El gobierno de los pueblos andinos en el siglo XVIII. Cambios y continuidades

e XXXIV Colloque international du GIREA, 2013, 179-193 El gobierno de los pueblos andinos en el siglo XVIII. Cambios y continuidades Sergio Serulni

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XXXIV Colloque international du GIREA, 2013, 179-193

El gobierno de los pueblos andinos en el siglo XVIII. Cambios y continuidades

Sergio Serulnikov Universidad de San Andrés-CONICET (Argentina)

Los caciques ocuparon un lugar central en el funcionamiento de la sociedad andina tardocolonial. Tras la conquista del Tawantinsuyu, bajo la teoría jurídica de las dos repúblicas, la Corona española reconoció la autonomía relativa de los pueblos indígenas y alentó la conformación de una aristocracia de “señores naturales”. En diversas zonas de los Andes, numerosas familias nobles indígenas, cuyo abolengo podía remontarse a los tiempos del incanato, lograron conservar su autoridad y prestigio hasta finales del siglo XVIII. Pero aún en las regiones donde los antiguos linajes prehispánicos fueron desapareciendo, los jefes étnicos continuaron detentando considerable poder. De acuerdo al sistema de gobierno indirecto establecido por las reformas toledanas del siglo XVI, recayó en los caciques la responsabilidad de la recaudación tributaria y el despacho de los mitayos, la principal fuente de ingresos fiscales y de trabajo minero, respectivamente. Asimismo, las exacciones monetarias que pesaban sobre las comunidades las forzaron a articular economías basadas en ideales de reciprocidad y autosuficiencia con los circuitos mercantiles andinos. Según han probado numerosos estudios, fueron los caciques quienes estaban a cargo de la comercialización de los excedentes agrícolas comunales, la fuerza de transporte y la mano de obra indígena. No menos significativo, los caciques eran los principales responsables de preservar la integridad territorial de sus pueblos frente a incursiones de haciendas y comunidades vecinas, así como de mediar con los corregidores en la implementación de los repartos forzosos de bienes. Durante el siglo XVIII, el crecimiento demográfico y la constante expansión del repartimiento de mercancías hicieron que ambas funciones cobraran singular relevancia. De modo que las atribuciones de los caciques excedían en mucho las funciones políticas y simbólicas; de su

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éxito para mediar con el mundo exterior y administrar los recursos comunales dependía en gran parte el bienestar, incluso la supervivencia, de los pueblos de indios.1 El presente trabajo trata sobre los principios de legitimidad de los sistemas de gobierno étnicos durante el último siglo colonial. Existe un considerable consenso historiográfico respecto de que la posición de los caciques como intermediarios entre el Estado y las elites coloniales, su privilegiado acceso a los recursos económicos campesinos, así como las oportunidades de enriquecimiento personal y ascenso social que ofrecía la economía mercantil, dejaron duraderas huellas en sus pautas de conducta. Muchos jefes nativos se convirtieron en hacendados y comerciantes, establecieron redes de cooperación económica y parentesco con sectores hispanos y adoptaron estilos de vida y modelos culturales europeos. Es mucho menos evidente, no obstante, cuál fue el impacto de estas dinámicas en los criterios de legitimidad política. Los historiadores han tendido a abandonar interpretaciones esencialistas fundadas en el presupuesto de que el nivel de consenso de las autoridades comunales es proporcional al grado de apego a principios andinos, precolombinos de comportamiento. La acumulación económica individual, la observancia de creencias religiosas católicas o el manejo del español no eran elementos que trazaran por si mismos la línea que separaba los caciques legítimos de los caciques despóticos. El significado de sus prácticas estaba determinado por el contexto social más que por las prácticas mismas. De allí que el análisis del cacicazgo colonial descanse menos en la construcción deductiva de modelos abstractos que en la articulación de casos locales. Contribuir a esa labor es el objectivo de este estudio. Propondremos dos argumentos generales. El primero es que las concepciones indígenas de gobierno experimentan para el siglo XVIII una marcada diversificación y heterogeneidad. Así pues, mientras en regiones como el Cuzco la aristocracia nativa pareció para esta época afianzar su reputación y esfera de influencia, en muchas otras zonas de los Andes la autoridad de tipo tradicional, para usar la terminología weberiana, fue desplazada por otros principios de legitimidad. El segundo es que, no obstante el derecho de sangre continuó siendo el único mecanismo legalmente reconocido de acceso al cargo, nuevos criterios de representación política fueron ganando preponderancia entre numerosos pueblos del Alto Perú y el Collao. Contrariamente a lo sostenido por cierta literatura historiografía, aquí la impugnación de los “señores naturales”, los descendientes de antiguos linajes nobles, no provino sólo de los corregidores provinciales y otros miembros de las elites hispánicas, sino también, por motivos muy diferentes, de 1  Véase, por ejemplo, Barragán Romano (1985); Choque Canqui (1993); Glave (1989); Larson (1979); Pease (1992); Rivera Cusicanqui (1978); Saignes (1987).

