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El alimento, patrimonio cultural de la comarca del Campo de Borja MARÍA JESÚS PORTALATÍN SÁNCHEZ
“....Que a nosotros que nacimos de celtas y de iberos, no nos cause vergüenza, sino satisfacción agradecida, hacer sonar en nuestros versos los broncos nombres de nuestra tierra.”
Marcial, siglo I a. J.C.
Desde el monte, pasando por las zonas de cereal, viña, olivo y almendros hasta la huerta. Tierra de vegetales, desde el Moncayo (Mons Caius), objeto de culto de la Celtiberia y monte más alto del sistema Ibérico, hasta el padre Ebro (Iberus flumen), que da nombre a Iberia, hay una variada tierra cuyo hilo conductor es el río Huecha y su valle. Esta tierra es la comarca del Campo de Borja.
LOS ORÍGENES Desde hace más de cien mil años está atestiguada la presencia del hombre en la comarca, ¡realmente somos viejos habitantes de estas tierras! Con la obligación de procurarse alimento o lo que es lo mismo, cubrir la necesidad imperiosa de satisfacer el hambre, el hombre se vio primero abocado a depredar y recolectar del medio y, poco a poco, desarrollando su intelecto, consiguió la domesticación de plantas y animales llegando así, hace unos 6.000 años, a la agricultura, la ganadería y la tenencia de animales de corral, allá por el Neolítico. Estos pasos afianzados en el conocimiento y desarrollo de actividades para asegurar su alimento y, en consecuencia, aumentar la supervivencia, son los que llevaron a cabo aquellos arcaicos habitantes de este viejo territorio que hoy conforma la comarca del Campo de Borja.
La recolección Los primeros habitantes de nuestra zona desarrollaron una actividad recolectora que todavía perdura en el presente, ahora no como necesidad, sino como placer. Ejemplo es la afición por recoger y cocinar herbáceas que salen espontáneas en primavera por el
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campo como las “collejas”, los “alpetriques”, el “túcar”, diente de león, espárragos silvestres, cardillos o los berros del Huecha. Así mismo, queda manifiesto en el gusto por recoger y comer los numerosos tipos de hongos que se dan por el arranque del Moncayo, entre pinares y carrascas, o las discretas setas de cardo, regalo de la tierra que permanece en descanso, o las numerosas setas de chopo que salen a cobijo de los árboles que llevan su nombre en los sotos al margen de ríos y riachuelos. Es muy curioso observar como, en dependencia del territorio donde vivimos, recolectamos unos u otros productos. Así en Talamantes y Tabuenca, con el monte que tienen sus términos y que ascienden por el Sistema Ibérico, los habitantes son expertos en la recolección de setas, “chordón” (frambuesas) y “arañones” (endrinas). Si descendemos un poco hacia el monte bajo, abundante en toda la comarca, los paisanos conocen y utilizan gran surtido de plantas aromáticas propias del monte mediterráneo y que tradicional y sabiamente han formado parte de nuestros guisos y aderezos, supliendo en muchos casos a las presuntuosas especias procedentes de Oriente. Si nos acercamos a las zonas de secano donde la viña y el cereal se hacen reyes, los hombres que laborean son los expertos en recoger pequeños brotes de herbáceas que forman parte de deliciosas ensaladas o múltiples revueltos. Cuando pasamos por las zonas intermedias de la comarca, donde “la Huecha” (el río Huecha) se abre paso, nos encontraremos a mujeres arrancando brotes de “fenojo” (hinojo) para cocinarlo como verdura, cocido y aderezado con aceite de oliva; podemos recoger berros (signo de que el agua está limpia) para comerlos en ensalada. Todavía se ven niños en grupo cogiendo moras (zarzamoras) que refrescan el paladar en las correrías de verano y, hasta hace poco tiempo, pescar cangrejos o “recolectarlos” con artes e ingenios hacía las delicias de nuestra infancia. Si descendemos hacia las zonas más llanas, donde el color verde predomina en el paisaje, llegamos hasta el otro extremo de la comarca, Novillas; allí la actividad recolectora viene mediada por el cauce del Ebro que, cuando pasa generoso, obsequia a sus habitantes con numerosos peces que quedan atrapados en pequeñas balsas y que sirven de pretexto para cocinar y comerlos entre amigos, incentivando la comensalidad tan presente en el Campo de Borja. Estas actividades recolectoras atestiguan el aprovechamiento que siempre ha hecho el hombre de su entorno, y se complementan con otra ocupación que también permanece, aunque en menor medida que en otras comarcas, activa entre los habitantes del Campo de Borja: me refiero a la caza. También es más manifiesta entre los hombres de los municipios montañosos, y digo hombres en uso del género masculino puesto que no hay mujeres (o no en una muestra significativa) con ejercicio cinegético, otra manifestación más de los atavismos en la conquista del alimento: las mujeres eran las recolectoras y los hombres los cazadores (visión simplista del uso del género y el alimento pero que nos puede resumir la generalidad).
