El Escarabajo de Oro

Edgar Allan Poe El Escarabajo de Oro (Adaptación de Cristina Jerez. Bibliotecaria) I Hace muchos años me hice amigo del señor William Legrand. Era d

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Edgar Allan Poe

El Escarabajo de Oro (Adaptación de Cristina Jerez. Bibliotecaria) I

Hace muchos años me hice amigo del señor William Legrand. Era de una antigua familia noble, y en otro tiempo había sido rico; pero ahora era muy pobre. Cómo esto le avergonzaba, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y se fue a vivir a la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur. Esta isla es especial. Está hecha únicamente de arena de mar, y tiene, más o menos, cinco kilómetros y medio de largo. Además es muy estrecha. Está separada del continente por una bahía que casi no se ve, donde el agua corre a través de una zona de cañas y barro. Allí viven muchos patos silvestres. La vegetación es pobre y enana. No hay árboles. Cerca de un extremo está el fuerte Moultrie y algunas casuchas de madera, donde vive gente por el verano. La isla entera está cubierta por arbustos que huelen muy bien. En el lugar más escondido entre los arbustos, en lugar más alejado del fuerte Moultrie, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña. Vivía allí cuando yo lo conocí. Pronto me hice amigo suyo, porque era inteligente y bien educado. Me di cuenta también de que era una persona solitaria, a la que no le gustaba Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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Comentario [p1]: Entrante del mar en la costa, donde se refugian las embarcaciones.

mucho la gente. Además, unas veces estaba muy contento y al minuto siguiente muy triste. Tenía muchos libros, pero casi nunca los utilizaba. Se pasaba el tiempo cazando, pescando y paseando por la playa buscando conchas. En todas estas excursiones iba acompañado de un criado negro, que se llamaba Júpiter Éste había sido antes esclavo de la familia Legrand y después lo habían liberado, pero nunca había querido dejar a su amo Will. Los inviernos en la isla de Sullivan eran muy suaves y casi nunca había que encender el fuego de la chimenea. Sin embargo, hacia mediados de octubre de finales del siglo XIX, hubo un día en que hizo bastante frío. Aquel día, justo al anochecer, subí por el camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo. No le había visto hacía varias semanas, porque yo entonces vivía en Charleston. Charleston estaba a casi veinte kilómetros de allí y no era fácil ir y volver. Al llegar a la cabaña llamé. Como nadie me contestó, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un gran fuego ardía en la chimenea. Me quité el abrigo, me senté junto al fuego y esperé, con paciencia, el regreso de mi amigo y su criado. Poco después de anochecer, llegaron. Se pusieron muy contentos de verme. Júpiter, riendo de oreja a oreja, se puso a preparar unos patos silvestres para la cena. Legrand estaba contentísimo. Había encontrado unas conchas desconocidas y había cazado y cogido un

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escarabajo que nunca antes se había visto. Me dijo que quería enseñármelo al día siguiente. —¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego. —¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a casa, me encontré al teniente del fuerte y le he dejado el escarabajo: así que le será imposible verlo hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más bonita que he visto nunca! —¿El qué? ¿El amanecer? —¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un color dorado brillante, del tamaño de una nuez, con dos manchas de negras como el azabache: una, cerca de la punta de atrás, y la segunda, algo más alargada, en la otra punta. Las antenas son... —El escarabajo es de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, menos las alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pesado—interrumpió aquí Júpiter— —Nunca se ha visto un color más brillante que el de su caparazón, pero no podrá usted verlo hasta mañana. Mientras tanto intentaré dibujarle su forma…—replicó Legrand, cada vez más contento—. Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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Se sentó en una mesa y encontró pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo. —No importa—dijo, por último—; esto bastará. Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de pergamino, viejo y muy sucio. Hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras, me quedé en mi sitio junto al fuego, porque tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido y el ruido de rascar la puerta. Júpiter abrió, y el enorme perro de Legrand se echó encima de mí y empezó a lamerme. Cuando me lo quité de encima, miré el dibujo y que me quedé sorprendido de lo que vi. —Bueno—dije después de mirarlo unos minutos—;es un extraño escarabajo: no he visto nada parecido antes. Parece más bien un cráneo o una calavera. —¡Una calavera!—repitió Legrand—. Sí, bueno; sin duda el dibujo lo parece. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma entera es ovalada. —Quizá sea así—dije—; pero temo que usted no sea un artista, Legrand. Voy a esperar a ver el insecto para hacerme una idea de cómo es en realidad. —En fin, no sé—dijo él, un poco enfadado—: fui a clases de dibujo, así que creo que no lo hago mal del todo… Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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Comentario [p2]: Piel de ternero que se usaba para escribir antiguamente.