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los indígenas mismos. Tampoco resultó de la consolidación de los cabildos y cofradías como estructuras de poder y prestigio independientes de los cacicazgos. Si bien estos modelos de organización social de origen castellano estuvieron presentes en todo el mundo rural, la alternativa a los cacicazgos tendió a provenir de la readecuación de otros sistemas de autoridad propios de los ayllus. Sostendremos, en este sentido, que los nuevos principios de legitimidad respondieron a dos tipos de fenómenos. Uno, a la consolidación de concepciones políticas indígenas que ataron la legitimidad de los caciques a su función de garantes de la reproducción social de las comunidades; el otro, a mutaciones profundas, de largo plazo, en las estructuras étnicas. En muchas regiones, ambos fenómenos confluyeron. La gran variedad de modelos de autoridad comunal que van emergiendo en el curso del siglo XVIII quedaría expuesta durante la gestación y desarrollo del principal acontecimiento de la época: los masivos levantamientos tupamaristas de 1780-1782. Y a su vez la gran rebelión representaría un punto de inflexión fundamental en la evolución de los mismos. Las medidas represivas adoptadas por la administración regia tras la supresión del movimiento insurgente tuvieron un duradero impacto en las atribuciones de los cacicazgos y, a la postre, en su propia supervivencia. Mientras el rol de los caciques en la sublevación panandina ha sido abordado en otros lugares, quisiera concentrarme aquí en los procesos históricos que enmarcaron el fenómeno. ¿Cuáles fueron los fundamentos de legitimidad cacical hacia el último siglo colonial? Por mucho tiempo, la historiografía tendió interpretar que los caciques percibidos como despóticos fueron por norma aquellos designados discrecionalmente por los corregidores en desmedro de los caciques de sangre. Sabemos en efecto que la rápida expansión del sistema de reparto forzoso de bienes que siguió su legalización en la década de 1750 sirvió como un poderoso incentivo para que los corregidores reemplazaran a autoridades comunales demasiado autónomas, poderosas u hostiles por caciques “interinos” o “intrusos” que sirvieran mejor sus intereses mercantiles. Scarlett O'Phelan Godoy (1988, 21) sostuvo al respecto que sería “conveniente hablar de la presencia de dos ramas paralelas de caciques, una legítima, de linaje, y otra ilegítima impuesta por el corregidor”. Esta afirmación parece tener validez para el Bajo Perú, especialmente el Cuzco, pero no para la mayor parte del Alto Perú. Que los caciques de sangre fueran considerados gobernantes legítimos estuvo lejos de ser un fenómeno intrínseco al imaginario político de las comunidades andinas; fue más bien el resultado de las peculiares condiciones sociopolíticas de la sierra peruana. Comenzaremos pues por repasar cuales fueron estas condiciones.

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En el área del Cuzco, durante el siglo XVIII, la relación entre los sectores indígenas y la sociedad colonial estuvo dictada por dos rasgos peculiares. El primero es lo que se ha sido definido como el renacimiento cultural incaico. Las investigaciones históricas han revelado que durante esta época las imágenes de los incas y los motivos culturales andinos adquirieron una creciente visibilidad en el Perú. Ello se manifestó en expresiones artísticas populares y de elite, tales como lienzos y pinturas murales, diseños textiles, la vestimenta o los queros (vasos de madera o arcilla decorados). También en la amplia circulación de libros como los Comentarios Reales de los Incas, una obra publicada en 1617 que exaltaba la civilización incaica, escrita por el Inca Garcilaso de la Vega, el hijo de un conquistador español y una sobrina de Huayna Cápac. No menos importante, la tradición imperial andina era evocada en ceremonias públicas (danzas, representaciones dramáticas, celebraciones religiosas) en las cuales la mayoría de los grupos sociales cuzqueños (indígenas y no indígenas) participaban como actores o espectadores. Por ejemplo, durante este período comenzó a estar en boga que los señores andinos se retrataran con las vestimentas e insignias de poder provenientes de la época del Tawantinsuyu. Según el relato del obispo del Cuzco, aún las deidades cristianas eran vestidas con atuendos incaicos durante Corpus Christi y la fiesta del apóstol Santiago.2 El estado colonial contribuyó de manera decisiva a mantener vigentes las memorias del pasado prehispánico al continuar concediendo privilegios a la aristocracia nativa o al permitir que la tradición incaica fuera enseñada en los colegios de caciques –como el de San Francisco de Borja del Cuzco, en donde estudió Túpac Amaru, cuyos muros en el siglo XVIII estaban cubiertos con imágenes de los incas.3 Si bien conocemos poco acerca de cómo los indios del común internalizaron este fenómeno, es indudable que eran activos partícipes en las celebraciones públicas junto con la nobleza indígena y la elite blanca. Se ha sugerido, incluso, que en algunos pueblos rurales el teatro sustituyó al ritual como vehículo de identidad comunal.4 Un segundo e interrelacionado rasgo característico de la sociedad cuzqueña fue el elevado estatus social de la aristocracia indígena tanto entre las comunidades campesinas como entre la población hispana. La celebración conjunta de los legados precolombinos formaba en verdad parte de un patrón más amplio de interacción cultural y económica. 2  Rowe (1954); Flores Galindo (1987); Gisbert (1980); Guibovich Pérez (1990-92); Mazzotti (1998); Cahill (2003). 3  Rowe (1954); Flores Galindo (1987). Acerca del colegio de caciques véase Brading (1991, 342); y O’Phelan Godoy (1995, 31-32). Sobre la apelación a los linajes nobles precoloniales por parte de los líderes indios véase Sala i Vila (1995, 282); y Rostworowski de Diez Canseco (1961, 54-57). 4  Flores Galindo (1987, 69). Véase asimismo Burga (1988, 369-400).

