un análisis exhaustivo de las mismas revelará que los personajes, como sus creadores, proceden de los de Benedetti, son sus hijos literarios, tal vez sus nietos, aunque sus preocupaciones hayan tomado otros rumbos pero, en esencia, son los mismos. El porvenir de ese presente pasado de Benedetti también está asegurado por los lectores, personajes ellos mismos, que han completado un triángulo de amorosa identidad. A diferencia de los personajes y lectores de otros escritores, que a veces existen sólo en un microcosmos, real o literario, los de Benedetti surgieron de otra suerte de «boom», de una explosión silenciosa en la ficción paralela a la realidad y que mantuvo sus creaciones literarias estrechamente unidas a la sociedad de la que son productos. El cambio que han ido experimentando los personajes es el mismo del autor y de los lectores, explicándose así la relación tan especial y única que une a Benedetti con los lectores-sus-prójimos pues se apoya en amor por quien le ha sido fiel en la defensa literaria de una mediocridad mal entendida. Esta lealtad siempre en aumento ha logrado acercar, en complicidad e identificación, las naciones de Hispanoamérica a España y al mundo, al mostrarles que no es sólo cuna de lo exótico sino también de la simplicidad, la rutina y la soledad de seres urbanos descendientes de estructuras sociales y políticas similares. No obstante, el valor de un escritor, en tanto descubridor, proviene del potencial de su descubrimiento, de la capacidad de no agotarse una vez desaparecido el inventor, en esa inmortalidad que adquiere y que prolonga gracias a la riqueza que encierra, así como también en la sangre literaria heredada por sus venas que lega a los escritores posteriores. Benedetti, como ya se ha sido reconocido, es oriundo de Martí, Rodó, Vallejo, Neruda, y los más fieles legatarios de su literatura y de su visión urbana de la sociedad, son las escritoras. El espacio cotidiano que inauguró Benedetti ha sido por excelencia el de la mujer, aunque su expresión se retardó debido a la marginación literaria en que se las mantuvo. Ahora que su capacidad creadora no se pone en duda, como también es incuestionable el valor que poseen sus creaciones, las escritoras reiteran y reafirman la politización de ese espacio cotidiano. Este florecimiento literario se debe a que el personaje benedettiano aún tiene que experimentar nuevos cambios para eliminar estructuras mentales patriarcales anticuadas que lo moldean. Las mismas son observadas, analizadas y recreadas por la perspectiva femenina, revelando el autoritarismo familiar, social y personal en el que todavía se desenvuelven los personajes benedettianos, hecho que permite continuar el diálogo y el autoconocimiento iniciado medio siglo atrás en Uruguay. Estas características se presentan directa o indirectamente en la obra literaria de las hispanoamericanas, aunque dos son los nombres que ya se deben asociar a Mario Benedetti por la voluntad de historiar literariamente su contexto, el de la paraguaya Renée Ferrer y el de la costarricense Carmen Naranjo. En sus cuentos La seca y otros cuentos (1986) y Por el ojo de la cerradura (1993), Ferrer replantea los efectos del autoritarismo en la vida cotidiana posdictatorial y finisecular, presentándolos, al igual que Benedetti, como una lucha silenciosa de los personajes contra la deshumanización, reiterando la visión de las oficinas como cárceles de

rutina de las ciudades hispanoamericanas, con su aburrimiento existencial, desesperanza, pasividad, incomunicación, mediocridad, alienación social, que pueden conducir a esos seres, todavía anónimos de poder y riquezas, al suicidio. Las obras de Carmen Naranjo, por su parte, como las novelas Los perros no ladraron (1966) o Memorias de un hombre palabra (1968), pueden considerarse una recreación desde la perspectiva de la mujer, curiosamente, casi paralela, del mundo benedettiano de La tregua (1960) y Gracias por el fuego (1965). En ellas aparecen los mismos burócratas de clase media de un sistema que va deshumanizando a los seres al condenarlos a mediocracia perpetua y sin posibilidad de escape de la rutina de escasez, ansiosos de una subida social desplegando las únicas armas que poseen, el egoísmo y la cobardía. La similaridad de las preocupaciones de Naranjo con las de Benedetti, y que se manifiesta también en la predilección por géneros híbridos, culmina en la colección de cuentos Otro rumbo para la rumba (1990) en los que la autora cuestiona críticamente, y con una ironía y humor de corte benedettiano, los conflictos que todavía en este fin de siglo se les presentan a los seres de la clase media empobrecida y abandonada por la dirigente, que continúa proponiendo soluciones ficticias a su males reales. Ante estas quimeras, los solitarios tratan de construir y concretar nuevas utopías, aunque sean chiquitas. Una de ellas es la emigración ilegal a Estados Unidos que pone en evidencia un fuerte paralelismo con el exilio político de los personajes benedettianos ya que, y a pesar de las diferencias entre las razones para abandonar el país, los indocumentados se enfrentan al mismo choque cultural y deben vadear los mismos obstáculos. De manera que estos nuevos acercamientos y visiones desde la perspectiva femenina, reafirman, enriquecen y perpetúan el valor del mundo literario creado por Benedetti. El Benedetti narrador completa la humanidad de sus personajes en los poemarios y ensayos, corroborándola en las obras de teatro y las letras de canciones, ya parte del patrimonio de la tradición oral. Los primeros, como ya ha sido reconocido en innumerables estudios, trasmiten la visión poética en himnos populares al dolor cotidiano cargados de amor, otros poemas descubren la inmensa profundidad emocional de los seres encerrados en la cárcel diaria y muchos que revelan los más recónditos sentimientos ante el libre vagar por el mundo con ese encierro a cuestas. El ensayo benedettiano, por su parte, deviene el ágora en el cual se da voz y se expresa directamente las preocupaciones sociales, políticas y culturales, renovando viejas polémicas metamorfoseadas en nuevas formas. Tal es el caso de la apasionada oposición de Benedetti a Estados Unidos. Pero este secular antagonismo que hereda es mantenido para impedir el retorno a la imitación, tan temida por Bello, Martí o Rodó, a la copia facilonga de un estilo de vida ajeno, para que el hispanoamericano continúe construyendo su propia utopía. Es por esto que, como sucede con todo autor clásico, muchísimas de las afirmaciones de Benedetti conservan intacto su valor ya que tienden, hoy después de casi medio siglo, a perpetuar un aspecto esencial del hispanoamericano, la búsqueda infatigable de la utópica plenitud humana. En cuanto a los ensayos que se refieren a la posición del escritor, la evolución de la literatura, los escritores y críticos, nuevos y extranjeros, revelan la lealtad del Benedetti con la tradición hispanoamericana iniciada por Bello, Martí, Rodó, recuperada y ampliada por los grandes de este siglo, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, siempre atento a los cambios que experimenta el acontecer occidental, pero con los pies firmemente plantados en la América nuestra.

El proceso de seguir la aventura existencial de sus personajes desexilia a Benedetti de sus raíces españolas. Las creaciones en estas tierras antiguas son rápidamente aceptadas por los nuevos lectores, algunos de ellos también sus nuevos personajes, lo cual demuestra que él es un activo portador de los rasgos más sobresalientes de la tradición literaria hispánica. Recordemos al Cid, el héroe tan humano que marca esta literatura con el dolor del destierro, jamás abatido por la ingratitud y la traición, como revela el juglar que Benedetti emula siglos más tarde al historiar las pequeñas conquistas y derrotas, en las que él se confunde con sus personajes. Su exilio español también es, en parte, producto de una sociedad hipócrita y apegada al dinero, como lo denunciara el Arcipreste de Hita, y lo hiciera él mismo siguiendo la vena moralista quevediana, males para los cuales se inventa con sus personajes un ideal utópico de salvación colectiva cuyo más ilustre predecesor es don Quijote, aunque Benedetti haya tenido que desdoblarse en Sancho y Cervantes. Pero Benedetti ha necesitado empaparse del Padre Feijoo para tratar de sacar a su gente de la ignorancia o para hacerle ver que ésta era humana, no sólo hispanoamericana, valiéndose de los ataques de Larra contra la sociedad o de los que lanzara, aguda e irónicamente, Mesonero Romanos, contra aquellos seguidores ciegos de modas literarias ajenas. También se observan claras huellas de Doña Perfecta de Galdós en los padres benedettianos, en esos ecos de Saturno destruyendo a sus hijos. Pero la veta de pensador ante el dolor humano de su comarca y su tierra grande, la preocupación por la figura humana de Dios, Jesús, exiliado, traicionado, solidario, y la constante idea de la muerte y la inmortalidad que ronda sus creaciones, son propias de Unamuno, hecho observado desde hace ya muchas décadas. Estas influencias y permanencias también se vislumbran en el «compartir palabras», en ese revitalizar las de otros escritores que padecieron sufrimientos semejantes, como las de Blas de Otero, de Antonio Machado, de Rafael Alberti, que definen y mantienen la identidad de los pueblos iberoamericanos. En última instancia, Benedetti, no sólo tiene asegurado su porvenir por haber creado un presente mediante la recuperación de los rasgos eternos del pasado, sino también por adelantarse casi cincuenta años a la literatura universalizante propia de este fin de siglo, la cual se enfoca fundamentalmente en los conflictos globales de los seres cotidianos, asegurándole así al creador su presencia permanente en la posteridad por las posibilidades infinitas que su obra conlleva. De modo que, si bien la obra literaria benedettiana emanó inicialmente de la minúscula realidad montevideana, actualmente el lector de allende las fronteras, incluso de las hispanas, la reconoce como suya, quizás principalmente porque puede ser considerada las Memorias de un hombre palabra, como reza el título de la novela de Carmen Naranjo, puesto que él, Mario Benedetti, como dice un personaje de la misma, encarna al amigo auténtico de los seres humanos: La amistad es tejer historias para los otros, es hacer a los hombres historia, es brindarles nuestras palabras, es prestarles nuestra imaginación, es decirles «están vivos y no serán fácil presa de la muerte», es entretenerlos con sus propias inquietudes, es ampliar sus versiones, es darles dimensión dentro de su breve tiempo, es esculpirles la memoria, es decirles que tuvieron, es señalarles la importancia de lo que fueron, es hacerlos propietarios de recuerdos, es introducirse en su propio monólogo, es enfatizar sus pequeñas importancias, es extender el panorama de sus días iguales. Y yo amigo, y yo confidente, y yo inventor de historias, y yo contador de cuentos, y yo constructor de episodios, y yo lustrador de semejanzas, me gano el primer galardón de mi vida, el galardón del primer eco.

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«Troperos y gauchos nos recorren». La tradición según Mario Benedetti Jesús Peris Llorca (Universitat de València)

«Si un escritor está comprometido como ciudadano, como ser humano, y le preocupa el acaecer político, si se siente aludido por él, así como cuando está enamorado escribe poemas de amor, cuando se siente preocupado por lo político, lo político aparece en sus poemas, o en sus novelas, o en sus ensayos». Son palabras de Mario Benedetti publicadas en 1992, en mala época para el llamado compromiso del escritor, cuando esa palabra misma, compromiso, se había convertido ya en una etiqueta para nombrar actitudes del pasado y escritores anacrónicos. Escritor comprometido es sinónimo ya de realismo

socialista, o poco menos, de productor de doctrina enmascarada de literatura, de esquematismo intelectual y de pobreza expresiva, de antigualla o pecado de juventud que desaparece de las biografías. Es el nombre de una caricatura. La reflexión de Benedetti, entonces, opta por naturalizar la presencia de lo político en el discurso literario. Es cierto que su afirmación es levemente tramposa. Decir que un escritor «cuando está enamorado escribe poema de amor» es, sin duda, demasiado decir. Se mezcla el sujeto biográfico con la instancia que dice «yo» en el poema y convierte en simultáneos enamoramientos que corresponden a distintos niveles, que suceden en lugares diferentes. Lo mismo podría objetarse, entonces, del resto de la afirmación, al menos de la manera generalizadora en que ésta se expresa. La preocupación política del sujeto biográfico no tiene por qué necesariamente tener su correspondencia en los textos literarios que produzca. Y a la inversa. Sin embargo, salvadas estas licencias poéticas, lo que subyace a esta afirmación es una concepción de la literatura como discurso impuro, como lugar de cruce de discursos diversos de procedencias distintas. Lo político, lo social, es uno de ellos, que se instala con naturalidad en ese lugar de cruce. O si se prefiere de frontera. Nada contamina un espacio que se define por su impureza, que se construye y se legitima con el más manoseado de los materiales, con el más promiscuo, con el más heterogéneo de los materiales posibles: los discursos, el lenguaje, la palabra. Mario Benedetti otorga, así, con su obra, un espacio a la literatura. Aporta una respuesta al interrogante central de la literatura moderna, que es precisamente el de su sentido y su ubicación en las sociedades modernizadas. En el momento de la fragmentación de los discursos, de la dispersión del sentido, el trabajo con los discursos y con los sentidos no puede dejar de incluir algo, aunque sea un resto, aunque se trate de elementos periféricos, de esos diferentes fragmentos de sentido, que comparten, sin embargo, su carácter textual, su condición de discursos. La literatura puede ser concebida así como mi espacio propio definido por la mezcla, por la puesta en contacto, por la capacidad de disfrazarse y de cambiar de disfraz, ya que su materia prima, su objeto propio, es, precisamente, la tela que los compone. La literatura, entonces, puede ser comprometida, o mejor, explícitamente comprometida y concebida como tal, como puede no serlo, pero serlo no resulta de ningún modo extraño a su condición. No le introduce nada ajeno ni irreductible a ella. Y, por supuesto, no la degrada. De hecho, un determinado discurso ideológico siempre va a atravesarla, siempre va a permitir leerla desde él. En esta comunicación voy a referirme a poemas que hacen de su diálogo con otros textos, con otros relatos, precisamente su forma de compromiso explícito. Escribir en ellos no es decir que se hace, sino hacer efectivamente, porque el discurso, la materia prima de la literatura, es uno de los espacios naturales del poder; porque los imaginarios colectivos que hacen existir las comunidades imaginadas que son las naciones son también relatos. Ninguna frontera insalvable debe ser por tanto atravesada. Tomemos por ejemplo el poema titulado «Curados de espanto y sin embargo» (La casa y el ladrillo, 1976 l977). Se plantea como la imprecación de un «nosotros», una primera persona del plural, a una segunda, «presidente», invocado como «so oscurísimo» (v. 20). Todo el poema es, de hecho, la recusación de la legitimidad del poder de ese presidente oscurísimo, y esto se hace evidente ya desde su título y los primeros versos con la inversión

del lugar de la autoridad que suponen. Se trata de un sujeto «curado de espanto», más allá de la sorpresa. Un sujeto que está de vuelta ya del horror, de la pena y de la indignación, y al que la evidencia de la «oscuridad» de su oponente, de su «ignominia» (v. 25), convierte en superior. Moralmente, desde luego; pero además, ese «nosotros» es más sabio, sabe más, achaca al otro su «bibliofobia» (v.39), y eso le da legitimidad para reprenderlo desde arriba, para despreciarlo íntimamente a pesar de ser sus víctimas, para escribir su condición de «bruto», y de «bellaco» (v. 36). Y sin embargo, ese sujeto «curado de espanto», se declara en esta ocasión excedido. Excedido, que no corregido por la actitud del rival. Excedido, más bien, por la magnitud de la confirmación de sus opiniones y de las posiciones relativas en el discurso. Su oponente, el presidente, «resultó más bruto más desertor y más bellaco / de todo cuanto pensábamos» (vv. 36-37). Le ha colgado «una medalla / a Pinochet sobre el corazón de la casaca» (vv. 30-31), en un acto institucional, en una celebración del poder que es calificada aquí como «acto fecal», y lo ha hecho invocando «el limpio nombre / de artigas defensor de los pueblos libres» (vv. 33-34). Todo el poema será, a partir de aquí, la negación de la legitimidad del presidente para invocar a Artigas, para invocar el nombre del fundador, del origen de la patria. El saber que se le negará será precisamente ahora el de ese origen, confirmando su condición de traidor. Se le disputan los símbolos, se le resemantizan en las manos para que le exploten en la cara. Se le expulsará del espacio de la patria, se minará la retórica de su legitimación, y el traidor será él, y no los que persigue, aislado por su ignomia en la soledad de su singular frente al «nosotros» que fustiga, frente al plural del pueblo, a la totalidad de una comunidad que se le redefine y se arroja contra él dejándole visiblemente fuera. El oscurísimo presidente, Pinochet, y en el medio la imagen de Artigas, el caudillo primario, símbolo del origen, emblema material de una esencia uruguaya que la dictadura militar prosigue y defiende de los enemigos internos, retrato ideal para que los dictadores del presente se obsequien y decoren sus uniformes. Ése es precisamente el motivo escogido para desestabilizar la escena. Al invertir el sentido que ese retrato encierra para los dos dictadores, al transgredir su definición oficial, y escribir la propia y alternativa en el corazón mismo de la ceremonia en que el poder celebra su legitimidad, en que se escribe en la armonía de historia patria, en que la construye para que le encaje como un guante, convierte en incoherente ese discurso del poder, lo socava desde dentro y en su terreno. La disputa por los relatos de la paina, por sus emblemas, es la metáfora de la disputa por el espacio de la patria, y, al mismo tiempo, una de sus batallas, y no la menos importante ni decisiva. Expulsar a los dictadores de la patria imaginaria, arrebatarles a Artigas, es el comienzo de su expulsión efectiva. Socavar la legitimación discursiva de su poder, invertir el sentido de las palabras que la construyen, como «deserción», o «protector de los pueblos libres» es el principio o una parte del socavamiento de ese poder. Pero no sólo se convierte la condecoración con la que los dictadores se cubren de honores en «semejante sarcasmo de dieciocho quilates» (v. 56), sino que esa operación se realiza precisamente a partir de citas del propio José Gervasio Artigas que el poema convierte en versos propios, señalando su condición mediante el uso de la cursiva. Es decir, remite a textos fundadores de la nación para devolverles su sentido literal, hacerlos hablar

en el nuevo contexto y quebrar así la línea de descendencia que pretenden fundar los tiranos. Detenta así el sujeto de estos versos una autoridad que le permite esgrimir estas palabras contra el que detenta el poder político y sin embargo ignora «quién fue artigas» (v. 44). Construye con el discurso literario una autoridad alternativa confirmada por el fácil tránsito por los textos, que además en esta ocasión son los fundacionales. El letrado que habla se muestra más cercano al núcleo fundacional. Y es precisamente su condición de letrado lo que le da acceso a él. El otro, el oscurísimo presidente, con su «bibliofobia», con su odio a la letra, es incapaz de decir con propiedad el nombre de Artigas, esto es, el emblema de la nación. Por eso, queda fuera. Y por eso, el sujeto poético, encaramado en esa autoridad otra que construye con su discurso, la autoridad literaria, se presenta como legitimado ya al borde mismo de su conclusión para recomendarle otra condecoración que la resemantización que opera este texto sobre la ceremonia del poder presenta como la más adecuada: «la orden de nixon / pienso que pinochet se habría sentido ufano / con la efigie del ilustre asesino» (vv. 157-159). La orden de Nixon, caudillo otro, del presente de otros. No sólo asesino, como dice el texto, sino además extranjero. En lugar de Artigas, convertido ahora en el poema en «marxista leninista avant la letre» (v. 103), parodiando el paranoico discurso oficial, gracias a citas como «todo ciudadano será juzgado por jueces los más imparciales / para la preservación de los derechos de su vida / libertad propiedad y la felicidad de su existencia política» (vv. 99-101), en lugar del caudillo originario, es Nixon, el presidente de los Estados Unidos, el símbolo más acabado del imperialismo, su origen, el emblema de la esencia que estos dos dictadores prosiguen con sus gobiernos. Después que el discurso ha arrancado de su interlocutor la conclusión de que «también la historia patria» está infiltrada (vv. 113-115), sólo esa puede ser su genealogía, de esa única legitimidad, escrita como perversa, proviene su poder. El escritor letrado, desde la autoridad otra que funda en su uso de los textos y de su ecos de voces, que legitima como discurso alternativo, y que sólo lo es, porque aún siendo otra puede nombrar la autoridad del dictador y sus construcciones discursivas legitimadoras, esto es, porque es otra pero no irreductible, porque es impura, desde esa autoridad, socava el poder «fecal» del dictador, lo deslegitima, y lo recusa. Artigas, concluye el poema, «el veintinueve de noviembre / del año mil ochocientos dieciséis / envió esta consigna al comandante de misiones / viva la patria y mueran los tiranos // ya puede usted morirse con este magno aval» (vv. 162-166). El «oscurísimo mediocrón», el «bellaco», «bruto» y «desertor», el presidente, es expulsado, blandiendo ante él textos como armas, del poder, de la patria, del discurso, de la existencia. Pero no es ésta la única ocasión en que Mario Benedetti invoca la sombra de José Gervasio Artigas, en su condición de fundador de la nacionalidad, para obligarle a definirse sobre el presente de la escritura, para hacerle tomar partido, para disputar el patrimonio de su recuerdo, como forma simbólica de disputar el espacio de la nación. El primer verso de «Artigas» (Quemar las naves, 1968-1969), por ejemplo, lo escribe de manera casi programática, naturalizándolo, eso sí, en el objeto de la escritura. «Se las arregló -dice- para ser contemporáneo de quienes nacieron medio siglo después de su muerte». Si eso es así parece ser la conclusión de la que arranca el texto- sus hechos, sus palabras, o mejor, el recuerdo de sus hechos y la escritura de sus palabras, pueden ser arrojadas en el centro del presente con toda propiedad. En realidad, lo que está haciendo sujeto de este poema -y no sólo de éste, como no tardaremos en comprobar- es leer la biografía de Artigas como una metáfora del propio

avatar histórico. «Creó una justicia natural para negros zambos indios y criollos pobres» (v. 2), dice, «borroneó una reforma agraria que aún no ha conseguido el homenaje catastral» (v. 9). Los textos de Artigas, sus palabras, sus acciones, son reubicadas como eco de las propias -de las propias, se entiende, del «nosotros» que hemos visto erigirse contra el dictador-, las dotan de espesor, las hacen resonar en el origen. «Inventó el éxodo», se dice (v. 6). En el caminar propio reverbera, así, la gesta inaugural de Uruguay. Pero nótese que el poema borra el gesto de la reescritura, o mejor, la invierte. Según el poema, es el pasado el que delinea el presente. Si puede leerse en él es porque ese pasado, Artigas, el origen, ya incluía desde siempre los pasos de los contemporáneos suyos que deberían esperar medio siglo para nacer. «Pudo -dice significativamente de una primera persona del pluralarticularnos un destino» (v. 5). Benedetti imaginado por Artigas, y no al revés. Pero eso no es todo. «Fue -leemos en el verso 15- un profeta certero que no hizo públicas sus profecías pero se amargó profundamente con ellas». No sólo diseñó el futuro con sus actos, sino que lo profetizó; pudo, literalmente, verlo. Pero no lo hizo público. Y aquí es el sujeto de la escritura el que rellena ese hueco de la historia -hueco que él mismo ha escrito primero- con sus palabras. Imagina las profecías de Artigas, ocupa con su propio discurso el lugar de la voz del prócer. «Acaso -dice- imaginó a los futurísimos choznos de quienes inauguraban el paisito / esos gratuitos herederos que ni siquiera iban a tener la disculpa del coraje / y claro presintió el advenimiento de estos ministros alegóricos estos conductores sin conducta estos proxenetas del recelo estos tapones de la historia» (vv. 1618). Del mismo modo que los actos de Artigas escriben el sujeto de esta escritura y lo vinculan al origen mismo de la nación -o a la inversa-, los otros del caudillo primario, sus enemigos, escriben a los otros del nosotros del presente, a «estos conductores sin conducta». En el origen de los males de la nación encuentran su reflejo. Y más aún, son ellos, literalmente ellos, imaginados por Artigas en su exilio, el motivo de que lo prolongara hasta su muerte.

Escribir las visiones del prócer, decir sus palabras, descifrarlo, proseguirlo, imaginar una relación casi mediúmnica con él, conocer su espacio privado para hacer salir de él, aunque sea como hipótesis, las profecías que no hizo públicas, son prerrogativas del sujeto poético que este texto diseña. La fundación del recuerdo, dice el poema que lleva precisamente ese título, «Fundación del recuerdo» (Poemas de otros, 1973-1974), no es «como fundar una ciudad» (v. 1), ni «una dinastía» (v. 13), ni «un estilo» (v. 27), ni «una doctrina» (v. 41), «sino más bien como fundar un sueño» (v. 42). Si esto es así, ser el delineante de ese sueño, su gestor, no parece ser escasa autoridad para legitimar el sujeto de la escritura, ni para fundar la literatura como lugar de enunciación. Esos sueños, esos recuerdos construidos, esas memorias discursivas, materia constitutiva de ese espacio propio, no parecen tampoco armas precisamente inocuas para socavar los discursos de otros sujetos y otras autoridades, desde el momento en que otorgan legitimidad para nombrarlas como «tapones de la historia». La celebración de este congreso, su posibilidad misma, por otro lado, viene a confirmarlo. Todavía es posible aportar un tercer poema de Mario Benedetti dedicado a soñar a Artigas; y la lista podría proseguirse. El espléndido «El baquiano y los suyos» (Viento del exilio, 1980-1981) puede leerse como el desarrollo de un verso de «Artigas»: «inventó el

éxodo esa última y seca prerrogativa del albedrío» (v. 6). Es, como veremos, una narración que son dos, la fundación de un recuerdo doble, el relato de un éxodo de rutas que se bifurcan, la continuidad de los exilios. El sujeto completa así su inscripción en la historia patria, la misma de la que había expulsado a los tiranos. Ahora, el relato del éxodo de Artigas al frente del pueblo oriental, de la mirada grave del caudillo observando a los que denomina sus héroes, entre los que, por cierto, y de manera nada casual se encuentra «Bartolomé Hidalgo poeta fundador» (v. 24), de pronto incluye a los exiliados del presente. «Nos distingue / a nosotros / llegados tantas penas después» (vv. 77-78). Ese momento fundacional en que los orientales en marcha cruzan el río Uruguay y llegan a Ayuí deviene instante mítico, eterno, fuera del tiempo, que congrega a los viajeros de los dos siglos. El «nosotros» que hemos visto expulsar a los tiranos de la filiación de Artigas, y reivindicar, construyendo, su memoria y sus palabras, ahora forma parte de su tropa, se integra, se confunde en ella. Para empezar, se superponen exactamente los éxodos. El poema presenta dispuestos de idéntica manera los respectivos itinerarios. Si los viajeros de Artigas «habían arrancado del puro desaliento» y «acamparon primero en el monzón» (vv. 4-5), los exiliados del presente, el «nosotros» del poema, «partimos también del desaliento», y «acampamos primero en el asombro» (vv. 90-91); si aquellos atravesaron «un arroyo / el bellaco y otro arroyito el sánchez» (vv. 9-10), estos otros «creo que un arroyo / el bellaco y otro arroyito el vil» (vv. 96-97), etc. Distintas rutas, pero equivalentes, de dos exilios, de dos «derrotas», que se corresponden con exactitud, como el haz y el envés de una misma página de la historia, esa que, junto a los hombres y los potreros, sueña Artigas en el poema (v. 52). «Los troperos y gauchos nos recorren», podemos leer en el verso 107. No es necesario explicar ahora cuál es el lugar que ocupa el gaucho en la literatura rioplatense, sobre todo desde la segunda década de este siglo. Convertido en antepasado, en anterioridad mítica y prestigiosa de la cuál se procede, ha venido a encarnar el símbolo y la quintaesencia del pueblo argentino o uruguayo. Una parte de la literatura rioplatense puede leerse como la historia de la escritura de los rasgos de ese símbolo, de los valores de su quintaesencia, la polémica por su fijación del sentido. Y curiosamente, como hemos visto, el poema incluye el nombre del poeta oriental Bartolomé Hidalgo, «poeta fundador» de la gauchesca, de la literatura nacional, de su imaginario. También del otro éxodo acude un poeta. Ahora, cuando el campo se abre y el escenario de la derrota reúne al pueblo uruguayo en marcha a través de la historia, los gauchos y el «nosotros» que acude hasta Ayuí desde el presente de la escritura, se miran y se reconocen. «Después de todo no somos tan distintos», concluye el sujeto poético (v. 111). Tras ese reconocimiento, tras la mezcla de gauchos y exiliados, en ese instante de armonía mítica, de reunión ficticia de la comunidad imaginada, y además en camino, pueden ver al jefe, más caudillo que nunca ante la reunión de todos sus súbditos. El poema acaba con la reproducción, convertidas en verso, de las legendarias palabras de Artigas, ahora ya sin estar marcadas por la cursiva, por las comillas, o por cualquier otro signo gráfico: «nada tenemos / que esperar / sino / de nosotros mismos» (vv. 120-123). El «nosotros» mira de tú a tú al cuerpo mítico del pueblo uruguayo y no se encuentra diferente. El sujeto poético, por su parte, hace suyas las palabras de Artigas, las dice con él, las integra en su discurso. Sueña un pueblo, le da espesor histórico, lo convierte en comunidad transhistórica, y se funde con él al tiempo que se individualiza en el hecho de

soñarlo, y se eleva ligeramente al hablar con la voz de Artigas. No parece, ahora que nos vamos acercando a la conclusión de estas páginas, mala metáfora del lugar del sujeto poético que Mario Benedetti diseña en estos textos, ni del uso y reconstrucción, fundación y sueño, que realiza de la tradición. Hay más poemas sobre Artigas en su obra. No me resisto a aportar uno más. «Cuando el presente castigas / cuando el pasado te nombra/para algunos sos la sombra / para nosotros /Artigas // No el Artigas oficial / sino el que en su pueblo oficia el que trazó la justicia / Artigas el Oriental», proclama la «Milonga del Oriental» (Letras de emergencia, 19691973). En estos versos, se explicitan algunas de las ideas que venimos considerando, como la existencia de diversas versiones en pugna de la historia y de sus imágenes, equivalente simbólico y discursivo de otras muchas batallas, como la oposición entre un «nosotros» colectivo y popular del que emerge la voz del poeta, y un «ellos», «algunos» en este caso, que son excluidos del espacio del origen de la comunidad y de la nación, evidente en el contraste entre el Artigas oficial, que se rechaza, y el Artigas Oriental, que lleva el nombre de su pueblo adosado al suyo propio, y que es el que se reclama. Pero llama la atención la forma estrófica de estos versos, su condición de «milonga», explicitada desde el mismo título. Si en «El baquiano y los suyos» el sujeto poético y su nosotros coincidía en el éxodo, no sólo con los gauchos, sino con su inventor como personaje literario, Bartolomé Hidalgo, ahora él es Bartolomé Hidalgo, él es quien se convierte en un poeta gauchesco, esto es, quien pone voz a la imagen mítica, ya intemporal, anterior a la historia, del pueblo uruguayo, la dota de contenido político, y excluye y condena al silencio a un enemigo que es fustigado. Dota, en fin, de palabras, a la colectividad que hemos visto definida en el texto anterior. Y lo hace con la forma de que lo dota la tradición, la forma que versifica la voz del mito en su rincón del panteón nacional, de su Parnaso, de la galería de estampas e imágenes que conforman su imaginario. «Cielito cielo que sí / con muchachos dondequiera / mientras no haya libertad / se aplaza la primavera», para decirlo todo de una vez, para escribir ejemplarmente la repolitización de la estrofa tradicional que acomete Benedetti: «Cielito cielo cielito / como era de suponer / somos modestos queremos / sólo pueblo en el poder». Revitalización de los géneros tradicionales, resemantización de los emblemas de la nación, fundación de recuerdos, reenquiciamiento de la comunidad imaginada propia, definición de un nosotros e inscripción en el pasado nacional, textos que transitan, que cambian de significado, que se vuelven contra sí mismos y explotan en las manos de quien los está clavando en otra guerrera como condecoraciones, textos que se arrojan como armas, textos contra textos que metaforizan, que escenifican en el espacio de los discursos, otras luchas, esa es la historia profunda de estos versos comprometidos y de sus batallas. A partir de ellos es posible leer el modo en que la escritura de Mario Benedetti diseña su lugar de enunciación, la definición de literatura que subyace y que le da sentido, un lugar posible para el escritor en las sociedades modernas. «Pueblo», «libertad», «tortura», «esperanza», «poder», «presidente», «éxodo», «gauchos», «Artigas», y «nosotros», son palabras, son materia prima del discurso literario, en tanto tales son convocadas a él. Pero acuden cargadas de impurezas, convocan a su vez a los otros discursos que construyen, a la

tradición que los ha usado y, en algún caso, los ha fijado, y entran en diálogo con todos esos otros textos, los transforman, los refuerzan o los socavan. Lugar de cruce en medio de la proliferación de los discursos, la disyuntiva entre compromiso o pureza del ámbito de la poesía, resulta falsa, porque quizá sea precisamente en esas impurezas, en ese diálogo con otros textos, en ese apuntar desde fuera a otros discursos diversos que conviven en el sujeto de la escritura y también en el de la lectura, que los conforman, donde descanse su sentido, donde el discurso específicamente literario puede articular, como puede leerse en la poesía de Mario Benedetti, una propuesta de legitimación, el diseño de un lugar propio en el vértigo multimediático de la (post)modernidad.

Notas a propósito de «El Olimpo de las antologías» Carlos Alberto Guzmán Moncada (UNAM, México - Universidad Complutense, Madrid)

En el origen de estas páginas se encuentra, entre otros, un texto de Mario Benedetti -«El Olimpo de las antologías»- acerca de algunas recopilaciones poéticas hispanoamericanas, aparecidas entre 1970 y 1984. A partir de la revisión contrastada de tales compilaciones, el escritor uruguayo apuntaba algunos de los problemas centrales de todo proyecto antológico, así como los aspectos capitales necesitados de reflexión que su lectura había puesto en evidencia. Que todas las antologías son arbitrarias y objetables, que son una confesión pública de gustos privados, un atentado a la justicia y, por ello, una justificación anunciada, lo reconocen no sólo los victimados -poetas y lectores comunes-, sino incluso los victimarios mismos: esos lectores especializados que, en nombre de una institución, nos presentan un panorama jerarquizado, pretendidamente verosímil, de la inasible realidad poética de un país o, incluso, un continente. Pero que estos olimpos, como decía Benedetti, admiten sólo un número limitado de dioses por razones no siempre evidentes, es algo que pareciera no poder ser discutido más allá del respeto por «afinidades electivas» encontradas, sin mayor consecuencia para el amplio público, porque de cualquier modo la poesía se abre siempre camino y porque suele asumirse que, al final, se quedan los mejores. Contra esta opinión, Benedetti afirmaba que no hay ignorancia ni olvidos inocentes y que, en las operaciones de selección llevadas a cabo en tales antologías, era posible ver la manera en que suele entenderse y escribirse la realidad literaria de Hispanoamérica. Más allá de un mero ajuste de cuentas, nos parece que el texto del poeta uruguayo apunta hacia la necesidad de leer tales compilaciones no como casos aislados, sino como integrantes de una serie de lecturas cuya naturaleza pudiera relacionarse y definirse no sólo por sus presencias y ausencias, sino también por el modo en que unas validan -o anulan- a las otras. A su manera, Benedetti escribe uno de los capítulos más recientes y no menos valiosos de una crónica multiautoral de las antologías poéticas hispanoamericanas dispersa en ensayos, estudios, reseñas y prólogos de las mismas, cuya complejidad hemos intentado exponer en la investigación que sobre este tema concluimos recientemente y que aparecerá en México

durante este año. Trabajo que encontró en las observaciones de Benedetti uno de sus puntos fundamentales de inicio, de apoyo y referencia. Si dicha crónica tuviera que escribirse sólo a partir de los pecados, literarios y no, cometidos por las antologías, no habría lugar a dudas de que aquella tendría que hacerse, o bien como una «historia hispanoamericana de la infamia», quizá muy divertida pero poco provechosa, o bien como una «crónica de una exculpación anunciada», edificante y tal vez ejemplar hasta el límite de lo fantástico, pero un tanto aburrida. De cualquier modo, ambas coincidirían en algo: que no dejan lugar para las ilusiones, pues todas ellas pecan, algunas con más virtuosismo que otras, porque no existe la antología inocente. Todas nos engañan. Son presuntuosas y autoritarias, avaras bajo su manto de generosidad; falsamente modestas, nacen casi por necesidad para el segundo plano, para el papel secundario, y sin embargo corren el riesgo de ser soslayadas y muestran un intrínseco y flagrante deseo de protagonismo. Como Helena, las antologías nacen para traer la discordia. Algunas, como la de Menéndez Pelayo, asumen su fatum plenamente y obligan a los lectores presentes y futuros a romper más de una espada sobre la misma piedra. A veces, edifican tanto como derrumban y no dudan en servirse de las ruinas que dejan para hacer sus cimientos. Ahora bien ¿por dónde comenzar a leer esta crónica?, ¿dónde empieza a escribirse? Frente a los estudios recientes sobre el fenómeno antológico centrados en ámbitos particulares, en su mayoría nacionales (como La poesía española en sus antologías, de Emili Bayo; Antologías poéticas en México, de Susana González Aktories; Las antologías poéticas de Colombia, de Héctor Orjuela) o dedicados a una lengua (como Die deutschsprachige Anthologie, de Dietger Pforte y Joachim Bark), los análisis llevados a cabo sobre las antologías poéticas hispanoamericanas son más bien fragmentarios, en parte debido a la enorme extensión del corpus antológico. Textos como «Teoría y proceso de la antología», de Estuardo Núñez; «Las antologías hispanoamericanas del siglo XIX: proyecto literario y proyecto político», de Rosalba Campra; el ensayo ya citado de Benedetti, o «Parnasos fundacionales: letra, nación y Estado en el siglo XIX», de Hugo Achugar, por citar sólo algunos de los más importantes, ayudan a comprender que, pese a su papel discretamente protagónico, las antologías hispanoamericanas abren un campo de trabajo y reflexión que involucra aspectos tan relevantes como el de la escritura de la historia y la composición de eso que suele llamarse tradición. Al mismo tiempo, parecen coincidir al menos en un punto: es inoperante, y además infructuosa, una lectura puramente «casuística», enumerativa -como se ha hecho en los casos nacionales- de dicho corpus hispanoamericano. Una revisión de la labor antológica sobre el conjunto de la realidad poética en Hispanoamérica exigiría, antes que nada, su delimitación. Y, si bien la práctica recopilativa aparece ya en la época colonial, no es sino a partir del siglo XIX cuando ésta se vuelve significativa para las posteriores. No queremos decir que deba eliminarse lo anterior de un estudio estrictamente antológico, como argumentaba Núñez, sino que es a partir de aquí cuando las recopilaciones mismas manifiestan el primer corte paradigmático de significación. Y con ello, llegamos a un aspecto que nos parece fundamental: de las posibles lecturas que tal corpus admite, una sistemática basada en «cambios de paradigma» puede resultar útil y esclarecedora, ahí donde pareciera que los árboles no dejan ver el bosque.

En toda antología subyace un idealismo subjetivista que, ante los desarrollos históricos presentes en el texto seleccionado, coloca el concepto de «contemporaneidad». Como anota Morales Saravia, los textos «son considerados como monumentos culturales presentes y disponibles como patrimonio de la humanidad»; el antólogo fractura la plural y contradictoria existencia de los mismos y nos ofrece un panorama donde la yuxtaposición de unos poemas con otros simula, inevitable y necesariamente, un continuum ahí donde no lo había. Y crea a la vez abismos. Esta lectura rebasa el simple gusto de un antologador, y se proyecta en el conjunto de nociones practicadas en un momento histórico que involucran aspectos como qué se entiende por poesía, qué por Hispano/Latino/Ibero/Afroindoibero/América -según el caso-, y por qué, hasta dónde y de qué modo vale la pena leer a los elegidos. En suma, apela a una interpretación sistemática que puede servirse de conceptos como «especificidad», «perspectiva», «conjuntos literarios», «periodización», «sujeto social», entre otros -propuestos en los años setenta y ochenta en el marco teórico de los proyectos para una historia social de las literaturas latinoamericanas-, aunque sin ignorar las limitaciones que ya ponderaba Achugar en su ensayo «Preguntas de fin de siglo». De este modo, creemos que es posible articular un corpus sólo en apariencia inconexo. Cuando Benedetti afirmaba que «los antólogos de hoy son más perezosos que los de ayer, ya que en vez de espigar en las varias obras de múltiples autores, prefieren hacer antologías a partir de otras antologías», señalaba sin percatarse un fenómeno que, en el marco de las antologías continentales, tiene más de un siglo de existencia y gracias al cual es posible superar una lectura fragmentaria. La visión del antologador decimonónico, de aquél que desde su gabinete en una ciudad de la periferia dedica años a reunir -de revistas, diarios y cuanto libro pueda hallar- un conjunto de poemas que quieren dibujar un continente, trabajo que parece superior «a la fuerzas de un hombre solo» como decía Sarmiento hablando de Juan Mª Gutiérrez, quizá no se acomode más que a los pioneros en tal empresa, Ignacio Herrera Dávila (compilador de las Rimas Americanas de 1833) y, sobre todo, al mismo Gutiérrez. Los posteriores coleccionistas reconocen abiertamente su deuda con compilaciones ya publicadas, tanto americanas como locales, y ello permite que podamos estudiar la recepción y la trascendencia de las antologías anteriores en las mismas recopilaciones subsecuentes. Porque, como lector privilegiado y especializado, el antologador hispanoamericano se coloca en una línea paradigmática, para acatarla o atacarla, y así revalida o rechaza una lectura previa, le da continuidad o la cancela. Al estudiar el corpus antológico hispanoamericano, consideramos prudente iniciar con la producción del siglo XIX, desde 1833 hasta 1893/95, y dejamos a un lado la época colonial, porque creemos que las implicaciones literarias, culturales, filosóficas e históricas de las compilaciones de dicho periodo exigen más atención de la que podíamos dedicarles, y porque en verdad el cambio de paradigma de los siglos XVI-XVIII al XIX exige una reconstrucción completa de época, que implica a la vez una revisión de los supuestos con los cuales la crítica y la historiografía de este siglo han «rescatado» al barroco, como han señalado entre otros Mabel Moraña, John Beverley y Hernán Vidal. Además, los primeros intentos de integración de lo colonial como parte de lo hispanoamericano se dan, precisamente, en la segunda mitad del XIX, de manera parecida a como se da en el siglo

XX la preocupación por la designación y ubicación de lo «prehispánico» y, más marginalmente, lo indígena, en la tradición, como parte importante de nuestra identidad. Así pues, abrimos con el primer medio siglo de producción antológica, cerrado con la antología de Menéndez Pelayo, y durante el cual se establece el primer cambio de paradigma y un desplazamiento canónico importante. En él, el criterio de selección predominantemente político, ampliamente estudiado por Campra, es desplazado en la lectura del filólogo santanderino, basada en una reconstrucción histórica del pasado literario donde la tradición hispánica y la lengua articulan el panorama poético hispanoamericano, notablemente enriquecido por su extensa investigación no exenta de críticas. Hecha en nombre de la Real Academia Española y con motivo del IV centenario del «descubrimiento» de América, su lectura marca un punto radical de discusión que redefinió diversos aspectos del quehacer antológico y de la crítica, en medio de fuertes polémicas, como las sostenidas acerca de la unidad-diversidad lingüístico-política de Hispanoamérica, y las introducidas por la irrupción modernista. Además, instituye la práctica dominante de nuestra historia antológica que no considera al Brasil ni a las porciones no hispanohablantes de América como parte de «nuestra tradición». Entre las fechas de aparición (1893-95) y reedición de esta antología (1927-28), el surgimiento del modernismo y de las primeras expresiones de vanguardia hizo necesaria a los antologadores la reorganización de la nómina autoral y la consideración de propuestas líricas nuevas. Esto es, la reinterpretación de tres nociones fundamentales para el canon: la noción de tradición (que implica releer las obras del pasado a la luz de las presentes); la noción de poesía (que implica patrones de lectura de propuestas estéticas distintas a las decimonónicas); y la noción de lo hispanoamericano (que implica una definición política y cultural del entorno de las obras mismas, así como de sus lecturas). En este segundo momento, aparecen las antologías que dan paulatina cabida y aceptación a los poetas modernistas, a la vez que se enfrentan con los encumbramientos y derrumbes de los distintos ismos. De esta etapa -cuyos límites en realidad pueden extenderse hasta el decenio siguiente-, hay dos aspectos importantes que considerar: uno, la redefinición de las relaciones con España, no sólo a nivel literario, sobre todo en los años veinte y treinta; y dos, la coincidencia de las generaciones poéticas fundacionales de este siglo en su momento de expansión -los modernistas y sus epígonos-, con los que en algunas antologías se denominan como «modernos», quienes comienzan a escribir hacia el cuarto decenio del XX sus mejores obras. Es una coincidencia que, también aproximadamente entre dos fechas de edición de una misma antología (1934 y 1956), podamos ubicar algunas de las propuestas antológicas más interesantes y trascendentes de la etapa siguiente. Entre ellas, claro está, la aludida por las fechas, de Federico de Onís. A nuestro parecer, su lectura resulta medular porque revela en su estructura cómo han operado la mayoría de las recopilaciones de este siglo; porque reúne a las voces poéticas que las antologías posteriores consideraron como imprescindibles; y por su propuesta «distributiva», al incluir a poetas españoles, en la primera edición, y a poetas de habla no española, en la segunda. Resulta significativa la redistribución geográfica, ya que da cuenta de los cambios en las relaciones culturales y políticas establecidas entre América y España, no rotas después de la guerra civil, sino incluso interesante y polémicamente mantenidas, como lo evidencia la antología Laurel (1941),

incomprensible sin el entorno de revistas, publicaciones periódicas y proyectos editoriales ligados al exilio español. Además de hacer eco de las discusiones políticas de su momento, fruto de las cuales es la autoexclusión de Juan Ramón Jiménez, León Felipe y Neruda, por citas los casos más conocidos, Laurel atiende a una concepción de la tradición hispanoamericana con España, pero de un modo distinto al del paradigma asimilacionista de algunas colecciones decimonónicas. Los cuarenta años siguientes, de mediados de siglo a los noventa, son de una complejidad histórica y literaria difícilmente englobables sin errores. Hendidos por la discusión acerca de la «poesía de evasión» y la «poesía de compromiso» (diluida posteriormente en lo que Benedetti, citando a Paz, llamaba la «poesía de la conciencia» y la «conciencia de la poesía»), en estos años se redefine la noción de «contemporáneo», a la luz -o a la sombra- de las obras maduras de los «maestros» y tomando en consideración la obra de los poetas nacidos hasta mediados de siglo. Son años, además, en los que la historia misma de Iberoamérica enriquece y hace más complejo el análisis de las antologías, marcadas sin embargo por una tendencia hacia la canonización de una lectura autónoma de su circunstancia histórica, opuesta a otra más preocupada por reflejar el estado de la realidad social de los países que, supuestamente, pertenecen a una misma tradición literaria. Es en este contexto que las observaciones hechas por Benedetti a una muestra (¿antológica?) de antologías hispanoamericanas encuentran plena validez, pues en el conjunto se confirma el olvido y la ignorancia voluntaria, que vale por indiferencia, de grandes extensiones y propuestas estéticas: países que no existen, poetas de sistemas literarios no hegemónicos que no han escrito nunca o que han escrito sólo un reiterado o pretendido puñado de poemas. Lejos de incluirse sólo en ponderaciones de especialistas, los problemas planteados por el fenómeno antológico se proyectan hacia un terreno que comparten, en distintos niveles y con diversa fortuna, críticos, historiadores de la literatura, antologadores, autores de libros de texto y profesores de letras. A su manera, y por medio de herramientas entre las que se cuentan las antologías, todos ellos contribuyen a establecer las nociones con las que su receptor hipotético habrá de entenderse con (y a veces sin) la literatura. No se trata, entonces, de hablar sobre un tema marginal o anecdótico, sino de un asunto que involucra la crítica, la difusión y la enseñanza y que, si bien parte de ese encuentro fundamental entre lector y autor/libro en la soledad de una biblioteca o una «habitación propia», también toma en consideración la historia de las lecturas previas, los rechazos generacionales y las recuperaciones posteriores que hacen posible que un autor u obra figure en nuestra lista socialmente aceptada y difundida de aquello que vale la pena leer. Historia, crítica y crónica de esas lecturas antológicas cuyas implicaciones hemos sólo esbozado en estas páginas, y cuyas preguntas -como ya había señalado Mario Benedetti en «El Olimpo de las antologías»- distan mucho de haber encontrado todas sus respuestas.

Espacios reales y transfigurados en la obra de Mario Benedetti: los perseverantes «andamios» de la memoria Sylvia Lago (Universidad de la República, Uruguay)

En cada país del Cono Sur la represión tiene sus propias características, crea sus propios métodos, define su espacio político-cultural, y en cada uno de los países las respuestas de los escritores se dan de diferentes maneras, de acuerdo con su capacidad de maniobra, eficacia e imaginación para producir en un entorno opresivo. Pedro Orgambide

En este continente latinoamericano donde los espacios de «lo real pavoroso» -es expresión del escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum- y aquellos elaborados por la ficción suelen separarse apenas por una sutil línea de vértigo; en estos territorios donde, como sostiene Mario Benedetti, la muerte ha dejado de ser para el escritor «una preocupación ontológica» y se ha convertido en «una absurda, prematura e injusta interrupción de la vida», los actuales códigos semióticos conceden cada vez mayor importancia a la significación que poseen las apoyaturas físicas sobre las cuales -e integrándola- se desarrolla la acción ficcional. Al dibujarse en el entramado textual los insoslayables trazos de lo social -así se trate de una pieza teatral o de los lugares y objetos que ofician de marco referencial en el devenir narrativo- estos «encuadres físicos» reclaman del destinatario -aun teniendo en cuenta la variabilidad de los ángulos de visión sociocultural en los que está implicada toda lectura- no solamente una aguda recepción imaginaria -mirada «cómplice» o participativa- sino también un estar alerta a otros aspectos sensoriales -auditivos, táctiles, aun olfativos- que le permitan captar esa «dinámica de trueques y prestaciones» que se genera entre los diferentes niveles imbricados en el texto: histórico, religioso, psicológico, mítico, fantástico, ético, estético. Ciertas experiencias humanas que suelen presentarse como funciones metahistóricas -el sexo, el idioma, el hambre y otras carencias derivadas de las diversas formas de coacción ejercidas por los opresores sobre los oprimidos, llegan a comprometer directa y prioritariamente al cuerpo humano considerado como «espacio político». «Las relaciones de poder operan sobre él como presa inmediata: lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio», sostiene Michel Foucault, y agrega luego que «la historia de los castigos» ha llevado consigo, a través de los siglos, una «historia de los cuerpos», de su fuerza, de su docilidad o sumisión, fuertemente vinculada a las estructuras jurídicas, a las ideologías, a las creencias de cada época. El cuerpo se convierte pues, en campo de combate, de desafío, de provocación, de resistencia. Él mismo crea y distribuye en su materialidad las estrategias de lucha y, como en un mapa, se van delineando las «marcas» que en el «territorio humano» produce el entorno, que dibuja senderos expresivos, puntos de convergencia, signos y huellas imperecederas, en fin, del devenir histórico. Reproduciendo de este modo, a nivel individual, los «focos de conflicto», las señales que deja el ejercicio ilimitado del poder, la «sagacidad perversa» de sus dispositivos pseudolegales. Rodeando a ese «cuerpo político» encontramos el espacio exterior (natural o artificioso) que también incide en el cuerpo y en el comportamiento humanos. Ámbitos claramente definidos en la literatura latinoamericana, ellos se formalizan, por lo menos, en dos modalidades ficcionales: una determinada por la incidencia del espacio abierto, en el cual la

naturaleza puede manifestarse con carácter participativo: solidario o adverso; pienso, por ejemplo en Horacio Quiroga, cuya narrativa de la selva presenta, a veces, esas figuraciones expresivas; o en Juan Rulfo, en cuya obra el entorno físico somete al individuo a una ardua intemperie existencial. La otra modalidad tiene que ver con el espacio cerrado, ocluso, es decir, aquellos recintos donde el sujeto cumple su peripecia vital sometido a fuerzas que lo disminuyen notoriamente, condenándolo a una mera sobrevivencia biológica. Aparecen aquí los múltiples métodos de represión con sus instrumentales correspondientes, que llegan a apropiarse, incluso, de «las instancias internas del psiquismo humano». Plazas, portales, explanadas, calles, caminos, cruces de senderos, zonas desérticas o semidesérticas de nuestro continente, grandes llanuras, selvas, etc., constituyen «sitios» abiertos en los cuales se han librado grandes batallas que el arte testimonia y que conciernen, principalmente, a la colectividad. En cuanto a los escenarios cerrados, cobra especial potencia en el macrotexto literario latinoamericano el espacio ocluso, particularmente en obras que plantean instancias de la lucha liberadora contra el poder omnímodo de los gobiernos o las dictaduras militares. El calabozo, la mazmorra que somete al individuo a condiciones infrahumanas, son perceptibles ya en novelas fundadoras, como Periquillo Sarniento, del mexicano Fernández de Lizardi (1776-1827) y, a medida que la violencia se ejecuta con mayor rigor, surgen, perfectamente tipificados, ciclos que explicitan esta temática; tal «la novela sobre el dictador latinoamericano», con ejemplos como El Señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que recompone el período de terror impuesto en su país por el dictador Estrada Cabrera, o Yo el Supremo del paraguayo Augusto Roa Bastos, basada en la sobrecogedora presencia del tirano José Gaspar Rodríguez de Francia. En ellas se observa claramente «la violencia del único», infringida de forma implacable, como sostiene Freud, «sobre los individuos o grupos que le hacen frente». Benedetti se ha referido a esas novelas en su valioso ensayo El recurso del Supremo Patriarca, en cuyo titulo combina sagazmente vocablos que integran los títulos de tres de esas novelas paradigmáticas. Con tema de tan amplios registros como el que nos habíamos propuesto tratar aquí: «Espacios reales y transfigurados en la obra de Mario Benedetti», y en razón del breve tiempo de que disponemos, hemos debido hacer un recorte significativo y limitarnos a exponer sólo algunas reflexiones acerca de uno de los muchos espacios que sustentan su ficción. Ese ámbito ilustra un aspecto importante de su amplia y polifacética producción, y da cuenta del estrecho vínculo existente entre la travesía escritural de Mario -cincuenta años de creación ininterrumpida- y el proceso ideológico-cultural de nuestro país y de nuestro «continente mestizo», al cual el autor ha estado entrañablemente unido, convirtiéndose en uno de esos escritores ejemplares de los que habla el ensayista cubano Juan Marinello; aquellos que han sabido «traducir cabalmente la existencia de su entorno». Nos referimos a la presencia del espacio-cuerpo como «escenario del infierno» (M. Foucault), reveladora, en la totalidad de la obra benedettiana, de esa pluralidad de sentidos que se entrecruzan, subyacen o aun dialogan en el corpus textual de un creador,

ofreciéndonos, como sostiene Umberto Eco, «un sistema de signos a develar», poblado de «repliegues insospechados y sutilezas ignoradas». El cuerpo convertido, entonces, en espacio político, vencido en ocasiones, otras imponiéndose, desde su exacto «saber», desde la interna y sabia organización de sus fuerzas, al «aparato de justicia punitiva donde la violencia es uno de los costos de vivir en el Tercer Mundo, en sociedades conflictuadas o represivisadas», como señala el penalista uruguayo Gonzalo Fernández en su estudio sobre «Ley, saber, transgresión». Hemos elegido algunos textos representativos que marcan hitos en el itinerario de Mario Benedetti: el cuento titulado «Péndulo», incluido en el volumen La muerte y otras sorpresas de 1968; el cuento «Geografías», que abre el volumen homónimo, publicado en 1984; la pieza dramática Pedro y el Capitán, de 1979, llevada a escena en distintas ciudades del mundo y merecedora del premio «Amnistía Internacional», un poema del libro Preguntas al azar, de 1986 y parte de un reciente poema publicado en el Semanario Brecha de Montevideo, titulado «Soliloquio del desaparecido». Como vemos, tres géneros ilustrativos de la obra de Benedetti, cultivados por cierto con igual talento: cuento, drama, poema; todos ellos sostenidos por los perseverantes «andamios» de la memoria, «ese esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir», para decirlo con palabras de Miguel de Unamuno. En el cuento titulado «Péndulo» se narra la historia de una vida a través de las contingencias experimentadas por un cuerpo desde «el primero de sus llantos» hasta que la mirada, que ha permanecido «largamente abierta» entra en «un blanquísimo silencio» y el péndulo «deja de oscilar». Entre las muchas peripecias que van componiendo la existencia del protagonista, una se convierte en importante núcleo de irradiación semántica, ligando de forma contrastiva dos episodios: el recuerdo de un preámbulo amoroso y el de una escena de tortura. Transcribimos: «Ella dejó el cigarrillo encendido en el borde de la mesa de noche, y se tendió en la cama. Él se quitó la camisa y antes de seguir desnudándose, se inclinó hacia ella. De pronto pegó un salto: el cigarrillo le había quemado la espalda». Y en la continuidad dictada por el fluir de la conciencia se enlazan, en eficaz y rápida oposición, las dos vivencias, determinando la súbita aparición de otra escena rememorada: «Profirió un grito ronco y no pudo evitar que los ojos se le humedecieran. 'Bueno', dijo el hombre de marrón al hombre de gris: 'Por ahora no lo quemes más'». Estamos en la década del 60; las sesiones de tortura no han cobrado aún en nuestro país las sutilezas vesánicas que se producirán en épocas posteriores. El interrogatorio continúa en base a amenazas que hacen surgir en el acuciado un sentimiento clave: el miedo. Recordamos a propósito, algunas palabras de nuestro escritor Eduardo Galeano incluidas en su texto «Desmemoria 2»: «El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. (...) La dictadura trajo el miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos». Pero cuando el cuerpo es atormentado, el miedo puede manifestarse de otros modos. El protagonista de «Péndulo» no ha recibido aún el adiestramiento necesario para adoptar una verdadera actitud defensiva, o no ha asimilado esa «tecnología política del cuerpo», al decir de Foucault, que le hubiera permitido soportar el tormento; cede, pues, ante los primeros efectos represivos que operan sobre su carne.

«En cuestión de barbarie y crueldad, es un fenómeno inexplicable lo amplio de la imaginación de los hombres», señala Jacourt. Los recursos que promueve el uso bien administrado del silencio fallan ante la inminencia de nuevos castigos: con sólo algunas expresiones -por supuesto nada sutiles- del «discurso persuasivo» que emite el torturador: «Bueno, Pepe», dijo el de marrón, «si el botija sigue callado no vas a tener más remedio que encender el cigarrillo», la víctima se desmorona internamente y delata. El juego de la gestualidad y la referencia al objeto agresivo actúan de inmediato: «Él escuchó, sin mirar, el ruido que hizo el fósforo al ser frotado contra la suela del zapato. Todo su cuerpo se organizó para la resistencia, pero seguramente descuidó alguna zona, porque de pronto su boca se abrió, independiente de su voluntad, como si fuera la boca de otro, y pronunció con claridad pasmosa: '18 de agosto'». «Canta», pues -es vocablo de la jerga que alude a la delación-, el dato, la fecha que se le pedía. La lucha de conciencias -si es que ha existido en este caso- ha librado una exigua batalla. Y el victimario -tuerca menor dentro del gran engranaje del poder- expresa su desprecio (que encierra también el desagrado porque no le es posible continuar su sesión): «La voz del tipo de marrón sonó secretamente decepcionada: 'Francamente, creí que eras más duro'. 'Soltalo, Pepe, ponele una curita sobre la quemadura, devolvele las cosas y que se largue'». La descripción del lugar que circunda el cuerpo político no es, en este caso, demasiado explícita: se trata de una sala de interrogatorios, donde pueden verse implementos como los potentes focos de luz, los grandes reflectores que impiden dormir al interrogado. No se han configurado plenamente, en la literatura uruguaya, otros espacios oclusos vinculados directamente con la lucha revolucionaria: túneles (como los que darán apoyatura a la famosa novela en verso de Benedetti El cumpleaños de Juan Ángel de 1971); «berretines», «enterraderos» utilizados por los rebeldes como circunstanciales lugares de ocultamiento; o directamente cárceles devastadoras y desgastadoras del cuerpo y del espíritu como el Penal de Libertad, escenario que aparecerá más adelante en Las manos en el fuego, novela testimonial del periodista y escritor uruguayo Ernesto González Bermejo, o el escalofriante establecimiento de reclusión de La Perla en la ciudad argentina de Córdoba (los nombres de esos recintos parecen ironías trágicas) lugar en el cual transcurre gran parte de la novela El tigre y la nieve del uruguayo Fernando Buttazoni, donde la tortura se ejerce principalmente -y de forma brutal- en el cuerpo femenino. A esta última variante nos referiremos ahora, cuando tratemos el cuento de Mario «Geografías», de 1984. Más de quince años han pasado desde la publicación de «Péndulo». Una década y media en la cual se han ido formalizando la lucha revolucionaria, la guerrilla urbana, los secuestros, y se ha implantado la férrea, inclemente dictadura militar que padeciera Uruguay y que produjera, entre otros males, el exilio masivo de compatriotas. Las formas de la tortura se perfeccionan en ese lapso, enseñadas y dirigidas muchas veces por instructores extranjeros como el tristemente recordado Dan Mitrione. Y los «espacios interiores» de la angustia, la inseguridad, la desconfianza, el terror, se acentuaron, materializando la lóbrega atmósfera de la con razón llamada «década infame». La visión desde el exilio -tema político generador de un amplio corpus literario que actualmente estudiamos- proporciona al escritor -con frecuencia «cerebro-espejo» de su época- perspectivas diferentes; elabora otros recursos técnicos, promovidos, es obvio, por los acucios de la obligada ausencia: «mutación de realidades varias», «restauraciones

imaginarias», «andamios reales o metafóricos» -para decirlo con palabras del propio Benedetti en prólogo de la novela Andamios, de 1995- que el artista construye en base a un empecinado esfuerzo de la memoria, que se convierte en verdadero sostén del país recreado imaginativamente y ¿por qué no?, en propio sostén del exiliado. Ésta es la situación que se vive en el cuento «Geografías», cuando, en el café de una avenida parisina, dos jóvenes exiliados políticos inventan «para de algún modo convencerse de que se están quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo» -es decir, sin ese fundamento incanjeable que es nuestra tierra, el «terruño», como quiso llamarla otro escritor desterrado, de fines de siglo pasado, el novelista uruguayo Eduardo Acevedo Díaz -un juego, «un delirio zonzo», dice el narrador, que consiste en intercambiar preguntas sobre algunos detalles «de la lejanísima Montevideo: un edificio, un teatro, un árbol, un pájaro, una actriz, un café, un político proscripto, un general retirado, una panadería, cualquier cosa». Y el otro tiene que describir ese detalle, exprimiendo al máximo su «archivo mnemónico». Paisajes, seres que lo habitan (o lo habitaron), recuperación a través del puente sutil de la memoria, del espacio perdido. En eso consiste el juego, por cierto nada «zonzo» sino intenso y revelador, en que se empeñan los amigos mientras beben su copa de beaujolais o alsace. Intento de recuperación, elaboración de andamios imaginarios que sostengan aquel universo que día a día se difumina. Estrategia del rememorante que no se resigna al borroneo de la «postalita», es decir, a que el entorno perdido hace diez años se hunda en un olvido inquerido (y no puedo dejar de evocar, a propósito, dos versos de un desgarrador poema del argentino Juan Gelman, promovidos por el deseo de recuperar la imagen del amigo desaparecido: «agarrando a Rodolfo / para que no se vaya tanto a sombras». El evocado es el gran escritor argentino y combatiente revolucionario Rodolfo Walsh, asesinado por los esbirros de la dictadura militar de su país, hace precisamente, en este 1997, veinte años. Rodolfo fue amigo fraternal de Mario). En medio del juego, una silueta femenina aparece de súbito frente a los amigos, detenida en el cruce de la avenida, y es inmediatamente reconocida: se trata de Delia, compañera de la primera militancia juvenil, con quien uno de los personajes había mantenido una relación amorosa. De pronto se ilumina, se actualiza en el amante la ya remota y gozosa relación de los cuerpos: «la veo allí, esperando la luz verde y (esto es más fuerte que mi proverbial discreción) la desnudo con il pensiero» dice en su monólogo interior. Luego de repasar las peripecias que determinaron su separación (él ha logrado fugarse del país -«tuve que borrarme»-, ella ha caído presa), los dos hombres la llaman -«con gritos y grandes gestos, no se nos vaya a escapar»- y el dúo se convierte, en torno a la mesa del café Cluny, en un trío que rememora ansiosamente. Los exiliados acosan a la recién llegada con sus preguntas, quieren saber: «así que traés noticias frescas, postales nuevas, cómo está todo, que piensa la gente, contá carajo». Ella, durante media hora, recompone un escenario descaecido, donde todo es deterioro: la avenida principal, ya sin árboles, de la ciudad perdida, los edificios demolidos o sustituidos: teatros, cines, confiterías. Y en la imaginación del narrador se produce una quiebra moral, patente en el cuerpo que se siente agredido, derrumbado como toda aquella materialidad de la ya irreconocible ciudad: «De pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran importantes, casi decisivos para mí. Es a mí a quien han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas», dice, objetivando en su parlamento un agudo trasiego metafórico, que alude al hombre-árbol, a

árbol-humanizado. Y que anuncia ya el dramático final del cuento, en el cual, con una delicadeza muy propia de Benedetti cuando trata ciertas relaciones intersubjetivas, especialmente las amorosas, otra vez emerge, con dimensiones, impensadas, el cuerpo como espacio político. Cuando, luego de un acuerdo vacilante por parte de Delia, la pareja se reúne en la pieza, -la «covacha», como la denomina el joven- que ocupa este exiliado, un nuevo juego de escasas palabras y de mucho silencio, librado a la gestualidad de los cuerpos que se aproximan, se rozan, se miran, empieza a producirse. No puedo eludir la transcripción del estupendo desenlace: «(Me toma una mano) y la guía lentamente hasta su suéter marrón, en realidad hasta uno de sus pechos bajo la lana peinada. No sé por qué comprendo que ese gesto no tiene su significado más obvio. Los ojos que me miran están secos. No puede ser, no va a ser, no hay regreso, entendés. Eso es lo que dice. Todos los paisajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo que dice. Mi geografía, Roberto. Mi geografía también ha cambiado. Eso es lo que dice». La referencia a la mutilación, a ese terrible estigma que la violencia física ha perpetrado en el cuerpo femenino, es reafirmada por la breve oración repetida tres veces: «Eso es lo que dice», que nos resulta, en su reiteración deliberada, una extraña, dolorosa letanía. Ese espacio vacío determina la clausura de una experiencia feliz; seguramente la modificación de un sentimiento; hasta, acaso, «la aniquilación de la existencia personal del individuo», como sostiene D. Winnicott en su artículo sobre la libertad restringida por la violencia. Una pérdida irreparable, en fin, que involucra cuerpo y alma. La atmósfera abominable del teatro del suplicio queda temblando, también, en el silencio de la escritura. Lejos estamos, por cierto, del espacio cerrado, sofocante, alienante, de la oficina, primero que nos presentara Benedetti en aquel excepcional período de su producción literaria, allá por los 60, cuando publica sus Poemas de la oficina, sus cuentos Montevideanos, su novela La tregua. Otros son los ángulos y perspectivas de lectura; otros los enfoques temáticos. Se han generado distancias, especialmente para los exiliados -y Benedetti cumplió su destierro político en Buenos Aires, Perú, México, España-; sólidas fronteras que sólo la memoria y su función creadora logra traspasar. El escritor da fe de esos apremios de la sensibilidad también en su poesía, ese género al que constantemente ha sido fiel. En Preguntas al azar, por ejemplo, poemario de 1986, donde, en series interrogativas que dejan al descubierto los resquebrajamientos del exilio, atestigua sobre abismos exteriores e interiores, muchas veces insalvables. (Y la pregunta, como ya lo hemos señalado en otros estudios posee, en la obra de Benedetti, función eminentemente elucidante). Oigámosle en el poema «Preguntas al azar» (II): ¿Dónde está mi país? ¿junto al río o al borde de la noche? ¿en un pasado del que no hay que hablar? ¿o en el mejor de los agüeros? ¿dónde? La interrogante alude a un referente real -el país que tuvo que abandonar- pero también concierta un clima donde la connotación se vuelve simbólica, plurisémica: el país puede tomar formas diversas para emerger del recuerdo; entonces la memoria recompone un espacio sombrío que alude a «desolación», a «calabozos», a «celdas de fantasmas asiduos», deteniéndose en ciertas presencias que adquieren relieve en la imaginación del poeta: el

país se encuentra forjado, definido, indeleble, en aquellos seres -cuerpos supliciados, desaparecidos, asesinados- que se convierten en testigos implacables de la América en lucha; la pregunta se orienta hacia nombres propios muy determinados: ¿en el incandescente laconismo de Ibero, en la muerte incurable de Zelmar? señalando a seres imborrables de nuestro más o menos reciente pasado: el joven poeta revolucionario Ibero Gutiérrez y el brillante político que combatió ideológicamente contra la dictadura, Zelmar Michelini; ambos asesinados vilmente luego de secuestros infamantes, durante los regímenes de facto, en Uruguay y Argentina, respectivamente. Continuando la travesía creadora de Benedetti, nos encontramos, también en este período fundamental, con Pedro y el Capitán, de 1979, pieza dramática en cuatro actos. El prólogo, firmado por el autor, resulta ilustrativo de la génesis o «historia» de este texto, del trasiego de género al que fue sometido desde que lo pensara, nos explica Benedetti -como una novela que se llamaría El cepo, nombre de un instrumento de tortura; el título, pues, actuaría con carácter indicial y simbólico. El autor se refiere luego a una entrevista mantenida con el crítico uruguayo Jorge Ruffinelli, donde le contó que la obra iba a ser «una larga conversación entre un torturador y un torturado». El texto adquiere forma definitiva en un drama impactante que tiene como escenario una sala de interrogatorios, en medio de un entorno opresivo, casi excluida la noción teatral de movimiento. Allí se enfrentan verdugo y víctima en un diálogo intenso, revelador de dos psicologías opuestas. Los cuatro «encuentros» (actos) que llevan a cabo ambos personajes, objetivan en el diálogo la capacidad del creador para ir componiendo, con trazo seguro y ritmo implacable, esas personalidades trabadas en un duelo feroz que deja al descubierto, también, dos posturas ideológicas antagónicas. La presencia, que domina la escena, a pesar de su casi inmovilidad, impone ante el espectador la visión de un proceso trágico: el de las etapas de derrumbamiento físico, mientras por medio de un hábil recurso contrastivo del autor, van engrandeciéndose los efectos sutiles de su predicación. Allí está, pues, signo poderoso, insoslayable, el territorio humano como espacio político. En un escenario despojado, donde apenas se dan algunos detalles indiciales: una «ventana alta, con rejas», por ejemplo, el cuerpo de Pedro, «amarrado y con capucha» al comienzo, luego libre de ella, irá mostrando al espectador desde los primeros apremios de la tortura -los verdugos, que no aparecen en escena, lo arrojan ante el Capitán que lo interroga, cada vez más deshecho, en el comienzo de cada acto- hasta las instancias finales de su agonía. El cuerpo ciego, mudo, tendido en el piso o, cuando ya no puede sostenerse, sujeto al respaldo de una silla por el cinturón con que lo ata el Capitán, visualiza su desmoronamiento en ese rostro que llega a impresionar al enemigo por -dice el Capitán- su «calamitoso estado». Pero la lucidez de conciencia de Pedro -que no se anubla ni aún en sus delirios ni en su agonía- parece crecer, decíamos, desde el deterioro acelerado de su organismo «nada atlético», como observa, ironizando, su contrincante.

Benedetti no escatima, en sus paréntesis, los detalles visuales y auditivos que proporciona esa presencia humana que involuciona hacia la muerte, aunque la acción misma del tormento no aparece en escena. Se sirve, pues, de ese realismo «pavoroso» que es, como señaláramos al comienzo de este estudio con expresión de Jorge Enrique Adoum, la tónica de la violencia en muchas regiones -y textos- de nuestro «continente mestizo», y que también impregna al teatro moderno latinoamericano pero que va más allá de él; en este caso, reelaborándose en invalorables y aleccionantes estratos simbólicos. El Capitán amenaza a Pedro con los diversos suplicios que le aguardan: a ver «si vas a hablar cuando te rompan los dientes o cuando vomites sangre o cuando...» (Acto I), mientras el preso usa el silencio como estrategia de enfrentamiento y también expresiva de su profundo desprecio por su adversario. El otro, en contraste, habla y habla, cada vez más ansioso y desesperado: del submarino, de la picana, del plantón, de los torturadores más bestiales a quienes llama, con tono burlón, «los muchachos eléctricos». La sangre -significante de la violencia real- se trenza con la palabra -significante de la violencia simbólica. Observa en el cuerpo de Pedro (Acto II), «el inventario de sus nuevas magulladuras y heridas». Lo oye respirar cada vez con más dificultad, emitir quejidos broncos, lo ve animalizarse, si se quiere, en su condición de puro organismo maltratado, hasta quedar tendido en el suelo sin poder moverse. En contraste, decíamos, la conciencia no declina sino que anima los parlamentos de Pedro, le permite exponer sus ideas, polemizar con ironía, despreciar. Aún cuando se produce su elección entre vida y muerte: «Estoy en la muerte, y chau. Pero a esta altura la muerte no me importa», la opción de Pedro aparece como un recurso más para defender su dignidad, para no derivar hacia la irracionalidad y en el vértigo del sufrimiento, llegar a la delación. Se trata, seguramente, de un personaje muy distinto al que estudiábamos en el cuento «Péndulo». Pedro es una convicción encarnada en sus propios despojos físicos, y ésta le otorga las fuerzas necesarias para resistir: «No es teatro, Capitán, estoy muerto. No sabe cuánta tranquilidad me vino cuando supe que estaba muerto. Por eso no me importa que me apliquen electricidad, o me sumerjan en la mierda, o me tengan de plantón o me revienten los huevos. No me importa porque estoy muerto y eso me da una gran serenidad, y hasta una gran alegría» (Acto III). Pedro se autoelige «cadáver» pero un cadáver que nombra, acusa, repudia, enjuicia y, por fin, vence. Vence para la vida, para su proyección de futuro. De ahí que sus argumentaciones y la valentía de sus enfrentamientos verbales provoquen el derrumbe total de su contrincante y el amo -en una sutil variación del dialéctico juego hegeliano- se convierta, al final, en esclavo, y así el Capitán clame ante Pedro, se arrodille ante él, le suplique. Mientras Pedro «abre bien los ojos, casi agonizante» y le lanza su última respuesta, que es, como en el final de cada acto, el «no» rotundo que lo sostiene en su libertad. Cuando concluíamos estas páginas leímos, en el Semanario Brecha de Montevideo, un poema que, dadas las circunstancias que hoy se viven en nuestro país: la justicia acaba de habilitar las investigaciones sobre el destino de los desaparecidos durante la dictadura militar, Benedetti, que ha vivido todo este proceso, que recientemente ha estampado su firma entre las primeras de un importante documento donde se reclama «el derecho a saber la verdad», quiso sin duda entregar a su público, como adelanto del nuevo libro de poesía, que prepara, un poema titulado «Soliloquio del desaparecido». Versa, como se dice en la breve introducción de página, «sobre un tema que su literatura no quiere olvidar». Ya en

sus poemas de Geografías, escritos entre el 82 y el 84, Mario nos ofrecía ese conmovedor testimonio que él mismo ha dicho por el mundo: el poema «Desaparecidos». El de hoy se trata de un monólogo lírico -escrito con versos breves y concisos, sin despliegues enfáticos- donde una voz nos habla, desde zonas brumosas, acaso desde un limbo donde deambulan aquellos cuyos restos no hemos podido rescatar para la tierra y la paz. Comprendimos, al leerlo, que siempre hay nuevas formas y nuevas perspectivas para abordar el tema de la violencia ejercida, con todas sus «eficacias macabras», contra el cuerpo político: aquí nos hará signos el vacío, serán los «sin cuerpo» que se expresan desde su abismo y nos dicen: ahora estoy solo y sin nombre me siento ingrávido y sin sed no tengo huesos ni bisagras no tengo ganas ni desgana (...) podría ser un esperpento un trozo de alma un alma entera (...) sólo la luna se mantiene casi al alcance de las manos y las mandíbulas y el sexo (...) Cierto poeta no sé quién sopló en mi oído para siempre dijo ya va a venir el día y dijo ponte el cuerpo creo que existe un solo inconveniente no tengo cuerpo que ponerme no tengo madre ni mujer no tengo pájaros ni perro. He leído sólo algunos versos del extenso poema. Ellos son suficientes para señalarnos otro espacio a considerar, otro cuerpo a buscar: el todavía palpitante -valga la metáforacuerpo de nuestros desaparecidos. Benedetti, como siempre, ha lanzado su alerta, ha puesto en alto una vez más su estandarte de lucha. Hecho de dignidad, de verdad, de anhelo de justicia. Y por supuesto, también de belleza.

Mario Benedetti y las bifurcaciones del exilio en la literatura hispanoamericana

Virginia Gil Amate (Universidad de Oviedo)

No sólo el tiempo, el espacio y la nostalgia gravitan sobre el exiliado, la misma situación de exilio ha sido debatida para saber si mantiene sus coordenadas de castigo de orden político o hay una determinada psicología de destierro; o si partiendo de una expulsión concreta se llega a una extranjería indefinida; o, en el caso particular del escritor exiliado, si no es la misma escritura la que lo sitúa en la nada desde la que crea su universo verbal propio. ¿Es metafísico el exilio, es endémica la nostalgia para algunos, es la nuestra una época de destierro, es el escritor un eterno desterrado merced a la escritura? La obra de Mario Benedetti parece querer contestar negativamente a todo, concentrándose en la condición política del exilio, destacando el castigo histórico, ahondando en las causas ideológicas que lo sostienen y marcando su comienzo literario en su experiencia como ser humano: Luego hay otros temas, que, por razones obvias, no estuvieron desde el comienzo en mi obra literaria, que son el exilio y el desexilio; aparecieron cuando estos temas entraron en mi vida. Precisamente por ser un hecho vital las actitudes ante el mismo son dispares, pueden ir del nuevo y ancho horizonte descubierto por Augusto Roa Bastos fuera de Paraguay: Me interesa el hombre universal que es la gran lección que yo le debo al exilio. Nunca podré quejarme de mi exilio porque fue para mí una gran escuela, al desasosiego de Daniel Moyano lejos de Argentina: ...yo no me he habituado a vivir en este medio [en España]. Han sido siete años muy duros. No en cuanto a lo externo, a lo que haya podido hacer o no. Me refiero a lo interno a lo anímico [...]. Yo tuve la mala suerte, la desgracia, de no haber tenido suficiente paciencia o visión como para dedicarme a algún tipo de tarea que estuviera más en consonancia con lo que soy. En estos años me he ido despersonalizando poco a poco, lentamente. Idéntica es la pérdida, no así lo acontecido en el país de adopción. Eso provoca que Roa pueda incidir en los hechos que dejó de sufrir por estar fuera y sitúe a su país en el mundo de la mano de la publicación de su obra: Hemos estado sumergidos [dice de los paraguayos] en el patrioterismo, en la degradación deliberada de los poderes, del poder político, de los poderes culturales [...]. Y yo me insurgí siempre contra esa psicosis y pensé que por ahí no iban las posibilidades. Por eso suelo decir que yo no puedo quejarme de mi exilio, y Moyano perciba la parálisis vital y profesional, mientras se pierde en el marasmo del exilio, pasando a ser un autor más, uno de los muchos hispanoamericanos que arrastraban su obra o su imposibilidad de escribir por España.

La pérdida y la desorientación pudieron, en parte, asumirse desde la conciencia política, desde la reflexión ideológica. Julio Cortázar apelaba a la revisión del concepto de exilio para trastrocarlo, analizando a la contra la condición del desterrado, hasta que sus mismos cimientos fueran positivos. Esto sólo sería posible alejando la literatura del expatriado de las notas trágicas, de la nostalgia o la inmovilidad del memorioso: Entre los exilados fuera del país, una pequeña minoría cae en el silencio, obligada muchas veces por la necesidad de reajustar su vida a condiciones y a actividades que la alejan forzosamente de la literatura como tarea esencial. Pero casi todos los otros exilados siguen escribiendo, y sus reacciones son perceptibles a través de su trabajo. Están los que casi proustianamente parten desde el exilio a una nostálgica búsqueda de la patria perdida; están los que dedican su obra a reconquistar esa patria, integrando el esfuerzo literario en la lucha política. En los dos casos, a pesar de su diferencia radical, suele advertirse una semejanza: la de ver en el exilio un disvalor, una derogación, una mutilación contra la cual se reacciona en una u otra forma. Hasta hoy no me ha sido dado leer muchos poemas, cuentos o novelas de exilados latinoamericanos en los que la condición que los determina, esa condición específica que es el exilio, sea objeto de una crítica interna que la anule como disvalor y la proyecte a un campo positivo [...]. Quienes exilian a los intelectuales consideran que su acto es positivo, puesto que tienen por objeto eliminar al adversario. ¿Y si los exilados optaran también por considerar como positivo ese exilio?. Eduardo Galeano se sumaba a ello desde la óptica de lo que fuera del país podía realizarse pensando en el día del retorno: Así amplío el campo de mi mirada y así voy encontrando claves de creación y de orientación que podrán ser de alguna ayuda, tarde o temprano, cuando llegue la hora del regreso y haya que regar las tierras que las dictaduras están arrasando. Aunque Mario Benedetti también apuesta por no hundirse en el pozo de la tristeza, enumerando «las siete plagas del exilio», «el pesimismo, el derrotismo, la frustración, la indiferencia, el escepticismo, el desánimo y la inadaptación», se muestra menos exultante en cuanto al cambio en la valoración de los hechos: esto es una derrota hay que decirlo vamos a no mentirnos nunca más a no inventar triunfos de cartón si quiero rescatarme si quiero iluminar esta tristeza si quiero no doblarme de rencor ni pudrirme de resentimiento tengo que excavar hondo hasta mis huesos tengo que excavar hondo en el pasado y hallar por fin la verdad maltrecha con mis manos que ya no son las mismas.

Benedetti traza, en principio, un equilibrio entre la realidad vital y la teoría ideológica, asumiendo que ya es mucho con advertir cuál es la misión o, simplemente, el oficio de un escritor: ...el escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su gente, no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino un exiliado que, además, escribe. Por otra parte, creo que el deber primordial que tiene un escritor del exilio es con la literatura que integra, con la cultura de su país. Tiene que reivindicar su condición de escritor, y a pesar de todos los desalientos, las frustraciones, las adversidades, buscar el modo de seguir escribiendo. Si el exilio, como tema literario, está motivado por causas extraliterarias, produce que la experiencia del mismo no sea fija sino variable en el transcurrir de la misma vida del expatriado. En 1977, con el poemario La casa y el ladrillo, aparecían en la obra de Benedetti sus primeras vertientes. La causa política ordenaba el panorama de expulsados y expulsadores, había un porqué y una explicación de la violencia y ésta a su vez dividía al país entre los «Hombres de mala voluntad», depositarios del poder, y un «nosotros» formado por los expatriados, los perseguidos, los silenciados, desposeídos de derechos pero conscientes de la situación. La idea del regreso daba contenido a la noción de exilio como situación transitoria. El lugar de adopción apelado como «patria interina» y la cronología como «vida accesoria», en el poema «La casa y el ladrillo», asumían un retorno posible ante el que, sin embargo, se erguía una dimensión temporal adversa: el país pertenecía al pasado, más o menos reciente, del poeta al que habían despojado del presente obligándole a aferrarse a un futuro por vivir; el verso «ergo a inscribirse en el futuro», repetido en «Ciudad en que no existo» tendrá su continuación en «Croquis para algún día» donde aún no dudándose del porvenir no se escatima la situación de los que vivieron el pasado: de tanto pueblo y pueblo hecho pedazos seguro va a nacer un pueblo entero pero nosotros somos los pedazos. Con la publicación de Viento del exilio el panorama empieza a desmembrarse en percepciones contradictorias: lo curioso lo absurdo es que a pesar de que aguardo mensajes y pregones de todas las memorias y de todos los puntos cardinales lo raro lo increíble es que a pesar de mi desamparada expectativa no sé que dice el viento del exilio, no llega al punto de ser enfocado con lo que Paul Ilie y René Jara Cuadra definían como un estado de ánimo porque el poeta se niega a condescender al abandono metafísico, pero las

respuestas de La casa y el ladrillo son ahora incógnitas. Concatenación de preguntas asumidas como estilo poético y como nueva forma que adopta su resolución de estar alerta, frente a lo que pasó y frente a lo que vendrá. La pregunta es retórica no por conocer la respuesta sino porque se formula como constancia. Así se extenderá por Preguntas al azar (1986), por los versos y relatos de Geografías (1984) y Despistes y franquezas (1989) o por Las soledades de Babel (1991). A la pregunta se abre igualmente la novela de Moyano Libro de navíos y borrascas, aunque en su índole no hay la más mínima certeza sino la misma marea de la duda. Un no saber qué ha pasado y por qué llena sus páginas. Ni siquiera se recuerda la patria perdida, acto espontáneo de cualquier migración, porque no se concibe tal pérdida; al contrario, las referencias al regreso son constantes. La más notable es el intento de llamar al barco que los conduce hacia nuevas geografías «Volver», esta vuelta no es tanto a algún lugar sino algún día, aquél en que cese el perpetuo viaje. Al romperse la lógica natural, surge en la narrativa de Moyano el listado de incógnitas sobre el retorno, de suposiciones sobre la vuelta, sin respuesta alguna: ¿Así que nunca? ¿Ni siquiera con la frente marchita dentro de veinte años? ¿Ni siquiera sintiendo que la vida es fffuu, un soplo? [...] ¿Para siempre? ¿Por qué para siempre? [...] ¿Morirse allá? [...] ¿Entonces qué si no vamos a volver nunca? [...] ¿No volver más? [...] ¿nos traerán de vuelta cuando haya pasado mucho tiempo? ¿Serán capaces de traer setecientos cajones con nosotros adentro alineaditos y sosegados?. El puro abismo, el vacío de la pérdida, lo que no puede llenarse porque no puede comprenderse, es la pregunta para Moyano; la protesta fija, la alerta como ancla, el saberse exiliado pero no despistado, el «puente» de esperanzada unión, es el contenido de la pregunta en Benedetti. Media entre ambos la distancia que separa la duda de la averiguación: ¿Dónde está mi país ¿junto al río o al borde de la noche? ¿en un pasado del que no hay que hablar o en el mejor de los agüeros? ¿donde? [...] ¿lo llevo acaso en mí? ¿me espera en sueños? ¿en qué sueños? ¿dónde está mi país? ¿debajo de qué nube? ¿sobre cuántos despojos? [...] ¿no cesaré jamás de preguntarlo? ¿nunca vendrá a mi encuentro? y si viene ¿con quién?

¿dónde está mi país? [...] ¿será que estuvo está conmigo? ¿que viene y va conmigo? ¿que al fin llega conmigo a mi país? Sin embargo coinciden en la valoración política. Libro de navíos y borrascas alude a la doble situación que deberán asimilar los navegantes moyanianos: el exilio es un corte brutal, un «final», -«esto viene a ser como morirse» exclamará uno de ellos-, que, sin embargo, deberán aceptar como un «privilegio» frente a los que se quedan. La memoria de estos personajes no puede desgajarse de que lo dejado en el país no es la miseria, como en su día les ocurrió a los emigrantes, sino el horror. En ello inciden también la larga lista de relatos de Benedetti protagonizados por expresos y exiliados que dialogan brevemente sabiéndose distintos, así como los versos de «Otra noción de patria» donde la antítesis entre dolor y privilegio debe asumirse como parte del exilio: Con esta rabia melancólica este arraigo tan nómada este coraje hervido en la tristeza este desorden este no saber esta ausencia a pedazos estos huesos que reclaman su lecho con todo este derrumbe misterioso con todo este fichero de dolor somos privilegiados. La referencia a la patria separará el exilio breve, y por ello netamente geográfico, del exilio como situación indefinida en el tiempo. En principio Benedetti se aferra a un paraje cultural y físico, con un sentimiento similar al expresado por ese memorial de Héctor Tizón titulado La casa y el viento, estructurado como cuaderno de apuntes de lo que el yo narrador es en relación con el grupo social que lo identifica: Pero antes de huir quería ver lo que dejaba, cargar mi corazón de imágenes para no contar ya mi vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías. La áspera historia de mi pueblo. No es esa la percepción de los personajes moyanianos: ellos han sido arrojados fuera de un suelo que apenas han podido sentir como patria. Lo que se deja, en todo caso, es la ficción que Rolando, protagonista del Libro de navíos y borrascas, construye de su pasado, de una infancia remota donde quizás fue feliz. El presente narrativo no es más que la objetivación del más absoluto desarraigo. Ni siquiera hay tierra, el Cristóforo navega en mitad del océano sin que sus pasajeros conozcan el puerto de arribo. Moyano narra, desde la extranjería, el exilio político:

En 1910 al cumplirse el centenario, Lugones escribe una serie de poemas llamados «Odas al ganado y a las mieses» donde le canta a esa Argentina ganadera, feliz y satisfecha. El poema termina «¡Feliz quien como yo ha bebido patria / en la miel de su selva y su roca!». Nosotros, los que son como yo, no hemos tenido patria, porque patria es otra cosa. y el exilio político desde el desconcierto ideológico: ...nunca tuve ideología ni la voy a tener, como no la tenés vos ni casi ninguno de nosotros. No servimos ni para la guerra ni para la paz, es hora de empezar a aceptar esto, no nos casamos con nadie pero nos violan todos, los rusos o los yanquis qué más da, y ellos terminarán pactando pero nosotros seguiremos en el exilio. La obra de Benedetti, al contrario, deja claro por qué, cuándo y cómo se produjo el desastre, pero habrá un momento en que su literatura marque una inflexión entre el exilio político y el destierro indefinido, que aún no siendo ancestral ni psicológico, será la forma adoptada por la pervivencia de aquel hecho histórico: acaso el tiempo enseñe que ni esos muchos ni yo mismo somos extranjeros recíprocos extraños y que la grave extranjería es algo curable o por lo menos llevadero acaso el tiempo enseñe que somos habitantes de una comarca extraña donde ya nadie quiere decir país no mío. La nave de los locos, novela centrada en esa condición despersonalizada del extranjero, donde los navegantes propuestos por Cristina Peri Rossi acarrean en sus nombres, Equis, A. o B., la realidad mutable y precaria de aquel que los lleva, no deja de anunciar que ese vacío expresa el tajo sufrido en el pasado. Su entidad histórica proviene de la itinerancia y su estigma de la comparación que ejercen los «sedentarios». No hay exilio metafísico para la narradora uruguaya, la alienación es algo creado por la propia estructura de convivencia humana: Es falso decir que Equis ha encontrado trabajo rápidamente en todas las ciudades en las que ha vivido durante esa larga e inconclusa peregrinación. Son tiempos difíciles y la extranjeridad es una condición sospechosa. El hombre sedentario [...] ignora que la extranjeridad es una condición precaria, transitiva, pero también intercambiable; por el contrario, tiende a pensar que algunos hombres son extranjeros y otros no. Cree que se nace extranjero, no que se llega a serlo. La extranjería esencial choca de frente con la concepción comprometida de Benedetti. La alerta y la esperanza, conceptos repetidos en relatos, artículos y poemas, definen su exilio y eso es precisamente lo que ha perdido el desterrado nihilista (al que no ataca) o al

que desconoce u olvida su situación de exiliado, juzgado mordazmente en esa fábula moral titulada «De puro distraído». Aferrarse a la memoria del país del que fue expulsado se mantiene como bastión del regreso, aunque la idea del retorno sea tan fuerte como minada está por el paso del tiempo. Autoafirmarse entre lo perdido y el vago horizonte de lo recuperable empieza a ser expresado a través de la potencialidad: Vuelvo / quiero creer que estoy volviendo con mi peor y mi mejor historia conozco este camino de memoria pero igual me sorprendo «sorprende» tanto el ansia y la alegría del reencuentro como el descubrimiento de la amplificación de la nostalgia al vislumbrar qué algo de la «patria interina» ya es suyo: reparto mi experiencia a domicilio y cada abrazo es una recompensa pero me queda / y no siento vergüenza / nostalgia del exilio y se oscila entre el «volver» y el «pensar que se vuelve» porque la naturaleza de su viaje es imposible, este podrá trasladarle en el espacio pero nunca en el tiempo. El regreso es material y aún así fallido. El poema «Pero vengo» desgrana en su versos la condición del extranjero aunque Benedetti, alerta, la palía actualizando, con la modalidad de presente del título, lo que antes era deseo: Más de una vez me siento expulsado y con ganas de volver al exilio que me expulsa y entonces me parece que ya no pertenezco a ningún sitio a nadie ¿será un indicio de que nunca más podré no ser un exiliado? El país concreto, la geografía clara es ahora la «patria sigilosa», el «país secreto» del desexilio benedettiano. Al «nosotros» ideológico de La casa y el ladrillo se le escinde ahora un «ustedes» que esboza la bifurcación de experiencias, unos tendrán la ausencia, otros la represión, los relatos de Geografías y Despistes y franquezas corroboran la diferencia. El primer corte del desexilio está ligado, por tanto, a una causa que infligieron las dictaduras, localizar espacios de reconocimiento es la nueva tarea que emprende su obra: Todos estuvimos amputados: ellos de la libertad; nosotros del contexto.

Al espíritu optimista se le engarzan sustantivos de signo contrario («perdón», «rotura» o «resabios»), mostrando la sombra extendida entre los dos sectores de compatriotas: todos estamos rotos pero enteros diezmados por perdones y resabios un poco más gastados y más sabios más viejos y sinceros vuelvo y pido perdón por la tardanza se debe a que hice muchos borradores me quedan dos o tres viejos rencores y sólo una confianza. El reproche, la desconfianza o la descalificación en el reencuentro son otras consecuencias del exilio. La polémica que sostuvieron Julio Cortázar y Liliana Heker entre 1980 y 1981 es exponente de las brechas que abrió la situación de una literatura escrita dentro y fuera del país. El núcleo de la polémica residía en la legitimidad con la que pueden nombrar una realidad los que no la vivieron; o la connivencia o autocensura con la que pudieron publicar los de adentro. La discusión es tan absurda como dolorosa: quién «pertenece» o «no pertenece» a una cultura, a un grupo. Heker alega que la escritura debe sortear las cotas de libertad impuestas en un país: Son los avances que va dando un escritor respecto de los límites impuestos, y no la aceptación protestona de la fatalidad, lo que modifica la historia cultural de un país y, por lo tanto, la historia. Cortázar rebate el argumento. Considera contrario a la literatura, al mismo hecho de escribir, aceptar las circunstancias y tratar de franquearlas. Sólo es aceptable la literatura producida desde la libertad plena, según él. Todo ello pasa por el mismo filo de la acusación. El enfrentamiento de Heker y Cortázar revelaba la acritud más o menos abierta que se había fraguado entre los escritores que permanecieron en el país y los que se marcharon: «Muchos estamos para la resistencia [dirá Liliana Heker]. Otros ya vendrán para los festejos»; «Aquellos que un día decidan decir lo que verdaderamente piensan, tendrán que reunirse con nosotros fuera de la patria», apostillará Cortázar. Si un arma arrojadiza fue el no haber padecido la represión, su resaca pudo estar en considerar que la única escritura posible se gestaba fuera de las fronteras del país. Incluso autores hubo que consideraron el exilio como una especie de cura de males congénitos: Hoy podemos decir que los que volvemos, los que estamos regresando al país, tenemos una mirada mejor. La soberbia, la autosuficiencia, cierta pedantería, las falsas creencias casi mesiánicas, racistas, machistas, la intolerancia y el constante desaliento democrático argentino, creo que se empieza a derrumbar. Creo que somos mejores personas, que tenemos una mirada más blanda, más suave, más cautelosa.

Nada tiene que ver las ideas que baraja El fiscal (1993) de Roa Bastos con las halagüeñas perspectivas de Giardinelli. El fiscal rota entre el juicio a una sociedad, cuya tolerancia, desinterés o apatía ha permitido, a lo largo del tiempo, la perpetuación del poder dictatorial; y la reflexión que el protagonista hace de su condición de intelectual exiliado. La novela analiza responsabilidades de las que nadie sale bien parado. Aunque no es un ajuste de cuentas, no se hurta el dibujo de una comunidad «gregaria, deformada, degradada en su vieja forma de ser» y, fuera de ella Félix Moral, convertido en un extranjero al enajenarse, por dejación de sus funciones, de su país. Este personaje no posee un «país secreto» que le acompañe en el periplo del destierro sino una «existencia seudónima» que marca su desarraigo esencial: He vivido como quien viaja. Incluso en los largos periodos de inmovilidad. Nunca tuve la sensación de pertenecer por completo a algún lugar, a un grupo, a una raza. Extranjero en todas partes, me sentía especialmente extraño, aislados a un en medio de la multitud, siempre solo... Si la memoria ideológica sostenía al exiliado de Benedetti, el de Roa se asfixia en la conciencia de ir alejándose de sus primigenias señas de identidad, para cifrar su última -y única- catarsis en la vuelta para matar al tirano, retorno personal y social a un tiempo. El pretendido magnicidio no será jamás un hecho heroico sino la fase final de un proceso de aniquilación experimentado por el protagonista. Félix Moral escribe más allá del exilio, no ya de la sociedad que abandonó, sino de su propia actitud ante ella, de la escritura enfrentada a la acción, de la literatura y el compromiso social. La perspectiva de Benedetti es diferente al encarar el regreso, no fiscaliza, busca similitudes, no polemiza y no sucumbe al desánimo de enfrentar acción y reflexión, arma y palabra, política y literatura. Se niega, además, a aceptar la imposibilidad del reencuentro y traza en el desfase mutuo el puente que propicie un nuevo reconocimiento: Eso dicen que al cabo de diez años todo ha cambiado allá dicen que la avenida está sin árboles y no soy quién para ponerlo en duda ¿acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles que según dicen ya no están? Contrariamente, la narrativa de José Donoso se centra en el imposible reencuentro anímico con el país abandonado, formulado a partir de la «desesperanza». Benedetti reacciona con virulencia ante ella porque es precisamente la creencia, la esperanza, lo que mantiene su obra, lo que sostiene la memoria del exiliado:

Si a Eduardo lo mataron por asfixia, no quiero que a mí me asfixien con la desesperanza. La esperanza tiene una dimensión hacia el futuro, y por lo tanto supone una creencia en lo todavía no existente pero asumido como cierto, el aquí y el allá del exilio se relacionan con el más acá y el más allá de lo esperado. La índole religiosa de lo expuesto no se le escapa a Benedetti intentando neutralizarla a partir de lo concreto, lo suyo es fe pero en lo posible aquí -en el espacio- que sin embargo está allá -en el tiempo-;para ello trabaja el día a día, se centra en lo cotidiano, recoge los indicios materiales y ellos le apuntan posibilidades: aquí lejos está nunca se ha ido el país secreto el hervidero de latidos los tugurios del grito las manos desiguales pero asidas la memoria del pan los arrecifes del amor el país secreto y prójimo algún día aquí lejos se llamará aquí cerca. Ese reconocerse en la similitud esencial de una experiencia diferente, propicia un repaso del exilio sin centrarse en la expulsión y se liga a la posibilidad del reencuentro, cuando finalice la situación política acaecida. Santiago, el preso en Primavera con una esquina rota, será símbolo de ello. «Intramuros» se denomina el lugar fijo, la cárcel, desde donde contempla con horror su presente y ansía recuperar lo pasado, mientras redacta cartas a un afuera que desconoce como irremediablemente perdido. Ajeno al país real, el día en que comienza su exilio, en el último capítulo de la novela, deberá afrontar el desexilio. Son los mismos pasos del expulsado con diferente sincronía. Si la situación del desterrado exterior e interior es presentada bajo idéntico prisma y aún así deslindamos lo que se ha llamado la condición de exilio de la situación del exilio, es precisamente por el carácter político que Benedetti remarca en su escritura: están «extra» o «intra» muros los que pertenecen a un «nosotros» frente a los expulsadores y, a partir de esta separación, se niega al olvido y alerta a la memoria para lo que sin duda vendrá. Quizás por todo ello uno de los ejes temáticos que relacionan el exilio con la extranjería, la narración del viaje, no prima en la vasta obra de Benedetti. Aunque a sus relatos se asoma el trasiego, sus personajes no parecen estar suspendidos en la nada del tránsito. Y, sin embargo, esta vertiente tenía cabida antes de comenzar su exilio personal, un cuento como «Acaso irreparable» se adentraba en el absurdo del viaje sin fin que posteriormente será negado. Benedetti prefiere el encuentro, en algún lugar del mundo, entre exiliados antiguos y recién llegados al itinerario. Al contrario, La nave de los locos, El libro de navíos y borrascas, El fantasma imperfecto, La desesperanza o El fiscal, hacen del viaje su centro, sea éste el de salida o el de regreso.

El viaje ocasiona una pérdida y alienta la necesidad de identificación. Peri Rossi y Moyano enlazan diferentes travesías, que van de las interminables -«llamado, también, el viaje incesante, la gran huida, la hipóstasis del viaje»-; al viaje no deseado, pasando por el que carece de retorno, enraizándose todas las posibilidades en la expulsión política; de ahí pueden abrirse a desplazamientos más concretos, como el de las mujeres que no hayan su lugar en un orden establecido por la masculinidad, en Peri Rossi; o el de los emigrantes finiseculares en Moyano. Todo ello apunta hacia una de las constantes de los relatos del exilio: la expulsión reaviva otros trasiegos, despierta en los personajes los recuerdos de infancia, las aproximaciones a otras vidas de itinerancia. Son los nuevos horizontes del exilio, más íntimos; por ejemplo, el idhis con que hablaban los parientes de Mario Gerardo Goloboff o el concebirse como tramo de un itinerario iniciado por algún familiar remoto de Europa a América, caso de Daniel Moyano. Todo ello son estrategias de integración en una diáspora global que palia el dolor del exilio. Claro que también son indicios de la extranjería. La «acción» de El fantasma imperfecto transcurre en un aeropuerto en el que Juan Minelli, el protagonista, pasará siete horas antes de regresar, al cabo de diez años, a Buenos Aires. Minelli se coloca en el mismo centro del itinerario y desde ese no-lugar intentará encontrarle un sentido a las acciones de aquellos con los que se cruza: nada tendrá sentido. Minelli traza historias que responden a su particular lógica pero los hechos se encadenan de otra manera. La desorientación prima en esta novela, de «fantasmas» perseguidos (o potenciados) por el protagonista que, además, son, inexorablemente, «imperfectos». Y, si la vida no tiene lógica, y los hechos carecen de sentido, pero agreden igualmente, no es porque esta novela narre desde la perspectiva de un nihilista. El fantasma imperfecto pertenece a otra estirpe de narraciones, la del desarraigo que desemboca en la incertidumbre. También la ruptura del eje ordenador del devenir asuela al protagonista de Libro de navíos y borrascas que, al intentar rescatar algo de su destino, piensa en el nombre del barco, de nuevo el no-lugar, la carencia de espacio, el estigma del destierro: Por esta razón quería darle un buen nombre al barco. Ir de un lado para otro en constantes migraciones, pero con algún decoro. Poder decir que por lo menos el viaje fue placentero. Porque al final lo constante ha sido desplazarse entre dos inmovilismos. Pero digamos que en el viaje fuimos hermosos y felices, que el barco era un transhogar oceánico, mientras nos quedamos quietos entre dos esperando otra vez nuevas migraciones, nuevas expectativas de vida y juventud aunque todo indique lo contrario. Frente al viaje y la itinerancia, los personajes de Benedetti suelen estar, anclados, expectantes o nostálgicos, en algún sitio; y su yo poético siente y reflexiona también desde la localización. Alrededor de todos ellos se mueve el tiempo. Libro de navíos y borrascas publicada en 1983 establece un diálogo con Primavera con una esquina rota de 1982. El mantenerse, para la vuelta, «joven» ante los desencantos sostener la esperanza- es la propuesta de salida del don Rafael de Benedetti; Ante este pulso el Rolando de Moyano sólo puede ofrecer vuelos de la imaginación. Libro de navíos y borrascas finaliza situando al protagonista en un tren rumbo a Madrid, sentado al lado de Contardi, padre de un desaparecido, mientras contemplan un paisaje desconocido -«Íbamos

sobre un mapa que no habíamos dibujado nunca en el cuaderno»- mientras se preguntan por la vuelta. En Primavera... también había un Rolando exiliado, de apellido Ausero en este caso, dispuesto a no sucumbir al desánimo; en uno de sus diálogos con Graciela ambos hablaban de la percepción del paisaje que se obtiene desde la ventanilla de un ferrocarril según se sitúe el observador en la dirección de la marcha o a su contra. La diferente mirada funciona como alegoría del ánimo del exilio, el punto de vista del optimista o del pesimista, del esperanzado o del angustiado, del activo o del inmovilizado. En ese ferrocarril benedettiano viajará el otro Rolando, el de Moyano, sin poder focalizar su mirada, reiniciando otro ciclo de exilio. Si la extrañeza movía a algunos autores a la necesidad de nuevas identificaciones, estas extensiones del exilio aparecerán en la obra de Benedetti, pero a ellas se accede de otro modo. La casa y el ladrillo evoca «los rostros de mis iguales», se dibuja el contorno uruguayo, pero sin ni siquiera salir del poemario el exilio ha extendido sus fronteras dibujando un mapa americano; en «La casa y el ladrillo» botijas o gurisas se mezclan con pibe, fiñe o guagua. Los personajes de Geografías añadirán, a los puntos cardinales de Hispanoamérica, las vivencias de los españoles, relatos como «Firmó doscientas mil» señalan su largo exilio sin reencuentro porque la muerte llega antes que los edictos que permiten la vuelta. Ya hay todo un entramado de destierro que, a la altura de Geografías, se ha sentido fuera y dentro del país. El inexorable paso del tiempo venía apuntado en Viento del exilio como la modulación definitiva de la expulsión. Desde la vejez, contemplando un largo panorama de expatriación, se harán otras reflexiones. Don Rafael, en Primavera con una esquina rota, realizará ese nuevo análisis donde exiliado político y extranjero perpetuo empiezan a tener concomitancias. Su combate particular se cifra en impedir que la categoría de «extraño» lo embargue: no ser extraño ante los otros, no ser extraño ni ajeno al mundo, para no perder de vista que el exilio tiene una causa y es, por tanto, una condición transitoria -ahora en relación a una cronología en relación a la marcha del mundo, ya que al personaje puede, como en el caso de don Rafael, durarle toda la vida-. Como la obra de Benedetti no sólo describe situaciones o sensaciones sino que da cabida a las propuestas, don Rafael añade soluciones de futuro: no desencantarse, no dejar que la idea del retorno sea una angustia metafísica, al contrario, creer en la vuelta. Pero mientras desgrana cada una de sus soluciones la acción de la novela cuenta una prolija historia de pérdidas donde el recuerdo de la patria, combativo y político, se combina con «nostalgias más grises, más opacas» y busca las certezas de tanta provisionalidad en el lugar que nunca abandonó la obra de Benedetti: la cotidianidad. La «casa», que no es una geografía extranjera, y la «mujer», que conoce y reconoce al personaje sacándolo de cualquier atisbo de extranjería, son a la vez la derrota y el triunfo del exiliado en Primavera con una esquina rota y La borra del café. Roa Bastos, Moyano y Benedetti que habían expuesto tres formas de afrontar el exilio ofrecerán tres resoluciones literarias del mismo. El paraguayo, partiendo de un exilio positivo escribe en El fiscal la vuelta de un intelectual roto por su larga y autista ausencia, propone una acción suicida para la novela y un final fatal para Félix Moral. Roa Bastos intenta conjurar la extranjería.

El argentino, cuyos personajes eran extranjeros siempre, desterrados de cualquier lugar, localiza su última novela, Tres golpes de timbal, en Minas Altas, tierra de violencia. En ella se escribe un manuscrito que recoge la historia de sus habitantes. Sus páginas son el único reducto del desexilio porque Minas Altas también desaparecerá. Los extranjeros de Moyano tendrán una patria verbal. El uruguayo, sin embargo, se aferra al lugar, la escritura acompañará la reconstrucción, no será, como en Tres golpes de timbal, el único e imaginado espacio. Habrá en su obra una geografía, un asidero, una casa, y está tendrá palabras pero no estará construida de palabras, tendrá el ladrillo y poseerá la fecha de la expulsión forzada. Frente al exilio se sostiene Mario Benedetti con la coherencia ideológica, a otros sólo les quedó el desaliento, la imaginación o la nada.

El «desengañador» Benedetti: tres planos para una misma denuncia (El país de la cola de paja , Gracias por el fuego , La muerte y otras sorpresas) Ernesto Viamonte Lucientes (Universidad de Zaragoza)

Es el propio Mario Benedetti quien, aludiendo a Julio Cortázar, ha incluido muchas de sus reflexiones literarias bajo el marbete de «crítica cómplice». Se basa, tal tipo de hacer crítico, en «partir de una comunicación entrañable con la obra» que se analiza, en donde «todavía tenga vigencia la emotividad del crítico como lector» (Benedetti, 1988a: 11-12). Esa facultad, qué duda cabe, ha de suscitarla en el receptor la obra en cuestión, cosa harto difícil. Y sin embargo, es algo que las creaciones de Benedetti logran con pasmosa facilidad. En todo caso, vaya por delante que lo que me propongo hacer, -no sé si crítica o no-, no puede zafarse, en absoluto, de esa comunicación entrañable con la obra de la que habla Benedetti. Por lo tanto, véanse las palabras que siguen bajo la advocación de la «complicidad». La muerte y otras sorpresas se publica en 1968, mientras Mario Benedetti se está paradójicamente «desaislando» en la Cuba revolucionaria. Es su nuevo tomo de relatos tras el exitoso Montevideanos (1959) y, en cierto sentido, continuador de éste en temas y tonos, pese a los casi diez años transcurridos. El volumen se compone de casi una veintena de narraciones cortas, en principio, perfectamente independientes. Efectivamente, más allá de similitudes los relatos se pueden leer con perfecta autonomía. Ahora bien, una vez terminada una primera lectura es evidente que la práctica totalidad de los cuentos participan de una serie de características comunes. Por ejemplo, en La muerte y otras sorpresas aparecen los tres temas recurrentes que Eileen M. Zeitz da para la mayor parte de cuentos y de novelas de Benedetti. A saber: 1) La aparición protagonista del uruguayo mediocre, burgués.

2) El aislamiento y la falta de comunicación de los personajes. 3) La oposición entre realidad e irrealidad. Temas que funcionan, con frecuencia, íntimamente entrelazados (Zeitz, 1975: 635). Tenemos, pues, de salida una primera comunión entre cuentos a modo de cañamazo inicial. Pero, como bien observa María Victoria Reyzábal, «Benedetti es un autor de primera fácil lectura, pero también de otras muchas lecturas posibles, complejas, ricas y matizadas» (Reyzábal, 1992: 131). Si, por consiguiente, hacemos esas otras lecturas, surgirá, ineludiblemente, una más profunda imbricación entre los relatos de La muerte y otras sorpresas , e incluso surgirá su relación con otras piezas anteriores del mismo autor. Pero antes de pasar al análisis que surge al calor de las mencionadas subsiguientes lecturas, se impone hacer algunas matizaciones. Es evidente que a algunos de los relatos de La muerte y otras sorpresas les une algo más de lo que a primera vista pueda parecer. No tienen, desde luego, un engarce tan aparente como las colecciones de cuentos antiguas del tipo Calila , Lucanor o Mil y una Noches. Sin embargo, y pese a la carencia de un nexo tan rotundo, creo que sí tiene el volumen algo en común con tales obras magnas: el aparecer los relatos subordinados a una intención superior, en este caso a una clara finalidad desengañadora de índole política. Ignoro cómo diseñó el volumen en cuestión Mario Benedetti, pero si, como dice Julio Casares del quehacer de la mayoría de escritores contemporáneos de cuentos, no planeó la colección deliberadamente, escribiendo cada relato según la inspiración del momento, lo claro es que la trabazón de los mismos no puede ser más acabada (Casares, 1944: 292). De lo anterior se deriva que La muerte y otras sorpresas entraría dentro del apartado que, en su clasificación acerca de cómo se imbrican los relatos de un mismo volumen, Enrique Anderson Imbert llama «Armazón común de cuentos combinados», en donde una creación modifica el sentido de las demás y a la vez es modificada por la totalidad, contándose las narraciones desde fuera y estando vinculadas entre sí por algo que puede ser de lo más peregrino: personajes, situaciones, temas, lugares, épocas... (Anderson Imbert, 1992: 116-118). Al igual que las partes de un cuento adquieren sentido poniéndolas en relación con otras secciones del mismo, así cada unidad narrativa adquiere su cabal sentido poniéndola en relación con el resto del volumen, y aún añadiría más, con otras obras, en este caso, de Mario Benedetti. Pasamos así de la mera yuxtaposición de cuentos a un entrelazamiento interno de los relatos (Montoussé, 1996: 52). ¿ Qué es, pues, lo que da unidad a La muerte y otras sorpresas ? Creo poder afirmar que es el juego con el doble plano, un juego entre la realidad y la irrealidad, entre lo que es y lo que parece, en donde la muerte, como escribe Octavio Armand, -y las otras sorpresas, añado-, destapan verdades desequilibrando la armonía de las apariencias, del hábito, de lo estereotipado (Armand, 1975: 472). Es un procedimiento que ya estaba en Quién de nosotros o en Gracias por el fuego , como ha observado Eileen M. Zeitz: El juego entre la realidad y la irrealidad en la novela permite que la búsqueda de la identidad encuentre un dualismo paralelo entre el ser y el parecer, lo cual provoca una crisis de identidad (Zeitz, 1975: 637). Un recurso que también ha sido observado por Jorge Campos para sus relatos breves:

Sus cuentos sacaban de la medianía a sus personajes de la clase media gracias al descubrimiento de lo que se ocultaba tras sus vidas cansadas o rutinarias (Campos, 1983: 23). En suma, lo que une las narraciones de La muerte y otras sorpresas es una suerte de perspectivismo consistente en el juego entre varios planos: -Plano «A»: en el que se presenta una situación aparente que tiende a la normalidad y que no es sino pura ficción. -Plano «B»: en el que se presenta una situación real que se niega pertinazmente por su cariz negativo. A veces, no siempre desde luego, hay un tercer plano que sólo cuaja si se deja de negar el plano segundo, es decir, si se asume la realidad: -Plano «C»: que supone la asunción de la realidad y por ende su superación. El juego entre los tres planos apenas se da en algunos cuentos; el juego entre los dos planos, no en todos, pero sí en la práctica totalidad. Veamos algunos ejemplos significativos. El primero de los relatos, el que da título al volumen, es ya bastante revelador respecto de lo que intento decir. En «La muerte» el primer plano está ocupando casi por completo la narración por medio de la duda del protagonista. Mediante esa duda se intenta seguir instalado en la normalidad. El plano segundo, el de la situación real que se niega, es el de la enfermedad que finalmente aparece con toda su crueldad. Pese a que el final es abierto (Campos, 1983: 23), no lo es tanto como para que no nos demos cuenta que no ha lugar al plano tercero, o dicho con otras palabras, no ha lugar a la esperanza. En «Acaso irreparable» funciona el esquema con gran similitud. Hay una situación aparente que tiende a la normalidad, aunque esta normalidad difiera una y otra vez el despegue de un vuelo, libertad que hemos de aceptar debido al trastoque espacio-temporal con que juega el relato. Hay una realidad que se niega: la muerte del protagonista. Ante semejante fin no ha lugar al plano tercero. Otro tanto ocurre con «Datos para el viudo» donde la muerte de la esposa no permite el acceso al tercer nivel. Pero sí están presentes los otros dos: el marido siente la ausencia de la esposa dentro de una total convencionalidad normal; la presencia de Pablo Pierri y sus desengaños nos facilitan el paso al segundo nivel, el de la auténtica realidad. Uno de los cuentos más sutiles, bellos e ilustrativos para este trabajo es el titulado «Otro yo». El juego entre los dos niveles señalados es mucho más complejo que en otros relatos. La narración, en esencia, viene a contar lo siguiente: un muchacho tiene dos formas de ser, una refinada y otra normal. Un día, escuchando a Mozart, se duerme y al despertar el yo exquisito llora; surgen los insultos y el refinado se suicida. El yo corriente está feliz hasta

que escucha a sus amigos hablar de su propia muerte. Como se ve, el problema no estriba en evidenciar que hay dos planos, que los hay palmariamente, sino en determinar cuál es el plano ficticio positivo y cuál el real negativo, es decir, cuál es la situación real y cuál la aparente. Lo abierto del cuento ha de serlo también para la presente interpretación. Variaciones muy interesantes se contienen en el relato «La expresión», que incluso deja paso al tercer nivel, pero con un matiz especial. Una vez más, al igual que en el caso anterior, la ósmosis entre los dos primeros planos no puede ser mayor. Recordemos que en la narración se nos cuenta la historia de un pianista prodigio que acompañaba su música de su correspondiente escenificación gestual. Los problemas comienzan cuando intercambia gestos y músicas, y culminan al olvidar las composiciones y quedar sólo el aparato escénico. Aquí vemos que la situación real, que es negativa, no se niega, el pianista ha tenido que dejar de interpretar, de tal manera que no ha lugar al plano primero, el de la ficción. Sin embargo, sí que se da el plano tercero, el que consiste en que se acepte la verdadera situación, por medio de la asistencia de algunos amigos, sólo los sábados y los más fieles, «para asistir a un mudo recital de sus «expresiones» (Benedetti, 1995: 64). «Para objetos solamente» ejemplifica mi teoría de la manera más explícita. Todo el relato se está paseando, como en un hermoso travelling, por el plano primero. Incluso los trozos de carta, por separado, redundan en ello: en darnos una situación aparentemente normal. Serán los mismo trozos de carta, cuando los juntemos, los que nos hagan ver el plano primero con otros ojos y nos trasladen al segundo: al de la situación real que se niega, o por mejor decir, y una vez más gracias a esos pedazos de escrito, que se negaba pertinazmente, con lo que nos estamos deslizando, -no sé si nos damos cuenta-, al plano tercero, al de la situación real que se acepta, por parte de la fémina, o no se acepta, por parte del protagonista. Uno de los cuentos más celebrados de Benedetti, «La noche de los feos», cuenta la bellísima historia de dos seres deformes que deciden variar el rumbo de sus vidas conociéndose. En un principio la fealdad de ambos no está negada, por lo tanto podría parecer que el esquema de los dos-tres planos se nos rompe. Sin embargo no es así. Recuérdese que cuando él le propone a ella que se vayan juntos lo hace de la siguiente guisa: «La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total (...) Donde usted no me vea, donde yo no la vea...» (Benedetti, 1995: 98). ¿No es esto sino el intento por negar lo real y por aparentar normalidad en una total fusión de ambos planos primeros? Sin embargo el cuento se desboca hacia el tercer plano de manera magistral: por medio del minucioso reconocimiento táctil de los defectos que culmina con el descorrer de cortinas para que pase la luz. Realidad aceptada, realidad superada. He dejado para el final dos cuentos de corte político, el primero de clave y el segundo claramente explícito. En «Miss Amnesia» se cuenta la historia de una jovencita sin memoria a la que un «caballero» lleva a su apartamento e intenta forzar. La chiquilla logra huir y se instala en el mismo puesto que al principio dispuesta a olvidar. Cosa que consigue. Y vuelve de nuevo el mismo hombre. Mediante la amnesia se nos coloca de lleno dentro del plano de la ficción positiva, en una recurrente situación edénica. Con los intentos del hombre se acude al segundo plano: el de la realidad que se intenta negar, una y otra y

otra y otra vez. El tercer plano no ha lugar porque la amnesia impide reconocer la realidad, y por lo tanto es imposible su aceptación. En todo el caso el esquema funciona de nuevo. Me ocupo en último lugar del cuento más abiertamente político, aunque no el único, del volumen. Me estoy refiriendo a «Ganas de embromar». Allí se dan la mano, una vez más, realidad y ficción. El inicio del cuento no puede ser más palmario: «Al principio no quiso creerlo. Después se convenció, pero no pudo evitar el tomarlo a chacota» (Benedetti, 1995: 37). Sólo con tal arranque nos percatamos de que estamos ante una realidad que no quiere creerse -plano «B»- y que si se acepta es sólo tomándola a broma -plano «A»-. Se está hablando en el cuento, naturalmente, de la situación política uruguaya, -1965 es su localización temporal exacta-, y de sus tejemanejes ocultos. Armando es un articulista interesado por la política que se da cuenta un día de que su teléfono está intervenido. Decide tomarlo a broma y seguir la corriente a los escuchas. Gasta chirigotas sobre los USA con un amigo. Pero un día es arrestado y torturado. Convaleciente se percatará, o al menos nosotros nos percataremos, de que los espías son más reales y están más cerca de lo que podía creerse. El Uruguay, por lo tanto, del 65 se encuentra dentro de una perfecta normalidad aparente que encubre una perfecta anormalidad. También los dos planos funcionan a la perfección con el personaje del delator, -Tito-, hermano del protagonista y quien aparentemente es, se nos dice textualmente, «el gran ejemplo de la familia», ordenado, equilibrado, metódico en el trabajo y correcto de modales y a quien no le interesa la política. Claro, que eso es sólo la apariencia, la realidad encubre al espía y delator de su propio hermano. El tercer nivel, el de la aceptación de la realidad, por muy dura que sea, pasa por reconocer que se espía, se tortura y que incluso eso puede hacerlo el hermano de uno. Sin ese reconocimiento no hay posibilidad. Benedetti no puede ser más explícito. Si he dejado el relato «Ganas de embromar» en último lugar de los analizados, ha sido deliberadamente. Éste es, en palabras de Mario Paoletti, el «primer relato benedettiano en el que se ilustra y recoge la casi guerra civil que está a punto de desencadenarse en Uruguay (Paoletti, 1996: 130). Si acabamos de ver que, como se ha dicho anteriormente, una parte de un cuento sólo alcanza su verdadera dimensión si se la pone en relación con las otras partes de la narración, y que un relato sólo alcanza su justa medida en el contexto de los otros relatos de su volumen, también cabe decir que una obra de un autor sólo da su cierto valor cuando se la imbrica con el resto de la producción de ese creador. Esto es lo que ocurre con La muerte y otras sorpresas, obra de 1968 que da su justa medida al engarzarla con la que ha sido la novela última de Benedetti, Gracias por el fuego (1965), y con su célebre ensayo El país de la cola de paja (1960). A ello coadyuva la gran unidad que tiene la obra toda del uruguayo. Un conjunto de escritos que, como dice Jorge Campos, «es inseparable de una situación histórica de su país» (Campos, 1983: 23), o, como dice José Donoso, que aspira a servir de atajo «para llegar lo más pronto posible a una conciencia de lo que, en los diversos países, es lo nacional» (Dehennin, 1992: 1079). Una obra que va a cuestionar una realidad esencialmente política y social, y lo va a hacer, como dice Donald L. Shaw, desde una ideología abiertamente revolucionaria (Shaw, 1981: 16). Ese intento, pertinaz en Benedetti desde sus inicios, tiene un gran momento reflexivo con la publicación en 1960 de El país de la cola de paja. Texto que, en palabra de Paoletti, es «una primera contribución honesta y corajuda, en favor del cuestionamiento de algunos mitos hasta entonces indiscutidos de la sociedad uruguaya (...) empeñada en no ver los síntomas de una crisis que acabaría por liquidar esa módica y despareja 'sociedad de bienestar'» (Paoletti,

1996: 89). Me gustaría hacer hincapié es ese «empeñada en no ver los síntomas de una crisis». ¿No tenemos ahí acaso el segundo plano del que he hablado al respecto de La muerte y otras sorpresas, el de la situación real que se niega pertinazmente? Evidentemente sí. Y mientras tanto, la sociedad uruguaya, como denuncia Benedetti, se instala en el cómodo primer plano, el de una situación ficticia aparente, el de la falsa «sociedad de bienestar». Benedetti sabe que no se llegará al tercer plano, el deseado de la superación, si no se es consciente de lo que está pasando, y ese es el cometido del molesto y precoz libro El país de la cola de paja. Gracias por el fuego , novela de 1965, es obra que en palabras de Darío Villanueva y José María Viña Liste muestra ya indicios claros de literatura comprometida, con el análisis crítico de la democracia uruguaya que ofrece a partir de la figura del empresario, político y magnate de la prensa Edmundo Budiño y de su familia en términos que no resultaría difícil desentrañar en clave de la realidad contemporánea del país (Villanueva, 1991: 256). En muchos aspectos, Gracias por el fuego es la novelización de muchas de las denuncias mantenidas en El país de la cola de paja , y lo es al nivel más alto, es decir, apuntando a la cabeza, en este caso a una cabeza llamada Edmundo Budiño. Su hijo, Ramón, en un análisis interior de cómo ve su padre las cosas, piensa: Pero el país es algo más que el aprovechamiento milimétrico de las bobinas de papel de diario, más que los almuerzo en El Águila con los diputados del sector, más que el inconmovible dólar a once, más que los fogonazos de los fotógrafos, más que al arancel de los rompehuelgas, más que la gran vidurria del contrabando, más que las sociedades de los padres demócratas, más que el culto del showman, más que el sagrado ejercicio del voto, más que el Día de Inocentes. El país es también hospitales sin camas, escuelas que se derrumban, punguistas de siete años, caras de hambre, cantegriles, maricones de Reconquista, techos que volaron, morfina a precio de oro. El país es también gente conmovida, manos abiertas, hombres con sentido de la tierra, tipos con suficiente coraje como para recolectar nuestra inmundicia, curas que por suerte creen en Cristo antes que en la Mónita Secreta, pueblo que por desgracia cree todavía en las palabras, cuerpos reventados que de noche caen como piedras y cualquier día se mueren sin aviso. Éste es el país verdadero. El otro, ése que al Viejo le queda espantosamente chico, es sólo un simulacro (Benedetti, 1988b: 67). La aparición de los dos niveles, de lo que en realidad es y de lo que se empeña en que parezca que es, no puede ser más explícita. Y la denuncia tampoco, pese a que aquí estemos ante un texto, aparentemente de ficción pero, en todo caso, en plena sintonía con aquél que reflexionaba sobre toda una realidad, el de El país de la cola de paja. Pero es que, además, Gracias por el fuego repite el juego de los dos niveles con su protagonista, Edmundo Budiño, que para todos es el gran prócer uruguayo, todo un patriarca, mientras que para Ramón, y para algún que otro elegido, no es sino quien realmente es: un corrupto egoísta que no se para en nada para lograr sus viles propósitos.

Vemos, por lo tanto, la gran complementariedad que tienen El país de la cola de paja y Gracias por el fuego. En el primero habría una reflexión teórica acerca del problema uruguayo y el segundo novelizaría tan problema. Pero ¿ dónde encaja aquí La muerte y otras sorpresas? Ya hemos visto cómo las tres obras se basan en el juego del doble plano entre lo que parece ser y lo que en verdad es. El libro de relatos breves también «noveliza» la realidad uruguaya del momento y lo hace con el mismo afán de denuncia, aunque a primera vista no sea tan evidente como en la historia de los Budiño. Lo que ocurre es que, así como en Gracias por el fuego se apuntaba directamente al cerebro, al problema, a la dirección de la crisis uruguaya, en La muerte y otras sorpresas se apunta directamente al cuerpo, a la parte que le toca aguantar a la sociedad de a pie uruguaya. Y lo hace por medio del uso del doble plano: si en El país de la cola de paja era Uruguay todo el que se movía entre lo que parecía ser, la Suiza americana, y lo que en realidad era, un país con una latente guerra civil; si en Gracias por el fuego el gran dirigente se movía entre lo que parecía ser, el padre de la patria, y lo que en realidad era, un corrupto sin escrúpulos; en La muerte y otras sorpresas los uruguayos de a pie se mueven entre lo que parecen ser y lo que en realidad son. Y, como hemos visto, casi todos los relatos, -lo que equivale a decir casi todos los uruguayos del momento-, tienen algo que decir al respecto en el juego del doble plano. ¿No es acaso Tito, el hermano delator de «Ganas de embromar», un descolorido seguidor de Edmundo Budiño? El paso al tercer plano, el deseado, el de la situación real que se acepta y por ende se supera, no ha lugar si no se pasa por el conocimiento de la situación real que se quiere negar pertinazmente. Y el no negarla, el conocerla hasta aceptarla, es una contante presente en buena parte de la obra toda de Benedetti, y, desde luego, en las tres piezas comentadas. La denuncia es una constante en el autor uruguayo desde siempre, porque no puede ser de otra manera. Es tal la insistencia de Benedetti en reflejar la auténtica realidad que llega a convertir tal modo de proceder en una recurrencia. Recurrencia que, por medio del juego entre lo que parece real y lo que se esconde detrás de ello, es decir, la auténtica realidad, da coherencia a La muerte y otras sorpresas y conecta cabalmente el libro de cuentos con otras de sus creaciones, mostrándonos a su autor como un nuevo «Desengañador» en este caso, me atrevería a decir, que de la mismísima Humanidad.

Bibliografía citada Anderson Imbert, Enrique, (1992), Teoría y técnica del cuento, Barcelona, Ariel. Armand, Octavio, (1975), «Benedetti o la muerte como sabotaje», en Cuadernos Hispanoamericanos nº 299, pp. 470-473. Benedetti, Mario, (1973), El país de la cola de paja. Benedetti, Mario, (1984), Esta mañana. Montevideanos, Madrid, Alfaguara. Benedetti, Mario, ( 1985), Noción de patria. Próximo prójimo, Madrid, Visor.

Benedetti, Mario, (1988a), Crítica cómplice, Madrid, Alianza. Benedetti, Mario, (1 988b), Gracias por el fuego, Madrid, Alianza. Benedetti, Mario, (1995), La muerte y otras sorpresas, Madrid, Alfaguara. Campos, Jorge, (1983), «Cuentos y novelas: Mario Benedetti», en Ínsula nº 23, pp. 438439. Casares, Julio, (1944), «Los tomos de cuentos», en Crítica efímera, Madrid, Espasa Calpe. Dehennin, Elsa, (1992), «A propósito del realismo de Mario Benedetti», en Revista Iberoamericana nº 160-161, pp. 1077-1090. Ingram, Forrest L., (1971), Representative short stories cycles of twentieth century. Studies in a literary genre, La Haya, Mounton. Montoussé Vega, Juan Luis, (1996), «Aproximación a la obra cuentística de Juan José Millas», en Donaire nº 7, pp. 47-55. Paoletti, Mario, (1996), El aguafiestas Benedetti, Madrid, Alfaguara. Shaw, Donald L., (1981), Nueva narrativa hispanoamericana, Madrid, Cátedra. Reyzábal, María Victoria, (1992), «Mario Benedetti: sus cuentos y sus cuentas», en Anthropos nº 132, pp. 131-135. Villanueva, Darío & José María Viña Liste, (1991), Trayectoria de la novela hispanoamericana actual, Madrid, Espasa-Calpe. Zeitz, Eileen M, (1975), «Los personajes de Benedetti: En busca de identidad y existencia», en Cuadernos Hispanoamericanos nº 297, pp. 635-644.

Una aproximación a la geografía poética de Mario Benedetti José Ramón Navarro Vera (Universidad de Alicante)

Las geografías literarias nos enseñan a mirar, conocer y amar la ciudad. Las geografías poéticas o literarias enseñan a los urbanistas lo limitado de construir una ciudad con un lenguaje de líneas. Voy a hablar de la ciudad que construye el poeta con toda la riqueza de

las palabras que le prestan ritmo, ternura, emoción, color, pasión, dolor...: la ciudad vacía, la de las líneas, toma así la forma del sentimiento que la llena. Les propongo caminar por las calles de las tres ciudades que, en mi opinión, construye Benedetti en su obra: la de antes del exilio, la del exilio, y la ciudad del regreso. Cuando hablo de calles lo hago consciente de su significado de ciudad. La calle es el componente espacial de la ciudad que, en la poesía de Benedetti, se convierte en el protagonista de la misma, y en la portadora de significado urbano por excelencia. Su referencia física es la calle corredor -como la denominaba despectivamente Le Corbusier- definida sucintamente como un espacio limitado por dos fachadas, más o menos opacas, que tiene por fondo el horizonte, y por techo el cielo. La geografía poética urbana de Benedetti está muy alejada de la tradición vanguardista que se sentía fascinada por la técnica y veía a la ciudad como su paradigma, con sus rascacielos de cristal y los veloces automóviles recorriendo autopistas urbanas, como la imaginaron Le Corbusier e Hilberseimer entre otros. La ciudad de Benedetti está en la tradición de la geografía literaria de Borges, Guillén, Aleixandre, Pessoa, quienes recuperan poéticamente una ciudad que todavía no ha visto disuelto su espacio, donde su escala urbana hace posible reconocer y reconocerse, donde es posible soñar y ser solidario, en fin, donde el pasado y el presente conviven sin sobresaltos. Esta ciudad tiene en la calle su lugar por excelencia donde la forma espacial, la forma social, y la forma emocional se funden. Uno de los poetas que sintieron la atracción y energía poética de la calle fue un autor del país vecino al de Benedetti, el argentino Baldomero Fernández Moreno que escribió un precursor libro de poemas urbanos titulado Ciudad: La calle me llama y obedeceré... Cuando pongo en ella los ligeros pies me lleno de rimas sin saber por qué... Como cuenta Paoletti, una Antología de Fernández Moreno fue una de las lecturas del joven Benedetti en su estancia laboral en Buenos Aires. En él leería versos como estos: «Pesa de nuevo la ciudad enorme / sobre la débil tabla de mi pecho». ¿Orientaría este gran poeta menor la mirada poética de Benedetti hacia la ciudad? A mí me gusta pensar que sí, y efectivamente muchos años después de esta primera visita a esta ciudad dedicaría un recuerdo al poeta argentino en el poema «Plaza de San Martín». Benedetti, en 1948, escribió su hermoso poema «Elegir un paisaje» donde la calle se aparece en su memoria como el espacio de la ciudad de su adolescencia, reconstruyéndola con lenguaje poético, haciéndola eterna. En esta calle los recuerdos emocionales «las piernas que arrastran a mis ojos / lejos de la ecuación de dos incógnitas», se entremezclan con la realidad objetual. Los balcones, el ruido de las bocinas y los árboles que, como

veremos en la ciudad del exilio, será un signo de su Montevideo del recuerdo. Este poema termina así: Ah si pudiera elegir mi paisaje elegiría, robaría esta calle, esta calle recién atardecida en la que encarnizadamente revivo y de la que sé con estricta nostalgia el número y el nombre de sus setenta árboles El atardecer, como momento de la mirada del poeta sobre la calle, se puede también encontrar en Borges, Guillén o Pessoa. El primero decía en Inquisiciones que la mejor luz para mirar una ciudad era el del crepúsculo, donde en el «conflicto de la visualidad y la sombra» recobran «su sentir humano las calles». En el poema «Viviendo», de Guillén, aparece un hermoso ocaso en la ciudad; y en el Libro del desasosiego, de Pessoa -Bernardo Soares- uno de los escasos momentos de sosiego de esa obra tiene por escenario una plazuela de Lisboa al atardecer. La construcción poética de la ciudad, en los años anteriores al exilio, sigue ciñéndose a la memoria de sus años infantiles y adolescentes. En «Dactilógrafo» (1955) estos recuerdos se desgranan entre las líneas de una carta comercial que está escribiendo en su trabajo rutinario frente al que aparece como contrapunto su Montevideo del recuerdo: Montevideo era verde en mi infancia absolutamente verde y con tranvías y qué optimismo tener la ventanilla sentirse dueño de la calle que baja jugar con los números de las puertas cerradas y apostar consigo mismo en términos severos... Aquí aparece, de nuevo, la calle, ahora recorrida desde el tranvía -otro protagonista urbano que luego aparecerá en su ciudad del exilio- y se sentía su dueño. El sentimiento de posesión caracteriza la relación intensa que se produce cuando el ciudadano se reconoce y reconoce el lugar urbano. El lugar no existe en cualquier parte de la ciudad, sólo en aquellas en que el espacio ha sido humanizado por un trazado, una escala y una escena urbana, a la que se une la experiencia y la memoria del ciudadano que lo mira. Esa es la enseñanza que el urbanista constructor y reformador de ciudades puede encontrar en las geografías literarias: el sentido del lugar. Y el sentido del lugar no se crea, se construye a lo largo del tiempo por una misteriosa fusión entre lo construido; las vivencias ciudadanas, más lo único natural que tiene la ciudad, el aire, la luz y el cielo. El lugar urbano no existe, sólo está presente en la memoria y en la imaginación. Una geografía literaria es una creación de lugares. En ellos la calle como lugar sólo existe en el alma, no tiene dimensión física, sólo emocional. Finalmente, en esta parte dedicada a la geografía literaria de Benedetti, anterior al exilio, habría que decir algo de Montevideanos (1959). Esta obra es para la ciudad de Montevideo, lo que es el Dublín de Joyce en Dublineses, obras donde la dimensión física de la ciudad

queda en un segundo plano, y esta corta investigación sigue las huellas de la ciudad cuya escena urbana es protagonista o inductora del discurso poético o literario.

II En 1973, tras el golpe militar, Benedetti se exilia, primero a Argentina, y posteriormente a otros países americanos y europeos. No regresará hasta 1985. A la mirada sobre Montevideo a través del tiempo en sus poemas anteriores al golpe, se une ahora la distancia real de la separación forzosa. Y su ciudad se convierte en la «ciudad en que no existo» como escribiría con desasosiego, Benedetti pierde su ciudad forzado por la violencia golpista, y como él muchos otros de sus ciudadanos, que la perderían para siempre. El poeta exiliado funda una ciudad, creándola a partir de sus recuerdos para seguir viviendo en ella. En «Fundación del Recuerdo» (1973/74) dice que «No es exactamente como fundar una ciudad», pero más adelante, en el mismo poema, afirma que un recuerdo puede tener calles y árboles y «plazas de sol con puños en el aire». Todo el entramado de ilusión, fantasía, y deseo de no olvidar su ciudad está en el sobrecogedor relato que abre Geografías, que aunque se lea cien veces nunca deja de conmover. Dos exiliados se dedican a un juego en que uno de ellos pregunta sobre un detalle urbano de Montevideo y el otro tiene que describirlo lo más exhaustivamente que pueda recordar. El relato nos da una descripción panorámica de la ciudad, como una imagen filmada desde el aire. Desfilan monumentos, plazas, estadios de fútbol, paradas de transporte público, y de pronto como en un zoom ven -vemos- a una mujer, Delia, que espera la luz verde en un paso de peatones, y que es recordada por el protagonista del relato por «su sonrisa que alegra la vida, no sólo la mía en particular sino la vida en general». Y de pronto, el recuerdo se hace realidad, y Delia, la real, aparece en medio de la pareja de exiliados. Ha conseguido salir de Uruguay después de pasar algunos años en la cárcel, experiencia de la que elude hablar. Ellos le explican el juego de construir Montevideo con imágenes recordadas, «Ustedes no reconocerían la ciudad -les dice la mujer- Ese juego de las geografías los perderían los dos». Se quitan los árboles de las avenidas, -¿para que pasen más coches?-. Edificios y locales que ocupan un significado en la ciudad de sus recuerdos han desaparecido, y en su lugar hay ahora Bancos o Aparcamientos. Aquella dictadura era tan feroz que no sólo destrozaba o «desaparecía» a las gentes que le molestaba; al que se les escapaba al exilio, le destrozaban la ciudad, se la cambiaban, para aniquilarle su identidad y sus recuerdos. Al final del relato el personaje narrador se queda a solas en su habitación con Delia, su antiguo amor, intenta recuperar la emoción de entonces, abrazándola, pero ella permanece inerte con la mirada perdida: «No puede ser... -dice- no hay regreso... Mi geografía también ha cambiado».

