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“Para una descolonización epistemológica del paradigma moderno del conocimiento” Conferencia en el CEIICH/ UNAM 11 de febrero de 2013 Transmisión en vivo a través de: http://www.ceiich.unam.mx/0/70TraViv.php El presentador explica que Ramón Grosfoguel ha producido obra en el marco del llamado “giro descolonial”, y que es un animador del debate que se da en el marco del proyecto de descolonización de las ciencias sociales. El tema de esta conferencia es el conocimiento moderno colonial y el tipo de epistemología que fundamenta las ciencias sociales. Para abordar el tema es necesario comenzar por plantear el problema del “yo” cartesiano, el “pienso, luego existo” como fundamento del conocimiento y de su producción. Es necesario revisar su origen y sus características para poder pensar alternativas. Las preguntas para ello son muchas, entre ellas, ¿cuáles son los sentidos comunes que nos constituyen? Y para plantear el problema hay que remontarse al siglo XV, a la conquista de aquel territorio musulmán que se encontraba al sur de lo que hoy es España, llamado Al Andaluz. En ese territorio dominaba un sultanato, autoridad política que reconocía en sus códigos jurídicos una multiplicidad de identidades y espiritualidades. Ese reconocimiento contrastaba con la lógica cristiana, que vinculaba -sin posibilidades de separarlos entre sí- al Estado, la identidad y la espiritualidad, de modo que la pertenencia a un determinado Estado suponía participar de una determinada identidad y una determinada espiritualidad comunes a las del resto. Esa vinculación es, desde luego, una ficción, que está en los gérmenes del Estado-nación que conocemos hoy. En el “sentido común” de nuestros días existen muchos lugares comunes falsos sobre el Islam y el mundo musulmán. Pero el hecho es que Al Andaluz se atenía a un paradigma diferente al que regía los Estados cristianos y que se basaba en la multiplicidad de identidades. Hoy en día los movimientos indígenas de América Latina están recuperando ese paradigma. Otro mito vigente todavía es el de la “reconquista” de España por parte de la monarquía católica. Ese mito (entendido como mentira) se basa en la falsa idea de la invasión musulmana. España no existía en el siglo VIII, de modo que los musulmanes no la invadieron. En realidad lo que hubo fue una conquista por parte de la monarquía católica de un territorio donde habían convivido judíos, musulmanes y cristianos. Consumada esa conquista, la monarquía planteó a la población musulmana y judía tres opciones: convertirse al cristianismo, ser aniquilados o ser expulsados. Buena parte de la población judía y
musulmana que se libró del exterminio se fue al norte de África, región dominada por musulmanes y donde los judíos tenían plenos derechos. (Y en este punto cabe destacar otro gran mito que tiene historia. Solemos creer que judíos y árabes han estado en lucha eternamente. Nada más falso. Ésa es una mentira producida por narrativas judías del Medio Oriente en torno al conflicto actual, narrativas que no tienen más de 60 años de antigüedad. Las grandes matanzas, los grandes pogroms contra los judíos fueron obra de la Europa cristiana a lo largo de la mayor parte de la historia.) Conversión forzosa, aniquilación o expulsión. El discurso de la monarquía cristiana para promover y sostener la conversión religiosa se basaba en el concepto de “pureza de la sangre”. Éste es un concepto proto-racista (no todavía racista propiamente). La humanidad del “otro” no se ponía en cuestión. Lo que se cuestionaba era su religión. Y para sostener el estricto sistema de vigilancia que se estableció en el territorio de Al Andaluz para asegurar y consolidar la conversión religiosa de la población, se indagaban los orígenes de las personas. Si se tenía un tío musulmán o una abuela judía, la veracidad de la conversión de la persona podía ponerse en duda y había que reforzar la vigilancia. Se trataba de todo un proyecto “biopolítico”, con perdón de Foucault, quien afirma que la biopolítica surge en el siglo XIX. Ese mismo planteamiento se extiende y transforma en y mediante el plan de Cristóbal Colón llamado “Empresa de las Indias”, presentado a los reyes católicos para convencerlos de sostener su viaje. (Aquí, de nuevo, hay que lidiar con el mito de que Colón se habría lanzado al vacío, sin saber exactamente qué encontraría. Mentira. Colón contaba con mapas chinos a los que no tenía acceso la mayoría, pero que daban cuenta de conocimientos importantes respecto del mundo. En esos mapas, lo que después serían las Américas aparecían como una extensión o península de Asia). Los reyes católicos adoptaron con mucho interés el proyecto de Colón, pero lo colocaron en segundo lugar, después de la conquista del último reducto de Al Andaluz: primero había que acabar con el sultanato de Granada y después se podía emprender la expansión hacia las “Indias occidentales”, como se llamaban ya porque se pensaba que esos territorios a descubrir eran una extensión de India. Así pues, nuestra historia, la de América Latina, está fuertemente influenciada por la conquista de los moros en el sur de lo que hoy es España. Nos vincula una genealogía que hay que delinear. Después de presentar a los reyes su propuesta, Colón se fue a Santa Fe, un poblado a las afueras de Granada. El 2 de enero de 1492 cae Granada y se producen las capitulaciones –esas negociaciones entre los musulmanes y la autoridad- que después fueron objeto de burla descarada por parte de los reyes. Para marzo de 1492 se expulsaba a los judíos. Pronto se comenzó a construir iglesias sobre las mezquitas musulmanas –tal como ocurrió en América posteriormente y como podemos comprobar en cantidad de templos en México-. Pocos días después de la caída de Granada, el 11 de enero de 1492, Colón entra a la ciudad a reunirse de nuevo con los reyes. Y ellos le autorizan el viaje.
