El arte nuevo de hacer pastiches The Last Evenings on Earth, por ejemplo

El arte nuevo de hacer pastiches − “The Last Evenings on Earth“, por ejemplo Ellen Spielmann1 Resumen La short story posmoderna de 1997 aquí estudiad

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El arte nuevo de hacer pastiches − “The Last Evenings on Earth“, por ejemplo Ellen Spielmann1

Resumen La short story posmoderna de 1997 aquí estudiada, emblemática entre todas las de Roberto Bolaño, estuvo entre los regalos que hizo The New Yorker a sus lectores en las navidades de 2006. Parte de un programa investigativo básico sobre las narraciones cortas de Roberto Bolaño, su determinación como pasticcio metaficcional de géneros (tragedia, short story moderna de iniciación) y tipos de textos (informe sociológico, relato-crónica de viaje) permite proceder a realizar microanálisis de recuerdos, sueños, imaginaciones unidos al trauma y dependientes de juegos intertextuales e intermediales, en calidad de “enclaves narrativos” focalizados. El examen del manejo de los conflictos, las tensiones y el final abierto es completado con una Addenda. Los datos y la foto del surrealista minor Gui Rosey, incluidos en un libro real, que dan lugar a identificaciones y proyecciones del joven protagonista ficticio, fueron parte de una leyenda legitimadora del círculo de André Breton en los años 1950.

Palabras clave Roberto Bolaño, Short story posmoderna, género literario pasticcio metaficcional, enclaves narrativos, trauma, Final abierto, Gui Rosey.

1. Dr. Phil. de la Freie Universitaet Berlin, Representación del Prof. en la Universidad de Leipzig y la Eberhard Karls Universitaet Tuebingen. Profesora visitante de la Universidad de São Paulo, Universidad Federal do Rio de Janeiro, Universidad Estadual do Rio de Janeiro. Sus escritos académicos más recientes han aparecido en Iberoromanía y en la revista virtual www.outraspalavras.net. Publicó la Introducción y el estudio “Vidas y milagros de los líderes estudiantiles brasileños del 68: Una aproximación microhistórica a José Dirceu y Prova de fogo” en el volumen de Renate Marsiske, ed. Movimientos estudiantiles en la historia de América Latina IV. México-UNAM-ISSUE, 2015. Contacto: [email protected]

Recibido: 3 de junio de 2015 / Aprobado: 2 de septiembre de 2015

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Revista Letra anexa No. 1 / noviembre 2015 / ISSN 2463-0268

The new art of making pastiches – “The Last Evening on Earth,” for example Abstract

The post-modern short story of 1997 studied here, emblematic among all Bolaño’s works, was among the presents made by The New Yorker to its readers in Christmas time of 2006. Part of a basic research program on short narrations of Roberto Bolaño, his determination as metafictional pasticcio of genres (tragedy, modern short story of initiation) and types of texts (psychological report, travels stories-chronicles) allows for an attempt to carry out microanalyses of memories, dreams, imaginations, linked to the trauma, and independent of inter-textual and inter-medial games, as focalized “narratives enclaves.” The examination of handling conflicts, tensions, and an open final, is completed with an Addenda. The data and picture of the minor surrealist Gui Rosey, included in a real book, which leave room for identifications and projections of the young fictitious protagonist, were part of a legitimizing legend of André Breton’s circle in the 50’s.

Key words

Roberto Bolaño, post-modern short story, metafictional pasticcio literary genre, narratives enclaves, trauma, open final, Gui Rosey.

Introducción La reveladora primera frase doble “La situación es ésta: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco” (239). Este es el comienzo de “Últimos atardeceres”, el tercer texto por orden de inclusión en el volumen Putas asesinas (2001) de Roberto Bolaño. Con ese comienzo resulta frustrada la búsqueda de la “reveledadora primera frase”, aquella que caracterizó al nuevo subgénero de ficción narrativa (Schuhmann, Kaylor) desde el surgimiento del tale of ratiocination (The Murders in the rue Morgue, 1841), con el que Edgar Allan Poe, conocedor de la tradición de la nouvelle europeas, la transformó por completo para dar nacimiento a la short story. El comienzo de la narración de Bolaño está compuesto no por una sino por dos frases simples, frases aseverativas, con un solo sujeto y un solo predicado cada una de ellas. Las dos aparecen vinculadas por un signo de puntuación, los dos puntos, que sirven de común y corriente para hacer de lo posterior, una consecuencia de lo que se anuncia en lo anterior a ellos.

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Las frases del comienzo de “Últimos atardeceres” están mostrando así que la narración que se inicia no está ajustada a los principios de la nouvelle (“noveleta”) clásica ni a los de la short story moderna. No se entra directa e inmediatamente en la realidad narrada ni se encuentra el yo testigo, característico de esta última, distinto del él autorial de la nouvelle, situado desde Heinrich von Kleist hasta los herederos de Franz Kafka, por encima de lo narrado, inclusive cuando es su protagonista. Sobre todo, este curioso comienzo no está cortando en forma abrupta una parte de la realidad infinita e indeterminada para ingresar repentinamente a ella (Goetsch; Lubbers), ni se encuentra un nombre y apellido completos, un nombre con inicial de apellido o una persona corriente, con artículo indeterminado o no, como en el caso de “un hombre viejo con gafas de montura de acero” de Fathers and Sons (1938) de Ernest Hemingway. Lo que hay es: “B y el padre de B”, de modo que no solo el nombre del padre está reducido a una inicial sino que la figura paterna es resultado de la existencia de la inicial del nombre del hijo.2

Desarrollo “Salir de vacaciones” remite al arquetipo del viaje de una manera específica. No se trata de la tipología de Zygmunt Baumann, con su distinción entre peregrinos (Turner) que visitan lugares religiosos (y poéticos en el caso de los peregrinos japoneses y del sudeste asiático), con valor aurático referido a la divinidad, que endosan leyendas, ni de la figura heroica del viajero −con los distintos tipos de viajes que emprendieron−, y sus particulares vínculos con el turista (Baumann; Urbain), que lo hacen una figura historicamente inseparable de este (Cohen: 130). En esta short story el lector va a encontrarse en medio del turismo masivo, correspondiente a un balnerario mexicano que pasó por ser una de las mecas de la industria turística en las Américas y en el mundo. Hasta los años 1970 la mezcla de lo exótico-tropical, lo natural, lo no-Occidental hacían de Acapulco culminación imaginaria de apropiación turística en muchas partes del globo. Hasta para los obreros del carbón y el acero de la region del Rhin en Alemania. De la idea romántica de una fuerza rege-

2. El padre de B “había sido boxeador”. En las literaturas latinoamericanas el boxeo es tema de novelas y cuentos donde se retratan ambientes. Escribiendo sobre Osvaldo Soriano “un buen novelista menor”, Bolaño incluye una lista de los temas y personajes que sirven “para escribir como Soriano”: “amistad porteña, algo de tango, boxeadores tronados y Marlowe viejo pero firme” (Entre paréntesis, 25). En la literatura norteamericana, en cambio, el boxeo y los grandes boxeadores son, como en Norman Mailer (The Fight, 1975), metáfora del escritor. No existen estudios sobre boxeo en literaturas latinoamericanas o de enfoque comparativos con otras literaturas.

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nerativa obtenida del contacto con la naturaleza (Andrews; Urry), se ha llegado a la edificación de un espacio urbano-natural cuyo producto final −el de la industria turística− es una relación co-mercantilizada con el Otro. La hospitalidad entre anfitrión-huésped, basada en la costumbre, con una reciprocidad imprecisa pero obligante (la “Ley de la hospitalidad”), se transforma en una relación comercial basada en renumeración que la sitúa en el dominio económico, y de prestación de servicios. El mundo natural-otro, el medio ambiente-otro, la cultura-otra son parte de la oferta vacacional (recreacional), se hacen mercancías dentro de un proceso que tiene lugar sin necesidad alguna de requerimiento formal (Greenwood: 130-131). A nivel de género literario y tipos de textos “La situación es ésta” es una frase que calca los statements de los sociological accounts, las formas lingüísticas que se suponían sometidas a los criterios objetivos del reporting: la función de la simple transmisión de información de las Social Sciences hasta los años 1980 (Edmondson). Sus enunciados, producidos en un vacuum despersonalizado, tenían una pretensión de absoluta truthfulness, de verdad plena. Desde los comienzos de la guerra de Vietnam el ejército norteamericano adaptó esas formas del reporting de las Social Sciences para los partes en que cada unidad de combate debía informar de lo sucedido en el curso de la operación realizada, que se cerraban con resultados del conteo de cuerpos. La formalización del relato así pretendida no va a ser, sin embargo, la de un grado cero de la escritura, sino que con ella se postula desde un comienzo la problematización del acto de representar y de la representación literaria. El comienzo de “Últimos atardeceres” en la tierra está mostrando por eso al lector que va a leer una ficción, una narración ficticia autoconciente de un nuevo tipo. La short story transformada le propone una comprensión específica de la ficción. Con ella aún en el caso de que ceda a la invitación a leer la letra B como “Roberto Bolaño”, debe hacerlo en función de la autoficción como parte de una estética de la producción de una ficción narrativa a que se sabe ficción, adoptando de esa manera otra poética y otra ética de la lectura. Pues el que lee es un tipo de texto cuya producción juega con los géneros literarios y llega precisamente hasta incluir el juego con la truthfulness del lenguaje del informe “sociológico” como género. Un pasticcio narrativo –el elevado arte de la imitatio, la nueva escritura, el nuevo volver a narrar lo conocido– como forma genérica y procedimiento, puede ser descrito y definido en calidad de “desapropiación”, “celebración” textual (Spielmann: 165-175). No sobra volver, además, sobre la entrada que dedica The Concise Oxford Dictionary of Literary Terms, en la edición publicada en 1990 por Chris Baldick a pastiche: “El frecuente recurso al pastiche ha sido citado como un recurso característico del postmodernism” (162).

