EL CONCEPTO DE EXISTENCIA EN LA FILOSOFÍA DE MIGUEL DE UNAMUNO AMPARO PÁRAMO CARMONA

EL CONCEPTO DE EXISTENCIA EN LA FILOSOFÍA DE MIGUEL DE UNAMUNO AMPARO PÁRAMO CARMONA Licenciada en Filosofía 1 1.- EL CONTEXTO SOCIAL 1.1 RELACIÓ

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EL CONCEPTO DE EXISTENCIA EN LA FILOSOFÍA DE MIGUEL DE UNAMUNO

AMPARO PÁRAMO CARMONA Licenciada en Filosofía

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1.- EL CONTEXTO SOCIAL

1.1 RELACIÓN CON LA GENERACIÓN DEL 98. 1.2 LA ESPAÑA UNAMUNIANA. SITUACIÓN EUROPEA. 1.3 EVOLUCIÓN IDEOLÓGICA.

2.- LA NOVELA, LA POESÍA Y EL TEATRO

2.1 CARACTERES GENERALES. INFLUENCIAS. 2.2 EL PROBLEMA DE LA REALIDAD.

3.- LA FILOSOFÍA

3.1 INTRODUCCIÓN. 3.2 EL SER. EL CONCEPTO DE EXISTENCIA.

3.1.1 EL CONFLICTO DEL TODO Y LA NADA. 3.1.2 ASPECTOS DEL CONFLICTO ONTOLÓGICO. 3.1.3 EL HOMBRE.

3.3 3.4 3.5 3.6 3.7

LA ANGUSTIA. LA INMORTALIDAD. EL TEMA DE DIOS. LA RELIGIOSIDAD. LA INFLUENCIA KIERKEGAARDIANA: LA VERDAD. EL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA. 3.7.1 3.7.2 3.7.3 3.7.4 3.7.5 3.7.6 3.7.7

EL SER REAL Y EL SER APARENCIAL. LA VIDA HUMANA. YO Y MUNDO. LA FORMA DE LA VIDA. LA PERSONA. MUERTE Y PERDURACIÓN. EL TEMA DE DIOS.

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La misma causa que obliga al hombre a soportar la vida le lleva también a agitarse y moverse para vivir. Nadie se mueve por impulso propio; la necesidad y el tedio son las cuerdas que ponen al peón en movimiento. De aquí que todos nuestros estados, así en conjunto como en sus pormenores, lleven impreso el sello de la coacción: el individuo, perezoso en el fondo y anhelando el reposo, pero obligado a avanzar, se asemeja al planeta en que habita, al cual la fuerza que le impulsa hacia adelante es lo único que le impide caer sobre el sol. Los hombres no son atraídos más que en apariencia, pues en realidad son empujados; no les atrae la existencia, es la necesidad lo que les espolea. La ley de motivación, como toda causalidad, es una pura forma de fenómeno. Dicho sea de pasada, éste es el origen del lado cómico, burlesco, grotesco y caricaturesco de la vida, pues cuando los individuos son empujados por detrás contra su voluntad, gesticulan y se mueven como pueden, y la confusión que de aquí nace ofrece un aspecto de lo más grotesco; mas no por eso son menos serios los dolores de la vida. En todas estas consideraciones se descubre claramente que la voluntad de vivir no es una consecuencia del conocimiento de la vida, no es, en cierto modo, una conclusio ex praemissis ni nada secundario; antes al contrario, es lo primero de lo primero, la premisa de todas las premisas, y precisamente por esto, aquello de que la filosofía debe partir, pues la voluntad de vivir no existe como una consecuencia de la voluntad de vivir.

A. Schopenhauer El mundo como voluntad y representación II

Apéndice, cap. XXVIII, pág. 184

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EL CONCEPTO DE EXISTENCIA EN LA FILOSOFÍA DE MIGUEL DE UNAMUNO

AMPARO PÁRAMO CARMONA Licenciada en Filosofía 24291695-S NRP A48EC024291695

1.- CONTEXTO SOCIAL. 1.1 RELACIÓN CON LA GENERACIÓN DEL 98. Es Azorín quien acuña el término Generación del 98 en una serie de artículos que publica en 1913, haciendo notar que los integrantes de este movimiento (Unamuno, Baroja, Maeztu, Valle Inclán, Benavente…) están unidos por circunstancias tales como un profundo espíritu de protesta, así como por un gran amor al arte en todas sus manifestaciones. No es un movimiento que pueda ser considerado como totalmente desligado del

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Modernismo, ya que las primeras influencias que reciben son las de Gautier (parnasiano) y Verlaine (simbolista). De cualquier forma, aun cuando el término Generación del 98 ha sido acuñado y prevalece en el tiempo, diversos autores integrantes de este grupo rechazan tal mención, entre ellos el propio Unamuno, que mostró su reticencia a ser clasificado en repetidas ocasiones. Sobre esta observación, Muñón de Lara se muestra concluyente, al menos en el sentido de que a pesar de que rechaza el mito de Generación del 98, afirma su realidad como grupo más o menos coherente. Blanco Aguinaga los define como “intelectuales antiburgueses en la vanguardia ideológica de la pequeña burguesía”, y esto es bien cierto, sobre todo si recordamos la militancia activa de los componentes, así como el deseo de reconstruir o al menos revitalizar España, dentro del espíritu de una integración en Europa (posteriormente, Unamuno invertirá esto y tratará de españolizar Europa). En lo tocante a la actitud noventayochista, cabe destacar tres puntos: 1.- Intensificación del entronque con las corrientes irracionalistas europeas (Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer, Soren Kierkegaard, Henri Bergson). 2.- Preocupación existencial, que adquiere especial relieve. En este hecho, pueden ser considerados como precursores del existencialismo europeo, sobre todo Unamuno, que trata a lo largo de su obra temas como el sentido de la vida y el destino del hombre. 3.- Tratamiento del tema de España, que se llenará de tintes subjetivos, es decir, se va a hacer proyección de los anhelos y angustias personales sobre la realidad española. Es aclaratorio en este punto ver cómo Unamuno llega a reducir los problemas de España a la necesidad de un “cambio de mentalidad”. Sin embargo, quizá sea el propio Unamuno quien mejor defina la Generación del 98, cuando en su artículo La hermandad futura dice: “Sólo nos unían el tiempo y el lugar, y acaso un común dolor: la angustia de no respirar aquella España, que es la misma de hoy. El que partiéramos casi al mismo tiempo, a raíz del desastre colonial, no quiere decir que lo hiciéramos de acuerdo”. De cualquier forma, sigue siendo Tuñón de Lara quien mejor define el espíritu noventayochista: “Este grupo se define por una coincidencia, más o 5

menos grande, en el espacio histórico de un decenio, de localización geográfica, frecuentaciones sociales, influencias que recibe, actividades profesionales e intelectuales, inquietudes y, sobre todo, temática y enfoque de la misma.

1.2 LA ESPAÑA UNAMUNIANA. SITUACIÓN EUROPEA. La España en que vive Unamuno constituye un caos casi constante en el terreno social, lo que forzosamente va a incidir en todos los aspectos culturales. Es una etapa de decadencia, que viene marcada por sucesos tales como la pérdida de las últimas colonias, la inestabilidad política, el auge de la burguesía, el inicio de las luchas obreras, el nacimiento de lo que posteriormente van a ser las grandes zonas industriales, la Dictadura de Primo de Rivera (que le costó destierro en Fuerteventura y Francia, de 1924 a 1930, por su oposición a ella), el advenimiento de la República (durante la cual fue Diputado). Todo esto unido va a marcar necesariamente el talante del escritor, que se siente en la obligación de manifestar su interés por la situación y, a la vez, su descontento. En lo concerniente al campo de las letras, puede verse un cierto paralelismo con la situación europea, sobre todo teniendo en cuenta la gran influencia que Nietzsche ejerce en toda Europa, a la que no son ajenos los escritores del grupo del 98. Se desarrolla lo que ha dado en llamarse Existencialismo Literario, aunque no es indicado aún llamarle existencialismo, pues no es sino una expresión literaria de las inquietudes existenciales. La filosofía existencialista propiamente dicha se desarrolla a raíz de la Segunda Guerra Mundial, mientras que una literatura preocupada por la condición humana, como es el caso de las de Unamuno o Franz Kafka, es anterior a las formulaciones filosóficas de Martin Heideggeer o Jean Paul Sastre, y tiene su base en Kierkegaard. Se hace esta distinción y es totalmente necesaria en el sentido de que sólo a partir de la Segunda Guerra Mundial se puede hablar de la filosofía existencial por 6

antonomasia: el existencialismo ateo, mientras que los movimientos anteriores, aun cuando su característica básica sea el problema de la existencia. Da pie a un resurgimiento religioso, que necesariamente deja de lado a la razón. Se trata de una plena aceptación del misterio, sin importarles que la fe no pueda respaldarse en la razón. Jesús Antonio Collado, en su obra Kierkegaard y Unamuno. La existencia religiosa define el existencialismo como “la actitud filosófica que toma por objeto exclusivo de su estudio al individuo humano existente”. En este sentido, Unamuno no es existencialista. Por otro lado, Nicolás Abbagnano en su Historia de la Filosofía afirma encontrar en la filosofía del autor español por lo menos dos elementos de la filosofía existencialista. Uno sería la incertidumbre ineludible de la vida y de la fe misma, mientras que el otro lo constituye el hecho de que, en Unamuno, la verdad es intrínseca al hombre como sujeto. Además, a las dos razones mencionadas habría que añadir la creencia de que la verdad abstracta es inoperante para el hombre considerado como individuo. Como ya se ha señalado, España no es ajena a las corrientes europeas, e incluso algunos autores, especialmente los hispanistas, llegan a decir que los españoles fueron los primeros en plantearse las cuestiones existenciales en términos que después serían desarrollados por la literatura y el pensamiento europeos. Es Unamuno la figura de más peso en este sentido y, al hacer un análisis de su obra, es fácil ver las cuestiones que la entretejen: la condición humana, la inmortalidad, la existencia de Dios, el cristianismo como fórmula de salvación…, caracterizándose como un escritor vitalista, no sistemático, en la línea de Kierkegaard, frente a lo que el mismo Unamuno llegó a llamar la “ideocracia racionalista”.

1.3 LA EVOLUCIÓN IDEOLÓGICA. Quizá sea Unamuno en este sentido un autor bastante claro, ya que no es nada difícil comprobar, en su obra, tanto filosófica como novelística, cómo

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son distintas las posturas que va adoptando a lo largo de su vida, pues el reflejo en ella es evidente. Partiendo de una crisis juvenil, que le hace perder la fe, orienta su interés hacia la lucha social, perro vuelve a sufrir una nueva crisis en 1897 que lo aparta de esta línea, haciéndole volver hacia los problemas espirituales. El problema de la evolución ideológica de Unamuno lo vemos, después de esta breve nota introductoria, desarrollado en los puntos que siguen.

2.- LA NOVELA, LA POESÍA Y EL TEATRO. 2.1 CARACTERES GENERALES. INFLUENCIAS. En el prólogo a su más famosa novela, o nivola, como a él le gustaba llamarla, Niebla, Unamuno dirá que “Si el alma no es inmortal, nada vale nada, ni hay esfuerzo que merezca la pena”. Tal idea es fija en toda la obra unamuniana: la inmortalidad, la gran cuestión de que depende el sentido de nuestra existencia. La otra gran constante en su obra será lo que él denomina “el hambre de Dios”, la necesidad de un dios garante de nuestra inmortalidad personal. Dejando a un lado su obra filosófica, cuyo máximo exponente es Del sentimiento trágico de la vida, podemos distinguir tres apartados en su obra literaria, correspondientes a poesía, teatro y novela, pues Unamuno es un autor polifacético y abarca todos los campos. En lo que respecta a la poesía, los mismos temas de la existencia son los que nutren su obra poética, que constituye una biografía de su espíritu. En el aspecto formal, cabe destacar que no se adapta en poesía a las modas imperantes, sino que siempre mantiene su estilo personal. En cuanto al teatro, lo que de él le atrae es el hecho de que le permite la representación directa de los conflictos íntimos, el contacto con el espectador y el conocimiento inmediato de la respuesta de éste.