Colón llega el 12 de octubre de 1492 a la isla que denominó “La Española”. Y tiempo después pondría en sus diarios: “estos son pueblos sin religión”. No decía que fuesen ateos. Pero la afirmación era terrible. A fines del siglo XV, en el imaginario europeo todos los seres humanos tenían religión y, por tanto, alma; ahí residía, precisamente, la posibilidad de la conversión. De no tener alma, esos seres podían equipararse a bueyes o burros susceptibles de ser incorporados sin mayor trámite, en calidad de factores, al proceso de producción. Y así fueron tratados. Fueron sometidos a la esclavización. Aquí hay, pues, un desplazamiento de algunos elementos del proceso de conquista inmediatamente anterior. Los “pueblos sin religión” son pueblos sin alma, unos “otros” completamente otros, animales. Y precisamente en esa calidad llevó Colón a Europa a muchos individuos originarios de América: enjaulados, exhibidos como trofeos a lo largo del trayecto entre Portugal y Madrid (sic). Pero en ese momento comienza también el debate de si las poblaciones de los territorios recién descubiertos tienen o no alma, de si son o no las tribus judaicas perdidas de las que habla la Biblia, etcétera. Interesante es, sin embargo, que las Américas no eran territorio desconocido previamente para el mundo ni sus poblaciones vivían en aislamiento respecto de las del resto del mundo. Musulmanes, chinos, vikingos, africanos habían llegado anteriormente y los indígenas tenían comercio –en sentido amplio- con el mundo. Ahí están los grandes conocimientos, las grandes hazañas intelectuales que dan cuenta de ello, en momentos en los que Europa era no más que una aldea oscurantista medieval. Colón no llegó a un lugar aislado, ni lo descubrió primero que nadie. El debate acerca de la humanidad de las poblaciones indígenas americanas se extendió a lo largo de todo el siglo XVI. Pero, de entrada, los métodos que se usaron para conquistar a los moros –la espada y la Biblia- fueron los que se usaron también aquí. Muchos de los soldados que llegaron de España se habían fogueado en la conquista de Al Andaluz. Los métodos para cristianizar a los musulmanes y judíos que se convirtieron (moriscos y marranos, respectivamente) se reprodujeron en América. En este proceso se redefinen las narrativas que se habían utilizado contra los musulmanes y los judíos, esos pueblos semitas cuya clasificación ha sido puesta en juego también en nuestros días. (Habrá que recordar que hasta la Segunda Guerra Mundial los orientalistas metían en el mismo saco a ambos pueblos y los consideraban “semitas”. La separación –evidente, por ejemplo, en el concepto de “antisemitismo” como actitud y práctica contra los judíos- es reciente, y obedece al proyecto de los judíos sionistas, que sitúa a los arabo-musulmanes en el lugar del peor de los enemigos de los judíos). En España, la discriminación contra árabes y judíos iba junta. La “islamofobia” y la “judíofobia” iban juntas. En ambos casos se produjo genocidio y epistemicidio: ¡se quemaron bibliotecas enormes en Al Andaluz! En América se reprodujo el método. Acá se quemaron códices. Y la narrativa que se produjo en el siglo XVI en torno a los pueblos con y sin religión, se devolvió a España como un bumerang. Si aquí había pueblos sin alma, en España la discriminación religiosa se transforma en discriminación racial: la gente que reza a otros dioses es, ella misma (y ya no sólo su religión), inferior. Claro que, en
este caso, el marcador del racismo no es el color de la piel, sino la religión. De modo que el cuestionamiento se desplaza: ya no se refiere solamente a gente con religión equivocada, sino a sujetos sin alma, desalmados. Y así, en el siglo XVI los moriscos pasan a ser esclavizados y a principios del siglo XVII (en 1609) son expulsados de la península. Pero aquí y allá se produce, simultáneamente, un genocidio y un epistemicidio. El concepto de epistemicidio es de Boaventura de Souza Santos. Es la aniquilación, la extirpación, el exterminio de toda forma de saber que no sea la de quienes detentan el poder hegemónico. Por cuanto al debate sobre el alma, un decreto papal de 1537 deja la cuestión en el limbo: afirma que los indígenas americanos tienen “alma”, sí, pero “alma animal”, como diciendo: “ni una cosa ni la otra, sino todo lo contrario”. Aún así, el Imperio español se veía forzado a contar con una resolución formal que pudiera fundamentar su política hacia la población americana. Esa resolución es la que se produjo a partir del juicio de Valladolid, de 1552, en el que se enfrentaron las posiciones de Sepúlveda y Las Casas. Para Sepúlveda, la población