EL AVIÓN. Óscar Márquez Sánchez. Escritura Creativa, 24 de febrero de 2010

EL AVIÓN Óscar Márquez Sánchez Escritura Creativa, 24 de febrero de 2010 EL AVIÓN – Óscar Márquez Sánchez Esa noche había dormido muy poco y al lle
Author:  Hugo Ávila Ortíz

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EL AVIÓN Óscar Márquez Sánchez Escritura Creativa, 24 de febrero de 2010

EL AVIÓN – Óscar Márquez Sánchez

Esa noche había dormido muy poco y al llegar ni siquiera me percaté de que la sala de embarque estaba prácticamente vacía. Aquella señorita, debidamente uniformada y concentrada tras el mostrador, y yo mismo, sentado en una butaca entre somnoliento y ausente, constituíamos la única población de aquella apartada zona del aeropuerto. —La compañía Air Frontiers anuncia la salida de su vuelo AF0700 a Vorpel. El embarque lo realizarán en primer lugar los pasajeros con asiento entre las filas 14 y 29. Rogamos tengan a mano su tarjeta de embarque y un documento de identidad... No pude evitar el sonreír mientras atendía interesado a su bien aprendido y procedimental mensaje. ¡Qué disparate, pero si no había nadie más que yo en aquella sala! Todavía me resultó más divertido y a la vez extraño, cuando una rutilante sonrisa se desplegó en su cara para pedirme amablemente que esperara a un lado, ya que mi asiento correspondía a la fila número 9. La entrada en la aeronave fue todavía más sorprendente. Otra sonrisa femenina, tan inapelable como la anterior y sumamente desacorde con unas horas tan tempranas, me abrió paso hacia el interior de una cabina completamente desierta. Ocupé mi asiento y fui el único en hacerlo porque nadie más entró por aquella puerta. Albergué la inocente esperanza de que un grupo de ruidosos turistas apareciera en el último instante y en tromba por aquel pasillo, pero no sucedió así y mi cara se tornó, una vez más, en una mueca de manifiesta y risueña perplejidad. —A continuación les haremos una demostración de seguridad en vuelo. Rogamos presten atención a las indicaciones que realizará nuestro personal de cabina... Resultó curioso ver cómo la azafata que me recibió en la entrada impartía las habituales instrucciones a los pasajeros de las filas 1 a 14, o sea, a mí en exclusiva, mientras que la que antes se encontraba en el mostrador de tierra y que había aparecido tras de mí como por arte de magia, lo hacía frente a la imaginaria audiencia de las filas 14 a 29. Ciertamente, no podía dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo, ¡Qué profesionalidad tan férrea y absurda! Ni siquiera esto pudo alterar mi habitual y defensiva costumbre de dejarme acunar por la aterradora maniobra de despegue, de manera que caí profundamente

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dormido en tan solo unos minutos. Entre sueños pude reconocer los típicos avisos sonoros y luminosos que indicaban que ya estábamos en pleno vuelo, y también, de una manera algo más confusa, supe que los carritos de catering recorrían arriba y abajo aquel pasillo para concluir con su habitual servicio. Estando yo en el país de los sueños, asumo que no fue un gran negocio. Fue un poco más tarde cuando desperté y me enfrenté con la absoluta soledad en la que llevo viviendo durante no sé bien cuánto tiempo. Y es que en ese avión, aparte de mí ya no había absolutamente nadie. Desaparecidas de manera inexplicable mis dos amables y misteriosas compañeras, me encontraba a solas con un aparato completamente equipado y en plácido vuelo a no sé qué destino. Mi comportamiento a partir de aquel instante pasó por diferentes fases que, analizadas ahora en el tiempo, y asumo que también en la distancia, considero lógicas y razonables. Primero una inicial de curiosidad e investigación, en la que parecía querer evitar ser víctima de una broma pesada, experimentando para ello con todos los artilugios electrónicos y mecánicos que encontraba en aquella nave. Esperaba así que al final alguien me llamara la atención por tocar donde no debía. Algo que nunca sucedió. Más tarde vino una fase de transición en la que iba continuamente de la desesperación al pánico y viceversa, mirando debajo de los asientos, en el interior de los lavabos, en los armarios y en los falsos techos, que imaginaba me conducirían a secretas dependencias donde encontraría la razón de todo aquel sinsentido. Pero nunca encontraba nada, y era justamente después de esos fracasos cuando lloraba, gritaba, corría y golpeaba cuanto encontraba a mi paso hasta quedar completamente extenuado. Pensé también muchas veces en abandonar del todo y destrozar alguna ventanilla que finiquitara una situación tan angustiosa. La verdad es que nunca tuve valor para hacerlo, siempre con la esperanza de que todo tendría una explicación y una solución final aunque no fuese lógica. Finalmente, todo se recondujo hacia un estado en el que coexistían grandes momentos de profunda meditación, en los que imaginaba fantásticas resoluciones del enigma, con grandes depresiones que me mantenían dormitando durante largos espacios de tiempo. Periodos que, honestamente, nunca pude o supe cuantificar adecuadamente. Y esa es la situación en la que ahora me encuentro. Un día tuve la feliz ocurrencia de escribir mis meditaciones. Como no encontré ni papel ni bolígrafos, algo que no me sorprendió lo más mínimo dada mi tremenda desgracia, la alternativa fue realizar largas charlas y disertaciones a través de los interfonos que la tripulación debió de usar en otro tiempo, si es que en realidad lo hubo. Como esta misma que ahora hago y que espero alguien esté escuchando o llegue a escuchar algún día. Se trata de una actividad que me reconforta y ayuda mucho, aunque a la vez temo que me lleve a la más completa de las locuras. Debo de llevar aquí varios años encerrado y aparentemente en continuo vuelo, pero no parezco envejecer en absoluto. Es curioso porque además nunca tengo hambre, ni sed, ni necesidades físicas que condicionen mi vida en este aparato. Nunca he conseguido acceder a la cabina de pilotos, pero por la mirilla puedo ver

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que allí tampoco hay nadie. Durante largas horas observo que los mandos se mueven solos con una suavidad tal que parece que unas manos imaginarias los manejaran con gran pericia, haciendo que el vuelo sea siempre tranquilo y sin sobresaltos. El cielo siempre tiene el mismo color gris oscuro, moteado a veces de pequeñísimos destellos blanquecinos, y nunca se adivina nada a lo lejos. Cuando estoy cansado o triste siempre vuelvo a mi sitio en la fila 9 y allí duermo y me tranquilizo como un niño en su cuna. Cuando despierto siempre lo hago con la ingenua esperanza de que todo esto va a acabar y llegaré a Vorpel, mi ansiado destino. Allí volveré a ver a mi familia, a mis amigos y a mis compañeros. Pero eso, en esta interminable pesadilla, nunca sucede.

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EL FIN DE LOS TIEMPOS Óscar Márquez Sánchez Escritura Creativa, 24 de febrero de 2010

EL FIN DE LOS TIEMPOS – Óscar Márquez Sánchez

Primero desaparecieron las hormigas. Una noche de verano, como tantas otras, en la que disfrutábamos de algo de frescor sentados afuera en la calle, nos dimos cuenta de que ya no estaban. Un poder de observación desconocido hasta entonces nos alertó de que ya no contábamos con su diminuta y laboriosa presencia, con sus continuos y metódicos movimientos, con sus interminables filas de dedicación y trabajo. No recuerdo haberles prestado nunca una atención especial, ni que fueran el objeto de alguna de nuestras conversaciones, pero lo cierto es que de repente nos sorprendió echarlas de menos. Pero no fuimos los únicos. Sí recuerdo en cambio que muchos científicos comenzaron a estudiar el fenómeno en diversas partes del mundo. Ninguno encontró una explicación plausible, ninguno descubrió por qué habían dejado sus hormigueros, por qué no habían dejado rastro alguno de su existencia. Tampoco hubo demasiado espacio ni tiempo para la desazón, ya que pronto su investigación se vio alterada por la desaparición paulatina del resto de las especies, de menor a mayor, sin atropellos, sin sobresaltos, siguiendo un inapelable y riguroso orden que pareciera haber sido diseñado por una inteligencia superior. «Divina», dijeron algunos. A las hormigas les siguieron inexorablemente el resto de insectos y pequeños seres del submundo invertebrado; moscas, mosquitos, arañas, gusanos, chinches, cucarachas... Después otros animales igualmente molestos y de denostada reputación para y entre los humanos; ratones, ratas, sapos, ranas, serpientes, lagartijas, y lo mismo sucedía en otros países con las especies allí más habituales. Todos ellos dejaban un pequeño vacío en el mundo y todos, unos más que otros, provocaban momentáneos alivios entre una población que incluso se alegraba de perderlos de vista. Y aunque la suma de todas estas desapariciones alimentaba un creciente misterio y desasosiego, la alarma general no se desencadenó hasta que nos abandonaron las especies más grandes y de trato más cercano. Un día los perros dejaron de ladrar, los gallos se esfumaron con sus cantos matutinos y los pájaros limpiaron nuestros cielos, creando a cambio un silencio extraño e insoportable en parques, campos y bosques. Los zoológicos, mientras tanto, fueron perdiendo poco a poco su población hasta quedar completamente mudos y vacíos.

