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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE FACULTAD DE LETRAS DEPARTAMENTO DE LITERATURA
EL (MUY) NUEVO TRAJE DEL EMPERADOR: EL LIBRO-ÁLBUM EN LA LIJ ACTUAL TESIS PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR EN LITERATURA
PROFESOR GUÍA: DANILO SANTOS ESTUDIANTE: ROBERTO CABRERA
SANTIAGO, SEPTIEMBRE DE 2012
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Agradecimientos A Javiera, por la fe, por el amor, por el azul. A Fundación La Fuente, por la escuela que abrió y que he tratado de honrar. A Danilo, por su guía, diálogos y disposición. A mis amigos y a mi familia. A Mariano.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN ...................................................................................................................... 5 MIRA QUIÉN HABLA: VISUALIDAD Y DOBLE CODIFICACIÓN ................................................ 26 De lo accesorio a lo (visualmente) narrativo: la ilustración en la historia de la LIJ .. 26 La irrupción definitiva: Donde viven los monstruos.................................................. 30 Mecanismos de la doble codificación ....................................................................... 33 Una productiva bipolaridad expresiva: Cómo fracasé en la vida ............................ 56 Deconstruyendo a Propp: los álbumes y las nuevas formas de narrar .................... 61 La lección de anatomía: las partes de un álbum ...................................................... 72 Nada se pierde, todo se transforma ......................................................................... 93 EX LIBRIS: INTERTEXTUALIDAD, INTERTEXTO, LIBRO ÁLBUM .............................................. 98 Las rutas de Aracne: hacia la formación de la red .................................................. 100 Hacia un complemento de las relaciones transtextuales de Genette desde la lógica de la LIJ actual ........................................................................................................ 106 Intertextualidad: otras voces, otros ámbitos ........................................................ 116 En búsqueda de una mayor operatividad del término Intertextual: el corpus ..... 120 Ver y leer intertextualmente ................................................................................. 123 Hacia el establecimiento de redes comunicativo-ideológicas ............................... 126 Homenajes, tributos y otras formas de reconocimiento ....................................... 133 Addenda genettiana ............................................................................................... 137 Formas paródicas en el álbum ilustrado ................................................................ 138 De impermeables, antigüedades y princesas despampanantes: pastiches .......... 152 METAFICCIÓN EN LIJ: VULNERAR Y DESCUBRIR ................................................................. 158 Álbumes metaficcionales/hacia una clasificación/corpus hispanoamericano ...... 168 Álbumes metaficcionales/hacia una clasificación/corpus traducido al español .... 170
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La metaficción exacerbada: la metalepsis como directriz narrativa en un álbum de Javier Sáez Castán .................................................................................................. 172 Dos bobas mariposas: homenaje, burla y reescritura especular .......................... 210 Las posibilidades de la materialidad: La cajita ...................................................... 219 Autoficción y libro álbum: autor y lector en / a través del espejo ........................ 234 Anthony Browne: yo soy otro ................................................................................ 240 Gilles Bachelet: el yo cuestionado en medio de un mundo magrittiano .............. 250 CONCLUSIONES .................................................................................................................. 262 BIBLIOGRAFÍA ..................................................................................................................... 271
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INTRODUCCIÓN Los textos literarios para niños han existido desde tiempos inmemoriales, aunque su presencia en el imaginario de la literatura universal esté marcada por las compilaciones de textos de raíz folclórica, registradas primero en Francia, a finales del siglo XVII, de la mano de Charles Perrault y luego en Alemania a mediados del XIX, por medio de los hermanos Grimm. El hito que suponen estas colecciones constituye, en lo concreto, un marco para las dinámicas y prácticas escriturales de quienes orientan su labor al público infantil y juvenil. El marco al que hacemos mención impone ciertas condiciones que en el posterior desarrollo del área serán refrendadas en distintas latitudes y por un extenso periodo: relatos breves de reconocible estructura, coexistencia de mundos, con notoria presencia de personajes animales humanizados y por supuesto, un tono formativo que oscila entre lo más y menos valórico, dogmático y doctrinario. En esta lógica, el extremo más conservador lo representa la postura del compilador francés y el de menor sujeción a cuestiones morales y extraliterarias, a los filólogos alemanes. La tensión entre estos dos polos suele ser una constante en la producción de textos literarios infantiles y juveniles, cuestión que se ve remarcada por la inclusión de este corpus en el ámbito de la educación formal. Es más, la existencia misma de la literatura infantil y juvenil (de ahora en más, LIJ) está entroncada de modo vital con el hábitat educativo, ahí está su principal espacio de circulación. La incorporación de ilustraciones en relatos infantiles se concibe así, desde el inicio, como un gesto formativo que, por un lado, tiende a facilitar el proceso de decodificación y por otro, funciona como una ampliación de la concepción misma del texto, al combinar dos códigos escriturales, el lingüístico y el pictórico, aunque claro, la relación inicial sea de una marcada jerarquía a favor de las palabras. La observación del rol de las imágenes en la evolución de la LIJ resulta de suyo atractiva, pero además, es informativa respecto de los contextos particulares en que esas obras han sido concebidas y del tipo de lector al que van destinadas. De esta manera no resulta difícil explicar el movimiento desde modelos textuales centrados en la comunicación literaria/lingüística a otros, enfocados en la visualidad.
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Como en todo campo de producción cultural, ciertos géneros y las prácticas asociadas a los mismos lucen mayores niveles de legitimación o están más cerca de posiciones centrales o canónicas. Por el contrario, otros necesitan recorrer un camino más extenso y no exento de dificultades, la más clara de todas, su posición original más cerca del margen y la periferia, lejana entonces del centro de la atención y circulación de la comunicación literaria. Es esto lo que ha ocurrido, por largos trechos, con los textos ilustrados, los que muchas veces se ven dislocados, apartados y excluidos de lugares de privilegio en el ámbito de la formación de lectores; estigmatizados, a menudo, bajo el cargo de escritos que no desarrollan habilidades afines a la lectura más tradicional. No es extraño, entonces, que la expresión visual de intencionalidad narrativa haya encontrado su nicho en el desarrollo de ciertos géneros que han acabado ocupando posiciones de privilegio en ese campo, como el comic, de marcado prestigio y objeto de estudio académico, además de una gran y transversal masa lectora. Para alcanzar esta situación, el comic debió construir una ruta en la que se fueron descubriendo y explotando sus posibilidades formales hasta delimitar algunos rasgos que a la postre fueron los distintivos; ese camino es que el debe transitar cualquier otro texto que aspire a alcanzar la condición de género. Esto es lo que sucede con el libro álbum, la más actual de las manifestaciones literarias infantiles y juveniles, que se presenta ante los lectores como un híbrido de imágenes y palabras que construye unos enunciados que persiguen instalarse en una zona fronteriza, en la que se comunican niños, adolescentes y adultos, un terreno abierto al intercambio de prácticas literarias propias de la tradición con otras dinámicas, derivadas de las lógicas de la visualidad. Este nuevo tipo de texto se instala en el ámbito infantil desde una postura distinta a la que han asumido las obras destinadas a tal público: como veremos en el transcurso de este trabajo, el libro álbum busca a sus destinatarios por medio de mensajes exentos de la presión formativa asociadas, como hemos dicho, a los productos culturales dedicados a niños y niñas. Por supuesto, la novedad a la que referimos es relativa ya que en los textos se registran notorios cruces con corpus de variadas tradiciones literarias, nexos que, por un lado, permiten una entrada amistosa del álbum en el dúctil marco de la LIJ y por otro, instalan asuntos que de común van ligados a variantes estéticas de vanguardia. Se reafirma de esta manera, el título
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de esta investigación: observaremos cuál es y cómo funciona el (muy) nuevo traje del emperador. Esta tesis pretende, entonces, definir la condición genérica del libro álbum, y si bien este es un objetivo apropiado a los estudios literarios y pertinente si se considera que se está frente a un género nuevo, planteamos un acercamiento crítico coherente con el objeto en sí mismo. Así, proponemos el uso de dos aparatos teóricos que redundan en metodologías de análisis distintas pero complementarias. En primer lugar, queremos dar cuenta de la instalación del género en sociedad, enfocándonos en la existencia de los responsables de estos nuevos productos y las dinámicas, normas y códigos que rigen sus acciones. En esa perspectiva, la teoría del Sistema Literario, desarrollada por Itamar Even Zohar y un equipo académico de la Universidad de Tel Aviv, asoma como una herramienta privilegiada, dadas sus particulares condiciones y conceptos, que expondremos en breve. De momento, digamos que el foco estará puesto en el campo del mercado editorial, como también en las políticas privadas y públicas que fomentan y permiten la publicación de inéditas formas textuales que generan nuevos lectores y las consecuentes prácticas sociales entre los mismos. En segundo término, la investigación hará uso de instrumentos más habituales en el campo de los estudios en literatura; dicho de manera sencilla, la segunda y más extensa parte de la tesis se centrará en el análisis textual, de la mano de conceptos propios de la crítica literaria en contextos posmodernos. En esta etapa el escrito se abocará a observar el corpus, en cuya selección dos criterios han sido fundamentales: la actualidad de los textos, cuestión manifestada en la inclusión de títulos publicados hasta el año recién pasado y la preferencia por obras concebidas y publicadas en contextos hispanohablantes, en especial el latinoamericano. Esta opción se explica por el afán de dar cuenta del libro álbum como un género joven, de origen anglosajón que busca su espacio en un terreno distinto y al mismo tiempo, por el deseo de observar de qué modo se responde al modelo primigenio, por medio de recursos y expresividad distinguibles. Para entender de mejor modo la propuesta general de la teoría del sistema literario, es aconsejable seguir la comparación planteada por el propio Even Zohar desde un comienzo y que pasa por recuperar y transformar el esquema de la comunicación de Roman Jakobson.
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Los seis elementos formantes de tal modelo son renombrados en función de una lógica más dúctil, que dé cuenta de la condición viva de la literatura y de los movimientos propios de un escenario marcado por tensiones, acuerdos e intercambios. Para este cuerpo teórico, heredero del formalismo ruso y en particular de los conceptos de Tynianov y de Ejxenbaum, el concepto de literatura se aleja de la visión puramente textualista y se enfoca en observar y analizar las condiciones que generan o favorecen la aparición de determinadas obras por sobre otras: “…la clase de relaciones existentes entre las leyes que rigen la producción de textos literarios, en tanto que extraíbles de tales textos, y las fuerzas que generan estas leyes, las promueven o las hacen desaparecer.” (Even-Zohar, 4) El énfasis puesto en desentrañar los mecanismos de funcionamiento del sistema de la literatura, hace de este tinglado teórico un instrumento especialmente útil si lo que se desea es ampliar la investigación hacia objetos
considerados como desacostumbrados en el escenario
tradicional; objetos que, por lo general, se ubican en posiciones limítrofes entre distintos campos de producción cultural. Los cambios que Even-Zohar aplica en el esquema jakobsoniano redundan en un nuevo modelo, que revisamos a continuación:
INSTITUCIÓN [contexto] REPERTORIO [código] PRODUCTOR [emisor] ------------------------------ [receptor] CONSUMIDOR (“escritor”)
(“lector”)
MERCADO [contacto / canal] PRODUCTO [mensaje]
Resalta en este dibujo la distancia que el autor establece respecto de la terminología consuetudinaria del ámbito de la literatura y su reemplazo por otra, cercana, por ejemplo, al de la sociología. Esto se aprecia con claridad en la inclusión de las categorías de escritor y lector, puestas entre paréntesis y entre comillas y en una línea que no conecta de forma directa con los otros factores. También se distingue la existencia de agentes y elementos
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propios de otros esquemas de interacción social; términos como ‘productor’, ‘consumidor’ y ‘mercado’ evidencian la conexión del sistema de la literatura con otros sistemas, orientados y regidos por otras normas y formas de pensamiento. La presión e influencia de otros campos en los terrenos de la actividad literaria es evidente y por ello, en el análisis se utilizará también un complemento que da cuenta de estas variantes, denominado Teoría de los Polisistemas, constructo articulado por el grupo de investigación liderado por Even Zohar que explicita las formas de esos vínculos entre sectores en apariencia separados y hasta opuestos, pero que en realidad sostienen relaciones tan fructíferas como complejas. En lo sucesivo, desglosaremos cada uno de los términos del esquema en función de trasladar esta nomenclatura y sus dinámicas de acción al espacio de la literatura infantil en Chile, en donde encontrarán modos específicos de articulación. El concepto de Institución se asocia con las instancias formales que asumen la dirección de un determinado programa ideológico que guía las decisiones de un sistema, sea este político, económico, educacional o estético. Para los estudiosos del sistema literario, la institución sobrepasa los nombres propios del ejercicio del poder, para convertirse en “el agregado de factores implicados en el mantenimiento de la literatura como actividad socio-cultural” (36). Como se verá en el transcurso de esta tesis, las relaciones entre la LIJ y el sistema educacional son una constante tan incómoda como real y de ese tenso diálogo participan elementos que intentan establecer directrices sobre las acciones de los implicados en el acontecer literario nacional. Así, en representación de las dos grandes tendencias de la literatura para niños – la más autónoma y detentora de un proyecto estético – versus la educativo-formativa – aparecen la Academia, la crítica especializada, la oficialidad del aparato educativo, esto es, el Ministerio de Educación (MINEDUC) y sus departamentos asociados y en cierto grado, el mercado editorial. Como se intuye, la diversidad que suponen los agentes mencionados redunda en que la Institución no sea un ente homogéneo, sino un espacio de tensiones, diálogos y luchas. A pesar de ello, los estamentos citados no dejan de ejercer el rol que les corresponde, cual es, determinar los contenidos oficiales, aquellos que tendrán un mayor grado de recordación entre los lectores (usuarios, ciudadanos, consumidores) y que influirán de manera decidida en el
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concepto de literatura que puedan construir y manejar los beneficiarios de esas políticas. En el caso particular que estamos estudiando, se aprecian con claridad algunas manifestaciones que favorecen al libro álbum en tanto género literario asociado con prácticas que vinculan de forma amistosa los intereses educativos con los literarios. Varias investigaciones (Lewis, 2001; Nikolajeva, 2001; Arizpe, 2004; Sipe, 2005) apuntan a las ventajas que el álbum tiene sobre otros géneros en el campo de la animación lectora; este último es un ámbito en boga en especial en países como Chile, que lucen pobres hábitos lectores, tal como lo demuestra un estudio reciente (Chile y los libros, de Fundación La Fuente y Adimark, 2010). En este contexto resalta entonces la decisión del MINEDUC de introducir el álbum en las colecciones de las bibliotecas del Centro de Recursos del Aprendizaje (CRA) primero por medio de la compra y distribución de ejemplares en colegios de todo el país y luego, a través de la edición, publicación y distribución en papel y en formato digital de un texto con características de manual relativo al nuevo género, con recomendaciones para el trabajo en aula. Ver para leer (CRA-MINEDUC, 2007) fue producido con un alto estándar visual, coherente por lo demás con el objeto que promociona y a pesar de que su impresión no superó los dos mil ejemplares, aún se encuentra disponible y descargable en internet. El manual es un buen ejemplo del ejercicio de poder de una institución con el enorme peso funcional del Ministerio de Educación; tras este texto palpita el deseo de relevar y oficializar no solo un género, sino un modo de pensamiento que sostiene al álbum. Ese modo de concebir la literatura y al lector es, por de pronto, novedoso en comparación al que sustenta a otras directrices de la misma institución, como las sugerencias de lectura para cada nivel – presentes en los Planes y Programas – de marcada preferencia por las obras canónicas. Lo anterior es indicativo de otro de los rasgos que marca Even Zohar cuando describe la institución: “Dentro de la institución misma hay luchas por el dominio, de modo que en cada ocasión uno u otro grupo logra ocupar el centro de la institución, convirtiéndose en el estamento rector. Pero dada la variedad del sistema literario, diferentes instituciones pueden operar a la vez en diferentes secciones del sistema.” (36) Así, resulta difícil hablar en singular de una voz institucional, por cuanto la tónica es la polifonía y el funcionamiento en base a los turnos;
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de hecho, en parte gracias a esta dinámica es que lo nuevo encuentra espacio y canal al interior de las estructuras del poder. Pero como decíamos al inicio de esta sección, el rol de la Institución puede ser ejercido por variados agentes y en ese marco, la academia, o el discurso universitario sobre el saber, ha asumido un inédito protagonismo en lo que a literatura infantil se refiere. A la introducción del libro álbum en el escenario nacional, las universidades han contribuido a través de distintas acciones, que van desde la consideración de cátedras de LIJ en las mallas curriculares en las que se privilegia el contenido del álbum como género, hasta la realización de seminarios, congresos, mesas de conversación y concursos de creación literario-plástica que tienen al picture book como núcleo. Es destacable que, al interior del acontecer académico, el álbum ha sido considerado desde los saberes de varias facultades, que ven en este un objeto concebido a partir de una visión interdisciplinaria. Unidades académicas como Letras, Educación, Arte y Diseño han hecho del nuevo género parte de sus ocupaciones, instalándolo en el espacio de producción de conocimiento que supone el aula, lo que constituye un auténtico hito, considerando el lugar que tradicionalmente ha ocupado la LIJ en el espacio de la academia, uno bien cercano al margen. Cierto es que estos movimientos siguen el camino abierto por los centros universitarios de Norteamérica y Europa, donde la literatura para niños y jóvenes es, hace un buen tiempo, objeto de estudio incluso a nivel de posgrado. Con todo, el rol asumido por la academia responde, desde una perspectiva funcional, al silencio o ausencia de la crítica literaria especializada, un elemento que contribuye de modo decidido a la formación del discurso institucional. Si bien la pérdida de espacio y legitimidad de la labor crítica es un fenómeno que excede a la LIJ, en este terreno se ve exacerbado por la casi nula existencia de medios dedicados a las obras del segmento. En Chile, solo una publicación está dedicada por completo a la difusión, comentarios y crítica de la literatura para niños, se trata de la revista Había una vez, editada desde 2009, primero en versión impresa y a partir del número nueve (2012), solo en edición digital. Este último dato no es menor, puesto que evidencia la pobreza de este sector del sistema literario, a la vez que recuerda la situación general de los medios impresos en el país: desmejorada, lánguida, nunca repuesta del daño infligido
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por las políticas dictatoriales, tal como constata Bernardo Subercaseaux en su Historia del libro en Chile (Lom, 2010). En resumen, diremos que la crítica literaria especializada en LIJ es casi inexistente y la que aparece de modo esporádico, dista mucho de la que se registra en capitales editoriales como Buenos Aires, Bogotá y Caracas y con esto, se produce un vacío importante en el tinglado de la institución, un espacio que intenta ser llenado – de momento, eficazmente – por miembros de la vida universitaria. Es justo mencionar en este momento el importante papel llevado a cabo por algunas fundaciones que desarrollan programa de fomento a la lectura en contextos de variada índole. Estas organizaciones son las principales responsables de la introducción de conceptos como fomento y animación a la lectura, ausentes en los discursos de la academia formal. Destaca en este escenario, el protagonismo de Fundación La Fuente, que ha ejecutado programas de animación lectora en múltiples colegios a lo largo del país por más de diez años, poniendo en práctica dinámicas en las que el libro álbum ocupa un lugar de privilegio. El aporte de las fundaciones a la introducción y difusión del género es tal que resulta impensable llegar al actual escenario sin la directa participación de estas instancias que han asumido a cabalidad el rol institucional, modificando decisivamente el repertorio. Destaquemos, en este mismo sentido, que la contribución de los planes de animación a la lectura es aun más valorable si consideramos la presión renovadora que ejercen sobre las prácticas pedagógicas más tradicionales, responsables muchas veces de la desmotivación de los estudiantes frente a la literatura. En último término ubicamos al mundo editorial, del que volveremos a hablar en detalle en un momento posterior; por ahora, digamos que tiene participación directa en las funciones asociadas al rol de la institución es decir, marca pauta respecto de la producción de algunas formas textuales en detrimento de otras y en este sentido, la industria editorial, permeada de la lógica de consumo e influida por estrategias y dinámicas publicitarias, suele imponer un ritmo en que un objeto que porta la condición de novedad es reemplazado prontamente por otro. En este marco, el álbum apareció, a mediados de los noventa, en el escenario libresco nacional de manera más bien tímida y silenciosa, sin una estrategia promocional distinguible, aunque con el aval de la experiencia en Norteamérica y Europa,
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la que fue traducida en nuestro país orientando el nuevo producto a un segmento con mayor poder adquisitivo y capital cultural. A pesar del sesgo elitista que se advierte en esta decisión y que hubiera supuesto una difusión restringida al pequeño y semiaislado número de consumidores referido, el género se fue abriendo espacios en las librerías primero y después, en sistemas de bibliotecas públicas (Bibliometro, servicio bibliográfico del Metro de Santiago, entre otras) y privadas (al interior de colegios privados y particularessubvencionados). Y quizás lo más destacable es lo que produjo la entrada del álbum en el escenario de la LIJ criolla, esto es, una notoria presión en el sistema con respecto a la real importancia de la ilustración en las publicaciones para niños, presión que apuntó hacia dos direcciones centrales: la calidad de las formas plásticas incluidas en los textos y más importante aún, el papel de las ilustraciones en la construcción de los textos. Así, en un periodo más bien breve, el libro álbum introdujo al esquema nuevos protagonistas (las y los ilustradores) y nuevos estándares que afectan a los sistemas de valoración de las obras. Las editoriales que no producían álbumes, han respondido de distintas maneras a las nuevas premisas, formando un rango que va desde el enriquecimiento básico de los dibujos que acompañan al texto verbal, hasta la asunción de un formato como la tapa dura, hasta ese entonces poco vinculado con la oferta para niños y jóvenes. Las casas editoras que lideraron la introducción del picture book en Chile (FCE, Ekaré, Kalandraka) han logrado, en resumen, discutir las convenciones e introducir su mirada en el sistema, haciendo pesar el rol institucional que anunciábamos hace un rato. Las dinámicas de funcionamiento a las que aludíamos en los párrafos anteriores se explican por su intención de modificar y/o mantener el estado del Repertorio, concepto que en la lógica del campo teórico que estamos siguiendo, se entiende como “el agregado de reglas y materiales que rigen tanto la confección como el uso de cualquier producto” (38), al que nos abocaremos en seguida. Es bien notorio que en la introducción de una forma genérica, cualquiera que esta sea, subyace una voluntad de modificar el estado del repertorio en un determinado sistema. El gesto evidencia la incomodidad de un grupo de actores que no encuentran espacios de diálogo o de interacción con los miembros ya legitimados, debido, muchas veces a que los productos más favorecidos dan muestras de
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desgaste y anquilosamiento, cuestión manifestada en bajos hábitos de consumo de parte del público o, en el caso del segmento escolar, por medio de una actitud de rechazo y /o distancia hacia los productos canónicos, impuestos en la agenda de lecturas por criterios didáctico-pedagógicos poco actualizados. Pero como antes aclarábamos, la lógica del sistema literario implica la movilidad de los roles, de manera que el panorama antes descrito, si bien tiende a relacionarse con sujetos ubicados en situaciones más bien marginales, es relativo en el caso concreto de los textos destinados al público infantil. El libro álbum, por ejemplo, proviene de escenarios poco familiares para el ámbito de la LIJ, sin embargo, su entrada en los hábitats educativos se explica por las preocupaciones internas de la Institución, una parte de cuyos miembros se encuentran más atentos y cercanos al acontecer cotidiano. Así, las modificaciones al repertorio que se puedan derivar de la irrupción del álbum en el esquema, son variantes auspiciadas por cierto sector del sistema, apoyo que genera tensiones, y desplazamientos necesarios para el reacomodo de los conceptos de lectura, literatura y otros. Even Zohar propone entender al repertorio desde tres niveles (de los elementos individuales, de los sintagmas, de los modelos), el último de los cuales resulta muy atractivo para el escenario que configura la aparición del álbum ilustrado; se trata del nivel de los modelos, explicado por el teórico así: “el modelo significará ‘los elementos + las reglas aplicables al tipo de texto dado + las relaciones textuales potenciales que pueden llevarse a cabo durante una actuación real’” (39). De esta manera, se entiende el surgimiento del álbum como una respuesta no solo a las formas y prácticas tradicionales de la LIJ, sino como la propuesta de un modelo comunicativo con el rasgo específico de la doble codificación (la escritura a partir de la simbiosis entre palabras e imágenes) que pretende ocupar un sitio por lo general reservado al texto verbal habitual. El concepto de modelo resulta especialmente pertinente cuando se aplica al sistema de la LIJ, tendiente, como señalamos al inicio de esta introducción, al establecimiento de patrones morales y conductuales. De hecho, el gran obstáculo para la innovación en este campo es la expectativa con la que se carga a los textos literarios para niños y jóvenes, de los que se espera que no solo relaten una historia atractiva, sino que otorguen a los lectores ciertos contenidos que los orienten en valores universales. Esta expectativa es el resultado,
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entre otros factores, de la mantención de ciertos géneros, como la fábula, que en su construcción considera un mensaje ideológico explícito que busca influir en los hábitos y prácticas de los lectores a que se dirige. Si bien es cierto que dicho género ha sufrido importantes transformaciones, el sesgo moral permanece o se traspasa incluso a otros géneros más actuales. Frente a esto, el libro álbum (y otras formas afines) se instala como un texto en cuyo programa no se incluye la propensión a imponer o reforzar un orden de cosas y por el contrario, se aboca a la elaboración de un producto comunicativo guiado por un afán dialógico y lúdico, basado, como veremos en el siguiente capítulo, en las posibilidades combinatorias entre palabras e ilustraciones. Pero el álbum aporta otra gran modificación al modelo de LIJ legitimado y apunta a la redefinición del rol de las imágenes en la estructura del texto. Si en el modelo convencional los dibujos aportaban un espacio de calma visual en medio del proceso de decodificación de signos lingüísticos, en el álbum el código plástico resulta crucial tanto en el proceso de la escritura como en la lectura y posterior disfrute y comprensión del mismo. Tal vez resulte pertinente marcar que el álbum se introduce en la escena escolar de la mano de una práctica aún novedosa en nuestro territorio; nos referimos a las políticas de animación y fomento a la lectura, introducidas en Sudamérica hace unos cuarenta años y cuya presencia en Chile no supera las dos décadas. La animación a la lectura es una respuesta a la pérdida de familiaridad de los intercambios literarios orales y escritos vividos en comunidad y toma múltiples formas, entre las que se destacan la lectura en voz alta en el aula sin evaluación asociada y la recomendación de textos entre lectores no académicos. Las dinámicas de animación lectora buscan que los destinatarios (en su mayoría niños y jóvenes, de preferencia escolarizados) puedan acercarse a textos literarios que resulten atrayentes considerando su edad y situación en el mundo, por ello, la selección del corpus resulta determinante. En este escenario, el álbum luce con ventaja a partir de sus especiales rasgos, como la presencia de un texto verbal breve – es decir, apropiado para una instancia de lectura colectiva y a viva voz – , y la abundancia de imágenes tan expresivas como relevantes para el armado del relato. A lo anterior es posible sumar una cierta constante entre los autores (as) del álbum a incluir temas algo incómodos (nuevas formas de familia, violencia, homosexualidad, diferencias
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raciales, etc.) que son tratados en un tono amigable y comprometido. Investigaciones actuales (Arizpe y Styles, 2004) hacen uso del álbum en planes de enculturación para hijos de inmigrantes que se instalan en las principales urbes del primer mundo. Así, el libro álbum construye un programa alternativo al acostumbrado, uno que intenta un acercamiento más directo y efectivo a las preocupaciones y gustos de un público variopinto. En resumen, el nuevo género presenta un modelo igualmente inédito, caracterizado por varios elementos, entre los que destaca la escritura a través de la combinación de dos códigos, la distancia que establece respecto de los discursos morales conservadores y por último, la discusión del perfil del lector al que va dirigido; porque es necesario destacar que el picture book se presenta como un objeto legible y maniobrable por sujetos de muy amplio rango etario y si bien esta no es una característica exclusiva del género, se hace más notoria en él, gracias a la presencia de estilos de ilustración que, al menos desde el imaginario colectivo, no se asocian de modo directo con lo infantil. El temprano y progresivo éxito del álbum, evidenciado en su presencia en bibliotecas y librerías, lo valida como un modelo en el espacio de la LIJ, uno que se posiciona a partir de la diferencia y que es potenciado en la actualidad a partir de criterios no solo artísticos sino comerciales. En distintos momentos de este escrito se ha mencionado tangencialmente al Mercado, por lo mismo, dedicaremos lo siguiente al análisis de los intensos y cambiantes movimientos registrables en ese rincón del sistema, definido como “el agregado de los factores implicados en la compraventa de productos literarios y en la promoción de tipos de consumo” (37). Conviene considerar que Chile cuenta con un mercado editorial de dimensiones muy inferiores a las esperables dado su grado de desarrollo económico, fenómeno que se explica por la alta carga tributaria que los consumidores deben tolerar al comprar un libro y por la ausencia durante años de políticas que favorezcan la publicación y difusión de textos literarios para niños y jóvenes. No obstante, y quizás por la amplia diversificación del consumo, las principales casas editoras relacionadas con la LIJ tienen presencia en el contexto nacional. Dichas empresas no alcanzan a la treintena y aunque pueden ser agrupadas en distintos segmentos, destacamos un primer gran corte, el que divide a aquellas más cercanas a las necesidades del sistema educativo (y las que se
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posicionan en sitios de mayor autonomía relativa, desde donde desarrollan proyectos conducidos por criterios estéticos ubicados a veces en las antípodas de lo pedagógico (más autónomas). Si bien no es el afán de esta tesis describir con exhaustividad la oferta editorial presente en el país, sí es relevante mostrar un ordenamiento básico que permita entender de qué modo el álbum gana terreno y logra filtrar algunos de sus elementos en otros segmentos de producción. En el siguiente cuadro se exhiben las principales casas editoras, divididas, como se ha dicho, entre las “más escolarizadas” y las “más autónomas”:
Procedencia
Más escolarizadas
Más autónomas
Hispanoamericanas
Norma
Fondo de Cultura Económica
Alfaguara
Océano
SM
Ekaré
Edebé
Del eclipse Kalandraka OQO Kókinos
Traducidas
Alfaguara
Thule
SM
Edelvives
Emecé
Serres Lóguez Barbara Fiore Juventud
Chilenas
Andrés Bello
Ocholibros
Zig-Zag
Amanuta
Universitaria
Pehuén
Sol y Luna
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La tabla anterior corresponde a un corte de la oferta editorial en LIJ presente en Chile y como se ve, resalta la desproporción entre las marcas extranjeras y las nacionales, hecho que se condice con lo que veníamos estableciendo respecto de la pobreza editorial del país. Con todo, es interesante constatar la llegada y afianzamiento de los principales nombres en el panorama editorial para niños y jóvenes. En cuanto a las más escolarizadas, constituyen el grueso de la oferta editorial, aunque en la cantidad de nombres no exista correspondencia. Ocurre entonces que unas pocas empresas concentran la mayoría de las ventas, un fenómeno que se explica por las condiciones específicas de un mercado que influye con decisión en el delineamiento del repertorio. Así, Alfaguara, Norma y SM, se posicionan estratégicamente al interior del sistema escolar, ofreciendo colecciones segmentadas por edad, productos que son adquiridos por los miembros de un determinado establecimiento con la venia de sus autoridades, quienes ven en estos libros una continuidad y escalamiento progresivo de acuerdo con ciertos estándares de lectura comúnmente ligados a preocupaciones sobre la comprensión lectora. Cabe destacar que las editoriales mencionadas suelen enriquecer su oferta por medio de la compra de licencias de textos escritos por autores de renombre; en ese marco, el caso de Alfaguara resulta emblemático por la presencia de la obra de Roald Dahl. Si bien la citada empresa no publica la obra completa del autor galés, le basta con títulos fundamentales como Charlie y la fábrica de chocolates, Matilda y Los cretinos para insertarse en las listas de lectura de numerosos colegios. Un caso similar se registra con el alemán Michael Ende y dos de sus novelas más conocidas, La historia interminable y Momo. Las conductas de SM y Norma no distan mucho de la ya explicada, aunque tienden a combinar nombres de autores europeos y norteamericanos con algunos latinoamericanos. Mucho menos innovador es el modo de funcionamiento de marcas como Andrés Bello y Zig-Zag, editoriales de larga vida y célebres en el ámbito nacional, en especial por el espacio otorgado a la literatura chilena a mediados del siglo XX, cuando ambas lideraban la edición e incluso exportaban parte de su producción a países vecinos. La actualidad es menos luminosa y ha llevado a estas y otras empresas a abaratar costos con la consecuente pérdida de calidad de los objetos salidos de sus
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manufacturas. En la práctica, tanto Andrés Bello como Zig-Zag se limitan a reeditar textos clásicos – universales y chilenos – en versiones diseñadas para un público escolar al que se concibe desde posiciones más bien anticuadas que explican decisiones como las de publicar La Odisea en un texto inferior a las cien páginas. Parte importante del plan de estas editoriales es ofrecer libros a un precio mucho más bajo que el promedio, con ello se aseguran la presencia en listados escolares, en particular, en los estratos socioeconómicos más débiles, ligados por cierto, a la educación pública. El panorama de las casas editoras vinculadas a los intereses escolares es así, más bien conservador en cuanto a los conceptos de libro, lectura, literatura y lector, aunque también es justo mencionar que algunas de estas marcas han abierto espacios para la obra de autores nacionales, a través de concursos de narrativa infantil y juvenil que han permitido la aparición de nombres como los de Mauricio Paredes, Esteban Cabezas, Sergio Gómez, Felipe Jordán y otros tantos. Llama la atención la abundancia de editoriales dedicadas a la producción de textos basados en una poderosa visualidad, lo que podría responder al cambio en concepto base de la (nueva) LIJ y la consecuente diversificación del tipo de público que accede a ella. Por cierto, varias de estas marcas logran introducir en el mercado unos pocos títulos, de ahí que convenga mirar el panorama con moderado e informado optimismo. Por supuesto, destaca el caso del Fondo de Cultura Económica (FCE), emblemática editorial del estado mexicano que cuenta con una línea de literatura infantil que nace a inicios de los años noventa, de la mano de Daniel Goldin, responsable en buena parte de la aparición y difusión del álbum en Hispanoamérica. Es interesante revisar el camino recorrido por este editor por cuanto funciona como ejemplo y metáfora del desarrollo mismo del segmento literario infantojuvenil. En un principio, el FCE traduce y edita la obra de dos autores que se convertirán a poco andar en algo así como el canon del álbum, al menos para los lectores hispanoparlantes; nos referimos al inglés Anthony Browne y al japonés Satoshi Kitamura. Ambos autores provienen del campo de las artes plásticas y han sido consagrados con numerosos y prestigiosos premios, como el Hans Christian Andersen del año 2000 para Browne. Durante un primer periodo, el énfasis estuvo puesto en la difusión del nuevo género y la inclusión de otros autores anglosajones – cuestión que se explica dado el origen
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del álbum – como Chris Van Allsburgh, David McKee e Ian Falconer. Una vez instalado en el escenario y con la integración de un público distinto al habitual de la LIJ, el FCE diseña un concurso de creación literario-plástica orientado a autores latinoamericanos, cuyo ganador sería publicado por esta editorial de presencia internacional. No tuvo que pasar mucho tiempo para que el certamen “A la orilla del viento” adquiriera peso funcional en la lógica interna del sistema literario, al punto que es hasta hoy (en su decimosexta versión) el más prestigioso evento que registra el circuito del álbum en lengua hispana. Del concurso han surgido nombres que forman parte del panorama actual, como Isol, Jairo Buitrago y Marta Vicente. Para volver sobre la trayectoria de Goldin, digamos que una vez que dejó su trabajo en el FCE tuvo un breve paso por Europa, donde dirigió la editorial catalana Serres para retornar a México y asumir la cabeza de Océano, empresa reconocida por elaborar textos para niños y niñas con claro foco en la divulgación científica dirigida a edades tempranas. Océano no contaba con una colección de LIJ como tal, hasta la llegada del mencionado editor, que configura “Travesía”, segmento abocado al libro álbum en el cual se advierte un ánimo más experimental, con textos desafiantes que llaman con claridad a la participación de un adulto mediador de la lectura. Es también relevante que varios de los títulos de esta colección incluyan un mayor grado de innovación en el soporte/formato del libro y que tal novedad esté semánticamente relacionada con la trama en cuestión y que además, varios de estos ejemplares estén dirigidos a primeros lectores, como ocurre en el caso de Grrr o Y el pequeñito dijo (ambos, editados en español en 2009), de Jean Maubille. Estos y otros elementos son marcas que evidencian el afianzamiento del género álbum en un sistema de literatura infantil más amplio y diversificado. Otra editorial que resulta llamativa es Kalandraka, empresa gallega que edita textos pensados desde la visualidad y que constituye un caso especial dado que publica tanto en español como en gallego. Entre sus autores se privilegian nombres hispanohablantes, aunque se incluyen algunos títulos de autores relevantes, como Frederick, del italiano Leo Lionni. Kalandraka también cuenta con un concurso de creación de álbum ilustrado en sociedad con el ayuntamiento de Compostela, que suma ya cinco versiones; en tres de ellas, el ganador proviene de Sudamérica, como sucedió en la primera edición, obtenida por la
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argentina Natalia Colombo con su libro Cerca (2008). Este dato es significativo por cuanto desafía el habitual curso de las cosas en el ámbito de la producción cultural. Lo usual es que en nuestros territorios la vanguardia en ciertas áreas no sea elaborada como material primario, sino que sea recibida como un eventual modelo y aun cuando en algún grado así sea también en el terreno del álbum, es un hecho que la respuesta a ese modelo genera ya formas que plantean variantes notorias, como las que observaremos en el posterior análisis del corpus. Mencionemos, de paso, la existencia de la editorial argentina Libros del Eclipse, creada por el diseñador Istvan Schritter, destinada únicamente a la creación de álbumes por parte de autores del continente. En relación a los proyectos editoriales chilenos, asoman con ventaja los de Ocholibros, Amanuta y Pehuén. Esta última es tal vez la menos desarrollada por cuanto el cambio de la línea editorial (desde lo más didáctico a lo estético) se registra hace poco tiempo. Con todo, se evidencia una clara intención de hacer de la visualidad una marca distintiva aplicada en la construcción de textos de distintos géneros. Ocholibros, en tanto, nace como un proyecto al interior de la escuela de diseño de la universidad Diego Portales, para luego desarrollarse como editorial independiente. Como toda empresa joven, aún está en búsqueda de su identidad, aunque es claro que esta irá vinculada a las lógicas de la visualidad. La primera colección de este sello estuvo conformada por álbumes de autores chilenos, el ejemplo más destacado fue Papá puertas afuera (2009), de Natalia Montero, un libro álbum que cumple a cabalidad con el principal rasgo del género, esto es, el uso de la doble codificación y que, de paso, se vincula con las temáticas que caracterizan a la LIJ actual al asumir el problema de la separación de los padres del pequeño protagonista. Es claro que Ocholibros favorece la publicación de textos que abordan temáticas complejas o no siempre asociadas al ámbito de la LIJ en Hispanoamérica, como el rescate de la memoria histórica reciente. Este es un ítem tratado en la literatura europea para niños y jóvenes, en la que se destaca el trabajo del ilustrador italiano Roberto Innoccenti, coautor de Rosa Blanca (Lóguez, 1987) un impactante álbum ambientado en la época del Holocausto. En ese mismo periodo se centran Sálvate, Elías, (Kalandraka, 2006) de Elisabeth Brami y Bernard Jeunet y El niño estrella (Edelvives, 2003) de Rachel Hausfater-Douieb y Oliver Latik. En
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cuanto a la LIJ en Sudamérica, el lastre dictatorial de los años setenta ha demostrado ser bastante incómodo y hasta hace poco, solo se registraba el meritorio intento de Antonio Skármeta en La composición (Ekaré 2000), relato estupendamente ilustrado por Alfonso Ruano. De muy reciente publicación es El tío Octavio (2011), de Camila García y Clandestinos (2011), de Cristina Ortega, álbumes editados por Ocholibros en el marco de un proyecto de la recuperación de elementos de memoria histórica, llevado a cabo en conjunto con la Fundación Villa Grimaldi, dedicada a la promoción y defensa de los Derechos Humanos. A ese mismo escenario contribuye la línea editorial de Amanuta, que se origina como una idea de sus fundadoras, Ana María Pavez y Constanza Recart, quienes, durante su trabajo en el museo de arte precolombino, captaron ciertos elementos temáticos y estéticos que plasmaron en una narración conducida con herramientas visuales. El primer texto de la editorial fue Kiwala, ilustrado por Paloma Valdivia, el relato de una llama que viaja por el norte de Chile en una aventura que, si bien es menor, se destaca por la presentación de un universo gráfico que rescata fragmentos de la identidad estética nortina. Tras el éxito de este primer título, aparecieron otros tres que conforman una especie de saga que se fue orientando cada vez más a la reconstrucción y difusión del patrimonio indígena del norte. Es justamente el discurso de los pueblos originarios el favorecido en el posterior desarrollo de Amanuta, que hoy luce como marca distintiva las colecciones de relatos y leyendas ilustradas de distintas cosmogonías presentes en el territorio nacional. Por último, la línea más actual de la editorial apunta a la construcción de perfiles más cercanos e intimistas de grandes personajes de la historia y la literatura chilena, como Lautaro y Gabriela Mistral. Si el mercado es, como dijimos, un agente institucional con el consecuente efecto de sus acciones en la elaboración del repertorio, ejemplos como los revisados constituyen entonces la confirmación del supuesto. Uno de los principales efectos de los movimientos del mercado es la creación de un público o el acomodo de éste a la nueva oferta; de acuerdo con la nomenclatura que estamos siguiendo, corresponde hablar del consumidor. Más allá del obvio marco de transacción que existe alrededor de consumidor y productor, la teoría del sistema literario apunta a resaltar una cuestión evidente: los roles pueden ser móviles
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y así por ejemplo, el Ministerio de Educación, agente institucional por antonomasia, puede también jugar el papel del consumidor, lo que de hecho sucede cuando adquiere libros para abastecer a las bibliotecas escolares dependientes de la educación pública. Así también, la idea del consumidor, aplicada a los sujetos, no se reduce a la compra de ejemplares en una determinada librería, sino que se amplía a la condición de usuario de los distintos sistemas de préstamo bibliotecario, como también a la asistencia a eventos relacionados con la lectura literaria. A esta variedad se refiere Even Zohar cuando habla de consumidor directo e indirecto, denominación está última, pertinente a esta tesis: Todos los miembros de cualquier comunidad son al menos consumidores "indirectos" de textos literarios. En calidad de tales (…) consumimos sencillamente una cierta cantidad de fragmentos literarios, digeridos y transmitidos por variados agentes culturales e integrados en el discurso diario. Fragmentos de viejas narraciones, alusiones y frases hechas, parábolas y expresiones acuñadas, todo esto y mucho más, constituye el repertorio vivo depositado en el almacén de nuestra cultura (34). La condición de consumidor indirecto resulta interesante por cuanto funciona como una suerte de barómetro de la situación de la literatura en un contexto determinado. La delimitación de un género es, claro está, un asunto propio del quehacer académico, sin embargo, no está del todo aislada del espectro cotidiano, lo que se aprecia, por ejemplo, en los hábitos de consumo de ciertos productos. A pesar de las condiciones del mercado interno, poco favorable para la adquisición de libros, el álbum es un objeto de consumo de un público aun limitado. Junto a ello, y volviendo sobre el concepto de consumidor, hay que destacar la presencia del género en bibliotecas públicas municipales, escolares y las del Bibliometro; en estas últimas, el picture book ocupa lugares de privilegio en las vitrinas. Por último, y en el ánimo institucional de difundir las condiciones del nuevo texto, se han efectuado en Santiago y en algunas provincias, seminarios, charlas y congresos sobre la actualidad de la LIJ, instancias en las que el álbum aparece siempre destacado; tales encuentros han tenido gran aceptación entre sujetos provenientes de espacios diversos y dan cuenta de otra forma de consumo. Tan dinámica como la del consumidor, la categoría de productor se instala como una suerte de indicador del estado de cosas en el sistema de la literatura infantil y juvenil. La entrada de un nuevo género supone una serie de tensiones y desplazamientos al interior
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del esquema, uno de los cuales se refiere al del rol de la autoría. La novedad del álbum radica, como veremos en los capítulos siguientes, en el uso inédito del código visual en combinaciones diversas con el registro verbal, tal uso es detentado por actantes que por lo general han ocupado posiciones secundarias. Aludimos, por cierto, a los y las ilustradores /as, grandes protagonistas de la renovación de contenidos y formas en la literatura para niños y jóvenes. En el capítulo destinado al análisis del doble código, veremos en detalle la evolución del lenguaje plástico en el terreno de los textos infantiles; digamos de momento que incluso en el espacio literario nacional, se registra la aparición de artistas plásticos que han encontrado en la LIJ un hábitat especialmente favorable a su expresión. El grupo “Siete rayas” reúne a los nombres más reputados de la ilustración en Chile, y sus acciones se registran en varias editoriales que han acusado recibo de la urgencia de innovar y actualizar los contenidos gráficos de sus publicaciones. Alberto Montt, Francisco Javier Olea, Bernardita Ojeda, Raquel Echenique y otros resultan rastreables por medio de sus trabajos, en los que se aprecian ciertas marcas que permiten hablar de la formación de estilos particulares. Si bien todos ellos han ejercido inicialmente el rol de ilustradores de textos verbales ajenos, luego han contado con los espacios para desarrollar sus propias narraciones; siguen, de esta forma, el camino abierto por los autores considerados emblemáticos, los ya referidos Browne y Kitamura, quienes también iniciaron su carrera asumiendo el rol del acompañante, hasta complejizar a tal grado sus producciones visuales que el título de autor resulta no solo merecido sino justo. Por supuesto, la labor de estos nuevos autores contribuye de manera enérgica a la construcción del repertorio, en términos de marcar algunas pautas para futuros creadores, pero también para los lectores, quienes, en algún sentido, son alfabetizados visualmente a partir de propuestas pictóricas novedosas diferenciadas de aquellas más familiares a la tradición. Hasta el momento, hemos revisado cinco de los seis elementos formantes del sistema literario en su traslado al espacio de la literatura infantil y juvenil. El último factor es el producto, concepto que excede con creces a la idea obvia del texto como resultado único de la actividad literaria. Como hemos visto, la lógica del sistema considera la complejidad de las condiciones sociales que ejercen presión incluso en las dinámicas de la
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producción cultural. En lo sucesivo, esta tesis se abocará al análisis del álbum como producto, tanto desde su realidad (intra) textual, apelando a las herramientas que provee la actual crítica literaria de carácter posmoderno, como también desde sus interacciones con el medio, diálogos, tensiones e intercambios propios de un espacio de luchas, de un territorio como el de la LIJ, en pugna constante por definir sus límites y alcances.
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MIRA QUIÉN HABLA: VISUALIDAD Y DOBLE CODIFICACIÓN
El libro álbum llama la atención por varios elementos que lo definen, el principal de ellos, es – sin duda – la visualidad como herramienta expresiva al servicio del desarrollo de una narratividad inédita, que se instala primero desde las imágenes y luego, desde las palabras. En el afán de resolver el desafío de la construcción genérica, resalta el rasgo pictórico, asumido de forma novedosa y propositiva. Es un hecho que las relaciones entre palabras e imágenes constituyen un elemento reconocible en la historia de la literatura infantil y por lo mismo, conviene trazar una cierta línea temporal que permita comprender de mejor manera el surgimiento de este nuevo género; en todo caso, digamos de antemano que tal revisión no será exhaustiva en términos historiográficos puesto que el ejercicio obedece a la necesidad de conectar grupos de materiales relativamente análogos. De lo accesorio a lo (visualmente) narrativo: la ilustración en la historia de la LIJ No hay que recorrer mucho para encontrar el primer hito: para varios de los estudiosos en el tema, el Orbis pictus (1658) de Comenius es el libro pionero en la combinación de imágenes y palabras orientado al público infantil. El texto se vuelve más interesante aun al considerar que su autor era un educador que proponía una especie de didáctica para el aprendizaje del léxico; la obra principal de Comenius no es otra cosa que un diccionario ilustrado. Así, aparece esta auténtica constante del campo: los nexos entre literatura / visualidad y educación. El mundo ilustrado no solo se instala como el hito del que hablamos, sino que también impone un modo de hacer las cosas, una metodología (tal como sucede posteriormente con las antologías de los hermanos Grimm, por ejemplo) y hasta una estética. En esa forma de hacer la escritura, en esa manera de producir una textualidad para ese tiempo novedosa, Comenius está también desarrollando un perfil de lector – el sujeto niño(a) – que será referencia obligada durante siglos. El lector infantil al que hay que acceder de la mano de la didáctica se fija desde entonces como una directriz para todo autor que se aventure en el terreno literario para niños y jóvenes. Este último elemento se convierte, a poco andar, en una pesada carga que afectará durante un largo período la producción literaria para el segmento ya mencionado. Es justo reconocer que en
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ese sentido, el educador no debe ser el único sindicado como responsable, de hecho, serán otros autores, escritores de ficción, quienes legitimarán el camino abierto. Baste pensar en Perrault, quien publica en 1679 la primera edición de Los cuentos de Mamá Oca, compilación de relatos fundamentales en la formación de la LIJ occidental en los que el autor francés opta por desenlaces que son coronados por moralejas que no dan pie a segundas lecturas; se trata, indudablemente, de textos que buscan influir en la formación ético-moral de las personas. Recién un siglo y medio después aparece un gesto contrario, en Los cuentos para los niños y el hogar, de los hermanos Grimm (1812); los filólogos alemanes evitan el ordenamiento moral único y prefieren incluir ese campo en las tramas mismas de los relatos. Así, se abre una segunda tendencia tan duradera como la ya descrita: los Grimm no solo publican una extraordinaria y acuciosa recopilación de historias recogidas por medio de escuchas en los bosques europeos, también hacen de este, un método que afianza el campo de la investigación folclórica. En este recorrido, la hebra de la visualidad se oscurece y hasta se diluye por un tiempo y habrá que esperar hasta finales del siglo XIX para registrar el extraordinario aporte de Gustav Doré, quien ilustra una nueva edición (1883) de los relatos de Perrault. Los trabajos del dibujante francés también inauguran una escuela ineludible, en particular desde dos pilares: el primero es el carácter realista de las ilustraciones, aun cuando las escenas configuren un universo maravilloso y el segundo apunta al rol de los dibujos en la configuración del enunciado y del libro. En cuanto a la primera veta, cabe señalar que el estilo realista fue monopólico hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando comienza a ser desplazado en virtud de los conocimientos sobre la psique infantil y de una lectura algo exagerada acerca de los temores y trauma infantiles en relación con ciertas imágenes perturbadoras. Por supuesto, esta línea que estamos trazando es más bien bruta y no considera las manifestaciones más marginales que en todo periodo aparecen y se anticipan a otros modos de representación, pero que muchas veces no alcanzan a constituir escuelas y quedan en el registro como muestras de vanguardia descontinuada. Al decir esto, podemos pensar en trabajos como el de Struwwelpeter (1845) o Pedro Melenas, de Heinrich Hoffman,
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dibujante alemán que tomó varias historias breves destinadas a generar hábitos de higiene, obediencia y buena conducta en los niños y las ilustró de manera innovadora para su momento. No obstante, su legado se extravía durante un largo periodo, hecho atribuible a la ya mencionada tendencia a proteger a la infancia de los riesgos que suponen unas determinadas producciones gráficas. Tal vez si la novedad más importante la constituya el trabajo de Randolph Caldecott (1846-1866), dibujante inglés de la era victoriana. Caldecott desarrolló una suerte de estética reivindicatoria de la imaginación, de una no-lógica o non sense que irrumpe en los ordenados esquemas vigentes en aquel entonces. Aun utilizando un estilo cercano al realismo, lo combinó con algunos códigos visuales y cromáticos propios de la publicidad (ámbito en el que se desempeñó con gran éxito) y en varias ocasiones, configuró escenas en las que determinados animales asumían actitudes humanas, en particular, en ámbitos sociales como fiestas o días de campo. Parte del mérito de este autor es haber bautizado sus trabajos con el nombre del género del cual nos hacemos cargo en esta tesis: picture book. Es claro, en todo caso, que Caldecott no pensaba en los álbumes, sino en, literalmente, libros de imágenes, que a veces acompañaban a textos de muy diversa magnitud e importancia. Con todo, en el gesto de este dibujante hay una marca ideológica innegable: la voluntad de subvertir un pesado orden tradicional, esto es, la supremacía de las palabras sobre las imágenes. De hecho, en uno de sus más emblemáticos trabajos, toma una ronda tradicional (Hey, diddle, diddle!) repetida una y otra vez a lo largo de varias generaciones y la convierte en una secuencia de escenas en las que el texto original sufre una doble transformación: primero, el espacio destinado a las letras se funde con las imágenes (maniobra que se convertirá en hábito recién entrado el siglo veinte) y segundo, aparece un personaje que, de modo bien gráfico, asume la musicalidad. Se trata de un gato que toca un cello y suele encontrarse en algún ángulo vistoso de la lámina en cuestión, dominando el espacio, literalmente, marcando el ritmo de la narración. Para varios estudiosos de la ilustración, los trabajos de Caldecott abrieron decididamente el escenario y a pesar de plasmar una obra muy limitada (truncada por su temprana muerte), lograron formar escuela. El reconocimiento del sistema es más que
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tangible: una de las máximas distinciones lleva su nombre, la medalla Caldecott, destinada al mejor ilustrador de cada año. La presea es otorgada por la Association for Library Service to Children, dedicada al estudio y fomento de la ilustración en textos para niños y jóvenes en los Estados Unidos. Contemporáneo a Caldecott y cercano a este en el carácter de su producción estética, es John Tenniel, célebre dibujante británico responsable de la versión ilustrada de Alicia en el país de las maravillas (1866) y de la segunda parte de la aventura, A través del espejo (1871), de Lewis Carroll. Esta dupla creativa contribuye de modo radical a la construcción de los conceptos de LIJ y de ilustración, aunque lo hacen desde perspectivas bien distintas. Por un lado, Carroll despliega una propuesta narrativa poco usual para su época y desafiante aún en nuestros días: en ella, las asociaciones insólitas y un marcado afán por el absurdo, guían unos relatos que oscilan entre la alegoría orientada a la crítica social y las nursery rhymes, suerte de hipotexto de raíz folclórica que Carroll rescata y actualiza. Por otro lado, Tenniel, caricaturista político, dibuja a partir de herramientas expresivas clásicas, principalmente realistas con las que, no obstante, logra concebir universos ficticios tan determinantes que para el lector resulta difícil distinguir las especificidades autoriales. Carroll y Tenniel son así, hitos ineludibles en el proceso histórico de la literatura infantil y por lo mismo, sus textos son constantemente citados, reescritos, homenajeados y parodiados. Como ya hemos dicho, no es afán de esta tesis llevar a cabo una historia de la ilustración infantil, pero sí se ha recurrido a trabajos que aportan de manera decidida, como el capítulo introductorio del texto de David Lewis, o las indicaciones que presenta Perry Nodelmann e incluso las páginas que dedica a este asunto Teresa Colomer en la Introducción a la LIJ del siglo veinte. Por ello, no se consideran en detalle los ejemplos surgidos en el amplio lapso que va desde finales del siglo XIX y hasta la segunda mitad del XX. En el ánimo de entrar en materia respecto de la actualidad del álbum, nos centraremos en el surgimiento de lo que se ha dado en llamar el libro álbum contemporáneo.
