EL CUENTO. Joaquim Carbó Verines, 15, 16 y 17 de septiembre de 1999

EL CUENTO. Joaquim Carbó Verines, 15, 16 y 17 de septiembre de 1999. (Versión completa del texto para publicar o incluir en la documentación del Encu
Author:  Mario Rubio Cruz

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EL CUENTO.

Joaquim Carbó Verines, 15, 16 y 17 de septiembre de 1999. (Versión completa del texto para publicar o incluir en la documentación del Encuentro. Durante la lectura prescindí de los párrafos subrayados. Incluyo a continuación otra versión que se limita al texto leído)

Con el paso del tiempo, aumenta el entusiasmo que siento por el viejo oficio de contar historias, de la misma manera que decae mi interés por reflexionar sobre cualquier forma de vivirlo y como lo viven los demás. Sin embargo, pese a no tener una teoría de lo que es o ha de ser el cuento, he aceptado con placer la sorprendente invitación de participar en este Encuentro para, por lo menos, intentar explicarme.

El hecho de ser aquí un perfecto desconocido, me obliga a hablar, no solamente en primera persona, sino de mí mismo y de mi trabajo en particular. Escribo porque es una manera de expresar aquello que me incomoda o que me gusta; porque es un intento de comunicarme con los demás después de haberme estudiado yo mismo; porque supone poner en marcha la imaginación en un mundo cada vez más cuadriculado... Escribir puede ser también el vómito agrio que saca al exterior lo que no nos place de nuestro entorno, o la risotada o la sonrisa con que acogemos un pensamiento amable o el conocimiento de un hecho, de una situación o de una persona que nos satisface, divierte, fascina, irrita o intriga.

Aunque escribir me divierte y preocupa, no excluyo ni renuncio a otras satisfacciones. Así, me atrevo a contradecir algunas de las afirmaciones de Josep Pla, tan rotundo y polémico, cuando en su memorable Quadern gris explicaba y, evidentemente, exageraba: “Es objetivamente desagradable no sentir ninguna ilusión - ni la ilusión de las mujeres, ni la del dinero, ni la de llegar a ser alguna cosa en la vida -, sólo de sentir esta secreta y diabólica manía de escribir, a la cual lo sacrifico todo, a la cual posiblemente lo sacrificaré todo en la vida. Me pregunto: ¿qué es preferible: un pasar mediocre, vulgar y conformado, o una obsesión como ésta, apasionada, tensa, obsesiva?” Ya he dicho que Josep Pla exageraba. Exageraba y mentía, porque estoy convencido que también se divirtió mucho escribiendo.

a) El cuento y la narración en general. A finales de los años sesenta me incorporé tardíamente a un realismo social que tendía a la decadencia, aportando cierto humor y escapismo. Influencias muy diversas de lecturas mal digeridas, de Richmal Crompton a Kafka: la odisea de permanecer horas y horas en la cola de la ventanilla equivocada para obtener un impreso para formular la solicitud de ser tenido en cuenta a la hora de sortear el turno para informarse sobre las posibilidades de alquilar un piso, y las diversas vicisitudes para dar con el oficial de registro apropiado... Era época de denuncia para cambiar el mundo que nos rodeaba y oprimía. Muchos cuentos de oficinistas, de personajes grises, tristes, desesperanzados, acorralados, que practicaban un sexo inseguro, patético; historias de gente eternamente mal retribuida. Era mi mundo... En el cuento El riu (El río), que el estudioso alemán Johannes Hösle incorporó en su antología “Katalanische Erzähler”, narraba la escena que viví en una ocasión al intentar salir de la estación del metro: llovía a cántaros y los que llegaban a la calle después de recorrer apresuradamente los pasillos correspondientes, frenaban ante la cortina de agua del exterior, pero nuevas generaciones de pasajeros que procedían del andén, que no sabían lo que sucedía, empujaban para no ser aplastados por los que se acumulaban detrás suyo, hasta que un incidente en la frontera con el agua rompía el equilibrio y aquel inmenso río humano se lanzaba a la calle, sin que nadie pudiera contenerlo, para desvanecerse individualmente e integrarse en sus míseras madrigueras. Una lección inútil: nadie se percataba de la fuerza que entre todos eran capaces de desarrollar... Cuentos objetivos, con mal café y una moraleja final... Pero esto no constituye ninguna novedad: los cuentos populares de todos los tiempos no hacen nada más que reflejar la miseria ambiental, la hambruna del lacayo, la inquietud de la gente del campo: ¿no hay, acaso, crítica social en todos los cuentos de padres que abandonan a sus hijos en el bosque a la espera que lo pasen mejor que en casa? ¿No la hay en las historias de los tres hermanos que dejan sucesivamente el hogar para ponerse al servicio de un ogro que les va a arrancar la piel de la espalda? ¿No hay una crueldad extraordinaria en la forma como aplican su justicia los poderosos de Las mil y una noches?

