El reflejo del mal en el arte

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Denken Pensée Thought Mysl..., Criterios, La Habana, n° 65, 1° julio 2014

l reflejo del mal en el arte y su recepción*

Martin Paljesek «Por una parte, el ser humano tiene en común con muchas especies de animales que lucha con los miembros de su propio género. Por otra, es, entre miles de especies en las que luchan unos con otros, la única en que esas luchas tienen un carácter destructivo. Únicamente en el ser humano hallamos asesinos masivos, el ser humano es el único ser que no está adaptado a su propia sociedad.»1 N . TINBERGEN

Aproximadamente en la segunda mitad del siglo xx, en el arte, en silencio e inadvertidamente comenzó a extenderse el tema del mal y, en comparación con otros temas, también a imponerse. Eso está relacionado ante todo con el surgimiento del arte popular y su rápido establecimiento en las estructuras de la cultura. Pero una causa más profunda de la extensión de la tematización del mal en el arte hay que buscarla más allá de las fronteras del arte. De un modo espontáneo y diríase que subconsciente, los artistas comenzaron a reaccionar a la agresión que estaba llegando a su punto culminante y a las diferentes tendencias destructivas en el mundo, 1

Cit. según Fromm 1973, p. 13. * «Reflexia zla v umení a jeho recepcia», Slovenské divadlo, n° 2, 2011, pp. 102116.

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cuyas más fatales incidencias para comunidades más amplias se dejaron ver en los numerosos genocidios.

El mal, la crueldad y la destructividad en el arte Desde que en la tierra hizo su aparición una nueva especie, el homo sapiens, o sea, el ser humano moderno (aproximadamente 40 000 años antes de nuestra era), aparece junto con él también una fuerza extraordinariamente oscura y destructiva que no conoce fronteras en su conquista del mundo y que, sin motivo, comenzó a devastar una vida que hasta entonces marchaba tranquilamente: aparece el mal. Este fenómeno no sirve a la vida, no ayuda a la supervivencia y, lo que es peor, el mal logró avasallar a los hombres, a sus progenitores. Es una absoluta paradoja que el ser humano, corona de la creación, dotado del más eficaz equipamiento para la supervivencia (inteligencia, conocimiento de sí mismo, adaptabilidad, o fantasía), es al mismo tiempo el único animal que puede hacer daño, mutilar o también matar a otro miembro de su especie sin tener para su acto una motivación biológica o una utilidad. E incluso halla deleite en esa destructividad. El fenómeno del mal penetra en el arte relativamente tarde; sabemos que los hombres de los tiempos primitivos volcaban su creatividad en creaciones mágicas y en su mayoría zoomorfas, en las que están ausentes el mal y la agresión del hombre dirigidos al hombre. Sólo con el progreso gradual, cuando de cazador éste pasa a ser agricultor, también cambia claramente el carácter del arte. «Se replegaron la seriedad, el misterio, el sentimiento religioso, el mito de la creación mágica, y ocuparon su lugar las escenas triviales, las primeras crónicas en imágenes y los primeros seriales animados en las rocas.»2 No tardó mucho tiempo para que, además de representaciones triviales de cacerías de jabalíes y ciervos, se empezaran a crear también otras en las que el hombre cazaba al hombre (como podemos ver en los yacimientos de Dogues y Gasulle). Este momento lo situamos cronológicamente en algún punto entre el quinto y el cuarto milenio antes de nuestra era, y desde entonces el mal cobró muchísimas formas en el arte. Para nosotros es interesante en primer lugar el arte serio de la cultura occidental, que poco antes del adveni2

Pijoan, 1973, p. 34.

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miento del siglo XX comenzó a cambiar radicalmente de carácter. Se trata de cambios que tienen su origen en el rechazo de la belleza y en el surgimiento de medios artísticos nuevos, reproducibles técnicamente. El divorcio de los artistas respecto de la categoría de lo bello ocurrió en el caso de algunos diríase que de manera inconsciente; otros, en cambio, se rigieron por un programa. Muchos artistas empezaron a sentir simplemente que cada vez había menos y menos motivos para reproducir bellamente la realidad visible. ¿Qué sentido tiene pintar, escribir o componer «bellamente» sobre la belleza de este mundo, cuando en el mundo se llega a una locura tan fea como es la guerra? Pensamos que también esas circunstancias tuvieron hasta cierto punto influencia en el carácter cambiante de la apariencia del mal plasmado en el arte. El mal halló su representación en la crueldad-destructividad, y desde el siglo XX produce una impresión mucho más espantosa que nunca antes. Desde luego, no queremos restarles importancia a los sentimientos de horror que acompañaban a la gente al menos en el Medioevo al mirar un diablo eficazmente esculpido, en alguna parte del portal de un templo. Tal vez en el Medioevo la visión del mal sobrenatural podía tener mayor efecto e infundirle a la gente mayor horror que las escenas del martirio de santos. Pero ¿por qué comparamos la acción de la escena medieval del mal sobrenatural con la acción de ese mal real? Nos interesa mostrar que la apariencia del mal en el arte del siglo XX es más real, diríase que más palpable. Surgió toda una serie de obras en las que sus autores, de una manera realmente muy naturalista, pusieron literalmente al desnudo el brutal mal a sangre fría. En ellas la crueldad y la violencia alcanzan tal grado de atrocidad, porque representan aquello con lo que la abrumadora mayoría de los receptores no sólo nunca llegó a tener un contacto directo, sino que hasta entonces ni siquiera supo imaginarse. Los artistas no tenían en absoluto que retocar o colorear un poco ese mal, bastaba con constatarlo mediante la observación y trasladar su testimonio a los receptores. El arte con tal contenido constituye sólo un grupo muy reducido, minoritario, que, por añadidura, carece de toda afinidad interna, ya que no tenemos registros de que sus creadores se hubieran trazado algún programa común que tematizara la violencia. Pero, al mirar del lado opuesto, su carácter periférico es desconcertante y, a su manera, también un poco injusto, porque con él los artistas perceptivos sólo tomaron posición respecto al actual arribo al punto culminante de la violencia–destrucción en el mundo, y eso es lo que le da al tema del mal a sangre fría en el arte un sello de actualidad y derecho a existir.