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La irrupción definitiva: Donde viven los monstruos Para que en 1963 Maurice Sendak publicara Where the wild things are, el sistema de la LIJ tuvo que transitar un sinuoso camino en el que las luchas propias del campo se acrecentaron, de la mano de la entrada en el panorama de nuevos agentes. Hablamos, obviamente de los ilustradores, que pronto se hicieron de un espacio entre las obras habituales por medio de una visualidad irreverente y ambiciosa. Esos rasgos son notorios en el texto de Sendak, un auténtico hito en la historia de la ilustración, el más pertinente para esta tesis, por cuanto, para varios estudiosos, Donde viven los monstruos es el primer libro álbum como tal. En un breve pero significativo artículo, el ilustrador Uri Shulevitz dice, respecto del libro mencionado: “Las palabras por sí solas no nos dicen qué tipo de travesura ha cometido el personaje principal del cuento. Sin las ilustraciones la información queda inconclusa. El clímax del libro, la parte de la “juerga monstruo”, se expresa mediante imágenes, sin usar una sola palabra” (10). En las observaciones del crítico norteamericano yace el sustrato que permite situar al libro de Sendak como un referente primario (si no, original) en la línea de ilustración que hemos intentado trazar, vale decir, la que va desde lo accesorio y complementario hacia lo relevante y dotado de un notorio protagonismo. Tal nivel de importancia de las imágenes excede con creces la primera impresión frente a un álbum, que muchas veces puede centrarse en una visión puramente funcional de las ilustraciones. Esta percepción, heredada de la larga y compleja tradición del libro ilustrado, es la que lleva al lector novato a valorar el poder de los dibujos, pero que al mismo tiempo lo limita, al esperar del texto verbal un papel preponderante. Y es que el primer gran cambio que supone el álbum está marcado por la relación que se establece entre las imágenes y las palabras; en términos sencillos y directos, diremos que lo que soporta la estructura del álbum como género es la existencia de una escritura que funciona a partir del uso de un doble código: plástico y verbal. El orden en que se ha presentado a los formantes del código en cuestión no resulta gratuito y a pesar de que coincide con, no responde al criterio alfabético. Tal orden pretende dar cuenta de cómo la relación tradicional de estos modos de escritura se subvierte e invierte; es un hecho que en el álbum, las palabras y los dibujos (y otras abundantes variables plásticas) co-construyen el enunciado comunicativo, pero
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sería improductivo negar que son las ilustraciones las que llevan una cierta preponderancia. Las siguientes imágenes funcionan como una muestra de lo que estamos proponiendo:
Se trata, con claridad, de un texto inicial, experimental y por lo tanto, no equiparable a las actuales manifestaciones del álbum. De hecho, es notorio que en su construcción dialogan y se disputan espacio los modos tradicionales de producir literatura para niños y las inquietudes estéticas de un ilustrador abierto a la innovación, como Sendak. Con todo, este álbum también se anima a abrir camino en el área temática e incluso a extender los límites de lo correcto o lo aceptable en un campo tan sensible como el de la LIJ, sobre el cual las voces opinantes son múltiples y algunas de ellas presentan perspectivas que acaban por restringir ciertos elementos estéticos en pro de la defensa de un mensaje exoliterario y de vertiente moralista. Desde este punto de vista, es valorable que el autor se desentienda de aquellas amarras y presente una relación de innegable violencia entre una madre y su hijo, Max, al que castiga con el encierro en su habitación tras una pataleta de proporciones, a la que nunca tenemos acceso como lectores. En el breve y explosivo diálogo, la mamá le espeta a Max su condición de “monstruo” y el chico, vestido con un pijama-disfraz acorde al mote, asume su metamorfosis, la que se registra en el interregno vigilia-sueño. Dos hechos sobresalen a partir de este fragmento de la anécdota al que hemos aludido. El primero es de orden literario y apunta a la mantención de fórmulas narrativas propias de las historias para niños provenientes del folclor más profundo. Se trata de
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aquellas maldiciones que recaen en los personajes por medio de enunciados; el ejemplo más reconocible es el acto por el cual una bruja convierte a un sujeto en otra categoría, por lo general, rebajándolo. En el caso del libro de Sendak, el gesto materno sigue en buena medida el modelo de los cuentos tradicionales, con la variante, claro, de que el aludido no se resiste al llamado mágico, sino que lo potencia y aprovecha. Max responde desde una lúdica altanería al hechizo censurador de su madre: “¡TE VOY A COMER!” (mayúsculas en el original). El segundo asunto involucra y pertenece al campo de la recepción. Halagamos antes la decisión del autor de este álbum al presentar una historia que no elude la carga de agresividad que suele existir en las dinámicas familiares y el reconocimiento se extiende a la forma utilizada para expresar tales contenidos. En el Estados Unidos de los sesenta, Sendak llama “monstruo” a un niño cascarrabias y lo hace por medio del personaje materno; aquello corresponde a un gesto de abierta autonomía, de un concepto de literatura para niños que busca y necesita con urgencia emanciparse de las restricciones que otras formas literarias destinadas al segmento han asumido con total complacencia. Se trata, entonces, de discutir los estrechos márgenes que supone el redil de lo “políticamente correcto”, ese discurso que recorre la historia de la LIJ y que suele presentarse como la condición básica para la producción literaria infanto-juvenil. Frente al peso de esa tradición, Sendak articula un texto que desoye la palabra formativa y apuesta por establecer una relación directa con un lector que muy pronto se identificará con el personaje principal. Lo dicho hasta ahora es perfectamente comprobable en la revisión crítica del álbum. Tal vez si el dato más relevante en cuanto a la recepción del mismo sea el hecho de que Donde viven… se haya convertido en un título fundamental en la experiencia lectora de ya varias generaciones de niñas y niños estadounidenses. En 2010, el director Spike Jonze estrenó la versión fílmica del libro, resistida por buena parte del público, por su notoria diferencia con el hipotexto. Tal reacción, más allá del peso de una serie de factores asociados a las audiencias, es representativa del grado de pertenencia que experimenta una cierta comunidad de lectores frente a un texto canónico y afectivamente cercano. Independiente de esta mención-digresión que ejecutábamos recién, el punto es destacar
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que el quiebre más relevante que instala Sendak por medio de este texto es de orden genérico. Las características temáticas antes descritas, así como la estupenda recepción de la masa lectora, son elementos adjudicables a una variedad de otros textos. Lo realmente distintivo acá es que esos logros hayan sido conseguidos a partir de un experimento que instala una lógica escritural basada en la inédita expresividad de las imágenes. Donde viven… es así, un punto de quiebre, el hito fundacional en el que la ilustración deja de ser accesoria y pasa a ser el motor de la narración. Mecanismos de la doble codificación La escritura a partir de la combinación de códigos produce no solo un objeto nuevo, sino la necesidad de referirse al mismo de manera precisa. Así, aparece la dificultad de hablar de las páginas de un álbum bajo la denominación universal de texto, dada la constante sujeción de este concepto a la idea de la urdimbre de palabras y las consecuentes estructuras semántico-gramaticales. El tipo de texto que se infiere de la descripción anterior no es capaz de dar cuenta de las posibilidades expresivas que derivan de la presencia activa de las imágenes; de ahí la urgencia de revisar la nomenclatura asociada al fenómeno. Si se piensa en el libro ilustrado tradicional como el antecedente del libro álbum, nos encontraremos con un texto reconocible en formas y recursos, un tejido que, de tanto en tanto, dibuja espacios en blanco en los que se inserta una determinada ilustración; bien distinto es el tinglado que sostiene a la construcción del álbum, cuyo cuerpo textual nace y se debe a una visualidad que constituye la directriz del tejido escriturario. Es bastante claro que no hay problema en considerar como texto a un producto plástico, musical o fílmico, pero un cierto prurito de especificidad nos lleva a revisar este asunto. Tal vez pudiera parecer exagerada la preocupación por desarrollar un concepto específico como el que vamos a introducir, pero es un hecho que un género (o transgénero si se prefiere) como el álbum surge en un contexto signado por la preponderancia de una cultura visual que evidencia los límites de las nomenclaturas que habitualmente han guiado el trabajo de la crítica. Parafraseando a W.J.T. Mitchell, cuyas orientaciones seguiremos, decimos que hoy más que nunca, los problemas derivados de la representación pictórica, presionan con una fuerza inusitada en cada nivel, en cada campo de la producción cultural.
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Así, las estrategias tradicionales ya no resultan adecuadas y es menester desplegar un aparato crítico acorde a la calidad de los objetos a analizar. En Picture Theory, y más específicamente, en el marco del análisis de la obra del poeta William Blake, Mitchell advierte un problema similar al nuestro: algunas creaciones literarias trabajan de tal forma los códigos verbales y gráficos que conminan a quien las estudie a proponer categorías que las permitan explicar más justamente. Así –y no obstante advertir ciertas limitaciones – el teórico presenta el concepto de imagetext para referirse a la peculiar obra poética de Blake: “...the problem of the ‘imagetext’ (whether understood as a composite, synthetic form or as a gap or fissure in representation) may simply be a symptom of the impossibility of a ‘theory of pictures’ or a ‘science of representation’” (Mitchell, 83). Más adelante, el autor especificará el significado de las combinaciones posibles entre las dos palabras formantes del término; la más pertinente para nuestra investigación es que la ve al imagetext (de aquí en más, imagentexto) como el concepto que designa trabajos sintéticos o compuestos en los que se combinan imagen y palabra. Es conveniente en este punto, hacerse parte de las dudas, discusiones y devaneos que el propio Mitchell presenta y que resultan del todo cercanas a los desafíos escriturales que se encuentran en el corpus de álbumes que hemos seleccionado. Cuestiona el teórico la habitual y previsible labor comparativa aplicada a los productos que combinan códigos; su aprensión apunta a la escasa profundidad que esas maniobras alcanzan y que incluso pueden ser vistas como una suerte de error metodológico que impiden dar cuenta de la naturaleza simbiótica del producto en cuestión. Los reparos antes referidos se resumen en la crítica a la pregunta consuetudinaria en este ámbito: ¿Cuál es la diferencia (o similitud) entre las palabras y las imágenes? Frente a esta fórmula que estima incompleta y obsoleta, el autor propone una variante que es más bien un llamado a la precisión: “ ‘what difference do the differences (and similarities) make?’ That is, why does it matter how words and images are juxtaposed, blended, or separated?” (91). Aquello que hace la diferencia en los poemas de Blake y que llama la atención de Mitchell resulta en extremo cercano a lo que se puede observar al interior de los álbumes, en especial los más experimentales y actuales. En tal grupo, las relaciones entre palabras e imágenes recorren un amplio espectro que va
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de lo menos riesgoso y amigable a lo menos familiar y propositivo, con ilustraciones que no remiten a ninguna marca verbal presente en el libro; una vez adentrados en el análisis del corpus, volveremos sobre esta interesante caracterización. Otro de los resquemores manifestados por el estudioso es acerca de lo forzada que resulta la separación o diferenciación entre lo verbal y lo visual, tanto en los productos que combinan ambos códigos como en aquellos que no. Apunta Mitchell, entre otros elementos, que si bien hay una evidente distancia entre una imagen (pictórica, fílmica, etc.) y un conjunto de palabras formantes de un párrafo, no hay que olvidar que esas palabras, cada letra incluso de esas palabras es originalmente una manifestación gráfica, un trazo, un dibujo. De esta manera, una cuestión en apariencia formal o superficial como la tipografía, adquiere un interés inusitado y de hecho, ocurre en el ámbito del libroálbum el fenómeno particular de que algunos autores crean su propio tipo de letra, el que usan con sistematicidad en sus libros, logrando de esta forma, generar una marca estilística reconocible como tal por los lectores:
A partir de su segundo libro en solitario, y con algunas interrupciones en el camino, la ilustradora argentina Isol utiliza exclusivamente esta tipografía, desarrollada por ella como una suerte de correlato de unos dibujos que imitan el trazo infantil. La letra elegida se caracteriza por la huella de lo manuscrito y la consecuente marca de lo imperfecto y desigual; trabajo más artesanal que seriado. Otras veces, el rol de la tipografía aflora sin necesidad de independizarse de los cánones tecnológicos vigentes, pero sí variando un tanto los usos acostumbrados, de manera de hacerse cargo de parte de la semanticidad que el libro está proponiendo. Un buen ejemplo de esto es Zorro, de la narradora sudafricana Margaret Wild y el ilustrador
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australiano Ron Brooks. En este álbum, dicho animal viene a irrumpir un espacio y orden establecidos, en el que interactúan un perro y una urraca, ambos sobrevivientes a un incendio forestal. Elementos de la narración como la ambigüedad en los comportamientos, la tensión y el suspenso narrativos se expresan a través de juegos tipográficos que van desde el cambio de tamaño de la fuente y el eventual uso de mayúsculas, al aumento de la distancia entre las letras de una palabra.
El uso y la escritura del verbo susurrar adquieren en este caso una singular importancia. Al utilizar un tamaño inferior al del resto de las palabras del enunciado, se establece una relación que cuestiona la asumida arbitrariedad del signo lingüístico; es claro, eso sí, que esto ya podría haber sido percibido a nivel fónico, puesto que se trata de un término con base onomatopéyica. La incorporación del registro gráfico produce un reforzamiento del mensaje, un grado de reflexión al que de otra forma sería difícil llegar. Las tácitas convenciones visuales hacen que el lector fije la vista sobre el elemento que se diferencia y de esa manera, el contenido de la imagentexto resalta y se cristaliza a ojos del espectador. El mismo criterio se aplica a aquella otra lámina, en la que Urraca –decidida ya a superar sus temores y entregada a una especie de hedonismo que desafía al destino trágico – comunica en mayúsculas a Zorro su radical decisión: “ESTOY LISTA”, dice el ave sin
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siquiera imaginar que está muy lejos de estar preparada para una peripecia como la que se cierne sobre ella. Existe, finalmente, una tercera tendencia en el campo de la tipografía en los álbumes; es probablemente la menos llamativa y con seguridad, la menos consciente de sus posibilidades. Corresponde, además a un cierto grupo de álbumes que con propiedad pueden atribuirse la condición de pioneros y que surgieron a finales de los años ochenta y hasta más o menos el primer quinquenio de la década de los noventa del siglo pasado. En tales ejemplares, la innovación es principalmente pictórica, aunque, claro, como hemos visto, esto es una apreciación injusta e incompleta, sin embargo, nos permitiremos esta licencia en un afán didáctico-explicativo. Álbumes como El túnel, de Anthony Browne (1993) o Fernando furioso, de Oram y Kitamura (1989) despliegan un aparato expresivo basado en una doble codificación que abre el espectro de lo reconocible hasta ese momento en el ámbito de la LIJ. El ilustrador inglés, por un lado, crea un álbum en el que las imágenes constituyen el auténtico eje narrativo y desde las cuales se permite ejecutar incluso maniobras intertextuales. Los dibujos no son, por lo demás, ejemplos de lo habitual o de lo que vulgarmente se pensaría como apto para el público infantil; por supuesto, aquí se encuentra la marca distintiva del autor. Similares observaciones podemos adjudicar al álbum de Oram y Kitamura, en el que el dibujante japonés muestra parte de su repertorio, reconocible por la irrupción de paisajes ilógicos, inesperados, oníricos y humorísticos. Ambos títulos están unidos por el factor tipográfico: están escritos en la fuente Times New Roman, la misma que se usa en textos formales y en numerosos periódicos y por sobre todo, en una gran cantidad de textos literarios infantiles tradicionales y canónicos. Si bien este asunto puede ser explicado desde varias aristas, lo más probable es que ese tipo de letra no corresponda a una elección estética muy razonada o consciente y más bien obedezca a un criterio editorial práctico. Durante su visita a Chile1, Kitamura expuso parte de sus trabajos y enfrentó una rueda de preguntas, entre las cuales apareció la de la tipografía; ¿por qué no ha desarrollado una fuente propia? La parafraseada respuesta del ilustrador
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Mayo de 2011. Charla en Observatorio Lastarria, a la que asistió este tesista e hizo la pregunta referida.
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reafirma lo que venimos diciendo: no le ha parecido importante ni necesario, por cuanto lo que él quiere expresar lo hace a través de sus dibujos, ahí está su fortaleza y su gusto. Tal vez sea necesaria una última vuelta sobre este tema; la despreocupación por la tipografía en los álbumes mencionados, ¿los convierte en ejemplos menos legítimos de imagentexto? Decididamente no, porque incluso con esto en vista, es posible hacer una lectura de estos ejemplares desde el concepto de Mitchell. Dicho en términos sencillos, en Browne y en Kitamura, hay un gesto de pertenencia con respecto a la tradición de la LIJ. Tal gesto es ejecutado al amparo del contexto posmoderno, de múltiples referencias, homenajes y parodias. Se escribe “como antes”, pero se comunica un mensaje distinto, uno que revisa y cuestiona sus referentes y que se construye por medio de la colaboración entre imágenes y palabras. Como se ha entrevisto hasta ahora, los objetos de estudio (Blake, para Mitchell, el libro álbum, para esta tesis) difieren notoriamente, sin embargo, imagentexto es un término más que adecuado y nos permite desarrollar con mayor precisión el perfil del nuevo género. De hecho, el concepto introducido es recuperado y productivizado desde la perspectiva del análisis de álbumes por parte del crítico inglés David Lewis, en Reading Contemporary Picturebooks. En su acuciosa introducción, Lewis se ve enfrentado a la complejidad epistemológica que venimos refiriendo. En buena medida, la dificultad radica en la inestabilidad de una terminología que evidencia los constantes movimientos del sistema y en particular, las sacudidas que se registran en el ámbito de la creación de repertorios: How should you spell ‘picturebook’, for example? Is it a compound word (picturebook), a hyphenated word (picture-book), or two distinct words (picture book)? Perry Nodelman has it as two words while Peter Hunt’s Children’s literature: an illustrated history has it hyphenated. Victor Watson’s Cambridge Guide to Children’s Literature makes it a compound and I have chosen to use this latter here the better to reflect the compound nature of the artefact itself for I shall be arguing in these pages that the first step we should take in examining the picture book is to look at it whole. (Lewis, xiv) Es notorio y notable el paralelo que se puede establecer entre las posiciones de Mitchell y Lewis y de qué manera el deambular por las nomenclaturas resulta finalmente fructífero y en extremo útil para los intereses de esta tesis. Es más, en una interesante nota
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a pie de página, el autor de Picture Theory revela unas claves combinatorias que podrían ser casi equiparables a las de la cita antes presentada: “I will employ the typographic convention of the slash to designate ‘image/text’ as a problematic gap, cleavage, or rupture in representation. The term ‘imagetext’ designates composite, synthetic works (or concepts) that combine image and text. ‘Image-text’, with a hyphen, designates relations of the visual and verbal” (Mitchell, 89). Sin ir más lejos, la configuración por la que opta David Lewis, es decir, picturebook / libroálbum, funciona como un estupendo ejemplo de imagetext/imagentexto al modo en que Mitchell lo define: un objeto sintético entre imágenes y palabras. Un breve resumen gráfico resulte tal vez práctico en este momento;
Picture book Perry Nodelman
Imagentexto WJT Mitchell
Picturebook David Lewis Victor Watson
Picture-book Peter Hunt
La condición de imagentexto del libroálbum supone un amplio terreno para experimentar y conocer las posibilidades de la combinatoria de códigos; de este modo, los productos esperados resultan con frecuencia inesperados y en algunas ocasiones se ubican en el límite de las convenciones o incluso más allá del mismo. Una variante en extremo atractiva es la que entrega el ya citado Zorro, de Wild y Brooks. En una de sus páginas iniciales, se introduce al personaje disruptor, precisamente el zorro anaranjado que vendrá a instalar una cuña en la férrea relación de mutualismo Perro-Urraca. El vulpino es presentado desde el comienzo como un sujeto complejo y ambiguo; tales condiciones se
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aprecian en el uso del código verbal, pero si esta herramienta juega sus cartas de forma más bien tenue, las ilustraciones hacen el complemento y, al contrario de deshacer el efecto plurisignificativo de los términos, reafirman lo que el lector pueda haber intuido. El zorro se instala con movimientos serpenteantes, moviéndose en una doble página o lámina extendida en la que toma posición casi como abriendo un paréntesis, uno que se cerrará cuando ciertas secuencias y acciones hayan sido cumplidas. Antes de eso, el álbum en cuestión hace gala de las cualidades genéricas al construir un enunciado en el que ambos códigos se vinculan para desafiar las seguridades del sujeto lector:
Como decíamos, el zorro es un personaje que viene a desinstalar el inestable equilibrio del inicio de la narración; una vez aparecido, el quiebre es inminente. En esta doble página se instala una huincha de texto que funciona como una barrera de protección a favor del ave; barrera que no servirá de mucho más adelante. Se reafirma con esta ilustración la capacidad comunicativa diferenciada del libroálbum, el que, como buen ejemplo de imagentexto, dialoga con el lector por medio de elementos que superan la etiqueta habitual de “paraverbales” y alcanzan una categoría propia y distintiva. No se trata, entonces, de un dibujo aislado y pretencioso, sino de la única y mejor forma que tiene el picturebook de transmitir un indicio en el relato. Es llamativo el hecho de que el lienzo de texto contenga palabras distribuidas en un orden distinto al habitual, lo que obliga al lector a girar la cabeza o el libro, en un gesto de aceptación de lo lúdico como eje de lectura y de escritura. Es, al mismo tiempo, un acto de profunda irreverencia, si pensamos que en esa cinta las palabras están escritas-dibujadas
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contraviniendo el esquema que ha regido el concepto de lectura en el mundo occidental. El incuestionable de izquierda a derecha/de arriba a abajo es burlado y puesta en evidencia su limitación por medio del diseño de Brooks. En el dibujo citado, la imagentexto demuestra sus posibilidades expresivas específicas a partir de las cuales se configura una forma narrativa inédita, la que, por su riqueza y complejidad, se instala en el lugar de los productos culturales consumidos por un doble público: el niño, objetivo último de la LIJ y el lector adulto, ya no solo en su rol como mediador de la lectura, sino como lector gozoso, apelado y muchas veces mimado por estos nuevos y vistosos mensajes. Hemos anticipado, por medio del comentario a Zorro, algunas características y modos de funcionamiento que el álbum ejecuta con frecuencia; corresponde ahora referirnos a las ricas y variadas formas en que las imágenes y palabras se emparentan o se distancian al interior de ese hábitat inestable y pantanoso que suelen ser las láminas de un picturebook, un territorio en disputa, una ciudad segmentada, un mapa en construcción, un rastro sinuoso, cuando no un limbo iluminado por letras e ilustraciones confundidas entre sí, mezcladas a veces sus naturalezas, fundidas en un abrazo escultórico. Tales variaciones han sido descritas, analizadas y estudiadas por varios críticos y académicos del área de las artes visuales; sus aportes son de diversa índole y orientación y por lo mismo, presentaremos un cuadro que resume esos acercamientos, para luego utilizar algunas de esas categorías en el tratamiento de los álbumes seleccionados en el corpus específico. Corresponde aclarar que los aportes teóricos que revisaremos tienen su origen en el reconocimiento de que las ilustraciones son entes con participación central en el desarrollo de las narraciones, dicho de otro modo, los estudios nacen sin el prejuicio tradicional que veía a las ilustraciones como un elemento más bien decorativo, funcional al texto verbal. Si bien en los primeros escritos sobre el picture book el desafío era probar que las imágenes aportaban algo nuevo a la narración, en la actualidad eso corresponde a una asunción y lo que resta por definir es cuánto terreno le arrebata la ilustración al discurso verbal, qué partes de la narración asume, y en fin, de qué forma se establece una revisión del orden jerárquico acostumbrado.
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El primer acercamiento riguroso a las relaciones entre el código verbal y el visual al interior del álbum pertenece al canadiense Perry Nodelman, quien, en Words about pictures (1988) desarrolla una extensa y minuciosa revisión de las variantes expresivas de un género en ese entonces desconocido para el grueso de la academia. Nótese que ya en el título del estudio se advierte el giro favorable a lo gráfico; este es un libro en el que las palabras se ponen al servicio de las imágenes para desentrañar su naturaleza en textos narrativos orientados al segmento infantil. Dado que este texto se remonta a fines de la década de los ochenta del siglo XX, los ejemplos usados por el autor nos pueden resultar más bien distantes y algunos de ellos, no disponibles en el mercado ni en los sistema de bibliotecas. No obstante, una parte importante de las observaciones que Nodelman presenta provienen de títulos célebres y emblemáticos, como el ya visto Dónde viven los monstruos, además de los álbumes iniciales de Anthony Browne, como Gorila.
Una de las principales
aseveraciones de Nodelman es la siguiente: “When we open a picture book both words and pictures confront our eyes and consequently they have literal relationships as well as symbolic ones. The words of a text are not just symbols of spoken sounds but part of the visual pattern on the page, without reference to their actual meaning”. (53) La cita funciona como una especie de arte poética de la escritura en doble código, propia, característica y distintiva del álbum entendido como una manifestación genérica novedosa. El estudioso canadiense ilumina respecto de una cuestión fundamental y sobre la que existe un amplio acuerdo; aún cuando en varios álbumes de gran calidad se registre una clara simbiosis entre los códigos en juego, también es posible distinguir la especificidad de cada uno de ellos y el modo en que aportan a la construcción de secuencias narrativas. En este sentido, nos acercamos a lo que Cecilia Silva-Díaz ha identificado como las funciones de la imagen en un libro álbum. La venezolana destaca el hecho de que las ilustraciones asumen roles tradicionalmente ejercidos por narradores que tendían a controlar el desarrollo del relato, por medio de la dosificación de información. A la inversa, la utilización de imágenes, muchas veces incluso en clave de panorámicas, expone no solo los datos basales de la historia, sino una serie de guiños o apelaciones a un lector más competente, es decir, al lector adulto, mediador de la lectura infantil. Para Silva-Díaz, son dos las funciones de las imágenes en el
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picture book: primero, crear el mundo ficcional, asumiendo desde sus herramientas la carga que antes descansaba en los hombros de la descripción. Una ventaja importante del lenguaje icónico es que contribuye a formar el clima anímico del relato de manera más inclusiva, si pensamos en los primeros lectores e incluso en los niños que aún no acceden a la lectura autónoma: “En general, la imagen tiene gran capacidad para establecer el tono y el registro de la narración; de manera que es frecuente que con solo mirar las imágenes acertemos al precisar si una narración es distanciada y paródica, o dramática e intimista” (Ver para leer, 47). En segundo lugar, la también editora sostiene que las imágenes suelen contar la historia por medio de sus capacidades específicas. Así, una imagen puede manifestar el transcurso del tiempo, a través del dibujo de un anochecer, sin que las palabras tengan que hacer mención de que el día se está terminando. Este gesto corresponde a una de las posibilidades más claras del doble código; facilitar la tarea de decodificación. Sin embargo, en el ejercicio expresivo de las ilustraciones es factible lograr el efecto contrario, es decir, complejizar la lectura del texto, cuestión que ocurre al introducir informaciones complementarias que provocan un cierto ruido en el lector. Lo dicho pone en evidencia la imposibilidad de la equivalencia entre los códigos, o, en términos de Silva-Díaz “…no pueden contar lo mismo, pues cada código tiene sus formas de contar. Es por eso que las relaciones texto-imagen no son simétricas ya que cada código añade o limita lo que el otro establece” (48). Las reconocidas diferencias entre palabras e imágenes redundan en diversas dinámicas de convivencia al interior de cada lámina y a lo largo (y ancho) de cada libroálbum; son esas dinámicas las que llaman la atención de Nodelman y que lo llevan a establecer categorías en las que se agrupan los títulos de acuerdo al comportamiento de este par actancial. Antes de ir a esa propuesta, conviene revisar las palabras del autor en lo que constituye una defensa del doble código y del álbum como entidad siamesa: “If pictures show us more than words can say, then they can easily confuse us as to what is important about all the things they show. In this sense, the pictures in picture books, like all pictures, are most significantly images to put words around – most interesting, and more communicative when we have some words to accompany them” (216). Lo que subyace a esta cita es la profunda convicción del canadiense de que solo en la
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combinación más o menos armoniosa, más o menos coordinada entre las vías escriturales, está la fortaleza del álbum como género y forma literaria representativa de su contexto. Tras revisar en detalle una serie de ejemplos que cubren un extenso periodo (desde el emblemático libro de Sendak, en 1963 hasta el Gorila, del primer Anthony Browne, en 1983), Nodelman opta por una clasificación tripartita, en la que cada definición es más bien dúctil e inclusiva; los términos de la tríada son acuerdo, extensión y contradicción. Acuerdo: el trabajo narrativo es consensuado y es el más cercano a la relación tradicional verbo-imagen, pero siempre dentro del concepto álbum. Acá, palabras e ilustraciones contribuyen a la formación de un discurso o relato más bien sencillo, explícito, carente casi de indicios o desvíos argumentales. Se trata entonces de una construcción “a dos manos” con un objetivo común. No es raro constatar que muchos de los ejemplos que podemos incluir en este grupo corresponden a textos para primeros lectores, aunque frente a esto hay que decir que no constituye una regla y que, de hecho, hay excepciones de gran valor que serán mencionadas en las siguientes categorías. Buenos ejemplos de álbumes escritos a partir de la dinámica del acuerdo son los que forman la serie Sapo, de Max Velthuijs (Sapo y la canción del mirlo), o los creados por la ilustradora japonesa Keiko Kasza (El estofado del lobo; El día de campo de Don Chancho, No te rías, Pepe) que hacen parte de la colección “Buenas noches”, de la editorial Norma, diseñados como historias breves para ir a dormir. En los casos que hemos citado, aún cabe la pregunta por el género, en especial frente a ciertos títulos de la saga del holandés Velthuijs (Sapo enamorado, por ejemplo) que son percibidos por lectores habituales del álbum como casos limítrofes, dudosos, a medio camino entre un libro ilustrado no tradicional y un álbum como tal. Extensión: Perry Nodelman remite, en la siguiente cita, a la célebre metáfora de Susanne Langer, usada para dar cuenta de las maneras en que las distintas actividades artísticas se relacionan: Given the differing qualities of word and pictures, the relationships between them in picture books tend to be adversarial: rape than marriage. They come together best and most interestingly not when writers and illustrators attempt to have them mirror and duplicate each other but when writers and illustrators use the different qualities of their different arts to communicate different information. (222)
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Nodelman describe y explica el modo en que el discurso verbal y el icónico se entrelazan siguiendo la directriz de la extensión y cuando esto ocurre, se expande la capacidad expresiva del álbum por medio de la ampliación de las posibilidades inherentes a los dibujos, tal maniobra supone una complejización del proceso de decodificación del libro, como también de la comprensión del mismo. Los movimientos expansivos de la imagen pueden ser intranarrativos, es decir, aportan mayores elementos a la diégesis, bajo la forma de indicios o informaciones complementarias que favorecen el entendimiento y/o disfrute del lector. Pero también esas imágenes pueden integrar factores de naturaleza extranarrativa y derechamente intertextual lo que redunda en el ensanchamiento de una diégesis que se ve conectada con referentes lejanos, pertenecientes, por lo general, a la gran tradición de la LIJ de raíz folclórica europea. La relación por extensión es probablemente, una de las más reconocibles en el ámbito del picture book debido a que solo un género ficcional de doble fuente puede expresarse de esta manera. A esta sensación de exclusividad contribuye el que muchos referentes del campo hagan de esta práctica su constante escritural; baste pensar, por ejemplo, en Anthony Browne, en Satoshi Kitamura y en Oliver Jeffers. Resulta claro que un texto como El libro de los cerdos crece en literariedad al estar escrito a partir del criterio de extensión, puesto que su trama central es más bien breve e incluso un poco funcional a un tema u orientación ideológica (discusión de los roles asociados al género en el contexto familiar) perfectamente válido, por lo demás. La metamorfosis del espacio y de los personajes masculinos no alcanzarían los niveles de expresión que logra si no fuera por el rol protagónico de unas imágenes que introducen un referente de precariedad, encierro y susceptibilidad, como el contenido en el mito de Los tres cerditos y el lobo. Otro caso interesante es el que presenta Ian Falconer, el autor de Olivia incluye en el decorado de la habitación de la protagonista, una foto de Eleanor Roosevelt, primera dama estadounidense en las décadas del treinta y cuarenta, célebre por su lucha a favor de los derechos humanos, como también de los derechos civiles femeninos. El álbum evidencia, al igual que varias otras artes multimediales, el manejo de distintos sistemas de significación, que consideran como uno de sus mecanismos, la introducción de iconos
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reconocibles por lectores que comparten un cierto imaginario cultural; tal mecanismo encuentra en las ilustraciones el camino más adecuado, productivo y eficaz. Aunque a primera vista pueda parecer curioso, una parte importante de los autores de álbumes en el contexto latinoamericano practican la extensión como el modelo de escritura favorito de sus ejemplares. Podría, en un inicio, parecer inusual o contradictorio respecto de lo que hemos dicho sobre la juventud de nuestro sistema literario y los circuitos en que la LIJ se mueve, mas, una segunda lectura nos revela una lógica bien comprensible. Por un lado, la mayoría de quienes ejercen la autoría provienen del diseño/ilustración/arte y así, no es extraño que sus métodos y modos de trabajo resalten y se tomen el espacio de las láminas del álbum. Por otro, resulta innegable la vasta influencia que los referentes antes mencionados ejercen sobre los noveles creadores, en especial cuando estos trabajan en sistemas más bien incipientes. Dicho en palabras simples, se está intentando desarrollar un género literario-plástico poco conocido y por ello se considera el camino marcado por los consagrados. Con esto no queremos decir que los creadores de nuestros territorios se limiten a imitar el trabajo de los nombres canónicos, sino que se respeta y se valora el camino específico de la doble codificación como elemento identitario del género. Analizaremos casos concretos del contexto subcontinental una vez despejado el camino de las categorías que estamos definiendo. Contradicción: este es el modo más complejo en que palabras y dibujos se mezclan al interior del hábitat del álbum y tal vez si este sea uno de los aportes más significativos del nuevo género al espectro de la literatura visual. Tal como se infiere del nombre, esta categoría da cuenta de la distancia entre el mensaje verbal y el construido por las ilustraciones, la brecha es consciente y volitiva y busca posicionarse como un gesto de desautomatización que logre descolocar al lector. Respecto de este último, digamos que es el agente al que apela este recurso y de manera más específica, la contradicción funciona como un llamado al lector adulto, mediador entre el libro y el niño, destinatario final de los productos del sistema de la LIJ. Por supuesto, esta relación se manifiesta bajo formas diversas, que van desde lo más a o lo menos explícito, pero que casi siempre coinciden en el uso del recurso humorístico y otras veces, en la elaboración de textos irónicos. Un
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ejemplo bastante claro es el de la serie Carlota, de Pierre le Gall y Eric Heliot (Carlota, Carlota y Miniatura, Carlota en el internado)
estos breves álbumes muestran la
discordancia entre el relato de una niña de pésimo carácter cuyo discurso, expresado en palabras al pie de cada lámina, choca con una visualidad que expresa exactamente lo opuesto. La niña lanza ácidas críticas contra sus padres, a quienes vemos como seres apacibles, comprensivos y dialogantes; este ejemplo reafirma lo que podríamos pensar como el principio básico de la contradicción: esta se produce cuando el lector cuenta con una información que el personaje ficticio desconoce, lo particular de la situación es que esa información extra es añadida a través del código pictórico, enfatizando así las virtudes de la doble codificación. Las investigadoras inglesas Maria Nikolajeva y Carole Scott (How picture books work, 2001) complejizan el panorama analítico propuesto por Nodelman, maniobra que obedece, por un lado, a la formación profesional y preocupaciones académicas de las autoras (ligadas en un principio a la filología, pero luego centradas en los problemas de la comprensión lectora en niños y jóvenes) y por otro, a la urgente necesidad de ese momento de someter al análisis la vasta producción aparecida en el largo periodo tras la publicación del libro del canadiense. Tales novedades reafirman las directrices planteadas por el crítico, pero también expanden el panorama, lo que lleva a las académicas a presentar una categorización basada en cinco entradas, que producirían igual número de tipos de álbumes: simétricos, complementarios, aumentativos, contrapuntísticos y silépticos. Los álbumes de régimen simétrico se construyen a partir de dos narrativas (verbal y gráfica) redundantes y mutuas, marca observable en una gran cantidad de ejemplos, la mayor parte de los cuales corresponde a textos de mayor edad y orientados a primeros lectores. En el caso de los complementarios, se trata de títulos en los que imágenes y palabras llenan espacios o aportan datos que dejado han uno u otro; la diferencia con la primera etiqueta no es radical, pero sí se presenta como un paso de mayor complejidad escritural. Los álbumes aumentativos serían aquellos en los que el vínculo entre códigos comienza a ser menos amistoso y la tensión territorial entre ellos se hace más notoria, puesto que la narrativa visual funciona como la base y apoyo de la narrativa verbal,
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invirtiendo así la relación tradicional. Lo anterior se ve exacerbado en los álbumes guiados por el contrapunto, signados por la mutua dependencia entre imágenes y palabras. Por último, los textos surgidos a partir del criterio de la silepsis presentan dos o más fuentes narrativas independientes entre sí y según las autoras en este subgrupo podrían incluirse ejemplares sin palabras, cuestión de suyo discutible, al menos desde la perspectiva de esta tesis, que propone una distinción genérica que implica ver al álbum como un género en el que necesariamente coexisten ambos códigos. 2 Posterior a la clasificación en cinco grupos, Nikolajeva y Scott detallan las variantes que se pueden producir en la casilla de los álbumes contrapuntísticos, que resultan de gran interés para las estudiosas dados los desafíos lectores que contienen: “…the picture books that employ counterpoint are especially stimulating because they elicit many possible interpretations and involve the reader’s imagination” (24). El contrapunteo puede apuntar en las ocho direcciones siguientes: enfocado en el destinatario (los vacíos buscan ser llenados por lectores más o menos competentes o mejor preparados en ciertos campos), en el estilo (vinculado a maniobras de generación de ironías), en el género o modalidad (textos más o menos fantásticos o realistas), basado en la yuxtaposición (dos historias visuales en pugna), centrado en la perspectiva (narración más cercana a la imagen o la verbalización), en la caracterización (construcción de personajes), y por último, uno aplicado a los textos de naturaleza metaficcional. Si bien este detallado acto de etiquetado de intención (sub) genérica es un aporte en cuanto a la entrega de nuevas herramientas para el análisis de corpus, tiende a ser algo repetitivo respecto de la clasificación central; con todo, es interesante considerarlo no como un molde al cual ajustar un corpus, sino como una guía que permita entender el origen del efecto (irónico, paródico, nostálgico) que producen algunos textos. Como se habrá advertido, no hemos incluido en este acápite ejemplos que den cuenta de la 2
No desconocemos la dificultad extra que supone, para la delimitación del álbum como género, la ausencia de palabras, pero planteamos este corte con fines prácticos. Resulta claro que la evolución del género tiende a formas más experimentales en las que el código verbal se ve aún más reducido. Por lo pronto, la duda se basa en ejemplares como Olas, de Suzy Lee, La sorpresa, de Sylvia van Ommen o El soldadito de plomo, de Jorg Müller, ejemplos en los que las únicas palabras son las del título. Aunque es notorio que las ilustraciones se relacionan con esas escasas palabras, se produce una variante del imagetext que amerita un tratamiento más extenso, digno de otro trabajo.
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nomenclatura introducida, sin embargo, en el análisis del corpus volveremos sobre algunas de las clasificaciones comentadas en esta parte, esta vez aplicadas a títulos concretos. El colombiano José Luis Rosero presenta en Las cinco relaciones dialógicas entre el texto y la imagen dentro del álbum ilustrado (2010), un ordenamiento del vínculo entre códigos que considera los aportes teóricos antes revisados, pero privilegia su mirada profesional, proveniente del ámbito de las artes plásticas; Rosero no solo es académico sino también pintor e ilustrador. Desde esa perspectiva, el autor presenta cinco términos agrupados bajo el alero de lo que denomina “relaciones dialógicas” entre los códigos. El primero de ellos corresponde al vasallaje, que apunta a describir una dinámica en la que las palabras tienen notoria jerarquía sobre las imágenes y que en buen grado sostiene la tradicional ligazón entre los códigos, marcada por el tono redundante de los dibujos respecto de lo expresado de modo verbal. El término resulta, en todo caso, un tanto incómodo, porque se aleja de los movimientos propios del álbum y se ubica más cerca del tradicional libro ilustrado. A esto no ayudan los ejemplos presentados por el autor (John Tenniel ilustrando la Alicia de Carroll y los dibujos Saint-Exupéry para El Principito) que pertenecen al canon clásico de la literatura infantil. Mucho más pertinente y acertada nos parece la segunda casilla propuesta por el colombiano, la clarificación, aplicable a trabajos ilustrados con posterioridad. Corresponden, en su mayoría, a reversiones o reescrituras presentadas desde la visualidad, que plantean una revisión/actualización de los conceptos propuestos en el texto original. Rosero cita la extraordinaria versión de El soldadito de plomo, del ilustrador suizo Jörg Müller, un libro sin palabras que sin embargo relata la historia clásica de Andersen de la mano de un discurso visual que critica el eurocentrismo, a la vez que revaloriza las condiciones del texto tradicional.
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Otro trabajo destacable en este ámbito es la reescritura que Anthony Browne ejerce sobre Hansel y Gretel, de los hermanos Grimm. Si bien es un libro menos osado que el de Muller (mantiene el relato verbal de los alemanes), ejerce la actualización integrando lecturas e interpretaciones que se han hecho del original. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el modo en que el dibujante inglés retrata a la madre de los niños y a la bruja que intentará devorarlos. La coincidencia entre ambos perfiles no puede ser leída como tal sino más bien como una referencia velada a la lectura psicoanalítica propuesta por Bruno Bettelheim a mediados de los años setenta. El ilustrador inglés se hace parte de esta lectura y ejecuta dos cuadros que podrían ser leídos como un solo, reflejado en un espejo que a la vez dé cuenta del paso del tiempo. La mujer más joven aparece en idéntica actitud que la hechicera: al acecho, enmarcada y oscura; para más señas, se repite en sus rostros el amargo rictus de la mandíbula y un delator lunar:
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Los ejemplares escritos a partir del criterio de la clarificación están cargados de informaciones cruzadas, de lecturas y relecturas y por lo mismo, pueden ser leídos con gusto y atención por lectores de ámbitos muy distintos. Tal como sostiene Rosero, la elaboración de este tipo de libros “requiere un amplio conocimiento de temas, que van desde la historia de las artes y la literatura, para el desarrollo de imágenes evocativas, hasta la observación del entorno inmediato, entre muchos otros” (11). Recién en la tercera de las categorías sugeridas por el crítico bogotano es posible encontrarse con el concepto de álbum que hemos manejado en esta tesis, bajo el nombre de simbiosis. En este tipo de relación, es imposible e inconducente pretender leer por separado las palabras de las imágenes, por cuanto están imbricadas a tal nivel que distinguirlas supondrían desangrar el imagetext. Los dibujos adquieren acá un decidido protagonismo en la construcción de la diégesis, desarmando de este modo la situación jerárquica habitual: “La simbiosis permite entonces la manipulación con los equilibrios del lenguaje. Cada uno se trata con su potencia particular para convertir el libro en un objeto de total apreciación que afecta tanto el pensamiento visual como el lógico discursivo y le da al lector la última ficha para completar la obra” (13). Los ejemplos son abundantes, pero nos centraremos en Petit el monstruo, de la ilustradora argentina Isol. El álbum muestra las marcas estilísticas propias de su creadora, esto es, un trazo descuidado, de líneas imperfectas, bosquejos casi, concebidos de modo tal que remiten a las ejecuciones
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pictóricas de niños de corta edad. Junto a ello, resalta el uso de una coloración que tiene dos rasgos bien notorios: cantidad limitada de colores con preeminencia de ciertos tonos, y aplicación desprolija de esos colores a los marcos de las figuras. La trama presenta a Petit, un chico que suele combinar actitudes positivas y amables con barbaridades y rebeldías, tal bipolaridad le es restregada por su madre, lo que sume al personaje en profundas dudas existenciales. El relato es conducido por una voz ajena a la historia, carente, en todo caso, de la omnisciencia de los narradores tradicionales y funciona entonces, como una suerte de cámara neutral, ignorante o silenciosa respecto de los contenidos que aporta el código pictórico. Y es justamente en ese territorio, en el visual, donde se sitúa la especificidad y el mérito particular del ejemplar como tal y como representante del nuevo género. Las palabras anotadas en las escenas son más bien objetivas, pero no repiten lo manifestado por las ilustraciones, más bien se limitan a presentar los cuadros, que despliegan informaciones nunca manifestadas de modo verbal:
En las láminas expuestas es posible apreciar que la doble condición anímica del personaje no alcanza cabal expresión por medio de las palabras; se hace necesario entonces, que las imágenes comuniquen y cuando lo hacen, logran transmitir datos que permiten al lector/espectador una comprensión privilegiada de los contenidos textuales. En la parte izquierda de la imagen citada, se muestra a un Petit amoroso y sumiso, en brazos de un encantado abuelo y a pesar de que las palabras nunca lo explicitan, es factible captar la sombra de un conejo (animal de suyo pacífico), contrastante con lo que ocurre en el
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sector derecho, donde un desatado niño proyecta la sombra de un animal que exuda peligrosidad a pesar de su escasa estatura. Esta significación que resulta del aporte visual que hemos descrito, se refuerza incluso en elementos como el borde de cada escena, parejo y demarcado en el lado izquierdo, mordido y ajado en el diestro. El trabajo a partir de las sombras constituye una práctica de relativa frecuencia entre los autores-ilustradores del género y como recurso, exige una mayor atención por parte del lector, quien debe decodificar el texto considerando este juego, de modo de captar los significados profundos que quieren ser revelados. La cuarta categoría de Rosero es la ficción, que propone como una suerte de comodín para aquellos álbumes que experimentan de forma más clara con otros géneros, intercambiando rasgos y movimientos. Se advierte acá un cierto desliz metodológico, criticable por cuanto no corresponde, en rigor, a una variante en las relaciones palabrasimagen, sino que se acerca más a una determinación de la naturaleza textual del libro en cuestión, que, de paso, puede asumir alguno de los vínculos entre códigos sin que se introduzca una novedad particular. El estudioso atribuye el nombre de esta clasificación al concepto borgiano de ficción, que integra una suerte de ensayo “para hacer un hilo argumentativo que es en realidad una mentira. Sin embargo, el ensayo es tan veraz (…) que con una simple exposición lógica de argumentos, la ficción se hace creíble” (14). Rosero ejemplifica con el Animalario Universal, libro objeto creado por la dupla de Miguel Murrugarren (textos) y Javier Sáez Castán (imágenes y diseño). Esta tesis concibe tal título como un caso emblemático de imagetext metaficcional, por lo tanto, postergamos el análisis para el capítulo correspondiente. La última casilla es la de taxonomía, que el colombiano utiliza para dar cuenta de álbumes que destacan por el trabajo más experimental de sus ilustradores, que muchas veces deriva en ejercicios que involucran al libro como soporte y formato. Se trata de una categoría que, al igual que en el caso anterior, carece de precisión en términos de diferenciar la relación palabras-imágenes, puesto que en el grupo de álbumes taxonómicos pueden coexistir varias de las etiquetas que hemos revisado. Se valora, en todo caso, el reconocimiento de la búsqueda de una expresividad que amplía los límites de la página
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hacia los terrenos físicos y conceptuales del libro, concebido como objeto y signo. Sobre este asunto no diremos más en este momento, puesto que será abordado el apartado correspondiente a la metaficción, variante escrituraria que se hace valer de experimentos formales para tomar cuerpo en el texto. Hemos revisado tres fuentes teóricas que analizan los nexos y dinámicas que se registran en la relación entre los códigos; en ellas se advierte una comprensible tendencia a etiquetar estas formas de convivencia a partir de nomenclaturas que intentan ser más detalladas y precisas, aun cuando no siempre lo logren e incluso a veces pierdan el foco. Autor (es) Nodelman (1988) Nikolajeva y Scott (2000)
Categorías propuestas Acuerdo, extensión, contradicción Simetría, ampliación, realce o intensificación, complementariedad, contrapunto, contradicción.
Rosero (2010)
Vasallaje, clarificación, simbiosis, ficción, taxonomía.
Por lo mismo, en la presentación de casos que sigue, se tomarán en cuenta los aportes de esos estudios de manera libre, sin sujeción estricta a una de las terminologías presentadas por los autores. En este último sentido, compartimos la línea argumentativa de David Lewis, cuando sostiene que ciertas categorías: …are not particularly useful for characterizing individual books but are more useful as an indication of the kinds of effects that pictures and picture sequences can have when placed alongside different kinds of verbal texts. The ironical augmentation of words by pictures, if it is anything at all, is the result of a particular kind of word-image interanimation, not a kind of book. (41) Las palabras del británico funcionan como una respuesta crítica a cierto prurito clasificador presente en las investigaciones de Nikolajeva y Scott y otros estudiosos, a la vez que llaman la atención sobre un elemento del todo pertinente en un campo como el de la LIJ, que siempre se mueve de manera anfibia entre el hábitat literario y el ambiente educativo-pedagógico. Los géneros no pueden estar ceñidos a etiquetas draconianas que los asfixien y que limiten los movimientos propios de una lengua en uso, de una lengua en
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sociedad. De esta forma, incluir a un determinado álbum en una categoría como las expuestas no debiera implicar una suerte de “militancia” del ejemplar a ese subgrupo, puesto que en cada picturebook, tal como en cualquier otro género, se puede marcar la predominancia de un tipo textual sobre otros, lo que no debe leerse como la ausencia total de otros tipos que conviven con el principal. Una productiva bipolaridad expresiva: Cómo fracasé en la vida Como ya se ha dicho en este trabajo, los álbumes que se guían por el criterio de la contradicción presentan un desafío más exigente al lector, por cuanto basan su funcionamiento en el acto frecuente y sistemático de vulnerar el habitual y tácito pacto de lectura constatable en la literatura visual. Tal acuerdo radica en el hecho tal vez básico y obvio de que las imágenes y las palabras contribuyen de maneras diversas a la construcción de un discurso narrativo que manifiesta cohesión entre sus partes; este núcleo es el centro del ataque de los álbumes contradictorios. El álbum de Bertrand Santini y Bertrand Gatignol (Comment j’ai raté ma vie, originalmente) despliega una anécdota muy breve, pero dividida en dos etapas, una enfocada en la niñez del protagonista y la otra en su vida como adulto mayor, posición desde la cual se narra usando la primera persona. El álbum es más bien tradicional en su estructura, puesto que las frases se ubican sobre páginas en blanco siempre al lado izquierdo, dejando las ilustraciones en el lado derecho. Este elemento, junto al uso de una tipografía más bien neutra, resulta necesario para otorgar una suerte de piso convencional que permite al lector entrar sin grandes problemas en el universo planteado; luego, una vez instalado, el texto ejecuta movimientos que logran desacomodar al destinatario. Se instala un juego de contrarios y tensiones entre unos enunciados breves, distantes y asertivos y unas imágenes que desmienten cada mensaje construido por el código verbal. Las primeras dos páginas del ejemplar inauguran esta suerte de diálogo de sordos que le deja tarea al lector:
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La frase al lado izquierdo de esta imagen es “vivía en una gran mansión”, lo que evidentemente no se corresponde con el dibujo de una casa envejecida, averiada y en notoria desventaja frente a las construcciones colindantes. El siguiente ejemplo apunta a la construcción del personaje, quien se recuerda así: “Era guapo”, mas la información gráfica cuestiona, al menos, esa declaración:
De rasgos más bien desproporcionados, con grandes orejas y un no muy acertado corte de pelo, el personaje se arma de acuerdo a la misma lógica aplicada a la adjetivación usada para la casa. En ambos casos, el recuerdo parece deformarse por acción del afecto
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con que el narrador-protagonista trata esas reminiscencias. Durante la primera parte del álbum se articula entonces una dinámica contradictoria en la que el enunciado verbal es desacreditado por la expresividad de un enunciado visual que invita al lector a desconfiar de la validez de la versión del narrador. Una página bisagra marca el fin de la parte inicial y el inmediato comienzo de la segunda; las palabras son bastante claras al respecto: “todo iba bien, hasta que un día crecí”:
Como es posible observar, el niño mira su pueblo desde la cima de un cerro, con el sol sobre sí. Casi en la esquina inferior derecha, yace un conejo de peluche que lo ha acompañado siempre; por supuesto, el abandono del juguete es resaltado por el ilustrador por medio de la aplicación de un color fucsia intenso, mismo tono de la vistosa tipografía de la portada. Tras esta página, se mantiene la desvinculación entre palabras y dibujos, pero si antes las primeras sonaban condescendientes y nostálgicas, a partir de ahora adquieren un tono ácido, cáustico, de profunda autoflagelación. El mensaje que va junto a la siguiente imagen es sintomático “y me volví un imbécil”:
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La ceremonia de titulación del protagonista lo consagra como abogado, pero a la vez inicia una suerte de decadencia ética que apunta a conductas reconocibles en el orden social posmoderno. La secuencia que exponemos a continuación es bien representativa de un discurso crítico (si bien algo estereotipado) que se cierne no solo sobre las propias opciones de vida, sino sobre el tejido social:
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Las ilustraciones expuestas arriba van acompañadas de las sentencias: “farsante” y “feo” y la tercera imagen confirma, refuerza y enriquece la frase: “y así fue cómo fracasé en la vida”. Es interesante marcar que las tres escenas atacan a igual número de valores o indicadores de éxito y suficiencia en un esquema sociocultural reconocible en el mundo occidental: la legitimación afectiva por medio de una boda eclesiástica, el cambio de apariencia gracias a la medicina estética y la exaltación del poder, deformada en el gesto narcisista del retrato gigante sobre la mesa de un directorio empresarial. El rechazo a los valores hedonistas contemporáneos se confirma por medio de la escena final, con el protagonista ya anciano – revelando, además, el lugar de la enunciación narrativa – que vuelve al origen, a recuperar recuerdos y la pertenencia simbólica: el conejo rosado. Más allá de la existencia de un discurso reflexivo no muy novedoso (el retorno a lo primario como sinónimo de lo esencial, lo inherente y el necesario abandono del estilo de vida exitista), lo más destacable del álbum es la manera en que llega a construir este discurso. Tal manera se explica por el ejercicio de una escritura en doble código que saca partido de la contradicción como eje estructural. A este concepto contribuyen varios factores, como por ejemplo, la elección de una paleta de colores coherente con el tema del texto: dos modelos de vida en disputa, dos modos de hacer y entender las cosas y entonces, el blanco y el negro como puntos límite en un campo expresivo que busca la crisis. No es menor el aporte de unos dibujos que se acercan a un estilo asociable con la caricatura, puestos en comunicación con unos enunciados tan lacónicos como tajantes. Y por supuesto, la utilización de unas guardas de riguroso color negro, en las que se adivina el gesto físico –
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cerrar los ojos – que acompaña al ejercicio del recuerdo y al de la reflexión. El imagetext presentado por Santini y Gatignol implica un juego peculiar, uno que lleva al lector a aceptar un pacto poco común, contrario al esperado, a aquel en donde las imágenes confirman y complementan el mensaje verbal. El contrato de este álbum supone un funcionamiento que apela con claridad a un lector competente y de preferencia, adulto, dado el contenido experiencial tan marcado en la diégesis; lo anterior no implica discriminar al lector infantil, negándole el acceso a este texto, pero es notorio que no constituye el perfil preferencial de los contenidos de este título. Deconstruyendo a Propp: los álbumes y las nuevas formas de narrar De la combinación entre los códigos que hemos venido detallando, surgen variantes novedosas, quiebres textuales que ayudan a hacer más distinguible y reconocible la condición genérica del álbum en el panorama actual, tan diverso, cambiante e incierto. Una de esas variantes representa un innegable grado de extrañeza e incomodidad, puesto que afecta al estatuto textual en sí mismo, a su condición de narración en el espectro de los escritos literarios para niños. Es bien notorio que el álbum, en su utilización de las ilustraciones como recurso expresivo privilegiado, relega muchas veces las palabras a un lugar un tanto secundario y ese desplazamiento redunda en la eventual inestabilidad de una cierta estructura narrativa asumida más tácita que explícitamente. Tal estructura es adquirida de modo paulatino y más bien silencioso en la medida que como lectores y escuchas nos vemos en contacto con narraciones arquetípicas, provenientes de la reconocida tradición folclórica europea. Las primeras aproximaciones al hecho literario tienen como efecto asociado, el aprendizaje y fijación de unos modelos narrativos y poéticos por sobre otros, los privilegiados son los más convencionales y reconocidos de forma más amplia e indiscutida por una comunidad; se trata, por supuesto, de los relatos canónicos, los que suelen ser transmitidos por vía oral primero y por escrito después. Si bien muchos elementos de esas historias son de fácil recordación por parte de lectores de muy amplio espectro (cuestión ayudada por la constante repetición de la ceremonia de relato de esas historias), es la estructura el factor clave tanto para entender su condición de clásicos como para comprender la reiterada presencia de esas mismas o similares
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estructuras en relatos de épocas y latitudes muy disímiles. En cuanto al estudio de esos patrones narrativos, el principal referente es Vladimir Propp (Morfología del cuento, 1928), quien inaugura y en cierto modo determina el análisis de los relatos de extracción popular o folclórica. La determinación de las célebres treinta y una funciones de los personajes constituye por una parte una herramienta de análisis inédita y por otro, una suerte de pie forzado para la construcción de nuevos cuentos. Los escritos posteriores ampliaron el campo de estudio de la narratología, girando la mirada primero hacia el concepto de las acciones llevadas a cabo por ciertos personajes (“Modelo actancial” de Julien Greimas, 1966) y luego con el foco puesto en la secuencia narrativa (Claude Bremond, 1973). Todo ese amplio aparataje teórico con fuerte raigambre formalista-estructuralista, queda sin embargo en entredicho frente a ejemplares representativos de la línea más vanguardista del campo del libroálbum; títulos como los que vamos a analizar se ubican en una zona compleja, pujando los límites de la convención, cuestionando a la vez dos paratextos principales: la condición de infantil –atribuida por efectos editoriales, discutida, resistida y vulnerada por un público lector diferente – y la de narrativo, cuyo origen es más bien consuetudinario y se explica por la extendida práctica de igualar, en el segmento infantil, literatura con narrativa. Los casos que estamos anticipando cuentan, además, con el mérito de su procedencia, puesto que se trata de álbumes nacidos en el contexto sudamericano: Cerca (Kalandraka, 2008), de la argentina Natalia Colombo, ganador de la primera versión del Concurso de álbum ilustrado de Compostela, España. Junto a este, aparecen Los de arriba y los de abajo (Kalandraka, 2009) y Es así (FCE, 2010), de la chilena Paloma Valdivia, ganador el segundo del Premio Municipalidad de Santiago en categoría Infantil 2011. Los textos referidos tienen en común la presencia de unos enunciados verbales en extremo breves y una visualidad que asume la jerarquía en el desarrollo de la trama. Y es justo en este último elemento donde surge la máxima coincidencia, porque ambas autorasilustradoras construyen libros en los que la trama se ve disminuida en forma, tamaño e importancia en comparación al modelo tradicional. En Cerca, Colombo pone en juego al señor Pato y al señor Conejo, vecinos y practicantes de idénticas rutinas, cuestiones que sin embargo, no los convierten en amigos,
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ni siquiera en conocidos. El álbum es una serie de escenas de la vida cotidiana de estos personajes, una serie que carece de eventos destacados, de hitos, de un clímax, finalmente.