Nuestra memoria está prendida de rostros y de calles. Si los rostros desaparecen y la calle cambia, nuestra vida, construida sobre ese escenario humano y urbano, se convierte en un sueño brumoso. Baudelaire ante los cambios que se producían en la ciudad, decía que «pesan más que rocas mis mas caros recuerdos». Y Benedetti en el exilio cuando le llega la noticia de que los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio han desaparecido, desolado escribe: «Es a mí a quien han mutilado, me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas»: dicen que la avenida está sin árboles y no soy yo para ponerlo en duda ¿acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles que según dicen ya no están? La ciudad, en el Benedetti de exilio, es una parte de sí mismo. Pero no sólo una ciudad hecha de espacios y objetos, sino que de ella forman parte también los seres humanos que la pueblan. Como en el poema «En la plaza» de V. Aleixandre, el personaje -alter-ego de Benedetti- de un relato corto de Geografías, se sumerge en la multitud de una plaza en la que reconoce y con la que se funde: Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y miserias, con sus enigmas y sorpresas... Así se había movido en los cauces políticos, sin la menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y un definitiva más útil en el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica. En su obra del exilio, para Benedetti, no hay más que una ciudad: Montevideo. Como el protagonista de «De puro distraído» que no reconocía las ciudades por las que pasaba salvo por detalles insignificantes. Sólo reconoce su ciudad cuando es detenido y va a ser torturado. El paisaje del terror sustituye al fraternal de sus recuerdos.

III Gabriel Miró había escrito en Años y leguas que volver a un lugar es buscarnos de memoria a nosotros mismos, pero Benedetti ha consumido la memoria de su ciudad cuando regresa a Montevideo en 1985, tras el restablecimiento de las libertades. En su obra posterior al exilio, Montevideo se ha desvanecido como los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio. La subjetividad domina intensamente la mirada de Benedetti sobre la ciudad del regreso: dentro de algunas horas me acercaré a tus muertos ciudad muerta

latiré en tus latidos ciudad viva pisaré mis pisadas ciudad huella Soledad y tristeza infinita transmiten sus poemas urbanos del regreso. Como «Ciudad sola», en la que el protagonista es una paisaje urbano desolado en las últimas horas de la noche antes del amanecer. Los recuerdos de su ciudad, a los que se aferraba en el exilio, son sustituidos por una geografía poética en la que sólo tiene cabida el amor como un salvavidas enmedio de un naufragio, un amor desesperado como en «Calle de Abrazados». En el poema «Cada ciudad puede ser otra» nos habla de la transformación de la ciudad a través de la mirada de los enamorados. Una ciudad nueva y tan diferente «como amorosos la recorren». Pero como dice en el preámbulo de ese poema Jaime Sabines, los amorosos son también los que abandonan y olvidan. En uno de sus libros de poemas, donde vuelve a retomar una ciudad más vitalista donde los signos de identidad física reaparecen, es en el de inequívoco título: «Lugares» (1986). Allí rinde homenaje a la Plaza San Martín, en un poema del mismo título, a esa vieja plaza de Buenos Aires a la que también Borges dedicó un poema de juventud: En este espacio cada uno es capaz de zurcir sus vislumbres y tinieblas... En «Pausa de agosto» dedicado al Madrid vacío en las vacaciones de verano, para el poeta la mejor época para recorrer esta ciudad, cuando los árboles y los pájaros recuperan su protagonismo: Los árboles han vuelto a ser protagonistas del aire gratuito como antes cuando los ecologistas no eran todavía imprescindibles. Quisiera cerrar este corto ensayo con el poema: «Referencias» como contrapunto de aquel relato del exilio en que su protagonista no reconocía las ciudades por donde pasaba. Ahora todas las ciudades son la misma: Palma de Mallorca, La Habana o Leningrado. En ellas hay lugares, detalles o simplemente el color del cielo que le remite a su ciudad, a esa ciudad que como dice el poema de Kavafis, siempre va con nosotros: «Pues la ciudad siempre es la misma».

El funcionario y el color del pesimismo en Benedetti Luis Miravalles (Valladolid)

Cuestiones previas José Donoso decía en 1970, en un prólogo a El astillero, que Juan Carlos Onetti era ejemplar en cambios de perspectiva y que en la novela latinoamericana, riquísima en omisiones, y en escamoteos, Onetti salía por aquellas fechas del territorio silencioso, mientras había caído el polvo del olvido sobre Ciro Alegría. Cristina Peri Rossi consideraba, diez años después, que Onetti era el autor más conocido y con más difusión internacional, aunque no era el más leído, afirmando a continuación: «Creo que Mario Benedetti, otro uruguayo que tuvo que exiliarse, ha sido el escritor más leído de toda la historia del país, fuera y dentro de fronteras». Nadie lo diría, porque el primero ni siquiera lo menciona y la segunda corta y tampoco se extiende en más consideraciones. Entre los lectores, ocurre algo similar: para unos, apenas existe y para otros resulta el escritor más leído. Hace tan sólo unos pocos años, toda una generación de jóvenes hasta cantaba sus versos. Sin embargo, en las librerías se ofrecen hasta 64 títulos de Mario Benedetti, por supuesto entre ellos el más conocido de La tregua. Tal vez la televisión basura, la crítica al uso y la actitud de algunos colegas, podrían darnos alguna respuesta para explicar esta carencia de jóvenes lectores en uno de los países de Europa con menos afición a la lectura, donde sólo el cincuenta por cien de la población lee un solo libro al año. Sea como sea, Benedetti es ya un escritor perenne y necesario. Así son los autores clásicos, siempre necesarios para la comprensión no sólo de lo que está pasando en su país, sino también por extensión, para la comprensión de lo que está pasando en el mundo actual, tan lleno de neblinas comunes en un horizonte tan incierto. Por otro lado, existe una tendencia muy acusada entre la crítica actual a negar la existencia de generaciones literarias y a desterrar casi por completo la influencia hasta del contexto ambiental en la vida y en la obra de un autor, para centrarse esencialmente en la obra en sí misma, en sus peculiaridades formales. Nadie niega que el concepto de generación puede ser cuestionable y en ocasiones se ha tomado como un fácil y atractivo recurso de clasificación para historiar la literatura, pero si no nos olvidamos del hombre, inmerso siempre -queramos o no queramos- en un conjunto de circunstancias que rodean a la persona, es innegable que lo influyen y lo configuran positiva o negativamente. En este sentido la opinión de Cristina Peri Rossi resulta algo incomprensible o al menos contradictoria, pues si bien niega la existencia de unidad no sólo entre los escritores uruguayos contemporáneos, sino también a nivel colectivo, señalando como un auténtico drama la falta de identidad nacional debido, tanto en los escritores como en la población, a la ausencia de un pasado propio, sin tradición indígena; sin embargo, al describirnos una

serie de rasgos presentes en Onetti, como son el sentimiento de frustración, la soledad, la angustia o la imposibilidad de un futuro mejor, afirma y se pregunta a la vez: «Esta atmósfera es genuinamente rioplatense... ¿No son todos estos sentimientos los que forman el sentir colectivo del país en que nació?» Es cierto que los rasgos mencionados pueden encontrarse en cualquier otro escritor del mundo, pero no sólo del presente, sino incluso del pasado. Pero no es menos cierto que la acumulación de unas determinadas circunstancias pueden acentuar y potenciar al máximo una serie de rasgos, hasta el punto de configurar una cierta unidad de contenidos, comunes en algunos escritores de un mismo país. El sentido de la degradación y la decadencia que Onetti nos transmite en su obra, que culmina en El astillero (1961) y la desesperanza y la soledad en las que viven sus personajes, son prácticamente las mismas sensaciones que experimentan los personajes, sobre todo las que padecen los funcionarios de La tregua (1960) de Benedetti y por cierto un año anterior a la obra cumbre de Onetti. Sin ánimo de ninguna polémica, debemos concluir que la ausencia de un pasado no es suficiente argumento para negar la existencia de toda una literatura nacional. El pasado histórico no siempre es imprescindible. También el tiempo presente confiere unidad. Pasemos, sin más, al tema central de nuestra comunicación.

El funcionario y el color del pesimismo en Benedetti Si Uruguay, donde la jubilación parece ser mucho más temprana que en otros países, puede ser considerado como un país de jubilados, Mario Benedetti nos presenta en muchas de sus obras y esencialmente en La tregua, todo este panorama: «El Montevideo de los hombres a horario», donde priman incluso más los momentos en los que se vive la prejubilación, llenos de angustioso y permanente estado de contradicción interior: a las ansias feroces por retirarse, se unen las tremendas dudas ante el futuro, entre las que sobresalen la indecisión de proyectos, el vacío y la soledad. El prejubilado, feliz expectante ante el inminente ocio que se avecina, se pregunta a sí mismo una y otra vez: ¿Qué hacer con tanto ocio? ¿Serán suficientes esas aficiones arrinconadas por falta de tiempo, para llenar tantas horas vacías? Un hombre normal, sin achaques ni deterioros irreversibles, aun a los cincuenta años, sin ser un joven, tiene fuerzas suficientes para vivir, pero «vivir» es mucho más que dejar pasar las horas en blanco o limitarse a tareas intrascendentes como pasear, cuidar de su perro de compañía o poner al día su colección filatélica. Vivir es encontrar ese quehacer incuestionable y vocacional del que hablaba Ortega y Gasset, un proyecto de vida que confiera entusiasmo total y que sea capaz de renovar los sueños cada día, algo que llene plenamente una existencia.

Sin esta tarea vital sobreviene inevitablemente la frustración total, porque se suma la convicción que la mayoría de los funcionarios tienen arraigada dentro de sí mismos: haber realizado una tarea no sólo rutinaria, sino poco útil, acumulativa, y en muchas ocasiones innecesariamente reiterativa, y todo ello compartido y aderezado con la imagen de total negligencia y mal carácter que la sociedad suele tener de su comportamiento, opinión negativa que contribuyeron a propagar no pocos escritores a lo largo de la historia. Mario Benedetti, sin ocultar ni disminuir los rasgos negativos del funcionario, tiene una gran capacidad de comprensión, sin utilizar la sátira cruel o el desprecio. Sabe de sus pequeñas corrupciones, las grandes son de los jefes, conoce sus pequeñas negligencias y sobre todo lo observa con una capacidad enorme de ternura y trata de ahondar en el cúmulo de preocupaciones cotidianas de todo funcionario que espera impaciente su ansiada jubilación: por un lado, el vacío: «tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no hago nada y nada acontece», (LT) y por otro, la esperanza: «hay momentos en que mantengo la lujosa esperanza de que el ocio sea algo pleno, rico, la última oportunidad de encontrarme a mi mismo...» (LT). Tal vez el Amor, el auténtico amor que no tiene tiempo ni edad, puede ser la vela salvadora que llene su soledad y le conduzca hacia otros horizontes sin límites, tal vez... pero es un espejismo, porque en la vida es casi imposible conseguir la felicidad total. La fatalidad preside todo el vivir, de modo que volverá la tristeza, el vacío, y la muerte inexorable ahogará los sueños una vez más. Benedetti simboliza en el funcionario medio, no en los jefes de negociados o en los altos cargos tan propensos a los sobornos y a todo tipo de corrupción, todo su amor por Uruguay, acaso un país pequeño en extensión, acaso falto de energía y rebelión. Pero por encima de cualquier rasgo negativo, hay algo que prevalecerá por imprescindible: su gran corazón, y podríamos decirle a Benedetti, como le dice al protagonista de La tregua, su amada: «te queremos porque estás hecho de buena madera». Ahora, antes de finalizar con el aspecto simbólico de sus colores preferidos, y en pocas líneas, porque el espacio condiciona, le ofrecemos como un humilde y personal homenaje, esta semblanza del funcionario: una breve historia del funcionario público. Es un verdadero placer trazar una breve semblanza de uno de los oficios humanos más antiguos del mundo, el de funcionario público, precisamente muy poco considerado en las presentes circunstancias que nos rodean por doquier, donde todo está confuso y donde lo más habitual consiste en exaltar con grandes panegíricos la personalidad del homenajeado, con eso que pedantemente se ha dado en llamar su «currículum vitae». El funcionario ejerce, anónimamente, un trabajo que la sociedad necesita y para ejercerlo ha tenido que renunciar a una parte de su libertad individual porque se ve obligado a no decidir sus acciones exclusivamente desde el punto de vista de su persona, sino desde el punto de vista de los demás, lo cual no ocurre en muchas otras profesiones con un prestigio mayor, al menos aparentemente. Vaya pues nuestra modesta lanza en favor del funcionario. Decía Ortega y Gasset, siempre pronto a elucidar cualquier tipo de cuestión, (El espectador), que hay en la misma palabra Official, officium, en su origen etimológico,

encerrado todo su elogio, pues viene de ob y facere, o sea salir prontamente a un hacer, Officium es hacer sin demora la faena que se presenta como inexcusable. Aquí se encierra también la idea sagrada del deber, de un «quehacer» que se ejerce frente a una necesidad. Naturalmente esta necesidad ha evolucionado y evolucionará con la marcha de la historia. Al reconstruir ahora lo más rápidamente posible la historia de esta profesión, iremos descubriendo que ante todo la Historia es una historia de las necesidades, de las preferencias del contorno social, pues lo que se hace, se hace por algo y para algo. Nuestro primer conocimiento de la profesión del funcionario se remonta a Egipto. La sociedad egipcia es un pueblo de funcionarios, porque nunca ha existido una sociedad que haya sido más pura y exclusivamente Estado que en Egipto. Ello exigía una amplísima organización. De esta manera nació el oficio de funcionario. En Egipto lo mismo que en China y por análogas razones, el hombre que sabe hacer letras lo es todo en esta civilización. De todo se forma expediente y se hace inventario, por cierto con una tinta perenne que sigue aún intacta al cabo de cinco mil años. Desde los diez o doce años, el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la oficina. Hay contadores para todo, con sus títulos especiales: hay contadores de cereales, de bueyes, de árboles, etc. El funcionario en Egipto es el hombre culto, el sabio, el que sabe escribir letras, el escriba. Los empleados fueron pues los creadores de la cultura egipcia. En Roma, el gran tribuno Cicerón, en su Tratado de los oficios, concluía hablando del funcionario, que es «el hombre de bien, aquél que aprovecha a los más que puede», y aunque todas las virtudes tienen un cierto atractivo que nos hacen estimar a los que creemos adornados con ellas, principalmente causan este efecto de estimación los que poseen la de la generosidad, y ¿qué mayor generosidad que la de ser útil a los demás, al mayor número posible? Mas con la Edad Media, comenzó este oficio a ser relegado, como todo lo culto, con la entrada de los bárbaros, y solamente a la paciencia de unos pocos escribientes o copistas, se debe el contar hoy con obras que son el legado más fértil del espíritu y de la civilización: los fueros, las legislaciones, los códices. Y entre tanto libro manuscrito sólo encontramos una frase, un dato que nos hable de la característica más peculiar de esta profesión. Berceo, en un solo verso nos describe toda la psicología del funcionario: Escribir en tinieblas es un menester pesado Se refería naturalmente al cansancio que rinde la tarea después de toda una jornada a la caída de la noche. Con Felipe II, ya en nuestro Siglo de Oro, y con el vasto imperio, se acrecentó el número de funcionarios. Las necesidades eran mucho más numerosas, casi como en Egipto. También se dificultaría sin duda su reclutamiento, y con ello a veces, por la urgencia, su selección, de ahí que nuestro gran escritor Quevedo en sus Sueños arremeta contra los amanuenses y funcionarios que únicamente mirasen por la propia utilidad. Había nacido el escribano, que tiene algunas connotaciones un tanto peyorativas, porque también había

nacido la picaresca y con ella los sobornos y la corrupción. La excesiva acumulación de expedientes trajo consigo la imperiosa necesidad de agilizar los trámites como fuera preciso. Dos siglos más tarde los escritores costumbristas como Larra siguen arremetiendo contra la cachaza de los empleados públicos que se limitaban a demorar trámites, excusándose en otros mil quehaceres, como el de resolver un jeroglífico intrincado o comer un bocadillo. Leamos la descripción irónica que hace Antonio Gil de Zárate en 1851 del nacimiento y vida de un funcionario del XIX: A la vera del padre, de meritorio, se iba soltando en la letra y aprendía lentamente las prácticas burocráticas. Al cabo de seis o más años había una vacante y entraba el neófito de escribiente de número. Ya estaba encarrilado, ya no había más que dormirse sobre su cartapacio. Aspiraba únicamente, si Dios le daba vida, al puesto de oficial mayor. En su oficina, los legajos ostentaban perfecta simetría, comprimidos todos en amarillentas carpetas con rótulos en hermosa letra bastardillada. Sacados los papeles, cortadas las plumas, echada una ojeada a la Gaceta, principiábanse los trabajos por la indispensable tarea del cigarrillo y el corro, y en sabrosa conversación, daban las once, hora en que se tomaba el refrigerio. Reconfortado el estómago, hallábase por fin en disposición de emprender la lectura de un expediente, hecho con pausa y esmero. Todo era serenidad. Ya en nuestro tiempo, nada mejor que rescatar un párrafo de la novelista Dolores Medio, que describe al «funcionario público» de nuestro siglo de este modo: «Es un hombre de estatura regular, de facciones regulares. Agradable en conjunto, viste modestamente. Casi con descuido. Levanta la cabeza, contempla unos momentos el palacio de Comunicaciones y se siente abrumado por su grandeza. Dentro de él, centenares de funcionarios, sincronizados en su común esfuerzo, mueven la maquinaria de este monstruoso gigante, que extiende sus tentáculos invisibles sobre tierras y mares. Cada uno de los hombres que dentro de él trabajan son como un engranaje, como una pequeña rueda, pero útil a la sociedad, una rueda que no se la ve siquiera, pero útil». Algunos se preguntarán, ¿cómo será la vida del funcionario del siglo venidero? También nos podemos encontrar su descripción en la novela 1984 de George Orwell, que, con humor sarcástico y talante demoledor, se imagina un mundo absolutamente tecnificado donde las personas han llegado a perder toda su libertad y autonomía, en unas ciudades bajo el dominio de la técnica, cuadriculadas como hormigueros y automatizados. Desde su nacimiento, los funcionarios de una única nación, vivirán vigilados por la Policía del Pensamiento. Los descontentos producidos por esta vida tan seca serán suprimidos mediante la vibración perfectamente programada de los llamados «Dos minutos de Odios». Solamente el Partido único, mundial, que es inmortal, puede captar la realidad. Lo que él sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. «Éste es el hecho que tienes que aprender», le dice el Policía del pensamiento a Winston:

-¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos y dos son cuatro»?

-Sí, dijo Winston. Obrien levantó la mano izquierda escondiendo el pulgar. -¿Cuántos dedos hay aquí, Winston? -Cuatro. -¿Y si el Partido dice que no son cuatro, sino cinco? entonces... ¿cuántos hay? -¡Cuatro!- la palabra terminó con un espasmo de dolor. Obrien había apretado la palanca de la máquina del dolor y la aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. -¿Cuántos dedos, Winston? -Cuatro. La aguja subió a sesenta. -¿Cuántos dedos, Winston? -Cuatro, cuatro, ¡cinco! ¡lo que quieras! -Tardas mucho en aprender, Winston, dijo Obrien con suavidad...

La vida de funcionario para Benedetti terminó hace algún tiempo. La sociedad burocrática decreta para los jubilados su reposición, como se dice ahora. Y esto, para algunos, quiere decir que desde entonces pertenecen a las «clases pasivas», a eso que parte de la sociedad en activo llama con fastidio y hasta enojo sus cargas. Pero no hay que apurarse. Al creador no le puede jubilar nadie. Sólo él puede jubilarse a sí mismo y ojalá sea dentro de muchos años para poder disfrutar de su persona, que es mucho más que algo meramente útil.

Y el color del pesimismo «Quiero verdaderamente a mi país, por eso desearía que fuese bastante mejor de lo que es.» M.B., El país de la cola de paja

Benedetti ejerce una perseverante crítica de la sociedad uruguaya, no exenta de cierto pesimismo que conviene matizar, aunque la cuestión exigiría un recuento y un análisis mucho más minucioso del que ahora podemos permitirnos. El pesimismo, que impregna toda su extensa obra, responde a una constante ideológica, pero sobre todo a una actitud personal consecuente, llena de incomodidades previsibles para todo intelectual responsable, es decir para aquel intelectual que Benedetti conceptúa como responsable: «un infatigable hostigador de la hipocresía», de modo que sus obras «sirvan para que la gente abra los ojos». Esta tarea supone tomar una serie de graves decisiones, como en su día la de rechazar premios «oficiales» o apartarse de plataformas y promociones literarias. Y, la más difícil aún, saber conjugar la libertad personal individual con la participación, es decir estar siempre al servicio de todo un revulsivo programa de lucha por la libertad, sin renunciar jamás a los valores literarios ni a su individualidad. Pero el problema que aquí nos atañe, también producto de su personal actitud, es el de su especial pesimismo. Jamás en la historia del mundo hubo tanto escepticismo ante el prójimo y ante el futuro, sobre todo entre los intelectuales europeos que tienen mucho más que conservar y perder. Frente a esta embriaguez de pesimismo, Benedetti como escritor latinoamericano «sabe que pertenece a un continente desesperadamente esperanzado», y no tiene más remedio que dar testimonio de una realidad nada optimista, para con su aguijón espolearla hacia un futuro mejor. Cuando leemos a Benedetti, su autocrítica nos evoca automáticamente la de Larra, o la de Clarín, o la de Unamuno y tantos otros. Los artículos de costumbres de Larra, que censuraban todo lo negativo que observaba en la España de su tiempo, tuvieron la oposición no sólo de algunos ciudadanos, sino también de muchos colegas del autor, al que tacharon con desprecio de «afrancesado» porque sólo vieron en él una actitud pesimista, sin querer ni saber apreciar que las duras críticas obedecían precisamente al profundo amor que sentía por España, y a sus deseos de hacerla cambiar para mejor. Amar un país no consiste en aceptarlo todo ciegamente, sino también en estimularlo a la lucha hacia el futuro. Ésta es la actitud y el pesimismo de Benedetti, que al no ocultar la verdad, confía en que algún día todos intenten salir de su marasmo y mejorar su país. El Uruguay que nos presenta es un país pobre, donde los funcionarios trabajan sin alicientes y viven o más bien vegetan, alimentando su rutina y pasividad con tres o cuatro tópicos repetitivos hasta la saciedad: Nosotros tenemos una filosofía de Tango, la mina, la vieja, el mate, el fútbol, la caña, el viejo barrio Sur, mucha sentimentalina. Y así no se va a ninguna parte. Somos blandos. Fíjate que hasta nuestros guardias de honor se llaman los Blandengues. Somos eso, blandengues. No me gusta como somos. (Gracias por el fuego). En las novelas de Benedetti, como en toda la novela latinoamericana contemporánea, apenas se habla del paisaje rural. Todo lo envuelve el paisaje urbano, lleno de neblina y cielo gris y donde «las casas tienen los frentes descascarados» (Gracias por el fuego), con azoteas llenas de «trastos viejos escupideras oxidadas cacerolas sin asas» (El cumpleaños de Juan Ángel).

Por entre este ambiente urbano, pululan un sinfín de funcionarios que sólo aspiran a jubilarse para caer en otra vida tanto o más rutinaria que antes. Acostumbrados a una educación de dependencia y sometimiento de siglos, viven inhibidos, con un complejo de culpa y de inferioridad y acaso pensando muy de continuo en el sexo, más o menos clandestino, como una posesión en exclusiva: «ella es mi latifundio y mi minifundio... y no habrá reforma agraria que me la expropie». (El cumpleaños...) En los rostros de estos funcionarios se refleja siempre «la tristeza como una nube de mejillas negras» (El cumpleaños...), porque ya desde que se levantan hasta el anochecer... «el cielo ya está de muevo torvo... y sin estrellas» («Hombre que mira al cielo»). Todos y cada uno de los días transcurren lo mismo: grises, monótonos, a horario fijo, de modo que cuando se retiran a sus casas, fatigados, hastiados de tanto trabajo burocrático, todos sentirán y dirán lo mismo: «Estoy lleno de sombras / de nombres y deseos» («Rostro de vos»). Y para todos «El mundo empieza a ahumarse»... (El cumpleaños...) y «el mundo será un oscuro paquete de angustias» («Hombre que mira más allá de sus narices»). Cada amanecer, del día siguiente, todo el prójimo vuelve a salir de su escondrijo... «y es enjuto y sin alegría... o es obeso y con ojos de niebla» (El cumpleaños...), porque el prójimo no es todavía un hermano, sino más bien un enemigo, y «el enemigo es una niebla espesa» («La casa y el ladrillo»). Y todos van camino, cada cual, de su correspondiente oficina («basílica trivial y confiada»), esos edificios públicos «oscuros y sucios» (El cumpleaños...), en cuyo interior «crepitan mansos desesperados, / mártires de la barbaridad planificada» (El cumpleaños...). Este conjunto urbano se resume pues, en esta conclusión: Podrá decirse que la red cloacal es el subconsciente de la ciudad (El cumpleaños...). El negro es uno de los campos semánticos que más se prodigan por toda la obra de Benedetti, ya en forma de oscuridad, de neblina o de suciedad y de cloaca. El negro lo rodea todo por completo, tanto por fuera como por dentro. Pero también un tipo de color verde lo invade casi todo, con sus connotaciones semánticas de decadencia y degradación. En el Uruguay de Benedetti este verde negativo está ya presente desde la misma infancia: «Montevideo era verde en mi infancia / absolutamente verde y con tranvías» («Dactilógrafo», Poemas de la oficina). Y el horizonte viene a ser una «infinita llanura de cuentos verdes» (El cumpleaños) por donde pasa «aullando la muerte / con aullidos verdes» («Poemas de otros»). Pero al final, debatiéndose en un mar de dudas, entre quedarse inmóvil acatando todos los semáforos o rebelarse, Juan Ángel, hoy revolucionario al fin, clausurando de una santa

vez por todas a su burgués Osvaldo, común y sin coraje, ve cómo su compañera de guerrilla «nos reparte flamantes linternas... y también sus miradas verdes y pesarosas» (El cumpleaños...), porque no es menos cierto que ...cualquier verdor nuevo no podría existir si no hubiera cumplido su ciclo el verdor perecido («Todo verdor»). Y es que, amigos, en Uruguay, como en otras muchas partes del mundo, «Abajo la cosa está jodida» (El cumpleaños) y hay que renovar la esperanza, con palabras de Antonio Machado: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío».

Rescatar las palabras perdidas Mónica Mansour (Universidad Nacional Autónoma de México)

Nos hemos reunido estos días para festejar la extensa e intrincada trayectoria de Mario Benedetti que, a lo largo de su obra y desde el principio, se ha preocupado por asear y pulir cariñosamente las palabras de uso más frecuente en el castellano coloquial del Cono Sur americano y restituirles su sentido. Ha sido una labor ardua, y también indispensable. Y somos muchísimos los hispanohablantes que, desde hace años, agradecemos una y otra vez a Mario Benedetti por su trabajo. En el principio fue el Verbo. Nuestro mundo fue creado por la palabra al ser nombrado. Y nosotros, a imagen y semejanza de aquel primer creador, seguimos haciendo lo mismo todos los días. Pensamos y nos comunicamos con el lenguaje y vivimos de acuerdo con las palabras utilizadas, porque ellas crean y determinan el mundo, además de tener cada una su propia historia y llevarla a cuestas adonde sea que vaya. Porque el lenguaje es un ser vivo: sin tregua se mueve, engorda, adelgaza, se hace burdo, se afina, precisa los contornos de cada nueva realidad. No debe sorprendernos entonces que la palabra sea un arma tan potente, para construir y también para destruir. Ya Aristóteles en su Retórica daba consejos sobre cómo utilizar la palabra con la mayor eficacia para persuadir a los oyentes; porque el dominio del orador proviene, ante todo, del efecto logrado por las palabras. El lenguaje es un ser vivo, sí, pero algunos usos o manipulaciones que de él se hacen a veces lo golpean y a nosotros nos dejan perplejos y desconcertados. Puede suceder que, de pronto, casi sin que nos demos cuenta, alguien relacione reiteradamente algunas palabras con acciones o realidades que parecerían opuestas a sus significados, y entonces las

palabras pierden su sentido histórico y tradicional y nuestro propio lenguaje se nos vuelve ajeno. Casi sin que nos diéramos cuenta, ese alguien se ha robado nuestras palabras y, al mismo tiempo, la realidad que les corresponde. Puedo mencionar aquí unos ejemplos recientes que hemos vivido de manera cotidiana: cuando la palabra libertad se convierte en el nombre de una cárcel donde se tortura a muchos presos políticos, o la palabra dignidad da nombre a un campo de concentración y de experimentación médica, o cuando la palabra justicia se refiere a la muerte de todo aquél que no esté de acuerdo con algún ser específico y sus amigos, o la palabra democracia se refiere a algo que los gobiernos consideran «ingobernable», o también cuando la palabra felicidad se refiere a una casa con televisión, lavadora, refrigerador y coche, entonces esas palabras -libertad, dignidad, justicia, democracia y felicidad, entre muchas otras- se nos pierden, ya no las entendemos y necesitan una explicación cada vez que se utilizan. Mario Benedetti es uno de los escritores hispanoamericanos más populares y más publicados. Ha desarrollado casi todos los géneros literarios: cuento, novela, poesía, canción, teatro y ensayos sobre literatura y cultura de América Latina. Su éxito en todos ellos sólo puede significar un gran conocimiento y dominio de la lengua como forma de expresión y comunicación; pero también significa un inmenso cariño a las palabras, o sea a la literatura y a la vida. «Cada palabra tiene su color, vale por sí misma, y el lector tiene derecho a someterla a un análisis exigente, microscópico», dice Benedetti. Sin embargo, ese inmenso cariño, ese amor, que desde siempre le hemos celebrado, para algunos significó más bien una gran amenaza. Las convenciones literarias que habían mantenido a la literatura en un nicho muy bien delimitado se abrieron, para incluir a decenas de miles de lectores que encontraron en los libros de Benedetti no sólo algunas respuestas, sino sobre todo una infinidad de preguntas que no se habían planteado, sencillamente porque se les habían perdido las palabras adecuadas para hacerlo.

Ésta es una de las razones principales por las que la obra de Benedetti resultó tan peligrosa para los gobiernos de Uruguay y Argentina: el temor era que la lectura pudiera cambiar al lector, despertarlo de su enajenación. Y no se equivocaban. Los libros de Benedetti fueron prohibidos en todos los países de América Latina cuyos gobiernos eran dictaduras; fueron quemados y destruidos. Pero Benedetti había decidido que su pluma y su papel iban a servir para denunciar el abuso, la injusticia, el sufrimiento, o bien para anunciar el amor a una persona y a muchas, al país y a la tierra, para anunciar el amor que es lo único que transforma el mundo y la historia. Para él, la denuncia es también un acto de amor. Y su única arma ha sido la palabra. La obra de Benedetti se ubica totalmente dentro de un contexto latinoamericano y sobre todo dentro de la situación económica, política y social del Uruguay. Desde sus primeros libros, cuestiona todos los valores convencionales, sobre todo de la clase media. No obstante, esos libros -incluida la poesía- se hicieron inusitadamente populares, gracias a lectores precisamente de esa clase media. La difusión tan acelerada, más el hecho de que Benedetti era militante del Movimiento 26 de Marzo del Uruguay, fueron un exceso para el gobierno de su país en 1973. Fue perseguido y tuvo que huir a Buenos Aires de inmediato. Allí comenzó su periplo de exilios. Después de muy poco tiempo, Benedetti también

representó una amenaza contra el gobierno de Argentina, y logró irse a Cuba en 1976, donde permaneció varios años, y luego a España, que se ha convertido en su segunda patria. Cada punto de vista distinto, cada uso del lenguaje en esta obra, muestra que una situación política represiva y el sistema de sociedad en que vivimos crea una forma distinta de exilio para toda la gente que participa en ella. Si bien la persecución política lleva al exilio geográfico, la enajenación produce igualmente un exilio individual inconsciente que, por su parte, es el ataque más eficaz contra la solidaridad y la unión y nos hace olvidar que «en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos». La única solución es tomar conciencia de todos los exilios en que nos encontramos, despejar las brumas y buscar la manera de comunicarnos y amar. La preocupación de Benedetti siempre, y hasta el día de hoy, ha sido la enajenación, la falta de conciencia provocada por el sistema en que se vive y el proceso de toma de conciencia. Es por ello que sus personajes son gente común que lleva una vida rutinaria en oficinas y bancos y en la casa con una televisión, que utiliza un lenguaje cotidiano urbano, típico de Montevideo o de Buenos Aires. Su único fin es «llegar a pertenecer» a un esquema convencional: tener una casita, un coche, una familia, un buen sueldo. Pero estos personajes, después de conseguir esos bienes, o sea, la «categoría» de haber cumplido con éxito el papel que se esperaba que cumplieran, pierden el estímulo para seguir viviendo. De pronto, tanto esfuerzo y tanto desgaste ya no tienen sentido, y surgen las preguntas: ¿en qué se han desperdiciado tantos años de vida? ¿hay mayor felicidad? Sobre todo en la narrativa de Benedetti, es en este momento -cuando todos los valores convencionales se derrumbanque los personajes empiezan a tomar conciencia de una realidad más amplia que la de su rutina cotidiana, más amplia que la angustia de la repetición inevitable, un círculo cerrado que finalmente se convierte en cárcel y en exilio, y suele denominarse «democracia» o «libertad». Más adelante, cuando Benedetti escribe sobre incidentes más evidentemente políticos, el dilema es el mismo: hasta los torturadores, aunque no dejen de serlo, empiezan a cuestionar los valores y las contradicciones que han considerado absolutos e inevitables; también la rutina de ellos empieza a perder sentido. Y en la poesía sucede lo mismo, como por ejemplo en algunos poemas de Letras de emergencia, en los Poemas de otros y en los libros posteriores. Por ejemplo, el poema «El jubilado» (Viento del exilio, 1980-81) habla de un torturador retirado que, frente al mar: «quiere decir adiós / a ésos que parten / pero de pronto / no sabe bien por qué / su mano / es / un muñón». En lo que se refiere a la corriente estética, la obra de Benedetti se ubica dentro de una de las más importantes de la literatura de la segunda mitad de este siglo: la urbana y coloquial, que implica el uso de un lenguaje cotidiano, tanto en el vocabulario y los modismos, como en la sintaxis. Estos textos parecen, a primera vista, una conversación sencilla, con las palabras y los temas de todos los días. Y es esta apariencia tan cotidiana la que provoca la identificación inmediata de los lectores. El lenguaje aparentemente coloquial de Benedetti, tanto en su poesía como en su obra narrativa, sin embargo, está construido con abundantes recursos retóricos de todo tipo. Encontramos, por ejemplo, el uso de la enumeración o el de muletillas del habla oral, la deslexicalización de expresiones coloquiales, refranes y proverbios, expresiones de doble sentido, juegos de palabras, y la expresión de gestos orales. Es importante señalar también

los paralelismos sintácticos, así como las equivalencias léxicas, como sinónimos y antónimos, que remiten la atención del lector de adelante hacia atrás en un movimiento continuo dentro del texto. Benedetti evita, en general, la imagen descriptiva y crea las situaciones casi únicamente por medio de las relaciones entre personajes, ya sea con diálogo, monólogo o acción. En el poema «El paisaje» (Viento del exilio 1980-81) recapitula sobre ello y dice: «Durante muchos años / y tantísimos versos / el paisaje / no estuvo en mis poemas // vaya a saber / por qué // mejor dicho / el paisaje / eran hombres / mujeres / amores». Esta economía en la descripción produce un ritmo muy particular en los textos, determinado por los procedimientos lingüísticos y retóricos. Por otra parte, cabe señalar el humor en muchos de sus textos, en forma de ironía, sátira o ridiculización. Éste se crea de diversas maneras, por ejemplo, en algunos casos por el uso de un vocabulario especializado dentro de un contexto ajeno y en otros por contrastes bruscos muchas veces en el tono y uso del lenguaje o de tipos de lenguaje, como en la maravillosa alegoría que es el cuento «El fin de la disnea». Otro recurso que Benedetti maneja como pocos es el del final sorpresivo. En algunas ocasiones se utiliza para crear humor, como en el cuento «El cambiazo» y en el poema «Suburbia» del libro Cotidianas (1978-79) que ahora leeré: En el centro de mi vida en el núcleo capital de mi vida hay una fuente luminosa un surtidor que alza convicciones de colores y es lindo contemplarlas y seguirlas En el centro de mi vida en el núcleo capital de mi vida hay un dolor que palmo a palmo va ganando su tiempo y es útil aprender su huella firme En el centro de mi vida en el núcleo capital de mi vida la muerte queda lejos la calma tiene olor a lluvia la lluvia tiene olor a tierra esto me lo contaron porque yo nunca estoy en el centro de mi vida Pero toda esta recuperación del lenguaje cotidiano, de las muletillas, refranes y expresiones, a través de la enumeración, la simetría y los recursos que he mencionado brevemente, sacude y conmueve a las palabras nuestras de cada día a través de metáforas, símiles y otros tropos en que juegan y se abren camino. Voy a citar un ejemplo para ilustrar lo que Mario Benedetti hace con las palabras y con las realidades que éstas designan.

Los exilios, el tiempo, la política, así como el egoísmo y la enajenación pueden crear distintos tipos de soledad, que por lo general se opone a la solidaridad y al amor. Desde sus primeros poemas, Benedetti se ha ocupado y preocupado con esta compleja situación a la vez existencial y social. He elegido sólo fragmentos de dos poemas para mostrar cómo Benedetti recoge las distintas acepciones de esta palabra -soledad- y luego le toma la mano y la encamina hacia una puerta abierta. En el poema «Los espejos las sombras» (La casa y el ladrillo 1976-77) hay una maravillosa enumeración de significados metafóricos de la soledad: (...) todos mis domicilios me abandonan y el botín que he ganado con esas deserciones es un largo monólogo en hilachas (...) pero la soledad esa guitarra esa botella al mar esa pancarta sin muchedumbrita esa efemérides para el olvido oasis que ha perdido su desierto flojo tormento en espiral cúpula rota y que se llueve ese engendro del prójimo que soy tierno rebuzno de la angustia farola miope tímpano ceniza nido de águila para torcazas escobajo sin uvas borde de algo importante que se ignora esa insignificante libertad de gemir ese carnal vacío ese naipe sin mazo ese adiós a ninguna esa espiga de suerte ese hueco en la almohada esa impericia ese sabor grisáceo esa tapa sin libro ese ombligo inservible la soledad en fin esa guitarra de pronto un día suena repentina y flamante inventa prójimas de mi costilla y hasta asombra la sombra qué me cuentan (...)

En este fragmento, las metáforas relativas a la soledad están compuestas, en su mayoría, por sustantivos modificados cada uno por un complemento diverso que contradice y despoja de sentido a su núcleo. De tal manera, todos estos sustantivos equivalentes a la soledad se anulan en la oposición de sus complementos. Los únicos sustantivos metafóricos que no tienen modificador son «ceniza», que de por sí implica una antítesis, o sea fuego apagado, «impericia», que en sí es una palabra negada, y, por supuesto, la «guitarra» y el «tímpano», que al final de este fragmento son los que podrán revertir el concepto de soledad y crear al prójimo. La estrofa termina con un detalle típico de Benedetti: el verso «qué me cuentan» que implica una conversación con un hablante y varios destinatarios presentes, opuesto, desde luego, a la soledad del monólogo. En un poema posterior, «Cantera de prójimos» (Viento del exilio 1980-81), el poeta plantea nuevamente la oposición entre soledad y solidaridad, entre la torre de marfil y el amor; cito unos fragmentos: Es cierto / si estás solo llegarás fácilmente al desparpajo contigo mismo / así no habrá obsecuencias ni iras sagradas que te expulsen de la sinceridad (...) estar sin nadie es un desorden blanco un malogro del fueguito privado hay que aprender que no todo es dulzura y que el fiel de la angustia no sirve la soledad te ayuda únicamente si la vas a colmar de ecos necesarios de nostalgias tangibles / sólo así podrá llegar a ser tu cantera de prójimos En este fragmento, entre otras cosas, la soledad es «un desorden blanco» y «un malogro del fueguito privado», nuevamente contradicciones, y también hay un tú a quién se habla. La recomendación en este poema es que la soledad no sirve si no está poblada, condición que anula de inmediato el significado de la soledad. Creo que basta con estos dos breves ejemplos para ilustrar cómo la literatura puede restituir el sentido completo de las palabras para que denominemos con ellas lo que más convenga a la realidad en que vivimos y la que queremos crear. Las opiniones contradictorias entre Benedetti y el Uruguay, entre el amor por su país y el rechazo por su sistema político, así como entre solidaridad y soledad, amor y egoísmo, humildad y soberbia, en la obra se convierten en factores opuestos que forman una tensión poética y vital. Se crea así un marco ideológico interno a la obra en que esos términos forman dos cadenas de equivalencias, una positiva y una negativa. La sola equivalencia provee a cada término, en cada una de las cadenas, de nuevos sentidos, además de los matices que adquiere en cada contexto.

Mario Benedetti, con todo y sus angustias y tristezas, pérdidas y exilios, es el escritor de la esperanza. A través de su amor por la lengua, por el «próximo prójimo» y por el futuro, a través de un gran dominio de las posibilidades del lenguaje y de su cercanía con lo que le rodea, Benedetti ha recuperado una realidad que, por las circunstancias, a veces parece haber desaparecido, ha rescatado el sentido que las palabras habían perdido en su periplo de uso, abuso y mal uso entre alguna gente de palabra pública. Así, con su obra, Benedetti nos ha devuelto no sólo nuestro lenguaje y la esperanza, sino también la facultad de seguir nombrando al mundo para crearlo una y otra vez, con toda libertad, dignidad, justicia y amor.

Mario Benedetti: recepción, lectores y público Manuel Gil Rovira (Universidad de Salamanca)

Recuerdos de niño, de adolescente, de hombre, pero recuerdos indiscutiblemente míos. O sea que cuando levanto el telón soy, como habrás podido apreciar, interesantísimo, y yo mismo me aplaudo y me exijo otra, otra, otra, otra. Mario Benedetti No hace mucho tiempo, en estos tiempos que corren, escuchaba a un amigo y colega afirmar cómo, por fin, dada una cierta normalidad, había llegado el momento de poder referirnos a un determinado poeta español, no diré el nombre, como un clásico. Era llegado el momento de analizar su «estilo» entre comillas, su obra, dejando de lado lo que de controvertido pudiera tener, o haber tenido, su acción de creador, y fíjense que sólo me refiero a la «acción» literaria. Eran esos momentos, quizá son, en los que estábamos empeñados en crear clásicos, Vallejo diría: a pesar suyo. El problema está en que, antes de crearlos, los clásicos lo son y, si es así, lo son como quieren serlo. Como lector, es difícil entender la obra de Mario Benedetti de otra manera. «Como lector -son palabras de Benedetti- siempre me ha apasionado buscar el verdadero rostro del escritor, y éste sólo es reconocible en las obras completas». La realidad es que, por edad, sólo por edad, me puedo encontrar en la penúltima generación de españoles que descubrimos la existencia de la poesía en la escuela o en casa a través de la poesía cantada. Pertenezco a esa generación que leyó a Blas de Otero, a Alberti, a León Felipe, a los mismos Rubén Darío o Neruda desde la voz de Paco Ibáñez. Ello implica una forma concreta de acercamiento real a la literatura: concreta y real aquí, en España. Y concreto y real es también, para muchos, saber de la existencia de un poeta de nombre Mario Benedetti algún tiempo después de haber conocido las voces de Nacha Guevara o Pablo Milanés o Soledad Bravo y el piano de Alberto Favero. Los nombres se conocen por ese orden y se asocian antes a los instrumentos, voz, guitarra o piano, que a ese otro instrumento, página manchada y encuadernada, que estaba en la base.

La obra completa de Benedetti -esa obra que sean artículos, poemas, novelas en verso o versos en novelas, etc... va y viene y se reorganiza y reaparece en distintos y, démosle un nombre feo, conscientes «productos editoriales»- incluye también un libro del año 89 titulado Canciones del más acá. Si el prólogo del libro es histórico, descriptivo, la justificación de éste, de su existencia, es igualmente descriptiva, histórica y además curiosa. El poeta letrista nos habla de la génesis de la recopilación. «Como es obvio, los textos que aquí se incluyen están diseminados en mis dieciséis libros de poesía. Quiero dejar constancia de que la idea de reunirlos en un volumen de canciones surgió, hace varios años, de mis editores». Le traicionan acto seguido, perdón por la palabra, no quiere ser ofensiva sino amable, muchos años de realidad, de vida y, sobre todo de literatura -de la de los otros, escudriñada por el lector crítico- y de la que es, quiere ser la suya: Confieso que durante cierto tiempo no vi con nitidez el sentido de esa recopilación; ahora por fin creo entender que la eventual coherencia interna de la misma será otorgada en todo caso por el género al que dichos textos, directa o indirectamente, pertenecen. El título Canciones del más acá implica un mero tributo a la realidad, tan nutricia como cambiante, que provoca, estimula y cobija las formas y los contenidos del canto popular. En efecto, Benedetti no ve la necesidad de convertir en libro lo que ya es libro. Ha antologizado, reorganizado y republicado su obra tantas veces como ha pensado que temática o vivencialmente expresaba algo distinto, o mejor, complementario, a lo hasta el momento dicho, expuesto o expresado. Y es su editor quien le plantea la existencia de un libro, un soporte sólido y encuadernado, centrado en algo que para él ya lo es, ya es un libro difundido. Ese libro, físicamente inexistente, ha sido ya un determinado tipo de acción literaria. A veces, inicialmente, esa acción ha tenido como eje el texto poético de Benedetti sin modificación alguna. El autor de canción ha leído en voz y guitarra alta el texto a un público. Otras, el poeta y el autor de canción han trabajado para convertir en texto cantado poemas que ya antes existían. Realmente ya ha sido libro, ha sido expresión (acción) en conciertos y recitales, en una manera distinta de ofrecerle la lectura al lector, en este caso convertido en público. ¿En público pasivo? En general la idea de poesía de Benedetti no quiere admitir la existencia de ese público pasivo, no puede admitirla, y él mismo lo explica en un artículo de 1963 -«Ideas y actitudes en circulación», publicado posteriormente en el libro Subdesarrollo y letras de osadía- en el que los conceptos de lector y público se confunden, se hacen uno, y en el que se diferencia a ese lector-público europeo de ese lector-público latinoamericano: Sería necio que nos agraviáramos con esa sonrisa que, después de todo, es la sonrisa del desarrollo. Pero en nuestros países (desnivelados, caóticos y, por supuesto, subdesarrollados) el producto literario crece inevitablemente entrelazado con lo social, con lo político. Por eso, cuando en América Latina el público vigila la conducta de un intelectual, éste no siempre tiene el derecho de interpretar que está siendo agredido con una curiosidad malsana; más bien se trata de un expediente (quizá un poco primitivo) que el público inconscientemente elige para demostrarle que su pensamiento y su palabra tienen eco, o sea que importan socialmente. Ese interés, esa vigilancia, esa atención del lector, han tenido a su vez repercusión en la obra creadora.

Su editor es consciente de que una situación análoga se da en el público europeo de finales de los 70 y durante los 80, a pesar de esas supuestas normalidades, y el autor es consciente de lo que quiere hacer con su poesía. Lo ha dicho antes hablando, interesándose por otros autores y lo deja ver en la introducción del libro cuando habla del canto popular. Es el folklore, el canto popular. Eso siente Benedetti que falta y en eso quiere convertir Benedetti su obra. Volvemos así al autor hablándonos, en este caso, de la obra, la canción, de Viglietti: En la tradición europea es perfectamente normal que el acontecer histórico sea de algún modo recogido y registrado por el folklore y la canción popular. También lo es en algunos países latinoamericanos (...) Pero en Uruguay tales vertientes que en la época de la independencia y décadas posteriores, experimentaron un dinámico proceso (...) sufrieron luego una prolongada interrupción, que amenazó volverse ruptura definitiva. Toda la obra de Benedetti quiere ser esa acción, ese folklore, ese canto popular. La obra de Benedetti ama el directo. Hablo de la obra, no necesariamente del poeta, y me ronda, como ejemplo, una idea que pudo querer ser texto narrativo, bajo el título de El cepo y que finalmente fue teatro y teatro representado y se llamó Pedro y el Capitán. Canto popular, folklore o amor por el directo no implican una cesión ante la calidad, no implican que la poesía quiera dejar de ser poesía. Antes al contrario: también el hecho de que la poesía quiera serlo es acción. ¿Hay alguna contradicción, entonces, entre poesía que quiere serlo y poesía libro no escrito, o, simplemente, no encuadernado, que se hace canción? ¿Hay alguna contradicción o «rebaja» -y pido perdón por estar utilizando conceptos al uso, a la moda- en el admitir hacer público, en el «socializar» un trozo de obra poética a través de algo distinto a la página manchada de palabras en negro? Por principio, no la hay; pero, en el caso de Benedetti, conscientemente no la hay. La canción popular para Benedetti, la de Yupanqui, la de Violeta, la retomada por Viglietti, no es canción populista sino canción de pueblo. Busca el aplauso, la difusión, pero no lo busca contra la canción, que es género, es expresión, y que, como tal, presenta ideas también, como el arte escrito, desde su forma. Benedetti pone, otra vez, el ejemplo hablando de Daniel Viglietti: Jamás un gesto demagógico, o una búsqueda indecorosa del aplauso, o un desplante facilongo para lograr la adhesión ruidosa y enfervorecida, o una concesión que lo lleve a aflojar el rigor artístico. Esto no quiere decir que Daniel desdeñe el aplauso. Sobre esto ha dicho: «Siempre trato de que el mensaje sea bien recibido. O sea, que hay una cuota de defender lo que uno hace, y que lo que uno hace llegue a la gente. Y hay un deseo muy grande de respuesta política, de apoyo político, de comprensión del mensaje (...). Todo eso lo hago con mucho cuidado, porque siento que cada palabra tiene su peso, y también lo tiene cada actitud». El contrapunto que podría valer igualmente para la poesía está en «muchos de esos cantantes populares que, conscientemente o no, se prestan a ser ellos mismos una propuesta de evasión, de anestesia social y que son a la vez víctimas del mismo engranaje que los catapulta a la fama».

Con lo dicho hasta el momento, no me atrevo a entrar en la cabeza del escritor una mañana o una noche ante la página en blanco, sí me atrevo, sin embargo, a leer los libros que Benedetti compone y a los que da títulos concretos. He de atreverme, por tanto, a entender que los libros que Benedetti compone, donde reúne su obra en la manera que él quiere presentarla al lector son hechos cerrados y ordenados. Se pueden leer del más reciente al más antiguo, si eso ayuda a que el lector se haga dueño de ellos -es la propuesta de los dos Inventarios, de nuevo una propuesta de acción-, pero no del poema más reciente al más antiguo, sino del libro, producto cerrado y ordenado, más reciente al más antiguo. Es una propuesta de biografía compartida de la que han de adueñarse los receptores de su obra. Eso mismo sucede con la canción. Quiere ser un elemento más para que el lector, el público, se haga dueño de esa biografía compartida. El inicio del libro dedicado a Viglietti es el siguiente: «Yo quiero romper la vida / como cambiarla quisiera». Estos dos versos de una de las mejores canciones de Daniel Viglietti podrían simbolizar el signo y la intención de su arte. La ruptura y su continuación: el cambio. «Vida» es aquí mucho más que una dimensión privada, aunque, por supuesto, también la incluya». Viendo este planteamiento, y viendo la recopilación Canciones del más acá, conociendo al Benedetti cantado, al Benedetti del público directo, no puedo estar de acuerdo del todo con una afirmación que José Manuel Caballero Bonald hace en la introducción a la Antología poética publicada en Madrid en el año 84. Caballero Bonald dice lo siguiente: «Pues bien, Benedetti ha creído oportuno que un sector de su obra poética -es cierto que el más circunstancial- quedara despojado de cualquier presunta dificultad y alcanzara el complementario objetivo de su difusión musical». Sería necesario definir el concepto de circunstancial, que no es, creo yo, el mismo en Benedetti que en nuestra «generación de los 50» y ello traería consigo un replanteamiento sobre qué quiere significar despojar a un texto de cualquier dificultad. Si circunstancial es lo que, por contingente, pertenece a la vida, a la biografía de uno, toda la poesía de Benedetti lo es. Cierto que el cantor, sin participación del autor o con ella, puede elegir un poema que signifique concretamente para el receptor luchar contra la tortura, y nos encontraríamos, por ejemplo, con «Hombre preso que mira a su hijo» en la voz de Pablo Milanés -en Pablo y en su canción puede el poeta basar un poema como «Estados de ánimo» («Unas veces me siento / como pobre colina...») y, quizá, se lo podamos escuchar en directo en la representación de A dos voces- pero cierto es también que, por ejemplo, «Te quiero» («tus manos son mi caricia / mis acordes cotidianos...»), ese poema, el poema, de amor militante, forma parte de su poesía cantada, como lo forman «Vos lo dijiste» («Vos lo dijiste / nuestro amor / fue desde siempre un niño muerto»), etc... No parece que estos poemas, y tantos otros, casen con la idea de circunstancialidad de Caballero Bonald. Lo que Benedetti ofrece al cantor es toda su obra y, con ella, contingencia o circunstancialidad pueden ser cantadas. Toda la obra de Benedetti se produce conscientemente alrededor de las relaciones humanas, «las relaciones humanas están pues en el meollo», nos dice él. Pero va más lejos definiendo la realidad literaria y no dejando escapar de ese entorno de relaciones humanas un sólo resquicio de la realidad del que escribe, del que vive: «La soledad de un personaje literario que vive en prisión -del Conde de Montecristo en adelante- está poblada e iluminada por odios y amores, es decir, por prójimos». No encontraríamos mejor definición de literatura moral, en sentido casi etimológico, proyectada, bien desde la vivencia pasada o presente, bien hacia la vivencia

futura y deseada. Prefiero, por tanto, traducir circunstancialidad en la obra de Benedetti, como poesía moral y abarcar así la entera obra, la propia idea de obra literaria, porque lo que Benedetti nos viene a decir es que ha visto cantados poemas suyos cuya forma no le parecía inicialmente cantable y, por otro lado, que ha transformado en cantable la forma de otros poemas, pero eso no implica más que una traslación de género, no implica despojar a la obra de cualquier presunta dificultad, sino dotarla de otro camino de acción. Prefiero, en cualquier caso, que sean palabras de Benedetti las que definan hasta dónde llega este concepto de moral, de literatura moral: Sólo participando de algún modo en la transformación colectiva, adquirirá el escritor su inalienable derecho a sentirse transformado. Gramsci lo ha dicho de manera impecable al hablar de la «lucha por una nueva cultura, esto es, por una nueva vida moral, que no puede dejar de estar íntimamente ligada a una nueva intuición de la vida hasta que ésta se convierta en un nuevo modo de sentir y ver la realidad, es decir, un mundo íntimamente relacionado con los posibles artistas y las posibles obras de arte». La obra de Benedetti y si se quiere, de manera más evidente pero no distinta al resto, la recogida en Canciones del más acá, implica dos conceptos que van de la mano del planteamiento de literatura moral y sobre los que él reflexiona en sus colecciones de ensayos: los conceptos de acción y de complicidad. Ambas ideas confluyen en la posibilidad de la canción. En un artículo titulado Acción y creación literaria, leemos sobre el primer concepto lo siguiente: «Es cierto que hay numerosas acepciones sobre el término acción en su correspondencia con la creación literaria: desde identificarlo con la obra misma del escritor, ya que ésta es su acto de expresar, hasta definirlo como una práctica revolucionaria, pasando por una amplia gama de instancias laborales, sociales y políticas». Con estas palabras y las que siguen en el texto, Benedetti quiere reivindicar el concepto de acción para la literatura y para el acto de difundir pensamiento o vivencia. Acción no pertenece sólo al campo de la «certeza», entre comillas, al campo de la actuación sobre una realidad supuestamente empírica dotada de rigor científico, de realismo. Acción no es sólo, por tanto, la labor del político. Acción pertenece también al campo de la duda, al de la vida humana de todos los días que es lo que observa el arte: «En arte, por el contrario, la duda, la incertidumbre, pueden no sólo apuntalar la fantasía, sino también el realismo: en cambio puede no ser realismo la absoluta certeza». Acción es, por lo tanto, el arte desde todas las facetas de la vida, desde todas las perplejidades que ésta provoca en el hombre. Y si el arte es acción, en este caso no a pesar suyo, sino a pesar de los otros, necesita para serlo de la complicidad y, por ello hablaba de esa confluencia de ambos planteamientos en la canción. La complicidad implica que la obra quiera ser patrimonio de todos y la canción, una determinada canción, no parece mal punto de partida, no parece que impida un acercamiento a la totalidad de la obra del poeta, antes al contrario, resuelve el problema. No vamos a traer aquí el ejemplo de Gardel, que (como Benny Moré en la zona del Caribe, o Maurice Chevalier en Francia) es un caso fuera de serie -son palabras de Benedetti-. Pero tomemos, por ejemplo a Yupanqui. Seguramente las curvas de venta de sus discos nunca alcanzaron ni alcanzarán las cifras descomunales de una «Vedette» de turno, pero cuántos años hace que las canciones de Yupanqui (sin necesidad de que los

«críticos de sostén» lo apuntalen, ni mucho menos de que su arte pierda vigor) integran el patrimonio popular. Y resuelve el problema dando un paso más allá del que para él da y teoriza Cortázar al que Benedetti define como un narrador para lectores cómplices. Su complicidad transciende el concepto de libro como lo entendemos, como encuadernado, y lo hace sin desdeñar en nada al otro género, lo hace equiparando la idea de género distinto a la de estilo, tal y como la expresa Julio Cortázar en palabras que el propio Benedetti cita: «Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y esa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia». Es por ello que, antologizado o no previamente a la fecha de publicación con forma de libro, Canciones del más acá existía, y existía no en contra de la voluntad del autor. Es por ello, a su vez, que de esa realidad de acción y complicidad que forman parte de un determinado modo de acercamiento a la poesía, que quiere serlo aquí en España, nace el conocimiento de Benedetti. La diferencia está en que él, creo yo, acepta, hasta comparte, la idea de que esa complicidad y esa acción pueden, y hasta deben, pasar por momentos distintos que no desmerecen el uno del otro: el del público y el del lector. Pero esa diferencia implica fundamentalmente al autor, porque el lector o público español, por lo menos no hace mucho, sí que se ha acostumbrado y ha conocido a los poetas, inicialmente o de manera exclusiva, a través de la poesía cantada y a Benedetti, también. Antes de acabar, y como tributo a esa complicidad que quiere existir entre autor, receptor, lector y público, y pensando que la «Defensa de la alegría» la podremos oír el sábado, ese narrador para públicos cómplices, del que hablaba Benedetti, y que es Julio Cortázar, participó con él en un libro publicado en Madrid en el año 1981 y titulado Homenaje a El Salvador y en él dejó un texto que puede resumir lo que torpemente he dicho hasta ahora. Sirva de resumen, de sincero homenaje o simplemente de complicidad: LA COMPAÑERA Más que nunca, la poesía. Hoy más que nunca su exorcismo de chacales, su llamarada purificadora, su memoria obstinándose. Azotada por una historia vertiginosa, en la que nos perdemos bajo el torbellino cotidiano de la información, la poesía más que nunca: sus ojos selectores fijando lo que no tenemos derecho de olvidar, salvando piedras blancas, pájaros, instantes como fogonazos de flash, la belleza, la dignidad de la vida. Más que nunca allí donde buitres de fuera y de dentro se ensañan contra los ojos abiertos de un pueblo, arrancan y desgarran las flores de la sonrisa y el sueño, carroñas de sí mismos, millonarios y coroneles oliendo a muerte; contra ellos, más que nunca, la poesía.

Mario por Mario Félix Grande (Madrid)

El Destino tiene un hermano gemelo: solemos llamarle el Azar. El Destino está desposado con la Fatalidad. El Azar, que de vez en cuando se acuesta con la mujer de su hermano, permanece soltero, pero hace mucho el amor con la Perplejidad, con la Sorpresa y con la Exactitud. Julio Cortázar sostenía que son la pereza, el atolondramiento o el temor quienes nos ponen telarañas en la mirada para que no veamos cómo las comparecencias del Azar se producen de acuerdo con unas leyes tan rigurosas como indescifrables. ¿Encontraría a La Maga? Se echaba a caminar sin rumbo, sin temor al Azar, y acababa encontrando a La Maga. En esta vida quien se azora ante el Azar no encontrará a La Maga. Solemos tener miedo a lo desconocido y eso nos impide compartir nuestro corto tránsito con el Azar y con La Maga. Es un error: deberíamos saltar sin red, pasear sin rumbo y perder el miedo al Azar: de este modo lograríamos llegar a ser lo que la buena educación, y hasta el buen gusto, nos piden que seamos: «perfectos idiotas latinoamericanos»: así es como nos han bautizado cortésmente unos latinoamericanos tan perfectamente listos como para saber poner una vela paleoposmoderna a Karl Popper y otra vela más canosa a Mas Canosa. Pues érase que un día del año pasado, un perfecto idiota latinoamericano a quien el Azar hizo nacer en Alicante y a quien su padre, el señor Rovira, con la cooperación de su esposa, puso de nombre José Carlos, me invitó a participar en este homenaje a Mario Benedetti. Y bien, fíjense: en la madrugada de ese mismo día yo había comenzado a leer la biografía de Benedetti escrita por Mario Paoletti. Agradecí a José Carlos Rovira su invitación, le prometí venir a Alicante con una cuartillas de homenaje a Mario (¿a qué Mario? ¿Benedetti, Paoletti? ¿por qué no a Benepaoledetti?), colgué el teléfono y comprendí que el Azar, que es también parte del nombre de Julio CortÁzar, me había honrado con su visita. Algo bueno, pensé, debo de haber hecho últimamente para que el Azar haya resuelto bendecir mi casa. Lleno del lento orgullo que proporciona el saberse elegido a la vez por la amistad y por el Azar, miré de nuevo la portada del libro. En ella, la cara de Mario Benedetti mira hacia arriba, hacia la izquierda (derecha del espectador: se diría que el lugar de los espectadores podría ser la derecha; se diría que conviene transformarse de espectadores en, por lo menos, testigos); en esa cubierta aparecen unidos los apellidos Benedetti y Paoletti. Me dije: no es nada fortuito: es una formidable decisión del Azar. Mirando esa cubierta me caí en mi propia memoria. Mirando la cubierta de esa biografía de Benedetti por Paoletti, Mario por Mario, caí en el tiempo de mi propia vida latinoamericana. Algún día, susurré, deberías escribir el libro de tu vida latinoamericana. Si el Azar me da tiempo, algún día redactaré ese libro. Ahora deambulaba, sin forzar el rumbo, por mi vida latinoamericana. Vi cómo las oleadas del tiempo hacían crujir las bisagras de la memoria. El tiempo, como una amorosa lengua de buey, limpiaba y empañaba los cristales de las ventanas de mi edad, justo las ventanas que dan al Continente americano. Sentí cómo la melancolía me daba golpecitos en la nuca. El tiempo, escribió Rainer María Rilke, es como la recaída de una larga dolencia. Si uno arrima la palabra dolencia al Continente americano es muy posible que la siguiente palabra que nos traiga el Azar sea la palabra tortura. En el año 1995 se publicó la edición número treinta y dos de Pedro y el Capitán, una obra teatral pudorosamente escalofriante que Mario Benedetti había escrito sobre el tema de la tortura. En noviembre de 1979 el Gobierno canadiense concedió una visa de refugiado político a Mario Paoletti, con la que pudo solicitar autorización para salir de la Argentina. Para esas fechas a Mario Paoletti ya no lo torturaban.

«Me llamo Mario Argentino Paoletti Moreno. Tengo 39 años, soy casado y padre de tres hijos. Fui detenido en mi país, la Argentina, el día del golpe militar (24 de marzo de 1976) a las 4 de la mañana, mientras dormía en mi casa, en La Rioja. Una patrulla del Batallón de Ingenieros 141 llamó a la puerta. Mientras un suboficial me apuntaba con su arma, su compañero me dijo que debía acompañarlos. Pregunté si antes podía asearme. 'No vale la pena -respondió el del arma- porque éste es un asunto que no va llevar más de 30 o 40 minutos'. Permanecí detenido durante cuatro años y diecinueve días». Así comienza el informe que Mario Paoletti entregó el día 25 de mayo (día de la Independencia de su país) de 1984 a la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (de la que formaban parte su hermano Alipio Paoletti y Julio Cortázar, entre otros) para ser presentado a la Comisión correspondiente de las Naciones Unidas en Ginebra. Es un informe que los presos políticos en la dictadura de Videla (recuerden: muchos miles de desaparecidos) estaban moralmente comprometidos a redactar y hacer llegar a los Organismos Internaciones de Derechos Humanos. Lo que continúa a las líneas que encabezan el informe de Paoletti es un escrito pudorosamente escalofriante. Recuerdo que cuando tuve por primera vez ese informe en mis manos no pude evitar leerlo varias veces seguidas: la abyección de los torturadores, el prodigio de la dignidad del torturado, una dignidad que se alargaba hasta convertirse en una prosa pudorosa, reunían una fuerza de gravedad de la que no era posible apartar ni los ojos ni la conciencia. ¿Cómo pudo aguantar? A Mario Paoletti no lo habían reventado por dos causas: porque es un hombre físicamente muy fuerte y porque la estructura de su moral está construida, como la de Mario Benedetti, con materiales emocionales de primerísima calidad. Recuerdo cómo leí aquel informe: con los codos sobre la mesa y las dos manos sujetándome la cabeza. Leí una vez, otra vez, otra vez. Cuando ya estuve ahíto, cuando noté cómo unas lágrimas civiles me condecoraban la cara, guardé el informe en mis archivos y luego me encerré en mi cuarto para recibir a solas mis recuerdos latinoamericanos. Por ese cordón umbilical que une mi memoria a la historia reciente del Continente hispanoamericano van y vienen entreverados en una misteriosa armonía una multitud de mujeres y hombres, de guitarras y libros, de aeropuertos y risas y vino, de noticias aterradoras, de charlas fraternales que perfumaron centenares de madrugadas, de ciudades colosales y aldeitas habitadas por criaturas ultrajadas por la injusticia y lastimadas por la resignación. Veo enormes proporciones de América recorriendo el pasillo de mi casa. Paco Urondo tocando los libros de mi biblioteca. Rodolfo Walsh derramado en el tresillo y sonriendo a mi mujer, que le trae almendras para el vino. Juan Carlos Onetti maldiciendo para disimular su piedad. Daniel Moyano contándonos cómo raptó a su novia y se la llevó a La Rioja. Veo en La Rioja a Daniel, a los hermanos Paoletti, a Irma, a Lilí, al Toto Guzmán, a Yiyi Alfieri. Veo en La Rioja, junto a Jujuy, ya cerca de Bolivia, con una calor infernal, la rotativa del diario El Independiente, en donde un puñado de periodistas, escritores, pintores, trabajaban en cooperativa y se repartían la pobreza, la alegría y el coraje. Veo a Moyano repasando su diccionario de español-alemán para leer en su idioma a Franz Kafka, allí, a unos centímetros de los Andes. Veo a don Adolfo con su guitarra, admirado y casi cabreado conmigo porque no fue capaz de cantarme un tango que yo no conociera. Veo a Alejandro Paternain y a Benito Milla charlando conmigo en las calles de Montevideo: me veo a mí mismo en esas calles recordando las vidas modestas que dan calor a un libro: Montevideanos. Veo a Onetti tumbado sobre su cama, en pijama, llenando su cuarto de humo de tabaco y mirando con un cariño disfrazado de ironía cómo me chupo los dedos tras comerme el plato de arroz cocinado por Dolly. Veo a Idea Vilariño, que fue

mujer de Onetti, en los pasillos de un hotel de La Habana. Veo en ese mismo hotel la figura casi pequeña, sugerida, como escondida en la modestia, de Mario Benedetti. Me ha dejado en el casillero un ejemplar de Gracias por el fuego. He leído la novela nada más tenerla en las manos, en cinco o seis horas de la noche. Muerto de sueño, he bajado y le he dejado en el casillero una nota que dice: Mario, «gracias por el fuego». Veo cómo Julio Cortázar y un tal Félix Grande, que han sido invitados a una reunión de autoridades culturales, al escuchar sonido de guitarras unas habitaciones más al fondo, se levantan, se arriman a una pared, se van deslizando hasta la puerta, desaparecen por arte de magia y aparecen en la habitación donde se divierten quince o veinte críos de dieciocho o veinte años; dos de esos críos son Pablo Milanés y Silvio Rodríguez: esos desalmados me dan una guitarra para que toque flamenco, y con esa guitarra yo no puedo tocar flamenco. Voy corriendo al hotel y me traigo mi guitarra flamenca. Cuando ya hemos mezclado todas las músicas que conocemos son las ocho de la mañana, Julio Cortázar se ha pasado la noche en el suelo, fumando cigarrillos, bebiendo vino y llamando cronopio a todo el mundo como quien distribuye antidiplomas académicos. A las ocho y media salimos corriendo y riendo como chiquillos: la sesión del Congreso empieza a las nueve y vamos a tener que personarnos sin haber desayunado, y veremos si nos da tiempo a pasar por la ducha. Dormir, ni en sueños. Cuando echamos a correr, Silvio nos llama a gritos: ¡Esta noche voy a buscaros al hotel, y te traes la guitarra! ¿Y cuándo voy a dormir? ¡Grita más, que con el aire no se oye! Vale, tío. Veo en las comisiones del Congreso a Rodolfo, a Urondo, a Jorge Enrique Adoum, que habla tan lento y tan bajito que parece darnos la absolución. En el aeropuerto de La Habana, el día de mi regreso, hay varias horas de retraso en el vuelo. Saco del estuche a mi guitarra «Mesalina» y me pongo a tocar en un rincón del aeropuerto. Un hombre casi herméticamente silencioso, de mirada triste y dulce como la que atribuimos a César Vallejo, se sienta a escucharme tocar. Durante tres horas me escucha. Guardo la guitarra en su estuche. El hombre triste y yo nos instalamos juntos en el avión. El hombre triste y silencioso me hace preguntas sobre los orígenes de la música flamenca. Sabe música, sabe mucho sobre folklore. Tiene una forma de hablar en donde la vehemencia queda siempre amortiguada por la cortesía: se llama José María Arguedas. Veo el aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aires: Fernando Quiñones y yo hemos hecho un recorrido hispanoamericano para dar conferencias sobre flamenco. Además de dar información a nuestros auditorios les servimos los ejemplos en vivo: Quiñones canta por soleá, por siguiriya, por taranta, por fandangos caracoleros; yo le acompaño a la guitarra. Hemos actuado en Puerto Rico, en Venezuela, en Colombia, en Perú. Antes de concluir nuestro viaje en la Argentina habíamos previsto vivir unos días en Chile, pero ya no podemos entrar en Chile: hace unas semanas Pinochet y la CIA han perpetrado un golpe militar. Por fuerza renunciamos a Chile. Al llegar a Ezeiza, Fernando y yo casi no podemos creer lo que vemos: esperaban nuestra llegada ocho o diez amigos componentes de la revista El Escarabajo de Oro, encabezados por Abelardo Castillo, Sylvia Iparraguirre, Liliana Hecker; nos aguardaban José Carlos Gallardo con una docena de sus alumnas de literatura española; nos aguardaban Urondo y su mujer. Meses atrás Urondo había sido hecho preso. Nos movilizamos en una frenética recogida de firmas. Ahora, en su coche, Urondo me dice que me invitaría a vivir en su casa, pero que no es segura, en cualquier momento puede haber un atentado... Recuerdo perfectamente que a la noche siguiente, en el hotel, ya de madrugada y sin sueño, estuve leyendo un número de la revista Crisis, que me había obsequiado Eduardo Galeano (mientras acomodo estos recuerdos con un rotulador «Pilot» sobre papel cuadriculado puedo mirar la revista Crisis encuadernada en cinco tomos) y, ya hacia las cuatro de la

mañana, releo algunos de los ensayos reunidos en el libro Letras del Continente mestizo, en la primera edición de la Editorial Arca, de 1967. Recuerdo perfectamente que aquella noche, en un hotel de Buenos Aires, poco después del golpe militar en Chile y ya olfateando el golpe militar que dos años más tarde convertiría a la Argentina en uno de los territorios más ensangrentados del mundo, estuve leyendo dos ensayos de ese libro de Benedetti; uno de ellos establece, con una afinadísima inteligencia, las diferentes formas de influencia de las obras de Neruda y de César Vallejo. En el otro, Benedetti elogia las novelas y los ensayos de Ernesto Sábato. Recuerdo cómo me alegró la decencia intelectual de Benedetti en esas páginas. Por entonces había, ¿lo recordáis?, una cosa llamada «El boom de la literatura latinoamericana». La independencia furiosa de Sábato y el marketing político habían dejado fuera los espléndidos libros de Ernesto Sábato. Era una injusticia. Sobre héroes y tumbas tenía ya entonces más traducciones y más lectores que la inmensa mayoría de los libros del «boom». Pero a Sábato se lo ninguneaba de una forma estrepitosa. Era una injusticia. Y allí, en Letras del Continente mestizo, unas páginas de Mario Benedetti reparaban esa injusticia. Reconfortado, dejé el libro en la mesita, apagué la luz y me quedé dormido. Despierto. Me miro la cabeza blanca. Tengo sesenta años. Mario Paoletti tenía, cuando yo me quedé dormido, poco más de treinta. Me despierto y lo veo con cincuenta y seis y con una irreparable gota de angustia en el fondo de su mirada devastada por la serenidad. Benedetti, que aquella noche en que yo leía sus páginas en Buenos Aires sólo había publicado treinta libros, es ahora un amable Aguafiestas en cuyo rostro de setenta y seis años la pena suaviza a la ironía, y a cuyos setenta libros publicados les han nacido un total de ochocientas noventa y tres ediciones, aproximadamente. ¿Cuándo se conocieron estos dos individuos, cuándo supieron que estaban señalados por el Azar para reunirse en un libro llamado El Aguafiestas Benedetti? No lo sé. Hubo un tiempo en que Benedetti anunciaba que el Uruguay, «la Suiza de América», iba derecha a la catástrofe social, mientras Paoletti miraba con lenta rabia la miseria del interior de la Argentina. Como los dos tenían razón, ambos desembocaron en el exilio. Cuando a uno de ellos comenzaron a torturarlo, el otro ya tenía en la cabeza y sobre la tortura una obra que iba a llamarse El cepo. En diciembre de 1973 me quedé dormido con un libro de Mario Benedetti y un ejemplar de Crisis en la mesita. La crisis y el cepo conmocionaron al Continente mestizo y ahora hago memoria, y cuento con los dedos, y veo cómo el dolor y la muerte se fueron arrimando para formar parte del muro de la Historia. Un día fueron a por Rodolfo; suponemos que lo reventaron; su cadáver no apareció jamás. Urondo: necesitamos creer que fue más astuto: cuando medio centenar de balazos le desfiguraron el cuerpo, Paco ya habría mordido su pastilla de cianuro. Haroldo Conti: nos dijeron que alguien lo vio inválido y descompuesto por el tormento; no apareció nunca, ya lo habrán rematado. Además de la represión, el tiempo y el infortunio ejercieron su propio cepo. Alipio Paoletti regresó del exilio y poco después le estalló el corazón. Don Adolfo ya no canta tangos ni toca la guitarra: se lo llevó la muerte. A Onetti también se lo llevó la muerte, enojada al ver cómo el viejo y áspero compasivo no dejaba ni de beber ni de fumar. A Daniel Moyano lo asesinó un cáncer. A Julio Cortázar lo asesinó otro cáncer. A José María Arguedas lo asesinó el suicidio. ¡Hubo tantas y variadas desgracias! Mario Paoletti y Mario Benedetti debieron de conocerse en alguna pausa del fragor aniquilador de estos tiempos de muchos infortunios y pocas y a veces descabelladas esperanzas. No tengo la menor idea de qué es lo que hablaron en el día de su primera conversación. Sólo sé que con ellos estaba el Azar, que ya desde hacía años venía entreverando sus vidas y que tal vez suspiró con alivio cuando estos dos hombres se estrecharon la mano. Mario por Mario. Lo que quiero decirles

a ustedes es que ese libro, El Aguafiestas Benedetti no es sólo una biografía de un Mario redactada por otro Mario. Es también un tornado de memoria continental en donde dos hombres se pasan uno a otro sus recuerdos como si se pasaran el mate. A su lado, la Historia americana pone en el mate agua caliente y remueve la hierba. En silencio se miran uno a otro y sonríen con una pesadumbre apacible. Esa sonrisa es a la vez un epitafio, un homenaje, una lágrima... y una fatigada y obstinada bandera que se pone de pie para asomarse al siglo que ya está llamando a la puerta.

Mario Benedetti y la lagartija erótica Mario Paoletti (Fundación Ortega y Gasset)

Hace unos años escribí una biografía de Mario Benedetti, El Aguafiestas, que se publicó en Buenos Aires y en Madrid y que espera turno para su publicación en México. Si se descuenta algún despecho uruguayo por la condición de argentino del biógrafo y el inevitable fastidio causado en algún predicador neoliberal, se puede decir que el libro mereció una generosa acogida de la crítica. Hubo sin embargo una queja bastante compartida: ésa que se lamentaba de que el autor, o sea yo, no hubiese indagado suficientemente en los amores y amoríos del biografiado, conformándose con la renuncia y la renuencia (que son dos cosas distintas) de Benedetti a suministrar datos sobre ese costado de su vida. Y utilizaban como argumento, que reconozco como de mucho peso, una frase del propio Benedetti en El cumpleaños de Juan Ángel, cuando escribe que entre un hombre y una mujer nunca existirá una camaradería físicamente pura «porque al menor descuido corre entre las piedras la lagartija erótica». Debo decir, sin embargo, que la crítica no es del todo justa. Mucha gente podría testificar sobre mis esfuerzos por sonsacar a amigos y amigas de Benedetti, e incluso a algún enemigo, en Buenos Aires, en Montevideo y en Madrid, sin ningún éxito. En todos los casos me encontré con negativas corteses, de un género similar a las negativas del propio Benedetti o con declaraciones, aparentemente sinceras, de ignorancia absoluta. La conclusión obvia fue que si Mario Benedetti ha tenido una vida sentimental y/o sexual no oficial, se trata del secreto mejor guardado del mundo. Por pura responsabilidad de investigador he decidido, no obstante, agotar el último recurso posible: el expurgamiento sistemático de la producción lírica de Benedetti. Si es cierto que la obra de un poeta es su única verdadera biografía, allí tendrá que estar la clave secreta, me dije, y procedí en consecuencia. Esta ponencia, precisamente, es el resultado del estudio de todos los «poemas con mujer» que Mario escribió entre 1950 y 1985. En 1980, ante la necesidad de preparar su poesía completa (que saldría al año siguiente bajo el título de Inventario), Mario Benedetti decide eliminar todas las piezas de su primer libro, La víspera indeleble, y espigar rigurosamente en su segundo, Sólo mientras tanto, que

reunían la totalidad de su producción hasta 1950, es decir hasta que cumplió sus 30 años. Pues bien: el primero de los poemas de Sólo mientras tanto al que Mario Benedetti le permitió continuar con vida era, precisamente, un «poema con mujer». Se titulaba «Asunción de ti», está dedicado a Luz López Alegre --que aún no era su mujer-- y profetizaba el proceso de sincretismo que suele darse en las parejas inmutables. Aquel Mario Benedetti escribía que Eras sí pero ahora suenas un poco a mí. Eras sí pero ahora vengo un poco de ti. para luego concretar: No demasiado, solamente un toque acaso un leve rasgo familiar pero que fuerce a todos a abarcarnos a ti y a mí cuando nos piensen solos. Hay más poemas con mujer en este libro dominado por los últimos coletazos de su sed de Dios, pero son mujeres vigorosas, indescifrables, que se parecen más a un recurso lírico que a una fantasía de carne y hueso. Los Poemas de la oficina (1953-1956), su siguiente libro, son más bien «poemas de esposo», o al menos «poemas con varones», porque la oficina de la que trata este libro es la de la rutina rancia y el fracaso impotente, que son deportes masculinos. (La oficina femenina, la de Laurita Avellaneda, Mario Benedetti la guardará para La tregua). Hay en este libro, en cambio, una de las últimas oraciones que escribirá el cada vez más lejano exsecretario de Raumsol. Es uno de los mejores poemas del libro: Déjame este zumbido de verano y la ausencia bendita de la siesta déjame este lápiz este block esta máquina este impecable atraso de dos meses este mensaje del tabulador déjame solo con mi sueldo con mis deudas y mi patrón déjame pero no me dejes después de la siete menos diez Señor, cuando esta niebla de ficción se esfume y quedes Tú si quedo Yo.

Éste será el último «poema con Dios» que Mario Benedetti escribirá en mucho tiempo, si se exceptúa aquel otro, tan vallejiano, del «padrenuestro latinoamericano», de Poemas del hoyporhoy en el que un desilusionado Mario Benedetti llega a la conclusión de que en algún momento «Dios se quedó dormido». Poemas del hoyporhoy, con versos que van desde el año 58 al 61, es un libro que marca el primer cambio esencial en la poesía de Mario Benedetti. Si en sus dos primeros libros se había ocupado de su corazón y de Dios, y en el tercero de la Oficina y de Dios, en éste, en cambio, empieza a dar entrada a los prosaicos asuntos que en el futuro serán los invitados contumaces de mucha de su poesía y de casi toda su prosa: reflexiones sobre los pobres y los ricos, la justicia y la injusticia, los pitucos, la coima, la Reforma y la Revolución, el paisito de la cola de paja y el corazón de oro. Hace una opción, en fin, por lo que la crítica de su tiempo llamará «poesía social», que en el caso de Mario Benedetti toma la forma, además -puesto que es un hijo del Río de la Plata- de la ironía y del sarcasmo, que suele ser la mejor estrategia para descargar a esta clase de poesía de posibles y no deseadas solemnidades. En el poema «Monstruos», por ejemplo, Mario Benedetti hace su autorretrato y halla, entre otras características merecedoras de crítica, que no fuma en pipa frente al horizonte, que su nariz -qué vergüenza- no es como la de Goethe, y que no le gusta Ionesco. Pero también halla, y eso interesa a nuestro trabajo, que me encantan las mujeres sobre todo si son consecuentes y flacas y no confunden sed con paroxismo. (No queda claro si estas mujeres que confunden la sed con el paroxismo son, también, consecuentes y flacas). En «Interview», que es otro autorretrato, el poeta empieza a perfilar más nítidamente los contornos de la mujer ideal cuando escribe que de la mujer le gusta su alma y su corazón, pero sobre todo las piernas, y que nada le complace más que «alzar la mano y encontrarla a la izquierda, tranquila o intranquila, sonriendo desde el pozo de su última modorra». También dice que le gustan mucho las mujeres «cuando miran como a veces se mira un rato antes del beso». En Poemas del hoyporhoy está también «Ella que pasa», que es una elegía al amor de tres minutos, que se presenta como un amor prohibido (pero no sólo por adúltero sino sobre todo por turbador, por desordenador de confortables rutinas): Paso que pasabas rostro que pasabas qué más quieres te miro después me olvidaré después y solo solo y después seguro que me olvido.

Paso que pasas rostro que pasabas qué más quieres te quiero te quiero sólo dos o tres minutos. Para quererte más no tengo tiempo. Paso que pasas rostro que pasabas qué más quieres ay no ay no me tientes que si nos tentamos no nos podremos olvidar adiós. Más tarde, en 1962/1963 -nuestro hombre ya tiene 40 años largos- en el poema que da título al libro Noción de patria, aparece un diario artístico-literario de sus dos primeros viajes a Europa y los Estados Unidos que es también un «poema con mujer» porque en el lugar dedicado a Roma, Mario se ocupa de rescatar especialmente el doloroso recuerdo de aquella vez que vio a las mujeres más lindas del planeta caminando sin mí por la Vía Nazionale mientras que en «Esta ciudad es de mentira», se quejará también («no puede ser», dice, taxativamente) que cuando en Montevideo sopla el viento y levanta las polleras «todas las piernas son lindas». Tiene razón Benedetti: no puede ser. Y en «Allí enfrente» Mario Benedetti nos sirve una sabrosa instantánea de su ciudad en la que por primera vez aparecen juntas en un mismo poema su mujer, en particular, y las mujeres, en general. Es un poemita muy eficaz: Aquí en esta vereda impecables lujosos los Grandes Almacenes el Banco y sus Billetes el Diario y sus Pizarras dos Curas un Impala allá enfrente

distintos el farol una escuela dos hombres en campera ciruelos y duraznos las muchachas su risa un frente con balcones tres negritos mirando. te ofrezco el brazo vamos a cruzar la Avenida. Seguimos. Sólo cinco años después de aquel «Ella que pasa» en el que se asustaba de las consecuencias de los amores de más de tres minutos, nuestro poeta ha decidido cambiar de recomendación, al menos cuando se trata de los demás. Ahora propone: Varón urgente hembra repentina no pierdan tiempo quiéranse porque el tiempo pasa, dice este nuevo Mario Benedetti, está pasando, ya ha pasado para esos dos que, si no se dan prisa, pronto empezarán a ser «urgente viejo / anciana repentina». Y también de estos años y de este libro es la primera versión de su poema «No te salves», que aún se llama «Entre estatuas», pero que ya está muy cerca de la que será su forma definitiva. En «Balance» -que no alude a la idea de equilibrio sino a la de idea de inventario- Mario Benedetti coloca entre sus activos (junto a los libros, los viajes, tres corbatas que nunca se arrugaron «y esas tardes mágicas en que uno escribe de un tirón»), (la) memoria y (el) tacto de cinturas (los) labios y las cosas que se dicen cuando se ama. En el Pasivo de este «Balance» no aparecen mujeres, lo que podría ser una pista sino fuese porque tanto en el Activo como en el Pasivo, y yo diría que casi de contrabando, se repite un verso misterioso: «los ojos de alguien en un gran silencio». ¿Por qué los ojos de alguien en un gran silencio pueden ser a la vez una riqueza y una miseria? No menos evanescente es la mujer de «Corazón coraza», el primer poema de Mario Benedetti en el que estalla la pasión, aunque sólo podamos saber de ella que «es linda desde el pie hasta el alma», y que es pequeña, y dulce, y orgullosa. Y que Mario la tuvo, y no. Seguimos. En Próximo prójimo (un libro que Mario puso bajo la advocación de unas palabras de Sebastián Salazar Bondy según las cuales «la poesía es una habitación a oscuras») que es del año 64-65, Mario Benedetti parece revelarnos un amor infantil, inaugural:

qué maga qué sin trenzas viniste ah prójimo-muchacha la primera a instalarte delante de mis ojos de niño ¿Quién será esta destrenzada? Quizás aquella esquiva Teresa de la Deutsche Schule («chiquilina a obligatoria distancia / la teresa rubia de ojos alemanes y sonrisas para otros / ... / futura pobre gorda cargada de deudas y de hijos») o quizás aquella muchacha de Capurro, de ojos verdes y pelo negro (de cuyo nombre Mario se ha olvidado) o, quién sabe, Blanca la vecinita de Tacuarembó, la que puso al borde del colapso, con la invalorable ayuda de Marito, al matrimonio Benedetti-Farrugia. Pero al final de este mismo libro aparece un «poema con mujer» de factura mucho más adulta: rostro herido heridor ojos que lo supieron aduana de la dulce simetría olvidada presencia inolvidable ... yo pienso en ti cuando la noche clava para siempre qué suerte para siempre otra lanza-nostalgia en mi costado y es en este mismo poema en el que Mario Benedetti trata a su corazón de embustero, de piadoso y de mesías. Hay que esperar hasta Quemar las naves, que es un libro del año 68-69, para encontrar una mujer con nombre propio, que viene así a agregarse al de Margaret Sullavan entre los amores oficialmente reconocidos por Benedetti. Es un poema refractario a toda duda y especialmente a la posibilidad de cualquier derrota. Un poema muy poco profético (al menos dentro de este milenio). Mario está hablando de la Revolución, de su inminente triunfo y de lo que vendrá después del triunfo: es bueno que se sepa desde ahora que no habrá posibilidad de remar nocturnamente hasta otra orilla que no sea la nuestra ya que será abolida para siempre la libertad de preferir lo injusto y en ese solo aspecto seremos más sectarios que dios padre no obstante como nadie podrá negar que aquel mundo arduamente derrotado tuvo alguna vez rasgos dignos de mención por no decir notables habrá de todos modos un nuevo museo de nostalgias donde se mostrará a las nuevas generaciones cómo eran parís

el whisky claudia cardinale. Su libro con más cantidad de «poemas con mujer» es, precisamente, Poemas de otros, el libro que coincide con su primer exilio en la Argentina. Allí, en «Hombre que mira sin sus anteojos», Mario Benedetti declara taxativamente que las buenas mujeres de esta vida se yuxtaponen se solapan se entremezclan la que apostó su corazón a quererme con una fidelidad abrumadora la que me marcó a fuego en la carvernamparo de su sexo la que fue cómplice de mi silencio y comprendía como los ángeles la que imprevistamente me dio una mano en la sombra y después la otra mano la que me rindió con un solo argumento de sus ojos pero se replegó sincera en la amistad la que descubrió en mí lo mejor de mí mismo y linda y buena y tierna amó mi amor (Seis mujeres, si no he contado mal, aunque una se repliega en la amistad y otra se limita a comprender como los ángeles). En esta misma línea, aunque escrito en tercera persona, aparece también «Apenas y a penas», en el que Mario Benedetti dice de alguien a quien parece conocer muy a fondo, que con el deseo más tierno que otras noches tentó las piernas de la mujer nueva que afortunadamente no eran de carrara posó toda su palma sobre la hierbabuena y sintió que su mano agradecía Y también de esta época son sus poemas de amor militante, esos que desde hace muchos años han sido elegidos como sus preferidos por muchedumbres de jóvenes en todo el mundo que ama en español. Por ejemplo, el famoso «Hagamos un trato» («Compañera / usted sabe / que puede contar conmigo / no hasta dos o hasta diez / sino contar conmigo») o el no menos famoso «No te salves», ya en su forma definitiva, y el igualmente popular «Te quiero», que es el preferido de los músicos («si te quiero es porque sos / mi amor mi cómplice y todo / y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos») poemas todos ellos que serán de consulta obligatoria de futuros historiadores que quieran conocer cuál era el talante de un joven -y de muchos maduros de corazón reverdecido- en aquellos felices y terribles años en los que algunos creímos entrever las Puertas del Paraíso. A partir de este libro se abrirá en la vida de Mario Benedetti el áspero paréntesis del destierro, que dará paso a poemas tristes, indignados, perplejos, pero casi totalmente vacíos de mujeres, porque el exilio, como su nombre lo indica, es repugnantemente masculino.

Serán quince años de versos atravesados por la soledad (histórica, geográfica, física) y por el ardor de la lucha contra una dictadura brutal y mediocre. Sólo de vez en cuando -como esos días de primavera que se meten de vez en cuando en medio del invierno- aparecerá un aire de mujer, como en cierto «Testamento de miércoles» del año 78, en el que Mario desea dejar constancia de tres muchachas que le sonrieron, o la mención de un inquietante sueño recurrente (casi un sueño de preso) que aparece en Geografías: Ay del sueño si lo sobrevivo es ya borrándome ya desconfiado y permanente y tantas veces me hundo y sueño muslo a tu muslo boca a tu boca nunca sabré quién sos También de esta etapa es el largo y emotivo poema dedicado a su esposa, Luz, como regalo de bodas de perlas, que comienza con una inquietante comparación: Después de todo qué complicado es el amor breve y en cambio qué sencillo el largo amor digamos que éste no precisa barricadas ni contra el tiempo ni contra el destiempo ni se enreda en fervores a plazo fijo Y también de esta etapa es aquel poema impresionista en el que Mario Benedetti decidió elevar a rango de tesis científicamente comprobada que Una mujer desnuda y en lo oscuro genera un resplandor que da confianza de modo que si sobreviene un apagón o un desconsuelo es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda. Estamos en 1985. En septiembre Mario Benedetti va a cumplir 65 años. Hasta aquí todos los «poemas con mujer» que hemos encontrado. No se puede decir que sean muchos ni demasiado orientativos pero, como dicen los castellanos, «menos da una piedra». El próximo paso, si estuviésemos hablando de gente normal, debiera ser el análisis riguroso de estas pistas y de estos rastros con la esperanza de que nos conduzcan hasta la identificación de los seres reales que los suscitaron. Pero Benedetti, que es muy astuto, también había previsto esta posibilidad y, curándose en salud, escribió -hacia esa misma época de su primer exilio argentino- una serie de poemas contenidos en el libro Poemas de otros, que invalidarán por adelantado toda posible especulación sobre esos rastros y esas pistas y estableciendo una garantía de su inimputabilidad. La teoría es muy sencilla: él, Mario Benedetti, es Mario Benedetti, pero también es todos los hombres que no ha sido, y

por lo tanto es justo y necesario que haya escrito los poemas de todos esos hombres que pudo ser y no fue. Sus poemas, dice, sin que se le caiga la cara de vergüenza, son mentiras de a puño son verdades piadosas ... son otros que están fuera de mi reino claro pero además estoy en ellos a veces tienen lo que nunca tuve a veces aman lo que quise amar a veces odian lo que estoy odiando Dicho de otro modo, que los poemas de amor escritos por Benedetti pueden corresponder a la realidad-real o a la fantasía. Y no sólo a la fantasía a secas, sino a alguna de las fantasías de los múltiples Benedetti potenciales que deambulan por su inconsciente uruguayo. Y entonces, para mayor recochineo, como también diría un castellano, Mario Benedetti escribe su poema «Respuesta con segunda» en el que se interroga, con una apariencia de candor que no es de este mundo: por qué será que mis Otros escriben casi siempre poemas de amor con esperanza o desolación con plenitud o soledad pero poemas de amor a una muchacha o a mujeres varias al hijo o al paisito pero poemas de amor por qué será (...) a vos lector mi prójimo qué te parece A mí me parece, Don Mario, que por segunda vez me ha engañado y que he vuelto a quedarme con una biografía inconclusa entre las manos.

Mario Benedetti: la complejidad de la esperanza Manuel Alcaraz Ramos (Universidad de Alicante)

Quizás debiera ensayar primero unas palabras de justificación; la del estudioso en otra materia que invade territorio ajeno en pos de una inspiración, al reclamo de la intuición de que es posible (re)interpretar los propios conocimientos académicos a la luz de una perspectiva distinta. Seguramente entenderán ustedes, así, la presencia de un profesor de Derecho Constitucional en tierras de literatura; la presencia de quien interesado científica y vitalmente por los procesos de organización social descubre en el susurro y en el grito de algunos versos que la sociedad y sus personas son también dichas y expresadas en torno a vivencias difícilmente reducibles al código jurídico y que en ello es posible descubrir la presencia de diversas racionalidades felizmente complementarias cuando el jurista lee poesía y cuando el poeta se interesa por la estructura del mundo de la vida y del mundo del poder, siempre existente para bien o para mal. Pero aún hay otra razón para reclamar asilo en este encuentro. Una razón más personal. Ciertos avatares me han llevado a cumplir, durante algún tiempo, una función de representación política. En este trance, en plena campaña electoral, los versos de el «Poema de los Candidatos», eficaz y cariñosamente citados por José Carlos Rovira, fueron, y aún son, un poderoso recordatorio, una estimulante vacuna contra algunas veleidades. Por eso le debo a Mario, que alguna vez fue también candidato, un agradecimiento. Quizás valgan para ello estas páginas que sólo intentan ser reflexión sobre lo que es política en la poesía de Benedetti o, dicho de otra forma, explicación de lo que yo he llegado a descubrir en la política apoyándome en el ético y rotundo bastón de la obra de Mario Benedetti. Con esto podemos empezar. Empiezo imaginando a Mario enamorado en Heidelberg, ascendiendo minuciosa y renqueantemente el philosophenweg, el «paseo de los filósofos», hasta llegar a una placa de piedra en que unos versos de Hölderlin ensalzan a la ciudad que queda a sus pies. E imagino a Mario rememorando allí, silencioso, en el frío de la mañana renana, otro verso de Hölderlin: «...¿y para qué se necesitan los poetas en un tiempo mezquino?». Mira luego a lo lejos, a las ruinas más románticas de Europa, y responde: No te quedes inmóvil al borde del camino. Mario vuelve a andar. Porque no ha concebido la quietud, ni siquiera como consolación en camino de filósofos. Y es que la respuesta es clara y certera: todos los tiempos son mezquinos y si de nada sirviera, la poesía resbalaría por la Historia como lluvia sucia, sin encontrar nunca su derecho a un arco iris. Benedetti reinventa así la esperanza como primera herramienta de su oficio: si todos los tiempos son mezquinos también, en todo tiempo, hay amor, París, whiskys o Claudias Cardinales a los que perdonar su carácter de superestructura. Porque en los tiempos de turbación hay que hacer mudanza y si todo tiempo es mezquino, en todo tiempo cabe la esperanza proclamada por Mario: sé que el mundo es espléndido y brutal sé que el mundo es benévolo y feroz Desde esta base podemos ahora afirmar que en la poesía de Mario Benedetti que diremos política su primer fundamento será, precisamente, interpretar la mezquindad, que

es el resultado de una trama espesa de injusticia, de invisibles relaciones de poder, de determinaciones económicas diseñadas por manos presuntamente invisibles. Sucesos que toman su fuerza de su silencio, de su pasar gris entre los hombres y las mujeres, de manera que sólo por sus efectos se les reconoce. Por eso, «si a uno le dan palos de ciego, la única respuesta eficaz es dar palos de vidente». Este acto de lucidez que traspasa lo aparente supone descubrir y decir y gritar, si es preciso, que esa mezquindad, por sus hondas y materiales raíces, es compleja y que no desaparecerá sin más por nombrarla y que a veces son tan peligrosos, contra la alegría -auténtico valladar contra la mezquindad y sus efectos-, «los ingenuos» y «los canallas», dos especies con una extraña proclividad a reunirse y entremezclarse en la actividad política. Si decimos que la mezquindad es compleja es porque con el discurrir de los poemas de Mario descubriremos que es irreductible a la abstracción, igual que descubriremos que cada desaparecido tiene cara y que el dolor es vario como distintos son los sufrientes y que el hombre es cada hombre porque: en la babel del hambre a ras de suelo cada pobreza habla otra vez otra vez una lengua distinta O sea: que una cosa es atacar las causas últimas de la mezquindad y otra ignorar que los conceptos no alimentan. Pero siendo esta confusión grave en muchos redimidores de la humanidad más grave es la tentación de odiar al malo en lugar de amar al bueno. Claro que el odio a veces es necesario y que es buen comienzo el suicidio de los torturadores... pero más necesario es ese amor al bueno. Y esa medida de lo complejo que es el mundo, Mario se la sabe. Por eso la frontera entre el poema de amor y el poema político, en su obra, más que tenue o incierta es inexistente. No sólo entre enamorados que descubren a la vez y con tranquila sorpresa su amor y su coherencia ideológica, sino, diríase, también está en un amor por el descubrimiento de que otros no son como otros más malignos hubieran deseado: No todos son así, no todos ceden. Tendré que repetirlo a escondidas y barajar de nuevo el almanaque. ¿No son estos versos una proclama sobre la complejidad de la Historia, en favor de entender la Historia como un jardín en el que florece la necesidad cruel pero, con ella, también florece el árbol de la libertad? Porque nadie emigra ni desaparece del ayer allí estamos todos

los cuerpos y sus sombras el misterio y su clave. Pero cuando «estamos todos» en un ayer de misterio y de factible comprensión es que estamos también hoy y estamos, así, -ya- en la Historia. ¿Y para qué estar en la Historia si no es para hacerla, para construirla? Incluso algunos encontraron un momento, su momento refulgente, para domar o querer domar a la Historia, los que, por ejemplo, blandieron la justicia como fiebre el amor cual relámpago la excepción como regla y la revolución ese eterno entrevero como última acrobacia inevitable. En esta admiración por bellos revolucionarios del siglo XVIII hay una definición del impulso histórico pero, creo, está dicha con cierta ironía, la del que admira al admirable pero que no se imagina teniendo la oportunidad de verificar otra rutilante revolución en tecnicolor. Si se prefiere compárese este derroche de imágenes del poema «Los tres» con los dedicados a la revolución cubana, más próxima, más de verdad, más en la Historia por hacer. Más dulcemente amarga. Pero retomemos el hilo y enfadémonos brevemente con Mario por haber dedicado un poema a Fukuyama, señor de nombre imposible y de fama inmerecida. Aunque, eso sí, Mario lo nombra para plantarle cara y le pregunta, se pregunta, nos pregunta: la historia ¿habrá acabado? ¿será el fin de su paso vagabundo? ¿quedará aletargado e inmóvil este mundo? ¿o será que empezó el tomo segundo? A esas preguntas responden otros versos desde el eco lejano de los acantilados del futuro: cómo voy a creer que la esperanza es un olvido porque: cómo voy a creer que el horizonte es la frontera que el mar es nadie que la noche es nada.

Descubrimos, pues, otra vez a Benedetti agrupando la libertad y la esperanza, como grandes motores de una teoría política no reducible a ninguna escolástica. Una teoría -como toda buena teoría- que es bosque abierto a la especulación y a la inteligencia en el que lo directamente político está en disposición de tornarse conocimiento y expresión, en tarea digna de Penélope tejiendo y destejiendo lo posible y lo improbable. Eso sí: siempre que uno sea de izquierdas. Ahora podríamos lanzarnos por un tobogán hecho de millones de indicios, gestos, guiños y hasta palabras y versos para decidir magistralmente por qué Mario es de izquierdas. Pero podríamos también columpiarnos eternamente por billones de realidades que demuestran, en la obra de Mario, que la cosa es más sencilla a fuer de lógica porque basta observar que es cuestión de elección: nada más falso que ese lugar común que dice que alguien es de izquierdas porque no pudo ser otras cosa..., para alguien de izquierdas siempre se puede ser otra cosa; incluso hay gente que no podía ser otra cosa que de izquierdas y acabó siendo de derechas y, a veces, convertidos en perfectos idiotas. Y puestos, en fin, a elegir y ser catalogados, mejor compartir página y algún almuerzo con esa gente que «asedió las respuestas con preguntas durísimas» y que, a veces, sólo a veces, «tuvo una enojosa obsesión por la verdad». Y es que más vale estar del lado de los que aún tienen fuerza para hacer preguntas que del lado de los bendecidores de cualquiera de las muchas formas de opresión porque nunca concibieron un mundo al que preguntar. Pero ser de izquierdas y hacer preguntas obliga muchas veces a alzar -aunque sea con parsimonia- la voz hasta alcanzar el volumen y el gesto moral del grito. Y no siempre para celebrar victorias. A veces ser humilde es la única forma de ser honestos:

esto es una derrota hay que decirlo vamos a no mentirnos nunca más a no inventar triunfos de cartón y sigue el poema: tendré que excavar hondo en el futuro y buscar la verdad porque si esta vez no aprendemos será que merecemos la derrota y sé que merecemos la victoria. Ya lo vemos: advertencia contra una izquierda acostumbrada necrofágicamente a cimentar sus derrotas sobre sus anteriores derrotas. Ya lo vemos: otra vez la esperanza, cirineo de cada día de exilio y persecución.

Pasemos esta página pero permanezcamos en este capítulo, habitado por un Mario Benedetti, poeta, decididamente de izquierdas, lo que da coherencia a su devenir humano y literario. Quizás nunca nadie ha explicado mejor la idea que Bloch en su Principio Esperanza: la izquierda es como un río que siempre ha de alimentarse con dos corrientes. La fría del estudio y el análisis y la cálida de la indignación ante la injusticia. Cuando la izquierda, caliente, olvida estudiar hasta comprender la realidad o cuando fría y en el poder ignora al ser humano concreto, es un río muerto. Ésta, insisto, es una lección que Mario siempre ha sabido y que la ha servido a la izquierda de su época y de su entorno. Pero seamos justos: no convirtamos a Mario Benedetti en apacible icono, modelo para imitar, sueño encarnado. Tampoco le obliguemos a hacer autocrítica, que ya nos advirtió él mismo que «el inconveniente de la autocrítica es que los demás pueden llegar a creerla». Ya lo vemos: a Mario la ironía lo inmuniza contra algún tipo triste de dogmatismo al que, también es cierto, todos tenemos derecho alguna vez, sobre todo en noches de insomnio. Pero, por eso, seamos justos: no convirtamos sin más al poeta en su palabra, no escribamos a fuego su palabra en madera sagrada. Mario poeta es Mario persona. La persona de izquierdas debió -porque su libertad se lo indicó- hacer política. Y hacer política era también rehuir para sí y avivar para otros la ironía que le inspiran los políticos profesionales y, a veces, escribir versos que a lo mejor servían hasta para obtener votos: la gente ya se cansó de quedarse con las ganas las bases son en el Frente la presencia soberana cielito cielo cielito como era de suponer somos modestos queremos sólo pueblo en el poder Yo creo que escribir este poema debió hacer muy feliz a Mario: es acción rimada. Y en política el paso a la acción es siempre gratificante: ese momento en el que las dudas deben caerse de la maleta para poder emprender el viaje. Por eso este poema nos hace felices a los lectores: nos trasmite su impaciencia... Sólo que nos queda la duda sobre qué hubiera pasado si todos los poemas fueran así... Sin embargo Mario sabe escaparse de esa patente y excesiva facilidad; es capaz de embridar alguna euforia, saber que ciertas cosas son precisas en cualquier maleta: siempre respetará y defenderá la belleza como la llave que de verdad abrirá la puerta a la eficacia del mensaje. Este es el marco real de las «letras de emergencia», de esos múltiples poemas de Benedetti que dan respuesta urgente a interpelaciones también urgentes de un entorno vivo y, a veces, cruel. Ahora las metáforas pueden desbordarnos limitando la visión cabal de lo existente. Afirmemos, sólo, que Mario planta cara a la vida mala, escupe libertad a la necesidad y esculpe versos ante, como define la Academia el término «emergencia», un «suceso, accidente que sobreviene». Pero queriendo o sin querer Mario también honra ese otro significado de «emergencia», o sea, «acción o efecto de emerger», es decir: «brotar, salir del agua u otro líquido». Por eso se entiende que Mario urgente, Mario emergente e

insurgente, Mario líquido, oceánico, haya protagonizado algunos nacimientos de singular interés. Mario se encuentra con una amplia estirpe, una estimable compañía de literatos con mayúscula que sin pedir perdón clavan flecha en diana como sueño en realidad y es su aliento un amanecer en la noche oscura del alma de los pueblos y en la noche oscura de los cuerpos de los hombres y de las mujeres. Fuera excesivo rememorar algunos, siquiera los obvios, incluso olvidando a los que llevados del momento maltrataron algunas palabras. Pero no está de más, quizás, aventurar algunas analogías para mostrar que a veces en lo indirecto es donde la resistencia y la emergencia de propuestas se encuentra la mejor alternativa a los fuegos devoradores de lo simplemente existente, sea en universos pálidos de aburrimiento o en otros en los que el fuego no es metáfora siquiera sino atrocidad, sea para el militante político empeñado en renovar el sentido mismo de su militancia, sea en aquel otro que sólo existe para acatar y justificar consignas. Por ejemplo a la hora de establecer paralelismos no podríamos olvidar emparentar algunos poemas de Mario con los Epigramas de Ernesto Cardenal, incluso con aquellos en exceso claros. Quizás ninguno tan emergente como el que dice: Me contaron que estabas enamorada de otro y entonces me fui a mi cuarto y escribí ese artículo contra el Gobierno por el que estoy preso. Pero en otros momentos la similitud no es tan fácil y aún así, ¿quién negaría a estos versos de Machado el carácter de tratado de política para izquierdistas?: Si vivir es bueno, es mejor soñar, y mejor que todo, madre, despertar. Incluso podemos imaginar obrando con emergencia al fantasma de Whitman preguntando a un Mario dormido: ¿Eres tú quien pretende asumir la misión de enseñar a los poetas aquí en los Estados Unidos? La misión es augusta y las condiciones duras. Y hasta, desde la otra orilla, a Borges buscando conjurados: ...hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. Han tomado la extraña resolución de ser razonables. (...) Mañana serán todo el planeta. Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.

Pero puestos a buscar una arqueología de la poesía de urgencia -que, como vemos, puede derivarse sutilmente a la poesía política sin más- yo situaría a la Odisea porque en ella está la partida de nacimiento de la razón occidental encarnada en una sucesión de aventuras de la inteligencia vividas en la metáforas del viaje y de la dialéctica compleja entre las victorias y las derrotas, entre la astucia y la fuerza. Porque como recordó en 1558 du Bellay son «felices quien, como Ulises, han hecho un buen viaje», verso que Seferis glosó diciendo que «me imagino que viene a aconsejarme cómo hacer yo también un caballo de madera para ganar mi propia Troya» ya que, continúa el poeta contemporáneo griego, es inevitable no sentir también «la amargura de ver los compañeros naufragando en los elementos, diseminados; uno a uno. Y de qué extraña manera te haces hombre hablando con los muertos, cuando los vivos que te quedan ya no bastan». Vieja historia, quién sabe si la más terrible: antigua tela de la Historia de la literatura entretejida con una Historia real de combates, de vida y de muerte, de personas a las que nadie les ha explicado con certeza si ya se fueron o si no si son pancartas o temblores sobrevivientes o responsos. Recordemos: la complejidad del dolor y de la tristeza es también dato irrenunciable para la definición de la urgencia, del estado vital y político de emergencia ante, precisamente, el sufrimiento o sus parientes pobres: la estulticia, la banalidad, la gestión administrativa de las existencias. Pero no ha de querer Mario que al final el final, el dolor y hasta la muerte sean olvido. Por ello la memoria, materia de lo emergente, sólo tendrá sentido, un complicado sentido, si sirve para la vida, para cimentar los sueños a los que tenemos derecho y a los que tienen derecho, sobre todo, aquéllos y aquéllas a los que se les trató de arrebatar hasta los sueños. Pero, por ello, la memoria viene reclamando realidades, pues peor infamia sería (re)condenar a los que se le quitó su propia realidad al universo perenne y etéreo de los sueños. En esa tensión contradictoria entre sueños y realidad, entre lo que no es y lo que debe ser y lo que es de demasía, se estructura la mejor poesía política de Mario Benedetti. Si tuviera que elegir para mostrarlo un fragmento que, por sí, fuera Programa de Elecciones, elegiría este: El viento arrima propuestas mejores que las de antes ya no son interrogantes triviales o deshonestas pero el mar tiene respuestas que improvisa en el momento y el diálogo es tan violento que no podré descansar mientras no se calme el mar y no se interrumpa el viento.

Seguramente fuera lo mejor concluir sin más con esas palabras. Pero no puedo evitar recordar, que, al final, siempre, por la avenida vienen los candidatos, lo que es un reconocimiento personal, el acogimiento a una invitación al compromiso y el recuerdo de que puede haber candidatura «a piel de judas». Sólo cabe, pues, mi agradecimiento al avisador de navegantes, a la voz para desmemoriados del enfermo de optimismo sentado sin detenerse al borde de cualquier camino de filósofos. Pero Mario Benedetti, entendámoslo, es algo más que pregonero o altavoz o bandera o letrista. Para un político -al menos para uno provisional como yo- es maestro cómplice en complejidades, profesor en esperanzas. Esperanzas hechas con la materia con la que está hecha la vida y la mañana. Esperanza para cambiar la vida y la mañana. Nada más puedo decir, salvo apropiarme de unos últimos, intensos, versos: Mientras devano la memoria forma un ovillo la nostalgia si la nostalgia desovillo se irá ovillando la esperanza siempre en el mismo hilo.

Los adioses de Mario Benedetti Rosa María Grillo (Universidad de Salerno, Italia)

Primer encuentro, adiós y reencuentro o bienvenida son etapas ineludibles de toda vida humana y por ende de toda literatura; el adiós, por su posición intermedia, se puede relacionar tanto con el primer encuentro -el fulgurar de una mirada o la suerte inesperada que pone en contacto dos vidas- como con el reencuentro, el momento de felicidad -de interrogación o de decepción- después de una separación. En las situaciones narrativas textos en que se narre algo en movimiento- hay inevitablemente adioses y bienvenidas, alejamientos y acercamientos, ausencias y reencuentros aunque, claro está, no siempre explícitos y no siempre decisivos o funcionales al desarrollo de la acción. La escena de adiós, por supuesto, puede tener los más variados actantes y escenarios, desde el clásico entre amantes (el de Héctor y Andrómaca, por ejemplo, adiós real, in praesentia, definitivo), al otrosí clásico adiós a un lugar (el de Lucía a su pueblo en Los novios de Alejandro Manzoni), o el adiós a un tiempo o una etapa de su propia vida («Escrito en el agua» de Ocnos de Cernuda) o a la vida misma (la última carta del joven Werther goethiano a su amigo). También la forma puede ser muy airada, desde el monólogo de Lucía al diálogo homérico al adiós epistolar. En estas tan variadas

posibilidades (en la vida como en la literatura) a los adioses realizados (cuando se realiza la escena del adiós, con la elaboración del duelo a través de un rito que vuelve doméstica, aceptada la separación) se oponen adioses imaginados (todo el texto de Albertine disparue de Proust es una meditación y una construcción imaginaria de posibles escenas de adioses) y adioses in absentia (de tanta poesía lírica -Catulo- y textos teatrales -delante el cuerpo del amado- Romeo and Juliet) o separaciones silentes (sin el rito del adiós, lo que vuelve más terrible aún la ausencia: «Si hubiera podido hablarle por última vez...» es frase repetida de tanta literatura y de tanta vida vivida). No faltan tampoco escenas reales de falsos adioses (entre los cuatro amantes de Cosí fan tutte de Mozart-Da Ponte). ¿Quién, entre poetas, dramaturgos y narradores no ha afrontado por lo menos una vez una escena de adiós, de cualquier tipo y motivación (el deber, el destino, el desamor, etc.)? Tampoco en Benedetti faltan escenas de adiós aunque en él no se encuentren generalmente relacionadas con el primer encuentro, un topos que ya ha merecido estudios sistemáticos (Rousset 1989), sino con el reencuentro. Y, estadísticamente se hacen más frecuentes en su narrativa y en su poesía de los últimos 20 años, cuando su mundo creativo ha empezado a moverse alrededor de una fractura, un alejamiento, no determinado por causas internas a la pareja o al grupo sino externas: la clandestinidad, la cárcel, el exilio. Es decir, a lo largo de la década del 60, se verifica un aumento de escenas o situaciones de adiós y a un cambio neto en la tipología y morfología de los mismos en correspondencia con un cambio sustancial en su vida, cuando su mirada pasa de ética a ideológica, y sus personajes de civiles a políticos y se ven además involucrados en historias y sentimientos no ya individuales e íntimos (soledad, amor, celos, etc.) sino colectivos (guerrilla, solidaridad, odio de clase o ideológico, etc.). A sus primeros personajes de la mediana burguesía no se ajustaban adioses melodramáticos y, aún menos, trágicos. Rafael, el protagonista de «No tenía lunares» (Esta mañana, 1949), con el revólver en el bolsillo trasero del pantalón, teniendo frente a sí a su mujer y al amante de ella, hace prefigurar un adiós trágico y sangriento. Nada de todo eso: después de un recorrido en taxi que parece fruto de la ira y de la irracionalidad, lleva a término una venganza lúcida y premeditada, dejando en casa de la suegra a su hijo, a su mujer y a su amante y obligando a éste último a mantenerlos. Por lo tanto, la escena trágica (adiós = uxoricidio) viene escamoteada a favor de una solución de tono gris, aun no exenta de humor, que evita la tragedia y bien se ajusta a este «paisito de clase media, sin tragedias, sin volcanes» que es el Uruguay de mediados del siglo. Igualmente grotesca es la despedida de soltero de «Caramba y lástima» (Montevideanos, 1959), mientras el cuento «Los novios» (Montevideanos) confirma la imposibilidad -en el Montevideo pequeño-burgués de la época- del adiós como libre elección y autodeterminación: los novios prefieren, a un adiós que cambiaría toda una vida hecha de costumbres y manías compartidas por veinte años, la monotonía de su cansada relación. En La tregua (1960) tampoco se asiste al adiós entre Santomé y Avellaneda ya que el destino no permite este último encuentro, y esto sí hubiera sido trágico y definitivo, un adiós romántico a la persona amada al mismo tiempo que a la vida. Tampoco la poesía de esta primera época (aproximadamente hasta el fin de los 60) nos proporciona muchos adioses, que no sean los reales dirigidos a amigos y compañeros cubanos después de la primera experiencia de Benedetti en la isla («Habanera» de Contra

los puentes levadizos, 1966) o los que simbolizan cambios de vida y de actitudes («Sigo en pie / por latido / por costumbre / por no abrir la ventana decisiva / ... / sigo en pie / por pereza en los adioses / cierre y demolición / de la memoria»; «En pie» de la misma colección); es decir, ya en estos años, se impone la dimensión social e histórica de las relaciones humanas, más que la individual-sentimental. En los años 60 Uruguay deja de ser la Suiza de América o la Atenas del Río de la Plata y, paso a paso, consigue dignidad de país latinoamericano, con sus tragedias y sobre todo la necesidad de romper con la monotonía, la repetición, la rutina. Ahora sí que los adioses se abren paso en la literatura de Benedetti con todas sus facetas y formas, con todos sus matices y modalidades pero siempre con una constante: es la Historia la que impone separaciones y despedidas y que hace el reencuentro -cuando lo hay- problemático. «El país ha cambiado a una velocidad vertiginosa en esta última década. Y en la misma medida en que el país ha cambiado, ha ido cambiando el país que está en mí», había dicho Benedetti en una entrevista del 71. La desorientación y la angustia del uruguayo repentinamente privado de sus antiguas certidumbres necesitan, para expresarse artísticamente, otros registros. Renunciando al realismo crítico urbano que, en prosa como en poesía, le había proporcionado tan buenos frutos, con los cuentos -fantásticos los másde La muertey otras sorpresas (1968) y con la novela en verso El cumpleaños de Juan Ángel (1971), Benedetti, utilizando recursos y estructuras narrativas del fantástico y del super-realismo, da voz a un Uruguay que va entrando en el mundo de lo absurdo y de los horrores latinoamericanos. Los encuentros, adioses y reencuentros repetidos cíclicamente en «MissAmnesia» (La muertey otras sorpresas), que por su repetitividad se han vaciado de sentido, responden al momento de incredulidad, de suspensión del juicio del uruguayo medio frente a los cambios repentinos de su país; sólo tres años más tarde El cumpleaños de Juan Ángel constituye el «punto de no regreso», la virada irreversible hacia el compromiso más directo y políticamente definido: toda la novela se puede leer como un testamento espiritual, un adiós prolongado a la vida en el cual el tono épico ideológicamente sostenido y la estructura particular que no permite la identificación -ironía, verso narrativo, vaivenes de la memoria, tiempo comprimido- aniquilan sentimientos patéticos y melodramáticos. A partir de los títulos posteriores (Letras de emergencia, 1973, Poemas de otros, 1974, Con y sin nostalgia,1977, etc.), la circunstancia concreta se impone otra vez, y la vida real de los uruguayos -la guerrilla, la tortura, el exilio- le exige a Benedetti una representación realista. Es ahora cuando la partida y la separación forzosa por causas políticas (de una pareja, de un grupo familiar, de amigos, etc.) se impone como tema obligado, llegando a representarse en un amplio abanico de situaciones y modalidades de adioses y reencuentros. Hasta en estos trances tan difíciles, Benedetti no renuncia a cierta dosis de humor, describiéndonos uno de los adioses más grotescos de todas las literaturas: «Al principio, aunque eran muchos los que emigraban, siempre eran más los que iban a despedirlos a puertos y aeropuertos. Pero el día en que partió un barco con mil emigrantes y fueron despedidos por sólo veinticuatro personas, el hecho insólito fue registrado por la indiscreta cámara de un fotógrafo extranjero, y la publicación de tal testimonio en un semanario de amplia circulación internacional dio lugar a una nueva invocación patriótica del presidente [...] Hay que reconocer que los militares fueron de los que se quedaron hasta el final [...] Sí, los militares (y los presos, claro, pero por otras razones) se quedaron hasta el final. Sin

embargo, cuando el éxodo empezó a adquirir caracteres alarmantes, y los oficiales se encontraron con que cada vez les iba siendo más arduo encontrar gente joven para someterla a la tortura [...] también ellos, al encontrarse en cierta manera desocupados, empezaron a buscar pretextos para emigrar» («Sobre el éxodo», de Con y sin nostalgia, 1994: 291-295). A la misma colección pertenece «Gracias, vientre leal», el texto de Benedetti que con más razón podría integrar cualquier antología sobre el adiós y hasta podría legítimamente titularse «Adiós vientre leal»: la lucha armada le impone a «él» el silencio sobre una acción «particularmente riesgosa» («A nadie», había dicho el Colorado, «a nadie, ni siquiera a tu mujer», 1994: 298) y por lo tanto, «él» siente y vive la última noche como un adiós, como la última vez, con un enfrentamiento continuo entre rutina y unicidad, amor e ideología, deseo y deber, mientras que «ella»,aun presintiendo algo raro, no se da cuenta de nada; es un adiós silente, unilateral, implícito, probablemente definitivo, «realizado» sólo a medias ya que falta la asunción total y consciente del rito del adiós constituida por la elaboración compartida del duelo. Es ésta una de las tantas historias y relaciones derrumbadas por la situación política uruguaya: aquí, un adiós unilateral y, quizás, la muerte; otras veces, la consecuencia última de una existencia golpeada y despedazada por la Historia es el adiós a la vida, como en «Como Greenwich» (Geografías, 1984) y «La sirena viuda» (Despistes y franquezas, 1990): en el primero, la muchacha -Susana, Elena o Inés- justifica su deseo de suicidarse declama su adiós al mundo- con palabras y conceptos inequivocables, propios del exilio, geográfico o existencial ya no importa: «[...] estoy afuera. Me han dejado afuera. Como se deja un objeto. Un objeto usado, averiado, para el que no hay repuestos» (1994: 386). La última etapa de esta trayectoria de adioses es la despedida de quien al fin regresa y deja, por supuesto, amigos y lugares queridos: «en ciertas ocasiones, el desexilio puede ser tan duro como el exilio y hasta aparecer como una nueva ruptura» (Benedetti 1985: 9). Hasta puede provocar los mismos sentimientos del exilio, como la contranostalgia (¿un neologismo más de Benedetti?): «Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria» (1985: 41). Eso es exactamente lo que le ha pasado a Benedetti -por lo que afortunadamente hoy lo tenemos aquí, en Alicante- y a Fernando, el protagonista del cuento «Recuerdos olvidados» (Despistes y franquezas), que no se atreve a enfrentarse con otra condición de desarraigo, y prefiere quedarse presenciando al regreso de los demás: «Ésta debe de ser la trigésima despedida. Es un trámite que Fernando Varengo conoce de sobra. Como testigo, claro; no como viajero» (1994: 583). No es fácil decidirse a viajar, a volver o a quedarse: Miguel y Carmen se han ido ya que, con la democracia, «Todos regresan al país, aunque después algunos regresen del regreso» (584), como Aníbal, que «decidió volver a Madrid después de un mes y medio en Montevideo» (586); en cambio Fernando y Lucía se quedan con sus dudas, sin decidirse a nada: «Todo es transitorio, Fernando, todo es provisional. Estamos con un pie aquí y otro en la frontera. Es tu caso y es el mío. ¿Qué proyectos podemos hacer?» (596). Adioses, regresos: si en la ida no siempre se han podido realizar las escenas de adiós por las condiciones de urgencia, de peligro o por la intervención brutal de la policía («Gracias vientre leal» es un caso ejemplar), ahora el adiós entre quien regresa y quien se queda asume los semblantes de un agon entre nostalgia y contranostalgia y, a

menudo, la victoria es sólo provisional, hasta la siguiente escena de adiós, o hasta cualquier imprevisto que sacuda el delicado equilibrio de los actantes. Leyendo los cuentos de Benedetti como un macrotexto, se pueden reconstruir historias (algunas novelas de Benedetti tienen una estructura fragmentada, abierta, como Primavera con una esquina rota, 1982, y Andamios, 1996) juntando a un adiós aquel otro momento tan significativo que es el reencuentro, que sólo a veces coincide con el regreso, es decir con el reencuentro con el lugar. Como ha escrito Benedetti en diversas ocasiones, tanto creativas como ensayísticas, después de una separación tan traumática la relación nunca podrá ser la misma, no será posible reanudar existencias pasadas por trances tan cruciales, por lo menos para personajes centrales cuyo reencuentro tiene un papel decisivo en el desarrollo de la acción. Es cierto que hay unas cuantas historias con un final feliz, pero siempre como «de segunda mano», por sentito dire o para demostrar algo más allá de la historia de amor en sí: la pareja que finalmente se reencuentra en Holanda -en la sección Exilios de Primavera con una esquina rota- no interesa a Benedetti por sí misma, sino como prueba y resultado de la acción solidaria de un grupo de holandeses. Primavera con una esquina rota, que podemos definir la novela del exilio y de la separación, elude tanto escenas de adioses (la novela empieza con Santiago ya en la cárcel) como de reencuentros (termina en el momento inmediatamente anterior, cuando Santiago llega al aeropuerto de una ciudad centroamericana donde lo están esperando su mujer Graciela, su hija Beatriz, su padre Rafael y Rolando, el otro). Pero, hablando de exilios, anticipa temas sucesivos poniéndose como pendant de los artículos escritos en aquellos años sobre el desexilio (suyo es el neologismo, acuñado en Primavera con una esquina rota), y parcialmente recogidos en volumen (1985). Lo que Benedetti escribe en el artículo del 83 «El desexilio» («Que los amigos, o los hermanos, o los miembros de una pareja, al reencontrarse, sepan de antemano que no son ni podrán ser los mismos», 40) ya lo había anticipado en la escritura creativa de la novela, en las preguntas que se hace Graciela («¿Será que la cárcel ha convertido a Santiago en otro tipo? ¿Será que el exilio me ha transformado en otra mujer?», 1982: 98) y en las reflexiones de Rafael («Cuando suplician a un hombre, lo maten o no, martirizan también [...] a su mujer, sus padres, sus hijos, su vida de relación. Cuando revientan a un militante [...] y empujan a su familia a un exilio involuntario, desgarran el tiempo, trastruecan la historia para esa rama, para ese mínimo clan [...] La Graciela de ahora es otra cosa y él también ha cambiado», 103 y 148). En Primavera con una esquina rota Benedetti no nos permite averiguar la veracidad de esas palabras ya que la novela, como decíamos, se cierra en el instante mismo del reencuentro, dejando abiertas todas las posibilidades, pero con una gruesa hipoteca: la relación entre Rolando y Beatriz no hace sino confirmar la imposibilidad de empezar de nuevo como si nada hubiera pasado, imposibilidad presentida por los personajes, hasta por Santiago que desde la cárcel añoraba y extrañaba a su mujer pero sin esconderse a sí mismo las dificultades del reencuentro. En cambio, sí asistimos al reencuentro en «El hotelito de la rue Blomet» (Con y sin nostalgia), que podría considerarse la evolución «positiva» de «Gracias vientre leal» («positiva» sólo en el sentido de que aquel adiós no había sido definitivo): después de una larga separación (él en la cárcel, ella «borrada» y luego en el exilio), la pareja -una vez más

sin nombres- se encuentra en un hotelito de París, intentando recobrar el tiempo pasado, los cuerpos, las sensaciones. No lo consiguen porque el exilio, la cárcel, las torturas han roto algo que no se puede reanudar. Y lo saben muy bien: «Todos estamos inseguros, ¿no? [...] Si vos y yo hubiéramos roto por algún conflicto personal, por alguna gresca de pareja, sería distinto. Pero yo y vos éramos una linda pareja, ¿no?». «Eramos sí» [...] «Nos partieron en dos.» «Más que eso -dijo ella- nos partieron en pedacitos». (309 y 311 ). Imposible anular años y torturas también para Roberto y Delia, de «Geografías» (Geografías), otro delicado y poderoso cuento sobre un reencuentro casual, una vez más en París, aparentemente prometedor. Hallamos elementos tanto de «Gracias vientre leal» como de «El hotelito de la rue Blomet» en esta historia que, si bien empieza con tono liviano, irónico y con tonalidad de juego («Pavadas que uno inventa en el exilio para de algún modo convencerse de que no se está quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo, sin país. Las geografías, qué delirio zonzo [...] Un juego elemental y más bien opaco, que sólo se explica por la mufa», 1994: 368) termina en angustia total, en la imposibilidad hasta de hablar porque no se puede decir lo indecible. Con las palabras mismas de Benedetti, aquí verdaderamente insustituibles, voy a contar esa historia, haciendo zapping de una página a otra, de una frase a otra, hasta haciendo violencia, pero fiel, por supuesto, al verbum benedettiano: «Allá por el 69, antes del delirio militante y la locura represiva y las pintadas en los muros y la irreversible clandestinidad, pasamos buenas noches y mejores siestas, ella y yo [...] Después vino la época dura y las respectivas militancias nos empezaron a separar. Los horarios (también la lucha política tiene horarios y qué severos) conspiraban contra nosotros [...] En un abril que políticamente fue más bien calentito, nos encontramos una sola noche y, sin que en ese instante lo supiéramos, fue la última. Cuarenta y ocho horas después, tuve que borrarme, y ella, tres días más tarde» (368). Es una historia truncada, sin la escena de adiós -es decir sin la elaboración del duelo-, sin tener noticias recíprocas por muchos años, hasta ese inesperado encuentro en París y la tentativa de reencontrarse, de borrar la distancia y el horror: «Me mira con una nueva atención y dice cuánto tiempo eh, cuánto tiempo y cuántas cosas [...] Me toma una mano y la guía lentamente hasta su suéter marrón, en realidad hasta uno de sus pechos bajo la lana peinada [...] No puede ser, no va a ser, no hay regreso, entendés. Eso es lo que dice. No puede ser, por mí y por vos. Eso es lo que dice. Todos los paisajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo que dice. Mi geografía, Roberto. Mi geografía también ha cambiado. Eso es lo que dice» (372). Los cambios en las geografías, humanas y físicas, hacen difícil el reencuentro. Y los andamios no siempre son suficientes para reconstruir una relación o una amistad, sostenerlas a lo largo de los años y permitir un reencuentro feliz, como lo demuestra la última novela de Benedetti, titulada precisamente Andamios, definida la novela del desexilio por el mismo Benedetti: «Este libro trata de los sucesivos encuentros y desencuentros de un desexiliado, que tras doce años de obligada ausencia, retorna a su Montevideo de origen, con un fardo de nostalgias, prejuicios, esperanzas y soledades» (1996: 1l). Alrededor de la historia de Javier, el protagonista, giran muchas otras historias: sólo en éstas, laterales o «de segunda mano», como ya he anotado precedentemente, se dan unos cuantos casos de reencuentros positivos, aunque difíciles, como el de Fermín y Rosario («La reinserción no fue fácil. Diez años son diez años. Dejaron huellas. En ella y en mí. Aunque te parezca mentira, creo que tuvimos que reenamorarnos, empezando ahí también desde cero. O desde menos cinco. Porque Rosario es otra y yo soy otro. Por suerte,

desde ambas otredades volvimos a gustarnos», 30); pero generalmente, sea cual sea la relación -amigos, familiares, pareja, amantes, etc.- la decepción o el simple distanciarse de intereses y sentires son los sentimientos dominantes. Se trata de una novela prevalentemente escénica, que pone en acto la técnica de la mise en abime: cada uno cuenta su propia historia de separación y reencuentro, junto con pedazos de historias de amigos y conocidos, llegando así a constituirse una especie de panel en movimiento que cambia continuamente de personajes y de ópticas. Javier ha decidido «desexiliarse» dejando en Madrid a su mujer, Raquel, y a su hija, Camila. Una historia de amor contracorriente, ya que «el exilio nos unió y ahora el desexilio nos separa. Hacía tiempo que la cosa andaba mal, pero cuando la disyuntiva de volver o quedarnos se hizo perentoria, la relación de pareja se pudrió definitivamente» (16). Ya en Montevideo, Javier empieza una relación con Rocío, sin duda positiva: no es en puridad un reencuentro según lo hemos entendido hasta ahora, ya que sólo habían sido compañeros de militancia, y sobre una amistad se injerta la relación sentimental; al enterarse de la trágica muerte de Rocío, y de los traumas sufridos por Javier en un accidente de tráfico, Raquel envía un fax anunciando su llegada: esto sí será un reencuentro, y además en el desexilio, es decir un regreso al grado cero, un reencuentro con la pareja y con el lugar, un volver a la situación primaria, antes de... Benedetti, como en Primavera con una esquina rota, no consigna al lector ningún desenlace, deja el final abierto, con el avión llegando a solucionar (¿solucionar?) situaciones complejas, en difícil equilibrio: ni el exilio ni el desexilio cierran puertas, y cierto no es por casualidad que el aterrizaje del avión cierre las dos novelas, la del exilio con la llegada de Santiago y la del desexilio con el regreso de Raquel. El reencuentro de Javier con los viejos compañeros tampoco es fácil, lo que separa es siempre la diversidad de la experiencia: como en las parejas hasta aquí examinadas, el exilio del uno y el insilio (o la cárcel) del otro abren abismos e incomprensiones («hay quienes hasta reciben mal a los que regresan», comunica Fermín a Javier, 29) y resulta incómodo rememorar los viejos tiempos, y más aún los años duros de la dictadura y las difíciles elecciones individuales. Las cosas no proceden mejor con los lugares: en la imaginación desde el exilio y en los relatos de quien ha regresado, la geografía urbana se presenta desoladora: «Dieciocho de Julio ya no tiene árboles, ¿lo sabían? Ah. De pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran importantes, casi decisivos para mí. Es a mí al que han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas. Insensiblemente, el juego de las geografías se transforma en una ansiosa indagación [...] Además, informa Delia, por todas partes hay andamios de obras suspendidas, o solares con escombros (Geografías, 1994: 369-370). Lo que es peor, es que estas «geografías» coinciden perfectamente con lo que Javier encuentra a su regreso: avenidas ya sin árboles, calles que han cambiado de nombre, edificios antiguos abatidos para construir anónimos rascacielos o parking. Y sobre todo, el Jardín Botánico, un reencuentro expresamente buscado y, quizás precisamente por esto, decepcionante: «Desde su vuelta al país, Javier tenía una asignatura pendiente: reencontrarse con el Jardín Botánico [...] Pero el Jardín Botánico actual no se correspondía con el que había resguardado con mimo en su memoria. O tal vez él no era el mismo. Una niebla de más de veinte años los separaba» (1996: 155). Podemos considerar «Llamaré a Mauricio» (Despistes y franquezas) el cuento del desexilio por antonomasia, donde encontramos, concentrados, algunos de los temas de Andamios: «Después de todo, hace sólo dos meses que regresé, tras doce años de

distancias. La ciudad es y no es la misma. Las mismas baldosas flojas de la vereda [...] Pero hay también un deslustre, un deterioro, que son nuevos» (1994: 554). El tiempo pasa, cambia el mundo y cambia la gente pero, leitmotiv de Andamios, de «Llamaré a Mauricio» y, me atrevo a decir, de toda la obra del desexilio de Benedetti, es la constatación de que cada trocito de la realidad uruguaya ha cambiado autónomamente, y nadie quiere renunciar al privilegio de sentirse depositario de la verdad: «Lo que ocurre es que el país ha cambiado y yo he cambiado. Durante muchos años el país estuvo amputado de muchas cosas y yo estuve amputado del país [...] No es frecuente que el que se quedó le pregunte al que llega cómo le fue en el exilio. Y tampoco es frecuente que el que llega le pregunte al que se quedó cómo se las arregló en esa década infame. Cada uno de nuestros países creó su propio murito de Berlín y éste aún no ha sido derribado» (1996: 247-248). Para Benedetti el desexilio tampoco fue fácil: ojalá que reconocimientos como éste -y como el que por fin le otorgó la Universidad de Montevideo en diciembre de 1996- ayuden a derribar esos muritos y a reconstruir una identidad no fracturada, del hombre y del país.

Bibliografía citada (En el texto, indico el título y la fecha de publicación de las colecciones de cuentos y poesías, pero cito de los Cuentos completos y de Inventario). Benedetti, Mario, entrevista de Ernesto González Bermejo, Casa de las Américas nº 65-66, 1971, pp. 148-155. Benedetti, Mario, Primavera con una esquina rota, México, Nueva Imagen, 1982. Benedetti, Mario, El desexilio y otras conjeturas, Madrid, El País, 1985. Benedetti, Mario, Inventario (1950-1985), Montevideo, Seix Barral, 1993a. Benedetti, Mario, Inventario Dos (1986-1991), Buenos Aires, Espasa Calpe/Seix Barral, 1993b. Benedetti, Mario, Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 1994. Benedetti, Mario, Andamios, Buenos Aires, Espasa Calpe/Seix Barral, 1996. De Martino, Ernesto, Morte e pianto rituali, Torino, Boringhieri, 1975 (1ª. edic. 1958). Gómez Mango, Edmundo, «El desamparo del exilio», en Temas de psicoanálisis nº 10, 1988, pp. 47-56.

Grillo, Rosa María, «Voces y personajes en Primavera con una esquina rota», en Novela y exilio. En torno a Mario Benedetti, José Donoso, Daniel Moyano, Montevideo, Signos, 1989, pp. 145-191. Grinberg, León y Rebeca, Identità e cambiamento, Roma, Armando Armando, 1976 (1ª. edic. 1975). Grinberg, León y Rebeca, Psicanalisi dell'emigrazione e dell'esilio, Milano, Franco Angeli, 1990. Rousset, Jean, Leurs yeux se rencontrérent. La scéne de la premiére vue dans le roman, París, Corti, 1989. VV.AA., Addii. Testi di congedo / Congedo nei testi, Roma, Bulzoni, 1996.

Temas dominantes en Despistes y franquezas Raquel María Sánchez Pagán (Universidad de Murcia)

Despistes y franquezas comienza con un «Envío», en el cual, Benedetti, como hombre preocupado por los asuntos literarios, comenta los problemas que plantea la ubicación de esta obra dentro de un género literario concreto. El propio autor es quien define este texto como un «entrevero literario», como un amasijo de formas, contenidos, materiales, etc. que forman parten de una unidad. Benedetti nos presenta cuentos, poemas, graffittis y otras formas con contenidos también diversos («desde relatos tenebrosos hasta cuentitos poco menos que cursis»). M. Benedetti parece darle la razón a Ernesto Sábato cuando dice que «el artista no 'sabe' lo que realmente quería hasta que la obra está concluida, y a veces ni siquiera entonces. En la medida que parte de una intuición básica puede afirmarse que el tema precede a la expresión; pero al ir avanzando, la forma va prestando al asunto sutiles, misteriosos, ricos e inesperados matices; momentos en que puede afirmarse que la expresión crea el tema. Hasta que concluida la obra el tema y la expresión constituyen una sola e indivisible unidad». Terracini dice que la elección de un género literario por un autor o las expectativas que origina en un lector son signo de la posición histórica que el hablante (autor o lector) asume en un determinado momento, de su adhesión a una determinada tradición, porque en estos hechos (la posición histórica y la determinada tradición) se expresa plenamente su personalidad, que no es la de un simple sujeto aislado sino la de un espíritu en la actualidad de la historia. Con esta elección, Benedetti se nos revela como un personaje que necesita la libertad, actitud ésta que no sólo se muestra en la búsqueda de un género propio, sino que se mantiene en la temática de la obra y en su contenido, en todo momento comprometido ideológicamente, literariamente, ...en fin, humanamente.

