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EL LENGUAJE COMO PANTALLA FRENTE AL MALTRATO Inma Chacón Buenas tardes, Hace poco más de un mes, el entonces Presidente del Consejo General de la Ciudadanía en el Exterior, en una reunión de trabajo, pronunció una frase que nos espantó a todos: “Las leyes son como las mujeres, están para violarlas” . Dos días después, el máximo responsable de los votantes españoles en el extranjero, dimitió de su cargo y se disculpó por haber pronunciado una frase que muchos han calificado de “desafortunada”. Él adujo que no había querido darle a la frase el sentido que tenía, sino el inverso. Pero, fuera cual fuera el sentido que quiso darle a semejante expresión, implica una violencia en el lenguaje que demuestra que éste, lejos de ser inocente, se puede considerar, en ocasiones, como la antesala del maltrato machista. Y es que el lenguaje construye la realidad, no sólo la representa y la contiene, sino que es capaz de alterar los campos semánticos con los que interacciona. Existen numerosos ejemplos de cómo las expresiones sexistas influyen en la educación y en el comportamiento de los menores, y de cómo algunos hombres utilizan expresiones aparentemente banales, incluso jocosas, para menospreciar a las mujeres. De sobras es conocida la capacidad de las palabras para representar conceptos diametralmente opuestos, cuando usamos el masculino o el femenino. Sólo voy a poner a algunos ejemplos, pero nuestro idioma está plagado de ellos: zorro-zorra, perro-perra, hombrezuelo-mujerzuela, hombre público-mujer pública, soltero de oro-solterona. En los últimos años, han aparecidos numerosas guías de recomendaciones para evitar el uso discriminatorio del lenguaje. Guías que han sido fuertemente contestadas desde diversos sectores sociales e instituciones. La polémica más sonada la protagonizó la Real Academia de la Lengua Española, que, en marzo del 2012, elaboró un informe titulado “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”, en el que se analizaban varias de estas guías, elaboradas por universidades, organizaciones sindicales o instituciones públicas, como la Junta de Andalucía, el Ministerio de Igualdad o la Generalitat Valenciana . La RAE llegó a la conclusión de que las guías examinadas «contenían recomendaciones que contravienen no solo normas de la Real Academia Española y la Asociación de Academias, sino también de varias gramáticas normativas, así como de numerosas guías de estilo elaboradas en los últimos años por muy diversos medios de comunicación”. Asimismo, los académicos se quejaban de que no se hubiera contado con ellos para las recomendaciones sobre el uso del lenguaje que se introducían en las guías, y se preguntaban
cuál sería la “reacción de las universidades, las comunidades autónomas, los ayuntamientos o los sindicatos si alguna institución dirigiera a los ciudadanos otras guías de actuación social sobre cuestiones que competen directamente a esos organismos, sin tener en cuenta sus puntos de vista, cuando no despreciando abiertamente sus criterios”. No voy a entrar en la polémica que suscitaron los reales académicos con estas conclusiones, pero voy a citarles un par de párrafos de una de dichas guías: “En el lenguaje, la distinción entre lo femenino y lo masculino en sí misma no es indicativa de sexismo ni de discriminación, ya que en ocasiones resulta necesario nombrar separadamente a las mujeres de los hombres. De hecho, el uso del género gramatical cambia de un idioma a otro. Por ejemplo, en alemán el Sol es un sustantivo femenino, y la Luna, masculino. En cambio, en inglés los artículos son neutros, al igual que algunos sustantivos. En el caso de la lengua española todos los sustantivos poseen género gramatical, pero no todos aluden a realidades sexuadas. El sexismo se produce cuando estas distinciones se tornan jerárquicas y excluyentes, valorando a una de las partes sobre la otra. El problema se ubica en las sociedades y culturas cuando a la representación y significación de lo masculino se le asigna un valor superior y universal que invisibiliza y