Maurice Pivot La misión como hospitalidad recíproca, oportunidad de transformación del misionero y de su iglesia

Maurice Pivot La misión como hospitalidad recíproca, oportunidad de transformación del misionero y de su iglesia _____________________ (Enero 2008) M

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Maurice Pivot La misión como hospitalidad recíproca, oportunidad de transformación del misionero y de su iglesia _____________________

(Enero 2008) Mauríce Pivot es sacerdote de San Sulpicio y profesor de teología fundamental. Desde hace muchos años trabaja con las Iglesias de Marruecos, de Benin y de la República Democrática del Congo. Actualmente es jefe de redacción de la revista "Mission de l'Église”. EI diálogo en la misión, el encuentro como lugar de la misión, las relaciones con los demás en la misión, la misión vista por los demás: para alguien que se interesa en las transformaciones del pensamiento de la misión. Uno de los asombros más profundos nace de constatar la rapidez con la que esos temas invadieron la reflexión sobre la práctica misionera en el último medio siglo. Al mismo tiempo, aparecieron progresivamente ambigüedades en la utilización de las palabras "diálogo", "encuentro", asociadas a la misión: ¿Hasta dónde hay que ir en el encuentro y la transformación recíproca de los compañeros del diálogo para que se pueda hablar de diálogo sin deber explicarse?... ¿de un diálogo que pueda ser atravesado de la manera en que Dios viene a su pueblo, lo visita, entra en diálogo con él? ¿Dónde estamos nosotros en esta reflexión? La misión como hospitalidad reciproca La relación con el otro en la historia de la misión de nuestra Iglesia Reemplacemos esto de una manera poco cortéz, en la historia de la relación con el otro en la vida eclesial. La primera relación con el otro que vivió la fe eclesial, es la relación entre la Nueva Alianza y la Primera Alianza, relación constitutiva de la fe cristiana; si esta relación tuvo que ser defendida como tal desde el siglo 2do (al defender Ireneo la unidad de los dos Testamentos frente a la gnosis), la tradición judeocristiana desapareció rápidamente en la Iglesia, y esta desaparición trajo consigo la incomprensión creciente entre judíos y cristianos. Los primeros Padres de la cultura griega tenían una gran capacidad para acoger las riquezas de otras tradiciones religiosas y culturales: Clemente de Alejandría, filósofo de Atenas, denunciaba la pretensión ateniense a considerarse como un inicio absoluto y desplegaba todo lo que esta sabiduría había acogido de las tradiciones egipcias, persas o mesopotámicas. Sin embargo, la Iglesia griega de los grandes concilios se construyó rápidamente en una coherencia de pensamiento que la volvió impermeable a otros aportes. Y la Iglesia bizantina se endureció más frente a toda relación con el ctro debido particularmente a una relación más y más fuerte entre la Iglesia y el imperio. La Iglesia de Occidente mantuvo por mucho más tiempo una tradición de acogida de otras culturas y de su recepción transformadora, en particular de la sabiduría de los bárbaros dei siglo V al VIII, y de la cultura griega transmitida per la tradición arabomusulmana. Sin embargo, incluso en la Iglesia de Occidente, la relación con el otro (el judaismo y el Islam) se constituyó, como lo muestra Benoît Stan-daert' en unas páginas sugesívas bajo la forma de inmunización recíproca: "en el transcurso de los siglos nuestras tres religiones nacidas de Abra-ham parecen haberse inmunizado, cada una contra las otras dos [...]; acogiendo en nuestro propio sistema elementos del otro, nos vacunamos contra el otro"; y el autor nos da algunos ejemplos, uno de un medio cristiano que "emplea las palabras leyes y fariseos de tal manera que fuimos incapaces de comprender lo que puede significar para un judío, actualmente, el amor a la Torah; uno de un medio judío, que en la tradición de la Cabala, propone una búsqueda espiritual sobre un movimiento ascendente y descendente, inmunizada contra toda tentación mesiáníca que viene deí exterior; la de una tradición musulmana que elabora un proyecto totalitario, construido de forma teocrática, replicando desde los inicios de su historia al desafio totalitario y a la amenaza que representaba el cristianismo bizantino para el mundo semítico". Con la época del Renacimiento y de las Reformas, un doble endurecimiento se produjo, un pensamiento cultural y filosófico que se volvió la medida y referencia universal de toda reforma de pensamiento, una Iglesia que identificaba la Verdad en aquello que formulaba. Entonces, el otro sólo podía ser excluido o conquistado (la conquista de las almas), asimilado sin más.2 Esto permite comprender el trastorno que se produjo en las últimas décadas: la puesta en evidencia de una relación con el otro que no es solamente segunda: sólo puedo llegar a ser lo que soy llamado a ser en y por la 1

