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¿El abuelo o una bicicleta? Pronto será mi cumpleaños. A mí me gustan los cumpleaños y mis cumpleaños son los que más me gustan. Porque me hacen regalos. No tengo más que escribir lo que quiero que me regalen en un trocito de papel y ¡zas! el día de mi cumpleaños me encuentro los regalos encima de la mesa. Claro que no siempre me regalan todo lo que pido. La bicicleta de carreras, por ejemplo, no me la han regalado. Pero eso ya lo sabía yo. Soy todavía muy pequeño para una bicicleta de carreras. «En fin —pensé—, voy a pedirla, nunca está de más.» Porque quería ver cómo mis padres con ojos desorbitados me decían escandalizados: «Eso no, ni se te ocurra». Bueno, de todas formas eso no lo hubiera podido ver, ni tampoco oír. Mis padres deliberan juntos lo que me van a regalar excluyendo a la opinión pública. La opinión pública soy yo y no me está permitido participar en la decisión. Porque entonces ya no sería una sorpresa para mí. Además de lo que yo pido, me regalan siempre algo más. Cualquier cosa que se les ocurre a mis padres. El año pasado a mi madre se le ocurrió regalarme tres pares de calcetines rojos. Me sorprendió mucho porque tenía la esperanza de que a mi padre en cambio se le ocurriera otra cosa. A mi padre no se le ocurre regalarme calcetines, en todo caso libros o algo así. Los libros me vendrían muy bien. Los calcetines también, pero los libros mucho mejor. Ya tengo muchos calcetines. Y libros también tengo muchos. La verdad es que tengo de todo. En realidad me gustaría… Creo que esta vez me gustaría que me regalaran algo completamente distinto por mi cumpleaños. No quiero desempaquetar los regalos, chillar «¡Oh!, ¡Ah!», llevarme los juguetes a mi cuarto, jugar un rato con ellos y luego dejarlos olvidados en la estantería, y así pasa el día de mi cumpleaños, y mi madre se queja de que las estanterías estén repletas de juguetes porque luego hay pelusas de polvo por todas partes y yo me enfado porque muchas cosas se rompen en seguida y son aburridas... Creo que esta vez voy a pedir algo que no acumule polvo y no se rompa. Voy a pedir que el día de mi cumpleaños dure mucho y que no nos aburramos todos en seguida. ¡Ya sé! ¡Me pido al abuelo! Que venga y esté conmigo durante todo el cumpleaños.
El abuelo es bastante mayor y a veces la cabeza no le funciona del todo bien. Eso es lo que dicen mis padres. El abuelo les aburre. A mí, no. Pues mi abuelo es mi abuelo. Y casi nunca le veo, porque vive en una residencia y necesita que le cuiden. A veces le vamos a ver los domingos cuando hace mal tiempo. Pero el año pasado casi nunca hizo malo. Incluso lloviendo hicimos excursiones y fuimos muy pocas veces a ver al abuelo a la residencia. Allí huele mal. Allí huele a viejo. Mi madre no lo puede soportar. Y mi padre tampoco. Yo creo que tampoco soportan al abuelo. Por eso vamos allí tan pocas veces. Y aquí a nuestra casa el abuelo no viene nunca. Porque necesita que le cuiden y en la residencia es donde está mejor atendido. Eso dicen mis padres. Lo entiendo, sí. Pero de todas formas. Al fin y al cabo es mi abuelo, un pariente mío y por eso me gustaría conocerlo mejor. A mí me da igual cómo huela. También me puedo tapar la nariz. —El abuelo es demasiado —dijo mi madre al tiempo que mi padre suspiraba. Y eso es exactamente lo que he pedido por mi cumpleaños. Algo más que un regalo. Al abuelo. No quiero que me compren en un plisplás cualquier cosa. Comprar es fácil. Quiero que el día de mi cumpleaños lo pasen conmigo. Y eso tendrán que hacer si me regalan al abuelo. Porque no se me puede dejar solo con el abuelo, porque necesita que le cuiden y el abuelo es mucho para mí. Nos tienen que vigilar… Escribo en un papel: Esto es lo que me pido por mi cumpleaños. Signo de exclamación. No, punto. El signo de exclamación lo necesitaré más tarde. Bueno: ¡Me pido al abuelo! Y nada más. Yo. Me ha salido bien. La palabra abuelo la he subrayado en rojo y verde. Y luego pinto un pino. Los pinos me salen bien. En realidad los pinos pegan más por Navidad pero también se pueden pintar en los cumpleaños. He pintado un pino detrás de la palabra abuelo en rojo y verde. Me ha quedado muy bien. La carta con mis deseos. Se la voy a dar a mis padres ahora mismo. Le he dado la carta a mis padres doblada varias veces. Ahora la están leyendo en el cuarto de estar excluyendo a la opinión pública. Yo me tengo que lavar los dientes y luego a la cama. Y lo voy a hacer ahora mismo. La semana antes de mi cumpleaños me porto muy bien, nunca se sabe. Pero sí que me gustaría ver la cara que pondrán mis padres... Miro por el agujero de la cerradura. Los dientes me los puedo lavar luego y la cama puede esperar. Me agacho a mirar por la cerradura.