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En los breves comentarios de libros y en las noticias todavía más breves sobre publicaciones que le interesaban, que destinó al Suplemento cultural o a su columna Entre paréntesis de cada semana en el Diari de Girona, el vocabulario que Bolaño utilizó para entenderse con los lectores acerca de esos fenómenos o procederes literarios con la multiplicidad de niveles de género, no fue muy amplio. Sirven de muestra dos señalamientos de 2000 y 2001. Sobre Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas escribía para cerrar la columna, según figura en Entre paréntesis, en la edición de Ignacio Echevarría3: Su novela juega con el hibridaje, con el ‛relato real’ (que el mismo Cercas ha inventado), con la novela histórica, con la narrativa hiperobjetiva, sin importarle traicionar cada vez que le conviene estos mismos presupuestos genéricos para deslizarse sin ningún rubor hacia la poesía, hacia la épica, hacia donde sea, pero siempre hacia adelante (178).

Después de sostener a propósito de Bartleby y compañía (2000), de Enrique Vila-Matas, como elogio supremo, que es un “libro desafiante (...) al penetrar (...) en el territorio donde se dilucida la posibilidad y la imposibilidad de la escritura” (286), Bolaño era un poco más explícito sobre la cuestión que aquí interesa: Llegados a este punto es necesario, por cortesía, hacernos una pregunta cada vez más retórica: ¿estamos ante una novela, ante una colección de medallones literarios o antiliterarios, ante un libro misceláneo que escapa a las categorías preestablecidas, ante un diario de vida del autor, ante un entrelazamiento de crónica periodística? La respuesta, la única respuesta que por el momento se me ocurre, es que estamos ante otra cosa, que puede ser una mezcla de todas las anteriores, y que tal vez estamos ante una novela del siglo XXI, es decir una novela híbrida, que recoje lo mejor del cuento y del periodismo y la crónica y el diario de vida (287).

“Hybridity” que surgió en la crítica norteamericana desde comienzos de la década de 1970, se asomó en España −los críticos se asomaron− al concluir el siglo XX, en las páginas de los suplementos culturales de Madrid y Barcelona, para tratar de “hibridaje” genérico.

Pastiche, Traducción, Programa Entre los descubrimientos que realizó en los años de 1970 la así llamada “investigación moderna sobre la parodia”, con su intento de sistematizar los resultados de los estudios sobre sintaxis, semántica y pragmática de aquella, hubo dos de mucho significación. El primero fue que las pa3. La edición no incluye las fechas de publicación original de los materiales de la columna “Entre paréntesis”. La falta de un índice de nombres es una costumbre de las editoriales españolas.

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rodias no se habían escrito predominantemente a partir de un solo texto, un autor o del estilo identificable como suyo (Shlonsky). La necesidad de incluir las instancias autor, receptor, relaciones sociales y, en ocasiones, medio empleado en la parodia, se tradujo en el reclamo de consideraciones macrosociológicas acerca de las relaciones entre sociedad y proceso creativo paródico (Karrer), así como de sus aspectos propiamente estéticos (Kiremidjian). El segundo descubrimiento de la investigación moderna sobre la parodia fue el de la incapacidad en que se encontraba para conseguir distinguir entre lo perteneciente a aquella y a los registros de la sátira o la ironía. Lo importante es que el descubrimiento de esa imposibilidad tuvo lugar simultáneamente con el de una ironía distinta a la moderna, unida al advenimiento del posmodernismo literario (Behler, 3-35). Y con una preocupación renovada por la cuestión de los géneros (Todorov, Genette) y por la poética, vinculada no solamente en el caso de la novela a la traducción al alemán, al italiano y al francés del libro de Michail Bachtin sobre Rabelais y el papel que le daba a la parodia carnevalesca. Poética en el sentido de doctrina de los géneros y formas de la literatura, de lo esencial en ella, con la meta de establecer las categorías constitutivas de la literatura en general, de un género, o del conjunto de las formas de escribir de un autor −la preocupación común al grupo Poetik und Hermeneutik en Alemania, la revista Poétique en Francia, presente también en la reinterpretación de la oposición entre theoria y aesthesis en el grupo de Yale en los Estados Unidos. Pero esa importancia se convirtió en una cuestión de pertinencia y cambio con las consecuencias tardías del convencimiento de que ficciones como The Sot-Week Factor (1960) de John Barth no era simplemente una parodia de Rabelais, Cervantes, Defoe, Fielding y Sterne, y las cuatro partes de Pale Fire (1962) de Vladimir Nabokov con sus alusiones a Shakespeare, Pope, Swift y Goethe, no eran solo un experimento criptogramático (Rovit, Wiliams). Lo que unía entre sí esos textos con novelas como V (1963) de Thomas Pynchon, era su carácter de pastiches posmodernos. La inclusión en el título de este artículo bajo el nombre con que fue publicado, “Últimos atardeceres en la tierra” en el New Yorker (diciembre 26, 2005) en la traducción de Chris Andrews, para servir en 2006 de título a la selección de catorce textos entresacados de Llamadas telefónicas y Putas asesinas que publicó New Directions, tiene dos motivos que se refieren a la cuestión de la traducción. A la significación fundamental, el valor definitorio paradigmático de la traducción para las diversas culturas latinoamericanas, y el valor de criterio crucial que le daba Bolaño a la traducción, desdoblando la escena de la lectura en la del juicio literario absoluto. Bolaño sostuvo:

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¿Cómo reconocer una obra de arte? ¿Cómo separarla, aunque sea solo por un momento, de su aparato crítico, de sus exégesis, de sus incansables plagiarios, de ninguneadores, de su final destino de soledad? Es fácil. Hay que traducirla. Que el traductor no sea una lumbrera. Hay que arrancarle páginas al azar. Hay que dejarla tirada en un desván. Si después de todo esto aparece un joven y la lee, y tras leerla la hace suya, y le es fiel (o infiel, qué más da) y la reinterpreta y la acompaña en su viaje a los límites y ambos se enriquecen y el joven añade un gramo de valor natural, estamos ante algo, una máquina o un libro, capaz de hablar a los seres humanos: no un campo labrado, sino una montaña, no una imagen del bosque oscuro sino el bosque oscuro, no una bandada de pájaros sino el Ruiseñor (223).