relación con el otro, y esto es verdad para la Iglesia misma, pensada como sacramento, es decir constituida por su relación con Dios y su relación con la única vocación de la humanidad. Esto implica, como lo escribía el CardenalJ. Ratzínger en un debate con J. Habermas, el reconocimiento de la "no universalidad de hecho de las dos grandes culturas de occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, sin importar su influencia en el mundo entero y en todas las culturas”.3 La violencia interna en el evangelio Para interpretar esta evolución, hagamos intervenir otro parámetro. Hay una violencia interna en el evangelio, hay una ruptura inherente a la llegada de la Palabra de Dios en nuestra humanidad. Nadie puede ver a Dios sin morir. El libro de Jacob, el profeta Isaías con los poemas del Siervo Sufriente, son testigos de la dilatación necesaria del ser humano para que se abra a la Palabra de Dios; el alumbramiento de la nueva vida se da en el dolor. Esta violencia del evangelio se hace doble cuando para la Palabra de Dios se trata de llegar a las raíces de los poderes de la mala obra en este mundo; es lo que se traduce en la violencia del estilo del evangelio de Marcos. El evangelio, al entrar al mundo, vuelve violento a ese mundo; esto lo atestiguan los mártires pero también todos esos santos que no solamente cuestionan a las sociedades en las que viven sino también, por su manera de vivir, a sus comunidades eclesiales. De ahí nace esta paradoja: ¿cómo esta violencia del evangelio puede ser aquélla de la que florece la paz? Esta paradoja acompaña a la Iglesia a lo largo de su obra de anuncio del evangelio. ¿Cómo puede la Iglesia acoger la fuerza de la Palabra de Dios sin que esto infunda o justifique comportamientos portadores de una violencia física (bautismos forzados o comprados) o moral (proselitismo)? Y a la inversa, ¿cómo atestiguar el evangelio según la manera de Ireneo sin que esto suavice el poder liberador del evangelio? Sin duda es un rol decisivo del anuncio del evangelio, que nos reenvía a la pregunta: ¿cómo puede la violencia del evangelio primero atravesar y transformar el mensajero del evangelio para que pueda acoger a su auditor con fuerza y dulzura? El Antiguo Testamento ya nos lo muestra en las transformaciones de los dos hombres apasionados y violentos: David y Elias, antes de que el Nuevo Testamento lo haga con la figura de Pablo. Hoy en día, este rol se encuentra en particular en Asia, en India, pero incluso más en la China comunista, con sus tradiciones milenarias. Como lo escribe Paul Beauchamp, "en Lejano Oriente, que a su turno sufrió el shock de esta violencia, el occidente estaría muy mal visto al proponer el amor así como una esencia y como un principio. Pero, por el relato, la Iglesia propone el amor puesto en perspectiva, el amor a la conquista lenta e histórica del ser humano violento, y primero del mensajero”.4 La apertura del Vaticano II y sus desafíos actulales El evento del Concilio Vaticano II significa una reapertura verdadera y fundamental de la relación con el otro en la vida eclesial. Si el Cardenal Ratzinger, cuarenta años después del Concilio, puede escribir "Si el cristianismo no es un encuentro, aparece como una vieja tradición marcada por viejos mandamientos, algo que ya conocemos y que no dice nada de nuevo, una institución fuerte, una de las grandes instituciones que pesan sobre nuestros hombros. Es decisivo llegar a este punto fundamental de encuentro personal con Dios presente ahora y contemporáneo"; él solamente hace desplegar el eje superior de la Constitución Dei Verbum, que se encuentra en el corazón del Concilio. Y los otros documentos abren un camino de nuevas relaciones al mundo {Gaudium etSpes). a todos los se res humanos ¡Dignitatis humanae), a nuestros hermanos cristianos [Unita-tis redintegravo), a los hombres y mujeres de grandes tradiciones espirituales y religiosas {Nostra Aetate) etc. Igualmente es en este camino que empezamos a aprender todo lo que puede haber de ilusorio, de ficticio en múltiples formas de diálogo o de encuentro. Lo ficticio de cierto número de diálogos interreligiosos, lo artificial de presuntos encuentros de culturas, servicios ilusorios de paz, olvido de las estructuras de pecado cue atraviesan religiones, culturas y sociedades. ¿Cuál es el precio que hay que pagar para que se pueda hablar de encuentro verdadero? ¿Cómo ir hacia encuentros en los que Dios nos podrá visitar? Después del Concilio, en la dinámica eclesial de apertura al otro en múltiples formas, la experiencia ha sido hecha de todo lo que en nuestra vida eclesial todavía no estaba listo para estos encuentros. Un documento reciente lo demuestra a propósito de la transformación misionera de la Iglesia en América Latina5: una Iglesia introvertida que, en un primer tiempo, se abrió con relación al otro, que era el europeo y a la cuestión social por su atención privilegiada a los pobres. Ahora debe, en una nueva conversión, abrirse al otro que constituye el conjunto de los pueblos indios y la minoría afroamericana. La apertura de un espacio de hospitalidad De ahí nace la ¡dea de una misión pensada como hospitalidad recíproca. La Biblia nos presenta a Dios como aquél que visita a su pueblo. Ireneo de Lyón desarrolla la ¡dea de un tiempo del Antiguo Testamento que es el de un acostumbramiento de Dios al ser humano y del ser humano a Dios; y en el Nuevo Testamento, Dios viene para vivir entre nosotros. Es en la prolongación de esta dinámica que se puede ver la misión como hospitalidad. Como lo expresa un sacerdote de Fidei donum, "teológicamente, la hospitalidad nos es familiar al enunciar el misterio de la encarnación. ¿Podría hacer las veces de práctica pastoral? Me parece que la vida de un cura de parroquia podría ser releída como la del huésped que viene por un tiempo, como pastor de la 2