La producción La necesidad fisiológica de alimentarse provocó que el hombre, ya desde antiguo, desarrollara la mayor revolución tecnológica no superada hasta bien entrado el siglo XIX con la revolución industrial: la domesticación de animales y plantas. Con
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su práctica, aquel hombre rudimentario inició con pie firme y pasos de gigante una nueva manera de obtener alimento vegetal y cárnico, no saliendo a su búsqueda fortuita, sino produciéndolo él mismo, manejando con artes ancestrales el cultivo de las plantas y la cría de animales de su entorno, haciendo un verdadero ejercicio de dioses en cuanto al control de la naturaleza. Y todo ello por conseguir alimento para su prole y para él. Así llegaron nuestros antecesores a conocer la agricultura y el pastoreo, artes que aún se desarrollaron y mejoraron su producción en las siguientes periodos de la Prehistoria, hasta la llegada de los romanos. Al parecer eran Lusones los celtíberos que aquí se encontró el Imperio. Estos celtíberos habían formado núcleos prósperos donde se podían conseguir buena materia prima y ocupaban un territorio esencial para la comunicación desde o hacia el Ebro y el resto de la Península Ibérica, condiciones muy atractivas para la ocupación y asentamiento de posteriores culturas con todas las aportaciones alimentarias que conllevan.
ROMA Y LA “DIETA MEDITERRÁNEA” Los romanos hacen suya esta tierra y con ellos la alimentación adquiere nuevos ingredientes que la hacen muy similar a la que actualmente practicamos. De ellos procede la manera de panificar los cereales (el pan, las tortas, los bollos, etc.), el gusto por comer vegetales, presentes en las comidas principales y en muchos casos acompañando también a almuerzos y meriendas. Cada día comemos una, dos o incluso tres veces hortalizas (hortus, huerto) incluyendo verduras cocidas, crudas y legumbres. También aprendimos de ellos el cultivo y cuidado de árboles frutales que nos suministran variadas frutas, desde las primeras cerezas en mayo hasta los membrillos que dan color y aroma a la entrada del frío. Nuestra afición a comer vegetales es tal que, cuando estamos fuera, sentimos añoranza del modesto plato de borrajas (signo de identidad del valle medio del Ebro) o de un vasito de vino elaborado con uva garnacha, despreciada antaño y buscada en el presente (otro punto que identifica nuestra alimentación). Podríamos enumerar una listado amplio sobre los alimentos que heredamos de los habitantes de aquellos fundus romanos, pero probablemente el aporte más manifiesto
Olivares
Campo de almendros en Bulbuente
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Rebaño de ovejas en un prado de Tabuenca
de aquella cultura a nuestra manera de alimentarnos es el gusto por el aceite de oliva y el vino que, junto con el pan, forman la “tríada mediterránea”. Desde entonces se generaliza el consumo de vísceras en sus variadas formas de elaboración (embutidos, fritos, cocidos…), especialmente de cordero, y que les damos nombres propios tales como las “gordillas” (madejas o intestino delgado del cordero pequeño enrolladas, cocidas y fritas), los “pesetones” (lechecillas, tejido adenoideo del cordero que se come frito con ajos) o las “guarreñas” (embutido hecho con vísceras del cerdo) que posteriormente colorearon con el pimentón. A Roma le debemos los riegos y los cultivos extensivos que han sido la base en la que se ha sustentado y sustenta