EL COMPROMISO DEL ESCRITOR, por José López Martínez, Escritor y poeta. Secretario de la Asociación de Escritores de España

EL COMPROMISO DEL ESCRITOR, por José López Martínez, Escritor y poeta. Secretario de la Asociación de Escritores de España Si escribir no es sólo un

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EL COMPROMISO DEL ESCRITOR, por José López Martínez, Escritor y poeta. Secretario de la Asociación de Escritores de España

Si escribir no es sólo un hecho íntimo, orientado hacia la autocomplacencia del autor, sino también y sobre todo una actividad creativa y social, pienso que es así como deberíamos entender la función o el compromiso del escritor. Lo que sucede es que no siempre el término social se entiende de la misma manera, como tampoco el compromiso literario se ejerce desde y para sensibilidades homogéneas. Y esto puede crear confusión, dar a la palabra compromiso un cierto matiz político, tan peligroso siempre. En mi opinión, lo esencial consiste en que se escriba con lenguaje y pensamiento propios, con ideas claras sobre lo que uno quiere decir, con pleno conocimiento de lo sucede a nuestro alrededor y

dentro de nosotros mismos; porque el compromiso con la sociedad, no se olvide, empieza en nosotros mismos. El ser humano, su circunstancia, su entorno. Esa es la cuestión.

Todos lo grandes escritores, no importa la época ni el lugar de su nacimiento, han recogido en sus obras el latido de la sociedad en que vivieron: sufrieron y gozaron la realidad de su tiempo y dieron testimonio de sus propias experiencias. Desde las culturas helénica y románica, principalmente. O sea, que existió el compromiso. Aunque no lo pareciera a primera vista. Lo ha dicho Emilio Lledó, no hace mucho, en uno de sus ensayos publicados en el suplemento Babelia, de El País: “La escritura facilitó la memoria e inventó un reflejo de la pervivencia, del impulso hacia el amor y la solidaridad del deseo de inmortalidad”. Del mejoramiento de la sociedad, podríamos agregar. Porque esa ha sido la norma entre los grandes escritores. No podía ser de otra manera. Soñarse no sólo como eran, sino como quisieron ser. La escritura puede entenderse de muchas maneras. Ya se ha dicho que los libros se descubren leyéndolos, que el escritor ensancha su imaginación, su capacidad creativa, al tiempo que va dando forma a sus obras. Y es ahí, creo yo, cuando se produce

el compromiso, el deseo de llevar a los demás la carga emotiva e intelectiva de lo que se está escribiendo. Dicho con palabras del premio Nobel Ornan Pamuk, uno de los compromisos de cada autor consiste en prestar a sus páginas tal veracidad literaria que lleve al lector a pensar que él también creyó poder expresar esas mismas cosas, pero nunca pudo alcanzar ese grado de sensibilidad. Escribir, pensar, viajar al fondo de una realidad que sentimos, pero que cuesta un gran esfuerzo desentrañar, poner al alcance de los lectores.

La conciencia del escritor, ya lo dijo Camilo José Cela, por cierto cada día más injustamente preterido, no es, en el fondo, sino el latido de un hombre que pretende serlo de la manera más completa posible a través de la escritura, pues por encima de todo, recordaba nuestro premio Nobel, el escritor es más cosa ni tampoco menos que un ser humano con toda la grandeza y la soledad que la vida suele acarrearnos. ¿Superados aquellos tiempos cuando un

célebre político español decía que “aquí no necesitamos gente que piense sino bueyes que trabajen”? Sería bueno que aquello quedase lejos o que esas palabras nunca se hubiesen pronunciado. Personas que piensen, que indaguen, que orienten a la sociedad. Esa es la cuestión, ese debe ser el compromiso del escritor

ESPRONCEDA Y EL ROMANTICISMO, por Nicolás del Hierro. Escritor y poeta Vida, obra poeta.

y

amoríos

del

Espronceda Es harto sabido que la vida de Espronceda está llena de aventuras

políticas y amorosas. Romántico e idealista en todo, no fue afortunado prácticamente en ninguno de los dos terrenos, pues, aun cuando en el último año de su existencia se sucedieran el destino de la embajada española en Holanda y a muy poco tiempo su regreso a España para ocupar el cargo de Diputado a Cortes por la provincia de Almería, aquéllas le proporcionarían más decepciones que gloria, y en el amor de las mujeres, a pesar de sus numerosas conquistas, habría de sufrir la frustración de casi todos sus amoríos, principalmente el abandono de Teresa, el gran encuentro y amor de su vida, a la que dedicó uno de los poemas más bellos que ha dado el Romanticismo español: El canto a Teresa, que, con 44 estrofas reales, ocupa la segunda parte de El Diablo Mundo, del que, por conocida, transcribo la primera: ¿Por qué volvéis a la memoria mía, tristes recuerdos del placer perdido, a aumentar la ansiedad y la agonía de este desierto corazón herido? ¡Ay, que de aquellas horas de alegría le quedó al corazón sólo un gemido, y el llanto que al dolor los ojos niegan lágrimas son de hiel que el alma anegan! Sobre los orígenes del idilio entre Teresa y nuestro poeta se han escrito no pocos comentarios e historias, algunas de las cuales, según afirman otros investigadores, con ciertas inexactitudes. Lo que sí resulta cierto es que Teresa tras soportar con sus padres en Londres “una vida de honrada miseria”, se ve prácticamente obligada a casarse con Gregorio del Bayo, rico comerciante vizcaíno-español residente en aquella ciudad, que superaba a Teresa en bastantes años, y bien porque ya previamente hubiera escarceos amorosos entre ambos jóvenes en Lisboa y/o en Londres o porque sólo este amor se hallara en el germen platónico de un romántico y la ilusión de una muchacha un tanto casquivana, lo cierto es que el 15 de octubre de 1831, cuando los esposos se hallaban en un viaje por París, una mañana, aprovechando la salida del marido de su habitación hotelera, se produce lo que se viene considerando un rapto mutuo entre Espronceda y Teresa, huyendo juntos al instante.