—Bueno, yo sólo le digo que eso parece un cráneo. ¿Dónde están las antenas de que usted habló?—dije—. —¡Las antenas!—dijo Legrand, que se enfadaba cada vez más.— ¿Es que no las ve? Las dibujé claramente. —Bien, bien—dije—; puede que las haya hecho usted y yo no las veo todavía. Y le devolví el dibujo sin decir nada más. No quería enfadarle. De todas formas, me quedé muy sorprendido por dos cosas: no sabía porqué mi amigo se había enfadado tanto y en el dibujo del insecto no se veían antenas, parecía la imagen normal de una calavera. Recogió el dibujo, muy enfadado, y estaba a punto de estrujarlo y tirarlo al fuego, cuando se quedó mirándolo fijamente. Al minuto, se puso completamente colorado y, luego, muy pálido. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando atentamente el dibujo. Después, se levantó, cogió una vela de la mesa y fue a sentarse sobre un arcón, en el rincón más alejado de la habitación. Allí volvió a examinar con ansiedad el dibujo, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada. Su actitud me dejó muy asombrado; pero no me atreví a hacer ningún comentario para no ponerlo de peor humor. Legrand sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el dibujo, y lo guardó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su alegría del principio había desaparecido por completo. De todas formas, parecía, más que enfadado, metido en sí mismo. Apenas hablaba y estaba serio. Yo Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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había pensado quedarme a dormir en la cabaña, pero luego cambié de opinión. Will Legrand no me invitó a que me quedase, pero, cuando me marchaba, me estrechó fuertemente la mano. Más o menos un mes después, recibí la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. En este tiempo yo no había vuelto a ver a Legrand. El criado estaba tan triste que temí que le hubiera pasado algo grave a mi amigo. —Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo? —¡Vaya! La verdad, no está muy bien. —¡Que no está bien! Lo siento de verdad. ¿De qué se queja? —¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo. —¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está en la cama? —No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte. ¡Me tiene loco! —Júpiter, no entiendo lo que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene? —Bueno, dice que no tiene nada, pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda doblada, mirando al

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suelo, más blanco que una sábana? Y haciendo garabatos todo el tiempo... —¿Haciendo qué? —Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre pendiente de él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. —¿Eh? ¿Cómo? ¿No puedes imaginarte qué ha causado esa enfermedad o más bien esa extraña forma de comportarse? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no le veo? —No, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí. —¡Cómo! ¿Qué quiere decir? —Pues... hablo del escarabajo, y nada más. —¿De qué? —Del escarabajo... Estoy seguro de que el señor Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro. —¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para pensar eso? —Ese bicho tiene uñas y boca para eso. No he visto nunca un escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. El Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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señor Will lo había cogido..., pero en seguida lo soltó, se lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice. —¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfermo? —No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro. —Pero ¿cómo sabes que sueña con oro? —¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé. —Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿porqué has venido a verme hoy? —¿Qué quiere usted decir, señor? —¿Me traes algún mensaje de Legrand? —No, señor; le traigo este papel. Y Júpiter me entregó una nota que decía lo siguiente:

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"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no se habrá disgustado por aquel pequeño enfado mío; pero no, no es probable. "Tengo algo que decirle; pero no sé cómo o, mejor, no sé si se lo diré. "No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre con sus cuidados. "No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos. "Si puede usted, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto importante. Le aseguro que es muy importante. Su amigo,

William Legrand."