Temas dominantes El estudio de los temas dominantes de una obra literaria adquiere su sentido fundamentalmente en el énfasis que pone en descubrir el carácter estructurado del relato y también la capacidad de generar redes de relaciones internas. En el «Envío» Benedetti ya avanza cuáles van a ser los temas dominantes. Las inquietudes del autor, desdoblado en el crítico y el autor, quedan patentes en este prólogo. Los temas dominantes en este texto son, desde mi punto de vista, recurrentes en todas las obras de Benedetti y responden a una visión de la literatura como representación de preocupaciones y vivencias del autor real. Dice Sábato que «El individuo solo no existe: existe rodeado por una sociedad, inmerso en una sociedad, sufriendo en una sociedad, luchando o escondiéndose en una sociedad». Por ello, la situación histórica que le ha tocado vivir a Benedetti impregna todos sus textos. Benedetti, por ello, no podría estar totalmente de acuerdo con Milan Kundera cuando éste afirma que «una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo», ya que, en muchas ocasiones, sus relatos sí pueden ser considerados como «confesiones del autor». Aunque la obra nos presente una estructura externa claramente diferenciada («Envío», «Despistes», «Franquezas» y «El tiempo que no llegó»), la división no responde a una separación visible para el lector. Tampoco desde el punto de vista temático, como veremos. El autor nos explica en el prólogo que tal división pertenece a una percepción autobiográfica hasta cierto punto- de los hechos que se nos relatan: «Ya entonces, en cada despiste había un poco de franqueza, y también viceversa».

El exilio Sábato afirma que «el escritor verdadero escribe sobre la realidad que ha sufrido y mamado, es decir sobre la patria» y estas palabras parecen reflejar la actitud de Benedetti en la elección de los temas de sus textos. En el estudio «Exilio-desexilio: dos caras de la misma moneda» de Luis González-Suárez se documenta que «La palabra 'desexilio' aparece por primera vez en la novela del escritor uruguayo Mario Benedetti Primavera con una esquina rota, publicada en junio de 1982». Benedetti no sólo es el inventor de la palabra, sino que la necesita porque exilio y desexilio son dos realidades que aparecen en su vida y en su obra. En el caso de Despistes y franquezas vemos que aparentemente el tema del exilio se presenta como el fondo de algunos relatos, para convertirse en el protagonista en no pocas ocasiones. Es parte del compromiso del que hemos hablado antes. Sobre el compromiso

escribe Sábato que «no hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y el aquí. La tarea del escritor sería la de entrever los valores eternos que están implicados en el drama social de su tiempo y lugar». En el primer relato, «La sirena viuda», el tema del exilio se convierte en principal y es un exilio general, «el exilio de todos»: lo que en principio parece un detalle intrascendente (sus interlocutores son «varios amigos latinoamericanos expertos en exilios daneses»), pasa a ser un rasgo recurrente en la presentación de los personajes («Julio, exiliado chileno», «antes aún de cumplir el primero de los trámites complementarios para confirmar su estatuto de exiliado», «tú, que hasta hace no mucho también fuiste exiliado») y el tema principal del mismo, como se nos revela en la última línea: «Más aún, te diré que desde entonces ha pasado a ser una de los nuestros. Una exiliada más, inmóvil junto al mar, que sueña con la vuelta». A veces, sucede al revés y el tema del exilio pasa de tener carácter principal a ser el fondo de la historia. En «Hermanito» y en «Siesta» se nos enfoca el tema del exilio desde otros puntos de vista y no pasa de ser el fondo o la causa de las historias que se nos cuentan: mientras «Hermanito» trata de las consecuencias que provoca el exilio en los lazos familiares (la narradora-protagonista está en Buenos Aires, el hermano en México, la hermana es colaboracionista, etc.), en «Siesta» nos encontramos con que es el exilio de otros lo que motiva la relación entre los protagonistas; el tema no es el exilio en sí (como ocurría en «La sirena viuda» o incluso en «Hermanito»), sino la situación política. En estrecha relación con el exilio, aparece el desexilio, la vuelta del exilio. En Primavera con una esquina rota ya nos avisa que «es posible que el desexilio sea tan duro como el exilio», y, según Luis González-Suárez, «es natural que en ciertas ocasiones el desexilio pueda ser tan difícil como el exilio y hasta presentarse como una ruptura, una nueva forma de ruptura, pero la gran diferencia entre exilio y desexilio es que, mientras que el exilio nos fue impuesto por situaciones políticas, el desexilio, en cambio, es de nuestra entera responsabilidad». En el mismo «Envío», Mario Benedetti habla de su personal exilio y desexilio: «Ahora, tras haber asimilado los vaivenes y desajustes del exilio, y también los entrañables reencuentros y algunas inesperadas mezquindades del desexilio», nos dice, y van a ser estos dos caracteres (los reencuentros y las mezquindades), los que se van a desarrollar en algunos de los textos de Despistes y franquezas. El exilio de los personajes suele llevarlos principalmente hacia España, por lo cual se produce un viaje de ida y vuelta y vuelta América-España-América-España; a veces, el personaje no llega a regresar a su país. En «Recuerdos olvidados» se dice que «No es fácil comprender a América Latina desde Europa» y esta frase podría ser resumen del cuento «Lejanos, pequeñísimos», donde se hace un resumen de la situación sociopolítica en la que derivó Uruguay tras el derrumbamiento de la dictadura y su comparación con la situación española. En «Recuerdos olvidados» las consecuencias del fin de la dictadura uruguaya son observadas desde fuera, desde el punto de vista de los exiliados y las consecuencias que trae para ellos:

1. «Todos regresan al país, aunque después algunos regresen del regreso». Muchos de los desexiliados son incapaces de adaptarse al nuevo país que se encuentran al volver, donde ya no están sus amigos, etc. Ésta es la situación en la que se encuentra el protagonista de «Llamaré a Mauricio», por ejemplo. 2. «Y ahora se acabó la excusa del exilio: residentes o mierda». Se refiere a la situación en la que se encuentran muchos de los exiliados en el país de acogida tras la caída de la dictadura. 3. En las reuniones de exiliados voluntarios (ya no forzosos) «ya no es como antes. Nadie brinda por el pronto regreso».

El amor Nos encontramos con amor platónico (como en «La sirena viuda», donde un exiliado se enamora de la sirenita de Eriksen), relaciones de amor-odio (como en «Cleopatra»), etc. Es un tema que está presente en casi la totalidad de los relatos, fundamentalmente el amor de pareja, el enamoramiento y el desenamoramiento, etc., arrastrando consigo otros temas, entre los cuales destacan el de la virginidad (o mejor dicho, la pérdida de la misma) y el de la «fidelidad infiel». La virginidad perdida tiene dos tipos de sujetos: un adolescente o la mujer antes del matrimonio. El relato de la pérdida de la virginidad por parte del adolescente, que vemos desarrollado en relatos como «Un reloj con números romanos» y «Los Williams y los Peabody», coincide en las distintas versiones en dos puntos: 1. Ella lo elige, lo conduce y luego desaparece. Ella es el personaje activo y él no hace más que dejarse llevar: «En ese momento comprendí que me estaba enseñando algo y resolví ser un buen alumno». 2. Ocurre cuando el protagonista tiene quince años y se sitúa en Mallorca. En cuanto a la virginidad de la mujer antes del matrimonio, en «La víspera» es la propia mujer la que nos da las razones por las que no llegar virgen al matrimonio: «¿Qué iba a pensar Bernardo de mí si yo llegaba virgen? Pues, lo que se piensa en estos tiempos: que era una puritana, una pacata, una monjita. Además, hacerlo la víspera, no lo convierte en cornudo, lo que sería horrible, yo jamás lo haría. Y, por último, quiero que, desde el comienzo, él sepa que no es mi descubridor, que no es mi amo». Este cuento parece darnos la otra perspectiva de la relación analizada en «Los Williams y los Peabody», donde la chica se acuesta con él por razones semejantes -que no llega a explicar-; este cuento es, pues, un complemento a la historia que allí se desarrollaba. Si antes decíamos que ella era la que elegía con quien mantener relaciones, ahora vemos la confirmación de este hecho, cuando la protagonista de «La víspera», Mandita, dice:

«porque no me negarás que, después de todo, fui yo la que te usé, con muchísimo gusto, lo reconozco, pero te usé». En cuanto a la «fidelidad infiel», nos encontramos dos versiones de este tema en los relatos «Fidelidades» y «Triángulo isósceles». Mientras en el primero, la protagonista, que está casada y tiene un amante, es fiel a ambos -Benedetti habla de «fidelidad bicéfala»-, y descubre que ellos también son amantes entre sí; en «Triángulo isósceles» es sólo el marido el que piensa que está siendo infiel, aunque su amante sea su propia mujer (hecho que él ignora). En este caso, más que de «fidelidad infiel» podríamos hablar de una «infidelidad fiel».

El mar La presencia del mar o de elementos propiamente marítimos es muy interesante de seguir a lo largo de la obra de Mario Benedetti. En el caso concreto de Despistes y franquezas, creo que un cuento muy interesante para comprender la actitud del autor con respecto al mar es el titulado «Un boliviano con salida al mar», en el cual, aprovechando la circunstancia socio-geográfica de los bolivianos, ciudadanos de un país que no tiene salida al mar, se intenta una descripción de éste, la cual queda incompleta hasta el momento en el que se introduce el elemento misterioso y fantástico, las sirenas: «Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo entonces que empezó a hablar de las sirenas». Precisamente fue una sirena la primera protagonista de Despistes y franquezas, la sirenita de Eriksen, pero no es la única que aparece a lo largo de los relatos. En «Un reloj con números romanos» no se pone en duda la existencia de las sirenas e incluso queda en el aire el hecho de que la protagonista fuera una: «Durante unos meses quise convencerme de que tal vez fuese una sirena, pero luego descartaba esa posibilidad, ya que las sirenas no usan relojes con números romanos». Anteriormente hemos señalado el paralelismo entre este cuento y «Los Williams y los Peabody», en el que también cobra gran importancia la presencia del mar y en el que también queda en el aire la naturaleza de la protagonista (tal vez fuera otra sirena).

Humor e ironía Humor e ironía son dos características del estilo literario de Mario Benedetti, pero en ocasiones dejan de ser características para convertirse en el objeto del texto. Así, nos encontramos con chistes, más o menos elaborados, desde «Graffitti sin muros» («Yanquee stay home», «Peor que el stress es cuatro»), «Su amor no era sencillo», «Hay tantos prejuicios», «El hombre que aprendió a ladrar», «El sexo de los ángeles», etc.; en ellos podemos encontrar en ocasiones una fuerte carga crítica o irónica, como es el caso de

«Lingüistas», «San Petersburgo», «El profeta», «Memoria electrónica», «Lázaro», «Eso», etc.

Otros temas Otros temas que protagonizan los textos de Despistes y franquezas son emociones tales como la ternura; en «Manualidades» las manos son representantes de este sentimiento: «Y no era su propia mano la que empuñaba la otra, sino que era la de hierro la que estrechaba la suya. Y así supo que aquello también era un acto solitario [...] Y era también una forma de decirle que no se preocupara porque nadie hubiera respondido. Lo esencial era llamar» (también en «El césped» las manos serán un motivo importante de la narración). Pero es «Pacto de sangre» el más tierno, tal vez, de todos los relatos. Dolor y cobardía se hacen presentes conjuntamente en textos tales como «Vení Pigmalión» o «Miles de ojos», en el que el protagonista es un ex torturador amnistiado por el nuevo régimen, y temeroso de todo: «Sólo cuando estuvo profundamente dormido, comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón». Una situación parecida, aunque con elementos sobrenaturales más claros (no queda explícito que también se trate de un sueño) es «Larga distancia». Al principio de esta intervención se dijo que Benedetti se muestra en Despistes y franquezas como un hombre preocupado por los asuntos literarios, en general por los artísticos, como un hombre comprometido en todos los niveles, también en el filológico. Este compromiso va a quedar claro en varios textos recogidos en esta obra y, ante las inquietudes filológicas va a adoptar, fundamentalmente, dos posturas: 1. La sátira, rellenada con una dosis de amargura, como en el caso de «El ruido y la imagen», o de ternura, como en «Idilio». 2. El humor, que ya ha sido abordado como tema principal con anterioridad. Una visión de un Congreso Internacional de Lingüística, es «Lingüista», texto a mi parecer muy acertado y bastante fiel a la realidad. La misma percepción sobre estos actos es la de E. Caldwell: «La profesión de escritor tiene un lado penoso, que consiste en que el trabajo lo obliga a uno a mezclarse con una serie de literatos. Para guardar las apariencias, una o dos veces por año, hay que concurrir a una reunión y pasar varias horas en compañía de críticos, autores radiales y gente que lee libros. Todos ellos hablan una jerga que sólo pueden entender los literatos. Únicamente después de proceder a una purificación a fondo puede uno recobrarse y caminar con la cabeza en alto, como un ser humano». Otro acercamiento humorístico a las realidades lingüísticas, aunque ya no basado en una crítica a los críticos, sino en la posibilidad lúdica de las palabras y los textos, son los textos «El puercoespín mimoso» y «Bestiario». Otros relatos que tratan de realidades literarias son «Mucho gusto», «Traducciones», ... Junto con la crítica literaria, nos encontramos la crítica

social en «Orden del día», mientras que en el cuento titulado «Autobiografía» Benedetti realiza una feroz crítica del consumismo (la literatura como producto) y del mundo editorial. Se nos quedan en el camino numerosos textos que no hemos encasillado bajo ningún epígrafe y que no nos da tiempo ni siquiera a nombrar. Son textos como «Salvo excepciones», que trata sobre la ineptitud; «El niño Cinco Mil Millones», sobre la desigualdad norte-sur; «Truths on the rocks», un brillante relato sobre los efectos de la verdad en las relaciones humanas y sociales; «El césped», sobre el fútbol, la amistad, etc. Si abordábamos el problema del género al inicio de esta comunicación era para retornar ahora al concepto de «libro-entrevero» que Benedetti pretendía escribir; la única característica unificadora de todos los textos de Despistes y franquezas es lo que Sábato ha llamado «el aire de familia», aquello que nos permite reconocer la obra de Benedetti aunque no esté firmada, debido a que nace en un lugar -la «tierra espiritual de su creador»caracterizado por determinadas ideas, obsesiones y vivencias que son de él y únicamente de él.

La luz de Benedetti Francisco Ramos (Universidad de Valencia) una mujer querida o a querer exorcisa por una vez la muerte Mario Benedetti A Noelia Antes de comenzar la comunicación sería conveniente señalar los tres objetivos que nos hemos propuesto en nuestra exposición: el primero de ellos es demostrar la importante relación que existe entre la mujer y la mirada, analizando toda la imaginería de la mujer en la poesía de Benedetti, el segundo unir a la mujer con el amor, ya que ambos elementos forman un todo poético, y, por último, trataremos de relacionar a la mujer con el momento de la nostalgia.

1) «Que sin ella sus ojos no tenían qué mirar» La primera nota que se puede extraer al analizar el tratamiento de la mujer en el poeta uruguayo es que hay distintos tipos de mujeres, pero todas éstas se encierran en el término genérico de Mujer, es decir, no son mujeres con nombre y apellidos, es la mujer como tal, como sujeto poético en sí, es una Mujer que recoge a todas las demás en una sola unidad poemática.

Al analizar el tratamiento de la mujer en la poesía de Mario Benedetti podemos comprobar que a menudo la mujer tiene una estrecha ligazón con la mirada. Este importante elemento poético ya lo dilucidamos en uno de los primeros poemas de Mario dedicados a la mujer, titulado «Asunción de tí» (Solo mientras tanto): Quién hubiera creído que se hallaba sola en el aire, oculta, tu mirada. Aquí la mirada es el todo, es un núcleo, una abstracción oculta, escondida, elemental, pero que ni siquiera sentimos su presencia. Es una mirada extraída del rostro de la mujer, es un sujeto autónomo. La mirada es el símbolo femenino, es la que recoge a la mujer y la hace nacer a partir de sus ojos. Por su lado, es el poeta el que capta el cuerpo de la mujer, por eso se trata la imagen femenina en su desnudez, es lo que realmente la dota de belleza. Es la mirada del poeta la que mira a la mujer, la codifica y la transforma en verso. El poeta detiene a la mujer en su paso rápido, la mira y a partir de esa mirada fruitiva la crea poéticamente. Pero aquí cabría hacer la aclaración que también existe la mujer como creación poética en sí, como ente poético propio, como sujeto autónomo. Y es que ver, mirar a la mujer es una necesidad para huir de la monotonía de la oficina, del hastío de los documentos, las boletas y los impresos. La mujer es ese pretexto para escapar de los archivos, es ese aire natural que nos ayuda a hacer más respirable el aire artificial de la oficina. A veces el rostro de la mujer mengua y se convierte en mirada. La mirada es esa lucecita que nos ilumina por las noches, es esa ventanita por la que se abre paso el alma, la mirada es la mujer entera. La mujer desnuda es una lámpara que nos da luz en lo oscuro. La mujer en Benedetti es una imagen que conlleva de por sí una necesidad primordial, la desnuda es una fiesta, es un acontecimiento, «una mujer desnuda y en lo oscuro» es un sol que nos llama a tocarlo. Una mujer es un candor, es un fuego que nos mata el frío, es, sencillamente, una estrella acostada a nuestro lado. La mirada también significa la recuperación de la infancia («Mucho más grave», Poemas de otros). Es la mujer la que rescata el pasado del poeta, lo rehace, lo reconstruye y lo «riega mirándolo». Es decir, la mirada también es capaz, con sus lágrimas, de rehacer de nuevo la juventud, formando un lindo arcoiris con la salida del Sol. Es la mirada de la mujer la que crea futuro, la que hace nacer el tiempo. Por tanto, la mujer refunda el pasado e inaugura el futuro, y en medio, elabora, con su presencia silenciosa, el presente. También la mirada es un modo de aprendizaje de la mujer. Mirándola se aprende su forma, su cuerpo, su cabello, sus manos, sus pies, con nuestra mirada también aprendemos a mirar cómo mira la mujer. Mirar, por tanto, también es amar, querer a la mujer tal y como es («Táctica y estrategia», Poemas de otros).

Mi táctica es mirarte aprender como sos, quererte como sos. La mirada no es silencio, mirar es hablar con los ojos, a veces el lenguaje de la mirada tiene incluso más importancia que el lenguaje de las palabras («Los formales y el frío», Poemas de otros): Su mirada la de él tomaba nota de cómo eran sus ojos los de ella pero sus palabras las de él no se enteraban de esa dulce encuesta. La mirada de la mujer en la poesía de Benedetti tiene tanta importancia que el propio poeta se asombra («Hombre que mira a una muchacha», Poemas de otros). Es una importancia inconsciente, que apenas se deduce, sólo se da cuenta de su necesidad cuando ha desaparecido, es entonces cuando la mujer se convierte en nostalgia. Incluso nos encontramos con una parte del libro Poemas de otros titulada «Trece hombres que miran». Es la mirada del poeta la que crea el mundo, es ésta la que dota de sentido poético a la mujer. Hay un momento en el que la tierra se convierte en mujer («Hombre que mira la tierra»), reseca y vieja por el paso de la Historia. Es con el acto del agua cuando se transforma en símbolo de la reproducción y se forma un barro con charcos que parecen ojos, y es que la tierra-mujer también mira; ese hombre que mira la tierra se ve reflejado en sus huellas, en esos espejos que se crean por donde él camina. En contraposición a la mirada (los ojos) nos encontramos con las manos. Si la mirada significa el alma interior de la mujer las manos (y también a menudo los pies) significan su alma exterior, es decir, su imagen desnuda. Son sus ojos los que dejan entrever sus sentimientos, son nuestras manos las que sienten la belleza de su desnudez más corporal. La distinción entre su imagen y su alma se ve en el poema «Hombre que mira el cielo», en el que aparecen los siguientes versos: Y que vos muchachita sigas alegre y dolorida poniendo en tus ojos el alma y tu mano en mi mano. En la mirada tirita el alma, en ella descansa la fluidez del agua interna. Sin embargo, en las manos se recoge toda la mujer en su desnudez, ya que normalmente las manos son la única parte del cuerpo que queda al aire, junto al rostro, donde a la vez se encuentran los ojos. Además, las manos crean un lenguaje propio: el lenguaje de las caricias («Hombre que mira a una muchacha», Poemas de otros): Tus lindas manos mágicas que te expresan a veces mejor que tus palabras.

La mirada también es importante en el momento de la nostalgia. Cuando la mujer se ha marchado solo queda soñarla, encerrar su mirada en el recuerdo, y lo único que deseamos que regrese son sus ojos, que, aunque estén cerrados, durmiendo, apagados, son imprescindibles para la oscuridad de la soledad. Esto aparece en el poema «Chau número tres» (Poemas de otros): y ojalá pueda estar de tu sueño en la red esperando tus ojos y mirandoté. 2) «el amor viene y va y regresa» La mujer, por otro lado, aparte de a la mirada, está íntimamente unida al amor. No existe el amor sin la mujer, ésta es un sentimiento que a veces se confunde en el corazón con el amor. Con el amor, el «yo» individual del hombre y la mujer se convierte en «nosotros», la primera persona singular pasa a ser primera persona plural. Según el propio poeta «el amor es uno de los elementos emblemáticos de la vida. Breve o extendido, espontáneo o minuciosamente construido, es de cualquier manera un apogeo en las relaciones humanas». «El amor es un centro», mejor dicho, el amor es el todo, incluyendo a la mujer, naturalmente. El amor es una marea de la sangre, un ideal, es un árbol que poco a poco pierde sus hojas y se convierte en un «fantasmita», en un tronco desnudo que perdura hasta que cae por el propio pudrimiento de la madera. En este amor también hay una imposibilidad de conocer plenamente al otro, por mucho que creamos que lo conocemos, ese conocimiento es poco, nunca podremos saber lo que siente en cada momento nuestro amante, sólo lograremos conocer sus aspectos más superficiales: su cuerpo, a través de nuestras caricias, sus miradas, a través de nuestros ojos, la tristeza corporal, sus gestos, etc... esto lo vemos en el poema «Es tan poco» (Poemas del hoyporhoy): Lo que conoces es tan poco lo que conoces de mí lo que conoces son mis nubes son mis silencios son mis gestos lo que conoces es la tristeza de mi casa vista de afuera. En este amor la mirada resurge de nuevo. Si la mujer se reduce a la mirada, el amor sólo sobrevive con el juego de las miradas. Es la mirada lo que configura la unión de ambos («Estados de ánimo», Poemas de otros): Sereno en mi confianza

confiado en que una tarde te acerques y te mires, te mires al mirarme. Esta mirada de pareja tiene en «Asunción de tí» su reflejo en la unidad del agua de una fuente, espejo de ambos sujetos poéticos, y que en cuya profundidad espían y reconocen sus almas, es en ese contexto acuático donde se desarrollan y se construyen un futuro, descubriendo quiénes son esos «nosotros» que ni siquiera saben que están ahí, temblando en el líquido unitario de ambas miradas. Por otro lado, la unión espiritual de ambos espíritus corporales se produce de acuerdo a la existencia de los otros. Son los demás los que crean la unidad de ambos amantes («Asunción de tí»): Eras sí pero ahora suenas un poco a mí. Eras sí pero ahora vengo un poco de tí. No demasiado, solamente un toque, acaso un leve rasgo familiar, pero que fuerce a todos a abarcarnos a ti y a mi cuando nos piensen solos. Son los otros, el «ellos», los que dan unidad amorosa a ambos cuerpos, solo incluso con pensarlos, solo con imaginar a ambos en un plural. A menudo, en esta línea, el poeta pasa de la individualidad de la primera persona a la contemplación de los otros, y es su mirada la que los une, es él el que inaugura en su imaginación la pareja a la que está observando. Este acto de unión de los otros se ve claramente en el poema «A la izquierda del roble» (Noción de patria), en el que, de nuevo, juega un papel importantísimo la mirada. El poeta es el que crea, o mejor, imagina una conversación, un diálogo, ya que él no escucha, no oye, solo le llega un susurro, el eco murmurante de unas palabras que poseen la cualidad de mirar. El amor significa posesión, pero también desposesión, pérdida; el amor es vida y muerte, el amor es, en definitiva, mirada y ceguera («Corazón coraza», Noción de patria): Porque eres mía porque no eres mía porque te miro y muero y peor que muero si no te miro amor si no te miro. En la poesía de Benedetti el amor tiene un principio en la mirada y un final en la separación, y, por tanto, en la soledad. Es ésta la que nos hace comprender el amor, sin nostalgia éste no ha existido.

Si el amor posee un principio y un final hay que vivirlo, entregarse a plena vida, abandonarse antes de que esta abundante dicha desaparezca, antes de perder ese fuego hay que avivarlo. Es el carpe diem, disfrutar de ese sentimiento y de su placer antes de entrar en el dolor de la nostalgia («Todo el instante», Noción de patria). Por otro lado, en la poesía de Benedetti encontramos la imposibilidad de encontrar a la mujer «ideal». La mujer que aparece es una mujer material, que se puede tocar, besar, oler, incluso gozar, pero nunca es esa mujer que soñamos, esa mujer no existe en la tierra, solo se puede ver en los sueños, por las noches. Esto lo podemos leer en el poema «Sirena», el cual empieza con estos dos versos: Tengo la convicción de que no existes y sin embargo te oigo cada noche Y acaba con estos otros dos versos: tan convencido estoy de que no existes que te aguardo en mi sueño para luego. Es decir, la mujer de la mayoría de los poemas de Benedetti es una sirena, es esa mujer medio desnuda, bella, marítima incluso, que nos llama y cuando la buscamos, desaparece, es esa mujer que nos tienta, pero que nunca logramos alcanzar.

3) «simplemente los seguiré en la noche» La mujer se convierte en sentimiento en el momento en el que se ha perdido. Es entonces cuando nos sobrecoge y nos inunda la soledad, y es ésta la que nos hace recrear en el recuerdo la imagen iluminada y siempre desnuda de la mujer. Este recuerdo o nostalgia es una neblina opaca que no nos permite ver con claridad el pasado («La culpa es de uno», Poemas de otros) y en esta cortina, al final, como un faro de luz, se encuentran los ojos de la mujer, eternamente buscados como un amuleto necesario entregado al azar. A menudo, en esta nostalgia, lo que se echa de menos es el momento de la noche («La otra copa del brindis», Poemas de otros): y sin dolor sin desesperaciones sin angustia y sin miedo dócilmente empezó como otras noches a necesitarla.

La noche es ese racimo estrellado en el que se deja libre la pasión y se degusta el amor verdaderamente físico, y es en la noche cuando nos encontramos realmente solos sin sentir la respiración de una mujer desnuda a nuestro lado. Por otra parte, la noche es el espacio y el tiempo en el que se crean los sueños, éstos son lo único que nos queda de la mujer desaparecida, como ya se ha apuntado anteriormente más arriba. Los sueños son los que hacen que nos sintamos acompañados en la soledad nocturna, son ellos los que nos acercan un poco más a esa mujer que hemos perdido, pero que siempre se contrapone a la mujer «ideal», a la cual nunca podremos encontrar. En esta separación de ambos sujetos poéticos nos encontramos con dos finales: o bien la mujer regresa de su exilio amoroso, y si vuelve, vuelve distinta, va a venir sabiendo que han compartido ambos la soledad, va a volver como si fuera otra, y vuelve para reclamar y buscar a aquella que fue en el pasado («Asunción de tí»); pero también puede ocurrir que ella no regrese, caso en el que el hombre intenta reconstruir con su nostalgia y sus sueños aquel pasado que gozaron juntos en las noches enlunadas. En esta nostalgia nos encontramos con otro tipo de mujer: La patria. Aquí cabe hacer la aclaración de que en varios de los poemarios de Mario Benedetti aparece la patria como mujer, pero no la mujer como patria, la nostalgia del exilio por la patria es muy similar a la nostalgia del enamorado por la ida de su amada. Es en el exilio cuando esta mujer, que es la realmente necesaria, se echa de menos. El poeta intenta comparar los lugares más significativos en los que ha estado exiliado con los de su paisito, ese «trocito de tierra con forma de corazón». Se siente extranjero, extraño («en francés son sinónimos», verso del poema «Aquí lejos», Las soledades de Babel), está como ausente, lejano de sus huellas, triste por la pérdida de sus orígenes, extraña el aire montevideano, en su lejanía es de veras cuando ama su Uruguay materno. Es un náufrago que busca encontrar el puerto de su salvación, y es que su país simboliza todo: la poesía, sus amigos, Luz, la solidaridad, el amor... Es en esa separación cuando la patria se convierte en grito, en la desesperación de la más dolorosa de las soledades. Por último, la verdadera Mujer (con mayúscula) del poeta uruguayo es la mujer que aparece en el intratexto, es decir, Luz. En ella están todas las cosas, es ella la que simboliza a la mujer benedettiana, todos los sujetos femeninos de su poesía se reducen a ella. Es la mujer por excelencia, en ella se encierra la inspiración del poeta; Luz es, nunca mejor dicho, la luz de Benedetti. La mayoría de los poemarios están dedicados a ella, Luz es su «mengana particular» (citando literalmente la dedicatoria del libro Las soledades de Babel), es su mujer, con todos los matices connotativos que la palabra conlleva. Pero, ¿es ella la mujer que aparece reflejada sobre los versos? En la poesía de Benedetti hay dos mujeres, la que se toca y se respira, la que aparece en la primera superficie de sus poemas y otra mujer, la cual se halla escondida por debajo, en una segunda superficie poemática, podríamos decir que ésta es la mujer que de algún modo da sentido al poema entero, esa mujer interna de su poesía es Luz, que actúa como soporte de toda la poesía de Mario Benedetti dedicada a la mujer. una mujer desnuda y en lo oscuro genera una luz propia y nos enciende

el cielo raso se convierte en cielo y es una gloria no ser inocente una mujer querida o vislumbrada desbarata por una vez la muerte. «Una mujer desnuda y en lo oscuro»

Bibliografía citada Paoletti, Mario, El aguafiestas, Madrid, Alfaguara, 1995. Benedetti, Mario, Inventario I y II, Madrid, Visor, 1996. Benedetti, Mario, El amor, las mujeres y la vida, Madrid, Alfaguara, 1996. Benedetti, Mario, La tregua, Madrid, Cátedra, (Edición de Eduardo Nogareda), 1994. Benedetti, Mario, La borra del café, Madrid, Alfaguara, 1996. Benedetti, Mario, Primavera con una esquina rota, Madrid, RBA Editores, 1993. Benedetti, Mario, Despistes y franquezas, Madrid, Alfaguara, 1996. Benedetti, Mario, La realidad y la palabra, 1991.

Hermosa historia poética Victorino Polo (Universidad de Murcia)

Las historias del corazón están siempre cercanas o no están, simplemente. Y cuando las historias cordiales se ven imbricadas en las propias de la poesía, miel sobre hojuelas, que suelen decir en mi tierra castellana. El colmo puede acercarse a su expresión cabal cuando de Mario Benedetti se trata, así sean prosas lo que se considere o sus muy sentidos versos, incluso aquellos que pudieran parecer más desganados y distantes, como poco humanos No tengo ganas de escribir pero la letra avanza sola forma palabras y relevos que reconozco como míos en la ventana que llueve tantas veces la calle

brilló sin fundamento no tengo ganas de escribir por eso queda el tiempo en blanco y no es un blanco de inocencia ni de palomas ni de gracia en la ventana llueve tantas veces la calle se anegó de presagios no tengo ganas de escribir pero la lluvia llueve sola. Ése es Benedetti, con tantas resonancias de Antonio Machado, tan cercanos ambos a mis propios deseos y quehacer. No tener ganas de algo y salir todo a pedir de boca. Y la lluvia en los cristales. Y la letra que avanza. Y las palabras que nos aguardan siempre, a la vuelta de cualquier esquina que el autor de La tregua nos reserva para la sorpresa y la solidaridad física, metafísica e intelectual, no habrá que olvidarlo, pues que sus palabras son potencias cargadas de presente, para que el futuro resulte también alentador. Nuestras historias con Mario Benedetti han devenido siempre soplos de aliento para vivir la vida con más intensidad, y para no ser egoístas un poco ridículos, para entender que las ideas y los sentimientos y todos los vehículos capaces de transmitirlos apuntan siempre al hondón del alma propia proyectada en los demás. Que así se escribe literatura, así se hace poesía sin aspavientos ni pecaminosas arias solipsistas de obsoleta torre de marfil, porque a la postre lo que de verdad cuenta es la oculta sabiduría de la elección sensible. sin intenciones misteriosas sé que voy a elegir de buena gana de mi viejo jardín sólo tus rosas. Cabe observar que el vocablo gana se repite, contrapuesto su sentido y pretensiones, en ambos ejemplos, con el amor al fondo. Que sea un «Soneto kitsch» o «Variaciones sobre un tema de Heráclito», es lo de menos. Lo importante viene a ser el gusto y la delicia del vivir, ejemplar siempre, para nada patético y umbrío. Son historias de amor, luminosas incluso en los errores. Como la que hoy traigo a colación, tras estos distractivos prolegómenos, referida con precisión a una memorable lectura de sus versos, llevada a cabo en el Paraninfo de la Universidad de Murcia, una tarde de olorosa primavera en esta tierra de naranjos y limoneros, donde los aromas nunca son suaves ni diluidos. Más de cuatrocientos estudiantes abarrotaron la sala y otros tantos tuvieron que permanecer fuera escuchando, de lejos, como podían. Los versos de este hombre, sus presencia menuda y su palabra pausada, con trémolos, así como el gesto entre burlón y amable más la sonrisa con travesura, constituyen algo especialmente atractivo y subyugante. Parece haber nacido para los jóvenes. Y es muy de agradecer que sus escritos se manejen e intercambien como preciosas monedas apetecibles, incluso, por su templado contacto revelador de tantas cosas. Aquella tarde se desgranaron algunas prosas y bastantes versos de manera jubilar y excitante: desde breves poemas burlones y aún satíricos sin exceso, hasta poemas amplios de gran aliento, estimación y pretensiones, todas cumplidas.

Al final, nos quedamos con tres inéditos por aquellas calendas y que resultan dolorosos, a la vez que estimulantes para salir siempre a la superficie y encontrar la luz. Son «Sombras nada más», «Otherness» y «Aquí lejos», el más extenso de los tres y uno de los más cumplidos que jamás haya escrito Benedetti. Después aparecerían publicados en Las soledades de Babel, soberano y sobrecogedor título, que abarca tanto la realidad existencial que preocupa al poeta, cuanto las resonancias literarias, históricas y de mitología de tiempos lejanos que pueden convivir a diario en estos días. De los tres pienso escribir, aunque sea poco. Pero ahora interesa la particular historia de «Aquí lejos». En cuanto al tema, a la historia que se cuenta y canta -Machado siempre al fondo- es competencia total del autor, porque cuenta su vida y lo que desea para un futuro cercano y no exiliado. Para todos los demás, viene a ser la misma vida traslaticia y trasladada, a tenor de las circunstancias de cada uno, que bien pudieran ser las de todos, por la globalidad en la que siempre terminamos. Vengamos al recuerdo de unos ejemplos clarificadores He sido en tantas tierras extranjero Y así fui construyendo la pasarela de mi regreso terminal Soledad no es libertad... Con la palabra enlazo signos identidades de mi país secreto. Algún día aquí lejos se llamará aquí cerca. La vida, los deseos, las remembranzas, la lejanía, toda la nostalgia del mundo encerrada en versos lapidarios, chorreantes de sangre del espíritu, con el síndrome de Ulises gravitando en su frente que es la de todos. Así terminó la tarde, con este poema profundo, sentimental y compartido, en el que se revela muy actualizado el espíritu de aquel otro de Bertolt Brecht, que así termina: «Hay los que combaten toda la vida. Esos son los imprescindibles». «Aquí lejos» es el poema de la lucha eterna, del combate sin fin que nos aguarda, incluso cuando se vislumbran las puertas del paraíso. Pues bien, a la noche y a la hora mágica de los conjuros, cuando sorbíamos café y otros licores y la conversación recorría los meandros más comprometidos del espíritu, me atreví a solicitarle una donación valiosa: que nos dejara el poema inédito, para publicarlo en el Departamento de Literatura Hispanoamericana como anticipo y editio princeps de cualquier futura publicación. Generoso como siempre, nos lo dejó con amable, amistosa dedicatoria personal y colectiva. Y como era valiosa la dádiva, le buscamos un marco adecuado. El encuentro que cerró su recital lo pusimos en letra impresa, con lo que apareció un pequeño hermoso libro único

titulado El Escritor y su Sombra con textos de varios profesores, amigos y especialistas al principio del volumen, como introducción auténticamente preparatoria. La segunda parte la ocupan los 219 versos, exactamente, del magnífico poema. Y desde entonces, aquellos versos tuvieron la virtud de transmutar el agorero y protervo aquí lejos, en el esperanzado y jubilar aquí cerca. Transcurrido un cierto tiempo, en el año 1991 aparece el libro Las soledades de Babel que se abre, precisamente, con el poema que nos ocupa. Resultó conmovedora la nueva lectura, iniciada por el inquietante endecasílabo «He sido en tantas tierras extranjero», heroico, incluso, en su acentuación rítmica y musical, de apretados acentos convergentes a partir del perfecto pretérito que, parece, habrá de durar toda la vida para que se cumpla, biselada y al sesgo, la exclamación de Peter Handke recordada por el propio Benedetti al principio del libro: «Feliz aquel que tiene sus lugares de permanencia».

Trilogía Hegeliana También pudiera considerarse una pareja conceptual, de Wellflin, por la doble posibilidad de dialéctica. En efecto, el exilio y el regreso significan los dos pivotes de apoyo y rotación, para establecer los términos definitivos en el triste camino de ida y vuelta. Sucede que, en ocasiones, el regreso supone una cierta alegría compensadora. Pero también ocurre lo contrario, aunque sólo sea porque el país y las gentes que se abandonaron se parecen poco a los que se encuentran al regresar. Incluso el propio cambio personal del exiliado introduce un factor modificador importante. De ahí que Benedetti inventara, muy adecuadamente, el concepto de desexilio como complemento y actor fundamental en la dialéctica. En todo caso y sin llegar al extremo de José Donoso -Donde van a morir los elefantes, recurso último y término previsible de los exiliados ya cansados de su propio peregrinar- cabe aceptar que las tres ideas y acciones se interinfluencian y condicionan profundamente, de manera que el sujeto protagonista se halla como diría Heidegger, «arrojado en el mundo y perdido entre las cosas». Exilio-Regreso-Desexilio son los simétricos términos. Y esto se refleja perfectamente en el poema de nuestro comentario. He sido en tantas tierras extranjero La pasarela de mi regreso terminal Me consta que no debo serlo aquí Son versos distribuidos del principio al fin del poema que hablan bien a las claras de lo apuntado. Con la nostalgia como telón de fondo, con la amargura de ser ciudadano del mundo sin haber elegido serlo, pese al optimismo de Dickens, con el temor siempre imperante de no saber si, al cabo, seremos los que fuimos para nosotros y para los demás. Y sin embargo, todo será un secreto a voces cuando culmine. Es el final del poema e ignoro si allí se confunden realidad y deseo. El caso es que escrito queda.

Entre ambos extremos se produce una reflexión y un sentimiento múltiples, que son a la vez expresión del propio yo creador del poeta que escribe y una extrapolación previsible a la universalidad de las categorías no sólo literarias. De ahí que el poema mezcle, continuamente, la experiencia personal vivida -un realismo a veces desolador, en ocasiones esperanzado- con la extensión a todas las criaturas de la tierra, igualmente exiliadas en algún sentido. En tal sentido, la propuesta y el propósito son claros. no dejé de cavilar en mi español de alivio aunque me rodearan lisboetas o bávaros ucranianos o tesalonicenses. Sería una isla rodeada de otras islas, aunque los demás creyeran estar en la tierra de promisión alcanzada. Es un juego muy existencial, personalísimo, pero también muy universal. El eterno juego de la literatura, de la poesía cruel y concentrada. El poema está claramente dividido en seis partes, con una primera y una sexta más breves y condensadas, para comprimir e impresionar más y mejor, como se pretende. Cabe destacar en la primera los versos inicial y final He sido en tantas tierras extranjero Hay nubes entre el sol y los presagios Por lo tanto, buenas llaves de apertura y cierre: lo particular (Poeta, Mario Benedetti) aunado con lo general (todos los lectores posibles, la humanidad entera). El alfa y el omega de un proceso revelador y terrible, con la esperanza de encontrar un claro en el bosque. La sexta parte potencia idéntica realidad, pues que comienza con lo estrictamente personal e intransferible pero voy descubriendo otros destierros de otros y termina con el aleluya musical, esperanzado y glorioso y entonces el país este país secreto será un secreto a voces todo precedido de una declaración que es casi un apotegma, sobre la base inocente de un elemental retruécano Algún día aquí lejos se llamará aquí cerca

¿Y qué ha sucedido en el intermedio, a lo largo y ancho de las otras cuatro partes más extensas y problemáticas? Pues el camino de siempre, un peregrinar laborioso y punzante con la mirada fija en Canaan. Para lo cual se insiste mucho en lo simbólico, alegórico y traslaticio, como corresponde a un poema mezcla de lírico y épico, de personal y colectivo, de solista que canta y coro que acompaña. Al cabo, el centro metafórico -en el sentido de cambiar, con movimiento, la significación precisa de las palabras y los sintagmas, para realizar la mágica fusión de lo unívoco y lo múltiple-supone el punto de partida y la palanca de Arquímedes -que los poetas continuarán siendo siempre augures, presocráticos y medidores del mundo que nos ha correspondido vivir- para mover y transfigurar el universo, habitáculo final y pretendido siempre del hombre, de todos y cada uno de los seres humanos.

Heterogeneidad esencial poética Dicho quedó más arriba que recordaría dos poemas como ideal marco de «Aquí lejos», por cuanto hacen referencia y alusión a una idea fundamental en la poesía contemporánea: la machadiana esencial heterogeneidad del ser, filosófico bergsoniano y poético-creador. Y recurren a la definición de la poesía, en general, así como a la propia poesía en particular. El primero de ellos es el titulado «Otherness» y es el machadiano. Poema breve, aunque no demasiado, con unos puntos de apoyatura esperados -habituales en la poesía de Benedetti- que funcionan perfectamente a la hora de ahormar y definir el poema, cuyo mensaje nunca será inocuo ni cerrado, antes al contrario, muy abierto para los demás. Repito lo de machadiano para insistir en ello. El recuerdo y reflejo del poeta español está de principio a fin, pese al título en inglés. El ser es uno y lo mismo, como pretendía Parménides. Y, al propio tiempo, es cambiante y distinto siempre. Aquí la filosofía queda perpleja y necesita de un Jano bifronte que ayude un poco. No así la poesía, para quien la solución de contrarios es una de sus columnas básicas, uno de los trabajos más normales de su taller. Así que, ser uno y lo mismo, ser uno y lo otro vienen a coincidir en la esencia de lo poético, incluso discursivo. Lo que contrapone la filosofía, la poesía lo unifica sin problemas ni remedio. Porque hay que leer el final del poema para entender lo que con la sola razón sería imposible y eso tal vez ocurra porque no sé ser otro que ese otro que soy para los otros sucede, por otra parte, que en esos versos endemoniados aparece la voz irónica y magistral de un escritor no precisamente grato a Benedetti, alejado a miriadas de sus postulados poéticos y vitales, el gran Jorge Luis Borges. Bastaría recordar, como ejemplo a título, el poema que dedica a Heráclito, tan dialéctico, tan comprensivo y denso de poesía. Los versos finales de este «Otherness» lo confirman y aseguran, de donde también cabe deducir, con la Rochefoucauld, que todo está dicho y tan sólo permanecen las formas distintas de decir aquello que ya nunca será nuevo bajo el sol, tan clásico.

Pero el poema comienza con un verso lapidario -¿ha reparado el avisado lector, que los principios siempre son más rotundos que los finales en los textos de Mario Benedetti?- que plasma la síntesis de la historia futura y es una espléndida llamada de atención para quien lee Siempre me aconsejaron que escribiera distinto A las mientes viene de inmediato un texto famoso de Julio Cortázar, aquél en que el desvalido y frágil unicornio se queja de estar aislado, de no encontrar ni siquiera un corralito donde expresar su solidaridad con todo el mundo. Las gentes lo rechazan para que sea distinto, como los otros quieren que sea. El unicornio se queja y sigue siendo unicornio. Benedetti se queja y continúa siendo Benedetti. Porque esos demás pretenden, sobre todo, modificar sus códigos de conducta, sus esquemas mentales, sus presupuestos estéticos, para que mi cristal no fuera transparente sino prolijamente esmerilado y sobre todo que si hablaba del mar no nombrara la sal. El poema resulta espléndido en su versión global de pensamiento, sensibilidad despierta y mensaje comprensivo para los lectores. Es una valiosa declaración de principios personales y literarios. Una postura ético-estética frente al mundo, afirman su personalidad diferenciada, escuchadora, pero no sumisa, receptora de consejos, pero sin traicionar sus propias convicciones. Así, del cortazariano «escribir distinto» se pasa a la normal segunda proposición, que humanamente debió ser la primera, por lo que de nuevo el pensamiento poético se superpone, adelanta al pensamiento racional siempre me aconsejaron que fuera otro Y el tercer punto de referencia cierra el silogismo de las dos primeras estrofas: juego cabalístico donde los haya, barajando el dos y el tres en función del uno Siempre me aconsejaron que escribiera distinto, siempre me aconsejaron que fuera otro, por lo tanto continué siendo el mismo. El yo y sus circunstancias adventicias. El yo esencial y el tú fundamental. La esencia heterogeneidad del ser. Del ser humano y del ser poético. Como las aguas del río que van a dar con la mar seguiré escribiendo igual a mi o sea de un modo obvio irónico terrestre rutinario tristón desangelado

Todos los caminos, en efecto, conducen a Roma. Y estos del «Otherness» desembocan en la definición precisa de la poética personal, como ya indicaba más arriba a propósito de las apoyaturas básicas que utiliza Benedetti para la expresión cabal de su emocionante y profundo «Aquí lejos». El nuevo poema se titula «Sombras nada más o Cómo definiría usted la poesía». No puede ser más propio de este uruguayo irónico y zumbón, que dice las mayores verdades con apariencia de ligera beatitud. De un lado está el conocido bolero que habla de la existencia de «sombras nada más, entre tu vida y mi vida; sombras nada más entre tu amor y mi amor». El binomio amor-vida en el centro de la atención posible. Y la sombra como nube que puede oscurecer la dialéctica intelectual sensible, amén de lo popular, el lenguaje que todo el mundo entiende, aunque tenga otros niveles reservados a los mejor entendidos. Pero, además, la pregunta manida que suele hacerse. ¿Cómo definiría usted la poesía, el universo, el amor, la muerte, la guerra de la Martinica, cualquier cosa que se lo ocurra al poco ocurrente preguntador? Incluida la suave perfidia léxica del usted, para mayor apariencia de seriedad y transcendencia. Benedetti responde con todo afecto, en forma de poema explicativo, que es una de la mejores maneras de responder, con el ejemplo vivo de lo que se hace y siente. Con la sorpresa inicial de la perplejidad dubitante La verdad es que nunca se me había ocurrido definirla Y a partir de ahí, las hipótesis, los condicionales, la posibilidad de ser, las virtualidades todas, no para la ceremonia de la confusión, sino para centrar el tema y suscitar posibles respuestas, que bien pudieran ser otras, incluso inciertas, con lo que los ecos machadianos afloran de nuevo a superficie. Invirtamos, pues, la situación, lleguemos al extremo contradictorio: definir lo que no es poesía. Y entonces, el poeta aprovecha la ocasión para la enumeración caótica, Cohen al fondo, teorizador de lo moderno, de las grandes o pequeñas tragedias de lo humano, a cuyo sesgo aparecen palabras como espectro, muerte, admonitorio, eróstratos, rencor, defoliadores, gángster, mezquinos y prescindentes. ¿Dónde quedó la lírica pura, para no tocarla más, que así es la rosa? Y sin embargo, adviene la duda. Dice: «Pero no estoy seguro». Y entonces aparece Dios con toda seriedad. Las alturas de lo divino como territorio de la poesía, con toda emoción y respeto, con toda seriedad. Porque la poesía utiliza como dicen que usa dios sendas inescrutables e infinitas Ya estamos en lo que no es y en lo que es. El infierno y el cielo salvador, con sus caminos que es preciso transitar. En el inicio dos definiciones complementarias, casi paradójicas la poesía como sombra de la memoria

también como memoria de la sombra y no es tan sólo un juego de palabras, lo que ya sería suficiente. Sombra y memoria son la sustancia de lo poético, en relación de complementarios, repito, para llegar a la conclusión posible, que se revelará nueva premisa mayor de la siguiente tríada con la memoria de esas sombras damos alcance en ciertas ocasiones a la blindada frágil poesía o quizá a la memoria de la sombra de la poesía... Sombra. Memoria. Y Poesía. Bastan las tres palabras para lo que he pretendido transmitir de aquella tarde memorable, de aquel poema conmovedor, de aquella misteriosa atmósfera poética difícilmente repetible. La poesía proyectando su creadora sombra para que la memoria recuerde lo que somos y cómo existimos. AQUÍ LEJOS He sido en tantas tierras extranjero digamos que recorrí los bulevares como si fueran el desierto de atacama o me abracé más náufrago que nunca a mi tablón de cielitos y gardeles pese a todo no dejé de cavilar en mi español de alivio aunque me rodearan lisboetas o bávaros ucranianos o tesalonicenses y así fui construyendo la pasarela de mi regreso terminal he sido en tantas tierras extranjero y ahora que por fin estoy aquí hay nubes entre el sol y los presagios no es que el futuro se arrodille en el umbral del abandono ni que la atávica miseria fije su mirada oprimente y exangüe en los ventanales del poder no es que los jóvenes renuncien a exorcizar de veras a la muerte con sus vaivenes en tierra firme

por lo pronto nadie ha conseguido expulsarlos de su burbuja acorazada ¿y entonces qué? ¿por qué me siento un poco extraño y/o extranjero (en francés son sinónimos) en este espacio que es mio y nuestro? ¿por qué las mezquindades las jactancias de zócalo parecen dichas en otra lengua que no es gaélico ni flamenco ni búlgaro ni euskera pero tampoco es totalmente mía? ¿por qué la solidaridad es apenitas la película sordomuda que no encuentro en los catálogos de los video-clubes? después de todo ¿qué paso con la confianza? ¿les echaremos por fin toda la culpa a los milicos? (Bastante tienen con la que ya tienen) ¿o tal vez los milicos descubrieron dónde estaba nuestro mezquino taloncito de insolidario aquiles? sabíamos desde siempre que este país no era un rosedal pero ¿será una reverenda mierda como salmodian hasta el hartazgo los transgresores de engañapichanga? ¿no será que la mierda está en sus ojos ojeras y ojerizas? naturalmente hay dos países y cada uno tiene sus provincias sabemos que aquí anidan la memoria ilegal la indestructible el saldo flaco de lo solidario cruces peladas y sin flores migajas de una que otra pesadilla labios de cautivante primavera que por cierto no estarán esperándonos

en las calaveras del invierno húmedas tristezas con final feliz ganas de creer en medio del rebato pájaros que vuelan infalibles sobre los borradores de la dicha muestrario de cadáveres amados fe que le nace a uno de las tripas crepúsculos más acá del corazón y sobre todo borrachera de utopías esas que según dicen ya murieron si me tomas el pulso si te lo tomo yo verás/veré que hay menos osadías por minuto y por sueño sé que aquí habitan los enteros y su entereza no es de las que encogen a la segunda lluvia o a la primera sangre pero se trata de una entereza animal de bicho duro que pasó por el fuego por el miedo por el rencor por el castigo por la frontera del desencanto y quedó chamuscado memorioso convaleciente desvalido vaya a saber por qué la sintaxis de los muros ha cambiado cada odio solitario es un pabilo de qué sirve un pabilo en la espesura de la bruma una tapia individual no es la paz ni la guerra tan sólo es una tapia individual ¿será que el desdén vino para quedarse? contritos como penitentes o monjes rezagados los sentimientos entran en el desfiladero ignoran la contraseña de los muchos repiten el santo y seña de los solos pero cada solo sólo sabe uno igual que en las soledades de babel como bien dijo Juan / en el exilio tu país es este cuarto lleno de tu país pero ahora Juan qué nos ha ocurrido mi país ¿un país vacío de mi país? vino el buitre a traernos el miedo

el murciélago a llevarnos la noche vino el toro a dejar sus alarmas el ciervo a contarnos que huye ¿y entonces qué? en tantas tierras he sido extranjero me consta que no debo serlo aquí alguien podría traducir mis desahucios mis consternaciones mis destierros en cruz que no son lastimeros sino baldíos alguien podría misteriar mi evidencia que es como decir ponerla al día y de paso atardecer mis amaneceres para que el eco sepa por fin de qué está hablando no estaría mal que alguien trasmitiera a los tímpanos de mi infancia los engaños de hogaño las campanadas del delirio corriente el monólogo sereno de los grillos las convulsiones de lo frívolo intuyo que dentro del país que desconozco está el otro que siempre conocí más de una vez he creído advertirlo en ciertos guiños infinitesimales en la solera de una vanagloria en el reproche de un cansancio en el garabato de un niño que no sabe quién es quién ni qué es qué pero no importa hay un país que guardó sus letargos sus aleluyas y sus medias tintas lo guardó todo bajo siete cautelas y se resiste a revelarlo sin embargo puedo allí guarecerme y no es un frágil cobertizo hay un país que respira en silencio o en vano pero al menos respira atrincherado en su altivez de ser o en sus recelos de no ser

replegado en su memoria indefensa sabiendo que de poco sirve recordar y sin embargo sigue recordando consciente o inconsciente de que ahí están las claves aunque cercado por el olvido y los agüeros al menos tiene un espacio en recompensa sus insistentes faros iluminan a duras penas el remanso de los años y hacen inventario de quimeras y pánicos de bienaventuranzas y agonías se trata de un país que supo y sabe amar sin atenuantes y también odiar como Dios manda abrevadero embalse mito cripta de penurias almacenadas en las cuatro estaciones y a los cuatro vientos con soledad no ofendo ni temo y no obstante temes y te temen ofendes y te ofenden ocurre que la soledad no es un seguro ni menos un sagrado soledad no es libertad (ya es hora de aceptarlo) sino pálida añoranza del otro o de la otra del borde de la infancia de dos o tres misiones incumplidas con la palabra enlazo signos o más bien trato de enlazarlos signos durables de mi país secreto y mi país secreto se levanta y cuando al fin me roza con sus sílabas entonces yo lo asumo con mi voz cascada sabe el país secreto que lo estoy aludiendo y por eso me nombra perpetuo y melancólico sabe que me hacen falta sus señales vacantes y bacantes de su fronda

las ellas y querellas de su vino sus méritos de estambre sus vellones sabe el país secreto vale decir mi patria sigilosa que su belleza su consolación sus apetitos aprendieron en la derrota el derrotero y sabe que sus sábanas blanquísimas de llanto o abrasadas de semen acumulan y acunan inocencias y dirimen sus bregas con el mundo y la vida no todos los relojes concuerdan con mi hora siempre hay corazones que adelantan suspicacias que atrasan pero voy descubriendo otros destierros de otros que empiezan o concluyen o piensan que concluyen destierros que se fueron allá cerca y vuelven aquí lejos aquí lejos está nunca se ha ido el país secreto el hervidero de latidos los tugurios del grito las manos desiguales pero asidas la memoria del pan los arrecifes del amor el país secreto y prójimo algún día aquí lejos se llamará aquí cerca y entonces el país este país secreto será secreto a voces

Los versos se hacen canciones: Benedetti y Serrat María Carmela Mitidieri (Universidad de Salerno, Italia)

A partir de 1970 la obra poética de Mario Benedetti ha sido a menudo rescatada por numerosos cantantes y cantautores de habla hispana. Remonta precisamente a 1970 la primera vez que un poema de Mario Benedetti se hizo canción, cuando Numa Moraes, músico uruguayo, musicalizó «Cielo del 69», una de sus Letras de emergencia (1973) («Mejor se ponen sombrero / que el aire viene de gloria / si no los despeina el viento / los va a despeinar la historia»). Pero sólo tras la colaboración con Alberto Favero, de la que surgió el disco Nacha canta a Benedetti (1972), los poemas de Benedetti comienzan a popularizarse verdaderamente, quizás porque las canciones están más al alcance de todos, las escuchan los demás, mientras la poesía siempre es destinada a una minoría de usuarios. En esa ocasión fueron retomados sus primeros poemas y, especialmente, los de la oficina. Recordemos Te quiero, que es una «canción de amor militante transida de emoción juvenil» («Tus manos son mi caricias mis acordes cotidianos / te quiero porque tus manos / trabajan por la justicia». Paoletti, 1995:189). Colaboración semejante la tuvo Benedetti con Daniel Viglietti, otro cantautor uruguayo y personaje clave desde el punto de vista político, cultural y musical en la transformación del Uruguay a partir de 1968. A dos voces (1978) es el resultado del trabajo llevado a cabo entre Benedetti y Viglietti. Las canciones son en su mayoría de denuncia política y crítica social. En 1985 llega El Sur también existe, con música de Joan Manuel Serrat y letra de Mario Benedetti, y en algunos casos de Benedetti y Serrat, que abarca diez composiciones, de las cuales algunas han nacido como canciones -la que da el título al LP y «Una mujer desnuda y en lo oscuro», por ejemplo- y otros son adaptaciones de poemas previos de Benedetti. Los temas son de lo más variado: la reivindicación político-social («El Sur también existe»), el canto de la esperanza («Vas a parir felicidad»), lo cotidiano («Testamento de miércoles»), la descripción del paisaje del exilio cubano («Habanera»), la ironía («Los formales y el frío»), el discurrir a lo largo de la vida («Currículum»), etc. Aquí también hay crítica social, el tema de las injusticias, la desigualdad entre los hombres, pero no faltan referencias al amor. Ese amor que, casi a escondidas, trasluce en las canciones de Serrat como en los escritos de Benedetti. El amor como un territorio inevitable en nuestras vidas, pero nunca patético. Además de estos tres trabajos más articulados y conocidos, Mario Benedetti tiene unas 80 letras de canciones que figuran en el repertorio de numerosos intérpretes, y un librito titulado Canciones del más acá (Benedetti, 1988), que incluye 60 textos suyos. Así y todo los trabajos que Benedetti prefiere son los tres llevados a cabo con los cantautores, ya que con los tres tuvo una colaboración intensa y estimulante. Al parecer, no cabe duda de que la poesía de Benedetti es muy adecuada para ser musicada, aunque para llegar del poema a la canción el camino es largo y, a veces, arduo y laborioso. La poesía es un género distinto de la canción, a la hora de poner música a unos

versos hay que remodelarlos, o cuando no, volver a escribirlos. Las letras que se cantan no son poesía pura. Las canciones, por repetirse innumerables veces, deben contener palabras que no cansen el oído. Pero, una vez canciones, los versos llegan a la muchedumbre, incluso a quien poesía no lee. Y seguramente muchos de los versos de Benedetti son conocidos por millones de personas porque se hicieron canciones. Más difusamente hablaremos de la colaboración que Mario Benedetti tuvo con Joan Manuel Serrat, el cantautor catalán-español más representativo de este país, por tener más de treinta años de carrera y unos treinta discos, y por ser hijo de la posguerra y haber vivido durante la mitad de su vida la dictadura y luego la transición que condujo a la democracia en España. Todo ello, interiorizado y comunicado por Joan Manuel Serrat, gracias a su manera de sentir, hace de él una de las figuras básicas del escenario cultural de la España de hoy. A Serrat le toca vivir una época de cambios notorios en la vida, las costumbres, la manera de expresarse de todo un pueblo, una época en la que desaparecen las metáforas crípticas. La palabra se hace «libre», y aunque en todo momento de cambio las «reglas» no están claramente definidas, empieza una época en que por lo menos se puede expresar uno libremente. Y Serrat pudo seguir por un camino en que según dice él, «es siempre mejor tener miedo que tener vergüenza» (Serrat, 1997). El comienzo oficial de la carrera artística de Serrat es abril de 1967, al salir su tercer disco Cançó de matinada: «fue entonces cuando decidí hacer de la música mi oficio, la manera de buscarme las alubias» (Serrat, 1992). Dicho esto, no es preciso seguir recorriendo la trayectoria artística de Serrat, por ser personaje tan notorio como querido desde el Mediterráneo hasta el Pacífico, pasando por el Atlántico -como pasa con Mario Benedetti pensando al revés- pero sí cabe fijar el punto de partida de este intérprete barcelonés de la canción, que subraya el hecho de que jamás se sintió «personaje político», aunque se haya terminantemente puesto en contra de las dictaduras: no yendo por una década a Argentina, no queriendo cantar en México cuando la dictadura franquista ordenó el fusilamiento de unos cuantos españoles reaccionarios al totalitarismo de Franco, por no sentirse representante de su país que en esa ocasión actuaba de una forma que él no compartía. Si todo ello llevó a menudo a pensar en Serrat como figura política, a él le importa mucho precisar que su oficio es el de traducir en palabras los sentimientos de todos y cada uno y que la canción no es más sino «un desahogo, el epílogo del llanto» (Serrat, 1995). Las canciones, por contener los temas de lo cotidiano, del amor a lo social, están inevitablemente hechas de los acontecimientos que caracterizan el momento en que la canción se produce. Se le definió a Serrat un artista fiel: fidelidad a los amigos, a la tierra, al bilingüismo, a los poetas, al público, a sí mismo, a sus músicos (Ricardo Cantalapiedra, 1985). Por su parte, en 1985 Joan Manuel Serrat no era nuevo en musicar obra poética: están las experiencias anteriores con algunos poemas de Antonio Machado (Dedicado a Antonio Machado, 1969) y Miguel Hernández (Miguel Hernández, 1972) en castellano y de Joan Salvat-Papasseit (Serrat 4, 1969) en catalán. Lo nuevo fue musicalizar los versos de un poeta latino-americano y no español, y además viviente, pero era de esperarlo por quien dice que se siente «un latino-americano de Barcelona», y que siempre ha sido el

«embajador musical» de España en América Latina, a la que considera «una amante, una vampiresa embaucadora, encantadora, maravillosa, mágica, dulce... Y me enamoré» (Serrat, 1995). Mario Benedetti guarda un agradable recuerdo de su colaboración con Joan Manuel Serrat: «el trabajo que hicimos con Serrat fue una experiencia muy rica y removedora. Un estímulo adicional fue la sólida amistad que se generó en esa labor compartida. En realidad, me sentí muy estimulado con que un cantante del prestigio y la categoría de Serrat me propusiera esa tarea conjunta» (Benedetti, 1997). Por su parte dice Serrat: «El proyecto de El Sur también existe nace de mi admiración por la obra de Benedetti y por las coincidencias de pensamientos que se producen. Elegí los poemas de Benedetti porque, aun sin conocerlo, era un hombre al que siempre sentí cercano (Serrat, 1997). A la pregunta por mí dirigida a Benedetti y a Serrat «¿Qué le gustaría decir sobre Benedetti/Serrat que yo no le haya preguntado?», Serrat ha contestado: «Que es, como decía Machado, un hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno» (Serrat, 1997). Y Benedetti: «Que en América Latina, y particularmente en el Cono Sur, Serrat es un artista particularmente admirado y querido, no sólo por su labor de intérprete y compositor, sino también por su calidad humana. Por otra parte, el amor es un territorio por el que Serrat transita con calidez y llaneza, logrando siempre que el humor lo salve de la retórica y la naturalidad lo defienda de lo frívolo.» (Benedetti, 1997). Siendo éstos los sentimientos mutuos y la consideración que tienen el uno del otro, no podía salir sino una obra exitosa y entrañable. Aunque la canción sea distinta de la poesía y sean productos diferentes, no se puede negar cierto lirismo de algunas canciones, como las de Serrat, a la vez que no se puede negar cierto perfume a canción de algunas composiciones poéticas, como las de Benedetti. Quizás la canción y el poema sean dos mundos de intercambio mutuo, a veces. Hay que saber detectar los versos que pueden hacerse canciones. Y es lo que hizo Serrat cuando propuso a Benedetti trabajar con sus poemas para que se convirtiesen en textos cantables, diciéndole: «Tengo como 10 ejemplares de Inventario. Y cada vez que lo releo llego a la misma conclusión: allí hay mucho material para hacer canciones. Pero habría que trabajarlo» (Paoletti, 1995: 191). Por su parte, dice Benedetti: «La tarea no fue nada fácil, ya que en varios casos se trataba de convertir en letras de canciones versos originariamente escritos en versos libres» (Benedetti, 1997). El Sur también existe abarca 10 poemas, escritos durante 1984 y 1985, y son: «El Sur también existe», «Currículum», «De árbol a árbol», «Hagamos un trato», «Testamento de miércoles», «Una mujer desnuda y en lo oscuro», «Los formales y el frío», «Habanera», «Vas a parir felicidad», «Defensa de la alegría». Esas letras generalmente tienen como antecedente poemas anteriores -sólo algunas fueron escritas directamente como canciones-, pero, al hacerse canciones se efectuaron cambios en su extensión y estructura. Pasamos a analizar individualmente los poemas.

«El Sur también existe», que da el titulo al disco, es la reivindicación del Sur, o mejor dicho, de todos los sures que hay en el mundo, ante el Norte. A lo largo de la historia el Norte siempre ha mandado, ha tomado las decisiones y hecho sus imposiciones, el Sur ha sufrido desde siempre esta actitud totalitarista y hegemónica del Norte. Si el Sur es la cuna de las raíces, de las tradiciones, de lo entrañable, el Norte es la cuna de las decisiones mundiales, incluso a costa de perjudicar al Sur. El Norte manda y prohíbe, el Sur sufre y obedece, y cuando no lo hizo o no lo hace la inclemencia punitiva del Norte se hace candente y perentoria. El texto, escrito por Mario Benedetti, fue concebido como letra de canción, y corresponde a sentimientos presentes en toda la obra benedettiana y serratiana: para los dos el «tema del Sur» siempre fue muy querido, aquí el Sur no es apenas una localización geográfica, el Sur es todo lo oprimido y sometido y de sures está lleno el mundo. Son las personas más débiles, los países más perseguidos, los sentimientos más pisoteados, la justicia negada, los derechos humanos olvidados, los desvalidos y los marginales de nuestros países. De hecho dice Serrat: «El Sur al que nos referimos Mario y yo no es el sur geográfico, sino el resultado de la depredación de los que se imponen. Tal vez en el sur se genera más arte porque tienen más vivencias, porque siempre han de estar despiertos, porque tienen más conocimientos y más capacidad de expresarse y de sintonizar, porque son más valientes... (Visto así, cualquiera diría que se trata de una ventaja). El talento del sur es la compensación de un gran inconveniente.» (Serrat, 1997). Hablando del mismo asunto, Benedetti también está convencido de que «infortunadamente, sigue existiendo ese abismo que separa al Norte y al Sur». (Benedetti, 1997). «Currículum» es un poema previo de Benedetti que, a la hora de hacerse canción, fue en parte modificado, por exigencias musicales. Es una canción que Serrat siempre incluye en sus conciertos a modo de presentación, «porque es una canción que discurre a lo largo de la existencia» (Serrat, 1997). Es un texto típico de Benedetti en el que se habla de lo que caracteriza a la vida, del nacimiento a la muerte, pasando por los sentimientos, los estados de ánimo, las convicciones no siempre verdaderas que tiene uno. Se abre con elementos de lo cotidiano, de la naturaleza -el pájaro, el insecto, el cielo- para pasar al sufrimiento que nos puede provocar lo diario y luego llegar a la noche y al sueño que lo borra o, al menos, lo apaga, todo, como si fuera un descanso del día. Los sentimientos que nos dan fuerza para enfrentar la vida, las esperanzas que duran poco, porque al fomentarlas nos chocamos con la realidad que, casi nunca, coincide con lo ideal. Gracias a las experiencias aprendemos la vida, nos enteramos de que «el mundo es como un laberinto»: nada fácil de entender, a menudo inviable; y en lo bueno como en lo malo siempre genera confusión. Cuando llega la madurez, echamos un vistazo al pasado, al presente y, a la vez, pensamos en el futuro. Es éste el momento en que probablemente llegamos a ser sabios. Pero, inexorablemente, cuando nada parece faltar, llega la muerte, como a cerrar nuestro currículum... «De árbol a árbol» es una llamada a la solidaridad. Hay todo un desfiladero de nombres de árboles, de las especies y los lugares más distintos -del olivo de Jaén al quebracho de Entre Ríos, del ombú de la Pampa a la ceiba antillana, del sauce de Tacuarembó al castaño de Campos Elíseos, etc. -que quizás se puedan ver como metáfora de los hombres. Lo sugiere el refrán «los árboles ¿serán acaso solidarios?». Que sean o no solidarios, no lo preguntarán los diarios, nadie se planteará el problema. El de la solidaridad es otro tema querido sea por Benedetti, que por Serrat, y que a menudo sale en la obra de ambos. Es, además, una actitud presente en sus vivencias, en sus actos públicos y en sus

manifestaciones de vida. Los dos siempre fueron solidarios con las justas causas de lo humano. «Hagamos un trato» es una conmovedora declaración de amor. Pero, no sólo de amor hombre-mujer, sino de amor más universal, aunque sea hacia una «compañera». Un amor hecho de amistad, totalidad, que se condensa todo en la frase «usted puede contar conmigo». Tiene sabor a eterno, aunque no sea dicho con palabras amorosas y frívolas. Una declaración de amor intemporal, pero sí real, verdadero, declaración hecha a alguien que se quiere que nos acompañe durante toda la vida. «Testamento de miércoles» es un buceo en la cotidianidad diaria, donde lo que se dice vale el tiempo de un día. «Una mujer desnuda y en lo oscuro» es otra imagen de lo diario, también concebida como letra de canción por Benedetti. Lo erótico aquí es expresado de una forma muy delicada y con un matiz de ironía. La ironía, fruto de la inteligencia y del sentido del humor, es una actitud que caracteriza a Benedetti, bien al hablar de asuntos alegres, bien de los tristes. Digamos que es un matiz que alivia lo serio y dignifica lo ligero. «Los formales y el frío» es otra inmersión en lo cotidiano, nos da una hermosa imagen de una pareja muy formal en sus primeros encuentros, donde la emoción se mezcla con el estorbo y la torpeza es salvada por la espontaneidad: las primeras y tímidas miradas, los temas típicos de las situaciones en que todavía no se ha llegado a la confidencia. Al final, es el amor, «ese célebre informal», que desbarata lo formal llevando a la situación más natural, que es, por supuesto, una noche de amor. «Habanera» es un poema escrito por Benedetti a su llegada a Cuba, en noviembre de l967. El motivo oficial era organizar un Centro de Investigaciones Literarias, tras la invitación de Casa de las Américas. Llega, según dice en el poema, «con sus ojos de buey, con sus dedos de frente, con sus pies de plomo, con su rengo compás, con su memoria a cuestas. Llega sensato, dispuesto a traspirar, a cotejar testigos, a combustir mulatas, a contar hasta diez, a averiguarlo todo, a no decir me asombro» (Paoletti, 1995: 136). Sin embargo, el motivo real de su viaje a Cuba era enterarse de lo que había sido la «revolución cubana», esa revolución que Benedetti, desde lejos, había imaginado y comentado y olido. Pero es ahora, estando concretamente en Cuba, cuando va a entender la revolución y sus alrededores. Para hacerse canción el poema originario sufrió una adaptación y abreviación. Pero queda lo esencial de la composición, la impresión que Benedetti tuvo de Cuba: la ausencia de las estaciones climáticas, pues incluso el invierno es verano; la revolución que, una vez terminada en su primera etapa, ha dejado un aire alegre. De momento Cuba es un laboratorio donde se está experimentando un modelo de sociedad muy especial: no importaban las clases sociales, no estaba basada en el lucro. «Era ni más ni menos que la utopía hecha realidad. Y además en castellano, y con ron, y con playas con palmeras, y con Marx y Engels bailando la rumba. Y con mulatas en todos los puntos cardinales» (Paoletti, 1995:136).

«Vas a parir felicidad» es un canto de esperanza. Una tierra de dolores, lutos, desengaños, tendrá que parir felicidad un día, aunque sea en un futuro que no existe. Aunque no hay certidumbre por lo menos debe haber esperanza. «Defensa de la alegría» parece una exhortación a defender la alegría de lo bueno y lo malo del mundo, incluso de la propia alegría. Casi a ver la alegría como salvación, como algo necesario para enfrentar el día a día. Decíamos antes que El Sur también existe nace de una idea de Serrat, de su admiración por la obra de Benedetti, a quien no conocía personalmente, aunque siempre lo sintió cercano, por reconocerse en los contenidos de sus poemas e identificarse en sus textos. Por ello no fue tan difícil encontrar la expresión musical. La primera elección de los poemas la hizo Serrat, eligió unos veinte, de los cuales sólo diez se transformaron en canciones, tras un largo y, a veces, complicado trabajo que se desarrolló por teléfono, por fax, y juntos en varios lugares: Madrid, Palma de Mallorca, Barcelona, Buenos Aires y Montevideo. Los dos están de acuerdo en decir que no siempre fue fácil reconvertir los textos en letras de canción, estando la poesía de Benedetti escrita en versos libres. Tuvieron que buscar la forma más adecuada y la métrica que requiere el canto. El resultado de esa colaboración fue el nacimiento de una amistad profunda que ambos no pierden ocasión de remarcar. Se encontraron en seguida en sintonía, quizás por ser personas semejantes, por tener vivencias análogas: los dos son fieles a los ideales, los dos vivieron la dictadura en sus países, la represión de su oficio por parte de los órganos oficiales, las secuelas íntimas y concretas que deja el vivir sin libertad, aunque sea por un tiempo limitado. Los dos sufrieron el exilio, que es la máxima forma de frustración a que se puede someter un individuo. Vivir en su propia piel unas determinadas cosas no puede dejar indiferente a nadie, menos aún a quien hace de la expresión de sus sentimientos su oficio, su manera de comunicar con los otros y de hacer conocer las realidades de un lugar que, de otra manera, se podrían perder en el olvido: «Los poetas son inventores. Descubren emociones en las que nos reconocemos de la misma forma que inventan palabras que sintetizan ideas» (Serrat, 1997) dijo Serrat cuando le he preguntado qué opina de la palabra desexilio, el neologismo acuñado por Mario Benedetti. Y realmente nuestro poeta logró sintetizar en una palabra todo un mundo de sentimientos y estados de ánimos que para describir haría falta un conjunto de palabras o enteras oraciones. Es una palabra, un concepto, que surge de la experiencia personal de Mario Benedetti. Serrat también ha vivido el exilio, entre Estados Unidos y México y no podía no entender lo que expresa Benedetti en sus escritos. Escribe Serrat: «a ambos nos une el hecho de tener que cruzar el Atlántico para irnos y regresar, aunque en sentidos opuestos. Mientras uno fue de acá para allá, el otro iba de allá para acá. Nos diferencia que mi exilio fue mucho más corto». (Serrat, 1997). La experiencia de trabajar juntos en la preparación de un disco ha sido «particularmente rica y removedora», utilizando las palabras de Benedetti, que seguramente Serrat comparte, pues para él fue la primera vez en que pudo colaborar con un poeta vivo -distintamente de Machado, Hernández, etc.-, que «no se limita a ser un espectador, él participa y se compromete» (Serrat, 1997).

Y quién sabe si no nos darán una sorpresa más una que otra vez, volviendo a trabajar juntos, ya que a la pregunta si tiene algún plan de musicar más poemas de Benedetti responde Serrat «por el momento no, pero no renunciamos a ello ninguno de los dos»(Serrat, 1997).

Bibliografía citada Benedetti, Mario, Letras de emergencia, Buenos Aires, Editorial Alfa Argentina, 1973. Benedetti, Mario, Daniel Viglietti, Gijón, Ediciones Júcar, Los Juglares, 1974. Benedetti, Mario, Preguntas al azar, Madrid, Visor, 1986. Benedetti, Mario, Canciones del más acá, México D.F., Nueva Imagen, 1988. Cantalapiedra, Ricardo, Ahora que tiene 40 años, El País, 29 de noviembre de 1985. Gámez, Carles, Serrat, Valencia, Editorial La Máscara, 1992. Gómez, Antonio, Carta del Sur, El País, 29 de noviembre de 1985. Paoletti, Mario, El aguafiestas. La biografía de Mario Benedetti, Buenos Aires, Seix Barral, 1995. Serrat, Joan Manuel, Entrevista de Rosa Montero, El País Semanal, nº 80, 30 de agosto de 1992. Serrat, Joan Manuel, Entrevista de Ana Cristina Navarro, TVE, «La vida según...», 7 de diciembre de 1995a. Serrat, Joan Manuel, Entrevista de M. Pradera y F. Schwartz, Canal Plus, 13 de diciembre de 1995. Serrat, Joan Manuel, Entrevista de Gianni Min~, Storie, RAI 2, 2 de mayo de 1997. Sierra i Fabra, Jordi, Serrat, Barcelona, Edicions de Nou Art Thor, 1987.

Benedetti: el ejercicio de la conciencia Roberto Fernández Retamar (Casa de las Américas. La Habana)

En carta fechada en Saignon el 6 de octubre de 1975, Julio Cortázar, a propósito del monstruoso crimen que arrancó la vida a Roque Dalton, me escribió: «Inútil decirte que la imagen de Roque significa para mí Cuba, la Casa de las Américas donde lo conocí, la mesa redonda de nuestras charlas y discusiones en torno a la revista. Por eso, en el texto que te envío como respuesta a tu pedido, verás asomar todo eso y muchas otras cosas». Y antes de terminar sus líneas, añadió Julio en nota manuscrita: «...dame noticias de Mario Benedetti. He estado muy inquieto desde que supe de su partida del Perú, y mis informaciones no son acaso las buenas. Me dicen que está con ustedes, cosa que deseo de todo corazón. Mario es uno de los hombres más valiosos de nuestro continente y por tanto siempre en peligro». La expulsión en 1975 de Mario del Perú (antes había tenido que abandonar, perseguido, su país primero y Argentina después) está ampliamente documentada en el capítulo «Exilios y mudanzas», de El aguafiestas, la excelente biografía de Benedetti hecha por su tocayo Paoletti. «La decisión, explicó allí Benedetti, fue irme a Cuba. Le mandé un telegrama a Haydee Santamaría y al día siguiente me enviaron la autorización para viajar». Paoletti añade: Mario se irá, pues, a Cuba, que sigue siendo su patria política y el lugar donde ocurre la Revolución a la que se siente ligado por un doble compromiso de admiración y lealtad. Pero no se va feliz, como había ocurrido en los sesenta, sino con el ánimo por el suelo porque ahora Mario es un hombre marcado por la dictadura de su país, y una simple llamada telefónica desde La Habana a Luz o a su madre (ni hablar de los amigos) sería excusa suficiente para un encarcelamiento. Más allá de la amarga anécdota, quiero destacar que el vínculo establecido en la carta mencionada al principio entre dos grandes compañeros, Roque Dalton y Mario Benedetti, por un tercero de su estirpe, Julio Cortázar, está lejos de ser azaroso. Revela la ardua lucha y la inmensa tensión de una época en que nuestra América intentó (renovando los tiempos de L'Ouverture, Bolívar, San Martín, Hidalgo, O'Higgins y Artigas; de Betances, Gómez, Maceo y Martí; de Zapata, Villa, Sandino y Farabundo; de la Guatemala asesinada en 1954) conquistar la plena independencia, la democracia y la justicia verdaderas: y volvió a pagar un altísimo precio por su intento, de nuevo mayoritariamente infructuoso. «La falsía, la derrota, la humillación», como en los versos del paradójico Borges, fueron otra vez «el antiguo alimento de los héroes». Y no sólo de los entregados esencialmente a la acción, como el Che Guevara y Salvador Allende, para mencionar dos figuras políticas señeras, sino de numerosos escritores y artistas que también pagaron con sus vidas el querer hacer realidad algunos de sus más nobles proyectos. A la labor de varios de ellos (que conjugaban la militancia y la producción literaria), Mario Benedetti la antologó con el título Poesía trunca. No fue sólo aquella poesía lo que entonces quedó trunco: hubo numerosos muñones en numerosos órdenes. Pero ellos volverán a florecer un día, aunque a tantos de nosotros no nos corresponda ver la nueva floración. La primavera llegará sin que nadie haya sabido a ciencia cierta cómo fue, según escribió Antonio Machado. Y lo habrá hecho porque nunca,

ni en la estación más fría y hosca, los que la requerían, la ansiaban, la merecían de veras, dejaron de creer en su regreso. Hablo de lo que aún no ha ocurrido, pero cuyo aire, al igual que en un verso de Nicolás Guillén, ya huele a madrugada. Hay custodios o nuncios de la primavera, así sea con una esquina rota; hay hombres y mujeres lastimados por dentro y por fuera (con las sombras de algunos de los cuales nos encontramos hace poco en Andamios), cuya alma conserva tanta verdad, tanto recuerdo, tanta limpieza (y tanta esperanza: «memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios» la llamó el primer o segundo Borges), que les impide olvidar que tuvieron altos sueños, irrealizables acaso en su totalidad, y someterse al barro que se les ofrece como único consuelo, cuando no como alimento único. Tal es la herencia mejor que pueden y deben dejar a quienes vienen después y, si se estiman en algo, no van a resignarse a la mediocridad que los amos han diseñado para ellos. Entre esos custodios o nuncios que siempre vieron lo épico imbricado con lo ético y lo estético, y que en más de una ocasión dieron a sus palabras, exigentes, oficios manuales y cantables, insólitos para otros (oficios de amor que no se cansan de exaltar sucesivas oleadas de auténticos jóvenes: ellos sabrán), ocupa un lugar eminente Mario Benedetti. Lo dicho niega en forma categórica que se trate de un hombre de ayer, de esos 60 que ahora no pocos quieren ver estigmatizados o, en otro sentido también erróneo, mitificados. Nada hay en él de estatua de ceniza o de sal, ni lo corroe la saudade, esa hermosa pero triste palabra galaicoportuguesa que supongo emparentada con la castellana soledad. Mario, tan lleno de memorias, es sin embargo un hombre de hoy, y cálidamente acompañado. En todo caso, como corresponde al que es actual y fermental, es también un hombre de mañana: un mañana al que no se puede renunciar sin renunciar a lo mejor de sí. En muchas ocasiones he hablado o escrito sobre Mario: sobre su gestión de cultura, su narrativa, su poesía, su crítica, su periodismo, su persona lindamente chaplinesca. Y en todas las oportunidades destaqué su condición de pensador. Precisaré más: de moralista, quitándole a esta palabra, por supuesto, cualquier connotación de moralina. Creo que algunos miembros de su familia en este orden serían Swift, Voltaire, Twain, Shaw, Unamuno, Machado, Martínez Estrada, Brecht, Sartre. Ya nombré a Chaplin. Quizá deba sumar a Quino y a Woody Allen. Ciertamente a Viglietti y a Serrat. El propio Mario destacó la impronta que en su labor en verso tuvo Fernández Moreno; y en su narrativa, Italo Svevo: fue por iniciativa suya que leí La conciencia de Zeno. Muchos autores más podrían añadirse. Se trata de escritores y artistas que abordaron formas variadas de creación, y alcanzaron en esas formas cotas admirables. Pero la columna vertebral de su trabajo es la preocupación por la conducta, por el amenazado destino de la frágil y conmovedora criatura humana. Más de una vez ha citado Mario la definición que un integrante mayor de tal familia (y de otras), Martí, diera de la crítica: el ejercicio del criterio. Benedetti incluso nombró de esa manera un libro suyo de voraz lector y luminoso enjuiciador, uno de esos libros crecientes a los que nos tiene acostumbrados: así ocurre, pongamos por caso, con su Inventario, que comenzó por ser un tomo discreto y no sabemos de cuántos volúmenes de versos llegará a contar. Glosando aquel título suyo de raíz martiana, llamé a estas páginas, que también quisiera de raíz martiana: «Benedetti: el ejercicio de la conciencia». Así lo veo en lo fundamental.

Y aquí vale insistir en el presentismo e incluso el futurismo (escuelas y modas aparte) de lo que hace Benedetti. Bergson acertó al escribir: «Conciencia significa acción posible». Llena de ilusión el anhelante público masivo, juvenil y trabajador que asedia en todas partes a Benedetti, y es más que un fenómeno sociológico, sin que ello sea poco. No son fuegos de artificio lo que atrae a ese público (quizá sería mejor llamarlo lisa y llanamente ese pueblo). Es la indoblegable conciencia de su autor. A quienes lo leen y lo escuchan copiosamente, les repugnan la inconciencia, la inmoralidad, la hipocresía, la corrupción, los hábitos egoístas e insolidarios puestos de moda por los triunfadores pasajeros y sus publicitados amanuenses. A lo largo de muchos años que recuerdo con felicidad, aunque en ellos haya momentos difíciles, he visto hacerse la obra, y casi me aventuro a decir que la vida, de Mario Benedetti. Esto de la obra y la vida no es, referido a él, concesión a un lugar común. Mario ha sabido fundirlas ambas, dándole a la primera la genuinidad de un organismo de carne y sangre; y a la segunda, la armonía de una creación del espíritu. Cuando hace más de tres décadas fue por primera vez a Cuba, invitado por la Casa de las Américas para integrar el jurado de su Premio Literario, ya era el autor de obras de primer orden, como Poemas de la oficina, Montevideanos, La tregua, El país de la cola de paja, Gracias por el fuego: obras que además del talento del autor revelaban la notable densidad intelectual del Uruguay donde se formó, y se engendraron publicaciones periódicas como la inolvidable Marcha. Pero no menos que esos libros de Mario nos conquistó su privilegiado corazón. Él ha contado, con su habitual generosidad, cuánto le significó aquella primera experiencia cubana. No fue el país lo que lo impresionó, un país como cualquier otro: fue el esfuerzo de un pueblo hermano por edificar, en condiciones adversas y frente a un terco enemigo con apetencias de devorar a nuestra América, una vida más digna, sueño de numerosas generaciones de latinoamericanos y caribeños. No se le escaparon ya entonces, naturalmente, nuestras imperfecciones, inevitables o no, como tampoco se les escaparon a Roque, a Cortázar, a tantos amigos y amigas que contra viento y marea siguieron siéndolo (siguen siéndolo), en situaciones que iban a hacerse cada vez más duras. Mario estuvo después en Cuba como trabajador asombrosamente infatigable e imaginativo de la Casa de las Américas, a la que iba a impulsar de manera extraordinaria. Entre mil aportes, hizo nacer el Centro de Investigaciones Literarias (CIL), cuya creación había sido propuesta en la celebración que hicimos del centenario de Rubén Darío, donde Mario fue figura centelleante; fundó la serie Valoración Múltiple, el Archivo de la Palabra y la colección Palabra de esta América; compiló antologías, organizó ciclos de conferencias, ofreció lecturas, participó en jurados y paneles, colaboró en revistas (¡cuánto le debe Casa de las Américas!), se hizo presencia indispensable en el país. Es comprensible que lo sigamos sintiendo miembro de la institución (al igual que a su aguda, silenciosa y eficacísima Luz): aunque sepamos que a estas alturas pertenece ya a la totalidad de nuestros países, incluida la entrañable España, donde su huella es tan fértil y su amor tan correspondido. Cuando regresó a Uruguay (como a finales de 1962 había vuelto a Argentina don Ezequiel Martínez Estrada, otro extraordinario hacedor de nuestro hogar), Mario y yo nos cruzamos las cartas de las que voy a transcribir fragmentos, para que se aprecie la

naturaleza de su relación con la Casa. Están escritas, hecho infrecuente, en verso: pero no se olvide que Mario había producido hacía poco una novela en verso, El cumpleaños de Juan Ángel, hecho más infrecuente aún. (Por cierto, de un personaje de esa novela, según lo confesó en carta pública a Eduardo Galeano, tomaría su nombre de guerra o de paz el hoy subcomandante Marcos.) El 5 de marzo de 1971 hice llegar a Benedetti la siguiente epístola: Ah, mi querido Mario, ah Luz querida: No olvido la amenaza, en la partida, De aquel ensayo en verso sobre el tema Que algo nos sobresalta, algo nos quema, De la cultura y la revolución, Donde Mario pondría alma y razón. Pero recuerden, nobles orientales, Que si el verso se presta para tales Hazañas (y hasta para Cumpleaños), Se prestó mucho más, durante años, Para otras cosas: cantos en tercetos, Y odas y madrigales y sonetos: Y hasta cartas como ésta que aquí ven (¡Pensar en Garcilaso o en Rubén!). Así pues, me imagino con derecho A arrancarme esta epístola del pecho (Imagen puro siglo XIX) Y enviarla rimada, en tiempo breve, A las lejanas tierras de Uruguay, En donde al menos dos nostalgias hay. ¿Saben que aún su avión no había partido, Que todavía se le oía el ruido, Y ya en el grupo que los saludaba Había más de uno que lloraba? Y después en silencio regresamos Porque pobres, muy pobres nos quedamos [...] Sin Luz empieza ahora cada día

En la Casa, que está medio vacía Porque Mario no llega a reuniones Donde ya no dan gusto discusiones (Discusiones de Beba y de Mariano y de nosotros dos: ¡recuerda, hermano!). [...] Los yanquis siguen dándonos dolores De cabeza: ahí están los pescadores. [...] En fin: que se hace breve el universo Cuando lo que se escribe es carta en verso. ¡Yo les dijera, hermanos, cada cosa Si me hubiera transado por la prosa! Pero sea como sea, la verdad Es que los extrañamos cantidad, Y que esperamos ese vuelo LAN En que los Benedetti volverán A reunir, en un abrazo de almas, Los sueños, los ombúes y las palmas. Desde Montevideo, con fecha 17 de abril, recibí esta respuesta de Mario: Ah Roberto fraterno, cuando leo tu epístola, triunfante del bloqueo, vencedora de ausencias, viva brasa del fuego de amistad que arde en la Casa, no puedo menos que decirme: «¡Ay, por qué no estará Cuba en Uruguay, a fin de hallar un taxi inesperado para ir de mi Malvín a tu Vedado, y si la suerte no nos fuera adversa cumplir también la ruta viceversa». La realidad empero es más aciaga y hay que pasar por Gander, Shannon, Praga, París, Madrid, Las Palmas, y hasta Río,

para venir de tu país al mío. Mas no importa. Por buenas o por malas, la nostalgia ya viaja sin escalas, y gracias a esa gesta migratoria, ustedes están siempre en mi memoria. [...] Para empezar te llevo a mi redil: ¿cómo andan los ánimos del CIL? También aquí valor y multiplico: se proyecta empezar, en abanico, sendas valoraciones de Quiroga y Borges (Marx aprieta mas no ahoga) [...] Sobre el ensayo en verso que reclamas ¡cómo quisiera irme por las ramas y decirte que espero que me brote en diez sonetos (dos, con estrambote) mas la verdad escueta y vergonzosa es que esta vez he de escribirlo en prosa! (aunque tal distinción muy poco añada si reconozco que no he escrito nada) [...] Ah, esta misiva es, en buena ley, más que una carta. Casi es un long-play. No preciso llegar a los extremos para decirles cuánto los queremos. Eso lo saben. Aquí va un abrazo apretado y sincero, sin reemplazo. Han de caber en él tantos y cuánto De tu casa y la Casa. Mientras tanto, bienvenida de LAN la nueva era por la que consigamos dondequiera reunir, cuando el destino lo disponga, los sueños, la guaracha y la milonga.

El buen humor de estas líneas (que Mario no pierde casi nunca, salvo cuando la justa indignación lo estremece) no debe hacer olvidar que mientras ellas se escribieron nuestra atmósfera intelectual, y la otra, se estaban enrareciendo. Si en la década anterior, a fechorías como la invasión de Playa Girón, en 1961 (semejante a la que en 1954 le fue propinada a Guatemala, sólo que esta nueva vez fue vencida), las habían acompañado las engañifas, cuentas y abalorios del momento (como la Alianza para el Progreso), la imposición a la OEA de rupturas de relaciones diplomáticas con Cuba (a lo que no se prestó el gobierno de México) y argucias letradas como la de la revista Mundo Nuevo, ocasiones todas en las que la posición de Mario fue inequívoca, la década del 70 nos depararía nuevas pruebas: y la misma inequívoca posición de Mario. Mientras iban y venían nuestras cartas en verso, había tenido lugar el segundo episodio del triste «caso Padilla», con sus conocidas secuelas. Aunque las raíces de una derecha renacida que iba a campear por sus respetos se encuentran en acontecimientos ocurridos a finales de los 60 (el primero de los cuales fue el asesinato del Che hará pronto treinta años), sin duda tal «caso» desempeñó un importante papel catalizador. Algunos aprovecharon la coyuntura, se pasaron con armas y bagajes al enemigo, y hacen más ruido que el cuento del idiota shakespereano lleno de sonido y furia que nada significa (según Tito Monterroso, la expresión inglesa original, sound and fury, debe traducirse «bla bla bla»). Otros, la aprovecharon de cortina de humo tras la cual escudar sus flaquezas o exonerar al implacable adversario. Y no faltaron aquellos para quienes fue motivo de sincero y comprensible desasosiego. A ninguno de estos grupos perteneció Mario. Incluso en una situación tan embarazosa, fue de los muchos que se jugaron enteros en favor de la revolución. No la de Cuba: la de nuestra América. Hay que oír hablar a Mario con devoción de Artigas, quien promulgó su radical reforma agraria a principios del siglo XIX, cuando aún no había Marx, para entender que no es Cuba lo que él defiende, sino la justicia de la cual Cuba quiere ser abanderada. Hay que oírlo hablar del gran Rodó, a quien tanto debemos, como hombre del siglo XIX, no de éste, para que no se piense que es un patriotero. Y hay que oírlo atacar sin contemplaciones al imperialismo estadounidense, «el gran enemigo del género humano» según el Che, para que se le vea vibrar de fe en sus pueblos y de cólera sagrada ante quienes los explotan, desdeñan, agreden y calumnian. Su amado Martí, que vivió en el monstruo y le conoció las entrañas, se refirió con toda claridad al Norte revuelto y brutal que nos desprecia. No contradice Benedetti al Apóstol. Y, fiel a sus lecciones (no se trata de citarlo o ensalzarlo, sino de asumirlo y continuarlo), persiste en nombrar a las cosas por sus nombres, hoy que tantos se entregan a martingalas semánticas para que en el papel mil cosas no parezcan lo que son en realidad. No pudieron ni podrán contar con Benedetti quienes con voz engolada o supuestamente ingeniosa llaman al pan pan y al vino Coca Cola. Nunca como en esa década del 70 fueron puestos tan a prueba el temple y la dignidad de Mario Benedetti. Ante la feroz arremetida imperialista, con frecuencia sus letras, como las de otros de los pariguales de Mario, se volvieron emergentes, o él mismo se volcó en la abierta faena política, que no es el campo natural de este renovador de ideas, como no lo fue de Martínez Estrada, Cortázar ni muchísimos más. En todo caso, la suya fue, como no podía menos de ser, la política del desprendimiento y el sacrificio, no la trepadora. Porque creo que Mario hubiera podido suscribir algunos de sus términos, y porque trasmite a cabalidad la temperatura de la época, voy a citar fragmentos de una carta que desde Buenos Aires, el 27 de abril de 1972, me envió Rodolfo Walsh:

En este clima, comprenderás que las únicas cosas sobre las que uno podría o desearía escribir, son aquellas que precisamente no puede escribir, ni mencionar; los únicos héroes posibles, los revolucionarios, necesitan del silencio; las únicas cosas ingeniosas, son las que el enemigo todavía desconoce; los posibles hallazgos, necesitan un pozo en que esconderse; toda verdad transcurre por abajo, igual que toda esperanza; el que sabe algo, no lo dice; el que dice algo, no lo sabe; el resultado de los mejores esfuerzos intelectuales se quema diariamente, y al día siguiente se reconstruye y se vuelve a quemar. // Este cambio doloroso es sin embargo extraordinario. Para algunos la vida está ahora llena de sentido, aunque la literatura no pueda existir. El silencio de los intelectuales, el desplome del boom literario, el fin de los salones, es el más formidable testimonio de que aun aquellos que no se animan a participar de la revolución popular en marcha -lenta marcha-, no pueden ya ser cómplices de la cultura opresora, ni aceptar sin culpa el privilegio, ni desentenderse del sufrimiento y las luchas del pueblo, que como siempre está revelando ser el protagonista de toda historia... Conocemos de sobra los capítulos pavorosos que siguieron. Desde el Chile del generoso gobierno popular de Allende, que había llegado al poder en elecciones convencionales, hasta Argentina y Uruguay, bárbaras dictaduras militares sembraron el terror más sanguinario, a fin de implantar singulares transiciones. En muchos otros países, se yuguló o paralizó a regímenes positivos. Detrás de esto estaban instituciones como la Escuela de las Américas, la tenebrosa academia creada por los Estados Unidos para enseñar a oficiales de nuestra América la manera más eficaz de convertirlos en torturadores y verdugos de sus propios pueblos. Como de un tiempo a esta parte a los gobernantes de aquel país les ha dado, sarcásticamente, por pretenderse defensores y hasta árbitros de los derechos humanos, que han conculcado con perseverancia, hasta ellos hablan hoy de esos crímenes, harto conocidos ya por el resto del planeta (véase el filme de Costa Gavras Estado de sitio, cuyo ominoso protagonista es un instructor yanqui de torturadores ajusticiado en Uruguay), y ni qué decir por sus víctimas, en caso de no haber sucumbido. Ésta fue la atmósfera que tuvieron que padecer hombres y mujeres como Benedetti, y se está en el deber de no olvidarla. De riesgos así pudo salvarse, a menudo casi de milagro, el autor de textos magníficos en que defendió a los oprimidos y desenmascaró a los opresores, sin tibiezas ni consignas. Por eso Cortázar, escritor exquisito si los he conocido, y honrado a carta cabal, pudo decir que «Mario es uno de los hombres más valiosos de nuestro continente y por tanto siempre en peligro». Concluida la matanza que hizo desaparecer a millares de hombres y mujeres, sobre todo jóvenes y hasta niños, las hordas recibieron instrucciones de volver a sus guaridas hasta nuevo aviso. La impunidad les sería garantizada, como así fue. Al entusiasmo revolucionario, por su parte, iba a seguirle, tras la sangrienta derrota, el explicable desaliento momentáneo. Pero puede matarse a los seres humanos, no a sus ideales. Mario no sobrevivió para sahumar a los asesinos o compartir el cinismo de los que cambiaron de posición como de chaqueta, aduciendo que las ideas que sostuvieron eran incorrectas y fueron vencidas, lo que es sencillamente una infamia: un crimen nada tiene que ver con una victoria intelectual. Mario sobrevivió como aquel elefante del poema de Rafael Courtoisie que decidió no perder la memoria. Para tener derecho al porvenir, hay que no olvidar lo inolvidable.

Por otra parte, así como, no siendo Benedetti un ciego doctrinario, cuando se vino abajo el castillo de naipes a que fue reducido, con el mote «socialismo real», el gran experimento nacido en Rusia en 1917 aquel entierro no era suyo, como Galeano dijo de sí, tampoco tendrá que arrepentirse de las cobardías y vilezas que contemplamos después de la caída, cuando no faltaron tontos que creyeron llegado el fin de la historia con el supuesto triunfo definitivo de lo que años atrás Benedetti había llamado «el capitalismo real». Habida cuenta de lo ocurrido luego, en un Sur que existe cada vez más esquilmado y que ahora incluye buena parte del que se llamó Este, no faltan los que ya están arrepintiéndose de sus arrepentimientos. A lo largo de una vida que no temo llamar ejemplar, Mario ha ido diciendo sus verdades sin contemplaciones ni tibiezas. De seguro no ha acertado siempre. Por supuesto, tampoco nosotros. Si lo he de saber yo, que tanto he discutido con él: a algunas de esas discusiones alude mi epístola en verso. Sólo que discutir con un hombre íntegro como él es un privilegio que nunca sabré cómo agradecer bastante. Mencioné algunos posibles miembros de la familia espiritual a la que creo que pertenece Benedetti, aunque no todos los criterios de aquéllos me parecen compartibles. Por ejemplo, lamento que Unamuno no haya entendido desde el primer instante la felonía de los que se alzaron contra la República Española en 1936; o que Sartre haya prestado su nombre a los que en determinada situación calumniaron a la Revolución Cubana. Esas debilidades, sin embargo, no pueden hacerme olvidar la grandeza básica de sus existencias. Benedetti no ha incurrido en cosas semejantes. Pero tampoco quiero presentarlo como un santón de utilería. Lo que sé es que cuando el mundo se encrespa (como antes hacía, por ejemplo, con Bertrand Russell, y hasta hace poco con Darcy Ribeiro), busco ahora la opinión de algunos colegas que estoy seguro de que me ayudarán a orientarme. Entre ellos, uno es muy famoso en el mundo, aunque no colabore en el New York Times, que dice publicar «all the news that's fit to print». Lo he considerado un Bartolomé de las Casas de su propio Imperio, representa a los Estados Unidos que amo, y se llama Noam Chomsky. Otro es quizá menos famoso pero no menos digno de serlo: y, como Blas de Otero, de seguro no quiere ser famoso, sino popular. Sin que deje de vivir en el Uruguay de su corazón, lo más noble de España lo ha acogido como un hijo, honrándonos a todos. Se llama Mario Benedetti, y es una conciencia alerta y valiente que nos ilumina, enseña y enorgullece.

II. Obra poética

Sobre las artes poéticas de Mario Benedetti: evolución y conclusiones Carmen Alemany Bay (Universidad de Alicante)

Hablar de la poesía de Mario Benedetti es hablar de una forma de creación poética que se dio de manera coincidente en la década de los 60 en América Latina. Escritores de diferentes países como el cubano Roberto Fernández Retamar, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, el salvadoreño Roque Dalton, el argentino Juan Gelman, el mexicano José Emilio Pacheco, o el propio Benedetti, por citar sólo algunos casos representativos, coinciden en un tipo de producción poética que ha recibido entre otros posibles nombres el de poesía coloquial. Sin duda, hay un estilo personal que emerge en cada uno de estos autores, pero son múltiples los elementos poéticos que los relacionan: su afán de comunicación directa con el lector, de aludirlo y no eludirlo, si lo decimos en términos benedettianos; la inclusión de temas sociales en sus poemas, sin relegar los íntimos como el amor, las referencias familiares, el tiempo, la nostalgia, la memoria; el común recurso a la introducción de otras voces -citas de diferentes autores, canciones populares, eslóganes publicitarios, etc.- en el texto; la creación de nuevas formas dentro del poema; la utilización del humor y de la ironía como mecanismos articuladores de la crítica social; la desmitificación de la figura del poeta y, en relación con este punto, la reflexión metapoética, centrada en composiciones que aparecerán -o no- bajo el título de «artes poéticas». Con estos recursos, el afán desmitificador de los poetas coloquiales alcanzará diferentes niveles, no sólo dentro del propio lenguaje, dentro del texto, sino también fuera de éste. Sus actitudes, a la hora de enfrentarse con la poesía, serán muy diversas, pero la búsqueda de diferenciación respecto a poéticas anteriores les llevará lógicamente a intentar reivindicar una propia o a plasmar aspectos de la teoría poética en sus escritos. A través de sus «artes poéticas» no sólo reclaman un proyecto común, que es la consolidación de una nueva corriente literaria; con la creación de estos poemas, al mismo tiempo y de forma plural, están sustentando su visión sobre la poesía, como ha ocurrido en los sucesivos movimientos poéticos a lo largo de la historia de la literatura. Debemos advertir por ello que algunos de los textos que los autores citan como «artes poéticas» están muchas veces desprovistos de un contenido teórico-literario explícito y remiten a experiencias subjetivas que nacen de su labor como escritores y como lectores. En ocasiones nos encontramos con contribuciones teóricas sobre el lenguaje artístico definitorias para su Poética o para la Poética en general, pero lo más frecuente es hallarnos ante reflexiones poetizadas sobre el lenguaje y que éste pase a ser el centro de la actividad del poeta: la necesidad de escribir se convierte en un acto irrenunciable que va ligado a la propia existencia del escritor. Por ejemplo, por poner algunos casos de poetas coloquiales, Roberto Fernández Retamar, siendo el autor que más se acerca a los cánones poéticos establecidos, también es uno de los que emplean más el humor en la interpretación de la poeticidad, resaltando sobre todo la conmoción reveladora del instante de la creación; para Juan Gelman la poesía será sinónimo de libertad y ella debe convertirse en un testimonio colectivo y denunciar las injusticias. En cambio, para José Emilio Pacheco ésta es fidedignamente efímera y el escritor se encuentra ante la posibilidad de enriquecerla mucho más, de ahí que el cuestionamiento de la figura del poeta y el uso de heterónimos sean cuestiones fundamentales en su interpretación de lo poético. En cualquier caso, no estamos ante pensadores, ni elaboradores de textos programáticos como ocurrió en la vanguardia, ni quizá éste sea su objetivo. Precisamente, la originalidad de los coloquiales al elaborar sus «artes poéticas» está en que, a diferencia de sus

antecesores, las construyen con elementos cotidianos y nombrados de forma igualmente coloquial, lo que les lleva paradójicamente a una interpretación nueva del hecho poético. Estas artes no pretenden ser sólo la desmitificación de la poesía, sino que se llenan de implicaciones: el poema puede ser un elemento de agitación social, una manera de subrayar la importancia de la solidaridad activa, por más que esto no signifique siempre una incursión en ideologías de adscripción política, ni la creación de una teoría del compromiso político, como frecuentemente han hecho los poetas en situaciones de emergencia, entiéndase conflictos bélicos y sociales. El poeta, al menos el coloquial, se convierte a través de este tipo de composiciones en un mero transmisor de lo que está ocurriendo en la vida cotidiana: el lenguaje y la realidad se imbrican para crear un arte de la poesía que va parejo al arte de la vida. Así, la misma condición singular del poeta queda en entredicho. Este inmiscuirse en la cotidianidad y en la recuperación del lenguaje cotidiano les lleva a reflexionar sobre la autoría de los poemas: los versos no sólo pertenecen al creador sino que forman parte de la colectividad, como ya dijo Nicanor Parra e insistirá José Emilio Pacheco. Sin duda, los coloquiales luchan por ver más allá o de otra forma lo que los poetas anteriores, a través de sus «artes poéticas», mostraban a los lectores: sustancialmente, una definición de lo estético. En cambio, para los coloquiales el hecho poético no es algo abstracto o estático, sino que entienden la poesía como algo temporal, que evoluciona al mismo compás que el ser humano y las circunstancias sociales que lo envuelven. No olvidemos que todo poeta, quizá con más intensidad desde la revolución romántica, escribe su poética de forma implícita y si el lector indaga puede encontrar en casi todos los autores elementos susceptibles de reconstrucción teórica. Pero, lejos del intelectualismo manierista o de los aspectos programáticos de la vanguardia, que en algunos casos se afincaban en el hermetismo, los poetas coloquiales huyen de una visión endocéntrica del poema y sus reflexiones adoptan la forma general de una escritura alusiva y abierta al universo de la literatura y a sus instrumentos, sin dejar de resaltar las dificultades del acto poético. De ahí que sometan sus textos a la máxima austeridad, resaltando la belleza de la simplicidad, buscando la armonía de lo efímero con un lenguaje directo y claro que paradójicamente resulta más duradero. Para ejemplificar lo expresado anteriormente, tomaremos como punto de referencia un artículo que Mario Benedetti publicó en 1990 con el título de «Los poetas ante la poesía». El autor uruguayo concluía el escrito con unas palabras cargadas de plurisignificación, como es habitual en sus propias composiciones, y que son sintomáticas de la dificultad de encasillar el hecho poético o cualquier «arte poética»: Pero tampoco me tomen (ni nos tomen) al pie de la letra. Las definiciones de los poetas son tan indefinidas que cambian como el tiempo. Algunos días son despejadas, y otros, parcialmente nubosas: a veces llegan con vientos fuertes, y otras, con marejadilla. Pero lo más frecuente es que se formen entre bancos de niebla.

Benedetti se planteaba en este artículo la siguiente pregunta: «¿cómo ven la poesía los propios poetas de América Latina?», y a través de un «limitado inventario», según sus propias palabras, citaba la visión que de ella tenían algunos autores del siglo XX, llegando a la conclusión de que «el poeta, ni siquiera cuando cree que predica, es un predicador». Pero ¿qué ocurre con el provocador-mentor del análisis que nos ocupa? Lo mejor es que dejemos que él mismo nos cuente cuál es su visión sobre estas «artes poéticas»: En los últimos veinticinco años he escrito por lo menos tres poemas que pretendían ser otras tantas artes poéticas, pero creo que, después de todo, la que prefiero es la más antigua, tal vez porque es la menos explícita y, para suerte del lector, la más breve: Que golpee y golpee hasta que nadie pueda hacerse ya el sordo que golpee y golpee hasta que el poeta sepa o por lo menos crea que es a él a quien llaman. Entre los versos benedettianos, son algunas más las composiciones que a lo largo de su trayectoria poética intentan definir la poesía o en muchos casos resaltar su visión particular de ésta.

Sobre las artes poéticas benedettianas: algunas explicaciones y conclusiones Como acabamos de recordar, Benedetti declaraba en 1990 que de las «artes poéticas» que ha escrito a lo largo de su carrera como escritor se quedaba con la primera: un poema que precisamente titula «Arte poética» y que pertenece a su libro Contra los puentes levadizos (1965-1966). Esta composición estaría acompañada, sustancialmente, por otras cuatro más, correspondientes a diferentes etapas de su obra, en las que el escritor uruguayo nos va definiendo cuál es su visión sobre la poesía cambiante con el paso de los años. Los tiempos cambian y también sus observaciones sobre el hecho poético sufren transmutaciones que siempre van unidas a las formas variables de su creación poética. Composiciones como «Semántica», perteneciente a Quemar las naves (1968-1969); «Arte poética» de Preguntas al azar (1978); «Sombras nada más o cómo definiría usted la poesía», de Las soledades de Babel (1991), y «La poesía no es» de su último poemario El olvido está lleno de memoria (1995), forman un compendio en el que el autor uruguayo nos va proponiendo planteamientos diferentes, aunque siempre relacionados, sobre lo que es para él poesía. En términos generales, y ante todo en las composiciones citadas, hay un intento, por otra parte muy propio de los coloquiales, de desdramatizar su visión sobre el hecho poético.

Benedetti no es una excepción, sino uno de los creadores de esta desdramatización de lo poético que a él le lleva a entender la poesía como elemento vital y a plantear su percepción de lo poético desde la humildad de quien asume ser «el aguafiestas» de la poesía o el monaguillo de lo que se ha llamado alta poesía, o considerarse a sí mismo, como nos dice en una composición de El olvido está lleno de memoria, un «poeta menor». Un poeta menor, que acaso sea el hermano mayor -diríamos con Borges- de tantos poetas futuros. Desde la libertad de quien no tiene más pretensiones que escribir lo que siente, surgen unas «artes poéticas» llenas de dinamismo y de anticonvencionalidad. A través de ellas, Mario Benedetti nos va ofreciendo composiciones reflexivas sobre el arte poético donde se parte, sobre todo en las primeras, de presupuestos generales sobre la poesía, hasta una concepción de lo poético mucho más explícita como puede observarse en las últimas. Respecto a la primera de las artes poéticas citadas, incluida en Contra los puentes levadizos, nos encontramos ante un texto que fue escrito en plena efervescencia de la corriente coloquialista. El autor nos remite a un proceso de metaforización en el que la poesía, en manos del creador, puede ser considerada como un arma social que sirva para remover las conciencias. Benedetti, a través de la personificación de la poesía, insiste en que ésta «golpee y golpee», como entendiendo que nadie la quiere escuchar, y que mediante esta acción el poeta «crea / que es a él / a quien llaman». Él es quien debe tomar esa voz, a la que muchos hacen oídos sordos, para transmitir lo que ella quiere comunicar. Pero al mismo tiempo, el autor nos presenta el hecho poético como un ello, como algo objetivo que se impone al poeta, con el sentimiento de que la poesía está por encima del propio escritor, y éste es un mero transmisor de un mensaje. Sin duda, estamos ya muy lejos del romanticismo becqueriano de «poesía eres tú» y ahora el creador, individualizado en Mario Benedetti, desde una postura en ocasiones inconsciente o conscientemente desubjetivada, debe convertirse en vocal de algo no ya inefable sino decisorio para el pueblo, en la voz de una conciencia que se le impone a él mismo, que no importa por ser suya, sino por su misma fuerza transmisora. En otro libro que publicará años después, Quemar las naves (1968-1969), y bajo el título de «Semántica», el autor uruguayo volverá a reflexionar sobre la palabra poética, avanzando en su conciencia de poeta coloquial. Mediante una serie de metáforas reflejará ahora su preocupación sobre la importancia de la palabra, y llegará a la conclusión de que «tu única salvación es ser nuestro instrumento», convirtiéndola en un «lindo serrucho». Como en su primer «arte poética», la palabra es considerada como instrumento, pero además, desde estos versos, se hace un alegato a favor de una poesía explícitamente mayoritaria: «tu porvenir es desolimpizarte», requisito éste fundamental para los poetas coloquiales y que nos recuerda al verso parriano, «Los poetas bajaron del Olimpo». Estamos ante un arte poética mucho más concreta que la anterior; ahora el autor dialoga con la palabra mediante guiños de complicidad: ésta en sí no es nada, es una herramienta que el poeta intenta personalizar. Pero con esta negación doble el autor va mucho más allá, enfrentando dos conceptos de poesía. Por una parte, términos como los de refugio, muro, trinchera, caverna, monasterio, todos ellos vocablos oscuros, palabras graves, nos remiten connotativamente a entender la poesía como algo estático, cerrado, como quizá nos han contado lo que es o debe ser la poesía. Y frente a esta concepción, como antítesis, el poeta

nos dirá que «tu única salvación es ser nuestro instrumento / caricia bisturí metáfora fusil ganzúa interrogante tirabuzón / blasfemia candado etcétera», vocablos agudos que evocan sensaciones vivificadoras, palabras que en sí son transformadoras y abiertas, como ese «etcétera» con que termina el último verso citado. El autor propone liberar el lenguaje de sus referencias obligadas, de términos cuyo significado no cambia nada como muro, monasterio, caverna, etc., para convertir la palabra en algo expresivo, porque la poesía no es resistencia pétrea, sino transformación. Demos un paso más, de la mano del propio poeta, en el proceso de esta arte poética que comentamos. Benedetti es también consciente de que una tentación de la poesía es la de tomarse las palabras en su propia belleza -«la tentación o mejor dicho la orden es que te mire fijo»-; pero él prefiere hacer de la palabra, como dirá al final de este poema, «un lindo serrucho», es decir, hacer del poema una forma simbólica de cortar con el lenguaje viejo y caduco y ofrecer un lenguaje nuevo y transformador, de belleza cotidiana y útil. Un tono diferente tendrá su tercera arte poética, también titulada «Arte poética», y perteneciente a Preguntas al azar (1986). Más de una década ha pasado ya de la anterior, y también su poesía se ha llenado de otros contenidos y referencias; libros como Cotidianas (1978-1979), Viento del exilio (1980-1981) o Geografías (1982-1984) aparecen poblados por términos como exilio, nostalgia y memoria, convirtiéndose éstos en claves interpretativas de su Poética; al tiempo, sus versos acuden a elementos más intimistas y autoreferenciales. Estamos así ante un texto en el que el escritor uruguayo entiende el arte poética a tenor del cariz que ha tomado su poesía en los últimos poemarios. También aquí la poesía es asumida como un instrumento, pero de salvación para no caer en el solipsismo. Ahora la poesía es «un modo de crecer», «un modo de entender», «un modo de sentir», «un modo de arrojar / por la borda lo prohibido», en definitiva, un modo de «no morir de nostalgia / ni asomarnos al abismo». Es decir, que ésta se ha convertido, «sin saberlo y sin sufrirlo», en un medio de supervivencia que sirve para hacer la vida más llevadera y así sigue siendo interpretada -a diferencia de la concepción de lo poético en el Romanticismo, donde se entendía la poesía como conocimiento individual- como un elemento vital, «un modo de crecer», no sólo de saber. En estos momentos el hecho poético no es únicamente la verdad que se le impone al poeta como transmisor, tal como nos decía en su primera arte poética, ni tampoco obligatoriamente una necesidad instrumental como promulgaba en la segunda; la poesía es entendida ahora como un revulsivo de la vida misma, y con ello el poeta da un paso más en la concepción crítica de lo poético que se mostraba ya en «Semántica», un paso más en la crítica a aquella tradición literaria que sólo se centra en la belleza de la palabra; así lo expresan claramente los siguientes versos: «y aunque extraviemos los nombres / incautarnos de los símbolos»; sobrevivir con la poesía es también vivir el verdadero sentido de la poesía. En esta trayectoria de reflexión y examen sobre lo poético, el autor uruguayo nos sorprende con un titulo de bolero, «Sombras nada más o cómo definiría usted la poesía» de Las soledades de Babel (1991). Aquí, como también lo hará en otra arte poética posterior incluida en El olvido está lleno de memoria, el autor llega a la definición de qué es el «arte poética» a través de la negación. A modo de contestación a la pregunta de un presunto interlocutor, Benedetti toma como punto de referencia una de las definiciones que José

Emilio Pacheco tiene sobre la poesía, concretamente en su poema «Escrito con tinta roja» perteneciente a Irás y no volverás (1973). El poeta uruguayo nos cuenta que cuando con tinta roja definió josé emilio la poesía como sombra de la memoria maravillosamente dio en la tecla por eso no descarta concebirla también como memoria de la sombra Si bien José Emilio Pacheco pensaba que la poesía podía ser, entre otras muchas cosas, sombra de la memoria, Mario Benedetti destaca que el escritor mexicano no descartaría que ésta pudiera ser también memoria de la sombra, que en realidad es lo que el poeta uruguayo opina que es poesía. En esta dialéctica de términos semejantes, aparentemente contradictorios, pero muy relacionados, se encuentra implícita una visión diversa de lo poético. Mientras que para Pacheco, fundamentalmente, la memoria es algo vivo, un acto o una serie de actos susceptibles de orientación, que se proyectan -como los actos cuyas sombras eran precisamente las palabras para Demócrito- para Benedetti, la dialéctica es acaso aún más sutil: de lo que uno ha hecho puede quedar sombra y el poeta siempre tiene memoria de esa sombra, y no sólo sombra de esa memoria, porque, como él mismo afirma, «pasa el amor y deja sombra / el odio pasa y deja sombra», y «con la memoria de esas sombras / damos alcance / en ciertas ocasiones / excepcionales ocasiones / a la blindada frágil poesía / o quizá a la memoria de la sombra / de la poesía». A través de este certero juego de palabras, que es mucho más que un juego, Benedetti está tal vez rescatando a la memoria poética intuiciones artísticas que incorpora a la poética coloquial y que conforman el poema. Por primera vez en las artes poéticas benedettianas el autor se hace explicar mediante recursos como las enumeraciones que ahora son caóticas; precisamente este carácter caótico de las enumeraciones no era frecuente en su creación poética anterior: «en el vacío del delirio / en las hipótesis del sexo / en la ceniza finalista»; asimismo, introduce conceptualizaciones más abstractas: «y con la clave de los cuerpos / y las complicidades de la luna» e incorpora términos muy machadianos -no olvidemos que es uno de sus poetas preferidos- como «la sombra asombra a los olivos / a las glorietas a los campanarios», para terminar la estrofa con un toque de modernidad, «a las antenas parabólicas». De talante similar será la composición a la que aludíamos como semejante a ésta última en negatividad, «La poesía no es», de su libro El olvido está lleno de memoria (1995); mediante la forma del soneto, Benedetti define aquí la poesía a través de negaciones hasta llegar a identificarla como mecanismo catalizador de la realidad: «la poesía asume su invento de lo real». Es decir que la poesía, asumida en este caso desde una perspectiva bastante generalizadora, hace de la realidad su propio mundo, pero también añade más realidad a lo real. Si el yo o el él poético discurrían de forma disimilada en sus primeras artes poéticas, en las que el autor podía ser fuerza generadora de nuevas esperanzas; en esta última arte poética, sobre todo, encontramos que la singularización del creador -como el llamado, como el inspirador de instrumentos- ha desaparecido. Se diría que ahora, después de una larga trayectoria, la poesía puede ser la única protagonista del poema, sin que el autor necesite nombrarse, ni ser su testigo. Parafraseando a Bécquer, el poeta es aquél que

no necesita decirse para que haya siempre poesía; claro está que no estamos ante ningún tipo de hermetismo, sino ante una verdadera liberación de un yo que somos todos. Tal vez esta exposición, desde una perspectiva general, nos sirva para afirmar que la creación de «artes poéticas» en Mario Benedetti se establece en evolución paralela con su trayectoria poética. Las «artes» son un claro reflejo de las características de su poesía: si en sus primeros libros el escritor es claramente social, la función de la poesía para él también lo será; en cambio, cuando otras palabras se van introduciendo en sus textos, como memoria, exilio, tiempo o soledad, su visión sobre la poesía será otra más adecuada a la temática de sus versos. Pero lo realmente importante es que Mario Benedetti, desde sus artes poéticas, nos convencerá de que la poesía, a pesar de lo que muchos digan, sirve para negar el escepticismo y que la palabra poesía significa libertad estética, es decir, libertad.

Contra las soledades de Babel. La vocación comunicante en la obra de Mario Benedetti Remedios Mataix (Universidad de Alicante)

No es una novedad afirmar que la obra de Mario Benedetti establece como una de sus prioridades provocar un diálogo con el lector lo más efectivo posible o, dicho con el término que revitalizó el propio autor, activar su capacidad comunicante. La renovación del lenguaje poético que eso conlleva se sitúa en una línea que relaciona su obra con la de algunos otros poetas latinoamericanos contemporáneos, y esas afinidades estéticas, unidas a otras generacionales y a notables coincidencias de actitud e intenciones, son, como se ha estudiado en trabajos de reciente aparición, elementos que permiten entender la poesía coloquial como otra poética hispanoamericana del siglo XX, como un nuevo proyecto común de dimensiones continentales. La vocación comunicante a la que me refiero en el titulo es, pues, una característica atribuible al conjunto de poetas que integran esa corriente de poesía coloquial y que presuponen o reclaman en su escritura la presencia de un interlocutor, más aún, «la comparecencia del lector (...), su protagonismo, su función activa, como un nuevo dato de la ecuación poética». Sin embargo, en el caso de Benedetti esa característica parece ser la clave que mejor define su obra, no sólo porque quizá nadie ha apelado con tanta frecuencia y tan explícitamente como él a ese «lector-mi-prójimo», sino además porque, en justa correspondencia, pocos poetas disfrutan de tanto público y de tantos lectores que saben, si no un poema entero de memoria, al menos algunos versos que les quedaron grabados porque hubo algo que hicieron despertar. Y eso es un síntoma inconfundible de comunicación. Ahora bien: el empeño confesado por conseguir esa resonancia, no se pone en práctica en forma de manifiesto, ni de proclamaciones directas, ni mucho menos a través de concesiones al facilismo, sino todo lo contrario: «preocuparse por establecer nexos con el

lector -advierte Benedetti- de ningún modo implica hacerle concesiones, ni sólo decirle lo que quiere escuchar»; en su relación con el lector Benedetti deja claro que el buen poeta ha de ser un provocador, un cariñoso provocador, porque «cuando uno quiere a alguien [es] lógico que procure elevarlo y no disminuirlo, abrirle los ojos y no cubrírselos con una venda». Naturalmente, una comunicación de este tipo exige utilizar un código fácilmente descifrable por el destinatario, de ahí que uno de los rasgos más llamativos de su poesía sea el lenguaje accesible, la sencillez sintáctica y la modalidad expresiva y estilística cercana al registro conversacional. Pero esa sencillez del lenguaje, también lo ha dicho el autor muchas veces, no es más que el instrumento de una actitud (lo cual es mucho más que una técnica literaria) cuyos antecedentes remonta Benedetti hasta esa «obsesión por hablar claro» que detecta en Antonio Machado y que define como «un modo peculiar y eficacísimo de meterse en honduras y de traernos desde ellas sus convicciones más lúcidas y conmovedoras». La lectura de los numerosos artículos y ensayos que Benedetti ha publicado a lo largo de treinta años, da pruebas suficientes de cuál es la finalidad de ese instrumento, es decir, de la comunicación de qué contenidos, de qué honduras interesa preocuparse. Solo un ejemplo: El poeta es un peregrino cordial (del latín cor, cordis), un expedicionario de los sentimientos, un reclutador de prójimos. Y, claro, también es un orfebre de palabras, pero ésta no es su prioridad primera. Como comunicar es también seducir, persuadir, reclutar al prójimo, esta poesía no se limita a dar testimonio de una determinada experiencia, sino que, a mi juicio, se sustenta precisamente en crear las condiciones artísticas necesarias para que en el lector se reproduzca esa experiencia narrada por el poeta. Por eso ya en ensayos tempranos como «Ideas y actitudes en circulación» (1963) Benedetti exponía algo así como un programa contra la literatura falluta (tramposa, poco fiable, servil), que intentaré resumir y que establecía la honestidad como condición imprescindible de la literatura comunicante. Por una parte, porque la única autoridad para ejemplarizar y movilizar a través de la comunicación de determinados mensajes -objetivo del esfuerzo estético- se la da al escritor una conducta que reafirme sus planteamientos escritos, y no actitudes que los contradigan en la práctica. Por otra parte, porque sólo a partir de la propia experiencia, de las propias dudas y certezas más sinceras, puede disponer el poeta de un registro que no suene escandalosamente a falso y sea capaz de atraer a un lector que quizá se hace las mismas preguntas o trata de explicarse los mismos problemas. Sólo así se podrá conseguir esa anhelada repercusión, esa resonancia. Estos temas centrarán muchas de las reflexiones posteriores del autor que analizan las posibilidades y la utilidad de estrechar los vínculos con el lector, inquietudes que, como se sabe, lo llevan a dedicar gran parte de las entrevistas de Los poetas comunicantes (1972) a preguntas relacionadas no sólo con el hacer más visible, sino sobre todo con el querer hacer de los poetas, con sus intenciones. Este interés de siempre creo que lleva directamente a sus tesis posteriores sobre las relaciones entre acción y creación intelectual: Para el poeta, la acción (que sobre todo es acción mental) es la provocada por una obra que formula preguntas, siembra dudas y moviliza rebeldías y otras pasiones; se trata de ese tipo de acción que puede provocar «el desenlace de la contradicción interna, la solución de la

controversia, un paso al frente, o hacia atrás, pero siempre un movimiento decisivo», porque gracias a ella quien escribe «comprueba la validez o la caducidad de sus presupuestos mentales, de sus opiniones, de sus vaticinios, de sus principios». Pero esa acción mental resulta ser también un modo muy eficaz de seducción artística: el lector no puede más que sentirse atraído por algo que lo ayuda, también a él, a definirse mejor. Esta atracción la intuía Benedetti al analizar la obra de otro de los poetas comunicantes, pero creo que no hay duda de que son palabras perfectamente aplicables a la suya: Esa extraña operación de franqueza tiene, indudablemente, un atractivo muy particular para el lector, y no creo que aquí pesen los tan comunes ingredientes de una enfermiza, escudriñante curiosidad: no, simplemente se trata del interés que despierta toda experiencia humana auténtica (...) Hay un lector que de algún modo se inscribe como testigo, como destinatario, como interlocutor. Eso confirma que esta poesía lleva en sí misma interrogantes y respuestas que de alguna manera nos conciernen y nos comprometen, que a todos nos aluden. De estas mismas cuestiones se ocupará también su conocido ensayo El escritor latinoamericano y la revolución posible (1973), donde Benedetti sistematiza gran parte de sus reflexiones políticas y estéticas anteriores en una visión clara que sigue vigente en lo fundamental. Decía allí: Quizá el secreto [de esa resonancia] esté en no encasillar el arte en compartimentos estancos e inaccesibles, defendidos del alcance popular mediante un palabrerío en clausurada clave; palabras que no nacieron para ser dichas o pensadas, sino pura y exclusivamente para ser consultadas en el diccionario. Pero quizá el secreto resida también en la intención última que asume el artista o el escritor... Esa intención, según parece sugerir el texto, es la práctica de un tipo de comunicación en la que el escritor enfrenta una doble responsabilidad: la artística, es decir, el compromiso con la calidad estética de su obra, por un lado, y por otro, inseparable, la responsabilidad que conlleva la presencia ineludible del prójimo y el compromiso que voluntariamente ha contraído con él, en el que se reafirma constantemente, por ejemplo, con versos como éstos: me consta y sé nunca lo olvido que mi destino fértil voluntario es convertirme en ojos boca manos para otras manos bocas y miradas Esta intención confesada de ser voz pero además intentar ser portavoz, se traduce en la puesta en práctica de un registro poético que activa la complicidad (otra de las nociones fundamentales de la poética de Benedetti) permitiendo al lector reconocer indicios de afinidad, descifrar contraseñas, interpretar un guiño y, así, iniciar o consolidar un vínculo afectivo con la obra. Tras eso que es quizá sólo un primer paso, se produce lo que Benedetti llama función «participante» del lector:

Participación significa hacerse partícipe de la experiencia artística, introducirse en la obra, aunque sólo sea con una atención crítica (...) Por ello el lector participante suele ser riguroso, vigilante con respecto al escritor; por eso atiende no sólo a su obra, sino también a su conducta, a su actitud. Y esto ocurre tal vez porque lo juzga como uno de los suyos, y no como a un personaje que de vez en cuando prorrumpe en dictámenes magistrales e inapelables. El lector suele desconfiar de los autores dogmáticos, los demasiado seguros o los que se esfuerzan por esconder tras palabras opacas esas contradicciones e inseguridades que a todos, poetas y lectores, nos acosan. La claridad, por tanto, es el instrumento imprescindible para establecer un clima poético en el que el lector se sienta parte de un «diálogo», dice Benedetti, desarrollado «en un plano de igualdad, de confianza mutua, de recíproco aprendizaje, de trabajos y riesgos compartidos», lo que, añade el autor, «tiene aún otra validez, otro poder fermental». Pero, ¿cuál? El ensayo citado no ofrece una respuesta explícita, quizá porque hacía tiempo que Benedetti venía insinuándola: algunos años antes, al definir su postura respecto a la valoración de Rubén Darío por parte de los poetas contemporáneos, planteaba lo siguiente: «El problema consiste en saber si, después de leerlo, el lector sigue siendo el mismo», pues la prueba infalible que permite reconocer a los grandes creadores es que éstos «nos conmueven, en el intelecto o en la entraña, y al conmovernos, nos cambian, nos transforman». Desde entonces (quizá desde mucho antes) Benedetti ha intentado aclararnos de qué comunicación nos habla. Parece claro: esa otra validez del diálogo poético depende de su capacidad de persuasión; la comunicación se establece para la transformación del lector. Ése es su poder fermental y esa transformación -una de las «Prioridades del escritor»-, la forma de llevar a cabo su revolución posible. Provocar una transformación íntima o un esclarecimiento personal es también una forma de aporte comunitario, porque ese prójimo-individuo conmovido y transformado, responderá con nuevos valores, con nueva conciencia, con más sensibilidad, dirigidos hacia otros prójimos. Además, junto con la reforma agraria y la reforma urbana, la «revolución posible» de Benedetti apuesta fuerte por otra reforma, que no es menos importante: lo que él llama «la reforma anímica (o sea, del ánimo y del ánima)». Paralelamente, y en estrecha relación con estas reflexiones (tal vez porque la poesía es el género donde Benedetti confiesa sentirse más cómodo y expresarse mejor), su poesía ha ido deslizando cada vez más claves inconfundibles. Un buena muestra de ello es el poemario Las soledades de Babel (1991), especialmente expresivo, ya desde el título, de esa voluntad comunicante suya, que entiende la poesía como un lugar de encuentro con la experiencia ajena, con las soledades de otros que hasta entonces, como en Babel, hablaban cada una un idioma distinto. El poema que da titulo al libro, por ejemplo, me parece una de las exposiciones poéticas más logradas de esas mismas ideas del autor. Y es que, aunque en la obra de Benedetti son muchas las «artes poéticas» en las que, con ese título o con otro, el poeta analiza su trabajo, da la impresión de que ahí no es donde realmente se confiesa. Esas artes poéticas explícitas son casi siempre una declaración de principios, tanto éticos como estéticos, pero creo que hay otro grupo de poemas que permiten entender mejor la reiteración de ciertos motivos que caracterizan su obra y la amplitud de los mismos, porque estos poemas funcionan, quizá sin proponérselo, como algo parecido a un manifiesto, como

una declaración, no ya de principios, sino de intenciones poéticas. Por eso creo que Benedetti condensa en la imagen «soledades de Babel», inspirada por la cita del Génesis que abre el capítulo, toda una serie de profundas reflexiones sobre el oficio de escribir que por las mismas fechas ocupaban su labor ensayística. En «Otherness», otro de esos poema-declaración que ofrece Las soledades de Babel, el poeta confiesa con humor sus dificultades para obedecer a quienes le aconsejan que sea otro y escriba distinto, así como su «tozudez congénita» para continuar siendo el mismo y «seguir escribiendo igual a mí». Es esa terca coherencia entre lo que es y lo que escribe, lo que hace de su literatura una experiencia compartible, de hecho compartida, y del oficio de escritor una «soledad comunicante», paradoja inspirada en otra de María Zambrano que Benedetti propone como respuesta para la inquietante pregunta de por qué se escribe, en un ensayo que, como digo, coincide en el tiempo con estos poemas, y se titula así, La soledad comunicante: se escribe -sintetizo- para compartir la soledad; escribir es el impulso que lleva al escritor a compartir un secreto, algo que ha descubierto a solas, para merecer, por ese gesto de generosidad, compartir la soledad del prójimo, es decir, del lector, en el acto privado de la lectura. Los poetas saben, ha escrito Benedetti, «que la poesía llega / si es que llega / siempre que estén a solas con su cuerpo y con su alma», pero deberían saber también -lo dice en otro poema- que esa soledad ayuda únicamente si es una «cantera de prójimos». El escritor es un solitario, ha de serlo, sólo en el momento de crear; la creación es ya (o debe serlo) lugar de encuentro con otras soledades. Los modos de inserción del escritor en ese complejo proceso han sido también muy estudiados por el autor. En el ensayo Soledad y lucha de clases, por ejemplo, se advierte que esa soledad necesaria de la creación, mal entendida, puede llevar a una postura de asfixiante individualismo, «convertirse en trinchera» e instalar al escritor tras esa barrera para ser desde allí un mero testigo distante de la realidad que pierde sincronía con la sensibilidad de los demás. Porque la soledad más temible, la verdadera soledad del escritor, parece que se define finalmente en el ensayo como la falta de incidencia social de su obra, la falta de repercusión: «La famosa soledad viene a menudo de una sensación frustránea; de la impresión que muchas veces tiene el escritor de que sólo produce para una élite, para un cogollito estable que ni aumenta ni disminuye». Y concluye: Sólo participando de algún modo en la transformación colectiva adquirirá el escritor su inalienable derecho a sentirse transformado. ¿Quedará por eso solucionado el problema de la soledad de cada escritor-individuo? Seguramente no (...) Padecerá todavía su cuota de soledad, pero esto no le impedirá comprender que ella no ha de servirle para juzgar a su alrededor, a su comunidad, ni siquiera a su prójimo. Para juzgar semejante conglomerado deberá sentirse parte integrante de ese plural y no mera y aisladamente singular. Y en este punto es donde creo que coinciden claramente poesía y reflexión en prosa, porque el poema «Las soledades de Babel» parece ser la exposición poética (es decir, decantada, esencial) de esas mismas cuestiones, de la decidida postura a favor de la vocación comunicante de una soledad individual que «se pregunta por otras soledades», frente al «dialecto de uno sólo» de aquellos escritores-individuos (o individuos a secas) condenados, como los habitantes de Babel, a una soledad incomunicada, insolidaria y empobrecedora. Así podrían entenderse estos versos:

las soledades de babel ignoran qué soledades rozan su costado nunca sabrán de quién es el proyecto de la torre de espanto que construyen y así / diseminados pero juntos cercanos pero ajenos / solos codo con codo cada uno en su burbuja / insolidarios envejecen mezquinos como islotes y aunque siga la torre cielo arriba en busca de ese pobre dios de siempre ellos se desmoronan sin saberlo soledades abajo / sueño abajo Tal vez no sea más que una valoración personal, pero creo que este proceso por el que la «soledad de Babel» se convierte en su contrario la «soledad comunicante», la filosofía que envuelve ambos conceptos y sus manifestaciones en la creación artística, son los ingredientes fundamentales de lo que se ha llamado la «vertiente reflexiva» de la poesía de Benedetti, siempre que esa vertiente no se oponga a la otra, llamada «de compromiso con la realidad inmediata», ya que, desde mi punto de vista, ambas son una misma cosa: si esta última parecía destinada en principio a comprender y rescatar lo auténtico de su país (o de otros países), escondido bajo diferentes formas de estafa oficial, en la otra vertiente, la «reflexiva», la intención es la misma, sólo que dirigida al individuo, que con demasiada frecuencia puede llegar a estafarse a sí mismo. Seguramente no hay realidad más inmediata que ésa. Conviene recordar además que la noción de compromiso adquiere en la obra de Benedetti proporciones muy amplias, que abarcan desde el significado estrictamente político hasta el sentido más «elemental», es decir, el compromiso entendido básicamente como la voluntad de cumplir y exigir cumplimiento de la palabra dada, de las promesas, de cualquier promesa. En suma: aquí el compromiso -ese «convaleciente»- empieza por uno mismo, se define como «un estado de ánimo», y se ofrece a través de su obra como antídoto contra la instalación del engaño, la frivolidad y la hipocresía en zonas de importancia vital. Por eso su lección de autenticidad se aplica, por supuesto, a lo político y lo social, pero se concreta también (o sobre todo) en la intimidad del ser humano. Surgen entonces los poemas de amor con trasfondo político, ético y hasta metafísico y esos otros poemas tan característicos, de fuerte contenido político, que también casi siempre acaban siendo canciones de amor. Sobre estas confluencias opina el autor: ...no creo que haya en esto una contradicción, porque la política es también una forma del amor (aunque no viceversa). Hay que aventar cierta mentirosa imagen que suele presentar al luchador político como un ser tan riguroso en su disciplina, que es incapaz de amar como cualquier hijo de vecina, e incluso a la hija del vecino, sobre todo si está bien de piernas e ideología. El amor no es un artículo suntuario sino una necesidad vital del ser humano. Y no pensamos avergonzarnos de semejante realismo. De semejante realismo surgen también algunas de las más hondas preguntas de Benedetti, al azar, al lector o a sí mismo, y otros temas como la reivindicación del

optimismo, las diferentes terapias contra la tentación del precipicio y otras saturaciones, la invitación a rescatar de la clandestinidad esa «vieja costumbre de sentir a corazón abierto» (otro de los derechos humanos fundamentales, recuerda Benedetti), y otros muchos de difícil clasificación que responden también a los presupuestos de una poética donde todo parece confluir hacia el reclutamiento del prójimo-lector para su militancia en un nuevo humanismo practicado sin rubores, por el que, además de una ideología aceptable, se pueda obtener conciencia, sensibilidad y osadía suficientes para responder ante cada coyuntura de la realidad con una percepción más lúcida y más vital de lo que ocurre. La poesía es reveladora de todo esto, y el poeta comunicante no quiere que el lector quede al margen de esa revelación. En «Los poetas ante la poesía» (1991), Benedetti exponía su postura al respecto en estos términos: «La poesía enriquece la vida, aunque la ponga en duda, aunque la cuestione, aunque la muerda (...) Sé que estoy escribiendo / para exorcizarme, dice la nicaragüense Gioconda Belli, pero la poesía puede también servir de exorcismo a quien la lee. En la vida de cada lector suele haber algún poema que significó para él una revelación o tal vez un diagnóstico de su vida interior». Creo que la confluencia en ese punto de las dos «vertientes» de su obra es lo que hace de Benedetti un autor comprometido, sin duda, pero sobre todo comprometedor. Quiero decir: su poesía consigue establecer una situación interpretativa en la que las fórmulas coloquiales y otros recursos invitan al lector a sentirse destinatario y participante de un mensaje que lo compromete por entero -«en el intelecto y en la entraña», como diría él- porque ese ejercicio de soledad compartida, la lectura, no sólo pone al lector en comunicación con el autor, sino especialmente consigo mismo. También de esto ofrece Las soledades de Babel suficientes ejemplos (pienso en poemas como «Hablo de tu soledad», «Onomástico» y, sobre todo, «Certificado de existencia»), pero hay otro poema que me parece mucho más demostrativo de esos diferentes planos de indagación a los que creo nos invita su poética. Me refiero a «No te salves», una de las Canciones de amor y desamor de Poemas de otros (1973-1974), que -considerablemente ampliado- procede de un poema anterior titulado «Entre estatuas», y que es mucho más que una canción de amor y desamor, aunque también lo sea. Es muy conocido, pero creo que vale la pena recordarlo: No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgana no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño

no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgana y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. El poema es una de esas piezas que permiten descifrar algunos códigos de esta poesía aparentemente sencilla, de lenguaje claro, imágenes directas y primera lectura fácil, pero de otras lecturas posibles portadoras de significados no tan evidentes, que no tienen por qué ser los mismos para todos los lectores y que por eso hacen inolvidables algunos versos. Uno de esos significados que al menos a mí como lectora me sugiere el texto -más allá de los estrictamente personales-, tiene que ver con esa búsqueda del lector participante, o coparticipante de esa soledad de dos que es el poema. «No te salves» incluye algunos de los procedimientos recursos más utilizados por Benedetti. Por ejemplo, el juego de contrarios, muy característico, que en este caso se logra dividiendo el poema en dos partes simétricas separadas por el adversativo central, y estableciendo el contraste entre los dos bloques de versos, con significado contrario pero idénticos en la forma. Estos procedimientos reiterativos, también muy frecuentes en la poesía de Benedetti, pueden relacionarse con una insistencia, digamos, didáctica (plenamente acorde, por otra parte, con su arte poética preferida: «que golpee y golpee / hasta que nadie / pueda ya hacerse el sordo»): el poeta no pretende adoctrinar, pero sí seducir al lector, esto es, cautivar su ánimo y hacerlo partícipe de la meditada concepción del mundo que le revela en sus versos. Para ello fija, con la repetición de la idea, el mensaje que el destinatario ha de entender y retener hasta hacer suyo. Este tipo de tácticas de Benedetti permiten pensar en una estrategia encaminada a hacer del poema una de esas provocaciones al lector, una declaración de intenciones por la que el poeta establece las bases para que esa comunicación participante tan perseguida pueda producirse. «No te salves» expone, no sólo determinadas condiciones de amor, sino en realidad una actitud

global ante la vida y sus disyuntivas más profundas que rechaza de antemano la salvación a la que alude el título, definida como una forma de desahucio emocional: quedarse sin labios, sin sueño, sin sangre, sin tiempo...; es decir, acomodarse a un desapasionamiento crónico que tal vez alargue la vida, pero seguro que no la enriquece. En esta misma línea destaca, además de la contundencia de los versos, el rotundo mensaje final («entonces- es decir, si te salvas- no te quedes conmigo») ofrecido como única certidumbre entre las dos opciones expuestas en el poema. En versos como éste encontramos al Benedetti implacable, al poeta empeñado en remover conciencias -también con canciones de amor y desamor- y dispuesto a promover la «reforma anímica» con una llamada permanente a la acción (a la acción mental y a la otra, su consecuencia). Un poeta que parece dibujar con trazos muy precisos el perfil de su lector ideal, aquel que esté dispuesto a satisfacer las exigencias de una poética que lo invita a explorar las posibilidades y los riesgos de la pasión, la indignación, la esperanza o cualquier otro síntoma de que no es una de esas «estatuas» del título original, exigiéndole -a veces de forma tan explícita como aquí- que sea receptivo o por lo menos no del todo impermeable a esa oferta. Contenidos semánticos similares aparecen en otros muchos poemas que exponen las mismas intenciones de otra forma. Por ejemplo, en esos Versos para rumiar (de Letras de emergencia) tan expresivos: «carajo decidámonos / y revolucionémonos», significativamente conjugados en primera persona del plural, pero también en poemas como «Decir que no» (Contra los puentes levadizos), «Grietas» (Quemar las naves), «Me sirve y no me sirve» (Letras de emergencia), en los catorce mandamientos de «Memorándum» (Preguntas al azar), o en los contundentes imperativos que abundan en los poemas de Despistes y franquezas. Por ejemplo:«arrímate a tu sol si eres satélite / usa tus esperanzas como un sable (...) apróntate a salir y a salpicarte»; «ayúdate secúndate solázate / búscate en la quimera de los otros / inventa tus estrellas y repártelas (...) deja que el corazón te elija el mundo / abrázate del miedo y no lo sueltes / vuélvete persuasión cautela magia (...) libérate en las manos que te avisan / descúbrete en los ojos que te nombran...» En todos ellos el registro utilizado elimina las distancias y el lector se siente directamente aludido porque se produce una inmediata atribución de significados personales a los versos, que así nos conmueven y nos transforman -o, en el peor de los casos, abren alguna duda saludable en la indiferencia más compacta-, descubriéndonos algo o simplemente recordándonos lo que ya sabíamos pero no nos atrevíamos a admitir. Ante resultados así se entiende aquello que exponía Benedetti en su «Salutación del optimista»: por eso aprendo y dicto mi lección de optimismo y ocupo mi lugar en la esperanza. Es cierto que el autor concentra en su código verbal lo que Jorge Ruffinelli ha llamado «la ideología de la esperanza»: la esperanza insuflada en el texto, en la palabra misma, entendida como inspiradora automática de optimismo. Pero creo que, también, viceversa: de antemano la palabra está inspirada por ese optimismo entendido como fuerza movilizadora: «El pesimismo -ha escrito Benedetti- es, en cierta manera, una actitud conservadora, autodefensiva, destinada a resguardar lo que ya se tiene; mientras que el optimismo es el gesto primario destinado a alcanzar aquello de lo que se carece». La poética misma del autor (y, desde luego, sus intenciones) es resultado directo de ese

optimismo deseante que lo define y que sustenta una confianza inquebrantable en el poder de la poesía contra el pragmatismo vigente y en su capacidad de influencia social. Por eso en esta obra las búsquedas y los esfuerzos creadores se han puesto al servicio del lector y se dirigen a producir un lenguaje poético con el poder de comunicación suficiente para convertir las soledades de Babel en una misma soledad, «tan concurrida», que en ella sea posible que ese lector participante «alcance el fondo de sí mismo, comprenda el revés de su propia trama, asuma el manantial secreto de sus deseos». Creo que estas palabras suyas resumen bien cuál es la lección que Benedetti insiste en aprender y dictar, la de un militante de la vida convencido de que la poesía es una de las más nutridas reservas de humanidad humanidad como cualidad y como especie-, y como tal hay que defenderla.

