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VIRTUD Y DEMOCRACIA Filipe Carreira da Silva Traducción al castellano por Jesus Sanz Moral
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Índice de contenidos Preámbulo teórico-metodológico IIIIIIIV-
Formulando el problema Comunidad y sociedad: la “gran narrativa” de Habermas J.G.A. Pocock y los lenguajes paradigmáticos Significado y contexto: el método de Skinner
Aplicando el método. El republicanismo de Florencia a Filadelfia IIIIIIIV-
El Maquiavelo de Skinner De la austeridad de la virtud a la pulcritud de las maneras El contratualismo republicano de Jean-Jacques Rousseau 4 de Julio de 1776. ¿El fin de la política clásica?
El republicanismo en América IIIIIIIVVVI-
Individualidad y comunidad. El pragmatismo americano G.H. Mead en sus contextos Moral y política en G.H. Mead De Jefferson a Dewey: una tradición democrática La democracia deweyana en sus contextos De vuelta a Europa. El pruralismo democrático de Harold Laski
El republicanismo de Habermas IIIIIIIVVVI-
De la historiografía con intención sistemática a las ciencias reconstructivistas Dos tradiciones reconstruidas – pragmatismo y republicanismo El Mead de Habermas Sobre la pragmática y la ética de la interacción social La concepción procedimental de la democracia deliberativa Conclusiones: ciudadanía y virtud
Bibliografía
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Parte I Preámbulo teórico-metodológico Capítulo I: Formulando el problema. Una ciencia fundada sobre el olvido sistemático y deliberado de su pasado está, pace Whitehead, condenada a reconstruirlo de forma arbitraria, La validez de esta afirmación – que pretendemos demostrar en este libro – trasciende, creemos, las divisiones disciplinares que separan las teorías sociológicas de las teorías políticas. En ambos campos científicos, y al contrario de lo que Robert Merton sugiere1, la historia de la teoría y su “sustancia sistemática” no son dominios analíticos autónomos. De hecho, nuestra estrategia teóricometodológica se sustenta sobre el presupuesto de que la forma como se reconstruyen contribuciones pasadas constituye un elemento indisociable del propio proceso de construcción teórica. Por otro lado, el modo como las teorías sociales y políticas reconstruyen su pasado refleja su naturaleza epistemológica. La distancia que separa una concepción acumulativa y continua de la historia de una visión fragmentada es la misma que separa el positivismo del post-positivismo. Esto significa que, tanto en sociología como en ciencia política, la teoría y la historia de la teoría no son más que momentos diferentes de una estrategia teórica, cuyo carácter epistemológico resulta, en gran parte, de la forma como los articula. Pensamos poder clarificar las razones y propósitos de nuestra posición reconstruyendo, aunque de forma breve, el contexto intelectual de los años 60. Fue en ese momento en el que áreas tan distintas como la física (Thomas Kuhn), la antropología (George Stocking) y la historia de las ideas políticas (Peter Laslett, J.G.A. Pocock, John Dunn y Quentin Skinner – la llamada “Escuela de Cambridge”), surgió un movimiento a favor de aquello a lo que Merton llamó la “nueva historia de la ciencia”. En rigor, este movimiento era más que una mera nueva forma de hacer historia de la ciencia. A pesar de que las diferencias que distinguen las posiciones de estos autores no deban ser subestimadas, la verdad es que todos ellos compartían una actitud escéptica ante una concepción linealmente progresivista del conocimiento. El caso de Kuhn, ya sea por su pionerismo, o por la influencia que ejerció más allá de las fronteras de las ciencias naturales, merece una referencia particular. Su escepticismo en relación al progresivismo impregna toda su argumentación en The Structure of Scientific Revolutions (1962)2: contra la “tendencia persistente a hacer que la historia de la ciencia parezca lineal o acumulativa”, además de que la “depreciación de los hechos históricos se encuentra incluida, profunda y es probable que también funcionalmente, en la ideología de la profesión científica” (Kuhn, 2004, p. 216), Kuhn sugiere una reconstrucción históricamente sustentada y normativamente guiada de la moderna ciencia occidental. Según esta concepción, es necesario distinguir entre dos
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Es nuestra responsabilidad la alusión a las dos disciplinas, dado que Merton se refiere exclusivamente a la sociología. Véase Merton, 1967. 2 Versión en castellano, Kuhn, T., (2004), La estructura de las revoluciones científicas, Buenos Aires, FCE.
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modalidades de trabajo científico: la ciencia normal y la ciencia revolucionaria o extraordinaria. La ciencia normal es la actividad científica que transcurre en el ámbito de un paradigma que está constituido por presupuestos teóricos generales, leyes y técnicas para su aplicación adoptadas por los miembros de una determinada comunidad científica. Por lo tanto, los científicos que resuelven problemas (o enigmas) de investigación dentro de un paradigma practican lo que Kuhn designa por “actividad para la resolución de enigmas” (Kuhn, 2004, p. 92), una actividad que va a articular o desarrollar el paradigma con el propósito de explicar el comportamiento de fenómenos tal y como estos se revelan, mediante los resultados de la experimentación. Con el transcurso de esta actividad, la ciencia en su régimen normal, se enfrentará con anomalías, con aparentes falsificaciones. Si no fuera capaz de resolverlas mediante las teorías del paradigma dominante, se instalaría un sentimiento generalizado de desconfianza en el paradigma en vigor y de inseguridad profesional, originándose un periodo de crisis científica. Esta crisis sólo sería resuelta con la aparición de un paradigma alternativo completamente nuevo, que conquistaría la adhesión de un creciente número de científicos, hasta que finalmente se abandonaría el paradigma anterior. Este abandono es lo que Kuhn designa por “revolución científica”. El nuevo paradigma serviría, entonces, de guía de investigación de una nueva actividad científica normal, hasta el momento en que surgirían serios problemas, apareciendo de esta forma una nueva crisis y, consecuentemente, otra revolución. Este es, para Kuhn, el patrón básico de la evolución de la historia de la actividad científica occidental, en el campo de las ciencias exactas o de la naturaleza. Este concepto de “revolución científica” acentúa, por un lado, la inconmensurabilidad entre el paradigma anterior y el emergente y, por el otro lado, la necesidad de escoger un nuevo paradigma, lo que no será hecho mediante los procesos de evaluación que caracterizan a la ciencia normal. En palabras de Kuhn, existe un paralelismo entre las revoluciones políticas y las revoluciones científicas en la medida que “tanto en el desarrollo político como en el científico, el sentimiento de mal funcionamiento que puede conducir a la crisis es un requisito previo para la revolución” (Kuhn, 2004, p. 150), una metáfora que Kuhn lleva hasta las dimensiones sociológicas del proceso cuando afirma que “Como en las revoluciones políticas sucede en la elección de un paradigma: no hay ninguna norma más elevada que la aceptación de la comunidad pertinente” (Kuhn, 2004, p. 152). La teoría que sustenta el nuevo paradigma, además de ser más amplia que la anterior, incorpora una diferencia de fondo que las vuelve difícilmente compatibles: suscita la adopción de una nueva metodología, redefine el propio dominio de la investigación y rediseña el mapa de los problemas y de las soluciones. Diferentes paradigmas formulan distintas preguntas, así como normas diferentes que suelen ser incompatibles con las anteriores. La forma como un científico observa un determinado aspecto de la realidad está condicionada por el paradigma con el que trabaja. Es por esto que Kuhn afirma que los defensores de paradigmas diferentes “viven en mundos distintos”3. Es la famosa tesis del “cambio de configuración” 3
Kuhn, 2004, p. 233.
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o “desplazamiento de la gestalt”4 (en alemán, “forma” o “configuración”), que postula que una mudanza de paradigma implica una alteración de la forma como se configuran los problemas. Esto sucede porque, de acuerdo con Kuhn, no existe un argumento lógico sobre la superioridad de un paradigma ante otro, dado que la opinión de un científico en relación a una determinada teoría está influenciada por su simplicidad, su conexión con alguna necesidad social urgente, y su capacidad para resolver problemas. Por otro lado, y relacionado con el hecho de que los adeptos a paradigmas rivales suscriben distintos conjuntos de normas y principios metafísicos, la conclusión de una argumentación sólo es convincente si se aceptan sus premisas. La cuestión relevante para Kuhn es el problema de los lenguajes5 usados por las teorías que se suceden en la historia: a su entender, la existencia de un lenguaje neutro y universalmente válido es hoy una ilusión abandonada por la filosofía. Rechazando la posición popperiana de un vocabulario básico y no problemático, y aliándose a Feyerabend, Kuhn afirma que “en la transición de una teoría a la siguiente las palabras alteran sus significados o sus condiciones de aplicabilidad de maneras sutiles (...). Por eso decimos que las teorías que se suceden son inconmensurables” (Kuhn, 1974b, p. 329). O sea, inconmensurabilidad para Kuhn y Feyerabend no significa incompatibilidad. Subraya apenas las dificultades de traducción entre dos lenguajes diferentes. Es este el sentido que Kuhn desea asociar a la afirmación de que “dos teorías son inconmensurables”. Dado que deseamos utilizar una concepción próxima a las nociones kuhnianas de “paradigma” y “inconmensurabilidad”, consideramos conveniente introducir algunas de las objeciones más pertinentes que les han sido dirigidas. En primer lugar, Kuhn fue acusado de estar recuperando, bajo una designación diferente, el concepto de “presupuesto absoluto” o “sistema de presupuestos” de Colingwood (Toulmin, 1974, p. 50)6. En segundo lugar, Margaret Masterman empezó una crítica más profunda, identificando veintiuna acepciones de la noción de paradigma7. En tercer lugar, la noción de “programa de investigación” propuesto por Imre Lakatos constituye una noción alternativa a la idea kuhniana de paradigma. Todas estas críticas, y en particular la que se refiere a la imprecisión conceptual de la formulación kuhniana defendida por Masterman, serán tomadas en consideración cuando nos apropiemos del “contextualismo diacrónico” de Pocock8, basado en una concepción de paradigmas lingüísticos próxima a las propuestas de Kuhn. 4
Una postura que no fue introducida por Kuhn. De hecho, y contra la perspectiva “ortodoxa” de William Whewell de que el crecimiento científico se parece a la confluencia de diferentes afluentes para formar un río, ya Toulmin, un año antes que Kuhn, sugería la existencia de cambios conceptuales drásticos responsables de la sustitución de teorías científicas (véase Toulmin, Stephen, 1961, Foresight and Understanding). Por otro lado, y como el propio Kuhn reconoce, fue N.R. Hanson, con el libro de 1958 titulado Patterns of Discovery, quien sugirió por primera vez la noción de “gestalt switch”. 5 Un tema que asumiría un protagonismo significativo en la agenda de la teoría social de las décadas siguientes, hablándose hasta de un “giro lingüístico” (linguistic turn) en el caso concreto de la filosofía. 6 De forma particularmente reveladora de su posicionamiento teórico-metodológico, Skinner aprueba esta misma aproximación. Véase Skinner, 1969, p. 7. 7 Véase Masterman, 1974. 8 Véase la parte I, capítulo III.
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Con estas propuestas, Kuhn inició una “nueva historia de la ciencia” que estaría en el centro del debate epistemológico sobre el positivismo que marcó los años 60. Nos interesa aquí, no obstante, discutir la relación entre esta nueva aproximación a la historia de la ciencia y la interpretación que de ella hizo Merton, en el hoy ya clásico “On the History and Systematics of Sociological Theory” (1967)9. Dos razones justifican esta decisión: por un lado, creemos que nuestra tesis sobre la relación entre teoría e historia de la teoría ganará una creciente inteligibilidad cuando se confronte con las tesis mertonianas y, por el otro lado, esta confrontación nos reenviará a un debate similar en teoría política a través de las propuestas de Alasdair MacIntyre. En un registro que se revestiría de un carácter referencial para generaciones de científicos sociales, Merton, en el artículo citado, critica el hecho de que las diferentes funciones desempeñadas por la historia de las ideas sociológicas y por la teoría sociológica no sean distinguidas satisfactoriamente. Tal confusión impediría el desarrollo de historias sociológicas de la teoría sociológica en las que serían analizadas cuestiones como la filiación compleja de los conceptos movilizados en sociología, las formas como estas ideas evolucionan a lo largo de los tiempos, las relaciones establecidas entre las practicas sociales y la actividad intelectual, la difusión del producto de esta actividad a partir de los centros de pensamiento sociológico y su modificación a medida que se procesa su difusión, y el modo como este proceso interactúa con la estructura social y el sistema social en el que ocurre. Lejos de este escenario estaría, a su entender, la práctica de sus colegas de profesión: al contrario de lo que sucedía en otros campos científicos – y Kuhn es en este punto especialmente referido como un ejemplo a seguir10 -, los sociólogos confundirían su papel con el de los historiadores, dando origen a una auténtica “anomalía en el trabajo intelectual contemporáneo” (Merton, 1967, p. 2). Como consecuencia de esta anomalía, la sociología estaría privada de una historia sociológica de su propia disciplina, capaz de desempeñar un importante conjunto de funciones11. Para Merton, la separación entre el presente y el pasado de las teorías sociológicas es un factor ineludible del progreso científico. La acumulación de conocimiento científico posibilitaría que cada generación de científicos se beneficiase del trabajo de sus predecesoras, a pesar de que únicamente las conclusiones relevantes para la resolución de problemas actuales serían retenidas e incorporadas en las teorías sociológicas del presente. Este presupuesto de continuidad acumulativa con el pasado refleja el carácter positivista de esta concepción de la ciencia, curiosamente en contradicción con las propuestas historiográficas de Kuhn. En efecto, si Merton pretendía ver en Kuhn un ejemplo de como se debía reconstruir histórica y sociológicamente la actividad científica pasada, de forma que la historia de la ciencia pudiese contribuir al progreso de sus teorías, la verdad es que las conclusiones de este 9
Este artículo recupera una tesis introducida en un texto anterior en que Merton discutía con Parsons “la posición de la teoría sociológica”. Véase Merton, 1948. 10 Merton, 1967, p. 3. 11 Véase Merton, 1967, p. 34 y ss.
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método historiográfico contradicen el presupuesto de acumulación en el que se asienta su argumentación. Si Kuhn intentó demostrar que las ciencias naturales no evolucionan de forma linealmente acumulativa, sino mediante crisis y revoluciones científicas, ¿como podrá Merton sustentar que la sociología se debe regular por un ideal que hasta las ciencias naturales parecen desmentir? No es nuestra intención pretender fundamentar una crítica a las concepciones positivistas de la ciencia únicamente sobre las propuestas de Kuhn. Sin embargo, y a pesar del carácter reconocidamente datado y en ciertos aspectos insuficiente de sus tesis, la sociología de la ciencia post-positivista, desarrollada en las tres últimas décadas, ha venido a dar razón a las sospechas kuhnianas en relación al carácter acumulativamente evolucionista de la actividad científica. No solamente la práctica científica es mucho más compleja que la noción kuhniana de “ciencia normal” deja antever, sino que su proceso de evolución histórica es todo menos lineal, como presuponen los positivistas. Esta es, en nuestra opinión, la principal dificultad que enfrenta la concepción mertoniana de la historia de las teorías sociológicas. Al atribuir al pasado un carácter ejemplar12, presuponiendo que los problemas enfrentados, los vocabularios utilizados y las soluciones encontradas por nuestros antecesores son fácilmente traducibles para el presente, Merton pretende aislar la actividad de producción teórica de la necesidad de auto-reflexión histórica. Una consecuencia de este intento de separar la historia de la teoría de su “sustancia sistemática” consiste en desatender la naturaleza irreductiblemente histórica de los conceptos teóricos utilizados en teorías sociales y políticas. Bajo el pretexto de analizar científicamente hechos sociales, se nos propone una concepción de la teoría sociológica puramente orientada hacia el estudio de las presentes estructuras, actores y grupos sociales. Este tipo de concepción teóricometodológica es usualmente etiquetada de “presentista”13. Por lo tanto, no es accidental la omisión en toda la argumentación mertoniana de una discusión sobre la importancia de una historia de la ciencia (inspirada por el nuevo modelo entonces emergente) en su dimensión sistemática. Tal omisión no sólo parece desmentir una intención declarada por él mismo en el inicio del artículo – de que la “historia” y la “sistemática”, si son convenientemente distinguidas, interactúan con vastas implicaciones para ambas14 - sino que levanta la cuestión de saber si Merton era realmente consciente de cuales eran esas implicaciones. Al etiquetar de mera “exégesis escolástica” la autorreflexión histórica empezada por algunos sociólogos “eruditos”, Merton se encuentra encerrado en el presente, incapaz de convocar a la historia de las ideas para traer algún orden al caos conceptual que padecen las actuales teorías sociales y políticas. El hecho de suscribir por nuestra parte esta posición no significa, no obstante, que sea una aportación 12
Sintomáticamente, Habermas rechaza atribuir a la historia una función de proporcionar ejemplos a seguir: “La historia puede ser como mucho un profesor crítico que nos dice como no tenemos que hacer las cosas” (Habermas, 1997, p. 13). 13 Para una crítica del carácter presentista de las tesis presentadas por Merton en este artículo, véase Jones, 1983a. 14 Véase Merton, 1967, p. 3.
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genuina, ya que fue Alasdair MacIntyre quien, en After Virtue (1981)15, introdujo este argumento. Comprobando que el enfrentamiento entre estrategias teórico-metodológicas presentistas e historicistas trasciende a las divisiones disciplinares convencionales, MacIntyre16 sugiere que la disensión moral en las sociedades modernas occidentales no es susceptible de resolución racional. El desacuerdo moral de nuestras sociedades, argumenta, puede ser entendido mejor si consideramos las tres características compartidas por la mayoría de estas discusiones. En primer lugar, en todas ellas, encontramos aquello que MacIntyre, adoptando una expresión kuhniana, designa como “inconmensurabilidad conceptual” de los argumentos en disputa. Todos los argumentos son lógicamente válidos, las conclusiones se derivan de las respectivas premisas, pero no hay forma de evaluar racionalmente estas últimas. Eso explicaría el carácter interminable con que se reviste el desacuerdo moral en nuestras sociedades (es por eso que, igualmente, Kuhn subraya la necesidad de un “desplazamiento de la gestalt” cuando suceden los cambios de paradigma). En segundo lugar, estos argumentos son presentados como racionales e impersonales. Por ejemplo, en respuesta a la cuestión “¿Como debo actuar?”, no se sugiere que se debe hacer “lo que se desee”, sino que se debe hacer lo que “proporcione felicidad al mayor número de personas” o que se debe “actuar de acuerdo con nuestro deber moral”. O sea, se apela a consideraciones independientes de la relación social concreta entre los contendientes, presuponiendo la existencia de criterios impersonales, como la justicia, la generosidad o el deber. En tercer y último lugar, MacIntyre considera que las premisas inconmensurables de los argumentos rivales usados en discusiones morales presentan orígenes históricos extremamente variados. Si se discuten virtudes, la referencia a Aristóteles y Maquiavelo es inevitable; si el debate es entorno a la noción de derechos individuales, Locke es usualmente contrapuesto al universalismo kantiano; si la discusión se desarrolla entorno a la naturaleza positiva o negativa de la libertad, Rousseau y Adam Smith son normalmente invocados como argumentos de autoridad por las partes en confronto. O sea, se esgrimen argumentos apelando a la autoridad de la tradición intelectual particular (kantiana, aristotélica, utilitarista, por ejemplo) en la que se identifican. Sin embargo, MacIntyre considera que la profusa citación de nombres, a pesar de sugestiva, puede ser equívoca: la mera citación de nombres no constituye una reconstrucción de una autentica “tradición intelectual”, sino más bien solamente la apropiación de algunos fragmentos sobrevivientes de esas tradiciones. Como tal, la mera relación cronológica de “contribuciones del pasado” subestima la complejidad de la historia de las ideas y de la ancestralidad de esos argumentos. Aún así, el catálogo de referencias sugiere la heterogeneidad y la extensión de la diversidad de fuentes de las que el 15 16
Versión en castellano, MacIntyre, A., (1987), Tras la virtud, Barcelona, Crítica. Véase, en especial, MacIntyre, 1981, pp 6-11.
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pensamiento social y político moderno es heredero. En suma, MacIntyre critica la apropiación selectiva, conducida a la luz de intereses contemporáneos, de contribuciones pasadas ya que estas acaban privadas de los contextos culturales en los que su significado fue inicialmente construido. De este modo, estos “conceptos sobrevivientes”, cuando se utilizan en la actualidad, en vez de permitir el entendimiento mutuo, generan mucha de la confusión que existe en las teorías sociales y políticas contemporáneas. Dejando un análisis de su carácter políticamente “comunitario” para más adelante, conviene retener, en este momento, que en términos metodológicos este tipo de posición es usualmente etiquetada de “historicista” o “contextualista”. Una vez confrontadas las tesis de Merton y MacIntyre sobre la función de la historia de las ideas sociales y políticas, nuestra aserción inicial según la cual, en el ámbito de esta discusión teórico-metodológica, debemos trascender la frontera disciplinar entre la sociología y la ciencia política, parece ver reforzada su plausibilidad. Por consiguiente, es en el horizonte configurado por el debate que opone “presentismo” a “historicismo”17 donde nuestra estrategia teóricometodológica deberá situarse. La designación de “presentismo”, tal y como la entendemos en este debate, se refiere a una orientación hacia textos considerados “clásicos” que subraya su relevancia continuada para el pensamiento social y político contemporáneo. La importancia de estos textos está justificada por la excepcional contribución que aportaron para clarificar y problematizar temas y cuestiones considerados centrales y perennes de la cultura occidental, sobre todo en su fase moderna. En términos metodológicos, una aproximación “presentista” a los textos clásicos se caracterizaría por el presupuesto de que los autores de estos textos reconocían estos temas como especialmente relevantes, que intentaron encontrar respuestas convincentes para esas cuestiones eternas, y que lo hicieron de forma tan elocuente que constituyen verdaderos ejemplos a seguir por las siguientes generaciones. Por último, su localización histórica en un determinado contexto es menos relevante que los puntos en común entre las sucesivas generaciones de autores, dado que el conjunto de cuestiones que cada generación pretende resolver es, en lo esencial, el mismo. Como Quentin Skinner observa, la justificación de obras escritas en el pasado consiste en el hecho de que contienen “elementos intemporales”, en la forma de “ideas universales”, y hasta una “sabiduría eterna” de “aplicación universal”18. Podemos encontrar ejemplos de esta orientación metodológica tanto en sociología como en teoría política. Si Robert Nisbet considera que la sociología debe su carácter distintivo a la existencia de “ideas-unidad”, cuya generalidad y continuidad son tan visibles hoy como lo fueran cuando los textos de Tocqueville, Weber o Durkheim hicieron de ellas las piedras fundadoras de la sociología19, Leo Strauss, en Natural Right and History (1953)20 acusa al 17
Nuestro análisis de este debate seguirá, a grandes rasgos, la exposición de Baehr y O’Brien, 1994, p. 67 y ss. 18 Skinner, 1969, p. 4. 19 Nisbet, 1966, p. 5. Donald Levine rotula la concepción de la historia de la sociología sugerida en The sociological tradition (1966) de “humanista”, dado el pesimismo con que abordaba el presente. Véase Levine, 1995, p. 64 y ss.
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“convencionalismo” (la designación que adopta para referirse a las tesis historicistas) de hacer olvidar el carácter universal de que se revisten nociones como los derechos naturales, así como de conducirnos al nihilismo: “El intento por hacer que los hombres se familiarizasen completamente con este mundo finalizó en el desamparo absoluto del ser humano” (Strauss, 2000, p. 51)21. Esta orientación metodológica gozó de un estatuto de casi ortodoxia hasta mediados de los años 60, momento en que, como hemos visto, un conjunto de contribuciones de la historia de la ciencia, antropología e historia del pensamiento político empezaron a cuestionarla. En sociología, la reacción a las teorías presentistas (de las que Merton era uno de los principales exponentes), fuertemente influenciada por esta nueva literatura, sucedió en la década siguiente con nombres como Lewis Coser22, Roscoe Hinkle23, Wolf Lepenies24 y, sobretodo, Robert Alun Jones25 y Charles Camic26. A pesar de las divergencias significativas que separan a estos autores, es posible afirmar que una metodología historicista rechaza fundamentalmente el anacronismo en el estudio de los textos clásicos: no debemos confrontar a los clásicos con cuestiones que ellos mismos no se plantearon. O sea, se rechaza la existencia de un conjunto de cuestiones perennes, a las que las sucesivas generaciones de pensadores intentan, con mayor o menor éxito, responder; al revés, debemos intentar identificar las preguntas a las que cada texto quiso responder. Para eso, la reconstrucción del contexto intelectual, cultural, social y político aparece como un elemento imprescindible. Sucede que esta atención dada al contexto puede acabar resultando un ejercicio de reducción de un texto a las condiciones que lo vieron surgir. Esta es una dificultad considerable para quien, como nosotros, se propone realizar del análisis textual el principal elemento de su actividad intelectual. En este sentido, argumentamos que una perspectiva de inclinación historicista es conceptualmente independiente de una orientación que reduce un texto a su contexto – historicismo no debe ser confundido con contextualismo. Si, por un lado, la reconstrucción histórica de los diferentes contextos relevantes constituye un elemento que ayuda a interpretar las ideas expresadas en un texto, por el otro, estas no se pueden reducir a las condiciones que las configuraron. Una reconstrucción histórica puede corregir una reconstrucción racional, pero no puede substituirla. La demostración de esta tesis constituye el principal desafío teórico-metodológico de este libro. “¿Como interpretar los textos de los autores clásicos de la sociología o de la teoría política?” – esta es la cuestión que presentistas e historicistas pretenden responder. Como hemos sugerido, cualquier posicionamiento ante esta problemática no es teóricamente 20
Versión en castellano, Strauss, L., (2000), Derecho natural e historia, Barcelona, Círculo de Lectores. 21 La base del argumento de Strauss se asienta sobre la oposición entre el derecho natural clásico y el derecho natural moderno, por él criticado. Si aquel impone principios universales de moralidad, este defiende el carácter histórico y relativo de la moral; si aquel se basaba en una concepción del saber fundada sobre la contemplación y la dialéctica, este confía en la ciencia experimental. Véase Strauss, 2000, p. 169 y ss. 22 Véase, por ejemplo, Coser, 1971. 23 Véase, por ejemplo, Hinkle, 1980. 24 Véase, por ejemplo, Lepenies, 1988. 25 Véase, por ejemplo, Jones, 1977. 26 Véase, por ejemplo, Camic, 1992.
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neutro. Partiendo de esta asunción, argumentamos que una estrategia metodológica presentista enfrenta dificultades significativas, desde una concepción continuista del pasado (y, a veces, evolucionista) hasta la creencia en un conjunto de cuestiones perennes, pasando por subestimar la relevancia de factores contextuales para la propia interpretación. Si esto nos reenvía hacia el otro polo, no dejamos de tener serias reservas en relación a una historia de las ideas cerrada sobre si misma: no (obviamente) en relación a su legitimidad, pero sí en relación a su utilidad a la luz de nuestros propósitos teóricos y en relación a su adecuación ante nuestra posición metateórica. Si pretendemos sugerir una contribución a la teoría deliberativa de la democracia, contribución encuadrada y sustentada por la tesis metateórica de que teoría e historia de la teoría son dos caras de la misma moneda, nuestra estrategia metodológica deberá reflejar estas dos posiciones, recurriendo a una “reconstrucción histórica” de una experiencia concreta (parte II, capítulo I), a una “reconstrucción diacrónica” de un paradigma político-ideológico (parte II, capítulo II), a una “reconstrucción diacrónica” de una teoría social y política a la luz de este paradigma (parte III) y, finalmente, a una crítica al “reconstructivismo racional” de una teoría construida mediante la apropiación de múltiples propuestas y corrientes, incluyendo aquellas que serán el objetivo de nuestra atención (parte IV). Antes de ir clarificando el sentido de cada una de estas expresiones, se impone la discusión de un conjunto de cuestiones previas – “¿Que es un clásico?”, “¿Cuales son sus funciones?” y “¿Como se forma un canon?”. En relación a la primera cuestión, la posibilidad de respuestas es amplia. En nuestra opinión, la definición avanzada por Jeffrey Alexander según la cual los “clásicos” son textos históricos a los que conferimos un estatuto privilegiado a la luz de textos contemporáneos de naturaleza semejante, parece cubrir lo esencial (Alexander, 1998a). Esta idea es, además, retomada por Italo Calvino, que identifica este “estatuto privilegiado” como la capacidad que los clásicos tienen de no únicamente generar una gran cantidad de críticas, como de responderlas27. En el contexto de esta discusión, deberá entenderse por un clásico un autor o un texto28 escrito en el pasado pero que conserva la capacidad de generar controversias entre los actuales científicos sociales debido al carácter ejemplar de la forma como lidió con un determinado problema, constituyendo, por consiguiente, un instrumento intelectual útil para investigaciones en el presente. En relación con sus funciones, la idea de que un clásico constituye una figura simbólica que reduce la complejidad (entendida como el número de posibilidades de acción)29 inherente a la actividad científica, constituye la mejor 27
Calvino en Poggi, 1996, p. 46. Si usualmente un texto se relaciona con un autor con un determinado nombre o biografía, de forma que, en el caso de los “clásicos”, se suele acabar por no distinguir los textos de sus autores (por ejemplo, Aristóteles y la Política, o Weber y Economía y Sociedad), esto no siempre se verifica: pensamos en los autores de libros como La Tora judaica o en el debate en torno a la figura de Homero. Para este propósito véase Baehr y O’Brien, 1994, p. 53. 29 Véase Luhmann, 1979. Debemos subrayar que una idea similar ya había sido presentada dos décadas antes por Alvin Gouldner, en su introducción al libro de Durkheim Socialismo. Gouldner, discutiendo las funciones desarrolladas por los mitos sociológicos, sugirió que “Un padre fundador es un símbolo profesional” (Gouldner en Jones, 1977, p. 292). 28
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explicación de la razón por la que los científicos sociales, en lugar de discutir elementos específicos de una teoría en particular, usualmente se refieren al nombre de ese autor dando por supuesto que se considera el conjunto de sus escritos. Es, por lo tanto, una cuestión de reducción de la complejidad de un “Durkheim” o de un “Hobbes”. Además, estas figuras simbólicas influencian la definición del campo científico “sociología” o “ciencia política”, así como el vocabulario profesional que utilizan tanto sociólogos como politólogos, y también los problemas que pueden ser legítimamente el objetivo de una “investigación sociológica” o de un “estudio de ciencia política”30. Otra función simbólica relevante desempeñada por un clásico está relacionada con la creación de “rituales de solidaridad” entre los científicos sociales31. Respecto a la última pregunta enunciada, pensamos que si consideramos la complejidad y las implicaciones del proceso histórico de formación de un canon, la relación existente entre a teoría y la historia de la teoría, tal y como nosotros la delineamos, saldrá clarificada. Centraremos nuestro análisis en el caso del canon sociológico, dado que nuestro objeto de estudio se sitúa fundamentalmente en este dominio: Habermas se posiciona en referencia a la tradición sociológica y filosófica occidental y, en menor medida, en relación con la tradición de la teoría política32. Una tesis reciente sugiere que la sociología emergió en el entorno de una dinámica cultural en que la tensión entre el liberalismo y el imperialismo era central, que habría entrado en crisis en la primera mitad del siglo XX y que la sociología americana de post-guerra habría contribuido decisivamente en la actual formulación del canon33. Contra la auto-imagen convencional de la historia de la sociología (que comprende un momento fundador asociado a la transformación socioeconómica de las sociedades europeas durante el siglo XIX, un conjunto de textos que abordan de forma ejemplar e inspiradora estos eventos sin precedentes en la historia de la humanidad, y una línea de descendencia directa que enlaza los clásicos con el presente), se sugiere otra visión del pasado de la disciplina; siguiendo una orientación metodológica historicista y asumiendo una perspectiva centrada en el caso norteamericano34, se da prioridad a los sociólogos de esa época (si es que se puede utilizar con rigor este término) en la reconstrucción histórica del canon sociológico. En primer lugar, nos damos cuenta de que la definición de una pequeña lista de nombres clásicos y de “textos canónicos” (no nos olvidemos del origen etimológico del término “canon” – una regla o edicto de la Iglesia) es un fenómeno que se inicia en los años 30 de nuestro siglo; hasta entonces, era común la opinión según la cual, en una ciencia emergente como la sociología, era el trabajo colectivo y no el genio de un grupo de figuras lo que determinaba el avance del conocimiento científico. Era, por lo tanto, una concepción enciclopédica de la ciencia, y no
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Véase Connell, 1997, p. 1512. Para un análisis de esta función simbólica, véase Stinchcombe, 1982. 32 Para un interesante estudio de la Escuela de Cambridge sobre la formación institucional de la ciencia política, véase Collini, 1983. 33 Nos referimos a Connell, 1997. 34 Una concepción alternativa, ya que se centra en los casos de las tradiciones alemana, francesa e inglesa, puede encontrarse en Lepenies, 1988. 31
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canónica, la que caracterizaba a los contemporáneos de Durkheim, Weber o Giddings. Sin embargo, sería la concepción canónica la que tuvo más éxito, talvez debido a la “regla de los pequeños números” de la que habla Randall Collins35. El papel que Talcott Parsons y su The Structure of Social Action (1937)36 desempeñaron en el establecimiento de la concepción canónica fue decisivo, aunque no libre de oposición37. Curiosamente, Parsons encontraría a un poderoso aliado en C. Wright Mills, el cual, a pesar de atribuir a la sociología una función de crítica social, no dejaba de atribuirle un pasado canónico: en Sociological Imagination (1959)38, como ejemplos de “analistas sociales clásicos” aparecían Marx, Durkheim y Weber, a la vez que Spencer, Veblen y otros. El trío de los “padres fundadores”39 empezaba a imponerse. Tuvieron una importancia central en este proceso de institucionalización de esta interpretación del pasado de la disciplina los manuales de enseñanza dirigidos a los alumnos de estudios secundarios y superiores. De hecho, fue mediante una pedagogía construida en base a la lectura y análisis de los textos clásicos entre las generaciones de estudiantes de sociología de los años 50 y 60 como esta visión canónica se transformó en la historia oficial de la disciplina. Como observa Donald Levine en Visions of the Sociological Tradition (1995), fue entonces cuando “traducciones frescas, ediciones, y análisis de autores clásicos se volvieron una de las más crecientes industrias dentro de la sociología” (1995, p. 63). La inclusión relativamente tardía de Marx en el trío de fundadores, en una época marcada por revueltas sociales como el debate entorno a los derechos civiles en los Estados Unidos o las revueltas estudiantiles en los dos lados del Atlántico, demuestra, sin margen de dudas, que la agrupación de Marx, Durkheim y Weber es un acontecimiento reciente en la construcción del canon, fenómeno que merecería alguna mayor reflexión teórica40. En tercer lugar, se subraya la importancia del contexto geopolítico liberal e imperialista en la emergencia de la sociología. En vez de destacar la importancia de los fenómenos de industrialización y urbanización de las sociedades europeas del siglo XIX, Connell sugiere que debemos cuestionar esta versión analizando la evidencia más concluyente – los textos escritos por los sociólogos de la época. Su conclusión es clara: De acuerdo con L’Année Sociologique, una revista (bajo la responsabilidad de un equipo de sociólogos franceses orientados por Durkheim) que compilaba anualmente todas las publicaciones sociológicas o relevantes para la sociología41, únicamente el 28% eran sobre las sociedades europeas o norte-americana, y apenas una parte de estas se refería al proceso de modernización. La pregunta relevante es, 35
Véase Collins, 1987. Versión en castellano, Parsons, T., (1968), La estructura de la acción social; estudio de teoría social, con referencia a un grupo de recientes escritores europeos, Madrid, Guadarrama. 37 Es el caso de Sociological Theory (1955) de Nicholas Timasheff. 38 Versión en castellano, Mills, C.W., (1961), La imaginación sociológica, México, FCE. 39 Para una fascinante discusión sobre la idea de “padres fundadores”, véase Baehr y O’Brien, 1994, p. 33 y ss. Esta cuestión será recuperada en la parte III, capítulo IV, cuando discutamos el ejemplo de Thomas Jefferson. 40 Véase, por ejemplo, Giddens, 1971 y Alexander, 1982. 41 En 12 números, fueron publicadas 2400 recensiones. Véase Connell, 1997, p. 1516. 36
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entonces, ¿sobre que temas escribían las primeras generaciones de sociólogos? La respuesta sugerida por Connell es que la mayor parte de la literatura sociológica en ese momento se inclinaba sobre “sociedades antiguas y medievales, coloniales o remotas, o estudios globales de la historia humana” (1997, p. 1516). Las implicaciones de esta conclusión merecen nuestra atención, no sólo porque también afectan a la ciencia política, una vez que, como enfatiza Collini, en el siglo XIX, la sociología y la ciencia política estaban aún lejos de la autonomía disciplinar de que hoy gozan42, sino también, y sobre todo, debido a la atención que dedican al contexto ideológico dominante en la época. En efecto, el nacimiento de la sociología se produce en un contexto ideológico dominado por un liberalismo asentado sobre un sistema global de imperios coloniales y de comercio internacional. Si parte de su atención se dirigía a los fenómenos de transformación social acelerada en las metrópolis, la gran mayoría de textos escritos durante el “momento fundador” de la sociología recurrían al método comparativo para confrontar los diferentes grados de evolución social de las sociedades modernas e industriales y de las sociedades primitivas: si Hobhouse recopiló información sobre más de 500 sociedades, también Durkheim (cuando discute el paso de las hordas a las sociedades segmentadas) y Weber (en los estudios que componen las segunda parte del primer volumen de Wirtschaft und Gesellschaft – 1922) adoptaron esta orientación. Es importante, por lo tanto, retener que el proceso de formación del canon de la sociología supuso la creación de una concepción canónica (en oposición a una concepción enciclopédica), la selección de ciertos padres fundadores, y la extensión e institucionalización de esta visión mediante una práctica pedagógica reiterada a lo largo de las generaciones. Lo que hoy se considera “sociología”, sus métodos, sus teorías, su lenguaje profesional distintivo y sus ámbitos de estudio es el resultado de ese proceso de creación de una identidad institucional, en el que las respectivas tradiciones nacionales jugaron un papel decisivo. Sin embargo, podemos generalizar esta conclusión y afirmar que los sucesivos presentes de la sociología son, como lo fueron en el pasado y lo serán en el futuro, el producto de un pasado reconstruido para garantizar su legitimación. La teoría sociológica, lejos de ser una actividad aislada de su pasado por la vía del “presentismo endémico” sugerido por algunos43 es, en realidad, una práctica intelectual orientada a una reflexión sobre el presente a partir de un cierto posicionamiento ante su propio pasado. Tanto si utilizamos selectivamente algunas de las contribuciones legadas por los “grandes maestros” para la resolución de problemas actuales, como si privilegiamos exclusivamente modelos teóricos cuya relación con el pasado es remota, o incluso si intentamos establecer un dialogo con nuestros antecesores en sus 42
“De hecho, durante el siglo XIX abrazaba parte del territorio hoy asignado a los dominios semi-autónomos de la economía y la sociología...” (Collini, 1983, p. 3). Para una antología de artículos sobre la relación entre la teoría y la historia de la ciencia política, véase Farr et. al., 1999b. Para una controversia entre James Farr, John Gunnell, Raymond Seidelman, John Dryzek y Stephen Leonard sobre este tema, véase Farr et. al., 1990. 43 Véanse, por ejemplo, las siguientes posiciones asumidamente presentistas: Alexander, 1998a, p. 66 y ss; Gerstein, 1983 (para la respuesta, véase Jones, 1983b); y Turner, 1983.
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propios términos y a la luz de nuestras preguntas, la relación entre teoría e historia de la teoría es omnipresente. Un argumento confluente con esta afirmación fue defendido por Richard Rorty en relación con su análisis a las diferentes aproximaciones historiográficas a los “grandes filósofos muertos”44. Su tesis es que no existe necesariamente una oposición entre los varios tipos de reconstrucción de las ideas del pasado45. Son tres las reconstrucciones que prevalecen en la literatura. Skinner nos propone un modelo metodológico basado en la reconstrucción del contexto intelectual en que los autores estudiados vivieron y produjeron sus obras, de forma que percibamos las diferencias entre nuestro modo de vida y las formas de vida anteriores, así como para evitar anacronismos. Llamemos a esta modalidad “reconstrucción histórica”. Otros autores, como Habermas, consideran que la justificación del carácter anacrónico que reviste algunas de las reconstrucciones consiste en la importancia de recorrer a “antiguos” colegas de profesión para resolver problemas actuales; en cierto modo, se establecen diálogos entre “nosotros”, en el presente, y “ellos”, en el pasado. Este tipo de relación con el pasado de la teoría puede asumir la designación de “reconstrucción racional”. Finalmente, existe una tercera alternativa que aún enfatizando la naturaleza histórica de las reconstrucciones que propone, subraya su carácter diacrónico. Es así como Pocock pretende trazar los contornos de la evolución histórica de tradiciones intelectuales o ideológicas, mediante la influencia que estas ejercen sobre sucesivas generaciones de autores. A la reconstrucción histórica de paradigmas lingüísticos la llamaremos “reconstrucción diacrónica”. A pesar de que esta taxonomía no agota todas las posibilidades46, vamos a desarrollar nuestra argumentación exclusivamente en base a estas tres propuestas. Las entendemos, siguiendo a Rorty, como opciones no-exclusivas: mientras que seamos conscientes de que son analíticamente distintas y que persiguen diferentes fines, es perfectamente legítimo combinar, en un mismo estudio, estas tres formas de reconstrucción de la teoría social y política. Partiendo de este presupuesto, defendemos que una crítica al pensamiento político de Jürgen Habermas debe articularse a tres niveles: a nivel metateórico, teórico y metodológico. El desafío de articular una crítica simultáneamente en estos tres niveles resulta de la fuerte pretensión de congruencia que reclama el sistema de pensamiento habermasiano. De este modo, una objeción en cualquiera de los niveles tiene necesariamente implicaciones en los restantes. Así, nuestra crítica metateórica a Habermas cuestiona la validez de la concepción de construcción teórica asentada sobre la síntesis racional de 44
Rorty, 1998. Para la opinión de este autor sobre la relación entre la filosofía y la historia intelectual, véase Rorty, 2000. 45 Para un argumento semejante sugerido por un sociólogo, véase Camic, 1996, p. 177. 46 Pensamos en la Geistesgechichte (“historia del espíritu”, en una traducción literal) propuesta por Hegel, en la Begriffsgechichte (“historia conceptual”) sugerida por Reinhardt Koselleck, o en la “historia intelectual” de la que habla Rorty (a pesar de que este mismo termino sea reclamado por muchos otros historiadores de ideas). La idea a retener es que, en el espacio comprendido entre los polos presentista e historicista, la variedad de aproximaciones posible resiste a cualquier intento de enumeración exhaustiva.
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múltiples contribuciones teóricas pasadas. Al contrario, entendemos que es más ventajosa una concepción de pluralismo teórico pautado por una ineludible conflictividad, en que cualquier confluencia, si sucede, deberá poseer un carácter reconstructivista histórico. Al nivel de la teoría política deliberativa propuesta por Habermas, cuestionamos una concepción procedimental de democracia deliberativa constituida a partir de elementos retirados de dos tradiciones políticas antagónicas, el liberalismo y el republicanismo. En particular, pensamos que la distinción entre los planos de la ética y de la moral con que Habermas trabaja es demasiado rígida; el resultado, como veremos, es una concepción de democracia despojada de cualquier contenido utópico, es decir, despojada de su elemento motivacional. Pasando al nivel metodológico, nuestras objeciones se centran sobre la concepción habermasiana de “ciencias reconstructivistas”, puramente racionales y, por consiguiente, insensibles a la dimensión histórica de los elementos teóricos que se propone reconstruir. Nuestra alternativa metodológica a este reconstructivismo racionalmente solipsista es, como hemos visto, una reconstrucción del proceso de evolución histórica de paradigmas conceptuales o, en otras palabras, un reconstructivismo diacrónico. El problema que hemos estado formulando en este capitulo inicial puede ser ahora debidamente articulado. Desde luego, el presupuesto de nuestra estrategia teórico-metodológica – la interdependencia entre teoría e historia de la teoría -, determina la decisión de seguir el método de reconstrucción histórica (Skinner) para corregir la reconstrucción racional de los paradigmas pragmatista y republicano cívico elaborada por Habermas (parte IV, capítulo II) y el método de reconstrucción histórica diacrónica (Pocock) para criticar la teoría deliberativa de Habermas y presentar una alternativa a su concepción procedimental de la democracia deliberativa (parte IV, capítulo III). El problema al que intentamos responder es, pues, “¿Como articular una crítica constructiva y sustentada al pensamiento político de Habermas?”. Nuestra respuesta, como hemos visto, va en el sentido de distinguir varios niveles de discusión a partir de los cuales desarrollaremos nuestras críticas y propuestas. Es ahora el momento de explicitar algo que hasta ahora ha sido apenas sugerido. La línea que une los dos niveles menos abstractos (metodológico y teórico) y que nos permite abordar crítica y constructivamente el pensamiento político habermasiano es la línea que asocia un método presentista a una ideología Whig. No es casual que una concepción presentista de la historia, articulada a partir de las nociones de progreso, evolución y continuidad, sea también designada de whiggista, en una referencia explícita a la ideología Whig que le dio origen47. A la luz de esta relación, nuestra decisión metodológica de seguir aproximaciones historicistas para reconstruir la tradición política republicana aparece como inevitablemente necesaria. De hecho, tampoco es ciertamente accidental la coincidencia entre las propuestas metodológicas de cuño historicista de la Escuela de Cambridge48 y el objeto de estudio preferido
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Véase Butterfield, 1931. Para dos profundos estudios sobre este movimiento metodológico véanse Boucher, 1985 y Richter, 1997. 48
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por sus miembros – el republicanismo clásico y el humanismo cívico49. Es en referencia a esta vasta fractura que separa métodos presentistas de métodos historicistas, liberalismo de republicanismo como se define nuestro posicionamiento teórico-metodológico. Y, a pesar de no pretender extraer conclusiones de la oposición presentismo/liberalismo vs. historicismo/republicanismo hacia el nivel metateórico, no podemos dejar de señalar dos consecuencias. En primer lugar, la orientación teórico-metodológica que adoptamos resulta, en términos metateóricos, de una posición pluralista y lingüísticamente genealógica: el panorama de las teorías sociales y políticas convencionales puede, desde este punto de vista, ser concebido como una pluralidad de propuestas cuya autonomía, lejos de ser cuestionada, es antes reforzada por un esfuerzo de reconstrucción histórica de los conceptos que las componen. La genealogía de los diferentes vocabularios paradigmáticos puede limitar la inconmensurabilidad existente entre las varias alternativas disponibles y asentar las bases para una unidad de la pluralidad del campo de las teorías sociales y políticas. Mucha de la confusión conceptual que mina los debates teóricos surge, pensamos, de la utilización de conceptos sin tener consciencia de la historia de los sucesivos significados que tuvieron en el pasado. Siendo conscientes de la genealogía de las palabras que usamos para describir, explicar y criticar la realidad social y política, podemos participar en los conflictos lingüísticos que definen la reflexión teórica proveídos con un instrumento de intercomprensión – la historia de las ideas. En segundo lugar, y revertiendo el sentido de nuestro pensamiento, pensamos que la estrategia metateórica de Habermas (sintéticoreconstructivista) tiene consecuencias no subestimables para su concepción de la teoría política deliberativa. Al pretender conciliar republicanismo cívico y liberalismo, Habermas acabará por beneficiar, en contra de sus intenciones declaradas, la tradición que se ve a sí misma como hegemónica – una hegemonía resultante del proceso natural de evolución de la humanidad, en donde el orden social espontáneo está garantizado por la persecución egoísta de los intereses particulares y por una concepción moderna de derechos individuales defendidos por el imperio de la ley.
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Es justamente en este sentido en el que Pocock afirma que “nunca me ha gustado el historicismo en el sentido de la auto-creación romántica de una identidad en el transcurso de la historia por causa de sus potencialidades irracionales e iliberales, y he intentado practicarlo únicamente en el sentido de una crítica auto-disciplinada de lo históricamente dado” (Pocock, 1970b, p. 153).
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Capítulo II: Comunidad y sociedad. La “gran narrativa” de Habermas. La tendencia hacia la producción de síntesis es, probablemente, la nota que más destaca en el panorama de las teorías sociológicas en las últimas tres décadas. Este límite temporal coincide con la pérdida de hegemonía del paradigma estructural-funcionalista de Talcott Parsons50 y con el ascenso de múltiples propuestas concurrentes, entre las que destacaríamos, sin pretensión de exhaustividad, la teoría del conflicto (Collins), el interaccionismo simbólico (Blumer), la teoría del intercambio (Homans), el positivismo (Blalock, Jonathan Turner), el neo-marxismo (Antonio, Elster), la teoría de la acción (Coleman), la etnometodología (Garfinkel), y el neofuncionalismo (Gerstein, Alexander)51. La historia reciente de la sociología parece así resistir a una aplicación directa de las tesis de Kuhn sobre el desarrollo de la ciencia (formuladas, cabe recordar, pensando en el caso de las ciencias naturales). En efecto, la noción kuhniana de anomalía (un problema teórico o empírico no explicable por una determinada teoría) no parece cubrir los acontecimientos históricos que o bien incentivan o bien desacreditan los paradigmas de la sociología52. Sin embargo, y de forma reveladora (si tenemos en cuenta su notable resistencia a las críticas) es a la noción de “paradigma” a la que los sociólogos recurren para describir sus familias teórico-metodológicas. Uno de los autores que rechazan la noción kuhniana de paradigma53, aunque no deja de señalar a Kuhn como la mayor influencia detrás de la discusión de propuestas teóricas rivales a través de sus hipótesis fundamentales (sobre todo las que se refieren a la naturaleza de la acción y del orden social) es Jeffrey Alexander (1982, pp. 62-112). Sin embargo, es su tesis según la cual la teoría sociológica de posguerra (sobre todo vista desde una perspectiva norteamericana) comprende tres fases54 la que nos interesa aquí analizar. Esto porque Alexander, en Neofunctionalism and After (1998), designa la tercera y actual fase de la sociología como “nuevo movimiento teórico”, refiriéndose a los intentos de integración de diferentes líneas de pensamiento protagonizados, 50
Alexander, 1987, p. 111. Véase Wiley, 1990, pp. 394-396, y Ritzer, 1990, pp. 5-15. 52 Estamos pensando, por ejemplo, en la migración interna o la creciente urbanización, entre el fin de la Guerra Civil americana y el inicio de la I Guerra Mundial, que inspiraron a la primera generación de científicos sociales norteamericanos; el efecto que la Gran Depresión de los años 30 tuvo sobre la Escuela de Chicago (incapaz de analizar un colapso social), o las revueltas estudiantiles o el movimiento por los derechos cívicos en los Estados Unidos, que venían a cuestionar los presupuestos de orden y evolución social del paradigma estructuralfuncionalista. 53 Aunque debe decirse que sus objeciones se refieren a la concepción original sugerida por Kuhn, y no a la noción de “matriz disciplinar”. Presentada en el epílogo de The Structure of Scientific Revolutions, en 1970, hacía frente a las críticas, como las de Alexander (1988, p.22), de que un paradigma incluiría elementos de diferentes niveles de generalidad, sin diferenciarlos debidamente. Así, una matriz disciplinar incluiría cuatro tipos de elementos distintos: las generalizaciones simbólicas, los paradigmas metafísicos, los valores y los modelos o ejemplos. 54 La primera de esas fases se caracterizaría por la hegemonía de Parsons (hasta mediados de los años 60); en los diez años siguientes, una intensa polémica entre propuestas rivales definiría otro momento, y a partir de finales de la década de los 70, una tendencia hacia la integración de las diferentes perspectivas constituiría la fase más reciente. Para un análisis de la evolución de las teorías sociológicas de posguerra desde el punto de vista norteamericano, véase Alexander, 1987. 51
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entre otros, por él mismo (neofuncionalismo), Giddens (teoría de la estructuración), Bourdieu (teoría de la práctica) y Habermas (teoría de la acción comunicativa)55. Adoptándose o no esta terminología56, usándose con o sin reservas la noción kuhniana de paradigma, la mayoría de los autores coincide en un punto esencial: los intentos de integración o de síntesis han marcado las dos últimas décadas de la historia de la sociología. Los principales teóricos de la disciplina están mucho menos interesados en defender una interpretación tradicional de las teorías que en hacer confluir múltiples contribuciones teóricas en “nuevas” y más sintéticas teorías57. Es el caso de Jürgen Habermas y de su Theory of Communicative Action (1981)58. Al contrario de las grandes obras de síntesis de Parsons o de Alexander, la magnum opus habermasiana surge como la culminación de una carrera que acumula varias décadas de intensa producción científica. A pesar que esta obra no fue escrita con la intención de narrar la historia de la teoría social moderna, la verdad es que, por detrás de los argumentos teóricos, se encuentra una reconstrucción de este pasado. Es cierto que se trata de una reconstrucción racional, cuyo principal objetivo es la producción de una teoría general de la sociedad, pero no sería menos correcto afirmar que la estrategia teórica utilizada se asienta sobre una “gran narrativa” de la principal línea de desarrollo de la teoría social moderna. Como cualquier narrativa, también esta tiene sus héroes. Pero, como observa Rorty, “Los que cultivan la reconstrucción racional en realidad no se molestan en reconstruir filósofos menores y en discutir con ellos” (1990, p. 81). Sintomáticamente, Habermas adopta una concepción canónica de la historia de la sociología y de la filosofía en la que los héroes no sólo son escasos sino que entablan diálogos imaginarios entre sí mediante su propia pluma. ¿Y cuales son estos héroes? Si la convergencia de Pareto, Durkheim, Marshall y Weber estuvo en el origen de la síntesis de Parsons en 1937, Habermas, en 1981, hace converger a Marx, Durkheim, Mead, Weber, el propio Parsons y Goffman, con contribuciones de otras ciencias como la psicología (Freud y Piaget), la filosofía fenomenológica (Husserl y Schütz) y la filosofía del lenguaje (Wittgenstein y Austin). “... si es verdad que la filosofía en sus corrientes postmetafísicas, posthegelianas, parece afluir al punto de convergencia de una teoría de la racionalidad, ¿como puede entonces la Sociología tener competencias en lo 55
Alexander, 1998b, p. 6. Norbert Wiley, refiriéndose al caso americano, habla de tres periodos de interregno en el desarrollo de la sociología: uno inicial que termina con la publicación de The Polish Peasant in Europe and America (1918-1920); un segundo, entre los años 30 y el ascenso del estructuralfuncionalismo, en los finales de la siguiente década; y un tercero, desde los años 60 hasta el presente, caracterizado por la inexistencia de un paradigma hegemónico. Wiley hizo coincidir estas tres fases con tres ideas-llave: interacción (Escuela de Chicago), estructura social (Parsons) y cultura (años 80 y 90). Véase Wiley, 1990. 57 Ritzer, 1990, p.2. 58 La edición castellana de esta obra que vamos a referenciar en este libro es: Habermas, J., (1987), Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus. 56
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tocante a la problemática de la racionalidad?” (Habermas, 1987a, p.16) – es la pregunta que conduce a esta reconstrucción racional. Si existe la necesidad de hacer converger algunas concepciones de racionalidad es porque en algún punto de la historia ellas divergieron a partir de un punto común: para Habermas, este punto común es la tradición filosófica alemana. En particular, Hegel es considerado como quien captó en primer lugar la esencia de los “tiempos modernos” como aquellos en los que, por primera vez en la historia del género humano, la humanidad dejó de buscar inspiración en el pasado para su modelo de organización social, y pasó a confiar exclusivamente en la razón humana para crear su propia normatividad. Pero Hegel habría cometido un error de vastas consecuencias al hacer derivar la razón subjetiva por medio de una filosofía de la consciencia. En vez de seguir el modelo de una intersubjectividad abstracta propia de la formación de la voluntad sin coerción, propia de una comunidad de comunicación regida por un ideal de cooperación racional, Hegel optó por una concepción monológica de razón, en la que el autoconocimiento es inevitablemente introspectivo y, por tanto, subjetivo. A pesar de eso, la concepción hegeliana del derecho permitía algo muy importante: realizar la síntesis de dos mecanismos de control social – la integración social y la integración sistémica59. Conviene recordar que la convergencia a la que Habermas se refiere en texto supracitado tiene como propósito integrar, una vez más, tres líneas que divergen a partir de Hegel60. Una primera línea de desarrollo de la teoría social se sustenta sobre una concepción monológica de racionalidad y puede ser encontrada en las obras de Dilthey, Weber y Parsons. Esta línea estaría en el origen de una teoría general de la acción humana. Una segunda, desarrollada sobre todo por la teoría económica, vino a originar la concepción sistémica del orden social regulada por el mecanismo “dinero”. Estas dos líneas fueron objeto, digamos, de un intento de integración por parte de Parsons que otorgaba a la acción racional un papel privilegiado en la adaptación al medio ambiente. Finalmente, una tercera vía, cercana al joven Hegel, fue desarrollada por G.H. Mead al pretender identificar las características estructurantes de la interacción simbólicamente mediada. A pesar de la validez de este esfuerzo pionero en construir una teoría de la acción comunicativa, fundada sobre una concepción de racionalidad intersubjetiva, Habermas la critica por no incluir un análisis autónomo sobre las raíces pre-lingüísticas de la acción orientada hacia el entendimiento, y recurre a la noción durkheimiana de “consciencia colectiva” para cubrir esa laguna61. Desde el punto de vista de la teoría política, la apropiación de la teoría comunicativa de la democracia de Mead puede ser
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Si con la “integración social” se refiere al proceso de reproducción simbólica del mundo vivencial, la “integración sistémica” está relacionada con la reproducción material de la sociedad, que cubre tanto las dimensiones simbólicas como las sistémicas de las formaciones sociales. 60 Nuestra exposición sigue, en este punto, a Levine, 1995, p. 57. 61 Para un análisis detallado sobre esta reconstrucción racional de las teorías de Mead y Durkheim, véase el capítulo II, parte IV.
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vista, igual que la reconstrucción de la teoría de la racionalidad de Weber, como un intento de reconstrucción del marxismo occidental62. La función del esfuerzo de síntesis de Habermas es promover la reintegración de estas tres líneas. Con su concepción dual de las formaciones sociales – “sistema” y del “mundo de la vida” -, las dos primeras líneas son reconstruidas desde el punto de vista de una teoría de la racionalidad institucionalizada en los subsistemas de la economía, la burocracia y de la formación de la voluntad (parlamento y tribunales), mientras que la tercera es reconstruida por medio de una teoría de la acción comunicativa, que regula las esferas de la experiencia cotidiana (cultura, sociedad y personalidad). No siendo propiamente una tesis original de la sociología, ya que Ferdinand Tönnies, en Gemeinschaft und Gesellschaft (1987)63, sugería una síntesis de la concepción hobbesiana de racionalidad instrumental y de instituciones establecidas contractualmente con la concepción del romanticismo alemán de comunidades orientadas por valores y sentimientos64, la Teoría de la Acción Comunicativa no deja de ser un notable esfuerzo de producción teórica orientado por una clara estrategia metateórica. Si lo mismo puede ser dicho de la Theoretical Logic de Alexander, la búsqueda de la interdisciplinaridad entre la sociología y un extenso conjunto de ciencias limítrofes (con excepción de la economía) es un atributo exclusivo de la obra habermasiana. En suma, habiendo Habermas abandonado una fundación epistemológica para su teoría de la sociedad65, no deja de rechazar la sustitución positivista de la teoría por los métodos, manteniendo, sin embargo, una fuerte concepción de racionalidad y universalidad. Una estrategia metateórica orientada hacia la síntesis de varias teorías asociada a una estrategia teórico-metodológica puramente racional vuelve a Habermas poco sensible a la historia de las tradiciones que pretende integrar. No obstante, el efecto retórico de esta combinación de estrategias es incuestionable. El lector es convidado a recorrer siglos de historia del pensamiento político y social mediante las interpretaciones que Habermas realiza de un conjunto de héroes intelectuales, interpretaciones que están conducidas por una constante motivación: el intento de hacerlas converger a la luz de un ideal normativo de comunicación democráticamente accesible y participado.
