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INSTITUTO SANTA TERESITA HERMANITAS DE LA ANUNCIACIÓN ÁREA DE LENGUA CASTELLANA E IDIOMA EXTRANJERO 2012
ASIGNATURA: LENGUA CASTELLANA Período: III DOCENTE: FREDDY SAÍZ RODRÍGUEZ ESTUDIANTE: ________________________________________________. CURSO: 10º-_______
"EL LENGUAJE DE LAS TEJAS" GERMÁN ARCINIEGAS
"Lo demás de las casas todo era madera y paja o terrados, porque teja, ladrillo ni cal no vemos reliquia dello." Pedro Cieza de León
Del techo pajizo a los tejados Viajando en avión podemos ver de un solo golpe techos grises de paja, tejados de barro cocido y casitas de teja metálica. Representan los tres tipos de cultura que se han turnado cronológicamente en el país. Si hay algo que le dé o imprima carácter, que "caracterice" a una arquitectura, es la manera de cubrir los edificios. Toda la personalidad de las construcciones españolas está en las tejas, la de los bohíos o ranchos en los techos de paja. En la época precolombina, así entre los chibchas como en la selva amazónica que poblaban omaguas y huitotos, ticunas y jíbaros, por toda la extensión del continente, casi siempre las casas se protegían por una cubierta vegetal. Las terrazas de los palacios, los techos de piedra eran la excepción. Entre los incas, los grandes edificios de piedra del Cuzco tenían techo de paja, como entre los mayas y aztecas. No digamos nada de las chozas comunes que servían de vivienda a los del pueblo. Es necesario salirse del mapa social de entonces, caer en tribus de una vida primitiva, para dar con las habitaciones de pieles que usaban algunos nómadas, o con las de bloques de piedra o hielo de los esquimales. Pero entre la América culta precolombina el techo de paja es la nota distintiva. En la época colonial el español introduce, con sus costumbres familiares, un tipo de construcción que cubren rosadas canales de barro en donde el tiempo va poniendo rosetas verde-azuladas de líquenes. La teja, para el español, marca la línea divisoria entre lo humano y lo divino, la frontera hasta donde llegan, de un lado sus afanes y desvelos, y del otro la trémula marea del infinito con sus ondas de un azul transparente; para hablar de lo terreno y mundano, dice: de tejas para abajo; y para referirse al orden sobrenatural: de tejas para arriba. Qué iban a suponer los pobres indios de América que la introducción de los tejados, que la raya ondulada de los aleros, del ala acogedora de la casa bajo la cual hacen nido las golondrinas, fuera como un dogma en donde se encerraran las futuras claves de su destino. El español afirmaba en la teja su cultura y su poder. En las escrituras notariales se dijo siempre: "una casa de tapia y teja", como para hacer definición de la morada de los nuevos amos. Las pobres gentes, cuando en el campo dan las señas de un camino o de una estancia, apoyan su orientación en la "Casa de Teja". La casa de teja es la del encomendero, es la de "Mi amo". "Al llegar a la casa de teja —dice el indio—, tome el camino de la derecha." "Es el rancho que queda antes de la casa de teja." La casa de teja es la casona que tiene graneros y pesebreras, patios en donde aventar el maíz o poner a
asolear el cacao, huerto en donde crecen los árboles frutales, ronda de niñas consentidas y caprichosas, blancas y limpias, cuyo ruedo de la falda lame en rueda la servidumbre de indias diciendo: ¡Qué linda que está la niña! Viene la república. Ya nada nos importa el carácter español. Queremos hacer ostentosos gestos de independencia. Nos parece que estamos dejando a la espalda la ciudad conventual. Durante un siglo repetimos: "Esto está más atrasado que la colonia», con lo cual queremos significar que eso era abismo de tinieblas. Como la independencia nos ha venido en parte de los ingleses —porque fueron los ingleses de Filadelfia quienes primero nos regalaron con la fórmula republicana, y luego Inglaterra nos prestó unas cuantas libras para ayuda de costas en la guerra—, nos da por tomar de Inglaterra la mayor colección de hábitos nuevos, con que ofender a la tradición española de los chapetones. Los costumbristas han descrito el cambio que se experimentó en las ciudades de América cuando a los alegres saraos a que convidaban nuestras abuelas y que tenían por centro de interés una taza de