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Norberto Rodríguez Bustamante. El Concepto de Libertad en John Stuart Mill. Desarrollo Económico Vol. XIX Nº 73 1979.
EL CONCEPTO DE LIBERTAD EN JOHN STUART MILL NORBERTO RODRÍGUEZ BUSTAMANTE∗
A. El planteo del problema En la atmósfera intelectual o “clima de opinión” de este seminario,1 me he asignado el objetivo de exponer el tema: El concepto de libertad en John Stuart Mill. Estimo que a manera de reflexión introductoria no estará de más incursionar en las motivaciones que, al parecer, sostienen los análisis anteriores al mío, consagrados a presentar las ideas de los clásicos del pensamiento político moderno en lo concerniente a los temas del poder, de la libertad y de los derechos del individuo. Pienso que la elección ha respondido al propósito de examinar -aquí y para nosotros- las cuestiones implicadas en la democracia y el liberalismo, sea para dar justificación a las preguntas referidas al origen de la soberanía y al depositario de ésta, cuanto a los límites de la autoridad social derivados de la existencia de los individuos. Estas ideologías políticas se hallan insertas en el proceso histórico argentino en toda la extensión de las etapas de la nacionalidad, con variado acierto en sus intentos de llevarlas a la práctica y, según es sabido, han sido oscurecidas por otras que, institucionalizadas a su manera en los últimos tiempos, escamotearon su significado o lo desfiguraron o lo ignoraron, atribuyéndoles fundamentos que no se correspondían con ellas, atendiendo a su formulación en la historia del pensamiento político moderno y, mucho menos, en las muy decisivas elaboraciones por las grandes figuras de la tradición intelectual argentina. Considerando la circunstancia de que las opciones políticas en curso continúan tales equívocos lineamientos, hallándonos en un momento de confusión, cabe aplicar el recurso socrático y retornar a ciertos orígenes para, desde allí, volver a arrancar, siquiera en el terreno de las ideas.
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Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Este ensayo fue expuesto en una reunión de científicos sociales del IDES, el 7 de mayo de 1979. 1
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En ese contexto se entiende también el conocido aserto de que toda historia es historia contemporánea porque no puede ser pensada y escrita sino desde un presente y para un presente. Lo primero a destacar, si repasamos la historia mundial en lo que va de este siglo, es el ocaso de la democracia y el liberalismo, sea en los países de Europa, cuanto en un gran número de otros, situados en variadas periferias, en particular en el período comprendido entre las dos guerras mundiales; y no por casualidad. Las diatribas de Hitler y Mussolini y de sus acólitos contra cualquier política de bases racionales que mantuviera equilibrio entre las necesidades del conjunto y las de los individuos y, al margen de ello, las transformaciones institucionales promovidas por aquellos líderes -con sus nefastas consecuencias para la mayoría de sus países- están en la mente de todos. Nacionalsocialismo y fascismo en su práctica cotidiana y en sus bases de principio se hallan en las antípodas del denominado “Estado de derecho”. Desde otra perspectiva, con otros supuestos, lo propio ocurrió con el régimen comunista en Rusia. No obstante, a modo de homenaje a aquello de lo cual renegaban, esos regímenes han accedido a procedimientos plebiscitarios destinados a legitimar, de algún modo, sus respectivas políticas, consultando a los ciudadanos en contadas ocasiones, sobre asuntos de interés general, al no bastarles la apelación permanente a la coacción violenta o a la amenaza de ella, con su conocido estilo de monopolio de la opinión y de partido único. En formas menos extremas y perfiladas, los multiplicados gobiernos militares, los vehementes populismos, los corporativismos y falangismos que se han ensayado -y ensayan- en casi todas las regiones del planeta (y no digamos en América Latina), confirman el oscurecimiento del horizonte y las constantes amenazas de nuestros días que asedian y ponen en peligro a cualquier intento de buscar consenso, trascendiendo la dominación de las elites de poder. Estas, por su parte, actúan prescindiendo de las regulaciones orientadas a promover la revisión y las críticas a los proyectos que ponen en obra. Hay, pues, algo de apuesta valorativa en retomar las contribuciones de los filósofos de la democracia y el liberalismo, ideologías diferenciables y que, no obstante, en la sociedad y cultura occidentales, siempre han marchado juntas. Calibrar los problemas de nuestro tiempo -cada vez más específico y en el horizonte del conocimiento disponible- a partir de los enfoques indicados para precisar, en definitiva, si se han agotado en sus virtualidades Este documento ha sido descargado de http://www.educ.ar