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Es el propio Habermas quien lo sugiere en Autonomy and Solidarity. Véase Habermas, 1986b, pp. 148-149. Esta relación es igualmente comentada por Rober Antonio (1990, pp. 99100). 63 Versión en castellano: Tönnies, F., (1947), Comunidad y sociedad, Buenos Aires, Losada. 64 Véase Levine, 1995, p. 57. 65 “Ya no creo en la epistemología como la vía regia” (Habermas, 1986b, p. 150).
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Capítulo III: J.G.A. Pocock y los lenguajes paradigmáticos. Siendo sobre todo conocido por sus obras sobre la historia del pensamiento político republicano, J.G.A. Pocock no deja de ser, a ejemplo de su orientador de doctorado, Herbert Butterfield, alguien profundamente interesado en la historia de la historiografía y de las múltiples concepciones del “tiempo” que encontramos a lo largo de la historia66. Butterfield es, además, una referencia común a Pocock y Quentin Skinner, lo que constituye una señal esclarecedora respecto al origen de la posición metodológica historicista que abrazan67. A pesar de las diferencias que los distinguen, Pocock y Skinner comparten dos puntos fundamentales: la recuperación de la tradición político-ideológica republicana que ha marcado la agenda de la teoría y la historia del pensamiento político de los últimos decenios y una concepción del lenguaje como una estructura esencial para la interpretación de la acción humana. El análisis a sus propuestas será organizado, entonces, en función de estos dos temas: en este y en el siguiente capítulo, el lenguaje constituirá el hilo conductor de nuestro análisis a las perspectivas metodológicas de Pocock y Skinner, mientras que la parte II se dedicará por completo a la reconstrucción histórica propuesta por estos autores del paradigma republicano de “Florencia a Filadelfia”. La intención que recorre todos los textos metodológicos de Pocock es la de revolucionar la historia del pensamiento político mediante la transformación del aparato conceptual de la historia y de la forma como las estructuras lingüísticas a estudiar son percibidas. Estos dos elementos confluyen en una única motivación metodológica en la medida en que cualquier alteración del lenguaje técnico usado por los historiadores tiene, inevitablemente, consecuencias respecto a la forma como se percibe el pasado. El pensamiento pocockiano sobre estos temas fue influenciado por un conjunto de autores – como Vico, Croce, Meinecke, Collingwood y Oakeshott – que, desde hacía tiempo, subrayaban la naturaleza fundamental de las tradiciones y de los lenguajes. Por tanto, no es accidental la utilización del concepto de “cosmovisión” (Weltanschauung) para sugerir que los lenguajes políticos no son solamente medios de expresión política, sino que también circunscriben los límites de la propia experiencia política68. No obstante, Pocock abandona rápidamente esta designación en favor de la noción de paradigma, que había sido sugerida por Kuhn. Ambos, además, coinciden en que el vocabulario técnico usado hasta entonces para analizar los lenguajes del pasado debía ser substituido. Como hemos visto, es en este contexto en el que Kuhn se apropia de la noción de paradigma y es entorno a ella en donde desarrolla un aparato conceptual
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Véanse Pocock, 1971 y Pocock, 1998. Como Skinner esclarece en Liberty before Liberalism (1998), a pesar de la validez de la crítica que Butterfield dirigió a Sir Lewis Namier, el mayor exponente de la ortodoxia presentista de ese momento, será Pocock quien ayudó a salir del impase entre juzgar que las teorías políticas son meras racionalizaciones a posteriori de la acción política y suponer que las acciones políticas son exclusivamente motivadas por los principios usados para explicarlas. Véase Skinner, 1988, p. 104 y ss. 68 La aproximación de Dilthey es sintomática de la orientación hermenéutico-historicista del pensamiento pocockiano. 67
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influenciado por diversas fuentes69. La crítica al presentismo metodológico es una constante en ambos. Si Kuhn criticaba a los historiadores de la ciencia responsables del mito del progreso racional y de la naturaleza acumulativa del conocimiento científico, Pocock pretende ofrecer una alternativa a aquello que él, tal como Skinner años después70, considera ser concepciones míticas de la historia del pensamiento político. Lo que atrae a Pocock de la exposición kuhniana de ideas que ya le eran familiares es la forma convincente como Kuhn demuestra la presión ejercida por el paradigma dominante en una época sobre sus adherentes. Tal como una tradición o una concepción del mundo ejerce autoridad sobre los que viven en los límites de su campo de actuación, un paradigma, mediante la naturaleza convencional del lenguaje que incorpora (Wittgenstein), desempeña una función semejante. Un paradigma, para Pocock, tiene una naturaleza fundamentalmente lingüística ya que los sujetos sólo pueden pensar, actuar y decir aquello que pueden verbalizar. Como explica en Politics, Language and Time (1971), un paradigma lingüístico ejerce una fuerte limitación del discurso político de una comunidad porque prescribe no únicamente lo que un individuo puede o no decir, sino porque también delimita la forma como se expresa71. No obstante, un paradigma no debe confundirse con el lenguaje en que se expresa. Un vocabulario, lenguaje o universo discursivo puede convertirse en un paradigma si desempeña las funciones que definen a este último. En primer lugar, un paradigma tiene ciertas características estructurales que trascienden a los contextos históricos en que se aplican: es una estructura lingüística relativamente estable que determina o condiciona las cuestiones que es posible formular y la amplitud de las posibles respuestas72. En segundo lugar, y al contrario de lo que sugiere Tarlton73, Pocock no concibe un lenguaje paradigmático como “depósito de significados” no disponible a los individuos capaces de hablar o actuar; al contrario, un paradigma consiste en un continuum de niveles de abstracción y significado en función de los cuales los sujetos articulan un lenguaje – de hecho, un lenguaje articulado en un determinado nivel de abstracción “puede siempre ser escuchado y respondido sobre otros” (Pocock, 1971, p. 21). La importancia de la interpretación individual queda, por tanto, subrayada. De aquí surge la concepción pocockiana de que paralelamente a un lenguaje de política en una sociedad, existe siempre una “política del lenguaje”.Concordando con Austin en que las personas hacen cosas con las palabras, Pocock entiende cualquier gesto vocal como un acto político, en la medida en que permite a los grupos que definen y promueven el lenguaje paradigmático ejercer poder sobre aquellos que no son capaces de liberarse de la cosmovisión proyectada por el paradigma. En otras palabras, los lenguajes paradigmáticos son siempre instrumentos potenciales de poder político dado que pueden utilizarse para crear o modificar la propia 69
Entre estas encontraríamos el idealismo alemán, la psicología, las ciencias médicas, la filosofía del lenguaje y la historia del arte. Véase Kuhn, 2004. 70 La influencia de Pocock es explícitamente reconocida cuando Skinner discute la “mitología de la coherencia”. Véase Skinner, 1969, p. 16. 71 Pocock, 1971, p. 18. 72 Pocock, 1971, pp. 33-34. 73 Tarlton, 1973, p. 317.
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capacidad de percepción de la realidad de todos los que están bajo su ámbito de autoridad. En tercer lugar, y comprobando la autonomía individual de los agentes ante las estructuras lingüísticas paradigmáticas, Pocock distingue dos formas mediante las cuales los paradigmas son susceptibles de transformarse. De forma más sutil que la que sugiere Kuhn74, Pocock argumenta que una revolución conceptual puede suceder como resultado de una actitud crítica hacia los lenguajes existentes. Un lenguaje es implícitamente suscrito por un individuo por el mero hecho de que un argumento se lleva a cabo en los términos por él definidos. Esto no significa, no obstante, que el agente lingüístico, al participar en un “juego de lenguaje” (Wittgenstein) definido por el paradigma, no sea capaz de explorar los múltiples significados de las palabras que utiliza y de examinar las funciones desempeñadas por los conceptos en juego. Existe, por tanto, una tensión esencial entre la función estructurante de un lenguaje paradigmático (debido a su naturaleza convencional) y la naturaleza inevitablemente creativa del habla. Otra forma de revolución conceptual presupone un grado de autonomía individual aún más elevado – es la llamada “revolución romántica”. En este caso, un limitado número de actores políticos revolucionarios desempeñan una oposición activa ante al paradigma dominante, recurriendo para ello a lenguajes políticos alternativos. Para Pocock, un lenguaje paradigmático no agota todo el espacio semántico a disposición de los actores: estos tienen siempre a su disposición, si están motivados para ello, un conjunto de vocabularios alternativos presentes, por ejemplo, en textos del pasado. Y, de esta forma, Pocock sugiere la que será la función de la historia más relevante para nuestra argumentación – la capacidad de criticar el presente aprendiendo con experiencias del pasado. Maquiavelo es un ejemplo de aquello que Pocock tiene en mente. La Florencia de finales del siglo XIV y principios del siglo XV vivía momentos de perturbación política que creaban la impresión de que resultaban de caprichos inescrutables del destino, volviendo inadecuados los medios convencionales para volverlos inteligibles o previsibles. Maquiavelo, recurriendo a vocabularios contemporáneos de la Roma Antigua, realizó una “revolución conceptual” al concebir al individuo como creador de su propio destino, capaz de combatir los caprichos de la fortuna con la virtu. Para Pocock, románticos revolucionarios como Maquiavelo “confieren un carácter constante, en el ámbito de la experiencia humana; aquel momento en el que los paradigmas dejan de definir nuestra identidad y en el que la revuelta contra ellos se vuelve una necesidad” (1980, pp. 58-59). Otra particularidad de los paradigmas, particularmente relevante para nuestros propósitos, tiene relación con su propensión para emigrar de un contexto hacia 74
Según la cual un paradigma científico o cambiaba de forma continua, a través de solucionar sistemáticamente las anomalías, o cambiaba de forma radical, dando origen a su substitución por otro. Si la primera es un cambio en un paradigma, la segunda es un cambio de paradigma, dado que se vuelve inconmensurable ante el anterior – ocurre un “desplazamiento de la gestalt”. Véase Kuhn, 2004, p. 234.
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otro. Pocock identifica dos tipos de migración. En primer lugar, un paradigma puede emigrar de un área lingüística especializada hacia otra75. En el momento en que encontramos lenguajes paradigmáticos especializados en dominios de actividad como el derecho, la ciencia o la religión, Pocock sugiere que estos paradigmas sub-políticos pueden migrar para el domino político de forma que refuercen, por medio de su autoridad, el orden político existente76. En segundo lugar, la migración asume un carácter geográfico y temporal cuando un paradigma emigra de un país hacia otro donde desarrolla funciones de naturaleza semejante en un dominio de actividades análogo. Esta es la principal forma de migración paradigmática trabajada por Pocock. En efecto, una parte substancial de su carrera ha sido dedicada a la demostración de como el paradigma del republicanismo clásico (o del humanismo cívico, siguiendo la terminología utilizada por Hans Baron77) fue preponderante en las ciudades-Estado italianas de inicio del siglo XVI, y de la forma como emigró, en el transcurso del siglo siguiente, hacia Inglaterra, y continuó su ruta hasta la América del siglo XVIII. La cartografía de este camino (parte II, capítulo II) es uno de los elementos clave de este libro. Será sobre las tesis de Pocock donde intentaremos fundamentar nuestra tesis de que en el discurso político de los pragmáticos americanos de finales del siglo XIX se pueden encontrar ecos de una retórica republicana, cuyo declive coincidió con la fundación de la república americana.
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Pocock, 1971, p. 22. La comprobación de que esta idea ocupa una posición privilegiada en el pensamiento pocockiano se encuentra en el hecho de que un ejemplo de este tipo de migración puede encontrarse en su primer libro. En The Ancient Constitution and the Feudal Law (1957), Pocock defiende que, en el debate político en la Inglaterra del siglo XVII, el argumento de autoridad de una antigua e inmemorial constitución (la Carta Magna de 1215) en la que se defendía la existencia y los derechos del Parlamento, se utilizó para sugerir que el rey no tenía ninguna autoridad para interferir sobre algo que él mismo no creo y a lo que debía obediencia. 77 Véanse Baron, 1955 y 1966. 76
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Capítulo IV: Significado y contexto: El método de Skinner. En su más reciente reflexión sobre cuestiones metodológicas78, Quentin Skinner realiza una retrospectiva de la llamada “Escuela de Cambridge”, de la que él mismo es un elemento destacado. Una “escuela” compuesta en su mayoría por historiadores cuyo denominador común es justamente un deseo de enfatizar “la historicidad de la historia de la teoría política y de, más genéricamente, la historia intelectual” (2001, p. 176). Sin embargo, la forma como Skinner viene interpretando esta orientación general presenta algunas diferencias respecto a la interpretación de Pocock. Nos gustaría iniciar este último capítulo con una confrontación entre estas dos aproximaciones, cuya familiaridad no nos debe ocultar la distancia que separa los caminos a los que apuntan. La principal diferencia entre Skinner y Pocock no es, como algunos sugieren, la diferente escala de sus respectivas perspectivas de análisis – ¿será el Machiavellian Momentun79 un estudio más estructural y preocupado por la longue durée que el Foundations of Modern Political Thought80? – sino que la encontramos en la unidad de análisis con la que trabajan. Si para Pocock “los individuos de mi historia son paradigmas en vez de personas, conceptos que al cambiar de uso se convierten en las mejores señales para construir modelos de cambio a largo plazo” (1970b, p. 161), Skinner privilegia el uso de los conceptos en argumentos particulares. Esto se hace particularmente evidente si comparamos sus metodologías de trabajo. Skinner nos dice que debemos empezar por aclarar el significado de las elocuciones en las que estamos interesados, analizando el contexto en que se produjeron para determinar como se relacionan con otras dedicadas al mismo tema81 - la fuerza de su argumento es que el estudio riguroso del contexto histórico es una parte del propio acto de interpretación. Pocock, por su parte, al problematizar con mayor profundidad las implicaciones del propio acto de interpretación, sugiere una historiografía centrada en la identificación de la “persistencia en ciertas secuencias históricas de ciertos paradigmas, institucionalizados en ciertos textos” (Pocock, 1985a, p. 22)82. El historiador pocockiano deberá, entonces, reconocer que la aplicación concreta de cada paradigma en un determinado contexto histórico es única e irrepetible; además, como hemos visto, forma parte del carácter de un paradigma no ser confundido con su aplicación, dado el carácter estructural y estable de las ideas que comprende, y que pueda ser discutido en el paralenguaje de todos los que lo reconstruyen históricamente. 78
Véase Skinner, 2001. Versión en castellano: Pocock, J.G.A., (2002), El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos. 80 Versión en castellano: Skinner, Q., (1985-1986), Los fundamentos del pensamiento político moderno, (vols I y II), México, FCE. 81 Véase Skinner, 1988, p. 275. 82 Como Pocock nos explica en la introducción del primer volumen de su obra más reciente, Barbarism and Religion (1999), los seis volúmenes de The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (1976-88) de Edward Gibbon, deben analizarse como un texto escrito bajo la influencia de múltiples contextos. En particular, debemos pasar del análisis del texto hacia el estudio de obras citadas o relacionadas de forma que podamos reconstruir mejor la cosmovisión gibboniana: “un estudio del mundo en donde existió, no limitado a su génesis en ese mundo” (Pocock, 1999, p. 10). 79
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Es una cuestión de investigación histórica definir cuantas veces ha sido aplicado un determinado vocabulario paradigmático a diferentes contextos. Esta conclusión define, en gran medida, el ámbito de nuestra propia estrategia teórico-metodológica; además, como es en Skinner en donde encontraremos la variante metodológica que la completa, pasaremos ahora a la discusión de sus tesis. Skinner, en “Meaning and Understanding the History of Ideas” (1969)83, expone su argumento de la siguiente forma: “Mi procedimiento será destapar hasta que punto el actual estudio de las ideas éticas, políticas, religiosas y de otro tipo está contaminado por la aplicación inconsciente de paradigmas cuya familiaridad respecto al historiador disfraza una inaplicabilidad esencial del pasado” (Skinner, 1969, p. 7). Las historias que incurren en los errores del presentismo pueden ser, sugiere, más propiamente designadas como “mitologías”. O sea, aquello que Skinner pretende evitar, desde el inicio de su carrera84, es la introducción anacrónica de preguntas contemporáneas al intérprete en el acto de interpretación de textos del pasado. Su argumento se inicia con la mitología de los clásicos, ya sea como biografías intelectuales o como historia de las ideas85. La principal dificultad de estas estrategias reside en la reificación de ciertos “conceptos” en detrimento de los múltiples contextos socio-lingüísticos que definen sus significados: en vez de estudiar la mera aparición de los conceptos, Skinner, al igual que Pocock, sugiere que debemos analizar estos conceptos en referencia a los contextos que les confieren significado (no necesariamente el contexto inmediato, pero sí el contexto relevante para el autor) – en vez de sentences, la unidad de análisis son los statements. Reiterando esta importante tesis, Skinner escribió recientemente que “Esto es así porque, en lugar de las largas continuidades que han marcado indudablemente nuestros patrones de pensamiento heredados, permanezco perseverante en mi creencia de que no puede haber historias de conceptos como tal; sólo puede haber historias de sus aplicaciones en la discusión” (1988, p. 283). Nuestro acuerdo con esta posición metodológica es total; la reconstrucción diacrónica del pensamiento político de Mead y Dewey que llevaremos a cabo intentará no sólo reconstruir los presupuestos86 que reflejan las “largas continuidades” de las que habla Skinner (en una obvia referencia a los paradigmas de Pocock), sino que sobre todo intentaremos hacerlo a la luz de las controversias que les dieron origen y les clarificaron el significado. Skinner sumariza entonces su perspectiva metodológica. Una vez más, reafirma la pretensión de que el autor tiene una autoridad especial sobre sus intenciones, subrayando que “a ningún agente puede atribuírsele haber dicho o hecho algo que el nunca aceptaría como una correcta descripción de lo que dijo o hizo” (Skinner, 1969, p. 28), lo que excluye la posibilidad que una 83
Debe subrayarse que James Tully considera este artículo como una de las “criticas más profundas de la disciplina de la historia de las ideas en la actualidad” (Tully, 1988, p. 4). 84 Véanse los artículos sobre Hobbes, escritos en un contexto de controversia con las tesis de Howard Warrander: Skinner, 1964 y 1972b. 85 Véase Skinner, 1969, pp. 11-12. 86 Pocock, 1985a, pp. 24-25.
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descripción aceptable del comportamiento del agente pudiese resistir a la demostración de que era dependiente de criterios de clasificación o descripción no disponibles al propio agente. Debe ser destacado, no obstante, que Skinner, en un artículo posterior, rechaza esta pretensión algo fuerte sobre la “autoridad del agente” sobre sus intenciones. De hecho, en “Motives, Intentions, and the Interpretation of Texts” (1972) Skinner, retirándose de la posición defendida en 1969, argumenta que a pesar de que cualquier agente esté en una posición privilegiada en cuanto produce declaraciones (statements) sobre sus intenciones y acciones, el propio autor no es autoridad final sobre esta cuestión. La confrontación de esta tesis con la posición de Pocock nos ayudará a esclarecer nuestra propia estrategia. Según este último, el intérprete de textos pasados recurre, con o sin conciencia de ello, a un paralenguaje (o metalenguaje) para describir o explicar los lenguajes empleados por los autores en estudio, esto es, “para explicar lo implícito y presentar la historia de una discusión como una especie de diálogo entre sus afirmaciones y potencialidades, en que aquello que ni siquiera fue dicho sería dicho por él” (Pocock, 1985a, p. 11). La conciencia de que un intérprete es también un autor, conjugada con la pretensión de reconstrucción histórica de los usos de los conceptos en argumentos diacrónicamente ordenados, guiará nuestra interpretación de los escritos políticos de los pragmatistas americanos (parte III). Estas propuestas metodológicas dieron lugar a un extenso conjunto de críticas87, y Skinner ha sido acusado de ser un idealista, un materialista, un positivista y un relativista88. Viendo como Skinner responde a estas críticas, nos encontraremos en condiciones de comparar su posición con la de otros autores, así como de averiguar como él reajusta su propia posición a partir de la respuesta a lo que considera como críticas fundamentadas. El resultado podrá ser considerado la más reciente y fiel descripción de las tesis metodológicas de Skinner89. La relación entre intención, significado de un texto, y el contexto relevante se clarifica cuando Skinner responde a la crítica según la cual no reconoce la clase de los actos ilocutorios no intencionales90. Su respuesta es que en la medida que los actos ilocutorios son identificados por las intenciones, la fuerza ilocutoria de los actos de habla es “principalmente determinada por sus significados y contextos” (Skinner, 87
Véanse, por ejemplo, Parekh y Berki, 1973; Taylor, 1988; Tarlton, 1973. Skinner, 1988, p. 231. 89 Como él mismo afirma, “si hay cualquier cosa en las siguientes observaciones que entre en conflicto con cualquier cosa que haya dicho, me gustaría que tomaran lo que sigue como la afirmación de lo que opino actualmente” (Skinner, 1988, p. 235). 90 Skinner, 1988, p. 265. Según la filosofía del lenguaje anglosajona, un acto de habla es un acto practicado cuando son proferidas palabras. Cuando proferimos una secuencia de palabras con sentido, se dice que producimos un “acto locutorio”. Entonces, un “acto ilocutorio” remite para el hecho de que al decir cualquier cosa estamos simultáneamente haciendo algo (como prometer, amenazar, elogiar, etc.). Finalmente, un “acto perlocutorio” se refiere a los efectos producidos sobre los oyentes, como asustar o entristecer. Austin, en How to do Things with Words (1962), distingue los siguientes tipos de actos ilocutorios: 1) “verdictives”, en que se da un veredicto por un juez o un árbitro; 2) “exercitives”, en que se ejerce poder, derechos o influencia; 3) “commisives”, en que el locutor se encuentra obligado a cumplir, por ejemplo, una promesa; 4) “behabitives”, que cubren actitudes sociales tan diferentes como felicitar, disculparse o desafiar; 5) “expositives”, en que explicamos en que medida las elocuciones proferidas exponen aquello que estamos haciendo (por ejemplo, “respondiendo a su pregunta”). Véase Austin, 1962, pp. 151-152. 88
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1988, p. 266). Esto significa que los actos ilocutorios pueden contener, independientemente de la intención del individuo, varios tipos de fuerza ilocutoria – por ejemplo, cuando alguien formula una amenaza puede estar, simultáneamente, informando a su oponente. Kenneth Minogue critica este punto sugiriendo que Skinner mistifica algo (supuestamente) claro y natural – la comunicación humana. A esto responde Skinner reafirmando la necesidad de descodificar aquello que un autor podría haber querido decir al escribir aquello que escribió; subraya, por lo tanto, la necesidad de intentar reconstruir la intención con la que el autor escribió su obra. Y, recuperando un ejemplo que había presentado en 1971 sobre un policía que intenta avisar a un joven de que caminaba sobre una capa fina de hielo91, Skinner cuestiona: “¿Debe considerarse esta expresión (el sentido de la cual está bastante claro) como una advertencia, una crítica, un reproche, tal vez simplemente una broma, o como? Incluso en un caso muy simple, la respuesta nunca estará suficientemente clara” (Skinner, 1988, p. 268). Se mantiene, no obstante, la posibilidad de descodificar la fuerza o acto ilocutorio de un acto dado de habla si se sigue un método adecuado. Es precisamente esto lo que Jeffrey Alexander critica cuando identifica la confianza demostrada por Skinner en decodificar la fuerza ilocutoria de las elocuciones proferidas en el pasado y registradas por escrito con la confianza empirista en la transparencia del mundo social. Contra aproximaciones intencionalistas como la de Skinner, Alexander defiende la “autonomía del texto” – cualquier texto contiene un elemento de ambigüedad que únicamente puede suplantarse por la imaginación. Además, en un importante comentario para nuestro propio análisis de Habermas, Alexander enfatiza que “Mi obra acerca del carácter contradictorio de las grandes teorías sociales sugiere que el “engaño inconsciente” es endémico en tales teorías; a la luz de esto, buscar el significado de una teoría a través de la intención consciente del autor [como Skinner sugiere] es, seguramente, un intento del todo inútil”. (Alexander, 1998a, p. 70)92. Una crítica de naturaleza semejante es apuntada por John Keane, para quien la idea de recuperar intenciones se sustenta sobre un modelo positivista93. Skinner considera que esta es precisamente la crítica más importante que le formulan sus críticos94. Concediendo la imposibilidad de cualquier tipo de 91
Skinner, 1971, p. 2. Debemos, en este punto, llamar la atención hacia aquello que parece ser una contradicción en Alexander. Si, en la cita transcrita, defiende inequívocamente la tesis de la “autonomía del texto” contra el intencionalismo propuesto por Skinner, en un artículo publicado tres años más tarde, nos dice que “Para determinar la relevancia para un intelectual de un trabajo precedente, debemos hacernos una pregunta como esta: Cuando Parsons estaba preparando la “Estructura”, ¿que creía él que estaba haciendo, y por qué?”. (Alexander and Sciortino, 1996, p. 164). Intentando evitar el “externalismo” del estudio sobre Parsons realizado por Charles Camic (Camic, 1992), parece que Alexander acaba por abrazar las tesis intencionistas de Skinner. Para la respuesta de Camic, véase Camic, 1996. 93 Keane, 1988, p. 209. 94 Entre los cuales se encuentra Hans-Georg Gadamer. Para este autor, la idea de intencionalidad simplemente no está disponible. Como dice en Truth and Method (1975), “El verdadero sentido de un texto tal como éste se presenta a su intérprete no depende del aspecto puramente ocasional que representan el autor y su público originario. O por lo menos no se agota en eso. Pues este sentido está siempre determinado también por la situación 92
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comprensión por mera empatía, Skinner destaca la naturaleza públicamente legible de las intenciones con las que cualquier individuo desempeña un acto comunicativo satisfactorio95. Su posición puede ser descrita, por lo tanto, de la siguiente forma: Los textos son formas de acción; la comprensión de los textos exige la reconstrucción de las intenciones (las fuerzas ilocutorias) con que fueron escritos; las acciones, al igual que los textos, son de naturaleza pública e incorporan significados intersubjetivos que se encuentran cognitivamente disponibles96. A pesar de que la intención y el significado no deban ser identificados, esto no significa que la recuperación de la intencionalidad sea irrelevante para la interpretación de textos. Al contrario, la interpretación de palabras escritas debe procurar reconstruir que es lo que el autor estaba haciendo al escribir la secuencia de palabras que se estudia, recurriendo al contexto relevante para reconstruir la controversia en que aquellas palabras fueron escritas. Las palabras son instrumentos usados para esgrimir argumentos entre partes de un conflicto – esta es la metáfora del método skinneriano97. Uno de los ejemplos más célebres de este método98 es el que se refiere a la interpretación de la tesis de Maquiavelo, “Un príncipe tiene que aprender como no ser virtuoso”99. Skinner sugiere que debemos suponer que conocemos perfectamente el contexto social y político en que esta tesis fue producida. Aún así, son posibles dos lecturas antagónicas. Por un lado, este tipo de consejo cínico era relativamente común en los tratados morales del Renacimiento (en este caso, Maquiavelo estaría simplemente aconsejando una actitud moralmente aceptada en la sociedad de su tiempo); por el otro, casi nadie anteriormente había aconsejado públicamente esta cosa (en este caso, Maquiavelo estaría rechazando una perspectiva moral establecida). Ahora bien, tan sólo una de las lecturas puede ser correcta – ¿pretendía Maquiavelo subvertir o apoyar una de las perspectivas morales más importantes de su tiempo? Skinner cree que una lectura atenta y subversiva del libro en cuestión y del capítulo XV en particular (donde se encuentra esta crucial afirmación), al contrario de lo que sugiere Leo Strauss en Persecution and the Art of Writting (1952)100, no parece ser suficiente para ayudarnos a encontrar una respuesta. histórica del intérprete, y en consecuencia por todo el proceso histórico” (Gadamer, 1984, p. 366). En esta línea de pensamiento, Gadamer es acompañado por Paul Ricoeur y su teoría de la interpretación que subraya el “significado público” del texto, y por Jaques Derrida, que argumenta que los conjuntos de significados no poseen un centro lógico y que, por lo tanto, todos los textos deberían ser “descentrados” de sus autores. 95 “Nada es necesario en el sentido de la “empatía”, ya que el significado del episodio es completamente público e intersubjetivo” (Skinner, 1988, p. 279). 96 Skinner, 1988, p. 280. 97 Véase Taylor, 1988. 98 Skinner, 1969, p. 46. 99 Las palabras de Maquiavelo son: “Aussi est-il nécessaire à un prince, s’il veut se mantenir, d’apprendre à pouvoir ne pas être bon, et à en user et n’en pas user selon la nécessité“ (1998, p. 148). 100 Versión en castellano: Strauss, L., (1996), Persecución y arte de escribir y otros ensayos de filosofía política, Valencia, Ed. Alfons el Magnànim. Strauss defiende que, durante épocas de persecución política o religiosa, los autores que defendían posiciones heterodoxas desarrollaban una “peculiar técnica de escritura”, esto es, escribían “entre líneas” (1996, 77). Dado que “los hombres irreflexivos son lectores descuidados” (1996, p. 78), el intérprete inteligente y sagaz debe rechazar la metodología historicista entonces emergente y recuperar
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O sea, una metodología puramente presentista no resuelve este problema. Pero el estudio del contexto social tampoco parece resolver definitivamente esta cuestión, en la medida en que cada una de esas interpretaciones fue presentada a partir de diferentes lecturas del mismo contexto. La solución parece residir en entender lo que Maquiavelo pretendía decir cundo escribió esa frase. Y sólo se consigue percibir esto si entendemos toda la red de relaciones lingüísticas establecidas entre todas las múltiples declaraciones producidas en el mismo contexto. O sea, tenemos que reconstruir el contexto lingüístico a partir del estudio de toda la gama de comunicaciones que podrían haber sido convencionalmente producidas en aquella época: Lo que estoy reivindicando es que deberíamos empezar aclarando el significado, y por tanto el tema, de las declaraciones en las que estamos interesados. Debemos entonces volver al contexto en el que sucedieron para determinar como están conectadas o relacionadas con otras declaraciones involucradas en el mismo tema. (Skinner, 1988, p. 275). Puede encontrarse un ejemplo de esta estrategia en el capítulo siguiente. Si Skinner es la mayor influencia en ese capítulo, el título de la parte II, “Republicanismo de Florencia a Filadelfia” recoge la influencia de Pocock, al referirse a una migración del vocabulario político clásico de la Italia renacentista de Maquiavelo hasta la América de Jefferson, con una escala en la Inglaterra de Harrington. El análisis del primero de estos momentos constituye el tema del próximo capítulo.
una “tendencia temprana a leer entre las líneas a los grandes escritores...” (1996, p. 86). Para una crítica a esta posición, véase Skinner, 1969, pp. 21-22.
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Parte II: Aplicando el método. El republicanismo de Florencia a Filadelfia. Capítulo I: El Maquiavelo de Skinner En 1969, en la conclusión del que hoy podemos considerar como el texto más influyente de la Escuela de Cambridge, Skinner atribuye a la historia de las ideas sociales y políticas la función de revelarnos las teorías, hoy olvidadas, de las que formaron parte incluso nuestros conceptos más familiares101 . Criticando a aquellos que, como Habermas, usan racional y selectivamente algunos “sobrevivientes conceptuales” de la historia de las ideas, Skinner nos ofrece un valioso instrumento para pensar una alternativa a la concepción dominante, de orientación positivista, sobre como la teoría y la historia de la teoría deben relacionarse. El valor de su propuesta reside en la distancia crítica que podemos ganar en relación con nuestras propias convicciones. Esto se traduce, en términos teóricos, en la capacidad para mirar hacia los conceptos con los que trabajamos y preguntar: “¿Será que este concepto tuvo algún día un significado que me permita criticar y eventualmente abandonar mis actuales convicciones?” – Habermas no se permite colocar una pregunta como esta. La única pregunta que se plantea es: “¿Como podré reconstruir este concepto de forma que, una vez integrado en mi sistema teórico, pueda contribuir a la resolución de los problemas que me preocupan?” Esta autoreferencialidad es, como intentaremos demostrar, una de las principales dificultades de su estrategia teórico-metodológica. Es particularmente significativo que Skinner atribuya a la conclusión de 1969 el estatuto de punto de partida para su análisis de la concepción maquiavélica de libertad política102. Ver su método aplicado a un intérprete de tradición clásica republicana como Nicolau Maquiavel (1469-1527) es la razón de ser de este capítulo. En las páginas que siguen, averiguaremos como la reconstrucción de una experiencia histórica concreta (la interpretación que Maquiavelo hace del republicanismo clásico, en el contexto de la Florencia de inicio del siglo XVI) nos permite abordar el debate contemporáneo sobre el concepto de libertad política. Adicionalmente, esta recuperación nos dará un instrumento corrector de la reconstrucción racional del paradigma republicano cívico llevada a cabo por Habermas (parte IV, capítulo II). El objetivo de Skinner es usar la historia de las ideas para incrementar nuestra comprensión sobre la noción de libertad política103 , rechazando la dicotomía delineada por MacIntyre entre individualismo liberal y la tradición aristotélica104. La concepción dominante, de cariz liberal, atribuye a la libertad un carácter esencialmente negativo. Podemos encontrar un ejemplo de esta concepción en Isaiah Berlin, para quien la libertad de una sociedad, grupo o clase se mide por la fuerza de las barreras que impiden que un individuo imponga su voluntad a otro, y por el número e importancia de los caminos que esas barreras permiten
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Skinner, 1969, pp. 52-53. Skinner, 1984. 103 Entendida como la libertad de acción a disposición de los individuos en el marco de los límites que su pertenencia a una comunidad política les impone. Véase Skinner, 1984, p. 194. 104 MacIntyre, 1981, p. 241. 102
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que sus miembros utilicen105. En términos generales, todo el pensamiento político contratualista, de Hobbes a Rawls106, pasando por Kant, opera preferencialmente con una concepción negativa de libertad. La libertad es pensada por estos autores como un concepto que exprime una “oportunidad”, como nada más que la ausencia de constricciones y, por siguiente, como siendo autónoma ante la consecución de cualquier fin o objetivo concreto. La adopción de este tipo de concepción negativa de libertad parece implicar el rechazo de dos ideas centrales de la tradición política aristotélica. La primera, que podemos encontrar, por ejemplo, en Rousseau, se refiere al hecho de que el mantenimiento de las libertades personales exige o depende de la realización de actividades en pro del interés público. La segunda, relacionada con la anterior, remite para la necesidad de cierto tipo de cualidades para el ejercicio satisfactorio de estas actividades. Tanto la idea de que la libertad individual depende de la noción de “servicio público”, como la idea de que depende de “virtudes cívicas” son rechazadas bajo el argumento de que se trata de una confusión inaceptable tratar de asociar libertad y deber cívico – cualquier intento en este sentido pretende simplemente “echar una manta metafísica, bien sobre el autoengaño o sobre una hipocresía deliberada” (Berlin, 1996, p. 242). Aún así, debemos destacar que el propio Berlin concede que, si añadiéramos una simple premisa – la de que los seres humanos son seres morales con algunos fines verdaderos y objetivos racionales cuya libertad depende de vivir en una comunidad que aprecia estos fines y objetivos -, las ideas de servicio público y virtudes cívicas se volverían razonables y aceptables. Pero hay quien defiende, como Charles Taylor107, que esta premisa no sólo se puede, sino que se debe incluir, ya que la libertad, en vez de concebirse como una “oportunidad”, debe pensarse como un “ejercicio”. Desde este punto de vista, las nociones de servicio público y virtudes cívicas reasumen un papel preponderante en la formulación del concepto de libertad, proveído esta vez de un carácter positivo. Si se trabaja con una “naturaleza humana” socialmente constituida, como Taylor sugiere, no es del todo inadmisible considerar que la realización personal está, de algún modo, asociada al destino de la comunidad de pertenencia. De aquí surge la necesidad de concebir la práctica de virtudes como la forma mediante la cual podemos alcanzar los fines que nos vuelven realmente libres. El debate entre aquellos que conciben la libertad con una “oportunidad” y aquellos que la ven como un “ejercicio” (usando la terminología sugerida por Taylor) se asienta sobre una disputa fundamental sobre la naturaleza humana ¿puede o no definirse objetivamente un ideal de realización humana? Aquellos que responden negativamente, separan libertad de los ideales de servicio público y virtudes cívicas; los que consideran que “sí, que puede definirse una 105
Berlin, 1996, p. 237. El primer principio de justicia definido por John Rawls en A Theory of Justice (1971), de raíz claramente kantiana, consagra una concepción negativa de libertad: “Toda persona ha de tener un igual derecho a libertades básicas lo más extensas posibles, compatibles con similares libertades para los demás” (Rawls, 1979, p. 821). 107 Véase Taylor, 1979. 106
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noción objetiva de eudaimonia”, sugieren que sólo ciudadanos virtuosos orientados hacia el servicio de la “cosa pública” se encuentran, de hecho, en libertad. Esto significa que todos los participantes en este debate comparten un presupuesto esencial: sólo si diéramos un contenido a la noción de “realización personal” podremos relacionar libertad negativa y actos virtuosos de servicio público. El objetivo de Skinner, al reconstruir históricamente el republicanismo de Maquiavelo, es desmentir esta asunción. Su tesis es que es posible recuperar una tradición de pensamiento sobre la libertad política en la que se combina una idea negativa de libertad (como no obstrucción de los individuos en la persecución de sus objetivos) con las nociones de servicio público y virtudes cívicas108. Sin embargo, una duda debe ser disipada antes de avanzar hacia el análisis de la reconstrucción histórica propiamente dicha. “¿No sería posible - podría preguntar un escéptico de las posibilidades de articulación entre teoría e historia de la teoría - delinear un argumento puramente analítico que conjugase libertad negativa y virtudes cívicas al servicio del bien público?” De tener una respuesta positiva, nuestra tesis teórico-metodológica sufriría un fuerte revés. Pensamos, no obstante, que la respuesta a esta pregunta debe ser negativa. Desde luego, un argumento de ese tipo exigiría que, al asociar la idea de libertad como no obstrucción (“ser libre de”) con la obligación de desempeñar actos virtuosos al servicio del bien común, abandonásemos la noción moderna de derechos individuales - ¿como podríamos “ser libres de” estar obligados a servir el bien común, sino prescindiendo de la esfera inviolable de los derechos individuales? Tal abandono, al ser puesto en la ecuación, sería manifiestamente indeseable. Otra crítica contra un argumento puramente analítico apunta hacia la incongruencia asociada al intento de conjugar la idea de libertad negativa y principios como la virtud: estaríamos confundiendo “oportunidad” y “ejercicio”, dos nociones legítimas aunque perfectamente autónomas. La única forma de evitar estas críticas, abandonando la pretensión de concebir una conjugación puramente analítica entre libertad negativa y virtud y servicio público, es, según Skinner, “evitar el análisis conceptual y volver a la historia” (1984, p. 200). Sin embargo, un crítico de las potencialidades teóricas de la historia de la teoría podría preguntar: “¿Cuál es la relevancia de textos escritos hace siglos o milenios para resolver los problemas que tenemos ante nosotros?”, al que Skinner podría replicar observando que “la historia de las ideas sociales y políticas sólo es relevante si la podemos usar como un espejo para reflejar nuestras propias convicciones y presupuestos”109. La experiencia histórica que Skinner pretende reconstruir es una línea de 108
Skinner, 1984, p. 197. Sus palabras son: “Me gustaría sugerir que podrían ser precisamente estos aspectos del pasado que parecen no tener a primera vista una relevancia contemporánea los que evidencian ser, bajo una más cercana observación, los que cuentan con una mayor importancia filosófica inmediata. Por su relevancia (...) nos permiten volver desde nuestras propias creencias y desde los conceptos que utilizamos para expresarlas, tal vez forzándonos a reconsiderar, a rehacer o incluso (...) a abandonar algunas de nuestras actuales creencias a la luz de estas amplias perspectivas” (Skinner, 1984, p. 202). 109
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argumento deudora de la teoría de la ciudadanía republicana de la Roma Antigua, que conoció un corto aunque influyente renacimiento en la Europa de los siglos XV y XVI, antes de verse eclipsada por modelos más individualistas, de naturaleza contratualista, que alcanzaron una situación de hegemonía en el decurso del siglo XVII. El predominio casi absoluto del paradigma iusnaturalista fue tal que desde entonces cualquier teoría de la libertad negativa no podría (supuestamente) ser pensada sino era en relación a una teoría de los derechos individuales. De Hobbes a Nozick, el axioma a partir del cual se trabaja es el de que los individuos poseen un conjunto de derechos inalienables, en la medida en que radican en el núcleo irrenunciable de la naturaleza humana - de ahí que se denominen “derechos naturales”110. A pesar que la “fuerza paradigmática” de esta teoría es significativa, la verdad es que la visión de un paradigma dominante sin cualquier alternativa es cuestionable. Por ejemplo, Pocock llama nuestra atención para el hecho de que el espacio público político de la Inglaterra del siglo XVII era una arena de intenso debate y encendidas polémicas111. No debe extrañarnos, por lo tanto, que un contemporáneo de Hobbes, James Harrington, haya articulado una teoría de la libertad política alternativa a aquella que vendría a tornarse dominante, y cuya influencia perduró durante más de un siglo y medio tras su muerte, incluso, como Pocock intentó demostrar, atravesando el Atlántico. Para Harrington, la adopción de un concepto negativo de libertad, como el sugerido por Hobbes, significaba no sólo renunciar al ideal clásico estoico de libertad bajo la ley, como prescindir de las enseñanzas de un contemporáneo cuya estatura lo colocaba al nivel de las mayores autoridades romanas - Maquiavelo. El punto de partida de esta reconstrucción histórica no está consensuado. Si Hans Baron, por ejemplo, considera que sólo se puede hablar en una ideología republicana de auto-gobierno en Florencia a partir del comienzo del siglo XV, Skinner, en lo que es acompañado por Pocock112, es de la opinión de que ya en la segunda mitad del siglo XIII, con la divulgación de la teoría moral y política de Aristóteles, el sistema republicano de ciudades-Estado (surgido un siglo antes) estaba proveído de los medios para desarrollar una ideología cívica correspondiente a su práctica política. De cualquier modo, lo que importa retener es la idea de que la recuperación de la tradición aristotélica y la emergencia del humanismo cívico florentino fueron dos elementos de importancia vital en el desarrollo del pensamiento republicano, y que ocurrieron
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Leo Strauss sugiere, adicionalmente, que los derechos naturales son discernibles por la razón humana y, por consiguiente, pueden ser universalmente reconocidos. De aquí surge la existencia de principios de justicia también de carácter racionalmente universal. Véase Strauss, 2000, p. 41. 111 Pocock, 1985a, p. 34. 112 Pocock, en “Between Gog and Magog” (1987), nos explica que su apropiación de la noción de “humanismo cívico” no implica la suscripción de la tesis de Baron según la cual el origen de este concepto podría localizarse en ciertos textos literarios producidos en 1400-1402; al contrario, observa que “El empuje de la investigación subsiguiente tiene que separar la aserción de valores cívicos de la guerra de Visconti y descubrirlos en fechas anteriores: Quentin Skinner se remonta a los dictadores milaneses en el tiempo de Federico Barbarroja” (1987b, p. 329).
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antes del momento en que la concepción de “derechos individuales” alcanzó una situación de hegemonía113 . Skinner intenta garantizar la plausibilidad de su tesis a través de la demostración de que mediante el análisis de ciertos textos de la época podemos tener acceso al universo intelectual de la era pre-humanista. En concreto, es sugerido que pueden ser encontradas informaciones reveladoras en relación a los “valores y actitudes relativos a la conducción del gobierno de las ciudades en el periodo pre-renacentista” (1993a, p. 123) en los numerosos tratados de los profesores de retórica de las facultades de derecho de la Italia medieval - los llamados dictatores114. Dos ideas sobresalen de la lectura de estos tratados: no sólo se defiende el carácter electivo de los regímenes políticos republicanos contra la alternativa monárquica, como se celebra frecuentemente la grandezza de esas ciudades. Sin embargo, en los inicios del siglo XIV, empezaron a surgir las primeras dudas en cuanto a estas celebraciones de paz - a tal hecho no habrá sido ajena la progresiva sustitución, en ese mismo momento, de los sistemas tradicionales de gobierno comunal por los regímenes monárquicos de los signori. Tales dudas asumían un carácter distintamente republicano. Siguiendo el De Officiis115 de Cicerón y su ideal de concordia civil, la literatura de ese momento deja traslucir un recelo de que a largos períodos de paz bajo condiciones de libertad cívica se pudiesen suceder períodos de decadencia y de tiranía; para que esto aconteciese, bastaba que la discordia civil provocada por la lucha entre facciones rivales minase la grandeza cívica, el fundamento de los regímenes republicanos116. La ideología expresada en los escritos de los dictatores asienta sobre las ideas de que la justicia es la base del buen gobierno; de que actuar de forma justa es dar a cada individuo aquello que le es debido; de que al dar a cada uno lo que le es debido se mantiene la concordia civil, condición de la grandeza de cualquier república; y de que el sistema de gobierno más adecuado para garantizar que los gobernantes obedecen a los dictámenes de la ley es aquel que les era más familiar - el sistema basado en asambleas de cariz electivo, que hacían recordar la concepción republicana clásica de un “sistema de gobierno mixto”, expuesta por Platón en sus Leyes117. De aquí surge el rechazo de regímenes hereditarios que limitan o imposibilitan el auto-gobierno de la comunidad política. Cicerón, siguiendo a Catón contra César, es nuevamente la referencia central. A la tiranía del príncipe hereditario debe oponerse la 113
Skinner, 1993b, p. 301. Como Skinner nos explica, “El valor de estas fuentes se deriva del hecho que un gran número de los discursos y cartas que contienen fueron específicamente diseñados para el uso en público por parte de tanto funcionarios como embajadores o administradores de las ciudades”. (1993a, p. 123). 115 Versión castellana: Cicerón, (1968), Los oficios, Madrid, Espasa Calpe, Madrid. 116 Cicerón, en el primer libro de su De Officiis, distingue cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, coraje y templanza (1948, p. 326). A la luz de la segunda virtud (que remite hacia la preocupación por el bien común), Cicerón afirma que “aquellos que descuidan los intereses de una parte de los ciudadanos, mientras favorecen a otra parte, introducen una influencia perniciosa dentro del gobierno, que es la sedición y la discordia”. (1948, p. 354). 117 En particular, es al discutir la constitución de Esparta, en los Libros III y IV de las Leyes, cuando Platón formula la primera defensa teórica de la concepción de un “sistema de gobierno mixto” como el régimen político más estable y justo. Véase Skinner, 1991, p. 417. 114
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república de ciudadanos en libertad bajo la ley118. Reencontramos, en este punto, el concepto que está sirviendo de hilo conductor a este capítulo, la noción de libertad política. En la tradición republicana que va de Cicerón a los dictatores italianos de los siglos XIII y XIV, un ciudadano tiene su libertad garantizada si, y sólo si, vive en un régimen político cuyo carácter electivo lo vuelve, al mismo tiempo, súbdito y soberano. Es por participar en la conducción de cosa pública que él es libre de decidir su propio destino. Estamos, ahora, en condiciones de abordar la discusión de Maquiavelo sobre la concepción republicana de libertad, en los Discorsi sopra la Prima Deca di Tito Livio (1531)119. Según Skinner, Maquiavelo se aleja en un punto crucial de la tradición republicana clásica: la forma como se concibe la violencia. De hecho, el título del cuarto capítulo del Libro I de los Discursos es revelador: “Que la desunión entre la plebe y el senado romano hizo libre y poderosa a aquella república”120 . Cuando se contrasta con la concepción ciceroniana de concordia civil, la insistencia de Maquiavelo en que los tumultos representan la principal causa de la libertad y de la grandeza nos da un claro señal de su ruptura con el republicanismo clásico121. Sin embargo, las semejanzas entre los argumentos defendidos por Maquiavelo y las tesis republicanas de los dictatores (y, por extensión, de las autoridades Romanas) son mucho más numerosas. Maquiavelo subscribe totalmente la idea tradicional de que los fines más deseables por cualquier ciudad son la gloria cívica y la grandeza122 . Un segundo punto de concordancia es la importancia atribuida a la noción de bien común – “lo que hace grandes las ciudades no es el bien particular sino el bien común”, para luego añadir que “este bien común no se logra más que en las repúblicas” (Maquiavelo, 2003, p. 186). Por último, Maquiavelo recupera la concepción republicana de grandeza cívica, asociándole dos proposiciones: primera, ninguna ciudad puede alguna vez alcanzar la grandeza si no promueve una forma de vida libre; segunda, ninguna ciudad puede alguna vez promover tal forma de vida a no ser que posea una constitución republicana, i.e., un “sistema de gobierno mixto”123. Estamos, una vez más, ante la teoría republicana clásica de la libertad política, ahora interpretada por Maquiavelo; veamos como él la reconstruye. En los primeros capítulos del Libro I de los Discursos, Maquiavelo distingue dos grupos de ciudadanos cuyas disposiciones (umori) siempre fueron diferentes: si los ricos y poderosos (los grandi) tienden a desear poder y gloria, la plebe busca vivir en seguridad, libre de cualquier interferencia. Skinner considera que Maquiavelo trabaja con una concepción negativa de libertad - los agentes individuales, sobre todo los plebeyos, son libres si pudieren proseguir los fines 118
Es a partir de esta formulación de Cicerón que res publica pasa a referirse exclusivamente a un sistema de gobierno electivo, dejando de designar a la “comunidad política”. Véase Skinner, 1993a, p. 133. 119 Versión en castellano: Maquiavelo, N., (2003), Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza. 120 Maquiavelo, 2003, p. 41. 121 Skinner, 1993a, p. 136. 122 Sobre este asunto, véase el primer capítulo del Libro I de los Discursos: Maquiavelo, 2003, pp. 29 y ss. 123 Skinner, 1993a, p. 141.
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a los que son conducidos por sus disposiciones124. Además, y a diferencia de Pocock125, Skinner no considera que la noción maquiavélica de libertà haya sido definida de forma menos rigurosa; hablar de libertad como ser independiente de los demás individuos y ser capaz de proseguir sus propios objetivos, como hace Maquiavelo, es sencillamente adoptar una concepción negativa de libertad. Como hemos visto, Maquiavelo asocia esta noción de libertad política a una cierta forma de gobierno: sólo podremos ser libres de proseguir nuestros planes de vida individuales en la calidad de miembros de una comunidad política auto-gobernada. Este es el núcleo de la teoría maquiavélica de ciudadanía. Sólo aquellos que viven bajo una forma republicana de gobierno pueden anhelar ser libres para proseguir sus fines, tanto si envuelven conquista de poder y gloria, como si se basen en la manutención de su seguridad. Así se comprende “de dónde le viene al pueblo esa afición a vivir libre” (Maquiavelo, 2003, p. 185). ¿Cuáles son las cualidades personales que un ciudadano debe cultivar si pretende defender su libertad? Según Maquiavelo, debe poseer prudenza para participar en el gobierno de su ciudad, debe tener temperantia, que comprende cualidades como la moderación y la modestia126, y debe tener el coraje para defender la libertad de su comunidad. Si una comunidad no fuere libre, i.e., si no se pudiera gobernar a si misma (en el sentido negativo de ser libre de constreñimientos que la impidan auto-gobernarse), los ciudadanos que la componen tampoco lo podrán ser (en el sentido de no poder proseguir sus objetivos sin obstrucciones). Maquiavelo no es antropológicamente optimista, sino todo lo contrario. Al definir estas virtudes pretende justamente combatir la tendencia hacia la “corrupción”, propia de la naturaleza humana. Ser corrupto, en este sentido, es olvidar que si queremos ser libres debemos poner el interés general por encima de nuestros intereses particulares127. ¿Como podremos combatir esta inclinación natural hacia la corrupción? Maquiavelo opina que si “el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los hombres, las leyes los hacen buenos”128 (2003, p. 41). La ley es la más importante forma de preservar la virtud. Por tanto, parece posible conjugar una concepción negativa de libertad con los ideales de servicio público y virtudes cívicas, al contrario de lo que se 124
En este punto, Skinner y Pocock describen la misma concepción humanista de libertad clasificándolas de forma completamente diferente. Si para Skinner Maquiavelo, en la línea del republicanismo renacentista, defendía una concepción negativa de libertad, según Pocock, “El vocabulario republicano empleado por los dictatores, retóricos y humanistas articuló la concepción positiva de libertad: afirmaba que el homo, el animale politicum, estaba constituido de tal forma que su naturaleza sólo se completaba en una vita activa practicada en un vivere civile, y esta libertas consistía en libertad de restricciones respecto a la práctica de tal vida. Consecuentemente, la ciudad debía tener libertas en el sentido del imperium, y el ciudadano debía participar en el imperium para gobernar y ser gobernado” (1985a, pp. 40-41). La descripción es idéntica, la clasificación opuesta. 125 Pocock, 2002, p. 280. 126 Skinner, 1984, p. 212. 127 Maquiavelo discute el tema de la corrupción en los capítulos XVII a XIX del Libro I de los Discursos. Véase Maquiavelo, 2003, pp. 85 y ss. 128 Como veremos, Tocqueville tendrá algunas dudas respecto a esta enseñanza republicana; las leyes son importantes, dirá (en la línea de Burke), pero encima de ellas están las costumbres. Véase el próximo capítulo III.
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presupone por los participantes en el actual debate sobre libertad política, que opone liberales a comunitarios o neo-aristotélicos. Lo que el Maquiavelo reconstruido por Skinner nos proporciona es justamente una teoría de la libertad política (y una correspondiente concepción de ciudadanía) que cuestiona la validez de esta dicotomía. En primer lugar, la (aparente) paradoja de que sólo aquellos que se encuentran al servicio de la comunidad a la que pertenecen están en perfecta libertad, gana plausibilidad si la miramos desde el punto de vista sugerido por Maquiavelo. Dado que sólo somos libres si no estamos bajo una coacción que condicione nuestras inclinaciones (para la gloria o para la seguridad), nos interesa servir a la comunidad política que nos garantiza la libertad. En segundo lugar, la (alegada) incompatibilidad entre una concepción negativa de libertad y la definición de un conjunto de virtudes cívicas parece ser desmentida por Maquiavelo, para quien sólo somos libres si no nos corrompemos. “¿Como podemos nosotros evitar la corrupción?” Maquiavelo sugiere la siguiente respuesta: “Teniendo coraje para defender nuestra libertad, templanza para mantener en funcionamiento un gobierno libre, y prudencia para dirigir las instituciones civiles y militares”. Al hacerlo, subscribe tres de las cuatro virtudes cardinales identificadas por Cicerón, en De Officiis: Maquiavelo no considera la justicia como una cualidad conducente al bien común129. Esta es una omisión crucial, no sólo en la medida en que representa una ruptura sin precedentes con la tradición republicana clásica, sino también porque permite distinguir el republicanismo de Maquiavelo de las versiones comunitarias, de raíz aristotélica y tomista. El Maquiavelo de Skinner nos permite, pues, evitar la elección entre una teoría de los derechos individuales, que enfatiza la importancia de procedimientos legales que protejan al ciudadano del Estado, y una teoría comunitaria que fundamenta la participación cívica sobre un cierto ideal de realización humana. El republicanismo maquiavélico no elige una concepción particular del bien, presuponiendo, al contrario, una situación de pluralismo ético; subraya, eso sí, los principios del servicio público y de las virtudes cívicas. Somos libres no porque tengamos derechos individuales, sino porque desempeñamos nuestros deberes sociales. El tema que recorre los varios capítulos de esta parte II y les confiere unidad es la tradición republicana clásica, sobre todo romana, y humanista cívica. En este primer momento, deseamos presentar una reconstrucción histórica de una interpretación de la tradición republicana clásica. La interpretación de Maquiavelo, tal y como es reconstruida por Skinner, nos pone ante una línea argumental que nos permite abordar un debate central de la teoría política contemporánea de forma original y polémica. Como hemos visto, el republicanismo de Maquiavelo nos permite cuestionar el presupuesto compartido por liberales y comunitarios, presentando una concepción alternativa de libertad política y de ciudadanía. La historia de las ideas políticas no sólo permite clarificar y, si es necesario, corregir los presupuestos sobre los cuales se hace teoría política, sino que también parece poder contribuir 129
Maquiavelo distingue entre justicia en situaciones de guerra y en condiciones de paz. En el primer caso, el fraude puede ser justificado si conduce a la victoria. Tratarlo como ingloria sería absurdo. En el caso de las cuestiones civiles, la crueldad puede justificarse si se utiliza para la preservación de la libertad de la comunidad. Véase Skinner, 1984, p. 215.
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activamente a la reflexión sobre el dominio de lo político. En particular, Skinner nos revela un “tesoro” perdido en las arenas de la historia. Un tesoro particularmente valioso para quien, como nosotros, pretende cuestionar la reconstrucción racional del republicanismo cívico que sugiere Habermas. Pero dejemos para la última parte de este libro la discusión de las implicaciones teóricas de esta investigación arqueológica.
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Capítulo II: De la austeridad de la virtud a la pulcritud de las maneras. La intención que motiva este capítulo tiene una naturaleza dual. Una de las perspectivas que nos interesa abordar tiene un carácter claramente metodológico; la otra consiste en la aplicación de esa metodología a la tradición política que discutimos en esta parte II. En otras palabras, pretendemos dedicar las páginas siguientes a la reconstrucción histórica del republicanismo clásico empezada por J. G. A. Pocock en The Machiavellian Moment (1975)130. La tesis metodológica sugerida por Pocock (que analizamos en el capítulo III de la parte I), nos acompañará a lo largo de esta discusión. El estudio de cada texto a la luz de su contexto es claramente insuficiente si una lectura sincrónica no viene acompañada de medios de estudio diacrónico de la estructura lingüística que une y ofrece inteligibilidad añadida a los momentos hasta entonces aislados. Llamamos a esta estrategia “contextualismo diacrónico”: su función, en el marco de nuestra estrategia metodológica, consiste en complementar el “contextualismo sincrónico” privilegiado por Skinner en su análisis a Maquiavelo. Antes de nada, debemos subrayar que el título de esta obra - El Momento Maquiavélico131- denota dos significados distintos. Por un lado, remite hacia el momento en el que surgió el pensamiento de Maquiavelo, no en la perspectiva de la historia del pensamiento político, sino desde el punto de vista de la experiencia política de los florentinos del siglo XVI. Por otro lado, pretende aludir al problema central de ese tiempo: La república, confrontando su propia finitud temporal, intentaba mantener su estabilidad política y moral en un contexto de eventos violentos e irracionales que conducían a la destrucción de todos los sistemas de estabilidad secular. La tesis central de Pocock es que la ascensión de la ideología comercial, oligárquica e imperial fue un fenómeno contingente, nacido del enfrentamiento con la tradición Old Whig132. El antiwhiggismo de esta tesis es visible a dos niveles. Pocock no únicamente rechaza una metodología de contornos presentistas en favor de una concepción historicista dialécticamente diacrónica, sino que el objeto de análisis elegido es la ideología derrotada por el liberalismo Whig. Pocock pretende reconstruir las raíces históricas y la evolución del paradigma competidor de aquel cuya hegemonía se traduce metodológicamente en una concepción del pasado funcional para su legitimación. Se comprende así que las críticas apuntadas a esta obra se centren en el carácter contingente de la evolución histórica del paradigma liberal, “… mientras que ellos [los liberales] pretendían que hubiese sido primordial“ (Pocock, 1985a, p. 32). Su
narrativa se desarrolla alrededor de la idea de que el vocabulario humanista del tiempo de Maquiavelo constituyó el vehículo privilegiado de una percepción básicamente hostil al capitalismo del surgimiento de la modernidad. En particular, la antítesis entre virtud y corrupción o entre virtud y comercio era la forma como se expresaba el conflicto entre, por un lado, valor y personalidad y, 130
Versión en castellano: Pocock, J.G.A., (2002), El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos. 131 Título sugerido por Quentin Skinner. 132 Pocock, 1985a, p. 32.
