EL QUINTUPLE BALAR DE MIS SENTIDOS (O EL MONTRUO Y OTRAS MARIPOSAS)

EL QUINTUPLE BALAR DE MIS SENTIDOS (O EL MONTRUO Y OTRAS MARIPOSAS) 427 Para Alicia 428 – O douleur! ó douleur! Le Temps mange la vie, et l´obsc

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EL QUINTUPLE BALAR DE MIS SENTIDOS (O EL MONTRUO Y OTRAS MARIPOSAS)

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Para Alicia

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– O douleur! ó douleur! Le Temps mange la vie, et l´obscur Ennemi qui nous ronge le coeur du sang que nous perdons croit et se fortifie! BAUDELAIRE

Acecha, merodea, da zarpazos que en mi cara le enmiendan a mis padres la plana, transformando mis facciones en letras del vocablo con que aúlla el rictus doloroso en el semblante. Propulsa hacia mi entraña los microbios que cargan en sus hombros invisibles mis dolencias. Me veja con ropaje de heridas y botones de pus y tras dejar condecorado con úlceras mi pecho se retira a las diez antesalas de sus uñas. Otras veces alondra hacia mi rostro su estructura de plumas y me traza la geometría efímera, de seda, de una caricia leve (con un tacto de angora producido por la buena lección del terciopelo) como el que, apasionado, acerca el cutis a una bella mujer electrizada. Me toca, y al tocarme, se le vuelven las huellas digitales mariposas (pensamientos de Góngora en el aire) donde se identifican, aleteando, nuestros estados de ánimo perfectos. Y aquí estoy, pluma mía, la pregunta azul negra sobre la hoja: ¿por qué existe esta bestia, este tubo colmado de cicuta del áspid que me agrede cuando pisan mis pies su militancia reservada en el césped y las rocas? ¿Por qué hace de sus fauces ratonera a la que va veloz, mínima, oscura, 429

mi confianza? ¿Por qué se hace libélula (el colibrí en su fórmula algebraica) que sin descanso busca el mismo poro de miel en el espacio? Dos mundos hay. El uno se halla a tiro del ojo, está a la mano, ocurre frente a mí, no carga pliegues que esconditen asombros y sorpresas, es un mundo confiable que dialoga sin fin con mis sentidos. Pero en el más allá de lo que veo, hay algo que discurre a mis espaldas ante el ciego testigo de mi nuca; es campo que extranjeras los kilómetros, es otra dimensión que se guarece en el atrás de todo, en el mundo intangible, desollado, que se escapa al asedio sensitivo y a la conversación con mi epidermis. En fin: a mil latidos de miedo a la redonda. Tras el mundo primero, cunde este otro fantasmal, que desliza por mi tacto no la mujer ausente, sino el cuerpo finísimo de sólo su recuerdo; si el primero es pequeño, acurrucable en un diminutivo, si mide de tamaño dos pupilas, si cabe en el aquí y en el ahora, si detecta en el vientre del cronómetro la toma del poder por el presente, el otro es infinito, inalcanzable, se mueve a la distancia, se le avista, a un disparo del sueño, en cavernas, islotes, continentes, en el rompecabezas sin orillas donde tan sólo falta de amoldarse la pieza irregular de mi cerebro. Incomodarme no. Puedo sentirme, en el visible medio circundante, 430

feliz o desgraciado, cuando alguno de mis cinco sentidos se me pone a gritar, a salirse por alguna puerta de sus casillas. Puedo entonces reír, hacer que salten en mi cuerpo de gozo las entrañas, vertiendo de un morral todas las bromas que electrizan los órganos internos. O darle tinta suelta a mis impulsos de tenderle a lo eterno alguna trampa, aunque en mi cacería sólo cobre como presa un reloj, una llaga de tiempo. Pero no incomodarme. No la angustia. No sentir que mis plantas prensan sólo el puñado gerundio de un retazo de tierra semoviente que se forma mezclando su sustancia con la nube que tiene sus raíces hechas de aire, y sentir poco a poco en el mareo que se me va subiendo a la cabeza el embriagado polvo oscilatorio que se extiende a mis pies y que termina por forjarme un cerebro movedizo. Si tengo frente a frente a otra persona, si registro que hay sucias miradas en un ojo, si percibo que una muchacha agita (como un ave que busca otros espacios) las alas de su libro de poemas, puedo estar fastidiado o iracundo, puedo hallarme tranquilo, sudar la más delgada de las gotas, tener un palomar de donde partan las mentadas de madre mensajeras de todo lo que pienso. Incomodarme no. No incomodarme. No me embarga la angustia. No me embarga la angustia ante este mundo visible e inmediato. En medio de tal tráfico de cosas, sucesos y aun sorpresas (que me llevan 431

