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el_espejo elviejomaiky No reconociendo ley ni autoridad allende uno mismo, declaro que, amén de las ilustraciones, cada blanco, cada manchurrón aquí

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No reconociendo ley ni autoridad allende uno mismo, declaro que, amén de las ilustraciones, cada blanco, cada manchurrón aquí presentado ha sido germinado en mi testa y que a ésta le agrada que se avienten los caracteres ordenados, o mejor, entregados al caos.

Fotos portada, diseño y maquetación por vazsami

el_espejo | 2 Teoría de la deriva psicogeográfica de la imagen aplicada a la intervención mental residual

§1§ El blanco intenso hace surgir la imagen desde su prisión mental. El subconsciente se libera de los rígidos barrotes de la lógica y la pasión emerge inconexa, desbordando el lenguaje y derrotando todo cauce de expresión normativizada. §2§ El pensamiento no llega a entender la imagen, por ello se arma del lenguaje para apoderarse de ella, para suplantarla. En definitiva, para recuperarla, y darle una explicación incompleta y falaz que satisfaga un orden de cosas al que la imagen es ajena. §3§ La imagen fue antes que la palabra, la imagen expresa deseos, la palabra tan sólo representa: es el vehículo espectacular de transmisión de imágenes mediante el ardid de pintar con palabras. Esta representación es tanto más efectiva cuando la imagen es adornada y cercenada por un discurso espectacular tanto más efectivo cuanto más negador. §4§ La técnica espectacular se convierte así en el arte de la deconstrucción de lo que no somos capaces de apreciar. Su limitación para su posterior conservación en formol: su proceso de reificación como entidad separada de una vida enajenadamente cotidiana basada en la repetición. §5§ En esta hipnosis audiovisual la imagen es buscada y captada por cámaras dotadas de focos y micrófonos que la van a enlatar para su posterior comercialización diferida tanto en el espacio como en el tiempo. La imagen corrompida es así trasmitida al espectador para su asimilación. §6§ La deconstrucción permite instaurar la falacia y hacer pasar por real aquello que no es más que un montaje espectacular de la realidad. Un montaje que ni siquiera pretende investigar esa realidad, sino acondicionarla, habitarla de vacío. §7§ El ideal de complexificar la percepción a través de su paso por la estructura mental y de su revestimiento por elementos discursivos no es más que el viejo deseo de satisfacer a un logos obstinado en ser el único.

el_espejo | 3 §8§ La imagen es siempre contextualizada por el elemento en donde es visualizada y se ciñe a una duración predeterminada según el formato en el que está constreñida. La libre asociación vuelve a ser ilegal. §9§ La proyección de la imagen se convierte en la dueña de este mundo asimétrico, separado, de transmisión de información parcelada; y la técnica de ambientación la introduce en un registro tal que el espectador la pueda asimilar como mercancía vedette que es. §10§ Frente al uso espectacular de la imagen sustentado en el lenguaje, se propuso la deriva psicogeográfica como herramienta de reaproximación al entorno que nos embebe, como vía de exploración de nuestro propio interior a raíz de los elementos de nuestra percepción de lo exterior. §11§ Esa intervención fue nuevamente recuperada. El rizo del espectáculo se rizó sobre si mismo proyectando la imagen deformada del propio observador que mirando hacia delante no se ve sino el cogote. §12§ La estructura mental residual es la que queda tras el paso de millones de imágenes invertidas, tras el acondicionamiento a todos estos estímulos ajenos que despliega el mundo sobre nuestro cerebro. En ese residuo, nuestro y foráneo (ya no puede haber distinción) se va a intervenir.

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Loiters Esa jornada fue diferente a otras jornadas, ese día fuimos todos a clase, lo cual era contrario a nuestro hábito. El director del módulo nos ofreció gentilmente un premio si asistíamos a las (j)aulas hasta media mañana, y no se trató de clases normales, sino de lecciones magistrales sobre civismo. Demostramos nuestro entusiasmo cuando la sirena chilló sobre la afónica voz de aquel profesor desconocido, que se afanaba en que saliésemos ordenados del centro, y nos lanzamos como posesos en la carrera hacía el suburbano que había de conducirnos hasta el placer mecánico. La subvención de la escuela de oficios permitió que accediésemos gratis al recinto y guerreásemos de mil modos, distintos y similares al tiempo, en las atracciones. Empezamos en los coches de coche, vacíos ese viernes a medio día, y fue el “todos contra todos”. Bueno, teníamos un empollón de la clase, un chavalín que nunca se escaqueaba, y la vendetta se hizo mayúscula cuando la chispa de su coche se detuvo. Primero fueron violentos choques contra la carrocería, más tarde intentos de atropello. Nos expulsaron a todos de la atracción y nos pusieron la letra escarlata. Luciéndola orgullosos entramos a la montaña rusa y allí hicimos el amor contra la guerra. Había tan sólo dos chicas en nuestro módulo de electromecánica: Lucia y Sandra. Mientras el tren descendía frenéticamente, yo besaba a Lucia y Marcos a Sandra, en el asiento posterior Carlos nos observaba y contaba los segundos transcurridos. A Lucia le entró tos y perdimos el certamen. Le dije que la iba a reprender de algún modo y ella se rió con esa mueca suya tan fascinante. El tren frenó en seco y nos dirigimos rumbo a la siguiente montaña rusa, de agua esta vez. Empapados como estábamos en esa tarde primaveral, nos montamos en la Lanzadera y nos dejamos caer al vacío unas decenas de metros; nosotros y unas cobrizas monedas, que colocamos al efecto en la atracción y que hicieron un sonoro estrépito al impactar con el suelo. Era lo más prohibido, nos llamaron salvajes, nos reprendieron enérgicamente, nos sacaron tarjeta roja y el responsable de educación habló de sanciones mayores. Lucia se rió de nuevo y salimos todos a la carrera hacia la puerta. Pasamos las rejas y nos sentimos vivos y felices en la Casa de Campo. Nos escindimos en grupos, y los cinco decidimos ir a ver putas, no era la primera vez, ni seguramente fuese a ser la última. Las que más gracia nos hacían eran las de Europa del Este, eran guapas y tenían la idea de montárselo bien con algún cliente que las sacase de la calle. Su territorio estaba cómo a media hora de allí, pero los vagamundos conocíamos bien los caminos, y algunos de los peligros: zonas de travelos, chulos, etc. Los exhibicionistas no eran un peligro, sino una atracción gratis con la que a veces nos obsequiaba el parque. Pergeñamos la estrategia: Sandra iba a tratar de convencer a una de ellas que quería ser puta. Era arriesgado porque

el_espejo | 5 podía conducir al chulo, pero nuestros vicios eran de ese calibre. La puta se llamaba Mónica, iba ligera de ropa y estuvimos a punto de cambiar la estrategia para intentar fallárnosla gratis entre los cinco. Pero Sandra dijo que hoy le tocaba a ella el protagonismo y así fue. La puta la miró animada, le tocó los senos con pericia y luego le dio un muerdo en la boca. Sandra nos hizo un discreto guiño de aprobación “Me encantaría que hombres fuertes me penetrasen una y otra vez.” La puta sorprendida le dijo que todavía era una niña, Sandra mintió una vez más “Tengo quince años, la niña bonita.” La puta nos pidió que la acompañásemos y nosotros, a sabiendas que ello no era interesante, salimos corriendo en la otra dirección vociferando contra el sexo de pago. No nos enterábamos nunca bien de en qué día vivíamos, ni de que pasaba en la órbita de la televisión u otras diversiones de mayores. Nosotros simplemente salíamos a la calle, siempre la calle a vagamundear y la diversión afloraba en cualquier rincón. Esa noche cuando unos percusionistas vagamundearon con nosotros por las callejuelas de la ciudad, alguien dijo que era Carnaval. Nosotros no íbamos a la escuela, pero sabíamos que el año sólo tiene un carnaval y ya había pasado hacía más de un mes. Dedujimos que entonces debía ser Semana Santa y seguimos el paso a ritmo de batucada. El fervor crecía en las gargantas de la gente y algunos nos invitaban a pegarle un trago a sus “cacharros”. Así fue trascurriendo la noche, sin dinero, con las suelas de los zapatos, las caderas y la sonrisa como baluartes. Yo desaparecí un par de horas con un hippie italiano que estaba en la ciudad con el pequeño circo de su localidad, cerca de Milán según dijo. Nos besamos, nos metimos mano y copulamos en un callejón oscuro. Pasó gente, claro, pero Carnaval es la fiesta pagana del sexo y nadie se atrevió a molestarnos en nuestro acto de pasión. Éstos estaban en un garito de la plaza de Chueca y allí Lucía se besaba entre risas con una chavala morena que llevaba un piercing en la nariz. Ella trataba de arrebatárselo con pequeños mordiscos y la otra chica se excitaba cada vez más. Excitación que se truncó en frustración cuando trató de conducir a mi amiga a los urinarios del local y tuvo por respuesta “Lo siento, no follo con mujeres.” No nos importó que cerrasen los bares, no nos importó no tener dinero, ni edad para un after. Salimos a patear la calle hasta que el cansancio nos devolviese al hogar. Hogar en el que no nos recibían con mucho entusiasmo, por cierto, pero quién no ha tenido bronca con sus padres día sí, día también. Ese pensamiento llamó a la carpa de circo del italiano y comprobé su número en mi teléfono. Ahora mi camino viraba hacia el norte, pero volvería… A Juan le encantaba pasear por el Madrid de los Austrias, especialmente a primera hora en los días de pellas. Se puso frente a nosotros cuatro y dijo “Damas y caballeros, van a tener ustedes el placer de asistir a una visita guiada por mi Madrid.” Yo le dije que me iba a la piltra, que mañana tenía que viajar, lo cual era cierto. Aún así, Juan me reprendió

el_espejo | 6 enérgicamente, pero con poco éxito. De esta guisa, y tras haber andado miles de pasos sobre el pavimento, reposaron sus huesos en medio de los guiris de La Plaza Mayor. Decían no estar ni borrachos, ni cansados, sólo estaban allí sentados a las diez de la mañana.

