Y VINIERON LOS YANQUIS

Y VINIERON LOS YANQUIS Texto: Luis Reyes Fotos: Cesar Lucas Hace veinticinco años que España se convirtió en un portaaviones nuclear. El 27 de septi

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Y VINIERON LOS YANQUIS Texto: Luis Reyes Fotos: Cesar Lucas

Hace veinticinco años que España se convirtió en un portaaviones nuclear. El 27 de septiembre de 1953 se firmaron los acuerdos de Madrid; Franco lograba romper con ellos la cuarentena diplomática; Washington conseguía, a cambio, la mayor ganga en bases de su red estratégica.

1 año de 1953 vino preñado de grandes éxitos diplomáticos para la España inmortal, la de Franco, si hacemos caso de los cronistas oficiales de la época: varios países hispanoamericanos m a n i f e s t a r o n al e m b a j a d o r español en Washington su deseo de que España solicitase el ingreso en la ONU. y el Gobierno sirio otorgó al caudillo el collar de los Omeyas. El papa Pío XII envió a Franco los capelos cardenalicios para que se los impusiera personalmente a los arzobispos de Tarragona y Santiago, lo que dio ocasión al n u n c i o vaticano, monseñor Cicognani, de decir: «En vuestra persona, excel e n t í s i m o señor, se ha d i g n a d o nuestro Santísimo Padre delegar una función que le compete con exclusividad, y ello, lejos de ser un acto de p u r a cortesía, no sólo constituye un testimonio de benevolencia y paternal afecto, ni es sólo una demostración de que el Santo Padre quiere apretar más y más los vínculos siempre cordiales entre la Santa Sede y España, sino que es también un claro reconocimiento de que en la España eterna y en la persona de vuestra excelencia, que tan dignamente representa, se dan, de manera destacada y eminente, aquellos títulos que mov i e r o n s i e m p r e a los sumos pontífices a la delegación de tan alta p r e r r o g a t i v a . . . » (ese m i s m o verano, el Vaticano se cobraría sus deferencias h a c i a Franco con la f i r m a de un Concordato que le otorgaba grandes v e n t a j a s materiales). Martín Artajo. ministro de Exteriores, rompía el cerco internacional, realizando un viaje a Filipinas y C h i n a nacionalista, país con el que se firmó un tratado de amistad (defenestrado veinte años después por la tecnocrática i m p i e d a d de López Bravo) y que otorgó al Generalísimo su. más alta condecoración m i l i t a r . P i l a r Primo d e R i v e r a , mientras tanto, en representación de la m u j e r española, recorría varias ciudades colombianas acompañada de la hija del presidente de Colombia. Asimismo, el ostracismo en que las Naciones Unidas habían arrojado a España era roto por la visita de ilustres personalidades: el presidente de Portugal, el rey de Libia (de riguroso incógnito), la emperatriz Soroya y el rey (destronado) Pedro de Yugoslavia. Y. gracias a la propuesta de N o r t e a m é r i c a . España fue invitada, junto con Corea. Libia y Nepal, a la conferencia del opio organizada por las Naciones Unidas.... lo que suponía pisar la ONU. Como p u e d e verse, pese al triunfalismo con que se hacía la