Cuenta, claro, con otros elementos, como los juegos de focalización a partir de las imágenes; abundan los acercamientos y los enfoques poco acostumbrados y por medio de las condiciones exclusivas del género, se expresan asuntos relevantes.
La cercanía entre los caracteres, por ejemplo, recibe un fuerte impulso en esta atractiva doble página ubicada en las primeras láminas del libro:
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Las palabras utilizadas en el texto parecen venir de un narrador ajeno a la diégesis, testigo no obstante del humanizado acontecer de los animales. Como es usual en el género, tales palabras conforman mensajes parcos y algo distantes, observaciones al paso, constataciones, comentarios, apuntes de viaje; en rigor, el código verbal se encuentra en este caso avasallado al yugo del código icónico, a la supremacía expresiva de las imágenes. Más que aportar información narrativa, los enunciados se incluyen en la visualidad misma, al estar, más que escritos, dibujados con una tipografía particular, propia y coherente con las ilustraciones. Así, aquello que hace reconocible un relato, al menos en los parámetros habituales (organización temporal de unas acciones que expresan un acontecer), acá es ausencia y silencio. Visto de otro modo, tal vez el álbum en cuestión proponga un modelo alternativo de relato, uno en el que la exposición de escenas – dispuestas a la manera de una secuencia en la cual el factor temporal no interviene o es irrelevante – constituya en sí misma el transcurrir. En esta lógica vicaria, las últimas frases presentes en el álbum, asumen el rol del desenlace y el ejercicio no parece forzado a la luz del giro que asoma en esas palabras, que establecen otro vínculo con las ilustraciones. Una vez expuestos los movimientos rutinarios de los personajes, y marcado el hecho de que los sujetos nunca se saludan ni entablan una relación dialógica, la voz narrativa se atreve a introducir un comentario sobre los hábitos de Conejo y Pato:
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Esta opinión con dejo a juicio, se expone a través de esta lámina, una imagentexto perfecta que confirma lo percibido, al reforzar la idea de la pena con un gran espacio entre las siluetas distantes de los personajes, un espacio tan amplio que contrasta con la absurda estrechez de las casas de uno y otro; tal espacio es de hecho un muro que va entre las viviendas de los silenciosos animales, erigido como el símbolo incontestable de la indiferencia que rige el deambular de los actores. La siguiente y última página del libro de Colombo muestra un corolario que conecta lo narrado con el título del texto:
Serían grandes amigos Pato y Conejo porque sus vidas se parecen tanto, serían grandes amigos porque sus gustos son similares y podrían compartir actividades y juegos, porque no solo están cerca, sino que se cruzan, como se ve en la doble página antes
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exhibida. Se cruzan y entrecruzan hasta ser un solo gran personaje, emblema evidente de un sujeto posmoderno entregado a actividades carentes de sentido, al peregrinaje ruidoso de las ciudades desmesuradas y al silencio profundo del encierro hogareño. Se cruzan, entrecruzan y confunden los personajes, hasta hacernos recordar al juego perceptivo de Wittgenstein3, aquel del pato-conejo y las capacidades representativas de quien los ve. De hecho, tal reminiscencia puede provenir del cambiante punto de vista de la voz narrativa, al inicio distante, objetiva y descriptiva y luego, como hemos visto, comprometida en su observación, involucrada con las opciones y vidas de los personajes. Es ese narrador (¿esa narradora?) el que percibe las similitudes de Pato y Conejo, gracias a su fisgoneo el lector accede también a la comparación que luego se transforma en dudas, especulación y desiderata; el título del álbum, sin ir más lejos, abre un espacio para la contradicción. El ave y el roedor viven y transitan por espacios vecinos, están físicamente cerca, pero la lejanía anímica es la tónica; así, es imposible eludir la figura del tan lejos, tan cerca. Un detalle al paso: el éxito editorial de Cerca fue tan notorio que llegó a ser publicado en varios idiomas, la versión en inglés confirma el juego de palabras que acabamos de incluir: So close. La aparición de ciertos temas complejos o más bien la adopción de un tono nuevo para el tratamiento de esos temas, es mencionado con frecuencia en los estudios (Colomer, 1999, Durán, 2001, Silva-Díaz, 2005) como uno de los rasgos más vistosos de la nueva LIJ. En ese ámbito, los álbumes que asumen el problema de la muerte asoman con claridad desde muy distintas y ricas perspectivas. Ejemplares como El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch (Barbara Fiore, 2003) o Sapo y la canción del mirlo, de Max Velthujs (Ekaré, 2001) otorgan un patente protagonismo al tema, de la mano de una visualidad que permite desdramatizar el contenido base sin hacerlo perder su importancia y sin edulcorarlo al modo en que se hizo durante un tiempo; a ese corpus contribuye de forma activa y creativa Es así, de Paloma Valdivia. Tal como en el libro de Natalia Colombo, acá se registra un claro desinterés por los modos narrativos tradicionales y el relato se reduce a una serie de escenas que se guían por
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Sería interesante en un trabajo posterior y en posesión real del conocimiento necesario, desarrollar este vínculo con los contenidos wittgenstenianos. De momento, valga su sola mención.
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una suerte de transcurso, de tiempo cíclico expresado a nivel de imagentexto por la fórmula que da título al álbum. Las láminas exponen fragmentos representativos del ciclo de la vida, con la muerte como elemento inseparable del mismo, pero con marcado énfasis en el concepto circular. Al inicio del relato, se exponen láminas que imponen un ritmo asociable al de los hábitos o a las acciones reiteradas en un tiempo determinado; mediante frases breves y lacónicas se nos da a entender que el nacimiento y la extinción de las vidas son hechos que conviven de manera rutinaria, aun cuando lo extraordinario esté en la base de los mismos; frente a esa condición es que la voz narrativa (que en este caso se entiende femenina, por su identificación con el dibujo de una mujer que aparece en tres fases etarias a lo largo del libro) concluye esta especie de verso/mantra: “es así”, que funciona como receta contra la tristeza que provocan las partidas:
Como se aprecia en las imágenes, la paleta de colores escogida por la autora es contrastante, en parte gracias a unos fondos de tono celeste-calipso, ricos en pequeños detalles y el dibujo de figuras humanas y animales en las que destacan vivos rojos y fucsias. La imagentexto que deriva de la combinación de unas palabras que apuntan a hechos vinculados a la pasividad y el uso de una coloración activa parece ser el puente que permite la comunicación fluida entre el lector infantil y un área temática de difícil abordaje. En ese sentido, la utilización de una narrativa más bien vaga, intangible y algo etérea asoma como una decisión acertada, en tanto que un relato más habitual no produciría el tipo de comunicación que permite este tipo de álbumes, esto es, una que no se enfoca en
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establecer una secuencia bien estructurada, sino que se propone llegar al lector por medio de la evocación. Por cierto, el tratamiento dado a esos problemas evidencia la introducción de una visión posmoderna y ecléctica, en cuya lógica, lo relativo al alma se encuentra en los recovecos de la vida cotidiana: la partida tranquila de alguien que ya cerró su ciclo, la espera dulce de otro alguien que viene a escribir su historia; la cosecha y la siembra, el movimiento sin fin que lleva a la distante voz narrativa a resumir mediante el “es así”. Hacia el centro del libro, Valdivia instala una doble página en la que los puntos en apariencia extremos, vida y muerte, se unen y complementan, cuestión que se expresa por medio del siguiente enunciado verbal: “Hay un instante en que los que se van y los que vienen se cruzan en el aire / Se desean felicidad”. Con ello se confirma lo dicho al inicio de este análisis, en términos de proponer una reflexión sobre la muerte más cercana al orden natural y alejada del dramatismo con que la cultura occidental suele adentrarse en esta temática:
Un año antes de la aparición de Es así, la autora había publicado Los de arriba y los de abajo, un álbum que puede ser entendido como un antecedente, o una especie de hermano mayor. En el libro de 2009, Valdivia establece un juego similar al ya descrito, pero se suma acá un nivel mayor de experimentación en la página, que se encuentra dividida en dos de forma horizontal; tal corte permite la estructuración de una historia (tan acuosa como en Es así) que ocurre en dos planos y en tiempos paralelos. Si en Es así el foco está
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puesto en el ciclo de la vida, en Los de arriba…se ubica en las similitudes de las vidas de quienes habitan en uno y otro lado del mundo. Los enunciados verbales presentan y se refieren constantemente a los personajes del pseudo relato, unos caracteres sin nombres, apenas designados por las etiquetas “los de arriba” y “los de abajo”. Tal decisión autorial obedece al hecho de que estos son personajes colectivos, anónimos y muy cercanos a la idea de un coro que pone en escena unas acciones que son comentadas por una voz narrativa. Estos dibujos que representan a mujeres, hombres y niños funcionan como alegorías de la humanidad distribuidas en distintos sectores geográficos, aludidos en las guardas del álbum por medio de mapas que muestran desplazamientos de ida y vuelta entre Sudamérica y Europa, en una probable alusión autobiográfica de Valdivia, radicada por largo tiempo en Barcelona. Esas diferencias geográficas se manifiestan principalmente en lo referido a los cambios de estación, como en la siguiente escena que incluye la frase “Cuando los de arriba van en bañador, los de abajo llevan paraguas”:
Pero la comparación no está limitada al factor climático, sino que se extiende al terreno de lo cultural y en concreto, a la relación con el otro, aquel que es percibido como extranjero. En este sentido, la ilustradora lleva a cabo una hábil maniobra escritural al retratar de manera casi idéntica a los personajes de arriba y a los abajo; con esto convierte la línea divisoria de cada página en un espejo que proyecta las figuras reflejadas con leves variaciones sin que quede clara y establecida la jerarquía de unos sobre otros. De la mano de estos artificios, se logra enriquecer la discusión en torno a los arquetipos y estereotipos, insertada en enunciados como “Los de arriba piensan que los de abajo son diferentes”,
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cuestión respondida por el propio texto en una página que ocupa todo el ancho del pliego, portadora de un imagetext que resume el programa ideológico del ejemplar: “Pero son todos iguales, aunque hay pequeñas diferencias”.
Es más, la disposición gráfica del álbum obliga al lector a girar el objeto-libro para decodificar algunas frases que han sido escritas deliberadamente al revés: “quiénes son los de arriba y quiénes los de abajo?/ De cuando en vez, puedes mirar al revés”. La apelación al lector es explícita y busca incitar las capacidades interpretativas del mismo, sin importar si se trata de un adulto o un niño.
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Se aprecia al comparar las imágenes de ambos textos, la presencia de ciertas marcas estilísticas, como el uso de una coloración ya descrita y la notoria preponderancia de personajes femeninos que suelen enfatizar el contenido temático que soporta a las obras; algunas de ellas está embarazadas o se las muestra en distintas fases de crecimiento durante el relato. Junto a lo anterior, resalta el modo en que las figuras están dibujadas y que remite, sin tener que hilar muy fino, a la escuela cubista. Se trata, por supuesto, de una versión menos sublime que busca acercarse a un público infantil acostumbrado a códigos visuales más bien sencillos y de vocación realista. En el caso de Valdivia, las desproporciones corporales y espaciales son parte fundamental de su estética y ayudan a configurar escenarios que bien pueden ser considerados alegóricos, en especial por el elemento coral antes mencionado. Los libros gemelos de Paloma Valdivia asumen el marco temático de una escatología ascendente (ocupada de las cuestiones trascendentales) desde una estética que podría parecer contradictoria, puesto que se trata de dibujos que se aproximan al trazo y la perspectiva infantiles, mezclados no obstante con la herencia cubista-surreal, pero que confirman y respaldan el acercamiento lúdico y desdramatizado de la nueva LIJ a las verdades últimas de la humanidad. En los álbumes de Colombo y Valdivia hemos destacado como rasgo principal la prescindencia de un modo narrativo reconocible, convencional y ordenador; por el contrario, estos textos dan cuenta de una tendencia a la dispersión del relato en beneficio de la apertura a un discurso un poco más cercano al de la poesía, orientado a la evocación, generador de espacios de silencio que llevan a la reflexión. No se trata, en todo caso, de libros de poesía infantil porque si bien no se encuentra en ellos una historia como la esperable en términos de lo consuetudinario, tampoco se hallan las marcas genéricas de la lírica. En este sentido, es desafiante la publicación de picture books como los analizados, por cuanto abren una zona de intercambios entre géneros y tipos de textos, zona que permite la entrada en juego de lectores que muchas veces no encuentran en las formas más reputadas o canónicas la satisfacción o la comodidad que buscan. A la vez, esa apertura corresponde a una maniobra de ampliación de repertorios llevada a cabo por el sistema a
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través de una contracción del vértice de los productores, en el que se insertan los ilustradores, que logran desplazar a los autores de vertiente literaria. Como se ha descrito en la introducción, las variaciones registradas al interior del sistema nunca son sencillas ni unidireccionales y en ese sentido, es justo reconocer el mérito de quienes juegan en la posición de la Institución, esto es, los agentes editoriales y aquellos dedicados a planes de fomento y animación lectora, responsables en gran medida de la introducción y difusión de estos nuevos materiales. Volviendo sobre el análisis, digamos que los álbumes menos narrativos lo son, en parte, por las herramientas usadas por sus autoras para desplegar esta suerte de bosquejo de relato y es que las ilustraciones construyen enunciados distintos de aquellos basados principalmente en las palabras y como ya se ha advertido, en estos casos la jerarquía la detenta el código visual. Los ejemplares de las citadas ilustradoras tienen un marcado tinte evocativo que busca producir en el lector una actitud tanto meditativa (Cerca, Los de arriba…) como de añoranza (Es así), efecto que se logra ayudado por la proximidad de estos libros con los temas que los conectan a esferas distintas de la estética. La difuminación de las marcas de lo narrativo, además del acercamiento a recursos y sonoridades líricas convierten a este tipo de texto en un híbrido genérico dentro del ya anfibio ambiente constitutivo del libro álbum y con ello, se amplían las posibilidades de desarrollo del género, a la vez que se abre un marco de optimistas dudas respecto de las potencialidades del mismo en la generación de la competencia literaria de los lectores en formación. La lección de anatomía: las partes de un álbum Hasta el momento es posible constatar, entre varios hechos, la enorme variedad de formas y combinaciones expresivas que se manejan al interior del campo de producción del libro álbum; tal panorama se verá ampliado en los siguientes capítulos de esta tesis, cuando se integren otras preocupaciones escriturales, como la veta intertextual y el atractivo y poco explorado (en la LIJ) terreno de lo metaficcional. Podría pensarse que a partir de un conjunto tan variopinto como el descrito y estudiado, es difícil establecer un modelo, esquema o prototipo que contenga a tan distintos especímenes. No obstante, seguiremos acá el llamado bajtiniano frente a la pluralidad de enunciados discursivos: la amplitud no
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debe constreñir el impulso del investigador por dar cuenta de un determinado fenómeno. Así, resulta clara la presencia de una suerte de registro de elementos comunes al objeto físico (libro) por medio del cual se da forma al concepto (picture book). A continuación, revisamos esas secciones, piezas o subsistemas textuales observables en gran parte de los ejemplares disponibles: Portada En todo libro, la portada es la presentación de un texto y es probablemente, el paratexto más recordado por los lectores de toda edad y segmento. Es también la parte del objeto que concentra la información más relevante: título del libro, autor, ilustrador, logo de la editorial y eventualmente un color o forma que dan la identidad a una determinada colección. La ilustración que aparece en la portada es doblemente significativa en el caso de los álbumes, los que comunican cuestiones fundamentales de la narración por medio de los dibujos. Los autores/ilustradores suelen adelantar partes del relato en las portadas o entregar ciertas claves de lectura; en rigor, la portada puede funcionar en sí misma como un imagetext. Es más, a diferencia de lo que ocurría habitualmente en el ámbito de los libros ilustrados tradicionales, es poco usual que la portada corresponda a una imagen que encontraremos en el transcurso del álbum, tal redundancia sería más bien contradictoria en este marco. Algunos ejemplos resultan muy útiles para entender esta propuesta:
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La portada de Las pinturas de Willy, de Anthony Browne resulta muy ilustrativa de lo que comentábamos con anterioridad. En ella, se advierte al personaje principal pintando un cuadro que corresponde a la imagen del propio autor-ilustrador del libro; tal portada anticipa el centro de la narración: el mono Willy estará durante las páginas del álbum pintando sus propias versiones de algunas de las más distinguibles obras de la pintura universal. Como se verá en otro capítulo de esta tesis, el premiado álbum del escritor inglés constituye un sistemático ejercicio de creación y re-creación, en el que la figura del autor, centrada en la compleja relación Willy (personaje ficticio)-Browne (autor-ilustrador) experimenta un giro que aparece desde el inicio mismo del ejemplar; en la portada, se subvierte el orden lógico del vínculo entre creador y criatura, ahora Anthony Browne suspende su existencia como autor para convertirse en una representación del mismo, dibujada por su personaje más entrañable. Si pensamos en las posibilidades de la paratextualidad, diremos que la portada de este álbum orienta, por ejemplo, al tipo de público al que va dirigido este texto. Por supuesto, se trata de un segmento más bien centrado en el segundo ciclo de la enseñanza básica y de ahí en más, es decir, el lector ideal de esta obra requiere de un nivel de competencia lectora algo más desarrollado que lo que se observa en el primer ciclo, aun
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cuando hay un primer nivel de escritura/ ilustración que permite su lectura a niños de corta edad.
La portada de El misterioso caso del oso, de Oliver Jeffers, es interesante desde otro punto de vista: no se explicita el contenido central del texto, sino que se entrega una imagen que invita a la especulación. En el dibujo, el autor australiano nos muestra a un oso con apariencia de leñador (hacha incluida) en un paisaje invernal, pero a este personaje no lo veremos como el principal sino hasta la mitad de la narración, cuando el adjetivo de misterioso adquiera todo el sentido en el contexto del relato. Cabe destacar, en todo caso, un problema propio de este ejemplo, pero no exclusivo del mismo. Este es un álbum traducido del inglés, cuyo título original es The great paper caper, (algo así como El gran robo de papel) cuestión que remite al elemento central de la trama, a saber, un oso que carga con una pesada tradición deportiva familiar se obsesiona a tal punto que comienza a talar un bosque para procesar los troncos y convertirlos en papel con el cual fabrica diferentes prototipos de aeromodelismo básico. Es, en todo caso, un bautizo polisémico, no limitado a la fabricación de avioncitos de papel, puesto que el término caper alude también a un subgénero derivado de la narrativa policial; así, la diferencia generada por la traducción es solo en apariencia relevante, en términos de que la versión en español agrega a la original una carga genérica explícita: al incluir el calificativo misterioso, determina en buena medida
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la actitud de un lector cuyas expectativas en torno al relato de suspenso/policiaco quedarán abiertas y serán finalmente confirmadas y satisfechas. La traducción elegida se muestra así sorprendentemente cercana al título en inglés y su influjo en el sujeto lector, aunque, claro, a diferencia de la versión traducida, la original resulta menos obvia en cuanto a la identificación del personaje principal y tal vez por lo mismo, produce un inquietante efecto a partir de la relación imágenes-palabras que subyace al imagetext. En este caso particular, y siguiendo la nomenclatura de Nikolajeva y Scott, diremos que se instala una dinámica de ampliación, en la que el mensaje verbal (The great paper caper) se expande al combinarse con la ilustración de este oso apoyado en un hacha y con el cual no se tiende un vínculo automático e inmediato.
En Petit el monstruo, la autora argentina Isol propone una portada que condensa los elementos centrales de la narración: el libro/objeto se divide en dos partes, pintadas de dos colores aparentemente opuestos (naranjo y verde). Sobre esos fondos, dos animales muy dispares, un silencioso conejo y un perro fuera de sus cabales. En el centro de todo, un retrato a la antigua del personaje central, que proyecta una amenazante sombra y sobre su cabeza, una huincha con su nombre: Petit, el monstruo. Es notorio que es la figura analítica de la contradicción la que permite entender las dinámicas que se instalan desde el inicio del álbum y sobre las cuales volveremos más adelante; digamos, de momento, que la
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contradicción se inserta desde distintos lugares y soportes y aporta una clave de lectura fundamental para entender y gozar este álbum.
El autor francés Yvan Pommaux cuenta a su haber con tres títulos que vuelven sobre lecturas clásicas del ámbito infantil, pero reescritas desde la lógica de la visualidad, una que en este caso, no está ceñida al escenario de lo pictórico, sino que tiene como base el sistema de referencias que produce la esfera de lo cinematográfico. Pommaux crea entonces al detective John Chatertton, un gato que toma la apariencia, los modos y saberes de los investigadores privados reconocibles en la cinematografía norteamericana de los años cuarenta del siglo XX y lo inserta en relatos que actualizan los cuentos fundacionales de la LIJ universal. En esta sección de la tesis no abundaremos en detalles acerca de la trama de estos álbumes, puesto que los reservaremos para el capítulo relativo a la intertextualidad. No obstante, presentamos la portada de El sueño interminable como un ejemplo de lo que este paratexto puede significar por medio de la entrega de ciertos indicios pertenecientes al relato. Se aprecia en la ilustración al detective Chatterton en el momento en que una adolescente se desploma junto a una cama. Se trata de la hija de una acaudalada familia que cae fulminada por un sueño proveniente de una vieja maldición. El lector competente captará a poco andar la referencia a La bella durmiente y en ese sentido, la portada otorga algunos elementos que permiten abrir esta expectativa textual. Es desafiante la maniobra
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escrituraria del autor, quien nunca titula sus libros explicitando el hipotexto, a pesar de que las imágenes faciliten en buena medida el reconocimiento del mismo. Guardas También conocidas tradicionalmente como guardillas, corresponden a esas primeras hojas que, por lo común, se encontraban en blanco y que tenían como misión proteger las páginas que sí estaban escritas; en varios álbumes tal espacio sí está dibujado y muchas veces, adquiere peso funcional hasta convertirse en otro agente de la narración. En este sector del álbum se registra una amplia variedad de opciones, que van desde unas páginas coloreadas hasta la inclusión de indicios que anticipan ciertos momentos importantes del relato. El ejercicio escritural con las guardas evidencia la preocupación de los autores/ilustradores, como también de los actores ligados al mercado editorial, por el formato del libro y sus posibilidades plásticas y semánticas. Y es que este aspecto también forma parte de la constitución del género libro-álbum, por mucho que la variedad sea la norma al interior del corpus; en el caso concreto de la selección hecha en el marco de esta tesis, se ha favorecido a aquellos ejemplos que nos permiten reafirmar la apreciación del editor Peter Hunt, quien caracteriza al picture book así: “…uses many codes, styles, and textual devices, and which frequently pushes at the borders of convention” (Hunt, 69). Proponemos acá que en el gesto de productivizar las guardas hay un apoyo a la definición identitaria del álbum al interior del sistema de la LIJ. Como hemos planteado, el nuevo género mantiene unas relaciones amplias y tangibles con la gran tradición de la literatura para niños y así, el álbum hace de este vínculo algo más que un hecho “diplomático” y le saca partido a su constitución como libro para reescribir y redefinir las costumbres, incluso las editoriales. Así vistas, las guardas remiten a las formas tradicionales del libro, pero introducen el concepto de una visualidad que guía la narración incluso hacia recovecos que no la conocían. En ese sentido, no extraña especialmente el hecho de que varias de las más destacadas e innovadoras guardas pertenezcan a álbumes de tipo metaficcional (que serán analizados en detalle en otro capítulo), puesto que se trata de textos que son conscientes de su condición ficcional y también de su ser-objeto. Respecto de este tema, ya se registra la atención de la academia, en particular de la anglosajona, representada por Lawrence
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Sipe, quien considera las guardas desde su condición de umbrales o vestíbulos, de “espacio entre”: “Endpapers, in particular, mark a movement from the public space of the cover to the prívate world of the book, much as stage curtains rising and falling mark the entrance into and exit from a drama” (Sipe, 293). A continuación, el estudioso desarrolla una categorización de las guardas, demostrando con ello la amplia variedad de formas existentes, así como las distintas capacidades que tienen para contribuir a la construcción de significados. Veamos algunos ejemplos de lo que estamos diciendo: El libro favorito de Carlitos (Julia Donaldson en las palabras y Axel Scheffler en las ilustraciones) es un texto que asume el desafío temático metaficcional de la mano de una apariencia sencilla y cercana a la caricatura, lo que permite que el contenido llegue a un lector infantil de la mano de este cariz lúdico a que contribuyen los dibujos ya referidos. Las guardas de este álbum confirman y detallan la expectativa que se abre con la portada del mismo: el protagonista, sentado en un cómodo sillón, está rodeado de seres de diversa naturaleza y de aspecto ficcional; lo más relevante de la escena es, en todo caso, la mirada de Carlitos, que busca los ojos del lector, como queriendo instalar la lógica de la complicidad con quien tiene el ejemplar en sus manos. Lo dicho queda refrendado en unas guardas que simulan una biblioteca en la pared y en las que se aprecian los lomos de los textos que harán parte del gran libro que Carlitos leerá en el álbum:
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El texto de Donaldson y Scheffler es, justamente, la lectura de esos libros expuestos en las guardas y de ese modo, el espacio que estamos definiendo adquiere acá un carácter ordenador, casi como índice o guía que el lector “real” podrá comprobar una vez que empiece a seguir el proceso de decodificación de Carlitos. En una línea similar, pero con un énfasis aún mayor en la exhibición de la situación del lector, aparece Cuidado con los cuentos de lobos, de la exitosa escritora e ilustradora inglesa Lauren Child (Serres, 2010). El álbum es una lectura paródica de la condición de ferocidad atribuida a los lobos por parte de los textos clásicos y folclóricos de la LIJ y en ese marco, la guarda escogida es muy significativa:
Como se aprecia, una madre y su hijo se enfrentan a una edición de gran tamaño de La Caperucita roja (la que a su vez es aprovechada para introducir ahí los datos editoriales del ejemplar) mientras sus rostros revelan la inquietud que el célebre relato les provoca. La imagen es representativa de lo que ocurrirá en el transcurso del relato, cuando la diégesis abandone el cómodo y domesticado espacio del libro para tomarse el hábitat real del lector infantil, que deberá echar mano de sus referentes literarios para zafar del apetito descontrolado de un par de lobos.
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Pero no siempre el uso creativo de las guardas va asociado a las dinámicas metaficticias, en otras ocasiones el juego se instala, como ya se ha dicho, desde la lógica del indicio, tal como ocurre en el antes citado texto de Jeffers, El misterioso caso del oso.
Las guardas de este álbum son planos o bosquejos (literalmente “blue prints”, como indica la expresión en inglés) con instrucciones para el armado de avioncitos de papel y tanto por su color base (azul oscuro, tosco) como por la tipografía usada (simula la toma de notas al manuscrito, con notorios borrones incluidos) parecen ser páginas pegadas al libro original, como si provinieran de otra fuente. Tal sensación apunta a los episodios apenas remitidos por el narrador de la historia particular del oso aeromodelista. Se dice/muestra de este personaje que debe sobrellevar la pesada carga de venir de una familia de campeones y en esa circunstancia, prueba con varios patrones, los que no son exhibidos durante el relato mismo, sino que son reservados para el espacio de las guardas. El gesto es interesante en especial desde el punto de vista de un lector más bien inicial, a quien le vendrá bien una especie de reforzamiento de los elementos menos marcados del relato. Un ejemplo tal vez más atractivo sea el de El increíble niño comelibros, del propio Jeffers, cuya trama gira sobre el sorprendente hábito fagocitario de Enrique, un chico que empieza a devorar libros y disfrutar de su momentánea condición de sabio. Decimos que este álbum resulta más atractivo por cuanto las guardas están diseñadas a partir de trozos de otros textos, pedazos ajados de ejemplares inciertos, fragmentos superpuestos que van
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formando una piel, un tejido, un texto muy cercano a la representación gráfica del palimpsesto. Es ese sustento informativo el que resulta irresistible para el protagonista, al punto que en la contratapa del libro luce un notorio (y notable) mordisco, señal inequívoca de que el mal que afecta al niño-lector-hambriento no está del todo superado. Una observación al paso: en varios ejemplares de este autor australiano, se carga a las guardas con la misma funcionalidad, aunque con menor información relevante. En De vuelta a casa, el encuentro entre un chico y un extraterrestre se refleja en unas guardas color verde fosforescente, tono tradicional en la imaginería occidental contemporánea para referirse a seres de otros planetas. En Perdido y encontrado, las páginas en cuestión están pintadas en tonos azul-turquesa, en clara referencia al mar, espacio preponderante en el relato.
Un último detalle o constatación, si se prefiere. Es visible la diferencia conceptual y formal, enfocada en las guardas, entre los álbumes provenientes de sistemas literarios más desarrollados y otros, con menor crecimiento o en etapas aún larvarias. Tal diferencia se traduce, por ejemplo, en el grado de experimentación visual y de formato permitido en el libro; si bien en la apreciación general de los ejemplares surgidos del medio nacional no dista tanto de sus referentes primermundistas, sí es palpable que nuestros representantes se mueven de manera más tímida, cuestión que se entiende a la luz del funcionamiento de un sistema como el de la LIJ chilena, todavía joven y enfrentado a la lógica de la legitimación. No obstante, en el espectro latinoamericano, se encuentran algunas señales novedosas, como la que registra Camino a casa, álbum de los colombianos Jairo Buitrago y Rafael Yockteng y al que nos referimos en detalle próximamente; de momento, destacamos sus estupendas guardas. La trama refiere a la forzada ausencia de un padre debido a razones políticas: el texto remite a la época dictatorial reconocible en casi toda Latinoamérica. La
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protagonista es una niña que debe hacer frente a las incomodidades y desajustes que acarrea una situación sociopolítica como la del contexto mencionado y así, en la lógica de una existencia anfibia – infancia cronológica, adultez funcional – surge un mecanismo para hacer frente a la realidad. La niña apela a la escultura de un león, quien la acompaña en sus quehaceres diarios y si ese acto nos puede parecer irracional, las guardas nos entregan una clave para entenderlo:
En las iniciales, las huellas de los zapatos de la niña se acompañan de las de las patas del león, más grandes, gruesas y marcadas que las humanas. Debido a la ubicación de ambos registros en el espacio, da la sensación que el felino protegiera a la chica de lo que se encuentra en la parte baja del cuadro, aquello que vemos expresado por medio del vacío y no es extraño que esa sea la amenaza; el animal funciona como un reemplazo momentáneo del símbolo-padre y entonces, aporta compañía, protección, presencia y fortaleza física frente a un medio hostil. Las guardas finales, en tanto, cambian las huellas felinas por las de unos zapatos de adulto, los que corresponden – asumimos tras leer la historia – a los del desaparecido papá. Nótese que la distribución de las pisadas en esta segunda lámina es bien distinta de la primera: acá, ambas caminatas siguen una misma senda, dejando espacios a los lados. El padre y la hija dibujan un camino en conjunto, uno que suena improbable a partir de los datos entregados en el relato, pero que de todas maneras, luce inevitable. Con todo, es significativo el desenlace abierto que plantean las guardas finales, en términos de que el mundo “real” es el que aflora en la imagen; se deja atrás la condición particular de la infancia, marcada por la lógica de la imaginación y el juego
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y luego, prima una visión más naturalista, sin por ello renunciar a la construcción simbólica del texto. Un último ejemplo resulta oportuno para graficar la inventiva que puede alojarse en el hábitat de las guardas. Los publicistas Silvio Freytes y Flavio Morais crearon el álbum Solo un segundo (Kalandraka, 2007), en el que sacan provecho de las posibilidades de la doble codificación desde la perspectiva de profesionales que vienen de un área distinta de la literaria. Casi no hay trama en este libro, sino una instantánea, la captación de un momento en un escenario urbano, el que se registra primero por medio de una secuencia de acercamientos o zooms que finaliza con una panorámica que permite apreciar cómo todas las escenas están comunicadas. En ese marco, las guardas cumplen una función relevante al explicitar la presencia del tiempo como la directriz y motor del libro, tal explicitación se hace ocupando las potencialidades de la lengua escrita en conexión con una visualidad atrayente; la guarda inicial y la final se hacen cargo de la reconocible onomatopeya del reloj:
Al estar distribuidos como guardillas, el tic y el tac actúan como una suerte de paréntesis dentro del cual la laxa narración ocurre y aunque formen un mensaje más bien redundante, cumplen el rol de reafirmar lo dicho por el título. Incluso más, si asumimos el preponderante papel de lo temporal en el desarrollo de cualquier relato, diremos que la historia comienza en la guarda inicial y termina en la guarda de cierre; en ese sentido, este es un buen ejemplo de cómo la funcionalidad tradicional de las guardas se ve transformada por medio de la incorporación de la imagentexto. Doble página
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Este es, quizás, el recurso más específico del álbum, el aporte particular del género a la construcción de un nuevo modo de narrar, uno que basa sus mensajes en la fuerza expresiva de la visualidad. Físicamente, consiste en aprovechar el ancho del pliego impreso, de manera de lograr una visión panorámica en la que suelen abundar detalles que enriquecen y complejizan la decodificación visual del texto. En el álbum, una doble página suele mostrar una escena en la que el tiempo queda momentáneamente suspendido y por lo general, anticipa un momento clave de la narración o incluso el clímax de la misma. No existe una regla fija en cuanto a la cantidad de páginas dobles que pueden aparecer en un libro, pero no es usual que abunden, por las mismas razones dadas antes, es decir, que se trata de un recurso que busca llamar la atención de un lector ya entregado al curso de la historia. La doble página constituye un espacio distintivo del picture book desde al menos dos puntos de vista: como lienzo para ilustradores/pintores que asumen la autoría del libro y también como herramienta ideal para las instancias de lectura colectiva en voz alta, ámbito para el cual el álbum se ha mostrado como el tipo de texto por antonomasia. Nos centraremos en la primera de las perspectivas, por cuanto aporta de forma decidida a la construcción genérica del libro álbum; por ello, revisaremos los siguientes ejemplos. El más intertextual de los títulos de Anthony Browne es, sin duda, En el bosque, un auténtico recorrido por el canon de la LIJ de raíz folclórica europea, pero la riqueza de este libro no se agota en el carnaval de referencias que articula sus páginas, también reside en la expresión de los momentos más intimistas de la mano del recurso de la doble página. La historia comienza con la angustia del protagonista cuyo padre ha dejado la casa con destino incierto, la ilustración se hace cargo de mostrarnos cómo el hábitat alguna vez familiar luce ahora triste, opaco y desalmado. La escena del desayuno explicita lo que estamos diciendo:
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Tal vez si lo primero que llama la atención de este dibujo sea la composición del mismo y la coherencia con los elementos propios de la trama, es decir, la distribución tripartita en la mesa familiar adquiere una carga simbólica relevante si consideramos que en el centro se aprecia a una desorientada mamá que, con la vista extraviada no logra contestar la pregunta del niño sobre su padre; la lámpara con una gran ampolleta apagada funciona como un refuerzo de la desolación. Muy significativa es la orientación de la mirada del niño, fija en el puesto que habitualmente ocupa su padre, cuya ausencia desata el conflicto identitario del protagonista. La posterior ida al bosque, siguiendo de manera inconsciente los pasos de Caperucita Roja, se puede leer como un viaje de iniciación que no poca relación tiene con el esquema proppiano del relato; de hecho, todo el viaje por un oscuro y entreverado bosque se basa en el enfrentamiento a los temores más ocultos y la exposición al peligro. Por supuesto que la silla vacía y la sombra que generan los listones que forman el respaldo, completan un panorama al que contribuyen también los colores opacos (excepto por el rojo, impotente, del chaleco femenino) y los escasos y fríos alimentos que aparecen sobre el mantel blanco sin decoraciones, parecido incluso a una mortaja.
Es más, no parece exagerado pensar esta imagen como una revisión o
descomposición del tradicional orden de la Sagrada Familia que, en este caso, luce acéfalo, y entonces, no es extraño que el retorno del padre, sobre el final de la historia, adquiera una marca mesiánica, expresada a través de una sombra sugerente. Si bien la relación que existe entre esta imagen y el párrafo de la izquierda es más bien tradicional, supera el nivel
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de lo redundante, por cuanto aporta información específica de la que las palabras no se hacen cargo. Hemos de volver, una vez más, a El misterioso caso del oso, puesto que en él se encuentra un estupendo ejemplo de doble codificación plasmado en una doble página. En la trama, los animales de un bosque se muestran inquietos ante la sorpresiva y cada vez más frecuente desaparición de ramas de árboles. La duda los lleva a especular sobre las causas y eventuales responsables del fenómeno, instalándose así una dinámica de sospechas. En ese marco, la inclusión de la siguiente imagen se lee como una invitación al lector, una muestra de confianza del narrador para convertirse en espectador privilegiado de este relato policial orientado al segmento infantil:
Nuevamente, la composición es muy importante a la hora de ordenar una doble página y en este caso particular es descollante. Como se aprecia en la página izquierda, cinco personajes se distribuyen el espacio, que comparten además con un vistoso árbol ubicado en un ambiente invernal. Al contrario, la página derecha da la impresión de ser incluso más grande, gracias al dibujo de un bosque distante y degradado y la caminata lejana del impune autor de la tala. Lo que une a ambas láminas, lo que las convierte en una sola, es el movimiento que se constata en la parte superior del lado izquierdo y que se cierne en el sector medio del lado diestro. El desplazamiento de las hojas secas del solitario árbol, que podría corresponder a una lectura realista, estacional, adquiere otra connotación cuando esas mismas hojas se convierten en otras, esta vez de papel, material necesario para
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que el oso pueda desarrollar su obsesiva vocación. En este sentido, el español nos permite un juego idiomático ausente en la versión original: en esta doble página, Jeffers transforma a las hojas en hojas, manteniendo una unidad iconográfica que además entrega al lector la clave para la solución del misterio. Así, el paso de una materialidad (natural) a otra (cultural) se expresa mediante la imagen consiguiendo una inédita transustanciación, obtenida gracias a la renuncia a la descripción por medio de las palabras y a la confianza otorgada a una ilustración que rompe el molde de lo esperado. Camino a casa es un álbum colombiano, ganador de la XI versión del concurso A la orilla del viento, de la editorial del FCE. A nivel temático, el texto es novedoso por cuanto se hace parte de una tendencia manifestada mayormente en Europa; nos referimos a lo que Teresa Colomer ha definido como la recuperación de la memoria histórica. Buena parte de los ejemplos disponibles remiten al Holocausto judío, y entonces, la presencia y legitimación de Camino a casa puede ser leída como una señal muy positiva, que se suma a la reedición de La composición, de Antonio Skármeta y Alfonso Ruano, ejemplar que no hemos considerado en esta tesis debido a que, en rigor, no corresponde a un libro álbum, sino a un libro ilustrado (de altísima calidad). Lo positivo del gesto apunta a que el sistema de la LIJ latinoamericana da muestras de mayor independencia respecto del mundo escolar y de la percepción vulgar que se maneja de este segmento literario. Es sabido que en nuestro continente, no es la norma la asunción de momentos políticos signados por regímenes dictatoriales y entonces, su inclusión en el corpus de la nueva LIJ luce como una sana demostración de voluntades autoriales y editoriales. El álbum de Jairo Buitrago y Rafael Yockteng vuelve sobre un emblemático momento de la historia contemporánea de Colombia conocido como el “bogotazo”, inicio a su vez de un periodo complejo que los estudiosos sindican como el de la Violencia. El libro en cuestión comienza con una doble página que entrega la clave contextual de la historia, como una alusión cifrada del episodio político mencionado.
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En la imagen, una niña de edad incierta invita a un león a que la acompañe a su casa; de fondo observamos una ciudad algo grisácea y un pedestal del que parece haber descendido el felino, abandonando su marmórea condición inicial para pasar a ser carne. Lo más llamativo del dibujo es la cifra cincelada en la piedra: 1948. Este año es el de la revuelta que llevaría a la muerte al caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán y a la desaparición y tortura de miles de colombianos. Y de eso trata justamente el álbum de marras: el viaje diario o más bien la rutina de una niña que ha debido asumir funciones de la vida adulta porque su madre trabaja para mantener a una familia que sobrevive sin padre; la existencia de este último se expresa de una forma que saca partido a las potencialidades del nuevo género, es decir, por medio de un cuadro inserto en el cuadro mayor, escena o lámina. En rigor, esta maniobra se ejecuta dos veces y así, el padre ocupa un doble espacio, como miembro extirpado a una familia y como ciudadano arrebatado a la sociedad civil.
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La imagen citada corresponde a la mesa del velador de un dormitorio, ocupado por los (as) sobrevivientes que conforman el diezmado grupo familiar. Del lado izquierdo es posible advertir un periódico o revista con una foto en blanco y negro, acompañada de la leyenda “Familias de desaparecidos en 1985” y del lado derecho, el retrato familiar en el que se reconoce al padre de la protagonista. Son esos los dos ámbitos de ausencia que resiente la narración en sí.
En la lógica de lectura que plantea la imagentexto como rasgo diferenciador del álbum frente a otros géneros, llama la atención y se vuelve obligatoria la consideración de algunos detalles incluidos de forma tangencial en las láminas. En la primera doble página centrada en el dormitorio, se percibe una grieta en la pared más cercana al respaldo de una gran cama que ha olvidado su naturaleza de matrimonial para pasar a ser el refugio de las dos mujeres y el niño que comparten el terreno yermo de la viudez y la orfandad.
La grieta a la que hacíamos mención tiene una forma singular, la que, aun a riesgo de especular en demasía, ligamos con el contexto político que sirve como telón de fondo del relato. Adaptando un poco las siluetas y dejando de lado la dinámica de las correspondencias exactas, podemos vincular la grieta con un mapa (¿el de Colombia?, ¿el
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de Sudamérica’); así, se revela un énfasis en el contenido crítico del álbum, una abierta incomodidad ideológica con el imaginario de un país, de un territorio. La grieta es imperfección, es quiebre y caída, cicatriz en una piel que corresponde al tejido social. La grieta resulta obscena, puesto que deja ver lo que debería estar oculto, en este caso, las bases impuestas a una sociedad civil o, como sostiene la versión en línea del diccionario de la RAE, en su tercera acepción del término: “Dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o unidad de algo”. Lo que estamos diciendo refrenda la fuerza del acto inicial del álbum, esto es, el llamado a la acción que hace la niña a la estatua felina, icono indudable de los ánimos libertarios en nuestro territorio. Al invocar a una estatua, la protagonista (miembro de una nueva generación) exige el despertar y la protección de una tradición, de los referentes heroicos, de un Estado, finalmente, que no está cumpliendo con los roles esperables. El camino a casa de la chica junto al león es un recorrido por las desigualdades sociales y económicas que distinguen, tristemente, a las sociedades de nuestro continente. Vistos estos elementos, Camino a casa cumple a cabalidad con los lineamientos propios de un texto que pretende rescatar la memoria histórica: es recordatorio y guía “para que nunca más”. Como veremos en otro momento de esta tesis, existe una tendencia de ciertos ilustradores a situar los hechos narrados en ambientes hogareños cerrados. Son historias que se desarrollan entre cuatro paredes, murallas cubiertas, por lo general, por papel mural o decorativo; sobre esos pliegos, los autores suelen filtrar indicios o datos relevantes de la trama. En el caso de este álbum en concreto, se constata la ausencia del papel de muro, cuestión explicable por la precariedad económica de la familia, que de paso evidencia con fuerza el doloroso transcurrir del tiempo, un tiempo que solo puede reafirmar el daño, el envejecimiento paulatino que comienza a instalar el silencio sobre lo pasado. A nivel estructural, este álbum resulta innovador, puesto que instala a la doble página como su columna vertebral, planteando de paso un peculiar funcionamiento de la secuencia narrativa. Como hemos mostrado, la primera doble página abre el escenario narrativo de manera abrupta, a tal punto que el dato del año del conflicto suele pasar desapercibido en una lectura inicial, sin embargo, al enfrentarnos al final del relato y con la
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referencia visual a la represión política, la primera lámina reafirma su importancia y acaba por recibir nuevamente a un lector atento que recurre a ella para encontrar un referente del mundo “real”. Así, el recurso escriturario que nos convoca puede funcionar, en este caso, como un espacio de aclaración para los eventuales vacíos que complejicen la decodificación y comprensión del texto. Nada se pierde, todo se transforma El uso de diversos materiales en la elaboración de las ilustraciones es una práctica constatable en corpus de todas latitudes y es posible ver en ello un elemento formativo para los lectores en edades iniciales. Los múltiples estilos – algunos de los cuales remiten de una forma u otra a algunas de las más emblemáticas tendencias de innovación estética del siglo XX – constituyen un aporte significativo a la educación visual de una persona. En el actual panorama de publicaciones, conviven las formas más habituales de pintura (acuarelas, lápices de color, carboncillos y otros) con otras, facilitadas por el avance tecnológico-computacional. En este sentido, bien vale una aclaración temprana: no necesariamente existe una vinculación semántica entre el estilo de la visualidad y los contenidos textuales manifestados en las palabras. Dicho de otro modo, la utilización de acuarelas no impide que el álbum en cuestión sea rupturista o aporte elementos relevantes en la búsqueda de nuevos espacios de significación. Buenos ejemplos de esto son las obras de Anthony Browne o de Javier Sáez Castán; si bien los textos de estos autores serán analizados en profundidad más adelante, digamos
de momento que ambos
escritores/ilustradores no ponen un énfasis particular en la experimentación plástica (aun cuando sus marcas estilísticas abren el espectro de lo que consuetudinariamente se ha reconocido como infantil), pero desarrollan narraciones que se ubican más allá del límite de las convenciones manejadas en el campo de la LIJ. Dentro de este variopinto escenario, se destaca el uso de materiales de desecho, texturas, trozos de otros elementos (textuales o no) como parte de la construcción de los fondos de las páginas, pero también en la formación de los personajes. Es evidente que el collage no puede ser considerado como una novedad o una marca característica inherente al álbum, pero la insistente aparición de esta técnica ha implicado una actualización de la
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misma, una que integra herramientas tecnológicas sin abandonar la pretensión de generar mensajes con intención poética. Un comentario aparte merece el uso del papel de diario en numerosos álbumes ilustrados provenientes de latitudes tan distintas como poco conectadas. El papel periódico es, por lejos, el material de desecho más ricamente usado en manifestaciones pictóricas de vanguardia; el solo recuerdo de los quebrantahuesos parrianos o de los collages dadaístas basta para justificar esta apreciación. Entre los exponentes de la ilustración y particularmente entre quienes cultivan el álbum, sigue siendo un recurso frecuente y por ello, examinaremos unos ejemplos que resultan indicativos del modo en que el nuevo género reinterpreta una práctica de viejo cuño. Hugo tiene hambre, álbum de las autoras argentinas Silvia Schujer y Mónica Weiss (Norma, 2006) puede ser considerado como un caso aislado en el escenario de las publicaciones infantiles derivadas de la visualidad. En primer término, se trata de un texto publicado en una casa editorial (Norma) sin una colección de libros-álbumes propiamente tal y segundo, porque temáticamente es también una novedad. Si bien los álbumes no eluden las temáticas complejas y/o cercanas al terreno moral, no resulta tan frecuente el abordaje de ciertos problemas sociales y es justamente ese el foco del ejemplar en cuestión. Desde una mirada más polisistémica, habría que considerar el hecho de que este álbum obtuvo el premio de la organización colombiana Fundalectura, dedicada al fomento de la lectura entre sectores socioeconómicos necesitados. El galardón mencionado reviste al texto de una connotación distintiva, situándolo en un punto del mapa poco visitado, como ya se ha dicho. La trama muestra a Hugo, un chico de la calle que se enfrenta a un día sin comida; como es de suponer, el apetito es tal que desorienta al niño, haciéndolo caminar sin rumbo, guiado solamente por un ánimo de comer que lo lleva a ver a las personas y las cosas como elementos comestibles. En su deambular lo acompaña un perro, presentado como una suerte de coprotagonista, actancialmente en las mismas condiciones que el niño, vínculo reforzado por las marcas de la ilustración; ambos personajes son de color café y en sus pieles se adivinan las marcas de pinceles poco pulcros, trazos en bruto, cicatrices de pintura que se advierten en un breve acercamiento. No obstante lo atractivo del viaje, nuestra
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atención se centra en un momento previo y altamente significativo por la muy activa conexión entre las imágenes y las palabras:
En la ilustración, se observa a Hugo apesadumbrado, silente y sentado en unas escaleras que juegan un papel contradictorio. Por un lado – como objeto – son el único apoyo físico para el niño, opción de descanso y acogida y por otro – como textura – entregan la clave de lectura que anticipábamos al inicio de este acápite. Al mirar de cerca y voltear el libro (maniobra muy utilizada en la construcción texto-visual del álbum) es posible captar que los papeles de diario escogidos para este dibujo corresponden a trozos de la sección de avisos económicos y puntualmente, del sector de personas que se ofrecen para trabajar en los más variados y básicos oficios: lavaautos, manicura, maquinista, masajista. La ilustración, en este momento, cambia las reglas de convivencia que mantiene habitualmente con las palabras. La opción tomada por Weiss otorga un mayor margen de acción al factor visual en la tarea de generación de significados; desde un punto de vista más bien narrativo, la gráfica citada permite incluso especular respecto del contexto familiar del niño y pensar tal vez en las causas que lo han llevado a tan precario estado. Así, este gesto escritural-plástico puede ser visto como un ejercicio de palimpsesto, en términos de que el álbum se escribe sobre otro material (literal y metafóricamente) con el que
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establece una relación que, más que apostar al nexo intertextual, apunta más bien a cierto grado de dependencia o tributación con la “realidad real”. Si bien la lógica del palimpsesto original tiende a difuminar el texto primario (se escribe sobre un material borrado, pero no depurado), el concepto puede ser aplicado al ejemplo del que hemos estado hablando, en especial si consideramos que hay cierto juego de ocultamiento en el hecho de ubicar el papel de diario en la dirección opuesta a su impresión. Es interesante en este punto, retomar los aportes de Cecilia Silva-Díaz cuando se refiere a las funciones de la ilustración en el álbum. Al respecto, la autora sostiene que: “hemos identificado dos grandes funciones de la imagen en el álbum: una de ellas es la función de crear el mundo ficcional proporcionando algunos de los elementos que forman parte de la narración (ambiente, personajes, punto de vista) y la otra es la función narrativa de la imagen (acciones)” (Ver para leer, 46). Ciertamente, es muy relevante el papel que juegan los dibujos en reemplazo de la descripción, recurso irrenunciable en las formas narrativas tradicionales; de hecho, permite que la cantidad de palabras en la construcción de un álbum se reduzca de manera radical. El punto es que a veces, las ilustraciones van mucho más allá de la función como es anotada por Silva-Díaz, y permiten maniobras semióticas innovadoras y atractivas. En el caso de Hugo tiene hambre, las escaleras diseñadas con los fragmentos del periódico condensan los dos ámbitos de funciones de la imagen en el álbum: el palimpsesto funciona como constructor de espacio-ambiente, pero también como catalizador de la narración y además, como revelador de una clave contextual. El largo listado de personas que buscan trabajo es sintomático de un medio social en problemas, cuestión que se acrecienta y adquiere un innegable grado de violencia cuando Hugo recorre las calles citadinas encontrándose con gente de apariencia sana y satisfecha, rica en colores y aromas. Sin ánimo de establecer una lectura unidireccional, digamos que no es complejo vincular este libro, sus contenidos y temas, con el particular contexto del país de origen de sus autoras. La crisis económica, social y política que arrasó con las estructuras de poder en la Argentina de 2001, generó variadas respuestas en el sistema literario. En el ámbito del repertorio, aparecieron no pocas obras narrativas que abordaron el oscuro periodo o cuya existencia nace del hecho mismo de la crisis, como la
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editorial Eloísa Cartonera, dirigida por el escritor Washington Cucurto, que basa su trabajo en un proyecto de economía sustentable que involucra a grupos de recolectores de cartón de la ciudad de Buenos Aires. Así, el relato de Schujer y Weiss – ficticio – está levantado sobre unos cimientos dolorosamente reales. Cabe destacar que en el último tiempo, se acumulan ejemplos de álbumes que echan mano del recurso del papel de diario, con lo que las posibilidades de juego y expresión se multiplican y enriquecen. A lo largo de este capítulo se han revisado las vías en que la doble codificación despliega su particular manera de comunicar y de construir un enunciado que conjuga los intereses de una visualidad desbordante con los de unas palabras siempre vigentes y portadoras de una carga simbólica perenne. Aun cuando los análisis y observaciones planteados en este estudio están propensos a la reconsideración en virtud de la rapidez de los cambios en el sistema de la LIJ, es posible visualizar un panorama altamente variado, complejo y polifónico. En ese escenario, también es constatable el crecimiento del campo literario en territorios sudamericanos, simbolizado en la cada vez mayor presencia de ilustradores que se animan a narrar a partir de sus potencialidades expresivas, generando ejemplares que expanden el juego combinatorio entre los códigos y desafían las herramientas de análisis. En lo sucesivo, veremos de qué forma las relaciones entre el discurso verbal y el pictórico pueden funcionar como base para experimentos desarrollados a partir de la directriz intertextual; en tal sentido se espera observar de qué modo esta nueva literatura de vocación visual permite refrescar las milenarias prácticas de reescritura, alusión y referencia a otros textos.