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por el otro, historia y sociedad. Este enfrentamiento culmina, ya en el siglo XVIII, con la emergencia de una concepción dialéctica de la historia133. Una dimensión vital de la teoría republicana consistía en sus ideas sobre el tiempo, no sólo sobre la ocurrencia de eventos contingentes, sino también sobre la inteligibilidad de las secuencias de que estos eran los elementos. En este sentido, Pocock considera posible entender el republicanismo como una forma precursora del historicismo. Su intención es reconstruir el “esquema de ideas” en el seno del cual los individuos del siglo XVI intentaron articular una filosofía de la historia; la cual, a su vez, constituyó la estructura conceptual que configuró un ideal de vivere civile, i.e., un ideal de ciudadanía activa en una república. Al pretender reconstruir ese paradigma lingüístico, Pocock presupone que el intento de volver inteligible una sucesión temporal de eventos particulares enfrentaba serias dificultades. Las mentes del Renacimiento y de la Alta Edad Media consideraban que lo particular era menos inteligible que lo universal. Además, existen razones de orden filosófico que explican este hecho, principalmente el debate alrededor de la cuestión, crucial para la filosofía medieval, de saber si los únicos objetos susceptibles de entendimiento o comprensión racional eran, o no, las proposiciones o categorías universales independientes del tiempo y del espacio. Por tanto, la distinción entre universales y particulares se asume como central. Por un lado, existe un orden de la realidad de naturaleza universal que la razón humana, a pesar de operar en el tiempo y en el espacio, sólo puede pretender conocer mediante el reconocimiento de su infinitud. Por otro lado, el conocimiento de los particulares era circunstancial, accidental y temporal. No debemos sorprendernos, por lo tanto, al comprobar que la narrativa histórica, en su calidad de actividad intelectual, fuese considerada inferior a la poesía, y esta inferior a la filosofía, en la medida en que arrojaba menos luz sobre el significado universal de los fenómenos en cuestión. La mejor forma de comprenderlo consistía en abandonar el evento particular y ascender a un orden superior de comprensión - la contemplación de las categorías universales. Todavía en el ámbito de la filosofía de la historia escolástica, aunque a un nivel superior de universalidad y organización, se encuentra la noción de “proceso”. En Aristóteles, el proceso más significativo era aquel a través del cual un acontecimiento ganaba existencia en un primer momento y dejaba de existir en un momento posterior - la physis. Esta concepción de la historia en que las cosas nacen y mueren, son y dejan del ser, contrasta con la perspectiva de que un objeto al desaparecer da lugar a otro. Si la primera remite hacia un proceso cerrado y circular, la segunda, al contrario, es abierta e infinita. Los autores que trabajan en la tradición aristotélica134, al identificar physis con proceso, adoptan una concepción circular de proceso y de tiempo, lo que tenía la ventaja de volver a este último perfectamente inteligible. En efecto, si el tiempo debía ser medido a través de su movimiento, entonces, tal como Aristóteles explica en la Física, el movimiento circular regular es, por encima de todos los otros, la medida, ya que este es el número mejor conocido. Para Pocock, Aristóteles adopta una concepción circular del tiempo, no por creer particularmente en la 133 134
Pocock, 2002, p. 80. Cuyo mayor ejemplo sería Políbio. Véase Arendt, 2004, p. 25.
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inteligibilidad del universo, sino porque la esfera era la figura geométrica más perfecta135. Vista desde esta perspectiva, la historia humana, compuesta por incontables eventos particulares difíciles o imposibles de prever, constituye un ciclo, es decir, que la totalidad de la experiencia humana forma una entidad única y comprensiva con su physis que se cumple a si misma, repetidas veces. De un modo general, aunque con notables excepciones136, las filosofías de la historia post-aristotélicas evitan esta concepción circular del tiempo por una razón fundamental: la aplicación de la physis a la historia humana era una conveniencia intelectual y, sobre todo, una metáfora. Por otro lado, como observa Arendt, la concepción cristiana de historia se opone a cualquier idea cíclica de la historia debido a nacimiento de Cristo: un acontecimiento irrepetible que constituyó un comienzo radicalmente nuevo137. Al contrario, el pensamiento cristiano intentará definir un orden eterno al que la sucesión cronológica de acontecimientos particulares se somete. Cada evento histórico podía, así, ser interpretado a la luz de su significado en el ámbito de sus misteriosos designios. Es particularmente sugerente que las palabras “temporal” y “secular” encierren dos significados distintos. Por un lado, estas palabras denotan la idea de tiempo (del Latín, tempus y saeculum, respectivamente), lo que nos remite hacia una cierta concepción de historia. Por otro lado, se refieren a la noción de profano (no eterno y sin origen divino), lo que nos reenvía a una cosmovisión de naturaleza no-religiosa. Es precisamente sobre esta última en donde Pocock, Skinner y otros centran su atención. En este sentido, puede ser argumentado que en el origen de los tiempos modernos la concepción cristiana de historia se vio confrontada con una visión alternativa de naturaleza secular y, especialmente relevante para nuestros propósitos, política138. De acuerdo con este paradigma, la política se concibe como el “arte de lo posible” (de ahí la importancia de la contingencia), como una “aventura sin fin”, o como un “juego entre lo contingente, lo inesperado y lo imprevisto”139. Esto significa que, entre el siglo XIII y el inicio del siglo XV, el pensamiento político en Florencia recupera el vocabulario republicano clásico de la Roma Antigua. Como hemos visto en el capítulo anterior, el humanismo cívico del Renacimiento italiano, sobre todo a través de las obras de Maquiavelo y Guicciardini, hizo renacer una tradición de pensamiento político que ejerció una influencia decisiva sobre el curso de la historia de las ideas políticas de los siglos siguientes. Un punto de vista privilegiado para observar el renacimiento de esta tradición consiste en confrontar el discurso humanista cívico sobre la política con los 135
Pocock, 2002, p. 88. Véase Pocock, 2002, p. 88. 137 Arendt, 2004, p. 34. 138 No por casualidad Pocock, en el año siguiente a la publicación de The Machiavellian Moment, dio inicio a un otro proyecto cuyos primeros dos volúmenes fueron recientemente publicados bajo el título de Barbarism and Religion (1999). El tema de este proyecto editorial es justamente la tesis de Edward Gibbon según la cual a la caída del Imperio Romano de Occidente siguió el “triunfo de los bárbaros y de la religión”. Entre el republicanismo clásico de la Roma Antigua y el humanismo cívico de la Italia del Renacimiento, la Iglesia Católica Romana definió el paradigma bajo lo cual fueron articuladas las filosofías de la historia medievales. 139 Pocock, 2002, p. 90. 136
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vocabularios filosófico y jurídico de la misma época140. Suscribiendo la opinión de Baron, Pocock considera que, a pesar de ser innegable que las repúblicas italianas de los siglos XIII, XIV y XV eran entidades jurídicas, no debemos pensar que, por ello, la concepción de ciudadanía que en ellas imperaba asumiese, igualmente, un carácter jurídico. Para Pocock, como para Baron y Skinner, los principios que regulaban la práctica de la ciudadanía en las Comunas italianas fueron, al contrario, articulados por medio de un lenguaje humanista cuyas nociones axiales eran los conceptos de vita activa141 y vivere civile. La discontinuidad entre el paradigma humanista cívico y el paradigma jurídico explica por qué razón el pensamiento político de Guicciardini, un doctor en derecho, fue casi siempre articulado en un registro republicano cívico, prescindiendo del lenguaje jurídico. El pensamiento político de la Italia renacentista fue, por lo tanto, articulado en dos vocabularios distintos, basados en diferentes premisas, que plantean diferentes problemas y que recorren a diferentes estrategias de argumentación: por un lado, el paradigma humanista cívico, organizado alrededor de las nociones de polis y de virtudes, y, por el otro, el paradigma jurídico, de cariz liberal, desarrollado alrededor de las nociones de comercio y de maneras. En una frase, que sólo podría ser de Pocock, “Podría generalizarse que la Ley es más del Imperio que de la República” (1985a, p. 40). Si existe un debate en la historia de las ideas políticas que refleja esta escisión, ese es ciertamente el que opone a Thomas Hobbes y a James Harrington. Hobbes, en el Leviathan (1651), sugiere que las palabras inscritas en las torres de la ciudad de Luca - “libertas” - no traducían la situación de subyugación a la que estaban entregados sus habitantes, en la medida en que no habían establecido un contrato con un soberano que protegiese sus derechos a cambio de la cesión de su derecho de resistencia a la autoridad de aquel142. Harrington respondió a esta observación, en su The Commonwealth of Oceana (1656), argumentando que la libertas de los ciudadanos de Luca consistía en su participación en el régimen político republicano que ejercía la soberanía143. La idea aristotélica de un “sistema de gobierno mixto” es aquí recuperada. El modelo constitucional adoptado por Harrington comprende dos cámaras legislativas indirectamente elegidas por el universo de los propietarios: un senado dotado de poder legislativo (el principal poder, según la tradición republicana, ya que articulaba la voluntad popular) y una asamblea capaz de promulgar o vetar la legislación emanada del senado. Pocock reconstruye este debate intentando demostrar que la diferente naturaleza de los vocabularios empleados por los contendientes reflejaba cosmovisiones ideológicas 140
De aquí en adelante, acompañaremos la reconstrucción histórica del humanismo cívico tal como Pocock la presenta en Virtue, Commerce, and History (1985), p. 37 y ss. 141 Hannah Arendt desarrolla una influyente recuperación de esta noción en The Human Condition (1958), identificándola con las tres actividades humanas fundamentales: respectivamente y por orden decreciente de importancia, la acción, entendida como interacción pública entre iguales, el trabajo, definido como la actividad de los artesanos o artistas que crean objetos durables que posibilitan que el hombre se sienta en casa en este mundo, y la labor, asociada a las funciones biológicas de la especie humana y a las condiciones de vida materiales. Véase Arendt, 1958, p. 7 y ss. 142 Véase Hobbes, 1991, p. 149. La referencia suministrada por Pocock (Libro II, capítulo XVIII) es errónea; Hobbes compara la libertad de los habitantes de Luca con la de los de Constantinopla en el capítulo XXI (“Sobre la libertad de los Súbditos”). 143 Harrington, 1977, pp. 170-171.
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antagónicas. Si Hobbes argumentaba jurídicamente, defendiendo la existencia de derechos asociados a la naturaleza humana, que estos derechos constituían la soberanía, y que, por lo tanto, estos derechos no podían ser usados contra el poder soberano, Harrington, en su turno, trabajaba en un registro humanista cívico. Opinaba que Dios había concebido al hombre dotado de una naturaleza social, cuya realización lo obligaba a una práctica de “autonomía activa”, a la que Harrington dio el nombre de “virtud”. Pocock subraya que no debemos reducir la “virtud” al estatuto de un derecho, o intentar pasarla hacia un vocabulario jurídico. Tal como fue desarrollada por el paradigma republicano, “virtud” puede querer significar “devoción al bien común”, práctica de relaciones igualitarias entre ciudadanos envueltos en su auto-gobierno o, dado que la ciudadanía remite hacia un ideal de vita activa, virtud puede también denotar la calidad de “autonomía activa”, conocida en el Renacimiento italiano como virtù144. Ahora bien, la virtù de Maquiavelo tiene un carácter sobre todo político, en el sentido de que la dedicación al bien común volvía a los ciudadanos iguales entre sí. En términos claramente arendtianos145, Pocock opone el vocabulario republicano puramente político, desarrollado alrededor de una noción de virtud como relaciones igualitarias entre ciudadanos activamente participantes en la gestión de la cosa pública, a un esquema de ideas de cariz social, en el que la participación era distribuida de acuerdo con necesidades socialmente especializadas146. Lo que caracteriza a la narrativa de Pocock es la idea según la cual el paradigma liberal jurídico invoca una cosmovisión predominantemente social, orientada hacia la administración de las cosas y hacia las relaciones humanas mediadas por esas cosas, en contraste con el paradigma republicano cívico, fundamentalmente político ya que se orienta hacia las relaciones interpersonales igualitarias y de autogobierno. La oposición entre estos paradigmas, aunque no su superposición con la distinción arendtiana entre social y político, puede ser también encontrada en Skinner. Este último dedica el primer volumen de su The Foundations of Modern Political Thought (1978)147 a la demostración de la coexistencia de los vocabularios jurídico y humanista hasta 1530, cuando cae la última república florentina, y el segundo volumen a una narrativa histórica del pensamiento político del siglo XVI, ya bajo la influencia hegemónica del paradigma jurídico. Una vez que esta historia termina alrededor de 1590, Skinner no llega a abordar el periodo en que la virtud republicana re-emerge en un universo intelectual hasta entonces dominado por un paradigma jurídico, monárquico y religioso - el universo del mundo anglosajón. Es justamente una contribución a la historiografía de este periodo lo que Pocock nos ofrece. A su entender, es una seria distorsión de la historia pretender describir la evolución del pensamiento político de modo “juridicocéntrico”. Tal historia sería una “historia whiggista del liberalismo”, no 144
En la introducción a De l'Esprit des Lois (1751), Montesquieu, en la línea del humanismo maquiavélico, afirma que “lo que yo he denominado “virtud” en la República es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad. Esta virtud no es ni moral ni cristiana, sino política” (1990, p. 106). 145 Véase Arendt, 1958, p. 38 y ss. 146 Pocock, 1985a, p. 44. 147 Versión castellana: Skinner, Q., (1985-1986), Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, FCE.
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una historia del pensamiento político protagonizada por la dialéctica entre los paradigmas liberal y republicano. Pocock recorre, entonces, a la noción de “maneras” para averiguar la naturaleza de la relación entre “derechos” y “virtudes”. Empieza por constatar que los Two Treatises of Government (1689)148 de John Locke se encuentran asociados, aunque no se pueda apuntar una relación directa, con el régimen político Whig del siglo XVIII149. Su tesis es que en el periodo entre 1688150 y 1776151 , el pensamiento político anglosajón “se mueve decisiva, aunque nunca irrevocablemente, desde el paradigma jurídico hacia el paradigma de la virtud y de la corrupción” (1985a, p. 48). La cuestión central de la teoría política anglosajona deja de ser “¿Puede un gobernante ser destituido por conducta impropia?”, y pasa a ser “¿Como evitar la corrupción de los gobernantes y de los gobernados en un régimen fundado sobre la profesionalización de las fuerzas armadas, la existencia de una deuda pública, y relaciones de patrocinio entre gobernantes y gobernados?”. En esta época, la emergencia de una nueva clase gobernante ligada al comercio y al Estado152 enfrenta la reafirmación del ideal harringtoniano de una ciudadanía en la que la virtud es identificada con la devoción al bien común y con la participación cívica, pero sobre todo con la independencia de cualquier relación que pueda conducir a la corrupción. La posesión de una propiedad surge, en este contexto, como una garantía de autonomía. Y a pesar de los derechos que protegen la propiedad, la verdad es que su función consiste en proteger la virtud de sus propietarios153. Desde este punto de vista, el medio de integración social “dinero” asume el estatuto de enemigo de la independencia y de la virtud. En virtud de la creciente “fuerza paradigmática” del vocabulario liberal asociado al régimen político-económico comercial y financiero que se afirma, de forma hegemónica, sobre todo a partir del siglo XVIII, la noción de “virtud” es redefinida por medio del concepto de “maneras”. Esta redefinición conceptual acompaña a la transformación social que Arendt apodó de “emergencia de la sociedad”154. Al arcaico mundo de las virtudes, propiedad y guerra, sucede un 148
Para una discusión de las circunstancias que rodearon la publicación de esta obra, véase la introducción de Peter Laslett a la edición para estudiantes de los Dos Tratados, en la colección “Cambridge Texts in the History of Political Thought”, organizada por Skinner y Greuss y publicada por la Cambridge University Press. 149 La expresión Whig sirvió para designar, en tiempos diferentes, dos partidos políticos ingleses de naturaleza completamente distinta. El primero, comúnmente conocido por Old Whig, comprendía una heterogénea coalición de intereses (aristócratas terratenientes y mercaderes) y dominó el panorama político inglés entre finales del siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII. El segundo, de carácter liberal, emergió tras el realineamiento político que siguió a la declaración de independencia americana de 1784. Durante el siglo XIX, la designación Whig fue progresivamente substituida por el término “liberal”. 150 Fecha de la Glorious Revolution. 151 El 4 de julio de este año se proclamaba la declaración de independencia de los Estados Unidos. 152 En este punto, Pocock se aleja de Arendt, para quien las actividades económicas tenían un carácter privado o no-público, aproximándose a aquellos que, como Habermas, asocian economía y Estado en oposición a la sociedad civil. 153 “Los ideales de virtud y comercio no pueden reconciliarse, ya que la “virtud” era empleada en el sentido cívico, romano y Arendatiano...” (Pocock, 1985a, p. 48). 154 La tesis de Arendt es que la emergencia de la sociedad desde el “oscuro interior del hogar” hacia la “luz de la esfera pública”, no se volvió indistinta a la oposición entre público y privado, como contribuyó a la alteración del propio significado de estas nociones. Véase Arendt, 1958, p. 38 y ss.
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mundo crecientemente comercial y artístico, sentimental y cultural, en que las relaciones son sociales y no políticas. En esta época, los individuos se relacionan apasionadamente con el mundo que los rodea, una pasión que es socialmente refinada y moderada por las maneras. Es al comercio al que se le asigna el papel de pulir las maneras, es el comercio el que promueve aquello que Pocock describe magistralmente como “encuentros próximos de tercer grado” (1985a, p. 49)155. Así se pasa de una virtud austera y ruda a una virtud pulida y gentil. La adquisición de cosas se vuelve una práctica virtuosa, así que la virtud pasa a ser definida como la práctica y el refinamiento de las maneras. Si un gentlemen's agreement es un acuerdo basado en la honra y no en la ley, es porque, a partir de ahora, las manners obligan más que la virtù. La ley, entendida por Maquiavelo como el principal medio de preservar la virtud, es en este momento relegada a un segundo plano: “las maneras son más importantes que las leyes...”, declara Edmund Burke en 1796156. El siglo XVIII asiste a la ascensión y consolidación del estudio del derecho natural y civil, en que las maneras (en el sentido jurídico de “costumbre”, consuetudines) son objeto de una intensa análisis con el objetivo de descubrir los principios de la naturaleza humana en que se basaba la diversidad de formas de conducta, de donde las lois sacaban su esprit157. La alusión a Montesquieu no es accidental. Montesquieu hizo para la segunda mitad del siglo XVIII, aquello que Maquiavelo había hecho en el siglo XVI: definió los términos en que el republicanismo debía ser discutido. La interpretación que hacen de la tradición republicana se distingue por los diferentes propósitos y métodos por los que se rigen. Si Maquiavelo concede a la fortuna la capacidad de explicar la caída de grandes líderes, Montesquieu mira hacia la historia en busca de las causas profundas que la explican158. A pesar de la aspereza que caracteriza la relación de ambos con la Iglesia católica romana, si Maquiavelo se refería sobre todo a la falta de espíritu marcial de la cristiandad, Montesquieu criticaba el catolicismo por su intolerancia, por la crueldad de La Inquisición y por los obstáculos que colocaba al progreso científico. También sus enemigos políticos eran diferentes. Si el principal objeto de crítica de Maquiavelo era la incompetencia prepotente de los signori, Montesquieu se sublevaba contra el despotismo de la monarquía absoluta de Luís XIV, la llamada “charada augustiniana”. La idea que Montesquieu pretende desenmascarar es la de que “déspota ilustrado” incorpora todas las virtudes republicanas, del patriotismo a la dedicación al bien común, pasando por el sentido de justicia imparcial. Una vez que el rey es la república, su corte, al servirlo, demostrará su carácter virtuoso. Para demostrar la naturaleza fraudulenta de esta apropiación del republicanismo, Montesquieu argumentará que la virtud política sólo es posible en regímenes republicanos, nunca en una monarquía. Veamos como lo hace. 155
Pocock se refiere a las esferas de la intimidad sexual y familiar/amistad como las únicas de mayor proximidad que el comercio, esto es, puede comprarse y venderse todo menos la amistad o el amor. 156 Citado en Pocock, 1985a, p. 49. 157 Montesquieu trata la relación entre leyes, maneras y costumbres en el capítulo XIX de De L’Esprit Des Lois. Su tesis es que las leyes tienden a acompañar a las costumbres: “cuando las maneras de la gente son buenas, sus leyes son simples” (1990, p. 218). 158 Montesquieu, 1990, p. 104.
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La Política de Aristóteles constituye la más evidente fuente de inspiración de la teoría de los tipos de gobierno presentada en la primera parte de De L'Esprit Des Lois (1748)159. En esta obra, Montesquieu utiliza dos conjuntos de instrumentos analíticos. Por un lado, distingue tres formas de gobierno (república, monarquía y despotismo), y, por el otro, define cada uno de estos tipos en referencia a dos conceptos: la “naturaleza del gobierno” y el “principio del gobierno”160. La naturaleza de un régimen político se refiere a aquello que define su carácter, principalmente el número de detentadores de la soberanía. Una república se distingue de otras formas de gobierno por el hecho de que todos o algunos detengan el poder (si el pueblo fuera el soberano es una democracia, si fuera una parte del pueblo quien gobierna es una aristocracia); la naturaleza de la monarquía determina que sea apenas uno quien gobierne, según las leyes del reino; finalmente, en un régimen despótico, el poder del soberano no obedece a nada que no sea su propia voluntad. El principio del gobierno, a su vez, remite hacia el sentimiento político que define la esencia de ese régimen y cuya corrupción determina la corrupción del respectivo tipo de gobierno161. El despotismo se asienta sobre un sentimiento infra-político, el miedo; la monarquía se fundamenta sobre la honra, un sucedáneo de la virtud; el principio de la república es la virtud (entendida como amor por la igualdad), de que la depende su prosperidad. El ejemplo que Montesquieu, tal como Maquiavelo, tiene en mente es el de la república romana pre-imperial: “Esta es, en una palabra, la historia de los Romanos: siguiendo sus máximas originales, conquistaron al resto de los pueblos. Pero después de tal éxito, su república no podía ser mantenida por más tiempo (...) Esto hizo caer a los Romanos desde su grandeza anterior” (1990, p. 104). La república romana “ya no podía ser mantenida” después de las conquistas que alcanzó gracias a las virtudes de sus generales (en especial, el coraje), porque su dimensión, significativamente aumentada, imposibilitaba un régimen de características republicanas. La explicación de esta tesis se encuentra en la relación que Montesquieu cree que existe entre la dimensión de la sociedad y el tipo de gobierno162. No existe en Montesquieu, sin embargo, ninguna nostalgia del pasado. Intentar recuperar las antiguas republicas sería, en las condiciones sociales y económicas del siglo XVIII, un anacronismo. Además, confirmando esto mismo, cuando Montesquieu compara la Antigua Roma con la Inglaterra que había visitado años antes, la separación de los poderes y la independencia del poder judicial surgen como claras ventajas comparativas de esta última. La idea esencial de la separación de poderes en Montesquieu, tal como en Maquiavelo, es la de que la conflictividad social funciona como una garantía de libertad ya que ningún grupo puede subyugar a los restantes; asimismo, un “sistema de gobierno mixto” es una garantía jurídica de libertad163.
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Versión en castellano: Montesquieu, C., (1985), Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos. Montesquieu, 1990, p. 125 y ss. 161 Montesquieu, 1990, p. 161 y ss. 162 Un régimen político republicano remite hacia un territorio de pequeñas dimensiones; una monarquía, hacia una sociedad estratificada en estamentos o clases sociales; un régimen despótico, a un territorio de gran dimensión (Montesquieu habla de “despotismo oriental” para describir los imperios de Asia). 163 “Esta competición social es la condición del régimen moderado porque las diversas clases son capaces de equilibrarse” (Aron, 1992, p. 43). 160
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Pero, en este punto, Montesquieu da un paso crucial en la historia de las ideas políticas. Alejándose de la concepción clásica, defendida por Platón, Aristóteles, Políbio, Cicerón, Maquiavelo y Harrington, de un “sistema de gobierno mixto” en el que los principios y grupos sociales representados por la monarquía, aristocracia y democracia desempeñaban papeles políticos independientes, controlándose recíprocamente para conseguir evitar la corrupción de la comunidad, Montesquieu encuentra en la Inglaterra del siglo XVIII un nuevo modelo, la “separación de poderes”164. Un modelo que, como hemos visto, ya venía siendo articulado desde finales del siglo XVII, y en que el imperio de la ley imponía a los tres poderes una forma de articulación basada en la fiscalización mutua, asumiendo la independencia del poder judicial una importancia fundamental. Es a este a quien cabe hacer cumplir la ley que a todos, Corona incluida, obliga. Para el republicanismo clásico, la ley protege la virtud pero es esta la que asegura la buena puesta en marcha de un sistema de gobierno equilibrado, constituido por esferas institucionalizadas autónomas de acción política. La virtud es más importante que la ley. Para el liberalismo clásico, la libertad individual de cada miembro de una comunidad política está asegurada por un sistema de gobierno que confiere a cada poder la capacidad de trabar a los demás, lo que presupone, no la independencia, sino la interdependencia entre los poderes. Los derechos individuales, protegidos por la ley, son más importantes que la virtud. El hecho que el derecho natural del siglo XVIII dedique tanta atención a las costumbres se explica por el carácter natural de los derechos individuales. Los derechos naturales son universales, porque son racionalmente aprensibles. La universalidad de los derechos individuales y, por extensión, de la ley, se basa en la diversidad de las costumbres y de las maneras, cuya inteligibilidad depende del descubrimiento de las leyes que las determinan. Descubrir las leyes que regulan las costumbres es descubrir la condición que permite pensar los derechos individuales como naturales y universales. En el marco de esta oposición, Montesquieu surge en el enlace entre un modelo y otro. Heredero de la tradición republicana y lector atento de Maquiavelo, Montesquieu no deja de buscar una alternativa al despotismo augustiniano adaptada a las condiciones de una Europa en rápida expansión. Asociando la virtud a pequeñas comunidades políticas culturalmente cohesionadas alrededor de valores compartidos, la universalidad de la ley y la debilitación de las costumbres gracias al comercio, surgen, a sus ojos, como la mejor solución. El vasto imperio británico, fundamentado sobre el comercio colonial y sobre el sistema de checks and balances entre Corona, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, surge a los ojos de Montesquieu como el ejemplo a seguir. La minúscula polis no tenía lugar en el presente.
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Pocock intentó demostrar que los orígenes históricos de la doctrina liberal de la “separación de poderes” remontan a la sugestión historiográfica de que la transformación de la republica romana en un imperio demostraba los peligros, que para la libertad de los ciudadanos, tenía el poder centralizado. Véase Pocock, 1965.
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Capítulo III: El contratualismo republicano de Jean-Jacques Rousseau. Antes de atravesar el Atlántico siguiendo el camino recorrido por las ideas republicanas, debemos discutir una de las más influyentes y polémicas interpretaciones de la tradición republicana clásica que conoció la Europa del siglo XVIII. Nos referimos a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), y, en particular, a dos de sus obras, el Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes (1755)165, generalmente conocido como el Segundo Discurso, y el Du Contrat Social; ou, Principes du Droit Politique (1762)166. Estamos convencidos de que las ideas que en ellas se expresan constituyen una de las más importantes y singulares herencias del pensamiento político y social moderno y contemporáneo167. Esta singularidad se deriva, sobre todo, de la particular relación que Rousseau establece con la tradición intelectual de la Modernidad. En efecto, en Rousseau, Iluminismo y contra-Iluminismo coexisten de tal forma que, como Melzer correctamente subraya, la continuidad entre ambos movimientos se vuelve absolutamente fidedigna168. Con la feroz crítica a las ciencias y a las artes169, que se extiende al racionalismo moderno en general, Rousseau inaugura el movimiento del contra-Iluminismo y su esfuerzo de reencantamiento del mundo, al mismo tiempo que se afirma como uno de los nombres cruciales del contratualismo racionalista moderno. En la obra del filósofo de Ginebra, la crítica al Iluminismo asume, así, la naturaleza de un movimiento interno de autosuperación dialéctica, razón por la cual no vacilaríamos en juntar nuestra voz a la de aquellos que afirman que el “contraIluminismo rousseaoniano es finalmente la expresión más profunda y consistente del Iluminismo” (Melzer, 1996, p. 345). Al confrontar el Iluminismo dialécticamente, Rousseau pretende demostrar que los fines humanistas asociados al movimiento de las Luces (que él comparte), acaban siendo corroídos por los propios medios racionalistas que adopta el movimiento. Pero si, por todo esto, se justifica la aplicación a Rousseau del epíteto de “primer filósofo del Romanticismo”, urge subrayar que su nostalgia por el pasado no lo reenvía a un medievalismo feudal, tan al gusto del Romanticismo alemán
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Versión en castellano: Rousseau, J., (1970), Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Barcelona, Península. 166 Versión en castellano: Rousseau, J., (1988), El contrato social o principios de derecho político, Madrid, Tecnos. 167 De hecho, la influencia de Rousseau sobre el pensamiento social moderno y contemporáneo es inmensa. Desde Kant, cuya formulación del imperativo categórico es deudora de la noción rousseauniana de voluntad general, como tendremos oportunidad de constatar más adelante, pasando por Hegel y Marx, cuyas teorías de la alienación derivan directamente de la teoría de la dependencia avanzada por Rousseau, hasta Durkheim, que inició su carrera intelectual con la obra Montesquieu et Rousseau: Précurseurs de la Sociologie (1953), la influencia de las propuestas del autor del Contrato Social es innegable. 168 Melzer, 1996, p. 344. 169 Cuyo ejemplo más flagrante, aunque no único, es el Discours sur les sciences et les arts (publicado en 1751), vulgarmente conocido como el Primer Discurso, en el que Rousseau defiende la tesis de que las artes y las ciencias, lejos de haber contribuido a la virtud y a la felicidad humanas, fueron los principales responsables de la degeneración y la corrupción moral de la humanidad.
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ochocentista de Herder y sus seguidores, sino, eso sí, al imaginario de la Antigüedad clásica republicana de Esparta y Roma. Para Rousseau, la cuestión política fundamental es la de encontrar una forma de asociación “capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de estos, uniéndose a todos, sólo obedezca a si mismo, y quede tan libre como antes” (Rousseau, 1996, p. 360). La solución para el problema formulado reside en la naturaleza del acto por el cual un pueblo se vuelve un pueblo o, en otras palabras, en la naturaleza del acto por el cual la comunidad política es establecida – el contrato social. Así, este contrato, máxima expresión de esa capacidad de actuar libremente que distingue al hombre de los demás animales, tiene por cláusula central la de la alienación total de cada asociado, con todos sus derechos y libertad, a la comunidad. Como los demás modernos, Rousseau concibe el Estado y la vivencia política como una creación puramente humana, basada en el hecho de que el hombre dispone de posibilidad de elegir, aceptar, rechazar, y de, por estos medios, desafiar a la naturaleza, incluso a la suya. Pero, si es así, ¿como puede tener sentido la alienación total prevista por la cláusula central del contrato? O, reformulando nuestra cuestión, ¿como puede Rousseau permitir que el hombre renuncie a su libertad y, por lo tanto, al instrumento de su auto-preservación, cuando eso equivale, en sus propias palabras, a “renunciar a su cualidad de hombre”? (1996, p. 356). La superación de esta aparente paradoja pasa por el reconocimiento de la naturaleza de las partes que contraen el pacto de asociación previsto por Rousseau. Se trata, además, de un pacto que, a semejanza del concebido por Hobbes, se destina a garantizar la unión de todos en un sólo cuerpo o persona, siendo la sumisión incluida en las cláusulas del convenio un mero medio para establecer esa unión. Si, como Louis Althusser nota170, en el contrato jurídico común las partes tienen una existencia anterior y exterior al contrato, en el contrato dibujado por Rousseau una de las partes contratantes es producto o fin de ese contrato. En efecto, en Rousseau el pacto de asociación tiene lugar entre el particular, esto es, los individuos tomados uno a uno, y el público, esto es, el pueblo o el soberano, a constituir a partir del mismo pacto. Esta ficción, inaceptable, por cierto, a los ojos de Hobbes, permite que aquella alienación total que en Hobbes se producía a favor de una tercera parte no interviniente pase a producirse en la interioridad. Cada individuo, en su calidad de particular o súbdito, acaba por firmar un contrato sólo consigo mismo, en su calidad de miembro del soberano. La alienación total es, pues, aceptable a los ojos de Rousseau, porque ella es interna a la libertad que los individuos se dan incondicionalmente a sí mismos. Aún más, siendo la alienación total e igual para todos, no hay lugar para cualquier reserva de derechos por parte de los asociados y, de esa forma, se extinguen todas las posibles fuentes de conflicto entre el individuo y la voluntad general emanada del soberano. El resultado final alcanzado se coloca, así, muy cerca de aquel al que Hobbes, antes que Rousseau, había llegado: el soberano permanece como el único juez y dispone
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Véase Althusser, 1972.
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de un poder absoluto, infalible, indivisible e inalienable sobre todos los miembros de la comunidad política. Contrariamente al contrato injusto concebido en condiciones de profunda desigualdad e instituido como instrumento de dominación y opresión, el contrato fundador de la república debe, por consiguiente, asentarse sobre una alienación que, además de consciente y libremente contraída, traiga claras ventajas a los participantes. Perdiendo, mediante el contrato, una libertad natural proporcional a sus fuerzas y un derecho ilimitado a todo lo que posee o puede obtener, cada contratante gana, una vez concluido el pacto, una libertad civil limitada por la voluntad general y la propiedad de todo lo que posee. Pero quizás la mayor ventaja de la asociación civil reside en el hecho de prestar a los ciudadanos el equivalente de la independencia natural del hombre. Gracias al contrato fundador de la república, las relaciones de hombre a hombre se sustituyen por las relaciones entre los ciudadanos y la ley, que, a su vez, expresa la voluntad general. Esta es no sólo la voluntad de todo el cuerpo político, sino también la de cada uno de los asociados. Cada uno en calidad de súbdito sólo obedece a la ley que se da a sí mismo como co-legislador, esto es, a su voluntad transformada. Una obediencia “a la ley que uno se ha impuesto es libertad” (Rousseau, 1996, p. 365). Mediante el contrato social se forma una persona artificial, el Estado, cuya voluntad debe desear sólo aquello que puede ser igualmente deseado por todos los miembros de la comunidad política y expresarse bajo la forma de ley. La ley es, por tanto, el producto de la voluntad general y, como Alan Bloom nota, el primer objetivo del contrato es el de constituir “un régimen que pueda expresar la voluntad general” (1987, p. 568). La voluntad general debe ser por lo tanto la voluntad de cualquiera de los ciudadanos cuando es consultado sobre cuestiones de interés para la comunidad, y representa aquella perspectiva que podría acoger la aprobación unánime de todos los conciudadanos. Dos características formales definen a la ley: en primer lugar, la generalidad, ya que las leyes no se pueden referir a personas o actos particulares171 ; en segundo lugar, la abstracción, porque la ley debe considerar a los ciudadanos como un cuerpo y a los actos en abstracto172 . Sin embargo, este carácter general y abstracto de la ley, como expresión de la voluntad del cuerpo soberano, sólo tiene sentido en el marco de un ejercicio virtuoso de la ciudadanía. La virtud republicana es conditio sine qua non de una participación libre, imparcial y desinteresada en la formación de la ley. El contrato social, tal como Rousseau lo concibe, constituye al soberano. En Rousseau, este término se destina a indicar que la fuente de toda la legitimidad se encuentra en el pueblo como un todo, determinando activamente los destinos de la comunidad, y no en cualquier segmento del mismo. Una verdadera asociación política no puede fundarse sobre relaciones de sumisión o dependencia ante un individuo o un grupo. Es cierto que la existencia de un gobierno – monárquico, aristocrático o democrático – es necesaria, pero su derecho de gobernar deriva exclusivamente del conjunto de ciudadanos, que lo puede destituir en cualquier momento. La soberanía es un derecho inalienable, 171 172
Rousseau, 1996, pp. 378-379. Rousseau, 1996, p. 379.
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imprescriptible e incomunicable, que sólo puede residir en el cuerpo de la nación. El pueblo que enajena su soberanía, al igual que el hombre que enajena su libertad, pierde su calidad de pueblo, pues, por ese acto, se disuelve en multitud. El Estado es una asociación de hombres libres y, para que así continúe, es necesario que la voluntad que lo dirige sea la voluntad general, como voluntad de un cuerpo unitario. Cualquiera que sea la forma particular de gobierno elegida, la constitución del Estado legítimo tiene que ser, por lo tanto, republicana. Siendo la soberanía un atributo que sólo puede pertenecer a un ser colectivo, el cuerpo de la nación, ella es naturalmente intransmisible. Crítico feroz de cualquier forma de gobierno representativo, Rousseau considera que, cuando un pueblo elige representantes y les confiere un mandato para que ejerzan el poder legislativo, abdica de su soberanía y se somete a una voluntad particular, la del Parlamento, que, de ahí en delante, será la voluntad soberana. Tener representantes significa, por lo tanto, ceder a otro el ejercicio de la propia libertad civil, lo que, para Rousseau, es inconcebible. Únicamente en países de gran extensión territorial admite Rousseau algún tipo de representación, aunque muy limitada. En verdad, estos representantes tienen que ser elegidos por asambleas locales, que les deben suministrar, en todo momento, instrucciones precisas173. Además de inalienable, la soberanía es, para Rousseau y pace Montesquieu, indivisible. Los apologistas de la separación de poderes, nos dice Rousseau, no sólo separan indebidamente la fuerza (el ejecutivo) de la voluntad (el legislativo), como también toman como partes de la autoridad soberana aquello que son sólo sus emanaciones. El soberano puede, de hecho, hacerse representar en el ejercicio del poder ejecutivo, pero ya no en el ejercicio de su propia soberanía, i.e., en su papel de legislador. Pero hacerse representar, Rousseau subraya, no es enajenar. El poder conferido al ejecutivo es tan sólo poder delegado, que permanecerá sometido al riguroso control de la voluntad general y podrá ser retomado tan pronto como el soberano lo desee. Los magistrados encargados de ejecutar la ley son, pues, meros mandatarios o ministros, que, en ningún momento, actúan por autoridad propia. Sus actos no son actos de soberanía, son simplemente de magistratura o de gobierno, incidiendo sobre objetos particulares, y asumiendo la forma de decretos. Sin embargo, a ellos les incumbe la importante función de transmitir y aplicar los mandatos de la voluntad general a los súbditos y, así, establecer la comunicación entre el soberano (el conjunto de los ciudadanos) y el Estado (el conjunto de los súbditos). Por eso mismo, el poder ejecutivo debe ser lo suficientemente poderoso como para dominar las voluntades particulares, pero no para dominar y subvertir la voluntad general y las leyes174. 173
El enfrentamiento con las ideas de Edmund Burke es, en este punto, inevitable. Si para este último, “el poder de la Cámara de los Comunes es una gota de agua en el océano comparado con el que reside en la mayoría de vuestra Asamblea Nacional. Esta asamblea, desde la destrucción de las órdenes, no tiene una ley fundamental ni ninguna convención estricta (...). En lugar de encontrarse obligados a conformarse con una constitución fija, ellos tienen el poder de hacer una constitución que deberá ajustarse a sus designios. Nada en el cielo ni en la tierra puede ser un obstáculo para ellos” (Burke, 1963, p. 537), para Rousseau, la realidad era bien diferente. Según este último, “El pueblo Ingles cree ser libre, y se engaña; porque tan sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; tan pronto como se eligen, ya es esclavo, ya no es nada” (Rousseau, 1996, p. 430). 174 Véase Bloom, 1987, p. 575.
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Si la existencia de un soberano democrático – la república - es, como hemos visto, compatible con una multiplicidad de formas de gobierno, su subsistencia depende, en última instancia, de la moral pública de los ciudadanos, y esta, del uso político que puede hacerse de la religión. El mantenimiento de un sentido de pertenencia política constituye la preocupación central de un autor para quien la libertad política asume un nivel de excelencia que la libertad de los modernos no sabría igualar. Para Rousseau, esta antigua libertad republicana murió en las manos de la cristiandad. Hablar de república cristiana es, para él, una contradicción en los propios términos, ya que, como subraya, “estas son dos palabras que se excluyen mutuamente” (Rousseau, 1996, p. 467). Las perniciosas implicaciones políticas del cristianismo son, además, tema de discusión en diversos pasos de Émile, así como en aquel capítulo que, en Du Contrat Social, Rousseau resuelve dedicar a la temática de la religión civil. El problema político del cristianismo, tal como Rousseau lo concibe, se traduce, sobre todo, en la destrucción de la unidad del Estado y de la virtud republicana, en el aumento de la intolerancia y de la tiranía clerical, en el debilitamiento de la moral privada, en especial la del núcleo familiar y, finalmente, en la pérdida de la unidad del alma humana175. Tres son los elementos que Rousseau entiende que hacen de la intolerancia, o la “pía crueldad” a la que se refería Maquiavelo, el corolario natural de la difusión de la religión cristiana: el monoteísmo, la creencia en una vida después de la muerte y, finalmente, el énfasis puesto en el carácter doctrinal o “teológico” de la cristiandad. En todos estos aspectos es total el contraste que Rousseau traza entre el paganismo y el cristianismo. Para él, las ventajas de la religión pagana se asientan mayoritariamente en el hecho de ser esta una religión civil, que brota de pasiones humanas reales (como, por ejemplo, el patriotismo) y ser funcional a las necesidades políticas, mientras que el cristianismo asume el carácter de una religión puramente espiritual, que, en nombre de la pureza moral, desconecta a los ciudadanos de las cosas mundanas, incluida entre ellas la comunidad política. Y, si es así, el paganismo se muestra particularmente competente en el desempeño de aquel papel político que Rousseau reserva a la religión: el del mantenimiento de la unidad de un pueblo, gracias a la legitimación y refuerzo de la devoción de los ciudadanos a la vivencia cívica y a las leyes que la sustentan. Intensificando una conflictividad casi natural entre los hombres, las religiones paganas refuerzan la tendencia hacia la identificación del extranjero con el enemigo y hacia la búsqueda competitiva de la riqueza, la gloria y la libertad, llegando incluso a promover la expansión imperial por parte de las unidades políticas. Sin embargo, y a diferencia de lo que pasará con el monoteísmo cristiano, el politeísmo pagano deja, según Rousseau, espacio al pluralismo y a una cierta tolerancia. En la famosa frase rousseauniana: “los dioses de los paganos no eran envidiosos; se repartían el imperio del mundo” (Rousseau, 1996, p. 461). Pero, si en el mundo pagano sería absurdo hablar de guerras santas, cuyo objetivo es el de la conversión del enemigo al único Dios verdadero, lo mismo no puede decirse del cristianismo, que, según Rousseau, no puede, por su propia naturaleza, coexistir pacíficamente con la pluralidad de naciones y de 175
Véase Melzer, 1996, pp. 345-358.
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dioses. Inherente al cristianismo se encuentra, por lo tanto, una tendencia hacia el proselitismo y hacia la intolerancia, únicamente reforzada por la creencia en una vida después de la muerte. Como Rousseau explica en Du Contrat Social, en la cosmovisión cristiana, es imposible vivir en paz con una persona que se cree condenada, aunque se trate de un conciudadano. Cuando es menester de cada uno traer al otro hacia la salvación, sólo dos opciones le restan ante el “disidente”: traerlo a la verdadera fe (por la fuerza, si fuera necesario), o torturarlo. En cualquiera de los dos casos, el resultado es una conflictividad añadida que fractura un tejido social que Rousseau desearía ver unido. Las consecuencias nefastas del cristianismo no se limitan, sin embargo, al aumento de la persecución y del conflicto sectario. En la estela de la tradición republicana representada por Maquiavelo, Rousseau entiende que la cristiandad “destruye la “virtud republicana”, el patriotismo militante que es la precondición de la verdadera libertad política” (Melzer, 1996, p. 347). Contrariamente a los autores de los Federalist Papers, Rousseau no cree, por lo tanto, en la posibilidad de la creación de una gran república comercial, fundada en un interés propio esclarecido. Asociales por naturaleza, los hombres son traídos a la convivencia social y política armoniosa sólo mediante su transformación en fervorosos ciudadanos, unidos en una pequeña, altamente disciplinada, popularmente gobernada, y militarmente patriótica ciudad-Estado, como la antigua Esparta176 . Nada más contrario a esta transformación que los llamamientos al amor cosmopolita por la humanidad y al desprendimiento ante las cosas de este mundo promulgados por el cristianismo. Por su universalismo, el cristianismo se opone a todas las exclusiones y preferencias y, sin embargo, la patria es, también una preferencia. Por su llamamiento a la pasividad, a la resignación, a la servidumbre y a la dependencia, el cristianismo se muestra más favorable a la tiranía que a la virtud republicana o a la libertad política. Y, si es así, es de esperar que, en caso de enfrentamiento entre una república cristiana y Esparta o Roma, el desenlace previsto por Rousseau sea el de que “los piadosos cristianos serán vencidos, arrollados, destruidos, antes de tener tiempo para levantarse sobre sí” (Rousseau, 1996, p. 467). La naturaleza corrosiva del cristianismo no se confina, sin embargo, al conjunto de efectos morales hasta ahora destacados. Porque la Iglesia no sólo es una congregación de fieles, sino también un cuerpo visible, dotado de poderes jurisdiccionales propios. Los Estados cristianos se encuentran inevitablemente divididos en sí mismos y sujetos a permanentes conflictos de jurisdicción que oponen dos poderes, dos soberanos, sacerdotium y regnum. Como Rousseau enfatiza: “En estas circunstancias fue cuando vino Jesús a establecer sobre la tierra un reino espiritual, que separando el sistema teológico del político, hizo que el Estado dejase de ser uno, y causó las divisiones que jamás han dejado de tener en agitación a los pueblos cristianos” (Rousseau, 1996, p. 462). Esta violenta reacción rousseauniana a la amenaza que la Iglesia representa sobre una soberanía unificada lleva a Rousseau a permitirse elogiar el proyecto hobbesiano de proceder a la reunión de las dos cabezas del águila, por la sumisión ya sea de la doctrina religiosa o de la organización de la Iglesia, al 176
Melzer, 1996, p. 347.
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soberano177 . Sin embargo, Rousseau expresa su escepticismo ante la solución propuesta: el interés del clérigo será siempre más fuerte que el del Estado, ya que, a la luz de la promesa de recompensas o puniciones en la post-vida, las sanciones terrenales parecerán siempre cosa insignificante. Ni siquiera en Inglaterra o en Rusia, donde los monarcas se habían establecido como jefes de la Iglesia, se había logrado el intento de subordinación del sacerdotium al regnum. Como Rousseau subraya, “los reyes de Inglaterra se han hecho cabezas de la Iglesia y otro tanto han hecho los Zares, pero con este título más bien han logrado ser ministros de ella, no sus señores; no han adquirido tanto el derecho de cambiarla como el poder de sostenerla; no son en ella legisladores, sino tan sólo príncipes” (1996, p. 463). Además de dominante, el poder temporal de la Iglesia tiende inevitablemente hacia el despotismo. La libertad del ciudadano sucumbirá en las manos de una jerarquía de la Iglesia que, preservando el monopolio de las llaves de la salvación o condena de cada uno, mantiene a todos en una atroz condición de dependencia. Además de la unidad de la comunidad política, otra unidad cae, según Rousseau, con el advenimiento del cristianismo. Nos referimos a la unidad del alma humana, que el autor cree, en la condición social del hombre, poder subsistir sólo bajo dos formas: la de la entrega total del hombre a la comunidad política (i.e., la ciudadanía republicana) o la entrega total del hombre a sí mismo (i.e., la individualidad solitaria). Rousseau está convencido que la religión cristiana impulsa al hombre no sólo contra la ciudad, sino también contra sí mismo, en la medida en que mortifica su naturaleza pasional y, a través de la narrativa de la caída en el pecado, lo priva de la libertad de la voluntad. En esto el papel del cristianismo en poco difiere de aquel desempeñado por la esfera de la “sociedad civil” o el “sistema de necesidades”. También la esfera de la reproducción material de la sociedad se interpone entre el individuo y el Estado, subsistiendo a costa de la multiplicación de las necesidades sociales y del aumento exponencial de las relaciones de dependencia. Obcecado por la búsqueda de la satisfacción de sus crecientes necesidades y crecientemente dependiente de aquellos que las pueden satisfacer, el burgués, igual que el cristiano, se ve impedido de ser tanto un hombre como un verdadero ciudadano. Sabiendo que el cristianismo, al apelar a la indiferencia ante los destinos de la comunidad política, a la resignación ante la tiranía y a la indiferencia ante al éxito militar, corroe irremediablemente el espíritu social y las virtudes republicanas, ¿que alternativa resta? La respuesta de Rousseau es, a este nivel, lineal. Al soberano le atañe regular aquellos aspectos de las creencias de los ciudadanos que tienen impacto sobre la vivencia de la comunidad política. Pero, añade Rousseau, es crucial para el Estado que los ciudadanos tengan una religión que los haga amar sus deberes de ciudadanía. Sin la creencia en un Dios y en la vida después de la muerte, Rousseau cree que se generalizaría la falta de respeto por las formas más básicas de la moralidad. Sin embargo el contenido específico de los dogmas religiosos debe permanecer fuera de la 177
“De todos los autores cristianos el filósofo Hobbes es el único que ha visto claramente el mal y el remedio, el único que se ha atrevido a proponer reunir las dos cabezas del águila para llevarlo todo a la unidad política, sin la cual nunca ni el Estado ni el Gobierno serán bien constituidos” (Rousseau, 1996, p. 463).
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esfera regulada por el soberano, a menos que incida sobre la moral o sobre el cumplimiento recíproco de deberes. Esta tolerancia no se extiende al catolicismo, cuyos creyentes prestan necesariamente obediencia a un segundo soberano, el Papa, ni tampoco a Iglesias o sectas que clamen exclusividad doctrinal178. Esto porque, como Rousseau subraya, la tolerancia religiosa es un prerrequisito de la paz civil y de la amistad cívica. Además de esta exigencia de tolerancia, Rousseau aboga la imposición, por parte del Estado, de una profesión de fe puramente civil. Esta se destina a intensificar sentimientos de sociabilidad “sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito” (Rousseau, 1996, p. 468). Al ciudadano de la república rousseauniana se le exige, por lo tanto, la creencia en un Dios todopoderoso y bondadoso, en la vida después de la muerte, en la recompensa y punición por la acción justa e injusta y en la santidad del contrato social y de las leyes. No creer en estos dogmas equivale a autocondenarse al exilio. Como subraya Allan Bloom, en Rousseau, “no la ilustración, sino una severa educación moral es el prerrequisito de una sólida sociedad civil. El gusto de Rousseau y su análisis de la injusticia de la sociedad moderna lo conducen de regreso a Grecia” (Bloom, 1987, p. 561). Conscientes de que la apropiación rousseauniana del republicanismo sólo será conocida al otro lado del Atlántico a partir de mediados del siglo XIX, prosigamos, ahora, con la reconstrucción de la migración intelectual del humanismo cívico de Harrington hacia el Nuevo Mundo, en la cual, más que Rousseau, fue Montesquieu quien jugó un papel de bisagra.
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“Pero el que se atreva a decir, fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser desterrado del Estado, á no ser que el Estado sea la Iglesia, y el príncipe el pontífice” (Rousseau, 1996, p. 469).
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Capítulo IV: 4 de Julio de 1776: ¿El fin de la política clásica? Los lectores americanos de Montesquieu, el autor más citado en la década siguiente a la Declaración de Independencia por trece colonias norteamericanas179 , fueron ciertamente influenciados por sus tesis; pero ¿como podrían los independentistas americanos concordar con la idea de que el imperio inglés, que los subyugaba, era superior a la Roma de Cicerón? En este capítulo, nuestro propósito consiste en proseguir la reconstrucción diacrónica del paradigma republicano, ahora discutiendo su migración de Florencia hacia Filadelfia, a través de la Inglaterra de Harrington. Como vimos, Montesquieu ofrece una interpretación de la tradición republicana poco funcional para los americanos de finales del siglo XVIII. No sólo la comparación favorable de Inglaterra con la Antigua Roma cuestionaba las pretensiones de independencia de las colonias norteamericanas, sino que, incluso tras la fundación de la nueva república, su tesis sobre la importancia de la dimensión geográfica para la definición del tipo de gobierno se utilizaría por los anti-federalistas: ¿como podría un continente ser una república? Por esto, se justifica en este punto un prólogo metodológico sobre la historiografía de la revolución americana. Para comprender todas las implicaciones teóricas de la narrativa histórica que vamos a presentar, debemos tener en consideración la distancia ideológica que separa la historiografía convencional, dominante hasta los años 60, y la historiografía revisionista, de cariz historicista, que surge en ese momento180. Si para la primera el liberalismo de Locke es la ideología fundadora de la nueva república, para la segunda obstruir el debate entre republicanismo y liberalismo significa promover una visión whiggisticamente distorsionada de la historia política americana. De hecho, el mismo contexto intelectual que dio lugar a la nueva historia de la ciencia, de la que Kuhn es la figura más célebre, y el método historicista asociado con Laslett, Pocock y Skinner, asistió igualmente a un profundo cambio en la forma de escribir la historia de la revolución americana181 . Esta nueva perspectiva historiográfica era original en tres puntos de vista. En primer lugar, resaltaba la importancia de la rearticulación del lenguaje de la oposición inglesa por los independentistas norteamericanos. Por otro lado, subrayaba que las estrategias argumentativas de los independentistas se asentaban sobre la tradición que iba de Aristóteles y Maquiavelo a Harrington. Por último, reconocía el proceso de interpretación 179
Donald Lutz demostró que si Locke fue al autor más citado en los quince años anteriores a la Declaración de Independencia de 1776, Montesquieu, junto con Blackstone, fue el más citado durante el debate de ratificación de la Constitución (1786-1787). Lutz, 1984, p. 192 y ss. 180 Pocock, 2002, p. 607. 181 En concreto, fue Bernard Bailyn, en el inicio de la década de los 60, y a través de su programa de investigación sobre la sociedad norteamericana del siglo XVII que vendría a culminar en su Ideological Origins of the American Revolution (1967), quien intentó investigar, por primera vez, la historia de la noción de “república” en el marco del pensamiento político americano, cuestionando la hegemonía alrededor de la figura de Locke. Más tarde, Gordon Wood, con The Creation of the American Republic (1969), y J. C. Pole, con Political Representation in England and the Origins of the American Republic (1966), dieron continuidad a esta línea de investigación. Más recientemente, ha sido publicada una excelente colección de artículos bajo el título Conceptual Change and the Constitution (1988), editada por Terence Ball y J. G. A. Pocock.
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creativa de la tradición clásica impulsado por las experiencias de la Declaración de Independencia (1776) y de la Asamblea Constituyente de Filadelfia (1787). Como resultado de estas innovaciones, la revolución americana empieza a ser vista desde dos prismas antagónicos: al relato convencional de que se trató del momento fundador de un contrato social lockeano en el nuevo mundo182, podía ahora añadirse la interpretación de que sería el resultado de la relación entre la historia cultural inglesa y el humanismo cívico italiano. De acuerdo con esta última perspectiva, son particularmente importantes ciertas manifestaciones de la tradición republicana en la historia intelectual norteamericana. Desde luego, la cultura política de las colonias inglesas del siglo XVII y XVIII fue profundamente influenciada por el humanismo cívico neoharringtoniano, en sus múltiples variantes: inglesa, escocesa, anglo-irlandesa, de la Nueva Inglaterra, de Pensilvania, de Virginia. La literatura representativa de esta cultura política incluía el canon Old Whig, Milton, Harrington, Sidney y Montesquieu, a la par de la tradición griega, romana y renacentista. En cuanto a los valores y conceptos políticos característicos de esta cultura, no huyen del ideario usualmente asociado al republicanismo clásico y al humanismo cívico, comprendiendo el ideal cívico y patriota de una personalidad basada en la posesión de una propiedad, que se perfecciona a través de la participación cívica, pero que es eternamente amenazada por la corrupción. Dado que el lenguaje disponible para criticar el poder de Westminster era republicano, los argumentos de los revoltosos debían reflejar esta “influencia paradigmática”. Así, y concibiendo la historia política norteamericana del siglo XVIII como un episodio de la historia política inglesa183, los habitantes de las colonias inglesas de América del Norte veían en la metrópoli una fuente de corrupción de sus virtuosos hábitos rurales y guerreros. El espíritu comercial del imperio inglés debía ser, desde el punto de vista de individuos educados por las enseñanzas de Cicerón, Harrington y Milton, rechazado en favor de la virtud original inglesa, el vivere civile a la inglesa (Harrington). Sintomáticamente, Pocock describe este periodo de la siguiente forma: “Hasta este punto – que pronto sería superado- la Revolución estaba paradigmáticamente determinada y se correspondía con lo que Kuhn llama un ensayo ‘normal de ciencia’” (2002, p. 610). En Inglaterra, la distinción entre Court y Country, entre libertad y autoridad, entre dinero y tierra, no se reflejaba en la estructura social. Los propietarios de la tierra no eran tan independientes del comercio y del crédito como pretendían ser. La verdad es que los propietarios terratenientes difícilmente conseguían negar que la virtud tenía que habitar en un mundo dominado por el comercio. Sin embargo, el debate entre los portadores de las cosmovisiones liberal y
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Arendt, en On Revolution, distingue dos tipos de contrato social presentes en el pensamiento y en el lenguaje político del siglo XVII: uno lockeano, en el que los individuos prescinden de su poder en favor de una autoridad superior, recibiendo en contrapartida la protección de sus vidas y sus propiedades, y otro, harringtoniano, en que los individuos llegan a un acuerdo entre sí para formar una comunidad basada en la reciprocidad y en la igualdad. No es difícil encontrar entre los herederos de este contratualismo igualitario al humanismo cívico del siglo XVIII y al socialismo democrático del siglo XIX. Véase Arendt, 2004, p. 232 y ss. 183 Pocock, 1987b, p. 334.