crónica oficial, la España de Franco seguía estando fuera del mundo en 1953. Aunque el entusiasmo democrático de las naciones vencedoras del fascismo, que les llevó a retirar los embajadores de Madrid en 1946. se había enfriado, Franco seguía siendo un proscrito para Europa: ningún estadista europeo se atrevía, ni se a t r e v e r í a h a s t a después de la muerte del dictador, a visitar oficialmente España. Pero el centro de decisión del mundo occidental ya no estaba en nuestro viejo c o n t i n e n t e , sino en Norteamérica, y Norteamérica decidió absolver a Franco en 1953. La guerra fría había empujado a Estados Unidos a una situación paranoica. Si el miedo a la amenaza comunista era capaz de originar, dentro de la liberal Norteamérica, el fenómeno del m a c a r t i s m o , la caza de brujas de estilo fascista, no es de extrañar que facilitara la tolerancia externa hacia un régimen fascista que, además de bastión a n t i c o m u n i s t a declarado, poseía excelente bases militares potenciales. El t r i u n f o republicano en las elecciones del 52, que l l e v ó a la Presidencia estadounidense al general Eisenhower, simple figurón conservador detrás del cual se hallaba el genio pragmático anticom u n i s t a de Foster Dulles, facilitó las cosas. El nuevo embajadorenviado por Dulles. James C. D u n n . l l e g ó a principios de año. El 17 de mayo. Dunn colocó la bandera de Puerto Rico ( E s t a d o l i b r e asociado de EELIU) a los pies de la Virgen del Pilar. El 27 de septiembre se firmaron los Acuerdos de Madrid, en virtud de los cuales Estados Unidos obtenía «facilidades» para utilizar instalaciones m i l i t a r e s españolas — u n eufemismo para designar, sin herir la susceptibilidad nacionalista española, la instalación de una formidable red de bases yanquis— a cambio de una modestísima ayuda económica. Trece años después, el pueblo de Palomares ( A l m e r í a ) , a r r u i n a d o por la radiactividad, entendería el a u t é n t i c o alcance d e a q u e l l o s acuerdos... Para la triste y pobre España de los primeros años cincuenta. Estados Unidos iba a convertirse en seguida en un auténtico mito de la c u l t u r a de masas. Los últimos resabios de la aliadofobia y la absurda a u t a r q u í a , que pretendiera ign o r a r al hos t i l m u n d o e x t e r i o r , fueron barridos por la guerra de Corea. Al l a n z a r s e a la cruzada contra el comunismo asiático, Norteamérica borró sus pecados anteriores, e nt ró en la senda del bien, comprendió que España tenía razón y empezó a seguir nuestras huellas, tal como había previsto el profetice pensamiento del Caudillo.

La España de Franco seguía estando fuera del mundo en 1953 Aquello supuso un inmenso alivio para los medios de comunicación social, que penosamente manipulaban el subsconsciente colectivo de los españoles: periódicos, revistas, cine, tebeos, encontraron de pronto un amiqo exterior, una nación extranjera de la que la nación española podía sentirse solidaria, cómplice, correligionaria, y que no era un subdesarrollado país hispanoamericano, sino el Estado más poderoso de la Tierra. España volvió a tener mitos como en los primeros años cuarenta, cuando los éxitos de la Alemania nazi exaltaban a la opinión pública y le hacia olvidarse un poco del r a c i o n a m i e n t o . N a d i e como los niños sintió los efectos de esta manipulación, reflejada en los tebeos. desde A venturas de FBI, hasta A las de América, pasando por El Jeque

Blanco (un agente de la C Í A ) o Hazañas Bélicas, donde se alternaban una h i s t o r i a de americanos contra coreanos con una de alemanes contra rusos (el tributo al pasado...). La más importante creación literaria popular de la posguerra, El Coyote, fue evolucionando de un antiamericanismo furioso a la colaboración personal con el presidente de Estados Unidos, y las películas españolas retrataban la atónita admiración general. « M i ras los rascacielos, ahí se trabaja como en n i n g u n a otra parte del mundo... Ahí está toda la civilización», le asegura arrobada a Fernando Fernán Gómez la protagonista de La otra vida del capitán Contreras, y Betsy Blair, la Isabel de Calle Mayor, le p i d e a José Suárez que la lleve a ver películas americanas, que le gustan tantísimo, «sobre todo las cocinas que salen, son tan blancas...». En fin, pese a la venenosa ironía con que B e r l a n g a t i r a b a de la manta en Bienvenido Mr. Marshall, los españoles estábamos dispuestos para recibir a los americanos con los brazos a b i e r t o s , o «con los pantalones bajaos», que decían los castizos. Sin embargo, aquel anhelo con el que la gente esperaba a los y a n q u i s era inocente, como la espera de los Reyes Magos por un niño pequeño... No llegaba, ni mucho menos, a la falta de dignidad de los a ñ o s s e t e n t a , c u a n d o el a n u n c i o de que la Ford pensaba i n s t a l a r s e en España dio l u g a r a una vergonzosa carrera de súplicas y ofertas entre las fuerzas vivas de varias ciudades españolas. Y v i n i e r o n los y a n q u i s . Los técnicos del Pentágono empezaron a elegir los emplazamientos de sus bases estratégicas, los hombres de negocios comenzaron a reconocer el terreno económico y nos llegó una especie de grosera caricatura de Plan Marshall para pordioseros famélicos: leche en polvo, queso y m a n t e q u i l l a s a l a d a , regalo d e C a r i t a s norteamericana para los necesitados españoles (inmediatamente, en toda España surgió un pequeño mercado negro generalizado: las familias de clase media compraban por cuatro perras esos productos a sus pobres, cuyas necesidades primarias no tenían nada que ver con el concepto de ayuda de los yanquis). M a d r i d , Sevilla. Zaragoza, la provincia de Cádiz, fueron las zonas que recibieron el impacto. Se construyeron barrios de chalets para los militares de las bases, empezaron a verse grandes coches americanos —todavía se llamaban haigas—, surgieron centros de diversión para los soldados y oficiales, es decir, bares de chicas —y un fenómeno sociológico completamente nuevo: el de las prostitutas