El Sur también existe: Mario Benedetti poeta Trinidad Barrera (Universidad de Sevilla)

Mario Benedetti pertenece a la generación del medio siglo, también llamada del 45, generación crítica o de Marcha (por el nombre del semanario homónimo en el que colaboraron la mayoría de sus componentes). Su figura central es la del narrador Juan Carlos Onetti, pero la integraron además Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Idea Vilariño, Rafael Ares Pons, Manuel Arturo Claps y Daniel Vidart, entre otros. En palabras de Rama en esta segunda generación «ya la avant-garde europea se había instalado en tierras americanas y procuraba servir de flexible instrumento para expresar problemas, angustias, expectativas, de los hombres del continente cuando ya no se trataba de colonizar un territorio artístico sino de probar en qué medida confería significación a la concreta circunstancia que se vivía, con todas sus agudezas y contradicciones». El contexto político de estos años tiene unas fechas claves, como la de 1933 por un golpe de estado que lleva al poder a Gabriel Terra que hizo, en palabras de Benedetti, «herida de muerte a la fe que el uruguayo tenía en su democracia». Aunque nueve años más tarde, 1942, otro golpe restableciera la «normalidad democrática», el daño había sido irreparable: «La cáscara democrática siguió en pie, pero se fue quedando sin pulpa y sin carozo. La democracia se convirtió en un confortable lugar para exilarse dentro del propio país... Fue entonces que los hombres públicos de moral intacta, pero de escaso ímpetu, para no ser manchados por la corrupción huyeron de la política, de los cargos públicos». En este contexto surge la obra de Mario Benedetti, uno de los más importantes escritores del Uruguay contemporáneo, cuya actividad literaria ha circulado por los caminos de la novela, el cuento, el teatro, el ensayo y la poesía. Resulta difícil hablar sólo de Benedetti poeta pues el hombre de firmes convicciones sociales está detrás de toda su producción, estableciendo un tupida red de vasos comunicantes entre sus diversas actividades. Desde Literatura uruguaya siglo XX a Letras del continente mestizo, El recurso del supremo patriarca, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Subdesarrollo y letras de

osadía o El desexilio y otras conjeturas, por citar sólo algunos títulos relevantes, Benedetti ha estado mostrando claramente sus ideas ya fuera desde las filas del periodismo o del ensayo literario; en la misma medida que la novela o el relato breve servían de vehículos de difusión a su pensamiento. Ciñéndome a la obra poética de Benedetti marcaría una fecha clave en su producción, el año 1973 en que deja su país, por motivos políticos, para pasar a Buenos Aires durante un tiempo, más tarde se trasladó a Cuba y finalmente a España, donde se instaló, en 1980, y desde donde fue publicando su obra. La fecha anterior tiene su correlato en otra, no menos importante, 1985, el «desexilio» -en palabras suyas-, el ansiado fin de doce años que halla magnífica expresión en su libro Preguntas al azar. Desde entonces comparte el año entre Montevideo y Madrid, según le comenta a Hugo Alfaro, «buscando, debido al asma, la estación cálida». Si estas fechas señalan uno de los ejes fundamentales en su obra, el tema del exilio, de tan honda repercusión en la historia de los escritores latinoamericanos; no menos cierto es que en la vida y obra del escritor uruguayo hay otras fechas especiales que explican la propia dinámica evolutiva de su creación. La obra de Benedetti se ha movido por los canales del realismo crítico, donde la ironía, el tono conversacional, el diálogo abierto con el lector ha sido práctica constante de su quehacer. Poeta de la urbe (se trasladó a Montevideo muy joven), hizo de la burocracia pública el tema predilecto de sus primeros libros. Cuando publica su primer libro poético La víspera indeleble (no incluido luego en Inventario, recopilación poética del autor que desde 1963 ha ido gozando de sucesivas adiciones) corría el año 1945, época del Uruguay bucólico, de democracia estable y buen nivel cultural y económico. Benedetti fue haciendo su aprendizaje literario gracias a sus colaboraciones en las revistas de entonces, Marginalia (1948), Número (1949-1955 y 1966) y Marcha (se ocupó de la sección literaria tres veces, entre 1954 y 1960), en tiempos difíciles para editar novelas. En 1953 publicaría la primera Quien de nosotros, pero realmente la sacudida literaria vino tres años después con Poemas de la oficina que instaura un lenguaje nuevo que se atreve a hablar de la rutina laboral del burócrata con una vertiente antilírica. Los antecedentes de Cuentos de la oficina del argentino Roberto Mariani o el coloquialismo de Baldomero Fernández Moreno ya han sido señalados por la crítica y el mismo Benedetti los ha admitido: «Fernández Moreno fue como un espejo en el que podía mirarme y reconocerme... Después vendrían Machado, Martí, Vallejo». Con este libro retrató una de las facetas del hombre urbano, gris, de clase media que él, por experiencia propia, conocía muy bien. Con el triunfo de la revolución cubana en 1959 se abrió una nueva dimensión en el pensamiento de Mario Benedetti. Es el año en que publica la colección de relatos Montevideanos, correlato de los Poemas de la oficina, donde aún predomina la actitud moral frente a la política o social que se agigantará en sus posteriores libros. A la pregunta sobre qué le llevó a convertir esa estética de lo cotidiano menor en una metafísica responde: «Mi angustia provenía más bien de ver cómo gente inteligente, sensible, llena de

posibilidades creativas, se iba agrisando, mediocrizando, debido a la actitud de conformismo y al fanatismo de la Seguridad, que eran casi inherentes a la burocracia». Entre 1959 y 1973, Benedetti viajó por diversos países, entre el 66 y el 67 se instaló en París; a partir del 68 pasó largas temporadas en Cuba y llegó a integrar la dirección de Casa de las Américas. Fueron años de ilusiones y confianza en un futuro mejor para América Latina que conocen la publicación de tres novelas más, La tregua (1960), Gracias por el fuego (1963) y El cumpleaños de Juan Ángel (1971) considerada esta última como superadora del pesimismo anterior. En este año de 1971 el escritor deja paso al militante y dirigente político y los acontecimientos históricos del Uruguay en los años siguientes le llevan, como a otros muchos intelectuales uruguayos, a abandonar el país. Lo que sucedió después es muy conocido. En los años de exilio, además de una nueva novela, Primavera con una esquina rota, dos libros de cuentos, Con y sin nostalgia y Geografías, publica cuatro libros de poesía, hoy incluidos en Inventario (1950-1985), Poemas de otros, Cotidianas, Viento del exilio y La casa y el ladrillo. Son estos dos últimos dos grandes hitos del tema del exilio en la poesía en castellano. Al final del doloroso recorrido, con Preguntas al azar, nos encontramos una voz que recupera poco a poco su espacio vital en dos dimensiones. La una es física, en cuanto al encuentro con su Uruguay natal y el mundo de los afectos y de las cosas queridas, teñidas de alegría pero también de extrañamiento: La calle brilla para la ocasión llueve sobre mis nervios bienvenidos el aguacero me repara no sé qué lava en mí tal vez siluetas o intenciones [...] mi lluvia es ésta la descalza la venerable del peldaño la desigual del adoquín la que se escurre entre los tristes y hace sus propios socavones la del silencio con goteras la de quebrantos de cebolla después de todo la que suelta el frío y forma el barro de la patria. («Aguacero», 33-34) El reconocimiento de lo propio corre paralelo al extrañamiento, la recuperación de lo perdido ha sufrido el desgastamiento del tiempo y todo ya es distinto. El libro tiene un ordenamiento entre sus partes que permite el acercarse poco a poco a esa realidad largo tiempo ausente, desde «Expectativas» a «Odres viejos», aunque son las cinco primeras, «Expectativas», «Rescates», «País después», «La nariz contra el vidrio» y «La vida ese

paréntesis», las más logradas en esa evolución. La otra dimensión es de carácter psíquico, el paso del tiempo durante estos años de exilio han significado también un desgastamiento de la vida y lógicamente el fantasma de la muerte asoma por sus versos: La muerte es siempre una sorpresa inútil aunque uno comparezca con las bisagras herrumbrosas qué paraíso puede compensar el roce de otra piel en jubileo lo cierto es que la muerte es un verdugo y los mortales somos cómplices de la vida. («Siempre una sorpresa», 122-123) La sombra de César Vallejo ronda buena parte de esos poemas, «La vida ese paréntesis» o «Soy mi huésped». En esas «Preguntas al azar» que intermitentemente cierran las secciones impares del libro, el tema del final de la vida va a estar martilleando de forma constante. En la tercera, se pregunta: ¿Dónde estás muerte / muertecita / hebra de lágrimas / sueño inconcluso / duplicado de vida / muertecita / sin cuerpo / sin amor / sin árbol / pesadilla lunar / convincente mutismo / promesas en abstracto / entrañable ceniza / muerte boba? (128). Sin embargo hay una sección de este libro, correspondiente a diez letras de canciones que escribió para Joan Manuel Serrat con el título «El Sur también existe», que constituyen un pequeño decálogo de sus preocupaciones poéticas. Se abre con el poema que da título al libro, declaración de principios de un latinoamericano, americano del sur frente al coloso del norte que al mismo tiempo se convierte en símbolo de todos los norte/sur del mundo. Todo el texto está estructurado sobre el eje «el norte es el que ordena / el sur también existe». Ese norte es poder, gloria, «llave del reino», dominador, invasor, riqueza material, capitalismo frente a un sur sometido, dominado, invadido, hambriento, cuyo capital es la «esperanza dura», la «fe veterana», pero sobre todo la solidaridad, la comunión con la naturaleza, el sentimiento de fraternidad, la autenticidad de la relación hombre/naturaleza: pero aquí abajo abajo cerca de las raíces es donde la memoria ningún recuerdo omite y hay quienes se desmueren y hay quienes se desviven y así entre todos logran lo que era un imposible que todo el mundo sepa que el sur también existe (170-171) Frente al capitalismo, egoísta; el socialismo, redentor. Idea ya frecuentada en su obra, en realidad este poema no es sino la puesta en verso de la teoría desarrollada en un artículo suyo «Septentrión y Meridión» (1985), donde desarrolla esas mismas teorías y termina

apostando por un sur liberador: «De alguna manera, el Sur es el futuro, siempre y cuando este exista. Quizás el futuro del hombre deba ser construido artesanalmente, en ciudades donde las urgencias no nos derriben, en tierras donde los árboles nos ayuden a respirar, en tiempos y lugares donde podamos al fin morir tranquilamente, sabedores de que la humanidad ha ganado el derecho a sobrevivirnos». «Vas a parir felicidad» sigue en ese canto de optimismo venidero para su continente y augura a América Latina, su tierra, un futuro esperanzador: «Vas a parir felicidad / yo te lo anuncio tierra virgen / tras resecarte dividida / y no hallar nada que te alivie / como un abono inesperado / absorberás la sangre humilde» (185). En la misma línea hay que considerar el texto que cierra la sección, «Defensa de la alegría»: felicidad y alegría son las propuestas saludables para un futuro de esperanza. Dentro de esta proclama general hay que citar el poema «Habanera», como defensa valiente de una Cuba socialista que siempre ha contado con su apoyo: aquí flota el orgullo como una garza invicta nadie se queda fuera y todo el mundo es alguien el sol identifica relajos y candores y hay mulatas en todos los puntos cardinales (183) Si la preocupación por su continente y sus habitantes, tierra de la solidaridad, tiene en estos poemas fiel reflejo, la solidaridad entre humanos se hace extensiva también a la naturaleza, en un hermoso canto de tintes ecologistas, como «De árbol a árbol», donde se denuncia la explotación interesada de la naturaleza por desaprensivos particulares o sociedades al uso: ¿sabrán por fin los cedros libaneses que su voraz y sádico enemigo no es el ébano gris de camerún ni el arrayán bastardo ni el morisco ni la palma lineal de camagüey sino las hachas de los leñadores la sierra de las grandes madereras el rayo como látigo en la noche? (175) «Currículum» y «Testamento de miércoles» remiten al yo íntimo y personal que hace recopilación desgarrada de su vida, trayéndonos el recuerdo de César Vallejo en Poemas humanos cuando contempla al hombre y hace el repaso de su existencia. También Benedetti toma distancia frente al yo y dice: usted sufre de veras reclama por comida y por deber ajeno o acaso por rutina llora limpio de culpas benditas o malditas

hasta que llega el sueño y lo descalifica (172) En «Testamento de miércoles» recurre al lenguaje notarial para hacer legación de sus posesiones psíquicas, procedimiento que también habíamos visto en el Vallejo de «Poemas humanos». Por último me quiero referir al tema amoroso, otro de sus grandes temas, que tiene aquí tres conmovedoras expresiones: «Una mujer desnuda y en lo oscuro» es un canto a la mujer como luz (recuérdese que es el nombre de su esposa), iluminación o guía y es quizás el más conocido de esta sección, pero resultan especialmente interesantes y mucho más desgarradores «Hagamos un trato» y «Los formales y el frío» porque en ambos remite a las dificultades de comunicación/amor entre dos personas, el primero es un canto al amor no correspondido, al que ama sin esperar respuesta y ni siquiera puede dejar escapar ningún signo de su amor para no asustar a la persona amada: si alguna vez advierte que a los ojos la miro y una veta de amor reconoce en los míos no alerte sus fusiles ni piense que deliro (176) Jugando con el significado del verbo «contar», el poeta establece un diálogo sordo con la amada: «Compañera usted sabe / puede contar conmigo / no hasta dos o hasta diez / sino contar conmigo». En «Los formales y el frío» se refleja las dificultades para acortar las distancias entre dos personas que se aman, pero que se sienten inmovilizadas por los formalismos sociales. No sería arriesgado si insertáramos a Benedetti en la llamada «poesía de la experiencia» que tantos seguidores tiene en nuestros días. No dudo que el coloquialismo de Fernández Moreno pudo ser una pauta, pero entre ambos poetas hay grandes abismos. A lo largo de estos diez poemas, Benedetti ha reflejado sus preocupaciones más urgentes, el compromiso social con su continente, con el hombre, con la vida, con la Cuba socialista, con el amor, desde una sinceridad desgarradora, en un lenguaje directo y conversacional, fruto de una experiencia vivida y desde una postura ética sin pantallas. Mario Benedetti ha cribado los logros poéticos de la vanguardia, no sólo en lo relativo a aspectos formales, ausencia de puntuación, de rima, disposición tipográfica particular, sino en lo que es más importante, en el lenguaje, donde lo cotidiano, los giros verbales, los clisés forman parte de su decir directo, conectado visiblemente con una forma de escritura actual en la poesía hispanoamericana contemporánea, que tiene en Nicanor Parra, Ernesto Cardenal o en el desaparecido Roque Dalton una vía legítima y necesaria de expresión. Como aquellos «poetas comunicantes» a los que entrevistara en su célebre libro, Benedetti es también un «comunicante» nato, por su abierta clave comunicativa y su lenguaje despojado.

Inventario de quimeras y de pánicos: la última poesía de Mario Benedetti Eduardo Becerra (Universidad Autónoma de Madrid)

La muy reciente biografía sobre Mario Benedetti, El aguafiestas, escrita por Mario Paoletti, da por terminado el repaso a la vida del poeta en 1985, fecha que marca el fin de un exilio que había durado once años y que, además de encarnar una experiencia vital trágica, puso a su escritura en la obligación de llenarse de lejanías y ausencias forzosas, de tiempos y espacios que no están: antes ahora antes ahora antes cumplo con la absurda ceremonia de escindir mi ciudad en dos mitades en un rostro ritual y otro crispado en dos rumbos contrarios en dos tiempos. Así se expresa Benedetti en un poema sobre Montevideo cuyo título, «Ciudad en que no existo», de La casa y el ladrillo (1976-1977), ya es toda una revelación. Evocar consagra la distancia; frente a ello, el poeta declara: «soy apenas un hombre de mi ciudad / que quisiera tenerla bajo sus plantas» (I; p. 208); la meta única está en la disolución de toda lejanía, intención que subrayan los últimos versos del poema: por eso he decidido ayudarte a existir aunque sea llamándote ciudad en que no existo así sencillamente ya que existís en mí he decidido que me esperes viva y he resuelto vivir para habitarte (I; p. 208) El exilio subraya en la poesía de Benedetti, antes que la nostalgia de lo que fue y la melancolía de la pérdida, el dolor de lo no presente, la indignación por lo que no está aquí mismo, bajo los pies o al alcance de las manos. Constituye entonces un atentado contra una poética que busca el aquí y el ahora, la inmediatez de las presencias cercanas: las vidas rotas, la justicia social, la revolución, el amor, la opresión, los estragos de las dictaduras fueron y seguirán siendo siempre en la literatura de Benedetti convivencias con un presente múltiple que, dependiendo del rostro que decida mostrar, permite la alegría y la esperanza o la denuncia y la indignación. En el exilio, el poeta se ve forzado a convivir con la ausencia, sólo la vivencia de lo que no está presente; esta ubicación descentrada se irá haciendo más patente en su discurrir por países y ciudades que durante once años nunca fueron ni Uruguay ni Montevideo: «sucede que ya es el tercer año / que voy de gente en pueblo / de aeropuerto en frontera / de solidaridad en solidaridad / de cerca en lejos», leemos al comienzo de «Otra noción de patria» (I; p. 174), perteneciente también a La casa y el ladrillo. Finalmente, este sombrío viaje por la lejanía se respirará en prácticamente todos

los poemas de Viento del exilio (1981) y en buena parte de los versos incluidos en Geografías (1984). Así nos lo revela una composición como «Eso dicen», poema inicial de este último libro: Eso dicen que al cabo de diez años todo ha cambiado allá dicen que la avenida está sin árboles y no soy quién para ponerlo en duda ¿acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles que según dicen ya no están? (I; p. 11) Con Preguntas al azar (1986) se invierten de forma radical los términos de la dolorosa encrucijada anterior. Definido por el propio autor en la dedicatoria a Luz como un «brindis por el regreso», Benedetti nos ofrece un lento recorrido por el retorno: las «lontananzas a granel» que surcaron el pasado dejan paso a la evidencia de la aproximación de lo remoto; las «Expectativas», título de una de las secciones de este poemario, no impiden ciertas incertidumbres ante el choque de la nostalgia con la realidad, ante las «Cosas a hallar» (II; p. 297) que también ofrecerán ciertas ausencias, sobre todo las de los próximos prójimos que ya no están. Pero finalmente nos son relatadas las ceremonias del contacto con aquello largo tiempo anhelado: «revivo aquí con esperanza y duelo / me reconstruyo aquí y me reconozco» (II; p. 306); leemos en el poema «Aquí». «Con los objetos», otro de los poemas del libro, se cierra con estos versos: como bebo mastico paladeo el sabor disfruto aquel en que crecí hace siglos hago crujir el pan deslizo el dulce saboreo las claves del regreso (II; p. 314) Más significativo aún resulta «Rescates», título que ya lo dice todo. En esta composición Benedetti invierte el epígrafe vallejiano que abre el poema: «muriendo de costumbre / y llorando de oído», para describir los múltiples ámbitos de los encuentros y de los hallazgos: Este regreso no era obligatorio sin embargo la mano encuentra su cuchara el paso su baldosa el corazón su golpe de madera el abrazo su brazo o su cintura la pregunta su alguien

los ojos su horizonte la mejilla su beso o su garúa el orgullo su dulce fundamento el pellejo su otoño la memoria su rostro decisivo los rencores su vaina el reloj su lujuria tempranera el dolor su no olvido o su neblina el paladar sus uvas el loor su desastre la nostalgia su lecho o sea perdón vallejo aquí estoy otra vez viviendo de costumbre celebrando de oído (II; p. 309) En Preguntas al azar la poesía de Benedetti, a lo largo de muchos versos, se convierte en una celebración de los sentidos, de revivencias de antiguas nostalgias convertidas ahora en presencias. El poeta toca, pisa, abraza, pregunta y le responden, saborea, besa y palpa, y tras todo ello se siente capaz de proclamarse reconstruido. El país transportado durante once años en los espacios íntimos de la nostalgia se junta con el país al que llega: ¿dónde está mi país? ¿será que estuvo está conmigo? ¿que viene y va conmigo? ¿que al fin llega conmigo a mi país? «Preguntas al azar (1)» (II; p. 301) El tránsito de Viento del exilio y Geografías a Preguntas al azar traza un umbral significativo en la poesía de Mario Benedetti al hilo de este nuevo momento de su vida. Con el regreso, sus versos y la poética de la proximidad que siempre arrastran se reúnen y reconcilian con una realidad que cumple dos requisitos fundamentales para su disfrute: su encanto (el encanto de lo largamente deseado) y, sobre todo, su inmediatez. Será más adelante cuando el poeta revele la aciaga trastienda de su tierra natal, al preguntarse: «mi país ¿un país vacío de mi país?» (II; p. 20). De nuevo utilizará ya desde el título, «Aquí lejos» (Las soledades de Babel, 1991), la imagen de la distancia para expresar su desarraigo. Si señalo el fin del exilio como umbral de paso a la última poesía del poeta, en absoluto ello se debe a que considere que, a partir de ahí, su lírica vaya a sufrir transformaciones sustanciales. Como creo que es opinión general, pienso también que el conjunto de su obra se caracteriza por una fidelidad inamovible a una actitud moral frente a la literatura que engloba tanto los contenidos como las formas de su escritura. Ahora bien, la exigencia autoimpuesta por Benedetti de reducir distancias entre vida, realidad y literatura convierte a

ésta en una labor obligada a atenerse a las variables y variadas exigencias que el presente va poniendo por delante. Es este proceso el que me sirve, con más o menos razón, para hablar de una poesía que, a partir de determinado momento, incorpora matices nuevos (nunca cambios radicales) al enfrentarse a renovados desafíos. El exilio fue también, como a menudo ha reconocido el propio Benedetti, signo de la derrota; fue el resultado de un proceso histórico que afectó prácticamente a toda Latinoamérica y que, tras admitir el sueño y la esperanza, acabó, en la mayoría de los casos y desde luego en Uruguay, convertido en pesadilla. Ahora bien, el exilio constituye seguramente aquella experiencia en la que la historia, siempre adversa y trágica, se enraiza más directamente en la intimidad del individuo. En el exilio el devenir histórico se interioriza y tarde o temprano el exiliado se ve obligado a quedarse solo frente a él. Con el final del destierro Benedetti recibe una compensación de la historia, pero ello en absoluto va a significar que todas las cuentas hayan sido saldadas. En la última página de El aguafiestas afirma Benedetti: «La derrota no prueba que luchar por la justicia sea un error o sea imposible. Sólo prueba que se han cometido errores que llevaron a esa derrota. Derrota que ha tenido, también, su parte buena y positiva»; y el libro acaba con esta declaración de intenciones: «Ni colorín ni colorado. Este cuento no se ha acabado». Admitir, analizar y comprender la derrota es, para Benedetti, el paso previo e indispensable para «extraerse de ella» y así luchar por la victoria. El poeta sigue obcecándose en la validez de la esperanza y de la solidaridad y, sobre todo, exige de nuevo la apuesta por la utopía. Sin embargo, si los años sesenta y setenta fueron los de la «revolución posible»; ahora los lemas empleados nos van a hablar de la «decencia como utopía» y, sobre todo, de la «utopía de sobrevivir». No creo de que de tal cambio de fórmulas deba concluirse que con ello Benedetti haya abandonado uno de los principios axiales de su labor como escritor y como hombre: la coincidencia entre destino individual y destino colectivo; no obstante, sí considero que, de algún modo, los nuevos planteamientos nos colocan ante la evidencia de que la derrota ha dejado marcas, de que el optimismo y la esperanza llevan también consigo las huellas de antiguos desengaños y frustraciones. El resultado va a ser, pienso, una ubicación diferente del poeta frente a la actualidad: la de un tránsito por el tiempo histórico, todavía conflictivo y problemático, que camina por dimensiones más íntimas. Desde luego, en tal proyecto no quedan excluidas las implicaciones que los nuevos desafíos proyectan hacia el conjunto del panorama histórico-social, pero sí tengo la impresión de que los últimos libros poéticos de Benedetti surgen de una voz a la que la soledad presta muchos de sus acentos; soledad que será siempre «soledad comunicante», voz de un solitario solidario que, aunque siempre aferrado al optimismo y la esperanza, no deja de contemplar cómo el mundo sigue en muchas de sus zonas dando la espalda a los valores que debieran regirlo. En medio de esta lucha, y como ocurría con la experiencia poética de su exilio, aparecen nuevos retos ante los cuales el poeta debe, en determinado momento, responder en solitario, retos que de nuevo atentan contra su poética, al amenazarla con la separación y la lejanía. Dos son los que, en mi opinión, mejor reflejan este itinerario: la muerte y el olvido, temas que ocupan una parte importante de la poesía más reciente de Mario Benedetti. Tras el encuentro jubiloso con su país natal, Benedetti se pone manos a la obra con el futuro e inmediatamente, ya desde Preguntas al azar, su poesía detecta los primeros vislumbres de la muerte: «exilio sin retorno» en el que el rasero igualitario de su guadaña no evita el temor ante la amenaza del no ser que será para siempre. A la inversa que en el

caso del exilio, es lo que no está lo que intimida; por lo tanto es en el presente donde es posible encontrar asideros: «el blando más allá puede ser un bostezo / el arduo más acá la picota de turno / no aspiro a los trofeos de ultratumba / sino a dormir y antes que nada a despertarme» («Siempre una sorpresa», II; p. 401). Aunque bien es cierto que tal situación no deja de ofrecer complicados dilemas: antes que el indecente rasero igualitario del no pensar el no existir no amar no disfrutar no padecer ¿no será preferible la sideral distancia que separa lo justo de lo injusto? «Preguntas al azar (4)» (II; p. 469) Convencido de que la muerte no es su «noche predilecta», no por ello Benedetti deja de asumir las complejidades y contradicciones que surgen de su contemplación. Desde aquí y hasta su último poemario, la muerte comienza a visitar con cierta asiduidad sus versos; va ocupando mayores espacios íntimos en una existencia cada vez más «yacente y reflexiva». Pero ahora el conjuro resulta más sencillo, aferrarse al presente, al aquí y al ahora supone poner a la muerte en su lugar: Este trozo de vida es tan espléndido tan animoso tan templado que la muerte parece desde aquí tan solo una cascada remota y para otros «Fragmento» (Yesterday y mañana, 1988) (II; p. 187) La muerte queda sí abolida en unos versos que buscan las presencias inmediatas que la realidad convoca, la poesía de Benedetti vuelve así a encontrarse a sí misma al encontrarse con el único tiempo que realmente es: el presente. Hoy tu tiempo es real / nadie lo inventa y aunque otros olviden tus festejos las noches sin amor quedaron lejos y lejos el pesar que desalienta tu edad de otras edades se alimenta no importa lo que digan los espejos tus ojos todavía no están lejos y miran / sin mirar / más de la cuenta

tu esperanza ya sabe tu tamaño y por eso no habrá quien la destruya ya no te sentirás solo y extraño vida tuya tendrás y muerte tuya ha pasado otro año / y otro año le has ganado a tus sombras / aleluya «Onomástico» (Las soledades de Babel) (II; p. 122) Si la muerte, la propia claro está, dibuja un terreno de soledad para todos, un camino que, como así lo hace Benedetti, ha de recorrerse obligadamente sin compañía, el tema del olvido en su poesía reciente nos ofrece claves importantes acerca de su análisis e interpretación de la actualidad. Frente al olvido, su voz se sitúa en el centro exacto de un territorio que se proyecta por igual hacia su intimidad y hacia el conjunto del paisaje histórico. En gran número de sus versos y páginas ensayísticas más recientes Benedetti ha ido levantando la voz contra los peligros de la amnesia (que puede llegar a convertirse en amnistía para los crímenes del pasado) y contra los olvidadores profesionales (los apóstatas de las antiguas quimeras y también aquellos que profetizan el final de la historia con el fin de hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles). Convencido de que «Sobra olvido», de que «el olvido es piadoso / y también nauseabundo», Benedetti le confiesa a Juan Gelman que «el mundo cambió pero no mi mano / ni aunque dios nos olvide / olvidaremos» («Compañero de olvido»; Despistes y franquezas, 1990; II; p. 167). Paradójicamente, el olvido, al ser una invitación a «discurrir por el antes como antes» (II; p. 171), dibuja un procedimiento justo inverso al del recorrido poético por el exilio. Si en éste la memoria y la palabra arrastraban la consagración de la distancia y la fractura, ahora ambas son los conjuros aptos para que lo que sucedió una vez jamás suceda de nuevo, es decir, para, mediante la presencia de la palabra, consagrar una distancia que ahora resulta imprescindible: pero no quiero disolverme y a mi pesar sentirme nadie si ahora creo en ese ayer es sólo para despojarme ayer de pobres emboscadas ayer espeso como selva aprendí todo del ayer para que el mismo ayer no vuelva «Beatles dixerunt» (Yesterday y mañana; II; p. 213) El recuerdo sirve así para tener presente el pasado y evitar así que de nuevo se haga presente: «ocurre que el pasado es siempre una morada / pero no existe olvido capaz de demolerla», proclama Benedetti en su poema «Olvidadores», de su último libro: El olvido está lleno de memoria, cuyo título nos revela la significativa presencia de este tema en su producción más reciente; de ahí que, tal y como nos impele en otras líneas, «aunque el pasado esté escondido y lejos / no tienes más remedio que mirarlo» («Escondido y lejos», Astarté y mañana; II; p. 222).

Del mismo modo que en el caso del exilio y de la muerte, Benedetti logra someter al olvido a los dictados de su poética: una poética de la inmediatez y de la presencia («profeta de la cercanía» se autodefinió en ciertos versos). Más que en ningún otro desafío, la palabra, como emisaria privilegiada de la memoria, anula los efectos destructores de la amnesia y, haciéndose presente ella misma, encuentra su lugar y su función en el presente. El extenso inventario de quimeras y pánicos que integra el conjunto de la lírica de Benedetti parte en gran medida de este juego con las cercanías y con las lejanías, con las presencias y las ausencias de personas, cosas y lugares. Otorgada en su literatura a la palabra la vocación congénita de nombrar y no omitir e interesado en todo momento por «la realidad monda y la palabra lironda», puesto que parte de la simple e inalterable convicción de que el mundo existe, y punto; su poesía, como el resto de su literatura, revela siempre una urgencia por lograr y celebrar de inmediato el encuentro con lo existente, asumiendo la carga de dolor o alegría que ello conlleve. Las artes poéticas que Benedetti nos ofrece en su producción más reciente apuntan a un lenguaje que nunca pretende ensimismarse en su propia ocurrencia. En «Suelta de palomas», de Preguntas al azar, escribe Benedetti: «soltar una paloma / es siempre algo difícil de imaginar / quizá exista una sola / manera de lograrlo / soltar realmente / una paloma» (II; p. 368); en idéntico sentido, en «Detrás del humo», otro poema del mismo libro, Benedetti desarrolla un pormenorizado recuento de todo lo que puede encontrarse allí: comienza afirmando que «detrás del humo estamos todos» para acabar señalando cómo «así imperfecta / a trazos / con erratas borrones tachaduras / así de exigua y frágil / así de impura y torpe / incanjeable y hermosa / está la vida» (II; pp. 344345). En esta composición, los versos no discurren despejando la cortina de humo que tapa los elementos de la realidad sino que constatan desde la certeza la existencia de todo aquello que el humo esconde. Del mismo modo, en sus poemas el lenguaje no se detiene en la construcción del lento tejido de la búsqueda; por el contrario, se impone desde el comienzo la revelación de las certidumbres de las que parte. Por eso su poesía, más que inventar, inventaría: verbos ambos de idéntica etimología pero que, si el primero de ellos nos remite al acontecer del hallazgo, el segundo nos refiere la lista o el recuento de lo hallado, y así la lectura de su poesía nos conduce inevitablemente y ante todo hacia los encuentros antes que hacia las exploraciones. Es esta caracterización de su poesía la que, según creo, ha llevado a sus defensores a destacar preferentemente su valor ideológico y moral y a sus detractores a resaltar la falta de valores estéticos de su escritura. La vulgaridad, el prosaísmo y su dimensión comprometida como rasgo empobrecedor han sido calificativos demasiado frecuentes en estos últimos a la hora de valorar una obra poética que, desde tal perspectiva, ofrecería carencias en el plano de las modalidades lingüísticas que despliega. No pretendo defender en absoluto un replanteamiento de la poética de Mario Benedetti que me lleve a destacar antes de cualquier otro aspecto sus logros en el plano formal; lo que sí quisiera resaltar es mi desacuerdo con tal juicio. En mi opinión, la poesía de Mario Benedetti está llena de recursos expresivos de muy variada índole (e incluso hay estudios, como el de Mónica Mansour Tuya, mía, de otros. La poesía coloquial de Mario Benedetti, que así lo demuestran), lo que ocurre es que es muy difícil, por no decir imposible, sustraerse en la lectura de sus versos al contacto con una poética que nos vence y nos convence antes de nada como propuesta y aventura moral llena de sinceridad y coraje, y ello en absoluto nos habla de las limitaciones de su verbo; por el contrario, nos coloca ante una poética llevada, desde los planteamientos de los que parte, a los límites de su coherencia.

Escribe Benedetti en «Otherness», de Las soledades de Babel: «Siempre me aconsejaron que escribiera distinto / que no sintiera emoción sino pathos / que mi cristal no fuera transparente / sino prolijamente esmerilado / y sobre todo que si hablaba del mar / no nombrara la sal» (II; p. 25). Ante tales advertencias, responde con ironía en los últimos versos: «en consecuencia seguiré escribiendo / igual a mí o sea / de un modo obvio irónico terrestre / rutinario tristón desangelado / (por otros adjetivos se ruega consultar / críticas de los últimos treinta años) / y eso tal vez ocurra porque no sé ser otro / que ese otro que soy para los otros» (II; p. 26). Particularmente, pienso que ese modo de ser y de escribir es uno de los más aptos para la hermosa labor que alguna vez se asignó Mario Benedetti como hombre y como poeta: la de «reclutador de prójimos».

Exilio y nostalgia en la poesía de Mario Benedetti Francisco Javier Mora (The Ohio State University) A la memoria de Darcy Ribeiro, en su exilio ya definitivo.

1 Algunas consideraciones preliminares A lo largo de las últimas tres décadas, dentro del contexto latinoamericano, se ha hablado hasta la saciedad, en público y en privado, acerca de uno de los acontecimientos más desgarradores que el ser humano, como entidad colectiva e individual, puede sufrir durante su existencia: el exilio. Los griegos que, en parte por razones obvias, se adelantaron al resto de la civilización occidental en la elaboración de una concepción globalizadora del hombre y su destino, ya supieron de su efecto devastador y convirtieron el destierro en la pena capital por excelencia. Era considerada castigo aún peor que la muerte, una especie de muerte en vida porque el desterrado, al poseer el atributo de la memoria, era consciente de su estado de permanente aniquilación: No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida. Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria… (Juan Gelman, 29). La memoria es, por tanto, uno de los ejes vertebrales por donde discurre toda literatura de exilio, y el caso de la latinoamericana no va a ser una excepción. No podemos olvidar que la memoria, relevante en todo proceso de escritura, asume una función primordial en este caso: coloca al escritor en la conciencia de que vive en varios planos temporales y espaciales diferentes. En su esquizofrenia, en primer lugar, el intelectual exiliado participa, siempre conflictivamente, del espacio de la comunidad que lo acoge; en segundo lugar, del espacio del país que abandonó por la fuerza y que constituye ya un territorio imaginario, no

sólo porque pertenezca al pasado, sino porque está construido sobre la base de un recuerdo selectivo de experiencias; y, en tercer lugar, del espacio paralelo de ese mismo país que el escritor re-vive a través de las noticias de prensa y televisión, de las historias que llegan mediante la relación con otros exiliados, o del contacto, generalmente exiguo, con familiares y amigos que quedaron allá. El escritor se asume y es asumido como un ser desarraigado, disperso, disociado entre la realidad de su estar, que es su no estar, y el deseo de su ser, ahora disgregado en su no ser. Aun asumiendo que toda literatura es esquizofrénica, la del exilio, sin duda, alcanza su condición más extrema. Sin embargo, me gustaría tratar el tema de la nostalgia y del exilio evitando en lo posible los lugares comunes que, a fuerza de repetirse, se han convertido en clisés y que no ayudan en nada al esclarecimiento de los conceptos que tratamos aquí hoy, porque, como tales clisés, son fruto de la convención y ya sabemos que la reflexión crítica de buena voluntad, aunque busca la unanimidad, es, paradójicamente, enemiga de lo unánime. En primer lugar, convendría olvidarse cuanto antes de la diferenciación que parte de la crítica ha hecho entre el destierro motivado por causas económicas y el derivado de causas políticas porque encierra, a mi juicio, una concepción jerárquica y elitista que, además, no se corresponde con la realidad. El trabajador emigra, el exiliado se exilia, como si la cuota de sufrimiento que estos grupos experimentan variara en relación con sus estatus; como si no fuera un hecho más que patente que desde hace algunas décadas, en toda Latinoamérica hay un considerable número de intelectuales, científicos, técnicos… etc., que emigran no ya por el hecho de abrirse a mejores perspectivas profesionales sino, simplemente, por la posibilidad de encontrar un trabajo, sea el que sea, que les permita tener un techo donde cobijarse. Comprender el exilio, ¿de qué manera?, ¿ayudaría en parte a mitigar el dolor que produce si asumiéramos que el ser humano es, en sí mismo, un exiliado? Como mito, en el principio de los tiempos, el hombre fue expulsado del paraíso por rebelarse contra el poder que lo subyugaba, por revelarse precisamente en su condición de hombre. Puesto que no podía ser Dios, decidió por su cuenta y riesgo adquirir una naturaleza que lo condenaba al eterno ostracismo. Como ser humano, el hombre sufre su destierro casi en cada paso de su vida. Se ve arrojado por la fuerza de su mundo líquido que constituye el vientre materno hacia otro gaseoso (¡qué horrible vocablo!) y sentido como ajeno, quizá por eso llora. ¿Acaso vernos expulsados a borbotones de nuestra infancia (ese Edén prematuro que tanto le dolía a Cernuda) no nos produce una cierta comezón, la sensación de un vacío por una ausencia ya irrecuperable? ¿No es el amor el exilio de uno en otro? ¿El desamor el desexilio de uno (que ya es otro) hacia uno mismo, la nostalgia de ese otro (aquél que fuimos y éste que dejamos)? ¿No es cierto que cuando se viene del amor, como cuando se regresa del exilio, se vuelve siendo uno distinto, a lo mejor más sabio pero también más herido? Repito la pregunta: ¿Puede esta toma de conciencia ayudar a aplacar el sufrimiento que produce el exilio geográfico? Pues, creo que no, pero, al menos, ayuda a sobrellevarlo.

El siguiente paso nos lleva a considerar al escritor como un exiliado y al lenguaje y a la escritura como una metáfora del exilio: alienación del lenguaje, según Roa Bastos, «en la expresión de una realidad que lo desborda» (32), y alienación de la escritura como escisión traumática en/desde/hacia/de lo real, según la actitud y el concepto del arte al que el escritor se adscriba o lo adscriban. Contrariamente a lo que se piensa, la literatura no opera como factor de extrañamiento de lo real (esa realidad que no es más que una huella perceptible de una dimensión más profunda) sino que su distanciamiento ayuda a desentrañar, a desextrañar el mundo que nos rodea y percibirlo como algo más complejo que su aparente inmediatez. El entorno se nos hace más aprehensible, menos ajeno, precisamente mediante la ficción, porque su visión se alza desde la otra orilla, allá donde reside su exilio . El escritor, me refiero al escritor de verdad, siente también la desubicación porque esa posición, incómoda para la sociedad y, aunque voluntaria, ingrata ciertamente para sí mismo, le permite actuar con independencia de criterio y refrendar su capacidad de soberanía. Es por ello que los poderes totalitarios lo consideran altamente peligroso y lo colocan en el punto de mira de la represión. Por utilizar una paradoja, el escritor es, al mismo tiempo, «blanco fijo» de las dictaduras y «francotirador» de los valores que estos gobiernos proclaman. Quisiera finalizar esta primera parte por donde comencé al principio. Que el exilio es uno de los dramas más sangrantes de la humanidad no cabe la menor duda; que el remanente de dolor, resentimiento, culpa, remordimiento y, por qué no decirlo, odio acumulado también es mucho, pero cabe señalar aquí que éste no es el mensaje que una gran parte de los intelectuales del Cono Sur nos han querido transmitir. Todo lo contrario, estos intelectuales se han volcado en ofrecer el talento del que disponen al servicio de la liberación de sus pueblos desde una posición que podríamos denominar «optimista». Benedetti ha señalado dos de los riesgos que el escritor del exilio debe evitar: de un lado, la frecuentación de la literatura lacrimógena, la literatura del golpe de pecho, que provoque más conmiseración que aliento vital; del otro, «el facilismo panfletario» (La cultura, 91) y ha marcado la pauta de cómo el intelectual debe actuar en esta situación límite: Creo sinceramente que el deber primordial que tiene un escritor del exilio es con la literatura que integra, con la cultura de su país, de su pueblo. Tiene que reivindicar su condición de escritor y, a pesar de todos los desalientos, las frustraciones y las adversidades buscar el modo de seguir escribiendo. (La cultura, 87). El escritor uruguayo participa, por tanto, de lo que Cortázar llamó «el exilio combatiente» y que consiste en «plantear el exilio en términos que superen su negatividad, a veces inevitable y terrible, pero a veces también estereotipada y esterilizante» (18), y «hacer del disvalor del exilio un valor de combate» (21). No se trata de olvidar el pasado, ni de abdicar de la nostalgia, ni de incumplir la cita cotidiana que se tiene con el dolor, ni de renegar de la conciencia de lo perdido; se trata de hacer de aquellas lágrimas un mar de coraje, un piélago de subversión para no hacer el juego a los gobiernos que expulsan, mutilan, asesinan y amordazan con el propósito de silenciar a todo un pueblo: Persigo la voz enemiga que dictó la orden de estar triste. A veces, me da por sentir que la alegría es un delito de alta traición, y que soy culpable del privilegio de seguir vivo y

libre. (…) Estar vivo: una pequeña victoria. Estar vivos, o sea: capaces de alegría, a pesar de los adioses y los crímenes, para que el destierro sea el testimonio de otro país posible. A la patria, tarea por hacer, no vamos a levantarla con ladrillos de mierda. ¿Serviríamos para algo, a la hora del regreso, si volviéramos rotos? Requiere más coraje la alegría que la pena. A la pena, al fin y al cabo, estamos acostumbrados. (Eduardo Galeano, 47) Sólo así, desde esta perspectiva de radical optimismo histórico es como estos escritores del exilio asumen la derrota. Se consideran vencidos, sí, pero con la firme esperanza de que esa derrota sea sólo un paso atrás de impulso hacia delante, conscientes de que el reloj de la historia trabaja a ritmo lento, pero a su favor. De sus derrotas más aplastantes, individuales y colectivas, dan fe libros extraordinarios. De Sócrates a Deleuze, de Tom Waits a Nina Simone, de Artaud a Dino Campana, de Baudelaire a Camus, de Camarón a Billie Holiday, de Arguedas a Vallejo, de Goya a Van Gogh, de Scott Fitzgerald a Bukowski, la historia del arte está llena de artistas derrotados cuyo dolor ha servido para crear obras monumentales.

2. De lo dicho a lo hecho Nostalgia combines bitterness and swettness, the lost and the found, the far and the near, the new and the familiar, absence and presence. The past which is over and gone, from which we have been or are being removed, by some magic becomes present again for a short while (Nostalgia, 120). Si la cita de Ralph Harper contiene un fondo de verdad, es preciso entonces señalar que nostalgia y exilio (sea el que fuere) van siempre de la mano, aunque uno no sabe muy bien cuál es anterior. Digo esto porque parto de la base de que Mario Benedetti es un escritor nostálgico y exiliado desde sus orígenes y de que este binomio permanece absolutamente indisoluble a lo largo de toda su obra. Hay, obviamente, un exilio que provoca nostalgia, pero también hay una nostalgia que provoca exilio. Esta última no es la que alimenta el destierro estético de Mallarmé, ni el poeta-demonio (ese ángel expulsado) de Hölderlin, ni el artista maldito de Baudelaire, sino aquella que experimenta el poeta uruguayo desde una posición de aislamiento a causa de una situación histórica, social o vital (la de su país, la de sí mismo) que considera alienante y que le impulsa a la búsqueda, bien de un pasado que le reconforte, lo que sucede especialmente en sus dos primeros libros de poemas Sólo mientras tanto (1948-1950) y Poemas de la oficina (1953-1956), o bien de un futuro como asidero de su esperanza, en los libros que van desde Poemas del hoyporhoy (1958-1961) hasta Letras de Emergencia (1969-1973). Es la búsqueda de ese pasado lo que le llevará a los recuerdos del un Montevideo cercano, pero a la vez remoto e inasible y del que se sabe inevitablemente despojado: Si pudiera elegir mi paisaje de cosas memorables, mi paisaje de otoño desolado,

elegiría, robaría esta calle que es anterior a mí y a todos. (Inventario, 588) Al Montevideo de su infancia, en poemas como «la primera mirada» o el tan conocido «Dactilógrafo», donde la inserción de una carta comercial agudiza por contraste las diferencias entre un ayer idealizado y un hoy desgastado por la rutina de un trabajo burocrático: Montevideo quince de noviembre de Mil novecientos cincuenta y cinco Montevideo era verde en mi infancia Absolutamente verde y con tranvías. (569) Ambos libros (Sólo mientras tanto y Poemas de la oficina) son, en mi opinión, los más pesimistas del escritor en toda su carrera, pesimismo que parte de su aislamiento, como individuo, de todo lo que le rodea porque lo considera mediocre y sin estímulo: «…aquella esperanza que cabía en un dedal / evidentemente no cabe en este sobre…» («Sueldo», 561), dice Mario, asfixiado por un entorno oprimente. La pasividad y servilismo del funcionariado, la ausencia de perspectivas individuales y colectivas, la mezquindad de los valores de la clase a la que él mismo pertenece, la ansiedad de encontrar nuevos horizontes junto al escepticismo que opaca cualquier salida digna serán los temas principales a los que se enfrenta Benedetti en la década del cincuenta. De ese ahogo vital nacen estos primeros libros. Más que de poesía del alma, lo que podemos hablar aquí es de una auténtica «poesía del asma»: Quien me iba a decir que el destino era esto Ver la lluvia a través de letras invertidas, un paredón con manchas que figuran prohombres, el techo de los ómnibus brillantes como peces y esa melancolía que impregna las bocinas Aquí no hay cielo, aquí no hay horizonte …………………………………… Otro día se acaba y el destino era esto es raro que uno tenga tiempo de verse triste: siempre suena una orden, un teléfono, un timbre, y, claro, está prohibido llorar sobre los libros porque no queda bien que la tinta se corra. («Ángelus», 575) Pero si hasta ese instante la poesía de Benedetti reflejaba la nostalgia de un pasado no recuperable y la afirmación de un presente insatisfactorio, en los libros siguientes, sin que el poeta abandone ese sentimiento de disonancia con su país, la nostalgia comienza a ser la de un futuro que está por llegar y que se fundamenta en un hecho histórico crucial en la historia de toda Latinoamérica: la revolución cubana.

Lo ha dicho Benedetti en multitud de ocasiones: «… hasta la eclosión de la Revolución en Cuba yo no era un tipo preocupado por lo que sucedía en América Latina y estaba absolutamente alienado a los problemas culturales europeos» (González Bermejo, 32). Encontramos ahora una poesía mucho más esperanzada que ya no le abandonará jamás. A pesar de que ya había salido de su país entre 1939 y 1941 para trabajar en Argentina como taquígrafo para una editorial, son sus largas temporadas, en los Estados Unidos primero, y en Europa y Cuba después, las que le hacen recapacitar sobre el destino de su país y el de toda América Latina. «Cumpleaños en Manhattan» y «Un padrenuestro latinoamericano» pueden considerarse los primeros poemas donde se hace muy visible la posición ideológica antiimperialista del escritor y su actitud solidaria con el resto de los países de su entorno. Es por ello que, en esta segunda fase, Benedetti asume una conciencia crítica de su país sólidamente enraizada en una ideología política determinada: Es increíble lo que está pasando. Explotan mundos y usté aquí bosteza Los proletarios votan a los ricos Y los ricos se ponen el sombrero Para ser ricos de solemnidad Y para que la calva no les brille Ya no sé quién es quién ni cuándo es cuándo La luna se interrumpe y ya no crece Un tango suena pero no es un himno En el aire hay olor de felonía («Las baldosas», 500) También ya, según Benedetti, «la infancia es otra cosa»; la niñez idílica a la que se había referido en los primeros libros deja paso a una reflexión más acorde con la realidad. El regreso imaginario al pasado del adulto no puede ser ya más un recuento de bondades. Es un viaje a la conciencia de que del exilio, (de la edad adulta en este caso), se vuelve distinto y de que este viaje le aporta una apreciación más cabal. La infancia de Quemar las naves es, también por ejemplo La gallina asesinada por los garfios de la misma buena parienta que nos arropa al comienzo de la noche la palabra cáncer y la noción de que no hay exorcismo que valga …………………….................. es la chiquilina a obligatoria distancia la teresa rubia de ojos alemanes y sonrisa para otros humilladora de mis lápices de veneración de mis insignias de ofrenda de mis estampillas de homenaje futura pobre gorda sofocada de deudas y de hijos pero entonces tan lejos y escarpada y es también el amigo el único el mejor Aplastado en la calle

sí un día de éstos habrá que entrar a saco la podrida infancia habrá que entrar a saco la miseria sólo después con el magro botín en las manos crispadamente adultas sólo después ya de regreso podrá uno permitirse el lujo la merced el pretexto el disfrute de hacer escala en el desván y revisar las fotos en su letargo sepia. (404-405) Sus constantes temporadas fuera del Uruguay no sólo activan en el poeta la conciencia de que desde fuera es posible analizar más objetivamente el «paisito», sino que son a la vez una fuente generadora de nostalgia y una confirmación del afecto que siente por su nación. Cuando vive en ella, le urge escapar: Cuando vivo en esta ciudad que se ha vuelto egoísta de puro generosa que ha perdido su ánimo de haberlo gastado pienso que ha llegado el momento de decir adiós a algunas presunciones de alejarse tal vez y hablar otros idiomas donde la indiferencia sea una palabra obscena. («Noción de patria», 497) Porque sólo estando en el exterior, ha comprendido que a ese país, del que en ocasiones se había sentido distante, el autor lo asume como parte fundamental de su existencia. Es ésta su primera «Noción de patria», el saberse de regreso, cumplida su nostalgia del exterior, y volver acuciado por la urgencia de saldar las cuentas con sus compatriotas. Se diría que Mario se está ejercitando no sólo para cuando le llegue el turno del exilio forzoso, sino, como una premonición, para su desexilio. Como aquello que dijo Cernuda: «Quien corre allende los mares muda de cielo, pero no muda de corazón; (…) lo cual acaso sea verdad, más nunca sabríamos que no mudaríamos de corazón, de no correr allende los mares» (576): Miré Admiré Traté de comprender Creo que en buena parte he comprendido Y es estupendo Todo es estupendo Sólo allá lejos puede uno saberlo …………………………………… Pero ahora no quedan más excusas Porque se vuelve aquí Siempre se vuelve.

La nostalgia se escurre de los libros Se introduce debajo de la piel Y esta ciudad sin párpados Este país que nunca De pronto se convierte en el único sitio Donde el aire es mi aire Y la culpa es mi culpa ………………………… mi alrededor son los ojos de todos Y no me siento al margen Ahora ya sé que no me siento al margen. (499) El golpe militar de 1973 en Uruguay supone el éxodo más numeroso en la historia del país desde su fundación y para Mario Benedetti (ahora convertido en trashumante en países tan dispares como Argentina, Perú, Cuba o España) marca un proceso de transición en su obra poética, porque el exilio ya no es una visto como una opción voluntaria que el autor elige, ni siquiera un posicionamiento ético desde donde afrontar la realidad. El exilio deja de ser un estado de excepción para convertirse en el tema cardinal de los libros que van desde Poemas de otros (1973-1974) hasta Geografías (1982-1984). Es el exilio el que provoca ahora la nostalgia y no al revés. Significativamente los poemas se alargan: «Bodas de perlas», «Los espejos y las sombras», «Croquis para algún día» de La casa y el ladrillo (1976-1977) encuentran de un espacio mayor porque el poeta necesita reflexionar, analizar en detalle los cambios producidos en su persona y en su propio país: la tortura, los desaparecidos, la separación, los asesinatos, la reconstrucción de aquello que quedó mutilado. Porque el exilio supone una amputación no sólo para el que es desterrado sino para el país que le ha visto marchar: Creo que mi ciudad ya no tiene consuelo entre otras cosas porque me ha perdido («Ciudad en que no existo», 201) A veces, la nostalgia invade el territorio de un país recién abandonado y al que el poeta lanza mensajes de esperanza. Su ciudad, su país, residen en él, en todos aquellos que luchan por la liberación del Uruguay. Benedetti, consciente de que sus lectores no son sólo los exiliados y los lectores del país de acogida, sino también aquellos que pueden, de manera clandestina, acceder a sus libros dentro del propio país, exhorta a sus compatriotas a mantener viva la memoria de ese país, a reconstruirlo en el fondo de sí mismos. Es en poemas como «Ciudad en que no existo» donde el escritor uruguayo practica con enorme diligencia su exilio optimista y combatiente: La consigna es vivir a pesar de ellos al margen de ellos o en medio de ellos convivir revivir sobrevivir vivir con la paciencia que no tienen los flojos pero que siempre han tenido los pueblos la consigna es joderles el proyecto

seguir siendo nosotros y además formar parte de esa linda tribu que es la humanidad [...] por eso he decidido a ayudarte a existir aunque sea llamándote ciudad en que no existo así sencillamente ya que existís en mí he decidido que me esperes viva y he resuelto vivir para habitarte. (207) Dije antes que el exilio comportaba cambios no sólo en el exiliado sino en la comunidad entera que lo padecía. Ciertamente Benedetti es consciente de ello y se ve en cierto sentido, obligado a reorientar su concepto de la patria en función de los nuevos acontecimientos. «Otra noción de patria» es el intento de dar cabida a una identidad problemática, la uruguaya, que se halla dispersa por el resto del mundo. Ahora Montevideo ha expandido sus fronteras, ya no es sólo Montevideo, sino Barcelona, Estocolmo, Porto Alegre, Nueva York, Quito o París; de la misma manera que Benedetti ya no es sólo Benedetti sino Martín Santomé, Laura Avellaneda, Ramón Budiño, etc. Una suma de exilios y nostalgias porque sólo en los demás se reconoce uno mismo; una suma de ciudades porque sólo ahora, en las ajenas, es factible reconocer la suya propia: país lejos de mí/ que está a mi lado país no mío que ahora es mi contorno ………………………………………….. viejo país en préstamo/insomne/olvidadizo tu paz no me concierne ni tu guerra estás en las afueras de mí/ en mis arrabales y cual mis arrabales me rodeas país aquí a mi lado/ tan distante como un incomprendido que no entiende y sin embargo arrimas infancias y vislumbres que reconozco casi como mías y mujeres y hombres y muchachas que me abrazan con todos sus peligros y me miran mirándose y asumen sin impaciencia mis andamios nuevos acaso el tiempo enseñe que ni esos muchos ni yo mismo somos extranjeros recíprocos extraños y que la grave extranjería es algo curable o por lo menos llevadero acaso el tiempo enseñe que somos habitantes de una comarca extraña donde ya nadie quiere decir país no mío

El derrocamiento pacífico de la dictadura militar en 1985 introduce en la poesía de Benedetti una nueva cuña temática que está marcada por el regreso y que abarca desde los libros Preguntas al azar (1986) hasta El olvido está lleno de memoria (1995). En cierto sentido, hablar de la biografía de Benedetti es hablar de la «biografía» del Uruguay, y su obra no es ni más ni menos que la expresión de esa feliz coincidencia. Este tramo de su obra girará en torno a un nuevo concepto que el propio Benedetti acuña, el de «desexilio», y que irá trasvasándose de su obra de ficción a la ensayística y de está a la poética. Lo define así: La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol, así también el país (y sobretodo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores, odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento (más aún si el exilio se prolonga) en que nos convertimos en un modesto empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria («El desexilio», 41). El regreso de Benedetti a su país, marca también, con algunos matices diferenciales, el proceso de vuelta a sus orígenes poéticos. Otra vez es la nostalgia la que provoca exilio pero, al contrario de los libros primeros, de un exilio ya cumplido y del que es imposible desembarazarse. Es la asunción consciente de que el hombre es un ser condenado al éxodo perpetuo: Más de una vez me siento expulsado Y con ganas De volver al exilio que me expulsa Y entonces me parece Que ya no pertenezco A ningún sitio A nadie ¿Será un indicio de que nunca más podré no ser un exiliado?… («Pero vengo», 34) En su último libro, El olvido está lleno de memoria (1995), es posible también atestiguar esta posición de regreso al mundo primigenio. Ahora que las heridas están cicatrizando, es hora de volver al calor de la primera infancia, de su primer olvido: Seguramente mi primer olvido Tuvo una cuna de madera tibia ………………………………..

aquel primer olvido empezó en una dulzura no buscada ni encontrada/ el júbilo se alió con la congoja y los brazos maternos fueron nido era imposible descubrir la lluvia y por tanto olvidar su transparencia. («Vuelta al primer olvido», 157) En resumidas cuentas, hemos visto que la obra de Benedetti posee un recorrido de ida y vuelta donde el binomio exilio-nostalgia, nostalgia-exilio vertebra toda su obra. Creo que es evidente que para Benedetti, el recurso de la nostalgia no es, en ningún caso un artilugio puramente estético. Se puede inventar la nostalgia magistralmente, tal y como lo hizo Borges, pero en los exiliados el truco simplemente no sirve. Son ellos el fruto de la nostalgia, su creación, su invento.

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Dos poemas frente a frente: «La pioggia nel pineto» de Gabriele D'Annunzio y «Lluvia regen pioggia pluie» de Mario Benedetti Gabriele Morelli (Universidad de Bergamo)

La primera pregunta que nos plantea el título de este trabajo es precisamente ¿por qué acercar un poema como «La pioggia nel pineto» (tan familiar para los estudiantes italianos) del poeta Gabriele D'Annunzio, a éste otro, tan radicalmente distinto, del uruguayo Mario Benedetti, escritor al que aquí en Alicante estamos rindiendo homenaje? En realidad el ambiguo título del poema de este último tiende a desorientar (o a iluminar, según se mire) a su posible lector, ya que no alude a la lluvia caída en un momento determinado o en un paisaje concreto, sino que se limita a pronunciar este sencillo y evocador nombre, lluvia, en tres idiomas distintos: en alemán, italiano y francés, además, naturalmente, de en castellano. En decir, una lluvia cosmopolita o al menos de carácter europeo, da título al texto y lo inicia ocupando todo su primer verso, expresando en su laconismo, si bien enriquecido por la variedad de distintas pronunciaciones, un sentido plural y pluralístico: un espacio no sólo real sino sobre todo simbólico y en el que el yo, como sucede siempre en la poesía de Benedetti, se desdobla identificándose con el tú, hasta llegar a fundirse con la realidad colectiva del nosotros. Nuestra pregunta inicial encuentra una primera respuesta en la presencia de una serie de elementos estilísticos y sintácticos que connotan el texto, los textos, de ambos poemas. La analogía (en cuanto al tema y a la frecuencia de aparición de algunas voces verbales), aunque justifica nuestro intento de comparación, pone de manifiesto al mismo tiempo cómo el mensaje de los dos poemas difiere profundamente, tratándose además de composiciones que se colocan en geografías distintas y en momentos cronológicos diversos por lo que se refiere a las respectivas trayectorias literarias; se trata de dos escritores que aprovechan un hecho tan cotidiano y sencillo como la caída de la lluvia para expresar visiones y mundos diferentes: sensual y decadente, concentrado totalmente en su yo narcisista, el propuesto por D'Annunzio, y coral y colectivo, igualitario, el afirmado por el escritor uruguayo. Escuchemos el comienzo del poema del poeta italiano, marcado, igual que el texto castellano, por la presencia recurrente de los verbos «llover» y «caer», cuya reiteración crea un entramado sonoro que vibra en la gran orquestación musical con la que está construido el poema: Taci. Su le soglie Del bosco non odo Parole che dice Umane; ma odo Parole più nuove Che parlano gocciole e foglie Lontane. Ascolta. Piove Dalle nuvole sparse. Piove su le tamerici Salmastre ed arse, Piove su i pini Scagliosi ed irti, Piove su i mirti Divini, Su le ginestre fulgenti Di fiori accolti

Su i ginepri folti Di coccole aulenti, Piove su i nostri volti Silvani, Piove su le nostre mani Ignude, Su i nostri vestimenti Leggieri Su i freschi pensieri Che l'anima schiude Novella, Su la favola bella Che ieri T'illuse, che oggi m'illude, O Ermione Odi? La pioggia cade Su la solitaria Verdura Con un crepitío che dura E varia nell'aria Secondo le fronde Più rade, men rade. Ascolta... Se trata de versos breves caracterizados por una rima intensa y continua que se apoya en un léxico culto y refinado, de clara ascendencia decadentista en su búsqueda de efectos particulares que aspiran a traducir un sentido panteísta de la naturaleza. En este sentido los vocablos tienden a reproducir, más allá de su significado verbal, la gracia de una línea fónica que une y permea las diversas imágenes, como si fueran gotas de agua cayendo. Además la lluvia es compartida por otra persona, por una figura femenina, la de Hermyón que, junto a la situación sentimental ya implícita, evoca un ambiente sacro al tiempo que introduce una referencia mitológica. El proceso de ósmosis del poeta con la lluvia resulta perfecto: la cara de Hermyón y la del autor se unen y se mojan como los árboles del pinar. Todo es uno: el poeta saborea la fresca sensualidad de la lluvia que cae aliviando el calor del verano. He aquí la armonía de sonidos del concierto de árboles que el poeta evoca bajo la lluvia: E il pino Ha un suono, e il mirto Altro suono, e il ginepro Altro ancòra, stromenti Diversi Sotto innumerevoli dita. De tono y concepción muy distinta es la imagen de la lluvia presente en el poema de Mario Benedetti, agua que cae sobre un yo genérico, ya desde el principio presentado como tantos posibles tú, lejanos en el tiempo y ubicados en diferentes lugares del mundo. Es

decir, en el texto del escritor uruguayo la lluvia se nos muestra como punto de encuentro, denominador común de una realidad sentimental y humana vivida en el curso de varias estaciones existenciales; por ello asistimos a un proceso de simultaneidad que sobrepone y sintetiza momentos borrosos en una babel de lenguas: símbolo de experiencias vividas en distintas épocas y en lugares diversos del mundo y que ahora se concentran en el autor. Distancia cronológica y diferencias de lenguas se anulan en la realidad de un tiempo hecho presente, de un yo al que el poeta mira a través de la distancia del tú. Leamos el poema de Benedetti, que reza: Lluvia regen pioggia pluie crea cúpulas vértigos confianzas sencillamente cae sobre tus hombros golpea en el paraguas que no puede sentir que llueve en cuatro en ocho idiomas se derrama quién sabe en qué mapa de sueños con bombardeos llantos y sirenas con recuerdos que empiezan a chorrear con árboles que piden y no esconden la mano o rama o pájaro o deseo con el débil relámpago que nadie con el trueno que se metió en su nido llueve con voluntad igualadora sencillamente cae sobre tus hombros aquí y en otras tardes otras noches con estos goterones o con otros en inviernos en selvas en esquinas en umbrales en huellas en abrazos mojando estas caricias o esas muertes sin escándalo llueve en las palabras y hasta en el corazón llueve sin ruido como plomo como alas como labios llueve besando llueve como grito en cuatro en seis en ocho en diez idiomas en veinte o treinta desesperaciones como cortina llueve o como cielo sencillamente cae sobre tus hombros El mensaje poético sigue un flujo continuo de recuerdos e imágenes, guiado únicamente por la sugerencia de las palabras y por su capacidad de aglomeración sintáctica, contenidas apenas en los límites marcados por la línea del verso, no existiendo ningún tipo de puntuación, pausa o signo espacial. Un movimiento de tipo horizontal -verso tras verso-con leves empujes creados por el encabalgamiento que, a veces, más que acelerar la marcha de la lectura lo que hace precisamente es frenarla, abrirla y traducirla en una especie de llamada en torno a la naturaleza de la lluvia que, con su presencia concreta y hasta banal, corrige cualquier posible interpretación subjetiva o ideológica. La lluvia es un fenómeno natural de carácter atmosférico que, inicialmente, no invita a ningún tipo de confidencia sentimental ni la justifica; tampoco es legítimo ver en ella una «voluntad igualadora», pues

se limita sencillamente a caer y caer sobre nosotros mojándonos. No es por tanto casual que el verso «sencillamente cae sobre tus hombros» se trasforme en el poema de Benedetti en un verdadero leitmotiv del discurso poético. El endecasílabo se repite tres veces, atravesando por completo la estructura de la composición y marcándola en sus puntos esenciales: al comienzo (v. 3), en la mitad exacta (v. 14) y en el verso final (v. 27). El contraste creado por el adverbio «sencillamente», con su fuerte espesor silábico (5 sílabas) y su oscilante pronunciación, al lado de la rapidez de articulación de «cae», crea efectos particulares como el de romper el dinamismo creado por la serie de las acciones verbales («crea», «golpea», «se derrama») y por las sucesivas asociaciones metafóricas que dan vida a un entramado de imágenes en el que se mezcla y confunde el plano de la inmanencia con el de la memoria; un doble plano en el que la realidad del presente, puesta de manifiesto por la persistente lluvia, cede la voz a la realidad del recuerdo o de la imaginación que pervive en otro lugar, en otra geografía, en otra lengua, es decir «en cuatro en seis en ocho en diez idiomas», como reza un verso del poema. Contrariamente a la visión planteada por D'Annunzio en la que el elemento musical -y se trata de una música que aspira a competir con la de la naturaleza- el poema de Benedetti, más que un ritmo sonoro, restituye un flujo de emociones caracterizadas y englobadas por un sentido de dolor y laceración. Hay versos en los que tal situación se representa de modo claro con imágenes que aluden a acciones violentas de las que es víctima el hombre, bajo esta misma lluvia, en tantas otras partes del mundo. Como muestran estos versos: sentir que llueve en cuatro en ocho idiomas se derrama quién sabe en qué mapa de sueños con bombardeos llantos y sirenas con recuerdos que empiezan a chorrear Frente a la expresión suntuosa de D'Annunzio, basada en la preeminencia del adjetivo, Benedetti muestra una casi exclusiva presencia del sustantivo, utilizado además en forma trimembre, en grado de ocupar por tanto todo el espacio verbal del verso, lo que parece agotar, en la gama de distintas situaciones postulada, toda posibilidad de desarrollo del motivo. Así, por ejemplo, la lluvia crea «cúpulas vértigos confianzas», cae «en inviernos en selvas en esquinas/ en umbrales en huellas en abrazos», y llueve silenciosamente «como plomo como alas como labios». La heterogeneidad de las acciones y situaciones postuladas, expresión de una visión de la realidad conflictiva que encierra un agudo sentimiento de dolor y denuncia, encuentra su correlativo lingüístico en la presencia de una serie de vocablos de especial relevancia estilística, como son las palabras esdrújulas -cuales «cúpulas», «vértigos», «árboles», «pájaro», «relámpago» y «escándalo»- que connotan el texto de arriba a abajo, dotándolo de una fuerte expresividad. A la línea suave y mimética de la composición dannunziana, creada por sutiles cadencias y delicados suspiros, Benedetti contrapone un ritmo explosivo, disonante, rico de contrastes y sonidos estridentes, de palabras cargadas de fuerza plástica y fónica: verbos como «golpear», «chorrear», «derramarse»; sustantivos cuales «bombardeos», «goterones», «desesperaciones», etc. La tensión creada por esta escritura que utiliza todos los materiales léxicos a su alcance se traduce en el uso abundante de la anáfora, la cual funciona como eje ordenador del entramado sintáctico en el que el yo experimenta un doble movimiento, una continua fuga que va del interior al exterior, de la imagen de la lluvia presente a una lluvia

paradigmática que cae sobre varias latitudes, mojando distintas historias, empapando y uniendo los destinos del hombre, destinos en su mayor parte cargados de dolor y sufrimiento, destinos de los muchos, innumerables «yo» del hombre moderno. He aquí algunas de estas lineas anafóricas y aliterativas que caracterizan la escritura del poema de Benedetti: con bombardeos llantos y sirenas con recuerdos que empiezan a chorrear con árboles que piden y no esconden la mano o rama o pájaro o deseo con el débil relámpago que nadie con el trueno que se metió en su nido llueve con voluntad igualadora. Como puede apreciarse, la preposición «con» y la conjunción «o» se presentan como una especie de cal y cemento que unen y sueldan los distintos elementos que sostienen la armazón en la que se apoya el frágil edificio del poema de nuestro autor. Más adelante, otra partícula, la preposición «en», se trasformará en la verdadera célula lingüística de dos segmentos narrativos del texto, que así rezan: en inviernos en selvas en esquinas en umbrales en huellas en abrazos ................................................... en cuatro en seis en ocho en diez idiomas en veinte o treinta desesperaciones Es interesante notar cómo, debido a la profusión de imágenes y sentimientos provocados por la presencia de la lluvia, el poeta tiende a eliminar todo elemento léxico o estilístico en su opinión inútil o gratuito, optando por una serie de sustantivos o acciones verbales cuyo espesor reconduce a la esencialidad del lenguaje vivo, oral y coloquial, lo que genera un modelo temporal sin fin, sin pausas, sin puntuación, fiel solamente al fluir del pensamiento. La alteridad del otro que el poeta evoca, es restituida, además de por una explícita referencia a la misma, mediante la serie de deícticos («aquí») y adjetivos indefinidos («otro») o demostrativos («esto»), que sirven para acercar y comparar una realidad con otra lejana en el tiempo y en el espacio; ambas presentes y confundidas gracias a la emotividad que resulta del paso del yo al tú en el modo siguiente: sencillamente cae sobre tus hombros aquí y en otras tardes otras noches con estos goterones y con otros en inviernos... En cambio, el poema de D'Annunzio crea una atmósfera de intimidad pánica, alcanzada gracias a un esfuerzo orientado en dirección del ritmo y del sonido, cuyos dulces acordes marcan profundamente el nivel del contenido. La lluvia baña las manos y los vestidos del poeta y de su Hermyón, transformándolos en seres silvanos; ambos participan de la

sustancia y la vida arbórea del bosque: el tiempo presente se trasforma en tiempo mítico. Hoy vuelve a ser ayer: la bella Hermyón hace revivir al poeta la realidad de una antigua ilusión: E piove su i nostri volti Silvani, Piove su le nostre mani Ignude, Su i nostri vestimenti Leggieri, Su i freschi pensieri Che l'anima schiude Novella, Su la favola bella Che ieri M'illuse, che oggi t'illude, O Ermione. En el poema de D'Annunzio la lluvia, percibida como esencia inmaterial, llega a condicionar el pensamiento que, por tanto, se impregna de su elementalidad y frescura; en Benedetti el proceso es el contrario: el autor menciona la lluvia que cae silenciosamente «en las palabras/ y hasta en el corazón», pero se trata de una lluvia triste que ha borrado cualquier elemento externo, cualquier referencia paisajística, o, si ésta existe, no aparece, según sucedía en D'Annunzio, como motivo estético o sensual, pues evoca en un sólo caso la imagen de los árboles, pero son «árboles que piden y no esconden/ la mano o rama o pájaro o deseo», lo que es como decir que son árboles que no ostentan su belleza, ni tampoco protegen o amparan, sino que «piden», revelando una misma actitud humana de angustia y pena, signo de una profunda y acuciante necesidad. En este poema de Benedetti asistimos a la supresión del yo, el cual huye de su esfera subjetiva ocultándose tras la imagen de una lluvia real y universal: una lluvia atemporal que pone en comunión a una multitud de seres, en este u otro momento, en esta u otra estación del año, unidos por el mismo vestido de gotas que los visten y los mojan. De tal manera la lluvia se trasforma en una imagen que traduce un acto de solidaridad humana, en la cual el yo se confunde y disfraza en tantos otros yo. El estado de hermanamiento que la lluvia, con su manifestación ecuménica tiende a crear, está demostrado por la naturalidad de su ser que más que despertar sensaciones particulares, como sucedía en el poema de D'Annunzio, se muestra indiferente frente a las distintas realidades del vivir humano: ésta, como escribe el poeta, al caer sobre las caricias o sobre las muertes, llueve «sin escándalo» o «sin ruido» hasta en lo profundo del corazón. Es también interesante observar cómo si en el cuadro evocado por el poeta italiano la lluvia era una imagen preciosa que invitaba, con su estado de vida elemental, a la participación de los sentidos, gracias a la ilusión de una eterna juventud, en el poema de Benedetti siempre la lluvia, como hemos visto, se representa en general a través de una intención plural y colectiva («llueve con voluntad igualadora»), o cae incluso evitando provocar cualquier tipo de alteración. La presencia de la doble preposición negativa «sin», lo demuestra ampliamente. Es decir, en D'Annunzio asistimos a un continuo proceso de metamorfosis de los dos amantes, quienes, gracias a la presencia de

la lluvia, viven un momento de vida arbórea renovando el mito del dios Pan, como recitan estos versos del poema: E tutta la vita è in noi fresca Aulente, Il cuor nel petto è come pesca Intatta, Tra le pàlpebre gli occhi Son come polle tra l'erbe, I denti negli alveoli Son come mandorle acerbe. Mientras que en la breve composición de Mario Benedetti este mismo proceso será en mayor medida de ósmosis, y no tanto con la materia líquida y sensual de la lluvia cuanto con el otro hombre, con la gran cantidad de hombres esparcidos por el mundo y que a través del yo del poeta, mojados por esta lluvia persistente, llegan a juntarse, a poner bajo estas innumerables gotas de agua sus momentos de alegría y sobre todo de dolor; contrariamente a la fragante musicalidad suscitada por la lluvia de D'Annunzio, aquí la lluvia cae silenciosamente, pero en su silencio oímos llantos, risas, gritos, pronunciados en idiomas distintos: por eso Lluvia regen pioggia pluie.

La poesía coloquial en Mario Benedetti y en Vicent Andrés Estellés Lluís Alpera (Universidad de Alicante)

0. Introducción Las coincidencias expresivas entre dos grandes poetas actuales Mario Benedetti y Vicent Andrés Estellés -alejados en el espacio y en la lengua- resultan poderosamente atractivas para cualquier crítico de la literatura catalana actual. Especialmente por dos razones: la primera, por la magnitud y trascendencia con que acaba de culminar la trayectoria de nuestro poeta V. A. Estellés (Burjassot, 1924 - València 1993) con la reciente publicación póstuma de su Mural del País Valencià (tres volúmenes, V. 1996) -canto épico-cívico de unas dos mil páginas, equiparable en calidad e intención al Canto general de Pablo Neruda-, y la segunda, por el notorio paralelismo en cuanto a la formulación de un estilo propio a través de una poética de corte coloquial y «narrativa». Razón esta última que puede despertar un vivo interés en el crítico catalán por cuanto no se ha estudiado todavía a fondo las influencias o las concomitancias del poeta valenciano con relación a escritores de otras literaturas. El propio Estellés explicita en su dilatada obra poética su interés o/y su devoción por algo más de sesenta escritores de la literatura

universal, entre los que destacarían los clásicos latinos y los clásicos catalanes, principalmente el también valenciano Ausiàs March. Entre los autores de lengua castellana, cabría citar a Rafael Alberti, Miguel Hernández y Pablo Neruda, a quienes V. A. Estellés homenajea de una manera explícita. Destaca, con todo, el poema que dedica a Neruda en el mencionado Mural del País Valencià: Pense en Neruda, i vull dedicar a Neruda aquest cant, que és un cant d'esperança i de ràbia. Por lo que respecta a Benedetti y Neruda, desconocemos el posible conocimiento mutuo que haya podido haber, aunque, a estas alturas, con la muerte del poeta valenciano, nunca quizá podamos averiguarlo. De todos modos, lo que nos interesa, aquí y ahora, es mostrar una serie de recursos expresivos de ambos escritores a la hora de formular su poesía mediante una expresión coloquial o «conversacional» y con una evidente «narratividad».

1. Reflexiones sobre el realismo histórico catalán de los cincuenta La «realidad» externa empezaba a abrirse paso más allá del postsimbolismo existente en la postguerra civil española. Poemarios significativos en catalán como La rambla de les flors (1955) de J. Sarsanedas y el Donzell amarg (1956) de V. A. Estellés son, tal vez, las obras más avanzadas de los poetas que pugnan por reflejar la nueva sensibilidad -tanto temática como formal- y su compromiso ético-moral ante la postración cívica y cultural de postguerra. Se ponía en marcha, pues, por parte del poeta una voluntad de simplicidad expresiva en beneficio de una comunicación potencial más amplia y una denuncia moral de la propia sociedad, en medio del marco ideológico-represor de la España franquista. Incluso, algunos de los grandes poetas catalanes del momento se acercaron, desde diversas ópticas, a la nueva expresión poética, a través de un mayor compromiso cívico o moral. Tal fue el caso de un Carles Riba, el gran maestro indiscutible, que se adelantó en cierto modo con sus Elegies de Bierville (publicado en 1949, pero redactado entre 1939 a 1942), junto a Vacances pagades (1960) de Pere Quart o el más conocido de todos: La pell de brau (1960) de Salvador Espriu. Pero la batalla de los nuevos poetas catalanes de los años cincuenta -J. Sarsanedas, V.A. Estellés, J.M. Llompart, M. Martí i Pol, entre otros- era cómo expresar un tipo de lírica que recogiese un cierto compromiso cívico y moral con su pueblo y con su lengua, tan terriblemente vilipendiada y perseguida por el fascismo de postguerra. De aquí la imperiosa necesidad que tuvieron de comunicar con el hombre de la calle, de bajar decididamente a la calle, como dirá un famoso verso de Sarsanedas y que servirá de lema a uno de los capítulos de la conocida y polémica Antologia catalana del segle XX de Castellet-Molas. Obviamente se debatía al mismo tiempo la lucha contra la estética simbolista heredada, que conducía a un mundo irreal, alejado de la abrumadora desolación anímica y cultural de la Cataluña de los años cincuenta. En el fondo, algo parecido a lo que sucedería con los poetas

hispanoamericanos del realismo coloquial o «conversacional» que deciden romper con la estética continuadora del Modernismo. Tal vez lo más novedoso de aquella pléyade de escritores catalanes de los años cincuenta -así como un gran parte de los sesenta- fuese el tono plenamente discursivo que utilizan en sus poemas hasta el punto de incorporar fragmentos en prosa con una consciente y provocadora despreocupación lírica, en clara oposición a las voces profundamente interiorizadas. Todo lo cual se traducirá definitivamente en el cambio de una estética postsimbolista en la nueva del realismo histórico o realismo cívico-social. Por otro lado, la expresión poética vendrá a reforzarse con dos elementos básicos: la cuotidianidad del referente y el léxico que lo identifica. Así, desde la expresión cuotidiana habrá: 1. Un despliegue imaginativo a la búsqueda del hallazgo poético. 2. La utilización progresiva de la metonimia en lugar de la metáfora, la cual, por otra parte, buscará representar el todo, a realidad íntegra. 3. A nivel lexical, aparecerán palabras poco frecuentes en el lenguaje poético habitual e incluso, como en el caso de V.A. Estellés, todo un cómputo de vocabulario grosero y mordaz, con tópicos de la calle, con interjecciones de diálogo de vecindario, que sabrá magistralmente convertirlo en material lírico de potencial inusitado. A partir de dicha alquimia, la esfera cuotidiana recibe una fuerte carga de trascendencia y llega a menudo a unas dimensiones simbólicas. Toda esta cuotidianidad «urbana» tiene unos ilustres precedentes en la poesía culta catalana: desde el mencionado poeta valenciano del siglo XV, el caballero Ausiàs March con versos lapidarios como «bullirà la mar com la cassola en forn»- hasta la figura del vanguardismo barcelonés de primeros del siglo XX, Joan Salvat Papasseit.

2. La poesía «conversacional» de Hispanoamérica Posiblemente el objetivo común de los poetas «rupturistas» hispanoamericanos era, asimismo, «romper» los estrechos cánones poéticos por los que discurría la lírica desde el Modernismo, ya que reclamaban una mayor atención para la «realidad envolvente» y porque además existían lectores en potencia que deseaban incorporarse al proceso comunicativo de la poesía. Esos lectores ardían en deseos de formar pare del acto poético, pasar a ser, en definitiva, los verdaderos receptores de la comunicación poética. Y así, el poeta, más allá del hecho innegable de ser el creador, se convertiría, además, en «un entre tants» como afirmaba un poema de Vicent Andrés Estellés. También para Mario Benedetti comunicar será «llegar a su lector, en incluirlo también a él en su buceo, en su osadía, y a la vez en su austeridad. Pero quiere decir algo más. Poetas

comunicantes son también vasos comunicantes. O sea el instrumento por el cual se comunican entre sí distintas épocas, distintos ámbitos, distintas actitudes, distintas generaciones...» y diferentes poetas de distintas literaturas, añadiríamos por nuestra parte, al intentar demostrar, aquí y ahora, las semejanzas y los paralelismos de las poéticas de Benedetti y de Vicent Andrés Estellés. Poetas ambos que buscarán en su poesía «el compromiso, la voluntad de comunicación, el sacrificio parcial y provisorio de lo estrictamente estético en beneficio de una comunicación de emergencia», como insiste con sus propias palabras el escritor uruguayo (Los poetas comunicantes, 1971). Los distintos términos con que acuñarán tanto críticos como poetas la nueva dicción poética - «neorrealismo», «nuevo realismo», poesía coloquial de «tono conversacional», «poetas comunicantes»- equivaldrá mutatis mutandis a la que se produce a lo largo de los años cincuenta y sesenta - e incluso en algún que otro poemario de los setenta, como es el caso de La catacumba (1974) del poeta alicantino Emili Rodríguez Bernabeu- en la poesía catalana a que hemos hecho referencia anteriormente, y que recibe los nombres de «realismo histórico», «realismo social», «realismo cívico» y «poesía de protesta». Precisamente, la poesía de M. Benedetti ha sido catalogada como: 1. la corriente de poesía coloquial o conversacional y 2. la poesía de protesta «social» o «comprometida», tanto por su forma como por su temática (Mónica Mansour, Tuya, mía, de otros. La poesía de M. Benedetti, 1979). Como muy dice M. Mansour, la poesía de M. Benedetti, talmente como sucede con la poesía de V.A. Estellés, se debatirá entre dos códigos, entre la predominancia de dos funciones en la lengua, y entre convención e innovación, o en otros términos es... poesía coloquial. Por otro lado, y tal como afirmaba Nicanor Parra, el poema debe ser «un himno a la vida, no a la belleza, ya que es la vida en palabras». Expresión que seguramente habría subscrito sin reservas el mismo Estellés. Por otra parte, como muy bien ha señalado algún crítico, el tono conversacional de la poesía hispanoamericana sería una modalidad expresiva y estilística de la obra literaria en la que se siguen las maneras del habla del entorno, teniendo en cuenta particularidades del plano social (dialectales, regionales, argot y hasta modos expresivos temporalmente muy limitados) e incluso individuales (idiolectos). Precisamente este punto nos interesa en gran manera para subrayar el paralelismo existente entre la poesía conversacional hispanoamericana -con M. Benedetti como uno de sus representantes más conspicuos- y la poesía coloquial/«dialectal» de uno de los más grandes poetas contemporáneos en lengua catalana, Vicent Andrés Estellés.

3. V. A. Estellés: la victoria de una dicción poética dialectal

Entre los méritos del poeta valenciano, figura en lugar preferente el acierto de armonizar en su lírica los elementos cultos -con numerosas citas de referencias literarias y contextualizaciones diversas- con elementos «locuaces» que desembocan en aspectos anticulturales o contraculturales del dialecto. ¿Y cuál es este dialectalismo savoureux, como les conceptuaba Joan Fuster cuando certificaba la tesis dialectal de la poesía estellesiana? Pues es, ni más ni menos, que el habla dialectal y coloquial de la ciudad de Valencia y del pueblo oriundo del mismo Estellés, situado a 5 Kms. de la capital: Burjassot. El mismo pueblo donde se refugió y escribió tan bellos poemas D. Antonio Machado, al iniciarse la guerra civil española. Pueblo que, en definitiva, presenta la variante dialectal del catalán occidental. El hecho de servirse Estellés de su «dialecto» es porque desea reflejar en su lírica los instrumentos lingüísticos más próximos a las palabras y las construcciones relativas a los niveles familiar, coloquial o vulgar que puedan producir en le lector un efecto de sorpresa, pero que generalmente enriquecen la percepción, la identificación y la verosimilitud del poema. Estellés sabe -o intuye- que cualquiera factor o nivel lingüístico puede y debe ser aprovechado estilísticamente. De aquí que el poeta valenciano conjugue justamente este aspecto de la variante dialectal valenciana con una amplia gama de recursos literarios que domina, como son la parodia, la ironía, la versión desidealizada de la realidad. De este modo, V. A. Estellés descubrirá y utilizará un lenguaje «nuevo» para uso poético a base de servirse de la tradicional sabiduría popular: las frases hechas, los clichés coloquiales, los sobreentendidos, las palabras groseras o «poco» poéticas, los barbarismos léxicos, etc. Todo lo cual nos obliga a establecer nuevamente el evidente paralelismo de V.A. Estellés con la poesía conversacional hispanoamericana y con los poetas comunicantes, según el término del mismo Benedetti. Poesía, por tanto, que se alimentará de lo cotidiano incorporando a su lenguaje, tanto en uno como en otros, los diversos sistemas lingüísticos y los elementos de la realidad que utilizamos diariamente en nuestras conversaciones. Aunque en el caso de los poetas comunicantes, ciertos materiales utilizados por ellos proceden sin duda del dominio de la prosa, como muy bien apunta Carmen Alemany en un elaborado estudio a punto de aparecer (Poética coloquial hispanoamericana).

4. Recursos expresivos de la poesía coloquial en Estellés La similitud en la utilización de los recursos expresivos del coloquialismo tanto en la poesía conversacional hispanoamericana como en la lírica estellesiana es, a todas luces, obvia. Sobre todo, porque el coloquialismo en sí mismo ha de conllevar un determinado número de recursos coincidentes en cualquier literatura. Con el fin de poder comprobar a nivel aplicado una muestra de la expresión poética «coloquial y narrativa» de la lírica estellesiana, hemos escogido un poema de uno de sus

más célebres poemarios Hotel París (publicado en 1973, pero redactado en 1954).Se trata del poema «Com hi ha el fill sense pares i els pares sense el fill», donde se puede ver reflejado el tono marcadamente «conversacional». Ofrecemos a continuación una versión literal al castellano del original poema en catalán: Como hay el hijo sin padres y los padres sin hijo y chicas, en el cine, con las piernas abiertas y una mano entre los muslos, y el rosario en familia, y hay el peón que se mata al caer desde un andamio y el hombre que fabrica el pan y hay quien lleva un metro para saber el justo tamaño del ataúd y hay tranviarios que trabajan la noche de fin de año y agujeros de lavabos y hay el ascensor con una sucia luz amarillenta esperando mientras tanto la portera se emborracha de vino y mea por la escalera y la hija tiene miedo y el marido se lo hace con la mujer del médico y los tranvías terribles por el chirrido de los hierros y el médico que se dedica a cascar nueces mientras tanto la portera mea por la escalera y llama a las puertas con las tetas y el hijo de la del arpa que murió hace tres días llora y llora y enciende un cirio en la botella del vino y contempla a la Loren y entonces la suiza grita por el corredor y el primo la sigue blandiendo el candelabro y la chica que se acuesta más pronto que nunca y un frío como una mano les sube por los muslos y hay un instante que piensa que tiene el culo más pequeño y los vecinos que se han muerto los dos intoxicados el otro día y la mujer y la hija que no tienen ganas de comer nada y lloran como ratas y el primo y la suiza que duermen brutalmente y el candelabro encendido y la cubierta encendida las cortinas encendidas y todo el piso encendido -los nobles caballeros enterrados en los claustrosmientras tanto la portera mea por los peldaños y el marido no puede más y la mujer del médico se marcha y coge al médico y le llama hijo de puta y se lo mete entre las piernas y todo se enciende y la niña que llora sola en la portería y las inscripciones obscenas de los retretes y el cráneo rebotando por los peldaños. El insistente carácter confidencial del discurso y la frecuencia de palabras y construcciones aparentemente antipoéticas no llegan nunca a debilitar el enorme impacto lírico y la carga metafórica del Hotel París. Cabe decir que tanto el título del poemario

como las referencias a algunas de las protagonistas -Françoise, Hildegarde-, se mueven, dentro de la prostitución clandestina de los años cincuenta, entre la angustia existencial y estremecedoras dialécticas de sexo y muerte: Están los hombros de Hildegarde, están sus muslos, largos: están sus pechos, hay un ahorcado, está la Morgue, hay tanto. En el Hotel París, el protagonista -el poeta- se refugiará en una prostituta de aquel «hotel» buscando consuelo a través del sexo y el «pecado», los cuales se expresan mediante antítesis semánticas. En cuanto al poema que hemos elegido, parece -por el ritmo trepidante impuesto por el autor- que todo aquello que sucede es normal y absurdo al mismo tiempo entre una sucesión frenética de muertes, llantos, vino, tetas, meadas y un sinfín de elementos hilarantes y esperpénticos. La pasión arrebatada por el sexo -uno de los temas obsesivos del poeta valenciano- parece resultar el único camino posible de liberación ante la situación límite en que parece hallarse el ser humano en la España de los cincuenta, enclaustrado en la angustia existencial por la dictadura franquista. Destacaríamos del poema en primer lugar la sencillez sintáctica, expresada principalmente a través de una construcción lógica y lineal: SN + SV + todos sus complementos. En segundo lugar, Estellés utiliza básicamente dos procedimientos en la construcción, generalizados, asimismo, en la poesía conversacional hispanoamericana: a) el paralelismo, o sea la repetición de formas de expresión y de contenido en el mismo texto, y b) la constante ruptura en las expectativas del lector, cosa que sucede por la yuxtaposición de lo convencional e identificable con la innovación. En tercer lugar, el factor «narrativo» de la enumeración y sus consecuencias rítmicas, especialmente la polisíndeton, con 35 ocurrencias de la i copulativa en 38 versos, y de la anáfora, aplicada, por ejemplo, a la construcción hi ha(«hay»). En cuarto lugar, observamos también nexos sintagmáticos muy comunes en el habla coloquial: mentrestant, con 3 ocurrencias; palabras de insulto o «gruesas», como fill de puta, se'l fica entre cames («se lo mete entre las piernas»), va pixant per l'escala («mea por la escalera»), lo cual cataloga el contexto de muy coloquial. Este léxico grosero y mordaz que comprobamos en la lírica estellesiana muestra sus concomitancias con ese otro léxico benedettiano registrado por Mónica Mansour con el mismo calificativo de palabras de insulto o «gruesas», siempre dentro de contextos muy coloquiales y en posiciones importantes: «qué joda era», «ni dice mierda ni putea», «emputecida», «carajo», «hijo de puta»... Finalmente, podríamos señalar que algunos versos aparentemente surrealistas de este poema contienen una fuerte carga de crítica social, un fuerte ataque a los valores morales de

la época: «i el rosari en família» donde aparecen los valores católicos como única moral altamente represiva, por cierto- durante casi cuarenta años de «catolicismo estatal».

5. Por una caracterización de los recursos expresivos del coloquialismo Algunos de los recursos expresivos utilizados por V.A. Estellés en su poesía coinciden de lleno con la de Mario Benedetti y podríamos sintetizarlos de la siguiente manera: 1 Introducción del lenguaje de la conversación en el lenguaje poético. 2. Desacralización de la figura del poeta. 3. Utilización del humor, de la ironía y de la risa de forma sarcástica. 4. El desmantelamiento de la cohesión. 5. Potencialización de la sorpresa y del misterio de lo cotidiano. 6. Originalidad en la poesía: fechas, diálogos callejeros, palabras gruesas, etc. 7. Prosaísmo y «narratividad». La ampliación de lo decible. 8. Repeticiones y coloquialismos. 9. Distorsión y desacralización de lugares comunes. 10. Voluntad de crítica social e ideológica. 11. Predominio del habla dialectal sobre el lenguaje culto. Vicent Andrés Estellés, en definitiva, obliga la palabra a ser y decir algo que no figuraba en sentido estricto, de manera semejante a lo que hace César Vallejo. Ello unido a la fuerza del lenguaje, del dialecto valenciano, a sus juegos semánticos y al reflejo de la realidad vivencial convierten al poeta de Burjassot en uno de los escritores de mayor impacto de toda la lírica contemporánea peninsular. Aun a pesar de la devoción que Estellés siente por Neruda a causa de su compromiso intelectual y de su sensibilidad, el poeta valenciano nunca se recrea, como hace el chileno, «morosamente en la palabra», como dice M. Benedetti, ni tampoco «rodea a la palabra de vecindades insólitas», porque la fuente del verbo estellesiano se halla en el valenciano de cada día y no en el diccionario. Por todo ello, de haber nacido Estellés en Hispanoamérica y haber escrito en castellano, lo filiaríamos dentro de la familia «vallejiana» y nunca «nerudiana», aun a pesar de la devoción que le inspiraba el poeta de Isla Negra.

Con todo, V.A. Estellés tal vez se diferencie de César Vallejo por su notoria impresión de espontaneidad e inmediatez. Al poeta valenciano no le hace faltar luchar con el lenguaje, no obliga a la palabra a ser y decir algo que no figure en su sentido estricto. Ahora bien, tanto Vallejo, como Benedetti, funcionan como un verdadero «paradigma humano» en contraposición a Pablo Neruda que funciona más bien como un «paradigma literario». En este aspecto, Estellés se encuentra, una vez más, en la línea de un Mario Benedetti.

Dos poemas de Mario Benedetti Rosa Eugenia Montes Doncel (Universidad de Extremadura)

Los poemas «Cuerpo docente» y «Señales» han sido incluidos en la reciente antología de Mario Benedetti que lleva por título El amor, las mujeres y la vida. Dentro de la parcela amorosa, sirven como exponentes de distintas etapas y procesos operativos del escritor uruguayo: el poema en verso libre y la canción de corte popular. El primero de estos textos, perteneciente al libro Poemas de otros, constituye en todos los niveles (métrico, léxicosintáctico y metafórico), un acabado ejemplo del idiolecto de Mario Benedetti y de los elementos más reiterados a lo largo de su producción poética. Lo transcribo: CUERPO DOCENTE Bien sabía él que la iba a echar de menos pero no hasta qué punto iba a sentirse deshabitado no ya como un veterano de la nostalgia sino como un aprendiz de la soledad es claro que la civilizada preventiva cordura todo lo entiende y sabe que un holocausto puede ser ardua pero real prueba de amor si no hay permiso para lo imposible en cambio al cuerpo como no es razonable sino delirante al pobrecito cuerpo que no es circunspecto sino imprudente no le van ni le vienen esos vaivenes no le importa lo meritorio de su tristeza sino sencillamente su tristeza al despoblado desértico desvalido cuerpo le importa el cuerpo ausente o sea le importa el despoblado desértico desvalido cuerpo ausente y si bien el recuerdo enumera con fidelidad

los datos más recientes o más nobles no por eso los suple o los reemplaza más bien le nutre el desconsuelo bien sabía él que la iba a echar de menos lo que no sabía era hasta qué punto su propio cuerpo iba a renegar de la cordura y sin embargo cuando fue capaz de entender esa dulce blasfemia supo también que su cuerpo era su único y genuino portavoz «Cuerpo docente» es el sintagma cuasi lexicalizado que emplea la terminología burocrática, casi siempre un poquito pedante, para aludir al gremio de la enseñanza. El primer factor de extrañamiento proviene, en consecuencia, del uso de un vocabulario especializado para dar nombre a un poema. Sabido es el gusto de Benedetti por la ruptura de la frase hecha, por retomar la recta acepción de expresiones idiomáticas fijas. La tensión deliberada entre la temática lírica por excelencia, el amor, y el empleo de un léxico prosaico, confiere al estilo de Mario Benedetti una pátina de ironía que puede ser en otras ocasiones excesiva, pero que ahora está sabiamente dosificada. El cuerpo, por tanto, protagonista del texto y vocablo fundamental que no aparecerá hasta la tercera estrofa, no significa «grupo» o «corporación», como casi siempre que lo encontramos adjetivado por el término docente. Choca la connotación amorosa del sustantivo cuerpo en un contexto poético, y el significado de docente que, unido a él, remite a un registro muy dispar. Cuerpo recupera su sentido literal, en la más naturalista y antiplatónica de las formulaciones, y se convierte en docente. Sólo la materia orgánica que nos contiene puede realmente informar sobre los verdaderos sentimientos. El raciocinio y la inteligencia se engañan a menudo; los sentidos y los instintos, insobornables, no se equivocan nunca. El autor vertebra su composición en seis grupos estróficos. Los dos primeros y los dos últimos, de igual número de versos, trazan una estructura circular, no extraña en la obra del uruguayo y soporte idóneo para el silogismo. Dentro de la tendencia a la irregularidad métrica, predomina el endecasílabo, como suele ocurrir en Benedetti, pero combinado con versos muy dispares, normalmente de arte mayor. Asimismo, la falta de rima y la opción por el versolibrismo ha de implicar la consecución del ritmo poético a través de otros recursos, en especial los anafóricos. En el principio y en el final del texto se diferencian dos tiempos, que llamaremos «narrativos» con todas las reservas necesarias: un pasado de soledad, expresado por medio del pretérito indefinido (fue, v. 26, y supo, v. 28), y un pasado más remoto de plenitud, que el amante rememora con tristeza. La distinción entre ambos tiempos se evidencia en el comienzo del poema con el coloquial Bien sabía él, que supone la confirmación en el pasado (el pretérito imperfecto) de una certeza adquirida con anterioridad, en la época feliz

de unión amorosa y, desde luego, sexual. La distancia que separa los dos tiempos, esto es, el periodo dedicado al recuerdo, se manifiesta mediante fórmulas perifrásticas que comportan un sema de duración: iba a echar de menos, iba a sentirse deshabitado, iba a renegar de la cordura. Ya Neruda, cuyo influjo sobre Benedetti resulta ocioso reiterar, había hablado de la longitud de la memoria amorosa: Es tan corto el amor y tan largo el olvido. En contraste con el imperfecto y el pretérito, el presente en las estrofas centrales es apto para la exposición, en la que ya se habla de «el cuerpo», y no sólo de «su cuerpo», como sucede en el anteúltimo verso. Tras la sospecha latente en Bien sabía él que la iba a echar de menos, una adversativa abre el verso siguiente y matiza el aserto. La prosopopeya de elementos espaciales (casas, poblaciones), explícita a través de un término muy concreto, deshabitado, retrotrae al lector a la estética surrealista. Hacia los años 20, tras la difusión de las diversas teorías que ponían en duda la existencia del alma, surgen otras aplicaciones de la secular imagen que identifica el cuerpo del individuo con una casa, y al interior de ésta, con su espíritu. Las nuevas redes metafóricas consideran al hombre que se siente vacío, sin alma, como casa deshabitada, ciudad desierta, ropas sin cuerpos que las vistan. Benedetti retoma este motivo, que tan profuso tratamiento tuvo en las letras y en la pintura, y lo adapta a las necesidades amorosas. El hombre que ha perdido a la mujer ha perdido la razón espiritual de vivir y está, por tanto, deshabitado. Los versos 3 y 4 comienzan con sendas negaciones que anteceden al como comparativo: no ya como... sino como. Las estructuras adversativas del tipo «No A, sino B», acompañando a parejas de símiles, tuvieron en Góngora su más brillante cultivador. Mediante este procedimiento, el poeta se complace en desplegar las diversas formulaciones de una asociación tropológica, que coadyuva a conferir al texto un ritmo semántico, basado en la enumeración y en la gradatio, y un ritmo sintáctico, que proporciona la anáfora sobre expresiones adversativas y de negación: pero (v. 2), no ya (v. 3), sino (v. 4), en cambio (v. 9), como no (v. 10), que no (v. 12), no (v. 13), no (v. 14), sino (v. 15), no por eso (v. 21), más bien (v. 22), lo que no (v. 24), y sin embargo (v. 26). Con su predilección por los términos habituales de la lengua hablada, muestra Benedetti la sutil gradación que cabe entre el conocimiento profundo, veterano, de la nostalgia, y la vivencia novedosa de la soledad, simbolizada por el vocablo aprendiz, que se subraya incluso con mero. Por supuesto, esa veteranía alcanzada en la nostalgia se corresponde con el final de la etapa vivida entre los dos tiempos pasados ya aludidos, mientras que el «aprendizaje» de la soledad es el que ya ha comenzado a realizar el amante en el segundo de los tiempos (pretérito). Cronológicamente el intervalo entre ambas situaciones parece muy tenue, y se expresa de hecho en dos versos consecutivos y paralelos; pero la distancia es muy grande en términos anímicos. Un largo versículo encabeza la segunda estrofa e introduce el uso del presente. La ausencia de signos de puntuación, rasgo constante con el que Benedetti crea la impresión de inmediatez y de lenguaje vivo, provoca un asíndeton en la civilizada preventiva cordura, cuyo efecto fónico de monotonía y pesadez sintoniza con el contenido. El ritmo de dicho heptadecasílabo, con marcado predominio de sílabas libres sobre trabadas, y de átonas

frente a tónicas, obliga a una lectura lenta que transmite connotaciones de cordura como algo anodino y aburrido. El léxico especializado, propio de las jergas legal y periodística, para adjetivar a la cordura (los polisílabos civilizada y preventiva), se adecua al concepto, que denota gravedad y circunspección y que el poeta no valora positivamente. A la renuncia del amor se la denomina hiperbólicamente holocausto; subraya el valor del sustantivo su posición final en el verso, en justa consonancia con la intensidad del sentimiento y con la importancia de que se reviste a la pérdida de la mujer amada, sobre todo en el plano físico. Este inconmensurable sacrificio puede ser ardua pero real prueba de amor, y de nuevo la adversativa de raigambre gongorina («A pero B») modifica un dato ya ofrecido. Creemos por un momento que la inmolación del amor es difícil pero factible, cuando la condicional negativa destruye este lógico argumento: si no hay permiso para lo imposible, bella paradoja reforzada por la paronomasia (acumulación de los fonemas /p/, /m/ y /s/), que cierra el segundo grupo estrófico. La renuncia obedece siempre a una imposición, y no tendría cabida si lo imposible fuera posible, esto es, permitido. Seguidamente, destina Benedettti dos largas estrofas al cuerpo. Si adjetivos técnicos y altisonantes precedían a cordura en el larguísimo verso 5, ahora el cuerpo, eje temático del texto, aparece aislado en el verso más breve de todo el poema, el único pentasílabo. La estrofa tercera define el cuerpo por la via negatione, para lo cual se vale de numerosos procedimientos que comportan negatividad y que operan en consonancia con el significado de cuerpo vacío. Opone el poeta en el verso 10 la cualidad de razonable, atribuible a cordura, a la de delirante, que conviene al cuerpo. Cuerpo se convierte así por metonimia en representante de todo aquello que es instinto, impulso, sentimiento, esto es, lo opuesto a cualquier principio racionalizado. Razonable y delirante, que sintetizan la cara y el envés de la realidad humana, ofrecen un paralelismo sintáctico, tanto por el isosilabismo como por la acentuación llana y el homoeoteleuton. El matiz despectivo, empequeñecedor, de al pobrecito cuerpo se nos antoja irónica parodia de cierta terminología religiosa que menosprecia la carne en beneficio de la dimensión espiritual del hombre. El anticlericalismo de Benedetti se revela de manera explícita en las notas irreverentes de algunas de sus composiciones poéticas. Ahora se trata sólo de una sutil pincelada, que recuerda ciertas imágenes, como «bestia de carga», con que la tradición cristiana identifica al cuerpo. San Francisco lo denominó Fray Asno, y la misma expresión «pobrecito cuerpo» no parece extraña al léxico franciscano. Este desprecio implica la concepción de una carne débil, concupiscente, una realidad disociable del alma. En un contexto sublimador del cuerpo, las palabras del verso undécimo suponen una alusión a tales ideas y claro está, una señal de que van a ser desmentidas. Se sirve Benedetti de una a modo de concesión, fingiendo aceptar los defectos secularmente imputados al cuerpo: que no es circunspecto sino imprudente, reza el 12. La ironía dimana del juego de palabras no le van ni le vienen esos vaivenes, frivolidad lingüística que ridiculiza la «circunspección» mencionada. Al cuerpo no le importa lo meritorio, término

éste último situado en el centro del verso, que remite a los contenidos moralistas, sino sencillamente su tristeza. La tensión entre el intelecto y el sentimiento se plasma en la disposición versal. Benedetti alterna la brevedad de los impares (5, 7, 12 y 11 sílabas) con la mayor longitud de los pares (8, 11 y 14 sílabas), creando así un efecto de dientes de sierra que simboliza los «vaivenes» expresados en el verso 13. La simbiosis entre significante y significado, además de desarrollarse en un nivel estrófico, se comprueba en progresión: el cuerpo aparece primero deliberadamente aislado; el v. 10 se alarga para comparar lo razonable con lo delirante; el número 11 vuelve a acortarse, al pobrecito cuerpo; una nueva comparación supone un nuevo alargamiento, v. 12; el vaivén del v. 13 imprime análogo movimiento al conjunto gráfico; se prolonga el número 14 y, sintomáticamente, la «tristeza», sencillamente la tristeza, se sitúa en el verso último, más breve que el anterior. La conclusión lógica es que los versos más extensos contienen un término referido a la cordura, aunque sea para negarlo. V. 10: razonable, v. 12: circunspecto, v. 14: meritorio. Son cortos y por tanto sencillos, desnudos, carentes de afectación, los versos que únicamente remiten al «cuerpo». La cuarta estrofa es reiterativa de conceptos y de procedimientos ya presentados. La metábola o enumeración de sinónimos (despoblado desértico desvalido), antepuesta a cuerpo, constituye una clara amplificatio de la metáfora introducida en deshabitada. La idea de soledad, de desierto, se subraya mediante el asíndeton y la paranomasia de /d/ y /s/, que parece emular el sonido del viento en esa casa vacía que representa al cuerpo solitario. Ajeno a sacrificios y méritos espirituales, al cuerpo lo que de verdad le importa es el otro cuerpo ausente, y el sangrado del verso 17 se transforma en supersignificante al expresar de forma gráfica el concepto que le precede: la «ausencia». Para llevar a cabo la correctio, tan usual en Benedetti, escoge la más coloquial de las fórmulas consecutivas, «o sea», huyendo de nuevo de todo amaneramiento poético. Estructuralmente los v. 16, 17 y 18 al despoblado desértico desvalido cuerpo le importa el cuerpo ausente o sea le importa el despoblado desértico desvalido cuerpo ausente ofrecen un bello desdoblamiento sintáctico y morfológico. Existe un paralelismo entre los versos primero y tercero del grupo, con la sola adición del vocablo ausente en la segunda serie; pero este elemento no queda suelto, ya que es anafórico del que aparece en el medio del verso central. Mediante la epanadiplosis se unen los dos le importa, uno a cada extremo del v. 17. Cuerpo está presente en los tres versos, y o sea es la única pieza que no se repite, puesto que constituye el nexo entre los dos grupos. Por supuesto, tan complejo paralelismo no resulta gratuito; simboliza las dos sustancias análogas, los dos amantes. Hay un cuerpo que podría colmar al otro cuerpo.

Benedetti demuestra la gran falacia del recuerdo, tantas veces magnificado por los poetas. Al menos desde una perspectiva física, la memoria, (la nostalgia del v. 3), sólo constituye el refugio último donde guarecerse cuando la pérdida es irremisible; nunca es un sustituto digno de la verdadera felicidad. De forma casi inconsciente identificamos recuerdo con consuelo; Benedetti cierra la puerta a tal ilusión colocando la voz desconsuelo en el último lugar de la estrofa. La fidelidad (v. 19) que comúnmente se atribuye a rememorar sólo es válida con los datos más recientes o más nobles, pero ni aun entonces puede «suplirlos» o «reemplazarlos». Llegados a este punto, la longitud de los versos disminuye de forma gradual, para iconizar la vaguedad del recuerdo. La circularidad del poema se aprecia en el retorno a los tiempos verbales de pasado en la quinta estrofa, que además se abre con una repetición del verso primero: bien sabía él que la iba a echar de menos. Asimismo los versos lo que no sabía él era hasta qué punto / su propio cuerpo iba a renegar de la cordura suponen una amplificatio del pero no hasta qué punto iba a sentirse deshabitado (v. 2). Se reiteran las construcciones no sabía, hasta qué punto e iba a; sin embargo, en el primer caso es introducido el tema de la soledad, implícito en deshabitado, mientras que el v. 25 concluye con el sintagma renegar de la cordura, ya perfectamente comprensible. Esta estrofa anafórica funciona como nexo con la parte final, cuya sencillez compositiva genera un bellísimo desenlace: y sin embargo cuando fue capaz / de entender esa dulce blasfemia / supo también que su cuerpo era / su único y genuino portavoz. Benedetti cree en la fusión absoluta del espíritu y la carne, en deliberado contraste con las tesis platónica y cristiana de ensalzamiento del alma por encima de los sentidos. Para plasmar la unión indisoluble entre estos dos elementos se sirve de estructuras binarias. Sólo tras la experiencia personal, el sujeto es capaz de entender esa dulce blasfemia, oxímoron cargado ya de sentido. Si pudiera chocar la adjetivación positiva del sustantivo, el rasgo sacrílego de la verdad enunciada por «Cuerpo docente», habría que ponerlo en contacto con la negación de la moral cristiana. El oxímoron ha sido clave en la mística para manifestar la relevancia del alma sobre la apariencia de los sentidos. Benedetti invierte acertadamente para realzar el valor del cuerpo ante la «aparente» trascendencia de la dimensión espiritual que ha impuesto la tradición religiosa. Portavoz, metáfora fundamental del cuerpo, conduce la concepción del lenguaje en Benedetti, y a su voluntad de realizar una literatura «comunicante». Entre todos los atributos del cuerpo, selecciona en un principio el de docente, y en último término el de portavoz, ambos indicativos de la capacidad de los instintos para «comunicar» al hombre cuáles son sus inclinaciones. En la trayectoria lírica del autor, como antes apuntamos, se establece una clara distinción entre los poemas en verso libre y los destinados al canto. La elaboración de éstos nace en parte condicionada por su finalidad de adaptación al medio musical. Así, mientras

Benedetti utiliza en ambos casos tópicos y asociaciones metafóricas muy próximos, se producen variaciones llamativas desde el punto de vista métrico y estilístico. «Señales» me parece, tanto por su calidad literaria como por la presencia de rasgos sintomáticos, un ejemplo representativo de la segunda categoría. SEÑALES En las manos te traigo viejas señales son mis manos de ahora no las de antes doy lo que puedo y no tengo vergüenza del sentimiento si los sueños y ensueños son como ritos el primero que vuelve siempre es el mismo salvando muros se elevan en la tarde tus pies desnudos el azar nos ofrece su doble vía vos con tus soledades yo con las mías y eso tampoco si habito en tu memoria no estaré solo tus miradas insomnes no dan abasto dónde quedó tu luna la de ojos claros mírame pronto antes que en un descuido me vuelva otro no importa que el paisaje cambie o se rompa me alcanza con tus valles y con tu boca no me deslumbres

me basta con el cielo de la costumbre en mis manos te traigo viejas señales son mis manos de ahora no las de antes doy lo que puedo y no tengo vergüenza del sentimiento Benedetti opta por la popular seguidilla, cuyo bordón aparece gráficamente separado. Esta solución queda justificada en el plano del contenido, ya que cada una de las secciones posee unidad sintáctica y semántica. La mayor simplicidad estilística de esta modalidad parece, pues, determinada por su base formal: los heptasílabos y pentasílabos contienen oraciones breves y sencillas. A diferencia de lo que ocurría en «Cuerpo docente», y como es común en la lírica popular (o popularizante), el primer verso descubre un sujeto lírico (evidentemente masculino, aunque ningún morfema genérico nos permite afirmarlo) y un Tú amoroso al que se dirige. La tradición ha considerado las manos como superficies donde el individuo lleva impresa su historia. La quiromancia interpreta los signos, «señales», de la palma, en tanto que el trabajo o las penalidades sufridas se reflejan en el dorso. Por eso el sujeto lírico ofrece este pasado a la amada. Ha transcurrido el tiempo y ha dejado su huella; las manos han cambiado (vv. 3 y 4) y llevan escrita una vivencia nueva. La rima asonantada vincula señales con antes, haciendo hincapié en el periodo temporal como marco de una experiencia indeleble y probablemente penosa. Recuerda la célebre canción hernandiana Llegó con tres heridas / la del amor..., que repite la misma materia: el hombre se presenta con toda la carga que el dolor ha marcado en él. El bordón abre una secuencia, si relacionada con los primeros versos, también autónoma. Esta independencia, el carácter generalizador del contenido léxico y la intensidad expresiva le proporcionan un aire de estribillo (efectivamente, será la única parte del poema que se repita sin alteración alguna). El doy lo que puedo / y no tengo vergüenza / del sentimiento se explica por la índole de declaración amorosa que todo el texto rezuma. Doy lo que puedo remite claramente a las señales; el amante no ofrece lo que «tiene», sino lo que «es». Puesto que se trata de un reencuentro, la complicidad permite prescindir del pudor inherente a un amor primerizo, y mostrar con desnudez los sentimientos. Las siguientes seguidillas modulan estos conceptos, sirviéndose del acervo clásico, culto y popular. Así, si los sueños y ensueños / son como ríos / el primero que vuelve / siempre es el mismo conecta con el mito del eterno retorno, y en este contexto alude al regreso al

primer amor. El políptoton que une a sueños y ensueños aglutina los semas de ambos. Los sueños pueden ponerse en relación con el término insomnes, del v. 22, y con el universo imaginario del surrealismo. Los ensueños aportan su connotación de esperanza y fantasía. En esta coplita especialmente feliz, la selección del vocablo ritos provoca una paronomasia in absentia con «río», con lo que se retoma el ancestral tópico que identifica éste con la vida. El bordón de la seguidilla, uno de los más logrados de «Señales», introduce el tópico de la casa = cuerpo, ya apuntado en nuestro anterior poema. Lo hace no sólo a través de muros, una palabra perteneciente al campo semántico de «casa» y por tanto a la red asociativa de la metáfora, sino también por el sentido espacial del verbo elevar. Suena el eco de Shakespeare: En alas del amor salvé las tapias: / no detiene al amor gigante muro, según rezan los famosos versos de Romeo y Julieta (Acto II, escena III). Por su parte, la tarde constituye un trasunto de la etapa de la vida en que el sujeto lírico se halla, alguien de quien hemos deducido que está de regreso. El poeta nos dice que la amada, salvando los muros de esa casa metafórica (un cuerpo que probablemente ya no es joven) accede a su interior. La tercera seguidilla, y la única que muestra una palmaria relación entre el contenido de sus dos miembros, retoma los lugares comunes relativos a la vida. La asociación de ésta y camino se formula a través de la variante vía. Los versos vos con tus soledades / yo con las mías evocan el célebre fragmento de La Dorotea lopesca: A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos./(...) No estoy bien ni mal conmigo / mas dice mi entendimiento / que el hombre que todo es alma / está cautivo en su cuerpo (Acto I, Escena IV). La opción de la soledad, que Lope y Benedetti enuncian en plural, y a la que anteponen un enfático posesivo, es rechazada en los versos 19 al 21: y eso tampoco / si habito en tu memoria / no estaré solo, porque la soledad se entiende como incompatible con el recuerdo. El verbo «habitar», unido a un concepto espacial de la memoria y el amor, no sólo enlaza con el surrealismo, sino también con Quevedo: Siento haber de dejar deshabitado / cuerpo que amante espíritu ha ceñido; / despierto un corazón siempre encendido, / donde todo el amor reinó hospedado. Tintes surrealistas perviven en la seguidilla cuarta, a través de los vocablos insomnes y luna. Un punto de intersección con los poemas en verso libre es el modismo «no dar abasto» en la canción: tus miradas insomnes / no dan abasto / dónde quedó tu luna / la de ojos claros. Expresa la ternura con que la amada recibe al Yo lírico después de una larga espera (muchas noches insomnes que han quedado grabadas en sus ojos), y sin duda encontrándole muy cambiado, puesto que sus miradas no dan abasto. Pero ella ha sufrido también el paso del tiempo, lo que explica el afectuoso lamento de los vv. 24 y 25. Tales parecen ser las secuelas que la vida marca en el cuerpo del hombre, que obligan al sujeto lírico a exclamar hiperbólicamente y con resonancias hernandianas: mírame pronto / antes

que en un descuido / me vuelva otro. El queísmo existente en la estructura «antes que + cláusula temporal» resulta adecuado al estilo coloquial de Benedetti. Otro antiquísimo lugar común, el de la mujer = tierra, preside la anteúltima seguidilla y se manifiesta en las palabras paisaje, valles y boca: no importa que el paisaje / cambie o se rompa / me alcanza con tus valles / y con tu boca. Atendiendo a la clave hermenéutica que el tópico facilita, surge claramente una doble lectura: aun cuando la belleza del cuerpo haya desaparecido, permanecen los valles de este paisaje, que por sus connotaciones de hendidura se corresponden con el sexo femenino; y la boca, depositaria de los besos, la más genuina manifestación del amor. El sujeto lírico ruega a la amada que no le sorprenda, no me deslumbres, / me basta con el cielo / de la costumbre; prefiere los hábitos ya adquiridos que expresa la hermosa metáfora preposicional el cielo de la costumbre. El establecimiento de este a modo de aureas mediocritas que los amantes veteranos han alcanzado, se adelantaba ya en la palabra ritos (v. 9). Los vv. 36 a 42 reproducen casi fielmente la primera seguidilla, constituyéndose ésta tanto en propositio como en conclusio. Aunque con procedimientos retóricos mucho menos complejos, Benedetti cultiva temas y tropos similares en su poema y en su canción. Es llamativo, y sin duda reflejo de la distancia temporal que media entre ambos textos, el distinto talante con que se aborda el amor. Los magníficos versos si habito en tu memoria / no estaré solo parecen contradecir un poco la tesis de «cuerpo docente».

El olvido está lleno de memoria o la memoria llena de olvido: poesía y compromiso en un poemario de Mario Benedetti Luis Veres Cortés (CEU San Pablo. Valencia)

A pesar de que la mayoría de los poetas coincidan en la inutilidad que supone la dedicación poética -recientemente Luis García Montero ha titulado un ensayo suyo De la inutilidad de la poesía, Mario Benedetti discrepa de esta consideración. Para el autor uruguayo la poesía supone una transgresión, pues cuestiona toda una serie de supuestos sociales que el hombre debe poner en duda y que a menudo forman parte de nuestro olvido cotidiano. En varios de sus ensayos, recientemente recogidos bajo el título El ejercicio del criterio, concretamente en «Los poetas ante la poesía» y «Rasgos y riesgos de la actual poesía latinoamericana», Benedetti hace referencia a esta cuestión:

Porque el problema es ése: que la poesía muerde. Por ser libre, preguntona, transgresora, cuestionante, subjetiva, fantasiosa, hermética a veces y comunicativa en otras. Por eso muerde. Y por eso buena parte del público (me refiero al que lee, claro) prefiere la prosa que a menudo contiene respuestas, obedece a planes y estructuras, suele ser objetiva, sabe organizar sus fantasmas y en general no muerde, especialmente cuando le ponen (o se pone) el bozal. Aun en tiempos de censura, y habida cuenta de que los censores no suelen ser especialistas en metáforas, la poesía suele pasar las aduanas con mucho más donaire que la prosa. Por ello, para Benedetti, la poesía supone la independencia. La poesía es cuestionadora no sólo de una situación social, política o humana, sino que cuestiona el propio código literario, de modo que éste es el motivo por el que la poesía suele circular en revistas o editoriales minoritarias. No obstante, el mismo autor en otro texto reconoce la imposibilidad de cambiar el mundo mediante la poesía: ...tarea primordial del poeta es nombrar las cosas. El problema es que las cosas rara vez se enteran de que son nombradas, o, si se enteran y responden, entonces lo hacen, como sugiere José Emilio Pacheco, con el polvo, ese lenguaje que hablan todas las cosas.» Esta posición de cuestionamiento del orden social es una de las constantes, junto al tema amoroso, de la poesía de Benedetti. Sin embargo, como veremos a lo largo de esta comunicación, poesía, compromiso y amor se entrecruzarán continuamente. Como ejemplo de esta posición del poeta señalaremos el poemario El olvido está lleno de memoria, libro en el que aparecen las tres claves, a mi juicio, de la poética del autor uruguayo. Es en su obra crítica donde Benedetti se plantea los principales problemas acerca de lo que significa el compromiso poético. Para él, sólo es el poeta, alejado de las grandes tiradas editoriales, de las cifras grandilocuentes y los planes de mercadotecnia a los que la novela, y en casos muy concretos el teatro, es el poeta, como decía, el único que en ese mar de condicionamientos externos puede presentarse con total sinceridad y así lo plantea en uno de sus escritos: No obstante, es paradójicamente esa indefensión profesional la que tal vez otorgue más independencia al autor de poesía que a los cultores de otros géneros. Por lo menos no es frecuente que el poeta tenga editores que lo apremien ni tentadoras ofertas que lo perturben. Es cierto que ante esa falta de eco, el poeta corre el riesgo de que lo invada el tedio, pero no hay que olvidar que, como escribió Bergamín, el aburrimiento de la ostra produce perlas. Y más adelante señala: La marginalidad a la que se la somete le otorga una libertad incanjeable. La poesía no acepta esa exclusión y se introduce, con permiso o sin él, en la trama social. De esta manera, Benedetti, tomando un concepto de Octavio Paz, escinde el hecho poético en dos tipos de sensibilidades que postulan poéticas distintas, las cuales no son

opuestas, sino que pueden coexistir en un mismo autor: por una parte considera que hay poetas que son la conciencia de la poesía, aquellos en que lo poético es la respuesta a una angustia de tipo existencial o un postulado estético. En este grupo entrarían autores como Borges, Huidobro, Montes de Oca, Girondo o Lezama. En un segundo grupo se sitúan los autores que son la poesía de la conciencia: Neruda, Vallejo, Cardenal, Gelman, Dalton, Fernández Moreno, Eliseo Diego, Enrique Lhin o Gabriela Mistral., cuyas características más significativas serían el desapego de la retórica, la capacidad de comunicación y el compromiso solidario. En este sentido la obra de Benedetti participaría de ambos posicionamientos estéticos denunciando la injusticia política y social, y viendo en el amor la única respuesta a los muchos problemas que asuelan el mundo. A pesar de que la obra de grandes poetas mengua su cualidad en cuanto se pone al servicio de una determinada posición política, cuando polariza el mundo en vertientes maniqueas y falseadas, válgame como ejemplo los últimos libros de Neruda o los muchos poemas olvidados de la poesía social española, Benedetti defiende el compromiso de la poesía, pues la poesía es buena o mala en función de la recurrencia del artificio de que se sirve, independientemente de la ideología que defienda. Las causas de esta posición hay que buscarlas en las circunstancias personales del hombre Benedetti, víctima del exilio, las cárceles y las muertes de los amigos. Y por ello señala acertadamente: Creer, o hacer creer, que la definición política o social de un intelectual sólo habrá de llevarle al esquematismo, al maniqueísmo, o a la pobreza formal, es hacer una torpe evaluación de los caminos y procesos del arte. Desde la Divina Comedia al Guernica, desde Marat-Sade a Novecento, desde España aparta de mí este cáliz al Canto general, el ingrediente social ha servido para nutrir el arte de todos los tiempos. Achacar a ese componente el esquematismo de los inevitables mediocres, equivaldría a atribuir a la magia y a los sueños la indigencia estética de algunos autores venerablemente burgueses. Benedetti apela al hecho de que, dada la situación de continuas aberraciones que caracteriza el s. XX latinoamericano, dadas las coordenadas idóneas para el establecimiento de dictaduras del signo que sean en gran parte del continente mestizo, el poeta, desde su independencia, debe ponerse al servicio de la justicia social. Pero este hecho que ya de por sí no requiere justificación en cualquier marco geográfico, es más necesario en el Nuevo Mundo. Para ejemplificar este hecho reproduciré un texto que aparece en el libro de Noam Chomsky El miedo a la democracia: En el Salvador, la gente no sólo es asesinada por los escuadrones de la muerte, es decapitada y su cabeza colocada en una pica y utilizada para adornar el paisaje. Los hombres no sólo son desventrados por la Policía del Tesoro salvadoreña. Sus genitales cortados son introducidos en su boca. Las mujeres salvadoreñas no sólo son violadas por la Guardia Nacional. Su útero es extirpado de su cuerpo y utilizado para cubrir su cara. Matar niños no es suficiente. Son arrastrados sobre alambre de púas hasta que la carne se separa de sus huesos, mientras los padres son obligados a mirar... En el Salvador, la estética del terror es religiosa. Ante crueldades de esta magnitud el intelectual no puede quedar al margen. Por ello señala Benedetti: «En Europa el posmodernismo puede ser una moda: aquí en cambio sería

una obscenidad». Porque es el intelectual, desde el distanciamiento, desde la lucidez que la falta de ambición le otorga, el único que no puede olvidar la barbarie, que es fruto en muchos casos de la mal llamada civilización. Por ello el olvido del poeta es un olvido lleno de memoria. Así lo ve Benedetti al finalizar su ensayo: Hoy quizá podríamos agregar que en América Latina es sobre todo la poesía, como cuenca esencial de su literatura, la que pone en suspenso, los tristes, agobiantes, demoledores datos del mundo. Y mientras éste se detiene a revisarlos y ponerlos al día, ella, la poesía, vuelve a inventar y recorrer sus itinerarios, no por las grandes autopistas del consumismo paradigmático, sino por los modestos andurriales de su bien ganada libertad. La poesía, como podemos ver, se enfrenta al reto de recuperar el verdadero sentido de la historia, y el intelectual es el que debe extraer una lección moral de esta recuperación que supone una transgresión del poder. En el poema que inicia el libro, «Ese gran simulacro», es el poeta el que niega el olvido y el que se opone al concepto de historia forjada por los vencedores, en el sentido que le da Foucault en su libro Vigilar y castigar: Cada vez que nos dan clases de amnesia como si nunca hubieran existido los combustibles ojos del alma o los labios de la pena huérfana cada vez que nos dan clases de amnesia y nos conminan a borrar la ebriedad del sufrimiento me convenzo de que mi región no es la farándula de otros Y más adelante alude al gran simulacro que se corresponde con el olvido y que, a su vez, es la historia construida por los vencedores o por los que sustentan el poder: el olvido está tan lleno de memoria que a veces no caben las remembranzas y hay que tirar rencores por la borda en el fondo el olvido es un gran simulacro nadie sabe ni puede/aunque quiera/olvidar un gran simulacro repleto de fantasmas esos romeros que peregrinan por el olvido como si fuese el camino de santiago En el poema titulado «¿Cosecha de la nada?» Benedetti detalla el contenido del olvido: en el olvido encallan buenas y malas sombras huesos de compasión/sangre de ungüentos resentimientos inmisericordes ojos de exilio que besaron pechos De este modo, el sentido histórico de Benedetti, identificado con el pensamiento de Foucault, recoge las imágenes de todo lo que el poeta ha visto en esta vida y por ello el

poema toma la forma de denuncia. En el poema «Despabílate amor» el poeta pasa revista a lo que es la entrada en el mundo de una persona al levantarse y enfrentarse con el boletín de noticias de cada día: Bonjour buon giorno gutten morgen despabílate amor y toma nota sólo en el tercer mundo mueren cuarenta mil niños por día en el plácido cielo despejado flotan los bombardeos y los buitres cuatro millones tienen sida la codicia depila la amazonia El tono de cotidianidad que rige todo el poema, el antirretoricismo, la enumeración gradual confieren al texto la idea de denuncia de la impasibilidad de los hombres ante los horrores de cada día, ante el olvido en que estos hechos se sumen a los pocos días de ser denunciados. Por ello el horror pasa a formar parte del lado oscuro de la realidad y es por esta razón que el olvido se reviste de la configuración de la noche en el poema «Sólo un detalle»: cuando la noche se hizo cueva y allí albergó traiciones y pánico y rencores el más cruel de los crueles se enloqueció de odio y ufanía y luego envenenó las cañadas del valle aniquiló nostalgias/cerró el pálpito amontonó cenizas/remendó cicatrices quiso borrar todas sus fechorías/ pero menospreció un detalle mínimo se olvidó de olvidarse del olvido En «Burbuja» el olvido se convierte en silencio: En el silencio universal por compacto que sea siempre se escucha el llanto de un niño en su burbuja La actitud del poeta es de incomprensión ante la existencia del olvido. Así en el poema «Desganas» Benedetti reconoce el horror de que «cuarenta mil niños sucumben diariamente en el purgatorio del hambre y de la sed», admite el horror de que «los pobres de solemnidad son cada vez menos solemnes y más pobres», mientras tal vez una sola mujer se cruza de brazos, pero lo que resulta «atroz, sencillamente atroz, si es la humanidad la que se encoge de hombros».