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Semejanzas y diferencias Observaremos ante todo los modos en que los autores de algunas obras típicas trabajaron con el tema del mal y en qué aspectos pusieron el mayor énfasis, y hasta qué punto es decisiva para esas obras su conformación realista en conexión con la percepción. Los creadores que tienen la ambición de ofrecer con su obra informaciones reconstruidas de la esfera del mal, ya al comienzo de su osado trabajo se encuentran, como un primer obstáculo, con el conocimiento de que atrapar la esencia del mal como un todo es imposible. Pueden escoger de él esencias menudas y después componer sus mosaicos en miniatura: obras con las que se puede decir cómo actúa, pero la respuesta a la pregunta ¿por qué?, o ¿de dónde proviene?, siempre será sólo parcial, porque a ella inmediatamente se asocian nuevas preguntas. El mal perpetrado por una ideología totalitaria lo tratan, por ejemplo, Burgess, Kubrick y McDonagh. Las obras de estos autores tematizan a la vez el mal perpetrado sobre niños. Entre ellas figura también Mandrágora de Grodecki y, en un plano hipotético, también el filme Anticristo de von Trier. En el caso de La naranja mecánica literaria y cinematográfica, como también del filme Mandrágora, se podría ampliar la tipología del mal con el mal perpetrado por niños. El filme Dogville de Lars von Trier presenta, en cambio, el mal social dirigido contra la otredad del individuo, que es tratado con relativa frecuencia. Otro tipo de mal es el que presenta la novela No es país para viejos, de McCarthy, donde actúa por intermedio de un individuo: el grandioso personaje de Anton Chigurh. Con esta novela McCarthy le ofreció al lector también la posibilidad de palpar (en el territorio del país de la novela) el mal actuante ampliamente, omnipresente, que el filme Anticristo llevó aún más lejos como principio del mal metafísico presente en todo su espacio. Podría parecer que precisamente a través del filme Anticristo se puede atrapar (percibir) una única sustancia total del mal, pero ninguna mente sensata, ni con el mayor esfuerzo, logrará confirmarlo con certeza. Ya la sola idea de que todo el mal del mundo es abarcado por un solo filme cuya forma y contenido son, de la infinita cantidad de los posibles, tales como son, echa abajo esa primera impresión. Es un absurdo. Es como si el esfuerzo de los autores hubiera estado subordinado al principio de la regulación bidireccional de la intensidad del mal-violencia. Unos tuvieron que utilizar medios para su amortiguamiento, otros se esmeraron para que actuara lo más fielmente posible (en casos particulares

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de este segundo grupo domina el mal cruel como tal, en otros es apoyado francamente por la violencia). Recordemos que Anthony Burgess y Stanley Kubrick, al crear sus «naranjas», tuvieron que colorear un poco la violencia real, o en algunos momentos enmascararla completamente tras la condensación de los crímenes, la sobreexposición de los mismos, la aceleración del tempo, o el singular slang; de lo contrario, las obras se les desintegrarían bajo el peso de la «violencia solamente», que habría transcurrido casi ininterrumpidamente desde el principio hasta el final. Los demás creadores o se esforzaron por presentar el mal real tal como podría transcurrir en situaciones posibles de la vida (El hombre almohada, Dogville, Mandrágora), o dirigieron sus esfuerzos a la creación de una violencia lo más dura posible y lo más causante de shock posible (el demoníaco Anton Chigurh capaz de todo en la novela de McCarthy, o la violencia física en el filme Anticristo). Al reconstruir las imágenes del mal de la vida, cada uno de esos artistas utiliza un abordaje original privativo que posibilita llenar de significados esas imágenes. En el caso de Burgess y Kubrick hemos mostrado de qué manera crearon el mundo acelerado del futuro cercano (tal vez del presente actual), que hace del individuo una «pieza mecánica nerviosa». McDonagh, en cambio, logró representar en su drama, con ayuda de un lenguaje primitivo, coloquial, la presión aplastante extraordinariamente opresiva y extrema del poder totalitario, desarrollada sobre el individuo, y cómo el descubrimiento de un conjunto de enjuiciados, que partían del carácter dual de los personajes, no hizo más que intensificar esa presión. La novela No es país para viejos se caracteriza por el lenguaje ascético del autor, con el que modela detalladamente todo lo característico del país del crimen, un lenguaje en muchas cosas análogo al temperamento de Anton Chigurh. Lars von Trier utilizó elementos de teatro y algunas ideas del manifiesto Dogma 95 para poner al descubierto detalladamente desde todos los ángulos la tensión interpersonal que se convierte en acoso psíquico en el filme Dogville. En el filme Anticristo, Trier utilizó de nuevo, aunque sólo ocasionalmente, varios elementos de su manifiesto radical; de entre ellos sobre todo el trabajo con la cámara digital manual garantizó la «visión» de violencia física extrema tan de cerca, de manera participante. Sin embargo, la violencia física no es más que la punta del iceberg de todo ese mal infiltrado en el filme de parte a parte; Trier logró su colosal efecto ante todo mediante el empleo de una rica semiótica que remite a los sombríos y graves problemas de la humanidad. Y el abordaje del director Grodecki se distingue ante todo por el

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empleo de experiencias documentalísticas propias con el problema de la prostitución de adolescentes que allí presenta. Apostó a la autenticidad no falseada de todo lo que está ligado a las prácticas esclavistas del bajo mundo praguense. En la Mandrágora representada cinematográficamente, vemos todo lo que ya antes presentó en sus documentos; gracias a un reparto de actores no profesionales tenemos la impresión de que en ella actuaran actores reales de ese sucio business. Esos distintos abordajes implican un potencial de reconstrucción del mundo real. A las obras mencionadas podemos someterlas a una división más concreta y que es, al mismo tiempo, la más elemental: en obras que representan realista y hasta crudamente el mal y la violencia, y obras que de algún modo se han alejado de la realidad al representar el mal. En las obras citadas esa división es muy simple; basta recordar el slang extraño de la novela de Burgess, o el carácter hasta grotesco de su adaptación fílmica en algunos momentos. La naranja mecánica literaria y la fílmica, a pesar de la seriedad del tema, carecen de todo indicio del mal-violencia real. Su ausencia, sin embargo, no les quita a estas obras la capacidad de producir un shock. Las demás obras presentan con toda claridad el mal real, hasta crudo, diferenciándose sólo por el tipo de mal, o por la índole de la violencia. Precisamente aquí tendríamos que distinguir las obras que, además del mal como tal, contienen también elementos de una violenciadestructividad extraordinariamente dura. Sus indicios son perceptibles sobre todo en la novela No es país para viejos (descripciones detalladas de asesinatos a sangre fría) y en el filme Anticristo (la cruda automutilación física y la escena final de la estrangulación); si tomamos en consideración también la violencia psíquica, podemos incluir entre ellas también el filme Dogville. La violencia y sus variadas formas son una «materialización» más concreta y práctica del mal, pero, a pesar de eso, no se puede determinar inequívocamente si el arte que contiene momentos duros de violencia cruda hace al acto de percepción aún más exigente e insoportable que el arte que presenta el mal real en sus aspectos más amplios. Comparar en este respecto, por ejemplo, la novela No es país para viejos con la pieza El hombre almohada, o los filmes Anticristo y Mandrágora, es completamente inútil, pero todos transmiten, además de muchas otras, también emociones de repulsión y disgusto. A pesar de todo, al menos en el marco de nuestra selección, podemos redactar una burda lista que los ordene según su exigencia para con la percepción, y ello sin tomar en consideración la medida de realidad del mal presentado por ellos, sobre la