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republicana en la Inglaterra del siglo XVII184, tal como en la Italia renacentista y en las colonias de América del Norte del siglo XVIII, está marcado por ambigüedades, contradicciones y tensiones que condenan al fracaso cualquier ejercicio que pretenda oponer a los liberales, por un lado, y a los republicanos, por el otro. La confrontación entre estos lenguajes fue sencillamente mucho más compleja de lo que una oposición binaria dejaría suponer. Al contrario de lo sugerido por Appleby185, Pocock no reduce este debate a las tesis republicanas; intenta, eso sí, aislar los elementos distintamente republicanos de esta discusión para que sea, de hecho, dialéctica, y no sólo un episodio más en la historia de la evolución del paradigma liberal. Pocock considera que si reconstruyésemos el paradigma lingüístico en el que las sucesivas generaciones de colonos norteamericanos habían sido educadas, y a través del cual se relacionaban con la realidad que los rodeaba, estaríamos ante un hecho histórico de gran importancia para confirmar o desmentir la versión liberal contratualista de la historia americana del siglo XVIII. Sabemos que la influencia de la cultura política inglesa sobre la orientación político-filosófica de los pensadores norteamericanos ya había sido identificada como relevante: por ejemplo, en 1929, G. H. Mead resaltaba que “La cultura de la clase dominante inglesa (...) dominó la vida espiritual de la comunidad [americana]” (1981, p. 372). Que a partir de este hecho, se construya toda una nueva forma de concebir el siglo XVIII americano es algo que surge en los últimos treinta años, no sin la oposición de aquellos que continúan trabajando en el ámbito del paradigma liberal. Pueden ser identificados dos imperativos a los que cualquier narrativa escrita en el lenguaje liberal debe obedecer186 . El primero es la necesidad de un “mito fundador”, comprensible en una nación creada de forma experimental y alimentada por sucesivas olas de inmigración. En los Estados Unidos, “...cuya historia es la historia de las mutaciones del protestantismo hacia una religión civil...” (Pocock, 1987b, p. 337), este mito fundador usualmente asume la forma de un “contrato”. La nación, en su primer y más puro momento, se comprometió en mantener y promover un cierto conjunto de principios; la tarea del historiador consiste precisamente en descubrir como y cuando ocurrió este momento fundador, que principios consagró, e identificar el mayor o menor desvío del presente ante este pasado referencial – en el caso que este desvió sea significativo, la narrativa asume la forma de una jeremiada, una lamentación por algo perdido. El segundo imperativo de las narrativas lockeanas de la revolución americana consiste en la premisa de un “liberalismo inevitable”. En la estela de Tocqueville, Louis Hartz, con su The Liberal Tradition in America (1955)187, dio continuidad a la tesis de que las colonias norteamericanas 184
Como Pocock destaca, el debate entre republicanos y liberales en el Reino Unido, sobretodo en Escocia, encerraba una ambivalencia de fondo: “Lejos de ser el caso en que un grupo de interés emplea un lenguaje de la virtud agraria, y otro con intereses incompatibles un inconmensurable lenguaje del individualismo comercial, los debatientes escoceses, por lo que sabemos, emplearon un discurso compartido de orígenes heterogéneos y repleto de tensiones...” (1987b, p. 340). 185 Appleby, 1992, p. 334. 186 Véase Pocock, 1987b, p. 337 y ss. 187 Versión en castellano: Hartz, L., (1994), La tradición liberal en los Estados Unidos: una interpretación del pensamiento político estadounidense desde la guerra de la independencia, México, FCE.
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escaparon a la experiencia de una revolución debido a la inexistencia, en los nuevos territorios, de un orden social estratificado, de tipo feudal. Esto implicaba cuestionar cuan revolucionaria había sido, de hecho, la revolución americana. La América de Hartz consiguió escapar a la dialéctica - era liberal, sin haber tenido que luchar para serlo. Y, continuaba el argumento, siendo este el liberalismo de Locke, el pensamiento político americano era, y siempre había sido, lockeano, inevitablemente lockeano. Un ejemplo de rechazo de esta tesis puede encontrarse en Hannah Arendt, en especial en su On Revolution (1963). A pesar de la nostalgia con la que puede ser interpretada la tesis de la “emergencia de la sociedad”, aquel dominio de interacción social que se sitúa a medio camino entre la vida íntima del hogar y la esfera pública política y que marca la frontera entre el dominio político, por un lado, y la esfera de la economía y de la familia, por otro, la historia que nos cuenta Arendt no es necesariamente una Verfallsgechichte (“historia de la caída”)188. Su metodología asume la forma de un ejercicio de “contar historias” con el objetivo de recuperar “perlas” de experiencias pasadas, entre las varias capas de significado que el lenguaje encierra. Como ella misma nos explica en Men in dark times (1968)189 , “...el significado de un acto sólo se revela cuando la acción en sí ha concluido y se ha convertido en una historia susceptible de ser narrada...”, para concluir que “Ninguna filosofía, análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse en intensidad y en riqueza de significado con una historia bien narrada” (2001, pp. 31-32). Lo que caracteriza al mundo tras Auschwitz es la quiebra de la continuidad con el pasado; la tradición que se encargaba de enlazarnos con las experiencias de nuestros antepasados se rompió, y con ella cualquier esperanza de poder aprender de ella. Todo lo que tenemos hoy es un pasado fragmentado; estos fragmentos son momentos de ruptura en la historia humana. En esos momentos, el lenguaje es testigo de las transformaciones profundas que tienen lugar en la vida humana. La revolución americana fue uno de esos momentos. Pero no siempre revolución ha sido sinónimo de una ruptura con el pasado y el consiguiente inicio de algo completamente nuevo. Hasta al final del siglo XVIII, la palabra “revolución” era un término astronómico que designaba al movimiento cíclico, regular y sujeto a las leyes de los astros, y, por lo tanto, ajeno a la voluntad humana. Es en este preciso sentido como Copérnico la utiliza en su De revolutionibus orbium coelestium (1543). Cuando la palabra bajó de los cielos para describir lo que pasaba entre los hombres, en la Tierra, trajo consigo este sentido. Así, en el siglo XVII, momento en que fue utilizada por primera vez en política, una “revolución” coincide con el movimiento cíclico y regular de Políbio y con la rinovazione de Maquiavelo: por ejemplo, la revolución inglesa de 1688190 consistió, no en una revolución en el sentido moderno del término, sino en la restauración del poder monárquico a su anterior legitimidad191 .
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Benhabib, 1992, p. 90. Versión en castellano: Arendt, A., (2001), Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa. 190 En la que los Stuarts fueron destronados en favor de Guilherme III y Maria II. 191 Arendt, 2004, p. 57. 189
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La acepción moderna del concepto de “revolución política” nace con la revolución americana y a partir de la experiencia social vivida por los colonos americanos en el nuevo mundo192; esta sí, fue revolucionaria en el sentido de haber dado a conocer una novedad sin precedentes en la historia humana - la posibilidad de vivir en abundancia y en libertad193. En rigor, Arendt sugiere que también la revolución americana fue pensada como una restauración, “el reestablecimiento de sus libertades antiguas”, aunque los eventos sobrepasaron sus intenciones - “lo que concibieron como una restauración (...) se convirtió en una revolución...” (2004, p. 58). Una revolución que origina un nuevo futuro, una “nueva historia” a ser narrada194. Una historia que empieza en la América colonial de mediados del siglo XVIII. El marco histórico convencionalmente considerado como el punto de partida para la América independiente es la controversia alrededor de un nuevo impuesto que las colonias habían sido obligadas a pagar a partir de 1765 y que rechazarían en el año siguiente (el llamado “Stamp Act”). A la luz de la historiografía liberal, el lema de esta primera revuelta habría sido “no taxation without representation”, desencadenando un proceso que conduciría a la Guerra de la Independencia americana de 1775-1783, conocida en los Estados Unidos como la “revolución americana”. Una revolución supuestamente provocada por la resistencia de las colonias a pagar impuestos al Parlamento inglés y por su exclusión de la participación en los procesos de toma de decisiones que afectaban a sus intereses. En 1967, Bernard Bailyn, en una línea republicana que lo aproxima a Arendt, narró una historia bien diferente195. Intentando descubrir lo que significa “república” para los americanos del siglo XVIII, Bailyn examinó los panfletos asociados a la revuelta de 1765. Ante la casi ausencia de referencias a los derechos de los colonos, el lema que asociaba representación política al pago de impuestos parecía perder sentido. Al contrario, Bailyn se vio ante una multitud de referencias respecto a una “degeneración” y una “corrupción” provocadas por el yugo colonial. La hipótesis que sugirió entonces hizo escuela. Los colonos americanos del siglo XVIII habían formado su cosmovisión política a partir del republicanismo de la oposición inglesa. Bajo la influencia de la retórica neo-harringtoniana, los colonos habrían desarrollado una teoría social que acentuaba la oposición entre libertad y autoridad, y en una concepción del bien común como dependiente de un “sistema de gobierno mixto”. A partir de esta narrativa Pocock concebiría, en The Machiavellian Moment, la revolución americana, no como el primer acto del iluminismo revolucionario, sino como “el último gran acto del Renacimiento” (1972, p. 120). Al deconstruir el monolito lockeano fundado por Hartz, Pocock lo substituye por 192
Arendt, 2004, p. 27. “Sólo podemos hablar de revolución cuando está presente este “phatos” de la novedad y cuando ésta aparece asociada a la idea de libertad” (Arendt, 2004, p. 44). 194 Nótese la diferencia entre esta interpretación y las tesis neo-conservadoras tan en boga en los años 50 y 60 en Estados Unidos. Russell Kirk, en The Conservative Mind (1953), escribe: “la Revolución norteamericana no fue un levantamiento innovador, sino una restauración conservadora de las prerrogativas coloniales. Según Burque la interpretó fue ‘una revolución evitada, no realizada’ “(1956, pp. 79-80). 195 Véase Appleby, 1992, p. 322. 193
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la dialéctica entre el republicanismo de Harrington y la economía política de Adam Smith pensando, así, haber identificado las “Condiciones prerevolucionarias que ayudan a causar ese descontento subyacente con el liberalismo característico de la mente liberal americana” (1987b, p. 341). ¿Que condiciones son estas? La ideología jeffersoniana de carácter agrario, utópico y desarrollada alrededor de comunidades políticas de dimensión reducida; el proyecto de constitución de una república de forma que se evitase la corrupción parlamentaria Whig196; y el reconocimiento de que la era de la virtud ya había terminado, juntamente con la duda de saber si la felicidad humana aún sería posible. Estos tres elementos de la cultura política de las colonias norteamericanas del siglo XVIII parecen demostrar que el lenguaje republicano sobrevivió para suministrar al liberalismo una de sus formas de auto-crítica. Esta referencia a la “supervivencia” del republicanismo no es de escasa importancia. Una de las hipótesis teóricas que pretendemos demostrar en este libro, sustentada por la metodología contextualista diacrónica de Pocock, es la de que el republicanismo cívico, como una estructura lingüística, influenció decisivamente el pensamiento político radical democrático de los pragmatistas americanos de los siglos XIX y XX. Esto presupone la existencia de una continuidad entre esta cultura política pre-revolucionaria y la cosmovisión de aquellos que vivieron tras la Guerra Civil americana, lo que implica la refutación de la tesis de que, con la creación de la república americana, ocurrió “the end of classical politics”197. Se trata, lo reconocemos, de una tesis seductora. En el periodo de la creación de la Constitución y del debate entre federalistas y republicanos, se habría verificado la culminación de una dialéctica con siglos de existencia, habiendo sido eliminada la tradición republicana del vocabulario político de Estados Unidos. De una teoría clásica del individuo como un agente activo y cívico, que participa en la conducción de cosa pública en la medida de sus posibilidades, se habría pasado hacia una teoría en la que el sujeto aparece sobretodo consciente de sus intereses, estando su participación en el gobierno de su comunidad sometida a la persecución de sus propios intereses, contribuyendo solamente de forma indirecta a la resolución colectiva de los conflictos. De ahí que los Federalist Papers, y en particular el nº 10, enfatizasen la legitimidad de la persecución de los intereses particulares por facciones. La distancia en este punto entre el pensamiento político federalista y las tesis republicanas clásicas es inmensa. Si para Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo y Harrington, el interés particular y la facción son los síntomas más evidentes de la degeneración de una comunidad política, para Madison, el enfrentamiento entre los múltiples intereses privados debe ser estimulado de modo que “la ambición combata la ambición”, i.e., de modo que el interés privado de cada individuo pueda servir de centinela del interés público198. Wood, como la mayoría de los historiadores 196
Véase Pocock, 1985a, p. 73 y ss. Para una crítica a esta tesis, véase Appleby, 1982b. “El fin de la política clásica”; La expresión es el título del capítulo XV de Wood, 1969. Se trata, en realidad, de una idea diseminada en los autores de simpatías liberales. John Patrick Diggins, por ejemplo, habla de la “muerte de la tradición republicana en la América liberal” (1984, p. 231). 198 Madison se refiere, en este punto (Federalist nº51), al interés individual de los miembros de las instituciones políticas responsables del poder legislativo, ejecutivo y judicial. Véase Madison, 1998, p. 219. 197
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liberales, considera que la revolución americana se tradujo en una revolución paradigmática – se habría pasado del republicanismo al liberalismo 199 . En nuestro entender, Pocock tiene razones para rechazar esta interpretación. Sería demasiado simplista pensar que los paradigmas político-ideológicos se comportan de la misma forma que los paradigmas de las ciencias naturales. La refutación de la tesis de Wood de que el abandono de los modelos de la deferencia y de la virtud corroboraría el abandono del paradigma republicano cívico es el medio utilizado por Pocock para demostrar la coexistencia entre los dos paradigmas (liberal y republicano)200 . El abandono del modelo de la “deferencia” significa que la teoría federalista había sido capaz de sobrepasar las limitaciones de escala del republicanismo clásico y establecer, a escala continental, un régimen que era, simultáneamente, una república y un imperio. Se presupone, por lo tanto, que los nuevos medios de asociación política - los partidos - eran modernos en el sentido de que ya no se basaban en la deferencia pasiva por los naturalmente más aptos, sino en la elección de los representantes de todos. Sucede que, como hemos visto, el republicanismo cívico, tal y como era interpretado por Maquiavelo, no presupone una deferencia pasiva por la aristocracia natural, pero sí una deferencia activa, fundada en la participación en la res publica - la libertad de no tener nuestras inclinaciones obstruidas depende de la nuestra activa promoción del bien común. Es decir, al contrario de lo asumido por Wood, la deferencia no era pasiva y la república no era jerárquica201. En segundo lugar, Pocock contesta la tesis de que el abandono de la virtud por los federalistas, de lo que el Federalist nº 10 es el locus classicus con la defensa de la legitimidad de las facciones, habría sido unánime. En el contexto de la “gran discusión nacional”202 , el debate entre federalistas, es decir, aquellos que apoyaban la ratificación de la Constitución de 1787 como Alexander Hamilton o James Madison, y antifederalistas o republicanos203, es más complejo y ambiguo de lo que la historiografía liberal usualmente sugiere. En su entender, la controversia entre federalistas y republicanos presenta semejanzas estructurales con los debates entre Court y Country, en Inglaterra del siglo XVII, siendo los jeffersonianos particularmente conscientes de que hablaban el lenguaje Country204. A pesar de esta consciencia de una continuidad con la tradición humanista cívica, se encuentran entre los republicanos ejemplos de defensores de ciertas formas de federalismo; asimismo, el partido federal estaba compuesto no sólo de liberales en la línea 199
Wood, 1969, p. 562. Para un análisis del modelo clásico de la deferencia, véase Pocock, 1976. 201 Pocock, 2002, p. 627. 202 Kramnick, 1987, p. 36 y ss. Un reflejo interesante de los diferentes enfoques analíticos de la teoría política y de la ciencia política puede ser encontrado en la forma como los Federalist Papers son considerados uno de los “clásicos de teoría política” (Kramnick, 1987, p. 1), mientras que Jon Elster, en un artículo en que se propuso investigar la heuristicidad de la teoría de la acción comunicativa de Habermas, afirma “preferí analizar las Actas de la Convención Federal en vez del Federalista”, en la medida en que este último texto “no guarda ningún rastro de las amenazas abiertas o alabeadas que pesaron visiblemente sobre la misma Convención” (1994, p. 189). 203 Véase Storing, 1985. 204 Pocock, 2002, p. 631. 200
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de Madison, sino también de defensores de las virtudes de las aristocracias naturales como John Adams205. En este sentido, la tesis de Wood, perfilada por la mayoría de los historiadores, de que el partido federal habría abandonado la retórica de la virtud en pro de un liberalismo individualista, i.e., de que Publius 206 habría encontrado en una república federal la fórmula perfecta de conjugar representación y participación, evitando las dificultades de las pequeñas republicas del pasado e iniciando un nuevo y original camino, parece no salir incólume. La concepción de una mudanza de paradigma debe, pues, ser substituida en favor de una confrontación entre dos tradiciones cuyo vencedor incorporó elementos del vocabulario del paradigma derrotado para criticarse a sí mismo. En este sentido, concordamos con la opinión de autores como Ian Hampsher-Monk o Isaac Kramnick según la cual el Federalist no es un texto esencialmente liberal o republicano, ya que sus autores movilizaron creativamente los lenguajes políticos disponibles para forjar una teoría capaz de sustentar normativamente la creación de una república a escala continental207. Contra una concepción whiggista de la revolución americana, consideramos más convincente la tesis de la dialéctica continua entre dos vocabularios ideológicos antagónicos. La teoría política norteamericana de los siglos XIX y XX debe, pues, ser reanalizada a la luz de esta nueva forma de concebir la historia de las ideas políticas208 . Liberalismo y republicanismo son, desde la fundación de la república americana y hasta a los días de hoy, los dos principales lenguajes movilizadas por todos los autores que reflexionaron sobre la democracia en América. Uno de los elementos del paradigma republicano que, desde entonces, puede ser encontrado en una tensión con el espíritu comercial de la cosmovisión liberal es la idea de que la virtud del pueblo Americano depende de un fundamento material concreto - la propiedad. Thomas Jefferson, un defensor del ideal de virtud como cualquier republicano clásico, escribió en 1785 que “la corrupción de la moral en la masa de cultivadores es un fenómeno del cual ninguna edad ni nación ha proveído un ejemplo” una vez que “la dependencia engendra subordinación y venalidad, sofoca el germen de la virtud, y prepara
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Cuyo Defence of the Constitutions of Government of the United States (1787), una apología de la república federal en el sentido clásico de un “sistema de gobierno mixto”, lo llevó a entrar en ruptura con el federalismo más ortodoxo de Hamilton y Madison. Además, según Pocock, esta obra fue “la última obra mayor de la teoría política escrita dentro del marco de la tradición del republicanismo clásico” (2002, p. 628). 206 Publius era el héroe romano que estableció la república romana. Además, quien viaje por el Norte del Estado de Nueva York reparará, con certeza, en como la toponimia refleja la importancia de la tradición republicana clásica; así, tenemos Roma, Siracusa, Ítaca, Macedonia, Catão, Túlio, Cicerón, Séneca, Fábio, etc. 207 Véase Hampsher-Monk, 1992, p. 210, y Kramnick, 1990, p. 260 y ss. 208 La relación entre este movimiento historiográfico de cariz historicista y el agrariarismo comercial de Jefferson es explorada por Pocock en “Virtue and Commerce in the Eighteenth Century” (1972). En este artículo, Pocock observa que “es la fuerza del movimiento historiográfico al que pertenecen Balyn, Kramnick, Wood y Stourgh la que ha demostrado la existencia, a lo largo del siglo XVIII, de una línea de pensamiento que apuesta por un concepto positivo y cívico de la virtud individual. He afirmado que esto ha llevado a través de Jefferson dentro de la tradición del mesianismo agrario y popular americano.” (1972, p. 134).
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los instrumentos adecuados los designios de la ambición”209 Los hombres “dependientes, subversivos y venales” de que habla Jefferson son “instrumentos adecuados a los designios” de los arquitectos de un imperio militar y comercial como Hamilton. El agrarismo comercial de Jefferson se asienta, al contrario, sobre la concepción harringtoniana de que el comercio sólo asumía su faceta corruptora si no estaba equilibrado por el cultivo de tierras. El problema del siglo XVIII es que este equilibrio se estaba deshaciendo en pro de un comercio cada vez más dinámico, cada vez más imperial. La solución preconizada por el agrarismo jeffersoniano apuntaba hacia una república capaz de reconciliar virtud y comercio mediante una igualmente dinámica expansión territorial. El mito de la frontera surge, en este contexto, como el equivalente funcional a la constitución, como el “alma de la república” (Diggins). América podría evitar el destino de Roma y Venecia si se expandía hacia el Oeste, donde una enorme extensión de tierras, lista para ser ocupada por los pioneros más activos, podía significar una infinita fuente de virtud210. Como veremos a continuación, esta retórica de la frontera, esta concepción jeffersoniana de pequeñas comunidades agrícolas ligadas por lazos comerciales, van a ser trazos constitutivos de la herencia americana que Dewey, ya en el siglo XX, va a pretender reconstruir. El mayor héroe americano asociado al mito de la frontera (además de David Crockett), fue el presidente Andrew Jackson (1829-1837), cuya América fue objeto de atención de Alexis de Tocqueville211. Aquel que Dilthey consideraba ser “el mayor analista del mundo político desde Maquiavelo y Aristóteles”212, analizó en De la démocratie en Amérique (1835-1840)213 , la transición de la igualdad como isonomía, que caracterizaba al ideal republicano de virtud, hacia la égalité des conditions, que definía a las sociedades modernas democráticas 214 . Fue, además, Tocqueville quien introdujo esta noción moderna de igualdad, en cuanto “igualdad de las condiciones”, un reflejo de su recepción y ultrapase de Montesquieu, su mayor influencia. En verdad, referencia a la igualdad de las condiciones es fundamentalmente aristotélica. En la Política, se nos dice que cuando los hombres son tratados como iguales, no nos damos cuenta de los aspectos que los diferencian215 . La reflexión tocquevilliana sobre Estados Unidos se desarrolla alrededor de algunos conceptos fundamentales: la ya referida noción moderna de igualdad democrática, su concepción de revolución, su crítica a las nuevas formas de tiranía, su reformulación de la noción de virtud a través de la concepción del “interés bien entendido”, y la conjugación del espíritu de la libertad con el espíritu de la religión en un “materialismo virtuoso” para combatir el individualismo que mina la participación cívica. Estos dos últimos constituyen otros trazos que denuncian su formación clásica. Tocqueville, antes de ser un liberal por convicción, fue un 209
Citado en Pocock, 2002, p. 636. Hampsher-Monk, 1992, pp. 208-209; 224. 211 Véase Tocqueville, 1993, vol. I. p. 366 y ss. 212 Citado en Diggins, 1984, p. 231. 213 Versión en castellano: Tocqueville, A., (1993), La democracia en América (Vols. I y II), Madrid, Alianza. 214 Arendt, 2004, p. 37. 215 Las palabras de Aristóteles son: “algunos, siendo iguales en ciertos aspectos, presumen ser iguales en todo” (1998, p.353). Véase Pocock, 2002, p. 642. 210
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republicano por formación216. Es a partir de la crítica a la tradición política clásica, que es incapaz, en su entender, de dar cuenta de las implicaciones políticas de los profundos cambios sociales del siglo XIX, donde encuentra, en un liberalismo de corte conservador, la perspectiva analítica adecuada a las condiciones políticas modernas. Para Tocqueville, la revolución americana fue una “revolución política”, esto es, una transformación de las instituciones políticas cuyas implicaciones sociales son limitadas217. Pero existe un segundo significado asociado al concepto de revolución en el pensamiento tocquevilliano, de mayor relevancia para nuestros propósitos: cuando una comunidad política sufre una “revolución social” su propia estructura es objeto de una transformación de amplias y profundas consecuencias. La América de Tocqueville es, desde el punto de vista político, una experiencia histórica que, por su vanguardismo democrático, suscita el cuestionamiento de la minúscula polis, cohesionada a través del reparto virtuoso de valores comunes, en pro de soluciones políticas adecuadas a la dimensión continental de este nuevo país. La admiración de Tocqueville pasa por la Constitución americana, que “descansa, en efecto, sobre una teoría enteramente nueva que debe ser señalada como un gran descubrimiento de la ciencia política de nuestros días” (1993, vol. I, p. 145). Al igual que Madison218, también Tocqueville ve en el federalismo una forma de combatir la “tiranía de la mayoría”. Redefiniendo la noción de tiranía como un fenómeno social, el poder invisible de la opinión pública sobre cada individuo219, y como un fenómeno político, el poder de las mayorías legislativas a nivel provincial, Tocqueville seguía, citando explícitamente, a Jefferson: “El poder ejecutivo, en nuestro gobierno, no es el único ni quizás el principal objeto de mi solicitud. La tiranía de los legisladores es actualmente, y lo será durante muchos años, el peligro
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Una comprobación histórica de esta tesis puede encontrarse en la monumental biografía intelectual de Tocqueville escrita por André Jardin. Como este observa, “las anotaciones escolares de Tocqueville, a pesar de su fragmentación y su mala conservación, nos dan información sobre el espíritu de esa enseñanza (...) Cicerón, Demóstenes e incluso Quintiliano eran estudiados en profundidad” (1989, pp. 59-60). 217 Como él mismo afirma cuando escribe el “Método Filosófico de los Americanos”, “Los americanos tienen estado social y constitución democrática [cuyo federalismo es elogiado por Tocqueville], pero no han tenido revolución democrática alguna. Llegaron al suelo que ocupan casi como los vemos hoy. Este hecho es de gran importancia” (1993, vol. II. p. 12). 218 James Madison es uno de los primeros autores modernos en darse cuenta de los peligros para la libertad individual de la “tiranía de la mayoría”. Influenciado por su experiencia en Virginia, donde luchó por la libertad religiosa tanto contra la opinión pública como contra los legisladores elegidos, Madison no pensaba que una Carta de Derechos Fundamentales (Bill of Rights) fuese suficiente, una vez que tales derechos habían sido sistemáticamente ignorados cuando la opinión pública les era contraria. La solución se encuentra en el Federalist nº 51: “En el primer caso reside en la multiplicidad de intereses y en el segundo, en la multiplicidad de sectas” (1998, p. 272). Es decir, la gran extensión de las constituciones pasa a ser no una fuente de problemas, sino la solución para el problema de las mayorías opresivas. La concepción madisoniana de representación política, lejos de la propuesta republicana de que los representantes deben ser representativos de sus electores teniendo una autonomía limitada, es claramente liberal. Madison, en el Federalist nº 63, defiende que “un pueblo diseminado sobre una vasta región no estará sujeto al contagio de las pasiones violentas o al peligro de concertarse con fines injustos, como lo están los habitantes aglomerados de un distrito pequeño “ (1998, p. 268). 219 Tocqueville, 1993, vol.I, p. 239.
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más temible”220. Aún así, y como explica en el segundo libro de L'Ancien régime et la révolution (1856)221, la excesiva centralización administrativa que existía en Francia era un peligro que América desconocía222: “América constituye, pues, por excelencia, el país del gobierno provincial y municipal.” (Tocqueville, 1993, vol. I, p. 370). Pero América era, sobre todo, el país de la igualdad democrática. Una igualdad que promovía no sólo “...la prosperidad singular de unos cuantos, sino el mayor bienestar de todos. (...) Quizá la igualdad sea menos elevada; pero es más justa y la justicia constituye su grandeza y hermosura” (Tocqueville, 1993, vol. II, p. 279). Sin embargo, la igualdad también promueve el individualismo egoísta, la fuente de degeneración de todas las repúblicas. ¿Como concilia Tocqueville la igualdad y la tradición cívico-republicana? La respuesta se encuentra en la reformulación de la noción republicana de virtud. Como Tocqueville explica en los papeles de preparación del segundo volumen de La Democracia en América, “...Montesquieu tenía razón, cuando hablaba de la virtud antigua, y lo que él dice de los griegos y de los romanos se aplica también a los americanos.”223. En otras palabras, en América no es la virtud la que es grande, es la tentación la que es pequeña; no es el desinterés el que es grande, es el interés el que es bien entendido224. La fuente de virtud deja así de ser la renuncia al interés particular225, y se desplaza hacia la doctrina del interés bien entendido que, no produciendo grandes devociones, sugiere constantemente pequeños sacrificios. La virtud tocquevilliana no reside tanto en los hechos sobrehumanos de un grupo reducido de hombres, sino en los hábitos virtuosos de la masa de la población226 . Es justamente entre estos donde se encuentra el antídoto para el individualismo egoísta. Los americanos poseen una inteligencia práctica que los pone a salvo de los excesos del egoísmo y del individualismo - una especie de “materialismo honesto”227 que los lleva a preocuparse por el interés de los demás. La participación en la res
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Jefferson, citado en Tocqueville, 1993, vol. I, p. 246. Jefferson sigue, en esta crítica a la dominación del poder legislativo, la tesis republicana clásica del “sistema de gobierno mixto”, que aunque concedía la primacía al poder legislativo, le impedía alcanzar una posición dominante al prever la autonomía de las esferas de acción de los restantes poderes (ejecutivo y judicial). 221 Versión en castellano: Tocqueville, A., (1982), El Antiguo Régimen y la Revolución (Vols. I y II), Madrid, Alianza. 222 Véase, en relación al caso francés, Tocqueville 1982, vol. I, p. 77 y ss; y en relación al caso americano, Tocqueville, 1993, vol. I, pp. 246-247. 223 Citado en Aron, 1992, p. 231. 224 Véase Aron, 1992, p. 231. 225 Tocqueville explica la concepción republicana clásica de virtud en los siguientes términos: “Cuando el mundo era regido por un pequeño número de individuos poderosos y ricos, éstos gustaban de formarse una idea sublime de los deberes del hombre; se complacían en afirmar que es glorioso olvidarse de sí mismo y que conviene hacer el bien desinteresadamente, como Dios mismo” (Tocqueville, 1993, vol. II, p. 107). 226 “Si la doctrina del interés bien entendido llegara a dominar enteramente el mundo moral, las virtudes extraordinarias serían indudablemente más raras. Pero creo también que serían menos comunes las depravaciones más groseras. La doctrina del interés bien entendido quizá impida a ciertos hombres elevarse sobre el nivel ordinario de la humanidad; pero otros muchos que caerían por debajo se mantienen gracias a ella. Si sólo consideramos algunos individuos, los rebaja; pero si contemplamos la especie, la eleva” (Tocqueville, 1993, vol. II, p. 109). 227 Tocqueville, 1993, vol. II, p. 116.
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pública surge, de este modo, no como el resultado de una noble, abnegada y desinteresada virtud, sino como el correlato de intereses bien entendidos. Sin embargo, al igual que son exaltadas las virtudes del “materialismo honesto”, la religión surge como una importante institución política de cariz democrático y republicano228, y su espíritu, juntamente con el espíritu de la libertad, describe el verdadero carácter de Estados Unidos229 . Tocqueville, siempre oscilando entre su republicanismo por formación y su liberalismo por convicción, pretende así conciliar el ideal clásico del homo politicus y el del homo credens del cristianismo. Pero falta en Tocqueville una figura de la galería arendtiana, el homo faber de las tradiciones europeas idealista y socialista. Tal y como veremos en los capítulos que componen la siguiente parte, Pocock tiene toda la razón cuando dice que el ethos del historicismo socialista fue una importación algo tardía de intelectuales trasplantados del viejo mundo230, o, añadiríamos, de intelectuales americanos admiradores del idealismo y del socialismo municipal alemanes como G. H. Mead y John Dewey.
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Tocqueville, 1993, vol. I, pp. 271-272. Tocqueville, 1993, vol. I, pp. 44-45. 230 Pocock, 2002, p. 655. 229
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Parte III El republicanismo en América Capítulo I: Individualidad y comunidad: El pragmatismo Americano. Pero Tocqueville no se limitó a apuntar a la importancia de la religión en la historia de esta ex-colonia británica como uno de los elementos más importantes de las costumbres de esa comunidad política; mirando hacia el futuro, distinguió igualmente tensiones sociales cuya magnitud desencadenarían la Guerra Civil Americana de 1856 - la esclavitud en el Sur de Estados Unidos231. Este momento de crisis social constituye el segundo realineamiento político en la historia de Estados Unidos, tras el periodo revolucionario de 1776-1787; la concentración capitalista de la última década del siglo XIX conduciría al realineamiento de 1932, fecha de la institucionalización del “New Deal”, y el más reciente realineamiento se verificó en los años 70 del siglo XX con los ataques neo-liberales al “welfare state” de inspiración keynesiana de la posguerra, tras la derrota en Vietnam y la crisis petrolífera de 1973232. Esta referencia a los varios realineamientos políticos233 sufridos por la sociedad y cultura americanas desde su fundación como un Estado independiente se justifica porque, en esta parte III, nuestro propósito consiste en reconstruir históricamente el paradigma con el que trabajaban G. H. Mead (1861-1931) y John Dewey (1859-1952). La tesis que pretendemos demostrar es la de que el vocabulario utilizado por estos dos autores para discutir la realidad social y política de su tiempo refleja la tensión entre los paradigmas liberal y republicano a la que hicimos referencia en el capítulo anterior. Nos referimos a la corriente filosófica pragmatista, fundada por Charles Sanders Peirce y bautizada por William James en 1907234. El pragmatismo filosófico de Mead y Dewey es, a esta luz, un lenguaje distintamente americano que rearticula, una vez más, las preocupaciones centrales del paradigma republicano cívico: la tesis (aristotélica en el origen) del origen social del individuo y la correspondiente interdependencia entre individuo y comunidad que se plasma en la importancia de la participación cívica son ejemplos de esto mismo. No obstante, a pesar de que podemos identificar ecos de una retórica republicana, comunitaria y democrática en el discurso político de estos autores, lo cierto es que la matriz ideológica en que operan es el liberalismo. Pocock parece tener razón, por lo tanto, cuando rechaza la simple yuxtaposición de los vocabularios liberal y republicano; no 231
Tocqueville, 1993, vol. I, p. 317 y ss. Véase Schroyer, 1985, p. 287 y ss. 233 Para una discusión de este concepto y la subsiguiente distinción de la noción de “desalineamiento político”, véase Silva, 2000a, p. 33. 234 En un registro común entre los comentaristas americanos, Israel Scheffler sugiere que “El pragmatismo no es sólo, como frecuentemente se ha descrito, una contribución distintamente americana a la filosofía. En su esfuerzo por clarificar y extender los métodos de la ciencia, y por reforzar las perspectivas de libertad y racionalidad en el mundo contemporáneo, representa también una orientación filosófica del interés general” (Scheffler, 1986, p. IX). Al intentar posicionar el pragmatismo americano en referencia al paradigma republicano cívico estamos precisamente cuestionando este carácter “distintivamente” norteamericano y proponiendo su sustitución por una apropiación creativa norteamericana de una tradición de pensamiento político de origen europeo. 232
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sólo esta yuxtaposición es negada por las tensiones y contradicciones del discurso político pragmatista, sino que, además, la exposición de este último al universo intelectual europeo del siglo XIX vino a introducir un tercer paradigma, el socialismo democrático de inspiración marxista. El objetivo de este primer capítulo consiste en situar el pensamiento social y político de Mead y Dewey en el marco del paradigma pragmatista. Este último, en particular, en “The Development of American Pragmatism” (1925)235, aborda, en un registro auto-reflexivo, el origen, propósitos y perspectivas de esta corriente filosófica. Siguiendo a Shalin, pensamos que son cuatro las tesis centrales del pragmatismo: filosóficamente, la realidad existe en estado de flujo; sociológicamente, la unidad de análisis esencial es la “interacción emergente”; en términos metodológicos, la lógica de investigación privilegiada es sensible a la indeterminación objetiva de la situación; y en términos ideológicos, la reforma social es uno de los objetivos de la práctica científica, uniendo democracia y ciencia236 . Empecemos, entonces, por la noción pragmatista de la realidad como flujo. William James afirmó, de modo bastante sugerente, que “para el racionalismo la realidad está fija y completa para toda la eternidad, mientras que para los pragmatistas todavía está siendo construida”237 . Desde este punto de vista, el pragmatismo es una de las “filosofías de flujo” (Dewey) que se popularizaron en el paso del siglo XIX al siglo XX, defendiendo una imagen de la realidad indeterminada, repleta de posibilidades, a la espera de ser completada y racionalizada. El mundo todavía está en producción, pudiendo por lo tanto ser parcialmente definido, en situaciones concretas, por un agente racional. Una de las influencias más importantes para Mead y Dewey es el trascendentalismo (por oposición al objetivismo). Mead consideraba que aquello que una cosa es depende no simplemente de aquello que es en sí misma, sino también de la forma como es observada por el sujeto. Mead rechaza así la noción positivista de los hechos sociales como cosas y como datos disponibles a la observación. La influencia del idealismo sobre el pensamiento de Dewey y Mead, al subrayar la primacía y el poder constitutivo del pensamiento, no debe ser descuidada. La raíz del conocimiento debe buscarse en la acción, que interviene en la relación entre sujeto/objeto, dando origen al fenómeno de emergencia. La emergencia se refiere a la relación entre organismo y medio-ambiente (la situación). La relación entre el individuo y el ambiente donde vive y en que ambos se determinan mutuamente es defendida por Mead y Dewey. Pero, al contrario del Romanticismo alemán que subrayaba la importancia del contexto, los pragmatistas subrayan que la acción está constituida por la “situación”. La realidad está disponible al sujeto cognoscente a través de este proceso de constitución mutua. Además, una situación en el sentido pragmatista del término implica un actor y una transacción entre el sujeto cognoscente y el 235
Versión en castellano: Dewey, J., “La evolución del pragmatismo americano” en Dewey, J., (2000), La miseria de la epistemología. Ensayos de pragmatismo, Madrid, Biblioteca nueva, pp. 61-80. 236 Shalin, 1986, p. 9. Subráyese que Richard Bernstein y Hans Joas proponen una descripción algo diferente de la corriente pragmatista, según la cual el anti-fundacionalismo, la naturaleza falibilista de la verdad, la naturaleza social del self y el pluralismo metodológico constituyen sus principales características. Véase Joas, 1997, p. 263 y Bernstein, 1992, pp. 813-815. 237 Citado en Shalin, 1986, p. 9.
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objeto del conocimiento – i.e., sin seres humanos, no existirían situaciones. La noción de “práctica” es aquí fundamental. Es al manipular los objetos, al darles diferentes usos, como el individuo define lo que es el objeto. Peirce y Mead se aproximan en este punto – si aquel afirma que “el pensamiento es esencialmente una acción”, Mead defiende que “la unidad de la existencia es el acto”238. En suma, la filosofía pragmatista fue una reacción a la perspectiva racionalista y mecanicista de la realidad. Contra el universo estático, predeterminado e inherentemente estructurado, el pragmatismo propone una realidad dinámica, emergente, en construcción. El mundo es, así, concebido como esencialmente indeterminado, siendo la sociedad concebida como un producto de la acción colectiva de los individuos. Así, el estudio de “datos estructurales” se substituye por el análisis de la producción de la realidad social; en vez de analizarse el sistema social en sí mismo, se estudia la sociedad a medida que es creada por las interacciones simbólicas – el objetivo es captar simultáneamente las características estructurales y los elementos emergentes. La expresión “interacción” refleja el intento emprendido por la filosofía pragmatista de solucionar la antigua paradoja de la unidad en la diversidad, de descubrir ley y orden en el caos aparente de la realidad socio-histórica. A través de la noción de “interacción”, también Mead intenta escapar a la dicotomía entre acción y estructura al proponer que ni el individuo, ni la sociedad tienen la prioridad – ya que tanto el sujeto como la sociedad son aspectos del mismo proceso de interacción social, siendo ambos mutuamente constitutivos. A pesar de la anterioridad histórica de la sociedad, esta debe su carácter a los individuos que la componen239. Este argumento que busca explicar la estructura de la sociedad como un proceso emergente se basa en la idea que la parte es explicada en términos del todo, y el todo es explicado en términos de las partes que lo componen. Al concebir el individuo como sujeto y objeto del proceso histórico, y la sociedad como un factor de la interacción social continuamente producida y productora, Mead busca evitar tanto el realismo sociológico, entendido como una visión reificada de la sociedad como una entidad supra-individual, como el nominalismo sociológico, según el cual la sociedad es una mera convención resultante de la voluntad individual. El abordaje pragmatista busca trascender la dicotomía entre realismo y nominalismo al resaltar la noción de acción/práctica, que universaliza lo particular y particulariza lo universal. Es decir, la universalidad no es ni abstracta (nominalismo), ni concreta (realismo), sino emergente – una universalidad emergente es tan objetiva como la acción que posibilita, y tan universal como la comunidad por detrás de ella. En una frase, para Mead, Dewey y los pragmatistas en general, el individuo es el autor de su mundo social, pero es igualmente un producto de la sociedad donde vive.
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Véase Shalin, 1986. Como afirma el propio Mead, “En el caso del grupo humano hay un desarrollo en el que las fases complejas de la sociedad han surgido de la organización posibilitada por la aparición de la persona (...) La persona, en cuanto tal, es lo que hace posible la sociedad distintivamente humana. Es verdad que cierta clase de actividad cooperativa precede a la persona (...) Pero cuando la persona se ha desarrollado, entonces se obtiene una base para la evolución de una sociedad...” (Mead, 1982a, p. 240). 239
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Teniendo en cuenta esta concepción de la sociedad como algo en continua producción, debemos ahora discutir las estrategias metodológicas privilegiadas por los pragmatistas. Para estos autores, era necesario algo más que meras descripciones científicas de los fenómenos en estudio. Para Mead y Dewey en particular, era necesito entender, experimentar la propia realidad social. ¿Como? A través de una especie de inmersión del científico en el mundo de la vida cuotidiana, rutinadamente construida por los propios actores sociales. Por tanto, el método privilegiado es la observación participante (una noción popularizada en los años 20, pero ya en uso años antes), más cercana de la antropología y de la historia, que de los métodos cuantitativos de las ciencias naturales. Filosóficamente, en la base de esta metodología se encuentra el rechazo de aquello que Dewey designaba por “teoría contemplativa del conocimiento”240 – es decir, la idea de que el científico es un mero observador imparcial (un espectador) de los fenómenos en análisis. Como tendremos oportunidad de verificar en los capítulos II e IV, una reconstrucción histórica diacrónica del pensamiento social y político de Dewey y Mead nos suministra abundantes ejemplos de como esta tesis metodológica general refleja con precisión los valores y las creencias políticas que orientaban su vivencia cívica. La observación participante sugerida por los pragmatistas (y, más tarde, por los interaccionistas simbólicos, herederos de Mead) no era más que la traducción metodológica de una profunda creencia en la participación cívica, reiterada innumeras veces a lo largo de varias décadas de trabajo voluntario junto a múltiples asociaciones locales, clubes y comisiones de arbitraje de conflictos. En términos epistemológicos, los pragmatistas criticaban el racionalismo atomista asociado al verificacionismo/positivismo por un conjunto de motivos. Desde luego, por basarse en la premisa de que los procesos de investigación científica se deben situar fuera de aquello que está siendo estudiado, para evitar cualquier relación entre sujeto y objeto asegurando la mayor objetividad posible. Para Mead y Dewey, esto es una falacia. En segundo lugar, por la creencia de que el científico podía estudiar su objeto sin ningún prejuicio. Por el contrario, para los pragmatistas, y para Habermas en Knowledge and Human Interests (1968)241 , el sujeto cognoscente posee intereses que inevitablemente influencian su análisis. En tercer lugar, por la concepción de la verificación como un proceso de comparación entre la teoría y los hechos de la experiencia. Mead y Dewey rechazan esta idea, abogando que tanto la teoría, como los hechos son flexibles – son partes de un proceso de ajuste mutuo. En cuarto lugar, por el análisis de la situación a través de su característica más representativa y significativa. El pragmatismo rechaza esta idea por considerarla un reducionismo ante la riqueza y complejidad de la realidad social. Por último, por la separación entre saber científico y sentido común, una distinción falaciosa ya que el científico sólo puede ganar si conoce de antemano la situación que va a estudiar. Como observa Richard Bernstein en Praxis and Action (1971)242 , una de las razones que llevaron a la caída del pragmatismo en el contexto filosófico americano entre los años 30 y 60 se 240
Para un análisis del anti-representacionismo deweyano, véase Murphy, 1993. Versión en castellano: Habermas, J., (1989), Conocimiento e interés, Madrid, Taurus. 242 Versión en castellano: Bernstein, R., (1979), Praxis y acción: enfoques contemporáneos de la actividad humana, Madrid, Alianza. 241
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relaciona justamente con “la influencia de los positivistas en América en los años treinta” (1979, p. 176). En otras palabras, la generación que sucedió a Mead y Dewey, al adoptar una postura epistemológica de cariz positivista, no sólo contribuyó a la construcción de la imagen del pragmatismo como una corriente filosófica poco rigurosa, como menospreció una de sus principales contribuciones, justamente la crítica al positivismo. Analicemos, ahora, las principales características que definen el corpus ideológico del pragmatismo. Para comprender las preocupaciones políticoideológicas de Mead y Dewey, debemos tener en cuenta la realidad social y económica de Estados Unidos del inicio del siglo XX - ya en ese momento, los Estados Unidos eran una nación socialmente pluralista. Lado a lado de millones de inmigrantes europeos y asiáticos, el tejido social norteamericano ya contaba con una pluralidad de grupos sociales, étnicos y culturales cuya posición en la “estructura de oportunidades” de la sociedad norteamericana era profundamente desigual. Es decir, la filosofía pragmatista, al enfatizar la naturaleza flexible e indeterminada de la realidad, puede ser interpretada como una justificación filosófica de la reconstrucción social en una época y en un país profundamente interesado en la posibilidad política de reforma social. El pragmatismo emergió en un momento en que la confianza en el “progreso” empezaba a decaer. El orden social norteamericano enfrentaba el desafío de integrar millones de inmigrantes con lenguas y costumbres muy diferentes. El momento en que Mead escribió fue una época caracterizada por el declive de la vida rural y el correspondiente éxodo rural en dirección a las ciudades, las condiciones degradantes de los barrios depauperados, la inmigración de millones de europeos y la creciente concentración industrial (es en este momento cuando surge la primera legislación anti-cártel). Por lo tanto, puede quizás decirse que, entre la fe en el cambio social y el recelo por sus consecuencias, el pragmatismo buscaba encontrar una vía intermedia, una tercera vía que evitase el radicalismo político (asociado a la izquierda revolucionaria) sin renunciar a una orientación reformista (contraria al conservadurismo de una cierta derecha). En efecto, esta idea es defendida por Mead en Movements of Thought of Nineteenth Century (1936). En esta obra, en un capítulo titulado “The Problem of Society – How we become selves”, Mead critica el control social de las sociedades del Antiguo Régimen por ser demasiado conservador dado que preservaba las instituciones sociales de modo casi inmutable. Entones, el cambio social y político, cuando ocurría, era el resultado de fuerzas almacenadas tiempo atrás – no eran cambios graduales, sino transformaciones bruscas, radicales y revolucionarias. A su entender, la primera gran modificación de esta situación ocurre con la Revolución Francesa de 1789, que, por primera vez, institucionalizó, a nivel constitucional, el principio de cambio social hasta entonces característico de las revoluciones políticas y sociales243. ¿Cuál es, entonces, el problema de la sociedad?: “Conciliar el cambio y la preservación del orden”, afirma Mead en un registro claramente pragmatista, a través de la incorporación de “los métodos del cambio en el 243
Véase Mead, 1972, p. 361.
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mismo orden social” (Mead, 1972, p. 362)244. La ciencia posee el método para analizar el progreso humano. Primero identifica el problema, y después pregunta: “¿Como pueden reconstruirse las cosas para que esos procesos que han sido comprobados puedan darse otra vez?” (Mead, 1972, p. 363). Este método científico no es más que “el proceso evolutivo que se ha desarrollado consciente de sí mismo. Miramos atrás a lo largo de la historia de la vida vegetal y animal en la tierra y observamos como las formas se han desarrollado lentamente a partir del método de ensayo y error” (Mead, 1972, p. 364). Una posición semejante es defendida por John Dewey. Observando el desarrollo paralelo de la democracia y de la ciencia experimental245, Dewey avanza con la hipótesis de que la filosofía es un reflejo de la cultura donde se crea. De este modo, con el advenimiento de la ciencia experimental habría surgido una forma diferente de pensar filosóficamente la realidad, indisociable, claro está, del declive y caída del Antiguo Régimen feudal. Por lo tanto, el cambio social, cultural y científico son fenómenos íntimamente relacionados. Rechazando la ilusión de que es posible escapar a la contingencia histórica y cultural a través de una fundación puramente intelectual de la filosofía (Bacon, Descartes, Kant), Dewey no tiene dudas de que “los filósofos son partes de la historia, cogida en su movimiento; creadores tal vez en cierta medida de su futuro, pero también ciertamente criaturas de su pasado” (1993b, p. 32). Es en esta calidad de filósofo/ciudadano desde donde Dewey observa en la historia moderna de Occidente una paradoja: ¿Como fue posible llegar al siglo XX, tras cientos de años de desarrollo de las ciencias, y asistir a la yuxtaposición de condiciones de pobreza deplorables y señales de riqueza lujuriantes? Además: ¿por qué razón se explica que sólo una minoría tuviera acceso a los beneficios de la ciencia moderna, mientras que la mayoría se mantuvo al margen de este progreso? Su explicación es simple: Instituciones políticas obsoletas e injustas, cuyo origen remonta al periodo antecedente al desarrollo de la ciencia experimental baconiana, son los máximos responsables de este estado de las cosas. La concreción de los beneficios sociales de la ciencia moderna exige, en términos políticos, un régimen democrático que, a su vez, depende de la aplicación del “método de la inteligencia” a los problemas sociales, económicos y morales. Los pragmatistas rechazan, por lo tanto, aquello que consideran como un intelectualismo autoreferenciado, cerrado sobre sí mismo, estéril. Al contrario, Mead deseaba aplicar el producto de las investigaciones científicas a la resolución de los problemas prácticos de la reforma social. Como él mismo escribe en “The Working Hypothesis in Social Reform” (1899), la reforma social es la aplicación de la inteligencia en el control de las condiciones sociales, teniendo también en consideración el hecho de que en sociedad “nosotros somos las fuerzas que están siendo investigadas, y si avanzamos más allá de la mera descripción de los fenómenos del mundo social hacia el intento de
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Mead rechaza una perspectiva teleológica, ya que “no sabemos cual es el objetivo. Estamos en el camino, pero no sabemos donde. Debemos tener un método para ilustrar nuestro progreso. No sabemos donde supuestamente acaba el progreso, ni a donde va” (Mead, 1972, p. 363). 245 Véase Dewey, 1993b, p. 42.
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reforma, incluimos la posibilidad de cambiar lo que al mismo tiempo asumimos que debe estar necesariamente estable” (Mead, 1981, p. 4).
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Capítulo II: G. H. Mead en sus contextos. Podríamos quizás empezar este capítulo reconociendo la dificultad asociada a la definición de la naturaleza del contexto (relevante) en que cada autor opera. Mejor todavía, no deberíamos hablar de un contexto, sino de diversos contextos. En efecto, los textos de teorías sociales y políticas son escritos en el seno de una red de dominios, espacios y situaciones sobrepuestas en relación a los cuales están, más o menos conscientemente, orientados. En el caso particular de G. H. Mead, pretendemos sugerir no sólo que estos contextos nos permiten comprender mejor el significado de su teoría (una tesis historicista convencional), sino que, además, un análisis de la relación entre los textos de Mead y los contextos en que habían sido producidos puede ser relevante para la discusión de interpretaciones contemporáneas de su pensamiento. En particular, cinco contextos pueden ser identificados: 1) la sociedad norteamericana de la posguerra civil; 2) la atmósfera intelectual y religiosa de las décadas de 1880 y 1890; 3) las entonces emergentes ciencias sociales; 4) la situación institucional de las universidades norteamericanas (en particular, la Universidad de Michigan, en Ann Arbor y la Universidad de Chicago); y 5) el universo intelectual europeo, en especial el alemán (donde Mead estudió entre el Otoño de 1888 y el Verano de 1891)246. En este capítulo, nuestro propósito consiste en reconstruir históricamente el pensamiento político de Mead a la luz sobre todo del segundo contexto arriba referido; en particular, pretendemos defender la tesis de que dos de las más significativas influencias sobre el pragmatismo de Chicago habían sido la teología liberal protestante y el republicanismo cívico (el idealismo alemán y el evolucionismo darwinista son dos otras importantes referencias pero que no vamos a abordar aquí)247. Como tendremos oportunidad de observar, el papel destacado que conferimos a estas dos influencias se asienta sobre el presupuesto de que, al contrario del pragmatismo filosófico de Harvard (James y Peirce), el pragmatismo de Chicago fue parte integrante, desde su inicio y durante varias décadas, de la vida política y social de la ciudad. Como subraya Bernstein, “Con Dewey y Mead los aspectos sociales y políticos del pragmatismo vienen al primer plano. Para los dos el ideal de democracia entendido como una forma de vida en común en la que “todos comparten y todos contribuyen” es central en su visión filosófica” (1992, p. 815). A esta luz, la intensa y prolongada participación cívica de Mead, una mezcla de reformismo político y moral, gana una relevancia añadida. Lejos de constituir un mero detalle biográfico, estamos convencidos de que debemos conferirle el estatuto de llave de interpretación de su pensamiento social y político, más aún cuando, tal como Hans Joas observa, “todas estas actividades constituyen una parte del trabajo de Mead que ha recibido muy poca atención” (1985, p. 23)248. 246
Para un estudio semejante, véase Hinkle, 1980. Feffer llama nuestra atención para otro contexto: la recepción crítica de las ideas pragmatistas a lo largo del siglo XX, de la crítica conservadora de los años 50 a las críticas de izquierda de los años 60 y 70. Véase Feffer, 1993, p. 3 y ss. En nuestro caso, ya que ceñiremos nuestra atención en la recepción habermasiana de las ideas pragmatistas, este contexto no se reviste de particular relevancia. 247 Véase, para el caso específico del pragmatismo americano, Feffer, 1993, p. 9 y, para la cultura americana en general, Pocock, 1987b, p. 337. 248 La primera biografía intelectual de Mead fue escrita por Hans Joas, manteniéndose todavía hoy como uno de los mejores textos sobre el asunto (Joas, 1985). Fueron recientemente
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Mead, Dewey y sus colegas en Chicago intentaron formular una versión sociopsicológica de la ética republicana sugerida, un siglo antes, por Thomas Jefferson. El republicanismo comercial jeffersoniano considera que el control individual de las fuerzas de producción y una relación de proximidad entre el hogar y el local de trabajo constituyen otras tantas características inevitables de un ser humano libre, autónomo y realizado. Dewey, en especial, apreciaba bastante este ethos de comunidades pequeñas, íntimas y autónomas, aunque estaba convencido de que la reforma de la sociedad industrial no pasaría por un retorno a la virtud de los antiguos, ni por un salto a lo desconocido. Entre un pasado austero y un futuro revolucionario, Dewey (al igual que Mead) preferían un presente donde pasado y futuro se encontrasen, un presente que sintetizase experiencias pasadas y proyectos futuros en acción inteligente249. En lo que se refiere a la otra influencia a que aludimos - la teología protestante -, es conveniente tener en cuenta los orígenes sociales de Mead. Hijo de un sacerdote (doctor en teología) y educado en un colegio religioso (Oberlin, Ohio), Mead, a pesar de, más tarde, haberse quejado de la naturaleza limitada y casi tacaña de su formación intelectual250, fue un joven bastante religioso. En este sentido, puede afirmarse que, a mediados de la década de 1880, su cosmovisión se fundaba sobre la creencia de que el protestantismo no sólo era el camino para la salvación individual, sino que constituía igualmente un mecanismo de reforma moral. Para Mead, como para Dewey, la reforma de la sociedad y del sistema político iría siempre acompañada por la idea de la reforma de las mentalidades251. Tras una breve y frustrante carrera como profesor de instituto, Mead, entre Abril y Octubre de 1884, trabaja como prospector para el “Wisconsin Central Railroad”, en Minnesota. En Diciembre, se muda a Minneapolis donde se quedaría dos años dando clases particulares como preparación para la entrada en su antiguo colegio de Oberlin. Dado que su mejor amigo, Henry Castle, había empezado a cursar derecho en Harvard en Otoño de 1886, Mead visita Cambridge (Massachusetts) en ese invierno. La impresión que Harvard le dejó no puede ser más favorable: Mead decide juntarse a su amigo Castle en el año siguiente. Ya en Harvard, Mead se inscribe en el seminario de Josiah Royce sobre Kant, un seminario que sería la experiencia intelectual más destacable de ese periodo. Sin embargo, y después de haber trabajado como tutor del hijo de William James en Verano de 1888, Mead abandona Harvard y viaja hacia publicados dos importantes estudios sobre Mead y el pragmatismo, recurriendo a una aproximación metodológica historicista. Uno de los autores es Andrew Feffer, que habla en una “historia contextual del pragmatismo” (Feffer, 1993, p. 11), y el otro es Gary Alan Cook, que describe su perspectiva metodológica como “esencialmente la de un historiador de las ideas” (Cook, 1993, p. XIV). Este capítulo no podría haber sido escrito sin la contribución de estas tres obras. 249 Diggins, 1985. 250 “Un estudio directo sistemático de Kant era imposible en Oberlin, donde, además de los escoceses y sus derivados americanos, los estudiantes eran expuestos únicamente a la psicología empirista británica, Hamilton, Mill, Spencer y Darwin. Mead consideró esta instrucción (...) como una forma de adoctrinamiento clerical dogmático” (Feffer, 1993, p. 43). 251 Sobre la influencia de la teología protestante de la Nueva Inglaterra sobre el pragmatismo (sobre todo de Dewey) el estudio más completo se encuentra en Kuklick, 1985. Es de subrayar que Bruce Kuklick, antiguo profesor de Feffer, fue uno de los primeros historiadores de ideas en aplicar una metodología historicista al caso del pragmatismo americano.