La respuesta que obtuve del público y la crítica, indiferente o, a lo sumo, condescendiente, no han anulado mi entusiasmo por el cuento. Así, he publicado diversos volúmenes: La sortida i l’entrada, Les arrels, Solucions provisionals, Amb una precisió fantàstica, Bonsais de paper, El jardí de Lil·liput, y, recientemente, Elogi de la formiga, y otros, esparcidos en revistas periódicas o libros colectivos. Pero el interés por conectar, al menos, con mis contemporáneos, la convicción de que mi esfuerzo era absurdo si no tenía ninguna utilidad en el presente, me ha hecho explorar otros terrenos de la vecindad.

b) El cuento para niños y jóvenes. Hoy cuesta un poco hacerse cargo de que, a finales de los años cincuenta hubo quienes, para demostrar que en catalán se podían, y debían, decir las mismas cosas que en cualquier otra lengua, escribieron, sin otra vocación que la voluntad del superviviente, libros de policías y ladrones, de ciencia-ficción, de erotismo, jardinería, teatro del absurdo... Y también, claro está, cuentos para niños y jóvenes. A finales de 1961 participé en el nacimiento de la primera revista infantil de la postguerra, Cavall Fort, después del largo periodo de 23 años de prohibición que dejaron a los niños catalanes sin ningún texto periódico en su lengua. Recuerdo el interrogante que se abrió cuando nos mostraron la maqueta de lo que tenía que ser la revista. Al abrir las dos páginas centrales previstas para incluir un cuento, nos miramos en silencio y cierta impotencia: ignorábamos el tono que debían tener aquellos cuentos; los temas a tratar; el registro lingüístico; los límites, si los había, etc., pero nos conjuramos en el intento de dar con una solución que conectase con los niños de aquel momento. No nos preocupaba excesivamente la originalidad. Hace muchos años que los argumentos se repiten. Bernardo Atxaga lo comentaba en su reciente conferencia de Gijón: cuando a Albert Camus le preguntaron como se le ocurrió el argumento de Le malentendu - una madre y una hija roban y asesinan a su hijo y hermano cuando éste regresa a su casa al cabo de los años, después de hacer fortuna en el extranjero -, respondió evasivamente que de una noticia de agencia de un periódico argelino sobre un suceso de Checoslovaquia, pero se puede leer también en una antología de cuentos italianos, del mismo modo que Sarmiento confesaba cómo se sorprendió al oír que se daba como cierto que el hecho ocurrió en un pueblo del Norte, cuando a él le constaba que algo semejante había sucedido en la Argentina...

Los temas tratados han sido tan diversos como los personajes que los han protagonizado, las técnicas que he utilizado y el tratamiento que han tenido, realista, la mayoría, aunque he flirteado en muchas ocasiones con la imaginación, la fantasía, la especulación futurista... Los primeros cuentos se inspiraban - ¡salían! - de recortes de periódicos, noticias, sueltos, curiosidades que intentaba novelar. La voluntariedad ha dado paso a una obsesión por la narración hasta el punto que cualquier cosa que pasa, que veo, que leo, que pienso, que intuyo, que me cuentan o que imagino, sirve para escribir un cuento si soy capaz de hallar la forma de explicarla con naturalidad, de una manera tan sencilla que facilite la comprensión y la lectura, pero sin olvidar la exigencia que debe tener un texto literario y sin caer en paternalismos ni dirigismos imperdonables: ¡bastante intentan ya aleccionarnos por todas partes!

Por un lado, hay la chispa, el golpe de flash, el hecho que me impresiona o que me llama la atención con mucha fuerza. Noticias sin relieve que recorto de la prensa. Lo que se puede ver por la calle. La idea que surge de improviso, antes de que caiga el telón del sueño y que me obsesiona hasta que no llega el momento de concretarla en palabras, el personaje que aparece en una narración y pide a gritos ser protagonista de más historias...

Los cuentos que suceden en el mundo de hoy, y en una ciudad, tienen una rápida solución cuando he de escoger el ambiente y los protagonistas: vecinos, compañeros de trabajo, la panadera, el librero de la esquina, el vagabundo que duerme cada noche en el vestíbulo del banco... Sedentario por principios - mi vida se desarrolla entre la ciudad y un pueblo a unos cincuenta kilómetros -, hay argumentos que requieren la información que me podrían proporcionar los viajes, pero que he de rastrear en los atlas, las enciclopedias, los libros de geografía, los relatos de viajeros - aunque sean tan especiales como los de Raymond Roussel, que paseó por Africa sin asomarse al exterior de su roulotte -, los manuales de cualquier técnica o ciencia, los documentales, los museos. Los libros ¡siempre los libros! El exterior de las cosas - el envase, casi siempre superficial - ha perdido peso en mi narrativa con la cantidad de información gráfica en movimiento que recibo a diario. Hoy me parece superfluo describir una ballena, por ejemplo, con el rigor y la precisión fotográfica de Melville en su Moby Dick, porque todos hemos visto infinidad de estos cetáceos por arriba y por abajo, en reposo y en movimiento...

