El distanciamiento cómico en la vida cotidiana. Oscar Tejero Villalobos

El distanciamiento cómico en la vida cotidiana Oscar Tejero Villalobos Con frecuencia, desde la filosofía y las ciencias sociales se ha juzgado que l

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El distanciamiento cómico en la vida cotidiana Oscar Tejero Villalobos

Con frecuencia, desde la filosofía y las ciencias sociales se ha juzgado que la naturaleza esencial de lo cómico era falsa, vacía o simplemente trivial, que su aparición en el mundo cotidiano o mundo de la vida se daba recortada claramente como monigotes de papel sobre las interacciones reales, como una suerte de acción falsa y hueca, remedo de la verdadera, que, como el cartón piedra, a nadie engañaría. 1 Ante esto, creo que la pregunta importante que debemos hacernos es la de si el mero reconocimiento del aspecto lúdico de lo cómico, de movimiento donde la atención a la utilidad y la consecución de objetivos queda relegada a un segundo plano, justifica por sí solo que se lo ubique en un intermedio de la realidad social, desde donde no podría, por tanto, ir más allá de sí misma, ni influir en el objeto social neto que supuestamente interesa a la sociología. Mi posición, se suma a las filas de quienes ven en la experiencia cómica una capacidad de mediación y de afectar a las interacciones sociales. Quiero compartir aquí algunas reflexiones nacidas al hilo de mis primeras incursiones en el territorio de los mecanismos de lo cómico y su papel como mediadores sociales en el ámbito de la vida cotidiana. Básicamente lo que pretendo es subrayar dos clases de situaciones que parecen ir a la contra de algunas definiciones clásicas del mecanismo de juego cómico. Más concretamente estos dos tipos los he construido o agrupado en base a sus rasgos transformadores y ambiguos porque destacan por su faceta eficaz sobre el objeto social, característica que esa clase de definiciones le niega. El primer tipo podría denominarse grupo de acciones-juego, y se caracterizaría por ser un híbrido de juego y acción que luego trataré de explicar sucintamente. En el segundo he querido englobar aquellos casos incógnita donde no se conoce o permanece indefinida la dimensión autorreferencial relativa a la posición de los actores que intervienen en una interacción (cómica o no), donde puede ser que cualquiera de ellos hable o actúe en broma, abandonando los actores sociales la realización de acciones para representarlas, incluso escenificando a la manera de los actores dramáticos. En 1

A lo que cabría replicar con la pregunta de cuántas veces pasarán estas imitaciones por verdadera roca sin suscitar por tanto la admiración de los espectadores.

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estos dos casos veremos cómo el distanciamiento cómico sobre la dimensión útil de la socialidad no está reñido con la de lo efectivo. Creo que la visión de lo cómico como mundo inefectivo y vacío surge de una abstracción de la experiencia cómica lastrada por un concepto de juego demasiado basto en comparación con aquel que trasluce en las interacciones sociales concretas, donde la atención de los participantes se comporta de modos más mixtos y dinámicos. Para empezar, el juego no tiene por qué malcasar con la dimensión eficaz de la acción y con la organización de las perspectivas distintas que implica la adaptación al medio. Ni el juego en general ni la experiencia cómica, como tipo de juego que es, tienen por qué ajustarse necesariamente a esa imagen romántica que corresponde con ir heroicamente a contrapelo de la realidad efectual, como si el mundo del juego y el mundo de la realidad nunca coincidieran, siempre escindidos, de modo que el jugador o el fantasioso se dé siempre de bruces enarbolando la bandera de los ideales y la utopía imposible a la manera de un Don Quijote, estampado contra el duro muro de la exterioridad física y la geografía social. De hecho hay toda una serie de juegos y una caterva de tipos humanos caracterizados por su fantasía prosaica y adaptable a ambientes y situaciones diversos: cuentistas, tramposos, farsantes, mercachifles, embusteros son la prueba de que la alianza entre juego y utilidad funciona. El entremés de Cervantes, El retablo de las maravillas retrata un arte situado en estas coordenadas, un retablo que en teoría sólo podría ser contemplado por aquellos cuya sangre es de auténtico cristiano viejo de modo que el público, por miedo a ser denunciado fingiría ver allí toda clase de portentos que no existen; Els Joglars, que acaban de estrenar un montaje adaptado de esta obra, no han dudado en incluir como variaciones de diferentes retablos actuales el arte de vanguardia, la cocina experimental, la religión o la política, como dice Albert Boadella, director de la compañía, “con millones de incautos y acomplejados dispuestos al aplauso de la estupidez”. Por lo tanto existe una paleta amplia y diversa de grados y soluciones de distinto espesor entre acción y juego. Si partimos desde la acción tenemos, por ejemplo, una medio ficticia, porque se acompaña de un aparato teatral que evidencia un estudio de gestos, un arte de la exageración y un cálculo de la puesta en escena que acaba por convertirla en farsa. Erving Goffman 2 ya se encargó de estudiar a través de su enfoque 2