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positivas, puede no ser una tarea simplemente teórica y sí de insospechadas consecuencias en el incierto futuro político de la Argentina. Entrando en nuestro tema, digamos que en la crisis del liberalismo, la figura de John Stuart Mill alcanza un significado precursor, no sólo porque asumió con mucha lealtad intelectual una actitud mediadora entre el liberalismo y el socialismo, enunciada en las últimas ediciones de sus Principios de economía política, donde se examina el rol de las clases trabajadoras, sino porque supo discriminar entre el librecambio -o liberalismo económico- y el liberalismo ético-político, de reivindicación de la individualidad humana en sus capacidades creadoras y de perfeccionamiento, en la diversidad de opiniones y en los variados modos de conducirse, afirmando el derecho a la autonomía de los individuos frente al poder del Estado y a la presión conformista y difusa de la sociedad. El Ensayo sobre la libertad2 fue uno de sus últimos estudios políticos de aliento y, a esta altura, se ha constituido en un clásico de la teoría liberal. Nuestro propósito es el de ofrecer una exposición destinada a presentar a grandes rasgos las principales tesis del autor con miras al examen de su validez actual. Concentraré mi análisis en desbrozar la posición liberal, sus premisas, el ámbito y el régimen de la libertad, las clases de libertad, las motivaciones que se unen a la libertad intelectual (fundante de las otras, según Mill), para considerar después la práctica de la libertad individual, el despotismo implícito o abierto de la sociedad, y las cuestiones que suscita una concentración sistemática del poder y de la información.
B. La tesis liberal Cuando se trata de la sociedad en todo lo que sea coacción o intervención -por la fuerza física o penas legales, o por la opinión pública- “no es razón bastante la del bien físico o moral del individuo”. Lo único que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a perturbar la libertad de acción de alguno de sus semejantes, es “la protección de sí mismo”. Una comunidad sólo puede proceder contra uno de sus miembros a los fines de “impedir
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que perjudique a los demás” (Mill, ob. cit., p. 113). Las precisiones anotadas justificarían “hacerle advertencias”, “discutir con él, convencerle o suplicarle, pero nunca para obligarle o causarle algún perjuicio, si se empeña en llevar adelante sus propósitos” (Mill, ob. cit., p. 113). Por otra parte, la doctrina expuesta “no puede aplicarse más que a los seres humanos en la madurez de sus facultades” (Mill, ob. cit., p. 113). Una primera aclaración a formular para la mejor comprensión de la concepción de John Stuart Mill, es la de rescatar el principio del liberalismo acerca de la importancia acordada al individuo humano en cuanto tal, asignándole un valor supremo y constituyéndolo en la meta del orden social y límite cierto de la expansión de cualquier estructura de poder que, al afectara sus capacidades potenciales, obstaculizaría aquellas contribuciones que acrecientan el patrimonio cultural de la especie. A ese respecto, son dos las máximas capitales: 1a) el individuo no responde a la sociedad de sus acciones desde el momento en que no afectan a otros intereses que a los de él mismo, pero, 2a) cuando se trate de acciones que se consideran perjudiciales a los intereses de los demás, el individuo es responsable y puede ser sometido a los castigos sociales y legales, si la sociedad juzgase necesario unos u otros para protegerse (Mill, ob. cit., p. 215). Refirmando esos principios, en corroboración de lo que antecede, la preocupación intensa de Mill tiende a impedir presiones o condicionamientos colectivos que pudieran sofocar la espontaneidad individual, pues, ésta “...tiene un valor intrínseco”, es un ideal a realizar, y nos remite al privilegio y la condición propia de un ser humano, en la plenitud de sus facultades para “servirse de la experiencia interpretándola a su manera”, incluyendo en ella las tradiciones y costumbres de otros individuos, aceptándolas o bien rechazándolas. Mill se halla convencido de que “las facultades humanas de percepción, juicio, discernimiento, actividad intelectual y aun de preferencia moral, no se ejercen más que por selección individual” (Mill, ob. cit., pp.:169-70) El hombre -cada hombre- no es una máquina; “quiere crecer y desarrollarse en todas direcciones, siguiendo la tendencia de las fuerzas interiores que constituyen un 2
Utilizamos la traducción castellana del Ensayo sobre la libertad, contenida en John STUART MILL, El utilitarismo, Buenos Aires, Ed. Americalee, 1948; en todas
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ser vivo”, y la experiencia, controlada por el conocimiento, es el único medio de aprender y progresar (Mill, ob. cit., p. 171).