Algo en la carta me puso muy nervioso. ¿Qué le pasaba a mi amigo? ¿Qué era aquello tan importante? Lo que me había contado Júpiter me preocupaba, así que, sin dudarlo ni un momento, me decidí a acompañar al negro. Al llegar al embarcadero, ví una guadaña y tres azadas, todas nuevas, que estaban en el fondo del barco donde íbamos a navegar.

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Comentario [p3]: Herramient a para segar. Desde siempre, se ha representado a la muerte como una vieja con una guadaña.

—¿Qué significa todo esto, Júpiter?—pregunté. —Es una guadaña, señor, y unas azadas. —Ya veo; pero ¿qué hacen aquí?

—El señor Will me ha dicho que comprase esto para él en la ciudad. He tenido que pagar muchísimo por ello. —Pero, ¿qué va a hacer tu Will con esa guadaña y esas azadas? —No tengo ni la más remota idea. Pero todo esto es cosa del escarabajo. Cómo Júpiter no me aclaraba nada, decidí bajar al barco, desplegar la vela y navegar hasta la isla. Atracamos el barco y, tras un agradable paseo, llegamos a la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba muy impaciente. Me estrecho la mano. Estaba muy nervioso, pálido como un fantasma, con los ojos hundidos. Lo saludé, y como no se me ocurría qué decirle, le pregunté si el teniente le había devuelto el escarabajo. —¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Lo recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso? —¿A qué?—pregunté—. —En pensar que el escarabajo es de oro de verdad.

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Dijo esto tan serio, que me intranquilizó. —Ese escarabajo será mi fortuna—siguió él, con una sonrisa— porque me devolverá las riquezas de mi familia. ¿Es raro que yo lo quiera tanto? ¡Júpiter, trae ese escarabajo! —¡Cómo! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; cójalo usted mismo. Legrand se levantó y fue a sacar el insecto de una especie de campana transparente, dentro de la que lo había dejado. Era un escarabajo precioso, desconocido entonces por los científicos, de un gran valor. Tenía dos manchas negras en un extremo del caparazón, y en el otro, una más alargada. Éste era muy duro y brillante y parecía oro. Además, pesaba mucho. —Le he enviado a buscar—dijo él, hablando como si pronunciara un discurso—; para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del escarabajo... —Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se ponga mejor. Tiene usted fiebre y... —Tómeme usted el pulso—dijo él. Se lo tomé, y, a decir verdad, era completamente normal. No tenía fiebre.

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Comentario [p4]: Uno de los síntomas de que se tiene fiebre es que el pulso va más rápido de lo normal.

—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Déjeme que haga de médico con usted. Y después... —Se equivoca—interrumpió él—; estoy perfectamente bien. Sólo estoy nervioso. Pero, si usted quiere, puede ayudarme. —¿Y qué debo hacer para eso? —Es muy fácil. Júpiter y yo salimos de expedición por las colinas, en el continente. Necesitamos alguien que nos acompañe en la expedición y la única persona en quien podemos confiar es usted. —Quiero ayudarle —repliqué—; pero ¿quiere decirme que ese escarabajo del diablo tiene algo que ver con su expedición? —La tiene. —Entonces, Legrand, no puedo ayudarle. —Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos. —¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo piensa usted estar fuera? —Probablemente, toda la noche. Salimos en seguida, y tengamos éxito o no, estaremos de vuelta al amanecer.