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Lo más curioso es que nadie contaba haber presenciado una de aquellas desapariciones. Tras cada nuevo descubrimiento, radios, televisiones y periódicos se afanaban en dar cumplida información sobre tan sorprendentes acontecimientos, pero, en realidad, nunca se mencionó a un testigo de los hechos. Además, pasado un tiempo de aparente pánico colectivo, a nadie parecía importarle demasiado, era como si nuestros entendimientos hubieran sido nublados por un invisible pero a la vez denso velo que nos impedía pensar más allá de lo escrito el día anterior en los diarios o en las imágenes de nuestros televisores. Las cosas pasaban sin más y todos, asumida la novedad, mirábamos hacia otro lado. Hasta que a la mañana siguiente una nueva noticia similar salía publicada en los medios. Si bien parecía ser que todo el mundo asumía los hechos como consumados, no faltaban los ruidosos agoreros que anunciaban el fin del mundo y que argumentaban cómo esta u otra señal confirmaba los presagios y profecías previamente anunciados en libros que databan de épocas remotísimas. Mientras tanto, los científicos, muy activos al principio, permanecían callados y estupefactos por el devenir de los tiempos y solo algunos más avispados empleaban su gran notoriedad y conocimientos para participar en programas divulgativos de dudosa intención y jugosas ganancias. Gurús del esoterismo y escritores de ciencia ficción asumieron su papel y gran parte del protagonismo en los medios, creando todos ellos un amplio debate mundial que nos mantenía absortos en sus batallas dialécticas, a la vez que distraídos de lo que en realidad estaba sucediendo. Algunos argumentaban que este mundo era un simple tablero de juego donde nuestras vidas estaban a merced de las voluntades y caprichos de seres superiores. Al parecer, un repentino cambio en el ánimo de éstos había desatado una serie de jugadas y estrategias inesperadas, que acabaron provocando una catarata de acciones y reacciones que amenazaban con un fin prematuro de la partida. Nada podíamos hacer contra eso, solo esperar a que la fortuna y el tiempo devolvieran la tranquilidad al juego. En esa línea los había que decían que la Tierra era un gigantesco laboratorio donde infinidad de mecanismos eran dispuestos en diferentes configuraciones con el objetivo de investigar sobre la evolución y desenlace de cada una de las posibles combinaciones. Nosotros, impertérritos, ignorantes de nuestro mero papel de cosas, estábamos siendo testigos y parte activa de uno de esos experimentos, en el que las variables de contorno estaban cambiando ahora bruscamente para dar origen a uno nuevo. Otros, en cambio, se remontaban al argumento de películas de ciencia ficción harto conocidas, rescatando su trama y adaptándola a cada una de las situaciones, con lo que acababan encontrando explicaciones suficientemente creíbles para cada nuevo suceso. Entre ellas se contaba una que hablaba de una especie de fecha de caducidad inscrita en el ADN de cada ser, al parecer responsable último de su volatilización espontánea. Un código que si conseguíamos descifrar y manipular nos permitiría gestionar a voluntad el destino de cada uno de los seres vivos. El secreto

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de la inmortalidad, decían con altiva solemnidad los defensores de la sorprendente teoría. Por supuesto que la religión tuvo un espacio en esta historia. Las doctrinas tradicionales no supieron encontrar una explicación a los hechos que fuera del todo afín a sus preceptos y orígenes, dejando en la fe ciega y el estoicismo la solución final a todo el problema. Sin embargo, surgieron muchos otros movimientos que, bien mezclando diversas ideologías, bien creándolas completamente de nuevo, hablaban de la ira de los dioses, del cambio de los tiempos y del orden de las cosas, del cumplimiento de las leyes universales y de la llegada inminente de los últimos días, en los que tendría lugar la destrucción total del mundo. Pero finalmente, las religiones tampoco acertaron a dar cobijo a los asustados, seguramente porque ya no había nadie que creyera realmente en ellas, porque para creer hacía falta una fe que ya todos habían perdido. Las cosas cambiaron realmente cuando ya solo quedamos nosotros, los humanos. Muchos alimentos básicos empezaron a escasear y fueron sustituidos por sucedáneos artificiales de origen químico que hacían que las comidas perdieran los sabores a los que estábamos acostumbrados. Con los olores pasó lo mismo, todos nuestros registros anteriores se confundieron en un gris aroma que impregnaba todos los sitios y todas las cosas. Y no solo fue la comida, otras muchas cosas también mutaron en forma y esencia. Desaparecieron las granjas y los animales domésticos, millones de personas perdieron sus trabajos y otros tantos su única compañía. En algunos lugares del mundo poblaciones enteras perecieron al carecer de su más importante sustento y medio de vida. La gente devoraba libros, películas y documentales de animales, llorando su ausencia, o llorando más bien por no saber cuándo les tocaría a ellos ni qué era eso que les tocaría. La vida cambió para todos, y muchos la cambiaron por la muerte. Para ese momento las grandes instituciones y gobiernos del planeta habían ya acordado realizar importantes proyectos de investigación para evaluar el impacto futuro y tomar acciones preventivas cuanto antes. A nadie le importaba ya el origen de los sucesos, simplemente proteger la existencia de la especie humana. Todos aquellos proyectos y comités resultaron ser a la larga mucho menos efectivos que las grandes corporaciones industriales, que pronto lograron encontrar las soluciones que cubrirían las necesidades de todos los habitantes del mundo y, sobre todo, las suyas propias; un enriquecimiento desmedido y despiadado. Todas nuestras costumbres se modificaron y, como estaba planeado, todos estuvimos de acuerdo y pusimos nuestra satisfacción, ilusión y dinero al servicio de la causa. Nuevas formas de vida para unos, nuevas formas de malvivir para otros, cada vez más cambiantes y exigentes, incrementando la velocidad del rulo en el que todos, como si fuéramos esos añorados ratones que habían desaparecido, dábamos vueltas y vueltas, cada vez más rápido, sin apenas movernos del sitio. También aparecieron nuevas enfermedades y muchos debieron abandonar por ellas, y dejaron de correr para siempre, reventados por la intensa y descabezada carrera. Nuestros cuerpos y nues-

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tras mentes creían tener a su alcance todo lo necesario para sobrevivir y permanecer en la rueda de un mundo donde no había nada que mereciera la pena ser vivido o sentido. Y digo esto porque los sentimientos desaparecieron mucho antes que las hormigas. Desaparecieron cuando dejamos de amar a nuestras parejas y amigos, cuando sin apenas reparos enajenamos a nuestros hijos en manos de otros educadores, convenciéndonos de que lo harían mucho mejor que nosotros, cuando perdimos todo atisbo de compasión y agradecimiento por quien no hizo eso con nosotros, por quienes, con todos sus defectos, nos amaron y se amaron entre ellos. Y lo peor es que ninguna celebridad científica, mediática, política o religiosa se cuestionó sobre este tema ni alertó sobre lo que estaba sucediendo. A ellos también les pasó. Simplemente dejamos de amarnos y respetarnos, y ni siquiera nos dimos cuenta. La señal inequívoca del fin de los tiempos llegó cuando a todos nos encerraron en centros especializados para nuestro tratamiento. Un tratamiento que nadie sabía por qué se aplicaba, cuánto duraba ni qué efectos tendría. No fue una opción, nos vinieron a buscar y nos llevaron sin explicaciones. Con el tiempo incluso los médicos, enfermeros y otros asistentes acabaron enfermando y decían estar a su vez recluidos con nosotros, obligados a atendernos y a su vez a tratarse ellos mismos con medicamentos similares a los que nos proporcionaban. Después, no tardaron en actuar con una evidente desgana, víctimas, digo yo, de su implacable y absurdo autoenvenenamiento. Dejaron entonces de existir los periódicos, las revistas y los programas de televisión, conduciéndonos a gran velocidad a una oscuridad informativa que nos precipitaba aun más allá de nuestra supuesta enfermedad. Alimentados de aquellas odiosas pastillas y consumiéndonos cada vez más en nuestras angustias y depresiones, solo esperábamos desaparecer como antes lo habían hecho el resto de seres vivos; sin previo aviso y lo antes posible. Cada vez son más las horas que paso en mi cama semiinconsciente, atado de pies y manos para evitar que yo mismo acabe con este sufrimiento. Mi mente está contaminada por multitud de drogas bebidas o inyectadas. He perdido la noción de lo que pasa y la memoria de lo que pasó algún día. No sé quién soy pero sí que no quiero estar aquí. El problema es que ya nadie me hace caso ni escucha mis palabras. Tengo la sensación de que todos nosotros avanzamos en una procesión silenciosa, colectiva y solidaria, donde contradictoria e incompresiblemente, ya nadie acompaña a nadie.

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LOS QUE NUNCA ME AMARON Elena Córdova Fernández Escritura Creativa, 24 de febrero de 2010

LOS QUE NUNCA ME AMARON – Elena Córdova Fernández

Todos los amores contaron, todos sumaron pincelada a pincelada a mi lienzo. Pero fueron aquellos hombres, los que no me amaron, los que me hicieron ser mejor. Creo que soy como una buena parte de las mujeres cuando amo. Mi madre, por ejemplo, fue una excelente pianista en su juventud, pero convirtió el piano en una mesa más de nuestro comedor para transformarse en un foco, como esos que proyectan su luz sobre una obra de arte, mi padre en este caso, y cuyo éxito está en que nadie repare en ellos. Cuando me decía: «hija, qué pena, vas a ser como yo», yo no sabía a qué se refería. Pero acabé por hacerlo cuando me separé de mi segundo marido y tuve que rebuscar en los cajones de mi conciencia a ver dónde me había quedado yo en todos esos años de jardinear por la vida de otro para hacerla más frondosa, mientras mi propia vida parecía salpicada de barro y arañada por las espinas. Sí, yo amo como una idiota. Perdí mi ocasión de estudiar en el extranjero, como mis amigas, de hablar correctamente inglés, de ver el mundo, para ser la novia ramplona de José Ignacio, un chico bien y un chico mono, absolutamente corto en todas las manifestaciones de lo intelectual y lo físico. Yo le quería y me soñaba a su lado como una esposa con ligero sobrepeso y expresión de feliz matrona. Pero mi novio, después de cinco años de mansa y ordenada sordidez, me dijo que yo le resultaba francamente aburrida. Y para mi pasmo hizo emerger unos (para mí desconocidos) atributos personales, que rindió ante Dorita Bueyes, que acababa de venir de París, terminada su beca, envuelta en glamour y respirando ciencia. Aquello me dejó estupefacta, más dolida que desengañada sentimentalmente. A mamá le dio igual porque pensaba que José Ignacio era una demostración de que un golpe que me di en la cabeza montando en bicicleta de pequeña, realmente me dejó secuelas, pero papá el pobre se sintió ultrajado y me mandó lejos, a olvidarme de todo y a que, a ser posible, los conocidos y amigos se olvidaran también y dejaran en exposición a sus hijos para futuras alianzas. Ñoña como yo era, muerta de miedo viendo en ello el camino al patíbulo, me subí en un avión y aterricé en Bélgica, a pasar un año sabático con mis tíos. Como no sabía francés, mi tía Pili me apuntó a una academia. Y allí conocí a Jesús.