Son factibles de imaginar dos concreciones, la una en el pasado del escritor y la otra en nuestro presente, del “Es fácil” de Bolaño y sus “máquinas” −o libros− que producen lectores, lecturas y autores. En primer lugar, escenas de lectura de tres diferentes clases de textos literarios, tomados como ejemplos. Una primera escena “biográfica” de un joven (pre)realviceralista que lee alguna de las versiones disponibles en castellano de Le Cœur du pitre o Les mains de Jeanne-Marie, y a partir de la lectura de esos poemas de Arthur Rimbaud lo escoge como su “padre” literario. Una segunda donde el mismo joven lee algunas de las deficientes traducciones al castellano de poetas que rechazaban por principio la idea de “obra maestra”, incluidos en la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini. En una especie de acto de anagnorisis, de revelación repentina de la identidad de una persona que había permanecido hasta ese momento desconocida −el mecanismo poético de Edipo Rey de Esquilo, y de tantos melodramas −, ese lector descubre que éste o aquél surrealista francés −o los surrealistas franceses− son sus hermanos mayores lejanos. Tercera escena de lectura: leyendo en un número de la revista Eco un texto de William S. Burroughs sobre las técnicas literarias de Lady SuttonSmith o una short story de Donald Barthelme, traducida del New Yorker, o un extracto de Slaughterhouse-five or the Children’s Crousade (1964) de Kurt Vonnegut en una innominada revista mexicana −no El plantador de tabaco, de John Barth, publicado apenas en 1991, ni menos el surrealisante Under the Rose (1961) del ignorado Thomas Pynchon−, el joven lector descubre, en su viaje “a los límites” (¿de la literatura?) que es así como valdría la pena escribir. El segundo escenario se sitúa en nuestro presente. Esto quiere decir, no en tiempos de La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica (1939), según el título del tratado de Walter Benjamin, sino en la época de la obra de arte en tiempos de las promesas de la digitilazación electrónica y la virtualidad. En Detroit, El Cairo, New Jersey, Bengalore o Johannisburg un joven lee en un viejo número de The New Yorker una short story que se titula The last evenings on Earth. Ese joven, que se deleitó con las historias

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de One Hundred Years of Solitude (1970), o que se puede deleitar con las de la miriada de escritores y cineastas como Arundhati Roy y Hanif Kureishi que escribieron y filmaron, segunda generación de descendientes, a partir de las posibilidades abiertas por la novela de Gabriel García Márquez en la literatura y el cine mundiales (Rincón: 65-69), descifra e interpreta con placer la narración de Bolaño traducida al inglés. Las preguntas son: ¿Cómo, por qué? El pasticheur musical del siglo XVIII, con cuyo trabajo y obras se extendió al término italiano pasticcio a otras artes, dentro del sistema presidido por la principal de ellas en ese entonces que era precisamente la música, el pasticheur original trabajó con partes de obras musicales, que procedía a “montar” o armonizar. Por su parte la literatura posmoderna practicó desde los años de 1960 el pastiche de un tipo nuevo, como trabajo de reelaboración de tipos, especies, clases de composiciones o formas literarias genéricas, de las convenciones y estructuras formales de los géneros y subgéneros literarios, aunque obviamente no desconocía la historia del género (Deffoux, Mortier). En la short story de Bolaño el nivel más básico de su carácter de pastiche posmoderno que trabaja sobre géneros, lo constituye la tragedia. Para ser precisa, la dramaturgia aristotélica, transmitida desde Aristóteles y Séneca con su punto culminante en el clasicismo francés del siglo XVII, en el sentido de que le dio Bertolt Brecht a ese término. No la presentación teatral de un todo en sus partes sino de una parte como todo, dividida en actos, que a su vez debían constituir cada uno por aparte un todo. Esa “parte” presentada como “todo” supone un desarrollo comenzado antes del principio de la acción que constituye el movens de la tragedia (Klotz), y en ella se concentra la fase de agudización del conflicto principal de esa acción. Con “Últimos atardeceres” se transpone la acción trágica desde las tablas invisibles del escenario de un teatro imaginario a las estructuras de un texto narrativo. La tragedia como género subyace en el relato. Lo que en términos de la acción de la tragedia es la lucha del protagonista por triunfar venciendo al deuteroagonist −al antagonista, la contraparte en el conflicto que introdujo Esquilo− puede incluirse por eso en el pastiche narrativo de Bolaño, como parte de la reelaboración y transposición a una forma narrativa corta muy característica de la literatura y la short story norteamericana: los relatos de una iniciación. A partir de la creación por Anton Chejov de un tipo de short story obviamente moderna como corresponde de por si al género y concentrada en la situación, los narradores de lengua inglesa en los Estados Unidos llevaron su interés por la novela de iniciación, de la que es muestra ejemplar Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain −¿sin ella habría escrito Bolaño Los detectives salvajes (1998)?−, que Ernest Hemingway admiraba mucho, a las short stories que

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presentan el paso de una edad temprana al estado de adulto. De ellas son ejemplo precisamente historias como las que Hemingway hizo protagonizar, con relaciones padre-hijo, a su joven personaje Nick Adams desde In our Time (1925). Es a partir de esa matriz genérica como la relación conflictiva entre B y el padre de B se va a desplegar en el modo de la narración de una iniciación. El tercer componente genérico principal de “Últimos atardeceres” como pastiche narrativo o short story posmoderna lo constituye el juego con el “informe sociológico” ya mencionado. Con él se elabora la cuestión de la ilusión mimética conseguida por la narración como hecho de lenguaje, en la tensión entre los elementos constituyentes de una instancia enunciativa despersonalizada y exterior a lo narrado, y la focalización subjetivadora de lo acontecido a través de la figura de B. Con B como focalizador subjetivo la narración tiene además la posibilidad de transgredir el nivel de la pretendida neutral ilusión mimética del “informe” hacia la restitución de otros espacios topológicos: el recuerdo, el sueño, la imaginación, como niveles de la realidad, y como representaciones, por lo menos tan reales en la ficción como la realidad representacional producida por el “informe”. A partir de lo indicado hasta aquí sobre el trabajo que se realiza en “Últimos atardeceres” en la reelaboración de sus componentes genérico-literarios, se dispone de un programa investigativo básico acerca de esa short story de Bolaño como pastiche. Se procederá aquí a examinar entonces sucesivamente la tragedia y los elementos que son incorporados a la narración episódica en “Últimos atardeceres”; las relaciones que mantiene la narración de Bolaño con una de las formas más características de la short story norteamericana, la enfocada en la historia de una iniciación; la comprensión del concepto de ficción a que corresponde en el pastiche de Bolaño el manejo de la multiplicada representación de la multiplicidad de niveles de la realidad y el juego de sus interrelaciones. Para concluir con un excurso en que, siguiendo un concejo de Bolaño que sigue a su vez un modelo de Mario Santiago, invitamos a mirar una nube.

Los elementos subyacentes de la tragedia El manejo de los elementos de la tragedia como género literario que hay en “Últimos atardeceres”, corresponde a un conocimiento básico y la aplicación de una línea muy específica de la dramaturgia clásica. Es la que partió del conocimiento en el siglo XVI, mediado por filósofos y eruditos árabes, de la Poética de Aristóteles y de las poquísimas piezas antiguas que habían subsistido gracias a su utilización para la enseñanza de la retórica y la gramática −Sófocles, Esquilo, Eurípides–. Y que se continuó con su transformación en un conjunto de reglas que, apoyándose en Horacio y Séneca, fue utilizado con relativa liberalidad por los autores de piezas del

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clasicismo francés, hasta su fijación escrita en la Pratique du théatre (16401657) del abad d’Aubignac (Most). En esta se encuentran la enumeración de los temas apropiados para la tragedia, la exigencia de verosimilitud y de encadenamiento para que en ningún momento el escenario esté vacío, la importancia de la dicción elevada y de la observación de la jerarquía de la sociedad absolutista feudal, de la que dependían orden y decorum. Por su parte la observancia de las unidades de tiempo, espacio y acción por parte de Pierre Corneille y Jean Racine, relativamente estricta dentro de un marco de convenciones sometido a reajustes, no se opuso al despliegue del conflicto entre la realización del deseo y la obligación, y sirvió para presentar las limitaciones de la libertad de decidir, acerreadas por una determinación semejante al destino (Felski). Los cinco actos de las tragedias del clasicismo francés en que se convirtieron los episodia de la tragedia griega, dieron lugar a una ordenación eficaz en el desarrollo de la fábula, que hacía presente un acontecer orientado hacia un final al que se llegaba en un orden cronológico, de acuerdo con un principio de causalidad. Debían así responder a los preceptos horacianos, con acento principal en “divertir”. A un Prólogo −escena− introductorio, se hacía seguir un segundo acto de presentación de personajes y conflicto. Estos, en el tercer acto, acababan de anudarse de manera inextricable. La atención en el cuarto acto se enfocaba en variaciones de la hamartia, el acto de cometer un error de grandes y funestas consecuencias. En la presentación de la catástrofe, a la que se dedicaba el quinto acto, la práctica se orientó a transformar los efectos de la catarsis, a realizar nuevas interpretaciones de ella y de la función activadora de la identificación con el héroe que sucumbía ante el destino. En “Últimos atardeceres” la permutación de lo dramático a lo narrativo, de las formas y estructuras de la tragedia a la short story se mantienen las unidades en el sentido de espacio, tiempo y acción cerrados. Hay también continuidad cronológica, pero el desarrollo de la acción no obedece a la causalidad sino a azares que se entretejen en un destino. De esa manera los “actos” de la tragedia se convierten en “jornadas”. Al prólogo introductorio corresponden los preparativos del viaje y el inicio de él: El coche del padre de B es un Ford Mustang del 70. A las seis y media suben al coche y comienzan a salir de la ciudad. La ciudad es México, Distrito Federal, y el año en que B y su padre abandonen el DF por unas cortas vacaciones es el año 1975 (239). Incluye el relato del viaje “plácido” y la escena de una corta parada: Antes de llegar a Acapulco el padre de B detiene el coche delante de un tenderete en la carretera (240). Lo que sería el segundo acto se inicia con la indicación: Al atardecer llegan a Acapulco. Durante un rato vagan por las avenidas cercanas del mar (241). Todo el acontecer tiene lugar en el hotel de precios módicos en donde se alojan, del que forma parte el encuentro con una norteamericana de edad que también pasa vacaciones allí.