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cual ya más arriba hemos dicho que no se puede determinar. Entre las obras estudiadas, La naranja mecánica literaria y la fílmica son para el perceptor las más accesibles. Contienen una gran cantidad de violencia y cada una de ellas está creada con recursos expresivos no tradicionales y, a pesar de que no son obras para las masas, han hallado protectores que las califican como obras de culto. Es sumamente interesante que, en comparación con las demás de nuestra selección, surgieron unas cuantas décadas antes. Evidentemente, durante ese período se aflojó la presión de las convenciones sociales que determinaban la medida de realidad para el mal-violencia presentado, en la medida en que también cambió claramente el grado de sensibilidad de la gente, o, de manera aún más elemental, su capacidad de percibir. Las obras El hombre almohada, No es país para viejos y Dogville las clasificamos en un escalón más alto, y su percepción es ya considerablemente más exigente para el receptor sin experiencias semejantes, y es que este aquí tiene ya que tratar con el mal en su forma crudamente real. Y a los filmes Anticristo y Mandrágora corrientemente se les asocian adjetivos como «insoportables» y «repulsivos»; en el caso de la obra de Trier, se aplica también el calificativo de «escandalosamente extremo». Percibirlos les causa extraordinarias dificultades no sólo a los espectadores fílmicos exigentes, sino también a los representantes de la comunidad teórica. Para el filme Anticristo eso no vale sólo respecto al plano emocional de la percepción, porque por regla, al percibirlo, se llega a una perturbación también del plano intelectual. Todas las obras que hemos estudiado se caracterizan por su carácter pesimista. En el caso de cada una de ellas estamos obligados a esperar un empeoramiento gradual e incontenible de un estado ya sin eso desconsolado. El modo de ver el mundo de algunos autores se refleja incluso en los momentos de resignación total (ante todo la novela No es país para viejos); sólo en la conclusión de la novela de Burgess y en cierto sentido también en Anticristo de Trier suena la esperanza en un posible renacimiento del ser humano. Pero, en general, respecto a la óptica de los autores de las obras interpretadas por nosotros, vale que, desde el ángulo de lo trágico, capta la situación de la humanidad actual. Sobre las obras no literarias que en las páginas precedentes hemos tratado de presentar, cae (hasta demasiado) frecuentemente la sospecha de que son nada más que resultados de juegos repensados, manipulativos, de sus creadores con los receptores, juegos que cuentan con una regla no escrita: lo que provoca shock, ¡atraerá al espectador! Sin embargo, esta

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opinión corriente es complementada a menudo con la acusación mucho más injusta de que esas obras y muchas semejantes carecen de un significado más profundo. La primera acusación se puede rebatir muy fácilmente. No toda obra individual interpretada por nosotros —y ahora estamos pensando en obras literarias, dramáticas, fílmicas, indistintamente—, a pesar de indudables éxitos de distribución, puede enorgullecerse (y, evidentemente, tampoco quiere enorgullecerse) de un éxito masivo comercial. No podemos catalogar de éxito masivo ni el gran número de ejemplares vendidos de La naranja mecánica y No es país para viejos, ni tampoco todos esos visitantes de cines que, por todo el mundo, fueron a ver los filmes de Kubrick, o de Lars von Trier; y del éxito comercial de El hombre almohada y del filme Mandrágora no tiene sentido ni hablar.3 Desde el punto de vista del éxito comercial, estas obras siguen estando lejos de las obras «de consumo» de la cultura popular. Si también algún fanático de la literatura popular deviene victima de una elección casual y echa mano a una novela de McCarthy, es más que probable que en el futuro será más precavido y apostará a los «clásicos», como son, por ejemplo, los autores del momento Dan Brown o Stephanie Meyer (con esto no queremos herir a estos autores ni a sus fans). Por su claridad, consideramos innecesario aducir más ejemplos que documenten las diferencias entre lo artístico y lo popular, o entre lo de culto y de club y lo masivo. Pero la segunda objeción ya es más difícil de refutar. El lenguaje de este arte se hace cada vez más incomprensible para el receptor. En primer término, no tanto a causa de la incapacidad de éste de traducir los signos del texto-obra a significados comprensibles para sí, como más bien por el permanente caso omiso que se hace de esa condición básica del arte (o sea, la de que en general es portador de significado), así como también porque las obras que son objeto de nuestro trabajo poseen en abundancia la capacidad de activar en el receptor emociones fuertes que rebasan los límites de las posibilidades de su propia fe emocional. Se trata de emociones completamente distintas de aquellas de las que I. M. Lotman, en relación con el carácter fidedigno de la cinematografía, dice acertadamente:

3

No citamos las estadísticas exactas de las ganancias por la venta de las obras que estamos interpretando, ya que los números que las documentan cambian incesantemente.

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Por otra parte, sin embargo, precisamente ese sentimiento de la realidad de los acontecimientos representados activó ya en los primeros espectadores del cine emociones de orden inferior, que son típicas del observador pasivo de catástrofes reales y accidentes callejeros. Esas emociones alimentaban ya los estados de ánimo estéticos y deportivos de los espectadores en los circos romanos y hoy son afines a las emociones de los espectadores de las carreras automovilísticas occidentales.4 Las emociones (de orden superior) le posibilitan al perceptor sentir la realidad de manera totalmente nueva, a diferencia de las emociones de más bajo orden, siempre las mismas y ya de antemano esperadas. Pero el problema es que la aceptación de la realidad puesta al desnudo carece con frecuencia de muchas disonancias dolorosas, conducentes a una actitud de rechazo del perceptor. Después no hay que asombrarse de que el perceptor pase por alto justificadamente el denominador común de nuestras obras, que es la intención de eliminar la crueldad que tan abundantemente ocupa nuestro mundo, en cualquier forma que se presente. Nos hemos convencido de que esta intención no es más que la desembocadura de diferentes esfuerzos de los autores por dar una información alarmante sobre la crueldad que se está extendiendo.