1. Postal recibida por Sandra diez días después en Londres.

Pasaban los días y las noches en la capital, pasaban las calles, las caras delante de nuestros ojos. Teníamos un juego nuevo: mirábamos a los desconocidos y construíamos historias sobre los mismos. Por ejemplo, esas dos chicas eran amigas de toda la vida que disfrutaban de una semana de vacaciones lejos de su Grecia natal y buscaban un guía bueno y amable que las enseñase la fiesta. Juan se adelanto altivo y las entró en perfecto castellano. El resultado fueron unas risas de las chicas, pero él siguió con su cantinela sobre la bohemia de Madrid. A duras penas se enteró que eran dos inglesas que trabajaban en una tienda de ropa cercana. Pasó una mujer parecida a Mónica, la puta rumana, que parecía haber salido de la calle y encontrado un bobo que pagase sus vicios. Esta vez decidimos quedarnos con la incertidumbre de aquello que llaman la verdad y cerramos todos los ojos para imaginarnos como sería la vida de Sandra en Londres con su tía. Sabíamos algo por sus emails, siempre estaba nublado y no había quien entendiera a los ingleses cuando hablaban. De vagamundear muy poco, ya que la disciplina de su tía era inglesa, o sea férrea. Estaba más bien recluida durante un mes en un piso de los alrededores de la ciudad con la señorita Rottenmeier, a fin de aprender a comportarse correctamente.

el_espejo | 7 Abrí pronto los ojos y miré uno por uno la cara de mis tres amigos. Las de Juan y Lucia eran relajadas, pero la de Marcos denotaba una tensión y excitación inusual. La misma que había mostrado cada vez, y no fueron pocas, que hablábamos de Sandra. Un día dijo “¿Creéis que se habrá enrollado con algún inglesito?” Cuando Marcos abrió por fin sus ojos, le miré fijamente y le inquirí “¿En qué pensabas?” Evasivas y más evasivas, pero para nosotros ya era claro que estaba pillado y fuimos gentiles, no bromeamos, ni le machacamos al respecto, él era un colega. Simplemente le acompañamos en la espera de su retorno. Era cierto, la ausencia de Sandra había hecho que nuestro grupo fuese, de algún modo, normal; ahora tenía las cuatro patas de rigor. Y eso a ninguno nos agradaba. Nos afanábamos por buscar nuevas pericias, pero es cierto que o vienen ellas a tu encuentro o te encuentras hecho un muermo. Nos reuníamos cada mañana, de lunes a viernes, a las ocho y cuarto a dos manzanas del centro. Y ese día propuse asistir a clase como terapia para romper la monotonía. Vi seis pupilas clavarse en mí como seis puñales, pero a los diez minutos ya estábamos sentados en la última bancada. El profesor nos preguntó quiénes éramos y tuvo que echar mano de la lista para corroborar que efectivamente existíamos y éramos alumnos suyos. Nosotros tampoco le conocíamos a él, los compis nos informaron que se trataba de un sustituto, ya que el titular estaba de baja por estrés. Recuerdo años anteriores, cuando aún iba a clase, mi mejor recuerdo eran los recreos con los juegos y los bocatas. Mamá todavía me daba uno cada mañana, no para el recreo sino simplemente con un efecto nutritivo. Seguimos yendo a clase por las mañanas para matar el rato, nadie esperaba nada de nosotros y nosotros no esperábamos nada de nadie. De forma que se establecían relaciones muy igualitarias, aunque poco sustanciales. Marcos tenía un calendario, en el que cada mañana a primera hora tachaba el día presente y nos lo enseñaba diciendo “Quedan doce días para que vuelva.” Los nuestros habían pasado de ser un día más en la calle a un día menos en la (j)aula. Por las tardes quedábamos de nuevo y dábamos una vuelta por el parque con un paquete de pipas como testigo. No hay constancia de que ninguno abriera un libro, ni mostrase interés por lo poco interesante de la electromecánica, pero tampoco de lo contrario. De hecho, con el transcurso del tiempo se supo que uno de nosotros acabó trabajando en un taller.

Esa tarde fría y nublada, cuando recogimos a Sandra en el aeropuerto, bromeamos con que se había traído el maldito clima de allí. Estaba resuelta y ufana en el gesto, pero en el fondo de su mirada se apreciaba preocupación. No se podía quejar de cómo iban las cosas, cada dos o tres meses viajaba a Londres y seleccionaba ropa para la tienda. De hecho, esa tarde salimos del metro de Gran Vía y fuimos directos a la calle Fuencarral, donde

el_espejo | 8 trabajaba. De hecho trabajaba mucho y ese quizás era el problema, demasiadas tareas para una niña que hace sólo unos meses jugaba con putas en vez de muñecas.

2. Instantánea tomada por Juan ese día.

Poco antes de entrar en la tienda sacó el Nokia y llamó a Andrea “Bien, nos vemos en casa a la noche. Un beso.” Andrea había dejado la vida ambulante en el circo, para establecerse en Madrid con Sandra. Ahora trabajaba de malabarista o cualquier otra cosa que diese dinero, en actuaciones y bolos diversos. Ese día estaba haciendo una animación infantil en Guadalajara, pero a la noche vendría al piso de Lavapiés en el que vivíamos desde hacía poco tiempo en dobles parejas. Primero fue Sexo, Droga y Rock&Roll, pero llegado un punto éramos algo más pausados en los excesos, esto es, los reservábamos para momentos especiales. Seguíamos concibiendo la vida como un juego, pero la vida nos concebía a nosotros como eternos perdedores que se ponen los guantes y se atizan a sí mismos por pura estulticia. Tampoco nos importaban los golpes, allende la prisa en el paso de Sandra, los callos en las manos de mi Juan, el nihilismo en el discurso de Carlos o la sempiterna mirada triste de Marcos, que no había sabido aceptar que Sandra no fuese para él. Yo por mi parte tenía una pesadilla recurrente: estaba en el borde de un pozo y comenzaba a caer y a caer en espirales, despertándome siempre aterrada sin haber llegado a ver el fondo del asunto.