que se casaban con militares y se convertían en respetables amas de casa que, encima, tenían un nivel de vid;a muy superior al de la media española—. En Madrid la presencia americana se localizó en una zona todavía no urbanizada, al final de Generalísimo, a la que la inventiva popular llamó en seguida Corea, en parte por los desmontes, como de campos de batalla, que había; en parte, por el equívoco trajín a que daban lugar los bares de chicas y el mercado negro existente alrededor del economato de la calle Carlos Maurras... Corea desaparecería con la expansión de la capital, pero dejaría, como una sombra, el área viciosa de la Costa Fleming. Pero los e s p a ñ o l e s no se daban cuenta de lo que suponía la llegada de los americanos: un riesgo nuclear a cambio del cual se cobraba un precio bajísimo. Cuando el embajador soviético en las Naciones Unidas le t r a n s m i t i ó a su colega español una nota de advertencia sobre los peligros que para Madrid entrañaba el proyecto de Torrejón, la reacción de Abc fue r i d i c u l i z a r al ruso, porque en la nota decía «Torreón», en vez de Torrejón de Ardoz. Sin embargo, con el paso del tiempo y conforme la existencia del régimen era digerida y aceptada a nivel mundial, fue haciéndose evidente lo injusto que en trato resultaba para España, incluso entend i e n d o como E s p a ñ a a la i d e a franquista de ella. No sólo la cont r a p a r t i d a de a y u d a económica americana era muy baja, sino también la p o l í t i c a , puesto que los pactos no tenían rango de tratado (que exige la aprobación del Congreso n o r t e a m e r i c a n o ) , sino de simple acuerdo ejecutivo, es decir, que no entrañaban la aprobación del Estado norteamericano al régimen de Madrid. En el orden militar, aparte de la tacañería con que se suministraba material bélico a las Fuerzas Armadas españolas, no había ninguna garantía de que Estados Unidos auxiliara a España si ésta se veía envuelta en una guerra, y, de hecho, durante el conflicto de Ifni, Washington prohibió que el Ejército español utilizara el mater i a l m i l i t a r e n t r e g a d o p o r Norteamérica. Hubo que esperar a 1968 para que Castiella intentara rectificar el carácter de ganga que las bases tenían para Washington, y cuando en ese año expiró la prórroga de cinco años firmada en 1963, inició una ofensiva diplomática que en un momento dado llegó a la amen a z a de que los a m e r i c a n o s tendrían que irse...Por el contrario, el que se fue resultó ser Casteilla, d e f e n e s t r a d o por el Opus, que firmó —a través de López Bravo—