Mi madre tiene la carta en la mano, lo veo perfectamente. Mi padre también la está leyendo, la lee por encima de sus hombros. Casi me entra la risa. No paran de leer. Si no hay tanto que leer. Mi madre sacude la cabeza. Y mi padre también. Mi madre dice algo, ¿Pero qué? Más alto, mamá, más alto, no entiendo nada. Qué rabia. Por la cerradura se puede ver pero no oír. Mi padre sigue sacudiendo la cabeza. Y mi madre se encoge de hombros. Y cuando ella se encoge de hombros es que suspira. Y empieza a hablar, murmura algo. Pego el oído a la cerradura. Me gustaría saber... Susurran. Seguro que susurran porque saben que les estoy escuchando. ¿Por qué lo van saber? Piensan que me estoy lavando los dientes. Pues que lo sigan creyendo. —Grrrgrr —gruño, y en seguida me tapo la boca. Qué tontería, he hecho mucho ruido. A quién se le ocurre lavarse los dientes detrás de la puerta... Ahora vendrán a ver. Mejor es que me escabulla. Pero no, la puerta sigue cerrada. Me acerco otra vez despacio, sin hacer ruido y miro. No veo nada. Se han debido sentar. Tampoco oigo nada. Están callados. Se han sentado y no dicen nada acerca de mis deseos. Sin hacer ruido me aparto de la puerta, me meto en la cama. Ya no me lavo los dientes. Se lo tiene merecido. ¿Por qué murmurarán para estar luego tanto rato callados? Me siento mal... Quizá hubiera sido mejor pedir una bicicleta, una bicicleta normal, pequeña. No tiene por qué ser una bicicleta de carreras. A mis padres una bicicleta les resulta más fácil que el abuelo. La verdad es que una bicicleta, una bicicleta nueva no me viene nada mal. Pero abuelo también... Y no es más que por un día. Una tarde entera, porque es por la tarde cuando cumplo años. Un día de cumpleaños con el abuelo... o una bicicleta para toda la vida. Sollozo. Me tapo la cabeza con la sábana, no quiero que me oiga nadie. Además, en cualquier caso ya es tarde. La carta ya está escrita. Y pone claramente «el abuelo» y no «una bicicleta». ¿Pero quizá se le ocurra a mi padre regalarme la bicicleta por sorpresa? ¿Y entonces me regalarán las dos cosas? Eso sería estupendo. Estuve todavía un buen rato pensando en la cama. Y al fin me quedé dormido. Y durante toda la semana no dormí tan bien como de costumbre. Pero por fin llegó el día de mi cumpleaños. Hoy es mi cumpleaños. ¡A las cuatro en punto! Me da golpes el corazón. A las cuatro me dan los regalos, a las cuatro habrá abuelo… o bicicleta... o…
Ahí está. Suena la campanilla. Al fin. Respiro profundamente y abro la puerta. Muy despacito. Para que no se note que estoy ansioso. —Muchas felicidades, tesoro —me dice mamá, y me da un beso fuerte en la mejilla. —Yo también te deseo muchas felicidades — dice papá. En seguida se ponen los dos a cantar: Happy birthday to you, happy birthday to you, happy birthday dear sonnyboy, happy birthday… Lo cantamos siempre cuando es el cumpleaños de alguien, es costumbre en casa, es bonito... Pero esta vez en mitad del happy birthday se oye de pronto como un graznido suave y tembloso: —Cinco lobitos tiene la loba…
