El Museo Nacional de Antropología: una crónica de sus primeros 50 años

El espejo de la memoria El edificio que alberga las colecciones que integran el Museo Nacional de Antropología cumple este año cincuenta de haber sido

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El espejo de la memoria El edificio que alberga las colecciones que integran el Museo Nacional de Antropología cumple este año cincuenta de haber sido construido. Como todo acto fundacional, para su inauguración se eligió como marco de referencia la reactualización de nuestro nacimiento como nación, e s t o e s , l a celebración de los 154 años del grito épico en Dolores, Hidalgo, que marcó el inicio de las guerras de independencia. Fue además el cierre sexenal de la presidencia de Adolfo López Mateos, caracterizada por una política que ha sido calificada como el “desarrollo estabilizador”. Los rasgos que la distinguieron fueron un gasto moderado y un crecimiento económico sostenido que atendió las necesidades internas del país. Quizás habría que destacar el acento que se colocó a la promesa del turismo como promotor de desarrollo.

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El Museo Nacional de Antropología: una crónica de sus primeros 50 años Daniel Juárez Cossío Museo Nacional de Antropología

Sócrates: Pero un templo, unido a sus alrededores, o el interior de ese templo, forma para nosotros una especie de cumplida grandeza en que vivimos… ¡Somos, nos movemos, vivimos entonces en la obra del hombre! […] Allí de algún modo respiramos la voluntad y las preferencias de alguno. Nos encontramos habidos y señoreados dentro de las proporciones que él escogiera. No acertamos a escaparle. Paul, Valéry (1921) Eupalinos o el arquitecto

Liminar Hace cincuenta años el nuevo Museo Nacional de Antropología abrió sus puertas. En aquellos años, la inauguración del edificio y la presentación de las colecciones arqueológicas y etnográficas fueron organizadas en torno a un discurso afanado en construir la idea de nación. Su narrativa se centró en la evolución del mundo prehispánico y la incorporación del indígena al México moderno, la cual se afirmaba en el progreso como instrumento del desarrollo económico y bienestar social bajo la tutela del Estado. Quizá por ello su pasado reverbera como lo inmemorial para proyectarse en promesa del dilatado futuro. Homi K. Bhabha (1990:3) propone estudiar la nación a partir de su narrativa, en la cual se construyen los campos de significados y símbolos asociados con la vida nacional. Bajo ese enfoque intentamos esta aproximación a lo que fueron algunos hechos que perfilaron la construcción del edificio, su proyecto curatorial y los actores que participaron en él como metáfora del poder.

Las fiestas patrias de aquel septiembre saturaron la agenda presidencial. El domingo 13 al mediodía fue la recepción oficial en Palacio Nacional, fecha que marcó el inicio de las celebraciones. Asistieron los representantes de las misiones diplomáticas acreditados en nuestro país, acompañados por el Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, y el de Relaciones Exteriores, Manuel Tello. Al día siguiente la comitiva se trasladó a Teotihuacán para presentar los edificios prehispánicos reconstruidos bajo la tutela de Ignacio Bernal; en aquel acto la Orquesta Sinfónica Nacional interpretó el poema sinfónico Teotihuacán, compuesto por Carlos Chávez e inspirado en un tema de Carlos Pellicer. El martes 15 las actividades consistieron en una visita a la Galería Histórica: La Lucha del Pueblo Mexicano por su Libertad, también conocida como Museo del Caracol, y en la noche un coctel en el Alcázar del Castillo de Chapultepec. El miércoles 16 se escenificó el tradicional desfile militar y por la tarde los invitados disfrutaron del ballet folklórico de Amalia Hernández en el Palacio de Bellas Artes.

