EL IDIOMA DEL DESTINO Carmelo Sánchez Cabrera
EL IDIOMA DEL DESTINO
Carmelo Sánchez Cabrera
Prefacio
Cuál es el idioma del destino? Después de lo acontecido en
"¿
Babel se quedó en el aire esta duda con un perfume de generaciones cuyo almizcle irresistible ha ido erosionando el entendimiento de civilizaciones enteras. La fragmentación lingüística, con los años cada vez más poderosa, no ha conseguido desprenderse de ese gen universal. Porque todos, absolutamente todos los seres humanos, seguimos viviendo con un miedo al mañana escondido en la almohada. Y seguimos sin entender su idioma, aunque cada vez más ciencias e hijos suyos iluminados se empecinen en demostrarnos que la ecuación tiene fácil solución. Hay lenguas más sugestivas, otras más rítmicas y musicales, otras de precisión empírica y espartana… Todas provistas de ese toque divino original que permitió que hombres y mujeres pudieran compartir miedos, alegrías y experiencias a través de unos sonidos sabiamente cincelados en los talleres de la fonación y de las ideas. Con el idioma se dotó de alas a los sueños y surgió aquí un hito en la raza humana que la alejó definitivamente de la ingenua subsistencia vital de los otros hermanos de la Creación. Y en ese camino recién descubierto los hombres más lúcidos pudieron comprobar que una palabra tenía en sus entrañas más poder de sanación que todos los ungüentos y medicinas del -2-
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mundo entero. Que en el discurso del aliento y de la solidaridad se hacían grandes las personas y, sobre todo, conseguían espantar las molestas moscas de la soledad, ésas que ponen los huevos en el desencanto. Pero también en esa senda los hombres más crueles descubrieron que una palabra podía hacer más daño que una espada, y que con el almíbar de la persuasión se podían controlar aldeas enteras. Surge así el poder satánico del discurso, una religión que en la procesión de los siglos ha ido añadiendo cada vez más tronos y cofradías, y, sobre todo, santos y santones devotos infatigables de su maquinaria. Sin embargo, esa cabalgata multicolor de sonidos y concepciones, que avanza con paso triunfal sobre el piso firme del presente (un presente alimentado con los opíparos banquetes del pasado) tiene en su horizonte un futurible talón de Aquiles. Un borrón que se despliega en el mapa oscuro de lo incierto y que ahoga su sonido multirracial en la charca universal del silencio. El silencio… Antes que Babel seguro que fue el silencio. No hay otra explicación razonable y posible. Cuando Adán y Eva fueron creados por Dios, seguro que bordaron su primigenia felicidad en el silencio. En ese feliz aislamiento del mundo sonoro eran poderosos los abrazos, las caricias y los guiños de complicidad. Eran felices porque ese lenguaje de signos era más puro y -3-
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sincero, y no podía guardar en sus entrañas ningún atisbo de mentira o de perfidia. Hasta que llegó la exaltación en forma de serpiente y la tentación en forma de manzana… La necesidad de interpretar un reto hasta entonces inimaginado obligó a Adán y a Eva a buscar otras formas de entendimiento (o de desentendimiento). Y tras el chasquido mágico del mordisco femenino comenzaron a oírse las primeras voces del Universo. Hasta la fecha. Es probable que después de este diluvio universal de voces y de idiomas, la nave de la humanidad vuelva al silencio. Pero, ¿qué silencio? ¿Tal vez el silencio eterno de lo que ha terminado, esto es, el silencio de la muerte? ¿O un nuevo silencio, similar al del Paraíso, que vuelva a permitir dibujar caricias y besos sinceros? ¿O simplemente nos estamos refiriendo al silencio de lo incierto, al sonido de la duda? Sea lo que fuere, lo cierto es que en medio de ese silogismo destructivo o constructivo se ha levantado una muralla que separa los países del silencio y de la palabra. Dicen algunos entendidos que bajo esa muralla se ha encontrado un pequeño túnel, presuntamente excavado por unos extraños ratones. Esos roedores, dueños del sonido y del silencio, y, por tanto, de todos sus secretos, tal vez se hayan convertido en mascotas del destino y hayan sido amaestrados por Dios o por el mismo diablo. De momento, la raza humana no ha sido capaz de -4-
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construir trampa alguna para cazarlos. Tan sólo nos podemos conformar con oír sus chirridos o ver su desesperada carrera mientras nos esforzamos en desenterrar día a día el tesoro de estar vivos. Tal vez en esos agudos sonidos, casi imperceptibles para el oído humano (cada vez más sordo por el ruido de su propio egoísmo), resida el mensaje de nuestras grandes dudas…" Marcell Llum, día 12 del mes de marzo del Año del Señor de 1459. (Texto extraído de los informes del cardenal Jaume Milà, que fueron redactados tras el exorcismo practicado a doña María de las Casas Bracamonte, esposa de don Pere Milà i Centelles, señor de Albayda, Reyno de Valencia, y traducido al castellano moderno por Gabriel Quesada Marrero).
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Parte primera
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Capítulo primero de la parte primera. Que trata de la extraña dolencia de la señora de Albayda y de las acciones llevadas a cabo para su sanación.
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— a señora se nos va –susurra un sirviente en el corredor contiguo a la alcoba de la marquesa. —Tal vez haya llegado la hora de reunirse con su amado esposo —añade una doncella—. Descansad si os place, yo me quedaré un rato más a su cuidado. —¡Venid! ¡Venid presto, por Dios! —grita otro criado desde la puerta de la habitación—. Llamad a algún médico que la señora está delirando. Yo no sé lo que dice. Si acaso algún demonio se ha apropiado de la su alma y la obliga a expresarse con lengua de Satanás. — ¿No estaréis exagerando, Enric? —le pregunta la doncella—. Anoche también pude sentir su voz en mi vigilia, y tan sólo me pareció que hablaba en sueños. — ¡Que no hablaba en sueños, por Dios Nuestro Señor! Venid y comprobadlo. Os juro por mi honor que la señora se ha transfigurado, que bien sé yo cuándo una persona está en brazos de Morfeo. El sol esparcía azahares de luz por la llanura caliza de la Vall de Albayda. Soledad de naranjales acompasada por el tañido -7-
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resultante de las fraguas de Atzeneta. En el castillo de los Milà hay un quejido de dolor que se retuerce por la desembocadura obligada de la vida. Doña María, la anciana señora, ha sido presa de unas extrañas calenturas que la han postrado en su lecho desde hace varios meses. Ni siquiera los más prestigiosos sabios y curanderos venidos desde todos los confines de Valencia han sabido dar con el quid de su enfermedad. Ni brebaje, ni sangría, ni cataplasma, ni ungüento alguno han servido para acercarla al puerto seguro de la existencia. En la alcoba matrimonial hay un continuo entrar y salir de fieles sirvientes, recatados ministros de la Providencia Divina y acérrimos defensores del Juramento de Hipócrates. —Habla con lengua extraña, no propia de dominios cristianos —afirma un fraile que se acomodaba en una silla de la alcoba. — ¡Es el demonio! ¡Es el demonio! ¿Es que no os dais cuenta? —exclamaba alarmado Enric, el buen sirviente. —La señora ha experimentado una notable mejoría, bien veo que sí, pero no entiendo esa forma de proceder —decía un médico desde otro punto de la estancia—. En mi experiencia como galeno me he topado con algún caso como éste y, créanme, sólo se ha resuelto mediante exorcismo. —Si os parece podré hacer las gestiones oportunas para que el Obispado de Valencia nos envíe la correspondiente autorización y así realizar ese exorcismo— responde al momento el fraile. -8-
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—Llamaré a las hijas de los señores para que nos den su aprobación, si así lo creéis, señor —puntualiza la doncella. —Y además —añade el fraile— conozco a la persona más docta en lenguas de toda la comarca. Tal vez sus amplios conocimientos nos ayuden a entender las palabras de la señora. — ¿Os referís a Marcell Llum, el arcipreste de Xàtiva? — inquiere el galeno. —Decís bien, señor —responde el fraile—. Le conozco muy bien y no creo que sea capaz de despreciar un caso de estas características. La contestación del obispado de Valencia no se hizo esperar y vinieron a Albayda dos sacerdotes quienes, tras varias sesiones, levantaron acta de lo que allí sucedía. Estos enviados del obispo también denunciaron la presencia de un lingüista que, más que colaborar con la Santa Iglesia, estaba entorpeciendo sus labores. Consideraban el asunto de extrema gravedad porque el citado lingüista, que manifestaba ser arcipreste de la ciudad de Xátiva, no se había prestado a la colaboración en el oficio religioso, sino que se había empecinado en asuntos humanísticos de poco fundamento y provecho. Marcell Llum recibió a la semana siguiente una carta del obispado en la que se le ordenaba abandonar la investigación que estaba llevando a cabo en el castillo de los Milà, con amenaza de castigo ejemplar si no se obedecían las órdenes. En una palabra, sus rigurosos estudios filológicos, posiblemente esclarecedores y -9-
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de gran utilidad, habían sido descartados. La orden del obispo despertó su natural enojo, máxime cuando ya esgrimía sobre el papel algunas conclusiones interesantes. Marcell Llum conocía como nadie los vericuetos de la lengua del Lacio, dominaba el griego, el árabe, el italiano, el arameo, el castellano, el valenciano y el catalán; y conocía detalles de otras lenguas peninsulares como el vascuence, el portugués y el gallego. El firmante de aquel documento que tanto molestó a Marcell Llum era el franciscano Miquel Castault, obispo coadjutor de Valencia, un clérigo curtido en hagiografías, milagros y asuntos de difícil explicación humana, y que porta con sumo orgullo un sello de privilegio social e intelectual auspiciado por la familia Borja, archiconocida en los dominios del catolicismo por su directa vinculación papal. No era pues de extrañar que las tesis aristotélicas y prerrenacentistas de Llum fueran a chocar de frente con el oscurantismo medieval de Castault. Doña María de Milà, la señora de Albayda, estaba poseída por el diablo. La noticia se extendió por toda la comarca como un reguero de pólvora. ¿Cómo es posible que una señora tan buena con sus vasallos, ejemplar religiosa y alma caritativa donde las hubiere, haya sido víctima del rapto cruel de Satanás? La nube oscura del temor se cernía sobre los habitantes del valle. Mal presagio, sin duda. La visita de Belcebú traerá seguro sequías, malas cosechas, nuevos episodios de peste o sabe Dios qué más - 10 -
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castigos escondidos bajo el manto bermellón de su maldita presencia.
En su residencia de Xàtiva, Marcell Llum examinaba con minuciosidad las notas tomadas en el castillo de la señora. En el discurso disparatado de doña María pudo atinar vocablos de procedencia variopinta. Como si portara un bisturí semántico, fue extirpando los términos latinos y romances de sus anotaciones. Términos que pudo notar que pronunciaba con un extraño aire extranjero, como si hubiesen sido adquiridos en una etapa avanzada de su vida. "Todos sabemos que doña María vino de tierras lejanas y que se casó aquí en Albayda con don Pere Milà, pero nunca se dijo cuál era su verdadera procedencia", musitaba Marcell Llum en la penumbra de su habitación, mientras la candela iba alcanzando la cúspide de su consumición. Pero también había leído casos en los que el don de lenguas se ha presentado milagrosamente en algunas personas. Sus amplios y versados estudios en Teología y Metafísica así lo confirmaban. A lo mejor, Castault podría tener razón. Lucifer también tiene ese poder de expresarse en la lengua que le plazca, y en su afán destructor, habrá escogido una de las más lejanas y extrañas para confundir si cabe más a los entendidos...
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"No lo sé, pero hay algo que no me termina de convencer — pensó—. Los conocimientos que tengo de casos de posesiones demoníacas no coinciden en nada con lo que he visto... Normalmente el demonio suele manifestarse con violencia, con términos blasfemos; y la dicción de la señora es dulce, melosa y sosegada. Tiene una melodía que recuerda mucho al italiano, pero no es italiano... Su tez desprende una extraña serenidad y su mirada perdida no conduce a tinieblas, no... Necesito seguir tomando notas, pero ese maldito Castault tiene todas las de ganar. Me ha vetado el acceso al palacio como si fuera un apestoso. Como si no perteneciera a la fiel legión de Jesucristo como él, y no tuviese otras pretensiones que la de hacer el bien." Estaba claro que esa extraña lengua que esbozaban los labios de la señora debía tener origen en su misteriosa y legendaria procedencia. Las anotaciones y los descartes iban estrechando el cerco, pero pocas lenguas de su competencia quedaban para encajar este mosaico. Llum había conseguido inventariar todos los términos que anotó en el rato que pudo estar en la habitación de doña María Milà. De 1.235 palabras recogidas, 107 son claramente tomadas del latín, 26 términos son castellanos y 58 del valenciano. Las frases en latín hacen referencia a actos litúrgicos, y las expresadas en castellano y valenciano hablan de hechos puntuales nada relevantes de la vida cotidiana de la señora. - 12 -
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De las 1.044 voces restantes, ha podido constatar que muchas de ellas tienen similitud con el vascuence. Pero hay un misterio: las frases anotadas en esa lengua del norte de la Península no coinciden con su gramática. ¿Habrá dialectos del vascuence escondidos en algún rincón recóndito del mundo? Además, esos más de mil vocablos no se corresponden con ninguna otra lengua conocida. Ni siquiera con el italiano que despertó sus iniciales sospechas, ni con el árabe en el que encontró algunas semejanzas. Por eso, Marcell Llum, consciente de sus limitaciones en el conocimiento del vascuence, e incapaz de desvelar el enigma de los conceptos apuntados, pensó que esas mil palabras hacían necesario un estudio más profundo, por lo que no dudó en emprender una nueva aventura; si tenía algún que otro contacto en las Vascongadas que le regalase averiguaciones para su apasionante proyecto, ¿por qué no hacer un largo e instructivo viaje?
En el dintel pardo de la tarde, dos cuerpos retozaban ajenos a la realidad hiriente de la cotidianidad. Esculturas móviles que agitaban entre suspiros la esencia vital a la que pertenecen, siguiendo el dictamen de la supervivencia pero con personal y humana interpretación. La sutilidad pálida de las manos femeninas se perdía por el horizonte rudo y viril de su amante. Más firme el instinto de la parte masculina, que asía con fuerza - 13 -
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el paisaje abrupto de los senos de la manceba, cuando no perseguía con su falo el ansiado refugio que lubrica las vidas que se pierden entre la gracia prieta de las femeninas piernas. Más sensual el instinto de la fémina parte, que reclamaba con sus extremidades calor y protección impensables en otras circunstancias. Dos figuras que buscaban con avidez el carpe diem más habitual y ordinario de los conocidos. También el más excelso y sublime. El misterio de la vida convertido en ludus. La boca sensual de la manceba, perdida entre un rubio y desgreñado juncal, envolvió con rítmicos movimientos el erecto obelisco de carne, la invertida columna con capitel jónico. El amante acariciaba el cráneo balanceante sintiendo en las yemas de sus dedos la tersura de aquel cabello trigueño. Pero su miembro buscaba oquedades sin rocas. Suavemente recuesta a la muchacha en la llanura de lino del tálamo para rematarla con su afilada espada, para darle la muerte más líquida y dulce. En afanada sesión de estocadas, el amante sentía cómo se le iban los bríos por las piernas y por la cintura, entre música de gemidos y jadeos. La súbita apertura de la puerta de la alcoba mancilló con témpano el abrasador fuego. - 14 -
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—Ay, Jaume, Jaume, a vuestra edad y todavía enredado en asuntos de lupanares. —Por Dios, Roderic —responde el amante mientras buscaba desesperadamente un refugio de discreción entre las sábanas—. ¿Por qué no habéis tenido la gentileza de llamar a la puerta? —Vaya, vaya —dijo Roderic mirando a la mujer—. ¿Cómo es que estáis acá haciendo compaña a Jaume, mi querida Ángela, si es a Lluis Joan a quien soléis agasajar? —Os lo puedo explicar, mi señor —dijo la mujer, paralizada por el miedo y la vergüenza. —No tenéis que darme explicaciones, señora —replicó Roderic—. Os agradecería que nos dejarais solos a mí y a Jaume, que tenemos que hablar de muchos asuntos. — ¿Y tiene que ser ahora, Roderic? —le pregunta Jaume con tono de reproche. —No puedo demorarme por la capital importancia que encierran los tales asuntos —contestó Roderic con voz sentenciosa. La dama, que se había vestido de manera apresurada, salió casi corriendo y sin despedirse de la alcoba. — ¿Sabéis lo que os puede pasar si lo que aquí ha acontecido llega a los oídos de nuestro primo Lluis Joan? —plantea con cierto cinismo Roderic. —Lo sé, lo sé –respondió Jaume—. Mas confío en la gran discreción de la que siempre habéis hecho gala. - 15 -
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—Gracias, mi querido primo, pero os ruego que no abuséis en exceso de la mi confianza. Y vestíos, que no tengo todo el tiempo del mundo. — ¿Y cuál es el motivo que os ha llevado a visitar mi casa a tan tempestuosas horas y a perturbar mi intimidad? —preguntó Jaume Milà mientras se vestía. —No intentéis ahora justificar la vuestra conducta deshonrosa, Jaume... De eso hablaremos otro día, porque lo que tengo hoy que contaros excede en importancia a cualquier otro asunto. —Vos diréis. —La señora de Albayda, vuestra querida tía, agoniza en su palacio, y, según me ha contado mi representante en la Diócesis de Valencia, el obispo coadjutor Miquel Castault, ha sido raptada por demoníacas fuerzas. Jaume Milà esbozó un ademán de desmesurado asombro. — ¡Santo Dios Bendito! ¡Mi tía doña María de Milà poseída por el diablo! Cosas extrañas he podido presenciar en mi azarosa vida, pero esto que me contáis es lo más inusual que puedan albergar mis oídos. —Castault mandó en su momento a dos sacerdotes de su más estricta confianza que redactaron un informe demoledor. La tal posesión es tan cierta como que estoy ahora hablando con vos. —Grande pena me causa tal desgracia, pero ¿qué tengo que ver yo con este asunto? - 16 -
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— ¿No presumís de ser hombre leído y amante de retos? —No presumo pero sí me enorgullezco, Roderic. —Pues aquí tenéis un gran reto. —No os entiendo… —Miquel Castault va a necesitar la pericia de un hombre culto como vos. Además de coordinar las labores del exorcismo, os encargaréis de levantar acta de todo lo que allí vieseis. —Pero si yo no tengo experiencia en esos menesteres, Roderic. —Supongo que habréis leído algo. Como sois un hombre tan culto… —No. De ninguna manera llevaré a cabo esta misión. No soy el hombre adecuado. —Yo creo que sí, Jaume. Y más os vale aceptar la tal misión… — ¿Me estáis amenazando? —No, querido primo. Pero puedo decir a Su Santidad el Papa que son ciertos esos rumores que le han llegado sobre la vuestra promiscua vida, tan alejada de esa imagen de arrepentimiento y de recato que tan astutamente habéis sabido ofrecerle. — ¡Sois una rata asquerosa! —Cuidad la vuestra lengua o yo soltaré la mía… Porque al nuestro común primo Lluis Joan seguro estoy que no ha de gustar en nada el vuestro cortejo a Ángela Rams. — ¡De la estirpe de las ratas sois, Roderic de Borja! ¡Una y mil veces lo afirmo y lo reafirmo! Como las tales, sois sucio, rastrero y capaz de meteros en todos los rincones. - 17 -
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—Es mejor que obedezcáis si queréis seguir manteniendo el vuestro prestigio en Roma y la holgada vida de la que hacéis gala. Os mantendré informado en todo momento. ¡Ah! Y no dejéis nunca a medio el cortejo a una dama tan bella y distinguida. La paz del Señor sea con vos. En la casa de Jaume Milà se oyeron otra vez gritos y gemidos, pero no de placer, que ya la dama, vestida y adecentada, bien lejos se encontraba. Ahora eran alaridos de terrible dolor propiciados por el látigo impune del amo que castiga a su indiscreto criado por permitir que se altere la paz sagrada de las cuatro paredes de su morada, así sea el mismísimo cardenal don Roderic de Borja el encargado de alterarla.
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Capítulo segundo de la parte primera. Que trata de los orígenes de la familia Borja, originaria de la ciudad de Xàtiva, que dio a la cristiandad dos Papas, Calixto III y Alejandro VI, y de la familia Milà, residente en el Reyno de Valencia y de gran prestigio y riqueza en la gloriosa Corona de Aragón.
El mensajero llegó a Valencia cuando el sol dibujaba sus últimos trazos de luminosidad en el horizonte. Un servil religioso se encargó de recoger la correspondencia, de acomodar en una celda al caballero y darle merecido refresco a su montura. Cumplido el obligado trámite de hospitalidad, el religioso cruzó el amplio patio en donde mascullaba líquidas letanías de frescor una fuente de estilo morisco, y se dirigió a las dependencias de Su Ilustrísima que se encontraba enfrascado en intelectuales lides. Las paredes estaban cubiertas por un océano de papel y cuero que agitaba su oleaje de conocimiento entre estantes de pino. A un lado de la estancia, en una humilde mesa iluminada por fulgores de cera, Miquel Castault daba permiso al fraile para que entrara. La densa atmósfera olía a insomnio y a sangre de aceituna quemada. Castault pudo reconocer con facilidad el distintivo papal. En la carta, firmada por Su Santidad Pío II, se le daba respuesta a un - 19 -
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asunto de su diócesis que él mismo había puesto en conocimiento de Roma hace algún tiempo. Conocidos los detalles que en su momento Castault había ofrecido sobre la situación de la familia Milà del Señorío de Albayda en el Reyno de Valencia, Corona de Aragón, en la que se atestiguaba la presencia de Satanás en el cuerpo de la desdichada señora doña María Milà, se le ordenaba la implicación directa en las labores encaminadas a la expulsión del demonio del cuerpo de esa buena feligresa. Los dos ventanales oculares del obispo se abrieron desmesuradamente, poniendo una nota de contraste en el enjuto y avinagrado rostro rematado con una grisácea y puntiaguda barba. No era para menos. Añadía la carta que en unos meses vendría desde Roma un cardenal experto en este tipo de fenómenos para coordinar todos los trabajos y para dar fe mediante acta de todo lo que en ese lugar aconteciere. Una súbita sensación de frío recorrió las cavidades de su flaco y desgarbado cuerpo, que bien dio la sensación de haber sacudido hasta las aterciopeladas fibras textiles de su hábito.
Brillaba el apellido Borja en el seno de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana con todo su insolente esplendor. Originario de la localidad aragonesa de la que tomaron el apellido, esta familia de estirpe guerrera se había instalado en Xàtiva desde 1238. A mediados del siglo XIV, el casco de esta - 20 -
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populosa ciudad levantina albergaba numerosos inmuebles que orgullosos lucían en sus portales la misma seña de identidad: un escudo de piedra en el que aparecía un toro. El toro del blasón familiar de los Borja. Corría el año del Señor de 1378 cuando en una de esas mansiones nacía un niño de nombre Alfonso, hijo de Domingo de Borja y de Francesca Martí. Había llegado al mundo justo cuando la cristiandad se revolvía en luchas intestinas por el denominado Cisma de Occidente, con un Papa en Roma y otro en Aviñón. En su infancia, Alfonso de Borja tuvo la suerte de cruzarse en el camino con el dominico Vicente Ferrer, archiconocido predicador nacido también en el Reyno de Valencia. Este encuentro le marcaría para siempre. Ferrer, en un halo de grandilocuencia profética, llegó a decirle las siguientes palabras: “Estás llamado a convertirte algún día en ornamento de tu país y de tu familia. Llegarás a la más elevada dignidad que le sea dado alcanzar a un mortal.” No se equivocó el dominico. Tras unos años estudiando leyes en Lérida, Alfonso de Borja llegó a ser Obispo de Valencia y Cardenal en Roma. En 1455 accedió al trono papal con el nombre de Calixto III. La profecía de Malaquías se refería a él como bos pascens (el buey que pace), en clara alusión al escudo de armas de su familia, en el que aparece un toro dorado paciendo. El Cisma de Occidente en estos años era tan sólo un recuerdo borroso y la Iglesia volvía a ser una unidad compacta e - 21 -
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indivisible en la que el Papa era un jefe de estado único y con un poder incuestionable que trenzaba a su albedrío los hilos del telar político europeo. En la jerarquía de la curia en la época renacentista, el cargo de cardenal era uno de los más codiciados. No era un requisito el haber sido obispo para acceder al puesto, ni siquiera era necesario que fueran sacerdotes. No podían casarse, pero la mayoría tenían hijos, unos reconocidos y otros no. Tenían categoría de alto dignatario y hacían y deshacían a su antojo. Solían rodearse de una pequeña corte formada, principalmente, por personas muy allegadas a ellos, para “vacunarse” contra la traición: hermanos, sobrinos, cuñados e incluso, también, los hijos. Era, en definitiva, el imperio absoluto del nepotismo. El primer papa Borja —apellido que italianizarían por Borgia— no dudó en beneficiar a sus tres sobrinos, hijos de sus hermanas Catalina e Isabel: Lluis Joan de Milà y Roderic y Pere Lluis de Borja, que no tardaron en ser nombrados cardenales. Con desafiante arrogancia, paseaban su incipiente poder por los círculos más distinguidos de Roma, rodeados siempre de una cohorte de aduladores y advenedizos procedentes de Aragón y de Nápoles. Su altanería ante los romanos, hacia los que no ocultaban un cierto desprecio, concentró en ellos no pocos odios y envidias. La caja de los males se destapó cuando se supo que el anciano Calixto III agonizaba en el Vaticano, tan sólo tres años después de acceder al papado. Efectivamente, el 6 de agosto de - 22 -
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1458 fallecía Calixto III, tras negarse a abandonar Roma, que había sido devastada ese mismo verano por la peste. Murió asistido por el cardenal Antoni Cardá después de un mandato marcado por la cruzada contra el Turco —que había ocupado Constantinopla en 1453—, la consolidación del poder papal en los Estados Pontificios, y el equilibrio entre los reinos italianos. Después de unos sencillos funerales, fue enterrado en la capilla de Santa María de las Fiebres, en el Vaticano. Roderic era hijo de Jofré de Borja y de Isabel de Borja. Aunque comenzó sus estudios en Valencia, tras el ascenso de su tío al papado, le siguió a Roma. En la Universidad de Bolonia consiguió el doctorado en Derecho, con lo que pasó a ser notario apostólico. Su parentesco con el papa le valió para ser nombrado en 1456 cardenal diácono in pectore y legado para los estados de la Marca de Ancona. Al año siguiente, obtenía la vicecancillería de la Iglesia Romana, y en 1458, la titularidad del obispado de Valencia, cargo que delegó en varios obispos coadjutores. En ese mismo año participó en el cónclave que designaría al papa sucesor de su tío, Pío II.
A finales del siglo XIV, el noble don Joan del Milà, esposo de Geraldona de Centelles, dejaba en herencia a su hijo primogénito Joan Milà i Centelles la baronía de Massalavés. Este matrimonio había tenido otros tres hijos más: Lluis, que así se llamaba el segundo, haría carrera en Nápoles; Pere, el tercer hijo, - 23 -
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heredaría el Señorío de Albayda —con Carrícola y Adzeneta— y Ferrán, el benjamín, tierras y un palacio en Xátiva. Joan Milà i Centelles, conocido como El Antiguo, se había casado con Catalina de Borja, hermana del papa Calixto III, y serán padres de Pere y de Lluis Joan de Milà y Borja. Pere había sido camarero de Alfonso V y también estuvo a su servicio en la guerra de Nápoles. Se casó con Cubella de Aduche y fue castellán y gobernador de Torpea y otras tierras en Calabria. Por su parte, Lluis Joan fue nombrado Obispo de Segorbe en 1455, y un año más tarde, cardenal con el título de los “Cuatro Santos Coronados”, gracias a su tío el papa Calixto III. Nombrado legado apostólico en Bolonia y el Exarcado de Ravenna, ingresó en la Universidad de Bolonia donde estudió Derecho Canónico junto a su primo Roderic de Borja. Tras la muerte del Papa Calixto III, se reincorporó a su diócesis de Segorbe-Albarracín. Lluis Milà i Centelles, que formará la línea secundaria de Nápoles, fue padre de Ausiàs del Milà, camarero de Alfonso IV y casado con Luisa d’Alagno, hermana de Lucrezia, la amante del rey. Fueron padres de Jaume del Milà i d’Alagno, señor de La Scala (Calabria), de cuya descendencia destacará Jaume del Milà i Pignatelli, marqués de San Giorgio. El hermano más pequeño de Joan, Ferrán Milà i Centelles, que tuvo una juventud azarosa y disoluta, dilapidaría toda su herencia y se convertiría con el tiempo en terrible mercenario. En la - 24 -
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última fase de su vida atemperó sus ánimos y murió siendo un rico y respetado comerciante en la ciudad de Sevilla. Pere Milà i Centelles, noble caballero que durante la mayor parte de su vida había prestado sus servicios a la Corona de Aragón, heredó el Señorío de Albayda, que comprendía un extenso y fértil valle de floreciente economía. Albayda “la blanca”, como delata su nombre, fue fundada por musulmanes. Después de su conquista, los musulmanes fueron expulsados tras una rebelión, repoblándose la zona con colonos catalanes, aragoneses y castellanos. Fue incorporada a la Corona de Aragón por el rey Jaume I en 1244. Hasta el año 1269 perteneció a la Corona, pasando después a la familia Vilaragut, a quien se la compró don Joan del Milà en 1377. A Pere le tocó acometer, en primera instancia, la construcción de un palacio, junto a las ruinas de la antigua muralla que rodeaba la ciudad, que ostentara en blasón esculpido en piedra la grandeza de su apellido e inmortalizara las armas de su linaje. Pere Milà, por su carácter aventurero, había desarrollado múltiples empresas al servicio de su adorado Rey de Aragón, Martín I, llamado también El Humano, algunas de ellas en lejanos y exóticos territorios. Pero la muerte de su rey en 1410 llevó a Aragón a un período oscuro que concluyó en 1412 con el Compromiso de Caspe. Desengañado por las resoluciones allí adoptadas, decidió retirarse de las intrigas palaciegas, regresar a - 25 -
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su patria chica, administrar sus numerosas haciendas, y, lo más importante, fundar una familia. En cierta ocasión, el señor regresó desde Sevilla, tras cumplir una misión encomendada por su rey, acompañado por una bella y misteriosa dama. Envueltos en una enorme satisfacción, los habitantes de Albayda vieron con el tiempo cómo su señor Milà se desposaba con aquella señora tan elegante, justa y misericordiosa. Fruto de esa feliz unión, nacieron sus dos únicas hijas, Aina y Violant. No quiso el destino concederle la gracia de al menos un varón para continuar con los preceptos del señorío. Además, su marcada vocación religiosa propició que las dos niñas ingresaran en el convento de Mare de Deu del Remei. Don Pere Milà vivió el resto de su vida entregado a la administración de sus propiedades y a desarrollar sus grandes pasiones: la caza y la literatura. En las estancias de su flamante palacio se apilaban valiosísimos volúmenes de ciencias diversas que todas las tardes se encargaba de hojear con llamativa fruición. En el arte de la caza poseía una sin igual destreza y, siempre que sus ocupaciones se lo permitían, transitaba las dehesas y bosques de su propiedad acompañado de amigos y lacayos, en busca de algún trofeo animal. Hombre de exquisitos ademanes, diestro en el manejo de las armas y de las letras, por méritos militares adquiridos a lo largo de su vida, consiguió substanciosos favores de la Corona de - 26 -
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Aragón y en los horizontes del Reyno gozó de gran reputación y prestigio. Pero le privó el destino de la prolongación de sus esfuerzos a través de la descendencia masculina. Y ese fue el único sinsabor que le acompañó en una siempre ascendente existencia llena de éxitos sociales y económicos.
Después de su aventura por tierras vascas, Marcell Llum ha traído una alforja llena de anotaciones a su residencia de Xàtiva, dispuesto a acabar definitivamente con el misterio articulatorio de la señora. Pero también un montón de dudas. No termina de cuadrar el material recopilado en la visita al castillo con sus lúcidas y bien contrastadas explicaciones de la lengua vascuence. Sus amigos no lograron desentrañar muchas de las palabras anotadas, y santiguáronse al saberse conocedores de la extraña trama. En el análisis de la lengua de doña María Milà, Llum señaló una serie de características llamativas: -
Muchas palabras empiezan por ad, ag, at, ben, gua, tag... Predominio de los sonidos h, g, j, k. Lenguaje gutural. Pronunciación hiriendo la lengua al paladar y de modo torpe. - 27 -
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Advirtió algunas coincidencias curiosas. Por ejemplo, doña María en su discurso repetía continuadas veces la palabra “semidán”. Sus amigos vascos le explicaron que la palabra “senedan” en su lengua se emplea para expresar relaciones de parentesco. ¿Estaría la señora hablando algo acerca de su familia? Un caso interesante es el vocablo “arguineguín”, compuesto por el término “argi” (luz en castellano) y la forma verbal “egin” (fabricar, producir); en resumidas cuentas, “arguineguín” sería algo así como “hacer luz, iluminar”. También encontró en el soliloquio de la señora Milà algunas palabras con la raíz “eche”. En la lengua vasca, “etxe” hace referencia al hogar, a la casa. El asunto estaba cada vez más claro: la señora está hablando algo acerca de su casa y de su familia. Pero, ¿de qué casa y de qué familia? Si se refiriese a su esposo y a sus hijas podría utilizar el valenciano, su lengua habitual... Pero no es así. Marcell Llum seguía buscando sentido a otras palabras anotadas: “¿Qué significado tendrán los vocablos guanarteme, artemi, gofio, gánigo, gumidafe, attidamanan, faycán, acorán y gabiot? ¿Habrá nombres de personas o lugares? Porque si los hubiere, me podrían dar alguna pista esclarecedora... Y si fuese así, ¿dónde buscarla? A lo mejor son palabras demoníacas que la raza humana con sus limitados conocimientos no es capaz de - 28 -
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descifrar... ¿Hablarán de la fin del mundo?” El sabio de Xàtiva se estremeció al pensar esto último... Pero la investigación no había hecho sino comenzar. Las concomitancias lingüísticas no eran suficientes para aproximarse a la verdad definitiva del asunto, por lo que se tornaba necesario utilizar otros caminos. La procedencia de la señora constituía otro punto nada desdeñable, y, tal vez, era hora de dar un nuevo giro en el curso de sus trabajos. “Será cuestión de indagar en la partida bautismal de la señora”, pensó, “pero el misterio de su procedencia es tan insondable como las palabras que pronunciaba en su lecho de muerte. Vayamos por partes: doña María casó con don Pere Milà en la iglesia de Albayda. He oído hablar mucho acerca de esta boda, ya que fue muy comentada entre las gentes del lugar. Ha sido el enlace matrimonial más célebre en los últimos cincuenta años. La primera aproximación consistirá en revisar el acta de esa boda, y tengo los mecanismos necesarios para acceder a ella...” La mañana amaneció húmeda y fría. Marcell Llum cogió su montura y puso rumbo apresurado a la iglesia de Albayda, dedicada por el Rey don Jaume I a la Virgen de la Asunción en 1245. Sintió cómo el rocío de la madrugada le empapaba insolentemente su sueño repetido de tierras lejanas, tan lejanas - 29 -
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como desconocidas. Dos golpes en el robusto portón fueron necesarios para encontrar pronta respuesta. — Mi buen amigo Marcell Llum, cuánta alegría me da de veros —le responde con voz aterciopelada el sacerdote del templo. — También me alegra este encuentro, mi querido Andréu Peret. Vengo a implorar tu caridad para llevar a buen término un trabajo de investigación que estoy realizando. — En gracia de Dios pongo la mi caridad al vuestro servicio... Pero pasad, si os place, que bien supongo que a estas horas no habréis ni siquiera almorzado. En la humilde y humeante cocina los clérigos compartían una barra de pan que mojaban en un plato con aceite. El canto metálico de un gallo se colaba por un ventanuco de la estancia, junto con los primeros rayos de sol del día. — ¡Por Dios, mi buen amigo! ¿Sabéis bien dónde os estáis metiendo? — Bien os digo, mi querido Andréu Peret, que tengo que desentrañar esa extraña lengua de la señora para saber lo que dice Lucifer. — Tengo noticias de que Su Ilustrísima, el Obispo Coadjutor de Valencia, se ha encargado personalmente de - 30 -
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llevar este asunto, y no hay otra persona más docta que él en todo el reino para este tipo de entuertos. Entonces, ¿por qué queréis entrometeros? — Ya es casi algo personal, Andréu Peret. Un criado de los señores vino a mi casa para contarme lo sucedido y suplicar mi ayuda. Cuando llegué al castillo me encontré con dos sacerdotes de la ciudad de Valencia enviados por el obispo. Me dieron permiso para entrar en la alcoba de la señora y anotar todo lo que de sus labios saliera. Después de una intensa mañana plena de anotaciones y razonamientos, salí a tomar respiro cuando encontreme de frente con ellos. En ese momento sentime sumamente orgulloso de compartir con estos enviados del obispo mi humilde trabajo. Pero me miraron con desprecio... —
¿Y por qué creéis que os hicieron tal cosa?
— Decían que el asunto era muy importante como para estar perdiendo el tiempo con bagatelas intelectuales. Me sentenciaron que cómo podía estar absorto en banalidades cuando el diablo está campando a sus anchas por el castillo. Al momento, llamaron a las hijas de los señores e indicáronles que yo no era la persona adecuada para este tipo de menesteres... — ¡Cuánto me duele escuchar lo que oigo, mi estimado Marcell!
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— Y desde ese entonces, me han apartado del castillo y de la investigación como si fuera un leproso. Pero yo tengo muchas deudas de gratitud con el señor Milà, y he jurado por mi honor llegar hasta el final de esta historia. — Tened cuidado Llum, que tenéis frente a vos a la más alta autoridad eclesiástica de Valencia. — Bien sabéis, Andréu Peret, que no deseo hacer mal alguno, sino tan sólo satisfacer mis ansias de verdad. Por eso he venido hoy a suplicaros que me dejéis ver los archivos matrimoniales del templo. Los dos clérigos se dirigieron a la sacristía, en donde se apilaban con sorprendente orden todos los libros del archivo parroquial. — Os dejaré solo y procuraré que nadie os moleste —le indicó Andréu Peret. —
El Señor os pagará este grande favor que me hacéis.
Marcell Llum empezó a leer con meticulosidad cada una de las páginas de aquellos enormes y pesados libros. Al cabo de unas horas, detuvo su mirada en el año del Señor de 1412. Concretamente en un acta firmada el día cinco de octubre. Allí pudo leer que Pere Milà i Centelles, Señor de Albayda, contraía matrimonio con la cristiana conversa María de las Casas Bracamonte, bautizada en el Convento de Santa Inés de Sevilla - 32 -
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el 20 de agosto de 1406, siendo sus padrinos don Guillén de las Casas, Veinte y Cuatro y Alcalde Mayor de Sevilla, y su esposa doña Inés de Bracamonte, sobrina del caballero normando Jean de Bethencourt. Las fechas no le cuadraban a Llum. “¿En 1406? ¿Cristiana conversa? ¿Esto quiere decir que antes de esa fecha hay todavía más cosas que indagar de la señora? Ahora entiendo ese acento forzado tan propio de su dicción. Hay un paréntesis importante entre este año y el de su nacimiento que hay que descifrar, y para ello necesito viajar otra vez. No he estado jamás en Sevilla, por lo que esta visita servirá también para ampliar mi visión del mundo...”
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Capítulo tercero de la parte primera. Donde se cuentan las investigaciones realizadas por Marcell Llum en la ciudad de Sevilla.
El
sol imponía desde el cielo sus dictámenes más
descarnados cuando Marcell Llum arribó a la ciudad de Sevilla, la antigua Hispalis, llamada originariamente así por haber sido construida en la Edad de Bronce sobre un poblado palafítico. El viejo puente de barcas colgaba sobre el Guadalquivir el tesoro mudo de varios siglos de esplendor árabe. Y es que la esencia musulmana se palpaba hasta en el aire: palacios, alcázares, mezquitas, el gran alminar de la Giralda, las torres del Oro, de Abdelaziz y de La Plata, innumerables puertas, postigos almorávides y celosías que guardan secretos… Gracias al Guadalquivir, Sevilla ha sido desde siempre puerto fluvial de primer orden. Sin embargo, la prosperidad de la ciudad quedaría truncada cuando en torno al año 216 antes de Cristo los ejércitos cartagineses la destruyeron. La rivalidad entre romanos y cartagineses haría que durante la Segunda Guerra Púnica la Bética cayera en poder romano tras la batalla de Llipa. La ciudad sería reconstruida dando prioridad al primer asentamiento romano de la Península Ibérica: Itálica, urbe que dará dos emperadores a Roma, Trajano y Adriano. En la época de la - 34 -
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implantación del cristianismo destacaron las dos mártires sevillanas Santa Justa y Santa Rufina, patronas de la ciudad. La llegada de los visigodos abrió un período de cierta tranquilidad, destacando los célebres e ilustres obispados de San Leandro y San Isidoro. A partir del 711, la llegada de los musulmanes trajo como primera consecuencia una nueva etapa de prosperidad y como segunda una nueva denominación: Isbiliya, topónimo del que deriva su nombre actual. En 1248 entraron las tropas del rey de Castilla, Fernando III, dándose así inicio a la actual situación. Los cambios urbanos y arquitectónicos a partir de la etapa fernandina son fácilmente constatables por el gran número de edificaciones religiosas: los conventos de San Clemente y de San Agustín, los templos de Santa Ana, Omnium Sanctorum, San Juan de la Palma, Santa María la Blanca y San Gil, San Lorenzo, Santa Marina, Santa Lucía, Santa Catalina, San Julián, San Román, San Pedro, San Esteban, San Isidoro, San Marcos y San Vicente, el monasterio de Santa Paula, las iglesias de San Andrés y de San Martín, la Cartuja de Santa María de las Cuevas, el convento de Santa Inés... Fuera del ámbito eclesiástico, es menester destacar edificaciones tan emblemáticas como el Hospital de los Viejos, el Palacio del rey Don Pedro, la Casa del Rey Moro, el Palacio de las Dueñas o la Casa de Pilatos. - 35 -
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Fatigado por los rigores del viaje, Marcell Llum entró a una posada cuya vetusta y señorial entrada guardaba un cuidado jardín de morisca nostalgia. — En gracia de Dios os pido, tabernero, que deis hospicio a este siervo de Dios. —
¿Por cuánto tiempo os vais a estar, hermano?
— No lo sé aún. Tal vez unas semanas, tal vez un mes. Tengo que hacer unas investigaciones que no sé a ciencia cierta cuánto tiempo me van a llevar. — Cama donde reposar y la mejor comida de Sevilla tenéis a buen seguro, hermano. —
Dios os lo pague, tabernero.
— Y si no es indiscreción, ¿de dónde venís y qué tipo de investigación estáis realizando? — Soy Marcell Llum, arcipreste de Xàtiva, en el Reyno de Valencia, y estoy aquí en Sevilla porque busco a don Guillén de las Casas. —
Guillén de las Casas... Creo haber oído ese nombre...
En ese momento, un hombre de avanzada edad se inmiscuye en la conversación.
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— Perdonad que os interrumpa, mi santo señor, pero no he podido evitar la tentación... — Tú a tus cosas, Antoñito, y no te metas en donde nadie te llama —replica el tabernero con voz de pocos amigos—. Disculpad, padre, es un pobre viejo vagabundo capaz de vender la su alma por un vaso de vino. Y ese castigo me ha asignado la Providencia, tener que soportar todos los días su tan poco rentable presencia. — Hijo de Dios también es —responde Llum—. Servidle un vaso de vino y un poco de comida que bien veo que esa cara delata falta de pan. — Dios os lo pagará con su infinita gloria, padre — responde el anciano con exagerada reverencia. — Sentaos en esta mesa, hermano, que voy a traeros un poco de vino y comida para que os repongáis de tan fatigoso viaje —le dijo el posadero a Llum con diligencia. — Venid conmigo, anciano —profirió Llum dirigiéndose al vagabundo—. Quiero compartir con vos mesa y compaña. ¿Cómo os llamáis? — Mi nombre es Augerón, mi señor, mas esta pléyade de indeseables han cogido el costumbre de llamarme Antoñito, tal vez para hacer burla de mi escasa estatura. Efectivamente, el anciano no despegaba más de metro y medio del suelo, pero se mantenía increíblemente erguido a pesar de su - 37 -
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muy avanzada edad y no precisaba de bastón para caminar. Sus miembros recordaban una fortaleza inmensa en los años jóvenes por la robustez de su complexión. Su rostro ajado e inmensamente moreno le confería un aspecto extraño, no propio de estos cristianos dominios. —
Extraño nombre el vuestro. ¿De dónde sois?
— Ya ha muchos años que arribé a esta ciudad proveniente de la ínsula de Canaria. —
¿Y cómo llegasteis a tierra sevillana?
— Vos preguntasteis al tabernero por la familia de las Casas, ¿no es así? Por eso no pude evitar la tentación de interrumpiros. —
¿Qué os llevó a tomar esa decisión?
— Mi llegada a esta ciudad tiene que ver con esa familia que vos estáis nombrando. Marcell Llum escuchaba con grandísimo interés las palabras del anciano. Después de la comida y tras acomodarse el arcipreste en su habitación, decidieron dar un paseo para proseguir tan interesante conversación y, cómo no, para conocer las calles de tan importante y afamada ciudad.
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— El señor don Guillén de las Casas era el Alcalde Mayor de esta ciudad y casó con doña Inés de Bracamonte, que era a su vez sobrina del gran caballero don Juan de Bethencourt. — Hasta ahí llegan mis conocimientos, hermano. Por ventura, decidme si conocéis a don Guillén o no. — Don Guillén ya ha muchos años que entregó su alma a nuestro Dios, si es que os referís al viejo... —
¿Es que hay otro Guillén de las Casas?
— Un hijo suyo se llama igual. Tengo entendido que heredó el señorío de las Canarias, pero cedió tales derechos a su hermana Inés, casada con don Fernán Peraza, señor de Valdeflores...
Antes que los castellanos, los genoveses estuvieron en las Islas Canarias y la primera conquista se debe a Lanzarotto o Lancillotto Marocello, que descubrió la isla que en su homenaje recibió el nombre de Lanzarote. Le siguió Manuel Pesagno, Almirante de Portugal, que en 1341 destacó una nueva expedición a las islas. Por entonces el archipiélago canario, convertido en reino, era concedido por el Papa Clemente VI a Luis de la Cerda, Almirante de Francia, llamado Luis de España, nieto de San Luis y conocido como el Príncipe de la Fortuna, quien contó con la protección de Pedro IV de Aragón y armó naves mallorquinas, cuyo jefe fue Francesch de Valer, - 39 -
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futuro explorador de Tartaria. El 15 de noviembre de 1344 Luis de España fue nombrado Rey de las Canarias. En 1402 entra en escena el noble normando Jean de Bethencourt, que hipoteca su tierra de Grainville de la Teinturiere para correr una arriesgada aventura. Le procura fondos su tío Roberto de Robinet, de Braquemond, futuro Mariscal de Francia, que estaba casado con doña Inés de Mendoza. Bethencourt, con el apoyo del Rey Enrique III de Castilla, emprende la conquista de las Islas Canarias, aunque no consigue ejercer su dominio en todas. Las islas de Gran Canaria, Tenerife y La Palma se resistieron heroicamente a los numerosos embates de sus huestes. El normando dejó el mando del señorío a su sobrino Maciot de Bethencourt, y murió en su tierra natal en el año 1425. Maciot, hombre controvertido donde los haya, complicó muy mucho la cuestión del dominio señorial del archipiélago. Cedió los derechos, en primera instancia, a Enrique de Guzmán, Conde de Niebla, y en segunda al Infante don Enrique de Portugal. Finalmente el conflicto se arregló favorable a los derechos de Castilla.
Marcell
Llum parecía deleitarse mucho con el relato del
anciano Augerón, por lo que aquella tarde decidió tomársela de asueto y emprender al día siguiente su trabajo de investigación.
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— Contadme, noble anciano, más cosas de la familia de las Casas. — Pues, según tengo en entendimiento, don Guillén falleció como quince o veinte años ha. Hubo recibido el Señorío de las Canarias de manos de su padre, don Alfonso, y a su vez compró ciertos derechos al Conde de Niebla. — Y vos decís que don Guillén tuvo un hijo también llamado Guillén... — Así es, mi señor. También tuvo una hija llamada Inés. Al parecer, cuando murió don Guillén el viejo partió el señorío de las Canarias entre sus dos hijos, pero el mayor cambió su parte por unos terrenos aquí en Sevilla, propiedad de su cuñado. — O sea que la hermana Inés y su esposo pasaron a ser Señores de las Canarias. — Decís bien.... Pero, ¿qué interés puede tener para vos este asunto? ¿Habéis venido desde el Reyno de Valencia sólo para escuchar el cuento de este pobre viejo? — No, hermano, Dios me ampare que no. Pero veo que conocéis bien a la familia de las Casas, y en ellos creo que está la clave de las mis investigaciones. Venid, por caridad, venid presto conmigo que quiero enseñaros unos escritos que he traído de Valencia.
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Ya en la habitación, Marcell Llum extrajo de su equipaje los papeles en los que se encontraban las anotaciones realizadas a la señora de Albayda. Tras una rápida lectura, al anciano Augerón se le encendieron los ojos como dos antorchas, y le cambió súbitamente la color de la cara. Llum se había percatado del desconcertante ademán del viejo, y no pudo evitar la preocupación. Amablemente, el Arcipreste de Xàtiva le tendió el brazo y lo llevó hasta la cama, dejándolo caer suavemente. Rápidamente corrió a la taberna en busca de agua y algo de ayuda. — Ya os lo dije, hermano, que Antoñito no iba sino a traeros problemas. ¡A ver si algún día revienta y muere, para que nos deje a todos en paz! — Por Dios, tabernero, no pronunciéis esas palabras que el cielo todo lo escucha y en vuestra contra se tornará... De nuevo en la habitación, Llum dio de beber al viejo. Ya repuesto del desfallecimiento, se quedó sentado en la cama y, con la voz grave del aturdimiento, dijo: —
En verdad que casi me quitáis la vida con esos papeles.
—
¿Entendéis lo que dicen esas anotaciones?
—
Por supuesto, hermano. Es la lengua de mi tierra.
—
¿Queréis decir que lo que dice la señora es canario? - 42 -
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— Por ventura, señor, contadme ahora vos por qué habéis venido a Sevilla, quién es esa señora que habla en mi lengua y me trae recuerdos turbadores que ya creía enterrados para siempre... — Doña María de Milà es la anciana señora de Albayda que, víctima de unas calenturas, está postrada en su lecho esperando la llamada de Dios nuestro Señor. Un buen día comenzó repentinamente a expresarse en lengua extraña, sembrando el miedo en su castillo, pues creen que habla con lengua de Satanás. — Bien veis que yo, que también conozco esa lengua, no tengo nada que ver con Lucifer, que buen cristiano soy. — Ayudadme, Augerón, ayudadme aunque en ello se nos vaya la vida. Vos tenéis la clave para salvar a la señora. ¿Vendríais conmigo a Valencia? — Antes quisiera, hermano, que me volvieseis a leer esos papeles, y yo os contaré verdades hasta donde lleguen mi memoria y mi entender.
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Capítulo cuarto de la parte primera. En donde Augerón.
se
inicia
el
relato
del
viejo
Mi madre se llamaba Attidamanan y fue mujer admirada y respetada en toda la isla de Canaria por sus asombrosos poderes. Mi padre se llamaba Gumidafe y fue grande guerrero y rey de Agáldad. Antes de mis padres, tengo entendido que la isla estaba dividida en diez reinos, que eran Agáldad, Telde, Araginez, Texeda, Aquexata, Agaete, Atamaraseid, Artubrirgains, Artiácar y Arehúcas. Pero de todos ellos, el reino de Agáldad era el de más prestigio. Alguien me contó en mi juventud que mi madre era la más hermosa doncella de todo el reino de Agáldad. Pretendida por los hombres, querida por todas las mujeres, asombrábanse por los extraños raptos que sufría y que le hacían entrar en comunicación con espíritus superiores y formular sibilinas respuestas. Un triste día sufrió la ofensa de un partido poderoso que intentó difamarla. Ella juró por su honor y por los huesos de sus antepasados que pagarían caro ese insulto cuando se convirtiera en única reina de toda Canaria. No pudieron evitar la risa por semejante disparate. ¿Cómo una simple muchacha iba a conseguir que todos los reinos se convirtieran en uno, máxime
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cuando en aquel entonces había pugnas con los guanartematos1 de Telde y Aquexata? Gumidafe era el rey de Agáldad y uno de los más valientes guerreros que jamás haya dado la tierra de Canaria. Cuando contrajeron matrimonio urdieron una inteligente trama fundamentada en la habilidad negociadora de mi madre y en la disciplina y estrategias militares de mi padre. Uno a uno, los diez reinos de Canaria fueron aceptando las propuestas de Gumidafe y Attidamanan y la isla quedó unificada en un solo guanartemato con capital en Agáldad. La profecía de mi madre se había cumplido y la venganza satisfecha. Yo soy el segundo de los hijos que tuvieron en su fecunda y próspera unión. El mayor de mis hermanos se llamaba Artemi Semidán que pasó con el tiempo a convertirse en el príncipe heredero. Aunque siempre tuve una vida llena de privilegios debo confesar que tuve mucha envidia de mi hermano. Privado de ser guanarteme2, mi padre me nombró faycán3 para guiar espiritualmente a mi hermano y a mi pueblo. Siempre tuvo mi padre la certeza de señalarme a mí como el único heredero de los poderes mágicos de mi madre.
1
Guanartemato: Reino. Guanarteme: Rey de Gran Canaria. 3 Faycán: Sumo Sacerdote de Gran Canaria, máxima autoridad religiosa. 2
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Aquella mañana yo venía del Tagoror
4
tras celebrar una
reunión con el guanarteme, mi anciano padre, con mi hermano el príncipe heredero y los seis guayres5 del Sábor6 o Sumo Consejo. Recuerdo que los miembros del Sábor analizamos con honda preocupación las pretensiones separatistas de Telde. No había nada claro. Los teldenses reclamaban para sí un nuevo reino que ocuparía toda la parte oriental de la isla, desde Guiniguada7 hasta Arguineguín8, incluyendo en esa hipotética jurisdicción los pastizales de Tinamar9 y Satautey10. Un asunto verdaderamente irritante que provocó la natural cólera de mi padre. Yo intenté aplacarla como mi entender y buenos principios me encauzaron. Ardua tarea. La negra nube de una guerra civil se cernía sobre nuestras cabezas. Así las cosas, abandoné el Tagoror envuelto en una gran preocupación, y con la honda tristeza de saber que algún día el sueño de mis padres se podría ver truncado por viles intereses separatistas. Recuerdo que era verano, época de Beñesmén11. Es el momento de recoger los frutos maduros y la cosecha, los preciados regalos de la madre Naturaleza, y por eso mi pueblo siempre ha celebrado este importante evento como un premio a 4
Tagoror: Espacio físico en donde se reunía el Consejo o Sábor. Guayre: Ministro o visir del guanarteme. En los gobiernos de Gran Canaria eran normalmente seis. 6 Sábor: Sumo Consejo o reunión de las máximas autoridades de la sociedad canaria. 7 Guiniguada: Barranco ubicado en el nordeste de la isla, donde hoy se asienta la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. 8 Arguineguín: Importante ciudad de los aborígenes situada en el sur de la isla. Fue residencia temporal de los guanartemes. Actualmente pertenece al término municipal de Mogán. 9 Tinamar: Comarca ubicada en el centro de Gran Canaria. Hoy es un municipio llamado Vega de San Mateo. 10 Satautey: Nombre aborigen del actual municipio de Santa Brígida, situado junto a San Mateo y a Las Palmas de Gran Canaria. 11 Beñesmén: Fiestas de Verano. 5
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los grandes esfuerzos de todo el año. La muerte de mi madre ha ya un tiempo y la delicada circunstancia coyuntural de Canaria me privaron del habitual júbilo que regala esta fiesta a manos llenas. Ciertamente, la grave situación política me sumió en un estado de honda melancolía y no tenía el ánimo para jolgorios. Pero la ley manda y yo, como faycán debía presidir todos los actos. Durante varios días se sucedieron convites y banquetes en medio de interminables bailes y cantos. También en el Beñesmén los más fornidos guerreros hacen muestra de su resistencia y agilidad. Ataviado con mi tamarco12 ritual y mis atributos sagrados, anuncié el inicio de la competición de lucha. Todo Agáldad esperaba con avidez el momento más emocionante del Beñesmén. Mi anciano padre presidía el desafío en su trono en compañía de mi hermano, el príncipe heredero, a quien noté, por cierto, obsequiando demasiadas miradas y sonrisas a una joven plebeya que se encontraba entre la muchedumbre. Los atletas se ungían los cuerpos con grasa y se abrazaban a los troncos de los árboles para fortalecer sus músculos. Tras los ejercicios de preparación, di la orden de comienzo del combate. No me acuerdo bien de los nombres de los contendientes, pero sí recuerdo que uno de ellos era de Araginez y el otro tenía una 12
Tamarco: Prenda de vestir aborigen, normalmente hecha con piel de cabra, aunque también se han encontrado tamarcos tejidos con materiales vegetales como juncos y palmas.
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llamativa cicatriz en la cara. Armados con guijarros, garrotes y tabonas13, se subieron a sus respectivas tarimas y comenzó la lucha. La gente gritaba entusiasmada con unos luchadores tan briosos que estaban dando un espectáculo magnífico. Pelearon hasta la casi total extenuación, si bien el de Araginez llevaba una ligera ventaja. Ordené parar momentáneamente la lucha para que bebieran y repusieran fuerzas con algo de comida, pero no quisieron hacer caso ni a los guayres, ni a los fayacanes14 ni a mí. Tal era la obsesión de vencer que ni siquiera repararon en tan elementales necesidades del cuerpo y del espíritu como el alimento y el descanso. En la reanudación, el de Araginez demostró tener más resistencia y si no grito “¡gama, gama!”15 termina matando al de la cicatriz. — Un combate verdaderamente magnífico —dije a mi hermano Artemi, que parecía no estar muy entusiasmado con la competición. — Perdonad, hermano, no he oído lo que me habéis dicho... — Decía que el combate ha sido magnífico... Pero veo que vos andáis enfrascado en otros combates más placenteros. —
¿A qué es hermosa, hermano?
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Tabona: Cuchillo rudimentario. Fayacanes: Jueces, personas encargadas de velar por la ley. 15 Gama, gama: Expresión aborigen que significa “basta, basta”. 14
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— Ciertamente, hermosa es. Pero, Artemi, ¿creéis que la situación que atraviesa nuestro gobierno está como para que vos perdáis el tiempo en amoríos? — No me habléis de ese asunto en este momento, hermano —me respondió con cierta altivez—. Sólo puedo deciros que padre piensa anunciar próximamente al Sábor que delegará en mí los designios del guanartemato. Y una cosa os digo, cuando empuñe la añepa16 aplastaré a todo teldense que quiera confundirnos con sus ideas separatistas. — Vaya, vaya. ¿O sea que padre os ha anunciado sus intenciones a mis espaldas? — Ya lo sabéis por mis palabras y eso basta. Así que preparad las mejores galas para coronar al nuevo guanarteme.
Efectivamente,
mi anciano padre entregó sus cansados
huesos a nuestro dios Acorán17 a los pocos meses de aquella aciaga conversación. La tristeza invadió los espíritus de los honrados ciudadanos de Agáldad y de toda Canaria. Por mi condición de faycán tengo que presidir los cortejos fúnebres y debo reconocer que, a pesar de mi cargo, soy débil ante el dolor humano. En la mayor parte de las ceremonias he tenido que
16
Añepa: Bastón de mando. Acorán: Dios del bien. Divinidad suprema en la isla de Gran Canaria. En la isla de Tenerife recibía el nombre de Achamán; en La Palma, Abora; en La Gomera lo llamaban Orahan; en El Hierro lo conocían como Eraorahan; y en las islas de Lanzarote y Fuerteventura se desconoce el nombre de ese dios supremo. 17
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contener el aliento para no delatar la pena infinita que me infunde la muerte. Pero aquel día en el funeral de mi padre, no pude contener las lágrimas y tras el responso, me abalancé desesperado sobre la momia de mi progenitor que descansaba serena en su chajasco18. Aquel gesto provocó el estupor de guayres, fayacanes, guafayacanes19, faya-rahucanes20, nobles y plebeyos en general. Ver al faycán, a la máxima autoridad religiosa de Canaria, llorando como un mortal era algo inaudito, casi ofensivo a las infranqueables leyes de nuestros antepasados. Pero soy hombre, y también hijo, y no puedo arrancar de mi pecho el cariño y la admiración infinitos que siempre tributé a mi padre, el famoso Gumidafe, el más grande guerrero que jamás haya visto la abrupta y accidentada tierra de Canaria, que con su tesón y disciplina consiguió crear el más poderoso guanartemato jamás visto en la Historia. Todavía roto por el dolor de la muerte de mi padre, tuve que presidir la coronación de mi hermano Artemi Semidán, que, de esa manera, pasaba a convertirse en el nuevo guanarteme de la isla de Canaria. No pasaron muchos meses y pude comprobar con horror la masacre de cientos de teldenses que habían puesto en marcha su trama separatista. Mi hermano comenzó su reinado 18
Chajasco: Larga pieza de madera de tea en donde se depositaba la momia de un difunto. Guafayacán: Coadjutor o auxiliar del fayacán. 20 Faya-rahucán: Encargado de acaudillar las tropas, normalmente elegido por el guanarteme en la junta anual con sus guayres. Normalmente el faya-rahucán es elegido por su valentía o valía militar. 19
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con buen pie al haber conseguido con relativa facilidad ahuyentar el fantasma de la escisión. Canaria era una al servicio de un joven y prometedor guanarteme del que se esperaba prosperidad, concordia y buenas cosechas. Y, como era de esperar, tampoco tardó mucho el guanarteme en anunciar su boda. Aquella plebeya consiguió al final atravesar la armadura de su corazón. No tengo nada contra esa muchacha, pero acariciaba el sueño de que mi hermano pusiese sus ojos en la hija de algún guayre o noble de Agáldad. No. Tuvo que enamorarse de una pastorcilla de Arguineguín, despertando sentimientos de decepción entre los ancianos que con tanto entusiasmo lo saludaron poco tiempo ha como un prometedor guanarteme. — Hermano —me dijo aquel día con los ojos brillantes de la emoción—, quiero que sepáis que quiero casarme. — Es menester de todo buen guanarteme asegurar su descendencia —le respondí no sin cierta frialdad. —
Veo poco entusiasmo en vuestras palabras.
— Vos me habéis privado de él, Artemi. Estoy francamente decepcionado con vuestra elección. — Aunque seáis la máxima autoridad religiosa, no está escrito que podáis interceder en los designios de mi corazón.
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— Cierto es, Artemi, pero no os hablo como faycán, sino como hermano. ¿Creéis que nuestros padres estarían orgullosos por vuestra elección? — Insisto, Augerón, es la mujer con quien me quiero casar, y no voy a ceder a presión alguna. — Contra la voluntad del guanarteme no puedo luchar... Mas decidme, hermano, ¿cómo se llama la muchacha? — Tazirga. Ya he hablado con sus padres y tengo constancia de que ha comenzado su acicalamiento para que en la próxima luna seamos marido y mujer. — Lo tenéis todo minuciosamente preparado, como bien puedo comprobar. Nuevamente planeáis sin contar con el beneplácito de vuestro hermano. — He querido que comenzara ya a engordar para no demorar más mis pretensiones. — Os felicito, hermano y os deseo de todo corazón que seáis muy felices por el bien y el futuro de nuestra Canaria.
No sé si he sido excesivo con mis prejuicios. Pero me parecía tan poca cosa aquella muchacha, que no terminaba de aceptar que la madre del próximo guanarteme de Canaria sea una maúra de Arguineguín.
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Al menos no es la hija de un carnicero. ¡Eso sí que sería un auténtico escándalo! Sus padres, aunque humildes, no han manchado jamás sus manos con sangre animal, y mis asistentes me los señalan como excelentes vasallos. Su nombre hizo mover en mi cabeza una serie de pensamientos y extrañas premoniciones. Tazirga, sugestivo nombre. ¿Por qué sus padres decidieron llamarle “la perspicaz” y no “la guapa”, “la del cabello hirsuto” o “la de los ojos bonitos”, como suele hacerse con las niñas en circunstancias normales? Supongo que algo más que una cara agraciada y un cuerpo exuberante tendrá para haber seducido a mi hermano, a todo un rey. Así que un día decidí acercarme a su casa. Con la excusa de la realización de unos rituales, me desplacé hasta Arguineguín y pasar allí unos días. Imaginad el grande revuelo que produje cuando llegué a la cueva donde moraba con su familia. Sus padres, cuando supieron de la visita del faycán, desplegaron todas sus mejores galas: gánigos21 repletos de leche y miel, sabrosos higos y támaras22, gofio23 recién molido, lapas frescas, carne de cabra...