Y es el poeta el único que se compromete contra esa realidad; es una voz que grita ante la humanidad que no le escucha como en el poema «Una gaviota en el lago Leman». Allí, frente al fragor del sonido de la ciudad capitalista de Ginebra, una gaviota se queja y vomita tristezas en el rostro impasible / maquillado / del orden. En el poema «Pájaros», Benedetti opone frente al ruiseñor modernista, frente a la calandria, frente al ave fénix de la poesía clásica, frente a las aves más frecuentes de la historia de la poesía, las palabras de los discriminados / los que nunca / o pocas veces comparecen / los pobres pajaritos del olvido / que también están llenos de memoria, de manera que el canario, el gorrión, el mirlo, la viuda, el estornino, el cardenal /la tórtola, la urraca, el hortelano, el martin pescador, el benteveo se identifican con las almas sin voz, los que no tienen a nadie que los defienda, y el poeta es el que los evoca y los saca del olvido. Porque él es el hombre, y más exactamente el hombre desvalido, el que está sólo ante el problema de la existencia, y Benedetti, mediante una reiteración de interrogantes plantea, en otro poema, «Quién sabe», esta soledad del hombre, junto con el predominio del amor a Dios sobre todas las cosas, en lugar del amor al hombre sobre todos los dioses: ¿Te importa mucho que dios exista? ¿te importa que una nebulosa te dibuje el destino? ¿que tus oraciones carezcan de interlocutor? ¿que el gran hacedor pueda ser el gran injusto? ¿que los torturadores sean hijos de dios? ¿que haya que amar a dios sobre todas las cosas y no sobre todos los prójimos y prójimas? ¿has pensado que amar al dios intangible suele producir un tangible sufrimiento y que amar un palpable cuerpo de muchacha produce en cambio un placer casi infinito? La conclusión a la que conduce el mensaje de Benedetti es totalmente pesimista y por ello no es casual que uno de los últimos poemas del libro se titule «Apocalipsis venial», pues es la misma conducta humana la que puede desembocar en la propia extinción de la especie: La calumnia como hiroshima en el bolsillo el desierto como adversario unánime el silencio como razón de estado la hipocresía como recoveco de la gloria el desamor como metáfora de fuego transcurren arrasando arrasan empujando a los indigentes desvalidos cándidos justo hasta el borde de un abismo cualquiera donde las soledades aúllan como lobos

Así pues, ante esta realidad desigual e injusta el poeta realiza una dura crítica del mundo contemporáneo que en ocasiones desemboca en un justificado rencor hacia los que sustentan el poder y que por tanto sustentan el olvido de los carenciados: perdí la compasión en el casino por eso les auguro y les propongo insomnios con plañidos puteadas mutismos cuerpos yertos desnudos nunca más seductores ojos empecinadamente abiertos con miradas capaces de taladrar cerebro y corazón El rencor le conduce hacia los miembros del tercer mundo que consiguen vencer en cualquier ámbito al primer mundo y así, en «Réquiem por Ayrton Senna», el piloto de fórmula uno es el que mediante su triunfo sometía ,al primer mundo de alain prost, que, por cierto, aparece escrito con minúscula, al igual que muchos otros nombres, como marca empequeñecedora de la realidad del mundo desarrollado. Pero, a pesar de este enfoque pesimista, de esta óptica torturada por la realidad, Benedetti todavía tiene sitio en sus poemas para el humor, como por ejemplo en «Te acordarás de tu hermano»: incluso hubo un ministro mexicano (sabines dixit) que en el sesenta y ocho unos meses después de tlatelolco dijo/ con el pueblo me limpio el culo/ después de todo el tipo era sincero La respuesta de Benedetti ante la barbarie del hombre está enfocada hacia el amor, el amor como purificación y el amor como antídoto ante los excesos y desviaciones de la civilización, el amor como una esperanza, como un huerto en un páramo, una migaja entre dos hambres, el amor que es, cáliz y musgo / cruz y sésamo, pobre bisagra entre voraces, aquello que no se ve desde los helicópteros que lanzan bombas: el amor es un sueño abierto un centro con pocas filiales un todo al borde de la nada fogata que será ceniza el amor es una palabra un pedacito de utopía es todo y mucho menos y mucho más/ es una isla una borrasca/un lago quieto sintetizando yo diría que el amor es una alcachofa

que va perdiendo sus enigmas hasta que queda una zozobra una esperanza un fantasmita

La contracultura en la poesía de Mario Benedetti Antonio Pedrosa Gutiérrez (Madrid)

Al acercarnos a un término como contracultura se nos plantean varios problemas. El primero es que toda nueva cultura se contrapone siempre a otra cultura dominante. Esta dialéctica cultural a la que me refiero es la denominada bajo la acertada expresión de la «tradición de la ruptura», en el estudio ya clásico de Octavio Paz. El segundo problema es que el término contracultura está aún sin fijar, sin unos contornos claros, que incluso a veces son contradictorios, debido, en gran parte a su propia idiosincrasia: la de oponerse a toda definición. Incluso abunda el uso de contracultura para aludir a las nuevas formas subsidiarias de cultura. De ahí, que esta ponencia no deje de ser una apuesta personal. El tercer problema es que en el momento histórico en el que vamos a delimitar la contracultura se producen por lo menos dos contraculturas. Por un lado, estaría la contracultura o cultura alternativa, que nacería como rebelión no sólo cultural, sino política, que se produce en gran parte del mundo, y que en Hispanoamérica está condicionada por el subdesarrollo. Frente a ella, estaría la reacción ultraconservadora, que Benedetti en sus ensayos denomina bajo el nombre de «contra la cultura». Las dos contraculturas no sólo se diferencian por un artículo. Esta última sería el intento de empobrecer aquellas culturas que por su desarrollo, habían adquirido una función de esclarecimiento ideológico y de movilización política contra la estructura del autoritarismo. Por todo ello, en esta ponencia nos limitaremos, de una forma muy concisa, a fijar el término contracultura, señalar algunas de sus características y rastrearlas en la poesía y el ensayo de Mario Benedetti, para finalizar mostrando las repercusiones del fracaso contracultural y la solución que plantea Benedetti desde su escritura. En líneas generales, por contracultura entiendo el movimiento juvenil y revolucionario de las décadas de los 60 y 70, que ideológicamente se definen por su radicalidad y la mezcolanza de ideologías y propuestas -Marcuse, Brown, Laing, Reich, Alan Watts, Foucault, Deleuze, etc.-, cuyos objetivos van desde la consecución de libertades personales a la resolución de problemas internacionales como el capitalismo y el imperialismo, y que en los ensayos de Benedetti coincidiría con lo que nuestro autor denomina como «cultura alternativa» o «cultura de la liberación». La contracultura pese a opiniones contrarias es un movimiento que ocurre en casi todos los países del mundo y no sólo en los países de un capitalismo avanzado; pues nace de un malestar común que impulsaba a la rebelión. Así entiende Elena Poniatowska el movimiento estudiantil mexicano de 1968:

Asimismo, hay que tomar en cuenta a Leopoldo Zea que anota cómo en la década de los sesenta surgieron todas las explosiones políticas juveniles de las más altas instituciones de formación cultural: las universidades, en muchas partes del mundo: Stanford, California, Harvard, la Sorbona, Berlín, Tokio, Sao Paulo, Buenos Aires, Montevideo, Varsovia, Praga, Roma y, finalmente, México. Nuestro movimiento se insertaba, por lo tanto, dentro de las grandes sacudidas juveniles que se dieron en la vida política de casi todos los países del mundo... Se luchaba por muchas cosas y contradictorias. Existía un malestar provocado por el determinismo político y vital. Una sociedad conformista, que pensaba que iba por el camino adecuado y, que pensadores como Walter Benjamin, ya se percataron del peligro que suponía este nadar a favor de la corriente. En Hispanoamérica fue la conciencia de subdesarrollo, especialmente, la que produjo el chispazo frente a los países desarrollados donde fueron las minorías marginales las que se manifestaron: negros, mujeres, gays, estudiantes, etc. En Hispanoamérica se producía una falsa imagen gubernativa de progreso que se intentaba exportar frente a la realidad y la pobreza. Por eso, suponía una concienciación, un comprobar y un oponerse al gobierno. Mario Benedetti en sus ensayos investiga las causas de este subdesarrollo y las consecuencias del mismo: Ahora bien, la comprobación del infortunio, la conciencia del subdesarrollo, significan también una investigación de sus causas, y es ante esa revelación que surgen la rebeldía, la voluntad de cambio, pero ya no basadas en la ayuda divina, ni en la infrecuente bondad patronal, ni en la Alianza para el Progreso, sino en las posibilidades reales de los pueblos. Uruguay no era ajeno a esta realidad representada por la burocracia. Benedetti nos presenta el estilo de vida burócrata, producto de la tecnocracia, ya en su poemario Poemas de la oficina, y lo irá desarrollando en libros posteriores. En este estilo de vida, el proyecto de identidad personal queda alienado, reducido en el espacio, la oficina, y reducidas en el tiempo las relaciones puras, que son aquellas que no están ancladas en las condiciones de la vida social o económica, que se desarrollan en la intimidad y se sustentan en la confianza, y son las que nacen en el terreno de la sexualidad, el matrimonio y la amistad. En el poemario de Benedetti no hay tiempo para ello, a excepción del domingo. Un domingo sucio, reservado y horrible como nos aparece en «Elegía extra». En el resto de la semana no hay tiempo, como en «Amor de tarde» donde el amor queda para después de lo demás. El ser ha perdido su tiempo, el tiempo para realizar su proyecto personal y aquí nace la tragedia del hombre burócrata. Tragedia porque, según Ortega y Gasset, la tragedia nace del enfrentamiento entre la voluntad del hombre por ser y la realidad que le circunda y se le opone. No hay futuro para el ser, no hay cielo ni horizontes en una sociedad determinista y alienada como nos aparece en el poema «Ángelus». Así la contracultura significaba el intento de redención del destino personal, la capacidad del hombre para hacer la historia y no la historia al hombre. La contracultura como tal movimiento lo podemos encuadrar, pero no necesariamente, dentro de lo que se ha llamado Posmodernidad. Según afirma Huyssen dentro de la Posmodernidad existirían dos momentos. Una fase temprana que comenzaría en la década de los sesenta, vástago de la Generación Beat como afirma Miguel R. Green, y que cuyos

criterios se acabarían agotando durante la década de los setenta, donde empieza a reinar una estética ecléctica y pesimista. Esta fase temprana es a la que denominaremos contracultura y que se caracteriza, según Huyssen, por cuatro puntos: 1. Esperanza en un futuro redentor y mesiánico. 2. Por un arte comprometido con este futuro. El arte tenía la capacidad de poder contribuir a transformar la consciencia y los impulsos de los hombres y mujeres capaces de cambiarlo (el mundo). 3. Optimismo hacia las nuevas tecnologías como la televisión. 4. El intento vigoroso y acrítico de validar la cultura popular como desafío al canon del arte. Bajo este giro hacia lo popular está el germen revolucionario como Marcuse afirma «el arte revolucionario debe hablar el lenguaje del pueblo». Las dos primeras características con la última son muy difíciles de separar, porque entre ellas existe una relación de causa-efecto. Por eso, las vamos a estudiar seguidas en nuestro análisis de la poesía de Benedetti, dejando para el final la tercera de ellas. 1. El Futuro: Benedetti cree en la posibilidad de un futuro mejor a través de la revolución y una cultura alternativa que «debe restaurar esa verdad histórica, despojarla de falsificaciones, desenterrarla en fin. Pero una cultura alternativa debe también restaurar el futuro. Hay futuros que nos son asignados desde fuera, impuestos desde arriba, futuros que son cepos». Cultura alternativa, que en su ensayo «Soledad y lucha de clases», no sólo le llevará a creer en la capacidad revolucionaria del escritor desde la soledad, sino también desde la acción. Desde su poesía, Benedetti se reafirma como en su poema «Interview» de Poemas del hoyporhoy, donde escribe siempre pensando en el futuro; aunque, a veces, y aunque lo pretendan, se quede sin magia. Un futuro que esperando la revolución, se hace con pequeñas y grandes conspiraciones como en los poemas «Estaciones» y «Todos conspiramos» de Próximo prójimo; pues la vida es en sí misma una conspiración contra cualquier limitación que la impida. Un futuro que nunca nos es descrito en su poesía; pero del que conocemos el camino: el Che-Guevara y la Revolución Cubana. Sin embargo, a veces, hay dudas hacia ese futuro, hacia ese nuevo mundo quizás inhabitable. Duda que aparece en el poema «Habanera» de Contra los puentes levadizos y que se resuelve a través de la confianza. Confianza como la que tiene el «Hombre que mira al techo». 2. El Compromiso: La poesía de Benedetti es doblemente comprometida. Por una lado, está comprometida con ese futuro mejor y realizable, y, por otro lado, con la cultura misma y su capacidad crítica y emancipadora que se opone al «genocidio cultural» de las dictaduras. Este compromiso le lleva al exilio; porque no sólo le pide la unión, sino coherencia entre su vida y su literatura. Compromiso que desde un punto de vista literario repercute en un estilo depurado de retórica, directo y popular, como veremos. Señala Octavio Paz que «Las relaciones entre la retórica y la moral son inquietantes: es turbadora la facilidad con que el lenguaje se tuerce y no lo es menos que nuestro espíritu acepte tan dócilmente esos juegos perversos. Deberíamos someter el lenguaje a un régimen de pan y agua, si queremos que no se corrompa y nos corrompa». Por eso, la poesía de Benedetti es

una poesía directa, dice lo que quiere decir, pensada no sólo para ser leída, sino para provocar a la acción. Por eso, su poesía se convierte en un clarín de la conciencia, es una poesía ética y moral, aunque tras Nietzsche parezca anacrónico, Benedetti expresa su postura en poemas como «Los anacrónicos» de Contra los puentes levadizos o «Las baldosas» de Noción de patria, por ejemplo. Pero su poesía es moral sin ofrecer una moraleja, es el lector quien se tiene que encargar de extraerla, es una concienciación que el lector deduce y que no se le impone desde el texto. El propio Benedetti afirma que todo escritor debe crear su ética de liberación y su moral de justicia. 4. Poesía Popular: Se vuelve al habla popular, a la cultura y a las formas populares. En Benedetti, por ejemplo, destacan por su éxito y popularidad sus «Versos para cantar»; donde se vuelve a la rima y al octosílabo. Porque, como observa Eliot en su estudio sobre la función social de la poesía: Donde mejor se expresa la emoción y el sentimiento, pues, es en la lengua común del pueblo; es decir, en la lengua común a todas las clases. Pero en la contracultura no es sólo un problema de expresión, existe la consciencia de que hay que redimir y renovar el lenguaje, que al igual que el proyecto de identidad personal, está alienado y prefijado por los clichés, producto de la forma de razonar del behaviorismo, donde los conceptos quedan absorbidos a la palabra y, por tanto, reducidos al uso común y generalizado de las palabras. Es así que «Muy pocas veces el lenguaje popular y coloquial ha sido tan creador. El hombre común (o sus portavoces anónimos) parece afirmar su humanidad frente a los poderes existentes mediante el lenguaje». De ahí, que antes habláramos de lenguaje directo, que se hable de una «poesía conversacional», donde no sólo entran giros y expresiones del habla, sino que el verso responde a las pausas respiratorias de la conversación. Toda la poesía de Mario Benedetti responde a estos criterios, en mayor o menor grado. 3. Optimismo hacia las nuevas tecnologías:. Benedetti por principio es opuesto a todo optimismo. Así en su poema «Hasta mañana» nos dice: «Mi pesadilla es siempre el optimismo». La postura de Benedetti ante las nuevas tecnologías es bastante crítica. En su ensayo «Algunas formas subsidiarias de la penetración cultural», habla sobre la TV y su falsa imagen del mundo a través de la violencia y la felicidad. Nos presentan la TV, por un lado, una imagen feliz del mundo que es falsa, y, por otro, nos presenta diariamente la violencia ante la que ya nos mantenemos inmunes. Su televidente es un ser insensible y egoísta, dominado por la cultura de la desafiliación. Benedetti aboga por la desconfianza. Así en su poema «Desinformémonos» de Letras de emergencia, bajo el humor, nos pide que nos desinformemos, que arrojemos de nosotros la información y la visión feliz del mundo consumista para ser nosotros mismos; pues los mass-media están colonizados por la máxima: «El que paga es el que manda». Sin embargo, la contracultura es la historia de un fracaso, de una revolución posible que nunca fue. Tras el fracaso de la contracultura entramos de lleno en el eclecticismo, en el pesimismo en el arte, que define la Posmodernidad. Jorge Enrique Adoum nos refleja muy bien el panorama en su poema «Pasadología»:

a contrapelo a contramano contra la corriente a contra lluvia ......................... contra tú y tus tengo miedo contra yo y mi certeza al revés contra nosotros mismos o sea contra todo y todo para qué Así Baudrillard puede afirmar que la utopía del arte se ha realizado plenamente en las democracias actuales, tal y como lo querían ver el comunismo ruso tras la revolución. De ahí, el dominio del eclecticismo, donde tendencias que en su origen se opusieron, ahora conviven. El arte se vuelve indiferente y sólo cabe preguntarse si es interesante; pero «¿cómo la indiferencia puede ser interesante?». Benedetti, consciente del peligro en que incurre la literatura y la cultura, en general, al estar dominadas bajo estas ideas, vuelve a comprometerse con la literatura y con la libertad. Contraataca, por ejemplo, con su ensayo «Los intelectuales y la embriaguez del pesimismo» y con su poesía. Benedetti observa muy bien que ese pesimismo es más fruto de la coyuntura, que de la existencia. En ese sentido, creo que el uruguayo acierta de lleno. Dentro del caos comunicativo, ecléctico, existe la posibilidad de la emancipación, ya sea a través del extrañamiento como afirma Vattimo, ya sea a través de la confianza como afirma Benedetti. Confianza en la capacidad real del escritor y no en las ayudas de las instituciones. Esta confianza, que ya existía en la poesía de Benedetti, y que como antes no se realiza desde el optimismo a ciegas, sino, que ahora y tras el fracaso de la revolución, se ejerce desde la ironía. No desde una ironía como tropo, que es la que aparece en la época contracultural, como en su poema «Los pitucos»; sino desde la ironía como posición vital, tal y como la entendió y la vivió Sócrates. Enemiga de toda petulancia, una ironía que empieza justo cuando se empieza a ser consciente de que «lo que se dice ahora no parecerá muy convincente más adelante, que, de todo lo que digamos, siempre hay una parte que habrá que rechazar o modificar si se tienen en cuenta todas las cosas que se podrían decir» (...) un completo equilibrio entre la confianza en la razón como instrumento para abarcar la realidad, y a la vez la conciencia de lo limitado de esa herramienta. Esta es la postura vital, el compromiso y la solución de Mario Benedetti al pesimismo que domina la revisión del pasado, que es la Posmodernidad. Así, por ejemplo y para finalizar, en su poema «Utopías», del libro Las soledades de Babel nos dice: cómo voy a creer / dijo el fulano que la utopía ya no existe si vos / mengana dulce osada / eterna si vos / sos mi utopía»

Elementos narrativos en la poesía de Mario Benedetti Ángel Manuel Gómez Espada (Murcia)

Mariano Baquero en su espléndida teoría del cuento nos argumentó la relación entre cuento y poesía. Mario Benedetti hilvanó esos hilos en su novela El cumpleaños de Juan Ángel, novela escrita en verso, hecho experimental en su narrativa que unía ambos géneros. Pero, verdaderamente, ese «experimento», como muchos críticos han denominado a la novela, no era tal, ya que desde sus primeros poemarios, Benedetti introduce elementos prosificadores en su poesía. Por ello, por esa inclusión, se ha hablado de la obra poética de Benedetti como poesía sencilla, coloquial, debido a su profunda base oral y a sus roces con la narrativa oral tan fuerte que se ha dado en la novela hispanoamericana en esta última mitad de siglo. La prosificación se va dando porque Benedetti toma como principal fuente de inspiración su propio entorno, la realidad que le rodea con todo lo que arrastra de plausible y patético. Y la trascribe al papel tal cual, como la siente y percibe, dotándole de una modernidad cuya mejor baza es el mundo cotidiano en el que se mueve el poeta. Para ello, no emplea solamente términos del lenguaje actual y, en cierta medida, atípico dentro de la tradición poética, como veremos, sino que, además, se apoya en expresiones coloquiales, algunas incluso vulgares, refranes, locuciones verbales lexicalizadas, etcétera, como desglosaremos a continuación: A) el uso abundante de perífrasis verbales. Donde las más recurrentes por su temática realista y social, de protesta, en ocasiones, contra los sistemas impuestos, son las perífrasis con un valor temporal de futuro: Ir a + infinitivo y haber + infinitivo, y que puede tener además valor de obligación o intención. Así, en «Croquis para algún día», de La casa y el ladrillo: «Habrá que empezar / desde cero o menos cinco» y «por supuesto habrá que fusilar a algunos», con matiz de intencionalidad en el futuro. Igualmente, aparecen con frecuencia las perífrasis de posibilidad, conjetura o capacitación. Por ejemplo, en «Muerte de Soledad Barrett», de Letras de emergencia: «pudiste ser modelo / actriz / miss paraguay». B) el uso de locuciones verbales y expresiones coloquiales, tomadas del habla e incluso de aspectos y situaciones de ámbito coloquial, pero que se han ido introduciendo en la norma y en la narrativa actual. Benedetti las añade como una muestra más de su conexión con su entorno cotidiano. Las que toma literalmente tendrán su valor conciso en el poema, normalmente para enfatizar un rechazo. Por ejemplo: «no sabían un corno», expresión popularizada en Argentina y Uruguay; «no entendemos un pito»; «estoy jodido»; «no se me dio en el forro»; «no tiene un pelo de tonto»; «vivía en la luna»; «o no tener / donde caerse / muerto»; «como un imbécil»; «entrar a saco»; «a la chita callando»; «vamos tirando»; «como si nada»; «solo como una ostra»; «a duras penas»; «contra viento y marea».

Sin embargo, Benedetti también recurrirá a ellas con una clara intención de transgresión a ese uso cotidiano de las expresiones, lo que le dará al verso o a los versos un carácter metafórico o, por lo menos, novedoso, de extrañamiento. Para ello, el poeta cuida mucho el contexto en el que ha de ser incluido. Tomemos como ejemplo idóneo las siguientes estrofas del poema «Ser y estar», de Letras de emergencia: «Oh marine / oh boy / una de tus dificultades consiste en que no sabes / distinguir el ser del estar / para ti todo es to be // así que probemos a aclarar las cosas // por ejemplo / una mujer es buena / cuando entona desafinadamente los salmos / y cada dos años cambia el refrigerador / y envía mensualmente su perro al analista / y sólo enfrenta el sexo los sábados de noche // en cambio una mujer está buena / cuando la miras y pones lo perplejos ojos en blanco / y la imaginas y la imaginas y la imaginas / y hasta crees que tomando un martini te vendrá el coraje / pero ni así». A su poesía, se añaden locuciones verbales que han sido lexicalizadas, como la anterior «una mujer está buena» o las convencionalizadas ya por la gramática como «te das cuenta de que algo no marcha» y las derivadas del verbo dar y del verbo echar: «dar vergüenza», «echar el resto», «echar campanas al vuelo», «echar la culpa», «darle importancia», «dar explicaciones», etcétera. C) Empleo de refranes, que pueden aparecer literalmente o trastocados, lo que provoca en el lector un nuevo efecto. De los primeros, podemos encontrar: «al mal tiempo buena cara»; «Si a dios amas sobre todo / prescinde de que él te ame / no pidas peras al olmo». En el poema «Artigas» de Quemar las naves, leemos la primera estrofa: «Se las arregló para ser contemporáneo de quienes nacieron medio siglo después de su muerte / creó una justicia natural para negros zambos indios y criollos / tuvo pupila suficiente como para meterse en camisa de once varas / y cojones como para no echarle la culpa a los otros». Este mismo refrán aparece sutilmente trasformado en el poema «Torturador y espejo», de Letras de emergencia: «dónde están las walkirias que no pudiste / la primera marmita de tus sañas // te metiste en crueldades de once varas / y ahora el odio te sigue como un buitre». Con este proceso relexicalizador, el lector reconoce la expresión y, a su vez, la modificación trasladadora que impone el poeta. El mismo hecho ocurre en «Noche de sábado», del poemario anteriormente citado: «toda la democracia salió a la calle / con sus adictos y drogadictos // con sus borrachos y ex-ministros / sus forasteros y forajidos / los patriotas agitan banderas / que por supuesto son brasileñas / o senhor bordaberry fala português / georgy speaks english / Herr danilo spricht deutsch / nosotros escuchamos a la orientala / aquí el que calla no otorga». Idéntico objetivo se persigue en el poema «Oda a la pacificación»: «cuando los pacificadores apuntan por supuesto tiran a pacificar / y a veces hasta pacifican dos pájaros de un tiro // es claro que siempre hay algún necio que se niega a ser pacificado por la espalda / o algún estúpido que resiste la pacificación a fuego lento / en realidad somos un país tan peculiar / que quien pacifique a los pacificadores un buen pacificador será».

Además, el mismo proceso relexicalizador con el que refunde refranes, convirtiéndolos en expresiones reconocibles pero cuyo efecto será de extrañamiento, lo introduce a la hora de utilizar expresiones convencionales, sobre todo con expresiones sacadas de la Biblia o los Evangelios, o como la señalada anteriormente, remodelando el famoso trabalenguas, incluso de expresiones famosas de diversos contextos. Así, por ejemplo, en «Oda a la mordaza»: «pienso / luego insisto». Y en «Desinformémonos», algo similar ocurre con una cita del padrenuestro, cuya relexicalización alcanza unos connotaciones de rechazo hacia un sistema implantado considerables: «tiranos no tembléis / por qué temer al pueblo / si queda a mano el delirium tremens / gustad sin pánico vuestro scotch / y dadnos la cocacola nuestra de cada día». En «El hígado de dios», de Las soledades de babel, aparece una referencia al evangelio, nuevamente, con una relexicalización de por medio, en la que se refiere a los marginados, esos excluídos por los hombres, mas no por la gracia divina: «Dios padre campechano / en el estilo de juan veintitrés / dijo dejad que los excomulgados / vengan a mí dejadlos». D) Uno de los rasgos más significativos será el empleo de un léxico plagado del ámbito cotidiano, de escenas típicas de la vida diaria, de una temática urbana. En definitiva, un léxico que poco a poco a lo largo del siglo se ha ido incorporando a la poesía con toda naturalidad, recogiendo ésta los mismos términos que se expresan en el lenguaje oral o en otros géneros literarios, sobre todo, la narrativa. -Elementos del ámbito urbano: Es curioso, a nuestro parecer, el hecho de que Benedetti se sirva de la ciudad tanto para reivindicar una idea, para lo cual se apoyaría en los personajes anónimos que la forman, como para describir su paisaje. Así, en «Ciudad sola» de Las soledades de babel, nos dibuja en pocas palabras un amanecer urbano: «no hay signos de agua - la ciudad reseca / se apronta a amanecer - de los zaguanes / llega olor a café y a pan tostado // (...) la noche se acabó - bosteza el día / la verdulera barre su vereda de hojas / los mansos viejos leen titulares del quiosco / la primera ambulancia pasa con voz gangosa / la luz pone el otoño allá arriba en los plátanos // del cabaret tardío sale un vapor espeso / dos o tres escolares se inauguran con lágrimas / el sol confirma todos los pronósticos». -Elementos del ámbito cotidiano: Lo cotidiano es tema exclusivo en poemas de Benedetti, sobre todo en sus poemarios más recientes, donde el sentimiento de lucha se ha ido dejando atrás y la poesía fatalmente denominada «comprometida» ya se nos muestra velada bajo un manto de ironía amarga. El léxico cotidiano que abarca todo lo cercano al autor es muy recurrente no sólo en su poesía, sino en la poesía contemporánea en general: electrodomésticos, útiles diarios, prendas de vestir, animales domésticos, accesorios, productos higiénicos, cosméticos, etcétera, aparecen con relativa frecuencia tanto en poetas hispanoamericanos como españoles como europeos. Benedetti no ha de ser menos, y toma lo cotidiano incluso como forma de convivencia con sus versos, es decir, en su poesía hace acto de presencia el tocadiscos, el longplay, pasando por el teléfono, el televisor, el transistor y toda clase de objetos que podemos encontrar en una casa cualquiera. Pero no los recoge como temas de culto de los que se habla, ni tampoco como transmisores de imágenes metafóricas, sino como simple enumeración o citación, perfectamente engarzados

con sus versos. Así, en «La hija del viejito guardafaro», de El olvido esta lleno de memoria: «la hija del farero llegaba hasta el mercado / compraba frutas carne pan cebollas / tomates azafrán / pollo / merluza / vale decir los víveres para cuatro semanas». Algo similar ocurre en el poema «Página en blanco» de Preguntas al azar, donde el autor nos cuenta su desgana en ese día incluso para fabricar poemas: «Bajé al mercado / y traje / tomates diarios aguacero / endivias y envidias / gambas grupas y amenes / harina monosílabos jerez / instantáneas estornudos arroz / alcachofas y gritos / rarísimos silencios». -Elementos sacados del lenguaje publicitario: otro rasgo que Benedetti asimila de su propia maestría en el manejo narrativo, es la inclusión en su poesía de elementos propios del lenguaje publicitario. En la mayoría de los casos su uso, al contrario que, por ejemplo, la llamada generación de los ochenta española, es una clara denuncia del poder cada vez mayor de la publicidad dentro de nuestra sociedad finisecular. También como símbolo y referencia del poder de las superpotencias sobre los países tercermundistas, sobre todo los de habla española. Así, el referente publicitario al que más recurre el autor uruguayo será la cocacola, como símbolo de los Estados Unidos y su control socio-económico sobre Hispanoamérica, Europa y los países asiáticos con los que entró en litigio en la mitad de este siglo. En «Noche de sábado», de Letras de emergencia, por ejemplo: «No sé por qué este sábado veintisiete / toda la democracia salió a la calle / democracia la buena / la dulce troglodita / la melosa del crimen / la humilde del garrote // con todos sus odios salió // con sus cóleras y coleritas / con la carraspera de sus mustangs / con el escote que huele a chanel / y la almita que huele a podrido». La aparición de específicas marcas de coches o colonias se emplean propagandísticamente para resaltar la crítica a un determinado estatus social, que cualquier lector fácilmente asocia con el referente de la marca y que se nos haría mucho más complicado de no aparecer tal publicidad. -El lenguaje de oficina: en su poemario Poemas de la oficina este tipo de lenguaje sobresale y su uso ya ha sido referido por la crítica en diversidad de ocasiones. Pero no se quedará este lenguaje vinculado exclusivamente a esos poemas, puesto que el poeta uruguayo ha llevado dichos términos consigo debido a sus años de trabajo, por lo que es lógico que florezca su uso a lo largo de su trayectoria poética, bien sea como simples y puras referencias, como era el caso de Poemas de la oficina, o como muy bien ha señalado Mónica Mansour, con un sentido metafórico. Por ejemplo en «Nunca la mirada» de Preguntas al azar: «el pellejo es conciso y elocuente / tiene arrugas y manchas desgarbadas / lunares sospechosos y en capilla // es archivo de tactos y contactos / registra las caricias / dadas y recibidas». -Términos relacionados con el cuerpo humano: el cuerpo humano es objeto de mitificación en la poesía tradicional. Cualquiera puede recordar algún poema dedicado a una mirada, a unos ojos, labios, manos, brazos, etcétera. Benedetti va más allá de lo meramente tradicional. Nos ofrece una muestra de lo que es el cuerpo humano en sí y no se queda sólo en explicitar las partes externas tradicionales, sino que además, aporta terminología obviada por su toque antiestético para un poema y, además, ahonda en el

interior. Así ocurre en «Los espejos y las sombras», de La casa y el ladrillo, donde recurre a estos términos tanto en sentido literal como metafórico. Por ejemplo, de la soledad dirá que es «tímpano» y ese «ombligo inservible». Y añade que el espejo nos muestra: «las averías del pellejo añejo / el desconsuelo y sus ojeras verdes / la calvicie que empieza o que concluye / los párpados vencidos siniestrados / las orejas molleras la chatura nasal / las vacantes molares las islas del eczema». En «Historia de vampiros» de Preguntas al azar se adentra al interior de la sangre: «de modo que una noche / con nubes de tormenta / cinco vampiros fuertes / sedientos de hematíes plaquetas leucocitos / rodearon al chiflado y al insurrecto / y acabaron con él y su imprudencia». -Términos médicos o farmaceúticos: las enfermedades que un hombre puede arrastrar consigo también aparecen en su poesía. Tanto las más comunes como las más graves y serias como el sida o el cáncer. Así, habla de su asma, su colesterol, del hipo, de la tos, de los estornudos, etcétera. Menciona productos farmacéuticos como un alkaseltzer, estupefacientes o complejos vitamínicos, o instrumentos médicos como el bisturí. En «Próximo prójimo», del poemario con idéntico título, habla del amor como: «amor subordinado e invasor / amor ciego o miope o astigmático». En este ejemplo comprobamos cómo Benedetti consigue trastocar un dicho convencional y ya lexicalizado y le da otro giro más de tuerca con esos dos nuevos adjetivos, lo que provoca una nueva metáfora.

- Préstamos de otras lenguas: Por lo general, serán anglicismos que ya han sido lexicalizados, como «stock», «lobby», «scotch» (metonimia por whisky), «whisky», «longplay», «block», etcétera. Pero en su poesía también incluye expresiones o frases del inglés que poco tienen que ver con préstamos como en «Cumpleaños en Manhattan», de Poemas del hoyporhoy: «digamos por ejemplo hacia una madre equis / que ayer en el zoológico de Central Park / le decía a su niño con preciosa nostalgia / look Johnny this is a cow / porque claro / no hay vacas entre los rascacielos». - Empleo de formas despectivas y palabras de insulto: Diríamos que casi necesarias en poemas de una temática social candente. E) Una de las bases más importantes para explicar la sencillez de la poesía de Mario Benedetti radica en su estructura sintáctica simple, donde se busca la no alteración de los postulados de construcción de una oración, es decir, sintagma nominal + sintagma verbal. Dentro de esta estructuración, Benedetti se aprovecha de una amplia gama de nexos sintagmáticos comunes con la narrativa y con el lenguaje oral. Valga como ejemplo de lo dicho el poema «La vuelta de Mambrú», de Yesterday y mañana: «Cuando mambrú se fue a la guerra / llevaba una almohadilla y un tirabuzón / (...) como a menudo le resultaba insoportable la ausencia de la señora de mambrú / llevaba un ejemplar del cantar de los cantares / y a fin de sobrellevar los veranillos de san juan / un abanico persa y otro griego // (...) asimismo unas botas de potro que rara vez usaba / ya que siempre le había gustado caminar descalzo / (...) llevaba por último un escudo de arpillera porque los de hierro pesaban mucho // (...) lo cierto es que no volvió para la pascua ni para navidad / por el contrario transcurrieron centenares de pascuas y navidades // (...) y sin embargo fue en

medio de esa amnesia / que regresó en un vuelo regular de iberia / exactamente el miércoles pasado / tan rozagante que nadie osó atribuirle más de un siglo y medio / tan lozano que parecía el chozno de mambrú / por supuesto ante retorno tan insólito / hubo una conferencia de prensa en el abarrotado salón vip». F) Otro rasgo de prosificación es el constante uso de adverbios, sobre todo los acabados en -mente. G) Benedetti recurrirá también a lo que Mónica Mansour denominaría fenómeno de autocorrección explícita, hecho que es abundante asimismo en su narrativa. Lo realiza con sintagmas introductorios del tipo: mejor dicho, o sea, es decir... Así en «Respuesta con segunda» de Poemas de otros: «no se me dio en el forro etc. etc. / o sea no quise / crear nuevos seres odiantes y odiables». H) Pero más reseñable que el punto anterior, en lo que respecta a la narratividad de su poesía, son las continuas referencias y expresiones temporales que se presentan en sus poemas. Así, en «Dactilógrafo», de Poemas de la oficina: «Montevideo quince de noviembre / de mil novecientos cincuenta y cinco / (...) muy señor nuestro por la presente / (...) comunicamos a usted que en esta fecha / hemos efectuado en su cuenta / (...) el pago de trescientos doce pesos / a la firma Menéndez & Solari». Donde, por el tono y el contexto, el poeta nos habla de una carta de marcado carácter narrativo. I) Por último, cabe señalar como muy importante la aparición de verbos dicendi, donde se introduce tanto el estilo directo, lo que da al poema otro golpe de narratividad. Un ejemplo lo veríamos en «Martín Santomé»: «No me refiero sólo a que de pronto digas voy a llorar / y yo con un discreto nudo en la garganta bueno llorá». Ha sido nuestra intención, con este repaso rápido a la poesía de Benedetti, relacionar la obra de un autor excepcional en el duro arte de escribir tanto en su rama narrativa, digamos que la más reconocida por la crítica, como en su rama poética, la más conocida popularmente, para señalar algunas pautas que emplea el autor uruguayo comunes a ambos géneros, conocedor de que todos estos elementos también son válidos para su poesía.

Mario Benedetti: olvidar (en) el exilio Nuria Girona y Eleonora Cróquer (Universidad de Valencia y Universidad Simón Bolívar) No hay arte más difícil que el difícil arte del olvido Jorge Luis Borges

¿La nostalgia es una forma de olvido? La nostalgia puede confundir lo vivido con lo deseado, llegar a encubrir lo que no quiere recordarse. Pero a pesar de que tienda a recrear las vivencias pasadas, puede también proyectarse hacia adelante, llegar a diseminar las barreras entre lo personal y lo colectivo, y edificar formas utópicas alternativas resistentes al olvido. La escritura entonces, escritura melancólica, escritura fundada sobre nostalgia, recrea espacios personales que, frente al dolor de la pérdida -que en el caso de las dictaduras latinoamericanas de este fin de siglo significaron no sólo la pérdida de un territorio político, sino también de zonas de interioridad- construyen una otra patria en la cual el sujeto fracturado puede reconocerse e interpelar a los otros desde la solidaridad. El objetivo principal de esta comunicación es describir a partir de la poesía de Benedetti, las estrategias a través de las cuales el poema se construye como patria (lugar del sujeto y casa de los otros), utopía personal y espacio para la solidaridad, partiendo siempre de una forma nostálgica que enfrenta el olvido. «Uno va fundando las patrias interinas», dice Benedetti en La casa y el ladrillo, al describir la travesía del exilio. Estas patrias interinas ocuparán una buena parte de su producción poética a partir de 1973. Después, en Viento del exilio y en Geografías, en los 80, el tema no será tanto la partida del país, la ida, sino la vuelta. Lo que el autor denominó el desexilio, término que acuñó. Este ir y venir, que sella al sujeto lírico en un movedizo tránsito, determina que durante el exilio, las estrategias textuales desplegadas traten de mantener viva la memoria; en el desexilio, en cambio, el poeta se enfrenta a sus propios recuerdos y al mapa que inventó en su partida. La noción de origen y destino fijan su movimiento. En el transcurso de este viaje, la escritura inscribe los orígenes y funda el país que se abandonó, reescribe un lugar propio al otro lado de la frontera. La ciudad se recupera en el acto de la escritura en «Ciudad en que no existo», la patria y su historia en «Curados de espanto y sin embargo». Al principio del desplazamiento, la memoria es una memoria hecha de secuencias, de retazos y de impresiones. Provee de sustancia autobiográfica y colectiva (nunca se afirma como hecho individual), materializada a partir de su fragmentación: cicatrices estelas salpicaduras huellas y enfrentada al blanco del olvido. Anclada en la escritura: cuento lo que no está, no paro de contar (...) voy abrazando ausencias (en «Croquis para algún día»), O narrando cómo hay que empezar desde cero en «Otra noción de paria» o desde menos cinco en «Croquis». O En «Los espejos las sombras»: Es tan fácil nacer en sitios que no existen y sin embargo fueron brumosos y reales por ejemplo mi sitio mi marmita de vida (...)

todo en el territorio de aquella infancia breve. Hay que vencer el vacío para que lo imaginario adquiera cuerpo. Pero la lejanía, en esta escritura, es la condición de lo imaginario. Para el territorio que despide, la distancia del exiliado registra, en el mismo devenir del tránsito, la integridad del territorio nacional que se cierra con su partida. El momento de esta despedida está evocado en el poema que da título al libro de La casa y el ladrillo. La escritura se abre con la reconstrucción de esta escena, recuperando el momento de la desposesión: Cuando me confiscaron la palabra y me quitaron hasta el horizonte cuando salí silbando despacito y hasta hice bromas con el funcionario de emigración o desintegración y hubo el adiós de siempre con la mano a la familia firma en la baranda a los amigos que sobrevivían. La partida coincide con la pérdida de la palabra, de la orientación y del territorio de los afectos. Empieza entonces el proceso de desintegración, que en la escena siguiente se arma a partir del gesto de la azafata, que mueve las pestañas al reconocer al poeta. Desde ahora, este sujeto marcado por la privación, precisará de los otros para su identificación. En el territorio que lo recibe, el sujeto que entra es un elemento extraño, una especie de prolongación física del territorio contiguo, lo que da pie a una tropología del extrañamiento en la que sin embargo, procura mirarse: la patria suplente. Durante este período aún se pueden construir relatos. Los poemas, especialmente los de La casa y el ladrillo, se articulan a partir de un eje narrativo o monológico, los versos de larga tirada y la extensión de la composición. El nombre del país de origen y de los escritores o amigos que acompañaron al poeta se suceden: decir el nombre es señalar la identidad, señalar una adscripción, obturando el hueco de la escisión constitutiva. Los nombres lo vinculan a un origen y a una genealogía, también los libros (la egoteca, en «Croquis»). En estas composiciones, Benedetti propone un programa de escritura que diseña un efecto de lectura, cuya verosimilitud y el realismo historicista puedan ser construidos (y comprendidos) con eficacia desde la instancia pragmática de lectura: es sabido que leyendo / la gente se entiende / o se entendía, dice en el mismo poema. Lejos del país de origen, el tiempo queda suspendido entre un pasado al que se recurre como lo intacto y un futuro entrevisto como liberación, pero ese presente puesto entre paréntesis es el tiempo histórico por excelencia: el futuro no se hace sólo con los guardianes del pasado también con los fundadores del presente

El discurso construye una estructura de alusiones y procedimientos vinculados con lo histórico social, contextualizando permanentemente sus componentes y produciendo un circuito de correferencialidad tanto de la historia individual (proyección autobiográfica, ficcionalización del autor empírico) como de la historia colectiva (reelaboración de tópicos y episodios del referente histórico-político). Así se vincula la materialidad del texto con los sujetos implicados, autor y lector. Progresivamente, la memoria sólo recuerda que no debe olvidar, la memoria se disocia del recuerdo. Ya no hay secuencias. El verso se acortó hace tiempo, los largos poemas narrativos dan paso a los microrrelatos anecdóticos o merodean las islas de la memoria, convertidas en lagunas. La identificación con el país de origen teme perderse. En estos libros, Benedetti nunca se reifica en un discurso ideológico, sino más en la línea de los pequeños circuitos de comunicación de Lyotard, de su caracterización de la «paralogía», como aquellas prácticas que se legitiman dentro de sus propios contextos «narrativos pequeños», que dentro de los grandes marcos teóricos de las meta-narrativas de la Razón, el Progreso, la Historia, etc. Geografías, que recoge las composiciones de 1982 a 1984, marca el momento álgido de esta disolución. Todo el poemario se construye como un tránsito entre el allá y el aquí, un itinerario que da cuenta del estar en ninguna parte y del mediar entre no-lugares. La inconcreción de este recorrido está anticipada en el plural que da título al libro, una geografía que se disipa en numerosas geografías simbólicas que hacen posibles la identificación del sujeto, ninguna reconocible ni asible, pero todas sosteniendo esta identificación. Desde el primer poema, el país de origen se designa como un allá desconocido y desmemoriado. El puente se establece más adelante con un país lejos de mí / que está a mi lado, que en realidad se refiere al país del exilio, cuya lejanía y exterioridad denotan la misma extrañeza que el de origen. Ni el aquí ni el allí, por lo tanto, sirven para jerarquizar los lugares, origen y destino se confunden. En el espacio descentrado de estos dos mundos, el sujeto lírico se construye borrándose: si sobrevivo es ya borrándome («Ay del sueño»), desplegando sus ausencias (le han robado la memoria, los fantasmas y los papeles en «Ceremonias», le han quitado la tierra en «Sin tierra ni cielo»). En su fluctuación, el sujeto lírico transmite la privación de la que nace: se construye en tanto despliega sus borraduras y sus vacíos. Su discontinuidad se ubica en el hueco mismo de la memoria y el olvido que la funda (¿recordaremos siempre no olvidar? en «Ceremonias»). En esta topografía, el itinerario del viaje traza el proceso de una pérdida, una desintegración, que no sólo es temática, sino que también es textual. Si el sujeto se construye borrándose, esta disolución incluye también la pérdida de materialidad física. Los sentidos engañan. La mano del poema «Los cinco» palpa, mira, aprende, oye y saborea lo que no es. El sujeto se va disolviendo en una primera persona del plural, que enfatiza su pertenencia al grupo, a pesar del desmembramiento del exilio, o se construye a partir de la referencia continua a la segunda persona. Los apelativos garantizan la comunicación, que es

otra de las bases de esta escritura, de toda la escritura de Benedetti, que se construye en tanto la experiencia individual adopta una forma comunicable. Si la corporeidad pierde progresivamente consistencia es para ganarla en voz (nosotros mantuvimos nuestras voces, dice de los que se fueron) y como voz, la del poeta, que puede fundar la presencia inmaterial de los desaparecidos, otra de sus ausencias, que deambulan en el mismo ir y venir que el hablante, que participan de su condición evanescente. Los muertos son inmortales y a la inversa. Por cierto, que este proceso de dispersión y colectivización se completa con la permeabilidad discursiva que Benedetti propone para el género poético: del libro a la canción y a otras formas de «oralidad secundaria», según Walter Ong. La ampliación del circuito de recepción subvierte el patrón operativo de la fruición solitaria y contemplativa, que requiere un receptor altamente competente, para entronizar la noción «democrática» de «público» (vasto indiferenciado, de competencia heterogénea) que recibe arte más divertimento, en contra de la autonomía estética. El paradigma escriturario permanece suspendido detrás del paradigma oral. La poesía musicalizada desdibuja la autoría individual, en favor de una nueva reorganización que va desde la concurrencia y la confusión autorales, hasta el reemplazo y desaparición del autor primero. En el recital y en el concierto, el sujeto de la escritura es una palabra sin cuerpo, existencialmente recortada. En cambio, el sujeto del espectáculo es un cuerpo sin voz propia, que en su gesto, adopta una identidad irrepetible. Así se recupera y se resignifica el vínculo perdido entre signo y referente pero de modo diferente a la premodernidad, superando el binarismo irreconciliable de lenguaje y realidad, praxis artística y praxis vital.

Utopía En su tránsito, el sujeto lírico inscribe el deseo de volver: Vuelvo / quiero creer que estoy volviendo con mi peor y mi mejor historia conozco este camino de memoria pero igual me sorprendo. La escritura materializa ese viaje de retorno que el sujeto ya ha empezado a emprender. La escritura utópica, contracara del exilio, presenta sus dos versiones, que vienen determinadas por su etimología: la palabra outopos o eutopos alude simultáneamente al «buen lugar» y al «no lugar». En consecuencia, el poeta diseñó primero un país de origen, construyó un espacio-tiempo, un país paradójico cuyo diseño llevaba a la vez el grado máximo de imaginación e historicidad. Después, se estableció en una región ideal, fuera del mapa, fuera del tiempo.

El pensamiento utópico constituye, en ambos casos, una forma de conciencia colectiva y un modo de supervivencia en el momento en el sujeto no tiene suelo y está separado de su historia. De hecho, Bloch define la función utópica como una «espera positiva». En este sentido, la utopía comparte con la literatura la característica de construir un espacio donde lo posible es real. Lugar de la transgresión sin castigo, Para Bloch, el «espíritu de la utopía» reside en la materialización de un sueño. Es con las «soluciones» de la literatura que puede construirse un tiempo (una historia), un espacio y un lenguaje: un mundo. La patria, fundamental para la demarcación del territorio propio y por lo mismo, para un sentido de la identidad, es ahora la humanidad completa. El poema «Patria es humanidad» espacializa la noción de comunidad y propone una nueva forma de identidad que escabulla las redes topográficas y las categoría de territorialidad: todos somos una patria / patria es humanidad. Si el país no es posible sólo quedan los vínculos de solidaridad. La solidaridad es la única ideología del relato, y no es sólo una figuración temática sino una práctica discursiva: la comunicación, que ya había sido enfatizada en la fase anterior. También el refugio de la utopía amorosa, que en el final de Geografías, la última estación de este itinerario, dibuja una mujer en la oscuridad: es conveniente y hasta imprescindible / tener a mano una mujer desnuda.

Olvidar en/el exilio ¿Dónde está la memoria de los días que fueron tuyos en la tierra, y tejieron dicha y dolor y fueron para ti el universo? J. L. Borges En relación a Martí -ese casi fundador de la experiencia del exilio tal y como la vive el intelectual moderno en América Latina-, Julio Ramos se interroga: «¿Qué significa escribir en un país distinto, un lugar diferente del que el sujeto postula como propio? (...) ¿Cuáles son las líneas del territorio de la comunidad en que se inscribe?». Para responder, comenta una cita de Adorno: «'En el exilio la única casa es la escritura'. Las implicaciones de la metáfora son bastante obvias. Ante el flujo, el desplazamiento -personal, cultural y jurídicoque consigna el viaje y el cruce del límite territorial, para Adorno la escritura es un modo eficaz de establecer un dominio, un lugar propio al otro lado de una frontera». Ramos conduce esta reflexión hacia otros interrogantes: «¿Qué casa puede fundar la escritura, incluso cuando enfáticamente se lo proponga? ¿De qué modo puede la escritura garantizar la residencia, el domicilio del sujeto?» Si usamos esta puerta a través de la cual el autor explora las «trampas de la melancolía» en Martí podríamos preguntarnos, en un primer momento, ¿cuál es la casa que Benedetti construye en el exilio?, ¿cómo es la patria que diseña en su escritura?, para luego interrogarnos sobre qué sucede con esa patria

sustituta cuando el exilio no es ya una imposición y cuando el orden cambiante de la cultura occidental destierra los ideales sobre los cuales se había edificado una patria posible. Por ello, después de las nostalgias escritas en el exilio, el desexilio trae consigo otra forma de nostalgia marcada más por la perplejidad que por el deseo utópico: «Los árboles ¿serán acaso solidarios?», se pregunta el autor en el libro Articulario y en uno de los poemas de Cotidianas.

1. «En el exilio la única casa es la escritura» No sólo somos hombres de transición también somos fantasmas transitivos Mario Benedetti «Uno va fundando las patrias interinas», dice la voz poética en el libro LC («La casa y el ladrillo», p. 171), al describir la travesía del exilio. Y estas patrias interinas, una de las tantas imágenes obsesivas que articulan la poesía de Benedetti, se sostienen y complementan con las que aparecen desarrolladas, implícita o explícitamente, en su escritura ensayística y narrativa. Es en esta continuidad, a la vez entramado textual y visión de mundo, donde estas voces se completan en la identidad manifiesta de un intelectual desgarrado por el exilio. Así, en el artículo «Dicen que la avenida está sin árboles», paralelo textual del poema de GE (p.11) que versifica el mismo título, comenta el autor: (...) El escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su gente no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino un exiliado que, además, escribe. (...) La labor con más sentido social, cultural y político que en definitiva podemos llevar a cabo los escritores y artistas del exilio es, por tanto, crear, inventar, generar poesía, construir historias, plasmar imágenes, airear el sórdido presente con canciones, transformarnos cada uno en una activa filial de la cultura en nuestros pueblos. Ésa es una derrota perfectamente verosímil que podemos infringir, que ya estamos infringiendo, al enemigo (...) (AR, pp. 15-17). Esta reflexión se completa al final del ensayo, cuando el autor que ha hablado del exilio, concluye diciendo: «En estos temas, que de algún modo comprometen los sentimientos, siempre he preferido la poesía a la prosa, de modo que les pido permiso para concluir con un breve poema: 'Eso dicen / que al cabo de nueve años todo ha cambiado allá. / Dicen que la avenida está sin árboles, / y no soy quién para ponerlo en duda/ (...)»(AR, p. 18). El juego de identidades, mediante el cual la voz poética se entrecruza con la ensayística (o a la inversa) lo es también de sustituciones, en el intercambio entre el no saber verificable de la ausencia y el saber experiencial del vacío. En estos desplazamientos se diseña un espacio, el de la escritura, y se caracteriza una conciencia. La escritura se dibuja como el escenario donde una patria se abandona y otra se edifica. El escritor exilado se presenta como un sujeto en tránsito marcado por la memoria, el recuerdo, el olvido y la nostalgia.

Entre ambos términos, escritura del exilio y escritor exiliado, se diseña un sistema de filiaciones y se propone una razón de ser: «Estoy seguro de que en un futuro no demasiado lejano, cuando podamos cotejar lo escrito y lo creado dentro del país con lo escrito y lo creado en el exilio, llegaremos a expresiones complementarias que darán la dramática pero verídica imagen de un pequeño pueblo que, al salir por fin de este pozo de angustias, habrá conseguido mantener su dignidad, su entereza y su culto de siempre por la libertad» (AR, p. 17). Más allá de esto, sin embargo, el movimiento de la memoria durante la escritura del exilio no es homogéneo ni en la poesía ni en el ensayo de Benedetti. Por el contrario, si bien en algunos textos la memoria del país que se abandonó aparece detallada en secuencias, imágenes y fracturas todavía identificables, en otros, la memoria se desdibuja en función de un lugar-emblema imaginario, atravesado por el deseo y alimentado por valores de un humanismo que trasciende los límites de lo nacional y se integra en una especie de deseo de hermandad transnacional. Así, a veces el poeta precisa los perfiles de su evocación: la ciudad natal se recupera en el acto de la escritura de «Ciudad en que no existo» (LC, p. 201), a pesar de la ausencia del que la habitó, mediante una topografía urbana identificada, asociada a figuras familiares; la patria y su historia (los héroes y el pasado nacional) se reescriben en réplica al discurso oficial en el poema «Curados de espanto y sin embargo» (LC, p. 186); los nombres propios se suceden en títulos y versos de VE y CO, desplegando familias y espacios afectivos, a pesar del desmembramiento del exilio; la tortura y el horror de la dictadura se nombran y caracterizan (en el ensayo «Torturas allá lejos» de AR), los rostros de los desaparecidos apuntan en el poema del mismo nombre, en GE (p. 19), al devolvernos su mirada y fijar los lugares en la que se posa, etc. Otras veces, el deseo utópico de un orden político y social equitativo, solidario y justo, que antes se filtraba entre los paisajes de la infancia, los pasajes amorosos, las antiguas genealogías afectivas y textuales, los retazos de una geografía interiorizada, borra los rasgos particularizadores del recuerdo. En «El paisaje» (VE, p. 35), la voz del poeta declara que durante años sus composiciones estuvieron pobladas de «hombres, mujeres, amores», sustituidos ahora por «ramas, dunas, colinas, faralones», que a pesar de reseñar los paisajes del exilio, no dejan de constatar la ausencia del grupo humano o de la vivencia personal. Quizás en la medida en que el tiempo del olvido va llenando los vacíos de lo que fue propio con la adquisición de nuevas propiedades (experiencias, vergüenzas, dolores, indignaciones, luchas, alegrías, vínculos), el outopos cede al topos. Entonces, aunque algunos poemas insistan en la necesidad de la memoria o algunos ensayos intenten referencializar su denuncia del horror, tanto el contenido de la memoria como la específica referencialidad del horror se diluyen, bien al circunscribir el recuerdo al imperativo mismo de recordar, bien en la universalización que hace del acontecimiento un arquetipo. «¿Recordaremos siempre no olvidar?», dice la voz poética de GE («Ceremonias, p. 16); «el día o la noche en que el olvido estalle / salten pedazos o crepite/ / los recuerdos atroces y los de maravilla / quebrarán los barrotes de fuego / arrastrarán por fin la verdad por el mundo / y esa verdad será que no hay olvido», repite la voz poética de EO, (p. 5). De igual

modo, el relato de los niños desaparecidos durante la dictadura argentina en el ensayo «El complejo de Herodes» concluye: «(...) los niños desaparecidos (...) constituyen una imagen tan universal e intocable que nadie puede permanecer ajeno a semejante colmo de crueldad» (AR, p. 49). De hecho, la inconcreción de este recorrido está sugerida en el plural que da título al libro Geografías: una geografía que se disipa en numerosas geografías simbólicas, ninguna asible ni precisa, pero todas sosteniendo una identidad descentrada. Sin duda, la escritura del exilio en Benedetti reúne las dos versiones de la utopía contenidas en la etimología de la palabra. Recordemos que outopos o eutopos, aluden simultáneamente al «buen lugar» y al «no lugar». En sus textos, el sujeto del exilio -voz poética y ensayística- diseña un país de origen, construye un espacio-tiempo histórico y, mientras más se transnacionaliza, más se establece en una región ideal, fuera del mapa, fuera del tiempo. De hecho, Bloch define la función utópica como una «espera positiva» y considera que el «espíritu de la utopía» reside en la materialización de un sueño, que comparte con la literatura la característica de construir un espacio donde lo posible es real. Con las «soluciones» de la literatura, entonces, pueden armarse un tiempo, un espacio, un lenguaje, un mundo. En Benedetti, aun cuando no se trate de la programática representación de un «territorio ideal», son manifiestas tanto la posibilidad de construir un mundo más humano a través de la escritura, como la de estrechar vínculos de compromiso y solidaridad entre los seres humanos. Asimismo, no son pocas las veces en que la conciencia colectiva se individualiza en íntimas utopías que hacen, por ejemplo, de la relación amorosa, un modo de supervivencia que le permite al sujeto sobrellevar la pérdida de su suelo y de su patria. Una y otra vez, ambas modalidades de lo utópico aparecen en su escritura. En el poema «Patria es humanidad» de GE (p. 12), la voz poética retoma la cita de Martí y espacializa la noción de comunidad, propone una nueva forma de identificación que escapa a las redes topográficas y categorizantes de la identidad: «todos somos una patria / patria es humanidad», que en la estrofa final se construye a partir del intercambio amoroso. En el ensayo «El hotel del abismo» la voz declara: «Sabemos que nuestra muerte personal nos espera puntualísima en la meta, pero si algo nos reconforta y reivindica es nuestra insólita confianza en la supervivencia de la humanidad. (...) Sea por instinto de conservación o por conciencia del progreso (...) no nos queda otra opción que convertirnos en fervorosos, indefensos, activos militantes de la utopía. De la utopía de sobrevivir» (AR, pp. 54-55). Y, en el final mismo de GE leemos la última estación de este itinerario, en la que frente al exilio, «apagón» o «desconsuelo», se nos recuerda que «es conveniente y hasta imprescindible / tener a mano una mujer desnuda» («La buena tiniebla», p. 24).

2. «Los árboles ¿serán acaso solidarios?» Cuando ya tenía las respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas. «En los muros de Quito» Si en un primer momento la escritura de Benedetti durante el exilio ha orientado nuestra lectura de esa palabra-subjetividad diseñada entre la poesía y el ensayo, en este segundo

momento el interrogante se dirige hacia las variaciones que se generan en ella durante el desexilio: La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos (...) así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores, odios, hábitos (...) y llega un momento (...) en que nos convertimos en un modesto empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia en plena patria (AR, pp. 42-43). El término desexilio, propuesto por el autor, da cuenta de una condición jurídicoexistencial que no obstante se define a través de la variación de un nombre: desexilio y contranostalgia -otra forma del exilio y de la nostalgia. Tanto el desconcierto como el desajuste frente a lo propio, de hecho, son manifiestos en el primero de los poemas firmado en Montevideo: «¿por qué me siento un poco extraño / y/o extranjero (en francés son sinónimos) / en este espacio que es mío/nuestro?» («Aquí lejos», SB, p. 18). Esta extrañeza que, sensación esperada y revivida, sella el nuevo estatuto de desexiliado no puede silenciar su estrecha vinculación con un mundo también cambiado y desconcertante. De hecho, en el libro Articulario. Desexilio y perplejidades, no casualmente se reúnen dos textos anteriores: El desexilio y otras conjeturas (1982-1984) y Perplejidades de fin de siglo (1990-1993). Por ello, el prefijo «des» del neologismo -significante violentado por el sujeto que habla, irrupción del deseo más allá de la norma lingüística- nos remite a un hecho histórico: los procesos de reorganización democrática de este fin de siglo en los países del Cono Sur -sus políticas hegemónicas de olvido y sus luchas disidentes en favor de la memoria-. Pero el neologismo también nos sitúan en un momento cultural: la pérdida de los metarrelatos totalizantes, el resquebrajamiento de las instituciones modernas, el derrumbe de los modelos político-económicos de izquierda, el capitalismo postindustrial, la precesión de los simulacros, la puesta en duda de las categorías universalizantes del racionalismo y del positivismo, el cuestionamiento de los lugares hegemónicos del poder -y de esa otra forma de poder que es el saber del intelectual. Entre ambas acotaciones, ¿qué nuevo lugar ocupa el escritor del desexilio? o, más aún ¿qué casa puede fundar ahora la escritura? El escritor del desexilio vive las sinuosidades propias del retorno -un retorno a la patria, finalmente posible, que trae consigo el reencuentro con un pasado para siempre perdido y la experiencia de una nueva pérdida, la del lugar de residencia sustituto. Pero esa conciencia interpelada desde un fin de siglo que permanentemente la cuestiona y desarticula, ve con horror la fantasmática repetición de un exilio diferente, es decir, la pérdida de esa otra patria trazada con el deseo de un mundo mejor y cimentada sobre las bases del humanismo. Dice la elegíaca voz de «Apocalipsis venial»: La calumnia como hiroshima de bolsillo el desierto como adversario unánime

el silencio como razón de estado la hipocresía como recoveco de la gloria el desamor como metáfora de fuego transcurren arrasando arrasan empujando a los indigentes desvalidos cándidos justo hasta el borde de un abismo cualquiera donde las soledades aúllan como lobos (EO, p. 145). Y denuncia la voz del ensayista en «Esa vieja costumbre de sentir»: En las viejas décadas de este siglo revuelto han ocurrido relevantes hallazgos, mutaciones, rupturas, vaivenes (...). Sin embargo, se han producido otras alteraciones, menos espectaculares, ya no entre poder y poder, o entre invasor e invadido, sino entre prójimo y prójimo. Como extraña derivación de tales reajustes, los sentimientos están pasando a la clandestinidad. La violencia como abrumadora propuesta de los medios audiovisuales; la desaforada obsesión del consumismo y la inescrupulosa persecución del sacrosanto status; el fundamentalismo del confort; la plaga universal de la corrupción; la represión ilegal, y la otra, la autorizada; la antigua brecha, hoy convertida en profundo abismo, entre acaudalados y menesterosos; todo ello conforma un azote colectivo que castiga las emociones, cuando no las expulsa, las exilia (AR, p. 289). Calumnia, desierto, silencio, hipocresía, desamor; violencia, consumismo, status, confort, corrupción, represión, vergüenza frente a los sentimientos... parece evidente que para Benedetti el fin de siglo -momento al que remite el desexilio- más allá de la difícil problemática del espacio geográfico de la residencia -que a fin de cuentas alberga la esperanza de un rejuvenecimiento compartido, de un enriquecimiento de la experiencia (como apuntan poemas como «Otra noción de patria», «La casa y el ladrillo», en LC o «El desexilio» en AR, p. 43-44), remiten a la dolorosa sensación de un espacio que se fuga (verdadera patria sustituta en el exilio). El territorio habitado por el escritor del exilio, ése que se repite a lo largo de toda su producción escritural, ése que contiene las coordenadas imaginarias que le permiten al sujeto despatriado reestructurarse en la construcción utópica de un nuevo mundo, ése que le permite al yo reconocerse como tal en el encuentro solidario con el otro y en la escritura comprometida con la edificación de un mundo más humano, se tambalea en este fin de siglo. Aparecerán entonces nuevas propuestas escriturales, como el énfasis en la necesaria permeabilidad discursiva que empuja a la voz poética, siempre en tono conversacional, hacia el canto, para expander su radio de acción. O la escritura en los márgenes que grafitea la página-muro de la palabra legítimamente impresa, para invocar la posibilidad de superponer sentidos o realizar llamadas desde el blanco mudo del papel, en la recopilación que antes comentábamos. Son, por lo tanto, la perplejidad y el descalabro de una forma de subjetividad lo que se evidencia en los textos del Benedetti del desexilio, si bien es cierto que destellos de un anhelo utópico siguen habitando en esta escritura. Ella no es más la casa esperanzada de una fraternidad posible sino el lugar del desencanto y del reclamo que, no sin manifestar su

disidencia, se repiten también en los recorridos a través del pasado -los que reconstruyen la memoria de los torturados, de las persecuciones, de los desgarramientos de la partida, de las posibilidades de acción solidaria-, y en los que se manifiestan sobre el presente -los que denuncian la «pérdida de la Historia», la poca solidaridad, la degeneración de los valores del humanismo, el olvido de la revolución-. Así, el poema «Júpiter y nosotros» transmite el temblor del sujeto que muere sin ecos: acaso estamos preparados para dormir el sueño de los injustos para quedarnos sin amigos ni enemigos? ¿acaso estamos preparados para ser nadie? // una cosa es morir y que otros queden para maldecirnos o llorarnos // y otra es morir y que el vacío nos absorba en su cráter infinito ( EO, p. 151). Y en el ensayo «La vergüenza de haber sido», que evoca el tango y convoca el verso que lo continúa (el dolor de ya no ser), sentencia: «La onda de un postmodernismo básico propugna un egoísmo frívolo, insustancial, para el que la palabra solidaria carece de sentido. Las encuestas pregonan que los jóvenes no confían en nadie, que vegetan en el descreimiento. Me niego a aceptar, sin embargo, que se dejen despojar, sin ofrecer resistencia, de un sentimiento tan vital y confortador como es la solidaridad» (AR, p. 301).

Mario Benedetti: una poética del acontecimiento Nancy Morejón (Teatro Nacional de Cuba)

En nuestros días, cualquier lector hispanoparlante -proceda de la Península Ibérica o de Nuestra América- conoce el nombre de Mario Benedetti porque le es esencialmente familiar. Y ese nombre está asociado no sólo a la enorme presencia de la literatura latinoamericana en el mundo de hoy, sino a la relación de su escritura con sus consumidores. El más versátil de los escritores continentales no sólo ha gestado un cuerpo literario diverso en cuanto a géneros y estilos -el más diverso- sino que ha contribuido como pocos a zanjar el ancestral conflicto de la literatura de cualquier lengua o expresión con la existencia de un público lector capaz de reconocerse en los libros de aquellos autores que hayan deparado una mejor mirada hacia asuntos más entrañables. Dicho cuerpo literario fue naciendo a la par que su creador iba creando un público lector preparado para entender las claves de una literatura que ya mostraba su rostro específico, su originalidad y su firme anhelo de independencia artística. Entre los méritos de Benedetti está su concepto y su práctica de lo que es el oficio del escritor latinoamericano en lo que va de siglo. Porque, como ha expresado en innumerables ocasiones, el primer público que Mario eligió

como audiencia primordial fue el uruguayo. Los personajes de su literatura son uruguayos. Benedetti es un hombre enamorado de su particularidad montevideana y, de esta elección, de esta opción, surge toda una ética intelectual que, a su vez conforma su sentido universal de la escritura, una escritura que parte de hechos y situaciones reales, no de abstracciones típicas de cierta literatura suramericana cuyos derroteros tenían como estímulo un mimetismo a ultranza, o quizás un bovarismo, absortos ambos en una programada esquizofrenia. Ese esplendor que ilumina la relación de Mario Benedetti con vastas audiencias no sólo se produce a partir de la presencia de sus obras en el mercado del libro, sino de ese acontecimiento insólito que es su popularidad ante muchos públicos de distintas edades, de variados orígenes, de variados confines, irreductibles fanáticos de sus poemas, de sus baladas, en fin, de sus canciones. He hablado de acontecimiento. Es y se trata de un acontecimiento, casi llevado a categoría estética esto que viene ocurriendo con la poesía de Benedetti. Su poesía se lee, se escucha, se canta y es perseguida por sus consumidores. Siendo tan excepcional este extraño fenómeno editorial, extendido al mundo del espectáculo y el disco, nos parece hoy, sin embargo, tan natural que no podemos alcanzar a comprender el salto que esto ha producido en las letras latinoamericanas, particularmente en nuestra poesía. Durante la década de los sesenta, el poeta y ensayista Tomás Segovia publicaba en el semanario Marcha un valioso artículo en donde abordaba la complejidad del quehacer literario, del oficio de escribir poesía en relación con su destinatario: el lector común. Advertía Segovia: Hoy, a pesar de algunas escasas excepciones, por lo demás fuera de toda proporción con las posibilidades modernas de difusión de la cultura (que otras ramas de la literatura y del arte han sabido aprovechar), un señor que se decide a escribir poesía renuncia casi a ser leído. En Latinoamérica, por ejemplo, la novela tiene hoy su público, mientras que la poesía no tiene el suyo. Ésta era la situación para la poesía. Más adelante, Segovia llega a afirmar que «Los lectores de poesía podrán ser, por su número, un público de poesía. Pero no lo son. Hay un público de fútbol, hay un público de teatro y de música, y también, desde hace ya algún tiempo, público de arte abstracto. Pero no hay un público de poesía, por lo menos en nuestros países». Naturalmente que la situación es bien distinta de la de 1964, fecha en que Segovia publicara su sugerente nota. Admitiendo que el poeta ha de tener un conflicto con el público, Segovia proponía, por otra parte, que el público fuera suprimido, es decir, que no contara para el poeta. No obstante, otra de las preocupaciones de Segovia era no sólo la certeza de la inexistencia de un público para la poesía sino del reto que significaba en aquellos días la aceptación de que había una impostergable necesidad de crearlo por aquellos que cultivaban el oficio de poetas. Benedetti acudió al llamado convirtiéndose en un emblema. Su mérito ha sido el de escribir una poesía altamente comunicativa así como la gestación de un público cuya gestión participativa germina la imagen de un poeta con un signo diferencial, limpio de culpas en cuanto a concesiones populistas o sea, de una cierta masificación de cánones supuestamente colectivistas. Sebastián Salazar Bondy considera que Mario pone «la primera piedra de una poesía en la que la lengua y el espíritu se encuentran y se reconstruyen. Poesía de América Latina, del idioma latinoamericano, español rescatado de su fuente de sermo vulgaris, que identifica a la persona y a las

multitudes como formas de una nueva historia. Ambrosio Fornet, el más reconocido especialista de la obra de Benedetti en Cuba, anunciaba que nuestro autor «es, para usar un término revitalizado por él mismo, un escritor comunicante». Se diría que más allá de un público, Benedetti ha alcanzado la comunión con sus lectores contribuyendo más bien a perfilar un gusto por la poesía, vehiculada ésta con el sostén (con o sin) el acompañamiento de la música o/y la declamación, o el simple buen decir. No se trata de un público a secas, negociable y veleidoso, sino de un franco prójimo inmerso en una virtual comunidad civil, política; así mismo una comunidad de aficionados a las mejores causas, al acto de fe que es creer en la utopía como gesto último de amor al prójimo y a la justicia social. Bibliófilo hasta la saciedad, es justo reconocer que Benedetti sacó a la poesía de los libros para devolverla a su espacio y tiempo naturales. Admirador, no obstante, de la soledad de la escritura y, por consiguiente, de la soledad de la lectura, ha creado, así, un fuego fatuo alrededor de su arte poética nominal del acontecimiento que lo convierte en un poeta para muchos, el cual rompe el tabú de los poetas románticos cuya herencia fue válida hasta los modernistas y postmodernistas hispanoamericanos: Qué vergüenza carezco de monstruos interiores no fumo en pipa frente al horizonte en todo caso creo que mis huesos son importantes para mí y mi sombra los sábados de noche me lleno de coraje mi nariz qué vergüenza no es como la de Goethe no puedo arrepentirme de mi melancolía. («Monstruos») Una poética del acontecimiento entre el hombre y la mujer comunes aflora en su teoría del oficio del poeta que irradia incluso hasta sus lenguajes narrativos; a partir de lo cual recrea el Poeta su gusto por los espacios metropolitanos, su aliento chaplinesco en favor de una identidad citadina agobiada de enajenación. La poesía recobra, entonces, su rostro originario; su función más vital. Siendo Mario Benedetti, como es, un escritor proteico en términos de cantidad, cualidad y diversidad, cierto es que su incursión por casi todos los géneros ha sido punto de interés para la copiosa bibliografía pasiva que su producción ha merecido. En algún sitio ya cité una inquietud de Fornet en relación con la falta de estudio sistemático que la obra poética de Mario ha generado. Es la poesía el género en el que Mario se siente más cómodo. Esto lo ha afirmado en innumerables oportunidades a lo largo de su carrera. Fue la poesía, como en muchos otros narradores, pensadores o ensayistas latinoamericanos, el primer género con el que Mario se abrió a la vida editorial. En dos ocasiones escuché decir a Julio Cortázar, entre sorbos de humeante café habanero, que todo narrador respetable tenía que rendir tributo y debía provenir del género madre: la poesía. Esta circunstancia indiscutible para el fino lector de poesía y el poeta dominguero como era el propio Cortázar, es punto obligado en las referencias bibliográficas sobre Benedetti. Tan es así que habría que sentarse a calcular el momento en que el ejercicio de la poesía fue trasladándose hasta invadir enormes dominios de la novelística, cuentística y ensayística del autor de El país de la cola

de paja. ¿Cómo, pues, explicar sus procesos creadores? ¿Cómo abordar la madeja estilística que la perfila sin estudiar, sin detenernos en ese surtidor que fueron sus primeros poemas? En un autor tan cosmopolita, inconsolable bardo del paisaje urbano, artífice supremo de un discurso literario mestizo, es inconcebible ese tono lírico de sus primeros poemas. Nadie se asombraría si afirmo que de esa fe en el acto poético nace el núcleo central de toda la narrativa de Benedetti, de muchos de sus artículos y la mayoría de sus ensayos, crónicas y reportajes. El espíritu de los contextos que definen y caracterizan a los cuentos, relatos y novelas de Mario Benedetti -dominados ellos mismos por un halo poético y una atmósfera fantasiosaestaban anunciados en ciertos versos de uno de sus primeros poemarios (Sólo mientras tanto, 1948-1950) publicado en Montevideo en 1950. Veamos: Si pudiera elegir mi paisaje de cosas memorables, mi paisaje de otoño desolado, elegiría, robaría esta calle que es anterior a mí y a todos. (...) Aquí estarán siempre, aquí, los enemigos, los espías aleves de la soledad, las piernas de mujer que arrastran a mis ojos lejos de la ecuación de dos incógnitas. Aquí hay pájaros, lluvia, alguna muerte, hojas secas, bocinas y nombres desolados, nubes que van creciendo en mi ventana mientras la humedad trae lamentos y moscas. (...) Ah si pudiera elegir mi paisaje elegiría, robaría esta calle, esta calle recién atardecida en la que encarnizadamente revivo y de la que sé con estricta nostalgia el número y el nombre de sus setenta árboles. («Elegir mi paisaje») El escenario citadino, centro del paisaje que elige la voz del poeta, junto a un sentido de raigambre, por contraste, establecen una premonición no sólo de lo que será la biografía itinerante de Mario, sino lo que será la multiplicidad de exilios, por cierto, tema recurrente en toda su obra. La trayectoria de nuestro autor patentiza una vocación estilística que atraviesa esa misma obra sobreponiéndose, incluso, a la mayoría de sus principales temas armando, de este modo, un andamiaje de recursos tan amplio como los existentes en la caja cuadrada de un mago. Benedetti viaja del verso libre al ice-berg así como al fluir de la conciencia como formas de expresión de un coherente cuadro de valores. Nuestro autor, que es un consumado pensador, diseña en sus poemas aquel mundo que debe mover al lector hacia una conciencia de la acción enmarcada, en principio, en la vida

civil; en la lucha en favor de los derechos civiles -volatilizados por las dictaduras suramericanas de la década de los setenta-. Hay un encofrado de vasos comunicantes que esta poesía genera. Luego habrá un retorno trasmutado de la prosa a la poesía. Es el momento en que la escritura de Mario Benedetti alcanza su definición mejor a través de dos libros: Poemas de otros (1973-1974), y El cumpleaños de Juan Ángel (1975). Pienso que ambos colman las expectativas de Mario en la medida en que dibujan una tierra de nadie, custodiada por elementos narrativos descubiertos en La tregua y en Gracias por el fuego, así como también en Montevideanos. Allí también estalla lo que he intentado nombrar como una poética del acontecimiento. No se trata aquí de comenzar un estudio comparado de la estilística de Benedetti situando los paroxismos decisivos que van de su poiesis a su estilo narrativo. No. Pero sería imposible hablar de su obra poética sin tener en cuenta cuán transgresora y experimentalista ha sido su vocación literaria puesta en función de un concepto del mundo y de un concepto de la función de la literatura como escritura y como hecho social. Por eso Martín Santomé, Laura Avellaneda (La tregua) y Ramón Budiño (Gracias por el fuego) llegaron a integrarse a la más lírica voz poética de su inventor: usted martin santomé no sabe qué bien qué lindo dice Avellaneda (...) usted martin martin cómo era los nombres se me caen yo misma estoy cayendo usted de todos modos no sabe ni imagina qué sola va a quedar mi muerte sin su vi da («Última noción de Laura») Busquemos aquí, ahora, el concepto de poesía que esgrime Benedetti desde Sólo mientras tanto (1945) hasta Las soledades de Babel (1991). La búsqueda incesante de un arte poética marca el quehacer de Mario, interceptada por una voluntad de estilo que, como ya vimos, no olvida la función social de la poesía. Por otra parte, ha abierto un espacio mágico circunvalado por temas y recursos estilísticos. Tal espacio ha sido construido y permanece como tal a través de círculos concéntricos que se mueven como si el autor lanzara una piedra al agua quieta de un estanque y así se trasladaran estimulados por varios núcleos centrales, a saber: 1) el amor patrio (Paso de los Toros, Montevideo, los diversos telones que conforman esa errancia poética y personal que conduce a 2) el exilio como cuestionamiento de la patria y su correspondiente identidad 3) la elección de un paisaje necesario a la expresión de esa voluntad de estilo ya nombrada; 4) la cotidianidad como

categoría del tiempo y como hecho consumado de los tiempos modernos; 5) la ciudad y la enajenación que el mundo moderno ha impuesto a los seres humanos cuyas vidas transcurren en grandes urbes. Este asunto de los temas es harto fácil y harto complicado. La obra de Benedetti va y viene por temas que se tornan recurrentes en la medida en que pueden ser encontrados por el lector, con diferente tratamiento, a lo largo de su obra poética. Con el entusiasmo de una lectora cubana adolescente (que suman miles), he creído hallar en toda la poesía de este autor temas significativos y, en el rastreo que enuncié más arriba, intenté verificar una percepción a su alrededor. El primero de todos es uno de los más socorridos puesto que bordea, a todas luces, su expresividad. La patria se percibe como una categoría muy relacionada con la identidad, más particular o más general. La historia de la patria en la poesía de Benedetti crea un arco que va desde la familia y la casa hasta el concepto de «patria es humanidad» que tomara de José Martí, pasando, naturalmente, por la trascendencia del terruño natal (Paso de los Toros) y la decisiva experiencia montevideana. En este sentido, quisiera confesar cuánto veo de técnica de Rashomón (una caja dentro de otra hasta el infinito) en el tratamiento de este tema. La primera noción de patria aparece en el poema «Esta es mi casa», del breve volumen Sólo mientras tanto (1948-1950). La casa del poeta es descrita en su dimensión física remitiendo al lector a su verdadera dimensión que es la existencial. Este poema de juventud resulta ser una indudable premonición: «No cabe duda. Esta es mi casa / aquí sucedo, aquí me engaño inmensamente. / Ésta es mi casa detenida en el tiempo». La casa de este tiempo avizora la patria asediada y convulsa de los años setenta cuya crisis de valores lanzará al poeta al destierro no sólo por causa de su soledad, de su angustia por el tiempo, sino de su acción como luchador en favor de reivindicaciones sociales y políticas. De hecho, el poema «Noción de patria», que da título a todo un cuaderno, es una confrontación de la patria por defecto. El poeta, haciendo un recuento de todos los rincones del mundo visitados, reconoce su rincón, su sitio personal aún consciente de la crisis que por aquel entonces se avecinaba. Así, opta por reconocer que esa primera noción y opción de patria tienen un signo en donde prevalece el factor de la colectividad: y cuando miro el cielo veo acá mis nubes y allí mi Cruz del Sur mi alrededor son los ojos de todos y no me siento al margen ahora ya sé que no me siento al margen. Quizá mi única noción de patria sea esta urgencia de decir Nosotros quizá mi única noción de patria sea este regreso al propio desconcierto («Noción de patria») La patria del joven Benedetti se alza contra los males y los estereotipos que asolaban el Uruguay de los años cuarenta, era decir, una patria suiza inigualable, sin relojes.

Los poemas «Noción de patria» y «Otra noción de patria» enmarcan nociones distintas de dos momentos históricos diferentes. El primero muestra la toma de conciencia de una patria asumida más allá del cliché, como una pertenencia compartida, según un sentimiento de identidad afianzada en lo social. El segundo denuncia los resortes del destierro, de la expulsión en masa de «su casa», de su familia extendida, es decir, de su patria. Los avatares de una errancia inconsolable quedan fijos en este poema que engloba una suerte de lamento de la diáspora del Cono Sur. Todos fuera, «el paisito más allá»; todos conscientes de sus razones históricas contra los depredadores, «hombres de mala voluntad», opresorestorturadores, y el poeta acierta al concluir que, de todos, sólo «uno de cada mil se resigna a ser otro». El arco enunciado (casa, familia, patria) alcanza también otra zona temática de esta obra poética y es la que el propio autor quiso nombrar en su libro La casa y el ladrillo. Los pedazos de su casa, es decir, de su patria, fueron arrastrados por casi todo el globo terráqueo. La patria es un acontecimiento magno que signa buena parte de esta producción literaria. El poema «Aquí lejos» (Las soledades de Babel, 1991) aborda, nuevamente, el tema de la patria, esta vez revisitada sin que por ello la alegría del regreso se empañe; sin que la alegría del regreso aniquile el sentido crítico y la conmovedora añoranza de otras latitudes en donde el poeta había construido su otra casa, la porción de la casa partida allá en su infancia: Pero a mi casa la azotan los rayos y un día se va a partir en dos. Y yo no sabré dónde guarecerme porque todas sus puertas dan afuera del mundo. («Esta es mi casa») El tema del exilio, como podrá advertirse, es tema tangente al de patria. Dos caras de una misma moneda: anverso, reverso. Y aunque su presencia recorre toda la obra de Benedetti, de una forma u otra, prefiero detenerme en los dos poemarios que creo lo expresan mejor. Son ellos: La casa y el ladrillo (1976-1977) y Viento del exilio (19801981). El planteamiento central de ambos libros se alimenta de este tema. Me gustaría insistir sobre la reversibilidad de estos dos temas. En el poema «La casa y el ladrillo», Benedetti nombra al exilio como «patria interina», «patria suplente», «compañera», es decir, el exilio engloba una patria compartida y, por tanto, extendida. En la disposición del libro original, su lector encontrará que el poema sucesor de éste no es otro que «Otra noción de patria». O sea, anverso y reverso. Esa patria extendida, en el exilio, corrobora la ya mencionada idea de una diáspora del Cono Sur, en particular la de los uruguayos: es claro en apariencia nos hemos ampliado ya que invadimos los cuatro cardinales en venezuela hay como treinta mil incluidos cuarenta futbolistas en sidney oceanía hay una librería de autores orientales que para sorpresa de los australianos

no son confucio ni lin yu tang sino onetti vilariño arregui espínola en barcelona un café petit montevideo y otro localcito llamado el quilombo nombre que dice algo a los rioplatenses pero muy poca cosa a los catalanes en buenos aires setecientos mil o sea no caben más y así en méxico nueva york porto alegre la habana panamá quito argel estocolmo parís lisboa maracaibo lima amsterdam madrid roma xalapa pau caracas san francisco montreal bogotá londres mérida goteburgo moscú de todas partes llegan sobres de la nostalgia narrando cómo hay que empezar desde cero navegar por idiomas que apenas son afluentes construirse algún sitio en cualquier sitio («Otra noción de patria») Benedetti se aproxima al tema del exilio como hecho vivencial. Por eso mismo hay dos niveles de esa experiencia: uno) la asunción, la aceptación y el análisis del exilio a través de la diáspora; es decir, la experiencia del poeta como parte de una identidad, de una colectividad; dos) la interiorización de esa experiencia, expresada a su vez con una desgarradora capacidad de lirismo: todos mis domicilios me abandonan y el botín que he ganado con esas deserciones es un largo monólogo en hilachas turbado peregrino garrafal contrito y al final desmesurado para mi humilde aguante (...) pero espejo ya tuve como dieciocho camas en los tres años últimos de este gran desparramo como todas las sombras pasadas o futuras soy nómada y testigo y mirasol dentro de tres semanas tal vez me vaya y duerma en mi cama vacía número diecinueve no estarás para verlo no estaré para verte («Los espejos las sombras») Veremos los espejos, unos frente a otros, para cercar al acontecimiento poético, subvirtiendo formas, géneros. El exilio va de un poema a una prosa. La enajenación del ser humano en nuestra época, desplazándose del poema a la ficción y viceversa. Una de las ambiciones explícitas del escritor Mario Benedetti ha sido la de dinamitar, con éxito, las fronteras entre los géneros literarios. La cuestión de los géneros, para la

literatura latinoamericana de este siglo, es tópico primordial y se encuentra en el eje de dos categorías indiscutibles como son tradición y ruptura. No se explica la personalidad de nuestra expresión literaria si no se estudia el deseo manifiesto del creador literario de romper esas barreras no sólo en busca de una expresión (complaciendo a Henríquez Ureña) acorde con los tiempos que corren, sino tratando de hacer visible la imagen de una originalidad artística que debe pasar, no obstante, por la asimilación de la historia de los géneros literarios. No pocos críticos han subrayado esta condición transgresora de Benedetti como el signo de una conducta y de un anhelo consecuente que creó la pirotecnia más funcional de la literatura latinoamericana contemporánea. Esa voluntad de transgresión, que es también en Benedetti una certera voluntad de estilo, se produce ya desde los inicios de su carrera. Si atendemos al hecho de que, en más de una ocasión, Benedetti -halagado aún como el más versátil de los actuales narradores continentales- ha afirmado que el género en que se siente más cómodo, o quizás se sienta más legítimamente creativo, es la poesía. ¿Quién podría dudarlo? Así lo testimonia un libro clave como Poemas de la oficina. La primera edición se agotó en quince días; algo que en el Montevideo de los años cincuenta representaba una repercusión sencillamente escandalosa. El propio Mario ha considerado también en más de una oportunidad las equivalencias entre Poemas de la oficina y Montevideanos, su segundo libro de cuentos. A mi juicio, estos dos libros son los centros generadores, la suma del arte poética del autor de Contra los puentes levadizos. Allí encontrarán, tanto el lector común como el crítico más exigente, los fundamentos y la sustancia de este enorme cuerpo literario. Equivaldrían, pues, a su corazón y a sus pulmones. Benedetti no sólo ha insistido sobre este aspecto sino que ha declarado que la evidente comunicabilidad entre poema y cuento no constituyó nunca un azar. En entrevista concedida al periodista cubano Ciro Bianchi Ross, Mario aseguraba: «Creo que fue un propósito consciente, nacido sobre todo de una preocupación casi obsesiva ante la falsa imagen de mi país y de nosotros mismos que nos vendían ciertos políticos, periodistas e historiadores». En primera instancia, Benedetti tiene una prioridad: destruir una falsa imagen del Uruguay y, para llevarla a cabo, escogió el poema como vehículo primero, portador de una luminosidad que luego trasladara, por más conciencia expresiva aún, a los espacios citadinos de los fundacionales cuentos de Montevideanos. De este eje, nacería todo lo demás y no sólo nacería sino que se repetiría, como experimento, en los próximos años. El acontecimiento premonitorio es Montevideo, cuya gris burocracia tejería la tela de araña que serviría de intermediaria a la instalación de un fascismo corriente. Los géneros, las formas, habrán de acondicionarse a las prioridades del escritor. Luego volveremos a hallar el esplendor de esta práctica en un cuaderno excepcionalmente innovador, hermoso, desgarrado en su intuición para fabricar una ética mayor para el suramericano cuya historia se había integrado a una monstruosidad planificada por la alucinación y la violencia nunca antes conocida. Hablo de Poemas de otros, un libro más espléndido que inaugura otra etapa de su quehacer literario. Los recursos narrativos invaden este nuevo discurso cuyo hilo conductor es un yo poético fabulosamente trasmutado y, asimismo, deudor del célebre «le Je est un autre», de Arthur Rimbaud. Así, el desdoblamiento de ese yo poético es compartido con el yo de tres personajes del primer periodo de su novelística, a saber, Martin Santomé, Laura Avellaneda (La tregua) y Ramón Budiño (Gracias por el fuego). Aceptando la invasión de recursos

narrativos y de estos personajes, es necesario señalar que el experimento ha sido válido pues, alentado convenientemente por la semejante peripecia de Fernando Pessoa -y, en nuestra lengua, las consiguientes de Antonio Machado y Juan Gelman- Benedetti ha realizado un peculiar ejercicio del hecho poético pues ha conseguido inventar una subjetividad, casi diría objetivar una subjetividad, a partir de la cual alguien se expresa poéticamente. Aquí existe la consideración del poema como objeto lingüístico independiente y como material de experimentación. Por otra parte, hay una recuperación de lo autobiográfico como objeto poetizado; dicho de otro modo: la voluntad de contextualizar la propia vivencia personal en el marco de una historia cultural, creando con su propia vida un mito, y de su persona, un personaje. Poemas de otros fabula también la biografía ajena asumida como arte poética. Poemas de la oficina, por el contrario, había inaugurado ya el recurso de la autobiografía como sustrato literario. Las conquistas formales de la poesía de Mario Benedetti se articulan en Poemas de otros. De ese pozo iluminador brota el agua bíblica que hará posible el diluvio formal todavía más abarcador como lo ha sido El cumpleaños de Juan Ángel, novela escrita en verso. El hondo conflicto uruguayo es el acontecimiento que permite al lector adentrarse en un mundo altamente fabulado, novelado y expresado con un audaz lirismo al que no renunciará el autor de Sólo mientras tanto. Un acontecimiento poético nutre una fabulación que posee al tiempo como protagonista supremo heredero de la conciencia del tiempo que, por ejemplo, el Orlando de Virginia Woolf prestara a la mejor construcción de un personaje de la narrativa inglesa de este siglo. En Poemas de otros ha alcanzado su expresión más depurada esta zona experimental de la poética benedettiana. Las correspondencias que he enunciado entre Poemas de la oficina, Montevideanos, Poemas de otros y La tregua, llegan a alcanzar su definición mejor en dos libros que comparten el título de Geografías (1982-1984). Destinada una porción del título a un cuaderno de poemas y la otra porción a una sucesión de relatos, ambos libros resaltan por el logro de técnicas y la recurrencia al acontecimiento mayor del discurso poético de Benedetti en su segunda etapa: el exilio. Si ya en Poemas de otros, Mario Benedetti cincela el aullido que engarza el concepto de patria con el de nostalgia: País verde y herido comarquita de veras patria pobre (...) país que no te tengo vida y muerte cómo te necesito («Hombre que mira su país...») en Geografías este círculo concéntrico retorna a los temas iniciales del paisaje y la casa, lanzando así el poeta la pregunta de marras, es decir, la duda que conforma la esencia de este oficio:

Eso dicen que al cabo de diez años todo ha cambiado allá dicen que la avenida está sin árboles y no soy quién para ponerlo en duda ¿acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles que según dicen ya no están? («Eso dicen») El estereotipo del Uruguay que la primera etapa de la poesía de Mario Benedetti trató de deshacer para construir, en su lugar, una inmensa noción de patria -que es humanidad-, me retrotrae a uno de los espejismos más fortuitos de la poesía latinoamericana. Y es esa opacidad de sus raíces poéticas, diluidas tal vez en el mito fundacional que otra poesía, alarmantemente diaspórica -la de Jules Supervielle- inaugurara en la primera mitad del siglo XX. Tal como la Guadalupe de Saint-John Perse suministra uno de los contextos más característicos de su poética, del mismo modo, cierto mito del Uruguay (y su masa de mar que es un río, el Río de la Plata) estalla en la poesía de Supervielle. La poesía de Mario Benedetti -objetiva, objetivizante del acontecimiento-, no descarta en su discurso más íntimo ciertas claves que van, por ejemplo, desde el respeto a las formas métricas de la poesía española y de su correspondiente transculturación latinoamericana hasta la recreación de propuestas literarias del poeta de Altazor, a quien no sólo Benedetti cita oportunamente en su poema «Los espejos las sombras», una verdadera pieza expresiva, sino que estudia y divulga en un ensayo sobrecogedor si tenemos en cuenta la estética del autor de Las soledades de Babel. Sin resquemores, sin orejeras, Mario Benedetti ha batallado entre nosotros por reivindicar, socialmente, la función civil y civilizadora de la poesía y del poeta, mientras ha contribuido, incesantemente, a la creación de vastas audiencias, preparadas para disfrutar y participar en el logro de una América más múltiple, única y nuestra. Desde luego que me gustaría hurgar en alguna medida en las relaciones de la obra poética de Benedetti con la historia de la poesía latinoamericana a la que ha dedicado tantas y tantas páginas. «Una curiosa característica de la poesía latinoamericana en este siglo que concluye es su diversidad, su mestizaje. Una aleación que se detecta en la zona poética de cada país en particular (...) Sin embargo, el mestizaje estético puede aparecer en la trayectoria de un mismo poeta», puntualizaba Mario a principios de los noventa. Esta conclusión bien podría ser válida y aplicarse -de hecho la hemos estado palpando a lo largo de esta ponencia- a la propia obra de Benedetti. Un poema emblemático como lo es «Hombre que mira a su país desde el exilio» encierra en sí mismo semejante apotegma. El tratamiento del lenguaje en él nos revela una adecuación de la palabra afiliada a su intrínseca sonoridad; sujeta, a la vez, a un paroxismo expresivo que no sólo se conforma con emitir su literal significado, sino que el poeta nos la devuelve casi en su naturaleza de

morfema para entonces someterla a ese experimento y a ese acabado que sólo la familia poética proveniente de César Vallejo ha podido brindarnos. Un balbuceo desgarrador, entonces, pone al lector contra un telón de fondo que suministra como resultado del exilio. En Poemas de otros apreciamos zonas que se aproximan, mediante un nuevo tratamiento de la metáfora, complementándose formalmente. Si bien los giros coloquiales conducen el discurso poético de este libro-programa, el poeta ofrece, a cambio, un cultivo de las formas métricas populares, procedentes del tesoro de la tradición oral gauchesca, herederas a su vez del romancero castellano. Es una prueba de fuego que en su brillante realización coloca al propio Benedetti entre dos aguas: la culta, hija del experimento básico de nuestra poesía, atesorado en ese libro clave y fundacional de César Vallejo que es Trilce (1922); y la popular, hija, a su vez, del legado de Martín Fierro, de los Versos sencillos, de José Martí, así como de ciertos estadíos de la obra de Nicolás Guillén, en especial aquéllos que trascendieron en libros como El son entero (1947) y La paloma de vuelo popular (1958). Ritmo y musicalidad abrazan textos ya clásicos del cancionero latinoamericano como el insustituible «Te quiero», poema hecho canción, devuelto a las fuentes orales de todo latinoamericano: si te quiero es porque sos mi amor mi cómplice y todo y en la calle codo a codo somos mucho más que dos... («Te quiero») En manos de Benedetti ese cancionero ha ido y vuelto, renaciendo ante los ojos estupefactos de aquellos enamorados del hecho poético que apostaron sólo por una de las zonas más sensitivas de la poesía latinoamericana, esa que se instala en un discurso donde las palabras deliran llevadas más bien de la mano de un Huidobro (el de Altazor, 1931), o de un Oliverio Girondo (el de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, 1922). Como Roque Dalton, Benedetti no sólo ha reconocido la existencia de dos familias poéticas en el seno de la actual poesía latinoamericana, las de Pablo Neruda y César Vallejo, sino que tiene la convicción de pertenecer a la segunda. Entre estas dos hermosas aguas, Benedetti madura su expresión incorporando a su estética los más depurados recursos estilísticos que nacieron del coloquialismo. De este modo transporta el giro criollo, montevideano, suramericano, al mapa de su arte poética. No obstante, su percepción del paisaje, ese paisaje que se ha ido tejiendo a su discurso, no proviene tanto del coloquialismo puesto a bogar desde mediados del siglo, sino de dos poetas modelos, quizás distantes entre sí pero avecindados por la elección del propio Mario. Se trata de Baldomero Fernández Moreno y Antonio Machado. Quien habla ahora es Benedetti: ¿Cuál fue la originalidad esencial de Baldomero Fernández Moreno? ¿Qué elemento nuevo introdujo en la poesía argentina? Borges da una primera pista cuando le atribuye una «percepción genial del mundo exterior» y, ya desde Las iniciales del misal (libro inaugural de Baldomero) considera que en esa obra Fernández Moreno «había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito, un acto que con todo rigor etimológico podemos calificar de revolucionario. Lo diré sin más dilaciones: Fernández Moreno había mirado a su alrededor».

Y más adelante: Aunque hoy parezca paradójico, es probable que el contemporáneo argentino con el que Baldomero Fernández Moreno tuvo más afinidad en su actitud ante el paisaje urbano, sea el Borges que va decantándose en Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). Pero aún así, en Borges la nomenclatura ciudadana accede a su poesía como algo que se intuye va a ser añorado, como anticipo de una nostalgia que vendrá, en tanto que Baldomero la asume con un sentido de posesión, y a veces como pretexto para colgarle nostalgias, repasos de lo que él mismo fue. Absorto también en un diseño del paisaje urbano que se ancla en esta tradición de la poesía suramericana (descansando sobre los pilares que para ello erigieron la Argentina y el Uruguay), la obra poética de Mario Benedetti incorpora a esta modalidad un coloquialismo más bien heredero de la corriente coloquial que fundara entre nosotros la famosa «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» (1907), poema que el propio Benedetti califica de «tan inobjetablemente actual que puede leerse como si hubiera sido escrita la semana pasada». El paisaje urbano de Montevideo y de casi todas las ciudades donde Benedetti se ha visto rodeado por similares telones de fondo formulan asimismo una poética del acontecimiento virtualmente escindido entre dos factores: el del lenguaje y el de la conducta. Al auge de las vanguardias correspondió una revelación de zonas secretas del lenguaje poético para arremeter contra el estereotipo que los cánones de la poesía modernista (heredera a su vez del legado romántico) habían cincelado creando una parafernalia de cisnes, japonerías y perlas. Los Poemas de la oficina se insertan en la ruptura que hizo posible el esplendor de un concepto de la poesía eminentemente antipoético, original, derivado si se quiere de una lapidaria frase de Charles Baudelaire: «épater le bourgeois». El discurso poético que allí nace adelanta lo que Nicanor Parra logró sintetizar mediante sus antipoemas los cuales no eran otra cosa que una legítima reacción ante el legado de la familia Neruda. Mario Benedetti casi propone un manifiesto, otra actitud y reclama el lugar de importancia que ha de tener, desde entonces, en nuestra poesía ese interlocutor omnipresente, sea rioplatense, caribeño o amazónico. Los poemas «Monstruos» (Poemas de la oficina) y «A la izquierda del roble» (Noción de patria) ejemplifican, cada uno a su manera, lo que quiero decir. El lugar de la poesía de Mario Benedetti en el marco de la poesía latinoamericana se asienta en un proceso de asimilación de aquellas formas vanguardistas o tradicionales que, sobre todo, perfilan una identidad poética cuya mayoría de edad había sido alcanzada desde las postrimerías del siglo XIX, cuando las huestes modernistas que capitanearon José Martí y Rubén Darío mostraron nuestro nuevo ser, único, unívoco, perpetuado en su especificidad allende el mar, en su centrífuga de mezclas la cual, sin embargo, canta a una identidad forjada a través de numerosas migraciones, a vuelo de pájaro, planeando sobre el espíritu de una América nuestra, de una patria grande compartida desde el Río Bravo hasta la Patagonia. La poesía de Benedetti respira historia y, por consiguiente, migración, destierro, con firmes pies en una experiencia histórica que nos hace crecer día a día y adentrarnos en esa selva amazónica sobre una canoa que boga y boga hasta liberarnos de todo atavismo, de toda mala fe, de toda claustrofobia sin retroalimentación posible. El siglo XXI nos espera, ya está ahí, y allí volveremos a desenfundar las guitarras, las aspilleras, con nuevas herramientas de todo tipo, en medio del gran bosque, que quería el Che Guevara; en medio

de la rica comarca, ya nunca extraña, en donde se albergará una poética del acontecimiento, una nueva poética de las relaciones humanas. ... La poesía de Benedetti hay que admitirla como una hermosa aventura. Pero lo más tremendo de toda esta aventura, cuando volvemos a visitar sus predios, es el hecho irreversible de haber caído en cuenta de ese atractivo extraordinario que siempre he sentido ante ellos. Hay un imán ensordecedor que me ata a sus conmociones, a sus artificios, a sus juegos, a sus riesgos y apuestas. Ese imán me refracta y me atrapa como lectora o como alguien que sigue intentando escribir poesía. No he podido sustraerme de este fenómeno y, a lo largo de mi trabajo, me debatía entre poner el ojo crítico que debería primar ante ustedes y el deseo casi incontenible de correr a buscar una página en blanco para inmediatamente emular sus versos, sus desafíos, sus transparencias. Hay poemas de Benedetti que provocan la escritura del prójimo. No hay vuelta de hoja. Qué maravilla beber en sus fuentes del Sur que encuentro tibias e inagotables. Ese aliento relativo al milagro de la creación está detrás de algunos de mis títulos; en ellos podrá el lector encontrar «ese rostro tras la página» (el rostro de Mario tras mis páginas) que propusiera Orwell. Por eso quiero traer ahora, aquí, para concluir, unos versos de Mario que fueron una de sus primeras artes poéticas. En ellos, como en ningún otro sitio de su poesía, late el espíritu que nos ha permitido congregarnos durante estos días alicantinos: Que golpee y golpee hasta que nadie pueda hacerse ya el sordo que golpee y golpee hasta que el poeta sepa o por lo menos crea que es a él a quien llaman. («Arte poética»)

III. Narrativa

La última narrativa de Mario Benedetti Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid)

Con sus secuelas de horror y de muerte, de represión y silencio, de exilios y regresos, las últimas dictaduras militares del cono sur han proporcionado y aún proporcionan temas abundantes a la narrativa hispanoamericana. La novela El fin de la historia (1996), de la

argentina Liliana Heker, me ha permitido comprobarlo por penúltima vez, y constatar que la revisión de los últimos tiempos tolera valoraciones muy diversas: muchas de sus páginas aparentan ofrecer esta vez un homenaje a esa generación que salió de la normalidad cotidiana y tocó la revolución con las manos, pero el resultado final es la reconstrucción de las andanzas de la montonera Leonora Ordaz, amante de su torturador, cómplice de la dictadura, siempre capaz de beberse la vida hasta el fondo de la copa. Lo inhumano de la represión no oculta una visión también crítica del fervor revolucionario, de modo que la esperanza se reduce a individuos dispuestos a la solidaridad y al sacrificio en esos tiempos de sinrazón y de locura que supusieron el fin de la Utopía. «Ésta no es una historia de héroes, hija, es una historia de asesinos y de asesinados. Y también es una historia de sobrevivientes», explica la escritora Herta Bechofen, a quien parece corresponder la redacción del texto definitivo. Desde luego, pueden encontrarse visiones más positivas de los revolucionarios de antaño. En Imposible equilibrio (1995) el también argentino Mempo Giardinelli decidía salvar a algunos viejos militantes dándoles un refugio final en el ámbito de la literatura. La novela había empezado apelando al humor, para narrar la llegada de dos parejas de hipopótamos al Chaco, destinados a terminar con los camalotes y otras plantas que invadían los ríos de la zona, y su liberación por dos antiguos miembros de la guerrilla de los setenta y un gringo excombatiente de Vietnam, ahora transformados en ecologistas. Ésos y otros depositarios de la utopía perdida -el narrador entre ellos- tratan de demostrar que no ha llegado el fin de la historia, que a pesar de su impotencia y su resentimiento frente al presente insolidario, decadente y violento que pone fin a este siglo XX, cambalache del tango, no se resignan «a que dé lo mismo ser derecho que traidor». Poco es lo que pueden hacer, ciertamente, y apenas consiguen sobrevivir a fuerza de ironía. Visiones como las señaladas, o similares a ellas, se registran con frecuencia en la narrativa hispanoamericana que aborda estos temas. Pero más interesante que esa constatación, al alcance de cualquier lector, resulta el análisis del momento en que los escritores empezaron su reflexión sobre esos tiempos difíciles y sin duda decisivos en el proceso reciente de la literatura. A este respecto, Mario Benedetti ofrecía un testimonio de excepcional significación en Primavera con una esquina rota (1982), historia de represión y de exilio que en su día constituyó un testimonio inmediato -algunos fragmentos lo fueron en el sentido más estricto- de la barbarie que acababa de asolar Uruguay y otros países próximos. Tanto él como sus personajes conservaban fresco el recuerdo de los proyectos revolucionarios, encontraban en Cuba -a pesar del deterioro que ya habían significado para el castrismo los diez mil refugiados en la embajada del Perú en La Habana, y su salida hacia Miami por el puerto del Mariel- un espacio para la causa latinoamericana en su lucha contra el imperialismo yanqui, podían sentir todavía el aliento de la solidaridad internacional que salvó la vida o consiguió la libertad para algunas víctimas de la represión, e incluso alentaban por momentos -como el vivido en noviembre de 1980, cuando los uruguayos rechazaron en un plebiscito las propuestas del gobierno militar- la ilusión de que la lucha aún no había terminado. En consecuencia, la épica revolucionaria parecía viva, animada por una visión positiva de la actitud con que los personajes de la novela se enfrentaban a un doloroso destino continental en el que participaban con su muerte, con su dolor, con su soledad, con el

sedimento de dignidad que habían conseguido mantener a pesar del sufrimiento y las humillaciones, pero también con el odio hacia sus enemigos y el rencor hacia sus verdugos. Y, sin embargo, no es difícil comprobar que tras esa lucha nadie volverá a ser lo que fue: hasta los más puros se han contaminado, han destruido la inocencia de un pasado feliz, han abierto o sufrido heridas que difícilmente cerrarán. A ese sufrimiento se suma la sensación creciente de haber perdido: «Nuestra derrota no será total, pero es derrota», reconocerá Rafael Aguirre al recordar el proceso político vivido en los últimos tiempos en su país, «una asentada democracia liberal». E insistentemente se muestran las consecuencias variadas de ese fracaso, que amenaza a sus víctimas con el desaliento y el escepticismo, o al menos los obliga a reflexionar sobre lo ocurrido, a entrever los errores cometidos, a sustituir las esperanzas triunfalistas de antaño por otras austeras y verosímiles, a afrontar hasta el fin los efectos de un desastre que los ha marcado para siempre. «La primavera es como un espejo pero el mío tiene una esquina rota», confirmará Rolando Aguirre antes de conocer las consecuencias últimas de sus cinco años de cárcel. Resulta significativo que la novela termine centrándose en ese triángulo amoroso determinado por la represión y el exilio, y en el cual se lleva la peor parte el más castigado, el más indefenso, de algún modo traicionado por su esposa y por un amigo y compañero de militancia mientras se encuentra en prisión. También es revelador que tal desenlace se vea con comprensión, como si sus protagonistas fuesen menos responsables que los difíciles tiempos vividos, o como si se tratara del resultado inevitable de un proceso trágico, y que esa historia forme parte de un conjunto en el que prima el interés por el análisis de los estados de ánimo, del desaliento, de la necesidad de rehacer o renovar los lazos afectivos, de la dimensión íntima de los conflictos. El alcance de Primavera con una esquina rota gana en precisión si se analiza en relación con los cuentos escritos por Benedetti a partir del golpe de estado del 27 de junio de 1973, reunidos en Con y sin nostalgia (1977) y Geografías (1984). El primero de esos volúmenes incluyó también «Relevo de pruebas», un texto de 1966 donde quedaban patentes las simpatías del autor hacía la revolución castrista, asediada por enemigos poderosos y sin escrúpulos. Ese compromiso se acentuó en los setenta al calor de las inquietudes políticas del momento, aunque no faltarían relatos aparentemente ajenos a aquellas urgencias, como «Las persianas» o «Los viudos de Margaret Sullavan», o que apenas las incorporaban tangencialmente. La mayoría, sin embargo, se hacía eco de los avances de la subversión y de la respuesta brutal de los poderes establecidos. El clima dominante constituía una prolongación del que Benedetti había hecho irrumpir en El cumpleaños de Juan Ángel (1971), autobiografía de un hombre de transición que se despojaba finalmente de sus sentimientos burgueses de soledad y de angustia, para sumarse a otros hombres que también habían tenido que morir de algún modo para poder cumplir después el agrio deber de matar por la vida, por la justicia, para sacar al país y al pueblo de su letargo histórico. Así se extendía la estirpe del hombre nuevo, solidario cuando robaba, victorioso incluso cuando le tocaba morir, optimista hasta en las derrotas que habían de conducir al triunfo final. En los relatos de Con y sin nostalgia pueden encontrarse buenas muestras de esos héroes positivos que anteponen los intereses colectivos a los personales, capaces de renunciar a la mujer que aman, como en «Gracias, vientre leal», o de preferir la tortura y la muerte antes que traicionar a sus compañeros, como en «Pequebú». La militancia se convierte así en una suerte de apostolado, en un ejercicio de generosidad inagotable que busca la redención de los oprimidos, el final de la explotación del hombre por el hombre, la

liberación frente a los intereses materiales preconizados por el capitalismo. La lucha se afronta con el optimismo que se desprende del éxito en la captura pacífica de armas para la guerrilla («La colección»), de la capacidad de reacción popular contra la dictadura que aún demuestran las muertes satisfactorias de algunos agentes de la represión («Los astros y vos», «Compensaciones», «Sobre el éxodo»), incluso del drama familiar que se vuelca sobre el torturador que asesina a su propio hijo en «Escuchando a Mozart». Sólo en algunos relatos puede adivinarse que el drama se prolongará durante mucho tiempo -en «La vecina orilla», donde el exiliado uruguayo en Buenos Aires puede sentir la amenaza que se cierne sobre Argentina-, y que tendrá consecuencias insuperables: en «El hotelito de la rue Blomet» ya empiezan a aparecen personajes con alguna esquina rota, marcados para siempre en su vida afectiva aunque finalmente la sacrifiquen voluntariamente en favor de otros más débiles o más necesitados. Pero es en Geografías donde las dramáticas experiencias de la dictadura y el exilio muestran sus consecuencias más profundas, y no tanto para los asesinos, aunque el torturador de «Escrito en Überlingen» pague sus crímenes con la locura, como para las víctimas. Las secuelas de la tortura determinan el suicidio de los frustrados amantes en «Balada», pero quizás es en el tema del exilio donde mejor se advierten los cambios de actitud. Lejanas ya las esperanzas de un regreso pronto y triunfal enunciadas en «Sobre el éxodo», los protagonistas de «Geografías» saben que ese regreso es imposible: «Todos los pasajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros». Por eso en «Firmó doscientas mil» la muerte de Franco no redime al exiliado español de los años pasados lejos de su tierra. Sólo en casos contados, como el del revolucionario que en «Verde y sin Paula» compensa sus errores del pasado salvando la vida de una muchacha y a la vez la propia, o el encuentro final que en «Puentes como liebres» permite olvidar los desencuentros anteriores de los amantes, parece abrirse camino para la esperanza. Desde luego, no confirman ese moderado optimismo cuentos como «Jules et Jim» o «El reino de los cielos», que apenas necesitan referirse a la dictadura para configurar un clima preñado de odios inexplicables y amenazas latentes, una atmósfera de pesadilla que recrea con acierto miedos justificados y difíciles de superar. Más que en las anécdotas, los cambios parecen residir en la actitud del autor y de sus narradores frente a los hechos relatados. La militancia aún optimista en Con y sin nostalgia apenas encuentra ocasiones para manifestarse en los cuentos y poemas de Geografías. Los días del delirio revolucionario y la locura represiva iban quedando atrás, y con ellos los sentimientos vertiginosos y colectivos que animaban la lucha contra los tiranos de turno. Quizá, como el protagonista de «No era rocío», Benedetti había sentido en el exilio lo poco que importaban los grandísimos valores y lo mucho que se podía añorar una pared de piedra y mugre o una señal de tráfico perdidas, y de cara al regreso trataba de construir una patria para sus cinco sentidos, sin bandera, sin himno y sin escudo, sin esos desafíos que habían justificado tanto a los torturadores como a los torturados. Fruto de esa búsqueda, Geografías apostaba por una dimensión personal e íntima, aquella en la que se desarrollan el amor, la amistad, los pequeños afectos a las pequeñas cosas de cada día. Esa dimensión lírica parecía significar el fin de la épica revolucionaria que por algún tiempo había fecundado la narrativa del autor.

El retorno de Uruguay a la democracia, tras el 1 de abril de 1985, no significó un inmediato cambio de rumbo para la literatura del país, aunque se pudo dar por finalizado el período de dispersión, exilio y resistencia activa o pasiva contra la dictatura militar. Con La borra del café (1993), Benedetti se sumaba a una narrativa de la memoria que en las últimas décadas, como para confirmar la pérdida del futuro, ha abundado en la literatura hispanoamericana. Claudio recuperaba en esa novela la niñez perdida, a la vez que conjuraba el fantasma de Rita -decididamente priman ya los afectos personales, las historias íntimas-, y esa búsqueda del tiempo ido bien podría relacionarse con la convicción de haber llegado al final o de que cualquier esplendor pertenecía al pasado. En todo caso, La borra del café fue un notable ejercicio de amor y de humor, y quizá este segundo ingrediente sirve para conjurar los efectos del primero, liberándolo aparentemente de toda trascendencia, de la pretensión de construir un nuevo relato de iniciación a la vida o de transformar la memoria en escritura para así resguardar el recuerdo frente a los efectos del tiempo destructor. Ese regreso a la infancia no podía postergar por mucho tiempo la revisión y el cuestionamiento de los dolorosos últimos años, en los que confluía el recuerdo aún vivo de la dictadura y el exilio con la necesidad de asumir el país y su nueva realidad. En Primavera con una esquina rota ya se anunciaban las dificultades del desexilio, la dureza del futuro reencuentro con aquellos tiempos que el proceso había truncado, y se reflexionaba sobre la necesidad de reconstruir Uruguay sobre las heridas aún abiertas. Benedetti dedicó Andamios (1996) a tratar este tema, y significativamente advirtió en el «Andamio preliminar» de las primeras páginas que esa novela no pretendía ser «una interpretación psicológica, sociológica ni mucho menos antropológica, de una repatriación más o menos colectiva, sino algo más lúdico y flexible: la restauración imaginaria de un regreso individual». El regreso se circunscribía así a un país personal, en torno al cual giraban los recuerdos y las esperanzas, la nostalgia del tiempo perdido y la dolorosa confirmación de que los años no han pasado en vano. Significativamente también, en ese reencuentro se cree hablar poco de política -una forma antes tan socorrida de integrar los planteamientos individuales en actitudes y empresas compartidas-, mientras sobre la represión suele tenderse un manto de silencio que pretende no reabrir heridas aún dolorosas, reservando ese tema para momentos propicios a la confidencia. Aparece, eso sí, un torturador, pero esta vez la justicia poética no lo castiga con el asesinato de su propio hijo, como en «Escuchando a Mozart», ni con la locura, como en «Escrito en Überlingen», sino apenas con un fracaso amoroso: se suicida al ser abandonado por su amante, sin arrepentimiento ni remordimientos por lo que aún considera el deber cumplido, acosado apenas por la soledad y el insomnio, y eso después de habérsele asignado una dudosa dignidad que no poseyeron los represores argentinos -«Lo hicimos por nosotros mismos, sin excusas religiosas, bajo nuestra sola responsabilidad»-, permitiéndosele incluso la posibilidad de justificarse hasta el fin: «Creo que cumplimos una misión necesaria. La subversión fue un hecho innegable. Nos vimos obligados a responder con otros hechos no menos innegables». Aunque sus personajes parezcan eludir las conversaciones sobre política, Andamios ofrece una notable riqueza en este aspecto, relacionable con la nueva situación que ofrece Uruguay y con su contexto internacional. En las primeras páginas se afirma que esos andamios de la novela son la contribución del autor a un régimen en construcción continua como es y será siempre la democracia. El «anacoreta» desexiliado Javier Montes no se

identifica con ninguna rigidez ideológica del pasado -como máximo asegura haber compartido una extendida actitud antiimperialista-, pero, aunque representa una voluntad de ayudar que siempre se mantuvo independiente, no deja de intercambiar opiniones con amigos suyos que hablan de ilusiones perdidas, de fracasos que sólo Fidel Castro parece contener, del escepticismo, la claudicación o el oportunismo que imponen los nuevos tiempos, a los que sólo pueden enfrentarse con la dignidad de la derrota, esa dignidad que el vencedor -Borges dixit- no puede alcanzar. Él mismo deja patente su malestar ante la «ansiada democracia» que terminó con la Yugoslavia del mariscal Tito para llenarla de rencores y escombros, ante la «democracia engañosa» que rigen las fuerzas transnacionales del gran capital, y, desde luego, trata de sacar provecho de las experiencias sufridas para mantener vivo un espíritu solidario que luche por el bien común en medio del consumismo y la frivolidad de una época dominada por los medios de comunicación de masas. Ese tiempo sin ideales, en que la moral y la ética se han vuelto anacrónicas, se identifica reiteradamente con la «posmodernidad»: en las páginas de Andamios se habla de la «infidelidad posmodernista» para dar cuenta de cambios recientes en la militancia política o en el alejamiento de la misma, se relaciona a los «posmodernos» con un «sarampión de las privatizaciones» que apenas disimula la corrupción bajo una apariencia de eficacia, se hace referencia a una amenaza de «chantaje posmoderno» y es una «basura posmoderna» la que confiere a Montevideo su nueva identidad tercermundista. Con planteamientos similares, Giardinelli relacionaba en Imposible equilibrio la «inevitable posmodernidad» con un contexto social «insolidario, decadente y cada vez más violento», a la vez que implicaba a «una encantadora chica posmoderna» -miembro de una generación que se siente sin historia y sin futuro- en la alocada empresa de liberar a los hipopótamos, como si pudiese encontrar sentido para su vida junto a los representantes de la utopía perdida, que son a la vez los escépticos de la democracia presente. Benedetti, también consciente de la desorientación que afectaría a las nuevas generaciones, en diversas ocasiones trató de enviar un mensaje a los jóvenes: en Primavera con una esquina rota, el autor y su personaje don Rafael no asignaban la función de reconstruir el país a los sobrevivientes de los tiempos difíciles, ni siquiera a los jóvenes crecidos en territorios extraños, sino que la reservaban para los muchachos que habían permanecido en Uruguay y podrían recordar todas las etapas de lo allí sucedido; en Andamios se mantienen esos planteamientos, y si toda la juventud española no está vencida por el desencanto y la apatía, como el desexiliado Javier Montes recuerda, más poderosas aún se consideran las razones que deben impulsar a la juventud uruguaya para que participe en la reconstrucción del país. En consecuencia, la voluntad de conseguir un ya antiguo hombre nuevo, enfrentado a los intereses materiales del capitalismo (o del consumismo), sigue viva, aunque se diluye entre tantos rostros en los que se descubre «una lenta angustia, todo un archivo de esperanzas descartadas, una resignación de poco vuelo, unos ojos de miedo que no olvidan». Por otra parte, esa vaga esperanza ofrece menos interés que las referencias reiteradas a la posmodernidad, claramente identificada con una democracia de valores degradados. Esta cuestión alcanza también una notable significación literaria si se tiene en cuenta que un debate sobre ese tema ha afectado profundamente a los estudios recientes sobre la narrativa hispanoamericana. Lo confuso de los planteamientos poco ha conseguido decir hasta hoy sobre las últimas etapas de esa narrativa, porque los teóricos de la posmodernidad se han acercado a la literatura hispanoamericana en busca de ejemplos para confirmar sus tesis y

nada interesados en la realidad que las producciones literarias recientes permiten comprobar. Con esta realidad apenas tienen que ver los ejemplos preferidos, que proceden mayoritariamente de los años sesenta e incluso de épocas anteriores: pertenecen a Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Alejo Carpentier, a Manuel Puig a lo sumo, en quienes se han encontrado respuestas a una modernidad que se supone en crisis. Planteamientos como los de Benedetti podrían ayudar a que la indagación en la posmodernidad se acerque con algún provecho al proceso seguido por la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas. A este respecto no hay razones para negar que la modernidad -si se la identifica con la fe en el progreso y sus consecuencias- alcanzó también a Hispanoamérica, y cabe suponer que también allí entró en crisis hace mucho tiempo, al menos para los escritores: desde que se sintió el fracaso de los proyectos liberales y positivistas, y eso ocurrió ya a fines del siglo pasado. A partir de entonces la literatura construyó un prolongado y complejo discurso al que su condición crítica no le ha impedido ser la mejor manifestación de aquella modernidad: un discurso -precisamente el considerado «posmoderno» desde el exterior- determinado por la esperanza de poder regresar a los orígenes y beber en las fuentes aún vivas de la magia y el mito, por la voluntad de evitar la historia y acceder a una dimensión atemporal. A este gran relato contribuían en los años sesenta -el momento en que alcanzó mayor proyección internacional- orientaciones americanistas como el realismo mágico y otras afines, pero también propuestas ajenas a esa pretensión -las de Julio Cortázar o Ernesto Sábato, por recordar algunas- que coincidían en hacer de la literatura un instrumento para indagar en esa dimensión ahistórica, e incluso aquellas de decidida intención experimental que se concretaron en la «novela de la escritura» y otras variantes de una narrativa decididamente antirrealista, consciente de la autonomía de la realidad novelada -otra utopía- frente a toda referencia extratextual. Aunque ese gran relato siempre hubo de soportar disidencias -en los años sesenta podrían considerarse como tales las obras de Manuel Puig o las de los narradores mexicanos de la onda-, es en los setenta cuando verdaderamente puede percibirse su crisis, con la desaparición paulatina del realismo mágico y orientaciones próximas, con la renuncia a construir aquellas novelas «totales» que poco antes habían tratado de ofrecer una indagación completa en el hombre, en América o en el universo. Los escritores jóvenes parecían optar ahora por un realismo variado, interesados ante todo por los ámbitos urbanos en que habían crecido, condicionados por la cultura de masas en que se habían formado y también por las urgencias sociales y políticas del momento. Estas urgencias, íntimamente ligadas a los procesos revolucionarios que parecían imparables al iniciarse la década, determinaron para la narrativa hispanoamericana el afianzamiento de un nuevo metarrelato ligado a aquellas inquietudes, como las ficciones de Benedetti permiten confirmar. La relación de ese discurso con el que había dominado hasta los sesenta parece contradictoria: obligó a la literatura del mito a reencontrarse con la historia, con lo que contribuyó a la implantación del nuevo realismo -o al menos de algunas de sus variantes-, pero al mismo tiempo impulsó el desarrollo de nuevos planteamientos utópicos y a su manera -que a veces resultó conciliable con la precedente, prolongándola de algún modo- también míticos. Ese gran relato revolucionario, cuya condición épica los disidentes y aun los enemigos contribuyeron a completar, tampoco incluyó a todos los narradores, pero dominó el panorama literario hispanoamericano por algún tiempo, e incluso se extendió cuando los

horrores de la represión en el cono sur exigieron el compromiso de muchos intelectuales que hasta ese momento se habían mantenido al margen de los conflictos. Se necesitarían los efectos de aquella represión, la crisis cada día más evidente de la revolución cubana y hasta la caída del muro de Berlín para que ese último gran relato de la literatura hispanoamericana saltase por los aires. Nada mejor que la narrativa de Benedetti para dar cuenta de esa quiebra, con frecuencia dolorosa, que afectó a autores de diferentes generaciones -incluso a los protagonistas del boom que seguían escribiendo, como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa- y sobrepasó las fronteras, sin atenerse siquiera a las diversas y a veces encontradas posiciones ideológicas. Porque, en efecto, no se necesitaron revoluciones fracasadas ni regímenes militares represivos para que el proceso resultase compartido: la literatura de México no tardó en decidir que algo se había roto con los trágicos sucesos ocurridos en 1968 en la plaza de Tlatelolco, y en otros países tampoco faltaron razones para creer que en algún momento había empezado el principio del fin al que se había llegado en los años ochenta. En la narrativa hispanoamericana reciente abundan los rasgos relacionables con la desacralización «posmoderna» de los productos artísticos que se considera característica de los últimos tiempos -entre esos rasgos puede contarse el amplio eco que en la literatura han encontrado el cine, el radioteatro, la telenovela, la novela erótica, el relato policial, la música popular y otras fuentes de inspiración «subliteraria»-, condicionada por el consumismo «democratizador» de la cultura de masas. Esa tendencia determina en buena medida la apariencia intrascendente que ofrece gran parte de la literatura actual, liberada de las funciones cognoscitivas y del compromiso social de antaño, y que oculta o disimula significaciones verdaderamente profundas. Probablemente esa intrascendencia resulta dominante ahora porque no hay discursos trascendentes que la contrarresten. Algunas opciones narrativas garantizadas por la tradición canónica pueden ayudar a comprobarlo, como la novela histórica de estos años: en obras como El general en su laberinto (1989), donde García Márquez recordó el final de Simón Bolívar, o La visita del tiempo (1990), donde Arturo Uslar Pietri reconstruyó la vida de don Juan de Austria, o El largo atardecer del caminante (1992), donde Abel Posse hizo que Alvar Núñez Cabeza de Vaca recuperase en su vejez un pasado diferente al narrado en sus Naufragios y Comentarios, se prefiere ver a los personajes históricos -al margen de su significación tradicional, e incluso frente a elladesde un ángulo personal, privado, menor, marcado por el desengaño ante empresas azarosas coronadas por el fracaso, como si el interés por el pasado fuera consecuencia de una época actual sin salida o sin esperanzas de futuro. Esa visión de la historia concuerda en buena medida con las visiones del presente que pueden encontrarse en Una sombra ya pronto serás (1991), donde Osvaldo Soriano imaginó el regreso sin razones a un país marcado por los síntomas de un deterioro implacable, o en Nombre de torero (1994), donde Luis Sepúlveda dio a las aventuras de su personaje una atmósfera de derrota, la sufrida reiteradamente por esos ideales que la caída del muro de Berlín mostró definitivamente anacrónicos. Esa atmósfera es tan característica de los últimos tiempos que nadie parece mostrarla mejor y con más insistencia que Álvaro Mutis, alguien que se ha declarado ajeno a las inquietudes políticas y sociales que han agitado la literatura hispanoamericana en la segunda mitad del siglo: desde La nieve del almirante (1986) a Abdul Bashur, soñador de navíos (1991) y aun después, la saga de Maqroll el Gaviero ofrece una significativa gama de errancias sin fin, aderezadas a veces con recuerdos de un trópico agobiado por la humedad, el calor y los insectos hostiles, un territorio ganado por el moho, el óxido, la

descomposición general. De ese modo ha dado cuenta de su insatisfacción ante los tiempos que le han caído en suerte, convencido de que las verdaderas metas son inalcanzables y de que al final no quedan sino empresas descabelladas y amores marchitos. Así pues, llegó el fin de las utopías, incluso para quienes nunca las habían alentado. La posmodernidad literaria hispanoamericana -la que Benedetti ayuda a precisar- poco tiene que ver, en consecuencia, con lo que los teóricos europeos y norteamericanos -y sus discípulos de cualquier latitud-, buscaron en Borges, en Cortázar, en García Márquez o en Carpentier. Más bien guarda relación con esta narrativa poblada de personajes a la deriva, de los restos del naufragio; con esta narrativa en la que los antiguos valores, cuando se conservan, han tenido que refugiarse en una dimensión individual: ahí radican ahora la solidaridad y el sacrificio, la fe en el amor, en la amistad, en las pequeñas cosas de cada día que pueden redimir de la impotencia y el resentimiento en un contexto social insolidario; ahí parecen encontrarse también los argumentos para defender la independencia intelectual recuperada por el escritor.

La estrategia narrativa de Benedetti en La tregua Benito Varela Jácome (Universidad de Santiago de Compostela)

El denso corpus literario de Mario Benedetti es un singular modelo de evolución lingüística y estructural; representa, además, un consciente compromiso ideológico con las tensiones sociológicas uruguayas. Proclama una triple responsabilidad: «la de su arte», el espacio geosocial y la «responsabilidad humana». El mejor testimonio de su nueva conciencia es la narrativa. Iniciada con las compilaciones Esta mañana (1949), El último viaje y otros cuentos (1951), se consolida con la novela Quién de nosotros (1953) y los relatos Montevideanos (1959). La publicación de La tregua en 1960, marca una nueva etapa que culmina con la novela Andamios (1997), intencionada exploración del exilio y el desexilio uruguayos.

1. Estructura del discurso diegético Desde la perspectiva hermenéutica, La tregua abre varias posibilidades interpretativas. Su proceso generativo se dinamiza con la secuenciación de cronotipos que nos trasladan a unas fechas concretas de los años 1957-1958. Esta referencialidad cronológica introduce al lector en los contextos sociológicos y sociopolíticos de Montevideo. En este encadenamiento cronológico actúa la doble concepción proustiana del tiempo real y la dimensión psicológica del tempo.

El novelista uruguayo parte de sus experiencias personales de empleado de oficina, de funcionario público de la Contaduría General de la Nación para configurar los comportamientos de Martín Santomé. A sus 49 años está cansado de la vida sedentaria de la oficina. Su obsesión son los seis meses y veintiocho días que le faltan para jubilarse. Su viudez, desde hace 25 años, se complica con los conflictos de los hijos. Benedetti prescinde del relato heterodiegético. Adopta la instancia delegada; transfiere la voz narrativa a Santomé. Con este pacto autobiográfico consigue la operatividad del relato homodiegético, al parcelar el proceso generativo con el continuum temporal de estructurar el discurso en forma de diario. Las unidades agenciales, cronometradas, se ajustan a las situaciones de la diégesis. Se extienden en las funciones cardinales. En otras situaciones se reducen en sintéticas lexias o breves isotopías. El agente elocutor salta fechas, crea silencios, vacíos de acción. En el proceso generativo cronológico se introducen procedimientos de analepsis, saltos a la vida con Isabel, a la convivencia con los hijos; empleo de la prolepsis, para transmitir la anticipación de situación de la jubilación, el proyecto de ocio, la espera del amor de Laura. La existencia externa y la vida privada de Martín nos transmiten un singular verismo; constatar los medios en que se mueve la andadura vital del relator. La semántica de la perspectiva se ajusta a los modelos propuestos por Stanzel. La objetividad resalta en los actos gestuales, en el reiterado clímax de la oficina; en los referentes urbanos de calles y plazas; en los diseños espaciales. Las textualizaciones de las situaciones psicológicas de Santomé se manifiestan con el procedimiento de transparencia interior, tipificada por Doris Colh. Pero también se insertan formas de los discursos relatado y narrativizado, ajustados a la teorización de Gérard Genette. En otro plano, algunas funciones del lento proceso amoroso bordean el autoanálisis vinculado con las propuestas del campo psicológico. El discurso de La tregua, centrado en el protagonismo de Martín Santomé y en su obsesión amorosa por Laura Avellaneda se estructura en tres áreas agenciales, delimitadas por un proceso generativo temporal. Podemos diseñar su secuenciación y sus contenidos: unidades 1-56 unidades 66-158 unidades 159-178 Martín preocupado por la jubilación entrada de Laura Avellaneda en la oficina entrevista con Laura narración en tempo lento proceso de enamoramiento grave enfermedad fallecimiento situaciones prolépsicas consumación amorosa crisis de Santomé desesperación muerte de la esposa encuentros con Vignale tregua de la jubilación conflictos de los hijos problemas de los hijos ocio existencia sin sentido

Las funciones cardinales del discurso de La tregua se desarrollan en cambiantes espacios reales de la capital uruguaya, conocidos y experimentados por el novelista. Representan áreas urbanas recorridas por la pareja de protagonistas, centros de trabajo, lugares de ocio,

viviendas y el apartamento de sus encuentros amorosos. Podemos diagramar sus principales áreas referenciales: NÚCLEOS GEOSOCIALES MONTEVIDEANOS Espacio laboral Itinerarios urbanos Círculos familiares Martín Santomé desplazamientos Casa de Martín hijos esperando la jubilación ociosidad Casa padres de Laura Avellaneda Cafés obsesión amorosa Apartamento Citas con Avellaneda

Para estructurar estas funciones, para encadenar los procesos agenciales, Benedetti adopta una estrategia narrativa. Prescinde del relato heterodiegético. Aplica el modelo de instancia delegada; transfiere la voz narrativa al empleado Martín Santomé. Con el proceso de pacto autobiográfico consigue la operatividad de la narración homodiegética. La ruptura del discurso, la parcelación del proceso generativo, determinado por el continuum temporal, impone la forma de diario. Martín, narrador homodiegético, manipula todas las estructuras del discurso. Se presenta en las primeras unidades narrativas. Además de diseñar la situación presente, mediante el procedimiento de analepsis, recupera su historia pasada. Es un funcionario cincuentón, viudo desde hace 25 años, padre de tres hijos. El trabajo sedentario de la oficina estatal genera sus reflexiones. Desde hace cinco años piensa en un futuro de ocio. Pero aún le faltan seis meses y veinticinco días para jubilarse. Este proceso se mantiene desde el 11 de febrero hasta el 12 de marzo. En esta fecha se inicia una función cardinal que cambiará radicalmente la existencia del protagonista. La entrada de Laura Avellaneda en la sección de Martín transformará sus sentimientos. La narración homodiegética, mantenida a lo largo de todo el discurso de La tregua, contribuye a configurar un protagonista dotado de una relevante humanidad. Martín, como agente operativo, se compromete en las funciones cardinales de la novela, se inscribe en los contextos sociológicos de la realidad histórico-social montevideana. Benedetti le asigna la voluntad de superar la virtualidad, los procesos eventuales. Pero su comportamiento está determinado por la confluencia de situaciones psicológicas, de funciones adversas, factibles de diseñar en este diagrama: pesimismo vacuidad de su vida voluntad de actuar

frustración existencia gris MARTÍN SANTOMÉ fracaso carencia de energía sentido fatalista Revitalización amorosa

prototipo de pesimismo 2. Categorización de las relaciones amorosas Desde la instalación de Laura, en la mesa contigua a la de Santomé, el proceso amoroso actúa como un eje semántico dominante; atenúa la obsesiva espera de la jubilación. El agente le dobla la edad a la nueva empleada, pero la presencia próxima polariza nuevos sentimientos. En los primeros enfoques, registra sus rasgos físicos, descalificadores: «La frente ancha y la boca grande»; «lindas piernas»; «no es una preciosidad»; «sonríe pasablemente». Mario Benedetti y los convencionalismos sentimentales; dota al agente de la capacidad de actuar. Martín, en varias secuencias, ensaya una estudiada comunicación de miradas, preguntas, tanteos. El agente-narrador alardea de corrección ante Avellaneda. En los días de un trabajo extra, sin testigos, intenta una relación amistosa. Pero queda en suspenso, mediante una distensión diegética, en las páginas del diario protagonizadas por los hijos, la nostalgia lejana de su vida matrimonial con Isabel, los saltos mnemónicos al pasado, los encuentros con viejos amigos. Frente al tiempo fluyente del relato, subyace el tempo lento, punteado por la secuenciación temporal. La relación cambia en la fecha del 10 de abril, con esta testificación de Martín: Avellaneda tiene algo que me atrae. Esto es evidente, pero ¿qué es?

Esta sugestión vacilante le resulta inexplicable, a lo largo de varios días; y trata de indagar sus determinantes:

Sigo sin averiguar lo que me atrae en Avellaneda. Hoy la estuve estudiando. Se mueve bien, se recoge armoniosamente el pelo; sobre las mejillas tiene una leve pelusa, como de durazno. El proceso generativo del enamoramiento se silencia varios días, con el contrapunto del protagonismo familiar y los saltos analépsicos. Benedetti juega con la indecisión del agente. Pero en la escena de la oficina medio desierta, Laura se muestra triste, apenada, nerviosa.

Ante esta actitud, Santomé se conmociona; descubre que «no está reseco» sentimentalmente. A finales de abril y comienzos de mayo, se abre una nueva situación que genera en el agente un optimismo de adolescente enfrentado con las arrugas de su piel, los globos de las mejillas, las varices de sus tobillos. De su proceso introspectivo, emerge la revitalización de sus sentimientos, veinticinco años después del fallecimiento de Isabel. El enamoramiento de Santomé no es un ejemplo de espontáneo flechazo, tan frecuente en el realismo tradicional. Con el procedimiento de transparencia interior, aplica a su propio perfil una sutil intención crítica: «Señor maduro, experimentado, canoso, reposado, 49 años, sin mayores achaques, sueldo bueno...» Estas diferencias influyen en la estrategia narrativa, en un tempo lento en el que se encadenan suposiciones, sugerencias, posibilidades de aproximarse íntimamente a Laura. En la oficina, la contempla con reiterada insistencia. Las negativas femeninas no impiden la decisión de conquista. La crisis se aclara un viernes de mediados de mayo. Avellaneda acude a una cita en el café. Y Martín le declara su amor, con razonados argumentos, dinamizados por una esclarecedora semiotización lingüística. En principio, ella no responde; pero un rubor ardiente enciende su rostro; tiembla; guarda silencio. Y al final contesta: «Ya lo sabía, por eso vine al café». En sucesivos encuentros la dimensión del amor del agente, el proyecto sincero de unión convencen a Laura. Y la amistad cristalizará en «algo más». El proceso amoroso se va consolidando. Pero Benedetti recurre, de nuevo, al procedimiento de analepsis. La nostalgia de la lejana vida matrimonial de Santomé, introduce en el discurso la presencia de la fallecida Isabel. En el proceso mnemónico entran otras aventuras amorosas. Funciona, por lo tanto, en el discurso de La tregua, la categorización de las relaciones amorosas tipificadas por el antropólogo Lévi Strauss. Su teorización se bipolariza en: relaciones idílicas y de matrimonio, regidas por un código cultural prescrito, denominadas «del campo de la cultura», y las relaciones, basadas en las transgresiones, prohibidas, inscritas en el «campo de la naturaleza». Podemos esquematizar el doble proceso: RELACIONES PERMITIDAS campo de la cultura PRESCRITAS RELACIONES EXCLUIDAS campo de la naturaleza TRANSGRESIÓN DE CÓDIGOS Santomé -- Isabel Santomé -- mujer del autobús Santomé -- Laura (primera etapa) Santomé -- relaciones esporádicas Santomé--Laura (entrega) El novelista uruguayo supera todos los convencionalismos para profundizar en el proceso de enamoramiento. Las elucubraciones de Santomé giran en torno a la superación de la amistad, al placer, al futuro apetecido. Pero las circunstancias opuestas de los agentes, la disfunción de sus edades, pueden derivar en el futuro en un «inevitable desencuentro». A través de los encuentros en el café, la amistad, las muestras de confianza, se transforman en «secreto compartido». El abrazo, el primer beso generan «un único futuro tangible». Para la consumación amorosa, en el apartamento alquilado, Benedetti transmite al agente narrador una elocución en tempo lento, para diseñar las reacciones de Avellaneda, para registrar su tensión. El narrador interrumpe la situación, entre el 23 y el 28 de junio. La entrega

amorosa se describe sintéticamente por el protagonista: «Hicimos el amor. Todo estuvo tan bien que no vale la pena escribirlo». En las unidades cronológicas siguientes, Santomé testifica sus encuentros con Laura. Pero al diseñar el cuerpo desnudo a su lado, revive con un proceso mnemónico el cuerpo de la esposa fallecida. El procedimiento analépsico resalta el desnudo de Isabel. Su desnudez le transmite «una fuerza inspiradora». Del contraste surge el paralelo desvalorizador. Y la amada del presente se diseña sin los signos positivos convencionales: Avellaneda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad; sus hombros están llenos de pecas; su ombligo es infantil y pequeño: sus caderas también son lo mejor (¿no será que las caderas siempre me conmueven?); sus piernas son delgadas. A pesar de esta devaluación, Laura existe. «Está ahora acá abajo abriendo los ojos». Con este presente se engarza el contrapunto del pasado. Sobre esta alternancia, los sentimientos se consolidan, resaltados por los lexemas «amor», «confianza», «camaradería», «ternura».

