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BENJAMÍN RIVAYA PEDRO FERNÁNDEZ GONZÁLEZ-IRÚN
El derecho en imágenes Sidney Lumet (1924-2011)
RESUMEN: Sidney Lumet es un cineasta, no un filósofo ni un jurista, por lo que parece que escribir un artículo sobre su ideología jurídica y política requiere justificación, justificación que se encuentra en el entendimiento de que el Derecho no sólo se presenta en los libros y en acción, sino también en imágenes, presentación ésta que cada día cobra más importancia y que consiguió en Lumet a uno de sus más logrados autores. En términos generales, la filmografía de Lumet fue una didáctica de los derechos humanos, que se dedicó a mostrar el profundo foso que separa los derechos humanos idealmente considerados de los derechos humanos realmente existentes. PALABRAS CLAVE: Derecho y Cine. Derechos humanos. Argumentación. Norma. Estado de Derecho. Pacifismo. Libertad de expresión. Democracia. Genocidio. Eutanasia.
Escribir un artículo sobre la ideología jurídica (y política) de un filósofo es habitual, pero hacerlo sobre la de un cineasta requiere justificación. Quizás si Lumet hubiera escrito algún libro sobre el Derecho o la justicia sería más fácil argumentarlo pero, aunque sea magnífica, la única obra literaria de la que es autor –que yo sepa- se dedica a contar cómo se hacen las películas, precisamente. Sin embargo, la justificación procede de lo que expresó claramente Antoine Garapon: a veces “el séptimo arte dice más que todos los manuales de derecho” juntos (2008: 386). Si es así, si efectivamente existe un Derecho en imágenes, además de otro en los libros y otro en acción (Sarat 2000: 6-7; Sherwin 2001 1519-1520), las películas de Lumet deberían ser vistas por los juristas, especialmente su primer trabajo cinematográfico, 12 Angry Men, Doce hombre sin piedad (1957), porque si no dicen más que todos los manuales de Derecho juntos, al menos dicen más que muchos de ellos. Siempre he pensado que un buen comienzo para los estudios del grado de Derecho consistiría en proyectar esa película a los alumnos recién ingresados, al igual que creo que ningún juez debería aplicar las leyes antes de haberla visto (junto con algunas otras obras cinematográficas). Pero de entre la filmografía de Sidney Lumet destacan otras obras que también tratan asuntos jurídico-políticos. Digo jurídico-políticos porque habitualmente se afirmaba que le interesaba el sistema judicial, lo que sin duda es cierto (Lumet InterseXiones 3: 21-49, 2012.
ISSN-2171-1879 RECIBIDO: 17-01-2012 ACEPTADO: 31-01-2012
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2008: 23), pero su interés era más amplio y no se ceñía a la práctica de los tribunales. Me atrevo a aventurar que lo que a Lumet le interesaba era, como si fuera un sociólogo del Derecho crítico, la cuestión de la distancia que media entre el ideal de sociedad y la sociedad realmente existente; la distancia que hay entre los derechos humanos, incluido el derecho a la justicia, y su realización; entre lo que hay y lo que debe haber. Llama la atención que Tomás Fernández Valentí, en su meritorio estudio sobre Lumet, diga que el tema que subyace en su filmografía es “la hipocresía, en todas sus formas de expresión, bien sea la de la administración de justicia, las fuerzas del orden, los servicios de espionaje, la política, el ejército o la propia televisión, como la que surge en un ámbito personal más cotidiano pero no por ello menos intenso, de las relaciones entre los seres humanos fundamentadas en el amor, el matrimonio, la familia, la amistad, el sexo, la conveniencia, la comodidad. Sidney Lumet es el cineasta de la hipocresía” (2008: 50). Me atrevería a decir que no estoy de acuerdo con Fernández Valéntí, pero no deja de llamar la atención que haga referencia al vicio de la hipocresía pues éste, al fin y al cabo, resulta una discordancia entre lo que es y lo que debe ser: hipócrita es quien finge un sentimiento que tal vez debería sentir, pero que no siente de veras. Esa distancia entre la realidad realmente existente y la idealmente querida, distancia que el cine de Lumet pone ante los ojos muy claramente, es la que lo convirtió en un cineasta crítico, en la conciencia liberal del cine norteamericano (Aguilera 2000), que supo presentar los problemas en su complejidad, de forma realista, en absoluto hollywoodiense, nada maniquea ni complaciente, y juzgarla conforme a la perspectiva del liberalismo progresista que siempre defendió. Desde el punto de vista de la técnica cinematográfica, creo que no yerro si digo que, aunque pudiera utilizar la última tecnología, Lumet era un autorartesano que siempre buscaba narrar eficaz y convincentemente una historia, al servicio de la cual ponía la forma y la estética del filme. Refiriéndose a la belleza, dijo que la entendía “en el sentido de su conexión orgánica con el tema” (Lumet 2008: 60). Así, sus películas no son nunca barrocas, ni hay en ellas una concesión excesiva a ningún esteticismo. Además, Lumet no vivió en Hollywood sino en New York, consiguió tener completo poder sobre sus obras (lo que los cineastas estadounidenses rara vez consiguen), obras que casi siempre están más cerca de ser modestas películas que grandes superproducciones, pues tampoco disponía
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de fabulosas cantidades de dólares para rodarlas y, además, hubo en su carrera varios productos a todas luces fallidos, como el mismo autor reconoció (2008: 18) y resulta fácil observar para quien haya visto su filmografía. En fin, quizás Lumet carecía del genio de los más grandes, pero a base de trabajo y constancia acabó por convertirse, por méritos propios, en uno de los realizadores norteamericanos de referencia de los últimos cincuenta años. Para quien quiera conocer al Sidney Lumet cineasta no puedo dejar de aconsejarle que lea Así se hacen las películas, libro que por lo demás debería leer cualquier persona que se quiera dedicar al cine.
Sobre el Derecho como argumentación A lo largo de su carrera, Sidney Lumet rodó varias películas de juicios o en las que un juicio juega un papel relevante en la trama; por lo menos Twelve Angry Men, Doce hombres sin piedad (1957), The Verdict, Veredicto final (1982), Daniel (1983), Guilty as Sin, El abogado del diablo (1993), Find Me Guilty, Declaradme culpable (2006). En muchas de ellas está presente, como es habitual en este tipo de cine, la trama tan jurídica del falso culpable, que también aparece en otros filmes de Lumet que no son propiamente judiciales, como en The Morning After, A la mañana siguiente (1986). Soy de los que creo que la mejor de todas las citadas, que la mejor obra de Lumet es Doce hombres sin piedad, por más que rodara otras películas interesantes y sólidas. Doce hombres, sin embargo, es una de las películas jurídicas imprescindibles de la historia del cine, una obra maestra de la filmografía de juicios, aunque se apartara de la tradición, pues narraba los entresijos de la actuación de un jurado, cuando habitualmente en las tramas judiciales del cine aquéllos siempre se ocultaban al público. ¿Por qué Doce hombres es un clásico del cine judicial? El clásico, habrá quien diga, y no será ningún exceso; la revista The Chicago – Kent Law Review dedicó un número de 2007, monográficamente, al “50th Anniversary of 12 Angry Men”, homenaje que incluyó la perspectiva española (Jimeno – Bulnes 2007). Pues bien, ¿por qué 12 hombres es el clásico del cine judicial? Por haber sabido captar cinematográficamente la dinámica del Derecho, la realidad de la argumentación jurídica, la dialéctica del juicio y, ya más en concreto, de la práctica de la institución del jurado, tan arraigada en los Estados Unidos. Precisamente uno de los miembros del jurado del filme así lo expresa, cuando dice que se trata de un logro de la democracia, dando por sentada la legitimidad de un órgano que significa la participación popular en el proceso de