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El jueves 17 de septiembre a las 11:30, se inauguró el Museo Nacional de Antropología. Nuevamente amenizó la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Carlos Chávez, con el estreno de su poema Resonancia. Los oradores fueron Pedro Ramírez Vázquez e Ignacio Marquina. Por la tarde se ofreció una cena para los invitados, entre los que figuraban John O. Brew, director del Museo de Arqueología y Etnografía de Harvard; Henri Lehmann, del Museo del Hombre de París; José María Arguedas, del Museo de Historia del Perú, y Evon Z. Vogt (Torres Bodet, 1972:390). El viernes 18 en un acto no oficial, el patronato del Museo Anahuacalli presidido por Dolores Olmedo, invitó a la inauguración de ese recinto. Al día siguiente la comitiva se trasladó al poblado de Tepotzotlán, en el Estado de México, para asistir a la inauguración del Museo Nacional del Virreinato, cuyo proyecto curatorial fue dirigido por Carlos Flores Marini y coordinado por Jorge Gurría Lacroix. Eusebio Dávalos Hurtado y Francisco de la Maza fueron los oradores. Las celebraciones culminaron el domingo 20 con la apertura del Museo de Arte Moderno, en cuya instalación colaboró Celestino Gorostiza (Gallegos Ruiz, 1997:628). 2

Durante aquella larga semana, el ambiente se saturó con un enervante miasma de nacionalismo de raigambre prehispánica, recreado luego en el legado del dominio colonial mediatizado por su aportación artística, reivindicado por la gesta heroica de los mártires emancipadores y al final ratificado por el pensamiento de los liberales ilustres que triunfaron sobre el efímero imperio de Maximiliano. Al parecer, la Revolución aún estaba en marcha, pues no se visibilizó en los festejos. El colorido folclore de danzas tradicionales y mariachis, así como las novedosas propuestas del arte contemporáneo, complementaron la ritualización del poder, cuya manifestación quedó dispuesta en el proscenio.

Figura 1. Estructura metálica del paraguas. Foto Fondo fotográfico del Archivo Histórico del MNA. Archivo digital MNA. CONACULTAINAH-CANON.

Quizás lo que realmente presenciamos, como piensan algunos historiadores, fue el momento casi liminar que marcó el fin de la Revolución mexicana, cuya consolidación: “[…] logró imponerse en el campo de las representaciones [del imaginario] como el referente esencial de la interpretación de la totalidad histórica mexicana” (Hernández López, 2003, apud Zermeño, 1998) El artífice de los apoyos de la política cultural fue, sin lugar a dudas, el poeta Jaime Torres Bodet, quien por entonces ocupaba por segunda ocasión la cartera de Educación. Antes, en 1944, bajo el gobierno de Manuel Ávila Camacho, Torres Bodet creó el Instituto de Capacitación del Magisterio, el Programa Federal de Construcción de Escuelas, la Campaña Nacional contra el Analfabetismo y la Biblioteca Enciclopédica Popular. En sus Memorias dejó muy claro el abismo existente entre la retórica oficial del Estado para llevar educación a las masas y las prácticamente nulas acciones instrumentadas en materia cultural. También vinculó su ideario con el rumbo que trazaron Justo Sierra y José Vasconcelos; por ello, entre sus inquietudes ocupaba un lugar fundamental la reforma educativa:

¿Cómo educar a pueblo tan ávido y tan austero, tan sumiso y tan ambicioso, tan exigente y tan tolerante, tan satisfecho de imaginar que ha llegado a ser lo que aún no es y tan anheloso de ser lo que no parece, desde muchos puntos de vista, dispuesto a ser? […] Inteligente, hace de la ilusión un fantasma de la esperanza, y de la esperanza un sucedáneo cómodo del proyecto. ¿Para qué programar, si improvisar es tan fácil y, en ocasiones, tan efectivo? (Torres Bodet, 1972:198).

Estas palabras, que resuenan como eco de nuestra lacerante realidad, fueron el aliento que cimentó uno de los proyectos más ambiciosos del poeta: promover el acceso de la niñez mexicana a la educación primaria y distribuir los libros de texto gratuito. Voluntad que vio cristalizada en febrero de 1960 con la entrega de los primeros ejemplares, pese a las protestas de algunas supuestas “asociaciones de padres familia” que consideraron una violación a sus derechos la elección por parte del Estado del tipo de educación que debería brindarse a sus hijos. Otra d e s u s p r e o c u p aciones, según refiere en sus Memorias, era el abandono en que se encontraba el “tesoro precolombino”, desperdigado en el vasto territorio del país. De tal manera que para 1959 ideó no sólo la construcción de un nuevo Museo de Antropología que sustituyera al viejo edificio de la calle de Moneda, sino también consideró la necesidad de restaurar Teotihuacán y crear en Tepoztlán el Museo del Virreinato. Vale la pena recordar que el antecedente de lo que hoy es el Museo Nacional de Antropología, hunde sus raíces más allá de la creación del Museo Indiano de Lorenzo Boturini en 1743, o bien del afán que Francisco Xavier Clavijero expresó en la dedicatoria de su obra Storia Antica del Messico a la Real y Pontificia Universidad de México en 1780 desde su destierro en Bolonia:

Yo espero que vosotros, que sois en ese reino los custodios de las ciencias, tratéis de conservar los restos de las antigüedades de nuestra patria, formando en el magnífico edificio de la Universidad, un museo no menos útil que curioso, en donde se recojan las estatuas antiguas que se conservan o que se vayan descubriendo en las excavaciones, […] antes de que los consuma la polilla o se pierdan por alguna otra desgracia (Clavijero 1979:XVIII).

La Universidad fue la institución que acogió las primeras colecciones de historia natural y antigüedades de la Nueva España. Ya con el siglo XIX y tras las guerras de independencia, la joven nación vislumbró la necesidad de consolidar su presente mediante la construcción de su pasado. De tal manera que hacia 1825, el primer presidente de la República, Guadalupe Victoria, influido por el ministro Lucas Alamán que se afanaba en reorganizar la Junta de Antigüedades, acordó la formación del Museo Nacional y nombró a Isidro Ignacio de Icaza como su primer curador. Curiosamente, no será sino hasta 1865 cuando el Archiduque Maximiliano le conceda al Museo como sede un edificio propio en la Antigua Casa de Moneda, al que también dotó con una voluminosa biblioteca integrada por los libros provenientes de los conventos que fueron suprimidos durante la Reforma (Florescano, 1993:89). En 1909 Justo Sierra separó las colecciones de historia natural de las de arqueología e historia, envió las primeras al edificio que hoy es el Museo Universitario del Chopo y transformó el Museo Nacional en Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía.

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Al año siguiente, en el marco de la celebración del centenario, el régimen porfirista inauguró la Universidad y la Escuela de Altos Estudios como parte de una estrategia orientada a legitimar su reelección. Entre las actividades consideradas para los festejos del centenario, se comisionó al Inspector General de Monumentos, Leopoldo Batres, amigo y ex-compañero de armas de Porfirio Díaz, para explorar la pirámide del Sol en Teotihuacán. Asimismo, la ciudad de México fue la sede que acogió al XVII Congreso Internacional de Americanistas, realizado del 9 al 14 de septiembre de 1910. En la inauguración oficial, según reseña Claude Dumas (II:423), realizada el día 8, Sierra pronunció las palabras de bienvenida y agradeció al Congreso su presencia durante el “mes sacro en el cual nació México a la vida libre de la historia”. En su discurso intitulado “Política arqueológica”, señaló que el país estaba decidido a convertirse en “capital arqueológica del continente americano”. También hizo referencia a su encuentro con el duque de Loubat en París, quien le sugirió descubrir Teotihuacán y reconstruir sus monumentos, que serían como una “Pompeya mexicana”. El sábado 10 los congresistas visitaron Teotihuacán y Sierra citó las palabras del Jefe de Estado: 4

[…] todos estos tesoros arqueológicos que poseemos, debemos ponerlos disposición de todos los hombres de ciencia que quieran estudiarlos; no somos más que sus guardianes, y debemos contribuir a que se arroje luz sobre la civilización de nuestros antepasados (Dumas 1992 II:424).