3. Desenlace catártico Mario Benedetti no hace concesiones al lector. El diagnóstico de Martín Santomé se dramatiza con la grave enfermedad de Laura Avellaneda. El proyecto de matrimonio se trunca, con el fallecimiento de la amada, en la mañana del 23 de septiembre. Traumatizado por el fatal desenlace, interrumpe su diario durante casi cuatro meses. Al reanudarlo, el viernes 17 de enero, revive su pesadilla en este monólogo delirante: Murió... Avellaneda murió, porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera desesperación del dolor, murió es la desesperanza, la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Santomé queda aniquilado, sumido en una inmunda soledad. Testimonia que ella había traspasado su existencia hasta transmutarlo «como un río que se mezcla demasiado con el mar y al fin se vuelve salado como el mar». La situación desesperada se adensa. Se considera despojado de «cuatro quintas partes de su ser». Se siente «atravesado, despojado, vacío, sin mérito». Benedetti, solidario con su personaje, años más tarde, en 1969, incluye en su libro poético, Poemas de la oficina y otros expedientes, la composición «Laura Avellaneda». Las estrofas que transcribimos aportan al lector el testimonio de la pasión femenina: Usted martín santomé no sabe cómo querría tener yo ahora todo el tiempo del mundo para quererlo pero no voy a convocarlo junto a mí ya que aun en el caso de que no estuviera

todavía muriéndome entonces moriría sólo de aproximarme a su tristeza usted martín santomé no sabe cuánto he luchado por seguir viviendo cómo he querido vivir para vivirlo pero debo ser floja incitadora de vida porque me estoy muriendo santomé usted claro no sabe ya que nunca lo he dicho ni siquiera esas noches en que usted me descubre con sus manos incrédulas y libres usted no sabe cómo yo valoro su sencillo coraje de quererme El lacerante sentimiento persiste; gira entre la pesadilla presente y la analepsis. Con el sedimento de los días pasados, Martín Santomé retorna a la oficina. Está medio insensibilizado. El fantasma atemorizador de la muerte reaparece. La intensa actividad lo inmuniza. Plantea, una vez más, el problema de la existencia de Dios. Reconstruye rápidos momentos privilegiados del pasado. Le obsesiona lo que ella pensó antes de morir. Y, a veces, en breves procesos mnemónicos, surgen, en relieve, los rasgos físicos y sus actitudes preferidas: Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, sus suspiros... Pero ninguno de estos rasgos bastaba para atraerme convulsiva, totalmente. En las últimas unidades narrativas del diario, Martín recurre al procedimiento de analepsis, para rememorar situaciones sentimentales. Pero la función catártica, generada por la muerte de Avellaneda, sigue traumatizando su existencia. Los procesos mnemónicos incrementan su desesperación; acentúan su «destino oscuro». Se convence de que su «vida esencial, entrañable, profunda», se ha frustrado. La jubilación no resuelve su crisis. Lo testifica en las últimas isotopías: Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él? La elaborada escritura de Benedetti soslaya las dificultades del discurso diegético; diseña las funciones cardinales dinamizadoras; crea un denso clímax agencial, textualiza su compromiso con los contextos sociológicos montevideanos.

Selección bibliográfica Ediciones: La tregua, Montevideo, Alfa, 1960. La tregua, Barcelona, Planeta, 1973. Prólogo de Óscar Collazos. La tregua, ed. de Eduardo Nogareda, Madrid, Cátedra, 1994. Estudios críticos Codina, Ivema, América en la novela, Buenos Aires, Cruz del Sur, 1964. Curutchet, Juan Carlos, «Los montevideanos de Mario Benedetti», Cuadernos Hispanoamericanos nº 232, Madrid, 1969, pp. 141-148. Ibáñez Lonelas, J. M., «Mario Benedetti: La tregua», Madrid, Madrid Cultural, 1971. Loveluc, Juan, La tregua de Mario Benedetti, El Sur, Concepción, abril de 1961. Meehan, Thomas, «Mario Benedetti: La tregua»,Oklahoma, Books Abroad, 1971. Rama, Ángel, «La madurez del oficio de un narrador», reseña de La tregua, Marcha, 1961.

Los cuentos «crueles» de Benedetti Vicente Cervera Salinas (Universidad de Murcia)

Titulo estas páginas «los cuentos crueles» por dos razones fundamentales. En primer lugar, siempre me ha parecido que una de las aspiraciones vitales de Mario Benedetti era la de registrar, experiencia literaria mediante, los verdaderos patrones de la «condición humana». Con los ojos escrutadores y la atención siempre en vigilia de un experto espectador de la realidad vital, desarticula la mecánica aparente de los hechos para mostrar los íntimos resortes que se traducen en la actuación, el comportamiento y las actitudes de las gentes. No en vano su segunda colección de cuentos se tituló Montevideanos. Y desde esos antiguos textos de los años cuarenta hasta la actualidad, ha sido fiel a la tarea de exponer, con sagacidad y aspereza, los hilos que manejan y dominan la conducta de los seres que deambulan diariamente por las calles y las casas de toda ciudad moderna: el compañero de trabajo, el amigo de la infancia, la empleada doméstica, el vendedor de boletos de un cine o el vecino escrupuloso. La aparente inocencia que anula los perfiles nítidos en esas experiencias, traba una pragmática que se torna con el tiempo en costumbre,

rutina, ceguera o desinterés. Y es en ese espacio, en esa acción minúscula y banal, donde reside el corazón de la tiniebla. La alienación social se basa, precisamente, en el hábito como proceso de descomposición, una repetición mecánica que permite incurrir en los mayores descalabros sin que exista juicio o querella que rebaje o reajuste ese progresivo encallecimiento y encanallamiento de nuestra sensibilidad. Con gran acierto e inteligencia abordó en 1961 el escritor Elías Canetti los abusos y atrocidades de la «masa» hecha «poder». Con no menor convicción pretende Benedetti plasmar en sus cuentos la labor, apenas invisible, pero terriblemente corrosiva y destructora, del gusano en la manzana, de la carcoma en el sillón, de la termita en cultivo. La crueldad es un latido social al que no siempre prestamos la debida importancia, tal vez porque así se nos permite también ejercerla en nuestro propio ámbito de mediocridad. La moral del asalariado, siempre descontento, le arroga el derecho mezquino de infringir pequeños males, ardides y astucias consuetudinarias que horadan paulatina, lentamente, los más sólidos tejidos de colectividad y que colman con la justificación y la impunidad de pecado ajeno. Ser cruel, y esto lo sabe muy bien Benedetti, es actuar desde una convicción negativa y abusar de ella hasta lograr los fines previstos. No es impulsar un golpe súbito, un estallido de violencia ni rebatir al adversario con armas propias. Implica una labor insistente e incesante, lenta y minuciosa, perseverar el filo del veneno, escondiendo la mano tras arrojar la piedra. Benedetti aprende esta lección de autores como Guy de Maupassant. Su extraordinaria «nouvelle», Bola de sebo, es el más insidioso ejemplo de la crueldad quintaesenciada: la de aquellos que sirven de la hipocresía y la manipulación más infame para escarnecer al otro, a quien hubieron de recurrir y utilizar de manera vil y rastrera. Esa lacra social, la de una crueldad sofisticada que, tal vez, subyace en toda conciencia, y se convierte en posibilidad real merced a la uniformización y neutralidad del ser colectivo, es objeto de atención por parte de nuestro autor. Él la convoca para mostrar su poder y su tiranía, pues entiende que sólo haciéndola visible se reconocerán sus dimensiones y se advertirá de su peligro. La segunda razón que aduzco se basa en una clave intertextual. En 1883 editaba en Francia el insigne, y al decir de Rubén Darío, «raro» escritor Villiers de l'Isle Adam una compilación de textos a la que dio por título, «Cuentos crueles». Páginas de una belleza plástica y formal irreprochable transitaban por el territorio de la exquisitez y la perversión como sólo podría darse en el seno del movimiento simbolista. No pretendo en absoluto allegar estilos, procedimientos, espacios narrativos ni técnicas en la creación de personajes, pues a todas luces la literatura del aristócrata y romántico Villiers dista de los referentes sociológicos y estilísticos de Benedetti. Y, sin embargo, el interés por el mecanismo profundo de la crueldad tiene sutiles puntos de concomitancia, pues para ambos autores los resortes de lo cruel se materializan en las formas de la insistencia tenaz y enquistada, progresiva e imparable, como un agonizar imperceptible, que se hace rostro en la metástasis de la esquizofrenia. Pero en el caso del escritor uruguayo, esa esquizofrenia es aun más intolerable y repulsiva, por cuanto se filtra en el tejido de lo social donde aparentemente anula su pujanza. La omisión general, la tácita aceptación masiva se convierte así en su alianza mas valiosa. Cifra de ello es el extraordinario cuento de Villiers, al que llamó irónica, cruelmente, «La esperanza», «El rabí Abarbanel, judío aragonés que -aborrecido por sus préstamos

usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido sometido a tortura durante un año», alcanza a sufrir la versión más refinada del terror. Al final de su jornada descubrirá que su casual escapatoria y sus presuntas ilusiones de libertad no era- más que una forma refinada y última de la crueldad: la experiencia última «de un suplicio previsto: el de la esperanza». No sin acerba lucidez observó Jorge Luis Borges que el título de los cuentos de Villiers pecaba en la actualidad de ingenuo. Tras más de cien años de horrores contemporáneos (la Historia de nuestro siglo), la agudeza intelectual del francés quedaría relativizada. Mario Benedetti es consciente de ello, y por esa razón, la crueldad plasmada en su literatura se hace eco del ensanchamiento social que ese latido cruel ha ocasionado en el hombre urbano. Mas no por ello renuncia a mostrar los casos más particulares que ilustran ese proceso. Pensemos en su cuento, «Jules y Jim» (de Geografías). Como sucede en el texto de Villiers, también se trata aquí de una creciente dosificación del mal, y asimismo, de convertir la presumible liberación, otra vez la esperanza, en el último estertor de lo cruel. La falsa amistad es aquí el rostro del cruel resentimiento, alimentada con el sustento de lo innoble. Pero observemos cómo instala Benedetti la ficción en los predios de lo social: el cruel Alfredo Sánchez, metaforizado en los impresionantes mastines que custodian su lujosa villa y que, acertadamente, dan título al cuento, es presentado como un triunfador, un hombre de prestigio, fama, posición y dinero. La masa lo ha convertido en un personaje respetable, a pesar del inadvertido rencor que lo gobierna, y por tal razón es tan responsable como él de su miseria y crueldad. Crueles son, en efecto, los bajos fondos del alma humana a la luz de los cuentos de Benedetti. En ocasiones, es el propio sistema administrativo el que perpetra los males individuales. Hallamos una presencia notable del mundo laboral como mecánica deshumanizada en la primera literatura cuentística del autor. En el mundo del trabajo, las postergaciones de la ilusión, ya de por sí carente de toda trascendencia, son infinitas. Este procedimiento viene heredado de Franz Kafka, que tejió las más intrincadas fábulas sobre el horror existencial del hombre en su dimensión laboral. Cuentos como «El Presupuesto» (1949), «Sábado de gloria» (1950) o «Aquí se respira bien» (1955) emblematizan esta dirección de lo cruel. La amargura de quien jamás alcanza su objetivo, no solamente entronca con el señor K. del «castillo» kafkiano, o con el agobiante ambiente de oficina que amordaza al individuo en El proceso, del mismo autor, sino también con una novela que es casi contemporánea a la escritura de estos cuentos en los años cuarenta. Se trata de un excelente relato extenso del escritor argentino, tan admirado por Benedetti, Antonio di Benedetto, titulado «Zama» (1948), obra que sintetiza las aspiraciones frustradas de un funcionario durante la época colonial. «Corazonada», cuento de 1955, enlaza el motivo de la crueldad laboral con el tratamiento más específico de la psicología artera y ladina. En este texto, la habilidad de una asistenta doméstica, la joven Celia Ramos, carente de todo escrúpulo ético, le lleva a convertirse en la nuera de su señora, mediante una intriga bien calculada donde el chantaje cumple su cometido maquiavélico. Cabe percibir en el proceso de introspección psicológica de la protagonista, ayudado por la utilización del monólogo interior para la narración del cuento, una huella del personaje femenino principal de Auto de fe, la excelente novela del ya citado Elías Canetti: en ambos casos, una mujer vulgar y torpe que se ve encumbrada en su nivelación social en virtud de un matrimonio realizado por móviles en todo ajenos al sentimiento amoroso. Pero nuevamente, Benedetti amplía el juicio negativo del personaje a la colectividad, ya que el cambio de «estatus» se llega a producir debido al previo deterioro moral del mundo retratado: los arribistas consiguen sus

metas amparados en la degeneración colectiva que no está dispuesta a mostrar sus propias grietas. Nuevamente la sociedad corrupta se convierte en el más fiel aliado del manipulador. Los culpables, nos espeta Benedetti, somos todos. Un costumbrismo ficcional, pero reconocible en la realidad objetiva, y, sobre todo, amargo, podría ser la caracterización de la cuentística de Benedetti, en líneas generales. Muy reconocible resulta esta plasmación de la médula cruel que habita en el cuerpo de la costumbre, en aquellos casos donde el autor recurre al motivo del cainismo. La recreación contemporánea de este mito bíblico daría lugar a un trabajo de especialización dilatado y riguroso. Benedetti se suma a los autores contemporáneos que presentan el enfrentamiento cruel y despiadado entre dos hermanos de sangre. El cuento «No ha claudicado» (1955) expone el odio acerbo que crece como un tumor maligno en el alma de Pascual hacia su hermano, tanto más infame cuanto se nos muestra que ha sido motivado por una verdadera fruslería, que además supone un previo malentendido. Demasiado tarde para la reconciliación, las vidas de los dos hermanos ofrecen un ejemplo canónico de la crueldad hecha podredumbre espiritual. El rencor persiste aun cuando la causa que motivó la enemistad dejó de ser importante. El odio, pertinaz, «no ha claudicado». Este motivo del cainismo presenta diversas modulaciones en la narrativa corta de Benedetti. Se amplia y diversifica en una casuística tan intensa como mordaz. En medio de la más «inofensiva» vida cotidiana surge lo nefasto y ominoso. Puede ser la delación entre camaradas, como ocurre en «Tan amigos» (1956), o la filtración perversa de informaciones entre conocidos acerca del pasado de una persona. Datos que pueden dar al traste con una «nueva vida», cruelmente reflejados en el demoledor relato «Déjanos caer» (1961). Normalmente, la técnica tan depurada en Benedetti, de los finales sorpresa, abruptos y violentos, cobran en este tipo de cuentos «crueles» una potencia inusitada, ya que evidencian de golpe el poder devastador que la crueldad en el lento curso del tiempo ha producido. Ese monstruo generado por el espíritu cruel persevera y triunfa porque nadie ha detenido su dilatación. Denuncia así Benedetti el pecado de omisión, nefasto artilugio utilizado para impermeabilizar el mal. En el círculo expansivo de la crueldad surge así la tangente del alma cobarde, con quien firma el armisticio de la prevaricación impune. Creo interesante resaltar esta vinculación de conceptos por su evidente aplicación funcional en los cuentos de Benedetti. La crueldad suele estar, en efecto, interiorizada en el alma del cobarde. Su comportamiento malévolo e inocuo parte de una ocultación permanente de sus pasiones y afecciones, y es esta actitud la causante, en tantas ocasiones, del procedimiento indirecto y solapado que se utiliza para infringir el daño. Los más crueles suelen ser hombre y mujeres cobardes, que han amordazado el rencor, el odio o la envidia, bajo la máscara de la hipocresía en su actuación. La filiación de esta interesante combinatoria de bajos instintos con otros importantes escritores de cuentos sería objeto de otra aproximación. Pensemos en los magníficos cuentos del ruso Anton Chéjov, verdadero maestro en la iluminación estética de la depauperación moral en la vida anónima de la «fea burguesía». Con lucidez analítica propia de un científico del alma, Chéjov expone los resortes psicológicos, las pequeñas y crueles maldades de las «pequeñas gentes» que pueblan las ciudades y aldeas rusas de principios de siglo. En el ámbito de la literatura hispánica, quisiera destacar esa filiación de Benedetti con autores como Leopoldo Alas, «Clarín» y, sobre todo, el argentino Roberto Arlt y el uruguayo Enrique Amorim. Cuentos

como «Benedictine», del escritor ovetense, o el famoso «Pequeños propietarios», incluido en El Jorobadito de Arlt, ilustran ese viaje común de la literatura por las regiones de la hipocresía y la vileza. Son textos, como los de Benedetti, en que la cobardía y la crueldad se muestran cómplices de la infamia. El motivo del cainismo, antes referido, modula en ellos hacia el de la traición. Traidores a un pacto de años entre amigos («Benedictine» de Clarín), a un compromiso de mutuo respeto, nunca formalizado sobre el papel («Pequeños propietarios» de Arlt) e incluso a la última posibilidad de rescatar la frustración vital de un personaje maduro y marginado socialmente («La fotografía» de Enrique Amorim). Aunque, en ocasiones, esa cruel cobardía se vuelva hacia los propios traidores en una vuelta de tuerca irónica y, si cabe, más cruel y acerada de la víctima. El ejemplo más lacerante de este repentino y sorpresivo sarcasmo lo hallamos en el cuento de Benedetti «Los pocillos» (1959), donde la infidelidad de una esposa y un amigo hacia un personaje ciego se revuelve como un latigazo de castigo en la última frase del relato. Cabría considerar, en último término, las manifestaciones textuales de la crueldad llevada al campo terrible y obsceno de la represión política. La dictadura uruguaya, como la argentina, que asola estos países en la década de los años setenta, nutre una gran parte de la cuentística de Benedetti a partir de ese momento. Interesante sería poner de relieve, a raíz de esta presencia dominante, un proceso evolutivo perceptible en la vertebración de los cuentos atendiendo al campo temático que nos ocupa. En «Ganas de embromar», datado en 1966, presenciamos la relación entre los conceptos ya mencionados de «cainismo» con los de traición, espionaje y cobardía. Pero advertimos que el autor perfila más nítidamente, en la morfología del relato, la oposición entre el cruel y la víctima. A partir de este momento, será notable este proceso de caracterización más polarizada en los esquemas éticos propuestos. Indudablemente, las razones socio-políticas contienen la explicación de este fenómeno evolutivo. El despotismo y la tiranía tiene nombres propios y sus colaboracionistas terminan desenmascarando su oculta crueldad. Ahora bien, nuestro autor también pretende, como todo gran escritor, calar en las razones personales o colectivas que han posibilitado la existencia de torturadores. Benedetti profundiza también en sus almas, por más turbias que su muestren, pues entiende que su perversión está de algún modo explicada, aunque no justificada, en el dominio colectivo, en la infecciosa herida reconocible en el espectro social. Abundantes son los ejemplos de relatos sobre el motivo cruel de la tortura. Constante tristemente repetida en el panorama cultural contemporáneo, la tortura física o moral condiciona la mirada crítica de un nutrido sector de escritores hispanoamericanos de nuestro siglo. Célebres son las descritas por Miguel Ángel Asturias en su escalofriante novela sobre los entresijos del poder, El Señor Presidente; y no menos rotundas y crueles las estampadas sin ambages ni concesiones al «buen gusto» en ese testimonio del horror infernal sobre la tierra que es Abaddón, el exterminador, del argentino Ernesto Sábato. Entre los cuentos de Benedetti sobre el mismo tema («Los astros y vos», 1974; «Pequebú», 1976; «El hotelito de la rue Blomet», 1976, etc.) quisiera terminar citando uno de los cuentos, a mi parecer, más valiosos del autor uruguayo. Un cuento que data de 1975 y cuyo título es «Escuchar a Mozart». Perfectamente trabado en su estructura, compacto y denso, el texto nos sitúa en una escena doméstica y aparentemente rutinaria (la siesta del capitán Montes) donde, entre la serena audición de Mozart, vamos siendo informados por la propia voz interior del personaje de sus actividades «profesionales», consistentes e ejercitar la

tortura contra los detenidos policiales. El monólogo autodefine al capitán, que se nos presenta como un verdadero torturador torturado por sus propias reservas morales, las cuales sin embargo, no le obligan a rechazar abiertamente su actividad. Atrapado en el sistema institucional de la represión, a raíz de un débil y ya marchito concepto de la «disciplina» y, sobre todo, causa de un inconfesado deseo de mantener su situación laboral, el capitán Montes no podrá conciliar su existencia familiar (donde se ignora la verdad de su conducta) con el desequilibrante y aniquilador peso de su mala conciencia. El protagonista es víctima de una esquizofrenia personal, que a su vez procede de la escisión ética colectiva, y terminará asfixiando a su propio hijo (el cainismo se modula aquí en el tema mítico de la inmolación a descendiente) como metáfora cruel de esa impotencia: la imposibilidad de aunar en un ámbito común (la mente del personaje) los dos frutos del árbol de su existencia. Como vemos, las víctimas de la crueldad no son tan sólo los torturados (recordemos aquí la excelente pieza dramática Pedro y el Capitán, tan cercana a los planteamientos de «Escuchar Mozart»), sino también lo son los verdugos. La crueldad se ramifica terriblemente en la introspección del ser humano. Crueles son los brazos de quienes producen el mal, y cruel asimismo la actitud del observador pacífico, que pretende tomar conciencia de la realidad como simple espectador, sin atreverse a implicarse activamente en contra de la crueldad. El espectador de la crueldad que omite la acción es objeto de esa forma de lo perverso antes citada: la crueldad de la cobardía, como sucede en la novela de principios de siglo, Los extravíos del joven Törless (1906) del escritor austríaco Robert Musil, donde se exponen los abusos contra el débil por parte de toda una comunidad en un internado de adolescentes. Todos estamos convocados a reconocer lúcida, críticamente, el escaparate contemporáneo de la hipocresía, de la traición, de la perfidia. Al cabo, ha trazado a lo largo de su narrativa breve Mario Benedetti los rostros de lo cruel para espolear nuestra facultad ética y social y su último deseo no es otro que el de provocar nuestra catarsis personal y colectiva. Nuestro remoto atisbo de purificación.

El yo como imagen desprendida en La muerte y otras sorpresas de Mario Benedetti Ana Belén Caravaca (Universidad de Valencia)

La muerte y otras sorpresas, como título, convoca una identidad paradójica: la muerte coagula la sorpresa y ésta es un modo de muerte, un territorio de pérdida. Unidas por el vínculo de la intercambiabilidad, fundarán en diversos cuentos «sorprendentes» contactos, a menudo, fóbicos. Analizar estos «roces» con los diferentes «yoes» textuales será el meollo de nuestra comunicación. Si como dice Paul De Man «la muerte es un nombre que damos a un apuro lingüístico», nos situamos a partir del título frente a una palabra que nombra, fundadora, y lo hace vinculando la expresión de la urgencia del lenguaje, con su propio ahogo, con su atolladero.

Puntuar lo indecible, es decir, la urgencia y el agobio del lenguaje parece la identidad «sorprendente» de la muerte. Ésta se coloca en una encrucijada de significación, pues adquiere una dimensión de invención: la muerte inventa, e inventa un «apuro lingüístico». Esta identidad que hemos extraído de la frase del crítico belga, podemos hilarla con los versos de Antonio Machado que encabezan el libro: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa», pues si verdad y fantasía son, en realidad, invenciones, son ficciones trenzadas con la mentira, la muerte, nombradora de atolladeros, también puede serlo, como prolongación inexcusable de éstas. Partiendo de la ruptura de la distancia entre la muerte y la sorpresa, encadenadas por una marca de exclusión, nos ocuparemos del lugar que ocupa el yo que regula, o que es regulado por ambas. Los cuentos «La muerte», «El altillo», «Todos los días son domingo» y «Datos para el viudo» tejen ciertas relaciones asimétricas de poder entre el yo textual y la muerte, armadas desde o con la sorpresa. Relaciones que transforman a estos «yoes» en desprendidos, en imágenes fragmentadas por estar prendidas de la muerte, o de las sorpresas. Adquieren excepcionalidad desde el roce con ambas. Veamos las diferentes formas de desprendimiento del yo vinculada a los diferentes recintos de la muerte en los citados cuentos de la colección. En «La muerte», el texto que premonitoriamente abre la obra, el yo narrador pierde un espacio de utopía: el dominio sobre el cuerpo propio. La posibilidad, en un principio, y la certeza posteriormente de que padece una enfermedad mortal convulsionan no sólo su mirada sobre el exterior, sino también sobre su propio cuerpo. Su vida corriente, compuesta de un trabajo de oficina, una esposa y dos hijos y una amante, se confunde enfrentado con una sorpresa: la muerte, corporeizada, presente. Lo paradójico es el tránsito que sufre el propio enfermo que narra: mientras duda, mientras se mantiene en la incertidumbre de cuál será el origen de sus agudos dolores estomacales, a pesar de que Octavio, su médico y amigo, ex compañero del liceo, le dice que se «prepare para lo peor», vive catastróficamente, toca todos los fondos posibles de su yo y rememora interminablemente escenas y seres cotidianos. Los proyectos utópicos de su yo, fundados en minúsculas esperanzas («Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Águeda, con ceño escéptico, con ojos entornados, con tics nerviosos, con preguntas sobre los chicos», pág. 18), lo hacinan, paradójicamente, en la muerte, en la oquedad. En el tiempo de la incertidumbre sobre cuál es la distancia que lo separa de la muerte, ésta lo arroja al espacio y al tiempo de la nada, la muerte, como posible, es el agujero que cerraba el camino tras de sí: «quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, afrodisíaca, abrigada, perfecta rutina) de la Caja Núm. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de sí misma, que corre a mentirse, a asegurar su

butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los «otros»; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera, sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente» (págs. 21-22). La muerte, lo decible sobre sí mismo, lo que él puede llegar a saber sobre sí mismo, sin mentiras, y por ello sin vida, tal y como decía Machado en los versos antes citados, operan activando el deseo de permanencia, de estar prendido al mundo. Sin embargo, «la seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por disfrutar de la nueva certeza»(pág. 22). La nueva certeza, por tanto, le da una suerte de poder, marcada por el deseo de soledad («la necesidad de estar solo»), de desprendimiento. Se va diluyendo en el entorno como en una muñeca rusa, peldaño a peldaño, convirtiéndose en eco de ecos, de ecos... Adquiere, en cierta forma, una imagen de infinito que paulatinamente se desvanece. La minimalización del exterior al yo, detallado y magnificado en el momento de la incertidumbre, la muerte a tamaño natural de las casas, los autos y toda la realidad que lo rodeaba hacen sentirse al narrador como una figura desprendida, ajena ya a ese espacio de los «otros». Él se asume como excepcionalidad, como un hombre-isla, rodeado por un océano ajeno, y ése es su poder: conocer el límite de la muerte. En definitiva, en la aceptación de la muerte le viene dado el propio límite de ésta. Cuando se sabe puntuado por ella, en la medida en que ya no puede esquivar la muerte, adquiere el poder de morir sin desafío, desprendido. En el cuento «El altillo» el yo representa una figura de alteridad: es un fronterizo, cuya identidad siempre bordea el límite de la normalidad. Este identidad como «fronterizo» se articula en el cuento con un deseo: poseer un altillo, esto es, un lugar propio desde donde mirar a los otros. Siempre quise un altillo, para escaparme. ¿De quién? Nunca lo supe. Francamente, yo quisiera saber si todos están seguros de quién escapan. Nadie lo sabe (pág. 25). El altillo es, a partir de la propia configuración del yo, un espacio de fuga que le permite mirar no con «ojos de fuga» (los ojos del que escapa), sino con «ojos de dominador», el que posee, sobre todo, el dominio de las intimidades. El altillo representa la identidad de dominador, es una forma de no saberse fronterizo. Para el yo narrador escapar es una consecuencia de su agresividad («cuando yo escapaba (por ejemplo, cuando hice añicos los anteojos de mi tía y los tiré por el water y ella perdió todo su aplomo», pág. 26) y el espacio donde se licua dicho escape es el altillo; éste, por tanto, adquiere una doble dimensión: el espacio de soledad y el de identidad, en tanto, le permite olvidar al mundo y olvidarse como fronterizo, por la suerte de poder que le otorga mirar sin ser visto.

Para la identidad necesita la soledad y para ésta la muerte: por eso mata al perro que «miraba con ojos de persona», pues esos ojos de persona son una forma de compañía humana, de aquel lugar humano que le era ajeno, que se convierte en el «otro» para el fronterizo del texto. Se acuña un yo desprendiéndose del «otro», frente al que paradójicamente él ocupa un espacio de exclusión (es un fronterizo). La forma de acuñar ese espacio propio, materialmente el altillo, es a través de la muerte; matar al otro, sea el perro con ojos humanos, a su profesora particular o a Ignacio, es un modo de fundarse una identidad, que no es la de fronterizo, impuesta por lo social. De su vida «humana» no recuerda nada con certeza: los lapsus temporales o su carencia de recuerdos de los tiempos de colegio así lo manifiestan. La indefinición de su yo, clavado en el tiempo («Siempre se me mezclan las fechas», «Todo eso a los doce y también a los nueve», dice el yo narrador), esto es, la oscilación constante entre la «normalidad» y la «anormalidad» («Se acabó el colegio de fronterizos, dijo mi tío. Después de todo es casi normal», dijo mi tía») hacia donde lo hacinan tranquilizadoramente los «otros», viene contrarrestrada por la identidad que él mismo se fabricará, a través del vínculo con la soledad y, por tanto, con la muerte. La historia de la enseñanza que articula el texto, como un modo de ingresar en la «normalidad», está constantemente interrumpida por el deseo del altillo, de ese espacio que desea suyo, no invadido por nadie y desde el que potencialmente puede invadir al otro. Las tres muertes del yo narrador tienen en común la mirada: el perro que miraba con ojos de persona, la maestra, cuya «mirada era de ojos bien abiertos» e Ignacio, fascinado por mirar los espacios ajenos. Los tres, de alguna manera, compiten con él, desean escrutar en los otros. Esto supone una amenaza a la identidad que desea conseguir y, por ello, los aniquila. Quizá la muerte de Ignacio sea la más brutal: conseguido el deseo, el altillo, y viéndose invadido por otro espía como él, el que lo enseñó a espiar, Ignacio, ya no permite invasiones y lo mata: «Yo a él no lo traicioné, y ahora viene y se pone el muy falluto a mirar disimuladamente el cielo. Todos sabemos que él perdió su altillo, pero yo no tengo la culpa» (pág. 29). Ninguna piedad con Ignacio, quien nunca lo hizo sentirse ajeno en su altillo, pues con su tentativa de mirada agrede la identidad paulatinamente adquirida. En definitiva, en este cuento el yo se desprende de los otros a través de la muerte, habitante silenciado del altillo largamente deseado por el yo. Matar las miradas es fundarse una propia, ajena definitivamente. Saberse excepcional es saber mirar, es un tiempo filtrado por la muerte. La muerte como pérdida vertebra el cuento «Todos los días son domingo». María Ester, la mujer de Antonio, muere y éste comienza a habitar en domingo, esto es, en el despojo del descanso. Perder la compañera es carecer de la rutina, es vivir en la demoledora inacción. Entre Antonio y Marta existía la comunicación del silencio: la pérdida es para él perder el respaldo del silencio: «Una lástima no haber tenido un hijo. Por lo menos, ahora tendría a alguien que respaldara su silencio» (pág. 51).

Frente a cuentos como «El altillo», en el que el narrador permanece en el indeterminación espacio-temporal, como respuesta a su propia identidad como fronterizo, en éste el narrador en tercera persona, sólo interrumpido por el diálogo entre Marcos y Antonio acerca de la pérdida de Ester, cuenta una rutina, la historia de cada día a partir de la muerte. La muerte rutiniza, hastía por la pérdida del silencio comunicador; ni la foto, ni la lápida de Ester consuelan a Antonio; el silencio de ambas lo condenan a él a la soledad. El yo que configura el narrador es un desprendido del silencio en que vivía con su mujer; desea haber tenido un hijo, porque con él, al menos, hubiera tenido a alguien que «respaldara su silencio». La muerte, en último extremo, desprende al yo de su silencio voluntario, lo hunde en la inacción. No puede salir ya de su lenguaje, lo ha entregado a la muerte. Al mirar el retrato de su esposa se ve obligado a sustituir el lenguaje del silencio por una contemplación silenciosa. Por esto el personaje vive en domingo: representa la continuidad de la contemplación, de la imagen del yo tumbado e inactivo. Sin embargo, al mismo tiempo, la muerte se alía como deseo: en el cementerio, frente a la lápida de su mujer, ante la que no puede sentir, de repente desea, frente a la falsa simbología de la muerte, la muerte como cuerpo: en las iniciales E.B. de los coches del cortejo fúnebre que se acerca al cementerio piensa en que sean las de Eduardo Budiño, su jefe, ese que posee «esa capacidad para despreciar, esa insensibilidad para mentir, ese encarnizamiento para venderse» (pág. 51); sin embargo, tras de las iniciales se oculta el juego: no es Eduardo Budiño, sino un desconocido Enzo Barrios, con quien, confundido, ha gozado su muerte. El yo, por tanto, se prende de nuevo al mundo, a través, paradójicamente, del deseo de muerte. La muerte, en síntesis, adquiere dos vertientes: la pérdida del silencio, espacio de privación, y otro espacio de perversión: el deseo de la muerte ajena, de aquel a quien detesta en su vida profesional. La muerte se interioriza en el yo como vehículo de desprendimiento de su vida y lenguaje íntimos, pero de prendimiento momentáneo con su vida profesional. Por último, en este breve repaso de las relaciones entre el yo y la muerte, nos centraremos en el cuento «Datos para el viudo», el cual también se articula sobre la pérdida de la mujer amada, aunque el tratamiento es diferente respecto del texto anterior. El cuento nos plantea tres «yoes» desprendidos: el yo del viudo, el de Pablo Pierre, amigo de la infancia de la muerta y que introduce «otra» visión de Marta, y el de la propia Marta, que da respuesta en un fragmentario final a la mala conciencia del viudo y a los fantasmas amorosos de Pierri. El viudo ocupa el lugar de la mala conciencia: su esposa se ha suicidado y él se cuestiona qué significa esa muerte: «¿Un reproche?, ¿un perdón?, ¿Simplemente un silencio?» (pág. 68). Preguntarse por la identidad de la muerte es hacerlo por la de la mujer y por la de él mismo, pues asume que tras la pérdida ya «está de vuelta, inerme y repetido. Me han amputado una mujer, eso es todo»; por tanto, fagocitada su mujer, su muerte es una forma de amputar su cuerpo, de mutilación: la muerte es la mutilación en el cuerpo ajeno y en el propio. La imagen del yo desprendido se materializa porque la muerte lo mutila y lo convierte, por tanto, en cuerpo fraccionado, dividido y, en último extremo, «repetido»,

como otros cuerpos mutilados. Aquí el Yo, a través del vínculo corporal con la mujer, viva y muerta, se desprende por la muerte. Sin embargo, ya antes de la pérdida, el yo se configura como una imagen de otredad: «Su nariz afilada, sus labios de cartón amarillo, sus pómulos hoscos, todavía desafiantes, se acostumbraron de inmediato a su ausencia, la aprendieron, casi la reanudaron»(pág. 65); por tanto, ocupa el lugar identitario del romántico, aspirante a suicida, inmerso en una soledad irreversible, en la que estaba depositado antes de la muerte de la esposa. No hay, de este modo, una relación entre la muerte y la ausencia en el yo, como vimos en el cuento «Todos los días son domingo». Sin embargo, este yo fóbico, invisible para el resto de la gente, no es el protagonista de su muerte, sino el de la de su esposa. Ella culmina el «proyectado» suicidio del esposo, absorbiendo toda la ajenidad social de éste. La venganza de Marta es culminar las tentativas imaginarias de su esposo y condenarlo a la mala conciencia, a no poder reposar nunca más en los mundos posibles de los libros. Lo obliga a mirarse en el espejo. Él, que había pretendido devorarla, comprometerla en su mundo, fracasa cuando ella convoca a la muerte, cuando la nombra, y lo lleva a él hacia su mundo, lo arroja al mundo de la significación de la muerte. El desplazamiento desde el amor a la muerte es llevado por este vínculo: él queda atrapado por las redes de la muerte de Marta y, por ello, aflora su conciencia culpable y accede a escuchar a Pablo Pierri, que le trae la identidad de la Marta en vida, de la otra Marta que él desconocía. Él sólo conocía a la muerta porque vivía desprendido del mundo, cuyo olor se le aplastaba «en la ropa, en el rostro, en las manos, como si fuese el único enemigo del mundo, acorralado, sediento,...» (pág. 67): sólo vive, como ya hemos mencionado, en la presencia de los libros: su vida es un vivir muerto para los hombres, ser un muerto en la cama de su mujer, etc., sin embargo, convocada la muerte, muerta ella, se abre a la vida que no es de silencio y escucha a un desconocido, se deja impregnar por las palabras del otro. Ésta es la relación paradójica que pone en funcionamiento el cuento. En síntesis, la muerte es una socia oculta para Marta, pues le permite fugarse de su marido: ésa es la sorpresa que nos revela el cuento al final, en esos retazos del yo de la propia muerta. Para concluir, sólo reiterar que lo que parece unir a los «yoes» desprendidos de estos cuentos es la vivencia en tiempos vacíos, independientemente de cuál sea la relación que establezcan con la muerte. Son «yoes» vacíos de tiempo y, por ello, el silencio no succiona sus vidas, sino que llena el tiempo vacío. Un espacio sin palabras que el viudo de este último cuento llenaba con las de los libros, imposibles de vivir, pero nombrada la muerte, se rompe ese tiempo vacío, ese tiempo perpetuo, sólo roto por el silencio. «No sabíamos hablar, no teníamos tema, no deseábamos nada» (pág. 74) es el epitafio común a todos los habitantes de estos cuentos sobrevolados por «la muerte y otras sorpresas».

Espacio y tiempo en La tregua Antonia Alonso Gómez (Murcia)

Benedetti capta en La tregua la totalidad en esencia del Montevideo de finales de los años cincuenta, desde la visión exterior de una ciudad uruguaya a los sentimientos internos que unen a sus habitantes. Junto al espacio (calles, plazas, oficina, casa) y el tiempo (los recuerdos del pasado, el efímero presente y el incierto futuro) físicos, perfectamente especificados, el espacio y tiempo psicológicos. El escenario vivencial de Santomé se reduce, en un primer momento, a una alternancia de dos espacios cerrados: el profesional y el familiar. La opresión que sufre en ambos la controla buscando el aire libre; esta búsqueda del exterior, es la búsqueda del equilibrio interior de Santomé. El espacio profesional del protagonista se caracteriza por la jerarquización. Por primera vez en la literatura uruguaya, como afirma Mario Paoletti, se describe «desde adentro» el Universo Oficina. Este escenario oficinesco también aparece en dos libros paralelos a La tregua : Montevideanos,en cuentos y Poemas de la oficina,en poesía. La rutina, el deterioro y la frustración son tres elementos presentes en los libros de esta etapa, incluso en su ensayo El país de la cola de paja Benedetti dirá que Uruguay es un país con mentalidad de oficina pública. En 1949 fijó las constantes del género oficinesco con el relato «El presupuesto». En La tregua los miembros del Directorio y los empleados de la oficina sienten un desprecio mutuo, pero ni siquiera existe amistad entre los empleados, lo único que los une es la rutina del trabajo ; y es el trabajo, según Santomé, lo que impide otra clase de confianza. La rutina del trabajo le permite pensar en otras cosas, evadirse de la realidad y soñar, la rutina es para él sinónimo de felicidad. Santomé se divide en dos entes diferentes, uno que sabe de memoria su trabajo y otro soñador, por ello cuando aparece un problema nuevo en la oficina se produce un ambiente tenso ya que sus dos mitades deben trabajar para lo mismo. En estos casos el silencio, la oscuridad y el desorden provocan comportamientos distantes y fríos entre los empleados. Para Santomé el trabajo es «esa especie de constante martilleo, o de morfina, o de gas tóxico» (3 de julio). El espacio físico de Santomé en la oficina se caracteriza por la opresión, es un espacio cerrado y pequeño que se ve más reducido por la pared frente a su escritorio: «Lo que no soportaba más era la pared frente a mi escritorio, la horrible pared absorbida por ese tremendo almanaque consagrado a Goya» (19 de febrero)». En estas ocasiones para no perder el equilibrio sale a la calle buscando el aire libre, pasea o se sienta en un café: Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda del aire libre, del horizonte, de quién sabe cuántas cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte y me

conformo con acomodarme en una ventana de un café y registrar el pasaje de algunas buenas piernas (19 de febrero). Otras veces observa su entorno y sólo entonces se da cuenta de dónde es realmente : Cada uno es de un solo sitio en la tierra y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí. Aquí pago mi cuota (27 de agosto). Santomé es un solitario que analiza a la gente de alrededor, a esos solitarios como él con los que no parecía simpatizar, a la sociedad montevideana, a esa gente con la que se cruzaba por la calle, a esos desconocidos suyos. Existen dos ciudades diferentes para él : por un lado el Montevideo de los hombres a horario, los trabajadores ; y por otro, el Montevideo de las niñas bien, de los hijos de mamá, de los viejos, de las madres jóvenes, de las niñeras, de los jubilados. Esta sensación opresiva desaparece cuando empieza a trabajar en la oficina Laura Avellaneda, una joven empleada de la que Santomé se enamora, a partir de ese momento la oficina será el escenario del juego: El juego del Jefe y la Auxiliar. La consigna es no salirse del ritmo, del trato normal, de la rutina (24 de marzo). El espacio familiar se caracteriza por la soledad. Santomé vive con sus tres hijos, Esteban, Blanca y Jaime. Haber sacado a sus tres hijos adelante cuando quedó viudo era una obligación para que la sociedad no se encarara con él, no había disfrutado de nada y ahora la soledad inunda su vida. La dedicación a su trabajo y la tristeza de su viudez fue provocando un distanciamiento con sus hijos. Son correctos y reservados con él, Esteban parece un resentido y hace que todos se sientan como «extraños» en su «familia»; Blanca es introvertida pero capaz de revelarse ante este mundo que los hace sentirse a todos desgraciados; Jaime es su preferido, es sensible, inteligente pero existen barreras entre ellos. La falta de comunicación es el rasgo principal de la relación de Santomé con sus hijos, le gustaría saber qué es lo que piensan, si tienen aspiraciones en cuestarriba como él las tuvo cuando era joven, porque la única aspiración de Santomé es la jubilación, pero es una aspiración en cuestabajo. Isabel pertenece al pasado de Santomé, actualmente Avellaneda y Blanca son las dos mujeres que llenan su vida. Avellaneda, su amante, pertenece a su espacio profesional y Blanca, su hija, al familiar; ellas son los dos pilares de su vida y por ello Santomé prepara su encuentro en una confitería, el resultado fue sorprendente: A los diez minutos ya hablaban como personas civilizadas y normales. Yo las dejaba. Era un placer nuevo tenerlas a las dos junto a mí, a las dos mujeres que quiero más (22 de julio). Tras este encuentro ellas se siguen viendo sin que Santomé lo sepa y aprenden mucho de él intercambiando sus respectivas imágenes. Santomé tiene muy buena opinión de ellas:

Me gusta que sean amigas, por mí, a través de mí, a causa de mí, pero no puedo evitar la sensación de estar de más. En realidad, soy un veterano del que se están ocupando dos muchachas (31 de agosto). Santomé tiene varios encuentros casuales, que son muy importantes ya que nos dan las claves de la personalidad del protagonista: el primer encuentro es con un extraño borracho cuyas palabras le hacen reflexionar y plantearse de nuevo su existencia : «¿Sabés lo que te pasa ? Que no vas a ninguna parte» (...) Pero yo hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado (21 de febrero). El segundo encuentro es con un antiguo amigo, Mario Vignale, que le recuerda la época de la calle Brandzen y del café de la calle Defensa. La calle Brandzen pertenece al pasado del protagonista, marca una época, la adolescencia, caracterizada por las charlas en el café del gallego Álvarez donde se reunían el grupo de amigos. Diferente a éstos es el encuentro que busca Santomé con Avellaneda, quiere hablarle pero no quiere citarla, busca un encuentro casual y por ello se estudia todo su itinerario para coincidir con ella: el primero en Dieciocho y Paraguay, ella solía encontrarse allí los sábados a mediodía con una prima. El segundo en la feria, Avellaneda solía ir los domingos: Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces me pareció que era ella. En la aglomeración veía de pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un peinado o un hombro que parecían los suyos, pero después la figura se completaba y hasta el trozo afín pasaba a integrarse con el resto y perdía su semejanza (12 de mayo). El tercero es el café de Veinticinco y Misiones donde hace un experimento, más bien un juego donde confunde realidad y fantasía. Santomé quiere hablar con ella, por lo tanto quiere que aparezca y empieza a «verla» en cada mujer que se acerca: Ahora no me importa mayormente que en esta o aquella figura no pudiera reconocer ni un solo detalle que me la recordara. Yo igual la «veía». Una especie de juego mágico (o idiota, todo depende del ángulo desde el que se mire). Sólo cuando la mujer se encontraba a pocos pasos, yo efectuaba un brusco retroceso mental y dejaba de verla, sustituía la imagen deseada por la indeseable realidad. Hasta que, de pronto, el milagro se hizo. Una muchacha apareció en la esquina y, de inmediato, vi en ella a Avellaneda. Pero cuando quise efectuar el consabido retroceso, sucedió que la realidad también era Avellaneda (15 de mayo). El cuarto encuentro, el definitivo, fue inesperado, casual ; esta vez Santomé no estaba vigilando tras la ventana: Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente -y cuánto mejor- como Avellaneda (17 de mayo). El apartamento será el nuevo espacio de Santomé y Avellaneda, será el escenario cómplice de su amor. Como en la pintura, en la novela la luz selecciona los volúmenes o los mezcla, modifica las perspectivas y los colores propiciando un ambiente determinado

según las situaciones. Un cálido ambiente envuelve el apartamento cuando Avellaneda va por primera vez: Entró a pasitos cortos, mirándolo todo con extrema atención, como si hubiera querido ir absorbiendo lentamente la luz, el clima, el olor. Pasó una mano por la mesa libro, luego por el tapizado del sofá... Eran las siete de la tarde ; el sol casi tendido, convertía naranjado el papel crema de las paredes (23 de junio). A partir de aquí sus vidas transcurren en la oficina y en el apartamento. La luz constituye el elemento fundamental en buen número de escenarios de la novela. Santomé acompaña en dos ocasiones a Avellaneda a su casa, la luz es la que produce diferentes ambientes. La primera vez hubo un apagón y la única luz existente era la luz de la luna, «era la clara oscuridad de la noche sin más ni más», escenario típico de una pareja de enamorados, un ambiente cálido: «Entonces sus dos brazos emergieron de lo oscuro y se apoyaron en mis hombros. Debe haber visto ese preparativo en alguna película argentina. Pero el beso que siguió no lo vio en ninguna película, estoy seguro (7 de junio). En la otra ocasión no hay apagón y la atmósfera cambia por completo: Fue una lástima que no hubiera apagón, porque en este caso no hubiera visto su mirada. Era triste, acaso. Yo qué sé. Nunca estuve muy seguro acerca de lo que las mujeres quieren decir cuando me miran. A veces creo que me interrogan y al cabo de un tiempo caigo en la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo... Había luces aquí y allá. No hay sitio para el misterio. Solo esa otra cosa que se llama silencio (16 de junio). Es curiosa también la diferencia que hay entre la casa de Vignale y la casa de Avellaneda. Santomé hace una descripción minuciosa de la casa de Vignale: Tiene una casa asfixiante, oscura, recargada. En el living hay dos sillones, de un indefinido estilo internacional, que, en realidad, parecen dos enanos peludos. Me dejé caer en uno de ellos. Desde el asiento subía un calor que me llegaba hasta el pecho. No sólo la descripción de la casa, sino también de la familia en el mismo tono: La familia de Vignale es numerosa, estentórea, cargante. Incluye a su mujer, su suegra, su suegro, su cuñado, su cuñada y -horror de los horrores- sus cinco niños. Estos podrían ser definidos aproximadamente como monstruitos. En lo físico son normales, demasiado normales, rubicundos y sanos. Su monstruosidad está en lo molestos que son. En cambio de la casa de Avellaneda, el 368 de una calle con nombre y apellido que no recuerda, sólo destaca una cosa: la fotografía de Avellaneda. Ella ya ha muerto y es lo

único que le interesa a Santomé a partir de ahora: «La fotografía llenaba la habitación y yo no pude dejar de mirarla» (16 de febrero). El novelista, al igual que el pintor, tiene sus colores predilectos. En La tregua predominan los colores grises. Exceptuando algunas escenas de la pareja de enamorados, este color baña todo el relato y evita que cualquiera de sus partes se vaya por un sendero individual. La vida de los personajes son grises y cerradas, tienen una correspondencia con la situación de la sociedad uruguaya. Tanto los destinos individuales como los colectivos, aparecen limitados por esa frontera del fracaso asumido. Joseph V. Ricapito dirá en este sentido: «El personaje central en las calles, cafés, oficina, la casa, las amuebladas de sus situaciones sexuales; nada goza de un colorido rico ni abierto. El espacio refleja a la vez que complementa los pensamientos interiores del personaje». El tedio y pesimismo del personaje se sobreimpone a todos los demás elementos. El mismo Santomé afirma que tenía una particular desconfianza hacia sus épocas grises, su hija Blanca, en cambio, es una nostálgica que teme que su vida llegue a parecerse a la gris existencia de su padre. González Gosálbez afirma que: «El montevideano vive entonces reducido a una gris monotonía en la que no existen alicientes. Las aspiraciones se han ido limitando cada día más hasta llegar el momento en que ya no se aspira a nada». Aparecen numerosas reflexiones característicamente pesimistas de la situación por la que está pasando Uruguay. En una conversación con Aníbal, Santomé hace un cuadro del país: Antes sólo daba su coima el que quería conseguir algo ilícito. Vaya y pase. Ahora también da coima el que quería conseguir algo lícito. Y esto quiere decir relajo total. En el principio fue la resignación; después, el abandono del escrúpulo; más tarde, la coparticipación. Yo creo que en este luminoso Montevideo, los dos gremios que han progresado más en estos últimos tiempos son los maricas y los resignados. También Diego, el novio de Blanca, manifiesta su pesimismo: «¿Usted ve alguna salida?», le preguntará a Santomé, para concluir: «Lo que es yo, por mi parte, no la veo». La novela recibe la consideración de arte temporal, como la música ; crea un mundo de ficción situado en el tiempo, puesto que el discurso es forma de una historia y ésta es un conjunto de motivos que se suceden implicando cambios: sucesión y movimiento son los elementos de toda historia y sobre ellos se miden y se señalan el tiempo y el espacio. Además de ser el marco en que se sitúa la historia de la novela, el tiempo puede erigirse en tema central, como ocurre en La tregua. El diario de Martín Santomé es el marco de la novela, es un tiempo sucesivo, cronológico, que, en ocasiones, se ve fragmentado por el

pasado, el diario implica el rescate del tiempo. El diario va desde el 11 de febrero de 1957 al 28 de febrero de 1958. La novela comienza con una apreciación temporal: Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo. Santomé muestra hasta el final de la obra su preocupación por el tiempo, sus últimas palabras así lo manifiestan «Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes», pero éste ya no es el mismo tiempo, en el diario el tiempo está fragmentado en días y meses pero al final esta fragmentación se desdibuja, es un tiempo sin medida. Santomé es un oficinista que está contando continuamente los minutos y las horas que pasa en su trabajo. Por un lado, el tiempo real, es decir, el tiempo cronológico que fluye, y por otro lado, el tiempo psicológico, el tiempo que cambia de ritmo y se ajusta a la situación psicológica que está viviendo el personaje. Los domingos y los días festivos aumentan la sensación de soledad del protagonista, en estas ocasiones el tiempo aminora su ritmo, es el denominado tempo lento. Otro tiempo diferente es el tiempo de la escritura, aparece al final de la novela: «Montevideo, enero a mayo de 1959». Es el tiempo que Benedetti tardó en escribir la novela. Mario Paoletti lo explica en El Aguafiestas. Una biografía de Mario Benedetti de la siguiente manera: Entre enero y mayo de 1959, de lunes a viernes y de doce a dos, Mario Benedetti entró al Sorocabana de la calle 25 de Mayo, se sentó a una mesa (siempre la misma) junto a una ventana... para luego sacar unas hojas con membrete de La Industrial Francisco Piria, S.A, ponerlas al revés y escribir en ellas, con letra regular y clara, el apunte correspondiente a ese día en el diario íntimo de Martín Santomé, protagonista principal de su novela La tregua. Tiene su vida controlada por el tiempo hasta tal punto que cuando se encuentra con un amigo al que no veía desde la adolescencia, en vez de disfrutar recordando el pasado, piensa que está perdiendo el tiempo: Naturalmente, había que tomar un café, de modo que me arruinó la siesta sabatina. Dos horas y cuarto. Se empecinó en reconstruirme pormenores, en convencerme de que había participado en mi vida (23 de febrero). Pero el encuentro termina cuando aparece el tema de la muerte, Vignale le pregunta por sus padres y por su mujer, su madre murió hace quince años, su padre hace dos y su mujer, Isabel, murió hace más de veinte años. «Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj». La muerte, que es intemporal, como dice Eduardo Nogareda, siempre va unida a connotaciones temporales. Cuando Isabel murió, a los veinticinco años, Santomé tenía veintiocho. El encuentro con Vignale le deja una obsesión: recordar a Isabel, su recuerdo sufre un proceso de erosión, provocado por el paso del tiempo. Santomé la recuerda con «recuerdos de recuerdos», no consigue tener una imagen directa:

Ya no se trata de conseguir su imagen a través de las anécdotas familiares, de las fotografías, de algún rasgo de Esteban o de Blanca. Conozco todos sus datos, pero no quiero saberlos de segunda mano, sino recordarlos directamente, verlos con todo detalle frente a mí tal como veo ahora mi cara en el espejo. Y no lo consigo. Sé que tenía ojos verdes pero no puedo sentirme frente a su mirada (24 de febrero). Santomé no recuerda su rostro, pero sí tiene una memoria táctil de todas las noches. Su hija Blanca tampoco se acuerda de su madre, pero Esteban sí, por eso Santomé se hace tantas preguntas: ¿Cómo se acordará? ¿Como yo, con recuerdos de recuerdos, o directamente, como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será posible que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y que a mí, en cambio, que tengo registradas tantas noches, tantas noches, tantas noches, no me quede nada? (25 de febrero). Esteban tiene una imagen de su madre a la que se le ha ido superponiendo las imágenes y los recuerdos de los demás, pero sólo uno de esos recuerdos es de Esteban: «Ella peinándose en el dormitorio, con su largo y oscuro pelo cayéndole en la espalda(26 de agosto)». Isabel no es el único recuerdo que tiene Santomé del pasado. El recuerdo de su infancia regresa cuando vuelve a soñar, después de treinta años, con sus encapuchados: Cuando yo tenía cuatro años, o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con este aspecto para mí terrorífico, venía a golpear a mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: «¡Ahí está don Policarpo!». Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían (2 de marzo). Esto se convirtió en una famosa diversión, pero Don Policarpo además ingresó en los sueños de Santomé, sentía menos horror que en la realidad, aparecían en fila, de espaldas y Santomé «asistía como hipnotizado a la cíclica escena» y ahora, después de treinta años regresan por última vez y se despiden para siempre: Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela (2 de marzo). Además del recuerdo del pasado a través de imágenes de la memoria -el recuerdo de Isabel y de sus padres, el recuerdo de la infancia, «los Policarpos», y de la adolescencia, la calle Brandzen-, los recuerdos a través de las fotografías, por un lado, las fotografías del pasado de Santomé, y por otro, las fotografías del pasado de Avellaneda. Las «fotografías de Martín Santomé» que guardaba Vignale sacudieron la memoria de Santomé. En la primera fotografía estaba su madre, una vecina, su padre y él, en la

siguiente reconoció al Adoquín que era la misma persona que «aquel tipo de marrón» y lo define como: «era algo así como la caricatura de alguien que yo, en otro tiempo hubiera visto a menudo», era Mario Vignale, aunque físicamente no lo reconoció, el tiempo lo ha transformado físicamente, seguía siendo el mismo pesado de siempre. También Santomé conoce el mundo de Avellaneda por las fotografías que le enseña de su infancia, de su familia. Otra regresión al pasado o analepsis, como diría Genette, es la carta de Isabel fechada en Tacuarembó el 17 de octubre de 1935. Con la relectura de la carta vuelve a encontrar el rostro perdido de Isabel, ese rostro estaba en la memoria de Santomé. Todos los personajes sufren el paso del tiempo. Aníbal no es el mismo, el tiempo lo ha cambiado en todos los sentidos: Siempre tuve la secreta impresión de que él iba a ser joven hasta la eternidad. Pero parece que la eternidad llegó porque ya no lo encuentro joven. Ha decaído físicamente (está delgado, los huesos se le notan más, la ropa le queda grande, su bigote está como deshilachado) pero no es sólo eso. Desde el tono de su voz, que parece mucho más opaco que el que yo recordaba, hasta el movimiento de las manos, que han perdido vivacidad; desde su mirada, que en el primer momento me pareció lánguida pero después me di cuenta de que era sólo desencantada, hasta sus temas de conversación, que antes eran chispeantes y ahora son increíblemente grises, todo se sintetiza en una solo comprobación. Aníbal ha perdido su goce de vivir (5 de mayo). El tiempo tiene poder de cambio y destrucción, transforma los seres ágiles en monstruos deformes, como su amigo Escayola: Nunca he sentido con tanto rigor el paso del tiempo como hoy, cuando me enfrenté a Escayola después de casi treinta años de no verlo, de no saber nada de él. El adolescente alto, nervioso, bromista, se ha convertido en un monstruo panzón, con un impresionante cogote, unos labios caninos y blancos, una calva con mechas que parecen de café chorreado, y unas horribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacuden cuando se ríe. Incluso en la letra se refleja el paso del tiempo del protagonista: En 1929 tenía una caligrafía despatarrada: las «t» minúscula no se inclinaban hacia el mismo lado que las «d», que las «b» o que las «h», como si no hubiera soplado para todas el mismo viento. En 1939, las mitades inferiores de las «f», las «g» y las «j», parecían una especie de flecos indecisos, sin carácter ni voluntad. En 1945 empezó la era de las mayúsculas, mi regusto en adornarlas con amplias curvas, espectaculares e inútiles. La «M» y la «H» eran grandes arañas, con tela y todo. Ahora mi letra se ha vuelto sintética, pareja, disciplinada, neta (18 de abril). Santomé no es capaz de disfrutar de la vida, sobre todo de esos momentos que lo llenan de felicidad. La cumbre para él es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo:

La vida se va, se está yendo ahora mismo, y yo no puedo soportar esa sensación de escape, de acabamiento, de final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo un día, un pobre, indigno, limitado día, al que todos, desde Dios para abajo, hemos condenado. No es la eternidad pero es el instante que después de todo, es su único sucedáneo verdadero (29 de agosto). A raíz de la comparación que realiza Santomé entre el cuerpo de Isabel y de Avellaneda, realiza su propia comparación, es decir, la comparación de su propio cuerpo: «Mi cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda». El Santomé de Isabel era un hombre joven, fuerte, tenía músculos y la piel lisa y tirante. El Santomé de Avellaneda es un hombre maduro por el que habían pasado los años, con todas las consecuencias típicas de la edad ; era un hombre en decadencia física. No le preocupa lo que Avellaneda piense de él, ella lo había conocido así, le preocupa a él mismo. Al examinar su cuerpo se reconoce como un fantasma de su juventud, como una caricatura de sí mismo, la única satisfacción es que emocionalmente ha mejorado, pero ni siquiera aprovecha esos momentos de felicidad porque vive apurado por el tiempo. Avellaneda conoce los miedos que tiene Santomé: tu miedo al tiempo, a que te vuelvas viejo y yo mire a otra parte. No seas tan mimoso. Lo que más me gusta de vos no habrá tiempo capaz de quitártelo. Isabel estaba preocupada por su destino, como muestra en la carta, tenía miedo a la muerte, algo neurasténica por su próximo parto decide hacer un solitario «Si me sale, es que no voy a morir de parto». El solitario salió pero Isabel murió de un ataque de eclampesia, no sabía que sacando el solitario provocaba su destino. Avellaneda también está preocupada por su horóscopo, le predijeron el futuro hace un año, en ese futuro figuraba su actual empleo y Santomé. Avellaneda también se plantea el tema de la muerte: «¿Te imaginas qué vida espantosa si uno supiera cuándo se va a morir?» (29 de agosto). No se cumplen las predicciones para Isabel, pero tampoco para Avellaneda, a pesar de que creyeran que su destino había sido fijado por los juegos de azar. La muerte de Avellaneda causa la ruptura temporal del diario. El 23 de septiembre le dan la noticia de la muerte y sólo es capaz de escribir dos palabras repetidas veces «Dios mío». El día 17 de enero vuelve a escribir en el diario, ya han pasado cuatro meses, hasta ahora no había sido capaz de explicar lo que sucedió ese 23 de septiembre. Santomé relee el diario para encontrar todos «Sus Momentos», al principio Avellaneda era simplemente un apellido, después fue un mundo de palabras con multitud de significados y ahora para Santomé significa «No está. No estará nunca más». Rosa, la madre de Avellaneda, a diferencia de Santomé, está aprisionada en su propio pasado: Hace veinte años que se me murió alguien. Alguien que era todo. Pero no se murió con esta muerte. Simplemente, se fue. Del país, de mi vida, sobre todo de mi vida. Es peor esa muerte, se lo aseguro. Porque fui yo quien pedí que se fuera, y hasta ahora nunca me lo perdoné. Es peor esa muerte porque una queda aprisionada en el propio pasado, destruida por el propio sacrificio (13 de febrero).

Rosa le contó a Santomé los últimos días, las últimas palabras, los últimos minutos de Avellaneda, pero nunca lo anotará, sólo le pertenece a él. Volvió a buscar esa soledad que había estado oculta durante la existencia de Avellaneda, después de cuatro meses volvió al apartamento, lo que importaba era su ausencia. Ahora comprendió que ese período de su vida había sido una tregua y ahora estaba metido en su oscuro destino. Santomé cierra su diario el último día de trabajo, a partir de ahora no escribirá más porque no tendrá nada interesante que contar. La pregunta final de La tregua, como afirma Jorge Rufinelli, se refiere desoladamente a quien no tiene futuro: Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?

El humor en los cuentos de Mario Benedetti Antonio José López Cruces (I. B. «Miguel Hernández», Alicante)

Introducción Como es sabido, desde 1959, fecha de la Revolución cubana, Benedetti milita en el optimismo histórico, optimismo tercamente mantenido frente a exilios y desesperanzas, a lo largo de los años. En la presente comunicación nos preguntaremos por un aspecto quizás menos estudiado: la presencia en su obra -de manera necesariamente limitada, secundaria si se quiere-, del humor, concepto cuya definición, creemos, nunca ha intentado Benedetti, aunque intuimos su lugar en el justo centro del movimiento pendular entre euforia y pesimismo, como punto ideal de equilibrio. Aceptamos -aunque no acabe de satisfacernos-, por comodidad y por no ser ésta la ocasión más oportuna para discutirlo, el término «humor» como abarcador de las modalidades del ingenio, la travesura lúdica, la sátira, la parodia, la ironía o el sarcasmo, presentes siempre, en mayor o menor grado, en los diversos géneros cultivados por el escritor. Veremos cómo el humor es un parámetro que acompaña siempre la lucha de Benedetti por la dignidad personal y la libertad de su pueblo y que convive sin violencia con su postura comprometida y testimonial. A finales de los años cincuenta publica Benedetti -bajo los seudónimos Orlando fino y Damocles-, crónicas y artículos humorísticos, sobre todo en la modalidad de humor político, en el semanario Marcha y más tarde en el periódico La Mañana de Montevideo. Algunos de estos trabajos aparecerán, con la firma Damocles, en el volumen Mejor es meneallo, en el que también figuran Cincuenta garguerías, herederas de las greguerías de Ramón, que muestran un temprano amor del escritor por el chiste y el juego de palabras, los cuales no dejarán desde entonces de asomarse a sus obras. En El país de la cola de paja (1960) Benedetti critica las insuficiencias del humor político del momento y los artículos irónicos y distanciados de sus

compañeros de Marcha, que parecen conformarse con ridiculizar al gobierno de turno sin buscar apasionadamente transformar la gris e injusta realidad montevideana. En su poesía -Benedetti piensa como Ernesto Cardenal que en el poema cabe todo, incluso el chiste o la anécdota- no faltan las notas de humor, que sirven para reforzar el tono conversacional que busca la complicidad del lector; aunque sólo supongan una tregua, una saludable distensión, el autor siente que colaboran de algún modo en la construcción del optimismo y la alegría del prójimo, que ayudan a combatir su soledad o su frustración. Benedetti gusta de los poetas que hacen uso del humor en sus versos: Efraín Huerta, Samuel Feijoo, Aquiles Nazoa, Jorge Enrique Adoum, el primer Nicanor Parra, Roque Dalton, Antonio Cisneros o Eliseo Diego. A estos tres últimos ha dedicado el escritor excelentes ensayos. En cuanto a sus novelas, si en La tregua (1960) el escritor reflexiona a menudo sobre la burla o la broma en el triste medio oficinesco, si nos ofrece en Gracias por el fuego (1965) el espléndido capítulo primero, y si en la novela en verso El cumpleaños de Juan Ángel (1971) abundan los rasgos de ingenio verbal, la cumbre del humor novelesco del autor se halla sin duda en las graciosas redacciones de la Beatriz de Primavera con una esquina rota (1982). En sus ensayos sobre narrativa, Benedetti nos ofrece numerosas e interesantes apreciaciones sobre la función del humor en la novela. Del Italo Svevo de La conciencia de Zeno elogia la eficaz dosificación del mismo y su utilización para aliviar el lado patético de las cosas y atenuar oportunamente la tensión en los momentos narrativos más graves y problemáticos, evitando la caída en la cursilería o el melodrama. Piensa que el humor no satírico de Felisberto Hernández salva a éste de la náusea y le permite explorar lo abyecto y lo prohibido, a la vez que detectar la falsedad, la hipocresía y los prejuicios, y esto sin cortar nunca deliberadamente las amarras que lo unen a lo real. No parece entusiasmar demasiado a Benedetti el superficial «humor filológico» presente en Pasticciaccio, del italiano Carlos Emilio Gadda, quien agobia al lector con sus «chistes coloquiales, dialectales, filológicos, paradójicos». En la literatura hispanoamericana el humor ha sido «algo así como un denominador común, el indispensable y humano amortiguador (y fijador) de la violencia, del estallido»; Carlos Fuentes lo usa para, con gran economía de medios, fijar de modo indeleble «la actitud o la intención de un personaje». De Cortázar elogia el tratamiento de dos rasgos porteños sólo aparentemente contradictorios: la actitud burlona y la cursilería, que el autor de Rayuela sabe transformar oportunamente en comicidad y ternura. En Lezama, Carpentier o Macedonio Fernández encuentra Benedetti un rasgo común que considera típicamente argentino: la ironía. Ironía que, como «forma refinada del humor», estudia en El recurso del método de Carpentier; allí se decanta por un autor implicado y cómplice a la vez que distanciado respecto a la realidad que ironiza, y por un humor «en las entrelíneas», sutil e irónico, más que por otro «en las líneas», de burda comicidad y carente de ironía, como el de la novela picaresca española. También son frecuentes los rasgos de ingenio, los sarcasmos o la ironía en sus artículos periodísticos. Basta ojear, para comprobarlo, El desexilio y otras conjeturas (1982-1984) o Perplejidades de fin de siglo (1990-1993). Eduardo Nogareda se ha referido al humor «ideológico» de Benedetti, que nunca se logra a costa de concesiones culturales de ningún tipo «ni tiende a adormecer o alienar al lector. Todo lo contrario: procura despertarlo, dinamizarlo».

La presente comunicación surge de nuestro interés por el humor y por un género, el cuento -según Francisco Umbral, el que «mejor se corresponde con el estado de conciencia del hombre de hoy», en el que han sido maestros tantos autores hispanoamericanos de este siglo -Rulfo, Borges, Cortázar, García Márquez, Fuentes o Carpentier- y en el que Benedetti, como otros escritores uruguayos -Horacio Quiroga, Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti-, ha cuajado textos verdaderamente memorables. Con humor asegura Benedetti de su Uruguay natal: «Somos un pequeño país de historias breves». Pasamos a continuación a echar una ojeada, necesariamente superficial, a la presencia del humor en los libros de cuentos publicados hasta el momento por nuestro autor, fácilmente asequibles al lector español en las recientes ediciones de Cuentos completos, Alfaguara, 1994.

Esta mañana (1949) Los personajes de este primer libro de cuentos habitan un medio que inevitablemente los conduce a la rutina y al fracaso vital. El pesimismo del autor impide que el humor asome, al menos del modo en que lo hará un decenio después en Montevideanos. El tipo del cornudo como motivo de irrisión colectiva aparece en los cuentos «Esta mañana» (1947) y «No tenía lunares» (1951). En «Como un ladrón» (1947) uno de los discípulos de Eduardo Rosales explica las razones que lo condujeron a matar -su crimen quedará impune- a este Maestro de Compasión de una secta teosófica, hipócrita y sórdido estafador que abusa de la buena fe de las gentes, y cómo no lo frenó el intento de Rosales de escudarse tras un ambiguo texto del Apocalipsis: Dicen que la gente creyó reconocer una última bendición en su boca milagrosamente muda, felizmente sellada por mi crimen. Cuando me interrogaron, no tuve inconveniente en confirmarlo. Entonces me pidieron que les transmitiera exactamente sus palabras finales. En realidad, sus palabras finales fueron tres veces «mierda», pero yo traduje: «Paz». Creo que estuve bien.

Montevideanos (1959) Dentro del espíritu de la llamada «generación crítica del 45», Benedetti denuncia la vida gris y el tiempo vacío de los habitantes de clase media de Montevideo, ciudad en la que el libro se publica. Uruguay ha dejado de ser para entonces «la Suiza de América» o «la Tacita de Plata», ese mito que creó la bonanza económica de la época de Batlle. El humor hace su decidida aparición por primera vez. Destacaremos en primer lugar varios graciosos cuentos en los que personajes charlatanes se confiesan o desahogan. Frente al silencioso fluir de la conciencia propio de los «monólogos interiores», tan magistralmente cultivados por Joyce o Virginia Woolf, nos encontramos aquí con «monólogos exteriores», según jocosa denominación que tomamos prestada del propio Benedetti, concretamente de su cuento «Déjanos caer». En «Puntero izquierdo» (1954), donde el escritor intenta por

primera vez reflejar el habla coloquial de los montevideanos y lleva a cabo «un admirable pastiche de lunfardo», un jugador de fútbol narra cómo tras aceptar primero el soborno, es llevado luego por su amor propio a marcar un gol, que le acarrea la inevitable venganza de los traicionados: La primera torta me la dio el Piraña, aparecido de golpe y porrazo, como el ave fénix (...) La segunda piña me la obsequió el Canilla, pero a partir de la tercera perdí el orden cronológico y me siguieron dando hasta las calandrias griegas. En «Corazonada» (1955) una guapa y pícara criada cuenta, con aires de triunfo, su venganza sobre una hipócrita familia burguesa en cuya casa trabajó y fue humillada. Pocos días después de su boda con el hijo de la familia, con quien ha logrado casarse gracias al chantaje, se tropieza con su antigua señora en una tienda. Ésta la trata con distante frialdad: «¿Qué tal, cómo le va?». La respuesta es: «Yo bien, ¿y usted, mamá?». En el divertido «Déjanos caer» (1961) asistimos a la cháchara de un borrachín, que con su charlatanería chismosa destroza impremeditadamente el noviazgo de una muchacha que, tras haber llevado una vida desenvuelta y sexualmente liberada y haber interpretado en teatro los papeles de prostituta a las mil maravillas, sufre un cambio decisivo a raíz de su actuación accidental en un melodrama en el papel de un personaje de extrema pureza. Ahora se halla muy ilusionada con su novio, un argentino de padres holandeses que se la quiere llevar a Amsterdam con él. El interlocutor mudo del cuento cobra súbito protagonismo en el efectista y sorprendente final:

Lo único que quisiera saber es quién es el imbécil que se la lleva a Rotterdam, rubio, de lentes. Manos largas, dedos finos... No me diga que... ¡Lo que faltaba! Ahora sí que está bueno. ¡Lo que faltaba! Usted tiene la culpa por hacerme tomar cuatro whiskies seguidos. Y su nombre es Van Daalhoff. Claro como el agua. Perdone por lo de imbécil. ¿Qué se le va a hacer? Ahora ya no tiene arreglo. Pobre Mariana. Reconozca por lo menos que Dios no estaba de su parte. «Retrato de Elisa» (1956) nos dibuja con toques esperpénticos, esta vez a través de un narrador omnisciente, a Elisa Montes, la viuda de don Gumersindo, un estanciero analfabeto y de groseras maneras con el que se vio obligada a casarse sin amor por salir a flote de la ruina económica a la que llegó tras haber vivido en lo más alto de la escala social. Ya suegra, desahogará su frustración sembrando concienzuda y sistemáticamente la cizaña entre sus yernos. Por eso éstos asistirán a su entierro visiblemente aliviados. «Caramba y lástima» (1956) denota la crisis de la moral hipócrita, «falluta», de la clase media montevideana y hace estallar el mito de la virginidad, en este caso masculina, la cual viene a perderse justo la noche anterior a la boda que abrirá un matrimonio convencional. El banquete de la despedida de soltero, poblado de animados incidentes, nos hace recordar el descrito por Larra en «El castellano viejo». «El presupuesto» (1959), uno de los cuentos mas comentados del autor, describe, con cierta sonriente ternura cómplice -Benedetti era por entonces un oficinista más de esa gran oficina que era el país uruguayo- cómo las economías de unos oscuros burócratas se ven desequilibradas cuando todos realizan por fin sus ilusiones de tantos años fiados en la aprobación de un hipotético nuevo presupuesto que

permitirá el aumento de sus salarios. En «El resto es selva» (1961), que narra algunos de los sucesos vividos por Benedetti en 1959 durante su viaje a los Estados Unidos, encontramos algunos momentos de espléndido humor, como aquel en que el uruguayo Orlando Farías «Olendou Feriess en la pronunciación de los aborígenes»- participa en una asfixiante reunión-cóctel con estrafalarios intelectuales norteamericanos por los que no siente simpatía ninguna. Más tarde, tras haber tenido que soportar en el avión la compañía de un argentino charlatán, vemos a Farías, en otra escena plena de comicidad, en un restaurante de Nuevo Méjico tartamudeando a causa de los ardores provocados por el picante de la empanada mexicana y el tequila y padeciendo el recitado de las «obras completas» de dos poetisas viejitas de Alburquerque, las inolvidables miss Agnes Paine y miss Rose Folwell. En «Los novios», el autor, que comienza burlándose más o menos amablemente de las mujeres de la clase media uruguaya presenta luego con tintes grotescos al personaje de la tía de María Julia. Ésta luce «dos verrugas simétricas que contribuían a dejar malparado el sentido estético de Dios o por lo menos el de sus vicarios en el acto de crear cuerpos al azar». El novio del cuento habrá de soportar durante años su guarda cuidadosa: en casa, sus interminables «monólogos exteriores», y en el cine, durante las escenas lacrimógenas, sus toses de asmática o sus llantos «con un hipo casi eléctrico que provocaba un desagradable temblor en varios respaldos a la redonda».

La muerte y otras sorpresas (1968) La intensa crisis económica y social que sacude Uruguay en los años sesenta no invitaba demasiado al humor, que apenas hace acto de presencia en este libro, aparecido en México. Benedetti incluye en el mismo «Los bomberos» y «La expresión», pequeños textos o viñetas llenos de ingenio escritos años atrás, concretamente en 1950, quizás para aliviar un poco la tristeza que se desprende de la mayoría de los cuentos restantes. «El fin de la disnea» (1965) es, junto a las viñetas citadas, el texto más divertido del libro. Se trata de un elogio paradójico del asma. El drama del protagonista consiste en no poder pertenecer al selecto y solidario grupo de montevideanos asmáticos -la «Masonería del fuelle»- por manifestar tan sólo «fenómenos asmatiformes». Pero una vez que logra su sueño, gracias a un médico suizo que no domina el español y le diagnostica por fin el «asma» por la que siempre suspiró, la fatídica aparición del milagroso medicamento llamado CUR-HINAL acaba con su felicidad, pues los asmáticos irán desertando poco a poco hasta dejarlo solo, forzándolo finalmente a convertirse en uno de tantos oscuros ex-asmáticos. Es divertido el hecho de que muchos de los lectores del cuento acosaran a Benedetti -asmático como se sabe- interesándose por el salvífico e inexistente medicamento. «Musak» (1965) presenta una interesante estructura circular: al comienzo del cuento un periodista rompe a decir de pronto «A la porra y gangrena. A la porra y grangrena...» y el lector se pregunta por la causa de tan extraño comportamiento; al final del mismo, el protagonista del monodiálogo, otro periodista de la misma redacción, interrumpe súbitamente una explicación sobre su original estilo de narrar las noticias de sucesos truculentos, cuando, cual disco rayado, se lanza a repetir «A la porra y gangrena. A la porra

y gangrena. A la porra y gangrena...». El lector descubre al fin que la culpa de tal idiotización colectiva la tiene el musak, la relajante música ambiental -símbolo del omnímodo control político y social-, que, según una de sus víctimas, amortigua «la capacidad de rebeldía, la vocación de libertad». La alienación acaba por afectar a lo más personal de cada hombre: su lenguaje.

Con y sin nostalgia (1977) En junio de 1973 se produce el golpe de Estado de los militares uruguayos. Para muchos habitantes del país comienza un largo exilio. Los cuentos de este libro, aparecido en México, son, pues, los de un exiliado, los de un derrotado que busca movilizar las conciencias y comprometer a todos en la lucha contra la dictadura militar. El humor, cuando aparece, es, como era previsible, escaso y de una tonalidad más bien amarga. «Relevo de pruebas», escrito en 1966 y basado en caso real, trata de una muchacha uruguaya utilizada por la CIA para chantajear al encargado de las claves de la embajada de Cuba en Montevideo. La ingenuidad con que ésta explica ante el confesionario su participación en los hechos tiene una gracia innegable. Finalmente la chica se redime a los ojos del lector al no aceptar el dinero que le ofrece mister Cooper. El «monólogo exterior» concluye así: «Dígame francamente, padre: ¿usted cree que es pecado mortal enamorarse de un comunista casado?». «Las persianas» (1975) es un cuento pleno de comicidad. Asistimos en él a las «boludeces» que realiza en su habitación el gordo protagonista, en camiseta o desnudo, un día muy caluroso. Su apuro surgirá cuando descubra que no cerró las persianas y tema que su vecina de enfrente lo haya visto todo -«la búsqueda del forúnculo, los pasos de tango, los ejercicios respiratorios, los saltitos cuando el calambre»y haya podido malinterpretarlo. Al final, sorprendentemente, será la temida vecina la que se disculpe ante el protagonista diciendo: «anoche yo creí que había cerrado mis persianas». Quizás sea legítimo buscar tras la risa la denuncia, lo que suele ser corriente en Benedetti: en un Montevideo asfixiado por la dictadura, todos temen ser espiados, vigilados... En «Sobre el éxodo» Benedetti hace un excelente uso del sarcasmo, de la hipérbole y de la más sangrante ironía para denunciar los destrozos causados al país por la dictadura: tortura, presos políticos, exiliados... En el éxodo masivo de uruguayos de todas las clases sociales participan también los industriales, que parten con «máquinas, dólares, musak, familia y amantes», o las sirvientas, por lo que vemos a las damas de las grandes familias de la oligarquía ganadera pedir a sus maridos marchar a un país «medianamente civilizado, donde al oprimir un botón de inmediato acudieran sirvientas que hablaran inglés, francés, y no tuvieran piojos ni hijos naturales. Porque aquí, en el mejor de 105 casos, al llamado del timbre. Sólo aparecían los piojos. Y no se sabía por cuánto tiempo seguirían apareciendo». La novela corta «La vecina orilla» (1976) está salpicada, a pesar de su temática ... Sonia, me sonrió permanentemente, y a mí no me gusta que me sonrían porque me pongo colorado y eso nunca es bueno, así que me pongo a mirar obstinadamente a la que tiene mi edad, y es estúpida y se llama Dorita, porque como me da asco y principio de náuseas, me provoca la palidez cadavérica necesaria para compensar la vergüenza que me

provoca la sonrisa constante de Sonia. De modo que mirando intermitentemente a una y otra de las chicas, mis mejillas, mi nariz y mi frente adquieren un color natural que, sin embargo y como acabo de explicar, es cuidadosamente fabricado. Geografías (1984) A mediados de los ochenta comienzan a vislumbrarse en Uruguay signos de una posible salida a la dictadura militar. Este libro de cuentos, publicado en Madrid, está totalmente impregnado, sin embargo, de la tristeza del exilio. «Fábula con Papa» (1982) utiliza el recurso del sueño como vehículo para satirizar el conservadurismo de Karol Woityla, al que se presenta preso de la fatiga, «sin carisma», tras evadirse de un acto multitudinario. Benedetti presenta a Roma su pliego de agravios y a través del diálogo entre el narrador y el pontífice logra algunos pasajes de espléndida malicia: -Santidad./ -Dime./ -¿Por qué es usted tan conservador? A veces parece preconciliar./ -¿Preconciliar yo?/ -Sí, pero de Nicea./ -¿Cuál Nicea? ¿Año 325 o año 787?/ Digamos 787./- Menos mal. En «El reino de los cielos» se aborda el tema del exilio a través de dos niños que viajan juntos en avión. La ingenuidad del diálogo infantil sirve al autor a las mil maravillas para la crítica y la ironía: Saúl cuenta a Ignacio que su hermana vive en París casada con un médico francés e Ignacio se interesa por el trabajo de ella: «¿Ella? ¿no te digo que está casada con un médico? Hace eso, no más. Bueno, a veces mira la tele». Al final del viaje conocemos que el padre de Saúl es coronel del ejército uruguayo y el de Ignacio, un profesor uruguayo encarcelado por los militares. Tras las bromas recorre al lector un cierto escalofrío. «De puro distraído» (1983), el cuento más breve del volumen, exhibe un humor de tintes surrealistas y absurdos. Si en el cuento anterior los protagonistas eran dos niños, ahora el drama del exilio se nos presenta a través del tipo del perfecto despistado que vaga, casi siempre en soledad, «por los países, las fronteras y los mares». Un día llega a París: Sí, era terriblemente distraído. En otra ocasión nevaba y para protegerse del frío se metió en las galerías comerciales del moderno subsuelo de Les Halles. Cuando, un semestre después emergió de otras galerías subterráneas en pleno centro de Estocolmo, se alegró sinceramente de que ya no nevara. Otro día, en un aeropuerto, después de mostrar su pasaporte, es conducido tras una puerta en la que se lee «Prohibido el paso»; desde atrás le colocan una capucha: «se encontraba de nuevo en su patria». Por el absurdo llegamos una vez más a la denuncia de la situación por la que pasa Uruguay, en concreto de la práctica de la tortura. Una vez más, el lector tiembla después de haber reído.

Despistes y franquezas (1990)

Benedetti -que se define por estos años como «un pesimista animoso a quien le gusta la vida»- explica en el Envío que encabeza este libro-entrevero -misceláneo al estilo de otros de Cortázar, Oswald de Andrade, Macedonio Fernández o Augusto Monterroso- que trabajó en el mismo desde 1985, año de su vuelta a Montevideo y del comienzo de su «desexilio» al haber encontrado «el estado de ánimo, espontáneamente lúdico, que es base y factor de semejante heterodoxia». Aunque, como señala Gloria da Cunha-Giabbai, el Benedetti de este libro es «resignadamente pesimista», hecho que no logra ocultar, según la autora, con la máscara del entrevero de géneros -por otra parte, ya existente en libros anteriores del escritor-, no cabe negar que en muchas de estas páginas, sobre todo de Despistes, Benedetti muestra un tono marcadamente humorístico, en una proporción que no se daba desde su ya lejano Montevideanos: «Merece la pena utilizar el humor -confiesa Benedetti a la altura de 1990- como una etapa de reflexión y yo he vuelto un poco al viejo amor que es el humor. Creemos que destacan en este aspecto las narraciones «Orden del día» y «Truth on the rocks». En «Orden del día», crítica de un capitalismo sin conciencia social, asistimos, gracias al acta escrupulosamente fiel del secretario de la empresa, a una tumultuosa reunión del Directorio de Abecé S.A, en la que se discute vivamente sobre «una drástica reducción del personal» tras la entrada de unos «excelentes equipos de computación». El agresivo Matta asegura que el difunto fundador de la empresa, «en los más calificados círculos mercantiles del país y de la Bolsa, siempre había sido considerado un tarado (sic), y, en opinión de los más severos, un imbécil (sic)» y que «se caga (sic) en el fundador»; luego llama al señor Nieto «cara de culo (sic)» y asegura que la mujer de éste mantiene relaciones con un joven empleado de la empresa, por lo que es «un infecto cornudo (sic, sic)». Nieto replicará con dos puñetazos sucesivos, que, anotados en el acta, transformarán ésta de pronto en la crónica de un combate de boxeo. En «Truth on the rocks» el protagonista, que «técnicamente» nunca fue un borracho, comunica por carta a un viejo amigo su firme decisión de dejar de beber y luego recuerda las únicas cinco papalinas o borracheras de su vida. El alcohol le ha vuelto siempre «insoportablemente veraz» y por eso sus papalinas lo han llevado a arruinar sucesivamente su carrera de futbolista, su trabajo, su matrimonio y la boda de un amigo. La risa del lector se vuelve finalmente sonrisa regocijada cuando el protagonista utiliza su conocida propensión a decir la verdad para emborracharse voluntariamente a fin de ser creído al declarar su amor a su amada Elisa, declaración que obtiene en la mujer una positiva reacción: «Entonces ella dijo querido y yo dije Elisita y no sigo contándote porque su teléfono y el mío quedaron todos babeados de amor». «Triángulo isósceles» nos presenta a una actriz que deja la profesión antes las insistentes críticas del marido. Tras dos años de adulterio, éste descubrirá que su amante es su propia mujer, que le ha dado una soberbia lección de dramaturgia. La actriz, triunfante, plantea el ultimátum: «O te divorcias de mí o te casas conmigo. No estoy dispuesta a seguir tolerando esta ambigüedad». En «Maison Lucréce» el autor recibe una carta de un informante que le cuenta la historia de las prostitutas de la culta Madama Lucréce, «ilustre embajadora de Eros», que en 1919 se instaló con sus chicas en el oscuro villorrio rural de San Pascual. Para lograr hacer realidad el deseo de la dueña de que el prostíbulo no sea «un lugar de perdición sino de hallazgo», cada muchacha tiene en su aposento de trabajo una bibliotequita y, así, las hetairas «mientras llevaban a cabo la ceremonia erótica, se dedicaban también a la lectura»: Augusta ojea el Readers ´s Digest, Renata lee a Galdós, Colette a Colette, Brunildita a Thomas Mann, Ondine a San Agustín. El corresponsal acaba informando de que «Lamentablemente, ahora leen a Bukovski».

En el relato «Todo lo contrario», el profesor solicita de un alumno que forme una frase, más o menos coherente, con palabras que despojadas del prefijo «in» no confirmen la ortodoxia gramatical. El experimento, en el estilo de los juegos verbales de Cortázar o de Oulipo, arroja un divertido resultado: Aquel dividuo memorizó sus cóguitas, se sintió dulgente pero dómito, hizo ventario de las famias con que tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse cólume, así y todo en las noches padecía de somnio, ya que le preocupaban la flación y su cremento./ -Sulso pero pecable -admitió sin euforia el profesor. En «El puerco espín mimoso», el profesor del cuento, que parece seguir los consejos del Juan de Mairena machadiano que en su clase de Retórica y Poética hablaba de una Escuela Popular de Sabiduría Superior y recomendaba atención en las aulas a la lengua viva explica a sus discípulos: «Ustedes ya conocen que en el lenguaje popular hay muchos dichos, frases hechas, lugares comunes, etcétera, que incluyen nombres de animales». Lo que sigue es una clase de «zoomiótica». -Veamos entonces, Señorita Silvia. A un político, tan acaudalado como populista, se le quiebra la voz cuando se refiere a los pobres de la tierra./ -Lágrimas de cocodrilo./ Exacto. Señor Rodríguez. ¿Qué siente cuando ve en la televisión ciertas matanzas de estudiantes?/ -Se me pone la piel de gallina./-Bien, señor Méndez. Pero será la señorita que rellena crucigramas durante la hora de clase la que llegue al hallazgo verbal más chocante: -Digamos que un gánster, tras asaltar dos bancos en la misma jornada, regresa a su casa y se refugia en el amor y las caricias de su joven esposa./-¡Éste sí que es difícil, profesor. Pero veamos./¡El puercoespín mimoso! ¿Puede ser? «Lingüistas», ambientado en un Congreso Internacional de Lingüística y Afines, muestra el mismo amor por el sencillo lenguaje popular. Otros cuentos de Despistes y franquezas -usamos el término «cuento» en el sentido más lato posible- consiguen la sonrisa del lector: «El hombre que aprendió a ladrar», «Autobiografía», «Bestiario», «El sexo de los ángeles», «San Petersburgo», «Traducciones», «Eso», «Salvo excepciones», «Estornudo», «El ruido y la imagen» o «Memoria electrónica». Acabamos reproduciendo íntegramente, dada su hiperbrevedad, el cuento «Su amor no era sencillo»: Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

«Sobre el éxodo» (Con o sin nostalgia, 1977). Ficción irónica y referente histórico

Antoine Ventura (Universidad de Burdeos)

El cuento «Sobre el éxodo» forma parte de una colección de catorce textos que presentan cierta homogeneidad temática. En efecto, a no ser «Las persianas», «Transparencia» y «Los viudos de Margaret Sullavan», los diez primeros cuentos y el último, «La vecina orilla», tienen en común lo que podríamos llamar un tema general o dominante temática, que habría que calificar de política o sociopolítica. En el cuentario, la isotopía semántica de lo político parece organizarse alrededor del motivo temático de la transformación, es decir una representación antitética del transcurso temporal, correspondiente a la antítesis del título de la colección, Con y sin nostalgia. Nos detendremos únicamente en la descripción de dos rasgos del cuento «Los astros y vos» que, como texto que abre la colección, cumple una función programática. -En efecto, parece difícil no tener en cuenta la significancia adscrita al orden de aparición de los textos. El cuento consiste en el retrato de un pueblo del Uruguay que vive la ruptura institucional del 73, un a modo de metonimia ilustrativa de la evolución sociopolítica del Uruguay a finales de los años 60 y principios de los 70. Se pueden identificar tan precisamente fechas, lugares y fenómenos porque la ficción narrativa los enuncia explícitamente: el referente histórico resulta inmediatamente localizable gracias a estas designaciones. Por otra parte, manifiesta el texto un aspecto bastante descomunal que consiste en la irrupción en medio del discurso narrativo de un trozo de discurso gnómico, es decir, de discurso teórico de índole explicativa (presente de indicativo, metalepsis narrativa, a la vez autorreferencial y referencial): Quizá valga la pena aclarar que el nombre del pueblo no era -ni es- Rosales. Aquí se lo adopta sólo por razones de seguridad. En el Uruguay de hoy no sólo las personas, los grupos políticos o los sindicatos, han ido pasando a la ilegalidad; también hay barrios y pueblos y villas, que se han vuelto clandestinos. Esta irrupción, que ocurre desde la segunda página del cuento, se puede considerar como un intento de romper puntualmente la coherencia ficticia del relato para explicitar con la mínima ambigüedad la relación voluntariamente establecida por el narrador entre ficción y realidad, y dar así al texto un estatuto testimonial. Pero a la vez, el narrador, con esta intervención en su propio acto de narración, manifiesta su poder de mediación, o sea, de transformación de la realidad en ficción. Así que finalmente, este trozo de discurso gnómico no levanta la ambigüedad de la relación realidad/ficción, sino que la pone de realce, llama la atención del lector sobre este aspecto del pacto literario, como diciéndole: «esto es y no es ficción». La problematización de la relación realidad/ficción no sigue el mismo cauce en el cuento «Sobre el éxodo». Llama la atención, antes de todo, el tono irónico omnipresente a lo largo de un texto que, sin embargo, evoca situaciones actanciales más bien dramáticas, como «Los astros y vos» y otros cuentos de la colección. Por esta razón, nuestro propósito es estudiar la escritura de este cuento a través de los diferentes aspectos funcionales de la ironía como modalidad dominante del discurso narrativo, para tratar de poner en evidencia,

dentro del marco de la antinomia nocional realidad/ficción, el trabajo de la transformación ficcional. Para ello, privilegiamos el análisis de ciertas dimensiones del relato: la referencia, la organización de la narración y de la historia (contada), así como la red de intertextualidad tejida por las características de las dimensiones precedentes.

REFERENTE HISTÓRICO Y REFERENCIA El referente histórico Si hubiera que resumir el contenido anecdótico del cuento, se podría decir lo siguiente: en cierto país -«el paisito»-, la situación sociopolítica evoluciona hacia un régimen represivo, lo que provoca la salida del país de grupos de población -«los sospechosos que andaban sueltos», «los parientes y los amigos» de los sospechosos en general-. Después, se van «los hambrientos». Se van los obreros, lo que provoca la salida de los industriales. Luego, se va la servidumbre, lo que provoca la salida de los dueños -«las grandes familias de la oligarquía ganadera»-. Sólo quedan los militares, pero como se aburren de no tener a quien torturar a no ser a los que ya lo fueron, tratan de marcharse también. Finalmente, su salida provoca la liberación de los presos, quienes piden al presidente, que se ha quedado, que se suicide, suicidio que provoca la vuelta al país de los jóvenes. Podemos considerar que el lector implícito, que tuviera la competencia enciclopédica precisamente ajustada a los requisitos que deja aparecer el texto para realizar plenamente su programa de actualización en la lectura (ser comprendido lo mejor posible), tendría que saber lo siguiente: el Uruguay entra en una grave crisis económica a partir de 1955 que a continuación acarrea una crisis política y social. A principios de los años 60 aparece un movimiento de contestación armada (guerrilla urbana), el M.L.N. Tupamaros. Este contexto lleva el país hacia un periodo institucional pre-dictatorial a finales de los años 60, con el establecimiento episódico del «estado de sitio». La conjunción de los factores económicos, sociales y políticos provoca un fenómeno de emigración masiva, esencialmente hacia Argentina, pero también hacia Australia y EE.UU., España y otros países latinoamericanos, en particular de mano de obra calificada y de servidumbre. A partir de 1968, el vice-presidente José Pacheco Areco instaura el «estado de sitio» permanente y entrega a las Fuerzas armadas la misión de luchar contra la subversión. Le sucede J.M. Bordaberry en 1971, quien instaura «el estado de guerra interna»; las Fuerzas armadas emprenden una serie de acciones que abren paso a la militarización de las instituciones: entre otras cosas, la disolución de las Cámaras, el desmantelamiento de los partidos políticos, de los sindicatos, la persecución de sus líderes y militantes, el control de los medios de comunicación y de la Universidad, hasta llegar a la destitución del presidente Bordaberry el 12 de junio de 1976. En septiembre, los órganos del poder militar designan a un nuevo presidente, Aparicio Méndez, para un periodo de cinco años. La instalación progresiva del régimen civil militar se acompaña de la suspensión de las libertades públicas y de la violación de los derechos humanos en diversos actos de represión, con el apoyo de EE.UU. quienes, durante los años 60 y 70, en el contexto de guerra fría, han establecido contactos con los ejércitos nacionales latinoamericanos y proponen material y formación

antiguerrilla en la Zona del Canal de Panamá, en el marco de la O.E.A.; actos de represión que vienen a ser condenados en informes de Amnistía Internacional, y a nivel diplomático por EE.UU. también, y otros grupos de países. Según el ministerio de Asuntos exteriores de la época, se trata de una campaña de difamación contra el Uruguay. Para lo que concierne los últimos años, un lector real esta vez, acaso necesitaría saber también (según la época a la que pertenece) que las autoridades militares restablecieron paulatinamente las condiciones de posibilidad de una vuelta a un régimen democrático que acabó por plasmarse y les otorgó la amnistía. Con la yuxtaposición de este resumen histórico y del resumen del cuento que lo precede saltan a la vista, aunque de manera global, a la vez ciertos aspectos convergentes de contenido (los motivos de la represión y de la emigración a nivel macrosemántico; los de autoridades civiles, militares, control de los medios de comunicación, violencia represiva, emigración de determinados grupos de población, en particular diferenciados desde un punto de vista socioprofesional [obreros y servidumbre], hacia el exterior, en particular hacia Australia, a nivel más detallado), y cierta divergencia que deja aparecer, no solamente una mayor precisión referencial por un lado que por otro, lo que se entiende perfectamente, sino también una nítida discrepancia en cierto momento entre las acciones referidas por el cuento y los acontecimientos históricos. Pero, como lo mostraremos a continuación, descubrir dicha discrepancia no presupone necesariamente una competencia enciclopédica de lector implícito tal como la hemos esbozado en lo que precede. En cuanto a la precisión referencial del cuento, no la vamos a estudiar desde un punto de vista estrictamente extratextual; privilegiaremos los niveles intra-intertextuales y textuales.

La referencia Por nivel de análisis intra-intertextual entendemos el hecho de tomar en cuenta la organicidad de la colección en la que se inserta el texto por estudiar. Hemos descrito, en introducción, la referencia tal como se manifiesta en el primer texto del conjunto, «Los astros y vos». Una denominación toponímica como «el Uruguay», enunciados como «Es a partir del golpe del 73 que el comisario Oliva sufre una radical transformación» asociados al discurso gnómico anteriormente citado construyen un referente directamente ubicable, por lo menos a nivel intratextual, y según la competencia enciclopédica de los lectores, a nivel extratextual. Es todo lo contrario que pasa con el cuento «Sobre el éxodo»: la principal localización espacial se hace mediante la designación «el paisito», la localización temporal es borrosa y lo que habría que llamar personajes ni siquiera tienen nombres. Detrás de este desfase, postulamos la presencia de una ironía asumida por un autor implícito que finge romper el proceso de referencia tal como funciona en el primer texto del cuentario, y en otros más. Esta ironía se concreta a través del recurso a la lítote aplicada a los medios de referencia como las designaciones del tiempo, del espacio y de los actores. Es el contexto paratextual que forman los cuentos anteriores y posteriores a «Sobre el éxodo» en la colección- en particular, el primero, «Los astros y

vos», por supuesto, en la perspectiva teórica de una lectura no aleatoria-, que permite descubrir la ironía y a la vez resolver el efecto de la lítote. Queda por interrogarse a propósito del sentido añadido que pretende producir una figura que consiste en decir menos para hacer entender más. Pero antes de eso, es preciso proceder a la descripción de esta imprecisión referencial a nivel estrictamente textual. El texto manifiesta claramente una isotopía semántica dominante de lo sociopolítico, como ya se ha evidenciado indirectamente en la comparación de los dos resúmenes.Tomemos otro ejemplo: los motivos temáticos que consisten en descripciones definidas: «el gobierno», «el presidente», «los militares», «los sospechosos», etc. Baste con recordar, por añadidura, la primera frase, apertura igualmente programática para todo el texto: «Es obvio que el éxodo empezó por razones políticas». Evidentemente, frente a esta isotopía, resulta contradictorio el hecho de que el texto presente la imprecisión referencial de la que vamos hablando. Este es otro desfase que deja aparecer la ironía, esta vez a nivel textual.

Las designaciones temporales La primera constatación que se puede hacer es que, en el texto, no aparece ninguna referencia temporal absoluta y directa bajo la forma de una fecha, lo que Paul Ricoeur designa con la expresión de «temps calendaire» (o tiempo del calendario). Las primeras indicaciones se encuentran en el sentido lexical de unos verbos, «empezar» y «seguir». En la frase que abre el cuento: «Es obvio que el éxodo empezó por razones políticas» (41), el verbo empezar funciona en referencia absoluta, pero su aspecto objetivo o modo de proceso que hace de él un verbo dicho incoativo -es decir, que sirve para indicar el principio de un proceso temporal- no es suficiente para indicar los límites del proceso. Lo ilustra la dificultad en determinar, a nivel de interpretación semántica, si la segunda ocurrencia de este verbo: «En el extranjero los periodistas empezaron a escribir que en el paisito la atmósfera era irrespirable» (41) es correferencial a la primera, o en referencia absoluta. Es decir: la acción de los periodistas coincide con el comienzo del éxodo o no. El contexto no permite resolver la ambigüedad. En cuanto al sintagma verbal seguir + gerundio, aparece a continuación en referencia anafórica: «Los periodistas extranjeros siguieron escribiendo que allí la represión era monstruosa» (41); su modo de proceso es progresivo; el punto de referencia de esta progresión que expresa se sitúa al principio del proceso temporal que indica por lo menos la segunda ocurrencia del verbo empezar. Otras indicaciones consisten en adverbios y locuciones adverbiales como «jamás», «nunca», «siempre», que no indican un límite y tampoco un momento puntual. La primera secuencia del cuento se asemeja a un a modo de introducción bajo la forma de un resumen cuya particularidad es anticipar de manera incompleta -se trata de una prolepsis según Genette (1972)- sobre lo que va a ser contado a continuación. Por eso son expresiones en correferencia y en referencia anafórica que aparecen: «Primero se fueron todos los sospechosos...», «Después se empezaron a ir los parientes...», «Al principio, aunque eran muchos los que emigraban...» (41). En esta segunda etapa del relato, las designaciones temporales remiten, o a una designación inmediatamente anterior en el texto, o al punto de referencia absoluto que sigue asumiendo

la primera ocurrencia del verbo empezar. Cuando aparece alguna oración de valor temporal en referencia absoluta como «Pero el día en que partió un barco con mil emigrantes...» o «Cuando los sospechosos que andaban sueltos...» (42), a pesar de que describa un momento puntual, la posición de éste en el proceso temporal de la acción queda borrosa, tanto más cuanto que la referencia absoluta establece una discontinuidad con relación a las demás designaciones temporales. Tomemos otros dos ejemplos, casi caricaturales por su carácter indeterminado y su reiteración paralela: «Cierto día circuló el rumor de que... [...] Otro día circuló el rumor de que...» (43). Estas dos descripciones indefinidas que abren respectivamente la secuencia narrativa del éxodo de los obreros y la del éxodo de los criados parecen ser dos designaciones -en referencia absoluta la primera, en referencia anafórica la segunda con relación a la primera- que inscriben en una cronología del éxodo general de la población relativamente borrosa la salida de dos grupos de dicha población. Ahora bien, hay una secuencia que precede a estas dos, en la que se cuenta la salida de los «hambrientos»: «entonces empezaron a irse los que pasaban hambre» (42). Una mayor atención otorgada al contexto semántico en detrimento de la linealidad del texto -que sustituye en tal caso la inconsistencia de las designaciones temporales- deja aparecer la posibilidad de comprender que el éxodo de los obreros y el de los criados son dos variantes del éxodo de los hambrientos. En efecto, si como lo dice el texto «el porcentaje de hambrientos era de un 72,34%» y que «el 27,66% restante estaba en su mayor parte integrado por militares, latifundistas, banqueros, diplomáticos, cuerpos de paz, mormones y agentes de la CIA» (42), a no ser que se considere que el efecto hiperbólico de esta enumeración caótica es de descalificar la verosimilitud -dentro de la ficción- del contenido semántico, resulta que obreros y criados forman parte del grupo más amplio de los hambrientos. En este caso, las designaciones temporales «Cierto día» y «Otro día» son las dos anafóricas con relación al segmento «entonces empezaron a irse...», él mismo en referencia anafórica con relación a la oración «Cuando los sospechosos que andaban sueltos [...] emigraron en su casi totalidad» (42). Así que la referencia temporal se presenta como indeterminada, a la vez cuando es absoluta y cuando es correferente y/o anafórica, o sea que la misma jerarquización interna del transcurso temporal de la historia contada resulta muy imprecisa, sólo consigue construir un efecto de borrosa continuidad. Fuera de estas designaciones propiamente dichas, aparecen en tres ocasiones indicios indirectos de temporalidad. El primero está incluido en el segmento narrativo siguiente: Inmediatamente se embarcaron rumbo a Sidney cuarenta mil sirvientas, mucamos, etc., incluido en el etcétera un ex mayordomo que estaba sin trabajo desde el secuestro del embajador británico. (43) Puede tratarse de dos cosas. O detrás de la referencia al embajador británico se oculta un referente histórico, y en este caso un lector con una competencia enciclopédica que le permita localizar la alusión a nivel extratextual puede servirse de ello como indicación textual. O se trata de un referente puramente ficticio, y en tal caso, esta precisión sirve para poner de relieve, por contraste, la indeterminación temporal de todo el cuento. En efecto, semejante irrupción de una precisión inesperada se parece más bien a una manifestación hiperbólica de la ironía que consiste en ocultar la referencia. De todos modos, hay medios más eficaces de referir: fechas, denominaciones onomásticas. He aquí el segundo indicio:

Las becas que proporcionaba la gran nación del Norte para cursos de perfeccionamiento antiguerrillero en la zona del Canal, comenzaron a ser masivamente aceptadas. (44) Aunque se puede discutir a propósito de la facilidad en descubrir un haz de referentes extratextuales detrás de estas designaciones (alusivas, a pesar de todo) en función del criterio de competencia enciclopédica, hay que notar que remiten más al espacio que al tiempo, por eso volveremos a hablar de ellas. Sin embargo, en el caso de lectura más o menos óptima, se detecta una referencia indirecta a un periodo de amplitud temporal bastante larga de las relaciones entre EE.UU. Y las naciones latinoamericanas, que va del principio de los años 60 al final de los 70, por lo menos. En cuanto al último indicio anunciado, es el más preciso de los tres, la única descripción definida completa que, por referencia indirecta, remite a una fecha: Lo curioso fue que el gobierno no pudo verosímilmente castigar ese nuevo hábito, ya que, a partir de la crisis petrolera, había exhortado a la población a no escatimar sacrificios en el ahorro del combustible y por tanto de energía eléctrica. (42) Imposible equivocarse a propósito de la crisis petrolera; si es un artículo definido el que introduce la descripción, es que todavía sólo se conoce la primera, la de principios de los años 70, la de 1973 para ser más preciso. A nivel textual, este indicio permite deducir que las acciones narrativas se sitúan alrededor de esta fecha, un poco antes y un poco después. En cambio, no permite, como tampoco lo hacen los indicios anteriores, obtener una mayor precisión en la temporalidad que rige las relaciones de las acciones narrativas entre ellas. Al fin y al cabo, aunque la temporalidad a la que aluden tiene una pertinencia extratextual, y además histórica, el efecto de estos dos últimos indicios a nivel textual es bastante limitado, ya que sólo permiten esbozar un trasfondo histórico intraficticio casi tan borroso como la temporalidad construida por las designaciones. Más que una función directa en la construcción de la temporalidad textual, estos indicios permiten poner de relieve, como lo decíamos un poco antes, por contraste, la imprecisión de la referencia temporal, y es este contraste, en parte, el que revela la ironía narrativa en el tratamiento de la referencia.

Las designaciones espaciales Se presentan esencialmente bajo la forma de verbos en uso deíctico y de designaciones (descripciones definidas e indefinidas) y denominaciones (nombres onomásticos, para el caso, topónimos). Los verbos en uso deíctico son esencialmente verbos de movimiento: el verbo «irse» actualizado bajo diferentes formas verbales aparece 7 veces; el verbo «regresar» aparece una sola vez, al final. Por otra parte, se encuentran tres ocurrencias del verbo «emigrar». Por su uso, o por su sentido léxico, estos verbos manifiestan la posición adoptada por el

locutor-narrador en el proceso evocado. Por otra parte, presuponen la adopción de un punto de referencia espacial único, al que se refiere el narrador. Y en efecto, el espacio parece estructurarse de modo opositivo, entre un aquí (punto de referencia que orienta el punto de vista del narrador) y un allá. Así se reparten designaciones y denominaciones. Hay, por un lado, sólo designaciones que se organizan alrededor de la descripción definida absoluta, «el paisito» (x2) y sus expresiones correferenciales, «el país» (x2) y «el territorio nacional» (x1), o sea, descripciones definidas e indefinidas en referencia anafórica («puertos y aeropuertos», «el casino del cuartel», «las calles», etc.). Estas últimas están en una relación de inclusión respecto a «el paisito» y sus variantes. Estos son descripciones definidas incompletas, en el sentido de que se les puede atribuir varios referentes de la clase «país». Por otro lado, tenemos designaciones y denominaciones que remiten al resto del espacio: la descripción definida incompleta «en el extranjero», las descripciones definidas incompletas (a nivel denotativo, pero no a nivel connotativo) «la gran nación del Norte» y «la zona del Canal», los topónimos Australia, Oceanía y Sidney (los dos últimos infielmente correferentes al primero). Se nota un contraste en la calidad de la referencia a los dos espacios. Sin embargo más que en el nivel denotativo de las designaciones, es en el nivel connotativo en que interviene la ironía. Hay, por supuesto, una indeterminación general de la referencia espacial, ya que el punto de referencia central del sistema que representa «el paisito» no tiene referente preciso. Pero esta indeterminación se reduce gracias a una red de connotaciones socioculturales y sociolectales presentes a lo largo del texto. Por una parte, el sustantivo «latifundistas», que aparece en medio de una enumeración caótica (42). Con el contexto que lo rodea («mormones, agentes de la CIA»: proximidad geográfica y doctrina Monroe), permite reducir la atribución de referentes de la clase «país» a los países latinoamericanos. Esto viene confirmado por las descripciones definidas incompletas que remiten al Canal de Panamá y a EE.UU. Otro indicio permite reducir aún las posibilidades de atribución de referentes a los países del Río de la Plata: la descripción definida: «la grandes familias de la oligarquía ganadera» (43). En cuanto a indicios sociolectales, tenemos por lo menos las palabras «alíscafo» y «falluto». Habría que hablar también del valor por lo menos sociolectal de la denominación «el paisito». Este diminutivo y su forma desarrollada «el pequeño país» -que no aparece en el texto- son expresiones bastante comunes entre los uruguayos para designar a su propio país. Esta red connotativa que desdobla el sistema denotativo de las designaciones espaciales, por su propia índole, no es inmediatamente accesible, impone criterios de competencia enciclopédica y lingüística. Impone una cooperación activa del lector para reconstruir una representación del espacio que, en el texto se encuentra difuminada.

Las designaciones de los actores Limitamos nuestro estudio de las designaciones de los actores a los actores antropomórficos. Se pueden distinguir esencialmente cinco grupos: los periodistas, las autoridades civiles, la población civil (libre), los militares, los presos. Cada uno de estos grupos de actores recibe varias denominaciones correferentes y/o anafóricas (con relación de inclusión o no) entre ellas. Aquí, la imprecisión referencial estriba en la no individualización de los actores. A no ser una que otra excepción, los actores son grupos y

no individuos. La referencia se hace bajo la forma de expresiones genéricas que impiden cualquier particularización que permita construir el efecto personaje clásico. Veamos el ejemplo de la población civil en sus rasgos más notables. Como entidad general, recibe varias denominaciones como: «la gente», «los pobladores», «la población», «el pretexto popular», «el pueblo», y dos particularizaciones, sin embargo colectivas, «radioescuchas» y «televidentes». Además, se escinde en designaciones de subgrupos humanos: «los sospechosos»; «los hambrientos» que incluyen a «los obreros» y su familia, y las «sirvientas» y «mucamos»; «los grandes industriales» y su familia; «las grandes familias de la oligarquía ganadera». A su vez, estos subgrupos pueden recibir diversas designaciones correferentes o anafóricas. El colmo de la ironía en la indeterminación referencial aparece con el ejemplo ya citado del ex mayordomo, cuya designación introduce un contraste, respecto al principio de la enumeración, con los subgrupos «sirvientas» y «mucamos», precedidos de una indicación numeral («cuarenta mil»), y respecto a la totalidad del texto del cuento como contexto general. La ironía reside, por lo demás, en el hecho de que la precisión a propósito del mayordomo no añade ningún suplemento de sentido indispensable a la acción narrativa descrita, es decir el éxodo de la servidumbre. Su función parece más bien ser la de poner de realce gracias al contraste producido la no individualización de los demás actores. Para seguir con esta idea, veamos el caso del grupo actorial de los presos. Reciben unas designaciones colectivas, opositivas como «los presos políticos» y «los delincuentes comunes». Luego, a partir del subgrupo de los presos políticos -según lo que deja inferir el contexto inmediato-, aparece una serie de individualizaciones gracias a designaciones bastante singulares: «el más viejo», «el más cegato», «el más enterado», «el más joven de los reclusos» y «el más gordo». Se trata de perífrasis compuestas de un adjetivo introducido por una fórmula comparativa relativa. Relativa, es decir borrosamente individualizadora, ya que estas caracterizaciones físicas sólo permiten distinguir actores individuales respecto a un grupo -el más gordo, es el más gordo del grupo de los presos, o sea que estas descripciones son definidas pero incompletas, y por consiguiente en referencia anafórica respecto a la descripción colectiva de los presos- pero que quedan indeterminados. Reducir la referencia al actor a un rasgo de descripción física remite, por otra parte, a la consabida estilización de la tradición del cuento popular. En fin, ningún actor recibe una denominación onomástica. El único antropónimo es «Gallup», el nombre con el que el narrador refiere al instituto de sondeos y a un trabajo suyo. Este antropónimo (en el contraste que produce con relación a la imprecisión de las demás designaciones), como la referencia al mayordomo y las designaciones individualizadoras y caricaturescas de los presos sirven una vez más para marcar, de modo hiperbólico la ironía de una instancia narrativa que, por medio de la lítote y el contraste, llama la atención sobre la dimensión del relato que es la referencia.

NARRACIÓN E HISTORIA La modalidad irónica del cuento se manifiesta en otros niveles del relato. En la narración, esencialmente bajo la forma de la polifonía, y en la organización de la historia, con la hipérbole como figura estructuradora del contenido narrativo.

La narración Según los términos de Gérard Genette (1972), la voz narrativa del texto se caracteriza como extradiegética-heterodiegética (es decir, que se trata de un narrador impersonal que no interviene en el universo ficticio creado por el relato). En cuanto al modo narrativo que utiliza para referir los acontecimientos, adopta una focalización cero (ningún punto de vista de actor-personaje se encuentra privilegiado). Sin embargo se notan unos segmentos de focalización interna fija muy breves (en los industriales, los militares, los presos) que denuncian cierto polimorfismo de la instancia narrativa, polimorfismo que se revela plenamente en la heterogeneidad discursiva que caracteriza los segmentos de discurso referido incluidos en la narración. La fuerte heterogeneidad discursiva que caracteriza la enunciación del locutor-narrador le confiere cierta inestabilidad, una inestabilidad que, a este nivel del análisis, puede relacionarse con la imprecisión de la referencia, tal como acabamos de describirla. Vamos a centrar el análisis en dos formas del discurso referido, el estilo indirecto y el estilo indirecto libre. En efecto, hay varios actantes discursivos, el principal es el locutor-narrador, quien integra en su enunciación una pluralidad de enunciadores (discurso periodístico, oficial, indeterminado). El enunciador indeterminado ya ha sido evocado anteriormente («circuló el rumor de que») y su carácter indeterminado analizado. Más interesante es el discurso periodístico como lugar de contradicción y de perturbación de la coherencia de la enunciación del locutor-narrador. En un primer tiempo, el narrador refiere en estilo indirecto discursos de periodistas y los apoya expresando una adhesión explícita a su contenido: En el extranjero los periodistas empezaron a escribir que en el paisito la atmósfera era irrespirable. Y en verdad era difícil respirar. (41) Unas líneas después, los designa con la expresión «esas verdades». Y, pasadas tres páginas, después de citar los resultados de una encuesta comunicada por los militares a propósito de accidentes de tránsito, refiere aparentemente en estilo indirecto las consideraciones de los periodistas del modo siguiente: Los periodistas extranjeros, con su habitual malevolencia, intentaron minimizar ese evidente logro, señalando que no constituía mérito alguno, ya que en el territorio nacional había cada vez menos gente para ser atropellada.(44) La contradicción aparente se resuelve si se considera que, en la primera parte del enunciado, por lo menos, no es el narrador quien asume el discurso, es decir las evaluaciones peyorativas para con los periodistas. Lógicamente, el enunciador de estas evaluaciones debería ser precisamente la víctima de las evaluaciones también peyorativas de los periodistas; ahora bien, estas se dirigen a los militares indirectamente, a través de la crítica que hacen los periodistas del comunicado a propósito de los accidentes de tránsito. Por consiguiente, desde un punto de vista enunciativo, esta primera parte del enunciado

debe considerarse como estilo indirecto libre y ser atribuida a los militares como enunciador. Y es el locutor-narrador quien finge adoptar su punto de vista. El contexto inmediato también proporciona algún indicio, ya que el narrador introduce la cita de las cifras del comunicado hablando, a propósito de los militares de «su voluntad de arraigo [que] les había hecho emitir un comunicado especialmente optimista»: el mismo narrador enuncia una evaluación, cuya connotación («especialmente» o sea demasiado) sugiere una descalificación, o por lo menos, una distancia tomada por el narrador respecto al contenido del comunicado. Esta inestabilidad de la enunciación narrativa que implica la cooperación del lector para recuperar la coherencia de la identidad discursiva del narrador es un lugar privilegiado para la manifestación de la ironía como desfase entre el punto de vista del narrador y el de otros actantes discursivos. Sintomáticamente, este juego polifónico a partir del estilo indirecto libre concierne casi exclusivamente a los actores que son la oligarquía ganadera, los militares, como acabamos de ver un ejemplo, y las autoridades civiles. Hay varias ocurrencias de la actuación enunciativa de este último actor colectivo, hasta tal punto que se construye una isotopía retórico-estilística paralela a la del discurso directamente asumido por el narrador. Véanse unos ejemplos: «dio pie a las autoridades para una inflamada invocación al orgullo nacional» (41) «la imagen del primer mandatario» = el presidente (41) « ... el gobierno [...] había exhortado a la población a no escatimar sacrificios en el ahorro del combustible» (42) «su orgullo patrio había sido invocado por el superior gobierno» (42) Se destaca una isotopía de la grandilocuencia del discurso oficial, que contrasta con el estilo mucho más llano y a veces coloquial del locutor-narrador. Hemos hablado de inestabilidad a propósito de la enunciación narrativa en su conjunto. Veremos en el debido tiempo qué intención puede concretar semejante fenómeno textual.

La historia Abordamos este nivel del relato según dos orientaciones: la organización de las secuencias narrativas y sus implicaciones semánticas. Desde el punto de vista de la sintaxis narrativa, el relato está constituido de una serie de secuencias narrativas, como aparecen en el resumen del cuento que ya hemos presentado. Estas secuencias construyen una anáfora de la acción -acción de salida hacia el exterior = éxodo-, principalmente según dos tipos de relaciones: por yuxtaposición (relación puramente sintáctica) o por concatenación (relación sintáctico-semántica y/o lógicosemántica), gracias a las cuales se dibuja un a modo de causalidad elemental y rígida. Véase el esquema a continuación:

Habría muchos comentarios que hacer ante semejante esquema. Notemos, por lo menos, el carácter circular de esta casi perfecta cadena de causas.

En el plano semántico, hay que señalar el paso de una representación verosímil del mundo construido por el texto a una representación inverosímil. La disyunción aparece con la concatenación entre la salida de los obreros y la de los industriales, especie de concatenación que se repite entre la servidumbre y los latifundistas (o «oligarquía ganadera»); la disyunción se reproduce por tercera vez, de modo hiperbólico, con la salida hacia el exterior de los propios actores (las autoridades militares) responsables de la situación, quienes se van porque se han ido las víctimas todavía libres (el hecho de que el país se vacíe completamente es un segmento de contenido semántico que hay que inferir a partir de los motivos explícitos del éxodo de los militares, y este contenido es un eslabón del proceso de desvinculación hiperbólica de la verosimilitud empírica respecto a la verosimilitud diegética). La historia contada llega de este modo a una paradoja, o mejor dicho un colmo; en términos retóricos consiste en un tratamiento hiperbólico de una situación inicial, a través de un encadenamiento lógico llevado hasta lo absurdo, -un procedimiento corriente, a menudo en el plano micronarrativo, de lo que en la escritura de G. G. Márquez por ejemplo, se suele llamar el «realismo mágico». En realidad, tanto la indeterminación referencial como la inestabilidad de la instancia narrativa y el encadenamiento causal hiperbólico de la historia señalan la modalidad irónica del cuento en otro plano de la significancia, el de la intertextualidad, lo que lleva a interrogar, desde entonces, la intencionalidad textual.

INTERTEXTUALIDAD E INTENCIONALIDAD Los aspectos textuales descritos hasta aquí sugieren la existencia, o mejor dicho, la convocación, en el cuento, de una red intertextual que, en última instancia, interviene en la coherencia semántica del relato.

La ironía como intertextualidad difusa Hemos hablado de polifonía enunciativa; del mismo modo casi se podría hablar, usurpando un poco el rigor de las denominaciones teóricas, de polifonía intertextual (por el hecho de que varios intertextos intervienen); consta de una serie de referencias de nuestro texto a otros textos no siempre individualmente determinados; por eso hablaremos de intertextualidad difusa.

El intertexto bíblico

Por supuesto, el cuento «Sobre el éxodo» alude, desde su título, pero también a través de la estructura interna del relato, que lo confirma, al libro bíblico del Éxodo, en particular a la primera parte que cuenta la liberación del pueblo de Israel del yugo de los egipcios. Lo más notable de las convergencias entre los dos textos reside en esos rasgos estructurales que tienen en común los textos de tradición oral antigua, como el relato anafórico y el encadenamiento hiperbólico de las acciones; en el texto bíblico obedece a este tipo de organización la serie de las diez plagas mandadas por Dios para castigar a los egipcios. Hay motivos temáticos en común también: un grupo humano completo, la liberación, la salida y la vuelta, la ruptura de la verosimilitud empírica para resolver una situación. Sólo que en el texto de M. Benedetti no es Dios quien se encarga de esto sino el pueblo entero del paisito. Por otra parte, salida y vuelta se hacen en sentido contrario. En fin, los opresores son extranjeros en el caso bíblico, paisanos en el otro. Estas discrepancias quizás subrayen implícitamente aspectos más significativos del proceso evocado por el cuento. En cuanto a la tonalidad, el relato bíblico participa de los mitos fundadores de la civilización judía y, en este sentido, se presenta como una crónica seria de un proceso temporal y actorial colectivo, cuando el cuento se parece más bien a una crónica irónica e incluso satírica.

La sátira El aspecto polifónico, desde el punto de vista enunciativo, y evaluativo, desde un punto de vista semántico, del discurso del narrador, confiere al texto cierto carácter satírico, por lo menos, en los segmentos dedicados a los actores institucionales y a la clases dominantes («las damas de cuatro a seis apellidos»). En esta dimensión del cuento se plasma gran parte de la ironía producida por la actuación discursiva del narrador. En efecto, las voces de los enunciadores incluidas, pero no asumidas, en el discurso polifónico del locutor-narrador pueden ser consideradas como pastiches satíricos, como remedos estigmatizantes dirigidos contra el gobierno, el presidente, los militares y las damas de la oligarquía ganadera. Sin embargo, el intertexto más importante es el cuento maravilloso.

El cuento maravilloso La organización del relato tal como aparece en el cuento de M. Benedetti también hace pensar en la tradición oral del cuento «popular», cuento maravilloso o cuento de hadas, tanto más cuanto que comparte con estos, sin hablar de la ya evocada estructura interna, el rasgo de la imprecisión. Baste con recordar la fórmula codificada del «Érase que se era» que abre el relato y da paso a una borrosa cronología temporal -aunque jerarquizada- de las secuencias y subsecuencias narrativas, por ejemplo en «Cenicienta», con un espacio simplificado (la casa familiar, el palacio del príncipe), y unos actores antropomórficos que son más bien tipos o funciones: padre-marido; madre; madrasta-mujer; hijastras-hermanas (y hada-madrina en Perrault); y Cenicienta, único actor que recibe una denominación

onomástica (a no ser en Perrault, una hijastra llamada señorita Javotte). Todo pasa como si el cuento dijera: poco importa el momento, el lugar y los nombres e identidades de los actores humanos de la historia que viene contada. Lo que cuenta entonces, ¿qué es? ¿Una acción, una evolución actorial reducida por el efecto de abstracción y de estilización del recurso a la imprecisión referencial y al relato anafórico, a algún sentido simbólico, explícitamente enunciado en los textos de Perrault, y ausente en los de Grimm? Al tomar en cuenta este conjunto de convergencias entre el texto de M. Benedetti y el cuento maravilloso, resulta difícil no hablar de «pastiche de genere» (pastiche de género).

Ironía e intencionalidad El resultado de semejante tratamiento por el texto que lo convoca, del referente histórico, desemboca en su ficcionalización. En efecto, las retóricas de la imprecisión y de la exageración que acaban por vincular el texto con intertextos caracterizados por una mímesis de tipo mítico (intertexto bíblico y cuento maravilloso), y por consiguiente axiológica, operan una desviación del referente histórico hacia una concepción de un sentido simbólico -la señal de esta desviación reside en la ruptura de la verosimilitud empírica e histórica que constituye el éxodo hiperbólico, uno de los aspectos de la retórica de la exageración. Porque imprecisión referencial y ruptura de la verosimilitud realizan un doble distanciamiento con relación al referente histórico, del mismo modo que lo hace, por otra parte, la analogía que establece la red intertextual con el cuento maravilloso en particular. Ahora bien, no se justifican estos procedimientos desde un punto de vista pragmático -M. Benedetti publica su libro Con y sin nostalgia en México, lejos de la censura del régimen uruguayo-, todavía menos desde el punto de vista paratextual -como lo hemos mostrado a propósito de «Los astros y vos», la referencia no se encuentra esfumada, muy al contrario-. Es así como el éxodo puede ser interpretado como el símbolo de una lucha pasiva y pacífica contra la opresión. Y así se entienden los segmentos narrativos dos veces repetidos que refieren al hecho de que la población no presta atención al discurso oficial, ya que «se siguieron yendo». Y con eso, un ejército se escinde en partes y se derrumba. El efecto de abstracción y de estilización que proceden de dichos procedimientos incita a considerar el cuento como un a modo de apólogo, es decir una demostración ejemplificada de una moraleja implícita, algo así como: una situación sociopolítica degradada sólo puede degradarse cada vez más hasta aniquilarse a sí misma; o a un nivel superior de abstracción: el mal contiene en sí mismo su propio fin. En este sentido, se podría explicar el carácter también abstracto del título del cuento, «Sobre el éxodo», que revestiría un valor metalingüístico, en el que el autor implícito anuncia ya su intención explicativa-argumentativa, como si se tratara de un texto especulativo. En fin, la abstracción y la estilización, al borrar la imagen de un referente histórico preciso e imprescindible para el funcionamiento semiótico del texto, dan al relato una virtualidad de referentes plurales. Es decir que la dificultad de atribuir referentes

determinados, en términos de tiempo, espacio y actores, permite a lectores reales de competencia enciclopédica variable, cooperar en la realización del programa textual a partir de referentes diversos que ellos proyecten en su lectura, teniendo en cuenta que el límite de esta apertura del texto reside en la conservación de su coherencia. Quizá sea de esta manera que hay que comprender el epígrafe general del libro de cuentos, una cita de Juan Carlos Onetti: «Los hechos son siempre vacíos son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene» Más que una clave dirigida al lector, este epígrafe parece aludir a todo el proceso de ficcionalización del referente histórico descrito hasta aquí, en el que el referente histórico demuestra ser una simple base («hechos vacíos») sobre la que trabajar, es decir producir una lectura de este referente, una interpretación («el sentimiento que los llene»). Dejando de lado la moraleja implícita, la interpretación de los hechos se inscribe en el tratamiento general de la diégesis por medio de la ironía. En efecto, los rasgos de la sátira social cumplen las funciones de: -descalificación de los actores concernidos; -desdramatización de la situación descrita, gracias también a la ruptura de la verosimilitud empírica y al final optimista. Sin embargo, en la escena final (secuencia dialogada), el distanciamiento debido a la ironía satírica evoluciona hacia una reducción del distanciamiento entre narración y objecto de discurso, lo que da al recurso irónico un matiz de sarcasmo agresivo, dirigido al actorpresidente; véanse las citas siguientes: Los ex reclusos se miraron con una sola pregunta en los ojos: ¿Qué hacemos con este tarado? (46) ... Usted es un cristiano, señor presidente, pero un cristiano de mierda, y a esa subespecie sí les está permitido suicidarse. (47) El tiro sonó extraño. Como un proyectil que se hunde en paja podrida. (47) En este punto del relato, ya ninguna polifonía mediatiza los propósitos: los actores se expresan en estilo directo, por medio de enunciados de pensamientos o de palabras, y el propio narrador asume el último enunciado evaluativo denigrativo que clausura el ciclo actorial. Es en esta última parte donde se revela de manera más directa la denuncia de los papeles de los actores institucionales, a través de la figura del presidente, como

representante metonímico. La autoridad ficcional del discurso narrativo se ha ido constituyendo, para este efecto, a lo largo del cuento, gracias a la función satírica cumplida por la polifonía discursiva la cual, al descalificar a los actores concernidos, por reflejo, ha valorizado la posición del narrador. Otra posibilidad interpretativa de este cuento podría consistir en considerar que la ironía del texto reside en el hecho de ilustrar al pie de la letra la explicación contenida en el enunciado gnómico de «Los astros y vos» a propósito de esos «barrios y pueblos y villas, que se han vuelto clandestinos» (16). Una clandestinidad irónica que juega con la difuminación de la referencia, y con el intertexto benedettiano que surge inopinadamente como un guiño del autor implícito al «lector prójimo» en esa enumeración caótica que describe la salida de los industriales: «se fueron con máquinas, dólares, musak, familia y amantes». Se establece así otra red intertextual, una continuidad a penas perceptible entre dos cuentos, entre dos libros, La muerte y otras sorpresas y Con y sin nostalgia, que tienen en común la misma isotopía semántica. Sin embargo, estamos muy lejos de las características textuales y pragmáticas de las «Fábulas sin moraleja» de las que el autor dijo: Las «Fábulas sin moraleja» fueron el recurso que hallé para decir lo que pensaba sobre la realidad política uruguaya en un momento en que la censura era particularmente férrea. En tales circunstancias, no cabía deducir moralejas; éstas ya eran de dominio público. Sólo había que poner fábulas a las moralejas. Fue lo que hice. Lo que diferencia fundamentalmente «Sobre el éxodo» de esas fábulas (los actores son casi todos animales) es su carácter abierto, que permite, como lo decíamos, lecturas plurales.

Lo fantasmático en un cuento de Benedetti: el recurso de lo imprevisible Miguel Herráez (Universidad Politécnica de Valencia)

Referirnos a Mario Benedetti, al menos desde una propuesta de arranque, es aceptar varias nociones, distintas categorías, principios previsibles. Digamos y leamos que es un escritor comprometido, y aquí este término pretende establecer una voluntaria connotación de espíritu conectada con el tiempo que nos ha tocado vivir. Subrayemos, como segundo peldaño, que es un autor cuyo discurso descansa en un eje de la sencillez. Destaquemos, por último, que es un narrador (y ésta es la faceta a la que me voy a referir en las siguientes páginas) en quien, sin veladuras, se impone el registro realista. Comprometido porque podemos adivinar en él ese interés y deseo por apuntalar el cuento desde unos parámetros de filo instrumental. Se da, efectivamente, en Benedetti un

observable epicismo heroico, y, ¿por qué no decirlo?, rastreamos inclusive un mensaje utilitarista. Indicaba, de igual manera, relato de la sencillez, que no del desaliño, en tanto prevalece en su visión del hecho literario un marcado carácter antielitista. También he indicado, he acuñado realismo, que es quizá el estigma más fiero y, a la vez, el más equívoco de lo citado hasta el momento, pues por él y desde él nuestro escritor especifica su enfoque e interpretación del mundo. Es decir consecuentemente, en el marco benedettiano se eleva el cuento ideologizado y configura un modelo de espacio ideológico, ese espacio en el que se mueve el hombre moderno y la sociedad enferma que lo acoge y que Benedetti retrata con maestría. A través de su mirada agridulce reconocemos desde el Montevideo lluvioso y oficinesco de los años cincuenta hasta el París selectivo y áspero de este final de milenio. Una forma indiscutible de hacer historia, un entrar por la puerta trasera en la historiografía, pues hay datación socio-político-histórica, del mismo modo que, implícitamente, se trama un argumento de ficción, pero sin nada que nos recuerde la posmodernidad, puesto que se da ausencia de los activos caracterizadores de ésta. No encontramos la descreencia, el pastiche, la parodia, la desmitificación o el disparate recursivo. Digamos que lo histórico en Benedetti es un icono desde donde dejar constancia de una realidad de la persona y no de su representación abstracta. Insistamos en el valor de reconocimiento, de identidades, afinidades y empatía que cristaliza entre lector y autor. No obstante, y por lo dicho hasta aquí, Mario Benedetti presenta un número, reducidísimo, de cuentos en los que queda esquinada la serie de principios que, como hemos indicado, le son inherentes por definición. Nos hallaríamos ante una atipicidad en su producción, frente a un perfil de narración distinto, y no tanto por la estrategia de su formulación, que se mantiene coherente, cuanto por el contenido argumental que lo anima. En concreto, estoy refiriéndome ahora al cuento «Acaso irreparable», cuyo cuerpo voy a explorar a continuación. Es éste un cuento de vértices fantásticos y, por buscar esas acotaciones odiosas, pero siempre tan cómodas para el crítico, diríamos que el eje de ese cuento es más identificable con un concepto de fantasía cortazariano y menos con un esquema borgiano. O sea, hablemos de un eje benedettiano. Por tanto, realidad cotidiana en cuyo núcleo se injerta lo fantástico sin estridencias; o, lo que es igual, desdoblamiento de lo fantástico a partir de un estado de realidad constatable entre unas coordenadas espaciotemporales. Tendríamos ensanchando la consideración y cambiando el orden- un sello de lo fantástico cuya incidencia recae en la construcción de mundos autónomos, ante el diseño de universos al margen de nuestra realidad de ducha diaria, parón de coches en ese maldito cruce entre Colón y Félix Pizcueta y reuniones a mitad de tarde, cafés y cigarrillos de fondo. Observamos, pues, una fantasía disociada de la realidad y regida por unas leyes de carácter independiente; y otra fantasía (la que vemos en este Benedetti) que nace asociada a la realidad y regida por las mismas leyes que operan en nuestra cotidianidad. Es decir, Sergio Rivera que emprende un viaje desde Montevideo hacia Europa. Su avión debe hacer escala en un país eslavo, posiblemente Hungría. A partir de ahí, cuatro jornadas (de un lunes 4 a un jueves 7), en teoría, que se van a convertir en un encadenamiento de cancelaciones permanentes del vuelo 914 de la L.C.A. Porque siempre es el mismo mensaje del aplazamiento, la invitación para que pasen por el mostrador a recoger los vales canjeables por noches en el Hotel Internacional (acaba de nevar), cafés y

sandwiches en el bar de la terminal. Benedetti nos narra así las vicisitudes de este viajero y viajante entre el aeropuerto y el hotel y el aeropuerto, sus reflexiones, sus inmediatas citas («decidió que postergaría varias entrevistas secundarias»), sus recuerdos de Clara, su mujer, y de Eduardo, su hijo. ¿En dónde radica, en suma, el elemento fantástico? ¿Cuál es la pieza del puzzle que nos indica y nos alerta sobre la convención rota? Ni más ni menos que en el propio Sergio Rivera, y por añadidura en todo el pasaje, dado que aquél y éste son puro ectoplasma desde el mismo arranque del cuento, ya que ese vuelo postergado rutinariamente no es más que el símbolo de su propio avión caído en pleno trayecto unos diez años atrás. Hemos rotulado el cuento como fantástico y, ahora -dándole una vuelta de tuerca más-, lo inscribimos en la acepción de fantasmático. Destacar a Benedetti como autor de cuentos de fantasmas, en verdad que genera cierta inquietud. «Acaso irreparable», sin duda que, en principio, es un cuento de fantasmas, si bien es necesario matizar que no hay un cumplimiento de los enlaces del género, entre otras razones porque a nuestro autor no le interesa lo más mínimo concitar esas dimensiones cósmicas de lo feérico. Lo aceptamos como fantasmático porque -ya lo hemos mencionado- Sergio Rivera y sus compañeros de vuelo se han convertido en seres transfísicos, aunque con una particularidad fundamental que convierte la circunstancia anecdóticamente en respuesta al género: no es Rivera y el resto de espíritus quienes regresan al mundo de los vivos, sino los vivos quienes se les aparecen a ellos en ese mundo de vivos pero ocupado por los muertos: la terminal del aeropuerto. Sergio Rivera no se siente un ser distinto hasta que, en el vestíbulo del aeropuerto, se topa con quien resultará ser su hijo Eduardo. Es éste quien, en una conversación con una adolescente, devuelve a su padre a una realidad inexplicable: «Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabes?, en un accidente de aviación». Como señalan Michael Cox y Robert Gilbert, en el género estamos habituados, por tradición (que se remonta a Le Fanu, a M.R. James, a Edith Wharton o a Blackwood, por citar cuatro nombres incuestionables), a «una interacción dramática entre los vivos y los muertos», a un choque que transmita terror entre unos y otros, que no deja de llamarnos la atención cómo resuelve Benedetti su trayecto en este cuento. Lo hace sin histrionismo ni cristales rotos: Sergio Rivera está sencillamente muerto, y vaga, se mezcla y (eso no lo sabemos con exactitud) conserva con esa gente apresurada que vemos en un aeropuerto cualquiera a cualquier hora de cualquier ciudad del mundo. Podemos ahora preguntarnos cuáles son las claves de que se vale Benedetti para establecer y correlacionar su cuento. Lo hace a través de los cortes secuenciales, pero, sobre todo, de determinadas alusiones que nacen de ellos y que adquieren en el discurso categoría de símbolo. Vayamos por días: 1) Es lunes, 4. Rivera emprende el viaje desde Uruguay, hace escala en un país europeo, se cancela el vuelo de continuación, se hospeda en el Internacional, piensa nítidamente en Clara y Eduardo y habla de su amuleto (la pluma Sheaffer´s) con otro viajero, argentino. 2) Es martes, 5. Rivera desayuna, le trasladan al aeropuerto y a las 12 y 15 anuncian nuevo retraso de tres horas. A las 15 y 30 hay otra postergación hasta el día siguiente. Los

pasajeros reaccionan con cierta agresividad, comentan con malhumor: «Si por lo menos nos devolvieran el equipaje»: son fantasmas que quieren cambiarse de muda. En esta secuencia hay, por primera vez, una sensación de estatismo/muerte frente al dinamismo/vida que viene dictada por la gente joven que irrumpe en la terminal. Aquí es donde encontramos un inicial rasgo sintomático, ceñido por su primera y evidente falta de pérdida de memoria. No recuerda el cuarto nombre de los clientes que tiene que visitar: «Sólo recordó que empezaba con E. Le fastidió tanto esa repentina laguna que decidió apagar la luz y trató de dormirse». Además en este tramo del cuento se percata de que en veinticuatro horas no ha pensado en su mujer. El tiempo empieza a desnaturalizarse. 3) Miércoles, 6. Aquí asistimos a la escena de las niñas alemana y francesa, Gertru y Madeleine. Nuevo aviso de cancelación. Rivera corre a coger los bonos: ha asumido su condición de postergado perpetuo: «Rivera se sorprendió a sí mismo corriendo hacia el mostrador para conseguir un buen lugar en la cola de los aspirantes a vales de cena, habitación y desayuno». Continúa la pérdida de memoria, ya que no se acuerda de Clara, aunque sí de Eduardo, y los tres nombres de los clientes se reducen a dos: Fried y Brunelí. 4) Jueves, 7. Ropa sucia. Rivera deja de ducharse y de cepillarse los dientes. Aquí Benedetti acelera la desintegración del tiempo cronológico: Rivera descubre un almanaque que marca el miércoles día 11 en vez de jueves día 7. Rivera vuelve a ver a Gertru y Madelaine, pero duda si son ellas o son otras niñas. No recuerda, definitivamente, ninguno de los nombres de sus clientes, aunque eso parece no afectarle. No se trata de interpretar en Rivera una suerte de amnesia, sino constatamos que el personaje se balancea en un plano distinto. Por último, se escucha otro aplazamiento del vuelo, y es cuando, tras verificar en otro almanaque una fecha que lo desconcierta (lunes 7), pero no lo conmociona, se le cruza Eduardo (Rivera) que intercambia señas y domicilios con María Elena Suárez. Desde aquí podemos inferir cuál es el código por el que Benedetti opta en su articulación de este cuento. Lo hace valiéndose de una descomposición del orden vital de su personaje, lo cual es puesto de manifiesto significativamente por avisos plegados que van desde la erosión de la memoria hasta la desvitalización del tiempo. Señalar, además, que el método por el que opera Benedetti se refugia en una fórmula sorpresiva. Nos da un afilado corte de vida y en su espacio ubica el elemento transgresor, que es el resorte fantástico. Es éste el que, activado desde esa misma posición final de discurso, determina el rumbo de todo el segmento narrativo, pues él es el encargado de reversibilizar la estructura diseñada hasta este instante con lo que el lector es descolocado y entra en la trampa tan sabiamente montada por el escritor. Mario Benedetti, en definitiva, un narrador también de la fantasía, un cuentista de lo sobrenatural. Con él, asistimos a una normalización de lo extraordinario y a una apuesta por lo mágico en la escena. Todo un reto del que, y a este cuento me remito, sale victorioso cum laude.