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toma de decisiones jurídicas, lo que recuerda inevitablemente el célebre discurso a favor del jurado, y de todo el sistema judicial estadounidense, que se pronunciará poco después en otro gran clásico de este género, Anatomy of a Murder, Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959). Originariamente, Twelve Angry Men es una obra escrita por Reginald Rose para la televisión, que Lumet llevó al cine, legándonos un filme ya clásico, y que logró varios remakes interesantes: al menos la versión televisiva norteamericana de igual título (1997), dirigido por William Friedkin; la magnífica versión televisiva española también con el mismo título (1973), dirigida por Gustavo Pérez Puig; la versión cinematográfica de Nikita Mikhalkov, titulada 12 (2007), de Nikita Mikhalkov. El caso que se juzga es de parricidio: un joven es acusado de haber dado muerte a su padre y, como expresó el juez al final de la vista oral, con la ley en la mano sólo caben dos alternativas, o la absolución o la condena a muerte. Con gran realismo, ¡casi en tiempo real!, la película está centrada en las deliberaciones que, en la sala al efecto, lleva a cabo el jurado. Hay que apuntar algunos datos relevantes de la situación que se vive en la narración. Por ejemplo, no conocemos los nombres de los protagonistas. Sólo al final sabemos que el héroe que encarna Henry Fonda se llama David. Lo que se evidencia es que se trata de ciudadanos anónimos que no aparecen como particulares individuos sino como representantes de una sociedad que participa en el juicio a través del jurado. No importa cómo se llaman, pero sí interesa saber a qué se dedican: un pequeño empresario, un relojero, un vendedor, un entrenador deportivo, un arquitecto, un jubilado... Todos hombres, todos blancos y casi todos de mediana edad, aunque también hay otros mayores y, excepcionalmente, un anciano. Una buena representación, por tanto, de la sociedad y de la cultura norteamericana de la época: es el hombre joven o maduro, blanco en cualquier caso, quien toma decisiones, no las mujeres, ni los negros, ni los viejos. Las actitudes, sin embargo, son diversas. Como en casi cualquier grupo humano, hay quien se dedica a hacer bromas, quien se toma la labor seriamente e, incluso, quien está entusiasmado, pero también quien se aburre. El otro dato que interesa resaltar es el del ambiente claustrofóbico en el que se llevan a cabo las discusiones. Los manuales y los artículos doctrinales no pueden mostrar, ni quizás les interese, la tensión que se vive cuando hay que tomar una decisión, sea uno o sean varios quienes tengan que tomarla. El lenguaje cinematográfico, sin embargo, lo hace posible. El propio Lumet manifestó que había utilizado un enfoque peculiar de las cámaras para crear esa
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sensación de ahogo que acompaña al enfrentamiento dialéctico: “A medida que la película se desarrollaba, quería que la habitación pareciese cada vez más pequeña. Esto suponía desplazarse lentamente al uso de lentes más largas, a medida que la película transcurría […] Esta sensación de ahogo creciente ayudó mucho a elevar la tensión en la parte final del film” (2008: 88). Que la película sea de una sola escena, que se desarrolle en una habitación de reducidas dimensiones para un grupo de doce personas, que el calor sea sofocante, que casi todos los jurados suden abundantemente, que fumen y llenen los ceniceros de colillas, muestra lo asfixiante de la situación, la tensión que se vive cuando el enfrentamiento parece que no permite llegar a un acuerdo; la tensión que se vive cuando hay que decidir. Realmente, esas circunstancias valen para subrayar la temática que desarrolla Doce hombres sin piedad, la de la argumentación jurídica, pues se trata, sobre todo, de una película sobre cómo se argumenta para tomar y fundamentar decisiones jurídicas, sobre la elaboración de razones que sirvan para convencer a los demás de lo acertado de una decisión (Navarro 2010). La visión del Derecho que resulta de la primera película de Lumet es absolutamente moderna, pues se aparta tanto de una concepción racionalista como de otra irracionalista de la práctica judicial, adhiriéndose a perspectivas plenamente actuales. Precisamente en la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando se rodó la película a la que nos referimos, se produjo en el pensamiento jurídico el “comienzo de un cierto cambio de paradigma que en nuestros días va camino de consolidarse. Ese cambio supone el paso de entender el razonamiento jurídico como monológico a verlo como esencialmente dialógico. No es casual, pues, que en nuestros días haya caído en desuso la expresión ´razonamiento jurídico´ y en su lugar se hable de ´argumentación jurídica´. La práctica jurídica decisoria no está primariamente presidida por un razonar subjetivo, sino por un argumentar intersubjetivo. Las razones que cuentan no son las de la razón individual, las de la conciencia subjetiva del intérprete y/o juez, sino los argumentos intersubjetivos, las razones que se expresan hacia los otros como justificación de las opciones y decisiones. De este modo, la ´verdad´ jurídica no se averigua subjetivamente, se construye intersubjetivamente; no se demuestra en su certeza inmanente, sino que se justifica o se fundamenta en su ´razonabilidad´ hacia el exterior, para los demás” (García Amado 1999: 137).
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Por eso, como los hechos no están claros, el deber que algunos recuerdan a lo largo del debate es el de hablar, el de seguir discutiendo. Precisamente tras la primera votación, en la que once de los doce miembros votan a favor de la culpabilidad y sólo uno de la inocencia, el personaje que interpreta Henry Fonda dice: “Tendremos que hablar”. Y tras la segunda votación, cuando se cambia el sentido de otro voto, y ahora pasan a ser diez contra dos, el jurado que mudó su opinión dice lo mismo, que hay que seguir hablando. Efectivamente, para llegar a decidirse sólo cabe el camino de la confrontación de opiniones y así tratar de convencer con argumentos a los otros. Por eso después de la primera votación deciden que cada uno exponga su postura. Quienes votaron a favor de la condena siguen dos discursos diversos para argumentar su opción: para unos tiene que ser culpable pues no se demostró lo contrario, y un muchacho así, con sus antecedentes, es capaz de cometer semejante crimen; para otros, los hechos que se le imputan quedaron suficientemente probados a lo largo de la vista. La primera argumentación es refutada fácilmente por David, el arquitecto: el principio de presunción de inocencia, respaldado constitucionalmente, la impide, sencillamente. La segunda, que las pruebas aportadas son suficientes para condenar al acusado –dice el mismo jurado-, es la que se tiene que discutir. ¿Realmente las pruebas son suficientes? El razonamiento jurídico, por tanto, va a girar sobre los hechos, no sobre las normas a aplicar. El juez ya señaló que la norma aplicable al caso estaba clara, que si el imputado era tenido por culpable la condena sería la de muerte. No se discute de normas (ni de las que corresponde utilizar ni de su bondad o maldad), sino de hechos. Así, si la resolución judicial es el resultado de un argumento que toma la forma de silogismo (premisa mayor / premisa menor / conclusión), la premisa mayor, la norma que conviene al caso, está clara. Lo que no resulta tan fácil es fijar la premisa menor: determinar los hechos e interpretarlos. Aunque no siempre ocurra así, en este caso lo fundamental es la prueba de los hechos. Por otra parte, en un primer momento el caso parece claro. Once de los doce hombres, una abrumadora mayoría, están de acuerdo con el veredicto. El caso se convierte en problemático una vez que se problematiza, no antes. Si no hubiera habido una persona que, con actitud crítica, estuviera dispuesta a señalar los puntos oscuros, se habría tratado de un asunto simple. En este sentido, la distinción caso fácil/ caso difícil siempre resulta relativa a un contexto. Ahora, la oscuridad del caso deriva de la inconsistencia de las pruebas y del poco peso que tienen los indicios. Como apunta el protagonista, tal vez el muchacho sea culpable, pero él no tiene razones suficientes para creerlo así: el abogado no de-
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mostró demasiada pericia en la defensa, las declaraciones de los testigos no son ni mucho menos definitivas y los varios indicios que se utilizan para suponer su autoría son, por lo menos, insuficientes. A partir de aquí, la discusión va a girar sobre esos tres ejes temáticos. Las referencias que se hacen a la actuación del abogado, aun siendo pocas, tienen enorme trascendencia. Era de oficio y, además, no creía en el chico, cuando –recuerda el arquitecto- hay “que tener fe en el cliente para organizar una buena defensa”. El dato es simple, pero fundamental: quien no tiene interés (porque actúe de oficio o por cualquier otro motivo), quien no se lo toma en serio, no puede aplicar bien el Derecho. Como les dice enfadado el principal protagonista a varios miembros del jurado que se dedican a divertirse: “¡Esto no es un juego!”. Lo mismo que viene a decir el abogado interpretado por James Stewart en la ya citada Anatomía de un asesinato, que un juicio de veras “no es un debate universitario”. En segundo lugar, gran parte de la sesión se centra en debatir sobre los datos aportados en la prueba testifical. Efectivamente dos personas declararon que creían poder afirmar que el hijo de la víctima había sido el causante de la muerte: una lo vio, otro lo oyó. ¿Son suficientes pruebas? Se analiza la visión de la mujer: lo vio a través de un tren en marcha y, además, es miope y lo más seguro es que en aquél momento no llevaba gafas. Se analiza la audición del hombre: se trata de una persona mayor, anciana incluso, y lo que pretendidamente oyó (en ese momento tendría que estar pasando el tren, con lo que sería difícil una audición clara), lo que pretendidamente oyó fue: “Voy a matarte”. Pero semejante amenaza –apunta el arquitecto- puede tener distinto sentido e intensidad. De hecho, en una bronca que otro miembro del jurado tiene con el protagonista, aquél, ya exaltado, le dice lo mismo, que va a matarle. “¡No dirá en serio que va a matarme!”, le contesta irónico David. También había otros indicios, ni mucho menos definitivos, pero que podían convencer a alguno de los presentes. Por ejemplo, el chico afirmó que mientras ocurrían los hechos él estaba en el cine, pero no supo decir qué película estaba viendo. O la forma en que se clavó la navaja en el pecho de la víctima, que correspondería a alguien como el acusado. O la peculiaridad de la navaja, que no debería haber muchas así. Pero la importancia de todos esos indicios no es mucha y, en cualquier caso, se somete a duda que efectivamente logren indicar lo que pretenden. Que no recordara el título de una película es algo que le puede ocurrir