Al año siguiente, el viernes 20 de enero, Porfirio Díaz asistió al Museo Nacional para inaugurar los cursos de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnografía Americana, con lo que se inició la profesionalización de la disciplina (Rutsch 2007:268). Más allá de que pretendamos percibir estos hechos como un sino heredado de la cosmovisión cíclica del tiempo en el mundo prehispánico, ya que prácticamente entre la fundación de la Escuela Internacional en 1911 y la construcción del Museo Nacional de Antropología

transcurrió poco más de un doblez del calendario (53 años), la realidad del poder, como señaló Georges Balandier (1994:18), es que éste se preserva mediante la producción de imágenes y la manipulación de símbolos estructurados en un cuadro ceremonial, en este caso, a través de una historia idealizada como proceso acumulativo y presentada en un escenario litúrgico. El sino de la historia En sus Memorias, Jaime Torres Bodet recuerda que para la construcción del nuevo edificio del Museo Nacional de Antropología se eligió a Pedro Ramírez Vázquez, quien por aquellos años construía la Galería Histórica de Chapultepec, también conocida como Museo del Caracol, que sería inaugurada el 21 de noviembre de 1960. Se instruyó a Eusebio Dávalos Hurtado, entonces director general del INAH, para que pusiera en marcha el proyecto museográfico; además se le encomendó iniciar los trabajos de restauración en Teotihuacán. Para el primer acuerdo, el comité de planeación quedó en manos del Ignacio Marquina, y las excavaciones del segundo bajo la responsabilidad de Ignacio Bernal (Torres Bodet, 1972:379).

Figura 2. Trabajadores en la construcción del vestíbulo. Foto Fondo fotográfico del Archivo Histórico del MNA. Archivo digital MNA. CONACULTA-INAH-CANON.

En 1962 la ciudad de México fue elegida por cuarta ocasión como sede del Congreso Internacional de Americanistas. El lunes 20 de agosto a las 9:30, en el Aula Magna de la Unión de Congresos del Centro Médico en la ciudad de México, tuvo lugar la Sesión Plenaria y la Solemne Apertura del XXXV Congreso, presidido por Ignacio Bernal, acompañado por Miguel León Portilla en calidad de secretario. El último de los oradores fue Jaime Torres Bodet, quien recordó las palabras que en 1910 expresó el ministro de Instrucción Pública, Justo Sierra, con las que el régimen porfirista se comprometía a “[…] custodiar celosamente el tesoro que los siglos nos han legado”. Resulta interesante contrastar ambos eventos. Aquel memorable encuentro de eruditos interesados por desentrañar el pasado indígena en 1910, transcurrió en la antesala del movimiento armado, una guerra que en lo ideológico se justificó reivindicando profundas reformas sociales pero que en los hechos terminó como pugna entre facciones para allegarse el poder. En 1962, en el nuevo encuentro de estudiosos tratando de comprender ese mismo pasado indígena, aquel proceso revolucionario parecía tocar su fin. Este interesante lapso en la construcción del imaginario nacional fue observado por Octavio Paz (1994:283) en su obra Posdata de 1969. Ahí percibe que la fundación y transformaciones del partido oficial reflejan claramente tres momentos clave en la historia del México moderno: la creación del nuevo Estado, el impulso a la reforma social y el desarrollo económico. Ésta fue la tónica que Jaime Torres Bodet (1962:LXI) imprimió a la retórica de su discurso al señalar que: “[…] la verdadera preservación del pasado sólo se obtiene, de manera durable, mediante la justa organización social, económica y cultural de los pueblos que conciben el porvenir como la continuidad progresiva de su existencia”.

Obviamente, y por tratarse de un congreso de interesados en el pasado americano, Torres Bodet estableció como eje discursivo el mundo indígena: “[…] un problema vivo, una protesta patética, el reclamo de una obra de integración social, justa e imprescindible”. Posicionó la lucha armada de 1910 como el tema central de tal preocupación: “Además del título de herederos –y de compatriotasmerecían el de contemporáneos y el de colaboradores indispensables en la construcción colectiva del porvenir. Para realizarse en su integridad, la nación ha de apoyarlos y estimularlos”. Concluyó su discurso con el anuncio oficial de la construcción del nuevo edificio para el Museo Nacional de Antropología, destinado a exhibir las colecciones arqueológicas y etnográficas: “Un Gobierno emanado de la Revolución se apresta a cumplir así la promesa hecha por el Maestro Sierra a quienes os precedieron durante el Congreso de 1910” (Torres Bodet, 1962:LXV). Tres años después la revista Artes de México dedicó un número doble al recién inaugurado Museo Nacional de Antropología. En ella, Ignacio Bernal recuperó la misma retórica colocando a Manuel Gamio como padre fundador del movimiento antropológico posrevolucionario y en cuyo ideario situó: […] la importancia del indígena actual y la obligación de elevar su nivel de vida […] En ese punto se unen política, necesidad, economía y ciencia; todo ello crea el ambiente que hizo indispensable que México demostrara en forma dramática su interés por estos temas. De este conjunto de estudios y realidades prácticas ha nacido el nuevo MNA que, más que ninguna otra institución inimaginable, señala la importancia que estos temas tienen para México” (Bernal, 1965:10).