indígena americana no tenía alma. Una prueba de ello era que carecía de sentido de la propiedad privada y de sentido del mercado. Tomemos en cuenta que en 1492 no sólo surge el tema de la distinción entre los seres con alma y sin alma, sino que también se crea el mercado mundial. Racismo y capitalismo llegaron juntos. No es que, como se sostiene desde posiciones marxistas ortodoxas, el racismo forme parte de la superestructura del sistema capitalista; no. La raza debe verse como un principio organizador de la economía política, en la misma medida que el género. El racismo y el sexismo no son epifenómenos, sino principios organizadores de la economía política. En contraste, para Las Casas los indígenas americanos tenían alma, pero constituían pueblos “bárbaros” que debían ser cristianizados. Este debate tuvo consecuencias enormes. A partir de él se organizan dos discursos fundamentales: a) El del racismo biológico con bases que eventualmente se situaron en la genética, y b) el del racismo culturalista, que denigra al otro no a partir de sus características biológicas, sino culturales: la denigración se da por la vía de la cultura. El racismo biológico estaba representado en aquel debate primero por Sepúlveda. El racismo cultural, por Las Casas. Ambos discursos terminarían por secularizarse a la larga. El racismo biológico terminará negando carga genética humana a los oprimidos. El racismo culturalista pasará de considerar a los pueblos como bárbaros y objeto de cristianización, a considerarlos como primitivos y objeto de civilización. Ayer había que cristianizarlos; hoy hay que civilizarlos. Y ambos discursos efectuarán ese desplazamiento para terminar diciendo y haciendo, en el fondo, lo mismo. En el juicio de Valladolid ganó, en lo inmediato, Sepúlveda. Pero el vencedor a largo plazo sería Las
Casas, y gracias a ello se establecerían las encomiendas conjuntamente con la esclavitud de africanos traídos a América. Y en la esclavitud a la que se sometió a grandes masas de africanos se encuentra también el principio del racismo biológico, basado en el color de la piel. Los racismos, religiosos y biológicos, terminan por superponerse. La islamofobia rampante actualmente en Europa y EEUU constituye un “retorno” al racismo religioso, pero tiene fuertes tintes de racismo biológico. Todas las formas de racismo tienen componentes similares. Lo que define al racismo es la institucionalización de relaciones de poder que establecen una superioridad y una inferioridad de determinados grupos a ambos lados de la línea de lo humano. Y existen muy diversas maneras de colocar a grupos humanos diferentes por debajo de esa línea. De modo que el genocidio y el epistemicidio del siglo XVI afectaron a árabes y judíos, indígenas americanos y africanos. Tres genocidios/ epistemicidios. Por cierto, sigue vigente el mito de que los africanos traídos a América ya eran esclavos en África. No, no lo eran. Era población libre. Y, paralelamente a la muerte de millones de africanos en ese proceso, sus saberes también fueron suprimidos. La historiografía contemporánea subestima mucho ese fenómeno. En esa misma época, en el siglo XVI, se produce un cuarto genocidio/ epistemicidio: el de las mujeres sabias y conocedoras –llamadas brujas- que habitaban en ese territorio que hoy llamamos Europa. Millones de mujeres fueron quemadas vivas. Pero en ese caso los libros eran ellas mismas. Con ellas murió su saber. Y es precisamente en ese marco de genocidio/ epistemicidio donde surge Descartes con su “pienso, luego existo”. Descartes pone un fundamento nuevo al conocimiento, un fundamento que se sitúa al margen del dios cristiano. Reemplaza a Dios. Sin embargo, el “yo”, el sujeto cognoscente, adquiere todos los atributos de Dios. Uno de ellos, la capacidad de producir conocimiento verdadero al margen de toda particularidad y corporeidad, desde aquello que concibe como “el ojo de Dios”. En efecto, el cartesianismo requiere dos elementos indispensables para operar como fundamento epistemológico: a) el dualismo (la separación tajante, completa, entre la mente del yo y el cuerpo), y b) el solipsismo. La ontología del cartesianismo es el dualismo. El método, el solipsismo. El dios europeo cristiano es antropocéntrico y androcéntrico. Es totalmente ajeno a la noción de las energías cósmicas que en América toman la forma de la Pacha Mama y otras entidades, y frente a las cuales no somos más que mosquitos. Cuando Descartes pretende producir un conocimiento desde el “ojo de Dios”, no define al dios. (Pero se trata de un dios universal, ajeno a toda corporeidad y a toda forma de situación específica.)
