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EL CANIBALISMO DE LAS JAIBAS
La amé, como ningún hombre en el mundo, en la historia del mundo, como ningún hombre jamás volverá a amar a una mujer. Así la amé. Me enamoré de ella a tal punto de no pensar en nada más que en ella el día entero, en ella pensaba al levantarme y al partir a mi trabajo, en ella, al acostarme, con ella soñaba e incluso en las tardes de domingo, cuando me sentaba en el sofá de siempre a leer un buen libro, la imaginaba en cada personaje femenino, en cada página la pensaba, me distraía fantaseando, imaginándonos paseando de la mano en las ciudades en que se desarrollaba la historia, y debía retroceder páginas y páginas para volver a concentrarme en el relato y volver a fantasear, a perder el hilo, a pensarla, porque la amaba y no podía sacármela de la cabeza, porque la amé como nunca volveré a amar a nadie, porque se convirtió en mi vida de tanto que la amaba y porque ya ni mi vida me importaba cuando pensaba en ella. Así la amé. Por eso la odiaba. Y la amé y la odié más cuando la tuve, cuando se hizo alcanzable, cuando me ofreció la oportunidad de ser feliz. Porque sólo con ella podría haber sido feliz, sólo esa oportunidad tendría en la vida de serlo, lo sabía. Lo supe entonces, cuando me dijo que ella también me amaba, lo supe porque jamás me había sentido tan feliz, lo supe y lo sabré por siempre, porque nunca volveré a ser feliz, nunca tendré otra oportunidad, nunca amaré a alguien tanto como a ella la amé. Yo también podría haberla hecho feliz. Nunca se lo dije, porque la odiaba. Pero lo sé. Podría haberla hecho feliz, inmensamente, como me dijo un día que lo era cuando estaba conmigo. Así de feliz podría haberla hecho todos los días del resto de nuestras vidas. Pero no nací para eso. No nací para amar, menos para ser feliz. Definitivamente no para hacer feliz a alguien más. Y por eso la odiaba. Nunca pude decírselo, que la odiaba, jamás. No me atreví. Que la amaba, sí, se lo dije muchas veces, cada vez que lo sentí, que me nació, y fueron muchas, cada vez que pude se lo dije. Creo, de hecho, que fue lo que más le dije. Y era cierto, tan cierto como que la odiaba, precisamente por amarla, pero no se lo dije. Ni siquiera se lo demostré. Sólo le demostré mi amor, con besos, con abrazos, con regalos, con paseos eternos en el parque, en la playa, con noches intensas de amor y de promesas, así se lo demostré, con la intensidad con que la odiaba la amé tantas veces que la convencí de que la amaba y la hice amarme tanto como la odiaba yo. Fueron los días más felices de mi vida. ¡Oh, cuánto la odié!, la odiaba cuando se iba, cuando me dejaba solo, pensando en ella, la odiaba en cada llamada que no contestaba, en cada llamada de ella que no llegaba, la odiaba en sus fotos, en esas fotos en que se veía feliz sola, feliz conmigo, cuando me acompañaba, en cada llamada mía que contestaba, en cada llamada de ella, la odiaba. La odiaba cada vez que le decía que la amaba y cada vez que ella me lo decía. La odiaba, como nunca he odiado a nadie ni volveré a odiar, porque nos amamos, la odié. Era un ángel. Hermosa, la mujer más hermosa que he visto en mi vida, la más simpática, la más graciosa, la más amable, la más inteligente, la más apasionada. Su piel, ¡ah!, su piel era la más tersa
que nunca he visto, la más suave, su aroma era una delicia, como su boca, como sus besos, como sus ojos era perfecta. Perfectamente odiable. Nunca debió amarme. Ese fue su peor error. Nadie se lo advirtió, tampoco yo. No tenía por qué, después de todo la odiaba. No tanto por amarla como por amarme ella. La amé y la odié conjuntamente y sin confundir jamás el amor y el odio, dos sentimientos que nacieron juntos y avanzaron sin toparse como las líneas de los rieles, así crecieron ambos y murieron ambos, cada uno por su lado, como debía ser con nosotros, porque ella me amaba y yo la odiaba, la odiaba y la amaba a la vez, por eso no podía ser, y porque no podía ser la odiaba, la odiaba por amarme y porque me amaba y por odiarla también la odiaba y tal vez por lo mismo la amaba. Lo