comunidad, recibiendo de ella y ella recibiendo de él, significando así que la vida cristiana se recibe de Dios. No siendo totalmente extranjero, ni totalmente familiar, el pastor tiene como tarea inculturarse y al mismo tiempo significar para esta comunidad humana y cristiana una alteridad”.6 Si todo encuentro es un encuentro de dos universos, culturales, sociales, históricos, de dos juventudes de vida con sus pesos de sufrimiento y de pecado, de dos palabras vivas, sólo puede hacerse de otro modo en el despliegue de una hospitalidad recíproca: es en ella que el Espíritu Santo abre a cada uno a un diálogo posible, como nos lo muestra el ícono de la Visitación, en el encuentro de María y de Elizabeth. Es en ella que puede haber exorcismo de la violencia, en particular de esta violencia inconsciente inscrita en los comportamientos como en los pensamientos.; violencia de la ignorancia y de la indiferencia mutua, violencia de antiguas dependencias, violencia de defensas inmunitarias colocadas en las tradiciones religiosas y culturales; este exorcismo sólo se puede realizar ahí donde cada uno aprende a vivir cerca del otro. Entre los criterios posibles de esta hospitalidad recíproca viene primero el de la relación con la verdad. Durante mucho tiempo fue necesario en nuestra vida eclesial privilegiar la protección de la emergencia de la Verdad en la Iglesia, como un joven retoño que necesita estar rodeado de una verja; una cierta manera de pensar la universalidad de la fe cristiana y la universalidad del pensamiento occidental contribuyó a eso. Hoy, el riesgo a menudo es inverso, el de una relativización de toda verdad y de una absolutización de las culturas; en nuestra fe cristiana, como en el pensamiento occidental, hay una dimensión de universalidad que puede reunir a cada ser humano, pero a menudo está llevada por expresiones cuya particularidad no ha sido reconocida, particularidad atada a los límites de la condición humana como a las estructuras de pecado. En una práctica de hospitalidad misionera, el testigo aprende a echar raíces más fuertemente en la relación con Aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida; que aprende a acoger toda verdad y todo don de Dios de dondequiera que venga, como la hospitalidad benedictina dada a los sufis y a los monjes budistas. Y es en esta hospitalidad que se exorcizan las múltiples relaciones crispadas con la Verdad y vividas en nuestra Iglesia. Muy a menudo, son aquéllos que vivieron en el país del otro, voluntarios, cooperantes, "misioneros de la fe" etc. quienes, de vuelta, permiten volver relativas nuestras maneras de vivir, de pensar y de creer, y las cuestionan en aquello que llevan como huellas del mal y del pecado: ¿cuáles son las estructuras de pecado de nuestra cocina francesa o de nuestra manera de vivir en Iglesia en Francia? Otro criterio es la manera de hacer memoria en esta hospitalidad recíproca. Un trabajo de memoria puede encerrar a cada uno en la confesion de sus debilidades anteriores, anclarla en una posición de víctima que justifica la inercia y la pasividad y que esteriliza la capacidad de hacerse responsable en el presente; puede encerrar en la mala conciencia del