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Pero lo que le interesa de manera más profunda es la novela, que es, a su juicio, el medio más idóneo para la expresión de los problemas existenciales. La principal obsesión de Unamuno es lo que podríamos llamar la búsqueda de la eternidad, así como la lucha de la razón contra la vida. Pierde la fe, perro no el sentimiento religioso de la existencia, punto que se ve claramente en su novela San Manuel Bueno, mártir, considerada por algunos críticos como la mejor obra dentro de su narrativa. En ella, se recogen las reflexiones de Unamuno en las postrimerías de su vida (hacia 1930) ante los problemas que se había planteado a lo largo de su existencia y que no había logrado resolver. La novela gira en torno a las grandes obsesiones de Unamuno: la eternidad y la fe, pero planteándolas con un enfoque nuevo: por un lado, la verdad trágica (la falta de fe); por otro, una felicidad ilusoria (el deseo de creer). Es quizá en esta novela donde Unamuno está más alejado de los ideales sociales de su juventud. En cuanto a Niebla, su otra gran novela, el desarrollo el problema existencial es claro. La angustia que atenaza al protagonista desde el principio de la obra, su necesidad de ser, que le agobia incluso a nivel físico, le conducen a la muerte en la más absoluta soledad: soledad de hombres, soledad de amigos y soledad de Dios. Al descubrir que su vida no tiene ningún sentido, deja de existir, perro no de una manera dramática, sino en la esperanza de la inmortalidad, en la ilusión de ver resuelta su gran duda existencial. El problema de la salvación no está aquí tan explicitado como en San Manuel Bueno, mártir, pero es algo que subyace siempre a la obra unamuniana. En conjunto, de su obra literaria puede decirse que contrasta con el resto de la producción de la época, debido a que concede más importancia al contenido que a la forma. Este espíritu lo resume el propio autor al decir: “Yo he aspirado siempre a que de mis escritos se diga: ¡hablan como un hombre!, en vez que de mí se diga que hablo como un libro”. En cuanto a la influencia que recibe la obra de Unamuno, aunque quizá sea más exacto decir la influencia que recibe de lo que podríamos llamar “la 9

filosofía del ser”, podemos establecer dos grandes temas: por una parte, influencia de la religiosidad y, por otra, influencia de la existencia. Por lo que respecta a la religiosidad, en sus precedente inmediatos no es originaria, no la encontramos en un primer momento, pues no puede considerar a la Generación del 27 ni a pensadores como Ortega y Gasset excesivamente impregnados de espíritu religioso, aun cuando naturalmente encontramos excepciones, como es el caso de Gerardo Diego. Sin embargo, en la primera etapa de la posguerra, lo religioso está muy presente. De hecho, surge lo que se ha llamado poesía arraigada, cuya principal característica es la convicción firme de lo religioso, así como los acentos dramáticos. Los principales exponentes de este movimiento son Blas de Otero, Luis Rosales, Leopoldo Panero, Dámaso Alonso… En ellos se manifiesta de manera muy clara la religiosidad. La segunda gran influencia que encontramos en la obra de Unamuno es la línea existencial. En esa línea de malestar existencial se sitúan el sentimiento de frustración permanente, la angustia, la desolación, el conflicto nunca resuelto entre la realidad y el deseo…, temas todos ellos que están presentes en la obra de autores como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda o Miguel Hernández. A modo de colofón de esta tendencia surge lo que se denomina literatura existencialista que encontramos sobre todo en las novelas iniciales de autores como Camilo José Cela o Carmen Laforet.

2.2 EL PROBLEMA DE LA REALIDAD. Unamuno ponía en un mismo plano, como es sabido, al autor y a su personaje: a Cervantes y don Quijote, a Shakespeare y Hamlet, a Augusto Pérez o Abel Sánchez y él mismo. Esta identificación de planos nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ¿qué idea tenía Unamuno de la realidad para poder confundirla, arbitraria y deliberadamente como la ficción?

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Hemos visto cómo el tema de Unamuno es el hombre, como un organismo biológico, para él la más importante realidad. Nuestro autor recurrirá con frecuencia a la metáfora del sueño, por ser irreal en el sentido de las cosas, por no aparecer tan mezclado con ellas y apoyado en su ser, y constituirse en el ejemplo más pura y extremado de ese modo sutil de realidad temporal, de novela o leyenda de que está hecha nuestra vida. El personaje y el autor son vida, son historias, tienen “biografía”. Lo que se desprende enérgicamente de la arbitraria identificación de Unamuno es la reivindicación del modo de ser personal y temporal, consistente, por lo pronto, en historia, que es privativa del hombre, frente a las demás cosas del mundo. De hecho, él mismo nos dice: “La creencia de un individuo y la de un pueblo es su historia y la historia es lo que se llama la filosofía de la historia: es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de lo que les sucede, de lo que sucede entre ellos. Con sucesos, sucedidos, se constituyen hechos, ideas hechas carne”. Es esencial para él, en primer lugar, lo que le acontece a alguien y, además, hay que saber acerca de ello, condición necesaria para que sean poseídos por un sujeto. Sin la reflexión sobre los acontecimientos temporales, no hay historia y esto lo ha obligado a interpretar la memoria como la base de su personalidad individual y su tradición como fundamento de la personalidad de un pueblo. Este desarrollo lo vemos claramente en el capítulo I de Del sentimiento trágico de la vida. A Unamuno le importa revivir lo ya vivido, hacerlo de nuevo y que no se pierda en el pasado y en la nada. Esta es la razón profunda de la característica de reiteración o repetición que encontramos en su estilo. Esto tiene cierto paralelismo con Nietzsche, que apelaba al eterno retorno de todas las cosas, lo cual no es más que un simulacro de eternidad. Naturalmente, esto entronca con toda la tradición clásica griega, de la que Nietzsche siempre se reconoció deudor. En sus escritos, Unamuno apenas hace sino comentar; comentar incesantemente textos ajenos. Cita para apoyarse, pero no apelando a la lógica, sino de un modo vital. A juicio de Julián Marías, lo hace para hacer que todo lo dicho sea dicho por un hombre, en relación con una determinada 11

historia o vida humana, y además para revivirla los necesita a ellos, a los personajes, con sus vidas, no sus meras doctrinas (es por eso por lo que los llama familiarmente con su nombre). Se trata, como vemos, de revivir, no de repensar ideas ajenas, y la posibilidad de reiterar imaginativamente la vida del prójimo muerto lo lleva a pensar que ésta tiene una cierta consistencia –o subsistencia- que, en última instancia, equivaldría a una persistencia o inmortalidad. Pero sobre todo Unamuno sentía la necesidad de crear espiritualmente, él mismo, desde su conciencia, otras vidas, otras historias que lo acompañaran y a la vez fueran “suyas”. Suyas pero distintas. Con esto buscaba la compañía que sólo puede dar lo que es “otro” y, a la vez, necesitaba unas existencias respecto a las que fuera superior, de modo que de él recibieran vida o muerte, lo que equivaldría a ponerse él, siquiera figurativamente, por encima de éstos. A salvo, pues, de su angustia. En el fondo, de lo que se trataba era de representar respecto a sus criaturas el papel de dios para con él mismo.

3.- LA FILOSOFÍA.

3.1 INTRODUCCIÓN. Según afirma Julián Marías en su obra Miguel de Unamuno, en el autor objeto de este estudio no se puede encontrar no un sistema, sino un cuerpo de doctrina congruente. Las afirmaciones de Unamuno no se enlazan nunca entre sí, no se apoyan unas en otras para fundamentarse y darse mutua justificación. Cada una queda recluida en sí misma, aislada, suelta, y esto, más que su contenido, es lo que constituye lo que se ha llamado su “arbitrariedad”. Esta caracterización haría pensar en los aforismos y, sin embargo, sería erróneo creer que Unamuno es un escritor aforístico. El aforismo supone una detención del pensamiento, que se queda en una afirmación, no para pasar a otra, sino para dejarla quieta y complacerse en ella. 12

En Unamuno no se trata de esto, pues el aislamiento de sus frases es discontinuidad perro no detención. Su pensamiento no se queda quieto, sino todo lo contrario: se mueve incesantemente. De una extensión a otra, perro marchando a saltos, llevado por las solicitaciones de sus últimos problemas, por su angustia y su contradicción. En Unamuno nada aparece como concluido y acabado, sino a la inversa, como esencialmente fragmentario y problemático. Y lejos de mostrar lo “dicho” en su aislamiento Ortuño y perfecto como hace el escritor aforístico, hace hincapié en la fuente vital y apasionada de donde brotan todos sus problemas. Por otra parte, cabe destacar una profunda unidad en la obra de Unamuno, tan dispersa aparentemente. Esta unidad lo lleva –él mismo lo reconoce- a la monotonía. En conclusión, puede decirse que el pensamiento de Unamuno no está hecho ni de aforismos ni de sistema, sino de la reiteración constante de momentos dispersos. Estos temas repetidos coinciden con algunos de los más esenciales de su filosofía. En primer lugar, el pensamiento unamuniano se sitúa dentro de un ámbito intelectual coincidente con el de la metálica, y le da una comunidad de “objetos” con algunos modos de ella. En segundo lugar, Unamuno se vuelve repetidas veces a obras de aquellos otros que han tratado esos mismos temas y que son, a veces, hombres religiosos, a veces teólogos, pero principalmente filósofos (caso de San Agustín, San Pablo, René Descartes, Baruch de Spinoza, Blaise Pascal, Immanuel Kant, Georg Hegel, Henri Bergson, Soren Kieerkegaard…) y el comentario de ellos y de sus obras hace que Unamuno se sumerja, a veces, en los problemas de la Historia de la Filosofía. Conviene no olvidar que los libros de Unamuno figuran por derecho propio en la literatura. A la primera ojeada se advierte que no hay en ellos un mero propósito estético. Los versos, el teatro y la novela de Unamuno quieren “decir algo”. Habría, sin embargo, que mostrarse más reticentes en lo concerniente al “cuerpo” de su filosofía. El problema, de todos modos, será ver cuál es el sentido último de la obra de Unamuno. Al comienzo de su obra Del sentimiento trágico de la vida encontramos unas frases de clara significación: “El hombre de carne y hueso, el que nace, 13

sufre y muere –sobre todo muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el humano, el verdadero humano”. Y luego añade: “Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos filósofos”. Aquí se pone en relación su tema único del hombre que muere con la filosofía. No es ésta una relación cualquiera, sino que se hace de este tema “el tema” de la filosofía, con lo cual afirma una total coincidencia del objeto de ésta última con el de su íntima preocupación, y las deja esencialmente vinculadas. Su problema es, por lo tanto, el de la filosofía. Esta filosofía ha estado afectada desde sus comienzos por un peligro de “irracionalismo”. La intuición pasa a convertirse en saber auténtico, para lo que necesita conceptualizarse y ser, en sentido riguroso, “razón”. La obra de Unamuno está condicionada esencialmente, y de modo si se quiere negativo, como una limitación, por el estado de la ciencia en su momento de madurez y queda afectada por la temporalidad de esa forma concretísima. Nuestro autor empieza por aproximar la Filosofía a otras actividades humanas. Ya en su juventud decía que la Filosofía y la poesía son “hermanas gemelas”. Después, insistiría en la relación de la Filosofía, sobre todo en España, con la literatura, la moral y la mística. Por otra parte, enfrenta a la Filosofía y a la religión como enemigas, a la vez que las considera mutuamente necesarias. Y, desde el punto de vista del saber, admite el conocimiento filosófico más que el científico. Esta actitud de Unamuno tiene una parte de sus raíces en su desconfianza en la razón, pero más aún en que para él la Filosofía es una reacción al misterio de la realidad, concretamente al de la vida humana misma y su destino, y por eso busca las afinidades de la Filosofía con todas aquellas actitudes humanas en que se manifiesta un sentido total de la existencia, vivida en cualquiera de sus formas. Lo que hace en Filosofía es un esfuerzo por racionalizar la vida y a la vez vitalizar la razón. Para é, la ciencia tiene como objeto la vida, y trata de prolongarla, facilitarla y hacerla justa. La sabiduría versa acerca de la muerte y trata de prepararnos a bien morir. La Filosofía es el saber de la muerte y éste, para 14

Unamuno, es menester para vivir, con lo cual la ciencia aparece como algo provisional e insuficiente, que pende, en última instancia, de ese saber acerca del sentido general del vivir y el morir. En el capítulo I de su obra Del sentimiento trágico de la vida afirma: “La Filosofía responde a una necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida… y la vida brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma”. Es decir, el hombre filosofa para vivir, que es una afirmación que hará posteriormente. Unamuno interpreta la filosofía como función vital, necesaria, porque el hombre necesita justificarse a sí mismo. Al hombre, en efecto, no le basta con vivir, es decir, no puede vivir sin más, por encontrarse en la vida, sino que necesita hacérsela, inventarla, encontrar una finalidad. Por esto, nos dice al comienzo de Del sentimiento trágico de la vida que el hombre es a la vez el sujeto y el supremo objeto de toda filosofía. Es el hombre quien filosofa, y el tema de su meditación es el hombre mismo. Por eso no se trata de la especie hombre, del conjunto de la humanidad, sino que por el contrario estamos hablando de cada hombre, del hombre –individuo- concreto, de carne y hueso.

3.2 EL SER. EL CONCEPTO DE EXISTENCIA.

3.1.1 EL CONFLICTO DEL TODO Y DE LA NADA. El conflicto del todo y la nada concerniente al ser puede ser equiparado en Unamuno al conflicto que se da entre fe cristiana y positivismo contemporáneo, aunque no puede hablarse de ello como de algo negativo, según afirma François Meyer en su ensayo La ontología de Miguel de Unamuno. Y no puede hablarse de este conflicto de forma negativa puesto que

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en la obra filosófica (podríamos decir que en el conjunto de su obra, filosófica o no) de Unamuno la lucha es fundamental. Julián Marías lo define como heraclitiano, por lo que el conflicto será una forma positiva de existencia, la de la afirmación del todo frente a la nada y, a la vez, de la nada frente al todo en eterna polémica. Vemos aquí reflejada de manera precisa la contradicción que está presente en toda la obra de Unamuno. El ser es algo polémico, agónico, contradictorio, que tiende a confundirse con la conciencia. Es por eso por lo que hay una contradicción aparente dentro del ser. Será la separación del mundo de lo sensible y de lo inteligible, es decir, la afirmación de que lo que no es conciencia es mera apariencia. Sin embargo, Unamuno proclama que no podemos concebirnos como no existiendo, y es ahí donde surge la diferencia con el cogito cartesiano, pues mientras en Descartes el cogito (la res cogitans) es la comprobación de la identidad del ser y el pensamiento como unidad inseparable, en Unamuno la prueba de la existencia del ser se la angustia de su propia negación, la negación de la conciencia misma. Y aquí volvemos a la contradicción de la que tantas veces hemos hablado. Volvemos a la afirmación por medio de la lucha de contrarios. Se nos muestra pues Unamuno en el terreno del ser abiertamente heraclitiano, mientras que de manera abierta muestra su disconformidad con Aristóteles, por ejemplo, cuando vierte contra el Filósofo la siguiente invectiva: “La razón, esa gran mentirosa que ha inventado para los fracasados lo del justo medio”. Para mejor definir al ser, Unamuno apela al serse, al ser consciente de sí. Afirma así que “no nos damos cuenta de tener alma hasta que no nos duele”. Esa conciencia de ser la contrapone al afán de querer serlo todo, pero al mismo tiempo lo niega. Esto se explica porque serse y serlo todo serán pasiones contradictorias que aparecen ligadas necesariamente la una a lastra en una estructura dialéctica coherente, de tal modo que una de estas pasiones no podría jamás subsistir sin la otra. Esto le lleva a decir que la alternativa del “todo o nada” es falsa, ya que se debe querer a la vez y contradictoriamente el todo y la nada. Supone esta afirmación caer en el terreno de la inconcreción, pero Unamuno resuelve el 16

conflicto diciendo que la existencia concreta es una “trampa ontológica que no ofrece escapatoria”. En el tratamiento del tema del ser y la nada, Unamuno difiere de los grandes pensadores existencialistas europeos, pues mientras que la nada será en Sastre y Kieerkegaard un agujero en el ser y en Heidegger aquello sobre lo que flota el existente (pues en los tres pensadores citados será la nada la antítesis del ser), en Unamuno es algo que es como nada, expresándolo del modo siguiente: “Al no serlo todo, soy como nada, mas al querer ser todo, comprendo que la nada es tal esencial al ser como el todo”.