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Pedro Ramírez Vázquez integró a su equipo de trabajo a los arquitectos Jorge Campuzano, Rafael Mijares, Ricardo de Robina y Alfonso Soto Soria (Torres Bodet, 1972:382). La presencia de artistas plásticos también formó parte integral del concepto arquitectónico y museológico. Tenían como misión apoyar gráficamente las colecciones para hacerlas más comprensibles, además de imprimir un mayor carácter a cada sala. Los artistas desarrollaron su obra de manera paralela a la construcción del Museo y montaron sus talleres en el propio museo (Ramírez Vázquez, 1985:13).

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Esta concepción de integración plástica entre arquitectura y pintura mural no sólo replantea y reconstituye los valores que se estima fueron asignados en el mundo prehispánico a los programas iconológicos. Fue a su vez la idealización del proyecto muralista desarrollado por el Escuela Mexicana de Pintura al inicio de la década de los años veinte del siglo pasado, cuando José Vasconcelos fue nombrado titular en la Secretaría de Educación durante el régimen de Álvaro Obregón. En 1923, Anita Brenner (1983:271) escribió que la política educativa y cultural del nuevo ministro estaba orientada hacia el pueblo. En efecto, hacia finales de 1922 se firmaron los primeros contratos con algunos muralistas miembros del recién creado “Sindicato de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores”, como Diego Rivera, Carlos Mérida, D a v i d A l f a r o S iqueiros, Jean Charlot , José Clemente Orozco, Fermín Revueltas y Manuel Rodríguez Lozano, entre otros. En su proclama “social, política y estética”, los artistas señalaron la ineludible necesidad de que su trabajo contuviera valores ideológicos destinados al pueblo, e n c a m i n a dos fundamentalmente hacia su educación y la lucha popular. Para ello se erigieron también las Escuelas de Pintura al Aire Libre y muchos de esos artistas asumieron su vocación misional. Bajo esta nueva concepción artística trazada como cruzada cultural, los artistas trasladaron sus talleres a las oficinas de gobierno, incluyendo asistentes, albañiles y aprendices.

El sobrio edificio que antiguamente habitaban las monjas de la Encarnación y que ahora ocupaba la Secretaría de Educación Pública, se transformó en un pintoresco y colorido deambular d e o b r e r o s culturales, al igual que lo fueron el Mercado “Abelardo L. Rodríguez” y su anexo, el “Teatro del Pueblo”, cuyo propósito era acercar la cultura al pueblo: Por definición, los murales en los edificios públicos devolverían al arte el significado social y la función que habían tenido en sus grandes periodos, […] estos modernos murales con su nueva ideología social empalmarían también con la tradición mexicana –continuarían o completarían los muros de los templos prehispánicos, los frescos de las iglesias coloniales y las pulquerías. Se trataba de la más obvia y legítima forma del gran arte nativo (Brenner, 1983:276).

La reactualizada visión de Pedro Ramírez Vázquez era, por consiguiente, hacer del museo una: “[…] lección permanente para el pueblo; enseñanza y espectáculo que mostrara el pasado, no para regresar a él sino para estimularnos a obtener inspiración y aliento necesario para fincar el futuro” (Ramírez Vázquez, 1965:20). Los vientos posrevolucionarios soplaban con nuevos bríos. Por lo que toca al diseño y organización del edificio, se pensó en un espacio de distribución central en el cual destacara el paraguas monumental que representa la dignidad nacional. Por ello: El tema de la integración de México está resuelto al oriente (el punto cardinal por donde llegó a México la cultura occidental); apoyado en un anillo de raíz indígena y un sol naciente, de donde surge el símbolo de la espada y la cruz que se incrusta en nuestra cultura llegando a su corazón para dar el fruto de nuestro mestizaje, expresado en dos rostros, uno indígena y otro europeo, sobre el que se apoya, como expresión del resultado final, el águila, símbolo de nuestra nacionalidad presente.