a cargar en el pecho la medalla de una interrogación, no un crucifijo), sé lo que debo hacer, finco mis plantas, tras de espantar las moscas de la duda, por si las dudas piensan confundirme, en esa tierra firme de la que se retira la marea de todo lo inestable, de todo lo inestable en que se puede, con la curva emoción de los anzuelos, y con la carne ausente de carnada, pescar el estar hecho un mar de lágrimas. Todo lo que se muestre frente a mí, aunque resulte extraño, sorpresivo, poniéndome en el pecho los latidos de punta, se me da llanamente como algo verdadero y consumado: aquel hombre que muere ante mis ojos porque su último instante de existencia le estalla finalmente a quemarropa, aparece tan sólo como un dato al sudeste tal vez de mi pupila. No puedo desechar –y lo recuerdan mis pulmones más bien que mi cerebro– la cuota decreciente de estertores con que compró la nada, ni, en su rostro, aquella palidez que era una hoja en blanco en que volcaba el triunfo de la tierra su prefacio o en la que hincó sus fauces el borrador final y sus minúsculos surtidores de amnesia. Pero no me produce la zozobra que se incuba cuando algo se genera a mi espalda, cuando algo se sitúa en el punto trasero de mis ojos, cuando a control remoto se maneja mi angustia desde el mundo invisible, desde el vientre o la entraña del monstruo, de la bestia. Lo he dicho: de la bestia. Y aquí está mi pregunta, pluma mía, 432

pregunta en que mis glóbulos de tinta inquieren por la fiera. Hay quien piensa que el monstruo es el destino (ese ciego que avanza por el valle cargando en las dos manos dos granadas; la primera: una fruta, un panal de rojísimas abejas, la segunda, si estalla: un cementerio). Hay quien piensa que el monstruo es la Divina Providencia que gruñe, que amenaza, y sacude a zarpazos nuestros árboles hasta dar en el suelo los racimos de las gotas de sangre, o que nos da la caja (que recubre el papel celofán de lo imprevisto) en que viene escondida, de regalo, nuestra felicidad por un momento, o que nos vuelca en fin una esperanza (verde en su realidad) de caricias que cubren nuestros dedos de innúmeras sonrisas invisibles. Pero no es el destino. Ni tampoco podemos ver en él la Providencia. Al quemarse su cuerpo no se exaltan, hallando el combustible que proyecta las cúpulas a lo alto, humaredas de incienso. No es la fatalidad que se descubre siempre con un "ni modo" a flor de labio. No es la fatalidad. Es sólo el monstruo. Son tan sólo también las mariposas. Nada de lo que toco, miro, huelo me desespera o llena de zozobra hasta hacer que mis pies calcen un verbo conjugado en presente transitorio, y sean compatriotas del efesio, de aquel que no podía en el principio de identidad bañarse por dos veces. El monstruo merodea, da zarpazos 433

en torno de mi casa, de mi cuerpo, de mi vida privada, se tutea ya con mi soledad. Se halla en mi sala. Se encuentra en los cajones del ropero. En mi mesa de noche. Es mi monstruo también de cabecera.

II Cuando ayer en los dedos sentí la tarascada de tu puerta, viví ya mi cadáver, y fue como una autopsia estar pensando. Ocurría que estabas en tratos, Maricela, con el monstruo. Entre los dos tramaban la epidemia de llagas que me embarga todavía. Habían preparado, por los cuatro costados, la ruptura, el irrumpir del aire doloroso justo entre nuestros cuerpos. Ella me abandonaba. Frente a mí lo decía. Cada gota de saliva era el caldo de cultivo de gérmenes anímicos, cada uno cargando, como hormigas, una letra, de aquellas que formaban la palabra separación. Lo nuestro, el vocablo nosotros se le desmoronaba allá en los labios. Se alejaba de mí, y en sus pupilas podía adivinar ya sus espaldas. También las purulencias de mi cáncer. Y ese punto final en que los siglos de los siglos tendían sus tiendas de campaña. En mis bolsas guardé letras leprosas. En mis cofres las llagas imborrables. En la carta, en el libro, en los retratos mi erudito trabajo 434

sobre el martirologio que sufrieron los primeros cristianos. Brotaron en mi piel manchas de furia. Mi alarido se oyó en alguna antena perspicaz de Groenlandia. Pero no me angustié. Serenamente me entregué al sufrimiento. Escogí mi sillón, prendí mi fuego, tomé un cortapapel, abrí las hojas, una a una, de todo lo pasado, y meciéndome en paz, al vaivén del recuerdo, miré cómo la sal hincaba el diente en mi piel desollada.

III Cuando algo pasa entonces frente a mí, lo recibo con júbilo, con ira o me suelto a llorar todo el carajo abajo de una sábana. Instalado en las cosas, en el rebaño eterno de causas y de efectos habituales, no me incomoda nada, no me abate ni recoger las flores purulentas que crecen de repente en mis jardines. Ahora ya no veo a quien veía. Ya Mónica no está, no está Graciela. Me encuentro a otras personas. Sé de la geografía de otra lengua. Voy a días de seno diferentes. Abrazo a otra mujer. Tengo otra alcoba. Mi almohada poco a poco ha envejecido. Mis cosas y mi ambiente han madurado. Con el tiempo acumulan poco a poco el polvo de sus propias diferencias. Mi libro tiene letras fatigadas. Se cayeron ayer de mis paredes algunos de los cuadros.