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En la clase había varias chicas de mi edad, una japonesa, dos españolas, una alemana, además de otros alumnos. Y mientras esperábamos que la clase comenzara, ellas aguardaban con los ojos en la puerta y la expresión de una manada depredadora. Cuando entró Jesús dejaron de oírse cinco corazones, detenidos en su figura de capitán de un ejército de cuento. Uno de ellos era el mío. Al salir de la academia Jesús nos llevaba por la calle arracimadas, en una lucha silenciosa por llamar su atención, pero era él quien tenía la nuestra secuestrada, con su elocuencia, con su gracia, con ese peculiar deje asturiano que se le escapaba. Era tan seductor como ajeno a su propio magnetismo y eso le confería, si es que era posible, aún más encanto. Nos entretenía con sus bromas, se reía de sí mismo, cuya mala pronunciación y manejo del idioma siempre daba alguna anécdota que contar. Por acercarme a él mejoré tanto mi francés que mi tía llegó a sugerirme que orientara mi vida hacia las lenguas, para las que se había descubierto en mí tanto y tan súbito talento. Leí los libros que sabía que él había leído, solo por la oportunidad de comentarlos juntos. Aún hoy, cuarenta años después, puedo sentir cómo el pecho se queda sin aire suficiente con la sola evocación de sus títulos, como si viajara en el tiempo. Sus manos no llegaron a tomar contacto con mi piel, ni sus ojos se detuvieron en los míos más de lo imprescindible. Cuando superando todas mis limitaciones le dije que lo quería, se limitó a mirarme con simpatía y a decirme que lo sentía mucho. Solo eso: «lo siento, bonita». Quedaba sobreentendido todo lo demás. No me amó, ni mucho, ni poco, aunque me entregó una amistad firme como una añosa encina, que toda mi vida ha sido una sombra donde aguardar que terminen las tormentas. Sigo enamorada, leyendo los libros que me envía, esperando sus cartas, imaginando que nos quedamos atrapados en ese día justo antes de mi declaración y que no sé aún si me quiere y que existe la esperanza. Pasado el tiempo y viendo que mi correspondencia con Jesús sería lo más cerca que estaría de él, abrí mi corazón para albergar otros romances. Vinieron otros amores, claro. Amores de los que se llaman ‘correspondidos’. Y yo no digo que no lo fuesen. Pero tras los primeros y felices tiempos, la historia era siempre la misma, la balanza se desequilibraba, me agotaba en una carrera desigual. Alimenté a los soñadores e idealistas, que no se acordaban ni de comer por entregarse a causas poderosas; apoyé a los ambiciosos, que agotados en sus escaladas se rendían en mis brazos y dejaban aparte sus preocupaciones; di seguridad a los que no la sentían, animé a los que no se atrevían y como un entrenador, enjugué el sudor de unos y avivé el espíritu de combate de otros, sin reclamar un espacio para mí. Cada vez que terminaba una relación era como si hubiera salido de un coma. Tenía que recordarme a mí misma quién era yo, averiguar qué quería y buscar la agenda de teléfonos para pedir a mis escasas amistades que obviaran mi prolongado descuido y me dieran asilo emocional. No era así con los amores desdeñados, imposibles, esquivos. Como el amor de Roberto.

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LOS QUE NUNCA ME AMARON – Elena Córdova Fernández

Después que mi último marido saliera de mi vida y con él sus habilidades culinarias, recordé que desde mis compañeras de piso a mis parejas, tras una semana conmigo, todo el mundo había aceptado gustoso cualquier solución que me alejara de los fogones. Mi incapacidad era genética, en mi casa siempre hubo ayuda doméstica y mi madre se jactaba de que en eso no cedió jamás, cacerolas, cebollas y salsas no eran un mundo en el que pretendiera entrar. En mi caso, la visión de una berenjena nunca estimuló mi imaginación ni para pintar bodegones. Así que, decidida a aceptar un reto, me apunté a un curso de cocina. Si primero me sorprendió que las mujeres del grupo acudieran tan arregladas para ir a hacerse vahos de coles y perfumarse con esencia de ajo y cominos, cuando conocí al profesor se despejaron todas las incógnitas. Desde su pelo canoso hasta sus manos hechas para amasar muchas más cosas que la base de un hojaldre, aquel hombre podría haberse escapado de un tórrido sueño de siesta. Soy poco original, así que no tuve otro remedio que parpadear estupefacta y poner mi corazón de rodillas. «Ya estás algo mayor para ser diana de estos flechazos, guapa, pero felicidades porque si tus ojos tienen patas de gallo, sigues mirando el mundo como una colegiala», me dije. Rehusé no obstante ponerme tres capas de máscara en las pestañas y adornarme como el brujo de una tribu y decidí dedicarme únicamente a la adoración del salmón marinado y las claras montadas, con solo esporádicas miradas a la espalda del profesor, que las merecía. Mas la propia Démeter debió de picarse con Afrodita o tal vez las dos la tomaron conmigo. ¿Qué teníais contra mí, caprichosas? Tan pronto era su mano cogiendo la mía, para ayudarme a remover un guiso, sin razón que lo justificara, como su aliento en mi cuello susurrando «se te está quemando el sofrito». No es que sea una frase como para despertar furor, pero los oídos son un órgano erótico, para quien no lo sepa. Cualquier cosa susurrada en un oído parece una invitación a una existencia más gozosa. El resultado era que mis platos parecían salir de una fundición y mi alteración nerviosa era tal que parecía un perro de caza. Pero aprendí, aprendí a cocinar, a imitar el movimiento de sus muñecas soñando encadenarlas algún día, a desnudar las patatas pensando en desabrochar su camisa, a subir el soufflé como metáfora de un abrazo que culminara en un largo suspiro. Empuñando un cazo de servir le reté a duelo: —Me estás escaldando viva, Roberto, así que dime si mi suerte va a ser acabar hecha puré o me vas a quitar de una vez las plumas. Él se rió. —Eres tan original como tu forma de cocinar. —Soy original en muchas cosas. ¿Lo tuyo es originalidad solamente o... ? Levantó la vista. Con los brazos en jarras miró a un horizonte por encima de mi cabeza. Suspiró. —Tal vez... me gusta jugar. Nada más.

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—Nada más. —Nada más. —Y yo ¿qué? ¿puedo jugar a algo o me dejo utilizar? —Tú misma. Jugué a resistirme, jugué a no pensar, jugué a abandonarme pero sin dejar de mirar la cebolla que se estaba pochando. Jugase a lo que jugase era igual, doloroso, hirviente. Y se había colado en lo más básico y elemental, en la comida, así que tenía ocasión de tenerle permanentemente en mis labios, en mi riego sanguíneo y en mis pensamientos. Ejercí de sacerdotisa de un culto a su persona cocinando plato tras plato, no sé si por sentir su presencia o para olvidarle. Engordé a toda mi familia. Yo no, porque no comía, no tenía ese tipo de hambre y sí, en cambio, pensaba en mi cintura, que tenía una cita con sus manos cuando venía a atarme el delantal, ritual al que se entregaba todas las tardes. «Déjame que te lo ciña», y lo cruzaba a mi espalda, me rodeaba con sus brazos y con el rostro apoyado en mi hombro, anudaba los cabos por delante. El infierno debe de ser así. Aprendí a cocinar, aprendí a imaginar por la línea de puntos, a prolongar el tiempo a mi antojo: cualquiera de sus encuentros era un brevísimo gesto, pero cada sección de un segundo se desplegaba como un abanico en mis sentidos. Estaba ebria sin beber, sedienta aunque bebiera. De un hombre que no me amaba fue de quien más pasión recibí. Hubo más hombres, enamorados, dispuestos a emprender proyectos de vida. Eran como islas donde reposar del cansancio de los otros amores, los no correspondidos. Ya sabía de antemano que no duraría mucho la bonanza y me entregaba sin miedo, disfrutaba el momento, porque antes o después me vaciaría y necesitaría acabar con ello. Sin pretenderlo, pero como una evolución irrefrenable, aparecería un amor imposible que me estimularía y conseguiría de mí otra metamorfosis. ¿Acabará este movimiento pendular? Temo a la soledad, como cualquiera puede hacerlo. Cada vez oigo más fuerte el ritmo del reloj. No pueden durar eternamente estos ciclos. Y cuando llegue el último, más que a la soledad, temo a una vida sin impaciencia, sin desvelo, sin pasión. Cuento ya muchos hombres que no me amaron. Los hombres a los que amé y me quisieron, no es que no dejaran huella, pero una vez desaparecido el amor, solo quedaron vagos recuerdos. A los que no me amaron les debo en cambio todo lo que he llegado a ser, por evitarme, por confundirme, por hacer que las horas parecieran eternas, por convertir sus ocasionales detalles conmigo en jeroglíficos que no podía dejar de descifrar, por abrirme senderos que no hubiera iniciado sin ellos... Presidieron, presiden mi vida, siempre. Están en todo lo que hago y merece la pena, tejidos a mis talentos, a mis ocios y mis ambiciones. Son todo cuanto soy, mis amores más auténticos.

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UNA FOTOGRAFÍA A CONCURSO María José Gutiérrez Miñana Escritura Creativa, 27 de enero de 2010

UNA FOTOGRAFÍA A CONCURSO – María José Gutiérrez Miñana

¿No os pasa que desde que la fotografía entró en la era digital os creéis dotados de una habilidad artística casi sobrenatural y os veis como una especie de Helmut Newton de andar por casa? Es normal, nos pasa a todos. Es porque hoy en día hacer una foto es como planear el crimen perfecto. Si al final, después de tener a tus amigos una hora esperando a que enfoques, muevas ligeramente la muñequita y dispares (esa es toda la complicación) el resultado es un bodrio... ¡Eliminar! «¿Está seguro que desea eliminar esta imagen? «¿Eeeh? ¡Que sí, que sí! ¡Pero ya! ¡Clic!» Y ¿qué pruebas quedan del delito? Ni Agatha Christie se lo montaba mejor... A mí, a pesar de todo, me hubiera gustado haberme instruido algo en la materia, a nivel formal me refiero, ya que hasta la fecha mi excesivo afán autodidacta me ha traído algún que otro problema. «—Señora ¿El catamarán lo quiere con patrón o sin él? »—No se preocupe, yo me haré cargo del timón. »—Pues lleve cuidado. Aunque hoy el mar está bastante en calma, en estas latitudes no se puede uno fiar. A partir del mediodía el viento sube bastante, así que mejor no se aleje mucho de la costa. »—Pero hombre ¡Que no pienso cruzar el atlántico! No se apure, si solo será un paseíto. Usted lo que tiene que hacer es encuadrarme bien en la foto. —Digo yo que si una se va hasta el Caribe, se monta en un barco, toma el mando de la nave y no queda constancia gráfica del momento ¿qué sentido tiene hacer todo eso? »—Pero ¿seguro que sabe manejarlo? »—¡Claro! ¿No le he dicho ya que crecí rodeada de barcos? »Preferí interrumpir la frase en ese preciso instante ya que si hubiera seguido hablando el final habría sonado algo así: “En casa tenemos cuadros de barcos por todas partes, resultan muy decorativos a la par que le infieren a una un aire muy mundano, como muy navy”. »—Por cierto caballero, una última cosita ¿Sería tan amable de dejarme las velas colocadas en la posición correcta y ya me encargo yo del rumbo?» El color blanquecino que de repente adquirió el mulatito debió alertarme del posible riesgo que entrañaba mi sugerencia pero, sinceramente, no supe interpretar adecuadamente la señal. Dejaré la historia en este punto y tan solo añadiré que