Hay antes y después mucha leyenda que cronistas, biógrafos e informadores hacen un mito de la realidad (Lisboa, Santarem, fortaleza de San Jorge…), pero yo quiero ceñirme aquí, sin justificar en éste un artículo de fe, a un comentario que el 30 de julio de 1833 apareciera publicado en la revista barcelonesa “La Ilustración Artística”, donde su autor, Rodríguez Solís, rectifica a otros comentaristas y al que el propio Espronceda, que suponemos hubo leído tal artículo, no opuso objeción alguna. Allí se cuenta cómo nuestro poeta, junto a otros tres compañeros se hallaba hospedado en un hotel de la capital francesa, llamado Favart, sito en la plaza de los Italianos. Una noche, ya tarde, al ir a recogerse, un par de botas, junto a otro de zapatos, dejados ante la puerta del pasillo para que fueran lustrados a la mañana siguiente, originan en Espronceda una ilusionada sospecha que pronto le aclararía el conserje de guardia. Según éste pertenecían a unos viajeros, llegados de Inglaterra, pero que por su acento e idioma debían de ser españoles. Añadió aquél que, el caballero mostraba un carácter muy severo, y la joven, “que era lindísima, parecía sufrir mucho: él se llama don Gregorio y ella Teresa”. Era lo que el autor de El Diablo Mundo deseaba escuchar. El resto de la noche habló con sus tres amigos y cómplices, sin dejar de vigilar aquella puerta. A eso de las nueve de la mañana, sin disimular un cierto enojo, salió del cuarto el llamado don Gregorio. Instante en que, vigilados por los tres compañeros los importantes puntos de regreso, aprovecha Espronceda para entrar en el aposento de su amada Teresa, huyendo inmediatamente juntos, mientras los amigos cubren su

retirada. ¿Estaba ya planeado este encuentro entre los dos amantes? Probablemente sí; pero nada se afirma en crónicas ni biografías. Tampoco se nos cuenta a donde huyeron de inmediato. No obstante, para aquella ilusión y el desencanto postrero bien podría valernos la elección de no pocas estrofas del propio Canto a Teresa. Acercándonos a su ilusión, veamos sólo la siguiente octava real: Yo amaba todo: un noble sentimiento exaltaba mi ánimo y sentía en mi pecho un secreto movimiento, de grandes hechos generoso guía; la libertad, con su inmortal aliento, santa diosa mi espíritu encendía, contino imaginando en mi fe pura sueños de gloria al mundo y de ventura. Pero como los sueños de gloria y de ventura no son jamás un fruto eterno, quien aquel 15 de octubre de 1831 no dudó en abandonar a su legítimo esposo y a un hijo nacido de ambos, no dudaría tampoco, años más tarde, abandonar a Espronceda y a su hija Blanca, nacida de lo que fue una apasionada relación. Inesperadamente llegaron las horas del llanto y los enojos: ¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento un pesar tan intenso!… Embarga, impío, mi quebrantada voz mi sentimiento, y suspira tu nombre el labio mío; para allí su carrera el pensamiento, hiela mi corazón punzante frío, ante mis ojos la funesta losa donde, vil polvo, tu beldad reposa. Si Espronceda hubiera sido un poeta de poca obra, quizá le habría valido este sólo poema, este Canto a Teresa, para que lo recordáramos a través ya de siglos. Pero quiso la suerte, quizá por sus numerosas vivencias y sobre todo por su inteligencia de poeta, que aun con su corta vida nos dejara una veraz y fértil producción. De un estilo patrio que, paralelamente conducen el amor y el ideal al romanticismo, utiliza una expresión de época con clásicas raíces, que hoy, sin duda, nos parecen lejanas en el tiempo, pero que, en su día, tuvieron razón de ser. Sus temas son, como casi siempre, los imperecederos que desde siglos motivan a los poetas: la propia intimidad, en este caso el amor pasional, como ocurre con el citado Canto a Teresa; los temas históricos y legendario, (el Soneto A la muerte de Torrijos o su poema GUERRA; las reivindicaciones sociales, tal se nos expresa en El mendigo, personaje en quien busca el poeta la liberación de sus ideales: “Mío es el mundo: como el aire libre”; o cuando la naturaleza se nos muestra como madre generosa en su poema “A una estrella” (¿Quién eres tú, lucero misterioso, / tímido y triste entre luceros mil, / que cuando miro tu esplendor dudoso / turbado siento el corazón latir?); y más aún “A una Rosa”, donde, en uno de

los más perfectos sonetos escrito en legua castellana, mezcla los dones de esa naturaleza con el ejemplo de su propia derrota humana: “Fresca, lozana, pura y olorosa, gala y ornato del pensil florido, gallarda puesta sobre el ramo erguido, fragancia esparce la naciente rosa; mas si el ardiente sol lumbre enojosa vibra del can en llamas encendido, el dulce aroma y el dolor perdido, sus hojas lleva el aura presurosa. Así brilló un momento mi ventura en alas del amor, y hermosa nube fingí tal vez de gloria y de alegría; mas, ¡ay!, que el bien trocóse en amargura, y deshojada por los aires sube la dulce flor de la esperanza mía.”