nuestro nunca debió ser. Jamás, porque siempre debió terminar así, como terminó. Estábamos destinados ambos a amarnos y yo, además, a odiarla y hacer terminar esto así, como terminó, porque lo nuestro estaba destinado a terminar así, no podía ser y a la vez debía ser para que terminara así, como terminó. Fue un error que nunca debió cometer pero que cometió porque debía ser así, amarme, odiarla, amarla, todo fue un cruel error del destino cruel que quiso que erráramos porque así debía ser, para que terminara así. Así, como terminó, esa noche calurosa de principios de Enero, de una luna llena tan bella que podría haber hecho arrepentirme de odiarla, una noche tan estrellada que podía haberme hecho claudicar, como casi lo hizo cuando nos besamos en la cubierta, en medio de la inmensidad del mar, el mar inmenso que no es un lugar porque es infinito, de ese mar profundo cuyas profundidades jamás conoceremos. Ahí, perdidos en la nada, pensé por un instante en desertar, cuando acariciaba su cabello, cuando me sonreía, allí, acostados sobre la cubierta, cuando la miré a los ojos y vi en ellos el reflejo del cielo estrellado, ahí, en ese instante, pensé amarla para siempre, odiarla para siempre, hacerla feliz y ser feliz a la vez con ella para siempre en nuestro amor y mi odio infinitos. Pero no lo hice, no renuncié, porque así debía ser, porque así debía terminar. Esa noche calurosa de principios de Enero debía terminar y terminó de hecho porque así debía ser. Esa noche feliz y terrible, terriblemente feliz y felizmente terrible, en que la llevé al mar para amarla como un loco y como un loco odiarla y hacer terminar esta locura de amores y odio como debía terminar esa noche calurosa de Enero en que nos perdimos en la inmensidad del mar, en medio de una noche de luna llena y cielo estrellado. Esa noche terminó. Linda noche esa. Una linda noche con un final horrible porque así debía ser, un horrible final debía tener esa linda noche, tan linda noche esa que sólo la belleza de ella podía opacar esa belleza nocturna que debía ser escenario de un horrible final, porque así debía ser, así debía terminar esa linda noche en que nos perdimos para embriagarnos, para amarnos, para embriagarnos de amor y perdernos en la noche. Allí la llevé, al mar, la subí al yate más lindo que encontré en el muelle, uno de esos motorizados que hasta velas tenía, un yate grande y elegante con pretensiones de velero, pretensiones de refugio romántico en una noche horriblemente hermosa con pretensiones de ser perfecta. Pretensiones era todo lo que teníamos, sólo eso y nada más. Siempre fue así. Ella pretendió hacerme feliz y enamorarme perdidamente y para siempre y hacerme feliz para siempre y para
siempre amarme perdidamente. Y casi lo logró. Casi, porque nunca supo que la odiaba, la odiaba por amarme y por amarla la odiaba y por pretender enamorarme y por lograr enamorarme y por enamorarse de mí y pretender enamorarla y por hacerme pretender enamorarme la odiaba y la amaba y porque esto debía terminar así, como terminó, la odiaba también. Y la amé y la odié esa noche como nunca antes había amado y odiado. Esa noche, cuando pasé por ella, cuando toqué a su puerta y ella la abrió y me sonrió, cuando la vi más hermosa que nunca, más feliz que nunca, cuando se abalanzó sobre mí y me besó el cuello la amé, y la odié. Le había dicho que esa noche sería perfecta, le había pedido que se pusiera ese perfecto y largo vestido negro ajustado que la hacía ver perfecta de tan perfecto que le quedaba. Le había dicho que tenía algo que decirle, que tenía una propuesta que hacerle. Le había regalado ese collar de perlas que ella adoró, y que junto a ese vestido negro la hacía ver perfecta, perfectamente hermosa, la mujer más hermosa en la noche más hermosa camino al destino más horrible que un hombre que odia puede planear, que un hombre que ama puede jamás imaginar sin desgarrarse el alma de dolor, de un dolor infinito como infinito era mi amor y mi odio, como infinito es el mar y el cielo estrellado que se reflejaba en él esa noche en que todo terminó, como debía terminar. Me