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determinados resorts turísticos deberían llevar más cuidado con la gente que contratan. El mundo está lleno de seres temerarios que le ponen a una en situaciones de extremo peligro sin ningún tipo de salvaguarda. Anécdotas como estas podría contar muchas pero, en esencia, lo que quiero transmitir es que vivimos en un mundo por el que transitan básicamente dos tipos de personas: aquellas que no salen de casa sin un mapa que oriente sus pasos a cada momento y esas otras, entre las que me incluyo, que piensan que la sabiduría está en uno mismo y solo hay que saber qué teclas tocar para que el crecimiento personal fluya como un torrente en ebullición. Pero, a lo que íbamos. «Concurso de fotografía. Categorías: Gastronomía, Retratos, Blanco y Negro, Paisajes, Denuncia social y Descontextualización». «Descontextualización». Sin duda esa era mi categoría. Sacar de contexto las cosas siempre se me ha dado muy bien. Recuerdo un día, estando en casa cenando con mi exmarido —con el que cenaba por aquel entonces al no haber adquirido aún esa condición— se dirigió a mí y me dijo: —¿Cariño, me pasas la sal? Convendréis conmigo en que me lo puso muy fácil. —Te paso la sal y aprovecho también para pasarte los papeles del divorcio y que los firmes. Puedes hacerlo antes o después de condimentar las lentejas, eso es indiferente. Tal vez saqué un poco de contexto la situación, pero precisamente ese es el don, gracia y habilidad en los que pensaba cuando decidí en qué categoría quería postularme para el galardón. Empezar mi carrera fotográfica con un inapelable triunfo en un concurso del ramo me parecía una manera muy legal de introducirme en un nuevo medio y evitar futuribles acusaciones de intrusismo. Una vez aclarados estos pormenores, solo me faltaba equiparme adecuadamente y ¡clic!: obra maestra. —Primer premio para la señorita Graciela Martín de Esplugas. —¡Gracias, gracias! Es un honor... Se lo dedico a... bla, bla, bla. Tardé un poco en decidir cuál iba a ser el arma del delito pero finalmente opté regirme por criterios más de tipo estético y pragmático que por otras cuestiones, a mi modo de ver algo más accesorias, como por ejemplo el tipo de lente u objetivo que debería llevar la cámara. Una ultracompacta digital blanquita acharolada de ocho megapíxeles fue la elegida. En el caso, poco probable, que se truncase mi carrera como fotógrafa freelance, podría amortizar la compra en un crucero por el Mediterráneo en las vacaciones de Semana Santa. Cuando ya tuve todo el equipo listo me dediqué a pensar en la escena que quería inmortalizar. Estuve días dándole vueltas a qué situación, cosa, animal o persona iba sacar de contexto y congelar para la posteridad, pero no acababa de decidirme. Pensé en descontextualizar un beduino montado en un camello, colocándolo en medio de la Castellana un lunes en hora punta, pero no lo acababa de ver... Muchas complicaciones de tipo logístico, supongo. Otra descontextualización muy intere-

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UNA FOTOGRAFÍA A CONCURSO – María José Gutiérrez Miñana

sante sobre la que estuve meditando fue la de inmortalizar la celebración de la Pascua en una familia musulmana. Tras darle un par de vueltas pensé que tal vez acabase resultando una temática un tanto arriesgada y prefería empezar mi carrera ajena a todo tipo de polémicas. Creo que toda mi inspiración artística se estaba viendo demasiado influenciada por un viaje que recientemente había realizado a Marrakech, aprovechando una oferta de fin de semana, así que debía intentar depurarme y salir del círculo vicioso en el que había entrado mi naturaleza creativa. Ya estaba empezando a desesperarme ante la sequía de ideas en la que estaba sumida cuando, por fin un día, fruto de la más pura casualidad, di con la foto soñada. Era un viernes a última hora de la tarde, regresaba a casa tras una intensa semana de trabajo, hay que tener en cuenta que estábamos en plena campaña del «Llévese dos y pague solamente uno» y en las cajas del supermercado la actividad se vuelve frenética. Azorada por este y otros muchos temas que habitualmente rondan mi cabeza, colisioné de frente al intentar aparcar en la cochera que tenemos justo en la entrada de casa. Al instante, tras oír el estruendo que provocó mi torpeza, llegaron corriendo mis padres y mi tío Fabián a socorrerme y, como por arte de magia, sin ningún tipo de aviso, premeditación, ni alevosía, justo ahí, frente a mí, se me apareció la escena. —A ver papá, te he dicho que no te pusieras la corbata o ¿es que normalmente ves la tele con el traje de las bodas? —Hija mía ¿y no sería más normal que nos colocásemos en el salón? Frente al cuadro del tío Dionisio, que en paz descanse. Creo que quedaría mucho más elegante. —Mamá, si te pones en el salón delante del cuadro del tío Dionisio tendría que concursar en el apartado de «Retratos» y yo estoy en «Descontextualización», por lo que mi foto tendrá que ser cualquier cosa menos normal. Y no me hagáis perder el tiempo en temas técnicos que ni entendéis ni os interesan. —Bueno hija, algo podremos aportar. Yo por ejemplo sugiero que el tío se vista de paisano, ya que un cura vestido con sotana es de lo más normal y muy dentro de su contexto habitual, en este caso la Santa Madre Iglesia. —Vuelvo por enésima vez a explicar la escena y no admito sugerencias de ningún tipo, tan solo quiero que la hagáis vuestra y que al posar se vea cierta naturalidad descontextualizada. Tenemos un sofá de skay en una cochera, justo en el lugar en el que debería estar aparcado un automóvil. Se trata de una escena familiar muy típica en cualquier hogar. Papá en un extremo del sofá, mamá en el otro y el tío Fabián en el centro vestido de cura. Y ¿qué estáis haciendo? pues lo que hacen todas las familias cuando se reúnen: ver la tele. Me costó mucho hacerles entrar en situación, pero finalmente conseguí inmortalizar el momento. Mamá se empeñó en ponerse un tocado morado con una pluma de avestruz, aludiendo a que si ella dispusiese de un poco de tiempo libre se arre-

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Escritura Creativa, 27 de enero de 2010

glaría más para estar por casa. Los días pasaron lentos y yo ansiosa deseaba que llegara el momento en que se abriera el plazo para poder enviar la foto, en formato de tarjeta de memoria, como claramente indicaban las instrucciones. Mientras tanto algún acontecimiento social hacía que me fuera ejercitando en mi nueva labor. El cumpleaños de mi sobrino Lucas me tuvo muy atareada, que si «saca al nene soplando las velitas», que si «ahora, a la de tres, tiramos de la piñata y una sonrisita para la tía». ¡Qué pesadez! En este caso lo hice como una salvedad, por tratarse de la familia, pero no estaba dispuesta a que se me encasillase como fotógrafa de bodas, bautizos y comuniones. Por fin llegó el gran día. Las bases del concurso especificaban que la resolución se comunicaría de forma individualizada a cada uno de los participantes, indicando además las cuestiones más notables en las que se había basado la valoración final. Llegué a casa lo más rápidamente que pude y, como era de esperar, en el buzón se encontraba la carta que contenía la llave que me abriría la puerta de un nuevo horizonte. La misiva no podía ser más clara. «Señorita Martín, su fotografía ha sido altamente valorada por los miembros que conforman el jurado que debe resolver el VII Certamen de Fotografía Artística. Sin embargo, consideramos que la obra La tarta de Lucas debería haber concursado en la categoría de “Gastronomía”, por lo que lamentablemente hemos resuelto descalificarla por incumplimiento del punto cinco incluido en las bases que rigen este concurso. Sin más, reciba nuestro agradecimiento por su participación y un cordial saludo».

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LUGAR DE PRIVILEGIO Lourdes Mª González García Escritura Creativa, 27 de enero de 2010

LUGAR DE PRIVILEGIO – Lourdes Mª González García

«Fragor de batalla. Frío horadando mi piel. Mi garganta desgarrada por un grito. La espada escapando de mis manos. Violento golpe en la cabeza. El cielo encapotado de nubes grises. Silueta negra y enorme que se interpone en mi campo de visión. Oscuridad...». Se sucedían las imágenes en su mente. Las paredes bailaron de un lado a otro cuando intentó incorporarse. Tuvo que cerrar los ojos y abrirlos de nuevo muy lentamente. Se encontraba en un dormitorio enorme, rodeada de tanto lujo que le parecía estar soñando. Quiso levantarse de la confortable cama pero el dolor lacerante entre las costillas, bajo el seno derecho, la dejó sin aliento. Tocó la zona dolorida y notó un vendaje. Con movimientos más pausados buscó un espejo. No podía faltar en semejante lugar y en efecto, había uno en el que podría verse completa incluso de pie. Casi no reconoció su propio reflejo, tuvo que mirar hacia atrás por si hubiera alguien pero estaba sola. La belleza de su rostro se veía menguada por un par de acusadas ojeras. Levantó el camisón blanco que la tapaba hasta los tobillos y al quitar las vendas descubrió una herida profunda que cicatrizaba lentamente. —¡Estáis fuera de la cama! —Fue lo primero que escuchó tras la irrupción en la estancia por parte de una doncella no demasiado joven—. Deberíais descansar. Estáis muy débil aún. —No, por favor. Necesito caminar. —Sonrió levemente a la mujer—. Pero podríais ayudarme. ¿Dónde estoy? ¿Llevo mucho tiempo aquí? En cuanto formuló las preguntas, la premura se apoderó de la criada. Abrió las cortinas y aireó las sábanas. —¿Habéis oído mis preguntas? —Os ayudaré a vestiros. Debéis indicarme qué ropajes llevaréis. ¡Qué insolencia! Ni una palabra en respuesta a sus demandas. En vez de ello, la sirvienta disimuló su mal humor abriendo una puerta que las llevó a otra estancia. No era tan grande como la anterior pero dejó a la herida boquiabierta. Ocupaban casi todo bellos vestidos, sin arrugas, limpios y cuidadosamente colgados de unos armazones de madera. Al mirar abajo descubrió más detalles, calzado, exactamente un par por atavío. Señaló el que tenía más cerca y la doncella comenzó a vestirla cuidadosamente.