Algunos de sus poemas y canciones fueron, y perduran aún, ejemplos en reglas y preceptivas, y, lo que es más, se esparcieron como esencias populares: Himno al sol; Al Dos de Mayo; La Canción del Pirata, El mendigo, A la patria, etc. etc. En sólo sus 34 años de vida, aunque principalmente poeta, Espronceda cultivó casi todos los géneros literarios: la novela histórica, con Sancho Saldaña o El Castellano de Cuellar (1834); le tentó el teatro en colaboración, con títulos como “Ni el tío ni el sobrino” y “Amor venga sus agravios”, ninguna con éxito; abordó el poema épico, con su inconcluso “El Pelayo”. Pero sería su libro “Poesías”, publicado en 1840, con una recopilación de poemas de juventud de corte neoclásico y otros posteriores, plenos ya de Romanticismo, quien le abriría al poeta las puertas de la fama. Ni siquiera “El estudiante de Salamanca”, una composición fantástica y amétrica de más de dos mil versos, que nos cuenta los crímenes de don Félix de Montemar, cuya amada, Elvira, muere de amor al ser abandonada, publicado un año antes (1839), le posibilitaría estas puertas a la fama, que sí, encontraría libres y dispuestas con “El Diablo Mundo” (1841), su obra mayor y más importante, ese cuento poético cargado de filosofía, que supera los cuatro mil versos, también inacabado, aunque a la sazón dado al público, cuando, a las nueve de la mañana del 23 de mayo de 1842 le llegó en Madrid rápida la muerte, pues el día 18, de madrugada y a caballo, hacía un viaje a Aranjuez donde se encontraba Bernarda de Beruete, el último de sus amores y con quien pronto pensaba casarse. El parte de los médicos que le asistieron confirmaba que le tuvo postrado aquellos cuatro días y acabó con su vida una enfermedad casi puramente infantil: el garrotillo.

LARRA DESPUES DE 200 AÑOS DE SU NACIMIENTO, Por Nicolás del Hierro

José Gutiérrez de la Vega (retrato de Mariano José de Larra, 1837) Museo Romántico-Madrid Podríamos comenzar diciendo que, aparentemente, es sólo un insignificante golpe de calendario en la eternidad de la existencia; pero han transcurrido doscientos años desde aquel 24 de marzo de 1809, cuando, en la madrileña calle de Segovia, edificio de la antigua Casa de la Moneda, donde viviera su abuelo, doña María de los Dolores Sánchez de Castro, alumbrara a la vida un niño al que pusieran el primer nombre del padre: Mariano (don Mariano de Larra y Langelot), y un segundo muy de cualquier tiempo: José. Un niño que en su corta existencia de hombre inmortalizara nombres y apellido (Mariano José de Larra) a través de la literatura española, principalmente en el periodismo.

Don Mariano de Larra, médico afrancesado, con la pérdida del dominio napoleónico sobre España, ha de emigrar a Francia con toda la familia en 1813, de donde no regresarían hasta pasados cinco años, tras la amnistía que dictara el monarca español. Es muy probable que estos cinco años en tierras galas, dejaran una firme huella cultural y de carácter en el niño Mariano José; pero no es menos cierto que su pubertad y juventud, recorriendo diversos lugares de España junto a su familia y participando por voluntad propia en grupos de inquietudes socio/políticas, le servirían al joven literato para crearse una personalidad específica que, al verterla sobre las páginas de los diarios y las revistas plasmaría en el periodismo un inigualable estilo que el tiempo ejemplariza y acrecienta. Sus juveniles años de poeta, representados por odas y algunos sonetos, como los dos dedicados “a nuestra muy amada reina doña María Cristina de Borbón, al hallarse en cinta”, del primero de los cuales no me privo en transcribir el cuarteto inicial: “Guarda ya el seno de Cristina hermosa vástago incierto de alta dinastía, y ya la Patria conocer ansía de quién ha de ser madre cariñosa.” Pero, sobre todo, epigramas y sátiras que, dentro de un estilo calificado como “poesía útil”, nos han dejado una colección que apenas sobrepasa el medio centenar de poemas o composiciones, de los cuales hay constancia que sólo una docena de los mismos fueron publicados en vida del autor; lo que viene a justificar que ni siquiera en tiempos del más puro romanticismo (Espronceda, Bécquer, Zorrilla, Rosalía de Castro, el propio Larra…) tuvo la poesía apoyo editorial. Muy diferente sería la difusión y fama que en periodismo alcanzaron sus artículos. Firmados unos con sus nombres y