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a cualquiera. La manera normal en que alguien de la estatura del muchacho acuchillaría a alguien de la estatura de su padre no sería aquélla. La peculiaridad de la navaja no es tal, sino que es un modelo bastante corriente. Tal vez sea cierto lo que afirma uno de los miembros del jurado, que los hechos “se pueden tergiversar como se quiera”. Al fin y al cabo hay que conocerlos e interpretarlos y, por tanto, pueden ser tergiversados. Ésa es precisamente la misión, una de las misiones, del jurista (o de los miembros de un jurado, que en este caso son legos en Derecho), conseguir un relato veraz, global y comprensible de los hechos que se juzgan (Gascón 1999). En este sentido, el jurista es un investigador. Pero no basta sólo con conocer los hechos, hay que interpretarlos y, conforme a Derecho, juzgarlos. Hay otra cuestión de corte conceptual que aparece perfectamente expresada en una escena de la película. Avanzadas las deliberaciones, uno de los miembros del jurado, como antes pasó con otros, decide cambiar su voto, que ahora pasa a ser de inocencia. Se trata de un joven que ya desde el comienzo de la sesión manifestó su interés en acabar cuanto antes (es decir, su desinterés en la función que se le había encomendado), puesto que tenía entradas para un partido de béisbol que se celebraría esa misma tarde. Salvo ese detalle (que se repite: una vez que el arquitecto vota, le pregunta que por qué les hace perder el tiempo), y que no se comportaba de forma especialmente educada con los demás compañeros, por lo demás su actuación no fue reseñable. Como todos menos uno, al principio votó culpable, pero probablemente sin un particular interés, sino sólo con la esperanza de acabar cuanto antes; ahora cambia el sentido de su voto “porque está harto”, dice. Ante semejante respuesta, otro jurado le increpa y él se defiende señalando que vota lo que quiere y que no tiene ningún derecho a hablarle así. La enfadada respuesta de quien le reprochó su actitud será contundente: resulta que primero votó culpable porque tenía prisa y ahora vota inocente porque está harto, ¡como si ésas fueran razones que justifiquen una decisión! Efectivamente, y en cambio sí hay razones para el enfado, pues lo que el jurado debe hacer no es explicar los motivos, las causas, de su decisión sino apuntar las razones, los argumentos, de su voto. En otros términos, quien toma una decisión práctica no está obligado a explicar sus motivos sino a justificar por qué razones tomó esa decisión y no ninguna otra. “Explicar una decisión significa en efecto mostrar cuáles son las cau-
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sas que motivaron o los fines que se pretende alcanzar al tomar esa decisión. Justificar, sin embargo, implica ofrecer razones dirigidas a mostrar el carácter aceptable o correcto de esa decisión. Hay muchas acciones, muchas decisiones, que podemos explicar aunque no nos parezcan justificadas” (Atienza 2003: 254). La distinción es fundamental para comprender la maquinaria jurídica. Es normal que a lo largo de un proceso aparezcan múltiples explicaciones. En Doce hombre sin piedad se explican muy diversos sucesos: por qué el testigo que dijo haber oído al acusado amenazar a su padre testificó en ese sentido; por qué ese mismo testigo no pudo recorrer cierta distancia en cierto tiempo; por qué no pudo oír lo que dijo haber oído; por qué el testimonio de la mujer tampoco era fiable; por qué un determinado tipo de navaja no es peculiar, etc. Una cosa es explicar hechos, por tanto; otra, en cambio, justificar decisiones. En este caso, lo que hay que razonar es por qué debe adoptarse esa decisión y no ninguna otra; por qué esa decisión es la correcta, y para lograrlo hay que apelar a normas. Por eso la respuesta última que, aun de mala gana, ofrece quien cambió el voto es admisible: porque no hay razones para considerar que el chico imputado es culpable o, lo que es lo mismo, porque las pruebas empleadas son demasiado endebles y no se debe condenar a nadie con pruebas no concluyentes. También Doce hombres sin piedad puede verse como una película sobre la pena de muerte. Al fin y al cabo, de lo que se discute es de si se condena a morir o no a un muchacho al que se acusa de haber dado muerte a su padre. Aunque alguno de los miembros del jurado se muestra ardientemente partidario de la pena capital, a lo largo de la narración cinematográfica no se ofrecen argumentos a favor ni en contra de ese castigo. De lo que se discute, como vimos, es de hechos, no de normas. Todo lo más, hay quien advierte que la responsabilidad de aquellos doce hombres es grave y, por tanto, han de actuar con especial prudencia, dado que de lo que se está tratando es de la vida de un ser humano. Así todo, aunque no se ofrezca un catálogo de razones a favor o en contra, la película completa es un alegato contra la pena última, toda vez que muestra que ésta puede llegar a imponerse a un inocente. Desde luego no ocurrió, pero fue gracias a la valentía de un ciudadano que se enfrentó a la opinión casi unánime de quienes consideraban que el acusado era culpable. ¿Qué hubiera ocurrido si aquel arquitecto no llega a estar allí? ¿Qué fue lo que ocurrió en el caso de los Rosenberg, del que toma Daniel su argumento? Llevar el juicio de Ethel y Julius Rosenberg a la gran pantalla, como hizo Lumet, no sólo fue lanzar una alegato contra la pena
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de muerte, sino un acto de justicia histórica, precisamente porque las pruebas que se utilizaron para condenarlos nos eran concluyentes. Hubieran necesitado un abogado como el arquitecto David, capaz de analizar con espíritu crítico el peso de las pruebas aportadas. Pero volvamos a Doce hombres sin piedad. El problema apuntado, la casi seguridad de que el chico acusado habría sido condenado si no llega a existir el personaje de David, reenvía a la cuestión de la legitimidad del jurado e, incluso, a la del funcionamiento de la Administración de Justicia. En la primera película de Lumet, ¿se justifica o no el jurado?, ¿se lanza un juicio favorable o desfavorable sobre los tribunales? Probablemente habrá quien crea que el mensaje último sea el de hacernos pensar que, al final, el sistema judicial funciona bien... O tal vez no, pues tampoco es difícil imaginar casos en los que nadie tiene interés en hacer justicia. Quizás ocurra, ¡puede ocurrir!, que los doce miembros del jurado, o el juez, tienen demasiada prisa por marchar, no sea que lleguen tarde al partido de béisbol. Una perspectiva realista sobre el Derecho que manifestará bien el fiscal protagonista de Night falls on Manhattan, La noche cae sobre Manhattan (1996), cuando al final de la película imparta una clase ante aspirantes al puesto de ayudante del fiscal. Entre otras cosas, les transmitirá una auténtica enseñanza jurídica: “No serán frecuentes los casos en que haya que decidir entre blanco y negro. Yo tuve suerte, tuve un caso como ese en mi carrera. Ustedes pasarán mucho tiempo en la zona gris”. Y luego: “Se que sigo confiando plenamente en la ley y que soy falible”. La otra gran película judicial de Lumet, aunque –a mi juicio- no alcance la gloria de la anterior, es Veredicto final, una película que “trata de la redención de un hombre, de su lucha por desembarazarse del pasado” (Lumet 2008: 97), interpretada sabiamente por Paul Newman. The Verdict es una típica (¿o no tan típica?) película de abogados en la que se enfrentan, como en otras muchas ocasiones, una concepción idealista y otra realista sobre el Derecho. En el trasfondo de la trama no se halla un problema jurídico sino ético, filosófico jurídico, el de la actitud moral que el jurista debe adoptar ante el orden jurídico. De hecho, Frank Galvin (Paul Newman), el personaje protagonista, es un abogado fracasado que entró en crisis precisamente por tratar de evitar las prácticas corruptas de sus compañeros, con lo que sólo logró que lo expulsaran del despacho en el que trabajaba, divorciarse de su mujer y alcoholizarse. Ahora trata de sobrevivir