C. Las premisas básicas de la libertad En la sociedad moderna, con su intensa secularización adscripta a la revolución científico-técnica, al desarrollo del capitalismo industrial y a la conciencia dilatada de las posibilidades de un progreso humano indefinido, Mill sienta tres proposiciones que interpretan las consecuencias de esos procesos para exaltar, en la realidad efectiva de los vínculos sociales, el valor último del individuo a los fines de cualquier construcción política (cfr. Mill, ob. cit., p. 117). 1°) Buscar nuestro propio bien, cada uno a su manera, siempre que no tratemos de privar a los demás del suyo, o de entorpecer sus esfuerzos para conseguirlo. 2°) Cada uno es el guardián de su propia salud física, mental y espiritual. 3°)La especie humana gana más al dejarse a cada hombre vivir como le acomode que el obligarle a vivir como les acomode a los demás.
D. Ámbito y régimen de la libertad A riesgo de insistir en aspectos que en el curso histórico están ya incorporados a las cartas constitucionales de las democracias occidentales desde las revoluciones burguesas, hemos de referirnos a los dominios subjetivos y objetivos que engloba la práctica de la libertad y a las exigencias normativas adscriptas a ella en concordancia con el cuadro inserto en la página siguiente.
E. Las clases de libertad El problema de la libertad en su encuadre ético-metafísico exige que se hable de ella en singular, pero Mill nos previene que no se habrá de referir al libre arbitrio, sino a la “libertad social o civil”, que nuestras citas remitimos a esa edición.
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nos remite a la naturaleza y a “los límites del poder que legítimamente puede ejercer la sociedad sobre el individuo” (Mill, ob. cit., p. 103). Asimismo, con un criterio empírico de apuntar a la multifacética presencia del fenómeno de las luchas por la libertad en la historia, hay que hablar de libertades en plural, procurando destacar las clases de libertad a que se hace referencia en el texto. E.1. Libertad religiosa De los sentimientos que cobran vigencia en la sociedad, muchos, aunque favorecen la integración y articulación de las personas, son de carácter negativo y prevalecen, sea por la ley, sea por la opinión. Así, lo que denomina Mill “el servilismo de la especie humana hacia las preferencias o las aversiones impuestas de sus señores temporales o de sus dioses” (Mill, ob. cit., p. 110).
Esencialmente egoísta, para nada hipócrita, ese sentimiento origina un horror muy cierto que “ha hecho a los hombres capaces de quemar a magos y herejes” (Mill, ob. cit., p. 110). Pero los gustos o aversiones de una sociedad son, por lo común, los que predominan en alguna porción poderosa de ella y en la práctica generan “reglas impuestas a la generalidad con la sanción de la ley o de la opinión”, por el conformismo con que las acompaña la mayoría de las personas (Mill, ob. cit., p. 110).