Además, el cartesianismo supone el solipsismo. El sujeto que conoce dialoga consigo mismo, no con otros seres humanos. El conocimiento se produce en un diálogo interno y no en el marco de relaciones sociales históricas particulares. Ése es el ego-conocimiento que se produce desde el “ojo de Dios” –que es una forma de secularización de los atributos del dios. Es el reemplazo de Dios. Antes de Descartes no existió nunca una epistemología de ese tipo. Dios siempre estuvo presente, más allá de cualquier epistemología y sistema filosófico. El “pienso, luego existo” cartesiano está montado sobre la idea de un universalismo: el conocimiento se produce más allá de cualquier particularidad y de cualquier situación específica, porque tiene dentro de sí el ojo de Dios. Y ésta es la base para descalificar e inferiorizar cualquier otra forma de pensamiento “situado”. Es tradición de los hombres occidentales. De los hombres, no de las mujeres. El “yo” cartesiano piensa desde un “no-lugar”. Nosotros, los cognoscentes, somos universales. Ésta es la ego-política del conocimiento, que camufla y oculta al sujeto particular y situado. Enrique Dussell la describe como “conquisto, luego existo”. Se trata del yo imperial que tiene el privilegio epistemológico. Se traduce también como “extermino, luego existo”; practico el genocidio y el epistemicidio. Es la definición misma del racismo y el sexismo epistemológicos. Y éste es, precisamente, el nuevo fundamento del conocimiento. Añádase a ello que Descartes, siendo francés, trabaja en Amsterdam, el nuevo centro del sistemamundo después de la hegemonía del Imperio español. Se trata, pues, del ser imperial del que habla Dussell. Así pues, en el sentido común de la época, ese “yo” cognoscente, universal e imperial se monta sobre los cuatro genocidios/ epistemicidios del siglo XVI. Cuatro genocidios, incluyendo el de las “brujas”. En ellos reside la condición de posibilidad histórica del “pienso, luego existo…”, que es el fundamento mismo de toda la ciencia moderna con sus pretensiones de objetividad y neutralidad, que niega cualquier otra vía de conocimiento. Y es ese cartesianismo que es racismo y sexismo epistemológico lo que funda la universidad contemporánea. Para la universidad actual, todo está en el hombre (varón) occidental. Se trata de un privilegio epistémico: yo pienso, yo conquisto, yo extermino, luego existo. En Kant se reproducirá el mismo fenómeno en la noción del sujeto trascendental, que es el hombre blanco situado arriba de los Pirineos –sí, los Pirineos, esa cadena que separa a España y Portugal del resto de Europa. Ése es el sujeto que conoce: el sujeto varón de Europa del norte. Ahora españoles y portugueses son inferiores. El sujeto cognoscente de Kant es un hombre blanco. Para Kant las mujeres no tienen uso de razón, como no lo tienen los amarillos o los negros…
(En este momento se produce una interrupción de la transmisión que dura alrededor de 20 min.) La imposición del desarrollismo por parte de las dictaduras latinoamericanas se da por la vía del genocidio: “si no entiendes por las buenas, entenderás por las malas”. Las ciencias sociales se fundamentan en un paradigma imperialista, fundamentalista, racista y sexista, para el que los fundamentalistas son siempre los otros. Se trata de una epistemología levantada sobre el genocidio y el epistemicidio y que sólo cubre la experiencia masculina de cinco países –es decir, la experiencia del 6% de la humanidad-. Las teorías de las ciencias sociales no dan cuenta de la experiencia histórico-social de otras partes del mundo; esa experiencia no está dentro del canon de las ciencias sociales. El llamado es, entonces, a descolonizar las ciencias sociales y la universidad occidentalizada. Descolonizar implica en este caso desplazarse de la universidad a la pluriversidad –concepto distanciado del universalismo y sus pretensiones anexas. Significa transformar cánones y currícula universitarios. Y no es equivalente, ni mucho menos, al multiculturalismo. El multiculturalismo liberal, aplicado a la epistemología, supone que no debe cuestionarse la