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repartiendo su tarjeta de visita entre los familiares de quienes aún están de cuerpo presente en el tanatorio. Galvin sólo tiene un caso entre manos, el de la familia de una chica que se encuentra en una situación de coma irreversible que se produjo en un parto. Hay más datos: los médicos que la atendieron en el parto son prestigiosos profesionales, el hospital donde ocurrió depende de la poderosa jerarquía católica, etc. David contra Goliat, parece. Pero Galvin tiene una fe en el Derecho que probablemente muchos juristas no compartirían: “Los débiles deben tener a alguien que luche por ellos –dice en una ocasión- [...] Por eso existen los tribunales, para ayudar a los débiles, dándoles la oportunidad de obtener justicia”. Una concepción de máximos del Derecho, pues Galvin se niega a aceptar la oferta que le hace la otra parte (¡210.000 $!) para evitar el juicio. La cuestión del deber profesional del abogado aparece en toda su crudeza, pues el defensor rechaza la oferta sin tener en cuenta la opinión de su defendida, no la de la víctima, que se encuentra en estado de coma, sino la de la hermana de ésta, que es la que lo contrató. ¿Es correcta la actuación del abogado defensor? En Veredicto final sí se observa bien cómo es el trabajo de un abogado: por supuesto tiene que conocer las normas aplicables al caso, las leyes y la jurisprudencia, pero sobre todo tiene que ser un buen investigador que conozca el asunto en todas sus dimensiones, para después buscar argumentos que justifiquen lo que pretende, en este caso una indemnización mayor que la que le propusieron extrajudicialmente. Aunque se puedan ventilar intereses importantísimos, el proceso parece un juego en el que hay dos equipos que se enfrentan ante un árbitro (juez o jurado) que decidirá quién es el vencedor. Una lucha dialéctica, por tanto, en la que vence quien convence. Claro que también hay juego sucio. El resultado último es el Derecho. Por eso Galvin, al final, cuando se dirige al jurado, apela al carácter humano, demasiado humano, del Derecho: “Ustedes son la ley. No unos libros, ni los abogados, ni la estatua de mármol que adorna el tribunal”. Al igual que ocurre en Doce hombres, de Veredicto final el Derecho sale legitimado, pero no se trata de una legitimación absoluta, definitiva, sino relativa, limitada, problemática. Es más, habrá quien piense que aunque los espectadores puedan salir del cine satisfechos por la victoria de Galvin, la estética de la película la convierte en la victoria momentánea de una guerra ya perdida de antemano. Una breve referencia hay que hacer a una película que Lumet rodó con más de ochenta años, Declaradme culpable, por su carácter realista de nuevo.
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No me pararé en los entresijos del proceso que se sigue contra un jefe mafioso, sino sólo en la enseñanza que la película ofrece a quienes lo ejercen y a quienes se acercan a conocer el Derecho, una enseñanza que obviamente no es técnica sino de sentido común, aunque hoy esté fundamentada en los conocimientos de la última psicología: la parte que consiga hacer reír al jurado gana el juicio o, lo que es lo mismo, quien consiga las simpatías del que tiene que tomar la decisión lleva todas las de ganar. Pero decía que la moderna psicología avalaba esa enseñanza. En efecto, para comprender la actuación judicial es muy importante el concepto de empatía, que se puede entender “como una forma de tomar partido en una escena de tres”, toma de partido que se produce “cuando un observador observa la interacción no armónica de cómo mínimo dos individuos y toma partido mentalmente por uno de ambos”; por ejemplo, en un proceso judicial (Breithaupt 2011: 155). El cine ha sabido, como ningún otro medio, transmitir esa enseñanza y así desmitificar el Derecho, que no es sólo ni sobre todo una teoría ni siquiera una práctica argumentativa sino psicología, control emocional, persuasión. Los juristas teóricos suelen poner el acento en la justificación de la decisión judicial, pero Sidney Lumet se fija en su explicación. ¡Puro realismo jurídico!
Sobre el concepto de norma El cine judicial, como vemos, es una pieza clave de la filmografía de Lumet. La pregunta a la que en cierta forma respondió cinematográficamente fue la de cómo se toman las decisiones, y si bien se fijó básicamente en el contexto de descubrimiento, en la explicación de lo que se decidía, el proceso de resolución es una actividad en la que las normas juegan/ deben jugar un papel importante. ¿Mostró Lumet las normas en la pantalla? Sí, no solamente en las películas judiciales sino, sobre todo, en una película de corte antropológico en la que, como suele ocurrir en este tipo de cine, se pueden observar perfectamente esos artefactos culturales que son las reglas. Me refiero a A Stranger Among Us, Una extraña entre nosotros (1992), donde una trama criminal se desarrolla en el contexto de una comunidad jasídica, lo que inevitablemente recuerda Witness, Único testigo (Peter Weir, 1985), que también desarrolla un relato criminal, pero en el seno de una comunidad amish. La circunstancia multicultural le sirve a Sidney Lumet para enfrentar los usos de la sociedad general con los de la sociedad judaica, y en esa dialéctica se pueden observar con claridad tanto las normas propias de una y otra como su funcionamiento.
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Las normas de la sociedad mayoritaria están representadas por la detective Emily Eden, interpretada por Melanie Griffith, una mujer de su tiempo, resuelta e independiente, que asombrada ante el papel que asumen las mujeres en la ortodoxa comunidad judía, le espeta a una de éstas: “yo hago siempre lo que quiero y cuando quiero”. Es precisamente en la relación entre hombres y mujeres donde se puede ver bien las distintas reglas que rigen en una y otra sociedad. Por ejemplo, para la comunidad jasídica un hombre y una mujer no deben quedar a solas, mientras que en la sociedad normal eso resulta indiferente; en la comunidad jasídica sólo pueden mantener relaciones sexuales entre sí un hombre y una mujer casados, mientras que en la sociedad normal eso resulta indiferente; en la comunidad jasídica las mujeres deben cubrir su cuerpo ante los hombres, mientras que en la sociedad normal eso resulta indiferente. Pero son otras muchas las reglas del judaísmo jasídico que presenta la película, pues mostrar cómo es una comunidad a quien no pertenece a ella consiste en gran medida en enseñarle sus normas. En este caso con más motivo, ya que un destacado miembro de la comunidad nos informa de que tienen seiscientas trece normas o mandamientos, que van desde el no matarás hasta el derecho a la legítima defensa, desde una complicada red de reglas que regulan el luto en caso de fallecimiento de un miembro de la comunidad (por ejemplo: hay que cubrir los espejos para que quienes cumplen el luto no se vean reflejado en ellos) hasta la determinación de las fiestas que deben guardar, el vestido que pueden vestir o la comida que pueden comer. Probablemente muchos miembros de una sociedad no sean conscientes de las reglas que aplican, pero se dan perfecta cuenta de las que siguen quienes pertenecen a otra, pues no deja de llamarles la atención que se comporten de una forma tan distinta a la propia. Una primera lección, por tanto: somos ciegos a nuestras propias normas, a muchas de ellas, pero se vuelven visibles cuando aparecen otras reglas distintas. Otra cuestión importante es la del fundamento de las reglas, que se encuentra en los valores de la sociedad en la que se hallan vigentes esas normas. El hecho de que la protagonista fume (y de que, hay que suponer, hay una norma que permite que las mujeres puedan fumar), pongamos por caso, se basa en el valor de la libertad, propio de nuestras sociedades. Sin embargo, en la sociedad judía de la película de Lumet rigen valores diferentes. Resulta curioso que, a la hora de justificar alguna de las reglas jasídicas, los seguidores de esta rama del judaísmo enuncien por qué se originaron, la justificación que tuvieron cuando nacieron, pero siendo una justificación que valió en el pasado, hace siglos, y que carece ya de sentido, ¿por qué la norma sigue vigente? Porque el gran valor de esa comunidad es la tradición; la transmisión de la norma de generación