descalifica lo femenino . La polémica se suscitó en el uso de los géneros femenino y masculino, y obvió las abundantes expresiones sexistas que se utilizan en nuestro idioma y que contienen un germen inequívoco de violencia de género, lo que me lleva a preguntarme si somos conscientes de que el propio lenguaje puede influir en la reproduciendo de las desigualdades donde tiene su origen la violencia machista. Según la ONU, se entiende por “violencia contra la mujer” todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada. La ONU reconoce que la violencia contra la mujer constituye una manifestación de unas relaciones de poder históricamente desiguales entre el hombre y la mujer, que han conducido a que el hombre domine a la mujer y discrimine contra ella, impidiendo su adelanto pleno. La violencia contra la mujer es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se reduce a la mujer a una situación de subordinación respecto del hombre . Y es eso lo que sugieren precisamente las guías que tanto criticó la Real Academia de la Lengua: evitar, en la medida de lo posible, la subordinación de lo femenino a lo masculino en el uso de los géneros gramaticales. Pensemos por un momento en cuánto nos ha costado acostumbrarnos –y a muchos aún les cuesta- a la feminización de los oficios que tradicionalmente habían sido ejercidos por los hombres: abogada, médica, arquitecta, ingeniera, etc.; y en lo poco que nos ha costado masculinizar los oficios que antes eran ejercidos mayoritariamente por mujeres: modisto, azafato, enfermero y tantos otros .
Pero el lenguaje sexista no está sólo en el uso subordinado del masculino sobre el femenino, sino en el sentido que se le da a las palabras. A Michelle Bachelet, nada más ganar las elecciones para la presidencia de Chile, le preguntó un periodista si no iba a sentirse muy sola “sin un hombre que la apoyara en sus tareas de estado”. Ella le respondió que le hiciera la misma pregunta al próximo presidente, si era un hombre. Jacinto Benavente se negó a dar una conferencia en el Liceum Club, un círculo de mujeres creado en 1926 por María de Maeztu, porque decía que a él “no le gustaba hablar a tontas y a locas” . Ha pasado casi un siglo, y, afortunadamente, las mujeres hemos ganado muchos derechos que se nos negaban entonces, pero estos prejuicios se repiten en la sociedad constantemente. Y la expresión que utilizó el premio Nobel, “hablar a tontas y a locas”, la sigue recogiendo todavía el Diccionario de la Real Academia Española, en femenino y en plural, con el siguiente significado: hablar sin reflexión y diciendo lo primero que se le ocurre, aunque sean disparates. Numerosos testimonios de abusos laborales, sociales, familiares o sexuales contra las mujeres surgen en nuestras conversaciones cotidianas, en conflictos entre parejas, en los centros educativos de nuestros hijos e hijas, en el uso del lenguaje y en los chistes que circulan por nuestro entorno más cercano. Cualquiera de los que estamos aquí podría contar ahora mismo un chiste sobre las “suegras”, pero ¿cuántos podríamos hacerlo sobre los “suegros”? No estoy segura de dónde he oído la frase prefiero el No de los diplomáticos al Sí de las mujeres, pero creo que encierra mucho más peligro del que, a simple vista, pueda parecer. Supongo que el autor de tamaño disparate sólo quería decir que los diplomáticos negocian, y que las mujeres cambian de opinión, y que lo dijo más como un halago de las cualidades femeninas, que como alusión al carácter voluble de todo un género. Pero, la verdad, no imagino a nadie que defienda la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, asumiendo dichos postulados. No creo exagerar si digo que ésta y otras sentencias de parecido calado, tejen una tela de araña alrededor de muchas mujeres, que terminan siendo víctimas de la famosa “la mujer con la pata quebrada y en casa” y de otras aberraciones que abundan en el refranero español (véase por ejemplo, “la mujer y la mentira, nacieron el mismo día”, “palabra de mujer no vale un alfiler”, “febrero y las mujeres tienen en un día diez pareceres”).