verdugo que tiene como interrupción que no haya pagado su culpa; puede alimentar la arrogancia de aquél que aprende a medir todas las cosas en relación a él. ¿Cómo entrar en una hospitalidad recíproca de las memorias, al servicio de una responsabilidad compartida y de una apertura hacia el futuro? Aprender a descubrir juntos de lo que cada uno agradece frente a la humanidad, de su única vocación; aprender a reconocer y a conocer al otro en lo que es llamado a ser; es a partir de esta orientación que el trabajo de memoria puede entonces exorcizar la violencia tal como está inscrita en la conciencia de cada uno por su historia. En la hospitalidad misionera, hay más todavía, y es aquello a lo que nos abre una lectura de los evangelios; la vida pública de Jesús está tejida de esas hospitalidades; Jesús se invita donde Zaqueo de la misma forma que va donde Simón o donde Leví, es recibido por Martha y María; cuando él envía a sus discípulos, les llama a quedarse en una casa. Y él hace de la acogida del niño un lugar de su propia acogida y de la acogida de Aquél que lo envió. El evangelio de Juan nos lleva hasta el corazón de esta hospitalidad, que se hace morada recíproca del ser humano y del Padre y del Hijo. Esta hospitalidad entonces se revela en aquello a lo que alcanza; la acogida de cada uno en lo que tiene de único, en su palabra viva hoy, en su relación viva y en la duración con Dios, que lo constituye en lo que tiene de singular, pensado, querido, amado por Dios y así la acogida de Dios se hace en el lugar mismo de la hospitalidad. Nadie es simplemente definido por su historia, sus logros y fracasos, su arraigo cultural y social, su tradición religiosa o cristiana; él es aquél a que Dios víe ne a acompañar, como el amado del Cantar de los Cantares que viene a visitar a su amada. Lo que hay de único en cada uno y en su vocación a la santidad sólo se expresa a través de un lenguaje, una estructuración cultural y social, una manera de hacer memoria y de contar compromisos concretos; el camino es largo y laborioso para escucharlo en su propia palabra en la que se refleja la Palabra de Dios. Solamente en este encuentro se puede desactivar de manera radical la violencia y cada uno puede dejarse desarmar; ahí donde cada uno es reconocido con sus heridas y su dolor, en lo lo modeló, en lo que hace su orgullo y su debilidad, y sin embargo, identificarse con eso, pero acogido en su propia palabra: cada uno, es decir cada persona, pero también puede ser cada comunidad o cada pueblo Actualmente es grande la tentación de una lectura puramente freudiana, sociológica, antropológica etc., de cada uno, persona o pueblo, y la consecuencia es la violencia, violencia de aquél que reacciona contra su propio encierro en el análisis del otro, en la mirada del otro.7 Tenemos que aprender a vivir el encuentro con el otro como una promesa: "vivir el encuentro de las culturas y las religiones, es ser de alguna manera alguien que espera del otro que se revele, que se cumpla, que sobresalga. Si no esperamos nada más de los políticos, de los tomadores de decisiones ... de los desempleados ... de los heridos por la vida ... ¿cómo podemos comprometernos con lucidez, 3