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a generación, que sigue valiendo para los miembros de la comunidad porque valió para sus padres y así sucesivamente. De esta forma quedan presentadas ante el espectador una sociedad tradicional y una sociedad liberal. Podríamos preguntarnos: ¿por qué Lumet, que sin duda es un liberal progresista, ve con buenos ojos la comunidad jasídica? Precisamente porque es un liberal, es decir, porque respeta a quienes se rigen por otras normas distintas a las liberales, siempre que no traten de imponerlas a los demás. Otra cuestión que se plantea en Una extraña entre nosotros es la de la relación que media entre la validez de la norma y su eficacia, pero antes tiene que quedar claro qué es una norma. Dicho cinematográficamente, una norma es un guión. En una obra teatral o cinematográfica, los actores han de interpretar su papel, seguir el guión, de tal manera que no pueden actuar como les plazca sino, precisamente, haciendo y diciendo lo que el libreto dice que deben hacer y decir. En la vida social ocurre lo mismo, de tal manera que los individuos pueden, hasta cierto punto, improvisar, pero hay comportamientos de los que deben abstenerse y comportamientos que deben llevar a cabo. Por eso las personas somos, como en un drama, los actores sociales, porque debemos seguir un modelo, un guión, cumplir los papeles que nos han sido asignados. Pues bien, ¿qué relación hay entre la norma y su práctica, entre su validez y su eficacia? En la película comentada hay dos datos que interesan. Por una parte Ariel, que será el próximo dirigente de la comunidad, le dice a la protagonista que él nunca rompe las reglas. ¡Recuérdese que son seiscientas trece reglas! ¿Hemos de creerle? Sí, pero no porque todos los miembros de la comunidad respeten en todo caso todas las reglas de la comunidad, lo que parece a todas luces excesivo (sobre todo, y eso también se puede observar en la película, porque hay unas reglas más importantes que otras; más fuertes, que diría Ortega), sino porque luego se dirá a los espectadores que Ariel es un hombre santo. Efectivamente, sólo los santos son ejemplares, modélicos, cumplen todas las normas o, lo que es lo mismo, son como deben ser, lo que resulta obvio que no puede decirse del común de los individuos. Así todo, en el filme se pone ante los ojos de los espectadores un caso en que Ariel, voluntariamente, se queda a solas con una mujer, lo que significa infringir una norma, si bien en esta ocasión deberíamos plantearnos si la excepción queda justificada a su vez por alguna otra norma, lo que de nuevo nos llevaría a una práctica argumentativa. Salvo casos singulares, deberíamos afirmar que las normas se cumplen más o menos pero no se cumplen absolutamente por todos, si bien es verdad que hay comunidades en que sus normas son muy cumplidas. De nuevo, es el caso de la comunidad jasídica de la película, donde la criminalidad es mínima, por no decir
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inexistente. En este caso la cuestión, otra vez la de la relación entre la validez y la eficacia, tiene interés para la criminología: ¿por qué en unas sociedades hay altas tasas de criminalidad y en otras son tan bajas? Habrán de examinarse muchos factores, si bien debe destacarse desde un principio el del tamaño de la comunidad: cuanto mayor sea la sociedad, mayor será la criminalidad; cuanto más pequeña sea, menor resultará el número de delitos. Un último tema relacionado con el de la relación entre la validez y la eficacia lo plantea de nuevo Ariel cuando afirma que los seguidores de la fe jasídica no van al cine ni ven la televisión. ¿Estamos de nuevo ante una norma o se trata de un hábito simplemente? Si es una norma significa que constituye un modelo de conducta que, cuando se infringe, provoca el reproche de los otros miembros de la comunidad. Si de un hábito se trata entonces sólo es una conducta convergente cuya infracción no es merecedora de reproche (Hart 1977: 11-14). Hay que suponer, por tanto, que estamos ante otra norma jasídica que expresa el principio del orden de la comunidad, apartarse del mundo.
Sobre el Estado de Derecho Otro capítulo de este recorrido ha de versar sobre la filmografía policiaca de Lumet, género éste por el que mostró gran interés y con el que pareció disfrutar: The Offence, La ofensa (1972), Serpico (1973), Prince of the City, El príncipe de la ciudad (1981), Q & A (Questions and Answers), Distrito 34. Corrupción total (1990), Night falls on Manhattan, La noche cae sobre Manhattan (1996). Evidentemente, estamos ante un cine de entretenimiento, pero no sólo. Viendo todas o casi todas las películas de este tipo que rodó, en ellas parecía contenerse una tesis sociológica, descriptiva, sobre la fuerza del Estado, pues la policía representa ésta, y otra normativa, prescriptiva, sobre su uso. En cuanto a la segunda, la enuncia en Serpico un jefe de policía en un discurso que dirige a los policías de a pie. Como Serpico es una de las primeras películas de este capítulo de la filmografía criminal/ policiaca del director (hasta entonces Lumet se había dedicado sobre todo a las adaptaciones teatrales en espacios angostos y ahora comenzará a dedicarse a un cine urbano de acción), parece como si Lumet enunciara la norma y luego se dedicara a constatar su violación. Ésta es la norma: “Ser agente de policía significa creer en la ley y aplicarla con imparcialidad, respetando la igualdad de todos los hombres y la dignidad civil y moral de cada individuo […] el nuestro es un deber que exige integridad moral, valor, honradez, comprensión, cortesía, perseverancia y paciencia”.
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Por una parte, llama la atención que Lumet ubique la corrupción, en sus relatos, en la institución policial, pareciendo a veces que no solamente la policía sino el Estado todo es corrupto, sin que pueda ser de otra manera; como si para cumplir la función encomendada fuera necesario saltarse las normas que el propio Estado se ha dado y que debe hacer cumplir. “Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo”, dice una autoridad en Distrito 34. “¿Quieres tener las manos limpias? Hazte sacerdote”, dice otro personaje de La noche cae sobre Manhattan. Será esa circunstancia la que explique la corrupción policial, tópico del cine de Lumet. Corrupción significa deslealtad o hasta traición con respecto, en nuestro caso, a un sistema jurídico (Garzón Valdés 1997: 44). Si estuviéramos ante un sistema totalitario no sería así, pero dado que nos encontramos ante un régimen democrático, el estadounidense, por más que sea deficitario en algunos aspectos, eso significa que la violación de las obligaciones por parte de quienes tienen que cumplirlas no sólo es disfuncional sino también inmoral (Garzón Valdés 1997: 65). La corrupción que Lumet nos muestra en sus películas resulta a todas luces inmoral, lo que la cámara no oculta. Así, cobrar para no ser detenido, en Serpico; robar droga a los toxicómanos para pagar con ella a los soplones, en El príncipe de la ciudad; tener tratos con la mafia o tapar la conducta ilegal de los compañeros, en Distrito 34; recibir dinero de los delincuentes para que la policía les proteja, en La noche cae sobre Manhattan. Todo esto suele ocurrir, pero no debe ocurrir. Pero no sólo se trata de que, obviamente, quienes ejercen la fuerza del Estado no deben defraudar esa confianza, siendo desleales al mismo Estado que se la ofrece, sino de que la fuerza ha de aplicarse limitadamente. Vale el caso que se narra en Distrito 34: un policía (Nick Nolte) del que se dice que es toda una leyenda del cuerpo, un ejemplo a seguir, utiliza la fuerza de manera tan desaforada que realmente es un asesino. Lo curioso es cómo justifica su proceder, en el entendimiento de que está librando una guerra contra la criminalidad y, por tanto, como ocurre en las guerras, no está sometido a límites (Ferrajoli 2006: 3). No resulta extraño que quienes comprendan esa actitud pregunten al joven ayudante del fiscal, que va a denunciar y perseguir tales prácticas, si no será un liberal. En efecto, se trata de un liberal en tanto que defiende una concepción garantista del Derecho, mientras que el modélico policía resulta la encarnación del contrapunto de ese garantismo; algo así como un Derecho penal del enemigo en el que todo delincuente es un enemigo. Ya no se trata de que algunos delincuentes no deban ser tratados como personas, como dice escandalosamente Jackobs (Jackobs/ Cancio 2006: 83), sino que los delincuentes en general no deben ser tratados como
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personas. El mensaje de Lumet, como no podría ser de otra forma, propone un entendimiento garantista del Derecho y del Estado, que existen no para vulnerar sino para implantar los derechos humanos. La misma lectura cabría hacer de otra importante obra de Lumet, The Offence, La ofensa (1972), una buena película en la que se relata un caso de tortura con resultado de muerte. Como ocurre en más ocasiones en la filmografía criminal, el argumento versa sobre un repugnante depredador sexual que viola y asesina niñas. Detendrán a una persona, aunque haya pocos indicios para hacerlo, y el protagonista, el sargento Johnson, interpretado por un convincente Sean Connery, creyendo firmemente que se trata del culpable, lo someterá a un interrogatorio durísimo en el que acabará golpeándole brutalmente, hasta matarlo. El policía tratará de justificar su actuación en dos convicciones: que se trataba del auténtico asesino, aunque su certeza resulte infundada, y que los criminales son “poco más que animales” que sólo entienden el dolor. Lumet no se pregunta directamente por una hipotética legitimidad de la tortura en ciertas circunstancias, lo que si se ha planteado en los últimos años, en diversos debates. Por lo que sí parece preguntarse Lumet es, además de por las condiciones psicológicas de quienes ejercen la fuerza del Estado, por los límites de la intervención policial, entendiendo que éstos deben existir en todo caso. En sentido contrario a las palabras del sargento Johnson y de Jackobs, está claro que Lumet, el liberal progresista, aboga por el respeto absoluto de los delincuentes, que serían titulares de derechos que nunca podrían ser violados, precisamente lo que se niega hoy día desde algunas instancias, no sólo cinematográficas.