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El tercer acto tiene este comienzo: Al segundo día de estancia en Acapulco B y su padre van a ver a los clavadistas (249). Se trata de un espectáculo de deporte de alto riesgo −el clavado desde una plataforma de acantilado con una altura de 36 metros−, que forma parte de las atracciones turísticas de Acapulco. Allí el padre traba conocimiento con un antiguo clavadista. Este acto se extiende hasta cuando, después de diversas incidencias, se impone en B un saber presentido: A partir de este momento él sabe que se está aproximando el desastre (256). Al cuarto acto corresponden los acontecimientos posteriores, que comienzan con un momento de retardo de la acción: Las cuarentaiocho horas siguientes, no obstante, transcurren envueltos en una especie de placidez que el padre de B identifica con “el concepto de vacaciones” (y B no sabe si su padre se está riendo de él o lo dice en serio) (256). Ese estado se mantiene hasta el momento en que tiene lugar un nuevo inicio: Todo comienza con la aparición del ex clavadista. B se da cuenta de inmediato que viene a buscar a su padre y no al, llamémolos así, conjunto familiar que forman ambos (257). Está marcada en esa forma la transformación repentina, el cambio del destino. En la tragedia aristotélica la peripeteia, el giro del desarrollo de la acción que aclaraba Aristóteles con ayuda del Edipo de Sófocles y que conduce a final trágico, desgraciado. Al principio del cuarto acto hay lo que se llama, dentro de la dramaturgia aristotélica, un momento o el momento de retardo, que sirve para aplazar el desencadenamiento de la tragedia. Lo que viene en seguida no es la simple oposición frente-parte de atrás, que se acostumbre incluir en las investigaciones sociológicas sobre los centros turísticos. Cuando “se acaba el paréntesis” (257), el padre de B y B han sido conducidos por el ex clavadista a una casa cerrada en las afueras, donde se practica la prostitución en condiciones de pobreza degradada para la clientela correspondiente: un “burdel de mala muerte”. La trampa en que el padre de B queda encerrado es un juego de cartas. B va a saber entonces que esas vacaciones son su “temporada en el infierno”. Hasta con cancerbero, hasta con coro a la antigua, que advierte del gravísimo peligro inminente que corren, pero los oídos son sordos, la voluntad está paralizada. Ahí tiene dos recuerdos: Y recuerda (o trata de recordar) escenas en apariencia inconexas: la primera vez que fumó en su presencia, a los catorce años, un Viceroy, una mañana en que los dos esperaban la llegada de un tren de carga en el interior del camión de su padre y hacía mucho frío; armas de fuego, cuchillos; historias familiares (261). El otro se entremezcla con la conversación con “las dos mujeres (que) se le acercan un poco más” (261). Una de ellas le da a fumar cannabis: B asiente con la cabeza y lo siguiente que recuerda es una nube de humo que lo separa de su padre. Usted quiere mucho a su papá, dice una de las mujeres. Pues no tanto, dice B. ¿Cómo no?, dice la morena. La que atiende la barra se ríe. A través del humo B observa que su padre da vuelta la ca-

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beza y durante un instante lo mira. Me está mirando con una seriedad de muerte, piensa (261).

Al esquema de los cinco actos pertenece la catástrofe en el último de ellos. Cuando con el enceguecimiento o la entrega al destino la tensión de la acción decae, la solución llega en él como catástrofe, que podía venir también desde lo alto, en forma de Deux ex machina. El arte de Bolaño en “Últimos atardeceres”, lo sutil de su maestría como narrador, le permite hacer converger al final de lo que sería el cuarto acto subyacente a la narración, las dos líneas principales de tensión del relato, empujar la acción al desenlace, al quinto acto, y con una sola frase en un presente durativo, dejarlo todo en vilo.

Narración corta de una situación con enfoque en la iniciación El tema de la contraposición padre-hijo ocupa una posición principal desde las frases del comienzo: “La situación es esta: B y el padre de B (...)” (239). Se introduce de esa manera sesgada en la short story un vínculo con una de las grandes cuestiones del debate psicoanalítico del siglo XX, cuando Jacques Lacan comenzó su enseñanza de exiliado en la Ècole Normal Superieur: la del “nombre del padre”. O de Le “non” du père, el título que Michel Foucault le puso a su ensayo sobre el libro Hölderlin et la cuestion du père (1961), de Jean Laplanche. Sobre el Edipo, Foucault escribe ahí: Melanie Klein y después Lacan han mostrado que el padre, como tercera persona en la situación edípica, no es solamente el rival odioso y amenazante, sino aquél cuya presencia limita la relación ilimitada de la madre con el niño, a la cual el fantasma de la devoración da la primera forma angustiosa. El padre es entonces el que separa, es decir quien protege cuando, pronunciando la Ley, anuda en una experiencia mayor el espacio, la regla y el lenguaje (199).

Con Klein se va al primer objeto parcial o total, bueno o malo, gratificador o represor, “buena mamá” o “mala mamá”, de las fantasías del infante; con Lacan al falo. Después de todas las polémicas del feminismo psicoanalítico al respecto, se mantiene en lo fundamental lo arriba resumido por Foucault. El orden simbólico está constituido por tres elementos indispensables y apoyados entre si. Las divisiones constituyen un espacio que une y separa a la vez a las partes. Hay, en segundo lugar, una conformación de límites que actúa como regulación de las formas de interacción. Por último, el lenguaje, que es inconcebible sin espacios intersticiales o intermedios y sin lo propio de la repetición, lo fija todo, no unicamente espacio y límites, en nombres. De modo que con la palabra del padre tienen lugar tanto “la construcción de la lengua, como también el rechazo y la simbolización de lo reprimido”: la “posición del Padre” es el lugar del significante. El “nombre del Padre” es aquél con el que se llama el padre por

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su nombre, con el cual −es esa la fuerza de la Ley− él mismo puede llamarse. El “no” hacia el que infaliblemente se dirige en línea recta la psicosis −la tesis de Laplanche sobre Hölderlin−, es el del padre que jamás ha accedido hasta la nominación, de modo que ha permanecido vacío ese lugar del significante (200). Con el traslado del nivel genérico subyacente de la dramaturgia del drama cerrado al nivel genérico de una ficción narrativa corta centrada en la representación de una situación focalizada en una iniciación, al comienzo del relato la parada en la fonda la da figuración espacial a la oposición-separación entre el padre de B y B: B tiene la frente perlada de sudor. Sus gafas están mojadas y sucias. Se las quita y las limpia con la punta de la camisa. Cuando vuelve a ponerse las gafas observa a su padre que lo está mirando desde la cocina. En realidad, sólo ve la cara de su padre y parte de su hombro, el resto queda oculto por una cortina roja con lunares negros, una cortina que a B, por momentos, le parece que no sólo separa la cocina del comedor sino un tiempo de otro tiempo (240).

La temperatura puede ser de 30 grados a la sombra, pero la soledad y la incomunicación que B comprueba una vez limpia las gafas es muy semejante a las que representa con temas banales, cotidianos y medio refinados, Edward Hopper en pinturas como la de la escena nocturna en la Cafetería Phillies (1943). Otros episodios tienen en el curso de la narración una función igual. ¿Para qué “Últimos atardeceres” hace que B y el padre de B suban a un pequeño bote de plástico? Para que tenga lugar en la bahía de Acapulco un incidente in-significante y proceder a darle figuración sugestiva a su absoluto desencuentro. Para eso sirve a la altura del tercer día la concreción de la metáfora que hace estar “en el mismo bote” a padre y hijo: Pero entonces, cuando ambos han vuelto a subir al bote, el padre de B se da cuenta de que ha perdido la billetera y lo anuncia. Dice, tocándose el corazón: mi billetera, y sin dudarlo un segundo se sumerge de cabeza en el agua. A B le da un ataque de risa, pero luego, tirado en el bote, observa el agua y no ve señal alguna de su padre y durante un instante se lo imagina buceando o, aún peor, cayendo a plomo, pero con los ojos abiertos, por una fosa profunda, fosa en cuya superficie se balancea su bote y él mismo, a mitad de camino ya de la risa y de la alarma. Entonces B se yergue y, tras mirar hacia el otro lado y no ver señales de su padre, procede a sumergirse a su vez y sucede lo siguiente: mientras B desciende, con los ojos abiertos, su padre asciende (y podría decirse que casi se tocan) con los ojos abiertos y la billetera en la mano derecha; al cruzarse ambos se miran, pero no pueden corregir, al menos no de manera instantánea, sus trayectorias, de modo que el padre de B sigue subiendo silenciosamente y B sigue bajando silenciosamente (256-257).