En toda esta incontinencia narrativa, desordenada y en buena parte caótica, no he dejado de transmitir, la mayor parte de las veces de forma inconsciente, una manera de ser, la ideología que me ha configurado como persona después de haber vivido de cerca - como espectador o como víctima - sucesos tan importantes como nuestra guerra civil, una postguerra de miseria, la segunda guerra mundial, el testimonio de horror de los campos de concentración, las dictaduras de los partidos únicos, la guerra fría, la guerra de la región de los Lagos, los Balcanes..., y de haber asistido con júbilo al nacimiento de la democracia, a la caída del Muro de Berlin, y a los cambios sociales y de costumbres que supuso Mayo del 68... Nunca he olvidado, tampoco, que a veces es suficiente que los libros para niños sean un compañero de juegos, un estímulo de la imaginación y una fábrica de sueños.

c) La frontera entre el cuento para adultos y niños. Existe un debate permanente para dilucidar si hay una frontera entre los libros para niños y los otros. Mi opinión es que se trata de una cuestión de sentido común: el de Marylin Monroe en la película Rio sin retorno, de Otto Preminger, una cabaretera que con la sal gorda de sus canciones excita a mineros y cow-boys en el saloon, pero que en otro escenario, poco antes de

iniciar el viaje por the river of no return, entretiene al hijo de Robert Mitchum con una preciosa y poética balada, un canto a la naturaleza y a los animales del bosque... El de Soledad Puértolas en los dos libros que ha escrito para sus hijos: El recorrido de los animales y La sombra de una noche, ambos a las antípodas de la difícil relación de las parejas, de las incomprensiones, debilidades en infidelidades que separan, y que, para simplificar, constituyen el leiv-motiv de su obra en general.

Siento la necesidad de referirme a Una mujer difícil, última novela del novelista americano John Irving, que me ha pisado un tema que me atrae desde hace tiempo: uno de los personajes, Ted Cole, es un novelista de escaso éxito pero que consigue un triunfo extraordinario con unos terroríficos relatos cortos para niños que él mismo ilustra, y que le permiten vivir como un rajá además de seducir tantas madres como puede de los pequeños lectores que aterroriza. “Mi padre se dedica a las madres infelices”, comenta su hija, mucho mejor novelista que él. El personaje y sus relatos representan una irónica visión de tanta literatura estremecedora, de pánico y pesadilla, y que en el caso del señor Cole había asustado a nueve o diez millones de niños en más de treinta idiomas distintos. La hija del autor, de pequeña, tiene un sueño horroroso y despierta a su padre, que quiere saber el alcance de la pesadilla: “Era como el ruido de alguien que no quiere hacer ruido” El padre, atraído por esta frase, toma nota y luego escribe: “Era un ruido como si..., como si uno de los vestidos que tiene mamá en el armario estuviera vivo de repente y tratara de bajar del colgador”. Por culpa de este cuento, Ruth Cole tendría miedo de los armarios el resto de su vida.

c) Los encargos Los encargos con tema obligado forman parte de los retos que se me han ofrecido a lo largo de tantos años de oficio. He escrito algunos para aprovechar muestras de dibujos recibidas en la redacción de la revista Cavall Fort. El primer antecedente fue, no obstante, un estímulo de la censura: en 1962, cuando mi primer libro, La sortida i l’entrada, estaba a punto de entrar en máquinas, el censor de turno prohibió dos de los nueve cuentos que lo formaban. Un espía particular ha extraído de los archivos el informe de un tal señor Fajardo que decía: “Por su excesivo materialismo, escaso valor literario y las descripciones de sobeo a las mujeres que allí aparecen, con las que se pone constantemente de manifiesto la excesiva preocupación sexual del autor, considero que no procede la autorización”. El modesto editor, que ya había pagado quinientas pesetas por el dibujo de la cubierta, en la que aparecía una escena de uno de los cuentos malditos, se mesaba los cabellos. Para apaciguarle, me comprometí a escribir otra historia que diera el pego: así, en vez de la prostituta que sorteaba un servicio muy personal entre unos soldados tan ávidos de sexo como cortos de recursos económicos, me inventé a otros soldados que asediaban

a una mujer a la que le sobraba un billete para ir a casa de permiso en el sevillano, un popular tren de la Renfe, un día de overbooking,