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Gánigo: Cántaro, vasija de barro. Támara: Dátil, fruto de la palmera. 23 Gofio: Harina de cereal tostado. 22
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— Aicá maragá24 —me decían entre infinitas reverencias y muestras de sumo respeto—. Nuestra familia no es digna de tan majestuosa visita. — En verdad os doy las gracias por tantas muestras de hospitalidad. Gabiot25, desde luego, no puede profanar hogar tan limpio y honrado, y os garantizo que jamás paseará su maldita presencia por el calor de esta morada porque yo seré el primero en impedirlo. — ¿Qué os ha movido, mi señor faycán, para honrar mi indigna cueva con vuestra santa presencia? —me preguntó el padre de Tazirga, en actitud sumisa y con el rostro agachado para no mirarme a los ojos, como manda la ley en el trato a tan elevada autoridad. — Quiero hablar con vuestra hija Tazirga. Decidme dónde está. Señaláronme la cueva en donde la joven se encontraba alimentando su hermosura. Es tradición de mi raza que la novia debe engordar todo lo que pueda un mes antes de la ceremonia del casamiento. Es símbolo de belleza y garantía de que los hijos que nazcan del matrimonio serán fuertes y robustos. Allí estaba, tumbada sobre una piel de cabra y rodeada de toda suerte de manjares. Debo intuir que algo ha hecho mi hermano en materia de atenciones, porque tantos y tan exquisitos 24 25
Aicá maragá: Expresión aborigen que significa “sed bienvenido”. Gabiot: Dios del mal.
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alimentos no puede proporcionar la exigua economía de unos simples maúros26. Turbola mi presencia momentáneamente, levantándose con presteza de su lecho e hincándose de rodillas para besarme los pies. — Seguid en vuestro lecho, Tazirga, que no está en mis pretensiones alterar el proceso más importante de toda mujer. — Mi señor faycán, ¿en qué puede atenderos una humilde sierva como yo? — He querido conocer mejor a la futura esposa de mi hermano. Y mis ojos constatan que de belleza sabe mucho el guanarteme. — Me honran sumamente esas palabras, y más sabiendo la boca que las pronuncia. — También veo que además de bella eres arrogante. ¿No sabes que no puedes mirar jamás a los ojos de un faycán? Esa actitud podría costarte la vida, muchacha. — Vos sabéis que una mujer en la preparación de sus bodas no puede recibir visita alguna. Y esa ley también la estáis violando.
26
—
Recuerda que soy el faycán, campesina.
—
Recordad que yo seré la madre del futuro rey, Augerón.
Maúro: Campesino, hombre del campo.
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Cuando pronunció mi nombre temblé ante la arrogancia y la seguridad de aquellas palabras. Ahora entiendo qué pudo cautivar a mi hermano en tan singular cárcel de amor. Pero no podía dejar empañar mi honor. — Os estáis jugando la vida, Tazirga. Sabéis que tengo la autoridad suficiente para impedir la celebración de estas bodas. — Vos conoceréis mucho de leyes divinas, pero ignoráis el poder del amor verdadero, mi señor faycán. — ¿Ah, sí? ¿Y qué te hace pensar que yo no entiendo de los humanos menesteres? — Vuestro hermano me ha jurado su amor, y la palabra de un hombre es inviolable. Pronto tendremos la dicha de compartir nuestro cariño por el resto de los tiempos. — Ambiciosa es la futura esposa del guanarteme. ¿Habláis de amor en lugar de intereses? — ¿Veis cómo no tenéis entendimiento? Cuando conocí a Artemi, no sabía que era el príncipe heredero. Él tampoco lo quiso hacer saber. Distinguiole siempre su discreción y disimulo, que nos permitió vivir nuestro romance lejos de los más despiadados comentarios. —
¿Cuánto tiempo hace que conocéis a mi hermano? - 56 -
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— Muchos años ha que el destino nos regaló nuestro encuentro. Y creedme, Augerón, amo a Artemi más que a mi propia vida y ni siquiera vuestro infinito poder divino podrá separarme de él. Volví a Agáldad taciturno y envuelto en una infinidad de pensamientos. Aquella mañana transcurrió casi sin darme cuenta de lo absorto que iba por el camino. Llegué hasta la misma falda del Bentayga27, y decidí detener mi marcha para reponer fuerzas con algo de comida y para consultar a Acorán todas las dudas que invadían mi espíritu. Recibiéronme con agradable hospitalidad las gentes del lugar que me obsequiaron con toda suerte de manjares. Saciado mi apetito, quise dirigirme al almogarén28 que yo mismo mandé construir en esta sagrada montaña años atrás para proceder a mi divina consulta. Magec29 paseaba por el azul cielo regalando a manos llenas la bendición de su luz y su calor, y el viento parecía susurrarme las respuestas que ansiosamente buscaba mi razón. Allí pasé toda la tarde hasta que me sorprendió la noche con su negro tamarco y el aullido lejano de los tibicenas30. Después de mis oraciones me retiré a una cueva a descansar. Cerré los ojos y pude comprobar con asombro la aparición de mi 27
Bentayga: Montaña sagrada, situada en la zona central de Gran Canaria, concretamente en el actual término municipal de Tejeda. 28 Almogarén: Templo, lugar de oración. 29 Magec: El sol para los aborígenes canarios. 30 Tibicenas: Especie de perros lanudos en los que solía encarnarse el espíritu del mal o Gabiot.
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querida madre en sueños. Estaba espléndida, con toda la hermosura de su juventud. Decíame con gran claridad: “Hijo mío, guarda tus ojos de los hombres de luz”. Me desperté enormemente turbado, y no pude volver a conciliar el sueño. Cuando Magec lanzó sus primeros rayos, me dispuse a reanudar mi camino, y, tras despedirme de las amables gentes de Texeda, tomé rumbo a Agáldad con la esperanza de que Acorán aclarase el significado de las palabras de mi madre.
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Capítulo quinto de la parte primera. En donde se narran las bodas del rey de Canaria Artemi Semidán y Tazirga.
La noticia de la boda del guanarteme se extendió por Canaria como el soplido del bravo viento. Desde todos los rincones de la isla llegaron gentes de diversa clase para vestir a Agáldad con las mayores pompas que se recuerden en muchos años. Hasta las mismas harimaguadas31 rompieron momentáneamente su encierro, y abandonaron sus tamogantes32 para desfilar desnudas hasta la orilla del mar. En su baño purificador pedían a Acorán bendiciones para los desposados y un reinado próspero y de buenas cosechas. Debo reconocer que Tazirga encandilaba a todos con su única presencia. Sin duda alguna, es la novia más hermosa que jamás haya tenido yo la suerte de entregar en matrimonio. Mi hermano Artemi estaba exultante, luciendo orgulloso su tamarco real tejido con juncos y un elegante guapil33. Su piel morena exhibía los tatuajes inconfundibles de la estirpe de los guanartemes, y en su puño se cobijaba la añepa temblorosa por el pulso de la emoción. 31
Harimaguadas: Especie de sacerdotisas, mujeres consagradas al culto. Guardaban la virginidad y se dedicaban a la enseñanza y a la oración. Vivían una especie de clausura que podían romper en ciertos días para bajar al mar a bañarse. Llegada una cierta edad, podían dejar la vida religiosa y casarse, contando con la licencia del guanarteme. 32 Tamogante: Convento en donde moran las harimaguadas. 33 Guapil: Sombrero.
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Durante varios días y varias noches se sucedieron banquetes y fastos en medio de interminables cantos y bailes. Mi condición espiritual no me invita a inmiscuirme en mundanales placeres, y en esos días de desenfreno me retiré al almogarén para derramar gánigos de leche y manteca en señal de respeto a Acorán y dedicar largas horas a la oración, pidiendo especialmente por la felicidad de la nueva pareja. En mi solitario retiro seguía preguntándome por qué me había dicho mi madre en sueños que debiera guardarme los ojos de los hombres de luz. ¿Quiénes son los hombres de luz? ¿Qué daño podrían hacerme a mí o a mi pueblo? ¿Serán enviados de Gabiot? Imposible. Gabiot, cuando desea tomar forma mundana, se convierte en tibicena, nunca en hombre o mujer. Por más que buscara señal alguna en el firmamento o en la agudeza de la intuición, más perdido me encontraba... Vencido por el agotamiento, me dormí. Otra vez se me volvió a aparecer mi madre con otro nuevo mensaje: “La semilla emergerá de la tierra y germinará para salvar nuestra raza de los guerreros del horizonte”, me dijo esta vez, sumiéndome aún más en el abismo de la incertidumbre. Encontreme a mi madre llorando, y su llanto de abundante caudal caía sobre mis manos. Pude adivinar un ademán de compasión en su rostro. Me sentí terriblemente compungido, envuelto en el más inmenso sentimiento de tristeza que jamás - 60 -
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haya tenido. Y así, empapado mi sueño en igual llanto, me despertó el nuevo día.
La
vida siguió su curso natural, y, al poco tiempo, los
habitantes de Canaria tuvieron la ocasión de escuchar la noticia más dichosa: la esposa del guanarteme esperaba un hijo. La dinastía había conseguido ganar una generación más al natural desasosiego de la desaparición. El hijo de mi hermano vino al mundo envuelto en un buen presagio. Nació justo en la época en que Acorán nos trajo la lluvia que tanto y tanto habíamos pedido para asegurar las cosechas. Fue un año terrible. La sequía mermaba la fertilidad de nuestro campo y se temían hambres y miserias. ¡Cuántos gánigos tuve que derramar para que escucharan mi petición en el cielo! Pero Acorán, con su bondad infinita, no sólo trajo lluvias para los campos sino también un hijo para felicidad de los guanartemes y del pueblo canario en general. — Es un varón —me dijo Tazirga cuando fui a visitarla tras el alumbramiento. — Os felicito. Eso quiere decir que Canaria tendrá seguro guanarteme tras el reinado de mi hermano. Mas decidme, ¿qué nombre le pensáis imponer? — Mi esposo me ha sugerido el nombre de Atagother Semidán, y yo estoy totalmente de acuerdo con su dictamen. - 61 -
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— Bonito nombre. Apruebo de buen grado vuestra decisión. Y en ese momento, un lacayo del palacio anunció la llegada de una mujer. — Mi señora, disculpad la interrupción. Ha llegado la encargada de purificar a vuestro hijo. —
Que pase —respondió Tazirga con autoridad.
— Mi señora reina —le dije— creo que es momento de retirarme para continuar con mis oraciones. Dejadme acariciar al futuro guanarteme antes de proceder a mi retiro. Y allí estaba mi sobrino, en una cuna hecha con madera y pieles de cabra, con su aspecto rollizo y piel sonrojada. Descansaba plácidamente, ajeno a todo lo que acontecía a su alrededor. Tras besarlo tiernamente, me retiré. Es costumbre en mi pueblo que cuando un niño nace viene una mujer para verter agua purificadora sobre la cabeza. Es una práctica que se pierde en la noche de los tiempos y que se asemeja al bautismo de los cristianos. Un inmenso diluvio me alcanzó de camino a mis aposentos. No pude evitarlo. Me paré en medio del sendero, aún a sabiendas de la intensidad de la lluvia, para hincarme de rodillas y dar las gracias a Acorán por su regalo. Sin el agua, el don más preciado - 62 -
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de la naturaleza, no hay cosechas. Y si no hay cosechas, habrá hambre, enfermedades y desgracias. Pero eché la vista al horizonte, y pude comprobar con satisfacción el torrente de vida que salía con ímpetu de la tierra, pintándola con verdes colores. El cielo bramaba con ecos aterradores. Sin duda, la voz desgarrada de los antepasados, que nos previenen de algún adverso acontecimiento futuro. Recordé las palabras de mi madre, y me dispuse a analizarlas con detenimiento. La semilla que salvará nuestra raza ha germinado. Hasta ahí llega mi modesto entender. Pero, ¿quiénes son los guerreros del horizonte? ¿Tendrán algo que ver con los hombres de luz? Envuelto en esa reflexión y absolutamente empapado entré en mi casa. Tras quitarme el mojado tamarco, me acerqué adonde están los tres teniques34 para avivar el fuego y calentar mi entumecido cuerpo. También tenía hambre, por lo que cogí el zurrón y amasé un poco de gofio con agua y miel de mocán35, que luego comí con un buen trozo de queso. Saciado el apetito de mi cuerpo, se despertó el del alma y comenzó con su característico frenesí a revolver los rincones de mi entendimiento. Necesito hablar con los espíritus, me dije, y cogí el tehuete36 en donde guardo las semillas de la Verdad Suprema. En mi vuelo pude divisar el brillo de los hombres de luz. Su fulgor era tan intenso que no me dejaba verles las caras. 34
Teniques: Piedras. Normalmente eran tres las piedras que cobijaban el fuego en los hogares canarios. Mocán: Especie vegetal autóctona de Canarias. Su fruto, la yoya, es comestible y lo consumían los aborígenes. 36 Tehuete: Bolsa. 35
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Pero los vi hablando con mi hermano y con los guayres en medio de un ambiente de cordialidad y de camaradería. Lo pude comprobar en la abierta sonrisa de mi hermano. Es cierto. Artemi estaba feliz, inmensamente feliz, dialogando con los hombres de luz, porque traían a mi pueblo un mensaje de prosperidad auspiciado por su superior condición. Volví de mi vuelo con una agradable sensación de paz. Mis sentidos se habían regocijado sumamente con la visión. Esos hombres de luz traerán la dicha a mi pueblo. Me lo han revelado las semillas de la Verdad Suprema. Entonces, ¿por qué el llanto de mi madre? No veo en esos hombres de luz peligro alguno, sino más bien todo lo contrario... Durante varias semanas las semillas de la Verdad Suprema me decían siempre lo mismo. Los hombres de luz seguían siendo emisarios de ingente felicidad. Dibujábase la divina sonrisa en barrancos y tedotes37, en los ganados de jairas38 y baifitos39 guiados por sus pastores, en el fruto preciado de las anheladas cosechas que acariciaban miles de cuerpos y disfrutaban igual número de bocas, en el murmullo suave de los arroyos de aguas cristalinas, en el paseo diario de Magec por un cielo eternamente azul...
37
Tedotes: Montes. Jairas: Cabras. 39 Baifitos: Cabritos, crías de las cabras. 38
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Yo era cada vez más feliz. En aquellos vuelos me sentía el ser más dichoso de la creación. Unas ganas irrefrenables de estrechar las manos de los hombres de luz me asaltaban con cada vez más frecuencia. Tal vez ahí esté el mensaje de mi adorada madre. La felicidad de mi pueblo significará para mí algún sacrificio. No me importa dar mi vida si hiciese falta con tal de ver a Canaria envuelta en paz y prosperidad. ¡Ahora lo entiendo! Hay una parte de amor humano en el mensaje de mi madre. El llanto de una madre que ve morir a su hijo. Porque intuyo que tanto caudal de bienestar traerá consigo el coste de alguna vida. Sin duda, la mía. Atis Tirma40, suspiré, entre satisfecho y preocupado, escorado en el dilema de la eterna pureza de lo etéreo y el inevitable miedo al dolor humano. Los guerreros del horizonte verterán sobre Canaria el veneno de su avaricia, mas serán derrotados por los valientes hombres de mi pueblo que tendrán el venerable apoyo de los hombres de luz. Debo comunicar a mi hermano Artemi mi certera visión y que en todo momento esté informado de los cruciales sucesos que se nos avecinan.
La cara de mi hermano Artemi era todo un poema. Entre asombrado e incrédulo, me hizo un millón de preguntas. Su espíritu aguerrido y su monárquico saber se revolvían buscando ventanas en el muro infranqueable del dilema. 40
Atis Tirma: Invocación divina aborigen.
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— ¿Qué hombres de luz me decís, Augerón? En nuestro código de honor sólo existen hombres buenos y hombres malos. Supongo que os referís a los que portan la luz de la justicia y de la sabiduría. — No os confundáis, hermano. En mi sueño he visto unos hombres envueltos literalmente en un mágico halo de luz. No traerán desdichas, sino prosperidad. — ¿Hombres envueltos en luz? ¿Habéis perdido el seso, hermano? — En absoluto, Artemi. Son hombres de bien, escuchadme, hombres de bien portadores de buenas nuevas. — Entonces, ¿cómo explicáis el llanto de nuestra madre que bien decís aparece también en vuestra visión? — No sabría decíroslo a ciencia cierta. Yo lo interpreto como un dolor humano, un llanto por la pérdida de un ser querido. Tal vez yo.... — ¿Tal vez vos? —Artemi rió sonoramente—. No, mi querido Augerón. Aquí no va a morir nadie. En mi coronación juré que en mi reinado prosperará la paz y la concordia, tanto entre los nuestros como con los que vengan de fuera. — No os confiéis, Artemi. Los guerreros del horizonte van a sembrar la confusión y el caos en Canaria. - 66 -
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— Por encima de mi cadáver, Augerón. Porque juro por el hueso que me hizo grande que no habrá guerrero ni del horizonte ni de ninguna parte que ose humillar el orgullo de nuestra raza. —
Pero...
— Estad tranquilo, hermano. No tenéis nada que temer. — La firmeza del contenido de la frase contrastaba con el titubeo de la voz. —
¿Y mi visión? ¿Qué me decís de ella?
Artemi enmudeció. Silencio infinito de un minuto que cortaba el ambiente como un puñal de aire. El guanarteme me miraba fijamente, con unos ojos que no sabían qué comunicar. Por un lado, una mirada suplicante; por el otro, una mirada valiente y decidida, que no sé si era real o fingida... El propio monarca se encargó de mellar el filo de este silencio. — Augerón, Augerón hermano. Me preocupa enormemente vuestra visión. Pero no tengo miedo. —
Entonces, ¿qué os preocupa?
— El bienestar de nuestro pueblo. Ojalá que no sean ciertas vuestras ensoñaciones. — Las semillas de la Verdad Suprema no mienten. Vos lo sabéis mejor que nadie. - 67 -
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¿Y cuándo vendrán los guerreros del horizonte?
— Calma, calma, hermano. Primero deberán llegar los hombres de luz. — ¡Vais a volverme loco con tanto guerrero y tanto hombre de luz! — Sosegaos, majestad. Tengo la certeza derrotaremos a los guerreros del horizonte.
de
que
— Si es así, ¿por qué queréis sembrar el temor en mi alma con vuestras palabras? — No he venido a asustaros, hermano, sino a preveniros de posibles acontecimientos futuros.
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Capítulo sexto de la parte primera. En donde se narra la llegada de Jean de Bethencourt a la costa de Gran Canaria.
En
veintiún días llegó Bethencourt a Harfleur, en cuyo
puerto encontró a Héctor de Bracqueville y otros amigos suyos que le recibieron con cariño y distinción. Dos días después pasó a su castillo de Grainville, donde tuvo ocasión de saludar a su tío Roberto de Bracquemont y a varios de sus deudos que acudieron a visitarle de todos los pueblos circunvecinos, curiosos de oír la relación de sus extrañas aventuras, la descripción de los países conquistados y los usos y costumbres de sus habitantes. También llegó al castillo su joven esposa Madame Fayel, acompañada de su cuñado Reynaldos; y con tal motivo se repitieron los festejos, banquetes y recepciones que ya habían conmovido al país. Al referir los sucesos de su afortunada empresa, anunció Bethencourt su próximo regreso a las Canarias y el deseo de que le acompañaran labradores y menestrales de todos oficios y condiciones, a fin de fundar allí un estado que le proporcionase honra y provecho. Al saberlo, fueron muchos los que se dispusieron a seguirle, no sólo por sus generosas ofertas sino por la afición a emprender lejanos viajes que el espíritu aventurero del siglo autorizaba. Asimismo, se ofrecieron a - 69 -
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acompañarle algunos caballeros peritos en el manejo de las armas, entre los cuales se encontraba su pariente Maciot, que tanta celebridad había de alcanzar en la historia del Archipiélago. A todos hizo Bethencourt grandes promesas, señalándoles, desde luego, lotes gratuitos de bosques y tierras, grados, honores y abundante botín recogido, así en las islas como en el continente africano. De este modo se pudo reclutar hasta ciento sesenta hombres, de los cuales veintitrés eran casados y llevaban consigo mujeres e hijos, siendo los más notables entre los nobles Juan de Bonille, Pedro Girand, Pedro Loysel, Juan de Plessis y el ya citado Maciot de Bethencourt, su primo. Adquirió el barón una buena carabela que le vendió su tío Roberto de Bracamonte, fondeada ya en Harfleur, de cabida suficiente, con la otra nao que había traído de Lanzarote, para el transporte de los expedicionarios. Reunidos éstos en Grainville y después de tres días de espléndidos festines, se despidieron todos de sus respectivas familias y amigos y salieron en dirección a Harfleur, a donde llegaron el seis de mayo, embarcándose el nueve en las dos naves que estaban ya preparadas para recibirlos. Navegaron ambas en conserva hasta que, a mediados de junio, recalaron sobre Lanzarote después de una feliz travesía. Cuando la escuadrilla llegó a las aguas de Rubicón, enarboló todas sus banderas y gallardetes, y algunos músicos que iban a - 70 -
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bordo hicieron oír sus trompetas, clarines, arpas y rabeles mientras se disponía el desembarco. Los isleños, que en gran número habían acudido a la playa, quedaron suspensos y maravillados al ver los lujosos trajes, ricas armas y vistosos estandartes que, al son de la música, desfilaban entre alegres vivas y entusiastas manifestaciones de júbilo, y se dice que, al descubrir a Bethencourt, exclamaban alborozados: “Ahí viene nuestro rey”, arrojándose al suelo para demostrar más vivamente su respetuosa sumisión. El barón recibió a todos con afabilidad, especialmente a Guadarfía, el rey aborigen de la isla, que había continuado siendo un súbdito obediente, y a su fiel gobernador Juan Le Courtois, que acudió desde Fuerteventura con Aníbal para saludarle, dándole cuenta de su gobierno y administración que había sido favorable a los progresos de la naciente colonia, y anunciándole, además, que los reyes Alfonso y Luis le esperaban con grande impaciencia en la vecina isla para rendirle de nuevo su respetuoso homenaje. A los pocos días, las dos carabelas, llevando a su bordo a los mismos expedicionarios, pasaron a Fuerteventura y desembarcaron en la más cercana playa a todos los hidalgos con su jefe a la cabeza, produciendo en los indígenas la misma sumisa admiración que en la isla de Lanzarote. Reunidos vencidos y vencedores en el castillo ya reedificado de Rico-Roque, tuvo lugar un suntuoso banquete al que asistieron los dos reyes de la isla, Guize y Ayoze (ahora - 71 -
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bautizados con los nombres de Luis y Alfonso, respectivamente) y en el cual se ratificó la buena amistad que a todos unía desde la conclusión de la guerra. Resuelto Bethencourt a utilizar aquellos momentos de cordial entusiasmo, y teniendo siempre presente la tan codiciada conquista de Gran Canaria, resolvió preparar una seria expedición a esta isla con los nuevos recursos que tenía a su disposición. Sin embargo, antes de emprenderla, quiso visitar los distritos de Erbania (nombre aborigen de la isla de Fuerteventura), deteniéndose en Val-Tarajal, a cuya iglesia regaló una imagen llamada de Nuestra Señora de Bethencourt con varios ornamentos sacerdotales, un misal y dos campanas pequeñas, nombrar por párroco a su capitán y cronista Juan Le Verrier, y siendo padrino de bautismo de un niño isleño a quien puso su mismo nombre. Verificada la excursión y hallándose dueño de tres naos, por haberle llegado por este tiempo dos de España que le enviaba Enrique III con abundantes refrescos, organizó definitivamente su proyectado viaje saliendo de Fuerteventura el 6 de octubre de 1405, llevando consigo lo más escogido de sus oficiales y soldados. Los vientos contrarios, o lo que es más cierto, la impericia de los pilotos, llevó los buques hacia el sur, dando vista al cabo Bojador en cuyas inmediatas playas se detuvo Bethencourt, haciendo algunos desembarcos y entradas con la intención de conocer el país y apreciar sus producciones. Favorecido por la fortuna sorprendió varios aduares en los que - 72 -
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hizo muchos prisioneros de ambos sexos, apoderándose asimismo de un crecido número de camellos que embarcó, degollando los que no pudo transbordar. Orgullosos todos con tan fáciles triunfos, enderezaron su rumbo a Gran Canaria esperando entrar en alguno de sus puertos; pero los vientos, siempre contrarios, arrastraron uno de los buques a La Palma, otro a Fuerteventura, y sólo el último, más afortunado o mejor dirigido, pudo alcanzar la rada de Arguineguín abrigada de los vientos del norte, enfrente de cuyas playas echó el ancla.
—
Majestad, majestad, hay un mensajero en la puerta del
palacio que viene a traeros nuevas desde Arguineguín —dijo el lacayo. —
Decidle que pase —respondió Artemi.
El mensajero, al entrar a la sala real, se postró y besó los pies del guanarteme. —
¿Qué nuevas traéis, buen hombre?
— Mi guanarteme, una embarcación de grande tamaño ha fondeado en la playa de Arguineguín hace unos dos días con sus dos noches. — Y decidme, ¿cuántos hombres han venido en dicha nave? - 73 -
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— No sabría deciros el número exacto, majestad, mas pudiera estar en torno a unos cincuenta hombres. — ¿Han provocado malestar entre las gentes de Arguineguín? — No, mi señor. Han venido en paz y en concordia. Recibióles el guayre Guanarigua. Él mismo fue quien me ordenó que viniera a vuestra morada para daros la noticia. — Está bien. —Artemi se dirigió a uno de los sirvientes del palacio—. Dad comida y descanso a este hombre, y llamad al faycán que quiero hablar presto con él.
En el lapso de tiempo que separó la visita del emisario con la llegada del faycán, Artemi comenzó a reconstruir la visión de su hermano. ¿Serán estos los hombres de luz o los guerreros del horizonte? Enfrascado en estos pensamientos lo sorprendió su esposa Tazirga. — ¿Qué os pasa, esposo, que leo la preocupación en vuestro semblante? —
Nada, Tazirga, que no pueda resolver un hombre.
— Mas los hombres, aún siendo los más valientes y aguerridos, también sienten el miedo... — ¿Por qué creéis que siento miedo, esposa mía? ¿Acaso sabéis lo que piensa ahora mismo el guanarteme? - 74 -
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— No llega mi modesto entender a tanto, mi adorado Artemi. Pero con los ojos del amor veo el interior del espíritu de mi amado. —
Bah, historias de harimaguadas.
— Confiad en vuestra esposa, que no hallaréis mejor recaudo para vuestras penas más secretas. Y justo en ese momento, el lacayo anunció la llegada a palacio del faycán. — ¿Qué sucede, hermano? — Acaban de anunciarme la presencia de una embarcación en la playa de Arguineguín, Augerón. El rostro de Augerón se encendió con un destello de premoniciones. — Y claro, el guanarteme está preguntándose si los que han llegado son hombres de luz o guerreros del horizonte. — Con vuestras visiones, hermano mío, vais a volverme loco —respondió un sonriente Artemi—. Mas, por lo que ha asegurado el emisario, han venido en son de paz. Esto es un buen indicio. — Desde luego que sí. Entonces no temáis, hermano. En mi ensoñación aparecieron primero los hombres de luz. — Pues así deberá de ser, Augerón. Mas yo voy a prevenirme, no sea que tramen alguna traición. Ahora mismo voy a mandar mensajeros a Telde, Arehucas, Texeda, - 75 -
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Atamaraseid y a Tiraxana para que pongan a sus guerreros en guardia. —
¿No creéis un poco excesiva vuestra reacción?
— Siempre es bueno tener las espaldas cubiertas. Quiero que me acompañéis en mi viaje a Arguineguín mañana, mi querido hermano Augerón. — Contad con el faycán para lo que estiméis oportuno, majestad. — Artemi —interrumpió Tazirga que en la conversación se hallaba alimentando a su hijo Atagother—, dejad que vuestra esposa esté con vos en trance tan considerable. — Descuidad, amada esposa. No tiene que suceder nada. Vos estaréis más segura aquí en palacio con mi hijo. —
Dejadme estar con vos, Artemi, os lo ruego.
— ¡Tazirga! Esto es un asunto de guerreros, no de frágiles mujeres. Así que retiraos a vuestros aposentos que debo seguir haciendo preparativos con mi hermano el faycán. Tazirga abandonó la estancia envuelta en una sensación de rabia contenida. Tras el nacimiento de su hijo, era el acontecimiento más relevante del que había tenido constancia tras su incorporación a la vida monárquica. Y no quería perdérselo por nada del mundo. Además, sus padres estaban allí en Arguineguín, y desde luego no podía permitirse una tranquila - 76 -
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estancia en palacio cuando los suyos pudieran estar corriendo un potencial peligro. Dejó al infante en manos de sus nodrizas y marchose al tamogante. Era menester poner en conocimiento la noticia a las harimaguadas, sus imprescindibles procuradoras de sabiduría y de consuelo. — Majestad, qué alegría me da de veros. Pasad, pasad, y sed bienvenida —le saludó una de las harimaguadas al punto de su llegada. —
Decidme, hermana, si puedo hablar con Vidina.
— Si me disculpáis un momento, os daré pronta respuesta a vuestra reclamación, mi reina. Vidina era la harimaguada de mayor rango dentro del tamogante. Mujer ya entrada en años, no quiso renunciar a su condición religiosa, aún teniendo el beneplácito del guanarteme para contraer matrimonio si así lo hubiese estimado oportuno. Vidina estaba emparentada con la inolvidable reina Attidamanan, madre de la unificada Canaria. Recibió la harimaguada a la reina totalmente desnuda, lo que provocó su natural sorpresa, aunque no la eximió del protocolo habitual. — Mi honorable Vidina, madre de la sabiduría, beso vuestros pies. - 77 -
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— Alzaos, mi reina, que no soy digna de que tan alta mujer bese mis mortales huesos. — Vengo con una pena en el pecho, mi señora Vidina, que quiero me calméis. — Sé qué pena traéis en vuestro pecho, mi reina. Mas pasad a mi aposento que allá estaremos en mayor intimidad. — No tendrá vuestra desnudez nada que ver con mi pena, ¿verdad? — Siempre os tuve como mi mejor discípula, mi adorada Tazirga. Tenéis el don de la intuición, tan necesario para ser una gran reina. — Por la sangre de mis antepasados, ¿qué queréis decirme, Vidina? — Nada que no sepáis, majestad. Cuando vos llegasteis, me disponía a bajar a la playa para hacer una plegaria especial a nuestro dios Acorán. — Dejadme ir con vos, mi señora. Siento en mi pecho una ingente necesidad de luz, y, al fin y al cabo, harimaguada como vos fui en una época de mi vida. — Pues quitaos el tamarco, tomad estas ramas y acompañadme, mi reina Tazirga. A la caída de la noche, las dos mujeres, la reina y la harimaguada, desnudas y cogidas de la mano, emprendieron su camino hacia la playa de Agaete para realizar sus misteriosas - 78 -
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plegarias. El inmenso zurrón de la luna les acompañaba en tan singular procesión de tabaiba41 y de tajinaste42, de drago43 y de palmera, de pino y de bejeque44, de cardón45 y de veroles46, de susurro suave de brisa marina, de negros grillos e infantiles pardelas, de aullido lejano de temidos tibicenas...
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Tabaiba: Euphorbia balsamífera. Especie vegetal endémica de Canarias. Es un arbusto de savia lechosa. Tajinaste: Del género de las echium. Arbusto de tallo leñoso, endémico de las Islas Canarias. Hay varios tipos. 43 Drago: Dracaena draco. Árbol mítico de Canarias, cuya savia se utilizaba con fines medicinales. Son árboles que llegan a alcanzar dimensiones y longevidad considerables. 44 Bejeque: Del género de las aeonium. Planta endémica con hojas carnosas en forma de pez que se agrupan formando una especie de rosetón. 45 Cardón: Euphorbia canariensis. Especie de cactus endémico de Canarias. 46 Verol (también llamado verode): Otro endemismo encuadrado en la familia de los aeonium. Arbusto de tronco carnoso, su forma recuerda a la de un drago. 42
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Capítulo séptimo de la parte primera. Que trata del encuentro del rey Artemi con las huestes del Jean de Bethencourt. —
Majestad,
por fin habéis llegado —dijo el guayre
Guanarigua a la llegada de Artemi Semidán—. Beso vuestros pies. — ¿Cuáles son las últimas nuevas, Guanarigua? —inquirió el guanarteme. — Según tengo entendido, majestad, la embarcación está capitaneada por el barón Jean de Bethencourt, de la Normandía de Europa. — No tengo el mínimo conocimiento de ese país... Por ventura, ¿cuántos reinos hay en esa Europa? —apuntó con cierto cinismo el guanarteme—. ¿Y qué es lo que tiene nuestra tierra que tanto les atrae? — Recordad que son hombres de luz, majestad —le recordó el faycán allí también presente. — Eso lo sabremos en cuanto negociemos —sentencia Artemi—. Guanarigua, quiero que mandéis un emisario para comunicarles mi intención de parlamentar con ese barón de Europa... ¿Cómo decís que se llamaba?
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— Bethencourt, majestad, de la Normandía —aclaró Guanarigua. — Pues eso, quiero dejar bien claro que no voy a permitir que ningún reino de esa maldita Europa venga a romper la paz de mi pueblo. —
Se hará lo que vos mandéis, mi guanarteme.
A la mañana siguiente, llegaron a la residencia real las huestes capitaneadas por el insigne barón Jean de Bethencourt. Con él iban Godofredo de Ausonville, Guillermo de Alemania, Seguirgal, Girard de Sombray y Jean Chevalier. Asombráronse los canarios con las vestimentas y el porte de aquellos hombres, que hicieron recordar a Artemi la premonición de su hermano Augerón. El brillo de las armaduras era tan rutilante, que bien parecían estar envueltos en un misterioso haz de luz. Una vez acomodados y recibidos por el guanarteme, habló el traductor que traía consigo el barón normando. Se presentó como Buypano, del reino de Maxorata47. — El barón Jean de Bethencourt os saluda, Artemi Semidán, rey de la ínsula de Canaria —anuncia el traductor.
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Maxorata: Uno de los dos reinos en los que estaba dividida la isla de Fuerteventura a la llegada de Jean de Bethencourt.
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— Decid al barón que el guanarteme de Canaria le da la bienvenida —le contesta Artemi con firmeza—. Decidme, señor Bethencourt, ¿cuál es el motivo de vuestra visita? — Soy el nuevo señor de las Islas Fortunadas, y vengo a invitaros a vos y a vuestro pueblo a formar parte de la ingente legión cristiana encargada de llevar el bien al mundo. Grandes y provechosos serán los bienes para vos si recibís las aguas bautismales. — No sé de qué aguas me habláis, pero sí comparto con vos la intención de hacer el bien. Por tanto, no permitiré que ninguno de vuestros hombres altere la paz y la armonía de mi pueblo. — Contad con mi palabra de honor, majestad —respondió al punto Jean de Bethencourt—. No habrá ninguna señal de discordia que empañe el buen curso de estas negociaciones. Y ahora, permitidme entregaros unos humildes presentes... [...] Entabláronse al principio cordiales relaciones y cambios pacíficos de frutos del país por picos y azadones de hierro y cuentas de vidrio francesas [...] Largo rato estuvieron dialogando el normando y el guanarteme. Pareciese que se hubiese dibujado un halo de simpatías entre los dos nobles. Artemi, entusiasmado, preguntaba y preguntaba a Bethencourt sobre su tierra de Normandía. Contole el francés que era dueño de los feudos de Bethencourt, - 82 -
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Grainville la Tainturiere, Saint Sares Soubele Neuf Chastel, Lincourt, Riville, Grant Quesnay, Hugueleu y otros lugares, y barón de Saint Martin le Gaillart. Contole también sus ansias de cristianas aventuras que le habían hecho abandonar su castillo de Grainville, dejando atrás a su joven esposa. Partió hacia la Rochela, en cuyo punto encontró a Gadifer de la Salle, gentilhombre de cámara del monarca francés que preparaba otra expedición marítima. Unidas sus ilusiones, decidieron embarcarse hacia las costas africanas llevando consigo a fray Pedro Boutier, franciscano del convento de San Jovia de Marne, y Jean le Verrier, presbítero, que iban a desempeñar a la vez el empleo de cronistas. Les acompañaban también dos jóvenes canarios llamados Alfonso e Isabel, naturales de la isla de Titheroygatra48. Reunidos en el puerto de la Rochela, y aparejado convenientemente el buque, se embarcaron llenos de fervoroso entusiasmo, llevando consigo las bendiciones del cielo. Contole también las provechosas campañas desarrolladas en las islas de Titheroygatra y Erbania49, cuyos habitantes hoy disfrutan de una vida holgada y cristiana. Disculpó la ausencia de su lugarteniente Gadifer de la Salle, que se había quedado al cuidado de las mentadas tierras. Artemi le respondió que en tiempos de sus antepasados llegaron a la isla varias oleadas de pueblos de la Europa. Sin embargo, en su casi recién estrenado guanartemato era la primera vez que le otorgaba el destino hacer de anfitrión de un pueblo 48 49
Titheroygatra: Nombre aborigen de la isla de Lanzarote. Erbania: De “ar-bani” (la pared). Nombre que los aborígenes grancanarios asignaban a la isla de Fuerteventura.
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europeo. Contole también el proyecto unificador de Canaria emprendido por sus padres y hoy encabezado por él. El monarca canario le detallaba con orgullo los pasos llevados a cabo para alcanzar el bienestar y la prosperidad de los que hoy hace alarde la isla. Aquella jornada se remató con un fastuoso banquete, en el que pudieron comprobar los normandos la hospitalidad superlativa de aquellos hombres y mujeres de bien. Fueron unos días de convivencia saludables y provechosos. Todavía recuerdo a la perfección el rostro de mi hermano Artemi, que rebosaba satisfacción por los cuatro costados. Efectivamente, la luz de aquellos hombres había propiciado un pequeño paréntesis de felicidad absoluta para mi pueblo. Los ciudadanos de Arguineguín aprovecharon estas relaciones cordiales para satisfacer su curiosidad. Los niños se acercaban a los caballeros normandos para tocar sus armaduras y admirar el brillo de sus imponentes espadas. Las mujeres se sonrosaban con la apostura de aquellos gentilhombres. Nuestros valientes guerreros estudiaban sus utensilios de guerra y se ensalzaban en discusiones sobre su efectividad y funcionamiento. En la playa, los estandartes ondeaban la nobleza de Castilla y Normandía, batiendo sus armas prestigiosas en la suave brisa marina. Pero de todo aquel mundo nuevo que trajeron desde el ancho mar, lo que más me sorprendió fue la música tan delicada que nos ofrecieron en uno de los convites. Nunca había oído nada - 84 -
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parecido. Aquellas melodías interpretadas por tan sofisticados instrumentos, parecieron transportarme a los más apartados y serenos parajes del paraíso. Sus sonidos tan bien entonados acariciaban mis oídos con abrazos de placer. Y bien vide que todos mis paisanos también sintieron lo mismo, porque sus caras así me lo delataban.
Los expedicionarios pudieron notar que esta isla disponía de grandes y abundantes recursos naturales. Vieron un gran número de higueras, palmas y otros árboles, jardines con coles, cereales y legumbres, abundantes manantiales de cristalinas aguas, un número considerable de cabezas de ganado, fundamentalmente cabras, ovejas y cerdos... Vieron que sus gentes, o bien vivían en pueblos de pequeños edificios construidos con piedras cuadradas, o bien vivían en cuevas y abrigos naturales. La isla les pareció, en definitiva, muy poblada y bien cultivada. En cuanto a sus habitantes, les llamó sobremanera la atención la perfección de sus facciones: hombres y mujeres de hermosa figura, con cabellos largos y rubios, de miembros robustos, fuertes en su complexión pero no excesivamente altos. Algunos llevaban vestidos de pieles de cabra pintadas de color azafrán y de encarnado. El resto de la población iba casi desnudo: sólo llevaban una especie de delantal que hacen con una cuerda, rodeándose los riñones, y de la cual pende gran número de hilos de palma o de juncos del tamaño de palmo y medio o a lo más de dos, sirviéndose para cubrirse las partes más vergonzosas, tanto - 85 -
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por delante como por detrás, de modo que ni el viento ni ningún otro accidente puede descubrirlas. Les parecieron gente valerosa e inteligente. Sus cantos son muy dulces, bailan casi al estilo francés y son alegres y risueños. Dieron a conocer gustarles el pan, aunque nunca lo habían probado; rehusaron absolutamente el vino y no quisieron beber sino agua. Comían trigo y cebada a manos llenas, como igualmente el queso y la carne que en su país es abundante y de buena calidad. Se les enseñaron monedas de oro y de plata e ignoraban absolutamente su uso; tampoco conocían los aromas; se les enseñó también anillos de oro, vasos cincelados, espadas, sables, mas demostraron no haber visto jamás estos objetos y que nunca se habían servido de ellos. Daban pruebas de una fidelidad notable, pues si uno de ellos recibía alguna cosa buena de comer, antes de probarla, la dividía en trozos y la repartía entre los demás. Son gente bastante civilizada: se respetan entre sí y entre ellos existe uno al que manifiestan honrar con particularidad. El matrimonio es conocido entre ellos y las mujeres casadas llevan delantal como los hombres, pero las doncellas van desnudas del todo, sin avergonzarse de su desnudez.
En
una serena noche, encontreme a mi hermano Artemi
sentado en la arena de la playa. Me produjo grande extrañeza - 86 -
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hallarlo en aquel sitio a aquellas horas; no así mi caso, que tantas y tantas plegarias nocturnas acostumbro a ofrecer a mi amado dios Acorán. — ¿Qué os pasa, hermano? ¿Acaso no podéis conciliar el sueño porque alguna inquietud os atosiga? — No tengo ninguna inquietud que me atosiga, Augerón. Lo que pasa es que después de hablar largamente con ese Bethencourt, se me hizo menester dar un paseo y así analizar su discurso lleno de tantas y tantas palabras bonitas. — Si tantas palabras bonitas tiene, ¿por qué desconfiáis entonces? —
Me acordaba de vuestro sueño.
—
Estoy seguro de que éstos son los hombres de luz.
—
En eso no os discrepo, que bien veo que así es.
—
¿Entonces...?
— He pensado en el llanto de nuestra madre, en los guerreros del horizonte... — ¿Dudáis acaso Bethencourt?
de
la
honorabilidad
del
barón
— No, hermano, no. Pero, ¿y si alguno de sus hombres hace una traición? —
¿Cómo habéis llegado a esa conclusión? - 87 -
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— Contome un siervo que esta mañana un grupo de sus hombres se adentró en el país con cierta arrogancia, disponiendo de nuestros frutos como si suyos fueran. Y además, robaron una cabra en Tiraxana, ante el asombro y la impotencia de los pastores. — Bueno, hermano, supongo que el hambre les habrá llevado a tal decisión. — Eso pienso, mas no entiendo ese costumbre de disponer de lo ajeno sin pedirlo. Sabéis que esa acción supone pena de muerte según nuestro código de honor. — Lo que creo más conveniente es que mañana lo comentéis al señor Bethencourt, que seguro les dará el merecido castigo. Confiad, hermano, confiad. Que no os atormente esa desconfianza que os cruza el pecho como ruin tabona. El susurro de la suave brisa marina hacíale compaña al compás uniforme de las olas. El murmullo tenue de un manantial que se hallaba no muy lejos de allí confundía su mensaje cristalino con la inmensidad salada del mar. En la penumbra vislumbrábanse dos humanas siluetas fundidas en fraternal abrazo. — Descansad, hermano. Y que no os atosiguen esos miedos. —
¿Y vos?
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— Esta noche tengo que ofrecer plegaria a nuestro dios Acorán como mandan los preceptos. —
Dura es la vida del faycán, ya veo...
—
No menos que la del guanarteme.
Y el sonido de las risas se confundió con el bramido de las olas. La silenciosa oscuridad de la noche se hizo mía después de que mi hermano se retirase a sus aposentos. En tan singular trance, me dispuse a realizar los preparativos para mi ritual que me llevaría luego toda la noche en su ejecución. Como era de esperar, a la mañana siguiente no tardó en llegar el merecido castigo a los encargados de la deshonra. Mostrose el señor Bethencourt muy avergonzado por la conducta de sus hombres, y para reparar el daño causado, ordenó que se les azotara públicamente, además de pedir las consiguientes disculpas a mi hermano el guanarteme, bajo su palabra de no volver a repetirse tales fechorías. Con el espectáculo de los latigazos me topé cuando regresaba de la playa de mis nocturnas oraciones. El pueblo entero de Arguineguín observaba impertérrito el ejemplar castigo, y conmovíanse ante los desgarrados alaridos de dolor de los - 89 -
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ingratos que recibían en sus espaldas el agitado rigor del rebenque. — Majestad, de todo corazón, os pido disculpas por tales agravios —expresó Bethencourt. — Descuidad, señor barón —respondió Artemi Semidán— que jamás he puesto en duda vuestra palabra. Y bien veo que sois ejemplar caudillo de vuestras huestes, puesto que os sabéis hacer respetar. — Os di mi palabra de no causar males a vuestro pueblo. Me siento tan avergonzado... ¿Cómo podré reparar este mal que os he causado? — Con sólo la vuestra actitud. —Artemi puso su mano sobre el hombro del normando—. Habéis demostrado ser un hombre en toda ley. Tenéis de mi persona la amistad y el respeto por el resto de nuestras vidas. No pudo Bethencourt resistir la emoción por tales palabras, y se inclinó para besar los pies del monarca, mientras le decía con voz alta, como queriendo que se oyera: — ¡Dios guarde al noble, justo y bondadoso Artemi Semidán, rey de la ínsula de Canaria! — Alzaos, señor, que no estimo acertado que un rey se incline ante otro rey. - 90 -
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Ya en el palacio, y más sosegados los ánimos, Artemi almorzaba con Bethencourt, momento en el que volvió a exhibir su innata curiosidad. Sobre todo, quería saber más sobre las misteriosas aguas bautismales que le había mentado el día de su llegada, y que tanto bien hacían a los hombres y mujeres. El normando le habló de un Dios infinitamente bondadoso como nuestro Acorán y que tenía un hijo llamado Jesucristo. Enseñole una estatuilla de una señora ataviada con finos vestidos que decía ser la madre de Dios. Al mal no lo llamaban Gabiot, sino Lucifer o Satanás, y lo representaban como un extraño individuo, mitad hombre, mitad macho cabrío. Aquel mismo día pude observar con mis propios ojos cómo uno de los hombres de Bethencourt, que, al parecer, tenía poderes mágicos como los míos, imponía a mi hermano las misteriosas aguas mientras pronunciaba unas palabras en una lengua aún más extraña que la que usaban en sus diarias conversaciones. También vide la cara de grande satisfacción de Bethencourt que se fundió en un fraternal y sincero abrazo con mi hermano al término de la ceremonia. Cuando se percató de mi presencia, Artemi corrió hacia mí y me dijo en voz baja: — Hermano, no digáis nada de lo que en esta casa ha acontecido. —
¿Qué habéis hecho? - 91 -
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— Recibir esas aguas misteriosas para convertirme en un hombre de luz como ellos. Después me cogió del brazo y juntos nos fuimos con los normandos para entablar una muy agradable conversación que se prolongó hasta la noche en medio de un exquisito banquete y la prodigiosa música de la Europa que tanto y tanto me emocionaba.
[...]
Mientras seguía su curso este tranquilo tráfico, llegó la
nave que mandaba Aníbal (hijo bastardo de Gadifer de la Salle), donde venían los oficiales Jean le Courtois, D’audrac, Auberbon, el valenciano Ferrán Milà y otros que, ávidos de gloria y despreciando altamente el valor de aquellos isleños, decían que con veinte hombres se atrevían a atravesar la isla de una a otra parte. [...]
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Capítulo octavo de la parte primera. Que trata de la llegada de la segunda nave, capitaneada por Aníbal, hijo bastardo del lugarteniente Gadifer de la Salle.
En pleno éxtasis narrativo, Marcell Llum interrumpió al viejo Augerón. No pudo contenerse ante la cita del nombre de Ferrán Milà. ¿Coincidencia, tal vez? Lo más conveniente era formular la consabida pregunta. — Disculpad, noble Augerón, ¿podéis decirme por ventura más cosas sobre la identidad de ese tal Ferrán Milà de Valencia? — Podría contaros mil cosas de ese hideputa —respondió un airado Augerón. —
Bien veo que no es hombre de vuestras simpatías.
— Menos mal que ya está muerto y seguro estoy que acompañando a Belcebú en su morada de fuego. — Por Dios, Augerón, no lancéis esas maldiciones que hasta miedo me producen —contestó Llum persignándose— . ¿Tan cruel fue con vos? — Supongo que en la vuestra lengua habrá palabras más horribles para designar a ese bastardo, mas mi pobre - 93 -
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conocimiento no me atina a alcanzarlas para deciros en verdad quién fue. El viejo lanzó un hondo suspiro que conmovió al lingüista de Xàtiva. —
Pues para ser de mi tierra...
— Perdonad si os he ofendido, hermano. Seguro que los hombres y las mujeres de vuestra tierra son ejemplares cristianos... Vos sabéis que hasta en las mejores familias nacen hijos indignos. —
En eso estoy de acuerdo con vos, Augerón.
En aquella aciaga jornada llegó la nave capitaneada por ese tal Aníbal y secundada por todos los hijos más indignos de la ambición. Arribaron a la costa de Arguineguín y se hicieron anunciar como soldados del barón Bethencourt. El normando, con cara de grande extrañeza los recibió a pie de playa. No atinaba Bethencourt la causa de su estancia, máxime cuando le había ordenado que se quedase al frente del fuerte de RicoRoque. Pensó que tal vez hubieran surgido problemas insalvables en Fuerteventura que reclamaron su presencia en Canaria. Mas, ¿cómo conocía Aníbal los detalles de una operación que tan en secreto había preparado?
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Desconozco las razones, pero doy por sentado de que Aníbal poseía un extraño y maravilloso don de gentes, porque, lejos de recibir un lógico y ejemplar castigo, consiguió convencer a su señor de la conveniencia de su visita. Bethencourt incluso no dudó en conducirle a palacio para presentarle a mi hermano Artemi y a los miembros de la corte. Cuando pude vislumbrar sus siluetas, un extraño malestar se apoderó de mi cuerpo y acordeme de todas las vicisitudes que padecí en mi ya referido sueño. El llanto de mi madre aparecía sonoramente aterrador en los recovecos de mi entendimiento. Tenía, en definitiva, la certeza de haberme topado con los guerreros del horizonte. Tan pronto como pude, me acerqué a palacio para confesar a mi hermano Artemi todas mis internas inquietudes. Topeme con el natural revuelo del encuentro de estos soldados con su jefe Bethencourt. Mi hermano había ordenado hacer una gran fiesta de agasajo para recibir por todo lo alto, y con toda la pompa y boato que la ocasión demandaba, la llegada de más hombres de luz. Artemi estaba entusiasmado saludando y saludando a los nuevos visitantes, jactándose además de su nueva condición de hombre de luz. En un momento en el que pude apreciar que mi hermano había concluido sus conversaciones, acerqueme a él para anunciarle mi consabido malestar.
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— ¿Qué decís, Augerón? Está muy claro que éstos también son hombres de luz. ¿No veis que son del mismo grupo de Bethencourt? —
Los espíritus no me dicen lo mismo, hermano...
— ¿Qué espíritus, Augerón? Hasta un niño puede darse cuenta de que son gente de bien y que no traerán desgracias a nuestro país. Seguro que habéis tenido una premonición equivocada, que algo he oído de la confusión que pueden provocar algunos espíritus. — En eso no os discuto, Artemi. Yo mismo he sido víctima en innumerables ocasiones de los mensajes equivocados de los espíritus. Pero en esta ocasión todos los elementos del destino se han unido para anunciarme la llegada de los guerreros del horizonte.
Y en ese preciso instante, Bethencourt llamó a mi hermano. — Majestad, venid presto si os place que quiero que compartáis con mis capitanes los planes que tenemos para nuestras próximas campañas. — Disculpad, hermano, —me dijo Artemi en medio de una abierta sonrisa— no debéis atosigaros por tan funestos y amargos presagios, que además no existen sino en vuestra cabeza. Dejad que la vida nos siga regalando tantas y tantas - 96 -
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cosas maravillosas, y vos aprended a disfrutar de cada una de ellas. —
No comparto con vos esa visión, hermano.
— Augerón, —me dijo con un semblante más serio— recordad que tengo guerreros en Arehúcas, Agáldad, Guiniguada, Telde y Tiraxana esperando tan sólo un silbo para entrar en combate. No me hagáis tan mezquino... Y ahora, disfrutad del convite —sentenció con un guiño rebosante de seguridad en sí mismo. Probablemente mi hermano tuviera razón. A lo mejor estoy anticipando hechos en mi acelerada cabeza. Efectivamente, el talante de aquellos hombres bien les hacía acreedores del título sublime de hombres de luz, y la llegada de los terribles guerreros del horizonte se había de estirar en el camino del tiempo. Y lo que me dicen los espíritus tal vez sea el discurso anticipado de este terrible y lejano momento. Al día siguiente, mi hermano Artemi había acordado enseñar nuestro país a Bethencourt e invitarle a pasar una temporada en el palacio principal de Agáldad, y así conocer a su esposa Tazirga y a su hijo Atagother Semidán. Bethencourt aceptó gustoso la propuesta y se pusieron en camino. Iban a lomos de unos extraños animales que con el tiempo pude comprobar lo necesarios que son en las faenas diarias de la Europa. Y estimo acertado ese dictamen porque son bestias excelentes, robustas y de grande resistencia, útiles para los trabajos del campo, para el - 97 -
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transporte de personas y de mercancías. Esos “caballos” —así oí que se llaman los tales animales— no los teníamos en Canaria, y al momento razoné que podrían ser de grande utilidad para nuestro pueblo. Artemi fue invitado a montar en un magnífico ejemplar. Era blanco y esbelto y tenía una silla de montar de extraordinaria belleza. Al principio, el guanarteme mostró su natural recelo y sentido de la prudencia —que no miedo, que jamás vide esa sensación pintada en el rostro de mi hermano—, mas los sabios y tranquilizadores consejos de Bethencourt, al par de la manifiesta mansedumbre de la bestia, hicieron que rápidamente se adaptara a aquella manera tan cómoda y elegante de viajar. El normando barón marchó con algunos de sus hombres, en compañía de mi hermano y su corte, dejando en Arguineguín al resto de sus soldados. Quedose el mando de las susodichas tropas en manos del joven oficial Aníbal, y amparado en las capitanías de D’audrac y de Ferrán Milà. Por nuestra parte, me tocó a mí hacer el oficio de representante del guanarteme ante la ausencia de mi hermano. Durante varios días, Artemi y Bethencourt estuvieron cabalgando por la geografía de la ínsula. Una vez dejaron atrás Arguineguín, decidieron poner rumbo a Tiraxana, y desde allí a Telde, en donde hicieron la primera noche. La parada teldense sirvió para que mi hermano pusiese al corriente algunos asuntos - 98 -
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con los guayres de la zona y conocer de viva voz la administración de los ganados y de los pastos. Desde Telde siguieron hasta Guiniguada, y desde allí hasta Arehúcas, en donde hicieron la segunda noche. Bethencourt observaba extasiado la grandeza del paisaje canario. Maravillose con la exuberancia de las selvas que poblaban el semblante del país, impregnando con su verdor la asombrada mirada del normando. Desde allí partieron hasta Agáldad, capital del reino y sede oficial de los guanartemes. Ya en palacio, llamole la atención al barón normando las peculiaridades de la construcción, una majestuosa cavidad horadada en la roca. Sus paredes perfectamente dinteladas estaban decoradas con pinturas geométricas y con pieles de animales. — Sed bienvenido a mi humilde morada. Disculpad que no disponga del lujo y las comodidades a las que estáis acostumbrado, señor Bethencourt —comentó Artemi Semidán. — ¿Qué decís, majestad? Más bien todo lo contrario —le respondió el normando con discreción—. Es la casa más hermosa y confortable que jamás haya visto. — Esperad, que quiero que conozcáis a mi esposa y mi hijo el heredero del reino. Artemi llamó a uno de sus lacayos para que diese la noticia de su llegada a Tazirga. Cuál no sería su sorpresa al comunicarle el - 99 -
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criado que su esposa se había desplazado a Arguineguín para estar con sus padres. El guanarteme se enfadó notablemente, y a grandes gritos profería: — ¿Por qué no me habéis comunicado la decisión de mi esposa? ¿Es que acaso no hay mensajeros para enviar a Arguineguín? —Y preso de la rabia dio una tremenda bofetada al sirviente. — Majestad, —respondió el lacayo con voz llorosa— ni este humilde siervo ni nadie de palacio tiene potestad para rebatir la palabra de la reina... — ¡Pero sí la del guanarteme, rufián malnacido! — respondió un todavía más encolerizado Artemi—. Retiraos, retiraos, si todavía tenéis en buena estima la vuestra vida. ¡Retiraos he dicho! — ¿Por qué os habéis enfadado de esa forma, majestad? — inquirió un extrañado Bethencourt. — Disculpad mi enojo, señor barón, pero no puedo tolerar que mis vasallos usurpen la autoridad de su rey. — Pero, ¿qué ha pasado, señor, para causaros tanto desasosiego? — Pues que mi esposa ha marchado a Arguineguín y no se me ha comunicado su decisión... —
Pensad que a lo mejor quería daros una sorpresa... - 100 -
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— ¿Sorpresa decís? ¿Y vos creéis que esas son maneras propias de una reina? — No es asunto que me incumba, majestad, pero creo que estáis siendo excesivo en la vuestra reacción. Además — añadió Bethencourt acercándose a Artemi— no podré estar por mucho tiempo en vuestra casa. Recordad que mis hombres están en Arguineguín y que grandes y variados planes me esperan por acometer en las venideras fechas. — En cierto modo, razón tenéis. No quiero empañar esta visita con mi enojo. Quiero que guardéis en el mejor recuerdo la vuestra estancia en mi morada. El destino regaló a Bethencourt la ventura de pasar varios días en singular hospedaje. Pudo comprobar el perfecto gobierno de aquella aldea y el infinito respeto que sus moradores profesaban a su guanarteme. Sorprendiole el inmaculado trabajo de los campos y la salud de unos nutridos rebaños de cabras que manchaban con tonos marrones de ágil evolución el perfil sinuoso de los montes. Sonoros silbos chirriaban con vigor en los labios de sus pastores, como invitando a rasgar la calma infinita de aquellos lares. Pudo descubrir el barón normando la marcada hospitalidad de aquella gente que, a pesar de su aparente y bien presumible rudeza, mostraban en todo momento ademanes de exquisita educación. Prodigábanse en atenciones para con el extranjero y - 101 -
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le ofrecían toda suerte de jugosos manjares y agasajos. Sus labios blanqueó el regusto brillante de la leche recién ordeñada que los pastores servíanle en generosos gánigos; conoció la bóveda de su paladar la almibarada sonrisa de las támaras del país y el recio sabor del gofio; recibió a manos llenas el regalo ingente de la mar y de los montes en curiosas combinaciones que le admiraron por su sobrio y particular aliño. El tiempo transcurrido se le hizo demasiado corto por tanto placer vivido. Sin embargo, el mensaje aliviador de la dicha no le apartó un ápice del ejercicio inevitable de los deberes. Una mañana soleada, el barón normando mandó preparar sus aparejos para poner rumbo a Arguineguín. Su ya entregado e incondicional amigo Artemi Semidán decidió acompañarle. No en vano, tenía que aclarar el asunto de la ausencia de su esposa. Dispuestas las bestias para el trayecto, partieron hacia el sur de Canaria, utilizando esta vez la senda de la cuenca central del país. Encontrose el normando un inusitado espectáculo en el horizonte cuando dispusieron hacer parada en Texeda. — Disculpadme, majestad. ¿Qué es aquella montaña blanca que bien vislumbran mis ojos en lontananza? — Pues según me cuenta mi hermano el faycán, es la morada de Gabiot.
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— ¿Y quién es Gabiot? ¿Acaso algún personaje de leyenda? — Gabiot es el espíritu del mal... Algo así como ese extraño ser mitad hombre mitad macho cabrío que vos me referisteis cuando pasé a ser hombre de luz. —
Cuando os convertisteis en cristiano, queréis decir.
—
Eso mismo es.
— Es una visión extraña, fantasmagórica diría yo, que se aparece y desaparece a su libre antojo en este curioso mar de brumas. — Mi hermano Augerón me comentó que todas las almas indignas van a parar a ese horrible lugar para pagar sus desagravios. — Curiosa concepción del infierno —dijo Bethencourt en voz baja. —
¿Qué es el infierno, mi señor Bethencourt?
— Pues creo que eso mismo que referís con vuestro comentario de la fantasmal montaña blanca. — Bien veo que todos los miembros de la raza humana padecen las mismas debilidades, sin tener cuenta de su condición o procedencia.
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Artemi y Bethencourt se quedaron en silencio durante unos instantes contemplando el inusual horizonte, salpicado de azules y blancos que esparcían desiguales pinceladas en la inmensidad de tan etéreo y majestuoso lienzo. De repente, un agudo silbo convirtió la calma inquebrantable en un bostezo crepitante de vidrios rotos. El semblante de Artemi se tornó serio y meditabundo. —
¿Qué es ese sonido, majestad?
— Nada, mi querido amigo —responde Artemi como queriendo quitar lastre a la gravedad sonora del mensaje—. Es la llamada de algún pastor a alguna cabra descarriada. — Algo vide en mi estancia en la vuestra corte... Curiosa forma de comunicación. —
Disculpad un momento, señor barón.
Artemi se subió a un montículo y exhaló un impresionante silbo que congeló los ánimos del normando por su espectacular estridencia. — ¿Qué sucede ahora, preocupado Bethencourt.
majestad?
—inquiere
un
— Mi deber de guanarteme me obliga a socorrer a estos hombres. Acompañad al señor barón hasta Arguineguín, que - 104 -
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yo me quedo en Texeda para ayudar a estos pastores — ordena Artemi a sus lacayos. — Pero, majestad... Tan sólo se trata de una simple cabra —replica Bethencourt. — Una simple cabra, como vos decís, que supone el sustento de muchas familias. Un guanarteme no puede permitir que se desperdicien los recursos preciados de su país. No os preocupéis, mi señor. Vais acompañado por mis mejores hombres. Además, mañana me reuniré con vos en Arguineguín. — Si así es el deseo de su majestad, pues que así su voluntad se disponga —responde un resignado Bethencourt. El noble normando marchó en compañía de sus huestes y del séquito del guanarteme rumbo a la aldea de Arguineguín, envuelto en un extraño halo de curiosidad y de admiración. Sorprendiole el abnegado ejercicio del monarca en sus funciones de gobierno y su incondicional y arriesgado servicio a los desvalidos. — ¡Cuán distinto sería el mundo si sus gobernantes fuesen como el de esta ínsula de Canaria! —pensó el normando mientras cabalgaba en su vistosa montura—. ¡Dios guarde a esta honrada raza que en buen hora nasció!
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Capítulo noveno de la parte primera. Donde se narran las traiciones de Aníbal y de Ferrán Milà.
Era una mañana fría y nubosa, lo recuerdo perfectamente, y me disponía a realizar mis habituales rituales en el almogarén cuando vide en lontananza una figura femenina que me resultó tremendamente familiar. Era Tazirga, la reina esposa de mi hermano Artemi. Extrañome sumamente la su presencia en Arguineguín, máxime cuando el guanarteme estaba en Agáldad en compañía del barón Bethencourt. Según me acerqué, incliné mi cabeza e hice reverencia en señal de respeto a tan distinguida señora. — Tazirga, majestad, me sorprende enormemente veros por acá, cuando vuestro esposo se encuentra en Agáldad. — Eso me han dicho mis padres. Sorprendida quedeme porque daba por segura su presencia en Arguineguín. — Y si no es indiscreción, ¿qué hacéis paseando sola por estos lares? —
Iba precisamente al almogarén en vuestra búsqueda...
—
¿Qué pena os atosiga, majestad?
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— Vidina, la harimaguada, me contó no ha muchos días que una sombra negra y mala se cierne sobre el futuro de Canaria. — Supongo que es la misma sombra que yo vide en mis ensoñaciones, y que vos conoceréis a la perfección. — Vos hablabais de unos hombres de luz que traerían prosperidad a nuestro país... Y por Acorán que así lo estoy viendo en el poco tiempo que llevo en Arguineguín. —
¿Entonces?
— Vidina me habló de una semilla de maldad que entrará por la cueva de la codicia, y que traerá consigo penurias para toda Canaria... — ¿Qué semillas de la Verdad Suprema guarda Vidina en su tehuete? —respondí carcajeando abiertamente. — No creo, Augerón, que sea asunto para vuestra burla. Vos sabéis que nuestro país está en peligro y es menester que nos preparemos para la gran lucha... — Majestad, creo que exageráis. Vuestro esposo no tardará muchos días en regresar a Arguineguín en compañía del barón Bethencourt. Cuando tengáis oportunidad, podréis comprobar con vuestros ojos que son gente de bien que han venido a sembrar prosperidad y bienestar entre nuestras gentes. —
Pero... - 107 -
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— Ya sé, majestad, lo que queréis decirme. No tengo indicios, al menos por el momento, de la llegada de los guerreros de horizonte, y menos todavía de esos datos que os ofreció Vidina. Cierto es que llegará ese aciago día, pero no hay señales de su llegada dibujadas en el destino... — ¿No creéis por tanto que debiésemos estar preparados por lo que pueda acontecer? — Descansad vuestros tormentos, majestad. En cuanto llegue vuestro esposo veréis cómo se disipan esos funestos temores y os sentiréis mejor.
Mitigadas las penas, la reina Tazirga se dispuso a regresar a la cueva de sus padres. Pero algo extraño se olía en el ambiente durante el trayecto de vuelta. Arguineguín parecía revolverse en el fango de la incertidumbre. De repente, empieza a oír gritos y observa aterrorizada cómo arden varias de las casas del poblado. Gritos. Llantos aterradores de niños y mujeres. Voces de hombres pronunciando “¡Traición, traición!” Uno de los caballeros normandos se acercaba peligrosamente con la letra de la excitación estampada en el rostro. Tazirga huye despavorida, pero el soldado es más veloz y le da alcance. Comienza entonces un duro forcejeo entre ambos. La reina se resistía ferozmente a los embates del hombre, por lo que no le quedó más remedio que darle un puñetazo para conseguir reducirla.