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En materia religiosa, ese mecanismo se ha manifestado por el sostenimiento de herejías en las cuales la defensa de la libertad no ha ido más allá de reivindicar a quienes las compartieron, manteniendo en relación con el resto, el mismo espíritu de intolerancia a cuyo respecto se originó la propia herejía. El “odium theologicum” es un caso muy evidente del sentimiento moral y los disidentes respecto de una iglesia no han mostrado disposición a aceptar “otras diferencias de opinión religiosa que las de su misma iglesia”, una vez abatido el yugo que les imponía aquella opinión preponderante. Ahora bien, alcanzado el límite de su discusión, al no lograr los partidos en pugna una “victoria completa”, cada iglesia tuvo que mantenerse en sus propios límites y “las minorías que no tenían probabilidad de convertirse en mayorías, se vieron forzadas a abogar por la libre disidencia ante aquellos a quienes no podían convertir” (Mil, ob. cit., p. 111). Es en ese dominio “...casi exclusivamente que se han reivindicado en la historia los derechos del individuo contra la sociedad”, impugnándose el derecho de la sociedad a imponer su autoridad sobre los disidentes. De resultas de ello, opina Mill que los “grandes escritores”, publicistas de la libertad religiosa, estatuyeron la libertad de conciencia “como un derecho inalienable”, poniendo a salvo, para todo ser humano, el derecho a sustentar su creencia religiosa (Mill, ob. cit., p. 111). Sin embargo, los arrestos de intolerancia no se acallaron y en cada país las controversias se hicieron interminables, aceptándose la tolerancia con “reservas tácitas”. La efectiva libertad religiosa sólo se hizo posible en las naciones donde a la tolerancia se sumó la indiferencia de quienes no consintieron en “ver perturbada su paz con las disputas teológicas”. E.2. Libertad económica Aun cuando en el pasado se haya considerado deber de los gobiernos “en todos los casos de importancia, el fijar los precios y reglamentar los procedimientos industriales”, la doctrina del librecambio supone que “el modo de asegurar más eficazmente la baratura y la buena calidad de los géneros consiste en conceder una completa libertad a los productores y a los vendedores, sin otro freno que una libertad semejante concedida a los compradores para poder proveerse donde más convenga” (Mill, ob. cit., p. 217).
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Las bases de esa doctrina se le presentan a Mill como igualmente sólidas que las del principio de la libertad individual; pero ambas libertades no se confunden, son distintas. Las restricciones a la actividad económica si bien son, en su opinión, “verdaderas violencias” y, por lo tanto, un mal, afectan “tan sólo a la parte de la conducta humana en que la sociedad tiene derecho a intervenir” y la única censura de que serían susceptibles consistiría en que no se produjeran “los resultados que de ellas se esperan” (Mill, ob. cit., p. 217). Por el contrario, el principio de la libertad individual no se halla comprometido con la doctrina del librecambio, punto por punto, y puede ser refirmado con independencia de la suerte que ese principio corriera o de las modificaciones que en él se pudieran introducir en las circunstancias históricas, ello al margen de las ostensibles concomitancias que ambos principios mantuvieran en sus orígenes. E.3. Libertad ético-política Es obvio que la libertad empresaria o la libertad en el terreno económico, interesa principalmente a los propietarios dentro de los encuadramientos del sistema capitalista; al margen de esa circunstancia y referido a la gran mayo‘ría de aquellos que no lo son, con referencia a los dominios de la vida privada y al desenvolvimiento personal cabe preguntarse: ¿cuál es el fundamento único que justifica la coacción gubernamental sobre los individuos? La posición de Mill es ponerse de parte de la acción humana por convicción o por persuasión, rechazando el uso de la fuerza, sea en forma directa o por penalidad ante una infracción, pues “no es admisible como medio de hacer bien a los hombres, y se justifica tan sólo por la seguridad de los demás” (Mill, ob. cit., p. 114). Y en la medida que su criterio moral es el de la utilidad entendida como basada en “los intereses permanentes del hombre como ser progresivo”, sostiene que esos intereses no autorizan la sumisión de la espontaneidad individual a una intervención exterior más que con respecto a las acciones de cada uno “en cuanto afectan a los intereses de otro” (Mill, ob. cit., p. 114).