el_espejo | 9 Quien ponía la alegría en nosotros era Andrea, el italiano, fue todo un hallazgo incorporarlo a la dinámica del grupo, por más que Marcos se opusiera. Esa noche los enamorados hicieron, hicimos el amor; y Carlos y Marcos siguieron de borrachera, como tantas otras noches. Se habían convertido en el Quijote, Carlos, y su escudero, Marcos. Pero no hallaban las doncellas adecuadas en ningún rincón de la ciudad. Era cierto, según decían ellos mismos, nadie conocía los recodos de la urbe mejor. Mas nunca supieron sacar filón ni comercial, ni sexual de ello. Algunas mañanas se presentaban en el piso con el periódico y churros. Entonces, mientras nos despertábamos, jugábamos al esperpento y nos partíamos de risa distorsionando aún más las noticias que traía el diario. Luego ellos se quedaban dormidos por cualquier rincón y nosotros hacíamos el día a día. Había noches que cenábamos los seis juntos y recordábamos los tiempos de la escuela, siempre había carcajadas, pero siempre había un poso de nostalgia en el fondo del mini de kalimotxo que nos rulábamos. Entonces, indefectiblemente, Andrea comenzaba a hacer el clown, a cantar Bella Ciao o cualquier otra cosa animada. Él decía echar de menos también a sus chicos circenses y la vida en que se manejaban, pero de algún modo sólo existe el presente y no conviene gastarlo en otros tiempos verbales. Una noche, Carlos y yo, habíamos salido a hacer las cuatro calles: subíamos por Jesús y María, bajábamos de nuevo a la plaza por la calle Lavapiés y volvíamos a subir por Olivar y bajar por Ave María. Por supuesto, hasta que el dinero aguantaba, parábamos en cada garito y nos tomábamos bien un chiquito, un zurito o incluso un chupito de Pacharán. Nunca un pincho. Era nuestro pequeño homenaje a un viaje de “estudios” a Bilbao, que hicimos con la escuela hará un año. Los profesores nos enseñaron el museo, el campo de fútbol y el centro de la ciudad. Y mira, nos quedamos con el centro, pero de noche. Cuando entramos en el Taqué, aún no íbamos muy entonados y pronto llamó poderosamente nuestra atención una larga cabellera roja jalonando una cara bonita y unas largas extremidades apoyadas sobre la pista. La miramos, nos miramos, nos miró y se adelantó hacía nosotros. Casi salimos pitando presas del terror. “¿Queréis beber algo?” “Sí, claro. Dos whiskeys dobles.” Quizás ella intuyó que estábamos algo azorados, quizás fue el hecho de abandonar la cerveza y el vino. Lo cierto fue que charlamos animadamente y cuando los tragos expiraban, sonrió y dijo “Quiero hacer el amor con los dos, ahora.” Y así se hizo, cogimos un taxi hasta su piso y nos desvirgamos los dos a la vez y con la misma mujer. Era multiorgásmica, ninfómana y le costaba mucho elegir entre un hombre u otro, según nos dijo al aroma del cigarro. Nunca pudimos frenar el carácter promiscuo de Inés, pero tarde o temprano nos las ingeniábamos para que volviese a nuestro lado. Para que pusiese un poco de luz roja en nuestra existencia. Sin ella, veíamos a la cuadrilla en el piso de Lavapiés o en cualquier calle de la ciudad; cuando ella estaba, nos absorbía hasta el punto de no ver allende sus piernas.

el_espejo | 10 Aún así, en algún rato libre inventamos un nuevo juego: se trataba de ir por los barrios de la periferia a la deriva, a descubrir las calles nuevas. La verdad es que odiábamos la textura del verde sobre el cemento sin más y, por ello, inventamos también la variante de recorrer los barrios conocidos en busca de modificaciones urbanísticas. No las anotábamos en ninguna parte, salvo en nuestra mente. A veces íbamos a la hora del cierre del taller a recoger a Juan, siempre teníamos que esperar. Otras a la tienda a ver cómo se desenvolvía Sandra con las mercancías. Lucia estaba preparando unas oposiciones a bedel y no le gustaba ni un pelo vernos a deshoras, pero algún día íbamos con una rosa o simplemente una sonrisa y siempre nos dejaba subir un rato y poner un disco en el equipo. Era una extraña comunión de seres que nos amábamos hasta el tuétano, pero que cada uno teníamos nuestro presente diferente. Vivíamos, a ratos, cada uno en casa de nuestros padres y, a ratos, los dos juntos, en casa de Inés. También habíamos desarrollado una modalidad de dos más uno en la que por un tiempo indefinido ella era la pareja de uno sólo y el otro se buscaba la vida. Cuando ya no aguantaba más, se volvía al trío natural. Tiempo más tarde, los psicólogos saltarían a la palestra y nos tildarían de enfermos, de pervertidos y de contra natura. Reconozco en estos psicólogos a los educadores que antaño nos llamaban salvajes.

3. Carlos e Inés charlando y yo espatarrado pensando.

Lo cierto es que un buen día el circo del italiano se presentó de nuevo en la ciudad y montaron su pequeña carpita de rayas azules y blancas. Y, claro, Andrea se volcó de lleno con ello y preparó viejos y nuevos números al efecto. Primero fueron días de agitación y

el_espejo | 11 espera; pero luego, compartiendo horas con esos vagamundos, hablando el lenguaje de las señas y riéndonos de nuestras pocas habilidades malabares, pasamos realmente unas vacaciones en nuestra ciudad natal. No fuimos a los museos, ni nada por el estilo, pero descansamos de nosotros mismos por diez días. Lucia un día me dijo que estaba un poco preocupada ante la idea que Andrea tuviese nostalgia de su anterior existencia o, lo que es peor, decidiese retomarla y dejarla a ella con los malditos libros de oposiciones. Pero no fue así, es más, nunca abandonamos la militancia en la clochard, a nuestra manera...

** Este relato se ha germinado sobre la triada de imágenes sembrada por Carlos Melchor. ¡Espero te agrade, compañero! **

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Ilustraciones de d. puro y vazsami

La aventura de vivir

Estragado de la comida del turco, entro en un inglés en busca de té caliente y un lugar para fumar. Lo primero que veo es la máquina de tabaco, me reconforta su presencia junto a unos conos de helado (de hasta seis sabores diferentes) que facilitarían la digestión, pero dispararían el presupuesto semanal. Desistiendo del placer helado, me dirijo a la barra y pido un té de Darjeeling, que pago con la tarjeta azul, mientras armo un cigarro y miro a mi alrededor para encontrar un cartel donde se puede leer SE PERMITE ESCRIBIR Tomo asiento en un banco, junto a una mesa con vistas a la Calle Arenal. La gente pasea por ella con más interés por los restaurantes que por las tiendas cerradas. Doy un sorbo al dulce té caliente y al levantar la vista, junto a mí, un hombre pide con un vaso de plástico. Le explico muy amablemente que yo también soy pobre, pero de otra especie diferente. Cuando se retira, saco las máquinas de escribir (cuaderno y bolígrafo) y escribo: Domingo 1 de Junio, salgo temprano, contra mi costumbre, de lo que hasta ayer fue casa. El coche está aparcado muy cerca de la Clínica Moncloa; me introduzco en él e introduzco la llave en el contacto. Avenida de Valladolid, Estación del Norte, Plaza de España, Cibeles, Puerta de Alcalá y el afortunado sitio

el_espejo | 13 en la Bolsa de Madrid, reservado para los grandes de una economía grande, los días de labor. ¡Pero hoy la plaza es para mí! Miro el mapa y camino diez minutos hacía la Cuesta Moyano, preguntándome dónde habrán acabado sus libreros al fin. Absorto en mis pensamientos, llego a la dirección indicada y llamo al 6º Derecha. Me abre la puerta un chico alegre de tez blanquecina y barba rubia que me introduce por un largo pasillo, aderezado con un collage de posters de colores, desconchones, bombillas colgando casi del infinito y otros objetos: una shisha, una puerta, un armarito con varios libros, una puerta, una mochila de montaña de la que asoman unos calcetines no muy limpios, una puerta, y no muy lejos, después de doblar el recodo, una nevera. A unos tres metros de ella se encuentra la cocina repleta de bricks de vino y botellas de Tanqueray vacías. Pasamos al salón con sigilo, puesto que una chica duerme sobre el sofá en bragas y camiseta. Del salón parte la que podrá ser mi habitación, consta de una cama y un armario, sin más (a alguien se le olvidó poner la mesa y la ventana). El chico me explica que la casa es muy cara, pero al tener seis habitaciones (dos dobles) se divide todo entre ocho y sale a 300 más gastos y tiene la ventaja que siempre hay alguien con ganas de fiesta. Me despido y quedo en llamarle esta noche. Quedan casi dos horas para ver el siguiente piso, por lo que decido acercarme al Retiro (siempre es bueno hacerse una idea del barrio en que podrás vivir). La mañana es limpia y despejada, mas el sol todavía permite caminar bajo su calor. Subo hacía el Ángel Caído con parsimonia, observando las bicis y los patines que conducen a los jóvenes deportistas a través del asfalto empinado. Yo también venía en bicicleta a este parque, en otras épocas. Observo una vez más como se retuerce Lucifer a 666 metros sobre el nivel del mar y paso a la tierra, ganando el camino a través de un seto, marco el rumbo al Palacio de Cristal. Aquí se ven las

el_espejo | 14 primeras cámaras de fotos retratando a grupos de gente que mira a las cámaras como si les fueran a poner un piso en Marbella. Hay una exposición de nosequé que nomeinteresaparanada. Contemplo el maravilloso estanque con los árboles sumergidos en su seno, siempre me parecieron raros esos cedros y resulta que son cipreses y de los pantanos (maravillas de este mundo), y recuerdo venir en otoño de pequeño y recuerdo la variedad de colores de las hojas: rojo, morado, marrón, algo de verde remanente… Y claro, recuerdo llama a recuerdo, un par de noches me colé con los amiguetes y trajimos barcas desde el estanque grande a éste, mucho más bucólico e íntimo, para guerrear cual vikingos salvajes en la inmensidad del Mar del Norte.