Lo mismo vale, en principio, para una escena simbólica situada al comienzo, como una duplicación con transposición de papeles. En el Aca-

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pulco turístico de “Últimos atardeceres” no hay cabida por el lado femenino de los visitantes, para el turismo sexual, y ni siquiera para los beachboys. Lo que puede haber en los hoteles y los lugares públicos son posibles encuentros fortuitos que pueden llevar a situaciones de intimidad sexual. En los días iniciales que transcurren para “B y el padre de B” en el hotel, la inclusión de las acciones de las dos noches, como repetición traspuesta, sirve para marcar rasgos diferenciales entre hijo y padre.4 Pero pone sobre todo en claro que en el paso del nivel subyacente de la dramaturgia aristotélica al de la short story situacional enfocada en la iniciación, “B y el padre de B” se convierten de (semi)dramatis personae, de antagonistas dramáticos, en figuras portadoras de dos programas narrativos distintos y contradictorios dentro de un subgénero de la short story muy perfilado. Para el padre de B la utilización del tiempo libre de las vacaciones incluye asumir lo que a su modo de ver es la condición de “padre”, con las obligaciones que de ahí se desprenderían para con un hijo en la edad de B que vive aparte. Debe llevar a B a salir exitosamente de la adolescencia para que asuma el deber ser prescriptivo dependiente del consenso social. Para que B consiga hacer lo que hacen los hombres, para alcanzar el grado de independencia del adulto masculino, debe iniciarlo en la vida. A aprender a aprovechar las oportunidades favorables, saber moverse con el dinero, hacer amigos, manejar el alcohol y el sexo (los psicotrópicos no se incluyen explicitamente): “trago y mujeres” (244). El programa narrativo de la figura B es mucho más complejo, además de la función focalizadora que tiene para alterar la visión pretendidamente objetiva del narrador que adopta el género neutral de “informe”. Su programa narrativo se relaciona directamente con esa focalización y con la transgresión de los niveles de la narración. Estabiliza enclaves narrativas en tres niveles distintos al de la ilusión mimética de una realidad connotada como otra −como surrealizante− por animales emblemáticos: iguana (241), huachinango (252), camagua (255), que pretende restituir el narrador del “informe”.

4. ¿“Dime qué lees y te diré quién eres”? El padre de B lee un periódico deportivo. B poesía surrealista traducida. El (des)encuentro entre la turista norteamericana y B tiene lugar en relación con el libro que lee B y, en el cambio de palabras, con las lecturas de ella en la escuela. The Song of Hiawatha (1855) de Henry Wadsworth Longfellow imitó el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa, para amalgamar los mitos de los indios de Norteamérica en el mito de Hiawatha. Los contemporáneos aplaudieron la elección del tipo de verso que hizo Longfellow por darle a su epos tono narrativo. La falta de originalidad de esos versos, el tono moralizador de la obra y la admiración ingenua del romanticismo alemán fueron los argumentos con que ya antes de 1900 se retiró a Longfellow del canon norteamericano (Véase Edward L. Hirsh, Henry Wadsworth Longfellow. Minneapolis-London: University of Minnesota Press, 1964).

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Después de haber estado preso en Chile, con el vuelo de vuelta a México B se convierte en un exiliado. Para decirlo con Sidi Mohamed Barkat: cuando la salida es obligada y el retorno impedido, o inclusive prohibido, estamos entonces ante una nueva figura del viajero, el viajero sin viaje, el exilado (167). A partir de entonces el tiempo es vivido por B con la conciencia traumatizada de un destino incomprensible: el tiempo de la depresión, la soledad, el sol negro del aniquilamiento. El programa narrativo de B, la separación del padre, la adquisición del carácter de adulto, se complejiza con fines de énfasis. Lo extremo de la tarea está en realizar una disyunción en la relación B −padre de B, la afirma de valores distintos al mismo tiempo que, duplicando esa meta y no sucesivamente, tiene que elaborar la vivencia traumática en la perspectiva de un exilio distinto, el del “artista”, el poeta–. Cuando se acaba el momento que retarda la acción en la cuarta jornada, esa empresa doblemente agobiadora es resumida: Y luego se acaba el paréntesis, se acaban las cuarentaiocho horas de gracia en las cuales B y su padre han recorrido algunos bares de Acapulco, han dormido tirados en la playa, han comido e incluso se han reído, y comienza un período gélido, un período aparentemente normal pero dominado por unos dioses helados (dioses que, por otra parte, no interfieren en nada con el calor reinante de Acapulco), unas horas que en otro tiempo, tal vez cuando era adolescente, B llamaría aburrimiento, pero que ahora de ninguna manera llamaría así, sino más bien desastre, un desastre peculiar, un desastre que por encima de todo aleja a B de su padre, el precio que tienen que pagar por existir (257). Los enclaves narrativos que llegan a la narración a través del focalizador son de tres tipos. Redefinen al personaje de B que en el incidente con la tabla de nadar muestra en el primer día que a pesar de estar “a merced del oleaje” (243) pero es capaz de arreglárselas solo en medio de la mar. El primer nivel narrativo disruptor es el de los recuerdos. Estos son de dos tipos. El primero es el del recuerdo personal, que trae al texto el espacio perdido, irrecuperable de la infancia como lugar de refugio y promesa de libertad, anterior al viaje de emigración que llevó a B con sus padres a México. Se entra en él por asociación con un término surgido al azar de la conversación: ¿Con qué amigos, dice B, si aquí no conocemos a nadie? Uno siempre hace amigos en los picaderos, dice su padre. La palabra picadero hace que B piense en caballos. Cuando tenía siete años su padre le compró un caballo. ¿De dónde era mi caballo?, dice B. Su padre, que no sabe de qué habla, se sobresalta. ¿Qué caballo?, dice. El que me compraste cuando yo era chico, dice B, en Chile. Ah el Zafarrancho, dice su padre, y sonríe. Era un caballo chilote, de Chiloé, dice, y tras pensar un instante vuelve a hablar de los burdeles. Por su manera de evocarlos, se diría que habla de salas de baile, piensa B. Pero luego ambos se quedan callados (245).

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La segunda clase de recuerdos muestran a B prisonero de una cadena con los eslabones violencia −trauma− imposibilidad de lenguaje, de modo que la vivencia de violencia extrema sufrida en un retorno desde México a Chile en tiempos del Golpe de Estado que militarizó el país y sometió a muchos a situaciones extremas de esa clase, no acaba de poder ser elaborada. El recuerdo traumático surge para B de manera no intencional, en el tercer día, en la parte que “transcurre como entre brumas” (255), cuando el padre de B se mete al mar arriesgándose imprudentemente: Todos miran hacia el mar, de pie, menos B, que sigue sentado. En el cielo aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja de mirar el mar y contempla el avión hasta que éste desaparece detrás de una suave colina llena de vegetación. B recuerda un despertar, justo un año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. Él venía de Chile, solo, y el avión hizo escala en Acapulco. Cuando B abrió los ojos, recuerda, vio una luz anaranjada, con tonalidades rosas y azules, como una vieja película cuyos colores estuvieran desapareciendo, y entonces supo que estaba en México y que estaba, de alguna manera, salvado. Esto ocurrió en 1974 y B aún no había cumplido los veintiún años. Ahora tiene veintidós y su padre debe de andar por los cuarentainueve. B cierra los ojos. El viento hace ininteligibles las voces de alarma del pescador y de los niños. La arena está fría. Cuando abre los ojos ve a su padre que sale del mar (255). La short story muestra a B sometido a un grado de irritabilidad, de exitabilidad reprimidas mucho mayor que las corrientes, revela su incremento por la falta absoluta del padre como interlocutor. Lo recuerda en la casa cerrada: Su padre reparte las cartas, se ríe, cuenta historias y escucha historias que rivalizan en sordidez. B recuerda cuando volvió de Chile, en 1974, y fue a verlo a su casa. Su padre se había roto un pie y estaba leyendo en la cama un periódico deportivo. Le preguntó cómo le había ido y B le contó sus aventuras. Sucintamente: las guerras floridas latinoamericanas. Estuvieron a punto de matarme, dijo. Su padre lo miró y se sonrió. ¿Cuántas veces?, dijo. Por lo menos dos, respondió B. Ahora su padre se ríe a carcajadas y B trata de pensar con claridad (260).