Posteriormente, ha sido mi adscripción al colectivo Ofèlia Dracs lo que me ha llevado a escribir narraciones eróticas, gastronómicas, de ciencia ficción, policíacas, de iniciación, bíblicas, de viajes en tren, históricas y de miedo, un miedo morboso - ¡concretamente el libro Lovecraft, Lovecraft!, de homenaje a nuestro Joan Perucho! - , temas que decidíamos en el brain storming de una sobremesa un tanto alcohólica, con las obligaciones que hacían al caso: aparición de una tanguista; que sucediera en tiempos de Franco; que tratara de una comida bíblica; que se pronunciara el nombre del insigne escritor; la primera vez como iniciación sexual; la intervención de un revisor de tren; etc.

d) Los bonsais En una ocasión, unos amigos, practicantes de la poesía secreta y de las ediciones reducidas para distribuir solamente entre amigos - los enemigos se libran del evento -, me pidieron un texto para una de sus ediciones, con un comentario tan tranquilizador como poco profesional: “No te preocupes. Si no nos gusta, no lo vamos a publicar”. El encargo me sorprendió toda vez que mi prosa realista, propulsada a chorro, poco elaborada y muy de cloaca no encajaba con las ideas del grupo. Pero al insistir, reflexioné, y del cajón de las ideas pendientes extraje unos apuntes que había tomado para escribir cuentos cuando se terciara. Y me propuse redactarlos con el máximo de precisión, para encajar en siete líneas justas lo que normalmente hubiera necesitado doce páginas. Escribí quince historias: fueron tan celebradas, que merecieron el honor de editarse en forma de plaquette. Ciertamente, el ejercicio de contención les daba cierto encanto poético... Le encontré gusto al ejercicio y, como si fuera un testamento, me propuse redactar, ajustándolas a las mismas dimensiones, la mayor parte de ideas pendientes del archivo personal que estaba convencido que jamás dispondría del tiempo necesario para escribirlas. Primero fueron cuarenta y cinco, que publiqué con el título de Bonsais de paper, de las cuales una, la última, crecía al caer en manos de un jardinero inexperto que no sabía qué era un bonsai, lo cambiaba de tiesto, lo abonaba y lo regaba hasta convertirlo en una novela corta de cuarenta y cinco páginas. Y, posteriormente, doscientos bonsais más, que aparecieron con el título El jardí de Lil·liput.

Final De acuerdo con el tono personal de este texto, debo expresar que si al principio, como heredero que fui del realismo social, todo lo que escribía nacía de una percepción muy estricta de la realidad, con ganas de hacer abrir los ojos de muchos ante la injusticia, los abusos del sistema, el dolor, el poder de la fuerza de voluntad, del coraje, del trabajo..., el contacto con los niños de las escuelas y

con los narradores más jóvenes como Teresa Duran i Joles Sennell, mi gran amigo Josep Albanell - los dos convertidos, ya, en unos veteranos altamente cualificados -, además del cambio político que tornó más amable mi entorno, y otras consideraciones me abrieron la puerta de la magia, de la maravilla. No hace mucho intenté explicar este proceso en un artículo que no llegó a publicarse y que voy a resumir para finalizar:

“Hasta que hace poco tuve el privilegio de visitar una escuela y husmear en la clase de los más pequeños, me salían unas historias tan reales, que parecían frías, crudas, como sin alma. Me acuerdo perfectamente: cuando la maestra, una muchacha lista y afectuosa me presentaba a sus niños, una pelirroja, pecosa y con trenzas, se me acercó como si tuviera la intención de tocarme para cerciorarse de que yo no era una aparición pues, como no tuvo pelos en la lengua de declarar, ella creía que todos los escritores de cuentos hacía la tira de años que la habíamos palmado. ¡Vaya con la niña!, pensé, de inmediato, pero pronto comprendí que aquella idea no era tan macabra como parecía, si consideraba que los cuentos que le explicaban en casa o en la escuela sucedían en tiempos de maricastaña, en un pasado en que era tan posible que los animales hablasen como que a orillas de los ríos hubiera profusión de brujas que hacían encantamientos mientras un ejército de hadas se desvivía por deshacerlos.

A la salida de la escuela y llegar a la plaza tuve que elegir el camino para regresar a casa. Como en los decires maravillosos, se me ofrecían tres posibilidades: ir a pie, en autobús o en metro. Dispuesto a jugar, o a soñar, y dejando que el destino guiara mis pasos, tal como sólo lo permiten los libros, lancé un papel de fumar al aire, y el viento que empezaba a soplar lo inclinó hacia la izquierda, donde la parada del metro.