GOFFMAN, Erving, La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, [1981]

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dramatúrgico esa analogía clásica que pone la distancia existente entre identidad y ejecución de los roles que nos toca interpretar en los diferentes escenarios sociales al lado de la que se abre entre el actor o cómico y su papel. Uno de los ejemplos más evidentes es el día a día de la arena política donde se realizan mediocres sobreactuaciones calderonianas en torno a figuras dramáticas tan rancias y autóctonas como la de la honra mancillada. Incluso a veces es posible reconocer en el rostro de algún político la mueca de una sonrisa de asombro que deja traslucir la momentánea diversión por lo inverosímil que a él mismo le resultan sus propias declaraciones. El exceso retórico e interpretativo ha traspasado la barrera de la utilidad para el mismo portavoz y se maravilla como ante una obra de arte. La cuestión es que en este tipo de situaciones la evidencia de una distancia en la ejecución del rol tiende a deslegitimar la acción. Las acciones resultan efectivas hasta que, ocurre como con el llanto del niño que, al añadir un plus interpretativo al lloro para llamar la atención, traspasa un límite y consigue el efecto contrario, volviendo el lloro en teatro y al niño en cuentista. En estos casos el gran conocimiento del libreto que corresponde a un rol social y el dominio dramático de éste contribuyen a acrecentar la efectividad de la acción siempre y cuando el comportamiento parezca espontáneo y natural, a condición, tal como apuntó Goffman, de que no salga a la luz la utilería y la parte de atrás de los escenarios sociales, donde los actores aparecen en actitudes contradictorias, o ensayando e interpretando otros papeles. Pero si desde la acción existen recursos dramáticos que actúan con un tipo de efectividad larvada, desde el juego encontramos lo cómico como un recurso motor capaz de llevar ciertas acciones a puerto sin esconder su faceta de representación. Es el caso de las ya mencionadas acciones-juego, tipo más evidente y directo de la influencia de lo lúdico en las interacciones sociales. En ellas la efectividad de la acción no está sujeta a la necesidad de ocultar su faceta de juego; al contrario, es de su mediación expresa de donde toma fuerza. Sólo jugando, sólo incrementando la gracia, se consigue una mayor efectividad de la acción. Aquí encajan ciertas bofetadas o insultos que persiguen la humillación y la alteración del estatus de una persona a través de una mediación cómica que hace evidente la existencia de un valor en su modo de representarlas y un arte en su realización. No resulta pertinente responder a ellas de cualquier modo, sino en su ámbito de logro retórico, pues el valor de la acción es doble,

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como representación y como utilidad, con una cara pictórica y otra funcional. Este tipo de acciones híbridas representa una de las formas más evidentes de poder transformador cómico. Contrastan así con la acción social en general que no depende tanto del cómo, de la fuerza ilocutiva y expresiva para transmitirse; de hecho, es lógico que sea de este modo, pues de lo contrario los procesos comunicativos harían imposibles cualquier acuerdo y entendimiento. La ambigüedad debe ser acotada para lograr una comunicación eficiente aunque el proceso resulte artificial y se pierda información por el camino. Dice Roy A. Rappaport3, que una de las funciones del ritual es aquella que se encarga de ordenar el mundo, separar en sus diferentes cajones el estado del universo natural y social, limpiar las posiciones donde se sitúan los actores sociales, obligando a los sujetos a clarificar su estado entre diferentes categorías: o amigo o enemigo, o esto o lo otro, sin posibilidad de ambages, y desacoplando los datos relevantes de los diferentes planos psíquicos, emocionales, y de todo ese ruido relativo a la complejidad y ambigüedad de los aspectos personales de las decisiones. Por contra, en el caso de las acciones-juego, el cómo sería de importancia fundamental, tanto que la ambigüedad no puede sino asomar las orejas ya desde aquí. En algo aparentemente tan simple como un insulto, el aspecto de fuerza retórica cómica y de representación puede hurtarse al rebote previsto por la intención de quien lo realiza. Hay algo en ello que tiende a superar o exceder a menudo el marco de la efectividad buscada o la situación específica en la que se inserta y que tiende a desbordarse buscando nuevas conexiones o sentidos, a hacer resonar nuestra imaginación. Las representaciones escapan a un control porque ellas también nos transforman, el mismo borboteo de la imaginación hirviendo con el juego hace aparecer situaciones inesperadas para aquel que pretende realizar una acción mediada por lo cómico. Podemos ejemplificar esto con aquel personaje que interpreta Billy Cristal en una película llamada Mr. Saturday Night. En ella es un cómico amargado, especialista en su vida diaria en hacer infeliz a los demás, y que, comportándose en el escenario de modo muy semejante, tiene una gracia enorme. Tanto en el escenario como fuera ejercita el arte de meterse con la gente. Ir a por el débil, sin piedad, pero en sus números las víctimas se mueren de la risa, no se sienten en absoluto ofendidas. Es por ello que no resulta nada claro que la gracia se halle en el propio acto de humillar, sino más bien en lo inverosímil de que un cómico trate con tal grado de 3