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Leipzig (en Alemania) en ese Octubre con el objetivo de hacer un doctorado. Allí será alumno de Willelm Wundt y empezará a concebir la hipótesis de trabajar en el dominio de la psicología fisiológica252. Este contexto (el quinto arriba referenciado) vendría a revelarse particularmente importante para la formación intelectual del joven Mead, así como para toda una generación de académicos americanos253. Entre las principales influencias que recibió durante este periodo se cuentan la noción de “gesto” de Wundt, la hermenéutica de Dilthey (de quien fue alumno en Berlín, entre 1889 y 1891), el idealismo alemán (en especial, la filosofía de la historia de Hegel), y el socialismo municipal de la era de Bismarck254 . Sin embargo, Mead nunca completaría su doctorado ya que, en Agosto de 1891, se casa con la ex mujer de su mejor amigo, Helen Castle, y acepta una invitación de su amigo Dewey para enseñar en el departamento de filosofía de la Universidad de Michigan, en Ann Arbor255 . En el ámbito del sistema universitario creado en las décadas de 1880 y 1890 (el cuarto contexto atrás referenciado), Mead y Dewey, como la mayoría de los científicos sociales de esa generación, intentan adaptar sus creencias protestantes a los problemas de la sociedad industrial y urbana entonces emergente. Si Dewey dirigía su organicismo social cristiano contra el individualismo conservador y el protestantismo ortodoxo, defendiendo la democracia como “una forma de asociación espiritual y moral”256, Mead, de forma todavía más entusiasmada que su amigo y colega, perfila una concepción de protestantismo cercana a las reivindicaciones socialistas257. Como vimos, la aproximación de Mead al socialismo sucedió en Alemania, que en ese momento era el centro del socialismo europeo. En efecto, Mead fue influenciado por el socialismo municipal alemán hasta el punto de pretender adaptar sus soluciones a la realidad urbana norteamericana. Como escribe en una carta a su amigo Castle,
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Las razones que se hayan tras esta decisión pueden encontrarse en la correspondencia de Henry Castle: en una carta enviada a sus padres, Castle explica que “George piensa que debería especializarse en este ramo, ya que en América, donde el pobre y triste cristianismo, receloso por su subsistencia, intenta amordazar el libre-pensamiento, (...), piensa que será difícil para él tener una oportunidad para expresar opiniones filosóficas de forma independiente. En psicología fisiológica, por otro lado, ha encontrado un territorio inofensivo en el que puede trabajar tranquilo, sin temor a que caiga sobre él el anatema o la excomunión del todopoderoso Evangelismo” (Castle citado en Cook, 1993, p. 21). Véase igualmente Wallace, 1967, p. 406. 253 Uno de los pocos textos dedicados a este tema se encuentra en Cook, 1993, pp. 20-27. Es Feffer quien nos habla del número de estudiantes americanos que cursaron estudios de postgraduado en Alemania: 9000 entre 1820 y 1920. Véase Feffer, 1993, p. 79. 254 Joas, 1985, pp. 18-20. 255 Mead escribió una carta a su amigo Castle relatándole esta situación: “Recibí una carta de Dewey muy prometedora desde el punto de vista profesional. Me quedo con Psicología Fisiológica (un curso en Historia de la filosofía y otro medio sobre Kant) y con otro sobre Evolución. No te quedes esperando, ven aquí y haz lo mismo” (Mead citado en Cook, 1993, p. 25). 256 Dewey citado en Feffer, 1993, p. 77. 257 Dice Joas: “Su concepción del socialismo estaba influenciada por los ideales de sus fases Cristiana y Royceana, así como por la esperanza de que sería capaz de encontrar la realización práctica de esas ideas en la vida cotidiana mediante su actividad como intelectual reformista” (1985, p. 20).
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La necesidad inmediata es que deberíamos tener una concepción clara de las formas que el socialismo está tomando en Europa, y especialmente en los organismos de la vida municipal – como las ciudades limpian sus calles, gestionan el tráfico (..), así podremos trasladar algunas ideas a América (...). Opino que la aplicación inmediata de los principios de la vida corporativa – del socialismo en América – debe empezarse por la ciudad258 . Dewey y Mead trabajan juntos en Ann Arbor durante los tres años siguientes. Se trata de una época de intenso desarrollo intelectual para Mead bajo la influencia de Dewey: “Dewey es un hombre que no sólo cuenta con una gran originalidad y una profunda reflexión; es el más valioso pensador que he conocido. He aprendido más de él que de ningún otro hombre”259, escribe Mead en una carta dirigida a sus suegros, al final del segundo semestre en Ann Arbor. En 1894, el presidente de la recién creada Universidad de Chicago, William Harper, invita a Dewey a dirigir el departamento de filosofía, el cual no sólo acepta el desafío sino que también convence a Harper para contratar a Mead260, que ascendería a la categoría de profesor asociado en 1902. Es un periodo en el que la influencia de Dewey todavía se siente de forma muy pronunciada, tal como se puede constatar en los artículos publicados por Mead. Una de las sus primeras publicaciones empieza justamente con una referencia al artículo de Dewey, “A Theory of Emotion” (1894)261, y constituye una elaboración de las ideas deweyanas a partir de la perspectiva que Mead venía prosiguiendo desde los trabajos de preparación de su doctorado. Lo mismo acontece con el influyente artículo de Dewey, “The Reflex Arc Concept in Psychology” (1896): Mead intentó desarrollar aquel análisis funcional y organicista en “Suggestions Toward a Theory of the Philosophical Disciplines” (1900) y “The Definition of the Psychical” (1903). También el hegelianismo característico del pensamiento deweyano de ese momento puede encontrarse en Mead. Es el caso de la recensión “A New Criticism of Hegelianism: Is it Valid?” (1901), en que Mead argumenta que Hegel transforma la filosofía de una búsqueda infructífera de entidades fundamentales en un método dialéctico de pensamiento que permite que el individuo “en su pleno contenido cognitivo y social encuentre y resuelva sus dificultades” (Mead, 1901, p. 96). Pueden identificarse elementos de la influencia de Dewey sobre el pensamiento de Mead en otras dos áreas: la reforma educativa y la reforma social. Por lo que respecta a la teoría de la educación de Dewey, la “University Elementary School” (por él fundada y dirigida hasta 1904262), constituye un hecho destacable. No sólo las clases dadas por Dewey en esa institución 258
Mead citado en Feffer, 1993, p. 82. La misma carta es citada en Cook, 1993, pp. 22-23. Mead citado en Cook, 1993, p. 32. 260 Las cartas escritas por Dewey en favor de Mead aún hoy pueden encontrarse en la Universidad de Chicago, en los University Presidents’s Papers, caja 17, archivo 11 (27 de Marzo y 10 de Abril de 1984). Véase Cook, 1993, p. 200; y Wallace, 1967, p. 407. 261 Nos referimos a “A Theory of Emotions from the Physiological Standpoint”, presentado en 1894. Véase Mead, 1895. 262 Momento en que entra en conflicto con el presidente Harper y abandona Chicago, mudándose a la Universidad de Columbia, en Nueva York. 259
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serían compiladas en una obra que marcaría el inicio de la (influyente) producción deweyana sobre pedagogía263, sino que el propio Mead, en calidad de presidente de la asociación de padres, leería un discurso y, más tarde, publicaría dos artículos en los que la influencia de las tesis pedagógicas deweyanas es nítida264 . En lo que se refiere al tema de la reforma social, Mead, siguiendo a Dewey, propone la aplicación de una perspectiva hegeliana e instrumental a la resolución de los problemas sociales. Como él mismo explica en “The Working Hypothesis in Social Reform” (1899), “Lo que tenemos es un método y una capacidad de aplicarlo (...) Esta es la actitud del científico en el laboratorio (...) Y debe reconocer que esta declaración es, en el mejor de los casos, únicamente una hipótesis de trabajo” (Mead, 1981, p. 3). La idea que Mead expresa aquí, compartida por la mayoría de los pragmatistas, se refiere a la superioridad de una aproximación gradualista y orientada hacia la resolución de problemas concretos respecto a una perspectiva utópica o “programática”. La justificación de esta aproximación surge de la toma de conciencia de la complejidad de los procesos sociales que invalida cualquier intento de describir con detalle visiones de sociedades futuras ideales. En vez de desperdiciar nuestro tiempo y esfuerzo en esquemas grandiosos condenados al fracaso, sería mejor, argumenta Mead, que centrásemos nuestra atención en los problemas específicos de nuestra sociedad265. Otro aspecto distintivo del reformismo pragmatista, tanto en Mead como en Dewey, se refiere al papel central destinado a la ciencia. En efecto, durante sus primeros años en Chicago, Mead confía al método científico la función de asegurar la racionalidad de las intervenciones políticas, basándose en tres presupuestos: la existencia de regularidades en los procesos sociales posibilitaría el control científico de los esfuerzos de reforma social; la superioridad del método científico respecto a las anteriores formas de resolución de problemas; y la creencia en la naturaleza esencialmente social de la acción humana (lo que asegura, por medio de un método adecuado, una reforma social inteligente)266. No debemos, sin embargo, subestimar la materialidad de estas ideas. En rigor, estas ideas sobre reforma política, social y educativa constituyeron, durante años, las referencias teóricas de la implicación de Mead, Dewey y de los restantes miembros del departamento de filosofía267, en la resolución de conflictos laborables y en la discusión pública de temas de interés general (como la participación de Estados Unidos en la I Guerra Mundial), a través del “City Club” de Chicago, fundado en 1903. Esta institución de reforma municipal y de promoción de la vida cívica local, al igual que muchas otras en los Estados Unidos de esa época, refleja la influencia de los ideales jeffersonianos de participación cívica en el nivel local, del protestantismo liberal y del socialismo municipal alemán, que había sido importado por las elites intelectuales 263
Nos referimos a School and Society, 1899. Los artículos son Mead, 1896 y Mead, 1897. 265 Como Mead escribe, “Es imposible prever cualquier condición futura que dependa de la evolución de la sociedad de tal modo que pudiésemos controlar nuestra acción teniendo en cuenta esa previsión” (Mead, 1981, p. 3). 266 Véase Cook, 1993, p. 41. 267 Además de Dewey y Mead, James Tufts y James Angell constituían el núcleo del departamento de filosofía, que englobaba también las áreas de psicología y pedagogía. 264
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regresadas de Alemania. Para demostrar la importancia de la concepción republicana de participación cívica y de ciudadanía responsable e informada, así como del ideal de concordia, hermandad y armonía social del protestantismo268, debemos discutir los numerosos artículos e informes escritos por Mead en este periodo, así como su intensa implicación en la resolución de problemas educativos y laborables en el Chicago del inicio del siglo XX269. En este momento, es identificable en el discurso de los pragmatistas una creciente aproximación entre un registro científico y un abordaje ético de naturaleza religiosa. El lenguaje empleado por Dewey, Mead y otros pragmatistas denota una fluidez de posiciones, desde la psicología a la filosofía y de esta al reformismo social, siempre en confrontación con dos perspectivas: el radicalismo utópico, exclusivamente orientado hacia el futuro, y el conservadurismo, sólo preocupado con el pasado. Esta es la parte central de la psicología política que caracteriza al pensamiento político pragmatista de la “Era Progresista”. Una vez que los conflictos políticos, sociales y laborables son esencialmente concebidos como fenómenos psicológicos, la integración social surge como un mecanismo de regulación política no sólo a nivel de la personalidad, sino también de la sociedad. La psicología asume, así, una función central - la mediación y arbitraje de conflictos sociales270. Un arbitraje que estimula la reflexión científica hacia la resolución concreta de problemas específicos, asumiendo un carácter que puede ser confundido con la ideología tecnocrática de la que habla Popper en The Poverty of Historicism (1960)271. Sin embargo, creemos poder disipar tal confusión si atendemos a las propuestas y acciones llevadas a cabo en tres distintas áreas: la educación y formación profesional; la inmigración y exclusión social; y los conflictos laborales. En 1906, fueron creadas comisiones especializadas para responder al número creciente de problemas sociales en una de las mayores y más turbulentas urbes de la época. Mead fue miembro de la comisión de educación pública, la cual presidió entre 1908 y 1914. Como miembro de la comisión, Mead investigó el sistema municipal de bibliotecas272 y fue el responsable de la formación profesional. Preocupado por las implicaciones políticas y morales de la política educativa de esa época, Mead rechaza el sistema educativo dual que separaba la enseñanza vocacional y la formación técnico-profesional. Para él, al igual que para Dewey, la formación de jóvenes en actividades de cariz eminentemente práctico constituía un estímulo, y no un obstáculo, al aprendizaje de materias más teóricas y formales, i.e., la enseñanza de, por ejemplo, filosofía e historia debía complementar la formación profesionalizante. 268
Feffer, 1993, p. 161. No es ciertamente una coincidencia la creación, en 1917 en Chicago, de la “International Association of Lyons Clubs”, asentada en una concepción de servicio público financiado por donativos de la sociedad civil. La participación en esta red internacional de clubes se restringe a los miembros de cada comunidad cuya reconocida idoneidad y reputación les permita ser invitados a ese efecto, y las actividades que desarrollan comprenden programas de ciudadanía, educación y salud. 270 Véase Feffer, 1993, p. 169. 271 Versión en castellano: Popper, K., (1973), La miseria del historicismo, Madrid, Alianza. 272 Para descubrir que era demasiado centralizado y desigual en relación con la cobertura de los suburbios más desfavorecidos. Véase “Report on Chicago’Skinner Public Library Service”, City Club Bulletin, nº2, pp. 381-388. 269
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Para ilustrar esta tesis, Mead, en 1912, orienta una investigación sobre la enseñanza vocacional que demuestra, entre otras cosas, que la tasa de abandono escolar era preocupantemente alta (49% de los alumnos inscritos no completaban el octavo año de escolarización). Mead realiza una lectura política de estos números. Si los estudiantes abandonan la escuela, sobre todo en su vertiente vocacional, no se beneficiarán de una “mínima educación de ciudadanía americana”273. Esta actitud denota su asunción de las preocupaciones republicanas sobre la calidad de la participación cívica. De igual modo, en un artículo escrito cuatro años antes, Mead, criticando al sistema educativo dual por subvertir el círculo virtuoso entre educación progresista y reforma social, sugería que “nuestras primeras instituciones democráticas” se basaban en un sistema educativo integrado que formaban “hombres prácticos, inteligentes y con confianza en ellos mismos, así como buenos trabajadores que no tenían que avergonzarse por el trabajo de sus manos”274 Esta creencia de que los individuos sin formación o experiencia profesional serían menos capaces de participar responsablemente en la conducción de la cosa pública reafirmaba, un siglo después de Jefferson, la noción de que la independencia profesional (asegurada por un oficio o por la propiedad) y la autonomía política (garantizada por la participación cívica) serían caras de la misma moneda. Pero Mead avanza con una justificación psicológica para la teoría republicana de la virtud cívica: la competencia técnica y profesional, como expresión de la inteligencia práctica, cumplía la función de integración social de los trabajadores en esferas como el grupo de trabajo, la corporación profesional y la comunidad nacional. Asociando psicología y política, tal como James y Dewey, Mead sugiere, por lo tanto, que el progreso educativo constituye un elemento de desarrollo del conjunto de valores compartidos por los miembros de la comunidad política. Otra área que mereció la atención de Mead, así como su activa participación, fue el movimiento de los centros sociales (settlements) para grupos desfavorecidos. Como nos explica en “The Social Settlement: Its Basis and Function” (1907-1908a), este movimiento, iniciado en Inglaterra en la década de 1870 a partir de una iniciativa conjunta de la Universidad de Oxford y de la Iglesia Anglicana, se aproximaba a sus propias ideas sobre reforma social inteligente ya que El trabajador social se distingue del misionero o del observador científico por sentirse arraigado en la comunidad en donde vive y por intentar mejorar las condiciones de vida que lo rodean; su estudio científico de esas condiciones surge de sus relaciones humanas inmediatas, de su conciencia de vecindad, por el hecho de considerar que está en su propia casa. (Mead, 1907-1908a, p. 108 el subrayado es nuestro). En este notable pasaje, Mead expone las razones de su opción por un reformismo social científicamente orientado y políticamente engagé. Los 273
Mead, 1912a, p. 5. Mead, 1908-1909, p. 371. Respecto a los textos de Mead sobre este tema, véanse Mead, 1907a; 1907b; 1907-1908b; 1908; 1908-1909; 1909. Dewey era igualmente un crítico del sistema educativo dual: Véanse Dewey, 1979a; 1979b; 1979c; 1980a; 1980b. 274
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trabajadores de los centros sociales, al alcanzar una “conciencia de vecindad” podían no sólo analizar de forma científica las condiciones de vida de esos lugares, como podían y debían intervenir para mejorarlas. Esta concepción ensanchada de ciudadanía, que elimina las fronteras entre ciencia y política, condujo sus actividades junto a la población inmigrante, que constituía en ese momento un tercio de la población de la ciudad de Chicago275. En 1908, Mead participó en la fundación de la “Liga de Protección de los Inmigrantes” y, entre 1909 y 1919, fue vicepresidente de esta institución filantrópica privada, que no sólo prestaba auxilio a los recién llegados a la ciudad, sino que también los intentaba orientar en el mercado laboral. Todavía durante este periodo, Mead apoyó igualmente la lucha por los derechos de las mujeres276 , así como la reforma del código penal de menores277 . Pero el envolvimiento de Mead en la vida de la ciudad no se limitó a estas problemáticas. En reacción a las diversas oleadas de conflictos laborables que asolaron Chicago en el inicio del siglo XX, desde la huelga “Pullman” de 1894 pasando por las revueltas de los trabajadores en 1900-1903 hasta a la huelga en el sector del vestuario de 1910, Mead no dejó de contribuir como mediador de conflictos. En particular, se envolvió en el arbitraje de la huelga de 1910. Considerando que las pretensiones de la patronal eran excesivas e injustificables, Mead asumió la posición de los huelguistas sugiriendo incluso la creación de un sindicato para el sector textil. Su intervención sería exitosa ya que patronos y trabajadores llegaron a un acuerdo en Enero de 1911. En términos genérales, puede afirmarse que Mead, a pesar de su simpatía por los intereses de las clases trabajadoras, rechazaba, por principio, cualquier posición corporativista que amenazase el interés general de la comunidad. En su opinión, existía una genuina comunión de intereses entre el capital y el trabajo dado que presuponía, de forma algo controvertida, la existencia de una “fuerza social inteligente” capaz de contribuir a la disminución de la conflictividad social. Por eso no debe extrañarnos su desilusión, ya al final de la I Guerra Mundial, en relación al comportamiento de los sindicatos americanos durante el conflicto. Motivados por “impulsos irracionales” (i.e., intentar aumentar los sueldos, aprovechando la escasez de mano de obra debida a la movilización general para la guerra), los sindicatos intentaron beneficiarse con la economía de guerra278 . Debemos señalar, en rigor, que la actitud de Mead, Dewey y de los demás pragmatistas ante la I Guerra Mundial constituye un elemento clarificador de la naturaleza del reformismo radical que estamos discutiendo. Una vez más, el paradigma republicano cívico resurge como un elemento explicativo de la tradición política pragmatista. Concordamos con Joas cuando sugiere que la aceptación de la política externa del Presidente Woodrow Wilson por parte de Mead se explica fundamentalmente por la convicción de que Estados Unidos “debido a la historia anti-colonialista de sus orígenes, y por sus tradiciones democráticas, era intrínsicamente una nación no-imperialista, incluso anti275
Véase Cook, 1993, p. 99. Mead publica un artículo sobre el tema del sufragio femenino en 1912, en el Chicago Tribune del 9 de enero. 277 Sobre este tema, véase Mead, 1981. 278 Feffer, 1993, p. 262. 276
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imperialista” (Joas, 1985, p. 26). Aunque aquello que Joas sugiere como una postura imperialista quizás deba ser considerada como una doctrina internacionalista, por oposición a un aislacionismo próximo a las tesis del excepcionalismo americano. Sería igual que decir que pensamos que Wilson, más que un imperialista, fue un presidente con una agenda orientada hacia cuestiones internacionales279 , de la que la creación de la Liga de las Naciones es quizás el acontecimiento más destacable. Esto parece, en verdad, corroborarse por el propio Mead en “NationalMindedness and International-Mindedness” (1929), donde defiende que, partiendo de concepciones distintamente republicanas de virtud y corrupción280, la solución para el fenómeno de la guerra consiste en aplicar el método de la inteligencia de modo que pudiesen identificarse los intereses comunes que se escondían tras las divisiones que motivaron el conflicto: “Lo más difícil es percibir cual es el valor común en la experiencia de los grupos e individuos en conflicto. Es el único substituto” (Mead, 1981, p. 365). Es decir, sólo una creciente comunión internacional de intereses, asentada en la transformación de las múltiples opiniones públicas nacionales en una opinión pública mundial, podrá impedir que la lucha de clases y las divisiones de intereses degeneren en conflictos armados. En suma, Mead asumió durante años un papel activo tanto en la reflexión como en el intento de resolución de los conflictos educativos, laborables y sociales que caracterizaron las primeras dos décadas del siglo XX en Chicago. Su reformismo radical fue inspirado por múltiples fuentes: del republicanismo cívico, con la concepción jeffersoniana de pequeñas comunidades cuya virtud se asienta en la independencia y cooperación económica, al protestantismo liberal, con la creencia en una armonía social derivada de la inmanente sociabilidad humana, pasando por el socialismo municipal alemán, que lo sensibilizó hacia las potencialidades democráticas del poder local. La naturaleza común a los diversos contextos a la que aludimos en el inicio surge, ahora, con mayor claridad. Como intentamos demostrar, Mead desarrolló su pensamiento, durante aquel que podremos considerar su periodo “intermedio”281 , 1) en el marco de la sociedad y cultura norteamericanas de la posguerra civil, 2) en una realidad religiosa marcada por el conflicto entre una teología protestante liberal y reformista y una doctrina protestante ortodoxa y conservadora, 3) en una época que vio nacer las ciencias sociales en América, 4) en la estructura institucional de las recién 279
Confirmando esta posición, Westbrook nota que la cultura política norteamericana se volvió más conservadora y aislacionista con el fin de la era wilsoniana y la ascensión al poder del republicano Warren Harding. Véase Westbrook, 1991, p.227. 280 “Estar interesado en el bien común significa que debemos ser desinteresados, es decir, que no debemos estar interesados en el bien en el que estamos personalmente envueltos” (Mead, 1981, p. 355). La misma preocupación con el tema de la corrupción puede encontrarse en otros textos no publicados, como el caso del crucial “How can a sense of citizenship be secured?”, escrito durante la I Guerra Mundial. En este artículo, Mead observa que “Llevó 25 años alejar la atención pública de América del hecho de que la Unión había sido salvada por el partido republicano y a orientarla hacia los intereses sociales que justifican la existencia de la Unión. Durante este periodo la absorción del sentimiento político por un tema ya superado dio lugar a corrupción en todos los lados de la República” Mead’s Papers, Department of Special Collections, University of Chicago, Addenda, caja 2, archivo 3, p. 4. 281 Entre su entrada en el City Club, en 1906, y el final de la I Guerra Mundial, momento en que pasó a dedicar mayor atención a la vida académica y a temas no tan relacionados con la educación o la política.
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creadas Universidades (Michigan y Chicago), y 5) bajo la influencia del socialismo municipal alemán y otras corrientes de pensamiento entre las que destaca el hegelianismo.
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Capítulo III: Moral y política en G. H. Mead. A pesar del carácter fragmentado de los escritos de Mead sobre filosofía moral, juzgamos que no sólo presentan una nítida unidad de preocupaciones y soluciones, como constituyen un campo privilegiado de aplicación de su teoría de la acción. En rigor, Mead intenta justificar su teoría moral a través de su teoría de la evolución social. Esta última es igualmente utilizada para criticar las dos perspectivas dominantes en este campo, hoy como entonces: la ética kantiana y el utilitarismo de James Bentham y John Stuart Mill. Sin embargo, pretender discutir la ética meadeana a la luz de las actuales controversias sobre la posibilidad de una ética comunicativa exige que tengamos consciencia de las limitaciones de esta propuesta. Esto implica, por ejemplo, reconocer el carácter datado y obsoleto de la tesis pragmatista que pretende aplicar los mismos criterios de racionalidad y verdad al tratamiento de cuestiones éticas y morales, como si tratase de alcanzar una solución científica para un problema de hecho282. Creemos, sin embargo, que una reconstrucción histórica de su pensamiento sobre moral y política nos permitirá participar en el debate contemporáneo sobre este tema mediante dos vías: por un lado, a través de la crítica a una de las más influyentes propuestas en este dominio (la de Habermas), y, por otro, presentando una alternativa consonante con nuestras pretensiones teóricometodológicas. El propósito de este capítulo consiste, por tanto, en reconstruir el pensamiento moral y político meadeano de forma históricamente sustentada. Esto significa leer la filosofía moral que Mead nos propone a la luz de las influencias que sufrió y teniendo en cuenta los debates en que participó. Como veremos, la principal consecuencia de esta estrategia reside en una reevaluación de las propuestas de Mead que nos ayuda a demostrar el carácter ilusorio de la distinción entre teoría e historia de la teoría. Los “Fragments on Ethics”283 empiezan con la sugerencia de que el imperativo categórico kantiano puede ser reconstruido “en términos de nuestra teoría social del origen, desarrollo, naturaleza y estructura de la persona” (Mead, 1982a, p. 381). Como resultado de la reconstrucción de la ética kantiana a partir de la teoría de la evolución social meadeana, el universalismo moral asume la forma de una “socialidad universal”; lo mismo es decir que, a diferencia de Kant, que concibe la universalidad a partir de la racionalidad individual, Mead propone que nuestros juicios morales sean considerados universales porque al realizarlos asumimos la actitud de todos los seres humanos dotados de racionalidad. En verdad, la ética meadeana asume una posición crítica ante la de Kant y la de los utilitarios justamente reconociendo que la “actitud común” a estas doctrinas tan diferentes es el objetivo de una moral universal. Mead rechaza, sin embargo, estas dos doctrinas morales en la 282
Véase Joas, 1981, p. 125. Este es el título de uno de los anexos de la obra Mind, Self, and Society (1934), que consiste en una compilación de varios textos sobre este tema organizada por Charles Morris a partir de un conjunto de notas manuscritas de un curso introductorio de ética (versión en castellano: “Fragmentos sobre ética” en Mead, G.H., (1982), Espíritu, persona y sociedad desde el punto de vista del conductismo social, Barcelona, Paidos). Véase Morris, 1997, p. VI. Para una crítica a la actividad editorial de Morris, véase Joas, 1997, p. 267. 283
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medida en que si el utilitarismo no es capaz de asociar la moral a una motivación, Kant no es capaz de relacionar la moral a los fines a alcanzar. En otras palabras, Kant y los utilitarios fundan sus propuestas sobre erróneas teorías de la acción que separan, de forma artificial, la motivación y el objetivo de la acción humana. Se vuelve así evidente la naturaleza de la estrategia de argumentación empleada por Mead. A partir de una crítica a los presupuestos psicológicos y sociológicos de la ética kantiana y del utilitarismo, Mead pretende demostrar que la elección entre una ética de la convicción (Kant) y una ética de la responsabilidad por los resultados de la acción (Bentham y Mill) constituye un falso dilema. En una crítica cuyo cariz pragmatista nos transporta hasta la filosofía moral contemporánea284 , Mead intenta demostrar que ambas tradiciones no dejan de, contrariamente a sus pretensiones, introducir un contenido valorativo en éticas supuestamente formales285. A su entender, hay que universalizar no sólo la forma de la acción, sino el propio contenido de la misma. Presentando el ejemplo de un individuo que orienta su acción hacia la obtención de placer, Mead observa que una cosa es el placer como una sensación particular identificable en el tiempo y en el espacio, y otra es tener placer en alcanzar un fin al que puede atribuirse una forma universal286 . Surge, entonces, otro problema: ¿que tipo de fines debe la acción moral pretender alcanzar? La respuesta que Mead nos sugiere apunta en el sentido de fines deseables en sí mismos porque llevan a la expresión y satisfacción de impulsos, en una explícita aproximación a Dewey y Tufts287. Y, criticando el hedonismo de utilitaristas y kantianos (por presuponer que nuestros impulsos se dirigen a nuestros propios estados subjetivos y no al objeto de placer), Mead sugiere que los únicos fines moralmente aceptables son aquellos que promueven la realización del self como un ser social. Sólo en la eventualidad de que podamos identificar las motivaciones de nuestra acción y nuestros objetivos con el bien común, conseguiremos que nuestra acción sea moralmente válida. Una vez que la naturaleza humana es esencialmente social, los fines morales deben también presentar un carácter social288. 284
Estamos pensando en la crítica que Bernstein, también él un pragmatista, dirige a la pretensión habermasiana de haber propuesto una ética de la discusión puramente procedimental, desproveída de cualquier ethos. Véase parte IV, capítulo III. 285 Discutiendo la ética kantiana, Mead argumenta que “Este marco de un medio de fines apenas puede ser distinguido de la doctrina de Mill, ya que ambos establecen a la sociedad como un fin. Cada uno de ellos tiene que lograr alguna clase de fin que pueda ser universal. Los utilitaristas lo obtienen en el bien general, la felicidad general de toda la comunidad; Kant lo encuentra en una organización de seres humanos racionales que apliquen la racionalidad a la forma de sus actos. Ninguno de ellos está en condiciones de definir el fin en términos de objeto del deseo del individuo” (1982a, p. 384). 286 “... si se desea tal objeto, el motivo mismo puede ser tan moral como el fin. La brecha que el acto abre entre el motivo y el fin deseado desaparece entonces” (Mead, 1982a, p. 384). 287 Para quien, impulsos morales son aquellos que “refuerzan y expanden, no sólo los motivos de los cuales surgen directamente, sino también las otras tendencias y actitudes que son fuentes de dicha” (citados en Mead, 1982a, p. 385). Debe notarse, sin embargo, que tanto Mead como Dewey y Tufts pueden ser criticados por identificar fines deseables y felicidad humana como ausencia de dolor: el ejemplo de agentes morales masoquistas elimina la posibilidad de tal identificación. Véase Benhabib, 1995, p. 342. 288 Como Mead escribe, “Nuestra moralidad se concentra en torno a nuestra conducta social. Somos seres morales en cuanto seres sociales. De un lado está la sociedad que hace posible a la persona, y del otro lado se encuentra la persona, que hace posible a una sociedad
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Asimismo, Mead propone una reformulación del imperativo categórico kantiano que incorpora las conclusiones de su teoría social: en la medida en que el self desarrolla su acción reconstruyendo la sociedad a la que pertenece, el “punto de vista moral” (i.e., la perspectiva que permite una evaluación imparcial de cuestiones morales) se define de la siguiente forma: “Uno debe actuar con referencia a todos los intereses involucrados” (Mead, 1982a, p. 387). La alusión a los científicos que, en laboratorio, tienen que tener en consideración todos los hechos para alcanzar una solución es reveladora de aquello que Mead tiene en mente289. La comunidad de científicos de la que hablaba Peirce surge como una recámara de la “comunidad lógica de discurso” sobre la que se fundamenta el imperativo categórico propuesto por Mead. Es igual que decir que el punto de vista que permite una evaluación imparcial de las cuestiones morales o de la justicia, tal como es formulado por Mead, implica que todos los agentes morales se pongan en la posición de todos cuantos podrán ser afectados por la acción en cuestión: “En los juicios morales tenemos que elaborar una hipótesis social, y nadie puede hacerlo simplemente desde su punto de vista. Tenemos que contemplarla desde el punto de vista de una situación social” (Mead, 1982a, p. 388). Este pasaje desmiente, sin margen de dudas, la afirmación de Habermas de que la asunción ideal de roles, según Mead, era “practicada por cada uno individual y privadamente...” (Habermas, 2002, p.18). Debe subrayarse que esta no es una afirmación cualquiera. Habermas presenta el punto de vista de su “ética de la discusión” precisamente en oposición a las propuestas de John Rawls290 y de Mead. Esto significa, como veremos en el capítulo IV de la parte IV, que la ética de la discusión habermasiana parece ser vulnerable a una crítica que se fundamenta en la reconstrucción histórica de las propuestas que aquella reconstruye racionalmente, sobre todo si tal crítica viniera acompañada por una propuesta republicana resultante de la reconstrucción de una experiencia histórica concreta - el republicanismo de Maquiavelo. Otra dimensión de nuestra estrategia se asienta en la demostración de la fuerza paradigmática de los ideales republicanos sobre el pensamiento político de Mead y Dewey. En este sentido, la crítica meadeana al paradigma contratualista de los derechos naturales constituye un elemento revelador en relación al posicionamiento de la teoría política pragmatista en el marco de la historia de las ideas, en la medida en que se aleja de los presupuestos individualistas y jurídicos de tal doctrina. Mead, como Dewey, se aproxima a una posición republicana y comunitaria por vía sobre todo, aunque no exclusivamente, del republicanismo que venía siendo articulado en Estados Unidos desde el siglo XVIII y cuya presencia puede ser detectada en la autocrítica realizada por el liberalismo. Es precisamente en este sentido en el altamente organizada. Ambas se responden mutuamente en la conducta moral” (Mead, 1982a, p. 387). 289 “La ciencia (...) sólo insiste en que el objeto de nuestra conducta debe tener en cuenta y hacer justicia a todos los valores que evidencian estar involucrados en la tarea, así como insiste en que cada hecho involucrado en el problema de investigación debe considerarse en una hipótesis aceptable” (Mead, 1981, p. 256). 290 Cuya formulación del punto de vista moral asume la forma de una “posición original”. Discutimos esta propuesta en Silva, 2000b, p. 140 y ss.
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que Bernstein afirma que “Dewey y Mead estaban entregados a un programa de reforma social radical y democrático. Los pragmatistas no eran apologistas del status quo. Ellos estuvieron entre los más implacables críticos que sostenían que la sociedad americana había sido incapaz de realizar su promesa democrática “ (1992, p. 815) - ¿y que promesa democrática era esta? Como hemos visto (parte II, capítulo III), se trata de la promesa que subyace a la concepción republicana de un régimen político que evita la corrupción de los ciudadanos al promover la participación cívica en detrimento de la persecución de sus intereses particulares. La crítica meadeana a la doctrina de los derechos naturales se dirige, en particular, a aquello que considera ser el presupuesto individualista que caracteriza a estas propuestas. El punto de partida del argumento que defiende en “Natural Rights and the Theory of the Political Institution” (1915) es el de que “El individuo político abstracto de los siglos XVII y XVIII y el individuo económico abstracto del siglo XIX eran personas cotidianas bastante concretas” (Mead, 1981, p. 154). A la luz de esta idea, Mead analiza sucesivamente las propuestas de Espinoza, Hobbes, Locke y Rousseau llegando a la conclusión de que el contenido de los derechos naturales definidos por todos estos autores fue siempre definido negativamente, por referencia a restricciones a sobrepasar. Por ejemplo, el hombre en el estado de naturaleza hobbesiano es definido como poseyendo racionalidad y el derecho ilimitado a su autopreservación, un derecho moral incondicionado. La sociedad humana es entonces explicada por referencia a este punto de partida. Para Mead esta doctrina de los derechos naturales incurre en dos errores distintos. El primero consiste en conferir prioridad a estos derechos individuales (naturalmente universales) ante a la sociedad en la cual ganan expresión. Esto es, Espinoza y Hobbes partieron siempre del presupuesto de la existencia de un individuo abstracto, dotado de derechos, existente previamente a la sociedad que, una vez constituida, tiene como misión hacer respetar esos derechos naturales. Al contrario, argumenta Mead, la invocación de un derecho implica siempre un reconocimiento por parte de otro. Un reconocimiento que es un elemento constitutivo de las interacciones humanas y que, por lo tanto, no puede ser concebido fuera de una comunidad humana. Locke y Rousseau, cuando describen los hombres pre-contractuales (en estado de naturaleza), incurren en un segundo error. Consideran que existe un corte absoluto entre la vida en grupos primitivos (tribus, clanes) y la vida en sociedad. Observando el hecho de que esta concepción de la evolución social no tiene cualquier fundamento desde el punto de vista de la antropología o de la historia, Mead propone una teoría alternativa de la evolución humana basada en las conclusiones de esas disciplinas científicas. Asimismo, las instituciones políticas que caracterizan la vida en sociedad, lejos de ser el producto de un contrato imaginario entre individuos que provienen de un estado de naturaleza también imaginario, constituyen el resultado de esa forma de vida en grupo, regulada por costumbres que no necesitaban de instrumentos institucionales para cumplir su función. No hay, históricamente hablando, un corte radical entre la vida social en tribus primitivas y la vida social en sociedades institucionalmente más complejas – son partes del mismo proceso de evolución histórica. A partir de este presupuesto, Mead propone una teoría de los
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derechos individuales basada en la noción republicana de “bien común”, en la que no se presupone la existencia de un individuo abstracto dotado de derechos previamente a la vida en sociedad. Su tesis es que, en la medida en que el fin en cuestión sea un “bien común”, la sociedad reconoce ese objetivo como un derecho porque es igualmente el bien de todos, y apoyará ese derecho individual en el interés de todos. Concomitantemente, el individuo, al exigir el reconocimiento de su derecho, está defendiendo igualmente el derecho de todos los restantes ciudadanos; a su turno, la sociedad sólo puede existir si reconoce y apoya estos fines comunes, en los cuales están representados el interés particular y el interés general291 . Este énfasis en la noción de reconocimiento intersubjetivo constituye el punto de partida de la influyente reconstrucción racional de la ética meadeana presentada por Axel Honneth, en su The Struggle for Recognition (1995)292. De acuerdo con este autor, es posible desarrollar la orientación intersubjetivista del joven Hegel (sin embargo abandonada por el Hegel de la madurez en pro de una teoría moral asociada a la filosofía de la consciencia) a partir de la teoría moral desarrollada por Mead293 . A nuestro entender, y a la luz de la reconstrucción histórica que hemos presentado anteriormente, tal pretensión incurre en un error común a los autores que optan por una estrategia presentista. Para nosotros, su tesis de que, “sus escritos [Mead] contienen el instrumento más adecuado hasta hoy para reconstruir en un espacio teórico posmetafísico las intuiciones teórico-intersubjetivas del joven Hegel”, padece de un presentismo que lo lleva a pretender, sin más, situar la teoría moral articulada por Mead “en el centro de los debates entre el liberalismo y el comunitarismo” (Honneth, 1997, pp. 90 y 113). Así, Honneth confunde aquello que es un reflejo de la influencia del paradigma republicano sobre la teoría moral pragmatista, con una supuesta anticipación de un elemento de un debate de filosofía moral desarrollado en un futuro inaccesible a Mead. Sin embargo, Honneth tiene toda la razón cuando ve en la idea de “reconocimiento intersubjetivo” una noción estratégica del pensamiento ético meadeano. Para eso, es necesario comprender que Mead asocia la noción de comunidad a la idea de democracia de forma singularmente original. Como observa Bernstein294, Mead es el autor norteamericano que más sistemáticamente analizó la forma como las comunidades humanas tienen origen, como los “selves” se forman en su seno, y como el tipo de individualidad que se alcanza en el contexto de una comunidad depende del carácter de esa misma comunidad. Al acompañar a Mead en su reconstrucción genealógica del origen de las comunidades humanas, desde el lenguaje gestual de los animales, pasando por el gesto vocal y el aprendizaje de la interiorización de la actitud del otro, hasta la unidad del self resultante de la incorporación del “otro generalizado” en el diálogo que establecemos con nosotros mismos, nos damos cuenta de que es Mead, más que cualquier otro, quien nos permite entender porque Dewey defiende tan enfáticamente que la democracia “es la 291
Véase Mead, 1981, p. 163. Versión en castellano: Honneth, A., (1997), La lucha por el reconocimiento, Barcelona, Crítica. 293 Si Honneth relaciona Mead y Hegel, Ernst Tugendhat sugiere algo semejante entre Mead y Heidegger. Véase Tugendhat, 1991. 294 Bernstein, 1998b, p. 150. 292
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idea misma de vida comunitaria” (2004, p. 138). En toda y cualquier comunidad humana, la individualidad depende de que seamos capaces de ponernos en el papel de los otros; si existe una dinámica propia a la vida social, esa dinámica apunta ciertamente en el sentido del “reconocimiento intersubjetivo”. Para proseguir con la demostración de la influencia del paradigma republicano cívico sobre la teoría moral y política de Mead, pasemos ahora al análisis de sus posiciones tal como pueden ser encontradas en textos diferentes a los “Fragments on Ethics”, sobre los cuales ha incidido nuestra discusión hasta el momento. Comprobando nuestra tesis inicial de que la teoría moral meadeana constituye un todo coherente, pese al carácter no sistemático de los textos en que fue articulada, las posiciones que encontramos en los “Fragments on Ethics” pueden ser detectadas, con diferentes grados de sofisticación y desarrollo, desde el inicio de su carrera en Chicago. Desde ese momento, es posible detectar en Mead una preocupación para desarrollar una teoría moral a partir de otros elementos de su pensamiento, como son su teoría de la evolución humana o su psicología social. En efecto, ya en dos artículos publicados en 1900 y 1908295 , Mead, bajo influencia de la psicología funcionalista que Dewey defendía en esa época, pretendía presentar su concepción de filosofía moral como un elemento de su psicología social. Deberíamos, además, apodar más propiamente la ética meadeana de este periodo como una “psicología moral”, tal como él mismo sugiere en “The Social Self”296. En efecto, tras distinguir su posición (que reconoce la determinación mutua entre el organismo y el medioambiente) de las tesis utilitaristas y kantianas, Mead defiende una teoría ética de cariz republicano-comunitario, afirmando que “es porque el hombre debe reconocer el bien público en el ejercicio de sus poderes, y expresar el bien público en términos de sus propias actividades, por lo que sus fines son morales”, para subrayar, a continuación, la necesidad moral de un sistema educativo de calidad dada la “necesidad de honestidad en los asuntos públicos” (Mead, 1981, pp. 87-88). En un importante artículo escrito para el International Journal of Ethics, “Scientific Method and the Moral Sciences” (1923), Mead presenta, por un lado, una formulación desde el punto de vista moral bastante similar a la sugerida en 1927, y, por otro, explicita el ideal político que le subyace - la democracia. ¿Pero cuál es exactamente la concepción de democracia que Mead perfila? En sus propias palabras, Implica una situación social altamente organizada en la que la aplicación de un arancel proteccionista, de un salario mínimo, o de una Liga de Naciones, a todos los individuos de la comunidad pueda ser suficientemente evidente para todos, que permita la formación de un sentimiento público inteligente que acabará por adjudicar decididamente la cuestión con la que el país se enfrenta. (Mead, 1981, p. 257). Esto significa, en otros términos, que un gobierno realmente democrático exige 295
Nos referimos, respectivamente, a “Suggestions Toward a Theory of the Philosophical Disciplines” y “The Philosophical Basis of Ethics”. 296 Mead, 1981, p. 147.
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la participación cívica de todos los ciudadanos que componen esa comunidad política. Una participación cívica que, en Mead, surge psicológicamente formulada. La “voluntad general” de Rousseau es, así, reconstruida como una “voluntad inteligente” que resulta de la agregación de las actitudes inteligentes de los individuos y grupos que dan cuerpo a la comunidad. De esta forma, las instituciones sociales297 sólo son auténticamente democráticas cuando la formación de la opinión que de ellas resulta asume un estatuto de autoridad, lo que, reconoce Mead, está lejos de constituir la regla298 . Y, en este punto, Mead se junta Dewey en la crítica a la “democracia política” o meramente formal y no participada. De acuerdo con la teoría radical de democracia que ambos defienden, la distinción entre teoría y práctica democrática es la fuente o bien de un gobierno oligárquico y cerrado sobre sí mismo, o bien de una ciudadanía apática e inconsciente de sus derechos y deberes, en especial de sus deberes políticos. Criticando a aquellos que sobrestiman los procedimientos formales y cuantitativos de la participación política, Mead ansía un escenario en que los ciudadanos ultrapasen su calidad de electores y participen activamente en la conducción de cosa pública, al menos a nivel local299. La profundización y extensión de la teoría y práctica de la democracia, en sociedades complejas como las nuestras, depende así de la traducción de cuestiones de interés general en problemas del interés inmediato de cada individuo. Una traducción que tiene éxito dependientemente del crecimiento de las interacciones sociales y de los procesos de intercomunicación que posibilitan que cada ciudadano reconozca la importancia, para su propia existencia individual, de la actividad cooperativa de la comunidad como un todo. La llave para una democracia participativa se encuentra, por lo tanto, en la “consciencia de interdependencia” que urge promover a través de la aplicación del método científico a la realidad social y política. Sólo cuando cada ciudadano fuese capaz de ver su interés particular como un elemento del interés general es cuando la participación en la conducción de la res publica puede ser republicanamente virtuosa. Como dice Mead, “Nos sentimos como en casa en nuestro mundo, pero no es nuestro por herencia sino por conquista (…) Es una aventura espléndida si somos capaces de llegar a ello” (Mead, 1981, p. 266). Una espléndida aventura, sin duda, sobre todo si a través de una reconstrucción histórica de su significado tuviéremos en cuenta su connotación distintamente republicana. Al contrario de aquellos que pretenden ver en la ética meadeana una contribución al debate entre liberales y comunitarios que marcó la década de 1980 (Honneth) y de aquellos que interpretan a Mead de 297
Una institución, para Mead, representa “una reacción común por parte de todos los miembros de una comunidad hacia una situación especial” (1982a, p. 278). Si esta descripción puede aplicarse a las instituciones sociales por regla general, Mead atribuye a las instituciones políticas un conjunto distintivo de características: 1) establecimiento de relaciones sociales entre individuos separados o bien por distancia física, o bien por diferencias de condición social o estatuto socio-económico; 2) el control social ejercido sobre estas relaciones es ejercido por una fuerza social general y abstracta cuya influencia cubre un radio de acción suficiente para incluir a todos los individuos en cuestión; 3) en el momento en que la socialización de estos individuos se completa, la función de integración social de la institución política termina. Es decir, las instituciones políticas cumplen transitoriamente una función que pertenece, por derecho propio, a la propia sociedad a través de las respectivas instituciones sociales. Véase Mead, 1981, p. 169. 298 Véase Mead, 1981, p. 258. 299 Véase Mead, 1981, p. 263.
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forma puramente funcional a sus intereses teóricos (Habermas), nuestro objetivo en este capítulo ha consistido en discutir la totalidad de los textos que Mead publicó sobre esta temática de modo que la filosofía moral contemporánea se beneficie, no de las propuestas que nosotros sugeriríamos a través de Mead, sino de las propuestas que el mismo Mead sugirió a la luz de su tiempo, gracias a la reconstrucción histórica que hemos realizado. Lo que este caso viene a ilustrar no es más que la tesis metateórica que pretendemos demostrar en este libro. La construcción teórica, en teoría sociológica como en teoría política, debe ser desarrollada a partir de elementos cuya historia no puede ser ignorada bajo pena de caer en una estéril espiral autoreferenciada. En el fondo, tenemos dos opciones. Reconstruir históricamente contribuciones del pasado cuya validez se fundamenta en la utilidad que las soluciones que encontraron para problemas de su tiempo todavía retienen, o construir teoría conscientes de que, en ciencias sociales y humanas, los elementos conceptuales que movilizamos y a través de los cuales nos posicionamos en el campo científico, están ineludiblemente ligados al pasado de estas disciplinas300. Sólo a través de la reconstrucción diacrónica de los sucesivos usos de esos conceptos en el pasado, podremos tener consciencia de la auténtica originalidad de las soluciones que proponemos para los problemas de nuestro tiempo. Sin embargo, la cuestión de la originalidad es, de cierto modo, secundaria. El test decisivo para cualquier teoría social y política reside en la resolución de los problemas que estuvieron en su origen. Saber si es realmente original o si recupera elementos de soluciones pasadas sería casi una cuestión trivial a no ser por el hecho de que casi toda la producción teórica actual basa su legitimidad en una supuesta “evolución en la continuidad” con el pasado de las respectivas disciplinas. Estamos convencidos de que no existe ninguna evolución si nos limitamos a leer textos escritos en el pasado en búsqueda de respuestas para cuestiones del presente, ni existe ninguna continuidad si atribuimos posiciones a autores en función, no de aquello que escribieron, sino de aquello que nosotros pensamos que ellos querían decir. Lo que pretendemos cuestionar es fundamentalmente esta pretensión whiggista de continuidad con el pasado. Una cosa son las soluciones que Mead propuso en su tiempo, de las que podemos aprender para solucionar mejor nuestros propios problemas y otra cosa es pretender interpretar las soluciones sugeridas por Mead de forma funcional y autolegitimadora (dada la alegación de continuidad con las tradiciones del pasado) de nuestras propias soluciones. En este caso, no aprendemos nada con Mead – lo leemos buscando en él reflejos de nosotros mismos. Como dijimos, ni evolución, ni continuidad, sólo una espiral autoreferenciada. Sin embargo, si abandonamos el universo Whig, cuya evolución y derechos son de tal modo naturales que imposibilitan la crítica histórica y socialmente situada, y entramos en un mundo en que la historia y la creatividad se encontraron en un determinado momento, podremos 300
Un punto semejante es sugerido por Leo Strauss cuando discute la relación de dependencia entre la teoría política moderna y la filosofía política clásica: “tan pronto como emerge la moderna filosofía política (...) ya sea por modificación o incluso por oposición a una temprana filosofía política, la tradición de la filosofía política, sus conceptos fundamentales no pueden ser enteramente entendidos hasta que hayamos entendido la temprana filosofía política de la que, y en oposición a la que, fueron adquiridos, y la modificación específica por virtud de la cual fueron adquiridos” (1949, p. 49).
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comprender que la consciencia de la interdependencia entre teoría e historia de la teoría social y política es la única forma de aprender del pasado y enfrentar el futuro de forma realmente original.
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Capítulo IV: De Jefferson a Dewey: Una tradición democrática. Demostrando que, a veces, los objetos de análisis ilustran, a través de su propia acción, la metodología utilizada para interpretarlos, John Dewey desarrolla en sus principales libros de los años 20301 una historia social de las ideas cercana a la historia intelectual que estamos siguiendo en este libro, llegando a proponer, en la década siguiente, una lectura históricamente sensible de la ideología liberal302. Puede, además, afirmarse que tal opción metodológica refleja la influencia que la filosofía alemana, de Hegel a Dilthey, ejerce sobre el posicionamiento filosófico más general no sólo de Dewey, sino también de otros autores asociados al movimiento pragmatista. El pragmatismo filosófico norteamericano es una corriente de pensamiento de cuño historicista. Remonta a su propio génesis como movimiento teórico la adopción de una perspectiva analítica que subraya lo contingente, lo particular y lo concreto. Sucede que, intentando aproximar pragmatismo y liberalismo, ciertos autores menosprecian este hecho. Sin embargo, ignorarlo conlleva perder una llave de interpretación imprescindible para la comprensión de los principios teóricometodológicos del pragmatismo. En este sentido, el retrato intelectual de cariz historicista que Mead hizo de su colega y amigo Dewey constituye, pensamos, la mejor forma de dar inicio a un capítulo dedicado al pensamiento político de este último. En un raro y significativo ejercicio de historia intelectual303, Mead discute las propuestas filosóficas de John Dewey, William James y Josiah Royce a la luz del contexto político y cultural de los Estados Unidos de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Confirmando la sugerencia skinneriana de que la consciencia histórica de los agentes sea, a la vez, considerada como un reflejo de la autoridad especial que un actor tiene sobre sus propias acciones y como un elemento privilegiado de acceso a un tiempo pasado, Mead identifica como las principales influencias sobre la “comunidad intelectual americana”, “las del puritanismo y la democracia local” (Mead, 1981, p. 371)304. En particular, Mead distingue entre la tradición política del liberalismo inglés de los siglos XVII y XVIII dominada por ideología Court305, de la teoría y práctica democráticas norteamericanas. Mead es muy claro al describir la evolución de la república americana como un proceso de adaptación de la democracia participativa de la minúscula polis a la escala de un continente cuya extensión era una inagotable fuente de virtud306. De esta forma, Mead suscribe una concepción política 301
Pensamos en el caso de Reconstruction in Philosophy (1920), Experience and Nature (1925) y The Quest for Certainty (1929). 302 Véase Liberalism and Social Action (1935). 303 Nos referimos al artículo “The Philosophies of Royce, James, and Dewey in their American Setting” (1929). 304 Dewey reconoce esta herencia política cuando afirma que “En resumen, hemos heredado unas prácticas y unas ideas propias de las asambleas locales” (Dewey, 2004, p. 118). 305 “A pesar de dos revoluciones, la sociedad inglesa había preservado la forma visible de un estado que simbolizó su unidad en las formas de las lealtades feudales (...) Pero estos representantes pertenecieron a una clase predominante hereditaria que fundió su representación de la democracia naciente con las tradiciones históricas del caballero inglés - la esencia del liberalismo inglés” (Mead, 1981, p. 373). 306 “Ligeramente extendida a lo largo de un vasto continente, este nexo de encuentros ciudadanos no solamente los gobernó a ellos mismos (...) sino que organizó Estados” (Mead, 1981, p. 372).
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democrática cercana al republicanismo comercial de Thomas Jefferson, que, como hemos visto, subraya la naturaleza descentralizada, local y participada de la democracia norteamericana. La importancia de la religión protestante no deja de ser señalada, sobretodo en lo que respecta al individualismo que le está asociado307. Es a partir de la conjugación de estos dos factores en la historia de la sociedad y cultura de los Estados Unidos como Mead introduce aquella que es quizás la creencia central de la teoría radical de la democracia pragmatista la fe en el hombre común, el miembro anónimo de la comunidad cuyo interés se confunde con el interés general308. El retrato intelectual que Mead traza de Dewey culmina precisamente con la asunción de que la filosofía deweyana constituye “el método desarrollado de esa inteligencia implícita en la mente de la comunidad americana. (...) en el sentido más profundo, John Dewey es el filósofo de América” (Mead, 1981, p. 391). Tomando por buena la opinión de Mead309, nos gustaría, en los capítulos siguientes, sugerir una interpretación del pensamiento político deweyano en el que el conflicto entre los paradigmas liberal y republicano cívico asume el estatuto de elemento clave para la comprensión de su teoría de la democracia. Retomando la idea de que “the end of classical politics” no traduce con exactitud lo que pasó en aquel que es considerado como el momento fundador de la república americana310, pretendemos argumentar que el discurso político articulado por Dewey es un ejemplo de como el lenguaje republicano subsistió en el seno del liberalismo americano como una forma de auto-crítica. El pensamiento democrático del “filósofo de América” refleja, creemos, el conflicto paradigmático que define la historia del pensamiento político norteamericano. Con esta decisión, nuestra intención metodológica es, no sólo demostrar la utilidad de las tesis de Pocock, como desvelar el anacronismo de las interpretaciones que posicionan a Dewey en relación a cuestiones a las que, necesariamente, era ajeno. Pero nuestra estrategia comprende igualmente una intención teórica: demostrar la naturaleza republicana y comunitaria de la crítica deweyana a las teorías políticas realistas, tecnocráticas y paternalistas asociadas al “viejo liberalismo”. El primer paso para demostrar la filiación republicana de la teoría política de Dewey consiste en determinar la influencia que está en el origen de la retórica cívica humanista de su discurso. Thomas Jefferson, con su republicanismo agrario y comercial asentado sobre una federación de pequeñas comunidades políticas autónomas, constituye la principal referencia a través de la cual el paradigma republicano cívico influencia a Dewey311, tal como este, además, reconoce explícitamente en “Presenting Thomas Jefferson” (1940)312. El marco 307
Véase Mead, 1981, p. 374. Esta posición es compartida por Dewey, para quien “la creencia en el hombre común es uno de los puntos familiares del credo democrático” (1996b, p. 201). 309 Robert Westbrook afirma que “John Dewey podría convertirse en el más importante filósofo en la historia moderna americana, honrado y atacado por hombres y mujeres de todo el mundo” (1991, p. IX), y Larry Hickman llega incluso a parafrasear a Mead en la introducción a una reciente colección de artículos sobre Dewey (1998, p. IX). 310 Véase parte II, capítulo III. 311 En la expresión de John Patrick Diggins, Dewey es un “firme Jeffersoniano” (1985, p. 585). 312 En castellano, puede encontrarse el texto en el prefacio a Dewey, J., (1944), El pensamiento vivo de Thomas Jefferson, Buenos Aires, Losada. 308
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en el que este artículo fue escrito merece alguna atención ya que ilustra el proceso de construcción del canon en teoría política. Al contrario de lo que generalmente se asume, hasta mediados de los años 20, Jefferson no formaba parte de la galería de héroes de la revolución americana313. En efecto, en un libro dedicado a los “padres de la revolución” escrito en 1926, su nombre ni siquiera aparecía en el índice onomástico. Es con el “New Deal” de Roosevelt cuando Jefferson es recuperado y, a mediados de los años 30, se asegura su lugar en el panteón de los héroes de la república americana314. Naturalmente, lo mismo acontece en el caso de Dewey. A pesar de que ya en 1927 podamos detectar la influencia de Jefferson en sus escritos315, es sólo al final de la década siguiente, a través del artículo arriba referido, cuando Dewey presenta al público americano la figura intelectual que inspira y legitima su crítica al liberalismo. Dewey empieza por notar que las convicciones republicanas de Jefferson habían empezado a formarse cuando era joven y que se cristalizaron cuando tenía tan sólo 22 años de edad, al oír un discurso de Patrick Henry en oposición al “Stamp Act”. Habrá sido a partir de esta experiencia oposicionista al yugo colonial Whig cuando Jefferson desarrolla su republicanismo, asentado en la convicción de que el pueblo americano es virtuoso, siempre que sea “iluminado por la educación y por la libre discusión” (Dewey, 1988b, p. 216), en la ventaja comparada de las pequeñas “town meetings” (asambleas de ciudad), y en el papel regulador de la religión. Una dimensión reveladora del cariz humanista cívico del ideario político de Jefferson es la importancia atribuida a un sistema nacional de educación como instrumento de selección de aquellas personas que en sucesivas generaciones de adeptos al paradigma republicano depositaron su confianza para sustituir las aristocracias hereditarias del liberalismo Whig – las “aristocracias naturales” resultantes de las características especiales de ciertos individuos en términos de intelecto y personalidad, y que ascendían al poder por intermedio del escrutinio de la voluntad general de la comunidad316. El enlace entre el republicanismo de Jefferson y el pragmatismo de los siglos XIX y XX se establece mediante la noción de “práctica”. Dewey considera que la originalidad de la Declaración de Independencia no reside en la ideología en que se asienta, sino en el hecho de tratarse de una expresión de la “mente americana” en nombre de la cual la “voluntad americana” estaba lista para actuar317. Es la práctica democrática, virtuosa, participada, comprensible e igualitaria la que distingue a la república americana de las anteriores, y 313
Seguimos, en este punto a Baehr y O’Brien, 1994, pp. 28-31. Un autor de la época, A. Griswold, observa que “si el pasado determina o influencia de alguna manera al presente, el presente invariablemente invierte el proceso. Una de los más notables ejemplos de este principio ha sido la reciente apoteosis de Thomas Jefferson como héroe nacional, equiparado en estatura a Washington y Lincoln” (1946, p. 657). 314 Un ejemplo de esta recuperación es el libro de Douglas Adair, The Intellectual Origins of Jeffersonian Democracy: Republicanism, the Class Struggle, and the Virtuous Farmer (1943). 315 Véase Dewey, 2004, pp. 116-117. 316 Dewey, 1988b, p. 210. 317 “Jefferson estaba profundamente convencido de la novedad de la “acción” como una “experiencia” práctica – palabra favorita en combinación con la institución del gobierno democrático” (Dewey, 1988b, p. 212.