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— ¡Asquerosa bestia salvaje! De la calaña de Satanás fabrican a las gentes de esta maldita ínsula —vociferaba Ferrán Milà mientras la ataba con fuerza; después se limpió con un pañuelo la sangre que una real y femenina uña hizo brotar del rostro. — ¡Capitán, capitán! —gritó uno de los soldados normandos que se acercaba con paso presto—. La nave está preparada en la rada. Los botes ya están transportando a los esclavos desde la playa a las bodegas. —
¿Habéis capturado muchos?
—
Cientos de ellos, capitán.
— ¿Habéis seleccionado bien la mercancía? Pensad que en el mercado de Sevilla son muy exigentes. — Hemos capturado a bastantes hombres, todos bien fornidos, y también muchas hermosas doncellas. — Bien. Llevad también esta mujer a la nave. Pronto me reuniré con vos y con los andaluces. Ah, y actuad con la máxima discreción para no levantar sospechas en el resto de la tropa. —
Otro
A sus órdenes, capitán. batallón acaudillado por Aníbal, una vez tomado
Arguineguín, se adentraba en la isla para seguir con su campaña. Aníbal, hijo bastardo de Gadifer de la Salle, el lugarteniente de - 109 -
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Bethencourt, había organizado una trama traidora que le ha erigido como el nuevo mandatario de la expedición. La legión, como una mancha de desdicha y desolación, arrasaba todo lo que encontraba a su paso. Capturaban hombres, mujeres y niños, matando salvajemente a quienes ofrecían resistencia. Saqueaban casas y cultivos, además de robar todas las cabezas de ganado que podían. Fuera de aquella aldea de Arguineguín, poca población encontró el capitán a su paso, por lo que con relativa facilidad estaba consiguiendo sus planes. Quiso la Divina Providencia que se encontrasen las tropas de Aníbal con Jean de Bethencourt y su séquito, formado por cuatro hombres de su confianza y tres canarios afines a Artemi Semidán, que, como vos ya sabéis, disponían su regreso a Arguineguín. Alegrose el normando por tan grata presencia. — Alegría me da de veros, Aníbal, mas no atino la causa de vuestra partida hacia estos lares. Tres soldados apresaron al barón normando. Los miembros del séquito, cuando intentaron defender a su señor, fueron rápidamente eliminados por otros cinco soldados de la legión de Aníbal. — Por Dios, ¿qué hacéis, Aníbal? —preguntaba un desconcertado Bethencourt.
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— Las cosas han cambiado, señor. Ahora soy yo el encargado de llevar este proyecto. Y os ruego me hagáis caso si queréis conservar la vuestra vida. — ¿Qué pretendéis, Aníbal? ¿Acaso no os he propiciado todas las mayores glorias a las que aspira cualquier mortal? — No os discuto esa aseveración, señor, mas os habéis olvidado de la más importante: el poder. —Dirigiéndose a sus soldados, ordena que lo aten—. Y ahora, mi señor, ¿tendréis la gentileza de acompañarme en mi intención de aniquilar esta maldita ínsula? A lo mejor os otorgo una parte del botín... Y entre risas y burlas prosiguió la tropa su camino. A la sombra de un inmenso palmeral, y junto a un caudaloso arroyo decidieron hacer un alto para alimentarse. Arrullados por el sopor del mediodía y por la suave melodía de las cristalinas aguas, los soldados descasaban plácidamente. Unos se entretenían jugando a los dados. Otros aprovechaban el receso para dar brillo a sus armas. En ese marco de quietud, el galope de un caballo anegaba de polvo el horizonte. — Mi señor Aníbal, es uno de los nuestros —informó el vigía del campamento.
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El soldado, una vez llegó al campamento, descendió de su montura y saludó al nuevo jefe de la expedición, que se encontraba custodiando a Bethencourt. — Capitán —dijo el jinete—, Ferrán Milà nos ha traicionado. — ¿Qué decís, soldado? —respondió un encolerizado Aníbal. — El capitán Milà, después de hacer acopio de muchos esclavos, cogió una de las naves y embarcó. — Ah, hideputa traidor. ¿Y cuantos soldados le han secundado? — Según he podido saber, cuatro: Miquel Falabrés el de Alzira, los dos hermanos andaluces y Hernando el manchego. — ¿Problemas en los vuestros planes? —inquiere un irónico Bethencourt. — Callaos, señor barón, a no ser que tengáis ganas de probar el dulce sabor de mi espada —le responde un airado Aníbal. Dirigiéndose nuevamente al soldado, le pregunta: —
¿Cómo no pudisteis detenerles? - 112 -
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— En principio todo estaba saliendo según lo previsto. Todo el botín se estaba cargando en las bodegas de una de las naves junto con los esclavos. En ningún momento pensamos que fueran a levar anclas. Encima tuvieron la suerte de favorecerse de los fuertes vientos que han estado azotando la zona en estos últimos días... — ¡Maldición! —suspiró Aníbal con hondo rencor—. Según deduzco de las vuestras palabras, sólo se llevó una de las dos naves... — Así es, mi señor. La otra está fondeada en la rada. Cuarenta y cinco hombres están en estos momentos custodiándola. He venido hasta acá por orden del capitán d’Audrac, que también me ha encargado haceros saber que mantiene en pie su juramento de fidelidad hacia la vuestra persona. Aníbal ordenó levantar el campamento, pero, sorprendentemente, en vez de proseguir su marcha hacia el interior de la isla, decidió regresar a Arguineguín. No en vano, después de tantos sustos, se hacía necesaria una reunión con d’Audrac y el resto de las tropas existentes, y garantizarse el salvoconducto de la fidelidad, así sea con la tinta rutilante del hierro...
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Había algo en este momento argumental que no terminaba de cuadrar a Marcell Llum. Mientras escuchaba la exposición de Augerón, analizaba en su cabeza la trama doblemente traidora de Ferrán Milà. — ¿Dónde estabais cuando Milà hacía acopio de los esclavos, Augerón? — En mi plegaria de aquel día sucediome algo determinante... El gánigo de leche y miel se me resbaló de las manos de una forma muy extraña. Cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Por la forma de derramarse el líquido del interior pude deducir que un mal augurio planeaba sobre Canaria. El cuerpo comenzó a sentir un intenso desasosiego y mi corazón latía con más fuerza y rapidez que nunca. — He podido comprobar en el vuestro relato, Augerón, que tenéis un extraño don de leer el futuro. ¿Cómo lo hacéis? O mejor, ¿qué técnica desarrolláis? — Os comenté que soy el heredero absoluto de los mágicos poderes de mi madre, la reina Attidamanan... —
Pero...
— Dejadme, por ventura, continuar con mi relato para que sepáis cómo cambió definitivamente mi destino. - 114 -
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Capítulo décimo de la parte primera. En donde se narra la famosa batalla de Arguineguín. —
Atormentado por la visión del gánigo roto en mil pedazos
y por los funestos augurios, dispuse mi regreso a Arguineguín. Un poco de descanso traerá seguro sosiego a mi incertidumbre, pensé mientras caminaba por el estrecho sendero. Tan absorto iba en mi pretensión de apaciguar mi espíritu, cuando sentí en mi cabeza un golpe muy fuerte que me hizo perder el sentido… —
¿Os atacaron por la espalda, Augerón?
— Así es, hermano. Cuando recobré el aliento, me encontré en una estancia oscura y fría. Quise reaccionar, pero me percaté de que mis miembros estaban fuertemente atados. Estaba recostado. Me levanté con grande dificultad, y cuando conseguí incorporarme, vide con horror a cientos de mis hermanos atados y amordazados, como yo. —
El cruel Milà también os hizo prisionero…
— Pues eso es, mi señor Marcell. Allí, en aquella sucia bodega del barco me encontré con el rostro despiadado de los guerreros del horizonte. No sé cuánto tiempo transcurrió desde mi captura hasta la llegada a estas tierras de Sevilla. Una noche eterna tiñó aún más de negro mi desdicha y la de mis paisanos. Sólo sé que cuando ya esperaba la llamada de - 115 -
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la muerte, me vi descendiendo de aquella inmunda nave, ribeteada mi vergüenza con cadenas y mi dignidad mancillada por la codicia de aquellos mercenarios. El sabio de Xàtiva se quedó por unos minutos pensativo. Levantose de su asiento y comenzó a caminar con paso quedo por la estancia. El viejo Augerón —o mejor, su fraguada intuición— pudo apreciar el semblante de preocupación de Llum. Pensó Marcell en las bajezas de la raza humana, en la capacidad de destrucción sin límite emanada de la vil ambición. En su condición de siervo de Dios, consideraba que la labor evangelizadora de llevar el mensaje de Nuestro Señor a los pueblos salvajes tenía que estar forzosamente reñida con cualquier indicio de codicia. Pero, ¡cuán distinta es la cruda realidad! Pensó en todos esos hombres a la sazón vendidos como ganado para las faenas del campo, o como sirvientes de palacio. Pensó en todas esas mujeres que terminarían siendo juguetes de algún marqués o ayas de alguna dama. Pensó en la infancia truncada de unos niños huérfanos de padre, madre y cariño alguno. Pensó, en definitiva, en el abrazo transoceánico de la Palabra de Dios, continuamente ultrajado por hombres sin corazón. “¿Qué clase de cristianos son éstos que usan el nombre de Dios para satisfacer sus ambiciones? ¿Qué bandera enarbolan? ¿No saben que el primer mandamiento es amar al prójimo como a uno mismo? ¿Acaso han olvidado la misión impuesta por Nuestro Señor Jesucristo de expandir su mensaje por el mundo?”, pensaba Llum en el sopor de sus pasos. - 116 -
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— Venid, señor —intervino Augerón— para proseguir con mi relato. — Supongo, venerable anciano, que habréis sufrido mucho en la vuestra larga vida. A veces me avergüenza pensar que hay cristianos tan despiadados. ¿Quiénes son los salvajes, Augerón? ¿Podéis decírmelo? — Ay, hermano… —el viejo se levantó con dificultad para acercarse al clérigo valenciano—. Desde el momento en que os vide por vez primera supe que sabíais leer con destreza los sentimientos humanos. — Tal vez por eso tuvisteis la osadía de acercaros a mí con tanto desparpajo en la posada. —
Tal vez, tal vez…
El canario se acercó con parsimonia, y puso sus brazos sobre los hombros de Llum. — Sois un cristiano ejemplar. Tenéis el cielo más que ganado. —
¿Lo creéis así?
— Tan seguras son mis palabras como la existencia de Dios Nuestro Señor. No pudo reprimir Marcell Llum abrazarse al canario con honda ternura. Hasta unas tímidas lágrimas se escaparon indiscretas de sus emocionados ojos. - 117 -
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— Ya poco puede hacer este viejo decrépito por el mundo —dijo Augerón con suavidad—, pero Dios necesita de personas bondadosas como vos para poder aplacar las injusticias. Que no os nuble el entendimiento el desánimo, que bien veo vuestra justa recompensa escrita con grandes letras en el destino. Os prometo que en el poco tiempo de vida que me quede, y si desta buena manera lo tengáis a bien, os transmitiré todos los conocimientos que mis antepasados y mi larga existencia me han otorgado.
Los jefes, cediendo a las reiteradas instancias de Aníbal y sus amigos, les concedieron el permiso de provocar un encuentro con los canarios. El guanarteme, que no estaba lejos de aquellos sitios, dio orden a los suyos de retirarse como si emprendieran una desordenada fuga, trepando por riscos y desfiladeros y abandonando el caserío o aldea que se levantaba a poca distancia; pero luego que vio a sus contrarios divididos y apartados de la costa, cayó al frente de una cuadrilla de sus mejores guerreros sobre los aislados grupos de españoles y franceses, envolviéndolos diestramente y dando principio a exterminarlos en medio de agudos silbos y feroces gritos de guerra. Los europeos corrieron entonces a la playa para proteger sus lanchas, único medio de salvar sus vidas en tan apurado trance; pero cuando llegaron, se había anticipado el grueso de los - 118 -
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isleños, trabándose en las mismas chalupas un reñido y sangriento combate que terminó con la muerte de veintidós franceses, entre los cuales se contaron Guillermo de Auberbon, autor de la aventura, Godofredo de Ausonville, Guillermo de Alemania, el gobernador Juan Le Courtois, Seguirgal, Girard de Sombray y Juan Chevalier. En medio de aquel tumulto de muerte y de caos, mi hermano Artemi, que tan magistralmente estaba desarrollando su militar estrategia, tropezó con las huestes de Aníbal que desesperado se batía en retirada hacia la playa. Le llamó poderosamente la atención ver que su amigo Jean de Bethencourt iba atado y lo conducían como un prisionero. “Triste destino el de un caudillo traicionado por los suyos”, pensó en un fugaz instante. Con gran presteza y agilidad, corrió hacia los normandos con la única intención de salvar a su amigo del cautiverio. Con varios de sus hombres de confianza, Artemi sorprendió a los invasores en una emboscada que terminó en una monumental carnicería. Hasta el mismísimo Aníbal, bastardo de Gadifer de la Salle, halló la muerte en este fatal encuentro, poniendo fin el ataque a su osadía, ahora tornada en malandanza. — Artemi, mi buen rey —exclamó un resignado Bethencourt mientras le apresaban varios guerreros isleños—, dadme ya la muerte para no seguir presenciando tanta desdicha junta. - 119 -
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— No he venido para traicionar nuestra tan fraguada amistad —le responde el guanarteme—. Con mi ayuda y la de mis hombres os conduciré hasta la playa para que toméis la nave y huyáis. — Huir con quién, mi estimado amigo. ¿Acaso con esta pléyade de sucios traidores? — Es necesario que regreséis a vuestro campamento de Val-Tarajal. Allí, bien lejos de toda esta podredumbre, podréis recapacitar con sosiego las causas de tan flagrante traición. — Artemi, amigo, jamás olvidaré que me hayáis salvado la vida. Tengo una deuda perpetua con vos. — Dejaos ahora de deudas y emprended camino hacia la nave. Varios de mis hombres de confianza os acompañarán. Y en ese preciso momento, una flecha envenenada por su traicionera dirección se clavó en el corazón de Artemi. Bethencourt al momento corrió a auxiliar a su amigo. — Artemi, Artemi, aguantad, que yo os curaré la herida — decía Bethencourt en un intento de no desesperar al monarca. — Marchad, amigo, marchad —le contestó Artemi con voz entrecortada—. Hacedme el último favor de vengar mi muerte. — Os juro por mi honor que haré morder el polvo al arquero maldito que en tan mala hora empuñó su arma. - 120 -
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Según terminó de pronunciar Bethencourt esa frase, el valiente guanarteme Artemi Semidán exhaló su último suspiro. El normando lloraba impotente mientras se abrazaba al cuerpo ya sin vida de su amigo. Dicen los que presumen de conocerle que esa fue la única vez que vieron llorar al caballero normando. Cuando la lucidez se volvió a asomar a su entendimiento, Jean de Bethencourt ordenó retirar el cadáver de su amigo a refugio seguro para que, al término de la batalla, se le hiciesen los honores que tan noble y distinguida persona merece. Uno de los capitanes isleños le recordó que la nave le esperaba en la playa, mas el normando prefirió empuñar su espada. — Vos entenderéis a la perfección que antes de subir a ese barco tengo que vengar la muerte de mi amigo —comentó Bethencourt al capitán—. Os ruego que me dejéis unir a vuestro ejército. […] Tal fue la famosa derrota de Arguineguín en la que se dice que combatió un número considerable de canarios capitaneados por su valiente guanarteme. El barón se alejó de la isla con el corazón dolorido, sin esperanzas de adelantar sus conquistas y maldiciendo las imprudencias de sus oficiales, el descrédito de sus armas y la inutilidad de una expedición preparada con tan buenos elementos, gastos y sacrificios. […]
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—
Bonita
historia,
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Augerón
—dijo
Marcell
Llum
emocionado. — Alguien me contó que mientras el barco se alejaba de la costa de Arguineguín, Bethencourt pronunció esta frase: “Adiós a la gran Canaria, tierra de hombres valientes. Adiós a mi buen amigo Artemi Semidán, el más grande monarca que tuvieran mis ojos la infinita suerte de ver. Juro que durante toda mi existencia mantendré viva la llama de su recuerdo…” —
¿No volvió Bethencourt a la isla de Canaria?
— Según he podido averiguar, el noble normando, después de algunos años, regresó a su tierra natal y no se supo nada más de él. También supe que antes de su partida delegó los territorios conquistados en la persona de su sobrino Maciot de Bethencourt.
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Capítulo decimoprimero y último de la parte primera. En donde se narra la llegada de Llum y Augerón a la noble ciudad de Xàtiva.
Recuerdo aquel día como el más aciago y desgraciado que
—
me haya asignado la Divina Providencia. Todavía recuerdo cómo nos bajaron de la nave cual vulgares bestias y nos condujeron encadenados a un lugar en donde la gente pujaba por cada uno de nosotros. ¡Vendidos como animales! Es aquí, señor Llum, en donde interviene don Guillén de las Casas, puesto que adquirió varios esclavos, entre ellos yo. Durante más de cuarenta años estuve al servicio de la familia De las Casas, hasta que la vejez me impidió llevar a cabo las labores cotidianas… —
Y os tiraron a la calle como un perro. ¿No es así?
— Es menester deciros que mientras vivió don Guillén el Viejo, jamás tuve problema alguno de pan y cobijo. Las cosas cambiaron cuando el bueno de don Guillén entregó la su alma a Dios Todopoderoso, y su hijo Guillén asumió las riendas de aquella casa. —
Y ahora, Augerón, ¿dónde dormís y dónde coméis?
— Cerca del Guadalquivir hay unas cuevas bastante abrigadas. Allí tengo lo que necesito: un techo y agua. - 123 -
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—
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Mas también necesita el hombre alimento para vivir…
— Gracias a la caridad de los sevillanos no me ha faltado jamás un trozo de pan, e incluso alguna que otra vez me han obsequiado con algo de más sustancia. Cierto es, mi señor Llum, que, sin ser cristiano viejo, no me han dispensado inhumano trato, a Dios gracias. Trabajo, tampoco me ha faltado, porque siempre he presumido de tener buena voluntad. Hasta que mis huesos me lo permitieron, he desempeñado muchos, muchos oficios. — Mi noble señor Augerón, ¿o Antonio? ¿Cómo queréis que os llame? — Me honra que me designéis por el nombre de mi tierra, que además recuerda el azul de la sangre que corre por mis venas. — Pues noble Augerón, ¿os gustaría hacer un viaje al Reyno de Valencia? Seríais de grande ayuda en las mis investigaciones. — Será un enorme honor, señor Llum. Estoy enormemente intrigado por saber quién es esa extraña señora que ha sido presa de las garras de Satanás y que se expresa en canario lenguaje. Aquella mañana, cuando Llum se despedía de la posada en compañía de Antoñito, no faltaron risotadas ni brillos de dientes desde el fondo de la taberna. Sevilla, la gran Sevilla, se les despedía con alguna nube en lontananza, sin ánimo inmediato de - 124 -
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lluvia. Buen augurio de frescor para tan largo viaje a través del ardiente paisaje andaluz. El viejo canario balanceaba su madurez orgullosa a lomos del caballo. Su mirada destilaba antiguas revanchas libertarias, ahora ribeteadas por el abrazo quasifraternal de su improvisado pupilo. Pensó que Llum podría ser el heredero ideal de toda su sabiduría. Hombre de letras, buen cristiano, piadoso con los débiles y supuestamente impune con los abusadores… Es el mensaje atlántico y lejano de Acorán que se le dibujaba en el lienzo de sus esperanzas. Así las cosas, las jornadas que comprendió el viaje se completaron con las intensas conversaciones de Llum y de Augerón. Difícil resultaba suponer quién era el maestro y quién el alumno, porque cuando Augerón terminaba sus sabias y canarias reflexiones, al momento le pedía a Llum que le enseñase alguna palabra en latín, o que le instruyese en el manejo de la pluma para, al menos, ver estampado algún garabato en el papel. ¡Hay tanto que desmadejar en el ovillo infinito de la ciencia! Xàtiva se dibujó al fin con almenas de horizonte. La ilustre Saetabis, como la denominaron los romanos, transpiraba un extraño halo de silencio. Mudas las calles, mudos el convento de los Dominicos, el Hospital, el antiguo Peso real, el convento de las monjas franciscanas clarisas, la iglesia de San Pere… Hasta el famoso castillo, hoy prisión de estado de la Corona de Aragón, no dibujaba mensaje alguno en la suave brisa que acompasaba la - 125 -
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mañana. Una quietud inusual en una de las mayores urbes de la vertiente occidental mediterránea. — Hermosa ciudad la vuestra, Llum, —dijo Augerón— mas siento una extraña opresión que me ahoga en el pecho. — ¿Qué queréis decirme? ¿Acaso la fatiga del viaje os ha causado esos achaques? —responde Llum. — No hago referencia a flaquezas de mi cuerpo, que bien podrían manifestarse en el cansancio de mis huesos… No sabría explicároslo, mi amigo Llum. Tal vez una inquietud que me acongoja el alma. — Seguro que con una buena comida y una siesta hallaréis reparo a tales congojas —argumenta un tranquilizador Llum—. Aquella casa del fondo de la calle es donde moro. — ¿Aquella que tanta negrura reúnen sus puertas y ventanas, Llum? — ¡Por Dios que cierto es lo que decís! Apresurad el paso, que saber quiero qué ha pasado en mi hogar. Efectivamente, el domicilio del arcipreste de Xàtiva manifestaba claros indicios de haber sido pasto de las llamas. Las ventanas y puertas totalmente calcinadas dejaban entrever la interioridad del edificio, que también daba muestras de haber sido ultrajado. Llum, tras bajar con presteza de su montura, entra en su vivienda para hacer balance de sus pérdidas. Una - 126 -
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ingente decepción le embargó el alma cuando pudo comprobar que todo, absolutamente todo, había sido tragado por el apetito voraz del fuego: los muebles y demás enseres domésticos, pero sobre todo, su tesoro más preciado. No pudo evitar Llum su natural desesperación cuando vio todos sus libros absolutamente calcinados. Un ápice faltó para verle llorar. — No sé por qué, mi señor Llum, que intuyo que el regreso a la vuestra ciudad va a estar envuelta de complicaciones. — ¿Qué queréis decirme, Augerón? ¿Acaso pensáis que me persiguen por mis acciones? — Si vos me dijisteis que estas investigaciones no han sido del agrado de Su Eminencia el obispo de Valencia… —
Dios, no puede ser posible…
— Será mejor, mi señor Llum, que salgamos de Xàtiva y que busquemos hospicio en lugar más seguro. Cuando se acomodaban en sus monturas, pudieron comprender el alcance de la situación en la expresión de un vecino. — Por Dios, Lluis, decidme qué ha pasado aquí —dijo Llum. — Unos soldados han prendido fuego dos noches ha, creyendo que vos estabais dentro de la vuestra casa —le - 127 -
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explicó el vecino—. Entre risas oí decirles que ya no ibais a volver a incomodar más a la señora de Albayda con las vuestras locuras. Dentro de la gravedad, quedeme tranquilo pues sabía que vos estabais de viaje. Cuando los soldados estaban ya bien lejos, intenté apagar el incendio con la ayuda de otros vecinos. Mas poco pudimos hacer por salvar el vuestro patrimonio, mi señor… —
Os doy las gracias por todo lo que habéis hecho, Lluis.
— Como os decía, señor Llum —comentó con prudencia el viejo Augerón—, será mejor que abandonemos esta la vuestra ciudad para prevenirnos de cualquier otro tipo de infortunios. — Os procuraré ropajes para que no os reconozcan —les contestó solícito Lluis. En la oscuridad de la noche, dos figuras sigilosas partían rumbo a la Cova Negra, primera escala de un improvisado e incomprensible éxodo. ¿Por qué han querido asesinar a Marcell Llum? ¿Qué inusitada importancia ha adquirido ahora su vida para que alguien llegue a estos extremos? ¿Será menester abandonar una investigación que ya comenzaba a dar sus frutos? ¿Será menester desistir del empeño de una esclarecedora entrevista con la señora de Albayda? ¿Es preferible volver a la seguridad de las tierras castellanas ante esta súbita amenaza? ¿Se encontrará respuesta en una nueva visita a Sevilla? Sin duda, - 128 -
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algo grande debe de estar pasando para que desde el Obispado de Valencia se tomen tantas molestias…
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Parte segunda
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Capítulo primero de la parte segunda. Que habla de la partida de Ferrán Milà hacia la ciudad de Sevilla y de otros menesteres de su particular pasado.
El
viento propició que la nave abandonara la rada de
Arguineguín con presteza. Atrás quedaron las intrigas y las ansias de gloria de su amigo Aníbal. Pero a Ferrán Milà no le interesan ni la gloria ni el poder. Su espíritu eminentemente pragmático le hace inclinarse más hacia el sueño de la riqueza y de la abundancia. Y francamente, la oportunidad de Arguineguín resultaba a todas luces apetitosa. Con un impresionante cargamento de esclavos atiborrando literalmente la bodega de la embarcación, y con toda la tropa ensimismada en sus menesteres, el plan resultó demasiado sencillo de ejecutar. Gracias a la discreta e inestimable ayuda de su incondicional Miquel Falabrés, de los hermanos andaluces y de Hernando el manchego, Ferrán Milà ha conseguido hacerse con un sustancioso botín por el que sacará pingües beneficios en el mercado de Sevilla. La salvaje ínsula de Canaria se despedía paulatinamente con el pañuelo de la lejanía. El viento reinante de aquella jornada les rodeó en pocas horas del azul salvador del mar, quedando las agrestes montañas del piélago ancladas en el horizonte. - 131 -
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Milà caminaba con paso quedo por la cubierta del barco. Acaso la sombra de la traición consumada le había asaltado momentáneamente la conciencia. En desesperada cabalgata, los pensamientos y las justificaciones se revolvían en su cabeza, buscando lógica desembocadura en la luz. Mas aquellos conductos parecían repentinamente haberse convertido en vasallos de la oscuridad. Lo bueno o lo malo de la decisión es que no tiene vuelta atrás, y, como el viento, sólo va en una única dirección: la ciudad de Sevilla. Que luego Dios dirá… Aníbal, a medida que pasaban los días, se le iba pareciendo más desconocido. Cada vez hablaban menos del botín, de monedas, de una hipotética vida de holguras y de lujos, porque parecía haberse incrustado una extraña palabra entre la armadura y la piel de su buen amigo: el poder. El sueño de hacerse con el mando de la expedición y, por ende, la posibilidad de convertirse en el nuevo señor de las Canarias era a todas luces algo más tentador que un simple saco de monedas. Ferrán Milà nunca entendió estas ambiciones. Suponía que tales responsabilidades sólo servirían para emborronar la idílica vida de riqueza y despreocupación que ansiaba. Justo en ese punto de la divagación halló el providencial y provisional bálsamo de su dilema: Aníbal convertido en señor de las Canarias y él viviendo en su Albayda natal, lejos de posibles represalias y bajo el manto protector de su hermano Pere, bendecido por la Corona de Aragón. Cada mochuelo a su olivo. - 132 -
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En ese momento sintió cómo la suave brisa marina acariciaba su rostro. La suave brisa de la razón se encargó de acariciar también su alma. El Atlántico dibujaba caprichosas piruetas de cetáceos alrededor del casco, mientras en el otro azul, el del cielo, las gaviotas ofrecían un desconcertante espectáculo de graznidos y de rapiña. — Capitán —gritó el manchego—, ¿damos de comer a los salvajes? Milà determinó en ese momento abandonar su interior desasosiego para regresar a la flotante realidad que debía en todo momento ocuparle. Decidió descender a la bodega para realizar un recuento inicial de esclavos, y, sobre todo, para comprobar la cantidad de viandas. En medio de la oscuridad y de un inquietante olor a podredumbre, Milà se hizo camino con una antorcha. Pudo comprobar que el botín, efectivamente, era magnífico: noventa y siete mujeres, muchas de manifiesta belleza, ciento cuatro fornidos hombres, veinticinco mozos en pronta edad de trabajar y cincuenta niños, muchos privados de sus madres, que con sus llantos aterradores sacudían la apocalíptica estancia. — Procurad racionar muy bien los alimentos, que la travesía nos ha de ocupar un buen tiempo, Hernando —dijo Milà—. Ah, y cuidad en todo momento de tirar por la borda - 133 -
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a los que enfermen de escorbuto, que bien sabéis que esclavo sin diente es mercancía perdida. Cuando el capitán se dispuso a abandonar la atmósfera nauseabunda de la bodega, sucedió que la luz de su antorcha se detuvo en una joven de cabello azabache, que, agazapada en posición fetal, escondía la arquitectura prieta de sus senos. Milà pudo adivinar que era la joven que en Arguineguín dejó una imborrable impronta en su rostro. Se agachó, la giró hacia sí y por un momento pudo contemplar en todo su esplendor la belleza de la indígena. Una extraña y suave cabellera morena, cuyo brillo ponía la nota discordante entre tanta cabeza rubia. La mujer estaba medio desnuda. Su tamarco daba señas de haber sido ultrajado por un pertinaz forcejeo. Al valenciano comenzaron a revolvérsele los instintos en su vientre y, tal vez movido por la tersura de aquel cabello y por otras razones más telúricas o animales, comenzó a toquetearla. La fémina no tuvo otra iniciativa más feliz que acariciarle el rostro, no con su encantadora mano, sino con los babosos efluvios de su boca graciosa. Ante la situación, todos los individuos de la bodega comenzaron a gritar, produciendo así un motín de voces e improperios que, aunque pronunciados en lengua extraña, su entonación resultaba muy sencilla de interpretar. Por la viscosidad de la osadía, a Milà se le encendieron los ánimos, y no halló en su rudo entender mejor respuesta que una descomunal e inhumana patada, que dejó a la indígena envuelta en un profundo quejido. Acto seguido, - 134 -
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desenvainó su espada con un ademán altivo, como queriendo demostrar a los demás y a sí mismo quién es el que manda en la nave. Pudo de esta forma aplacar los bríos de los aborígenes que, con todos sus miembros atados, poca resistencia podían ofrecer. — Separadme a esta mujerzuela de las demás, Hernando, que es menester recordarle quién es ahora su absoluto señor. Y de paso, darle justo entretenimiento a mis carnes que después de tanta batalla, tiempo ha que no hallan deleite alguno. Las risas del manchego y del valenciano consiguieron en pocos segundos ahogar la vocal rebeldía de los esclavos. La voz de Gonzalo Núñez de Jaén, uno de los dos hermanos andaluces, le recordó que el cuerpo también precisa de otras necesidades, como el buen yantar. — Las redes hoy nos han dado una excelente pesca, capitán. Comeréis a buen seguro el mejor pescado asado de la vuestra vida. Después de la comida, recostado en su lecho, Milà daba rienda suelta al caballo desbocado de sus evocaciones. El suave vaivén de la nave acompasaba su cabalgata particular de recuerdos.
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Había bullicio y jarana en aquella taberna de Laredo. Los dos hermanos Milà, tras una agotadora jornada, decidieron dar refresco a sus maltrechos cuerpos. Un recado del rey de Aragón Martín el Humano trajo a los levantinos hermanos a estas tierras de Dios castellanas. Pere Milà, ya bendecido por la mano real protectora, ha llegado hasta estos verdes y costeros parajes norteños, en donde el rey de Castilla, Enrique III, está pasando unos días de oficial asueto. Al parecer, amenazas portuguesas e inglesas habían empujado al monarca castellano, también conocido como El Doliente, a buscar auxilios en el vecino Reyno de Aragón. La visita de Pere Milà se había organizado para anunciar el apoyo militar de los aragoneses, algo que llevaba anhelando durante varios meses el rey Enrique III. Entre aquellas cuatro paredes, parecía que el Cantábrico había encontrado una marejada arrancada del pecho de Baco. En un rincón de la estancia, dos hombres se disputaban los guiños de amor de una mujerzuela, que, medio ebria de rastrera ambición, aprovechaba los lapsos de sus derrotados caballeros para revolverles las vestimentas y extraer la preciada bolsa escrotal de las monedas. En otro de los rincones, tres músicos acompasaban la velada con sus vívidos sones. Cuatro marineros discutían en una mesa aventuras de ultramar y pescas imposibles. En otra mesa, ésta de generosas dimensiones, un grupo de caballeros daba buena cuenta de un potaje de lentejas y de un asado entre - 136 -
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tragos intensos de voz y de vino. Uno de ellos, con la boca grasienta y el ademán altivo, reconoció a los valencianos. — Señor Pere, señor Ferrán, cuánta alegría me da de veros. Acercaos, acercaos presto a esta nuestra mesa, si os place probar tan deliciosos manjares. — ¡Pero si es Miquel Falabrés, el de Alzira! —adivinó un sorprendido Pere Milà—. ¿Qué fuerza del destino os ha llevado hasta las mismas orillas del Cantábrico? — Tiempo ha, mi señor Milà, que la desdicha se ha cebado con este humilde siervo de Dios, y gracias a estas nuevas amistades que con gusto os presentaré, me embarcaré en una ilusionante aventura en pos de la fortuna que el destino me ha negado. — ¿Y cuál es esa aventura tan ilusionante que vos referís? —inquirió Ferrán. — Permitidme presentaros a mis nuevos amigos de la Normandía: el señor Jean de Bethencourt, el señor Gadifer de la Salle y su hijo Aníbal, los hermanos Boutier y Le Verrier y otros hombres de bien que han conseguido de Su Majestad el Rey Enrique las capitulaciones necesarias para tomar posesión de las islas de Canarias. — Sentaos, estimados señores —dice Gadifer de la Salle en amable gesto—. Supongo que los vuestros cuerpos estarán harto deseosos de sustancia y de líquido. - 137 -
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— Así es, distinguidos señores, y a tenor del saludable apetito del que hacéis gala —responde Pere Milà—, muy suculentos deben de estar los tales guisos. El grupo de notables, presidido por el noble normando Jean de Bethencourt, acababa de ultimar los preparativos para una empresa de loables dimensiones. Al fin y al cabo, adentrarse en los temidos dominios de Atlante para alcanzar el paraíso perdido de las Hespérides, no era empresa para cualquier mortal. Las influencias del normando en la corte castellana han permitido la recaudación de los fondos necesarios de la expedición que, dentro de unas semanas, partirá de forma oficial desde La Coruña. El peso de la noche y del vino fue cayendo sobre las cuatro paredes de la taberna. Tres mujeres danzaban al son de un enloquecido compás binario, desafiando con su gracilidad las ya alcoholizadas miradas masculinas. Las estancias más oscuras derrochaban amores furtivos y ruidos de monedas. El olor de la carne viva humana terminó ganándole terreno al de la carne animal asada. La velada había clavado un dardo sangrante en el corazón de Ferràn. Aquellos caballeros normandos habían hablado con tanto entusiasmo de la ambiciosa empresa de la conquista de las islas de Canarias, de obtener cuantiosos botines, de alcanzar riquezas inusitadas, de conquistar nuevos señoríos, que por un momento - 138 -
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su ambición dio muestras de durar más que un relámpago, más. La sombra protectora de su hermano Pere comenzaba a dolerle en las necesidades. La luz de la aventura comenzaba a sanarle en las veleidades.
No pudo Ferrán Milà pegar ojo en toda la noche. Encandilado por tamaña ensoñación, desvelado por tanto sueño amasado, se vistió presurosamente para salir en busca de los aventureros normandos. Su hermano Pere, satisfecho por la pacificadora negociación del día anterior, dormía plácidamente en su lecho, ajeno a esta repentina trama de ultramar, pues sus miras viraban más hacia el Mediterráneo que hacia el Atlántico. Enseguida localizó el valenciano a la comitiva normanda, que en la bahía se encontraba desayunando y también reparando las humanas naves del tremendo oleaje de vino y exceso de la noche. Jean de Bethencourt negociaba con unos marineros un cargamento de pescado y otros víveres para avituallar a la tripulación que trabajaba en las dos naves fondeadas en el puerto, procedentes de La Rochella, y abanderadas de la campaña de las Canarias. — Mi señor Jean de Bethencourt —gritó Milà—, me haría grande ilusión que me dejaseis formar parte de la vuestra empresa. - 139 -
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— ¿Sois consciente del riesgo que podríais padecer? — puntualizó el normando. — Vive Dios que sí. Mas anoche sentí un extraño impulso en el pecho, que, como bien veis, me ha conducido hasta vos. —
Si es así, sed bienvenido. ¿Sabéis de armas?
— Años de servicio a la Corona de Aragón me han otorgado el grado de caballero, mi señor. El sol lanzaba sus rayos de mediodía cuando por fin Pere pudo localizar a su hermano. Extrañole verle entre aquellos marineros, cargando unas naves en apasionada tarea. Pero más extraña fue la facción de su rostro cuando Ferrán le contó su particular voluntad. — ¿Que os embarcáis con estos hombres hacia las Canarias? —inquiría un anonadado Pere Milà—. ¿Es que acaso habéis perdido el juicio? —
Es hora, hermano mío, de hacer algo por mí mismo.
— ¿Acaso no os he propiciado todas las glorias y honores a las que puede aspirar un hombre? — Es cierto y no os lo discuto, mi venerado hermano, mas siento la grande necesidad de emprender alguna aventura que dé regocijo a mi vida desdichada, tan vacía de lauros y de glorias, al contrario que vos… - 140 -
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— No hagáis semejante locura, hermano. No desoigáis la voz de la dicha por causa de las dulces palabras de unos aventureros. — No hay vuelta atrás, mi querido y admirado hermano Pere. Así lo he dispuesto, y así lo voy a hacer. Por un exiguo momento, Pere Milà se vio bloqueado y no supo cómo desahogar el torrente de sus rabias y de sus sentimientos. Pero tuvo la fuerza necesaria para ofrecer a su hermano el más sincero y cálido abrazo. Al fin y al cabo, ya nada podía hacer ante tal torrente febril de entusiasmo. Aguantando la presión de unas lágrimas que no dejó aflorar — que no se estima acertado que mancillen el rostro de un caballero—, Pere tomó su montura y despidiose con paso quedo, como si hubiese surgido un inusitado paralelismo entre su estado de ánimo y el de su cabalgadura. La Corona de Aragón espera pronta respuesta de las negociaciones castellanas, y, qué duda cabe, es más importante obedecer el dictamen de su rey y de su patria que reprender el capricho trasnochado de su hermano el menor.
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Capítulo segundo de la parte segunda. En donde se narra la llegada de las tropas de Bethencourt a las primeras islas Afortunadas.
Atardecía
cuando
las dos
embarcaciones normandas
arribaban al puerto de Cádiz. La expedición, proveniente de La Coruña, ha hecho una nueva escala antes de emprender la travesía definitiva hacia las Islas Afortunadas. Ferrán Milà, en estos momentos preliminares de la campaña, ha entablado una estrecha amistad con Aníbal, el hijo de Gadifer de la Salle. Ya desde ese entonces escuchó de las bocas maléficas de los soldados que este caballero era hijo bastardo del comandante normando. Pero no le dio la más aparente importancia. Al fin y al cabo, ya es digno de mérito que su progenitor lo trajera consigo, le haya dado exquisita y cristiana educación y encima sea un admirable caballero. Lo que cualquier padre hubiera querido para cualquiera de sus hijos. No había razones para escatimar orgullos. Aníbal era valiente, tenía dotes de mando y era muy inteligente. Lo cierto es que Milà adivinó enseguida que Aníbal ostentaba privilegios nada comunes entre el grueso del ejército. Y no eran precisamente por ser vástago de quien era… Doscientos ochenta hombres se habían alistado para esta aventura. Sin embargo, una gran cantidad de ellos se había apeado del posible pedestal de la gloria por una causa tan vulgar - 142 -
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y mundana como la deserción. Uno de ellos incluso murió tras un duelo con Gadifer de la Salle, supuestamente por reclamación de incumplimiento de pagos. Milà, que había sido testigo de la refriega en tierras gaditanas, se dio cuenta enseguida de que estos caballeros de Francia no se andaban con chiquitas y que todo debía cumplirse estrictamente bajo sus más firmes parámetros. Al final, sólo cincuenta y tres hombres partieron desde Andalucía hacia las Islas Fortunadas. Corría el año del Señor de 1402. Después de varias semanas en alta mar, el soldado Miquel Falabrés de Alzira avistó unos peñascos en lontananza. El ansiado sueño de las Afortunadas comenzaba a hacerse realidad. En verdad llegaron a un peñasco árido y desértico que, sin embargo, decidieron bautizar como Alegranza por ser la primera y grata visión de tierra firme atisbada. Muy cerca de ésta se veía un pequeño archipiélago de peñascos igualmente áridos y carentes de vida. Mas un poco más al sur encontraron días más tarde una isla mayor y con claros indicios de que pudiera haber vida humana. Efectivamente, a poco de pisar tierra firme y de adentrarse en la ínsula, se encontraron con unos hombres salvajes, ataviados con pieles de animales y de facciones sorprendentemente bellas a pesar de la evidente rudeza. Ayudados por Alfonso e Isabel, los dos indígenas canarios apresados por piratas en pretéritas incursiones y utilizados como intérpretes para esta empresa, pudieron encontrarse con el reyezuelo de aquella ínsula yerma, - 143 -
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que poco correspondía con la paradisíaca descripción que se había realizado de las Hespérides. Guadarfía, que así se llamaba el dirigente local, los acogió con manifiesta hospitalidad. Los normandos decidieron establecer su campamento en una zona del sur de la isla al que llamaron El Rubicón. La tensión vivida en el transcurso de la travesía comenzaba a remitir. Después de un viaje incierto a un rumbo no del todo esclarecido —tan sólo en las mentes de la tropa estaba escrita la ilusión de glorias y honores, pero la mayoría desconocía completamente la ubicación de tales islas—, y después de contemplar impotentes las muertes de algunos soldados por afecciones de diversa índole, por fin estaban ya en el destino deseado. Aún así, la fisonomía de aquellas tierras no cuadraba con el perfil bucólico que todos tenían desde la partida de la Península Ibérica. Efectivamente, aquella isla apenas tenía vegetación. Tan sólo algunas palmeras desplegaban su batir esmeralda, como queriendo desafiar las marrones y rojizas tonalidades predominantes en el paisaje. Algunas montañas mostraban su fiero pasado de dragones, hoy ya mustio por el paso impune del tiempo. Aquellos nativos tenían una arrogancia fuera de lo común. Jean de Bethencourt tuvo ciertos problemas con ellos cuando estableció las primeras negociaciones. De todos modos, a poco de conocer en su totalidad el terreno, se dieron cuenta de que la - 144 -
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tal isla estaba poco poblada y que era relativamente sencilla una hipotética intervención militar. No fue necesaria. Guadarfía, el rey indígena, enseguida capituló con Bethencourt, aunque expresó someterse como amigo, nunca como súbdito. Un indicio que traería malos augurios… Desde aquella ubicación sureña, les corroyó la curiosidad la visión de otra isla a pocas millas marinas de distancia. Tan pronto como consiguieron dominar hipotéticamente las voluntades de los pocos nativos vasallos de Guadarfía, decidieron embarcar hasta este nuevo punto. Volvió a apoderarse de los normandos la decepción. Este nuevo territorio en poco difería del anterior. Cuando llegaron se encontraron con otro país igualmente desértico con imponentes arenales que se adentraban tierra adentro. Por otra parte tuvieron que soportar las continuas insolencias del dios Eolos que campaba a sus anchas por estos nuevos territorios. El infernal viento predominante fue la razón que les llevó a bautizar este lugar como Fuerteventura. Justo enfrente de aquel enclave nórdico se veía con claridad otro islote que decidieron inspeccionar. El exiguo pedazo de tierra, igualmente desangelado, sin embargo era pródigo en lobos marinos. Una buena noticia. Los víveres comenzaban a escasear y aquellas tierras no daban muestra alguna de generosidad en forma de frutos o algo de más sustancia, salvo algunas cabras que pudieron cazar. Los marinos mamíferos servirán para procurar - 145 -
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carne a la tropa y su grasa y piel serán de indiscutible utilidad. Desde aquel entonces aquel terruño pasó a llamarse Isla de Lobos y fueron varias las ocasiones en las que el mentado islote les salvó el pellejo de alguna que otra carestía. Entonces decidieron inspeccionar el nuevo terreno, que pudieron comprobar que era más vasto que el anterior. Dunas y desolación. Nada de interés ofrecía la nueva Fuerteventura. En el interior pudieron encontrar algunas señas de habitabilidad, algo de agua y seres humanos. La desdicha pareció apoderarse del noble normando. La poca generosidad del país se vio acompañada de un motín de los suyos que se quejaban de la falta de recursos y del escaso número de soldados. Fue lo que propició que Bethencourt decidiese, ya entrado el año 1403, navegar hacia Castilla en busca de ayuda. Allí prestó homenaje de las nuevas islas al rey castellano Enrique III, una acción que poco gustó a Gadifer de la Salle, que quedose provisionalmente al mando del ejército en tierras canarias. Es menester añadir que Bertín de Berneval, encargado del gobierno político y militar de la colonia, colabora con piratas en la captura de esclavos. En Lanzarote no habían terminado de aplacarse los ánimos. Un nativo, de nombre Asche, se alía con los franceses en maquinaciones contra el rey Guadarfía. Sin embargo, su aventura no llega a buen término y Asche termina recibiendo el castigo de la hoguera, al punto que también se decide matar a todos los nativos, excepto mujeres y niños. El bautismo salvó muchas vidas… - 146 -
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Bethencourt regresa de Castilla con los socorros necesarios para alimentar la expedición. Después de un periplo que comprendió las islas de Canaria, El Hierro, La Palma y La Gomera, regresa a la fortaleza de El Rubicón. Año del Señor de 1404. Por fin Guadarfía decide someterse y recibir las aguas bautismales. Una noticia plagada de esperanzas, sin lugar a dudas, a tenor de las rebeliones del último año. Sin embargo, el gozo en un pozo, la conquista definitiva de Lanzarote se vio empañada por las desavenencias entre Bethencourt y Gadifer de la Salle. Al parecer, este último no admitió de buen grado el vasallaje del primero al rey de Castilla. Nueva incursión majorera. Bethencourt construye el fuerte de Rico-Roque en el noroeste de la isla. Gadifer, por su parte, instala una nueva fortificación en una zona más hacia el sur, el castillo conocido como Val-Tarajal. Pero las diferencias entre ambos se habían tornado en irreconciliables. Unas diferencias que terminan zanjándose definitivamente cuando Gadifer de la Salle, después de presenciar cómo Bethencourt se proveía de más privilegios en un nuevo viaje a Castilla, decide abandonar definitivamente las islas. En octubre de 1404 se desarrollan las operaciones de la última campaña de Fuerteventura. Después de nuevas negociaciones, saludaron a Guize, el monarca del Reyno de Maxorata —este era el nombre que los nativos daban a su patria—. De camino hacia el sur, los expedicionarios se encontraron con una imponente - 147 -
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pared de piedra que marcaba claramente la frontera con otro hipotético país. Se trataba de Jandía, la otra nación gobernada por Ayoze. Aplacados los bríos de los rebeldes, Bethencourt recibió al poco tiempo un regalo del destino. Los reyes de ambos países, Guize y Ayoze, aconsejados por dos extrañas pitonisas que llamábanse Tibiabin y Tamonante, aceptaron recibir las aguas bautismales y someterse a la voluntad de su nuevo señor. Corría el día 25 de enero del año 1405.
Después de la cena, la fortificación de Rico-Roque se vio invadida por el silencio. De cuando en vez, la ausencia de sonidos se interrumpía con las voces de los soldados encargados de la guardia nocturna, buscando en la conversación una salida dialéctica al tedio de la marcial obligación. Otras voces también se escuchaban, pero éstas resonaban lejanas a la sospecha y al comentario… Ferrán Milà, que había participado con Bethencourt en las expediciones de inspección a las islas de Canaria, La Palma, Gomera y Hierro, informaba a Aníbal de las bondades de estas tierras, más verdes y, por supuesto, con mayores similitudes a la paradisíaca descripción que desde los primeros momentos habían escuchado sobre las Hespérides. - 148 -
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— En verdad os digo —manifestaba Milà— que vide países magníficos en la última aventura. A los pocos días de abandonar Fuerteventura, encontramos una nueva ínsula, cuyas selvas se precipitaban por su montañoso paisaje. Luego pasamos otro territorio presidido por una gran montaña blanca que nos trajo muy malos augurios. Por eso decidimos continuar nuestra ruta hasta otra isla, esta más pequeña, igualmente poblada por la fronda. Entonces, nuestro señor Bethencourt decidió orientar el rumbo hacia el norte. Quiso nuestro afortunado destino que avistásemos otra nueva ínsula de grande belleza, cuyas montañas imponentes asemejábanse mucho a la primera dellas. Por último, más hacia el sur, topémonos con otra, ésta de menores dimensiones, pero igualmente frondosa. Después de dos días más avanzando hacia el poniente, y al no encontrarnos con más tierras en lontananza, decidimos regresar a Fuerteventura con el firme propósito, según palabras de nuestro señor Bethencourt, de preparar de buen grado la conquista de las tales ínsulas. — En fin, Ferrán —responde Aníbal con cierto gesto de incredulidad— por las vuestras palabras deduzco que grandes botines pudieren hallarse en esos nuevos territorios. — Por Dios Todopoderoso que sí, mi estimado amigo. Seguro que podremos apresar un grande número de esclavos, así como frutos y objetos de valor que, a buen
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seguro, serán bien vendidos en los mercados de Sevilla, Toledo o Valencia. — Mas tendremos que actuar con grande sigilo. Bien sabéis que el mil veces maldito Bethencourt nos podrá cortar la cabeza si a sus oídos llegase tal conspiración… — Descuidad, mi amigo, que destos labios no saldrá palabra alguna —responde Ferrán Milà con manifiesta tranquilidad después de apurar un trago de su copa de vino—. Pronto veréis cómo regresamos a tierras de Aragón ricos y cresos. — Todo dependerá de la nuestra discreción y de la buena fortuna —sentencia Aníbal—. Tan sólo una duda asalta mis pensamientos, Ferrán. —
Ojalá tenga el entendimiento justo para resolvérosla.
— De vos espero que sí. ¿Creéis que habrá alguien en la tropa que secunde la nuestra iniciativa? — Perded cuidado, mi estimado amigo. Sabéis que contamos con la ayuda de mi incondicional amigo de Alzira Miquel Falabrés. Además, Hernando el manchego y los hermanos Núñez de Jaén me han dado su palabra. —
De pocos hombres disponemos…
— Pocos pero muy eficaces, Aníbal. Tampoco estimo acertado que la nuestra acción esté en oídos de demasiada gente. - 150 -
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— Razón tenéis, Milà. ¿Cuándo parte Bethencourt para la tal campaña? — Según he podido saber, cuando vuelva de tierras castellanas con nuevos refrescos. Si los cálculos no me fallan, dentro de uno o dos meses estaremos poniendo rumbo hacia esas nuevas tierras. El cálculo de Ferrán Milà estuvo en lo cierto. Una vez Bethencourt regresó de la corte castellana con los refuerzos precisos, decidieron poner rumbo a la nueva isla conocida por Canaria. Sin embargo, había algunos detalles del noble normando que no coincidieron con las previsiones de Aníbal y de Milà. En principio, en la expedición no formarían parte ni uno ni otro. Bethencourt, con el reciente trago amargo de la ruptura con Gadifer de la Salle, prefirió dejar en Fuerteventura al hijo de su enemigo. No podía permitirse riesgos innecesarios en la nueva campaña, en cuyos preparativos había invertido mucho tiempo. Si bien no había atisbado animadversión de Aníbal hacia su persona, prefirió que se quedase al frente del fuerte de RicoRoque. Hombres le sobraban, después de las recientes negociaciones castellanas.
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El enojo de Aníbal era evidente tras la partida de Bethencourt. Su amigo Ferrán Milà, que también se quedó en el campamento, intentaba con grácil cordura, aliviar su desasosiego. — No os preocupéis, amigo. Tenemos una nave fondeada junto al islote, más que suficiente para emprender nuestra aventura. — Será sólo cuestión de esperar un par de semanas para llevar a buen término las nuestras acciones —responde un ahora animado Aníbal. Tras la partida del noble normando empezó a tomar cuerpo la conspiración en el fuerte de Rico-Roque. Nuevos nombres se fueron añadiendo a la urdimbre de intriga que con mano firme tejían el hijo de Gadifer de la Salle y el valenciano: Guillermo de Auberbon, el gobernador Juan Le Courtois, Seguirgal…
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Capítulo tercero de la parte segunda. En donde se narran algunas vilezas acontecidas en el trayecto desde Canaria hasta Sevilla.
Milà despertó aturdido por el peso de los recuerdos. La losa de la nostalgia por los buenos momentos vividos y el lastre de la incertidumbre por no saber del destino de su buen amigo le dejaron unos minutos cavilando sobre el lecho, en estado de semivigilia. Pero tuvo fuerzas suficientes para incorporarse al ejercicio de su capitanía. Al salir de su camarote, una brisa áspera le acarició el todavía somnoliento rostro. Una aspereza que le permitió conectar definitivamente con la realidad que momentáneamente había abandonado por hacerle compaña a Morfeo. Tras un breve paseo por cubierta y verificar que todo estaba en orden, comentó con Falabrés el estado del rumbo. — Si los vientos nos acompañan desta manera, señor, podremos incluso ganar un par de jornadas. Todo depende de la divina voluntad —apuntó el soldado Miquel Falabrés. — Y de la destreza de la vuestra mano, Falabrés —añadió Milà. — Señor, este humilde soldado quiere solicitaros un favor, si así lo tenéis a bien. - 153 -
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Mientras no me pidáis más paga de la convenida…
— No, mi señor, Dios así me guarde y me libre —contestó un sonriente Falabrés—. Es con respecto a los esclavos. — También hemos convenido justo reparto tras su venta en el mercado de Sevilla… — Lo sé, señor Milà, lo sé. Mas no son económicas mis ansias, sino de otro menester… — ¡Por Dios, Falabrés, decidme ya de una vez lo que estáis tramando, que no está mi entendimiento para acertijos! — Hay una esclava de grande belleza que quisiera quedarme en mi poder, si así lo estimáis a bien. — Mientras no sea la que escogí para el deleite de mis carnes… — No, señor, me he cuidado de no interferir en las vuestras apetencias. —
Ah, bueno, si es así… Haced lo que os plazca.
— Dios bendiga la vuestra infinita bondad, mi señor Milà. No sabéis cuánto bien hace esa complacencia a mi corazón. —
¿Acaso os habéis enamorado, Falabrés?
— Después de haberla observado me apresó una ensoñación en la que la vide cual gentil dama adornada de ricos ropajes paseándose en mi presencia con aires de reina. - 154 -
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— Creo que tanta batalla os ha menguado el seso — carcajeaba sonoramente el capitán. — Juro que la haré mi esposa, mi señor. Y hasta tengo pensado llamarla Isabel, como mi santa madre que en la Gloria de Dios Todopoderoso esté. — Permitidme al menos apadrinar tan grata unión — apuntó Milà con tono de flagrante ironía. — Era la otra gracia que os iba a pedir. Y ya que os habéis adelantado… — Al tiempo, soldado, al tiempo —contestó Milà no sin hacer grandes esfuerzos para dibujar un semblante más serio—. Tenéis mi palabra. De momento, no os aturdáis con tales fantasías y poned rumbo firme a Sevilla, que hay todavía mucho por hacer. — A la orden, mi señor. Y reitero mi infinito agradecimiento. —
Bien, soldado. Seguid en vuestro cometido.
Ferrán Milà seguía recorriendo la embarcación y supervisando los quehaceres de cada uno de sus soldados. Pero en cuanto tenía la oportunidad de estar a solas, se sonreía abiertamente con las ocurrencias de Falabrés. “¡Enamorarse de una esclava! Siempre tuve la sospecha de que este hombre no estaba del todo en sus cabales y vive Dios que tras esta conversación ahora sí que tengo la absoluta certeza de la tal demencia. Le salva el impecable - 155 -
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ejercicio de su milicia y su fidelidad libre de toda sospecha. Mientras siga siéndome de utilidad, no veo peligroso que se dedique a llenar su entendimiento con serranillas y romanzas.”
De serranillas y romanzas se llenó precisamente su entender cuando volvió a pasar por la bodega. Acordose del asunto que dejó pendiente con la muchacha de cabellos morenos y decidió traspasar aquel exiguo umbral marcado por el eco cercano y nauseabundo de los efluvios humanos que se hacinaban en el vil habitáculo. Los más próximos a la entrada se apartaban con temor de la figura oscura que surgía de la luz con paso altivo. Muchos de los esclavos estaban todavía dando cuenta del almuerzo servido por los soldados, una oscura y empalagosa pasta de harina con caldo. Milà buscaba en los recovecos de su memoria la ubicación de la muchacha. Ésta, conocedora de la forma e intenciones de aquella sombra tenebrosa, intentó esconderse entre otras mujeres aborígenes. Pero tan vano fue su intento como firmes las cuerdas que la aprisionaban. Cuando sintió la funesta aproximación, Tazirga recordó en el filo cortante de unos segundos el forcejeo sufrido en Arguineguín y la sangre del rufián deslizándose en las iracundas veredas de su rostro mancillado por una desesperación de uñas. El aliento se le entrecortaba cuando sentía más cercano el murmullo grave y masculino que la reclamaba. De repente, la figura robusta y atlética de Artemi se dibujó con trazo preciso en la convulsión de sus visualizaciones. Pero el peso fatídico de la - 156 -
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realidad le recordó que su presencia era un más que palpable imposible. ¿O no? ¿Acaso su amado esposo podría estar prisionero en otro barco? Seguro que con su valentía indomable ha conseguido esquivar las espadas y las flechas de estos mercenarios y ahora estará buscándola por toda Canaria. ¿Estará cuidando de Atagother? Un suspiro de arrorró frustrado invadió con su cálido vaho el hogar carnoso de su boca. — Conque aquí está mi gentil dama esperando las caricias de su amado —exclamó con suma ironía Ferrán Milà. Con mano áspera y ruda se encargó de acercarla a una nueva suerte de penumbras. De nada sirvieron los forcejeos ni los desesperados movimientos de defensa solidarios de las otras aborígenes. La joven del cabello azabache se revolvía vanamente entre el lazo impune de dos brazos que literalmente la asfixiaban. Pensó nuevamente en aquel forcejeo de Arguineguín, pero la inutilidad de sus miembros por la firmeza del esparto convirtieron en resignación sus ya mermadas defensas. Al salir de la bodega, la luz cegadora del mediodía dejó en blanco su mente y su cuerpo. Extrañose el valenciano, que pudo apreciar que la joven se había quedado absolutamente inerte, y de sus labios salían unos extraños susurros que no pudo comprender. Efectivamente, mientras la luz se acomodaba en sus ojos, Tazirga deslizaba por sus labios un imperceptible vacaguaré, vocablo aborigen de manifiesta subordinación a las leyes infranqueables de la muerte. - 157 -
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Vacaguaré —quiero morir— seguía pronunciando hasta llegar al camarote del capitán. Milà, extrañado por la inexistente resistencia de la aborigen, la recostó en la cama, asegurándose de atar bien sus manos por la espalda para evitar sorpresas de última hora. Después de despojarse de sus ropajes y de quitarle el destartalado tamarco a la joven, se abalanzó sobre ella con un voraz apetito sexual. Tazirga lloraba en la soledad del camarote después de una hora eterna de intermitentes tarascadas y embates. En cubierta, Milà se pavoneaba ante sus soldados con efusividad manifiesta. En medio de la euforia, comentaba con desprecio que la muy asquerosa ni siquiera era virgen, puesto que ningún hilo de sangre afloró de sus partes más púdicas. “Como animales son esas hideputas canarias, y como tales, se refocilan continuamente cuando sienten la llamada del celo”, decía con sorna el valenciano en medio de las risotadas de sus subordinados. La incertidumbre del destino azotaba con crueldad la mente de la joven. ¿Sería preciso llamar a voces a la muerte y de esta forma librarse de un futuro seguro de vejaciones? ¿O acaso no sería más prudente mantener la firmeza, sobre todo porque hay un esposo y un hijo por los que merece la pena vivir? Suspiró hondamente mientras su vista se clavaba en la madera ennegrecida del techo del camarote. Haciendo alardes de fuerza brindados por una edad todavía juvenil, se levantó del camastro —en su delirio animal, Milà se había olvidado de atarla por las - 158 -
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piernas— e intentó abrir con sigilo la puerta. Pero la locura del valenciano no llegaba a tales extremos. Un pestillo exterior cercenaba con firmeza de fragua cualquier sueño de libertad. Descartada esta vía de escape, buscó en dos ventanucos una nueva fórmula… Igualmente vana. Eran demasiado pequeños para dejar pasar cualquier forma humana. Desesperada, se hinca de rodillas y comienza a llorar amargamente. El mar se le presentaba con timidez por aquellas dos ranuras, como dos diminutas ilustraciones de la infinita enciclopedia del mundo, con precisas pinceladas de un azul que se presentaba con variada tonalidad, salpicado por graciosas texturas de espuma y de salitre. En esa posición piadosa se la volvió a encontrar Milà cuando decidió al cabo de un rato regresar al camarote para servirle un poco de comida. — ¿A quién rezas, meretriz rastrera? ¡Salvajes como vos no merecéis compasión de ningún Dios! Tazirga no respondía. Sólo se limitó a encogerse casi como un ovillo, en actitud de defensa ante algún nuevo tipo de abuso. El capitán decidió dejar momentáneamente el cuenco de alimento sobre una mesa que se encontraba frente a la cama para recoger a la muchacha del suelo y reconducirla al lecho.
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— Sentaos, sentaos, y haced lo que yo os diga, si acaso estimáis en algo la vuestra vida todavía. Es menester que comáis, que el viaje es largo y vuestro cuerpo valioso. Tazirga le dirigió una mirada repleta de desprecio, mensaje que supo interpretar el valenciano con nitidez. Aún así, tomó un trozo de pescado e intentó metérselo en la boca. Intento vano, porque fue rápidamente escupido por la joven. — Ah, ¿que no queréis comer? Con todo el sacrificio que he hecho para conseguiros la mejor comida… ¿Así me lo agradecéis, hideputa malnacida? Con enervados bríos volvió a intentar introducirle el alimento, pero esta vez tuvo la mala fortuna de recibir una mordida. No pudo reprimirse Milà de darle una sonora bofetada. De la nariz de la joven comenzó a manar un hilillo tenue de sangre. Desairado, se levantó y dejó el cuenco nuevamente sobre la mesa mientras decía: — Si no queréis comer por esa boca, ya os procuraré yo el mejor alimento por la otra, que por algún lado habré de introduciros algo de substancia. Un nuevo episodio de violación volvió a consumarse entre aquellas cuatro paredes angostas. Exhausto y jadeante, Ferrán - 160 -
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Milà la condujo a empujones y patadas a cubierta, en donde la ató a uno de los palos de la nave. — ¿Os gusta la carne más asada, mi señor? —comentó Miquel Falabrés desde su puesto de timonel. — Callaos, ingrato, si no queréis que os lance por la borda —respondió colérico el capitán—. Haré a esta salvaje una dama aunque en ello se me vaya la vida. El de Alzira optó por no lanzar más comentarios irónicos y siguió en silencio con sus cometidos. El capitán, por su parte, tomó agua de un barril y se apoyó en la baranda de babor para contemplar la evolución de la embarcación. Tazirga, en su nuevo y exterior presidio, perdía su melancólica mirada en un horizonte de doble tonalidad azul, que le salpicaba el rostro con lágrimas de sal y de viento. Morir sería lo más cómodo. Librarse rápidamente del sufrimiento. Pero también una expresión cobarde de soberbia y de egoísmo. El adiestramiento educacional recibido de manos de sus padres y de su estancia en el tamonante estaba basado en férreos valores de solidaridad, en el servicio constante a la comunidad. La muerte voluntaria del individuo sólo es posible cuando se haya constatado la muerte de todo el colectivo, o al menos se perciba cierta noción de ello. Por lo que un suicidio supone estrellarse de frente contra este bien pertrechado muro de valores. Había una voz interior que le decía que tenía que volver a Canaria, que tenía que vengar todo este - 161 -
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ultraje, así sea rearmando todos los ejércitos de su país, por el bien de los suyos y el de ella misma. Ahí sí que merecería la pena morir… Con ese firme propósito se despertaba todos los días. Sin embargo, durante toda la travesía esa llama de venganza fue ahogada en innumerables ocasiones por el fuego todavía más salvaje y devastador del abusador valenciano.