Tampoco exagero si digo que el lenguaje transforma la realidad, y que algunos hombres todavía utilizan este tipo de expresiones para intentar doblegar la voluntad de sus mujeres, amparándose, entre otras cosas, en el pretendido carácter variable del sexo al que consideran débil (otro tópico que, afortunadamente, tiende a desaparecer, pero que todavía sigue vigente en el imaginario colectivo). Curiosamente, este tópico ha sido alimentado durante años, por una de las arias más famosas en toda la historia de la ópera, “La donna è mobile” (Verdi, en Rigoleto), que considera a la mujer voluble y engañosa. (La mujer es voluble/cual pluma al viento/ cambia de idea y de pensamiento. Su rostro amable y bello siempre es engañoso). Pero la mentira no es patrimonio de nadie, tampoco el derecho a cambiar de opinión, y cuando una mujer quiere decir SÍ, dice SÍ, y cuando quiere decir NO, lo dice, y lo repite, y lo grita. Y a muchas de ellas, desgraciadamente, les ha costado la vida. Numerosas instituciones públicas han reiterado su compromiso de desarrollar y de promover proyectos educativos, preventivos y de sensibilización encaminados a conseguir la tolerancia cero a la violencia, y han impulsado propuestas de “pactos ciudadanos” con el objetivo de conseguir un rechazo social a la violencia de género y visualizar modelos alternativos de convivencia, en el marco de una cultura de la paz. También en el uso del lenguaje. En dichos pactos, se dice que hemos de ser conscientes de que, la mayor parte de las veces, la víctima de violencia de género se encuentra incapacitada para romper la situación de maltrato, puesto que tiene miedo, baja autoestima, sentimientos de culpa, y un largo etcétera que le impide actuar. El entorno es, en muchas ocasiones la primera tabla de salvación de la víctima. Pero ¿hasta cuándo tendrán que gritar las mujeres maltratadas, para que la sociedad se conciencie de que no se puede permanecer en silencio? ¿Hasta dónde tendrán que lanzar sus gritos, para que todos y cada uno de los ciudadanos tome partido, y se implique activamente en el rechazo de este despropósito? Según la Federación de Mujeres Progresistas, cada quince segundos, una mujer es maltratada. Y yo me pregunto ¿Cómo actuaría la sociedad si cada quince segundos se robara un banco o estallara una bomba? Las estadísticas no pueden ser más estremecedoras. Entre el 1 de enero de 2003 y el 30 de abril de 2012, murieron 621 mujeres a manos de sus parejas o exparejas . 621 mujeres a las que la prensa identificó tan sólo por el nombre y las iniciales. 621 personas con nombre propio y dos apellidos, que tenían madre, o hijos, o hermanos, que todavía las estarán llorando. No puedo imaginar el dolor de sus familiares. No puedo imaginar que una de ellas fuera mi propia hija, muerta a manos de la sinrazón y del silencio. Sí, del silencio, porque, en
tres de los cuatro casos, no habían denunciado malos tratos anteriores. Y a la muerte no se llega de repente. A la muerte se llega después de un proceso que las mata primero por dentro. Un proceso destructivo cuya herramienta principal es el lenguaje. Un proceso de humillaciones, al que muchas veces asistimos sin tratar de impedirlo. ¿A qué se debe ese pudor, que nos obliga a callarnos delante del hombre que es capaz de anular a su compañera como esposa, como mujer, y como persona? La sociedad exige a la mujer maltratada lo que ella misma no es capaz de hacer, le pide que hable, que denuncie, que huya de una situación que sólo puede terminar en el daño. ¿Y qué hacemos los demás? ¿Cómo evitamos que el daño alcance esa cota donde ya no existe la vuelta atrás? ¿De dónde ha salido esa estupidez de que las cosas de la pareja las tiene que arreglar la pareja? ¿Acaso nos callaríamos si viéramos a un terrorista poniendo la bomba? ¿Acaso el crimen no se comete contra todos? ¿No deberíamos gritar? La ONU, al declarar el día 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, reconoce que “los derechos humanos de la mujer y de la niña son una parte inalienable, integral