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Pero abandono el campo sensorial, doy a la fantasía mente abierta, y pregunto ¿qué ocurre allá a lo lejos? ¿Qué piensa Maricela? Qué hace Mónica? ¿Habrá hallado Graciela tras los tres movimientos del camino la oda de la alegría finalmente? ¿Habrá aumentado Laura, con otra incertidumbre, su colección espléndida de dudas? ¿Guardará entre las hojas de sus libros, no las rosas marchitas, sino sólo las interrogaciones que cortaba en su jardín escéptico? ¿De nuevo habrá reñido con la brújula, con ese ojo de geógrafo erudito? ¿Pensará alguna vez en aquel lazo familiar que nos tuvo deprimidos y le dio eternidad a una antesala?

IV El más allá podría en ocasiones hallarse trabajando para hacerme la dádiva, digamos, de poderme pasar, en el mar de tu cuerpo, toda la noche en vela. Mas me inquieta. Me pone en dos zapatos vibratorios, hasta hacer que se caigan de mi cráneo el puño de neuronas en que viven la paz o la confianza. Tal vez con el teléfono me arroja una gota de miel hacia el oído. Pero me deja inquieto, hallándole el tic tac a las falanges de mis dedos que truenan, buscando conjugar todos mis verbos en presente de ausencia. Tal vez allá en la esquina me dé un rompecabezas para formar un ángel. Pero en todo 436

me sacude y abruma, me conmueve. Puede estar preparándome la más bella sorpresa –pasar mis vacaciones en tus senos, eternizar las pompas de jabón con versos parmenídeos, encontrarme a la vuelta de tu brazo tu excitación oculta entre los pliegues de una moralidad abotonada– mas me inquieta, me inquieta, me zozobra la mente, el pensamiento. Puede darme un boleto de ida y vuelta para tomar un péndulo, o dejar en mi mesa un telegrama de Pandora. Me inquieta, me arroja hacia el vaivén de lo inestable, a la playa de una isla heracliteana. Si soy un hombre sobrio lo soy en la cubierta del barco ebrio.

V Todo lo que se gesta en las entrañas de ese monstruo me agita y convulsiona, convierte mi entereza en gelatina, ayuda con la mano a mi firmeza a ascender al vagón de su suicidio, hace que tenga náuseas y vomite los amargos jirones de mi mente. Desde niño a ese mundo, a ese espacio invisible que se aleja de mi campo visual, a esa oscura presencia que lo mismo me puede improvisar algún zarpazo y prenderme en el cuello una bufanda de alaridos o puede lamerme alguna herida y zurcirla, piadoso, con la costra, lo veo, lo designo como el monstruo, lo acorralo en un nombre. Desde niño.

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A espaldas de mis ojos, allá desde el kilómetro en que empiezan las provincias sin luz del infinito, finca su madriguera, la guarida donde cada cachorro cohabita con su propia mariposa.

VI Acabo de editar un nuevo libro que se encuentra empastado por dos trozos de mi alma. Tiene un índice que no es más que una guía para un viaje redondo por mi espíritu. Mi poema se llama Para deletrear al Enemigo.

VII Hace tiempo la bestia no existía o mejor era sólo algún gusano más pequeño que el miedo más pequeño; más que el temor meñique que me embarga cuando tras de una puerta me sorprende, con una exclamación, lo inesperado. Se reducía entonces a la oscura gestación de las cosas –el seno, la sonaja, la sonrisa– con las cuales los padres firmamentan la atmósfera que está sobre la cuna y por las que clamaba, a grito en cielo, el quíntuple balar de mis sentidos. Pero me di a crecer subiendo por adobes de epidermis hasta poderle hablar de tú a los vientos, y el monstruo fue tomándose inquietante, profundo, peligroso. Un animal que tiene por entrañas toda la infinitud de la materia.

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VIII Una vez caí en cuenta de que había un extraño revuelo por mi casa. Apretones de manos. Caras lúgubres. Pañuelos de la guarda junto al rostro. Frases entrecortadas como el chisporrotear de cuatro cirios. El monstruo y el velorio. La agresión al aliento de mi padre, de mi abuelo y mi tía. He adivinado ahora: la sorpresa es el amado juego del demonio. Le gusta procesar lo inesperado, se sitúa de espía a cada vuelta de la esquina, le encanta lo imprevisto, el peldaño inseguro en la escalera, la espada de Damocles que la ley de gravedad enfunda finalmente, el ratón que en su búsqueda del queso finaliza por dar un gato en falso. Y esta fiera no sólo se presenta cuando sin un aviso, una señal, alguien a la distancia pierde el paso (hurtado por la muerte, por la muerte que colecciona pies que se extravían) dejándole a sus deudos, en algún testamento, algunas huellas. No se filtra tan sólo por el hilo de una mala noticia telefónica, de esas que de repente nos colocan un erizo emotivo en nuestra mano. No viene únicamente en ese sobre que le da carta abierta a los suplicios. También en el amor se halla presente. También en el abrazo y en el beso, en el "déjame ya, sigue nadando, mira cómo en las costas de la sábana termina nuestro mar de titubeos". Y en esa excitación que se deshace de ropas interiores, 439

como encontrarse en vísperas del cielo, con el mismo ademán con que el esclavo destruye sus amarras y contempla que en su elevado puño victorioso blande la caja fuerte en la que esconde las cuantiosas riquezas de su tacto.