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Jefferson es uno de sus “padres fundadores”318. Así, la tesis avanzada por James Kloppenberg en su Uncertain Victory (1986) de que la apropiación del legado republicano clásico por los autores pragmatistas del periodo entre 1870 y 1920 se hace por medio de las categorías de “práctica”, “incertidumbre” y “experiencia” parece coincidir con nuestro propio análisis. Kloppenberg tiene ciertamente razón cuando intenta caracterizar el intercambio de ideas entre la socialdemocracia europea y el pragmatismo progresista norteamericano como la búsqueda de una vía medía entre el liberalismo y el socialismo; sin embargo, el carácter puramente histórico de esta tesis limita su proficuidad teórica. La comprensión y crítica de las apropiaciones contemporáneas del pensamiento político pragmatista exige la reconstitución de los caminos recorridos por el lenguaje a través de los cuales se expresa. En concreto, un proyecto, como el de Habermas, que pretenda hoy proponer una vía medía entre dos paradigmas rivales conlleva el desafío de no sólo comprender un momento de la vida de esos lenguajes (como Kloppenberg hace magistralmente), sino también reconstituir esa existencia de forma suficientemente general como para que se pueda criticar la autoreferencialidad que surge del carácter presentista de la reconstrucción teórica habermasiana y proponer una alternativa teórica y metodológica asentada en la consciencia consecuente de la historicidad de los aparatos conceptuales utilizados. Una alternativa que nos llevará, en la parte IV, a la presentación de una propuesta teórica que, aunque compartiendo los objetivos de Habermas, se aleja de este último en la forma como alcanzarlos. Para continuar con nuestra reconstrucción de la interpretación deweyana de la tradición política republicana, es inevitable un análisis al capítulo dedicado a las virtudes en la obra Ethics (1908), no sólo debido a la importancia del libro en cuestión, sino sobre todo debido a la perspectiva adoptada por Dewey. Empezando por asociar virtud y bien común319, Dewey distingue “virtud convencional”, como la conformidad a un código de conducta, de “virtud genuina”, concebida como la actitud crítica capaz de trascender la estructura social concreta. Nótese la forma como esta distinción nos remite hacia la oposición entre “maneras” y “virtudes” discutida por Pocock: las maneras burguesas, auténticas reglas de convivencia social, son diferenciadas por Dewey, así como en la tradición republicana, de las “genuinas” virtudes cívicas, que dan prioridad al interés de la comunidad en detrimento de la honra
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Revelando una concepción canónica de la historia americana, Dewey no vacila en aseverar que “en esos días había gigantes” (1988b, p. 203, atribuyéndoles el estatuto de líderes. De forma similar, también Mead subraya la importancia de los genios religiosos o intelectuales: “Tómese el genio religioso, como Jesús o Buda, o el de tipo reflexivo, como Sócrates. Lo que les ha conferido su importancia única es que han tomado la actitud de vivir con referencia a una sociedad más amplia” (Mead, 1982a, p. 240). Sin embargo, como veremos, estas referencias a la función de los agentes sociales excepcionales no debe, de ningún modo, llevar al lector a subestimar la naturaleza igualitaria y democrática de la concepción pragmatista de creatividad humana, por oposición a las concepciones elitistas que subrayan el genio individual (véanse, como ejemplos de estas últimas, los casos de Allan Bloom o de Niklas Luhmann). 319 “Los hábitos del carácter que tienen el efecto de sostener y difundir los bienes comunes o racionales son virtudes; los rasgos del carácter que tienen los efectos opuestos son vicios” (Dewey, 1978, p. 359). Nótese que esta orientación hacia una noción de bien común constituye una característica que Dewey abandonará cuando pasa de un hegelianismo organicista hacia un instrumentalismo cultural, en mediados de la década de 1910. Este abandono es ya nítido en 1920, cuando Dewey publica Reconstruction in Philosophy.
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personal o de la pulidez del trato. También Dewey, en la estela de Cicerón, Maquiavelo o Harrington, dice en “virtudes cardinales”: Como sincero, como el interés completo, cualquier hábito o actitud del carácter implica justicia y amor; como persistentemente activo, está el coraje, fortaleza, o vigor; como puro y sencillo, está la templanza - en su sentido clásico. Y dado que ningún interés habitual puede ser íntegro, duradero, o sincero, excepto como es razonable (…) el interés en lo bueno es también sabiduría o conciencia.. (Dewey, 1978, p. 364)320 . Es en el contexto de una filosofía moral que intenta superar tanto el utilitarismo como el formalismo kantiano en donde Dewey desarrolla su análisis de la noción de virtud. Su estrategia reside en demostrar de qué forma el debate entre los seguidores de Bentham y de Kant se asienta sobre falsas dicotomías y como estas concurren para impedir la articulación de una ética republicana de autorealización en la que tanto la felicidad como los dictámenes de la razón práctica exigen una personalidad democrática. El error compartido por estas dos perspectivas consiste en “intentar dividir un acto voluntario, que es uno y entero, en dos partes sin relación, una denominada “interna” y la otra “externa”“ (Dewey, 1978, p. 218). La consecuencia de esta falsa dicotomía es no concebir “motivaciones” y “consecuencias” de la acción como partes de un todo: si el utilitarismo centra su análisis en las consecuencias previsibles de la acción, el intuicionismo concibe las motivaciones como fuerzas que influencian la acción del individuo. De este modo, Dewey concluye que la flaqueza de la ética utilitarista se encuentra en la psicología hedonista y atomista que le subyace321, mientras que la ética kantiana opera con una concepción vacía de “razón práctica”322. En este segundo caso, la crítica formulada por Dewey (que, como hemos visto, fue más tarde apropiada por Mead), apunta hacia un contenido sustantivo implícito a la ética kantiana: por ejemplo, la famosa máxima de Kant 320
Obsérvese igualmente este pasaje en el que Dewey se pronuncia de forma más desarrollada sobre esta misma cuestión: “Hay en las enseñanzas tradicionales muchos recordatorios de la integridad de la virtud. Uno de ellos es que “amor es el cumplimiento de la ley”, ya que en su sentido ético, amor significa plenitud de devoción a los objetos que se estiman como buenos. Tal interés, o amor, tiene la marca de la temperancia, porque un interés extensivo demanda una armonía que sólo puede lograrse por medio de la subordinación de los impulsos y pasiones particulares. Implica valor, porque un interés activo y genuino nos da ánimo para hacer frente y vencer los obstáculos que se interponen en el camino de su realización. Incluye sabiduría o discernimiento porque la simpatía, la preocupación por el bienestar de todos los afectados por la conducta, es la más segura garantía del ejercicio de la consideración, en el examen de una propuesta línea de conducta en todos sus efectos” (Dewey, 1965, pp, 141-142). 321 Citando a T. H. Green, Dewey considera que la falacia de esta psicología hedonista es suponer que “la idea del placer del ejercicio despierta el deseo por él, cuando de hecho la idea del ejercicio es placentera sólo si ya existe algún deseo por él” (Green citado en Dewey, 1978, p. 246). Como nota Kloppenberg, Green e Dewey forman parte de un conjunto de autores que intentó articular una ética del bien común adaptada a las condiciones de las sociedades industriales modernas. Véase Kloppenberg, 1986, p. 170 y ss. 322 “No hay una contradicción formal en actuar siempre con la motivación del ladrón, del egoísta o del insolente. Todo lo que el método de Kant puede requerir, en lógica estricta, es que el individuo siempre, bajo circunstancias similares, actúe del mismo modo; Esté dispuesto a ser siempre deshonesto, o impuro, u orgulloso en su intento; ¡alcance la consistencia en la maldad de sus motivos, y usted será bueno!” (Dewey, 1978, p. 287).
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“trata los otros como fines en sí mismos y no como medios” constituye una versión de la tesis sustantiva de que “lo bueno para cualquier hombre es aquello en lo que el bienestar de los otros cuenta tanto como el de él mismo” (Dewey, 1978, p. 286). Lo que importa retener de la “teoría de la vida moral” desarrollada por Dewey es la recuperación de la tradición republicana aristotélica como tercera vía para superar las dificultades enfrentadas por las dos teorías morales dominantes. Esto es particularmente evidente en el ideal social de una “democracia moral” en la que la participación cívica surge como el mecanismo que permite la libre expresión de la individualidad323. Esta concepción ideal de una sociedad democrática, en la que la participación cívica de sus miembros es la condición de su autonomía individual, acompaña a Dewey durante toda su carrera. El lenguaje republicano, aristotélicamente comunitario es, por lo tanto, un rasgo característico del pensamiento político deweyano324, que permite comprender aquello que confunde a todos aquellos que pretenden interpretar a Dewey a través de una matriz de lectura liberal y whiggista – la forma como un liberal critica el liberalismo a partir de una retórica republicana325. Otro error es cometido por autores como Philip Selznick, que pretenden ver en este lenguaje una supuesta “anticipación” del comunitarismo de Taylor, Sandel y MacIntyre326. En este caso, tal anacronismo tiene como coste la comprensión de lo que está realmente en juego en la teoría democrática pragmatista – una interpretación del paradigma republicano con el fin de superar liberalismo y socialismo, la vía medía de la que habla Kloppenberg. Un tercer abordaje a la teoría de la democracia de Dewey, que podemos encontrar en autores como Habermas o Honneth327 , pretende reconstruirla para poder confrontarla con el modelo demoliberal dominante en el presente: como veremos en el capítulo V de la parte IV, tales iniciativas subestiman las implicaciones teóricas de la historia de las ideas políticas, lo que significa, en el caso del pragmatismo americano, no tener en consideración el posicionamiento singular de esta corriente filosófica en los conflictos que oponen liberalismo, socialismo y republicanismo. Para demostrar que Dewey perfiló, durante toda su carrera, una concepción de “democracia moral” tributaria de la tradición republicana, a pesar de su evolución intelectual de un idealismo organicista hacia un instrumentalismo cultural328, vamos a concluir este capítulo con una breve 323
Véase Dewey, 1978, p. 286. “Las concepciones deweyanas de virtud y vicio, de instituciones sociales como las educativas, y de la comunidad como el fundamento de la realización de la virtud son frecuentemente cracterizadas como aristotélicas (...) Así, cuando Dewey observa la historia de la filosofía moral o ejemplos anteriores de ética naturalista con los que ilustrarse, gravita hacia moralistas más antiguos que modernos, en particular hacia Aristóteles” (Welchman, 1995, p. 214). 325 Si Kaufman-Osborn considera que “La teoría política de Dewey remite al dilema la fuente del cual se encuentra en el corazón de la amplia tradición del liberalismo europeo “ (1984, p. 1143), William Caspary nota que “a pesar de ser ciertamente un liberal, Dewey no es claramente un liberal clásico, sino más bien un liberal moderno o progresista, o un social-demócrata que ve el papel clave del gobierno en la regulación, la seguridad social y la planificación” (2000, p. 15). 326 Véase Selznick, 1992, así como Festenstein, 1997a y 1997b. 327 Véase Honneth, 2001. 328 Para un análisis al pensamiento político deweyano como una forma de instrumentalismo cultural, véase Eldridge, 1998. Según Alan Ryan, el periodo entre 1894 y 1914 constituye un punto clave en la filosofía de Dewey, ya que es en este momento cuando abandona el 324
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discusión de dos textos separados por más de 50 años: uno publicado en la década de 1880, y el otro a mediados del siglo XX. En “The Ethics of Democracy” (1888), Dewey ve en la publicación de la obra Popular Government, de Henry Maine, una oportunidad para criticar la escuela de la filosofía política liberal o utilitarista329 . Distinguiendo la concepción liberal de democracia, esencialmente numérica (gobierno del mayor número de individuos) de la concepción aristotélica, en que la clasificación de los tipos de gobierno se asienta sobre la noción de que son las leyes las que gobiernan al Estado, independientemente del número de gobernantes, Dewey se asocia a esta última perspectiva, confiriéndole un carácter organicista. Al atomismo abstracto y artificial de la tradición liberal, Dewey contrapone una teoría neoaristotélica de un “organismo social” en el que los ciudadanos tienen una libertad dependiente del desempeño de funciones sociales, en que la voluntad individual se expresa por medio de la voluntad general de la comunidad330. A pesar de que el organicismo de esta época, así como el ideal de “bien común”, hayan sido abandonados alrededor de 1915, la continuidad fundamental de las posiciones políticas de Dewey es una realidad, como se constata, por ejemplo, en la forma como se conciben el mecanismo del voto y la regla de la mayoría331, y, sobre todo, en la noción de democracia como una forma de vida332. Esta es, creemos, una concepción esencial para comprender la teoría política deweyana. La idea de que la democracia no es una mera forma de gobierno, sino una actitud ética que caracteriza a ciertas sociedades humanas refleja la confianza que Dewey deposita en la razón humana, ya que constituye un ideal asentado en la actividad cooperativa de ciudadanos conscientes de que su individualidad resulta de la participación en la gestión de la cosa pública. Esta creencia de que una forma de vida democrática constituye la más fiel expresión de la naturaleza humana acompaña a Dewey durante las diferentes fases de su carrera, siendo reafirmada en aquel que es justamente hegelianismo organicista y pasa a adoptar una posición instrumentalista. Véase Ryan, 1997, p. 118. Richard Bernstein rechaza tal división: “Al estudiar a Dewey uno se da cuenta de la falsedad de este mito y de lo persistentes que son los temas hegelianos en su filosofía ‘madura’ “ (1979, p. 176). 329 “Tenemos aquí el esquema de los puntos principales de esta esuela de filosofía política. Pero tienen que ser desplegados de alguna forma. La democracia es el principio de la mayoría, de la masa. Este es el punto esencial. La democracia no es más que un agregado numérico, una conglomeración de unidades” (Dewey, 1969, p. 229). 330 “Si, no obstante, la sociedad puede describirse verdaderamente como orgánica, el ciudadano es un miembro del organismo y, justamente en proporción con la perfección del organismo, ha concentrado dentro de si su inteligencia y voluntad” (Dewey, 1969, p. 235). 331 Si en 1888, Dewey defendía que el voto es una manifestación de una tendencia del organismo social expresada por un miembro de ese organismo, afirmando que “el corazón del asunto no se encuentra en el voto ni en el recuento del voto para ver donde se apoya la mayoría. Está en el proceso a partir del cual se forma la mayoría” (1969, p. 234), en The Public and Its Problems (1927), reitera que ““Lo verdaderamente importante son los medios por los que una mayoría llega a ser una mayoría”: los debates previos, las modificaciones de posturas para atender las opiniones de las minorías,… “ (2004, p. 168). 332 Nuevamente, si Dewey, en 1888, consideraba que “Decir que la democracia es únicamente una forma de gobierno (...) es falso. (...) la democracia, en una palabra, es una concepción social, es decir, una concepción ética, y su significación como gobierno está basada en su significación ética” (1969, p. 240), en 1939, continua defendiendo que “la democracia es un modo de vida orientada controlado por una fe práctica en las posibilidades de la naturaleza humana” (1996b, p. 201).
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considerado como su “testamento intelectual”, la comunicación leída en Nueva York en la celebración de su octogésimo cumpleaños, “Creative Democracy – The Task Before Us” (1939)333. Si hubiese dudas en cuanto a la importancia de la retórica republicana para la teoría democrática de Dewey, su punto de partida en este ensayo ciertamente las disiparía. Retomando el mito de la frontera, Dewey traza un paralelismo entre los Estados Unidos de la época en que nació y el final de la década de 1930: si antes la frontera era física y representaba una inmensidad de tierras y recursos naturales que podía salvaguardar la virtud del pueblo americano, “En el presente, la frontera es moral, no física” (1996b, p. 200). Esto significa que la comunidad política norteamericana tiene, ahora, su virtud dependiente no de una enorme reserva de tierras cultivables, sino de una no menor reserva de recursos humanos por utilizar; en particular, Dewey piensa en el caso de los millones de individuos que perdieron sus empleos durante la Gran Depresión de los años 30 y que constituyen un reto a la creatividad política de las autoridades. Las implicaciones de su concepción de democracia como una forma de vida son, en este punto, evidentes. Una vez que la independencia económica y la autonomía moral son, desde el punto de vista republicano adoptado por Dewey, caras de la misma moneda, el desafío que el gobierno de Roosevelt enfrenta es el de conjugar la integración política efectiva de todos los ciudadanos americanos con el aprovechamiento de los recursos humanos en peligro de ser desperdiciados por la crisis económica. Así, se vuelve evidente que la creencia en el “hombre común” (Dewey, 1996b, p. 201) no sólo constituye uno de los fundamentos de su concepción de democracia, sino que corresponde a un rechazo de la concepción abstracta y jurídica del individuo sugerida por el liberalismo. Dewey critica explícitamente las “garantías puramente legales de las libertades civiles, la libertad de credo, expresión y reunión” (1996b, p. 203), considerándolas irrelevantes en el caso de que, en la práctica cotidiana, tales libertades de comunicación y asociación fueran restringidas por la sospecha mutua, por el prejuicio y por el miedo. Una comunidad política334 sólo es realmente democrática si los diferentes grupos e individuos que la componen pudieran comunicarse sin restricciones entre sí, garantizando la pluralidad de formas de vida; sólo así la sabiduría, el coraje, la templanza y la justicia, las virtudes clásicas, constituirán ideales reguladores de la conducta moral.
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Versión en castellano: Dewey, J., “Democracia creativa: la tarea ante nosotros” en Dewey, J., (1996), Liberalismo y acción social y otros ensayos, Valencia, Ed. Alfons el Magnànim. 334 Para un estudio estimulante sobre el concepto de “comunidad” en Dewey, véase Campbell, 1998.
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Capítulo V: La democracia deweyana en sus contextos. Hannah Arendt tiene ciertamente razón cuando sugiere que una historia bien contada encierra una riqueza de significados que difícilmente una proposición filosófica o una observación científica pueden igualar. En la primavera de 1906, Máximo Gorki, de visita a nueva York en la compañía de una actriz que no era su mujer, enfrentó la ira de una opinión pública cuyas maneras no eran compatibles con las ideas y el estilo de vida del revolucionario y escritor ruso. Como resultado de esta campaña, Gorki y su acompañante tuvieron serias dificultades en encontrar un hotel que los recibiese. Fue Dewey, que había abandonado Chicago dos años antes e ingresado en la Universidad de Columbia, quien los recibió en su casa, no sin la crítica de la opinión publicada. A esta, Alice Dewey, su esposa, respondió de la siguiente forma: “preferiría pasar hambre y ver mis hijos pasando hambre antes que ver que John sacrifica sus principios”335. Como este episodio demuestra, Dewey es un individuo que al etiquetarse como “liberal” no hace totalmente justicia a la verdadera naturaleza de su posicionamiento ideológico. Además, consciente de esto mismo, Dewey dedicó un libro a esta cuestión336 – “¿Que significa ser hoy [en los años 20] un liberal?”337 La forma como responde a esta cuestión no sólo clarifica la naturaleza historicista de su concepción de la historia de las ideas políticas, sino que ilustra el carácter republicano de su crítica al “viejo liberalismo” de laissez-faire, laissez-passer. Su argumento se desarrolla a partir de una reconstrucción de la historia del paradigma liberal. Identificando a John Locke como el precursor de esta tradición338 , Dewey discute el papel que las dos tradiciones liberales en Inglaterra, la económica y la utilitarista339, tuvieron en la evolución de un liberalismo individualista hacia un liberalismo con preocupaciones sociales. Su conclusión es que, si fue Adam Smith el impulsor del liberalismo de laissez-faire, no fue James Bentham quien incentivó la promulgación de legislación laboral - “Por el contrario, el impulso de la legislación social fue obra de los tories, quienes, por tradición, sentían cierto desapego hacia la clase industrial” (Dewey, 1996a, p. 65). Desgraciadamente, Dewey no tenía todavía a su disposición la alternativa historicista (compatible con sus tesis)340 a la historiografía liberal lockeana; si la hubiera tenido, podría haberse dado cuenta de que el origen ideológico de la crítica al liberalismo en Inglaterra, en el siglo XIX, era precisamente el mismo que el suyo, formulado un siglo después. Para nosotros, hoy, y a la luz de la historiografía revisionista de los años 60, está claro que de Harrington a Jefferson y de este a Dewey es utilizado un mismo lenguaje para criticar el paradigma jurídico-liberal – el del 335
Westbrook, 1991, p. 151. Nos referimos a Liberalism and Social Action (1935) [Dewey, 1996a] . Para otro texto en que Dewey critica el paradigma liberal, véase “Philosophyes of Freedom” (1928) 337 “Difícilmente puede uno dejar de preguntarse en qué consiste realmente el liberalismo: que elementos de su ideario son aún valiosos, si es que conserva alguno” (Dewey, 1996a, p. 52). 338 Dewey, 1996a, p. 52 y ss. 339 Dewey, 1996a, pp. 65-66. 340 De forma sugerente, Dewey critica la concepción whiggista de la historia afirmando que los liberales, “formularon sus ideas como verdades inmutables, válidas para cualquier tiempo y en cualquier lugar; no tenían un sentido de la relatividad histórica, ni en términos generales ni en sus propios términos” (Dewey, 1996a, p. 76). 336
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republicanismo cívico. Esta ausencia de una alternativa historiográfica se refleja en los constreñimientos a los que Dewey se ve sujeto al criticar el paradigma liberal. Apodar de “nuevo” o “renacido” liberalismo a la propuesta que defiende es un claro síntoma de que la retórica republicana a la que recurre no tiene un contrapunto a nivel del aparato conceptual dispuesto por el paradigma liberal dominante. La imposibilidad de nombrar el paradigma utilizado para criticar el liberalismo es el más claro índice de su fuerza paradigmática. A pesar de estos constreñimientos, la presencia del imaginario y del discurso republicanos puede ser detectada a través de la forma como Dewey concibe nociones políticas tan fundamentales como las de ciudadanía y participación cívica. En particular, nos gustaría llamar la atención hacia el hecho de que estos conceptos sean articulados en función de un ideal neo-aristotélico de “crecimiento humano” sobre el que asienta sus tesis pedagógicas341. La educación como instrumento de fomento de un ideal de “realización humana”342 es una de las llaves maestras de su teoría de la democracia. Una sociedad realmente democrática comprende un sistema educativo cuya principal función no es reproducir conocimientos del pasado343, sino enseñar a pensar de forma científica, en la medida en que todos los miembros de la comunidad necesitan de ciertas competencias cognitivas para el desempeño cabal de sus deberes cívicos. Es a la escuela a la que compete, por su propia organización interna, funcionamiento y prácticas pedagógicas, diseminar el ideal ético democrático fundado sobre un conjunto de virtudes cognitivas: “Dewey creía que esas virtudes –libre investigación, tolerancia de la diversidad de opinión y libre comunicación – eran atributos necesarios pero no suficientes de una política y sociedad democráticas” (Westbrook, 1991, p. 170). La participación activa en la gestión de la cosa pública presupone una noción de ciudadanía que no puede ser pensada sin los “laboratorios de producción de conocimiento” que son las escuelas, tal y como son imaginadas por Dewey y por los pragmatistas en general. Conscientes de la importancia atribuida por Dewey a la “relatividad histórica” con que las contribuciones del pasado deben ser analizadas, y sin olvidar el conflicto paradigmático entre liberalismo y republicanismo presente en el discurso deweyano, la intención que nos mueve en este capítulo consiste en presentar la teoría social y política de Dewey a la luz 1) de los debates en que se envolvió y 2) de su participación en la política americana de los años 20 y 341
Pensamos sobre todo en el libro School and Society (1899). Para un análisis del papel de la educación en la teoría democrática deweyana, véase Bernstein, 1979, p. 226 y ss. 342 Este rasgo comunitario neo-aristotélico de pensamiento pragmatista de Dewey y Mead también es subrayado por Mitchell Aboulafia. Véase Aboulafia, 1955b, p. 180. 343 En un debate esclarecedor en lo que respecta a sus opiniones sobre la historia de las ideas y las funciones del sistema educativo, Dewey criticó a Robert Hutchins por defender la validez pedagógica intemporal de clásicos como Platón, Aristóteles o Santo Tomás. Para Dewey, estas figuras están circunscritas a sus propias épocas, “incapaces de trascendencia pedagógica” (McDermott, 1987, p. XXII). Los problemas del presente sólo indirectamente pueden beneficiarse de contribuciones pasadas; cada generación tiene que asumir la responsabilidad de enfrentar los desafíos de su tiempo sin buscar reproducir acríticamente soluciones pasadas para problemas (igualmente) pasados. Una vez más, el historicismo de Dewey se aproxima de forma notable a la escuela historicista de la década de 1960/70.
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30. Empezando por este último contexto, la cuestión que se plantea es la de la consistencia entre la práctica política desarrollada por Dewey en una serie de ocasiones y los objetivos teóricos a los que apuntan sus escritos. Vamos a centrar nuestro análisis, siguiendo el estudio de Robert Westbrook, John Dewey and American Democracy (1991), en tres casos: la actividad de consejero político que Dewey presta a las autoridades chinas en el inicio de la década de 1920; su intervención en la llamada “cuestión polaca”; y su participación en el movimiento para la ilegalización de la guerra. En lo que se refiere al primer caso, hay que resaltar la enorme influencia que las tesis deweyanas sobre la importancia de la educación para posibilitar la ciudadanía tuvieron sobre la doctrina pedagógica oficial de la China de los años 20. El mensaje de Dewey es simple. La forma más eficaz y duradera de promover el ideal de una democracia participativa344 es a través de la implementación de un sistema de educación universal. Sin embargo, como Westbrook señala, a pesar de que estos fines democráticos sean consistentes con su filosofía política, los medios preconizados en ese momento no resistieron a la acción de los revolucionarios que tomaron el poder en 1927345. La creencia de Dewey en las virtudes de la democracia parece ilustrarse bien en su intervención en el episodio de la “cuestión polaca”. En 1918, Dewey y algunos de sus alumnos desarrollaron una investigación para comprender los mecanismos de integración de una comunidad inmigrante en una sociedad democrática como la americana. Cuando fue consciente de la dinámica política de esa comunidad, Dewey se da cuenta de la falta de democracia interna que caracterizaba el funcionamiento de algunas de las facciones políticas que representaban a la comunidad polaca. Y, transcendiendo el papel del observador imparcial, Dewey no vacila en ejercer influencia junto a la administración Wilson para impedir que las facciones no democráticas de esa comunidad impusiesen su voluntad sobre las demás346. Impresionado con la magnitud sin precedentes de la I Guerra Mundial, Dewey, mucho más que Mead347, revisa su posición de apoyo a la intervención americana en el conflicto y se asocia al movimiento pacifista que intentó, en los años 20, ilegalizar la guerra y que vendría a dar origen al pacto Kellog-Briand, firmado en París en 1928. El fracaso de esta iniciativa se debió, según Dewey, a su naturaleza estrictamente diplomática; al contrario de lo que indicaban sus recomendaciones348, las opiniones públicas de los países signatarios habían sido mantenidas al margen de este proceso. El cerne de la teoría radical 344
Mead, en una carta dirigida a su cuñada, Irene Tufts Mead, datada el 16 de Julio de 1919, describe la forma como Dewey daba a conocer su teoría de la democracia: “John Dewey estaba en Nanking cuando [la huelga de estudiantes chinos] estaba terminando y se dirigió a una gran audiencia de estudiantes. Habló de de democracia y sobre el individuo y el patriotismo. Debió ser muy emocionante, un gran espacio lleno de miles de estudiantes. El señor Dewey fue acompañado hacia un púlpito bajo un arco de luz y las estrellas de una noche oriental. La audiencia estaba profundamente excitada, muchos podían seguir sin necesidad de traducción. El mejor “sacerdote” de la democracia americana hablando a la naciente democracia china” (Mead’s Papers, Caja 1, Archivo 16). 345 Véase Westbrook, 1991, pp. 251-252. 346 Véase Westbrook, 1991, p. 212 y ss. 347 Para una comparación de la reacción de estos autores a la I Guerra Mundial, véase Joas, 1985, p. 27. 348 Véase el artículo originalmente publicado en la New Republic, “If War were Outlawed” (1923).
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democrática pragmatista enfatiza justamente el carácter imprescindible de la participación popular no sólo para legitimar democráticamente las decisiones gubernamentales, sino para darles una expresión concreta y eficaz. En ausencia de esta, el pacto de París se juntó al rol de iniciativas diplomáticas cuyo alcance estaba limitado, dada su naturaleza exclusivamente formal, por los constreñimientos de la realpolitik349. A pesar de la luz que estas actividades traen a la discusión de la teoría política de Dewey, sobre todo en el periodo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, pensamos que la metáfora skinneriana del conflicto es un instrumento adecuado para analizar algunos de los más importantes textos políticos deweyanos. En efecto, alguna de su más relevante literatura sobre este tema fue escrita en el ámbito de controversias con otros autores de la época, como fue el caso del carismático teólogo y activista, Reinhold Niebuhr. En dos libros publicados en el inicio de los años 30350, Niebuhr critica al liberalismo deweyano por no ser suficientemente radical para resolver los problemas sociales y políticos que asolan la América de la “Gran Depresión”. Una vez terminada la “Era Progresista” en que el pragmatismo había sido desarrollado y había alcanzado su apogeo, Niebuhr considera, intentando conciliar marxismo y un protestantismo conservador, que en las terribles condiciones sociales y económicas de la “Gran Depresión” “un adecuado liderazgo espiritual sólo puede venir a través de una orientación política más radical y unas convicciones religiosas más conservadoras...” (1934, p. IX). A esta crítica responde Dewey reafirmando su confianza en el método de la inteligencia y rechazando la sugerencia marxista de que ciertos intereses de clase serían más legítimos que otros, al punto de acusarlo de ingenuidad histórica351. Otro debate en que Dewey se vio envuelto fue el que lo opuso a Walter Lippmann, autor de dos libros que reflejan la desilusión de la generación de la década de 1920, Public Opinion (1922) y The Phantom Public (1925)352. Este debate es particularmente significativo para nuestra discusión ya que tanto Dewey como Lippmann escribieron con regularidad para una revista semanal que tenía en el republicanismo cívico de Montesquieu su principal referencia ideológica, la New Republic353. En este foro de ideas políticas fundado en 1914, inspirado por el modelo de la inglesa New Statesman, se oponían dos tendencias republicanas. Por un lado, encontramos a autores como Herbert Croly y Walter Lippmann para quienes el republicanismo de Maquiavelo y Montesquieu debía ser directamente trasplantado a una América en crisis por la desaparición de la virtud de otros tiempos. Por otro lado, había quien, como Dewey, veía en el republicanismo comercial de Jefferson la solución autóctona 349
Véase Westbrook, 1991, p. 270. Nos referimos a Moral Man and Immoral Society (1932) y Reflections on the End of an Era (1934). 351 La respuesta surge en el artículo “Intelligence and Power” (1934): “Es una perspectiva ingenua de la historia que supone que los intereses dominantes de clase no eran la principal fuerza que mantuvo la tradición contra la que el nuevo método y las conclusiones en ciencias físicas tenían que hacer su camino” (Dewey, 1984f, p. 108). 352 Sobre el realismo tecnocrático de Lippmann, véanse, por ejemplo, MacGilvray, 1999, pp. 554-557, y Westbrook, 1991, pp. 293-300; Diggins, 1985, pp. 582-585. 353 Sobre la participación de Dewey en la New Republic, véanse Diggins, 1985, p. 580 y ss, y Westbrook, 1991, pp. 193-194. 350
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para los problemas de la república americana354 . La cuestión que ambas tendencias pretendían responder, y que Lippmann formuló explícitamente en su libro de 1925, era “¿Como puede existir una república sin un público?” El debate Dewey-Lippmann reside justamente en las diferentes respuestas que dan a esta cuestión. Para Lippmann, el carácter ilusorio de la noción de “ciudadanos omnicompetentes”, que asociaba a la teoría de la democracia pragmatista, era una ilusión, y, como tal, la gestión de la cosa pública debía ser delegada a los ciudadanos cuya competencia y disponibilidad garantizasen la mayor eficiencia. La respuesta de Dewey no tardó. Tanto en una recensión de Public Opinion355, como en The Public Opinion and Its Problems (1927), una obra de teoría política356 escrita en respuesta al segundo libro de Lippmann, Dewey articula una respuesta que demuestra claramente su posicionamiento político-ideológico. El objeto de esta obra consiste en el análisis de la naturaleza y funciones del Estado, así como de la relación que este establece con la sociedad civil (o el “público”, si seguimos la terminología deweyana). Desde luego, el rechazo de las corrientes políticas que designan al Estado como el epicentro de la vida política como a aquellas que lo menosprecian, es un indicador significativo de la concepción del sistema político que apoya. De modo característicamente pragmatista, Dewey evita caer en discusiones cuyas premisas se encuentran limitadas por dicotomías fijas y rígidas. Así, el Estado es concebido como un actor político que no se opone al “público”; tal distinción es la fuente, desde este punto de vista, de siglos de interminables discusiones filosóficas interminables justamente porque buscan respuestas para preguntas que no pueden ser respondidas. Al contrario, Dewey intenta concebir un “público” que no se oponga al aparato burocrático e institucional del Estado. Es fundamentalmente por esta razón por la que el “público” es concebido como un grupo o comunidad cuya acción colectiva resulta de la percepción de un interés común y, en la medida en que esta comunidad elige a ciertos miembros para cumplir funciones políticas, jurídicas, legislativas y otras en nombre y en el interés de todos, esta asociación política asume una forma añadida de organización a la que usualmente damos el nombre de gobierno o administración pública. En suma, los individuos se asocian en formas progresivamente más complejas y sofisticadas hasta que su organización política es de tal modo autónoma que parece oponerse a la entidad que le dio origen y que garantiza su razón de ser. Entre el ciudadano y el Estado existe, pues, un continuum históricamente discernible cuyo hilo conductor es la noción de interés general o bien común, hacia el que remite la virtud cardinal de la justicia. De forma sintomática, Dewey, como Mead, critica la tradición política de los 354
Véase Dewey, 1988b, p. 203. En que coincidiendo con el diagnóstico de Lippmann (que apuntaba hacia la inexistencia e un público competente), rechazaba la solución defendida por él: “La democracia exige una educación más minuciosa que la educación de funcionarios, de administradores y de directores de empresas. Es porque esta educación general fundamental es tan necesaria y tan difícil de lograr por lo que la construcción de la democracia es tan desafiadora” (Dewey, 1983a, p. 344). 356 Para un interesante análisis de las implicaciones de esta obra para la ciencia política norteamericana, véase Farr, 1999a, pp. 523-524. 355
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derechos naturales por su individualismo ahistórico357. Pero, yendo más allá que Mead en las implicaciones de esta crítica, Dewey asocia el racionalismo instrumental de la teoría política Whig a una concepción de la historia358 cuyos héroes son individuos abstractos y cuyo sentido apunta hacia una única línea de progreso y evolución. Al contrario, Dewey considera que las democracias políticas modernas son el resultado de múltiples y enfrentadas fuerzas socioeconómicas359 que ejercen una influencia significativa sobre los agentes políticos individuales y colectivos360. En el caso concreto de la democracia norteamericana, Dewey, al igual que Mead, lejos de describir un contrato social imaginario y fundador de la república americana, suscribe una perspectiva histórica en que las nociones de comunidad, ciudadanía y bien común son los valores fundamentales. Recordando a las tesis agrario-comerciales del republicanismo de Jefferson, Dewey cree que “El sistema de gobierno democrático estadounidense surgió de una genuina vida de comunidad, es decir, de una asociación en centros locales y pequeños donde la industria era ante todo agrícola y la producción se realizaba principalmente a través de herramientas manuales” (Dewey, 2004, p. 116)361 . Además, Dewey considera que una de las características más valiosas del régimen político americano del siglo XVIII, y que sin embargo se perdió con el aumento de la dimensión y complejidad de la república, era la existencia de “aristocracias naturales” las cuales, al contrario de las hereditarias, ascendían al poder mediante elecciones libres362 . Es así como Dewey introduce la discusión central de The Public and Its Problems - pace Lippmann, Dewey pretende averiguar lo que le aconteció al “público” desde la fundación de la república americana hasta a los años 30 del siglo XX. Dewey critica al realismo tecnocrático de Lippmann sobre todo debido al paternalismo que presupone. Si para este último, el “público” constituye un obstáculo para el buen gobierno en la medida en que no es, nunca fue y ni jamás será suficientemente competente para influenciar de forma adecuada a sus representantes, Dewey acusa precisamente la tecnocracia burocrática del Estado de fomentar aquello de lo que Lippmann se queja, la apatía e ignorancia del “público”. Pero esta no es la única causa de las dificultades que el “público” norteamericano atraviesa en el periodo de entreguerras. En efecto, Dewey cree encontrar el principal problema enfrentado por el “público” norteamericano de ese momento en la modernización industrial que generó una “Gran Sociedad” a costa de las pequeñas comunidades que habían estado 357
Véase Dewey, 2004, p. 111. Carlyle y Macaulay son explícitamente criticados por su concepción whiggista de la historia. Véase Dewey, 2004, p. 110. 359 El historicismo de la concepción deweyana de la historia es bien patente en el siguiente pasaje: “Mirando hacia atrás, es posible descubrir una tendencia de cambio más o menos uniforme en una única dirección. Pero, repetimos, atribuir esta unidad dada de resultados (unidad que siempre es fácil exagerar) a una fuerza o a un principio únicos es pura mitología. La democracia política ha surgido como un tipo de consecuencia global a partir de una amplia multitud de ajustes correlativos a numerosas situaciones” (Dewey, 2004, pp. 101-102). 360 Véase Dewey, 2004, p. 113. 361 Para un análisis de la importancia de la vida rural para la teoría de la democracia de Jefferson, escrita en el momento de su “canonización”, véase Griswold, 1946. Para un reciente análisis de este mismo tema, véase Appleby, 1982a. 362 Véase Dewey, 1988b, pp. 210-211. 358
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en el origen de la democracia americana363 . En una frase, para Dewey, el principal desafío que el “público” tiene que enfrentar consiste en conseguir convertir la “Gran Sociedad”, en la que los sujetos se orientan racionalmente hacia la consecución de intereses particulares, en una “Gran Comunidad”, cuyos lazos de solidaridad son mantenidos por procesos de comunicación interpersonal, i.e., fundada sobre la democracia como una forma de vida364. Llegamos, así, a una distinción crucial en la teoría política deweyana. A pesar de estar relacionadas, Dewey insiste en separar “democracia política”, entendida como un sistema político cuyos mecanismos institucionales (sufragio universal, elecciones periódicas y competitivas de representantes, regla de la mayoría, etc.) promueven la defensa del interés propio365 , de la democracia en su “sentido social genérico”, que sobrepasa las fronteras de la política: “La democracia, contemplada como una idea, no es una alternativa a otros principios de la vida asociada. Es la idea misma de vida comunitaria” (2004, p. 138). La respuesta al desafío de proceder a la transición hacia la “Gran Comunidad” pasa precisamente por este segundo sentido de la noción de democracia en la medida en que ésta se basa en la participación cívica en comunidades locales. Pero, como señala Dewey, “participar en las actividades y compartir los resultados son asuntos aditivos. Exigen como prerrequisito una comunicación” (2004, p. 140). El propósito de la teoría de la democracia deweyana consiste, por lo tanto, en reconstruir comunicativamente la concepción rousseauniana de “voluntad general” para fundamentar filosóficamente una nueva forma de asociación política asentada sobre las nuevas posibilidades tecnológicas de comunicación366. La noción republicana de participación cívica gana, asimismo, nuevos contornos al ser adaptada a las modernas condiciones socales, en las que el pluralismo de las formas de vida es un hecho inevitable. Es justamente a partir de la conjugación de estos dos elementos – participación cívica y pluralismo social – como Dewey reconstruye la tradición republicana que había heredado de Jefferson y articula una crítica poderosa al “viejo liberalismo”. Dewey, a diferencia de ciertos autores contemporáneos que defienden la necesidad de un ethos compartido como el centro de la vida política367, ve en la pluralidad de las formas sociales un incentivo a la necesidad de participación cívica – debemos contribuir al bien
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Fue Graham Wallas el primero en introducir esta noción en su libro The Great Society (1908), cuya filosofía individualista es rechazada por Dewey, para quien “los hombres siempre se han asociado para vivir...” (Dewey, 2004, p. 108). Para un análisis de la imagen de una sociedad crecientemente individualista, tan en voga en los años 20, véase Gunnell, 1999, p. 41. 364 Debido a su carácter democrático, esta noción de una “Gran Comunidad” fue objeto, en los años 50 y 60, de las críticas de neo-conservadores como Daniel Bell, Irving Kristol, Patrick Moynihan y Russell Kirk. Este último, en The Conservative Mind (1953), caricatura la “Gran Comunidad” en los siguientes términos: “defendía un sentimental colectivismo igualitarista con un nivel social invariable como ideal (…) Toda manifestación radical producida desde 1789 encontró un lugar en el sistema de John Dewey...” (Kirk, 1956, p. 431). 365 Dewey, 2004, pp. 135-136. 366 Véase Dewey, 2004, p.173. 367 Pensemos, por ejemplo, en el caso Benjamin Barber, para quien una “democracia fuerte” presupone que la comunidad política comparta un conjunto de valores por los que vale la pena luchar, i.e., participar en la gestión de la cosa pública: “de hecho, desde la perspectiva de la democracia fuerte, los dos términos, participación y comunidad, son aspectos de una única forma de ser social: ciudadanía” (1984, p. 155).
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común, no porque compartimos un conjunto de valores, sino porque es la mejor garantía de nuestra autonomía e individualidad.
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Capítulo VI: De vuelta a Europa. El pluralismo democrático de Harold Laski. La explicación para que Dewey reconstruya la noción republicana de participación cívica como una forma de cultivar la actitud crítica que cree encontrar en la ciencia experimental, de transformar intereses particulares en intereses generalizables, y de promover (aunque dependa de ella) una cultura política de libertad – i.e., la participación cívica como un proceso de comunicación interpersonal que dé origen a “lo que metafóricamente puede ser designado como una voluntad general y una conciencia social” (Dewey, 1984a, p. 331) –, reside, creemos, en su pluralismo democrático y en el antipaternalismo que le subyace. Para demostrar esta tesis, debemos sobrepasar el contexto del debate entre Dewey y Lippmann y situar nuestra discusión, en este capítulo, a un nivel más elevado de abstracción: el debate alrededor de la teoría pluralista de la democracia de los años 20 y 30368 a la luz de la influencia paradigmática que el republicanismo cívico y el pragmatismo americano ejercieron sobre aquel que es, quizás, su principal teórico – Harold Laski (1893-1950). Nuestro propósito consiste, por lo tanto, en describir la migración intelectual que trae el lenguaje republicano, tras haber sido apropiado por los oposicionistas americanos al colonialismo inglés del siglo XVIII y haber sido reconstruido por los pragmatistas como forma de responder a los desafíos de la “Gran Sociedad” de los siglos XIX y XX, de vuelta a Europa. Para ello, es necesario comprender que, en Dewey, el discurso republicano cumple una función de depósito conceptual para la autocrítica del liberalismo a través de una concepción pluralista del Estado, del poder y de la política por regla general, además, muy en boga en la primera mitad del siglo XX369 . El pluralismo político deweyano se basa en el reconocimiento del hecho de que existe una pluralidad de grupos, asociaciones y colectividades, cuya naturaleza y objetivos no concurren necesariamente para el bien común. Sin embargo, y al contrario de las tesis convencionalmente atribuidas a la teoría pluralista del Estado, Dewey no pretende trazar límites predefinidos a la acción de este último, prefiriendo conferirle el papel de director de la conducción de la vida en sociedad; un director que debe intervenir siempre que un grupo indeseable (por ejemplo, una asociación criminal), o una asociación demasiado poderosa (por ejemplo, un grupo económico) amenacen, por las consecuencias de sus acciones, al bien común, o sea, al pluralismo de las formas de vida en sociedad370. Es justamente de este consecuencialismo del que resulta su rechazo a sugerir cualquier medida política concreta. Ya que la acción de la 368
Para una presentación de las teorías políticas pluralistas de la primera mitad del siglo XX, en Inglaterra, véase Hirst, 1989. 369 Sobre el pluralismo democrático deweyano, véanse Horwitz, 1987, p. 860 y Westbrook, 1991, p. 303. Para una discusión de los puntos de contacto entre esta concepción pluralista y la teología, véase Soneson, 1993. 370 Como esclarece Dewey, “nuestra doctrina del pluralismo es la afirmación de un hecho: la existencia de una pluralidad de agrupaciones sociales, buenas, malas e indiferentes. No es una doctrina que prescriba límites inherentes a la acción del Estado (…) Nuestra hipótesis es neutral, tanto para cualquier implicación general, como en relación con hasta donde puede llegar la extensión de la actividad del Estado.” (Dewey, 1984a, p. 281).
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pluralidad de los grupos sociales, Estado incluido, debe evaluarse según las consecuencias de sus actividades, es imposible, argumenta, pretender definir cursos de acción futura cuya implementación e implicaciones son fruto de un conjunto de circunstancias cuya historicidad resiste a cualquier esfuerzo de previsión371. Las implicaciones de esta concepción política pluralista para sus nociones de participación cívica y bien común no deben ser subestimadas. Cada ciudadano, en la calidad de miembro de múltiplas asociaciones o grupos sociales, debe velar por su interés participando en la vida de esas colectividades de manera que el bien común sea preservado, es decir, que la sociedad a la que pertenece no se vuelva víctima de un poder excesivo por parte del Estado o de otro cualquier actor colectivo. El bien común es, en Dewey, definido por oposición a la peor amenaza a la vida de una sociedad democrática, el totalitarismo de un agente social cuyo monismo tentacular pueda afectar a todos372 ; concomitantemente, la participación cívica será virtuosa en la medida en que cada ciudadano dirija su acción de forma prudente, tolerante, corajosa y sobre todo justa, i.e., que concurra hacia la concordia civil de la que hablaba Cicerón y que Dewey reconstruye a partir de una perspectiva pluralista de lo político. Desde este punto de vista, pensamos que las apropiaciones neocomunitarias del pensamiento deweyano enfrentan una dificultad ineludible. Al rechazar enfáticamente una perspectiva pluralista de lo político y de la sociedad, asociándola al relativismo cultural resultante de las nociones de que la experiencia humana es decisivamente influenciada por el contexto histórico en que se desenrolla, y de que la facultad del juicio, pace Kant, es el producto de tal experiencia particular y contingente, los autores comunitarios se alejan de uno de los pilares de la teoría política de Dewey. Mientras Dewey subraya la importancia de la comunicación entre diferentes actores individuales y colectivos, como forma de garantizar la coexistencia de una pluralidad de formas de vida que evite una solución política de tipo centralizador, los comunitarios enfatizan, no la comunicación, sino aquello que deberá unir a tales grupos e individuos – un ethos compartido por todos los miembros de una comunidad373. Una de las implicaciones del pluralismo democrático deweyano consiste en un antipaternalismo que nos reenviará, en la parte IV, a la teoría de la democracia de Habermas. Para Dewey, una democracia en la que la personalidad de los ciudadanos que la componen es el elemento central, es un régimen político en el que la responsabilidad por el desarrollo moral de cada uno, por más repugnante que sea, jamás puede ser confiada a otro, por más sabio y honesto que sea. Aunque el Estado deba jugar un papel positivo en la instrucción de los 371
Véase Dewey, 1984a, p. 281. Nótese el notable paralelismo entre la concepción deweyana de bien común y la siguiente descripción de uno de los peligros que afectan la libertad de una comunidad política: “El otro y más insidioso peligro aparece cuando un individuo poderoso o una facción dentro de una ciudad la reduce a la servidumbre apoderándose del poder y utilizándolo a favor de sus intereses egoístas en lugar de promover el bien común” - estas palabras habían sido escritas por Skinner al presentar el argumento que Leonardo Bruni articuló para explicar el origen de la libertad de la ciudad-Estado de Florencia, durante la primera mitad del siglo XV. Véase Skinner, 1991, p. 418. 373 Véase Selznick, 1992. 372
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ciudadanos, promoviendo el espíritu cívico, el desarrollo de este es una decisión inapelablemente individual. De aquí se deriva un rechazo a toda y cualquier forma de paternalismo. Aún en el contexto de esta crítica a las tesis paternalistas, debemos subrayar su posición ante la tecnocracia, entendida aquí como un régimen político en el que la mayor parte de las decisiones relacionadas con el bien común son tomadas por peritos o expertos, cuya legitimidad proviene sobre todo del dominio exclusivo del conocimiento científico. Asociando la idea de libertad política de pensamiento y de expresión a la libre circulación de información y a la libertad de presentar y criticar hipótesis que caracteriza a la ciencia, Dewey considera que la desigualdad de acceso al conocimiento científico llevó al surgimiento de una “clase de especialistas”. Estos, beneficiándose de una condición social y política privilegiada, tienden a asumir un papel destacado en la resolución de los problemas sociales. Para Dewey, esto es un error dado que los expertos tienen intereses particulares que les impiden usar el conocimiento científico en beneficio de todos374. La tecnocracia es, por lo tanto, la institucionalización política de una situación de privilegio en que algunos producen ciencia, no a favor de la sociedad en su conjunto, sino a favor de algunas asociaciones particulares (empresas, principalmente) o de laboratorios de Estado de acceso restringido a la generalidad de la población375 . Para nosotros, este rechazo de cualquier paternalismo benevolente que subyace a su perspectiva pluralista de lo político constituye el mayor legado que Dewey ofreció a la teoría política europea de ese momento. Esto significa que si, durante el siglo XVIII, los ideales republicanos y humanistas cívicos atravesaron el Atlántico desde la Inglaterra de Harrington, en la primera mitad del siglo XX, esos mismos ideales, apropiados y reconstruidos por varias generaciones de pensadores norteamericanos, volvieron a la Inglaterra que los vio partir siglos antes. Estamos, por lo tanto, ante una migración intelectual de un universo lingüístico que sólo una reconstrucción diacrónica permite identificar. El protagonista de esta migración intelectual es Harold Laski, “el teórico político de lengua inglesa más influyente y más ampliamente leído en la primera mitad del siglo XX” (Hirst, 1997, p. V). El episodio de la historia de las ideas que esta segunda travesía del Atlántico representa se comprende mejor si es visto a la luz del proceso de formación del canon en teoría política. Laski, cuyas obras publicadas a partir de su paso por Harvard le garantizaron un lugar 374
Véase Putnam, 1998, p. 260. Esta crítica al paternalismo tecnocrático es un tema que une a Dewey y a Habermas. De hecho, esta importante cuestión de la relación entre la ciencia y la opinión pública fue tratada por Habermas en un artículo publicado en 1963 (y traducido al castellano en el libro Ciencia y técnica como “ideología” (1986)), en el que, rechazando tanto un modelo teórico decisionista (una teoría anticognitivista que remitía hacia Max Weber y Carl Schmitt), como un modelo teórico tecnocrático, propone precisamente un modelo pragmatista, siguiendo a Dewey. Según este último, “ una traducción con éxito de las recomendaciones técnicas y estratégicas a la práctica se ve remitida a la esfera de la opinión pública política” (1986a, p. 141). Sin embargo, y reafirmando las tesis publicadas con anterioridad en La transformación estructural de la vida pública (original de 1962, versión castellana de 1981), Habermas consideraba que “Estas consideraciones de principio no deben hacernos olvidar que no se dan las condiciones empíricas para la aplicación del modelo pragmatista”, para concluir que “La despolitización de la masa de la población y el desmoronamiento de la esfera de la opinión pública política son elementos integrantes de un sistema de domino que tiende a eliminar de la discusión pública a las cuestiones prácticas” (1986a, p. 151). 375
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entre las principales figuras intelectuales de su tiempo376 (un lugar que fue mantenido y reforzado durante su paso por la London School of Economics and Political Science hasta los años 40), desaparece de súbito de la galería de referencias de la teoría política justo después de su muerte en 1950. Sólo muy recientemente, ya en la década de los 90, Laski vuelve a merecer la atención de los historiadores de las ideas políticas, como es el caso de Isaac Kramnick377 , no por casualidad uno de los historiadores que, con Pocock, Bailyn y Wood, reescribió la historia de la Revolución Americana. El objetivo de este capítulo es justamente intentar comprender las razones de este renovado interés en Laski, a nuestro entender, relacionadas con la forma profundamente original como articula una teoría pluralista del Estado, el paradigma republicano cívico y el pragmatismo americano. En efecto, si Wallas378 introdujo la noción de “Gran Sociedad” que Dewey y Lippmann discutirían en los años 20 y 30, fue Laski quien conceptualizó la idea de “pluralismo”, introduciéndola en el vocabulario de la ciencia política como una perspectiva crítica dirigida contra la teoría política conservadora asociada al “monismo de Estado”379. ¿Y a donde fue Laski a buscar esta idea? Como él mismo explica en su primera obra de teoría política, fue justamente el pluralismo filosófico de James380 y Dewey el que estuvo en el origen de esta perspectiva crítica. En particular, fue Dewey quien lo alertó de los peligros de una imagen absolutizada del Estado y de su soberanía381, siendo también Dewey quien le sugirió una perspectiva pluralista, descentralizada y federalista del poder político como alternativa382 . Y, en una notable confirmación de que el historicismo metodológico, el republicanismo cívico y el pragmatismo 376
Nos referimos a Studies in the Problem of Sovereignty (1917) y a Authority and the Modern State (1919). Sin embargo, sería con The Grammar of Politics (1925), cuando Laski realmente asumiría el estatuto de referencia intelectual. Para una descripción de su paso por Harvard, donde descubriría en la teoría política pragmatista de James y Dewey una fuente proficua de inspiración para el resto de su vida, véanse Newman, 1993, pp. 37-64, y Kramnick y Sheerman, 1993, pp. 90-91. 377 Véase Kramnick y Sheerman, 1993. 378 Fue, además, Graham Wallas quien invitaría a Laski a ir a la LSE, tras los problemas personales y académicos que este enfrentó en Harvard en 1919. Véase Newman, 1993, p. 56 y ss. 379 Como observa Gunnell, “Para mediados de los años veinte, el concepto de pluralismo y el lenguaje de la teoría pluralista se habían convertido en moneda de cambio común, mientras que una década antes los conceptos habían estado prácticamente ausentes de la literatura” (Gunnell, 1999, pp. 41-42). 380 El pluralismo filosófico de James no debe confundirse con el pluralismo deweyano. En A Pluralistic Universe (1909), James realiza una crítica al monismo idealista de raíz alemana (Kant y Hegel) hasta entonces prevaleciente, y propone una perspectiva pluralista empiricista, tributaria sobre todo de Henri Bergson. Véase James, 1943. 381 En Studies in the Problem of Sovereignty (1917), Laski afirma que “Lo que a mí me espanta –el poder ilimitado del Estado- ha tenido una expresión gozosa en una simple frase del profesor Dewey, refiriéndose al Estado alemán. Dice así: “Una larga línea de filósofos ha establecido que un ideal justo tiene el derecho de concentrar un poder cada vez mayor en sí mismo, en tal forma que deje de ser simplemente un ideal”“ (1960, p. 24). 382 “La teoría pluralista del Estado tiende a anular, a mi parecer, complicaciones como éstas. Como teoría, es lo que el profesor Dewey llama “seriamente experimentalista” en su forma y en su contenido. Niega el derecho de la fuerza; anula lo que los hechos mismos anulan – el mandato de obediencia ciega al Estado-; insiste en que el Estado, como toda otra institución, se pruebe por sus actos” (Laski, 1960, p. 26). La similitud de estas tesis con las posiciones asumidas por Dewey en The Public and Its Problems es incuestionable.
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americano se entrecruzan en múltiples momentos de la historia, Laski busca en la tradición política del humanismo cívico el fundamento histórico para sus propuestas383 . En particular, Laski encuentra en Aristóteles y en la idea de un “sistema de gobierno mixto” un precursor de la teoría política pragmatista: “Por esto es que – lo confieso francamente- una de las principales satisfacciones que me proporcionó el estudio de Aristóteles, es la convicción de que trató de delinear una teoría pragmática del Estado. Daba a sus derechos la rica validez de la experiencia. Y casi hay la seguridad de que un derecho que no tiene consecuencias, resulta demasiado vacuo para merecer algún valor“ (1960, p. 23). Y si el “sistema de gobierno mixto” y la concepción de derechos de Aristóteles son, así, convocados para trazar la genealogía de la teoría pluralista del Estado, Laski encuentra en la The Commonwealth of Oceana de Harrington un argumento histórico a favor de la existencia de un público informado y participativo, justamente el problema político central de los años 20: Nada puede ser peor para el funcionamiento de un gobierno democrático que el divorcio permanente entre el curso de la política y la vida que llevan la mayoría de los hombres (…)” Además, nos explica, “la cooperación activa del cuerpo de ciudadanos” requiere de “la discusión extendida y perpetua del hombre y las medidas, la instrucción continua de la mente pública, a la que Harrington apuntaba en los clubs que formaban este atractivo elemento en su Utopía. Significa la existencia continua de una urgente opinión pública”. Y, remitiendo a la problemática de la “Gran Sociedad”, concluye: “Esto no es, como Wallas ha mostrado recientemente, un asunto sencillo”. (Laski, 1997c, p. 41). La teoría pluralista del Estado desarrollada por Laski resulta, entonces, de la confluencia del paradigma que va de Aristóteles a Harrington con el pragmatismo de Dewey y James. Aquello que Laski hace con el objetivo de resolver un problema político de su tiempo demuestra, al final, la enorme utilidad de la perspectiva metodológica pocockiana, la reconstrucción diacrónica384. El lenguaje paradigmático republicano de la Inglaterra del siglo XVII, tras haber sido reconstruido por los anticolonialistas americanos del siglo XVIII, no únicamente se transformó, ya en el siglo XX, en el discurso utilizado por aquellos que pretendían criticar el paradigma liberal sin abandonarlo, sino que regresa a sus orígenes de la mano de un autor inglés influenciado por una corriente filosófica norteamericana. Como la última frase de la cita arriba transcrita deja entrever, la cuestión que preocupa a Laski es saber cuál es el
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Para un análisis del papel desarrollado por la historia en la teoría política de Laski, véase Runciman, 1997, p. 180 y ss. 384 Creemos que este es el momento más apropiado para apreciar el significado de las siguientes palabras de alguien que creció en Nueva Zelanda, hizo su doctoramiento en Cambridge, y está desarrollando su carrera académica en Estados Unidos: “muchos de los temas que desearía tratar contienen la idea del atravesamiento de amplias distancias, entre culturas y entre disciplinas, y el establecimiento satisfactorio de hogares y asentamientos en lugares distantes” (Pocock, 1970b, p. 154). Esta es, creemos, la descripción más rigurosa de lo que es una reconstrucción diacrónica: la narración del viaje iniciado por ideas que partieron de un cierto lugar en un determinado momento, cuyo destino acompaña a quien las profiere, hacia dónde quiera que vayan.
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papel que debe desempeñar el Estado en las condiciones sociales de la primera mitad del siglo XX. En una alusión que sería recuperada y desarrollada de forma sistemática por Skinner en The Foundations of Modern Political Thought, Laski concibe el conflicto entre la soberanía unificada del moderno Estado-nación y la soberanía dividida de un “federalismo social” como el resultado histórico de un enfrentamiento que se remonta a los orígenes de la modernidad385. Desde este punto de vista, la flaqueza del Estado moderno reside en los presupuestos sobre los que se asientan sus imperativos legales, fundamentalmente individualistas y basados en la idea de derechos de propiedad. Para Laski, en la medida en que este sistema de derechos “representa la filosofía del siglo XVIII, el deseo de la burguesía de obtener garantías contra los ataques de un poder arbitrario. Pero la libertad y la seguridad que el Estado aseguraba eran, sobre todo, libertad e igualdad para el dueño de la propiedad”, los imperativos legales que se derivan de él “cuando actúan, no tienen sobre los ciudadanos más que un derecho puramente formal” (Laski, 1970, pp. 77-78 y p. 60). Así, la historia de las ideas políticas nos ayuda a comprender las raíces del problema que preocupa a todos los autores que trabajan en la órbita del paradigma republicano, y en especial a Rousseau: la desigualdad social386. Si el diagnóstico de Laski no se distingue por su originalidad, lo mismo no se puede decir de las soluciones que propone. El “federalismo social” que preconiza resulta de la combinación de una aproximación metodológica historicista con una orientación teórica republicana y pragmatista. Su punto de partida es la idea aristotélica de que el individuo es una criatura eminentemente social, el animal político por excelencia. El desafío que enfrenta esta idea como ideal es la presión ejercida por el Estado moderno sobre el ciudadano individual387 . Es por esto que las asociaciones voluntarias tienen una importancia primordial. No sólo trabajan en una escala que les permite una aproximación efectiva a los problemas o actividades que les dieron origen y les aseguran su razón de ser, sino que, además, su organización interna potencia la participación democrática de sus miembros. Y Laski les confiere incluso una importante función política – la crítica sistémica a los imperativos legales que sostiene el Estado. Su apología al asociacionismo culmina en la defensa de una solución política de naturaleza federalista para los problemas de las sociedades demoliberales de entreguerras. Asociando pluralismo social y federalismo político, Laski ve en la descentralización administrativa la forma de organización política más adecuada para hacer frente al individualismo anómico, sin caer en el paternalismo benevolente propuesto por los realistas. La solución que preconiza, influenciada por la noción republicana de participación cívica y por la concepción pragmatista de creatividad, reside en una valorización de la componente deliberativa de la vida política:
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Como explica en The Foundations of Sovereignty (1921), “Creo profundamente que ningún intento de reconstrucción de nuestras instituciones presentes puede ser satisfactorio si no está anclado en el conocimiento histórico. Por ese propósito debemos ir (…) hacia las cosas como el “Movimiento Concilar”…” (1997c, p. IX). 386 Véase Laski, 1970, pp. 77-78. 387 Véase Laski, 1970, pp. 68-69.