un nuevo acuerdo en 1970. tan vasallo como el anterior. El acuerdo del 70 expiró en septiembre de 1975. Oportunamente, una demencial campaña terrorista Del FRAP (detrás de la cual algunos q u i s i e r o n ser la mano de la C Í A ) desembocó en los f u s i l a mientos de septiembre del 75, que llevaron al régimen de Franco a su situación de mayor aislamiento desde el principio de los cincuenta, con lo que K i s s i n g e r o b t u v o un acuerdo-marco en excelentes condiciones para Norteamérica. Fue sobre ese acuerdo-marco sobre el que el primer Gobierno de la Monarquía negoció a los dos meses de la muerte de Franco, en momentos en los que España aún no h a b í a e n c o n t r a d o su r u m b o , el a c t u a l T r a t a d o de A m i s t a d y Cooperación. Tras veintitrés años de relaciones, se consiguió que el Congreso norteamericano reconociese a España como amiga, aunque no como aliada m i l i t a r . A cambio de ello, y hasta 1981. seguimos soportando los riesgos que. en versión mínima, tan bien conocen los habitantes de Palomares, cuyo pueblo hace ya doce años que quedó c o n t a m i n a d o por las b o m b a s atómicas de un avión siniestrado, sin que el exhibicionista baño invernal del entonces ministro de Información. Manuel Fraga, pudiera impedirlo. Todas las mañanas, al filo de las ocho, se forma un embotellamiento en un ramal de carretera que sale de la N a c i o n a l 11. a la altura de Torrejón de Ardoz. Es la desviación que lleva a la base, y el embotellamiento es originado por los 5.000 vehículos, con matrícula esp e c i a l para a m e r i c a n o s , q u e transportan a las 8.000 personas, casi todos yanquis, que trabajan allí, y cuya entrada es controlada por los centinelas de la Policía Aérea española. Necesariamente, el control es muy rápido: desde dentro del coche los pasajeros -uniformes azules o verdes de f a e n a , gorras de béisbol azul marino, rostros negros o latinos, senté de paisano también—, levantan una tarjeta de identificación de la Air Forcé, que automáticamente provoca un gesto de adelante del centinela; únicamente cuando se trata de visitantes españoles se a l a r g a el p r o c e d i miento de control: hay que entrar en el cuerpo de guardia, depositar allí el carnet de identidad y recibir del cabo primero una tarjeta plastificada que se cuelga de la solapa. En fin, lo normal para entrar en c u a l q u i e r instalación m i l i t a r española. Porque, ¡atención!, la base aérea

ma de la soberanía territorial, que se encuentra en todos los militares españoles — u n oficial de la Armada nos dice que «los americanos están en Rota de prestado»— se explica fácilmente cuando, traspasados los controles de vigilancia exterior, a cargo de las Fuerzas Armadas españolas, se a d e n t r a uno en el interior de las bases y descubre que ha entrado en otro continente. J u r í d i c a m e n t e , las bases serán españolas, pero, de hecho, en la realidad concreta y c o t i d i a n a («chiquillo. aquí, pacompra un paquete de tabaco necesitas dólares», que dice un friegaplatos roteño) no es que las bases sean americanas, es que son América. Hay toda una teoría del microcosmos sugerida por los mil detalles que depara un recorrido por la base de T o r r e j ó n . e m p e z a n d o , quizá, por el molesto sonido de una chicharra que comienza a sonar tan pronto subimos a! coche que nos ha asignado la comandancia americana (un enorme Chevrolet cuya letra de matrícula. B, no quiere decir Barcelona, sino precisamente Base) y que es el recordatorio de que nos pongamos los cinturones de seguridad, típico exceso de seguridad yanqui, puesto que la velocidad está estrictamente limitada a cuarenta kilómetros por hora... O por esas paradas de autobús que existen en la arteria principal, con el banco corridoy la marquesina de cemento, igual que las hemos visto en tantas películas americanas, y donde hay señalados destinos de buses que nos resultan desconocidos, extranjeros, como Royal Oaks (traducción del acompañante de la oficina de relaciones públicas de la base: «Esos son los que van a Encinar de los Revés»). Pero tras esas primeras sorpresas hay un hecho aún más significativo: la ausencia de españoles. En las muchas horas que hemos permade Torrejón de Ardoz es una base necido en las bases, recorriéndolas española, como lo son las de Rota, de a r r i b a a abajo, q u i t a n d o los Morón, Zaragoza... Hay un énfasis controles exteriores, no nos hemos obsesivo en los mandos militares cruzado un solo español, o mejor españoles en recalcar esta condi- dicho, un solo m i l i t a r español, ción: «¡Esto no es base ni america- porque españoles civiles, contratana, ni conjunta, ni nada, es exclusi- dos por el Gobierno norteamericavamente española y no hay más no, sí que los hay, trabajando, funcomandante que yo», repite varias damentalmente, en los servicios: veces el coronel Fontecha, coman- friegaplatos, jardineros, limpiadodante de Torrejón. «Los america- ras... En fin. en los trabajos no cuanos disfrutan de facilidades de uso, lificados, aquellos que rechaza un pero aquí la única bandera que norteamericano, lo que le imprime ondea es la española; cuando los a las bases españolas un carácter americanos quieren izar su bande- aún más de América, de mundo ra, en alguna fiesta suya, tienen que superdesarrollado donde los trapedirnos permiso, que. general- bajos inferiores se reservan para mente, concedemos, con una con- inmigrantes de países atrasados. Para los españoles, curiosos visidición: que su pabellón se sitúe a la izquierda y más bajo que el nues- tantes, esa célula de otro mundo tro. Parece una tontería, pero no lo injertada en la meseta castellana es...» empieza en la valla que, a lo largo Esta susceptibilidad frente al te- de veintisiete kilómetros, contor-