IX Como la historia me hace haré un poco de historia. Hay quienes, como Edipo, se imaginan que cargan dos pecados en las cuencas oculares, y sienten impulsos en sus uñas moralistas de levantar el vuelo. Hay quienes se imaginan que vivir en los ojos, instalar nuestra alcoba en la retina es hacer el incesto de acostarnos con la niña del ojo, hay quien incluso sufre cuando piensa en la puta del ojo que supone que sus párpados guardan. Hay quien también se dice que es un clavo de Cristo cada beso. Quien encierra su sexo en una celda. Quien tiene su epidermis a pan y agua. Quien tapia su bragueta. Pero aquí, mis amigos, en mi casa, aquí bajo mi frente, aquí donde mi entraña es mi pronombre, la mojigatería fue interdicta por toda una jauría de patadas. Con mi tacto a su vera, suplicante, de rodillas las huellas digitales, ella se desnudó rápidamente. como si se le ardieran los vestidos, como si arrebujado entre la ropa se sintiera asfixiado su deseo 440

y tratara de hallar a la intemperie la dualidad santísima del coito. Yo llevaba conmigo la juventud y tres o cuatro orgasmos en la erección de un cuerno de abundancia. Mis manos adquirían vida propia. El pudor no podía detenerme con sus reglas de tránsito. Cuando yo me exaltaba, ella, como un espejo, parecía acceder al mismo paso a un plural conjugado en paraíso. Diríase alpinistas que suben poco a poco y que colocan la palabra nosotros en la cúspide. Pero empecé a dudar, a colocar en sábana de juicio la confianza pretérita. Lejos de mi control algo pasaba. Lejos de mi creencia y perspicacia. El monstruo se acostaba con nosotros.

X Pero cuando la fiera se hizo más existente, saltó hacia sus mandíbulas y las chorreó de sangre, fue cuando sobrevino la ruptura con Mónica. Fue entonces cuando el monstruo la escondió entre sus vísceras, la enfermó de distancia, le fracturó las citas. Se la llevó a mi espalda, atrás de mi pupila, la escondió en otras casas, detrás de cada puerta. Su nombre conformaba mi ser, como un cemento que soldara las piezas que componen mis entrañas. La ausencia, sí, su ausencia, terminó convirtiéndose en un órgano, como el riñón o el páncreas, en mi cuerpo. Mónica, Maricela. También Laura. Al huir arrugaron los rincones 441

que hacían nuestra casa. Y los enviaron al cesto, el recipiente que congrega los verbos conjugados en pretérito.

XI Pero hace mucho tiempo vino el monstruo callado, sin decir estas fauces criminales son mías, y en el centro de mi mano, ahí donde hace nido mi futuro, clavó una mariposa, la primera presencia del amor, mi amor primero, mi amor adolescente, con las manos desbordantes de tacto y con las sienes haciendo y deshaciendo sus luciérnagas.

XII Fuiste Graciela fuiste la mano que arrojó a mis soledades (a las cuatro paredes que las dicen) un puñado de grietas, de dulces cuarteaduras y ese llorar de polvo del desmoronamiento. Fuiste Graciela fuiste el faro que le está lanzando playas al barco que zozobra.

XIII Este primer amor surgió, no se me olvida, en medio de una hermozart sonata para piano. Maduró en un allegro vivaldísimo y creció al descubrir que Claudio Aquiles escribía su música, la nuestra, en la clave de luna. 442

XIV Recuerdas nuestras citas con el reloj de Haydn concertadas? ¿Recuerdas los paseos, en busca de un cucú y un ruiseñor (sobre el órgano verde de un encino) en los Pinos de Roma? ¿Recuerdas esas piezas, canciones sin palabras, para piano y silencio, para piano y una cantante muda a la derecha?

XV La peor catadura de este monstruo, su veneno que emplea los disfraces variados del azúcar, lo adquirió cuando estaba Maricela compartiendo conmigo techo, manos, y vientres y ponzoñas. Era entonces el monstruo nuestro de cada día. Mejor: de cada noche.