El barco llegó al puerto de Barrameda una soleada mañana de sábado. El Guadalquivir mostraba con marismas de brazos abiertos su perfil de caballo manso en esta recta final del recorrido, en donde la noble ciudad de Sevilla les esperaba unos ochenta kilómetros más arriba. Echaron el ancla en el puerto hispalense por la tarde. Cuando Milà, Miquel Falabrés, el manchego y los hermanos Núñez de Jaén sintieron bajo sus pies la firmeza estática de la tierra y el viento sonoro de sus calles y mercados, una cálida sensación de familiaridad se apoderó de todos ellos. Buscaron desesperadamente una taberna donde saciar sus apetitos etílicos y culinarios. Tanto tiempo en alta mar comiendo pescado, granos y harina, bien daban al estómago un motivo más que sobrado para ponerlo de fiesta y agasajo. Ya entrada la noche, envueltos en una borrachera monumental, volvieron a la embarcación. Un mal pie hizo que Hernando el manchego recobrara el seso antes que sus compañeros. La - 162 -
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estrecha pasarela de madera que da acceso a la nave, sorteada casi milagrosamente por los demás, fue una prueba demasiado dura para el pobre soldado quien, víctima de tanto mareo y distorsión visual, vio cómo las frías aguas del Guadalquivir, tras una caída casi circense, le sacudían hasta la última fibra de su corpulencia. Las risas de los otros marineros, ya acomodados en cubierta, podíanse escuchar en las dos riberas del río. La pericia natatoria del manchego le salvó de un ahogamiento seguro. Pero de un enfriamiento, lo más probable es que no tenga escapatoria. Con el cuerpo entumecido, pero ahora insolentemente lúcido, cruzó nuevamente la pasarela, esta vez sin ningún problema. Caminando por cubierta, pudo adivinar la presencia de Tazirga, más por el sonido de una preocupante tos que por su silueta, diluida en la negrura reinante de la noche. Incapaz de desatarla, por temor a una soberana reprimenda de su capitán, optó por buscar una manta en su camarote para ofrecérsela. En su labor de buen samaritano pudo comprobar bien de cerca la intensidad de la mirada de la aborigen, que llegó incluso a sobrecogerlo. Con aire pensativo, Hernando decidió retirarse a su aposento. Mañana les esperaba a todos una gran actividad. La Plaza Mayor de Sevilla era un alboroto impresionante de gente. Los marineros, envueltos en una notoria resaca, y uno de ellos en una sarta escandalosa de estornudos, se aderezaron como mejor los encaminó la Divina Providencia y prepararon su cargamento de esclavos para la venta del día. Es menester precisar que el número de aborígenes había descendido - 163 -
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preocupantemente. Muchos perecieron de inanición —en la mayor parte de los casos de forma voluntaria—, otros víctimas de enfermedades y en algún caso contado, por los abusos de la tripulación. Un reguero de almas inocentes sembrado en la llanura infinita del Atlántico, y que habrá servido de banquete y festín a las alimañas de sus inexorables profundidades. Con argollas en cuellos, pies y brazos, y debidamente herrados en el rostro con una S y un clavo para denotar con claridad su condición, los aborígenes desfilaban desde la embarcación hasta la principal plaza sevillana. Ya en ella, gentes de toda condición y abolengo escuchaban entre el bullicio las indicaciones de los tratantes: — ¡Un esclavo blanco de nación berberisco, sin tachas de borracho o de ladrón ni huydor! —proclamaba orgulloso un comerciante, pues, sabiendo que su mercancía, de raza blanca y portadora de una estampa impecable, iba a reportarle una buena suma económica. — ¡Un esclavo moro pequeño de cuerpo, manco del dedo pulgar de la mano derecha…! —anunciaba otro mercader en una esquina opuesta. — ¡Una esclava amulatada berberisca hoyosa de viruelas! —pronunciaba otra voz de tono más grave. — ¡Esclavos de Canaria! ¡Sí, habéis oído bien! ¡Esclavos sanos e fuertes recién traydos desde la ínsula de Canaria! — - 164 -
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gritaban con gracioso acento los hermanos Núñez de Jaén bajo la atenta mirada de su patrón Ferrán Milà. Miquel Falabrés y el manchego desempeñaban el cometido de vigilantes de la mercancía. La sola pronunciación de la palabra Canaria hizo que muchísimas personas se arremolinasen en torno a los aborígenes y a sus vendedores. Era de todos conocido que los esclavos provenientes de las Islas Fortunadas eran muy apreciados por su condición blanca, su fortaleza evidente y una innata inocencia que los convertía en dóciles para las faenas más duras. A medida que iba transcurriendo la mañana, los esclavos se iban vendiendo a un ritmo más que provechoso. Un criado que decía servir a los señores De las Casas se acercó a Ferrán Milà. Entre ellos se desarrolló una privada conversación que les hizo apartar del tumulto para ponerse en camino hacia la embarcación. — Decidle a vuestro insigne señor don Guillén de las Casas que, tal y como le prometí, le he reservado para él los mejores esclavos que he podido encontrar —comentaba con cierto ademán de orgullo el valenciano. — Es menester, mi buen señor Milà —replicó con parsimonia el lacayo— que haga exhaustiva inspección de la mercancía antes de llevársela a mi amo. - 165 -
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— Comprobad con los vuestros ojos que no os engaño —le contestó con ensayada seguridad el capitán. Efectivamente, tras verificar el magnífico estado de salud y de presencia de los esclavos, el sirviente entregó una sustancial cantidad económica a Ferrán Milà. Éste se vio sorprendido cuando pudo comprobar que superaba con creces las expectativas que se había hecho durante la travesía. Con tono de infinito agradecimiento, le dijo al criado: — Decid al vuestro señor que es un placer servirle en lo que le plazca y que no dude en contratar mis servicios cuando lo estimare necesario. —
Así se lo diré —respondió al punto el buen lacayo.
Cuando el trato estaba completamente cerrado y satisfecho, el enviado de la familia De las Casas llamó desde la cubierta a un grupo de hombres que le esperaban en la orilla. Otros servidores de la muy noble familia sevillana, sin duda alguna. Éstos se encargaron de desembarcar la mercancía para conducirla al palacio de su amo. Sin embargo, en el momento de descender de la nave, el criado principal se percató de la presencia de Tazirga, que todavía se encontraba atada al palo de proa. Se acercó y pudo comprobar de cerca la belleza manifiesta de la muchacha, ahora mancillada por los golpes y maltratos recibidos durante el viaje. - 166 -
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— Es una esclava muy bella. ¿Acaso no la pensáis vender, señor Milà? —inquirió sin pestañear. — Ésa está reservada para mis deleites personales, mi señor —respondió con seguridad el valenciano. — Mi ama necesita de una señorita de confianza para sus diarios cometidos, y bien veo que ésta podría ser de su agrado… —Se dejó caer el sirviente con clara intención de añadirla al lote ya comprado. —
No pienso venderla, señor —insistió Milà.
—
¿Y si os pago un poco más?
— ¡Por nada del mundo la venderé! —respondió el capitán ciertamente airado—. Si vuestro amo necesita de más mercancía, decidle que no se preocupe. Se la buscaré encantado en un nuevo viaje. Pero ésta, que además ya tengo preñada de amores míos, la dejaré para mi particular disposición. No quiso el sirviente añadir más trazos a la discusión, y con una sonrisa de cortesía se despidió del vendedor, no sin antes mirar a Tazirga durante unos segundos. Mientras se alejaba el séquito de la familia De las Casas, Milà tomó a Tazirga y la condujo a su camarote. Después de atarla con firmeza en uno de los travesaños de la estancia, se sentó y esparció sobre la mesa las monedas recaudadas. Escrutadas sus - 167 -
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ganancias, como dijimos muy superiores a las previstas, las guardó en un recio cofre que luego se aseguró de cerrar con al menos tres candados, reservándose una pequeña cantidad para gastarla en la ciudad. Faltaba todavía la recaudación obtenida por sus soldados, por lo que no dudó en poner nuevo rumbo a la plaza para comprobar con fruición cómo seguían aumentando sus ya cuantiosas riquezas. El éxito de las ventas era toda una evidencia. Con los bolsillos repletos de monedas, el equipo de marineros se disolvió. Los hermanos Núñez de Jaén se enrolaron en nuevas aventuras de ultramar. Hernando aprovechó su fortuna para comprar una hacienda en su región manchega natal y dedicarse a la cría y al comercio de reses. De Miquel Falabrés, bohemio de pro, se sabe que, tras dilapidar sus ingresos, dedicose a la noble labor de la escritura. El mecenazgo de algún noble aragonés le permitió publicar sus poemas, en donde, como era de esperar, aparecían los amores con la indígena Isabel, su fiel esposa hasta el final de sus días.
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Capítulo cuarto de la parte segunda. Que narra la venta de la esclava Tazirga y la llegada de Pere Milà desde tierras valencianas.
En poco tiempo, Ferrán Milà consiguió convertirse en uno de los más reputados —si verdaderamente cabe este adjetivo para tal oficio— tratantes de esclavos de Sevilla. Adquirió una casona en el mismo centro de la ciudad y tenía a su servicio una docena de criados. Además de la compra y venta de esclavos, Milà consiguió grandes beneficios gracias a sus contactos con comerciantes flamencos, portugueses, florentinos, ingleses y genoveses. Especias del lejano Oriente, elegantes telas, tejidos livianos, alfombras persas, exóticas alhajas, oro, plata y piedras preciosas formaban parte de un nutrido almanaque de trueques que lo iba haciendo cada vez más rico y creso. Fruto de las forzadas relaciones mantenidas, Tazirga dio a luz a un hermoso varón que luego sería bautizado con el nombre de Jaume. El tiempo fue borrando de su memoria aquella rebeldía de voz antigua que la mantuvo viva durante toda la travesía desde Canaria hasta la ciudad hispalense. Prisionera de su destino, decidió aceptar una relación de mancebía con el valenciano y, sobre todo, concentrar su atención en el nuevo retoño. - 169 -
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El tiempo y, sobre todo, la prosperidad fueron moldeando el carácter de Ferrán Milà. Abandonada definitivamente su vida de mercenario, con un porvenir que amanecía cada día más prometedor, y, sobre todo, con un respeto fraguado a fuego lento, vio cómo la línea de su vida se iba aproximando a la de sus admirados hermanos. Se aficionó a las letras, llegando a gastarse mucho dinero en la adquisición de libros; salía a cazar con algún lacayo, como en aquellos añorados años de infancia, juventud y armonía familiar en la querida Albayda; e incluso podía vérsele algún domingo escuchando misa en la catedral o dar limosna a los vagabundos y miserables con que se encontraba de regreso a casa. Tazirga también sintió ese refinamiento como si una suerte paralela los envolviese. Después de tres años, la joven canaria consiguió entendérselas con la lengua castellana, vestirse y aderezarse como las damas de su vecindad y aprender algunos de los guisos de la zona. Paradójicamente, a pesar de su conversión a la religión cristiana —fue bautizada con el nombre de María de las Casas Bracamonte en el Convento de Santa Inés y apadrinada nada menos que por el mismísimo don Guillén de las Casas y su esposa doña Inés de Bracamonte— no ha podido hasta el momento ganar más terreno a la reputación por la negativa constante de Milà a pasar por el sacramento del matrimonio, Dios sabe por qué razón. Y una vida en mancebía, aunque esté envuelta en sedas y joyas, seguía siendo una vida en mancebía… - 170 -
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Lo curioso es que, en ese tiempo, Milà y Tazirga aprendieron a tolerarse, tal vez por causa de ese punto en común llamado Jaume, tal vez por causa del licor sublime de la educación, o tal vez porque el otrora demoledor fogaje del levantino comenzaba a declinar como el sol de la tarde. En efecto, la atractiva canaria llegó a tierras peninsulares aplastada por el rodillo sexual del levantino, una bestia descomunal que, al cabo del tiempo, se fue convirtiendo en un inofensivo y fláccido animalillo más digno de compasión que de pavor. El dragón sexual languidecía, pero no aquel león de agrio y exigente carácter que atemorizaba en tiempos pretéritos a la tropa. Así lo constataban sus frecuentes cambios de humor y sus desconcertantes decisiones. Su impertinencia llegaba por momentos a exasperar a la ya de por sí sufrida servidumbre. Tenía un apetito cada vez más urgente e insaciable, que le hacía entrar continuamente en discusión con sus criados. Se le secaba mucho la boca, y era habitual verle bebiendo líquidos. De hecho, tenía órdenes estrictas de que no faltase en ninguna estancia de su morada jarro de agua y de vino alguno, por si le atosigase el fantasma de la sed. Tanto líquido ingerido, como es natural, tiene que buscar desembocadura tarde o temprano. Su necesidad constante de orinar propiciaba burlas entre los criados, que solían referirse a su amo como “el perro” cuando hablaban secretamente entre ellos o se reunían en la cocina a comer. Aunque tal vez detrás de esa coincidencia con el perruno instinto de marcar el territorio con sus micciones, subyace, no cabe duda, la noción de ferocidad de la que son portadores el amo y el can. Esas urgencias uretrales eran tan - 171 -
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insostenibles que en no pocas ocasiones llegaba a hacérselo encima, por lo que a su paso dejara un aroma característico.
Una tarde, Ferrán Milà recibió una misiva que consiguió alegrarle sobremanera. Su turbia visión reconoció a la primera la letra y la firma de su amado hermano Pere. En ella le contaba que iba a visitar Sevilla para cumplir nuevas órdenes de la Corona de Aragón. Los continuos compromisos comerciales de Ferrán le impedían hacer un viaje a Albayda, por lo que desde hacía algunos meses, escribía periódicamente a sus hermanos con la idea de poder abrazarlos algún día. El destino ha querido que Pere respondiera por fin a sus demandas con un encuentro que además tiene visos de ser inminente. Mientras tanto, la vida seguía transcurriendo plácida en su palacio, sólo algunas veces alterada por aquel impertinente criado de la familia de las Casas que, todavía tres años después, seguía empecinado en la adquisición de Tazirga. — Señor Milà, mi señora no ha tenido la dicha de poseer una muchacha digna para sus atenciones. Y bien veo que la vuestra esclava, además de belleza, ha ido ganando en finura y elegancia desde aquella vez que la vide maltrecha en la vuestra nave —comentaba el lacayo quien, como pudo averiguar Milà, respondía al nombre de Alfonso. - 172 -
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— ¿Acaso queréis decirme que de todas las jóvenes que os he vendido, ninguna ha conseguido satisfacer la necesidad de la vuestra ama? —preguntaba el valenciano envuelto en un toque de incredulidad—. Decidme, por ventura, Alfonso, ¿de qué necesidades me habláis? ¿De las de vuestra ama o tal vez de las propias vuestras? — ¿Habéis perdido el seso, Milà? —replicó airado el sirviente—. Sabed que en veinte y cinco años de servicio jamás tacháronme de falta alguna mis señores. ¡Me ofendéis con esas afirmaciones! Acercándose y poniéndole la mano en el hombro, Ferrán Milà le dice en medio de una brillante sonrisa: — Loable es la constancia que vos o tal vez la vuestra ama habéis demostrado. Os habéis ganado toda mi admiración y respeto. Así que no voy a resistirme más a las vuestras ofertas. Decid a vuestra ama que ya puede contar con su anhelada esclava. — ¿Queréis decir que la vendéis al fin, mi señor? — inquirió el lacayo con tono de asombro. — Sí, Alfonso. La voy a vender. Eso sí… Con una sola condición. Su hijo, que, como sabéis, es también el mío, se queda so mi responsabilidad. Haré de él un hombre grande en las armas y en las letras.
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— Me parece una decisión sumamente acertada, mi señor —responde Alfonso—. ¿Aceptáis la cantidad que os he traído hoy? — Acepto, sin duda ni tachadura. Venid, venid presto a mis aposentos para redactaros la escritura. Desgarrador fue el momento en el que Tazirga conoció la decisión de su amo. Hizo falta que la contuvieran y la ataran tres sirvientes para sacarla del palacio. Llantos y lágrimas que a su paso empañaron solemnidades de puertas y ventanas, ensuciaron elegancias de alfombras y de cortinas, encendieron iras en la servidumbre, y amargaron la alegría de trino de gorrión y de limonero del luminoso patio, última visión que tuvo la desdichada canaria del palacio de Milà. En su forzado y desdichado tránsito, se preguntaba cómo unas gentes tan cultas y civilizadas como las que había visto en este Reyno de Castilla eran capaces de perder el seso por un saco de asquerosas monedas. Una locura que, una vez más, le había robado otro hijo, y ya son dos…
La llegada de Pere Milà volvió a responder a las expectativas de discreción acostumbradas. No en vano, sus más que delicados motivos le hacían actuar con sumo sigilo. El noble valenciano traía en sus alforjas importantes recados del rey Martín a la curia eclesiástica sevillana. El Gran Cisma de Occidente, que sacudía al mundo cristiano desde 1378, estaba adquiriendo tintes cada - 174 -
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vez más dramáticos y causando una confusión de repercusiones incalculables. Hasta tres pontífices se disputaban la legitimidad de la Santa Silla de Pedro: el cretense Alejandro V — recientemente elegido en el Concilio de Pisa—, el italiano Gregorio XII y el aragonés Benedicto XIII. Éste último, miembro de la familia Luna, de gran prestigio en el Reyno de Aragón, había sido proclamado Sumo Pontífice en 1398. En medio de esa refriega eclesiástica, interesaba que el papa ibérico fuera el que se llevara el gato al agua. Tarea de gran dificultad puesto que, tras el rechazo de Francia, Portugal y Navarra, su papado tan sólo contaba con el apoyo de Castilla, Aragón, Sicilia y Escocia. Aún así, no había razón alguna para el desánimo. El monarca aragonés creía que con una buena política de apoyos internacionales, uniendo criterios y fuerzas por si hubiese que intervenir militarmente, y proclamando a los cuatro vientos la absoluta legitimidad del Papa Luna —él fue el único papa que había sido elegido cardenal antes de que se produjese el famoso Cisma—, la divina, y, cómo no, también la humana providencia terminarían de despejar la nube gris que se cebaba sobre el cielo cristiano. Con Aragón como estandarte salvador de la fe y del mundo, era necesario asegurarse, como primera medida de intervención, de que todos los reinos de la Península Ibérica mostrasen su fidelidad y confianza al papa de Aviñón. Pere encontró a su hermano Ferrán bastante desmejorado, a pesar de la opulencia en la que se estaba desenvolviendo. Lo vio obeso, envejecido, casi ciego y preso de una constante fatiga que - 175 -
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le obligaba a sentarse a cada momento. Aún así, no escatimó entusiasmos para entregarse en un cálido y sincero abrazo que su hermano bien supo corresponder. Le dio la impresión de que había quedado muy atrás la imagen de aquel hermano menor de locura constante, amante de las juergas y de las aventuras imposibles. A pesar del mencionado deterioro físico, lo vio muy serio y comedido, y muy entregado a sus gestiones comerciales. Pudo comprobar con gran admiración con qué diestra mano ejecutaba negocios de envergadura y con qué discreción administraba su cada vez más abultado patrimonio. No necesitó Pere posada alguna en la ciudad de Sevilla, puesto que durante las dos semanas que estuvo negociando con el alto clero andaluz tuvo en el palacio de su hermano las mejores atenciones que podrían dispensarse a un ser humano. Sólo habían transcurrido nueve años desde que se vieron por última vez en aquel puerto de Laredo, pero le pareció mucho más por el cambio tan profundo experimentado por Ferrán. Llamole también la atención en gran medida el hecho de que tenía a su cargo un niño de tan sólo tres años de edad, producto de una relación mantenida con una esclava, como bien le hizo saber, y que, tras deshacerse de ésta, había planeado procurarle la mejor educación a la que un mortal pueda acceder. Incluso se había puesto en contacto con el propio Benedicto XIII para que hiciese carrera bajo su santa y sublime protección. Casi hubo lágrimas el día en que Pere regresaba a Albayda. Quedáronse ambos con la satisfacción de haberse podido - 176 -
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encontrar y planearon un nuevo encuentro, esta vez en tierras levantinas. Preparadas las monturas y bien pertrechadas las alforjas, Pere y su comitiva decidieron regresar al Reyno de Valencia en la madrugada de un frío lunes. Después de cinco horas largas de camino, encontraron en lontananza una solitaria venta que les pareció ideal para parar un momento y comer algo. Mas los gritos desesperados de una mujer les obligó a detenerse a pocos metros de la hacienda. Una pobre desdichada, medio desnuda porque tenía destrozados los ropajes, corría despavorida mientras la perseguían unos tres hombres con claros síntomas de embriaguez. — No huyáis, hideputa, ladrona, que aún sin consolar la pena que llevo en el vientre os lleváis mi dinero —gritaba uno de ellos con la voz cansada por el efecto del vino. La pobre mujer, exhausta tal vez por desmedidos forcejeos, fue enseguida alcanzada por los tres individuos, que se abalanzaron sobre ella como una cuadrilla de lobos hambrientos. En ese justo momento, Pere Milà decidió avanzar su montura hasta el lugar del abuso. Desenvainó su espada y dijo con voz altiva: — Deteneos, rufianes abusadores. Si sois hombres de verdad, respetad a esa dama. - 177 -
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El posadero, que se encontraba en la puerta presenciando los hechos, gritó al punto: — ¡Por Dios, caballero, no hagáis que corra la sangre en esta mi hacienda! Sin hacer caso a los gritos del posadero, Pere, con su espada desenvainada, bajó de su caballo y entró en combate con los tres rufianes. Con relativa facilidad pudo deshacerse de ellos y rescatar a la pobre muchacha que, aterida de pavor, se abrazó con fuerza al noble valenciano. Casi muda del miedo, pudo susurrarle: — Noble varón, llevadme con vos, os lo ruego. No dejéis que estas alimañas destrocen la poca honra que ya me queda. La miró a la cara. Bien pudo leer el terror a través de aquellos morenos y grandes ojos que brillaban en medio de la azabache cascada serpenteante de su cabellera. Con sumo cuidado, la sube en su montura, mientras, en la puerta de la posada seguía el tabernero dando voces: — ¿Qué vais a hacer, caballero? ¿Robarme a mi esclava que mis dineros me han costado? — ¿Tu esclava, dices? —le replica Pere—. ¿Y la tienes como carne fresca de alimento para estos perros? - 178 -
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Con paso firme y alzando su espada se acerca amenazante al posadero. — Decid a las autoridades de Sevilla que Pere Milà i Centelles, Señor de Albayda en el Reyno de Aragón, os ha robado una esclava. Decidlo si tenéis lo que hay que tener. Dirigiendo la vista a sus hombres, añade: — Entrad, coged las viandas que necesitéis que muy presto seguiremos nuestra marcha. El tabernero miraba con impotencia cómo se llevaban de su casa varias libras de carne en salazón, una pequeña barrica de vino y una generosa porción de queso curado, así como a la esclava a quien, además de las faenas domésticas, obligaba a prostituirse para sus clientes. Creyéndose ya víctima del hurto, el posadero pudo ver cómo Milà le lanzaba una bolsa de monedas y le decía: — No me tengáis por malnacido, tabernero, que una cosa es defender al desvalido y otra bien diferente es abusar dél. Coged esa cantidad que seguro desfará el agravio y compensará con creces la esclava y los víveres perdidos. En gracia de Dios os dejo. Pere y los suyos prosiguieron su marcha, no sin antes detenerse unos kilómetros más adelante para curar las heridas de la mujer y procurarle ropas y algo de alimento. Después de - 179 -
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recibir los auxilios, Tazirga permaneció pensativa durante un tiempo. Observó con disimulo al apuesto caballero que le había salvado la vida. ¡Cuánto se parecía al malvado Ferrán Milà! Pero cuán diferente el trato dispensado hacia ella por uno y otro. El primero tan abusador, egoísta y prepotente; el segundo tan atento, sutil y galante. De repente, uno de los soldados dice: — Todos hemos yantado y la señora también. En cuanto estiméis oportuno proseguiremos la marcha, mi señor Pere Milà. Pere Milà. En cuanto Tazirga oyó ese nombre, comenzaron a asaltarla una cascada de presuposiciones. ¿Tendrá que ver en algo este Milà con el que ella desgraciadamente conocía? ¿Tiene sentido ahora ese parecido físico que antes había advertido? ¿O tal vez sea una simple casualidad del destino? Decidió aguzar más el oído y seguir escuchando: — Proseguiremos, mi estimado Josep, no podemos perder tiempo. Debemos llegar cuanto antes a Albayda para redactar los informes y llevárselos a Su Majestad — respondió Pere Milà. Albayda. También había oído en numerosas ocasiones a Ferrán citar ese lugar. No cabía duda de que algún punto de conexión debe existir entre ambos, pensó Tazirga, por lo que lo más prudente será mantener en secreto la identidad por lo que pudiere pasar… - 180 -
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Capítulo quinto de la parte segunda. En donde se narra el triste fallecimiento del señor Ferrán Milà.
Aquella mañana, Ferrán Milà se despertó algo indispuesto. A pesar de los mareos y la fatiga, no dudó en levantarse de la cama para desayunar y aderezarse. Hoy llegaban desde Gante unos importantes comerciantes con los que debía cerrar la compra de un cargamento de seda. Esta inofensiva operación, sin embargo, escondía inicuas tramas, ya que desde hacía tiempo, Milà había estudiado las apetencias flamencas y sabía que el vino era para ellos un producto muy apreciado. Comprándoles una cantidad prudente de aquellos delicados tejidos para ganarse su atención y respeto, la siguiente parte del plan consistía en invitarlos a comer en su palacio y hacerles degustar unos vinos de textura excelente que había conseguido en La Mancha por medio de su antiguo compañero de correrías, Hernando de Tomelloso. En los últimos años, el vino se había convertido en una de las preferencias predilectas de muchos comerciantes europeos. Producto de calidad hay de sobra en Castilla; lo que le faltaba era un buen proveedor, cargo que encontró perfectamente desempeñado en la persona de su viejo amigo. Las demandas de esta bebida eran tales que, en algunos casos, llegaban a pagar hasta el doble de su precio normal de mercado. El vino castellano, recio y de buen paladar, estaba triunfando en todas las cortes europeas. Otro - 181 -
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camino que se le abría a Ferrán en la maraña cada vez más tupida de sus ambiciones. El almuerzo fue un verdadero regalo para los cinco sentidos. Los comerciantes flamencos pudieron apreciar con gran asombro la majestuosidad del palacio, el impecable ejercicio de la servidumbre, eficaz y amable donde la hubiere, y, sobre todo, la calidad exquisita de los manjares allí servidos: aves, piezas de caza, cocidos, una sugestiva repostería y, por supuesto, el excelente vino manchego que regaba generosamente todo el ágape. Como era de esperar, el término de la comida estuvo plagado de felicitaciones y gestos de infinito agradecimiento. Ferrán había mejorado sensiblemente su humor con el almuerzo, pero su mermado físico le recordaba que no estaba para muchos trotes. Aún así, tuvo la compostura suficiente para reír y bromear con aquellos tratantes de Gante que no dudaron en comprarle un cargamento de barriles que llenó las bodegas de por lo menos siete naos. Y la cosa no había hecho sino comenzar… El pequeño Jaume, de tres años de edad, correteaba vivamente por toda su habitación, causando el natural desasosiego de sus damas de cría. El niño estaba creciendo fuerte y sano, a Dios gracias. No como su padre, que veía cómo cada día la salud se le iba apagando como un cirio. Ni siquiera los tres médicos que desde hacía tiempo tenía contratados a su servicio se ponían de acuerdo en la elaboración de un plan de medidas para su sanación. A pesar de coincidir los tres en los postulados - 182 -
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fundamentales de Galeno, esto es, la dieta y la higiene, a la hora de dictaminar qué alimentos ingerir o en qué cantidades, las contradicciones entre ellos, más que procurar la susodicha sanación, lo que estaban haciendo era alejarlo de los parámetros elementales de una buena salud. Un día, harto de tanto experimento con su alma, con sus carnes y con sus huesos, decidió despedirlos y contratar a un médico moro, de grande y acreditada fama en todo el sur de la Península Ibérica, aunque también conocido por los altos honorarios que decíase cobraba. El dinero, qué duda cabe, no era problema. El tal sanador, de nombre Hassán el Jalaf, le había propuesto una dieta a base de pollo y pichón —tanto asados como en sopas—, leche fermentada y jugo de cebollas que, efectivamente, consiguió en pocas semanas una más que palpable mejoría. Pero la gula insostenible que padecía Ferrán Milà le llevaba a furtivos y cada vez más frecuentes saqueos a la despensa, con el consiguiente enojo del doctor y también de los criados.
La fluida correspondencia que desde hace más de un año mantenía el comerciante levantino con el papa Benedicto XIII le trajo como fruto una inesperada pero magnífica noticia: en unos pocos meses, uno de sus más importantes nuncios viajará a Castilla y, dentro de sus cometidos, la visita a Sevilla se dibujaba como de los más importantes. El futuro del pequeño Jaume estaba en juego, y era a todas luces preciso recibirlo con la más fastuosa pompa y boato. - 183 -
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Por el contrario, los últimos acontecimientos vividos en el seno de la Iglesia Católica no estaban dando precisamente ventaja al papa zaragozano. La sesión decimoquinta del Concilio de Pisa, que se había celebrado el pasado cinco de junio, trajo consigo una conclusión sin precedentes en la historia pontifical: Gregorio XII y Benedicto XIII, los dos papas que defendían la legitimidad de sus pontificados, fueron declarados indignos y depuestos de sus funciones. Todas las actas y procedimientos hechos por ellos fueron anulados y la Santa Sede fue declarada vacante. Diez días más tarde, los cardenales se reunieron en el Palacio Arzobispal de Pisa para nombrar un nuevo Papa y el Cónclave duró once días. A pesar de las intrigas para hacer elegir un Papa francés, la votación se decantó unánimemente por el cretense Pedro Philarghi, que tomaría el nombre de Alejandro V. Como consecuencia, los reinos de Europa se vieron en la tesitura de inclinarse por una de las tres candidaturas papales, ya que ninguno de los pontífices afectados por la decisión del Concilio de Pisa dio el brazo a torcer. Francia, Inglaterra, Portugal, Bohemia, Prusia y algunos países de la Península Itálica y del centro del Viejo Continente se declararon seguidores de Alejandro V. Nápoles, Polonia y Baviera proclamaron su incondicionalidad a Gregorio XII. Castilla, Aragón, Sicilia y Escocia veían a Benedicto XIII como el más legítimo pontífice. Este “convento de demonios”, como definió al concilio un seguidor del Papa Luna, fue aplaudido por los protestantes, que vieron en él “el primer paso al rescate del mundo”. - 184 -
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El nuncio de Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor llegó a Sevilla en noviembre. Durante los últimos meses había estado visitando todas las cortes de la Europa Occidental buscando apoyos para la candidatura papal que representaba. En Aragón ya tuvo la oportunidad de hablar con el rey Martín, quien le había informado del excelente trabajo llevado a cabo por uno de sus hombres de confianza, Pere Milà, señor de Albayda. De eso precisamente hablaron cuando Ferrán abrió las puertas de su palacio al enviado pontifical. De la breve visita, de dos días de duración, obtuvo el enviado papal sustanciosos apoyos económicos del comerciante levantino, a cambio, eso sí, de llevarse a Jaume Milà cuando cumpliera los doce años para que hiciera carrera en la Santa Iglesia Católica. Tras la marcha del enviado eclesiástico, Ferrán se vio envuelto en una inusitada y profunda reflexión relacionada con su legado y con su testamento. Después de meditarlo largo y tendido durante una semana, decidió llamar a dos notarios para que hiciesen escritura de sus deseos. En el documento editado, se especificaba que todas las propiedades y haciendas de don Jaume Milà, nacido en Albayda, Reyno de Valencia, se distribuirán después de su muerte de la siguiente manera: la mitad de sus bienes será recibida por su hijo Jaume Milà, y la otra mitad se dividirá en cuatro partes iguales, una para su hermano Joan, otra para su hermano Lluis, otra para su hermano Pere y la otra para la Santa Iglesia. - 185 -
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Satisfecho con la redacción, firmó el documento del que mandó hacer dos copias para que fueran enviadas a las partes afectadas. El original lo guardó en un viejo baúl que había sido testigo de pretéritos secretos y aventuras. Tras pasar la llave a los tres candados, dio un suspiro de alivio. Esa iniciativa de dar forma definitiva a su testamento tornose en desdichada premonición. En la Navidad de aquel año de 1409, la salud de Milà daba bandazos como una nave a la deriva: episodios interminables de vómitos, una fatiga cada vez más insoportable, mareos, inapetencia… Un cuadro de síntomas que ahogó hasta el invencible optimismo y la pericia del mismísimo Hassán el Jalaf. En su lecho de muerte, Ferrán Milà convocó a los dos notarios que un mes antes habían redactado su testamento para añadir una corrección. Conocedor del trance en el que se hallaba, dispuso enviar a su pequeño hijo a Valencia para que fuera educado por su hermano Joan, Barón de Massalavés, hasta que cumpliese los doce años, edad en la que tenía que marcharse a cursar estudios bajo la supervisión papal. El frío campaba a sus anchas por todas las calles, soportales y zaguanes de Sevilla. Un frío que trajo consigo en aquellos últimos días del año unas lluvias torrenciales que causaron grandes destrozos en la ciudad. El otrora manso Guadalquivir se había convertido ahora en una bestia feroz que a su paso arrasaba - 186 -
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casas, fincas y cultivos, pues habíase engordado y acaudalado con las copiosas precipitaciones de este invierno. Incluso algunos sufridos agricultores y otros hombres de bien perecieron ahogados por la tromba infernal que se encargó de transportar sus cuerpos infortunados hasta la infinita inmensidad del mar. En el palacio, los criados entraban y salían a gran velocidad, y en el cuarto de Milà, el doctor el Jalaf desplegaba el abanico de sus conocimientos para intentar retener a su paciente en este valle de lágrimas. Los trapos teñidos de un intenso rojo bermellón delataban agónicas y abundantes sangrías. La tensión se dibujaba con trazos gruesos en los rostros del galeno y de la servidumbre. Desesperado, el Jalaf realizó una maniobra improvisada: preparó un brebaje que hizo tomar de inmediato al enfermo. La amarga y verdosa sustancia lo sumió en un desconcertante ataque de tos que despertó en los presentes los peores temores. Pero al cabo de un rato pudieron comprobar, entre fulgores de esperanza, que el señor dormía plácidamente. En una larga ensoñación, Ferrán Milà revivía desordenadamente los lejanos y dulces momentos de su infancia con sus hermanos Joan, Lluis y Pere, en los que correteaban sin temor alguno por aquellas llanuras valencianas de viento y de naranja. De repente, el sonido chispeante del hierro de las espadas le conducía a episodios de batallas y aventuras, ajusticiando a ingratos o sometiéndolos a los justos designios del Reyno de Aragón. En un lance, en el que se veía a punto de - 187 -
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fenecer, apareció la figura iluminada de su hermano Pere, salvándole la vida. Con una apariencia casi divina, lo tomaba de la mano y lo conducía bien lejos de aquel episodio de caos y de muerte para emprender un vuelo manso y majestuoso sobre las grandes llanuras aragonesas y castellanas hasta llegar al inmenso azul del mar. Con esa visión de águila vislumbró una nao que navegaba hacia las Islas Fortunadas desde la que pudo oír el grito desesperado de una mujer que pedía auxilio. El rostro de Tazirga, sudoroso y desencajado, aparecíasele ahora con una mirada penetrante que lo obligaba a descender a tierra. La voz de la mujer, ataviada con los ropajes de aquellos salvajes canarios, resonaba en todas las cavidades de su entendimiento. “¿Por qué me vendiste, Ferrán?”, pudo entenderle en medio de un estruendoso llanto de bebé. Y la imagen de un desnudo Jaume aparecía en medio de un inmenso prado, rodeado de alimañas hambrientas. Intentó defender inútilmente a su hijo, mientras la voz de Tazirga volvía a resonar implacable. “Sin su madre, ese niño está condenado a morir… Por tu culpa, Ferrán, por tu culpa, por tu culpa…” Sudoroso y confundido, Milà consiguió al fin despertar. Alrededor de su lecho se encontraban el médico moro, varios criados y un sacerdote que había sido llamado para poner en paz su alma con el Rey de los Cielos. La evidente mejoría del paciente permitió que tanto el médico como los criados se retirasen de la estancia, dejando solos al amo y al cura. - 188 -
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— ¿Queréis poner la vuestra alma en gracia de Dios, mi señor Milà? —le preguntó el anciano sacerdote con una voz misericordiosa y dulce. — Sí, padre —respondió con voz todavía somnolienta el valenciano—. Quisiera confesar mis culpas para llegar sin mácula al encuentro con el Todopoderoso. — Así se hará, hijo mío —le respondió el buen ministro de Dios. Una hora larga duró la confesión. En la cocina, Hassán el Jalaf ordenaba a los criados preparar una buena sopa de pichón para administrársela al enfermo si éste manifestaba tener hambre. Así fue. La presencia del cura en la cocina, que se había dirigido allí para pedir un poco de agua, indicaba que la confesión había concluido y que era el momento de dar al señor un poco de sustancia, un generoso cuenco de sopa que ingirió no sin cierta dificultad. Durante tres días, Ferrán Milà estuvo tomando sopas de pichón, y por las noches, antes de dormir, el extraño brebaje verde de el Jalaf le garantizaba un sueño plácido y profundo. Incluso desde la cama pudo cerrar varias operaciones comerciales y recibir numerosas visitas de negocios. Hasta que llegó aquel aciago 28 de diciembre en el que se le ocurrió pedir un cordero para el almuerzo. El moro interpretó esta apetencia como una buena señal, por lo que no puso reparos a la servidumbre para que se lo prepararan. El cordero, aderezado - 189 -
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con almendras, abundantes especias y un toque picante, fue deglutido con evidente apetito por el señor. Pero a la caída de la tarde, mientras daba un corto paseo por la estancia, cayó fulminado en el suelo en medio de una inquietante sensación de ahogo y un intenso dolor en el centro del pecho. En aquella oscura noche del Día de Todos los Santos, Ferrán Milà entregaba su alma a Nuestro Señor Todopoderoso.
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Capítulo sexto de la parte segunda. En donde se cuentan la llegada de Pere Milà a su castillo de Albayda y algunos aspectos relacionados con la historia de su linaje.
Cuando divisó la silueta de la ciudad de Albayda en la lejanía, Pere sintió una enorme alegría en el pecho. Su palacio, con estructura de morisca nostalgia, presidía majestuoso un sencillo y manso rebaño de casas. En medio de la llanura, aquel pétreo vigía parecía saludarlo con sus tres brazos blanquecinos. Polvo, sudor y hierro, la llegada del señor y de los suyos llevaba estampados en sus rostros el rigor del camino y la insolencia bochornosa del sol del mediodía. Pero también la satisfacción del deber cumplido. Tazirga había permanecido casi muda durante todo el viaje. El miedo inicial y la posterior cautela le habían sellado los labios. No en vano, el recién adquirido idioma peninsular todavía manaba inseguro del naciente de su boca, otro problema que podría complicar aún más la ya complicada situación. Pero tuvo siempre palabras de agradecimiento para Pere Milà cuando éste le procuraba algún tipo de atención y cuidado. Se maravilló con la vista de estas singulares tierras levantinas, de generosas frondas y curiosas montañas de color blanco —tan diferentes de - 191 -
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aquellos oscuros y basálticos riscos de su añorada isla de Canaria—. Ya en palacio, Pere Milà ordenó a sus sirvientas que la acomodasen en una habitación grande, cerca de la torre de Poniente. La asearon y la vistieron con trajes que el señor conservaba de su difunta madre, doña Geraldona de Centelles. Trajes demasiado holgados para el delgado cuerpo de Tazirga, probablemente por haber sido lucidos en el pasado por una mujer de redondas y generosas formas. Dos criadas, armadas con tijeras, hilo y aguja, trabajaron con esmero para adaptarlos a la menuda figura de la nueva inquilina. Otra sirvienta le trajo un cuenco con sopa y un gran trozo de pan para que repusiera energías. Cuando las doncellas terminaron de dispensar todas las atenciones encomendadas por su señor, dejaron a Tazirga sola en la estancia. Incómoda todavía con el nuevo atuendo, caminó por la amplia habitación, inspeccionando cada uno de los muebles que allí había, algunos igualmente fastuosos a los que pudo disfrutar en Sevilla. Después, se asomó por uno de los ventanales desde donde pudo vislumbrar toda la Vall de Albayda con su blanco y verde esplendor, algo desconcertante a sus ojos acostumbrados a otro tipo de paisajes. Una tierra luminosa que le acarició el rostro con una cálida brisa de sobremesa. El trino de unos jilgueros ocupó su atención durante unos segundos, que pudo comparar con el de aquellos graciosos pajarillos amarillos de su tierra natal.
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Los
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Milà son descendientes de Arnulfo Milà, padre del
reconquistador de la plaza de Xátiva, Ramón Milà. La plaza saetabense fue reconquistada y repoblada a mediados del siglo XIII, concretamente en el año 1244, bajo el reinado de Jaime I. Ramón Milà es padre de Pedro de Milà, primer señor del pueblo valenciano de Massalavés en la comarca de la Ribera Alta. Los señores del Castillo de Milà pasaron a la conquista de Valencia en el año 1255 y el rey de Aragón Jaime I dio facultad a Pedro de Milà de poblar con otros caballeros, el castillo y la villa de Agres y el castillo de Mariola. El primer Señor de Massalavés se casó con su prima Dauriata de Milà. Fruto de esta unión nació Andrés de Milà i Milà, segundo Señor de Massalavés, y que sirvió a Pedro IV de Aragón. Andrés tuvo a Joan de Milà, tercer Señor de Massalavés y esposo de Geraldona de Centelles. En la segunda mitad del siglo XIV, el linaje de los Milà había emparentado con el de los Borja de Xátiva a través del matrimonio de Joan Milà i Centelles con Catalina de Borja. Por otra parte, la coronación en Palermo de María de Sicilia y Martín el Joven desató una serie de revueltas entre sus seguidores y una facción de la nobleza partidaria de los Anjou. Esto obligó a que desde Aragón partiese una flota en defensa de los nuevos monarcas capitaneada por Martín el Viejo, padre de Martín el Joven. En esta campaña se había alistado el valenciano Pere Milà, caballero de más que notable valentía, destreza y fidelidad a la Corona de Aragón. Corría el año del Señor de 1396 cuando, inmersos en este proceso de pacificación siciliana, se - 193 -
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enteraron de la muerte del Rey de Aragón, Juan I, hermano de Martín el Viejo. Ya en la Península Ibérica, su esposa, María de Luna, había reclamado el trono en su nombre, puesto que el monarca había fallecido supuestamente sin descendencia. Al no haber acabado con la insurrección siciliana, tuvo que demorar su regreso a la Península, por lo que nuevamente su esposa tuvo que hacer frente a las pretensiones sucesorias tanto de la viuda de Juan I, Violante de Bar, que anunció que esperaba un hijo del rey fallecido que sería su legítimo heredero, como de Mateo I, conde de Foix, quien por su matrimonio con Juana de Aragón y Armagnac, hija mayor del difunto monarca, alegó sus derechos al trono aragonés. Las tropas del conde de Foix entraron en Aragón, pero fueron rechazadas por las tropas leales a Martín. La inestable situación de los reinos peninsulares hizo que Martín el Viejo abandonara Sicilia en 1397, y al llegar a Zaragoza, juró los fueros ante las Cortes el 13 de octubre de 1397 y fue coronado el 13 de abril de 1399. Martín, segundo hijo de Pedro IV de Aragón y de su tercera mujer Leonor de Sicilia, accedería al trono con el nombre de Martín I de Aragón, conocido también como El Humano. Por méritos propios, Pere Milà se había ganado la total y absoluta confianza del monarca aragonés. Con él salió de Aragón para aplacar los bríos de los rebeldes sicilianos. Con él partió desde Sicilia para acompañarlo en el día de su coronación. Bajo su mandato consiguió sofocar muchas revueltas dentro y fuera de las lindes de su reino. Incluso llegó a participar en alguna cruzada contra los infieles en tierras norteafricanas por mandato - 194 -
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suyo. Conocedor de la extremada valía y astucia negociadora de Milà, el rey Martín lo tuvo siempre a su lado para resolver los asuntos de Estado más difíciles y delicados.
Pere Milà, hombre de gran devoción cristiana, había acudido a la vieja iglesia del castillo a escuchar misa. Ya en casa, se cercioró de que la servidumbre había dispensado a la huésped las atenciones encargadas. No pudo evitar la tentación. Después de golpear suavemente la puerta, entró en la habitación donde Tazirga seguía asomada a la ventana. No pudo disimular el gentilhombre levantino su agrado cuando la mujer se dio la vuelta y se dirigió a él con aquellos ropajes. — ¿Habéis comido bien, María? —preguntó Pere Milà con exquisita educación. — Vuestra sirvienta me trajo un cuenco de sopa que encontré deliciosa —respondió Tazirga. Durante unos brevísimos instantes quedaron ambos mirándose. La azul mirada de Pere llegó a turbarla levemente. Una mirada azul e intensa como el lejano mar que la trajo a estas tierras peninsulares. Por su parte, el señor de Albayda contemplaba aquellos cabellos azabaches de intenso brillo que caían grácilmente sobre sus delicados hombros. Pudo comprobar que el traje de su difunta madre adquiría una nueva dimensión, acaso celestial, en el cuerpo de aquella fémina de ojos oscuros y boca graciosa. - 195 -
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— Os doy infinitas gracias por vuestro trato tan cortés, señor Milà —dijo Tazirga rompiendo de esta forma el exiguo paréntesis de miradas. — No tenéis por qué dármelas —respondió Pere—. Tan sólo he hecho lo que haría cualquier hombre de bien. Decidme, María, ¿qué hacíais en aquella venta donde os encontré? Cuidando bien los detalles, la joven canaria le respondió: — Habíame escapado de la casa donde me vendieron como esclava. —
¿Esclava dices? —inquirió extrañado Milà.
—
Así es, mi señor.
—
¿De qué país venís, si podéis acaso decírmelo?
Haciendo un rápido repaso mental por los conocimientos adquiridos en tres años de residencia en Sevilla, atinó a responder: — Soy una princesa que proviene de tierras berberiscas, señor. Llegué a Sevilla en una galera desde el norte de África para ser vendida como esclava a la familia de don Guillén de las Casas. —
¿Fuisteis vendida por algún tratante de nombre Ferrán?
Al oír la pregunta, sintió un temblor en su interior que casi la desconcierta. Pero tuvo fuerzas para continuar la conversación. - 196 -
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— No recuerdo el nombre, mi señor. Pero sí el agravio al que me sometió al privarnos de libertad a mí y a mi familia. —
¿Qué hicisteis en Sevilla? —continuó Pere.
— Como os dije, fui vendida a la familia de las Casas, al parecer de grande prestigio en esa ciudad. Durante tres años estuve sirviéndoles. Incluso me dieron nuevo nombre y apellidos al bautizarme en el Convento de Santa Inés. Hasta que una noche, cansada de anhelar mi perdida libertad, decidí escapar. La mala fortuna hizo que me encontraseis de aquella guisa en aquella venta inmunda… — ¿Cómo fuisteis a parar allí, María? —le interrumpió Pere Milà. — El frío y la falta de alimento me hicieron tocar a esa puerta para pedir ayuda. Al principio, el dueño de la casa acogiome con grande hospitalidad, pero al día siguiente vide en sus ojos la misma mirada de los animales en celo… No pudo Tazirga concluir la frase. Se le había hecho un nudo en la garganta al recordar los sufrimientos que tanto el posadero como sus clientes le habían hecho pasar. Pero volvió a coger aliento para decirle, no sin cierto temor: — ¿Acaso vos pensáis tenerme también como la vuestra esclava, señor?
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— Ni mucho menos —respondió Milà en medio de una abierta carcajada—. Yo no me dedico a traficar con mercancía humana, mi señora. — Entonces —respondió Tazirga—, abandonaré la vuestra casa en cuanto lo estiméis oportuno… — No tenéis por qué abandonar mi casa, María. Podéis quedaros en ella el tiempo que queráis. Y ahora, si me disculpáis, voy a mis aposentos a descansar y a leer un buen rato, que tiempo ha que no disfruto del encanto de las letras. Poco a poco, María, nombre con el que Tazirga fue conocida en su nueva morada, fue ganándose la confianza de todo el palacio. Los buenos vasallos de Albayda pudieron comprobar en escaso tiempo que su señor lucía un carácter cada vez más radiante. Su ya conocida caridad para con los pobres y desvalidos se acentuó si cabe más, y era habitual verle en iglesias y monasterios de la comarca entregando generosas dádivas para los más desfavorecidos. Cuando empezaron a tenerse cierta confianza, era habitual verles paseando a caballo por la Sierra de Agullent o por las riberas de los ríos Albayda y Clariano. En otras ocasiones, Pere Milà pasaba las horas enseñando a María a leer y a escribir. Hasta que en una tarde, en la que se confundieron las naranjas del cielo con las del valle, los ojos más procaces de Albayda aseguraron ver en lontananza la silueta de un hombre y una mujer fundidos en un beso… - 198 -
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La llegada de aquella misteriosa y bella joven llenó de chismes y de comentarios todas las esquinas del palacio, todas las calles, viviendas, talleres, barberías, tabernas y campos de Albayda. ¿Qué pretensiones tenía el señor con esa mujer de tan parcas palabras? ¿Será una nueva amante? ¿O tal vez haya pensado convertirla en su esposa?
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Capítulo séptimo de la parte segunda. Donde se narra la llegada del pequeño hijo de Ferrán Milà a tierras valencianas.
Aquel día llegó al castillo un mensajero portador de aciagas noticias. En el escrito entregado a Pere Milà se informaba de la muerte de su hermano Ferrán y de las disposiciones que había hecho en su testamento. El duro golpe del suceso lo dejó aturdido. Triste y meditabundo, cogió su montura y se fue a Massalavés a visitar a su hermano Joan. En el trayecto, las abundantes lágrimas que manaban de sus ojos le impedían por momentos ver el camino. El dios Eolos campaba a sus anchas por toda la llanura, exhalando fuertes y sonoros suspiros que por momentos conseguían aplacar el brioso galope del corcel. La imagen de Ferrán martilleaba incesantemente el yunque de sus recuerdos, y se le hacía imposible admitir que la implacable muerte se haya llevado a su hermano tan prematuramente. “¿Por qué, Dios mío, por qué? —se preguntaba preso de la desesperación y de la impotencia—. Ahora que empezaba a coger rumbo la su vida, ahora que la diosa Fortuna decidiose acompañarle después de tanta malandanza, decides llevártelo a tu lado. ¿No te parece, Dios mío, que es en hora harto temprana? ¿Qué premuras te han mudado para reclamarlo tan presto de este mundo que todavía lo necesita?”
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La noche lo sorprendió en Xátiva. Apenas pudo comer y dormir en la posada donde se hospedó. El peso desmedido de la tristeza le fue mermando el humor y la voluntad. Sólo al filo del amanecer pudo conciliar brevemente el sueño, pero el enérgico canto de un gallo se encargó de devolverlo a la obligada claridad de un día que le costó saludar. Bien temprano, pagó al posadero y prosiguió su camino. Con los ánimos más templados por la pena bien desfogada, alentó su cabalgadura con un trote ligero. Atrás iban quedando como recuerdos los pueblos de l’Ènova, Beneixida, La Pobla Llarga, Alberic… En lo alto de una colina, el viejo enclave de Massalavés aguardaba con pose altiva, abrazando con una mirada de cielo y de campanas a sus pagos de Rosaleny, Prada y Paranxet. Escritos en madera, a la entrada de la población, unos versos ensalzaban el valiente pulso mantenido con el tiempo: “Masalavés, poble antic el rei moro li posà o era el got, segur no estic, tal volta siga el romà o pot ser que fora el ibéric. Lo ven sert que és molt antic. Més que el poble de Paranxet, més antic que Alberic. Més que el poblat Alasquert, més que tots, molt més antic”. - 201 -
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Le extrañó a Joan la inusual visita de su hermano, pero supo desplegar generosamente el mantel de su hospitalidad. El palacio del barón de Massalavés, aunque no exento de algunos lujos y comodidades, tenía una apariencia que tiraba más hacia lo espartano y funcional que hacia la exquisitez y el derroche. En el amplio salón de piedra caliza y recio techo de pino de los bosques de Barxeta, los hermanos analizaban y comentaban la carta llegada de Sevilla. — ¿Que Ferrán ha dispuesto enviar a mi casa a ese su hijo en amores con esclava tenido? —dijo Joan con cierto desprecio. — ¿Ni siquiera la su muerte os ha conmovido? —replicó Pere—. ¿No creéis acaso que la tal voluntad sea un último acercamiento hacia vos? — Tarde, muy tarde ha llegado el tal acercamiento que en la última llama de su vida pretendiose. Sabéis que desde edad muy temprana, nuestro querido Ferrán se interesó más en satisfacer las sus locuras que en seguir los designios trazados por padre. —La voz iba ganando en intensidad a medida que Joan desmenuzaba sus argumentos—. Que siempre estuve aquí, siempre, Pere, con un cuenco lleno de sopa y una generosa bolsa de dineros cuando el vino, los juegos de azar y las rameras lo dejaban sin tuétano. ¿A cambio de qué, Pere? ¡A cambio de nada! Que nunca tuvo el muy bergante el más mínimo apego hacia los suyos. ¿Y - 202 -
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ahora me decís que me ha confiado la educación de ese bastardillo? ¿Cuántas cosas más tengo que seguir aguantando aún tras la su muerte? — Pensad —contestó un Pere más sereno— que sólo estará con vos hasta los doce años, y que con la parte que os ha dejado en herencia tenéis más que de sobra para alimentarlo y vestirlo. Al oír esta frase, Joan cambió radicalmente el tono de su voz. —
¿Y cuánto es lo que me corresponde, mi querido Pere?
Cuando observó el documento y pudo comprobar la grandísima cuantía de su legado, el limón de su voz se tornó en golosina empalagosa. Con una abierta sonrisa en los labios, dijo a su hermano: — Le daré la mejor educación en el tiempo que se hospede en la mi casa. ¿Y cuándo decís que vendrá el niño, Pere? — En breves semanas calculo que llegue a Albayda, mi querido Joan. Le daré hospedaje y descanso en mi palacio supongo que unos días para luego hacéroslo llegar acá a Massalavés. Y en ese momento, Catalina, la joven esposa de Joan, entró al salón en donde chisporroteaba vivamente el fuego de la chimenea. Tras besar a su cuñado, se sentó junto a su marido.
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— Escuchad, esposa —dijo Joan—. Poco ha que nos casamos y ya ha querido el destino enviarnos un hijo crecido y destetado para nuestra responsabilidad y alegría. El rostro extrañado de la dama dibujó una sonrisa en Joan y una cara de circunstancias en Pere, que no creía adecuado este delicado momento para bromear. — No me miréis de esa forma, amada esposa —dijo un relajado Joan—. Mi hermano Ferrán, que en gloria esté, me ha confiado el cuidado de su hijo hasta que cumpla la edad de doce años. — ¿Que en gloria esté decís? —pregunta Catalina—. ¿Acaso ha muerto el vuestro hermano? — Recibí una carta días ha en la que se me comunicaba el fallecimiento de Ferrán en la ciudad de Sevilla, en donde estuvo residiendo en la última etapa de la su vida —aclaró Pere—. También en ella se detallan las últimas voluntades de nuestro hermano, y una de ellas era confiarles el cuidado del su hijo hasta los doce años, momento en el que partirá hacia la residencia de Su Santidad el Papa, en donde hará carrera dentro de la Iglesia. — Y además del cuidado del niño —puntualizó Joan— nos deja un buen trozo de la su herencia. Cuando Joan pronunció estas últimas palabras, Pere y Catalina se quedaron mirando el uno al otro. Los rostros, espejos del alma - 204 -
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como reza la máxima, bien delataban el estado interior en el que se hallaban. El de Pere reflejaba indignación por la escasa sensibilidad y el apego material desmedido de su hermano, y el de Catalina, resignación ante la voluntad de un cuñado difunto de tener en su casa a un sobrino desconocido, por muy generosa que haya sido la gratificación ofrecida en herencia.
A la mañana siguiente, Pere Milà puso rumbo a Albayda. En su mente escocían todavía la frialdad y el encono no disimulados de su hermano Joan. “En no buen ambiente se va a educar mi pobre sobrino Jaume”, pensó. Pero era la voluntad redactada por Ferrán en su último soplo de vida, una voluntad que había que cumplir por encima de cualquier particularidad. “Si ésa fue la su ilusión, él sabrá por qué causas”, le decía el pensamiento. “Lo que importa es que Jaume tendrá una buena carrera bajo el manto y la bendición del Papa, y con lo que ha heredado, nada ha de faltarle”. Dio un suspiro de alivio cuando caviló de esta manera. “Conmigo tendrá siempre puerto seguro a sus zozobras, si es que lo necesitare, y daré para ello todo lo que tengo, si fuere oportuno”. En el palacio albaidense, nadie había podido enterarse del motivo de la salida del señor. En esos días, Tazirga pasaba el tiempo en su cuarto, practicando con el difícil arte de la lectura, o charlando con la servidumbre. En pocos días, las simpatías entre los criados y la nueva inquilina del palacio eran más que - 205 -
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evidentes, y se reían con su curiosa forma de hablar y con su llamativo desorden en aspectos elementales de la vida cotidiana, como el horario de las comidas, el vestido o el calzado. Su costumbre de estar completamente desnuda a puerta abierta en su estancia encendió rubores en las sirvientas y miradas lascivas en los mozos. Hasta que la veterana y venerada Margarida, responsable de las tareas culinarias del castillo, en quien Tazirga tal vez encontró la madre que dejó en Canaria, la fue encaminando en menesteres propios de una dama recatada. En aquellas semanas de ausencia del señor, la complicidad entre Tazirga y Margarida se fue acrecentando de manera paulatina pero considerable. Era habitual verlas largo rato juntas, bien en la cocina, bien en la habitación de la invitada, bien rezando juntas en la vieja iglesia del castillo. Precisamente Margarida fue la encargada de despertar en Tazirga las simpatías hacia lo divino que la acompañarán en lo que le reste de vida. Juntas en la cocina se las encontró el señor Pere Milà cuando regresó. Y cierto es que le sorprendió mucho ver a Tazirga tan interesada en la tarea de preparar alimentos. Desde el hueco de la puerta, Pere contemplaba en silencio a su invitada, que se afanaba en picar unas verduras para un potaje. Esa mirada silenciosa fue advertida por la vieja cocinera, quien disimuladamente advirtió a la joven de la presencia del señor. — O sea que en la mi ausencia os habéis interesado por la comida —dijo un sonriente Milà—. Veremos si el destino - 206 -
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me sorprende y me servís un buen guiso para deleite de mi paladar. Margarida le quitó con discreción el cuchillo a Tazirga y siguió picando verduras. — Mi señor, ya habéis llegado —dijo Tazirga con voz suave—. La vuestra ausencia ha dejado a todos en el castillo en una grande inquietud. ¿Os ha ocurrido algo que requiera mis servicios? — Sí ha ocurrido algo grave, mas no requiere los vuestros servicios, María —respondió Pere—. Mi hermano Ferrán ha fallecido y he estado ocupado en estos días resolviendo asuntos de su última voluntad. — No sabéis cuánto lo siento, mi señor —dijo la vieja Margarida haciendo una tímida reverencia. La noticia sacudió las entrañas de Tazirga como un telúrico bramido. Ferrán había muerto. ¿Y dónde podría estar entonces su pequeño hijo? ¿Acaso se habría quedado en la ciudad de Sevilla? Y si fuese así, ¿quién se encargará de su custodia y cuidado? De repente, un hilo de ilusión comenzó a dibujarse en su sonrisa. “Seguro que en esa su última voluntad estará la de traerlo a este castillo para que el señor Pere Milà se encargue de su educación”, pensó sin vacilar. Un regalo del destino que hará más grata su estancia en este lugar de gente tan maravillosa. Pero era necesario hacer más averiguaciones... - 207 -
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— Si me disculpáis —intervino Pere—, me retiro a mis aposentos a dar descanso a este mi maltrecho cuerpo. Después os veo, María. Mientras el potaje bullía enérgicamente en la olla, Margarida dijo a Tazirga con una sonrisa de pícaro aliño: —
Cómo le habéis robado el corazón, María.
— ¿Así lo creéis, Margarida? —respondió Tazirga con un gesto que aunaba incredulidad y sorpresa. — En todos los años que llevo a su servicio, y son ya muchos, nunca le había visto ese brillo en los ojos. Creed en lo que os digo. Tazirga abrió sus grandes y almendrados ojos marrones, presididos por pobladas balaustradas de pestañas. En esas dos hermosas ventanas también pudo vislumbrarse algún brillo delator, pero su dueña se encargó de esconderlo bajando la mirada. Con voz templada dijo: — ¿Por qué ha de fijarse en mí un hombre tan distinguido y apuesto? ¿Es que no hay damas en Albayda con categoría suficiente para conquistar su corazón? — Puede ser que sí, mi querida María —respondió Margarida—, pero en estos asuntos del amor poco mandan la alcurnia o la procedencia. El corazón es tan caprichoso que es capaz de desvivirse por quien nadie menos espera… - 208 -
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Cuando
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llegó la comitiva de Sevilla, se produjo un gran
alboroto en el palacio de Albayda. Pere Milà y toda la servidumbre salieron a recibir al niño Jaume, que venía acompañado por dos doncellas encargadas de su cuidado y por los dos notarios sevillanos que redactaron el testamento del difunto Ferrán. Ya acomodados en el salón, Pere y los escribanos analizaban los detalles del documento. Tazirga, por su parte, se había mezclado con los criados para poder ver más de cerca al sobrinito del señor. Con un nerviosismo que a todas luces le resultó muy difícil de controlar, pudo verlo en la habitación que le habían preparado, y que, casualidades del destino, era contigua a la suya. Respiró hondo y entró discretamente, haciéndose paso entre los allí presentes. Una de las dos doncellas sevillanas la reconoció, pero la rapidez de Tazirga evitó algún comentario indiscreto o delator. Acercándose a ella, Tazirga le susurró: — No se os ocurra pronunciar mi nombre. En esta casa nadie sabe quién soy. ¿Habéis oído? — Por supuesto, mi señora María —le responde asustada la doncella—. Seré una tumba en el tiempo que me tenga que estar aquí. — ¿Por cuánto tiempo os vais a hospedar, Ramona? — inquirió Tazirga disimuladamente. — Estaremos aquí por muy poco tiempo —respondió con discreción la doncella—. Hemos de ir a la casa del otro - 209 -
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hermano del señor Ferrán, que al parecer es donde se quedará Jaime hasta que cumpla los doce años, señora María. La otra doncella, de mayor estatura y corpulencia, y que tenía al niño cogido de la mano, decidió salir de la alcoba para ir a la cocina. Le había comentado a Margarida que el pequeño tenía hambre y que era menester darle de comer antes de llevarlo a la cama. Al salir de la estancia, Tazirga notó que Ramona apuraba el paso en busca de su compañera. Bajando las escaleras, pudo apreciar que ambas se enfrascaban en una extraña y secreta conversación. Mientras tanto, Pere seguía hablando con los notarios. Las cláusulas del documento habían sido redactadas con ingente claridad, pero habían olvidado un detalle sumamente importante: ¿qué pasaría si el niño, máximo beneficiario de la herencia, falleciese? Uno de los notarios le comentó a Pere Milà: — Es un asunto que por supuesto, señor Milà, no habíamos descuidado. Pero, conocedores de la delicadeza del tal asunto, puesto que vuestro difunto hermano nos había puesto al corriente, hemos decidido entregároslo por escrito en este pliego cerrado y con cera sellado para que sea abierto por vos en la nuestra presencia. Pere abrió no sin cierta dificultad el pliego, en donde estaban el documento y una carta dirigida a él redactada con puño y letra - 210 -
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de su hermano. Cuando terminó de leer los papeles, esbozó un abierto gesto de sorpresa que no fue desadvertido por los escribanos. Pero tuvo el suficiente aplomo para proseguir la conversación con discreción. — Como vos podéis comprender —dijo Pere con voz grave—, este documento ha de permanecer en mi poder por mucho tiempo, quizás por el resto de mis días. — Así se ha dispuesto, señor —respondió el otro notario— . Era la voluntad de don Ferrán Milà. Y en copia única, para asegurar la confidencia y evitar que otros miembros de la vuestra familia accedan a tal información. — En una palabra —añade Pere— que mi hermano me ordena guardar un grande secreto… — Así es, señor Milà —contesta uno de los dos notarios—. Un secreto que sólo podréis desvelar cuando la muerte visite al vuestro hermano Joan, que quiera Dios sea dentro de muchísimos años. Tras coger los documentos y enrollarlos debidamente, Pere se levantó y dijo a los escribanos: — Si me disculpáis, señores notarios, me voy a guardar estos documentos en lugar seguro. Supongo que el largo viaje os habrá fatigado. Así que comed y descansad en los aposentos que os he preparado. - 211 -
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— Agradecemos vuestro gesto de infinita hospitalidad — respondió el primer notario. — Por cierto —dijo Pere antes de retirarse—, ¿cuándo dijisteis que os ibais? — Tenemos entendido que la baronía de Massalavés no está a grande distancia de aquí —respondió el segundo notario—. Así que hemos pensado partir mañana, a la prima hora del día. — ¿Tan temprano? —preguntó Pere extrañado—. Al menos quedaos por un par de días, que bien sé que el camino desde Sevilla hasta acá es muy largo. — Gracias, pero no será necesario, señor Milà —respondió el primer notario—. Hemos de concluir nuestra misión a la mayor brevedad, que otros trabajos de importancia nos esperan en la ciudad de Sevilla. — Supongo que así ha de ser —respondió Pere Milà—. Pues no os demoréis. Dentro de unos instantes se os servirá la comida. Las habitaciones también están ya preparadas para cuando decidáis retiraros a descansar. A la caída de la tarde, Tazirga y Margarida oraban en la vieja iglesia. Entre rezo y rezo, hilaban con disimulo una conversación, lejos de cualquier oído indiscreto. En aquel sacro lugar, la vieja cocinera supo del pasado de Tazirga en la lejana isla de Canaria, de su indigna venta como esclava en el mercado de Sevilla, de las vejaciones a las que fue sometida por el tirano - 212 -
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Ferrán Milà, del hijo que con él había tenido —y que ahora era el huésped principal del castillo—, de cómo fue supuestamente vendida a la familia de las Casas —en realidad su venta sólo sirvió para satisfacer los desmedidos caprichos sexuales del sirviente Alfonso—, de cómo logró escapar del cruel criado, de cómo su mala suerte la llevó a aquella indigna posada y, finalmente, de cómo la rescató Pere Milà para traerla a estas tierras valencianas. — Habéis demostrado ser una mujer muy fuerte, mi señora María, —le susurraba al oído Margarida—. Otras en la vuestra situación ya hubieran sucumbido… — Pero me siento cansada, mi adorada Margarida —le dijo Tazirga—. He tenido que aguantar demasiadas afrentas y no sé si tendré fuerzas para seguir resistiendo… — Ya veréis que sí, mi querida María —contestó la cocinera—. En cuanto os desposéis con el señor don Pere Milà estaréis en óptima situación para reivindicar lo que es vuestro. — Pero si se entera de que yo soy la madre de ese niño, me aborrecerá para siempre… — El tiempo pondrá las cosas en su sitio —responde Margarida con serenidad—. De momento, el silencio será vuestro mejor compañero. Sed discreta y recatada, y confiad en mí las vuestras penas cuando os sintáis atosigada. - 213 -
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No pudo evitar Tazirga dejar caer su cabeza sobre el hombro de aquella venerable anciana que en tan poco tiempo se había convertido en su mejor amiga y confidente. Tampoco pudo evitar la vieja rodearla con su brazo derecho, destapando de esta forma el enorme cariño que la joven le despertaba. — Veo en vos, mi señora María, a la hija que me robó el destino —le confesó Margarida. —
¿Tuvisteis una hija, señora? —inquiere Tazirga.