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«Parece de mi medida. Los zapatos también. Sencillo pero elegante. Seda verde. Primavera. Paseo entre flores. La calidez del sol me reconforta. El tacto de una mano tomando la mía. Sensación de aleteo en la boca del estómago y una enorme sonrisa en mis labios». Como por arte de magia, estaba viendo aquellos jardines desde los ventanales del comedor a donde fue guiada. —No respondáis a mis preguntas, vuestras razones tendréis, pero decidme vuestro nombre. —Tomó del brazo a la criada y la miró a los ojos—. ¡Os lo ruego! —Ana —contestó de mala gana, y con un destello de compasión en la mirada se alejó. Cuando la mujer corrió las cortinas de la habitación para que entrara la luz, ya la dama tenía sobre la cama el atuendo escogido para aquella mañana. —Buenos días. El señor os espera. —Fue todo lo que salió de su boca mientras ajustaba el corsé cuidando de no lastimarla. Con el corazón acelerado se contempló al espejo. Las ojeras habían desaparecido y comenzaba a tener un color de piel saludable. El paseo del día anterior había tenido buenas consecuencias. —«Campos verdes rodeados de frondoso bosque. Un brioso corcel al galope. Unos brazos fuertes rodeándome desde atrás, estrechándome y a la vez evitando mi caída del caballo. Carcajadas al unísono y el azul de aquel vestido ondeando con el viento... ». Trajo a su dañada memoria el tacto del terciopelo. «Tiene que ser él. Hoy puede que mis dudas comiencen a aclararse». La vio acercarse deprisa y sonrió. Estaba de buen humor desde que supo de su mejoría acompañada de la acusada ausencia de recuerdos. Cada noche desde hacía varios días, se dedicaba al deleite que le reportaba la visión de las perfectas facciones que ahora hacían su entrada al comedor. La belleza de ese rostro que conocía casi mejor que a la empuñadura de su espada, era lo único que las sábanas dejaban al descubierto. Aunque para él, había algo infinitamente superior a espiarla dormida y era disfrutar del derroche de su sensual expresividad estando despierta. Se puso de pie y recorrió la distancia que les separaba para recibirla. La tomó de la mano y tras una leve reverencia la guió hasta la mesa. —¡Retiraos! —espetó con brusquedad al sirviente que la ayudó a sentarse. Ella frunció levemente el ceño pero las numerosas incógnitas que merodeaban por su cabeza no la dejaron pensar demasiado en aquel detalle. Observó con detenimiento al anfitrión. Era alto, de constitución fornida y atractivo. —¿Os encontráis mejor? —¡Oh sí! Aún molesta un poco pero ya puedo llevar estos ropajes sin problemas. —¡No sabéis lo que me alegra oír eso! «Y verlo. ¡Imposible no reparar en ello!».

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LUGAR DE PRIVILEGIO – Lourdes Mª González García

—Me apetece dar un paseo. Me sienta bien tomar el aire y que me dé el sol. ¿Me acompañáis? —¡Desde luego! Pero... Os daré alcance en unos instantes. ¬—Se sonrojó levemente. Se despidió con un movimiento de cabeza y se alejó sonriente camino de los jardines. Por su parte, se obligó a no seguir observando la cadencia de movimientos de la dama. Era la única forma de aliviar la enorme tensión que se había apoderado de su entrepierna. Había contado con la compañía del que parecía el señor del castillo durante todo el día. Solo se habían separado para cambiar sus atuendos al caer la noche. Y habían hablado de muchas cosas agradables pero todas banales. No se atrevía a formular ninguna de las preguntas que tenía pensadas. Había algo en él, en la forma de tratar a la servidumbre y en sus ojos cuando la miraba fijamente, que no acababa de inspirarle confianza. Y el hecho de que ni siquiera recordara su propio nombre la avergonzaba más que el no recordar el de su acompañante. Los días pasaban apacibles. Cada mañana escogía una prenda diferente con la esperanza de continuar la intermitencia de recuerdos, pero después de los dos primeros no había vuelto a ocurrir. Así que se concentró en ser muy observadora con todo lo que ocurría a su alrededor. Y a lo mejor iría encontrando las piezas de aquella especie de rompecabezas en que se había convertido su vida. Una noche, durante el paseo tras la cena... —Mi dama —interrumpió el cantar de los grillos y se detuvo frente a ella— no quiero presionaros pero... —Tomó las manos de la mujer entre las suyas—. Habréis reparado en la naturaleza de mis miradas... Entiendo que aún os recuperáis pero sois mi esposa y se me hace muy difícil esperar día tras día. —Os comprendo, pero debo pediros algo de paciencia. Solo un par de días más. Hoy he sentido molestias y temo lastimarme... —Os prometo ser sumamente cuidadoso. —Y con cada excusa iba acercándola hacia él. —Hoy no por favor. —De acuerdo. Hoy no visitaré vuestros aposentos. Pero dejadme algo con lo que soñar. —Rodeó su cintura con un brazo y sus labios comenzaron a recorrer su delicado cuello. —No me... No me siento bien. Que descanséis. —Se alejó deprisa con la respiración entrecortada. Se dirigió a su dormitorio. Después de un buen rato contemplando los atuendos a la luz de una vela abandonó la habitación más nerviosa aún. Con mucho sigilo y escondiéndose de los guardias que pululaban por los corredores se presentó en la cámara de su doncella y golpeó con los nudillos la puerta lo más discretamente que pudo. —¡Mi señora! —dijo con ojos asombrados— ¡adelante!

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—¡Ana por lo que más queráis, ayudadme! —La mujer quedó mirándola en silencio—. En mi ropero, pues certeza tengo de que aquí resido, hay un vestido níveo que sé que lucí el día de mi boda. Recuerdo mis pasos hacia el altar en la catedral llena de curiosos y sé que di el «sí» llena de felicidad. También sé de la existencia de un lienzo en honor a ese día. En el que estoy con esos ropajes y mi señor esposo pero... —caminaba de un extremo a otro—. Contrasta con la exquisitez que nos rodea la ausencia de decoración en las paredes. ¿Dónde está ese cuadro? ¡Necesito verlo! Recibió por toda respuesta un suspiro resignado. Luego tuvo que seguirla hasta una puerta bastante alejada, en una zona frecuentada únicamente por la servidumbre. Fue allí, iluminando la búsqueda con un candelabro, que encontró lo que buscaba. Recostado contra la pared y cubierto de polvo descubrió un fidedigno retrato de ella misma con el traje nupcial. Tiró del paño que tapaba la otra parte e inmediatamente sus dudas se desvanecieron. Donde antes reinaba el olvido se alojaron todos los sucesos que habían conformado su vida y moldeado su carácter. Por sí solos encontraron el orden en el que habían surgido y libraron su mente de tanta tormentosa confusión. Para la última comida del día apareció con el deslumbrante brial blanco. —En honor a nuestro casamiento. Hoy será como si volviésemos a desposarnos —dijo, y él asintió con mirada lobuna. La cena frugal y el paseo más corto de lo habitual. Le sorprendió que ella acariciara su mano en dos ocasiones. Él correspondía a sus carantoñas pero temía ser demasiado efusivo y provocar una nueva huida. Aunque tenía la impresión de que la dama se encontraba especialmente receptiva aquella noche. En la intimidad del dormitorio la rodeó con los brazos por la cintura y la besó como la noche anterior. Esta vez no escapó de sus caricias. —«¡No se aparta y sonríe! Son señales favorables. ¡Morder este cuello, dejar mi huella visible en ella! ¡Tentador!» —Inspiró su olor mientras cavilaba—. «¿Desata los cordones de mi vestimenta? Y tira a un lado mi cinturón con la espada. ¡Por fin seréis mía!». —Dejó de contenerse y buscó sus labios con avidez. —Soy Jimena —susurró—. Y esto es por Gonzalo. —«¿Ha dicho su nombre? ¡Maldita perra! ¿Qué me habéis hecho?» —Se separó bruscamente de ella intentando gritar—. «¡Furcia! ¡Tenía que haberos amancillado allí mismo! ¡Y mi ejército al completo después! ¡Ramera!» —Cayó al suelo retorciéndose—. «¡Y entonces mataros sí! ¡Clavaros mi espada otra vez!» —Quiso levantarse—. «¡Mentecato! Jamás hemos hecho prisioneros. ¿Por qué lo hice?» — Alargó la mano hacia la tela alba que pasó por su lado—. «¡Valía la pena engañaros! ¡Tanto deseo! ¡Tanta lujuria a costa de vuestro recuerdo... ! ¡Para... nada! ¡Put... !» —Las manos acompañaron el desplome de su cuerpo. Ya no intentaban sacar la daga incrustada en su garganta que le impidió en todo momento emitir sonido alguno.

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LUGAR DE PRIVILEGIO – Lourdes Mª González García

Un rastro de sangre cruzó el umbral de la habitación en el dobladillo del vestido de Jimena, que estuvo a punto de darse de bruces contra un guardia. Quedó muy quieta, haciendo vanos intentos por controlar lo agitado de su pecho al respirar. Él la observó de arriba a abajo. No sabía qué provocaba tanta angustia a aquellos preciosos ojos pero al ladear la cabeza descubrió la razón. Por instinto asió la empuñadura de su espada. —«¡Se acabó!» —Pensó, lívida. Sin embargo, el infante dejó la escena a salvo de posibles curiosos y tras cerrar la puerta le indicó con un discreto movimiento de cabeza que siguiera su camino. Echó a correr aliviada, parecía que los «hilos» de Ana llegaban más lejos de lo que imaginaba. Solo permitió descanso a sus piernas para caer de rodillas frente a la celda más herrumbrosa, húmeda y oscura de la mazmorra. Desde la penumbra, dos manos temblorosas se posaron sobre las suyas. Y un halo de ternura envolvió al atónito guardián, testigo del beso entre el único prisionero y la que vestía de blanco y sangre. En otra parte del castillo, aquella doncella tan parca de palabras como de letras su nombre, recorría las murallas a paso ligero. Repartía agua a los vigilantes sedientos y acompañaba el gesto con una frase únicamente a los elegidos: «Saciad vuestra sed que habrá noche larga». Con sigilo danzaron las teas encendidas en las almenas y de los bosques cercanos emergió en silencio el ejército derrotado. Con la luz de la mañana quedó restablecido todo lo usurpado a su legítimo dueño. Aunque algo jamás volvió a ser lo que era. El regio vestido nupcial quedó grotescamente decorado por unas manchas oscuras. Ocupaban gran parte de la pechera y dejaban su irregular huella hasta el dobladillo. —No importa. Reservadle un lugar de privilegio en mi ropero por si cometo la osadía de olvidarlo todo de nuevo.