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EX LIBRIS: INTERTEXTUALIDAD, INTERTEXTO, LIBRO ÁLBUM. Anteriormente en este trabajo se ha atribuido al libro álbum la condición de género intertextual, entendiendo por esto, la capacidad del picture book para establecer, propiciar y evidenciar numerosos y diversos vínculos con elementos del repertorio del sistema literario, como también del pictórico, e incluso con objetos de otros sistemas de producción cultural. En el ya mencionado acto de atribución no parece haber un riesgo elevado, puesto que el álbum, ya en su dimensión superficial, suele mostrar al lector algunas marcas, indicios e insinuaciones que pueden gatillar el recuerdo de experiencias lectoras y sensorias que determinen la posterior apreciación del texto, impulsando al receptor a asumir un (programado) rol de co-construcción de sentidos. No obstante lo anterior, es prudente detenerse en el concepto de intertextualidad, revisar sus fuentes y reflexionar en torno a las abundantes definiciones que ha recibido desde su bautizo oficial, que apenas supera las cuatro décadas. Aquí encontramos una primera justificación para el estudio que proponemos: se trata de un término relativamente joven, que, sin embargo, da cuenta de unas prácticas cuyo origen se pierde en la memoria de la cultura. Emerge entonces una nueva razón para detenerse en el concepto del que ya estamos hablando: este trabajo considera un corpus poco habitual en estas instancias, pero que, paradójicamente, está concebido desde la lógica intertextual. Los primeros materiales de literatura infantil y juvenil que fueron destinados con propiedad a ese segmento, son las antologías de cuentos folclóricos y populares editadas por los hermanos Grimm a mediados del siglo XIX. Los filólogos alemanes incluyeron en esos dos volúmenes las versiones que les fueron relatadas por lugareños durante sus viajes recopilatorios por los campos germanos, pero no se limitaron a transcribir esos relatos, sino que compararon, vincularon, editaron y finalmente, escribieron cuentos que son, hasta nuestros días, parte del imaginario de la literatura universal; así, mucho antes de que se instalaran las discusiones sobre la noción de texto, los Grimm ya tomaban palco, cuestión que se evidencia en el ejercicio ya descrito. A propósito de aquel debate, conviene recordar las funciones lotmanianas del texto, y en especial, la semiótica (en tanto que apunta a un texto de naturaleza heterogénea y heteroestructural) y la simbolizadora (que muestra la
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capacidad de los textos para restaurar el recuerdo, para dar cuenta de la historia de la cultura), dado que ambas son representativas de lo que, en el contexto de esta tesis, concebiremos como rasgos propios de la literatura infantil y juvenil y, por supuesto, del libro álbum. Siempre en el ámbito de la LIJ, y en el ánimo de reforzar la pertinencia de la intertextualidad como concepto y categoría crítica de utilidad para los fines de nuestro trabajo, conviene recordar que la literatura infantil, desde la perspectiva de la pragmática, cuenta con ciertas funciones, descritas por Teresa Colomer (1999), de entre las cuales destacamos la de constituir el acceso al imaginario colectivo. Es notorio que por medio de la literatura (en especial, pero no en exclusiva, aquella de la tradición folclórica y popular) se transmiten una serie de motivos, tramas, estructuras y personajes que permiten al lector en formación participar de una determinada comunidad. Por cierto, el flujo informativo al que nos referimos no se limita a la sola transmisión, sino que los propios textos literarios contienen las claves para la discusión de ese imaginario. Así, no se trata de repetir una representación del mundo en particular, más bien de propender a la construcción de otras perspectivas: “La fuerza educativa de la literatura radica, precisamente, en que ofrece la posibilidad de establecer una mirada distinta sobre el mundo, de interrogarse sobre la sustancia de lo humano, a partir de la creación de mundos posibles” (Colomer, 16). El sentido profundo de esta continuidad creadora aparece con claridad en las palabras de Jesús Camarero (2008), que complementan lo que venimos diciendo: Las lecturas se acumulan en la memoria y luego pasan a la escritura, en la que se representan las referencias guardadas y admiradas que constituirían, en una nueva obra, el objeto de otras lecturas futuras: así se va construyendo la gran biblioteca de la literatura universal intemporal, dentro de la cual cualquier escritor y cualquier lector podrá alumbrar – construir, interpretar – nuevos sentidos. (27) La cita anterior cobra mayor relevancia en el ámbito de la LIJ, en donde un lector en formación deberá asimilar paulatinamente esa biblioteca, estableciendo estrategias de selección y apropiación. En cuanto a la construcción de nuevos sentidos, el campo mismo de esta literatura (desde sus exclusivas funciones originales, ligadas a la generación de
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conductas socialmente deseables, hasta una actualidad que cuestiona los hábitos del mundo adulto) es un buen ejemplo de evolución e inestabilidad. Es momento de entrar en el terreno anunciado y como éste se encuentra plagado de recovecos y laberintos, intentaremos seguir un camino que nos lleve más bien de lo general a lo particular, vale decir que en un primer momento, revisaremos los alcances amplios de la intertextualidad como un fenómeno reconocible en distintos espacios de la producción cultural, para, posteriormente, limitar su presencia al ámbito de la literatura. En este sentido, seguiremos el razonamiento de José Enrique Martínez Fernández (La intertextualidad literaria, 2001) quien propone un acercamiento a la intertextualidad desde las lecturas ejecutadas por la lingüística, para desembocar en los intereses específicamente literarios. Por último, se intentará proponer ciertas categorías que nos permitan operar en el corpus literario seleccionado, esto es, en algunos de los más significativos álbumes, con especial énfasis en los aparecidos en el periodo de cambio de siglo, una etapa clave, puesto que marca un quiebre en los modos de concepción y producción de la literatura infantil, además de presentar una arista peculiar: la aparición de un público lector adulto, consumidor de una literatura destinada (en apariencia) al segmento infanto-juvenil. En aras de lograr una mayor claridad expositiva, mantendremos por separado (al menos en un primer lapso) el ámbito de la teoría literaria y el de la LIJ, aun cuando los vínculos, puentes y pasadizos aparezcan y clamen por su consideración. Las rutas de Aracne: hacia la formación de la red. En términos muy amplios, la intertextualidad evoca la relación de un texto con otro u otros textos, “la producción de un texto desde otro u otros precedentes, la escritura como palimpsesto, «afirmaría Genette», en cuanto supone la preexistencia de otros textos, la lectura interactiva, lineal y tabular a la vez” (Martínez, 37). Esta definición preliminar es, en todo caso, un acercamiento actual al problema, por ello hay que revisar, aunque no exhaustivamente, el origen del concepto. Hay consenso entre los estudiosos y los compiladores en atribuir el origen del término a Julia Kristeva, concretamente, en sus estudios a partir de la obra de Bajtín; no obstante, la novedad de finales de los sesenta ha dado paso a una innegable sobreabundancia de
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terminologías y definiciones que han derivado en la dispersión y la poca especificidad del concepto intertextualidad. Desde la perspectiva kristeviana, la intertextualidad correspondería a una práctica combinatoria ejecutable en el texto, concebido como “el lugar de intercambio entre fragmentos redistribuidos por la escritura que construye un texto a partir de textos anteriores”. Así, la intertextualidad “es un proceso, una dinámica, una «transposición», una productividad textual” (Camarero, 29). Kristeva concibe el texto literario irrigado por la acción de otras voces y palabras, al punto de sostener que todo texto literario se construye bajo la célebre fórmula del mosaico de citas, absorción y transformación de otros textos. Para Martínez, la definición de la autora implica que “la intertextualidad aparece como estatuto cimentador de la textualidad” (57) y con ello, el texto adquiere un carácter dinámico y heterogéneo, opuesto, entonces, a la visión tradicional de un todo, perfectamente cerrado en sí mismo. En el caso de las actuales producciones literarias para el público infantil y juvenil, el concepto de mosaico de citas adquiere una pertinencia inusitada, como veremos más adelante, cuando nos refiramos al corpus elegido para este trabajo. Otro escenario de interesantes consecuencias derivadas de la definición de Kristeva es el que se refiere a la posición del autor y de la originalidad, como supuestos creativos y valorativos, respectivamente, que son cuestionados a partir de la infinita potencialidad de las palabras, que, como tales, trascienden a su creador y al concepto habitual de obra. En las ideas expuestas, late con notoriedad el espíritu del dialogismo de Bajtín, como lo caracteriza Camarero: “una red de múltiples enunciados de los otros, entre todos los cuales se establece un diálogo, una polifonía en el nivel del discurso” (28) y agrega que el concepto bajtiniano de enunciado resulta clave, puesto que al estar “profundamente marcado por lo social (…) es el vehículo de un decir heterogéneo” (27). Así, el dialogismo sería la capacidad de los enunciados de uno mismo para relacionarse con los de los otros, formando una red que funciona a nivel de discurso. También Martínez apunta a las claves del autor de La estética de la creación verbal, y propone que “en la teoría del ruso hay que buscar los cimientos y el alcance que se quiera dar o no al fenómeno intertextual (…) dependerá, en buena parte, de su acomodación o no
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al sugerente concepto bajtiniano” (Martínez, 51). Volveremos sobre este concepto capital cuando nos refiramos al funcionamiento del libro álbum en el sistema literario infantil, dentro del que – anticipemos – representa el grado último o el más actual del ejercicio creador desde la perspectiva de la integración de múltiples discursos, formas y voces. Posteriormente, Roland Barthes adscribió a estas concepciones de una manera que, a juicio de los críticos ya citados, no aporta conceptos realmente operativos, por el contrario, contribuye a complejizar la definición, dado que amplía la idea inicial por medio de la fórmula “todo texto es un intertexto”, enfatizada con la posterior “es imposible vivir fuera del texto infinito”. Incluso hay más: en el muy citado número de la revista Criterios dedicado a la Intertextualidad, el editor Desiderio Navarro sostiene que Barthes propone “una erótica de la literatura panintertextual que le quita toda utilidad analítica al concepto” (1997, XIII). En todo caso, aun si estamos de acuerdo con las críticas al discurso barthesiano, no podemos desconocer que éste funcionó como catalizador para una andanada de estudios que partieron de la premisa de que el prefijo inter abría expectativas inusitadas en el terreno del análisis de la cultura; de hecho, el derrotero metatextual sobre el tema evidencia que los originales y autárquicos límites de la lengua y la literatura, fueron ampliamente superados y así, hablar de intertextualidad es hoy, referirse a un territorio compartido más que disputado. Hasta el momento se ha descrito sólo una de las dos más reputadas vías de entendimiento de la intertextualidad; la segunda podría ser distinguida por su voluntad de restringir el concepto en cuestión a la realidad del texto literario. Aunque los nombres que representan esta tendencia son muchos y valiosos sus aportes, resaltan los de Michael Riffaterre, Laurent Jenny y, sobre todo, Gérard Genette. Respecto del primero, y aun considerando que ha dirigido sus investigaciones preferentemente hacia el campo de la lírica, conviene atender a la interesante distinción que propone entre intertexto e intertextualidad. El intertexto correspondería al “conjunto de textos que pueden resultar cercanos al texto que estamos leyendo” (Camarero, 32); tales textos son parte de nuestra memoria lectora, de nuestro particular canon de lecturas, factor crucial en la formación de la competencia literaria de cada sujeto. El autor atribuye así al intertexto un carácter
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estructural, latente en el ensamblaje de varios textos en uno nuevo, distinto de sus predecesores. A la segunda, en tanto, la identifica como “un fenómeno que orienta la lectura del texto, gobierna eventualmente su interpretación y resulta ser lo contrario de la lectura lineal” (32). Tal explicación demuestra la preocupación de Riffaterre por el problema de la recepción; es tarea del lector captar “la referencia a un universo no verbal, lingüístico” (32); la intertextualidad constituiría, finalmente, una interacción entre la escritura y la lectura. El autor puntualiza que, al interior de este mismo concepto, es posible practicar una nueva distinción: habría una intertextualidad aleatoria (existe como tal, independiente del accionar del lector) y otra obligatoria, en la que el intertexto aparece por medio de alguna marca formal que lo hace ineludible; por lo mismo, la lectura de ese texto resulta predeterminada. El teórico francés va incluso más allá y declara que “la intertextualidad es el mecanismo propio de la lectura literaria. En efecto, sólo ella produce la significancia, mientras que la lectura lineal, común a los textos literarios y no literarios, no produce más que el sentido” (Riffaterre, 1979). La diferenciación entre intertexto e intertextualidad resulta de una importancia radical para el ámbito de la literatura infantil, por cuanto esta cumple con un papel destacado en la formación de la competencia literaria de una persona que empieza su escolaridad. A través del ejercicio de la intertextualidad, el texto abandona su falsa condición de aislamiento y pasa a formar parte de una red de discursos formados por textos, a la vez que se evidencia la continuidad entre esos y otros discursos. Como propone Martínez Fernández “la lengua de un texto asume parcialmente como componente propio la lengua de un texto precedente” (76). Es posible visualizar en este punto, una dificultad concerniente a nuestro objeto de estudio y el medio en el que se despliega su acción comunicativa. Para que un lector pueda captar el intertexto de un discurso literario, debe contar con un aceptable nivel de desarrollo de competencia literaria; de lo contrario, captará el texto de forma restringida. Martínez Fernández cree que “la no percepción del intertexto mengua las posibilidades lectoras” (142) y empobrece las posibilidades expresivas del texto. Cabe preguntarse, entonces, qué ocurre con el libro álbum (y otros
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textos de la LIJ) que están construidos desde un intertexto muchas veces desconcertante, tanto en su vertiente narratológica, como en las digresiones y rupturas que comúnmente asume su cara pictórica. Este es otro asunto sobre el que habrá que volver. Uno de los terrenos críticos que más productivamente ha asumido la realidad intertextual es el de la literatura comparada; las razones tienen que ver con la posibilidad real de actualizar y aclarar ciertas categorías tradicionales, como la de influencia, a la luz de los nuevos conceptos. Desde ese ámbito aflora la definición de intertextualidad que aventura Laurent Jenny: “no ya una adición confusa y misteriosa de influencias, sino el trabajo de transformación y de asimilación de varios textos operado por un texto centrador que guarda el control del sentido” (Camarero, 49-50). El compilador citado señala que la segunda parte de esta definición resulta fundamental para diferenciar la intertextualidad de una manida idea de influencia. El factor de la transformación es el que entrega la clave identitaria del nuevo concepto; el texto más joven manipula, deforma y reforma al mayor, por medio de una relación creativa que permite superar, incluso, las distancias témporoespaciales entre textos. El aporte de Jenny adquiere otra cuantía llevado al sistema de la LIJ, el que comúnmente carga con el estigma de transmisor de una cierto acervo cultural de características más cercanas a las de un museo dedicado a la preservación y mantenimiento de algunos elementos socialmente reputados. Por el contrario, el escenario actual del sistema literario infantil se muestra como un terreno de luchas y tensiones con otros sistemas y repertorios; en ese contexto, los autores vuelven sobre los textos de la tradición universal, pero para transformarlos y re-crearlos a partir de ciertas directrices que detallaremos más adelante. Cualquier revisión sobre el concepto de intertextualidad se ve obligada a considerar el inestimable aporte de las investigaciones de Gérard Genette, quien mejor representa la segunda tendencia de la que hablábamos antes, esto es, a una intertextualidad restringida, una que “habla de citas, préstamos y alusiones concretas, marcadas o no marcadas, es decir, de un ejercicio de lectura y de escritura que implica la presencia de fragmentos textuales insertos (injertados) en otro texto nuevo del que forma parte” (Martínez, 63). En su intento
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por precisar el concepto en cuestión, Genette desarrolla Palimpsestos (1982), un texto en el que se propone redefinir el objetivo de la poética, que no es “el texto considerado en su singularidad [sino] la transtextualidad o la trascendencia textual del texto, que entonces definía burdamente como «todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos»” (Genette, 10). En lo sucesivo, revisaremos la propuesta que el autor ejecuta, en su afán de constatar y analizar las relaciones transtextuales; tales propuestas constituyen herramientas que permiten referirse a los textos literarios desde un punto de vista vinculante. Tras la enumeración de rigor, se intentará enlazar los conceptos de Genette con la peculiar circunstancia del sistema literario, sus productos y alcances. Este ejercicio nos permitirá aproximar los intereses de la teoría intertextual a los de la literatura infantil y observar los modos en que el quehacer de la creación verbal cuestiona y desafía esas definiciones y tipologías que determinan el accionar de los investigadores. En palabras del propio autor, la intertextualidad es el primero de cinco tipos de relación transtextual y se entenderá “como una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efectiva de un texto en otro” (10). Parece apropiado considerar los nexos que establece el autor con las definiciones otorgadas por otros investigadores, por ejemplo, con el concepto de Riffaterre, con el que coincide en la idea, pero no en el nombre. Según Genette, Riffaterre desarrolla un concepto de intertextualidad mucho más amplio, que abarcaría a la transtextualidad genettiana. La distinción es importante por cuanto evidencia los campos de aplicación del concepto y, en un sentido profundo, cierta opción lógica en cada uno de los autores. El segundo tipo de relación transtextual es la paratextualidad, esto es, el vínculo que un texto mantiene con su paratexto. Las formas que adquiere este último término son amplias y cambiantes y Genette despliega una serie que tal vez podría ser dividida en grupos, atendiendo al peso funcional de algunos de esos elementos y su influencia en el proceso de lectura del texto en sí mismo. El autor francés habla de “título, subtítulo, intertítulos, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos, etc.; notas al margen, a pie de página, finales; epígrafes, ilustraciones; fajas, sobrecubierta, y muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que procuran un entorno (variable) al texto”
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(11). A pesar de lo extenso de la enumeración y lo específico de cada elemento enunciado, la significancia de los mismos no está clara y, para Genette, este es un terreno abierto, “una mina de cuestiones sin respuesta” (12). Con todo, asume (y con él, nosotros) que el paratexto es un asunto propio de la recepción y rigurosamente hablando, de la pragmática, de la acción sobre el lector. El tercer tipo de relación es la metatextualidad, que corresponde al lazo entre un texto y otro que habla sobre él; como es notorio, esta categoría quiere dar cuenta de la crítica como actividad paralela y partícipe a la vez, de la creación literaria. La cuarta categoría es a la que el autor dedica gran parte del análisis, por ello, la enunciaremos ahora brevemente, para volver sobre ella una vez terminada la enumeración. Se trata de la hipertextualidad o la relación que une un texto B (hipertexto) a un texto A, anterior (hipotexto), en el que se injerta de una manera distinta al comentario. Sobre los modos de interacción que involucran al hipertexto con su precedente, expondremos más adelante, relacionando los conceptos genettianos con la realidad sistémica de la LIJ. El último tipo es la denominada architextualidad, que apunta al grupo de categorías que definen a todo tipo de discursos; esta relación se ocupa de las cuestiones genéricas de los textos (tipos de discurso, modos de enunciación, géneros literarios) y así, la puntualización final del autor nos entrega una pista que invita a ser seguida: “La percepción genérica, como se sabe, orienta y determina en gran medida el horizonte de expectativas del lector, y por lo tanto, la recepción de la obra” (14). Hacia un complemento de las relaciones transtextuales de Genette desde la lógica de la LIJ actual. a) Frente a la intertextualidad: Para nuestro caso en particular, es relevante que Genette se fije en el criterio eidético, por cuanto apunta a las imágenes, al registro y la memoria fotográfica, cuestión crucial para entender las potencialidades del libro álbum en el contexto de la discusión intertextual. El libro álbum, a partir de su condición híbrida y como texto ambivalente, apela de manera constante a la memoria gráfica del lector adulto, hacia quien dirige imágenes, estilos y colores que resultan representativos de tendencias y épocas con las que se pueden establecer vinculaciones dirigidas al ámbito de lo experiencial.
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Esto ocurre con frecuencia en álbumes creados en la actual década, en los que, a partir de la instalada y sistémica inclinación por la nostalgia, se insertan imágenes que recuerdan a las usadas en los antiguos libros ilustrados, con los que varias generaciones tuvieron acceso a las primeras manifestaciones de la literatura. Un buen ejemplo de esto es Libro caracol, de Javier Sáez (2004), que retoma imágenes muy similares a las usadas en los silabarios de los años sesenta. Parece recomendable, entonces, seguir en esto a Martínez, cuando sostiene que “el fenómeno de la intertextualidad aparece implicado en procesos decisivos que tienen que ver, incluso, con el almacenamiento y transmisión de conocimientos” (44). b) Sobre la paratextualidad: esta es una de las relaciones transtextuales que ha experimentado un amplio y complejo desarrollo desde los días en que Genette la refirió. En el marco amplio de la literatura infantil y juvenil, es uno de las preocupaciones centrales del mundo editorial, por cuanto el paratexto es, en la lógica del funcionamiento sistémico, la carta de presentación del objeto-libro en el mercado. Tal vez convenga recordar que, desde la teoría del Sistema Literario, el mercado es un factor que no se limita a la adquisición de productos por vía monetaria; en el caso de la literatura, los libros se ofrecen al lector en las bibliotecas y así, su eventual préstamo constituye otra forma de consumo. En un primer nivel, el superficial, el paratexto es un elemento constitutivo de las colecciones temáticas que forman parte del corpus de la LIJ. Así, la industria editorial, en el afán por orientar la compra /el acceso a sus materiales, ha enfatizado el trabajo gráfico en las portadas de los libros, como también en los lomos e incluso en los marcadores de página que se entregan al cliente / usuario. Los métodos y herramientas del diseño gráfico son los responsables de la apariencia de los nuevos libros para niños, y así, la identificación de determinadas colecciones con colores, íconos y formas es la norma. Es notoria la utilidad de este trabajo al momento de pensar en que algunas de las series usan como criterio la edad de los lectores, así, el mensaje apunta no solo al niño, sino al adulto mediador que puede guiarse por la recomendación paratextual. El criterio paratextual gana terreno de manera progresiva y alcanza una legitimación institucional que va más allá de las reglas y dinámicas del mercado habitual. Pensemos, por ejemplo, en las directrices que entrega la UNESCO en dos de sus textos oficiales; el
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Manifiesto de las bibliotecas públicas y el de las bibliotecas escolares. En ambas declaraciones, se hace hincapié en la necesidad de proveer de todos los medios necesarios a los eventuales usuarios de los espacios de lectura, eludiendo códigos que resulten excluyentes y (o) discriminatorios. En ese marco, las nuevas bibliotecas infantiles han optado por desplazar la clasificación bibliotecológica tradicional por un sistema que se apoya en señales paratextuales adecuadas a su público objetivo; así, cada segmento lector se identifica con un color o una figura geométrica, indicada en el acceso a los anaqueles (obviamente, hablamos de estanterías abiertas) y reforzada por medio de afiches explicativos que se valen fuertemente de las imágenes para transmitir su mensaje. En un segundo nivel, el paratexto posmoderno suele entregar claves de lectura a partir del título mismo de los libros, cuestión que se presenta como una de las estrategias de pertenencia/introducción al imaginario universal del relato. Un ejemplo paradigmático es Caperucita roja verde, azul, amarilla y blanca, de Bruno Munari, ejercicio de reescritura y actualización o de “transformación satírica” (según la terminología de Genette sobre la que volveremos posteriormente) a partir de un relato plagado de los elementos de la tradición folclórica narrativa. En el cuento del autor italiano, se vuelve a narrar la archiconocida historia, pero a partir del juego con los colores varía también el espacio y con ello, la naturaleza del oponente, que, en una de las versiones, muta de lobo a ballena, con lo que el texto adquiere un nuevo nivel de complejidad intertextual; para el lector atento, no será difícil vincular esta variante con la novela Moby Dick, de Melville. Otro asunto de interés es el de la tipografía, un elemento sobre el cual la industria editorial infantil ha volcado un énfasis inédito, vinculado, por cierto, a la lógica del “giro pictórico”, tal como la define Thomas Mitchell al referirse a la actual tendencia del mundo académico humanista, que privilegia el estudio de la imagen por sobre las palabras. En el ámbito específico del libro álbum, la tipografía juega un papel crucial, porque debe atraer a un público infantil que muchas veces no cuenta con el hábito lector. De hecho, la seducción visual de la que goza el álbum frente a otros géneros, lo ha convertido en un aliado de los planes de fomento y animación lectora, en especial en el contexto latinoamericano. No obstante lo dicho, algunos autores se aventuran a plantear juegos
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dialógicos complejos entre el texto (como factor visual, esto es, el dibujo de las letras) y las ilustraciones, juegos que ponen en escena productos que van desde los convencionalismos hasta las realizaciones de vanguardia. Como ya se ha dicho, el autor Anthony Browne ha escrito algunos de los títulos que constituyen un asumido canon del libro álbum en inglés; sus ilustraciones han sido reconocidas con numerosos premios y se distingue en ellas una cierta marca estilística. Browne usa, casi sin variaciones, una sola tipografía; en rigor, la fuente es la conocida como Times New Roman, fuente obligada en textos formales y la única usada durante años en las ediciones de libros infantiles. La decisión del autor puede ser leída en clave paratextual y puede marcar una especie de un gesto de pertenencia que Browne ejecuta amparado en el contexto posmoderno, de múltiples referencias, homenajes y parodias: se escribe como antes, pero se entrega un mensaje distinto, uno que revisa y cuestiona sus referentes y que se construye por medio de la colaboración entre imágenes y palabras. c) En torno a la metatextualidad: como se ha dicho, Genette asocia esta relación transtextual al ejercicio de la crítica y el comentario sobre obras literarias. Este es un asunto sensible en el caso de la LIJ, por cuanto la crítica es más bien limitada y suele ubicarse en la brumosa zona fronteriza entre la literatura y la educación. En todo caso, es posible constatar que los países que cuentan con capitales editoriales de mayor presencia en el sistema, exhiben una crítica altamente especializada, difundida por medio de revistas temáticas, sitios web, blogs y publicaciones en periódicos. En el contexto sudamericano, la actividad de la crítica en la LIJ es aún menor y, muchas veces, marginal en cuanto a difusión y a trabajos de calidad; por lo mismo, es difícil encontrar la presencia del discurso de la crítica al interior (coexistiendo) de la obra. Con todo, se pueden mencionar algunos títulos del canon que dan cuenta de este muy complejo concepto; uno de ellos es el álbum Pablo el artista, del japonés Satoshi Kitamura, en cuya trama el protagonista, un elefante pintor, va tomando conciencia del peso y los modos de funcionamiento de la crítica y cómo ésta influye directamente sobre el productor artístico. También en relación con la pintura, la vocación y las posibilidades expresivas de los materiales, pueden mencionarse La cajita,
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de Marta Vicente, El cocodrilo pintor, de Max Velthujs, Las bombillas que se encienden y se apagan, de Ramón Trigo y Vecina, vecino, de Roger Mello. d) Alcances de (a) la Hipertextualidad: Ante todo, digamos que cuando el autor revisa las variantes que puede adoptar la operación hipertextual, no parece forzado pensar en numerosos álbumes a los que analizar desde esta perspectiva, sin embargo, un análisis como el que se expone en Palimpsestos, resulta muy difícil de seguir, en especial por las condiciones enciclopédicas de las que Genette hace gala, pero también porque el repertorio que interesa a esta tesis es distinto y corresponde a un campo aún en formación. Con todo, de la rica terminología genettiana, se tomarán los elementos que resulten más operativos para el tratamiento del corpus escogido. El razonamiento de Genette para explicar este tipo de relación transtextual apunta a un término clave, la transformación; es por medio de ésta que un texto previo puede ser convertido en uno nuevo, con un grado de autonomía respecto del anterior. De paso, cabría referirse a la transformación como una herramienta que se encuentra en la lógica misma de la creación del libro álbum, dado que el género en sí es un híbrido, de manera tal que en su concepción (y sobre todo, en su posterior materialización) ya ha habido una serie de operaciones transformativas, centradas en el uso de la doble codificación (texto e ilustraciones) y en la frecuente selección de relatos clásicos como punto de partida para las nuevas historias. De acuerdo con la terminología de Genette, existiría una transformación simple o directa – centrada en la transposición de la acción de una obra determinada a un tiempo y espacios distintos – y otra indirecta, más compleja, a la que acaba por denominar, imitación. Esta distinción resulta en extremo funcional a los objetivos del autor y al corpus con el que trabaja; si extrapolamos las categorías al terreno de nuestra investigación, tendremos al menos una primera entrada de análisis; de hecho, una observación adyacente de Genette, funciona como sustento a lo dicho: La imitación es también una transformación, pero mediante un procedimiento más complejo, pues –para decirlo de una manera muy breve – exige la constitución previa de un modelo de competencia genérica (…) entre el texto imitado y el texto imitador, este modelo
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constituye una etapa y una mediación indispensable, que no se encuentra en la transformación simple (15). Un panorama de las actuales manifestaciones de la LIJ (Colomer, 1999) deja en claro que el sistema literario está propendiendo a la validación del trabajo creativo basado en las transformaciones textuales; de hecho, los hipertextos resultan hoy transversales a las colecciones, autores, literaturas nacionales, géneros literarios tradicionales y hasta las metodologías de enseñanza de la literatura, parcela esta última que rebosa de términos ligados a los prefijos –inter y –trans. A partir de esto se sugiere un trabajo de análisis del corpus de álbumes desde el criterio de transformación; las condiciones del género y la propia definición genettiana se muestran complementarias: los álbumes con una vinculación más explícita con el imaginario folclórico europeo son, evidentemente, conscientes del género base (cuentos de hadas, relato fantástico-maravilloso, el mito en sus incontables variaciones) pero lo intervienen, normalmente reduciéndolo y enfatizando determinados elementos o secuencias, que luego son reescritos de la mano con las ilustraciones. Lo descrito correspondería a la imitación y constituye una práctica habitual entre los álbumes y autores canónicos, a los que nos referimos reiteradamente en este trabajo, como Browne, Kitamura y Pommeaux. Respecto de las clasificaciones propuestas por Genette para referirse a las operaciones transformacionales, Camarero sugiere agruparlas funcionalmente en dos conjuntos, uno de “co-presencia” y otro “por derivación”. En el primer grupo, la presencia del hipotexto en el texto posterior es notoria: “hay una co-presencia efectiva de un texto en otro, absorbiendo en el texto más moderno el texto más antiguo”. Las formas en las que la co-presencia se comprueba son varias, pero se diferencian por una suerte de criterio de gradación, del cual se concluye que la cita es la más literal, seguida de la alusión, el plagio y la referencia. En cuanto al segundo grupo, las formas obedecen a las prácticas transformativas, de las que surgen la parodia y el pastiche como las construcciones más destacadas. De acuerdo con Camarero, la parodia se define como “la transformación de un texto cuyo tema es modificado conservando su estilo, y su eficacia aumenta cuanto más cerca se reescribe el
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hipertexto (el texto paródico) del hipotexto (texto parodiado)” (39-40). A la inversa, el pastiche optaría por la imitación de un determinado estilo aplicado a otro (tipo de) texto y por lo general, tiene un carácter lúdico, aunque puede llegar a alcanzar un carácter muy superior al que otorga esta definición, como lo que ocurre en la muy comentada narrativa de Manuel Puig. Martínez Fernández también elabora su propio camino tras la lectura interpretativa de Genette, pero claramente influenciado por Riffaterre y su preocupación por la recepción; así, se centra en el intertexto, al que clasifica inicialmente como “marcado” y “no- marcado” o, dicho de otro modo, explícito o implícito. Digamos, de paso, que en los álbumes seleccionados para esta tesis predomina el intertexto implícito, terreno propio de la reelaboración y la recontextualización. Para el autor esta es “una de las formas más efectivas de revitalizar la tradición desde una perspectiva inicialmente individual (emisor), revitalización actualizada en cada proceso de recepción y de lectura, contando siempre con la competencia del lector” (Martínez, 96). La cita anterior evidencia que la intertextualidad, como fenómeno comunicativo y (o) transtextual, se enriquece al asumir el componente pragmático, cuestión que en el ámbito de la LIJ resulta (más) difícil de eludir. Martínez Fernández elabora una detallada clasificación de las formas y recursos usados para reescribir el intertexto, variaciones que son tributarias de “una o varias de las cuatro operaciones lógicas que contemplaba la vieja retórica” (105). El autor se refiere entonces a la alteración del orden de los elementos; a la omisión de algún (os) elemento (s) presente en el original; a la sustitución de elementos y por último, a la ampliación de los elementos del texto base. Obviamente, estas formas pueden combinarse, de un modo que ya contemplaba Genette al presentar sus categorizaciones: “no se deben considerar los cinco tipos de transtextualidad como clases estancas, sin comunicación ni entrelazamientos recíprocos. Por el contrario, sus relaciones son numerosas y a menudo decisivas” (17). En todo caso, el trabajo de Martínez se orienta al análisis de textos líricos, de forma tal que, para los fines de esta tesis, no podemos utilizarlos con propiedad, mas sí como punto de partida o apoyo para conceptualizaciones posteriores.
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Gemma Lluch (2004) utiliza las orientaciones teóricas genettianas en un texto dedicado a la revisión de metodologías de análisis de relatos infantiles y juveniles. En el afán de pertinencia, la autora catalana condensa las relaciones intertextuales en tres grandes grupos: relación por imitación seria, transformación por concisión y transformación satírica. A este último grupo correspondería una parte importante de los álbumes, aunque para entender el adjetivo “satírico” hay que considerar las precisiones que aparecen en Palimpsestos en torno a las diferencias de la sátira: “una apunta a una especie de puro divertimento o ejercicio ameno, sin intención agresiva o burlona (…): el régimen lúdico del hipertexto” (Genette, 40) La otra, recibe el término de sátira seria, lo que obliga al autor a ampliar su célebre “Cuadro general de las prácticas intertextuales” (Cfr. 41). Se advierte a poco andar que la autora adapta las denominaciones del francés de modo incompleto, o forzando un tanto los términos, por lo cual su eventual aplicación corre el riesgo de caer en imprecisiones o de no ser capaz de aprehender fenómenos complejos o intermedios. Como se ve, los distintos autores presentan terminologías que funcionan metatextualmente, y que entregan posibilidades de aplicación que exigen al investigador sopesar entre esos materiales críticos y las obras literarias elegidas. En el caso de esta tesis, se trata de un problema no resuelto, principalmente por que el objeto de estudio supera en novedad a las categorías de análisis y nos obliga a evitar el encorsetamiento que, por lo común, se achaca a los palimpsestos de Genette. Al mismo tiempo, optar por una vía kristeviana tampoco parece aconsejable, porque, como hemos revisado, aquellos conceptos no han cuajado en terminologías realmente operativas. Así las cosas, cabría ejecutar un trabajo de reconfiguración de las categorías de análisis, escogiendo los elementos que, de entre las diversas fuentes consultadas, se presten particularmente para el análisis de los álbumes. En todo caso, ya se puede anticipar que los términos más generales de Genette (hiper e hipotexto, transformación, imitación) serán parte del constructo final, por cuanto constituyen la innegable base teórica de la intertextualidad desde el punto de vista pragmático.
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Recordemos, por lo demás, que en el álbum, el resultado final corresponde a un modelo textual distinto, frente al cual el lector se enfrentará usando las estrategias habituales; de ahí que la recepción del hipertexto sea un asunto de actualidad. Por lo mismo, las categorías a las que finalmente se llegue deberán considerar un sitial de privilegio para el doble lector, infantil y adulto, factor crucial en la idea y ejecución del nuevo género. e) Sobre la architextualidad: el autor francés presenta este concepto que apunta al grupo de categorías que definen a todo tipo de discursos; una relación que en esta tesis recibe un trato preferencial, puesto que queremos demostrar la existencia del libro álbum como un género en construcción. Ya hemos destacado que Genette recomienda la vía genérica como un modo de comprensión del texto y así, una discusión sobre la condición genérica del libro álbum recibe un nuevo apoyo. Como ya hemos dicho en otro momento, la vigencia de la pregunta por el género no obedece (solamente) a un interés autárquico del sistema de la crítica literaria, sino más bien, a dar cuenta de las constantes variaciones y movimientos al interior del sistema de la literatura, en cuanto a la producción de nuevos objetos artísticos. Se advierte, entonces, una relación de convivencia y mutualismo entre el objeto y la teoría que intenta definirlo. Precisamente porque el objeto no es externo a la teoría, es por lo que la definición del libro álbum como género literario resulta una tarea pertinente y de innegable urgencia. Por lo demás, el debate sobre los géneros se ha reactivado en distintos campos y sistemas. Un ejemplo cercano lo constituye la narrativa hispanoamericana de la última década, un ámbito en el que aparecieron algunas novelas que reactivaron la pregunta por la naturaleza de la obra literaria y los propios límites del arte escrito. Pensemos en el caso de Bartleby y compañía, de Vila-Matas, un texto que frecuentemente se pone en duda a sí mismo y que demuestra un alto grado de autoconciencia respecto de los juegos genéricos que plantea: ¿un catálogo de autores excéntricos?, ¿un compendio de retazos de corte autobiográfico?, ¿una novela? Lo propio podría proponerse para La literatura nazi en América latina, de Roberto Bolaño o incluso, pero a partir de otras propuestas, para Bonsái, de Alejandro
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Zambra, este último caso, enfocado en la estructura narrativa, en las “partes” de un relato y cómo el narrador va chequeando que éstas aparezcan donde deben estar. (Aún) Sin exponer las cartas de la discusión sobre la mesa, el libro álbum también da muestras de sumarse a la tendencia, al menos en el corpus canónico al que volvemos constantemente, aunque por ahora sólo nos referiremos de manera sucinta a este asunto, dado que, tarde o temprano, se mezcla con otra directriz de nuestra tesis: la autoconciencia genérica es, si se quiere, otra cara de la metaficción. Ambas líneas de discusión reafirman la ya citada tesis de Schaeffer en torno al vínculo más bien ontológico entre el concepto de género y el de la literatura en sí misma. Salvedad aparte, es posible fijarse en algunos ejemplos, como Las pinturas de Willy, de Browne, un libro álbum cuyas últimas páginas son conscientes de su condición de cierre y, mediante un juego de espejos, dejan en el lector la pregunta sobre qué clase de objeto es el que han estado viendo/leyendo. Casos similares se observan en Las bombillas que se encienden y se apagan y en un grado menor, en Julieta y su caja de colores, de Carlos Pellicer López y Secreto de familia, de Isol. Desde ya se puede captar un interesante fenómeno sobre el que habrá que retornar: las reflexiones genéricas (y también, especialmente, las metaficcionales) aparecen con marcada preeminencia en los álbumes cuyos autores son al mismo tiempo los ilustradores. Este dato es parte de otro debate, el que pretende dilucidar la autoría genérica del álbum y su doble pertenencia, tanto al campo de la literatura como al de las artes visuales, es decir, el picture book cuenta con rasgos que permiten considerarlo como un género transtextual. A modo de conclusión de esta sección, las palabras de Teresa Durán al referirse a la difícil tarea de definir nuestro objeto de estudio. La cita da cuenta de lo que se quiere comunicar en esta tesis, esto es, un acercamiento al álbum que esté marcado por un espíritu inclusivo, inacabado, diverso: El álbum es heterodoxo, no sólo por lo que dice, sino sobre todo por cómo lo dice, y también por quien lo dice y para quien lo dice. Puesto que el álbum rompe inercias, tanto en la práctica editora como en la práctica lectora, ya que no siempre se puede precisar, cuando está entre tus manos, qué fue primero, si el huevo o la gallina, si el texto o la imagen, si la idea o el libro resultante, si se destina a un lector infantil o adulto... (Durán, 125)
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Intertextualidad: otras voces, otros ámbitos. Transcurridos cuarenta años del bautizo teórico de la intertextualidad, es conveniente observar de qué modo un concepto tan dúctil y demandante a la vez, se articula en un contexto distinto al de su origen. Por lo pronto, conviene recordar que, a nivel de teoría literaria, las últimas décadas del siglo XX abrieron un periodo en el que se ha experimentado una auténtica revuelta teórica, centrada en el concepto de posmodernidad. A este respecto, conviene revisar la edición número 30 de la Revista Criterios, (1993) dedicada al legado bajtniano. En ese ejemplar, está contenido un texto del croata Pavao Pavlicic, titulado “La intertextualidad moderna y la posmoderna” y que presenta una serie de distinciones sobre el concepto, que buscan actualizar la discusión, considerando el ya mencionado paso del tiempo, pero fundamentalmente, el paso de la escritura y sus tiempos particulares. En el escrito, Pavlicic presenta una distinción – a momentos algo didáctica y discutible, convengamos – entre las prácticas intertextuales modernas y posmodernas. Para el crítico, lo propio de la intertextualidad moderna sería el uso de la cita, de la alusión directa y, por ende, la práctica de la parodia, de la ironía, la polémica. Las referencias son, de común, explícitas y así, el texto nuevo (moderno) define su relación con el texto antiguo. Pavlicic sostiene que los textos concebidos bajo el prisma de la modernidad, tienden a utilizar al pasado como plataforma para la construcción de un nuevo discurso que debe dejar obsoleto al referente. Esa es, por lo demás, la premisa del arte de vanguardia; sin embargo, habría que mirar con distancia esta suerte de regla, en especial si pensamos, por ejemplo, en algunas de las más significativas novelas del boom hispanoamericano, cuyos epígrafes no solo no responden a un perfil que pretenda desacreditar el pasado, sino que funcionan como claves de lectura, indicios, anticipaciones narrativas. Baste recordar el epígrafe de Flaubert, que Vargas Llosa usa en Pantaleón y las visitadoras, o la muy importante mención de Dr. Fausto, que permite leer de forma cabal la trama de El lugar sin límites, de José Donoso. En estos y otros casos, los hipotextos (al modo en que lo diría Riffaterre) son más bien homenajeados por los novelistas de un momento histórico que, en Latinoamérica, va asociado, necesariamente, a las instalaciones de la modernidad.
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Mucho más clara y mejor resuelta es la caracterización de la intertextualidad posmoderna que promueve Pavlicic. Lo fundamental aquí es la idea de la dispersión referencial, es decir, las alusiones no siguen la dinámica de la rigurosidad, atribuida a las manifestaciones modernas; en la lógica posmoderna, los hipotextos o referentes, no son necesariamente otras obras literarias; las alusiones pueden apuntar a un género en sí mismo, pero también a un estilo, o incluso a obras inexistentes. La siguiente cita de Pavlicic ofrece una síntesis muy operativa del problema: “la premisa de la obra moderna es que todas sus cualidades esenciales sean buscadas dentro de ella misma; la premisa de la obra posmoderna es que todas sus cualidades esenciales sean buscadas en su relación con otras obras literarias” (96). Así, la intertextualidad en la era posmoderna se erige como una herramienta obligada para el escritor, ya no con el objetivo de establecer un código en clave que busca ser descifrado por un lector particularmente preparado, sino como la manera de seguir produciendo ficción en un contexto en el que la saturación informativa es un hecho. La intertextualidad se destaca como una marca que evidencia el carácter relacional del libro álbum. Aunque claramente no se trata de un elemento exclusivo del género, en éste alcanza una importancia radical, puesto que, por medio de su utilización, se busca conectar con dos tipos de público, uno infantil y otro adulto. Junto a esto, hay que destacar el esfuerzo por vincular los nuevos textos con la tradición de la literatura y de la pintura, o más ampliamente, con el imaginario colectivo. Las referencias a los textos del corpus folclórico universal son abundantes y heterogéneas en forma e intencionalidad; del homenaje a la parodia, hasta la reescritura de los textos desde una nueva concepción del mundo y los valores. Así, el concepto previamente anticipado, de dispersión referencial muestra las maneras en que se despliega. Obviamente, en su espíritu yace la idea kristeviana del mosaico de citas, pero lo aludido corresponde a un conjunto (un magma, más bien) en constante construcción y armado (desarmado, rearmado), siempre abierto a la posibilidad de establecer nuevos vínculos. En el momento del análisis textual, se verá reflejada esta amalgama virtual de alusiones que van desde la más alta cultura (la historia de la pintura y el coqueteo con los clásicos de la literatura universal, por ejemplo) hasta las apariciones intempestivas, eidéticas y desautomatizantes (desde Roland Posner, digamos)
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de elementos y personajes de ámbitos exo literarios, en especial del cine y de los medios de comunicación masiva. Los objetos aludidos tienen, de acuerdo a lo hemos estado diciendo, la misma validez, sin importar su pertenencia a un determinado sistema de producción cultural, sea éste más o menos canónico (o incluso, pretendidamente, anticanónico). Por lo demás, cabe recordar que la condición del texto literario en la posmodernidad difiere de la situación pretendidamente autónoma, más ubicable en el contexto de lo moderno. Al respecto, Wilkie (1998), aclara que: “The literary text, then, is just one of the many sites where several different discourses converge, are absorbed, are transformed and assume a meaning because they are situated in this circular network of interdependence which is called the intertextual space” (130). Al ser el texto literario un punto de convergencia de saberes, estructuras y significados, (un palimpsesto, extendiendo lo más ampliamente posible el sentido del término) se hace evidente que la práctica de la intertextualidad no se puede limitar al ejercicio de reconocer fuentes e influencias. Volviendo al artículo de Pavlicic, este sostiene que: El texto literario posmoderno es escrito con la intención de que se una a otros textos literarios, y no con la intención de que sea completamente distinto de ellos y esté completamente separado de ellos. Esto se deriva de que los autores posmodernos son conscientes de que todo texto es unido a algo, y por eso se esfuerzan por dirigir ellos mismos esa unión o por influir en ella (98). La cita puede resumir en buena medida, la situación del picture book y el rol de sus autores, muchos de ellos, originalmente ilustradores y que luego, merced a un mayor grado de desarrollo del sistema literario, han derivado en escritores. Emblemático es el caso del inglés Anthony Browne, quien comenzó ilustrando textos clásicos infantiles, pero pronto comprendió que las posibilidades expresivas de la imagen superaban largamente el sitio que habían ocupado históricamente. Es cierto que en general, la LIJ se ve enfrentada a este requerimiento amplio de enculturación literaria del lector en formación, pero es el álbum
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el que asume más productivamente esta labor, por medio de la combinación del registro escrito y el visual. Otra vez, las palabras de Pavlicic son pertinentes: “Y es que al fin, en el arte posmoderno: el pasado no puede ser desechado: Para que el nuevo texto se entienda, debe tener dentro de sí algo viejo y el lector debe estar entrenado en los viejos textos. La tradición influye en nosotros y en nuestro arte aun cuando ni siquiera lo sepamos” (89). A esto hacemos referencia cuando hablamos de los vínculos con el canon y como éste puede ser y de hecho es, reescrito desde la necesidad de actualización y a partir nuevos materiales y un criterio ecléctico, interdisciplinario. En el libro En el bosque, de Browne, el recorrido de un niño por un bosque puede ser leído como el del lector actual enfrentado al ámbito de la narrativa clásica europea, aquella de inspiración folclórica que se sumó oficialmente al canon tras su publicación en las compilaciones-creaciones de Perrault primero y los Grimm después y, posteriormente, se complejizó con obras como Alicia en el país de las maravillas.
Portada de En el bosque, de Anthony Browne (FCE, 2000). La ilustración funciona a modo de prolepsis de una narración en la que el protagonista se interna en un bosque poblado de personajes literarios y reminiscencias de relatos. De hecho, si se advierte, la sombra del personaje se convierte en la de un conejo, animal asociable a cuentos infantiles de muy diversa procedencia.
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Cabe señalar que, desde la perspectiva de los polisistemas, los materiales de un determinado canon, buscan, por lo general, fórmulas y estrategias para asegurar su pervivencia en las listas de lectura del público objetivo, pero también intentan acercarse al mediador de la lectura, al primer lector de la literatura infantil, es decir, el lector adulto. En búsqueda de una mayor operatividad del término Intertextual: el corpus La literatura escrita para niños – aunque ambivalente – tiene que seguir un cuidadoso camino que la obliga a asumir la exigencia de ser suficientemente sobre referencial en sus espacios intertextuales, de manera de no perder lectores), sino por el contrario ganarlos (particularmente a aquellos más novatos), y en paralelo, la necesidad de dejar suficiente espacio intertextual
y ser bastante desafiante (en estilo, forma,
estructuras) para permitir el libre juego intertextual de otros lectores, más avezados. Así, por un lado, el repertorio de la LIJ se muestra formalmente conservador, constreñido por la pesada responsabilidad de iniciar a los jóvenes lectores en los códigos culturales del espacio literario. Por otro lado, en ese mismo ámbito, se han generado (merced a un mayor grado de desarrollo de las estructuras sistémicas) espacios para la experimentación genérica. El modelo dinámico de intertextualidad (que debería entenderse desde los aportes de Bajtín, Kristeva, Barthes y posteriormente, Culler) tiene particulares implicancias para el ámbito de la LIJ, dado que aquí, el eje autor/escritor/productor
está únicamente
posicionado en una desbalanceada relación de poder. Los adultos escriben para otros adultos, pero no es usual que niños escriban para sus pares. En este esquema, los niños aparecen como recipientes sin poder frente a lo que los adultos eligen escribir para ellos y así, fácticamente, LIJ se convierte en un género intertextual de la literatura adulta. Dicho de otro modo, el peso funcional de la literatura adulta es muy superior a de la LIJ, de forma tal que produce en los agentes del sistema literario infantil una frecuente autopercepción limitada, o complejo de inferioridad, como sostiene Zohar Shavit (Iglesias, 1999). La asimetría se refuerza al considerar que el conocimiento intersubjetivo de los niños (al estar en formación) no puede ser dado por hecho. Por ello, una teoría de la
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intertextualidad centrada en el sistema de la LIJ, debería considerar los elementos distintivos del mismo. Aquí conviene retomar un concepto presentado por Culler (1975); vraisemblance (similitud), concebido como la base de la intertextualidad. Por medio de este, somos capaces de identificar, por ejemplo, el conjunto de normas literarias y los rasgos sobresalientes de un trabajo, por los cuales se puede localizar el género y también anticipar qué se espera encontrar en los mundos ficcionales. A través de la similitud, el lector infantil puede – incluso inconscientemente – aprender que los mundos ficcionales de la literatura son representaciones y construcciones que refieren a otros textos que han sido normalizados (son norma, canon), esto es, aquellos textos que han sido absorbidos por la cultura y son considerados como naturales a la misma. Antes hacíamos mención de la experimentación que puede darse al interior del sistema literario infantil, pues bien, un claro ejemplo de esta experimentación es el libro álbum y la conformación de su naturaleza híbrida, ya caracterizada y defendida en esta tesis. Por supuesto, la mirada teórica es consecuencia del trabajo de algunos de los autores – ilustradores, que están constantemente desafiando a los códigos y las formas convencionales de la LIJ. Aun asumiendo el concepto de dispersión referencial, antes introducido, asoma con fuerza la necesidad de generar ciertas categorías de clasificación/análisis de los fenómenos intertextuales presentes en los álbumes seleccionados para esta tesis. Una sugerencia es la que presenta Christine Wilkie, quien desarrolla una distinción que, aunque discutible y algo incómoda para cierto tipo de textos (por ejemplo, aquellos donde maniobras intertextuales y metaficcionales se reparten por igual las páginas, como en los álbumes de Browne, Kitamura, Isol y Pommeaux) constituye un claro antecedente. Para la autora, a nivel de textos literarios (concretamente, en el intertexto), es posible identificar tres categorías principales de intertextualidad: 1. Textos de cita: aquellos que citan o aluden a otros trabajos literarios (y no literarios).
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2. Textos de imitación: aquéllos que buscan parafrasear, “traducir” y suplantar el escrito original, liberando a los lectores de la admiración (muchas veces heredada y sobrevalorada) del canon clásico o de los autores más reputados. 3. Textos genéricos: aquellos donde es posible identificar un racimo de convenciones literarias agrupadas en torno a modelos reconocibles, los cuales determinan la relación con los lectores: por una parte, estos generan expectativas logran ubicar esas narraciones; por otra parte, la presencia de esos modelos lleva al lector a considerar esos escritos como textos (literarios) / Sanción de lo literario a partir del símil. Como decíamos, las etiquetas defendidas por la autora resultan funcionales a los objetivos de su texto (entre otros, caracterizar las relaciones intertextuales amplias en el ámbito de la LIJ anglosajona), pero también adquieren un cariz amenazante, una suerte de camisa de fuerza que puede restringir innecesariamente las posibilidades relacionales de un determinado álbum. Por lo mismo, acá se sugiere otra forma de clasificación, que no pretende ser exhaustiva, sino dúctil, permeable y coherente con el constante desarrollo del género. Valga mencionar que cualquier categoría que se desarrolle, deberá justificar su existencia en función de los ejemplos concretos, de ahí también se obtiene el hecho de que descartemos clasificaciones basadas en corpus suficientemente distintos de los que provocan el interés de esta tesis. Así, los conceptos que presentamos a continuación, se ajustan a las exigencias que los propios títulos despliegan y además, desean ser un reflejo de los movimientos aún cimbreantes al interior del sistema de la LIJ. Ver y leer intertextualmente En primer término, podemos distinguir entre intertextualidad centrada en lo visual, o cuyos indicios se ubican con mayor claridad en la lógica eidética. Obviamente, esto resulta fundamental en un género híbrido como el álbum, en el que el contrapunteo de códigos constituye su motor. No obstante, conviene explicitar el peso de la imagen en la discusión sobre intertextualidad, puesto que ahí radica, por ejemplo, el ejercicio de la dispersión referencial, fenómeno antes señalado y que ya podemos pensar como un procedimiento textual que busca enriquecer las posibilidades expresivas, abriendo a ambos lectores, las
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puertas de la interpretación: al primer lector o mediador (adulto), van dirigidas las citas y alusiones de manera de intentar un encuentro entre saberes culturales esperables. Aquellas referencias que quizás pudieran denominarse cultas, no corresponden a ámbitos estrictamente académicos, sino que son parte, por lo común, del imaginario cultural occidental. Ejemplo de lo anterior es la suma de menciones a la historia de la pintura universal, con especial énfasis en los hitos que han permitido la apertura a la innovación y experimentación. Baste recordar la extensa lista de cuadros intervenidos en Las pinturas de Willy (FCE, 2000) para dimensionar este hecho; pero no solo ahí, sino en textos que no explicitan la presencia de los nombres, autores y obras pictóricas y que exigen del lector adulto una actitud especialmente sagaz. Digamos, en todo caso, que el álbum recién citado registra una excelente recepción en el sistema escolar y esto puede obedecer a la eventual utilidad que los agentes de tal sistema ven el título en cuestión, en términos de que la constante exposición de cuadros emblemáticos en la historia de la pintura occidental invita a la mediación de ese contenido para alumnos de muy distintos niveles etarios y condición social. Así, un texto cuya construcción está guiada por un afán lúdico y de homenaje (tal como se indica en la introducción, firmada por el protagonista), adquiere un cariz didáctico en el contexto del aula. Volviendo al fenómeno de las referencias, gestos similares se registran en Voces en el parque (1999), del mismo autor, texto en el cual las huellas iconográficas de René Magritte aparecen a cada instante tomándose incluso en el paisaje, como se aprecia en la siguiente imagen:
El reconocible sombrero magrittiano abandona su condición decorativa para invadir unos espacios que ceden a la presión de la ficción y son transformados por la referencia: las
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nubes, la copa de un árbol y los faroles, se suman a la sombra ilógica de un personaje como los elementos inoculados por una alusión que no acepta los límites asociados a su naturaleza. En cierto sentido, la irrupción de las marcas del pintor belga hace parte de su célebre propuesta estética que apunta a cuestionar la representación; la legendaria fórmula del “esto no es una pipa” se instala en el parque para convertirlo en un ambiente con reminiscencias oníricas en donde puedan confluir las cuatro voces narrativas definidas por el autor: “esto no es más un parque”, parece decir la lámina citada; no es más un parque mimético, sino uno ficticio, representación y parte del programa estético del ilustrador inglés ampliamente influenciado por el belga. De hecho, la presencia de Magritte en la obra de Browne se registra en otros de sus textos, desde una aparición camuflada entre el animalizado público que hostiga a los mandriles en Zoológico, pasa por las nubes que inundan la portada de Willy el soñador y se filtra en ciertas escenas de Gorila:
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Es interesante destacar que la explicitación de las huellas de Magritte en los álbumes de Browne corresponde no solo a una maniobra de citación, sino que a un gesto de vinculación estético-ideológica que se manifiesta, además, en cierta tendencia de algunas de sus narraciones, a la apertura de espacios de irrealidad y ensoñación en medio de ambientes realistas y cotidianos. Lo hecho hasta el momento con el libro álbum de Browne es representativo del análisis intertextual que se estima más adecuado para el corpus de álbumes. En el afán de poder manejar más operativamente la selección, se propone considerar ciertos cortes o clasificaciones en torno a la intertextualidad como recurso visual/escriturario. Al respecto, podríamos hablar de álbumes que, por sus características, tienden a privilegiar algunos de estos elementos: establecimiento de redes comunicativo-ideológicas, homenajes, vocación educativa-formativa, búsqueda de diálogo entre el mediador y el segundo lector. Lo anterior será asumido en este trabajo como un ordenamiento o criterio de clasificación que funcione como una especie de categoría inclusiva, es decir, que sin perjuicio de aquellas denominaciones que corresponden a categorías reputadas y reconocidas, provenientes de la tradición de la teoría literaria, como la parodia, la sátira y el pastiche, términos todos pertenecientes al campo conceptual utilizable en relación a los hipertextos. Es más, el complemento entre las vertientes es del todo obligatorio, si queremos ser coherentes con la naturaleza del género que estamos estudiando; es decir, una del tipo híbrido, ambivalente y siamés. Hacia el establecimiento de redes comunicativo-ideológicas En esta categoría se incluyen álbumes que tienen como marca distintiva una identidad estética que se vincula con la de determinados nombres y referentes que a menudo pertenecientes al campo del arte pictórico universal. No es extraño que esto sea así, dada la condición de gran parte de los autores y autoras de álbumes, pintores e ilustradores de profesión. Por supuesto, esto no implica que esos mismos creadores no puedan enlazar sus obras con un corpus literario, incluso más, como veremos, aquello constituye una práctica frecuente, en especial al considerar la cantidad de ejemplos de
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álbumes que constituyen reescrituras de la gran tradición del relato de raíz folclórica europea. Las bombillas que se encienden y se apagan (Kalandraka, 2005) presenta el conflicto de un pintor enfrentado a la duda y a la carencia de ideas. El autor-ilustrador Ramón Trigo denomina “Lusco” a su protagonista, y las actitudes y acciones del personaje resultan ser coherentes con el bautizo: al artista le cuesta visualizar qué quiere hacer con su pintura. Así, experimenta con los géneros (retablo, retrato, paisaje en terreno) y con los estilos, a medida que la ilustración se hace parte del conflicto identitario-estético y entonces, se complejiza y difumina, haciendo del lector (ya sin importar si es el adulto o el infantil) un lusco más. La referencia más evidente (paratextual además, dado que está en el título del libro) es la vulgarizada imagen de la ampolleta o bombilla encendida como señal de una idea luminosa. Sin embargo, hay una segunda lectura, proveniente del gesto vincular pictórico. En el célebre Guernica, de Picasso, una bombilla encendida pide espacio en el cuadro, puntualmente en el sector central-alto de la pintura, haciendo que la atención del espectador la advierta tras captar la cubista panorámica.