El incipiente bullicio me aturde un poco, por lo que, cual Zaratrusta, busco refugio en la cueva. Se está más fresquito y se contempla el estanque por una ventana. Yo no la llamaría oquedad, es tan manifiestamente artificial y hermosa a un tiempo… Sigo girando en torno al surtidor apagado y reparo en los patos y ocas

el_espejo | 15 moviéndose sobre el agua y el césped cual piezas de ajedrez blancas y negras, en el tablero de la alimentación asistida por los visitantes. ¡Yo también quiero alpiste! Dejo el Palacio de cerámica de Velázquez a mi derecha y la terraza de turno a mi izquierda. Ya se oye la música de un violín interpretando a Bach: me amansa, me embriaga el corazón, me enaltece el espíritu y me trasporta a la próxima casa que tengo que ver. Compro un paquete grande de pipas Arias, cerca un mimo se mueve al ritmo intermitente que le marca el dinero dorado. A las 13:20 ya he aparcado en la zona de casas nuevas de Aluche (muy cerca del centro comercial, del metro, del tren, de los autobuses y de una gasolinera) justo en frente del número 5. Llamo y Silvia responde. Subo y Silvia me abre. Saludo y Silvia me dice que la habitación ya está alquilada. No obstante, me deja verla una fracción de segundo: ventana, cama, armario, mesa, ¿silla? Una pena, su hijo se ha ido a ultramar y ella se ha quedado hablando por Skype con su novio alemán y conviviendo con un matrimonio de polacos, más la nueva inquilina. Cuando estoy saliendo de la casa constato lo bajos que son los techos (viniendo de donde venimos). Doy de nuevo con el fresco jardín interior de la finca, donde un hombre tiende su ropa, cuando suena un teléfono en mi bolsillo. La casa de las seis quiere ser vista a las siete y media. Yo le explico amablemente a la señorita que eso es muy complicado y acordamos a las seis y media. Cojo las calles Valmojado y Sepúlveda (para mí la misma) de cabo a rabo y de semáforo en semáforo. Tras girar a la izquierda en lo que fuera Aqualung, llego al Puente de Segovia y subo toda la calle homónima. En Puerta Cerrada algo comienza a ir mal, hay Rastro y tapeo en esta zona, ¡horror! Pronto desisto de la idea de aparcar entre el caos de tráfico y bajo hacia el puente otra vez.

el_espejo | 16 Encuentro un sitio azul de domingo poco después del viaducto. Vuelvo a subir la Calle Segovia, esta vez andando y pensando en un bocata de calamares en la Plaza Mayor. Pero claro, hoy a estas horas está tomada. Me escabullo por los soportales pensando en dónde comer, sin atreverme si quiera a mirar lo que puede haber en el centro de la plaza, al lado de Felipe III, cerca de los caricaturistas, los músicos y los camareros ávidos de incautos que caigan en sus fauces. Me pregunto a mí mismo si realmente me interesa vivir en el centro, en casas viejas y pequeñas; rodeado de una ciudad que no duerme. Una pareja me para y me pregunta por la Calle Bailén y yo a estas calles siempre les bailo el nombre. Les mando a Arenal, luego me dicen que van a Palacio a ver al Rey, o sea que no les indiqué tan mal. Sin más distracciones bajo por el Callejón de San Ginés, repleto de terracitas pero con muchos huecos entre los asistentes. Paso bajo el arco pensando en ver las últimas novedades de la librería antes de comer. Resulta estar cerrada. Ante mí, una pareja de policías municipales

el_espejo | 17 con sus uniformes azul oscuro y amarillo chillón caminando erguidos y pausados, procurando que a los extranjeros no les roben más que en los establecimientos con licencia. Y no les falta ni autoridad ni razón, la gente se apiña a borbotones y hablan todo tipo de lenguas, salvo el castellano. Penetro en un establecimiento de comida rápida y pido un menú contundente, grasiento y barato. Estragado de la comida del turco, entro en un inglés en busca de té caliente y un lugar para fumar. Lo primero que veo es la máquina de tabaco, me reconforta su presencia junto a unos conos de helado (de hasta seis sabores diferentes) que facilitarían la digestión, pero dispararían el presupuesto semanal. Desistiendo del placer helado, me dirijo a la barra y pido un té de Darjeeling, que pago con la tarjeta azul, mientras armo un cigarro y miro a mi alrededor para encontrar un cartel donde se puede leer SE PERMITE ESCRIBIR Tras redactar mis hazañas en El Retiro, Aluche y la Plaza Mayor, desando mis pasos de hace unas líneas y llego a la Plaza de San Miguel, cuyo mercado de hierro resulta estar en obras otra vez. Le pregunto a un camarero de una terraza contigua y me informa que van a hacer un moderno, lujoso y caro centro gastronómico en lo que fue el mercado. Por eso lo esconden bajo las lonas… La que podrá ser mi casa no tiene mal aspecto por fuera, está remozada. Veamos por dentro, subo al séptimo piso en un ascensor de los de entonces y me abre la puerta un chico dicharachero que me hace pasar al interior. Lo primero, y a modo de cálido recibimiento, una chica fregando los platos en una cocina en la que además cabe otro chico, que come un sándwich. El salón está en el centro del espacio y allí hay una mujer pinchando música sobre una mesa de mezclas y un perro

el_espejo | 18 moviéndose rítmicamente al compás de sonidos étnicos y cálidos. Del salón nacen la que podrá ser mi habitación y la de Paola, una chica italiana. La que podrá ser mi habitación tiene dos colchones, uno sobre el otro (si no, no cabrían), un ventanuco, medio armario sin puertas, un espejo ovalado sobre una pequeña mesa circular y otro mueble en el que hay ropas diversas. El chico que me enseña la casa dice que se va mañana y que me quedaría con la italiana y un brasileño (ambos ausentes en este momento) y me insiste en lo bello de las vistas de los tejados de Madrid desde la ventana alargada del salón. El precio son 350 más gastos y hay que poner un mes de fianza por adelantado. Quedo en llamarle esta noche. Me pierdo en los acordes de la música y, sorteando las múltiples cajas que allí se encuentran viviendo, bajo a la calle. Ha empezado a lloviznar en este día que se ha ido cerrando sobre sí mismo. Aprieto el paso y me doy cuenta que para ver una habitación bastan 10 minutos; parece que a nadie le interesa conversar. De haberlo sabido, hubiera buscado cuatro o cinco casas próximas y las hubiera visto en hora y media, pero entonces esta vivencia no habría tenido lugar. Sólo queda una casa y sobra bastante tiempo, camino raudo hasta el coche para no mojarme mucho con la lluvia creciente (en vano), además patino en un trozo de acera blanco que ha puesto el alcalde con ese fin. Me levanto maldiciendo y conduzco hasta El Retiro otra vez, pero no voy a la casa de las mil puertas, sino a otra en Ventas habitada por dos chicas de Teruel y un gaditano, del Puerto. Hoy no hay corrida, ¡menos mal!, se aparca bien. Entro en un bar, pido un té rojo, armo un cigarro, saco el cuaderno y me pongo a escribir:

el_espejo | 19 Cuando abandono el bar húmedo y sucio, mis ropas siguen mojadas, pero mente y estómago están a gusto. No tardo más de cinco minutos en dar con el portal. Me abren y me indican que el ascensor sube desde el primer piso, cosas de la vida. Ya en el umbral una chica joven me invita a entrar. Allí hay otra chica joven y otro chico joven. Me preguntan si quiero beber algo y yo les digo que no, todo lo contrario, lo que quiero es mear. En el baño, un secador de pelo, una plancha de pelo, gomas para el pelo, maquillaje, una máquina de afeitar de última generación, condones, cepillos de dientes, una bañera con ventosas antideslizantes en el suelo, un lavabo y la taza sobre la que estoy meando ahora mismo. Carmen se muestra tremendamente amable, ¿será que la habitación tiene ratas o algo por el estilo? Y me enseña a fondo el piso. La que podrá ser mi habitación no es muy grande y no tiene ventana, hay una cama cubierta con una horrible colcha rosa, junto a ella una mesilla con un cajón y, a un lado, un armario de Ikea. Tras ver el resto de habitaciones, más amplias, habitables y luminosas, pasamos al salón donde hay dos sofás, una terraza y un televisor, todo alrededor de la mesa camilla donde está listo el té. Y tomo el tercer té del día, esta vez con pastas, y conversamos sobre las siempre actuales banalidades de la tele y me cuentan lo que estudian cada uno, que me interesa más bien poco. Me dicen que todo es compartido en el piso (yo pienso en los condones) y que tienen una buena conexión a internet y teléfono fijo para hablar “gratis” con sus familias. Esta gente está tirando por tierra mi recién elaborada teoría de los 10 minutos. Decido

el_espejo | 20 meterlos en la excepción que confirma la regla e ingiero otra pasta mientras doy explicaciones de mi época universitaria. Al rato largo me dejan partir, indicándome que para ellos la convivencia es esencial y por ello están entrevistando a bastante gente. El precio son 250 más gastos, que no suben mucho. Y cuando ya estoy a punto de despedirme con “está noche os llamo”, me indican que me apunte en una lista y que me avisarán dentro de dos días. Me apunto debajo de otros nombres y teléfonos y huyo de las colchas rosas, de los secadores de pelo y de la mesa camilla habitada por tres jóvenes cursis que preparan, eso sí, buen té. En la M30 apago el cerebro, dejando activas sólo las funciones imprescindibles para la conducción. Mi mente se irá ordenando a su aire en el trayecto, a ver si saca algo en limpio. Cuando llego al Puente de los Franceses pongo el intermitente derecho y abandono la autopista. Aparco, enciendo el cerebro y me lio un pitillo. Antes de subir a la que fue mi casa, quiero zanjar el tema de la que va a ser mi casa. Pienso en hacer un cuadrante de pisos con características, pros y contras, precio, etc. Pero pronto me doy cuenta que sólo hay dos pisos: el del alemán y los otros seis del Retiro, y el del brasilero y la italiana de la Plaza Mayor. Hago una optimización minimizando el impacto económico (esto es, elijo la más barata). Saco mi hoja de apuntes y marco el móvil de Marcus, el alemán. Me pide que me mude el miércoles 4, y así lo haré.