En este caso preciso el recuerdo traumático deprimente, que en dos oportunidades están situados estratégicamente en el relato, es designado por B como resistente a la verbalización (“Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar, piensa B abatido” (256) −“Hay cosas que se pueden contar, piensa B, y hay cosas que no se pueden contar. Cierra los ojos” (262)), el nivel del recuerdo se une directamente, sin ninguna discontinuidad, con elementos dependientes del segundo tipo de enclave narrativo. Correspondiente a un nivel distinto al del recuerdo, es el de la imaginación, dependiente de la lectura y de la visión de retratos fotográficos. Dependiente del libro que lee ya durante el viaje en la carretera que

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va a Acapulco: El paisaje, al principio, ocupa toda la atención de B, que tiende (o eso cree él) a la melancolía, pero al cabo de las horas las montañas y los bosques se hacen monótonos y B prefiere dedicarse a leer un libro (239). Con la parada en la fonda, después de ver la separación de los dos espacios como si fuera entre dos tiempos, se sabe de qué libro se trata: Entonces B desvía la mirada y vuelve a su libro, que permanece abierto, sobre la mesa. Es un libro de poesía. Una antología de surrealistas franceses traducida al español por Aldo Pellegrini, surrealista argentino. Desde hace dos días B está leyendo este libro. Le gusta. Le gustan las fotos de los poetas. La foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud, la de Crevel. El libro es voluminoso y está forrado con un plástico transparente. No es B quien la ha forrado (B nunca forra sus libros) sino un amigo particularmente puntilloso. Así que B desvía la mirada, abre su libro al azar y encuentra a Gui Rosey, la foto de Gui Rosey, sus poemas, y cuando vuelve a levantar la mirada la cabeza de su padre ya no está (240-241).

En el collage de Max Ernst Loplop présente les membres du groupe surrealiste (1931), con fotos de aquellos que permanecieron juntos después de los excesos verbales de Breton en el Second manifeste (1929), aparece Guy Rosey. Con su nombre en esa grafía se han publicado sus libros y es la que aparece en las portadas y el interior cuando Le surréalisme au service de la revolution publicó materiales suyos en el número 6 (30-31). En la cuarta de las cinco franjas con cuatro fotografías, de modo que son 20, incluidas por Man Ray en el fotomontage L’ echiquier surréaliste (1934), aparecen René Magritte, Victor Brauner, Benjamin Péret y Guy Rosey. Las informaciones que tiene B de la Antología del surrealismo de Pellegrini aparecen en “Últimos atardeceres” entre los incidentes del segundo y el tercer día. Hacen referencia y ficcionalizan la situación en la zona del gobierno de Vichy, después de la victoria de la Wehrmacht y la ocupación de Francia: Es tarde, en la playa, mientras su padre duerme estirado en una tumbona, B lee otra vez los poemas de Gui Rosey y la breve historia de su vida o de su muerte. Un día un grupo de surrealistas llegan al sur de Francia. Intentan obtener el visado para viajar a los Estados Unidos. El norte y el oeste están ocupados por los alemanes. El sur está bajo la égida de Pétain. El consulado norteamericano dilata la decisión día tras día. En el grupo de surrealistas está Breton, está Tristan Tzara, está Péret, pero también hay otros que son menos importantes. A este grupo pertenece Gui Rosey. Su foto es la foto de un poeta menor, piensa B. Es feo, es atildado, parece un oscuro funcionario o un empleado de banca. Hasta aquí, pese a las disonancias, todo normal, piensa B. El grupo de surrealistas se reúne cada tarde en un café cerca del puerto. Hacen planes, conversan. Rosey no falta a ninguna cita. Un día, sin embargo (un atardecer, intuye B), Rosey desaparece. Al principio, nadie lo echa en falta. Es un poeta menor y los poetas menores pasan desapercibidos. Al cabo de los días, no obstante, comienzan a buscarlo. En la pensión en donde vive no saben nada de él, sus maletas, sus libros, están allí, nadie

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los ha tocado, por lo que resulta impensable que Rosey se haya marchado sin pagar, una práctica común, por otra parte, en ciertas pensiones de la Costa Azul. Sus amigos lo buscan. Recorren hospitales y retenes de la gendarmería. Nadie sabe nada de él. Una mañana llegan los visados y la mayoría de ellos coge un barco y sale para los Estados Unidos. Los que se quedan, aquellos que nunca van a tener visado, pronto olvidan a Rosey, olvidan su desaparición, ocupados en ponerse a salvo a sí mismos en unos años en los que las desapariciones masivas y los crímenes masivos son una constante (243-244).

Al retornar al segundo día a la lectura de la Antología, en la imaginación de B Acapulco y Marsella se sobreponen, a la vez que tiende a utilizar como espejo la historia y el destino que le imagina a Rosey. Los “Últimos atardeceres en la tierra” de Rosey −en el New Yorker: The Last Evenings on Earth− se mutan imaginariamente en los días que B pasa al lado del “padre de B” en Acapulco: B lee a los surrealistas franceses, lee a Gui Rosey. Y la verdad es que Rosey no le parece interesante. Le gusta Desnos, le gusta Éluard, mucho más que Rosey, aunque al final siempre vuelve a los poemas de éste y a contemplar su fotografía, una foto de estudio en la que Rosey aparece como un ser sufriente y solitario, con los ojos grandes y vidriosos, y una corbata oscura que parece estrangularlo. Seguramente se suicidó, piensa B. Supo que no iba a obtener jamás el visado para los Estados Unidos o para México y decidió acabar sus días allí. Imagina o trata de imaginar una ciudad costera del sur de Francia. B aún no ha estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda Latinoamérica, pero en Europa aún no ha puesto los pies. Así que su imagen de una ciudad mediterránea está condicionada directamente por su imagen de Acapulco. Calor, un hotel pequeño y barato, playas de arenas doradas y playas de arenas blancas. Y ruidos lejanos de música. B no sabe que falta en su imagen un ruido o un rumor determinante: el de las jarcias de las pequeñas embarcaciones que suelen amarrar en todas las ciudades costeras. Sobre todo en las pequeñas: el ruido de las jarcias en la noche, aunque el mar esté liso como un plato de sopa (245-246).

El lector debe imaginar que esas jarcias son “autobiográficas”: las de Blanes, el sitio donde vivió Bolaño. Además de los niveles del recuerdo y la imaginación en los que “Últimos atardeceres” da lugar a los enclaves narrativos señalados, hay un tercero, el del sueño. Es sabido que por lo corriente los sueños más interesantes son los que se hace soñar a los personajes literarios. En el relato de Bolaño esa transgresión del texto “objetivo” del informe ofrece un atractivo suplementario. El sueño de B en el segundo día en el hotel en Acapulco, después de que padre e hijo se despiden recomendándose mutuamente “cuidarse”, es distinto a los sueños “corrientes” de los surrealistas (Alexandrian), y sería de esperar que funcione en la lectura del texto como mise-en-abyme o Chinese box. El texto del sueño es este:

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Al quedarse solo B se quita los zapatos, busca sus cigarrillos, enciende la tele y vuelve a tumbarse en la cama. Sin darse cuenta, se queda dormido. Sueña que vive (o que está de visita) en la ciudad de los titanes. En su sueño sólo hay un deambular permanente por calles enormes y oscuras que recuerda de otros sueños. Y hay también una actitud por su parte que en la vigilia él sabe que no tiene. Una actitud delante de los edificios cuyas voluminosas sombras parecen chocar entre sí, y que no es precisamente una actitud de valor sino más bien de indiferencia (252-253).