Guernica, pintado por Picasso en 1937. Cabe mencionar que, al revisar la historia del cuadro, la ubicación de los objetos (particularmente de la ampolleta encendida) cambia de acuerdo a las versiones en las que trabajó el artista; en algunas ocupa una posición más cercana al centro, mas siempre se mantiene en el sector alto del lienzo.
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La alusión que mencionamos tiene un importante refuerzo en la caracterización visual del personaje Lusco, quien luce y hasta se viste como el Picasso retratado por el lente fotográfico de Lee Miller o como el ícono en el que se constituye el autorretrato del malagueño:
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El desenlace del relato, en el que el pintor deja en blanco un lienzo y con ello reserva un espacio para la imaginación y la potencialidad creativa, comunica a este libro con un amplio corpus dirigido por esta suerte de motivo, el de la crisis creativa. El álbum de Trigo ejecuta un gesto de homenaje a la herencia picassiana, marcada por la búsqueda y la experimentación, pero también por el conflicto expresivo que contiene y desarrolla. Si pensamos en la eventual presencia de este álbum en el circuito escolar, puede funcionar, a la vez, como una herramienta de difusión con ánimo un tanto didáctico, del camino que un pintor debe recorrer para encontrar la expresividad personal. En ese sentido, cuando Trigo ubica a Lusco probando distintos formatos y estilos, configura de paso un tipo de acercamiento a lo que podríamos denominar la alfabetización pictórica, cuestión a la que contribuyen expresamente otros géneros tal vez más apropiados, como aquellos libros ilustrados que ponen en escena a un personaje niño/a en contacto con un célebre pintor, como ocurre en Carlota y los girasoles, en el que la protagonista conoce a Van Gogh. El aporte específico de un álbum como el que comentamos es valioso en términos de que el criterio de construcción textual es el estético, de modo que lo didáctico corresponde al resorte del lector-mediador; en ese plano, se abre un espacio para el lector en formación que puede asomarse a la lógica de la pintura desde una perspectiva no histórica. En una línea similar puede insertarse La merienda del señor Verde, de Javier Sáez Castán, ilustrador español autor de importantes títulos, como Animalario, Dos bobas
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mariposas y El conejo más rápido del mundo, que serán analizados en la sección de esta tesis dedicada a metaficción. De momento, nos centraremos en el comentario de este álbum, publicado en 2007 por editorial Ekaré y que presenta una trama, tono y estilo que conducen a estimar la recomendación lectora para un segmento más bien distante del público infantil, cercano al grupo juvenil o derechamente, al adulto. En el texto, un misterioso señor está vestido de traje, corbata y sombrero, todos en color verde, incluso su piel y pelo. No hay que ir muy lejos para relacionar esa imagen con la pintura El hijo del hombre (1964), de René Magritte, auténtico icono de la pintura de vanguardia de inicios del siglo XX europeo. Tal como sucedía en Voces en el parque, de Anthony Browne, los rasgos que hacen reconocible al referente aparecen acá destacados y a poco andar, multiplicados, al integrarse los otros personajes de la historia: los señores Amarillo, Púrpura, Azul, Pardo y Negro, caracterizados de igual modo que el señor Verde:
La anécdota del álbum es mínima y poco habitual y se centra en la invitación que hace el señor Verde a los otros personajes a compartir un cierto descubrimiento. La cita es en la casa del anfitrión que, como era de esperarse, es enteramente verde y en cuyo interior se encuentra un oscurecido y semi secreto salón con una inquietante puerta antecedida por un cinematográfico cortinaje que solo puede abrirse si cada uno de los invitados inserta una llave en una cerradura múltiple. La curiosidad de los invitados es estimulada por la
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sugerente pregunta del dueño de casa: “¿Quieren conocer el verdadero color de las cosas?”. Lo que encuentran una vez ejecutada la maniobra-rito es un jardín en donde conviven (al contrario de los ambientes vistos hasta ese momento) todos los colores en relación armoniosa y compuesta. En el centro de ese jardín, una mesa con un quitasol multicolor sirve como escenario para un té entre los hombres que ahora, superado el conflicto de los colores distanciados, sellan el nuevo trato. Los tonos antes exacerbados, quedan limitados a los zapatos y las corbatas de forma tal que resalta aun más el tributo a Magritte en los trajes de los personajes. Si bien el legado del pintor belga se asocia con razón al surrealismo, en La merienda… aquellos contenidos aparecen de manera secundaria y calificar al álbum con el adjetivo surrealista correspondería a un gesto más bien vulgarizado. Parece ser más interesante una especulación sobre la trama del álbum y el por qué de estos juegos cromáticos y territoriales. Al respecto, destaca la situación inicial de la historia, con personajes encerrados en sus universos particulares, espacios que determinan sus apenas delineados caracteres. Si bien solo se expone el mundo del señor Verde, no es difícil pensar en microcosmos equivalentes para cada uno de los ensombrerados señores. Encerrados y extasiados en sus esferas, los hombres no sospechan que pueda establecerse un espacio otro en el que convivan dinámicamente todas las tonalidades; cuando el descubrimiento sucede, se pone en juego una tensión entre “naturaleza” y “humanidad”. Usamos las comillas para destacar el hecho de que no se trata efectivamente de los conceptos y objetos en sí, sino de sus representaciones en la propuesta estética de Sáez Castán. En este plano, entonces, los personajes funcionan limitados a una monocromía de la que solo podrán escapar tras dilucidar unas pistas parapetadas en el denso ambiente verde de la casa del protagonista del relato. La alianza policromática se explicita en la imagen antes comentada en la que los sujetos abren una puerta tras usar sus respectivas llaves; esta última acción poco tiene de metáfora, puesto que se manifiesta la necesidad de que cada quien contribuya con sus capacidades a la resolución del misterio. La clave/llave de la trama queda de este modo enunciada y así, el jardín multitonal puede leerse como una intervención humana en una naturaleza potencialmente expresiva, pero que necesita ser reestructurada en función de una expresividad personal y colectiva. La proximidad ideológica de este álbum
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con la obra de Magritte se encuentra en este afán de curiosidad, rebeldía y conocimiento que guía las acciones de los personajes y que recuerda la compleja e irreverente relación del surrealismo con el mundo “real”. Es, en todo caso, un giro distanciado el que plantea el autor si se considera que al intervenir los personajes la naturaleza de sus espacios, el resultado no es otro que el del mundo de lo real, aquello perfectamente conocido por el lector. Así, se construye una suerte de parodia del programa surrealista por medio de la cual se resignifica en términos positivos los contenidos del mundo real y de paso se privilegia, en el desenlace del relato, la ejecución de un arte mimético con vagas reminiscencias vanguardistas.
El legado magrittiano encuentra un último reducto en las páginas finales del álbum, destinadas a un glosario de conceptos verbales e icónicos que el autor inserta como un acápite creativo. En tal glosario se combina el ánimo explicativo que rige este subgénero con la abierta vocación innovadora del álbum: el glosario es más bien un pastiche del mismo, puesto que define sin definir – en una maniobra escrituraria que se hace valer de la descripción y de las asociaciones insólitas – y agrega información que en caso alguno resulta aclaratoria. Por lo mismo, resalta el título con el que el autor encabeza a este paratexto: “Lo sé todo. Imaginario de los lectores que siempre quieren saber más”. El citado ánimo de sapiencia se ve burlado entonces por este cazabobos escrito en tono objetivista, que sin
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embargo, se ve infiltrado por el afán lúdico que domina en el libro entero; parte de esto se constata en el pequeño párrafo destinado a la mermelada:
Así, el nexo que se fija entre Sáez Castán y Magritte supera al de un homenaje por parte del español o una referencia de un cultismo solapado; también parece ir más allá de los lineamientos planteados por Pavlicic cuando define la actividad intertextual desde la perspectiva posmoderna. En este caso nos encontramos con la identificación de un autor con el programa estético-ideológico de un referente y la actualización de este en una obra distinta. Dicho de otro modo, si Magritte está en La merienda… no es primordialmente a través de los íconos reconocibles en los cuadros del belga, sino en ese universo insólito, en ese mini cosmos del color donde los hechos suceden sin estar sujetos a la lógica del mundo real. Está además en ese glosario que no lleva a parte alguna, que no debe su existencia a una lógica racional acostumbrada y que, por el contrario, busca instalar una mirada desconcertante que remueva las seguridades del mediador e inquiete el caminar del lector en formación. Homenajes, tributos y otras formas de reconocimiento En el capítulo destinado a revisar los mecanismos de la doble codificación en el libro álbum, se destacó la incipiente obra de la ilustradora chilena Paloma Valdivia quien se ha hecho un espacio en el sistema gracias a su trabajo, reconocido en los álbumes Los de arriba y los de abajo y Es así; volvemos ahora sobre estos textos para graficar otra práctica
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intertextual característica del perfil de quienes escriben desde la lógica pictórica. En ambos títulos, aunque más marcadamente en el primero de ellos, se advierte una tendencia a ubicar a los personajes en una disposición física particular, una que busca dar la sensación de movimiento a una serie de figuras humanas algo estáticas, ubicadas en línea, como si estuvieran paradas sobre una superficie que se va deslizando, al modo de una correa transportadora. Como se dijo en el análisis previo, estos personajes no están identificados de manera individual, puesto que representan a un colectivo que permite configurar el enunciado alegórico del relato. Así, los rasgos que posee cada uno de los dibujos se limitan a entregar datos básicos como sexo y edad aproximada y una que otra marca fenotípica. Los elementos antes mencionados permiten establecer un puente entre la estética de Valdivia y el legado plástico de la lira popular, aquel pliego dibujado con la técnica del grabado y distribuido en circuitos más bien marginales en el marco de ciudades enfrentadas a momentos de alta volubilidad social. El contenido textual de la lira se mueve desde lo más puramente literario (versos en décimas) hasta lo contingente (composiciones líricas dedicadas a dar cuenta de hechos históricos, políticos y policiales). En cualquier caso, se trata de textos que van acompañados de una ilustración en tinta negra, de trazo grueso y tosco, que, no obstante, resulta muy expresiva y formadora de una cierta identidad icónica que hace posible el vínculo con las láminas de la ilustradora referida. En ambas producciones, se visualiza una especie de desfile de caracteres que van poniendo en escena aquello que el texto verbal va construyendo; por supuesto que las diferencias son sustanciales y afloran desde esta primera descripción: si en la lira popular los versos están en función de un relato y las imágenes son parte de esa misma dinámica, en los álbumes de Valdivia el enunciado verbal es, como ya hemos declarado, narrativo a falta de una definición más precisa y así, la relación que se establece entre las imágenes y las palabras supera el vasallaje reconocible en la lira.
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Como se aprecia en las ilustraciones, existe una notoria influencia de la lira en la composición de la escena de Valdivia y el reconocimiento no se limita a este gesto, sino que alcanza al contenido textual sostenido en parte por las escuetas palabras presentes en el álbum. De forma pendular, las décimas de la lira abordan cuestiones de lo humano y de lo divino, extremos que también se hallan en la programación narrativa de Los de arriba… y que hacen factible proponer al álbum en cuestión como una reescritura o actualización de ese otro género, hipotexto amistoso e innegable sobre el cual la lógica de la doble codificación ejerce un poder de transformación que redunda en la existencia de este producto nuevo.
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La décima versión del concurso “A la orilla del viento”, consagró como ganadora a Rocío Martínez, gracias a su libro De cómo nació la memoria de El bosque (FCE, 2007). El ejemplar premiado constituye uno de los más peculiares casos de homenaje que se registran en el ámbito de la LIJ en español. La anécdota, de clara filiación tradicionalfolclórica, se estructura de manera circular y cíclica y pone en escena a una mesa, construida por manos artesanas, que pasa por distintos dueños, espacios y situaciones funcionando así como el nexo / pie forzado entre esos distintos hábitats y tiempos. La mesa ha sido construida en el origen por un leñador, quien debe venderla a su pesar para poder conseguir dinero; de ahí en más, la mesa recorre una suerte de vía crucis que fluctúa entre los malos tratos, las juntas familiares y hasta el amor de pareja. De esta manera, la biografía de la mesa es también la historia de la vida de una determinada comunidad y del paso del tiempo, del cambio de naturaleza de una sociedad encaminada a un dudoso progreso. Dada su construcción circular, el desenlace del texto vuelve al origen y con ello se abre un escenario proclive a la reflexión y a la discusión, cuestiones asociadas al hecho evidente que el temaeje del álbum es el discurso ecológico. Por lo mismo, no parece exagerado pensar en esta como una historia que apunta no solo a la formación de lectores literarios, sino que se centra en lo que podríamos denominar la formación ético-moral de unos ciudadanos conminados a repensar sus prácticas de convivencia con el medio natural, apelando a los consabidos elementos que nos distinguen del mundo animal. Y a partir de este punto es que podemos presentar el texto base, el género tributado con gran acierto por Martínez. La ilustradora española practica una reescritura del retablo, aquel género pictórico de amplio uso en el contexto medieval, donde demostró gran utilidad en labores de conversión y evangelización. Los retablos son composiciones plásticas por medio de las cuales se ilustra y difunde la vida y obra de un (a) santo (a) y que están compuestas de una imagen central en torno a la que se ubica una serie variable de cuadros pequeños que forman una secuencia muchas veces temporal y otras, temática, a la que subyace una narratividad que aflora ante la mirada atenta de un lector-espectador o de un mediador-catequista.
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En ese sentido, la escritura visual de Martínez es interesante por cuanto ejecuta una variante del pastiche que se ubica al lado opuesto de la carga ideológica del recién mencionado (sub) género: si el pastiche obedece a una intención paródica, contestataria y lúdica, el constructo presentado en De cómo nació… tiene solo el elemento más propiamente formal de este tipo de texto, es decir, en el álbum se imita la forma y estilo del hipotexto, pero la intencionalidad revisionista no está; incluso más, el único cambio notorio respecto del modelo es el sujeto del homenaje, que se mueve desde la hagiografía a la defensa ecológica, lo que en la práctica se concibe como un desplazamiento de la fe de un objeto a otro. Así, el álbum de Martínez se instala como una manifestación fuera de etiqueta (no obstante el desenlace optimista y políticamente correcto, en el buen sentido del término), como un caso aparte en el panorama de la LIJ escrita en español, lo que tal vez explique el silencio respecto del mismo, silencio que se manifiesta en la ausencia de este título en listas de lecturas sugeridas por los agentes y espacios del sistema educativo y también del editorial. Adenda genettiana Si bien antes hemos establecido una cierta distancia de las categorías presentadas por Genette, consideramos prudente volver sobre ciertos conceptos que – a la luz de las
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novedades registradas al interior del sistema LIJ –han adquirido o renovado validez y pertinencia. Es un hecho que varias colecciones editoriales destinan espacios amplios a las reescrituras de textos pertenecientes al canon de la literatura para niños. Aquellas nuevas versiones son concebidas y articuladas desde la visualidad que hemos descrito y analizado en otro momento y espacio, pero a pesar de utilizar esta herramienta en el armazón de un inédito tinglado narrativo, las nuevas versiones pueden ser vistas y graduadas desde las etiquetas (móviles y dúctiles, eso sí) propuestas en otro contexto sociocultural. En concreto, se presentan algunos ejemplos de títulos que pueden ser entendidos desde la perspectiva y categorías plasmadas en Palimpsestos. Para
efectos
del
análisis
de
una
serie
de
álbumes
que
constituyen
reescrituras/relecturas de cuentos clásicos o provenientes del folclor de raigambre europea, privilegiamos la funcionalidad inherente a las categorías de parodia y pastiche, pertenecientes ambas al régimen lúdico, tal como lo concibe Genette. La primera propone un proceso de transformación cuyo objetivo es el cambio de significación del hipotexto en el hipertexto; el pastiche, en cambio, opta por la imitación del estilo de un texto base, pero aplicado a la elaboración de un texto guiado por un afán lúdico. El estudioso francés desarrolla un cuadro explicativo con el que intenta graficar las variantes que se manifiestan al interior de las dinámicas comunicativas hipertextuales: Relación
Régimen Lúdico
Satírico
Serio
Transformación
Parodia
Trasvestimiento
Transposición
Imitación
Pastiche
Imitación satírica
Imitación seria
Formas paródicas en el álbum ilustrado Cabe recordar que Genette piensa la parodia como una variante textual guiada por la transformación lúdica del contenido primigenio y así, el hipertexto se desvía del sentido original. Como estrategia escrituraria, busca producir en el lector una mayor cercanía a través del humor y, a veces, de cierta irreverencia. Si bien las categorías desarrolladas por el teórico tienen como apoyo un corpus muy amplio en el que se sitúan con el mismo peso
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funcional los títulos en concreto y los géneros que, en sí mismos, son parodiados, en el escenario de la LIJ actual es posible plantear otros cortes que acaban por revitalizar y fortalecer el ámbito de las reescrituras del canon. Un ejemplo claro de lo que describimos es el creciente grupo de álbumes que se dedican a deconstruir el concepto del lobo y sus adjetivos asociados: feroz, salvaje, astuto, seductor, etc. En ese listado destacan Loboferoz y La verdadera historia de los tres cerditos, por S. Lobo. En el álbum de Patacrúa y Chené (OQO, 2007), reversión de un cuento folclórico ruso, la parodia se ejecuta sobre el arquetipo del animal astuto y peligroso, al que se presenta como torpe y vulnerable. El lobo de la historia cree que basta con decir su nombre (amalgama de lobo y feroz) para imponer respeto entre los otros animales. El tiempo se ha ensañado con el lobo, y sus potenciales víctimas saben que la ferocidad no pasa de ser un mito y en la práctica, cada ataque del temible supone un fracaso y ridiculización, como en esta escena: el lobo termina en la rama de un árbol y con un ojo en tinta.
Como se aprecia en la fotografía, las características comúnmente asociadas al lobo (y que reafirman el lugar común de la ferocidad) están del todo ausentes en la creación del ilustrador Chené, quien opta por configurar un animal susceptible, casi raquítico, deforme y nada amenazante; así, la parodia se instala primero desde la mirada de la ilustración y luego se reafirma en el texto verbal, en el que un narrador lejano y observador, de perfil próximo al de un cuentacuentos, se refiere al protagonista como “Loboferoz, harto de comer sopa de arroz”. Como se ha dicho en el capítulo referente a doble codificación, la práctica del collage es una constante en el panorama actual del álbum y su presencia logra
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un efecto muy positivo, en especial entre los primeros lectores; esta observación es aplicable al álbum que estamos analizando. No obstante, el collage puede considerar ciertas variantes que apuntan al público adulto, por medio de textos encriptados, indicios y huellas de otros escritos. Es notorio que a esta breve descripción subyace el concepto más corpóreo de palimpsesto, al que Genette refiere casi al fin de su minucioso estudio sobre las dinámicas hipertextuales: “Esta duplicidad de objeto, en el orden de las relaciones textuales, puede representarse mediante la vieja imagen del palimpsesto, se ve, sobre el mismo pergamino, cómo un texto se superpone a otro al que no oculta del todo sino que lo deja ver por transparencia” (495). Lo dicho por el crítico encuentra en las guardas de Loboferoz, un inesperado respaldo:
En las guardas iniciales y en las finales, se instala una seguidilla de dibujos que, por su forma y colorido, parecen remitir a árboles de poco tamaño o a arbustos como de los que se alimentan los personajes de la historia. Al interior de los troncos o como parte lo que correspondería a la corteza, se advierten algunas líneas arrancadas y recortadas a otro texto; para leerlas, hace falta acercarse en extremo al libro o utilizar una lupa. Cuando al fin se accede a la decodificación de los fragmentos, se constatan huellas de escritos sobre historia y en concreto, sobre la Segunda Guerra Mundial (el collage parece estar basado en trozos de un libro de historia de este periodo; se filtran términos y trozos de frase como “estrategias en la costa del Adriático”, “era considerada en el año 1939 un”, “mandó Stalin al frente de la campaña en Polonia”)lo que queda claro cuando aparecen mencionados
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tanto Hitler como Stalin. La referencia al periodo bélico se enfatiza con la presencia de la vaca a la que intenta comerse Loboferoz y en cuyo retrato se advierte la influencia del Guernica picassiano.
Al respecto, digamos que no resulta descabellado asociar esos emblemáticos nombres con el arquetipo del “loboferoz”, aquel sujeto, actante, ícono que lidera – desde el terror – los destinos de una determinada comunidad y cuya fama se debe, precisamente, a la leyenda negra que acarrean sus hazañas. Con estos elementos en juego, es posible proponer una lectura desde una posición ideológica posmoderna, en la que personajes como los mencionados, detentores de proyectos sociopolíticos totalizantes, son los objetos finales de la deconstrucción que el álbum pone en ejecución, asunto vinculable con las propuestas de autores como Lyotard, Jameson y Hassan, quienes desarrollan el concepto base de metarrelato (y su decadencia) para ubicar el origen de la posmodernidad. Visto así, el gesto de los animales que en la trama rechazan la soberbia y el apetito lupinos, constituye un rechazo al poder concebido desde las imágenes tradicionales, asociadas al discurso del improbable superior que se impone frente a sujetos menos aptos o que se encuentran más abajo en la cadena alimenticia. Pero junto a eso, la repulsa lúdica que expresan la oveja, la cabra, la vaca y el cerdo, es también manifestación de rechazo al modelo literario sobre el que se construyen los textos tradicionales, representantes de un cierto orden social y natural; en la visión de esos y otros relatos, aquellos personajes no superan el nivel de pasivas presas de un altanero depredador.
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La violencia lúdica e ingeniosa que esos caracteres ejercen sobre Loboferoz acaba por desbancarlo de un protagonismo auto asumido y al que llega tras mirar su patética figura en el espejo, una imagen que él rechaza pero a la que termina resignado tras su infructuosa cacería. Si bien se ha analizado una versión revisionista sobre la legendaria ferocidad del lobo, también existen aquellas en las que tal condición intenta ser negada o relativizada por los interesados; este es el caso de La auténtica historia de Los tres cerditos y el lobo (2002), escrita e ilustrada por la desopilante dupla norteamericana de Jon Scieszka y Lane Smith. En este ejemplar, el protagonismo es del lobo, presentado acá con su nombre de pila, Silvestre B. Lobo, quien relata la clásica anécdota desde su punto de vista. Este álbum corresponde a un ejercicio de parodia que se apoya en la premisa de dar cuerpo al punto de vista oculto por el peso de la versión oficial. En el caso que estamos comentado cabe considerar que el hipotexto está marcado por la carga formativa típica de los cuentos tradicionales de raíz folclórica; en esa primigenia historia, el lobo muestra un apetito tan grande que resalta su condición de bestia salvaje frente al creciente ingenio de los cerdos que, paulatinamente, muestran y son símbolos o representaciones de mayores grados de civilidad y pensamiento científico. Así el desenlace premia el desarrollo de la inteligencia por parte del cerdito mayor y castiga la torpeza y la fuerza irreflexiva del lobo que muere en su intento por derribar la casa de ladrillos. En el álbum de Scieszka y Smith se constata una maniobra escritural autoconsciente que se sostiene al explicitar la fama de la historia original, todo esto, en palabras del propio lobo, que comunica su testimonio desde su reclusión carcelaria, cuestión que advertimos solo al final del relato. Antes, el personaje apela al lector: “Es conocido por todos el cuento
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de Los tres cerditos. O al menos todos creen que lo conocen. Pero les voy a contar un secreto. Nadie conoce la auténtica historia, porque nadie ha escuchado mi versión del cuento”. Tal declaración es indicativa de que se está construyendo una parodia, en términos de que, en relación con el escrito original, acá se dará luz, ya ha sido dicho, a lo que el antagonista considera la parte oscurecida o acallada de la historia. El tono que esta reescritura propone es cómico y lúdico y en eso mucho tienen que ver las ilustraciones que, como veremos, establecen una relación compleja con el testimonio del condenado. El lobo intenta desarmar la imagen de ferocidad que se cierne sobre su figura y para ello plantea la tesis de un malentendido, sin embargo, es notorio que la credibilidad del personaje es mínima, cuestión que se confirma con unas imágenes que desmienten sus palabras, a veces de manera subrepticia, como en la siguiente lámina, compuesta por trozos, retazos y fragmentos de otros textos y en donde se advierten piezas corporales de los cerditos, como intestinos, orejas, colas y narices, mezclados con pedazos de los materiales de construcción de las viviendas de los porcinos. Resalta en este sentido la presencia de la carne de cerdo, desligada de la corporeidad íntegra de los personajes, puesto que el relato del lobo intenta demostrar que su célebre apetito responde a una cuestión accidental en la que su voluntad casi no ha participado:
En otras ocasiones la deslegitimación del relato lupino es del todo explícita, como cuando sostiene que su ferocidad no es sino un invento de la prensa amarillista, que ha visto
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en el suyo, un caso policial digno de destacar, al punto de instalarlo en el terreno de la ficcionalidad. Cabe hacer notar que la historia testimonial de Silvestre Lobo está precedida del adjetivo “auténtica” lo que plantea un contrato de lectura a partir del cual se puede exigir, por parte del lector, un cierto nivel de verosimilitud o la factibilidad de que los eventos expuestos sean comprobables. Pero como ya hemos mencionado, el tono de esta parodia y su vocación misma es la humorística, de ahí que la particular versión del depredador sea desmentida de manera sistemática por el código pictórico. En las siguientes imágenes se aprecia, por un lado, la escena clave para la construcción del arquetipo del lobo feroz, en la que Silvestre pierde la paciencia frente a los rudos modales del cerdo de la casa de material sólido, quien se niega a abrir la puerta al visitante. En esa lámina es posible atisbar la llegada de un grupo de periodistas porcinos que llegan a reportear el suceso; son esos sujetos los responsables de la existencia de la escena expuesta en el lado derecho, un periódico que da cuenta de los hechos de la manera más llamativa y escandalosa, consagrando la percepción del lobo como un animal guiado por un apetito demencial:
En el dibujo del diario se advierten otros elementos que enriquecen la parodia y que respaldan la esencia intertextual del álbum de los autores estadounidenses. Se trata de titulares adyacentes a la noticia principal, uno de los cuales conecta el hipotexto con la emblemática historia de Caperucita roja: “Caperucita roja acepta arreglo”, dice la crónica y
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este dato remite al lector a algo así como el prontuario del lobo, presente, como sabemos, en una larga lista de cuentos tradicionales, asumiendo el rol del devorador. Se advierte en este gesto que la creación de Sciezska y Smith constituye una parodia compleja en la que participan distintas formas genéricas, cada una de las cuales es igualmente parodiada; en este marco, el discurso periodístico es resaltado en su morbosidad y en su vertiente más creativa, vecina en estos términos a la ficción literaria. Y es justamente el discurso literario el objeto del ataque de esta gran parodia, puesto que el relato que intenta construir el protagonista aspira a ser de otra naturaleza, una no ficcional, no literaria. Silvestre Lobo apela al lector, tratando de convencerlo de que su naturaleza no es la de un asesino insaciable; para esto se hace valer de un relato que, a su vez, presenta como auténtico y verídico. El personaje cuestiona así el rol de la literatura como constructora de arquetipos reconocidos, usados y tratados como convenciones por públicos vastos y a lo largo de extensos periodos temporales. No obstante, para respaldar su defensa, recurre a la misma lógica que está cuestionando, es decir, desarrolla un relato que no logra desmitificar su identidad, con lo que se produce un contradictorio fenómeno. Por una parte, el lobo fracasa en su intención comunicativa, sus ansias de veracidad se ven coartadas por la “realidad” que las imágenes construyen y por otra, el discurso de la literatura se ve realzado, primero en su aspecto más autónomo, y luego en su función social: leemos el álbum de marras como un texto cuya construcción obedece a criterios estético-literarios que redundan en un producto vanguardista respecto de lo marcado por la convención y entonces, su socialización abre campos de discusión sobre la configuración de tipos, arquetipos y estereotipos y la posibilidad de cuestionar la validez de los mismos. Es notorio que la imagen de ferocidad con la que se asocia al lobo proviene, en buena medida, de Caperucita roja, el relato infantil por antonomasia. Tanto en las versiones fundacionales de Perrault y la de los hermanos Grimm, el animal está cubierto de unos rasgos que combinan la violencia más carnal con las artimañas discursivas de un seductor encubierto. La vigencia de este relato se ve respaldada por la aparición frecuente de nuevas versiones de la historia, actualizada e intervenida desde posturas diversas y de la mano de distintos soportes escriturales que encuentran en las imágenes a un poderoso aliado en la
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labor de reescritura. Un ejemplo muy representativo del panorama descrito es Una caperucita roja (2009), de la ilustradora francesa Marjolaine Leray, versión desarrollada desde dos motores escriturales que interactúan de manera armónica: una ilustración minimalista y una mirada crítica sobre los arquetipos de género presentes en el corpus narrativo tradicional.
La reescritura de Leray se ejecuta sobre un hipograma impreciso, en términos de que no se identifica al autor específico, de manera que al momento de considerar qué texto es el parodiado, se presenta un desafío particular. Dadas las características del álbum en cuestión, y la ausencia del cazador – personaje introducido por los hermanos Grimm y que resulta crucial para el restablecimiento del orden – es posible pensar que el texto constituye una respuesta a la versión de Charles Perrault, cuyo violento desenlace consagra el perfil salvaje del lobo y justifica la inclusión de una moraleja que, como tal, cierra cualquier perspectiva de interpretación por parte del lector. El acápite moralista de esa primera versión no solo clausura de forma abrupta la diégesis, sino que explicita el programa ideológico del texto, uno que busca mantener un orden sociopolítico detentado por la marca de lo masculino, entendido este como sinónimo de poder. No resulta difícil sostener esta especulación si tomamos en cuenta la posición central, oficial y oficialista que ocupó y ejerció el autor de Los cuentos de Mamá Oca al interior de la corte del rey Luis XIV. En este marco, no sorprende el tratamiento peyorativo hacia lo femenino, remarcado en expresiones como esta: “Aquí vemos que en la adolescencia/ en especial las señoritas / bien hechas, amables y bonitas/ no deben a cualquiera oír con complacencia / y no resulta causa de extrañeza ver que muchas del lobo son la presa”. (Perrault, 3)
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Al respecto, Teresa Colomer revisa, en un interesante artículo de mediados de los noventa, la evolución de Caperucita roja como texto fundacional de la LIJ. La estudiosa catalana integra el discurso de la crítica feminista, que lee el relato en las versiones de Perrault y Grimm y desde ese soporte, afirma que: La desgracia de Caperucita proviene de que la curiosidad y la sensualidad femenina son inaceptables para el orden patriarcal masculino, Caperucita es cómplice y culpable del ataque del lobo –ya que si hubiera obedecido no habría pasado nada –, y los hombres quedarían así exonerados de las consecuencias de sus deseos sexuales, porque son las mujeres «las que provocan». (…) El cuento enseña a las niñas a ocultar sus deseos y a abandonar el espacio de la aventura, – el bosque donde habitan las fuerzas masculinas del lobo y el cazador –, para permanecer en el espacio de la casa, propio de las mujeres indefensas. (12) La constante reescritura de este cuento se explica, en parte, por la necesidad de responder al programa ideológico original, actualizándolo conforme a la evolución social de la que hace parte el sistema literario. En esa lógica, el ejemplar de Leray se yergue como una práctica escritural paródica en un sentido bien ajustado a la propuesta de Genette, puesto que el texto original se ve intervenido mediante dos movimientos complementarios. Por una parte, se acorta la narración prescindiendo de los elementos descriptivos tradicionales, dado que la ilustración asume un rol protagónico en este aspecto. Con todo, el ejercicio visual que pone en práctica la francesa es del todo novedoso, al configurar un universo narrativo minimalista, en el que prima la ausencia de todos aquellos elementos que definen el escenario donde se despliega la historia. Así, si en su forma canónica Caperucita roja tiene que atravesar un tupido y peligroso bosque en medio del cual acecha agazapado el lobo, en la versión de Leray aquella escenografía es obviada y los personajes se mueven sobre un neutro fondo blanco:
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La opción tomada por la ilustradora puede responder a la notoria celebridad del cuento, a partir de la cual juzga innecesario detallar un ambiente tan reconocido por el lector; en ese sentido, el de Leray es un gesto antimimético, por cuanto se distancia del retrato de intención realista y asume una postura más innovadora, con mayor autonomía respecto del referente. El segundo movimiento que anunciábamos es el más osado, en términos de que interviene el relato inicial de la mano de un código ideológico del todo distinto al que ya hemos descrito. La maniobra consiste en jugar con las expectativas del lector, quien – a pesar del desbroce practicado – reconoce el esquema tradicional del relato folclórico, presente en la primera parte del álbum. Esa primera etapa está armada sobre las escenas en las que los personajes dialogan a partir de las fórmulas y turnos que perviven en los recovecos del imaginario colectivo. El interrogatorio de la niña a la que supone es su abuela es no solo texto, sino libreto, juego y performance que excede con creces a la materialidad del libro. En la versión de Leray, tanto el lobo como la caperucita (y aquí usamos ex profeso las minúsculas, siguiendo la ruta que la propia autora abre, al titular su libro con el artículo indefinido “una”) parecieran estar jugando a representar unos personajes de los cuales se han disfrazado. Las reglas de ese juego parecen estar bastante claras y entonces, el papel del animal exagera sus rasgos salvajes, dejando atrás la versión clásica del mismo, dotada de labia, encanto y seducción. A su vez, caperucita asume un papel sumiso al comienzo, tal cual luce en las versiones más tradicionales, luego se mueve a posiciones más cómodas, en las que dirige las acciones, aunque lo haga siguiendo el
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conocido libreto del desconcierto ante la apariencia monstruosa de la abuelita, para finalmente erguirse triunfante de la mano de una estrategia de silencio, control y contemplación. De hecho, se registra una maniobra escritural tan atractiva como interesante y es que mientras el lobo recita su parte del ritual, presa ya de la ansiedad por saciar su insondable apetito, la niña ejecuta una especie de coreografía semi estática y silenciosa en la que se mezclan gestos de reverencia con otros de marcada coquetería. Así, se articula un cierto correlato mediante las ilustraciones, centradas con sutileza en los movimientos del personaje femenino, los que, como decíamos, se asemejan a una rutina de ballet en donde la caperucita-prima-donna instala el desarme de la jerarquía masculinaanimal. Como en todo ballet, hay una trama, y acá es la que escribe la caperucita mediante un gesto de desarme cuando se niega a ser engullida por la bestia, alegando el mal aliento de su depredador:
La inclusión de aquel dato desata la parodia que hasta ese instante había estado al acecho y de aquí en más, el orden se verá subvertido y la hegemonía de las acciones cambiará de mano. Si en el texto original el lobo triunfa en su objetivo de comer dos mujeres mediante engaños verbales y teatrales, en esta posmoderna lectura el monopolio del ardid lo detenta la niña, que ofrece un letal caramelo al animal, que cae primorosamente en el cazabobos.
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Así, los rasgos distintivos de uno y otro personaje se intercambian y con ello, la transformación del texto es casi completa, a la espera de un desenlace que corona la construcción de un tinglado ideológico opuesto al de la escritura primigenia. La autora-ilustradora ha mantenido, a lo largo del álbum, una clara distribución de los espacios, así, el lobo ocupa el lado izquierdo del libro, mientras que el sector derecho luce una suerte de tarima en la que se encumbra y equilibra la niña. Para reafirmar la distinción y facilitar una posterior teatralización de la obra, Leray utiliza además, una tipografía diferenciada, en color negro para el lobo y en un vivo rojo para la caperucita. Digamos, de paso, que el tipo de letra es manuscrita e imperfecta, lo que produce una cierta reminiscencia de la cotidianeidad, es decir, del ámbito de circulación del relato matriz, normalmente relatado al público infantil por parte de mediadores adultos. La última escena del álbum se estructura por medio de una doble página en la que el lado izquierdo luce en blanco, vacío, como si estuviera cubierto con una invisible mortaja. Del lado derecho surge victoriosa la estampa de una caperucita roja que por primera vez en todo el libro, mira a la cara a sus lectores mientras dictamina la causa de muerte del lobo: “Ingenuo”:
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Como ya hemos dicho, La caperucita roja es el texto de LIJ por definición, de ahí que cualquier rescritura sea vista con ojos especialmente atentos. La versión de Leray es un ejemplo disruptor, dada la transformación textual e ideológica que propone, pero en rigor, no es un caso aislado; baste considerar el filme Hard candy (2005), de David Slade, en el que una adolescente planea y ejecuta una cruenta venganza en contra de un sujeto con antecedentes pedófilos.
En el afiche promocional de aquella película, la protagonista luce unas ropas que constituyen una auténtica cita; tal imagen impone un determinado marco de lecturas e interpretaciones que afecta a una vasta población de lectores occidentales.
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Una caperucita roja es así, un riguroso caso de parodia, uno en el que la intervención practicada sobre el hipotexto – intervención proveniente de dos códigos comunicativos en constante juego y disputa – redunda en la creación de un texto nuevo que responde al original como primera razón de su existencia, pero que más allá de esto, apunta a constituirse como un referente para nuevas generaciones lectoras. De impermeables, antigüedades y princesas despampanantes: pastiches En el ánimo de diferenciar funcionalmente los productos resultantes del ejercicio hipertextual, Genette identifica al pastiche como una práctica centrada en la imitación del estilo del hipotexto al que hace referencia. Si bien la distinción que plantea el crítico no es tajante ni absoluta (es más, en el proceso de construcción de las categorías se advierte la consanguineidad entre ellas) es suficiente como para ser considerada una herramienta de análisis para ciertos ejemplos puntuales. En el caso de esta tesis, se tratará de los álbumes pertenecientes a la serie Detective John Chatterton y de un reciente título de la argentina Isol. Junto a lo anterior, se suman otros dos ejemplares del autor español Javier Sáez Castán, que – gracias a sus peculiares características – serán estudiados en la sección destinada a la metaficción. El ilustrador francés Yván Pommaux publicó Lilia en 1999 y el éxito de tal libro llevó a convertir un título en una breve saga, continuada por Detective John Chatteron (2000) y El sueño interminable (2002). Los textos coinciden en dos elementos: el protagonismo de John Chatterton, un gato negro humanizado, de profesión investigador privado; y la latencia de la gran tradición del cuento de hadas, manifestada en esta colección por medio de ecos, huellas y trozos que constituyen el sustrato de la nueva escritura. En cada uno de los títulos, late un relato canónico que de alguna manera es rescrito a partir de la premisa de la doble codificación y en conexión con otros géneros. Digamos de antemano que si bien lo descrito puede ser asociado con prácticas paródicas, el énfasis de estas relecturas está puesto en ciertas marcas estilísticas que el hipertexto hace suyas y que cargan con el peso de la construcción textual. Es notorio que en la tríada, el referente icónico que da forma al personaje y a los ambientes en los que se desarrollan las anécdotas, corresponde a la gran tradición del cine policiaco hollywoodense producido en las décadas del 40 y 50 del siglo
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pasado. De esta manera, el también llamado cine negro es el gran modelo sobre el cual Pommaux escribe sus álbumes y lo que nos permite considerarlos como ejemplos de pastiche. Si bien los textos clásicos (Blancanieves, Caperucita roja y La Bella durmiente) son aludidos, la intervención en los mismos no alcanza los ribetes transformativos que observábamos en los casos de álbumes paródicos. De hecho, las historias se desarrollan a veces bajo la atenta observación del detective, quien se ve conminado a participar de las acciones solo frente a situaciones límite. El resultado de tal participación es funcional al desenlace tal cual es concebido en las versiones originales, es decir, la acción macro se despliega casi independientemente de las características añadidas por la pluma/pincel del ilustrador francés. Para el lector, identificado con la tarea asignada al detective protagonista, el desafío está en captar la referencia, en resolver la alusión, en adivinardilucidar el texto que está bajo el álbum, el cuerpo del delito escriturario. El juego intertextual se construye entonces de forma lúdica y encriptada y con pasos bien definidos e identificables con poco esfuerzo; el “había una vez” o el “hace mucho tiempo”, son reemplazados por la entrada abrupta de unos personajes en la oficina de Chatterton. En los tres casos, se trata de los acongojados parientes de chicas adolescentes que han desaparecido en oscuras circunstancias, hecho alguna vez vaticinado, como ocurre en El sueño interminable, álbum tributario del clásico La bella durmiente. Los padres de la niña (perturbadora pareja de mujer y perro mastín humanizado) refieren al investigador una remota historia en la que destaca la presencia de una rueca que tendrá un fatal protagonismo. Hasta el día de su desaparición, los progenitores han procurado la lejanía de la niña con cualquier eventual fuente de contacto con el objeto mencionado. Este dato funciona como un revulsivo que apunta en dos direcciones distintas pero complementarias: en primer lugar, hacia el lector adulto, capaz de captar el código referencial y en segundo lugar, al personaje felino que irá vinculando estos indicios hasta llegar a la resolución del caso. En cuanto a su estructura, estos álbumes echan mano de recursos distintivos de otros géneros, como el encuadre secuencial y los globos de texto, tan reconocibles en el cómic.
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Al ser concebidos desde la lógica visual, estos textos no se ven impedidos de utilizar algunos giros propios de la construcción fílmica cuyos efectos se constatan en ámbitos diversos, como la construcción de los personajes. En ese sentido, la apariencia del protagonista es homenaje y tributo al icono del detective del film noir y entonces la condición de pastiche atribuida al libro en cuestión, se apoya en elementos como el que mencionamos. El abrigo-impermeable en tono grisáceo, camisa, corbata y pantalón que dan cuenta de una formalidad dislocada para el trabajo callejero y unos métodos investigativos que combinan el instinto y la enciclopedia, son las partes de esta especie de identikit que da forma al personaje principal. Chatterton es, además, un lector competente que sabe cómo otorgar nuevos sentidos a las lecturas que ha atesorado; visto así, el detective es, al modo del lector literario, hermeneuta y crítico, mediador, finalmente entre el corpus tradicional y los lectores contemporáneos, por lo general más habituados al consumo e intercambio de textos audiovisuales destinados a grandes masas. Otra de las técnicas extraídas desde el ámbito fílmico se inserta en el final del álbum, cuando el propio investigador, asumido su rol de mediador, relata una suerte de epílogo al lector, al tiempo que la imagen va camino a cerrarse, en un ejercicio de fade-out, movimiento identificable en el estilo de cine antes referido.
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(“Hace ya algunos años que resolví este caso…nuestros dos enamorados viven juntos y felices. Y les puedo asegurar que toda la gente que se durmió alrededor de la señorita Rosepín, se despertó al mismo tiempo que ella”)
La última intervención del protagonista en El sueño interminable, funciona como una especie de actualización del arquetípico “y vivieron felices por siempre…”, agregado necesario en la lógica detectivesca que rige al relato, que se esmera en proveer de detalles al lector-espectador que juega a ser depositario de las confesiones del investigador. En el amplio corpus de relatos centrados en vidas de princesas y príncipes, es usual la adjetivación enfática y hasta hiperbólica respecto de la belleza de la heredera al título (Blancanieves, La princesa y el sapo, entre otros). A partir de esta práctica, Isol configura La bella Griselda (2010), un álbum que si bien contiene un programa paródico, está guiado por el espíritu del pastiche, manifestado como veremos, a través del código pictórico. El ejemplar presenta a Griselda, una princesa tan bella que no solo deslumbra a quienes la ven, sino que trastorna a sus eventuales pretendientes hasta hacerles perder la cabeza, literalmente. La leyenda negra de su belleza maldita se expande a tal punto que la princesa debe comenzar a vivir oculta: todos temen caer felizmente decapitados. Cada eventual novio de la protagonista queda reducido, tras el cortejo, a una cabeza extasiada, parte de una macabra colección que poco se diferencia de aquellas que exhiben obscenamente los
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cazadores de especies exóticas. A partir de esta descripción, es claro concluir que en este álbum, Isol aplica un tono paródico dirigido a las bases genéricas del relato de princesas. Si en este referente todo es encanto, delicadeza y perfección, en el hipertexto esos pilares marmóreos se encuentran oscurecidos, resquebrajados, mal restañadas sus heridas con piezas de materiales espurios, que, no obstante, permiten la mantención de una secuencia narrativa que conserva los términos generales del cuento tradicional. A esta sensación contribuye decididamente la inclusión de unas marcas pictóricas que, junto al esquema del relato ya mencionado, constituyen las fuentes del pastiche. A los consabidos rasgos estilísticos de Isol (trazo desprolijo, imitación de la mano infantil, manifestada en una coloración que no respeta los límites de las siluetas) se suma el uso de unos parches que contienen un diseño repetido de forma constante y rítmica, esos parches tienen la apariencia de trozos arrancados a una tela o papel mural, cortinaje lujoso o a algún objeto decorativo con reminiscencias monárquicas, explicitadas en la repetición seriada de flores, incluida la de lis, que con frecuencia aparece en escudos reales y otros emblemas.
Isol opta por referir a esos textos tradicionales sin citar, es decir, La bella Griselda no es la reescritura de un cuento tradicional bien definido e identificable, sino que se presenta como un buen ejemplo del ejercicio intertextual definido por Pavlicic. De este modo, el
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álbum en cuestión ejercita el pastiche (uno que está, tal vez, en función de la parodia) apegado al libreto esperable para este tipo de escritura. El énfasis puesto en los elementos decorativos o de apariencia de la trama y sus personajes confirma lo sostenido por Genette en torno a esta práctica hipertextual: “…la esencia misma del pastiche implica una saturación estilística considerada no solo como aceptable, sino como deseable, puesto que en ella descansa lo esencial de su atractivo, en régimen lúdico, o de su valor crítico, en régimen satírico” (200).
Como anunciamos al inicio de esta adenda, el retorno a la fuente genettiana obedece al hecho de que los ejercicios intertextuales se han convertido casi en una norma al interior del sistema de la LIJ. La abundancia de títulos vinculables a estas variantes escriturarias es manifiesta y puede obedecer a una cierta política de fomento de parte de algunas editoriales que han constatado la buena recepción de públicos variados hacia estas producciones que logran vincular a lectores de un amplio rango etario y de diversos niveles de competencia literaria. Es bastante claro que el éxito de estas colecciones que remiten a clásicos de la literatura infantil evidencia el poder expresivo de aquellos creadores provenientes del ámbito profesional de la ilustración y de la cultura icónica en general, que dialogan y desafían con las convenciones autoriales y también con las de la crítica literaria, que se ve conminada a flexibilizar algunas de sus categorías o a combinarlas y moverlas desde su sitio original, de modo de dar cuenta de los nuevos objetos; tal es el ejercicio que, sin afán de meticulosidad, se ha querido practicar en este acápite.
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METAFICCIÓN EN LIJ: VULNERAR Y DESCUBRIR
Como hemos venido analizando, las maniobras intertextuales constituyen en el ámbito del libro álbum una constante escritural que, de la mano del uso del doble código, construyen la particularidad del género. Cabe recalcar que, en su nexo con la lógica de lo posmoderno, el ejercicio intertextual se exacerba y prácticamente no se distingue de la escritura ficcional en sí misma. Así, no sorprende que la persistente cercanía con los límites de la convención lleve a los autores a experimentar con los términos mismos de la ficción; consecuentemente, constatamos que un grupo importante de álbumes corresponde a textos metaficcionales. En lo sucesivo, revisaremos las distintas entradas que la teoría literaria ha proveído en un periodo particularmente fructífero (desde mediados de la década de los ochenta hasta la actualidad) para el desarrollo del problema; un lapso en el que esa teoría ha estado, tal vez como nunca, aliada con la creación literaria. Antes, digamos que el subtítulo de este apartado contiene los dos verbos que funcionan como eje de la acción metaficcional y que han sido extraídos del trabajo doctoral de Cecilia Silva-Díaz (Barcelona, 2005): vulnerar y descubrir corresponden a labores frecuentemente practicadas en la literatura; así, se vulnera el mundo real a través de la creación con las palabras y se descubren espacios de comprensión de esa (s) realidad (es) que de otra forma, no aflorarían. En el caso concreto de la LIJ, vulnerar y descubrir se postulan como las operaciones propias de los lectores iniciales, quienes están descubriendo y asiendo el mundo a partir de esas premisas. Una primera visión del fenómeno se centra en la fórmula “ficción en la ficción”, que aparece con cierta frecuencia en la LIJ, incluso en aquellos productos concebidos en lógicas distintas de la posmoderna, con la que comúnmente se identifica. Un buen ejemplo proviene del ámbito nacional y se trata de Papelucho (1947). El primer libro de la saga de Marcela Paz contiene un epílogo significativo: explicita, desde una posición distinta de la diégesis narrativa, que lo que el lector tiene en sus manos no es un texto literario en sí, sino un diario de vida encontrado en un basurero y que algún editor ha considerado quizás de sobremanera. El gesto paratextual de Huneeus, se adelanta, sin duda, a manifestaciones
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actuales de la LIJ, conscientes de la existencia del circuito literario y de que tal concepto debe compartirse con el eventual lector. Menos discutible resulta la constatación de que los textos metaficcionales abundan en el ámbito de las artes posmodernas, disciplinas éstas que promueven la disolución de los límites que tradicionalmente han regido a las prácticas escriturales. Por ello, aclarado este asunto, volvemos al corpus de álbumes que hacen parte de esta investigación. Si consideramos el particular panorama que ofrecen los álbumes seleccionados en este trabajo, proponemos pensar el concepto de metaficción a partir del juego que establecemos con el de intertextualidad, esto es, siguiendo la línea de la tradición genettiana, según la cual la intertextualidad puede ser concebida como la literatura en segundo grado. Acá, se propone jugar con esa fórmula y pensar en la metaficción como la intertextualidad en segundo grado. Si, como se ha dicho, la intertextualidad apunta al sentido último de la literatura, es decir, a evidenciar la literariedad de los textos ficcionales, entonces la metaficción sería el siguiente paso en esa misma lógica. Dado que las prácticas relacionales se erigen como la base de la actividad creativa, se hace necesario translucir los modos en que los textos funcionan, de manera de integrar (más) efectivamente al lector a una dinámica de la comunicación literaria en la posmodernidad. Digamos, además, que la relación propuesta se basa en lo que muestran varios de los álbumes escogidos, en los que la escritura intertextual deriva, de modo directo o indirecto, en vetas metaficcionales. La metaficción es un concepto interdisciplinario cuyo interés ha seducido a la crítica literaria enfocada en las narraciones más bien experimentales; como evidentemente se trata de un término que escapa a los límites de la literatura para niños y jóvenes y ha sido mayormente tratado en la academia anglosajona, ofrecemos un cuadro comparativo con algunos de los más citados autores(as), sus definiciones y/o los elementos asociados a esas mismas caracterizaciones:
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Autor(a)
Contextualización,
Definición
caracterización y alcances Gass (1970)
(En referencia a la obra de Borges) El tema
central
narrativo es el proceso creativo. Waugh (1984)
También explora la posible Ficción autoconsciente / ficcionalidad del mundo Escritura ficcional que de externo
a
la
ficción manera
(literaria). Oposición
consciente
y
llama
la
sistemática, al
realismo atención
literario.
sobre
naturaleza
de
su
artefacto
para plantear interrogantes acerca de la naturaleza de la ficción y de la realidad. Hutcheon (1985)
Manifestación
del Ficción narcisista
posmodernismo
Ficción sobre la ficción que
Desfamiliarización
incluye
un
comentario
acerca de su identidad narrativa o lingüística. Dos tipos de metaficción: lingüística y diegética Currie (1995, 1998)
Está compuesta de forma Ficción teórica dialéctica:
características Es una función, entre otras,
inherentes
e del lenguaje literario y que
interpretaciones críticas.
potencialmente
coexiste
con otras similares.
Lodge (1995, 1998)
Ficción crítica
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Jablon (1997) McCallum (1999)
Ficción autorreferencial Solapamiento entre teorías de la metaficción y las de ficción
experimental.
aunque
no
equivalencia
/ hay
entre
conceptos (se puede dar el uno sin el otro)/ La
metaficción
es
rupturista respecto de la habitualidad del campo de la LIJ (relatos cerrados, finales explícitos, etc.) Gardner (2001)
Ficción que se propone indagar sobre la ficción misma
Lewis (2001)
Manifestaciones más bien experimentales,
que
tienden a la subversión de las convenciones literarias. Rompen con el realismo
De los citados en la tabla previa, el trabajo de Patricia Waugh (Metafiction, The teory and practice of self-conscious fiction, 1984) es de los más legitimados, cuestión que se advierte en la frecuente citación por parte de autores más actuales. Tal vez esto se deba, en parte, a la definición que la autora entrega y que ha sido patentada por la academia (la traducción es mía): Metaficción es un término dado a la escritura ficcional que autoconsciente y sistemáticamente dirige la atención sobre su estatus de artefacto, en orden
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a plantear preguntas en torno a los límites de la ficción y la realidad. Al proveer una crítica a sus propios métodos de construcción, esta narrativa no sólo se hace cargo de un problema del sistema de la literatura, sino que explora la posible ficcionalidad del mundo externo a la literatura ficcional.” (2) Cabe señalar que tal definición se obtuvo a partir de una revisión de algunas novelas importantes en el panorama anglosajón de mediados del siglo XX, además del aporte de William Gass (1970), quien gatilla la investigación en el área, a partir del bautizo propiamente tal. Lo que une a las obras leídas por Waugh, distintas y variadas, es que en ellas, los autores se plantean la exploración de una teoría de la ficción por medio de la escritura ficcional. Aunque la reflexión que ahora introducimos tiene cierto grado de resistencia, Waugh cree el término “meta” es necesario hoy para referirse a la relación entre el mundo de la ficción literaria y el mundo externo a ella, más o menos en la misma dinámica que se observa en el área del lenguaje: el objeto y la arbitrariedad del signo. En el caso de la LIJ, esta anotación adquiere una particular pertinencia, si consideramos que entre los supuestos de la relación entre niños y lectura se cuenta con el hecho de que para la mente infantil, es difícil separar la realidad de la ficción; así, el concepto de una literatura realista es muy complejo de entender en las primeras edades, de manera tal que la asunción de las realidades (real y ficcional) se obtiene a partir del proceso de acumulación de lecturas. No obstante, otros textos plantean el juego contrario al que estamos describiendo, vale decir, si ciertas obras (por lo común, representantes del canon menos móvil) tienden a la formación de estructuras mentales en los lectores, y con ello, a la generación de expectativas formales y genéricas; otras, las metaficcionales, cuestionan esas seguridades e incomodan conscientemente al lector. En este punto, tal vez convenga anticipar una observación que será desarrollada en otro momento: la metaficción puede ser concebida, desde los postulados de Posner (1999), como una herramienta de desautomatización en el sentido de que el lector se ve desafiado a buscar otras formas de leer un texto al que, en apariencia podía enfrentarse de manera habitual. Los textos metaficcionales, al tematizar muchas veces al lector, lo conminan a abandonar la comodidad de una relación tradicional.
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Y es que, como sostiene Silva Díaz (2005), existe un principio desestabilizador de la metaficción en los álbumes y de ahí la relevancia de estudiar su presencia en el corpus. La revisión de fuentes, expresada en la tabla antes vista, arroja que, tal como propone Waugh: “el mínimo común denominador de la metaficción es crear una ficción y evidenciar (o explicitar) que se trata de una ficción. Ambos procesos se mantienen unidos en una tensión formal que quiebra las distinciones entre creación y crítica y los funde en los conceptos de ‘interpretación’ y ‘deconstrucción’ “(6). La misma autora presenta una especie de clasificación de los tipos o grados de profundidad / despliegue de la metaficción: Obras metaficcionales de distinto grado: 1. La ficción como un tema a explorar: es el extremo menos radical de la línea, aparentemente, el más cercano al concepto tradicional de ficción en la ficción. Ejemplos de lo dicho serían narraciones donde el protagonista es un artista o evidencia preocupaciones estéticas. En el caso de nuestro corpus, los títulos son tan abundantes como diversos: Las bombillas que se encienden y se apagan, Las pinturas de Willy, Pablo el artista, Julieta y su caja de colores, Marita no sabe dibujar, El cocodrilo pintor, y, al menos en un cierto nivel de la lectura, Mi gatito es el más bestia.
2. Manifestaciones de inseguridades formales: manipulación de obras canónicas a través de la parodia, o de otros mecanismos de reescritura. Por ejemplo, en el caso de los álbumes, se puede pensar en Loboferoz, En el bosque y también en Caperucita roja, tal como se lo contaron a Jorge.