apellido y otros al amparo de “Fígaro” o “El pobrecito hablador”, hicieron de Larra el más notable de los escritores que haya tenido el costumbrismo español, tan en moda aquel primer medio siglo, y, sobre todo, distinto a los demás en el modo de satirizar, al tiempo que amar y defender una sociedad que, si bien había salido airosa de una rebeldía armada contra la invasión francesa, no evitó el meterse en guerras carlistas y sucesorias que deformaban los principios de la ética y del entendimiento humanos. No en vano muchos de estos artículos permanecen en reeditados libros o en antologías del género y, sobre todo, están en la mente de no pocos de sus lectores y relectores; artículos con títulos como: El día de difuntos, En este país, Vuelva usted mañana, El castellano viejo, El desafío de la pena de muerte o Lo que no se puede decir no se debe decir, en los que la ironía impone su estilo más personal y crece la sátira con la virtud del diccionario. Cierto que, ya su nombre y obra reflejados en los espejos de la inmortalidad, principalmente mirándose en ellos crónicas y artículos, no hemos de olvidar tampoco al Mariano José de Larra que escribe una novela histórica como lo es El doncel de don Enrique el Doliente, ni al audaz crítico de teatro, que al mismo tiempo es autor que llevara a escena comedias tales como Julia o Dos palabras, y traductor en El arte de conspirar, a la que podrían sumarse otra media docena más. Con sólo 27 años de una fructífera y vital existencia, fue su vida un cúmulo de azares, éxitos literarios y fracasos amorosos que hicieron el conjunto de un hombre y un escritor del romanticismo, hasta el extremo de acabar con su vida tras el disparo de una pistola en la sien la tarde noche del 13 de febrero de 1937, tras la visita a su casa de quien fuera su amante: Dolores Armijo. Y aun siendo cierto que siempre se puso y se pone a Dolores como causa del suicido de Larra, ésta fue sólo la gota que colmara el vaso en la intensa vida del hombre y del escritor, que acaso le faltaba eso, el suicidio, para la inmortalidad de una obra, que si breve en años de

productividad fue y es inmensa en el acierto de sus temas y planteamientos, la contundencia y acierto estético y mordaz de su palabra.

POESÍA DE JUAN JOSÉ ALCOLEA

JUAN

JOSÉ

ALCOLEA

Nace el 26 de Enero del 1.946 en Badajoz, para inmediatamente volver al lugar en donde fue concebido, Socuéllamos, en el corazón mismo de la Mancha, lugar donde esquinan sus límites Albacete, Ciudad Real y Cuenca. Allí trascurre toda su infancia y juventud con los obligados paréntesis de los estudios en las dos primeras capitales antes citadas. Es pues en la llanura manchega y entre sus gentes, donde se forja su personalidad, y a lo largo de toda su obra se puede observar la influencia de este escueto y amplísimo paisaje. En 1970 llega a Madrid en donde alterna su trabajo en una empresa financiera con sus estudios mercantiles. Felizmente casado en 1972, ubica su lugar de residencia en Alcorcón, en donde comienza

a dar clases, se licencia en Geografía e Historia por la U.N.E.D. a la vez que continúa su labor en el sector antes citado. Hacia principios de los años noventa empiezan a crecer sus inquietudes literarias abandonadas desde la juventud, y sucesivos premios a lo largo y ancho de España le hacen replantearse su vocación y dedicarse activamente a la escritura. Desde entonces, la búsqueda del tiempo perdido es una constante en su poesía, así como la dialéctica del encuentro-desencuentro entre el poeta y la palabra, muchas veces elaborada desde una visión ascético–mística. La investigación y la escritura, las colaboraciones, la promoción de asociaciones y revistas literarias llenan una parte importante de su vida en la actualidad. El “Hermanos Argensola” de Barbastro, “Amantes de Teruel” en dos ocasiones, “Tomás Navarro Tomás” en La Roda , “Artifice” en Loja, el “Ciudad de Astorga”, “Raimundo Escribano” en Alicante, los “Aurelio Guirao” y “Luys Santamarina” en Cieza, el “Mario López” en Bujalance, “La bufanda” en Coslada son algunos de los premios cosechados por este extremeño-manchego residente en Alcorcón. TE VOY A RESCATAR Te voy a recatar de tus pedazos y hacer un hombre nuevo con tus sombras. Procura no gritar,

habrá retales que habremos de ofrecer a los gusanos para que puedan seguir dando su jugo a las adelfas con todos los derribos de la tarde. No te preocupes, cuando te acabe te habrás desabrazado de tu sombra y el verbo habitarás como presenciaq. Tuviste suerte la noche en que acercándote a mi esquina pusiste entre mis labios un poema y no pediste precio por mi boca.

POESÍA DE NICOLÁS DEL HIERRO

NICOLÁS DEL HIERRO Nacido (1934) en Piedrabuena (Ciudad Real), reside en Madrid desde sus 20 años. Tiene doce libros de versos publicados y tres antologías de los mismos, más dos plaquetas/homenaje. En prosa ha dado a la luz tres novelas y dos libros de cuentos, y, en colaboración un volumen: “Historia de Piedrabuena”. Ha impartido numerosas conferencias, “mesas redondas”, y lecturas de poemas; ha escrito diversos prólogos, siendo colaborador de varios periódicos y revistas. A la vez que figura en diversas Enciclopedias y en “¿Quién es quien en la poesía española?” Está en posesión de un centenar de premios, que van desde el primero por varios de sus libros y poemas en España, pasando por el CEPI de Nueva York, hasta llegar a los antiguos Juegos Florales; pero el que más considera es el reconocimiento de su pueblo natal, cuyo Ayuntamiento, en pleno del día 17 de abril de 1997, aprobó la creación de un premio anual de poesía con su nombre, para galardonar un libro de poemas, que ya ha superado la decimoquinta convocatoria.