chocolate, sucedieron los tés, el té de las cinco, flor de la cultura inglesa, apoyada en la explotación de la India y fundada en un género de consumo colonial típicamente inglés. El mayor tono que se dieron por un siglo los americanos fue cambiar los géneros de Castilla por artículos ingleses. Ya no se volvieron a mencionar paños de Córdoba, sino ingleses. Ingleses eran los vidrios de las ventanas. El calzado inglés, el mejor. El corte del vestido, inglés. Se trocaron las casacas de terciopelo y cascadas de encajes, y chambergos, por trajes de corte inglés, por el smoking y el jaquet y el cuello duro y el sombrero duro. Hasta las indias empezaron a vestir con zarazas de Manchester, que fue la mayor influencia de la escuela manchesteriana registrada a principios de la república. Dejamos durante mucho tiempo los toros, y las cuadrillas y lanceros que corrían en caballos de sangre árabe los cachacos, por el hipódromo con carreras de jockeys y boletas de "turf". Aun llegamos a extremos más dignos de admiración: introdujimos algunas enfermedades, como el "spleen" londinense, que es fundamentalmente distinto de la hipocondría, castiza y castellana. Desde un punto de vista científico, hay algo en donde el carácter queda estampado con mayor precisión que en las tejas: la letra. Por eso se habla en la letra de caracteres. Y nosotros, a causa de la independencia, dejamos la letra pastrana española, por los "caracteres" ingleses. Pero en el curso de estas evoluciones, teníamos que acabar con las tejas. Y como primera providencia suprimimos el voladizo de los tejados, el alero, y levantamos áticos. A los nuevos ciudadanos nos dan rubor los tejados españoles, y los ocultamos. Finalmente introdujimos teja inglesa legítima, metálica, galvanizada. En edificios muy presuntuosos suelen colocarse latas para cubrirlos. Es la misma teja que usan para sus colonias los ingleses. . . Las tres épocas en que se divide la historia de nuestros tejados, y que son las épocas en que racionalmente se divide la cultura patria, están separadas por dos grandes zanjones, que sirvieron de cauce para que corriera la sangre de las negociaciones violentas que prescribe la dialéctica marxista: entre la América precolombina y la Colonia, está la guerra de la conquista, y entre la Colonia y la República está la guerra de independencia. La guerra le conquista fue un huracán desencadenado sobre chozas y bohíos, que vieron volar la paja de los techos para quedar el indio desnudo, bajo la luna brava. La guerra de independencia rompió la cáscara de barro cocido de España, rompió la vasija del alfarero en donde se guardaba el vino colonial. De todo nos queda, sin embargo, un poco. Y si levantáis las techumbres con la imaginación, si de este abigarrado conjunto de casitas que veis desde el avión: casitas de paja, casitas de barro y casitas de metal, sacáis a luz los hogares, veréis cosas dignas de una novela. Tiempos de paja, barro y cañabrava Repasando el mapa de las antiguas culturas americanas se encuentra una perfecta distribución de los tipos de casas, hecha de acuerdo con los materiales de construcción
propios de cada comarca. Los yecuanás, los jíbaros, los malocas, los huitotos y ticunas, los omaguas y los coreguajes, es decir: las naciones de indios que habitan hoy, y habitaban entonces, la hoya del Amazonas, han construido sus casas con pilares de madera y techumbres de hojas de palma. Unas veces han hecho sus casas circulares, como los jíbaros. Las malocas las han edificado en rectángulos. Es el tipo que corresponde a los pueblos situados en parecidas condiciones geográficas: los del sur de la China y Cochinchina, la mayor parte de la Oceanía y el centro de África. A medida que las condiciones climáticas cambian, cuando de la selva tropical y de las pampas se pasa a los Andes o se entra a los desiertos o al valle del Nilo, o al centro del Asia o a la cuenca del Mediterráneo, van apareciendo, lo mismo en el Africa que en Asia o en América, nuevos tipos de habitaciones. En Europa, en el Mediterráneo, prosperaron grandes civilizaciones de piedra, lo mismo que en el Egipto. Los griegos y romanos labraron en piedra sus templos y las casas principales, y en piedra construyeron calzadas y acueductos, y en piedra los famosos puentes romanos. "Desde el punto de vista