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—¿Y me promete por su honor que, cuando la expedición haya pasado y el asunto del escarabajo esté arreglado cómo usted quiere, volverá a casa y seguirá con exactitud mis consejos? —Sí, se lo prometo; y ahora, marchemos, pues no tenemos tiempo que perder. De mala gana, acompañé a mi amigo. A eso de las cuatro nos pusimos en camino Legrand, Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Estaba de un humor de perros, y las únicas palabras que dijo durante el viaje fueron "condenado escarabajo”. Yo estaba encargado de dos linternas, y Legrand llevaba el escarabajo. Lo tenía atado al extremo de un trozo de cuerda y lo hacía girar de un lado para otro, con si fuera un mago, mientras caminaba. Al verlo hacer esto, me apetecía llorar, porque me estaba convencido que mi amigo estaba completamente loco. Intenté, sin éxito, averiguar para qué era la expedición. A todas mis preguntas, contestaba: “Ya veremos”. Atravesamos en una barca la bahía y, avanzamos hacia el norte, hasta llegar a una zona salvaje, en la que no vimos huellas de ningún ser humano. Legrand avanzaba sin miedo, parándose de vez en cuando para mirar señales que él mismo había dejado. Por eso me di cuenta de que él había estado allí antes. Caminamos así casi dos horas. Ya estaba anocheciendo, cuando llegamos a un lugar más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de terreno plano, cerca de la cumbre de una colina Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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difícil de subir, cubierta de completamente de árboles. Había aquí y allá enormes bloques de piedra, como si alguien los hubiera tirado sin ningún orden sobre el terreno. El lugar sobre el que habíamos trepado estaba tan lleno de zarzas, que tuvimos que abrirnos paso con la guadaña. Allí había un árbol enorme, precioso, mucho más alto que todos los que lo rodeaban y sus ramas se extendían también más que los otros. Cuando llegamos a aquel árbol, Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se podía trepar por él. El viejo tardó en contestar. Se acercó al enorme tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo miró con mucha atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente: —Sí, señor: no he encontrado en mi vida árbol al que no pueda trepar. —Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos. —¿Hasta dónde debo subir?—preguntó Júpiter—. —Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, párate ahí! Lleva contigo el escarabajo. —¡El

escarabajo,

el

escarabajo

de

oro!—gritó

el

negro,

aterrorizado— ¡No quiero llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol!

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—Si tienes miedo, Júpiter, tú, un negro tan grande y tan fuerte a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarlo con esta cuerda; pero si no lo llevas, te abriré la cabeza con esta azada. —¿Qué le pasa señor?—dijo Júpiter, avergonzado—. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo! Cogió con cuidado la punta de la cuerda, y, con el insecto tan lejos de él como podía, empezó a subir al árbol. II

Muy despacio, Júpiter empezó a subir por la corteza arrugada y llena de salientes del árbol. Después de haber estado a punto de caer una o dos veces llegó hasta la primera gran rama del árbol. —¿Hacia qué lado debo ir ahora, señor Will?—preguntó él. —Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand. El negro obedeció y subió, subió cada vez más alto, hasta que su figura desapareció entre las ramas completamente llenas de hojas. Entonces, se oyó su voz, gritando desde lejos: —¿Tengo que subir mucho todavía? —¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.

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—Estoy tan alto—contestó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol. —No te preocupes del cielo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado? —Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, señor. —Entonces sube una rama más. Después de unos minutos, la voz se oyó de nuevo, diciendo que había llegado a la séptima rama. —Ahora,—gritó Legrand, muy excitado—, quiero que avances sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices. En ese momento pensé que mi amigo estaba completamente loco y me puse a pensar cómo podría hacerle volver a casa. Volvió a oírse la voz de Júpiter. —Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: casi toda está muerta. —¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz temblorosa. —Sí, señor, completamente muerta; no tiene ni pizca de vida.

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—¿Qué hago ahora, Dios mío?—gritó Legrand, que parecía desesperado. —¿Qué hace ahora?—dije—; volver a casa y meterse en la cama. ¡Venga! Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa. —¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme—, ¿me oyes? —Sí, señor, le oigo perfectamente. —Entonces toca bien la rama con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida. —Podrida, señor, podrida, sin duda—contestó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida como podría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad. —¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir? —Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro. —¡Maldito bribón!—gritó Legrand—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes? —Sí, señor; no hay que tratar así a un pobre negro.