Un riesgo nuclear a cambio del cual se cobraba un precio bajísimo

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En las bases se puede hacer cualquier deporte

nea Torrejón. Para los usuarios norteamericanos, sin embargo, la Base empieza —y terminará, después de tres o cinco años de servicio— en el aeropuerto civil, en esa terminal similar a la de cualquier aeropuerto comercial de pequeña provincia, existente en todas las bases norteamericanas, adonde llegan y se van no sólo los militares, en viaje de servicio, sino también sus familias, y no sólo en viaje de servicio, sino también cuando viajan por placer o por asuntos propios, y todo ello sin pagar un solo centavo, beneficiándose de la aplastante red logística de las fuerzas estratégicas norteamericanas, que continuamente mueve aviones de transporte entre las cinco partes del mundo, para embarcarse en los cuales basta con que lleven plazas libres. El único requisito es que hay que esperar turno estando presente físicamente en la terminal, con lo que las salas de espera adquieren un aspecto aún más normal, con soldados, marineros y familias durmiendo en las butacas, preguntando en el mostrador de información que cuándo hay vuelo para Francfort, comiendo un bocadillo (es decir, un sandwich) y con esa cara de demoledor aburrimiento que se adquiere en todos los aeropuertos del mundo al cabo de quince minutos de espera. Por ese puente aéreo han pasado no sólo los civiles miembros de la Air Forcé que utilizan la base española de Torrejón y los familiares que han traído consigo, sino además visitas ilustres norteamericanas (desde Eisenhower en 1959, hasta el senador Byrd, enviado presidencial llegado a Madrid a principios del verano, muchos visitantes oficiales americanos han mostrado la falta de tacto de despreciar nuestro aeropuerto de Barajas y aterrizar sólo en el suyo de Torrejón, no se sabe si por cuestiones políticas o porque no se fían de nuestras medidas de seguridad). Estos militares de base en el extranjero tienen unas características muy definidas. En primer lugar, da la sensación de que aquí no hay más que sargentos. Se ven, por supuesto, bastantes oficiales, pero lo que es difícil encontrar es soldados rasos. Las bases estratégicas estadounidenses suponen un aparato de mantenimiento tan sofisticado que prácticamente todos los militares destacados en Torrejón son especialistas que, a lo largo de sus años de servicio, han ido alcanzando las barras de los nueve grados de sargento que tiene la Air Forcé (en las fuerzas armadas yanquis, si no se asciende a un ritmo determinado te dan el retiro, aunque sólo tengas treinta años). Otra característica es su estandarizada opulencia, aunque aquel

contraste brutal de los primeros años haya desaparecido con el desarrollo económico español. No obstante, Torrejón sigue ofreciendo al españolito curioso su aspecto de caja de maravillas, donde unos seres privilegiados, provistos de unas tarjetas mágicas que ningún español podrá poseer nunca, hacen que se les abran las puertas de los grandes supermercados para comprar leche (con vitaminas añadidas) traída de California, y panochas de Wisconsin, comen enormes pedazos de carne expedidas desde Kansas en las Steak houses, equipan sus casas con fabulosos complejos estereofónicos adquiridos en los economatos a menos de la mitad de precio que en las tiendas madrileñas, y llenan con gasolina pagada a doce pesetas el litro los depósitos de sus coches de gran cilindrada, que en su origen fueron transportados gratis desde Estados Unidos como parte del mobiliario de un militar destinado a España y que luego se han ido vendiendo —sin pagar nunca aduanas— de unos a otros, conforme abandonaban este país, utilizando para ello los espacios especiales que dedica a los anuncios de ventas inter-americanos la radio de la base. American Air Forces Radio, casi todos hemos oído alguna vez esta sintonía que permite un ligero atisbo en el mundo de los americanos, pero éste es mucho más complejo. No es sólo la emisora de radio y la de televisión, con sus programas enlatados, que el Pentágono sirve a todas las bases yanquis del mundo, los espectáculos teatrales y películas en inglés (una cada día), las arenas de rodeo, el drive-in (cine para coches), las canchas de béisbol, los sitios para ir de pic-nic, con sus mesas de madera y sus barbacoas, los pubs... Hay también una librería en la que puede comprarse cualquier periódico o revista norteamericana, complejos escolares donde los hijos de los americanos pueden cursar la enseñanza primaria y media o, lo que es aún más significativo, el mail, la central de correos a través de la cual las gentes de la base se comunican con Estados Unidos y con el resto del mundo sin necesidad de utilizar los servicios postales normales, españoles o internacionales, sino mediante la red logística de las fuerzas estratégicas estadounidenses. Los militares de la base viven dentro o fuera de ella. Dentro se encuentra el housing, una zona de hermosas viviendas individuales con jardín, casi siempre trabajado por un jardinero español, que son iguales para cualquier grado, sea coronel o sargento, por aquello del espíritu democrático americano.