autoridad: “no cuestiones quién manda aquí”. Este multiculturalismo integra, pero sólo en términos de identidad, a sujetos inferiorizados –un negro por aquí, una mujer por allá, algún grupo indígena más allá-. Es una epistemología vacía de sustancia. En la actualidad es una forma de racismo epistémico sofisticado que no permite cuestionar ni contaminar el pensamiento hegemónico. Lo que planteo no es populismo. De lo que se trata es de retomar el pensamiento crítico de múltiples orígenes y de integrarlo al canon, sin excluir a nadie de la conversación y sin situar a nadie por encima de nadie. Una conversación donde todos participen como uno entre otros. Eso es descolonización en la universidad, en la academia: una reubicación del centro, que implica salirse del centro. La diversidad epistémica no es multiculturalismo. El pensamiento hegemónico que sigue rigiendo los planteamientos multiculturalistas es provinciano y limitado. Si no se transforma el fondo, el fundamento, mediante la integración de quienes forman parte del 80% de la humanidad, no hay pluralidad. Ronda de preguntas y respuestas: Blanca Estela Carrillo Palma: Donna Haraway y Sandra Harding son dos autoras extraordinarias que proponen (en particular Haraway) la noción de “conocimiento situado”. ¿En que se distingue eso de lo que se denomina
“epistemologías del sur”? Integrante de la UACM: ¿Qué papel desempeñan los procesos sociales que rompen con los cánones y que no se someten a la idea occidentalizada del conocimiento y del orden? Yesenia: El esclavismo sitúa en su centro mismo el color de la gente como base de la discriminación. Sin embargo, hay movimientos sociales que posicionan el color –como, por ejemplo, la negritud- en el centro de sus reivindicaciones. Reasumen la negritud. Reasumen los factores que fueron base del racismo. ¿Por qué? ¿Es válido eso? Respuestas de Ramón Grosfoguel 1) El racismo y el sexismo epistemológicos se reproducen también en el feminismo. Me refiero tanto al feminismo de la diferencia, surgido del Mayo francés, como al de la igualdad, surgido del movimiento de los derechos civiles en EEUU. Aquí se dan también fenómenos de inferiorización epistemológica, porque no se ponen en el mismo nivel las producciones de origen diverso. Hay un feminismo “imperial”. Recuérdense los nombres de Célia Amoròs, Julia Kristeva o Heléne Cisoux. Los límites del feminismo de la diferencia se encuentran en el trato a las mujeres musulmanas en Europa. Recuérdese el caso francés. Las feministas se pusieron del lado del Estado, del lado de los hombres, que prohibieron el uso de la vestimenta femenina musulmana. Ése fue el límite del feminismo de la diferencia; ahí acabaron. En contraste, se levantan voces como la de Shirin Ebadi, feminista iraní que recibió el Premio Nobel de la Paz. Ella dice del velo: “en Irán me lo quito y en Francia me lo pongo, porque ningún Estado puede reglamentar cómo se viste una mujer”. Esa posición rebasa los feminismos. Va más allá. El feminismo occidental está puesto en cuestión por muchos otros feminismos no occidentales, muy diversos epistémicamente. No puede haber uno que decida por todos. Sandra Harding y Donna Haraway están fuertemente influenciadas por el feminismo negro. Ya no piensan como feministas occidentales. Recuérdese que Haraway es, además, transexual (¿?). Yo me distancio de planteamientos como el de Walter Mignolo por su populismo epistemológico. Él incurre en un reduccionismo geográfico burdo. Eso supone el colapso de una epistemología alternativa. Para él, un aimara tiene la razón por el hecho de ser aimara; un negro, por el hecho de ser negro… Mignolo se limita a invertir la jerarquía epistemológica, pero retiene la misma lógica centrista. En contraste, Boaventura de Souza Santos sí produce una sociología descolonial, como Haraway y