— Es una larga historia que os contaré en otro momento… Volvamos a palacio, que probablemente el señor os esté echando en falta.
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Capítulo octavo de la parte segunda. En donde se cuentan el furtivo encuentro de Tazirga con su hijo Jaume y la muerte del gran rey de Aragón Martín el Humano.
El manto de la noche había extendido su almizcle azabache por todos los rincones de la Vall de Albayda hace ya algunas horas. Un ligero chirrido de bisagras y la luz tenue de una vela indicaban que alguien salía sigilosamente de su habitación. Ya en el pasillo, otra luz igualmente tenue se acercaba por los mismos renglones del sigilo. —
Margarida, ¿sois vos? —susurró Tazirga.
— Así es, mi señora María —respondió Margarida con otro susurro. Sonaron dos suaves golpes sobre la puerta de la habitación contigua. Fue Ramona la encargada de saludar aquella furtiva y nocturna visita abriendo con sumo cuidado. — Pasad, pasad —susurró la nodriza—. El pequeño Jaume está durmiendo, por lo que os ruego el máximo silencio. Tuvo que contener Margarida a Tazirga pues, presa de una exacerbada emoción, comenzó a llamar a su hijo con una voz de timbre delator. Hincada de rodillas al pie de la cama, Tazirga - 215 -
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lloraba emocionada mientras acariciaba a su hijo, que plácidamente descansaba envuelto en una manta de lana. — Ay, Jaume, mi adorado Jaume —sollozaba Tazirga—. Qué alegría me da de verte. Dirigiéndose a las nodrizas, preguntó: — ¿Cómo ha estado mi niño en todo este tiempo? ¿Seguís siendo vos la encargada de su cuidado en todo momento, Ramona? — Así es —respondió Ramona—. Mas en la vuestra ausencia, el señor Ferrán trajo a esta señora para ayudarme – señalando a la otra nodriza. — Mi nombre es Jimena, señora —respondió la doncella aludida, una mujer de mediana edad, rubia cabellera y de gran estatura y corpulencia—. Entrambas velamos por la salud y el descanso del niño Jaime. — Mañana a la prima hora del alba partiremos hacia el lugar de destino —puntualizó Ramona—. Un lugar cuyo nombre ahora no recuerdo… — Massalavés —aclaró Margarida—. No está muy lejos de aquí. — Os ruego por Dios y por los cielos, Ramona y Jimena — les rogaba Tazirga a las doncellas—, que no perdáis contacto conmigo aunque residáis a partir de ahora en - 216 -
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Massalavés. Si no puedo estar junto a mi hijo, justo es que al menos tenga información de su estado. — Descuidad, señora —le respondió Ramona—. Así se hará, os lo prometo. — Antes de retirarme, permitidme al menos dar un abrazo a mi hijo —dijo Tazirga. Y mientras madre e hijo se abrazaban, la vieja Margarida daba instrucciones a las doncellas: — Conozco bien a los mozos del barón de Massalavés. En cuanto lo estiméis oportuno, mandadme recado. Decid a cualquiera de ellos que pregunten por la vieja Margarida, ellos saben bien quién soy, que yo me encargaré de informar a mi señora María de todo cuanto aconteciere allá. — Así se hará, señora —respondió Ramona—. Lo mismo espero de vos. —
Por supuesto que sí —concluyó la anciana.
Tazirga seguía abrazando a su hijo, envuelta en lágrimas y susurrándole al oído palabras dulces, casi ininteligibles. Durante más de una hora, mientras Tazirga desfogaba sus instintos maternales, Margarida, Ramona y Jimena ataban todos los cabos relativos a futuras comunicaciones entre ellas. En un momento determinado, la vieja cocinera cogió del brazo a Tazirga y le dijo: - 217 -
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— Mi señora, lamento estropearos este momento, pero debemos volver a las nuestras habitaciones. —
Dejadme al menos un poco más —le rogó Tazirga.
— No puede ser, mi señora —le contestó con firmeza la anciana—. Dentro de unas horas amanecerá y los mozos ya habrán preparado las monturas para partir hacia Massalavés. — Es cierto, mi señora María —subrayó Ramona—. Es mejor que descanséis en la vuestra estancia. Y descuidad, que tendréis prontas noticias de vuestro hijo y de nosotras.
A la mañana siguiente, bien temprano como estaba previsto, partió la comitiva hacia la baronía de Massalavés. En la puerta del castillo, Pere Milà se despedía de los dos notarios, mientras las doncellas y el pequeño Jaume entraban en un robusto carruaje. Desde la ventana de su alcoba, escondida tras los cristales, Tazirga contemplaba con lágrimas en los ojos todo el panorama. Pasados unos instantes, un grito de “¡arre!” inició en el camino un surco paulatino de lejanía. Un surco de lejanía pero también de esperanza, porque Tazirga sabía que su hijo Jaume iba a estar en buenas manos, y además va a tener información puntual en cualquier momento que lo requiera. Alguna compensación tenía que dar el destino. Se fue a su cama cabizbaja y taciturna. Ya tumbada, su vista se perdió por los pardos recovecos de las vigas del techo. Pensó durante un buen rato en su otro hijo. “¿Cómo estará ahora - 218 -
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Atagother? ¿Lo estará cuidando debidamente su padre? Seguro que no. Sus numerosas ocupaciones en el gobierno de Canaria sin duda le habrán hecho confiar su cuidado a alguna sirvienta. ¡Siempre tan terco y obsesionado con asuntos del Tagoror! ¡Siempre rodeado de guayres hablando de política!” Dio un hondo suspiro. “Ay, mi hijo Atagother, mi hijo del alma. Deberá tener ya casi seis años. Edad suficiente para aprender a manejar el banot. ¡Seguro que lo hará con grande maestría, como su padre!” Movida por la evocación, retrató el agreste paisaje de Canaria, entre brumas y laurisilva, entre dragos y palmeras, entre jairas y baifitos. Caminando hacia ella, la esbelta y atlética figura de Artemi surgía desde las profundidades de su sueño, regalándole una abierta sonrisa de beletén, y unos besos de miel de mocán, y un abrazo de almagre y salitre, y una caricia de brisa de la playa de Arguineguín… Los rudos y secos golpes de la puerta la trajeron nuevamente a tierras levantinas. — Señora María, señora María —gritaba desde el pasillo Margarida—, despertad, despertad que es ya bien tarde. — Por Dios, Margarida —le responde Tazirga con voz somnolienta mientras le abría la puerta—, ¿qué premuras os llevan a dar esas voces? — Disculpad si acaso os haya despertado, pero es que el señor Pere Milà os está buscando. - 219 -
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— Decidle por favor que en un momento me visto y bajo ante la su presencia. — ¡Y quitaos el costumbre de estar en la alcoba como Dios os trajo al mundo, que ya hay demasiados ojos indiscretos mirando por todos los rincones de este castillo! —le espetó Margarida con cara de pocos amigos. — Si tuvieseis otros ropajes más cómodos y holgados, seguro que me encontraríais de otra guisa, Margarida — respondió riéndose Tazirga—. Andad, no rezonguéis tanto, que ya acudo a la llamada del señor debidamente vestida y adecentada. Pere Milà la esperaba en el salón principal del castillo. Estaba sonriente, con su rubio cabello peinado y sus barbas retocadas. Llevaba calzas de color de grana, borceguíes de cuero, un jubón con faldellín corto y mangas acolchadas sobre una camisa blanca de hilo. Lucía en el pecho un llamativo medallón de oro, llevaba bajo un brazo un elegante sombrero y portaba guantes de grana, a juego con las calzas. Tazirga, extrañada con las galas no habituales que lucía el señor del castillo, se quedó contemplándolo durante unos segundos. Pere, que se había percatado de la femenina indiscreción, le dijo: — Acercaos, María, acercaos. Y no me miréis de esa forma, que vais a conseguir ruborizarme.
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— Disculpad, señor —respondió Tazirga—. No me tengáis por indiscreta, pero me ha extrañado veros ataviado con tantas galas. — Voyme para la corte del rey Martín dentro de unos instantes —le aclaró Pere—. Pero antes de partir, quería comentaros algo. —
Vos diréis —le dijo Tazirga, todavía extrañada.
— Me haría grande ilusión casarme con vos —le confesó Pere Milà con un tono no exento de titubeos—. Disculpad mi osadía, pero tiempo ha que muero por los vuestros amores, y he creído conveniente que lo mejor será que Dios bendiga esta unión, si así lo tenéis a bien… Aquella propuesta bloqueó por momentos el pensamiento de Tazirga. No sabía qué responder. Por una parte, estaba claro que aquel caballero tenía grandes atractivos y que le había dispensado en todo momento un trato realmente exquisito. Pero, ¿estaría ella a la altura de una personalidad tan relevante? “Tú has sido la esposa de un rey, Tazirga —se decía en su interior—. ¿Cómo no vas a estar a la altura?” Y en ese justo instante, el recuerdo de Artemi Semidán volvió a bloquearla. —
¿Qué me decís, María? —insistía Pere Milà.
— No puedo responderos aún, mi señor —le respondió Tazirga—. Tengo muchas dudas en mi cabeza. ¿Por qué no hablamos de esto cuando volváis de palacio? - 221 -
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— Tenéis razón, María —profirió Pere con un sutil gesto de decepción en el rostro—. Tal vez me haya precipitado con este comentario. Os pido disculpas. — No tenéis por qué pedirme disculpas, mi señor — responde Tazirga—. Es un gesto digno de un gran caballero como vos y un enorme honor para mí. Por eso no quisiera decepcionaros… —
¿Decepcionarme por qué, María?
— ¿Acaso no recordáis cómo me encontrasteis? ¿Acaso no recordáis que fui vendida como esclava en la ciudad de Sevilla? ¿Creéis que esas no son razones suficientes para que busquéis otra dama de sangre noble y que esté a vuestra altura? — ¿De qué altura me habláis, María? Soy el hombre más feliz de toda la Creación desde que os conocí. Si no es con vos, no quisiera recibir el santo sacramento del matrimonio. — Os lo ruego, mi señor Pere Milà. Dejadme meditarlo y os daré pronta respuesta cuando regreséis de la corte de Su Majestad. Unas horas más tarde, Pere Milà partía para la ciudad de Barcelona. Las noticias que han llegado desde la corte del rey Martín el Humano no son nada buenas. Desde hace algunos meses, la salud del grueso y corpulento monarca aragonés está dando muestras de flaqueza. La peste, la gran epidemia que está literalmente diezmando la población europea, está también - 222 -
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haciendo de las suyas en sus dominios. La lucha contra la terrible enfermedad ha sido una de las principales preocupaciones de su reinado, siguiendo la política iniciada por sus antecesores. De hecho, su padre había fundado en 1350 la Universidad de Perpiñán y su hermano había modernizado la Medicina al decretar una serie de medidas sanitarias, estadísticas e higiénicas, entre las que destaca la licencia otorgada a la Universidad de Lérida para diseccionar cadáveres para que los médicos pudiesen averiguar las causas de tan terrible mortandad. Al propio rey Martín el Humano le cabe el honor de haber fundado la Universidad de Medicina de Barcelona en el año 1401, y el de haber colocado al año siguiente la primera piedra para la construcción de un gran hospital, con el fin de paliar las gravísimas secuelas que la peste había dejado en la Ciudad Condal. Paradojas del destino, el buen rey Martín yace ahora postrado por la misma enfermedad contra la que ha luchado durante tantos y tantos años. La presencia de Pere volvía a ser crucial, puesto que el rey, si falleciera, dejaría vacante la Corona al no tener descendencia. Su primera mujer, María de Luna, fallecida el 29 de diciembre de 1406, le había dado cuatro hijos —Martín, Jaime, Juan y Margarita—, pero todos murieron prematuramente. Esto obligó al monarca a contraer segundas nupcias con Margarita de Prades en septiembre de 1409. Una unión fugaz y yerma que va a complicar la situación del Reyno de Aragón si Martín I entrega su alma a Nuestro Señor Dios Todopoderoso. - 223 -
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Consciente de la gravedad de su situación, el rey había convocado una vez más a su más fiel y efectivo colaborador, el señor de Albayda, para apaciguar los ánimos de la nobleza y, sobre todo, para elegir al mejor sucesor. De hecho, muchos candidatos ya han comenzado a mover fichas. Ante esta jauría de buitres hambrientos, era pues necesaria la mano firme y experta del mejor cetrero de Aragón. Cuando el paje anunció la presencia de Pere Milà, inmediatamente el rey le ordenó que viniese a su lado. Con voz fatigosa le dijo: — Pere, mi querido y fiel Pere. La vida se me va de entre las manos, y nada puedo hacer ante la voluntad del Todopoderoso. Haced cuanto he dispuesto antes de mi inevitable partida. —
Haré lo que Su Majestad me ordene —contestó Pere.
— Escuchad bien: hemos elegido sepultura en nuestro monasterio de Poblet, cerca de la de nuestro padre, de alta recordación, inmediatamente después, esto es, al extremo del coro del prior. ¿Lo habéis entendido? —dijo el rey con dificultad. — Así se hará, Majestad —le prometió Pere—. Las obras, por lo que tengo sabido, van a muy buen ritmo. Pero no os preocupéis, que ya veréis cómo dentro de unos pocos días - 224 -
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sanaréis y podréis comprobar con los vuestros ojos el estado de los trabajos. — Ay, mi buen amigo Pere Milá —replicó el monarca—. La llama de mi vida se apaga, que bien veo la oscuridad de este mundo y la claridad sublime del cielo a lo lejos. Visiblemente fatigado y con la boca seca, el rey se dejó caer sobre la almohada y estuvo unos minutos en silencio. Un silencio que se traspasó a toda la real alcoba y que pareció durar siglos. Luego pidió un poco de agua, que tomó a pequeños sorbos. — Dejadnos solos en esta habitación a Pere Milà y a mí, que tenemos muchos asuntos de los que hablar. — Pero majestad —replicó un médico—. Sabéis que en el vuestro estado no podéis estar solo… — ¡Si no nos dejáis solos, os mandaré ahorcar a todos! — dijo el rey con inesperadas energías. Todos abandonaron la estancia sin rechistar. Durante tres largas horas estuvieron Pere y el rey Martín hablando en la habitación. Cuando el levantino abrió la puerta, con una cara de visible cansancio, ordenó a la servidumbre que le pusieran algo de cenar. El rey, por su parte, dormía plácidamente en su mullida cama. Aquellos días de mayo transcurrieron con gran ajetreo. El rey estaba hecho una pavesa y el dilema sucesorio no se ha podido - 225 -
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resolver de ninguna manera. Al contrario, las cosas parecen haberse complicado de tal forma que puede preverse hasta una hipotética guerra civil entre los súbditos de la Corona de Aragón. En sus últimos días de agonía, el rey sólo recibía las visitas de Pere Milà, señor de Albayda, y de Ferrer de Gualbes, consejero barcelonés de la Corona. Aquella mañana del último día del mes de mayo, tanto Milà como Gualbes comprobaron que la vida del monarca se apagaba inexorablemente. Sabedores del fatal desenlace, le preguntaron: “Senyor, plau-vos que la successió dels dits vostres regnes e terres, après obte vostre, pervinga a aquell que, per justicia, deurà prevenir, e que’n sia feta carta pública?” —Señor, ¿le place a usted que la sucesión de los dichos reinos y tierras, después de su muerte, sean heredados por aquél que, por justicia, deba, y que se haga carta pública?—. Con una voz tenue y marchita, el rey pronunció un casi imperceptible “Hoc!” —sí—. Un sí que a la sazón supuso su último aliento de vida y el inicio de un período de luchas y de intrigas que duró nada menos que dos años. Efectivamente, aquel 31 de mayo de 1410 sonaron campanas de luto en todas las iglesias de la Corona de Aragón. El grueso cuerpo de Martín el Humano terminó cediendo a las estrecheces de la enfermedad de la peste. Durante varios días, los tres parlamentos del reino, el aragonés, el catalán y el valenciano, organizaron diversas jornadas de luto oficial. La muerte del rey - 226 -
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Martín I supuso la extinción de la Casa Real de los Condes de Barcelona como reinante de la Corona catalano-aragonesa, fundada por el conde Ramón Berenguer IV y la reina Petronila de Aragón. Pere Milà, por su parte, decidió marchar a Albayda por unos meses para tomarse un merecido descanso. No en vano, le esperaban tiempos de intensas negociaciones e inacabables viajes.
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Capítulo noveno de la parte segunda. En donde la vieja Margarida le cuenta a Tazirga su particular historia.
Durante la ausencia del señor del castillo de Albayda, Tazirga y Margarida seguían enfrascadas en sus largas y habituales conversaciones. Entre potajes y costuras, Tazirga continuaba adquiriendo los conocimientos necesarios e imprescindibles para cualquier dama de la nobleza. Incluso dedicaba alguna hora del día a la práctica de la lectura, cosa sin embargo reservada a los hombres. Los libros fueron desde siempre una de las grandes aficiones de Pere, y gustaba mucho de leer con familiares y gente de su confianza. Desde el principio vio en Tazirga una buena alumna, y, por tanto, le permitió el acceso a su biblioteca privada, en donde pasaban juntos largas horas leyendo y comentando algún pasaje de interés. Pere Milà atesoraba en aquellos estantes libros de índole diversa: textos especializados —de derecho, historia, medicina…— o no especializados, muchos de ellos escritos en lengua vulgar —cuentos, novelas, poesía cortesana—. Intentando desentrañar el argumento de una página del Calila e Dimna, tan del agrado y de la devoción de Pere Milà, estaba Tazirga cuando Margarida la sorprendió en la biblioteca. En la entrada, durante algunos segundos, se quedó la anciana - 228 -
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contemplándola con mirada soñadora. La vio tan atractiva con aquel traje carmesí y el pelo recogido en una vistosa trenza que ya se la imaginaba como señora del castillo y esposa de don Pere Milà. — Disculpad la interrupción, señora María, pero es hora de ir a rezar —dijo Margarida avanzando hacia la mesa en donde Tazirga seguía leyendo. — ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames señora? — le espetó Tazirga mientras cerraba el libro. — Es menester que os acostumbréis a tal trato —respondió la anciana—. Dentro de muy poco seréis la señora de este castillo y debéis ganaros el respeto de todo el pueblo de Albayda. — Ay, mi querida madre Margarida —le dijo Tazirga con ternura—. Eso todavía está por verse… Cuando Margarida oyó la palabra “madre”, se le encendieron los ojos y casi se echa a llorar. Con sumas dificultades para contener la emoción, cogió a Tazirga del brazo y le dijo: — Vámonos, mi hija María, que es hora de hablar con el Todopoderoso. — ¿Qué os pasa, vieja llorona? —preguntó Tazirga extrañada por aquel brillo en los ojos.
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— Os amo tanto como a una hija, mi querida María. Por nada del mundo dejaré que os hagan daño alguno. Tazirga, mirándola fijamente a los ojos, le dijo: — Si es la vuestra ilusión que yo sea la vuestra hija María, la mía será que vos seáis mi madre Margarida. Es un trato justo, ¿no lo creéis así? No pudo ya la vieja reprimir las lágrimas, y se fundió con Tazirga en un cálido y apretado abrazo. Luego, secándose los ojos, exclamó: — Ea, no más lágrimas, que gozosa debo estar por tener ahora otra hija. Vámonos, pues a orar. Y más os vale hacer caso a la vuestra madre. Tazirga, con una abierta sonrisa, le correspondió con otro abrazo y profirió con cierta ironía: — Vámonos, madre, que no quisiera desobedeceros porque sé de sobras de la vuestra severidad. Al salir del templo, decidieron salir a dar una vuelta al pueblo y de paso comprar algunas viandas. El mercado de Albayda, animado como siempre, rebosaba voces y aromas de diferente timbre y textura. Después de comprar dos gallinas, algunos huevos, tres libras de carne de cerdo y algunas verduras, regresaron a palacio. El sol de la mañana brillaba con todo su esplendor primaveral. La vida en el castillo seguía su curso - 230 -
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normal, si acaso ahora más relajado por la partida del señor a tierras catalanas. Ya en la cocina, prepararon una comida sencilla. Aunque el señor es bueno de estómago y no suele poner reparos a los platos de Margarida, es menester emplearse a fondo para deleite y satisfacción del amo del castillo. Pero con él bien lejos, los mozos y otros sirvientes bien pueden satisfacer su apetito con cualquier guiso. Tras la comida, Tazirga y Margarida decidieron dar un paseo hasta las orillas del río Albayda. A la sombra de unas carrascas se sentaron a charlar y a contemplar el paisaje. — Cuán diferente es esta tierra valenciana de la mía —dijo Tazirga mientras oteaba el horizonte. — ¿Y cómo es la vuestra tierra de Canaria, María? — preguntó Margarida. — Sus montañas son más oscuras y los pinos y las palmeras son diferentes… No sabría cómo explicaros. Y el mar —exclamó Tazirga en medio de un sonoro suspiro—, el mar está siempre más cercano, al alcance de la mano dondequiera que os encontréis, como invitándoos a lo imposible… —
¿Echáis de menos a familiares y paisanos, hija?
— Mucho, madre. Mas el tiempo tiene una medicina especial que todo lo cura… O si no cura, al menos nos hace más indiferentes. - 231 -
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—
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No entiendo, hija. ¿Qué queréis decirme?
— Que tantos placeres acá en Albayda vividos, me han ayudado a superar el trance de dejar a los míos. Y ahora, con lo que me ha propuesto el señor Pere… — Supongo que le daréis el sí, María. No vayáis a decepcionarme. — ¿Acaso olvidáis, madre, que allá en Canaria dejé a mi esposo el rey Artemi y a mi hijo Atagother? — ¿Y cómo podréis volver? Porque supongo que la vuestra tierra de Canaria debe de ser muy lejana. —
Así es, madre. Es casi un imposible retornar.
— Pero sí es posible mirar hacia adelante, hija mía. Al fin y al cabo, lo que os propone el señor Milà es una cristiana unión, y vos no habéis sido nunca casada bajo los mandatos de Nuestro Señor. — Razón tenéis, madre. Pero, ¿quién me arranca la otra pena que dejé en la mi tierra? — Ay, hija —suspiró la vieja—. ¿Cuántas penas queremos olvidar y por más empeño que pongamos no conseguimos nunca arrancarlas de la nuestra alma? Casaos, no perdáis la oportunidad de vivir más que dignamente en esta tierra que también es maravillosa.
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— En eso no os discuto, madre. Aquí me han dado todo lo que una persona puede desear: cariño, respeto, un techo y exquisitos y abundantes manjares. Mirándola fijamente, Tazirga le dijo: —
¿Entonces creéis que debo dar el sí?
— Es mejor hacerlo así, hija mía. No dejéis que vuele la paloma de la felicidad a otra ventana —respondió sin vacilar la anciana. — Pues así se hará —le propuso Tazirga—. No dejaré volar esa paloma, madre. Os lo aseguro. ¡No la dejaré volar! — Se hace tarde, María —dijo Margarida—. Es hora de que volvamos al castillo. La tarde la emplearon en labores de costura. Entre telas, hilos y pespuntes parecía que las dos mujeres, la anciana y la joven, no terminaban nunca de contarse cosas. — ¿Y qué es lo que aconteció con la vuestra hija, madre? —preguntó Tazirga mientras se afanaba en coser un botón. Margarida perdió la mirada en la nada, y con una voz cargada de nostalgia le contó: — Treinta años ha que tuve a Beatriz, la más joven de todos mis hijos. Mi difunto marido, que en gloria de Dios esté, trabajaba en estas tierras de la familia Milà y cuidando - 233 -
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de sus animales, como hicieran sus padres y abuelos. Cuando nos casamos, los señores nos dieron hospedaje y comida en el castillo a cambio de nuestros servicios. Don Joan Milà el viejo y su esposa doña Geraldona dispensáronnos siempre buen trato e incluso solían obsequiarnos con numerosos dones, provenientes de los diezmos que recaudaban. Por ese ejemplar servicio desempeñado durante tantos años, recibimos de los señores grandes muestras de cariño y de misericordia. Sus cuatro hijos, Joan, Lluis, Pere y Ferrán, fueron para nosotros como si fueran los nuestros. Mi hija Beatriz podría rondar los catorce años cuando pude sorprenderla en amores furtivos con el hijo mayor de los señores. Yo sabía que el tal hijo Joan, que podría ser unos siete u ocho años mayor que la mi hija, tenía apalabrado su matrimonio con una hija de Mosén Domingo de Borja y de Francisca Martín, de grande prestigio en la ciudad de Xátiva, por lo que no dudé en reprenderla y en prohibirle que se volviera a ver con él. Por lo que pude saber, el pícaro Joan Milà seguía viéndose con Beatriz a escondidas mías y de los sus padres. Hasta que se anunciaron las bodas del joven Milà con la hija de los Borja, que llamábase Catalina. Por lo que tengo sabido, la conveniencia de este matrimonio se sustentaba en el grande poder que los Borja tienen en este Reyno de Valencia. Cuando mi hija Beatriz supo del engaño de su amado, estuvo treinta días con sus treinta noches llorando en mi casa. No encontré remedio alguno para consolarla, ni con los - 234 -
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ruegos y promesas que hice a Nuestra Santa Mare de Deu del Remei, ni con los brebajes que me preparaba una conocida hechicera de Atzeneta, quien, por cierto, pensó que mi hija podía haber sufrido alguna cruel maldición… Cierto. Una cruel maldición había caído en mi casa. Porque no sólo ignoró el muy rufián a mi hija, sino que también la había deshonrado varias veces hasta dejarla embarazada. Don Joan Milà el viejo, a pesar de la grande amistad que tenía con mi esposo, nos ordenó callar y esconder ese desliz, amenazándonos de echarnos del castillo o incluso de matarnos si alguien de nosotros dijera algo de ese futuro hijo o de la relación que hubo entre Joan y Beatriz. Con una pena inconsolable se fue gestando aquel nieto mío. Una pena tan profunda que terminó matando a la madre y al hijo a los pocos momentos del parto. Sin hija, sin nieto y sin venganza llevo todos estos años sufriendo. Ni mi fe ni mi buena voluntad han podido darme el sosiego que requiere la mi alma, María, hija mía. — Cuanto lo siento, mi amada madre Margarida —le contestó una afligida Tazirga—. Dios con su infinita misericordia os dará tarde o temprano ese consuelo que reclamáis, ya lo veréis. — Merecido lo tengo, hija, después de tantos años — respondió desconsolada la vieja.
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— Sin embargo, madre, hay algo que no termino de atinar. ¿Cómo es que os ha ayudado el señor Pere Milà en todos estos años? — Cuando murió el viejo señor Milà, se produjo un grande revuelo con el reparto de los bienes, puesto que Joan, por ser el primogénito, reclamó para sí todas las propiedades de sus padres. Pero parece ser que don Joan dispuso en su testamento que la su herencia se partiera de la forma que hoy está, con grande enojo de su hijo mayor quien además terminó enemistándose con sus hermanos. Tengo entendido que con Pere, de carácter más templado y conciliador, y muy poco dado a las pendencias, apenas tuvo problemas. Tampoco con Lluis. Pero con Ferrán, el más pequeño, estaba siempre como perro y gato. Hasta que un buen día, don Ferrán dispuso vender la su parte a su hermano Joan y partió para tierras lejanas sin que nadie supiese más de él… Hasta que aparecisteis vos y me contasteis todo lo demás… A Pere le tocó este señorío de Albayda y siempre tuvo estrecha amistad con mis hijos mayores. Pere fue diferente a sus otros hermanos. Cuando aconteció lo de mi hija, él juró ante mi difunto esposo y ante mí que si heredaba el señorío de Albayda iba a reparar ese agravio. Y como buen caballero y hombre de palabra, en cuanto tomó posesión de su castillo y de sus tierras, dio a toda mi familia más de lo que le hubiésemos pedido. ¡Vive Dios que nunca vide hombre tan bondadoso y justo! Mi marido, que en la paz de Dios esté, se convirtió en su gran hombre de confianza en el - 236 -
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castillo, y cuando murió, ordenó celebrar en su honor funerales con tanta pompa y boato como los de un rey. Mis hijos varones disponen todos de tierras y talleres propios donados por el señor, y mi otra hija fue casada con un hombre de grande respeto y aprecio en Ontinyent gracias a sus influencias. — En definitiva, madre, que Dios, con su justa razón, os ha permitido vengar de alguna forma la afrenta. — Puedo decir que sí, pero mi pena no ha sido del todo consolada. Soy feliz, vive Dios, y ahora que os conocí, mucho más. Mas creo que el vil Joan Milà no ha terminado de pagar la ofensa que en su día hizo a la mi familia. —
O a lo mejor sí, madre.
—
¿Así lo creéis?
— Sí, así lo creo —dijo Tazirga acariciando la mejilla de Margarida—. No creo que hombre tan canalla, egoísta y cobarde pueda vivir con su alma en paz. Y vos, madre mía, si ahora sois feliz, no perdáis más tiempo con esas cuitas. Disfrutad de la vida, que bastantes sufrimientos habéis recibido. Haciendo un giro en la conversación, Tazirga decidió seguir ahondando en otros aspectos de la vida de los Milà. Con un tono más serio, le preguntó a Margarida:
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— Hay algo, madre, que no entiendo. ¿Por qué Ferrán dispuso enviar a mi hijo Jaume con su hermano Joan si se odiaban a muerte? — Oí decir que Catalina de Borja, la esposa de Joan, tuvo amores escondidos con Ferrán hasta que supo de la su boda. Supongo que esa encomienda responderá a un deseo nunca cumplido, María. —
¿Así lo creéis, madre? —inquirió una incrédula Tazirga.
— Claro que no, hija mía —respondió Margarida con una amplia sonrisa—. Lo que esta vieja entiende es que si el difunto Ferrán quería dar a tu hijo carrera en la iglesia, en esa familia Borja va a encontrar el camino más cercano a la morada del Papa. —
¿Tan importantes son esos Borjas?
— Parece ser que sí, hija. Un hermano de Catalina… Creo que se llama Alfonso… —caviló durante unos segundos—. Sí, Alfonso, es profesor de leyes en Lérida, y he oído decir que goza de las simpatías del mismísimo papa Benedicto y del famoso predicador Vicente Ferrer. — No pasa un día, madre mía, en que no piense en mis dos hijos. Supongo que yo necesito como vos hallar consuelo a esta pena mía que me aflige y me desgarra por dentro. —
También a vos os están dando la dicha reclamada.
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— No del todo, madre, no del todo. Pero plegue a Dios que en poco tiempo nos veremos ambas disfrutando de una vida holgada y sin sufrimientos. Ya lo veréis, mi querida madre.
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Capítulo décimo de la parte segunda. Que narra la grande pena de Pere Milà por la muerte de su rey Martín y los hechos que acontecieron en el famoso Compromiso de Caspe.
La llegada de don Pere Milà envolvió al castillo en un frío silencio que duró más que un relámpago, más. Todos los sirvientes, que lo esperaban gozosos en la entrada, al ver su cara de circunstancias surcada por una visible amargura, decidieron incorporarse a sus puestos sin rechistar. Sólo Tazirga tuvo el aplomo necesario para preguntarle qué le pasaba. —
¿Os encontráis bien, mi señor? —inquirió preocupada.
— No me encuentro bien, María —respondió Pere con voz ronca—. Mi adorado rey Martín ha fallecido. Si me disculpáis, voy a encerrarme en mi habitación para buscar algo de sosiego en esta mi alma compungida. Todo el resto del día estuvo el señor enclaustrado en su estancia, sin ni siquiera probar bocado alguno. Al día siguiente, bien temprano, se fue a la vieja iglesia, donde oyó misa y oró. Luego desayunó frugalmente y volviose a retirar a su alcoba. Así estuvo durante cuatro días. En el castillo se rumoreaba que su señor agonizaba de pena por la pérdida de su buen rey, un asunto - 240 -
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que extrañó tanto a Tazirga que en la tarde de aquel cuarto día, desoyendo las indicaciones del señor, se atrevió a entrar en la habitación. El enojo de Pere, como era de esperar, fue más que sonado. Pero no se amilanó Tazirga ante tal tormenta de palabras. Con paso lento se le fue acercando y, cuando menos él lo esperaba, le dio un sentido abrazo que lo paralizó durante unos segundos. — No es bueno que carguéis solo con esa grande tristeza, mi señor —le susurraba Tazirga al oído. Pere de pronto estalló en un llanto mocoso y sonoro. Sin separarse de Tazirga, le dijo entre sollozos: — Ha muerto el rey más justo y poderoso. Aragón queda ahora ante un futuro incierto. Y lo más importante, he perdido a un grande amigo. Esta llaga no sanará tan rápido como vos prevéis, mi querida María. — Si confiáis en la gente que os aprecia, esa cruz se os hará más liviana —le aclaró Tazirga. Después de un largo rato, Pere y Tazirga salieron juntos de la habitación, para alegría y satisfacción de los sirvientes, que durante todo ese tiempo de encierro estaban como locos en el castillo. Bajando las escaleras, Tazirga dio un afectuoso beso en la mejilla a Pere y lo abrazó nuevamente. Hizo un guiño a Margarida que se encontraba en ese momento en el salón para que le preparara al señor algo de substancia. Unas sabrosas sopas - 241 -
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de pichón le compusieron el estómago y le dieron, aunque tímidos, algunos ánimos. Cuando el señor terminó de comer, Tazirga le propuso dar un paseo. Mientras abandonaban el comedor, Margarida le susurró al oído a Tazirga: — Os felicito, hija. Así es como se conquista el corazón de un hombre. — Hago lo que haría cualquier mujer enamorada, madre — le respondió Tazirga sin titubear—. Estaré pendiente de su ánimo en todo momento e intentaré devolverle la alegría y la color a la su pálida cara. A la semana siguiente, llegó un mensajero de la corte del fallecido rey de Aragón. Pere Milà se encontraba durmiendo en esos momentos, por lo que Tazirga, con gran osadía, decidió abrir con cuidado el pliego e intentó leer secretamente en su alcoba, con sus limitados conocimientos, el contenido de la misiva. Con sorpresa y con rabia pudo entender que le reclamaban nuevamente en el parlamento, puesto que varios candidatos estaban moviendo fichas peligrosas en el complicado damero sucesorio. Con el mismo cuidado con que abrió la carta la cerró y se fue corriendo a hablar con Margarida. — El señor tiene que partir nuevamente hacia la corte — dijo Tazirga con cierta inquietud. — Pero, ¿cómo os habéis atrevido a abrir la correspondencia del señor? ¿Estáis loca? Por esa acción os - 242 -
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puede echar de este castillo —le respondió alarmada Margarida. — Me he asegurado de cerrar bien el pliego —respondió Tazirga—. Comprobadlo con vuestros ojos. La vieja, al ver que la osadía había sido bien disimulada, y previniendo cualquier imprudencia, le dijo: — Dejad la carta sobre la mesa grande de pino del salón. Es donde los sirvientes dejamos la correspondencia cuando el señor no está. Tazirga, con paso apresurado, obedeció a la anciana. Nuevamente en la cocina, oyó cómo le preguntaba Margarida: —
¿Habéis entendido lo que decía la carta, hija mía?
— Creo que sí, madre —le respondió Tazirga con una sonrisa de niña traviesa. — Sois la mujer más inteligente que he conocido en toda mi vida —le dijo Margarida con orgullo—. ¿Y qué dice la tal carta, hija? — Por lo que he podido entender, el señor debe viajar a Alcañiz puesto que varios candidatos están disputándose el trono. Al parecer, el rey Martín, al haber fallecido sin descendencia, no dejó bien claro quién será su sucesor. Y creo haber leído algo sobre la Corona de Castilla… - 243 -
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— Hijos tuvo el rey —dijo la vieja—. Pero todos fallecidos, desgraciadamente. Que aparezcan comensales por doquier para tan fastuosa mesa lo veo más que lógico. Pero, ¿qué invitación puede tener la Corona de Castilla a tal banquete? No lo entiendo… —
No lo sé, madre.
— Esperad. Si el rey murió sin hijos, lo lógico es que hereden sus sobrinos… Y el rey Martín, si no recuerdo mal, tiene una hermana casada en Castilla… ¿Cómo se llamaba, Dios mío? —caviló durante un rato—. ¡Ah! Ya me acuerdo. La tal hermana llámase Leonor. — Con lo que el peligro que viene de Castilla debe de ser algún hijo de la tal Leonor que reclame para sí el trono de Aragón. —
Así ha de ser, hija mía.
— Pero no sería justo que un rey castellano nos gobernase —protestó Tazirga—. Y no creo que en Aragón sean tan mezquinos como para permitir tal ofensa. — Hija mía. Esos son asuntos de palacio que no nos van ni nos vienen. Dejadlos en manos de nuestro señor, que tan buena mano y pericia ha demostrado en todos estos años. Seguro que él dará con el mejor sucesor a la corona que el amado rey Martín dejó vacante. Efectivamente, Pere partió al día siguiente hacia Alcañiz. La respuesta a la petición de matrimonio que él había formulado iba - 244 -
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a demorarse algún tiempo. Tazirga lo comprendió perfectamente, e incluso se lo agradeció al destino. No estaba todavía preparada para tal compromiso. La ausencia del señor le sirvió para seguir ejercitándose en la lectura. Tras los estímulos que le había proporcionado la travesura de husmear la correspondencia, se dedicó con más ahínco a hojear libros. Ahora se pasaba prácticamente todo el día encerrada en la biblioteca, y muchas veces tenía que ir la sufrida Margarida a buscarla a altas horas de la noche. A veces, se la encontraba dormida sobre algún volumen; en otras ocasiones, la reprendía severamente para que se fuera a descansar. Las inusitadas ansias intelectuales de Tazirga iban creciendo a medida que avanzaba el tiempo. No satisfecha con la lectura, decidió una buena mañana coger un papel y una pluma para garabatear símbolos. Imitando los estilos tipográficos de los libros, consiguió desarrollar una burda técnica de escritura. El día que Pere regresó de Alcañiz, se quedó gratamente sorprendido al encontrarla en la biblioteca afanada en el arte de la pluma. Cuando vio lo que reflejaba el papel, la sorpresa tornó a superlativa. Con voz de asombro le dijo: —
¿Cómo habéis aprendido a escribir de esa forma, María?
— Poniendo todo mi empeño y alguna que otra hora de dedicación, mi señor Milà —le respondió la mujer. - 245 -
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—
Sois un tesoro imposible de calcular, mi adorada María.
—
¿Cómo han ido las cosas en el vuestro viaje, mi señor?
— Pues como era de esperar, mal, María. No están las cosas claras… La mirada de Pere se perdió en los estantes de la biblioteca. Cambiando el tema de la conversación le dijo: —
¿Habéis pensado en lo que os propuse en su momento?
— Sí lo he pensado —respondió Tazirga—. Mas, ¿creéis que es ahora el momento oportuno para pensar en tal asunto? Os veo muy preocupado tras la muerte de Su Majestad. — Es cierto —respondió Pére, halagado por la mesura empleada por Tazirga—. Pero mi amor por vos no podrá ser empañado por nada del mundo. — Yo también os amo, señor, y quisiera daros el sí… Mas estimo que la nuestra boda podría esperar… Pere se acercó a ella y la abrazó para fundirse después en un apasionado beso. — Puedo esperar a que estéis mejor, mi señor —le susurró Tazirga—. Y contad conmigo siempre que queráis si la pena os invade el alma.
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— Os amo más que a mi vida, María —le contestó Pere mientras volvían a besarse. Las ausencias de Pere empezaron a hacerse más frecuentes y largas. Sin embargo, parecía que esa circunstancia no afectaba en gran medida a ambos. El señor de Albayda, consciente de los conocimientos de escritura y de lectura de Tazirga, enviaba regularmente mensajeros a su castillo. Ella, con igual ilusión y premura, le respondía con escritos de graciosa redacción y caligrafía en los que le informaba de sus sentimientos y de cosas del castillo. De esta forma, consiguieron enhebrar una relación epistolar que fue ganando en intensidad con el paso del tiempo. Relación epistolar que se intercalaba con períodos de fuego y de pasión cuando el señor regresaba al castillo. Entonado por el amor correspondido, Pere se atrevió en nuevas cartas a improvisar versos y estrofas. Unos poemas que luego Tazirga leía con enorme entusiasmo una y otra vez hasta la saciedad. Incluso llegó a aprenderse de memoria algunos, que luego recitaba en la cocina a la vieja Margarida con su voz melosa de muchacha enamorada. El mensajero que llegó aquella vez al palacio no traía nuevas de Aragón sino de Massalavés. Era uno de los mozos del señor Joan Milà. Durante largo rato estuvo en la cocina hablando con la vieja Margarida hasta que llegó Tazirga desde el corral de las gallinas con un cesto repleto de huevos.
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— Noticias de Massalavés, hija mía —le dijo la vieja con una sonrisa. — Supongo que han de ser buenas —comentó al punto Tazirga. — Pues, por lo que me dice Ricard, buenas noticias son. Jaume está comiendo muy bien y parece ser que doña Catalina de Borja le ha cogido pronto y grande cariño —dijo Margarida. Entre las idas y venidas del señor Milà —con sus lujuriosos y encendidos encuentros—, las apasionadas cartas que se escribían y las noticias sobre el pequeño Jaume que llegaban puntualmente desde Massalavés se fueron consumiendo los días y los meses de aquellos dos años.
El verano de aquel año del señor de 1412 trajo por fin la respuesta definitiva a la incertidumbre que durante dos años planeaba sobre la Corona de Aragón. En principio, el rey Martín I había pensado en apoyar a Fadrique de Luna, hijo ilegítimo de Martín el Joven. La falta de apoyos le hizo desistir de tal posibilidad. Luego pensó en Jaime II de Urgel, a quien nombró procurador y gobernador general. Este nombramiento fue rechazado por la Diputación de la Generalidad aragonesa y por el arzobispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, al considerarlo como un reconocimiento a su virtual condición de heredero a la corona. - 248 -
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Tras su muerte, otros cuatro candidatos más completaron la lista de aspirantes que se disputaron la legitimidad sucesoria de la Corona de Aragón en aquellos inacabables dos años, que luego serían recordados como “el interregno”. La lista de los seis candidatos a la sucesión quedaba configurada de la siguiente forma: - Fadrique de Luna, conde de Luna, hijo bastardo de Martín I de Sicilia, legitimado en parte por Benedicto XIII. - Jaime II de Urgel, conde de Urgel, hijo de Pedro, nieto de Jaime y bisnieto de Alfonso IV de Aragón. Jaime II de Urgel es esposo de Isabel, hija de Pedro el Ceremonioso y de Sibila de Fortiá, su cuarta mujer. - Alfonso de Aragón y Foix, conde de Denia y Ribagorza, marqués de Villena y duque de Gandía. Es nieto, por línea masculina, de Jaime II de Aragón. - Luis de Anjou, duque de Calabria. Es nieto, por línea materna, de Juan I de Aragón. - Juan de Prades, conde de Prades, hermano de Alfonso, el duque de Gandía. - Fernando de Trastámara, el de Antequera, infante de Castilla. Es nieto, por su madre Leonor la regente de Castilla, de Pedro IV de Aragón. Ante esta situación, se decidió que el sucesor de Martín I sería el que designara el Parlamento General de la Corona, organismo especial constituido expresamente para esta extraordinaria ocasión. En febrero de 1411 se habían reunido en Calatayud las - 249 -
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Cortes, presididas por el Arzobispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, en las que se acordaron las condiciones de elección del futuro rey. Sin embargo, un gran imprevisto como fue el asesinato del Arzobispo de Zaragoza, auspiciado por Jaime de Urgel, cambió el rumbo de las negociaciones. Las candidaturas del propio conde de Urgel y de Luis de Anjou, que en principio contaban con el respaldo del fallecido prelado, perdieron terreno frente a la presentada por el castellano Fernando de Trastámara. En los tres reinos de la Corona de Aragón se celebraron varias asambleas. En Aragón se reunieron en las localidades de Alcañiz y de Mequinenza; en Valencia, las asambleas se celebraron en Vinaroz y en Traiguera; y Tortosa fue el lugar de reunión en Cataluña. El parlamento reunido en Alcañiz fue el que finalmente prevaleció al contar con el apoyo de la Iglesia y del papa Benedicto XIII, que decidió mediar en la crisis sucesoria promulgando, el 23 de enero de 1412, una bula en la que establecía que el estudio de los derechos al trono de los diferentes pretendientes al trono fuera realizado por compromisarios de los distintos reinos. El 15 de febrero, Aragón y Cataluña firman la Concordia de Alcañiz, en la que se establece que nueve compromisarios, reunidos en la localidad aragonesa de Caspe, deliberen sobre los derechos de los pretendientes y decidan cuál debe ocupar el trono, siempre y cuando el elegido obtenga un mínimo de seis votos y al menos uno de cada reino. La Batalla de Murviedro hizo que, tras la - 250 -
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derrota del conde de Urgel, el reino de Valencia terminara uniéndose también al compromiso de Alcañiz el 27 de febrero de 1412. La elección de los nueve compromisarios se encomendó por el Parlamento de Aragón a Gil Ruiz de Libori, gobernador de Aragón, y a Juan Jiménez Cerdán, Justicia Mayor del reino. Ambos designaron a: - Domingo Ram, Francisco de Aranda y Berenguer de Bardají por Aragón. - Pedro de Sagarriga, Bernardo de Gualbes y Guillem de Vallseca por Cataluña. - Bonifacio Ferrer, Vicente Ferrer y Pere Milà por Valencia. El 22 de abril de 1412 se inician las deliberaciones de los compromisarios, que disponen de un plazo temporal de dos meses para obtener un resultado. En un primer momento, los representantes de los catalanes se mostraron indecisos, mientras que los aragoneses y los valencianos —excepto Pere Milà—, más vinculados al comercio de la lana y otros intereses económicos castellanos, optaban por Fernando. Durante las votaciones fue muy relevante la opinión del valenciano Vicente Ferrer, que fue uno de los impulsores de la reunión celebrada en Caspe para solucionar el conflicto. Necesitarán dos días más del plazo establecido para lograr un acuerdo, ya que, tras la votación del 24 de junio, seis compromisarios —los tres aragoneses: Domingo Ram, Francisco - 251 -
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de Aranda, Berenguer de Bardají; dos valencianos: los hermanos Ferrer; y un catalán: Bernardo de Gualbes— respaldaron la candidatura de Fernando de Trastámara, mientras que los otros dos compromisarios catalanes votaron por Jaime de Urgel; el tercer compromisario valenciano, Pere Milà, se abstuvo. Así pues, Fernando de Trastámara fue proclamado rey el 28 de junio de 1412 como Fernando I de Aragón, quien el 5 de agosto entró en Zaragoza, donde juró su título ante las Cortes junto a su hijo Alfonso.
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Capítulo segunda.
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decimoprimero de la parte
En donde se cuenta que Pere Milà i Centelles y María de las Casas Bracamonte contraen matrimonio y que la vieja Margarida fallece, tal y como ordenan las inviolables leyes de Nuestro Señor Dios Todopoderoso.
La
resolución de Caspe no había satisfecho en nada las
previsiones de Pere Milà. Abandonó la ciudad aragonesa decepcionado y con el corazón roto. Conocedor de las verdaderas intenciones del rey Martín, que soñaba con la coronación de su nieto Fadrique de Luna, el acuerdo final adoptado en el Compromiso quedaba bien lejos de los intereses reales de Aragón. La mirada abierta y universal que propugnaba El Humano debía proyectarse desde la Península Ibérica hacia el Mar Mediterráneo; y lo que al final eligieron en Aragón fue todo lo contrario: dar la espalda al mar y mirar tierra adentro, en donde mora y se revuelve la bestia castellana. La tesis universalista que Milà compartía con el difunto rey abría también sus brazos a las posturas eclesiásticas, puesto que Fadrique era pariente del Papa Luna. Con un Trastámara como representante monárquico, Aragón terminará tarde o temprano por convertirse en una triste sombra de Castilla y tendrá que - 253 -
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bailar al son de la música que interprete, que tan poco agrado hace a los verdaderos seguidores de la política del rey Martín I. “Pobre rey Martín —pensaba Pere de regreso a su querida Albayda—. Muriose sin poder llevar a cabo la su voluntad. Y encima, esos arrastrados de Aragón y el maldito cantamañanas de Ferrer se han salido con la suya. Todos los esfuerzos que habíamos hecho por legitimar la situación de Fadrique se han ido al garete… ¡Con la espada teníamos que haber resuelto el dilema sucesorio de Aragón, maldita sea! ¿Cuántas cosas en la vida mueren en la desdicha porque en la desdicha nacieron y vivieron? Pobre Fadrique… Llevaba estampado en la su frente el estigma de ser bastardo. Difícil escollo para salvar. Con todo lo que hicimos tanto el rey como yo, intercediendo ante el mismo papa Benedicto para lavar la su identidad… Tarde, muy tarde preparó el papa ese documento de legitimación. ¿Por qué, Dios mío, no hablaste con tu principal ministro en el mundo dos o tres días antes? ¡Nos hubieras evitado tantas y tantas penurias…! Pero no… Dejaste que muriera el rey para que tu divino pastor se acobardase y dejara descarriar a su rebaño. ¿Qué premuras te llevaron a llamar a don Martín antes de tiempo? A veces, Dios mío, no entiendo vuestra forma de proceder… Espero que me enseñéis algún día el vuestro código de justicia, que bien veo que es diferente al que empleamos los mortales acá en la tierra. ¿Y ahora? ¿Y ahora qué va a pasar en nuestro querido Reyno de Aragón con ese rey tan indigno? ¿Es que acaso, Dios mío, pensáis en castellano? ¿Es que habéis pensado poner en Castilla - 254 -
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la delegación principal de vuestro cielo? Quitadme por favor esta llama que me abrasa todo el pecho, o quitadme la vida si así lo tenéis a bien, para no ver en el futuro tanta desdicha en la mi tierra…” Cuando pensó en esto último, se acordó de su amada María y decidió encauzar de otra forma sus razonamientos: “O mejor dejadme disfrutar del amor de esa mujer tan maravillosa que me habéis puesto en el camino. Yo sé de sobras que sois infinitamente justo. Y ya que me priváis de ver a mi patria en la senda de la prosperidad, al menos permitidme vivir gozoso con esta mujer y me deis muchos hijos para colmar nuestra felicidad. En cuanto llegue a casa, Dios mío, trabajaré sin descanso en los preparativos de la nuestra boda. No voy a perder más tiempo, que bastante me ha esperado la pobre María en el castillo. Así lo haré, Dios mío, esperando contar con el vuestro beneplácito.”
A los pocos meses del retiro definitivo del buen caballero Pere Milà a su castillo de Albayda se celebraron los fastos de su boda con María de las Casas Bracamonte. Como era de esperar, no se tomó las molestias de invitar a nadie de la flamante casa real. Ni falta que hacía. Asistieron los grandes de Cataluña, Valencia y Aragón afines a su política que, aunque no - 255 -
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excesivamente numerosos, dieron el lustre y el esplendor que se requería para un evento de esta categoría. La ceremonia, oficiada en la vieja iglesia del castillo, fue presidida por el obispo de Valencia, don Hugo de Lupiá y Bagés. El obispo, titular de la diócesis desde el 19 de agosto de 1400, había accedido a la mitra valenciana por petición del difunto rey Martín I al papa Benedicto XIII. Tazirga estaba realmente radiante con un traje de novia cuya confección les había costado tanto a ella como a Margarida y a otras sirvientas del castillo un buen número de días de trabajo y de noches en vela. No menos elegante, Pere Milà lucía su armadura y uniforme de caballero de la Corona de Aragón. Como padrinos intervinieron Joan Milà, barón de Massalavés y hermano del consorte, y su esposa Catalina de Borja. Portaba las arras un niño de seis años llamado Jaume Milà, sobrino del contrayente, a quien la novia no paró de mirar con regocijo en toda la ceremonia. Entre los asistentes, la vieja Margarida, que lucía un elegante atuendo confeccionado por su nueva hija, contemplaba con discreto y contenido orgullo el desposorio desde los últimos asientos del templo, junto a los otros sirvientes del castillo. El convite, generoso en comida, bebida, música, danza y alegría, duró dos días y dos noches. Los señores de Albayda obtuvieron la primera recompensa de su recíproco amor incondicional el 26 de julio de 1413, día en el - 256 -
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que nació su primera hija. Le pusieron Aina, en honor a la santa cuya festividad se conmemora ese día. Dos años más tarde, concretamente el 25 de mayo de 1415, nacería la segunda hija del matrimonio a quien impusieron por nombre Violant. La vida transcurrió sin incidencias en el castillo de Albayda en aquellos primeros años del matrimonio. Pere Milà, retirado ya de las intrigas del mundo palaciego, de las batallas y de la política, vivía centrado en su afición a la caza y a la literatura. Su esposa María estaba al cuidado de las pequeñas Aina y Violant, asistida por la vieja Margarida a quienes las niñas veían como una entrañable abuela. De vez en cuando, la armonía de la vida en el castillo se alteraba con la correspondencia que todavía seguía recibiendo Tazirga de manera secreta desde Massalavés. Hasta que llegó aquel día del año 1418 en el que Ricard, el mensajero habitual encargado de dar las nuevas, comunicó a Margarida que el niño Jaume, que ya había cumplido los doce años de edad, debía partir hacia Lérida para reunirse con Alfonso de Borja y Cavanilles, hermano de Catalina, la esposa de Joan Milà. Algo no cuadraba en aquella información. Alfonso había estudiado leyes en Zaragoza y era profesor de Derecho en la Universidad de Lérida. Allí fue donde llamó la atención del papa Benedicto XIII, quien lo atrajo a su causa en el enfrentamiento que el Cisma de Occidente había provocado en la Iglesia. Desde hace algún tiempo, se estaban realizando movimientos desde Massalavés que, sin desvirtuar la voluntad del fallecido Ferrán Milà, se aproximaban más a los intereses de - 257 -
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su hermano el barón Joan. Respetados a rajatabla los objetivos eclesiásticos del joven Jaume, lo que a Joan le interesaba era que su cuñado —como experto en leyes que era— le proporcionara información detallada de cómo conseguir el Señorío de Albayda. Normalmente, este tipo de títulos y propiedades suelen pasar al hijo varón primogénito. Pero, en el caso de que el dueño del título falleciera sin descendencia masculina, éste podría ser reclamado por algún familiar directo, sobre todo hermanos o primos. Hasta el momento, Pere sólo tenía dos hijas, por lo que, si la Divina Providencia le siguiera regalando hembras, se podría abrir una vía a la reclamación del mentado señorío. Y si además el otro posible candidato, en este caso su sobrino Jaume, está bien lejos de estas tierras levantinas, la posibilidad de conseguir el objetivo puede ser más que factible. El único escollo aparente en este calmo mar de circunstancias tiene un nombre y apellidos: Pere Milà y Centelles. Una muerte súbita y accidental del actual señor albaidense podría acercarlo al puerto de sus ambiciones. Una tela de araña de astuta urdimbre ha comenzado a tejerse desde el telar más sofisticado de Massalavés.
La salud de la vieja Margarida comenzó a ser preocupante cuando, en una mañana cualquiera del mes de septiembre de 1420, Aina y Violant se la encontraron traspuesta en la cocina. Asustadas al ver que la anciana no respondía a sus llamadas, las niñas corrieron en busca de su madre que se encontraba en el corral de las cabras. Solía fabricar con la leche que obtenía de - 258 -
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éstas un queso, al estilo de su tierra, que hacía verdaderamente las delicias de su familia y de toda la servidumbre del castillo. La noticia le causó tal desasosiego que de una patada tiró un cubo casi lleno para acudir a toda velocidad a la cocina. Después de aflojarle los ropajes y de darle unos suaves cachetones, Tazirga consiguió devolverle el sentido a la sirvienta. Justo en ese momento entraba Pere al castillo con una docena de perdices que había cazado en el campo. Cuando se encontró con tal desconcertante situación, tiró el arco, las flechas y las presas al suelo y se apresuró a prestar ayuda. Entre él y su esposa consiguieron, no sin cierta dificultad, llevar a Margarida a su cuarto. Allí Tazirga le aplicó unos paños de agua fría en la cabeza que consiguieron que la anciana sintiera un poco de alivio. Según cobró seso, la vieja refirió que se encontraba en la cocina, como siempre, preparando la comida del almuerzo y no conseguía explicar con precisión lo que realmente le había pasado. Según transcurrían los meses, Margarida se mostraba cada vez más débil: se fatigaba con suma facilidad, se le iba el santo al cielo con demasiada frecuencia, perdió la color de su cara y lucía una delgadez cada vez más angustiosa. Hasta que en una gris tarde de domingo la muerte decidió llevársela a su regazo. Tazirga entró en su habitación para llevarle un cuenco de sopa nutritiva y caliente y para dispensarle los cuidados habituales de los que ella, como hija adoptiva, era principal responsable. En un principio creyó que todavía dormía plácidamente, por lo que - 259 -
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optó por dejarle el cuenco junto al lecho y volver más tarde. Cuando ella, su esposo y sus hijas terminaron de almorzar, decidió regresar a la habitación para comprobar si se había comido la sopa. Allí estaba la sustancia intacta, pero ya fría. Igual de frío estaba el cuerpo de Margarida cuando ella lo movió con intención de despertarla. Tras comprobar su estado inerte, estalló en un llanto ruidoso y desesperado. Pere pudo escucharlo desde el salón principal del castillo, por lo que se apresuró a subir las escaleras para ver lo que pasaba. — ¡Mi madre ha muerto! ¡Se ha muerto Margarida! — gritaba Tazirga mientras abrazaba a la anciana. Así se encontró Pere a su esposa en el cuarto de la criada. Tras comprobar con sus propias manos que efectivamente la buena mujer había entregado su alma a Dios Padre Todopoderoso, se fundió en un cálido abrazo con su mujer mientras le decía: — Se ha ido la vuestra madre que también fue la mía. Pero nos queda el consuelo de saber que Dios la tendrá en el reino de los cielos, donde verdaderamente se merece estar. Sosegaos, mujer, que al fin y cabo ahora estará disfrutando de la gloria eterna. Tazirga, al oír estas palabras, se tornó aún más inconsolable. Sólo pudo aplacar la fuerza de sus llantos desgarrados la presencia de sus hijas quienes, en su entender infantil, no captaban todavía la gravedad de la situación. - 260 -
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— ¿Qué os pasa, madre? ¿Por qué lloráis? — preguntaba Aina con su característico timbre de inocencia. Al ver que no cesaba el llanto, Pere la cogió en brazos y le dijo con dulzura: — Hija mía, vuestra abuela Margarida se ha ido al cielo porque Dios así se lo ha mandado. Por eso madre y yo estamos tan tristes. — ¿Y volverá pronto, padre? —le preguntó Violant mientras se abrazaba a los pies de Pere. — No, hija. No volverá… Pero estará viéndonos todos los días desde ese lugar maravilloso que Dios le ha preparado. Así que seguid siendo buenas para no disgustarla. Id a jugar un rato, que yo me quedaré consolando a la vuestra madre. Toda la Vall de Albayda lloró la muerte de Margarida. Mujer ejemplar, recta cristiana y excelente sirvienta, su desaparición dejó a Tazirga sumida en un estado de tristeza y melancolía que le duró varios meses. Su entierro, como años atrás fuera el de su marido, tuvo la pompa y el boato propios de un rey. Los hijos que tuvo, y que ya eran beneficiarios de los favores del señor de Albayda, volvieron a recibir cuantiosas prebendas en compensación por tan irreparable pérdida, y en agradecimiento por el grande cariño que en vida dispensara la buena anciana a su esposa en especial y también a él y a toda su familia. Mientras se oficiaba la ceremonia del funeral, Pere abrazaba con ternura a su esposa Tazirga, cuya presencia era sólo lágrimas. Cuando la - 261 -
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tierra terminó de cubrir el féretro, la señora de Albayda volvió a lanzar gritos de dolor aterradores. Pero en esta ocasión, comenzó a hablar de una manera tan extraña que dejó estupefactos a su esposo y a todos los asistentes que allí se congregaban. Muchos pensaron que la buena esposa de don Pere Milà había perdido la cordura, sin darse cuenta de que lo que realmente había perdido era uno de los pocos templos de afecto que había encontrado en todos los años que llevaba residiendo en estas tierras peninsulares. Acorán, palabra que repitió hasta el infinito en su rapto de desesperación, sabía perfectamente de la lucidez de su sierva, aunque, como el Dios de los cristianos, poco podía hacer por ella desde su residencia celestial…
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Capítulo decimosegundo de la parte segunda. En el que muere envenenado Cipriá, un sirviente del castillo de Albayda.
Era una mañana soleada pero ventosa. Ricard se dirigía a Albayda para cumplir con una orden de su amo don Joan Milà. Esta vez, en vez de caballo, llevaba un carro de dos ruedas en el que transportaba varios presentes para el hermano de su señor. La cosecha este año ha sido generosa porque las lluvias han sido las justas y no ha habido temporal ni pedrisca que haya estropeado el fruto de tantas y tantas jornadas de trabajo. Las mejores verduras y frutas de la huerta de Massalavés —coles, nabos, rábanos, ajos, cebollas, naranjas, limones— y un barril de vino de excelente calidad conformaban el cargamento transportado por Ricard. Cuando la servidumbre comunicó a Tazirga la llegada de Ricard con aquellos regalos, no pudo disimular su extrañeza. “¿Que mi cuñado Joan ha decidido regalar estos presentes a mi esposo? —se preguntaba interiormente—. Algo extraordinario ha debido acontecer en la su vida puesto que no es normal que se prodigue en presentes alguien tan avaro y ambicioso”. No conforme con la situación, decidió bajar a la cocina en donde - 263 -
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Ricard se refrescaba con un poco de agua. Se lo llevó a un lugar apartado y le preguntó: — ¿Y decís, Ricard, que estos presentes los envía tu amo, mi cuñado Joan? —
Así es, mi señora María.
—
¿Hay algún motivo para tanta generosidad?
— Por supuesto, señora. La señora Catalina ha tenido otro hijo, y la alegría del señor era tanta que ha decidido enviar presentes a toda su gente de confianza. — Vaya, vaya —dijo Tazirga con tono de intriga—. ¿Y por qué no envió presentes cuando nació su anterior hijo Pere? ¿Es que este su nuevo hijo viene con bendiciones especiales del cielo? — No lo sé, mi señora —respondió Ricard—. Yo sólo me limito a cumplir la voluntad de mi señor don Joan. — Me parece lógico, Ricard. Por cierto —dijo Tazirga cambiando el tema de la conversación—, ¿tienes noticias de Jaume? — Sí, mi señora María. Don Jaume se ha ido a Nápoles con el señor don Alfonso de Borja. Al parecer, han ido acompañando a Su Majestad el Rey don Alfonso V. — Muchísimas gracias por todo, Ricard. Si queréis quedaros a comer… - 264 -
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— No, gracias, mi señora. Debo regresar a Massalavés porque el señor Joan me necesita para nuevos menesteres. —
Id con Dios, Ricard.
— Gracias, mi señora. Mas antes de partir, necesito que alguno de los vuestros mozos me ayude a descargar un barril de vino que queda todavía en el carro. Tazirga llamó a Cipriá, uno de los sirvientes que en ese momento salía de las cuadras. — ¿Me llamabais, señora? —le preguntó el sirviente, un hombre de unos cuarenta años, regordete y con la cara curtida del sol y del vino. — Sí —respondió con autoridad Tazirga—. Ayudad a Ricard a llevar ese barril de vino a la bodega del señor. —
Como vos mandéis, mi señora —profirió el sirviente.
Ricard había dejado a Cipriá solo en la bodega tras cumplir con el trabajo. Volvió a encontrarse con Tazirga en la salida, pero esta vez la acompañaba su esposo Pere. — Ah, Ricard —le dice el señor de Albayda—, decid a mi hermano que estoy muy agradecido por los presentes que me ha traído. — Así lo haré, mi señor Pere —respondió Ricard haciendo una reverencia—. Si los señores me lo permiten, debo regresar a Massalavés. - 265 -
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—
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¿Y Cipriá? —preguntó Tazirga.