pidió pastel de jaibas. ¡Pastel de jaibas!, le ofrecí lo que quisiera y ella eligió pastel de jaibas. Reí. Siempre reía con sus respuestas, tan inesperadas, tan ingeniosas, llenas de ternura llegaban a ser sus respuestas de niña, dulces, rayando en lo inocente, tan linda era, tan linda, cuánto la amé, ¡cuánto!, cuánto la odié. Creo que ese día fue el día en que más la pensé. Casi no pude dormir la noche anterior de tanto pensarla. Me levanté feliz. Felizmente enamorado. Enamoradamente lleno de odio me levanté ese día, el último, el día final, el día del final, del final horrible que tuvo la noche de ese día porque así debía ser. Salí temprano a recoger mi traje a la tintorería, sonriendo, tan feliz estaba que la chica que me atendió sospechó de inmediato que esa noche andaría en plan de romanticismo. Hubiera sabido ella la causa verdadera de mi felicidad. Hubiera sabido ella, ellas, la causa. No lo sabían, no podían saberlo, no debía ser así porque así debía ser, así de ese otro modo, debía ser, es el destino, porque debía terminar así, como terminó. Retiré también la sortija en la joyería. Una sortija bella y elegante que otra chica, la de la joyería, me ayudó a escoger luego de haberle descrito cómo era ella, mi amada, mi odiada. La mandé a grabar con nuestras iniciales. Con la fecha, bajo nuestras iniciales. Con dos corazones a cada costado de nuestras iniciales, sobre la fecha. Dos corazones, uno lleno de amor y otro lleno de odio. Eso, claro, no lo sabía la chica de la joyería. No podía saberlo, porque así debía ser. Así debía ser y así fue. Con sortija y todo. Efímera sortija que haría feliz a su dueña un instante efímero. Unos segundos fugaces. Así debía ser. Porque si sólo la amara no hubiera sido así, hubiera sido una sortija eterna que hubiera hecho feliz eternamente a la enamoradiza descendencia de nuestro eterno y feliz amor. Si sólo la odiara no habría existido siquiera una sortija. Pero la amaba y la odiaba y por eso hubo sortija, aunque fuera fugaz. Así debía ser.
Así debía ser, y así fue. Pasé por el restaurant antes de pasar por ella. Retiré los platos de pastel de jaibas en sus envoltorios herméticos y pedí unos pares de pinzas, pinzas de jaibas para adornar los platos, para poner tal vez la sortija en una de ellas, “esta sortija” le dije a la chica del restaurant, que me felicitó y me regaló una botella más de vino, tres botellas me llevé ese día, “si no le cabe en la pinza la puede poner en el corcho” me dijo, “o en la copa” le dije, “eso es muy peligroso” me dijo, “puede ponerla en una vela, mire esta vela, se la regalo, enciéndala cuando llegue el momento, haga como que se le olvidó encenderla antes, sorpréndala, tal vez no se dé cuenta de inmediato, actúe naturalmente, no le diga, para que sea sorpresa, porque en la copa es peligroso, no queremos que la noche termine mal” me dijo, “que algo salga mal” me dijo, “no querrá enviudar antes de casarse” me dijo. Supiera ella. Y pasé también a revisar el yate antes de pasar por ella. Allí el dueño me esperaba, con la llave en las manos. Acababa de limpiarlo y estaba perfecto, me hizo unas indicaciones y me ayudó a preparar la cubierta para que todo estuviera listo. A él también le mostré la sortija, y también me felicitó. Me mostró un tabique que sobresalía en el tallado del timón y me aconsejó dejarla ahí, dijo que era romántico, que ya otros lo habían hecho, llevarla al timón, decirle que condijera un rato, tomar sus manos, llevarlas al tabique. Se lo agradecí. Antes de pasar por ella guardé la sortija en mi bolsillo. Ya todo estaba planeado como debía ser. Eran casi las nueve. Puse un disco de Julio Iglesias en el auto, porque sabía que le gustaba. ¡Julio Iglesias!, me lo dijo una noche en que le pregunté cuál era su cantante favorito, y reí. Esas respuestas suyas, tan linda que era. Ella no sabía dónde íbamos, era sorpresa, y se sorprendió, gratamente, cuando llegamos al muelle. Me dijo que era la embarcación más linda que había visto en su vida y probablemente así fuera, porque era perfecta. Todo era perfecto en esa noche perfecta, todo. Ni en mis mejores