3.1.2

ASPECTOS

DEL

CONFLICTO

ONTOLÓGICO. En la negación del querer serlo todo hay tres principios que imponen al ser concreto sus limitaciones: el tiempo, el espacio y la lógica, de los cuales hay dos que son decisivos, tiempo y lógica, porque no son meras formas sensibles. El interrogante acerca de la eternidad y la inmortalidad del alma es sólo la angustia del tiempo. La existencia de dos mundos, uno interior y otro exterior sin límite definido, por lo que no pueden dividirse, conlleva el que el yo y el mundo se hagan mutuamente, y es de la unidad en la contradicción de estos dos mudos de donde brota la conciencia del propio yo, que es conciencia de un conflicto, el conflicto ontológico de lo externo y lo interno, que no será sino la forma del conflicto del ser consigo mismo. En cuanto a los temas de la finitud y la temporalidad, en Unamuno son tan esenciales al ser como el anhelo de infinitud e intemporalidad y se subsiste por esta contradicción. A este respecto, puede hablarse de dos épocas en Unamuno: una primera en el tiempo, donde defenderá la idea de que la eternidad tiene que ser sólo por su contrario, es decir, se tratará de una negación por el tiempo. El mismo Unamuno dice: “La paz es la sustancia de la guerra, como la eternidad es la sustancia del tiempo”, lo que le lleva al espíritu 17

justificado, a guerrear en la paz. La eternidad será algo contradictorio, pues es al mismo tiempo horror y repulsa desesperada por un lado y por otro esperanza y deseo apasionado. En la segunda época, cambiará de signo y dará una visión totalmente distinta: la eternidad es objeto de horror. La paz será terrible y equivaldrá a muerte, aniquilación, anonadamiento. La razón de este cambio de signo consiste en la consideración de que la paz eterna es un abismo infinito y sin fondo en cuyo seno el tiempo es como nada y lo que no es eterno deja de ser real. El conflicto de la existencia será, pues, encontrarse en un constante desequilibrio con el mundo, unas veces por exceso y otras por defecto (“al hombre, o le sobra materia o le falta espíritu”).

3.1.3 EL HOMBRE. La antropología unamuniana deriva de la situación ontológica del ser concreto existente. Una de las condiciones de existencia que más a menudo se han definido como inherentes al hombre sin discusión, el libre albedrío, es considerado por Unamuno como válido solamente dentro de sí, es decir, no tiene nada en común con el ser concreto, ya que éste no puede existir sino en y por la acción sobre aquello que no es él mismo. Por lo tanto, la libertad no va a ser (de hecho no es) una aristocracia o un privilegio, sino que es el sufrimiento del ser, entendido como ser luchador y dolorido, y todos nosotros somos partícipes de este drama. El tema del hombre, que es una constante de la obra unamuniana, tanto a nivel de novela (de nivola) como de ensayo, tiene un tratamiento social. Ya en su obra Del sentimiento trágico de la vida lo define por oposición al hombre aristotélico. No va a ser animal político, sino social. Así, el eje de la filosofía de Unamuno será el hombre, con todas las connotaciones que el existir conlleva, a saber, es a la vez sujeto y objeto de la filosofía.

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El hombre es un hijo del medio ambiente, de lo que le rodea; es pues, por naturaleza, social. El medio ambiente es trabajado, transformado, modificado, por el hombre, que se crea a sí mismo un medio interior. No solo se adapta al medio, sino que se lo adapta y de este modo hace suya la tierra, primero por la fuerza y luego por la inteligencia. Sin embargo, el progreso se da solo a nivel de sociedad, no de individuo, en el sentido de que el hombre es el fin de la civilización, el supremo producto de la humanidad, el hecho eterno de la historia. Unamuno recoge elementos filosóficos de la doctrina kantiana con respecto al ser. Según él la filosofía no determina al hombre, sino que el hombre con sus ideas es el que hace la filosofía, que será solo un medio necesario para alcanzar un fin, pero el fin solo es el hombre. Al considerar que el hombre consigue más por el sentimiento que por la razón (“la razón es enemiga de la vida”), hace evidente su admiración hacia Kant y su crítica a Hegel. Al final del capítulo VIII de Del sentimiento trágico de la vida, hace alusión al problema de la existencia y dice: “Existir, en la fuerza etimológica de su significado, es estar fuera de nosotros, fuera de nuestra mente, ‘ex-sistere’. ¿Pero es que hay algo fuera de nuestra mente, fuera de nuestra conciencia, que abarca a lo conocido todo? Sin duda que lo hay. La material del conocimiento nos viene de fuera. ¿Y cómo es esa materia? Imposible saberlo, porque conocer es informar la material, y no cabe, por lo tanto, conocer lo informe como informe. Valdría tanto como tener ordenado el caos”. Aquí resume toda la teoría kantiana del fenómeno y la cosa en sí, el noúmeno, inaccesible por principio, así como de la función ordenadora del conocer, que hace surgir las cosas del caos de sensaciones. En cuanto al tema de la sustancia, según Julián Marías, es quizá lo más original y certero del pensamiento de Unamuno. Intenta encontrar la realidad inmediata de fuerza, tal y como ésta se da en la vida, en forma de esfuerzo, reaccionando frente a la tendencia a sustituir las modalidades vitales por las conceptuales, pues ve muy bien que los primarios y más importantes son aquellos, hasta el extremo de que solo ellos nos mueven a buscar los conceptos,

justamente

para

comprender

o

manipular

las

realidades

inmediatamente vividas. 19

Unamuno refiere la noción de sustancia a un contorno vital, dentro del cual adquiere por primera vez sentido. Al pensar en la sustancia, no piensa ante todo en una realidad permanente, inalterable, sólida, sino que apunta más bien al repertorio de posibilidades, a las capacidades o energías. Es aquí donde se desvía de la interpretación de sustancia como sub-tantia, como sujeto o soporte de atributos, para acercarse a la noción aristotélica de ousia. Pero no es esto solo. Mientras tradicionalmente se ha considerado que el prototipo del ser sustancial son las cosas y que el hombre, al menos en cuanto realidad viva, mental y spiritual se opone a él, Unamuno encuentra el origen de la noción de sustancia en la idea de la conciencia, de lo más subjetivo, del ser personal, del hombre. Esto es lo que el autor objeto del presente trabajo sostiene en el capítulo VII de su obra Del sentimiento trágico de la vida. Unamuno rechaza el sustancialismo tradicional, que hace consistir la realidad en lo que está ahí, fuera de mí. Y que permanece o subsiste. La realidad del hombre –la realidad sustancial- es active, temporal, capaz de verterse en un relato. Y es a la vez una realidad activa en el sentido de obrar y producir. Por eso, la llama cosa en su etimológica definición de causa, y contrapone a ese modo de ser real el ser aparencial que es, justamente, el ser el sentido de las cosas, de lo que solo es sustancial en segundo grado, en virtud de la proyección de la conciencia. Unamuno considera aparencial al ser estático y exterior de las cosas, y sólo verdaderamente real y sustancial al ser dinámico e íntimo de la vida humana y la personalidad. Esto explica su comprensión de ser de la conciencia temporal, y, al mismo tiempo, permite entender su teoría acerca de la realidad humana y la del ente ficticio. La vida es algo cuyo ser consiste en hacerse, temporalmente y, a la vez, deshacerse. Es el carácter mismo del tiempo. El tiempo no permanece, sino que el ahora solo se realiza y llega a ser en el hueco del instante pasado y se hace pretérito al punto. Opone formalmente la vida y el sueño a lo consistente, el ser plástico y móvil al ser fijo y estable. Pero si el sueño y la vida son algo, también tienen consistencia, si bien de otro tipo, y es justamente la aspiración a ser siempre, y siempre la misma realidad, dentro de su constante y constitutiva

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variación. A este modo de ser le llamamos vida, siendo su hacer creador la libertad. Para Unamuno, el papel del futuro será el único dominio de la libertad de la vida humana, como afirma en el capítulo IX de Del sentimiento trágico de la vida. Por lo que respecta a la relación con la personalidad, pone a los dos modos más auténticos y más personales, el amor y la congoja. En ellos, enlazados íntimamente entre sí, acontece el descubrimiento de la personalidad, la toma de posesión de uno mismo como persona, como el que es y, al mismo tiempo, aparece en esa realidad descubierta la constitutiva moralidad del hombre y la referencia a Dios. También afirma que la congoja nos descubre a Dios, que es justamente la realidad plena, el único posible salvador de la contingencia, de la constitutiva miseria y nadería humana. La congoja, pues, hace que el hombre entre en sí mismo, y se posea y, como consecuencia, sea persona. En la congoja, en rigor, se constituye la personalidad y a la vez se descubre a sí misma. Pero no es solo esto. Este descubrimiento es el de una realidad irreductible, sustancial, pero al mismo tiempo contingente, con un ser limitado y finite que se esfuerza por perdurar, por no morir nunca. Y Unamuno interpreta la muerte como un deshacimiento supremo, como la culminación radical de la congoja, lo cual equivale, a su vez, a interpretar ésta como una anticipación o prefiguración de la muerte. La muerte está presente, en la vida, en la forma concreta de la congoja. Y este contacto íntimo con el propio ser lleva a Dios, a quien Unamuno llama las entrañas de nuestras entrañas temporales, es decir, el fundamento o sustento de nuestra íntima realidad personal y, por lo tanto, Dios se manifiesta igualmente en la congoja. La realidad de la persona, en cuanto tal, revelada en la congoja, como anticipación de la muerte, nos hace patente su constitutiva mortalidad, su destino mortal, su exigencia de perduración y, por último, nos remite a Dios, como sustentador radical de la persona y fiador de la inmortalidad personal.

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3.3 LA ANGUSTIA. En Unamuno se da una antinomia radical como en Kierkegaard, pero que no es causada por la presencia del espíritu, sino que refiere a la conciencia. Ser consciente es reflexivo. Por otra parte, la reflexión supone una limitación, por lo que ser consciente se convierte en saberse limitado. El ser y el no ser es la antinomia radical constitutiva de la angustia de la existencia, aunque esta dialéctica sin momento de síntesis no es la única que nos presenta Unamuno para explicar este tema, ya que el problema ontológico se establece en dos niveles. Un primer nivel, el expuesto anteriormente, la antinomia ser-no ser. El otro nivel es el de la diferencia entre ser finito y ser infinito, es decir, la dialéctica del todo y la nada, como la define Meyer. En Unamuno, la teoría está basada en la práctica personal, íntima, que es la causa del sentimiento trágico de la vida. Como afirma Collado en Kierkegaard y Unamuno, “La congoja o angustia arranca de la experiencia de una antítesis entre la radicalidad sustancial del yo y el fenómeno de la autopercepción consciente de sí mismo”, es decir, son las dos vertientes ontológicas del hombre como sujeto. Una de ellas, la presencia arrolladora del yo como sujeto, lo pleno de la vida. La otra, la asimilación del ser –del yo- en la vida personal, esto es, en todo lo que significa vida como inserción del yo en un conjunto de seres y las relaciones entre el yo y los demás. Esto supone necesariamente la dialéctica entre el todo y la nada. Si, en la primera antinomia, el sujeto, en cuanto se piensa como tal, se niega como objeto, por otro lado, al pensar en su objetividad sustancial se niega a sí mismo, en la segunda tiene una contrapartida. Su sujeto supone conciencia, pero su objeto supone inconsciencia. En la antinomia del todo y la nada, Unamuno parte de la premisa del ser sujeto, del ser consciente. La conciencia de sí mismo es opuesta a la conciencia de lo demás. Unamuno busca el ser total, pues ser es no solo ser uno mismo, sino ser a la vez todo. En el momento en el que el yo se piensa, siente la propia limitación y crecen las ganas de serse, de no dejar nunca de ser.