Al poniente, un sol poniente, punto cardinal hacia el que nuestro país empieza a proyectarse al exterior (colonización de Filipinas). El avance de la ciencia y la técnica sobre el que se apoya un hombre con los brazos abiertos hacia el símbolo de la paz. (Ramírez Vázquez, 1965:22). La solución del patio, nos dice, busca recrear los v a l o r e s d e m o n umentalidad en los espacios prehispánicos y que mantuvieron una constante en la arquitectura virreinal desde el siglo XVI. En su aspecto formal, las fachadas comparten la proporción y el “criterio estético de la arquitectura maya: una planta baja sombría y tranquila, una planta alta contrastada con volúmenes que proporcionan luz y sombra. […] En el vestíbulo, la presencia del barroco con los tratamientos de la madera” (Ramírez Vázquez, 1965:32).

Al respecto, quizás valdría la pena recuperar un fragmento del discurso pronunciado por Ignacio Bernal durante la visita de Adolfo López Mateos para inaugurar los trabajos en Teotihuacán, aquel memorable año de 1964. Al hablar sobre las reconstrucciones hechas en el Templo del Quetzalpapalotl, donde supuestamente habitaron los sacerdotes consagrados al culto de tal deidad, expresó: Por primera vez en México el historiador, el artista o el viajero podrán revivir, con solo abrir los ojos y un poco la imaginación, lo que fue una de estas casas de sacerdotes-reyes –vuestros antecesores, señor Presidente– que gobernaban la ciudad e imperio y entre cuyas manos estaba el destino de Mesoamérica” (Bernal, 1964).

Ídolos detrás de los altares Recientemente, Elda Pasquel Muñoz (2002) señaló las numerosas opiniones favorables que despertó el programa arquitectónico del Museo en diversas revistas especializadas como Progresive Architecture o Architectural Review. En su revisita al Museo indicó que el arreglo de la planta es un enorme rectángulo segmentado por un eje longitudinal alrededor del cual se organizan los espacios, cuya distribución recuerda la configuración de Teotihuacán. El vestíbulo constituye el espacio transicional entre lo abierto del bosque y lo cerrado de las salas de exhibición. El paraguas establece el punto central de su composición, y en su extremo opuesto se desarrolla un espejo de agua que representa el lago sobre el cual se fundó MéxicoTenochtitlan, cuyo: “[…] tratamiento enfatiza el eje longitudinal de la composición, creando una tensión visual entre el espejo de agua y la columna de agua” (Pasquel Muñoz, 2002:15).Quizás para comprender mejor el significado del Museo debemos situarnos en su propio contexto: la metáfora del poder. Octavio Paz sugiere que: “La religiosa reverencia que inspiran los atributos impersonales del presidente a los mexicanos es un sentimiento de raíz azteca” (1994:285).

7 Figura 3. Chalchiuhtlicue. Sala Teotihuacán. Foto Fondo fotográfico del Archivo Histórico del MNA. Archivo digital MNA. CONACULTAINAH-CANON.

No consideramos que valga la pena subrayar lo ya destacado entre guiones. En la misma obra que citamos de Paz, se señala el culto que como pueblo profesamos al poder, el cual es nutrido por sentimientos de adoración y terror. Un culto frente al cual, algunos años después, también naufragaría el autor de Piedra de sol. De tal manera que el Museo Nacional de Antropología llena plenamente la valoración y reactualización del poder al cual encarna.