— Quedose en la bodega colocando el barril, mi señora — respondió el lacayo de don Joan Milà. — ¿Que habéis mandado a Cipriá a la bodega, María? — inquirió un alarmado Pere. — Era el único sirviente que tenía a mano, amado esposo —respondió Tazirga con tranquilidad. — Mandad a alguien a la bodega, y a ver si llega a tiempo, porque con lo transcurrido, seguro estoy que al menos medio barril debe tener ya metido en la su tripa el muy rufián —sentenció Pere Milà con firmeza. Efectivamente, Cipriá, bebedor desmedido y compulsivo a quien en no pocas ocasiones había reprendido su señor Pere por borracho, no desaprovechó la ocasión —o mejor, el despiste de su ama— para catar la mercancía recién llegada desde Massalavés. El vino debía de ser de excelente calidad, puesto que Cipriá, tras catar un poco con la espita, decidió llenar una jarra que encontró cerca y bebérsela casi de un trago. Lamiéndose y luciendo una sonrisa en la que podían verse unos escasos y ennegrecidos dientes, salió de la bodega, comprobando previamente con sus ojos de sangre que nadie pasaba por allí. Ya fuera de la estancia, en un apartado patio en donde unos granados invitaban al sosiego con sus verdes copas y sus alfombras de sombra, decidió sentarse al pie de uno de ellos, tal vez aturdido por el efecto del alcohol. - 266 -
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Allí se lo encontraron los señores y parte de la servidumbre, después de buscarlo durante un buen rato. El susto fue superlativo al apreciar que Cipriá sangraba abundantemente por la nariz. Pere Milà comenzó a zarandearlo y se percató de que estaba como un hielo. Decidió entonces observarlo con mayor detenimiento. Comprobó que además de la sangre que manaba profusamente de la nariz, había abundantes restos de vómitos y excrementos en sus ropajes. Esto hizo suponer a Pere que Cipriá pudo haber sufrido antes de morir intensos episodios de diarreas y unos fuertes dolores en el vientre —tenía las manos sobre el estómago—. En esos momentos se acordó de un caso sucedido en la corte del rey Martín I, en el que un noble había muerto envenenado por una sustancia que le habían puesto en su bebida. Estudiados los hechos, se supo que el veneno había sido suministrado por un famoso alquimista moro de Zaragoza, a quien tuvo la suerte de conocer en persona por ser uno de los encargados de la investigación. Este veneno, según le dijo el mentado moro, contenía un elemento transparente, inodoro e insípido llamado arsénico, de detección prácticamente imposible, y que provocaba al afectado los mismos síntomas que había apreciado en Cipriá. No dudó en compartir esta conclusión con su esposa, a quien al punto llamó. —
María, esposa mía, acercaos presto por Dios.
— ¿Qué inquietud.
ha pasado, Pere? —inquirió Tazirga con
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— Este hombre está muerto, y no precisamente de una borrachera —dijo Pere en voz baja a su mujer. — ¿Qué me queréis decir? —preguntó María tras escuchar a su esposo. —
Que este hombre ha bebido vino envenenado.
Pere Milà, tras articular esta frase, aprovechó para contarle lo que le aconteció en su momento con el alquimista moro. — ¡Santo Dios bendito! —exclamó Tazirga, elevando la voz—. ¡Vuestro hermano ha querido asesinaros! — Es pronto para hacer ese tipo de conjeturas, María — concluyó Pere—. Lo que sí tenemos que hacer es tirar todo lo que llegó en ese carro antes de que muera alguien más. En contra de lo que esperaba Tazirga, Pere no fue a Massalavés para recomponer el agravio. Ni siquiera se dejó seducir por los encantos exuberantes de la venganza. Hombre recto y sopesado, decidió esperar nuevos acontecimientos para llegar a una conclusión definitiva. Si bien la mercancía venía del castillo de su hermano, no había pruebas para demostrar que fuera él mismo quien introdujera el veneno en el barril del vino. Por otra parte, conociendo la vida disoluta y desordenada de Cipriá, no era descabellado concluir que hubiese podido morir reventado por todo el vino que en vida se tragara. Pero la expresión de su rostro, las manos en el vientre, el testimonio del
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alquimista moro… Eran pruebas contundentes para determinar una más que posible muerte por envenenamiento.
Un mes más tarde, Ricard volvió a aparecer por el castillo de Albayda, requerido en esta ocasión por Tazirga. Tanta era su voluntad de hablar con él que ni siquiera lo hizo pasar. Cuando lo divisó desde la ventana metiendo su montura en la cuadra, se apresuró a recibirlo allí mismo. Las noticias que traía de Jaume despertaron poco interés en la señora albaidense. Tazirga, más centrada en otros asuntos, le dijo: — ¿Cómo habéis visto a vuestro señor Joan en este último mes, Ricard? — Bien, mi señora María, como siempre —respondió Ricard con un evidente ademán de extrañeza. — ¿No ha recibido noticias de la muerte de mi esposo? — inquirió Tazirga apesadumbrada. — ¿Que don Pere Milà ha muerto? ¡Dios mío! ¡Cuánto lo siento, mi señora! ¿Y cuándo ha sido, si podéis decírmelo? —dijo el sirviente visiblemente conmocionado. — La pasada semana. Enfermose de las tripas y continuamente veíasele descomer con demasiada frecuencia. Comenzó a perder la color de la su cara y la alegría de su semblante, cada vez estaba más flaco y comía como un pajarito. Hasta que llegó el día martes de la pasada semana, - 269 -
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como os dije, en que lo vide en su lecho con la expresión de la muerte pintada en su rostro. Sangraba mucho por la nariz y había echado hasta la hiel por la boca y por otros conductos. Mi amado esposo… Y en ese momento Tazirga estalló en un conmovedor llanto. Ricard se quedó petrificado por la gravedad de lo sucedido. — ¿Y por qué no mandasteis un mensajero a Massalavés? Hubiera venido todo el pueblo a acompañaros en tan duro trance, mi señora —dijo compungido el criado. — ¿Para qué tanta compaña, Ricard? Aunque vengan todas las gentes del mundo, no desaparecerá jamás la grande soledad en la que ahora me encuentro. — ¿Puedo hacer algo por vos, señora? —preguntó solícito el sirviente. — Decid a vuestro señor Joan que mi esposo entregó la su alma a Dios Todopoderoso en estado de gracia y que ahora está en los cielos disfrutando de la gloria eterna —repuso Tazirga secándose las lágrimas—. El grande dolor y la rápida descomposición de su cuerpo nos obligó a enterrarlo con premura, por lo que nos fue imposible anunciar sus funerales. Aunque eso poco me importa ya… Y volvió a llorar amargamente. Ricard, tras despedirse con suma ternura y educación, cogió su montura y salió al galope de Albayda. Sin duda alguna, su amo se va a disgustar - 270 -
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enormemente cuando se entere de la muerte de su único hermano. Pere salía de la biblioteca cuando se encontró con su esposa, que subía con rapidez por las escaleras. Cuando le narró lo acontecido con el criado de su hermano, Pere, en un primer momento, se disgustó enormemente. Mas el convincente discurso de Tazirga le hizo caer en la cuenta de que si quería obtener respuesta de Massalavés, había que mover una buena ficha aquí en Albayda. Y desde luego que este movimiento de su esposa, bien vale un jaque mate. — De momento, os conviene no salir del castillo, amado esposo. Yo me encargaré de dar las instrucciones precisas a los sirvientes. —
¿Y creéis que esto pueda dar resultado?
— Pongo mi vida en ello, prenda mía. Veréis cómo en menos de lo que canta un gallo aparece el vuestro hermano por estos lares.
Como era de esperar, a los pocos días llegó un notario al castillo con la intención de entrevistarse con la viuda del señor de Albayda. Tazirga, rigurosamente vestida de luto y luciendo en el rostro los adornos de la tristeza, lo atendió en el salón principal del castillo. El escribano había venido para informarle - 271 -
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de que tras la muerte de don Pere Milà, el señorío de Albayda podría ser legalmente reclamado por su hermano Joan. — Supongo, señor, que don Joan os habrá comunicado que tenemos en el mundo dos hijas, directas y legítimas herederas del señorío —comentó Tazirga con voz apesadumbrada. — Así es, señora —responde diligentemente el notario—. Mas en este tipo de legados, la herencia debe recaer siempre en descendencia masculina, aunque el vuestro esposo, que en gloria esté, haya dispuesto lo contrario en su testamento… — Mi pobre esposo no pudo redactar testamento, señor. La enfermedad se lo llevó tan súbitamente que no tuvimos tiempo para esos menesteres. — Si es así como decís, me temo que el vuestro cuñado está en todas las de la ley para reclamar el Señorío de Albayda. Eso sí, tras la muerte de la viuda del dueño del título… Tazirga se turbó al oír estas últimas palabras. El notario, al darse cuenta de sus inoportunas palabras, intentó disculparse. — Que quiera Dios sea dentro de muchísimos años. Permitidme daros mi más sentido pésame por pérdida tan irreparable. - 272 -
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Al cabo de una semana, el propio Joan Milà en persona se presentó en el castillo de Albayda. La servidumbre, que ya había sido previamente informada y preparada para cualquier incidencia, se encargó de entretenerlo en la entrada. Una doncella con paso presto se dirigió al lugar en donde Tazirga estaba con sus dos hijas. Tras dejarlas en la alcoba, fue en busca de su esposo quien, tras conocer el alcance de tan especial visita, se escondió armado en una habitación contigua al salón principal desde la que pudiera escuchar con nitidez la conversación entre su esposa y su hermano. Tazirga, ya vestida adecuadamente con las ropas de luto, bajó las escaleras para recibir a su cuñado. — Mi hermano ha muerto y no se me ha dicho nada —dijo Joan con tristeza según avanzaba por la estancia—. Mi hermano ha muerto, ya casi no me queda a nadie en el mundo… — Su muerte fue tan súbita que no tuvimos otra opción que enterrarlo rápidamente, mi señor Joan —puntualizó afligida Tazirga. La pena que llevaba la señora de Albayda en el pecho era tan grande que hasta una personalidad tan fría como la de Joan Milà terminó conmoviéndose. Se acercó a su cuñada y le dio un abrazo, a la vez que le decía: — No os preocupéis por nada, mi querida cuñada. A partir de ahora estaré yo para ayudaros en lo que necesitéis. - 273 -
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— No hay nada en el mundo que pueda consolar mi pena, Joan. Vuestro hermano y mis hijas son lo único grato que poseo en este valle de lágrimas. —
Tenéis también unas propiedades que atender…
—
¿Y eso ahora qué me importa, Joan?
— Precisamente eso quería oír de los vuestros labios. A partir de ahora podéis despreocuparos de la administración del señorío, que para eso tenéis la sapiencia y la autoridad del vuestro cuñado. — Os agradezco vuestro gesto de infinita bondad —le dijo Tazirga entre lágrimas. — No tenéis que agradecer nada, cuñada. Vivid tranquilas vos y las vuestras hijas, que del trabajo ingrato de la administración de estas tierras ya me encargaré yo. En ese momento, abrió una alforja que portaba y extrajo un pergamino que desenrolló sobre la gran mesa de pino del salón principal. Llamó a un sirviente para que le trajera pluma y tinta, orden que Tazirga refrendó. — Y para garantizaros una existencia tranquila con las vuestras hijas, bien lejos de las responsabilidades del castillo, tan sólo necesito que firméis este papel, mi amada cuñada. —
¿Y qué dice ese papel, Joan? - 274 -
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— Nada que deba inquietaros. Es sólo un documento por el que me otorgáis autoridad para cuidar de vosotras y de las vuestras propiedades. Joan, que desconocía las destrezas intelectuales de Tazirga, le estaba instando a firmar la cesión de todos los bienes y propiedades de los señores de Albayda al barón de Massalavés. A pesar de lo leído, Tazirga cogió la pluma, la mojó en el tintero e hizo gesto de firmar la escritura. Cuando la vio agachándose para estampar la rúbrica, a Joan le cambió sustancialmente el gesto de la cara. El brillo de su sonrisa bien podía alumbrar la más oscura de las noches. Y cuando daba ya por cumplida su trama, se encontró con las palabras de Tazirga que cayeron como flechas envenenadas: — Según veo en estas líneas, cuñado, y cito textualmente, “la viuda del señor de Albayda cederá en régimen de propiedad a su cuñado el castillo e las tierras e las fuentes e los animales del Señorío de Albayda e de los pagos de Carrícola e Atzeneta, e renuncia a cualquiera renta que dellas pudiere producirse”. El rostro de Joan Milà se derrumbó como un castillo de naipes en una milésima de segundo. — Eso no está escrito en ese papel, cuñada. Permitidme leeros el contenido del documento.
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— No tenéis que leerme nada, rufián. Sé perfectamente lo que dice este documento. No sólo habéis matado con veneno a mi esposo sino que también venís a robarme lo que en justicia nos pertenece a mí y a mis hijas. Joan, al verse delatado, sacó un puñal y agarró con fuerza a su cuñada. Con el cuchillo puesto en el cuello de Tazirga, le dijo con ira: — Efectivamente, he conseguido eliminar al vuestro esposo para hacer justicia y recobrar lo que me debió pertenecer desde siempre. Y no voy a permitir que una mujerzuela como vos, asquerosa berberisca vendida como esclava en Sevilla, me robe lo que es mío. — Soltadme, Joan, soltadme —gritaba Tazirga— ¿Os habéis vuelto loco? Pere, al ver que su esposa se hallaba en tan apurado trance, cogió su espada y salió de su escondite para defenderla de los abusos de su hermano Joan. — ¡Deteneos, maldito malnacido, vergüenza de la noble familia Milà! —dijo a grandes voces Pere Milà, mientras blandía su espada. Joan palideció con la visión de su hermano, al que creía fallecido. Ese fugaz momento de debilidad fue aprovechado inteligentemente por Tazirga, quien consiguió de esta forma zafarse de su enemigo. - 276 -
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— Venid, venid a hacerme frente. ¿O es que os da miedo luchar contra un fantasma? —espetaba furioso Pere Milà. El barón de Massalavés hizo amago de sacar la espada, mas la lentitud de reflejos ocasionada por situación tan inusual e inesperada, o tal vez la rapidez de reflejos de la que Pere hizo gala, propiciaron que el combate terminara antes de lo previsto. El señor de Albayda le colocó la punta de la espada en la misma garganta a su hermano. Y de esta guisa, le hizo retroceder hasta la entrada del castillo. Allí le dio un fuerte empujón con una pierna que le hizo caer de espaldas. Fuera de sí, pues se hallaba preso de una ira desbocada, le dijo Pere a su hermano Joan: — ¡Marchaos de esta honrada tierra de Albayda! ¡Y que no os vea por estos alrededores porque os mandaré matar! ¡Y no necesitaré envenenar ningún tonel de vino, pues cuando llegare la vuestra hora, que sea con hierro y no con licores, y mejor con el cuello cortado que con la tripa reventada!
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Capítulo decimotercero de la parte segunda. En donde aparece la noticia de la muerte de Joan Milà i Centelles, barón de Massalavés.
No
volvió más a importunar a su hermano el barón de
Massalavés. Sabedor de su inferioridad en el arte de la espada, decidió contraatacarle con otro tipo de argucias. Con su cuñado Alfonso en Nápoles desarrollando una carrera eclesiástica de ascendencia meteórica, concluyó que desde esas tierras mediterráneas llegaría la solución a sus aspiraciones, tal vez propiciada por la ayuda inestimable del rey Alfonso V de Aragón. Al fin y al cabo, los Trastámara conformaban una dinastía que nunca despertó las simpatías de su hermano Pere. En eso sí que jugaba con clara ventaja. Con la más que posible complicidad del rey y con la pericia de su cuñado de su parte, ahora sólo faltaba engrasar con precisión la maquinaria de la estrategia para conseguir los favores deseados. Los años fueron pasando y Pere y María no lograban tener más descendencia. Un día, Aina dijo a su madre que había visto a unas monjas en el pueblo y que le haría gran ilusión ser como ellas cuando llegase a la edad adulta. Tazirga tenía una gran devoción religiosa, fruto de la buena influencia de su recordada madre Margarida. Precisamente pensando en el agrado que le - 278 -
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hubiera producido a la inolvidable anciana, decidió consultarlo con su esposo. A Pere también le pareció de lo más adecuado. Transcurrido un tiempo, pudieron ver él y su esposa cómo sus hijas ingresaban en el convento de Mare de Deu del Reméi. A lo largo de sus vidas, las hermanas Milà de las Casas consiguieron desarrollar una ejemplar trayectoria al servicio de los pobres y de los afligidos, para orgullo de sus padres y de su difunta abuela.
Jaume Milà seguía haciendo carrera en la Península Itálica. Tras obtener la licenciatura en Teología en la Universidad de Roma, hizo estudios de Derecho canónico y de Humanidades. Además del apoyo inicial de Alfonso de Borja y Cavanilles, consiguió posteriores respaldos de los papas Martín V y Eugenio IV. Pero será durante el pontificado del sabio Nicolás V cuando consiga acceder al puesto de cardenal. El papa había sido consagrado como sumo pontífice el 19 de marzo de 1447. Tan pronto se asentó en su trono, se consideró que un nuevo espíritu había entrado en el seno de la Santa Iglesia Católica. Ahora que ya no había ningún peligro de nuevos brotes de cisma y el Concilio de Constanza había perdido toda influencia, Nicolás concibió hacer de Roma el sitio de monumentos, casa de literatura y arte, baluarte del papado y la digna capital del mundo cristiano. Fue precisamente Nicolás V quien introdujo el espíritu del Renacimiento. Espíritu del que bebió con profusión Jaume Milà, y que le permitió trabajar en labores de enseñanza y de mecenazgo. El aprendizaje humanista hasta entonces había sido - 279 -
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mirado en Roma con recelo —como una posible fuente de cisma y de herejía—. Pero bajo el patrocinio generoso del Papa Nicolás, el humanismo hizo grandes avances. Jaume había coordinado algunos de los equipos de trabajo encargados de traducir diferentes obras clásicas del griego —de Diodoro, Tucídides, Homero y Estrabón—, que contribuyeron enormemente a la expansión repentina del horizonte intelectual. También trabajó en la fundación de la Biblioteca Vaticana, que tuvo lugar en 1448. Gracias a sus inteligentes negociaciones, consiguió que muchos manuscritos preciosos de incalculable valor fueran rescatados de propietarios ignorantes para ser suntuosamente alojados con posterioridad en la susodicha biblioteca. Entre ellos había bastantes de origen castellano y aragonés. Como consecuencia de estos trabajos en pro de la cultura y de las artes, Jaume se convirtió en un hombre de gran bagaje intelectual. No en vano, en los altos círculos eclesiásticos se le conocía como “El Sabio Cardenal”. Era normal verle examinando con fruición libros de contenidos diversos, aunque sentía una especial predilección por la poesía culta. Entre sus tesoros bibliográficos particulares, destacaba una edición de Los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo al que le tenía un ingente cariño. Incluso llegaba a recitar de memoria algunos de sus versos más destacados a amigos y gente de confianza tras los excesos de un buen banquete. - 280 -
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Hombre igualmente enamorado de la literatura didáctica —no en vano veía en ésta un eficaz vehículo para la correcta transmisión de la doctrina de Jesús—, se encargó de la redacción de varios libros de texto para las universidades de Bolonia y de Roma. En esta última llegó incluso a impartir sus conocimientos como catedrático durante un período de dos años. Su enorme vocación intelectual contrastaba con su afición a las mujeres y al vino. Algunos ojos del Vaticano llegaron a ver en él al más digno sucesor de Nicolás V, pero la falta de ambición fue, sin lugar a dudas, otro de sus grandes lastres. Jaume se sentía colmado con los cometidos de su vida: amar a Dios, a la cultura, al vino y a las mujeres por encima de todas las cosas. Siempre fue un hombre agraciado en bondades físicas y espirituales. Alto, gallardo y no mal parecido, su éxito entre las féminas hizo despertar no pocas envidias en otros prelados. Envidias que le llevaron en alguna ocasión a manejar la espada, que también lo hacía con suma elegancia y maestría. Su lista de amantes parecía no tener fin. Y absolutamente todas coincidían en subrayar la perfección de sus artes de seducción; y todas coincidían en alabar el tamaño generoso de sus genitales; y casi todas coincidían en agradecer su pericia para hacerles obtener intensos gustos y placeres; y ninguna —o casi ninguna— coincidió con la insatisfacción tras un encuentro con el apuesto cardenal.
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Los apoyos de su pariente Alfonso de Borja comenzaron a debilitarse cuando aquél fue nombrado consejero de Nicolás V. Sabedor de que Jaume despertaba innumerables halagos en la persona del sumo pontífice, el de Xátiva comenzó a distanciarse, e incluso llegó a difamarle por mujeriego y por devoto del dios Baco. El cordón umbilical terminaría por cortarse el 8 de abril de 1455 cuando, a la muerte de Nicolás V, Alfonso de Borja y Cavanilles era nombrado papa con el nombre de Calixto III. Ya desde su época de cardenal —fue nombrado como tal el 2 de mayo de 1444 por el papa Eugenio IV— había iniciado una práctica que a la postre marcaría su pontificado: el nepotismo. No dudó en beneficiar con inmensos favores y prebendas a sus sobrinos Pere Lluis y Roderic de Borja y Lluis Joan de Milà. Jaume, sobrino de su cuñado Joan, no tenía vínculo sanguíneo alguno con los Borja, por lo que su descalificación de la lista de favorecidos fue una pronta realidad. Además, la voluntad de su padre Ferrán Milà, recogida en su día en testamento, había quedado cumplida con creces tras la consecución del cargo de cardenal.
Algunos
años antes, habían acontecido en el Reyno de
Valencia otros hechos de interés. Las aspiraciones de Joan Milà i Centelles al Señorío de Albayda se truncaron cuando se vio postrado por unas calenturas que pocos meses después le llevarían a la sepultura. Corría el año del Señor de 1446. A pesar de la más que evidente rivalidad existente, Pere Milà y su esposa - 282 -
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asistieron a su sepelio. Precisamente ahí se produjo un encuentro que marcó profundamente a Tazirga. La misa estuvo presidida por altos mandatarios de la jerarquía eclesiástica venidos expresamente desde Roma. Entre ellos destacaba la presencia del cardenal Alfonso de Borja, cuñado del difunto. Con él se encontraba un hombre de unos 37 años de edad, cuyos atractivos rasgos llamaron prontamente su atención. Cuando se acercó a su esposo para darle las consabidas muestras de condolencia y oyó la palabra “tío”, notó cómo su corazón latía con más rapidez de lo acostumbrado. Y cuando se encontraron cara a cara, vio un abrirse un infinito entre el exiguo espacio de sus miradas. Un infinito que se volvió abismo cuando le dijo con gran seriedad y solemnidad: “siento mucho la muerte del vuestro cuñado, mi querida tía María”. Cuando su presencia se perdía entre la muchedumbre y la lejanía, astados pensamientos comenzaron a desgarrar el mantel canoso de su cabeza. “Ha dicho tía y no madre —cavilaba aturdida por el peso de las circunstancias—. O sea que durante todos estos años se me ha ocultado parte de la verdad. Si bien veo con estos ojos míos que ha hecho grande carrera allá en tierras del Papa, sin embargo no le han dicho que yo soy la su madre”. Tuvo que hacer titánicos esfuerzos para no llorar. Con estoica entereza, haciendo de tripas corazón, siguió junto a su esposo recibiendo pésames de los numerosos asistentes que se congregaron en el funeral de su cuñado Joan. La pugna por el Señorío de Albayda no había concluido. Más bien al contrario, no ha hecho sino comenzar. Lluis Joan de Milà, - 283 -
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hijo segundo del difunto Joan, fue el encargado de continuar con la polémica iniciada por su padre. Conocedor de todos los pormenores, con sólo quince años de edad decidió desplazarse a Nápoles para solicitar una audiencia con el rey Alfonso V de Aragón a poco después de los funerales de su padre. El rey lo recibió con sumo gusto en la fortaleza de Castel Nuovo, lugar en donde había instalado su corte. A pesar de estar enormemente ocupado en una nueva guerra contra Castilla —desde 1445 se había enemistado con su primo y cuñado el rey Juan II—, no puso reparos al encuentro con el noble valenciano. El monarca estaba al corriente de todos los detalles por las precisas indicaciones que le había dado en su momento Alfonso de Borja. Conocedor del prestigio que Pere Milà tenía en la Corona de Aragón desde tiempos de Martín El Humano, le aconsejó que encaminase su reclamación por la vía de la descendencia, por considerar inútil un enfrentamiento directo con su tío, y también por su manifiesta juventud. El plan consistía en aguardar a que Pere Milà, que ya pasaba con creces los sesenta años, entregara su alma a Dios. Con sus dos hijas ingresadas en un convento, las cosas iban a ser mucho más fáciles. Y si en el caso de que su esposa le sobreviviera, tampoco habría grandes riesgos. Al fin y al cabo, una viuda vieja y desvalida no era una razón para que pudiesen estallar temores. En aquella entrevista, Lluis Joan consiguió del rey un documento mediante el que se le acreditaba como barón del Señorío de Albayda a la muerte de Pere Milà. Una maniobra que ya definía las impecables artes y estrategias que estaba adquiriendo el joven Milà. - 284 -
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Ilusionado con las expectativas conseguidas tras la entrevista con el rey, faltaba ahora resolver el enigma de la caudalosa herencia de su tío Ferrán Milà. Por lo que pudo saber a través de su difunto padre, su otro tío Pere Milà se había encargado de realizar todas las diligencias, por lo que no era descabellado pensar que se hubiese convertido en el máximo beneficiario. Así las cosas, el Señorío de Albayda podría tener escondidos nuevos y grandes tesoros en algún rincón recóndito de su castillo. Comenzó a hacer profundas investigaciones, ayudado por la pericia de su tío el cardenal Alfonso, que extendió ramales hasta la mismísima ciudad de Sevilla. Efectivamente, allí pudo saber que su tío Pere se había convertido en el único administrador de la herencia de Ferrán Milà. En el convento de Mare de Deu del Reméi le informaron de los votos de pobreza que habían prometido sus primas Aina y Violant en su ingreso, que dejaban clara su renuncia a cualquier riqueza. Sólo se había encontrado con un obstáculo en el camino: el primo Jaume, aquel hijo de su tío Ferrán que estuvo en su casa hasta los doce años y que luego marchara a Lérida bajo el brazo protector de Alfonso de Borja. Aquel primo que ahora está ahora en Roma haciendo carrera en el seno de la Iglesia por expresa voluntad de su padre, que en gloria esté. Pero, ¿será conocedor el tal primo del testamento de su padre? Ciertamente, Pere Milà se había encargado durante todos aquellos años de administrar las ingentes riquezas que poseyó en - 285 -
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vida su hermano fallecido en Sevilla, y que, aunque le correspondían por justicia a Jaume, no podía entregárselas hasta que Joan Milà muriera, por expresa y secreta voluntad de Ferrán Milà. Aquellos notarios de Sevilla que se presentaron en su día en Massalavés habían anticipado al barón la parte que le correspondía de la herencia, además de unas instrucciones redactadas por el difunto Ferrán Milà que tenían que ver con la educación de su hijo. Dentro de esas instrucciones, se especificaba que existían unos fondos destinados a gastos para la manutención del pequeño Jaume. Unos fondos que nunca llegó a ver, porque habían ido a parar directamente a las arcas del barón de Massalavés. Pero a Jaume nunca le faltaron buenas comidas y dineros porque su tío Pere le enviaba regularmente desde Albayda cuantiosas sumas económicas. Al cabo de los años, Jaume había conseguido por méritos propios una posición más que relevante en Roma. Gracias a su buena relación con el papa Nicolás V, que lo nombró cardenal, disponía de unas rentas tan generosas como para despreocuparse de los asuntos materiales en toda su vida. Pero lo que nunca supieron los de Massalavés es que Ramona —aquella nodriza sevillana que se encargó de criar al niño Jaume y que marchó con él a Lérida y a Roma— había tenido una entrevista secreta con los señores de Albayda en su castillo tras el sepelio de Joan Milà. En ese encuentro, le habían dado a la sirvienta un documento que en su tiempo entregaran a Pere los - 286 -
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notarios de Sevilla para su custodia. Una custodia que expiraba justo ahora que ya había muerto Joan Milá. En el citado escrito se especificaban los siguientes puntos: - Jaume Milà es el heredero universal de Ferrán Milà. - Pere Milà era el administrador de la fortuna de su hermano Ferrán. Jaume sólo podrá acceder a la herencia tras la muerte de su tío Joan. - En el supuesto de que Jaume hubiera muerto a edad prematura, todos los bienes hubieran ido a parar a Pere Milà. - Si Jaume hubiese muerto en edad prematura y Pere y su esposa también hubieran muerto sin descendencia, los bienes hubiesen pasado a manos de la Iglesia. En aquel documento se escondía también un párrafo maldito, que clavó certeramente su letra envenenada en el corazón de Tazirga. Ferrán había especificado que Jaume había sido el resultado de una relación mantenida con una ramera sevillana, por lo que se prohibía desvelar su identidad para no manchar la honra y el buen nombre de la familia Milà. Tazirga, a pesar de haber satisfecho la voluntad de su esposo de acabar con el asunto de la herencia de su hermano, no pudo comprender cómo había estado recibiendo engaños de esa forma tan injusta desde Massalavés. Ramona, antes de abandonar el castillo, le pidió perdón en secreto por lo ocurrido. Le comentó que en todos aquellos años prefirió contarle al niño Jaume que su - 287 -
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madre había muerto a poco de él nacer, por miedo a cualquier tipo de represalia derivada del no cumplimiento de esa cláusula del testamento, de la que tuvo conocimiento a través de los notarios en el mismo momento en que partió de la ciudad de Sevilla. Con el alma rota en pedazos, Tazirga juró por los huesos de sus antepasados que este asunto se tenía que resolver, aunque se le fuera la vida en ello. Comenzaba de esta forma la cruzada más ambiciosa de su vida.
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Capítulo decimocuarto y último de la parte segunda. Que habla de la muerte de Pere Milà i Centelles, señor de Albayda.
Por primera vez en la historia, la Iglesia Católica tenía un papa nacido en la Península Ibérica. Según cuenta la leyenda, la elección de Alfonso de Borja y Cavanilles como Calixto III había sido profetizada por Vicente Ferrer, aquel predicador cuya influencia marcó la resolución definitiva del Compromiso de Caspe. Sin embargo, la realidad era bien diferente. La influencia política del rey aragonés Alfonso V, con el que tan buena amistad tenía, fue la que le dio el espaldarazo definitivo en su escalada eclesial. Tras su elección, no escatimó prendas para beneficiar a sus sobrinos Pere Lluis, Roderic y Lluis Joan, que llegaron a hacer grandes fortunas bajo la protección de su episcopal manto. A los dos primeros, sin ir más lejos, les otorgó la categoría de príncipes. Roderic fue notario apostólico y Pere Lluis gobernador de Bolonia. Un año más tarde eran nombrados cardenales. Por su parte, Lluis Joan era ordenado en 1455 Obispo de Segorbe. Poco tiempo después vendría a Roma a buscar más favores de su tío. De esta forma conseguía, al igual que sus primos, el capelo cardenalicio en 1456. - 289 -
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En su pontificado, Calixto III centró la atención en la reconquista de Constantinopla, que había caído en manos turcas en 1453. Para ello, intentó organizar una cruzada enviando delegaciones a Inglaterra, Francia, Alemania, Hungría, Portugal y Aragón. Incluso ordenó que en todas las iglesias cristianas sonasen las campanas a mediodía para recordar a los fieles que debían orar por el bienestar de los cruzados. Aunque en principio recibió el apoyo de húngaros, portugueses y genoveses, sólo la flota húngara partió hacia Belgrado, que se encontraba sitiada por el ejército del sultán turco Mohamet II. La victoria conseguida el 14 de julio de 1456 en el sitio de Belgrado no evitó que la cruzada fuera un fracaso. Un fracaso que le marcaría profundamente en lo que le restaba de vida. También en 1456 estableció una comisión que anuló el juicio que, en 1431, había condenado a Juana de Arco y la declaró inocente de los cargos de brujería por los que había sido quemada en la hoguera. Ese mismo año promulgó la bula Inter Caetera por la que garantizaba a los portugueses la exclusividad de la navegación a lo largo de la costa africana. Un año antes, en 1455, había canonizado al valenciano Ferrer, que con el tiempo será conocido como San Vicente Ferrer. Uno de los hechos más relevantes del pontificado de Calixto III fue la excomunión de un cometa que había atravesado el cielo europeo en ese año de 1456 —el que siglos después recibía el apellido del científico inglés que lo estudió con precisión, - 290 -
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Edmund Halley—. Fue una medida más que lógica, puesto que los cometas eran símbolo de mal agüero, y aquél vino a aparecer justo cuando la ciudad de Belgrado estaba sitiada por los infieles otomanos. Esa estrella del rabo, de estela llameante, había provocado el pánico de la población cristiana, que la consideraba como una muestra de la ira de Dios. Para aplacar los ánimos, Calixto III había promulgado una bula por la que instaba a todos los católicos a pedir al Todopoderoso por la desaparición del cometa, o al menos que sea desviado hacia los turcos. Esta oración, que trata sobre el misterio de la Encarnación, debía ser rezada todos los días al amanecer y a la caída del sol. Con el tiempo se convertiría en el rezo del Ángelus que se llevaría a cabo al mediodía. Así las cosas, era sencillo relacionar esta pírrica victoria ante el Turco —a la sazón sangrante por las irreconciliables rencillas padecidas por los reinos cristianos— con la mala influencia de la estrella del rabo, que podría justificar esa reacción papal con el fenómeno en forma de excomunión. La muerte de su gran aliado, el rey aragonés Alfonso V, le llevó a enemistarse con ese reino ibérico en la recta final de su papado. Calixto III se había negado a reconocer a Ferrante I, hijo de Alfonso V, como rey de Nápoles, al considerar que dicho reino pertenecía a la iglesia. El 6 de agosto de 1458, Calixto III moría a la edad de 79 años. Dejaba tras de sí una cristiandad desorganizada y dividida ante el - 291 -
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avance turco y una profunda animadversión de las familias de la oligarquía romana hacia su persona por favorecer descaradamente a muchos de sus familiares valencianos, que luego serían impunemente perseguidos.
Tazirga seguía obsesionada con demostrar que era la madre de Jaume Milà. Sabía que ésa era la única manera de garantizar la continuidad del Señorío de Albayda. No en vano, estas fértiles tierras levantinas se habían convertido, por los azares del destino, en una suculenta golosina a merced de los sobrinos y primos de su esposo. Pero, ¿cómo llegar hasta Jaume? Y sobre todo, ¿cómo demostrarle que ella era su madre auténtica, y que no había muerto en el parto, tal y como le indicaron a lo largo de toda su vida? Consciente de la imposibilidad de un viaje a Roma, decidió intentarlo por la vía formal de la epístola. Gracias a las indicaciones ofrecidas en su momento por Ramona, le escribió una carta en la que expuso todos los detalles de su nacimiento y de sus primeros años en la ciudad de Sevilla. No obtuvo contestación. En una segunda misiva, de redacción más desesperada, le pormenorizaba la angustiosa situación que atravesaba el Señorío de Albayda. La más que posible desaparición de Pere Milà sin descendencia masculina abriría una pugna entre sus parientes que podría tornarse en dramática. - 292 -
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Pasaron varios años de inquietante espera en los que tampoco recibió respuesta alguna. Hasta que un buen día del año 1456 le entregaron un escrito que la llenó de esperanzas. Unas esperanzas que rápidamente se convirtieron en amarguras en cuanto terminó de leerlo. En la carta, supuestamente firmada por Jaume Milà, se le acusaba de mentirosa, ambiciosa, rastrera e impostora. El remitente aseguraba poseer los documentos eclesiásticos que certificaban la muerte y la cristiana sepultura de su madre, y que no iba a ceder al chantaje de una desconocida que, ávida de fortuna y de dineros, había tenido la osadía de redactar semejante calumnia haciéndose pasar por su venerable tía doña María de las Casas Bracamonte. Tras el varapalo de la respuesta, decidió solicitar una audiencia al cardenal Jaume Milà a través de la vía vaticana. Esta petición también fue denegada, pero por otras razones. Al parecer, su condición de cristiana conversa no le permitía acceder a tan altos círculos de la Iglesia, derivando su petición al obispo de su zona, en este caso el de Valencia. Al recibir el comunicado desde el Vaticano, una serie de cuestiones empezaron a inquietarla. “No consigue mi seso atinar por qué se me niega lo que en justicia me corresponde. ¿Por ser cristiana conversa…? —tras formular esta pregunta concentró su pensamiento justamente en ese último adjetivo—. Si tiempo ha me calificaron de usurpadora en la otra carta, ¿cómo es que ahora ya saben que soy cristiana conversa?” - 293 -
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Esta contradicción la llevó a mover fichas por el otro extremo del tablero. “Si la autoridad divina me deniega lo que es mío — pensó—, veremos si la autoridad de Aragón me lo puede devolver”. La respuesta del rey fue harto contundente: a la muerte de su esposo, y al no tener descendencia masculina, el joven Lluis Joan de Milà y de Borja, hijo segundo del barón de Massalavés y sobrino legal de don Pere Milà i Centelles, pasará a ostentar la propiedad de Albayda, que será renombrada como baronía. Aquella misiva real aniquiló casi por completo las ilusiones de Tazirga. Y si era poco el infortunio, la desdicha quiso que su buen esposo Pere Milà enfermase en aquel invierno de 1457. Comenzó a sentirse muy débil, con escalofríos, dolores intensos de cabeza y fiebres altas. Pocos días después, el cuadro clínico se agravaba con nuevos síntomas: dificultad respiratoria, tos intensa y expectoración sanguinolenta y espumosa. Los médicos le dieron la notica más amarga de su vida: su esposo, víctima de la peste, iba a fallecer de forma inminente. Conocedor de la cercana desembocadura de su vida, Pere Milà ordenó a su esposa revisar todos sus documentos de propiedad y hacer testamento. No pudo en estos momentos cruciales ocultar Tazirga la disposición real a su esposo. Lejos de sus expectativas, Pere ni se ofendió ni se inmutó. Le pareció de lo más lógico. Al fin y al cabo, era un Milà de pura cepa, con su misma sangre y apellido. Fue en ese justo momento cuando - 294 -
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Tazirga decide contarle la historia de su vida: su pasado como reina de la isla de Canaria, el tiempo que estuvo como esclava de su hermano Ferrán, el hijo que con él tuvo en Sevilla y que ahora es cardenal en Roma, el providencial encuentro en aquella inmunda venta en la que le salvó la vida y todos los años de felicidad en Albayda que había vivido junto a él y a sus hijas. — Habéis sido grande desde que visteis la prima luz de la vida, mi amada María —le dijo Pere con voz cansada—. Tantos infortunios sufridos no han podido con la vuestra fortaleza. Sabéis que jamás os pediría explicaciones por el vuestro pasado, porque sólo importábame el nuestro futuro. Sé de buena fe que habéis sido una mujer fiel, limpia, religiosa y obediente. Por tanto, ¿qué explicaciones me habéis de dar si sé que sois acreedora del cielo en mayor medida que yo? — He sido grande —le contestó Tazirga entre sollozos— el día en que os vide por vez primera… — Cuidad de las nuestras hijas, y no os preocupéis por los bienes materiales, que, al fin y al cabo, acá quedan sin más. — Mas debo resolver lo del vuestro sobrino, que también es mi hijo, amado esposo. —
Dejad que siga la su vida allá en tierras del Papa.
—
Pero…
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— Ya somos viejos, María, amor mío. Lo justo es que me vaya adonde está mandado. Desde el cielo os estaré esperando. — Si por mí fuera, mi amado esposo Pere, me iría ya con vos, porque, ¿para qué quiero permanecer en este mundo podrido en donde priman la maldad y la avaricia? —le dijo Tazirga mientras se abrazaba a su esposo. — Os amo con todas las mis fuerzas. Y doy gracias a Dios por haberos conocido. Si volviera a nacer, María amada, volvería a entregaros mi corazón. — No me dejéis sola en este mundo maldito. Llevadme con vos, os lo ruego —le suplicaba Tazirga entre llantos. Aina y Violant, cogidas de la mano e hincadas de rodillas, oraban en el pasillo. De pronto, se abrió la puerta y vieron cómo su madre, con el rostro bañado en lágrimas, les mandaba entrar en la habitación. — Acercaos, hijas mías —les pidió Pere—. Dadme el último beso antes de partir al encuentro con el Todopoderoso. Se acercaron y le concedieron los afectos que demandaba. En ese momento, y mientras cerraba los ojos, se dibujó una sonrisa de satisfacción en el rostro de Pere. Una sonrisa que ni siquiera la negra tinta de la muerte pudo emborronarle en aquella aciaga mañana del 11 de enero de 1458. - 296 -
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La vieja Tazirga quedaba de esta triste forma sola y adolorida en el castillo de Albayda, esperando la pronta llamada del Señor Jesucristo. Su aplaudida lucidez, que tantos y tantos triunfos le otorgara en etapas anteriores de su vida, se fue consumiendo como un pálido cirio. La sufrida servidumbre tuvo que aguantar en sus carnes en aquellos últimos días del Señorío de Albayda los episodios más dramáticos y disparatados de su demencia. Se la encontraban frecuentemente hablando sola, a veces con unos sonidos tan raros que creían que ni ella comprendía. Hacer que comiera era una tarea más que imposible porque se negaba a tragar toda substancia. Gracias a sus hijas, que ante la grave situación se vieron obligadas a abandonar momentáneamente el convento para procurar sus cuidados, conseguía entrar en razón, aunque por pocas horas. Una vez, los criados consiguieron evitar por pura gracia de la Divina Providencia que se suicidara. Al parecer, la vieron completamente desnuda subiendo a lo alto de una de las torres del castillo. En medio de aterradores gritos, que les hizo pensar que se podía hallar poseída por el mismísimo Belcebú, intentó lanzarse al vacío. Los sirvientes que consiguieron agarrarla y salvarla de una más que segura muerte manifestaron que lo que les pareció que su señora gritaba era algo así como Atis Tirma.
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Parte tercera
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Capítulo primero de la parte tercera. En donde se habla de la llegada de los nuevos condes al castillo y de las sorpresas que allí hallaron.
En el letargo de la tarde, a la luz pálida de la vela, la mano apresurada del escritor se afanaba en dibujar renglones sobre el papel. Lo hacía con pulso firme, como queriendo demostrar su pericia en el asunto, o tal vez la veracidad de lo narrado. En la amplia estancia, iluminada tenuemente por dos amplias ventanas cubiertas con vistosas cortinas de seda, parecía que el tiempo dormía en un mullido tálamo de párrafo, de frase y de palabra. La luz que se colaba por medio de los rojos tejidos proyectaba destellos colorados que chocaban con suavidad en los muebles y paredes que a su paso encontraban. Sobre el amplio escritorio se apilaban con gastado desorden libros, papeles, pergaminos y documentos. Dos discretos golpes en la puerta se encargaron de detener este vaivén de inspiración y de pluma. —
¡Adelante! —dijo el escritor en voz alta.
— Mi señor —apuntó el sirviente con timbre grave—, la vuestra esposa dona Leonor de Aragón desea que vayáis a la mesa. La ceia está servida de la forma y en la hora que el señor conde siempre dispone. - 299 -
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— Disculpad, Tomé —se excusó el conde—, encontreme tan enfrascado en la escritura que olvidóseme incluso la natural necesidad de yantar. Decidle a la mi señora que voy presto al comedor. Y por la vuestra parte, Tomé, podéis servir la sopa sin temor a que la tome fría. El amplio comedor, decorado con vistosos manteles y brillantes candelabros, disponía de una robusta y larga mesa de pino acompañada por diez sillas de la misma madera y estaba presidido por un cuadro en el que podían apreciarse las figuras de un rubio caballero con espada y armadura y de una dama de rostro agraciado y oscuros cabellos vestida con un traje carmesí. En la otra pared opuesta, otro cuadro presentaba otra figura humana, esta vez portando los hábitos eclesiales propios de un obispo. El conde, tras besar tiernamente a su esposa en la mejilla, se sentó en su lugar de la mesa mientras un sirviente servía una humeante sopa de ajos cuyo aroma impregnaba de sustancia todo este espacio interior del castillo. — ¿Cómo os va con la escritura de ese libro que estáis concluyendo? —preguntó la condesa con voz melosa. — Bien, muy bien, amada esposa —le respondió el conde con diligencia—. Cuando termine este libro sobre la historia de los reinos de Hispania, voy a escribir una grande obra en la que hablaré de la noble alcurnia de los nuestros linajes. - 300 -
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— Hacéis bien, mi señor conde —apuntó con orgullo la señora—. Nuestras familias son merecedoras de un honor de tal envergadura, y justo es que en los tiempos futuros se le dé el lustre esperado a la nuestra estirpe. Mirando con atención al cuadro del caballero y de la dama — no en vano se encontraba justo frente a él—, la condesa preguntó a su esposo: — Decidme, mi señor Jaume, ¿por qué habéis decidido poner ahora ese cuadro en este comedor? — Encontrelo dos días ha en los sótanos del castillo, lleno de polvo y abandonado. Pareciome tan bella la estampa de los retratados que consideré que darían lustre a este rincón del castillo que, como bien recordáis, estaba falto de algún ornamento que atemperase la su sobriedad. Una sobriedad que, os lo recalco, vos misma denunciasteis. Espero que no os haya molestado esta mi decisión de hoy. — Jamás osaré contrariar los gustos de mi señor conde. Mas decidme si tenéis la bondad, ¿quién es esa pareja que ha despertado el vuestro interés tan repentinamente? — Poco he podido saber al respecto, mi querida Leonor, mas mis suposiciones me llevan a pensar en un hermano de mi abuelo, llamado Pere Milà i Centelles, que fue el último señor de este castillo, y en la su esposa, María de las Casas. En las tres semanas que hace que residimos en - 301 -
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este castillo estoy encontrándome con grandes sorpresas en algunas de las sus viejas y abandonadas alcobas. — ¿Ah, sí? Decidme. Ardo en deseos de saber qué habéis encontrado además de ese cuadro. — En los cuartos del sótano se acumulan entre polvo, ratas y porquería un montón de objetos que han despertado grande interés en mí. He ordenado a varios sirvientes que limpien con esmero estas habitaciones y que me vayan trayendo todas las cosas que allí encontraren. Cuando terminaron de cenar, la condesa se retiró a sus aposentos. El conde decidió subir nuevamente a su cuarto de escritura para estampar sobre el papel algún renglón más antes de que el sueño le arrebate la lucidez y la energía de la que todavía disponía en este tramo final del día. Pero, justo cuando se encaminaba a subir las escaleras, se topó nuevamente con Tomé. — Disculpad que os vuelva a enfastiar, señor conde. — Hoy, vive Dios, que doy buena fe de que lo estáis consiguiendo —dijo el conde con ironía. — No volveré a fazerlo si assim os apraze, mi señor. —Y bajando la cabeza tras hacer una rigurosa reverencia, se retiró el sirviente. — Tomé, Tomé. Tornad, por Dios. Ya que habéis principiado la derrota, tened el coraje necesario para llevar - 302 -
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a buen puerto la nave. En poco os correspondéis con la bravura de la vuestra lusa casta. — Sólo quería deciros, señor conde, que en los trabalhos de limpeza de los sótanos del castelo, que vos me habéis ordenado coordinar, hemos encontrado un cofre que tal vez pueda resultaros de interés. — ¿Lo habéis abierto, Tomé? — Aún no hemos podido conseguirlo, fechado parece ser que está. Si assim mañana, a la prima luz del día, iré en la ferreiro que viva en el pueblo para trabalho de abrirlo.
que muito bem lo tenéis a bem, busca del melhor encomendarle el
— Así se hará. Y ahora, retiraos.
El rey Juan II de Aragón, padre de Fernando “el Católico”, concedió en 1476 el título de duque de Villahermosa del Río en la comarca del Alto Mijares a su hijo natural Alfonso de Aragón, nacido en Olmedo en 1415. Juan II, aún soltero, había tenido a Alfonso con Leonor de Escobar, hija mayor de Alfonso Rodríguez de Escobar, caballero hijodalgo de Tierra de Campos, Alcalde mayor de los dominios del rey Juan II en Castilla. Una hija natural de Alfonso de Aragón, I duque de Villahermosa, de nombre Leonor de Aragón, habida con Leonor - 303 -
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de Sotomayor y Portugal, de la casa de los duques de Valencia de Campos, se casa con Jaume Milà i Rams, I conde de Albayda y descendiente de los señores de Massalavés, hijo de los amores que con Ángela Rams tiene Lluis Joan de Milà y Borja, Obispo de Segorbe y Barón de Carrícola. En 1477, Juan II nombra a Jaume Milà i Rams primer conde de Albayda, y un año después Jaume Milà y Leonor de Aragón se casan, formándose de esta manera el linaje de Milà de Aragón. En el mes de julio del año del señor de 1479, el joven matrimonio formado por Jaume Milà y Leonor de Aragón decide establecer su residencia en el viejo castillo de Albayda, otrora propiedad de don Pere Milà i Centelles y de doña María de las Casas Bracamonte. El edificio, que no había sido habitado desde la muerte de su última moradora, acaecida en 1459, presentaba evidentes signos de abandono y de deterioro. A pesar de haber transcurrido ya tres semanas desde la llegada de los nuevos condes, las obras de limpieza y acondicionamiento del castillo y fincas aledañas están todavía algo lejanas de su conclusión. La condesa doña Leonor, mujer de gusto exquisito y refinado, está decorando el castillo con gran acierto, aunque la lentitud de los resultados esté provocando por momentos algún que otro enojo en su esposo. El trasiego de artesanos, maestros de cantería, herreros, carpinteros, mercaderes de telas y un largo etcétera se ha convertido en una constante en estas tres semanas - 304 -
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y, a tenor de las exigencias de la condesa, el calvario del señor conde se prevé va a extenderse al menos otras tres semanas más. Según llegó al castillo, lo primero que ordenó don Jaume Milà i Rams fue el acondicionamiento de una amplia habitación situada en la parte alta del edificio. Sabedor de lo que le esperaba, en esta zona apartada iba a encontrar el silencio y el sosiego necesarios para la ambiciosa empresa en la que se hallaba: la redacción de una enciclopedia histórica monumental. Jaume, gran aficionado a las letras y a las ciencias, decidió acometer este proyecto de una manera empírica y minuciosa. Por esta razón, viajaba con muchísima frecuencia a investigar en archivos y bibliotecas, tanto oficiales como privadas —sus excelentes contactos con la nobleza y el alto clero le habían otorgado las credenciales necesarias para acceder a colecciones de señores de Cataluña, Valencia, Aragón, Navarra y Castilla—. Jaume Milà i Rams ya había completado un primer tomo en el que, partiendo del Génesis y del Antiguo Testamento y empleando el estilo y la forma de trabajar de Alfonso X el Sabio en su Grande e general Estoria —esto es, valiéndose de abundantes fuentes bíblicas y grecolatinas—, analizaba con profusión la vida en la Península Ibérica desde los tiempos más remotos. Sus descripciones de los pueblos íberos, tartesios, celtas, fenicios, griegos, cartagineses y romanos eran tan detalladas y acertadas que despertaron la admiración del mismísimo rey don Juan II. A pesar de su muy avanzada edad, - 305 -
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creyó en todo momento en la pericia del joven Milà y le concedió todas las bendiciones y apoyos para proseguir con su proyecto. Ni siquiera la aciaga muerte del monarca, acaecida el pasado 19 de enero, ha conseguido alejarlo de los archivos y de la pluma. De hecho, el nuevo rey Fernando II y su esposa Isabel de Castilla le remitieron una carta hace un mes en la que le animaban a que continuase con su trabajo, “essençial para el bon entendimento de la estoria de los grandes Reynos de Aragón e de Castella”, como señalaba literalmente el escrito real. En el segundo tomo, en el que actualmente se encuentra trabajando, toma como referencia la Estoria de España — también del recordado y culto monarca castellano—, palpable sobre todo en la forma de distribuir los contenidos. Este segundo volumen está organizado en cuatro partes: una primera que habla de los reyes bárbaros y góticos, una segunda que habla de la invasión mora y de la Reconquista, una tercera que habla de los otros reinos de la Península y una cuarta y última parte en la que se centra en los reyes y en la historia de Aragón hasta Juan II. La idea de Jaume Milà i Rams es completar la obra con un tercer y último volumen, dividido en dos partes, en el que hablará con profusión de las familias Milà y Aragón. Si todo sale según lo previsto, en septiembre concluirá el mentado segundo tomo —su configuración está ya muy avanzada—, con lo que la redacción del tercero se iniciará sobre ese mes o a lo sumo el siguiente. - 306 -
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Estaba la mañana bien avanzada cuando Jaume Milà i Rams, cansado de estar hojeando el Chronicon mundi de Lucas de Tuy y De rebus Hispaniae de Rodrigo Ximénez de Rada, decidió salir a dar un paseo reparador. El día se había presentado con un calor sofocante, por lo que decidió ponerse a la sombra de unas carrascas que encontró a una legua del castillo. El cálido aire del mes de Santiago tornábase en algo menos turbador al amparo de aquellos árboles. Mas, aturdido por los rigores del estío, decidió regresar a su castillo. Ya en la entrada, Tomé y otro sirviente descargaban de un carro un oscuro cofre de oxidados herrajes. — ¿Habéis conseguido abrir ya el cofre, Tomé? —inquirió el conde. — Assim es, señor conde —respondió el criado portugués—. Bem duro de abrir estaba el danado, mas el ferreiro fue mais forte y lo abrió aunque con grande trabalho. Jaume Milà i Rams se acercó con rapidez, movido por las enormes ansias de descubrir lo que en el interior de aquel cofre pudiera haber. Tras levantar la tapa, entre ayes de bisagra, comprobó que, junto a unas joyas de más que notoria belleza, se encontraban unos documentos, enfermos de la fiebre amarilla del tiempo. Ordenó a los sirvientes que le subieran el cofre a su habitación mientras leía uno de los vetustos papeles que había sacado de su interior. Al parecer era una carta firmada por el - 307 -
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cardenal Jaume Milà en la que trataba a María de las Casas Bracamonte como una embustera por haber afirmado ésta en una misiva anterior que era su madre natural. El argumento de la epístola le hizo apurar el paso para llegar cuanto antes a la habitación en donde le aguardaba un arcón cargado de sorpresas. Allí estaban todavía los sirvientes cuando el conde llegó. Tras ordenarles que se retiraran, comenzó a extraer todo el contenido del cofre. Aunque las joyas tenían el aspecto de ser muy valiosas, Jaume vio como el más preciado tesoro aquella gran cantidad de documentos cuyo aroma antiguo consiguió sumirle en un delirio de lectura y de curiosidad. Tanto llamó su atención aquel manojo de papeles que no salió en todo el resto del día del cuarto.
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Capítulo segundo de la parte tercera. En donde se cuenta la llegada del cardenal Jaume Milà al castillo de Albayda para realizar el exorcismo.
El cardenal Jaume Milà había llegado a Valencia ciertamente contrariado. Sabía de las influencias que su pariente Roderic de Borja tenía en Roma, pero nunca había imaginado que podían llegar tan lejos. Tal vez fruto de los favores del fallecido Calixto III, Roderic se había ganado la absoluta confianza del nuevo papa Pío II. Él mismo fue quien le convenció de la conveniencia de elegir a Jaume Milà como el encargado de realizar el exorcismo a la distinguida señora de Albayda, doña María de las Casas Bracamonte. Él mismo fue quien le recordó que como sobrino de la afectada y como hombre inmensamente instruido en ciencias diversas, podía llevar a buen recaudo la difícil misión. Y así mismo terminó disponiéndolo el Sumo Pontífice. La llegada al puerto de Valencia le envolvió de un halo agridulce de nostalgias. Desde la muerte de su tío Joan no había vuelto a esta ciudad, la más populosa de todo el Reyno de Aragón. En el palacio episcopal, el obispo Miquel Castault le aguardaba con impaciencia.
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— ¿Ha sido el viaje del vuestro agrado, Eminentísimo y Reverendísimo señor don Jaume Milà? — preguntó Castault ceremoniosamente al recién llegado, como parte indispensable del protocolo. — La mar ha estado un tanto agitada, mas la ilusión de volver a esta dignísima tierra, patria de mis ilustres ancestros, me ha hecho olvidar ese inconveniente —le respondió Milà—. Quiero que me pongáis al corriente de todo lo sucedido a la mi señora tía doña María de Milà, porque aún no doy crédito de lo informado. — Cuánto lo siento, reverendísimo y muy santo señor, teniendo en cuenta que se trata de una persona tan especial para vos —apuntó el obispo coadjutor valenciano—. Temo deciros que las cosas no son nada halagüeñas, al menos a juicio de los dos sacerdotes que en su momento envié para que hicieran informe del caso. — Lo que sea será, que en la voluntad de Nuestro Padre Dios no hay fuerza en el mundo capaz de oponérsele. Mas contamos con la su ayuda para salir airosos de este apurado trance. — Así será, mi santo señor. — Amén. Después de pasar el resto de la jornada en Valencia, decidieron emprender rumbo a Albayda al amanecer del día siguiente. Tras encomendar sus almas a Dios Todopoderoso, el equipo - 310 -
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encargado del exorcismo, capitaneado por el cardenal don Jaume Milà y secundado por el obispo don Miquel Castault tomó monturas y carruajes para dirigirse a la morada de la anciana señora doña María de las Casas. Durante el viaje, Castault le había hablado a Milà de los problemas que sus sacerdotes encontraron con un tal Marcell Llum, arcipreste de la ciudad de Xátiva. No entendió el cardenal la causa de tal contrariedad, máxime cuando se trataba de un clérigo de gran reputación en la comarca por sus profundos conocimientos en gramática. Castault, por su parte, parecía ofuscado en la necesidad de eliminar las conclusiones de Llum en las diligencias del proceso. Además, añadió que tenía rumores infundados de su fallecimiento en un incendio accidental producido en su residencia. Un asunto que todavía no había sido confirmado de manera oficial, pero del que se esperaban prontas respuestas. Decidió Milà no insistir más en esta cuestión, aunque, eso sí, pidió el escrito del tal Llum para examinarlo con paciencia en cuanto tuviese lugar. En el castillo de Albayda les aguardaban las hermanas Aina y Violant junto a la servidumbre. En cuanto el cardenal descendió del coche y divisó a sus primas, un brillo de emoción barnizó su mirada de mar. Una emoción que no supo disimular y que fue advertida por las dos religiosas. Tras besarle el anillo, Aina y Violant comenzaron a desahogar todo el arsenal de preocupaciones que desde hacía meses anegaba las gavetas de - 311 -
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sus almas. Ya es triste ver cómo se marcha un ser querido de este mundo porque así lo mandan los severos patrones de la vida. Pero más triste aún es ver a ese ser querido manchado por demoníacas voluntades justo en el momento de su partida. Una desgracia superlativa que se hacía inaceptable en una persona tan religiosa, justa y caritativa como doña María. En cuanto Jaume Milà llegó a la habitación de doña María de las Casas, se produjo un hecho casi milagroso. La señora de Albayda, en cuanto pudo divisar su presencia, hizo intentos de levantarse. Intentos que los sirvientes evitaron, volviéndola a acomodar en el lecho. Cuando el cardenal estaba junto a la cama, una gran sonrisa iluminó el rostro de la anciana. — Hijo, hijo mío. Gracias os doy por haber venido a verme —dijo la anciana en perfecto valenciano. Aquellas palabras congelaron los ánimos de todos los presentes. Las iniciales previsiones se habían ido al traste, pues esperaban encontrarse con alguien lanzando blasfemias ininteligibles entre vómitos y convulsiones. Hasta el propio Castault se había quedado perplejo. Doña María, que en los últimos meses sólo se expresaba en una lengua extraña y malsonante, ahora hablaba con suma dulzura en valenciano, y encima daba manifiestas muestras de alegrarse de la presencia de aquellos representantes de Dios. ¿Dónde podría estar el demonio en estos momentos? - 312 -
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Sin embargo, lo que había desencajado a Milà era la palabra “hijo”. Supuso que tal vez la pronunciara con un sentido figurado, o incluso erróneamente por causa de las calenturas. Pero la insistencia de la señora en la pronunciación de ese vocablo comenzaba a ser desconcertante. Tan desconcertante que obligó a Jaume Milà a intervenir con una seriedad muy mal disimulada. — No soy el vuestro hijo, sino el vuestro sobrino. ¿Es que acaso no me reconocéis, querida tía? —dijo el cardenal con forzada dulzura. — No, no sois mi sobrino sino mi hijo, mi hijo Jaume — decía doña María en medio de una desesperación cada vez más patente, una desesperación que comenzó a inquietar a todos los que se encontraban en la alcoba. — Es mejor que descanséis, querida doña María. Con el cuerpo descansado, sin duda tendréis el alma más fuerte. Jaume Milà, visto lo visto, ordenó que abandonasen la estancia. Mientras salían, el cardenal le comentaba al obispo que en este encuentro inicial no había encontrado indicios de posesión demoníaca sino más bien de demencia, lo que provocó el desconcierto de Castault. Pero justo cuando iban a cerrar la puerta, la señora comenzó a gritar otra vez palabras extrañas, sembrando el pánico sobre todo en los sirvientes.