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La dualidad encripta ambivalencia. La ambivalencia descuadra el molde, que inservible se pregunta qué coño tiene enfrente.

Reminiscencias

Había renunciado a la visión ordinaria del tiempo, mi vida, en los últimos meses, ya no se regía por relojes, móviles, agendas, ni por ninguno de los otros dictados de cronos. No quería ser más un siervo de la hora y había decidido vivir mi propia vida según ella misma y no las convenciones de los demás. Como única e inevitable excepción tenía una cajita negra sobre la cama, que a las siete en punto dejaba sonar una potente alarma.

Me saca del sueño el sonido de una mujer gritando, levanto el brazo y pulso el interruptor, Mónica deja de aullar y yo me levanto para abrir la ventana y ver como se cuelan, juguetonas, las gotas de lluvia en la alcoba. Desayuno un café bien cargado, sin leche ni azúcar y un kiwi maduro. En la ducha, más gotas de agua juguetonas. Me afeito, me pongo el traje y bajo al garaje, dónde saludo a Oscar y girando el contacto salimos a la calle. Son necesarios los limpiaparabrisas. Cuando subo a la segunda planta del edificio de oficinas donde trabajo, me saluda sorprendido Luis, mi jefe, “¿Qué haces aquí, Carlos?” Parece que en algún momento he pedido el día de hoy libre para hacer unas gestiones. Voy a mi mesa y llamo a Marta, ella siempre sabe, “Carlos, tu madre se casa hoy a las doce.” Vaya, me da tiempo a recoger a Marta y desayunar con ella, luego vamos con Oscar a la boda. Yo le digo “El caso es que cuando me he levantado, he tenido la sensación de que había algo especial en la lluvia. Vaya día para casarse, por cierto.” La ceremonia es sencilla, y el número de asistentes muy reducido. Mi madre es mi única familia, bueno y ahora el pánfilo este de Pedro, cubierto de una aureola de filósofo, un ser muy pagado de sí mismo que no duda, sino que infunde la duda en los demás. La duda cartesiana, esa que hace avanzar al hombre de los preestados hacía la verdadera consciencia, que él ha alcanzado gracias a la profunda reflexión. Al atardecer, cuando termino de beberme el agua de los floreros, Marta me lleva a casa y yo me abrazo con Morfeo. *** Al día siguiente, sábado, la cabeza le golpeaba debido al alcohol ingerido, así que se proveyó de un gelocatil. Marta ya llevaba un rato levantada y estaba haciendo tostadas. Radiante esa

el_espejo | 22 mañana, no hacía sino comentar entusiasmada los por menores del enlace “¡Y ya estarán rumbo a Bangkok! ¡Qué romántico!” Él se dejó caer desplomado sobre su sillón preferido y se puso a ojear la prensa del día. Hacía meses que los periódicos no dejaban de hablar de la recesión económica, siempre el asunto del paro, los precios, el motor económico… A Carlos todo esto le aburría, así que se tomó el café negro, las tostadas y se fue con el perro a pasear. Hacía un día espléndido en la calle, mediados de mayo. El perro estaba encantado de poder disfrutar del universo de olores preveraniegos que el paseo le brindaba. Las resacas ya no eran como antes, cuando el cerebro de Carlos bullía estimulado por la deshidratación. Ahora procedía en modo zombie ZTA: zapatillas, tele, agua. Así que no hay nada más que decir de ese día. El domingo, Marcos y su esposa llamaron al timbre a las dos y diez, y Marta les invitó a pasar y tomar una cerveza mientras se terminaba de hacer la carne. “Carlos en un momentín saldrá de la ducha.” Y así fue, él a las dos y media ya estaba saludando a sus amigos, con ropa de sport y una sonrisa en el semblante. Charlaron animadamente sobre el buen tiempo y la boda. En la sobremesa jugaron al mus entre el sabor del whiskey y los habanos y al acabar la partida, los vecinos se despidieron cordialmente y se fueron a su morada, contigua a la de los anfitriones. *** Cuando se hace más tarde, al caer el sol, salgo a dar un garbeo con mi cuadrilla, la ciudad en las sombras tiene una luz especial. Deambulamos por las tabernas del casco histórico sin entretenernos más de lo necesario en las calles. Los bares de viejos dan paso a los de la movida y en ellos las cañas a los combinados. Llega un momento en que todos se retiran, yo me tomo la penúltima a solas y luego tomo un taxi hasta casa, donde me instalo entre las sábanas. Suena el teléfono y me apresto a cogerlo. ¿Quién será?, “Carlos, ¿qué pasa que no estás en el trabajo?” Es Luis, mi jefe y amigo, bueno ahora no tan amigo… Me da el día libre a cuenta de mis vacaciones. Corro a la habitación, preocupado por Mónica, a ver si le ha pasado algo, cuando caigo en la cuenta de que ella se despertó aullando antes de que yo me acostase bolinga. Tomo el café cargado, el kiwi y la ducha y salgo con Oscar, he decidido aprovechar el día para llevarle a la revisión. Cuando llego al taller, está cerrado. Pregunto y me indican que están comiendo. Así que hago yo lo mismo, no por hambre, ni por costumbre, sino como terapia ocupacional. Por la tarde voy al cine en metro con Marta y como la última vez me pregunto: aunque no me haya gustado la película, por qué no vamos más al cine. Así que, como remedio infalible, vamos al apartamento donde tomo notas mentales para mi libreta roja, esa en la que apunto los polvos cósmicos. *** A la mañana siguiente, a Carlos le despertó un dulce beso de Marta, abrió el ojo y se enderezó. Había tenido una pesadilla horrible: su madre conducía un vehículo y se salía de la calzada por un terraplén. No le dijo nada a su mujer del sueño, pero sí que debía pasar por el taller a recoger su coche, antes de ir a la oficina. Cuando llegó al trabajo, algo más tarde de lo habitual, saludó a Luis y tras el café se sumergieron en una discusión laboral. Parece ser que la manida crisis estaba también afectando a su sector de producción de piezas para aeronaves y también parece ser que eso iba a costar puestos de trabajo en la empresa. Por eso Carlos había de ayudarle a rehacer los cálculos a la baja para el segundo semestre. Para cuando llegó a casa por la noche, la mesa estaba servida con velas, vino caro y suculentos manjares. “¿Celebramos algo?” preguntó. A lo que obtuvo por respuesta que ese era un día

el_espejo | 23 especial, como cualquier otro, pero especial a su modo. Como él había sido algo muy especial para ella a lo largo de los años, ahora, por qué no, ella quería tener un simple detalle con su marido. Acabado el festín, comenzó el festín del postre que venía sensualmente envuelto en lujosa lencería. *** Me ha parecido que Mónica aullaba en un tono desgarrador hoy, lo cual no hace sino traer a mi mente la bronca de anoche con Marta. ¿Por qué se empeñan las hembras en querer saber todos los porqués de absolutamente todos los asuntos de uno? ¿Por qué no se conforman con lo que uno quiera contarles y siempre están indagando?, ¿desconfianza? Yo me pregunto únicamente por qué esa horrible pesadilla con mi madre hoy también. Da igual, me duele la cabeza y tengo mucho trabajo.