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Siguiendo a Collado en la obra anteriormente citada, esta lucha interna se puede explicar del modo siguiente: a) Ser autoconsciente garantiza la presencia del ser, pero no de manera ontológica. No se puede ser consciente de que el yo tenga otro fundamento que el yo mismo, con lo que surge la duda de no sentirse seguro en sí. b) La autoconciencia no relaciona al sujeto con un pasado, ni de existencia ni de inexistencia. La conciencia determina el presente, nunca el pasado o el futuro. El querer ser siempre sin saber si esto puede conseguirse causa la angustia del no-ser. Analizando el ser actual consciente, llegamos a la conclusión de que se es consciente del yo como antítesis de un no-yo. El ser de cada yo agota la totalidad del ser, a pesar de ser realmente. El yo es limitado por otros, con lo que se hace patente una relatividad que implica congoja. Si varios sujetos distintos pueden ser simultáneamente, las realidades individuales se coartan y condicionan mutuamente. El esquema unamuniano del problema de la conciencia, para Jesús Collado, es el siguiente: a) Yo soy. En cuanto soy, afirmo el ser, pero en cuanto no puedo ser más, lo niego, aunque reconozca la existencia real de mi ser. b) La afirmación del ser implica el hambre de más ser. Es por eso que el ser es, a la vez, vacío y anhelo, es decir, hambre. Se quiere ser más, se quiere ser todo; es la sed de Dios, el hambre de la infinitud y la ilimitación. c) La realidad del ser se funda en la conciencia. Ésta, para que pueda ser utilizada, debe ser limitada, puesto que conoce a través de relaciones, necesita puntos de orientación, pues si no, se abstraería, esto es, dejaría de ser concreta para convertirse en nada. Conciencia e infinitud son antitéticas. Es la angustia de no poder ser yo mismo y, al mismo tiempo, el universo. La experiencia de la angustia es la de la nada. Toda experiencia implica un encontrarse con el fenómeno, cosa que sería imposible si el ser es ilimitado, y Unamuno funda la realidad del ser en la experiencia, pues ésta es, ni más ni menos, la conciencia. Pero la experiencia es experiencia de la congoja y, así, la propia angustia funda la vida y la enriquece. Ahora bien ¿cómo se salva el sujeto de esta congoja? La respuesta es muy para en la filosofía unamuniana: el sujeto se salva de la congoja a través 23

de Dios. Sólo Dios puede salvarnos de la nada, a Él hay que tender, pues Él es la totalidad a la que aspira el ser. Esto no es nada más que un recurso psicológico que Unamuno nos presenta y que tiene un nombre en el conjunto de la doctrina cristiana: resignación, si bien no se trata de una resignación pasiva, al modo estoico, limitada a la admisión de los hechos que pueden dañar al hombre, sino que por el contrario estamos en presencia de una resignación del ser ilimitado y mortal en la vida individual, aunque este encontrarse con Dios supone la fe que nos conducirá fuera de la vida subjetiva-cronológica. Pero, no lo olvidemos, seguimos estando en presencia de una resignación pasiva.

3.4 LA INMORTALIDAD. EL TEMA DE DIOS. Unamuno sigue preguntándose por los motivos de su afán de saber: “¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí? Y si muero, ya no tiene sentido”. Esta es su preocupación expresada en el capítulo II de Del sentimiento trágico de la vida. Y poco después se pregunta si el ansia de inmortalidad no será el verdadero punto de partida de toda filosofía. Se trata, pues, del problema del hombre, de la persona humana, y de su perduración. Y quien plantea esta cuestión es la muerte: se trata de saber qué es morir, si es aniquilarse o no, si morir es una cosa que le pasa al hombre para entrar en la vida perdurable o si es que deja de ser, que no le pasa nada. Pero para esclarecer la cuestión de la muerte hay que saber primero de la vida, pues la muerte es siempre muerte de algo que vivie, y no por accidente, sino justamente en cuanto vive. Y ese ser vivo es, a su vez, lo que constituye el ser del viviente. El intento de conocer el destino humano después de la muerte, obliga a plantear previamente el problema de ésta. Y como el hombre consiste desde

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luego y por lo tanto en esa vida, la cuestión única de Unamuno envuelve las del ser, la vida y la muerte del hombre, en esencial unidad. El tema de Unamuno es, pues, el hombre en su integridad, que va de su nacimiento a su muerte, con su carne, su vida, su personalidad y, sobre todo, su afán de no morirse nunca eternamente. En el capítulo V de Del sentimiento trágico de la vida hace suya, con algunas salvedades, la tesis de la inmortalidad del alma, diciendo que no se puede probar racionalmente y que, en cambio, es más probable para la razón su mortalidad. Pero Unamuno no se molesta excesivamente en probar la inmortalidad, pero lo que hace, en cambio, es vivir el problema. El comienzo del capítulo III del citado libro es un intento de acercarnos a la realidad de la muerte: “No podemos concebirnos como no existiendo” nos dice. Y de esto se trata, de la resistencia de la mente a imaginar su propia aniquilación. Y la razón es muy clara: imaginar supone que yo estoy imaginando, supone mi presencia, y la imaginación de mi aniquilación es un intento contradictorio. Todo lo va describiendo en términos vitales, de referencia a mi vida. La vida, esta vida que poseemos y conocemos, no interesa ni sirve, si no es para siempre, si la va a seguir la aniquilación de mi conciencia, si después de la muerte no pasa nada, y afirma que lo que no es eterno, tampoco es real. Movido por el temor a la nada, a la destrucción de la personalidad, Unamuno se aferra a la esperanza. Las razones a favor de la mortalidad no bastan para destruir su esperanza, que se mantiene firme a pesar de ellas. Reivindica enérgicamente la exigencia de no morir del todo, y se resiste a confundir la pervivencia personal sensu stricto con ningún sustantivo, llámese éste la fama o la obra o la posteridad o la aniquilación y disolución en el gran Todo. Considera dos formas de perduración. Una que consiste en no morir o, por lo menos, no morir del todo. En definitiva, consiste en ser total o parcialmente inmortal. La otra forma, que supone la muerte previa, es la resurrección. En el primero de los casos, la perduración tiene un carácter sólo espiritual, pues el cuerpo muere, y se trata de la inmortalidad del alma, no del hombre en su integridad. En el segundo, se supone la anterior inmortalidad de 25

la persona, y se restablece la vida en el hombre completo, y éste vuelve a vivir con su cuerpo, que ha sido muerte, que está allende la muerte: Unamuno afirma la necesidad que el hombre siente, no sólo de tener un alma inmortal, sino de resucitar con su propio cuerpo. Y desde el punto de vista de la perduración, interpreta el ansia de fama y de nombre como anhelo por salvar una inmortalidad aparencial, cuando no se tiene fe en la verdadera. Del mismo modo, la vanidad aparece en Unamuno como una sombra del afán de pervivencia, del ansia de sobrevivirse. Más aún: la vanidad es una inversión de los medios y los fines. Y desde el mismo punto de vista interpreta la envidia, el hambre de la personalidad que siente celos del valor y de la gloria de los demás, por sentir que eso disminuye su propio ser y la propia fama. Pero Unamuno cuida de subrayar el carácter negativo, temeroso, es decir, el carácter nacido de la indigencia, de esas pasiones, aparentemente al menos, petulantes y agresivas. Se llega, pues, a la conclusión de que la única perduración auténtica, capaz de satisfacer al hombre y aquietarlo en su esperanza, es la vida perdurable, tal como la afirma el catolicismo: garantizada por Dios, ejemplificada en la resurrección de Cristo, con la realidad plena del alma inmortal y del cuerpo restituido en el último día. Lo demás son sólo sustitutivos que el hombre busca en la oscuridad, cuando le falta la fe rigurosa. El problema de la inmortalidad, como tal, es irracional, aparte de sus soluciones. Probablemente, la adivinación más fecunda de Unamuno en torno a la muerte es su interpretación como soledad: cada hombre tiene que enfrentarse a solas con la muerte, sin posible compañía, porque ésta cesa allí donde la vida acaba, donde llega la muerte. La muerte es tránsito y ese paso supone un transeúnte, un viajero que pase, y que se angustie al presentir el desgarrón de la partida, la separación de toda la circunstancia vivida y la incertidumbre del otro término del tránsito. La soledad nos inquieta. En su vacío, el hombre se encuentra remitido a otro dónde. La pura soledad contradice el carácter esencial de la existencia y su presencia nos señala la radical alteridad, otra realidad latente. En el morir interviene Dios. La vida aparece referida a Dios, y la gran soledad que es la muerte es hecha por Dios, que recibe la vida antes infundida 26

al hombre. Sobre la oscuridad interrogante de la muerte se dibuja, dando su sentido a la soledad respecto a las cosas, de toda cosa, la gran presencia de Dios. La referencia a Dios es lo que hace más comprensible la muerte, puesto que ésta significaría la radical soledad, la supresión de todo lo otro que el hombre que muere, la desaparición del mundo en torno. Esta muerte del cuerpo traería aparejada una destrucción parcial de mi vida psíquica, de todo aquello que no es estrictamente personal. Esta supresión absoluta de la circunstancia, esta soledad del hombre misma, del quién de cada cual pondría al descubierto lo que para el hombre es constitutivamente latente: el fundamento mismo de su existencia y de su ser personal, aquello que por hacerme ser no puede darse en mi vida, sino que me trasciende y me es inaccesible: Dios. En la radical soledad se manifestaría al hombre el supuesto ontológico de su propia realidad.

3.5 LA RELIGIOSIDAD. Toda la obra unamuniana gira en torno a la religión. Sin embargo, hay que hacer notar que la religión en Unamuno es algo distinto a lo que es considerado normalmente religión. Como relación con lo sobre natural, está totalmente fuera de lugar en este autor, para quien lo verdaderamente religioso es lo subjetivo enmarcado en lo volitivo y el deseo de inmortalidad. Sus lecturas teológicas eran preferentemente luteranas e incluso de autores cercanos al agnoscitcismo: Scheliermacher, Harnack, Ritsch, Lutero. Unamuno no acepta ningún tipo de ortodoxia. A este respecto, Julián Marías

nos

dice

en

su

libro

Miguel

de

Unamuno:

“Unamuno

es

deliberadamente heterodoxo, a priori, sin razones últimas... aspira a ser especie única, como los ángeles de Santo Tomás, agotada en sí mismo”. El voluntarismo unamuniano, base de toda su concepción religiosa es una actitud personal que le hace dudar sin más, no sólo del dogma, sino también de la razón. Le hace buscar nuevos esquemas a toda la concepción católica del

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cristianismo. Luego, al deshacerse su capa luterana, intenta hacerse un catolicismo a su medida, que sólo sea válido para su vida. No buscará, ni admitirá nunca, ninguna prueba racional de la existencia de Dios. Lo que hace, según Julián Marías, es “rechazar las pruebas tradicionales de la existencia de Dios; no sólo no las cree suficientes, sino que afirma que no prueban nada, pero sobre todo, las rechaza sin tratar de sustituirlas”. Intentaremos penetrar en la concepción de la existencia religiosa de Unamuno dividiendo ésta en dos partes: el pecado y el problema de la fe, según la división que, a este respecto, hace Collado

en la ya citada

Kierkegaard y Unamuno. Empecemos por la concepción unamuniana de la fe. La primera pregunta, todavía sin contestación certera, ante este tema, sería la de si Unamuno fue cristiano o no. De la lectura de la obra de Collado podemos deducir que Unamuno fue un agnóstico que intentaba por todos los medios encontrar la fe necesaria para militar en las filas del cristianismo. De hecho, el propio literato se definió, después de su crisis de 1897, luterano; luego, católico. Julián Marías se pregunta “¿Fue Unamuno de veras cristiano, o no pasó de filócristo?” Se responde a sí mismo después: “Seguramente, ninguna de las dos cosas, porque le faltó humildad, seriedad radical y, en última instancia, fe en el sentido estricto para ser lo primero, y le sobró hondura y espíritu religioso para quedarse en lo segundo”. Sánchez Arjona, sobre la cuestión del pecado en Unamuno, dice que existe en Unamuno una “inconfesada tragedia ético-teológica por haber perdido la fe”. Es el propio Unamuno quien nos habla de la necesidad de creer en Dios, aunque todo nos haga pensar que no existe, en su obra San Manuel Bueno, mártir y también, aunque de modo menos claro, en Del sentimiento trágico de la vida. En realidad, toda su obra rezuma un voluntarismo, si queremos exagerado, amén de una larga serie de contradicciones no sólo sobre el problema de la fe, sino también en el tratamiento analítico del tema mismo. Se puede decir que la fe es el último reducto que tiene el hombre para buscar la inmortalidad, pero esta fe, a diferencia de Kierkegaard, es una voluntad desesperada de no dejar nunca de ser. Es, por lo tanto, algo totalmente volitivo, nunca revelado. 28