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La discusión produce, si no consentimiento, por lo menos la impresión en los afectados de que sus conocimientos han sido utilizados y su experiencia ponderada en la confección de las leyes. La voluntad de hacer es del Estado; pero el proceso por el que se han llegado a establecer las leyes es de índole tal, que no da la sensación a los ciudadanos afectados del que el Estado esté por encima o en contra de ellos, pues participan de ese sentido creador que procede de ser parte activa e integrante en el proceso de la confección de las leyes. (Laski, 1970, p. 72). En otras palabras, al monismo del Estado soberano Laski contrapone una federación de asociaciones voluntarias que respetan el pluralismo social y que potencian la participación cívica a través de una práctica deliberativa en que la fuerza del mejor argumento es sustentada por la capacidad humana de creatividad. El pluralismo político de Laski no se quedó sin la respuesta de aquellos que veían en la autoridad del Estado la única alternativa a la anarquía y al caos. William Elliott fue, en la América de los años 20 y 30, la figura más importante de esta crítica a la teoría pluralista del Estado y a la teoría pragmatista de la democracia. Para Elliott, ...ninguna democracia económica puede escapar a la necesidad de una soberanía políticamente unificada de la ley, para no degenerar en tiranía política mediante una autocracia de intereses (…) El Federalismo en esta perspectiva significa pluralismo, la ausencia de una relación unificadora. (Elliott, 1924, p. 271). Es sugerente tener en cuenta el hecho de que esta crítica al pluralismo demoliberal de Laski y Dewey habría sido influenciada por aquel que fue, seguramente, el más formidable crítico del parlamentarismo liberal en el primer cuarto del siglo XX, el constitucionalista alemán Carl Schmitt388 . Tanto Schmitt como Elliott ven en la teoría pluralista del Estado una expresión de la esencia de la doctrina parlamentarista liberal, definida por Schmitt como “la deliberación pública de argumento y contraargumento, el debate público y la discusión pública” (2002, p. 43). Para estos autores, la noción de una “democracia deliberativa” es una contradicción en sus propios términos: la democracia, entendida como el principio según el cual deberá existir una reciprocidad de tratamiento a individuos de igual condición (reservándose, así, el derecho de exclusión del “otro”, del enemigo) para garantizar una relación directa y transparente que identifique gobernados y gobernantes, es negada por la deliberación pública, racional y reflexiva entre individuos o grupos singulares. En efecto, este principio de discusión pública constituye, para Schmitt, uno de los fundamentos de la “metafísica liberal” que intentó minar el carácter burocrático, profesional y técnico de la política absolutista389. Y, si este principio político legitimó, desde finales del siglo XVIII, al parlamentarismo liberal, Schmitt veía en las democracias de entreguerras claros ejemplos de la quiebra 388
Es Gunnell quien nos relata este enlace entre Elliott e Schmitt: “Elliott había recibido la influencia de su nuevo colega europeo en Harvard, Carl Friedrich (…) simpatizaba con el virulento ataque de Schmitt al liberalismo pluralista y veía en el pensamiento y en la práctica pluralistas gran parte de lo que Schmitt llamaba romanticismo político moderno” (1999, p. 57). 389 Schmitt, 2002, p. 49.
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de este modelo. Así se llega a la crítica iliberal al parlamentarismo, a la democracia representativa y al principio de la discusión pública que vendría a culminar en el Holocausto: Tal y como se presentan hoy las cosas, resulta prácticamente imposible trabajar de otra forma que en comisiones, y comisiones cada vez más cerradas (…) Si la publicidad y la discusión se han convertido, con la dinámica misma del funcionamiento parlamentario, en una vacía y fútil formalidad, el Parlamento, tal y como se ha desarrollado en el siglo XIX, ha perdido su anterior fundamento y sentido. (Schmitt, 2002, pp. 64-65). El enfrentamiento entre el monismo totalitario de Schmitt y el pluralismo demoliberal de Laski y Dewey nos permite clarificar algo que, desde el inicio, había quedado implícito. El conflicto paradigmático entre republicanismo y liberalismo se sitúa en una de las mitades del continuum que separa democracia de dictadura, entendidas en su sentido más extenso. Si el liberalismo es el lenguaje a través del cual las libertades, derechos y garantías fundamentales fueron definidas y establecidas, el republicanismo constituye el discurso que asocia la libertad a la participación cívica y los derechos a los deberes hacia la comunidad. Consciente de esto, Habermas dedicó su carrera al desarrollo de una teoría de la democracia que sintetizase estas dos tradiciones, intentando incorporar el materialismo característico del pensamiento marxista. Desde siempre, el debate político fundamental en el que Habermas trabaja es el que opone formas democráticas de vida en común a soluciones autoritarias, basadas en la coerción y en la violencia. Desde esta perspectiva, la consonancia de propósitos entre Habermas y el autor de estas líneas es total. Sin embargo, como hemos visto a lo largo de estos 14 capítulos, la adopción de una estrategia metodológica historicista (parte I) nos permite reconstruir el paradigma republicano cívico para descubrir que, tras sucesivas reinterpretaciones y migraciones conceptuales, el lenguaje utilizado por los pragmatistas norteamericanos para criticar el liberalismo era, al final, una expresión de la tradición republicana que había atravesado el Atlántico siglos antes (partes II y III). Si compartimos con Habermas el objetivo de construir una teoría de la democracia republicana, no podemos decir lo mismo respecto a su estrategia teórico-metodológica. Cuando la polisemia y el dinamismo de cada paradigma son recluidos a la estéril rigidez de reconstrucciones meramente funcionales a una intención teórica presentista, al autor se le permite apenas llegar a un republicanismo huérfano de toda una tradición que estamos intentando recuperar.
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Parte IV El republicanismo de Habermas. Capítulo I: De la historiografía con intención sistemática a las ciencias reconstructivistas. El propósito de este capítulo inicial consiste en analizar la estrategia teóricometodológica de Habermas con la intención de clarificar la concepción de “historiografía con una intención sistemática”. En un segundo momento, vamos a proceder a la discusión del modelo habermasiano de “ciencia reconstructivista” para así examinar la relación entre reconstrucciones racionales y crítica social. Por último, y recuperando nuestras observaciones en relación a la gran narrativa a partir de la que Habermas intentó hacer converger las diversas líneas de desarrollo de la teoría social post-Hegeliana390, cuestionaremos las implicaciones para la teoría deliberativa de la democracia del carácter presentista del sistema de pensamiento habermasiano. Uno de los primeros textos de Habermas sobre la historia de las ideas fue publicado, no por casualidad, en la obra Knowledge and Human Interests (1968)391, en la que el positivismo es criticado de forma radical. En efecto, se nos dice que una forma de denunciar el rechazo de la reflexión crítica asociada al cientificismo positivista consiste en “la reconstrucción de la prehistoria del positivismo moderno” (Habermas, 1989c, p. 299). En la estela de la “nueva historia de la ciencia” inaugurada por Kuhn en el inicio de los años 60, Habermas atribuye a la historia de la ciencia la función de una auto-reflexión crítica con el argumento de que al reconstruir el pasado de sus disciplinas, los científicos son confrontados con la necesidad de evaluar la actividad de sus antecesores. Desde este punto de vista, Habermas no está muy lejos de la posición de aquellos que, como Merton, defienden la separación entre teoría e historia de la teoría. La diferencia entre ambos reside en la función fundamentalmente crítica con que se reviste la historia de la ciencia habermasiana, que surge, además, de un rechazo de fondo del carácter ejemplar de la historia392. Sin embargo, alerta Habermas, existe el peligro de caer en una argumentación circular si no se justificase sistemáticamente esta actividad histórica autoreflexiva. En su entender, la confrontación entre las teorías científicas y la historia de la ciencia demuestra que la tarea de “reconstrucción racional de la historia de la ciencia no permite por más tiempo la renuncia cientifista al análisis lógico del concepto de aparición y contexto de aplicación de las teorías” (Habermas, 1989c, p. 300). Desde este punto de vista, Habermas parece defender la idea de que la justificación sistemática de la historia de la ciencia reside en la interdependencia entre historia y teoría y, en particular, que 390
Véase parte I, capítulo II. Versión en castellano: Habermas, J., (1980), Conocimiento e interés, Madrid, Taurus. 392 Confirmando que la sistematicidad y la continuidad son características fundamentales de su edificio teórico, Habermas escribía recientemente, a propósito de las lecciones que la historia reserva para la reflexión sobre la Alemania reunificada, que “la historia puede ser un profesor crítico que nos dice como no deberíamos hacer las cosas”, i.e. “sólo como autoridad crítica la historia sirve como un maestro” (Habermas, 1997, pp. 13 e 180). 391
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el análisis lógico del proceso de evolución de esta última corrobora la necesidad de recurrir a la primera. Sin embargo, dicho esto, debemos tener presente el hecho de que el objetivo de Habermas no es producir una historia de la ciencia, ni tampoco una historia de las ideas sociales y políticas, sino desarrollar un modelo específico de ciencia social. Este modelo de ciencia se sitúa entre un abordaje positivista, que niega la especificidad metodológica de las ciencias sociales intentando aproximarlas a sus congéneres naturales o exactas, y una perspectiva hermenéutica, que cuestiona la adecuación de la propia noción de ciencia cuando se aplica a las humanidades. Como Habermas explica en The Logic of the Social Sciences (1967)393, su posición en ese momento puede ser descrita como un “funcionalismo ilustrado por la hermenéutica y orientado históricamente” (1988, p. 273). La idea esencial tras esta perspectiva remitía hacia el principio de autorreflexión crítica de la ciencia, cuyo propósito consistía en emancipar aquello que había sido reprimido a lo largo del curso de la historia. Sin embargo, como esta historiografía con una intención sistemática es insostenible si no se presupone una filosofía de la historia, Habermas eventualmente abandona esta estrategia en favor de aquello que designa por “ciencias reconstructivistas”394. Este modelo de ciencia debería fundarse sobre una teoría del lenguaje, cuyas primeras versiones surgieron en el principio de la década de 70395, y que apareció en su forma más desarrollada en The Theory of Communicative Action (1981). Tal como Parsons intentó hacer medio siglo antes, Habermas quiso sintetizar en esta obra un conjunto notable de contribuciones filosóficas y sociológicas para poder desarrollar una teoría crítica de la sociedad. Como vimos en la parte I, a pesar de tratarse de un texto sobre teoría social, y no de un análisis histórico de la moderna teoría social, el hecho es que esta síntesis asumió la forma de una “gran narrativa”. En esta obra, Habermas, consciente de que los objetos de estudio de las ciencias sociales están incorporados en “complejos de significado”, siendo entonces simbólicamente pre-estructurados, considera que sólo pueden ser analizados por los científicos sociales si estos cuestionan sistemáticamente su propio conocimiento pre-teórico, subyacente a su calidad de actores sociales. A la cuestión crucial de saber como puede reconciliarse la objetividad de la comprensión con la actitud participante del actor que pretende alcanzar el entendimiento396, responde Habermas con la idea de que tal objetividad depende del análisis lógico de las estructuras generales de los procesos de
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Versión en castellano: Habermas, J., (1988), La lógica de las ciencias sociales, Madrid, Tecnos. 394 Este modelo de ciencias sociales reconstructivista permite distinguir la estrategia habermasiana de reconstrucción de la razón del abordaje kantiano. No sólo la filosofía deja de ser vista como la asignatura central, pasando a tener que cooperar con ciencias sociales “reconstructivistas”, como la sociología o la psicología social, sino que estas ciencias reconstructivistas tienen un carácter empírico. Las reconstrucciones de las condiciones y estructuras generales y universales del lenguaje que llevan a cabo tienen un cariz hipotético, esto es, dependiente de la prueba empírica. Así se explica que el conocimiento producido por estas ciencias sea falibilista, i.e., tiene su validez dependiente del contexto histórico en que fue producido. Véase, Cooke, 1997. 395 Véase, por ejemplo, Habermas, 1970 y 1991a. 396 Habermas, 1987a, pg 160.
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entendimiento mutuo. La reconstrucción de estas estructuras es uno de los objetivos de la Teoría de la Acción Comunicativa. Como él explica, El científico social no cuenta en principio con un acceso al mundo de la vida distinto del que tiene el lego en ciencias sociales. En cierto modo tiene que pertenecer ya al mundo de la vida cuyos ingredientes quiere describir. Y para poder describirlos tiene que poder entenderlos. Y para poder entenderlos tiene en principio que participar en su producción. (Habermas, 1987a, p. 154)397. Este es el argumento por detrás de la opción metodológica de reconstruir las contribuciones pasadas de forma fundamentalmente racional. El ejemplo de la reconstrucción de la teoría social de G. H. Mead podrá ayudarnos en su comprensión. En primer lugar, si se pretende interpretar lo que Mead hizo, deben ser clarificadas las razones que él daría para justificar las opciones que tomó. En segundo lugar, esto implica que el intérprete asume una posición ante las pretensiones de validez asociadas a esas acciones398. En tercer lugar, Habermas subraya que la condición de inteligibilidad de estas razones es un proceso de “reconstrucción racional” por parte del intérprete, es decir, en la medida en que estas razones pueden ser traducidas en argumentos (“Yo actué así porque...y entonces decidí...”), sólo las podemos comprender si las reconstruimos a la luz de nuestros propios criterios de racionalidad. Así, para nosotros, este es el origen de la autoreferencialidad que creemos que afecta la estrategia teórica articulada por Habermas. Al sugerir, como hemos visto, que para que un intérprete consiga comprender aquello que Mead hizo y escribió “...tiene en principio que participar en su producción“ (1987a, p. 154), Habermas se cierra en el presente y no contempla la posibilidad de reconstruir los criterios de racionalidad por los que se regía Mead. Entre la imposición de nuestros criterios de racionalidad para evaluar la validez de las razones que los textos meadeanos nos ofrecen para justificar sus propuestas, y la reconstrucción histórica del universo lingüístico e intelectual en que este vivió, optamos decididamente por esta última opción. Si existe una solución para el problema de la autoreferencialidad, esa solución se encuentra ciertamente en la historia de las ideas. Como consecuencia del carácter sistémico del edificio teórico habermasiano, este problema no deja de afectar a su propuesta en el dominio de la teoría política, la teoría deliberativa de la democracia. La elección de Mead para ejemplificar la autoreferencialidad habermasiana no fue accidental. La concepción de democracia como una situación en que las partes interactúan de forma comunicativamente libre e igualitaria surge, al final, de la perspectiva sociológica del “mundo de la vida o mundo vivencial” (Lebenswelt). Esta, a su vez, es conceptualizada a partir de la reconstrucción racional de un conjunto de contribuciones pasadas, entre las que se encontrarían las obras de Husserl, 397
NT. En la versión original, este pasaje se concluye con la afirmación “and participation presupposes that one belongs”. En la versión traducida al castellano que estamos utilizando no se incluye esta frase. 398 Como observa Baynes, la comprensión de las razones que llevaron al actor en estudio a actuar de determinada forma implica asumir una posición en cuanto a la validez de esas razones, de acuerdo con “nuestros propios principios” (1991, p. 124).
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Durkheim y Mead399 . El enlace entre la teoría de la acción social meadeana y la noción deliberativa de la democracia que es, a nuestro entender, correctamente explorada por Habermas, gana contornos mucho más nítidos si es históricamente reconstruida. En Mead, más que una teoría de la democracia, encontramos una reinvención de la concepción aristotélica de la naturaleza humana formulada en el lenguaje de la psicología social.
399
Sobre esta cuestión, véase Sotelo, 1997, p. 189.
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Capítulo II: Dos republicanismo.
tradiciones
reconstruidas
–
pragmatismo
y
Si existe una noción estratégica en el sistema teórico habermasiano, esa noción es la idea de “reconstrucción racional”. Tanto aplicada a la función distintiva de un cierto tipo de ciencia social, como cuando se refiere a la naturaleza de la apropiación sistemática de contribuciones teóricas pasadas, esta noción surge como un elemento esencial de la estrategia teóricometodológica de Habermas. Por un lado, su pensamiento sociológico se fundamenta sobre una teoría de la acción basada en la reconstrucción de las estructuras generales de la acción racional orientada hacia el entendimiento. Por el otro, es sobre la reconstrucción racional de ciertos elementos de teorías puestas en oposición como Habermas va construyendo sus propuestas supuestamente sintéticas. En este segundo capítulo, nuestra intención es discutir la forma como Habermas procede a la reconstrucción racional de dos tradiciones o paradigmas de pensamiento político y social – el pragmatismo norteamericano y el republicanismo cívico. La apropiación habermasiana del pragmatismo es especialmente relevante ya que la primera generación de la Escuela de Frankfurt, una tradición de pensamiento crítico de la que Habermas es el actual y más influyente representante, demostró, durante su exilio en Estados Unidos en los años 30 y 40, una altiva indiferencia ante las corrientes nativas de pensamiento. En efecto, ni la Structure of Social Action (1937) de Parsons, ni los escritos políticos de Dewey fueron ni siquiera mencionados por Adorno, Horkheimer y otros pensadores asociados a la Teoría Crítica400 . Al contrario de lo que aconteció con Hannah Arendt o Alfred Schütz, la relación entre los frankfurtianos y las teorías sociales y políticas norteamericanas no fue proficua. Desde este punto de vista, consideramos que es excepcionalmente importante para nuestra argumentación el hecho de que Habermas, pace Adorno y Horkheimer y siguiendo a Apel, hayan intentado sintetizar la Teoría Crítica, de raíz marxista, con el pragmatismo norteamericano. Para nosotros, las razones avanzadas por Habermas, que apuntan en el sentido de una complementariedad funcional entre las teorías pragmatista y marxista de la democracia401, reflejan las potencialidades y, sobre todo, los límites de la adopción de una estrategia metodológica de cariz presentista. En concreto, no es por casualidad que Habermas elige el pragmatismo de Mead y Dewey para fundamentar normativamente la concepción procedimental de la democracia deliberativa. Si esta es presentada como una síntesis de las virtudes de las propuestas republicanas y de las conquistas alcanzadas por el liberalismo, la convocatoria del pragmatismo sólo tiene sentido porque
400
Joas, 1993b, p. 86. “Animado por mi amigo Apel, también estudié a Peirce, así como a Mead y a Dewey. (...) Desde entonces, he confiado en esta versión americana de la filosofía de la praxis cuando se presenta el problema de compensar las debilidades del marxismo con respecto a la teoría democrática” (Habermas, 1986b, pp. 148-149). 401
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Habermas tiene consciencia del carácter republicano del lenguaje democrático usado por los pragmatistas402 . Sin embargo, al reconstruir de forma puramente racional el lenguaje político pragmatista, Habermas se vuelve insensible a la naturaleza histórica de esta variante americana del paradigma republicano. Esto es evidente cuando, al referirse a una máxima de William James403 , se cuestiona: “¿No contiene también una verdad para quienes no se cuentan entre los felices herederos del mundo de ideas político de un Thomas Paine o de un Jefferson?” (2002, p. 84). Lo que esta duda demuestra es que Habermas desconoce el árbol genealógico de la teoría pragmatista de la democracia y que, de ese modo, no está en condiciones de ver en Mead y en Dewey dos intérpretes de la tradición republicana y comunitaria desarrollada al otro lado del Atlántico. Consecuentemente, la apropiación de esta teoría de la democracia se guía, en exclusiva, por criterios de funcionalidad teórica: Mead y Dewey son recuperados en la justa medida y de la forma más funcional a las necesidades del sistema teórico habermasiano. Creemos, sin embargo, que cualquier sistema de pensamiento no puede prescindir de un cierto grado de consciencia histórica de los elementos conceptuales con los que opera. En este caso, la ausencia de esta consciencia histórica conlleva no ver en la teoría pragmatista de la democracia un episodio del conflicto paradigmático entre las tradiciones liberal y republicana. Como tal, la síntesis habermasiana, en el marco de la teoría política, se enfrenta a una dificultad remarcable – ser redundante. Al desconocer la naturaleza republicana de la crítica deweyana al liberalismo, Habermas se propone sintetizar contribuciones que son, ellas mismas, sintéticas. Esta contradicción se expresa claramente cuando Habermas siente la necesidad de asociar el pragmatismo al republicanismo, para criticar mejor al liberalismo – si Habermas hubiese leído The Public and Its Problems, como nosotros hicimos, posiblemente encontraría en él respuestas para sus preguntas. La forma más interesante y productiva de discutir la reconstrucción racional de la tradición pragmatista emprendida por Habermas pasa por un enfrentamiento sistemático con la interpretación ofrecida por Richard Rorty404. Antes de nada, debemos preguntarnos como define Rorty el pragmatismo. Como nos explica en Consequences of pragmatism (1982)405, en primer lugar, es al pragmatismo de Dewey y James donde va a buscar inspiración para romper con “la tradición epistemológica kantiana” (1996a, p. 242). En otras palabras, James y Dewey “nos pedían que nos librásemos de la neurosis cartesiana inextricablemente unida a la búsqueda de la certeza (uno de los resultados de la nueva y amenazante cosmología de Galileo)” (1996a, p. 242). En segundo lugar, el neopragmatismo rortyano es una especie de “antiesencialismo aplicado a nociones 402
Por ejemplo, al darse cuenta de que la crítica deweyana al formalismo cuantitativo de la “regla de la mayoría” hacía eco de la defensa distintamente republicana de la participación cívica, Habermas no vacila en presentarla como un argumento de autoridad. Véase Habermas, 2001, p. 381. 403 “La comunidad se estanca sin el impuso del individuo, el impuso termina por extinguirse sin la simpatía de la comunidad” (James citado por Habermas, 2002, p. 83). 404 Para un estudio comparativo de estas dos interpretaciones desde un punto de vista filosófico, véase Koczanowicz, 1999. 405 Versión en castellano: Rorty, R., (1996), Consecuencias del pragmatismo, Madrid, Tecnos.
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como “verdad”, “conocimiento”, “lenguaje”, “moralidad”, y semejantes objetos de especulación filosófica.” (Rorty, 1996a, p. 243). En tercer lugar, el pragmatismo puede ser caracterizado como postulando a la no diferenciación epistemológica entre la verdad acerca de lo que debe ser y la verdad acerca de lo que es, a la no diferenciación metafísica entre hechos y valores, a la no diferenciación metodológica entre moralidad y ciencia. En otros términos, Rorty intenta subrayar que la búsqueda epistemológica de la esencia de la ciencia es un ejercicio en vano. Al contrario, toda la investigación científica o moral debe consistir en una deliberación sobre las ventajas relativas de las diferentes alternativas disponibles en cada momento. Rorty intenta, en suma, recuperar el ideal socrático de la conversación contra el mito platónico de la razón como un estado de consciencia iluminado al que llegamos por medio de determinados procedimientos. La epistemología, según este punto de vista, no sería más que la búsqueda de tales procedimientos406. Por último, el pragmatismo para Rorty subraya la inevitable contingencia de los puntos de partida de nuestras investigaciones. Siempre que iniciamos una investigación sólo debemos esperar orientación de nuestros colegas de trabajo, una especie de constreñimiento conversacional. Es decir, aboga la inutilidad de la idea de que un método científico riguroso o un lenguaje neutro y claro basten para que los objetos se vuelvan disponibles para la mente humana. Criticando el whiggismo metodológico y epistemológico asociado al positivismo, Rorty lamenta que tan pocos pensadores hayan sugerido que “puede ser que la ciencia no posea ninguna llave secreta del éxito: que no exista explicación metafísica, epistemológica o trascendental de por qué el vocabulario de Galileo viene aplicándose tan bien hasta ahora, como tampoco existe una explicación epistemológica que explique por qué el vocabulario de la democracia liberal viene cumpliendo tan bien sus funciones” (1996a, p. 275). Significativamente, Rorty considera que Kuhn y Dewey se encuentran entre estos raros casos. En el caso de primero, es subrayado el hecho de que evita un evolucionismo teleológico en dirección a un fin llamado “correspondencia con la realidad”. Al retener de las tesis de Kuhn la importancia del vocabulario usado en cada teoría (responsable de la inconmensurabilidad que las separa), así como la noción de “resolución de enigmas” como actividad científica fundamental (no olvidemos que la ciencia extraordinaria o revolucionaria es, al menos en la primera versión del argumento de Kuhn, extremadamente rara), Rorty recupera del debate epistemológico de los años 60 dos elementos básicos para su propia posición epistemológica - el lenguaje, cuya contingencia subraya, y un método científico, más cercano de la vida cotidiana que de los manuales científicos. Pero es en John Dewey donde Rorty encuentra a su gran inspirador. En rigor, es la aproximación deweyana a la ciencia social lo que más fascina a Rorty, ya que se define precisamente por subrayar la importancia de las narrativas y de los vocabularios, en detrimento de la objetividad de las leyes y las teorías científicas. Además, es Dewey quien inspira no sólo a Rorty, sino también a Kuhn cuando estos rechazan la posibilidad de conocer la Naturaleza tal como es. En otras palabras, cuando en Logic. The Theory of Inquiry (1938)407, Dewey 406 407
Rorty, 1996a, p. 245. Versión en castellano: Dewey, J., (1950), Lógica. Teoría de la investigación, México, FCE.
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critica a Kant por concluir que el material perceptivo, aunque necesario, “falla por completo en el conocimiento de las cosas tal como “realmente” son” (Dewey, 1950, p. 567), defiende una filosofía que abandone la intención de continuar la búsqueda de “las cosas tal como realmente son” - es decir, antiesencialista. Una filosofía que, a pesar de no ser etiquetada explícitamente como pragmatista, es “absolutamente pragmática” (Dewey, 1950, p. 4). Por otro lado, es también una filosofía preocupada por los fenómenos del lenguaje, entendido como el medio a través del cual la cultura existe, es transmitida y puede ser guardada para futuras discusiones. En este sentido, el lenguaje constituye “el registro que perpetúa los sucesos y los hace así aptos para ser considerados públicamente” (Dewey, 1950, p. 34). En rigor, esta consideración pública es lo que define al propio conocimiento, comprobando la relación umbilical, bien pragmatista, entre el lenguaje y la racionalidad humana: “El conocimiento ha de ser definido en términos de investigación y no viceversa, tanto particular como universalmente” (Dewey, 1950, p. 35). La lectura que Rorty hace de Dewey lo lleva a declarar que “si, con Dewey, entendemos los vocabularios a modo de instrumentos para habérnoslas con las cosas y no a modo de representaciones de sus naturalezas intrínsecas” (1996a, p. 282), entonces podremos evitar la oposición, característica de la forma de pensar moderna, entre un método explicativo (para explicar el comportamiento de una persona) y un método comprensivo (para comprender su naturaleza). La posición epistemológica de Rorty surge de esta última observación. Tendiendo a concordar con la posición hermenéutica, siempre que no empiece a “establecer diferencias de principio entre el hombre y la naturaleza, proclamando que las diferencias ontológicas dictan una diferencia metodológica” (1996a, pp. 282-283), Rorty considera que ser interpretativo o hermenéutico no implica la adopción de un método particular. Al contrario, es atribuida a la hermenéutica una función de búsqueda inventiva de un vocabulario inicial, a utilizar en nuestras investigaciones, lo que implica el abandono del vocabulario que usualmente utilizamos. Es en este sentido en el que Rorty sugiere que si dejásemos de lado la metáfora del “lenguaje de la naturaleza”, así como el vocabulario de representación que la acompaña, como Kuhn y Dewey sugieren que podemos, entonces, “dejaríamos de ver en el lenguaje o en entendimiento algo misterioso, al tiempo que ya no encontraríamos en el “materialismo” o en el “conductismo” algo particularmente peligroso” (Rorty, 1996a, p. 287). De aquí a la defensa de la contigüidad entre los discursos científico y literario hay sólo un pequeño paso: el abandono de la concepción del conocimiento como representación acarrea la atenuación de la distinción entre los géneros literario, ensayístico, periodístico o científico. Lo que separa a tales registros no son “eventuales estatutos ontológicos”, sino preocupaciones prácticas concretas408. Es justamente este último punto el que Habermas critica en The Philosophical discourse of modernity (1987)409, rechazando igualmente la interpretación rortyana de la tradición pragmatista. El enfrentamiento entre Jürgen Habermas y Rorty es particularmente 408
Rorty, 1996a, p. 288. Versión en castellano: Habermas, J., (1989), El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus. 409
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importante para nuestra argumentación por una razón fundamental. Nos permite antever una de las principales líneas maestras del argumento que queremos desarrollar en esta obra. La idea de que al destacar la corriente pragmatista del conjunto de teorías filosóficas que Habermas se propone reconstruir para definir su propia posición, estamos enfrentándonos con un “paradigma” que resiste activamente a esa intención. Desconociendo como otras tradiciones intelectuales seleccionadas por Habermas pueden resistir al proceso de reconstrucción racional que lleva a cabo, podemos, sin embargo, afirmar lo siguiente. En el caso concreto de la corriente filosófica pragmatista, nos parece razonable sugerir que nos encontramos ante una perspectiva que, por la voz de otros intérpretes (véase el caso de Quine, Kuhn, o Rorty), se caracteriza precisamente por el rechazo de iniciativas de ese tipo (representacionistas, diría Rorty). A pesar de reconocer que comparte una intuición fundamental con Rorty410, Habermas rechaza aquello que considera como una perspectiva contextualista del lenguaje influenciada por la Lebensphilosophie411 en la versión nietzscheana. Pensando haber identificado una intención de equiparación entre literatura y filosofía en Rorty, Habermas compara el flujo de interpretaciones presente en todas las esferas de la vida cultural con la historia de la ciencia de Kuhn412. Es decir, para Habermas, Kuhn y Rorty son dos ejemplos de una cierta forma de interpretar el pragmatismo que él no puede suscribir: “Se ve aquí cómo el pathos nietzscheano de una filosofía de la vida que ahora se presenta reformulada en términos lingüísticos acaba anublando la sencilla idea por la que se guió el pragmatismo” (1989e, p. 249). A esta crítica, responde Rorty, en “Is Natural Science a Natural Kind?” (1988)413, subrayando la relación existente, a su entender, entre el pragmatismo y el romanticismo. En este sentido, la racionalidad no es ni el uso de una facultad mental llamada “razón”, ni un método particular; es “simplemente cuestión de estar abierto y ser curioso, y de confiar en la persuasión en vez de en la fuerza” (Rorty, 1996b, p. 91) i.e., contra la predilección de Habermas por la razón, contrapone Rorty una predilección por la libertad de pensamiento y de expresión414. Tal posición es inaceptable a los ojos de Habermas. Para este último, subrayar la contingencia del lenguaje nos hace olvidar el elemento esencial de la acción comunicativa, es decir, la acción humana cuyo objetivo es el entendimiento mutuo a través del intercambio de argumentos - la “fuerza fáctica de lo contafáctico, que se hace valer en las presuposiciones idealizadoras que caracterizan a la acción comunicativa” (Habermas, 1989e, p.249). Esto porque Rorty (tal como Heidegger, Adorno y Derrida) todavía lucha contra los conceptos de “teoría”, verdad” y “sistema” “que, desde hace por lo menos 410
Habermas, en Autonomy and Solidarity (1986), caracteriza esta intuición de esta forma: “la convicción de que una vida colectiva humana depende de las formas vulnerables de la comunicación cotidiana igualitaria, innovadora, recíproca y libre” (Habermas, 1986b, pp. 155156). 411 Filosofía de vida. 412 “El flujo de interpretaciones late rítmicamente entre revolución del lenguaje y normalización del lenguaje, lo mismo que la historia de la ciencia de Kuhn” (Habermas, 1989e, p. 248). 413 Versión en castellano: Rorty, Richard, (1996b), “¿Es la ciencia natural un género natural?” en Rorty, R., 1996, Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidos, pp. 71-92. 414 Rorty, 1996b, p. 91.
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ciento cincuenta años, pertenecen al pasado.” (Habermas, 1989e, p. 253n). Es por esta razón que Habermas piensa que Rorty tiene que recurrir a la noción de un lenguaje ideal “que no consintiese glosa, que no requiriese interpretación, del que no pudiéramos distanciarnos, del que no pudieran mofarse las generaciones posteriores. Se espera conseguir un vocabulario que fuera intrínseca y autoevidentemente definitivo, y no sólo el más comprehensivo y fecundo que hayamos podido conseguir hasta ahora” (Rorty citado en Habermas, 1989e, p. 253n). Habermas rechaza la idea de un vocabulario que se explica a sí mismo, cerrado y definitivo, que no requiere o permite cualquier comentario. Su propuesta, que aspira a la verdad, transcendiendo así el tiempo y el espacio (aunque siendo consciente de que esta aspiración es formulada en un contexto particular, lo que implica la posibilidad de su revisibilidad), se asienta sobre una noción crucial - “La conciencia fabilista de las ciencias hace ya mucho tiempo que ha alcanzado también a la filosofía” (Habermas, 1989e, p. 253n). Este falibilismo post-positivista es un rasgo que lo acompaña desde el inicio de su carrera y que caracteriza a las ciencias de tipo reconstructivista. Pero, como comentamos en el inicio de este capítulo, esta noción de reconstrucción asume en Habermas dos significados distintos: uno remite hacia este modelo de ciencia social reconstructivista y el otro hacia la estrategia teórica asentada sobre la reconstrucción sistemática de contribuciones del pasado. Si fue la discusión sobre la reconstrucción racional del pragmatismo sugerida por Habermas la que nos permitió introducir el debate que lo opone a Rorty, nos gustaría terminar el capítulo con una discusión de la apropiación habermasiana del paradigma republicano, para así introducir los dos próximos capítulos: la reconstrucción habermasiana del pensamiento de Mead (capítulo III, y la propuesta de una ética comunicativa basada en la reconstrucción racional de un núcleo fundamental de competencias comunicativas (capítulo IV). En el marco de los debates sobre filosofía moral y política en los que Habermas participa, se distinguen tres corrientes intelectuales que, a pesar de las profundas diferencias que presentan, son usualmente apodadas de “neoaristotélicas”415. Desde la crítica dirigida por Aristóteles a la teoría del bien y del estado ideal de Platón, y de la crítica formulada por Hegel a la ética kantiana, las teorías éticas formales y universalistas están siendo cuestionadas en nombre de una comunidad histórica concreta. En el universo intelectual alemán, neo-aristotelismo es sinónimo de un movimiento teórico de carácter bastante conservador, crítico del individualismo que domina en las sociedades capitalistas de la posguerra. Para los neo-conservadores, la causa última de la decadencia de la estructura moral de las sociedades contemporáneas no es tanto la evolución tecnológica o el desarrollo capitalista, sino el pluralismo moral y el liberalismo político416. En el contexto intelectual anglosajón, neoaristotelismo remite hacia las teorías éticas surgidas a lo largo de los años 80 415
Véase, por ejemplo, Benhabib, 1995, p. 332 y ss. Hans Joas propone, sin embargo, una interpretación diferente de aquello que el comunitarismo debería ser en el marco del universo intelectual de la Alemania reunificada. Reconociendo que “Antes de 1933, el término “comunidad” realmente era un código propio usado por los movimientos sociales antidemocráticos en Alemania” (2001, p. 94), Joas sugiere que el comunitarismo debe, hoy en día, ser considerado como un “intento de reformular el ideal democrático en una sociedad moderna, altamente diferenciada, pero no necesariamente fragmentada” (2001, p. 109). 416
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en reacción a A Theory of Justicie (1971)417, de John Rawls. Autores como Alasdair MacIntyre, Michael Sandel, Charles Taylor o Michael Walzer atribuyen el declive moral de Occidente, no al pluralismo ético, sino al efecto combinado del capitalismo y de la tecnología. La recuperación de las comunidades éticas, fundamentales para anclar la identidad cultural de los seres humanos, pasa por un control democrático de las instituciones económicas y científicas418. Desde este punto de vista, encontramos algunas semejanzas entre esta perspectiva y las posiciones suscritas por Dewey, medio siglo antes419. Finalmente, encontramos en Hans-Georg Gadamer una tercera variante neo-aristotélica. Como observa Seyla Benhabib, tras Gadamer, las críticas aristotélica y hegeliana habían pasado a ser concebidas como un sólo argumento: así como no puede existir entendimiento que no sea históricamente contextualizado, tampoco existe un “punto de vista moral” que no sea dependiente de un ethos compartido420 . Habermas se confrontó con estas tres variantes neo-aristotélicas en diferentes contextos y momentos de su carrera. Si el debate con la hermenéutica de Gadamer marcó sus escritos epistemológicos de los años 60 y 70, en la década siguiente, Habermas se enfrentó a las tesis historiográficas revisionistas, asociadas al neo-conservadurismo alemán, en aquello que se conoció como el “debate de los historiadores”421. Ya a finales de los años 80, el comunitarismo anglosajón es el objeto de la crítica de su propuesta de filosofía moral, la ética de la discusión. Es en este último contexto donde Habermas propone una reconstrucción racional del paradigma republicano cívico. En efecto, en Between Facts and Norms (1992) la confrontación entre los paradigmas liberal y republicano exprime la necesidad sentida por Habermas de posicionarse en el marco del debate de filosofía moral y política entre neoaristotélicos o neo-hegelianos y neo-kantianos. De forma algo estilizada, el republicanismo cívico es presentado como una tradición política que concibe el proceso democrático como una deliberación colectiva orientada hacia la consecución de un acuerdo sobre el bien común. Los ciudadanos no son libres si apenas buscan satisfacer sus preferencias particulares: su libertad depende de su capacidad de gobernarse a sí mismos a través de la participación cívica. De aquí surge la tendencia republicana a asociar la legitimidad de la ley y de las políticas a la noción de “soberanía popular”, al contrario de la perspectiva liberal que postula la prioridad de los “derechos humanos”, dado que sólo estos garantizan las libertades pre-políticas de los individuos y limitan la voluntad soberana del legislador422. Para quien nos acompaña desde el inicio, el 417
Versión en castellano: Rawls, J., (1979), Teoría de la justicia, México, FCE. Sobre el debate entre liberales y comunitarios, que dominó la agenda de la teoría política anglosajona de los años 80, véase Mulhall y Swift, 1996. 419 Selznick habla de un “comunitarismo liberal” explícitamente en referencia a Dewey, a pesar del hecho de que, como hemos visto, el pluralismo político deweyano entra en contradicción con la concepción comunitaria de bien común. De cualquier modo, la filiación republicana de esta propuesta es bien clara cuando Selznick se desmarca del paradigma liberal: “Las premisas liberales han sido pensadas para ser demasiado individualistas e ahistóricas, insuficientemente sensibles a las fuentes sociales del egoísmo y la obligación, demasiado preocupadas por los derechos e insuficientemente por los deberes y la responsabilidad” (1992, p. XI). 420 Benhabib, 1995, p. 333. 421 Véase, a este respecto, Habermas, 1989b. 422 Habermas, 2001, p, 169. 418
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republicanismo cívico con el que Habermas trabaja, centrado exclusivamente alrededor de Rousseau, surge como una versión parcial de una tradición que está siendo reconstruida y redefinida desde el tiempo de Aristóteles y Platón. Sucede, sin embargo, que Habermas demuestra no sólo conocer la historia conceptual de este paradigma, sino también la interpretación ofrecida por Pocock: …esa tradición de la “política” aristotélica, que a través de la filosofía romana y del pensamiento político del Renacimiento italiano, no sólo recibió en Rousseau una versión moderna articulada en términos de derecho natural, sino que a través del rival de Hobbes, James Harrington, penetró también en la discusión constitucional americana como una alternativa al liberalismo de Locke y determinó la comprensión que de la democracia tuvieron los padres fundadores. J.G.A. Pocock estiliza esta veta de pensamiento republicano convirtiéndola en un humanismo político, que no se sirve, como el derecho natural moderno, de un vocabulario jurídico, sino del lenguaje de la ética y la política clásicas (Habermas, 2001, p. 341). Pero, una vez más, el presentismo de su estrategia metodológica constituye un obstáculo a la incorporación de las tesis de Pocock en su propio modelo. Si, como hemos visto, Habermas, a pesar de ser consciente de que Dewey es un heredero de la tradición política que remonta a Jefferson, es incapaz de detectar la retórica republicana presente en la crítica deweyana al liberalismo, ahora, demuestra conocer el origen del republicanismo jeffersoniano, sin de ahí retirar las debidas consecuencias. En el primer caso, la síntesis deweyana de un liberalismo que se critica a sí mismo por medio del lenguaje republicano pasa desapercibida; en el segundo, a la migración conceptual experimentada por el paradigma republicano le es atribuido el estatuto de una curiosidad histórica, sin implicaciones teóricas relevantes. Es el cerne del problema de la estrategia teórico-metodológica habermasiana. Las teorías que pretende sintetizar, hasta el punto de banalizarlas y descaracterizarlas, encierran dentro de sí las respuestas que Habermas busca fuera de ellas.
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Capítulo III: El Mead de Habermas. Habiendo sido expuesta la historiografía con intención sistemática seguida por Habermas en los años 60, así como su abandono en favor de un reconstructivismo racional que nos condujo a sus reconstrucciones del pragmatismo norteamericano y del republicanismo cívico, estamos, en este momento, en condiciones de discutir la reconstrucción de una contribución esencial para la mudanza paradigmática que abrió las puertas a la teoría de la acción comunicativa – la teoría social de G. H. Mead. Las ideas de Mead son particularmente significativas para Habermas en dos dominios: en la filosofía del lenguaje, en que Mead constituye una especie de precursor de la pragmática formal, y en el análisis a los procesos de desarrollo de los individuos en las sociedades de tipo post-convencional. En ambos casos, la estrategia de reconstrucción racional obedece a la misma lógica. Habermas adopta un abordaje que le permite evitar las aporías de la filosofía de la consciencia, así como la recepción marxista de la teoría weberiana de la racionalización423. En este capítulo, nuestra intención es empezar por analizar la forma como las ideas de Mead son reconstruidas en The Theory of Communicative Action, pasando, en un segundo momento, a la discusión del modo como la teoría de la subjetividad meadeana contribuye a la concepción de individuación social desarrollada por Habermas en Postmetaphysical Thinking (1988)424. Por último, al “anticipar”, de forma todavía no completamente articulada, las principales conclusiones de la pragmática formal, el Mead de Habermas establecerá un puente hacia el capítulo siguiente. La reconstrucción de la teoría social de Mead se inicia bajo el presupuesto de que esta pretende analizar los procesos por los cuales la comunicación humana tuvo origen. En particular, Habermas pretende averiguar si es consistente reconstruir la emergencia del lenguaje gestual a partir del lenguaje por gestos recorriendo al mecanismo de la “alteridad”. Criticando a Mead por no haber distinguido con suficiente claridad (a pesar de haberlo sugerido) entre una “reacción al propio gesto” y “dirigir un gesto a un intérprete”, Habermas avanza con tres formas de “asumir la actitud del otro” comprendidas en esta distinción. Con la primera forma de alteridad, los participantes aprenden a interiorizar un segmento de la estructura objetiva de significado de tal modo que las interpretaciones que hacen de un mismo símbolo son semejantes (es decir, le responden de forma similar). Con la segunda forma de alteridad, aprenden lo que significa utilizar gestos con intención comunicativa y formar parte de una relación recíproca entre locutor y oyente. Con la tercera, y dado que en la anterior habían aprendido a distinguir entre actos comunicativos y acciones orientadas hacia las consecuencias, los participantes pueden ahora atribuir al mismo gesto un significado idéntico y no hacer sólo interpretaciones que están objetivamente de acuerdo. Esta última forma de alteridad da origen al desarrollo de reglas para el uso de símbolos significantes: surgen las “convenciones de sentido” y símbolos que pueden ser utilizados con el mismo significado. Una vez más, Habermas critica a Mead; en su entender, este no habrá trabajado sistemáticamente esta tercera forma de alteridad, habiendo sólo sugerido el ejemplo de la creatividad de un poeta lírico. Es decir, Mead no 423 424
Habermas, 1987b, p. 7. Versión en castellano: Habermas, J., (1990), Pensamiento Postmetafísico, Madrid, Taurus.
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fue claro en relación con el paso de la “interiorización de la respuesta del otro a un uso errado de símbolos” - la solución preconizada por Habermas se basa en el análisis de Ludwig Wittgenstein al concepto de regla. Recuperando su primera aproximación al pensamiento de Mead, en On The Logic of the Social Sciences (1967)425, Habermas subraya que si Mead enfatiza la perspectiva del actor-participante, Morris (representante de la lingüística conductista) privilegia el punto de vista del observador. Esto implica que Mead produce un análisis basado en el uso de símbolos semejantes con significados constantes - desde la perspectiva de los propios actores. Así, esta “semejanza de significado” (sameness of meaning) sólo puede ser garantizada por la validez intersubjetiva de una regla que convencionalmente fija el significado de un símbolo. Habermas recurre, entonces, a Wittgenstein y a su análisis del concepto de “regla” para alcanzar dos objetivos. En primer lugar, para investigar la relación entre significados idénticos (seguir una regla) y validez intersubjetiva (asumir una posición de “sí” o “no” ante a las violaciones de las reglas); en segundo lugar, para percibir la propuesta meadeana en relación con la génesis lógica de las convenciones de significado. En relación con el primer punto, Habermas resalta que la noción de “regla” comprende los momentos que caracterizan a la utilización de símbolos simples: significados idénticos y validez intersubjetiva. Para Wittgenstein, la palabra “misma” y la noción de “regla” andan a la par. Un sujeto sólo puede seguir una regla si siguiera la misma regla en/bajo diferentes condiciones de aplicación – de otra forma, no estaría siguiendo una “regla”. Esto es fundamental para entender lo que significa “violar una regla”. En la medida en que el observador tiene que conocer la regla que regula la acción del observado para poder determinar si está o no desviándose de ella, el comportamiento “irregular” sólo puede ser considerado como una “violación de la regla” en el caso de que el observador conozca la regla que fue usada como base para la acción. De ahí que la identidad de una regla sea una cuestión de validez intersubjetiva. Por lo que respecta a la segunda cuestión, Habermas analiza la reconstrucción meadeana de las expectativas de comportamiento no convencionales (i.e., los participantes no atribuyen el mismo significado a una determinada expresión simbólica). Por ejemplo, en el caso de una expectativa frustrada, Mead avanza con la explicación de que los interlocutores no entienden la expresión simbólica en cuestión debido a un fallo de comunicación por parte del emisor: este interioriza la reacción negativa de sus interlocutores como una expresión simbólica desplazada. En otras palabras, Mead rechaza la posibilidad de interpretar la circunstancia que frustró la expectativa como un rechazo 425
En el que, para criticar la teoría del lenguaje conductista de Charles Morris (que consideraba que la identidad de los significados lingüísticos consistía en una reacción común al mismo estímulo), recuperó la perspectiva meadeana de un sistema de expectativas recíprocas de conducta, dependiente del mecanismo de “asumir la actitud del otro”: “Mead hace derivar la comunicación lingüística de una interacción en roles, interacción en la que la acción de roles incluye ya intencionalidad. Entender el significado de un signo significa asumir los roles del otro, es decir, poder anticipar sus reacciones comportamentales (…) El contenido semántico de los símbolos viene definido por las expectativas de comportamiento y no por las propias “formas” de comportamiento. De ahí que el empleo de símbolos no pueda hacerse derivar del simple comportamiento” (Habermas, 1988, pp. 147-148).
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voluntario de un imperativo, dado que este autor todavía está operando en el nivel pre-simbólico de la interacción, en el que la interacción se desenrolla en un esquema de estímulo y respuesta. Su hipótesis es otra. Los miembros de un grupo aprenden a anticipar respuestas críticas o negativas en los casos en que las expresiones simbólicas emitidas son inapropiadas ante el contexto en cuestión. En base a estas anticipaciones, se crean nuevas expectativas de comportamiento basadas en la convención de que el gesto vocal sólo tiene sentido en un determinado contexto. Es así como Mead reconstruye el proceso de surgimiento de la interacción simbólicamente mediada, en la que el uso de símbolos es fijado por convenciones de significado, es decir, que los participantes en la interacciones producen expresiones simbólicas en referencia a reglas (i.e., con la expectativa implícita de que estas expresiones serán reconocidas por los demás como expresiones conforme a las reglas). Habermas considera, asimismo, que Mead nos suministra la explicación genética del concepto de “regla” propuesto por Wittgenstein, una noción que se asienta sobre dos competencias fundamentales: la capacidad en seguir reglas y la capacidad de responder “sí” o “no” a la cuestión de si el símbolo fue usado correctamente (es decir, de acuerdo con las reglas)426 . Para analizar las tres funciones del lenguaje humano (entendimiento mutuo, integración social y socialización), así como interpretarlo como condición de la transición de la interacción simbólicamente mediada a la interacción guiada por normas, Habermas empieza por apuntar una deficiencia en el análisis meadeano. Este habría sido muy superficial en su descripción del proceso de transición de la interacción mediada por gestos hacia la simbólicamente guiada427. En esta transición, se resalta la diferencia introducida por los signos lingüísticos en el esquema de coordinación de la acción. Al contrario de lo que ocurre con los gestos, los signos no son mecanismos que provoquen esquemas de comportamiento interiorizados por los sujetos como disposiciones. Estos signos tienen una intención comunicativa. En relación a la siguiente transición (de la interacción mediada por símbolos a la interacción normativamente regulada), Habermas critica a Mead por no haber distinguido una etapa intermedia - el lenguaje gramatical. Es decir, Mead reconstruye solamente el proceso de desarrollo que se inicia con la interacción mediada por símbolos y culmina en la acción regulada por normas, descuidando algo crucial para Habermas, la vía de evolución que lleva a la comunicación proposicionalmente diferenciada en el lenguaje. Para eso, se nos sugiere la distinción entre el lenguaje como medio para alcanzar el entendimiento y el lenguaje como medio de coordinación de la acción y socialización de los individuos. Sólo así se captan las tres funciones del lenguaje. En otras palabras, Mead reconstruyó la (primera) transición de una 426
Para Joas, esta interpretación ofrece una imagen distorsionada de las verdaderas intenciones de Mead. Ya que, para Joas, los escritos de Mead “cubren el completo espectro que se extiende desde el diálogo de gestos significativos hasta las complejas discusiones públicas o científicas” (1993b, p. 137), Habermas es acusado de reducir esta propuesta a una mera producción de reglas y de verificación de su validez. 427 “Con el concepto de interacción simbólicamente mediada, Mead solamente explica como es posible el entendimiento por medio de significados idénticos, pero aún no explica como un sistema diferenciado de lenguaje puede sustituir a los anteriores reguladores del comportamiento innatos para cada especie” (Habermas, 1987b, p. 37).
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interacción mediada por gestos a una simbólicamente regulada únicamente en referencia a su dimensión comunicativa (como es que los símbolos surgen a partir de gestos, y como es que las convenciones de significado surgen a partir de significados naturales). Habermas resalta, entonces, la dimensión de coordinación de acción y de socialización de esta transición. Identifica una reestructuración de las relaciones entre los participantes en la interacción en la medida en que aprenden a distinguir entre actos orientados hacia el entendimiento y acciones orientadas hacia las consecuencias. Por otro lado, el proceso de transición entre una interacción mediada por símbolos y una interacción guiada por normas es reconstruido por Mead sobre todo en sus dimensiones de coordinación de la acción y de socialización. Mead, a través de la fase del lenguaje gramatical, reconstruye el proceso de formación tanto de las instituciones sociales, como de los individuos dotados de identidades sociales. Sucede que, según Habermas, Mead ve la socialización exclusivamente desde un punto de vista ontogenético, como la constitución de un “yo” (self) a través del lenguaje gramatical. Habermas propone un nuevo abordaje a la formación de la identidad y al surgimiento de las instituciones que no descuide la perspectiva filogenética. La idea central de esta propuesta es que, en la etapa de la acción normativamente guiada, el contexto extralingüístico del comportamiento humano es permeable al lenguaje, es decir, es simbólicamente reestructurado. En esta fase, el simbolismo penetra no sólo en los instrumentos para alcanzar el entendimiento (como ya acontecía en la etapa de la interacción mediada por símbolos), sino que también da origen a sistemas de orientación subjetivos y suprasubjetivos, a individuos socializados, así como a instituciones sociales. En una frase, “el lenguaje actúa como medio, no del entendimiento y de la transmisión del saber cultural, sino de la socialización y de la integración social” (Habermas, 1987b, p. 40). Es en este momento en el que Habermas introduce las esferas de la vida social a las que corresponden las tres funciones del lenguaje: los procesos para alcanzar el entendimiento ocurren al nivel de la cultura, la socialización ocurre al nivel de la personalidad, y la integración social tiene lugar en el mundo social (Mead), en el sistema social (Parsons), en la sociedad. Sin embargo, Habermas considera susceptible de crítica el tratamiento concedido por Mead a estas tres funciones. Mead no toma en consideración el hecho de que los procesos para alcanzar el entendimiento, al separarse simultáneamente tanto de los “selves” simbólicamente estructurados de los participantes en interacciones, como de la sociedad, desencadenan la transformación del lenguaje gestual en discurso gramatical. Sugiere entonces un nuevo paso. Analizar el comportamiento del concepto de “acción comunicativa” en el marco de una interacción normativamente regulada, tal como hizo para la interacción simbólicamente mediada - en su opinión, esto dará origen a profundas diferencias ante la propuesta de Mead, tanto a nivel del grado de complejidad como en relación a la propia forma de formular el problema. Si antes Habermas analizó la conversión de la comunicación gestual en comunicación lingüística, así como las condiciones necesarias para el uso de símbolos con significados idénticos, ahora pretende reconstruir la transición de una forma de regulación instintiva y pre-lingüística hacia un modo de regulación
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cultural y dependiente del lenguaje. Su objetivo es discutir este nuevo medio de coordinación de la acción, la acción orientada hacia el entendimiento mutuo únicamente a través de la fuerza del mejor argumento. La teoría de la comunicación es la perspectiva adoptada por el autor para analizar esta cuestión. De acuerdo con este punto de vista, el problema puede ser formulado en los siguientes términos: “¿Como un sujeto puede obligar a otro a través de un acto de habla de forma que las acciones de este último puedan ser enlazadas, sin conflicto, a las acciones del primer sujeto, dando así origen a una relación cooperativa?” La respuesta de Habermas pasa por la defensa de que la proposición transmitida por el emisor posee un efecto ilocutorio428 obligatorio si, y sólo si, permite respuestas a esa expresión de la voluntad del emisor que no sean meras reacciones arbitrarias. Esto significa que la respuesta del oyente a la proposición del emisor debe poder comportar o bien un carácter positivo, o bien un carácter negativo, i.e., debe permitir respuestas positivas o negativas a pretensiones de validez criticables. ¿Que pretensiones de validez son estas? - Habermas identifica tres429: la veracidad de una declaración de un hecho; la sinceridad de una expresión de un sentimiento; la legitimidad o justificación normativa de una orden. La cuestión esencial es que, bajo los presupuestos de la acción comunicativa, estas pretensiones de validez sólo pueden ser aceptadas o rechazadas mediante razones. Además, en la medida en que los participantes en una interacción regulada por normas avanzan con pretensiones en cuanto a la validez de lo que están diciendo, Habermas considera que ellos o ellas están actuando con la expectativa de alcanzar un acuerdo racionalmente motivado, a partir del cual pueden coordinar sus planes de acción. Así, se evitaría tener que actuar en base al uso de la fuerza o tener que recurrir a recompensas positivas o amenazas para influenciar los motivos de los demás sujetos. En una frase, la respuesta a la cuestión arriba formulada será, por lo tanto, que “un sujeto puede ejercer su poder ilocutorio sobre su interlocutor cuando ambos se encuentren en condiciones de orientar sus acciones para pretensiones de validez”. 428
El análisis de Searle a los actos de habla se asienta en dos distinciones que son igualmente importantes para la pragmática formal de Habermas. Searle distingue, por un lado, entre el componente locutório y ilocutorio del acto de habla, y, por otro, entre actos de habla ilocutorios y actos de habla perlocutorios. Todos los actos de habla tienen un componente locutório (o contenido proposicional), que hace alusión al significado o sentido de la proposición y es el portador de la verdad o de la falsedad, y un componente ilocutorio, que especifica la fuerza o disposición con que el contenido proposicional es declarado. Es decir, todos los actos de habla poseen aquello que Habermas designa, en “What is Universal Pragmatics” (1976), por “estructura doble del discurso” (Doppelstruktur der Rede). Un acto ilocutorio es un acto que tiene como objetivo asegurar la comprensión o el entendimiento. Una de sus características definidoras es ser, en principio, completamente abierto. Por otro lado, un acto perlocutorio es uno acto en que el orador, al decir algo, produce un efecto, de forma intencional o no, sobre el otro interlocutor, además del efecto de asegurar la comprensión. Entonces, los actos perlocutorios son, por definición, dependientes del éxito de los actos ilocutorios, en la medida en que una audiencia no puede ser influenciada por aquello que el orador está diciendo a no ser que haya entendido o comprendido su mensaje (Baynes, 1992). 429 En realidad, Habermas identifica cuatro. Sin embargo, la primera pretensión de validez que sustenta que aquello que es dicho es comprensible e inteligible, es decir, que existe un “sentido” que es comprendido por el otro, es considerada como una condición a priori de toda la interacción lingüística orientada hacia la comprensión, en la medida en que remite hacia las condiciones generales de inteligibilidad, como, por ejemplo, el respeto por las reglas gramaticales, y como tal, posee un carácter apriorístico y desligado de cualquier campo concreto de la experiencia humana.