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LOS FINALES FELICES SON PARA COBARDES Gloria Díez Escritura Creativa, 18 de junio de 2010

LOS FINALES FELICES SON PARA COBARDES – Gloria Díez

Cuando el tren llegó por fin a la estación era casi media noche. La luna se alzaba imponente en el cielo y soplaba un viento gélido que traspasaba mi abrigo haciéndome sentir aún más vulnerable. Con la pesada maleta atravesé el túnel que conducía a la salida junto a algunas de las personas que viajaban en el mismo vagón que yo. Caminaban cabizbajos, con las solapas del abrigo subidas o con enormes bufandas que ocultaban parcialmente sus rostros. Los observé mientras caminaba e imaginé que éramos espías franceses y que un miembro de la S.S. nos había descubierto cuando viajábamos desde Berlín a Cracovia. Ahora nos llevaban a una supuesta sala de interrogatorio, cuyo cartel no era más que un eufemismo de la cruel tortura a la que pronto seríamos sometidos hasta que dijésemos todo aquello que querían escuchar. Pronto llegamos al final del pasadizo y la luz tenue de la calle me devolvió a la realidad. El resto de pasajeros comenzó a dispersarse en todas direcciones, algunos en taxi, otros se alejaban caminando junto a las personas que habían ido a recogerlos. Y allí estaba yo, muerta de frío y plantada en la acera, mirando alrededor intentando encontrar una cara conocida, sin perder la esperanza de que, esta vez, alguien me acompañaría. Ese alguien sólo podía ser una persona, la única que sabía de mi llegada aquella helada noche de enero. Dejé que transcurrieran quince largos minutos antes de comprender que no vería aparecer su silueta desgarbada, ni su pelo despeinado acercándose. Miré fijamente hacia un punto lejano e imaginé su aparición; él vendría despacio con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y, cuando llegase a mi altura, se detendría con la cabeza ladeada mostrando su media sonrisa de seductor nato. Yo me pondría colorada musitando un «gracias por venir» y él, asiéndome suavemente por los hombros, me estrecharía en un abrazo largo y lento. Era capaz incluso de oler su abrigo desgastado pero el aroma se esfumó cuando un coche pasó a toda velocidad y sus ocupantes, presumiblemente ebrios, me gritaron todo tipo de obscenidades. En ese instante decidí que era hora de ponerme en marcha hacia casa. Las calles no eran las mismas que había recorrido hacía dos años pero no podía esperar otra cosa, puesto que ni siquiera yo era la misma persona que se había subido al tren hacía ocho horas. La ciudad dormía y recordé cuántas veces había jugado a encontrar tesoros escondidos en rincones oscuros que ahora ya no guardaban secretos.

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Escritura Creativa, 18 de junio de 2010

Cuando llegué al portal respiré hondo y miré alrededor, había demasiada quietud, como si alguien hubiese congelado el tiempo. Todo permanecía en calma excepto yo, que percibí el temblor de manos cuando introduje la llave en la cerradura. El chirrido de la puerta me dio la bienvenida al lugar del que fui expulsada por probar la manzana prohibida, maldije a la serpiente mientras dejaba la maleta a un lado para subir las escaleras. Abrí la segunda puerta y un aroma familiar me golpeó de lleno; Era el olor de las tardes jugando en la alfombra, del tabaco de pipa del abuelo, de los cuentos que devoraba con la cena, de las miradas de reproche y de las lágrimas contenidas. No quise encender la luz y avancé despacio deslizando suavemente los dedos por las paredes, que un día representaron la más absoluta seguridad para después convertirse en una oscura celda. Cuando llegué a mi cuarto contuve la respiración, todo estaba exactamente igual que cuando me marché. Un James Dean bidimensional seguía apoyado en su Cadillac, vigilando la puerta desde la pared, las fotos se amontonaban en el corcho sobre el escritorio y los libros acumulaban una espesa capa de polvo en las estanterías. De pronto escuché un leve ruido a mis espaldas y un suspiro profundo, me di la vuelta hacia la puerta para toparme de bruces con la realidad. Allí estaba el reflejo de los dos largos años transcurridos, en sus ojos idénticos a los míos se leía el sufrimiento que me había esforzado por enterrar y sus canas hablaban de los días perdidos junto al teléfono esperando una llamada. Abracé a aquel hombre alto como cuando era niña sintiendo de nuevo mi propia fragilidad entre sus brazos, entonces lloré y él también lloró y dio gracias al cielo por haber recuperado a su hija mientras me estrechaba fuertemente. Ninguno de los dos durmió esa noche, sentados en la cocina quisimos demostrar que el rencor había desaparecido y entre tazas de té mi padre no paró de repetir que tenía muy buen aspecto. Quise saber dónde estaba mi hermano y me contó que se había casado con una joven inglesa. Todo el mundo tiene que crecer en algún momento, me dijo y pensé en Nunca Jamás, en la burbuja atemporal en la que había permanecido y en los niños perdidos que dejé atrás. Entonces le juré que estaba limpia y que había pasado el último año en un centro. Aquel comentario tensó el lazo que nos había estrechado y su incredulidad fue palpable durante unos minutos, hasta que le enseñé los resultados de mis últimos análisis. Ahora sonreía de verdad, me cogió las manos, me felicitó y me pidió perdón por cerrar la puerta aquel otoño en que el suelo se hundió bajo mis pies. Pero yo no tenía nada que perdonar, lo entendía todo, podía ver con claridad que necesitaba caer en lo más profundo antes de salir a flote. Había rechazado todos los salvavidas porque tenía una soga atada a la cintura que me mantenía ligada al mundo real, sólo hizo falta que la cuerda se rompiera para que me diese cuenta de lo fácil que es hundirse. Le dije lo mucho que me arrepentía de haberle arrastrado al pozo, puesto que cuando caí, él se sumergió en su propio Hades. Me dijo que mamá estaría muy orgullosa de mí y que estaba convencido de que permanecía a mi lado en todo momento. Miré alrededor, aquel era su espacio y seguía impregnado de ella, cada rincón de la casa

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LOS FINALES FELICES SON PARA COBARDES – Gloria Díez

estaba empapado de su presencia. Nunca me despedí y el dolor punzante que sentía en el pecho cada vez que lo recordaba me impedía respirar. Nos quedamos en silencio largo rato, masticando su recuerdo hasta que decidí apartar el dolor contándole que estaba escribiendo una novela. La noticia no le sorprendió y se levantó para traerme una caja llena de cuentos y poemas de mi puño y letra, él siempre había confiado en mi capacidad para contar historias y describir sentimientos. Me preguntó si iba a terminar el último año de literatura en la Universidad pero yo aún no lo tenía muy claro, todavía no había trazado el camino que iba a seguir a partir de ese día. Cuando el sol asomó tímidamente por la ventana de la cocina propuse que nos fuésemos a descansar y que no se preocupase que cuando despertara seguiría estando allí. Me volvió a abrazar y me besó en la frente cerrando así la última noche de pesadillas para ambos. Me cerré en mi cuarto y los nervios volvieron a aflorar en el estómago. Había una persona con la que tenía que disculparme y me estaba mirando desde una fotografía torcida en la pared. Le había enviado una carta muy escueta, casi tímida, para contarle dónde me encontraba y el día y la hora a la que regresaba a la ciudad pero él no estaba en la estación. Miré su foto y pensé en sus manos vulgares capaces de crear mundos extraordinarios, echaba de menos su paleta de colores y su mirada casi febril cuando trataba de explicarme el significado de algún cuadro. Una parte de mí descolgó el teléfono, otra parte pensó en cómo explicar la ausencia de tantos meses y la última colgó antes de marcar su número. ¿En qué estaba pensando? Él ya tendría otra vida, quizá se había marchado fuera de la ciudad o simplemente ya no quería saber nada de mí. En cualquier caso no era una hora adecuada para llamarlo, no tenía ningún derecho a interrumpir su sueño para anunciar que había regresado como si nada hubiese sucedido. Me metí en la cama y cerré los ojos. Estaba intentando recuperar muchas cosas pero por desgracia no era tan sencillo como en la ficción. No podía escuchar la banda sonora que me impulsara a llamarlo y según las convenciones debería dejarlo estar y cerrar el telón en ese punto, puesto que los finales felices son para cobardes. Me di la vuelta y miré hacia la ventana, fuera la claridad se veía empañada por densas nubes grises, era la imagen perfecta de lo que había sido mi vida y las nubes las había dibujado yo. Tracé con los dedos una línea invisible que fuese barriendo las formas oscuras y descubrí que el sol estaba oculto detrás, expectante. Entonces volví a incorporarme y cogí de nuevo el teléfono, definitivamente era una cobarde por lo que quizá, en esta película, sí había una oportunidad para mi happy end.

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CRIS Y EL BOTÓN ROJO Alba Alayon Literatura infantil y juvenil, febrero de 2010

CRIS Y EL BOTÓN ROJO – Alba Alayon

Cris estaba agotada. Había tenido un día terrible, así que se fue a la cama un poco más temprano de lo normal. Se puso el pijama, apagó las luces y se acurrucó entre las sábanas para no pasar frío. Fue entonces cuando sintió algo duro clavándosele en la espalda. Estaba muy oscuro y Cris no podía ver de qué se trataba. Se levantó de la cama y fue a encender la luz. Entonces lo vio. Era un simple botón. Un botón muy grande y de un color rojo muy intenso y brillante. No sabía de qué abrigo se le había podido descoser. No había visto un botón así en su vida. Se acercó a la cama y lo cogió. Era tan grande que ni siquiera podía cerrar la mano del todo cuando lo sostenía. Abrió su armario y revisó cada pantalón, cada abrigo y cada camisa. El botón no podía ser de ninguna de esas cosas. «¡Qué raro!» pensó. Pero estaba tan cansada que no le dio más vueltas al asunto. Dejó el botón en la mesita de noche y se durmió. Cuando se despertó por la mañana, Cris se acercó a su mesita para coger el botón que había encontrado por la noche. Quería enseñárselo a su madre para ver si ella sabía de dónde se había caído. Pero, para su sorpresa, el botón había desaparecido. Lo buscó en cada cajón, miró debajo de la cama y detrás de los muebles. Pero no estaba por ninguna parte. Cris bajó corriendo por las escaleras en dirección a la cocina. Allí estaba su madre, cocinando tortitas para el desayuno. Mientras comían, Cris le contó lo sucedido. —¿Un botón rojo brillante? No sé de que me hablas Cris —contestó ella—. Puede que lo hayas soñado. Pero no era un sueño. Cris lo había visto, y estaba decidida a encontrar ese botón y a averiguar de quién era. Terminó de desayunar y se dio prisa para no llegar tarde al colegio. Preparó sus cosas rápido y salió corriendo hacia la parada del autobús. Por el camino vio algo que llamó su atención. En la acera de enfrente, sentada en un banco, había una mujer que no le quitaba la mirada de encima. Era rubia y alta y llevaba un abrigo rojo, guantes negros largos, botas negras de tacón y gafas de sol. Daba muchísimo miedo. Parecía la mala de cualquier película de terror. Cris trató de ignorarla y se dio más prisa para coger el autobús. Pero no pudo evitar volver a mirar hacia atrás. En ese momento vio a la mujer del abrigo rojo alejándose calle abajo mientras anotaba algo en una libreta. Cris sintió tanta curio-