XVI Nuestra alcoba. Me encuentro solo, triste. Carajo: una piltrafa. Pienso, pienso. No puedo dejar de estar pensando, y en mi frente más que sudor, hay gotas de una materia gris que se me escapa. Oigo pasos. Se acercan. Se distinguen claramente, no pueden confundirse con la extraña bocina de automóvil que aúlla hacia la luna, con la ronda de canes callejeros que encuentra entre las piernas de una perra el hueso codiciado. No son hojas que caen. Son pisadas. Se oyen con claridad. El monstruo sube 443

poco a poco el volumen. Caminan en los suelos de mi tímpano. Están junto a mi puerta. Mi rendija quiere lazar sus pies. Pinche monstruo ¿son de ella? Se pierden poco a poco. Se diluyen. Y la gangrena cambia de postura nuevamente en la cama. La peor catadura de este monstruo surgió con Maricela. Me encuentro en la querencia del amor. Es un día de fiesta para el tacto. Maricela me da presentes imprevistos Como el radar que opera detectando el vuelo de los ángeles o el elefante aquel, color de niño, que juega pisoteando las cajas de Pandora. Entonces yo bajaba el ángel de la guardia. La bestia aprovechaba ese momento, lanzaba a Maricela al otro polo hasta hacer que en mis venas circularan glóbulos de tan blancos que se encuentran conformados de pus, mientras mi cuerpo se vuelve el paraíso donde brota la primera pareja de alacranes. Un péndulo. Viajar de un lado a otro como un viaje redondo por la náusea. Cuando yo me confiaba, paladeando el sabor de los mejores instantes del reloj, el animal lanzaba la anarquía contra el orden normal de mis facciones. Cuando me hallaba inquieto al grado de encontrarme royendo los muñones de mi angustia, y, maldiciendo todo, acariciaba, no su cuerpo, la idea del suicidio, el monstruo me ofrecía un gusano de seda con olor de manzana 444

o el colibrí que para, que indecisa su trayecto en un punto para hacernos mirar su flor aérea, su puñado de luz motorizada.

XVII Estoy aquí, me encuentro encaramado en la pluma que agrede a la blancura. De reojo, los muros quietos, indiferentes, jugando a ser eternos, corno si toda cosa no estuviera allá en su intimidad desmoronándose, siendo el reloj de arena de sí misma. La hoja de papel en que me vuelco, reducida, sin rayas, con una trinidad de hoyos al lado. Arriba, por el ángulo, impido el movimiento de la hoja. Tras el papel, la mesa. Los cubiertos. A escasos dos centímetros, la copa de jerez a un paladar sediento de volverse cadáver de cristal. No muy distante, a una mirada solo, un plato con un queso devastado donde conjeturara mi apetito, ante un sabor de cielo, que era un telón de fondo la vía láctea. A su vera una cesta donde están cuatro panes, cuatro niños desnudos y dormidos (gestando en su inconsciente de migaja no sé qué entonaciones). Junto a la cesta, un cofre repleto de secretos y de fotos, de miradas y voces extraviadas, colmado de diez años. A su lado los restos del café. Y aquí, por la derecha, 445

blancamente, la carta.

XVIII El monstruo gusta a veces develar lo que pasa en su entraña a través de una epístola. Que no puedes dejarme, que te busque, que no me haga el idiota. Una carta, una luz, una ventana, cerradura, intersticio para ver la intimidad del monstruo, el color de sus órganos internos, la desnudez del hígado, el estómago, los riñones; en fin; su mala entrada.

XIX El monstruo es un bestiario, un ponzoñario. A veces llega a mí como pantegra, coloca pezcorpiones en mis aguas y se lanza hacia mí, cuernoceronte que desea embestirme, hacer de mi valor derramamiento de latidos debajo de una cama. No es raro que se torne un prehistosaurio o que venga, dulcélula en los aires, con su azúcar vibrátil, al nido de su punto en el espacio. Pero no pocas veces hecho un furiangután, me pone en ascuas, cambiándome trinarios y gorjeondras por algún pellizquizo venenoso. Me reserva enemigos personales, migres y miburones y migrañas que me acosan. Me topo con bestias que han perdido la mirada. Cultiva en mi epidermis venenobios y me daña las manos con tacterias.

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XX Ama el monstruo la muerte, la muerte por sorpresa. Le entusiasma agredir por atrás a los relojes, ponerle al calendario entre las hojas la oscura zancadilla de una esquela. Ama el monstruo la muerte por la espalda, por el ángulo exacto en que se esconde detrás de cada cuerpo la sorpresa. Le gustan los infartos, le fascina el golpe, la traición, todo lo que rechaza la rutina y su aburrida danza de ademanes. Todos los accidentes lo apasionan. Una pierna quebrada es su delirio. Le embriaga siempre el vino de una herida. Cobra víctimas, sí, con el veneno de todo lo imprevisto, inesperado. Se especializa en síncopes, y tiene un repertorio en fin de golpes bajos que da con el teléfono, la carta, la noticia alarido. Mueren gentes anónimas. No hay día en que el monstruo, volando, no arroje a la ciudad su carga de velorios. No ignoro que se mueren. Leo todos los días sus esquelas. Me entero por su muerte de su vida. Pero a veces diríase que todo se halla en paz en mi contorno, cada quien recortándole un pedazo a una bandera blanca que alcanza para todos. Se diría que la muerte no existe, que se encuentran en un museo todos los relojes. Retorna el infortunio hacia su caja de Pandora. De pronto, en la horrible explosión de un de repente, muere mi tía ahogada en la sorpresa, tornando en una taza de café 447

el sorbo más oscuro de su vida.