El perceptor anestético Los ecos de los receptores de las vivencias derivadas del mal-violencia extremo que les transmitió en diversas formas el arte serio, no están ligados, en una abrumadora mayoría, a manifestaciones de agradecimiento por el sentimiento de enriquecimiento moral y espiritual, sino que tienen más bien la forma de diversas acusaciones y disconformidades. Goza de actualidad el argumento de que los perceptores así «dañados» tienen, de todos modos, pleno derecho de quejarse, ya que sus sentidos fueron expuestos, sin querer, a la acción de tales monstruosidades —que hasta rebasan el marco de la imaginación. Pero ningún argumento semejante es adecuado, porque el mal que los estremece es obra de otras personas y, como problema ético, pues, concierne a toda la sociedad. Tampoco se sostiene porque existe toda una serie de pruebas de que a la gente le atraen las formas artificiales del mal (a algunos individuos también las 4

Lotman 2008, p. 21.

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reales) y también muchos van en busca de ellas intencionalmente.5 Y los reproches tampoco están justificados por el motivo que en forma de problema se presenta como el más pertinente en el contexto de todo nuestro trabajo: cada vez más personas se vuelven completamente inmunes e insensibles frente a la realidad presente, concreta, que encierra todas las formas de crueldad del hombre hacia el hombre. Así, el derecho a un argumento legítimo lo tiene sólo un puñado de personas que aún siguen siendo sensibles. Para revelar las causas del rechazo de este arte que trae dolor, nos apoyaremos en ideas de Wolfgang Welsch, autor del estudio Estética y anestética, en el que con justificada ironía, pero en cambio con seria urgencia, se llama la atención sobre la creciente pertinencia del pensamiento estético capaz de una reflexión crítica para el ámbito de la percepción social, que hoy se caracteriza por la estandarización, la unidireccionalidad superficial y la uniformación obligada. Con esto, al mismo tiempo, se esfuerza por devolverle a la estética su propósito original, consistente en la tematización de las percepciones de todo género. Welsch advierte que la contemporaneidad se caracteriza por otorgarle consciente e inconscientemente importancia a la estetización. Se nos manda a someter nuestros anhelos e intereses a la quimera de una vida fascinante, que se manifiesta ante todo en el comportamiento de consumo. Todo y todos en ella deben tener ese aire correcto y deben resultar agradables. Esa poderosa ola de estetización, sin embargo, según Welsch, se convierte en una anestetización igualmente poderosa. Por anestética entiende la antítesis exacta de la estética misma: Anestética significa el estado en el que se anula una condición elemental de lo estético: la capacidad de sentir. Mientras que la estética refuerza el sentir, la anestética tematiza la insensibilidad —en el sentido de la pérdida, interrupción o imposibilidad de la 5

Michel Foucault, en su trabajo Vigilar y castigar, explicó de manera interesante en qué tiene su origen la curiosidad humana y el querer observar la violencia: «Este sufrimiento es, pues, ambiguo y puede significar tanto la verdad del crimen o el error de los jueces, tanto la bondad como la bondad del criminal, la coincidencia o la divergencia entre el juicio humano y el divino. De ahí esa extraordinaria curiosidad con que los espectadores se aprietan en torno al cadalso para ser testigos del teatro del sufrimiento; en esto se puede revelar el crimen y la inocencia, el pasado y el futuro, lo terrenal y lo eterno.» En: Foucault 2004.

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sensibilidad— y ello en todos los niveles: empezando por el embotamiento físico hasta llegar a la ceguera espiritual.6 La emoción derivada de lo estético tiene un carácter efímero, comúnmente disminuye y sólo comienza de nuevo la monotonía, por esto esa desensibilización para el detalle de todo lo sensorial debe preparar sistemáticamente nuevas escenificaciones de emociones estéticas. Tras ella entra la disposición anímica anestética, embriagadora y embotadora a la vez. Welsch habla de la contemporaneidad como de una era tecnológica y, en el sentido del espacio en el que transcurre, de un mundo de la telecomunicación. El poder de los medios hoy transforma agresivamente la realidad en realidad mediática, imponiéndose ante todo por la influencia de la confianza emocional en la imagen. La imaginalidad, que en realidad no se puede eludir, se encumbra sobre la realidad misma y así contribuye de manera extrema a la disposición anestética de la sociedad. «...apoya la transformación del hombre en una mónada en el sentido de un individuo que está lleno de imágenes, y no tiene ventanas. ..., el que está lleno de imágenes, ya no necesita ventanas, porque ya tiene todo dentro de sí (o lo tiene al menos a su disposición).»7 Esta realidad alternativa hoy plenamente natural obliga a la gente a renunciar a esa realidad natural, y, lo que es más, se esfuerza por recubrir la realidad auténtica con su simulación (insistentemente) más variada. Pues, ¿a cuántos hoy les toca una realidad natural aburrida y no emocionante, cuando constantemente (si no tienen cerca un medio imaginal) hacen referencia a una sensación de aburrimiento? Welsch hace notar que se perfila la vigencia definitiva de una ley aterradora: «Cuanto más estética, tanto más anestética.»8 Un peligro real por la influencia de la anestetización amenaza en el caso de las formas de percepción superiores, más ricas en contenido, por las que Welsch entiende nuestras imágenes básicas (arquetípico-culturales), que rigen nuestra actitud hacia la realidad. Están bajo la incesante presión de la anestetización y, así influidas, no les dejan al individuo y las sociedades la posibilidad de liberarse de la presión de las convenciones sociales establecidas.

6 7 8

Welsch 1991, p. 10. Ibídem, p. 13. Ibídem, p. 14.