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— ¿Y qué puede decir Su Eminencia Reverendísima al respecto? —inquirió Castault con cierto triunfalismo en la dicción. — Entraré solo —dijo Jaume Milà—. Quiero escuchar con detenimiento las tales extrañas palabras. El golpe de la puerta dejó a la comitiva en un silencio preñado de interrogaciones. Uno de los sirvientes propuso bajar a la cocina a comer o beber algo mientras el cardenal hablaba con la señora. Una proposición que Castault agradeció de sumo grado. Pasadas dos horas, pudieron ver a Jaume Milà, sudoroso y desencajado, bajando las escaleras. — ¿Os encontráis bien, Eminencia? —preguntó el obispo. — Sí, Monseñor, no os preocupéis. Simplemente, me encuentro un tanto cansado—respondió Milà. Ciertamente, tenéis razón. Al poco de reanudar la conversación con mi señora tía, ésta fue otra vez víctima de un extraño arrebato y comenzó a pronunciar palabras que en mi vasto entender jamás había escuchado. Llegué a sentir temor por momentos, mas mi fe en Dios Todopoderoso me dio las fuerzas necesarias… — ¿Y por qué no nos llamó Su Ilustre, Santa y Católica Eminencia? —dijo con humildad Enric el sirviente—. Le hubiéramos servido en todo lo que el señor cardenal hubiere ordenado, que para eso estamos. - 314 -
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— Os lo agradezco, mas no fue necesario —contestó el cardenal—. Sólo preciso hablar a solas con el obispo. Los sirvientes los condujeron a una habitación cercana en donde estuvieron reunidos largo tiempo. Al salir del cuarto, mandaron llamar a las hijas de la señora María, que al momento se presentaron. — Estimadas Aina y Violant —dijo el cardenal Milà con cierto ademán de preocupación—. Ciertamente, la vuestra madre ha sido víctima de la ambición desmedida del cruel Belcebú, que algo muy malo planea hacer con la su alma. Mañana, a la prima hora del día, comenzaremos el obispo y yo a realizar las prácticas del exorcismo. — ¿Hay algo en lo que estas dos siervas de Dios os puedan ayudar, señor? —sugirió Violant con humilde resignación. — De momento no hay nada que podáis hacer al respecto. Esto es asunto que sólo requiere gentes cualificadas como el señor obispo Castault y yo. Ni siquiera los médicos que habéis llamado tienen potestad para curar a la vuestra madre. Tenéis por tanto la nuestra bendición para que volváis al convento. Si algo extraño sucediere, mandaremos a alguien para informaros. La paz del Señor sea con vosotros. — Y con tu espíritu —respondieron las dos hermanas al mismo tiempo. - 315 -
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Jaume Milà se había despertado con sobresaltos en medio de la noche. La imagen de su madre se le había dibujado turbadora e imprecisa en el lienzo de los sueños. Una madre que nunca conoció puesto que, por lo que él sabía, había muerto justo en el momento del parto. Se levantó de la cama y bebió un poco de agua de una jarra que los sirvientes le habían dejado en la alcoba. El agua que había refrescado su reseca boca se convirtió de forma súbita en una devastadora marea de insomnio que lo arrastró hasta las doradas playas del día siguiente. Esa tempestuosa lucidez le llevó a pensar detenidamente en la disparatada conversación que había mantenido con su señora tía aquella misma tarde. Tumbado en la oscuridad de la noche, sólo mancillada por un débil rayo de luna que se colaba indiscreto por una ventana, comenzó a buscarle el sentido a la palabra “hijo”. Un concepto que, si bien empleaba con frecuencia en sus diarios cometidos religiosos, jamás había experimentado en carne propia. Se acordó de Ramona y de Ximena, las únicas personas de su vida que desempeñaron un papel parecido al de una madre, regalándole a manos llenas todo el cariño y la ternura que otros seres de su familia jamás le brindaron. Hizo un intento de recordar la figura de su padre. Intento vano que sólo resolvía con la imagen de un retrato suyo que siempre llevó consigo. Pensó en sus dos tíos y empezó a contrastar la ambición y el egoísmo de Joan con la benevolencia y los afectos de Pere. Junto a la rubia figura de Pere apareció de pronto la morena visión de su esposa. Estaba semidormido en el momento en que vio a María - 316 -
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acercándosele con los brazos abiertos y diciéndole “hijo mío, hijo mío”. Se irguió inquieto y nuevamente consciente por el desconcierto de la turbadora imagen. Se sentó y trató de aplacarse con raciocinios sobre lo que había escuchado aquel día: palabras disparatadas en medio de una desesperada obstinación por demostrar algo, concretamente una maternidad que no entendía en absoluto. Ella tenía a sus dos buenas hijas, Aina y Violant. ¿Qué razón ha podido llevarla hacia este lado oscuro de la locura? ¿Tal vez la obsesión por encontrar un heredero al Señorío de Albayda? También tuvo tiempo Jaume de recrear los gritos y las convulsiones de su tía en estas horas de insomnio. Aquellos extraños raptos, esas palabras ininteligibles… ¿Son realmente fruto de una posesión demoníaca o de una humana y normal desesperación? Pero, ¿de dónde vienen esas palabras? Se acordó de los problemas que el obispo Castault había tenido con un arcipreste de la ciudad de Xátiva por considerar que no venía a cuento hacer averiguaciones gramaticales en medio de una situación tan grave. ¿Qué averiguaciones serán ésas? ¿Darán alguna pista sobre el estado real de doña María de las Casas? El canto lejano de un gallo y los dorados cabellos del amanecer, burdamente peinados por el marco de la ventana, le dieron energías para levantarse y emprender los cometidos planeados. Pero antes de comenzar el exorcismo se tornó como imprescindible la lectura de las anotaciones de ese arcipreste. Era - 317 -
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el primer paso de una carrera lingüística que giraba en torno a la palabra “hijo” y a otras que todavía no había logrado entender. De la misma refrescante jarra tomó un poco de agua para asearse. Se puso su hábito de grana y bajó las escaleras. Ya en el salón principal del castillo le esperaban Castault y sus dos sacerdotes de confianza. — Buenos días, Su Eminencia Reverendísima —dijo con grandes atenciones el obispo—. ¿Ha descansado el señor cardenal? — No todo lo que quisiera, Castault —respondió Jaume Milà—. Pero lo que tenemos entre manos es más importante que mi descanso. Antes que nada, vamos a la capilla del castillo a pedirle a Dios la su ayuda, que muchísima falta nos hace. Algo más de media hora estuvieron los clérigos orando en la vieja iglesia. A la salida, Jaume Milà le dijo a Miquel Castault: — Antes de comenzar el exorcismo, quisiera leer las anotaciones que en su momento hiciera ese arcipreste de Xátiva que me habéis mentado. El rostro del completamente.
obispo
valenciano
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se
descompuso
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— No es posible, Eminencia —le dijo con cierta aflicción—. Ante las afirmaciones de los sacerdotes encargados del informe inicial, consideramos que las conclusiones del tal arcipreste eran irrelevantes y las destruí. — ¿Sois consciente de la gravedad de la vuestra decisión? —le espetó Jaume Milà ciertamente enojado—. ¿No os dais cuenta de que habéis destruido unas pruebas de vital importancia? — ¿Consideráis de vital importancia unos simples apuntes gramaticales, Reverendísimo Señor Doctor? —inquirió Castault con una dicción más recuperada y firme. — Unos “apuntes gramaticales”, como vos decís, que pueden albergar aclaraciones sobre el significado de esas palabras extrañas que tanto vos como nos hemos escuchado. —
Pero…
— No hay pero que valga, Castault. Mi condición de humanista me hace considerar que las tales anotaciones del arcipreste pueden ser de suma trascendencia. Me temo que tendré que hacer constar la vuestra negligencia en el informe final. — ¡Os lo ruego, mi señor Milà! —suplicó el obispo—. No veáis en este humilde vasallo de Dios a una persona irresponsable o tal vez falta de escrúpulos y de misericordia. Si tomé esa decisión es porque me preocupa mucho más la salvación de la vuestra señora tía que las gramáticas de ese - 319 -
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arcipreste que, aunque diga que esté al servicio de nuestro Dios, bien se ve que con acciones como ésa no lo justifica en la debida mesura y discreción. Castault literalmente se desgañitaba en demostrar al cardenal por activa y por pasiva la conveniencia de su decisión y, por supuesto, en salvaguardar el honor de su nombre y de su carrera, que tan magnífico rumbo estaba adquiriendo por la mano benefactora de la familia Borja, cuando uno de los dos sacerdotes se atrevió a inmiscuirse en la conversación: — Si me lo permite Su Eminencia Reverendísima, puedo deciros grosso modo lo que contenían las anotaciones de ese arcipreste de nombre Marcell Llum. — ¡Pues principiad que no tenemos todo el tiempo del mundo! —exclamó con autoridad Milà. — Lo que contienen las tales anotaciones del arcipreste de la ciudad de Xátiva son explicaciones de las palabras que en su momento anotó de la señora. Si no recuerdo mal, decía que había palabras del castellano y del valenciano que hablaban de la su familia. Pero no eran las más numerosas. —
¿Y entonces…?
— Al parecer, había un número de vocablos, superior al mil, que no pudo traducir. — Y aparte de esas palabras, ¿hacía descripción en el su informe del estado de la señora Milà? - 320 -
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— Sí, Eminencia. Concluía que no estimaba que la señora de Albayda estuviese poseída por el demonio, sino que hablaba una lengua extraña que tal vez usase en una etapa anterior de la su vida, probablemente antes de conocer a su señor esposo. “Una etapa anterior de la su vida…” Esta última aseveración del sacerdote golpeó el entendimiento del cardenal con un doloroso puño de dudas. “O sea que no hay tal posesión demoníaca —caviló— sino un pasado oculto que urge desentrañar. Un pasado que a lo mejor ese tal Llum conocía… Mas he ordenado iniciar el exorcismo, y no puedo contradecir las mis palabras”. Caminó con paso lento, cabizbajo y meditabundo, mientras proseguía con sus razonamientos. “Mañana hablaré con Aina y Violant para que me digan quién era ese tal Llum y qué relación tenía con los señores del castillo”. — Supongo que ahora entenderéis que ante la magnitud de tamaños disparates, lo más prudente era no tenerlos en cuenta —apuntó Castault, tratando de justificar una vez más la conveniencia de su decisión. — Nada es disparatado ante los ojos de nuestro Dios — dijo Milà—. Sin embargo, sugiero que hagamos las cosas ordenadamente. Y lo primero, como vos muy bien decís, Castault, es salvar el alma de la mi señora tía. Que ya me encargaré yo más adelante de desentrañar las tan extrañas
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palabras que de la su boca salen con todo el poder que me han otorgado los libros y las ciencias que conozco. De camino a la alcoba de doña María de las Casas, Jaume Milà, que iba un tanto rezagado de los otros ministros de Dios, seguía analizando con buena letra otros detalles del proceso: la insistencia de Roderic de Borja en que viajara a Valencia para hacerse cargo de este exorcismo, la extraña muerte de ese arcipreste de Xátiva y la eliminación de sus informes, la más que probada complicidad entre Roderic de Borja y Miquel Castault, la incierta situación del Señorío de Albayda… Dio un hondo suspiro y llegó a la conclusión de que el demonio, si hubiese decidido subir a la tierra, estaría en cualquier lugar menos en aquella habitación. Pero una palabra es una palabra. Y una duda satisfecha jamás puede ser una satisfacción dudosa. El obispo de Valencia y los otros dos sacerdotes se apartaron con sumo respeto cuando sintieron cercana la presencia del cardenal. Mientras uno de los clérigos abría la puerta, Castault dijo con semblante serio: — Que pase primero Su Eminencia Reverendísima, que bueno es que Lucifer vea con sus propios ojos la grande autoridad de Dios Nuestro Señor.
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Capítulo tercero de la parte tercera. Que cuenta la llegada de Marcell Llum y Augerón al convento de Mare de Deu del Remei.
En
medio de una noche sin luna, dos siniestras figuras
cubiertas con oscuras capas de lana llamaban a la puerta del templo de Albayda. Un tenue fulgor de velas, proveniente de las entrañas del sacro edificio, se encargó de ahogar con un bostezo crepitante de bisagras la soledad azabache que a sus anchas campaba por toda la Vall de Albayda. — En gracia de Dios os pido que deis hospicio a estos dos pobres peregrinos —dijo una de las dos siluetas. — Entrad, entrad —respondió con presteza Andréu Peret—, que es de todos conocido que uno de los principales mandamientos de nuestro Señor Jesucristo consiste en dar amparo al desvalido. Cuando el sacerdote de Albayda cerró la puerta, los dos personajes oscuros se despojaron de los ropajes que empleaban para protegerse de cualquier deixis delatora. Grande fue la alegría de Andréu Peret cuando pudo reconocer con claridad a uno de ellos.
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— Mi añorado amigo Marcell Llum —dijo Andréu Peret ciertamente exultante—, no sabéis cuánto me regocijo de veros. — También yo me siento dichoso de veros, estimado Andréu —contestó Llum—, mas no entiendo el porqué del vuestro exacerbado júbilo. — Cuando todo el Reyno de Valencia os da oficialmente por muerto, es una grande alegría saber que estáis vivo… ¿O es que acaso estoy hablando con dos fantasmas? — Podéis tocar mis hábitos y mi cuerpo para que, como Tomás, comprobéis que bien vivo me encuentro — profirió Llum entre risas—. Estimado Andréu, permitidme presentaros a mi venerado amigo Augerón de la ínsula de Canaria. — Grande placer me produce conocer al vuestro amigo, Marcell —respondió Andréu Peret mientras estrechaba la mano de Augerón. — Igual de grande es el placer que este humilde anciano tiene de conoceros —añadió Augerón con respeto. — Mas pasad, pasad, que todavía queda algo de puchero en la olla, y más que seguro estoy de que no habéis tenido la suerte de cenar en un viaje tan largo y tempestuoso como el que intuyo habéis realizado —expresó con hospitalaria diligencia Andréu Peret—. Y además, ardo en - 324 -
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deseos de conocer las vuestras últimas nuevas, Llum, que deben de ser abundantes y de grande interés. — No os lo niego, amigo —añadió Llum—. Os pondré al corriente mientras nuestros entumecidos cuerpos cojan calor y substancia junto al fuego y al puchero. De aquella olla de algo más vaca que carnero extrajo el clérigo de Albayda un cucharón de madera con el que sirvió a sus amigos dos generosas raciones acompañadas de media barra de pan y una jarra de vino. En el transcurso de la cena, en la humilde residencia sacerdotal contigua al templo albaidense, Marcell Llum le contó a Andréu Peret su aventura en las tierras de Sevilla, cómo conoció a aquel anciano de la ínsula de Canaria y lo que a ambos les aconteció cuando llegaron a la ciudad de Xátiva. Andréu Peret, por su parte, les puso al corriente de la visita del obispo de Valencia, que, en esta ocasión, había venido acompañado nada más y nada menos que por un cardenal de Roma para realizar el exorcismo a la señora del castillo de Albayda. Llum le contestó que Augerón le había ayudado a desentrañar las extrañas palabras que anotó en la entrevista que en su momento tuvo con la señora Milà. Y concluyó con la bien fundada creencia de que doña María de las Casas no se encontraba poseída por el diablo, sino que hablaba en lengua canaria, lo que provocó una enorme sorpresa en la persona de Andréu Peret. - 325 -
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Augerón habló de su pasado como sumo sacerdote del reino de la ínsula de Canaria, de cómo arribó al puerto de la ciudad hispalense en donde fue vendido como esclavo a don Guillén de las Casas… — También se apellida la señora de Albayda de la misma forma —apuntó Andréu Peret con ingenuidad. — Efectivamente —dijo Augerón—, mas nunca tuve constancia de que don Guillén tuviera una pariente suya casada en este Reyno de Valencia. — No os olvidéis, mi querido amigo —apuntó Llum—, de que doña María es cristiana conversa. — Según tengo entendido —dijo el sacerdote albaidense con tono pensativo—, era una rica princesa de Berbería que fue capturada en Argel y vendida como esclava en Sevilla y que, huyendo de su dueño, fue rescatada por don Pere Milà, que en ese tiempo encontrábase en esa muy famosa ciudad castellana cumpliendo una orden del rey don Martín I. Al menos, ésa es la historia que ha circulado por todo el Reyno de Valencia en todos estos años. Vos bien lo sabéis, Marcell. — Así es —intervino Llum. — Mas si fue propiedad de don Guillén, yo, que estuve más de cuarenta años a su servicio, debí conocerla — comentó Augerón—. Y jamás oí mentar a ninguna María - 326 -
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de las Casas Bracamonte en la residencia y en las fincas de esta grande y noble familia sevillana.
El día amaneció igual de frío que la noche. Andréu Peret, bien cubierto con su hábito de lana, se dirigió al convento de Mare de Deu del Reméi para solicitar una entrevista con Sor Aina y con Sor Violant Milà de las Casas. Mientras aguardaba en el claustro del convento, decidió recrearse con el sonido de una fontana que bullía en medio de unos cuidados naranjos. Pasados unos minutos, las hermanas hicieron acto de presencia, ataviadas con sus hábitos de clarisas franciscanas. — ¿Qué os ha movido, hermano Andréu Peret, a alterar el sosiego de este santo rincón? —preguntó Aina con cierto ademán de seriedad. — Disculpad, nobles hermanas —repuso Andréu Peret—, mas me he visto en la obligación de visitaros por lo acontecido en esta última noche en el nuestro templo de Albayda. — Explicaros —dijo Violant. — Antes que nada, os agradecería de antemano la vuestra discreción. — Contad con ella —aseveró Aina—, mas precisamos que nos contéis con todo detalle eso que os ha llevado hasta nosotras. - 327 -
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— Os suplico me permitáis hacerlo en lugar más apartado, si no se os torna en molestia. En una de las celdas del convento, Andréu Peret les informó de la presencia de Marcell Llum en el pueblo de Albayda y también de su decisión de hospedarle a él y a un amigo en el templo. — ¡Eso es imposible! —exclamó Aina con solemnidad—. Nos han llegado noticias de que el tal Llum falleció en la su casa víctima de un accidental incendio. — Eso es lo que han querido difundir desde el obispado, hermanas —aclaró Andréu Peret—. La grandeza de la Divina Providencia hizo que Marcell no se encontrara aquella aciaga noche en la su morada, puesto que se hallaba de viaje en la ciudad de Sevilla. — ¿Y qué necesita de nosotros Marcell Llum? —inquirió Violant. — Solicita una privada y secreta reunión con vos, para aclararos el significado de las palabras que en lengua tan extraña parece pronunciar la vuestra madre. Llum ha venido acompañado, como os dije, de un anciano amigo que manifiesta ser de la ínsula de Canaria. Y dice también el tal anciano que las palabras que anotara Llum en la entrevista mantenida con la señora de Albayda están dichas en canaria lengua. - 328 -
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La cara de extrañeza de las dos religiosas no fue desadvertida por el sacerdote. Aina se atrevió a preguntarle: — ¿Y qué tiene que ver la nuestra madre con esa ínsula de Canaria? — No sabría deciros, hermanas —contestó Andréu Peret— . En eso estimo que se haga preciso que habléis con él. Sin embargo, la noticia que tal vez deba alegraros es que, según sus estudios, Llum afirma que la vuestra madre no está ni ha estado en ningún momento poseída por el demonio. Las dos hermanas se abrazaron entre sonrisas de satisfacción. — ¡Loado sea Dios! —exclamó Aina—. Sabía que Dios Nuestro Señor no iba a desoír las nuestras plegarias. — Era menester, hermana —apuntó Violant—, puesto que madre ha sido siempre ejemplar cristiana. — Sin embargo, Andréu —inquirió Aina—, ¿por qué el Obispado de Valencia se ha empeñado en todo este tiempo en demostrar que la nuestra madre ha sido víctima de una posesión de Satanás? — Ahí es donde quería solicitaros la vuestra colaboración, hermanas —respondió Andréu Peret—. Según tengo entendido, el cardenal que ha venido desde Roma para - 329 -
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levantar acta de todo lo sucedido es el vuestro Reverendísimo primo, don Jaume Milà. — Una historia que jamás entendí… ¿Por qué ha tenido que venir desde Roma todo un cardenal, aunque sea el nuestro primo Jaume, para resolver un exorcismo, cuando en la Corona de Aragón hay sacerdotes muy doctos en estos oscuros menesteres? —aclaró Violant ante la asombrada mirada de Aina, que no se esperaba en absoluto este giro de indiscreción en su hermana. — Sólo el vuestro primo, si me permitís mi humilde opinión, os podrá dar respuesta de lo que demandáis, hermana —concluyó Andréu Peret—. Del encuentro con Marcell Llum ya me encargo yo de que se produzca en esta medianoche, si así lo tenéis a bien… No quisieron esperarse las religiosas hasta el día siguiente para hacerle una visita al cardenal don Jaume Milà. En aquella misma tarde, abandonaron el convento y se dirigieron al castillo de Albayda. Con gran alegría fueron recibidas por la servidumbre, que se encargó de informarles de que el cardenal, el obispo y los dos sacerdotes estaban en la habitación de la señora continuando con el ritual del exorcismo. Decidieron esperar en el salón. Para hacer la espera más grata, una doncella les sirvió unos dulces y unas naranjas. Ya era casi de noche cuando el equipo del cardenal decidió salir de la habitación de doña María para tomar un respiro. - 330 -
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Notoria fue la sorpresa del primer prelado que abandonó la estancia, que era don Jaume Milà, cuando, al pasar por el salón, se encontró con sus dos religiosas primas. Con disimulada autoridad les recriminó su presencia en el castillo, desobedeciendo las indicaciones que en su momento les dio. Pero consiguieron las hijas de Pere Milà convencerle de la trascendencia de esta visita. Le suplicaron que fuera sin compañía alguna al convento de Mare de Deu del Remei antes de romper la luz del alba. Allí, en secreta audiencia, le contarían esos asuntos de vital importancia que las había conducido al castillo. Al advertir la inminente presencia del resto del equipo de exorcistas, el cardenal dio una orden secreta a la doncella. Miquel Castault y los dos sacerdotes se extrañaron muy mucho de ver a Sor Aina y a Sor Violant en el edificio a aquellas horas, por lo que no dudaron en pedir explicaciones al cardenal. Jaume Milà le aclaró que habían venido a traerle unos dulces a su madre. Efectivamente, en una de las sesiones, la señora había pedido en perfecto y audible valenciano que quería comer los exquisitos dulces que preparan sus hijas en el convento. El obispo valenciano, que no había dado ninguna importancia a esa frase, se sorprendió del efecto contrario que había producido en el entendimiento del cardenal, que, como le hizo saber, incluso había ordenado a un sirviente ir al convento para solicitar a las hermanas Milà las ansiadas golosinas.
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La doncella, que ya había confeccionado una elegante bandeja en la cocina por petición expresa y apurada del cardenal, pidió permiso para subir a la habitación de la señora. También las dos hermanas solicitaron similar gracia, exculpándose previamente ante los prelados por la inusual visita. Pocos minutos después, Aina y Violant regresaban al convento en compañía de Enric y de otros dos sirvientes más.
Todavía estaba la noche cerrada cuando Jaume Milà decidió cambiar el bermellón de sus hábitos por una discreta capa negra y unos ropajes que le habían preparado los sirvientes. En una montura, igualmente ensillada y preparada por los mozos de las caballerizas, tomó rumbo hacia el convento de Mare de Deu del Reméi. Las hermanas Milà ya lo estaban esperando en el claustro y, en cuanto les hicieron saber de su presencia —el cardenal se había anunciado como un pariente suyo de Massalavés—, lo condujeron a una de las celdas. Allí aguardaba un sujeto cuya identidad ocultaba un hábito de fraile marrón oscuro con capucha. — Permitidnos, reverendo primo don Jaume, presentaros a Marcell Llum, arcipreste de la ciudad de Xátiva —dijo Violant en voz baja. La cara del cardenal era todo un ejemplo de asombro. - 332 -
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— Mas, ¿no decían que habíais muerto en un incendio? — inquirió Jaume Milà. — Por lo que me he podido enterar con grande asombro, eso es lo que han difundido por este Reyno de Valencia, Excelencia —respondió Marcell Llum mientras se despojaba de la capucha—. Podéis comprobar con los vuestros ojos que aquí me tenéis vivo y sano. Las religiosas, el cardenal y el arcipreste estuvieron hablando largo y tendido hasta que el día desplegó sus tentáculos de luz por toda la Vall de Albayda. Antes de despedirse, Marcell Llum le entregó al cardenal una copia de la traducción de las palabras que había anotado en la conversación mantenida tiempo ha con la señora doña María de las Casas Bracamonte. Tras leerla, en medio de un más que esperado gesto de asombro, decidió también regresar al castillo, no sin antes concertar un nuevo encuentro, otra vez a la medianoche y en presencia de la persona que había colaborado en la traducción. Todavía estaban en brazos de Morfeo Castault y los suyos cuando Jaume Milà entró con grande sigilo en su habitación. Los criados ya se habían encargado de añadir algún condimento especial a los alimentos que habían ingerido estos prelados de Valencia en la opípara cena de ayer, recibida, por cierto, con enorme deleite y agrado. Después de ponerse sus hábitos cardenalicios y de esconder la traducción de Llum, decidió esperarlos en el comedor, en medio de un reparador y sano - 333 -
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desayuno. No en vano, había que estar fuerte para continuar con un ritual de exorcismo que comenzaba a ser extenuante.
Al término de la jornada, Jaume Milà esperó pacientemente a que Castault y sus dos ayudantes se fueran a sus respectivas habitaciones a dormir. Incluso se permitió acercar el oído a las puertas para escuchar los sonoros ronquidos que daban algunos de ellos. Una vez cambiados sus ropajes bajó las escaleras con mucho sigilo. En la salida, uno de los mozos de cuadras ya le esperaba con el caballo. El encuentro en el convento fue más que productivo. Juntos en una celda, el cardenal, Marcell Llum, las hermanas Milà y el viejo Augerón —que no paraba de mirar a las dos religiosas— analizaban hilo por pabilo todas las expresiones de María de las Casas. En un momento de la reunión, Augerón, exaltado y casi fuera de sí, dijo con voz profunda: — ¡Tazirga! ¡Dios, cómo no pude haberme dado cuenta! — ¿Qué decís, mi admirado amigo? —le preguntó Llum con cierta inquietud. — Haciendo coherente relación de estas palabras que desordenadamente se suceden, sólo puedo llegar a esta conclusión —profirió Augerón con un extraño e inquietante brillo en los ojos. - 334 -
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— Hablad con más claridad para que todos os entendamos, si así lo tenéis a bien —le pidió el cardenal. — Prestad la vuestra atención a estas palabras —solicitó Augerón en medio de un sepulcral silencio—: Tazirga era una joven del poblado de Arguineguín, en el sur de mi país. Casose con mi hermano, el grande rey Artemi Semidán, hijo de Gumidafe y de Attidamanan. Si os fijáis bien, hay en esos disparatados vocablos una constante alusión a la vida en palacio de la familia real, encabezada por mi hermano el guanarteme. — ¿Cómo no me dijisteis nada en todo el camino? ¿Acaso os guardabais esta jugada por alguna razón especial? — preguntó Llum con un matiz de decepción estampado en el rostro. — Nunca creí que Tazirga fuera capturada por los guerreros del horizonte, y por tanto imaginé que esas palabras no podían tener relación con la esposa de mi hermano Artemi. Pero esta noche, al ver los rostros de estas dos señoras, he podido sentir en el mi pecho la lejana presencia de Tazirga, mi reina Tazirga… Y en ese momento, Augerón rompió a llorar de pura emoción. Dirigiéndose a Aina y a Violant con el rostro surcado de lágrimas les dijo mientras les acariciaba las mejillas con sus manos:
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— Tenéis los mismos ojos, la misma nariz y la misma boca que la vuestra madre. Vos tenéis —dirigiéndose a Aina— su misma mirada altiva, y vos —dirigiéndose a Violant— la misma dulce sonrisa. Lleváis la sangre de la más grande reina que tuvo jamás mi país. Os lo ruego con todo mi corazón, llevadme ante la vuestra madre, llevadme aunque se me vaya la vida en ello… Todos quedaron petrificados con aquel inesperado estallido de nostalgias, excepto las hermanas aludidas. Manifiestamente airadas, se levantaron de sus sillas y decidieron abandonar la celda. — ¿Cómo habéis tenido la osadía de traer a esta santa casa a tamaño demente? —reprochó Aina—. Dios os castigará por tan grave ofensa, Llum. — ¿Por qué nos habéis causado estos daños, Llum? ¿Por qué…? —balbució Violant entre lágrimas mientras su hermana le tiraba de la mano. Tuvo que salir corriendo el cardenal para aplacar la ira de sus primas. Una vez que consiguió calmarlas, se despidió de ellas y abandonó el convento en compañía de Llum y de Augerón, que ya se encontraban esperándole en el patio. — No era la mi intención causar tales desasosiegos, Eminencia —intentó exculparse Llum mientras atravesaba la puerta de salida. - 336 -
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— Perdonad mi osadía, señor, perdonad a este pobre viejo —suplicaba Augerón todavía lloroso. — Tendremos que buscar la manera de que los dos acudáis al castillo a ver a doña María de las Casas. Sólo así podré saber si mentís o decís la verdad. Veré lo que puedo hacer. Y en medio de la oscuridad de la noche se pudo escuchar el trote de un caballo y una voz que se perdía en la lejanía y que decía: —
Tendréis prontas noticias mías.
Marcell Llum y Augerón —ya más calmado— pusieron rumbo a la iglesia de Albayda, alumbrados por una tosca antorcha. Una música de grillos y de llanto grisáceo de luna se encargó de amenizarles el regreso.
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Capítulo cuarto de la parte tercera. Que habla de la muerte de doña María de las Casas Bracamonte.
La señora de Albayda comenzó a experimentar una palpable mejoría en los últimos días. No sólo sus ánimos se habían sosegado sensiblemente —ya no sufría esos furiosos arrebatos que a todos atemorizaba—, sino que empezó a comer con algo más de apetito. Esta mejoría propició que el cardenal convocara a todo el equipo encargado del exorcismo para resolver su definitiva conclusión. En el borrador del acta final se reflejaba que ya no quedaba rastro alguno de Satanás en el cuerpo de doña María de las Casas Bracamonte. También se apreciaba en el escrito que el deterioro de su salud era más fruto de la edad y del paso inexpugnable del tiempo que de la propia maldad de Belcebú. Así las cosas, Jaume Milà ordenó regresar a la ciudad de Valencia al obispo y a los dos sacerdotes. Él, por su parte, decidió quedarse un tiempo en el castillo para desvelar el enigma lingüístico de doña María y de esa forma terminar y configurar la redacción definitiva de sus informes. Aquella decisión no fue muy del agrado de Castault, aunque la aceptó sin rechistar. No en vano, él también había estado padeciendo el cansancio de aquellas agotadoras e interminables sesiones. Estimaba necesarias más pruebas para certificar la - 338 -
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definitiva sanación de la señora, pero el febril entusiasmo del cardenal terminó por dar carpetazo al asunto. Ya en su residencia episcopal, decidió escribir una carta al verdadero titular del obispado, que no era otro sino el cardenal don Roderic de Borja. Castault, en su condición de obispo coadjutor, se veía en la obligación de informarle regularmente de todo lo acontecido en su diócesis. Fuera de esta rutina, el asunto de Albayda, que había sido orquestado concienzudamente en Roma, ocupaba un lugar preeminente, y esta última decisión del cardenal no estaba contemplada en los planes originales. Era, pues, lógico y natural que su artífice principal recibiera las susodichas nuevas. Miquel Castault, antes de partir de Albayda, tuvo la suficiente astucia para comprar a uno de los sirvientes del castillo. No pudo Enric resistirse ante la suculenta oferta del obispo y terminó aceptando ser el encargado de anunciarle cualquier cosa digna de atención que percibiese. Y a su llegada a la ciudad de Valencia, tuvo que oficiar sendos tristes oficios por dos sacerdotes de su estricta confianza que fallecieron en muy extrañas circunstancias, tal vez como consecuencia de sus valientes enfrentamientos con Satanás en un ritual de exorcismo llevado a cabo en Albayda. El diablo se les había metido por la lengua precisamente por haberse ido de ella… El cardenal Borja desde siempre había manifestado un interés superlativo por el Señorío de Albayda. Y cuando tuvo la oportunidad de conocer los problemas sucesorios en los que éste se hallaba envuelto, no dudó en desplegar su maquinaria de - 339 -
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intrigas. Sabía perfectamente que, al no tener descendencia masculina don Pere Milà i Centelles, podría abrirse una luminosa puerta en la oscuridad de sus ambiciones. Pero tenía que superar algunas dificultades. En principio, dos, y además con nombres y apellidos y sendos capelos cardenalicios: Lluis Joan Milà y Borja —su primo hermano— y Jaume Milà —el sobrino político de su tía Catalina llegado de Sevilla—. De Lluis Joan sabía que andaba enredado en amores con una tal Ángela Rams y que había conseguido la herencia del Señorío de Albayda por disposición real. Con Jaume habría menos problemas, puesto que cualquier reclamación por su parte tendría que supeditarse a la muerte o renuncia de su primo hermano. Además, Roderic sabía que, por la forma de vivir y de pensar de éste, jamás se le ocurriría entrometerse en asuntos de esta calaña. Jaume Milà vivía inmensamente feliz entre sus libros, la universidad y sus delirios de vino y mujeres. Las cosas cambiaron cuando descubrió unas cartas firmadas por doña María de las Casas Bracamonte, señora de Albayda, dirigidas a Jaume Milà. Las ramas de sus corruptelas eran tan fecundas que florecían por doquier. La colaboración de su difunto tío el Papa Calixto III probablemente fuera en su momento el germen inicial. Con el tiempo, se fue ganando las simpatías del nuevo papa y sus influencias en el Vaticano eran sumamente poderosas. Lo cierto es que Roderic de Borja, por su cargo de vicecanciller de la Iglesia Romana, tenía acceso directo - 340 -
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a la correspondencia de todos los cardenales, especialmente a la de Lluis Joan y de Jaume. Él, por tanto, decidía qué escritos podían ser eliminados y cuáles podían proseguir su curso normal. En aquellas misivas provenientes de Albayda, doña María, la esposa de don Pere Milà, manifestaba ser la madre verdadera del cardenal Jaume y, por tanto, se abría una nueva vía sucesoria al señorío. Hechas las pertinentes comprobaciones en las ciudades de Sevilla y de Valencia, y confirmada la veracidad de las manifestaciones de doña María, Roderic decidió mantener esta polémica información en el más estricto secreto. Para callarla, le respondió con dos epístolas fulminantes, imitando burdamente la letra de Jaume Milà, en las que negaba categóricamente todas sus argumentaciones. Los emisarios que enviaba a Valencia le iban dando parte del paulatino deterioro físico y mental que padecía la señora de Albayda. Fue lo que le llevó a la invención de una presunta posesión demoníaca —amparada en las suposiciones de los vecinos albaidenses— para desacreditarla y quitársela de en medio cuanto antes. Lo de designar a Jaume Milà como encargado del exorcismo fue otra vuelta de tuerca en su maquiavélica trama. Con él en tierras valencianas, bien lejos de su escenario habitual, y controlado en todo momento por el obispo coadjutor de Valencia, sería más fácil concentrarse en los movimientos de Lluis Joan Milà y Borja para eliminarlo del tablero.
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El cardenal había decidido aquel domingo oficiar misa en el templo principal del pueblo de Albayda. La ocasión realmente lo merecía: doña María de las Casas Bracamonte había sido liberada de las garras de Satanás. Era, pues, menester dar las gracias a Dios por todo el bien que había traído a su sufrido pueblo albaidense. La mañana se presentó radiante y soleada, a juego con la alegría generalizada, y estuvo acompasada por jubilosos y triunfales tañidos de campana. Al término de la ceremonia, y cuando todos habían abandonado el templo, Andréu Peret, Marcell Llum y Augerón, envueltos en hábitos franciscanos, iban acompañando a Jaume Milà en dirección al castillo. Enric los recibió en la entrada principal y los condujo a la habitación de la señora. Cuando llegaron, le indicaron a Andréu Peret que esperara fuera. Marcell Llum y Augerón, ya despojados de sus capuchas, entraron detrás del cardenal. — Supongo, estimada tía, que ya conocéis a Marcell Llum, arcipreste de la noble ciudad de Xátiva —anunció Jaume Milà—. He querido traerle al vuestro castillo porque porta una información que considero relevante para vos, señora. Doña María, medio somnolienta, giró la cabeza e hizo un gesto de asentimiento.
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— Grande es también el mi gozo por volver a ver a una persona tan querida y respetada por mí —dijo Llum respetuosamente—. Y he venido para serviros y ayudaros en todo lo que humildemente pueda. Doña María de las Casas comenzó a balbucir palabras incomprensibles a cualquier conocimiento humano, por muy experimentado y docto que fuera. Entonces, el cardenal hizo gesto a Augerón para que se acercara a la señora. — Decidle en el vuestro canario idioma que nuestro mayor deseo es verla sana y libre de las garras de Satanás. Las palabras de Augerón retorcieron las entrañas de doña María, resucitando con sus sonidos ecos antiguos y lejanos de barrancos y playas, de alisios que lamen dragos, pinos y palmeras, de alcaravanes y pardelas escondidos en el rajón oscuro de sus recuerdos. María lo miró detenidamente a la cara y le preguntó en canaria lengua: — ¿Quién sois? ¿Acaso un emisario de Acorán que ha venido a llevarme a su lado? — En verdad que soy emisario de Acorán, mi señora reina Tazirga, mas no pretendo todavía correros de esta vida. Soy Augerón, el faycán de Canaria. — Augerón… Ah, mi querido Augerón… ¡Cuán diferentes somos por la obligada mudanza del tiempo! —le dijo Tazirga cogiéndole de la mano. - 343 -
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— Así es, mi reina Tazirga. Mas aunque el agua del barranco esté próxima a su encuentro con el mar, todavía mantiene la bravura de la su corriente. — ¿Cómo habéis llegado hasta acá? ¿Qué fuerzas del destino os han llevado hasta mi lado? — Muy largo de relatar es todo eso, mi reina. Mas lo que importa es que esté con vos para acallar una calumnia que al parecer en la vuestra contra han difundido algunos infames en este vuestro hermoso reino. — Sin duda, Acorán os ha enviado. Socorredme, poderoso faycán, socorredme de las garras de estos guirres que quieren hacer banquete con los mis huesos. Y en lengua canaria siguieron Tazirga y Augerón hablando por espacio de unas horas. Como vio a Tazirga excesivamente fatigada por las emociones de la conversación, decidió dejarla durmiendo, no sin antes besarle respetuosamente las manos. Luego, dirigiéndose al cardenal y al arcipreste, que infructuosamente habían estado escuchando la conversación, les iluminó el entendimiento con su rudo castellano diciéndoles: — En verdad, algo grande tengo que revelaros, Eminencia. Si gustáis, os diré todo lo que me ha contado la vuestra señora doña María, la mía adorada reina Tazirga. Decidieron salir de la habitación para dejar que la señora descansara. En el salón, en torno a la mesa de pino y con una - 344 -
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jarra de vino como buena confesora, Jaume Milà escuchó con atención las palabras de Augerón, con Marcell Llum como espectador e improvisado ayudante de traducción al valenciano.
Cuando el emisario enviado por Enric terminó de contar a Castault la historia, el obispo no daba crédito a lo oído. Ciertamente se le veía asustado por la cantidad de cabos sueltos que negligentemente había dejado. Con Llum todavía vivo, su credibilidad se podría ir al traste y los sustanciosos favores que estaba recibiendo de Roderic de Borja estarían abocados a un amargo e indeseado fin. Decidió enviar a Albayda a un pequeño grupo de soldados para detener por sorpresa al arcipreste y a ese misterioso anciano. En la sobremesa de un sábado, después de almorzar plácidamente, los guardias irrumpieron en el palacio de los Milà llevándose a Marcell Llum y a Augerón. Jaume Milà protestó airadamente por estos hechos en la Gobernació dellà Xúquer, pero no le hicieron ningún caso. Llum y Augerón fueron conducidos a la prisión de Xátiva, y al poco tiempo vieron cómo les caía una fulminante sentencia a la pena capital. Las cosas habían tomado un rumbo peligrosamente disparatado. Jaume Milà sabía que el siguiente paso era la interceptación de sus informes, por lo que decidió coger un caballo y galopar briosamente hasta el convento de Mare de Deu del Reméi. - 345 -
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Las dos religiosas se quedaron petrificadas con el relato de Jaume Milà. Al final, la locura de aquel viejo insensato se había convertido en la historia más coherente y esperanzadora que podía surgir en medio de aquel caos. Sabiéndose ya hermanas del cardenal y heredero al Señorío de Albayda, aceptaron guardar celosamente una copia de todos sus informes y conclusiones por si el Vaticano decidiera anular su trabajo y ofrecer otra versión de los hechos. A su regreso al castillo, Enric el mayordomo entregó al cardenal una carta que había llegado desde Roma. La cogió con mano temblorosa, temiendo que en su interior se encontrasen más desdichadas noticias. La carta, firmada por Ángela Rams, aunque nada tenía que ver con la trama en la que estaba envuelto, tampoco llevó paz a su atormentado espíritu. En el escrito, la susodicha dama le hacía saber que se encontraba encinta y que, aunque tiempo ha que mantiene relación estable y habitual con el cardenal Lluis Joan de Milà y Borja, tiene la absoluta certeza de que el hijo que espera es fruto de los encuentros carnales con él mantenidos en tiempos pretéritos. Una sensación de frío recorrió las cavidades de su cuerpo. Aún así, tuvo la gallardía suficiente para subir a la habitación de doña María de las Casas. — Madre, madre mía —le dijo mientras le besaba la frente—. Traigo noticias que, aunque peligrosas para mi santa carrera, traen un soplo de esperanza en las vuestras reivindicaciones. - 346 -
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Cuando terminó de leerle la misiva, María dio un sonoro suspiro y, con una sonrisa en los labios, dijo a su hijo: — Mi querido hijo Jaume, Dios Todopoderoso ha sabido colmarme de dicha en estos últimos rayos de la mi vida, haciendo gala de la su infinita justicia. Hubiese preferido que fuerais vos el nuevo señor de Albayda, mas si habéis decidido seguir la senda de la vocación religiosa, al menos tendré el consuelo de saber que tras mi muerte un Milà con sangre de mis venas será el digno heredero de estas tierras por las que tanto luché con mi venerado esposo Pere. Y con una sonrisa de satisfacción en los labios, doña María de las Casas Bracamonte, la buena esposa del señor de Albayda don Pere Milà i Centelles, la otrora reina de la ínsula de Canaria que respondía al nombre de Tazirga, entregó su alma a Dios o a Acorán Todopoderosos. Al fin y al cabo, sabía perfectamente que iba a ser bien recibida en cualquiera de estos dos celestiales reinos.
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Capítulo quinto de la parte tercera. Que cuenta la aciaga muerte del cardenal Jaume Milà y los contratiempos sufridos por Roderic de Borja en sus pretensiones al Señorío de Albayda.
El entierro de doña María de las Casas Bracamonte fue igual de multitudinario que el de su recordado esposo, don Pere Milà i Centelles. Toda la Vall de Albayda acudió a dar el último adiós a una mujer que despertó grandes cariños por su religiosidad inconmensurable y por su trato humano y misericordioso hacia pobres y desfavorecidos. El mismo cardenal Jaume Milà fue el encargado de oficiar los funerales, asistido por el párroco local Andréu Peret. Dos días después, Jaume Milá decidió volver a Roma, sabiéndose cumplidor de la misión para la que había sido encomendado. Antes de partir, quiso despedirse de sus hermanas Aina y Violant. Entre abrazos y lágrimas de despedida, el cardenal les entregó la carta de Ángela Rams y les pidió conservarla junto a las copias de los informes que en su momento les ordenó guardar. Ya en la ciudad de Valencia, hizo una corta visita a Miquel Castault. Le enseñó los informes definitivos en donde se - 348 -
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detallaban los pormenores del ritual y también las irregularidades sufridas en los últimos días. Lejos de inmutarse, el obispo pareció justificar la decisión del cardenal y le prometió colaborar en todo lo que estuviera de su mano. En el puerto, Miquel Castault le besó el anillo con gran respeto y le deseó un buen viaje. En el mismo barco del cardenal iba también un oculto emisario mandado por el prelado valenciano del ósculo… Algunos días después, Roderic de Borja recibía en su despacho la visita del recién llegado Jaume Milà. Hablaron largo y tendido de todo el proceso y lamentaron la pérdida irreparable de la señora de Albayda. Sin embargo, Roderic de Borja le consoló diciéndole que, al librarle definitivamente de las cadenas de Lucifer, su señora tía estará ahora gozando eternamente en el Paraíso. La calidad y precisión de los informes de Milà no fueron desadvertidas por el Papa, quien le dio efusivas felicitaciones en persona. Jaume Milà llegó incluso a agradecer a Roderic de Borja el que lo designara como el hombre perfecto para esa misión. Una extraña amistad comenzó a desarrollarse entre ambos. Ciertamente, Roderic estaba muy cambiado. En circunstancias normales, estos méritos recientes de Milà le hubieran hecho estallar de envidia. Lejos de lo esperado, parecía regocijarse con el torrente de lauros que comenzó a manar en torno a su pariente. Pero Jaume conocía bien al cardenal de Xátiva. - 349 -
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Efectivamente, Roderic había rentabilizado muy bien su iniciativa. Milà había recibido felicitaciones por la vasta erudición desplegada y por su impecable forma de trabajar, pero él había sido en todo momento el artífice de la trama y de su buen final, por lo que la recompensa principal, esto es, la consecución de más privilegios y un mayor escalafón social dentro de los restringidos círculos papales, era absolutamente suya. Otro paso más en su carrera hacia el ansiado trono de San Pedro. Pero, ¿qué informes fueron los que leyó Su Santidad? Estaba muy claro que Roderic se había encargado de depurar concienzudamente todo aquello que no era de su agrado. Y además contaba con su obispo coadjutor en Valencia para anticiparle muchos detalles. Marcell Llum y Augerón esperaron inútilmente la intercesión de Jaume Milà. Al poco tiempo, eran condenados a la hoguera por conductas herejes y por obstaculizar los santos trabajos del Obispado de Valencia. El párroco de la iglesia de Albayda, Andréu Peret, corría la misma suerte un mes después. La abadesa de Mare de Deu del Reméi recibía una orden de traslado a un convento de Teruel y en su lugar entraba una superiora afín a los dictámenes de Castault. Aina y Violant fueron objeto de varios registros en sus respectivas celdas, pero no encontraron nada de interés. Unos cuadrados centinelas de piedra se encargaron de ocultar en las entrañas de la pared los secretos de Jaume Milà. - 350 -
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Lluis Joan de Milà y Borja recibía de Roderic de Borja la noticia de la muerte de doña María de las Casas Bracamonte. De esta forma, tal y como en su día había decidido Su Majestad Juan II de Aragón, pasaría a ser Barón de Albayda. No lo dejó Roderic celebrar el éxito sino que, siguiendo fielmente su característico estilo, le tiró un dardo envenenado en cuanto tuvo ocasión. — En verdad que me alegro en grande medida por la vuestra consecución del título de Barón de Albayda, mi querido primo Lluis, mas me urge contaros un asunto de vital importancia —dijo Roderic de Borja. — ¿Y cuál es ese asunto que consideráis tan vital, mi querido primo? —le preguntó Lluis Joan. — No sé cómo empezar… — ¿Qué os pasa? — Graves son las palabras que os quiero decir, mas tengo la obligación de decíroslas por muy grande que sea el aprecio que os tributo. — ¡Por Dios, Roderic! Decídmelo ya aunque sea lo más horrible que pueda oír en el resto de la mi vida. — Quiero simplemente preveniros de las infidelidades de la vuestra amada Ángela Rams. Os ruego vigiléis sus movimientos. Alguien díjome poco tiempo ha que fue - 351 -
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vista en la compaña de una persona muy conocida por vos. — ¿Y quién es ese infame, Roderic? ¡Decídmelo, por Dios santo! — El vuestro primo Jaume Milà. Alguien muy cercano a mí manifestó verlos refocilando en la su casa. La cena estaba servida. Con su magistral facilidad creadora de intrigas, Roderic de Borja había conseguido enfrentar a los dos aspirantes a la Baronía de Albayda. Poco podrá hacer el pobre de Lluis Joan si intentase lavar su honor con la espada ante Jaume, consumado espadachín de fama reputada. Pero quiso el destino poner una carta favorable sobre la mesa. Con la sangre encendida circulándole por las venas, Lluis Joan se fue a su casa en busca de su concubina. No pudieron los sirvientes avisar a tiempo a la señora, que se encontraba precisamente en esos momentos recordando viejos tiempos con Jaume Milà en la alcoba. Incluso uno de los sirvientes murió atravesado por la espada cuando intentaba defender la intimidad de su ama poniéndose delante de la puerta. De una patada la abrió y allí se encontró a su amada y a su rival como Dios los trajo al mundo. En medio de gritos de “¡hideputa traidor!” se abalanzó sobre Jaume, quien con mucha suerte pudo esquivar el primer embate de su adversario. Tras saltar de la cama, agarró un candelabro que le permitió repeler el segundo ataque. Pero poco podía hacer desarmado y desnudo. En la siguiente acometida, - 352 -
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Lluis Joan le dio una certera estocada que le atravesó el pecho. Ángela, envuelta en una sábana, aprovechó el momento de confusión para saltar por una ventana. La habitación se encontraba en la planta baja del edificio, por lo que pudo salvar su vida corriendo por la calle, en donde la gente, extrañada y confusa, se espantaba por la inusual visión. Después de correr un buen rato, Ángela divisó la casa de otro de sus amantes. Tocó la puerta desesperadamente hasta que un asombrado sirviente le abrió. Tras ser conducida ante su amo, que no pudo evitar la risa por encontrarla de esa guisa, le habló de su desdicha y del peligro que la rondaba. El supuesto amante, comerciante de telas de gran prestigio y reputación en la ciudad de Roma, zarpaba con una de sus naos repleta de mercancía rumbo a Cataluña en la primera hora del día siguiente.
La
noticia de la muerte del cardenal Jaume Milà había
alterado bruscamente los planes de Roderic de Borja. Una vez que había conseguido enfrentar a los dos candidatos a la Baronía de Albayda, lo lógico era que en un combate convencional venciera Jaume a Lluis Joan. En otras palabras, con ese enfrentamiento pretendía conseguir la eliminación del propietario legal del título nobiliario. Así las cosas, la segunda parte del plan consistiría en distraer a Jaume con nuevos privilegios en la biblioteca vaticana y solicitar del rey de Aragón la titularidad de la Baronía. - 353 -
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Pero este contratiempo, aunque no deja de ser igualmente favorable, obligaba a realizar nuevos movimientos, si cabe más complejos, en el tablero de las circunstancias. Una tarde, Roderic de Borja le comentó al Papa Pío II que ya era hora de que Lluis Joan regresase a Aragón para continuar con la excelente labor pastoral que había estado desarrollando en Segorbe. Incluso, quién sabe, la prestigiosa diócesis de Lérida podría ser otro destino para él interesante. Lo de cambiar la voluntad del rey Juan II de Aragón no tenía pinta de ser un imposible. El monarca, poco tiempo después de ser coronado, estaba encontrándose con muchísimos problemas, sobre todo en el Condado de Cataluña. Unos problemas que se agravaron con la entrega forzosa del condado a su hijo Carlos. Roderic intentó negociar con el rey la Baronía de Albayda a cambio de apoyos económicos a su causa, pero se encontró con un hombre más obstinado de lo que parecía. En respuesta a su propuesta, le dijo que el asunto de Albayda ya había sido tratado y cerrado años atrás con don Lluis Joan de Milà y Borja, que pasaría a ostentar el título de Barón a la muerte de los propietarios anteriores. Sin nada que poder hacer, Roderic tuvo que sufrir en sus carnes la derrota de ver cómo Lluis Joan era nombrado Barón de Albayda a finales de aquel año de 1459. Pero poco pudo disfrutar el Milà de su nuevo título. En 1460 aparece en escena un tal Jaume de Vilaragut i Mercent, descendiente de un noble linaje de - 354 -
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caballeros que desde Cataluña pasó al Reyno de Valencia en el siglo XIII, reclamando ante el rey Juan II sus propiedades. Alegaba que los Milà jamás habían comprado el señorío a su familia, sino que don Joan del Milà, por un ajuste de cuentas personal con los Vilaragut, había conseguido del rey Martín un documento de propiedad amañado, con lo que consiguió expulsarlos a tierras catalanas, en donde habían estado residiendo hasta estos momentos. Sorprendentemente, Jaume Vilaragut ganó el pleito ante el rey y recuperó el Señorío de Albayda, ahora convertido en Baronía. Detrás de este pleito local de un noble venido a menos, la rebelde e incansable nobleza catalana, alimentada con favores y dineros vaticanos, buscaba el talón de Aquiles de Juan II. En el año del Señor de 1461, el rey Juan II era obligado a acatar la Capitulación de Villafranca del Penedés, donde se le prohibía la entrada a Cataluña sin permiso y se limitaba notablemente su autoridad real. El 23 de septiembre de ese mismo año moría en extrañas circunstancias Carlos, el hijo de Juan II, a quien tuvo que entregarle en su día el gobierno de Cataluña de forma obligatoria. Esta muerte y el incumplimiento de lo pactado en Villafranca del Penedés desencadenaron, un año más tarde, una guerra civil en Cataluña, que coincidió con la revuelta de los payeses de remensa. Juan II había logrado mantener la fidelidad de Aragón, Valencia y Sicilia frente a la revuelta de Cataluña, donde se le consideró desposeído de la Corona. - 355 -
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El ejército de la Generalitat de Cataluña, bajo el mando de Roger Pallarés, sitió a Juana, la esposa del monarca aragonés, y a su hijo en su fortaleza de Gerona. Pero la reina supo defenderse durante cuatro meses hasta que llegaron las tropas del rey que, apoyadas por tropas del rey francés Luis XI, obligaron a levantar el cerco. El precio que se pactó por la ayuda francesa fue de 200.000 doblas de oro, a pagar en el plazo de un año; como garantía de pago, se ofrecieron la Cerdaña y el Rosellón, que pasarían al reino francés en caso de no efectuarse el pago, como así fue. Durante esta larga guerra, los catalanes habían decidido ofrecerse al mejor postor. Primero llegó Enrique IV de Castilla, sobrino del rey aragonés, que fue incluso nombrado conde de Barcelona, pero la nobleza catalana le forzó a abandonar Cataluña. Desde Roma, Roderic seguía ofreciendo apoyos a los rebeldes catalanes, principal punto débil de Juan II, un rey que con sus acciones ya se le había atravesado en el gaznate. Los catalanes depositan sus esperanzas en un nuevo candidato: el condestable Pedro de Portugal. Contra todo pronóstico, el gran portugués fue derrotado en la zona de Calaf por las tropas del Infante don Fernando, que entonces sólo contaba con trece años de edad. Juan II seguía con su acoso a los catalanes, ya ciego y viejo. Ahí fue cuando Roderic decidió aparcar momentáneamente la causa. Determinó que lo más prudente era esperar que muriera el - 356 -
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longevo rey aragonés, que por ese entonces pasaba de setenta años, y negociar con el heredero a la Corona, el príncipe don Fernando. Jaume de Vilaragut, que había estado apoyando con tanto entusiasmo a los catalanes, era detenido y encarcelado en 1467. Moriría ajusticiado meses más tarde. Cuatro años después, Lluis Joan de Milà y Borja adquiría la Baronía de Albayda a la viuda de Vilaragut, doña Beatriu Català de Valeriola. En 1472, las tropas de Juan II y de su hijo Fernando consiguen entrar en Barcelona, obligando a los rebeldes a rendirles obediencia. Juan, por razones de Estado, se mostró clemente con los vencidos, renunció a la venganza y concedió el perdón. En octubre de ese mismo año, la guerra acababa con la Capitulación de Pedralbes. La rebelión catalana por fin había sido sofocada y el príncipe Fernando, que ya era consorte de la Corona de Castilla al haberse casado en 1469 con la reina Isabel, se perfilaba como la persona idónea para retomar las conversaciones sobre la Baronía de Albayda. Sin embargo, en 1477, tuvo que soportar Roderic de Borja otra bofetada más del destino: el viejo rey Juan II había elevado la Baronía de Albayda a la categoría de Condado. Era el pago a Lluis Joan de Milà por los servicios prestados al rey en su lucha contra su hijo Carlos de Viana y contra los rebeldes catalanes. Un año más tarde, el hijo de Lluis Joan de Milà y Borja y de - 357 -
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Ángela Rams se casaba con Leonor de Aragón, convirtiéndose de esta manera en el primer conde de Albayda. La paciencia es amarga pero su fruto es dulce. Eso fue lo que debió pensar Roderic de Borja aquel 19 de enero de 1479 cuando, a la friolera edad de 82 años, moría por fin el maldito Juan II de Aragón. Cuando fue informado de la coronación de su hijo, que pasó a llamarse Fernando II de Aragón, sopló una brisa de esperanza en el perfil gastado de sus sueños albaidenses. Una brisa que con los años trazó nuevo rumbo de Occidente a Oriente. El tiempo hizo que Roderic concentrara todo el peso de sus ambiciones en el Vaticano, dejando el blanco pañuelo de Albayda ondeando a su suerte al son de los Milà.
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Capítulo sexto de la parte tercera. Que habla de las investigaciones que el conde de Albayda, don Jaume Milà i Rams, realiza en las ciudades de Lérida y de Roma.
Jaume Milà i Rams encontró en el viejo y oscuro cofre tantas cosas de interés que vino a salir de su habitación cuando ya era de noche. Y porque su esposa había mandado a Tomé para que bajara a cenar, pues de otra forma se hubiese quedado hasta el día siguiente entre aquellos documentos si lo hubieran dejado. Entre los preciados hallazgos del cofre, lo que más llamó la atención a Jaume fueron dos cartas firmadas por el cardenal Jaume Milà en las que descalificaba a doña María de las Casas Bracamonte de farsante y pretenciosa. Al parecer, la antigua señora del castillo quería demostrar una maternidad en todo momento negada. Esto le hizo cavilar durante un buen rato. Sabía que Jaume Milà era sobrino de Pere Milà i Centelles e hijo bastardo de un hermano suyo de nombre Ferrán. Y también oyó decir que había muerto en trágicas circunstancias en una pendencia callejera por asuntos de vino y de meretrices. Un triste y vergonzoso final para alguien que había alcanzado cotas de gran prestigio y reputación en el selecto círculo vaticano.
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De repente, se sintió atraído por el personaje de su homónimo pariente y decidió indagar más en su biografía. El haber sido fruto de amores fuera del matrimonio, al igual que él, fue elemento decisivo para conquistar sus simpatías. Pensó que su padre, don Lluis Joan de Milà y Borja, podría darle la información que necesitaba, por lo que no dudó en emprender un viaje hasta la ciudad de Lérida. En la lujosa residencia episcopal leridana, su llegada fue recibida con gran alegría por su padre. — Mi adorado hijo Jaume, cuánto me alegro de veros — dijo el obispo—. La paz del Señor sea contigo. — Y con tu espíritu, amado padre —respondió Jaume. — ¿Qué os ha traído por estas tierras de Lérida? ¿Acaso nuevas investigaciones para la gran enciclopedia que estáis escribiendo? — Así es, padre. He terminado por fin la redacción del segundo volumen, en el que hablo de la historia de los reinos de Hispania, poniendo el mayor interés en el nuestro Reyno de Aragón. — No sabéis cuán orgulloso me siento de vos, hijo mío. Sin duda, estáis llamado a ser uno de los mayores eruditos de toda la Corona. — Dios os oiga y os asista, padre. - 360 -
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— ¿Y qué pensáis escribir a partir de ahora? — He decidido componer un tercer volumen que explique la historia de los linajes Milà y Aragón. — Una gran idea, muy digna de ti. — Tengo pensado comenzarlo en muy breve tiempo. Ahora estoy buscando toda la información necesaria para la su redacción. Y he venido a molestaros porque me gustaría que vos me respondierais algunas preguntas. — Por supuesto, hijo mío. Haré todo lo que humildemente pueda. Durante un largo rato estuvieron hablando de los orígenes de la familia Milà. Se remontaron a los tiempos de Arnulfo y de su hijo Ramón de Milà, reconquistador en 1244 de la plaza de Xátiva al servicio del rey Jaume I y padre del primer señor de Massalavés… Curiosamente, Jaume Milà i Rams había encontrado abundantes datos sobre los primeros Milà. Sin embargo, había detectado grandes y graves lagunas en las últimas tres generaciones. Cuando se interesó por las personas de Pere, de Ferrán y de Jaume Milà, el rostro del obispo de Lérida dibujó agrias facciones y ya no daba respuestas sino simples y burdas evasivas. Esta salida dialéctica extrañó muchísimo a Jaume, puesto que desde siempre había oído a su padre hablar con gran orgullo del linaje de los Milà y de su importancia en el Reyno de - 361 -
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Aragón. Le vino al recuerdo una imagen de la infancia en la que aparecían él y sus dos hermanos Lluis y Caterina sentados en el suelo junto a la chimenea, escuchando con gran atención las palabras de su padre, bajo la atenta y dulce mirada de su madre, entretenida en labores textiles. — ¿Es necesario que habléis de esas tres personas, hijo mío? — Justo es incluirlas si quiero que mi obra merezca todos los respetos por su erudición y profundidad. ¿Qué manchas tan graves tienen las sus vidas para que os toméis tantas precauciones, padre? — No quiero que veáis en mí nada personal, hijo mío. ¡Dios me guarde y me libre! De hecho, Pere Milà fue un hombre respetado en todo el Reyno de Aragón y enormemente apreciado por su rey Martín I. Ferrán y su hijo Jaume sí que tuvieron vidas azarosas, marcadas por el juego, el vino y las mujeres de baja reputación. — Sin embargo, Ferrán fue un riquísimo mercader en Sevilla y su hijo un laureado cardenal de la ciudad de Roma. — Así es, no os lo niego. Mas supongo que en esa vuestra obra no iréis a recrearos con amplias descripciones de los vicios humanos. Además de quitar lustre al vuestro formidable trabajo, os podría acarrear problemas con la Inquisición… - 362 -
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— Cierto es. Mas no he conocido brazo con tal fortaleza que pueda doblegar a la verdad… Dos días estuvo Jaume Milà i Rams en Lérida revisando actas eclesiales y documentación diversa hasta que decidió partir hacia Zaragoza para recabar información sobre la familia Aragón. Estuvo hojeando libros de gramática porque le pareció que lo primero que debía hacer era explicar la etimología de la palabra Aragón. De esta manera pudo comprobar que este apellido se relaciona con el nombre de la Corona y a su vez con el río Aragón. Las fuentes de este río son dos: una que desciende por Canfranc y otra por Echo. Dichas fuentes nacen del mismo macizo montañoso, formando casi una curva que se cierra en San Ciria, en la canal de Berdún. Y a esa doble personalidad del río responde su nombre, que es plural en el idioma del que procede: el ibérico o vasco-íbero. En su grafía primitiva es Ara-ue-on pero, deshaciendo el diptongo –ue (siguiendo la tendencia natural del aragonés, en donde la ŏ breve latina no diptonga), resultaría la forma Ara-go-on. Hay que señalar que –on es la desinencia de genitivo plural en vasco-íbero, la forma –ue (o güe) significa ‘agua’ o ‘río’, y ara- en íbero se traduce como ‘peña’ o ‘montaña’. Aclarados los sentidos de sus tres componentes, Aragón significaría ‘ríos de la montaña’. Volvió a Albayda con muchísimos datos de la familia Aragón, cosa que alegró sobremanera a su esposa Leonor. La escritura - 363 -
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del tercer tomo estaba avanzando a un ritmo más rápido del inicialmente previsto. Pero también sabía que en cuanto principiara la redacción de los capítulos dedicados a los Milà, tendría que emplearse más a fondo por la inexactitud de algunos detalles, lo que presumiblemente ralentizará ese vivo ritmo inicial. Como no logró sacarle a su padre toda la información necesaria en la visita a Lérida, decidió escribir a Roma para que le facilitasen más datos sobre la vida y obra del cardenal don Jaume Milà. Meses después, recibía una carta firmada por el mismísimo secretario personal del Papa en la que, con un estilo formal y muy cuidado, lamentaba no poder satisfacer su petición. Al parecer, un accidental y desgraciado incendio en una de las salas del archivo vaticano había originado cuantiosos e irreparables destrozos, entre ellos la destrucción y pérdida de muchos libros de actas e informes elaborados en las décadas intermedias del presente siglo. En nada conforme con la respuesta —le parecía materialmente imposible que la vida y obra de uno de los más importantes cardenales del siglo XV se esfumara por un accidente del destino—, volvió a redactar otra carta en la que solicitaba nada menos que una audiencia con el Sumo Pontífice Sixto IV. En la respuesta, su secretario, con el mismo estilo formal, lamentaba anunciarle que el encuentro solicitado no se podía llevar a cabo por los innumerables compromisos de gran calado que tenían - 364 -
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ocupado a Su Santidad. Sin embargo, le sugirió que investigara en los archivos de la diócesis de Valencia, puesto que ese cardenal por el que había solicitado información había sido el encargado de la realización de un exorcismo a la señora de Albayda en torno al año 1459. Aquella nueva evasiva del Papa había despertado en Jaume alguna que otra sospecha. Sin embargo, el detalle del exorcismo a la señora de Albayda —que él desconocía— le hizo decantarse por un viaje preliminar a la ciudad de Valencia. Cuando llegó a la urbe mediterránea, una violenta revuelta callejera había llamado poderosamente su atención. Según pudo saber, la población judía estaba siendo en los últimos días víctima de la represión brutal de la Corona de Aragón y de Castilla. Muchos acomodados sefardíes vieron cómo de la noche a la mañana eran saqueados sus dineros y haciendas por los buitres de la Corona, amparados en el nuevo Tribunal de la Santa Inquisición. Desde la ventanilla de su coche observó conmovido cómo la guardia real se llevaba entre grilletes a tantos hombres aparentemente inocentes para ser posteriormente ajusticiados. Su sorpresa fue mayúscula cuando el obispo valenciano, el agustino don Jaime Pérez, le comunicó que jamás existió escrito o informe alguno de ese exorcismo en los archivos de su diócesis. Tenía constancia de que su antecesor, Miquel Castault, había participado en ese ritual junto al cardenal Jaume Milà y de que el acta final había viajado a Roma sin que su autor dejase - 365 -
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copia alguna en esta sede. De la vida del cardenal Jaume Milà no encontró nada de interés. Sólo unos pocos documentos sobre diligencias rutinarias nada relevantes en las que pudo apreciar las características de su letra y de su firma. El obispo, que tenía el aspecto de ser un hombre amable y cordial, se mostró interesado en el proyecto de Jaume Milà i Rams y no puso reparos en prestarle tales escritos. Desalentado por la concatenación de infortunios, Jaume Milà i Rams decidió regresar a su castillo de Albayda para preparar un futuro viaje a la ciudad de Roma. Al día siguiente, mientras examinaba los documentos traídos de Valencia, le sucedió un hecho extraordinario. Movido por una extraña intuición, se le ocurrió comparar el material traído de la diócesis con las dos cartas que supuestamente el cardenal había enviado a María de las Casas y comprobó que no coincidían las grafías ni los trazos de la firma. Aquel detalle le hizo cavilar durante un buen rato hasta llegar a la conclusión de que aquellos papeles habían sido escritos por personas diferentes. Pero, ¿cuáles eran los que portaban la firma original del cardenal? Y por otra parte, ¿qué motivos podían llevar a que alguien se tomara las molestias de falsificar la letra y la firma de don Jaume? Sin duda, el viaje a la católica capital estaba ahora más que justificado.