3. Radicalización metaficcional: el texto evidencia su construcción a partir de la participación de distintos sistemas simbólicos. Se evidencia que el texto literario es un aparato formado por palabras; consecuentemente, se opta por el total abandono
Cabrera, 161
del realismo (La cosa perdida, El libro en el libro en el libro, El conejo más rápido del mundo, Encender una luz). La investigación en torno a los álbumes metaficcionales tiene al menos dos representantes en lengua española. Se trata de la ya citada María Cecilia Silva-Díaz y del crítico español José Manuel de Amo Sánchez-Fortún. Ambos tienen como punto de partida la revisión de la bibliografía anglosajona, la que han hecho cruzar con un corpus de librosálbumes de distintas procedencias. A partir de estos datos, proponen, más que clasificaciones estancas, variables escriturales comprobables en la obra de variados autores-ilustradores: Silva-Díaz (2005)
De Amo (2010)
Indeterminación (ambigüedad y confusión Narración cuyo eje es el propio proceso de de la información narrativa)
construcción
Reverberación (ecos de otras historias, en Revisión personal de un autor de la teoría versiones exacerbadas, adquiere la forma de la ficción por medio de la propia ficción de un collage) Corto-circuito (saltos y cortes de la Relato especular (myse en abisme) / relato estructura habitual de las narraciones) Juego
(Historias
que
intercalado
ocurren Obra que difumina los límites realidad-
simultáneamente, una misma historia ficción contada desde puntos de vista diferente, el personaje dibuja el mundo narrativo, la representación de la página, la ilustración hace referencia a sí misma) Texto
en
el
que
irrumpe
el
autor/narrador/ilustrador (metalepsis) Variante: el lector aparece en el texto narrado
Cabrera, 162
Los alcances de tabla anterior, se entienden de mejor forma si consideramos que ambos estudiosos se acercan al problema de la metaficción de la mano de la bibliografía anglosajona, y entonces, las coincidencias son más que las discrepancias. En lo anterior también influye el hecho de que el corpus literario analizado por cada cual es similar. La gran diferencia podría estar en un mayor grado de apego a la teoría literaria por parte de De Amo (metalepsis, myse en abisme) y a la inversa, Silva-Díaz opta por una nomenclatura menos tradicional (juego, cortocircuito) pero más dúctil para sus objetivos. En términos de productivizar la revisión teórica, se propone una nueva tabla de clasificaciones, que nace de la combinación y compilación de las dos antes referidas y que integra además, una entrada inédita. El corpus de álbumes ilustrados se ha dividido en los textos escritos originalmente en español y aquellos traducidos a esta lengua. Tal separación obedece al afán de comparar, mediante este indicador, las tendencias al interior del sistema de la literatura infantil en diferentes latitudes. Como se ha dicho antes, la madurez o el mayor desarrollo y afianzamiento de un determinado sistema de producción cultural debiera redundar en la aparición de textos con un grado más alto de experimentación, cuestión esta última que hemos venido asociando a los relatos metaficcionales. En primer lugar, presentamos la tabla anunciada, para luego explicar cada una de las variantes o metamorfosis que ejecutan los autores/ilustradores para poner en juego el discurso metaficticio. Dentro de esos cortes, se analizarán algunos títulos, asociados con las ya mencionadas variaciones; al respecto, valga aclarar que, cuando se identifique un álbum con una forma metaficcional, se privilegiará ese determinado elemento teórico como una suerte de rasgo distintivo, lo que en caso alguno quiere decir que un título no pueda contar, entre sus elementos, con otras variantes. Antes de continuar, es menester aclarar que en las principales fuentes consultadas, es frecuente la consideración de los relatos e historias que subyacen a determinados álbumes metaficcionales. Las narraciones que resuenan al interior de algunos álbumes están en la base de nuestra aproximación al fenómeno escritural autoconsciente, a saber, el de una intertextualidad llevada a un segundo grado. A diferencia de los críticos que hemos citado, no dedicaremos un segmento especial al análisis de la reverberación de otras
Cabrera, 163
historias en ciertos álbumes ilustrados, principalmente porque esto ya ha sido detallado en el capítulo sobre intertextualidad. Esta aclaración no implica que en el comentario de textos no pueda existir una alusión a alguna referencia textual de marcada importancia para la comprensión cabal del picture book que se esté estudiando. Solo en el ánimo de enlazar mejor las partes de la discusión, digamos que en los álbumes metaficcionales, la intertextualidad es más que frecuente, y su presencia obedece, por un lado, al ejercicio vinculante de la nueva literatura con la amplia tradición literaria para niños. En este plano, los acercamientos son de preferencia paródicos e irónicos, aunque también hay espacio para el homenaje y el reconocimiento. En todo caso, el valor específico de la parodia en el terreno metaficticio es notoriamente superior al de otras manifestaciones, puesto que en esta relectura/reescritura es fundamental el acto de vulneración que se pueda poner en práctica; no hay que olvidar que la causa última del recurso intertextual en el corpus que estamos trabajando es precisamente, abrir espacio para la instalación de la lógica metaficcional. Además, debemos considerar que las dinámicas intertextuales en los álbumes siguen una lógica bien dúctil, poco rigurosa en cuanto a los orígenes de los referentes aludidos. Como ya se ha dicho en este trabajo, la vertiente posmoderna de la intertextualidad, definida por Pavlicic (1993) es la que impera en el álbum y la que permite una serie de juegos que abren espacios para la referida vulneración: en las páginas de un álbum, pueden compartir espacio elementos muy disímiles, que van desde los clásicos de la literatura universal hasta filmes contemporáneos, alusiones a dibujos animados y en general, huellas de la cultura de masas. Doblemente interesante resulta el hecho de constatar que esas referencias facilitan la comunicación entre géneros y tradiciones (y por supuesto, entre lectores de grupos etarios muy diferentes), como ocurre en el álbum El último refugio (2003), de Patrick Lewis, magistralmente ilustrado por Roberto Innocentti.
Cabrera, 164
En este ejemplar, un autor desorientado viaja a una suerte de hostal perdido en el mapa de Europa, donde se encuentra con otros pasajeros en situaciones igualmente extrañas, desterritorializados, apenas camuflada su condición de personajes literarios: una jovencita en silla de ruedas que solo quiere estar cerca del mar, un viejo capitán cojo, un policía fisgón y con dotes escriturales, en fin, el eco de múltiples historias se escucha a cada momento. Cabe destacar que, a diferencia de lo que se pueda constatar en otros relatos intertextuales, en los álbumes metaficcionales (al menos en una parte importante de ellos) la sobreabundancia de referencias conduce a la explicitación del artificio literario, es decir, el ejercicio intertextual exacerbado, deriva en un cambio de plano, en el acceso (violento) al laberinto de la metaficción.
Cabrera, 165
ÁLBUMES METAFICCIONALES / HACIA UNA CLASIFICACIÓN / corpus hispanoamericano
VARIANTE / TÍTULO
metalep sis
Historias
Relato
en
especul cuyo eje es a la metaficción
paralelo
ar
Lucía Moñitos Es así Tener un patito es útil Animalari o Soñario El conejo más rápido del mundo Libro caracol
propio
proceso de
innovador
construcció
/
n
ón textual
una luz
el
+ Soporte
construcci
Encender
Narración
Gestos / guiños
Cabrera, 166
Dos bobas mariposas Un monstruo ASÍ…de grande El
festín
de Agustín El cuento de pingüino La cajita
Cabrera, 167
ÁLBUMES METAFICCIONALES / HACIA UNA CLASIFICACIÓN / corpus traducido al español
VARIANTES/ Metalepsis Historias en Relato TÍTULOS
paralelo
el
Soporte
proceso de
innovador/
construcción
textual
de Willy Pablo
el
artista El cocodrilo pintor Mi gatito es el
más
bestia En el bosque Voces en el parque El juego de las formas La
cosa
perdida Cómo atrapar una estrella
Gestos / guiños a
especular cuyo eje es la metaficción
+
construcción
Las pinturas
Narración
propio
Cabrera, 168
El
libro
favorito de Carlitos El libro en el libro en el libro An undone fairy tale (*) Chester (*) El apestoso hombre queso
y
otros… Lobos (*) Álbumes aún no traducidos, pero frecuentemente mencionados en la bibliografía sobre el género.
Variantes/ formas metaficcionales: 1. Metalepsis: si bien el origen del término apunta a una figura retórica cercana la sinécdoque, su significado se transforma a partir de la revisión y aplicación que ejecuta Gerard Genette en Figuras, III (1972). En aquel texto, el estudioso entiende a la metalepsis (narrativa) como el traspaso de la frontera entre el nivel diegético del narrador y la diégesis, es decir, el mundo narrado por el narrador. En sus propios términos: “toda intromisión del narrador o del narratario extradiegético en el universo diegético (o de personajes diegéticos en un universo metadiegético, etc.) o a la inversa” (Genette, 244) Posteriormente, Gerald Prince, en su Diccionario de narratología (1987), reafirma lo dicho por Genette, al definir la metalepsis como “la intrusión en una diégesis (diégèse) de un ente de otra diégesis”. José Manuel De Amo presenta la metalepsis como un recurso privilegiado en la construcción de los textos metaficcionales. La intromisión de los distintos agentes de la
Cabrera, 169
narración en los respectivos ámbitos de acción diegética, constituye una abierta desestabilización de las convenciones narrativas y del concepto mismo de la ficción. De ahí entonces, la afirmación de que la metalepsis “potencia en el texto su carácter autorreflexivo y de que sea, por ello, uno de los pilares sobre los que se asienta el edificio metaficcional”. (2010, 28) Si bien gran parte de los estudios que abordan la metalepsis lo hacen considerando un corpus de literatura no infantil, existen también textos críticos sobre este ámbito. Uno de ellos es de Sylvia Pantaleo (2010), que se centra en las formas de aparición de la metalepsis en los relatos An undone fairy tale (Ian Lendner y Whitney Martin), Wolves (Emily Gravett) y Chester (Melannie Watt). Una mención al paso: de esos tres libros, solo uno tiene una edición traducida al español (Lobos), coincidentemente, está disponible en mercado editorial chileno. En su artículo, Pantaleo apunta a una característica crucial para entender a cabalidad la relevancia de los usos metalépticos en el álbum. Para la autora, el picture book, al ser un género híbrido y multimodal, puede ser considerado “multidigiético por naturaleza, porque el mundo verbal y el mundo visual pueden expresar dos o más niveles narrativos diferentes”, o, en otras palabras, “las fuentes semióticas de texto e imagen pueden comunicar sinérgicamente, múltiples diégesis” (Pantaleo, 15) (traducción mía).
En rigor, y a partir de la cita anterior, deberíamos considerar a la metalepsis como una herramienta escritural privilegiada al momento de aventurarse en lo metaficticio, y así, es inevitable situarla en un grado superior a las categorías o variables que detallaremos más adelante. Parece necesaria esta aclaración a la luz de la teoría, pero también a partir de los aportes provenientes del corpus, en los que, como veremos, la metalepsis no se advierte tan explícitamente, pero sí está, a veces, de modo latente. De esta manera, no resulta forzado pensar que algunas de las entradas que observaremos constituyen formas derivadas o derechamente tributarias de la clave metaléptica. La metaficción exacerbada: la metalepsis como directriz narrativa en un álbum de Javier Sáez Castán.
Cabrera, 170
Si bien esta no es una tesis sobre autores, vale la pena destacar el trabajo del español Javier Sáez Castán, principalmente porque se ubica en una posición de vanguardia, una que experimenta en el límite y desde la lógica siamesa del álbum, es decir, tanto imágenes como textos se sitúan en un punto bien alejado de la convención en torno a lo “infantil”. Los textos del autor refrescan y complejizan la discusión sobre el lector modelo del álbum, puesto que frecuentemente, exigen la participación de un lector más avezado; ya no solo se trata de un lector adulto (esperablemente mejor preparado), sino de uno que además esté familiarizado con las prácticas intertextuales y pueda entonces, dejarse llevar por el oleaje referencial propio del espíritu posmoderno. El conejo más rápido del mundo (2009) es uno de los últimos libros publicados por Sáez Castán y puede ser considerado como una especie de corolario a una serie de textos catalogados con la etiqueta de infantil, en los que la metaficción ha estado presente asumiendo diversas formas. Desde la primera página se instala el ánimo de vulnerar las convenciones de lectura literaria, cuestión que se logra incluso en un texto sin palabras. Vemos en escena a una jubilada liebre, a la que pronto se le unirá su ahora amiga y ex rival de carreras, la tortuga; en manos de la primera, se observa el mismo libro que el lector tiene consigo, al menos en la portada. Igualmente interesante es el diálogo entre los personajes, cuando la tortuga pide información sobre el tema del libro que va a leer la liebre:
Cabrera, 171
“Hola liebre, ¿qué lees? / Un libro que acaba de salir. Trata de carreras. Ya sabes que a mí siempre me gustaron las carreras. / Y a mí. ¿Trata de nosotros? / Oh, en absoluto. Trata del conejo más rápido del mundo” (Saéz Castán, 2009) Dos observaciones respecto de la conversación, la primera y más notoria es la conciencia que manifiesta la liebre de su existencia como personaje formante de un relato literario de larga data. La breve y aparentemente inocua pregunta del reptil trasparenta un ejercicio intertextual practicado al modo posmoderno, es decir, sin identificar de manera explícita, sin citar al hipotexto, pero aludiéndolo en general y desde una perspectiva paródica, lúdica y humorística. La segunda observación es complementaria y crítica respecto de algo que podríamos catalogar como la imagen de un lector pasivo, tradicional y tal vez carente de ciertas competencias. La liebre no advierte que una historia con el título de la obra de marras pueda referir al hecho que la convierte en un hito en la historia de la LIJ, es decir, la liebre se muestra (diríamos, una vez más) disminuida y lenta en relación con la tortuga. No hay que esperar mucho para presenciar el quiebre de la diégesis inicial, puesto que apenas los personajes se instalan a leer, irrumpe el protagonista en el hasta ese momento cómodo y seguro espacio del lector. Se incluye entonces esta suerte de tópico, propio de la literatura con vocación experimental (baste recordar la siempre vigente Continuidad de los parques cortazariana) que determina obviamente el curso de las acciones de la liebre y la
Cabrera, 172
tortuga y por supuesto, las del libro mismo. En concreto, los animales ancianos irán tras el velocista en el ánimo de conseguir un autógrafo del que consideran una celebridad (y aquí una pista intertextual que retomaremos más adelante: la identificación que el lector adulto puede ejecutar entre los personajes de este libro con ciertos elementos de distintas tradiciones ligadas al folclor) y al que tendrán que perseguir con la precariedad de sus medios físicos. Como ya se ha dicho, la lógica de la doble codificación – distintiva del álbum como género – permite construir el texto desafiando al lector a captar informaciones comunicadas por medio de las ilustraciones, en este caso, el recorrido del conejo está marcado por elementos visuales extraordinariamente aprovechados. El primero corresponde a la caracterización del conejo, quien aparece en cada lámina saltando de forma acrobática. Son tres imágenes secuenciales en las que se aprecian elementos que evidencian el paso del tiempo (se respeta el orden del libro, pero las imágenes están intervenidas para destacar las marcas a las que haremos referencia): 1.
Cabrera, 173
2.
3.
Cabrera, 174
En cada imagen, el conejo luce un reloj atado a su muñeca izquierda. Se aprecia en estos detalles, el paso de un tiempo que inicialmente se podría remitir al de un día; la taza y el platillo refieren al desayuno, los elementos de aseo dental al momento posterior de cada comida diaria y finalmente, la almohada, en la que el conejo apoya su cabeza y cierra los ojos, evidencia el fin de la jornada. La secuencia antes descrita nos permitiría decir que la liebre y la tortuga han perseguido al conejo durante todo el día, sin conseguir el objetivo; aquello es correcto, aunque hasta cierto punto, porque se podría especular hacia otro orden de cosas, hacia otra concepción del tiempo. El tiempo de la narración en esta obra es uno que contradice la lógica habitual, cuestión nada rara si tomamos en cuenta que una de las premisas básicas de la literatura, es precisamente la manipulación del factor temporal. Lo relevante de este caso es la existencia de un traspaso temporo-espacial que sufren los personajes lectores. De algún modo (y con esto, se enfatiza la condición metaficcional del libro) se transparenta un peculiar proceso por medio del cual los personajes-lectores transmutan en personajes-leídos. Una breve mención al reloj del conejo más rápido del mundo: la cara del objeto se distingue en las imágenes 1 y 3 de la secuencia en cuestión. En esas láminas, la hora señalada es, al parecer, las cinco de la tarde, lo que corresponde al horario de la tradicional
Cabrera, 175
once y que resulta intertextualmente muy interesante, puesto que alude al conejo de Alicia en el país de las maravillas, siempre pendiente de su reloj para no perder la hora de la merienda. La mantención de la hora en el reloj del conejo velocista reafirma esta idea de un tiempo aparte, de un tiempo que privilegia el ritual más que la secuencia. El segundo elemento visual reafirma la especulación y la expande, se trata de esta suerte de fondo o papel mural de las ilustraciones que se sitúan en el living de la casa de la liebre y la tortuga; en ese espacio, los muros están decorados con nubes que forman un patrón repetitivo y perfecto. En cambio, cuando termina la secuencia antes descrita, el conejo salta a un sitio más lejano, un lugar que trasciende lo físico y que evidencia el juego temporal que constituye la base lúdica de la obra. En su recorrido, la liebre y la tortuga se encuentran con otros tres personajes-animales: una hipopótamo, un decadente lobo feroz (caracterizado como una especie de gigoló entrado en años), una jirafa y un memorioso elefante. En las láminas donde aparece cada uno de los caracteres en cuestión, los fondos son distintos, ya no se trata de nubes, sino de caracoles, hongos, globos y campanas. Otra marca disruptora: cada uno de esos personajes está leyendo un libro distinto, pero cuyos títulos coinciden con la fórmula del título del libro de Sáez Castán, es decir: El hipopótamo más gordo del mundo, El lobo más feroz del mundo, La jirafa más alta del mundo y El elefante más memorioso del mundo; volveremos sobre este elemento más adelante. El recurso del papel mural es, como otros detalles visuales, considerable en la lógica del álbum, puesto que – especialmente en el ámbito de las ilustraciones – nada en este es gratuito. Lo anterior nos conmina a revelar las especulaciones que surgen de la observación de los fondos ya descritos, aun cuando el resultado de las imbricaciones no sea riguroso ni mucho menos. La liebre y la tortuga, personajes atemporales, son retratados por Sáez Castán como un par de ancianos retirados ya de toda actividad, vestida la liebre en piyama, ambos usando gafas y sin mayor programa que sentarse a leer en un añoso y cómodo sillón. Lejos ya del bosque en el que Esopo las puso en escena, la liebre y la tortuga pasan lo que llamamos vulgarmente sus últimos días en una casa que parece aquellas de retiro. Asumiendo esto, podemos decir que las nubes de fondo demuestran la existencia de un tiempo otro, uno
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donde están suspendidas las lógicas de la habitualidad. Si seguimos la metáfora popular, diremos que los personajes viven en las nubes, y partir de sus diálogos, sabemos además que viven del impreciso recuerdo de su fabulesca aventura. En este no-tiempo / tiempo mítico / tiempo cíclico, no es extraño que, arrellanados en el viejo sillón, la liebre y la tortuga reescriban el perfil del lector cortazariano, aquel que fue ganado por la “ilusión novelesca”. Así, una vez consumada la metalepsis por parte del conejo, la pareja fabulesca se ve obligada a imitar el gesto e irrumpir en otras diégesis (o más bien, potenciales diégesis) cuyos ambientes están cargados de semas-imágenes. Es relevante que en el caso del encuentro con la hipopótamo se dediquen cuatro páginas, una de ellas, claramente doble. De acuerdo con la lectura de imágenes propuesta por Cecilia Silva-Díaz (2005), las funciones narrativas de las ilustraciones en el libro álbum son múltiples, y una de ellas dice relación el manejo de los tiempos del relato. En ese sentido, el uso de una doble página (que obliga al lector a mirar con mayor detenimiento, primero para captar la panorámica, y luego para atender a los detalles) significa una pausa, una ralentización del discurso. Sáez Castán enfatiza esta función (y con ello ayuda, tal vez, al lector poco acostumbrado al género álbum) dibujando un patrón de caracoles en el papel mural. Por último, es notorio el hecho de que el encuentro, más precisamente el choque, sea con un hipopótamo, animal de suyo pesado y lento de movimientos. En cuanto a los fondos de la oscura casa del lobo feroz, éstos remiten al hipotexto infantil por antonomasia, Caperucita roja. Se trata de hongos o setas, justamente aquellas que el lobo le señala a la niña en su afán de seducirla; cronotopo favorito de los relatos infantiles, el bosque es camino obligado para la liebre y la tortuga. El siguiente espacio es de la jirafa (tal vez el menos desarrollado), personaje que permite a la pareja fabulesca obtener una perspectiva en altura, enfatizada por el papel mural, plagado de globos. El cuarto animal de la secuencia es un elefante dibujado en un estilo notoriamente distinto al de la liebre y la tortuga, se trata de un diseño que remite, por una parte, a los viejos silabarios y por otra, constituye una alusión intratextual a otro título del autor (Libro caracol). El retrato del paquidermo apunta a su legendaria capacidad memorística,
Cabrera, 177
reforzada por un “pilato”, esto es, una cuerda atada normalmente a un dedo y que funciona como un recordatorio difícilmente eludible. El elefante en cuestión porta esta amarra en su trompa y está vestido como un escolar de principios del siglo XX. Los fondos de su casa explicitan esta observación: se trata de campanas, como las usadas en los colegios para marcar los horarios de clase y de recreos. Finalmente, los improvisados corredores se encuentran con un conejo, que no es otro que el hijo del conejo más rápido del mundo; los fondos de este espacio vuelven a ser hongos, lo que remita quizás a la habitual presencia de este animal en el cronotopo bosque. La carrera (casi un vía crucis, a decir verdad) termina con el ansiado encuentro con el velocista, instalado en el living de su casa, demostrando el paso del tiempo por medio de una bata de jubilado y con sus patas remojándose en un lavatorio, todo esto enmarcado en su fiesta de cumpleaños, a la que ha asistido su abundante descendencia; lógicamente, los fondos esta vez son zanahorias. Vistos los fondos desde la perspectiva teórica que hemos introducido, constituyen una interesante manifestación de la metalepsis, una que se despliega por medio de la secuencia ya descrita. Así, se ejecuta una amplia y compleja variante de la metalepsis, con personajes de un nivel diegético que se trasladan a otros y que, inconscientemente, son parte de un relato que contiene a esos otros relatos. En cierto sentido, el espacio del lector también es violentado por estos juegos escriturales, en especial si consideramos el desenlace del relato, marcado por la revelación del conejo más rápido del mundo: el autógrafo que tanto buscan ya ha sido escrito en el libro en cuestión; los sorprendidos no sólo son la liebre y la tortuga, sino los lectores como nosotros, que tampoco hemos advertido (en una primera lectura) el truco del velocista y el consecuente paso del tiempo. Presentamos a continuación un esquema de las diégesis que interactúan en este texto; se trata de aislar o distinguir por un momento las capas narrativas que son puestas en juego, violados sus límites y mezclados lúdicamente a partir del criterio metaléptico:
Cabrera, 178
Esquema de las diégesis incluidas en El conejo más rápido del mundo
En el esquema antes exhibido, se observan tres planos narrativos aislados sin seguir el programa del relato o el orden de aparición de los mismos en el libro. Designamos como principal a la narración que dirige el propio conejo, puesto que, sin ser este un álbum que cuente con un narrador explícito (de hecho, sólo hay diálogo directo de los personajes), la aparición del roedor obliga a los caracteres y al lector a seguir sus pasos, formando la secuencia que configura al relato en sí. La metalepsis se despliega, de este modo, desde la perspectiva del conejo, son sus saltos los que marcan la pista que después continúan la liebre y la tortuga. Se trataría así, de una metalepsis de narrador, la que provoca la percepción descrita por Winfried Nöth: “en la metalepsis narrativa, los personajes narrados se encuentran con el narrador, que interfiere en sus vidas, como si él o ella pudiera vivir en ambos tiempos, el narrativo y el narrado” (2007: 186). Efectivamente, el conejo se mueve
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de manera transversal, violando los febles límites de cada nivel diegético y con ello, disemina las semillas metalépticas que guían la ruta de la dupla protagonista. Es interesante que la metalepsis se ejecute en paralelo o tal vez auxiliada por la manipulación del tiempo narrativo y la posterior puesta en evidencia de esta misma maniobra. Si una de las funciones tradicionales del narrador es ser quien conduce, dosifica y administra el factor temporal, entonces en este texto esa función se expone, dejando atrás la bambalina habitual. En este mismo ámbito, es destacable que los personajes asociados a la Diégesis interna 2 vivan en una suerte de limbo bibliográfico, al que tenemos acceso solo a través de los saltos (¿cuánticos?) del conejo y sus admiradores; ese limbo es definido por un tiempo otro (distinto a su vez del tiempo del conejo y del que comprende a la liebre y la tortuga), uno al que parecen condenados los personajes, sentados en sus sillas/sillones, congelados en un determinado momento de sus vidas, absortos en las actividades que les han sido asignadas desde su origen, por una caracterización poco detallada o incluso por el cliché, como en el caso del elefante memorioso o el del lobo feroz. Cada uno lee lo que parece ser su correspondiente biografía, titulada con la misma fórmula del libro-matriz de Sáez Castán (El + sustantivo + más + adjetivo + del mundo) y así, en una escena marcada por un lacónico diálogo con la pareja de corredores jubilados, estos personajes dan cuenta de su existencia. Estos caracteres secundarios funcionan aquí como una suerte de sinécdoque de la literatura popular-folclórica para niños: son muchas las historias que podrían ser aludidas en el recorrido del roedor velocista, muchas fuentes, varias tradiciones: la loca carrera del conejo busca involucrar a la liebre y la tortuga a una comunidad textual e interpretativa y con ello, a un lector tal vez menos formado en ese corpus. El momento en que la liebre y la tortuga logran alcanzar a su ídolo, desliza otra información importante; la firma del conejo revela su identidad, se trata de “Pepito el conejo”, personaje de un conocido romance español, o canción de cuna tradicional dedicada a los chicos de mal comportamiento.
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La introducción de esta identidad conlleva al menos un desvío en la lectura que llevábamos a cabo, una entrada nueva que en todo caso, presentamos como complementaria. Tanto Pepito el conejo como la liebre y la tortuga representan a distintas fuentes de una literatura tradicional, folclórica y canónica en la lógica del sistema de la LIJ. Tal vez pudiéramos decir que la liebre y la tortuga representan a un corpus más reconocido, más célebre y de alcance mayormente universal; baste recordar que la historia de estos personajes corresponde, genéricamente, a una fábula y por lo tanto, los nombres de Esopo y de Félix María Samaniego asoman con claridad. En cambio, el origen de Pepito el conejo es menos preciso y de proyección más limitada, no obstante, el giro escritural introducido por Sáez Castán, reivindica al conejo e instala una suerte de debate entre tradiciones distintas pero amalgamadas en el gran acervo de la literatura para niños. Podríamos hablar acá de una tradición más bien formativa (educativa, moralizante, a ratos doctrinaria) de la cual la fábula es su emblema, frente a otra que apuesta por el non-sense, y entonces, abre una vía directa hacia un espacio estético, con ansias de autonomía, uno que establece una relación más dialógica con el lector. En esta segunda tendencia tiene cupo una propuesta como la de El conejo más rápido del mundo, es decir, una que está marcada por el desarme y cuestionamiento de las categorías habituales de espacio y tiempo, pero también de las convenciones literarias que se asocian consuetudinariamente con la comunicación literaria. Es en este grupo donde se favorecen experimentos como el que hemos estado revisando, y que se vale del recurso de la metalepsis para construir un producto singular y desafiante.
Cabrera, 181
2. Historias en paralelo + Soporte innovador / Construcción textual: Esta variante es tal vez la menos exclusiva del género álbum, puesto que es posible encontrarla en una gran variedad de tipos textuales y en muy distintos momentos de la historia de la literatura. Con todo, el álbum cuenta con la particularidad del doble código, lo que permite hablar con cierta autoridad de una nueva forma de ejecutar este recurso literario. En rigor, y como parte de las dinámicas que pueden aparecer en la relación imagen-texto, es factible (y más que eso, constatable) que en el álbum existan dos historias conviviendo en el mismo libro. Tal convivencia puede ser más o menos armónica o derechamente, confrontacional. Pensemos, por ejemplo, en la distancia entre lo expresado por imágenes y texto en libros como Carlota y miniatura o Loboferoz. Para poder considerarlo dentro del ámbito metaficticio, el esquema de las historias en paralelo debe superar su dibujo tradicional e involucrar activamente al lector, que debe ir estableciendo paralelos entre las narraciones y así, llenar los vacíos que va dejando el relato. En ese sentido, ciertos álbumes apelan a un rasgo que los hace distintos de otros libros, hablamos del soporte y formato de estos ejemplares. Por lo mismo, el análisis de textos que presentamos a continuación, combina dos de las clasificaciones presentadas en la tabla; la recién anunciada de las historias paralelas con la que apunta al soporte/formato innovador como factor determinante en la construcción textual. La experimentación en torno al soporte y formato de un libro suele obedecer, en al ámbito de la LIJ, a dos tendencias o intereses distintos: la primera y más conocida es la que lleva a producir los libros-objeto, los libros-juego y las múltiples variantes del pop-up o troquelado. En este primer y amplio grupo se cuentan los libros que propician el acercamiento al mundo por medio de los sentidos: libros para tocar, apretar, oler y hasta gustar. Es este corte, en todo caso, el menos abocado a las preocupaciones literarias, de hecho, pocos de esos textos constituyen ejemplos de literatura para niños y son, más bien, libros infantiles. Un segundo grupo vincula la innovación material a la búsqueda expresiva, y configuran así, libros tan llamativos como excéntricos, ejemplares que dislocan al lector tradicional y obligan a retomar la pregunta por el destinatario, cuestionando así la etiqueta
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de “infantil”. En esta selección, el soporte adquiere variantes producidas a partir de una directriz lúdica; la idea general es que el libro, más bien el objeto, se concrete solo en la medida en que el lector lo manipule. Es cierto que esta idea general (que indica que un libro es una potencialidad que adquiere carácter vivo cuando alguien lo abre y lee) está muy extendida y tiene poco de novedosa, no obstante, en el actual panorama de la LIJ, existen algunos títulos que redefinen este lugar común. Los títulos a los que aludimos, y que detallaremos a continuación, necesitan imperiosamente de un lector activo, curioso y abierto al juego, un lector que dé cuenta de las posibilidades expresivas del material que tiene en sus manos. Si bien las historias en paralelo no pueden considerarse particularmente novedosas, sí podemos estimar como inéditas ciertas variantes escriturales que aprovechan las condiciones particulares del género álbum. A partir de la doble codificación, el picture book demuestra que es posible construir una narración en paralelo que se ve complejizada por el diálogo entre palabras e imágenes. Un ejemplo canónico es Voces en el parque (1999), texto de Anthony Browne en el que la narración podría pertenecer a cualquier tradición literaria, a pesar de que el rol de las imágenes en la construcción del relato es fundamental. Resulta en todo caso mucho más innovador el juego de reverberación que producen esas ilustraciones, en especial las que aparecen en segundo plano o conformando los paisajes donde se desarrolla el cuento. Las alusiones y referencias apuntan a elementos reconocibles de la cultura visual contemporánea y provienen de ámbitos distantes; como ocurre usualmente en los álbumes de Browne, la mirada se mueve desde Magritte hasta King Kong. Las copas de algunos árboles y las oscuras nubes sobre el parque, remiten a los sombreros característicos de los individuos pintados por René Magritte.
Cabrera, 183
Como sabemos, se trata de una narración estructurada por cuatro versiones o puntos de vista de una misma escena: una tarde en el parque de una gran ciudad. Las voces son distinguibles por el tono y el uso de determinados registros léxicos, pero también por la utilización de tipografías que van marcando la entrada de los respectivos narradores. Un caso similar al descrito es el de la saga Carlota, de Pierre Lé Gall y Eric Heliot, en el que la ilustración muestra su cara más vanguardista y desautomatizante. La protagonista – una niña de conductas y opiniones insoportables – relata su particular versión de la vida con sus padres, sus aventuras en el colegio, y su distorsionada concepción del mundo.
La contradicción es manifiesta: el panorama que construye Carlota no se condice con lo exhibido por las imágenes, y ahí está la base de lo que Silva-Díaz (2005) ha marcado como el dialogismo en la lógica interna del libro álbum.
Despliegue, lea y disfrute: Tener un patito es útil Distinto de los ejemplos ya mencionados es Tener un patito es útil (2007), el muy llamativo álbum de Isol, concebido como un relato de construcción en paralelo. Tal como ocurría en los casos antes reseñados, existen al menos dos puntos de vista para narrar una misma historia/escena, pero ese tinglado doble cuenta con una abierta innovación en el formato/soporte. El libro en cuestión es un objeto lúdico, enormemente atractivo y coherente en su concepción, abierta al juego. Incluso a nivel paratextual es posible constatar este rasgo: portada y contraportada son, en realidad, un estuche, una caja que contiene al libro y que además luce la información bibliográfica acostumbrada, código de
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barras incluido. Pero la mayor osadía viene al abrir el libro y para ello debiéramos usar otro verbo más apropiado, tal vez desplegar, por cuanto se trata de un acordeón en el que cada historia se lee a medida que se van desdoblando las páginas/láminas.
Cabe destacar que si bien existen dos historias, ninguna posee la supremacía y el libro puede ser leído desde la que estime el lector de turno. La propuesta cromática es igualmente interesante y consecuente con lo que hemos descrito: el texto está escrito a partir de dos colores; amarillo y celeste (más el color grafito oscuro, por defecto, propio de la tipografía y del trazo que dibuja los caracteres y el espacio); los personajes – un niño y un patito de hule – están perfilados solo en sus líneas básicas, no cuenta con color propio y sus siluetas se funden con el fondo de la página. Esto constituye la reafirmación del estilo de Isol, cercano a los que podríamos llamar la imitación del gesto de niños y niñas al momento de trazar (y en esto, claro, remarquemos la existencia del dibujo como exteriorización de la percepción infantil del mundo). Tener un patito es útil es la que podría ser concebida como la historia primaria (el título del libro es ése, precisamente) pero no autónoma: el final de esta narración es, en la práctica, el comienzo del otro lado del libro: Tener un nene es útil, la versión o el punto de
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vista del patito de hule, que toma el turno del relato y sorprende con su peculiar lectura de las mismas escenas mostradas en la versión original. La lectura de este texto supone una participación muy activa del lector, una que implica un acto físico distinto del habitual y que, en el caso de un lector infantil, podría requerir la ayuda de un adulto (el acordeón, enteramente desplegado, es bastante largo). Junto a ello, exige una lectura/actitud inclusiva y compleja, particularmente desafiante para los primeros lectores, que se encuentran en plena formación de estructuras narrativas y convenciones literarias generales. La metaficcionalidad de un libro como éste es, por lo pronto, distinta en forma y énfasis a las que hemos analizado previamente. Se trata acá de la utilización del recurso en un plano no discursivo, puesto que la apelación al lector (explicitado a nivel de ilustración en otros álbumes, como El cuento del pingüino) ocurre en la manipulación del objeto-libro. Si una de las funciones de la metaficción como concepto es, como propone Waugh, evidenciar la condición de artefacto de la literatura –condición disimulada en la literatura no metaficcional – encontramos en el álbum de Isol una aplicación inédita, que afecta a la relación lector-texto a un nivel estrictamente no literario, sino a través del soporte/formato. Dicho de otro modo, Tener un patito es útil accede al espacio metaficticio a través de un camino distinto del usado por otros textos; una ruta nueva pero complementaria, un puente construido a partir del material lúdico, propio (pero no exclusivo, como hemos visto) de los álbumes que buscan a los primeros lectores. Este último elemento resulta igualmente destacable: es bien claro que el público objetivo (entiéndase esto desde la perspectiva editorial, que propugna la venta del producto-álbum; asúmase este asunto, finalmente, desde la casilla del mercado, en el esquema del sistema literario) del texto de Isol, son los primeros lectores, niños y niñas que aún no acceden a la enseñanza formal y que son introducidos gradualmente en las convenciones literarias por acción de sus padres y otros mediadores. Nos parece que hay aquí un gesto profundamente vanguardista: en lugar de “ayudar” a generar el hábito de la lectura-decodificación de acuerdo a los parámetros de la cultura occidental, esto es, pasar las hojas leyendo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, el álbum de marras obliga al lector (y también al mediador) a considerar el soporte
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como rasgo propio del texto. Su decodificación, disfrute y comprensión dependen, en buena medida, de la toma de conciencia del modo en que sus páginas están articuladas. Asimismo, el hecho de que se trate de historias que ocurren en paralelo exige del lector una apertura y flexibilidad mayores a las requeridas por los textos tradicionales. En resumen, la condición metaficcional de este álbum late en al menos dos niveles y es percibida, consecuentemente, por dos perfiles lectores. En primer lugar, el ya mencionado constructo que se forma a partir del soporte y el formato del libro y las consecuencias que supone para el acto de lectura. Este primer nivel apelaría con mayor fuerza al lector infantil, acicateado por el juego implicado en el despliegue de las páginas. Este ejemplar podría ser considerado en otras categorizaciones (más alejadas de la discusión teórico-genérica) como un libro juguete, sin embargo, optamos por discrepar en este aspecto, dado que, como se dijo al inicio de este acápite, una buena parte de los librosjuguete suele descuidar la trama o definitivamente se trata de libros sin contenido ni estructura narrativos. Tener un patito es útil es un texto altamente complejo en sí mismo, pero mucho más si se lo compara con títulos de la categoría “juguete” y he aquí que tal complejidad nos lleva al segundo nivel del que hablamos antes. El contenido narrativo del álbum se basa en la presentación de una secuencia de imágenes o escenas de la vida y convivencia entre el niño y el patito de hule y el citado vice-versa por cuyo intermedio podemos referir el paralelismo. Desde Bremond, se asume que una secuencia adquiere carácter narrativo en cuanto despliega estrategias de manipulación del tiempo. Tal rasgo – apropiación e intervención del factor temporal – sería característico del género narrativo. Una visión restringida de este asunto llevaría a pensar que, entonces, varios álbumes (el de Isol, incluido) carecerían de lo necesario para poder ser considerados dentro de lo narrativo. Por lo pronto, en Tener un patito… hay solo febles marcas de tiempo que podrían remitir a las prácticas que un niño ejecuta durante un día. De hecho, en ambas versiones, la última lámina alude al final de la jornada, cuestión reconocible por el dibujo de una tina ya abandonada por el niño y donde se ve, por primera vez en soledad, al patito.
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Una vez despejada o asumida la riesgosa posición del álbum en cuestión – riesgosa porque se aleja, como hemos visto, de una de las convenciones basales del actuar literario – cabe preguntarse en dónde descansa su literariedad. Proponemos que la condición literaria del texto de Isol radica en la existencia de los relatos paralelos escritos desde la doble codificación y que conminan al lector a participar de su decodificación-manipulación. Dicho de otro modo, el relato se completa solo en la medida que el lector se entrega al juego de lectura/despliegue que el álbum plantea y esa dinámica se ve enriquecida por las condiciones propias del álbum. Dos modelos para armar: Animalario y Soñario Si antes describíamos un álbum que requería de una actitud lúdica y de una disposición especialmente flexible de parte del lector, esas condiciones necesitan ser reforzadas en el caso de dos libros de Javier Sáez Castán. Hacemos acá una salvedad genérica, equivalente en parte al caso anterior. Se trata de dos ejemplares que podríamos etiquetar con el rótulo de libros-objeto, en una suerte de variante menos infantil, que exige, como veremos a continuación, de un lector más avezado, más competente. Ambos libros muestran un formato similar, basado en la idea de la división-corte de la página en tres partes, en el caso de Animalario universal del profesor Revillod (FCE, 2003) y de dos, en Soñario, o Diccionario de sueños del Dr. Maravillas (Océano, 2008). Los libros contienen sendos prólogos que más allá de cumplir la función habitualmente asociada a ese paratexto, introducen la lógica de la ficción, por medio de la construcción de pequeñas tramas o marcos de referencia dentro de los que los juegos textuales posteriores adquieren otro sentido. El primero de los textos se plantea, además, como un notorio y notable ejercicio de pastiche, que, para su correcto funcionamiento, implica la invención de un personaje, un científico apellidado Revillod, a quien se le atribuye una investigación zoológica de la cual ha derivado el libro en cuestión.
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El subtítulo del libro entrega la clave genérico-estilística: “Fabuloso almanaque de la fauna mundial”. Saéz Castán, en dupla con Miguel Murugarren, desarrolla así un texto que imita rigurosamente el estilo de los antiguos almanaques que se presentaban como compendios del conocimiento empírico y que, con frecuencia, mezclaban informaciones de aspiración científica con bitácoras de viajes y abundantes fotografías/ilustraciones. En el mencionado prólogo, se advierte una de las marcas distintivas del autor-ilustrador; la mezcla de datos reales (o más bien, la mención de elementos comprobables en otros registros), como la alusión a la Academia cartográfica de Suecia con elementos ficticios, como el Instituto Revillod, organización responsable de la difusión de las investigaciones del profesor homónimo. La extensión del pastiche se logra también desde una visualidad que recurre a técnicas tradicionales y al uso del blanco y negro, pero tal como propone Genette en Palimpsestos, la imitación del estilo obedece a un régimen lúdico que conduce finalmente a la escritura de un hipertexto que conserva del original hipotexto su tono o estilo, es decir, se trata de un acercamiento genérico; el nuevo escrito tiene la apariencia general del género al que alude/homenajea, pero se distancia del mismo en sentidos diversos. En el caso del Animalario…, efectivamente se presenta con el reconocible ropaje del almanaque, pero luego, tras el prólogo, aparece su característica principal. Se trata de un libro para armar, en el que cada página/lámina aparece dividida en tres secciones, unidas por un sistema de espiral; existen al menos dos maneras de leer este ejemplar: una, digamos, realista, implica pasar las páginas del modo habitual, como si se tratara de una
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página completa, apaisada. En cada lámina hay una ilustración de un animal, con su respectivo nombre y sobre el espécimen, un breve enunciado descriptivo del mismo. Si se lee de manera tradicional, es decir, evitando el corte lúdico, entonces el discurso será del todo realista: una serie expositiva de animales salvajes retratados en sus lejanos hábitats de origen. Si en cambio, aceptamos el desafío de leer creativamente este libro, cada vez que sigamos el juego de desplegar alguno de los tercios de la página, aflorará la marca ficcional (un animal inexistente, cuestión evidenciada más que por las palabras, por la ilustración asociada) que consagra a este pastiche. Dentro de esa dinámica lúdica, se destaca el rol que los autores atribuyen al lector, a quien le plantean ciertos desafíos, como la búsqueda de cierto animal sin nombre, o aquellos que reciben el mismo nombre.
Es notorio, en el uso de estas estrategias dialógicas, que en este ejemplar el prefijo meta no es exclusivo de la ficcionalidad, sino que afecta a la comunicación en sí: El Instituto Revillod propone una lista de preguntas, a la que Ustedes añadirán un sinfín más. Ahí van:
Identifique al misterioso animal sin nombre
¿Cuántos animales de los aquí comprendidos reciben el nombre vulgar de CAMELLO?
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Algunos animales reciben nombres eufónicos por su hermoso canto. Localice el GAGACANTO y el RINO-RIANO
Curiosamente existen dos animales denominados PERRO. ¿Sería Usted capaz de encontrarlos en menos de un minuto?
La cita anterior corresponde a una suerte de paratexto que aparece en la penúltima página del libro y que manifiesta con total notoriedad la vocación metaficcional del álbum en cuestión: por intermedio del juego se conmina al lector a asumir su parte en la tarea autorial de este ejemplar, esto es, a completar el texto, a encontrarse con los trucos, con el artificio oculto; a desarmar, a vulnerar finalmente el estatus del texto. En este caso particular, el acto de vulneración posee una programación más evidente, la huella es resaltada por los propios autores y de este modo, queda muy claro que el Animalario es un producto escrito-diseñado desde la directriz vanguardista-lúdica de la metaficción. El segundo de los modelos para armar se titula Soñario y está creado desde la perspectiva única de Sáez Castán, quien se hace cargo de palabras e imágenes. Es relevante este dato por cuanto funciona como prueba de la evolución del álbum como género y del desarrollo de marcas autoriales al modo que se registra en otros segmentos o ámbitos de producción literaria. Dicho de manera sencilla, Sáez Castán recorre un camino que lo hermana con los grandes referentes anglosajones (Browne, Jeffers) y con aquellos más distantes pero igualmente mencionados (Kitamura, Tan, Isol). El elemento común a todos estos nombres es que, en un inicio, su trabajo consistió en ilustrar textos ajenos, para luego encontrar en las imágenes, su medio de expresión para desarrollar una narrativa propia. Siete años distancian al Animalario del Soñario y en ese periodo, Sáez Castán ha desplegado una suerte de identidad escritural en el álbum, con títulos que analizamos en otros segmentos de esta tesis doctoral. Se puede, entonces, leer al Soñario como una especie de segunda versión del Animalario, en especial porque se trata de un libro-objeto escrito bajo el mismo criterio lúdico, bajo la misma premisa que permite involucrar activamente al lector en la manipulación del formato-soporte del libro. Son dos las variaciones que aparecen en este segundo texto: se trata, por un lado, del aspecto formal. Las hojas-láminas están divididas en dos partes desplegables de manera
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independiente. Por otro lado, si antes ese juego permitía la creación de animales fabulosos, acá se trata de palabras las que surgen del juego de combinaciones; tales términos parten del cruce original entre los verbos leer y soñar.
Nótese en la lámina la aparición de un conejo, que funciona como un indudable referente de la tradición en LIJ y más en concreto, como un nexo con el universo carrolliano, modelo absoluto de literatura experimental en el ámbito infanto-juvenil. Tanto es así, que una vez instalada la lógica del sueño (lado derecho), el conejo, antes retratado de manera realista, toma las vestimentas, adminículos y modos del personaje ficticio desarrollado por Lewis Carroll. Posteriormente, el despliegue y el diseño mismo de las páginas permiten la aparición de nuevos conceptos. A pesar de que en este libro cada lámina se divide en dos, el corte es horizontal, lo que se aprovecha por medio de la instalación de tres columnas de texto: la primera describe al objeto onírico, la segunda lo nombra (y usa una tipografía más grande y vistosa) y la tercera, explicita su significado. Algunos ejemplos obtenidos de la decodificación-despliegue-lectura del álbum son: Draque (dragón + bosque): animal fabuloso donde se esconden los animales salvajes / Significa el hallazgo de un tesoro en el jardín de un vecino que te obligará a huir.
Elellena (elefante + ballena): mamífero con trompa que vive en todos los mares del mundo / Es señal segura de que algún día padecerás un fuerte resfriado que te ayudará a crecer uno o dos centímetros más.
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Isbe (isla + nube): Gran masa de tierra que flota en la atmósfera / Promete unas sensacionales vacaciones para cinco personas y un animal de compañía que traerá buñuelos de viento para merendar.
Los tres ejemplos anotados previamente son una muestra representativa de los 144 objetos que el libro presenta; en ellos se advierte la tendencia al humor absurdo, a las asociaciones insólitas, a las variantes creativas (¿creacionistas?); hay en este álbum, en resumen, una abierta vocación por el non-sense. Aquello que claramente estaba presente en el Animalario, pero orientado a un juego/pastiche de vaga inspiración zoológica, adquiere acá un tono más crítico, más irónico. Aun manteniendo las marcas del pastiche, el Soñario va tal vez un poco más allá, parodiando a uno de los ámbitos más influyentes en la aparición y el desarrollo de la literatura de vanguardia, nos referimos, claro, a la interpretación de los sueños. En el subtítulo del libro de Sáez Castán ya se evidencia este nexo: Soñario o Diccionario de sueños del Dr. Maravillas. En el paratexto introductorio, Sáez Castán (parapetado tras las ropas del ficticio especialista) destaca los beneficios del texto, al que presenta como una especie de panacea que le permitirá al lector obtener básicamente todo lo que quiere, a partir de la lectura y consideración de sus sueños. Es evidente en este prólogo el tono de charlatán del autor, resumido en la fórmula de cierre
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del texto: “Ahora ya lo sabe: LEA… SUEÑE… Y, SOBRE TODO, SEA FELIZ”. (mayúsculas en el original) Resulta interesante contrastar este texto introductorio con el contenido mismo del libro, comentado previamente, es decir, aquellas palabras e imágenes insólitas y cercanas al absurdo. Se trata, con claridad, de un álbum escrito bajo la premisa de la desautomatización y que, entonces, busca destrozar las expectativas de lectura generadas en el mensaje introductorio. Por supuesto, esto se vincula con las lógicas de comunicación textual que son inherentes a la condición genérica de los escritos; si en la introducción se presenta un tipo de texto al que se atribuyen ciertas facultades, no se espera que tales artilugios aparezcan revelados en el cuerpo del texto de la manera en que lo están, esto es, solo a un nivel claramente paródico, lúdico y satírico. El mismo hecho de que las figuras del sueño se obtengan de la combinación de láminas y sílabas (al estilo de los manuales de juguetes o los de armado de muebles) resulta poco riguroso, poco serio. Los materiales del escenario onírico – de suyo tan poco tangibles, tan inmateriales – lucen aquí como piezas de un mecanismo ajustable a las necesidades de cada manipulador. No es menos claro que la alusión burlesca no afecta solamente al género parodiado, sino también al lector de ese tipo de texto. En este falso diccionario de sueños no encuentra el lector/usuario menesteroso una posible respuesta a sus dudas oníricas. Con todo, el Soñario excede el juego meramente hipertextual y gracias a las peculiaridades obtenidas del formato/soporte, logra plantear una atractiva trayectoria espacial-semántica. La primera lámina del catastro del Dr. Maravillas dice “Nube: Masa de vapor acuoso que flota en la atmósfera / Predice la visita de una tía –abuela con un perrito que traerá buñuelos de viento para merendar”.
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Las siguientes criaturas pertenecen también al ámbito de lo aéreo: dirigible y cigüeña. Luego, se registra un cambio de espacio, esta vez el foco apunta al mar: ballena, buque e isla. Más tarde, la pesquisa nos lleva a la tierra por medio del elefante, autobús y bosque. Finalmente, se exhiben elementos que remiten al fuego: dragón y ferrocarril. Evidentemente, Sáez Castán establece un juego de referencias con los cuatro elementos formantes de la naturaleza. Resulta ser esta una maniobra muy significativa en cuanto contribuye a la creación de un mundo otro, centrado en el hábitat onírico, en el que otras reglas norman el funcionamiento de las cosas. Al utilizar los mismos factores que en el mundo real, el autor logra fijar un vínculo aun más sólido entre los mundos y sus respectivas lógicas: ambos universos están formados por los mismos materiales. Se retoma así la visión que sostiene por ejemplo, el psicoanálisis: la interpretación de los sueños se hace a partir de la existencia de un lenguaje simbólico, similar en formas al utilizado/construido por la literatura y así, es factible leer ciertas correspondencias entre un mundo y otro. Ese juego de similitudes es el que está en la base misma de la escritura paródica de este libro. La última lámina del Soñario corresponde a la casa: “Edificio para habitar / Predice una semana leyendo los mejores cuentos en compañía de un buen amigo en medio de gran felicidad”. Es notorio el camino que anunciábamos al inicio de este comentario, esto es, del cielo a la tierra; desde la condición vaporosa e inasible de las nubes a la solidez y estabilidad de la casa, símbolo por antonomasia del hombre en sociedad. La ilustración que aparece en
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tal página resulta elocuente en términos de demostrar que este último objeto resume o contiene la existencia de los cuatro elementos antes referidos. De hecho, la casa en sí misma, la manifestación del poder humano sobre la naturaleza, en ella los elementos están dominados y en función de las necesidades de sus habitantes. En el caso concreto de la casa del Soñario, las ventanas revelan la presencia semi-domesticada de las criaturas oníricas que antes han aparecido en el libro.
Se aprecia una casa de dimensiones curiosas, con dos pisos y ático, pero muy estrecha y con líneas geométricas que producen la sensación de elevación e ingravidez; lo anterior se refuerza al observar que el lugar donde está situada la construcción es poco específico, se ve más bien bosquejado, aislado de un eventual paisaje mayor. Otro elemento en apoyo de lo que decimos es una chimenea de la cual sale un humo blanco y esponjoso más similar a una nube que al desecho de la combustión. Al ser esta la ilustración final del libro, es también la única que no se divide en dos partes, cuestión que confirma la condición especial y distintiva de esta lámina. Y es aquí donde aparece un nuevo pliegue para la lectura de esta imagen: aunque en apariencia es tangible y hasta pesada, la casa del Soñario es, finalmente, otro producto onírico en el que habitan tres imágenes que corresponden a las tres premisas que dicta el hipnótico Dr. Maravillas: leer, soñar y ser feliz.
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Como se aprecia en esta lámina, un niño sueña, por un lado con una colorida y enorme mariposa y por otro, con un pulpesco monstruo marino presto a engullir a una vaca. Son esas imágenes las que vuelven a aparecer en la lámina de la casa, esta vez, abandonando los círculos en los que estaban enmarcadas, para ahora situarse en la parte baja de la construcción, en aquellas aberturas que dan algo de aire al sótano de la casa. Las criaturas del sueño (que en esta nueva versión lucen algo cambiadas: la mariposa menos colorida y más pequeña, el monstruo, sin ventosas en sus tentáculos y sosteniendo una botella de leche) viven, así, en la base de la construcción y constituyen de esa forma las raíces del ser humano. Entre los muchos detalles significativos de la escena destaca el cambio de color a la altura del inicio de la primera planta de la casa, el que coincide con el torso del niño que sostiene y lee un libro en el umbral de la puerta de entrada. El límite del inframundo onírico lo marca entonces la presencia del libro abierto, leído en voz alta por el niño (objeto de estudio del Dr. Maravillas) y escuchado y observado desde el segundo piso por una (¿irreal, imaginada?) niña rubia (¿Alicia?); aflora nuevamente la triple directriz del estudioso del sueño: Leer, soñar y ser feliz. Una última consideración parece pertinente para referirse tanto a Soñario como al Animalario, aunque tal vez con mayor fuerza al diccionario de sueños, básicamente – como se verá – por su (falsa) condición de diccionario. En ambos textos, reverbera la herencia saussareana de la construcción del signo lingüístico; la distinción-complemento entre
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significado y significante. Como se ha dicho, cada lámina expone la definición de un objeto (significado), acompañada de una imagen (significante) que funciona como una mediación visual del concepto en beneficio del lector. Hasta ahí, la correspondencia con la extendida teoría lingüística es amplia; sin embargo, cabe recordar que las definiciones que ambos compendios entregan contradicen la lógica de los hipotextos a los que parodian. Esos géneros base (almanaque y diccionario) son, en primer término, textos no literarios y en segundo lugar, tienen mayor sujeción a las lógicas del mundo “real”. Así, los álbumes-objeto de Sáez Castán practican un extendido pastiche respecto de las formas a las que tributan, pero además, expanden su acción imitadora/transformadora a la lógica del signo lingüístico. El Soñario resulta particularmente desafiante por cuanto toma palabras del uso habitual para definirlas desde el programa onírico/non-sense de acuerdo al que está escrito el libro; en este último sentido, se aleja de la discutida fijeza y cuadratura de la teoría lingüística francesa y se avecina a las preocupaciones posteriores, vinculadas a la preocupación por el lector y por la situación comunicativa. En términos de Wittgenstein, "El significado de una palabra es su uso en el lenguaje” (61) y ahí radica la propuesta creativa del libro en cuestión. No solo se trata de un ejercicio paródico respecto del diccionario como género, sino de una reflexión acerca de las palabras en sí mismas, un revulsivo ante la eventual calcificación del signo lingüístico. Si es el uso el que determina el significado de una palabra, resulta interesante el hecho de que Sáez Castán construya un texto que apunte efectivamente al uso de determinadas palabras en la vida práctica. La esfera de uso del género de marras es la de la cotidianeidad, pero Soñario llega a ésta desde la excentricidad, de la mano de la desautomatización y del extrañamiento. Así, tanto el diccionario de sueños como el almanaque zoológico funcionan como cuñas o portales de irrealidad, intersticios en donde campea una de las premisas de la metaficción definida por Waugh: explorar la posible ficcionalidad del mundo externo a la literatura ficcional.
4. Relato especular Esta variante escritural suele ser definida como una narración que está enfocada en ella misma y donde es fundamental el recurso de la puesta en abismo, que cuenta con una
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legitimada definición a nombre de Dallenbach: “any internal mirror that reflects the whole of the narrative by simple, repeated or “specious” (or paradoxical) duplication” (1989). Efectivamente, es común entre los especialistas referirse al espejo como la imagen que mejor representa al recurso en cuestión. Probablemente, esto se relacione con el hecho de que la mise en abyme es practicada en el ámbito de la pintura, en donde cuenta con referentes ampliamente conocidos, entre los que destaca Max Escher, quien hizo de esta herramienta, una auténtica arte poética.