felicidad y libertad para un futuro común?”.8 La hospitalidad recíproca como tarea eclesial La entrada en una dinámica misionera, que sea hospitalaria y recíproca, es obra personal, pero también obra eclesial; es una nueva manera de ser y de entrar en relación a lo que nuestra Iglesia es llamada. Es una Iglesia llamada a dejarse dilatar por la hospitalidad que ofrece; su relación con las otras confesiones cristianas la transforma en la actualidad en lo más profundo de ella misma; en primera instancia a nivel de su fe y de las expresiones que ella da del rostro de Dios que viene a ella: ¿la carta "Dios es Amor" habría sido posible sin todo ese camino ecuménico? Otra transformación empieza, la que permitiría las confrontaciones ecuménicas alrededor de la ética. Otro polo de la hospitalidad es aquello que es ofrecido a todos los seres humanos ya trabajados por el Espíritu de una manera que sólo Dios conoce. ¿Cómo la Iglesia podría proponer la fe y el evangelio, si al mismo tíempo no se dejaba transformar por la hospitalidad ofrecida a aquéllos que ya respiran el Espíritu? Como lo escribe J.-L Souletie: "Una presencia de Cristo habita el mundo contemporáneo. Es el mundo de Dios, aquél que creó y salvó de la misma manera; y lo retuvo al caer en el vacío. El misterio de la Cruz está misteriosamente activo. Vibra con todas las alegrías y esperanzas, sufrimientos e infelicidades que se dividen de manera desigual entre los seres humanos. Aquél que no conoce a la persona de Jesús puede, efectivamente, un día reencontrar, al conocer algo cristiano (un libro, una música, un encuentro, un monumento, una historia, un acontecimiento, un testimonio...) esta respiración que ya ha aprovechado de manera incoativa. La va a reconocer y tal vez va a identificarse con ella. Se dará cuenta de que aquí está la fuente (...). La experiencia de los catecúmenos sugiere eso"9. La historia reciente de las nuevas comunidades nos lo muestra; al nacer en la audacia de la propuesta de la fe sin condición previa, ellos son rápidamente puestos a prueba en su capacidad de acoger esta respiración de sufrimiento y de esperanza de personas que reciben; ellas se dejan transformar, o se vuelven sectarias, o desaparecen. La Iglesia que se vuelve totalmente misionera, acoge de esa manera su fuente, el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu, en el lugar mismo en donde se hace hospitalaria. En otra dinámica, también debe aprender a pedir hospitalidad, y es lo que se puede identificar en el movimiento Ad Gentes que lleva a la Iglesia fuera de sí. Ir a vivir en el país del otro, volverse Iglesia argelina en la casa del Islam, volverse voluntario o enviado al extranjero, hacerse perdonar por llegar de fuera, sin perderse en sí misma, sino encontrarse en lo más profundo de la relación con el Señor, decodificando la manera en la que Dios se dice en otras lenguas. Sin duda, es un choque fuerte para nuestras comunidades eclesiales entrar en esta perspectiva de hospitalidad; además de que a menudo ha sido propuesta sin la duración necesaria de un acostumbramiento reciproco; no debemos asombrarnos de los repliegues de identidad, que a veces son una pausa necesaria en el trabajo de domesticación de la obra de Dios en cada uno. Al interior mismo de nuestra vida eclesial debemos entrar en la experiencia de lo que exige la hospitalidad; hospitalidad de las comunidades antiguas y nuevas, en la medida en que cada una escoge los medios de no considerarse como un todo en la Iglesia, hospitalidad de las Iglesias de diversos continentes entre ellas, con toda la inteligencia de corazón y solidaridad concreta que demanda. ¿El Concilio Vaticano II se debe releer como ruptura o como continuidad? Mas allá de los debates impregnados de ideología, la novedad del Vaticano II es primero la de una novedad en la manera misma de la Iglesia, enteramente centrada en la acogida de Dios que viene a visitarla, que viene a vivir en nuestra tierra, en el acontecimiento de gracia evocado por Benedicto XVI, expresada en la constitución Dei Verbum del que fue uno de los autores; una Iglesia que se constituye por la acogida del acto de amor del Padre al enviar el Hijo y el Espíritu; una Iglesia que se vuelve hospitalaria de esta llegada de Dios y que encuentra en esta fuente lo que le permite pedir hospitalidad a nuestra humanidad de hoy para volverse acogedora con esta humanidad. La Iglesia, "morada de la acción", morada en la que comienza la conformación de la humanidad con la persona y con el acontecimiento de Jesucristo, está todo el tiempo amenazada por la tibieza en el actuar, que nace de la tristeza y de la desesperanza, del recogimiento en ella misma, de la búsqueda de su propia supervivencia; pero más aún, está llamada a entrar en la lógica del don, en la lógica del Espíritu Santo. ________________ Notas 1

L'espace Jesús - La foi pascale dans l'espace des religions, Lessius, 2006. En los mismos años aparecen tres libros que analizan este fenómeno: Enrique Dussel, Histoire de la foi et changement social en Les lettres de 'libération bousculent la théologie’, Cerf 1975 - Todorov, La conquête de l’Amérique, Seuil 1982 Michel de Certeau, L'union dans la différence. 3 Esprit, julio 2004, p. 26. 4 Le récit, la lettre et le corps - Cerf, 1992, p. 137. 5 Juan Gorski, Spiritus, 46/4, 181. 6 Luc Lalire, Frétres diocésains, mai 2006, p. 227. 2

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Michel de Goedt, Le Cristde Thérése de Jesús, Desclée 1993, p. 23. Jean-Marie Glé, La Croix, 5 mai 2006. 9 Esprit et víe, n. 148, abril 2006, p. 12. 8

* Maurice Pívot [email protected] Traducción: Soledad Oviedo C.

Réf.: Spiritus, Edición hispanoamericana, año 47/3, n. 184, Septiembre de 2006, pp. 26-35.

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