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La cuestión es que estas pretensiones de validez remiten a otros tantos “mundos”, o dimensiones de la experiencia humana (además de abrir camino a la definición de los cuatro tipos de acción). La sinceridad está relacionada con algo en el mundo subjetivo, la justificación normativa remite al mundo social normativamente regulado, y la verdad reenvía al mundo objetivo. Así, para Habermas, el lenguaje sólo asume funciones de coordinación de la acción humana cuando estos “mundos” empiezan a diferenciarse - esta es, en su opinión, la razón del interés de Mead por la génesis de estos “mundos”. Una vez más, Habermas critica a Mead por haber analizado la interacción guiada por normas y, en particular, la constitución de un mundo de objetos perceptibles y manipulables, así como la emergencia de normas e identidades, únicamente bajo el punto de vista del papel del lenguaje como medio de coordinación de la acción y de socialización, olvidando su función como medio para alcanzar el entendimiento. Desde este punto de vista, Mead sólo habría analizado dos de las tres funciones del lenguaje. Adicionalmente, habría privilegiado una perspectiva ontogenética en esta etapa de reconstrucción de la transición de la interacción simbólicamente mediada hacia la interacción regulada por normas. Es por esta razón que Habermas considera justificado recurrir a la teoría de la solidaridad social de Émile Durkheim para reconstruir este proceso desde una perspectiva filogenética. Sólo así, argumenta, podrá entenderse el origen de la relación entre la racionalización comunicativa y la acción regulada por normas. La convergencia entre Durkheim y Mead se reanuda nuevamente en Postmetaphysical Thinking (1988). En un capítulo titulado “Individuation through Socialization: On Mead's Theory of Subjectivity”430 , Habermas considera que Durkheim habría sido el primero en observar la relación entre los procesos de diferenciación social (que analiza a través de su concepción de “división del trabajo”) y de individualización. Sin embargo, la formulación durkheimiana, así como la propuesta de Parsons formulada décadas más tarde, sufre de una ambigüedad fundamental. Si, por un lado, el principio del individualismo consagra una creciente autonomía y libertad de elección para cada sujeto, por el otro, esta extensión del grado de libertad se describe de forma determinista431 . Nuevamente, la convergencia entre Mead y Durkheim es la vía elegida por Habermas para sobrepasar aquello que considera que son encrucijadas derivadas de la adopción de una perspectiva filosófica asociada al paradigma de la consciencia: “La única tentativa prometedora de dar conceptualmente cobro al pleno significado de la individualización social la veo, la menos en germen, en la psicología social de G.H. Mead“ (Habermas, 1990, p. 190). En efecto, Habermas subraya las implicaciones del hecho de que Mead no concibiera la individualización social como la auto-realización de un sujeto independiente llevada a cabo en una situación de aislamiento y libertad, sino 430
En la versión en castellano el capítulo se titula: “Individuación por vía de socialización. Sobre la teoría de la subjetividad de George Herbert Mead” (Habermas, 1990). 431 En palabras de Habermas, “...la emancipación respecto de la coacción estereotipificadora que representan las expectativas de comportamiento institucionalizadas se describe aún como una nueva expectativa normativa – como institución” (1990, p. 188).
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como un proceso de socialización lingüísticamente mediado y de simultánea constitución de una historia de vida consciente de sí misma. La individualidad resulta, así, de relaciones de reconocimiento intersubjetivo y de autoentendimiento intersubjetivamente mediado. Habermas no tiene dudas en cuanto a la originalidad de esta perspectiva y de su origen: “La novedad decisiva frente a la filosofía del sujeto se torno posible (también en este aspecto) con ese giro lingüístico y pragmático que otorga el primado al lenguaje abridor del mundo (…) frente a la subjetividad generadora del mundo” (1990, p. 192). Antes de analizar sus propuestas en el dominio de la filosofía del lenguaje y de la ética comunicativa, veamos en que medida la reconstrucción del pensamiento social de Mead es funcional para la formulación y desarrollo de estos elementos del edificio teórico habermasiano. El problema crucial de la interpretación habermasiana, basada únicamente en tres textos de Mead432, consiste en el modo como se concibe la relación entre las dos fases del self, el “I” y el “me”. En primer lugar, Habermas considera que el abordaje elegido por Mead no le permite dar cuenta de la distinción entre una auto-relación epistémica (en la que el self es concebido como un sujeto cognoscente) y una auto-relación práctica (en la que el self es visto desde la perspectiva del sujeto de la acción). Para Mead, mientras que la auto-relación epistémica emerge de la transición hacia otro modo de comunicación (lingüístico), la auto-relación práctica surge en la transición hacia otro mecanismo de control de la acción. A pesar de que Mead no haya aislado estos mecanismos de auto-consciencia cognitiva y de auto-control comportamental, insistiendo en la unidad de estos dos momentos a nivel de las complejas interacciones simbólicas, Habermas es obligado a hacerlo debido a los presupuestos de su propia teoría. Como hemos visto, la acción humana y sus motivaciones son reducidas a reglas y principios los cuales, a su vez, son susceptibles de una ordenación cognitiva. Las dimensiones de la acción y del conocimiento se mantienen, por lo tanto, separadas. Lo que nos interesa discutir son las implicaciones de esta separación para la pareja conceptual “I/me”. Al reducir el “me” a una entidad puramente conservadora433, Habermas intenta caracterizar una identidad moral de tipo convencional (en la que el “I” es la dimensión creativa de la personalidad y el “me” su contrapunto) que está siendo sobrepasada, en el contexto social de la modernidad, por una cultura moral de tipo post-convencional, en la que esta relación se invierte434. Pero aquello que los escritos de Mead sugieren no sólo es muy diferente de esta lectura, sino que evitan la lógica evolucionista adoptada por Habermas, que en este punto sigue a Lawrence Kohlberg. Como hemos visto, la teoría moral meadeana se asienta sobre una concepción del self en que el “I” designa no sólo el principio de la espontaneidad, sino que también representa la naturaleza impulsiva del ser humano, y el “me” se refiere a la imagen mental que el otro tiene de mí, constituyendo esta imagen un momento de autoevaluación que me permite estructurar aquellos impulsos. 432
Los textos en los que Habermas basa su análisis son: “The Definition of the Psychical” (1903), “Social Consciousness and the Consciousness of Meaning” (1910) e “The Social Self” (1913). Véase Habermas, 1990, p. 210. 433 Véase Habermas, 1990, p. 219. 434 Véase Habermas, 1990, p. 226.
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Habermas, al definir el “me” como una “formación de la identidad que hace posible la acción responsable pero todavía al precio de una ciega subjeción a controles sociales exteriores” (1990, p. 221). confunde la concepción meadeana de un self con dos dimensiones dialécticamente relacionadas, con su propia concepción de un “me” fundamentalmente convencional. En Habermas, los procesos de auto-determinación (moral) y la auto-realización (ética) se asientan sobre la superación de la convencionalidad de un “me” que sencillamente no se encuentra en la psicología social de Mead435. Al contrario de Freud, Mead nos propone un modelo en el que no tenemos que elegir entre una cultura que nos reprime y la satisfacción anárquica de los impulsos; Mead desarrolla una propuesta basada en los principios de la libre discusión y de la deliberación racional en donde las normas sociales están disponibles para una transformación comunicativa y los impulsos son susceptibles de ser voluntaria y conscientemente reorientados436 . En suma, la historiografía con intención sistemática coarta la libertad de quien la elige. Al pretender leer a Mead a partir de la teoría de los actos de habla437, Habermas consiguió, lo reconocemos, colocarlo en el restringido grupo de los clásicos de las teorías sociológicas. Sin embargo, el coste de esta inclusión no es despreciable. Partiendo de una visión incompleta y parcial de la historia de las ciencias del lenguaje438, Habermas reduce el pragmatismo de Mead, Peirce y, en menor extensión, el de Dewey, a una mera versión subdesarrollada de su propia pragmática formal. Al pretender ver en el pragmatismo una “anticipación notable” de sus propias tesis, Habermas nos ofrece una interpretación del pasado meramente funcional a sus presentes intereses teóricos, un error común en aquellos que optan por una metodología de tipo presentista.
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Para un punto de vista semejante, véase Aboulafia, 1995a, p. 107. Véase Joas, 1985, p. 119. 437 De forma algo polémica, Habermas considera posible interpretar la pareja “I/me” a través de la pragmática formal: “El efecto individuante que el proceso de socialización lingüísticamente mediado tiene, se explica por la estructura del propio medio lingüístico. Pertenece a la lógica del empleo de los pronombres personales, sobre todo en lo que respecta a la perspectiva del hablante que toma postura frente a una segunda persona, el que éste no pueda desprenderse in actu de su incanjeabilidad, no pueda refugiarse en el anonimato de una tercera persona, sino que haya de entablar la pretensión de ser reconocido como ser individuado.” (1990, p. 230). 438 Para un análisis históricamente riguroso de la pragmática, en el que el pragmatismo filosófico norteamericano desarrolla un papel destacado, véase el excelente libro de Nerlich y Clarke, 1996. 436
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Capítulo IV: Sobre la pragmática y la ética de la interacción social. El interés de Habermas por la filosofía del lenguaje se explica, en buena medida, por su trabajo en teoría social. Desde los años 60, es posible identificar una preocupación de fondo en los escritos habermasianos: intentar integrar un análisis sociológico con una perspectiva filosófica para superar el hiato entre teoría y práctica. Desde entonces, el tema central de su obra remite hacia una concepción de la acción y de la racionalidad humanas orientadas hacia el entendimiento mutuo – la acción comunicativa. La imagen de un edificio teórico es quizás la más apropiada para describir la obra habermasiana. Al protagonizar el cambio paradigmático de una perspectiva de la acción estratégica a una aproximación basada en la acción comunicativa, que es finalmente el objetivo de su magnum opus, Habermas ansía desarrollar una teoría de la acción social capaz de integrar las perspectivas objetivista y subjetivista. La estrategia metodológica reconstructivista adoptada por Habermas lo lleva a emplear materiales conceptuales provenientes de un amplio conjunto de tradiciones de pensamiento occidentales, que le permiten construir múltiples propuestas teóricas, entre las que se destacan la pragmática formal, la teoría de la acción comunicativa, una teoría de la verdad y de la validez moral, una teoría de la evolución social, la ética de la discusión y la teoría deliberativa de la democracia. Todos estos elementos cumplen determinadas funciones en el marco del edificio habermasiano. La pragmática formal pretende identificar las condiciones universales y presupuestos de los procesos de interacción social cuyo telos es la obtención de un entendimiento mutuo. Así, en este capítulo, nos interesa, en un primer momento, discutir la forma como Habermas pretende hacer derivar las reglas universales de la ética de la discusión a partir de las normas del discurso racional identificadas en el seno de la pragmática formal439 , para, a continuación, demostrar las dificultades teóricas que acarrea la adopción de una metodología racionalmente reconstructivista. Una de las principales tesis que Habermas pretende demostrar mediante sus investigaciones sobre la acción y la racionalidad comunicativa es la de que los actos de habla, la unidad mínima de comunicación lingüística, dan origen a un cierto número de pretensiones de validez. La teoría de la acción comunicativa se asienta, así, sobre esta teoría reconstructivista de los sistemas de reglas de acuerdo con los cuales los seres humanos producen la realidad simbólica de la sociedad donde viven440. Habermas cree que un análisis de las características formales de los procesos comunicativos cotidianos le permitirá confirmar su aserción de que el lenguaje y las pretensiones de validez están íntimamente relacionados. Para lograrlo, Habermas debe superar tres desafíos441. En primer lugar, la pragmática formal debe esclarecer en que medida la acción comunicativa constituye un mecanismo de integración y reproducción del mundo de la vida, en los dominios de la reproducción cultural, de la integración social y de la socialización. En particular, esto exige que se demuestre que el uso 439
Cortina, 1999, p. 195. Outhwaite, 1996, p. 40. 441 Véase Cooke, 1997, p. 51 y ss. 440
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comunicativo del lenguaje constituye el modo básico y primario de la comunicación lingüística y que, concomitantemente, los restantes modos (estratégico e instrumental) son parasitarios en relación a este. Si en The Theory of Communicative Action, Habermas argumentaba que los efectos perlocutorios, pretendidos pero no explicitados, serían una señal de la acción estratégica, siendo parasitarios de los actos de habla ilocutorios442, en Postmetaphysical Thinking esta posición es reformulada, subrayándose, ahora, que no todos los tipos de efecto perlocutorio son instancias para un uso estratégico del lenguaje. En efecto, sólo el uso latentemente estratégico del lenguaje es parasitario del uso comunicativo, lo que levanta dudas en relación con la extensión del primado de la acción comunicativa. En segundo lugar, la pragmática formal debe demostrar la existencia de una relación entre los actos de habla comunicativamente usados en el lenguaje cotidiano y las pretensiones de validez. En este sentido, Habermas siente la necesidad de demostrar que existen tres tipos distintos de pretensiones de validez que son invocados en el lenguaje cotidiano y que permitirán, a su vez, clasificar los actos de habla. Como hemos visto, al reconstruir la transición de una forma de regulación instintiva y pre-lingüística hacia un modo de regulación cultural y dependiente del lenguaje (la acción orientada hacia el entendimiento mutuo únicamente a través de la fuerza del mejor argumento), Habermas distingue tres tipos de pretensión de validez: veracidad, justificación normativa y sinceridad. Así, Habermas considera que puede distinguir entre actos de habla asertivos, en los que la pretensión de validez constitutiva es la veracidad, actos de habla reguladores, en los que la justificación normativa es la pretensión de validez característica, y actos de habla expresivos, en los que la pretensión de validez distintiva es la sinceridad. Nos parece, sin embargo, que esta tesis de que a cada acto de habla corresponde sólo una, presuntamente fundamental, pretensión de validez no es totalmente convincente443. En tercer lugar, la naturaleza multidimensional de la racionalidad comunicativa debe ser demostrada de forma que sea plausible considerar que el lenguaje cotidiano, con sus tres pretensiones de validez, encuentra fundamento en ella. Para ello, Habermas piensa que es necesario explicar de que manera las tres pretensiones de validez están presentes en cada acto de habla. Así, como nosotros sugerimos en el punto anterior, si Habermas pretende demostrar la naturaleza multidimensional de la razón comunicativa, para así relacionarla con los tres mundos o dimensiones de validez, pensamos que el hecho de que no existan únicamente tres, sino una pluralidad de pretensiones de validez, no hace más que reforzar su intención original. Es la noción de discusión práctica la que establece el puente entre la pragmática formal y el abordaje discursivo a la filosofía moral desarrollado por Habermas y Apel, la llamada ética de la discusión444. Una discusión práctica no 442
En palabras de Habermas, la acción comunicativa se distingue de la acción estratégica por el hecho de que “todos los participantes persiguen sin reservas fines ilocucionarios con el propósito de llegar a un acuerdo.” (1987a, p. 379). 443 Como Cooke sugiere, otras dimensiones de la racionalidad humana deben ser consideradas: “la teoría de Habermas de las demandas de validez tiene una relación incómoda con las demandas estéticas de validez, reconoce pero no puede encontrar ningún sitio para las demandas evaluativas de validez, y no hace caso de ciertas clases de demanda conectadas con las funciones divulgadoras y articuladoras del lenguaje” (1997, p. 74). 444 Esta noción es objeto de un excelente análisis en McCarthy, 1991, p. 181 y ss.
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es más, en cierta forma, que la prolongación reflexiva de la acción comunicativa, siempre que la validez de una norma es puesta en cuestión. El único modo racional de justificar la validez de una norma consiste en participar en una argumentación445 sometida a reglas muy precisas que garanticen que sólo la fuerza del mejor argumento podrá afectar al desenlace del debate, y cuya falta de respeto acarrea la exposición a una contradicción en el uso de la lengua446 . Estas reglas o presupuestos de argumentación pragmáticamente inevitables, habían sido sugeridos por Robert Alexy con la intención de complementar las tesis habermasianas. En Moral Consciousness and Communicative Action (1983)447, Habermas los formula de la siguiente forma: 1. Todo sujeto capaz de hablar y actuar puede participar en la discusión. 2. a. Todos pueden cuestionar cualquier afirmación. 2. b. Todos pueden incluir cualquier afirmación en el discurso. 2. c. Todos pueden manifestar sus posiciones, deseos y necesidades. A ningún hablante puede impedírsele el uso de sus derechos reconocidos [en los puntos 1 y 2] por medios coactivos originados en el exterior o en el interior del discurso. (Habermas, 1991c, p. 112). A pesar de que estos presupuestos no regulan las discusiones reales, la verdad es que para que estas puedan ser exitosas, estas reglas deben ser implícitamente presupuestas por los participantes. Este conjunto de presupuestos de argumentación nos permiten, así, reconocer que los locutores obedecen a un principio de universalización (U), que traduce, kantianamente, un punto de vista imparcial448: Todas las normas válidas deben cumplir la siguiente condición: “(U) … que las consecuencias y efectos secundarios que se siguen de su acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada persona (presumiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectados (así como preferidos a los efectos de las posibilidades sustitutivas de regulación). (Habermas, 1991c, p. 86). Esto significa que mientras los presupuestos de argumentación de las discusiones prácticas conducen al principio U, entendido como una regla de argumentación destinada a comprobar la validez de las normas morales, es posible asociar la ética de la discusión al imperativo kantiano de la autonomía de la voluntad, reformulado de acuerdo con la noción meadeana de “ideal role taking”, el principio D, también conocido por principio de la discusión: “(D) toda norma válida encontraría la aprobación de todos los afectados, siempre que éstos puedan tomar parte en el discurso práctico” (Habermas, 1991c, p. 143). 445
Que Habermas apellidó, hasta mediados de los años 80, de “situación ideal de discurso”. Véase Cooke, 1997, p. 31. 446 Véase Cortina, 1999, pp. 204-205. 447 Versión en castellano: Habermas, J., (1991), Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península. 448 Seyla Benhabib sugiere dos nociones para caracterizar una “discusión práctica”: la idea de “reciprocidad igualitaria” y la noción de “moral universal”. Véase Benhabib, 1996a, p. 89.
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Como en Kant, también aquí se encuentra expresado un ideal de imparcialidad en la medida en que la validez de las normas depende del respeto que los participantes en una discusión práctica demuestren tener por las reglas propias la una “situación ideal de discurso”. Las semejanzas entre la ética kantiana y la ética de la discusión no se quedan aquí449 . Como el propio Habermas reconoce450, el universalismo, presente en la definición de un principio U y de un conjunto de presupuestos de argumentación, y el formalismo, derivado de un principio D que no busca definir normas sustantivas de conducta, sino comprobar máximas de acción existentes, son dos de los cuatro puntos de contacto entre sus propuestas. Los otros dos remiten hacia el carácter cognitivista y deontológico de la ética de la discusión. La ética de la discusión posee una naturaleza cognitiva, y no decisionista o relativista, en la medida en que los juicios morales a los que se puede llegar si se observa el principio U se revisten de un carácter cognitivo, representando, más que emociones, preferencias o decisiones451. Por otro lado, es una teoría moral deontológica, y no teleológica, dado que privilegia cuestiones de justicia (moral), evitando pronunciarse sobre concepciones particulares del bien (cuestiones éticas o de “vida buena”). En efecto, el punto de vista moral expresado por el principio U es definido de forma que no privilegie cualquier concepción específica de “vida buena”. En la tradición kantiana, y contra las pretensiones comunitarias, Habermas atribuye al pluralismo ético de las sociedades modernas la prioridad respecto a cualquier concepción particular del bien452. Para Habermas, la época en que vivimos ya no permite soluciones de tipo metafísico, siendo ahora imprescindible concebir la razón como finita, falible y orientada hacia el entendimiento mutuo – una racionalidad que se expresa a través de los procedimientos adoptados y no por medio de los fines a alcanzar. En este sentido, Habermas cree que la ética de la discusión se aleja de las recientes recuperaciones, en el dominio de la filosofía moral, de la tradición republicana cívica453. Sucede, sin embargo, que, una vez más, Habermas interpreta esta última de forma funcional a su argumento, dando cuenta únicamente de propuestas de cariz comunitario, como las de Frank Michelman, Alasdair MacIntyre o Charles Taylor. El dilema que cree que resulta de aquí - “o volvemos al aristotelismo subyacente a esas críticas, o modificamos la aproximación kantiana para poder considerar las objeciones legítimas” (Habermas, 1993a, p. 122) - es una falsa cuestión. Es, eso sí, un producto de una estrategia teórico-metodológica que, al intentar leer el pasado únicamente a la luz de los intereses teóricos presentes, no se permite aprender de las lecciones de la historia.
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Véase Baynes, 1992, p. 108 y ss. Véase Habermas, 1991d, p. 100. [N.T. En la versión castellana de Conciencia moral y acción comunicativa que se ha citado anteriormente no se traduce el último capítulo de la obra original. No obstante, este capítulo se ha traducido en una colección de artículos: Habermas, J., (1991), Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona, Paidos, pp. 97-130. El capítulo original se titula “Morality and Ethical Life: Does Hegel’s Critique to Kant Apply to Discourse Ethics?” y la traducción: ”¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?”]. 451 Habermas, 1991c, p. 100. 452 Véase Habermas, 1991c, p. 143. 453 Para un argumento similar, véase Larmore, 1996, p. 210 y ss. 450
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Es ahora el momento de demostrar las ventajas teóricas asociadas a la adopción de una estrategia teórica que procura reconstruir el pasado para poder aprender de él las mejores soluciones para los problemas presentes. Habermas, en Justification and Application. Remarks on Discourse Ethics (1991), enuncia tres dificultades que enfrentan las propuestas neo-aristotélicas, y que, supuestamente, la ética de la discusión está en mejores condiciones de responder454. Pensamos, sin embargo, que si Habermas reconstruyese históricamente la historia de las tradiciones de pensamiento que pretende hacer converger, no sólo abandonaría este objetivo, sino que encontraría en ella las respuestas que busca. Veamos. En primer lugar, el neo-aristotelismo es acusado de ser incompatible con el pluralismo ético de las sociedades contemporáneas, en la medida en que tiende a jerarquizar concepciones particulares del bien. Si el carácter deontológico de la ética de la discusión le permite responder a este desafío, el republicanismo de Maquiavelo es igualmente contrario a soluciones que pretendan unir a la comunidad política alrededor de un ideal de concordia civil. En segundo lugar, la defensa del pluralismo lleva a que ninguna concepción particular del bien sea elegida como la más deseable. Si los comunitarios eligen la participación cívica como la forma de actividad más elevada, esto mismo no puede ser dicho de Maquiavelo, para quien las virtudes de la ciudadanía activa y del respeto por la ley son suficientes para garantizar la libertad individual. Por último, Habermas acusa el neo-aristotelismo, en su versión alemana, de ser profundamente conservador. Pero, no sólo esta crítica se refiere apenas a una de las variantes del neo-republicanismo, sino que, sobre todo, se revela particularmente inadecuada para describir al Maquiavelo de Skinner. En suma, el republicanismo de Maquiavelo, tal como es reconstruido por Skinner, no puede ser criticado con los argumentos que Habermas usa para rechazar la concepción de “republicanismo” con que opera. Pero esto se refiere sólo a una experiencia histórica de las muchas que constituyen la tradición política republicana cívica. Si Habermas adoptase una posición sensible a la historicidad de las ideas políticas, vería que una de las tradiciones de pensamiento con la que trabaja le permitiría participar productivamente en el debate que ha marcando estas dos últimas décadas en el dominio de la filosofía moral: el enfrentamiento entre liberales y comunitarios que siguió a la publicación de A Theory of Justice por John Rawls455. Este fue criticado por autores como Sandel, MacIntyre o Taylor por trabajar con una concepción ahistórica, vacía y abstracta del individuo. Para los comunitarios, el liberalismo rawlsiano, así como otras versiones más ortodoxas de la tradición liberal, padece de un mismo problema: no tienen suficientemente en cuenta los contextos sociales, políticos, económicos y culturales que definen la identidad de cada ciudadano. La respuesta liberal apunta usualmente hacia el carácter excluyente de la concepción de comunidad propuesta por sus adversarios: quien no comparte el conjunto de valores por los qué se rige una determinada comunidad es excluido de ella. Adicionalmente, los liberales rechazan el ideal social de “pequeñas comunidades locales” con el argumento de que es un anacronismo inconsistente con las sociedades modernas complejas, caracterizadas por el multiculturalismo. Para el lector que nos acompañó hasta 454 455
Habermas, 1993a, p. 122 y ss. Para un argumento semejante, véase Bernstein, 1998b, p. 151 y ss.
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aquí, será fácil constatar que la teoría pragmatista de la democracia, tal como es desarrollada por Mead y Dewey, nos permite percibir la naturaleza falaciosa de esta dicotomía456. Para estos, la vida en democracia exige que, en cada momento, participemos cívicamente para garantizar nuestra libertad individual. Pero Habermas, al reconstruir racionalmente la tradición pragmatista, pierde la oportunidad de recuperar esta síntesis y cree tener en la teoría pragmatista de la democracia una contribución para criticar el formalismo de la concepción liberal, cuando, en verdad, tiene entre manos un ejemplo elocuente de como conciliar republicanismo y liberalismo.
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Como Alan Ryan observa, refiriéndose al caso concreto de Dewey, los pragmatistas nos enseñaron que la solución pasa por “una sociedad que hace justicia tanto a nuestra individualidad como a nuestra necesidad de relación social (…) los individuos necesitan comunidades, y las comunidades liberales son individuos asociados” (1997, p. 359).
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Capítulo V: La concepción procedimental de la democracia deliberativa. En su más reciente gran obra, Between Facts and Norms, Habermas, fiel a su estrategia teórico-metodológica, procura superar un dualismo que siempre afectó a la filosofía política. Se trata de la oposición entre la autonomía cívica, que remite hacia la esfera de las libertades políticas, y la autonomía privada, que reenvía al conjunto de libertades personales que le están asociadas; una oposición que pretende expresar el conflicto paradigmático entre el liberalismo y el republicanismo al nivel político, moral y jurídico457. Habermas intenta, así, reconciliar las nociones reguladoras de “derechos humanos” y de “soberanía popular” mediante una concepción de la democracia en que ninguna tenga prioridad, i.e., que sean “co-originales”. En este capítulo, empezaremos por discutir esta tesis de la co-originalidad de las autonomías pública y privada para introducir la concepción procedimental de la democracia deliberativa a la que Habermas llega por intermedio de la su “sociología reconstructivista de la democracia”. El objetivo de este capítulo será alcanzado cuando discutamos el ethos democrático que subyace tanto a la concepción de democracia, como a la ética de la discusión que la fundamenta racionalmente. De acuerdo con la interpretación estilizada que nos propone del paradigma liberal, Habermas observa que el liberalismo defiende la autonomía pública en la exacta medida en que esta protege la autonomía privada, transformando a la democracia, de este modo, en un mecanismo político cuyo objetivo es proteger las libertades privadas del yugo de la tiranía, entendida como la ausencia sistemática del conjunto de libertades personales básicas hacia las que remite la noción de “derechos humanos”. A su vez, el republicanismo es concebido como una perspectiva que vuelve a la autonomía privada contingente ante las decisiones colectivas democráticas, volviendo a la libertad individual dependiente de juicios populares sobre los mejores medios para alcanzar los objetivos colectivos, expresión de la soberanía popular. Presa de esta dicotomía, la filosofía política “nunca se ha tomado en serio la tara de equilibrar la tensión entre la soberanía popular y los derechos humanos, entre la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos” “ (Habermas, 1999, p. 252). La solución preconizada por Habermas para solucionar este dilema consiste en negar la originalidad a cualquiera de estas autonomías: la exigencia de asegurarse la autonomía privada no puede ser, de forma legítima, impuesta a una comunidad, así como una orden legal legítima no puede dejar de proteger la autonomía privada. Su argumento puede ser descrito de la siguiente forma458. Recuperando la tesis que había sugerido en The Theory of Communicative Action sobre las tendencias de juridización459 de las sociedades modernas, reflejo del proceso de colonización interna del mundo de la vida460, Habermas 457
“Hasta ahora no se ha conseguido poner en consonancia autonomía privada y autonomía pública de una forma satisfactoria en lo tocante a conceptos básicos”, lo que se refleja en las tensiones entre “derechos del hombre y soberanía popular.” (Habermas, 2001, p. 149). 458 Véase Cohen, 1999, p. 392 y ss. 459 Su significado remite hacia la “tendencia que se observa en las sociedades modernas a un aumento del derecho escrito” (Habermas, 1987b, p. 504). 460 Que Habermas describe de la siguiente forma: “Sólo entonces se cumplen las condiciones para una colonización del mundo de la vida: los imperativos de los subsistemas
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empieza por presuponer el hecho del derecho, i.e., la coordinación y la regulación de la acción social en el contexto de la modernidad se hace crecientemente por intermedio de la ley. Esta extensión del derecho a áreas como la familia o la educación lleva a un modelo social en el que la libertad individual se reduce a un mínimo formal, ya que, por un lado, la ley no obliga a los ciudadanos a justificar sus acciones461 , y que, por el otro, los individuos son libres de actuar como deseen, siempre que no violen la ley462 . Como vimos en el capítulo anterior, el principio de la discusión (que expresa la exigencia de imparcialidad) es entonces introducido para explicar las pretensiones de validez normativa características de este derecho de doble cara (Janus-faced). Las normas prácticas, legales o morales, sólo son legítimas si, y sólo si, todos los individuos afectados por ellas pudiesen expresar su concordancia en la calidad de participantes en discusiones prácticas. Así se pasa de la mera legalidad a un derecho legitimado. Habermas continúa su argumentación observando que un código legal, que establece un sistema de derechos, sólo puede ser aprobado mediante discusiones prácticas por todas las partes afectadas si garantiza iguales libertades para todos, asegurando las condiciones de autonomía personal. Sólo así, afirma, los ciudadanos podrán considerarse como coautores de ese código legal463. En suma, la autonomía pública exige la autonomía privada en la medida en que aquella requiere de un orden legal que sólo es legítimo en el caso que garantice iguales libertades para todos; a su vez, la autonomía privada exige la autonomía pública porque la legitimidad de la regulación legal de la autonomía privada deriva del hecho de ser perfeccionada mediante un proceso discursivo que asegura los derechos políticos. Es así como Habermas desarrolla la tesis de la co-originalidad de las autonomías pública y privada. La relevancia de esta tesis para nuestros propósitos deriva del hecho de ser sobre ella donde Habermas pretende fundamentar su intento de conciliar las concepciones republicana y liberal de la política democrática en un modelo deliberativo y procedimental464 . La concepción habermasiana de política democrática deliberativa se basa en un modelo teórico dual, relacionado no sólo con la formación de la voluntad, institucionalizada en el “complejo parlamentario”, sino también con una noción de esfera pública que reenvía a un conjunto espontáneamente generado de arenas políticas informales, dialógicamente discursivas y democráticas y el propio contexto cultural y base social respectivos. Democracia deliberativa es un concepto que remite, en Habermas, hacia una tensión definidora: una oposición binaria entre el plano formal e institucionalizado de la democracia y los dominios informales y anárquicos de formación de la opinión465. Para describir la forma como estos planos interactúan entre sí, Habermas sugiere un “modelo de canales de autonomizados, en cuanto quedan despojados de su velo ideológico, penetran desde fuera en el mundo de la vida – como señores coloniales en una sociedad tribal- e imponen la asimilación; y las perspectivas dispersas de la cultura nativa no pueden coordinarse hasta un punto que permitiera percibir y penetrar desde la periferia el juego de las metrópolis y del mercado mundial” (Habermas, 1987b, p. 502). 461 Véase Habermas, 1987b, p. 502. 462 Véase Habermas, 2001, p. 186. 463 Véase Habermas, 2001, p. 189. 464 Véase Habermas, 2001, p. 372. 465 Véase Habermas, 2001, p. 349.
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comunicación” en el que la formación de la opinión pública, que sucede en las arenas informales de la sociedad civil, genera “influencia”, que es transformada en “poder comunicativo” mediante elecciones políticas; asimismo, este poder comunicativo es transformado en “poder administrativo” a través de la legislación466 . Recuperando un argumento deweyano, Habermas defiende que las investigaciones empíricas que conciben a la política como un dominio en que imperan los juegos de poder y que la analizan ya sea en términos de interacciones estratégicas reguladas por intereses, como en términos sistémicos, cometen un error esencial. Pretenden separar lo ideal de lo real, la teoría de la práctica, las normas de los hechos. A su entender, estas separaciones no tienen sentido, ya que tales elementos constituyen términos de una misma oposición definidora. En este sentido, la “sociología reconstructivista de la democracia” desarrollada por Habermas construye su aparato conceptual a partir de “elegir sus conceptos básicos de suerte que le sea posible identificar en las prácticas políticas, por distorsionadamente que ello sea, partículas y fragmentos ya encarnados de una “razón existente”“ (Habermas, 2001, p. 363). Una vez más, ahora en el ámbito de la teoría política, la noción de reconstrucción racional se asume como un elemento esencial del edificio construido por Habermas. También en este dominio se sienten las implicaciones teóricas de la adopción de una perspectiva metodológica de cariz presentista. Su concepción de democracia deliberativa, desarrollada de forma reconstructivista, remite hacia una interpretación de la vida política que difiere tanto de la perspectiva liberal del Estado (como garante de una sociedad regulada por el mecanismo del mercado y por las libertades privadas, y que concibe el proceso democrático como el resultado de compromisos entre intereses privados competidores), como de la concepción republicana de una comunidad ética institucionalizada en el Estado (en que la deliberación democrática se asienta en un contexto cultural que garantiza una cierta comunión de valores). La estrategia de Habermas consiste en polarizar estas dos posiciones teóricas por él definidas, para, luego, construir una síntesis a partir de algunos elementos de cada una: “La teoría del discurso toma elementos de ambos lados y los integra en el concepto de un procedimiento ideal para la deliberación y la toma de decisiones.” (Habermas, 2001, p. 372). En otras palabras, Habermas argumenta que la razón práctica - entiéndase razón práctica comunicativamente reconstruida467 - no reside ni en los derechos humanos, tal como se definen por las tesis liberales, ni en la noción de soberanía popular, como la sustancia ética de una determinada comunidad política, tal como defiende el republicanismo. Al contrario, la razón práctica reconstruida remite hacia “las reglas del discurso y formas de argumentación que toman su contenido normativo de la base de validez de la acción orientada al 466
Habermas, 1996, p. 28. Este es un punto importante. Hablando de un ‘trilema' en que supuestamente la razón moderna se encontraría, Habermas nos introduce su proyecto de reconstrucción de la filosofía del derecho contemporánea. Rechazando tanto una filosofía de la historia teleológica, como una antropología filosófica, así como una crítica de la razón al estilo nietzschiano, Habermas adopta otra perspectiva con su teoría de la acción comunicativa, substituyendo la razón práctica (kantiana) por una razón comunicativa. Como él mismo nos explica, “La razón comunicativa empieza distinguiéndose de la razón práctica porque ya no queda atribuida a un actor particular o a un macrosujeto estatal-social” (Habermas, 2001, p. 65). 467
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entendimiento” (Habermas, 2001, p. 373), de donde deriva la fundamentación del carácter estrictamente procedimental de su concepción de democracia deliberativa. Particularmente relevante para nuestros propósitos es el hecho de que esta concepción procedimental constituya una interpretación del paradigma republicano, alternativa a la sugerida por los autores comunitarios, cuyo propósito consiste en evitar presuponer cualquier noción ética substantiva. ¿Porque razón está Habermas tan preocupado en evitar tales “presuposiciones éticas sustantivas”? En nuestra opinión, tal preocupación surge fundamentalmente de la naturaleza excesivamente rígida de la distinción entre ética y moral con que Habermas trabaja. Como hemos visto, Habermas defiende que todas las formas de argumentación, incluso las rudimentarias, se basan en ciertos “presupuestos idealizantes”, cuya raíz se encuentra en las propias estructuras de la acción comunicativa. La pragmática formal es desarrollada justamente con el propósito de demostrar que las pretensiones de validez de la acción orientada hacia el entendimiento remiten a un conjunto de presupuestos de argumentación o “idealizaciones fuertes”468 , como es el caso de la consistencia de significado469: la de que ningún argumento relevante es suprimido o excluido por los participantes, la de que ninguna fuerza excepto la del mejor argumento es ejercida, o incluso la de que todos los participantes están motivados para articular el mejor argumento. Adicionalmente, Habermas llega a sugerir que la argumentación orientada hacia el entendimiento presupone que todos los individuos capaces de habla y acción tienen derecho a participar, y que todos tienen el derecho de cuestionar cualquier aserción e introducir nuevos temas. Así, una “discusión”, según la terminología habermasiana, consiste en una argumentación capaz de satisfacer estas “idealizaciones fuertes”. Es a través de estos diferentes usos de la razón práctica comunicativamente reconstruida como Habermas distingue “particular” de “universal”, “ético” de “moral”. En Justification and Application, sugiere que si en una discusión práctica (que tematiza pretensiones de validez moral), las idealizaciones presupuestas asumen un carácter universal, entonces en una discusión ética las idealizaciones reenvían a pretensiones de validez asociadas a contextos locales particulares, i.e., son tematizadas cuestiones como “¿Que es bueno para mí o para mi grupo?”470 . Para comprender el motivo por el que Habermas intenta evitar a toda costa una concepción de política deliberativa basada en presupuestos éticos sustantivos, obsérvese el siguiente pasaje: A diferencia de las consideraciones éticas, que se orientan al telos de una vida no fallida, en cada caso mía, o en cada caso nuestra, las consideraciones morales exigen una perspectiva desligada de todo egocentrismo o etnocentrismo. Desde el punto de vista moral del igual respeto por todos y de un igual miramiento por los intereses de todos, las pretensiones normativas de las relaciones interpersonales 468
Habermas, 1990, p. 58. Se asume que todos los participantes en la argumentación usan las mismas expresiones con el mismo significado. 470 En realidad, Habermas distingue tres tipos de discusión: prácticas o morales, éticas y pragmáticas, siendo estas últimas caracterizadas por argumentaciones racionalmente instrumentales o estratégicas. 469
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reguladas en términos de legitimidad, pretensiones que ahora quedan netamente circunscritas, se ven arrastradas por el remolino de la problematización. (Habermas, 2001, pp. 162-163). Por esta razón Habermas considera que, en el caso de que la ética de la discusión o la concepción de democracia deliberativa dependiera de un determinado ethos, su objetivo de definir una visión imparcial estaría herido de muerte – la universalidad exigida estaría irremediablemente comprometida. ¿Pero habrá buenas razones, como a Habermas le gusta decir, para aceptar esta distinción entre los planos ético y moral? ¿O no será que la referencia de Habermas a “buenas razones” y a la “fuerza del mejor argumento” presupone, ella misma, un ethos en que los participantes intercambian argumentos con el objetivo de entenderse mutuamente? Si la primera cuestión merece una respuesta negativa471, la segunda nos suscita un “sí”. Sin embargo, Habermas rechazaría enfáticamente esta posibilidad, así como también rechaza las recientes interpretaciones comunitarias de la tradición republicana por presuponer una orientación ética hacia un bien común sustantivo. La historia de las ideas nos muestra, sin embargo, que es posible reinterpretar el paradigma republicano sin presuponer una noción sustantiva de “bien común”: es el caso de Maquiavelo, pero también del pragmatismo americano de Mead y Dewey. En el caso de este último, el rechazo de una noción de “bien común” marca el paso de un hegelianismo organicista a un instrumentalismo cultural, en el marco de la filosofía moral. En efecto, en Reconstruction of Philosophy (1920)472, Dewey critica las propuestas éticas dominantes en su tiempo por estar “extrañamente hipnotizadas por la noción de que su tarea consiste en descubrir alguna finalidad o algún bien último” (1993a, p. 173). Su opinión no deja margen para dudas. La creencia en un bien común, objetivo final y último, es el producto intelectual de una estructura socio-política feudal cuyo declive coincidió con el advenimiento de la moderna ciencia experimental, cuyo modelo puede, según Dewey, adaptarse al dominio de la ética. En particular, el método de la inteligencia nos permite analizar cada situación problemática e identificar “nuestros fracasos morales” (1993a, p. 175). El criterio propuesto para identificar estos “fracasos morales” consiste en atribuir a las virtudes morales el estatuto de ideal regulador473 : el traspaso de la preocupación central de la teoría moral de la definición de un bien común hacia la detección de problemas, mediante el ideal regulador suministrado por las virtudes de la tradición 471
Porque pensamos que los participantes en discusiones éticas, destinadas a clarificar nuestra identidad, al contrario de lo sugerido por Habermas, pueden distanciarse de sus historias de vida y contextos sociales. La auto-reflexión no es exclusiva de formas de argumentación sobre cuestiones de justicia. Para una posición semejante, véase Bernstein, 1998a, p. 302. 472 Versión en castellano: Dewey, J., (1993), La reconstrucción de la filosofía, Barcelona, Planeta. 473 “Los rasgos distintivos morales, las virtudes o las excelencias éticas son una amplia simpatía, una aguda sensibilidad, la terquedad de enfrentarse con lo desagradable, un equilibrio de intereses que nos permita emprender de una manera inteligente la tarea de analizar y decidir” (Dewey, 1993a, pp. 175-176). Leo Strauss considera esta identificación de las virtudes y de los rasgos morales una contradicción con el rechazo del universalismo filosófico que surge del historicismo metodológico deweyano. Esta contradicción se presenta como un ejemplo de que todas las posiciones filosóficas “implican respuestas a cuestiones fundamentales que pretenden ser definitivas, verdaderas para siempre” (1949, p. 45).
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republicana, no sólo elimina la causa del carácter controvertido de la ética (ya que se confrontan diferentes concepciones particulares del bien), como la vuelve más sensible a las exigencias de la praxis cotidiana. El carácter procedimental de esta propuesta se subraya cuando se rechaza la posibilidad de que la moral sea un conjunto de recetas a aplicar a casos predefinidos; la ética deweyana se propone, al contrario, definir métodos específicos de cuestionamiento para identificar las situaciones problemáticas, y métodos de resolución para elaborar planes que puedan servir como hipótesis de trabajo474 para solucionarlas475 . Es justamente este aspecto del pensamiento de Dewey el que Habermas aduce como argumento de autoridad cuando discute, en un fragmento crucial de Between Facts and Norms, el núcleo procedimental de la concepción de democracia deliberativa: Pues el quid de esta comprensión radica en que el procedimiento democrático institucionaliza discursos y negociaciones con ayuda de formas de comunicación que, para todos los resultados obtenidos conforme al procedimiento, habrían de fundar la presunción de racionalidad. Nadie ha subrayado esta concepción de forma más enérgica que John Dewey: “La regla de la mayoría, justo como regla de la mayoría, es tan tonta como sus críticos dicen que es. Pero nunca es simplemente la regla de la mayoría (…) Los medios por los que una mayoría llega a ser una mayoría es aquí lo importante: debates previos, modificaciones de los propios puntos de vista para hacer frente a las opiniones minoritarias (…) La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones del debate, de la discusión y la persuasión” (Habermas, 2001, pp. 380381). Sin embargo, lo que nuestra reconstrucción histórica del universo lingüístico en el que Dewey opera demuestra es que, cuando este, en The Public and its Problems (de donde surge el fragmento citado por Habermas arriba) discute la importancia “de las condiciones de debate, discusión y persuasión” lo hace, no en referencia a las reglas formales de la argumentación humana, sino para subrayar la importancia del ethos republicano sobre el que se basa su concepción de “democracia como forma de vida”. La participación cívica es una práctica social regida, no sólo por un conjunto de reglas formales pragmáticas, sino por la disponibilidad de oír y tomar en consideración las opiniones de los demás interlocutores, por el coraje en alterar su opinión cuando es confrontada con un mejor argumento, por la sinceridad con la que defendemos nuestros puntos de vista y por el respeto por las minorías que aseguran la pluralidad de las formas de vida. Como Dewey enfatiza, y antes de él, todos aquellos que dieron voz a la tradición republicana, la facticidad de los debates democráticos presupone la validez normativa asociada al conjunto de virtudes clásicas – la templanza, el coraje, la sinceridad y la justicia. Es de la virtud de cada uno de nosotros de donde se alimenta el espíritu de la democracia.
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La similitud terminológica con las propuestas de Mead esta lejos de ser trivial: es un síntoma del pragmatismo que los une. 475 Dewey, 1993a, p. 178.
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Capítulo VI: Conclusiones: ciudadanía y virtud. Cuando, en 1971, Habermas fue invitado por la Universidad de Princeton a dar las Gauss Lectures, la teoría de la acción comunicativa era todavía un proyecto embrionario. Intentando alejarse de la teoría de los intereses cognitivos y de la teoría materialista de la historia que había caracterizado sus escritos en los años 60, encontramos en las Gauss Lectures el primer intento de teorizar sistemáticamente un fundamento lingüístico para la sociología – el “viraje hacia el lenguaje” del sistema teórico habermasiano se encuentra en estos textos en statu nascendi476. Es justamente esta oportunidad, la de ver a Habermas dando los primeros pasos en dirección a la teoría crítica de la sociedad sustentada por la teoría de la acción y de la racionalidad comunicativa que marca su trabajo a partir de mediados de los años 70 y hasta el presente, la que nos gustaría aprovechar para conducir nuestras reflexiones finales. En la primera de esas lecciones, somos confrontados con las decisiones metateóricas que están en la base del modelo de intersubjetividad comunicativa sobre el que se deberá fundar un nuevo paradigma de las ciencias sociales. Habermas empieza por atribuir a la comunicación lingüística el estatuto de característica constitutiva del objeto de estudio de las ciencias sociales. La discusión de las implicaciones metodológicas de esta opción metateórica le permite trazar una primera distinción entre dos tipos de abordajes en la construcción de teorías en este campo. En primer lugar, si un programa de investigación privilegia la categoría de la “acción humana” en vez de la de “comportamiento observable”, es “subjetivista” (en el caso contrario, será considerado “objetivista”). De aquí surge una segunda distinción: o se observan regularidades de comportamiento (objetivismo), o se procura entender las acciones (subjetivismo). Finalmente, Habermas introduce una tercera distinción metodológica cuando contrapone al esencialismo de la reconstrucción hipotética de los sistemas de reglas en el que los locutores competentes se basan para producir frases y acciones con sentido, el convencionalismo de las teorías nomológicas de las ciencias empíricas477 . Las dos “decisiones básicas en cuanto a estrategia conceptual, que son de suma importancia para la formación de la teoría sociológica” (Habermas, 1989d, p. 26) remiten, respectivamente, hacia la distinción entre acción racional dirigida a fines (i.e., acción instrumental o racional, o una combinación de ambas) y la acción comunicativa, que se supone que es la fundamental, y hacia la distinción entre una perspectiva individualista o atomista y una aproximación holista. Es justamente a partir de estas tres distinciones donde Habermas considera haber encontrado otros tantos criterios de clasificación de los abordajes teóricos en ciencias sociales:
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Habermas, 1989d. Estas implicaciones metodológicas se discuten en Habermas, 1989d, pp. 19-27.
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Teorías Generativas de la Sociedad* Tipos de Teorías constitutivas Teorías Generativas de la Sociedad Atomistas Holistas Neo-kantismo; Teorías fenomenología Sociales (Husserl, Románticas Schütz) (Spann)
Fenomenología marxista (Marcuse, Sartre)
Teoría Crítica (Lukács, Adorno)
Teorías sistémicas
Teorías comunicativas
Holista Holista Estructuralismo Interaccionismo (Lévy-Strauss) simbólico (G.H. Mead); Teoría de los Juegos del Lenguaje (Wittgenstein, Winch) Teoría de los ¿? Sistemas de Desarrollo Social (Parsons)
* Esta tabla se basa en otra sugerida por el autor. Habermas, 1989d, p.34. La interrogación en el rincón inferior derecho de esta tabla expresa el hecho de que la teoría de la acción comunicativa de Habermas todavía no había sido, en ese momento, articulada de forma sistemática, lo que sólo sucedería cerca de diez años más tarde. Sin embargo, ya en esa época Habermas juzgaba posible “partir de la teoría del juego de roles de Mead y de la teoría de los juegos del lenguaje de Wittgenstein”, dado que “en ellas ya está prefigurada esa pragmática universal que considero adecuado fundamento de la teoría de la sociedad y cuyos rasgos fundamentales voy a tratar de desarrollar” (1989d, p. 33). La forma como esta intención fue llevada a cabo fue discutida en el capítulo dedicado a la pragmática formal y a la ética de la discusión (parte IV, capítulo III); nos gustaría, no obstante, discutir ahora el contenido utópico que encierra la concepción de racionalidad comunicativa. Desde luego, es debido a este contenido utópico que puede afirmarse que la racionalidad comunicativa no es derrotista, sino que tiene una orientación emancipatória478. En efecto, una continuidad fundamental de preocupaciones caracteriza el corpus teórico producido por Habermas a lo largo de las últimas cuatro décadas. La defensa de la emancipación del género humano de toda y cualquier forma de opresión, al igual que la defensa de aquello que cree ser el legado positivo del proyecto del Iluminismo, son ideas que siempre le han acompañado. El hecho de que esta continuidad se revistiese de un carácter sistémico fue explorado por nosotros al adoptar la metáfora de un “edificio teórico” para describir el sistema de pensamiento habermasiano. En particular, esta metáfora nos ha permitido expresar nuestro descontento con la estrategia teórico-metodológica utilizada por Habermas. Adoptando una perspectiva pragmatista, podríamos criticar la forma reificada con la que se conciben las distinciones teóricas entre “bueno” y 478
Cooke, 1997, p. 44.
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“justo”, entre “facticidad” y “validez normativa”, o entre las formas de argumentación moral, ética y pragmática479. Sin embargo, nuestra opción fue en otro sentido. Intentando reconstruir diacrónicamente el lenguaje político del paradigma republicano cívico, descubrimos que la teoría pragmatista de la democracia, tal como es desarrollada por Mead y Dewey, se asienta sobre un ethos de participación cívica cuyos orígenes se remontan, en primera instancia, a Jefferson, retrocediendo hasta Harrington y de este al republicanismo clásico de Aristóteles y Platón. Y el hecho de que estas migraciones conceptuales tengan un carácter intrínsecamente dinámico, lo comprueba el hecho de que Laski lo haya traído de vuelta a Europa, de donde había partido siglos antes. Proponemos, si nuestros lectores lo permiten, un último viaje por la historia de las ideas. Esta vez, el destino será la Grecia del siglo V, A.C., y la concepción de ciudadanía que ahí se originó. El propósito: situar el contenido utópico de la racionalidad comunicativa, que Habermas considera que puede deducirse de forma puramente lógica y racional a través de una reconstrucción del núcleo de competencias comunicativas, en el marco de la discusión de aquello que Platón consideró, e su día, “no ser un problema trivial, sino la cuestión de como debe vivir el hombre”480. En un artículo titulado “The Ideal of Citizenship since Classical Times” (1995), Pocock nos propone una reconstrucción histórica diacrónica de algunas de las principales concepciones de ciudadanía de la civilización occidental. La formulación más influyente es, sin duda, la que encontramos en la Política de Aristóteles. Se trata de una concepción de ciudadanía basada en la distinción entre público y privado, entre la polis y la oikos, entre el mundo de las personas y de sus acciones y el mundo de las cosas. Un individuo asume la condición de ciudadano siempre que sea el patriarca de una oikos, cuyos esclavos y mujeres se encargan de satisfacer sus necesidades materiales, dejándole libre para iniciar relaciones políticas con sus iguales. La separación entre estas dimensiones es clara. Al participar en una asamblea, es impensable que sean discutidos asuntos domésticos o particulares; al contrario, son cuestiones de guerra y de paz, de comercio con otras ciudades, de autoridad y de virtud las que merecen la atención de los ciudadanos. En este sentido, la política, i.e., la actividad de gobernar y de ser gobernado, es un bien en sí mismo. Lo que le confiere sentido es la libertad de participar en la conducción de la cosa pública, no los asuntos debatidos. La ciudadanía no es, así, un instrumento para alcanzar la libertad; es, ella misma, la forma de vivir en libertad. Y es justamente porque somos libres, es decir, capaces de decidir nuestro destino, por lo que somos humanos. Para quien nos acompañó hasta este punto, no será difícil identificar en esta concepción de ciudadanía uno de los elementos centrales del universo lingüístico que hemos intentado reconstruir en este libro. Sin embargo, a lo largo de la historia de las ideas políticas, otras formulaciones del concepto de ciudadanía han sido articuladas, siempre en referencia a la concepción aristotélica. Es el caso de la formulación atribuida al jurista romano Gayo, de acuerdo con la cual el universo definido por el derecho está 479 480
Un ejemplo de este tipo de crítica puede encontrarse en Bernstein, 1998a, p. 288. Pocock, 1995, p. 45.
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compuesto por personas, acciones y cosas (res). El ciudadano, en este caso, deja de ser un kata phusin zoon politikon, un animal creado por la naturaleza para vivir una existencia política, para convertirse en una persona jurídica, dotada de derechos y sujeta a leyes. Si en la tradición republicana clásica, la emancipación de la esfera material era la condición para la participación en la vida política concebida como un fin en sí mismo, ahora, todo cambia. El mundo de las cosas asume el estatuto de “realidad”, en el sentido de ser la esfera en donde los individuos actúan sobre alguien o sobre algo; su “humanidad” pasa a estar asociada a la posesión de bienes materiales481. Con el advenimiento del derecho, el ciudadano deja de ser un animal político por su naturaleza, y pasa a ser un homo legalis, alguien que puede procesar y ser procesado en ciertos tribunales, lo que supone su pertenencia a una determinada comunidad legal, que puede o no coincidir con una unidad territorial. Tanto se podía estar sujeto a la ley del Imperio, como sólo a la ley de pequeñas comunidades locales o municipales. Muchos siglos más tarde, ya durante la Edad Media, surge en francés, el término “bourg” para designar a estas comunidades locales: el derecho del que sus miembros usufructuaban de apelar a las leyes municipales era su “bourgeoisie”. La posesión, y ya no la emancipación de la posesión, se vuelve la característica distintiva de esta concepción de ciudadanía, y el problema de la libertad se asume como un problema de propiedad. Las cosas garantizan la libertad de sus propietarios, y la comunidad legal a la que estos pertenecen les garantiza derechos sobre esas propiedades. La diferencia entre un ciudadano en la acepción clásica de la expresión y un súbdito imperial o moderno consiste, por lo tanto, en el hecho de que el primero gobierna y es gobernado, lo que significa, entre otras cosas, que es colegislador de las leyes a las que obedece, mientras que el segundo tiene el derecho de recurrir a un tribunal para ver respetados sus derechos, pero ya no tiene que participar en el proceso de producción legislativa – esta función es delegada en un representante. Fue justamente por ser consciente de que la simplicidad de la antigua polis era una solución no disponible y por rechazar la alternativa jurídica y materialista que conoció un impulso decisivo con el advenimiento de la modernidad, por lo que Jean-Jacques Rousseau, como vimos, intentó articular una concepción de ciudadanía que fundiera las categorías de sujeto y soberano. En rigor, este intento de construir una simbiosis de estas dos grandes respuestas occidentales a la cuestión de que es ser un ciudadano marca gran parte del pensamiento político moderno. Como explica Pocock, Se han hecho esfuerzos muy significativos, por medios tanto revolucionarios como constitucionales, para convertir ese universo legal en un universo político, considerando así al portador de derechos o al homo legalis como un ciudadano, en un cierto sentido a la vez aristotélico y gayano, político y legal, antiguo y moderno. Aquí es donde encontramos el ideal liberal o moderno de ciudadanía (...) La fórmula de Gayo se convirtió en la fórmula para una política liberal y para una idea liberal de la ciudadanía durante los períodos históricos pre-modernos y modernos... (1995, p. 43).
481
Como observa Pocock, “es en la jurisprudencia, mucho antes de la ascensión y supremacía del mercado, en donde debemos situar los orígenes del individualismo posesivo” (1995, p. 35).
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Es este conflicto histórico, entre la idea de que para ser humanos nos tenemos que gobernar a nosotros mismos y la idea de que todos pueden reclamar tal condición dado que la ciudadanía es concebida como una ficción legal, el que configura el elemento utópico del edificio teórico de Habermas. Sin embargo, la estrategia teórica presentista que utiliza no le permite darse cuenta de este hecho. En efecto, en un artículo titulado “Citizenship and National Identity” (1995), publicado en el mismo volumen que el artículo supramencionado de Pocock, Habermas trabaja con una dicotomía que sólo comporta polos distintivamente modernos. Estos polos se sitúan en el horizonte definido por el Estado-nación, y no por la ciudad, ni por la ley, ni por la virtud, ni por los derechos ni por los deberes. Así, la distinción que propone entre la noción de soberanía popular, que surge asociada a la concepción de ciudadanía propuesta por los neo-comunitarios482, y la noción de derechos humanos, tal como es formulada por el modelo político liberal, es una dicotomía cuyos términos son propios del universo jurídico, materialista y liberal que nació con Gayo y que asumió, en Europa occidental, el estatuto de paradigma dominante en el inicio del siglo XVII. Esta es la razón por la cual la teoría procedimental de la democracia deliberativa tiene su potencial utópico encorsetado y su orientación republicana mitigada. Pensamos que le falta a la teoría habermasiana de la democracia la apertura crítica que sólo la historia, por el enfrentamiento con formas de vida, lenguajes políticos y creencias diferentes de las nuestras, nos puede dar. Más concretamente, se trata de una concepción que no incorpora todo el potencial crítico ante el statu quo liberal que, por ejemplo, encierra la teoría pragmatista de la democracia, en su condición de legítima heredera de la tradición del republicanismo cívico. Si Mead y Dewey criticaban al liberalismo y al gran capital y si abogaban por una democracia participada por ciudadanos dotados de virtudes cívicas, es porque existe en la historia de la cultura política americana un conflicto entre el liberalismo de matriz lockeana y la tradición republicana que va de Harrington a Jefferson. Es justamente esta segunda familia ideológica, entre otras corrientes, la que influencia al pensamiento político pragmatista. Sin embargo, limitado por lo que podríamos apodar de “miopía histórica”, Habermas no es sensible al potencial crítico del lenguaje democrático de Mead y Dewey. Como demostramos, este se expresa por medio de la alternativa histórica y global al liberalismo jurídico y moderno. Si Habermas no va tan lejos como podría y desearía es porque, al final, el lenguaje que sus estrategias metateórica, teórica y metodológica le imponen es, él mismo, un constreñimiento. En primer lugar, porque la concepción de construcción teórica asentada sobre la síntesis racional de múltiples contribuciones teóricas pasadas con la que trabaja le coarta el acceso a lenguajes políticos diferentes al suyo; en segundo lugar, y como resultado del punto anterior, porque el contenido utópico que constituye una importante fuente de motivación en cualquier teoría política, no se encuentra disponible para una concepción de democracia deliberativa cuyo carácter procedimental es, al final, fruto de una distinción reificada entre las dimensiones de la ética y de la moral; en tercer lugar, porque la perspectiva metodológica que adopta no 482
Véase, por ejemplo, Habermas, 1995, p. 262.
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le permite hablar, en contra de sus intenciones, en el lenguaje virtuoso de los antiguos, sino únicamente en el vocabulario jurídico y materialista de los modernos liberales. Es fundamentalmente por este motivo por el que Habermas en vez de romper con el lenguaje que el paradigma liberal impone, se ve obligado a proponer la única cosa que le queda: un nuevo paradigma jurídico. Y, sin embargo, en todos sus escritos resuenan reminiscencias del discurso republicano. La piedra angular de su edificio teórico, la noción de racionalidad comunicativa, es la expresión más elocuente de esta idea, a pesar de todo el aparato que el lenguaje eminentemente especializado de la pragmática formal pueda llevar a hacer creer. El conjunto de “idealizaciones fuertes” hacia el que remiten las pretensiones de validez de la acción orientada hacia el entendimiento revelan, a nuestro entender, un ideal democrático basado en otras tantas virtudes. La democracia en Habermas se apoya, entonces, en este núcleo irrenunciable de virtudes, traducido al lenguaje de su sistema teórico, constreñido por el paradigma jurídico liberal y limitado por la metodología whiggista que privilegia. Si confrontamos el emprendimiento habermasiano con la historicidad de los elementos que incorpora, vemos que, al final, lo que Habermas nos quiere realmente decir es que la virtud necesaria a la democracia es inevitablemente presupuesta siempre que participemos en las “asambleas” que constituyen los múltiples escenarios de la sociedad civil. Eppur si muove.
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