XXI Acecha, merodea, da zarpazos, ataca sorpresiva, brutalmente, se le convierte en cera la cerilla que tiene en los oídos y no escucha a mi humilde saliva arrodillada. Solamente él existe, ruge, grita, descompone las cosas o las ata después con una mecha, el hilo conductor hacia una nueva edición del desorden. Lanza el vómito negro de la noche en la fiebre amarilla de la aurora. Es todopoderoso, es omnisciente, náusea que ha conquistado el don de ubicuidad. Se nos convierte en Dios, todo lo ocupa. Se multiplica en hostias venenosas. Se encuentra en todas partes, incluyendo nuestras propias creencias, sabe que en mi temor está su templo. Pero luego se esfuma, se retira, se hace cojo primero (cuando pone los pies en polvorosa) y luego se hace un eco, se hace el humo que es el cuerpo primero de la nada. Aleluya, la fiera ya no existe. Podamos del rosal la decadencia. Las arrugas son cosas del pasado, renglones en un libro de memorias. Devenimos eternos. Aleluya. La muerte es un recuerdo, una leyenda, un cuento de relajes en el cielo.

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XXII El antiguo relato del principio, la patria de minúsculas que hace la Microscópica, las palabras mayores que avienta hacia los cielos la Astronómica, y los cuatro elementos, y las cuatro estaciones, y mi vida, la historia, todo México son una madriguera de la bestia. El enemigo habita en mis poemas.

XXIII La alimaña se esconde en los geranios, en la mala palabra de una espina, en las notas de música que ven, a diferencia de los pájaros, la enrejada prisión del pentagrama; en el fondo del mar y en el fondo también de cada gota, en la exacta pupila de una lágrima. Se oculta en las montañas, en el aire, abajo de las uñas, en mi cuello, en aquella palabra que me sueltas para dinamitarme las entrañas y dejar las paredes salpicadas de pedazos de angustia. Se esconde en esa baba de diamante que resbala del pétalo. No hay lugar en el mundo, rincón, pozo, caverna o vientre de mujer, en que no se perciba, intermitente, su acción de respirar. Pero se halla también en los jaguares, en el tigre en la casa de un amigo, en el panda y la foca, o en aquel armadillo que camina abajo de una gruesa desconfianza. Es la bestia de bestias. Es el monstruo 449

y es un parque zoológico. Es bestia y medio ambiente: la Bestíada en medio del antiguo relato del principio. De modo simultáneo: pez y oleaje. El líquido es el vaso de los peces. Un vaso de cristal deshilachado. Es el agua apretada de la trucha y el diluido pez de la marea.

XXIV Se agazapa en mi cuerpo y en mi instinto, se me esconde en el sexo, en el sexo que gruñe de deseo. Caminas. Te conviertes en caderas. Te detectan mis yemas, las niñas de mi tacto. Me tapo los oídos. Mas no puedo dejar de oír los gritos de tu cama.

XXV Con los celos, se instala en mi cerebro la jaula de una sola idea fija: me proyecto a las vísceras del monstruo, soy su riñón, su estómago, solicito hospedaje en sus testículos, detecto en sus provincias el indicio que me hace ser el lado purulento, la pinche hipotenusa purulenta del triángulo, la línea que se encorva poco a poco, cabrones, en mi frente.

XXVI Por el monstruo acosado, los talones de Aquiles ya pisándome, sintiendo que se sube hasta mí mismo, percibiendo su aliento, 450

aguardando su paso, su rugido, decido ir en su busca, colocarme las botas, la mochila y la temeridad, invertir lo que pasa. Hacer de mi jardín, jardín de trampas, de rincones hipócritas, no cruzarme de brazos (acunando mi eterno ser de víctima). No cruzarme de brazos, no cruzarme con el vino y la droga conformistas. Rebelarme sin fin. Golpe tras golpe. Ojo por ojo, sí, aunque se trate del duelo de dos tuertos. Carajo, rebelarme. Salir de cacería. Dónde se hallan mis botas. Mi revólver. Le quitaré la funda a mi heroísmo. En busca de la fiera, mi safari. Ya nada de sentir algunos pasos, un rumor ominoso entre las piedras, un dejar de las hojas solamente el cadáver del ruido, saber que alguien se encuentra tramando a la distancia mi infortunio (o brindando alimento a las crisálidas en un invernadero de poesía), oír cómo tramita su futuro por el cielo, ruidosa, la tormenta, y quedarme esperando como aguarda la víctima la ejecución final en la mazmorra de algún estado de alma resignado. Mejor es el ataque. Moldear nuestro espíritu hasta hacerlo de la forma de un dardo. Mejor es arrastrarse sierpemente por negros corredores, contemplar lo que pasa en la ventana cerrada de un secreto, convertirme en espía, colocarme el traje singular de uno de tantos, asediar un teléfono 451

con la combinación de su resquicio para entrever al monstruo. Tender las emboscadas de una carta o saltar la paloma mensajera de un recado. Salir de cacería. Lanzarnos a un safari de la bestia.