nuestra comarca. Por último, probablemente también hayamos heredado de ellos el placer por la comida (no precisamente por la cantidad sino por la calidad y el ejercicio sensorial), la comensalidad y la variedad de productos y manera de elaborarlos, que hace de nosotros un buen ejemplo de lo que se ha dado en llamar ”dieta mediterránea” (aceite de oliva, vino, pan, cordero, pescado, legumbres, verduras y frutas), paradigma de dieta saludable, incluyendo el consumo de pescado, siempre presente en la alimentación cotidiana, bien seco y salado (las diferentes maneras de cocinar el “abadejo” o las “sardinas rancias”) o fresco, llegado desde el Ebro y desde el Cantábrico por la permeabilidad que ofrece el valle del Huecha en su desembocadura.
NUEVOS AROMAS Y SABORES, NUEVAS CULTURAS Aportaciones importantes de otras dos culturas mediterráneas se suceden desde los inicios de la Edad Media, que amplían con productos y técnicas de elaboración peculiares la alimentación de esta comarca y, en consecuencia, acrecientan la
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diversidad y riqueza de la “dieta mediterránea”. Me refiero a la herencia de árabes y judíos, que ha llegado hasta el presente en diferentes manifestaciones relacionadas con el alimento. Los árabes nos enseñaron el control y aprovechamiento estricto del agua, y aún en la actualidad la seguimos aplicando a través de “adores” y subastas de riego que administran el agua de gran parte de la comarca. Es agua básicamente del Huecha y recorre el valle que lleva su nombre a través de un entramado de acequias, balsas y azudes, ejemplo de ingeniería hidraúlica, suministrando agua para riegos de huerta o de orillada: olivares, almendros y viñas. El gusto por el cordero guisado u horneado, siendo su consumo en la comarca tan usual que recibe el nombre genérico de “la carne”, también nos lo dejaron aquellos habitantes de la Edad Media, tanto árabes como judíos, y todavía permanecen latentes algunos rasgos de sus costumbres, como propiciar la muerte del animal a manos masculinas, el objeto de fiesta, el sacrificio del cordero en ocasiones determinadas y el tratamiento que se hace a través del clavado del cuchillo y posterior desangrado del animal sin aprovechamiento de su sangre. Algunos usos y técnicas se adaptaron al cerdo como alimento probatorio del origen cristiano, estando su muerte, por ejemplo, a cargo del “matachín” ( persona especializada en matar y desangrar al animal); también el carácter festivo del sacrificio (en este caso del cerdo) para conseguir carne y, por si quedaba alguna duda de estas traslaciones rituales, se practican los “presentes” (obsequios de piezas del cerdo) prueba fehaciente de la muerte y consumo de este animal por parte de los cristianos. Aquellos antecesores que nos ampliaron la conexión con el Mediterráneo también nos dejaron la manera de guisar con almendras, usual en la comarca del Campo de Borja, presente en guisos de aves, pescado (albóndigas de bacalao), carnes (albóndigas de cordero) y verduras (cardo con almendras). Las propias albóndigas (picar las carnes y especiarlas) proceden de la misma tradición culinaria. El uso del aceite de oliva en fritos salados y dulces también delata el origen. Todas las “pastas dulces de sartén” las hacemos desde entonces, los “crespillos, las cañas, las papeletas”, etc. Igualmente todos los dulces que hacemos con azúcar tienen la misma procedencia, tanto si son fritos como horneados, puesto que los árabes introdujeron el azúcar en Occidente. Sin ellos no haríamos las “culecas” (masa dulce elaborada con huevos, harina, azúcar, grasa y levadura, con forma antropomorfa que oculta dos