A la hora de comer (para Luis) no tomo sino un sándwich con él y al subir de nuevo a mi puesto miro al teléfono con ansiedad, lo miro, lo estudio y lo descuelgo. Al otro lado de la línea ella no contesta. Sigo trabajando un rato y vuelvo a llamar. Idéntico resultado. Me levanto por un café a ver si me revienta los nervios del todo. Llamo, nada… Cuando llego a casa, Marta está esperando en la puerta con una rosa roja en la mano. “Toma, para que me ames de verdad”, me dice. Noto como los ojos se me salen de las cuencas y la mandíbula acaricia el suelo. Acto seguido se va sin decir nada más. Llamo a Luis y quedamos a medio camino de nuestras casas para tomar y él también para escuchar. Cuando le refiero el asunto de la rosa no sale de su perplejidad y concluye “Es tu última oportunidad, chico. Tú verás…” *** Esa tarde, Carlos condujo al aeropuerto para recoger a los recién casados que volvían de la luna de miel. Su hijo estaba espléndido, ni decir de su mujer. Traían fotos y regalos para todos y en sus corazones mucho amor. Recogió a Marta en el centro, que venía de hacer unas compras de última hora, y luego les llevó a su nuevo hogar, un residencial a las afueras de la ciudad donde se despacharon a gusto con anécdotas, obsequios y, claro, el vídeo de la boda que aún no habían visto. *** Una vez realizada mi ceremonia matutina, al llegar a mi puesto de trabajo veo, con una gran sensación de intranquilidad, cuatro llamadas de Marta. Cojo el auricular, aún pensando en el

el_espejo | 24 episodio de la rosa de hace tres noches, con sus tres largos días sin saber nada de ella y, cuando contesta, por su voz quebrada se que nada tiene que ver con nosotros como pareja. “Carlos, ha sucedido algo terrible. Tu madre esta mañana, cuando iba a trabajar, se ha salido de la carretera por un terraplén…” llora como una magdalena. Yo le espeto que me diga si está bien. “No Carlos, no… Lo siento mucho”, llora, “Está muerta.” Se me cae el aparato de la mano y así mismo el alma del cuerpo. Rompo a llorar amargamente, por lo que aparece Luis. Intenta tranquilizarme, llama a Marta para enterarse de dónde está el cadáver. Bonita palabra que él sustituye amablemente por cuerpo. El velatorio de mi madre es triste entre los tristes, estamos presentes Marta, Luis, su viudo (a quien se le han bajado un poco los humos dadas las circunstancias) y yo. Lo que quedaba de mi familia ha muerto. Resuelvo llevar luto no un mes, ni un año, sino hasta el instante en que ya no desee llevarlo. No es que mi madre y yo fuéramos uña y carne, ni imprescindibles el uno para el otro; pero era mi amarre al mundo, mi raíz a la tierra. ¡Maldita pesadilla agorera! ¡Maldita carretera que te la has llevado! Ahora, recién casada, ya deja un viudo y un hijo; a ver el reparto de bienes. Maldito mi pensamiento, acercándose al dinero en estos instantes de dolor extremo. Maldita mi suerte.

Luis me da el resto de la semana libre para arreglar papeles y tratar de arreglarme por dentro. Marta me pide que me traslade a su apartamento por un tiempo. Allí no escatima en cuidados sobre mi negro manto, que poco a poco va recuperando el color. La noche del domingo, antes de reincorporarme al trabajo, yo le extiendo los pétalos de la rosa marchitos y le pido que se case conmigo.

***

Pesadillas hechas vidas de vidas deshechas.

Ilustraciones de María Balibrea. ¡Gracias!

Originalmente publicado en el número uno de desgarrarte.

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Al abrir tu puerta por dentro, supe que ya no lo haría nunca más. Entonces no supe que es nunca más.

Píldora #30 Vengo del otro lado del espejo. Allí era completo y realizado subjetivamente. Aquí me falta un ojo, sólo tengo dos, me sobra una pierna y la lengua no alcanza a pintar ese luminoso paisanaje interior. Deforme como estoy, sólo me quedan dos salidas: la mendicidad o la creatividad, quizás la una tiene tanto de la otra... Mientras el muro sigue sonando en derredor; y es que me cuesta tanto ponerme el mono y hacer sonreír a la guadaña. Parece que lo realmente importante es que la muerte no te pille mientras vivas, me pregunto si lo habré conseguido tan sólo un instante. En cualquier caso, la huida no es hacia atrás ni hacía delante, es a través, a través de la falsa imagen proyectada por ese pedazo deforme de metal que llamamos realidad, que en realidad nos envuelve y nos amolda identificando parecer y ser, espejándonos.

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el_espejo

Ilustraciones de danigrafics

el_espejo | 27 Gauss

El frescor de una mañana de septiembre entra por la ventana abierta y es reflejado en el espejo de la habitación de Carlos, junto a una imagen de un hombre de tez clara y cabello rubio. Sus dedos recorren el pelo lacio, mientras sus ojos se cruzan con los del Carlos que vive detrás del azogue. Termina de vestirse y apura el café, besa a su compañera (que aún dormita en la cama) y sale presto hacia la calle. En el coche rumbo a la facultad, no hace sino pensar en el inminente examen. Repasa mentalmente la materia, Geometría de segundo, reparando en algunos detalles importantes que no deberá pasar por alto. Ya en el campus se dirige a la cafetería donde pide un café sólo y ve sin ver las noticias en la televisión, mientras no deja de cavilar sobre lo extraño de la prueba que se avecina. Su reloj de pulsera marca casi las nueve, de forma que se encamina con paso distraído al aula 103. Cuando ya están todos sentados en orden y pertrechados con folios en blanco, él levanta su voz y dice “Un único ejercicio, el paradigma de la esfera. Tienen dos horas.” El gozo es instantáneo al ver las caras de desconcierto de los alumnos que preguntan por álgebra tensorial y ecuaciones. Dos becarios vigilan que nadie copie, aunque realmente en este caso no haya qué, mientras Carlos Gutiérrez saca un artículo de su maletín y lo lee despacio, haciendo algunas anotaciones en un papel. A los cinco minutos una joven le interrumpe extendiéndole un folio con algo escrito en tinta azul. Él levanta la vista de sus papeles y lo coge para leer sorprendido “Marta Carrasco, 2º B. La esfera cede su trono al hiperboloide de revolución.” Levanta de nuevo la vista, pero la joven no se haya en la (j)aula. Ya en la tercera planta del edificio, su despacho está abierto, Karla, la posdoctoranda alemana se halla en él. Le da los buenos días, deja sus cosas, enciende el ordenador y mira su correo electrónico para hallar un interesante mail sobre el congreso de Ginebra. Al rato se dirige al despacho 301 y recoge a Luis, juntos se encaminan a por el que va a ser el tercer café del día, mientras hablan enfadados de la nueva política lingüística de la Generalitat y de cómo afectará a la Universidad, espejo y baluarte del conocimiento de una sociedad. De nuevo en su celda, Carlos prosigue sus cálculos sobre el disco de Poincaré. Poco a poco va rellenando hojas en su cuaderno de tapas azules. Para constatar, como cada vez que repite el procedimiento, que no es capaz de arrojar luz sobre su conjetura. Se desespera una vez más y se encamina hacia el ratón para seleccionar entre los favoritos la dirección del servidor de preprints. Cómo cada día, entre los artículos nadie ha hecho nada parecido, ni tampoco nada que le ayude un poco en ese nudo gordiano en que se haya metido.

el_espejo | 28 Apolonio

Han pasado diez días desde el examen, cuando se publicaron las notas hace cinco, todos estaban aprobados, todos salvo Marta. Ésta, tras comer, se peina frente al espejo del baño, pensando nuevamente en lo hijo de puta que es el tal Carlos Gutiérrez y en cómo va a defender su punto de vista. La superficie metálica le devuelve un mohín en la expresión, traza de la amargura de una lucha continua. Coge el tranvía y llega diez minutos antes de la hora señalada para la revisión del examen a la facultad. Saca un café solo largo de la máquina a pie de las aulas y lo bebe despacio. A las cuatro en punto toca la puerta del 303. “Adelante.” Ella se introduce en el despacho, el profesor viste una camisa azul y pantalones de pana blancos y se halla sentado frente a una mesa llena de papeles. De entre ellos, coge un folio y lee “Marta Carrasco. La esfera cede su trono al hiperboloide de revolución. ¿Qué significa esto?” Marta comienza a decir, “Bien... la esfera es el paradigma de perfección, la noción de equilibrio de todos sus puntos respecto al centro, la simplicidad.” “Ciertamente” apostilla Carlos. “Pero las cónicas que se extraen del hiperboloide o diábolo” prosigue Marta “son más dinámicas: la elipse con sus dos focos muestra el equilibrio entre contrarios, haciendo orbitar al mundo en torno a ellos. Y la esfera (o el círculo) es tan sólo un caso particular y degenerado de ella. Mientras, la parábola muestra la propagación de una idea desde su vértice hasta el infinito.” El profesor enarca las cejas, mientras Marta concluye “Finalmente, la hipérbola con sus dos ramas y cuatro asíntotas muestra el acercamiento al ideal mediante caminos diferentes que conducen a lo pensado y a su contrario.” Carlos toma unos segundos para pensar y concluye “Bien, en filosofía estás fuerte. Pero si quieres aprobar has de mostrar destreza en la parte técnica de la materia.” Coge papel y escribe un ejercicio fácil sobre la elipse, otro no tanto sobre la parábola y uno tremendamente complicado de una hipérbola, se lo extiende a Marta y dice “Tienes dos horas. Puedes ponerte en esa mesa.” A las dos horas Marta, cansada, entrega su ejercicio al profesor, quien pausado comenta “Espera un momento fuera, lo voy a corregir ahora.” Ella sale y él fija la vista en los papeles con el primer ejercicio resuelto, el segundo le da algún problema porque no es la manera de hallar la demostración que usualmente viene en los libros, pero también es correcto. El tercero está en blanco. Carlos se levanta, abre la puerta y pide a la chica que pase. “Tienes un notable. Te recomiendo que estudies la geometría de la hipérbola.” Ella suspira y le dice adiós al profesor y a la geometría de segundo.