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Obramos constantemente como si fuéramos conducidos por el «manuscrito» de tales imágenes básicas. Actúan y son eficaces precisamente porque no se ha tomado conciencia de ellas. Y precisamente por el hecho de que estas imágenes —que por su constitución son propiamente estéticas— sembraron la enmascaradora cizaña de lo anestético, pasaron a la latencia anestética, se volvieron «obligatorias», o sea, coercitivas.9 Todo el pensamiento de Welsch está orientado a la reflexión sobre fenómenos contemporáneos, actuales, de nuestro mundo, que se caracterizan por la pluralidad, por diferentes divergencias, por el entrelazamiento. Y por eso no nos basta sólo con la comprensión compleja de la anestética, como un solo concepto claro, independiente. Tiene diferentes formas y se manifiesta con diferentes matices, con diferentes grados de intensidad. Por eso establece su tesis principal: «…La anestética no se adhiere a la estética desde afuera, sino que parte de su interior. Y es que todo lo estético, como tal, está ya inevitablemente ligado con lo anestético.»10 Lo demuestra en ejemplos de los resultados de investigaciones del dominio de la psicología, y aún mejor de la neurofisiología, que afirman que ninguna percepción estética transcurre sin anestética, y ello ni en el nivel de las percepciones más elementales. Vemos algo no porque no seamos ciegos, sino porque en ese momento estamos ciegos para todo lo demás. En el acto de ver algo, al mismo tiempo hacemos invisible con ese acto alguna otra cosa. Y esa regla vale también en el nivel de la relación entre los sentidos, testimonio de lo cual es la ya arriba mencionada preferencia de la visión–vista en nuestro mundo occidental, sobre otros sentidos. Pero Welsch va aún más lejos, cuando hace notar que cada tipo de percepción es de dos niveles. Aquí, además del acto solitario del descubrimiento (y, al mismo tiempo, del cubrimiento), está también el nivel de la percepción actual, o sea, el curso de la misma. Precisamente esa percepción actual está orientada hacia afuera y conduce a resultados. «Pero eso significa que determinado género de anestética es un componente de la percepción misma. Esta anestética interna es propiamente una condición indispensable de la eficacia externa de la percepción.»11 9 10 11

Ibídem, p. 25. Ibídem, p. 22. Ibídem, p. 24.

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Pero, en la medida que no nos damos cuenta del curso mismo de la percepción, suponemos que las cosas son exactamente así como las percibimos. En esto tiene su origen la inescrutable perfidia de la anestética interna. Para esclarecer la percepción de las obras de que nos ocupamos en el presente trabajo, nos basta sólo esa familiarización parcial con las tendencias no concientizadas contemporáneas a «estetizar» todo, y podemos constatar que esa euforia se vuelca en una poderosa ola de humor embriagador, causada por una narcosis anestética. Hemos mostrado no sólo las amenazas para nuestra cultura mediática y nuestra servidumbre frente a imágenes sociales culturales, sino también el curso mismo de la percepción influida por la anestética. Pero no mencionamos ya cómo Welsch en el estudio Estética y anestética presenta también una concisa y clara excursión histórica por períodos en los que predominaban o los esfuerzos por desprenderse de lo estético, o la estetización, y también una simultánea armonía de estética y anestética. Del mismo modo que no entiende la anestética sólo en sentido negativo, sino que ve en ella también ventajas para este mundo tecnológicamente modificado. Para nosotros es primariamente esencial el que Welsch le da a la anestética un significado social. Sin embargo, tampoco se puede hacer caso omiso de que el mencionado anestesiamiento rebasa en gran medida el dominio estético más estrecho. Está relacionado a la vez con el anestesiamiento social, y, por ende, con una desensibilización cada vez mayor, en la medida en que se trata de partes socialmente contrarias de los dos tercios estéticamente narcotizados de la sociedad.12 Opinamos que precisamente en esto podemos buscar las causas de las actitudes de rechazo de la gente hacia el arte que representa la acción realista del mal, o la violencia francamente brutal. Hoy —lamentablemente— bajo la influencia de la anestética la gente ha perdido la sensibilidad para percibir la diferencia entre la realidad auténtica y la realidad que les presenta la simulación. La industria fílmica comercial, la televisión que, además de irreales reality shows, produce también programación informativa, y, no en último lugar, también Internet, en resumen, todo el mundo de los medios (no sólo visuales) le ofrece sistemáticamente a la gente, sea ya en forma de entretenimiento o de informaciones «nuevas», algunas 12

Ibídem, p. 12.

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formas limitadas del mal-destrucción que se repiten constantemente. A fuerza de repetirse, se volvieron un cliché que se ha hecho banal. Las formas, limitadas por su propia ceguera a la realidad, ni se acercan nunca a ella, pero como el receptor —por la fácil accesibilidad de las mismas— es inundado completamente con ellas, ésa es la única realidad que conoce. Las informaciones sobre la creciente criminalidad y brutalidad se vuelven corrientes en proporción a su número creciente, pero este número ya evidentemente sobrepasó cierta cantidad necesaria para que se mantenga una reflexión crítica sensata frente a los fenómenos negativos también desde una cercanía directa, estrecha. Recordemos solamente qué inmunes e indiferentes somos frente a las noticias sobre un crimen que ha ocurrido en el país en que vivimos, o en la ciudad o incluso en la calle en que residimos. Y de golpe el espectador «embotado» entra en contacto, por ejemplo, con el filme Anticristo y ve el mal–destrucción en formas crudamente desnudas de las que antes no tenía siquiera un presentimiento. Sin embargo, en el proceso de su percepción se llega a disonancias dolorosas en el plano puramente afectivo y después también en el plano cognitivo. Está más que claro que en la aplastante mayoría de los receptores esa conmoción afectiva provoca una fatal desfuncionalizacion de la actividad racional y de la voluntad misma de trabajar con ella. Bajo la presión de los sentimientos, la razón prefiere una estrategia de evasión, como si tuviera que buscar un sentido en esas monstruosidades. El resultado final de este contacto es el disgusto del lado del receptor, que tal vez marque para siempre su actitud frente a este arte y ésta se vuelva así a priori de rechazo. Se perfila, pues, una situación sin salida. En la medida en que el arte que reflexiona sobre el arribo de la criminalidad a su punto culminante en el mundo, y que aquí hemos presentado, tiene también la ambición de eliminar ese mal y, al mismo tiempo, en la aplastante mayoría de los perceptores, opera de manera extrema y repulsiva por encima de una medida soportable, ¿hay esperanzas de que alguna vez cumpla su noble misión? Con esto queremos llamar la atención sobre esta paradoja desfavorable para el arte que estamos tematizando. Sobre la base de numerosas experiencias directas con este tipo de arte creemos que precisamente el mismo descubre de la manera más profunda la esencia de la humanidad y ello porque presenta muestras absolutamente reales y a la vez inimaginables de lo que en los seres humanos no es humano. Obras como el filme Anticristo francamente posibilitan vivir un auténtico paso a través de la