Sobre el pacifismo Hay en la filmografía de Lumet varias películas que podríamos denominar antibélicas y pacifistas, además de reivindicar iconos de los Estados Unidos y plantarse, cinematográficamente, frente a la pena de muerte. No diría que se trata de un cineasta que pone el cine, “una forma de expresión artística” (2008: 226), al servicio de sus ideas, pero parece claro que su obra no es infiel a su ideología, que creo que ya definimos como liberal progresista. Punto límite es una película de 1964, hecha por tanto en plena guerra fría, dos años después de la crisis de los misiles; una advertencia ya no contra el peligro de la guerra sino contra la sola existencia de armas nucleares y el riesgo infinito de la guerra nuclear; todo ello a través de una trama que podríamos de-
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nominar de suspense político. La política, por cierto, aparece como oficio noble que puede utilizarse por la causa de la paz y el bien común, lo que demuestra el hecho de que Henry Fonda, tras su interpretación en 12 hombres…, encarne a un presidente de los Estados Unidos dispuesto a hacer lo que sea por la supervivencia de la humanidad. The Hill, La colina (1965) es otra gran película de Lumet, en la que reemplaza su habitual sucesión de planos fijos por una puesta en escena más dinámica, con movimientos de enfoque, secuencias filmadas cámara en mano, planos-secuencia e incluso cámara-subjetiva, todo ello para trasladar al espectador la atmósfera asfixiante tanto de la salvaje disciplina militar como del medio desértico en que se ambienta la acción. Se trata de una película que ha llegado a ser comparada con Paths of Glory, Senderos de gloria (1957), de Kubrick, si bien la tesis de aquélla no es necesariamente la de ésta, pues la de Kubrick (también la de Joseph Losey, King and Country, Rey y patria, de 1964) defendería lo que parece que Groucho Marx expresó de forma insuperable para referirse al autoritarismo jurídico: la justicia militar es a la justicia lo mismo que la música militar es a la música. En La colina se plantean varias cuestiones relacionadas entre sí. Por una parte, la del positivismo ideológico aplicado a una institución como el ejército, cuando resulta obvio, y así lo reconoce el protagonista, interpretado por Sean Connery, que por su propia naturaleza el ejército requiere la obediencia de los soldados, pues de lo contrario no habría ejército. Así lo reconoce –digo- el protagonista de la cinta, un militar que ha sido condenado precisamente por negarse a cumplir la orden de un superior que le pidió dirigir un ataque que resultaba absurdo y que significaría el exterminio de su tropa. En otra ocasión, defendiéndose de las críticas que le hace un compañero, le espetará: “Eres un soldado obediente. Matarías niños si te lo ordenaran”. Hay instituciones, parece que viene a decírsenos, que requieren la obediencia (el Derecho, entre otras), sin embargo eso no puede suponer un cheque en blanco, de tal forma que haya que obedecer siempre y en todo caso. Se trata de una película, no de un tratado sobre derechos humanos, y por tanto no se especifican cuáles son esos límites, pero el positivismo ideológico (que dice que la ley es la ley, y que debe ser obedecida caiga quien caiga, pase lo que pase, mande lo que mande) queda desprestigiado sin duda. En algunas películas Lumet representó a iconos de los Estados Unidos, mostrando así cuáles eran sus simpatías, sus orientaciones políticas: a Martin Luther King, en el documental titulado King: A Filmed Record… Montgomery to Menphis (1970), que dirigió junto a Joseph L. Mankiewicz, y al matrimonio Ro-
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senberg, en Daniel (1983). Aunque pudiera haber dudas sobre la autoría de esta obra, que sería el único documental realizado por Lumet, junto con el gran Joseph L. Mankiewicz (Cunningham 2001: 234), se trata de una biografía del líder negro Martin Luther King, que va desde diciembre de 1955, cuando en Montgomery (Alabama) se produjo una histórica protesta a raíz de la detención de Rosa Parks, que había desafiado las leyes de segregación al sentarse en un autobús en un asiento reservado para blancos, hasta abril de 1968, cuando fue asesinado en Menphis (Tennesse), pasando por discursos incendiarios y atentados del Ku Klux Klan, manifestaciones y su represión, muestras de signos de la discriminación, posicionamientos de los autoridades, prácticas de hostigamiento y detenciones de individuos de color llevadas a cabo por la policía, agresiones de blancos a negros; pero también discursos, multitud de discursos, y acciones no violentas dirigidas por Luther King, la marcha sobre Washington, en la película bajo la atenta mirada de Lincoln, y su “I have a dream” para la posteridad, la recepción del premio Nobel de la Paz, y mucha música negra. Un canto, no cabe duda, a favor de la igualdad y contra el racismo. En cuanto a Daniel, resulta curioso que el final de la película se diga expresamente que se trata de una ficción, que los hechos que se narran en ella no deben ser tenidos por una representación de la realidad. Es cierto que la película se basaba en la vanguardista novela de E. L. Doctorow, El libro de Daniel, recientemente reeditada en España, pero también que ésta recreaba un suceso histórico de gran importancia, la condena y ejecución de Ethel y Julius Rosenberg, miembros del partido comunista estadounidense, por actuar como espías a favor de la Unión Soviética. Desde luego, la acusación no fue suficientemente probada; se puede afirmar que el matrimonio Rosenberg fue víctima del clima anticomunista que se vivió en los Estados Unidos en la década de los cincuenta, a consecuencia de la guerra fría. Daniel, hijo de Paul y Rochelle Isaacson, trasunto de los Rosenberg, es el protagonista alrededor del cual se teje una historia que va desde los años treinta, cuando sus padres luchaban por la causa republicana española, hasta los sesenta, cuando relata su existencia, marcada por la dolorosa historia de sus progenitores. Crítica del fanatismo reinante, causante de la desgracia, no sólo se trata de una película especialmente apreciada por su director, “una de las mejores películas que he hecho”, llegó a decir, pese a que constituyó un fracaso de crítica y público (2008: 55), sino que refleja muy bien la ideología liberal y pacifista del cineasta. En ninguna otra ocasión, que sepamos, filmó Lumet la ejecución de una pena de muerte, mostrando así el rechazo de una sanción cruel, que se utiliza por motivos políticos y que puede deberse a una sentencia errónea, además de liquidar a una persona.