Max Escher: Mano con esfera, 1935.
En este sentido, cabe destacar la gran ventaja genérica que luce el álbum ilustrado, al estar construido desde una visualidad discursiva que permite renovar el recurso especular y a veces, hasta exacerbarlo. Tal vez pueda parecer cuestionable que el álbum recurra a las imágenes para lograr el efecto especular, en comparación, claro, con las prácticas de la narrativa no visual, que muy meritoriamente logra el dibujo del espejo usando solamente las palabras. Sin ánimo de resolver la eventual polémica, digamos, por una parte, que tal apreciación crítica no considera la naturaleza híbrida del álbum y, por otra, equivoca el foco, puesto que el picture book no pretende un acercamiento mimético a la realidad (objetivo especialmente lejano en el caso de los álbumes metaficcionales), sino una (re) creación de una realidad otra y en esa línea es que podemos ubicar al álbum en un sitio más cercano al arte de vanguardia, aunque, por supuesto, desde una perspectiva posmoderna, es decir, de post vanguardias.
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Con todo, la presencia de este fenómeno en un texto literario suele ir asociada a la conformación de un discurso estético desautomatizante (como ocurre, por ejemplo, en cierta literatura del absurdo), cuestión de la que no escapan ciertas manifestaciones de la LIJ actual. Es claro, en este sentido, que la consideración de un doble lector de esta literatura, permite proponer innovaciones que puedan no ser percibidas como tal por el lector infantil, con menos herramientas para juzgar un asunto como este. A pesar de lo dicho, este lector accede a la propuesta a partir del cariz lúdico que supone: la subversión de los límites, el rompimiento de las reglas del juego, la instauración de la lógica del mundo al revés, son tropos perfectamente ubicables en las prácticas culturales infantiles. Uno de los álbumes más desafiantes es el creado por el ilustrador suizo Jorg Müller y editado por Serres en 2002. Se trata de El libro en el libro en el libro, cuya trama puede resumir en buena medida las discusiones teóricas sobre metaficción. El libro aprovecha todos y cada uno de los recursos que el objeto en sí provee. En primer lugar, se destaca la portada, que simula un papel de regalo que ha sido desgarrado (probablemente, por ansiosas manos infantiles) y que anticipa la primera página del libro como tal. Es, en todo caso, el primero de muchos trucos y cazabobos lanzados a un lector que es constantemente removido.
Decíamos antes que en este tipo de textos, es usual el recurso de la puesta en abismo, célebre en los trabajos de pintores como Van Eyck y Escher, este último es aludido en el álbum del que hablamos, por medio de una ilustración que evidencia el vínculo intertextual,
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estableciendo un grado de comunidad ideológica (el arte concebido como espacio de experimentación y vanguardia) entre los autores. La puesta en abismo supone un trato distinto entre el autor y el receptor, uno en el que la pasividad tradicional es reemplazada por un llamado a la acción, una apelación directa a entrar en el universo ficcional. Es eso lo que sucede en la trama creada por Müller, en la que la niña dueña del libro se introduce, literalmente, en el texto, siguiendo la voz de auxilio del propio autor-narrador, caracterizado, ficcionalizado (autoficcionalizado, como veremos, en palabras de Phillipe Lejeune). Los recursos de Müller, entre los que destaca un par de anteojos 3-D para el lector, dan cuenta de una visualidad desatada que disputa el turno de la narración a cada momento con las palabras. El periplo de la protagonista por las entrañas del libro es también un viaje introspectivo de la propia literatura infantil en su fructífera alianza con la ilustración, de ahí la alusión a la persistente aparición de conejos (y no de gatos, como sugiere la niña, es decir, la lectora) en los textos para niños y el (auto) retrato de un autor incapaz de resolver el problema narrativo que ha planteado. Es significativo el hecho de que sea la propia lectora la que rescate de las profundidades narrativas al supuesto responsable de la historia y que además, lo haga en parte, a cambio de una nueva historia, en las que algunos elementos son definidos por la niña. El ejemplo en cuestión resulta muy ilustrativo respecto de las posibilidades del relato especular en el ámbito de la LIJ, no obstante, volvemos ahora sobre el corpus en lengua castellana, esta vez, con un autor español, Antonio Ventura, en dupla creativa con la ilustradora Carmen Segovia. La trama de El cuento del pingüino (2008) – finalista de la novena versión del concurso A la orilla del viento, del FCE – gira en torno a un insulso episodio: el pingüino Carmelo llega tarde a una cita en casa de su amigo Daniel y, como la reunión ya ha terminado, se distrae hojeando unos libros; en uno de esos ejemplares, dos niños, vestidos de manera poco usual (la ilustración es algo perturbadora, a decir verdad) dialogan acerca de cierto pingüino que ha llegado tarde a una cita. El desenlace de este breve texto reafirma lo que hemos venido diciendo en torno a la puesta en abismo: el
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enfrentamiento a un espejo suele ser un ejercicio de reflexión, de desarme y apertura a la duda. Si antes describíamos el funcionamiento de la metalepsis como base del juego metaficticio, ahora es momento de observar de qué manera ese mismo recurso colabora en la construcción de un tinglado aun más complejo, en el que la ya alicaída huella de la convención, acaba por desaparecer. Y es que, si es factible graduar la profundidad de la dinámica metaficcional, entonces el relato especular correspondería a la máxima intensidad posible. En términos generales, la utilización de la puesta en abismo como recurso escritural implica la introducción de un nuevo relato al interior del original; la nueva diégesis cuenta con todos los elementos que la hacen reconocible como tal, pero además, se la presenta enfrentada con la historia base. Tal enfrentamiento deriva en una situación de complementariedad y dependencia; una vez ensambladas, las narraciones resultan inseparables, estructural y semánticamente. No obstante, a esta fórmula le falta un elemento y este es la explicitación de la existencia del lector; si bien esta maniobra puede ser ejecutada de muy diversas formas, resulta interesante constatar que en el álbum, es la ilustración la que asume mayormente la responsabilidad de esta tarea. Veamos, esquemáticamente, cómo se despliega el relato especular en el caso concreto de El cuento del pingüino:
Historia 1: el pingüino
historia 2: contenida en el
fusión, complemento y
Llega tarde a la cita
libro que revisa el pingüino
dependencia de ambas Historias: formación de
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El borde grueso representa al libro en sí, como soporte/contenedor y partícipe de la ficción. El borde punteado, en tanto, da cuenta del rol del lector, que tiene acceso no solo a la narración, sino al proceso mismo de su creación.
Dos momentos aparecen como fundamentales para entender el funcionamiento especular del álbum en cuestión. El primero sucede cuando Carmelo abre un libro cualquiera, sacado de la abundante biblioteca de su amigo. La ilustración no deja lugar a dudas, el tema del libro escogido es la situación misma del lector y de ahí la reacción del pingüino, de abierta perturbación. Este primer momento se ve reafirmado por una imagen que resulta emblemática para los fines del análisis que estamos promoviendo. Hemos dicho que parte de la novedad que aporta el álbum al panorama metaficcional es el hacer evidente que hay un lector que no solo es parte del proceso comunicativo, sino que es protagonista de la construcción del texto. Pues bien, en este ejemplar, Ventura y Segovia (tal vez acá el mérito pertenezca a la ilustradora) confirman nuestra tesis con un dibujo que resulta tremendamente significativo:
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Es notorio que en la ilustración se pone en práctica una de las variantes metaficcionales más características del álbum, se trata de la representación de la propia página, recurso utilizado en varios títulos del corpus seleccionado, pero que solo a veces alcanza un grado de significación más relevante. En este caso, no se limita al dibujo de la página, sino que introduce al lector en dos planos: el primero y explícito es el que apunta al pingüino como lector del libro cuya trama está protagonizada por los niños Guillermo y Alicia. Cabe notar la decisión de la ilustradora, de dotar al pingüino de manos humanas, lo que nos lleva al segundo plano anunciado: las manos de Carmelo sostienen el libro que nosotros también estamos sosteniendo y leyendo. Así, los pulgares del pingüino y los del lector de turno se mimetizan y confunden hasta provocar la vertiginosa sensación de estar dentro del libro. Al respecto, Silva Díaz sostiene que “al incluirse la página como un espacio narrativo se produce un cortocircuito entre lo que en las narraciones canónicas está claramente delimitado como dentro y fuera de la narración. Este cortocircuito hace consciente al lector acerca de que lee un libro y que lo que éste contiene descansa sobre un soporte real” (2005, 18). Así entonces, la convención que domina (cada vez menos, a decir verdad) el ámbito de la LIJ muestra su debilidad frente a las manifestaciones surgidas a partir de la lógica posmoderna de producción cultural; el relato especular, frecuentemente asociado a formas disruptoras de la literatura “adulta”, aparece con fuerza en el sistema de la literatura para
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niños y jóvenes aportando un contenido que redefine al lector de esta literatura. La apelación a este lector (por medio de vocativos diversos, unos más efectivos que otros, pero todos guiados por una preocupación lúdica) nos vuelve a enfrentar con el problema al que nos hemos acercado en otro momento de este trabajo: ¿quién es el lector modelo de un álbum?, o la pregunta derivada de la anterior, ¿qué clase de lector es el que configura un eventual plan de lectura dominado por lecturas como las que estamos refiriendo? Como es habitual, cualquier especulación relativa al problema de la formación de una competencia literaria, queda limitada por el factor temporal y los lentos, pero igualmente impredecibles movimientos al interior del sistema educativo. Ambos elementos (el transcurso del tiempo y la lógica educacional) son mediadores de lo que concebimos como lo convencional, de ahí que pueda esperarse un cambio importante en este concepto. Pensemos, por ejemplo, en un objeto poético de espíritu vanguardista, como el “quebrantahuesos” de Parra, introducido en el ámbito escolar, respaldado incluso desde el nivel ministerial, presentado como sugerencia de actividad para la clase de lenguaje en un texto de carácter oficial. En la práctica, digamos, en el aula, es fácilmente constatable la exitosa penetración de un modelo escritural como el referido: el quebrantahuesos constituye hoy por hoy una práctica habitual en los establecimientos educacionales de nuestro país. Esa es la línea que sigue nuestra argumentación en “defensa” del álbum metaficcional frente a la natural y espontánea crítica del lector promedio: es cierto que este tipo de picture book no resulta accesible (en el máximo grado de construcción textual-semiótica) a un lector infantil con un acervo literario en formación; sin embargo, esa misma “carencia” transmuta en llave maestra, en herramienta de apertura a nuevas formas estéticas, a nuevas formas de pensar el proceso de la comunicación literaria. Para cerrar el comentario al álbum de Ventura y Segovia, reafirmemos el carácter anticonvencional del texto por medio de la mención de elemento paratextual; por supuesto, ciertos paratextos de los álbumes debieran ser considerados en una categoría distinta a la definida en su momento por Genette. Decimos esto por dos razones principales; la primera es que el texto teórico que contiene la definición del concepto, fue escrito en un momento histórico previo al surgimiento del álbum como género; la segunda, es que el álbum es
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concebido desde una visualidad constructora de significados complejos, que exceden a la superficie y así, un paratexto visual como el que vamos a referir se presenta como una clave de lectura fundamental.
En la página opuesta a la ficha bibliográfica del álbum y justo bajo el título y la autoría, Ventura y Segovia insertan un pequeño rectángulo, que simula una etiqueta, estampilla o timbre, elementos distinguibles en antiguas colecciones de bibliotecas. La figura es de color amarillo (tal como la portada del libro en sí) y aparece un pingüino con un libro en la mano. El animal ha sido recortado desde otra fuente y está pegado en el ya dicho rectángulo, finalmente, bajo el mamífero, se observa la inscripción “Ex libris”. De acuerdo a la definición que entrega el diccionario de la Real Academia de la Lengua española, este latinismo significa, literalmente, “de entre los libros” y es claro que, extendiendo el concepto, el álbum en cuestión puede ser visto como un objeto construido a partir de otros libros. La trama de El cuento del pingüino surge “de entre los libros” de la amplia biblioteca universal de la LIJ y es más, el espacio en el que está situada la acción, es un ambiente que evidencia su condición de artefacto construido desde la ficción. Dice en un momento Carmelo, buscando razones que expliquen su tardanza: “ – Mira, Daniel, sabes que no resulta nada fácil orientarse en un mundo de papel…” Y su declaración se ve reforzada por los dibujos que forman el particular paisaje exterior a la casa del anfitrión: se trata de trozos de papel lineado, como el de los habituales cuadernos de estudio, material sobre el que se ha ejecutado un par de bosquejos que hacen las veces de coordenadas espaciales. Es más, estos pedazos de papel han sido arrancados de su soporte
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original, del cual todavía hay huellas, distinguibles en las orillas: las hojas fueron sacadas de un cuaderno con espiral. Pero las marcas de la materialidad no terminan ahí: cuando Daniel se retira de escena para buscar el té que le ha ofrecido a Carmelo, es posible observar que el primero de los mencionados se apoya en lo que, a primera vista, es el marco de una puerta, pero que luego advertimos, es un libro que asoma unas añosas páginas contenidas entre dos placas de tapadura.
La pertenencia/dependencia de este libro a otros libros se confirma al irrumpir la diégesis dominada por la presencia de los niños. Guillermo y Alicia (difícil evitar la referencia a Hansel y Gretel) abren el libro que contiene la historia de los pingüinos y al hacerlo, se despliega la figura de la casa de Daniel, en la que ocurre la acción inicial. Los niños están leyendo entonces un libro pop-up o troquelado, catalogado habitualmente como un libroobjeto e incluso conocido como libro-juguete. La principal función de un ejemplar de este tipo es la de permitir la familiarización del nuevo lector (el que, normalmente es aún un no lector, es decir, no sabe leer) tanto al soporte bibliográfico como a la práctica social asociada a la lectura. Parte del proceso generador de cercanía con el libro/lectura se basa en la repetición de historias que tengan un esquema similar y que permitan así la distinción de las primeras convenciones asociadas a la literatura. Es interesante la maniobra que Ventura y Segovia llevan a cabo en este texto, puesto que subvierten lo que hemos venido diciendo
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sobre este particular tipo de libro, al presentar una trama (el encuentro de los amigos) compleja y de alcances metaficticios. El gesto confirma, por una parte, la vocación vanguardista de este álbum y por otra, la complejidad inherente a la pregunta acerca del destinatario final de este género. Junto a lo anterior, esta figura de un libro construido a partir de otro nos entrega un buen enlace con el próximo título analizado. Dos bobas mariposas: homenaje, burla y reescritura especular. Este álbum, publicado por Javier Sáez Castán resume en buena medida lo dicho hasta ahora sobre los picture books metaficcionales: está escrito desde una matriz intertextual y como tal, deriva – lógicamente – en el terreno de la ficción autoconsciente. La exacerbación de ambas prácticas facilita el ejercicio especular, que se ve reafirmado por la decidida acción del doble código palabras/imágenes. Respecto del ejemplo analizado previamente, en Dos bobas mariposas (Serres, 2008) la puesta en abismo se desarrolla de un modo más convencional, es decir, más centrado en la realidad intra e intertextual, con menos espacios de participación para el lector. Con todo, el libro cuenta con un rasgo que lo acerca al título paradigmático de esta variante, el ya mencionado El libro en el libro en el libro. El álbum de Sáez Castán suspende la narración original (abiertamente sosa e insulsa) para introducir a los personajes en el libro que se está escribiendo y que ellos deben culminar a pesar de sus limitadas capacidades. Esta especie de work in progress constituye la marca distintiva de este álbum y el centro mismo de la narración. La trama, como hemos venido constatando en los álbumes metaficcionales, es breve y mínima, a la vez que desconcertante: un aprendiz de dibujo busca consejo y apoyo en su maestro; ambos se comportan torpemente y muy pronto pierden el foco. El maestro, al ver los ejercicios de su discípulo, se enfurece y trata de corregirlos, pero termina al interior del libro que está construyendo su joven alumno, quien seguirá sus perdidos pasos. Al comienzo del capítulo sobre metaficción, propusimos la existencia de una línea que vincula las prácticas intertextuales con la escritura autoconsciente y, siguiendo en esto el camino abierto por Genette, sugeríamos que la literariedad – que el autor francés ubicaba ya no al interior de las obras, sino en las dinámicas entre textos – lucía con fuerza en aquellos títulos que efectivamente lograban productivizar a partir de la escritura de
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hipertextos que derivaban en constructos metaficticios. Pues bien, Dos bobas mariposas es un álbum que ejemplifica de gran forma esta línea que estamos presentando. Desde un comienzo se puede advertir el guiño a un cuento clave en la historia del microrrelato, se trata de El sueño de la mariposa, de Chuang Tzu. En la portada del álbum de Sáez Castán, la referencia es bien clara y está desarrollada a partir de la herramienta de la doble codificación.
Se aprecia con claridad el título de la obra, pero además, el retrato de sus protagonistas, vestidos a la usanza de la China antigua. También es destacable que ambos luzcan manchas de tinta – uno sobre la frente, el otro, en el pecho – que notoriamente tienen forma de mariposa. Como corresponde a toda reescritura, el hipertexto debe marcar ciertas diferencias que lo distingan del relato original y así, si en el cuento chino el breve acontecer se ubica en el mundo del sueño, en el álbum que estamos viendo, la narración se despliega en un ambiente donde prima la lógica del juego. Es relevante esta mención, porque se trata de dos instancias en las que las reglas del mundo “real” quedan suspendidas y es posible esperar que la narración contenga alguna variante novedosa, reflejo tal vez de cierta propuesta estética que guíe al escrito. No extraña, entonces, el traspaso de los personajes de un ambiente a otro, ni menos el hecho de que ese otro espacio sea el de la narración en sí misma y de este modo, el texto se desplace al ámbito especular. A nivel esquemático, la mise en abyme se desplegaría de esta forma:
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Primera diégesis
Segunda diégesis
Tercera diégesis
Maestro y aprendiz
maestro entra en el libro
personajes
Juegan al tonto
aprendiz lo sigue
transmutados /
Corrigen la escritura/dibujo
Su realidad es el libro
Es muy notoria la vocación metaficticia de este álbum, que se manifiesta a nivel visual ya en la primera ilustración, donde se aprecia al alumno llevando consigo el libro que le mostrará a su maestro y que corresponde al mismo libro que el lector tiene en sus manos. Esta maniobra escritural puede considerarse como una constante en los textos del corte que estamos estudiando, hasta el punto de convertirse en un gesto en otros álbumes que no desarrollan la veta metaficcional al modo en que lo hacen los que ya hemos referido y analizado. Tal vez el elemento que diferencie a este álbum de otros ejemplares autoconscientes, sea el constante movimiento de ida y vuelta con su referente o hipotexto. Si bien al inicio del texto se alude al relato de Tzu de la manera ya descrita, sobre el final de la obra de Sáez la mención es mucho más directa y es más, el desenlace bien parece una cita del texto chino. Los personajes se felicitan por haber concluido la escritura del libro y el aprendiz lanza esta frase: “– ¿O quizá fue el libro quien nos hizo a nosotros?” (Sáez Castán, 32). La sentencia se ve reafirmada por el último dibujo del álbum:
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Junto a la elocuente imagen que explicita la metamorfosis de los personajes, aparece citado un proverbio (“Un libro es un jardín que se lleva en el bolsillo”) que, a primera vista, calza perfectamente con la trama del álbum en cuestión, pero que más allá de eso, desliza otra clave de lectura intertextual. La lámina citada atribuye el proverbio a un autor cuyo nombre, por estructura y sonoridad, remite a la lengua china. Hasta acá, no parece sorprendente la cita, dado el ambiente de reminiscencia oriental en el que se desarrolla el álbum. No obstante, al buscar la fuente del proverbio, aflora la trampa escritural de Sáez Castán. Según el diccionario de símbolos de Biedermann, el texto pertenece a la tradición árabe y no se asocia a un nombre en particular. Tal vez a riesgo de especular más de la cuenta, sostenemos que en este acto de citación aparentemente fallido, subyace el último gesto vinculante del álbum. El relato de Chuang Tzu, que da origen al álbum ilustrado, aparece en la legendaria Antología de la literatura fantástica (1940), de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Y es justamente con ese libro o más bien, con ciertos hábitos escriturales del primer antologador, que extendemos el vínculo. Conocida y estudiada es la práctica borgiana de citar textos inexistentes y/o de acomodar y mezclar fuentes en el ánimo de formar un universo estético con reglas propias. Pues bien, Sáez Castán lleva a cabo una maniobra similar y que corresponde quizás en más de un sentido, a un homenaje a Borges. Por un lado, lo ya dicho respecto a la inclusión del cuento de Tzu en
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la Antología y por otro, el hecho de que el origen del proverbio sea de la tradición árabe, es decir, una de las fuentes más queridas, respetadas y trabajadas por el autor de El Aleph. Durante la pesquisa por la identidad de Li-Dong, aparecieron dos datos que pueden parecer lejanos del centro de la discusión, pero que presentamos acá como una información que de alguna manera puede entrar en juego con la propuesta de análisis que estamos desarrollando. El primero es acerca de la sonoridad del nombre y su significado: la expresión “Lidong” significa el inicio del invierno y su campo semántico pertenece al del calendario solar. Nuevamente, es poco probable que esto corresponda a una coincidencia, en especial porque Sáez Castán practica, como ya se dijo, una cita falsa y entonces, el nombre del autor exuda deliberación. Resulta muy interesante el juego que se instala a partir de este dato y, en especial, al cruzarlo con el proverbio ya referido. El jardín que aparece en el álbum es uno primaveral, con elementos como el vivo follaje de los árboles, la luminosidad de las escenas y principalmente, el nacimiento y posterior vuelo de las mariposas. Esta imagen del jardín como un sitio de belleza ideal, está en la base del símbolo-jardín, como explica otra vez el diccionario de símbolos de Biedermann: “… un trozo de naturaleza arreglado y cuidado artificialmente que en el simbolismo tradicional tiene un significado positivo” (248). El elemento de la artificialidad luce en la definición como muestra inequívoca de la intervención humana en el hábitat y además, facilita el vínculo con el proverbio (falsamente) citado. La analogía planteada en el proverbio (libro / jardín) funciona a partir del hecho de que ambos objetos constituyen mundos creados, universos ficcionales en distintos grados, pero ficcionales al fin. Escritor y paisajista son creadores que trabajan con materiales similares y si se distancian, lo hacen por el menor/mayor apego al criterio mimético. Los productos que estos autores configuran funcionan de manera parecida, es decir, se trata de universos cerrados en sí mismos – con reglas propias, con lógicas internas, autónomas respecto de sus (eventuales) referentes – pero abiertos a la lectura del otro. Así, Li-Dong (y lidong, claro) aflora como un doble creador (al ser un ente ficticio, la condición de hacedor se extiende y recae en Sáez Castán y la especularidad del relato es ahora más compleja, como en el ejercicio de proyectar un espejo frente a otro): autor del proverbio y
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de un espacio artificial que contradice su nombre; en el jardín del álbum, el invierno no tiene lugar, es florecimiento eterno, crisálidas en maduración, libro sin fin. Una última reflexión a partir del nexo que hemos intentado establecer. En el prólogo a la colección, Bioy Casares presenta una suerte de ordenamiento de los cuentos, a partir de lo que denomina “las leyes generales para cada tipo de cuento y las leyes especiales para cada cuento” (Bioy Casares, 6). Una de las categorías expuestas recibe el nombre de Fantasías metafísicas y acá está la definición correspondiente: Fantasías metafísicas. Aquí lo fantástico está, más que en los hechos, en el razonamiento. Nuestra antología incluye: "Tantalia", de Macedonio Fernández; un fragmento de "Star Maker", de Olaf Stapledon; la historia de Chuang Tzu y la mariposa, el cuento de la negación de los milagros; "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", de Jorge Luis Borges. Con el "Acercamiento a Almotásim", con "Pierre Menard", con "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", Borges ha creado un nuevo género literario, que participa del ensayo y de la ficción; son ejercicios de incesante inteligencia y de imaginación feliz, carentes de languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental, y destinados a lectores intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialistas en literatura. (Bioy Casares, 11) La explicación entregada por Bioy puede ser extendida al álbum de Sáez Castán, en especial por la presencia de ciertos elementos que resultan perfectamente constatables en esta obra (mezcla de ensayo y ficción, por ejemplo), sin embargo, lo más interesante es la maniobra irónica que lleva a cabo el autor español, al instalar la discusión seria, destinada, según el citado antologador a “lectores intelectuales”, en el marco de una historia volitivamente sosa, torpe, marcada por los movimientos de un par de personajes que practican juegos estúpidos: un maestro muy poco ortodoxo y un discípulo aventajado en estulticia. La grandeza del texto, diríamos lo sublime, tal vez lo epifánico, ocurre una vez desatada la lógica metaficcional, cuando los personajes han transmutado en mariposas y adquieren una sabiduría impensada, cuando, volando, dan cuenta de la condición autoconsciente del texto. Este desenlace es, al mismo tiempo, un cierre circular desde el eje intertextual; la pregunta última y trascendente de los personajes (nótese la humanización que hacen del libro los personajes, al menos a nivel gramatical: “…fue el libro quien nos hizo”), vuelve a poner en la mesa a Chuang Tzu, escenificando la fantasía
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metafísica y quizás, entregando una posible respuesta a la interrogante del autor chino. La práctica intertextual de Sáez Castán no es solo posmoderna en el sentido que hemos manejado en esta tesis – a la luz de Pavlicic – sino que además funciona como herramienta de articulación del tinglado metaficcional. Si la intertextualidad fue considerada por Genette como el último bastión de lo literario, es la metaficción la que toma el turno generacional y, como hemos visto en el caso de Dos bobas mariposas, asume un rol que no enjuicia ni anula al precedente, sino que lo productiviza en la reescritura. Ambas maniobras escriturales dejan de considerar la trama como el elemento central de la narración y se ocupan, por un lado, de establecer redes con otras lecturas y lectores y por otro, de exponer los esquemas, bosquejos, las reglas y en fin, la lógica misma del narrar. Así, el relato especular lo es al proyectar esos mismos elementos y hacer partícipe de ese acto narcisista al lector; este último se convierte de esta forma en un voyeur interpelado, sorprendido en la observación y llamado por el mismo texto a tomar cartas en el asunto. Tal como proponíamos al inicio, la literariedad vive al interior de esta mezcla de recursos, de esta simbiosis de propuestas innovadoras. 5. Narración cuyo eje es el propio proceso de construcción En esta variante se registra una de las participaciones más características, más específicas de los autores provenientes del mundo visual. Las narraciones que se centran en la escritura misma, son tal vez, de las más practicadas por ilustradores que han derivado en escritores. En muchos casos, estos autores han comenzado ilustrando textos ajenos, pero pronto sus imágenes han adquirido un vuelo expresivo tal que los han legitimado como narradores. Es justo aclarar que este tipo de relato cuenta con una silenciosa tradición cuyos primeros ejemplos datan de mitad del siglo XX. Tal vez si el más citado es Harold y el lápiz color morado (1955), de Crockett Johnson, que inaugura, desde una visualidad predominante, la tendencia a presentar un personaje que construye la historia en la medida en que va dibujando el mundo ficcional sobre una página en blanco.
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Otro caso ilustrativo es Un cuento de oso (1994), de Anthony Browne, que sigue básicamente el mismo esquema narrativo, pero introduce otros personajes con lo que el protagonista (un oso de peluche) interactúa; varios de esos personajes corresponden a arquetipos literarios infantiles, como una bruja.
Existe un auténtico corpus escasamente estudiado en este ámbito, incluso con ejemplos particularísimos, como La línea (1975), de la autora argentina Beatriz Dourmec y el ilustrador Ayax Barnes, nombre clave en la historia de la ilustración para libros infantiles en el país trasandino.
El libro obtuvo el premio Casa de las Américas ese mismo año y fue reeditado en 2003 y reimpreso en 2007 por ediciones Del Eclipse, colección de álbumes dirigida por
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Istvan Schritter. El caso de este álbum es doblemente singular, puesto que fue prohibido en Argentina, una vez instaurado el régimen dictatorial de Videla y los escasos ejemplares se dispersaron por Europa, a raíz del exilio de sus creadores; se trata, probablemente, del único libro álbum censurado, al menos en el ámbito latinoamericano. Siempre en nuestro continente, sumamos a Chigüiro y el lápiz (1997), del colombiano Ivar da Coll, levemente distinto, puesto que el texto no tiene palabras, mas puede ser considerado en la lista que hemos estado detallando.
Existe otro reducido grupo de textos que, en lugar de destacar las acciones de un protagonista-dibujante de su propio universo narrativo, se centra en el conflicto interno de un personaje enfrentado al desafío de expresarse estéticamente; a este conjunto de álbumes daremos énfasis en este trabajo. En estos libros la narración resulta funcional a las dudas que surgen en los protagonistas respecto a las posibilidades creativas de ellos mismos y/o de los materiales con los que trabajan. En este sentido, conviene aclarar que la metaficcionalidad se constata en el hecho de que el texto se construye en la medida en que se comparten con el lector las preguntas, los experimentos y las potencialidades del relato. Aunque no debe ser leída como una regla de oro, hay una observación clara respecto a la autoría de este tipo de textos: se trata, mayoritariamente, de ilustradores o artistas que cuentan con una carrera ligada a la plástica; este hecho ayude, tal vez, a explicar algunos de los problemas presentados en los textos. En cuanto a los antecedentes de esta variante, hay que mencionar a Satoshi Kitamura (Pablo el artista), Max Velthujs (El cocodrilo pintor) y claro, a Anthony Browne (Las pinturas de Willy). La trama de los dos primeros es prácticamente la misma: un pintor
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(elefante en el caso del autor japonés, cocodrilo en el caso holandés) debe ejecutar un cuadro por encargo, pero a poco andar, las dudas son superiores al entusiasmo inicial. Pablo consulta entre sus amigos, quienes le sugieren formas en las que podría pintar el cuadro; Coco decide intentar con distintos estilos y técnicas. Cada libro ofrece soluciones muy distintas a este problema: el cuadro final del elefante integra a todos los personajes que le aconsejaron; en cambio, el cocodrilo – en una decisión más rupturista – opta por entregar a su cliente un lienzo en blanco. El álbum de Browne – emblemático en la producción del autor inglés – varía de los ejemplos anteriores en el hecho de que los cuestionamientos sobre la obra pictórica ya están resueltos. El mono Willy decide re-ejecutar una serie de obras muy reconocibles en la historia de la pintura universal; el ejercicio se hace desde la perspectiva del simio, de modo que si en los originales las y los modelos son humanos, en este álbum son monos, gorilas, chimpancés y orangutanes. Interesante y muy acorde al contexto es la decisión que el autor toma al respecto: la rescritura de textos visuales de amplio reconocimiento se yergue como la respuesta ante la desorientación provocada por la pérdida de peso del supuesto valorativo por antonomasia, la originalidad. Las pinturas de Willy luce entonces como un destacable ejemplo de lógica posmoderna, que privilegia la mezcla de formas, estructuras y significados. Las posibilidades de la materialidad: La cajita En 2003, Marta Vicente, ilustradora y pintora argentina obtuvo el primer lugar del concurso “A la orilla del viento”, de la editorial del FCE con el álbum La cajita, ejemplar de características muy singulares y que lo convierten en una suerte de precursor. La brevísima historia se centra en Manchita, una perrita de miniatura que convive con objetos decorativos de porcelana, que aparentemente, están inanimados. El espacio que configuran las imágenes está claramente estático, anquilosado en otra época, suspendido en un tiempo y contextos difíciles de situar con exactitud, no obstante, todo remite a un espacio doméstico envejecido, deteriorado y frío; de hecho, toda la acción ocurre en un cuarto abandonado de una casa. El estatismo dominante se consigue por medio del uso de una limitada paleta de colores (blanco, negro, grises y pálidos celestes), la
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reconocida frialdad asociada a la porcelana decorativa y claro, la configuración de personajes casi carentes de movimientos y caracterizados a la usanza antigua. Dicho en términos sencillos, se trata de objetos antiguos y anticuados, testimonios de un tiempo agotado, febles ante un mundo nuevo como el que conocerán cuando se abra la puerta de la habitación clausurada. Cabe señalar que en las láminas previas al giro de tuerca de la narración, se advierten ciertas referencias intertextuales gráficas, asociables –sin mucho margen de error – a Las Meninas, de Velázquez. Por supuesto, el vínculo que presentamos acá está basado en la lógica relacional posmoderna, esto es, a partir de la dispersión referencial. En este caso, la puerta entreabierta y la presencia, por un lado, de un espejo y por otra, de un objeto convexo (especular) justifican el ya mencionado nexo.
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La entrada intempestiva (pero igualmente sin movimientos a la vista del espectador) de una vacía caja de cereal remece el ambiente descrito y constituye el punto de quiebre narrativo de este álbum. Plagada de colores llamativos y claro, de un material muy distinto al dominante en la escena, la cajita desconcierta a los habitantes del cuarto aislado, excepto a la silenciosa protagonista del relato, de cuyo ingenio tal vez provengan las transformaciones que experimenta el envase ya mencionado. Aparece acá entonces, la reflexión metaficcional del texto, centrada en las posibilidades expresivas del material. A la vista de los impertérritos espectadores, el trozo de cartón se metamorfosea en castillo, robot, ballena, dragón, sombrero y tren. En cada una de esas maniobras poéticas, el material original va perdiendo su aparente solidez inicial, pero va ganando en espacios de ficcionalidad. De hecho, es interesante constatar que en las guardas del álbum, sobre un fondo de azulejos celestes, se dispersan trozos multicolores de la cajita de cereal. Al paso, se reafirma la capacidad del álbum para expresar, narrar y anticipar elementos de la trama por medio de las herramientas de la doble codificación. A continuación, una de las cuatro guardas del álbum:
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Tal vez convenga señalar que en La cajita, las marcas temporales son mínimas, y entonces, las secuencias que se despliegan en el libro no están ordenadas de acuerdo a una narratividad tradicional, cuestión que permite enfocar la atención con mayor facilidad en el conflicto creativo, verdadero motor de este álbum. En el personaje de Manchita, están contenidas las preocupaciones propias de un hacedor plástico (como es, efectivamente, la autora del texto) y no se escapa a este análisis la existencia de un subtexto crítico para con el entorno. La protagonista se queja de la inacción de sus compañeros de espacio, carentes de diálogos, de gestos y voluntades; incluso el narrador dice: “Manchita se moría de aburrimiento”. La incomodidad del personaje puede leerse como el rechazo a las formas antiguas de la plástica o más bien, a ciertas prácticas que se enfocan a reproducir modelos ya establecidos, contribuyendo así, a su fosilización. Un detalle llamativo es el color de las figuras de porcelana; se trata de figuritas principalmente blancas, con ciertos ribetes y lunares negros. La preponderancia del blanco y la posición estática de las figuras remite sin mucha distancia a los mármoles y yesos usados en la escultura clásica, piezas excluyentes hasta finales del siglo XIX. Frente a esos rasgos, la ductilidad y coloración de la cajita resaltan casi violenta y paradójicamente, porque hay que considerar tres elementos centrales de la constitución de este elemento catalizador. Por un lado, la condición ‘moderna’ del objeto en cuestión, representativo de un modo de vida, de unas prácticas sociales que poco tienen que ver con el tiempo en el que parece estar estancada la habitación ya mencionada. Por otro lado, estamos frente a un objeto de desecho, un resto, algo que ya ha perdido su función original; por lo mismo, es destacable el juego de transformaciones que ejecuta y
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experimenta Manchitas. Hablamos, finalmente, de una cuestión fundamental en las artes: el cambio de naturaleza del objeto. El tercer elemento dice relación con la asociación entre objeto y persona o, si se prefiere, entre producto y destinatario. La caja luce unos dibujos y colores que nos permiten decir que se trata de un producto para niños y eso es relevante en el marco de una narración como ésta, que llega hasta nosotros por medio de la forma genérica del libro álbum. Por su tamaño, movimientos, actitud y onomástica, la protagonista bien puede ser pensada como un personaje infantil. De hecho, es Manchitas la que se acerca al envase vacío, atraída por la novedad de una cosa visualmente llamativa; cumple en ese sentido con el rol de una niña imantada por el envoltorio de un alimento que pretende ser parte de la rutina diaria. Por último, cabe tomar en cuenta otro hecho disruptor en esta breve narración: la caja vacía se instala como elemento extraño en un lugar ordenado y estático. Las ya referidas características de este espacio nos llevan a pensar en una suerte de museo o de colección de antigüedades. Así, la cajita vendría a funcionar como una manifestación de arte de (post) vanguardia, una suerte de instalación en un sitio destinado a un arte mimético, tradicional, normado y vulgarizado, como el expresado en la colección de porcelanas. La condición de “instalación” que atribuimos a la cajita se basa y refuerza en la espacialidad que va adquiriendo en las láminas desde el momento en que aparece. Una ilustración en concreto resulta categórica: las figuras de porcelana rodean al envase colorinche, en actitud de extrañeza, curiosidad y temor, como quien se acerca a un objeto caído del cielo, un meteorito incandescente que remueve el morbo del espectador. La desazón inicial muta a una activa participación en la transformación de la caja en las formas ya mencionadas y es acá donde hay que hacer notar que la irrupción de este objeto en el hábitat otrora estructurado no consiste en una mera exposición de la expresividad vanguardista del envase abandonado, sino que implica el involucramiento activo de los antes espectadores, devenidos ahora en colaboradores y “víctimas” de la dinámica. Antes mencionábamos que a la caja se le desprendían trozos a medida que se transformaba, pues bien, las porcelanas también manifiestan el deterioro, pero de manera tal vez más trágica, considerando su materialidad, no abierta a la modificación. El deterioro
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físico es el costo que esos objetos pagan por participar de la instalación que supone la caja. La imagen del ruedo que citábamos hace poco, sufre una modificación extraordinaria en la aparición de otra doble página:
Los mismos personajes ahora hacen fila para subir al tren en el que se ha transformado el envase de cereal. Ahí se aprecian en plenitud las marcas, trizaduras y quiebres sobre las porcelanas y, a pesar del evidente daño que han sufrido, las figuras lucen más vivas que al inicio de la narración. Y es que, tras la aparición de la cajita, tanto el escenario como sus actores han cambiado sin vuelta atrás. Otra de las imágenes trascendentes del álbum es esta:
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La figura que vemos volcada al lado de la caja-robot triunfante es una rana con un mecanismo metálico a cuerda, que le permite saltar. La evidente diferencia en las materialidades de uno y otro personaje acaba siendo un dato intrascendente, porque la flexibilidad de la caja deja al descubierto la obsolescencia de un metal oxidado; la rana patas arriba revela su limitado modo de funcionamiento, el salto mecánico (mimesis vulgarizada e industrializada) y la manilla, símbolo de la repetición de una única acción. Con el artificio delatado ya no hay misterio ni desafío de lectura; a la inversa, la caja devenida en robot (que el texto califica de “justiciero”) propone que en la búsqueda está la creación, en la apertura de otras posibilidades está el mérito de la opción estética. Es relevante que en la ilustración la caja también esté, como la rana mecánica, invertida; aunque la posición las iguala, la capacidad de adaptación del envase es tal, que las lengüetas de cierre funcionan como las extremidades del robot. Es más, el paralelo que Vicente establece entre los objetos llega al punto de presentar a ambos como robots: la rana mecánica intenta ser un símil del anfibio, por medio de la imitación de su apariencia externa y de uno de sus rasgos más reconocibles, la capacidad de saltar. En cuanto a la caja devenida en robot, el gesto es – si se quiere – más osado, por cuanto el objetivo es emular (y superar) las características y
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capacidades del ser humano. Así, la cajita se yergue triunfante sobre un antiguo y obsoleto orden de cosas, cuyo emblema sería esta rana metálica que yace volcada, impotente, expuesta. Parte de lo dicho en el párrafo anterior corresponde a ciertos rasgos distintivos de la instalación, como práctica artística emblemática del contexto posmoderno. Para Nicolás de Oliveira (Installation art in the new millennium. The empire of the senses), hay ciertas condiciones que resultan necesarias para que la lógica de las instalaciones encuentre eco en el sistema. Quizás la que más resalta proviene del ámbito del teatro y de otras artes escénicas, en las que “la arquitectura proescénica ha sido removida y ya no existe una división clara entre actores y espectadores” (17); extrapolado esto a la comunicación plástica, hablaríamos de la inexistencia de un espacio fijo y delimitado para la obra y sus espectadores. En el mismo texto, los autores proponen la existencia de cuatro características fundamentales de las instalaciones: Cuestionar la percepción del espacio del espectador Convertir las acciones operativas en acciones esculturales La instalación provee de contenido a la acción Tomar conciencia de sí mediante la instalación
La doble página exhibe el momento previo a la interacción del objeto con los espectadores. Estos se sitúan aún de manera tradicional, en torno a la caja estática. El cuestionamiento de la percepción del espacio del espectador se manifestará cuando la caja comience a experimentar las transformaciones.
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Los personajes toman conciencia de sí por medio de la instalación
Al interactuar con la instalación, las figuras sufren transformaciones similares a las de la cajita, que en cada metamorfosis va perdiendo parte de su constitución original. En este caso, las trizaduras y desprendimientos parciales en el elefante y el pájaro, evidencian la debilidad de la porcelana y la nula capacidad de ser otro.
Todos estos rasgos aparecen aplicados en varias de las láminas que componen el álbum, con especial énfasis se advierten el primero y el cuarto de los enunciados antes vistos, lo que resulta coherente con la propuesta general de esta tesis, que ve en La cajita un buen ejemplo de texto metaficcional, y como tal, uno en el que la conciencia del lector/espectador se convierte en uno de los focos centrales de la narración. Ocurre un fenómeno particularmente lúdico y significativo en este ejemplar y es que al escribir el análisis, se produce un juego de ensambles entre el título y el objeto catalizador de la acción, de manera que podemos hablar de la cajita en La cajita; la sonoridad misma de la asociación remite al punto de vista metaficcional que ha articulado el tratamiento dado en esta tesis al texto de Vicente. Y es que la identificación entre el objeto (y su inusitado protagonismo) y el libro en sí, supera el nivel superficial de la coincidencia, pasa pasar a formar parte del programa estético del texto. En otras palabras, lo que hemos dicho sobre el envase vacío de cereal es lo que eventualmente podríamos decir sobre el álbum mismo: sus formas, significados y alcances. El paralelo entre las figuras de porcelana (público, espectadores) y los lectores finales del álbum (los que, en el caso de esta lectura más propiamente autoconsciente, se trataría de sujetos adultos o con mayores niveles de competencia literaria) no resulta descabellado. A primera vista, La cajita es un álbum algo
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insípido, narrativamente poco desarrollado, con más espacios dedicados a la exposición que al despliegue de la trama. Una segunda lectura evidencia rasgos más atractivos, con juegos y maniobras escriturales que dan espesor al texto; así, en esta segunda y más profunda instancia, en la que afloran los rasgos metaficticios, los lectores advierten la condición de artefacto del libro y su rol en la construcción de sentido. La cajita en La cajita cumple a cabalidad con el rol del objeto catalizador del relato, el revulsivo que desatará el cambio de orden, la alteración definitiva del mundo creado. En la esfera ficcional donde ocurren las acciones del texto, la cajita llama la atención sobre sí misma; en la esfera del mundo real, en la esfera del polisistema, La cajita se presenta como un ejemplar con aspiraciones de vanguardia, un álbum que busca crear a un público. Es, por supuesto, un título representativo de esta subdivisión que hemos venido detallando, es decir, proveniente de una autoría enraizada en la formación estética y como tal, más preocupada de la reflexión sobre las posibilidades plásticas que de los recovecos narrativos. Algo de eco parece haber tenido la postura de Vicente, mal que mal este álbum ganó el principal certamen del género en lengua española y en él se encuentran las bases de los posteriores trabajos de la autora (Adelaida, 2006; Din y Don, 2004). 6. Gestos y guiños metaficcionales Finalmente, hemos incluido un grupo de álbumes, que, sin practicar la metaficción a cabalidad, o sin hacer de ésta el centro de sus preocupaciones textuales, sí dan cuenta de que el recurso está marcando una clara tendencia en la actual producción de LIJ. Estos álbumes incluyen, en algún momento de la narración – frecuentemente en el desenlace – una marca, una señal, un gesto de reconocimiento a la metaficción. La mayor parte de estos álbumes han sido concebidos en el marco hispanoamericano y en este corte, destaca la autora chilena Paloma Valdivia. Desde la visión sistémica que ha guiado este trabajo, no resulta extraño que un elemento vanguardista como la metaficción aparezca de modo periférico en álbumes creados en países con un sistema literario aún en desarrollo. La inserción de marcas metaficcionales juega, por un lado, el papel del reconocimiento o de la legitimación de esta herramienta expresiva y, por
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otro, el anhelo de pertenencia o de inclusión de la obra en cuestión a una tendencia cada vez más reconocida. Es así de Paloma Valdivia, (FCE, 2010) es un álbum que aborda una temática cada vez más frecuente en el espectro de la literatura para niños; nos referimos a un campo semántico que aborda las cuestiones trascendentes de la existencia humana, incluido el fenómeno de la muerte. Se trata de la escatología, asumida por algunos títulos dentro de los cuales se destaca este de la ilustradora chilena afincada en Barcelona. La secuencia de imágenes que constituye el texto remarca el concepto del ciclo que experimentan los seres vivos durante su permanencia en el mundo. A nivel de soporte, este ejemplar plantea un juego de continuidades con la trama ya referida. Tanto en las guardas iniciales como en las finales, aparece la imagen de una mujer leyendo un libro titulado Es así. Es muy interesante la variación que se manifiesta entre la primera y la última imagen; origen de nuestra propuesta en torno a la continuidad:
Como se observa en la parte izquierda, una mujer mayor lee el libro a una niña; es esa misma niña, convertida ahora en adulta y encinta, la que lee el libro (tal vez al habitante de su vientre) bajo la atenta mirada de una suerte de ángel tutelar en la que se ha transformado la lectora inicial. Dos detalles adquieren especial protagonismo en esta composición: el primero es que, a diferencia del estilo de los dibujos del libro, éste no tiene color propio y corresponde más bien a una minuciosa silueta que adquiere el color del
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fondo. Tal vez a riesgo de ser optimista en la lectura, podríamos hablar de un gesto que aspira a ser una suerte de diégesis o al menos, otro espacio ficcional. Es significativo que esta marca aparezca en una guarda y no en el cuerpo del texto: el espacio del que hablábamos expande la paratextualidad a un ámbito más complejo y desafiante. En Es así, este guiño a la metaficción se instala en un pliegue que conecta la narración con el objetolibro; tal como hemos visto en otros momentos de esta tesis, la autoconciencia del álbum se manifiesta aprovechando todas sus posibilidades expresivas. El segundo detalle es más bien adyacente y se trata de un cuadrado puesto a la derecha del último dibujo citado; al interior de la figura puede leerse el nombre de la autora en letras mayúsculas. Este segundo elemento abre la especulación (nada rigurosa, eso sí) hacia el terreno de la autoficción, en especial porque el retrato femenino ya referido tiene un evidente parecido físico con la autora; a esto se puede agregar que el álbum está dedicado a Guillem, hijo de la ilustradora y que nació poco antes de la publicación del libro. Maniobras similares a las recién descritas se observan en Encender una luz (Océano, 2009), primer álbum de la artista mexicana Ana Bonilla Rius. Nuevamente nos encontramos con un libro cuya trama es mínima y que se construye como una seguidilla de imágenes guiadas por la premisa del poder de la imaginación, que se manifiesta en el manejo de luces y sombras. Dos imágenes resultan cruciales para considerar al texto de Bonilla como ejemplo metaficcional; la primera ocupa un espacio en la página de la ficha técnica del libro y resulta llamativa por dos razones:
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La primera de ellas es que esta imagen, a diferencia de las prácticas habituales no vuelve a aparecer en otro momento del relato ni se relaciona de modo explícito con el resto de los dibujos del libro, en los cuales la constante es la proyección de una sombra que contradice lo que se muestra a nivel corporal y que abre espacio a la ficcionalidad. Al aguzar la vista en la imagen de la niña junto a la torta de cumpleaños, se constata la existencia de una caja de fósforos, ilustrada con la misma imagen que el lector está viendo ampliada. La chica luce distante y desganada al igual que las apagadas velas del pastel. En este contexto, se destaca la apelación que las palabras dirigen al dibujo: “Encender una luz”. El llamado tiene respuesta en el posterior desarrollo de la narración visual; así, esta primera imagen puede ser considerada como metaficcional en dos sentidos: en sí misma, como autorepresentación o reproducción del original y también como indicio o clave de lectura. Hacia el final del libro, una imagen vuelve a llamar la atención en términos de formas metaficticias.
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En la lámina, una dibujante ensaya y borronea ilustraciones, algunas de las cuales yacen en el piso de la habitación (extremo inferior izquierdo); corresponden, de hecho, a dos páginas del libro que estamos terminando de leer. Así, este gesto no solo se presenta como un ejercicio de representación de la página, sino como una especie de work in progress, que permite hablar, por cierto, de un breve pero claro acercamiento a los contenidos de la autoficción. Conviene recordar la perspectiva del libro completo, esto es, una secuencia de ilustraciones similares, en la que una escena (diégesis principal, de carácter más bien realista) proyecta una sombra (diégesis secundaria, más imaginativa, desiderativa) que no es la esperada o lógica. Si retomamos la imagen antes citada, vemos que aquí se encuentra una pista que permite expandir la lectura: la sombra proyectada en el muro del cuarto es la de una persona (suponemos, la misma que está trabajando) durmiendo. La lógica interna del álbum indica que el espacio de las sombras está reservado a la imaginación y al anhelo de un cambio, de una inversión del orden habitual. Así, este último dibujo evidencia, por un lado, el cansancio de una artista que batalla contra el sueño, pero también la muestra de las dos fuentes del trabajo creativo: el nicho de lo onírico y el trabajo físico, el terreno del ensayo y error. Con respecto al resto de los álbumes considerados (Lucía Moñitos, de Pelayos; Un monstruo ASÍ de grande, ilustrado por Alberto Montt y El festín de Agustín, con dibujos de
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Verónica Laymuns) estos ejecutan una tenue maniobra escritural que, como decíamos en un inicio, apunta a dar cuenta de la metaficción como un rasgo de marcada presencia en la producción de este género. Tal maniobra consiste en la inclusión de una lámina de cierre que muestra una escena común a los títulos: el personaje principal o protagonista del relato tiene en sus manos un libro cuya portada evidencia que se trata de una representación del mismo objeto que el lector de turno tiene consigo. Un dato anexo entregue quizás un apoyo a la idea que estamos desarrollando. Los álbumes referidos han sido editados por la filial chilena de Alfaguara, casa editorial de amplia presencia en el sistema nacional y cuyo perfil, en el ámbito de la LIJ, es marcadamente escolarizado. En esa línea, la preocupación por favorecer textos literarios de mayor autonomía resulta más bien marginal, aunque el afán por hacerse parte de las tendencias actuales lleva a la empresa a considerar la importancia del trabajo de los ilustradores chilenos. Es ese afán oportunista el que da espacio a la aparición de gestos metaficcionales provenientes de la preocupación de ilustradores que conocen el trabajo de sus colegas y referentes internacionales y que están desarrollando su propio lenguaje incluso en otros formatos que exceden al de la literatura infantil. Aunque mínimos y quizás inadvertidos por el grueso de los lectores, esos gestos existen, están en los libros y son reflejo de la respuesta de cierto sector del sistema de la LIJ a los estímulos y presiones provenientes de otras latitudes.
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Autoficción y libro álbum: autor y lector en / a través del espejo.
Anteriormente, hemos revisado los postulados de la metaficción literaria y los modos en que son llevados a la práctica por los autores de álbumes. Si bien la clasificación elegida ha sido útil al momento de ordenar el corpus, aparece ahora una variante que amerita un espacio propio. Se trata aquí de volver a aquellos textos en donde se plantean dudas estéticas, comúnmente derivadas del hecho de que los escritores en cuestión son también los ilustradores del álbum; es más, la actividad plástica es su esfera original, en la que incluso fueron formados académicamente. Buenos ejemplos de este perfil son el de Anthony Browne, diseñador gráfico por la Facultad de Artes de la universidad de Leeds, David McKee, profesor de arte de la universidad de Plymouth, el pintor y galerista español Ramón Trigo, y, en Sudamérica, Isol, licenciada en artes por la Universidad de Buenos Aires. Algunos de los autores ya mencionados, introducen personajes con claros tintes autobiográficos, protagonistas (por lo general) que se construyen desde la lógica del avatar y que nos permiten defender la pertinencia de aplicar un concepto como el de autoficción a textos que se inscriben en el marco amplio de la LIJ. Corresponde, entonces, revisar brevemente los orígenes y alcances del término y luego observar de qué manera se productiviza en el corpus de esta tesis. En primer lugar, entonces, se desplegará un panorama de la teoría de la autoficción, que seguirá las huellas marcadas por los principales autores del campo: Los franceses Philippe Lejeune (1938), Serge Doubrovsky (1928) y Vincent Colonna y el español Manuel Alberca, responsable, en buena parte, del traslado y traducción del concepto desde el ámbito/idioma galo al hispano. De forma similar a lo que comprobábamos al analizar la intertextualidad, constatamos que el nacimiento del concepto de autoficción (también denominado auto(r)ficción) data de la década de los setenta, pero da cuenta de una práctica escritural bastante extendida y comprobable en la novelística universal. El término en cuestión se le atribuye, habitualmente, al novelista francés Serge Doubrovsky (Fils, 1977); el bautizo es, en parte, una respuesta al texto de Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico (1975), en el cual el crítico señala los elementos constitutivos de una autobiografía, enfatizando la
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existencia de un pacto, al que define en comparación a la lógica que regiría los textos ficcionales. En líneas generales, Lejeune cree que, a nivel textual, no hay gran diferencia entre una autobiografía y una novela autobiográfica; la distinción entonces, debe plantearse desde la semanticidad paratextual, es decir, considerar el efecto que debería producir la página del título, con el nombre del autor incluido; este paratexto constituye el inicio del mencionado pacto. Para Lejeune, es fundamental considerar esta página inicial (título + nombre del autor) como parte constitutiva del texto, puesto que de esa forma: “…disponemos de un criterio textual general, la identidad del nombre (autornarrador-personaje). El pacto autobiográfico es la afirmación en el texto de esta identidad, y nos envía en última instancia al nombre del autor sobre la portada” (Lejeune, 64). El mencionado es el primer paso de lectura crítica de un texto de contenido biográfico; y Lejeune, en su afán de marcar los límites de la autobiografía y desentrañar su lógica, apunta a la existencia de un “contrato” de lectura, que determina el modo en que los lectores de aproximan al texto: La problemática de la autobiografía que he propuesto aquí no está basada en una relación, establecida desde afuera, entre lo extratextual y el texto, pues tal relación sólo podría versar sobre el parecido y no probaría nada. Tampoco está fundada en un análisis interno del funcionamiento del texto, de la estructura o de los aspectos del texto publicado, sino sobre un análisis, en el aspecto global de la publicación, del contrato implícito o explícito propuesto por el autor al lector, contrato que determina el modo de lectura del texto y que engendra los efectos que, atribuidos al texto, nos parece que lo definen como autobiográfico (86). Cabe destacar la importancia que Lejeune otorga al lector y de qué manera su análisis se posiciona desde el punto de vista del receptor y las claves que éste puede asumir/discutir para enfrentar el dispositivo creativo del autor; al mismo tiempo, evidencia un claro distanciamiento del modo estructuralista, centrado en el texto. Esta constatación es significativa puesto que abre un campo que será recorrido por otros escritores y académicos, quienes (a pesar de los distintos puntos de vista y objeciones que manifiestan al texto de Lejeune) asumen el pie forzado de la participación del lector como agente sancionador de la condición genérica de un determinado texto. Un poco de historia servirá para ilustrar los recovecos que ha debido seguir el concepto de autoficción.