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La mayoría de los señores andinos eran mestizos, bilingües, sabían leer y escribir y habían establecido redes sociales y de parentesco con las elites criollas. Algunos poseían haciendas y minas y desarrollaban redituables actividades comerciales.5 En la década de 1770, tras décadas de reclamos, varias familias prestigiosas de la nobleza cuzqueña, así como los grandes linajes cacicales de la región del Collao, lograron que algunos de sus integrantes ingresaran al sacerdocio, uno de los más prominentes símbolos de asimilación y éxito económico.6 En el Alto Perú, incluso los caciques más prominentes eran vistos por los sectores hispánicos como personajes más o menos rústicos; ricos y poderosos tal vez, pero carentes de educación y abolengo para ser tratados como iguales. Por el contrario, un estudio de las estrategias matrimoniales de la aristocracia cuzqueña en el siglo XVIII ha concluido que “los nobles indios eran conceptualizados como la cima de la sociedad indígena, pero la barrera legal que los separaba del Perú criollo resultó ser más porosa a nivel personal y familiar que la frontera social que la nobleza erigió entre ella y los indios del común” (Garret 2003, 26).7 Al mismo tiempo, la autoridad de estos caciques tradicionales no pareció ser cuestionada por los comuneros. A juzgar por la escasa frecuencia de protestas colectivas en su contra durante esta época, su autoridad estuvo sólidamente establecida. Los trabajos de Ward Stavig (1999, 229-233) para la zona del Cuzco comprueban que, en marcada contraposición con el Alto Perú, durante el siglo XVIII se gestaron escasas protestas colectivas y litigios contra los señores naturales. Aún durante el levantamiento tupamarista mismo, pese al total colapso de las instituciones locales de gobierno, los indios tendieron a acatar la decisión de sus jefes étnicos, ya fuera para respaldar u oponerse a la rebelión.8 En conjunto, la aristocracia indígena cuzqueña disfrutó de un prestigio social sin parangón en el resto de los Andes. Es crucial notar que fue recién tras la supresión de la revolución de Túpac Amaru, que esta situación se transformaría sustantivamente. Al respecto, cabe hacer aquí una breve digresión. En un pionero e influyente libro sobre las cofradías en la región del valle de Mantaro, Olinda Celestino y Albert Meyers (1981) sostuvieron que los señores naturales comenzaron a ser sustituidos por otro tipo de autoridades ya desde el siglo XVII. 5  Flores Galindo (1987, 137-142); O'Phelan Godoy (1986). 6  O’Phelan Godoy (1995, 47-68). 7  El autor señala que durante el siglo XVIII las elites incaicas del Cuzco se casaban con miembros de familias nobles de otros pueblos, creando así una “casta” noble de alcance regional, y con criollos. Sus estrategias matrimoniales proscribían en cambio los casamientos con indios tributarios. 8  Este fenómeno se trasladó en parte a la época post-Túpac Amaru. Charles Walker (1999, 75-77) muestra que las protestas contra los caciques cuzqueños durante la era colonial tardía fueron menos marcadas en el caso de los caciques hereditarios que en el de los nuevos caciques recaudadores.