geográfico —dice Vidal de la Blache—, la significación de la piedra consiste en el empleo que se haga de ella para las construcciones humanas. El granito que se desconcha bajo el golpe del martillo y el cincel, los esquistos que se cortan en losas, encuentran su empleo propio; pero la piedra de construcción por excelencia es la que se deja tallar por el cincel, dividir en cubos regulares, y pulir: es la que se presta para todas las posibles combinaciones de forma que puedan imaginarse y que crea el arte de los arquitectos. Las calcáreas y, en menor grado, las areniscas, han sido el fundamento de los grandes movimientos en el arte de construir. Existe una relación íntima entre la roca y los monumentos. Las calcáreas de Yucatán son inseparables de los monumentos mayas. Las areniscas que bordean al sur el valle del Ganges, evocan la imagen de ciudades monumentales que se suceden desde Delhi hasta Benarés, como las areniscas de los Vosgos anuncian las catedrales y castillos del valle del Rhin. En areniscas se tallaron los grabados rupestres del Sahara argelino, donde se muestran las viejas aptitudes que para el arte tiene la raza berberisca; la arenisca conserva en los edificios de Petra la admirable integridad de sus cornisas y su ornamentación. Las ciudades fortificadas de los pueblos de Colorado y de Nuevo México están construidas casi siempre con piedras areniscas extraídas en el propio lugar. Tan próxima es la relación que existe entre la piedra y la arquitectura, que muchas veces, lo mismo en Baux que en Provenza, rocas y casas se confunden en una blancura deslumbrante." Trasladando estas observaciones a nuestra América, las civilizaciones de piedra ocurrieron en los puntos geográficos en que debían ocurrir. Era absurdo que en el Amazonas se hallara un ídolo piedra, si allá un granito de ese material se tiene por una joya. Cuando Waldo Frank visitó el antiguo escenario de los incas, dijo que todo el país estaba dominado por la piedra. Ahí está la explicación de Tiahuanaco, de Cuzco, de Machu-Picchu. Y la explicación al mismo tiempo de los mayas y de los aztecas, y la de la Isla de Pascua; y en parte la de San Agustín, el santuario monumental que encierra centenares de estatuas gigantescas, y que rozaba los linderos de los chibchas, que no dejaron en piedra nada, absolutamente nada, si se exceptúan unas columnas desnudas que debieron arrastrar los indios a distancia de muchos kilómetros. De Yucatán hacia el sur y de las últimas derivaciones del imperio incaico hacia el norte, van apareciendo culturas diferentes, que no usan, que no pueden usar la piedra sino en casos excepcionales Ya en Guatemala se han descubierto monumentos en tierra cocida, en ladrillo, que tendrían su correspondencia geográfica en la cultura de Asiria o Babilonia. De México hacia el norte también desaparece la cultura en piedra, como del otro lado del Atlántico en la Europa Central. Las combinaciones de madera y barro, que defienden del rigor de las estaciones y que aprovechaban el material de las regiones, lo mismo se
presentan, desde tiempos muy remotos, en América del Norte que en Alemania o en las costas del Báltico. El hombre y su paisaje se combinan. La piedra, como es obvio, hiere nuestra imaginación con el espectáculo de lo monumental. El templo del sol de Sogamoso ha quedado flotando apenas en la leyenda, porque se afirmaba sobre estantillos de madera, estaba cubierto de paja, y los españoles lo incendiaron. Los primores que allí se guardaban en láminas de oro, en estatuas de oro y esmeraldas, cayeron en el crisol de la conquista para fundir imágenes de los reyes de España, tan monstruosas como las de los dioses chibchas. El templo del sol es ahora mito, humo, paja, cuento. En cambio, ¡qué pasmo despiertan en nosotros las pirámides y templos de Chichen-Itzá, de Uxal o de Labna! ¡Qué júbilo el descubrir los gigantones de piedra de San Agustín o de Inzá! Yo me pregunto si las estatuitas en miniatura de oro que encuentran los guaqueros en lo que fue la república de los quimbayas, si esa delectación artística que pusieron en sus obras los artífices de Centro América, los cunas y los ramas y talamancas y guatusos, no representan una cultura quizás más fina que la de los pueblos de piedra. Esto no importa. Culturas de piedra las unas, de oro o