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—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro, y sin soltar el insecto, te regalaré un dólar de plata en cuanto hayas bajado. —Ya voy, señor, ya voy allá—dijo el negro rápidamente—. Estoy al final ahora. —¡Al final! —chilló Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama? —Estaré muy pronto al final, señor... ¡Ooooh! ¡Dios mío! ¿Qué es eso que hay sobre el árbol? —¡Bien! —gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso? —Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne. —¡Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? —Voy a ver. ¡Ah! Es una cosa rarísima..., la calavera está clavada al árbol. —Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes? —Sí, señor. —Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera. —¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo. Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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—¡Eres un estúpido! ¿Sabes distinguir tu mano izquierda de tu mano derecha? —Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña. —Seguramente eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado? Hubo un largo silencio. Y finalmente, el negro preguntó: —¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?... Porque la calavera no tiene ninguna mano... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué hago ahora? —Pasa por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda. —Ya está hecho todo, señor; era fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo baja. Durante el tiempo que duró esta conversación, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer se veía ahora en el extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro. El escarabajo, al descender, sobresalía de las ramas, y si el negro lo hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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seguida la guadaña y limpió de plantas un espacio circular justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol. Con mucho cuidado, mi amigo clavó una estaca en la tierra en el lugar exacto donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más cerca de la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección que señalaban la estaca y el tronco hasta una distancia de ciento cincuenta metros; Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. Así, encontró un sitio, donde clavó otra estaca. Alrededor de ella marcó un círculo que tenía algo más de un metro de ancho. Cogió entonces una de las azadas, dio la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más rápido posible. De muy mala gana, enfadado y sorprendido por todo lo que estaba viendo, decidí ayudar a mi amigo a pesar de todo. Encendimos las linternas y empezamos a cavar sin parar. Cualquiera que, por casualidad, nos hubiera visto, habría pensado que hacíamos una tarea extraña y sospechosa. Cavamos durante dos horas. Hablábamos muy poco y sólo se oían los ladridos del perro. Para que se callara, Júpiter tuvo que atarle el hocico con uno de los tirantes de su pantalón. Después de dos horas cavando, el hoyo tenía ya una profundidad de metro y medio y no había ni rastro del tesoro. Porque, ¿qué otra cosa Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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podíamos estar buscando? Dejamos nuestra tarea y Legrand se quedó pensando, en silencio, un rato. Se puso la chaqueta, ordenó a Júpiter quitar el bozal al perro y recoger las herramientas y, todos juntos, empezamos a caminar de vuelta a casa. Apenas dimos unos cuantos pasos, cuando Legrand soltó un juramento y agarró a Júpiter del cuello. El negro soltó las herramientas y cayó de rodillas. —¡Eres un zoquete!—dijo Legrand—, ¡un malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo? —¡Oh, misericordia, señor! ¿No es éste mi ojo izquierdo?—contestó, aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre su ojo derecho y manteniéndola allí, como si tuviera miedo de que su amo se lo arrancara. —¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—gritó Legrand, soltando al negro y dando saltos de alegría—¡Vamos! Debemos volver. No está aún perdida la partida—y fue otra vez hacia el árbol—. —Júpiter—dijo, cuando llegamos al pie del árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara mirando hacia fuera o hacia la rama? —La cara estaba vuelta hacia afuera, señor. Así es como los cuervos han podido comerse muy bien los ojos. Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro?—y Legrand tocaba los ojos de Júpiter, uno primero y otro después—. —Por este ojo, señor, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo. Y el negro volvió a señalar su ojo derecho. Entonces mi amigo movió la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto hacia el lado contrario de su primera posición. Alrededor del nuevo punto dibujó otro círculo, un poco más ancho que el primero, y nos pusimos a cavar otra vez. Yo estaba cansado, terriblemente cansado, pero también sentía curiosidad por saber qué misterio se escondía detrás de todo el asunto. Cuando llevábamos trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Cuando Júpiter intentaba volver a ponerle un bozal, el animal no se dejó, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar con sus uñas. En unos segundos había dejado al descubierto una masa de huesos humanos. Dos esqueletos enteros, mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció que era lana podrida y polvorienta. Al cavar más salieron un cuchillo ancho y tres o cuatro monedas de oro y plata. Al ver aquello, Júpiter se puso contentísimo; pero mi amigo quedó desilusionado. Nos pidió que continuáramos cavando. Justo en ese momento, tropecé y caí hacia adelante, porque la punta de mi bota Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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se enganchó en una argolla de hierro que estaba medio enterrada en la tierra blanda. En diez minutos desenterramos por completo un cofre de madera perfectamente conservado. El cofre era bastante grande. Estaba cubierto con unos hierros, que parecían rejas alrededor del cofre. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro. Intentamos levantarlo pero no pudimos. Por suerte, la tapa sólo estaba cerrada con dos tornillos que se podían mover. En un instante, un tesoro inmenso apareció ante nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, del que brotaba el brillo del oro y las joyas que estaban en el cofre. Estábamos tan asombrados que no decíamos nada. Sólo Júpiter gritaba: —¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba! ¡Me avergüenzo de mí mismo! No sabíamos qué hacer y estuvimos mucho tiempo discutiendo cuál sería nuestro siguiente paso. Al final, sacamos parte del tesoro para poder subir el cofre del hoyo. Escondimos entre las zarzas lo que habíamos sacado y dejamos allí, de guardián, al perro. Entonces, nos pusimos rápidamente en camino con el cofre. Llegamos sin problemas a la cabaña, cerca ya de la una de la madrugada. Estábamos tan agotados que nos quedamos descansando hasta las dos; luego cenamos, y, en seguida, marchamos de nuevo hacia las colinas, con tres grandes sacos para recoger lo que habíamos Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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dejado allí. Serían las cuatro cuando llegamos al foso. Nos repartimos el botín a partes iguales y, dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que dejamos por segunda vez nuestra carga de oro, al mismo tiempo que comenzaba a amanecer.