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Sabemos, en efecto, que en cada uno de los pueblos de indios existía un cabildo indígena conformado por alcaldes y alguaciles inspirado en el gobierno municipal castellano, así como un conjunto de cargos religiosos (alfereces, mayordomos, priostes) vinculados a las festividades de los santos patrones, Corpus Christi, Semana Santa y otros momentos del calendario litúrgico cristiano. Desde un punto de vista formal, los puestos en el cabildo y las cofradías eran electivos y rotativos, en contraposición al carácter hereditario de los caciques; desde el punto de vista de las relaciones de poder, estaban sometidos a mayor escrutinio por parte de los curas doctrineros, los corregidores y los vecinos hispánicos de los pueblos rurales. La creciente influencia de alcaldes y cofradías estuvo vinculada, según los autores, a cambios sociales más profundos. Afirmaron, en efecto, que el acceso rotativo a los distintos cargos de las cofradías y el cabildo indígena permitió a los comuneros participar en las esferas de prestigio, lo cual atenuó las desigualdades sociales dentro de la comunidad y estableció un modelo de autoridad alternativo al de los caciques hereditarios. Los ayllus se fueron así incorporando en las cofradías rurales y si bien en principio conservaron su independencia, se siguió “una lenta pero inexorable disolución porque las cofradías ganarán su unidad y poco a poco los ayllus, que la componen, ya ni serán mencionados” (Celestino y Meyers 1981, 110 y 106).9 Posteriores investigaciones, sin embargo, no parecieron avalar estas hipótesis. Si bien los ritmos y causas del declive de los caciques al norte del Lago Titicaca presentan amplias variaciones regionales, los estudios monográficos revelan que en numerosas comunidades indígenas de Canas y Canchis, Quisquipanchis, Azangaro, Jauja, Huarochirí y Lambayeque, en la costa norte, los descendientes de antiguos linajes nobles conservaron el control de la mayoría de los cacicazgos nativos hasta fines de la colonia.10 Como vimos, gozaron además considerable prestigio y poder. Los ayllus, por lo demás, continuaron funcionando como la unidad social básica. Para la región de Huarochirí, Karen Spalding (1984, 237) ha concluido que “la nobleza indígena a nivel provincial mostraba en 1750 considerable renuencia a involucrarse en la estructura de gobierno civil y religioso, en contraste con la tendencia en el siglo XVI… Estos cargos [civiles y religiosos] se habían tornado esencialmente en posiciones de servidumbre bajo el control de curas y corregidores, y la elite indígena se 9  Los autores concluyen que las cofradías muestran “el rol de la religión católica durante la colonia, en la etnogénesis del futuro indio andino. Los indígenas a partir de la instalación colonial española pertenecían, en ese orden, a su familia, a su cofradía y a su comunidad, y en algunos casos a su hacienda” (Celestino y Meyers 1981, 131). 10  O’Phelan Godoy (1988, 22-24); Flores Galindo (1987, 136-138); Jacobsen (1993, 82-84). Sobre la costa norte, véase Rostworowski de Diez Canseco (1961, 54-57). Sobre el poder y prestigio conservado por la elite incaica en los alrededores Cuzco durante el siglo XVIII, véase especialmente Garret (2005).

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replegó a ejercer la autoridad que todavía podía detentar dentro de la comunidad local al margen de la estructura de gobierno colonial”. Es solo pues luego de la grandes sublevaciones de 1780 que los caciques del sur peruano comienzan a perder sus preeminencias. No se trató empero de un proceso meramente gradual, evolutivo, orgánico: respondió a la rápida y completa disolución de lo que habían sido hasta entonces las bases económicas, simbólicas y políticas de su poder. Como es bien conocido, luego de la insurrección general el estado colonial abolió los cacicazgos rebeldes, eliminó todo los privilegios de la nobleza nativa originados en su relación con el pasado incaico y puso fin a la jurisdicción de los caciques sobre la cobranza de los tributos (la cual constituía un mecanismo primordial de acceso a los recursos agrarios y servicios laborales indígenas) en favor de sujetos ajenos a la comunidad denominados “caciques recaudadores”. Es en este nuevo contexto que los llamados alcaldes varayoks comenzaron a representar una alternativa efectiva a la institución cacical. Coadyuvó a ello la tenaz resistencia campesina a los “caciques recaudadores”, quienes eran mestizos o criollos nombrados directamente por los subdelegados (los sucesores de los corregidores), la pérdida de poder de los tradicionales señores andinos y la defensa de los criterios consensuales y electivos representados por los varayocs.11 Es entonces, por otro lado, que los cambios en el sistema de autoridad parecen corresponderse, como habían postulado Olinda y Meyers, con trasformaciones en la propia naturaleza de la comunidad rural. En su estudio sobre el área de Puno a fines de la colonia y comienzos del siglo XIX, Christine Hunefeldt (1982, 34-35) sostiene que el ascenso de los alcaldes supuso “una exigencia modernizante que partía de la comunidad, que luego de pasar por la desestructuración de los tradicionales lazos étnicos tendió a agrupar horizontalmente a los comuneros…” Del mismo modo, Nuria Sala i Vila (1996, 162) señala que dado que los caciques contribuían a consolidar un tipo de poblamiento discontinuo “por el control de diversos pisos ecológicos y por dispersión mitmae”, mientras los alcaldes “venían a resolver las necesidades de administración de asentamientos de tipo hispano, reducciones o pueblos, que disolvían y redefinían las formas sociales de los aborígenes”, el ascenso de los últimos fue un proceso “democratizador a la vez que disgregador”. Se trata entonces de la reconstitución de las comunidades rurales bajo principios más contractuales e individualistas. Es interesante apuntar que esta interpretación se comparece con observaciones similares para ciertas regiones del Alto Perú, como los valles de Cochambamba y Larecaja, donde las 11  Hunefeldt (1982, 27-28); O’Phelan Godoy (1988, 41-52); Sala i Vila (1996, 65-97); para el caso de Cuzco, véase, Walker (199, cap. 2); sobre Huaylas-Ancash, Thurner (1997, 35-44); sobre Arequipa, Manrique (1986, 172-177; sobre el valle de Jauja, Burga (1987); sobre Azángaro, Jacobsen (1993, 97). Según O'Phelan Godoy (1988, 39), el sistema de elección de los caciques se fue asimilando para esta época al del cabildo indígena.