Harding, quienes están fuertemente influenciadas por feministas negras y chicanas. (Por cierto, convendría analizar las políticas de la traducción en México. Las feministas negras y chicanas están muy escasamente traducidas aquí. Sólo se consiguen sus textos en inglés y eso limita las posibilidades de conocerlas). Es preciso descolonizar el feminismo y abrirse a la diversidad epistémica. El problema que aqueja al feminismo (europeo y anglosajón) es que produce conocimiento como si fuese universal. 2) Respecto del papel que desempeñan los movimientos sociales en esta nueva perspectiva epistemológica, debo decir que yo vengo de un movimiento de huelga de 1969 en la Universidad de California en Berkeley. Ese movimiento fue reprimido por la mismísima Guardia Nacional, llamada por Ronald Reagan, a la sazón gobernador de California. Nosotros conquistamos nuestro espacio con sangre. En el 99 hubo otra huelga a favor del respeto a las plazas para nuestra área. Cuando los maestros morían o se iban, las plazas se cancelaban. Nuestra huelga logró no únicamente conservar las plazas existentes, sino que se crearan quince más. Eso también se conquistó con lucha. El movimiento de los derechos civiles irrumpió en la universidad. Nosotros, los latinos, negros, asiáticos, dijimos: “No queremos ser objeto de estudio, sino espacio de crítica radical al conocimiento que se produce y transmite en la universidad blanca”. Queríamos y hoy tenemos un espacio de producción de conocimiento crítico, en medio, desde luego, de enormes conflictos. En Estados Unidos hay una masa riquísima de pensamiento crítico de origen indígena, latino, negro. El sociólogo crítico más importante y menos leído de EEUU es W.B. Dubois, negro, y uno de los fundadores del movimiento panamericanista. Él produjo pensamiento crítico radical respecto del pensamiento occidental y no hay quien mencione su monumental obra. Pero la lista es infinita. Está, por ejemplo, Fausto Reinaga en Bolivia. Él tiene más de treinta libros, que no se leen. Reinaga parte de la idea de que “nosotros no somos indios, pero como indios luchamos”. Tal como ocurre con los movimientos negros: “nosotros no somos negros, pero como negros vamos a luchar”. Por otra parte, hay universidades indígenas en América que ya se llaman “pluriversidades”. Las hay en Quito, Nicaragua, Bolivia… Son instancias de creación de espacios propios de producción de conocimiento. Surgen de la universidad pero plantean la descolonización de las disciplinas –que todo lo fragmentan para que tú nunca entiendas nada y te cocines en tu propia salsa-. En esas pluriversidades se señala críticamente cómo en el marco de las disciplinas las tareas se orientan a resolver los problemas que se plantean dentro de esas mismas disciplinas. Lo que se propone en estas otras instancias es reorganizar las ciencias sociales no a partir de disciplinas, sino de problemas. Todo eso requiere de movimientos sociales que presionen para generar otros espacios de producción de conocimiento. De lo contrario, difícilmente ocurre. Y ésa es una tarea colectiva. 3) Por lo que se refiere a las identidades –negras, indias, e incluso la identidad misma de “mujer”-, ésas son identidades coloniales, sin duda. Sin embargo, son identidades que facilitan la movilización política. Los movimientos pueden reasumir esas categorías coloniales transformándolas y
resignificándolas. Se trata de categorías que sirven para unificar proyectos políticos. Y es que el antiesencialismo radical puede resultar tremendamente nocivo y convertirse en la base de movimientos colonizadores para descalificar las luchas. El antiesencialismo es útil cuando se trata de desmontar identidades superiorizadas, de ésas de las que habla Fannon. Ahí sí que hay que ponerse a desinflar identidades. Pero no en el caso de quienes están por debajo de la línea de lo humano. Ahí se requieren otras estrategias. (Nueva interrupción de la transmisión, ésta de pocos minutos) Así que cuidado con el antiesencialismo radical. Las identidades, resignificadas, sirven para organizar a las víctimas de diferentes formas de opresión. La deconstrucción de las esencias puede, en ciertos casos, resultar desmovilizadora. Que yo sepa, ni Foucault ni Derrida –tremendamente eurocéntricosusaron su antiesencialismo radical para atentar contra movimientos sociales de liberación. Lo usaron únicamente en contra del poder.