Las relaciones entre lo mediocre y lo otro en los personajes de los cuentos de Mario Benedetti Gracia María Morales Ortiz (Granada)

De más está afirmar que no existe escritura inocente. El hecho de nombrar la realidad, presupone ya elegir una forma de observación, selección y representación. Para el escritor es imposible desligarse de su mundo circundante, donde constantemente se le está exigiendo tomar una posición concreta. Si esto es así para cualquier artista, incluso para aquellos que se autodenominan «no comprometidos», en Mario Benedetti descubrimos además un afán permanente por implicar su actividad intelectual con los problemas del hombre. Según sus propias palabras, el escritor debe asumir «una actitud ciudadana que significa lisa y llanamente su inserción en el medio social, una participación (así sea mínima) en la creación de los bienes colectivos que él luego disfrutará como consumidor». Por tanto, para él la palabra nunca va desvinculada de la realidad y todo texto se convierte en un instrumento de elaboración ideológica. Desde luego, no por ello se descuidan sus componentes formales, sino que, como afirma Sylvia Lago:

el discurso literario de Benedetti se presenta como una gran unidad donde confluyen de modo impar valores estéticos y éticos conformando un corpus poético de particular hondura y originalidad. [...] Literatura como «acto social», pues, donde lo artístico es consustancial a la problemática esencial del hombre y adquiere, a ritmo con su época, una función modificadora y elucidante. Así, en nuestra opinión, si se quiere abordar responsablemente el estudio de este autor, será necesario atender esas dos facetas de su obra literaria: su valor como expresión artística y su valor como expresión social. Intentaremos, pues, descubrir cómo se vinculan estos dos campos, limitándonos exclusivamente a sus cuentos. Nos proponemos partir de un elemento estructural de la narración, el personaje, y desde él acceder a un grado más abstracto: la persona. Es decir, vamos a estudiar el papel y los comportamientos de determinados modelos de ficción, para encontrar en ellos una plasmación de las actitudes vitales de nuestra realidad. El propio autor legitima esa conexión, al afirmar: «Hoy en día, el personaje literario es individuo y a la vez sociedad; es fragmento plural sin dejar por ello de ser ineluctablemente singular». Así pues, nuestro interés está, en última instancia, dirigido hacia «lo humano», que, según Benedetti, es también el eje de atención de la mayoría de los intelectuales hispanoamericanos actualmente. Habiendo diseñado, pues, este amplio marco de actuación, vamos ahora a centrarnos en un tema más concreto: la inserción del hombre en el sistema social. Nuestra intención consiste en utilizar las experiencias narradas por los personajes en sus relatos como ejemplo para dilucidar las opiniones del autor sobre la relación del individuo con la colectividad. Y en primer lugar comenzaremos por atender a los que hemos llamado «personajes de lo mediocre». Bajo este título se engloba a aquellos a quienes su contacto con la sociedad les

provoca una reacción doble y paralela: por una parte, la renuncia progresiva a los rasgos personales y distinguidores, y, por otra, la asunción ciega de aquellos dictados por la comunidad. Apresados por un entorno rutinario y cotidiano, van dejando que sus señas de identidad se diluyan ante el empuje alienante de una sociedad opresiva. En el interior de este grupo, como no, hemos de considerar una figura bastante habitual en los cuentos de Benedetti: la del ciudadano pequeño burgués, entresacado de la realidad uruguaya de su momento. Cualquier estudio que consultemos sobre la obra de Benedetti, insistirá en señalar la asiduidad con la que dicha figura aparece, retratada ya sea en versos (Poemas de la oficina, Poemas de hoyporhoy), en sus novelas (Quién de nosotros, La tregua), en sus relatos y en ensayos, como El país de la cola de paja. Esto lleva a José Carlos Urioste a afirmar, a propósito de esta última obra: De este modo, Mario Benedetti se convierte en una «voz» que interpreta la clase mayoritaria uruguaya, y, al mismo tiempo, esa clase lo asume como su «voz». No resulta extraño que El país de la cola de paja se leyera en los ómnibus de CUTSA, en la rambla, en Paso Molino y en Barrio Sur; no resulta extraño que fuera el libro de los muchachos de la oficina, o que algún mozo aprovechara la ausencia de clientes para continuar su lectura, o que un jubilado (quizá Martín Santomé), sentado en un banco de la plaza Artigas, deslizara una página tras otra. En los cuentos, género en el cual vamos a centrarnos, encontramos una gran presencia de este tipo humano en sus dos primeras obras Montevideanos y Esta mañana. Como emblema de esta clase social suele aparecer la figura del oficinista (en «El presupuesto», «Familia Iriarte», «Esta mañana», «Sábado de gloria», «Musak»...), quien, según creemos, representa al hombre inmerso en el sistema hasta tal punto de perder sus rasgos identificadores y anular sus particularidades. A este respecto Rafael González Gosálbez compara el mundo de este personaje con «un gran círculo cerrado en el que la comunidad y el orden que ella dicta se muestran como un enorme guardián de sus propios intereses frente al individuo». Y, citando a Sergio Visca, formula las tres bases en las cuales se asienta este tipo de vida: mediocridad, frustración, sordidez. Mediocridad: en el bien y en el mal, en el pesimismo y en la ilusión. Es un mundo de seres en el que todos los impulsos vitales tienen proporciones módicas. Frustración: existencia de una posibilidad interior, de una fuerza íntima que, por cobardía, apatía o ignorancia se deja morir. Sordidez: una sordidez no material sino de alma, oculta bajo ropa limpia y bien planchada. Una vez ofrecido el esbozo de las características de estos «personajes de lo mediocre» o «lo habitual», pasaremos ahora a considerar cómo establecen sus relaciones personales. Estas se basan fundamentalmente en la inautenticidad. El amor y la amistad quedan devaluadas, a causa de esa medianía y desapasionamiento que todo lo trivializa. Las parejas que encontramos en estos cuentos han dejado a sus sentimientos marchitarse poco a poco y tal vez su mayor problema sea la falta de comunicación y de contacto físico. En «Idilio» (Esta mañana), por ejemplo, los dos protagonistas, cada uno por separado, muestran al lector sus pensamientos y éste se da cuenta de que ambos se quieren, pero al no hablar entre ellos, no saben interpretar los actos del otro. La lejanía física y espiritual impide salvar ese

matrimonio por el cual ambos estarían dispuestos a luchar. Piensa la mujer al final del relato: sin embargo a él yo querría decirle algo no sólo Juan María ni querido otra cosa que sepa que estoy y lo quiero y me gusta que se haya pegado fuerte con ésos y quizá baste con acercarme y no decirle nada y suspirar un poco y tocarlo tocarlo. Igual renuncia a oponerse a la costumbre y la inactividad observamos en Roberto, protagonista de «Como siempre» (Esta mañana): Cuando entró al dormitorio, María Luisa dormía. Los ronquidos la sacudían a veces como una carcajada incontenible. Roberto comenzó a desvestirse. Como siempre, puso la corbata sobre el saco, los gemelos junto al vaso con agua. Fue la impremeditada caída del segundo zapato lo que la despertó. El último ronquido tuvo cierta emoción. Luego, abarcando la escena desde un solo ojo, murmuró: «¿Qué tal, querido?» No esperó la respuesta. Salió al encuentro de la próxima modorra. Como siempre. «¿Qué tal, querido?» o la reconciliación. Por un momento sintió envidia de los pobres diablos que hablan de la patrona y le llevan cada sábado una torta con merengue. Cuando estalló en el reloj del comedor la acostumbrada campanada, comprobó -como siempre- la exactitud de su reloj. Entonces notó que era demasiado tarde. Como siempre. Vemos cómo en el interior de estos personajes existe una serie de inquietudes y deseos, pero no los dejan aflorar por temor a romper el equilibrio de lo cotidiano. La vida se convierte en una continua silenciación de la propia voz. «Una estafa» así define el protagonista de «Los novios» (Montevideanos) esa claudicación, esa entrada en la rutina: Para mí, no había dudas. María Julia, hija de un estafador, me había a su vez estafado a mí, hijo de un estafado. La estafa se había nutrido de recuerdos infantiles, de comprensión cuando la muerte del viejo, de paciencia sin reclamos durante tantos años de noviazgo, de afectuosa pasividad frente a mi muestrario de caricias. Su estafa consistía en haber rodeado nuestras relaciones de suficientes sucedáneos del amor y del deseo como para hacerme creer que ella y yo habíamos sido realmente novios a través de cuatro lustros, deformados ahora en la memoria por la malsana corrección y el largo aburrimiento. Ese afán por esconder lo personal, lo verdadero, es también la causa de otro tipo de actitud vital: el fingimiento. Encontramos a lo largo de la cuentística de Benedetti claros ejemplos de personajes que viven en una continua representación. Así, entre otros, la Ana Silvestre, seudónimo de Mariana Larravide en «Déjanos caer» (Montevideanos), o el protagonista de «La expresión» (La muerte y otras sorpresas), o la Digamos Isabel de «La vecina orilla» (Con y sin nostalgia) y desde una actitud más humorística, también la FannyRaquel de «Triángulo isósceles» (Despistes y franquezas). Son actores o actrices en su vida cotidiana, interpretando un papel frente a la sociedad. Recojo ahora un fragmento del diálogo onírico que se establece entre un narrador y el Papa, en «Fábula con Papa» (Geografías): El Papa levantó lentamente sus dos brazos, como cuando saluda a las multitudes. -Aquí no hay nadie, Santidad.

Bajó los brazos y volvió a entrecerrar los ojos. -¿Puedo ser franco? -La franqueza no figura entre las virtudes teologales. -Comprendo. -Ni siquiera entre las cardinales. -Comprendo. Pero ¿puedo ser franco? Inclinó la cabeza en un signo neoescolástico de afirmación. -Disculpe, Santidad, pero el Papa Juan XXIII me caía mejor. Juan XXIII es, después de Cristo, la figura de la cristiandad que me cae mejor. Movió lentamente los labios, como si rezara. Pero no rezaba. Tal vez decía algo en polaco. -Sólo pretendo ser un buen pastor. -Y también un buen actor, ¿no? -Lo fui en Cracovia, hace mucho. -Y todavía. -Es conveniente seguir purificando la memoria del pasado. Otra forma de engaño es el enmascaramiento, presente en cuentos como «Esa boca» (Montevideanos) o «Cleopatra» (Despistes y franquezas). Por debajo del maquillaje o la careta, se descubre un rostro distinto del que se está dando al público. Se trata de un proceso camaleónico de adaptación a la masa, a lo «habitual», a lo «normal». «Yo», dice Benedetti en una entrevista, «conocía a una cantidad de ejemplares humanos que eran formidables por lo lúcidos, por lo inteligentes, por lo sensibles, y que, a poco, se iban como agrisando, como opacando». Y si bien este es un fenómeno que se daba en esa clase media uruguaya a la que él retrata, también es la respuesta general de quien no se atreve a ser fiel a sí mismo y se deja fagocitar por la masa. En cualquier momento histórico y en cualquier geografía. Si releemos desde esta perspectiva la breve narración «El otro yo» (La muerte y otras sorpresas), descubrimos en su protagonista la metáfora de quien no es capaz de valorar la parte intuitiva, sincera, sensible de su personalidad, llegando incluso a promover su suicidio, y se da cuenta después de que al perder ese «yo» más profundo y sentimental, se le ha muerto también lo que lo constituye como persona. Resumiendo pues lo expuesto hasta el momento: ese «personaje de lo mediocre» nos presenta la imagen del hombre alienado, sin señas de identidad, devorado por la fuerza homogeneizante de la sociedad, y en nuestro momento histórico es precisamente la clase pequeño burguesa la más propensa a dejarse arrastrar hacia ese terreno «cosificante» y anulador. Vamos ahora a centrar nuestra atención en un tipo de personaje totalmente distinto: el personaje de «lo grotesco». Bajo este rótulo reunimos a aquellos seres con alguna deformación física o psicológica, diferentes, por tanto, a «lo normal». Estos representan lo diverso, lo otro, lo no habitual. Quedan apartados de la colectividad y no pueden integrarse al ser rechazados por la mayoría imperante. Según nuestra opinión, estas figuras nos valen como emblema del individuo que, por conservar su originalidad, se ve discriminado del corpus social; es decir, estudiando las características de dichos seres ficticios, su opción de vida, su situación de marginados..., estaremos a su vez trazando la trayectoria de quienes defienden su singularidad y no se dejan arrastrar por las reglas de «lo mediocre».

En realidad, este tipo de «figura grotesca» es menos común en los cuentos de Benedetti que ese integrante de la pequeña burguesía analizado anteriormente. Nos vamos a centrar en tres relatos: «La noche de los feos», «El fin de la disnea», ambos de La muerte y otras sorpresas, y «Su amor no era sencillo» de Despistes y franquezas. Recordemos brevemente cómo se configuran los protagonistas de estos tres cuentos. En el primero, nos encontramos una pareja cuyo rostro está deforme: Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Así empieza describiéndose el narrador, haciendo hincapié desde la primera línea en esa monstruosidad que los caracteriza y los hace completamente in-habituales. Después él mismo nos narra cómo se conocieron y decidieron darse la oportunidad de enamorarse. En «Su amor no era sencillo» volvemos a encontrar a un par de amantes, diferentes de lo normal. Resultaría imposible relatar este cuento sin respetar cada una de las palabras elegidas por el autor. No hacerlo así, sería obligarlo a perder toda su fuerza: Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales. Detengámonos en estos dos relatos antes de pasar al de «El fin de la disnea». En ambos nos encontramos con un sentimiento amoroso muy diferente del de los «personajes de lo mediocre». Como apuntamos en la primera parte del trabajo, el vínculo de aquellas parejas se basaba en la convención y la rutina. Faltaban tanto la comunicación de un diálogo sincero como el contacto físico. Por el contrario, los protagonistas de «La noche de los feos» desde su primer encuentro sienten la necesidad de abrirse el uno al otro, de conversar: Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Ellos no se enmascaran. Su fealdad son ellos mismos, y negarla supondría estar engañándose. Por eso, aunque al principio se camuflan en la oscuridad para poder acariciarse sin ver sus respectivos rostros, después entienden la necesidad de admitir esa deformidad física, que les proporciona su especificidad: En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y

convencida caricia. En realidad, mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. En cuanto a los amantes del otro relato, vemos también ese coraje, esa defensa de sus sentimientos, pasando por encima de las convenciones sociales. A ellos tampoco los comprenden, no los aceptan («Los detuvieron por atentado al pudor»), pero aun así, aunque «su amor no era sencillo», ellos buscan la manera de poder practicarlo, de encontrar un lugar neutral, en donde puedan coexistir sus dos opuestas naturalezas. Sinceridad, pasión, valor, riesgo..., estos son los auténticos componentes del sentimiento amoroso, frente a esa «estafa» de la costumbre en la cual se convertía para el protagonista de «Los novios». Y se destaca el valor del contacto físico, como medio de comunicación más expresivo e intenso que la palabra. En definitiva, por estar marginados socialmente, no ser comprendidos ni aceptados, pero haber defendido su autenticidad, estos personajes «grotescos» pueden sentirse a la vez, como dice el protagonista de «La noche de los feos», «desgraciados, felices». Pasemos ahora a desentrañar las claves del tercer cuento citado: «El fin de la disnea». En él un narrador-protagonista nos habla de los inconvenientes y los beneficios de ser asmático. La valoración negativa está clara: su insuficiencia respiratoria no le permite realizar con normalidad determinadas actividades y con ello le ocasiona cierto aislamiento. En cuanto a lo favorable, la disnea le sirve como vínculo de relación con los otros enfermos. Con este denominador común, las víctimas del asma crean una especie de microsociedad, aislada del resto. Los componentes de esta micro-sociedad se sienten en ella cómodos, pues son capaces de establecer lazos de fraternidad entre sí, pero a la vez mantienen unas señas de identidad personales e intransferibles.

Los lectores que siempre han respirado a todo pulmón y a todo bronquio, no pueden ni por asomo imaginar el resguardo tribal que proporciona la condición de asmático. Y la proporciona (o la proporcionaba) justamente por ese rescate de lo individual que, a diferencia de lo que sucede con otros achaques, siempre aparece preservado en la zona del asma. [...] Pero un asmático, con respecto a otro asmático, no es igual (he aquí el matiz diferencial y decisivo) sino afín. Esta posibilidad de pertenecer a una comunidad, en la cual son aceptados por sus rasgos peculiares, por su diversidad, es la mayor ventaja, y por ella merecen la pena los achaques de la disnea. ¿Qué hace este personaje cuando la ciencia le ofrece la oportunidad de ser «normal», de acabar con la enfermedad? Él es consciente de las conveniencias de estar sano, y sin embargo, se resiste hasta el final a tomar la medicina capaz de curarlo, pues con su buena salud llega también la destrucción de esa micro-sociedad establecida. Recojo dos fragmentos del texto en donde se refleja claramente esta situación: Hay que admitir que cada asmático tuvo que luchar con su propia alternativa: darse cuatro bombazos de CUR-HINAL y aliviarse para siempre de estertores sibilantes y no sibilantes, de expectoraciones espumosas o sobrias, de toses secas y resecas, de paroxismos y jadeos; o seguir como hasta entonces, es decir, sufriendo todo eso pero sabiéndose

partícipe de una congregación internacionalmente válida, sabiéndose integrante de una coherente minoría cuyo poder se afirmaba noche a noche. Finalmente me vencieron. El día en que tuve conciencia de que yo era el único asmático del país, concurrí personalmente a la farmacia, pedí un frasquito de CUR-HINAL (ahora viene mejor envasado e incluye un aparatito inhalador) y me fui a casa. Antes de darme los cuatro bombazos de rigor, tuve plena conciencia de que ésta era mi última disnea. Juro que no pude contenerme y solté el llanto. Hoy respiro sin dificultad y reconozco que ello significa algún progreso. Un progreso meramente somático. Claro que nunca volverán para mí los buenos tiempos. Yo, que fui uno entre pocos, debo ahora resignarme a ser uno entre muchos. Luchar, vencer, resignarse... Si decidimos considerarlas desde este punto de vista, estas palabras reflejan el conflicto del hombre ante una sociedad que trata de silenciar su voz personal, el enfrentamiento del ser libre con un medio alienante. Si, como este protagonista asmático, se termina cediendo, entonces se pierde ese privilegio de «los grotescos», de los que son diferentes y auténticos, y se ingresa en el orden opresor de «lo mediocre». Por último, quisiera apuntar, siquiera brevemente, otro componente esencial en los cuentos de Mario Benedetti, también implicado en la cuestión que venimos desarrollando: nos referimos a la infancia. José Juan Pérez Pérez, cuya tesis doctoral está dedicada a los cuentos de Benedetti, destaca la presentación de este motivo «bien como personajes, bien como un período fundamental en la vida de los adultos. Y es importante señalar el gran interés que muestra Benedetti por esta cuestión, pues no en vano el análisis de los setenta y cinco cuentos arroja un porcentaje de aparición del tema de un 50'66 %. A nosotros nos incumbe en tanto que marca un espacio caracterizado también por quedar fuera de «lo habitual», por no formar parte todavía de ese sistema esquematizado y cosificante de los adultos. Por ser también un lugar de «lo otro». Los personajes infantiles conservan la inocencia, la ingenuidad, son directos y esenciales. Además, si nos fijamos en los que aparecen en «Aquí se respira bien», «La guerra y la paz» (Montevideanos), «La colección» (Con y sin nostalgia), «Más o menos custodio», «Como Greenwich» (Geografías), «Pacto de sangre» (Despistes y franquezas) y tantos otros, observamos cómo el autor gusta de situar a los niños en el momento decisivo de comenzar a vislumbrar las reglas de ese juego, aparente y falsificador, de los mayores. Sus padres, sus familiares, los hombres y mujeres a quienes conocen les van proporcionando la imagen del mundo al que pertenecerán. Y casi siempre resulta decepcionante ese primer contacto. Intuyen la hipocresía, la crueldad, el engaño; intuyen «Esa boca» (Montevideanos) triste y frustrada por debajo del maquillaje del payaso, y, ante tal descubrimiento se producen diversas reacciones: desde el llanto y la negación, hasta el aislamiento y la sospecha. Por último, quisiéramos acabar este trabajo extrayendo algunas conclusiones. En primer lugar, queda claro que la intención de Benedetti es trazar las claves del «hombre nuevo», capaz de integrar una sociedad más justa y libre. Dice así: Si queremos que el hombre de transición se convierta por fin en hombre nuevo, quizá represente una modesta pero buena ayuda que los escritores y los críticos no lo dejemos en la sombra, sino que lo iluminemos, lo enfoquemos, lo interpretemos, para así aprender de él, para así comunicarnos con lo mejor de nosotros mismos.

Con esta finalidad atestiguadora, los cuentos comentados proponen una dirección que deberíamos seguir para conseguir esa mejora en nuestra realidad. Dicha dirección se basa en dos principios complementarios: la fidelidad a uno mismo, es decir, el mantenimiento de nuestras características individuales, y, en segundo lugar, el respeto hacia lo «otro», hacia las diferencias del prójimo. Refiriéndonos al primero de esos dos requisitos, debemos señalar cómo para salvar nuestra personalidad, única e intransferible, de las fuerzas que traten de anularla, la mejor arma será siempre la memoria de lo que somos: «la memoria, o su vicario el subconsciente, van acumulando una antología de las esencias atesoradas, de las imágenes que entre otras cosas son signos de identidad, de las palabras que fueron revelaciones, de los goces y sufrimientos decisivos». En cuanto al segundo, el respeto y la aceptación de la diversidad, es un proceso paralelo al reconocimiento de uno mismo y el único modo de consolidar un medio social libre y pacífico. Así lo expresa el propio autor: La paz es, por ejemplo, el consentimiento (y hasta la comprensión) de las contradicciones, y en consecuencia, la aceptación de la otherness, o la otredad, esa índole de lo que piensa, siente y es el otro. Cada ser humano es él mismo y también es otro; es otro, cuando se le juzga, se le aprecia o se le mide desde un punto de vista ajeno. La admisión de la cualidad o el carácter del otro no implica la automática aceptación de lo que ese otro es, piensa o siente, sino la mera admisión del derecho que tiene a ser otro. Es precisamente la negación de ese derecho lo que lleva al conflicto, y, en el caso de naciones, a la guerra. Indudablemente, no es fácil conseguir esa sociedad equitativa y liberadora. Desde un punto de vista realista y pragmático se la puede calificar de utopía, pero para nosotros, como para Benedetti, «la utopía sigue siendo el motor que mueve al hombre. Siempre la humanidad ha avanzado gracias a la utopía, que nace como un puente desde una realidad injusta hacia otra más justa».

La narrativa breve de Mario Benedetti Sofía Eiroa Rodríguez (Murcia)

Tradicionalmente el cuento ha sido considerado un género menor, una literatura de entretenimiento propia de escritores poco disciplinados para afrontar géneros serios y más extensos como la novela. Afortunadamente esta concepción está siendo olvidada. Pero, no es de extrañar entonces que, siendo el cuento el género más antiguo del mundo sea el que más tardíamente alcanzó consolidación literaria.

Ya en su tiempo Juan Valera se dio cuenta de esto expresándolo de la siguiente manera: «habiendo sido todo cuento al empezar de las literaturas, empezando el ingenio por componer cuentos bien puede afirmarse que el cuento fue el último género literario que vino a escribirse». Y Baquero Goyanes completa: «el cuento apareció en el momento oportuno como género nuevo, nacido para una sensibilidad también nueva». Nos encontramos con escritores -como es el caso de Mario Benedetti- polifacéticos que hacen de su narrativa breve una parte fundamental en el conjunto de su obra. Que navegan por las aguas fronterizas entre poesía y novela, apresando un matiz semipoético, seminovelesco que sólo es expresable en las dimensiones del cuento. El cuento modernista y el cuento fantástico en Hispanoamérica suponen el punto de partida del cuento hispanoamericano moderno. El cuento modernista hispanoamericano había iniciado una reacción contra las certezas realistas, una actitud antirrealista y una rebeldía frente a lo práctico, a lo no imaginativo. El Modernismo requería hondura, imaginación, misterio: superar el cerco de lo que los hombres llaman «realidad». El concepto de «puro cuento» que concierta consigo mismo, no con la realidad, era una forma de reivindicar la ficción. La pura literatura, la invención, se liberaba así de la esclavitud de la mímesis. Se crean mundos poéticos que, lejos de ocultar el artificio, producen la fantasía a partir de la estilización del lenguaje y de la realidad. Sin embargo, no es igual que literatura pura. Ni siquiera en cuentos tan artificiosos se puede hablar de literatura pura. Efectivamente, hay siempre una carga irónica contra la ciencia y la burguesía (los pequebú que diría Benedetti por pequeños-burgueses): se impone la libertad y la sensualidad. Se observa una hibridez en el cuento modernista. Con esta liberación de la servidumbre realista se supera el concepto de mímesis que había sido la gran conquista realista. La experiencia, la vida propia, es sustituida por la abstracción de la belleza, el artificio. Descubrimos lo artificioso de la creación un camino que se dirige contra la espontaneidad. Así pues, desde este punto de vista, los albores del cuento moderno están caracterizados por: -liberación de la mímesis -creación de ficción -fantasía como mundo real -utilización de la verosimilitud realista incorporada a la fantasía -desaparece la ley de la causalidad

Si el cuento modernista es una reacción contra la literatura realista, por otro lado, el cuento fantástico es heredero de una concepción filosófica idealista. El idealismo se centra en la percepción sensitiva de la realidad, que parte de Kant. Espacio y tiempo dependen de la percepción interior del hombre y ,por tanto, son modificables por el acto intelectual humano. El cuento fantástico nace con el Romanticismo alemán. Es absolutamente incuestionable la importancia de los románticos alemanes -Hölderlin, Novalis, Schelling, Schegel, Schiller- e ingleses -Lord Byron, William Blake, W. Wordswoth, P. B. Shelley, Coleridge, Keats- en el cuento fantástico contemporáneo en general y en Cortázar, Borges, Onetti, Bioy Casares, el propio Benedetti en particular. Entre los antecedentes que encontramos del cuento romántico, Italo Calvino señala los siguientes: 1.- Literatura gótica inglesa. 2.- Von Chemiso El hombre que perdió su sombra. 3.- Traducción inglesa de Las mil y una noches. 4.- El cuento filosófico de Voltaire. Para Coleridge «la fantasía no es más que una modalidad de la memoria emancipada, eso sí, del orden temporal y del espacio. Al igual que la memoria la fantasía debe recibir todos los materiales preparados por la ley de asociación». En Benedetti sí podemos encontrar los rastros de esa memoria fantástica que lo mismo asocia contenidos y vivencias, que fantasea o evoca el lado oscuro de la tortura o la frustración. El tema del cuento fantástico es la relación entre la realidad que vivimos y la subjetividad que percibimos. La esencia del cuento fantástico está en la duda. Debe situarse entre lo racional y lo irracional. Tal es el caso de cuentos como «El cambiazo», «Acaso irreparable» o «Transparencia». El cuento fantástico debe producir perplejidad y no incredulidad. No se trata de hacernos creer o no sino de situarnos en la cuerda floja de lo racional. En este sentido Todorov establece tres niveles: extraño, fantástico y maravilloso. El cuento fantástico nos hace dudar entre creer y no creer. El cuento maravilloso es inverosímil, imposible, y eso lo aceptamos desde el principio. En el cuento fantástico cambia el registro y nunca sabemos a qué atenernos, qué terreno pisamos. El origen de éste, está precisamente en los cuentos maravillosos, que nos llevan a la tradición oral del cuento. La importancia de la prosa modernista de autores como Lugones, anticipó la aparición del cuento fantástico y, con él, la de las plumas de aquellos que, por distintos caminos se encargaron de sacarle brillo: Borges y Cortázar, que, para Saúl Yurkievich representan «los polos entre los cuales fluctúa el registro de la ficción fantástica». La diferencia según

Cortázar estriba en que Borges partía de las ideas mientras que él extraía la fantasía de la experiencia vivida. Cortázar partía de lo real inmediato y Borges representaba lo fantástico ecuménico. Para Cortázar la normalidad se quiebra y los lazos que existen entre lo real y lo fantástico pueden ser más o menos ambiguos. Borges y Cortázar suponen entonces otra vuelta de tuerca en su tratamiento del género. La realidad es utilizada para exasperarla al servicio de la fantasía. Cortázar, alternando teoría y práctica hablará de la tensión como característica fundamental en todo cuento. «La novela se gana por puntos, el cuento por K.O.» Benedetti nos «noqueará» en incontables ocasiones: «Los pocillos», «Ganas de embromar», «Las persianas» y un largo etc. Como vemos, los orígenes del relato breve contemporáneo hispanoamericano, hay que situarlos en el cuento fantástico romántico y en el cuento modernista americano. Y ni siquiera con un planteamiento teórico previo tenemos la certeza de alcanzar a comprender la prosa breve de Mario Benedetti, de llegar al significado último de unos cuentos que se nos presentan como construcciones culturales virtuales. El repentino interés internacional por la narrativa hispanoamericana que se despertó en los años comprendidos entre las décadas de 1950 y 1960 sirvió, no sólo para conocer la literatura que entonces se estaba haciendo, sino para redescubrir a escritores del pasado inmediato que, casi desapercibidos, se habían adelantado a su tiempo o que, en algunos casos, continuaban una obra silenciosa pero de innegable valor al margen de los grupos literarios. Debe haber alguna explicación lógica para el admirable desarrollo del cuento en la zona rioplatense. Probablemente por la necesidad de los inmigrantes de contarse sus historias personales, de no olvidar sus lugares de origen... Testigo de todo ello ha sido siempre el mar porque tanto montevideanos como porteños llaman mar a lo que nosotros pensamos Río de la Plata. Personaje pues, de muchos cuentos de Benedetti,-«La vecina orilla», «La sirena viuda...»- si no existiera el mar habría que inventarlo como a las sirenas de «Un boliviano con salida al mar» en Despistes y franquezas. Periodista, autor de novelas, poesía, teatro y crítica literaria Mario Benedetti es también clasificado como escritor de cuentos. No se trata pues de un capricho pasajero o de veleidades de gran autor. José Emilio Pacheco ve en esta última dedicación -que hoy destacamos de forma especial- «Una prueba de su autenticidad. Nadie que buscara un público masivo hubiera optado por un género que se suponía de escasa venta en comparación con la novela». Además de romper con este tópico, pues de sus colecciones de cuentos se venden ejemplares por miles, Benedetti, en cierta manera reinventa el cuento desde los orígenes que hemos comentado. Un «género menor»del que no se sospechaban las posibilidades de belleza, emoción y humanidad que podía obtener su brevedad. Brevedad que, en este autor también es llevada al límite. Nos encontramos con cuentos impecables como «Su amor no era sencillo» de una extensión pasmosa, apenas cuatro líneas, pero no por ello menos cuento. Es en los cuentos pertenecientes a Despistes y franquezas donde más juega Benedetti con el lector, la mayor parte de los cuentos son muy breves: «Idilio», «Bestiario»; algunos apenas diálogos como en «Larga distancia». También juega con la complicidad en «Lázaro» donde este personaje desesperado después de la resurrección camina a recuperar su sudario o con el lenguaje «El puercoespín mimoso» o

«Todo lo contrario» se atreve incluso a jugar con los lingüistas -el colmo de la osadía- en un cuento que se titula precisamente así: «Lingüistas». José Donoso ya incluía a Mario Benedetti en su Historia personal del boom destacando sus novelas primerizas y después un libro fundamental en la narrativa breve de Benedetti: Montevideanos. Dice Donoso: «existen una serie de libros que aspiran a servir de atajos para llegar lo más pronto posible a una conciencia de lo que, en los diversos países, es lo nacional... La actitud revelada en estos libros, su angustiada curiosidad adolescente por contemplarse desnudo en el espejo para conocerse de una vez por todas y lograr crecer pasó del ensayo a la literatura de imaginación convertida en obras como Montevideanos de Mario Benedetti. ¿Pensaba Donoso cuando escribió estas líneas en «Inocencia», uno de los cuentos incluidos en este libro? Podría ser puesto que en él la adolescencia, la imagen de lo prohibido, del cuerpo por descubrir aparecen de forma clara. Es el despertar de la inocencia que Benedetti ya había tratado desde la perspectiva de la infancia en «La vereda alta» que se incluye en la colección Esta mañana. Un rasgo que también destacaría José Donoso en el grupo de escritores que engloba como pertenecientes al boom es el exilio. Dirá: «No se puede negar que el exilio, el cosmopolitismo, la internacionalización, todas las cosas más o menos ligadas, han configurado una parte muy considerable de la narrativa hispanoamericana de la década de los años sesenta». En Benedetti el exilio no es sólo el de algunos cuentos como: «El hotelito de la rue Blomet», «Geografías» o «Hermanito».El exilio frustra incluso cuando la fraterna solidaridad mitiga la nostalgia y el desarraigo: «La sirena viuda, «Balada» con sus trágicos finales, «Más o menos custodio» o «Recuerdos olvidados» por ejemplo. Y es aquí cuando nos encontramos con su complemento: el desexilio, esa providencial palabra tantísimas veces mencionada que el propio autor define en El desexilio y otras conjeturas. «Es el posible y arduo regreso de los exiliados, puede ser tan duro como el exilio». Por si quedaba alguna duda también la localiza, fue en junio de 1982 cuando la utilizó por vez primera en Primavera con una esquina rota. Pero también hay cuentos de desexilio: «No era rocío», «El reino de los cielos» o «Llamaré a Mauricio» Benedetti no se resiste a rizar el rizo con «De puro distraído» en el que sus protagonista se autodesexilia involuntariamente porque de puro distraído aterriza en su país de origen donde es detenido. Puede decirse, sí, que el gran autor uruguayo toca registros que lo vinculan a la narrativa de la generación uruguaya de 1945 y a la imaginativa, en general, pero esta convención facilita poco la entrada a una obra que toca una inmensa gama de registros. De ahí la dificultad con que nos topamos en cada tentativa de clasificación de un corpus narrativo en el que las tendencias cambian tanto que apenas sí se insinúan y que, al mismo tiempo excede cada uno de sus períodos. Se podría afirmar también que cada cuento de Mario Benedetti toca un tema determinado o que los temas que obsesionan a su autor saltan desde un cuento a otro, pero ello significaría, una vez más, quedarnos en el umbral de su profundidad, ya que dichos

temas no suponen contenidos llenos o resueltos sino procesos, excepciones, límites, y son formas de un sentido que se configura como enigma para un lector que poco a poco será captado por la aparente inocencia de un lenguaje que sostiene el poder de la fábula. El valor de los detalles en un cuento como «Idilio» en el que se alternan las visiones de una pareja; el ambiente de oficina en «El presupuesto»;el tópico superado en «Corazonada» donde cuenta los amores de una criada joven con su señorito; el odio fraternal que persiste incluso cuando ya no existe su causa primera en «No ha claudicado» o la circularidad en un cuento como «Miss amnesia». La lista de cuentos prodigiosos sería interminable «Familia Iriarte», «Requiem con tostadas», «Fin de la disnea» o «Truth on the rocks»... Mario Benedetti dirá con respecto al oficio de escritor: «El deber primordial de un escritor es que tiene que reivindicar su condición de escritor, y a pesar de todos los desalientos, las frustraciones, las adversidades, buscar el modo de seguir escribiendo». En «Pequebú» un cuento perteneciente a Con y sin nostalgia, dice de su protagonista: «escribía, no sólo poemas como cualquier neófito, también escribía cuentos». En otro cuento, «Pacto de sangre»,esta vez perteneciente a Despistes y franquezas, dice también otro de sus personajes «y me iré con mis cuentos a otra parte o a ninguna». Ojalá que Mario Benedetti no se vaya nunca con sus cuentos a otra parte; que lo que llamamos sus Cuentos Completos no sean sus cuentos completos; que los merecidos homenajes que recibe no le impidan seguir ejerciendo su «oficio de escritor», de cuentista. Es puro egoísmo, no queremos quedarnos huérfanos de una narrativa breve que encierra en sí misma el secreto de la construcción de mundos. Bibliografía Benedetti, Mario, El desexilio y otras conjeturas, Madrid, Ediciones El País, 1984. Donoso, José, Historia personal del boom, Barcelona, Ed. Anagrama, 1972.

El problema del tiempo en el cuento «Acaso irreparable» de Mario Benedetti Ewald Weitzdörfer (Universidad Franchoschuele Kempten, Alemania)

El anuncio, totalmente normal y corriente, del aplazamiento de un vuelo por 24 horas: «Las Líneas Centroamericanas de Aviación postergaban por veinticuatro horas su vuelo número 914», que suena por los altavoces del aeropuerto, introduce la temática del cuento. Veinticuatro horas de espera en el aeropuerto son, por cierto, un poco desagradables, pero con las medidas correspondientes de la compañía aérea, como alojamiento en hoteles y comidas en restaurantes, todavía no constituyen una tragedia. Sin embargo, si se anuncia otro aplazamiento del vuelo, primero de tres horas y luego hasta el día siguiente, el lector

siente como se aleja paulatinamente del terreno de la normalidad y cómo surge en él una congoja parecida a la que experimenta en las novelas de Kafka. Esto le pasa a Sergio Rivera de Montevideo, que se encuentra durante un viaje de negocios en Europa, en un país al que se alude brevemente como «este país eslavo» (p. 165) y del cual se sabe que hay nieve y que hace mucho frío. Después de esta situación de iniciación Rivera entra, al igual que el señor K. de las novelas de Kafka, en un mundo nuevo y misterioso que funciona según sus propias reglas, que no se suelen salir, sin embargo, del ámbito de las trivialidades cotidianas que una larga espera en el aeropuerto conlleva: recoger bonos en la taquilla de la compañía aérea, buscar su habitación en un hotel, comer en un restaurante, sentarse en un salón y observar a otros viajeros, cuya conversación banal interrumpe de vez en cuando la monotonía de la espera. En la medida en que esta nueva realidad está estableciéndose en primer plano y es aceptada por Rivera como elemento central de su existencia, su vida anterior (su mujer Clara, su hijo de cinco años Eduardo, sus compañeros de negocios Kornfeld, Brunelí, Fried y..., los nombres de los cuales olvida poco a poco) se está alejando hacia el fondo. Incluso su propia identidad se pone en duda cuando, en una conversación con la pequeña Gertrud, se hace pasar por Karl: «Rivera decidió que presentarse como Sergio era lo mismo que nada, y entonces inventó... «Karl» (p. 179). Al principio, todo hay que decirlo, había fastidiado a Rivera el aplazamiento del vuelo, sobre todo, porque había visto en peligro sus operaciones comerciales; pero, a lo largo de la trama, asimila cada vez mejor la nueva situación, así que puede reírse al darse cuenta de que ya ha olvidado dos de los nombres de los compañeros de negocios: Cuando quiso reorganizar la nómina de entrevistas a cumplir, se encontró con que se acordaba solamente de dos nombres: Fried y Brunelí. Esta vez el olvido le causó tanta gracia que la solitaria carcajada sacudió la cama y le extrañó que en la habitación vecina nadie reclamara silencio (p.172). Esta metamorfosis del protagonista se lleva a cabo en un primer momento ante un fondo obviamente cronológico y realista de postergaciones del vuelo: «24 horas-martes 5 'en principio' para las 11 y 30 -12 y 15- nueva postergación probablemente de tres horas mañana a las 12 y 30», lo que corresponde a una espera de lunes día 5 hasta miércoles día 7 de un mes cualquiera. Pero luego, la estructura del tiempo pierde gradualmente el hilo. Ya no armoniza con el sentimiento temporal de Rivera y, habiéndose liberado de él, parece asumir su propia vida: Estuvo un rato pensando en su hijo, y de pronto, con cierto estupor, advirtió que hacía por lo menos veinticuatro horas que no se acordaba de su mujer. Cerró los ojos para imponerse el sueño. Hubiera jurado que sólo habían pasado tres minutos cuando, seis horas después, sonó el teléfono y alguien le anunció, siempre en inglés, que el omnibus los recogería... (p.170) También las indicaciones acerca de los aplazamientos del vuelo se hacen cada vez más imprecisas: «mañana, en hora sin determinar» (p.171), y finalmente, empiezan a tambalearse por lo visto hasta el orden de días y meses: «en vez de jueves 7, (el almanaque)

marcaba miércoles 11» (p.173). Según el esquema temporal del principio del cuento el día 11 tendría que caer en lunes; por lo tanto sólo se puede tratar de otro mes o de otro año. Después de una experiencia así, la hoja del almanaque (lunes 7) que cae en manos de Rivera algo más tarde ya no tendrá ningún sentido: «La fecha... era tan descabellada, que decidió no darle importancia» (p.174). Sólo tiene valor para Rivera su existencia de pasajero de avión en espera de salir. Este tipo de vida le culmina de una gran dicha que no sabe explicar. Leemos por ejemplo que después de una cena en el hotel «su alegría era decididamente inexplicable» (172). Se siente repuesto en la despreocupación de la niñez: «experimentó un bienestar semejante a cuando era niño» (172) y se conmueve hasta llorar en su agradecimiento, cuando piensa en lo buena que es la compañía aérea, que le facilita todo esto; «consagró cinco minutos a reconocer la bondad de la Compañía que financiaba tan generosamente la involuntaria demora de sus pasajeros. 'Siempre viajaré por LCA' murmuró en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas» (173). Esta repetida «involuntaria demora. Demora involuntaria» (173) se hace el núcleo de su existencia: «Sergio escuchó esas dos palabras y se sintió renacer. Quizá era eso lo que siempre había buscado en su vida» (173) De esta manera, nace a una vida nueva y tiene el sentimiento de haber logrado la meta de sus deseos y aspiraciones terrestres, que se concretizan en un desprendimiento total del tiempo. Mientras su vida anterior estaba caracterizada por «urgencia involuntaria, prisa deliberada, apuro, siempre apuro» (173), o sea, por los inconvenientes del tiempo, puede gozar ahora de cosas sin importancia, como por ejemplo los letreros en el aeropuerto: «Sortie, Arrivals, Ausgang, Douane, Departures...» (173) con una serenidad celestial, que hace pensar en los muertos en el cementerio del tercer acto de la obra teatral de Thornton Wilder Our Town. En esta obra del autor norteamericano presenciamos el funeral de la joven Emiliy, que había muerto en el parto de su segundo hijo. Cuando la comitiva fúnebre llega al cementerio, Emiliy se separa de los vivos y se incorpora al mundo de los muertos. Éstos, al igual que Rivera, están disfrutando de las cosas triviales y sin importancia al comentar el tiempo: Algo más frío que antes... Sí, la lluvia ha traído el frío. Estos vientos del noreste hacen siempre lo mismo, ¿verdad? Si no llueve hace un vendaval de tres días. A lo mejor el tiempo se aclarará hasta la noche, muchas veces es así. No les importa la tragedia de la muerte de una mujer joven. Emiliy, quien, como Rivera, se encuentra entre la vida y la muerte, desea que este estado transitorio pase cuanto antes. Dice: «Me gustaría haber estado aquí desde hace mucho tiempo. No quiero ser nueva aquí» y pregunta con impaciencia a «los muertos con experiencia» cuándo «llegará el momento de sentirse uno de ellos». A lo que su suegra muerta, la señora Gibbs, contesta: «Sólo hay que esperar y ser paciente». Rivera obviamente ya ha esperado lo suficiente para estar contento de haber dejado su vida de todos los días tras de sí: «Se probó a sí mismo tratando de recordar algún nombre, uno sólo, y se entusiasmó como nunca cuando verificó que ya no recordaba ninguno» (174). Por eso, no le puede interesar mucho el avión averiado en la pista de despegue, rodeado por los técnicos como un enfermo en estado grave por el equipo de médicos y enfermeras: «De vez en cuando una voz, siempre femenina, anunciaba la llegada de un avión, la partida de otro. Nunca, por supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo

paralizado, invicto avión seguía en la pista, cada vez más rodeado de mecánicos en overalls, largas mangueras, jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o tornillos u órdenes» (174). A pesar de los esfuerzos de los mecánicos no queda mucha esperanza de una posible reutilización próxima del aparato o, para volver a la imagen del enfermo, de un restablecimiento inminente del paciente. El título del cuento «Acaso irreparable» parece corroborar esas sospechas. Sin embargo, cosas de esta índole pertenecen a un mundo que ya no es el mundo de Sergio Rivera y que, por consiguiente, no puede preocuparle. Sólo una vez más, su nueva existencia roza su vida anterior, cuando Sergio percibe la presencia de su hijo, ahora ya mayor, con una chica en el aeropuerto ante el fondo acústico de los usuales anuncios de los altavoces. Los dos jóvenes habían venido a Europa para una estancia más larga en Viena y Nuremberg respectivamente. Durante la escala en este aeropuerto intercambian sus direcciones. Cuando la chica se entera de que Eduardo Rivera se quedará un año entero en Viena, exclama: «¿Y tu viejo no protesta?» (175). A esta pregunta sigue el final sorprendente del cuento: El muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio, Sergio no pudo entender las palabras porque en ese preciso instante el parlante (la misma voz femenina de siempre, aunque ahora extrañamente cascada) informaba: «LCA comunica que, en razón de desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar». Sólo cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue otra vez audible para Sergio: «Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabés?, en un accidente de aviación (175). Las palabras finales del cuento corroboran la interpretación filosófico-ontológica. Benedetti no quiere que el ambiente de su cuento sea un mundo neofantástico al estilo de Kafka; más bien, intenta dar una respuesta poética a la pregunta. «¿Cómo es la transición del ser al no-ser, o de la temporalidad a la eternidad?» Alarga, en cierto modo, los últimos momentos de una vida que termina bruscamente en un accidente aéreo, de manera que se puede distinguir esta situación extrema de la vida con toda claridad. En estos momentos, los últimos detalles de la vida que rodean al moribundo ganan una importancia inusitada y de mucho peso. Este hecho se explica por el deseo de la criatura de aferrarse a la existencia que está extinguiéndose. Por otra parte, todo lo que antes tenía importancia para el hombre pasa a un segundo término ante el hecho de la muerte. Solamente algunos recuerdos inciertos de una lejana infancia radiante parecen mezclarse entre los sentimientos del hombre y acompañan el proceso en el que el círculo de la vida humana se cierra desde el no-ser, a través del ser hacia el nuevo no-ser. En el caso de Thornton Wilder, para volver a la obra del autor norteamericano, ese asirse de la criatura a la vida se muestra de una manera más concreta y detallada. Emily no está contenta con algunos recuerdos inciertos de su infancia, quiere vivir otra vez un día entero de su vida: su 12 cumpleaños. Los otros muertos no se lo aconsejan, pero ella quiere, a pesar de todo, y tiene que volver al cementerio, frustrada, porque una verdadera comunicación no parece posible en la vida de este mundo. Después de tal experiencia y desde su perspectiva desde el más allá, la vida parece haber perdido toda su importancia. Así, sentada al lado de su suegra, hace el siguiente comentario

sobre la vida de los hombres en la tierra: «No entienden mucho, ¿verdad?» a lo que la señora Gibbs asiente: «No, querida, muy poco». Benedetti no da una respuesta religiosa, teológica a la pregunta por las postrimerías. No puede ofrecer el consuelo de una religión. En su filosofía no caben ideas de una vida después de la muerte. Sin embargo, el desvanecimiento de la vida no tiene nada de espantoso para él, es más bien algo sereno, si no una redención, al menos una liberación de lo terrenal para entrar en este deserto amplissimo, la tenebra divina, el silenzio muto, la uniune ineffabile o quell'abisso, en el que Umberto Eco hace perderse el ánima del protagonista de su novela Il nome de la rosa.

La realidad a través del fútbol Carlos Meneses (Palma de Mallorca) En América Latina y especialmente en los países del Río de la Plata, existe un ya tradicional acercamiento de la literatura al deporte y sobre todo al fútbol. La cantidad de poetas y novelistas que han escrito versos y relatos, o simplemente párrafos sobre este deporte es enorme. En Uruguay como en Argentina se han elaborado sendas antologías con narraciones breves y poemas que enfocan el deporte del balompié desde diferentes ángulos. Y esta tendencia deportiva de los escritores tiene su inicio en años muy pasados. Cuando aún el fútbol era amateur en todo el mundo de habla castellana e incluso en muchos otros países europeos con lengua no procedente de Castilla. Dos de esos célebres escritores que se acercaron al fútbol atraídos no sólo por la emoción que este juego despierta, sino por su condición de fenómeno social son : Horacio Quiroga y Mario Benedetti. Las épocas en que publicaron sus trabajos están bastante distanciadas unas de otras. Quiroga escribió su : «Juan Poldi, halfback», antes de los años veinte. O sea, cuando el fútbol se jugaba en terrenos baldíos. Los jugadores recibían como recompensa a su actuación una merienda o una cena, y en el mejor de los casos alguna breve retribución pecuniaria otorgada por un emocionado directivo que vio ganar a su equipo. Mario Benedetti es autor de dos relatos sobre fútbol, el primero titulado «Puntero izquierdo», publicado dentro de un conjunto de cuentos que llevó por título Montevideanos, data de 1954. Han de pasar treinta y seis años para que escriba el otro: «El césped», que se publica en el libro Despistes y franquezas, y que casi se podría considerar como una novela corta, más que por su extensión por su estructura. Benedetti, al igual que Quiroga, demuestra un gran conocimiento del balompié, no sólo en cuanto a sus reglas y su historia, sino especialmente en lo tocante a la psicología del futbolista y de los demás personajes que se hallan en ese mundillo. Los dos escritores no se encierran en la anécdota deportiva sino que van bastante más allá. Buscan aparte de la pasión que despierta el fútbol, el aspecto socio-deportivo, y no descartan nunca la situación económica.

En «Puntero izquierdo», Benedetti ofrece la visión del futbolista abrumado por su situación laboral y por tanto enfrentado a una grave inestabilidad económica. Un hombre joven, perteneciente a un club menor, que justamente ha de jugar contra un equipo de prestigio. Los directivos de este club poderoso se acercan a él para convencerlo de que su equipo no debe ganar el partido, que significaría el ascenso a la categoría inmediatamente superior, porque no está en condiciones de mejorar de nivel. Y que por lo tanto lo que corresponde es colaborar para que quien gane el encuentro sea el equipo rival. Hay naturalmente una recompensa : un trabajo superior al que tiene, y en el que no está nada seguro por haber intervenido anteriormente en alguna huelga. El joven futbolista se deja tentar por ese premio tan apetecible que lo alejará de la angustia de no poder ver claro su futuro y acepta el trato. Es desde ese momento un corrupto vencido más que por los argumentos de los corruptores, por su propia miseria económica, y la necesidad de ofrecerle una mejor vida a su madre y, por qué no, también conseguirla él. El propio jugador es quien va relatando todos los acontecimientos de esta historia. Narra el lugar de encuentro con los directivos del otro club. La forma de proposición. Su «sí» si no rotundo no condicional y sin posibilidad de retroceso, e incluso recibe con oídos muy abiertos los consejos de esos señores sobre la forma como debe comportarse en la cancha, para no causar problemas al equipo rival, pero tampoco despertar sospechas. Le han dicho que tire a puerta pero que lo haga desviado. Que en algunos casos finja una lesión, un error que lo lleva a patear el suelo y no la pelota. La personalidad del puntero izquierdo está muy bien definida. Es un joven sin grandes ambiciones, solamente con el deseo de abandonar la pobreza humillante y limitadora. Un muchacho sin estudios, ni criterio suficiente como para medir posibilidades y vislumbrar consecuencias. Sabe que puede cumplir con lo que le han pedido pero aunque se ha comprometido a hacerlo siente vergüenza por esa conducta, y pena por su equipo y sus compañeros. Está muy distante de imaginar que el destino puede jugar malas pasadas y hay que estar atento para saber cómo salir de la situación. Durante el partido un compañero le hace un pase tan preciso, tan oportuno, que lo deja solo frente al guardavallas rival, y no le queda más alternativa que tirar y marcar el tanto. Pero previamente, ha quedado demostrado que este hombre tiene un gran amor propio. Cuando en oportunidad anterior lo han dejado en condiciones de marcar y ha tenido que tirar desviado como para que no se produzca la hecatombe. Y a consecuencia de ese error su entrenador lo insulta : «¡Qué tienes en la cabeza, moco!», le grita. Y el puntero izquierdo a partir de ese momento quiere demostrar que él es un jugador inteligente como muchos de su hinchas se lo han dicho siempre. La desgracia para este futbolista se produce a partir del momento que marca el gol, pues el equipo contrario no atina a lograr el empate y pierde el partido. La emoción recorre a los diez compañeros del puntero izquierdo, quienes lo abrazan, felicitan y aplauden. Y él envuelto en esa atmósfera festiva olvida su compromiso, está convencido de que quienes quisieron sobornarlo comprenderán que no le ha sido posible cumplir, porque las circunstancias jugaron en su contra. E, incluso, su inocencia lo lleva a pensar que el doctor Urrutia, quien le ofreció la recompensa de un buen trabajo, entenderá que durante todo el tiempo anterior al gol él había hecho todo lo que le dijeron, en consecuencia perdonarán el

gol que ha significado el triunfo para el equipo pequeño y la derrota para el club de prestigio. Muy ufano sale del campo de fútbol y va al encuentro de este magnate que podría aún darle el nuevo trabajo. Se encuentra con los directivos del club derrotado y como avance de lo que luego vendrá recibe dicterios, ofensas, gritos soeces que lo dejan anonadado. Pero inmediatamente después aparecen los secuaces o los allegados al club pero sin cargos destacados, y la paliza que le propinan es impresionante al punto de que va directo al hospital. La anécdota futbolística termina ahí, pero tiene una secuela. El pobre joven futbolista ha perdido el trabajo. En la fábrica donde cumple tareas ya no lo quieren, no pueden esperar a que se recupere físicamente y le mandan decir con su madre que se busque otro trabajo. El futbolista, el de hace cuarenta o cincuenta años, que es el que retrata Benedetti, está a la triste altura del obrero, del sirviente, del ciudadano que no tiene defensas, que se halla distante de los estudios, que lo único que quiere es vivir un poco mejor y que todo lo basa en el deporte. En el lenguaje utilizado por Benedetti no hay ninguna fisura, desde el principio hasta el final mantiene el argot popular, si no el léxico propio de las canchas del fútbol. En este relato hace hablar al puntero izquierdo, con lo que consigue mostrarlos mucho mejor. Se trata de un muchacho dominado por los desconocimientos. Ciego para hallar los polos opuestos que son el bien y el mal. Sin la agudeza mental como para descifrar los ardides del complejo mundo socio-económico. De ahí su ingenuidad al aceptar la oferta de soborno, que no le parece un delito, simplemente una oportunidad que le brinda la vida. Y también, la forma tan inocente como va al encuentro de sus furiosos sobornadores, sin dar cabida a la violencia que se cerniría sobre él. En el segundo cuento futbolístico, Benedetti se muestra mucho más avezado. Al igual que en el primero utiliza el argot popular, aunque tal vez no de forma tan notoria. Sí el léxico futbolístico, y también trabaja con habilidad todo lo relacionado con el reglamento de este deporte. «El césped», pasa de lo dramático que fue «Puntero izquierdo» a lo trágico. Ya el futbolista no es un desamparado, pero tampoco es un millonario. Es menester señalar que el escenario tanto de este relato como del anterior es Montevideo, y que la capacidad económica del fútbol uruguayo no es la que priva en la Europa Occidental. Si en el relato de 1954 el motivo central de la historia es un soborno fallido, en este cuento escrito en 1990, el desenlace es mucho más triste: un suicidio. Pero tanto en «El césped» como en el primer relato, lo que desencadena el dolor es el gol. O sea un hecho estrictamente futbolístico. Si en «Puntero izquierdo», el gol determina que el jugador no pueda recibir la recompensa que deseaba. En «El césped», el gol marcado por «Benja» al portero Martín, su mejor amigo, causa tal desaliento y vergüenza en este último, que se quita la vida. Lo que determina que se considere este cuento, «El césped» como más organizado y trabajado que el anterior, en una palabra hecho por un escritor de mayor experiencia, es la forma hábil de conjurar cancha de fútbol con diario vivir. Goles y aspiraciones netamente

deportivas con actividades alejadas del deporte. También destaca la forma mucho más nítida como capta la pasión que envuelve a los hinchas. Esos grandes aficionados que alientan a sus jugadores no sólo desde las tribunas sino en plena calle, sobre todo en el bar, en el café. El relato es mucho más extenso y su estructura lo acerca a la condición de novela breve. Los personajes centrales son: «Benja»; «Martín» y «Alejandra», más conocida por «Ale». Benja y Martín son grandes amigos pero juegan en equipos diferentes. El portero saboreaba la posibilidad de ser contratado por un equipo español o italiano. A Benja parece no interesarle abandonar su equipo uruguayo. El azar enfrenta a los dos amigos. Y el motivo es un partido de fútbol decisivo para ambos. Como buenos amigos que son se han estado reuniendo previamente al encuentro. Cambiando opiniones, Benja alienta a su amigo para que vaya a Europa. Martín sabe que de este partido dependerá que lo contraten o no, y le pide al delantero nº 8 que tire fuerte a la portería como siempre lo hace, que eso le dará oportunidad a lucirse. «Ale», es la novia de «Benja», a la que ha conocido de manera fortuita en un viaje en avión. Las escenas idílicas van paralelas a las futbolísticas. Es nuevamente el gol la causa de la tragedia. El nº 8 marca un gol que deja humillado al portero Martín. Es un tiro que le pasa por entre las piernas. Que lo hace despreciable ante su hinchada y ante sí mismo. A partir de ese momento, y aunque no hay más goles, el guardameta está hundido. Sabe que ya no habrá contrato para ir a Europa. Sabe que los críticos deportivos se burlarán de su actuación, y que su público lo abucheará y no querrá verlo más en la portería del equipo. Los consuelos y estímulos de Benja para su amigo no son suficientes para alejarlo del inmenso pesar que lo abate. Ve todo perdido. Es la imagen de la derrota. La representación del fracaso. Un joven futbolista que ha estado a un paso del gran éxito no puede soportar esa caída y termina suicidándose. La tragedia arrastra a «Benja» que se siente culpable de lo que ha sucedido a su amigo. Desanimado, pesimista, no atina sino a decirle a su novia «Ale», que dejará el fútbol. Nunca podrá marcar un gol sin recordar el que le hizo a su mejor amigo. En «El césped» hay otro elemento que no contaba en el cuento anterior: el sueño, como un agregado mágico que modifica o engalana la realidad. «Benja» sueña continuamente con partidos de fútbol en los que se ve al lado de estrellas de tiempos anteriores al suyo. Es a «Ale» a quien le cuenta lo que sueña y con ella hace deducciones acerca de este misterio, porque en sueños esos futbolistas que triunfaron en otras épocas le van marcando la forma como debe de jugar. Recibe consejos de ellos y se siente muy satisfecho. Llega a producirse una amalgama de sueño y realidad, y «Benja» en pleno partido ve a esos jugadores de antaño que corren junto a él y hacen jugadas que le posibilitan marcar goles. Después del suicidio de Martín, el nº 8 vuelve a soñar. Ve a dos famosos de ayer diciéndole: «No tienes ninguna culpa pero no tires más al arco. Siempre te acordarás de Martín y así no es posible meter goles». Son estas palabras las que percuten sobre él en la realidad y lo conducen a tomar la decisión de alejarse del fútbol.

El futbolista de «El césped» es un muchacho que ha evolucionado favorablemente. Ya no es el chico ingenuo, desesperado por un trabajo, sin estudios. Ahora se trata de un joven que si bien no posee un nivel cultural alto, sí es capaz de discernir sobre su vida. Puede tener cambio de opiniones con una chica como «Ale» que se dedica a la publicidad. Y su situación económica sin ser excelente no resulta agobiante. Ha cambiado la figura del jugador. Es más, en este segundo cuento Benedetti le concede una sensibilidad superior al nº 8 que la mostrada por el puntero izquierdo. El conocimiento a fondo del lenguaje popular y en especial el futbolístico, y la perfecta visión de lo que el fútbol representa dentro de la sociedad moderna, son elementos fundamentales para la construcción de estos dos relatos, que no son estrictamente futbolísticos, es especial el segundo, y que resultan totalmente coherentes con la línea filosófico-literaria de Mario Benedetti.

Estética especular y metaficción en Quién de nosotros de Mario Benedetti José Ramón Martínez Maestre (Alicante)

Quién de nosotros, fechada en 1953, narra un peculiar triángulo amoroso desde la particular perspectiva de cada uno de los protagonistas a través de tres relatos convergentes. En opinión de Jorge Ruffinelli, Benedetti, con la influencia de William Faulkner -que se evidencia en la técnica literaria empleada-, de Virginia Woolf y de James Joyce, lleva a cabo en esta obra «sugerentes juegos de perspectivas narrativas, para contar la misma historia desde el cambiante ángulo de sus personajes». El desarrollo del conflicto se opera, en menos de cien páginas, con la lectura sucesiva del diario íntimo de Miguel, el marido, de la carta de despedida que le envía su esposa, Alicia, y del cuento que escribe Lucas, el tercero en discordia, dando su versión de los hechos. Sin embargo, la mayor novedad radica en que en esta novela «es el propio marido, un mediocre y cornudo vocacional, quien oscuramente intuye, desde antes del matrimonio, la pertenencia de su mujer a un tercero, y cuya obsesión consistirá en materializar esa intuición con el fin de alcanzar alguna precaria y equívoca certeza», el que arrojará a Alicia en brazos de Lucas. De este modo, Miguel, Alicia y Lucas obligan al lector a entrar en un juego complejo, equívoco y contrapuntístico. Este juego literario se plasma en un texto narrativo de no muy amplias dimensiones, a pesar de exceder los límites del cuento. Nos hallaríamos ante un género impreciso: ¿cuento largo, nouvelle, novela? El mismo Benedetti afirma que «en el estado actual de los géneros narrativos, cualquier definición de tipo retórico se halla destinada al fracaso (...) En el presente, los géneros se interpenetran, no existen ya fronteras; por otra parte, el desarrollo de la nouvelle ha servido para confundir aún más los rasgos diferenciales». El cuento es resultado de un corte transversal de la realidad, limitado por su brevedad, caracterizado por la peripecia de una mínima anécdota, trazado con el mayor rigor estilístico procurando mantener de principio a fin una tensión indeclinable. En la novela breve o nouvelle se da

una excitación progresiva, asistimos a un proceso rodeado de antecedentes, pormenores y consecuencias, a una mínima evolución de los hechos. Ambos géneros ofrecen versiones limitadas ex profeso del conflicto humano, mientras que en la novela la versión es total, inserta en todo un mundo creado alrededor. Así pues, ¿estamos ante una nouvelle o ante una novela en la que deliberadamente se han podado las superfluidades? El término mediante el cual designarlo es lo de menos, porque el texto se articula en un tríptico narrativo que acoge en su seno otros tres géneros literarios: el diario, la epístola y el cuento. Sería interesante señalar que dos de esos géneros -el diario y la epístola- son usos de narración en primera persona. El tercero, en cambio, es un cuento escrito en tercera persona, pero el autor, Lucas, se sirve de las notas a pie de página para marcar su presencia y dejar claro su papel en la complicada historia del triángulo amoroso; y esas notas a pie de página sí están escritas en primera persona. La utilización de la primera persona puede ser a veces un mero recurso del autor para encubrir limitaciones o disimular defectos en el diseño estructural de su narración. Sin embargo, las narraciones en primera persona causan una inmediata identificación del lector con el narrador-protagonista, acercándolo al texto. Es evidente que, «construidas como singulares confesiones, hay en ellas, mediante la más directa comunicación, la aparente sinceridad de lo que se cuenta dentro de un discurso marcado por la intimidad de la forma y lo autobiográfico del contenido». Pueden servir incluso para que el autor se aleje del narrador impersonal y ajeno, propio de la tercera persona, al hablar desde el yo. El escritor José María Merino conjetura al respecto: «Se trata de la voz de un doble y, según mi parecer, parte del hechizo de escribir desde la primera persona proviene, precisamente, de lo que tiene de misterioso experimentar tal desdoblamiento». En primer lugar, con el diario íntimo de Miguel da comienzo la obra y en él se nos ofrece una visión abúlica y resignada de su vida, de sus once vacíos años de matrimonio con Alicia, de su juventud, de su amistad con Lucas, de la eterna sospecha de una atracción recíproca entre su esposa y el amigo que él acabará haciendo real. Según Rosa Mª Grillo, el diario constituye el proceso narrativo escrito en el que se establece una mínima distancia temporal, psicológica- entre narrador y protagonista, aunque a diferencia de la carta no tiene un destinatario, en principio no está destinado a la lectura. No es sino «una 'copia en limpio' del monólogo interior, pensada, repensada y mediada por la escritura». Vayamos al texto: Para saberme sincero he empezado estas notas, en las que castigo mi mediocridad con mi propio y objetivo testimonio (p. 20); Lo cierto es que la vida -¡qué indecente resulta nombrarla así, como si fuera una divinidad, como si encerrase una esotérica significación y no fuera lo que todos sabemos que es: una repetición, una aburrida repetición de dilemas, de rostros, de deseos!-, lo cierto es que la vida desde el principio me sacó ventajas y yo no he podido ni podré jamás recuperar el terreno perdido (p. 28). En segundo lugar, la carta que Alicia envía a su marido con un mensaje de ruptura, de despedida, pertenece de lleno al género epistolar, un género narrativo que se plasma en un «texto literario configurado en los moldes de la carta que implica, por tanto, un sujeto emisor que escribe a un receptor ausente a quien se dirige y cuya presencia se configura en

el texto». Es una narración alejada de la inmediatez del monólogo interior y del diario íntimo, en la que se puede comunicar sólo lo que el emisor quiere que el receptor conozca. En ella, Alicia hace ver el error de su marido: A menudo pensaste, con tu calma de siempre, que yo quería a Lucas [...] que me había equivocado eligiéndote [...] Pero eras tú el equivocado. Cuando te elegí, y antes de elegirte, me gustabas. Siempre me gustaste, me gustas aún (p. 72); No puedo perdonarte que me hayas hecho preferir a Lucas, cuando era tanto mejor quererte a ti (p. 77). Por último, nos encontramos con el cuento de Lucas, que cierra la obra y que la titula, al fin y al cabo. Ya antes habíamos adelantado que el cuento es un género narrativo breve de anécdota sencilla y pocos personajes, de carácter sintético, con predominio de una única perspectiva. Pero lo más interesante del cuento de Lucas son las notas a pie de página que incluye -«impublicables, estrictamente personales» (p. 83)- y en las que comenta «las divergencias entre los hechos tal como aparecen en la narración y la realidad de lo sucedido, sobre cómo debe redactarse un cuento e incluso explica el por qué de la elección de algunas de sus frases y vocablos. El propósito evidente es dejarnos saber sus puntos de vista como creador acerca de la construcción del cuento. Irónicamente se trata de un cuento algo extenso, consta de cuatro partes, que no respeta ninguno de los requisitos internos del género. Es obvio que no se trata de un cuento», sino más bien de un pretexto literario para que Benedetti pueda, por boca de su personaje, explicar su propia estética mediante un juego metaficcional. En alguna de las notas dice Lucas: En todos los cuentos que he escrito puedo reconocer, a diferencia de mis pobres críticos, una tajada de realidad. A veces se trata de mi propia realidad, otras de la ajena: pero siempre escribo a partir de algo que acontece. Acaso la verdadera explicación tenga que ver con mi incapacidad de imaginar en el vacío. No sé contarme cuentos, sé reconocer el cuento en algo que veo o experimento. Luego lo deformo, le pongo, le quito. Siempre he querido -nada más para mi uso personal- registrar esa deformación, pero hacía mucho que no me acontecía un cuento verdadero (p. 83, nota 1); En este capítulo se hace el cuento. Llega un punto en que las posibilidades se bifurcan. Desde el instante en que elija una de ellas, el cuento se hará, no precisamente debido a la elegida, sino a las desechadas. Por eso la realidad valida poéticamente el cuento, porque en éste lo real es una mera posibilidad desechada (p. 106, n. 24). También en una de esas notas se nos desvela el desenlace de la historia, no el del cuento (que es una ficción dentro de otra ficción), sino el real (literariamente hablando, el efectivo para los personajes de la obra de ficción). Gracias a esa nota sabemos que Alicia y Lucas se dan cuenta de que las cosas han cambiado, que la infidelidad -al menos la física, la sexualno se consuma, que Alicia se marcha y que los tres se quedan solos: Todo estaba dicho, se fue y no volverá. Ahora es el momento de preguntarme por qué no quise hacerlo [...] todo hubiera andado mejor [...] si Miguel no hubiera tomado la única decisión de su vida. Pero, ¿quién de nosotros juzga a quién? (p. 113, n. 34).

Tomando como punto de partida los límites clásicos y de contenido realista de la estampa urbana, Benedetti pretende dar una visión de mayor amplitud, centrándose en el análisis de un conflicto psicológico, pero lo importante para él es «mostrar la motivación oculta de las cosas, la presencia de una oscura maraña de frustraciones y deseos colectivos oculta tras la máscara del ritual cotidiano», aunque aquí prima el buceo psicológico sobre la detección de un ambiente social, a lo que llegará en obras posteriores. En Quién de nosotros, «Benedetti expresó muy bien sus preocupaciones de la época, en parte existenciales, en parte morales, decididamente dirigidas a analizar la gran crisis de las relaciones. En el título, y en las líneas finales de la novela [...] se advierte ese imperativo existencialista que, con ecos de Sartre, refiere a un mundo angustiado, sin leyes, y en especial, sin la presencia de Dios». Buenos ejemplos de esta ausencia son las siguientes citas, tomadas del diario de Miguel: El cielo gris, cercano, que difunde mi ventana, es -también él- un mediocre, un cielo sin Dios y sin sol, una excelsa chatura que nunca me impresiona. El otro cielo, brillante, luminoso, el de las ansias de vivir y las películas en tecnicolor, es una falsa alarma (p. 21); Pero cuando la fe y la duda se dejan descubrir en su ingenua, profunda relación, y sobreviene el asombro ante la absurdidad de la existencia, ante la maravillosa indiferencia de Dios, uno recupera la calma para siempre, y la calma para siempre es el hastío (p. 59). El eje de la narrativa de Benedetti es el realismo, un realismo psicológico y sociológico, que tiñe sus obras de una total verosimilitud hasta el punto de no poder distinguir entre la realidad y la ficción, aunque estas obras suyas reflejan una realidad para cuestionarla, directamente o a través de sus personajes, con el propósito moral de un cambio social. «No resulta difícil concebir que en algunos casos la realidad que proyecta sea la suya», opina acertadamente Corina Mathieu. No obstante, como hace Lucas, Benedetti deforma la realidad, la transforma mediante la literatura. En una entrevista concedida a una revista afirmó el autor de Quién de nosotros: «A mí siempre me ha gustado experimentar, con la palabra, con los géneros, experimentar con la literatura. Yo creo que la literatura tiene, por supuesto, mucho de drama, de hondura, pero también tiene un aspecto de juego que me atrae mucho». Y es ese juego entre géneros literarios, entre realidad y ficción, el que se pone en práctica en Quién de nosotros, sobre todo en el cuento de la tercera parte, sobre el que ha dicho su autor: «Empleo unas 'notas al pie' que transforman ese texto en otro (que en la pauta convencional de la ficción viene a ser el verdadero) [...] el efecto de esas «notas al pie» es como de círculos concéntricos o de sala de espejos». El contenido de esta aseveración nos revela por fin el sentido especular de la estética imperante en la obra objeto del presente estudio: el juego de espejos, de reflejos, incluso entre los mismos personajes envueltos en el torbellino de emociones y sentimientos equívocos. El eminente crítico Germán Gullón nos recuerda las famosas palabras de Stendhal sobre el espejo en el camino: «para representar el mundo en la novela, basta poner el espejo frente al mundo, y sentarse a copiar. A tan fácil procedimiento le corresponde un acto lectorial similar: me siento con el libro en las manos, despejado de cabeza, y el sentido común me irá abriendo los senderos del entendimiento. El problema surge cuando el autor poniendo el espejo firma Ramón del Valle-Inclán, aficionado al espejo cóncavo, o si los senderos son los de Borges, que se bifurcan por los caminos del sueño, de la hipótesis, de lo

inexistente». Algo parecido sucede también con Mario Benedetti, aunque él rodea su pequeño mundo de una galería de espejos donde los reflejos, las imágenes de ese mundo, rebotan y se multiplican. Así pues, «cuando dentro de un mismo relato Benedetti debe hilvanar esos pequeños retazos de vida [...] solapadamente socava la frescura de las imágenes, la pureza de las percepciones [...] para someterlo todo a la esterilizadora tiranía de un racionalismo vulgar [...] Benedetti recurre al tradicional procedimiento del montaje para componer con sus múltiples fragmentos un adecuado contrapunto de emociones, sentimientos y situaciones». Mediante la antigua fábula china del espejo, Jesús Díaz nos señala un tema fundamental en Quién de nosotros; se trata de la dificultad del reconocimiento mutuo: Una milenaria fábula china nos cuenta de un marido que al salir para el pueblo pregunta a su mujer por un deseo, el mayor. Ella, asombrada, señaló unos cuernos dorados en el cielo, la luna en cuarto creciente. El marido ya de regreso, indicó a un comerciante la figura de la luna y éste le dio un espejo redondo. Era luna llena. La mujer, con el regalo en las manos comenzó a llorar en silencio. «Ya no me quiere», dijo a su madre, «ha traído otra mujer». «Deja ver», dijo la madre, luego añadió, «no te preocupes; es más vieja que tú». Esto es lo que sucede a los tres protagonistas de Quién de nosotros, inmersos en un profundo aislamiento, en una falta de comunicación que se detecta ya en la composición de la estructura de la obra: tres secciones, tres puntos de vista que, parciales, subjetivos, han de superponerse y complementarse para lograr una mayor claridad en la perspectiva de conjunto. Tal y como argumenta Eileen Zeitz, «sólo existen narraciones retrospectivas e interpretaciones de cada personaje sobre acontecimientos y sobre los sentimientos de los otros [...] presentando solamente una cara de un acontecimiento [...] tomadas en sí, no nos proporcionan una visión completa de la realidad. Comparadas entre sí, se ve que hay interpretaciones falsas de la realidad narrativa». Pero en este tríptico, «el argumento no es una mera apoyatura para el desenvolvimiento de recursos estructurales más o menos brillantes. Al contrario; la estructura se debe al asunto, nos resulta incluso necesaria y está muy lejos de ser un ejercicio retórico. El relato se impone al andamiaje, por muy evidente que éste sea». Así pues, la obra posee una sólida estructura narrativa. Según Federico Álvarez, «resulta ésta de una única y triple tensión central, dosificada no lineal sino sincrónicamente en tres puntos climáticos paralelos». A otro nivel, en la trama subyace -como apuntó Rodríguez Monegal- la raíz edípica de la relación de Miguel con su mujer, pero Jorge Ruffinelli va más allá al indicar otro hecho importante pero velado: «la relación tenuemente homosexual entre Miguel y Lucas. El texto señala un juego como de espejos en esta relación de identidades: cuando Lucas aparece en la vida de Miguel, es casi su doble». Miguel vive su matrimonio con la sombra de Lucas a cuestas, pero también Lucas está obsesionado por la presencia de Miguel, visible su rostro en la pared, que lo mira «como un ángel custodio» (p. 113). En mitad de esta situación inadmisible hasta para ellos mismos se halla absurdamente Alicia, como un puente levadizo tendido entre ambos. Resulta evidente la triple frustración final. Finalmente, la estética especular y metaficcional a la que se adscribe la obra no deja de ser un guiño malicioso a los confusos críticos. Con una ironía que rivaliza con el profundo

pesimismo existente en Quién de nosotros, Benedetti introduce, en la parte correspondiente a Lucas, a través del personaje del fracasado Fortunati que éste inventa para su cuento, un poema de cuya autoría se apropiaría primero Lucas y luego él mismo, incluyéndolo en sus Poemas de la oficina: Déjame este zumbido de verano y la ausencia bendita de la siesta [...] Déjame este lápiz este block esta máquina este impecable atraso de dos meses este mensaje del tabulador. [...] Déjame sólo con mi sueldo con mis deudas y mi patrón déjame pero no me dejes después de las siete menos diez Señor cuando esta niebla de ficción se esfume y quedes Tú si quedo Yo (pp. 103-104). Atención especial habría que prestar a la correspondiente nota de Lucas -a quien el poema se le antoja horrible-, que ilumina con luz propia el sentido de nuestro trabajo: La oración del auxiliar segundo es un poema ordinario y prosaico y que sin embargo me gusta. Esta es además una buena ocasión para verlo publicado, atribuyéndolo canallescamente a un personaje tan inocente como miserable (p. 103, n. 23). Concluyo con la afirmación de Sylvia Lago, para quien la producción de Mario Benedetti «ilustra fehacientemente los dos sentidos a que lo especular (speculari) alude: espejo (especulum) que reproduce una imagen, pero también indagación del pensamiento, búsqueda dirigida a la revelación de una verdad». En pos de esa imagen de sí, de esa verdad, caminan los personajes de Quién de nosotros, la literatura misma y el propio Benedetti.

La borra del café: la escritura y la memoria Eva Valcárcel (Universidad de Coruña)

La novela contemporánea y el concepto de fragmentaridad La novela, como sabemos, es una forma relativamente nueva que no aparece en la teoría aristotélica de los géneros, que consideraba como géneros mayores a la tragedia y la épica. La teoría literaria moderna, por su parte, se inclina a borrar la distinción entre prosa y poesía y a dividir la literatura imaginativa en ficción y poesía. Los géneros tradicionales pueden mezclarse y producir un nuevo género impuro y ello significa aceptar que se puede construir al margen de la pureza o la exclusividad, aceptando la fórmula de la inclusividad como presupuesto de un orden más complejo. La novela contemporánea,«ese género bastardo, cuyo dominio es verdaderamente ilimitado», como afirmaba Baudelaire, es el resultado brillante de esa fórmula inclusiva. El siglo XX, también en lo que a la novela se refiere supone la preocupación por la complejidad del yo y se encuentra ante la necesidad de elaborar un nuevo lenguaje capaz de traducir la contradicción y el ilogicismo del mundo interior. Éste es uno de los objetivos de las vanguardias históricas europeas. La narración novelesca se disuelve en reflexiones filosóficas y los contornos de la realidad que la habita, seres y cosas, toman significados ocultos y simbólicos y la historia pierde su posición central. El mundo actual no cuenta con una correlación verdadera entre realidad exterior y vida interior, por lo que no puede aspirar a la totalidad, y la experiencia de la vida y el arte sólo puede ser vivida en términos problemáticos. La memoria como mecanismo de creación sustituye a la observación, y se convierte en modelo para la explicación del yo y del mundo. El narrador se implica decisivamente en la narración. El discurso se fragmenta, el tiempo se quiebra y se produce la valoración -inmediata en el texto- de lo anecdótico frente a lo esencial al que se llegará a través de los senderos de la lectura. ¿A dónde va la novela de este fin de siglo? La trayectoria de esta forma literaria en los últimos tiempos parece revelar que la novela, cada vez más, se constituye en forma de conocimiento, por lo que poesía y novela podrían fundirse y compartir su objetivo: el conocimiento comunicable.

Memoria y escritura en La borra del café Al encontrarse por primera vez frente al conjunto textual de La borra del café, el lector se reconoce y se siente inclinado a celebrar la sencillez original de un texto narrativo en el que se invoca una reflexión continua por medio de fragmentos con apariencia de anécdotas y otros que todos reconocemos como claves en la vida de un niño, de un adolescente o un adulto: la desolación extrema de la muerte de la madre, el acercamiento al sexo, al amor, la conciencia social, la familia, la experiencia del goce y la asunción del dolor que es, en definitiva, lo que fundamenta nuestra trayectoria existencial. El lector se reconoce en un universo literario construido con humor y poesía.

La novela consta de cuarenta y ocho fragmentos y un enigma: la imagen, la voz, las promesas y el tacto de una mujer misteriosa y mentirosa y un árbol, una higuera. Los dos elementos de la narración, mujer e higuera, son indicios de presagio en los posos del café. También se repite una hora, las tres y diez, que a través de los años rememorados actúa como elemento de conexión en el tiempo de las circunstancias que el personaje decide, al recordarlas, seleccionar como decisivas en su vida. La hora exacta, las tres y diez, también une a mujer e higuera, que ya estaban unidas por un espacio del ensueño -el patio de la casa de Claudio- en el momento en que el niño Claudio conoce la muerte y el eros. La mujer es Rita, la niña de la higuera 1 y 2, ella es un enigma para Claudio en la ficción y para el lector. Rita tal vez no existe, pero sabe besar: «Quién podía saber mejor que yo que Rita era una chiquilla de carne y hueso?... Además, me había besado y los fantasmas no besan. ¿O sí?» Entre las unidades que configuran la novela existe una imparable progresión, mantenida por medio del ejercicio necesariamente fragmentario del recuerdo, cuya referencia última es el crecimiento de un niño que pierde los baluartes de la infancia y luego los de la adolescencia y más tarde, perdidos todos los asideros, se convierte en un adulto que se defiende de si mismo y de sus propios deseos, en un gesto violento y enérgico, en el capítulo final, en el que asistimos a la presentación compleja del universo sencillo y bien caracterizado en el que habíamos creído crecer. Una vez más Rita, eros y muerte, aparece en el espacio subconsciente, en el capítulo, «La borra del café». Allí todas las certezas se convierten en dudas, en un discurso vertiginoso que transmite un sueño obsesivo del que es preciso huir: el sexo y la muerte y el dominio del propio destino. Ese era en realidad el objetivo de todo el texto y ¿de todo el sueño? La línea final que el narrador nos ofrece nos obliga a preguntarnos con sus propias palabras:¿dónde ha empezado el sueño? En el proceso de reconstrucción mnemónica del personaje, se manifiesta una progresión de intensidad entre los capítulos, que se corresponde con el crecimiento de Claudio. Y en el proceso se acumulan signos e instrumentos de ejecución de esa constitución del ser. Entre ellos ocupa un lugar fundamental el espacio, del que quisiéramos ocuparnos más adelante, el recuerdo del espacio o los espacios de la infancia, el erotismo, el amor, la muerte y el mundo o la conciencia de los demás a los que ya nos hemos referido, sin olvidar otro motivo de gran relevancia que, por sí solo, justifica la existencia de la novela: la conciencia de la escritura y la pertinencia o la necesidad de escribir. Naturalmente, todo esto no nos es acercado de manera directa, sino tal y como se nos da en la vida, explicado u ofrecido por medio de historias no excepcionales, parábolas, anécdotas, circunstancias que el humor se ha ocupado de desdramatizar y que nos son acercadas con la suavidad y la firmeza de una mano diestra e implacable. La borra del café es también, y por encima de pequeños detalles, una inmersión en la memoria necesaria, un buceo en el pasado efectuado por el protagonista, quien se desdobla en algunas ocasiones haciendo que el narrador en primera persona pase a una tercera persona, obligando a Claudio a verse desde fuera formando parte del gran teatro, como un ser desdoblado que se ve a sí mismo en medio de un ambiente, como un personaje entre los demás que es recogido en el discurso del narrador omnisciente. Otras veces, el narrador se recuerda como perteneciente al grupo, en episodios que no serían material del recuerdo sin

los demás, entonces la perspectiva narrativa será «nosotros». Todas son versiones de la memoria del hombre y el niño «Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto (sin hache)». Las diferentes perspectivas se repiten lejanas en el tiempo para recrear y reconocer situaciones en parte ya vividas. Es el material de la experiencia en el mecanismo del recuerdo. En «El Dirigible y el Dandy»: el punto de partida es un Globo, el de llegada es un muerto; en «Mi segundo Graf», muchos años después, en la Segunda Guerra mundial, Claudio adulto identifica aquella imagen del globo con la del «acorazado alemán Graf Spee, que vino a dar con sus hierros maltrechos al puerto de Montevideo». La existencia está configurada por anillos cíclicos de memoria. Somos un relato. Claudio es un relato en el que intervienen múltiples voces que son invocadas en la novela, como un retorno implacable del que fue. El retorno, como presencia o fijación de un proceso de constitución del individuo consciente, eso que llamamos un adulto. Claudio busca su identidad en el recuerdo que ante cualquier nuevo paso hacia el futuro le hace reflexionar, le recuerda quien es, quien ha sido, leyendo con claridad el relato ya avanzado de su vida. La memoria fluye y encuentra en su fluir la identidad de Claudio, del hombre, la identidad es la ficción entrevista que germina en el vigoroso oleaje del recuerdo. En el mar de las presencias inciertas. La memoria es nuestro signo más profundo, el signo que fija la vida, el signo de lo que permanece, pero también es desconcertante, porque no podemos dominar las direcciones del recuerdo. Pero recordar es discernir, el ejercicio del discernimiento se realiza en la mirada impasible y parada sobre un fragmento de vida despojado de la duración, así, regresamos a un espacio habitado en el pasado del que ya no somos parte porque el tiempo nos arrojó de él, sin esperanzas de recuperarlo, pero con la necesidad de comprender, de descifrar lo que fuimos y lo que no quisimos o no fuimos, por incapacidad o por deserción. No es posible el olvido si buscamos el discernimiento, si buscamos la morada del hombre. Mario Benedetti escribió en 1987 un artículo titulado «Variaciones sobre el olvido». El inicio dice así: «El pasado es siempre una morada». Este artículo contiene en forma teórica algunas de las verdades que también están presentes y formando parte esencial de La borra del café. Parece que Claudio se ha dado cuenta de que al mudarse al presente no podía cerrar su pasado como casa que se abandona (luego volveremos sobre casa) si no que es preciso aceptar que ese pasado es una morada intermitente que la memoria «o su vicario, el subconsciente» convierten en un archivo de tesoros esenciados, que son «esencias atesoradas, imágenes que entre otras cosas son signos de identidad, de las palabras que fueron revelaciones, de los goces y los sufrimientos decisivos». Revelaciones como la definición de la muerte que Rita le da a Claudio en «La niña de la higuera 2»: La muerte no es tan grave, Claudio... Yo la concibo como un sueño repetido, pero no un sueño circular, sino una repetición en espiral. Cada vez que volvés a pasar por un mismo episodio, lo ves a más distancia y eso te hace comprenderlo mejor. O también, otra vez Rita, la confesión del abuelo sobre «su Rita»:

Pasó sencillamente que se esfumó. Era linda y seductora, la verdad es que esa no se me entregó. O la revelación de Mateo: Una vez se me acercó una, de nombre Rita, pero luego resultó que no era ciega, y no me gustó el engaño... Me parece pertinente también destacar que Mario Benedetti habla del futuro como juego de azar o de ruleta en el que siempre perdemos, lo que nos queda es el pasado, como a su personaje, Claudio, quien en el último capítulo de la novela ve pasar su vida en espiral en un sueño en medio del vuelo entre Buenos Aires y Quito, recordando peligrosamente a la interpretación de la muerte que Rita, el fantasma, le había ofrecido. El pasado es lo seguro, lo que nos queda, es nuestra certeza, aunque sea «un pretérito imperfecto, o sea mi pasado no perfecto, rudimentario, timorato, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado, vulnerable, quebradizo, negligente, etcétera». La existencia es una revisión constante, para avanzar, de lo que ya es inamovible porque pertenece a la certeza del pasado. El olvido no es posible decíamos. Aceptamos con Mario Benedetti que: «El olvido es, antes que nada, aquello que queremos olvidar pero nunca ha sido factor de avance». Y el primer instante cierto del pasado rescatado por el recuerdo, ha de pertenecer sin duda a nuestra infancia. La madurez de Claudio, la nuestra, está instalada en lo que Benedetti llama «los puentes de la infancia», y que podríamos también nombrar como las voces que constituyen mi relato, nuestro relato, a las que ya nos hemos referido. Sin ellos, las voces o los puentes, nos condenamos a la infinita inmadurez, a la incapacidad de discernir. Para el total discernimiento se impone la escritura, y en la novela, un narrador secundario, el padre de Claudio, nos lo subraya en dos capítulos titulados: «¿Para qué hablar?» y «Primer Subsuelo», ambos subtitulados «( Fragmento de los Borradores del viejo)». En estos capítulos encontramos reflexiones como éstas: Cuando los años se suman, uno empieza a tener noción de que el tiempo se escapa, y tal vez por eso alimente el autoengaño de que escribir sobre lo cotidiano puede ser una forma, todo lo primitiva que se quiera de frenar ese descalabro. No se lo frena, por supuesto. Nada ni nadie es capaz de sujetar al tiempo. Y también: Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores..., decir algo. No sé con quién hablar de Aurora... En este punto no puedo dejar de aludir a María Zambrano y a su insustituible ensayo «Por qué se escribe». El lector de Benedetti encontrará este ensayo zambriano reseñado por el autor en La realidad y la palabra bajo el epígrafe de «La soledad comunicante», título que remite a la frase inicial y definitiva de la Zambrano: «Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable». Escribir es un modo de organizar el mundo y la propia habla.

Cuenta Benedetti en «La soledad comunicante» como respondieron algunos escritores a una encuesta de Libération en mayo de 1985 en la que se preguntaba a cuatrocientos escritores del mundo entero simplemente «¿Por qué escribe?» De las diferentes respuestas que Benedetti transcribe una destaca sobre las demás por sus resonancias filosóficas, la de Osvaldo Soriano: «Escribo para compartir la soledad». Mario Benedetti elige ésta respuesta también y habla de un filtro riguroso que es la soledad, habla del secreto que debe comunicar el escritor en el acto de escribir y una vez y otra vuelve a la transparencia de Zambrano cuando afirma: «El escritor sale de su soledad a comunicar el secreto» para añadir su interpretación propia de ese secreto, como «un matiz inédito en el tembladeral de las relaciones humanas» o como «la mera invención de una palabra», para concluir diciendo que «El impulso que lleva al escritor a revelar ese secreto forma parte de su oficio, que es comunicar». Y podríamos decir conocer, compartirse con los demás en lo que poseen de homogéneo, ser hombres iguales y diversos, sentientes, complejos, completos, defectuosos y mortales. En definitiva, como hemos apuntado ya, la relación del pensamiento de María Zambrano con la propuesta de Benedetti en su novela La borra del café -que coincide con los planteamientos de la novela moderna, no mimética, fragmentaria y entre paréntesis «poética»- se establece en este punto en el que se diferencia entre escribir y hablar. Hemos visto qué es escribir para Benedetti y para Zambrano, pero hablar es lo contrario de escribir. Explica María Zambrano: Escribir viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir se halla liberación y perdurabilidad. Tal vez por esto, Mario Benedetti nos ofrece en La borra del café una historia en la que nos prestamos como lectores a seguir en sus indagaciones por la memoria a un adulto que retrocede hasta convertirse en niño de unos cinco años. La primera reflexión que nos ofrece es sobre el espacio, sobre sus casas. Por medio de la casa rememorada, podemos descubrir los valores de la intimidad del espacio interior de Claudio. La verdadera casa de Claudio es la del Capurro, a ésta la llama «Un espacio propio». Poca descripción tenemos de todas las casas que ha habitado Claudio, apenas unas pinceladas subjetivas, lo que nos da información sobre su adhesión a la casa y no sobre la casa en sí. En el primer capítulo, el narrador nos informa de que su percepción de las primeras casas se fundamenta en la discrepancia de sus padres sobre la angostura, la humedad o el exceso de sol de las moradas. En resumen, nada podemos saber de las casa y algo de sus moradores. Los recuerdos de Claudio referidos a las casas primeras se limitan a una imagen: en la casa de Justicia y Nueva Palmira, había una claraboya particularmente ruidosa que sólo se abría y se cerraba en tiempo seco. La casa de Inca y Lima, en el mismo barrio, tenía un inodoro problemático, ya que, cuando «alguien tiraba de la cadena, el agua, en lugar de cumplir su función higiénica en el water, salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes». Después vino la casa de Joaquín Requena y Miguelete, de la que sólo es evocada, o merece ser evocada, según el narrador, «una vitrola» en la que su madre ponía un disco con clases de gimnasia. La siguiente casa fue la de Hocquart y Paullier, en ella había «una azotea». Más tarde, vino la verdadera casa, el espacio propio de la casa del Capurro.

En todos estos ejemplos, memoria e imaginación se funden en el recuerdo y constituyen una sóla unidad de actualización. En la rememoración, el espacio lo es todo, ahora que el tiempo ha sido abolido y ha sido negada la posibilidad de revivir la duración. La localización en el espacio de la intimidad de Claudio, el personaje, o de cualquier hombre, es determinante para la descripción de los pasajes de la vida íntima y la forja de la personalidad propia. La casa aparece como un cuerpo de imágenes al que el hombre se siente perteneciente. Claudio nombra la Casa del Capurro, a diferencia de las otras, y concretamente a su altillo en ella, como «Un espacio propio». En su altillo, el niño se convierte en soñador orientado hacia la centralidad del patio y del árbol identificado en él, la higuera, que será el puente hacia el mundo de Norberto, con el que hablará «del mundo y sus alrededores», pero también puente al mundo de la enigmática Rita. La casa de Capurro, es «Un mundo para mí», y está enmarcada en un espacio exterior, el Parque Capurro, escenario central de la infancia, recorrido por los amigos de esa etapa. Pocos datos tenemos de la casa, una vez más, un detalle, esta vez referido exclusivamente al mundo íntimo de Claudio. En el patio de la Casa de Capurro, el centro del mundo para Claudio, está el Paraíso y la higuera, el árbol del pecado, del bien y del mal y el cuerpo. Mirando a ese mismo patio, verá Claudio como es expulsado de la infancia al ser advertido de la próxima muerte de su madre y, casi en el mismo instante, al ser besado por Rita. Ese Paraíso se perderá para siempre cuando el personaje ha de trasladarse a otro barrio, momento en el que asistimos en el texto de Benedetti a la ceremonia de la despedida de los lugares. El espacio definitivo de la infancia es recordado con todos los sentidos, con el olfato, con el tacto, con la vista: Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus pestillos, tocar sus escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla. Tenía asimismo un olor peculiar (...) el que exhalaban, por ejemplo las baldosas blancas y negras del patio interior, o los escalones de mármol del zaguán o las tablas del parquet, o la humedad de una de las paredes... Es evidente que la casa de la infancia posee una emoción onírica. Unos pocos detalles son suficientes para conducirnos al ensueño y a la reconstrucción del pasado, siguiendo la pauta de una voz lejana que es la de la memoria que habla dentro de uno. Así, mediante el ensueño es rescatada la infancia y no mediante los hechos concretos. Ya para finalizar, quisiera subrayar que la poética del espacio en La borra del café merece un análisis más detenido. De ella depende en gran medida el discurso narrado. El centro del mundo narrativo es Claudio en su altillo mirando al patio centro de la casa, y al árbol, centro del patio con su pájaro, centro el centro mismo. En el patio, la ensoñación, el amigo, la conciencia del cuerpo y de la muerte. Ese mundo pertenece al espacio del Parque Capurro y el resto es el mundo que queda fuera del pasado imperfecto de Claudio Nepomuceno: La casa tenía un paisaje y un tacto y un olor promedio que era la fragancia general de la vivienda. Cuando llegaba de la calle y abría la puerta, la casa me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria.

La patria. La pertenencia. La identidad. La casa y su perfume. El cuerpo de la memoria. La patria. La casa.

Perspectivismo y contraste en Primavera con una esquina rota Manuel Cifo González (Instituto de Torrevieja, Alicante)

De las distintas técnicas narrativas empleadas por Mario Benedetti para configurar la estructura de su novela Primavera con una esquina rota, una de las más relevantes es la del perspectivismo. En esta obra, a la que podríamos calificar como «novela del exilio», el uso de la perspectiva le permite al escritor uruguayo ofrecer una interesante y atractiva suma de puntos de vista en torno a la situación generada tras el golpe de estado de 1973. Y ello gracias a la acumulación de sucesivos episodios protagonizados por los distintos personajes, a quienes se sitúa en un permanente conflicto interior y exterior, de los que irán surgiendo situaciones paradójicas o antitéticas, muchas de ellas impregnadas de humor e ironía, las cuales se vendrán a sumar a ese cúmulo de perspectivas y contrastes que integran la novela. Ésta se estructura mediante la imbricación de episodios vividos y narrados por los propios protagonistas, a través de los cuales asistimos casi en directo al establecimiento de un primer contraste entre ellos. Por un lado, están quienes, como Santiago, se encuentran encarcelados y privados de libertad en su propio país, en lo que constituye un verdadero exilio interior. Por otro, los que se sitúan fuera del país, aparentemente libres, pero marcados por un exilio exterior derivado de su condición de expatriados. Además, entre estos personajes se establecen continuas referencias, de modo de que los que están fuera de la cárcel miran continuamente hacia Santiago, y éste lo hace hacia aquéllos, lo cual supone un juego de perspectivas recíprocas. A su vez, podemos ver que muchos de estos personajes están marcados por unos rasgos inalterables, como pueden ser los que se refieren a su manera de expresarse o a su forma de entender algunas cosas y situaciones. Pero, aunque no cambien en lo esencial, en algunos aspectos concretos sí que se puede observar una cierta evolución, lo que vendría a significar un contraste más a tener en cuenta. Si nos fijamos en la distribución de los capítulos de la novela, podemos comprobar que al protagonista principal, Santiago, le corresponden ocho apartados: seis de ellos bajo el epígrafe «Intramuros» -cuando está preso- y dos bajo el de «Extramuros», cuando ya está en libertad. Al resto, se les ha reservado siete secciones, bien sea bajo su nombre propio como es el caso de Beatriz y Don Rafael-, o bien bajo un rótulo concreto: Graciela, bajo el de «Heridos y contusos», y Rolando Asuero, al que se le califica como «El otro». Además, aparecen otros nueve capítulos en los que Mario Benedetti deja constancia de «hechos efectivamente acaecidos» y protagonizados, de forma directa o indirecta, por él mismo. Una vez realizada este breve introducción, pasaremos a estudiar algunos ejemplos de

perspectivismo relacionados con cada uno de los personajes de la novela, empezando por el protagonista principal.

1. Santiago Nada más comenzar la narración, empieza a hablar de una serie de contrastes entre su situación actual y la de los primeros momentos de su entrada en prisión. Ahora no tiene luz eléctrica; pero no se queja, porque durante los dos primeros años ni siquiera había luna. Además, tras haber conocido a ocho compañeros de celda, ha conseguido adaptarse y ya no tiene la desesperación de los primeros momentos. El único problema es que, cuando las desesperaciones de los compañeros no coinciden, se puede llegar «a una soledad total». Uno de sus entretenimientos es mirar las manchas de la pared y fantasear con las cosas o las caras que le pueden sugerir. Ésta es una costumbre de la infancia; pero, mientras en aquellos años trataba de imaginar animales, objetos o fantasmas que le producían pánico, ahora procura no deleitarse en esa búsqueda del temor. En tal sentido, nos ofrece un ejemplo de perspectivismo en relación con la mancha que hay sobre la puerta. Si a su actual compañero de celda le recuerda el perfil de De Gaulle, a él tan sólo le parece un paraguas. De este contraste de perspectivas surge, en esta ocasión, la risa, algo que, según Santiago, es sumamente bueno cuando se está en la cárcel. En cambio, cuando le da por pensar en el tiempo que hace que no ve a su mujer, a su hija y a su padre, la risa desaparece, y a punto está de echarse a llorar. No obstante, el llanto no llega a aflorar, aun a sabiendas de que no es bueno el «estreñimiento emocional», pues impide un cierto desahogo purificador. Otra transformación que se ha operado en él es que, si antes lo dominaban los recuerdos, ahora es él quien los controla, aunque sólo sea de forma parcial. Así, decide qué es aquello que quiere recordar: el colegio, los amigos, su padre, su hija y su mujer. Pero en lo que se refiere a su matrimonio hay algo que le hace daño y le provoca grandes depresiones: rememorar los momentos en los que hacía el amor con ella. Por eso trata de evitarlos en la media de lo posible. Uno de esos recuerdos marca un profundo contraste con el estado actual: cuando tenía doce o trece años iba a pasar las vacaciones de verano en casa de sus tíos, en el Río Negro. Allí gozaba de una soledad muy en la línea de los conocidos tópicos del locus amoenus y del beatus ille...: Fue una de las pocas veces que escuché, vi, olí, palpé y gusté la naturaleza. Los pájaros se acercaban y no se espantaban de mi presencia. Tal vez me confundieran con un arbolito o un matorral. Por lo general el viento era suave y quizá por eso los grandes árboles no discutían, sino simplemente intercambiaban comentarios, cabeceaban con buen humor, me hacían señales de complicidad (...) Y yo me sentía parte de esa vida y llegaba a la extraña conclusión de que no debía ser aburrido ser pino o sauce o eucaliptus. Ahora, cuando escribe esto, también viene del río, mas la situación y las emociones son muy distintas a las de entonces. Por eso el lugar ya no es tan agradable, ni Santiago es tan dichoso. Otro de los contrastes que se establece entre el pasado y el presente es que, antes de ingresar en prisión, no tenía tiempo para nada y ahora le sobra tiempo para todo, especialmente para reflexionar y madurar, para conocer sus debilidades y sus fortalezas,

para soñar despierto y hacer proyectos para el futuro. Y es que resulta curioso el contraste espacio-temporal que se deriva de la prisión que sufre el cuerpo y la libertad de la que goza la mente: Cuando uno tiene que estar irremediablemente fijo, es impresionante la movilidad mental que es posible adquirir. Se puede ampliar el presente tanto como se quiera, o lanzarse vertiginosamente hacia el futuro, o dar marcha atrás que es lo más peligroso porque ahí están los recuerdos, todos los recuerdos, los buenos, los regulares y los execrables. Dentro de este juego de perspectivas y contrastes, Santiago evoca los veranos que pasaba en Solís, cerca de la playa. Ya entonces, a pesar de lo agradable que resultaba todo, surgían momentos en los que Graciela y él se encontraban sombríos y melancólicos, cuando comparaban su situación, a pesar de lo austera que era, con la de quienes no tenían nada, ni siquiera «una hora especial para la melancolía porque su amargura era de tiempo completo». A propósito de los recuerdos de aquella época, surgen dos rasgos de ironía achacables al destino. El primero, relacionado con la panza que tenía por aquel entonces; ahora, han pasado unos años y, cuando lo normal sería que ésta hubiese aumentado, lo cierto es que ya no la tiene, «claro que por otro tratamiento que tal vez no sea el más recomendable», apunta Santiago. El segundo, en relación con la constatación de que su amigo Rolando, al que él consideraba un mujeriego, es precisamente quien está ahora liado con su mujer. Cuando se entera de la posibilidad de salir en libertad, se produce un nuevo contraste. Como él mismo pone de relieve, «anteayer admitía como probable que permanecería aquí varios años», y hoy la idea de pensar que en un año o menos pueda salir le hace insoportable la espera. Ahora los cinco años que lleva en la cárcel se le antojan eternos, sobre todo si el objeto de referencia es la hija. «Cinco años sin ver a un hijo, y sobre todo si es un niño, significan una eternidad. Cinco años sin ver a un adulto, por querido que sea, son sencillamente cinco años y también es tremendo». En otra ocasión, se plantea los cambios que se han podido producir en su mujer durante esos cinco años, y aprovecha para establecer una antítesis entre la forma como se escribía a comienzos de siglo y como se hace ahora. Con cierto tinte irónico apunta: A veces las angustias pasadas dejan un rictus de amargura; así al menos escribían los novelistas de comienzos de siglo. Los de ahora ya no emplean giros tan cursis, ah pero los rictus en cambio no pasaron de moda; será que las amarguras siguen tan campantes. Una vez liberado, en el avión que le conduce al reencuentro con sus seres queridos, le sobrevienen una serie de reflexiones espontáneas y a veces inconexas. Entre éstas cabe destacar el contraste entre él y su amigo Andrés: mientras Santiago no se dejó llevar por el odio, a Andrés lo arrastraron hasta la locura. Por eso, dado que consiguió soportar los cinco duros inviernos con los que simboliza su estancia en la cárcel, no está dispuesto a permitir que nadie le robe la primavera de la libertad. Una primavera a la que representa con el símil de un espejo, sólo que el suyo tiene una esquina rota-he aquí el motivo que da título a la novela-, una esquina que, como él bien intuye, la ha roto su mujer. También en algunas de estas reflexiones aparecen destellos de ironía, como, por ejemplo, cuando piensa en Rolando, ese soltero impenitente de quien afirma que «ya caerá», sin sospechar que ya ha caído y que lo ha hecho precisamente en los brazos de Graciela. O cuando habla de que la

culpa de todo lo que ha sucedido se le suele achacar al exilio y, a cambio de ello, «se jode al contiguo al prójimo más próximo», tal y como han hecho con él Graciela y Rolando, aunque este dato lo desconoce Santiago en el momento de hacer su aseveración. Para concluir el apartado dedicado a Santiago, nos vamos a referir a dos nuevos ejemplos de perspectivismo en relación con el diferente enfoque que se produce cuando se está libre y cuando se está encarcelado: cuando uno está libre y es aprehensivo siente de pronto dolores imaginarios y cree que son reales/ en la cana es distinto/ cuando se siente un dolor real hay que pensar que es imaginario/ a veces ayuda afuera para que la solidaridad se sienta hay que reunir un millar de personas y colectas y denuncias y derechos humanos/ adentro en cambio la solidaridad puede tener el tamaño de media galletita.

2. Graciela La mujer que compartía planteamientos políticos y sociales e inquietudes personales y familiares con Santiago, al cabo de un cierto tiempo empieza a ver las cosas de su marido desde otra perspectiva. Así, por ejemplo, le resulta enigmático que su marido le hable en su carta de las manchas de las paredes y de las figuras que imaginaba cuando era niño. Eso, que le pasaba a todo el mundo, como ella misma reconoce, lo interpreta en esta ocasión como algo extraño, pues su marido «antes se atrevía a más». Ahora bien, si esa costumbre de mirar las manchas puede ser interpretada como una manía de Santiago, lo mismo cabe decir de lo que le ocurre a Graciela. Cuando va sentada en el ferrocarril mirando hacia adelante, al ver venir el paisaje hacia ella, se siente optimista; en cambio, si va sentada hacia atrás, se deprime al ver que el paisaje se va alejando, se va muriendo. Esta variación del estado anímico en función de la perspectiva óptica le sirve para establecer un parangón con la relación existente en la actualidad entre ella y su marido. Es como si cada uno fuera mirando en dirección opuesta. Él, que está en la cárcel, escribe como si la vida viniera a su encuentro. A mí, en cambio, que estoy, digamos, en libertad, me parece a veces que ese paisaje se fuera alejando, diluyendo, acabando. La nueva situación queda perfectamente plasmada en las conversaciones que mantiene con su amiga Celia, con Rolando y con su suegro. Hablando en tiempo pasado, se refiere a la buena pareja que hicieron Santiago y ella y a la identificación que tuvieron en lo político: su unión era física y espiritual y, por tanto, llegó a pensar que no podría soportar su ausencia ni la necesidad que tenía de él en los primeros años. Pero, con el paso del tiempo, ha acabado por descubrir que él cada vez la necesita más y, en cambio, ella cada vez lo necesita menos. Considera que siguen unidos en cuestiones políticas y sociales, pero no en las sexuales. Por eso llega a preguntarse si es que la cárcel ha convertido a su marido en otro hombre y el exilio a ella en otra mujer. Su estado emocional es tal, que llega a hacer lo mismo que minutos antes había censurado a su hija: cruzar el semáforo con luz roja. E incluso llega a husmear entre la basura o a tratar con dureza a una mendiga que pide limosna por amor de Dios. Y otra muestra más de su propia extrañeza es que, cuando está

dormida, no sueña con ningún hombre; mas, cuando está despierta, sueña con Rolando. Una de las veces en que ha hecho el amor con éste, se da cuenta del contraste existente entre la rutina que hay en el exterior del dormitorio y la novedad que hay en el interior. No sólo se trata de que en su cama reposa el cuerpo dormido de su amante, sino de que esta nueva relación la ha ayudado a liberarse de antiguos prejuicios. Con su marido sólo quería hacer el amor de noche, pues la oscuridad era el mejor aliado de su única pasión, el tacto. En cambio, con Rolando todo sucede por la tarde, aprovechando la ausencia de casa de su hija Beatriz. De ese modo, «no sólo no se había distraído del tacto, sino que había descubierto casi a pesar suyo, cuánto agregaba al tacto la decisión de mirar al otro cuerpo en todas sus maniobras y rutinas y nuevas propuestas, y cuánto agregaba al tacto el ser mirada en todos sus valles y musgos y colinas». Todos estos cambios son lo que impulsan a Rolando a poner de manifiesto la tremenda ironía de lo que le espera a Santiago cuando recupere la libertad: Puta vida, ¿no? Que el tipo salga, después de tantos años, y lo espere esto. Quiero decir: que lo esperemos nosotros con esta buena nueva.

3. Rolando Asuero Como él mismo señala en uno de sus monólogos, entre él y Santiago hay profundas diferencias. Si a éste lo considera un padre vocacional, él se ve como un mujeriego acostumbrado a contactos clandestinos y esporádicos con mujeres. Admira en Beatriz su gracia y su inteligencia, e incluso le gusta hablar con ella, pero reconoce que no puede sentir por ella lo mismo que su padre. Y sabe que la niña llegará a ser la mejor aliada de Santiago y la peor enemiga suya. Rolando siempre había tomado la iniciativa en las relaciones amorosas, imponiendo como condición que éstas fuesen provisionales, transparentes y sin promesas. Además, a las mujeres de sus amigos las había respetado como si de sus propias hermanas se tratase, concediéndose tan sólo la esporádica licencia de dedicarles algunas miradas incestuosas, las cuales habían sido más abundantes en el caso de Graciela. A propósito de los recuerdos de las estancias en el balneario de Solís, aparecen dos notas de humor e ironía. La primera de ellas está relacionada con la malla de dos piezas que solía ponerse Graciela, una prenda que «no era bikini sin embargo, pues hasta ahí no llegaba el cauto liberalismo de Santiago Apóstol», afirma Rolando en clara referencia a su amigo Santiago, tan aficionado a predicar las excelencias físicas de su mujer. La segunda, referida a la célebre frase que en una ocasión había dirigido Rolando a un gerente general de la empresa en donde trabajaba, y a quien se había ofrecido diciendo: «para servir a usted y a su señora», algo que ahora está poniendo en práctica con la señora de su amigo preso. Rolando, que había iniciado una especie de galanteo con Graciela, buscando encuentros casuales, dejándole caer algunas indirectas y ofreciéndole su ayuda desinteresada, no podía imaginar que fuese ella quien acabase enamorándolo a él. Ante esta jugada irónica del destino, el conquistador conquistado «se había quedado turulato, había sentido un repentino bochorno en las orejas, nada menos que él, buena pieza y donjuanísimo, se había mordido un labio hasta sangrarlo pero sin advertirlo hasta ahora después». Cuando llega el momento de afrontar la liberación de Santiago y, consiguientemente, la nueva situación, Rolando opta por dejarlo todo en manos de la improvisación. Imagina que su amigo tratará de

conservar la calma y a su mujer y, por lo tanto, surgirá una pugna entre ambos, en la que cada uno intentará echar mano de sus respectivas y opuestas ventajas. Según sus cálculos, la de Rolando consiste en que «en la semántica de los cuerpos Graciela y él se entienden de maravilla»; la de Santiago se llama «Beatricita».

4. Beatriz Éste es el personaje más simpático y más tierno de la novela, tanto por su inocencia y su humorística ingenuidad, como por sus originales razonamientos, especialmente los relativos al lenguaje. Ella parece ser la elegida por Benedetti para expresar los más finos rasgos de humor e ironía de la novela, disimulados bajo la ternura y la candidez de la niña. De ese modo, lo que en palabras de Beatriz se podría entender como un simple detalle de humor, visto desde la perspectiva del autor, que habla por su boca, conllevaría una mayor carga de ironía. Según Beatriz, sólo hay tres estaciones: el invierno, «famoso por las bufandas y la nieve», que permite el contraste entre los viejecitos y los niños, en función de si tiritan o no por efecto del frío. Su gusto por la exactitud en el lenguaje le hace corregirse a sí misma y afirmar que se debe decir anciano y no viejo: Un niño de mi clase dice que su abuela es una vieja de mierda. Yo le enseñé que en todo caso debe decir una anciana de mierda. Otra estación es la primavera. Para ella trae dos cosas buenas: las flores y el monopatín que le deja su amigo Arnoldo. Pero a su madre no le gusta porque fue cuando aprehendieron a su papá. Y añade: «Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero con hache es como ir a la policía». Además del verano, «la campeona de las estaciones porque hay sol y sin embargo no hay clases», hace referencia a una cuarta estación que, según su madre, se llama «el otoño». Esta estación, que ella no conoce, se caracterizaría por la gran abundancia de hojas secas y porque no hace ni frío ni calor, con lo cual no sabe qué ropa ponerse. En cambio, para su padre es una estación en la que se siente muy contento «porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías». Su peculiar visión de las cosas suele ir asociada con ese humor infantil que la caracteriza. Así, dice que los rascacielos poseen muchos cuartos de baño, lo cual «tiene la enorme ventaja de que miles de gentes pueden hacer pichí al mismo tiempo», y habla de lo hermoso que es el verbo cundir, pues «cuando hay un apagón en los ascensores de los rascacielos cunde el pánico. En mi clase cuando llega la hora del recreo cunde la alegría». Además, en el momento de mencionar una de las diferencias existentes entre su país titular y su país suplente, escribe: «en mi país hay cabayos y aquí en cambio hay cabaios. Pero todos relinchan». En alguna ocasión, en cambio, ese humor cede paso a la ironía o al sarcasmo, como sucede cuando trata de definir la palabra libertad: Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo.

Curioso resulta también su concepto de la amnistía, una especie de vacación que se extenderá por todo el país, y que para ella significará que se acaben las tablas de multiplicar, «especialmente la del ocho y la del nueve que son una basura»; que ya no le salgan más granos; que su madre le compre una muñeca y su abuelo un reloj de pulsera, y lo mejor de todo es que «capaz que Graciela le dice al tío Rolando, bueno chau». En relación con la idea de la amnistía también podemos ver otra irónica reflexión de Benedetti puesta en boca de Beatriz. Ésta habla de que se había peleado con su amiga Teresita y que, como llevaban dos semanas sin hablarse, temía que pudiera acabar suicidándose. Por eso la llamó y le dijo: mirá Teresita yo te amnistío pero ella entonces creyó que la había llamado nada más que para insultarla y se puso a llorar a lágrima cada vez más viva hasta que no tuve más remedio que decirle Teresita no seas burra yo te amnistío quiere decir yo te perdono y entonces empezó a llorar de nuevo pero con otro llanto porque éste era de emoción. Finalmente, mientras espera la llegada de su padre, nos vuelve a ofrecer otras dos imágenes contrastadas. En primer segundo lugar, afirma que los pasajeros siempre traen regalos «a sus hijitas queridas pero mi papá que llegará mañana no me traerá ningún regalo porque estuvo preso político cinco años y yo soy muy comprensiva».

5. Don Rafael Como no podía ser menos, también a él le afectó el contraste entre el «allá» y el «aquí». De allá añora la rutina del camino de regreso a casa. Aquí, en un primer momento, hubo sorpresa y fatiga, y no llegaba nunca a su casa, sino a «la habitación», e incluso tuvo que echar mano de un bastón como apoyo frente a tanta sorpresa. Cuando ya se fue adaptando dejó de ver máscaras y empezó a ver rostros; dejó de usar el bastón y empezó a ver la habitación como un apartamento o «una habitación con agregados». Los años y las experiencias vividas lo han convertido en una persona un tanto escéptica que gusta de poner de manifiesto algunas de las tremendas paradojas de la vida. Así, nos habla de la que él considera una trampa divina: «Dios da pan al que no tiene dientes, pero antes, mucho antes, le dio hambruna al que los tenía». Y, a la hora de aconsejar a Graciela que no confiese la verdad a Santiago hasta que éste salga de prisión, afirma que «la hipocresía es un vicio, pero no estoy tan seguro de que la franqueza sea siempre una virtud». Cuando se plantea la posibilidad de regresar algún día a su país, en lo que él considera que sería un desexilio tan duro como el exilio anterior, y se pregunta sobre quiénes podrán levantar de nuevo el país, opina que habrán de hacerlo quienes hoy son niños. Y entonces establece una antítesis entre los niños exiliados y los que viven allá. El futuro no lo forjarán quienes han vivido el exilio europeo o americano, por muy duro que éste pueda haber sido, sino quienes estuvieron y están allá y vieron y vivieron los asesinatos de otros jóvenes, así como la desaparición, el encarcelamiento o la muerte de sus mayores. En otro momento se pregunta si la condición de extranjero puede depender del estado de ánimo en que uno se encuentre, porque hay días en que él está completamente convencido de que lo es, otros en que no da la más mínima importancia a ese hecho y otros en que no admite esa condición de extranjero. Aunque,

finalmente, llega al convencimiento de que no debe de serlo porque, siguiendo el criterio establecido por un escritor alemán, él aún no ha aprendido los insultos y la jerga del país al que ha llegado, sino que continúa haciéndolo en la que le era habitual. Además, había optado por vincularse y trabajar con la gente del nuevo país, y qué mejor manera de hacerlo que «vinculándose» con la joven Lydia, a la que no considera su extranjera, sino algo así como su mujer. Por último, habría que señalar que también con Don Rafael se cumple lo que hemos dado en llamar la ironía del destino. Su esposa Mercedes había comentado, dos años después de casarse, lo mucho que le gustaría morir escuchando alguna de las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Y he aquí que muchos años después, «cuando estaba leyendo y de pronto quedó inmóvil para siempre, en la radio (ni siquiera era el tocadiscos) estaba sonando la Primavera». Así pues, tanto a Don Rafael, como a su hijo Santiago, la primavera les jugó la mala pasada de presentárseles, en momentos claves de sus respectivas vidas, con sendos espejos con una esquina rota.

6. Mario Benedetti Para finalizar este estudio, vamos a realizar algunas consideraciones en torno a la figura de ese otro «personaje» de la novela llamado Mario Orlando Benedetti, cuyas reflexiones y vivencias aparecen recogidas, en letra cursiva, en los nueve capítulos agrupados bajo el rótulo de «Exilios». Al incluirse como personaje de su novela, Benedetti consigue que sus testimonios sobre el exilio se hilvanen con los relatos de los personajes de ficción y, de esa forma, dota de un mayor aporte de verosimilitud a las historias de éstos, por cuanto se puede percibir un claro paralelismo entre las peripecias vividas por el autor y las protagonizadas por sus criaturas. Para citar un solo ejemplo, nos referiremos al capítulo titulado «La acústica de Epidauros», que se cierra con los siguientes versos: y así pude confirmar que la acústica era óptima ya que mis sigilosas salvas no sólo se escucharon en las graderías sino más arriba en el aire con un solo pájaro y atravesaron el peloponeso y el jónico y el tirreno y el mediterráneo y el atlántico y la nostalgia y por fin se colaron por entre los barrotes como una brisa transparente y seca. Y he aquí que, en el capítulo siguiente, dedicado a Santiago, éste habla de que su abogado le había comunicado el día anterior la posibilidad de ser liberado en un futuro próximo. Por otra parte, al comienzo de la novela, asistimos a la presentación de un personaje innominado -muy probablemente el mismo Benedetti- que convalece de una reciente operación de retina, y una de cuyas diversiones -al igual que sucedía con Santiagoconsiste en «proponerse imágenes». En una ocasión, ese hombre decide jugar con un caballo verde bajo la lluvia; pero una llamada telefónica obliga a su mujer a quemar libros y periódicos. Tras este episodio, cuando vuelve a pensar en el caballo verde, se encuentra con que éste es «negro retinto» y va montado por un jinete sin rostro. Entre los recuerdos de Benedetti surge el del doctor Siles Zuazo, a quien había conocido en Montevideo veinte

años atrás. En aquella época el escritor uruguayo y el exiliado boliviano solían hablar de literatura y, sobre todo, de Proust. Cuando el doctor regresó a Bolivia, estuvieron varios años sin verse. Hasta que una noche de 1974 se reencontraron bajo la lluvia de Buenos Aries. Entonces hicieron recuento de las veces que habían tenido que exiliarse: tres, en el caso de Benedetti; catorce, en el de Siles Zuazo. Pero ya no hablaron de Proust. Según el escritor uruguayo, uno de los momentos más trágicos del exilio es el de la muerte. Ésta, cuando se produce en el exilio, significa la negación del regreso a los orígenes que implica toda defunción y, además, la privación de «nuestra muerte doméstica». De ahí que se puedan establecer dos etapas bien diferenciadas: «En los primeros tiempos el exilio era, entre otras cosas, el duro hueso de vivir distante. Ahora es también el de morirse lejos». Para concluir, pondremos dos ejemplos más de perspectivismo en relación con dos hechos históricos que menciona Benedetti. En primer lugar, relata el caso del periodista H., quien, tras su exilio en Argentina y Cuba, regresó a su país natal, Bulgaria. Cuando Benedetti fue a Sofía en 1977 para participar en el Encuentro de Escritores por la Paz, supo de la muerte de H. Pero, en contra del diagnóstico oficial de una muerte por hemiplejía, él afirma que fue una muerte por soledad. Y, para reforzar su teoría, compara su muerte con un episodio sufrido por el escritor uruguayo en 1975, durante su exilio argentino: una crisis asmática en soledad. En segundo lugar, se refiere a la liberación en 1980 del uruguayo Daniel Cámpora, gracias a la labor realizada por la escuela alemana en donde estudiaban sus tres hijos. A su llegada a la ciudad alemana de Colonia, Cámpora pronunció un discurso en el que agradecía a los ciudadanos alemanes todo lo que habían hecho por él. En cambio, es una muchacha alemana la que le expresa su gratitud por lo que él les ha dado: la ocasión de que esa comunidad haya podido expresar lo mejor de sí misma.

Estudio del conflicto sentimental en los personajes de Mario Benedetti: variaciones sobre el tema del adulterio Claudia Casu (Murcia)

La atención que Benedetti dedica a la realidad está presente en toda su obra y constituye un rasgo esencial de su literatura. Sin embargo, su ficción no simula simplemente realidades, no reproduce sólo hechos verosímiles, sino que partiendo de anécdotas aparentemente sencillas, Benedetti ahonda en el enigma de las relaciones humanas. Es precisamente el resultado de este profundizar el que le permite ofrecernos una visión generalizada de la sociedad. Esta visión se transforma así de realista en introspectiva, psicológica y permite al lector ver tas cosas desde dentro. Según afirma Eduardo Nogareda: «Benedetti utiliza un realismo participante y activo. No se limita a mostrar la realidad, sino que se interna personalmente en ella, llevando consigo al lector».

Su interés se centra en esas relaciones conflictivas cuyos protagonistas son a menudo hombres y mujeres en lucha continua consigo mismos, con sus sentimientos, con el prójimo que encarna uno u otro temor. Muchos son así los frustrados, los fracasados, los traicionados y recurrentes son los temas como la hipocresía, la envidia, el desamor y el odio, la resignación, la muerte. En esta variedad de sentimientos se viste de nuevos significados la infidelidad, fruto del engaño y causa, a veces, de desengaño. Los «traidores» de Benedetti no sólo faltan en el honor a sus amigos, a su profesión, a la patria, a sus cónyuges, sino que en muchos casos, con esa acción recriminable se están engañando a sí mismos. Enfocando especialmente la atención sobre la infidelidad conyugal, cabe señalar cómo este tema ha estado presente en la literatura desde sus orígenes. Fue Homero el primer autor que inmortalizó en La Ilíada uno de los triángulos amorosos más famosos de toda la historia literaria, cuyo vértice está ocupado por la bella e inolvidable Helena. Siguieron su ejemplo muchos otros escritores de distintas épocas y países, pero fue sólo a partir del siglo XIX que el adulterio llegó a imponerse como uno de los motivos que más interés suscitaba en autores y lectores. En este siglo vieron la luz obras importantes como Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de Tolstoy, Effi Briest de Fontane, Casa de muñecas de Ibsen y, dentro del producción española, La Regenta de Clarín y Fortunata y Jacinta de Galdós. Detrás del estudio de la traición amorosa, se advierte la intención de llevar a cabo un análisis más profundo de la vida social de la época, que desemboca, en muchos casos en una crítica a las costumbres vigentes. El adulterio, y sobre todo el de la mujer, en la sociedad burguesa era considerado un elemento amenazador de la unidad social porque constituía un ataque a su núcleo primario: la familia. Los escritores realistas superan esta convicción y tratan de profundizar las causas que llevan a esos esposos, que han jurado delante de los hombres y de Dios fidelidad eterna, a faltar a su promesa. La respuesta que encuentran está justo en esas uniones efectuadas sólo en función del interés económico o social, concebidas como el único medio para asegurarse un futuro decente, en el caso de las mujeres, o prolongarse en los hijos y adquirir la categoría social de la familia, en el caso de los hombres. De ahí la simpatía de la que gozaron, por parte de muchos autores, los adúlteros y, especialmente las mujeres, víctimas de una sociedad que le asignaba, en general, un papel subordinado y pasivo. La producción literaria de Mario Benedetti abunda en casos de adulterio, a veces, éste constituye el eje sobre el cual se basa la historia, como en la novela Quién de nosotros, o en los cuentos «No tenia lunares» (Esta mañana; EM), «Se acabó la rabia», «Los pocillos» (Montevideanos; M), «Réquiem con tostadas» (La muerte y otras sorpresas; MOS), «Fidelidades» y «Triángulo isósceles» (Despistes y Franquezas; DF); otras veces está tratado como tema secundario como en Gracias por el fuego o en «La guerra y la paz» (M), «La muerte» (MOS), «La vecina orilla» (Con y sin nostalgia; CSN), «Vení Pigmalión» (F); frecuentemente aparece también como motivo marginal, es decir que no influye en el curso del relato o bien está presentado simplemente como anécdota, como en «Relevo de pruebas»(CSN), «José nomás»(EM), «Truth on the rocks», «Pacto de sangre» y

«Recuerdos olvidados», o se refiere sólo a la vida de uno de los personajes que no gozan de un papel protagonista: es el caso, por ejemplo, de La tregua (adulterio de Vignale con su cuñada Elvira). Finalmente podemos citar esos cuentos donde el adulterio, o su tentativa, está insinuado: «Miss Amnesia» (MOS) y «El hotelito de la rue Blomet»; supuesto: «Datos para el viudo» (MOS); deseado, tanto por parte del posible adúltero: «Almuerzo con dudas» (M), como por parte del aspirante «cornudo»: Quién de nosotros y «Como siempre» (EM); o representa la proyección de un sueño: «Hoy y la alegría» (EM). Como es fácil suponer, el tratamiento del adulterio por parte de Benedetti difiere notablemente del que adoptaron los escritores anteriores a esta época. No hay en el escritor uruguayo ninguna intención moralizadora, no existe en sus obras ese «castigo final» al cual estaban condenadas las heroínas adúlteras, por ejemplo, de Balzac, quien escribía para una sociedad, la burguesa, que pretendía ser virtuosa, de ahí el fin «didáctico» de sus novelas. El objetivo principal que se propone Benedetti es el de ofrecer al lector un cuadro completo y real de la vida moral, social y familiar de la sociedad uruguaya. En consecuencia, no le interesan tanto los hechos, sino las derivaciones psicológicas (hacia dentro) y sociológicas (hacia fuera) que tienen éstos (Cfr. Nogareda, p. 30). Dentro de esta tendencia podemos ver cómo el adulterio se enriquece de nuevos y distintos significados. Intentando establecer una especie de tipología de la infidelidad conyugal en la obra benedettiana, notaremos que el autor se sirve tanto de la figura del adúltero, como de la adúltera, dando a cada uno de ellos rasgos y características propias. A este propósito es posible entrever cómo en general, en el caso de los hombres es más bien la «novedad», la «clandestinidad» que representan esas relaciones ilícitas que los empuja hacia ellas. A continuación leemos las palabras de Mariano, protagonista de «La muerte», quien intenta contraponer la figura de su mujer, Águeda, a la de su amante, Susana: Águeda era la comprensión y la comprensión ya estratificada; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero también había una calidez insustituible en la repetición); los años y años de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también iba evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliación conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia nueva (que insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuición. (p. 188). La amante tiene la ventaja de la novedad sobre la esposa y, además, como dirá el narrador de «Almuerzos con dudas», la costumbre conyugal lava con el tiempo el interés y el amor «se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios». Así, el hecho de volver a esperar con ansia «cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega,...» hace que uno vuelva a sentirse joven, por lo que se concibe el adulterio casi como una forma de detener el tiempo, o de oponerse a su irrevocabilidad. Por esta misma razón quizás la amante suele ser siempre alguien más joven que el propio adúltero, o la mujer de éste, como si la juventud fuera algo contagioso.

Será precisamente en busca de esa clandestinidad y ese «sabor a nuevo» que el protagonista de otro relato, «Triángulo isósceles», traicionará a su esposa, inventándole otra piel, sin darse cuenta de que la mujer con la que la engañaba sistemáticamente era la misma persona: «Me has traicionado conmigo misma», le confesará Fanny/Raquel, «Ahora, tras dos años de vida doble, tenés que elegir. O te divorciás de mí, o te casas conmigo». Otras veces, es simplemente el apetito sexual que gobierna estas relaciones extraconyugales, que Soria, otro marido infiel («Truth on the rocks»), define «deslices, scherzi, oberturas, preludios, divertimientos», nunca comparables a la gran sinfonía amorosa del matrimonio. No faltan tampoco entre las varias causas la incomunicabilidad entre marido y mujer, la ausencia de diálogo, la incomprensión, el desengaño (Vid. «La vecina orilla»). Finalmente citamos esos casos en los cuales el cónyuge infiel es un hombre importante, a menudo representante del mundo político, que se concede una amante como quien se concede un lujo porque se lo puede permitir, afirmando así, una vez más, su poder personal, económico y social. Entre ellos destacamos el personaje de Edmundo Budiño (Gracias por el fuego), el diputado Gonella («José nomás», EM) y Mateo Prado («Vení Pigmalión»). En estas obras el autor se sirve de un contexto restringido, el adulterio, para hacer referencia a otro contexto más general. Sobre todo en el caso de Budiño, vemos cómo se puede reflejar en él la imagen de un poder absorbente, castrador, el mismo al que estaba sometido Uruguay en aquella época. Cuando viola a su mujer se nos presenta como un hombre prepotente, conquistador, sin escrúpulos, y ya no sólo con respecto a su esposa, también a una patria inmaculada (Cfr. Curutchet, p. 146-7). «Madame Bovary c'est moi» decía de su personaje Flaubert; Benedetti no es ninguna de sus heroínas adúlteras, o quizás es un poco todas, aunque éstas puedan considerarse figuras independientes, reales, humanas. Si las protagonistas de las novelas realistas se abandonaban a vivir una relación ilícita lo hacían generalmente para huir del tedio existencial, como en el caso de Emma Bovary, o porque se sentían incapaces de luchar contra esa pasión abrasadora que habían venido conociendo al lado del amante, como le ocurre por ejemplo a Ana Karenina; las adúlteras de Benedetti, en ningún caso, se dejan llevar por esos sentimientos. La infidelidad casi siempre es sinónimo de matrimonio fracasado, o incluso de algo mucho más horrible: «un éxito malgastado», como definirá Alicia en Quién de nosotros su unión con Miguel. Alicia es posiblemente la figura más completa de las adúlteras creadas por el autor, que funciona no sólo como objeto de tensión entre dos hombres, sino que constituye, al mismo tiempo, un puente tendido entre ellos. Cuando eligió casarse con Miguel sentía hacia él verdadero amor, pero al verse aceptada sin convencimiento ese sentimiento se transformó, y al final decide irse con Lucas, no porque haya descubierto haberse enamorado de él sino porque renuncia a luchar contra un destino ya señalado. Dirá refiriéndose a su marido: «No puedo más, me voy con Lucas.(...) Es necesario que te dé la razón, esa execrable razón que has prefabricado». Lucas representa para ella el presente y el presente es la única religión posible, lo único en que poder creer, esperar y anhelar ser feliz.

La felicidad con Miguel había sido anterior a Lucas que se interpone entre ellos como una barrera infranqueable, la misma barrera que existe por ejemplo entre Mariana y José Claudio, protagonistas de «Los pocillos», y representada esta vez por la ceguera. Cuando José Claudio pierde la vista, se niega a valorar el amparo de su mujer, a refugiarse en ella: «Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras». Ese distanciamiento lleva a Mariana a acercarse a su cuñado, en un principio empujada por un sentido de gratitud, pero luego «reconfortada de poder proteger a su protector». Interesante, finalmente, es analizar el monólogo al que se abandona Marta, personaje «in absentia» de «Datos para un viudo», quien imputará a la poca virilidad de su marido, a su actitud de «advertido», a su espíritu de «fugitivo», el rencor y el odio que siente hacia él: No quiero un sedante, no quiero un tipo que me mire con ojos de ternero. Quiero un hombre en la cama. En realidad no tenemos datos concretos para afirmar que Marta le haya sido infiel alguna vez, pero ese final abierto y ese nombre, Luis María, nos permite suponerlo. No faltan en Benedetti tampoco las adúlteras que podríamos definir «por conformismo». Recuérdese, por ejemplo, el breve episodio que se cita en «Recuerdos olvidados», que relata la aventura del narrador con Claudia, despreocupada mujer casada, y la historia, medio trágica, medio cómica, de Ileana, protagonista de «Fidelidades». Se podría insertar este triángulo dentro de una estructura exterior de forma circular, ya que en este caso, el amante de la mujer, Marcos, es también el amante del marido, Dámaso. Cuando Ileana empieza a notar el desinterés sexual de Marcos hacia ella, comenta que ese desapego la había herido aún más que el de Dámaso, pues «la ensayística erótica y las novelas del siglo XIX le habían enseñado que el tedio sexual era más corriente en los maridos que en los amantes». En el ya citado «Recuerdos olvidados», Benedetti reconstruye, alrededor de un caso de adulterio, un momento muy especial de la historia de Uruguay, siendo mujer y amante dos presos políticos, torturados y matados durante la dictadura. Por lo que concierne la figura del cónyuge traicionado, podemos ver en general dos tendencias: la aceptación resignada del adulterio, como en el caso de «Gracias por el fuego» (la mujer de Edmundo Budiño seguirá casada con él a pesar de conocer sus numerosas aventuras) y la separación acompañada a veces de un «merecido» castigo, como en el caso de «No tenía lunares»( el protagonista obliga a la mujer que le ha sido infiel a permanecer junto a su amante, bajo la amenaza de muerte), «La guerra y la paz», «Se acabó la rabia» (en este caso quien paga cara esa infidelidad es un inocente testigo), castigo que en «Réquiem con tostada» alcanza su grado máximo: la muerte. En muchísimos otros casos, maridos y mujeres viven ignorando esa infidelidad («Gracias por el fuego», «Pacto de sangre») o no se registra su reacción en el texto («Relevo de pruebas», «Vení Pigmalión»). Se verifican también casos de adulterios

perdonados como en La tregua o en «Truth on the rocks». Sin embargo, la figura del cónyuge traicionado que ha sabido crear Benedetti y que lo aleja de esa que es la tradición, es la del definido «cornudo vocacional»: Miguel que protagoniza Quién de nosotros y Roberto, personaje principal de «Como siempre». Durante once años Miguel prepara el adulterio de su mujer, ya que intuye oscuramente desde antes del matrimonio la pertenencia de ella a otro hombre. Su obsesión consiste en materializar esa intuición con el fin de conquistar alguna precaria y efímera certeza (Cfr. Curutchet, p. 146). A través de este personaje, que podríamos definir prototípico, el autor señala una idiosincrasia nacional. Según Ruffinelli existe en Miguel «un toque de perversión, la perversión incluso mediocre de una decadencia sin señorío ni elegancia, propia del mediopelo de la clase media». Roberto también desea que su mujer lo traicione, lo necesita para reconquistar su libertad; como Miguel ha logrado seducir a la chica destinada a otro hombre y ahora está dispuesto a devolvérsela, es más, duda incluso de haberla querido alguna vez. Sin embargo, como en muchos de los personajes de Benedetti, su incapacidad para la acción es más fuerte, puede con él y al final las cosas se quedarán iguales, «como siempre». Como ya se ha precisado al delinear la figura del adúltero, normalmente el amante, tanto se trate de un hombre como de una mujer, es una persona que presenta unos requisitos contrarios, o complementarios a los del cónyuge traicionado. Hay dos personajes que destacan de forma especial en la obra benedettiana: Gloria Caselli de «Gracias por el fuego» y Leonor Rivas de «Vení Pigmalión». Estas dos mujeres se parecen en muchos aspectos, pero básicamente lo que las une es el amor incondicionado, vivido a oscuras, a escondidas, hacia sus respectivos hombres: Edmundo Budiño y Mateo Prado. Hay en ellas una especie de mezcla entre adoración y espíritu de sacrificio. Se sienten privilegiadas por haber sido elegidas, las dos saben que esa relación nunca llegará a legalizarse, a institucionalizarse, sin embargo aceptan vivir a la sombra de estos hombres importantes. Cuando Budiño propone a Gloria ser su amante, ésta siente «vergüenza, susto, júbilo», pero sobre todo júbilo y contesta «Soy tan feliz, profesor». En su respuesta ya está implícita su posición subordinada frente a él, sin embargo tienen que pasar veinte años antes de que se dé cuenta de que su sacrificio ha terminado, antes de que se decida a dejar a ese hombre prepotente y egoísta que se complace en la recreación de su imagen de cínico (Cfr. Curutchet, p. 147). Aprenderá en un tarde de súbitas revelaciones, primero a no temerlo y luego a despreciarlo y con un portazo final se desprenderá de él y de sus veinte años de esclavitud. Leonor, frente a la proposición de Mateo «¿Quieres ser mi amante?», precisa «No, no quiero ser tu amante, sólo aceptaré ser tu querida», devolviendo a esa palabra su significado original. En realidad, ella fue la única mujer a quien quiso Mateo, la única viuda que dejó al suicidarse, y la amó por ser la única en conocer su debilidad. Efectivamente las amantes de Benedetti tienen el papel de «depositarias» de la verdad, sólo ellas conocen el rostro auténtico que se esconde detrás de la máscara.