Por el camino vi una grúa enorme que sin esfuerzo aparente descargaba las vigas de hierro de un camión en lo alto de un edificio a medio construir. Contuve un aplauso espontáneo en honor de una actuación digna de un gigante que trabajase a las órdenes del genio de la lámpara de Aladino, que le había encargado un rascacielos a construir en un abrir y cerrar de ojos. Y, antes de sumergirme en el metro, oí el chirriar de los coches y autobuses que llenaban la calzada y frenaban porque así lo ordenaba el prodigioso árbol de las tres frutas cambiantes. Los conductores, cual gnomos enjaulados, hacían toda suerte de guiños a la espera que la enorme cereza roja se transformara en la naranja que diera paso a la más verde de las manzanas, esperanzada señal de partida. Buen conocedor del prodigio, no perdí un instante a que se produjese y bajé las escaleras hasta tropezar con una barrera en forma de máquina de brazos de hierro. Como hombre de recursos que soy, introduje en la estrecha rendija el cartoncito que llevaba exprofeso en el bolsillo y el monstruo, de buen conformar, se satisfizo con un mordisco, ¡clac!, y me franqueó la entrada.

Al llegar al andén apareció un enorme dragón vociferante, ojillos maliciosos y el cuerpo tan transparente que dejaba ver las entrañas. Paró, expulsó de su interior a una multitud satisfecha por salir bien librada de la experiencia digestiva de la bestia que engulló a continuación a los indecisos ocupantes del andén entre los que yo me encontraba. Viajé unos minutos como adormecido por el vaivén hasta que me tocó el turno de ser expulsado al exterior después que el dragón absorbiera parte de mi voluntad. Al buscar una salida y poner un pie en el primer peldaño, la escalera se puso en movimiento y me encontré cabalgando en una de aquellas alfombras voladoras nunca vistas, pero de cuya existencia nadie puede dudar.

Ya en la calle, anduve con los ojos muy abiertos para descubrir la magia que esconde cada rincón de la ciudad. Las palabras de aquella niña de la escuela me hacían verlo todo de otras formas. Ya no tendría bastante con contar las cosas tal como son porque, pese a pisar el suelo con firmeza, mi compromiso con la imaginación es ineludible. No quiero que ningún otro chiquillo pueda creer en la muerte de nuestro gremio porque los autores de hoy seamos incapaces de explicar maravillas, cuando nuestro alrededor está tan poblado de ellas que sólo cabe fijarse bien, cerrar los ojos, y explicarlas como si las dibujaras en sueños.

Si escribir es como comer sopas, que hace que te las pienses todas, leer te concede las siete vidas del gato porque muestra cómo es y cómo ha sido, como será y, sobre todo, cómo querrías que fuera este mundo en que vivimos, con sus grandezas y sus miserias, y te hace solidario con los mil y un personajes que viven en países que amamos pese a saber que no pisaremos en la vida. Y nos hace apreciar aquellas minucias como la sonrisa de un niño que con los garabatos que acaba de trazar expresa sus sentimientos con naturalidad.

Muchas gracias.

EL CUENTO, por Joaquim Carbó (Versión leída durante el Encuentro)

Con el paso del tiempo, aumenta el entusiasmo que siento por el viejo oficio de contar historias, de la misma manera que decae mi interés por reflexionar sobre cualquier forma de vivirlo y como lo viven los demás. Sin embargo, pese a no tener una teoría de lo que es o ha de ser el cuento, he aceptado con placer la sorprendente invitación de participar en este Encuentro para, por lo menos, intentar explicarme. El hecho de ser aquí un perfecto desconocido, me obliga a hablar, no solamente en primera persona, si no de mi mismo y de mi trabajo en particular. Escribo porque es una manera de expresar aquello que me incomoda o que me gusta; porque es un intento de comunicarme con los demás después de haberme estudiado yo mismo; porque supone poner en marcha la imaginación en un mundo cada vez más cuadriculado... Escribir puede ser también el vómito agrio que saca al exterior lo que no nos place de nuestro entorno, o la risotada o la sonrisa con que acogemos un pensamiento amable o el conocimiento de un hecho, de una situación o de una persona que nos satisface, divierte, fascina, irrita o intriga.

a) El cuento y la narración en general. A finales de los años sesenta me incorporé tardíamente a un realismo social que tendía a la decadencia, aportando cierto humor y escapismo. Influencias muy diversas de lecturas mal digeridas, de Richmal Crompton a Kafka... Era época de denuncia para cambiar el mundo que nos rodeaba y oprimía. Muchos cuentos de oficinistas, de personajes grises, tristes, desesperanzados, acorralados, que practicaban un sexo inseguro, patético; historias de gente eternamente mal retribuida. Era mi mundo... Cuentos objetivos, con mal café y una moraleja final... Pero esto no constituye ninguna novedad: los cuentos populares de todos los tiempos no hacen nada más que reflejar la miseria ambiental, la hambruna del lacayo, la inquietud de la gente del campo: ¿no hay,

acaso, crítica social en todos los cuentos de padres que abandonan a sus hijos en el bosque a la espera que lo pasen mejor que en casa? ¿No la hay en las historias de los tres hermanos que dejan sucesivamente el hogar para ponerse al servicio de un ogro que les va a arrancar la piel de la espalda? ¿No hay una crueldad extraordinaria en la forma como aplican su justicia los poderosos de Las mil y una noches? La respuesta que obtuve del público y la crítica, indiferente o, a lo sumo, condescendiente, no han anulado mi entusiasmo por el cuento. Pero el interés por conectar, al menos, con mis contemporáneos, la convicción de que mi esfuerzo era absurdo si no tenía ninguna utilidad en el presente, me ha hecho explorar otros terrenos de la vecindad.