Papá y mamá dejan de pronto de cantar y se miran sin saber qué hacer… y yo también miro. Hacia el sofá. Ahí está sentado, pequeño y arrugado entre cojines... el abuelo. Balanceando las piernas. ¡Pero si es él! ¡Claro que es él! Entonces me han regalado de verdad al abuelo. Y ninguna bicicleta. Basta con echar una mirada. Una bicicleta no pasa desapercibida en una habitación. Sólo veo al abuelo cantando: —Cinco lobitos tiene la loba. Trago saliva. Por un momento se me revuelve el estómago. ¿Estoy decepcionado? Sí... Un poco... No, ahora precisamente no. Para nada. —Abuelo —grito, corro hacia el abuelo y le echo los brazos al cuello. Quiero que vea que me alegro. Quiero que mis padres vean que me alegro. Al abuelo le noto delgado y huesudo. Más delgado y huesudo que yo. El abuelo me coge los brazos y me susurra al oído: —Cinco lobitos tiene la loba. Yo me suelto en seguida. El abuelo sigue cantando incansablemente. —A merendar, a merendar —dice mi madre, y sale rápidamente de la habitación. —Hay café y tarta —dice papá carraspeando y señalando la mesa.
¡Qué bonita está con la vajilla buena! Y en mi sitio hay un balón de fútbol. Encima de mi plato. Blanco y Negro. Grande, de los de verdad. Seguro que eso ha sido una ocurrencia de las de mi padre. ¡Qué bien! —Gracias, papá —le digo, y cojo el balón de fútbol. Pesa, parece bueno. Un balón de fútbol maravilloso, un balón de fútbol fantástico. Lo boto, se lo chuto a papá, me lo devuelve, lo paro, doy unos pasitos alrededor de la silla, papá lo para. Lo consigo parar, si no, hubiera sido un gol, uno a cero para papá. Le devuelvo el balón... Va a parar a la tripa del abuelo. El abuelo se tambalea de un lado a otro, intenta cogerlo con la mano, pero se le escapa. —Deja —me advierte papá en voz baja—. No le hagas jugar al abuelo, es demasiado para él. Ya me he dado cuenta. De pronto ya no tengo ganas de jugar al fútbol.... —A la mesa, a la mesa —dice mi madre, y entra con la tarta. Una tarta buenísima. De chocolate con nata, mi tarta preferida. Qué rica... Estoy contento. Es mi cumpleaños. Con mi tarta preferida y me han regalado un balón de fútbol... y al abuelo. A él también. A mi abuelo que se tambalea, que ya no puede jugar al fútbol. Que canta canciones de niños. Porque piensa que soy un niño. Y lo soy, pero no tan pequeño. Eso seguro que se le ha olvidado al abuelo... Tampoco ve bien del todo. Es mayor, muy mayor. Y pequeño y delgado. Casi tan pequeño como yo. O igual de grande. Yo soy grande para mi edad, pero el abuelo es pequeño para la suya. Somos casi igual de grandes y pequeños... ¡Qué raro! —Que el abuelo se siente a mi lado —digo. Le cojo la mano al abuelo. Es dura y áspera. El abuelo va detrás de mí arrastrando los pies, con pasos pequeños. ¡Y deja que yo le lleve! —Abuelo, a sentarse —dice papá con voz clara y despacio. El abuelo se sienta obediente, muy cerca de mí. —Dale tarta al abuelo —dice mamá, y nos sirve a mí y al abuelo cacao. —¿El abuelo no toma café? —pregunto. Mamá sacude la cabeza: —El café es demasiado fuerte para él. Papá asiente con la cabeza. Miro al abuelo. No dice nada. Masca, se chupa los labios, cruza las manos y tiembla. La tarta está buena, podría estar comiendo tartas sin parar. Éste ya es el segundo trozo. —Abuelo, come, come —dice papá con voz clara y despacio. Pero el abuelo hurga con el tenedor en la nata. Mamá suspira.