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comunidades indígenas coloniales surgieron de la agrupación de mitimaes pertenecientes a diferentes grupos prehispánicos y donde las haciendas se expandieron con relativa rapidez. Las fiestas y cofradías sirvieron aquí como mecanismos fundamentales de integración de indios forasteros y mestizos y de consolidación de un sentido colectivo de comunidad. El rol pivotal de este tipo de instituciones remite al desarrollo de una sociabilidad menos fundada en el parentesco, más “voluntarista”, propia de comunidades con un mayor nivel de fragmentación étnica y cultural.12 En las provincias del altiplano paceño y la región de Charcas el derrotero histórico de los cacicazgos tardocoloniales de muy distinto orden. En contraposición con lo sucedido en el Cuzco, los jefes étnicos se contaron aquí entre los blancos primordiales de la violencia colectiva tanto durante las décadas previas a la gran rebelión de 1780 como, por supuesto, durante la rebelión misma. Por cierto, la designación de caciques interinos por parte de los corregidores llevó al igual que en la mayor parte de los Andes a una gradual disminución del número de caciques propietarios. Pero, a diferencia de la región de Cuzco, quienes estuvieron en el ojo de la tormenta fueron no sólo los primeros sino también los segundos. Las investigaciones monográficas coinciden que las protestas contra los caciques fueron un componente central de la conflictividad social en la región. Los indios del común a lo largo del surandino no parecieron considerar que los bienes económicos y el capital cultural que sus autoridades habían amasado a lo largo de siglos de relaciones de parentesco, alianzas comerciales e interacción social con los grupos hispánicos fueran empleados en defensa de los intereses colectivos. Ahora bien, mientras el descontento contra los caciques fue muy generalizado, no lo fueron las razones que lo motivaron. Las causas y las características de los desafíos al sistema de gobierno comunal variaron de región en región. Para los fines de este estudio, haremos foco en tres zonas: el norte de Potosí, La Paz y Oruro. En el norte de Potosí –una vasta área rural aledaña a la ciudad de Charcas y al gran centro minero con una alta densidad de población indígena y donde la estructura del ayllu andino demostró una singular capacidad de pervivencia histórica– el proceso tuvo un rasgo fundamental: fueron los caciques, no la institución cacical, lo que quedó en el centro de los cuestionamientos. Parece claro que ello obedeció en gran medida al inextricable vínculo entre la institución cacical y la vigencia de tradicionales modos andinos de ocupación del espacio y organización social. La mayor parte de los grupos étnicos mantuvieron un sistema de cultivo bi-zonal en puna y valles y una organización segmentaria en ayllus menores agrupados en dos parcialidades (Anansaya y Urinsaya). Sólo un grupo limitado 12  Larson (1997, 352-358); Saignes (1991, 122-124 y 1995, 186-189).