b) El cuento para niños y jóvenes. Hoy cuesta un poco hacerse cargo de que, a finales de los años cincuenta hubo quienes, para demostrar que en catalán se podían, y debían, decir las mismas cosas que en cualquier otra lengua, escribieron, sin otra vocación que la voluntad del superviviente, libros de policías y ladrones, de ciencia-ficción, de erotismo, jardinería, teatro del absurdo... Y también, claro está, cuentos para niños y jóvenes. A finales de 1961 participé en el nacimiento de la primera revista infantil de la postguerra, Cavall Fort, después del largo periodo de 23 años de prohibición que dejaron a los niños catalanes sin ningún texto periódico en su lengua. Recuerdo el interrogante que se abrió cuando nos mostraron la maqueta de lo que tenía que ser la revista. Al abrir las dos páginas centrales previstas para incluir un cuento, nos miramos en silencio y cierta impotencia: ignorábamos el tono que debían tener aquellos cuentos; los temas a tratar; el registro lingüístico; los límites, si los había, etc., pero nos conjuramos en el intento de dar con una solución que conectase con los niños de aquel momento. No nos preocupaba excesivamente la originalidad. Hace muchos años que los argumentos se repiten. Bernardo Atxaga lo comentaba en su reciente conferencia de Gijón: cuando a Albert Camus le preguntaron como se le ocurrió el argumento de Le malentendu, respondió evasivamente que de una noticia de agencia de un periódico argelino sobre un suceso de Checoslovaquia, pero se puede leer también en una antología de cuentos italianos, del mismo modo que Sarmiento confesaba cómo se sorprendió al oír que se daba como cierto que el hecho ocurrió en un pueblo del Norte, cuando a él le constaba que algo semejante había sucedido en la Argentina... Los temas tratados han sido tan diversos como los personajes que los han protagonizado, las técnicas que he utilizado y el tratamiento que han tenido, realista, la mayoría, aunque he flirteado en muchas ocasiones con la imaginación, la fantasía, la especulación futurista... Los primeros cuentos se inspiraban - ¡salían! - de recortes de periódicos, noticias, sueltos, curiosidades que intentaba novelar. La voluntariedad ha dado paso a una obsesión por la narración hasta el punto que cualquier cosa que pasa, que veo, que leo, que pienso, que intuyo, que me

cuentan o que imagino, sirve para escribir un cuento si soy capaz de hallar la forma de explicarla con naturalidad, de una manera tan sencilla que facilite la comprensión y la lectura, pero sin olvidar la exigencia que debe tener un texto literario y sin caer en paternalismos ni dirigismos imperdonables: ¡bastante intentan ya aleccionarnos por todas partes! En toda esta incontinencia narrativa, desordenada y en buena parte caótica, no he dejado de transmitir, la mayor parte de las veces de forma inconsciente, una manera de ser, la ideología que me ha configurado como persona después de haber vivido de cerca - como espectador o como víctima - sucesos tan importantes como nuestra guerra civil, una postguerra de miseria, la segunda guerra mundial, el testimonio de horror de los campos de concentración, las dictaduras de los partidos únicos, la guerra fría, la guerra de la región de los Lagos, los Balcanes..., y de haber asistido con júbilo al nacimiento de la democracia, a la caída del Muro de Berlin, y a los cambios sociales y de costumbres que supuso Mayo del 68... Nunca he olvidado, tampoco, que, a veces es suficiente que los libros para niños sean un compañero de juegos, un estímulo de la imaginación y una fábrica de sueños.

c) La frontera entre el cuento para adultos y niños. Existe un debate permanente para dilucidar si hay una frontera entre los libros para niños y los otros. Mi opinión es que se trata de una cuestión de sentido común: el de Marylin Monroe en la película Rio sin retorno, de Otto Preminger, una cabaretera que con la sal gorda de sus canciones excita a mineros y cow-boys en el saloon, pero que en otro escenario, poco antes de iniciar el viaje por the river of no return, entretiene al hijo de Robert Mitchum con una preciosa y poética balada, un canto a la naturaleza y a los animales del bosque... El de Soledad Puértolas en los dos libros que ha escrito para sus hijos: El recorrido de los animales y La sombra de una noche, ambos a las antípodas de la difícil relación de les parejas, de las incomprensiones, debilidades en infidelidades que separan, y que, para simplificar, constituyen el leiv-motiv de su obra en general. Siento la necesidad de referirme a Una mujer difícil, última novela del novelista americano John Irving, que me ha pisado un tema que me atrae desde hace tiempo: uno de los personajes, Ted Cole, es un novelista de escaso éxito pero que consigue un triunfo extraordinario con unos terroríficos relatos cortos para niños que él mismo ilustra, y que le permiten vivir como un rajá además de seducir tantas madres como puede de los pequeños lectores que aterroriza. “Mi padre se dedica a las madres infelices”, comenta su hija, mucho mejor novelista que él. El personaje y sus relatos representan una irónica visión de tanta literatura estremecedora, de pánico y pesadilla, y que en el caso del señor Cole había asustado a nueve o diez millones de niños en más de treinta idiomas distintos. La hija del autor, de pequeña, tiene un sueño horroroso y despierta a su padre,