Obedece a l a e s t ética de su paradigma, dice Paz que como espejo: “[…] no nos reflejamos nosotros sino que contemplamos, agigantado, el mito de México-Tenochtitlán. […] En ese espejo no nos abismamos en nuestra imagen sino que adoramos a la Imagen que nos aplasta” (1994:323). En la configuración de su recorrido, el trayecto nos conduce por un camino desde el “bosque, la naturaleza”, o lo que de ella aún permanece. La primera impresión que nos causa es un plano elevado que refuerza la separación visual entre su volumen y el terreno circundante. La textura y color lo diferencia claramente de su entorno. La explanada separa, mediante seis escalones, la secuencia espacial pero mantiene la continuidad visual. Transitamos a lo largo de la explanada y casi a la mitad de recorrido nos recibe un salto de agua.

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El año de 1960 comenzó con una inusitada actividad en el INAH. Eusebio Dávalos Hurtado (1965) convocó al grupo de investigadores que serían los responsables de formular el proyecto curatorial. Para 1963, mientras se iniciaba la cimentación del edificio, numerosos arqueólogos y etnólogos fueron comisionados para recorrer el país y hacer acopio de los objetos destinados a enriquecer los acervos. Luis Aveleyra calculó que en poco más de un año se organizaron alrededor de 70 expediciones etnográficas. En cuanto a materiales arqueológicos, se reunieron cerca de 4,000 piezas, algunas recuperadas durante las excavaciones realizadas en Jaina, Teotihuacán y la Huasteca (Torres Bodet, 1972:381), otras mediante compra o donativos gracias al apoyo de coleccionistas como Miguel Covarrubias, William Spratling, Frederick Field y Raúl Kamffer, sólo por mencionar algunos (Aveleyra, 1965:15). De particular atractivo para la población capitalina fue el traslado del monolito de 168 toneladas llamado Tláloc, que la noche del 16 de abril marchó por el zócalo y fue acogido por una inusual tormenta, recordada como ofrenda de consagración a la deidad del rayo y la lluvia.

Figura 4. Traslado de Tláloc, salida de Coatlinchán. Foto Fondo fotográfico del Archivo Histórico del MNA. Archivo digital MNA. CONACULTA-INAH-CANON.

Felipe Solís (1993) recordó la “apoteótica bienvenida [que le ofrecieron] los habitantes de la capital”, pero omitió mencionar el conflicto con los vecinos de la población de San Miguel Coatlinchán, quienes se inconformaron por lo que consideraron un despojo, pese a que se acordó la “donación” de la pieza a cambio de obras de infraestructura: una escuela y un centro de salud.No podemos dejar de señalar que esta visión asistencialista era parte de la retórica oficial y como tal se filtraba en el proyecto curatorial, cuyas obras de beneficio social para Aveleyra (1965:17) traían: […] como consecuencia una gradual incorporación de los patrones de vida indígena a los sistemas de la llamada “cultura occidental”. Esta transformación, deseable y beneficiosa desde muchos puntos de vista, trae sin embargo como consecuencia una pérdida cada vez más acelerada de rasgos de cultura material y espiritual en nuestros núcleos aborígenes, que es indispensable estudiar y registrar antes de que desaparezcan del todo.

Es como un rito de ablución, baño lustral que nos purifica para permitir el ingreso al recinto.

El vestíbulo constituye el espacio liminar: hemos cruzado el umbral que separa el mundo secular del sagrado. Aquí, el mural de Rufino Tamayo atrae nuestra mirada, que como epifanía nos sitúa en el momento justo en que fue creado el Universo: la lucha constante entre el día y la noche, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, luz y oscuridad, es el rito de paso a través del cual podremos agregarnos al espacio sagrado.

Figura 5. Mural Rufino Tamayo. Vestíbulo. Boceto Foto Fondo fotográfico del Archivo Histórico del MNA. Archivo digital MNA. CONACULTA-INAH-CANON.

Al dejar atrás el vestíbulo, se abre frente a nosotros el enorme patio del Museo cuyo escenario reactualiza lo numinoso: el espacio primordial de la creación. El inconmensurable lago, destino de la nación mexica y la ceiba sagrada que fue colocada para separar los cielos de la tierra; el axis mundi que une los tres planos del Universo. Octavio Paz advierte que ingresar a este Museo es adentrarse en una arquitectura construida con la materia solemne del mito: El parasol está sostenido por una alta columna que sería prodigiosa si no estuviese recubierta por relieves con los motivos de la retórica oficial. Pero no es la estética sino la ética lo que me mueve a hablar del museo: allí la antropología se ha puesto al servicio de una idea de la historia de México y esa idea es el cimiento, la base enterrada e inconmovible que sustenta nuestras concepciones del Estado, el poder político y el orden social” (Paz, 1994:322).