Es imposible hacerse una idea clara de lo que entiende Unamuno por fe. Jesús Collado, en el capítulo referente a la esencia de la fe en Unamuno, dice: “Creemos que lo desconcertante en la obra de Unamuno se funda precisamente en esta promiscuidad de aspectos. Buscar en él una concepción seria de la fe, del género que sea, parece ser tarea inútil, porque no es que se trate de un pensamiento profundo y difícilmente penetrable, sino más bien una concepción incoherente y falta de madurez, en que el nervio de las ideas resulta, en el fondo, desde el principio hasta el fin, pobre y deleznable. De todas maneras, el estudio de la fe en Unamuno hay que abordarlo desde el voluntarismo y la inmortalidad. En este sentido, la fe es el medio, la herramienta de la que se hace uso para buscar la inmortalidad deseada. Todo radica en un querer buscar para no querer morir. Es, pues, un anhelo interior, ajeno a toda razón y profundamente vitalista, de persistencia. La inmortalidad tiene que ser conseguida a fuerza de tener confianza en la vida inacabable. “La fe es confianza ante todo y sobre todo; la fe que en sí mismo tiene quien en sí mismo confía, en sí mismo y no en sus ideas; quien siente que su vida le desborda y le empuja y le guía; que su vida le da ideas y se las quita”. Como siempre Unamuno está resaltando la vida ante la razón, que es muerte. La fe es expresada como forma primitiva de lo vital, es decir, como potencia y como conciencia de sí mismo y del ser. Esta espontaneidad vital, consciente, que no es más que el deseo del hombre de autoserse, de desear ser siempre, implica una autoconciencia. Aunque esta concepción es la más importante, Unamuno nos da otra totalmente opuesta en otras obras, o en las mismas. Así, nos dirá: “No busques, pues, derecha e inmediatamente, fe; busca tu vida, que si te empapas en tu vida, con ella te entrará la fe”. Hay una oposición clara entre el querer creer y esto. En el capítulo IX de Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno completa su concepción de la fe como confianza vital y cuya substancia es la esperanza. La fe queda supeditada a ésta, porque “el que espera es, por la esperanza, ya poseedor de lo que espera”. La esperanza y la confianza nos hacen entrar en el tema de la creación. Es el mismo tema del de la vida; en 29

cierta ocasión, Unamuno se refirió a la fe como el seguimientyo de nuestros hábitos. La fe, sustancia subjetiva de la esperanza gracias a la asimilación del objeto, supone una creación personal del objeto mismo. La afirmación de la fe como creación de una conciencia tiene que ver con la autoconciencia, es decir, la autopercepción, porque es la conciencia la que nos permite la creatividad, existente, real y posibilitadora de la creación. Esto nos lleva a considerarnos creadores de nosotros mismos, ya que existimos en cuanto que deseamos hacerlo por siempre. En función de esta creencia nos creamos la vida, e incluso a Dios. En Nicodemo el Fariseo, desecha la fe dogmática y preconiza la fe volitiva y personal con esta frase: “Porque no consiste la fe, señores, en creer lo que no vimos, sino en crear lo que no vemos”. La idea de Dios responde al agrandamiento de nuestra conciencia y a la voluntad de identificación con el ser, con el propio yo. Fe es igual a vivir y Unamuno nos lo confirma: “Esto es fe viva, porque la vida es continua creación”. Con los conceptos de voluntad y creación podríamos, desde Unamuno, definir a Dios. La voluntad tiene en esta vida la función de fundirse con lo creado por ella. “Si existe Dios, es el querer que quiere perpetuarse en el universo y manifestarse en él”. Así, el supremo acto volitivo crea su propia sustancia. Otra contradicción existe en el filósofo con respecto a la cuestión de la fe. En el Nicodemo ha una frase que contiene con toda fuerza esa contradicción: “Pero la fe no es voluntaria; se debe a la Gracia. Si ésta falta ¿qué hacer?” El propio Collado cree que esta contradicción es debida, y por tal causa, superada por la propia historia de Unamuno, ya que después volvió a sus primitivas impresiones, a la crisis sufrida en 1897, en donde se impone, ante todo, la tarea de cristianizarse de nuevo. En este punto, Unamuno llega a la trágica concepción de que con la fe buscamos lo imposible: la vida plena. La búsqueda de la fe es lo que nos mueve a la vida. Querer creer, darle toda la importancia posible a la voluntad y, al mismo tiempo, negarle a ésta la posibilidad de conseguir su propósito.

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A pesar de lo marginal de la cuestión de la gracia, ésta influyó batante en la importancia de la duda, de la fe entendida como incertidumbre. El deseo de inmortalidad y de la continua presencialidad del ser marca toda su filosofía. Si hubiera que definirla con una frase hecha, Unamuno es la concretización del “quiero y no puedo”. El propio Unamuno nos dirá que toda fe tiene que ser, para que sea verdadera, antidogmática y cree en la importancia de la incertidumbre pues, al igual que Kierkegaard, la angustia es el progreso individual incrustado, por medio de la historia y de la sociedad, en lo general. Para el otro, el progreso individual exclusivamente, que es nada más que la creación, a través de la angustia, de más angustia, a través de la voluntad, más voluntad. En nuestro antiguo socialista, existe una lucha continua y consciente entre la razón y la vida. Por ser racionalista no puede creer en lo irracional, y su vitalismo le obliga a irracionalizarse en todos los aspectos. Por eso nunca consiguió la fe necesaria, y también por eso mismo no pudo olvidar un sentimiento, la expectativa de la inmortalidad. Abordemos ahora la cuestión del pecado en el pensamiento de Unamuno. Como afirma Collado, el pecado en Unamuno no es el del hombre que existe religiosamente, y que está obligado a pensar y actuar desde esta existencia, sino la del “hombre hambriento de existencia natural, que se ampara en una pseudo-existencia religiosa para mejor ‘existirse’ naturalmente”. Para Sánchez Arjona, como citábamos antes, tal vez la tendencia a una existencia religiosa –y no una existencia religiosa en sí- sea un escudo tras el que se protege Unamuno al haber perdido la fe. Todo el pesimismo de su pensamiento existencial está introducido en el tema del pecado. En San Manuel Bueno, mártir , hace decir a uno de sus personajes: “... ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que “el mayor delito del hombre es haber nacido”. En La agonía del cristianismo, añade que este pecado, el de haber nacido, “es el verdadero pecado original”. Con pocas diferencias, en este punto, con respecto a Kierkegaard, cree que el pecado original salta de individuo a individuo y se re-crea en cada uno de nosotros. Pero a diferencia del filósofo danés, del estigma del pecado original no se salva nadie, pues la inocencia, si hacemos caso a esta afirmación, muere con la vida. 31

Unamuno concibe más bien el pecado no como algo en sí inmoral, sino como “emergiendo del gran fondo del pecado cósmico... del dolor de la existencia por el nacimiento de ella”. La propia vida es la incubadora del pecado. Éste es conocimiento del dolor, de la tragedia y la incomodidad de la vida. Ahora bien, lo que contiene el pecado es la parte carnal del yo. La existencia es la encarnación del espíritu, es decir, el encadenamiento de lo que debe ser inmortal, y lo que debe ser mortal. Como Unamuno no consiente síntesis entre estos dos opuestos, la angustia que surge posibilita, y más aún, es el propio pecado. Con el tema de la carne, Unamuno vuelve a contradecirse. Si la carne es la depositaria del pecado, y ya en el Paraíso el orgullo despertado por ella dio lugar al pecado carnal, origen de la caída, en otras ocasiones el filósofo español dirá que el sexo, la carne, no es tan pecaminosa, o lo es sólo en ocasiones. Esta contradicción la resuelve Unamuno reduciéndola a una cuestión estrictamente sanitaria: el pecado carnal en sí llega tan pronto como aparecen “esas enfermedades que envenenan la sangre y hacen tontos e imbéciles”, es decir, sólo habrá pecado cuando la carne esté impura a causa de enfermedades o, mejor dicho, cuando la carne esté ahondada, si cabe más, en la carnalidad, en la materialidad. De todas maneras, Unamuno piensa que la pecaminosidad está presente en la corporeidad, pero que es el propio espíritu, en su soberbia, el que comete realmente el pecado, pues es el que posee el poder. Así nos encontramos, por una parte, con el pecado como carnalidad, es decir, que la encarnación del pecado trae consigo la pecaminosidad. Por otra parte, la acción de la carne no es pecado si no está aquella carne impura por la enfermedad (tal vez ésta sea una metáfora aplicada al uso excesivo del sexo. De todas maneras, esta tesis no puede ser confrontada en los textos de Unamuno de manera clara). En otras ocasiones, nos dirá que el que potenia el pecado no es la carne, sino el espíritu cuando deja conscientemente de dominar en ella. Sea como fuere, el hecho es que el pecado en hecho, esto es, en sexo, es

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consecuencia del pecado en potencia, contenido en el aspecto existencial del hombre. Tal vez esta aplicación aristotélica sea, en cierto aspecto, aclarativa en el problema de la significación del pecado. Hay en nuestro autor un rechazo y un querer aproximarse a la carne. Como en todo su pensamiento, este aspecto concreto se mueve a nivel de antinomias, sin posibilidad de síntesis en la propia existencia. En el prólogo de Niebla comenta: “Lo erótico y lo metafísico se desarrollan a la par. La primera ciencia del hombre, la que dedicó toda la futura concepción existencial es la del sexo. El pecado es conocimiento, conocer es pecar, pues sólo en la ignorancia del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal se da la inocencia”. En la misma obra, el protagonista, don Augusto Pérez, dialoga, por medio de uno de sus monólogos típicos, con su perrro: “Y dime Orfeo. ¿Cómo podéis conocer si no pecáis, si vuestro conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional”. A pesar de volver a jugar con el término razón, la inocencia es ignorancia, el caer es, pues, el hacerse y el existir y también el cobrar conciencia de sí mismo. El concepto de pecado igual a conocimiento nos lleva a la redención. Sin embargo, al estar tan lejos Unamuno del dogmatismo religioso y, al mismo tiempo, al utilizar lo racional como motor, junto con lo irracional de la existencia, que no de la vida plena, la redención es pecaminosa, es decir, la redención es de ignorancia. El primer hombre buscó el conocimiento, de la ignorancia cayó en el pecado, pero la presencia de éste hizo posible la historia y el progreso, con lo que la redención es lo opuesto a la inocencia. Terminamos el tema del pecado con otra de sus frases (está escrita en 1924): “La caída de nuestros padres fue el principio de la civilización y de la historia. Sin ella, el género humano habría vegetado en una ordenanza amodorradora bajo la dictadura de Jehová, o sea, que no habría existido la humanidad. Ni el hombre habría llegado a verse, como se ha visto después, en las niñas de los ojos del Señor, ya complacido y amoroso, ya irritado y amenazador; el hombre no se habría visto en el cielo estrellado”. 33

Toda la obra de nuestro autor está inmersa en un ambiente religioso, por lo que cualquier tema acaba en él por mostrar sus raíces religiosas o culminar en una última referencia a Dios. Hombre de inmensa lectura, pero de espíritu nada erudito, mostraba bien claramente sus preferencias, y éstas son relevadoras: sobre todo, las Escrituras y, más en ellas, el Nuevo Testamento, y dentro de éste, San Pablo, que apenas se separa de su pensamiento. Después, unos cuantos espíritus movidos esencialmente por la religión, en una u otra forma. San Agustín, Pascal, Spinoza, Rousseau, Leopardi, Kierkegaard, Butler, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Ignacio... Luego, los pensadores como Kant o James, que se han enfrentado más directamente con el tema de la religión, y los teólogos y ascéticos (más éstos últimos), y entre los teólogos prefiere indudablemente, como ya se ha comentado con anterioridad, a los protestantes o a los próximos al agnosticismo. En cambio, con menos frecuencia en sus páginas aparecen los filósofos más rigurosos y los teólogos católicos, y su mención no es siempre cordial: no se le iba el alma detrás de las figuras de Aristóteles, Santo Tomás, Scotto, Descartes, Suarez, Hegel o Leibniz. Por último, gustaba Unamuno de los poetas en que transparece un sentido profundo y aún religioso de la existencia: los trágicos griegos y, sobre todo, los ingleses, especialmente Shakespeares. Y, cómo no, Dante. No es para Unamuno Dios el fundamento último de la religiosidad, sino el hombre mismo. Es éste el que nos lleva a postular a Dios: “La fe en Dios arranca de la fe en nuestra propia existencia sustancial” nos dice en Del sentimiento trágico de la vida, donde también afirma que lo específico cristiano es el descubrimiento de la inmortalidad y la creencia en la resurrección de Cristo. Este punto de partida, certero aunque unilateral, pues atiende de un modo exclusivo a la relación inmortalizadora de Dios con el hombre, a la garantía de la perduracón sin reparar en la relación actual del hombre con la divinidad, parece que ha de afincar a Unamuno sólidamente en el cristianismo, e incluso en la meditación positiva acerca de él, porque afirma su decisión de buscar la verdad, de luchar con el misterio, de esforzarse incansablemente por conocer.