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de la población, alrededor de un quinto, tendía a residir de manera permanente en las tierras bajas. La mayoría lo hacía en las punas y, conforme a una práctica conocida como doble domicilio, se desplazaban de una zona a otra siguiendo los ritmos estacionales de siembra y cosecha. Los distritos vallunos estaban cohabitados por familias de diversos grupos étnicos. En un contexto de organización segmentaria y verticalidad económica como éste, los caciques podían difícilmente ser reemplazados por autoridades fundadas en otro tipo de alcance territorial y étnico. Hay que recordar al respecto que en contraposición con la autoridad de los caciques, las jurisdicciones eclesiásticas y de los cabildos indígenas estaban en esencia dictadas por criterios residenciales, no étnicos. En la práctica, la imposición de este modelo europeo de territorialidad dio lugar a que en lugares como el norte de Potosí la feligresía de los curatos de valle tendiera a agrupar a miembros de comunidades diversas y los curatos de puna a solo una sección de las mismas. De ahí que la observancia del ciclo de festivales católicos hubiera quedado sometida a las mismas mediaciones institucionales que exacciones coloniales como el tributo o la mita. En otras palabras, los cabildos y cofradías no se constituyeron en sistemas de poder independientes de los caciques, ni menos aún en entidades sociales independientes de los ayllus. Cada grupo étnico, o en rigor cada una de las parcialidades y ayllus menores componentes, designaban sus propios alféreces, mayordomos y asistentes de las iglesias; para cumplir con el oneroso costo en dinero y productos de estos servicios, los indios recibían asignaciones especiales de tierras y prestaciones laborales de parte de sus respectivas autoridades étnicas. Del mismo modo, estos cargos pasaron a formar parte de un sistema inclusivo y rotativo de obligaciones puesto que eran contabilizados a cuenta de los turnos en la mita minera y conllevaban la excepción temporaria del pago de tributo. Cuando se considera la interrelación entre las fiestas religiosas y las cuestiones de tierra, tributo y mita, no sorprende que fueran los caciques (autoridades de puna en caso de las doctrinas de valle) quienes estuvieran a cargo de la designación de alfereces y mayordomos. Un grupo de indígenas que poseía tierras en uno de las doctrinas de valle lo explicó con meridiana claridad: “por costumbre que ellos tienen –dijeron– esperan la venida de sus gobernadores [de la puna], que esta es regularmente por San Juan [en junio], y cada gobernador juntándose con su segunda y su gente elegían los alféreces que tocan a sus respectivo aillo, de suerte que muchas veces ignora el cura quienes son los alféreces y solo llega a saberlo el mismo día de la fiesta”.13 13  Declaración de Bartolomé Carabajal (Macha/Anansaya), Nicolas Carajurí (Macha/Urinsaya), Nicolás Quispe (Pocoata/Anansaya), Pascual Flores (Pocoata/Urinsaya) y Julián Condo (Laymi), Octubre de 1770, Archivo Nacional de Bolivia, Expedientes Coloniales 1772, 120, ff. 16-17. Sobre la estructuración étnica del norte de Potosí en el siglo XVIII, véase Serulnikov (2006); Platt (1987a); y Adrián (1996).

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En síntesis, los caciques podrían haber sido sustituidos por autoridades de carácter municipal sólo de haber mediado mutaciones drásticas en los tradicionales patrones de ocupación discontinua del espacio de las comunidades y en los modos de distribución de los recursos agrarios y las obligaciones económicas entre sus miembros. La evidencia histórica sugiere empero que la mayoría de las familias campesinas norpotosinas continuaron derivando sus derechos de posesión de la tierra y pertenencia social de su afiliación étnica, no de su inclusión en determinadas doctrinas de indios.14 Fuera del norte de Potosí, la articulación entre autoridad política y estructuración étnica presenta otras características. En el caso de la región de La Paz, las formaciones precolombinas habían ya experimentado tras la conquista española un proceso más agudo de disgregación que en el norte de Potosí. Los grupos que conformaban los grandes señoríos aymaras del Collao, con importantes variaciones de grado y ritmo, fueron abandonando la ocupación de tierras en zonas distantes y gravitando hacia comunidades nucleadas con territorios contiguos. En provincias como Pacajes, Omasuyos, Sicasica o Chucuito, las comunidades quedaron agrupadas en lo que se ha definido como “confederaciones de ayllus” encabezados por caciques regionales hereditarios (Klein 1993, 58-60).15 Durante el siglo XVIII, este proceso de fragmentación se profundizó aún más conforme los ayllus locales comenzaron a impugnar su subordinación a los jefes étnicos de aquellas unidades sociales mayores. La crisis de autoridad de los tradicionales linajes de señores naturales aparece, por consiguiente, íntimamente ligada a la fractura de las antiguas unidades sociales altiplánicas. Sinclair Thomson ha notado, empero, que los masivas cuestionamientos a los caciques durante el siglo XVIII no procuraron ampliar el poder de alcaldes, alfereces o mayordomos. Los cargos en las fiestas católicas no constituyeron un factor determinante de legitimidad política puesto que, al menos hasta fines de la colonia, no existió fusión de la autoridad civil y religiosa basada en la institución de la doctrina. Por lo demás, las elecciones municipales eran formales y estaban en general controladas por los poderes rurales (incluyendo los caciques mismos) (Thomson 2002, 62). De suerte que quienes surgen como las nuevas instancias de gobierno comunal fueron las tradicionales autoridades de los ayllus locales (cobradores de tributos o jilacatas, indios principales y ancianos).16 Esta emergente jerarquía étnica 14  Sobre la estructuración étnica de Chayanta en el siglo XIX, véase Platt (1982 y 1987b). 15  Un análisis comparativo de los niveles de fragmentación étnica y territorial experimentados por el Collao y Charcas en Saignes (1991, 128). Un comparación de ambas regiones en la actualidad en Carter y Albó (1988, 456-458). 16  Según el autor, las cofradías y cabildos “estaban estructuradas en términos de la perdurable dinámica de los ayllus locales”. Los caciques tenían un rol dominante tanto en la elección de los miembros del cabildo como de los pasantes de