También en este caso el autor ha utilizado el adulterio como metáfora política: el portazo con el cual Gloria cierra la puerta detrás de sí, señala el preanuncio de una generación de pioneros y de conquistadores ya sentenciada por la historia (Cfr. Curutchet, pp. 146-7). Con estos nuevos y variados planteamientos sobre el adulterio, podemos afirmar con toda convicción que Benedetti logra convertir en algo muy actual un tema casi tan viejo como el mundo.

Andamios: la hora del ángelus, del elefante y de los exorcismos de la memoria Ambrosio Fornet (Casa de Las Américas, La Habana)

Permítanme comenzar con una aclaración: más que a Andamios (1996), la última novela de Benedetti he de referirme aquí a una experiencia de lectura que me llevó a reflexionar sobre los límites del discurso novelesco. Fue la obstinada referencia a la hora del ángelus ese privilegiado instante del crepúsculo en que el universo parece enmudecer y destilar por todos sus poros una inefable tristeza- lo que me provocó una extraña sensación de dejá vu, la inquietante sospecha de que Andamios podía y tal vez debía verse como parte de una imaginaria trilogía formada además, por Primavera con una esquina rota (1982) y La borra del café (1992), a la que cabría añadir, como capítulo suelto, el que se independizó editorialmente con el título de Recuerdos olvidados (1988). Existe en ese corpus narrativo para no hablar de la poesía y sus luminosas anticipaciones- un sistema de vasos comunicantes que nos permite transitar de un texto a otro sin abandonar nunca las fronteras temáticas o estilísticas de cada uno de ellos. Es más, sí admitiéramos que dichas narraciones, en conjunto, tienen un fuerte componente autobiográfico, podríamos apelar al artificio de leerlas, dentro de la secuencia cronológica propuesta por sus propios referentes, como partes de una sola novela de aprendizaje que daría cuenta de las peripecias de un uruguayo medio -no siempre el mismo- desde sus primeros años, en la década del veinte hasta su madurez a mediados de los ochenta. Si la simple intención de construir semejante artefacto resultara escandalosa, recuérdese que en El aguafiestas, su excelente biografía de Benedetti, Mario Paoletti no tuvo reparos en presentar fragmentos de novelas como hechos verídicos -sin indicar su procedencia-, con lo que no hizo más que dar vuelta a un recurso utilizado ya por el propio Benedetti, restableciendo y legitimando así el carácter inocultablemente testimonial de ciertos pasajes novelescos. Las múltiples referencias a la hora del ángelus que se encuentran en Andamios -a veces mediante simples alusiones: la mansedumbre del crepúsculo, su prestigio entre ciertos novelistas europeos- dejan en el lector asiduo de Benedetti, en este caso un crítico, la impresión de que se trata de un leitmotiv ya conocido y que se impone por tanto realizar un cotejo o, más exactamente, un registro minucioso de la filiación intertextual de la novela. El resultado de esa operación confirmaría nuestras sospechas -en efecto, el sintagma aparece

también en Primavera... y en La borra del café- pero lo que me interesa subrayar aquí, además de su porfiada recurrencia, es su naturaleza polisémica y su parentesco con determinadas obsesiones o, si se prefiere, determinadas estrategias discursivas que revelan cómo ciertas horas del día o épocas del año adquieren dimensiones simbólicas al asociarse a traumas, deseos o fobias de los narradores benedettianos. Pero que dichos personajes repitan lo mismo no significa necesariamente que estén pensando en lo mismo. Todo ellos tienen, por decirlo así, crepúsculos cortados a su medida. Desde la soledad de la prisión, en Primavera..., por ejemplo, Santiago recuerda que una amiga llamaba a la hora del ángelus «la hora del demonius», y Mariana, en La borra del café, asume resignada la idea de que el griterío que arman cada tarde sus vecinas ya forma parte de su «ángelus particular». En Andamios, Fermín se hace eco de un malestar común cuando habla de la «jodida» ubicuidad de esa tristeza que no respeta el horario preestablecido: «Tenemos ángelus del desayuno -dice-, ángelus del mediodía y ángelus del ángelus». Las citas bastarían para probar que aunque aquí el síndrome de lo crepuscular siempre está presente -con implicaciones románticas inclusive-, no hay modo de tomarlo en serio. La imagen visual que tenemos del ángelus fue fijada hace más de un siglo por Millet, pero aquel plácido y melancólico entorno rural, donde sólo falta el lejano mugido de una vaca -como diría Javier, el protagonista de Andamios-, tiene poco que ver con el ángelus urbano que ha sufrido el corrosivo efecto de la ironía, tan cara a los personajes de Benedetti. En cualquier caso, el fetichismo de la cronología apenas tendría un valor anecdótico si no estuviera enraizado en zonas más o menos oscuras de la conciencia. Santiago, el preso de Primavera..., asocia esa estación del año tanto a la música de Vivaldi como a la muerte de su madre, y Claudio -en La borra del café- se ve literalmente atrapado en el inexorable mecanismo de las manecillas de un reloj que marcan las tres y diez. Vuelvo así -como a través de una «ventana»- al hipertexto formado por nuestra imaginaria trilogía. Y lo hago incurriendo en una asociación de ideas que dista mucho de ser arbitraria: es a través de una ventana, en efecto -en La borra del café-, como ingresa al universo narrativo de Benedetti uno de sus personajes más complejos y misteriosos, Rita, indisolublemente unida al enigma de las tres y diez. No puedo ni detenerme en esta esquiva figura -un somero examen de las múltiples funciones que desempeña en el imaginario benedettiano consumiría el escaso tiempo de que dispongo-, ni pasar por alto dos aspectos que remiten, por una parte, al plano de la caracterización, y por la otra, al de la diégesis: la condición atípica -o más bien insólita- del personaje y la estructura a la vez sistémica y episódica de su trayectoria dentro del discurso novelesco. Sería difícil encontrar en las primeras novelas del autor el protoplasma de una figura como ésta. ¿Comenzaría a gestarse Rita en el subtexto de Primavera..., en esos vericuetos de la introspección desde los cuales Santiago le escribe a su mujer mientras su compañero de celda se sumerge en los insondables laberintos de Pedro Páramo? «No es buena una vida sin fantasmas -escribe Santiago-, una vida cuyas presencias sean todas de carne y hueso». El deslinde no contempla la posibilidad de que existan visiones corpóreas, es decir, fantasmas de carne y hueso. Pero en eso consiste justamente el atractivo de Rita: mucho antes de que comencemos a intuir que se trata de una alegoría de la Muerte, el personaje nos fascina por su vitalidad, por su capacidad de irradiar y estimular un erotismo que está muy lejos de-ser decadente. No hay por qué sorprenderse: Rita encarna a todas luces el trágico vínculo de Eros y Tánatos -el nexo entre los «frescos racimos» de la carne y las «lúgubres manos» de la tumba a que aludió el poeta- con un alto nivel de complejidad. Baste saber que su hora -

el famoso instante de las tres y diez- no es sólo la de la muerte sino también la de la suerte: para Claudio se asocia tanto a la pérdida de su madre como a su propia iniciación sexual, su primer éxito artístico y su relativa estabilidad económica, que no es poco decir. Lo que no ofrece dudas es el sentido de la provocación de Rita cuando introduce un elemento de lujuria en los relojes que Claudio tiene la manía de dibujar: el acto remite automáticamente al tópico del carpe diem y la fugacidad de los placeres terrenales a esa insidiosa frustración metafísica de quien aspira al goce permanente pero sabe que en este mundo, como suele decirse, nada es eterno. Hay una clara reminiscencia de Manrique en la pregunta de Cortázar que sirve de epígrafe a la novela: «¿Adónde van las nieblas, la borra del café, los almanaques de otro tiempo?» Huelga añadir que aquí el poso del café no sólo sirve para dar título a la novela sino también para insinuar, como un augurio -en uno de sus pasajes finales, al parecer intrascendente- que la obra misma estará colocada bajo el signo de Rita, que bien pudiera ser el clásico reloj de arena. Y eso explica que el personaje, pese al carácter aparentemente episódico de su trayectoria, funcione en realidad como núcleo estructurante del relato y como portador del mensaje, cualquiera que éste sea. Hay que seguir las pistas hasta el final -la del café Sportman, la de los radioaficionados, la del casino de juego- para poder descubrir que Rita es un demiurgo capaz de ordenar el azar, canalizar el deseo, dar sentido a las voces dispersas e incoherentes, seducir y emponzoñar a la vez. De hecho, genera un campo magnético en torno al cual se organiza no sólo la fábula sino la estructura misma del discurso, que al parecer responde a la que el propio personaje le atribuye a la Muerte: la de un sueño que se repite, pero no en círculo sino en espiral. «Cada vez que vuelves a pasar por un mismo episodio -le explica Rita a Claudio, como si describiera el peculiar atractivo de un juego-, lo ves a más distancia, y eso te hace comprenderlo mejor» ¿Acaso lo que podría llegar a «comprenderse mejor» desde la perspectiva de la muerte no es el propio sueño, o sea la propia vida? Sea como fuere, lo cierto es que semejante estructura, basada en un diseño de ondas expansivas que se elevan gracias a su propia dinámica, requiere -digámoslo así- de una plataforma espaciosa para desarrollarse. De ahí que nos parezca lógico dejar a Rita, al final de La borra del café, como una amenaza latente -casi con la promesa de que «continuará»- y verla reaparecer con renovados bríos en Andamios (cuatro años después, según el tiempo real, cincuenta según el tiempo fabular), tan seductora como siempre aunque ahora constreñida al doble espacio cerrado de lo onírico y los vehículos en movimiento, esto último muy de acuerdo con sus máscaras cotidianas -antes era azafata de una compañía de aviación, ahora es la eterna pasajera de un tren. Es curioso que Claudio termine convencido de que Rita no reaparecerá, lo que demuestra que no ha entendido nada. «... De ahora en adelante -piensa, y con ello concluye la novela- nadie iba a hallar vestigios de Rita en la borra de café». Dentro de la lectura en diagonal que propongo, ese anticlímax establece un amargo contraste con la pesadilla descrita en uno de los últimos pasajes de Andamios. Desde un andén de ferrocarril, Javier -que acaba de perder a su compañera en un accidente automovilístico- ve a una Rita burlona asomarse a la ventanilla de un tren en marcha y le grita, desesperado: «¡Bruja de mierda!». Es muy probable que la novela -como culminación de nuestra imaginaria trilogía- se haya escrito únicamente para llegar a ese conjuro, a esa catarsis. En cualquier caso, queda el hecho de que el personaje de Rita -o, si se prefiere, el tema único y múltiple del amor, la muerte, el curso inexorable del tiempo- se desarrolla mediante un juego de espejos en una compleja trama de intertextualidades. Quizás el

momento más representativo de ese juego -aquel en que el texto de una novela se convierte en referente de la otra- sea el encuentro casual de ambos protagonistas -Claudio, el de La borra del café, y Javier, el de Andamios- en la galería de pintura donde el primero exhibe una retrospectiva de su obra. Allí nos enteramos de que Javier conocía la pintura de Claudio desde antes de exiliarse y que se sentía particularmente atraído por la serie «Relojes y mujeres», en la que el artista muestra las esferas [de reloj] que marcaban las 3 y 10...» Más aún, descubrimos que era en los cuadros de Claudio donde Javier había conocido a Rita -el personaje con quien ahora soñaba a menudo- y vemos que de pronto ambos comienzan a hablar de ella como si se tratara «de una mujer de carne y hueso». Podría yo correr un riesgo semejante si cierto comentario de Paoletti no me permitiera salir de ese campo magnético sin eludirlo, sino al contrario, atravesándolo por el mismo centro. Observa Paoletti que tenemos el derecho a escoger el lugar donde hemos de morir como los elefantes- y que Benedetti «quiere descender de su tren en la misma estación donde empezó el viaje». Obviamente la metáfora del tren es del propio Benedetti, porque el biógrafo añade que la misma le hacía evocar al biografiado el título de una película -El tren de las 3 y 10 a Yuma- y las incisivas palabras del protagonista: «Un hombre debe ser enterrado donde ha nacido». He aquí que sin salir del círculo propuesto entramos súbitamente en un nivel más alto de la espiral. Las expectativas sicoanalíticas que pudieron haber suscitado aquellas imágenes recurrentes -el tren, la hora emblemática- se desvanecen como polvo de anécdota al chocar con ese curioso dato. Pero en cambio se abre una expectativa nueva, porque ahora esas imágenes aparecen enlazadas a otro leitmotiv del universo benedettiano: el desexilio -para decirlo con un término acuñado por él mismo-, el viejo tema del regreso a casa. Descarto de antemano una objeción posible: que sin la confirmación de Benedetti, el dato aportado por su biógrafo -un paratexto oficioso, como diría Genette- carece de suficiente autoridad. Para mí lo que importa no es eso; lo que importa es que al evocar la imagen de un tren, de una esfera de reloj, del fin inevitable, uno de los elefantes haya pensado que es hora de volver a casa. Y esa idea -primero convertida en obsesión, después mezclada con otras: la identidad, el compromiso político, la ética individual y social- ha dejado su rastro por doquiera en forma de enigmas, como los mencionados, y de sinécdoques como la del ladrillo y la del molde, contenidas en los epígrafes que abren La casa y el ladrillo y Andamios. Hay momentos en que la idea se amplifica, como arrastrada por el torbellino de la espiral. Obsérvese, por ejemplo, el desplazamiento semántico que se produce cuando Claudio, en La borra del café, evoca una de las múltiples viviendas de su niñez: «Cuando llegaba de la calle y abría la puerta -dice-, la casa me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria» ¿La patria? ¿Quién es aquí el sujeto de la enunciación? ¿Quién traza ese inesperado signo de igualdad entre la vuelta cotidiana al hogar y el rescate de una patria perdida? Un lapso de cincuenta años -y la dramática experiencia del exilio- separa a ambos miembros de la ecuación entre sí. Pero en Benedetti la incertidumbre del outsider -o por lo menos del forastero, del que está sin estar- parece ser anterior al trauma de la diáspora. Aludiendo al conjunto de su poesía, Vázquez Montalbán ha dicho que la misma «gravita sobre la tensión entre tener y no tener casa, habitar y no habitar; estar, finalmente, habitado y deshabitado...» No repetiré lo que glosando a Benedetti, he dicho en otro lugar sobre la otredad del exiliado y la doble alteración a que está sometido por sentirse a la vez extraño y extranjero étranger, precisaría el propio Benedetti. Ni volveré sobre el dilema de la memoria o el

olvido, que sin embargo parecería ineludible cuando se habla de la novela del desexilio uruguayo. Benedetti no se cansa de remitir a Borges al abordar el tema, ni de buscar metáforas que puedan servir de fundamento -o juramento- a sus propias posiciones sobre el asunto, como ésta de Courtoisie: «Un día todos los elefantes se reunirán para olvidar. Todos, menos uno». Esa intransigencia -huelga aclararlo- no tiene nada que ver con la intolerancia o el revanchismo, sino con el riesgo de que los hombres, al olvidar la pesadilla del pasado, olviden también el sueño del futuro. Un personaje protagónico de Benedetti podrá ser todo lo étranger que se quiera, pero siempre se diferenciará del «extranjero» clásico -el Mersault de Camus- por su visión del mundo, basada en una ética de la solidaridad. Esto salta a la vista en aquellos personajes que por oficio responden de sus opiniones ante los demás, como es el caso de los periodistas (Lucía, la chilena, en Recuerdos olvidados, Javier, en Andamios...) Si han de apelar a los exorcismos de la memoria, se cuidan mucho de no confundirlos con la amnesia programada, pues saben que hay fuerzas decididas a amputar del individuo esos reductos de empatía donde se recuerda que existe el sufrimiento humano y que debería hacerse algo por atenuarlo. Contra esa obstinación de la memoria conspiran los demonios de adentro y de afuera. Por una parte, está la necesidad casi física del recuento, de la reflexión que permita restañar las heridas, enfrentar los traumas y asumir el presente sin demasiados sobresaltos. Es el momento en que alguien -el caso de Rocío, por ejemplo- puede insinuar una duda tan atroz como legítima: «¿valía la pena jugarse la vida por esta derrota?». Está el caso de los desorientados, sobre todo los jóvenes que no tuvieron ni tienen una meta definida y que, a falta de otras opciones, juegan a la «ruleta rusa del hastío» y elevan el rock a la categoría de música sacra. Están los hedonistas, que no pueden sostener un diálogo razonable sobre el dolor del mundo porque carecen del vocabulario adecuado, simplemente. Y están los idólatras, incautos adoradores de mitos prefabricados. Durante su exilio en España, Lucía vio cómo los horrores del fascismo dejaban de ser noticia y el público -literalmente curado de espanto- pedía una tregua: «...Déjanos escuchar a Madonna y a Julio Iglesias -decían-, déjanos ver nuevamente Dinastía y recordar cómo era Dallas, guárdate a esa carroza de Pinochet y déjanos con Lady Di, con Stephanie, con Boris Becker, con la farándula de Marbella. No le pidas peras al olmo». Los personajes de Benedetti comprenden y hasta disculpan esos niveles de fatiga, si provienen de las víctimas, pero no parecen dispuestos a exonerar a los victimarios -los manipuladores de conciencias, encabezados por los trasnacionales de la información y la industria del espectáculo- que han impuesto una visión plana del mundo y otorgado un halo místico al ejercicio sistemático de la frivolidad. La resignación, como la paciencia, tiene un límite. Una cosa es ser vencido y otra ver cómo los vencedores llevan a cabo, impunemente, un programa de globalización, o -para decirlo en la jerga de los sesenta- un proyecto de colonización ideológica y cultural a escala planetaria. Tampoco es cuestión de flagelarse o de predicar un ascetismo trasnochado. Lúcido y radical en sus actitudes políticas, Javier se entrega al «diálogo de los cuerpos» con refinado erotismo y, al contemplar los pies desnudos de Rocío, llega a decir algo tan poco edificante como que ante tanta hermosura «la fealdad del mundo» carece de importancia. No es menos cierto, sin embargo, que aquí el goce carnal genera también un campo de tensiones semánticas donde coexisten, en precario equilibrio, las imágenes de término y de permanencia: de un lado, el destino, la nada, las cenizas; del otro, la sospecha de que nuestra piel es el único sitio donde se inscribe de manera indeleble la memoria de otros cuerpos.

Como crónica imaginaria del regreso -del desexilio uruguayo, en este caso-, Andamios es la historia del reencuentro de un montevideano consigo mismo a través de los rostros, las voces y los silencios de una sociedad más o menos marcada por sus traumas. Aunque el país, al parecer, no ha cambiado en lo esencial, el protagonista no puede dejar de hacerse esa terca pregunta sobre el antes y el después que sirve de fundamento a buena parte de la novelística latinoamericana: «¿Dónde y cuándo acabó el viejo país y cuándo y dónde podrá algún día empezar de nuevo?». Andamios no intenta dar respuestas; al contrario, plantea nuevas interrogantes mientras discurre por los secretos laberintos de la conciencia individual y colectiva y descubre a su paso los rostros y las máscaras del desexilio: montevideanos comunes y corrientes que alguna vez fueron héroes o heroínas, viejos soplones y oportunistas de nuevo cuño, simuladores, jóvenes iconoclastas, amas de casa respetables que alguna vez fueron adúlteras y hasta coroneles retirados que todavía ayer torturaban a sus víctimas y hoy se suicidan no por remordimiento sino por amor, como en los más rancios melodramas. Sospecho que el lector acucioso -o el crítico distraído- pudiera tener algunas dudas al llegar al final. ¿Qué significa que la crónica o la fábula del regreso termine con una expectativa de regreso? ¿Qué función desempeña la ingenua cuarteta que funge como epílogo? Parece insinuar que la historia que acabamos de «oír» no es más que una de las tantas representaciones posibles de la comedia humana, cuyo escenario, sin dejar de ser el Uruguay, bien pudiera ser el Gran Teatro del Mundo. El autor ¿pretende orientarnos o despistarnos cuando insiste en aclarar que Andamios no es una verdadera novela? El propio texto, ¿será el fragmento de un andamiaje mayor, no sólo por pertenecer a una imaginaria trilogía, sino por estar concebido como otro giro ascendente de la espiral, una nueva etapa inconclusa en el proceso de conocimiento de uno mismo? ¿De qué modo se inscriben, en la poética del autor, esos juegos intertextuales, de canibalismo y autofagia, que lo revelan como un verdadero maestro de la mise en abime? Hace casi diez años Benedetti reclamó el derecho a estructurar sus libros siguiendo aquel derrotero de la imaginación y no moldes inflexibles. Por sus niveles de significación y por la diversidad de sus estrategias discursivas, Andamios me parece un buen ejemplo de esa libertad creadora del autor y de la completa sencillez de su escritura.

Andamios: en busca del desexilio Corina S. Mathieu (Universidad de Nevada)

Cuando hace casi treinta años al concluir los cursos doctorales me enfrenté a la consabida tarea de escoger un tema para la tesis, la situación generó considerable ansiedad. En esos momentos la elección de un escritor, de un tema, implicaba la aceptación de mi propuesta por el comité correspondiente y el poder completar el proyecto debidamente, todo lo cual asumía en mi mente proporciones desmesuradas.

Vagamente familiarizada con Montevideanos resolví repasar los cuentos de la mencionada colección para constatar, si luego de una lectura más atenta, mi primera impresión se veía confirmada. A resultado de la indagación, escogí los cuentos de Mario Benedetti como tema de tesis y se inició así una genuina apreciación por la obra del autor que continúa hasta el presente. Como muchos otros lectores del escritor uruguayo, también yo sentí en esa oportunidad la magia de su poder comunicativo y la sinceridad de su vocación creadora. A través de los años, ese acercamiento a la obra literaria de Benedetti se vio matizada por períodos de alejamiento a consecuencia de la actividad docente. Sin embargo, las múltiples publicaciones que se sucedían casi ininterrumpidamente estableciendo la trayectoria benedettiana, cada vez más definida y con ecos internacionales, jamás me permitieron perder de vista su actividad literaria. Hoy, con motivo del tan merecido honor que la Universidad de Alicante le rinde a Mario Benedetti, vuelvo a acercarme al autor para sumarme a todos los que aquí reunidos desean expresar su reconocimiento por el legado literario que nos ha concedido con un comentario sobre su última novela Andamios. Si la crítica reconoce que el discurso cultural uruguayo de la segunda mitad del siglo ha de estar condicionado por los doce años de dictadura, de junio de 1973 a marzo de 1985, esta novela no es una excepción. Fenómenos como la censura, la represión, el exilio y las diferentes formas de resistencia interna, marcaron la vida creativa de buena parte de la producción literaria que no ha podido, ni ha querido dejar de situarse en relación con «esa» historia. Los años de la dictadura están marcados por la dispersión, exilio y resistencia activa o pasiva y, a partir de 1984, de retorno y reestablecimiento del diálogo entre la cultura del «interior» y la producida en el «exterior». Se recuperan y renuevan raíces culturales olvidadas y se compara el antes y el ahora, no sólo dentro del ámbito social, sino también, y más importante aún, dentro del contorno personal. La obra de Mario Benedetti es extensa y abarca todos los géneros, pero durante más de cuarenta años en que ha reflejado la historia social uruguaya, sus creaciones se han visto signadas por la fidelidad a sus principios morales y por su habilidad para comunicarse con el hombre medio, no sólo del Uruguay, sino también de todos los que comparten la realidad latinoamericana. Andamios continúa esa tradición, si bien en sus palabras preliminares el autor nos advierte que ésta no es una novela en el sentido tradicional de la palabra. Temáticamente, Andamios enfoca el peregrinaje espiritual de Javier Montes al regresar a Montevideo luego de un prolongado exilio en España. Los fantasmas del pasado, junto con las transformaciones que encuentra al retornar a su ciudad natal, lo llevan a recordar, a comparar, a aceptar nuevas circunstancias, preguntándose al mismo tiempo cuál es su lugar en ese mundo tan conocido y tan cambiado. Se trata pues de una novela de la vida interior, afectada por las circunstancias y el pasaje del tiempo que se va afirmando, paso tras paso, de adentro hacia afuera. Novela de catarsis liberadora, Andamios refleja vivencias biográficas. Pero la intención de Benedetti no es reproducir sus experiencias personales, sino plasmar ficcionalmente la

situación de uno de los tantos montevideanos, que como muchos otros, se vieron obligados a alejarse del país a raíz de la situación política. Para Javier, España representa la patria interina, a la cual se incorporó temporariamente. Con el correr del tiempo, sin embargo, la adaptación al nuevo medio nunca se da de lleno y el retorno se hace ineludible. Benedetti nos previene en su prólogo a Andamios que la novela no pretende ser una interpretación psicológica, sociológica, ni mucho menos antropológica de una repatriación colectiva, sino la restauración imaginaria de una repatriación individual. A pesar de la aclaración, la trayectoria personal de Javier Montes incluye situaciones clave. La reintegración del protagonista a su medio de origen involucra ante todo ponerse en contacto con su pasado: la niñez, su familia, la madre y los dos hermanos radicados en los Estados Unidos, su maestro favorito, sus amigos. Pero Javier encara la reintegración cautelosamente. Decide permanecer en una casa que se halla alejada de Montevideo, no sólo porque es la única propiedad que le queda, sino porque en esa etapa de su vida, la distancia le es necesaria. Así se lo explica a su amigo Fermín: «... quiero reflexionar, tratar de asimilar un país que no es el mismo, y sobre todo comprender por qué yo tampoco soy el mismo». Javier le confiesa a Fermín las vicisitudes interiores que acosan al exiliado, el rechazo inicial de la realidad, la adaptación transitoria que sólo sirve para subrayar dolorosamente lo que se ha dejado, hasta que surge el temor de perder la identidad. Ese temor, junto con la resolución de los conflictos políticos en su país, impelen a Javier a regresar. El regreso, sin embargo, no soluciona la problemática existencial. El personaje se halla desubicado en su propio medio. La evolución que trae aparejado el pasaje del tiempo es valía indisoluble que obliga al protagonista a examinar el presente, compararlo con el pasado y resolver, teniendo en cuenta los cambios que él mismo ha sufrido, qué actitudes adoptar con respecto a esa nueva realidad. En otras palabras Javier intenta reestablecer su identidad y alcanzar un equilibrio interior que le permita reanudar su vida interrumpida por la dictadura. Convenientemente Javier regresa a Montevideo solo. El protagonista explica la reticencia de Raquel, su esposa, a regresar, la confrontación final y la decisión de Camila, la única hija, de permanecer con su madre en Madrid. Sin familia Javier se halla en libertad para explorar los parámetros de su nueva circunstancia y analizar sus sentimientos a medida que se suceden los acontecimientos. Aunque Javier no se ha quedado sin paisaje, sin gente, sin cielo y sin país, parafraseando a los personajes de Geografías, entiende que al reintegrarse al país debe contraponer sus recuerdos a la realidad y verificar sus reacciones ante los resultados. En ese sentido el videoclub que abre en Punta Carretas simboliza las dos facetas que caracterizan su retorno. Por un lado el videoclub se identifica con el presente, con la sociedad de consumo de finales de siglo. Por el otro, Javier, que en numerosas oportunidades a lo largo de la narración observará críticamente la erosión cultural del país, ha abierto un videoclub dedicado al buen cine, a los clásicos en blanco y negro. Nostálgico por una cinematografía artística, se regocija ante el asombro y el entusiasmo de los jóvenes al descubrir esos tesoros. Poco a poco, con una módica rutina, Javier va estableciendo los nuevos lazos con su país. Nieves, su madre, cariñosamente facilita la empresa. La relación entre ambos siempre estrecha es la única que ha permanecido más o menos intacta. También los amigos

contribuyen al reingreso de Javier a su medio, a pesar que la represión política y el pasaje del tiempo han dejado sus huellas en ellos. Fermín, el más próximo a Javier, ha estabilizado su vida, aunque la reinserción a la normalidad no ha sido fácil. Víctima de torturas y de un largo encarcelamiento por su militancia política ha alcanzado finalmente una vida de sereno equilibrio con su esposa e hijos. El viejo Leandro, observador atento de la escena nacional, escépticamente vislumbra, tras la apariencia progresista de los convenios internacionales, el control inhumano de las multinacionales. Eduardo Vargas ha trocado su militancia izquierdista por un puesto de diputado con el partido Colorado. Javier reflexiona acerca de los cambios que han convertido al antiguo grupo juvenil consagrado a la militancia política en individuos confundidos, desconfiados, incrédulos que ahora parecen sólo querer pisar sobre terreno seguro. Tiene consciencia que la transición no es fácil, que el sentirse desubicado luego de tantos cambios es natural, pero al mismo tiempo teme que el individualismo egoísta triunfe en detrimento del bien común que los había unido en la antigua lucha. Javier comenta esta preocupación con Raquel por fax: Mirá que yo tampoco estoy claro. Aquí mismo veo la izquierda fraccionada, dividida por personalismos un poco absurdos, que uno creía descartados para siempre, y no acabo de entender ni de admitir que se pueda subordinar así, sin pensarlo dos veces, el interés común a las miras personales. En el fondo no son posiciones tan dispares (a veces me parece que están diciendo lo mismo en distintos dialectos), y sin embargo nadie cede ni un milímetro..., ¿podemos aceptar así nomás, en una actitud meramente pasiva que, además de vapuleamos, nos quiten la identidad, nos desalienten para siempre? (230-31). La contraposición del antes y del ahora, de la memoria en contraposición con la realidad, umbral de un futuro para el cual no se logra encontrar asidero, constituye el andamio fundamental de la novela. Todo ello se halla íntimamente ligado al interrogante sobre la identidad amenazada por los drásticos cambios en la sociedad uruguaya y en el mundo. Desde su inicio literario, Benedetti siempre se refirió, a veces con humor, a la dificultad del Uruguay para encontrar algún rasgo identificable que lo separara de los otros países del continente. En Andamios nuevamente se hace eco de sus consideraciones iniciales. «¿Sobre que escribir?» se pregunta Javier al tratar de escoger un tema para enviar a la agencia española de la cual es corresponsal. «No tenemos cataratas, ni petróleo, ni coca, ni indios» (102-103). Benedetti parece decimos que es difícil de por sí ser uruguayo y la situación se complica mucho más para aquellos que obligados a exiliarse perdieron, durante años de ausencia, los puntos de referencia en que están anclados los recuerdos. Javier reflexiona en diversas oportunidades acerca de los cambios en Montevideo, «el espejo cultural de la sociedad uruguaya»: Uno regresa con la imagen de una calle en agfacolor o kodacolor o kakacolor, y se encuentra con una calle en blanco y negro. Uno vuelve con una postal de cafés tradicionales, donde todos discutíamos de todo, y se topa con los McDonald's y otras frivolidades alimenticias. Uno se repatria con nostalgia de los abuelos y se encuentra con las zancadillas de los nietos... Nada es lo mismo (327-28).

Aun cuando va al reencuentro de su Jardín Botánico comprueba que la memoria y la realidad no se corresponden y por eso se pregunta «¿dónde y cuándo acabó el viejo país y cuándo y dónde podrá algún día empezar el nuevo?» (246). Javier ha vuelto al Uruguay porque desea reafirmar su identidad, pero el hombre que regresa ha cambiado y la ciudad que encuentra tampoco es la misma que dejó. El protagonista debe conciliar ambos cambios para reintegrarse a su medio y, en su esfuerzo para lograrlo, se vale de todos los recursos a su alcance: su madre, sus amigos, el paisaje uruguayo y por supuesto el romance. En Andamios, como en otras obras de Benedetti, la función del héroe es mostrar su intimidad en conflicto. La mujer, por otra parte, esboza la posibilidad del diálogo y la resolución de la tensión. La relación amorosa entre Javier y Rocío es significativa porque refleja la solidaridad de dos seres que se necesitan. Pero además, Rocío no es sólo quien le proporciona a Javier el cariño esencial que necesita, sino que también es puente entre él y los que como ella permanecieron en el país y padecieron físicamente a manos del régimen autoritario. Cuando Fermín recobró la libertad, lo esperaban Rosario y los hijos y el calor familiar facilitó su reinserción en la normalidad. A Rocío, por el contrario, luego de diez años de encierro, de identidad anulada, sólo le aguardaba soledad y tristeza. La pareja se constituye en un momento crucial para ambos. Al decir de Rocío..., vos y yo compartimos un lenguaje, una etapa de vida, una ansiedad, y también una esperanza, aunque esté deshecha» (92). Como el nombre lo sugiere, Rocío es una mujer dulce cuya personalidad ofrece tierno apoyo y comprensión. La intimidad de la pareja se desenvuelve dentro de un marco de profunda espiritualidad que alimenta sus almas ávidas de correspondencia humana. Pero mientras que Javier es un pasajero en tránsito hacia un futuro que todavía no logra discernir, Rocío, muchos más vulnerable, se siente incapaz de proyectarse hacia el futuro. Con verdadera angustia existencial se pregunta si el sacrificio de su generación no ha sido en vano: «¿Valía la pena jugarse la vida por esta derrota? Tal vez tenía razón Andrés Rivera cuando se preguntaba: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?» (254). La cita de La revolución es un sueño eterno es un intertexto elocuente. La pregunta concluye la novela de Rivera, pero Benedetti no incluye la oración que precede a la pregunta: «Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida». Rocío no alcanzará nunca a recuperarse del sufrimiento pasado y, su inhabilidad de poder proyectarse hacia el futuro, presagia la tragedia que irá a sobrevenirle. Mientras que Rivera especula a través de su protagonista sobre el destino de la verdadera revolución, que el fracaso temporal ha dejado en suspenso, Benedetti encara la temática en un plano menos teórico. Javier no comparte la actitud derrotista de Rocío, comprende que es necesario arriesgarse porque a pesar de que Artigas, Bolívar, San Martín, el Che, y hasta el mismo Jesús fueron derrotados, el mundo de hoy sería peor si ellos no hubieran existido. Javier comprende la naturaleza eterna de la lucha y los riesgos que ésta trae aparejada, porque sin lucha la humanidad perdería su vigor regenerativo. Una variedad de «andamios» va conformando el dexexilio de Javier. Como en obras anteriores, Benedetti intercala poemas, así como también artículos que el protagonista

escribe en su carácter de corresponsal. Mientras que los poemas se hallan ligados a la interioridad del protagonista, los artículos constituyen breves ensayos en que el autor opina sobre temas que siempre le interesaron: Montevideo, Latino América, la política internacional. El tópico de los tres poemas incluidos en el relato se centra en el cuerpo de Javier, lo cual es significativo, ya que en su búsqueda del nuevo país, el personaje se encuentra temporariamente desarraigado. Su cuerpo, que él denomina «mi genuino patrimonio», es lo único completamente suyo, es la materia que lo ata al mundo, que le permite comunicarse con la mujer querida. Es su cuerpo que le hace saber que está vivo: «Mi cuerpo abre los ojos / y se intuye, se mide, / ¡abre los brazos! / y se despereza, / abre los puños/ y se desespera» (238). Ese mismo cuerpo se transforma y adquiere razón de ser en contacto con la amada: «Mi cuerpo se transforma / en mi cuerpo de veras: / vale decir mi cuerpo de Rocío» (239). El proceso del dexexilio se halla poblado de comparaciones entre el antes y el ahora. Las observaciones de los personajes sobre la situación político social de finales de siglo reflejan el candor tan característico del autor. Si en 1960 Benedetti observaba sardónicamente que el Uruguay era la única oficina que había alcanzado la categoría de república, en 1996 deplora la organizada campaña contra el Estado protector. «El sarampión de las privatizaciones» amenaza con acabar la burocracia estatal que, a pesar de sus deficiencias, había sido fuente de sustento de millares de ciudadanos de clase media que ahora deben enfrentarse a un orden nuevo. El nuevo sistema, flagelo del hombre común es, sin embargo, fuente de enriquecimiento de los poderosos. Javier percibe preocupación en el rostro de sus compatriotas, «todo un archivo de esperanzas descartadas», y se dice a sí mismo que nada es lo mismo. A pesar de los comentarios críticos del nuevo orden: el fin de la Guerra Fría, el avance de la globalización bajo el impulso de las multinacionales, la juventud sin rumbo, Andamios concluye con una nota optimista. El anuncio de la llegada de Raquel y Camila augura una posible reconciliación del matrimonio que siempre había mantenido cordial comunicación. Sin duda la tarea que encara Javier al emprender el regreso es ardua, pero sus compatriotas también enfrentan momentos difíciles ante la transformación del mundo. Con su consabida integridad, Benedetti aborda una temática crucial para el latinoamericano de esta década. No da soluciones, pero sí plantea sin rodeos la redefinición de la realidad a finales de siglo XX. Andamios exhibe muchos de los rasgos de la producción anterior de Benedetti. La novela, narrada en un lenguaje directo, frecuentemente coloquial y salpicado de humor rioplatense, ofrece una temática con la cual el lector, haya vivido la experiencia o no, puede conectarse de inmediato. Pero, por encima de estos rasgos, lo que se destaca es el compromiso del autor con su época. Mario Benedetti que en 1960 sacudió la complacencia de sus compatriotas con la publicación de El país de la cola de paja, exhibe el poder de discernimiento que lo caracterizó desde su inicio. Aquellos familiarizados con sus creaciones literarias comprobarán que en Andamios el autor, no sólo aprecia ajustadamente

las circunstancias que el hispanoamericano de fin de siglo encara, sino que con el valor y honestidad que lo caracterizan modifica algunas de sus posiciones de juventud. Andamios es una novela que reúne todas las cualidades del Benedetti escritor y ser humano, a la vez que nos ofrece una acertada y sincera apreciación de la realidad hispanoamericana actual.

IV. Crítica, periodismo, teatro

Palabras sobre palabras. El justo derecho a ejercer con libertad el propio criterio Paco Tovar (Universitat de Lleida)

Hace ya algunos años, Haroldo Conti presentaba a Mario Benedetti como a un tipo bastante raro en estos tiempos. Reconocía en él a un cuidadoso testigo de la realidad que le ha tocado en suerte; a una persona discreta y tremendamente solidaria; a un amigo fiel a su palabra; a un compañero de tertulia, capaz de seducir con su conversación hasta el punto de compartir con su interlocutor, sin violentarlo, las más altas pasiones y las más fuertes consignas. Pero, sobre todo, es un escritor que se identifica con su obra y que, por su talante, no es uno de tantos inmortales que joden el alma. ...lo imagino con esa cara de perpetuo asombro, medio niño, casi de pajuerano, caminando entre la gente, con el pueblo, o domelando su asma con un tubo de oxígeno, como lo vi en Montevideo, en la vieja casona de la calle Velsen, para participar en un acto del Frente Amplio, contento porque había descubierto que podía llegar hasta su gente a través del canto, sin la molestia del nombre. No se parece a un escritor, por suerte, y tiene suficiente humanidad como para que uno pueda sentirse escritor frente a él porque no exhibe ni aspereza, ni plenipotencia, ni monopolio, ni estrellato. Los trabajos de Benedetti, en cualquiera de sus formas, vienen a confirmar los rasgos que destaca Conti en ese apunte. La escritura del uruguayo tiene la virtud de sintonizar inmediatamente con gran número de lectores, quizás porque sabe charlar con sinceridad y coherencia. Está claro que Mario Benedetti no se propone deslumbrar a nadie con su ingenio de salón o con filigranas estéticas de laboratorio literario; tampoco persigue ocupar plaza de iluminado o de maldito, insistiendo en representar un papel episódico dentro del espectáculo social. Trata sólo de configurar un verdadero universo ficticio en el que, sin extrañar sus necesarias referencias, no las pierde entre papeles, exhibiendo en ellos una realidad monda y unas palabras lirondas.

Realidad y literatura Mario Benedetti considera que la literatura hunde sus raíces en la realidad, regresando a esos mismos orígenes con sus nuevas formas significativas. El escritor repite una vez más una antigua creencia: la cierta aventura fantástica del entrañable viaje mítico. Por si no se descubre la referencia, Benedetti insiste en referirla brevemente, adaptando sus términos: la realidad, para completar su ciclo y volver a sí misma, debe dar dos o tres saltos cualitativos: de lo real a la imagen/sonido; de la imagen/sonido a palabra no dicha; de palabra no dicha a palabra pronunciada o escrita; de palabra pronunciada o escrita, otra vez a palabra realidad. Pero ésta ya será otra: enriquecida, plena. Si no dijera su nombre (el nombre de la palabra es la palabra misma), las otras palabras no la reconocerían. La vieja lección, bien aprendida, sigue vigente, porque «somos realidad y somos palabras. También somos muchas otras cosas, pero quién duda que ser realidad y ser palabra son dos maneras apasionantes de ser hombre».En cualquier caso, no hay más cera que la que arde en el rito cultural bárbaro, planteando en él la existencia material de un universo que da cartas de naturaleza a las imágenes de su adecuada representación. Ésta no exige la presencia de un oficiante orgulloso de pertenecer a una casta de elegidos, sólo reclama la tarea de una persona que se sienta responsable de su labor. El primero, sometido a vigilancia, se limitará a recitar de memoria el dictado de una historia que le ha sido contada; el segundo cuenta libremente las visiones de una experiencia histórica, permitiéndose incluso el lujo de transgredir el sentido oficial de la historia, mezclando su voz con las voces de la asamblea. Lo que importa no es copiar una verdad que no existe ni exponer unas profecías que restan por cumplir; interesa componer un verdadero discurso, contemplando al pie de sus letras las sugerencias de su riguroso artificio: Precisamente, el innegable atractivo que el arte ejerce sobre el hombre, se debe en gran parte a que las relaciones humanas que desarrolla y a veces analiza, si bien se asemejan inquietantemente a aquellas en que todos, de alguna manera, estamos inmersos, no son -ni pueden ser- las normas, y por eso nos absorben o nos espantan, nos sorprenden o nos confunden, nos muestran avaramente una rendija de lo posible o nos abren de par en par las puertas de la esperanza. En lo fundamental, tanto el escritor europeo contemporáneo como su semejante latinoamericano coinciden en sus apreciaciones, valorando en su tarea los condicionamientos del medio y los registros autónomos de un decir que reclama modelos adecuados. No obstante, Mario Benedetti no duda en admitir que, en América Latina, la literatura no llega a proclamar su completa independencia respecto a las expresiones de Europa sino cuando toma conciencia de la suma de sus atrasos. En ese instante, logra acotar el común territorio de su desarraigo. Ahí aprende a utilizar con fuerza propia un lenguaje afortunadamente original; se mueve en una atmósfera particular, sin olvidar los aires de un pasado que, en cierto modo, continúa vigente y, de nuevo, descubre su entorno sin reducirlo a su condición de baúl de las maravillas, repleto éste de temas curiosos o sorprendentes, sino como un problema que merece ser atendido en su más ajustada dimensión. Así se pone

en evidencia que, después de todo, la novedad no deja de ser el contacto latinoamericano de los temas nacionales. No cabe ya entretenerse en componer frívolas imágenes en blanco y negro, vocear monolíticas consignas, atender a simples esquematismos o empeñarse en realizar desafortunados equilibrios experimentales. Interesa revelar el sentido de lo real, exponiéndolo en forma conveniente. En la actualidad, el escritor latinoamericano que ha logrado tomar la medida exacta de su marginalidad, enfrentándola a los grandes mercados de la cultura, sabe que, aún partiendo de su región, ese espacio reducido no es todo el mundo. La comarca le pone los pies sobre la tierra donde se localiza, y, desde ese sitio, proyecta una mirada honda, preocupada e imaginativa. Sin embargo, la literatura más reciente, en Latinoamérica y en cualquier parte, no resuelve tensiones internas ni da soluciones a problemas externos: pone sobre el tapete la naturaleza de los conflictos, jugando sus cartas limpiamente, sin trampas ni cartón. Cada uno de los textos habrá de conservar los rasgos de la aventura, asumir el valor de sus testimonios y respetar las huellas del misterio. La escritura se niega a recluirse en laboratorios, a convertirse en simple objeto de estudio o a emitir autorizadas opiniones excluyentes; huirá de cánones rígidos, se apartará de modas caprichosas y se liberará de prejuicios. No temerá el uso de cualquier fórmula, siempre que ésta resulte la mejor manera corriente de comunicarse.

Cuestión de formas Mario Benedetti no olvida ocuparse de formalismos. Considera que, con ellos, el escritor manifiesta intenciones, confirma habilidades técnicas y demuestra la solidez de un discurrir cara a cara, inteligente y estético, ajustándolo a sus propósitos. Insiste Benedetti en hablar de la poesía, acordando con ciertos registros afines a su labor; también en matizar las diferencias que se establecen entre el relato corto, la nouvelle y la novela, ilustrando sus consideraciones con una cuidadosa elección de oportunos ejemplos. El cuento, dice Benedetti, puede centrar su atención en la anécdota, situando ésta siempre en el presente; mostrar un estado de ánimo, descubriéndolo a través de sus personajes; o dibujar un retrato que identifique, en su integridad condensada, la personalidad del modelo real elegido. En el primer caso, se destaca la peripecia física; en el segundo, la peripecia anímica; en el último, aunque el escritor no nombre el rasgo principal, destacaría una peripecia estática o suspendida. Cada uno de esos términos coinciden en lo sustantivo, estableciendo sus variables en lo adjetivo -el estatismo o la suspensión de la peripecia no niegan la fuerza activa potencial que se comprende en la imagen dibujada-, aunque cabe considerar que lo anecdótico es el único resorte imprescindible de este tipo de narraciones que, en definitiva, representan un corte transversal en la realidad. La nouvelle, por su parte, no deja de ser une tranche de vie, pero acompañada de pormenores, de antecedentes, de consecuencias, sitiando la peripecia del relato no en un

punto generador sino en un eje referencial. La nouvelle responde a los signos de la transformación, restando importancia al necesario esqueleto de la trama. Ambas fórmulas, aunque diferentes, emplean los efectos, destacándolos en sí mismos: El cuento actúa sobre sus lectores por estupor; la nouvelle, mediante una conveniente preparación. El efecto del cuento es la sorpresa, el asombro, la revelación; el de la nouvelle es una excitación progresiva de la curiosidad o de la sensibilidad del lector, que, desde su sitial, llega a convertirse en testigo más interesado. Con la novela se va más lejos, poniendo más cerca una visión total que se aproxima a la realidad, mostrándola en su más conveniente versión. El proceder novelesco, sin renunciar a fijarse en las anécdotas ni extrañar el desarrollo de las peripecias, localizándolas en una trama relevante, ubicará inescrupulosamente en la historia los hechos que se exponen escrupulosamente en el interior de su fantasía. En las novelas ...se analizan los pensamientos desde fuera y desde dentro, desde el testimonio de quién asiste a su eclosión y desde la mente que los genera; cada peripecia, cada proceso, cada historia, tiene raíces en el pasado, proyección en lo venidero, es un nuevo resorte que, al igual que en la vida, se conecta aquí y allá con otras peripecias, otros procesos, otras historias. Desde sus orígenes hasta el presente, la novela quiere parecerse a la vida, quiere ser vida por los cuatro costados. Cualquiera de esos registros narrativos responden a los estímulos de su entorno, sintonizando sus maneras y sus resultados con las técnicas de representación de su época. El escritor de narraciones, hoy en día, no dudará en utilizar sin ningún reparo los recursos de la oralidad, del decir dramático, del enseñar cinematográfico; del ensayo, del artículo o de la crónica periodísticos; del discurso técnicos o científico. Tampoco vacilará en sostener sus relatos sobre principios filosóficos, metafísicos, sicológicos, sociológicos o estéticos, con sus maneras de contarse, siempre puestos al servicio de un universo que declara francamente su verdadero artificio. Estas ficciones se desean simultáneas y se imponen continuas esfuerzos renovadores. Se trata de otorgar cartas de naturaleza a una realidad ficticia capaz de convertir lo corriente en creíble. Para Mario Benedetti, el autor de cuentos ha de ser riguroso en su estilo, manteniendo en todo instante la tensión de sus imágenes; el responsable de las nouvelles, procurará aislar sus piezas, fijando minuciosamente el proceso de transformación que en ellas se cumple; el novelista no ha de ignorar la importancia de la estructura, utilizando los materiales de que dispone para construir la visión completa de toda su experiencia. En este último caso, no es cuestión de ordenar el caos sino de novelarlo, respondiendo a un plan preconcebido, aunque esa planificación resulte paradójica en un esfuerzo que reclama sus derechos a reconocer su condición caótica. En términos generales, cualquier narrador debe imponer el ritmo que mejor acuerde con su creación:

...el ritmo del cuentista es tajante, incisivo, el relato se mueve a presión: El autor de nouvelles, en cambio, tiende a lograr una tensión paulatina. El novelista, por último, obedece a un ritmo necesariamente más lento; aquí y allí aparecen temas complementarios, figuras anexas, rellanos descriptivos, sumarios de ideas, pero todo ingresa en el cauce principal, se incorpora a su ritmo. Los mismos personajes suelen evolucionar en rítmica progresión hacia su incómoda conciencia. De todos modos, conviene recordar que es el escritor quien impone su ritmo al relato, quien fija su propia actitud. Las dimensiones formales de su obra sólo representan un corolario de esa elección, una mera consecuencia de la posición que adopta ante la materia narrable. Un capítulo especial merece la poesía, siendo esta forma de hablar la más apreciada por Benedetti. Éste no reclama con ella lujos verbales ni reverberos gratuitos. El decir poético, nos dice el uruguayo, constituye un juego y un desafío; revela un cuidado corporal del verbo, devolviéndole a la palabra lo mejor de sí misma. El escritor de poemas tiene que renunciar voluntariamente a la aparente relajación del narrador, dando la impresión de no entretenerse nombrando la realidad cuando, en verdad, se preocupa en nombrarla cada vez más, adoptando un tono conversacional apropiado. El poeta no sólo tiende así un puente al lector, compartiendo con él complicidades y simpatías, también desacuerdos, sino que busca respuestas a las pistas de su conciencia. El gran avance experimental de la poesía no está únicamente en la habilidad del que escribe, a todas luces necesaria; se reconoce por igual en la forma inteligente de mantener un diálogo con el otro, aceptando su presencia como un nuevo dato de la ecuación poética: En la poesía puede haber invención, no autoengaño; puede haber influencia, no contagio. Es el género de la sinceridad última, irreversible: En los géneros narrativos, la simulación, la ambigüedad, el artificio y hasta las trampas, pueden llegar a ser virtudes literarias, porque allí es todo un mundo el que se corporiza y canaliza, y en consecuencia la diversidad es poco menos que una ley de su entramado artístico. En cambio, tales rasgos no siempre corresponden a la poesía. Cualquiera de estas formas de expresión, citadas y practicadas por Benedetti, son válidas. Todas hunden sus raíces en una realidad viva, poniendo al hombre ante las imágenes que le devuelve su espejo. El escritor latinoamericano actual no sólo sabe mirar con cuidado, sino que está en condiciones de continuar mirando. Si bien ha dicho ya muchas cosas, le quedan aún muchas otras por decir, mostrándolas sin aspavientos y con sencillez, hablando sin máscaras ni retóricas.

De compromisos y responsabilidades Según Benedetti, el compromiso sirve para relacionar al sujeto con su mundo, dejando sentir la proximidad del prójimo; para desingularizarse; para reeducarse en soledad y vaciarse ahí de egoísmo. «Sin embargo, el compromiso tiene hoy mala prensa, no está de moda, tal vez porque mira y examina la historia (tanto la que va como la que viene) y hoy

hay toda una élite intelectual... que ha decidido borrarla, desentenderse de ella». Lo que el término compromiso designa en su origen, aunque ahora se quiera apartar de sus principios, continúa vigente: nombra un estado de ánimo particular que se desea compartir. El quehacer comprometido del escritor ha de entenderse ya al margen de militancias ideológicas, de posturas eminentemente éticas, o de reglas morales estrictas, para sentir con las palabras el descubrimiento de una conciencia contaminada por la conciencia de los demás. Se trata de mantener los ojos abiertos, diciendo lo que se ve, aunque duela expresarlo o plantee evidentes contradicciones; de abordar con libertad cualquier tema que merezca debatirse, sin caer en las trampas de la soberbia, en exhibicionismos de salón o en desplantes groseros. El compromiso verdadero revela tanto la certeza como las incertidumbres de quien lo ejerce, situándolo en uno de los últimos enclaves de la solidaridad. Al escritor latinoamericano le corresponde en mayor grado mantener posturas comprometidas, reclamando a la crítica que le pague con la misma moneda. La literatura latinoamericana todavía ha de enfrentarse a prejuicios europeos, cuando sería más coherente plantear enfoques, modos de investigación y valoraciones críticas que sintonicen con los materiales de estudio. No estaría de más considerar los condicionamientos, las necesidades y los intereses de un autor que, ligado a su medio, sigue empeñado en cumplir una aventura literaria, demostrando así que es capaz de alcanzar unos resultados apreciables. Benedetti entiende que sería oportuno disponer de reglas de juego apropiadas: ...una crítica propiamente latinoamericana debería considerar, como tareas prioritarias, la búsqueda de nuestra expresión y la interpretación de nuestra realidad. No sólo hemos sido colonizados por los sucesivos imperialismos que se han ido paseando por América Latina como en una carrera de postas; también lo hemos sido por sus respectivos patrones culturales, y últimamente, como bien señalara Roberto Fernández Retamar, algunos de nuestros críticos han sido colonizados por la lingüística. Una de las típicas funciones de éstos y otros misioneros culturales ha sido la de reclutarnos para el ahistoricismo. En consecuencia, un deber de nuestra ensayística, de nuestra crítica, de nuestra historia de las ideas, será el de vincularnos a nuestra historia real, no de modo obsecuente y demoledor; simplemente vincularnos a ella para buscar ahí nuestra expresión (tantas veces sofocada, calumniada, malversada, teñida), como el medio más seguro de asumir e interpretar nuestra realidad, y también como una inevitable y previa condición para cambiarla. No cabe embutir sin más el contenido de la literatura latinoamericana en los envases rígidos e inadecuados de una crítica que tiende a empaquetar las obras sin cuidar el trato que merecen, ejecutando una labor de oficio, aunque ésta se realice con talante paternalista; tampoco se ha de deshumanizar el trabajo, aplicando sistemas asépticos. En los intentos de analizar y comprender los documentos artísticos, debería evitarse métodos lesivos, visiones distanciadoras, excluyentes miradas o usos de antojeras, procurando asumir un trato exquisito que no eluda responsabilizarse con aquello que se atreven a manipular. Con su reticente ironía, Mario Benedetti valora el decir crítico, siempre que se le imponga una sola condición: que acote un mínimo territorio compartido en donde dialoguen, en forma razonable, mestiza e integradora, el escritor y quien ha de juzgarlo.

La borra del café Por fortuna no se han agotado los temas de conversación que plantea Mario Benedetti a lo largo de una vida dedicada a la escritura. Muchos otros quedan en el tintero, aunque de alguna manera debemos retirarnos guardando memoria de lo dicho, resumiéndolo en unas pocas frases: es importante aceptar la realidad como primer referente de una literatura que, en última instancia, tiene un sólo responsable y cuenta con la presencia de un interlocutor cómplice, comprometiendo a ambos en una charla que los identifica, que guarda las formas y que da razón de su sentido. Tampoco ha de ignorarse que el debate común da fe de su existencia en la medida en que escribir, como bien afirma María Zambrano, «es defender la soledad en que se está, es una acción que sólo brota de un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente por la lejanía de todas las cosas concretas, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas». Por su parte, Benedetti, que sintoniza con esa creencia, se entretiene en glosarla: Después de todo, en el sutil entramado de los malentendidos hay dos que aparecen y reaparecen sin que nadie los convoque. El primero es que el escritor está instalado en su sociedad, y en ella, rodeado y traspasado por ella, escribe; el segundo es que está instalado en la soledad, y en ella, sólo por ella, y sin contagiarse del entorno, escribe. De ahí que parezca tan penetrante y verdadero el hallazgo de María Zambrano cuando dice: Aislamiento comunicable, asombrosa contigüidad de aparentes contrarios que, a su vez, capta como secreto y no vacila en comunicar. Resulta pertinente sostener ciertos interrogantes: «¿Acaso la sociedad no es factor, médula y sustancia de la soledad?¿Qué es, después de todo, la soledad sino un homenaje al público?». Ante esas preguntas es lícito exponer otra cuestión: ¿Quién puede negarnos el justo derecho a ejercer con libertad el propio criterio?

El teatro de Mario Benedetti Rafael González (Alicante) Para Patrizia Spinato

Resulta ya un lugar común señalar que la historia del teatro latinoamericano no puede compararse a la de los demás sectores de la creación literaria en ese continente mestizo; que el teatro latinoamericano, por desgracia, no tiene, como la poesía, la novela o el cuento, ningún Neruda, ningún García Márquez, ningún Cortázar, ningún Borges..., aunque, eso sí,

varios han sido los grandes autores de la literatura latinoamericana que, en alguna ocasión, casi de manera anecdótica y desde luego con no demasiado éxito, se han aproximado al teatro. Lo hizo Pablo Neruda con Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, también García Márquez con su monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado, Carlos Fuentes con Orquídeas a la luz de la luna, Vargas Llosa con La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo y La Chunga, y hasta Julio Cortázar con el poema dramático titulado Los reyes. Asimismo hay que mencionar que algunas grandes obras de los grandes autores latinoamericanos han sido traducidas desde sus lenguajes originales (principalmente el narrativo) a formas escénicas. Es el caso, por ejemplo, de El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, Rayuela de Cortázar, Concierto barroco de Alejo Carpentier, Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa, El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, e, incluso, rizando el rizo, la trilogía Memoria del fuego de Eduardo Galeano. Paradójicamente, estas adaptaciones no sólo contaron con una buena difusión -extraña en lo que se refiere a la dramaturgia latinoamericana-, sino que, asimismo, en la mayoría de los casos, también recibieron el aplauso de público y crítica. Con una excepción: la de la reciente y ya citada Pantaleón y las visitadoras, adaptada por Alfonso Ussía, Juancho Armas Marcelo y Javier Olivares, dirigida por Gustavo Pérez Puig y producida por Salvador Collado que resultó, para decirlo con generosidad, una auténtica desvergüenza. Pero, como es evidente, citando estos títulos y estas firmas poco, muy poco, se está hablando de la literatura dramática de la América Latina, una literatura que, como señala Giuseppe Bellini, da sus primeros pasos en firme con las obras escritas a finales del siglo XIX y principios del XX por el uruguayo Florencio Sánchez, pero que ya anteriormente había contado con algunos balbuceos a destacar, como las obras escritas en España por el mexicano Pedro Ruiz de Alarcón en la primera mitad del XVII, y las dos comedias y tres autos sacramentales de la también mexicana Sor Juana Inés de la Cruz creados en la segunda mitad de la misma centuria. En efecto, el auténtico precursor de la dramaturgia latinoamericana fue el uruguayo Florencio Sánchez, el cual, con obras como M'hijo el dotor (de 1903), Barranca abajo (1905) o Nuestros hijos (1907), se consideró durante muchos años, al decir de Bellini, como «el único autor destacado del teatro hispanoamericano». De hecho, Sánchez llegó a ser el nombre más importante de la denominada «Década Dorada» (1900-1910) del teatro en América Latina. Ernesto Herrera, José Pedro Bellán, Justino Zavala Muñiz, Juan Carlos Patrón o Víctor Pérez Petit son otros dramaturgos uruguayos que continuaron el camino iniciado en buena medida por Sánchez y cuyas obras ocupan el espacio temporal que va desde aquél al ecuador del presente siglo, que es cuando el teatro uruguayo inicia su etapa más interesante, hasta llegar a nuestros días. Así lo señala Juan Carlos Legido: «...teatro uruguayo, o sea teatro como una manifestación cultural coherente y continuada de creación y representación escénica no existe en nuestro país, a mi entender, sino desde 1947...», que es el año, por cierto, en que se crean la Comedia Nacional y la Federación Uruguaya de Teatros Independientes. Roger Mirza establece una división entre las generaciones del 45, del 60 y de los 70 (también llamada generación de la Dictadura, Invisible o Fantasma) para ofrecernos una plantilla bastante considerable de los dramaturgos que ha dado el Uruguay en estos últimos cincuenta años. Andrés Castillo, Carlos Maggi, Antonio Larreta y Jacobo Langsner

aparecen como nombres destacados de la literatura dramática de la generación del 45, donde también se puede incluir tanto a Ángel Rama (excelente ensayista, pero asimismo autor teatral en textos como La inundación, Lucrecia o Queridos amigos) como a Mario Benedetti. Si echamos una ojeada a la última lista de obras publicadas por el autor de La tregua (la que aparece en las páginas finales de El Aguafiestas Benedetti, biografía escrita por Mario Paoletti), encontraremos que son más de setenta los títulos debidos a la pluma (o el ordenador, según los tiempos) del escritor uruguayo. Pero de esos más de setenta sólo tres pertenecen al género dramático: El reportaje (cuya primera edición es de 1958), Ida y vuelta (publicado por primera vez en 1963) y Pedro y el capitán (editado en 1979). Raúl H. Castagnino amplía, sin embargo, esa nómina, y cita también Amy, teatro poético premiado en un Concurso Universitario de Literatura; Ustedes, por ejemplo, que no trascendió, y El apuntador. Pero lo realmente cierto y comprobable es que tres han sido las obras teatrales publicadas por Benedetti, y sólo se tiene noticia del estreno de dos de ellas: Ida y vuelta y Pedro y el capitán. Habría que mencionar también la adaptación teatral de algunos cuentos de Montevideanos realizada por el Teatro del Pueblo de la capital uruguaya, las de La tregua por Rubén Deugenio para El Galpón en 1962 y por Rubén Yáñez para el Teatro Circular de Montevideo en 1996, y la de Primavera con una esquina rota por el grupo ICTUS de Santiago de Chile en 1984. El primero de los intentos dramáticos de Benedetti que ve la luz es el ya citado El reportaje. Lo publica Marcha en Montevideo en 1958, el mismo año en que se estrena La trastienda, pieza con la que se dio a conocer como dramaturgo (y, por cierto, acaparando todos los premios del teatro uruguayo) Carlos Maggi. La acción de El reportaje, pieza en un acto con «un presente y tres evocaciones» que fue premiada por el Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay, transcurre en Montevideo y en una «época actual», mientras que las evocaciones acontecen, respectivamente, diez, treinta y quince años antes. Aparecen ocho personajes, aunque tres de ellos son el novelista Jaime Valdés con tres edades distintas: como niño, como joven y con cuarenta años. La escenografía principal de la obra la constituye el estudio de Valdés, en el que sostiene una larga conversación con Suárez, crítico literario con el que parece mantener unas relaciones bastante más benévolas que las que podrían suponerse habituales entre crítico y escritor. Valdés ha publicado recientemente una novela, Juventud, mezquino tesoro. Mientras bebe whisky y conversa con Suárez sobre sus próximos proyectos (una «novela del empleado público, con un título chocante, como Enterado archívese», que nos remite inevitablemente a varios trabajos de Benedetti de esa época y tema similar, pongamos los Poemas de la oficina), recibe una llamada telefónica en la que se le recuerda que tiene que contestar a las preguntas de un reportaje para un semanario. Empujado por ellas, y por el empeño de Suárez en que su novela editada es «cien por cien» autobiográfica, Valdés se verá obligado a recordar tres momentos de especial trascendencia en su vida que, tratados de forma literaria, se han visto reflejados en su obra. Curiosamente, la imagen de Valdés que nos van transmitiendo las tres evocaciones pasa de ser positiva (en la primera se nos muestra como una persona repleta de dignidad y en la segunda como una pobre víctima del egoísmo de sus padres) a convertirse en especialmente despreciable. El procedimiento que propone Benedetti en su texto para afrontar escénicamente las tres evocaciones es el del cambio de luces, dejando a oscuras la parte del escenario donde se encuentran el Valdés de 40 años y Suárez e iluminando aquélla

en que se va a desarrollar el flash-back, así como la permuta de los telones con diferentes vistas que pueden apreciarse tras una ventana. El primer recuerdo nos conduce, como dije, diez años atrás, cuando El Patrón de Valdés («ejemplar perfecto del industrial prepotente, inescrupuloso y sumamente hábil en el trato con la parte despreciable de la gente, que es sin duda la que mejor conoce») intenta engatusar a su empleado para que delate a los dos compañeros que, junto a él, fueron los instigadores de una huelga en la empresa. El Patrón promete a Valdés varios beneficios a cambio de esos dos nombres, pero Valdés no cede. La segunda rememoración nos hace viajar en el tiempo hasta treinta años antes, cuando Valdés es apenas un niño de nueve años y asiste como «un testigo mudo, pero [con] los ojos bien abiertos y espantados» a una violenta discusión de sus padres que, tras echarse en cara mezquindades varias (entre ellas, unos cuantos adulterios), convienen en separarse y dividir sus bienes gananciales: casas, coches, títulos, hipotecas... Los adultos no sólo olvidaron al niño durante su refriega, sino que también ahora, en el momento del reparto, lo dejan de lado hasta que El Padre, al final de la evocación, repara en él: «Ah, y también queda éste», dice. Esta misma historia ya había sido recreada por Benedetti algún tiempo antes, concretamente en 1951, en el cuento «La guerra y la paz», inserto en Montevideanos. En él, el niño describe lo que sucede a través de una primera persona testigo y, en palabras de Dante Liano, «mentalmente como un corresponsal de guerra». De hecho, así lo confirma el afectado: «Yo era un corresponsal de guerra», asegura. En realidad, es la única función que puede cumplir. El padre repara en él con la misma frase que lo haría en el texto teatral. El niño, entonces, se siente un objeto más: «yo estaba inmóvil, ajeno, sin deseo, como los otros bienes gananciales». Como señala Jorge Ruffinelli, «La cosificación aparece aquí en todo su apogeo», combinando en una ambigua suerte la indiferencia y el desprecio que alcanza un grado de repulsa definitivo al tratarse del propio hijo. Por fin, el tercer flash-back nos presenta nuevamente al Valdés Joven de la primera evocación, aunque han pasado ya cinco años desde aquélla. El actual recuerdo hace que aparezca en escena Clara, una mujer a la que Valdés conoce desde ocho meses antes y con la que mantiene unas extrañas relaciones sentimentales, pues sólo se ven los jueves y apenas si conoce cada uno de ellos detalles de la vida del otro. Ante la insistencia de la chica, Valdés inicia una sesión de confidencias que, por supuesto, alcanza al aspecto amoroso. Confiesa una antigua relación pasional, una relación que acabó, por su culpa, de modo trágico. «Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio -explica Valdés[...] Un día no pude más y la golpeé... [...] La golpeé, la humillé. La obligué a cometer acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable». La mujer, después de ese incidente, se suicida. El reportaje culmina con los sollozos de un Valdés ya a solas y la aparición en el gran ventanal que ocupa la pared del fondo de la escenografía del mismo telón que sirvió para ubicamos en la segunda evocación, aquella en que Valdés era un niño olvidado por sus padres. Todos los males de este personaje que ha ido envileciendo ante nuestros ojos de manera irreparable parecen tener su origen en aquella infancia agria que él mismo nos ha contado, y que no es sino el reflejo de un mundo que se refocila en su propia sordidez. No cabe duda de que el texto entronca perfectamente con otros de esa primera época de Benedetti: los cuentos de Esta mañana, la novela Quién de nosotros, los relatos de

Montevideanos... donde se realiza, como señaló Jesús Díaz, el «inventario de una moral en crisis». El segundo texto dramático de Benedetti del que tenemos noticia fiable, Ida y vuelta, una «comedia en dos actos» escrita en 1955, que sería publicada en el año 63 en Buenos Aires por la editorial Talía, fue estrenado en la Sala Verdi de Montevideo el día 17 de julio de 1958 por la Compañía de Actores Profesionales Uruguayos, bajo la dirección de Emilio Acevedo Solano. Este montaje obtuvo un segundo premio en un concurso teatral organizado por la compañía El Galpón y, con posterioridad, el tercer premio de las Jornadas de Teatro Nacional organizadas por la Comisión de Teatros Municipales de Montevideo. Al igual que en la obra anteriormente comentada, la acción transcurre en la capital uruguaya, y en una época contemporánea a la de escritura del texto. El gran protagonista es un Autor teatral que quiere mostrar a los espectadores una serie de materiales (argumento y personajes) que le rondan la cabeza y con los que se plantea redactar una comedia. Insiste en que lo que se verá a continuación no es la obra en sí, ya acabada, sino simplemente un boceto de lo que podría ser, con el fin de comprobar el efecto que causa en el público pero también de constatar por sí mismo si vale la pena o no enzarzarse en su escritura. Evidentemente, lo que está haciendo Benedetti con esta primera intervención (y con otros procedimientos) es utilizar las técnicas distanciadoras de autores como Berltolt Brecht o Luigi Pirandello, influencias analizadas por Alyce de Kubhne en un interesante artículo de 1968. Vale recordar que el germanoriental proponía un teatro en el que, entre otras cosas, los actores, lejos de actuar, narraran; en el que se hiciera al espectador un observador con el fin de despertar su actividad, obligándole a estudiar y a adoptar decisiones; en el que se investigara al hombre como ser mutable, y en el que, sobre todo, se produjera la expresión de la razón. Por lo que se refiere a Pirandello, recordemos que en su excelente Seis personajes en busca de autor (estrenada en 1921), el espectador asiste de entrada al ensayo de una obra del propio Pirandello titulada El juego de las partes cuando irrumpen en el teatro media docena de personas que exponen al director y a los actores que ensayaban la historia de sus propias vidas. Utilizando este artificio, el autor italiano pretende que el público tome a estos personajes como seres reales, no ficticios, lo mismo que el Autor de la obra de Benedetti desea para sí, otorgando a la pieza, como señala David William Foster, «su naturaleza como metateatro». Así pues, los personajes que protagonizan ese borrador que es Ida y vuelta son Juan y María, «un hombre y una mujer tan corrientes y tan montevideanos -dice el Autor- que da lástima escribir sobre ellos». En las distintas secuencias que se nos van mostrando, asistimos a su relación, una relación que comienza a la salida de un cine y que continuará con un noviazgo, un matrimonio, una distanciación entre ambos, un viaje de él a Europa que le resulta desalentador, una separación y, de inmediato, en palabras de Castagnino, «al añorarse mutuamente, el sentir nostalgia de la cotidianidad termina por reunirlos nuevamente». La conclusión a la que llegará el Autor al final de la obra es que «lo montevideano no es teatral... [...] para hacer grandes obras son necesarios grandes temas... y nuestros temas son chiquitos... como para soneto...», por lo que se siente obligado a desistir de la escritura de la historia de Juan y María y a emprender la composición de Nausicaa una gran pieza basada nada menos que en un argumento de Homero.

Según escribe Paoletti sobre el estreno de Ida y vuelta, «Al público le gusta bastante, a la crítica absolutamente nada, a él (Benedetti) más o menos». Sea como fuere, lo cierto es que el estreno de esta obra permite a nuestro autor viajar un año después a los Estados Unidos como becario del American Council of Education en su condición de joven dramaturgo. Allí dictará dos conferencias en otras tantas universidades: precisamente la de la Universidad de Chapell Hill en Carolina del Norte, se titulará «Teatro uruguayo hoy». Tienen que pasar veintiún años para que Benedetti se decida a escribir un nuevo texto dramático. Y lo hace de forma casi accidental, podría decirse que sin proponérselo. De hecho, en una conversación con su compatriota Ernesto González Bermejo había asegurado que nunca jamás lo iba a volver a hacer. La razón que esgrimía para esa decisión tan drástica era clara: «el teatro que escribo es malo». Pero se ve que no contaba con los caprichos de la creación. En uno de los últimos días de diciembre de 1973, en Buenos Aires, Jorge Ruffinelli entrevista a Benedetti y éste, al hablar de sus nuevos proyectos, cita una novela «que tal vez se llame El cepo, [y que] va a ser un diálogo entre un torturador y un torturado, en donde la tortura no estará presente como tal aunque sí como la gran sombra que pesa sobre el diálogo. Pienso tomar al torturador y al torturado -añade Benedetti- no sólo en el diálogo que se realiza en la prisión o en el cuartel, sino mezclados con la vida particular de cada uno». Ése es el tema de la obra teatral más importante y conocida (para el gran público, posiblemente la única) de Mario Benedetti. Escrita íntegramente en Cuba, Pedro y el capitán fue publicada por primera vez en 1979 por Nueva Imagen de México, y en 1995 alcanzó su trigésima segunda edición. El mismo año 79 la compañía uruguaya El Galpón (que también la llevaría al cine) sube la obra a un escenario. Este montaje fue realizado en el exilio mexicano del grupo y bajo la dirección de un nombre mítico de la escena uruguaya, latinoamericana: Atahualpa del Cioppo. El Galpón llegó a realizar más de doscientas funciones de su puesta en escena. La llevaron desde las minas de Bolivia hasta el Berliner Ensemble y recibió tanto el Premio Amnistía Internacional como el de Mejor Obra Extranjera en México. En 1980, el Teatro Político Berltolt Brecht de La Habana también levanta este tercer texto dramático de Benedetti, y dos años después es el Teatro Independiente del Uruguay quien hace lo propio, presentándolo, incluso, sobre las tablas del Teatro Lavapiés de Madrid. Ha sido representado en castellano, inglés, francés, alemán, portugués, sueco, noruego, italiano, gallego y euskera, y ha sido traducido asimismo al eslovaco y danés. Además de por las ya mencionadas, fue escenificado por compañías de México, Costa Rica, Puerto Rico, República Dominicana, Panamá, Chile, Venezuela y Colombia. Varias han sido también las agrupaciones españolas que han representado esta obra: entre otras, el Teatro Estudio de Gijón, el Teatro del Noctámbulo de Extremadura y la salmantina Etón Teatro, cuyo trabajo, como saben, podremos ver esta misma noche. La obra se divide en cuatro actos, y se desarrolla en una sala de interrogatorios. A diferencia de los textos antes comentados, aquí no encontramos una acotación ubicadora inicial, pero sabemos de sobra que la acción transcurre en Montevideo durante la época de la represión militar, que comenzó a principios de los años setenta, endureciéndose a partir del golpe de finales de junio de 1973. Pedro, un preso, y el Capitán, un interrogador, son los dos únicos personajes del texto. El Capitán intenta que Pedro delate (tema éste que ya había aparecido en El reportaje) a unos compañeros revolucionarios, pero Pedro se

mantiene firme en sus convicciones a pesar de la tortura («apremios físicos» según los represores uruguayos, «presiones físicas moderadas» según los actuales torturadores israelíes), incluso llegará a decantarse por la muerte antes que por la traición. El Capitán (que, en realidad, es coronel) intenta mostrarse, por lo menos en un primer instante, como un hombre civilizado, que está por «el argumento», y no por la fuerza bruta. La pieza se plantea entonces como, en palabras de Benedetti, una «indagación dramática en la psicología del torturador». No es el primer intento de nuestro autor en este sentido. Recordemos cuentos como «Los astros y vos» o «Escuchar a Mozart», de Con y sin nostalgia; o «Escrito en Überlingen», de Geografías, donde se nos enfrenta con la crueldad (en los dos primeros) y la locura (en el último) de esos torturadores que acabarán confesando sus crímenes, como ha sucedido en la vida real (caso del arrepentido argentino Scilingo), o suicidándose, como en Andamios, la última novela de Benedetti, aunque, en el colmo de la vileza, la autoinmolación del «milico» no obedece allí a problemas de conciencia. Da lo mismo, o casi, porque, como escribía Benedetti, «Un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo». La obra, como señalé antes, ha obtenido un éxito innegable allá donde se ha visto o leído. En todas partes, menos en el Uruguay. Allí, como confesaba a Paoletti el propio Mario, «La crítica la ignoró o la vapuleó y el público no fue a la sala: duró muy poco en cartel. Y tampoco gustó la película que se hizo sobre la obra». Seguramente por proximidad. La herida de los tiempos crueles, que acabaron en el 85, aún no ha cicatrizado del todo en Uruguay. Es probable que, dentro de unos años, los uruguayos puedan contemplar con la distancia necesaria para que el dolor no les empañe la mirada ese canto a la dignidad titulado Pedro y el capitán que, no casualmente, lleva la firma de Benedetti, ese honesto en estado puro, el cual, ya en «Hombre preso que mira a su hijo» escribió: «es mejor llorar que traicionar / [...] es mejor llorar que traicionarse». No lo olvidemos.

Un lector bien entrenado (Mario Benedetti, el periodista-crítico) Pablo Rocca (Ediciones Banda Oriental. Montevideo)

Entre la multitud de formas de discurso por las que desde 1943 incursiona Mario Benedetti, la crítica literaria fue una manifestación temprana. Paralela a la poesía, el cuento y aun anterior a la escritura de novelas, por encima de su comprensión de la literatura ajena Benedetti encontró, en esa dedicación crítica, su propia cifra en el cauce de la modernización literaria hispanoamericana. Esa tarea permanente contribuyó a cimentar su propio edificio literario. En las páginas que siguen se pondrá a prueba esta hipótesis. Sobre la función del crítico literario, Benedetti abriga una certeza: «ayudar al lector, ponerlo en antecedentes de qué es lo que va a encontrar» en el libro que puede caer en sus manos. Basta esta anotación intercalada en un artículo sobre el narrador uruguayo Juan José Morosoli, para explicar cómo el escritor ha concebido una parte de esta actividad durante

toda su vida, cincuenta años redondos en los que publicó alrededor de dos centenares de notas y ensayos. Sucesivas recopilaciones han juntado una y otra vez muchos de esos textos. Ahora, esa acumulación de títulos se decantó en dos volúmenes en los que no está todo, pero está lo que el autor entiende que es fundamental. El ejercicio del criterio, el primero de ellos, reúne los escritos sobre las letras del «primer mundo» y las de América Latina, así como ciertas reflexiones sobre arte literario y realidad; Literatura uruguaya siglo XX, que acaba de alcanzar una cuarta edición ampliada, recoge su labor sobre el objeto de estudio declarado en el título. Juntas, estas compilaciones suman un millar de páginas. Sus itinerarios diversos parten, no obstante, de un mismo lugar: la mirada sobre este siglo agónico. El estreno crítico de Benedetti se remonta a 1948 con Peripecia y novela, el libro de un joven competente y enterado, el libro de un outsider que trabaja en una oficina y que, en los ratos libres, lejos de toda capilla o aun de cualquier grupo intelectual, lee, escribe y publica todavía sin eco. Conviene reparar en los asuntos de este libro nunca reeditado, pese a que no le faltaron oportunidades para ello. Peripecia y novela contiene, primero, el largo ensayo que da título al volumen en el que, apoyándose básicamente en la narrativa del siglo XX, revisa «la ley y la trampa» de la peripecia novelística, recursos que sintetiza en este enunciado: «Desde el momento en que se certifica el estado legal de una actividad creadora, ésta pierde inevitablemente actualidad». Dedica otro largo ensayo del volumen a la vida de Rainer María Rilke y sus Malte Laurids Brigge, en otro más aborda los Extractos de un Diario, de Charles Du Bos y, al final, queda espacio para el examen de la obra de Evelyn Waugh. Son tres ensayos sobre escritores de tres lenguas europeas distintas. Salvo el alemán, al que aprendió en la infancia, Benedetti adquirió en soledad las otras dos lenguas, sólo con la ayuda de diccionarios y de mucha disciplina -según ha declaradoporque ansiaba leer a Proust, Henry James y William Faulkner en el original. A ese empecinamiento autodidáctico corre pareja la carencia de un curriculum universitario que no podía tener de forma alguna, puesto que en su época no existían en Montevideo las carreras superiores de letras. Esta ardua conquista de la modernidad «occidental» y cosmopolita, hasta mediados de los cincuentas le hizo dedicar la mayor parte de su energía lectora a desentrañar la obra de Proust, Faulkner, Henry James, Italo Svevo, Thomas Mann, Forster y otros europeos y angloamericanos, aunque de a ratos se acercó a las letras del que luego llamaría «el continente mestizo». Un pasaje de su libro inaugural justifica esa opción que se había formulado ya en los años juveniles: «los novelistas y cuentistas de Hispanoamérica, han sufrido necesariamente la influencia de las nuevas corrientes europeas [...] (entre ellos, Jorge Luis Borges) ha cumplido (...) la importante tarea de introducir lo inglés en nuestros medios intelectuales, traduciendo y prologando obras de autores que como Melville o James eran hasta hace poco casi desconocidos en el Río de la Plata» (op. cit, p. 58). Más que la evidente elección estética, como antes ocurriera con Borges en Buenos Aires y con Onetti en sus artículos del semanario Marcha, Mario Benedetti supo de la necesidad de modernizar el instrumental literario de su país para sacar del letargo y la esclerosis a una narrativa demasiado penetrada por el realismo decimonónico y distraída en exceso con los motivos campesinos. En los años subsiguientes continuará con ese propósito, apuntando

también hacia una idéntica renovación del discurso poético. Pero ya no estará solo, sino que pronto va a encontrarse con un grupo bastante homogéneo que también compartía esa línea modernizadora, y que además la llevó adelante con vehemencia, un grupo heterodoxo que «reúne» a Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Ángel Rama, Carlos Ramela y otros. No es esta la ocasión de averiguar las exclusiones y las posibles (y seguras) discriminaciones efectuadas al aplicar esta norma, llevada a cabo con persistencia y claridad de objetivos. Alcanza corroborar que ese proyecto literario vanguardista llegó a su meta en la literatura latinoamericana hacia fines de la década del cincuenta. Entonces, merced al sacudón de las conciencias políticas que representó la Revolución cubana, Benedetti y otros redirigieron su estudio hacia las letras del «continente mestizo» urgidos por el paradigma del cambio social. Se ha interpretado ese pasaje de manera unilateral, y así lo ha propuesto el mismo autor: como la abrupta ruptura que va del cosmopolitismo «evadido» de la realidad inmediata al «compromiso» con el entorno próximo. En principio esto es indudable, dado que las nuevas evidencias históricas -con el catalizador del fenómeno cubano- producen ese vuelco del escritor preocupado por lo puramente estético hacia una cierta articulación de su discurso con la transformación social y revolucionaria. Se trata de un pasaje similar al que vivieron en los años treinta Alejo Carpentier o Mario de Andrade, quienes abandonan su originaria «articulación con la cultura universal, marcada por el intento de una experiencia creadora individual y elitista», para «focalizar la realidad americana como una experiencia excéntrica, en la medida que periférica», según observa Raúl Antelo en su estupendo libro sobre Mario de Andrade y los hispanoamericanos. Pero a diferencia de estos ancestros no tan pretéritos, desde 1959 Benedetti puede enfrentar el proyecto político con la tranquilidad de un modelo que entiende ejemplar. Desde otro punto de vista no hay ruptura sino una verdadera continuidad. Porque sin el entrenamiento lector en los productos de las nuevas letras metropolitanas, ni Benedetti -ni nadie- hubiera podido examinar la nueva literatura latinoamericana; sin esa literatura engendrada en algunas zonas del «primer mundo» hubiera sido imposible la obra de García Márquez, Cabrera Infante, Vargas Llosa, Monterroso, Cortázar, etcétera. Además, y por último, sin el circuito latinoamericano que, por primera vez de modo armónico, tramó en los sesentas a escritores, críticos, editoriales y lectores, no estaría hoy en cuestión el concepto mismo de metrópoli. Pero antes de este proceso circular, para que el prospecto individual del Benedetti de 1948 se transformara en esfuerzo colectivo, tuvo que integrarse al periodismo, conducto por el que circulaba la producción intelectual más dinámica del medio siglo en toda América Latina. Y en Uruguay, quizá como en pocos sitios. Si se exceptúa su Rodó, el pionero que quedó atrás (Buenos Aires: Eudeba 1962), no por casualidad desde que en 1949 se incorpora al sistema cultural de su país, Benedetti sólo ha trabajado como crítico para las revistas (Marginalia, Número, Casa de las Américas, etcétera) y para las publicaciones periódicas de mayor tirada (Marcha, La Mañana, El País de Madrid, Página 12 y otros). Fuera de las imposiciones de la atmósfera en que se formó, ese régimen de trabajo ha sido para él una vocación sin tregua.

Mediante esta práctica el crítico algo envarado del primer libro mutó en un prosista ágil, comunicativo. Una metamorfosis similar se operó en el estilo de sus cuentos y novelas, cambio que se verifica en el transcurso de la década que va desde Esta mañana (1949) a La tregua (1960). Por eso, puede concluirse que Benedetti hizo periodismo cultural en forma intensa y el periodismo también lo hizo (o lo reformó) a él. Antes aún del desvelo sobre el «aquí y ahora» político, su escritura se desplegaba sobre el quehacer cultural contemporáneo. No sólo por las perentorias obligaciones del oficio, no tanto porque su cultura «clásica» careciera de la solidez necesaria -según insinuara Real de Azúa en 1964-, sino porque siempre se ha interrogado por lo presente y sus raíces más próximas. Como la anterior, esta proposición también puede extenderse a su narrativa y hasta a un sector importante de su obra poética. Una lectura posible del ciclo narrativo que se abre con Quién de nosotros (1953) y que por ahora se cierra con Andamios (1996), comprende todas sus preguntas y respuestas sobre el país «de clase media» que empieza a derrumbarse y no puede (re)construirse a cabalidad. En suma, la profesionalidad adquirida en la crítica literaria con los beneficios de una escritura fluida y punzante, prepararon el nivel de agudeza y de calidad que, hacia 1960, Benedetti empezó a practicar en sus notas políticas insurgentes que se han prodigado por una buena porción del planeta.

II En su labor de crítico literario nunca aspiró a ser más de lo que ha sido: un lector. Y el paso de los años, el aprendizaje de varias lenguas modernas, el sosegado estudio, el duro trabajo, lo convirtieron en «un lector bien entrenado», como se autodefine -casi con disimulo- en su artículo «Literatura de balneario» (Literatura uruguaya, p. 396). Un lector que elige unos textos y, por lo tanto, desecha otros; un lector que pone en juego sus valores y los muestra sin vano pudor ni pretensión de cientificidad. Al principio de su carrera es notoria la inversión de tiempo en el conocimiento de las corrientes críticas y de la teoría literaria en boga. Menudean las citas de los trabajos de Roger Caillois y Wladimir Weidle sobre la novela contemporánea, de los estudios de Carl Van Doren sobre James y los de Ernst R. Curtius y Claude Edmond Magny sobre Proust. A medida que se consolidan sus principios críticos, se fía más de su propia intuición lectora, del serio oficio de «lector cómplice», (noción que toma de Julio Cortázar), del personal «ejercicio del criterio» (paradigma que adopta de José Martí). Separa su ejercicio feraz, situado entre 1949 y 1967, del que luego siguió practicando, la irrupción de un prisma de corrientes críticas (el estructuralismo, la teoría de la recepción, el desconstructivismo, etcétera). Lejos de plegarse a cualquiera de estas escuelas, Benedetti siguió fiel a las ideas adquiridas en la matriz formativa, de ahí que en 1985 anatematice la operación crítica que sólo devuelve al lector los personajes ficticios «prolijamente fichados, colacionados, computados, clasificados y probablemente archivados», olvidando -dice respecto de las criaturas onettianas- la condición de «individuos huraños y tiernos que

efectivamente son, con su carga de amor y su autosanción de desamor» (El ejercicio..., p. 234 y Literatura uruguaya..., p. 201). En 1976, en pleno auge de las tendencias formalistas, haciendo el balance de las novelas sobre dictadores latinoamericanos, confesaba: «Simplemente quiero transmitir mi experiencia, o sea, la de un lector que virtualmente conoce toda la obra que hasta ese momento habían publicado estos novelistas» (El ejercicio del criterio, p. 364). Un año después, en 1977, no tenía reparos en atacar los abordajes que llama «ahistóricos», predicando que «el deber de nuestra ensayística, de nuestra crítica, de nuestra historia de ideas, será el de vincularnos a nuestra historia real (...) como el medio más seguro de interpretar y asumir nuestra realidad» (El ejercicio..., p. 46). También de 1977 es esta afirmación poco seducida por los gritos de la moda: «el valor esencial de una obra de arte (...) tiene bastante más que ver con la inserción natural del autor en su tiempo y en su comunidad». Esta «devoción» por la contemporaneidad desde que asume su compromiso político, se liga a la propuesta de vincular el arte nuevo con el contexto que lo gesta. Pero algunos puntos de esta línea ya se habían adelantado en sus observaciones sobre el caso uruguayo antes de los años sesenta. Visto desde lejos, más que ningún otro, su libro sobre letras uruguayas funciona «como un diario, y, en efecto, es el diario del espíritu», para apelar a una cita de Hipólito Taine que Rodó hace suya, y que Benedetti refiere en su estudio más extenso y documentado. La mayor cantidad del medio centenar de textos que contiene Literatura uruguaya siglo XX fueron redactados entre 1950 y 1965, los años de la irrupción de la generación del «45» y de la que Ángel Rama llamara «promoción de la crisis». Al igual que Emir Rodríguez Monegal y que el propio Rama, Benedetti entendió que en ese período, cuando él mismo adquiere protagonismo, empieza a hacerse en Uruguay la literatura que se estaba necesitando, la que se pone a tono con las letras modernas de cualquier parte, aunque no ignore el valor de algunos precursores del Novecientos y otros antecedentes más próximos al «45» -a veces observados bajo esa forma retrospectiva-, como los narradores Francisco Espínola, Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti y el poeta Líber Falco. Para Benedetti la narrativa de su tiempo y su país representa «la vuelta a lo real» (p. 349), dispuesta en una estrategia que respeta la noción aristotélica de «peripecia» o que, en su defecto, acciona el «resorte anecdótico» (del que habla en sus textos sobre Morosoli y Espínola) y que, siempre, contempla la «fluidez y los efectos narrativos» (p. 147). En ocasiones estas normas pueden ser válidas, incluso, para los narradores ajenos al realismo canónico, como Onetti, Felisberto, María Inés Silva Vila y L. S. Garini. Pero en todos ellos sus mundos llenos de «fantasmas» (ejemplo de Silva Vila) o de seres «reales» que por obra de la técnica son recreados por procedimientos del discurso poético (caso de Onetti), nunca cortan «amarras con la realidad», aun en el extremo de la literatura fantástica, como pensaba el crítico en 1961 sobre los relatos de Felisberto Hernández. Algo parecido postula tres lustros después: «puede el escritor convertir la realidad en fantasía, pero siempre con la secreta esperanza de que esa fantasía se convierta en realidad» (El ejercicio..., p. 75). En cambio, la mejor poesía para Benedetti debe mantenerse dentro de las «emociones primordiales, [no] caer en la tentación de decorarlas literariamente» (p. 172); siempre debe proponer una «plataforma para aludir al prójimo, para llegar a él» (p. 160). Por eso condena los versos de Emilio Oribe que dejan afuera «el chispazo verbal, la imagen iluminada, la

inflexión de angustia» (p. 133); por eso advierte que la lírica Ida Vitale pone al lector ante el «peligro» de presumir que «está cerca de un poeta (frío, descarnado, intelectual) que en realidad no es el verdadero (cálido, angustiado, sensible)» (p. 321). Todo este breviario interesa, y mucho, como una poética benedettiana con destino a sus ficciones.

III En el último cuarto de siglo, aun restando el alejamiento de la crítica «militante», Benedetti no ha dejado de leer y de opinar con sagacidad sobre casos recientes (Ibero Gutiérrez, Nancy Morejón, Daniel Moyano, Mario Delgado Aparain, Rafael Courtoisie, Ángeles Mastretta, etcétera). Sean de las épocas que fueren, conviene reparar en la axiología benedettiana presente en sus aportes críticos. Pero también y a esta altura, las páginas del rubro interesan porque están muy bien escritas y conllevan una fuerte dosis de humor, porque en ellas siempre se descubre una idea inteligente aunque predomine la reseña de circunstancia, porque son el producto de un lector sensible y riguroso -adjetivo éste favorito del autor-. Sus apuntes representan el cuaderno de bitácora de un escritor que, al leer cada pieza, de alguna manera se lee a sí mismo. Benedetti también ha sido traductor. Quizá fue el primero que trasladó al español algunas parábolas de Franz Kafka, publicadas durante 1949 en Marcha y Marginalia. Una y otra tareas, la del crítico y la del traductor, son -se sabe- complementarias. Hay una palabra germana («aufgabe») que, entre otros, tiene dos significados: «tarea» y «renuncia». Quizá consciente de esta bifurcación semántica, aunque nunca abdique de sus principios, Benedetti reserva en sus críticas un espacio para la duda, para la suspensión final del juicio inclemente, reclamando en su lugar un «acercamiento a la obra, a sus antecedentes, un mínimo esfuerzo por comprender cuál ha sido la intención de ese creador, y juzgarla sobre tal medida» (Literatura uruguaya..., p. 405). Walter Benjamin pensaba que la traducción no es «sino un procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua». Sobre la tarea del crítico puede decirse algo parecido y, como tal, comporta la renuncia a la aproximación absoluta, de la censura sin mediaciones ni matices, de la pura exaltación. Son éstas tres lecciones que se desprenden de la tarea crítica de Mario Benedetti, tres enseñanzas que merecen escucharse con atención.

Dicen que la avenida está sin árboles Giuliana Mitideri (Universidad de Salerno)

La literatura latinoamericana que hoy conocemos y celebramos es el resultado del boom de la novela de los años sesenta, aquella ampliación de mercado que motivó a una nueva

generación de escritores, críticos y lectores, a valorar las nuevas obras literarias y a revalorar las que habían pasado desapercibidas o habían sido menospreciadas. Cabe hablar del semanario Marcha, un periódico político-cultural independiente, como no se ha hecho otro en América-Latina. Hoy Marcha no existe: fue clausurado en 1975, sólo ha quedado como recuerdo y colección archivada en bibliotecas. Lo fundó en 1939 -y lo dirigió durante 36 años- Carlos Quijano, prestigioso economista, y en sus páginas colaboraron los mejores intelectuales de Uruguay y de otros países de América Latina, de Europa y Estados Unidos. El pivote de Marcha fue siempre Carlos Quijano, con sus principios socialistas, antiimperialistas, latinoamericanistas, compartidos por varias generaciones de escritores, periodistas, políticos, cineastas, musicólogos, abogados, economistas, artistas que incluso se formaron en ellos. En 1981 Eduardo Galeano señaló como las características de Marcha habían sido resultados-claves -dada su condición formativa- en los momentos más confusos de la resistencia política en Uruguay, así como en los del exilio, desde el golpe de estado de junio de 1973: Siempre resonaron en Marcha campanas diversas, y así el periodismo, que es una forma posible de literatura, pudo y puede reflejar las contradicciones que dan prueba de la vida en movimiento y pudo y puede contribuir al desarrollo de una alternativa socialista diferente y nuestra, que opere como forja de creadores y no como fábrica de funcionarios dogmáticos [...] Cuando la crisis llegó y con furia soplaron los vientos de la verdad, Marcha nos dio, a todos, claves decisivas para superar la perplejidad y actuar. (Galeano E., 1995: 10) Mario Benedetti fue uno de los intelectuales que se formaron en Marcha, que colaboró y que luchó por los principios pregonados por la revista. Después de haberle «allanado» la casa, Benedetti huye de Montevideo. Entre 1973-1984 vive en Buenos Aires, Cuba, España: se convierte en el símbolo del exiliado latinoamericano en Europa. En España, fiel a los principios de Marcha, Benedetti es compañero durante casi dos años (1982-1984) de los lectores de El País, donde aparecen sus artículos con frecuencia semanal. Pero ya que las opiniones de Benedetti suscitan la réplica de lectores excelentes como Juan Goytisolo, Ángel Valente, abandona sus colaboraciones periodísticas por el cansancio frente al agravio y al empleo de datos erróneos por parte de algunos de estos replicantes. En el último artículo de este período «Cansancio y Adiós» (Benedetti, 1994: 1987), Benedetti se despide así de sus lectores españoles:

...También confieso que este autocese me significa una pura decepción. Primero porque siempre tuve la osadía de pensar que un latinoamericano no podía ser extranjero en España, como no lo fueron en América-Latina, y concretamente en mi país (manes de José Bergamín y Margarita Xirgu), los españoles durante su doloroso exilio de posguerra, y luego porque El País es una tribuna que apareció y que jamás me ha censurado una sola línea. Lo que más lamento de mi decisión es que inevitablemente me alejaré de los lectores españoles, que por distintos medios, tanto me han estimulado en esto dos años de actividad periodística. Creo, sin embargo, que podrán comprender que seguir, semana a semana, ocupando el espacio de El País para rectificar línea a línea los desajustes de información en que las sucesivas réplicas suelen basar sus tajantes afirmaciones es algo que a otros puede entretener, pero a mí me fatiga... ...Mi ya largo currículo de exiliado me ha ido enseñando que en ciertos medios intelectuales y periodísticos difícilmente se le tolera al extranjero (salvo que sea foreigner) que opine sobre la realidad nacional. [...] Pero ahora que connotados intelectuales españoles me han hecho comprender que después de todo soy un extranjero, y de segunda, veo que no alcanza con esa discreción. Para aspirar a la tolerancia y aun al elogio debería adoptar una actitud de efusiva comprensión hacia Estados Unidos (Hiroshima y Granada incluidas) y sobre todo borrarme de la solidaridad con Cuba y Nicaragua. Y eso no estoy dispuesto a hacerlo. Cada uno tiene sus convicciones, sus normas y su ética; yo tengo las mías y a ellas me atengo. A esta altura, después de once años de exilio, deportaciones, amenazas, prohibiciones y excomuniones varias, no voy a renunciar a un mismo derecho privado: vivir en paz conmigo mismo. Están en este artículo todos los temas por los que Benedetti siempre ha luchado y sobre los cuales ha escrito. Aquí nos muestra que es un escritor producto de la moralidad del compromiso, el compromiso como un «forcejeo agónico entre la conciencia de uno mismo y la conciencia de los otros» (Vázquez Montalbán, 1985). El compromiso significa para él renunciar al absoluto del yo y dar un lenguaje a los hombres. Es un suponer en el que el periodismo juega un papel fundamental, y se presenta como una actividad lógica para un hombre que cree en la funcionalidad histórica de la palabra. De hecho Benedetti nunca ha compartido el desprecio intelectual por la falta de rigor de la que se acusa a la Prensa. El periodista, o bien opinionista, Mario Benedetti, no renuncia a sus cualidades de escritor: escribe para el día sin que esto merme el valor trascendental de lo escrito, el valor que queda más allá del tiempo de vida de un diario. En los dos años de colaboración Benedetti escribe sobre todo sobre su condición de exiliado, el tema que seguramente más ha influido sobre su vida de hombre en general y de escritor en particular. ¿Qué es el exilio? Para Santiago, alter-ego de Benedetti, «El exilio es una grieta que diariamente se ahonda» (Benedetti, 1982: 215). Antes que nada el exilio es una situación. La palabra tiene un matiz precario y temporal: parece aludir a una situación anormal, transitoria, algo así que tendrá que cerrarse con la vuelta a los orígenes. Y esto lo distingue de la palabra emigración, que traduce una resolución definitiva de alejamiento e integración en otra cultura. Pero, en realidad, ambas situaciones se confunden, así como se entreveran las causas económicas y políticas que las provocan: del mismo modo que muchos exilios se transforman en emigraciones, muchas

emigraciones se acortan por varias razones y se convierten en períodos de exilio en el extranjero. El exilio puede ser obligatorio o voluntario, y a pesar de las distintas causas, sigue siendo siempre una exclusión. Pero el exiliado voluntario deja tras de sí una puerta abierta, mientras el exiliado político sabe que lo único que le queda detrás es un muro inaccesible. Por lo tanto la nostalgia de su país es completamente diferente. Para el primero, que generalmente ha tomado esta decisión después de una larga reflexión, abandonar su tierra implica una desvalorización de sus raíces -aunque sea transitoria- o incluso una negación de las mismas, y no se otorga a sí mismo el derecho a añorar lo que deja atrás. En cambio, el exiliado político es un excluido e incluso un derrotado. Sabe que van a pasar largos años antes que pueda volver, y otros más antes que el triunfo de las ideas que defiende sea verosímil. La derrota, como signo de un impulso perdido, seguirá afectando por lo menos a otra generación. Es lógico que transcurra cierto tiempo antes que se pueda librar de un rencor que apenas le deja tiempo y espacio para la nostalgia. La expulsión del exiliado político está acompañada de amenazas muy concretas. Y es propio éste el aspecto más traumático desde el punto de vista psicológico. La expulsión, aunque por enemigos ideológicos, trae consigo una sensación de ser no querido, no aceptado por la sociedad que manda. A pesar de que la razón histórica está de su parte, no puede eludir el hecho de que un sector social lo ha sacado de su sociedad. Por lo visto también los militares forman la sociedad. Benedetti en «El hombre, ese expulsado» (Benedetti, 1988) subraya que existen también otros exilios, otras expulsiones. Un sector social puede tener a veces exiliados a otro nivel. ...Y hay más exilios, más expulsiones, siempre hay más: la enfermedad, el analfabetismo, la envidia, el hambre, la impotencia. Todas son expulsiones de la vida plena. [...] Y en la provincia aneja está la muerte, esa muerte que es exilio final, el más irreparable, el exilio para que nacemos. Tal vez, después de todo, la menos traumática de la cadena de expulsiones que forman una vida. El exilio en la nada. Volviendo al exilio político y en particular al de Benedetti, nos preguntamos si el ser un transterrado (haber cambiado país, pero no idioma) ha significado para él poder seguir escribiendo de su Montevideo y pregonar sus ideas a un público incluso mayor. El hecho que no fuese completamente un extranjero seguramente le ha ayudado a seguir adelante ya que la integración en otros países ha sido facilitada por el idioma común. «Nadie puede ni quiere quitarse sus nostalgias, pero el exilio no debe convertirse en frustración. Vincularse y trabajar con la gente del país como si fuera nuestra gente, es la mejor forma de sentirnos útiles y no hay mejor antídoto contra la frustración que esa sensación de utilidad» (Benedetti, 1982: 187). Lo que afirma Rafael en Primavera con una esquina rota, obra de creación, Benedetti lo expresa también en sus artículos periodísticos.

Ser extranjero significa, por lo común, hablar otra lengua. Si un extranjero llega a un país diferente y no habla el idioma, en seguida se establece un muro espontáneamente: No hay Verfremdungseffekt más primitivo, más elemental, que la distancia que media entre dos lenguas. En la antigüedad, la condición de extranjero o de extraño se apoyaba en el distinto color de la piel, pero también en el uso de otra lengua, y frecuentemente era la mera proximidad colectiva del extranjero la que generaba las guerras, sin que mediara una provocación factual. (Benedetti, 1986b). Benedetti se ha tenido que reorganizar en el exilio y empezar otra vez su vida cotidiana. Dice Rafael: «Reorganizarse en el exilio no es, como tantas veces se dice, empezar a contar desde cero, sino desde menos cuatro o menos veinte o menos cien. [...] Pero nada podrá ser igual a la prehistoria del '73. Para mejor o para peor; no estoy seguro. Y menos seguro estoy de poder habituarme, si algún día regreso, a ese país distinto que ahora se está gestando en la trastienda de lo prohibido». (Benedetti, 1982: 104) Benedetti subraya en sus artículos que un escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su gente no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino un exiliado que escribe. Pero el escritor exiliado tiene el deber de integrar su vivencia con la del país, su deber es reivindicar su ser escritor, a pesar de todo, y buscar el modo de seguir escribiendo. Eso es lo que hizo él: Es obvio que una cultura no es una mera suma de individualidades; es también un clima, una recíproca influencia, una polémica vitalidad, un diálogo constructivo, un pasado de discusión y análisis, y es también un paisaje compartido, un cielo familiar. El exilio, en cambio, es casi siempre una frustración, aun en los casos en que la fraterna solidaridad mitiga la nostalgia y el desarraigo. Para las dictaduras del Cono Sur, la cultura es subversión. De ahí que su proyecto siempre incluya el genocidio cultural. No creo que nada ni nadie pueda cumplir el macabro designio de exterminar una cultura. Puede, sí, devastarla, descalabrarla, vulnerarla, dejarla malherida, pero nunca destruirla. Por eso es tan importante que, tanto desde el interior de nuestros castigados países como desde el exilio, cuidemos nuestra cultura, hagamos un esfuerzo, no sobrehumano, sino profundamente humano, por contrarrestar la devastación, por asegurar la continuidad de nuestras letras, de nuestras artes plásticas, de nuestra música. Si aun en el exilio, y aquí quiero referirme concretamente al exilio uruguayo, el escritor logra seguir escribiendo; el pintor pintando; el músico componiendo, la cultura se desarrollará y más tarde se insertará en lo que hayan estado haciendo (a menudo en un insólito arte de la entrelínea) los escritores y artistas que lograron permanecer en el país; la cultura uruguaya del futuro no será así una suma mecánica, sino una vital convergencia de esas dos fuentes. (Benedetti, 1994: 16) En realidad la dictadura ha provocado un corte entre la cultura de antes y la de después: los que quedaron tenían el contexto pero no la libertad, mientras los que se fueron tenían la libertad pero no el contexto. Por lo tanto no cabe duda que para poder hablar de una verdadera cultura nacional se tienen que reunir estas dos «culturas mutiladas». A partir de 1983 Uruguay ha recuperado la democracia, el proceso de transición ha sido largo y suave,

sin cambio repentino de la sociedad. Con la democracia recuperada, aunque precariamente y en medio de una gran crisis económica, el aislamiento y la interdicción han concluido. No sólo es posible publicar o cantar o representar en un escenario lo que cada uno considera oportuno, sino han podido regresar también los artistas del exilio y acceder a los escenarios prestigiosos cantantes extranjeros cuya actuación había sido prohibida durante largos años (Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Joan Manuel Serrat, Chico Buarque, Mercedes Sosa y tantos otros). El poema «Eso dicen» (Benedetti, 1995: 11) se presenta como la síntesis más adecuada para la situación en la que un exiliado añora su patria y compara su recuerdo con la noticias que le llegan. Eso dicen que al cabo de diez años todo ha cambiado allá dicen que la avenida está sin árboles y yo no soy quién para ponerlo en duda ¿acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles que según dicen ya no están? Al volver, lo que había imaginado llega a ser realidad. El país de antes ya no existe: todo ha cambiado o se ha convertido en otra cosa. En Andamios, última novela de Benedetti, «Es cierto que la Avenida está sin árboles [...]. Es sobre todo una alteración de atmósfera, un cierto trapicheo ético, como si la ciudad tuviera otro aire, la sociedad otra inercia, la conciencia otro abandono y la solidaridad otras ataduras». (Benedetti, 1996: 329). También parece tener que ver perfectamente el título de la novela escrita en 1982, Primavera con una esquina rota, en la que varios personajes, desde una niña hasta un abuelo, cuentan su experiencia del exilio. Cuando Santiago alcanza a su familia en el exilio, después de cinco años de invierno en la cárcel, cuando va hacia la primavera dice: «la primavera es como un espejo, pero el mío tiene una esquina rota (...) pero aun con una esquina rota el espejo sirve (...). Habrá que volver pero a qué país a qué Uruguay (...) también tendrá una esquina rota y reflejará más realidades que cuando el espejo estaba virgen (...) habrá que volver pero a qué primavera». Las librerías se pueblan de autores nacionales y extranjeros: aparecen juntos libros que un autor nacional o extranjero publicó en esos años de marginación y que antes habían sido ignorados. Pero el escritor que estuvo exiliado llega a los lectores de su país en un desorden que siembra confusión. Al consumidor de literatura le es casi imposible seguir el desarrollo de una narrativa o de una obra poética. Lee un libro aparecido el año pasado y luego, casi como si fuera una continuación, otro que el mismo autor publicó años atrás, para el lector

que vivió las obstrucciones y vedas del proceso, todos estos libros son contemporáneos. No es posible concebir que una cultura pueda recuperarse fácilmente del perjuicio sufrido durante varios años de clausura y ruptura, de censura y desinformación. «Si bien no hay genocidio cultural que sea capaz de exterminar una cultura, ésta suele quedar malherida, agrietada, escindida en compartimientos estancos». (Benedetti, 1986a). Benedetti dice en una entrevista publicada por El País, en 1984, que el pueblo uruguayo ha elegido salir de la dictadura con «imaginación y tenacidad». La democracia del país es todavía incompleta, mutilada y frágil. Los uruguayos han preferido un ritmo moderado de transición. A la pregunta del periodista: ¿Piensa volver a Uruguay? ¿A qué Uruguay? Benedetti responde: Yo pienso volver a Uruguay en cuanto se instale el nuevo Gobierno legal por uno o dos meses. Después pienso volver a España, y un propósito -todo esto siempre es transitorio y a revisar con la realidad- es compartir mi vida entre Montevideo y Madrid. Yo digo que el exilio es una decisión que otros tomaron por uno, en cambio el desexilio, que después de todo es una palabra que yo inventé y tengo derecho a usar, es una decisión individual. Una decisión que uno toma. La decisión que yo he tomado es ésa, un semidesexilio. Madrid representa también mucho para mí y, por supuesto, tengo enormes ganas de volver a mi país, a mi ciudad. Seguramente el desexilio se ha revelado un problema tan arduo como lo fue entonces el exilio y quizá incluso más complejo. Para esta situación la palabra clave es la comprensión; ¿los que se quedaron o pudieron quedarse hasta qué punto van a comprender a los que tuvieron que sufrir el exilio?; y, ¿hasta qué punto los que regresan comprenderán su país que ya es distinto? Todos, cierto, los que quedaron y los que se fueron vivieron un desajuste, y después de todo lo sufrido nadie puede ser el mismo. Sostiene Rafael en Primavera con una esquina rota (Benedetti, 1982: 210): «Nunca vamos a ser lo de antes. Mejores o peores, cada uno lo sabrá (...). Tenemos que reconstruirnos, claro: plantar nuevos árboles, pero tal vez no consigamos en el vivero los mismos tallitos, las mismas semillas. Levantar nuevas casas, estupendo, pero ¿será bueno que el arquitecto se limite a reproducir fielmente el plano anterior, o será infinitamente mejor que repiense el problema y dibuje un nuevo plano, en el que se contemplen nuestras necesidades actuales? Quitar los escombros, dentro de lo posible, porque también habrá escombros que nadie podrá quitar del corazón y de la memoria». Cada uno de los exiliados se ha construido una vida en su patria suplente, y la decisión de regreso depende también de la condición de su nueva vida. Por esto el ser humano, en situaciones como ésta, tiene que elegir individualmente. «La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol, así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge, nos va contagiando fervores, odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento (más

aún si el exilio se prolonga) en que nos convertimos en un modesto empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio está ocupado por la contranostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria». (Benedetti, 1994: 33). Sin embargo, la fusión entre los de dentro y los de fuera puede rejuvenecer a todos y también ayudar a formar el futuro del nuevo país, ya que es la condición típica del hombre vivir en el tira y afloja entre lo que se añora y lo que se tiene. Es gracias a esa compensación inacabable que se enriquece la vida de cada uno.

Bibliografía Benedetti, Mario, Primavera con una esquina rota, México D.F., Editorial Nueva Imagen, 1982. Benedetti, Mario, «Pobreza de la cultura y cultura de la pobreza», en El País, 9 de marzo de 1986a. Benedetti, Mario, «La paz o la aceptación del otro», en El País, 5 de octubre de 1986b. Benedetti, Mario, «El hombre, ese expulsado», en El País, 24 de abril de 1988. Benedetti, Mario, Articulario, Desexilio y Perplejidades, Madrid, El País Aguilar, 1994. Benedetti, Mario, Inventario, Madrid, Colección Visor de Poesía, 1995. Benedetti, Mario, Andamios, Buenos Aires, Seix Barral, 1996. Fietta, Jarque, «Mario Benedetti y la teoría del desexilio», en El País, 16 de diciembre de 1984. Galeano, Eduardo, La lección intelectual de Ángel Rama. La riesgosa navegación del escritor exiliado, Montevideo, Arca, 1995. Rama, Ángel, La riesgosa navegación del escritor exiliado, Montevideo, Arca, 1995. Vázquez Montalbán, Manuel, «Benedetti, Gardel y Vivaldi», en El País, 20 de enero de 1985.

V. Mario Benedetti, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante

Laudatio José Carlos Rovira (Profesor Titular de Literatura Hispanoamericana. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Alicante)

Excmo. y Magnífico Sr. Rector Excmas. e Ilustrísimas Autoridades Claustro de la Universidad Miembros de la Comunidad Universitaria Señoras y Señores: La Junta de la Escuela de Formación del Profesorado propuso en el mes de julio al poeta Mario Benedetti como Doctor Honoris Causa por nuestra Universidad, propuesta acogida por la Junta de Gobierno y que hoy vamos a desarrollar. Comenzaré diciendo que es un honor para mí, que enseño literatura hispanoamericana en esta casa, el que se me haya encargado realizar esta laudatio, en donde tengo que plantearles una reflexión lo más objetiva posible que responda a las razones por las que pedimos el Doctorado Honoris Causa para Mario Benedetti, una reflexión que se hace difícil en su tono si tenemos en cuenta que hay también, necesariamente, una dosis de emoción en todo lo que yo les pueda decir. A la imagen del escritor, un día sucedió la imagen del amigo que, desde hace años, está fuertemente vinculado a esta Universidad, que ha participado en cursos, recitales, diálogos en ella, que ha sido, digamos, un factor de dinamización de ese «destino latinoamericano» que nuestra Universidad quiere tener, un destino que pasa por la cooperación científica y solidaria, y por la formación de estudiantes iberoamericanos en nuestras aulas. Mario Benedetti nació en 1920 en Paso de los Toros, departamento de Tacuarembó, en Uruguay, aunque muy pronto Montevideo se convirtió en el ámbito vivencial de un niño que, en el barrio de Capurro, acumuló las primeras sensaciones para ser escritor y persona, y para convertirse un día en otra voz de esa universalidad que la literatura uruguaya ha tenido también en nuestro siglo. Aquel Montevideo generó un poeta, un novelista, un autor teatral y un ensayista que, a lo largo de más de setenta libros, ha ido jalonando una de las escrituras más nutricias del castellano. Una escritura que comenzó como aventura reflexiva con aquel Peripecia y novela en 1948, en donde pudimos conocer una mirada crítica temprana que completó enseguida con su mirada poética y narrativa: Poemas de la oficina en 1956 y La tregua en 1960 son dos libros que abren con fuerza una escritura que no ha parado de desarrollarse hasta la publicación reciente de un último libro de poesía, El olvido está lleno de memoria, en 1995, una última novela, Andamios, en 1997, y la recopilación de

una parte de sus ensayos, con el título El ejercicio del criterio, en 1995. En medio, obras reconocidas como Quién de nosotros, Gracias por el fuego, o los relatos de Montevideanos y Geografías. Y también una voluminosa escritura poética que se ha organizado en sus dos monumentales Inventarios; en todo este tiempo también, la reflexión crítica que ha tenido ejemplos perdurables de pasión y lucidez. Quisiera destacar ahora, ciñéndome a los valores principales que su obra aporta, algunos sentidos que debemos retener de la misma. En primer lugar, por una disposición personal más activa hacia la poesía, quiero comentarles que Mario Benedetti es un autor que definió su poética con el intento de aludir al lector y no eludirlo, con el impulso conversacional de elevar el lenguaje cotidiano, repleto de guiños cómplices, a la categoría de la expresión poética. La tensión de ese lenguaje tiene que ver con la que la palabra tenga para cada uno de nosotros. Quiero decir que la palabra se carga en Benedetti de emociones, como la ternura, el afecto, el amor, la ira, la cólera, el enojo, la indignación, respondiendo a las situaciones vivenciales de un sujeto lírico que intenta vivir conjuntamente la vida personal y la historia de cada día y de nuestro tiempo. Un lenguaje vertebrado por palabras que van respondiendo en su inmediatez, y en su alegría, y en su dolor, y en su esperanza, a un lector que sabe que en cierta medida puede encontrar una parte de sí mismo en ellas, que puede encontrarse. Lo digo como testimonio personal, porque estas sensaciones de la poesía son difíciles de establecer objetivamente, pero considero que son afirmaciones compartidas. Conozco jóvenes locos por Benedetti que descubrieron en poemas como «Táctica y estrategia», «No te salves», «Hagamos un trato», «Chau número tres», «Los formales y el frío», en su poesía amorosa, en definitiva, un lenguaje de amor que se podía compartir. He visto recitales de Benedetti con muchos jóvenes sentados en los pasillos, recordando en voz baja, con y sin nostalgia, aquello de «Compañera / usted sabe / que puede contar / conmigo». ¿Les atrae sólo esa vertebración coloquial y original de los lenguajes de amor? No creo. Desde su poesía a sus ensayos intentaría completar ahora una visión sobre la sociedad que forma una línea de reflexión complementaria. Creo que en Mario Benedetti hay una de las visiones urbanas contemporáneas más intensas, en su poesía y en su narrativa, una matizada visión de nostalgias por espacios desaparecidos que se evocan desde aquel poema inicial que decía que «Montevideo era verde en mi infancia / absolutamente verde y con tranvías». La intensidad de la evocación sobre el espacio urbano, en la que se mezclaban lenguajes de la burocracia y de la memoria, fue convirtiéndose con el paso del tiempo en remembranza histórica: hay un relato, que dio título al volumen Geografías, en el que se construye la memoria exiliada precisa, la de los espacios abandonados por imperativos de represión, persecución y torturas. Estoy hablando ya de la sociedad global. La que ha vivido el escritor durante una época de su vida que construyó una evocación imprescindible del país que tuvo que abandonar. Hablo de la reflexión social por tanto. De Mario Benedetti como un autor comprometido. A una parte de nosotros la palabra nos sonará con la antigüedad de nosotros mismos. Hay un poema de Mario Benedetti que certifica su voluntad de escritura de millares de páginas en el mismo sentido. Se titula «Soy un caso perdido» y responde a la sagacidad de un crítico que ha descubierto la parcialidad del autor y le exhorta «a que asuma la neutralidad / como cualquier intelectual que se respete». El escritor asume finalmente que no será neutral aunque sus textos traten «de mariposas y nubes / y duendes y pescaditos». Pues bien, yo creo que este caso perdido que es Mario

Benedetti ha provocado algunas de las reflexiones poéticas, narrativas y ensayísticas más lúcidas sobre el tiempo que vivimos. Si repasamos ahora sus ensayos, que son crítica cómplice, como dice uno de sus títulos, que son además ese ejercicio de la conciencia que decía Roberto Fernández Retamar cerrando el Congreso, obtendremos sobre todo una escritura incesante, un caudal de páginas que sitúan a Mario Benedetti, a través de una veintena de títulos, como uno de los ejes de reflexión de América Latina. Desde los escritores contemporáneos, a las cuestiones concretas que han ido jalonando nuestros años, desde las raíces culturales del continente mestizo -mestizo no sólo de razas, sino de influencias, aspiraciones, ideologías-, a los grandes temas contemporáneos, cada una de sus páginas ha ido construyendo una reflexión de época vertebrada por esa audacia de decir muchas veces lo que no se quiere oír. Su biógrafo principal, Mario Paoletti, identificó al autor con el título de «El aguafiestas», en una perspectiva que traza su capacidad de ser inconveniente ante toda sacralidad y oficialidad cultural. Martianamente, el escritor eligió realizar su obra como ejercicio del criterio, y el criterio parece lo más difícil de mantener en tiempos de embustes y mentiras. Entre los ensayos de Benedetti, algunos especialmente actuales, como aquel panorama en el que la dialéctica del subdesarrollo genera lo que titula como «letras de osadía». América Latina como una emergencia cultural que desde el modernismo alcanza la palabra desde otra dimensión, la nutre desde unos supuestos de independencia que, sin negar los vínculos europeos, afirman una tradición propia, diferenciada y universalizante: un planteamiento metodológico que, sin ser nuevo, radicaliza otra novedad en su vinculación minuciosa al desarrollo de las sociedades en las que surge. La osadía es quizá seguir afirmando el papel de la palabra en su valor esencial, en afirmar el cuidado que de la palabra debemos tener, pero sin que el escritor se encierre en una celda verbal, sin que la palabra sea un ámbito conventual, sino que se ejerza al aire libre, abierta a la realidad. Esta atención a la palabra tiene gloriosos antecesores que se llaman Darío, Rodó, Carpentier, Neruda, etc. que, sin embargo, resumen en casi todos los casos espacios de realidad. Esta atención ha llevado incansablemente a Mario Benedetti a escribir páginas críticas sobre una gran parte de sus contemporáneos, y de los problemas culturales que se afrontan. Con humor se ocupó en «Rasgos y riesgos de la actual poesía latinoamericana» de los problemas del compromiso del escritor. Benedetti ha afirmado siempre la grandeza de aquellos poetas del compromiso -llámense Neruda, Vallejo o tantos otros- que, sin embargo, abren su obra a la consustancial complejidad del ser humano, creando un lenguaje propio en el que aparecen núcleos del amor, del dolor, de las preocupaciones metafísicas sobre el tiempo, sobre la vida y la muerte. Y detecta en los últimos años, sin embargo, al crítico incriminador y delator que parece estar señalando todos los días «a los poderes fácticos y prácticos» al poeta comprometido diciéndoles a éstos más o menos: «pero, señores, ¿no os habéis dado cuenta de que este individuo defiende, así sea con metáforas, las revoluciones? ¿No habéis advertido que en el fondo escarnece y estigmatiza vuestros canonizados patrimonios y rentas?» «Los intelectuales y la embriaguez del pesimismo» es otro de los títulos que recomendaría en esta sala y, sobre todo en los tiempos que corren. Tras detectar una devastadora corriente de pesimismo, tras realizar un análisis de la razón mítica y crítica, y una apuesta por esta última, tras recorrer la desacralización del intelectual y la civilización

artificio, Benedetti llevará a cabo una sencilla propuesta, constructiva de una esperanza: la palabra sigue teniendo sentido, y en esta confianza cabe un margen de reconstrucción e, incluso, de modesto optimismo: «nada embriagador por cierto -nos dice-, pero al menos no disociado de lo posible. Entre la tanatología y el eudemonismo, entre el culto a los muertos y el de la felicidad [...] existe todavía una calle del medio por la que puede transitar, con los pies en la tierra, el hombre, ese hombre que no sólo es, como creía Unamuno, «el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda la filosofía, sino también, y sobre todo, protagonista de la historia». Y la cita de Unamuno me ha abierto un interrogante. Recuerdo que Benedetti cita alguna otra vez al rector salmantino, por ejemplo por su correspondencia con su compatriota José Enrique Rodó, recuerdo alguna otra cita, pero, en cualquier caso, al margen del pensamiento, al margen de sus grandes distancias, hay un paralelismo comprensible entre un escritor y otro: su pasión cultural o las formas de cultura que se establecen y expresan a través de la pasión, algo de lo que también estamos necesitados en estos tiempos de afirmación de pensamiento débil y complaciente. La narrativa sería el tercer recorrido que rápidamente les quiero proponer. Hay títulos de probada eficacia ante el lector. Ediciones innumerables de novelas como La tregua, una de las más bellas peripecias narrativas contemporáneas sobre la soledad y el amor. Anticipaciones del terror que después habría de emplazarse en Uruguay como Gracias por el fuego. Memorias del exilio, con atisbos de esperanzas, como Primavera con una esquina rota. Y la construcción de un ciclo personal de la memoria, en la que el protagonista no es el autor, aunque tenga varias cosas en común con él, iniciada con La borra del café, donde la evocación del barrio infantil de Capurro adquiere una gran intensidad emotiva. Y continuando el ciclo de la memoria con la reciente Andamios, una historia de un periodista desexiliado a Uruguay tras la dictadura, que mantiene sus vínculos con España y que evoca a través de los tipos humanos de aquella sociedad (el confidente, el torturador, el militante que ha pasado la dictadura en la cárcel, etc.) el entramado moral de una sociedad que quiere pervivir y mantener esperanzas. Entre los muchos guiños de la novela, hay uno que me resultó particularmente divertido: cuando a Javier, el protagonista, la agencia española que publica sus crónicas desde allá empieza a no publicarle nada por su radicalismo, aparece un artículo suyo en la prensa de Alicante. Pero volviendo a La tregua, uno de los más bellos ejemplos de la narrativa hispanoamericana contemporánea, con el que Benedetti se afincó en el mundo cansado de la burocracia, mediante un personaje, Martín Santomé y su redescubrimiento tardío del amor en Laura Avellaneda. Un lenguaje preciso establecido por los diarios de Santomé nos daba cuenta narrativa de un mundo que, poéticamente, había sido construido también en los Poemas de la oficina. La peripecia del amor, la ternura de las situaciones del personaje y el dolor en la pérdida, han dotado a esta novela de esa clasicidad contemporánea que hacen de Benedetti también un novelista imprescindible en un panorama de tanta riqueza como el de la novela hispanoamericana en los años 60. El teatro también sería otro recorrido posible. Estos días hemos podido ver en Alicante Pedro y el capitán, ese vigoroso diálogo entre un torturador y su víctima con el que Mario Benedetti lanzó una interpretación universal de la psicología de los dos personajes en su

situación límite. Al margen de la sociedad uruguaya, la eficacia del diálogo ha servido para que algunas asociaciones como Amnistía Internacional hayan considerado esta obra como valiosísima para el trabajo de concienciación que pretenden. El recorrido podría ser mucho más amplio. Más de setenta libros, como ya dije, nos acompañan en la memoria, en los estímulos personales, en la capacidad de reencontrarnos en ellos. Pero quisiera insistir de nuevo en la síntesis que les propongo de la escritura de Mario Benedetti. ¿Qué nos entrega hoy esta obra en donde están presentes el conjunto de sentidos que he enunciado hasta aquí? ¿Por qué podemos considerar esta producción como imprescindible también para nuestro ámbito español? Yo creo que, en algunos de los sentidos esbozados, está presente ese conjunto de ideas que nutren de complejidad a la mujer y al hombre contemporáneo. Cuando un autor tiene detractores, y Mario Benedetti los tiene con seguridad, se condiciona su obra a determinados estímulos de la misma. Las reducciones se operan entonces con facilidad y se puede afirmar que el escritor es, por ejemplo, un poeta del compromiso en un tiempo en el que se deterioran la ejemplaridad de los mensajes que construyeron aquella poesía. Pero estas reducciones no suelen llevar al que las practica a ninguna parte. Si el compromiso social forma un núcleo importante en su obra, no está de más recordar la amplia dosis antiépica que la recorre, la vena irónica y humorística que la sostiene. Y no está de más recordar que el amor, con la creación de un lenguaje propio sobre el mismo, es uno de los más nutrientes estímulos de su poesía y su narrativa. En ese sentido, Mario Benedetti es de los creadores que se han dedicado a interpretar nuestra época en toda su complejidad, con todos los estímulos individuales y sociales que la constituyen, con todas las esperanzas y desesperanzas que la recorren. De las esperanzas habrá que hablar finalmente y aquí entra directamente la reflexión sobre América Latina. Se ha dicho alguna vez que en los años 60 América Latina fue el territorio de la esperanza y que ahora, por el contrario, se presenta con perfiles dramáticos de desesperanza. La detención de los procesos transformadores que se acumularon en los años 70, proceso que se saldó con un margen de violencia estatal rotunda en países como Chile, Argentina o Uruguay, con dictaduras que significaron la represión y desaparición violenta de un gran número de ciudadanos, significó una inversión de las líneas esperanzadoras de la historia que se quería vivir. La restitución de las democracias se hizo con una fuerte dosis de incertidumbre en la cual todavía estamos. Mario Benedetti, en ese tiempo, vivió el exilio hasta el punto de ser uno de los creadores principales de la poética de aquella diáspora. Desde 1973 hasta 1985 vivió en Buenos Aires, en Lima, en La Habana y en Madrid una concentrada y creativa espera en la que aparecieron algunas de sus obras principales. El «desexilio», término que acuñó en 1985, era la voluntad de regreso y de reintegración a un espacio que necesariamente había cambiado en doce años. Si los árboles de una de las avenidas principales de Montevideo, la Avenida 18, habían desaparecido, muchas personas también, en aquel horror que la dictadura militar abrió en el 73. El «desexilio» por eso conlleva una poética explícita de la memoria. La invitación social al olvido lleva al último libro poético que es una forma de responder a esta pretensión: el olvido está lleno de memoria, y con la memoria se restituye el pasado y el presente, la esperanza también que es, todavía, «compartir los sueños con los sueños». Escritor vertebrado en la esperanza a pesar de todo lo que se ha vivido, afirmando todavía que el «futuro se acerca / despacio /

pero viene», sustentador de un optimismo contra el que no hay vacunas, Mario Benedetti es por todos esos sentidos también una lección moral que, desde lo cotidiano, envuelve la sociedad y la repuebla de guiños optimistas, aunque no fáciles. Si, a pesar de todo, debemos defender la alegría nos prevendrá de que habrá que defenderla también de la misma alegría, en su juego riguroso de encuentros con la palabra y el sentido último que ésta defiende. Éstos son algunos de los sentidos de una obra y un autor al que estos días más de sesenta ponentes han dedicado su reflexión en un Congreso en el que prevaleció rigurosamente el valor múltiple, repleto de sugerencias, de posibilidades de lectura, de su narrativa, de su poesía, de su teatro y su ensayística. Advertiré para concluir que esta laudatio tiene muchas adhesiones por el sentido de lo que pide. Más allá de ésta, algunas Universidades como la de Valladolid, en España, o la de La Habana, en Cuba, le van a otorgar, próximamente, a Mario Benedetti el mismo reconocimiento que la nuestra. Pero hay otro tipo de apoyo posible que tiene que ver con un amplio espacio de textos poéticos y ensayísticos en los que Mario Benedetti ha reivindicado la grandeza del sentimiento como mecanismo intelectual. Hablo ahora exclusivamente desde el mismo, desde el sentimiento. Y les digo que estoy seguro de que llegarían adhesiones desde el más allá si éstas fueran posibles, porque desde el cielo, la nada, o donde se encuentren, estarán mandando faxes de adhesión seguramente Julio Cortázar, Roque Dalton o Juan Carlos Onetti entre otros, y por supuesto que también Zelmar Michelini, monseñor Óscar Arnulfo Romero, Salvador Allende y Ernesto Che Guevara. Así pues, considerados y expuestos todos estos hechos, dignísimas autoridades y claustrales, solicito con toda consideración y encarecidamente ruego que se otorgue y confiera al Sr. D. Mario Benedetti, a este caso perdido de Mario Benedetti, el supremo grado de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante.

Discurso de Investidura Mario Benedetti

Excmo. y Magfco. Sr. Rector de la Universidad de Alicante, Exmas. e Ilmas. Autoridades, Claustro de Doctores de la Universidad, miembros de la Comunidad Universitaria, Señoras y Señores: Quiero agradecer a todos ustedes, y en especial al señor Rector y a las autoridades de la Universidad de Alicante, una alta distinción que en cierta manera culmina mis largos años de vinculación con la cultura española y en especial con esta Universidad, a la que he procurado brindar lo poco que he podido y que en compensación me ha dado mucho; entre

otras cosas su amistad, su comprensión, su generoso interés por mi obra literaria, y por añadidura un espacio siempre abierto para dialogar acerca de los temas y problemas de nuestro castigado continente mestizo. Gracias también a quienes, en estas fecundas jornadas, se han ocupado de mis libros y de mis personajes. Me parece adecuado recordar en este ámbito que la autonomía universitaria es una trascendental conquista que, en América Latina y concretamente en mi país, ha significado un sustancial aporte al desarrollo de nuestras respectivas comunidades. Es precisamente debido a esa autonomía (consagrada a partir de la Ley Orgánica de 1958) que en Uruguay la Universidad de la República ha podido desarrollar (con la sola excepción de los doce años de dictadura) tres postulados esenciales: expandir la cultura, defender las libertades, procurar la justicia y el bienestar social. De ahí que, en mi compromiso a defender la Universidad en la que se me propone como Doctor, no podré olvidar la defensa de la autonomía universitaria que la misma resguarda y mantiene con firmeza y responsabilidad ejemplares. Es por ésa y muchas otras razones que me siento orgulloso y conmovido. Espero que mis pasos venideros no defrauden a quienes hoy me conceden este venturoso galardón. Para responder mínimamente a tanta generosidad, me he permitido traer uno de mis últimos poemas, «Zapping de siglos» que hasta ahora he mantenido inédito, a fin de estrenarlo aquí, con ustedes. ZAPPING DE SIGLOS Ahora que este siglo uno cualquiera se deshilacha se despoja de sus embustes más canallas de sus presagios más obscenos ahora que agoniza como una bruja triste ¿tendremos el derecho de inventar un desván y amontonar allí / si es que nos dejan los viejos infortunios / los tumores del alma los siniestros parásitos del miedo? lo atestigua cualquier sobreviviente / la muerte es tan antigua como el mundo por algo comparece en los vitrales de las liturgias más comprometidas y las basílicas en bancarrota lo vislumbra cualquier atormentado el poder malasombra nos acecha y es tan injusto como el sueño eterno por algo acaba con los espejismos y la pasión de los menesterosos / archisabido es que sus lázaros

no se liberan fácilmente de los sudarios y las culpas quiero pensar el cielo cuando estaba sin boquetes y sin apocalipsis quiero pensarlo cuando era el complemento diáfano del mar pensar el mar cuando era limpio y las aletas de los peces acariciaban los tobillos de nuestras afroditas en agraz pensar los bosques / la espesura no esos desiertos injuriosos en que han ido a parar sino como árboles y sombra como follajes bisabuelos ¿a dónde irán los niños y los perros cuando el siglo vecino nos dé alcance? ¿niños acribillados como perros? ¿perros abandonados como niños? ¿a dónde irán los caciquitos los náufragos de tierra firme los alfareros de la envidia los lascivos y los soplones de las llanuras informáticas? ¿dónde se afincarán los coitos baladíes las gargantas profundas / los colores del ciego / los solemnes esperpentos / los síndromes de chiapas y estocolmo? ¿qué será del amor y qué del odio cuando el siglo vecino nos dé alcance? este fin de centuria es el desquite de los rufianes y camanduleros de los callados cuando el hambre aúlla de los ausentes cuando pasan lista de los penosos vencedores y los tributos del olvido de los abismos cada vez más hondos entre carentes y sobrados de las erratas en los mapas

hidrográficos de la angustia los peregrinos reivindican un lugarcito en el futuro pero el futuro cierra cuentas y claraboyas y postigos los peregrinos ya no rezan cruje la fe de los vencidos y en el umbral de la carroña un caracol arrastra el rastro los peregrinos todavía aman / creyendo que el amor última thule / ese intangible los salvará del infortunio los peregrinos hacen planes y sin aviso fundan sueños están desnudos como amantes y como amantes sienten frío los peregrinos desenroscan su corazón a la intemperie y en el reloj de los latidos se oye que siempre acaso nunca los peregrinos atesoran ternuras lástimas inquinas lavan sus huesos en la lluvia las utopías en el limo los que deciden cantan loas a los horteras del dinero / los potentados del hastío precisan mitos como el pan los que deciden glorifican a los verdugos del placer a cancerberos y pontífices inquisidores de los cuerpos desde su cúpula de nailon una vez y otra y otra vez los que deciden se solazan con el espanto de los frágiles

tapan el sol con un arnero se esconde el sol / queda el arnero los memoriosos abren cancha para el misil de la sospecha ¿cómo vendrá la otra centuria? ¿siglo cualquiera? ¿siglo espanto? ¿con asesinos de juguete o con maniáticos de veras? cuando no estemos ¿quién tendrá ojos que ahora son tus ojos? ¿quién surgirá de las cenizas para bregar contra el olvido? ¿quiénes serán amos del aire? ¿los pararrayos o los buitres? ¿los helicópteros? ¿los cirros? ¿las golondrinas? ¿las antenas? temo que vengan los gigantes a concedernos pequeñeces o el dios silvestre nos abarque en su bostezo universal el pobre mundo sin nosotros será peor / a no dudarlo / pero en su caja de caudales habrá una nada / toda de oro ¿dará vergüenza ese silencio? ¿será tal vez un saldo del bochorno? ¿habrá un mutismo generalizado? ¿o alguna sorda tocará el oboe? damas y caballeros / ya era tiempo de baños unisex / el buen relajo será por suerte constitucional durante el rictus de la primavera no nos roben el ángelus ni el cénit ni las piernas de efímeras muchachas no elaboren un siglo miserable con fanatismo y sábanas de virgen ¿habrá alquimistas que divulguen su panacea en inglés básico?

¿habrá floristas para putas? ¿verdugos para ejecutores? ¿cabrá la noche en los cristales? ¿cabrán los cuerpos en la noche? ¿cabrá el amor entre los cuerpos? ¿cabrá el delirio en el amor? el siglo próximo es aún una respuesta inescrutable los peregrinos peregrinan con su mochila de preguntas el siglo light está a dos pasos su locurita ya encandila al cuervo azul lo embalsamaron y ya no dice nunca más Alicante, 16 de mayo de 1997

Discurso de bienvenida al nuevo doctor Andrés Pedreño (Exmo. y Magfco. Sr. Rector de la Universidad de Alicante)

Excelentísimas Autoridades Doctor Mario Benedetti Miembros de la Comunidad Universitaria Señoras y Señores: Un mundo que padece y sufre es un mundo que sabe sentir. Resulta paradójico que podamos pensar en la inmensa suerte de que Hispanoamérica sienta, sufra y padezca en nuestro idioma, cercana a muchos de nuestros hitos culturales, con su proximidad y un distanciamiento siempre cercano; que podamos oír sus gritos y lamentos a través de una lengua común, compartir su sufrimiento. Un mundo que sufre sabe del valor de la alegría. La encontramos allá más fresca, espontánea y natural. Un reencuentro con una explosión de vida, de sentimientos, nuevamente. Alegría y sufrimiento han sido dos coordenadas sobre las que el Continente Hispanoamericano ha deambulado un tanto anárquicamente en el transcurrir del siglo que agoniza.

La pobreza, en el Continente que simboliza la opulencia, una riqueza natural desbordante, casi insultante con una justicia social tan cruel, tan osada y ostentosa. Tan persistente y anquilosada. Qué buen caldo de cultivo para atrocidades políticas: ausencia de libertades, añoranzas democráticas, represiones dictatoriales, pérdida sangrienta de hijos, ausencia de dignidades... Qué dureza de experiencias, tantas que todavía no se ahogan los gritos de las madres..., donde se evoca a guerrilleros muertos o donde la desesperación lleva al reino de la oscuridad. Sin duda la realidad iberoamericana exige analistas sagaces, escritores increíbles, líderes que recurren a todo lo que la literatura puede dar de sí. Hoy hemos tenido el privilegio de contar con la presencia de don Mario Benedetti, el analista contemporáneo compasivo de su pueblo, protagonista de su tiempo: un tiempo marcado por la intensidad de su vida política y literaria. Experimentar la dureza de un exilio -una docena de años de añoranzas- con la suficiente fuerza para transmitirnos el realismo de la vida uruguaya o el sufrimiento de la lejanía impuesta. Pero Mario Benedetti nos transmite mucho más: nos cuenta la vida en detalles que a nosotros, protagonistas algunas veces, nos cuesta percibir: la muerte, el amor, el destino, el tiempo, la vida en suma. Pero qué perspectiva encierran estos temas cuando la pobreza, la injusticia social, la soledad, la crisis moral o el desexilio se mezclan tortuosamente en una realidad social o política. Agradezco a la Escuela de Magisterio y al Profesor José Carlos Rovira esta propuesta que nos permite otorgarle nuestros preciados atributos a Mario Benedetti, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante, Doctor él por la Vida, persona que nos ha enseñado tanto. El desexilio nos ha permitido recuperar un poco de su alma, acercarla a nuestro país. Repito: es un privilegio, un honor haber ligado su nombre al de esta Universidad. Muchas gracias. _________________________

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