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Literatura infantil y juvenil, febrero de 2010

sidad que decidió seguirla. Sabía que llegaría tarde al colegio pero por un día no pasaría nada. Cruzó la calle y siguió a la mujer silenciosamente, poniendo muchísimo cuidado para que no la descubriera. Mientras andaba detrás de ella se dio cuenta de algo que le puso los pelos de punta. El abrigo rojo de la mujer tenía unos botones iguales al que ella había encontrado en su habitación. ¿Era posible que esa señora hubiera entrado en su casa? ¿Qué estaría buscando? Cris sintió que un escalofrío recorría su espalda. Esto se estaba convirtiendo en algo personal. La mujer anduvo durante media hora. Cris la siguió por callejuelas, atravesó plazas y parques detrás de ella y, finalmente, se detuvo al ver que la mujer se dirigía a un callejón sin salida. Cris se escondió detrás de un cubo de basura para ver lo que ocurría. Desde allí, observó cómo la mujer caminaba hasta el final del callejón y miraba hacia ambos lados, como asegurándose de que nadie la veía. Entonces apoyó las dos manos en la pared y empujó con todas sus fuerzas. Lo que pasó después fue algo increíble. ¡El muro se estaba moviendo!. La pared se desplazó medio metro hacia atrás, dejando al descubierto una especie de trampilla de madera. La señora de rojo abrió la trampilla, entró por ella y la volvió a cerrar. Entonces, como por arte de magia, el muro volvió a ponerse en su lugar. Cris se había quedado de piedra. Ahora sí que no sabía qué hacer, si darse la vuelta y volver a casa, o continuar con su investigación y ver lo que pasaba ahí debajo. Finalmente, decidió esperar a que la señora de rojo saliera y entonces entraría a inspeccionar el lugar. Por suerte, tardó mucho menos de lo que esperaba. Apenas habían pasado veinte minutos cuando la trampilla se volvió a abrir. Cris esperó a que la mujer se hubo alejado lo suficiente y entonces actuó. Empujó el muro con todas sus fuerzas, pero apenas logró que se moviera un par de centímetros. Hizo el mayor esfuerzo de su vida y poco a poco fue moviendo la pesada pared hasta que la trampilla quedó totalmente al descubierto. Al entrar no podía ver prácticamente nada. Estaba demasiado oscuro. Pero al final de un largo pasillo se distinguía una luz, así que Cris caminó hacia ella. La luz provenía de una habitación enorme de paredes rojas que daban una sensación agobiante. Había un par de sofás, una televisión y un escritorio de madera sobre el que se encontraba la libreta en la que la mujer de rojo había estado tomando notas. Se acercó a ella y le echó un vistazo. Cada página correspondía a una persona diferente. En la parte de arriba ponía un nombre y debajo un montón de datos personales: edad, dirección, color de pelo, de piel, de ojos... Casi llegando a la última página vio algo que le hizo soltar un grito de terror. ¡Su propio nombre aparecía en esa libreta! No se lo podía creer. Allí aparecían todos sus datos personales, así como sus gustos y aficiones. Era imposible que esa mujer supiera tanto sobre su vida... a no ser que la hubiera estado espiando. ¿Habría entrado a su casa para conseguir información sobre Cris?

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CRIS Y EL BOTÓN ROJO – Alba Alayon

La siguiente página era todo un rompecabezas. Estaba llena de fórmulas matemáticas y de complicadas operaciones que seguramente nunca llegaría a comprender. Al levantar la cabeza, vio justo enfrente una máquina gigantesca. Una especie de cabina enorme, con miles de cables y de botones. Cuando se acercaba hacia ella, una voz le sobresaltó. —Es una máquina del tiempo —oyó decir a una niña. Parecía tener más o menos su misma edad. —¿Quién eres tú? ¡¿Y por qué tienes una máquina del tiempo?! —preguntó Cris asustada. —Me llamo Laura —contestó—. La máquina no es mía, ni siquiera me dejan utilizarla. A mi madre no le gusta que me acerque a ella. —¿Tu madre es esa mujer del abrigo rojo que salió hace un rato? —Sí, es ella —la voz de la niña sonaba triste. —¿Por qué ha entrado a mi casa? ¿Y por qué aparece mi nombre en su libreta? —Mi madre quiere lo mejor para mí, todo lo que hace es por mi bien... o al menos eso dice —contestó Laura—. Quiere que en un futuro yo sea alguien especial, que no haya nadie que me supere en nada. Cuando viaja a través del tiempo y ve que hay chicas que me superarán en algo dentro de unos años se enfada muchísimo. Por eso hace esas listas. Quiere quitarse de en medio a esas personas. Quiere que yo sea la mejor. —Pero yo no tengo nada especial —respondió Cris— no creo que sea mejor que nadie en nada. —Eres atrevida y valiente. Has sido capaz de bajar aquí tú sola. Yo no hubiera podido. —Bueno, todos tenemos algo que se nos da bien. ¡Seguro que tú también! —¡Soy muy buena en matemáticas! —dijo Laura, entusiasmada—. Estoy muy adelantada para mi curso. Esas operaciones que ves en la libreta las he hecho yo. Es lo que hago en mi tiempo libre. Pero quiero demostrarle que soy más que eso. Que puedo ser tan valiente como tú. —¡Demuéstraselo! ¿Te atreves a venir conmigo a dar un paseo... al futuro? — propuso Cris. —¡Por supuesto! Juntas entraron en la máquina y vivieron la mayor aventura de sus vidas. Se conocieron a sí mismas y a sus amigos con veinte años, vieron películas que aún no se han estrenado y leyeron libros que aún no se han escrito. Y lo mejor de todo: se llevaron consigo la libreta y la escondieron allí, en algún lugar del futuro donde nadie podría encontrarla hasta dentro de muchísimo tiempo. Al volver al presente recordaron que aún les quedaba una cosa por hacer: desactivar la máquina del tiempo para que nunca más la mujer de rojo pudiera volver al futuro para cambiar la vida de su hija. Y es que, al fin y al cabo, que las cosas sigan su rumbo normal es lo mejor que puede pasar.

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Francisco Javier del Moral, relato corto ("Descalzo, caminé hacia el exterior"). NO METERRRRRRRRRRRRRRRRRRR

FCO.JAVIER DEL MORAL Titulo: Texto :

Antes de nada quiero pediros perdón por lo que hice, aunque no había maldad alguna en mis acciones, sino todo lo contrario. Y para que podáis comprobarlo, os contaré la historia tal y como sucedió. Todo empezó con la preparación de una sorpresa de aniversario para mi pareja. Como llevábamos ya muchos años juntos, había decidido dar el gran paso y proponerle matrimonio. La verdad es que fui poco previsor y lo dejé todo para el último momento. Tenía que ser algo muy especial y pensé en una cena romántica y en pedírselo mientras cenábamos, pero faltaba algo: el anillo. Tenía que comprar un anillo de compromiso, pero no un anillo cualquiera; uno de diamantes. El problema fue que estaba a final de mes y los ahorros que conservaba en el banco, si se les podía llamar así, eran más bien escasos. Extraje del cajero todo el dinero que quedaba en la cuenta, que como ya os he comentado no era mucho, y fui a comprar lo que necesitaba para la cena. Después de comprar todo lo que precisaba para preparar un suculento festín, entré en una joyería que se encontraba de camino a casa y pregunté por los anillos de diamantes. La dependienta sacó un estuche de madera forrado en cuero que depositó sobre el mostrador. Cuando lo abrió, la luz que se derramaba por las cristaleras se reflejó con total nitidez en los diamantes haciéndolos brillar por toda la joyería. Había tal cantidad y de tan diversos diseños que no sabía por cual decidirme. La joven que me atendía me mostró unos cuantos, pero al ver sus desorbitados precios empecé a pensar en si podría o no permitirme el lujo de comprar alguno. Colorado por la vergüenza le pregunté por el más barato. Sin embargo, incluso ese se me escapaba del presupuesto previsto. Desolado abandoné la tienda cavilando alguna solución, ya que estaba decidido a que el anillo fuera de diamantes. Me encontraba pensando en algún amigo al que le pudiera pedir algo de dinero prestado, cuando, de repente, me vi abordado por un hombre que me agarró del brazo. Sobresaltado intenté quitármelo de encima, pero enseguida me di cuanta de que no quería hacerme ningún daño. Tenía la mirada como perdida y sudaba profusamente. Parecía como si le hubieran estado persiguiendo, aunque no se veía a nadie tras él. Intentó decirme algo, pero apenas era