de tumbaga las otras, puestas todas bajo techumbre de paja, nos hablan de una América que tuvo su arte y su genio, voces secretas de que todavía recibimos mensajes a través de los templos y los ídolos. He visto labores que sólo pueden compararse a las de los joyeros de Tut Ankh Amen en estatuitas descubiertas en Costa Rica, Guatemala, o Panamá. Muy pocas leguas de andar separaban a esos pueblos de los mayas, como muy pocas leguas separaban a los de San Agustín, en Colombia, de los quimbayas. Pero geográficamente aquellas distancias marcaban lo que debía ir del trabajo del oro al trabajo de la piedra. En el norte de Colombia hay el recuerdo de muchas naciones indígenas que tienen sello de culturas propias. Tal el caso de los zenúes, que habitaron en las cercanías del litoral atlántico, y de los tayronas, vecinos a la península de la Guajira. Los zenúes dejaron maravillosas labores de oro. Los tayronas, caminos calzados de piedra, acueductos, ídolos inmensos. Entre las joyas de los zenúes es frecuente encontrar instrumentos musicales o juguetes mecánicos, que indican el desarrollo intelectual a que habían llegado sus ingeniosos artífices. Las obras hidráulicas de los tayronas son documento espléndido de su ingenieril cultura. ¿Cuál de los dos pueblos, tan distintos y geográficamente tan cercanos, merece consideración mayor para el arqueólogo? No encuentro sino unas pocas cosas comunes a la América precolombina. Tal vez las más pobres y perecederas: el barro y la paja. El barro en que modelaron sus vasijas lo mismo los del Amazonas que los de los Andes, lo mismo los aztecas que lo araucanos. La paja con que todos cubrieron el techo de sus casas. Los tejares de España Cuándo los ingleses van de turismo a España, siempre llegan diciendo lo mismo: "Qué linda es la teja española." No hay, en efecto, nada más lindo que esos tejados morenos y rubios, unas veces bermejos y otras de un verde vidriado, que ponen un toque de alfarería sobre las ciudades. Si os paráis frente a un patio cualquiera de la Alhambra —patios de mármol, oro y fuentes de cristal—, veréis cómo los aleros vuelan con risa de granate, cómo cortan de bien los tejados la atmósfera transparente de Granada. Hay en Toledo casas, como la del Greco, en donde el tejado es toda la silueta del edificio. En Salamanca una media cúpula adosada al testero de la catedral, que es una maravilla por sus tejas. Aquí, en Santa Fe de Bogotá, no hay nada comparable a la cúpula de San Carlos, caprichosa y llena de gracia y movimiento, escoltada por otras menores que son como linternas místicas, y todas de tejas relucientes y vidriadas: ahí está íntegro lo español de la colonia.
Del viejo Cuzco español, de Quito colonial, de Popayán, de Tunja y Cartagena, los tejados son silueta y perfil. Tejados sobre las ventanas y balcones, tejados inmensos sobre las naves de las iglesias, tejados llenos de quiebres y requiebres con caballetes ondulantes, nudosos y jorobados, tejados geométricos, miradores ochavados, o peraltados por ingenuas cornisas y dispensadores de sombra cuando vuelan sobre los canes. El mismo barro ampara a la casa de Dios o a la del amo, al palacio del virrey o del marqués, a la cárcel, al hospital o al ayuntamiento. No importaba que fueran de dorada piedra los muros, o de tierra pisada, ni que la casa guardara las doncellas, hijas del encomendero, o los esclavos relucientes de charol: siempre de barro serían los tejados y las tejas de barro cocido, cuidadosamente pegadas sobre barro crudo. A veces, con los años, no sólo líquenes y musgos, sino plantas de mayor atrevimiento prosperaban sobre las tejas; entonces la casa tomaba un remate vegetal y florido que le daba encanto de ruina y rusticidad. En esas tejas está el alma de España. Nosotros las asociamos al recuerdo de cuanto ella nos legó. La casa de teja, es para nosotros la del encomendero, la de Dios y la de la cárcel. Cuando las mujeres empezaron a sacar la cabeza por la ventana, o a aparecer en el balcón, fueron estampas de Sevilla, bajo el alero de barro que cortaba por arriba la viñeta. La ciudad nocturna colonial fue para nosotros la del gato que se mueve cauteloso y elástico sobre los caballetes y la de los papayos que sacaban sus manos enormes de dedos sombríos sobre las tapias de teja del solar. En Mompox