Euclides

El hotel de Ginebra resulta confortable, el congreso resulta lo aburrido que suelen estas cosas, pero ver a algunos de sus colegas y discutir con ellos líneas de trabajo y colaboraciones siempre es un acicate. Carlos desayuna mientras ojea el periódico y comenta con Walter Hoff una reciente hipótesis sobre la integrabilidad de una función de interés en economía. “Apresúrate, que la sesión matinal va a empezar, y

el_espejo | 29 yo soy el primer ponente” dice Carlos. Walter acaba el café, salen juntos con sus carpetas negras en las que puede leerse en letras plateadas “Recent Developments on Geometry” y entran en una de las salas del hotel para oír una disertación de un indio que escribe grupos de Lie sobre la pizarra. El moderador anuncia que ahora empiezan las tres sesiones paralelas, y Carlos se dirige a la sala indicada para su charla de quince minutos más cinco de preguntas. Allí hay otro moderador que le cede la palabra. Nuestro profesor se presenta y empieza a poner trasparencias sobre un proyector, que por el buen hacer de la óptica las devuelve enfocadas sobre una pantalla, para que todos los presentes puedan leerlas. Los cinco primeros minutos de la exposición los emplea en generalidades, que cualquiera debería poder entender, los siguientes cinco en presentar el problema y afortunadamente cuando ve el cartel de los cinco minutos para concluir, le son suficientes para mostrar su trabajo (el mismo presentado tres meses atrás en Paris. De hecho tan sólo ha cambiado la portada, la primera de sus trasparencias). Hay pocas preguntas, pero una despierta su interés, de forma que invita al rubio de pelo largo y ojos claros, que la formula, a discutir los detalles en el receso del café matutino. El joven Markus Kolmann pregunta a Carlos, en perfecto inglés, sobre el punto más oscuro del trabajo y por ende de su exposición, mientras moja una pasta en el café con leche. Y éste después de algunos rodeos, acaba remitiéndole al artículo donde dice están todos los detalles explicados. Markus sólo lleva dos años de doctorado en Viena, pero ya sabe cómo funcionan estas cosas, por lo que no insiste más, y se encamina hacia la sala de nuevo. El receso ha terminado, pero Carlos toma la dirección opuesta y sube a su habitación. Allí abre las puertas del cuerpo central del armario, para tropezar con el espejo. Mira su figura en él y comienza a desanudarse la corbata. Los zapatos también le molestan, se los saca empujando con el pie contrario sin perder de vista su imagen, siempre la imagen de la suficiencia, del buen hacer en la materia, del dominio de la situación. Disgustado ve su cuerpo completamente desnudo y quita violentamente el espejo de su camino. Detrás se esconde el verdadero armario con su ropa de sport y una pequeña maleta negra que abre para meter el traje y los zapatos. Una vez vestido y revisado el cuarto, Carlos cierra la puerta y toma el ascensor camino a la recepción, donde paga la cuenta a cargo de la universidad y solicita un taxi para el aeropuerto. En el hall se topa con el moderador o chairman de su sesión y se disculpa por tener que abandonar el congreso, aduciendo que su esposa va a dar a luz de nuevo. El otro, sorprendido, le desea buena suerte y le felicita cortésmente por su charla.

Weierstrass

Esa noche Carlos cena con su mujer, Andrea, en un restaurante elegante de la ciudad. Es su cuarto aniversario de bodas y él, como de costumbre, le indica que puede pedir lo que quiera. Andrea es amiga del marisco, así que piden nécoras, centollos, bogavante y dos cigalas, todo ello acompañado con cava de la tierra. Nunca les gustó el vino blanco. Andrea está radiante esta noche, viste un vestido rojo largo con guantes del mismo color, que se ha retirado para el ritual de la cena, y como rúbrica lleva una diadema trenzada en el pelo. De postre toman profiteroles y un café sólo. Carlos pide la

el_espejo | 30 cuenta, que paga con tarjeta visa y el maitre le indica que en dos minutos tendrán su coche esperándoles en la puerta. Conducir rápido de noche por la ciudad es uno de los pequeños placeres a los que le gusta entregarse al profesor Gutiérrez. A su esposa, cuando lo conoció, hace siete años, le revolvía las tripas. Pero con el tiempo y el confort de un coche más potente ya se ha acostumbrado. Cuando entran en el apartamento de la sexta planta en una zona residencial, Carlos la toma de la mano y la conduce hacia el dormitorio. Allí la besa suavemente primero y con pasión después, mordisquea su cuello y le introduce la lengua en la oreja, lo cual rara vez falla. Pronto yacen en la cama durante largo rato y cuando ambos se consideran completamente satisfechos de su aniversario, Andrea formula su vieja cuestión “Carlos, con nuestra edad ya deberíamos tener un hijo.” Éste, sorprendido de la vuelta a la carga de su esposa, dice “Cariño, sabes que no me gustan los críos. Además tengo mucho trabajo y no sería un buen padre.” La corta noche resulta en blanco para ambos, dan vueltas y se retuercen cada uno en su lado de la cama. Andrea suspira por que su marido le dé un niño al que cuidar, en el que depositar el amor excedente. Y Carlos se ve de nuevo contra las cuerdas, con la idea de la separación oscilando sobre su cabeza. La primera luz del alba se cuela tímida en la habitación y él sale torpemente del lecho, atenazado por el insomnio. Repite su ritual matutino de orina, café y agua de ducha. Luego se peina frente al mismo espejo, que le devuelve el peine, la raya al medio y le roba la luz, la inocencia y la ilusión día a día. Los pensamientos se embotan en su lumbrera y sólo cuando pone su vehículo a más de ciento setenta por la autovía, empieza a centrarse en algo, conducir. Nota la adrenalina disparando sus pocos reflejos de trasnochador. La velocidad engancha, al igual que el éxito, por lo que decide pasar de largo su salida y seguir las rectas de la carretera. Al rato, ya más tranquilo, cambia el sentido y conduce hasta el campus. Su compañero de despacho, Alfredo, aún no ha llegado. Karla era mucho más rigurosa y puntual en los horarios, pero Karla se fue a por un segundo postdoctorado, esta vez en Londres. Cuando Carlos ya está plenamente enfrascado en sus cálculos matutinos sobre un cuaderno, alguien toca la puerta. Es Marta, la delegada de su grupo de cuarto curso. “Profesor Gutiérrez, hoy no iremos ninguno a clase.” “¿Y por qué no?, si puede saberse” acierta a contestar éste. “Hoy es día de huelga” replica Marta Carrasco. “Bien, vosotros sabréis, la materia se considerará explicada” da por zanjado Carlos, molesto porque los alumnos se alineen con la pretenciosa política lingüística de la Generalitat, truncada con buen criterio por el gobierno central. Pero alegrándose en su fuero interno de no tener que dar clase ese día de insomnio. Sin embargo tampoco puede irse a casa, aunque desee descansar, pues figuraría como partidario de las reformas en la universidad. ¡Él que casi no habla catalán!