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frontera que separa nuestra esencia humana basada en la copertenencia, de las influencias nocivas, cuyo origen exacto permanecerá, evidentemente, desconocido para siempre. Al percibir nuestra realidad estéticamente constituida —que tiene la tendencia a convertirse en una realidad anestéticamente nebulosa—, se activan sólo emociones inferiores, invariables, que siempre excitan sólo la superficie de la imaginación. Sin embargo, algunas obras activan emociones completamente distintas, son capaces no sólo de moverse en todo el espacio de la imaginación, sino también de abandonarlo y de ese modo abandonar también el dominio de la realidad estéticamente constituida y trasladar al receptor al dominio de una realidad determinada por lo real. En esto estriba la fuerza y excepcionalidad de este arte. Según Wolfgang Welsch, las personas pueden romper imágenes sociales básicas y así echar una ojeada al mundo genuino, real, sólo cuando trabajan en la creación de una cultura crítica ejercida por un pensamiento estético. Se trata de un tipo de pensamiento vinculado a la percepción del sentido de la realidad, capaz de advertir el anestesiamiento y de reaccionar a él después. Welsch está convencido de que el recurso ideal para aprender a pensar así es el arte, que dispone de la capacidad de revelar la anestética en todo lo estético. El arte, según él, nos enseña: «hasta qué punto las actitudes de expectativa estética están automatizadas y recubiertas en su evidencia por una peculiar anestética.»13 Sólo ese tipo de pensamiento puede descubrir los problemas ocultos, invisibles y nada transparentes del mundo actual, en el que domina la pluralidad. Nuestras conclusiones son semejantes. También el arte realista que tematiza el mal–destructividad descubre y reacciona al problema, recubierto por la anestética, de la acción del mal. De nuevo utilizaremos aquí el vocabulario de Welsch cuando diremos que este arte: «...infligió cortes radicales».14 Un arte afilado como una navaja, intransigente, realiza cortes en la envoltura superficial de la apariencia bella, agradable, con lo que arroja luz sobre la realidad no falsificada. Si existe hoy todavía algo que logre provocar eficazmente la percepción adormecida de la gente, es precisamente ese mal realista presentado por el arte. Nuestras precedentes afirmaciones sobre el disgusto que acompaña a la percepción de tal arte, no contradicen eso. Es precisamente a la inversa: al disgusto contribuye sustancialmente ante 13 14

Ibídem, p. 26. Ibídem, p. 26.

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todo la posición minoritaria de este arte en el mundo cultural. Recordemos solamente la popularidad de la tragedia en la Grecia antigua —en ese período el género más oscuro, evidentemente el más importante y al mismo tiempo el más realista—, que, señalando la pérdida de las virtudes de sus héroes, logró provocarles a las masas profundos efectos catárticos. Imaginemos que el arte de hoy fuera muchas veces más numerosamente representado por obras como El hombre almohada, Mandrágora, o Anticristo, lo que seguramente se reflejaría también en un aumento del número de experiencias perceptoriales con ellas. Después, claro está, podrían cumplir su misión ya más dignamente.

El tema de la agresividad y la destructividad desde el punto de vista del psicoanálisis Consideramos provechoso e importante introducir también la visión del mal-destrucción desde la perspectiva psicoanalítica. Aunque esta disciplina no lograra llamar la atención tan insistente e intensamente como el arte sobre el problema que estamos tratando, ofrece, después de todo, explicaciones más concretas de la esencia y la causa de la violencia y la crueldad crecientes en el mundo. Partiremos exclusivamente de los resultados del psicólogo, sociólogo y filósofo germano-estadounidense Erich Fromm (1900-1980), procedentes de su obra Anatomía de la destructividad humana. Este trabajo se ocupará no sólo de su estilo, teñido de urgencia, sino sobre todo de que, además de la explicación de las causas, representa también una receta: puntos de partida y modos en que ayudar a nuestro género. El trabajo de Fromm fue en el momento de su surgimiento una respuesta a dos teorías ya firmemente establecidas, entonces prevalecientes: el neoinstintivismo y el behaviorismo. Un problema de esas tendencias completamente diferentes era su unilateralidad dogmática. Los instintivistas se esforzaron por hallar la argumentación de una única idea: «el comportamiento agresivo del ser humano, como se manifiesta en la guerra, el crimen y las disputas personales y en todos los gèneros de comportamiento destructivo y sádico, emerge de un instinto programado filogenéticamente, innato, que busca descarga y espera sólo un estímulo conveniente para manifestarse.»15 La tesis de que la agresividad es un impulso innato se volvió muy popular por su simplicidad. Es más simple 15

Ob. cit., p. 15 .

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aceptar la explicación según la cual no nos espera un futuro luminoso y con ello justificar el sentimiento de miedo al destino que nuestro impulso innato nos ha preparado. Le da una motivación también a nuestra actitud desesperada y a la indiferencia que de ésta se deriva, cuando se nos trata de reafirmar en la creencia de que ya no se puede hacer nada con eso. En cambio, los behavioristas no se afanan por estudiar los impulsos subjetivos, ni lo que el sujeto siente, sino sólo cómo se comporta y cómo ese comportamiento condiciona la sociedad. En el centro del interés ya no está, pues, el ser humano con pasiones y emociones, sino los mecanismos de la conducta. Fromm también en esta dirección reveló la causa de la desviación de lo que es esencial. El behaviorismo, de manera natural, pero inconsciente, renunció al ser humano, puesto que el estudio de sus emociones en una época en que la sociedad sólo percibe poco (observación de E. Fromm con la que trabajó también W. Welsch) y las emociones como tales «...son para ella un lastre inútil...».16 Frente a estas teorías que no conducen a ninguna parte, Fromm erigió una variante propia, que contiene la posibilidad de una solución. Ésta descansa en el supuesto principal de que el hombre dispone de dos tipos de agresión diametralmente distintos: El primer género, que el hombre tiene en común con todos los animales, es el impulso filogenéticamente programado de atacar (o huir), cuando son amenazados los intereses vitales del organismo. Esta agresión «benigna» defensiva sirve a la supervivencia del individuo y del género; es un instrumento de adaptabilidad biológica y desaparece, cuando pasa la amenaza. El otro tipo es la agresión «maligna» (mala), es la crueldad y destructividad. Esta es específicamente humana y falta en esencia en la mayoría de los mamíferos; no está programada filogenéticamente y no sirve a la adaptación biológica; no tiene en absoluto ningún fin y el ser humano con su ayuda satisface sólo su apetito, el ansia del placer que proporciona.17 El primer tipo de agresión es característico de nuestra prehistoria y sólo después, como ha demostrado ya la paleontología, la historia o la antropología, comenzó a intensificarse la destrucción aniquiladora en forma, por 16 17

Ob. cit., p. 16. Ob. cit., p. 16.