Pastas blancas, típicas de Ambel
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huevos a modo de ovarios) que sirve de ofrenda de fecundidad en la primavera y cuya masa se modifica con la adición de azúcar, así como todos aquellos dulces, roscones y pastas donde es ingrediente principal. Si los romanos introdujeron nuevas plantas y el gusto por comer vegetales, árabes y bereberes ampliaron los productos de la huerta con las hortalizas y frutas que tan frecuentemente comemos en la actualidad. Sería muy larga la enumeración de productos y técnicas relacionadas con ambas culturas mediterráneas, pero sí hemos de destacar que también nos dejaron “un modo de vida”, probablemente existente desde épocas anteriores, pero acentuado desde las aportaciones culturales de estas gentes. Esta actitud ante la vida es la que complementa la bondad saludable de nuestra alimentación. En ella debemos incluir la siesta, corto espacio de tiempo donde dejamos que la digestión tome preponderancia, al tiempo que “recuperamos fuerzas” para acometer los trabajos vespertinos. Este talante tranquilo, saludable, propio de culturas mediterráneas, afortunadamente lo seguimos practicando y debemos defender su continuidad al lado de la alimentación sana, basada en la diversidad de la ya comentada “dieta mediterránea”. Otro signo característico de nuestro comportamiento ante el alimento y notablemente influenciado por las culturas mediterráneas es el desarrollo de la vida social en la calle; todavía se mantiene la costumbre de “estar tomando la fresca” en las noches de verano después de la cena, platicando entre vecinas mientras los niños corretean por las calles hasta bien entrada la noche. De este comportamiento social hablaremos en otro apartado.
EL COLOR DE NUESTRA ACTUAL COCINA Siguiendo el recorrido del alimento en el Campo de Borja por la Historia, nos acercamos a la última gran aportación en nuestra dieta a través de la llegada a América y con la introducción y adaptación de vegetales que, procedentes del “nuevo continente” se han hecho imprescindibles en nuestra mesa, especialmente las patatas, judías, tomates y pimientos; o el chocolate.
Cultivos de huerta en “El Hortal”, favorecidos por la cercanía de la acequia de Sorbán (Borja)
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A partir de ese momento (hay referencias escritas del cultivo de judías en Ambel desde 1651) las despensas de nuestras casas toman la intensidad y vivacidad del rojo y el verde brillante de tomates y pimientos; la patata se integra en un guiso, ahora campestre y festivo, que se hace imprescindible en las comidas al aire libre: me refiero al “rancho”. Este plato, de nuevo, es puro ejercicio de asimilación de técnicas y productos
de todas las culturas asentadas en este territorio: tiene una base de carne que puede ser de diferentes orígenes (conejo o liebre de caza, cordero, conejo de corral o trozos de cerdo), verduras o herbáceas espontáneas que se integran con la carne al elaborarlas en guiso lento con agua y aceite de oliva, con adicción de aromáticas y, por último, la aportación de pimiento y patatas para completar el rancho, nos define un recorrido por todas las culturas y aportaciones que han dejado su poso en esta comarca.