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pasó a estar por tanto bajo un control más directo de los campesinos; los cargos de hecho tendían a ser electivos y rotativos. Se va gestando así una transferencia de poder del ápice a la base de la comunidad, una progresiva democratización de los sistemas de autoridad que puso fin a los tradicionales principios nobiliarios. Los modelos de democracia comunal que se manifiestan antes y durante la sublevación liderada por Túpac Katari se originaron pues en los acostumbrados principios de representación de los ayllus locales. También en el caso Porco, una provincia lindante con el centro minero de Oruro, Roger Rasnake ha mostrado que hacia la década de 1750 los ayllus de Yura y de otras comunidades fueron perdiendo sus vínculos con sus enclaves ecológicos y dejaron de identificarse como Wisijsas, un señorío aymara que había formado parte de la confederación Karakara. Las comunidades mantuvieron su estructuración en ayllus y parcialidades, pero las identidades étnicas comenzaron a circunscribirse a las jurisdicciones de los pueblos de reducción. Aún así, los jefes comunales locales que emergieron en este proceso tenían las mismas características y atributos, si no necesariamente la misma extensión territorial y prestigio social, que los caciques previos (Rasnake 1988, 135-136). Miradas en el largo plazo, las reformas toledanas terminaron por erosionar las identidades étnicas precolombinas pero fracasaron tanto en su intento de reasentar a la población en pueblos de reducción como en imponer un sistema de gobierno municipal alternativo a los señores andinos puesto que los miembros del cabildo indígena “se encontraron eventualmente bajo el dominio de las autoridades hereditarias tradicionales” (Rasnake 1988, 101). En la aledaña provincia de Paria, Thomas Abercrombie ha encontrado un proceso similar de fragmentación territorial para las comunidades de Condocondo, Culta y Challapata, pertenecientes a los grupos prehispánicos de Quillacas y Asanaques. Aparecen sin embargo aquí dos importantes variaciones. La primera es que el autor encuentra en esta dinámica histórica un proceso de etnogénesis, esto es, la conformación de nuevas agrupaciones sociales surgidas de la agrupación de familias otrora pertenecientes a distintos grupos bajo la matriz de los pueblos de reducción. En el curso del siglo XVIII, los grupos que habitaban territorios multiétnicos se habrían ido fusionando entre sí, a la vez que rompiendo sus vínculos con las agrupaciones mayores a las hasta entonces estaban integrados. Simultáneamente, a diferencia de lo ocurrido en otras zonas del Alto Perú, la fiestas (Thomson 2002, 51-63 y 262-268). Existía en cambio “un sistema de cargos comunal” que conducía a la condición de “principal”. Este servía como contrapeso (o eventualmente alternativa) a los poderes establecidos --los cacicazgos y las autoridades civiles y religiosas. Las figuras centrales en este proceso fueron los hilacatas, quienes carecían de autoridad fuera de sus ayllus locales y representaron “the enduring, irreplaceable representatives of the community's base” (Thomson 2002, 47-48).