El abuelo masca y se chupa los labios. El abuelo tiene las manos cruzadas. —Paz en la tierra —murmura entre dientes—. Paz en la tierra —y no prueba bocado ni bebe un trago. —Abuelo, la tarta está rica —le digo, y le doy un codazo. El abuelo tiembla. Pero si no le he dado un codazo tan fuerte. Mamá y papá suspiran, se miran. —Si yo ya lo sabía— dice papá en voz alta. —En la residencia es donde está mejor —dice mamá, y mira preocupada—. La gente mayor necesita cuidados. Ya no pueden hacer nada solos. Es una cruz. Miro asustado al abuelo. ¿Lo habrá oído? ¿Qué dirá ahora? Ahora tendrá que decir algo. Ahora se tendrá que defender. Ahora tendrá que demostrarnos que puede comer perfectamente solo. Que no es ninguna cruz. El abuelo no se defiende. No demuestra nada. Ahí sentado tiembla y mira su trozo de tarta sin comer. No opone resistencia. No hace nada. ¡Y eso que mamá ha dicho que era una cruz! Y los dos, papá y mamá han suspirado al verle. Grandes suspiros nada disimulados. Como si a la mesa estuviera sentado simplemente un tonto, que no ve ni oye nada y no puede hacer nada. De mí, si estuviera sentado con ellos a la mesa nunca hablarían así. No se atreverían. Porque es una falta de educación horrible. Mis padres son siempre educados. Pero con el abuelo, con el abuelo son unos maleducados. El abuelo no cuenta para ellos. El abuelo no vale la pena. El abuelo está viejo y acabado. Con él se puede ser maleducado. De pronto la tarta me sabe a harina. Me arde la tripa. Ya no me cabe ni un trozo más. ¿Por qué no se defiende el abuelo? ¿Por qué está tan viejo y tan acabado? ¿Por qué no se come de una vez la tarta y se bebe el dichoso cacao y no le dice a mamá que se calle porque es mi cumpleaños? ¿Por qué no dice papá ahora algo agradable en vez de quedarse mirando al techo? ¿Por qué no me voy de la habitación y me siento en el retrete, tiro de la cadena diez veces y grito: «¡Está ocupado, está ocupado, dejadme en paz!» ¿Por qué no será el abuelo una bicicleta y el día de mi cumpleaños un día bonito? Estoy como clavado al suelo y trago harina. Nadie dice nada. Me pongo furioso. Noto cómo me sube la rabia de la tripa a la boca. Aprieto los labios con fuerza. Ahora se me crispan las manos de rabia... Agarro el tenedor fuerte, muy fuerte, lo cargo con un buen trozo de tarta y grito: —¡Abre la boca, abuelo!