COLOR PLOMO Va un hombre solo por el campo: las nubes son de plomo, y son de plomo los olivos, Todo es de plomo ante sus ojos: el verde-negro de las aguas, el blanco-verde de los chopos; gigante muerto, la sierra tiene las jaras de plomo. (Dejó la ciudad dormida bajo la noche del lobo y partió sin saber dónde). Va por el campo un hombre solo, peregrino del tiempo de su tiempo, a cuestas la pereza de los otros. Se le durmió la brisa entre las manos y el sol le puso un beso entre los hombros. (Sonríe el hombre) Pero los hombres le cargaron todo su dolor a la espalda, y, con la pena, se le ha teñido el beso color plomo… Arrastra el hombre su tristeza,

se le ciegan los ojos con el polvo y, oyendo siempre la canción del tiempo, recuerda, caminando en campo solo, que, allá lejos, al que dormita le irán tiñendo el pecho color plomo. LA CLARIDAD DEL ALMA por Nicolás del Hierro Este poema ha obtenido el Primer Premio de Poesía “Santa Teresa de Jesús”, que fue entregado en Madrigal de las Altas Torres el 17 de octubre de 2009.Certamen que, bajo el patrocinio de la Excma. Diputación de Ávila, organiza el Hogar de Ávila en Madrid. I ¿Dónde la luz? La luz tiene ese cetro, cenit preclaro, que estelar nos llega por los cauces omnímodos del cielo a los ojos del hombre, a las abiertas pupilas que, gozosas en su empeño, disponen arreboles en la entrega. El horizonte es una inmensa tabla que ilumina contrastes y que llena de auroras la retina; que hace gama de su abierto abanico cuando puebla

la piel y los paisajes, la membrana extensa y formidable de la tierra. Amamos los colores y las formas, gozamos la razón de la belleza bajo el impulso alado de las horas. El día es su verdad: le da su fuerza con el beso del alba y la corona del véspero, que acuna su grandeza. Su forma es el Camino, un camino que lleva a Las Moradas de la idea a la pasión del alma y al latido por donde la virtud, libre, espolea a los corceles de la entraña, al vivo estado de un amor que recompensa. I I Brota Cristo en el pecho de quien ama, porque amor es su pulso y su latido; vibra Dios en el centro enriquecido de quien con fe lo busca y lo reclama. La mística se enciende; cauce y llama disponen de la entraña su gemido.

Surge un eco de alturas, un tañido de luz que en fundaciones se derrama. La cima es otra luz. ¿Viene del cielo o es cielo lo que busca? Todo anhelo es mística pasión, brasa y pavesa. Claridad busca el alma, no pupila: la entraña es manantial que se deshila llanto a llanto en la fe de sor Teresa. I I I Su fuerza es interior. Se nos proyecta desde un extenso faro, un gran destello capaz de iluminar con sus esencias el amplio corazón del universo. Surge como un torrente; consecuencia de otra luz que impone sus reflejos. La luz es hoy un labio que se crece por el sublime son de una campana; una oración que en su redoble vierte las nobles inquietudes de la Santa: mientras, la claridad es un presente que conjugan Amado con Amada.

I V Amado con Amada. Siempre unidos en su razón de fe y humanidades; salvedad de amorosas salvedades que unifican los reinos divididos. Dos amorosos rayos concebidos: cielo y tierra en amor de claridades. Unidad de dispersas unidades sobre el juego ideal de los sentidos Una luz busca el ojo y otra el alma, que extremos son de amor en arrebato. Dos claridades, desde arriba llegan: DONDE HABITA EL RECUERDO Para Laura I Los recuerdos me habitan con un trino de pájaros y alondras, aves que estrenan con el alba su partitura de ilusiones en renovado cántico de luz. Rescato de la noche mi esperanza,

y vivo; vivo la presencia inerme de juventudes impolutas. Todo yo me recobro en las tinieblas por el sol de otro tiempo. Soy, fuimos, Laura, caminos divergentes que, al fin y en su distancia, descubren un paisaje de amapolas donde alentar futuros, cultivar semillas que perdimos una tarde de adolescentes brumas. Se nos fueron los días como el agua se escapa entre las manos, como el sueño se pierde al despertar; crepúsculos que a la puesta del sol se sombrearon tras su belleza de Arco Iris. Y hubimos de esperar, darle al reloj su rítmico concierto, ponerle al corazón su pulso de diamante. Un tiempo que redime circunstancias se asomó a los balcones de la aurora.