RASGOS DE NUESTRA IDENTIDAD GASTRONÓMICA Comer en bodegas y tapear El hecho de estar situada en un territorio abierto, con acceso fácil desde el valle medio del Ebro, y ser conexión con la meseta castellana, ha sido el motivo para que esta tierra haya estado permanentemente invadida y visitada. Pero lo que podía tener un tono peyorativo y de sumisión lo hemos hecho virtud, y nos ha permitido nutrirnos de todas las aportaciones de las gentes que llegaban y se quedaban, originando el sedimento cultural sobre el que estamos asentados. Esta suma de culturas es probablemente el signo que nos define más abiertamente. Si somos la fusión y consecuencia de culturas, difícilmente tendremos un único elemento que explique la alimentación de las gentes que viven en la comarca del Campo de Borja; será más bien el compendio de muchos de ellos. Quizás esta capacidad de asimilar y fundir todas las aportaciones que el tiempo y los hombres han dejado, sea la prueba que aclare y se manifieste en el talante abierto de estas gentes, acogiendo a extraños haciéndolos suyos y todo ello en torno a la mesa. En esta zona la convivencia está ligada a la comensalidad. Hablar, sentir, expresar; todo guarda relación con la comida compartida. Hay un diálogo popular (simulando la solicitud de documentación por las fuerzas del orden) que define muy bien nuestra manera de ser y la hospitalidad que se practica con extraños en torno al alimento: - ¿Documentación? - No la llevo. - Pues, ¡a la bodega! Aquí se identifica “la bodega” no sólo como la cava (habitualmente exenta de la vivienda) donde se elaboran y guardan los vinos procedentes de las garnachas, es también el espacio donde se reúnen amigos y se invita a extraños para compartir viandas, unas veces abundantes y otras simplemente voluntariosas; donde se hacen migas, rancho o carne asada, se corta magra y un “casco” (pedazo) de chorizo y longaniza, se prepara tomate con cebolla y olivas negras y se echa un trago del porrón. Es decir, aquí compartimos el alimento con los propios y ajenos, la hospitalidad es la norma y la comida es su expresión.
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Este hábito de celebrar comiendo se comprende también cuando llegas a cualquiera de los municipios que conforman el Campo de Borja y puedes “picar algo” en algunos de sus bares y tabernas. En todos ellos es normal por la mañana, al mediodía o por la tarde comer un “pincho” (trozo) de bacalao “rebozao”, unas “gordillas”, pastelillos (empanadillas), caracoles o una alcachofa rebozada, acompañado de un “chato de vino” (vaso de vino) o un “penalti o caña pequeña” (vasito pequeño de cerveza). Desde niños acompañamos a los padres a “tomar el vermú” o “a picar algo”, no desarrollando por ello una adicción manifiesta al alcohol, por el contrario, es el acompañante que complementa el acto de compartir pequeñas raciones de comida, para platicar con los amigos. El “tapeo” es, pues, –como dice A. Millán– un vehículo de comunicación, un gesto de sociabilidad que incentiva la interacción recíproca, la proximidad entre comensales y la comunicación verbal, gestual y ritual. Por último, otro signo de la relación directa entre convivencia y comensales es la frecuencia de celebrar comidas festivas para vecinos y forasteros por parte de los ayuntamientos de los pueblos. Se reparten entre almuerzos antes de los encierros de las vacas; “vermú” en la plaza, con frutos secos, encurtidos y vino de la localidad que corresponda; comidas al medio día, consistentes en ranchos gigantescos, migas, judías secas, paellas o ternera estofada; meriendas para niños y ancianos con bollos dulces, pastas y chocolate; cenas en las numerosas “peñas” (grupos u asociaciones de hombres y mujeres) donde se come y cena para las fiestas y, por último, “la recena” después del baile, que fácilmente se enlaza con el almuerzo del día siguiente. Todo es celebrar comiendo y hacer extensiva nuestra fiesta que se reitera año tras año, generación tras generación. Así, el alimento en todas sus vertientes tiene una función rememorativa, su ingestión jamás se lleva a cabo en un contexto carente de significado y la asociación “alimentos-contextos” permanece en la memoria (Cantarero, 1999).