III

Estábamos completamente agotados, pero también tan excitados que no pudimos dormir mucho tiempo. Después de tres o cuatro horas, nos levantamos, como si estuviéramos de acuerdo, para examinar nuestro tesoro. El cofre estaba lleno hasta los bordes, y tardamos el día entero y gran parte de la noche siguiente en ver su contenido. Todo había sido amontonado allí, sin ningún orden. Cuando acabamos, nos dimos cuenta de que teníamos una fortuna mucho mayor de lo que nunca

hubiéramos

imaginado.

En

monedas

había

más

de

cuatrocientos cincuenta mil dólares. Todo era oro y muy antiguo: monedas francesas, españolas y alemanas. Había diamantes, dieciocho rubíes, trescientas diez esmeraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Además, había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, ricas cadenas, noventa y tres grandes y pesados crucifijos, dos empuñaduras de espada y otros muchos objetos más pequeños que no puedo Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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recordar. ¡Ah! Y se me olvidaban ciento noventa y siete relojes de oro. Cuando terminamos de ver todo lo que había en el cofre y nos calmamos un poco, Legrand empezó a explicarme el misterio de aquel tesoro. —Recordará usted—dijo—la noche en que le mostré el dibujo que había hecho del escarabajo. Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera. Cuando me lo dijo por primera vez, creí que era una broma; pero después pensé en las manchas especiales que había sobre el caparazón del insecto, y reconocí que tenía usted razón. A pesar de todo, me enfadó que se burlase del dibujo, pues pienso que soy un buen artista. Por eso, estuve a punto de estrujarlo y de tirarlo al fuego. —Se refiere usted al trozo de pergamino—dije—. —Sí. Era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como recordará. Bueno; cuando iba a estrujarlo, me di cuenta de lo que usted había visto, y ya puede imaginarse mi asombro al ver realmente la figura de una calavera en el sitio mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué mirar detenidamente el pergamino. Después de darle la vuelta, vi, en un lado del pergamino, mi propio dibujo Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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sobre la parte de atrás del papel tal como lo había hecho. Del otro lado, estaba la calavera que usted vio. Su forma y tamaño eran casi iguales que el dibujo que yo había hecho. Esta coincidencia me dejó pasmado durante un tiempo. Después, empecé a recordar, claramente, que no había nada dibujado sobre el pergamino cuando hice mi dibujo del escarabajo. Estaba seguro, pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por supuesto. Me levante y, guardando con cuidado el pergamino, esperé a estar solo para pensar con más claridad. En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me puse a darle vueltas al asunto. En primer lugar, ¿porqué estaba aquel pergamino en mi bolsillo? Cuando encontré el escarabajo y lo cogí, me pico con fuerza, haciendo que lo soltase. Júpiter, antes de agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese momento los dos vimos el trozo de pergamino que pensamos que era un papel. Estaba medio enterrado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos de un naufragio que debían de estar allí desde hacía mucho tiempo. Júpiter recogió el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a casa y encontramos al teniente. Le enseñé el escarabajo y me pidió que le dejara llevárselo al fuerte. Le dije que sí y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el