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autoridad política dentro de estas nuevas comunidades sí se fue transfiriendo de manos de los caciques al “sistema de fiesta-cargo”, un sistema integrado de cargos rotativos del cabildo indígena y las cofradías religiosas. Este doble proceso de “fusión y fisión” de las antiguas formaciones sociales andinas, y de emergencia de un nuevo régimen de gobierno comunal, es el que estaría en la base de las masivas revueltas indígenas contra sus caciques hereditarios hacia la época del levantamiento general de los pueblos de la provincia en 1780-1781 (Abercrombie 1998, 251-258).17 Podría afirmarse, en suma, que en contraste con las provincias cuzqueñas, en buena parte del Alto Perú y el Collao se produjeron generalizados cuestionamientos a los caciques de sangre. Ello se produjo en áreas donde los grupos tendieron a conservar sus tradicionales identidades étnicas y formas de ocupación del espacio (norte de Potosí), donde se presencia una fragmentación de las antiguas entidades políticas (la región de la Paz y Porco) o en zonas donde se observa la emergencia de nuevos grupos étnicos organizados sobre la matriz de la doctrinas de indios (Paria). Quisiera concluir este trabajo señalando que, aunque de orígenes diversos, este proceso trajo aparejado una trasformación fundamental en las nociones indígenas de autoridad. Diríamos que el descrédito de la aristocracia nativa se trasladó al principio mismo sobre el que se fundaba su poder: los indios dejaron de considerar los derechos de sangre como fundamento suficiente (o necesario) de la autoridad cacical. A diferencia de la “fiebre por títulos y genealogías que se apoderó de la elite indígena”, especialmente en el sur peruano, como respuesta a las agresivas políticas de los corregidores (O’Phelan Godoy, 1988, 19), los indígenas del Alto Perú no plantearon sus reivindicaciones de autogobierno en términos de derechos hereditarios sino de representación. Frente a los criterios de control social esgrimidos por los funcionarios provinciales para justificar la designación arbitraria de caciques interinos, o a los principios nobiliarios esgrimidos por los señores naturales, los indios del común apelaron a nociones consensuales de autoridad (sus líderes eran “aclamados” por la comunidad y los caciques vigentes eran considerados “despóticos”). Como por ejemplo se dijo tras el ajusticiamiento de un corregidor de la provincia paceña de Pacajes en 1771, era la comunidad, “el común”, donde radicaba el poder de decisión: “Muerto el corregidor –proclamaron los indios rebeldes- ya no había Juez para ellos sino que el Rey era el común por quien mandaban ellos” (Thomson 2002, 151). Un concepto análogo evocaron los miembros del grupo Laymi en los albores de la sublevación general 17  Para un análisis comparativo del proceso de conformación de Yura, Culta y Chipaya (un enclave Uru en una zona predominantemente aymara) en el siglo XVIII y de la aplicación de la categoría de etnicidad a estas formaciones sociales, véase Wachtel (1992). Para un balance general de esta problemática, véase Larson (1997, 353-359).

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del norte de Potosí al justificar la destitución de su cacique, un individuo perteneciente a un antiguo linaje noble del pueblo. Sostuvieron que “ahora decimos que ya no lo queremos por Gobernador por lo que experimentamos tantos maltratamientos y trabajos, sino que se nos nombre otro gobernador a quien la comunidad eligiese que sea de nuestra clase” (Serulnikov 2006, 330). ¿Cuál es la concepción de autoridad étnica que va emergiendo detrás de estos conflictos? Para sintetizarlo en pocas palabras, diría que es posible detectar una definida conexión entre las concepciones de gobierno comunal y la función social de los caciques. Las extendidas protestas colectivas que sacuden el mundo rural altoperuano, y que crean el clima para la sublevación de los amarus y kataris, estuvieron dirigidas a cerrar la brecha entre la racionalidad social y la racionalidad política de las estructuras andinas de gobierno. Dado que el uso de la fuerza de trabajo, el dinero y los excedentes agrícolas comunales debía estar sujeto a una serie de normas redistributivas consuetudinarias, y dado que durante el siglo XVIII el acceso al cargo estaba en la práctica cada vez más desligado de criterios nobiliarios y los descendientes de los antiguos “señores naturales” dejaron de ser vistos como los defensores del interés general, la legitimidad de los caciques comenzó a fundarse exclusivamente en la naturaleza de su gestión. Ello condujo a la defensa de un modelo dialógico de legitimidad política por el cual los indios del común se abrogaron el derecho de exigir la remoción de sus jefes, y la designación de sus reemplazantes, conforme a la presunta competencia para cumplir con sus responsabilidades hacia la comunidad y el estado. Si el desdeño por los derechos hereditarios de los señores andinos había servido a los corregidores como medio de estrechar el control sobre los pueblos bajo su mando, sirvió también a los indígenas como medio de reafirmar la naturaleza reversible, representativa de la autoridad cacical. Las consecuencias de largo plazo de estas mutaciones no debieran ser subestimadas. La paulatina reversión de pluriseculares procesos de diferenciación social en el seno de los pueblos andinos, así como la concepción de autoridad étnica como servicio más bien que como privilegio, en gran medida informaría los sistemas de gobierno comunal en los siglos por venir. Los contrastes con lo sucedido al norte y al sur del Lago Titicaca son una vez más palmarios. Mientras en el Cuzco y otras regiones del Perú la crisis de los cacicazgos iniciada tras la supresión de los levantamientos tupamaristas abrió paso, como ya hemos apuntado, a la lenta crisis del ayllu como célula básica de organización de la población campesina, en vastas áreas de Bolivia la comunidad indígena mantendría su vitalidad mucho después que los antiguos linajes de señores naturales se hubieran convertido en un distante recuerdo. Las instituciones de autogobierno continuarían ocupando un rol

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fundamental en la reproducción material y simbólica de los ayllus. Sólo que ahora serían los cargos de autoridad, no quienes lo detentaban, los que encarnarían la identidad grupal y la memoria histórica del conjunto.

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