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Después de decir que Dios da su gracia para ayudar a llegar a la meta en sí inasequible, Unamuno se desentiende de ella. No dice que desconfía de la victoria, sino que quiere pelear sin cuidarse de la victoria y alude al elogio de los que se dejan matar luchando. Sin embargo, no está dispuesto a aceptar ninguna ortodoxia, y concretamente la católica, única de verdad posible para él. La causa de ello es un frívolo afán de unicidad, de discrepancia. Unamuno es deliberadamente heterodoxo, como ya hemos dicho anteriormente, pero quiere evitar el encasillamiento. Así, no dice: no puedo ser ortodoxo, sino que no quiero. Y aspira a ser, también hemos hablado ya de ellos, como los ángeles de Santo Tomás, esencia única, agotada en él mismo. En lo que respecta a su rechazo de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, éste reside no sólo en que no las cree suficientes, sino que afirma que no prueban nada. Pero, sobre todo, las rechaza sin tratar de sustituirlas. Las consideraciones que hace sobre ellas, especialmente en Del sentimiento trágico de la vida no representan ningún esfuerzo sustantivo por esclarecer racionalmente el problema, pues la única vía para llegar a Dios es, según él, cordial, cosa del corazón, en el doble sentido de querer y sentimiento. Por esto, acepta sin dificultad el hecho de aceptar poner la esencia de la religión en el sentimiento de dependencia. Y de ahí también su simpatía – parcial, al menos- por el movimiento modernista, en pleno apogeo cuando Unamuno acabó su formación intelectual. Su obra, desde este punto de vista, representa una renuncia a la aventura de creer. Por eso, vuelto de espaldas a la faz del problema, pero sin poder apartarse de él, se lanza por vías marginales, que buscan sustitutivos de la razón y que no resuelven nada de la propia angustia inicial. Podríamos decir que a Unamuno le faltó, en su labor intelectual –al menos- la fe. No sólo la fe religiosa en sentido estricto, la fe en la verdad total de la religión cristiana, sino también la fe en la capacidad de la razón humana para llegar a entender. Y le faltó también la humildad para reconocer la verdad no comprendida, a la que no quiere ni puede renunciar. Posiblemente sea ésta la razón de su agónico agnosticismo, presente en toda su obra. En cuanto al contenido religioso, casi exclusivamente encontramos el hincapié que Unamuno hace en la necesidad o apetencia de Dios, hasta el punto de identificar con ella la creencia en Él. Su idea de Dios es la de una 35

conciencia eterna, que nos eterniza al mismo tiempo, pero no aparece en su obra el tema de la creación, ni el de la santificación, ni tampoco el deseo vivo de la visión de Dios por él mismo, y no como simple garantía de la propia pervivencia. Por todo esto, no tiene otra opción que declarar insoluble racionalmente el problema de la existencia de Dios, sin hacer siquiera un intento serio de comprobar su propia aserción. Directamente señala la privación de Dios como inicio de su realidad, y ésta se le muestra como sustentadora de la nuestra, como aquello que nos hace existir, que nos existe, dice Unamuno, haciendo transitivo el verbo. También nos habla de un contacto con Dios, de un trato personal con Él y a la vez de su impulso orientador, que envía en una dirección, que señala una misión en la vida. Pero ninguno de estos atisbos es capaz de llevarlo iquiera a un ensayo de conocimiento de la divinidad. En el fondo, Unamuno está anclado en el idealismo que dominó la filosofía europea hasta terminar el siglo XIX, porque las pocas doctrinas ajenas al idealismo, o fueron intentos de superación poco visibles y que probablemente no conoció, o tenían muy poco que ver con la filosofía. Los supuestos filosóficos de Unamuno, limitado por la circunstancia de su tiempo, condicionan su posición ante el problema de la divinidad. Y este Dios de Unamuno, que sólo en algún momento aparece como soporte y fundamento actual de la existencia, apenas como creador ni como santificador es, de un modo casi exclusivo, garantía de la inmortalidad personal. Al final del capítulo X de Del sentimiento trágico de la vida, se advierten en nuestro autor claras huellas kantianas, de acuerdo con la doctrina de que cuando la vida pide continuarse, cuando reclama una prolongación para realizar su labor y alcanzar su verdadero sentido, esto postula la inmortalidad, y hasta cierto punto la prueba. Y por esta vía, cuando Unamuno dice que la pregunta con que el hombre clara a Dios es dime tu nombre, agrega “Le pedimos su nombre para que salve nuestra alma, para que salve el alma humana, para que salve la finalidad humana del universo... Y sólo hay un nombre que satisfaga nuestro anhelo, y este nombre es Salvador: Jesús”. Desde el centro mismo de su agnóstica preocupación vital por la inmortalidad, Unamuno apela al cristianismo. Pero este cristianismo es siempre vacilante y, desde luego, heterodoxo. 36

Nuestro filósofo se encuentra inserto en una tradición vital cristiana, católica, mantenida y enriquecida a lo largo de su vida entera por sus constantes lecturas, sobre todo por la asidua frecuentación del Nuevo Testamento, cuyo original griego no lo abandonaba. Y esto, unido a su religiosidad profunda, a su actitud vuelta hacia Dios, le hace sentir, por debajo de todas sus ideas y de todas sus dudas, la presencia en su vida de Dios, y de un Dios que es el cristiano, uno y trino, con sus tres personas, con la maternidad virginal de María, con todo el contenido de la liturgia católica. Esta vida sumergida en el ambiente religioso del cristianismo, esta proximidad de Dios en su mente y en su ocupación entera provocan en Unamuno, más allá de sus dudas conceptuales y de sus contradicciones, una peculiar confianza en Dios. “Creo en Dios como creo en mis amigos” afirma, y se siente en la mano de Dios, confía en Él, cuenta con Él y, por lo tanto, espera. Tal vez con exceso. Más que de desesperación, pecaba de lo que los teólogos llaman presunción. Y acaso era, en cierto sentido, esta presunción, este exceso de esperanza, lo que le minaba la fe y, en última instancia, la esperanza misma, de quien la fe es fundamento. Esta confianza personal y amistosa en Dios, en un Dios que se ocupaba directamente de él, es el estrato más hondo de las creencias de Unamuno, quien cuenta con que Dios lo conoce, lo ama y al fin lo salvará de la nada, lo hará vivir, lo eternizará. Y cree, al mismo tiempo, que para lograr esa inmortalidad, para merecerla, tiene que anhelarla vivamente, angustiarse hasta dudar de ella. En el fondo, se agita para tener una personalidad singular y única, y que así no lo olvide Dios, para que lo tenga presente, no lo confunda con nadie y, así, lo llame luego por su nombre para darle vida. Si ahondamos en los supuestos que efectivamente sustentan la especulación de Unamuno en torno a la religión, descubrimos esta radical confianza en Dios como garantizador de la inmortalidad, que le permite renunciar a saber y dedicarse a hacer ingeniosas construcciones mentales, ideológicas. Así como Unamuno identifica al ser del personaje de ficción con el del hombre real, del mismo modo, en sentido inverso, reduce toda verdad a la esfera de la fantasía, de lo que llama fantasmagoría o poesía, y se convierte a 37

sí mismo, en cuanto ser pensante, en personaje de novela, en protagonista que agoniza ante los ojos de los demás, de sí propio y de Dios. Pero sólo puede hacerlo porque hace pie firme en la creencia –no intelectual, sino vital- en el autor de la novela de su vida, en la consistencia de su yo, que se siente real al apoyarse en un Tú, el de Dios, que cree eternamente en él.

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LA INFLUENCIA KIERKEGAARDIANA:

LA VERDAD. Unamuno conoció la obra de Sören Kierkegaard en 1901. Para Jesús Collado, estudioso de estos dos autores, da la impresión de que Unamuno no tomó realmente ninguna idea del sistema filosófico del danés, sino que “antes bien, proyectó en él su propio sistema”. Se puede decir que, en los grandes temas religiosos, Unamuno no recibió influencias del teólogo y filósofo de Copenhage. Sin embargo, y siempre según Collado, es muy posible que sí hubiera préstamos en el tema de la verdad. Veamos, siquiera sucintamente, algunos puntos de discrepancia y concordancia entre los dos autores. Kierkegaard toma de Spinoza la definición de existencia. Para Spinoza, essentia involvit existentia. El existir en Kierkegaard es, además de estar “lanzado al mundo en el mundo”, la composición entre infinito y finito. La conciencia de existir remite a lo eterno, a lo inmóvil, pero la propia existencia es movimiento. Esto da lugar a la paradoja existencial. Trasladada al aspecto humano, el hombre está compuesto de cuerpo y psique preordenada a ser en espíritu. El sí-mismo (espíritu) constituye la síntesis. Unamuno dirá que existir es estar fuera de nosotros, fuera de nuestra mente: sólo lo irracional es real. También en Unamuno hay una dialéctica existencial, pues el hombre es finitud e infinitud, pero expresado en forma ontológica: “Es la pugna entre el ser y el no ser”, lo que constituye la dialéctica del todo y la nada, según Meyer. Sin embargo Unamuno, más darmático que Kierkegaard, no busca y, por lo tanto, no encuentra, una síntesis en estos contrarios. No hay un ser en sí o 38

espíritu que modele la lucha y la trascienda. Como no hay solución, lo que Unamuno hace es reafirmar los contrarios: “realzar las antítesis a fin de existir por ellas y en ellas”. En el tema de la temporalidad, Unamuno en La vida de don Quijote y Sancho propone como fondo del tiempo la eternidad, y como sustancia de ésta, la conciencia. También se da la paradoja vital en el tiempo. El hombre existiría en el tiempo y subsistiría en la eternidad. Kierkegaard, por lo pronto, identifica temporalidad con eternidad: “toda la vida que se da en el tiempo, y que sólo a éste pertenece, carece de presente”. La presencialidad, en todo caso, sería la abstracción del eterno.A esto lo denomina momento. Este momento es la síntesis de eternidad y tiempo (o abstracción del movimiento y no movimiento en sí), al igual que el espíritu lo es del cuerpo y el alma. Naturalmente, no hay coincidencia de tiempo y eternidad en Unamuno. Sobre el cristianismo, Kierkegaard dirá que la agonía del cristianismo no es tal, pues esta doctrina trae reminiscencias y esperanzas, en cuanto que Dios se manifiesta en el hombre en el momento: para el filósofo español, el cristianismo agoniza porque sirve simultáneamente a dos señores: el mundo y Dios. La angustia en uno será un desacuerdo entre los dos contrarios, una anormal exaltación del alma o una mayor materialidad del cuerpo, es decir, que el en-sí tiende a uno de los extremos más que al otro. En Unamuno la angustia, claro está, no tiene nada que ver con la sintetización desordenada, sino que es inherente a la conciencia por moverse ésta en dos niveles irreconciliables. Sin embargo, en ambos la inocencia y la ignorancia son contrarias al pecado y éste, también en los dos autores, implicará siempre conocimiento. El salto kierkegaardiano por el cual el pecado original es siempre el mismo en cada individuo, o mejor dicho, no es transmisible por la historia, sino por el individuo, toma cierta conciencia en Unamuno, pero éste admite, sin embargo, que aunque el pecado original se da en cada individuo, hay una pecaminosidad, una potenciación en el género humano. La potencialidad será siempre acto en Unamuno, mientras que Kierkegaard no lo cree así. De todas maneras, tanto uno como el otro ven en la 39

angustia el motor del progreso, pues ésta implicará el pecado (en la mayoría de los ccasos, para Kierkegaard. Siempre para Unamuno). Pero ciñéndonos al caso de la verdad, algunos subrrayados de Unamuno llevados a cabo en las obras del filósofo nórdico, además de la lectura de los ensayos unamunianos entre 1905 y 1908, que corresponden a la época del intenso estudio de Kierkegaard, nos hacen pensar en una verdadera influencia de éste en el filósofo español. La verdad, para ambos filósofos, está reñida con la objetividad. El ser de la verdad es el ser del devenir, entendido éste como realidad, y como fin, es decir, como realidad teleológica. En Kierkegaard, el existente, en virtud de la existencia, es pecado, falsedad. El ser que existe sólo aprehende en virtud de una decisión, esto es, en virtud del pensamiento. Cuando abstraemos un hecho, le arrancamos el movimiento, lo eternizamos. Una verdad objetiva es algo que no puede confrontarse con la realidad que no es más que un devenir: “Tan pronto como el ser de la verdad se hace empíricamente concreto, la verdad misma está en devenir; imaginada es ciertamente la adecuación entre el ser y el pensamiento y para Dios también lo es así; mas no lo es para un espíritu existente, pues éste, en cuanto existente, está en devenir” Kierkegaard da una definición precisa de lo que es, para él la verdad: “Consiste, para mí, en encontrar la idea por la que quiero vivir y por la que quiero morir (...). La aceptación vital de la verdad, esto es lo importante”. Así pues, el conocimiento de la verdad consiste en la utilización de ésta en mí, es decir, que yo sea afectado, conmovido íntimamente por ella. Veamos ahora algunas frases de Unamuno referentes al mismo asunto: “Todo es verdad en cuanto alimenta generosos anhelos y para obras fecundas; todo es mentira mientras ahogue los impulsos nobles y aborte monstruos estériles”. Y también: “La vida es el criterio de la verdad, y no la concordancia lógica, que lo es sólo de la razón”. En el ensayo Verdad y vida agrega: “Buscar la vida en la verdad es buscar en el culto de ésta ennoblecer y elevar nuestra vida espiritual, y no convertir a la verdad, que es y debe ser siempre viva, en un dogma, que suele ser una cosa muerta”. 40

En estos dos filósofos de la existencia, el concepto de verdad pierde toda consideración cientifista y se reduce a la ética. La ciencia individual que debe estudiar la conducta de cada hombre sería aquella que utiliara la verdad como elemento de medida. Pero antes de que la verdad sea el implicante de la conducta, esto es, el fundamento subjetivo y teleológico de la vida, debe ser útil. Lo falso parirá “monstruos estériles” y no será útil, puesto que toda verdad en estos autores es esenial, verdad relacionada esencialment con la existencia. Kierkegaard, a esta interiorización la llama autenticidad. Así, un juicio será auténtico cuando no sólo hay en él una acomodación a la realidad objetiva, sino también con el hombre vivo, subjetivo. Lo subjetivo, en este sentido, puede modificar lo objetivo y, por eso, esto último es más falaz que lo primero. Unamuno, en su ensayo Qué es verdad escribe: “Verdad es lo que se cree de todo corazón y con toda el alma”. La verdad no consiste en saberla (en ser sabida), sino en serla. Esta es la fórmula unamuniana, adecuada totalmente al concepto kierkegaardiano. Y, si introducimos aquí la creencia de que el amor es conocimiento, practicar el amor es practicar la verdad, siempre que este amor esté fundado subjetivamente en el individuo.