El término en francés mise-en-abyme proviene de la heráldica, André Gide descubrió el procedimiento que designó ese nombre en su Journal y lo utilizó en su novela Faux-Monnayeurs (1925). El enclave narrativo se utiliza para reflejar con su texto toda la ficción, todo el libro que se está leyendo, como un espejo puesto frente a otro espejo, con los efectos que de ahí se desprenden. No tanto de desrealización como lo creyó Borges, que tanto lo usó, ni de vértigo producido por la inestabilidad de la significación, resultante del juego infinito des los significantes, como pensaron los deconstruccionistas. Más bien con efectos de reflexividad y autorreferencia, posibles en las diversas artes representacionales (Dällenbach). Pero aquí también se marca la diferencia entre el uso moderno y el posmoderno del recurso, entre el que podía haber en los materiales periodísticos del joven García Márquez, y los sutiles del escritor de Cien años de soledad (1967) o del diario de Silas Flannery en Se una notte d’ inverno un viaggiatore (1979), de Italo Calvino. Este se había ocupado antes de la cuestión en uno de sus ensayos (Calvino, 396). Linda Hutcheon se refiere a la “estructura compleja Chinese-box mise en abyme típica de tantos metaficciones” (105). Es obvio, totalmente obvio, que ese sueño es ficticio: a. Construido para ponerlo en ese punto con propósitos (meta)ficcionales en el interior de la ficción. b. Construido como ficción pura, sin amarras con la realidad de los sueños de las personas que sufren un trauma. Caruth destacó en su libro, que es obra de consulta stándart: “la sorprendente literaridad y naturaleza no simbólica de los sueños y los flash-backs traumáticos, que resisten a que la cura se extienda a lo que permanece, precisamente, literal” (5). El interés principal de la construcción de ese sueño como espejo reduplicador está en la serie de reflejos transmediales que lo forman. Sus dos imágenes condensadas son reflejos de películas marcadas por la estética expresionista. De Metrópolis (1926), de Fritz Lang, con el tema secundario de la oposición de Freder y su padre Johann en la ciudad titánica, y del Cabinet des Dr. Caligari (1919-20), con escenografías de tres pintores del grupo Der Sturm y la actuación expresionista de Werner Krauß, que Robert Wiene presentó como delirio de un demente. Películas vistas a través de los ojos de Siegfried Kracauer en From Caligari to Hitler (1947), monografía en que el film de Wiene, que originalmente debía filmar Lang, es el primer signo premonitorio del fachismo y la tiranía hitleriana. La actitud

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que B sueña poder llegar a tener es la conocida gracias a Éduard Manet y algunas pinturas de su modelo favorita, Victorine-Louise Meuret, joven mujer proveniente de sectores trabajadores parisinos. Se la identifica con la de los sobrevivientes de las masacres de la semana sangrienta de mayo de 1872 en que la represión violenta contra la Comuna causó 40.000 muertos. Es la que hay en la mirada y el rostro de Meuret como joven institutriz, sentada y con un libro en la mano, en el cuadro del ferrocarril en la estación de Saint Lazare, pintado por Manet en 1873. (Main) Actitud “blase”, “blasiert”. El espejo-enclave narrativo del sueño como mise-en-abyme de “Últimos atardeceres” está concebido para un lector que puede descifrarlo-leerlo como soñado por B, resultado-huella de vivencias traumáticas, y deseo de superación del trauma. Es decir, como “camino real” −era la expresión de Sigmund Freud− para entrar durante la lectura de la ficción en el “inconsciente” de B, y saber lo que sucede con la figura y con la short story. De esa manera la mise-en-abyme tiene en “Últimos atardeceres” las funciones corrientes de suministrar claves para el desciframiento de la (meta)ficción que se está leyendo. Pero tratándose de la cuestión del trauma y lo vivido por B, hace algo más. Los libros editados en 1998 por Martin S. Bergmann, Milton E. Jucovy y Judith S. Kestenberg sobre los hijos y las víctimas y de los victimarios del Holocausto, y en 2001 por Kurt Grünberg y Jürgen Straub sobre las consecuencias psicosociales tardías en ellos, y más recientemente los testimonios de los soldados traumatizados después de las invasiones norteamericanas a Irak y Afganistán, mostraron la existencia de constantes válidas. Tanto para la transmisión transgeneracional del trauma, con consecuencias patógenas, como en la experiencia traumática de extrema violencia física, psíquica o sexual. Los recuerdos involuntarios retornan siempre en forma idéntica, no solo en la etapa inmediatamente posterior al trauma. Por eso crean la impresión de que serían confiables en cuanto a su contenido. Pero esos recuerdos se van transformando a medida que, a través de códigos accesibles a la conciencias, son integrados a la memoria. De modo que las investigaciones mencionadas y los testimonios aludidos corroboraron uno de los conocimientos fundamentales establecidos en la exploración de las relaciones entre trauma y memoria (Caruth). El sueño en la segunda noche en el hotel en Acapulco está mostrando el papel de proyección que la historia de “Guy Rossey” tiene para B en “Últimos atardeceres”, la del poeta surrealista empujado a suicidarse o asesinado, desaparecido, durante la ocupación nazi en Francia. Forma de codificación política consciente, la analogía dictadura militar chilena-nazismo, por poco específica que haya podido ser, sirvió para el manejo al nivel de la memoria colectiva internacional del Golpe de Estado de 1973. En la short story de Bolaño la situación en la casa cerrada y la identifica-

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ción con el destino de Rossey, llevan a que la percepción de B identifique lo que está sucediendo con lo que fue el resultado de la mezcla especial de autoritarismo, nacionalismo y nazismo del antisemitismo nazi, el establecimiento de campos de exterminio. La recepción de algunos de los planteamientos de Homo sacer (1995) de Giorgio Agamben parece haber tenidos curiosos efectos en la versión latinoamericana del debate sobre la Shoa. Quedan por fuera de consideración el tema de los campos de exterminio como recaída en la barbarie primitiva −punto de culminación de la modernidad industrial capitalista, lo mismo que el aspecto histórico de la cuestión con la periodización especial que ha sido objeto de investigación cuidadosa por parte de Timothy Snyder en Bloodlands (2010)–. Sobre todo la concentración en la “Solución final” como aspecto preponderante de las actividades del Dritten Reich en el oriente de Europa después de la derrota en Stalingrado. La alusión a las cámaras de gas que comenzaron a funcionar desde 1943 es clara: en la casa cerrada la noche flota como un “gas letal” (262). En The Killers en la ciudad de Summit, dos gangsters esperan en un local al sueco Ole Andreson para asesinarlo. Andreson no llega, los gangsters se van. Nick Adams corre del local al hotel en donde está el sueco a avisarle. La frase de Andreson es: “It’s too damned awful”. Awful es el término clave: “atroz” o que “sobrecoge”, y se queda apático en la habitación a esperar que suceda lo que tiene que suceder, prisonero del fatalismo de un sistema con incomprensibles reglas de juego (Hansen: 276). Pero no es él, Nick Adams es el héroe de esa short story de Hemingway, enfocada en su iniciación. Ser adulto es comprender que “el mundo es así”, la experiencia que hace Adams allí es su iniciación en el mundo, la consecuencia que extrae es irse de esa ciudad (Summit es, por lo demás, la ciudad de The Ransom of Red Chief de O. Henry, pseudónimo de William Sydney Porter, en que el padre de las short stories norteamericanas destinadas a magazines (Long), parodió los relatos de gangsters). En “Últimos atardeceres” hay juegos intertextuales semejantes, que se pueden asumir y cambiar en la lectura, con una diversidad de textos: la fábula de Augusto Monterroso en La oveja negra y demás fábulas (1969), sobre la rana que entrenaba sus ancas para conseguir ser la rana más rana de todas las ranas, pero al final esas ancas saben a pollo; los devoradores amantes de Sotto il sole giaguaro (1986) de Italo Calvino con la masticación y asimilación del cuaternario, de reptiles iguánidos y huevas de quelonios, “el proceso de digestión y asimilación del canibalismo universal que (...) anula los confines entre nuestro cuerpo y la sopa de fríjoles, el huachinango a la veracruana, las enchiladas... (Calvino: 56-57). Y hay igualmente relaciones intermediales, rasgo que se advirtió en los inicios de la investigación sobre Bolaño (Rincón, 2002). La que va a legar a la casa cerrada no es “L’aurora di bianco vestita”, de la “Mattinata” de Ruggero Leoncavallo que cantan

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los tenores. La intermedialidad toma a la muerte, en su figuración pública y convencional mexicana de la alegórica Calavera catrina vestida de blanco, desde el mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la alameda (1947), para llevarla, con una sombra más oscura que la noche, al patio de tierra de la casa cerrada, en una narración que es todo, menos una local-colour story. Allí B experimenta la ambigüedad Eros-Thanatos y como tal esa alegorización femenina se sienta al final a examinar las cartas del juego que ganó el padre de B, a pesar de ser cartas marcadas. Es este el punto en que culminan en la short story enfocada en la iniciación de B, la tensión en la relación de este con su padre, y la tensión narrativa de que es portador el ex clavadista que mete al padre en la trampa de la casa cerrada donde debe ser esquilmado. En ese punto de simetría del diagrama narrativo la casa no es en manera alguna el lugar de la hospitalidad y el amor. Pero como momento fundamental en que culmina involuntariamente el ritual degradado que debía concluir a la separación y la madurez adulta de B, el clímax precipita un vuelco. El reconocimiento del exilio que experimenta como soledad ineludible se desdobla en una decisión en que se funden un patrimonio de verdad ética elemental, el vínculo más esencial de las solidaridades primarias y lo que sostenía las acciones heroicas en la literatura: B no está solo. La pelea puede tener consecuencias de muerte, y el clímax del desenlace se transforma en final abierto. Ese es el nuevo arte de escribir pastiches de Roberto Bolaño: “Comienzan a pelear” (264).