Y puede amanecer. Nos amanece con fabulosos trinos del recuerdo, y una orquesta de alondras armoniza el festival de ensueños que perdimos. I I Somos otra vez luz, palabra que se estrena. Nada puede evitar esta armonía que sólo la distancia condiciona con el poder de las ausencias, los imposibles de la duda. . Hablo, hablamos, y el vocablo toma un color de juventud, de tiempos menos graves, donde ni tú ni yo supimos bordar el cañamazo con los hilos que la seda del tiempo en actitud de amor configurara. Y larga fue la noche, las horas de silencio que envolvieron las sombras

y alejaron los años. Hasta que, al fin, el alba le puso al corazón su “extem” de luz y entonaron los gallos de la aurora su partitura de esperanza. MIRADA EN GRIS (Al desconocido joven con quien nos cruzamos una tarde/noche de invierno en una ciudad costera y cuya herida mirada originó este poema). Puede que nunca sepas la razón de este poema, la verdad por la cual, aquella noche, hasta sus labios, lo salobre del mar llevó el destino de una lágrima. Ojos que dejan huellas: la humildad penetrante de tu mirada en gris, de una necesidad misteriosa y oculta, como si el pan ázimo de tu andar sin rumbo, el amargo sabor ofreciera a los acordes de una música existencialmente ingrata. Parecías el cuello devorado de un cisne, la languidez dormida de un tallo que la zarpa de una gélida noche apartó de su cuna; tu andar sin destino concreto, preguntaba por el cálido aroma de la estrella primera.

Era un interrogante mudo, certero, que partía de tu pálido rostro, del amarillo en gris con que tus ojeras arropaban -lagos verdesel penetrante junco de tu mirada herida. Oírse pudo el silencio de tu nada, el denodado esfuerzo de tu querer decir callando. Errantes normas de caudal sumiso, arcángel se diría del consuelo con que las furias descomponen a quienes los nudillos tienen de pétalos, de brisas, al recurrir a la necesidad urgente de un suspiro. Imaginé tus ansias de vivir sin vida, cargado el peso de tu ausencia en dos alforjas, dulces miserias donde guardar tu hambre. Caminabas, caminas, ¿pero hacia dónde? ¿Qué destino o qué meta? ¿Un trabajo en el sol…? ¿Una luna donde pasar

la noche…?

Huellas de un reducto sin nombre e innombrado. El poeta no tiene, no, incienso en los bolsillos, se diluye hacia adentro y aromatiza el ansia de saberse integrado a la miseria… Al amor

también. Y escribe, escribe su condena… Por si acaso nos sirve. CARACOLES ASFÁLTICOS No, yo no soy un solitario. La soledad es esta muchedumbre que aplasta con su bota la parda piel del oso por las calles del mundo. Contempladlos. Ausentes, caracoles asfálticos, con sus fueros y furias, con sus cargas de sueños e hipotecas, su consumo energético… Nunca miran al cielo, desconocen lo que de bello tienen las nobles rejerías de los altos balcones, las finas taraceas del juego arquitectónico. Abstracción de su mundo, ensimismados, por sus ojos,

desde su pensamiento, taladran las aceras. No, yo no soy el solitario. Pero, ¿alguna ocasión levanté la mirada más allá de los altos rascacielos?

CARLOS FUENTES, YA POR SIEMPRE EN SU ZONA SAGRADA, por Nicolás del Hierro

Aunque ya había traspasado la barrera de sus ochenta años (Panamá, 11 de noviembre de 1928 – † México, D. F., 15 de mayo de 2012), y logrado los más prestigiosos galardones –sólo a falta del Nobelque la novelística concede a la obra de un autor, dadas las noticias que el pasado 15 de mayo impartieran teletipos, agencias, medios de difusión

y redes sociales, intuyo que, al referirme hoy a Carlos Fuentes, bien podría comenzar este comentario con el título de una de sus mejores novelas “La muerte de Artemio Cruz”. Pero sucede que, dada la transcendencia y calidad que nos aportó la obra de Carlos Fuentes, por el valor literario de la misma, esencial, espiritual y culturalmente, ni ha muerto su nombre, y gran parte de su obra permanecerá en los anales de la historia que la narrativa nos irá recordando a lo largo del tiempo. El fallecimiento de Carlos Fuentes, tal como “La muerte de Artemio Cruz”, este viejo soldado, revolucionario, intransigente y poderoso, amante sin amor y sin familia, duro en la dureza de su carácter mandón y mandatario, que postrado en su lecho de muerte lucha con la vida, permanecerá impulsado por la fuerza de su creatividad, en la novelística más destacada y firme, más estética y testimonial. Usando una esplendorosa técnica, el autor nos está mostrando todos los tiempos de una existencia luchadora que se apesadumbra frente a tan perpleja situación e inevitable resultado. Luchador y firme, Artemio, a través del viejo mando militar que, entre otras cosas, traicionó a los compañeros en su convencimiento ideológico, el autor insufla al personaje un idealismo patrio donde principalmente prevalece la idiosincrasia de las clases dirigentes mexicanas. No en vano cada quien nutre su obra de aquello que internamente siente, le emana o le nutre por y en su ideología. Teoría por la que a uno le hace pensar que, en efecto, el adiós a Carlos Fuentes, bien podría titularlo como “La muerte de Artemio Cruz”, aún cuando esté convencido que ni el