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capaz de articular palabra. Al cabo de un rato me di cuenta de que lo único que deseaba era deshacerse de un anillo; un anillo de diamantes. Al principio le di largas pensado en que el anillo sería robado y podría traerme complicaciones, pero ante su insistencia y la situación en la que me encontraba, acabé por aceptarlo. No llegué a pagar nada por él. En cuanto lo cogí para observarlo, el extraño individuo salió corriendo como alma que lleva el diablo. En ese momento pensé que se trataba de una encerrona y que los que le perseguían, si es que alguien lo hacía, irían a por mí. Sin embargo, no fue así. Nada ocurrió. No os podéis imaginar lo contento que estaba. No podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Pasar de no tener suficiente dinero para comprar un anillo a conseguir uno completamente gratis. Una vez en la tranquilidad del hogar, examiné el anillo. Se trataba de una sortija de oro blanco entrelazada como si de una trenza a medio soltar se tratara. Tenía tres carriles; dos de ellos cubiertos de diamantes que se entrelazaban alrededor de un tercero liso. No soy un entendido en diamantes, pero os diré que por la luz que reflejaban y el color que presentaban, no parecían ser falsos; o al menos, era la sensación que a mí me daba. Solucionado lo del anillo de compromiso, me dispuse a preparar el resto de la velada. Cubrí la mesa principal con la mantelería más elegante; una de raso color carmesí que ni siquiera había estrenado aun. Sobre el mantel coloqué platos de diseño que me regalaron cuando comencé a vivir en pareja. Desempolvé las copas de cristal de bohemia que decoraban las vitrinas y saqué la cubertería de plata. La mesa, para que os imaginéis, parecía sacada de una fotografía de un restaurante de lujo. Aunque faltaba lo más importante: la comida. Como en el aniversario anterior fuimos a cenar fuera, intenté emular el menú que degustamos: Un primero a base de verduras y mariscos, un solomillo de añojo de segundo y tarta de queso de postre. Y, la verdad, no es por presumir, pero me quedó todo con una pinta impresionante. Se me hacía la boca agua con los aromas y la presencia de que gozaban los platos. Dejé todo preparado nada más que para darle el último golpe de calor cuando ella llegase y, mientras tanto, me dispuse a emperifollarme un poco. Me afeité, con cuidado de no cortarme, hasta dejarme la cara más suave que el culito de un bebé; me duché y me aromaticé con el perfume más caro que tenía. Rebusqué en el fondo del armario hasta encontrar un traje que había utilizado para ir a la boda de un amigo y del que hacía tiempo que no hacía uso. Tendríais que haber visto lo que me costó embutirme dentro de aquella vestimenta, pues había cogido algunos kilitos en los últimos años. Pero con tesón y un poco de paciencia acabó por ceder a mis intentos. Recordé que en un estuchito tenía guardados una corbata y unos gemelos a juego que iban que ni pintados para la ocasión. Estaba hecho, como se dice, un pincel. El novio perfecto para la velada perfecta. Tampoco descuidé la iluminación, pues hice acopio de multitud de velas per-

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fumadas, para crear una atmósfera romántica, y las dispuse por toda la estancia. Estaba un poco nervioso, pues el tiempo se me echaba encima, aunque ya estaba todo casi a punto. Poco antes de que ella apareciera, preparé un CD con canciones lentas, puse a calentar la comida y me guarde el anillo en uno de los bolsillos de la chaqueta del traje. Acababa de encender las velas que decoraban el salón, cuando escuché correr el cerrojo de la puerta: daba comienzo la sorpresa. Mi novia pasó y se encontró con todos los preparativos dispuestos. Se quedó tan sorprendida que no sabía ni lo que hacer. Tras besarla y abrazarla, le dije que fuese a cambiarse mientras servía la comida que se estaba terminando de calentar. En lo que ella se aseaba y se cambiaba, dispuse los alimentos de la forma más decorativa posible y los regué con las salsas que había preparado. Descorché una botella de vino blanco que había tenido enfriando en la nevera junto a otra de champán que reservaba para después y llené las copas a la mitad. En ese momento apareció con un vestido de noche negro que resaltaba sobremanera sus ojos verdes y su rubia melena. No os podéis imaginar lo hermosa que estaba. Le aparté la silla para que se sentase y le ofrecí la copa de vino para brindar. Comenzamos a cenar mientras charlábamos, aunque apenas recuerdo de qué, pues estaba más atento de que no se me notaran los nervios que de la conversación en sí. Únicamente viene a mi memoria que, de vez en cuando, con disimulo, palpaba el exterior del bolsillo de la chaqueta por miedo a qué el anillo ya no estuviese allí. Entre el calor que desprendían las velas, el que me proporcionaba la chaqueta, la asfixiante sensación del cuello de la camisa abrochado hasta el último botón y reforzado con la corbata y el alcohol del vino que me recorría las mejillas, la cena se me hizo angustiosa. Pero tenía que mantener la compostura y aguantar hasta el final. Y así lo hice; capeé el primero, el segundo, el postré y me preparé para el estoque final. Fui a por la botella de champán que se enfriaba en la nevera y me mentalicé de que había llegado el gran momento. Sin bacilar volví a la mesa, descorché la botella, serví parte del contenido en dos copas y me preparé para el brindis. Las velas seguían ardiendo y vertiendo su tenue luz por la estancia; la música, sonando tranquilamente. Notaba cada uno de los latidos del corazón retumbando en mis sienes. Las piernas me temblaban. Pero hice acopio de autocontrol y en el instante del brindis, me arrodillé, saqué el anillo del bolsillo y le pedí matrimonio. Exactamente no sé ni lo que dije, aunque sí recuerdo que ella, abrumada por la sorpresa, ni siquiera llegó a responderme. Le entró una risa nerviosa y las lágrimas le brotaron de los ojos. Como digo, no llegó a responderme, solo levantó lentamente el brazo y extendió el dedo para que le pusiese el anillo. Ojalá nunca hubiera llegado ese momento. Ojalá que la cena, por muy angustiosa que me resultó, hubiera durado eternamente. Pues lo que presencié a conti-

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nuación no podía ni imaginármelo. Me resulta difícil contarlo, aunque se grabó a fuego en mi memoria, por lo traumático de la situación. En cuanto coloqué la sortija en su dedo, esta, que en principio era de una talla bastante grande, pareció disminuir de tamaño hasta quedar perfectamente acoplada a la falange de mi novia. No obstante, esto no fue lo más extraordinario que sucedió; como ya os he dicho, lo que ocurrió fue un hecho sin aparente explicación. El anillo comenzó a brillar de manera desmesurada a la vez que emitía un molesto zumbido que amartillaba mis oídos. Cuando, desconcertado, la miré a ella; observé en su rostro un gesto de sufrimiento tan grande que parecía que estaba padeciendo la mayor de las torturas. En cuestión de segundos sus rubios cabellos encanecieron como los de una anciana, sus ojos perdieron el color de la esmeralda y se tornaron grises y su piel palideció hasta quedar casi traslúcida, apergaminándose y mostrando las azuladas venas y el contorno de sus huesos. Parecía que se estaba consumiendo por momentos. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuve tiempo de reaccionar. Cuando quise darme cuenta, ella caía sin sentido sobre mí. Y yo estaba tan asustado que no sabía cómo reaccionar. Además, el zumbido que emitía la sortija era cada vez más ensordecedor y embotaba mis sentidos. Con todo, llegué a la conclusión de que aquello era a causa del anillo. Me dispuse a sacárselo del dedo, pero estaba tan bien adaptado a él que me resultó imposible. Exaltado debido a que el proceso de consunción continuaba su transcurso a pasos agigantados, busqué algo que me sirviera para lubricar la zona y hacer así resbalar el anillo hasta conseguir que saliera. Con la misma grasilla que quedaba en los platos de la carne que habíamos degustado, unté mis manos y las apliqué sobre la sortija, pero esta, en lugar de deslizarse por el dedo, parecía ajustarse más todavía. Preocupado porque parecía que mi novia iba a perder la vida en breve y alterado por el ruido que reverberaba en mi cabeza, no se me ocurrió otra solución. La desesperación me llevó a asir un cuchillo y corté la falange sin miramientos. Ya sé que os puede resultar algo atroz, pero creedme, fue la mejor solución porque si el anillo hubiera permanecido algunos segundos más en contacto con su cuerpo, su vida se habría consumido por completo. Sin embargo, fue cortar el dedo y su boca inconsciente dejó escapar un suspiro de alivio. Raudo, detuve la hemorragia lo mejor que pude. La recogí del suelo y la llevé al dormitorio para acostarla en la cama. Cuando la dejé allí, me pareció que había recuperado un poco el color, aunque tampoco estaba del todo seguro. De lo que sí tenía certeza era de que había logrado detener el proceso de consunción. A pesar de que seguía sin conocimiento, su rostro ya no mostraba una mueca de dolor, sino que se mantenía sereno. Parecía descansar tranquilamente y supuse que se recuperaría paulatinamente. Pobrecita, teníais que haber visto en qué estado tan lamenta-

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ble se encontraba. En esto, me di cuenta de que había cesado el fastidioso zumbido que emitía el anillo. Con la confusión del momento casi se me había olvidado por completo. Volví al salón y lo vi allí, tirado en el suelo. A su alrededor se esparcía un puñado de cenizas. Era lo que quedaba de la falange cortada de mi prometida; la había consumido totalmente. Tenía que deshacerme de aquel artilugio del demonio, maldita la hora en la que me hice con él, pero tenía miedo incluso de acercarme demasiado. Con el mismo cuchillo con el que había realizado la amputación, todavía manchado de sangre, levanté el anillo del suelo y lo llevé hasta la cocina. Lo envolví en un pedazo de papel de plata y lo tiré al cubo de la basura, donde eché más desperdicios para perderlo de vista para siempre. Regresé al dormitorio para acostarme junto a mi prometida y descansar del desastroso festejo, con el pensamiento de que al despertar al día siguiente, comprobaría que todo había sido una mala pesadilla. Nada más lejos de la realidad. Mis sufrimientos todavía no habían terminado. A la mañana siguiente, me desvelaron unos susurros. Al principio creí que se trataba de mi prometida hablando en sueños por el trauma sufrido. Sin embargo, no os podéis ni imaginar de qué se trataba. Noté un resplandor en la mesilla de noche situada junto a mi prometida y, para mi sorpresa, me di cuenta de que no era otra cosa que el perverso anillo. No tengo ni idea de cómo pudo ocurrir, pero allí estaba; murmurándole a mi promedita que lo cogiese y se lo pusiera de nuevo. Realmente no eran palabras lo que profería; pero, de alguna manera, el mensaje estaba bastante claro. Y lo peor fue que ella, en mitad de su sueño, se dispuso a cogerlo; ya que la vi girarse lentamente y alargar el brazo hacia la mesilla. Sin pensarlo dos veces, me abalancé sobre ella y le aparté brazo, para frenar sus intenciones. Os parecerá mentira, pero me pareció que el anillo se enfadaba. De repente comenzó a brillar con mayor intensidad y los susurros ya no solo iban destinados a mi prometida, sino que a mí también me instaba a que le pusiese el anillo. Y os juro que, por un momento, estuve tentado a hacerlo. Sin embargo, decidí acabar con aquella situación y, pido que me perdonéis, para ello comprendí que solo podía hacerlo de una manera. Con cuidado, aferré el anillo ignorando sus peticiones, salí corriendo a la calle y junto a la joyería donde lo conseguí, desesperado, pasé la mañana evitando caer en sus persuasiones hasta que, finalmente, encontré a otro joven incauto que lo aceptó. Sí, lo sé. Soy despreciable. Lo siento mucho, pero como os he dicho, no encontré otra manera, que la misma en la que se deshicieron de él para entregármelo a mí, para salvar a mi prometida.

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