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E.4. Libertad intelectual En los gobiernos constitucionales es menos de temer que se intente “fiscalizar la expresión de la opinión”; aun si se identificaran el gobierno y el pueblo y el primero intentara ejercer alguna coacción sobre la opinión con el argumento de responder a “la voz del pueblo”, habría que negarles, sea al gobierno, sea al pueblo”, ese poder de coacción, por ilegítimo. No sólo se podría ahogar imponiéndole silencio a una opinión que fuera verdadera y permitiera abandonar un error, sino que, en el supuesto de ser un error, impediría “la percepción más clara y la impresión más viva de la verdad”, al contrastarla con el error. Por último, que la autoridad intentara hacer desaparecer una opinión que pudiera ser verdadera, equivaldría a arrogarse un criterio de infalibilidad que no podría humanamente legitimarse. Sin la confrontación, sin “libertad completa de contradecir y desaprobar” las opiniones, el hombre no puede “tener la seguridad racional de que posee la verdad” (Mill ob. cit., p. 125). La experiencia no basta, es necesaria la discusión “para mostrar cómo debe interpretarse la experiencia” (Mill, ob. cit., p. 125). “Seguir siempre a su inteligencia llévele donde quiera”, es el imperativo a adoptar si se aspira a ser “un gran pensador”. Enterarse de las opiniones que circulan y son significativas es primordial, porque quien “no conoce más que a su propio parecer, no conoce gran cosa” (Mill, ob. cit., p. 145). Tan esencial es la disciplina del diálogo y la discusión en la comprensión de los problemas morales y humanos que, parafraseando a Voltaire, Mill llega a afirmar: “...si no existieran adversarios para todas las verdades importantes, debieran inventarse” (Mill, ob. cit., p. 146). En suma: imposibilitado el hombre de obtener certidumbres finales de carácter demostrativo, al amparo de toda duda, en el orden religioso, social y político, Mill opta por proclamar -con la más insistente argumentación- el principio del derecho a la diversidad de opiniones frente al posible monopolio de ellas que intentare imponerse en cualquier sociedad.
F. Motivaciones vinculadas con la libertad intelectual Entre las motivaciones orientadas a sustentar el principio del bienestar intelectual de la especie humana (del cual depende su Este documento ha sido descargado de http://www.educ.ar
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bienestar moral’- y material), resulta la afirmación de la libertad de opinión y de discusión que Mill plantea en estos términos: 1°) Una opinión reducida al silencio puede muy bien ser verdadera: negar esto es afirmar nuestra propia infalibilidad. 2°) Aunque la opinión reducida al silencio fuese un error, puede contener, como sucede la mayor parte de las veces, una porción de verdad. Asimismo, la opinión general o dominante sobre un asunto, cualquiera que sea, es muy raras veces, o no es nunca, toda la verdad. Por otra parte, la verdad completa no hay medio de conocerla por entero más que por la colisión de las opiniones contrarias. 3°) Aun admitiendo que la opinión recibida contuviese toda la verdad, se profesaría ésta como una especie de prejuicio sin comprender ni sentir sus principios, los cuales, si no pudieran discutirse digna y lealmente, tendrían menos evidencia. 4°) El sentido mismo de una doctrina se hallará en peligro de perderse o debilitarse, o de producir su efecto vital sobre el carácter y la conducta, convirtiéndose el dogma (o fundamento de la doctrina) en pura fórmula, ineficaz para el bien, embarazando el terreno e impidiendo el nacimiento de toda convicción real, fundada en la razón o en la experiencia (cfr. Mill, ob. cit., p. 163).
G. La práctica de la libertad individual Al margen del problema de la vigencia del principio de libertad y de la necesidad de ponerle límites a la intervención del gobierno cuando se trata de “refrenar las acciones de los individuos”, surge otra cuestión, relacionada con el propósito, por parte del gobierno, de apuntalarlos, haciendo o ayudándoles a hacer algo en su propio bien, en lugar de dejarlos obrar individualmente o por medio de la asociación voluntaria. También, en tal supuesto, hay que fortalecer la participación activa de los individuos, antes que el poder del gobierno sobre ellos. En efecto: 1) Lo que haya que hacer será mucho mejor hecho por los individuos que por el gobierno, tratándose de dirigir un negocio o para decidir acerca de cómo y a quiénes elegir para dirigirlo, por el interés personal que en ello tienen. 2) En muchos casos los funcionarios del gobierno podrán hacer una cosa dada, mejor que los individuos; todavía así, sería preferible dejar que lo hicieran los individuos y no el gobierno, pues con ello se Este documento ha sido descargado de http://www.educ.ar
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favorece su educación intelectual, se fortifican sus facultades activas, se ejercita su juicio y adquieren familiaridad en los asuntos en que se los deja mezclarse, limitando su egoísmo. También se favorece la preocupación de los individuos por los intereses colectivos y, a la vez, se acrecienta su participación social y se preserva una constitución libre al sustentarla en una ancha base de libertades locales. Medio por excelencia de esa práctica sería el de fomentar la variedad humana a través de la participación en asociaciones voluntarias de individuos. El Estado tendría por misión ser el depositario central de los resultados obtenidos y el propagador activo de las experiencias exitosas surgidas de los numerosos ensayos. 3) La restricción del intervencionismo gubernamental y el fortalecimiento de la acción de los individuos es aconsejable, además, por la sólida razón del “grandísimo mal que resulta de aumentar (el) poder (del gobierno) sin necesidad” (Mill, ob. cit., p. 234-236).