RAPPAPORT, Roy A., Ritual y religión en la formación de la humanidad, Cambridge, Madrid, 2001, [1999]

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desprecio a su público, al público que le da de comer, en un acto de sublevación descabellada. Es por ello que la gracia de una acción-juego aparentemente elemental, aunque pueda ser efectiva y lograr aquel fin que perseguía, puede también ser más compleja de lo que aparenta a primera vista, abrir planos inesperados, no buscados, ir ascendiendo por ellos, y diferir para unos y otros en su significado. Esto nos lleva al segundo caso al que empecé haciendo mención: los casos incógnitas donde se desconoce la dimensión autorreferencial que aporta la posición de los actores implicados en una interacción. Incluso una acción-juego elemental, la bofetada o el insulto, puede llevar a convertir en una incógnita la posición de los implicados: porque no sabemos si el cómico realmente busca humillar a su público; si representa un personaje en escena, se representa a sí mismo, con su mezquindad, riéndose de sus defectos cotidianos; no sabemos si el público ríe de los linchamientos que éste realiza; si se ríen de él; o ríen de un personaje que creen inventado. De hecho a menudo ocurre que, sin proponérselo una acción-juego, caso en principio más instrumental y poco problemático de lo cómico, hace aparecer la incógnita porque la propia imaginación se ha puesto a abrir significados y connotaciones inesperadas que transforman las posiciones de cada uno de los actores. Si la acción juego puede utilizarse, también tiene vida propia y puede alterarnos a nosotros. Sin embargo es cierto que existen tipos de acción-juego que buscan conseguir una efectividad a través de grados cada vez más indirectos de influencia; uno de estos modos es la escenificación, la rama del juego de la que nace el arte según Hans Georg Gadamer4, y cuya forma de ser se caracteriza por representar para los otros, con lo que el juego jugado para nadie, únicamente para los que juegan, se vuelve menos espontáneo y se torna exhibición. En lo cómico resulta a veces difícil discernir cuándo su dinámica se inclina más bien a esa forma espontánea parecida al juego de los niños o las competiciones, o cuando tiende a ser más bien representación dramática, pero al fin y al cabo, lo cierto es que estas interpretaciones existen y se dan insertas en la actividad cotidiana, donde la gente se responde imitando a otras personas o creando personajes con los que se realizan auténticas carambolas sociales que desarman y transforman las posiciones de los implicados en las interacciones. De hecho hay un problema interesante que se nos plantea en la ambigüedad que rodea a la figura del tonto en muy diversas 4

GADAMER, Hans Georg, Verdad y método, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1999, [1975]