XXVII A veces se requiere salir de cacería armados de razón hasta los dientes, con el morral colmado de nociones expansivas, buscando al enemigo en las cenizas de un proyecto frustrado de ave fénix, buscándolo en el arca de la alianza de un éxtasis erótico, buscándolo en la vuelta de una esquina donde se halla afinando su instrumento la sorpresa. Salir de cacería con nuestra concepción del mundo al hombro, llevar en la cintura preparado nuestro materialismo filosófico para cualquier peligro. Todo buen pensador es el que sabe idear zancadillas para el monstruo. Rodearlo, enfurecerlo, darle gato por una polvareda en el camino, saber hacerle frente al enemigo no sólo cuando se halla reposando, también si se divide y multiplica, si se cambia de casa, si alquila un diferente estado de ánimo, si transforma la alondra en elefante, el cocodrilo azul en el insecto que pone su ecuación de álgebra inquieta en medio de la hierba, el cedro de la selva en el ropero que tiene todavía en sus cajones la colección completa de sus nidos, o el gusano de seda en la falange 452

de tu dedo meñique, de ese dedo consentido por todos sus hermanos. Nada mejor entonces que tender nuestra red filosófica o abrir fuego de ideas para dar con la fiera, sus secretos, la manada de asombros en que viene. O escarbar en el suelo con las uñas y dientes, hasta hallar, babosos, relucientes, los gusanos de una verdad cualquiera. Hay que electrocutar nuestras pestañas, llevar hacia la hoguera la niña de los ojos. Torcerle el brazo a Hegel, para que diga al fin lo que deseamos. Lanzarnos como bonzos, a todas las ideas que se encuentren incendiadas. Partir hacia Aristóteles, con escalas en Bruno y en Heráclito, provocar a Parménides, pasar la noche en vela discutiendo con Spinoza y Marx. Pero será mi caza solamente tal vez una utopía. Un ganarse la apuesta del cerebro la fantasía en juego con la mente. Cómo matar a un monstruo que no ignora multiplicarse en progresión geométrica, saltar desde el plural al infinito, y ser el ciudadano vitalicio del don de ubicuidad. ¿El safari es un sueño, una utopía? ¿Ver tras la cerradura débilmente alguna intimidad de la alimaña?

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XXVIII Va de pasión en fondo por las calles alineada la masa. Pasa en ellas su tráfico iracundo. Cada gente hace un mínimo cráneo con su mano para poner en él su incipiente conciencia proletaria. Avanza cada frente con su breve pancarta de coraje. Aunque en medio del río pretendo ser la gota que conserva la conciencia de sí, me uno al coro de voces que da forma a ese canto que luce finalmente borradas las fronteras de los himnos nacionales. Los gritos y las porras nos hablan de una isla, de un territorio libre en la esperanza, de un descubrir aquí en el Nuevo Mundo de nuevo el Nuevo Mundo. En medio de esta turba, donde un furioso verso es cada hilera, cada grupo una estrofa, la manifestación una poesía de Neruda, Hikmet o Maiakovski, que ha ganado la calle, me pongo a recordar, y se me viene a la memoria el tren, el tren de carga –atestado de espíritu rebelde– de manifestaciones ferroviarias que le daban al zócalo el carácter de estación terminal. Y se me vienen al recuerdo la masa de estudiantes, maestros, que soñaban que una bandera roja, con audacia alpinista, sobre la Catedral se enseñoreara. Y se me viene aquí, justo a la angustia, la célula con Pepe, con Eduardo, el breve caracol en el que pude sintonizar un día el rumor del Mar Rojo que se acerca. 454

Y entonces se me viene todo el sesenta y ocho a la cabeza. La manifestación hecha en silencio, en que sólo podían descubrirse los puños en voz alta. La manifestación que se diría guardaba ya minutos de silencio por las futuras víctimas. Recuerdo Tlatelolco. Recuerdo mis amigos y alumnos y recuerdo el permanente mitin de sus tumbas. Y en medio del recuerdo caigo en cuenta que quizás a la vuelta de la esquina puede encontrarse el monstruo, el monstruo lacrimógeno, la fiesta de las balas del monstruo. Pobre México, invadido de Díaz y de Díaz, presa de hordas de Díaz. Pobre México. En tu bandera luce un monstruo devorando una serpiente.