fantasías, ni en las mejores, y vaya que fantaseé desde que supe cómo debía terminar lo nuestro, ni en las horas eternas en que planeé los detalles, y vaya que pasé horas planeándolos, ni en mis tantos sueños impacientes por esa noche, nunca, había imaginado tanta perfección. Todo era perfecto esa noche, la misma noche, era perfecta. Ella era perfecta, vestía perfectamente, olía perfectamente, caminaba y sonreía perfectamente. Perfectamente caía su cabello sobre sus hombros perfectos. Perfecta. Perfectamente odiable era ella esa noche y por eso la amé en cada instante, en cada momento la amé, en cada segundo de esa noche terrible. La llevé al timón, tomé sus manos y le besé el cuello y le enseñé lo que hace minutos había aprendido, como si fuera un experto le enseñé, así, como debía ser, mientras reíamos y nos perdíamos en la inmensidad de la noche, en la inmensidad del mar, en la inmensidad de nuestro amor y mi odio en esa noche inmensamente feliz, perfectamente infeliz, terriblemente inmensa en el odio y en el amor. Allí, lejos de todo, en medio de la nada, allí como debía ser nos detuvimos para comer, para acostarnos en la cubierta a comer pastel de jaibas y beber vino, para acariciarnos mientras veíamos el cielo estrellado, en el vaivén constante del alta mar, allí como flotando en las nubes derrochamos amor esa noche, esa noche perfecta, allí la amé, allí nos amamos y la odié, por última vez.
Me dijo que era la luna más bella que había visto jamás. La más bella, sin duda. Me lo dijo mirando al cielo mientras yo la miraba a los ojos, me lo dijo mientras le acariciaba el cabello, me lo dijo sonriendo mientras yo observaba el reflejo de la luna en sus ojos, el reflejo del perfecto cielo estrellado reflejado en sus ojos, mejor reflejado en ellos que en el mar inmenso, tan inmenso y tan profundo que ni siquiera es un lugar, un lugar como sí lo eran sus ojos, inmensos y profundos cuando reflejaban la luna, el cielo estrellado de esa noche perfecta. Eso me dijo, eso y no alcanzó casi a terminar de decirlo cuando me abalancé a ella para darle el beso más tierno que he dado, que daré en lo que me resta de vida, el beso más lindo, el más dulce y más lleno de amor que nunca una pareja de enamorados habrá dado jamás. ¡Oh, qué beso!, el beso más sincero que he dado, el más sincero que he recibido en mi vida, el más hermoso beso de la mujer más hermosa. Un beso perfecto, tan perfecto que me hizo dudar. Dudé de todo en ese instante mágico en que mis labios sintieron los suyos, como tantas otras veces los sintieron pero nunca como en ese beso, en ese beso maravilloso que me hizo dudar de todo, de todo menos de amarla dudé en ese instante sublime y embriagante en que la besé. Pero fue sólo un instante, sólo un momento, lo que duró el beso y nada más dudé, porque así debía ser, así debía terminar y no podía dudar, por eso la tomé de la mano y la llevé a la proa, todo debía salir perfecto y ese era el momento, el momento perfecto. Me arrodillé ante ella y saqué la sortija. Se llevó las manos a la boca sorprendida, emocionada, rió mientras se secaba un par de lágrimas, ¡oh, hubiera sabido ella cuán extasiado estaba yo en ese momento, cuánto latía mi corazón al sentir cercano el final, el final que debía ser! Ella no dudó. Ni un instante dudó ella, me dio el sí de inmediato y de inmediato me levanté yo para poner la sortija en su dedo, en su dedo perfecto de su mano perfecta, perfectamente suave era su mano perfecta que tomé con fuerza en ese momento, antes de abalanzarme sobre ella nuevamente para besarla, besarla otra vez apasionadamente, besarla con furia, lleno de odio la besé por última vez mientras sostenía con fuerza su brazo, con fuerza la sostuve y la solté con fuerza cuando la empujé al agua, cuando la dejé caer a su suerte en medio de la inmensidad del océano, lejos de la ciudad, iluminados sólo por la luna y el cielo estrellado de esa noche perfecta en que nos amamos y la odié, en esa noche terrible en que todo terminó como debía terminar. Así como terminó, así debía terminar. Así debía ser. Ella debía caer al mar, sumergirse unos