H. El despotismo social o la tiranía de las mayorías A manera de un anticipo de los desarrollos posteriores de su tesis, al comienzo de su Ensayo sobre la libertad, Mill discierne una tendencia en el comportamiento colectivo como condicionador de las vidas individuales, que se manifiesta en determinadas pautas, las cuales corroboran el etnocentrismo y la modelación conformista de los individuos. Tales pautas serían éstas: 1) “Imponer sus ideas y sus costumbres como reglas de conducta, a los que de ella se apartan, por otros medios que el de las penas civiles; 2) impedir el desenvolvimiento y, en cuanto sea posible, la formación de toda individualidad distinta; 3) obligar a todos los caracteres a modelarse por el suyo propio; es por consiguiente necesario que el individuo sea protegido contra esto” (Mill, ob. cit., p. 106). Los límites del poder de la sociedad han generado, históricamente, dos formulaciones: la primera, obtener el reconocimiento de ciertas inmunidades, llamadas libertades o derechos políticos, a riesgo de exponerse el gobierno a una resistencia particular o a una rebelión general si los violaba; la segunda, más reciente, la de establecer frenos constitucionales “mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cuerpo cualquiera, que asumía la representación
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de sus intereses, era condición necesaria para algunos de los actos más importantes del gobierno” (Mill, ob. cit., p. 104). En el caso de la república democrática norteamericana ha sido usual hablar del “autogobierno” y del “poder de los pueblos sobre ellos mismos”; pero ha de aclararse, subraya Mill, que: “el pueblo que ejerce el poder no es siempre el pueblo sobre quien se ejerce, y el autogobierno de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el de cada uno por todos los demás” (Mill, ob. cit., p. 108). También, respecto de la voluntad del pueblo, se trata de “la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, la mayoría o de los que han conseguido hacerse pasar por tal mayoría” (Mill, ob. cit., p. 108). El “pueblo” -así definido- puede “tener el deseo de oprimir a una parte del mismo, por lo cual han de adoptarse precauciones en relación con tal abuso del poder”; a ese fin cabe “la limitación del poder del gobierno sobre los individuos”, aun “cuando los gobernantes sean responsables en modo regular ante la comunidad”, o lo que es lo mismo, “ante la parte más fuerte de la comunidad” (Mill, ob. cit., p. 108). La tiranía de la mayoría en que consiste ese abuso del poder al que se ha hecho mención, “obra por medio de actos de autoridad pública” a cargo de funcionarios políticos; al establecer, igualmente, decretos, “a propósito de cosas en que no se debería mezclar, ejerce la opresión legal”, y si bien no utiliza sanciones tan fuertes como las de los actos de la autoridad pública, “llega a penetrar mucho en los detalles de la vida e incluso a encadenar el alma” (Mill, ob. cit., p. 109). La protección “contra la tiranía del magistrado” tampoco es suficiente, pues “la sociedad tiende a imponer como regla de conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas y a sancionarlos al margen de las penas civiles”, impidiendo el desarrollo y, en lo posible, la formación de individualidades diferentes. Ante la tendencia a “modelar los caracteres con el troquel del suyo propio, se hace del todo necesario otorgar al individuo una protección adecuada contra esa excesiva influencia” (Mill, ob. cit., p. 109).