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pergamino en que iba envuelto. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo. Recordará usted que cuando me senté ante la mesa para hacer el dibujo del insecto no encontré el papel donde dónde normalmente lo guardo. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos y mis dedos tocaron el pergamino. Pero, ¿qué tienen que ver el escarabajo, el pergamino y la calavera? Como usted sabrá, la calavera es el símbolo que los piratas llevan en su bandera. Además, el pergamino es un material muy duradero. ¿Y si alguien anotó en ese pergamino algo que quería guardar mucho tiempo y con cuidado? —Pero—le interrumpí— al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el pergamino. —¡Ah! Eso es parte del misterio. Pero también conseguí resolverlo. Está claro que usted no había dibujado la calavera porque estuve mirándolo todo el tiempo que tuvo el pergamino en la mano. ¿Cómo había aparecido ese dibujo? En este momento recordé todo lo que había pasado exactamente. Hacía frío y habíamos encendido la chimenea. Usted estaba sentado cerca del fuego. Antes de que usted mirara el dibujo, entró el perro y se puso a hacerle caricias. Mientras tanto usted sostenía el pergamino en su mano cerca del fuego. Luego, apartó al perro y se puso a mirar el dibujo. Está claro que el calor del fuego hizo aparecer el dibujo de la calavera. Ya sabe Plaza Marquesa de Casa Valdés s/n 33120 Pravia • Tlfno. 985820259 • [email protected] • www.bibliotecaspublicas.es/pravia

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que hay productos con los que es posible escribir sobre papel o pergamino cosas que sólo se ven cuando se calientan. Entonces, cuando usted se marchó, volví a poner el pergamino junto al fuego, con mucho cuidado, y descubrí también, en otro extremo del pergamino, el dibujo de un cabritillo. —¡Ja, ja!—exclamé—. Pero, ¿qué tiene que ver una cabra con unos piratas? Las cabras tienen que ver con los granjeros, no con los piratas. —Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra. —Bueno; la de un cabritillo, entonces; que es casi lo mismo. —Casi, pero no del todo—dijo Legrand—.Empecé a pensar que el pergamino podía ser un mensaje secreto. Quizás el cabritillo era un mensaje y la calavera podría ser el sello de los piratas… ¿Ha oído usted hablar del capitán Kidd? Hay rumores sobre tesoros enterrados por el capitán Kidd y sus compañeros. Se me ocurrió que quizás el pirata nunca consiguió recuperar su tesoro escondido… Todo el mundo sabe que Kidd había conseguido enormes riquezas. ¿Y si el pergamino era el mapa de un tesoro? —¿Y qué hizo usted entonces? —Lavé el pergamino con mucho cuidado. Después lo coloqué en un cazo, con la calavera hacia abajo, y puse al cazo al fuego. Pasaron

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Comentario [p5]: Se refiere a la “tinta invisible”. Son productos que no dejan marcas al escribir, pero se pueden ver cuando se calientan. Por ejemplo, el zumo de limón, el zumo de cebolla o la leche.