3.7 EL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA. “La cuestión humana es la cuestión de ver qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muere”. A esto, a lo que también llama a veces “el secreto de la vida humana”, lo caracteriza en otro lugar de Del sentimiento trágico de la vida como “el apetito de divinidad, el hambre de Dios”. Aun cuando es cierto que toda la obra unamuniana está escrita en un estilo reiteradamente disperso, con absoluta falta de sistema, en un género rigurosamente literario, está llena, sin embargo, de preocupación y problemas

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filosóficos, de afirmaciones metafísicas, de hondas visiones emparentadas con la filosofía. Cabe, pues la pregunta ¿cuál es el sentido último de la obra de Unamuno? ¿Qué es lo que funda (o puede fundar) la conexión unitaria de esos elementos dispares? ¿Qué modo de filosofía es? ¿Es un modo deficiente o un simple conato? ¿Es una privación positiva de filosofía? Este es el problema, que probablemente aparece de una forma más clara, más explícita, en la obra que nos ocupa en este epígrafe, sin duda su producto más filosófico. Pero veamos cuáles son sus preocupaciones y cuál su modo de resolverlas.

3.7.1 SER REAL Y SER APARIENCIAL. Entender qué quiere decirnos Unamuno cuando habla de ser real y ser apariencial nos permite al fin comprender el sentido en el que dice a veces que el hombre es cosa, res, aunque esto parece contradecir su no-realismo. La realidad del hombre –realidad sustancial- es activa, temporal, capaz de verterse en un relato, Y es, a la vez, una realidad activa en el sentido de obrar y producir. Por eso, la llama cosa, res en su sentido etimológico de causa, y contrapone a ese modo de ser real el ser apariencial, que es, justamente, el ser en el sentido de las cosas, de lo que es sólo sustancial en segundo grado, en virtud de la proyección de la conciencia. Unamuno considera apariencial el ser estático y exterior de las cosas, y sólo verdaderamente real y sustancial el ser dinámico e íntimo de la vida humana y la personalidad. Esto explica su comprensión de ser de la conciencia temporal y, al mismo tiempo, permite entender su teoría acerca de la realidad humana y la del ente ficticio.

3.7.2 LA VIDA HUMANA. La vida es algo cuyo ser consiste en hacerse, temporalmente y, a la vez, deshacerse. Es el carácter mismo del tiempo, quien no permanece, sino que el ahora sólo se realiza y llega a ser en el hueco del instante pasado y se hace pretérito al instante. Unamuno opone formalmente la vida y el sueño a lo consistente, el ser plástico y móvil al ser fijo y estable. Pero, claro está, si el sueño y la vida son algo, tienen también consistencia, si bien de otro tipo. Y ese tipo es justamente 42

el de la aspiración al ser siempre, y a ser siempre la misma realidad, dentro de su constante y constitutiva variación. Y a este modo de ser llamamos “vida”. El hacer creador de nuestra vida supone la libertad, pero ésta tiene estrechas relaciones con la temporalidad misma. Para decirlo con palabras de nuestro filósofo, “sólo el porvenir es reino de libertad”. Y como la vida es esencialmente creación, realización de lo posible, se mueve siempre hacia el futuro, está orientada hacia él, y su primera realidad no es presente, actual, sino futura: la expectación imaginativa de lo que va a ser, su proyecto o novela. Y esto tiene racial afinidad con la idea spinoziana, recogida por Unamuno como núcleo de su ontología, que define el ser como contacto de perduración. En rigor, ser no es ser en acto, ser ahora, sino querer seguir siendo, en el futuro. Tener posibilidad de ello.

3.7.3 YO Y MUNDO. Comienza Unamuno por distinguir dos ambientes: uno exterior, el de los fenómenos sensibles, y otro interior, el de la conciencia y, enseguida, advierte que no es fácil trazar entre ellos una clara línea divisoria. El mundo sensible y la conciencia son ámbitos donde estoy yo, pero no yo mismo. Unamuno comienza a hablar del yo, derivándolo de lo “mío”: “Lo mío precede al yo; hácese éste a luz propia como posesor, se ve luego como productor y acaba por verse como verdadero yo cuando logra ajustar directamente su producción a su consumo”. Aquí se trata, naturalmente, sólo el descubrimiento del yo mismo y nuestro filósofo señala como noción originaria la de lo mío, lo posesivo. Y lo posesivo es, justamente, el punto en que convergen el yo y el otro. Lo mío es distinto de mí, pero referido a mí. Únicamente en la relación del yo con lo otro se constituye lo mío. “Yo y el mundo nos hacemos mutuamente. Y de este juego de acciones y reacciones mutuas brota en mí la conciencia de mi yo, mi yo antes de llegar a ser seca y limpiamente yo, yo puro. Es la conciencia de mí mismo el núcleo del recíproco juego entre mi mundo exterior y mi mundo interior. Del posesivo sale el personal”. Pero ¿qué es entonces lo que más importa al autor de las líneas citadas? La realidad de la vida, nos dirá, aparece definida por la interacción del yo y del mundo. Esto es lo decisivo. El yo, lejos de darse recluso y aislado, se

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encuentra a sí mismo entre otras cosas, fenómenos sensibles, ideas, deseos, toda la variedad del ámbito espiritual y natural que lo circunda. Por eso se aprehende como “mi yo”, de un modo posesivo, y sólo después, al alcanzar una plena posesión de sí, se reconoce como único centro, yo, y se enfrenta a todo lo demás. Unamuno establece con toda precisión la distinción entre lo que soy yo y lo que es ajeno en mis actos vitales. En primer lugar, el mundo físico que me rodea. En segundo lugar, mi propio cuerpo, porción del mundo exterior, primaria e íntimamente referida a mí. En tercer lugar, las realidades sociales, que forman otro mundo, en el cual también me hallo inserto necesariamente. Y todos mis actos, que constituyen mi propia vida, requieren la presencia de lo otro, de lo ajeno a mí, que queda inextricablemente enlazado con mi propio yo. Este es el momento en el que vemos aparecer el problema de la autenticidad, pues el hombre, al vivir, al hacerse a sí mismo, se pierde en el contorno, en el mundo circundante, tanto natural como social. La realidad de un acto humano cualquiera es interpretada por Unamuno como una resultante de la interacción del yo y el mundo. Y este mundo, con el cual tenemos que hacer nuestra vida, es un mundo temporal, no sólo físico o social, sino existente en la dimensión del tiempo. Esto se puede entender en dos sentidos: por una parte, la realidad de la vida es temporal, porque consiste en algo que se hace durando, instante tras instante. Pero por otra parte, este tiempo, en cuanto mundo o ambiente en que se está no es un continuo indiferenciado e indiferente, sino una temporalidad cualificada, un cuándo, un tiempo histórico.

3.7.4 LA FORMA DE LA VIDA. Unamuno insistía en el papel del futuro, único dominio de la libertad, en la vida humana. Y como descubre el fondo del hombre en su voluntad y la voluntad se refiere al futuro, éste define primariamente la vida humana. Esto es lo que nos dice en el capítulo IX de Del sentimiento trágico de la vida. Lo que está haciendo en este caso es poner la raíz de la vida en la futirución, en la anticipación imaginativa y voluntaria de lo que se quiere ser, en

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el proyecto vital. Y distingue este hombre que se quiere radicalmente ser del que de hecho se es, del que llega a realizarse. Estamos ante dos estratos de la realidad humana, lo que a lo largo de toda la obra a la que nos referimos llama “el hombre cotidiano”, que es también y, al mismo tiempo, apariencial, crepuscular. O bien, estamos hablando del hombre real, trágico, sustancial, tal y como aparece en el capítuclo V de la obra. Se trata de dos posibilidades radicales de la vida: la vida cotidiana o trivial y la vida auténtica o, como suele decir Unamuno, trágica. La vida cotidiana en este sentido inferior es la vida del hombre que se desentiende de su propio ser y del problema de su perduración, el hombre que escapa a la angustia o a la congoja (de las que ya hemos hablado), y se hace así hueco de sí mismo, pues no vive desde su propio fondo. Justamente por eso es “insustancial”, y sólo tiene una realidad “aparencial”. El hombre que vive desde sí mismo, que se afana por su ser, que tiene lo que Unamuno llama “el sentimiento trágico de la vida”, el afán de perduración, es real, sustancial, auténtico. Es el verdadero hombre. Y para él señala dos dimensiones del vivir: el dolor y la congoja, a la que también llama a veces tribulación. Para Unamuno, el dolor, el sufrimiento, s la forma superior de conciencia. La realidad se siente plenamente en el sufrimiento. Pero no está pensando en la imposibilidad de alcanzar los diferentes contenidos de la volición, sino que se trata en él del dolor que provoca la finitud, la imperfección, el ser pasajero, el hecho de no ser más que esto y ahora, y querer serlo todo y siempre. No dice que a la voluntad la acompaña el dolor, sino que la voluntad “es” dolor. Por otra parte, tenemos la tribulación o congoja. La primera es la forma superior del dolor, más que superior: radical. La tribulación consiste en que el hombre vuelve sobre sí mismo y se conoce como lo que es: algo finito, limitado, indigente, que aspira necesariamente a lo infinito y eterno, a todo. Por esto, porque la tribulación consiste en vivir el más profundo ser del hombre, puede decir Unamuno que es el secreto de la vida humana. En el capítulo IX de Del sentimiento trágico de la vida se refiere Unamuno a la misma posibilidad humana, y la designa con el hombre de congoja. Primero, la considera también como una culminación o radicalización 45

del dolor, pero enseguida la distingue enérgicamente de él. Hay un cierto parentesco entre la intuición que se vislumbra en Unamuno y el análisis de Heidegger procedente de una antepasado común ya citado, Kierkegaard. En El concepto de la angustia, cuya influencia en Heidegger es tan visible, Kierkegaard se ñala que el objeto de la angustia es la nada: yo me angustio “de nada”, y agrega que el espíritu se angustia de sí mismo. El hombre se angustia porque en él lo psíquico y lo corpóreo están unidos por el espíritu. Kierkegaard pone a la angustia en relación con la muerte, pero no es el temor a la muerte, sino más bien su amago, el sentimiento de su constitutiva posibilidad. Y en otro lugar se refiere Kierkegaard a una expresión de San Pablo, la expectatio creature de la Vulgata, la expectación o anhelo de la criatura que aguarda la revelación de los hijos de Dios. Vemos, pues, cómo aparece aquí la presencia de la nada, inherente a la criatura como tal.

3.7.5 LA PERSONA. Mihi quaestio factus sum. El hombre es problema para sí o, dicho con mayor rigor, yo me hago cuestión (problema) de mi mismo. Aunque explícitamente no lo encontramos en la filosofía unamuniana, ésta sería la fórmula más certera y apretada de la filosofía, puesto que afirma de ella que su sujeto y su supremo objeto es el hombre mismo, el que nace y muere, el yo que es cada cual. Lo más inmediato que nos muestra el carácter pronominal de la pregunta ¿quién soy yo? Es que no se refiere a una realidad universal, porque el pronombre personal sustituye a un nombre de persona, a un nombre propio. Y cabe pensar que, en lugar de versar sobre el universal, sobre la especie, se refiere a un individuo. En Unamuno aparece lo individual como lo diferenciado, lo separado dentro de un todo –la especie- homogéneo, lo limitado externamente. En cambio, el atributo que insistentemente aplica a la personalidad es el de “riqueza” y, a veces, el de “propiedad”. Son, como se ve, atributos sustanciales, no en el sentido de la fijeza y permanencia, sino en el de “bienes” o “haber”. La persona se refiere al contenido: es un dentro, que se posee a sí mismo y tiene

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cierta riqueza, cierto haber, del que puede echar mano. Deja nuestro autor así a salvo la personalidad de entes no “individuales”, como los ángeles. En lo que respecta al binomio persona-vida, aparecen dos puntos de vista que muestran cierta contrariedad y que en su oposición suscitan el núcleo mismo del problema, pues por una parte Unamuno alude a un fondo o principio desde el cual se vive y un fondo que se explicita o revela. La vida sería, a consecuencia de esto, una explicatio o despliegue de una raíz íntima, de un fondo propio, en el tiempo. Y parece que ese núcleo interior, ese “fondo del alma”, es el quién de cada cual, es decir, la persona. Pero, por otra parte, Unamuno pone la personalidad al término de la vida, como un resultado, coronado por la muerte. Es decir, la persona aparece como la vida hecha, consumada, conclusa en la muerte. El hombre se haría su personalidad justamente al hacer su vida. Intenta nuestro filósofo superar la disyunción de sus dos puntos de vista en fórmulas preñadas de sentido, pero insuficientemente claras, al menos insuficientemente explícitas. Habla del “fondo eterno” que en el tiempo se desenvuelve y, por último, resume su doctrina en un imperativo único: vive al día en la eternidad. En el capítulo XI de Del sentimiento trágico de la vida afirma que cada hombre, el insustituible, es su alma –su persona- y que ésta es quien da valor a la vida, la cual está al servicio del alma, de la persona y, por lo tanto, pende de ella. Por consiguiente, el alma es raíz del vivir, realidad primaria y sustantiva. Pero en La agonía del cristianismo nuevamente aparece el alma como un resultado. Además, identificada con la obra y referida a la historia. Por lo que respecta a la teoría de la sustancialidad personal y del sentido en que ésta se nos manifiesta, habla Unamuno, en primer lugar, de “sentir uno su propio cuerpo y la vida en él. Está aludiendo a un cierto sentido de la realidad del mundo, de sí mismo y de Dios, pudiendo adivinarse en estas páginas un eco remoto e impreciso de la doctrina del sentido. La expresión más exacta utilizada por nuestro autor es “intuición de la propia sustancialidad”, lo que llama también el “tacto espiritual”, revelado en la necesidad de persistencia. Cuando esto falta el mundo aparece como aparencial o fenoménico y el hombre se siente sueño de un día.