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Como ya dijimos, tras la publicación de El pacto biográfico, el novelista Serge Doubrovsky, lector del texto de Lejeune, entabló una curiosa forma de diálogo con el precedente, al incluir, en su novela Fils, el término autoficción. Recalquemos de inmediato que nuestra propuesta consiste en presentar a la autoficción como una variante que circula en el campo de la metaficción; por lo mismo, es significativo el hecho de que Doubrovsky use el término en cuestión a nivel paratextual, en la contraportada de su novela: “Autobiographie? Non. Fiction, d’événements et de faits strictement réels. Si l’on veut, autofiction, d’avoir confié le langage d’une aventure à l’aventure d’un langage en liberté.”(1977) (Traducción aproximada: “¿Autobiografía? No. Ficción a partir de eventos y de hechos estrictamente reales. Si se quiere, autoficción, confiar el lenguaje de una aventura a la aventura de un lenguaje en libertad”). La intervención de Doubrovsky tiene varios elementos relevantes, por ejemplo, el establecimiento de una comunicación metalingüística con el estudio de Lejeune, al que desafía, abriendo el campo teórico y ampliando así las posibilidades de innovación escritural. Al bautizar su novela como una autoficción, está ejecutando un gesto de ruptura con el canon biográfico: el autor intenta discutir los convencionalismos de la autobiografía, a la que considera engañosa, en tanto texto que siempre es escrito por un individuo que no renuncia a relatar desde la subjetividad, de manera tal que la referencia a hechos reales debe ser mediada por la condición misma del narrador; al mismo tiempo, despliega un terreno que es aprovechado, más tarde, por los estudiosos de la teoría literaria, acicateados por el evidente desafío de definir un nuevo género. Por cierto, la invitación también es asumida por otros novelistas, quienes aumentan y diversifican el corpus, complejizando la labor clasificatoria de la crítica. Siguiendo a Lejeune, si en la autobiografía hay un pacto de lectura basado en la confianza del lector hacia el autor (identificado por el nombre, como ya se aclaró) y en la ficción, tal pacto no tiene validez (porque otro contrato es el que rige), cabe preguntarse qué sucede con la autoficción: ¿pacto ficcional solapado?, ¿pacto novelesco intervenido?,
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¿o como propone Manuel Alberca, un pacto ambiguo? Volveremos sobre este punto al revisar algunos ejemplos del corpus. La estela teórica es retomada por el propio Lejeune, al publicar, en 1986, un “bis” de El pacto autobiográfico. Aunque no contiene grandes aportes respecto del original, en la réplica el autor cuenta con ejemplos que permiten respaldar sus supuestos, escritos una década atrás de la mano de la especulación y la eventualidad. Con claridad, se puede afirmar que la teoría de lo autobiográfico es aún terreno fértil para las discusiones, lo que se debe, en gran parte, a la presión constatable en el repertorio del sistema literario, en el que se advierte la abundancia de creaciones literarias (y cinematográficas, tal vez en mayor cantidad y figuración) que se ubican en el límite entre lo biográfico y lo ficcional, instaurando un juego de sospechas entre el autor y el lector, un lector que duda de la pureza de las declaraciones e intenciones del escritor. En una entrevista concedida al académico español Manuel Alberca, Lejeune opta por aclarar aun más el concepto de pacto autobiográfico: Es la promesa de decir la verdad sobre sí mismo. Esto se opone al pacto de ficción. Uno se compromete a decir la verdad de sí mismo tal como uno mismo la ve. Su verdad. Esto provoca en el lector actitudes de recepción específicas, que yo diría “conectadas”, como en la vida cuando alguno nos cuenta su existencia. Uno se pregunta si la persona dice la verdad o no, se equivoca sobre sí mismo, etc. Uno se pregunta si le gusta. Lo compara con su propia vida, etc. El pacto de ficción nos deja mucho más libres, estamos “desconectados”, no tiene sentido preguntarnos si es verdadero o no, nuestra atención no está ya focalizada en el autor, sino sobre el texto y la historia, de la que podemos alimentar más libremente nuestro imaginario. (Alberca, 2004) La preocupación por acotar el concepto corresponde, finalmente, al prurito académico de la definición de un género, en este caso, la novela autoficcional. Por cierto, es notorio que la obtención de una definición de este género no puede provenir de un análisis que intente soslayar el carácter híbrido del producto; de hecho, tal vez la gran característica de las autoficciones sea su naturaleza mezclada, o en palabras de Manuel Alberca: “La indeterminación genérica de la autoficción proviene de su posición liminar entre la autobiografía y la novela autobiográfica.” (Alberca, 6). En cuanto a esta tesis, la cuestión genérica está centrada en el libro álbum (que, como ya hemos establecido,
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también se encuentra en una porosa frontera en la que se cruzan códigos y géneros), de modo tal que nos valdremos de los acercamientos teóricos a la autoficción para ver de qué manera se aplican (o no) al corpus. Ya en los años noventa, el tema se reactivó a partir de los trabajos de Vincent Colonna, publicados finalmente en Autoficción y otras megalomanías literarias (2004), en donde el autor no solo postula una definición integradora del concepto, sino que además, intenta cierta caracterización y clasificación a partir de los ejemplos con los que no contaron los críticos precedentes y que los llevaron a limitar el análisis al cerco de la (auto) biografía. Así, Colonna da cuenta del enriquecimiento del repertorio autoficcional en la literatura, principalmente, en la novela europea: Autoficción es una obra literaria en la que el autor se inventa una personalidad y una existencia, conservando su identidad personal, bajo su verdadero nombre. Al ficcionalizar la identidad y la experiencia vivida o imaginada, el autor se adhiere de manera descomprometida a un personaje de ficción que responde a su mismo nombre. (34) La definición anterior soluciona un aparente problema para el corpus de esta tesis. En general, los estudiosos del tema vinculan las prácticas autoficcionales a la escritura novelesca, sin embargo, Colonna prefiere hablar de “obra literaria”, abriendo así el espectro, consciente tal vez, del auge de la experimentación genérica en el contexto posmoderno. Más adelante, el crítico especula sobre las formas que adquiere la autoficción en distintos textos y más puntualmente, las opciones que los autores desarrollan para articular el concepto de identidad nominal. Según Colonna, habría principalmente dos formas de “ratificación de la identidad nominal”: una explícita (en la que el personaje-protagonista se llama igual que el autor) o recibe un nombre que remite más o menos directamente al autor. La otra sería implícita y apuntaría a la existencia de un rasgo en el protagonista que permita al lector identificar ahí algunas huellas del autor; esta segunda opción adopta una lógica más bien metonímica y necesita de un lector competente, es decir, uno que pueda captar la referencia. Es conveniente señalar que la clasificación antes descrita corresponde a una versión breve, más operativa, de una larga lista de combinaciones posibles, confeccionada por
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Lejeune en su texto de 1975. En el marco de esta tesis, el aporte de Colonna asoma como el más apropiado, aun cuando el corpus pueda presentar eventuales variantes. De hecho, la clasificación antes citada funcionará como una referencia, susceptible de cambios dada la diferencia entre el corpus de los teóricos y el que se maneja en esta tesis. Recordemos que el concepto de autoficción está pensado desde el ámbito de la novela y los álbumes constituyen un género distinto del ya mencionado; por lo mismo, el uso de categorías críticas debe estar sujeto a las variaciones que el corpus de LIJ pueda presentar. No resulta particularmente complejo pensar estos términos en relación con la actualidad de la novelística hispanoamericana y, en concreto, en autores como Roberto Bolaño y Enrique Vila-Matas, por ejemplo. Ambos narradores suelen jugar con la identidad nominal, de tal forma que aparecen como personajes (no siempre protagonistas) de cuentos y novelas en las que el tema central tiende a ubicarse en el marco de lo meta, es decir, la literatura como preocupación y elemento que define la identidad y actividades de un determinado sujeto. La conciencia de ser escritor y el peso de la tradición; el constante afán intertextual, la exacerbación de la referencia (culta y popular, literaria y massmediática) y la incesante invitación al lector para que éste se haga parte del diálogo. Todos elementos son representativos de las manifestaciones estéticas posmodernas y, si bien, lo habitual es que estas se muestren en el sistema de la literatura adulta, el libro álbum cuestiona esta hegemonía, al presentar un espacio de indefinición y duda, pero también de innovación y confianza en la existencia de distintos perfiles lectores, incluido aquí el de los lectores infantiles. Lo anterior nos lleva a revisar qué sucede en el ámbito de la LIJ, donde el juego de identidades solapadas cuenta con una marcada tradición, aun cuando la ambigüedad biográfica/ficcional sea menos tratada o se limite, muchas veces, a la creación, por parte del autor, de un alter ego infantil (Paz – Papelucho, Saint Exúpery – El Principito, por ejemplo). Claramente, esto se relaciona con el reconocimiento que los lectores conceden a ciertas obras emblemáticas, representativas de momentos generacionales o hitos en la construcción de la competencia literaria. Resalta entonces, en el ámbito de la LIJ, la sistemática acción innovadora del libro álbum un género que se distingue por su marcada
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vocación experimental a partir de herramientas de literatura (adulta) de vanguardia y de una lógica interdisciplinaria que le es inherente. Es así como en lo sucesivo, se observará de qué modo los autores de LIJ asumen y dan cuenta de la temática autoficcional, ello, sin perjuicio de que el análisis pueda volver sobre algunos elementos teóricos de la autoficción, en parte por las peculiares características de los textos elegidos. Corresponde, entonces, examinar la presencia de este recurso en los álbumes formantes del corpus. En ese interés, nos centraremos en textos de dos autores: Anthony Browne y Gilles Bachelet. Anthony Browne: yo soy otro Como ya se ha dicho en otro momento de esta tesis, la obra del autor inglés Anthony Browne es considerada por numerosos críticos como la que da forma al género libro álbum, y varios de sus títulos han resultado catalizadores del trabajo de otros ilustradoresescritores. La impresionante acumulación de premios y distinciones internacionales (entre ellas, el prestigioso premio Hans Christian Andersen del año 2000 al mejor ilustrador), confirma la condición canónica de Browne. Si bien su bibliografía es amplia y compleja, el problema del yo aparece mejor desarrollado en dos de sus libros: Las pinturas de Willy (2000) y El juego de las formas (2004). En el primero, Browne introduce a Willy, un mono de comportamientos y actitudes muy cercanas a lo humano y que corresponde, a una suerte de extensión de su reconocido alter ego animal, el gorila, el que, además, contiene un fuerte elemento paternal, como aclara el propio autor en el discurso de agradecimiento por la obtención del premio Andersen: Cuando en ocasiones me preguntan por qué pinto gorilas, respondo que me recuerdan a mi padre, y es verdad. Era un hombre grande y fuerte que había sido soldado, boxeador profesional y maestro. Era un hombre físico que nos animaba a mi hermano y a mí a practicar rugby, fútbol, boxeo, cricket y atletismo, casi cualquier deporte. Sin embargo, pasaba horas enteras dibujando con nosotros, haciendo modelos y escribiendo poesía, y hasta que murió cada noche nos abrazaba y besaba a los dos, antes e ir a la cama. (No muy británico me temo). Y los gorilas parecen también ser así, son criaturas enormes, poderosas y de fiero aspecto, pero en realidad son animales dóciles, delicados y sensibles. Y no son tampoco muy ingleses (Browne, 2000)
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Si bien Willy es el protagonista de cuatro de los libros del autor, es en Las pinturas de Willy, donde se advierten elementos pertinentes al tema que nos ocupa.
El texto narra o más bien, muestra (la narratividad de álbumes como este ha sido tema de discusión en capítulos previos) al personaje revisando algunas pinturas representativas de la historia del arte occidental. El protagonista decide intervenir los cuadros, integrando su perspectiva simiesca, la que se traduce, por lo general, en la transformación de las figuras antropomórficas originales a unas nuevas y animalescas; es decir, el hipotexto (canónico y emblemático) da paso a un hipertexto de rasgos posmodernos, en el que la ironía y el humor siempre están presentes. La nueva creación exhibe además, muestras de hibridez genérica, puesto que las pinturas de Willy están hechas en hojas de un block anillado, que han sido arrancadas para la edición del libro que el lector finalmente recibe. Bajo cada nuevo cuadro, se muestra un título (también nuevo) y una observación del artista; algunas de esas notas son de carácter explicativo y otras más bien narrativas. Cada página del libro constituye en sí misma, un texto, de modo que la eventual progresión narrativa asoma de forma contradictoria.
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Volviendo a los elementos autoficcionales, la portada del libro
ya entrega
información altamente significativa. En esta, el mono Willy, vestido a la usanza de los pintores renacentistas europeos, retrata (a la vez que lanza una mirada que busca la complicidad del lector) a Anthony Browne, el autor “real” del texto. El gesto de traspaso consistente en el retrato del artista por parte de su propia creación, remite por supuesto a prácticas metaficcionales amplias, que pueden provocar en el lector reminiscencias de textos literarios considerados canónicos, como Niebla de Unamuno o algunas piezas teatrales del absurdo, como los Seis personajes en busca de un autor, de Pirandello. Al igual que en aquellos títulos, en Las pinturas de Willy, el autor ve cuestionada su autoridad y autonomía, involucrando de esta forma, a un lector cuyas expectativas han sido removidas. Cabe señalar que en la caracterización del ilustrador, se destaca el uso de un colorido chaleco, que coincide con el que luce el propio mono en las páginas siguientes. Es evidente entonces, que el personaje está asumiendo una parte importante de la personalidad y rasgos del autor, incluido aquel que lo distingue como autor, esto es, la profesión/oficio de pintor.
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En la imagen, se aprecia a Willy, vestido de la misma forma que su versión pintada de Anthony Browne. Además, en su mesa de trabajo se advierten algunas de las pinturas que el mono reelaborará desde su perspectiva. De hecho, esto último constituye una suerte de prolepsis narrativa y evidencia la condición, metaficcional, de texto en construcción. El texto citado acá: “A Willy le encanta pintar y mirar cuadros. Sabe que cada cuadro relata una historia…” (Browne, 2000) es significativo en tanto
La marca biográfica-profesional se enfatiza con el homenaje que Browne inserta en corresponde a una primera página, que
una de las guardas del libro: “Este libro está dedicado a todos los grandes artistas que me plantea una situación y expectativas en
han inspirado para pintar. Busca sus pinturas al final del libro”.elEs relevante el énfasis que lector. el autor pone en los elementos paratextuales: la dedicatoria, por ejemplo, se ubica bajo la ficha técnica-editorial del libro y es fácilmente advertible gracias al uso de una tipografía distinta a la del texto precedente. Es más, tal tipografía es la misma que atribuye a las anotaciones personales del mono; así, la autoría de la dedicatoria también se tiñe del juego autoficcional. En cuanto a las páginas finales, éstas consisten en la revelación de las fuentes a partir de las cuales Willy-Browne ejecuta sus cuadros. Este gesto hacia el receptor habla, por un lado, de la necesidad de alimentar y facilitar el diálogo con un lector inicial que tal vez no cuenta con el bagaje cultural suficiente para captar las referencias lanzadas en el texto. Por otra parte, puede ser entendido como el establecimiento de un novedoso pacto de lectura, uno que se plantea a partir de la concepción posmoderna de la intertextualidad y de una idea abierta de la metaficción, pensada desde y hacia el lector; en resumen, una literatura
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que transparenta sus mecanismos y que va a la búsqueda de un nuevo trato con un (nuevo) público. No resulta descabellado sostener que Browne trabaja a partir de la conciencia metapoética, es decir, desde la asunción de estar creando (con las cartas sobre la mesa) un objeto de arte cuya temática ineludible es la creación en sí misma. En la selección de cuadros que Willy re ejecuta, este criterio es notorio; al menos cinco de las obras plantean esta problemática, tan significativa en la historia del arte occidental: Autorretrato con monos, de Frida Kahlo, El pintor en su estudio, de Vermeer, El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck, Autorretrato como Zeuxis, de Gelder y el Desayuno en la hierba, de Manet. Una prueba notoria de que la presencia activa del juego autoficcional es parte del programa narrativo del libro, es la escena previa a la explicitación de las fuentes originales. En tal escena, se observa la mesa de trabajo de Willy, con un objeto sobre la misma; la posición de ese objeto atrae los ojos del lector, quien se encuentra con una máscara de mono, que ha sido dejada allí por una figura masculina que, justo en ese instante, está por salir de la habitación-página en la que se ha escenificado buena parte del libro.
La lámina previa contiene los elementos que construyen el gesto autoficcional por excelencia, aquel que desafía al pacto autobiográfico, pero también al ficcional. La figura de apariencia humana (digamos, Browne) huye de la escena, pero entrega al lector una pista crucial para entender los sentidos del texto. Resalta el hecho de que se use una doble
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página, lo que, en la lógica del álbum, se traduce en una directa interpelación al lector, de manera que éste pueda captar los indicios y aporte a la generación de sentidos del texto. La máscara de mono evidencia que el autor es consciente del juego liminar biografía/ficción, así como el abandono de ésta y del chaleco del que ya hemos hablado. Si bien el uso de la máscara por parte de un escritor no es una práctica novedosa en sí misma; la variación radica en el abandono (¿accidental?) del objeto y la consecuente instalación de la pregunta autorial. Siguiendo a Colonna, diríamos que la identidad nominal en Las pinturas de Willy se acerca más la implícita, dado que no existe realmente la coincidencia entre nombres (autor/narrador/protagonista). No obstante, la escena citada permite instalar la sospecha de que es posible hablar de una conformación autorial BrowneWilly, aunque claro, para ello se requiera un movimiento extratextual importante, es decir, comprobar que el rostro dibujado por el mono sea o remita con certitud a la cara de autor del libro. En ese sentido, cabe destacar la marcada condición posmoderna tras la lógica de la creación de un álbum, en términos de que la visualidad – como soporte figurativo y motor narrativo – constituye además una herramienta de diálogo e intercambio informativo entre autor y lector. Cuatro años después de Las pinturas…, Browne publica El juego de las formas, un texto igualmente híbrido y ambiguo, pero que contiene un importante dato paratextual, que permite al lector enfrentarse al libro concibiéndolo como un registro más cercano a lo biográfico:
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De junio de 2001 hasta marzo de 2002, trabajé como escritor e ilustrador residente en la Tate Britain, en Londres. Esto era parte de un proyecto de tres años llamado Caminos Visuales (…) Trabajé con un millar de niños de escuelas de las zonas marginales, enseñándoles a leer y a escribir, utilizando los recursos de la galería (…) Lo recuerdo como una época que cambió mi vida para siempre (…) Quiero agradecer (…) a los niños de estas escuelas, quienes jugaron el juego de las formas maravillosamente (como todos los niños). (Browne, 2004) Browne remarca el elemento autobiográfico, al presentar a los personajes de la historia los que son exhibidos en fotos individuales supuestamente producidas por la mano del autor, quien pone especial esmero en definir a un protagonista con que se identifica claramente. Es más, la portada del libro contiene un retrato del niño-Browne, retrato que vuelve a aparecer al interior del ejemplar y que va acompañado de la inscripción “Yo”.
Cabrera, 244
El planteamiento identitario presente en este libro, correspondería a la variante explícita, aun cuando el nombre del niño nunca aparece mencionado; evidentemente, esto no es un impedimento, dado el texto inicial del propio Browne y el énfasis puesto en el pronombre personal “Yo”, además de la aparición de la mano del narrador-dibujante en pleno proceso creativo. No deja de ser interesante el uso de distintos marcos en los retratos familiares: desde el marco sólido, metálico y altamente decorado (se advierte una corona real en la parte superior y un sombrero de bufón en la inferior) que realza la figura del padre, pasando por uno más bien rústico, más pequeño y parco que envuelve a una madre silenciosa y disminuida, hasta un improvisado marco de vidrios, unidos por sujeta papeles, que sirve para destacar la actitud segura del hermano mayor. Finalmente, se observa cómo el retrato del protagonista carece de marco y se ejecuta en una hoja suelta, apenas fijada a la pared por alfileres. Además, el “yo” del libro, no calza en el marco que la propia hoja supone: es mucho más pequeño, se ve desenfocado. Por último, otro detalle no menor; la sombra que proyecta el protagonista se asemeja la silueta de un mono, como la de Willy, a quien ya nos hemos referido. La trama del libro se basa en la primera visita de la familia a un museo, idea defendida por la madre; aunque la actitud inicial de los hombres de la familia es más bien reticente, el proceso de adaptación al nuevo espacio es exitoso y genera ciertas dinámicas
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comunicativas que benefician la convivencia del grupo. En El juego de las formas, el límite entre lo metaficcional y lo autoficcional es difuso, por cuanto el texto dedica buena parte de sus páginas a explicitar las maneras de acercarse a las obras de arte, aquí, por ejemplo, se incluye una acercamiento más bien polifónico a una pintura, en un gesto que puede interpretarse como “solidario” y formativo, de parte de Browne:
Además de lo ya dicho, el libro se encarga de explicitar al lector que está leyendo un trabajo en construcción, lo que se manifiesta, por ejemplo, en la siguiente figura, que corresponde a un block y unos lápices que la familia compra en el mismo museo:
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La forma y colores del block o cuadernillo son idénticos a los que el autor ha escogido para dar forma al libro mismo, de manera de lograr una identidad total entre el objetosoporte y la creación-mensaje. Del mismo modo, la voz narrativa, centrada en el punto de vista del niño (artista en formación) intenta hacerse una con la condición actual del autor; ahí reside la voluntad autoficcional. El desenlace de la historia es más bien la explicación de una vocación, la explicación del actual estado de las cosas:
“En el trayecto a casa, mamá nos enseñó un juego maravilloso que jugaba con su papá. Primero, alguien dibuja una forma, la que sea, no tiene que ser algo, sólo una forma.” “El siguiente tiene que transformarla en una figura. Es fantástico, todos lo jugamos durante el resto del viaje. Y, de alguna manera, desde entonces he seguido jugando el juego de las formas…”
El juego de las formas es un texto donde los elementos biográficos son más explícitos que en el ejemplo inicial, sin embargo, proponemos que se trata de una narración autoficcional, por cuanto la información contenida en ella no es comprobable (desde la lógica del mundo real, por así decirlo), pero además, porque se condice con el interés creativo de las autoficciones, tal como lo concibe Manuel Alberca: Esta identidad ambigua, calculada o espontánea, irónica o autocomplaciente, según los casos, constituye una de las fuentes de la fecundidad del género, pues, a pesar de que autor y personaje son la misma persona, el texto no postula casi nunca una exégesis autobiográfica explícita, toda vez que lo real se presenta como una simulación novelesca sin camuflaje apenas o con algunos elementos ficticios. (Alberca, 2005)
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Efectivamente, lo que se advierte en el texto de Browne no es una exégesis biográfica, sino una suerte de invitación al trabajo artístico, una incitación a crear, a aprender de la tradición, a valorarla y establecer con ella vínculos productivos. Gilles Bachelet: el yo cuestionado en medio de un mundo magrittiano Bachelet (1952, St. Quentin) es un ilustrador y dibujante francés, cuya carrera ha estado centrada en el trabajo en revistas de diversa índole. Iniciado el siglo XXI, incursionó en el ámbito de la LIJ, primero ilustrando textos de otros autores y luego, desarrollando narraciones propias. Tal vez si su obra más conocida sea Champignon Bonaparte (2005), definida por la crítica francesa como manifestación de ficción histórica para niños. Posteriormente, ha publicado Mi gatito es el más bestia (2005) y Cuando mi gato era pequeño (2007). El interés para esta tesis está fijado en el segundo título mencionado, puesto que aparecen ahí algunas marcas autoficcionales tan evidentes como novedosas; esto nos obligará a volver sobre algunos conceptos teóricos y eventualmente, a ampliar el marco. La trama de este álbum es otra vez mínima, desde un punto de vista tradicional, sin embargo, resalta un conflicto perceptivo-conceptual que constantemente alude al rol del lector. La misma portada del libro evidencia la contradicción producida al denominar al personaje central de la historia:
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Es relevante constatar el modo en que, desde la portada/título, las expectativas del lector empiezan a ser burladas y desafiadas, utilizando, por lo demás, las potencialidades de la doble codificación, rasgo distintivo del libro álbum. Así, la narración, y la estructura misma del relato, descansan sobre este aparente malentendido. Evidentemente, en la portada/paratexto, la referencia a Magritte es tan notoria como significativa, por cuanto tiende a determinar la lectura del álbum, al menos en el caso del lector adulto, conocedor (en mayor grado que el infantil) de la obra aludida. Conviene entonces, considerar algunos elementos del debate provocado por el pintor belga a través del cuadro La traición de las imágenes (1928-9):
Tal vez lo que marque la vigencia de esta emblemática pintura, sea la insoluble contradicción que plantean las palabras respecto de las imágenes, contradicción doblemente codificada, si sopesamos el hecho de que las palabras están igualmente pintadas, es decir, son parte del cuadro en sí mismo, más allá de las varias y distintas versiones del cuadro, en las que Magritte experimentó con el marco, el atril y el enunciado en cuestión, a veces “dentro” del cuadro y otras, como una suerte de paratexto, pseudo externo al mismo. El propio pintor manifestó las posibilidades relacionales de ambas herramientas: “En un cuadro, las palabras poseen la misma sustancia que las imágenes. Vemos de otro modo las palabras y las imágenes en un cuadro”. (Magritte, 1929). Lo cierto es que incluso en el título del cuadro está marcada la ambigüedad: ¿cuáles son esas traicioneras imágenes?, ¿a quién traicionan? La tradicional y tranquilizadora
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equivalencia entre las imágenes y lo que éstas representan, se quiebra a partir de este cuadro y se instala (quizás para siempre, como corresponde al espíritu del arte de vanguardia) una lógica de sospechas entre autor y lector-espectador. Claramente, el libro álbum de Gilles Bachelet se inscribe en esta lógica de desafío y engaños, de encantamiento sostenido de un lector desconcertado. Quizás valga la pena mencionar que la estética que desarrolla Magritte es continuamente revisada por distintos autores de álbumes, quienes parecen ver en la obra del pintor, una suerte de piedra basal para la experimentación. Así, podemos mencionar a Javier Sáez Castán con La merienda del señor verde y al propio Anthony Browne, en Voces en el parque:
La merienda del señor verde (2007) y Voces en el parque (1999). En ambos álbumes, la huella de Magritte resulta tan evidente como cambiante. En el caso del español, el sujeto pictórico reconocible en El hijo del hombre es el protagonista clonado 5 veces, en relación a igual número de colores. Browne, por su parte, utiliza distintos iconos magrittianos (en el ejemplo, el sombrero de hongo) para desarrollar espacios de significación diversa y ambigua.
Volvamos entonces al ineludible hipotexto del belga. En La traición de las imágenes, resulta indiscutible que el dibujo del objeto pipa es fácilmente reconocible, pero la inscripción al pie del cuadro, plantea la contradicción que ya mencionábamos. Al respecto, la semióloga Nicole Everaert sostiene que “…la inscripción, en lugar de confirmar la identidad del objeto, quita al objeto representado su identidad. Así, la pipa, que ya no es
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una pipa, no es otra cosa, sino un objeto sin nombre, nuevo, misterioso”. (Sobre Magritte, 96) La cita apunta a un hecho característico del arte de vanguardia, el deseo de refundar las bases y la lógica misma de la comunicación artística; volveremos sobre este asunto para ver qué tipo de diálogo plantea la propuesta de Bachelet con la herencia pictórica. Por lo pronto, digamos que este juego de negaciones entre imágenes y texto es fuertemente retomado por algunos autores de álbumes, en orden a establecer relaciones complejas en el marco de la doble codificación. Así, en Carlota y su miniatura, de los franceses Pierre Le Gall y Eric Heliót, el texto y su narradora se ven burlados y ridiculizados por la realidad que evidencian las imágenes:
Portada y primera página de Carlota y miniatura (Edelvives, 2008). Los textos y las ilustraciones corren por carriles paralelos; las imágenes desmienten a las palabras, no obstante trabajen colaborativamente en la construcción de la trama.
Cabrera, 251
En el debate sobre la obra magrittiana, un punto de detención obligada es el ensayo de Michel Foucault “Esto no es una pipa” (1973). En este breve escrito, el autor aborda las preguntas que conciernen a un lector/espectador que acusa recibo del golpe de Magritte. En un primer momento, Foucault recurre a una semejanza del cuadro con la lógica que articula la construcción de los caligramas; en este género, el texto es construido por / desde las imágenes, en una relación de simbiosis. En el caligrama, la distancia entre lo escrito y la figura que se quiere representar, intenta ser la mínima posible y es a partir de esto que Foucault sostiene, a modo de resumen, que el caligrama resulta tautológico, pero no en el sentido habitual del término, puesto que no se utilizan las palabras para decir dos veces la misma cosa, sino que las imágenes toman un turno comunicacional directo. Así, el caligrama plantea el desarme de ciertas oposiciones basales de la lectura/apreciación, al menos desde el punto de vista occidental: “… mostrar y nombrar, figurar y decir, reproducir y articular; imitar y significar; mirar y leer”. (34) Foucault interrumpe el símil caligrama/ Magritte al advertir que en el cuadro de marras la dinámica del caligrama (marcada por el juego entre el “no decir todavía” y el “no representar”) no se aplica, puesto que: El «no decir todavía» de la forma se ha cambiado, no exactamente en una afirmación, sino en una doble posición: por un lado, arriba, la forma bien lisa, bien visible, bien muda, y cuya evidencia hace decir al texto, de un modo altanero, irónico, lo que quiere, no importa qué; y por otra parte, abajo, el texto, extendido según su ley intrínseca, afirma su propia autonomía con respecto a lo que nombra. (39) Si llevamos estas afirmaciones a Mi gatito es el más bestia, vemos que ésa es, precisamente, la lógica de Bachelet, en especial en la portada del libro, aunque invirtiendo el orden espacial del asunto, es decir, el título, luego la imagen y finalmente, el nombre del autor. Es una forma más bien tradicional de articular el paratexto-portada, pero aun así, el efecto en el lector debiera ser desconcertante, por lo menos, distinto al conseguido
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habitualmente. Con todo, la autonomía que se adjudica al título será, en el caso de Bachelet, una constante tozuda, persistente, propia de un álbum en el que la relación entre imagen y texto es rupturista. Más adelante, Foucault complementa: Ahora bien, en resumidas cuentas, resulta sencillamente que lo que el enunciado de Magritte niega es la pertenencia inmediata y recíproca del dibujo de la pipa y del texto por el que se puede nombrar esa misma pipa. Designar y dibujar no se cubren, salvo en el juego caligráfico que merodea en el segundo plano del conjunto y que es conjurado a la vez por el texto, por el dibujo y por su actual separación. (40) Como Foucault dice, designar y dibujar no se cubren, van por pistas paralelas, que, tal vez por lo mismo, pueden construir
el conjunto (mensaje/texto/urdimbre) que
presenciamos en el álbum. En Bachelet, lo que se instaura es la duda en el lector, es decir, éste ve un elefante en la portada y lo corrobora durante toda la narración, sin embargo, el narrador/ autor cuestiona esa percepción, reafirmando en cada página la designación de “gato” en lugar de elefante. El autor del texto asume la responsabilidad de su declaración en los dos ámbitos: primero y más evidente, en la narración entendida de una manera habitual; segundo, se re-crea, se auto-ilustra y se evidencia al aparecer al interior de la diégesis misma y con una marca que acaba por revelar a ésta como una historia autoficcional. En una carta al director del museo de historia natural, Bachelet pone su firma:
Cabrera, 253
(Transcripción de la carta incluida en la ilustración) Estimado señor: En vuestra última carta, me hacíais remarcar (muy amablemente) que había cometido un lamentable error científico ataviando el esqueleto de un elefante con “unos huesos de la trompa fantasiosos y excesivos” en la página 10 de mi último libro. Sin duda, aunque ya está usted disculpado, sus numerosas ocupaciones le han obligado a ojear esta obra de prisa, ya que en ningún momento se menciona a ningún elefante, sino a un gato. Quizá objetará que en general, los gatos no tienen trompa. Yo mismo tenía bastante tendencia a compartir esta opinión hasta que me di cuenta de que el mío poseía indiscutiblemente una. Sólo un examen radiográfico me permitiría afirmar o negar categóricamente que esta trompa contiene huesos. Por desgracia, mis pobres ingresos de ilustrador actualmente no me permiten costear un servicio veterinario tan caro. En el momento que tenga informaciones más precisas sobre el tema, no dude que se lo comunicaré. Muy atentamente, Gilles Bachelet La cita anterior acaba por consagrar a este álbum como un texto decididamente autoficcional. A diferencia de lo visto en el ejemplo de Browne, el grado de adscripción de Bachelet a la estética del autor autoficcionalizado, es muy superior y eso se refleja en el hecho de incluir su propia firma y la versión caricaturizada de sí mismo: En
la
ilustración,
Gilles
Bachelet como personaje del libro, envuelto en una bata con motivos elefantiásicos, mirando un libro sobre gatos, refugiado en el caos de su casa-taller.
En la fotografía, el Bachelet de la realidadreal. Anteojos, nariz y barba de dos días enlazan al autor con su avatar.
Cabrera, 254
Si bien esto que estamos destacando en el texto pudiera ser percibido como un elemento anecdótico, en la lógica de la autoficción resulta un hecho fundamental, tal como sostiene Manuel Alberca, para quien la inclusión de la propia firma (ya sea en texto tradicional o por medio de imágenes) distingue a un cierto estadio de las obras autoficcionales. La aparición de la nominalidad explícita del autor (cuyo nombre está paratextualizado en la portada del libro) convertido en personaje de la trama, marca una profundización del conflicto autoficticio, esto, porque en esta variante, se desafía una convención de lectura básica (la del distanciamiento entre autor, narrador y personajes). Contrariamente a lo que pudiera pensarse, esta fórmula conduciría, según Alberca, a un mayor grado de escepticismo del lector; se instala así la sospecha de que un elemento nuclear de la narratología está siendo burlado o violentado y por lo mismo, la lectura queda condicionada; la atención del lector sigue el desvío programado, la trama queda relegada a un segundo plano, el énfasis (la lectura en sí misma) se queda en la creación misma. Ejercicio de metalenguaje, práctica autárquica, Pigmalión vanguardista, en fin, la narración autoficticia vive por, para y en sí misma. A diferencia de lo que sucede en la literatura de raíz (y vocación) autobiográfica, enfocada en representar la vida del autor, en la de autoficción se propone la invención de un personaje diferente a la persona; por supuesto que a partir de la utilización de datos biográficos comprobables, de manera de producir una sensación de confusión difícil de resolver, pero con pistas suficientes que puedan dar pie a la especulación. En relación con esta dinámica, Alberca cita al siquiatra infantil Donald Winnicott, quien argumenta que la base del emblemático juego de las escondidas descansa – más que en el acto mismo de ocultarse – en la eventualidad de ser descubierto; dicho de otro modo: “esconderse constituye un placer, pero no ser descubierto es una catástrofe” (80). Es pertinente en sí misma la observación del siquiatra, pero lo es más si la llevamos al ámbito del álbum, concebido como género literario con destinatario infantil. El marco que plantea el juego del escondite es similar, entonces, al que se observa en el relato de Bachelet, aunque, claro está, el cierre es distinto. Si bien hacia el final del texto parece bastante claro que el autor ha ficcionalizado su yo, este asunto pierde protagonismo ante la preeminencia del conflicto
Cabrera, 255
central, esto es, el absurdo de concebir a un gato con apariencia de elefante y la mantención de esta tesis durante toda la trama. En este punto, conviene utilizar una figura propuesta por Alberca, denominada “fingimiento lúdico” (80); por medio de ésta, el crítico español intenta resumir el funcionamiento de las narraciones autoficticias. El juego escritural se basa en el acto de creación de un personaje clon de sí mismo, un avatar que pretende ser el autor, transfigurado en actante, transustanciado a la inversa del rito cristiano, es decir, pasa de entidad corpórea y social (nombre del autor, con todo lo que eso acarrea) a sujeto narratológico. Sumado a lo anterior, digamos que la figura del fingimiento (que Alberca construye a partir del análisis de un corpus bien distinto al de esta tesis) resulta muy apropiada para el álbum de Gilles Bachelet, puesto que el conflicto gira sobre el juego de pretender que el narrador no advierte el absurdo de su historia y de su percepción. En un primer nivel, el Bachelet-avatar plantea un duro desafío a la realidad de los sentidos, al remarcar que su mascota es un gato, y no un elefante, como el que los ojos del lector decodifican sin problemas. La desazón de este lector traspasa las habituales posiciones de los roles (emisor/receptor) y encuentra correlato al interior del texto: la carta al director del museo funciona como un manifiesto del autor al lector y es a partir del mismo que podemos hablar del fingimiento lúdico. El ilustrador francés nos da herramientas que permiten apoyar la idea de que el avatar es consciente del absurdo que sostiene y que, por lo mismo, traspasa la condición del extravío sensorial para enarbolarse como una postura estética. En la ilustración que a continuación se ofrece, es posible constatar los vínculos intertextuales que ligan al autor con el legado de la vanguardia por una parte, y con un icono de la LIJ europea:
Cabrera, 256
En el ángulo inferior izquierdo, se apilan cuatro libros, en cuyos lomos se lee:
Norman
Rockwell,
Jean
de
Brunhoff, Benjamin Rabier y Magritte. Sobre ellos y bajo una descuidada taza, un bosquejo, un garabato: hombre frente a una pintura, ensayando una posición similar a la del avatar de Bachelet.
Más allá de la presencia en la lista de Magritte, se destaca el de Brunhoff, dado que es el nombre reconocible en el corpus de la literatura infantil francesa, en razón de ser el autor de Babar, el elefante. El personaje en cuestión es un paquidermo que pertenece a la realeza y que se comporta de manera en extremo caballerosa y compasiva y que, tal vez por lo mismo, es parte del canon infantil europeo. La sola mención, por parte de Bachelet, abre el terreno al análisis intertextual desde lo posmoderno (¿homenaje o parodia?, ¿estrategia de legitimación o discusión del canon?), un marco igualmente útil para entender las alusiones a Rockwell (célebre ilustrador estadounidense de la revista Mad Men y de numerosos anuncios de Coca-Cola), quien también experimentó la autoficción pictórica y por supuesto, a Benjamin Rabier, ilustrador francés recordado por la creación de un icono de los productos lácteos, la vaca que ríe.
Norman
Rockwell,
en
un
autorretrato que sirve de base para la
narración
Bachelet.
autoficcional
de
Cabrera, 257
La vaca que ríe, de Rabier, ícono de los
productores
de
lácteos
franceses, hoy por hoy, parte del ideario estético popular.
Es de la combinación de estos referentes (y de muchos otros, como los pintores de vanguardia que son aludidos en la próxima ilustración) que surge una lógica como la de Mi gatito es el más bestia. El aparente sin sentido de una trama como la del libro encuentra soporte en la existencia de referentes del mundo artístico y comercial. Dicho de modo sencillo, la mentada excentricidad de Bachelet es similar a la locura quijotesca: el hidalgo sabe que tiene ante sí a un grupo de molinos de vientos, sin embargo, los ve como gigantes amenazadores. Así, la insistencia del avatar en su defensa del gato-no-elefante, constituye una suerte de arte poética muy en el estilo de los manifiestos de vanguardia de inicios del siglo XX, textos incendiarios, que llamaban a no respetar la lógica habitual, a la que juzgaban como obsoleta. Más o menos en el mismo tono, el propio personaje Bachelet discute con el director del museo natural y objeta las correcciones anatómicas que éste le plantea.
El taller de Bachelet refleja la búsqueda de una estética que quiere adscribir a la experimentación de las vanguardias pictóricas del siglo XX y a otros hitos de la historia de la pintura. Así,
los
fantasmas
de
Boticelli,
Matisse, Picasso, Miró, Dalí y varios otros, desfilan ante el lector.
Cabrera, 258
Finalmente, el álbum de Gilles Bachelet enarbola un discurso estético en donde la imagen (pictórica, literaria, publicitaria, culta y también popular) muestra su real valía en la construcción de significados y que, a la inversa de la postura ideológica de los ismos pictóricos europeos, invita al lector a acudir y contribuir al texto-recepción desde sus posibilidades, desde sus aportes, desde el diálogo entre quienes han crecido con referentes comunes.
Cabrera, 259
CONCLUSIONES En los capítulos previos, esta tesis se ha abocado a definir el libro álbum desde la perspectiva de los géneros literarios, para ello se ha enfocado en el tratamiento de tres rasgos que hemos considerado distintivos: la doble codificación, las maniobras intertextuales y el juego metaficcional. Esta propuesta se articula en conjunto con una visión sistémica de la literatura que permite visualizar el fenómeno de la comunicación literaria enmarcado en condiciones socio-históricas determinadas. Por lo mismo, es posible extraer algunas conclusiones de cada uno de los ámbitos de acción ya mencionados, comenzando por la constitución del nuevo género. Aunque el álbum se encuentra en pleno proceso de desarrollo, ya cuenta con suficientes marcas genéricas que lo hacen reconocible en el sistema por lectores competentes y también por los menos competentes, quienes de todas formas tienen acceso a la conformación o a la estructura del álbum al menos a nivel superficial. Este tipo de lector se vincula con lo que Even-Zohar denomina “consumidor indirecto”, es decir, aquel que recibe el producto de la actividad literaria desde una posición de consumidor general, sin mayor conocimiento específico de su lógica específica Como marcamos en el desarrollo de esta tesis, el libro álbum posee rasgos que lo hacen distinto pero que al mismo tiempo le permiten insertarse en un sistema tan estratificado y segmentado que siempre considera un disputado espacio para las nuevas variantes. La triple entrada que hemos propuesto para entender el tinglado del nuevo género da cuenta del fenómeno y/o de su situación actual en el panorama amplio de la producción de textos literarios para niños y jóvenes y al mismo tiempo, otorga ciertas luces respecto del futuro despliegue del texto en cuestión. A partir del análisis del corpus observado, es posible establecer una cada vez mayor vocación por la experimentación de parte de los autores, tendencia manifestada en varios niveles. Solo con fines explicativos separaremos los elementos formantes del álbum siempre teniendo en perspectiva que este actúa como una unidad indisoluble, aun cuando existen ejemplares en los que uno de los dos códigos escriturales luce más propositivo, osado y vanguardista; comenzamos, entonces, por constatar la novedad desde la escritura verbal.
Cabrera, 260
Resulta notorio que el álbum tiene un origen ajustado a los cánones de la narrativa y así, no extraña la presencia de una trama o anécdota central con un protagonista que enfrenta una determinada peripecia. En ese sentido – y asumiendo que el álbum es una respuesta al modelo hegemónico de narración – buena parte de los primeros ejemplares corresponden a textos en los que se observa un relato más bien habitual, por mucho que el código pictórico asuma un rol destacado pues participa activamente de la diégesis, entregando información específica que de otro modo no podría hacerse presente. No obstante, las más actuales novedades del ámbito evidencian un importante desvío desde aquellas formas narrativas más bien continuas a otras, signadas por el desarme y la fragmentación de las estructuras y el consecuente replanteo de las mismas, un reordenamiento en que el juego y la simulación son más importantes que la anécdota o el desenlace de esta. Resulta esperable que esos álbumes que se alejan de la prerrogativa del relato provengan de una voluntad autorial distinta, representada por los/as ilustradores, llamados a buscar y articular nuevas formas de relatar a partir de sus herramientas específicas. Ejemplos como los observados en el capítulo de metaficción funcionan como el sustento de lo que estamos declarando: textos que abandonan la (única) intención de contar una historia para pasar a ser espacios en los que la experimentalidad es la moneda de cambio. En segundo término, aunque tal vez en primer lugar en atención a la vistosidad e inmediatez del lenguaje pictórico, destacamos la enorme ampliación del concepto de ilustración que ha promovido el álbum como género. Como registramos en la sección correspondiente, el híbrido enunciado de los álbumes basa buena parte de su poderío en el atractivo de unas imágenes que establecen un complejo vínculo con la amplia tradición de la ilustración de textos literarios para niños. Por una parte, muchos de los nuevos autores cuentan con una formación académica ligada a las artes plásticas, lo que supone disponer de conocimientos, competencias y recursos útiles en el posterior desarrollo de una expresión distintiva y particular. En este sentido, es destacable el traspaso de esas fuentes en la obra de varios autores, ya sea de manera explícita (práctica usual en la obra de Anthony Browne), más bien matizada o como telón de fondo (Kitamura, Trigo) o como parte
Cabrera, 261
del programa estético del texto (Valdivia, Martínez, Sáez Castán) variante esta última que hemos marcado con mayor énfasis en el análisis de las obras seleccionadas para esta tesis. Por otro lado, tales saberes se han traducido en propuestas que poco tienen que ver con los códigos consuetudinarios usados en los campos de producción de objetos para niños. Si bien es notorio que en la oferta actual conviven visiones distintas (una más conservadora, basada en formas, colores y tonos conocidos, expandidos y vulgarizados y otra, propositiva, comprometida con un discurso renovador) es claro que el sistema de la LIJ ha incorporado activamente las tensiones instaladas por el discurso de las imágenes y así, editoriales que no solían ocuparse de la ilustración se han visto obligadas a hacerlo, actualizando de este modo los términos en los cuales se establece la comunicación con sus usuarios. El aporte del álbum se traduce también en una suerte de alfabetización en imágenes por medio de la cual los lectores se ven enfrentados a tinglados escriturales novedosos que muchas veces se distancian de las expectativas habituales. En este punto hay que considerar un elemento fundamental para entender el panorama del álbum en la lógica amplia de la literatura para niños y jóvenes; la existencia de un doble público. Como ya se mencionó en páginas anteriores, este no es un rasgo exclusivo ni distintivo del nuevo género, pero sí entrega elementos inéditos a la discusión. Si bien se asume que en la LIJ un primer lector, adulto, selecciona un texto que será comunicado a un lector final, infantil, ocurre que ciertos títulos resultan tanto o más atractivos para el lector adulto o competente, que para aquel que se encuentra en formación. Aunque en sus orígenes el picture book se orientó al segmento infantil, el desarrollo posterior lo ha ubicado en la llamada posición ambivalente, una suerte de sitio privilegiado que distingue a los textos que marcan hitos en la delicada dinámica entre el sistema de la literatura infantil y el de la literatura adulta. En cuanto a la educación pictórica que mencionábamos, sucede que las expectativas que resultan más frustradas o burladas por el álbum son las de un grupo lector adulto que no reconoce en el nuevo género las características de aquellas producciones textuales con las que fueron formados; por el contrario, estos lectores se encuentran muchas veces, con referencias a conceptos visuales más elaborados. Frente a esto, en lugar de la esperable reticencia a la novedad, el álbum ha logrado atraer a un sector de la población lectora que buscaba esta conjunción entre
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lenguajes plasmada en un libro que expresa, también, a través de sus soportes y formatos, elementos que lo convierten en un objeto apetecible. En este sentido, cabe destacar que, aunque el género en cuestión pretende seguir siendo atractivo para ambos públicos, es claro que el mercado editorial ha favorecido la estratificación, a través del desarrollo de colecciones orientadas a públicos diferenciados. Dicho fenómeno es parte de un proceso característico en la formación de un género determinado, esto es, de su búsqueda identitaria. En este marco, el libro álbum se encuentra en un momento favorable a la apertura, a la combinación de recursos discursivos, fórmulas y materiales que amplíen el marco de respuestas a la pregunta por el ser. Las variantes observadas en el ámbito del soporte y el formato resultan esclarecedoras de lo que estamos diciendo: en gestos como el acordeón de Tener un patito es útil, los pastiches objetuales de Sáez Castán (Animalario y Soñario) o la inclusión del texto en el texto (Dos bobas mariposas, El conejo más rápido del mundo, El libro en el libro en el libro) respira el ansia por llegar a límites ignotos y pujar para expandirlos aún más. Así, resulta cada vez más frecuente la aparición de álbumes que plantean dudas al observador, por cuanto se asemejan a ejemplares de otra naturaleza, como el libro objeto o el libro juguete, plataformas que suponen un pacto de lectura distinto al que rige la comunicación en los textos habituales. De hecho, varios de los ejemplares a los que aludimos surgen como experimentos destinados a pre lectores, a quienes se busca atraer apelando a un código diferente del verbal, no obstante esto, la estupenda recepción de estos productos por parte de lectores adultos los valida como textos ambivalentes, disponibles así, en dos sistemas. Es conveniente marcar en este punto que los álbumes más experimentales muestran un alto grado de coherencia entre los contenidos que transmiten y la forma que eligen para cumplir su objetivo, al punto que esta división a la que apuntamos es una licencia del análisis, puesto que en realidad se trata de un signo indivisible. La estrategia no consiste solo en resaltar el material físico con el que se trabaja, sino de articular juegos comunicativos guiados por el afán de la autoconsciencia. El álbum – principalmente en su versión más osada, pero también en ejemplares menos avanzados – intenta ahondar en las preguntas que sostienen el consenso de lo que consideramos literatura: el concepto del
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libro y de la lectura, el rol del lector frente a un texto inquieto y por supuesto, la manifiesta necesidad de desarrollar un lenguaje anfibio que dé cuenta de las potencialidades propias de una escritura multimodal. Visto así, el álbum evidencia la crisis del discurso tradicional de la LIJ, como también el de la representación figurativa asociada a esos textos canónicos. En respuesta a esa crisis, el género propone una profunda pero lúdica mirada al espejo, un autoexamen del que surgen formas novedosas y desafiantes, escenarios abiertos a la variación y al diálogo entre las múltiples voces que lo nutren y que involucran, tal vez más que antes, a lectores infantiles y adultos. Tal como planteamos en el inicio de esta investigación, interesa observar de qué modo el álbum se inserta en el intrincado esquema del sistema literario chileno, no solo desde la perspectiva académica, ocupada del texto en sí, sino también desde la mirada enfocada en la literatura como actividad social y área de producción de bienes de consumo cultural. El libro álbum lleva presente en Chile un periodo que ronda los veinte años, lo que podríamos considerar un tiempo canónico para reafirmar su condición de género, cuestión traducida, a su vez, en el reconocimiento por parte del público. En la actualidad, el picture book está inserto en los principales circuitos que permiten la difusión y el crecimiento de la LIJ. Por una parte – y en el ánimo de paliar la brecha económica que impide que amplios sectores accedan a estos ejemplares, de suyo más caros que el promedio de materiales bibliográficos – el aparataje estatal que provee a las bibliotecas públicas del país, se ha encargado de incluir y relevar la existencia del álbum en colecciones presentes en todo el territorio. A ello se suman el sistema de préstamo del Metro de Santiago y plataformas similares provenientes del ámbito privado, como las dependientes de fundaciones de fomento a la lectura, entre las que destaca la Fundación La Fuente, a cargo de las Bibliotecas Viva, insertas en centros comerciales. En todas las instancias mencionadas, el álbum tiene un sitio privilegiado, en virtud de sus méritos para captar nuevos lectores y recuperar a otros, desmotivados por lecturas poco estimulantes. Así, no es exagerado decir que el álbum se halla dentro de la oficialidad, aunque aún en un sector poco difundido de la misma. Por otra parte, pero siempre en el espacio amplio de los consumidores, hay que
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destacar que el libro álbum constituye una parte importante de la oferta de librerías y en particular, de aquellas especializadas o que constan de secciones más claramente establecidas. En esas tiendas, la oferta de álbumes se centra en textos importados de costo más bien elevado, lo que revela la existencia de un público con hábitos de consumo distintos de los acostumbrados, es decir, aquellos inclinados por textos escolarizados a bajos precios . En algún sentido, ese público ha sido creado por el nuevo género, alfabetizado y educado por medio de las lecturas y propuestas plásticas que contiene; esta es también una de las señas más relevantes al momento de evaluar sus efectos. Parte importante de estos nuevos consumidores se han generado y afianzado a través de instancias de difusión pública, como las visitas al país de autores destacados. Resulta decidor revisar la lista de escritores/ilustradores que han expuesto sus trabajos y opiniones en Chile en los últimos años: Jutta Bauer e Isol (2009), Anthony Browne (2010), Satoshi Kitamura, Oliver Jeffers y Francisco Hinojosa (2011), además de los editores de Kalandraka, Xosé Ballesteros y Manuela Rodríguez (2012). En estos eventos hay que considerar el apoyo sostenido de distintas universidades (Católica, Diego Portales, Finis Terrae, Goethe Institut) que han acogido este producto mucho más allá de la presencia efectiva del mismo en las mallas curriculares de carreras de Literatura y Educación. En el listado resaltan los nombres de Browne y Kitamura, como autores que representan una suerte de canon del álbum, elemento que otorga un peso específico a sus visitas en el marco amplio de la instalación del género en el escenario nacional. A lo anterior hay que agregar ciertos hitos en el ámbito de los concursos de creación de álbumes, en lo puntual, en el certamen organizado por el Fondo de Cultura Económica. En 2009, el texto El niño con bigote, de Esteban Cabezas y Alejandra Acosta, obtuvo una mención honrosa en la versión XIII de “A la orilla del viento”; y en la edición del año siguiente, Magdalena Armstrong ganó el premio principal con Trapo y rata. Estos logros individuales encuentran eco en las estructuras de un sistema que, al editar y distribuir esas obras, produce una reverberación acogida no solo por el cada vez más abundante público consumidor, sino por los agentes formativos que, entre otras medidas, ofrecen talleres de creación de álbumes para estudiantes de diseño, arte y literatura y otros interesados sin mayor formación académica.
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Como se dijo en los párrafos iniciales de esta tesis, la llegada y posterior afianzamiento del álbum en Chile trajo consigo una notoria ampliación en la oferta editorial, pero más allá de esa evidencia, resulta fundamental el cambio en los parámetros del concepto de LIJ y en los estándares de publicación de textos literarios para niños y jóvenes. Si hasta antes del álbum la ilustración era un recurso resignado a la limitada área de los libros ilustrados, después de su arremetida, ha adquirido tal relevancia que son pocas las casas editoras que no destinan tiempo y recursos extra al desarrollo de una identidad estética que otorgue un mayor peso a sus libros. Es más, editoriales como Pehuén, han reestructurado su identidad en función de colecciones que privilegian el lenguaje visual y la producción de ejemplares con altos niveles de calidad, manifestados en factores físicos como la tapa dura y coloraciones de gran definición. En el espacio editorial, cabe destacar la cada vez más extendida existencia de ferias del libro enfocadas en el segmento infantil, cuestión antes delimitada a la Feria del Libro Infantil de la comuna de Providencia, evento que ha crecido con notoriedad en los últimos cinco años y cuya influencia se traduce en instancias similares, expandidas en provincias. En el marco de esas ferias, el álbum se ha hecho de un espacio vistoso que se afianza por medio de lanzamientos de nuevos títulos y la difusión de sus autores e ilustradores, actividades que también llegan a la Feria Internacional del Libro de Santiago, el mayor de los eventos del tipo en el país. Los elementos hasta ahora descritos permiten formarse una imagen positiva de la situación actual del sistema literario infantil y aunque todo lleva a generar un importante grado de optimismo, aún falta desarrollar ciertas áreas que en modelos extranjeros muestran mayor crecimiento y que resultan fundamentales para el enriquecimiento de la comunicación literaria. En lo central, escasean espacios para el ejercicio de la crítica literaria especializada en LIJ y solo se cuenta con una revista que circula en formato electrónico, dada la dificultad de comercializarla impresa en papel. Convengamos que esta falencia no es exclusiva del ámbito de lo infantil, puesto que de hecho, la crisis de las publicaciones impresas es, por desgracia, una característica reconocible en la producción de insumos culturales en el país. La carencia en cuestión adquiere en el sistema que nos convoca una importancia tal vez superior, dado que entrega una información clave para entender por
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qué los textos literarios infantiles y juveniles no han sido, hasta ahora, objeto de estudio de la academia chilena y han estado durante largos años circunscritos a la esferas pedagógicodidácticas. El rol de la crítica es reconocido en el estudio de cualquier momento de la historia de la actividad literaria porque sus prácticas contribuyen de modo decidido a la estructuración de los escenarios en los que se ponen en juego las tensiones centro-margen, canon-novedad, oficial-alternativo. No existen referentes críticos en el ámbito nacional y los pocos y valiosos trabajos escritos sobre LIJ en Chile son de carácter más bien documentalista e histórico, lo que los lleva a ser considerados en la formación de docentes a los que, sin embargo, casi no se les capacita en herramientas de análisis literario. Así, al observar con detención el estado de cosas del sistema, nos encontramos con engranajes truncos que empobrecen el actuar de la institución con el consecuente efecto en el armazón del repertorio, al que contribuye, quizás con demasiada autoridad, el factor del mercado. Por lo mismo, son valorables las acciones, estrategias y movimientos que ciertos sectores de la academia llevan adelante en relación con el tratamiento del álbum como género en expansión; de algún modo, las universidades suplen la función que debería ejercer la crítica especializada, dando al álbum un tratamiento tal que lo legitima como un texto que, en un breve plazo, debiera contar con el mismo peso funcional que cualquier otro. Se abre, en consecuencia, un espacio distintivo no solo para el libro álbum, sino para la literatura infantil y juvenil, elevada hace rato en otras latitudes a objeto de estudios literarios de posgrado; a ese espacio ha querido contribuir esta tesis. Digamos, por último, que del ulterior desarrollo del género puede esperarse, por un lado, el ensanchamiento de colecciones ya consagradas y la correspondiente expansión del público lector, y por otro, la aparición de nuevos ejemplares que tiendan a variar, mezclar e intercambiar sus elementos formantes, aun cuando eso signifique desestabilizar el tinglado que hasta hoy conocemos: la todavía mayor reducción del texto verbal o incluso la desaparición del mismo en algunos ejemplares de reciente aparición, son síntomas claros de la condición viva de un lenguaje que tiene aún mucho por mostrar.
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