hay una torre octogonal en la iglesia de Santa Bárbara que tiene un balcón que la circunda, con el indispensable tejado protector. En Cuzco, una iglesia que tiene el balcón pegado a la espadaña. También en el piso de la casa colonial se introdujo un cambio tan radical como en la techumbre. La casa de los indios era de piso de tierra. Apenas en la de los caciques estaba cubierto por esteras. La casa española se alza con ladrillo de tablón. La colonia, desde este punto de vista, marca el paso de la tierra cruda a la tierra cocida. Santa Fe de Bogotá no tuvo la gala de la piedra en muchos años. Las mismas iglesias solían ser de adobe, o cuando más de piedra bruta. El templo de San Francisco, que es nuestro mayor orgullo, y la catedral, no son de piedra sino hasta el remate del primer cuerpo, y en construir estas dos iglesias se llegó casi a las vísperas de la República. La de San Francisco se consagró a fines del siglo XVII. Lo más colonial de Bogotá es la ermita de San Diego, cuyos muros, revestidos de cal, deben de ser de adobe. Pero que se mire en todas estas fábricas el arte de los tejados, para que se juzgue de su belleza, y al propio tiempo del carácter español. En cierto modo los españoles mantuvieron su fidelidad a la geografía humana, y así mientras en México y Cuzco hicieron iglesias de piedra, en la Nueva Granada las hicieron unas veces de adobe, y en algunos sitios de guadua y barro. Sólo una línea niveladora abrazaba a estas construcciones: la teja. Lo mismo que la paja entre los indios. El tren de vida de los españoles era más complicado que el de los indios. Entre éstos hubo las grandes casas comunales del Amazonas, sin compartimientos ni tabiques. En la casa española hay zaguanes y corredores, cuartos emboscados, escondrijos, capilla, graneros, cuartos de monturas... todo, todo, menos el cuarto de baño. Como las cosas que flotan y salen a la superficie del agua, así todo esto salía a la flor quebrada, requebrada, poliédrica de los tejados. ¿Era una expresión feudal de la vida? Seguramente no. Solemos confundir muy a menudo lo feudal con lo colonial. El feudalismo es atomización de la autoridad. Sobre el señor feudal prácticamente no cuenta la persona del rey. El caballero de la Edad Media es un personaje arbitrario, abroquelado en fueros especiales que le dan autonomía en lo económico y en lo político. Las leyes españolas eran feudales, pero no hay que olvidar que para América se hizo una legislación especial, la Recopilación de Indias, que se inspira en una idea imperial, romana, estrictamente colonial. El americano no es precisamente un siervo: es un colono. Sobre la vida americana hay una sombra vigilante, la del rey. El
corregidor, el encomendero, el fraile, el cura doctrinario, son implacables con los indios, pero humildes ante su rey: le tiemblan y le hablan en un lenguaje que es como la lengua del perro para el amo. Hay una contradicción profunda en el espíritu español de la colonia: una mezcla de soberbia y humildad, de tiranía y servilismo, de voces roncas y fuertes y de voces calladas y humildes. El hombre que mide sus pasos en la casona, que entra al toque de oración por el ancho zaguán haciendo resonar lúgubremente sus pisadas, no es un caballero de la Edad Media. No tiene el gesto audaz y desafiador del hombre del castillo que se quedó en España. El mismo patrón de las haciendas hace que se atortolen los indios dentro de su finca, pero no lleva ese orgullo hasta más allá de los mojones que separan su heredad de la vecina. Es claro que la falta de caminos, el aislamiento podría favorecer, y aun favorecieron algo del espíritu alzado de los señores feudales en los mayorazgos. Pero ya la Corona española tiene recursos en América para contener la libertad de los señores. Esa libertad no aparecerá sino con la "independencia", palabra significativa por cuanto consagró al menos una independencia, la de los señores. Con la independencia desapareció el tono suplicante de los blancos. El fantasma del rey que los mandaba se borró. El freno que implicaba la Corona cayó en tierra. La casa colonial aparece en el panorama histórico como un recuerdo de aquellos tiempos de altivez y de humildad, en que todo se hacía por mi Dios y por mi Rey. La independencia es el tránsito de colonia al feudalismo, aunque nuestro