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ejemplo, de guerras aniquiladoras. «Si el hombre estuviera dotado sólo de la agresión biológicamente adaptativa, que él tiene en común con sus antepasados animales, sería un ente relativamente pacífico;...»18 La agresión defensiva pertenece al temperamento humano y es un instinto que se contrapone al carácter. Los instintos influyen en nuestros móviles basados en las necesidades fisiológicas; por el contrario, del carácter provienen pasiones específicamente humanas, que también tienen una influencia en el comportamiento. El carácter es, según Fromm, una segunda naturaleza del hombre, que sustituye a sus instintos poco desarrollados. Por él nos diferenciamos de los animales tal vez aun más que por la apariencia externa. Pasiones típicas del hombre como el anhelo de libertad y amor, pero también el anhelo de fortuna, de destruir, el masoquismo, el sadismo (el sadismo es una pasión por el poder ilimitado sobre otro ser sensible), son reacciones a sus necesidades existenciales. Aunque estas necesidades son iguales para todos, personas y colectividades enteras se diferencian según qué pasiones concretas predominan en ellas. «Si es el amor o el instinto destructivo el que domina la pasión del hombre, eso depende en considerable medida de las condiciones de una sociedad dada. Ésta, a su vez, depende de la situación existencial biológicamente dada del hombre y de las necesidades que de ella dimanan...»19 A pesar de que las pasiones no sirven a la supervivencia como los instintos, influyen en el hombre a menudo con más fuerza. Y es que a través de ellas el hombre se realiza, porque le dan ganas y fuerza de vivir, estimulan intereses, hacen necesaria la vida y le dan sentido. Y cuando son satisfechas nuestras necesidades fisiológicas, el significado de la pasión se manifiesta con tanto mayor intensidad cuanto más adecuados son el sentido y los objetivos que escogemos para nuestras vidas. En consideración a eso, Fromm divide las pasiones en racionales, o sea, pasiones que sirven a la vida como son el ansia de crear, de amar, el anhelo de la verdad, etc., e irracionales, pasiones obstaculizadoras en el desarrollo de la vida, entre las que figuran también todas las formas malignas de agresión. Fromm las considera como los principales estímulos motivacionales para el hombre: Estas pasiones son sus resortes propulsores y la fuente de todas sus religiones, mitos, dramas y obras artísticas —en resumen, de 18 19

Ob. cit., p. 17. Ob. cit., p. 18.

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todo lo que le da sentido a la vida. Las personas que son motivadas por estas pasiones arriesgan su vida. Pueden hasta cometer suicidio cuando no alcanzan el objetivo de su pasión; por el contrario, las personas no cometen suicidio a causa de falta de sexo y ni siquiera por hambre. El poder de la pasión humana es idéntico, sean movidos por el odio o el amor.20 Estas pasiones no existen por sí mismas, sino en el marco de síndromes generales enteros: por una parte, un síndrome sano, que apoya la vida, y por otra, un síndrome malsano, hostil a la vida. Allí donde está presente una de las pasiones del síndrome, a ella comúnmente están asociadas en diferentes grados también las demás pasiones. Pero eso no significa que el individuo es dominado sólo por uno de los síndromes de esa pareja. El hombre corriente dispone de una mezcla de ambos. «Para el comportamiento del hombre y para su posibilidad de cambiar es decisiva la fuerza relativa de ambos síndromes.»21 Sobre si predomina un tipo de pasión u otro decide el hombre mismo, él tiene para escoger y es su propia elección. Puesto que no podemos confiar en la ayuda de nuestros propios instintos, debemos confiar en nuestra propia razón. Nuestro cerebro tiene la capacidad de reconocer y decidir qué objetivos conducen a su desarrollo psíquico y físico saludable. Gracias a la razón nos trazamos objetivos propios, razonables, y podemos tomar parte en la organización de nuestra propia sociedad para que se dirija a esos objetivos. Según Fromm, el hombre es un ser que busca continuamente caminos hacia su propia evolución óptima y esos esfuerzos, sin embargo, no siempre están condicionados por circunstancias externas favorables, y por eso los mismo se frustran. Es importante que, también a pesar de su carácter, está en su poder trazarse objetivos positivos, y que de hecho reconoce cuáles objetivos conducen a un crecimiento positivo. Para que la humanidad llegue alguna vez a un estadio tal en el que ya los individuos no sean peligrosos los unos para los otros, se debe llegar a un cambio radical de las estructuras socioculturales y económicas. Los hombres prehistóricos que vivían de la caza y la recolección de frutos, manifestaban sólo muy pocos indicios de destructividad, y sólo después, en relación con la división del trabajo, con el desarrollo de los oficios y la 20 21

Ob. cit., p. 263. Ob. cit., p. 254.

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institución del Estado con una jerarquización del poder en élite y plebe, la crueldad y la destructividad comenzaron a manifestarse en una envergadura cada vez mayor. Se podría decir que el proceso de arribo de las mismas a su punto culminante avanza paralelamente con el desarrollo de la civilización. Al explicar Fromm que las formas malignas de agresión no son innatas, mostró al mismo tiempo que es posible reprimirlas y reducirlas marcadamente. Para ello es necesario un cambio sobre el que Fromm dice: ... si las condiciones sociales y económicas actuales fueran sustituidas por otras, favorables para la satisfacción de las necesidades reales y la realización de las capacidades reales del hombre: entonces se llegaría al desarrollo de las fuerzas creadoras del hombre, a su crecimiento. La explotación y la manipulación sólo generan tedio y banalidad que mutilan al hombre y todo lo que hace del hombre un sádico y destructor.22 Fromm es consciente de que esa alternativa resulta irreal, y para algunos incluso tal vez utópica, o exageradamente optimista. Pero dice que su programa está apuntalado por una fe racional fundada en una clara conciencia de todos los resultados acumulados y no en un deseo, como es en el caso de la fe corriente. La actitud que sostengo en este libro es una actitud de fe racional en la capacidad del hombre de liberarse de una red aparentemente fatal de factores del medio. Que él mismo produjo. Es la actitud de todos los que no son ni «optimistas» ni «pesimistas», sino «radicales» que creen racionalmente en la capacidad del hombre de evitar la catástrofe final.23 Entroncando con el punto de partida que ofrece Fromm y también con las nociones que tenemos de los capítulos precedentes, tomaríamos gustosamente la actitud de la «fe racional» en la elevada influencia cultivadora y regeneradora del arte en la humanidad. La hace racional el innegable hecho de que el arte es un fenómeno vivo, dinámico, hoy incluso capaz de transformaciones más rápidas y múltiples. La hipótesis de si no tendría el arte que someterse a una revisión en vista del alarmante estado 22 23

Ob. cit., p. 426. Ob. cit., p. 428.