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I. Los problemas de la concentración sistemática del poder y de la información Admitido el caso de aceptar Mill cuanto sea posible las ventajas de la centralización política a intelectual, acota que corresponde no distraer en las vías oficiales una gran parte de la actividad general de la sociedad. Adoptando un punto de vista práctico, el principio o el ideal, el criterio con arreglo al cual deberán juzgarse todas las dificultades que puedan sobrevenir, lo enuncia así: “La mayor diseminación posible del poder compatible con su mayor eficacia, unida a la mayor centralización posible de información y a su difusión en alto grado desde el centro a la periferia” (Mill, ob. cit., p. 239-240). Advertimos que contrapone, por tanto, las restricciones a una concentración del poder, con la mayor concentración de la información; pero a condición de su máxima difusión posterior desde el centro a la periferia. La fórmula implícita en ese enunciado sería: hay que establecer un control permanente del poder y la desconcentración del mismo hasta donde ello resulte eficaz; toda la centralización de la información siempre que sea con vistas a su difusión. Se trataría, en consecuencia, de evitar la concentración burocrática del poder y del conocimiento en los órganos del Estado, pues, su “consecuencia inevitable sería la absorción” de los talentos superiores del país por el cuerpo gobernante. Aunque así fuere, por vía de hipótesis, ello no impediría el adormecimiento, llegado el caso, “en una indolente rutina” y la degeneración de la “burocracia en pedantocracia”, al absorber ésta “todas las ocupaciones que forman y cultivan las facultades necesarias para el gobierno de la humanidad” (Mill, ob. cit., p. 239). En suma: “el valor de un Estado es, a la larga, el valor de los individuos que lo componen” (Mill, ob. cit., p. 242), afirmación de Mill que se apoya en otra hipótesis: que las organizaciones del poder colectivo suelen orientarse a establecer su propia perduración y sólo el espíritu crítico de los individuos, en ejercicio de su libertad de pensamiento y acción, facilita su mejoramiento e impide que se anquilosen.
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J. Comentario final El individuo -ese átomo de la sociología invocado por Max Weber-, aunque parece lo verdaderamente real de nuestra experiencia, ostenta el más aproximado sentido de una unidad efectiva, empíricamente dada, sólo en su configuración física, en cuanto es un cuerpo; al margen de ello no puede ser aislado de su ambiente. Hoy, toda una corriente de la biología acentúa la relación individuo-mundo o al individuo en su mundo, pues no hay modo satisfactorio, en la perspectiva del conocimiento, de trascender esa relación. Tampoco existe una naturaleza común a todos los seres vivos; cada especie vive en su mundo, resultante de la estructura inescindible que mantiene con cierto tipo de estímulos, a su vez condicionados por el tipo peculiar de órganos que adaptan su sensibilidad al contorno y le permiten sobrevivir en él. Para dar un ejemplo, cuando un hombre pasea con su perro por la ciudad, el medio ambiente de ambos difiere, lo que uno capta no es significativo para el otro, atendiendo a sus umbrales perceptivos. La gama de olores que adquieren el carácter de estímulos sensibles e influyen en sus respectivos comportamientos, son contrastantes, empezando por los registros del olfato del perro al que éste accede en su inspección de las bases de los troncos de los árboles o de las paredes y que, aunque el hombre pudiera percibirlos, de seguro que no tendrían para él el mismo efecto que para aquel. Descontando esa mínima cercanía a la individualidad recortada, en sentido psico-socio-cultural, nos hallamos siempre frente al vínculo efectivo con los otros seres humanos y con la inmensa cantidad de objetos en cuya dirección orientamos nuestra vida cotidiana. El individuo separado no lo hallamos en ninguna parte, es sólo la resultante de una consideración abstracta, por vía de análisis de los componentes de la experiencia. El sociólogo, por tanto, no podría garantizar la realidad del individuo, salvo como un producto histórico, comprometido con ciertas ideas, valores y creencias que lo reivindican; para el caso, la concepción de la personalidad en su compleja elaboración dentro de la cultura occidental, a partir de la filosofía griega, el derecho romano, la religiosidad cristiana, la filosofía moderna (con la importancia otorgada a la subjetividad y no sin establecer una síntesis con el caudal de concepciones teológicas cristianas), las teorías políticas y económicas del individualismo moderno. En cuanto a la Este documento ha sido descargado de http://www.educ.ar