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culturas, de oriente a occidente. Esta ambigüedad no tiene por qué ser tanto el reducto de valores culturales pasados como Mijail Bajtin argumentaba en su enorme trabajo sobre la obra de Rabelais y lo cómico medieval5, sino que puede deberse a razones estructurales. Todos hemos tenido algún amigo o conocido del que no sabemos si es algo tonto, si se lo hace, o se está quedando con todos, pero que va sembrando la incertidumbre y el desconcierto allá por donde pasa, de modo inescrutable. La figura del tonto tiende a convertirse en un caso-incógnita por cuestiones de tipo estructural, ya que su aparente estupidez genera a veces una dialéctica con algunas situaciones, en las que se produce el valor de una imagen, cómica o no, que reverbera en nuestra imaginación conquistando diferentes planos de sentido, algunos de ellos contradictorios, logrando de este modo desconcertar. ¿Está este tío quedándose con nosotros? Estamos faltos de información, no sabemos si se ríe de nosotros, gastándonos una broma, escenificando o maniobrando algún tipo de carambola oculta, de acción-juego que se nos escapa. Sin embargo lo cierto es que en este desconcierto la bola entra en el agujero y se hacen tantos, como el que no quiere la cosa se ha realizado una acción de la que no sabemos si el detonante primero es consciente o no. Pongamos que ha logrado vapulear a aquellos que alardean de poderosos o hábiles sin perder en ello necesariamente su apariencia estúpida, haciéndolo a través de actos fuera de código o situados en los parámetros de la imbecilidad. Es por ello que la mediación producida por la estupidez del idiota, los cambios desatados por él en las posiciones de los demás, plantean la incógnita sobre aquello que existe detrás de esta persona. ¿Ha realizado una acción-juego guiada o ha sido el puro azar, y la resonancia impredecible de las imágenes cómicas la que ha dado en el blanco como lanzada por un jugador vendado? El idiota puede convertirse en un caso abierto e indefinido que se debate entre muchas cosas sin ser una sola, sin decidirse. Detrás del idiota podrían existir múltiples posibilidades, podría encontrarse una especie de Profesor Moriarty cómodamente oculto en el disfraz de imbécil para desarrollar su talento superior consistente en manipular los resortes humanos, una especie de superhéroe social experto en la geometría humana oculto en las catacumbas; podría el comportamiento de esta persona encerrar una serie de representaciones, como muchos de nosotros representamos ante los demás como insertando pequeñas historias y

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BAJTIN, Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Alianza Universidad, Madrid, 1990.

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personajes que dicen algo de la situación en la que se intercalan, podría ser, excediéndome un poco en ello, que escenificara una moral alternativa, que trata de romper los angostos y corruptos moldes de la ética convencional dejando pequeñas ilustraciones con sus actos, que debieran mirarse como parábolas escritas con la acción, con lo que no necesariamente lo que hace debiera atribuirse a él sino a a la necesidad propia del relato ilustrativo y la interpretación de personajes diferentes, de modo similar a cómo lo hacían los maestros zen; podría también tratarse, en definitiva, de un simple idiota inconsciente del desconcierto que deja a su paso. Quién sabe. Lo importante es señalar que el poder de la imagen poética que despliega lo cómico transforma las situaciones, abriendo posibilidades y generando incógnitas, que la figura del tonto siembra ambigüedad por motivos estructurales. Las acciones-juego y la utilización de lo cómico como instrumento poseen un límite de influencia, incluso para el mejor de los superhéroes sociales de la moral y el crimen, y ellas acaban diciendo a menudo más cosas de las que uno se proponía. Porque el juego no se detiene únicamente cuando nosotros lo queremos. Nuestro límite está en la experiencia, ya que el proceso del juego no puede ser controlado en su totalidad o predicho ilimitadamente. Éste envuelve a los participantes en una dinámica que supera las posiciones individuales y que las transforma. Las acciones-juego escapan a menudo de su mero papel de utensilios para lograr efectos sociales, pudiendo alterarnos a nosotros, como pistolas que estallan en nuestras narices. Una definición de lo cómico debe plantear su aspecto de mediación eficaz y a la vez subrayar su carácter dinámico ya que incluso el juego inocente puede llegar a transformarnos conduciéndonos a una situación abierta, a una situación de incógnita en la que desconozcamos el sentido de las acciones o si éstas son juego, o más bien escenificación o alguna otra cosa. La definición de lo cómico no puede basarse en un criterio estático que lo delimite por señales autorreferenciales que indiquen que los actores sociales juegan, interactúan cómicamente. Lo cómico no permanece quieto. Lo cómico tiende a desbordarse, y a hacer accesorio el conocimiento de las intenciones comunicativas de los otros, a superar los propósitos de cada uno, ¿cómo si no explicar ese fenómeno extraño al ver a una figura pública que nos produce la sensación de hacer una parodia de sí misma? En ese momento ya no sabemos si realmente habla en serio o no. Lo cómico resulta a menudo una experiencia cacofónica, a veces cuando el

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personaje en cuestión ríe con sus muestras de ingenio nosotros reímos de otras cosas bien distintas. Oscar Tejero Villalobos Pamplona, a 5 de febrero de 2004 E-mail: [email protected]

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