que quiere saber el alcance de la pesadilla: “Era como el ruido de alguien que no quiere hacer ruido” El padre, atraído por esta frase, toma nota y luego escribe: “Era un ruido como si..., como si uno de los vestidos que tiene mamá en el armario estuviera vivo de repente y tratara de bajar del colgador”. Por culpa de este cuento, Ruth Cole tendría miedo de los armarios el resto de su vida.

c) Los encargos Los encargos con tema obligado forman parte de los retos que se me han ofrecido a lo largo de tantos años de oficio. He escrito algunos para aprovechar muestras de dibujos recibidas en la redacción de la revista Cavall Fort. El primer antecedente fue, no obstante, un estímulo de la censura: en 1962, cuando mi primer libro, La sortida i l’entrada, estaba a punto de entrar en máquinas, el censor de turno prohibió dos de los nueve cuentos que lo formaban. Un espía particular ha extraído de los archivos el informe de un tal señor Fajardo que decía: “Por su excesivo materialismo, escaso valor literario y las descripciones de sobeo a las mujeres que allí aparecen, con las que se pone constantemente de manifiesto la excesiva preocupación sexual del autor, considero que no procede la autorización”. El modesto editor, que ya había pagado quinientas pesetas por el dibujo de la cubierta, en la que aparecía una escena de uno de los cuentos malditos, se mesaba los cabellos. Para apaciguarle, me comprometí a escribir otra historia que diera el pego: así, en vez de la prostituta que sorteaba un servicio muy personal entre unos soldados tan ávidos de sexo como cortos de recursos económicos, me inventé a otros soldados que asediaban a una mujer a la que le sobraba un billete para ir a casa de permiso en el sevillano, un popular tren de la Renfe, un día de overbooking, Posteriormente, ha sido mi adscripción al colectivo Ofèlia Dracs lo que me ha llevado a escribir narraciones eróticas, gastronómicas, de ciencia ficción, policíacas, de iniciación, bíblicas, de viajes en tren, históricas y de miedo, un miedo morboso - ¡concretamente el libro Lovecraft, Lovecraft!, de homenaje a nuestro Joan Perucho! - , temas que decidíamos en el brain storming de una sobremesa un tanto alcohólica, con las obligaciones que hacían al caso: aparición de una tanguista; que sucediera en tiempos de Franco; que tratara de una comida bíblica; que se pronunciara el nombre del insigne escritor; la primera vez como iniciación sexual; la intervención de un revisor de tren; etc.

d) Los bonsais En una ocasión, unos amigos, practicantes de la poesía secreta y de las ediciones reducidas para distribuir solamente entre amigos - los enemigos se libran del evento -, me pidieron un texto para una de sus ediciones, con un comentario tan tranquilizador como poco profesional: “No te preocupes. Si no nos gusta, no lo vamos a publicar”. El encargo me sorprendió toda vez que