feudalismo resulte un poco distinto del europeo, por razones obvias. Jamás estas expresiones tienen en América una significación igual a la del Occidente. Pero el tránsito, guardadas proporciones, se parecía al de la misma España, cuando dejó de ser colonia romana para hacer su propia vida feudal. También el proceso español es un proceso diferente del resto de Europa. A la época feudal ha debido seguir en la península, con el descubrimiento, algo parecido al renacimiento de las demás naciones de Europa. No ocurrió así. Se fortaleció, sí, la Corona, y hubo un solo Estado político sobre lo que antes había; sido la volatilización del feudalismo. Pero un Estado con un falso renacimiento, porque España no alcanzó a conocer ese estímulo del comercio y de la industria en que se apoyaron las demás naciones. El oro de América pasaba por sus manos sin mancharlas, para ir a las cajas de los banqueros holandeses y flamencos. En fin, la colonia no es feudalismo, y la independencia puede serlo. Guerra civil, guerra de caballeros feudales Con la guerra de independencia no se modifican los términos de producción en América, y aunque la manera de producir aisladamente, es decir, en islas, no es todo el feudalismo, sí es condición del feudalismo. El hacendado ya no alcanzó a reconocer en el presidente de la república un poder tan superior como el del rey. Le decía, por encima del hombro, con un aire demasiado nivelador, "Ciudadano presidente". Desde que en la Revolución Francesa se dijeron entre sí, todos los hombres, ciudadanos, y todos, sin exceptuar al jefe del Estado, eran conciudadanos, se acabó el origen divino y el prestigio de la autoridad. Al presidente nadie se le arrodilla, y cualquiera puede darle una bofetada. Esto, trasladado a la escala americana, quiere decir que en cada gamonal, en cada caudillo montaraz hay un alzado a quien no le alcanzan las leyes ni la vara del presidente. La lucha pasa entonces a ser entre grandes señores, que mueven sus indiadas o sus partidas o sus bandos, como en los días clásicos de la Edad Media europea. El mundo americano adquiere ese colorido abigarrado, esa movilidad que tuvieron las guerras entre los caballeros. Sentirse libres fue para los americanos el principio de las guerras civiles. En Colombia se habló siempre del "santo derecho de la insurrección". Ni siquiera los grandes héroes de la independencia pudieron imponer sus voluntades sobre la vasta muchedumbre de los americanos libres. Resulta más pobre el poder del gran Bolívar, que el de su gotoso rey metido entre la cárcel de piedra de El Escorial. A Bolívar se
le rompe entre las manos, como si fuera un globo de vidrio, el pequeño mundo que fue la Gran Colombia. No logra coordinar las voluntades de los americanos que se han declarado libres para hacer cuanto les venga en gana. Durante un siglo el poder casi absoluto se recoge y afirma en las encrucijadas de los montes, y el hombre de pelo en pecho que tiene su feudo se ríe de las leyes nacionales, o las voltea y revuelve a su sabor. Surgen los héroes locales. Los partidos fundados sobre una ideología francesa se encogen entre el puño un general, de un cabecilla, de un capitán de vereda. Son entonces las leyendas de sangre, las epopeyas de pequeños héroes que en algunos casos, como en el de Rosas, Mosquera, o Porfirio Díaz, llegan a tener un prestigio nacional. El mundo americano se aligera. Las efusiones de sangre tienen a veces el sentido de una alegre borrachera en que se canta la libertad de acción. La sombra pesada de los caserones se trueca por una vida al aire libre, con estrepitosas libaciones y blasfemias, con una exteriorización tal vez excesiva del placer que dejaba el sentirse sin la sombra del viejo alero sobre la vida. El hombre de la colonia se ha pintado siempre pálido, ingenioso para hacer pequeñas calaveradas que no alcanzaban nunca a pasar de picardías de colegial. Este hombre de la república que se lanza por montes y llanadas, con una turba de tiradores por soldados, es un alegre conquistador de la libertad. Ya no tiene mesura en las palabras, ni ademanes de corte virreinal; se aprieta el cinturón de las zamarras contra los riñones, le clava en los ijares dos estrellas de hierro al caballo y toma por la cintura a la primera moza del pueblo y la lleva en ancas