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de la criminalidad en el mundo, es del todo oportuna. Ya hace varias décadas artistas como Burgess o Kubrick nos llamaron la atención mediante sus obras sobre el hecho de que el arte bello no es precisamente el medio educativo más eficaz, que puede ser incluso un estímulo iniciador de la violencia. Haciendo abstracción de que hemos tratado de presentar el arte que tematiza el mal-violencia como el fenómeno más competente al infligir cortes radicales a la percepción de la realidad que está desensibilizada en escala de toda la sociedad, el arte que reacciona a la creciente agresión en el mundo tendría, evidentemente, que cambiar de carácter en interés de resultados que abarquen toda la sociedad. El filme Anticristo, a pesar de su carácter sugerente y sus cualidades artísticas y estéticas, sólo difícilmente puede inducir a un público más numeroso a meditar sobre la acción del mal. Pero, puesto que conocemos también obras que logran llevar al receptor a un estado de contemplación profunda sobre la urgente necesidad del bien en el mundo, y ello a pesar de que carecen de la esencia del mal revelada por la realidad, estamos obligados a referirnos también a ellas. Una obra así es, por ejemplo, el filme sueco con el característico título El mal [Ondskan]. En él está muy inteligentemente representado un modo de lucha contra el mal. El principal personaje —el joven estudiante Erik Ponti— se plantó frente a sus condiscípulos de los grados superiores, que lo acosaban. Erik, que disponía de una enorme fuerza física para defenderse fácilmente con ayuda de los puños, decidió, sin embargo, luchar recurriendo a las leyes vigentes, lo que también lo condujo a la idea de que podría incluso estudiar derecho. Además de por la idea que elabora, este filme es interesante también por su poética, o por sus desempeños actorales. Desde el año 2003, cuando tuvo su estreno, ha ganado un reconocimiento mundial confirmado por muchas valoraciones de prestigiosos festivales de cine. El mal insinúa un modo en el que se podría contribuir a la educación y el cultivo de las personas que por la influencia de los factores anestéticos pierden el sentido de lo que es provechoso para la sociedad y de lo que tiene un carácter destructivo.

Conclusión En el arte el tema del mal figura entre los más tratados y también los más buscados. Si nos concentramos más atentamente sólo en el arte popular, comprobamos fácilmente que para ese dominio la tematización del mal es literalmente un suelo nutricio. El modelo más elemental y también más

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frecuente de este tema es la lucha del bien contra el mal; al mismo tiempo es, en su esencia, también el más general, porque encierra variadas formas y matices del mal, y produce una gran cantidad de mensajes morales. El carácter omniabarcante de este modelo, así como también su muy numerosa representación, llegaron a ser la causa de su trivialización. Casi todo consumidor de arte de cualquier género que tematice el mal, espera automáticamente que en él gane el bien. ¡¿Pues de algún modo así ha de ser también en la vida real!? No hay duda de que esa «atmósfera» social domina del todo claramente. Si la gente está tan segura de eso, ¿cómo después hemos de explicarnos las pruebas aportadas diariamente por los medios del arribo de la agresión y de todos los géneros posibles de violencia destructiva a su punto culminante? Es verdad que en el arte el mal presentado tradicionalmente tiene sólo muy poco en común con el verdadero. Hemos tratado de presentar obras artísticas que presentan el mal en sus formas reales, crudas. Es preciso advertir que con la selección de las obras hemos querido llamar la atención sobre el más amplio y variado espectro de tipos del mal, así como concederles espacio a diferentes géneros artísticos. Tranquilamente hubiéramos podido echar mano, por ejemplo, a la novela El señor de las moscas de William Golding, o el filme Saló, o los 120 días de Sodoma. A causa de su contenido causante de shock, este arte se halló —a los ojos de muchos, merecidamente— en la periferia del interés, y ello no sólo del de los perceptores, sino también del de los propios artistas. Basándonos en ideas de Wolfgang Welsch, hemos tratado de explicar que la gente, por la influencia de una realidad nueva, simulada por los medios, se ha vuelto insensible a la violencia real, que ocurre con frecuencia cada vez mayor también en su entorno inmediato. Estamos de acuerdo con Welsch cuando afirma que el arte enfoca eficazmente la atención en lo esencial; que el arte rompe las imágenes sociales recubiertas por la anestética, que obligan a ver las cosas de un modo y no de otro. Claro está, hemos reducido el territorio del arte especialmente al arte que presenta de modo realista el mal-violencia. Gracias a Welsch hemos podido así dilucidar más fácilmente la causa del carácter indigerible del arte que estamos examinando. Los resultados de nuestro estudio tienen el carácter de posibles hipótesis. La primera hipótesis descansa en el supuesto de que el arte que presentamos contribuiría en mayor medida al cultivo de la sociedad, si no

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se hallara en una situación tan marcadamente marginal. Eso se puede decir también con una pregunta: ¿tendría tal arte una influencia mayor en la eliminación de la crueldad en el mundo si en todo el ámbito del arte le correspondiera una representación más numerosa? Puesto que hemos tratado de revelar la eficacia de este arte, no excluimos la posibilidad de que eso fuera posible. La segunda hipótesis apareció al presentar el concepto de reparación de la humanidad, que el psicólogo Erich Fromm ofrece en su trabajo Anatomía de la destructividad humana. Si la única salvación ante las manifestaciones crecientes del mal es sólo un cambio radical de las condiciones sociales y culturales, ¿no podría contribuir a un mundo mejor también un arte que se sometiera a una transformación en un arte completamente distinto del actual (que se distingue por fenómenos como la divergencia y la pluralidad)? Tal vez los artistas produzcan un nuevo tipo de creación capaz de reflejar de una manera más adecuada los problemas sociales más candentes. Después de todo, la historia nos ha convencido de que el arte es un fenómeno dinámico e incesantemente cambiante. A pesar de que el mal lo entienden perfectamente sólo los que lo cometen conscientemente, cualquier discusión, opinión, gesto o hasta mera idea que contribuya a su comprensión, ayuda a liquidarlo. Traducción del eslovaco: Desiderio Navarro

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© Sobre el texto original: Martin Paljesek. © Sobre la traducción: Desiderio Navarro. © Sobre la edición en español: Centro Teórico-Cultural Criterios.

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