Rota, un pueblo supeditado en lo económico y lo cultural a una potencia extraña pero por el que pagan más o menos según el sueldo percibido; en todo caso, los alquileres son muy ventajosos, estableciendo una diferencia más entre americanos e indígenas, puesto que un simple sargento puede disfrutar de un chalet de dos plantas por sólo 15.000 pesetas mensuales. Cuando viven fuera de la base, los yanquis han seguido cierto instinto gregario, que ha dado como resultado pequeñas colonias en las que da la sensación de estar al otro lado del Atlántico: típicas casas unifamiliares como en las áreas residenciales norteamericanas, ambiente callejero, tiendas, incluso el dinero que circula es norteamericano. No obstante, estos apéndices de las bases quedan diluidos en una ciudad del tamaño de Madrid. El caso de Rota es completamente distinto.

Cuando se llega a Rota desde Madrid, desde Jerez o desde Cádiz, la base naval surge como una presencia inevitable. La carretera que va bordeando toda la costa, se aparta súbitamente de ella y el paisaje marino es sustituido por una alambrada de dieciséis kilómetros, a lo largo de la cual no hay vigilancia aparente, lo que hace pensar en los sofisticados sistemas de control que protegen las instalaciones, algunas de las cuales se ven desde fuera. Torrejón es un mundo aparte y apartado; Rota, sin embargo, es una criatura monstruosa que no sólo ha alterado el paisaje, sino que se ha metido en la forma de vivir de toda una población, la de Rota-pueblo, condicionando su cultura, su economía y hasta su forma de hablar. No hay solución de continuidad entre el en otro tiempo luminoso pueblecito de pescadores y la base de submarinos atómicos. Únicamente las vías de ferrocarril separan las casas del pueblo del puesto de aduanas en el que la Guardia Civil intenta controlar las vías de abastecimiento del mercado negro y del cuerpo de guardia en el que los centinelas de la Infantería de Marina española actúan con un mimetismo perfecto de marines yanquis. Y el mimetismo se extiende por las calles roteñas, llenas de anuncios en inglés; por los bares, que se llaman snacks, y que tienen sangrías jar (jarro de sangría); por los hoteles, cuyos prospectos en inglés ofrecen precios especiales para el US Forces personnel expresado en dólares... Se ven grandes coches americanos con matriculas de New Jersey o California y pegatinas en sus cristales traseros totalmente extrañas para nosotros: «USS Nimitz, nucleus of the new Navy» («Portaaviones Nimitz, corazón de la nueva Armada»). Hay también un número inusitadamente alto de viejos seiscientos, repintados a mano: son los coches de las esposas de los militares, tan codiciados por el sentido práctico norteamericano, y por las noches, los coches blancos de la Policía Naval americana, con sus luces intermitentes azules, patrullan alrededor de los innumerables cabarets, pubs o bares de niñas, centros de diversión para los hombres de la base que completan la fisonomía de Rota como lo que es: una colonia, un pueblo —población y habitantes— que no es dueño de sus destinos, sino que vive supeditado en lo económico y lo cultural a una potencia extraña, aparentemente parásito de ésta; en realidad dejándose chupar sus fluidos vitales: su identidad, el trabajo de sus hijos, la seguridad de todos...

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