Excurso final anticlimático B también piensa que el callejón no tiene salida Como asunto no de forma sino de color y su paso de la pintura a la ficción narrativa, es como lo mostró Carlos Rincón en el caso de las nubes que ve Sofía en El siglo de las luces (1963) de Alejo Carpentier (15-16), las nubes son uno de aquellos casos que permiten replantear con nuevo rigor la cuestión de la relación infinita entre lo visible y lo articulable. Ese no es, sin embargo, el objeto de este excurso final anticlimático. Sigue más bien una invitación formulada de paso por Bolaño en su discurso de recepción del Premio “Rómulo Gallegos” en Caracas el 2 de agosto de 1999. Bolaño terminó la parte inicial hablando de sus cómicas confusiones entre Venezuela y Colombia en una conferencia, fruto de una dislexia no diagnosticada. Contó entonces lo siguiente: (...) y cuando yo salí, acompañado por el poeta mexicano Mario Santiago, que siempre iba conmigo y que seguramente se había dado cuenta de mi error aunque no me dijo porque para Mario los errores y los gazapos y los equívocos eran como las nubes de Baudelaire que pasan por el cielo, es decir que hay que mirar pero no corregir (...) (33).

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No es un gazapo. ¿Es un canguro? Más bien miremos las nubes. El volumen con el título Antología de la poesía surrealista de lengua francesa. Estudio preliminar, selección, notas y traducción de Aldo Pelligrini, ha tenido cuatro ediciones. En la última de ellos publicada en 2012 por la editorial Argonauta “dirigida por Mario Pellegrini”, una Nota del Editor da los datos siguientes sobre esas publicaciones/ediciones: La edición original fue publicada en Buenos Aires, en 1961, por la Cía. General Fabril Editora dirigida por Jacobo Muchnik. Veinte años después, en 1981, durante la dictadura militar en la Argentina, la obra se reeditó en España con el sello de Editorial Argonauta, sello que por esos años rescatamos del olvido y logramos refundar en la ciudad de Barcelona. Para esa edición actualizamos parcialmente la información bibliográfica de los poetas seleccionados, y se introdujeron unas pocas correcciones realizadas oportunamente por el propio traductor en la versión de algunos poemas. En las reediciones posteriores, impresas nuevamente en Buenos Aires, intentamos preservar en todos los casos el formato y el diseño original. Sólo se incorporaron nuevas fotografías y se reemplazaron otras cuando la calidad de reproducción de las mismas así lo aconsejó (7).

La edición de febrero de 2012, que se designa como “tercera”, lleva en la portada y la contraportada fotografías de Man Ray de 1933-34. Incluye también un retrato fotográfico sin fecha de Aldo Pellegrini hecho por Mario Muchnik. En la página 228 aparece esta noticia, encabezando la selección de tres poemas de “Gui Rosey”: “Nació en París el 27 de agosto de 1896. Colaboró con los surrealistas desde 1932. Fue visto por última vez en Marsella en 1941, entre los surrealistas refugiados que esperaban partir de Francia. Desde entonces no se tuvo más noticia de él”. Las fotografías que se reproducen en esa edición fueron seleccionadas por Laura Pellegrini. La fotografía de “Gui Rosey” es una des las dos impresas en el envés de una hoja en papel satinado que hay entre las páginas 232-233, la misma incluida en la primera edición de 1961 de la Compañía General Fabril Editora de Buenos Aires. En las bibliotecas universitarias de filogía corrientes, y no solo y exclusivamente en la Bibliothèque Nationale en Paris, se encuentran como libros publicados por Guy Rosey entre 1932 y 1938, los siguientes: La guerre de 34 ans (Paris: Cahiers libres, 1932), Drapeau négre (Paris: Éditions surréalistes,1933); André Breton. Poéme épique (Paris: Éditions surréalistes, 1933); Les moyens d’existence. (Paris: Sagesse, 1938). También están, además, los publicados entre 1962 y 1969: Œuvres vives. Poèsies complètes. 2 vol. (Paris: José Corti, 1962-1963), Signes de survie, con “frontispiece” de René Magritte, y Electro-magie (Paris: Visat, 1969). De la bibliografía ya numerosa sobre la retirada en 1940-41 de poetas, artistas, intelectuales vanguardistas hacia Marsella, la historia de la Villa Aire Bel, y la persona y las actividades del admirable Varian Fry, se han establecido los nombres de quienes, entre los surrealistas, obtuvieron

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visados para salir de Francia y quiénes no. O de quienes cercanos o sin relación con el surrealismo murieron. Entre ellos están Robert Rius y el director de teatro Sylvain Itkine. Los dos, con contactos distintos, se unieron a la Résistance. Rius, surrealista desde 1938, fue apresado en 1944 por la SS en el bosque de Fointaineblau, torturado y ejecutado con personas del grupo de que formaba parte. Itkine detenido por la policía de Vichy, fue entregado a la Gestapo, torturado y asesinado. Entre los que habían ido a Marsella y no consiguieron visas, hubo un pequeño grupo que se replegó a la Provence, en donde cada uno por su lado se “encaletó” mientras continuaba la guerra. Uno de ellos fue precisamente Guy Rosey. La leyenda sobre su suicidio o su desaparición forzada comenzó a circular con fuerza en el círculo de André Breton entre el regreso de este a Paris en la primavera de 1946 y su primera aparición pública en junio de ese año en un acto en honor de Antonin Artaud. Las cosas dejaron de confundirse solo cuando Rosey se presentó en 1961 a la oficina de la revista Le Brèche, que Breton dirigía nominalmente. Para obtener información exacta sobre Rosey no es necesario por eso consultar los catálogos y fondos de la Bibliothèque Jacques Doucet, frente al Panthéon en Paris. Basta con mirar obras disponibles en bibliotecas tan difundidos como el Dictionaire général du Surréalisme et ses environs, dirigido por Adam Biro y René Passeron, publicado en primera edición en 1982, por las Presses Universitaires de France. En la página 369, entre la entrada dedicada a La rose publique, el libro de poemas de 1934 de Paul Éluard, y la dedicada a Roger Roughten, poeta y crítico irlandés que publicó desde 1936 su Contemporary Poetry and Prose, está la entrada que traduzco enseguida. Aparece firmada con las iniciales de G (érard) Le(grand), en 1982 encargado de cursos en la Université de Paris I. Rosey, Guy [1896, Paris] Poeta sur. En 1932 G. R. adhiere al grupo parisino, del que sigue siendo hasta la guerra uno de los miembros más asiduos. En 1941 vuelve a encontrar en Marsella a Breton y Péret, después “desapareció”, hasta el punto que diversas leyendas circularon sobre lo que había sucedido. De hecho, obligado a enterrarse en Provence para escapar a las persecuciones racistas, se convirtió enseguida en “agente de importaciones” por cuenta de un comerciante checoeslavaco, y recorrió Europa con la condición de no ir nunca a Praga. Solo fijó de nuevo su residencia en Francia en 1960, y emprendió la reedición de sus antiguos poemas, retocados a veces de manera discutible, agregándoles otros además, que dan testimonio en su conjunto del mantenimiento de sus grandes recursos. Personalidad secreta, inclusive sombría, ha asimilado el llamado automático y el recurso a metáforas de apariencia onírica, para la expresión de un romanticismo personal, en donde acentos libertarios y alusiones eróticas se atrevieran a un encantamiento por lo común pesimista, un poco metafísico en tal o cual giro (“Nous les puissants voisines du néant (...)/Nous sommes des ludions agités par l’esprit de conservation dans un bocal où on respire l’alcool de l’éternité”).

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Con la esperanza vaga de que páginas de internet como “http:// surrealists.angrypolymath.com/index.php?title=Gui Rosey” y otras, tengan una referencia distinta a: Aldo Pellegrini. Antología de la Poesía surrealista. (La misma que en “Últimos atardeceres”, está dicho, leía B).

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