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Sobre la libertad de expresión realmente existente En la década de los setenta, Lumet va a rodar una película que tiene –a mi juicio- enorme importancia; un estupendo filme que muestra como ningún otro el peligro de los medios de comunicación; una obra maestra que enseña, en fin, no cuál es la libertad de expresión idealmente proclamada sino la realmente implantada, la que verdaderamente tenemos. No me refiero a Dog Day Afternoon, Tarde de perros (1975), aunque también en ésta se trataba de los medios de comunicación y de cómo influyen en la realidad con el objetivo de obtener beneficios, en este caso con motivo de un atraco con secuestro incluido, si bien en la película se observan los medios desde el punto de vista del público, dispuesto a lo que sea con tal de salir en pantalla. Tarde de perros es una buena película que, entre otras razones, se recuerda por la magnífica interpretación de Al Pacino. Tengo para mi que Costa-Gavras, Dustin Hoffman y John Travolta tuvieron que verla antes de rodar la genial y sugerente Mad City (1998). Pero realmente no quería referirme a esa obra de 1975, sino a otra del año siguiente que obtuvo cuatro Oscar y que con gusto hubiera firmada Noam Chomsky, Network, que en España se subtituló Un mundo implacable, en referencia al mundo de la televisión. Network. Un mundo implacable (1976) relata la historia de Howard Beale (Peter Finch), un locutor de televisión que, a lo largo de su vida profesional, pasó tanto por momentos de éxito como por otros de fracaso y decepción, pero ahora, tras anunciar en su programa que se va a suicidar ante las cámaras, obtendrá unos índices de audiencia que lo convertirán en la estrella de su cadena, la ficticia UBS. La triste sátira de la sociedad de la información que es Network refleja el carácter empresarial de los medios, que buscan “programas fuertes” para aumentar sus beneficios económicos, hasta el punto, en el caso que narra la película, de llegar a contratar a un grupo terrorista para realizar una serie televisiva para la cadena. Por una parte, por tanto, la libertad de información no sería más que el velo ideológico que oculta el ansia de las grandes empresas televisivas, pero vale para las periodísticas en general, por aumentar las ganancias a cambio de lo que sea. Por otra, una televisión así genera ciudadanos acríticos, fácilmente manejables, con lo que resulta que la pretendida libertad de expresión consigue justo lo contrario de lo que dice pretender. El discurso de Howard Beale en uno de sus programas recuerda inevitablemente el de Noam Chomsky, que tanto ha criticado el control del pensamiento que en las sociedades tecnológicamente avanzadas se lleva a cabo por medio de la propaganda:
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“Se trata de propaganda bastante inteligente, bien diseñada y realizada; muy bien pensada. La meta es volver a la gente lo más estúpida, ignorante, pasiva y obediente que sea posible, al tiempo que se le hace sentir que cada vez accede a formas de participación más elevadas” (1997: 20). La escuela, la industria de las relaciones públicas, los medios de comunicación de masas bombardean constantemente a la población, tratando de inculcarle “los valores correctos”: consumir cuanto más, mejor; no pensar; conformarse; seguir el modelo de la familia de clase media de las series de televisión. “Que nadie se meta en líos” (Chomsky y Ramonet 2007: 14 y 19-20). La clave consiste en crear en la audiencia las ilusiones necesarias para que nadie piense nada crítico ni peligroso, algo parecido a lo que dice Howard Beale: “la única verdad que conocéis es la que sale en televisión. Ahora mismo hay toda una generación que no sabe nada más que lo que ve en televisión. La televisión es el evangelio. La revelación suprema. La televisión puede crear o destruir presidentes, papas o primeros ministros. Es la fuerza más formidable de este mundo descreído. Pobres de nosotros si llega a caer en manos equivocadas […] La televisión es la verdad. La televisión es un maldito parque de atracciones. La televisión es un circo, un carnaval […] Es una fábrica para matar el aburrimiento […] Pero no vais a enteraros de la verdad por nosotros. Os diremos lo que queréis oír […] Empezáis a creer en las ilusiones que fabricamos aquí; empezáis a creer que la televisión es la realidad y que vuestras propias vidas son irreales. Hacéis todo lo que dice el televisor. Vestís según os dice; coméis lo que os aconseja; criáis a vuestros hijos siguiendo sus normas; incluso pensáis igual que él. Es una locura en masa. En nombre de Dios: sois seres reales; nosotros somos las ilusiones. Es mejor que apaguéis vuestros aparatos de televisión. Apagados y no volváis a encenderlos. ¡Apagadlos!”. Es comprensible que, hasta que por fin se rodó, el proyecto tuviera que soportar múltiples dificultades (Lumet 2008: 50).
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Sobre la política realmente existente: los déficits de la democracia La referencia a la libertad de expresión sirve para introducir la crítica de Lumet a la política de los Estados Unidos, que se podría extender a la de los otros países democráticos, porque se trata, otra vez, de que se vea la enorme distancia que separa la práctica política realmente existente de la que debería existir; el foso que media entre la democracia que hay y la que debe haber. Fue en Power (1986) donde puso en imágenes la crítica, por medio de un argumento que giraba en torno al trabajo de Pete (Richard Gere), consultor político que se dedicaba a organizar las campañas electorales de políticos, no sólo estadounidenses, también del resto de América, que contrataban sus servicios. Ajeno a cualquier ideología, el protagonista, cuya fama dice que carece de escrúpulos, vende sus eficientes servicios a quien pueda pagarlos. ¿En qué consisten? En convertir al candidato en un producto de consumo que, como cualquier otro, hay que vender, para lo que debe elaborarse una imagen atractiva (véase la importancia que los organizadores de la campaña otorgan a la dieta, el gimnasio, el bronceado), resultando indiferente la ideología que predican o, mejor, siendo esa ideología otro factor más para incentivar la venta del producto, razón por la que Pete enseña rudimentos de retórica a sus clientes. “Si les cae bien, le votarán”, resume otro consultor, indicando también el mensaje último de la película, la baja calidad de la democracia estadounidense. En fin, la política –viene a decir Lumet- es puro marketing; “un espectáculo”, en palabras del protagonista. La crítica no salva, por cierto, a la ciencia social, que mejor habría de llamarse ciencia del control social, puesto al servicio de la venta del candidato. Al igual que pasaba con la realidad del derecho a un juicio justo o con la del derecho a la libertad de expresión, la realidad del derecho a la participación política resulta un remedo de lo que debería ser ese derecho. Pero Lumet no es un pesimista, y así como en un jurado puede haber un ciudadano honrado y comprometido con la justicia, o en un medio de comunicación puede haber un periodista valiente, también en la política realmente existente hay personas que se esfuerzan por llevar a la práctica la idea de los derechos humanos, que luchan por hacerlos realidad.
Sobre el genocidio Desde nuestra peculiar perspectiva, especial interés tiene The Pawnbroker, El prestamista (1964), una película que también trata –en palabras del
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mismo Lumet- de un hombre atrapado por su pasado, pasado que en este caso es el de los campos nazis de exterminio. La película tiene especial interés por los recursos que utiliza, el flash-back y la escena casi subliminal. Recuérdese la del vagón de metro, en la que a base de intercalar fotogramas se va convirtiendo en uno de esos terribles vagones de carga que servían para trasladar a los presos a los campos de concentración y de exterminio. Pero sobre todo tiene especial interés por la construcción de los personajes; en concreto del personaje protagonista, Sol Nazerman, interpretado convincentemente por Rod Steiger, un judío que logró sobrevivir al genocidio, pero que perdió en él a su mujer, a sus hijos y parece que la mínima sensibilidad moral, carencia esta última que se observa en la manera de ejercer su oficio, en el local dedicado al préstamo que regenta en el Harlem neoyorkino. En fin, Nazerman es un muerto en vida cuya experiencia traumática le impedirá volver a conectar emocionalmente con nada. En este punto, Lumet nos explica la peculiaridad del lenguaje cinematográfico: “Es una película sobre cómo uno se crea sus prisiones particulares. Empezando sólo por la tienda de préstamos, diré que Dick [Sylbert, director artístico] creó una serie de jaulas: redes metálicas, barrotes, cerrojos, alarmas, todo lo que pudiera reforzar la idea de confinamiento” (2008: 109). Contra cualquier simplificación, el filme parece que viene a decirnos que haber sido un perseguido no es garantía de que la víctima se convierta en un héroe o en un santo. Aunque a veces ocurre, pues en Una extraña entre nosotros, el santo personaje del dirigente de la comunidad jasídica, al igual que el protagonista de El prestamista, vivió la terrible circunstancia de los campos, en los que también él perdió a su mujer y a sus hijos. Pero volviendo a la enseñanza de la película que ahora comentamos, puede decirse en términos normativos: “que el sufrimiento padecido ayer por la víctima no puede servir de justificación para un comportamiento inhumano en el presente” [Sand 2005: 319]. Hay algo más que a simple vista no se observa pero que, si se lee a Primo Levi, aparece en toda su crudeza, explicando el comportamiento del protagonista: “El sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio, a no ser debido a poderosas y directas intervenciones de la fortuna, no ha sido concedido más que a poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y de los santos” (2008: 101). Pero Sol Nazerman no parece ni un mártir ni un santo. Es fácil imaginar la crítica que desde medios judíos se dirigió contra el judío Lumet por ese ejercicio de desmitificación. Además, se permitió construir otro personaje polémico (repárese en el año de la película), un negro mafioso y repugnante que se
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dedicaba a todos los negocios sucios que cupiera ejercer en aquel barrio. Es fácil imaginar la censura que desde medios negros se dirigió contra el liberal Lumet por ser tan políticamente incorrecto.