La lluvia caía mansamente por las calles de Roma. Cuando llegó a la Santa Sede, Jaume Milà i Rams fue conducido a un - 366 -
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suntuoso salón en donde fue atendido por el secretario personal del Papa. El prelado vaticano, hombre enjuto y de ademanes ceremoniosos, volvió a disculpar la ausencia de Sixto IV. Le comentó que el Sumo Pontífice se hallaba muy ocupado con unos asuntos de extrema delicadeza que se estaban produciendo en Florencia, delegando en él los asuntos de cotidiana resolución. Tras hablarle del ambicioso proyecto en el que estaba trabajando, por el que el secretario pareció mostrar bastante interés, Jaume Milà i Rams prometió enviar con sumo gusto al Papa varios ejemplares de la obra que irían destinados a la biblioteca vaticana. Después de invitar al valenciano a tomar unos dulces y un buen vaso de vino, el hombre de confianza del papa le condujo a las dependencias de la mentada biblioteca. Jaume no pudo disimular su asombro ante la magnitud de las salas de lectura, cuyos inacabables estantes albergaban miles y miles de libros. También le enseñó la estancia que había sido pasto de las llamas, y vio con sus propios ojos los delicados trabajos de restauración de los que estaba siendo objeto. Con gran fortuna, algunos libros pudieron salvarse de las llamas, cosa que alegró a Jaume Milà i Rams. No dudó el secretario en enseñarle los citados libros. Mientras los hojeaban, otro sacerdote entró en la sala para indicar al prelado que debía atender otra visita de importancia. Viendo el gran interés con el que el recién llegado pasaba las páginas, decidió dejarle en compañía del cura mientras resolvía el asunto requerido. - 367 -
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El conde de Albayda encontró en aquel volumen —un libro de actas— varios escritos firmados por el cardenal Jaume Milà, cuya firma y letra reconoció con gran facilidad. Pudo comprobar que coincidían perfectamente con los oficios que tiempo atrás le prestara el obispo de Valencia. Siguió pasando hojas y encontró otras actas cuya caligrafía tenía puntos en común con las cartas dirigidas a doña María de las Casas. Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando comprobó que el firmante de aquellas páginas era nada más y nada menos que el cardenal don Roderic de Borja. Al cabo de un rato, el secretario papal volvió a la estancia en donde Jaume Milà i Rams seguía analizando trazos y firmas. — ¿Habéis encontrado datos de interés, señor conde? — preguntó el secretario con suma diligencia. — Así es —respondió Jaume—. Sin pretender abusar de las exquisitas atenciones con las que Vuestra Eminencia me ha recompensado, me gustaría pediros un último favor antes de la mi partida de regreso a Albayda. — Si está en mis manos poder otorgároslo, contad con ello. — Me gustaría solicitar una entrevista con el cardenal don Roderic de Borja. — No será fácil concertar un encuentro con el Vicecanciller de la Santa Iglesia —dijo con seriedad el - 368 -
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prelado—. Me temo que tendréis que esperar algunos días, incluso una semana. — No hay problema en lo que a mí respecta. Nunca he estado en Roma, y bueno será conocer sus calles y costumbres. Si os sirve de algo, Eminencia, decidle que soy de la su misma tierra valenciana. A lo mejor, eso podría alegrarle… — Veré lo que puedo hacer. Venid dentro de dos días para indicaros si es posible tal reunión. — No sabéis cuán agradecido os estoy, Eminencia. — Id con Dios, señor conde. La paz del señor sea con vos. Cumpliendo su palabra, el prelado vaticano le comunicó a Jaume Milà i Rams que el Vicecanciller no sólo consentía la celebración del encuentro solicitado, sino que además manifestaba su infinita alegría por la visita de un conde de su tierra. Aún así, le entregó un papel firmado —en el que figuraban el día, la hora y los motivos de la reunión— que obligatoriamente debía presentar para evitar posibles problemas burocráticos. Cinco días más tarde, Jaume Milà i Rams era recibido por don Roderic de Borja en sus dependencias vaticanas. Nada más llegar, el conde de Albayda le presentó el escrito a un sacerdote quien, tras leerlo, le indicó que esperase un momento. Jaume estaba manifiestamente sorprendido por el lujo - 369 -
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y la exquisitez que derrochaban aquellas dependencias del palacio. Un criado elegantemente vestido le invitó a tomar asiento a la vez que un refrigerio. Al verse colmado con tales atenciones, se tranquilizó pensando que el Vicecanciller se había alegrado realmente por esta visita suya. Pasado un cuarto de hora, don Roderic de Borja le daba la bienvenida. — Don Jaume Milà i Rams, qué grande alegría me causa recibir en la mi humilde casa a tan ilustre paisano, —le dijo el Vicecanciller en valenciano, cosa que agradó en gran medida al conde albaidense. — Es un infinito honor recibir las atenciones de tan santa y alta persona —respondió Milà haciendo una estudiada reverencia. — Pasad, pasad, que quiero que me expliquéis con detalle ese proyecto de investigación que estáis desarrollando. Ya en la cámara personal del cardenal, Jaume Milà i Rams detallaba las características de la enciclopedia que estaba preparando: el primer volumen dedicado a los orígenes de la Península Ibérica, el segundo en que hablaba de sus diferentes reinos y el tercero en donde se narraba la suerte de los apellidos Milà y Aragón a lo largo de la historia. Cuando llegó a este punto, Jaume Milà i Rams notó cómo la inicial sonrisa del cardenal se fue diluyendo hasta ser absorbida por un inquietante - 370 -
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ademán de seriedad. Interrumpiendo la magistral exposición del conde, Roderic de Borja dijo: — Si me permitís mi humilde opinión, omitiría algunos aspectos en ese tercer volumen, sobre todo en la parte relacionada con la vuestra familia Milà… — Con el debido respeto, ¿por qué considera Su Eminencia necesario omitir esos asuntos? —inquirió Jaume Milà i Rams. — Porque no veo acertado que obra tan rigurosa y encomiable se vea manchada por unas tristes páginas que cuentan las peripecias de un mercenario de Sevilla, de un cardenal aficionado a las meretrices y de una esclava de Berbería que llegó a ser señora de Albayda engañando a un infeliz como Pere Milà? — Con el permiso de Su Eminencia Reverendísima, son las mismas palabras que me dijo mi padre cuando fui a Lérida a buscar su colaboración. — Él sabe muy bien por qué las dice, señor conde. — No os entiendo, santo señor… — Como intuyo que el vuestro padre no supo satisfacer la vuestra grande curiosidad, os voy a contar algunas cosas que quizá no conozcáis. Tal vez después de escucharme, os convenceréis de que ese volumen, más que homenajear - 371 -
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a la vuestra familia, tan venerada y respetada en todo el Reyno de Aragón, le va a hacer un muy flaco favor. En aquella tarde, Jaume Milà i Rams vio cómo se desplomaba ante sí un muro de apariencias construido con tesón durante tres generaciones. No fue parco el cardenal en descalificaciones hacia muchos miembros de la familia Milà. Roderic de Borja comprobaba desde la atalaya de su ingenio cómo sus magistrales argumentaciones iban minando la integridad del conde. Decidió entonces coronar su discurso con un dardo envenenado y sangrante: la reyerta de Lluis Joan de Milà y Borja con el cardenal Jaume Milà. La narración del Vicecanciller católico fue cayendo en el alma del conde como una lluvia torrencial de afilados cuchillos, produciendo como respuesta un desencajado semblante que no supo ni pudo disimular. — ¿Os encontráis bien, señor conde? —inquiere Roderic de Borja, sabiéndose dueño de la conversación y de la voluntad de su interlocutor—. No sabéis cuánto siento que esta historia, que pensaba ya conocíais, os haya causado tanto desasosiego. — Pues no, Eminencia —responde afligido Jaume Milà i Rams—. No la conocía, como tantas y tantas cosas de esta familia Milà, que, siendo la mía, es la más ajena que he visto por tanto misterio escondido. — Os propongo una cosa, señor conde —le dice Roderic de Borja poniéndole la mano en el hombro—: como sé lo - 372 -
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costoso que es el vuestro proyecto, os propongo financiarlo en su totalidad, con la condición de que sólo publiquéis los dos primeros volúmenes… — Una oferta suculenta, Eminencia, mas no me veo en situación favorable para aceptarla. Me estáis ofreciendo ignorar el que para mí es el mejor libro. — No hace falta que me deis ahora el vuestro consentimiento. Tomaos el tiempo que necesitéis para decidirlo. Veréis cómo ésa será la mejor salida para el vuestro proyecto. Tenemos al servicio de la nuestra biblioteca vaticana a los mejores maestros de imprenta, traídos directamente desde tierras germanas. Veréis cómo la vuestra obra será leída en las mejores bibliotecas de toda Europa. — Francamente, Eminencia, es más de lo que podía esperar. No sabéis cuán agradecido os estoy. Mas insisto, os daré pronta respuesta desde Albayda. — Estaré encantado de apoyaros, señor conde. La paz del señor sea con vos. Con el alma hecha jirones, Jaume Milà i Rams regresaba a su castillo de Albayda. Habían sido demasiadas las emociones vividas en un viaje tan corto. Igual de numerosas han sido las averiguaciones, muchas de ellas pendientes de contrastar. Aquel tercer volumen, teóricamente planeado como colofón a la magna
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obra de sus sueños, se había convertido de la noche a la mañana en el más acerado puñal de sus pesadillas.
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Capítulo séptimo de la parte tercera. En el que se narra el regreso del conde de Albayda.
En el tiempo que duró el regreso, Jaume Milà i Rams pudo ver en su interior una auténtica cabalgata de pensamientos, ataviados con formas y estrategias de lo más variopinto. Estaba bloqueado. Por momentos sentía las tarascadas intensas de la tentación de ir directamente a Lérida a pedir explicaciones a su padre. No podía creerse que su admirado progenitor, el honorable Obispo de Lérida y cardenal con el título de los Cuatro Santos Coronados, haya sido protagonista de un crimen pasional. Tampoco le cuadró el hecho de que a su vuelta al Reyno de Aragón se reconciliase con su madre, después del flagrante agravio. ¿Piedad religiosa? ¿Amor desmedido? En otras ocasiones, su natural instinto científico y su búsqueda constante de la verdad le inclinaban a continuar con la redacción de ese maldito tercer tomo. Pero, ¿cuánto podría costarle su publicación? Sabía de antemano que iba a enemistarse con muchos miembros de su propia familia, y además perdería el suculento apoyo económico que en Roma le había brindado el cardenal don Roderic de Borja. Jaume Milà i Rams intuía que el Vicecanciller de la Iglesia Católica estaba más que salpicado por
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algunos de estos asuntos. Esto explicaría el por qué se mostró tan interesado en que ese último libro no viera la luz. Decidió pensar en sus propios recursos. Medios económicos tenía de sobra para sufragar los cuantiosos gastos del proyecto. Incluso tenía el apoyo real de don Fernando y de doña Isabel. Sin embargo, ¿merecería la pena jugarse el prestigio académico por un simple capricho? Como en la paleta de un pintor, sus cavilaciones iban adquiriendo diferentes texturas cromáticas, que producían en el lienzo de la semántica variadas y a veces contradictorias emociones. Un capricho. El ansiado tercer volumen era ahora sólo un capricho de su esposa y suyo, ideado para alimentar el orgullo de dos linajes que el amor había unido para controlar los destinos de Albayda. Aunque estuviera envuelto en un intachable rigor científico, no dejaba de ser una parte prescindible, ya que lo más importante, esto es, el análisis de los reinos de Hispania, estaba más que concluido. Una necesidad. Ese tercer volumen era también para Jaume Milà i Rams una necesidad de desahogar todas las dudas de su existencia. Sus orígenes brumosos necesitaban del sol benefactor de la identidad. Una identidad que ansiaba agarrar con toda la fuerza de sus manos, para pulirla, para darle lustre y para mostrarla con orgullo al mundo, antes de que sea devorada por las impunes alimañas del anonimato o de la calumnia. - 376 -
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Un compromiso. Con la verdad, con la ciencia, consigo mismo. El peso de sus ideales bien se asemejaba al de una pluma, bien al de una montaña maciza de plomo. Tenía en el silencio un amigo acomodado, un celoso guardián que le protegería de escándalos, de innecesarias discusiones con los suyos, de posibles enojos de sus mecenas, y que le garantizaría sin duda alguna una vida tranquila y un puesto de honor en el Olimpo de los sabios de Aragón o, quién sabe, de toda la humanidad. Pero también tenía en la palabra el arma más poderosa para sortear las fortalezas inexpugnables de la verdad. Una verdad necesaria para que el mundo siguiera su curso natural. Una verdad que, como el agua subterránea, saldrá por la primera oquedad que encuentre, aunque la obstinación de tres leguas de tierra se empeñe en devorarla con la sed más pertinaz. El agua que producirá el milagro de la vida en el desierto del desconocimiento…
La
Vall de Albayda se le presentó a los ojos como un
auténtico espectáculo de luz. Una luz que deseaba ansiosamente compartir con su amada Leonor. Con gran alegría fue recibido a las puertas del castillo. Tras besar apasionadamente a su esposa, decidió tomarse la jornada como excusa perfecta para los asuntos del placer y del amor. Y decidió también detener el vaivén de sus dudas hasta el día siguiente, cuando los rayos del sol inundasen de calma la suavidad de sus sábanas y tuviera la ocasión adecuada para volver a ponerlo en movimiento. - 377 -
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Jaume y Leonor hicieron el amor como no lo habían hecho en años. Hasta su esposa se sorprendió por el fuego tan abrasador e inusual que había traído de Roma. No en vano, el navegar por aguas tan agitadas hacía apetecible a todas luces una caricia de puerto. El puerto más seguro, que no es otro que el de la complicidad de su cónyuge. En el amplio salón del castillo, escoltado por las miradas de Pere Milà y de María de las Casas en una pared y de Lluis Joan Milà y Borja en la otra, decidió Jaume contar sus inquietudes a Leonor mientras desayunaban plácidamente. — ¿Y por qué no publicáis ese tercer volumen sin hacer mención de esas personas, amado esposo? — Sería una falta grave a la verdad, Leonor. O publico los tres volúmenes con todos los sus contenidos o, haciendo caso al cardenal Borja, saco a la luz únicamente los dos primeros. — Pues, como vos decís, mejor dos con prestigio que tres con polémica. — Así se hará, vida mía. Esta misma tarde escribiré una carta a Su Eminencia para darle respuesta de lo acordado. — No olvidéis pedirle que os dé a conocer por los otros reinos de Europa, amado esposo, que estoy segura de que él, mejor que nadie, tiene los medios necesarios para así hacerlo. - 378 -
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— Claro. No puedo desaprovechar semejante oportunidad. — No sabéis cuán orgullosa me siento de vos, Jaume. — Soy yo el afortunado por haberos conocido, mi adorada Leonor. Un año más tarde, se publicaba la Grande Encyclopedia de la Estoria de los Reynos de Hispania (Gran Enciclopèdia de la Història dels Regnes d’Hispània), un completo tratado sobre la historia de la Península Ibérica en dos tomos, entre el aplauso de los reyes de Castilla y Aragón y la satisfacción del Vicecanciller de la Iglesia de Roma. Los libros se habían confeccionado e imprimido en la ciudad de Valencia, concretamente en los talleres de Mosén Lambert Palmart, impresor nacido en la ciudad de Colonia. En poco tiempo, Jaume Milà i Rams se había convertido en el historiador más famoso de todo el Reyno de Aragón. Pronto empezó a ser reclamado por las universidades de la Península Ibérica, en donde sus tratados se convirtieron en piedra de toque angular para el magisterio de la Historia. Muchos nobles y miembros del alto clero solicitaron copias de la enciclopedia para engalanar sus bibliotecas. Su satisfacción fue mayúscula cuando sus dos tomos, originariamente escritos en castellano y valenciano, comenzaron a ser traducidos a otras lenguas del continente europeo. Según los grandes humanistas de la época, Jaume Milà i Rams había - 379 -
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calado muy hondo por su peculiar estilo y por un tratamiento novedoso de la fuentes. El éxito de la obra del conde albaidense se fundamentaba en varios pilares: una perfecta estructuración (que incidía en la rapidez y en la comodidad de su manejo), riguroso tratamiento de las fuentes, numerosas aportaciones y novedades en las investigaciones y, sobre todo, una amenidad tan envolvente que convertía la lectura de sus páginas en un auténtico placer para el entendimiento. Una amenidad que deriva del acierto de incluir muchos relatos, leyendas y cuentos de origen popular junto a los datos estrictamente oficiales. En una palabra, Jaume Milà i Rams se había desmarcado de los historiadores de su época por haber tenido el acierto de catalogar las fuentes populares como tales, y por tener la osadía de separar lo legendario de lo real, práctica frecuente en los historiadores desde tiempos inmemoriales. Esto hizo que en poco tiempo le saliesen numerosos seguidores por toda Europa.
Un domingo, Jaume Milà i Rams recibía la visita de su padre. Una visita que, aunque inesperada, no dejaba de ser grata. El obispo había decidido viajar a Albayda para estar unos días con su hijo quien, en poco tiempo, había ganado cotas inusitadas de fama, de prestigio y de reconocimiento. Después de almorzar, decidieron dar una vuelta por el pueblo y, de regreso, entraron en la iglesia para escuchar misa. La noticia de la llegada del Obispo de Lérida había despertado una gran expectación, por lo que el templo en ese momento estaba lleno a rebosar. - 380 -
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En el castillo, al calor de la chimenea y de una jarra de vino, Jaume Milà i Rams y su padre estuvieron charlando un buen rato. En un momento de la conversación, el obispo le comentó a su hijo: — Ha sido un grande acierto no publicar ese tercer tomo. Os habéis ahorrado tener que hablar de episodios vergonzosos de la nuestra familia. — En eso estoy totalmente de acuerdo con vos, padre — repuso Jaume Milà i Rams—. Son tantos los pasajes desagradables, que hasta yo mismo me he visto desbordado. — ¿Qué queréis decir, hijo mío? — Un año ha fui a Roma a indagar ciertos asuntos del cardenal Jaume Milà… Al oír este nombre, la cara del obispo se transfiguró como si un cielo radiante se viera devorado súbitamente por un ejército de negras nubes. — En ese viaje tuve la grande suerte de entrevistarme con el cardenal Roderic de Borja —continuó el conde—. Además de conseguir apoyos económicos para financiar mi enciclopedia, pude saber de su voz y palabra otros turbios asuntos que hicieron que al final me decantase por no publicar ese tercer tomo. — ¿Ah, sí? ¿Y qué os dijo ese bastardo? - 381 -
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— Pues, por ejemplo que el cardenal Jaume Milà no murió en una refriega callejera por asuntos de meretrices… La cara del obispo se fue encendiendo como una hoguera de San Juan. — Francamente, padre mío, no esperaba eso de vos… — ¿Y qué queríais que hiciera? ¿Dejar cómo ese malnacido ultrajara el mi honor mientras yo me cruzaba de brazos? — No lo sé, padre… Podíais haber hecho cualquier cosa menos violar el quinto mandamiento de la ley de Dios. Si tuvisteis la misericordia de perdonar después a la mi madre, podíais haber hecho lo mismo con él, ¿no creéis? — Probablemente, hijo, probablemente. Pero de alguna manera tenía ese ingrato que pagar cara la su osadía. — Y en esa osadía como vos decís, padre, ¿qué tenía que ver Roderic de Borja? — ¿Roderic de Borja? No os entiendo… Él fue quien me informó. Le estoy eternamente agradecido. — Tanto vos como el difunto Jaume Milà erais dos cardenales con una carrera ascendente en Roma… — ¿Qué insinuáis?
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— Simplemente que resulta sospechoso que de un plumazo se quitara a dos poderosos rivales. Muerto el cardenal Jaume Milà, y vos con las manos salpicadas de sangre… — No, no puede ser… — Negoció su silencio a cambio del vuestro envío a la diócesis de Segorbe-Albarracín. Un silencio que, como bien veis, no es ni ha sido eterno. — Dios, no… — Sí, padre. Consideradlo al menos por un momento. Si en todos estos años no os ha molestado es porque su carrera en la Santa Sede va con viento a favor y a todo trapo. No os extrañe que en el próximo cónclave salga elegido como papa… — De todos modos, hijo mío, el destino me ha sido completamente favorable. Acá en Lérida soy inmensamente feliz. ¡Quién sabe cómo hubiera terminado si me hubiese quedado en Roma! — ¿Como Jaume, tal vez? — O incluso peor. Que con su pan se coma los lauros que le tienen el seso tan sorbido. — Por eso, padre amado, por eso mismo decidí cambiar mi jugada. Yo también, como vos, tengo lo que quiero: fama, prestigio y una obra publicada de la que me siento muy - 383 -
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orgulloso, pagada, dicho sea de paso, con los dineros de ese indeseable de Roderic. Tomé, el buen sirviente portugués, interrumpió la conversación para anunciarles que la cena ya estaba preparada. El aroma de un asado impregnaba la atmósfera del amplio comedor, en donde ya les estaba esperando doña Leonor de Aragón. — Gracias por haber tenido la delicadeza de colgar ese mi retrato en el comedor, hijo —dijo el obispo de Lérida con gesto de sincero agradecimiento. — ¿Os gusta, suegro? —le preguntó Leonor de Aragón—. Ha sido mía la idea. — Pues os felicito —dijo Lluis Joan de Milà—. También es hermoso el retrato de mi tío Pere y de la su esposa. — Ahí debo deciros, padre mío, que fui yo el responsable —repuso Jaume Milà i Rams—. Pues pensé que podía desagradaros… — En absoluto —dijo el obispo con una abierta sonrisa—. Nadie que porte mi sangre puede ser motivo de desagrado. ¡Bendita y loada sea la familia Milà!
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Capítulo octavo de la parte tercera. Que habla de la publicación de las nuevas obras de Jaume Milà i Rams.
Después del éxito de su Grande Encyclopedia de la Estoria de los Reynos de Hispania, Jaume Milà i Rams decidió alejarse del mundanal ruido y dedicarse a una vida más plácida y hogareña en compañía de su esposa Leonor. Atrás quedan un sinfín de viajes, clases, reuniones con cardenales, nobles y algún rey, y una estela de lauros y dineros. Cinco años antes, mientras recababa información para su magna obra, tuvo la suerte de conocer en Ciudad Real a un militar de nombre Jorge Manrique. En aquellas tierras manchegas tuvieron la oportunidad de intercambiar ideas sobre sus respectivas inquietudes literarias. Pudo comprobar el conde de Albayda que este joven guerrero tenía algo especial que encandilaba, palpable en su forma de hablar y en el ingenio de sus ocurrencias. Pero también un extraño e inquietante halo de melancolía, que se dejaba ver sin disimulo en las estrofas de metro corto que en sus ratos libres componía. Aquella forma de hacer poesía captó poderosamente la atención de Jaume Milà i Rams. No se puede hablar de amistad entre ambos porque el destino les había concedido solamente unos días de coincidencia. Suficientes para que años después, tras conocer el triste final de Manrique, el buen conde albaidense decidiera homenajearle con un libro de poemas. - 385 -
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Efectivamente, Jaume Milà i Rams, movido por la nostalgia de aquel encuentro, decidió en su recién inaugurado retiro dedicarse a la composición de versos. Sus lecturas eran ahora más relajadas y distendidas. Coplas, romances y toda suerte de versos de amor, de vida y de muerte llenaban ahora su mesa de trabajo, otrora invadida por actas, libros de historia y documentos varios. Una tarde, cuando estaba concentrado en la confección de unos versos, recibió la visita de una extraña religiosa. Su criado Tomé le había dicho que la monja, de edad algo avanzada, respondía al nombre de Sor Violant Milà de las Casas. Rápidamente dedujo que era una de las hijas de Pere Milà i Centelles, su tío abuelo. Tras ser informado, dejó por un momento sus trascendentales quimeras para bajar con presteza al salón, en donde la religiosa le esperaba sentada. — Bienvenida a mi castillo, que es también el vuestro, hermana —le dijo Jaume Milà i Rams con sumo respeto. — La paz del Señor sea con vos, señor conde —respondió la religiosa con voz dulce. — ¿En qué puede serviros este humilde pecador? — Con el vuestro permiso, vengo a entregaros unos documentos que tal vez puedan ser de grande interés para la loable empresa que estáis llevando a favor de la historia de los nuestros reynos. - 386 -
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— Me temo que esa empresa ya ha llegado a buen puerto —dijo el conde con una abierta sonrisa—. Meses ha que decidí cerrar esa gaveta de mi vida para dedicarme a otros menesteres, si cabe igual o más placenteros. — Mas tenía entendido que estabais preparando un nuevo libro sobre la historia de la familia Milà… Al oír aquellas palabras, no pudo Jaume Milà i Rams disimular su inquietud. — En ningún momento planeé semejante proyecto. Alguien os ha informado mal… — Disculpad entonces mi atrevimiento. Pensaba que estabais escribiendo ese libro… Debo regresar al convento. — No, hermana, no os marchéis, por favor. ¿Qué documentos son esos que portáis? — Eran propiedad de mi hermano el cardenal don Jaume Milà, que en la gloria de Dios Padre Todopoderoso esté, y pensé que tal vez podría aportaros nuevas luces en la composición de ese libro. Incluso hay algunos datos que os puedan interesar de manera especial. Jaume Milà i Rams estuvo durante un momento leyendo los escritos. Examinó las incidencias del famoso exorcismo practicado a doña María de las Casas Bracamonte y se sorprendió por el cuidado tratamiento de los informes y el - 387 -
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exquisito manejo del lenguaje. Pero cuando vio la carta firmada por su madre, Ángela Rams, en la que manifestaba que el hijo que esperaba era del cardenal, comenzaron a temblarle las manos a la vez que un frío sudor circulaba por sus sientes. Leonor de Aragón, que en ese momento se había presentado con algunos refrigerios, no pudo evitar la preocupación por el estado de su esposo. Dejó la bandeja sobre la amplia mesa y, con paso presto, acudió a interesarse por él. — ¿Qué os pasa, amado esposo? —inquirió Leonor—. He visto cómo se ha ido súbitamente la color en el vuestro gesto. — Poco es que se vaya la color de la mi cara después de lo que han leído estos ojos míos —dijo Jaume Milà i Rams con la voz entrecortada. — Parece como si hubieseis visto la misma cara del diablo. — ¿Cómo se os quedaría el cuerpo si os dijeran que el vuestro padre es otra persona? — ¿Cómo? — ¿Y si encima el vuestro verdadero padre muere por la espada del otro padre? — ¿Os encontráis bien, amado? ¿Qué desvaríos son esos? — Siento haberos causado tantos males, señor conde — repuso Sor Violant mientras se despedía—. No era la mi intención venir a este castillo a sembrar desasosiegos. - 388 -
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— Ese tercer libro, hermana —dijo Jaume Milà i Rams con el aliento recobrado—, ese tercer libro tendrá que salir a la luz, le pese a quien le pese. Cuando la religiosa abandonó el castillo, un fugaz pero intenso silencio se adueñó de toda la estancia. Un silencio interrumpido por las palabras de seria preocupación de Leonor de Aragón que creyó que en ese momento había perdido el juicio su esposo. El conde, por su parte, leía y releía la carta sin todavía asumir el golpe terrible que el destino le había dado. Con todos los documentos en la mano, Jaume Milà i Rams subió las escaleras y se encerró en su habitación hasta el día siguiente. Durante toda la noche no dejaba de pensar en su particular situación. Estaba absolutamente perdido. Si ya era complicado ser un hijo concebido fuera de los cristianos cauces del matrimonio, si ya era complicado tener por padre a un obispo, ¿cómo podía asumir su nueva situación? Aquel vacío existencial lo estuvo atosigando durante varios días. Su fiel esposa decidió no separarse de él, y se prodigaba en mimos y atenciones hacia su marido. Pronto pudo darse cuenta de que su esposo seguía tan cuerdo como siempre y de que aquellas averiguaciones eran tan ciertas como la existencia de Dios Nuestro Señor.
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Un día, mientras paseaban cogidos de la mano por uno de los prados cercanos al castillo, Jaume Milà i Rams le dijo a su esposa. — He decidido proseguir los trabajos de redacción del tercer libro, Leonor. — ¿Acaso habéis sopesado los riesgos que os comporta tal osadía, mi amado Jaume? — Nunca serán completas las precauciones, prenda mía. Mas decidme, decidme aunque se os vaya la vida en ello, ¿cómo aplaco este fuego interno que me abrasa y me consume? —
Tengo un grande temor de veros envuelto en problemas.
— No tenéis que temer por nada. De momento, voy a proseguir con las mis investigaciones y, por otra parte, escribiré a Lérida para decirle a su señor obispo que no le guarde prendas a este hombre que ya no es el su hijo. —
Le destrozaréis el corazón…
— ¿Así lo creéis? Más destrozado que el mío, seguro que no ha de estar. Durante varias semanas, el cometido principal del conde de Albayda consistía en visitar, día por día, el convento de Mare de Deu del Remei. En la primera entrevista mantenida con Sor Violant, recibió muchas palabras alentadoras que le consolaron el alma. Le decía la religiosa que en su día había tenido las - 390 -
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mismas sensaciones que él cuando un misterioso anciano le contó en este mismo convento la vida de su madre, doña María de las Casas Bracamonte. Conoció Jaume Milà i Rams en esos encuentros muchísimos detalles de los anteriores señores de Albayda. Supo de las decepciones sufridas por Pere Milà tras el fracaso del Compromiso de Caspe. Supo de la azarosa vida de su esposa, a la sazón vendida como esclava en la ciudad de Sevilla. Supo también de la brillante carrera del cardenal Jaume Milà, truncada por ese desafortunado encuentro con Lluis Joan de Milà y Borja. Y supo, en definitiva, que el destino le había regalado un matiz de coherencia en la inconexión de sus orígenes. Siguiendo los cauces de su nueva identidad, él y sólo él era el único heredero legal del Señorío de Albayda. No hay mal que por bien no venga. En aquellas sesiones, mientras anotaba todo lo que le contaba su ahora tía Sor Violant, le llamó especialmente la atención la arriesgada vida de su abuela, la otrora reina de la ínsula de Canaria. También le resultaron llamativas las coincidencias de su persona con la de su padre, sobre todo en lo que respecta al excelente manejo de la pluma de ambos. “Habéis heredado el coraje de la vuestra abuela y la inspiración del vuestro padre”, le decía con satisfacción Sor Violant. — ¿Y qué fue de la vuestra hermana, mi tía Sor Aina? — preguntó el conde una tarde. - 391 -
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— Ha varios años que entregó la su alma a Nuestro Señor. También fue agraciada con ese valiente coraje que bien veo es la seña de la nuestra familia. — ¿Ah, sí? ¿Y por qué decís eso, querida tía? — Porque supo lidiar como nadie en las adversidades. A pesar del acoso del obispo de Valencia, don Miquel Castault, supo esperar su momento. Con el tiempo, consiguió del nuevo obispo su nombramiento como madre superiora de este convento. Me consta, querido Jaume, que la vuestra tía murió en olor de santidad. — Así también lo haré reflejar en el libro. No os preocupéis. — ¿Y cómo me vais a describir a mí, Jaume? —le preguntó Violant con esa ingenua sonrisa que, a pesar de los años, nunca perdió. — Pues, como decía el viejo Augerón, con la misma belleza y dulzura que la vuestra madre. Sin duda, seréis la santa más hermosa de la cristiandad. Ya lo veréis.
Cinco meses más tarde, Jaume Milà i Rams viajaba a la ciudad de Valencia. Iba acompañado de su esposa y en su equipaje llevaba un preciado tesoro: dos manuscritos, uno en verso y el otro en prosa. El primero de ellos, dedicado a la memoria de Jorge Manrique, estaba escrito en castellano y se titulaba Coplas del infortunio; el segundo, más voluminoso y - 392 -
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escrito en valenciano, llevaba el título de Història dels llinatges Milà i Aragó. En el taller de imprenta, el maestro Mosén Lambert Palmart les esperaba con impaciencia. — Señores condes de Albayda, cuánta ilusión me produce ver a gente tan distinguida por este mi humilde taller — dijo el impresor con su característico acento extranjero. — Grande también es el placer de confiaros nuevamente el producto de la mi inspiración —le contestó Jaume Milà i Rams. — Y bien veo que es inagotable la vuestra fuente de sabiduría puesto que traéis no uno sino dos manuscritos. — Sólo vos sabéis como nadie convertir estos modestos legajos en libros de auténtica categoría. — Gracias os doy por los vuestros halagos. — ¿Cuándo creéis que puedan estar impresos, Mosén Lambert? — Es grande la demanda que tenemos en este taller, mas estimo que antes de que llegue el nuevo año, tendréis las vuestras dos obras en la calle. — Vuelvo a confiar en la vuestra pericia. Espero que no me defraudéis. — De ninguna manera, señor conde. - 393 -
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— Ahí os dejo una buena cantidad económica en concepto de anticipo. ¿Será suficiente? Mosén Lambert Palmart, después de contar el dinero, le dijo. — Es más que suficiente, señor conde. Con esto, casi tenéis pagado el costo de todo el trabajo. El destino quiso que aquel año del Señor de 1481 comenzara con mal pie. Un día, un mensajero proveniente de Valencia trajo nuevas del taller de imprenta. En el escrito, Mosén Lambert Palmart le contaba que había tenido algunos problemas con el tribunal de la Santa Inquisición. Al parecer, había algunas páginas de la Historia de los linajes Milà y Aragón que no habían resultado del agrado de los inquisidores y que, por tanto, si su autor deseaba publicar tal obra, era imprescindible que se ajustara a los dictámenes de la censura. Airado, Jaume Milà i Rams decidió volver a Valencia. Después de intentar inútilmente convencer al impresor de que siguiera con sus trabajos, optó por coger los manuscritos y buscar más talleres. Encontró en la ciudad otro, de menos fama que el anterior, regentado por un judío converso, de nombre Lope de Mendoza, quien aceptó el trabajo, aún a sabiendas del riesgo. Un mes más tarde, el conde volvía a la ciudad levantina para recoger sus manuscritos y un ejemplar completamente terminado con la intención de que lo inspeccionase. Fue el único que pudo imprimirse porque, a poco de marcharse Jaume Milà i - 394 -
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Rams a Albayda, Lope de Mendoza era encarcelado y su taller destruido.
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Capítulo noveno de la parte tercera. Que cuenta los problemas del conde de Albayda con el Tribunal de la Santa Inquisición.
Dos sujetos siniestros se habían presentado en el castillo de Albayda preguntando por Jaume Milà i Rams. Las dos personas manifestaron ser miembros del Tribunal de la Santa Inquisición y venían con la orden de registrar el domicilio del conde para localizar el manuscrito de la Història dels llinatges Milà i Aragó. El conde los atendió con suma hospitalidad en el salón. Pero estos enviados no se dejaron embaucar por el buen carácter de Jaume Milà i Rams y le ordenaron con voz de pocos amigos que le entregasen el polémico manuscrito. Como el anfitrión se negó a hacer favores a tan desagradables invitados, fue objeto de un forcejeo que tuvo que resolverse con la intervención de la servidumbre del castillo, capitaneada por el fiel Tomé. Tras ser expulsados, los miembros de la Inquisición amenazaron con volver para llevárselo preso e incendiar el edificio si fuera preciso. Otro de los sirvientes le propuso a su amo una rápida huida, para evitar ser capturado por la guardia real, que no tardaría mucho tiempo en personarse en el castillo para proceder a su detención. Desoyendo las recomendaciones, se puso a hablar con - 396 -
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su esposa Leonor durante un buen rato. Ella le aconsejaba que saliera al galope de Albayda en dirección a Alcoy, en donde vivían unos parientes suyos. Jaume parecía haberse quedado sordo ante cualquier sugerencia. Tenía el firme convencimiento de que no había cometido ningún delito, por lo que, tarde o temprano, el tribunal de la Santa Inquisición acabaría liberándolo. El temor no podía poner sus huevos en aquella cabeza tan fría. Hubieran muerto al momento en la intemperie de sus convicciones. Una hora más tarde, la guardia real, en algarabía de voces y de equinas pezuñas, llegaba al castillo. Jaume Milà i Rams había ordenado a sus sirvientes que abrieran la puerta con absoluta tranquilidad. A su esposa, a quien en aquellos cruciales momentos tuvo que secarle alguna lágrima, le había dicho que no temiera y que pronto iba a resolverse el malentendido. Sin oponer ningún tipo de resistencia, el conde de Albayda se entregó a la guardia real. Fue conducido a la prisión de Xátiva. Tras el registro, los guardias localizaron en la habitación del conde el manuscrito objeto de la polémica. Sin embargo, no repararon en que el luso Tomé había salido a todo galope antes de su llegada. Su amo le había ordenado en la angustiosa espera que abandonara el castillo cuanto antes por haber sido el autor material del encontronazo con los dos miembros del tribunal. En su rumbo apresurado hacia la localidad de Bocayrent, en donde vivía un hermano suyo que se ganaba la vida como carpintero, - 397 -
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llevaba en las alforjas el tomo de prueba que Lope de Mendoza había entregado a su amo en la ciudad de Valencia. Sin consultarlo con el conde, pensó como mejor solución esconder el libro para devolvérselo en cuanto amainara la tormenta. Otra prueba más de su inquebrantable fidelidad. En el castillo de Xátiva, ahora convertido en prisión de la Corona de Aragón, Jaume Milà i Rams recibía una semana después la visita de su esposa. Tristes eran las noticias que portaba. Por un lado, le contó que el bueno de Tomé había sido sorprendido por la guardia real en Bocayrent y condenado a la pena capital. Por otro lado, le traía una carta firmada por su otrora padre, el Obispo de Lérida, en la que le hacía saber que estaba haciendo las gestiones oportunas ante el rey Fernando para reclamar para sí el condado de Albayda. En la susodicha misiva, don Lluis Joan de Milà y Borja justificaba la reclamación en el engaño de su paternidad. Añadía que Jaume Milà i Rams, que ya no era hijo suyo sino del adulterio, no podía ostentar el título de conde de Albayda, y que tal usurpación debía ser a todas luces reparada. Jaume Milà i Rams vio cómo el mundo comenzaba a desplomarse ante sus propios ojos. Para más inri, se enteraría tiempo más tarde en otra visita de su esposa que quien había instigado a la Santa Inquisición a cometer tales desagravios había sido también el propio Obispo de Lérida. - 398 -
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El mensajero llegó a la cámara del Vicecanciller de la Iglesia con una noticia que despertó la sorpresa en el rostro del destinatario: el conde de Albayda encarcelado y el Obispo de Lérida dando coletazos en el redil del desengaño. Un cuadro cuanto menos pintoresco y digno de cualquier tipo de alcahuetería. Lo de la paternidad del difunto cardenal Jaume Milà le daba si cabe otro giro de tuerca cuya imprevisibilidad consiguió incluso desconcertar al dueño absoluto del desconcierto. Sin embargo, aquella conversación mantenida en este mismo lugar hace tiempo había despertado en Roderic de Borja unas inexplicables simpatías hacia la persona del conde albaidense. Tal vez porque descubrió en sus palabras que el único e ingenuo afán que le movía eran la ciencia y la literatura. Dos inclinaciones que en nada hacían peligrar sus pretensiones. Por el contrario, las reclamaciones de su primo Lluis Joan de Milà y Borja sí que merecían un análisis más detallado, porque traían el calor suficiente para provocar un incendio devastador. Era necesaria una respuesta. Una más que pronta respuesta. Roderic cogió su pluma con pulso firme, como es habitual en él cuando toma decisiones, y dedicó un par de horas de su jornada a la escritura. Una escritura exenta de ornatos y florituras pero contundente en el mensaje dirigido a sus receptores. Por un lado, le pedía al rey Fernando II la inmediata liberación del conde de Albayda. Alegaba en su favor que don Jaume Milà i - 399 -
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Rams no suponía ningún tipo de amenaza a las buenas y santas formas del decoro por la asepsia de sus intenciones. El conde es un inofensivo hombre de ciencia, movido por un innato afán de búsqueda de la verdad, y consideraba el Vicecanciller romano excesivo el castigo a él impuesto por tal inocente imprudencia. Al fin y al cabo, si el Tribunal consiguió destruir los manuscritos, no existía razón alguna para seguir torturándole con un injusto presidio. Por otro lado, solicitaba al rey aragonés que desatendiera las pretensiones del obispo leridano, escudadas en la pérdida de su hijo más preciado en el abismo insondable de la perfidia de su amada Ángela. Una sinrazón que no merecía más atenciones. Con todo, tuvo Roderic de Borja la previsión de escribir otra carta al obispo anunciándole nuevos privilegios eclesiales para compensar sus frustraciones. La archidiócesis de Tarragona no andaba viviendo precisamente sus mejores momentos, por lo que no vio descaminada una propuesta de impulso que fuera liderada por el propio Lluis Joan de Milà y Borja. A los pocos meses, Jaume Milà i Rams era liberado entre la alegría de su esposa Leonor y de toda su servidumbre. Por el contrario, el nuevo responsable de la Archidiócesis de Tarragona recibía la amarga noticia de la desestimación real a sus aspiraciones condales. Lluis Joan de Milà y Borja decidió entonces concentrarse en sus ejercicios pastorales y zanjar definitivamente el asunto de Albayda. Aunque la llama nunca consiguió extinguirse… - 400 -
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En su regreso al castillo, el conde de Albayda recibió la triste noticia del fallecimiento de su tía Sor Violant Milà de las Casas. Flores y versos fueron los presentes que le llevó al sepulcro que todavía olía a rosas y a su santa presencia. Sobre la cruz de su tumba clavó Jaume Milà i Rams una pequeña tabla en la que podían leerse estos versos:
"Sancta e justa religiosa que sana los corazones con amor. Colmen tu estela gloriosa los eternos galardones del Señor. De la su tez la hermosura, de la su alma la piedad et el bien, del su sino la segura et emérita eternidad con Dios. Amén."
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Capítulo décimo y último de la parte tercera. En el que se narran hechos de la última fase de las vidas del conde de Albayda y de su padre, y también de Roderic de Borja, Papa Alejandro VI.
Un cancionero extraordinario estaba haciendo furor entre los lectores castellanos y aragoneses en las postrimerías de la octava década del siglo. Un nuevo proyecto ideado y ejecutado por el conde de Albayda que, contando con el apoyo de los Reyes Católicos y del cardenal don Roderic de Borja, había vuelto a satisfacer las expectativas en torno a él creadas. La calidad de los poemas seleccionados, auspiciados por la fama acreditada de sus autores, y la magnífica progresión de los temas y locus poéticos volvían una vez más a encumbrar a Jaume Milà i Rams. Olvidado el lapsus de su Història dels llinatges Milà i Aragó, la vida del conde albaidense volvía a deslizarse por la senda del triunfo y del reconocimiento. Y del perdón también. En aquellos últimos años del siglo XV, decidió acercarse a su antiguo padre. Al fin y al cabo, los hijos, más que de la sangre, son del cariño, de la crianza y del roce diario. El cromosoma del amor no es hereditario, pero identifica y caracteriza a todos los - 402 -
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individuos de la estirpe humana. Como un sello, marca las vidas de todos los mortales. A los más afortunados, les imprime con su tinta visible y sonora el lienzo de sus existencias; a los más desgraciados, su débil y borrosa impronta confunde sus almas y las extravía en los bosques oscuros del odio y del egoísmo. Un buen día, tuvo la feliz idea de viajar a Tarragona con su esposa y sus hijos Leonor y Cristófol. Grande fue la sorpresa de ellos cuando hallaron, en vez de un hombre resentido y rencoroso, a un apacible anciano con la tez surcada por la nostalgia y por las lágrimas. En cuanto Jaume Milà i Rams se encontró cara a cara con su padre, se fundieron en un abrazo tan intenso que iluminó si cabe más el círculo fulgente del sol, calló por un momento la voz silbante del viento y paró a todo un ejército de nubes que, ataviadas con blancas ropas de gala, desfilaban por el cielo con marcial y cronológico orden. Poco tiempo después, el castillo de Albayda albergaba a un nuevo inquilino. A su llegada pudo saber que su retrato nunca había sido descolgado del salón principal del edificio. Más bien al contrario, aquella representación pictórica de su persona había sido testigo de excepción, en compañía de Pere Milà y de su esposa María de las Casas, de innumerables episodios de copiosos llantos y de orgullos mordidos. Juntos pudieron enterarse de que el 11 de agosto de 1492 Roderic de Borja sucedía en el solio papal al recién fallecido - 403 -
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Inocencio VIII. Tomaría el nombre de Alejandro VI. Y también vieron cómo se habían ido diluyendo en los últimos años las huellas de la animadversión entre los Borja —o Borgia como ahora son conocidos— y los Milà. Cada familia tenía lo que anhelaba: los Milà, un castillo y una familia unida en Albayda. Los Borja, otro trono más —y ya son dos— en la ciudad de Roma. El siglo XV se despedía con una mirada perdida en el horizonte de poniente. Una mirada llena de esperanza y de nuevos siervos de Nuestro Señor Jesucristo. La hazaña de un navegante llamado Cristóbal Colón puso una orla dorada en el pontificado de Alejandro VI. Hasta que en agosto de 1503— siempre agosto, el mes por antonomasia de la augusta saga de los Borja—, Roderic abandonaba este valle de lágrimas, dejando tras de sí un papado y una familia marcados para siempre por la polémica. Lluis Joan de Milà y Borja viviría el último tramo de su vida rodeado de los suyos en su tierra natal. El último tramo y también el más feliz. En 1507 fallecía en Bélgida a la edad de 75 años. El conde de Albayda siguió envuelto hasta su muerte en un halo de admiración y de éxito. Sin embargo, su fama se fue diluyendo junto a la del Siglo de Oro Valenciano como un azucarillo en el café inmenso de la nueva España. La creciente - 404 -
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influencia de la potente Castilla fue sepultando en el ostracismo a la otrora fértil y exuberante cultura levantina. Muchos siglos tendrán que transcurrir para que vuelva a resurgir. Y no de la misma forma… A Jaume Milà i Rams le sucedería su hijo Cristófol del Milà d’Aragó, II conde de Albayda, quien se casaría con María de Milà i Pallás. El recio castillo ha sabido sortear con mayor o menor acierto los vaivenes de sus inquilinos, que siguieron y siguen todavía paseando sus historias particulares entre sus blancas y gruesas paredes.
FIN DE LA NOVELA
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Nota final del autor. En aras de dar cierto rigor al relato, hemos considerado oportuna la consulta de diferentes fuentes, tanto orales como documentales (recopiladas en numerosas localidades de la provincia de Valencia), así como bibliográficas y digitales. Buscando ciertos efectos en la narración, hemos asimismo insertado fragmentos de crónicas y textos del siglo XV, así como otro tipo de informaciones, cuya procedencia especificamos en la siguiente relación: a) Fuentes bibliográficas: - BERENSTEIN, Mónica. Alejandro VI. Colección Novela Histórica. Editorial Nowtilus. Madrid, 2007. (Detalles de la vida de Roderic de Borja). - HERNÁNDEZ, Pedro. Natura y cultura de las Islas Canarias. Editorial Tafor Publicaciones. La Laguna, Tenerife, 1997. (Detalles de la isla de Canaria y de la conquista del Archipiélago). - MILLARES TORRES, Agustín. Historia General de las Islas Canarias. Coordinada por Agustín Millares Cantero y José Ramón Santana Godoy. Tomo II. EDIRCA (Editora Regional Canaria). Las Palmas de Gran Canaria. 1977. (Fragmentos en cursiva que aparecen en la primera parte de la novela). b) Fuentes digitales: - ALMAGRO BASCH, Martín. “Un curioso sello episcopal de Albarracín”. Antigua: Historia y arqueología de las civilizaciones. - 406 -
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http://www.biblioteca.org.ar/libros/200233.pdf (Datos de Lluis Joan Milà y Borja). ARAGÓN INTERACTIVA MULTIMEDIA. http://www.aragonesasi.com/historia/nombre2.php (Datos etimológicos de la palabra “Aragón”). ARCHIDIÓCESIS DE VALENCIA. http://www.archivalencia.org/contenido.php?a=&pad=100& modulo=67&epis=85 (Datos de los obispos Miquel Castault y Jaime Pérez de Valencia). ENCICLOPÈDIA.CAT http://www.enciclopedia.cat/fitxa_v2.jsp?NDCHEC=00424 35 (Datos de la familia Milà i Aragó). HINOJOSA MONTALVO, José. Diccionario de historia medieval del Reino de Valencia. Tomo III. Nova composició / Biblioteca Valenciana. Valencia, 2002. http://bivaldi.gva.es/es/catalogo_imagenes/imagen.cmd?p ath=1001843&posicion=1 (Datos de varios miembros de la familia Milà y otras personalidades del Reino de Valencia). TORRIJOS, Paloma. Blog de Paloma Torrijos. Historia y Genealogía. “Los marqueses de Albaida. Valencia”. http://palomatorrijos.blogspot.com/search/label/Albaida (Historia de Albaida y notas de la familia Milà. Fragmento en cursiva que aparece en la tercera parte de la novela). WIKIPEDIA. http://es.wikipedia.org/wiki/Wikipedia:Portada (Detalles biográficos de algunos personajes, descripciones de lugares y acontecimientos históricos. Páginas consultadas: Calixto III, Alejandro VI, Martín I de Aragón, Juan II de Aragón, Compromiso de Caspe, datos de la ciudades de Sevilla, Valencia, Albaida, Massalavés, etc). - 407 -
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Es de justicia que dichas fuentes consultadas tengan mención en este libro. En Bocairent, provincia de Valencia, a ocho de mayo del año de dos mil ocho. Gabriel Quesada Marrero.
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Epílogo
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Capítulo primero del epílogo. Hola, buenas noches. ola ¿De dónde eres? de valencia y tu? Mi patria es un hogar infinito, adonde vayas es tu casa adonde mires es tu gente. valla, un poeta Se ríen porque soy hijo de un volcán… eres de canarias? Exacto. O sea que ten mucho cuidado… por - 410 -
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Pues porque todo lo que digas o pienses lo sabré con una hora de antelación. jjajajajajjja ademas de poeta eres simpatico Muchas gracias. Me encanta el sonido de la risa. Lo decía Neruda en sus VERSOS DEL CAPITÁN. “Quítame el mar si quieres, pero no me quites tu risa porque me moriría…” que bonitooooo jejejejeje. Gracias. cual es tu nombre Me llamo Gabriel. Supongo que tu nombre es Laura, ¿no? si tienes pareja? Ay, hija mía. Soy soltero de nacimiento. - 411 -
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jajajaj muy bueno ¿Y tú? a que te dedicas? No me has respondido a mi pregunta… ah perdona tampoco tengo pareja Muy bien. escribes muy bien eres profesor o trabajas en una oficina verdad? Pues no. Soy periodista. Trabajo en un periódico local de Las Palmas. “El Heraldo del Guanarteme”. ah vale Puedes verlo en www.elheraldodelguanarteme.es ok lo mirare - 412 -
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Escribo artículos de opinión. que interesante Y tú, ¿a qué te dedicas? soi cajera en un mercadona te e decepcionado verdad? ¿Eres buena persona? claro Entonces no me has decepcionado. Sólo decepcionan las personas malas. Tu trabajo y el mío son igual de importantes en la sociedad. a si? Si tú no nos vendes el alimento, los locos como yo no tendríamos energía para escribir las sandeces que escribimos. jajjajajj esta bien ¿Conoces Canarias? - 413 -
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una vez estube con un novio ace mogollon de años en tenerife estubo guai Yo soy de Gran Canaria. Cada isla del archipiélago tiene su encanto particular. Oye… dime Si te animas a visitar las islas, tendrás el mejor guía. ¡Te lo aseguro! ah valla gracias que edad tienes gabriel 39 años. Por lo que deduzco de tu nick, tienes 32 años. ¿No es así? si oye - 414 -
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Dime. tengo que irme Vaya, ahora que me lo estaba pasando en grande. tienes correo verdad? Por supuesto. Anota.
[email protected] Agrégame. si por supuesto Gracias por amenizarme la velada. igual me lo e pasado mui bien contigo Yo también. Me encantaría volver a charlar contigo. Besos para ti también.
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Capítulo segundo del epílogo.
Gabriel Quesada Marrero y Laura Llopis de Sousa se casaban en la parroquia de Bocairent un soleado día de verano de 2007. Estuvieron viviendo inicialmente en una casa de alquiler en el pueblo. Ella seguía ganándose la vida como cajera de un supermercado y él, hombre emprendedor donde los haya, fundó un periódico digital que con el tiempo adquirió fama y acreditación en toda la Comunidad Autónoma de Valencia. Laura había recibido en herencia de su familia materna un terreno y una vetusta casa en el casco de Bocairent. Sin pensarlo dos veces, el joven matrimonio decidió demoler el viejo inmueble para efectuar los trabajos de construcción de una nueva vivienda. En la excavación del sótano, los albañiles descubrieron un libro desvencijado por las inclemencias de la vida subterránea que entregaron a los dueños del solar. Con sumo cuidado, Gabriel lo examinó y, conocedor de la valía del hallazgo, contactó con expertos restauradores a través de internet. Sin embargo, decidió no entregarlo de momento a las autoridades culturales del País Valenciano porque la luz de una novela se había adueñado de sus ilusiones. Asesorado por funcionarios y vecinos de los municipios de Agullent, Albaida, Alberic, Atzeneta d’Albaida, Bèlgida, Benissoda, Bocairent, - 416 -
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Bufali, Carrícola, L’Ollería, La Pobla Llarga, Massalavés, Muro d’Alcoy, Ontinyent, Otos, Palomar, Valencia y Xátiva comenzó a escribir un relato con la intención de publicarlo o de presentarlo a algún certamen literario. Un trabajo que le tuvo ocupadas las tardes del último año y que le obligaba a viajar por la provincia valenciana con suma frecuencia. En agosto de 2008, Gabriel y su esposa Laura decidieron darse un respiro en forma de vacaciones en Gran Canaria. Hacía tiempo que el periodista no viajaba a su tierra natal y el contacto con su familia se había constreñido en la exigüidad de las líneas telefónicas. Aquel día 20 no pudieron conseguir un vuelo directo al aeropuerto grancanario, por lo que no les quedó más remedio que viajar haciendo una escala en Barajas. A las 13:00 horas estaba previsto el despegue de un avión de la compañía Spanair que operaba en código compartido con Lufthansa. El vuelo, el JK 5022, había sufrido una serie de imprevistos técnicos que forzaron un retraso de más de una hora. Finalmente, sobre las 14:20 horas, el avión hizo las maniobras de despegue. Un despegue que terminó convirtiéndose en una cabriola macabra del destino. Según anunciaron minutos después los diferentes medios de comunicación, se había producido un incendio en el motor izquierdo del avión que provocó que se saliese de la pista, se incendiase y terminase prácticamente desintegrado. 153 muertos y 19 heridos, varios de ellos muy graves, fue el triste - 417 -
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balance de aquella maniobra que nunca debió ejecutarse, ya que algunos miembros del personal aeroportuario se habían percatado de las deficiencias de la aeronave. Pero no las denunciaron. Finalmente, la desidia, el egoísmo o el exceso de confianza hicieron que casi doscientas familias del país terminaran llorando por sus seres queridos. En Bocairent hay una brisa sesgada y una casa flamante y huérfana. Hay un hombro donde solloza la muerte y un bosque de palomas disecadas. Hay una muerte para piano que pinta de azul a los muchachos y frescas guirnaldas de llanto en el museo de la escarcha…
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Capítulo tercero del epílogo.
Aquel aciago día de agosto me encontraba tomándome un café en ese local de mi barrio que en su momento bauticé irónicamente como “el bar de los solterones”. Mientras sorbía placenteramente la gruesa taza de cerámica, el sonido lejano del televisor y el intenso y cercano bullicio de la clientela (mayoritariamente soltera, como era de esperar) hicieron que concentrara mi visión en las noticias que se ofrecían en el boletín informativo de la sobremesa. Las dantescas imágenes de los restos humeantes de un avión desintegrado en el Aeropuerto de Madrid-Barajas se aderezaban con el relato emocionado de una nueva historia de llantos y de familias truncadas. Y encima, era un vuelo con dirección a Gran Canaria. Casi se me cae la taza del impacto que me produjo la noticia. Automáticamente, comencé a revisar en los circuitos de mi mente la hora de llegada del vuelo de mi buen amigo Gabriel y su simpática y guapa esposa peninsular. ¡Dios mío! No puede ser… Tres meses atrás, Gabriel me había enviado por e-mail su recién terminada novela para que le echase un vistazo y, por supuesto (para eso estamos los amigos), para corregir algún posible error que pudiera hallar en su lectura. Recuerdo que me la leí con fuición, porque ya desde el primer capítulo me había - 419 -
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enganchado su poderosa trama y, sobre todo, su pulcra prosa salpicada de matices líricos. También recuerdo el e-mail de respuesta que le mandé, en el que le precisaba con mi voz de maestrillo de adolescentes las supuestas incorrecciones detectadas. En principio, no encontré razonable ofrecer una relación bibliográfica al final del relato, ya que se trata de una obra de ficción, aunque use como referencias unas fuentes absolutamente contrastables (como yo mismo pude detectar). Lo mejor hubiera sido una digestión reposada de las tales fuentes para conseguir un vino textual posterior con más cuerpo y personalidad. Precisamente a raíz de ese sabor fuerte de licor no añejo le pude detectar otro fallo: una impulsividad de púber que le hacía deslizarse sobre la trama a velocidad vertiginosa en algunos pasajes, desoyendo la voz elocuente del lenguaje descriptivo que reclama todo lector para situarse mejor en los escenarios. La obsesiva persecución de la acción propiciaba que sus personajes aparecieran casi desdibujados. “Sé que Tazirga tenía cabellos morenos y que era muy guapa, pero no dices mucho más de ella…”, le decía en mi correo. Ciertamente, algunos personajes principales o con cierta relevancia, como pueden ser Marcell Llum o Joan Milà, no tienen ni rostro ni expresión. Muchas veces, la trama acelera innecesariamente su ritmo por el uso abusivo de los diálogos. Unos diálogos bien estructurados, - 420 -
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eso sí, y con un original toque arcaico al servico de la credibilidad. Y ese original juego de collages textuales, intercalando textos históricos sobre la época analizada, me pareció buena idea, aunque creo que llevada hasta el extremo. A lo mejor hubiera sido más acertado poner sólo algún que otro párrafo y no pasajes enteros (muchos de ellos aburridos y con excesiva información). En el otro lado de la balanza situé el acierto de la trama (muy bien desmadejada, por cierto, aunque el final deje un cierto vacío flotando en el aire, propio de tantas y tantas novelas históricas que he leído), el excelente manejo del lenguaje y el interés constante de ser riguroso y ameno. Muy interesante también me ha parecido la intención de ofrecer la trama desde varios puntos de vista. Este juego de perspectivas narrativas, junto a la forma de presentar los capítulos, conecta directamente con el autor de El Quijote. Las referencias a la novela de Cervantes son numerososas, detectables también en enunciados, expresiones y giros que se camuflan en la fronda verbal del texto. Al poco tiempo de remitirle las correcciones, Gabriel, el incombustible Gabriel, me comunicó telefónicamente su intención de presentarla al Premio Planeta. El timbre de su voz rezumaba tanto entusiasmo que era imposible tirarle de los pies para que aterrizase en la cruda realidad. Sin pretender condenar el caudal exuberante de sus ilusiones, le recomendé como mejor - 421 -
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medida publicar la novela por capítulos en su exitoso periódico digital (que, por cierto, leía todos los días). Menos mal que no se presentó al certamen, porque Fernando Savater ya estaba apalabrado de galardón y, salvo cataclismo mundial, nada ni nadie iba a cambiar los rigurosos y comerciales dictámenes del grupo editorial catalán, como así fue. Las familias de Gabriel y de Laura acordaron que el entierro se celebrara en Bocairent, por lo que todos sus amigos y seres queridos tuvimos que desplazarnos hasta aquellas hermosas tierras levantinas para darles el último adiós. Aprovechando la circunstancia, decidí quedarme un par de días más para conocer de cerca la magnificencia de aquellas poblaciones que describía en su relato. Por momentos llegué a escuchar la voz lejana y valiente de Tazirga y sus isleños Atis Tirmas lanzados a la desesperada en un horizonte que no conocía volcanes ni dragos ni palmeras. En el sepelio pude enterarme de manos de una hermana de Laura que el incunable (que Gabriel había prometido enseñarme) iba en el equipaje de la desafortunada pareja. Al parecer, su ilusión, truncada injustamente por culpa de ese maldito avión, era traerlo a Canarias para enseñármelo a mí y a otros amigos suyos del Cabildo de Gran Canaria. Han pasado ya tres años de la muerte de mi insustituible Gabriel y aquí tengo su manuscrito, que al final ni se presentó al - 422 -
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Planeta ni se publicó en su periódico digital (cerrado obviamente tras su muerte). Y, francamente, no sé qué hacer con él. Algo se me ocurrirá…
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Capítulo cuarto y último del epílogo. El Salobre (San Bartolomé de Tirajana), a trece de octubre de dos mil once.
Mi querido amigo Gabriel: El tiempo pasa y los que te apreciamos seguimos aquí en este valle de lágrimas recordándote. Esta mañana me he levantado con una bruma de pasados que asfixia el vacío matutino de mi casa. Mi buena esposa (¡qué pena que no hayas podido conocerla!) está en el trabajo y a su hijo lo acabo de dejar en el cole. Sí… Seguro que te estás descojonando en toda mi cara. Hijo mío, la vida nos da estas sorpresas. Yo, el solterón más recalcitrante de la Villa artesana de Ingenio, me acabo de casar con una muchacha excelente de El Tablero de Maspalomas que me ha convencido definitivamente de que se puede ser feliz en pareja. Tú tanto tiempo comiéndome el tarro con esa historia y al final consiguí entenderlo en una tarde de septiembre cuando iba a presentar un acto folclórico en Cercados de Espino. Allí estaba, bellísima con su traje regional. Nos conocimos, nos tomamos unas copas, hablamos de nuestras vidas… Y ya llevo un año conviviendo con ella. Tan sólo hace unas tres semanas que nos casamos. Lo hicimos en una ceremonia discreta, aquí en los juzgados de Maspalomas. Una ceremonia a la que, por supuesto, - 424 -
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estabas invitado. Decidimos no desplegar ninguna pompa. Después de firmar el papeleo, nos fuimos a almorzar al Aeroclub con nuestras respectivas familias (cada uno pagando lo suyo, porque la cosa no está para tirar muchos voladores) y tras la comida, me eché unas piezas a la guitarra y al timple con dos amigos con los que ando últimamente ensayando. ¿Te acuerdas de lo bien que me iba en Fuerteventura con mi trabajo de profesor de Secundaria? ¿Te acuerdas cuando me decías que tenía que empollar más para sacar las oposiciones? Ay, Gabrielillo, ¡cuánta razón tenías! No sólo suspendí los exámenes con la peor nota media de mi vida (un 3’5) sino que dos cursos después me han mandado al banquillo. Claro, con esto de la maldita crisis y sus asquerosos recortes, el gobierno la ha emprendido con todos los interinos y los sustitutos. ¡Menos mal que tenía derecho a cobrar las prestaciones del paro! Algo más de novecientos eurillos con los que he estado escapando hasta el mes pasado, fecha del último cobro. El curso ha comenzado y no veo atisbo alguno de contratación. Por si acaso, he tramitado la ayuda adicional de seis meses. Son sólo cuatrocientos euros, pero con eso seguiré engañando al destino hasta que salga algo decente. Y a todas éstas, mi buena esposa dándome ánimos y diciéndome que no pierda la fe, que presiente que dentro de muy poco me llamarán de la Consejería de Educación. Insisto: ¡qué suerte he tenido! Dadas las circunstancias, es muy difícil que una mujer de su categoría - 425 -
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decida unir su vida a la de un poetilla de segunda o tercera fila que sólo cuenta con unos versos tristes y ripiosos para seducirla. Acabo de encender el ordenador para seguir perfilando mi nueva obra. Llevará por título “El parado cinco millones”, en sintonía con mi estado de ánimo actual. Sé que tengo un millón de razones para no quejarme. Soy feliz, inmensamente feliz… Pero no totalmente feliz. Necesito trabajar, necesito volver a sentirme útil. Ay, Gabriel, no sale nada de nada. Ni siquiera como músico en hoteles, bares o restaurantes. ¡Con toda la pasta que gané hace años en mi etapa de estudiante universitario! A lo mejor me hubieras contratado en tu exitoso periódico como corresponsal y no estaría ahora quejándome de esta manera. Pero no es cuestión de aburrirte con mi letanía de parado que, además de tediosa, es en estos tiempos de crisis más vulgar que nunca. Hace años no había tantos desempleados y era hasta original serlo en una sociedad que vivía por encima de sus posibilidades. Pero hoy, con tanta gente esperando curro en la misma cola, los héroes de la intrahistoria somos un enjambre de moscas cojoneras, o lo que es lo mismo, lo contrario de lo que hablaba Miguel de Unamuno. Como ves, sigo empecinado con mis versos. No me termina de tentar la narrativa, primero porque soy un vago superlativo y segundo porque mi vida se mueve entre compases y estrofas. He nacido con el ritmo estampado en los genes y todo lo que hago o - 426 -
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pienso se somete a una cadencia inevitable, a una pulsión afinada de iniciativas, a un pentagrama continuo de metáforas y de licencias métricas. Todavía no he conseguido amaestrar los espumosos vaivenes del arte lírico, pero me divierte marearme entre su corriente invisible de flemas de nácar y turquesa. Tres años después de tu ida, nada ha cambiado en este panzudo y calvo soñador. Acabo de abrir el archivo de tu novela, y el nombre elocuente de Tazirga ha vuelto a asomarse en el balcón de las evocaciones. Tengo una deuda pendiente contigo, viejo amigo. Este relato no puede estar condenado a ocupar un hueco frío en uno de los polvorientos estantes de la biblioteca de Ruiz Zafón. Ese maldito avión, aunque haya quemado tu valioso incunable y tu inseparable ordenador portátil, no va a sepultar tu trabajo en una charca negra y pútrida de olvido. Por un guiño con forma de email, el destino ha querido que sea yo el único depositario de tu arte literario. Te escribo esta carta para comunicarte que estoy haciendo gestiones con varias editoriales para publicar tu obra. Parece que estoy volviendo otra vez a oír tu risa. ¡Eres el mismo demonio! Pues sí, Gabrielito, he decidido hacerlo para que no te llenen la lápida de mariposas blancas ni de ilusiones espongiformes. Pero deja de reír, que tengo otro as en la manga. Si esos cantamañanas no me dan respuesta, crearé una página web en donde no sólo cuelgue tu relato sino muchas fotografías y recuerdos de nuestra - 427 -
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amistad. Una amistad que, vive Dios, sigue su marcha triunfal sobre el adoquinado injusto y desproporcionado de la memoria. Por ti y por nosotros seguiré luchando en este país de locos; por ti y por nosotros seguiré defendiendo estas islas de lava aunque las erosione la desidia; por ti y por nosotros seguiré escribiendo versos que nunca nadie leerá; por ti y por nosotros seguiré cantando en la calle y bajo la lluvia; por ti y por nosotros seguiré amando a los míos (que también son los tuyos), incluso más que antes. Y, sobre todo, por ti y por nosotros seguiré siendo, que siempre fue mejor que seguir estando. ¡Un abrazo, Gabriel! No desesperes, que en unas pocas décadas estaremos todos juntos tomándonos unas cervezas en el bar de la juerga eterna. Tu siempre amigo, CARMELO SÁNCHEZ CABRERA. P.D.: espero que no te irrite que también haya presentado tu obra a algunos certámenes literarios. Si el destino nos sonríe, cogeré esa pasta y se la entregaré a tu familia. Bueno, deducimos algunos miles de eurillos para hacer menos pesada la cruel carga de este pobre parado. No te molestará, ¿verdad?
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