unos minutos y saqué el pergamino del cazo. Me puse contentísimo cuando vi que estaba lleno de signos que formaban filas. Mírela. Legrand calentó otra vez el pergamino y me lo enseñó. Números y signos extraños en color rojo lo llenaban. —Pero—dije, devolviéndole el pergamino—¡aquí no se entiende nada! —Pues no es tan difícil resolver el problema —dijo Legrand—. Yo soy aficionado a los acertijos. ¿Sabía usted que Kidd significa “cabrito”? IV Conté los signos y las letras, los mezclé de todas las maneras que se me ocurrieron. Me llevó mucho tiempo, pero, al final, conseguí descifrar el mensaje:

Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grados y trece minutos Nordeste cuatro de norte principal rama séptimo vástago lado este solar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto una línea recta desde el árbol a través de la bala cincuenta pies hacia afuera. —Pero—dije— ¿qué quieren decir esas palabras? ¿Qué significa "la silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el hostal o la hostelería del obispo"?

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—Reconozco—contestó Legrand—que el asunto no es fácil. Mi siguiente paso fue añadir puntos y comas. —Pero ¿cómo pudo hacerlo? —Me fijé en que la persona que lo escribió dejaba más espacio de lo normal entre algunos grupos de signos. Colocando puntos y comas en los lugares dónde había más separación entre los signos, me encontré con esto:

Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grados y trece minutos - Nordeste cuatro de norte principal rama séptimo vástago lado este - solar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto - una línea recta desde el árbol a través de la bala cincuenta pies hacia afuera —Sigo sin entender nada—dije—. —Yo

tampoco

entendí

nada

durante

algún

tiempo—replicó

Legrand—. Busqué por los alrededores algunos días, hasta que una mujer muy vieja me habló del “castillo de Bassop”, que no era un castillo, ni un hotel, ni un mesón. Era una roca muy alta. La mujer me acompañó hasta allí. Subí a lo más alto de la roca y me di cuenta de que parecía un montón de piedras artificial. Era como si lo hubieran construido. Estuve algún tiempo parado, pensando, no sabía qué hacer después. Entonces me fijé en un borde del montón de piedras que se parecía a una silla antigua, con el respaldo alto, de las que

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usaban nuestros abuelos. Entonces supe que aquello era la "silla del diablo" de la que hablaba el pergamino. Yo sabía que el "buen vaso" tenía que ser un catalejo, pues los marineros de todo el mundo llaman así a los catalejos. Entendí que había que mirar por un catalejo desde allí hacía la dirección que decía el pergamino: "cuarenta y un grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte". Muy nervioso, regresé a casa a por un catalejo y volví a la roca. Miré tal como decía el pergamino y vi un agujero entre las hojas de un gran árbol que sobresalía por encima de todos los demás, a lo lejos. En el centro de aquel agujero me fije en un punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que era. Después, comprobé que era un cráneo humano. Entonces estuve seguro de que la frase "rama principal, séptimo vástago, lado Este" tenía que ver con la posición de la calavera sobre el árbol, y lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto" era la forma de saber dónde había que buscar el tesoro y cómo. —Todo esta claro—dije—Y cuando se marchó usted del Hotel del Obispo, ¿qué hizo? —Pues, anoté todo y me volví a casa. Decidí pedirle a usted ayuda y el resto de la historia ya la conoce.

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—Claro, usted se equivocó en el sitio de las primeras excavaciones porque Júpiter confundió su ojo izquierdo con el derecho —dije—. —Exactamente —Pues yo pensaba que usted estaba completamente loco. Por cierto, ¿qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el hoyo? —Sólo se puede explicar de una manera. Parece claro que alguien tuvo que ayudar a Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, de lo que yo estoy convencido) en su trabajo. Pero, una vez terminado, quizás quiso acabar con todos los que sabían su secreto. Quizás con un par de golpes de azada acabó con ellos. ¿Quién nos lo dirá?

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