Sobre la eutanasia Otro de los temas que ha de interesar a los teóricos del Derecho y de la moral, y que Lumet trató cinematográficamente de una manera a todas luces crítica fue el de la eutanasia, en Critical Care, En estado crítico (1997), una película que a veces parece un telefilme, no muy lograda desde una perspectiva estético-cinematográfica (aunque quizás fue una elección consciente de Lumet, que se decidiría por una puesta en escena aséptica, desprovista de toda calidez, de acuerdo con el universo hospitalario en que se desarrolla la obra)”no muy lograda, digo”, pero en cualquier caso fundamental desde un punto de vista ideológico, donde precisamente se critican tanto las prácticas médicas de encarnizamiento terapéutico como las eutanasias interesadas. Al igual que cuando reflexionó fílmicamente sobre la libertad de expresión, otra vez señala la distancia que media entre el discurso idealista que proclama derechos humanos y la práctica de éstos, que puede no tener nada que ver con aquéllos. En la película de Lumet aparecen varios casos de o relacionados con la eutanasia: por ejemplo el de un joven que se encuentra en un estado físico lamentable y pide constantemente que le maten. Será la enfermera, precisamente la que le explica que ella sufrió cáncer de pecho y que comprende su sufrimiento, la que le comunica que su familia ha pedido los cuidados máximos, precisamente porque le quieren; será esa enfermera la que cumpla con su voluntad y le desconecte de las máquinas que le hacen vivir. No es un caso excepcional. Como dice un residente que se vanagloria de que a él no se le ha muerto ningún paciente, para la actual medicina, tecnológica y sofisticada, “ya no hay ningún estado que sea realmente terminal”, sino sólo enfermos a los que se decide o no mantener con vida. La pregunta que se hace el espectador es la de cuál es el criterio para decidir una opción u otra, y la respuesta la dará un viejo médico escéptico y borrachín: el seguro; si el paciente está cubierto por un seguro privado que se hace cargo de todos los gastos sanitarios, se le mantiene con vida, pero si pertenece a la seguridad social, que nunca paga sus deudas, entonces se le deja morir. Estamos en Estados Unidos. Más sorprendente aún serán los planes que ese médico tiene para sí: “Cuando me muera no quiero que me torturen en una cama”, dice, y por eso no tiene seguro. Se plantea así nada menos que la relación que existe entre
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los derechos fundamentales y el carácter privado o público de la empresa médica: “si nos tomamos en serio los derechos a la vida y a la salud, si los consideramos derechos fundamentales, si creemos que la vida y la salud de todos y cada uno valen lo mismo, entonces todas las actividades relacionadas con el cuidado de la una y de la otra, desde la formación de los profesionales hasta la asistencia sanitaria, pasando por la industria farmacéutica y la investigación médica, deberían quedar fuera del comercio de los hombres” (García Manrique 2011: 56). Pero el caso principal de En estado crítico es el de un anciano que lleva tres meses en coma y últimamente ha sufrido todo tipo de operaciones. Se plantea la cuestión de si seguir con los tratamientos o ponerles punto final y, por tanto, dejarle morir. Lo que ocurre es que la fecha del fallecimiento es la que determina, conforme a sus disposiciones testamentarias, cuál de las dos hijas que tuvo con distintas mujeres heredará los bienes, así que una demanda judicialmente que continúen los cuidados médicos y la otra que se les ponga fin. La vertiente jurídica del caso servirá para que Lumet enseñe la opinión común que se tiene sobre los profesionales del Derecho, peor aún que la que se tiene sobre los de la medicina. En cualquier caso, como el enfermo no puede manifestar su voluntad, la decisión correspondería a sus parientes más próximos, pero éstos tienen interés económico en que se opte por una u otra decisión, lo que en cualquier caso la distorsiona. También el hospital tiene interés en mantenerlo con vida, pues el enfermo está cubierto por un seguro privado que se hace cargo de las costosas operaciones y del costoso tratamiento que se le aplica. La película de Lumet muestra todo aquello que hay que impedir (y que tan difícil es impedir): “la macabra codicia de los familiares por la herencia” y “las `ayudas a morir´ movidas por el beneficio económico de entidades aseguradoras de la salud” (Kung/Jens 1997). El doctor Ernst, el protagonista, en un efectista y razonable discurso pronunciado en la vista judicial mostrará el problema y la solución: todos los intervinientes (demandantes, aseguradoras, hospital, médicos) miran por sus intereses y nadie, en cambio, por los del paciente, cuando son éstos los que tienen que orientar la decisión. Al final, estando ya la decisión en sus manos, Ernst pronunciará un nuevo discurso y, a la vez, actuará en sentido contrario al de sus palabras: “Todas mis creencias me dicen que luche por la vida, que combata la enfermedad, que espere una recuperación. Que tenga fe en la vida. Me han enseñado a luchar contra la muerte a la que hay que derrotar
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a toda costa, que la muerte es el enemigo y no debemos rendirnos”. Y al mismo tiempo desenchufa las máquinas, para el ventilador y deja que muera. En estado crítico no es una gran película, pero apunta problemas que serían invisibles para una perspectiva demasiado idealista que crea que, con la legalización, la realidad se va a someter sin conflicto a la norma. No es una película que censure la eutanasia ni mucho menos (de hecho en un caso de la película se practica, siendo la mejor solución posible), pero muestra problemas reales, propios de una medicina altamente tecnificada, problemas que existen hoy día y que hay quien puede pensar legítimamente que se agravarían con una legislación liberal, casos difíciles en los que hay demasiados intereses en pugna, más allá del interés del paciente. La cuestión consistiría en plantear si esos problemas se resuelven mejor con una legislación prohibicionista, con otra permisiva o con otra intermedia.
Conclusión Aunque también lo sea, el cine de Sidney Lumet no sólo resulta un medio de entretenimiento; sus películas suelen “defender” tesis que podríamos calificar de progresistas, como progresista fue la ideología y la práctica del mismo Lumet. De hecho, resulta fácil ver y analizar su cine desde el criterio de los derechos humanos, pues su filmografía está vertebrada precisamente por la crítica, desde los derechos humanos idealmente considerados, a los derechos humanos realmente existentes.
Universidad de Oviedo
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Filmografía de Sydney Lumet 1957. 12 hombres sin piedad (12 Angry Men) 1958. Sed de triunfo (Stage Struck) 1959. Esa clase de mujer (That Kind of Woman) 1960. Piel de serpiente (The Fugitive Kind) 1962. Panorama tras el Puente (Vu du pont) 1962. Larga jornada hacia la noche (Long Day’s Journey Into the Night) 1964. El prestamista (The Pawnbroker) 1964. Punto límite (Fail-Safe) 1965. La colina (The Hill) 1966. El grupo (The Group) 1966. Llamada para un muerto (The Deadly Affair) 1968. Bye Bye Braverman 1968. La gaviota (The Seagull) 1969. Una cita (An Appointment) 1970. Last of the Mobile Hot Shots 1970. King: A Filmed Record… Montgomery to Memphis (co-dirigido con Joseph L. Mankiewicz) 1971. Supergolpe en Manhattan (The Anderson Tapes) 1972. La ofensa (The Offence) 1972. Perversión en las aulas (Child’s Play) 1973. Serpico 1974. Lovin’ Molly 1974. Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express) 1975. Tarde de perros (Dog Day Afternoon)
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1976. Un mundo implacable (Network) 1977. Equus 1978. El mago (The Wiz) 1980. Dime lo que quieres (Just Tell Me What You Want) 1981. El príncipe de la ciudad (Prince of the City) 1982. La trampa de la muerte (Deathtrap) 1982. Veredicto final (The Verdict) 1983. Daniel 1984. Buscando a Greta (Garbo Talks) 1986 Power 1986. A la mañana siguiente (The Morning After) 1988. Un lugar en ninguna parte (Running on Empty) 1989. Negocios de familia (Family Business) 1990. Distrito 34: Corrupción total (Q&A) 1992. Una extraña entre nosotros (A Stranger Among Us). 1993. El abogado del diablo (Guilty as Sin) 1997. La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan) 1997. En estado crítico (Critical Care) 1999. Gloria 2006. Declaradme culpable (Find Me Guilty) 2007. Antes que el diablo sepa que has muerto (Before the Devil Knows You’re Dead)