hasta el corazón de la noche. Lentamente la casa se va haciendo frágil también. En vez de aquellas camas enormes de tablas gruesas que parecían montadas sobre cuatro vigas, y que sólo podía mover una tropa de esclavas, se propagan catres de lona, de cuero, de metal, de campaña. La loza del servicio se hace más frágil. No se busca en nada la durabilidad, sino la liviandad. Cuando se evoca el caserón colonial, se piensa en las gruesas vajillas, en los cómodos sillones, en las espesas paredes de tapia pisada, en las enormes vigas, en los anchos cuartos silenciosos, en las diminutas ventanas que adelgazaban la luz hasta perderla, en los inmensos, en los interminables tejados, maternales faldas de la colonia con que se arropaba la vida en los interiores silenciosos. La casita de la república es más decorativa que sólida. Apenas en las haciendas se conservan arquitecturas espaciosas. Todo por dentro es de fantasía. Las mismas mujeres van dejando el repollo de las vestimentas almidonadas y de licencia en licencia vamos llegando hasta la ropa de seda. A1 sordo ruido de los muebles viejos va sucediendo un despertar metálico. Se improvisan frágiles casitas de veraneo. Hasta que llega un día en que las fuertes lluvias, las cascadas de granizo que caen sobre estas vertientes de los Andes, repican sobres los techos de cinc, sobre la sonora teja metálica de los campamentos, que anuncia la llegada de un concepto nuevo de la vida. Escala de tres colores Cuando el avión rueda sobre los paisajes de mi patria veo, como he dicho, las tres etapas de la historia nacional. La choza es suave, parda y gris, a veces con toques dorados, como convenía a la raza cobriza de los indios. Algunos historiadores dicen que al divisar ciertos pueblos de indios vieron los de la conquista blanquear las chozas como piezas de ropa puestas a secar al sol. La fantasía ha burlado a los autores. Paredes encaladas tal vez no hubo sino por allá en ciertos edificios de México. Lo común era ese toque gris de la tierra, con que se embarraban las paredes de cañabrava. Algunas veces, en los cercados de los caciques se trenzaban cañas de colores, y en ciertos lugares, como en Tunja, colgaban láminas de oro a la entrada de las casas principales, Pero lo común era ese recato de la paja seca, esa sombra vegetal tendida como ala materna sobre los indios.
De España vino la teja morena y granate, que es como el fuego de esa patria cuando se madura, entra en reposo y se hace hogareña. En Grecia, el templo de Apolo estaba cubierto con tejas de mármol. Los romanos hicieron teja de piedra, como se ve en viejas construcciones del imperio, que llegaron hasta las islas británicas. En Francia son tejas de pizarra, de un gris azulado que no tiene vida, porque la vida está en el rojo de la sangre y del fuego. La teja más bella ha sido siempre española. Aquí el barro fue amasado en los tejares por los propios indios. El capataz los animaba, como a las bestias, con gritos y latigazos. En un ancho foso circular, los indios pisaban, hundiéndose hasta las rodillas, el barro suave, fino, como para modelar tinajas. Luego, se sacaban arrobas de barro, y las indias, con dedos de alfareras, iban modelando teja por teja, dejando la huella de su labor humilde como un signo de la raza vencida. Ahora,. cuando el agua golpea sobre los viejos tejados, ahoga las canciones perdidas que dejaron al descuido las mujeres del tejar. Y cuando el ojo divaga sobre los tejados, ve en ellos algo humano, lo mismo que en las vasijas del alfarero. Aquella humanidad, aquellas voces hondas, se las va llevando el tiempo volador, a medida que los viejos tejados nos abandonan. Lo de ahora, el tejado de ahora, ahí está. Ruidoso, metálico, no tiene huella humana que recoger. El cuidado del indio que acolchonó la techumbre de su choza, el de quienes sobre la cama fresca de barro pusieron teja a teja sin mayor geometría ni artes matemáticas, se va perdiendo. La historia precolombina y colonial queda apenas como punto de apoyo para reconstruir nuestra vida nacional en la paja y el barro de las viejas techumbres. El desasosiego feudal, la anarquía libertadora empiezan. Como punto medio y fiel de nuestra historia, están las tejas de barro. De tejas para abajo, los indios, de tejas para arriba, la república. Tierra firme, 1937