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A la insustancialidad de la persona corresponde la aparencialidad del mundo. Cuando, en cambio, se tiene el sentido de la sustancialidad propia, el alma, la persona, se siente como la realidad verdadera, más real que el cuerpo. Y, enseguida, Unamuno refiere este sentido íntimo con el cual la persona se toca y se posee a sí misma, al amor. El amor, claro está, no se puede referir al cuerpo, ni a los actos psíquicos, ni a las cualidades, ni siquiera a la vida del prójimo, sino a él mismo, a su persona. Es una relación rigurosamente personal y por eso nos descubre la realidad de su objeto, la persona misma. Unamuno identifica los términos concepción “personalista” y concepción “histórica” de la historia, es decir, no cabe historia si no es de personas y éstas son el único sujeto auténtico de ella. Las cosas no tienen historia, pues ésta supone una obra, un papel que se realiza o desempeña. Pero la persona sensu strictu es el actor, el que hace el papel, no el papel mismo. En el comienzo de la obra que nos ocupa en este apartado, es donde nuestro autor alcanza su máxima precisión teórica acerca de la personalidad. Aparentemente, se trata de buscar un principio de individuación espaciotemporal. Pero, en el fondo, es otra cosa. Aparte de la referencia local al cuerpo, Unamuno insiste en la relación con el tiempo, considerado éste bajo dos formas: por una parte, el propósito, que apunta al futuro y, por otra, la memoria, en la que pervive el pasado. Un hombre es uno, es quien es, por unir en un presente que es el de su vida actual, que va siendo y dejando de ser, un pasado recordado en la memoria y un futuro anticipado en un propósito o proyecto vital. Para Unamuno, en última instancia, ser persona es ser –o querer serinmortal y perdurable. Lo cual nos remite a la única cuestión, a la de la muerte, clave del problema de la persona y la vida. Para llevar a cabo el descubrimiento de la persona, hay que poner en relación la personalidad con los dos modos humanos más auténticos y, por eso mismo, más “personales”: el amor y la congoja que, enlazados íntimamente entre sí, llevan al descubrimiento de la personalidad, a la toma de posesión de uno mismo como persona, como el que es. Y, al mismo tiempo, aparece en esa realidad descubierta la constitutiva mortalidad del hombre y la referencia a Dios.

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En el capítulo VII de Del sentimiento trágico de la vida se trata de la conciencia de la contingencia por parte del hombre, sentida en uno mismo. Al sentirse nada, al palpar sus límites, su realidad finita, pasajera, su falta de fondo permanente, el hombre se conoce como persona y se ama a sí mismo. Esta persona está afectada por la nihilidad, por la contingencia, por la miseria. Y esto provoca la compasión en su forma más radical, que no se refiere a lo que le pasa a alguien, sino a lo que es. Y, entonces, se llama congoja. También en el libro citado, en el capítulo IX, afirma que la congoja conduce a Dios, que es justamente la realidad plena, el único posible salvador de la contingencia, de la constitutiva miseria y nadería humanas. La congoja, pues, hace que el hombre entre en sí mismo y se posea y, por lo tanto, sea persona. En la congoja, en rigor, se constituye la personalidad y a la vez se descubre a sí misma. Pero no es sólo esto, sino que ese descubrimiento es el de una realidad irreductible, sustancial, pero a la vez contingente, con un ser limitado y finito que se esfuerza por perdurar, por no morir nunca. Y Unamuno interpreta la muerte como un deshacimiento supremo, como la culminación radical de la congoja, lo cual equivale, a su vez, a interpretar ésta como una anticipación o prefiguración de la muerte. La muerte está presente, en la vida, en la forma concreta de la congoja. Y este contacto íntimo con el propio ser lleva a Dios, a quien llama Unamuno “las entrañas de nuestras entrañas temporales”, es decir, el fundamento o sustento de nuestra íntima realidad personal. La conclusión a la que se llega es que Dios se manifiesta igualmente en la congoja. La realidad de la persona, en cuanto tal, revelada en la congoja, como anticipación de la muerte, nos hace patente su constitutiva mortalidad, su destino mortal, su exigencia de perduración y, por último, nos remite a Dios como sustentador radical de la persona y fiador de la inmortalidad personal.

3.7.6 MUERTE Y PERDURACIÓN. Unamuno

no

se

moles

excesivamente

por

intentar

probar

la

inmortalidad, pero lo que hace, en cambio, es vivir el problema con intensidad y agudeza.

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El comienzo del capítulo III de la obra que nos ocupa es un intento de acercarnos a la realidad de la muerte. “No podemos concebirnos como no existiendo, dice. Y de esto se trata, de la resistencia de la mente a imaginar su propia aniquilación. La razón es muy clara: imaginar supone estar yo imaginando, supone mi presencia, y la imaginación de mi aniquilación es un intento contradictorio. Todo lo va describiendo en términos vitales, de referencia a mi vida. La vida, esta vida que poseemos y conocemos, no interesa ni sirve si no es para siempre, si la va a seguir la aniquilación de mi conciencia, si después de la muerte “no pasa nada”. Y afirma que lo que no es eterno, tampoco es real. En este sentido, estamos en presencia de una revisión de la doctrina helénica del aeión, del ente que siempre es, con lo que se niega realidad verdadera a lo perecedero. Movido por el temor a la nada, a la destrucción de la personalidad, se aferra el filósofo a la esperanza, por lo que las razones a favor de la mortalidad no bastan para destruir su confianza, la esperanza que se mantiene firme a pesar de la certeza de la mortalidad. Unamuno reivindica enérgicamente la exigencia de no morir del todo, y se resiste a confundir la pervivencia personal en sentido estricto con ningún sustitutivo, llámese éste fama, obra, posteridad, aniquilación o disolución en el gran Todo. Hay dos formas de perduración: una, consistente en no morir o, por lo menos, no morir del todo, en ser -total o parcialmente- inmortal. La otra, que supone la muerte previa, consiste en la resurrección. En el primero de los casos, la perduración tiene carácter sólo espiritual, pues el cuerpo muere, y se trata de la inmortalidad del alma, no del hombre en su integridad. En el segundo caso, que supone la anterior inmortalidad de la persona, se restablece la vida en el hombre completo, y éste vuelve a vivir con su cuerpo, que ha sido muerte, que está allende la muerte. Unamuno afirma la necesidad que el hombre siente, no sólo de tener el alma inmortal, sino de resucitar con su propio cuerpo. Y desde el punto de vista de la perduración, interpreta el ansia de fama y de nombre como anhelo por salvar una inmortalidad aparencial, cuando no se tiene fe en la verdadera. Del mismo modo, la vanidad aparece en Unamuno como una sombra del afán de pervivencia, del ansia de sobrevivirse. Más aún, la vanidad es una inversión de los medios y los fines. Y desde el mismo punto 50

de vista interpreta la envidia, el hambre de personalidad que siente celos del valor y de la gloria de los demás, por sentir que eso disminuye su propio ser y la propia fama. Pero nuestro autor cuida de subrayar el carácter negativo, temeroso, es decir, nacido de la indigencia, de estas pasiones aparentemente petulantes y agresivas. Unamuno siente, pues, que la única perduración auténtica, capaz de satisfacer al hombre y aquietarlo en su esperanza, es la vida perdurable, tal como la afirma el catolicismo: garantizada por Dios, ejemplificada en la resurrección de Cristo, con la realidad plena del alma inmortal y del cuerpo restituido en el último día. Lo demás son sólo sustitutivos que el hombre busca en la oscuridad, cuando le falta la fe rigurosa. Unamuno considera que el problema de la inmortalidad, como tal, es irracional, aparte de sus soluciones. Probablemente, su adivinación más fecunda en torno a la muerte es su interpretación como soledad: cada hombre tiene que enfrentarse a solas con la muerte, sin posible compañía, porque ésta cesa allí donde la vida acaba, donde llega la muerte. La muerte es tránsito, y ese tránsito, ese paso, supone un transeúnte, un viajero que pase, y que se angustia al presentir el desgarro de la partida, la separación de toda la circunstancia vivida y la incertidumbre del otro término del tránsito. La soledad nos inquieta con misterio y, en su vacío, el hombre se encuentra remitido a otro dónde. La pura soledad contradice el carácter esencial de la existencia, y su presencia nos señala la radical alteridad, otra realidad latente. En el morir interviene Dios. La vida aparece referida a Dios, y la gran soledad que es la muerte es hecha por Dios, que recibe la vida antes infundida al hombre. Sobre la oscuridad interrogante de la muerte, se dibuja, dando su sentido a la soledad respecto de las cosas, de toda cosa, la gran presencia de Dios. La referencia a Dios es quien hace más comprensible la muerte, que significaría la radical soledad, la supresión de todo lo otro con respecto al hombre que muere, la desaparición del mundo en torno. Esta muerte del cuerpo traería aparejada una destrucción parcial de la vida psíquica, de todo aquello que no es estrictamente personal. Y esta supresión absoluta de la circunstancia, esta soledad del hombre mismo, del quién de cada cual, pondría al descubierto lo que para el hombre es constitutivamente latente: el 51

fundamento mismo de su existencia y de su ser personal, aquello que por hacerme ser no puede darse en mi vida, sino que me trasciende y me es inaccesible, es decir, Dios. En la radical soledad se manifestaría al hombre el supuesto ontológico de su propia realidad.

3.7.8 EL TEMA DE DIOS. La tradicional actitud cristiana respecto del conocimiento de Dios y la relación del hombre con él, supone en primer lugar una filiación. De un modo más concreto, el hombre se asemeja a Dios en cuanto ambos son personas, pero se distingue infinitamente de él en cuanto uno es finito e imperfecto y el otro perfecto e infinito. Hay, pues, semejanza y contrate esencialmente complicados, y de ahí brota la oración, el impulso a elevarse hasta Dios, y la posibilidad de su conocimiento por la realidad creada, partiendo de la semejanza y negando todo lo negativo y todo el límite, para llevar hasta el infinito la afirmación de todo lo positivo y real. Este es el fundamento de las tradicionales vías para conocer a Dios, es decir, junto a la “via causalitatis”, la “via escellentiae” y la “via negationis”. Unamuno rechaza arbitrariamente la posibilidad de conocer racionalmente, y así queda expuesto a todos los riesgos de una azarosa indagación imaginativa. En Dios ve ante todo su propio yo llevado al infinito, por lo que lo convierte en, necesariamente, persona. Busca en Él la garantía de la inmortalidad, de la pervivencia, pero como se trata de una inmortalidad personal, de una perduración de sí mismo, no de cosa alguna, no le serviría de nada ninguna “conservación” en una totalidad impersonal. Para asegurar la inmortalidad de la persona, Dios tiene que ser inmortal también. Y aquí es donde radica el rechazo unamuniano de todo tipo de panteísmo, pues equivaldría para él, desde este punto de vista, al ateísmo. El Dios que Unamuno anhela y piensa, el único que le parece concebible como verdadero Dios, es el Dios cristiano. De hecho, le parece no sólo inadmisible, sino también vana, toda idea de Dios que no sea, estrictamente, la del Dios uno, personal, inmortalizador, padre de los hombres, que los salva de la nada, los resucita y los hace suyos en Cristo.

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Y Unamuno entiende esta eternización como una consecuencia de ser Dios mismo eterno y, a la vez, personal, una mente imperecedera. Lo que Dios piensa no pasa, no deja de ser. La palabra de Dios es creadora, y en Dios no cabe luego el olvido, por ser eterno. La perduración de la consecuencia le aparece como una salvación en la mente divina, en su conciencia eternamente presente, superior al tiempo y, por ello, a la memoria y al olvido. En el capítulo VIII de Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno insiste especialmente en la relación personal del hombre con Dios y en la personalidad divina, que permite el amor de Dios a sí mismo y al hombre. La salvación mediante la fe, la eternización por Dios del hombre que cree es interpretada por Unamuno de un modo directamente personal, en términos de “convivencia”: Dios cree en el creyente, y así, en la eternidad lo crea de continuo, es decir, lo conserva, lo hace ser siempre. “Dios no existe, sino que más bien sobreexiste, y está sustentando nuestra existencia, existiéndonos”, llegará a decir en la obra que nos ocupa en este capítulo. Con esta frase, está el autor distinguiendo dos cosas: existir, por una parte y, por otra, un modo superior de realidad, al que llama sobreexistir. De este modo, Unamuno niega a Dios la existencia, pero no porque carezca de ella, sino porque no le corresponde en el sentido en que a las cosas o a los hombres sino en otro superior. Dice que Dios no existe. Parece, pues, que Dios, más aún que existir, hace existir, es decir, se remite a la acción creadora y conservadora. Pero, en primer lugar, nuestro filósofo se refiere en este contexto a los hombres, no a las cosas, no a la creación en general. Podría pensarse, pues, que aluda a algo privativo del ser humano. El punto de partida para llegar a Dios, más que las cosas naturales, es el hombre mismo, el alma y la vida del hombre, imago Dei. Se asciende a Dios trascendiendo de sí propio, pasando de la propia intimidad. Pero por qué ocurre esto. La razón que nos da Unamuno es muy sencilla: se trata de que Dios está sustentando nuestra existencia, además de haberla creado. No sólo nos hace existir, sino que nos existe. El hombre, al morir, queda en absoluto aislamiento, en radical soledad y justamente en eso estriba la gravedad de la muerte, no en una aniquilación en que desaparecería la misma realidad de la muerte cumplida y consumada.

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Pero, dice Unamuno, una persona aislada deja de serlo, es decir, deja de ser persona. Ahora bien, para el hombre, como nuestro autor vio, dejar de ser persona equivale a dejar de ser “simpliciter”. Por esto, únicamente por esto, la presencia de Dios salva de la muerte.

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