En este enorme patio se buscó recrear la sensación de grandeza que reflejan los espacios prehispánicos, aunque también nos muestra las huellas, dice Ramírez Vázquez (1965:29), de los atrios del siglo XVI. Es como una forma de sincretismo que nos adentra en la arquitectura monástica construida en suelo novohispano por las órdenes mendicantes en los albores de la evangelización. El templo-museo quedó dispuesto en una sola nave a la que se agregaron capillas criptocolaterales (Kubler, 1972, II:233). A la derecha se extiende el lado de la epístola y a la izquierda la del evangelio. El lado de la epístola nos conduce, casi de manera dogmática y parenética, a través de un discurso positivista y neoevolucionista característico de principios del siglo XX: el desarrollo de las culturas en el Altiplano Central. El origen del hombre americano, su ascenso durante el Preclásico en Tlatilco, el clímax del oikumene Clásico teotihuacano, la crisis del Epiclásico vista desde la Tollan Xicocotitlan que finalmente culmina con la civilización mesoamericana: los mexicas, cuya monumental Piedra del Sol preside el altar mayor. En efecto, como lo sugirió Octavio Paz (1994:323): “La exaltación y glorificación de México-Tenochtitlán transforma el Museo de Antropología en un templo. [Es la] la vigencia del modelo azteca de dominación en nuestra historia moderna”. Tal exaltación del pasado, apunta Néstor García Canclini (1993:111), afianza la construcción de una retórica monumentalista que juega con los contrastes, desde las enormes e imponentes esculturas hasta los pequeños y delicados objetos, cuya relación de escala amplifican su significado. El lado del evangelio no deja de ser menos interesante. La “buena nueva” como cumplimiento de la promesa de redención a través del sacrificio es llevada a “los otros pueblos mesoamericanos”. Esta ala del Museo la ocupan las “otras culturas” con quienes los mexicas y sus predecesores compartieron tiempo y espacio: mixtecos y zapotecos en la región de Oaxaca, pese a que otros grupos étnicos también poblaron la región. Las culturas del Golfo segmentadas regional y cronológicamente.

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Los mayas, que no constituyen un grupo étnico sino que configuran un tronco lingüístico. Finalmente, el Norte de México, cuyo gentilicio de chichimecas ha agrupado a numerosos pueblos: pames, otomíes, jonaces, cazcanes y guachichiles, por señalar sólo algunos. La planta alta del Museo, desarticulada del piso principal, se destinó a exhibir la etnografía de los hoy llamados “pueblos originarios”. Ignacio Bernal aseguraba en 1965 que los: […] sentimientos involucrados en los ideales de la Revolución mexicana, han hecho ver la importancia del indígena actual y la obligación de elevar su nivel de vida […] Esta presentación de la Etnografía actual remataría señalando, por un lado, sus raíces históricas y, por otro, el camino para la redención de los grupos atrasados. Edificio con dos pisos, el de abajo mostraría la arqueología y el de arriba la etnografía, como si se tratara de una estratigrafía (Bernal, 1965).

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Nuestra historia más reciente, la de hace aproximadamente un k’atún, vio la rebelión que se libró “en el corazón del cielo y en el corazón de la tierra”, para recordarnos que la Mesoamérica actual, cuyos límites están acotados por los cursos del Usumacinta y el Bravo, en realidad está configurada por muchos Méxicos.

Figura 5. Salas de Etnografía.Foto Fondo fotográfico del Archivo Histórico del MNA. Archivo digital MNA. CONACULTA-INAHCANON.

Epílogo El Museo Nacional de Antropología y todos los demás recintos museales inaugurados aquella década de los años sesenta configuraron el proyecto de construcción nacional a partir de esencias imaginarias. A 50 años, en el preámbulo del dobles de la rueda calendárica, resulta fundamental reflexionar sobre nuestro pasado en función de las incertidumbres de nuestro presente en constante transformación.

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