e indivisible de los derechos humanos universales y es necesario promover y proteger estos derechos.” Pero sólo educando a nuestros hijos en el respeto y la protección de esos derechos, sólo facilitando la creación de una sociedad igualitaria, desde la base de una educación integral, que respete los derechos de la mujer y rechace las situaciones de discriminación en la vida cotidiana, en el lenguaje, en el trabajo o en la calle, podremos alcanzar un futuro más igualitario, más feliz, y menos violento, donde ya no tengamos que contar el número de víctimas de esta lacra que nos atenaza. No creo que haya fórmulas precisas para conseguirlo, pero sí estoy segura de que cada uno, individualmente, podemos hacer mucho. Pensemos en el número de hogares donde todavía, por ejemplo, hay niños a los que se les llama “nenazas” porque ponen la mesa, hacen su cama, lloran, o les gusta el ballet en lugar del fútbol. Pensemos en el número de veces que escuchamos chistes machistas, y nos reímos. Pensemos en las ocasiones en las que presenciamos casos de humillaciones verbales por parte del marido a la mujer, y nos callamos. Y peor aún, en las veces en que escuchamos los gritos de la vecina de al lado, y no sabemos dónde meternos, ni lo que hay que hacer. Si tecleamos “frases machistas” en un buscador de Internet, el resultado es de 5.120.000 páginas encontradas en 0,63 segundos, muchas de ellas calificadas como graciosas. Como por ejemplo: • ¿En qué se parece el chicle a la mujer? Que mientras más la pisas, más se te pega. • ¿Qué es una mujer? El motor de la escoba. • ¿Por qué las mujeres deberían estudiar en un submarino? Porque, muy en lo profundo, son inteligentes.
• ¿Por qué las mujeres modernas solo tienen una neurona en el cerebro? Porque solo tienen que vigilar el microondas. Es verdad que, si buscamos frases en las que se menosprecie al hombre, el resultado no le viene a la zaga: 1.2000.000 páginas en 0,26 segundos. Lo que no ayuda a superar las diferencias, ni a promover el sentido igualitario que debería primar sobre todos y que acabaría con la violencia. Porque sólo cuando entendamos que el hombre y la mujer son iguales, a pesar de sus diferencias, acabaremos con esta manía de compararnos para demostrar la superioridad de unos sobre otros. ¿Cuántas veces habremos escuchado la frase “detrás de un gran hombre hay una gran mujer”? ¿Y cuántas veces habremos asentido sin plantearnos que dicha frase encierra un sentido discriminatorio para ellas? ¿Por qué detrás? ¿Por qué no al lado? ¿Por qué no al revés? Mejor aún, ¿por qué no independientemente? Yo creo que, para alcanzar este sentido igualitario, deberíamos ir más allá de las campañas institucionales, más allá de los programas, de los informes, de los estudios y de los pactos. El sentimiento de igualdad debe estar en cada individuo, en cada madre, en cada padre y en cada hijo. Y debe afectar, no sólo a las actitudes, sino a la forma en que utilizamos nuestro lenguaje. Porque el lenguaje no sólo construye la realidad, también se puede direccionar, también se puede moldear, y también se puede reivindicar, y sólo conociendo sus capacidades podremos transformarlo de antesala del maltrato a pantalla frente al maltrato. Yo, por mi parte, para terminar, voy a leerles un poema que escribí después de asistir a una conferencia sobre el maltrato, en la que algunas mujeres que habían conseguido salir de ese infierno, reclamaron la necesidad de que no volvieran a llamarlas “maltratadas”, porque, haciéndolo, volvían a colocarlas en el mismo espacio del que habían conseguido salir. El poema se llama “Maltratada”, y está dedicado a todas las mujeres que consiguieron curar sus heridas y recuperar su nombre. No me llames así. No dejes que tu voz reproduzca los golpes después de las heridas.
No permitas que el verdugo me marque otra vez con tu boca,
instalado en el estigma donde aprisionó mis gritos.
No me nombres de nuevo con el lazo del que me desprendí a pesar del miedo y de la sangre.
No me llames así. No. Llámame siempre por mi nombre.