Y efectivamente, el abuelo abre la boca, la abre mucho. No le queda casi ningún diente. Sólo trozos de dientes amarillos y cortos. Le meto el tenedor con la tarta en la boca. El abuelo masca, mastica, chupetea. Se lo traga. Y se le queda colgando un poco de nata en la barbilla. —Abre la boca, abuelo —le ordeno, y de nuevo abre la boca mucho, mucho. Le vuelvo a meter otro trozo. La tarta le gusta. Ya no tiembla más. Se deja dar de comer. Como un pajarillo, como un bebé. Tampoco éstos saben comer solos. Mi abuelo es como un pajarillo, como un bebé..., mi bebé. Y como los bebés también tienen que beber, le doy a beber el cacao. Con cuidado. Trago a trago. Me sale bien. El abuelo se chupa los labios y asiente. Me sonríe con la boca bien abierta, no se le ve ningún trozo de diente. Le gusta que yo le dé de comer. Le gusta ser mi bebé. Está contento. No, si yo ya lo sabía. Le sonrío y le pregunto: —¿Otro bocado, abuelo? Y el abuelo asiente como si nada. Y miro orgulloso a mis padres. Mamá me mira fijamente. Papá me mira fijamente. No tienen por qué mirarme así. Le estoy dando de comer a mi abuelo-bebé porque le gusta y es muy fácil. A mi abuelo le gusta y a mí también y mis padres deberían estar contentos. Es un cumpleaños distinto, pero está bien. El abuelo no es ninguna bicicleta. El abuelo es como un bebé y no es ninguna cruz y no da tanta guerra. El abuelo me necesita. —Quizá el abuelo sí que tomaría una taza de café —dice mamá con voz ronca. —Pues pregúntale a él —digo. Mi madre levanta la cafetera sin saber qué hacer. —El abuelo entiende muy bien, ¿a que sí, abuelo? —le pregunto. Y el abuelo asiente claramente y moviendo la cabeza muy despacio. Coge su taza de cacao y la acerca. Casi no derrama ni una gota de cacao. —Lo ves —le digo. Estoy sentado junto al abuelo y me sonrío. El abuelo tiene un bigote de cacao. Qué raro está. Me sonríe y me guiña el ojo. Muy de prisa me guiña el ojo izquierdo. Yo le guiño el ojo derecho. Con el izquierdo no me sale tan bien. Y entonces el abuelo se ríe. Yo también me río. Nos sentamos y nos guiñamos los ojos izquierdo, derecho, izquierdo y no paramos de reírnos... Al abuelo le dieron café. Hizo mucho ruido al sorber. Le di de comer y todo salió muy bien.
Y mis padres no pusieron ni una sola vez cara ni suspiraron. Ni se lanzaron miraditas en secreto. Me fijé muy bien. Estuvieron charlando y se desvivieron por el abuelo. Pero no hacía ninguna falta porque del abuelo ya me ocupaba yo. A él, en cambio, le gustaba, me di cuenta. Sonreía y movía la cabeza y en un momento dado le cogió la mano a mamá y se la acarició y mamá no la retiró. Sólo se estremeció un poco. Resultó una merienda de cumpleaños muy agradable, muy larga, más larga que de costumbre porque el abuelo es muy lento y por eso tarda más en hacer cualquier cosa. Y luego dimos un paseo. Despacio, muy despacio. Papá y mamá agarraron al abuelo por el brazo y tiraban de él. Dimos una vuelta a la manzana. El abuelo no da para más. Pensé que se me doblaban las piernas de lo despacio que íbamos. Así que yo me adelantaba,
miraba
hacia
atrás
y
retrocedía. Los tres tenían una pinta extraña, tanto por delante como por detrás. Un papá largo, un abuelo diminuto, una mamá gorda. Cogidos del brazo iban avanzando muy despacio, y todo el mundo les cedía el paso, y entonces el abuelo empezó a resoplar fuertemente y nos volvimos a casa. Me alegré de que el abuelo no tuviera que subir escaleras. Vivimos en un bajo. Es muy cómodo para el abuelo. Aquí casi todo resulta muy cómodo para el abuelo. Sobre todo yo. Bien entrada la noche llevamos al abuelo de vuelta a la residencia. A mí también me dejaron ir. El abuelo estuvo diciendo adiós con la mano un buen rato. —¿Qué tal tu cumpleaños? —me preguntó mi padre cuando volvíamos. —Muy bien, al principio no tan bien, pero luego mejor —contesté. Mi madre asintió con la cabeza. —¿Y la próxima vez, qué prefieres: al abuelo o una bicicleta? —me preguntó guiñándome el ojo. El ojo izquierdo. ¡Guiñó el ojo como el abuelo! Y por un momento se pareció al abuelo, sólo que mucho más joven. —Las dos cosas —deje sonriendo. Todavía falta mucho para el próximo cumpleaños. Gudrun Mebs Papá de Pascua Madrid: Espasa-Calpe, D.L.1989 Adaptado