mi prosa realista, propulsada a chorro, poco elaborada y muy de cloaca no encajaba con las ideas del grupo. Pero al insistir, reflexioné, y del cajón de las ideas pendientes extraje unos apuntes que había tomado para escribir cuentos cuando se terciara. Y me propuse redactarlos con el máximo de precisión, para encajar en siete líneas justas lo que normalmente hubiera necesitado doce páginas. Escribí quince historias: fueron tan celebradas, que merecieron el honor de editarse en forma de plaquette. Ciertamente, el ejercicio de contención les daba cierto encanto poético... Le encontré gusto al ejercicio y, como si fuera un testamento, me propuse redactar, ajustándolas a las mismas dimensiones, la mayor parte de idees pendientes del archivo personal que estaba convencido que jamás dispondría del tiempo necesario para escribirlas. Primero fueron cuarenta y cinco, que publiqué con el título de Bonsais de paper, de las cuales una, la última, crecía al caer en manos de un jardinero inexperto que no sabía qué era un bonsai, lo cambiaba de tiesto, lo abonaba y lo regaba hasta convertirlo en una novela corta de cuarenta y cinco páginas. Y, posteriormente, doscientos bonsais más, que aparecieron con el título El jardí de Lil·liput. Final De acuerdo con el tono personal de este texto, debo expresar que si al principio, como heredero que fui del realismo social, todo lo que escribía nacía de una percepción muy estricta de la realidad, con ganas de hacer abrir los ojos de muchos ante la injusticia, los abusos del sistema, el dolor, el poder de la fuerza de voluntad, del coraje, del trabajo..., el contacto con los niños de las escuelas y con los narradores más jóvenes como Teresa Duran i Joles Sennell, mi gran amigo Josep Albanell - los dos convertidos, ya, en unos veteranos altamente cualificados -, además del cambio político que tornó más amable mi entorno, y otras consideraciones me abrieron la puerta de la magia, de la maravilla. No hace mucho intenté explicar este proceso en un artículo que no llegó a publicarse y que voy a resumir para finalizar: “Hasta que hace poco tuve el privilegio de visitar una escuela y husmear en la clase de los más pequeños, me salían unas historias tan reales, que parecían frías, crudas, como sin alma. Me acuerdo perfectamente: cuando la maestra, una muchacha lista y afectuosa me presentaba a sus niños, una pelirroja, pecosa y con trenzas, se me acercó como si tuviera la intención de tocarme para cerciorarse de que yo no era una aparición pues, como no tuvo pelos en la lengua de declarar, ella creía que todos los escritores de cuentos hacía la tira de años que la habíamos palmado. ¡Vaya con la niña!, pensé, de inmediato, pero pronto comprendí que aquella idea no era tan macabra como parecía si consideraba que los cuentos que le explicaban en casa o en la escuela sucedían en tiempos de maricastaña, en un pasado en que era tan posible que los animales hablasen como que a orillas de los ríos hubiera profusión de brujas que hacían encantamientos mientras un ejército de hadas se desvivía por deshacerlos. A la salida de la escuela y llegar a la plaza tuve que elegir el camino para regresar a casa. Como en los decires maravillosos, se me ofrecían tres posibilidades: ir a pie, en autobús o en

metro. Dispuesto a jugar, o a soñar, y dejando que el destino guiara mis pasos, tal como sólo lo permiten los libros, lancé un papel de fumar al aire, y el viento que empezaba a soplar lo inclinó hacia la izquierda, donde la parada del metro. Por el camino vi una grúa enorme que sin esfuerzo aparente descargaba las vigas de hierro de un camión en lo alto de un edificio a medio construir. Contuve un aplauso espontáneo en honor de una actuación digna de un gigante que trabajase a las órdenes del genio de la lámpara de Aladino, que le había encargado un rascacielos a construir en un abrir y cerrar de ojos. Y, antes de sumergirme en el metro, oí el chirriar de los coches y autobuses que llenaban la calzada y frenaban porque así lo ordenaba el prodigioso árbol de las tres frutas cambiantes. Los conductores, cual gnomos enjaulados, hacían toda suerte de guiños a la espera que la enorme cereza roja se transformara en la naranja que diera paso a la más verde de las manzanas, esperanzada señal de partida. Buen conocedor del prodigio, no perdí un instante a que se produjese y bajé las escaleras hasta tropezar con una barrera en forma de máquina de brazos de hierro. Como hombre de recursos que soy, introduje en la estrecha rendija el cartoncito que llevaba exprofeso en el bolsillo y el monstruo, de buen conformar, se satisfizo con un mordisco, ¡clac!, y me franqueó la entrada. Al llegar al andén apareció un enorme dragón vociferante, ojillos maliciosos y el cuerpo tan transparente que dejaba ver las entrañas. Paró, expulsó de su interior a una multitud satisfecha por salir bien librada de la experiencia digestiva de la bestia que engulló a continuación a los indecisos ocupantes del andén entre los que yo me encontraba. Viajé unos minutos como adormecido por el vaivén hasta que me tocó el turno de ser expulsado al exterior después que el dragón absorbiera parte de mi voluntad. Al buscar una salida y poner un pie en el primer peldaño, la escalera se puso en movimiento y me encontré cabalgando en una de aquellas alfombras voladoras nunca vistas, pero de cuya existencia nadie puede dudar. Ya en la calle, anduve con los ojos muy abiertos para descubrir la magia que esconde cada rincón de la ciudad. Las palabras de aquella niña de la escuela me hacían verlo todo de otras formas. Ya no tendría bastante con contar las cosas tal como son porque, pese a pisar el suelo con firmeza, mi compromiso con la imaginación es ineludible. No quiero que ningún otro chiquillo pueda creer en la muerte de nuestro gremio porque los autores de hoy seamos incapaces de explicar maravillas, cuando nuestro alrededor está tan poblado de ellas que sólo cabe fijarse bien, cerrar los ojos, y explicarlas como si las dibujaras en sueños. Muchas gracias.

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