segundos y salir a la superficie confundida, pensar que había sido un accidente, reír, imaginar que saltaría también, imaginar que era todo un juego, debía ser así, debía costarle mantenerse a flote, moverse dentro de ese largo y ajustado vestido negro que le quedaba perfecto, debía sentir frio, llamarme, gritar que no era gracioso, así fue, como debía ser, perfectamente debía salir todo como era el plan, el cruel plan del destino. Debía ser así, debía gritar mi nombre, suplicar que la ayudara mientras yo la miraba indiferente desde el yate, así debía terminar, desesperarse poco a poco, tragar agua, mover sus brazos cada vez más torpemente, gritar, gritar inútilmente pidiendo auxilio mientras se hundía y salía a flote cada vez con más dificultad, gritar inútilmente en medio de la nada, en medio de la inmensidad del océano en que se perdían sus gritos, confundidos con el sonido del motor del yate que encendí cuando vi que todo salía como debía salir, como debía ser, que esa noche terminaba como debía terminar, con esa seguridad la dejé atrás, gritando mi
nombre la dejé cuando avancé a toda velocidad hacia las luces lejanas de la ciudad, porque así debía ser. Así debía terminar. Porque nunca debió comenzar, debía terminar así. Porque no se puede amar tanto a una mujer, porque no se puede odiar tanto, porque odiar y amar tanto no se puede, lo nuestro nunca debió ser. Porque no se puede pensar en alguien el día entero incluso cuando se lee un libro, porque no nací para amar ni para ser feliz y menos para hacer feliz a alguien más debía terminar así, como terminó. Y terminó. Al fin terminó. Ya no está y por eso no puedo amarla ya, ni odiarla ya. Se fue para siempre y nunca volverá. No tengo siquiera un lugar para llorarla y por eso no la lloro. Ha pasado un año en el que no he derramado una sola lágrima por ella, un año en el que nadie ha derramado una lágrima por ella, porque no la han encontrado, y nunca la han buscado tampoco hasta donde he sabido y he querido saber. Tal vez algún día lo hagan. Siempre fue volátil y creo que no tenía quién la extrañara, nadie más que yo, y yo no la extraño, no tengo siquiera un lugar para extrañarla. No he vuelto a navegar y aunque lo hiciera, nunca podré encontrar el lugar exacto en que se perdió. El mar es inmenso y por lo mismo no es un lugar. No para mí, que siempre me ha gustado la precisión, la perfección, la exactitud, y un lugar es un punto exacto, determinable en coordenadas, ubicable entre paralelos y meridianos, relacionable con algo, un punto único y reconocible como no existen en la inmensidad del océano. Y ya no la pienso. Al menos no como antes. La última vez que soñé con ella la soñé siendo devorada por jaibas. Un sueño perturbador que no me perturbó. Me dejó pensando, debo reconocerlo, desde hace meses me dejó pensando ese sueño, pero no pensándola sino pensando en el sueño y no por ella ni por perturbador sino por curioso. Es curioso el hecho de que fueran jaibas las que se la comieran, curioso básicamente porque esa noche comimos jaibas, lo único, de hecho, que comimos esa noche, que comió ella, fueron jaibas. Y si las jaibas se la comen, comen finalmente jaibas. El canibalismo de las jaibas, eso me dejó pensando. Y tanto he pensado en eso que hasta se lo comenté a un amigo, uno que sabe de estas cosas, no de sueños sino de jaibas, de mar y de sus criaturas sabe mucho y por eso le consulté si existían jaibas caníbales, y me respondió que era absurdo pensarlo siquiera. Y muy absurdo será pero sólo en eso pienso, es eso lo que ocupa ahora mi mente, eso desde que ella dejó de ocuparla. Sólo pienso en jaibas y tanto pienso en ellas que me han dado unas ganas locas de comerlas. Así que voy al mercado a comerlas y como jaibas mirando el mar. Es como cerrar un círculo perfecto. Si las jaibas se la comieron y cometieron canibalismo, cometo yo canibalismo comiéndome las jaibas. Y aunque sé que ese círculo es absurdo y es absurdo mi canibalismo y el canibalismo de las jaibas, no es menos absurdo que amar. No es menos absurdo que odiar. No es menos absurdo que amar y que odiar, a la vez.