XXIX De pronto he concluido que el animal no es mío únicamente. Es la bestia de todos. Cada quien la percibe, la adivina, la bautiza con nombres diferentes. Su prueba de existencia es el zarpazo. Su verdad revelada las manos a las cuales se permite esconderse del mundo en el armario dulce de otros cuerpos. A veces soy el monstruo de los otros. Lo que pienso, decido, se procesa en la entraña de algo que es, para aquéllos, su demonio, su incógnita, una x que tacha lo previsto. Alguien piensa a lo lejos, en algún calabozo del insomnio, 455

qué sentimiento albergo entre las sienes, qué solución daré, cuáles mis pasos, cómo estarán mis manos de humor hoy en la noche. Cada quien es la bestia de su prójimo. En el mundo inmediato, allí donde los ojos parecen instalarnos un mundo sin sorpresas y en que el monstruo semeja no existir, nuestro enemigo también se halla presente. Yo contemplo tu cara, tu sonrisa, escucho tus palabras, me hipnotizan todos tus ademanes. Se diría que todo se halla claro, las cartas en la mesa, sin hipócritas trampas, sin un solo animal entre nosotros. Pero siento de pronto que tú no estás aquí, que no te encuentras en tus manos, tus labios, tu mirada, que te encuentras allende lo que dices, como un pastor anímico, invisible, que se halla pastoreando las palabras. Tú estás, por ti escondida, tras las sienes, respirando una atmósfera distinta, en una oscuridad impenetrable, como en una caverna de la cara oculta de la luna. En tu mente la fiera se ha instalado. Y esa bestia maneja como títeres tu boca que se mueve, tus precisos ademanes que van de un lado a otro fingiendo independencia. Pero yo soy tu fiera. Soy tu fiera. Te digo que te quiero, que tu botín de guerra es mi epidermis, que vengas, que te espero, que no olvides en tu casa los besos. Pero callo la parvada de dudas de rapiña que desgarra la piel de mis verdades.

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XXX Y también la alimaña se encuentra aquí en mi ser, aquí en el sótano de mi conciencia. Se halla aquí donde se humildan arrumbados mis deseos, complejos, inquietudes. Mis trebejos anímicos. Se encuentra en esa oscura vida que me forma, madriguera de instintos, ahí donde mi yo no se destaca, catedral sumergida en la inconciencia, donde están mis impulsos, mi libido, tapetes y tapetes de epidermis femenina, recuerdos, el castillo en que habita un fantasma: la palabra jodido, donde se halla la bestia de la cual soy un juguete. Encima de los hombros cargo el talón de Aquiles.

XXXI Soy entonces la jaula de una fiera. Mi látigo no escupe ya el veneno de golpear a distancia y dominar a cualquier enemigo. Por las noches, la fiera se me convierte en sueños. Es el monstruo y es otras mariposas. Encarna en lo incorpóreo de los sueños, en hostias atmosféricas, en las células de aire que le brinda una imaginación enloquecida. Y al despertar, a veces, cuando el canto del gallo da palmadas al hombro, caigo en cuenta que la bestia pobló todo mi cráneo con la atmósfera tibia en que los ángeles gustan de dar el golpe. Siento que el animal pobló mis sienes de toda la dulzura que se puede 457

obtener si se exprimen las más bellas mariposas, también si pienso intensamente que mis manos saben la dirección de tus pezones. Pero a veces despierto tembloroso, tronándole los dedos a las manos de mi ángel de la guarda, amanezco temblando porque toqué la piel fría, mortuoria, de alguna pesadilla. Quizás la gelatina parpadeante del ajo de la bestia. La fiera está en mi mente, tras mi mente. En las negras entrañas del cerebro.

XXXII Me invade aquí de pronto la migraña (mi cerebro instalado en el infierno) como un recordatorio de que el monstruo se encuentra detrás del pensamiento. Hay veces, sin embargo, en que parece que somos puro espíritu. Hoy no me hallaba enfermo. Mi cuerpo no existía. La bestia, sin embargo, no perdona. Me llaga las neuronas, ensarta con un hilo de pus mis reflexiones. Y aquí estoy otra vez bajo su yugo, viendo a mi libertad como una presa que se encierra por dentro. El monstruo gusta a veces de brindarme la salud y la fuerza, el entusiasmo. Podríase afirmar en ocasiones que todas las mujeres se encuentran invitadas a mi cama. Pero a veces me tiene esclavizado por una enfermedad, hace que hasta en mi sábana las llagas aparezcan. 458

Se encabronan mis órganos. Y el monstruo abre de par en par mi purulencia. Por eso, ya lo sé, cuando el reloj se canse de ofrecerme luz verde en el camino, la cuota de esperanzas requerida para que en los zapatos no se forme la idea del suicidio, cuando el reloj de arena ponga al fin su granito en mi derrumbe, cuando Graciela, Mónica, y Maricela y Laura, este hombre, que fue suyo, no sea nada, mi muerte simplemente ha de ser eso: un cuerpo que al espíritu devora, una ley que no quiere interrupciones, una naturaleza que me incluye, el oscurecimiento con que brinda la nada su saludo, el llorar quedamente del que queda y un hombre devorado por su monstruo.

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