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certificación científica de la dramática del individuo, las aportaciones teóricas de la psicología, el psicoanálisis, la psiquiatría y la psicología social, nos ilustran suficientemente. A esta altura, en todas las sociedades de estilo occidental asistimos a un proceso continuo de institucionalización del individuo, no sólo atendiendo al derecho de propiedad sino, asimismo, a su dignidad y valor supremo basado en concepciones éticas y religiosas, con la reivindicación de los derechos humanos primordiales de creer, pensar, obrar, en sus múltiples manifestaciones. Admitido ese encuadre, el planteo de Mill equivale a una codificación de los principales niveles en que la realidad ideológica de la individualidad humana podría hacerse valer aunque, claro está, sin desgajarla de las vicisitudes históricas y socio-políticas a que ha sido sometida. Ante la imposibilidad de salirnos del contexto cultural que nos condiciona, no queda sino revaluar la plenitud argumental de Mill, confrontándola con lo vivido y padecido en este siglo. Porque es harto dificultoso rescatar a las prerrogativas de la existencia individual, en un mundo de políticas realistas, con líneas sinuosas, “ad hoc” de las coyunturas de cada zona o región, donde hasta los países que compiten por el poder en su forma extrema no suelen mantener líneas coherentes de acción que respondan a los principios manifiestos que afirman sustentar. En una época donde la capacidad destructiva tiene dimensiones planetarias potenciales y en que, por tal motivo, la posibilidad de una tercera guerra mundial se hace improbable y la multiplicación de guerras locales es cosa de todos los días; en un orbe convulsionado como aquel en que nos toca vivir, la Inglaterra de mediados del siglo XIX en que John Stuart Mill escribiera su Ensayo sobre la libertad, es “una de las sociedades más liberales de la historia”, en palabras de Ebestein, y se nos aparece con visos de irrealidad. Los problemas de la estructura del poder y las condiciones de su control, podían ser discutidos por individuos notables que, sin ser francotiradores -pues pertenecían a grupos ideológicos minoritarios- adelantaban sus ideas y principios en la intención de dialogar, de discutir, de persuadir y expandir su ideología por medios pacíficos. Ellos suponían que la única violencia temible, excluida la cuota promedio de desviación y crimen de cada sociedad, imputable a los individuos, era la que podía provenir de los excesos de la autoridad del Estado. Hoy al mercado de bienes y al mercado de trabajo, al mercado de las opiniones y de las ideologías en pugna, se ha sumado el mercado de los productores industriales Este documento ha sido descargado de http://www.educ.ar
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Norberto Rodríguez Bustamante. El Concepto de Libertad en John Stuart Mill. Desarrollo Económico Vol. XIX Nº 73 1979.
de episodios violentos que, empleando la más depurada tecnología y organizados burocráticamente, mezclan fríos propósitos de propaganda y dominación, con el atemorizamiento del prójimo, a la vez que siembran el terror en todas las regiones en que operan y se cuidan, ni poco ni mucho, del Estado, en su carácter de monopolizador del uso legítimo de la fuerza, por cuanto el control que éste puede ejercer con eficacia, descansa en un concepto límite: la preservación de la vida por parte de los individuos. Si éstos se hallan dispuestos a su propio holocausto es casi cuestión de azar que logren éxito en sus metas de terror, o bien que sean reprimidos. En las nuevas circunstancias, lo que pudo ser una opción valedera en el supuesto de una política racional, queda ahogado por la marcha de los acontecimientos y, confirmando el dicho de Hegel, demuestran que en el reino de la historia universal no tiene cabida la felicidad de los individuos y los derechos del individuo aislado. No hay otra lógica que la de las multitudes y los grupos de individuos asociados, de radio muy extenso, que ilustran el derecho de los grupos sociales como un nuevo derecho, frente al derecho individualista de corte burgués. Ahora se trata del derecho colectivo a hacerse oír en la pluralidad de intereses que esos grupos representan. Sin embargo, la posición de John Stuart Mill, y la del liberalismo socio-político, adquiere, aún así, una peculiar grandeza, porque todavía no se ha inventado una fuente de creatividad y de cambio superior a la capacidad de cada individuo, si confirmamos, una vez más y contra toda desmesura idealista y autocrática, que no existe un alma colectiva, ni un “espíritu del pueblo”, ni un ser nacional, como ahora se dice. No sabemos de otra manifestación de lo humano, en sus formas más depuradas, que la expresión concreta lograda por individuos circunscriptos, señalables y victoriosamente solitarios, asociados entre sí, toda vez que los problemas comunes los reclaman y madurados en la soledad, en el riesgo, en la responsabilidad continua, en la adversidad y en la aventura, capaces de decir no, cuando la mayoría dice sí, y los pueblos se encaminan alegremente al desastre, como suele ocurrir.
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