autor ni su ficción narrativa llegarán a su total olvido. Cierto que no fue esta la primera novela de Fuentes que cayó en mis manos, pues, muy a finales de la década de los sesenta, un afortunado encuentro me trajo el regalo de “Zona sagrada”, que el autor dedica a María-José y Octavio Paz. Se hallaba ésta en su quinta edición y venía con el sello de “Siglo xxi editores, s.a. México”, aún cuando su primera edición apareció en 1967. Era el tiempo en que el boom latinoamericano aportaba a la novelística los mejores años. Los Vargas Llosa, García Márquez, Borges o Cortázar, entre otros, imponían el don de su palabra por los extensos mundos de la lengua castellana. Y sin ser Carlos Fuentes uno de los más cercanos al boom, no podía tampoco distanciarse del mismo, cuando además sus méritos propios así lo situaban. No en vano con su novela “Cambio de piel” había ganado anteriormente el Premio Biblioteca Breve, y no debía alejarse de los compañeros de generación y viaje literario. Hombre de gran formación cultural, hijo de diplomático, que tras haber recorrido buena parte del mundo por salones de embajadas y ámbitos de negociadores patrios, y que luego algún tiempo después ocuparía él mismo en desempeños similares y personales. Siempre comprometido con una sociedad progresista y mejorada, aquel niño nacido en Panamá, fue considerado y se auto-consideraba, hombre, plenamente mejicano, haría de su carrera literaria una virtud y de su vida social un humano paradigma. Vuelvo a recordar que la primera huella narrativa que Fuentes dejó en mí fue la figura de Guillermo, Guillermito, Mito, protagonista de su

“Zona Sagrada”, una infortunada figura donde, aún cuando la existencia del protagonista, y desde su infancia, se viera enriquecida por el mimo y el detalle, no le sería nada fácil sobrellavar aquel destino enriquecido y adverso. Como relator y relatado, Mito, hijo de una triunfante estrella mejicana, frente a cuyos éxitos y como personaje, relata su adolescente y juvenil edad viviendo y conviviendo con sus abuelos y, sobre todo, entre la pléyade de artistas secundarias, hermosas y bellas, que pululan en torno a la triunfadora Claudia Nervo. A veces, este cortejo de mujeres flota en el ambiente de Guillermito como una espuma tierna, amante y amorosa; pero en otras ocasiones la misma compañía nos envuelve de forma demoníaca y tentadora, tras cuyo engañoso celofán no se afanan otros demonios que los triunfos y ambiciones de Claudia. Eso sí, el autor tiene la maestría de envolvérnoslos con una prosa magistral que hace más breves aún las apenas doscientas páginas de la novela. Su comienzo nos recuerda una delicada y suave pintura, rural más que turística, donde “todo el pueblo está reunido en la playa, viendo a los muchachos jugar fútbol”. No obstante, en él, como dice de la mujer que le acompaña, se adivina que tiene “la mirada en otras cosas”. Y estas cosas no son otras que la temática y meollo de la novela: el estético y duro drama de Mito. Drama que, para adentrase en él, y todo sintetizado, comenzará hablándonos del clásico y prudente Ulises, de la vencida Troya, de un lugar como Positano y cómo el griego Poseidón trepa por las cornisas, hasta convertirlo en “una silueta de ballena dormida”.

Por ello y por toda la excelencia de su obra narrativa, intuyo que no, que aunque tras el fallecimiento de Carlos Fuentes haya podido recordar su novela “La muerte de Artemio Cruz”, pùes, ni uno ni otra dejarán de existir en el recuerdo literario porque este autor mexicano tiene y tendrá siempre su Zona Sagrada.

MIGUEL DELIBES: NOS DEJÓ EL HOMBRE; SU OBRA ESTÁ CON NOSOTROS, por Nicolás del Hierro

Miguel Delibes

Es obvio que, a lo largo de la historia de nuestra literatura, podíamos afirmar cómo el sustantivo Miguel ha sido, y es, una honrosa virtud

para las letras españolas. Por ello no nos parece inoportuno este lugar y momento para recordar tal condición, aunque sea sólo a modo de pasada y por conocido, cuando, justo al conmemorarse el centenario del nacimiento de un gran Miguel (Miguel Hernández), dijo adiós a la vida terrenal otro Miguel: Miguel Delibes. Virtud, la de aquél, porque lo fuera el gran poeta del pueblo; y la de éste, como quien supo captar y acercar de ese pueblo y para el mismo la mejor narrativa que se escribiera en el pasado siglo XX. Y, si apoyando nuestra tesis inicial, hubiéramos de referirnos a escritores españoles con nombre semejante, no es menos obvio que nos sería facilísimo hacer un póquer de ases agregando a estos dos apellidos los inmortales de Cervantes y Unamuno.

Miguel Delibes

Delibes se nos fue el pasado mes de marzo, el día 12. Lo hizo desde su Valladolid, donde viviera casi siempre. El pueblo, los vecinos de la capital castellana y buen número de otros lectores españoles se echarían a la calle, en admirable manifestación de duelo y como homenaje de gratitud literaria al novelista. Mucho tiempo hacía, tanto que nuestra generación no llegó a verlo, que tan largas filas de