Nuevos signos de identidad: el vino y el cava El cultivo de la vid ha sido habitual en la comarca desde época antigua. Existen referencias escritas respecto a la regulación de vendimia y venta desde 1628 (extractos de Libro de Acuerdos Municipales de la Ciudad de Borja) y se ha verificado la presencia de vitis vinífera (vid silvestre) desde la Edad de Hierro (900-400 a. JC). Los celtíberos de Bursau, emulando a los romanos, trajeron vinos desde la lejana Campania y los mismos romanos (al menos desde el siglo I a. JC.) nos enseñaron a cultivarla y no se debiera desestimar que de nuestros viñedos se nutriera el Imperio, puesto que estábamos integrados en la Tarraconensis, provincia con vinos muy apreciados. El vino ha formado parte de nuestra historia y cultura, siendo el origen de beneficio económico, motivo de alegrías y penas, producto de plegarias y ofrendas religiosas, origen de chascarrillos, inspiración de canciones y coplas, causa del desarrollo de una arquitectura que horada el monte y el subsuelo para favorecer su conservación…; en fin, ha sido y es compañero de nuestra cultura alimentaria y, por ende, de la historia de estas tierras.
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Hasta principios de los años sesenta del siglo XX, el vino era la constante en la economía y las vidas de los habitantes del Campo de Borja; estaba tan integrado que nadie se cuestionada su identidad. Es en esta década, momento de apertura de pensamiento y reordenación social, cuando aparece el germen de la futura denominación de origen de los vinos de la comarca. Miguel Ángel Bordejé Cruz comienza a elaborar vino de sus propios viñedos y entiende la necesidad de definir un producto de primera calidad pudiendo defenderlo en el mercado agroalimentario por su propia identidad respecto al tipo de uvas, elaboración y ubicación del territorio donde se elabora. Así decide embotellar los primeros caldos procedentes de uva tinta garnacha con envejecimiento en madera. Este proyecto, hecho realidad, abre el camino hasta conformar en 1980 la denominación de origen “Campo de Borja”. Igualmente, este emprendedor elabora cava procedente de uva blanca macabeo, consiguiendo posteriormente la denominación específica de “Cava” para los espumosos que se producen exclusivamente en Ainzón. Ambas denominaciones son las últimas señas de identidad que se perciben desde el exterior y que nos definen como comarca productora y elaboradora de vinos y cavas. Resulta sorprendente que algo que ha permanecido en nuestra cultura alimentaria desde hace siglos sea el sujeto que nos identifique desde el exterior tan sólo desde hace 24 años, consiguiendo en poco tiempo cambiar la percepción por parte de los propios habitantes del Campo de Borja, pasando de beneficio económico a signo definitorio y motivo de orgullo de estas gentes amables, llanas, abiertas hacia el exterior y que hacen del alimento un factor cultural vivo, al mismo tiempo que rentable.
BIBLIOGRAFÍA – Acuerdos Municipales (extractos). Archivo Histórico Municipal de la Ciudad de Borja. Campaña 1996. – Alimentos de Aragón, un patrimonio cultural, Huesca 1997. – Beltrán A. (1987): Cocina Aragonesa, Zaragoza. – Cantarero L. (1999): Preferencias y rechazos alimentarios en la población aragonesa. Universidad de Zaragoza. Tesis Doctoral. – Caro Baroja, J. (1995): Los Pueblos de España I, II. Ed. Istmo. Madrid. – Cocina rural Aragonesa, Pozuelo de Aragón. Grupo C.E.T.A., 1995. – Essid Yassine (dir) (2000): Alimentation et pratiques de table en Méditerranée. – Garde M.P. (1986): Recetas tradicionales del Valle del Huecha, C.E.S.B.O.R, Borja. – González Turmo, I. (1995): Comida de rico, comida de pobre. Universidad de Sevilla. – Millán A. (2001-02): “Tapeo: an identity model of public drink and fofo consumption in Spain”, en Igor de Garine y Valerie de Garine: Drinking: Anthropological Approaches, London. – Millán A. (1991): “Identité collective et innovation alimentaire”, Social Sciencies Information, London. – Portalatín M J. (1999), García Bandrés L.: El Hogar de las Culturas, DPZ, Zaragoza. – Ubieto A. (2001): El largo camino hacia las comarcas en Aragón, D.G.A., Zaragoza.
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