lectores y admiradores, reconocedores del hombre y de su obra, no desfilaban conmovidos ante la capilla ardiente de un escritor. Aquel vecindario sabía que La sombra del ciprés es alargada, y que desde muy pocas horas después no dejaría de sombrear el mortal cuerpo del hombre. No obstante, quien como creyente lo mirara, hallaría en su contemplación la convicción de que aquél era El camino donde, tras La mortaja no hace falta ir con La escopeta al hombro porque, aun cuando esté La tierra herida, el caballero y el escritor Miguel Delibes supieron abonarla en y con su trabajó para que Los santos inocentes sean quienes, en su inocencia, ganen La partida desde una estética humanista, más apropiada y sincera que la de aquéllos que, partidariamente, buscaban El disputado voto del señor Cayo. Miguel Delibes, sencillo en su grandeza, cazador de la palabra y estímulo del disparo cinegético más limpio, ecologista en la virtud de su andadura, humano, humanista, escritor de claridades y de sencillas convicciones, socialmente solidario en la soledad del pueblo, de su ciudad, surgió a la narrativa con la rectitud de los cipreses e hizo, paso a paso el Diario de un cazador, porque cazador y escritor no pudieron separarse jamás del hombre quien, sin utilizar para nada su Madera de héroe, recorría los altozanos de los montes y las calles empedradas de los pueblos para extraer la sencilla grandeza del idioma castellano. Su todo fue el conjunto y su autonomía el trampolín de la estética humanista. Desde aquel alargado y sereno galardón cipresístico con que obtuvo el Nadal 1948, hasta

que, medio siglo más tarde (1999), El hereje le valiera el Nacional de Narrativa, su creatividad literaria superaría las cinco docenas de libros. Mientras tanto, desde la dirección periodística supo ponerle Norte a las columnas de Castilla, y, con aquéllos y éstas, sobre todo aquéllos, conseguir los más significativos galardones y honores que las letras y el saber otorgan a los elegidos que se mueven en estos campos. Libres y abiertas las puertas de la Real Academia Española, sus libros prestigiando anaqueles personales, el estímulo del hombre para con la sociedad le valió el reconocimiento general a todos los niveles del pueblo. Si no, ¿como se concibe la selecta popularidad con que el conjunto social le honró en su despedida?

Desde la letra impresa, pasando por el teatro y el cine; desde la calle a la Universidad, el hombre y el escritor hacen fácil el sendero de la comprensión a quien lee o contempla su obra de uno u otro modo. Con la difícil sencillez de su palabra consigue un ejercicio de aceptación general. Leer y escuchar a Delibes es recoger la cosecha que, en la

palabra, sembrara el pueblo culto y él seleccionara. Las representaciones, por ejemplo, de Cinco horas con Mario, han hecho que esta adaptación teatral se convierta en un clásico en vida de su autor, donde no sólo el éxito inicial de Lola Herrera mantiene activa la obra, sino que numerosas compañías de aficionados o profesionales menos conocidos no dejan de representarlas por y en menores escenarios de España… …Y el cine, principalmente y sobre todo el cine, con casi una docena de las novelas que escribiera Delibes (El camino, Los santos inocentes, Las Ratas, El príncipe destronado –convertida en La guerra de papa-, El disputado voto del señor Cayo...), adaptadas y expuestas en celuloide, fueron y siguen siendo un verdadero éxito en las pantallas, protagonizadas por importantes actores y actrices y realizadas por grandes directores, llámense aquellos, entre otros y otras, Antonio Ferrandis, Francisco Rabal, Juan Luis Galiardo, Julia Caba Alba, Amparo Soler Leal o Mónica Randall, y directores como Antonio Mercero, Mario Camus o Giménez-Rico.

Si el reconocimiento de los lectores le llegó puntualmente y permaneció múltiple y crecido en el tiempo con la visión de la imagen que semillara su literatura, no fue menor cuanto a nivel de selectividad cosecharía su obra en término de especiales galardones. Ya nos hemos referido a su primer éxito en la consecución de un premio tan prestigioso y serio con el Nadal (1948) y al también Nacional de Narrativa, que consiguiera por segunda vez (1999) con El hereje, cuando antes (1955) ya se lo habían concedido por Diario de un cazador. Y fue entre uno y otros cuando se fueron sumando los de mayor prestigio que la Universidad y España conceden a sus elegidos. Delibes sería investido media docena de veces como doctor honoris causa por otras tantas universidades, recibiría el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1982); el de las Letras de Castilla y León (1984), el Nacional de las Letras Españolas (1991), el Miguel de Cervantes (1993), etc, etc. El año 1999 le sería concedida, a nivel Nacional, la Medalla de Oro al Mérito del Trabajo, como antes le fuera entregada (1993), con valor de este mismo metal, la que otorga su provincia vallisoletana, y posteriormente, en doble anualidad 2006 – 2009, la de Oro que el Gobierno de Cantabria concede al Mérito Turístico. Volviendo a ser distinguido aquel mismo 2009 con la también de Oro que su tierra, la Autonomía de Castilla y León, premia a los elegidos.

Es cierto que se le resistió (¿podíamos escribir que se le negó?) el Nobel; pero estamos seguros que Delibes no lo echó en falta ni se resintió por ello. Su obra era y es más selecta y superior en calidad a la de muchos que antes y en su tiempo lo alcanzaron. La Academia sueca se lo ha perdido. Además qué mejor Premio Nobel puede recibir un escritor que, siendo justo, humano, culto, ecuánime, sencillo y grandioso en su quehacer, se supo leído y admirado por las grandes minorías selectas a las que siempre dirigiera su obra; minorías, éstas, que luego, como despedida, en la sana expresión del pueblo que sabe lo que quiere y a quien ama, se echaron masiva y silenciosamente a la calle para darle el último adiós a quien verdaderamente admiraban y querían.

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