el_espejo | 31 Hypatia

Una tarde apacible de primavera, Marta apura su café y le da un beso a Andrés, se dirige a su habitación y se cambia frente al espejo, éste le devuelve la imagen de una joven entusiasta que ha tomado una resolución y se apresta a ponerla en práctica, con la ropa más formal de su vestuario: unos vaqueros sin agujeros y una blusa blanca, adornada con un collar de bolas negras. Sale de la casa y se dirige al metro, en poco más de media hora ya está en el campus. Nota un gusanillo en el estómago, pero se mantiene firme en su voluntad, pese al miedo. Se dirige como tantas otras veces al despacho 303 para encontrase la puerta abierta. Aún así toca con los nudillos y una voz varonil la invita a pasar. “Buenas tardes, Carlos.” “Adelante” se oye por replica. “Verás, como sabes pronto concluiré la carrera y estaba pensando hacer un doctorado.” Carlos se acomoda en su silla y mira a Marta interesado, “Muy bien, es una opción valiente.” “Sí, complicada, pero valiente... He leído algunos artículos tuyos y había pensado... que quizás podrías dirigirme la tesis.” Carlos goza hondamente por dentro, mas se muestra reservado “¿Estudiaste la geometría hiperbólica tal y como te dije?” “Sí, le he dado un buen repaso.” “Veámoslo”, replica el profesor y le extiende exactamente el mismo ejercicio que hace tres años diciendo “Tienes cuarenta minutos para resolverlo.” Marta aplica su pluma y en veinticinco minutos termina el ejercicio perfectamente resuelto y se lo entrega a Carlos Gutiérrez, quien lo mira y concluye “La solución es correcta. Te felicito”, luego se lleva las manos a las cuencas de los ojos y pregunta “¿Hablas inglés?” “Sí, claro” responde la alumna. “Lo necesitarás, si quieres hacer el doctorado conmigo habrá de ser en Nueva York. He obtenido una plaza en Stony Brook.” Marta le mira sorprendida y un millar de cosas pasan por su cabeza a ritmo vertiginoso. Él se da cuenta y le dice “Piénsalo tranquilamente. Háblalo con tu familia”, a lo que ella responde decidida “No hay nada que pensar, nos vamos a Nueva York.” “Te veo muy resulta, tendrás que dar clases para poder mantenerte, ¿lo sabes?” “Dan igual los detalles, yo iré contigo a América a aprender geometría” replica Marta encendida. “Así sea” concluye el profesor. “Prepara los exámenes del GRE y el TOEFL y una vez aprobados entraremos en arena.” Marta abandona el despacho 303 con una satisfacción muy superior a la que le pueda devolver cualquier espejo. Su sueño se acerca. Cuando vuelve a casa se encuentra a Andrés jugando a la PlayStation, lo cual no tiene nada de sorprendente. Le da un beso y le anuncia que el profesor Gutiérrez le ha admitido como alumna, teniendo buen cuidado de omitir el detalle de Nueva York.

Aristarco

Marta aterriza en el aeropuerto JFK a medio día de un martes, a finales de agosto. Pregunta en un mostrador donde se coge el tren a Stony Brook y un hombre robusto le indica el camino. Al cabo de algo más de una hora ya se halla en el pequeño pueblo y pronto encuentra la residencia de estudiantes en la que temporalmente tiene previsto alojarse. En recepción le dan la bienvenida y una llave. Su habitación es la 213 y es compartida con una chica pakistaní que se muestra dicharachera. Marta prueba su

el_espejo | 32 cama, la superior de una litera, se sienta en la silla de su escritorio y escudriña el aseo. No hay un espejo por ninguna parte. Se da una ducha y se tumba sobre la cama a leer un libro de Penrose, cuya tesis principal es que un ordenador jamás podrá tener una mente al estilo de los humanos, y el autor ya de paso repasa gran parte de la física, las matemáticas y la informática conocidas. Marta se queda dormida con el libro sobre el pecho. La despierta Kassim, su compañera de cuarto, indicándole que ya es hora de cenar. Bajan juntas al comedor, donde se reúnen con otras estudiantes que charlan animadamente sobre el inicio del nuevo curso, mientras degustan la pobre comida de la residencia. Acabado el yogur de postre, Kassim invita a las otras tres chicas a reunirse en su habitación y así dar la bienvenida a Marta. Una vez allí, abre su armario y extrae una botella de tequila, en cuyo tapón beben todas por orden. Cuando el alcohol empieza a hacer efecto en ellas, Kassim se ofrece a echarle las cartas a Marta. Ésta aunque es reticente a las supercherías, como buena racionalista, accede para no disgustar a su compañera. Las cartas no hablan muy alto, pero si muy claro: a Marta le esperan éxitos en esta tierra que tardará en abandonar. Satisfecha empieza a quedarse dormida y pronto se excusa ante sus nuevas amigas y se introduce en la litera. Mientras, ellas dan cuenta de lo poco que queda en la botella y pronto abandonan el cuarto dejando a Marta primero en una cálida duermevela y luego en un reparador sueño profundo.

Lobachevski

Carlos lleva quince días viviendo en Nueva York, él hubiera preferido algo más cercano a la universidad, pero Andrea insistió en ubicarse en la metrópolis por antonomasia: museos, teatros, clubes, fiestas, todo está en la Gran Manzana. Carlos disfruta del apartamento en que viven y se desplaza a diario, en su coche recién adquirido, a su trabajo. Este semestre dará clases de variable compleja y el que viene de espacios lineales. No le apasiona la idea, pero tendrá tiempo de seguir sus investigaciones en colaboración con el profesor Edwards, que es quien prácticamente les ha traído a él y a su esposa a estas nuevas tierras. Esa mañana Carlos ha quedado con Marta para discutir los aspectos de su tesis. Cuando ésta entra en su despacho, él la recibe con una inusual cálida sonrisa y comienza a explicarle en qué consistirá su trabajo. Primero ha de aprobar los exámenes y trabajos del máster, luego defender ante un tribunal una pequeña tesis, que en principio versará sobre espacios no anticommutativos sobre la esfera. Después, para la tesis doctoral, habrá de generalizar para otras variedades, como el hiperboloide; y presentarlo ante otro tribunal. “Lo primero”, dice Carlos, “es que te matricules en las asignaturas que quieras” y le extiende una hoja en inglés con el membrete de la universidad. “Te he señalado las que son de interés para nuestro proyecto.” Marta mira el papel y luego mira como le observa el profesor, parece que la atraviesa con ese gesto de ambición. Él no se lo ha dicho, pero ella sabe que va a ser su primera tesis como director.

el_espejo | 33 Ambos salen del despacho y bajan una planta, para entrar en una sala dónde hay cuatro personas tecleando sobre ordenadores y escribiendo ecuaciones en papeles. Carlos le presenta a sus nuevos compañeros y le indica una silla y un escritorio, que serán su lugar de trabajo a partir de ahora. Marta se queda allí familiarizándose con su nuevo entorno, y no lo abandona hasta última hora de la tarde para acudir a su nuevo entorno doméstico. Kassim está tan animada como ayer y se ofrece a enseñarle lo básico de Nueva York el fin de semana. Marta piensa en el Empire State, Wall Street o el MOMA. Kassim, por su parte, le habla del Golden, un garito de salsa que funciona muy bien en la ciudad. “¿A los españoles os gusta la salsa, verdad?” Marta la mira sorprendida y asiente con la cabeza. Cuando termina de cenar, se excusa y se dirige a la sala de ordenadores, donde escribe un mail a su familia y otro a Andrés, indicándoles que todo marcha bien y que las gentes le han recibido cálidamente.

Grossmann

Marta ha pasado el primer semestre absorta por las exigentes materias del máster, y distraída por las veladas en la residencia, en el Golden y otros clubes. Le gusta especialmente uno de Jazz en Brooklyn llamado “El tres”. Hoy es su primera clase como profesora de problemas de Métodos Numéricos de tercero. Nunca le han gustado los ordenadores, pero programar los clásicos algoritmos para resolver ecuaciones en diferencias finitas o integrar mediante trapecios y Simpsons no es especialmente complicado. Más complicado es entender el inglés de alguno de sus alumnos, que se esfuerzan especialmente en hablarle con su acento más cerrado. Acabada la clase en la pecera, o sala de ordenadores, Marta se dirige a su propia sala y se conecta a Skype para hablar un rato con Andrés (en España son las cinco de la tarde). Las lágrimas y la rabia se desatan en su rostro. Las cosas no iban bien entre ellos después de la visita de él por Navidad, quien ahora le comunica que no quiere seguir una relación a distancia. Marta se desmorona en su silla y corta la comunicación antes de oír las penosas disculpas de su ex novio o enterarse de que hay otra mujer. No piensa mendigarle un poco de amor. Sale de la sala con el rostro enrojecido, cerrando con un portazo bajo la mirada de los otros estudiantes de tercer ciclo. Encamina sus pasos fuera del edificio, pero antes de salir, el profesor Edwards, que se cruza con ella en el pasillo, le pregunta qué le ocurre. “No es nada, necesito tomar el aire” se excusa Marta de forma poco convincente. En la calle camina sin rumbo por los jardines del campus y cuando se halla rendida, decide ir a la residencia y meterse bajo las sábanas. No duerme, ni se siente mejor, así que contra su costumbre en días laborables, baja al comedor a almorzar, dónde se desahoga contando su historia a las otras chicas. Rechaza una invitación a tomar café y sube a su cuarto. Se mira en el espejo de cuerpo entero que Andrés le regaló por Navidades. Ve sus ojos verdes, enrojecidos por el llanto, se señala a sí misma con el índice y luego hace un fuerte corte de manga. Descuelga el espejo de la pared y lo acarrea a un descampado cercano, en el que las piedras destruyen la imagen de un amor roto. Hacía las seis de la tarde se abre la puerta del dormitorio y Marta, en la cama, desvía la vista del techo para fijarla en Kassim, quien le pregunta qué hace en la

el_espejo | 34 residencia tan temprano. Cuando Marta repite su historia de desamor, la otra chica la consuela acariciándole suavemente el pelo y la cara con unas manos ágiles. Luego la abraza, mientras Marta llora sobre su espalda por cuatro años de un noviazgo marchito. Se siente aliviada de poder descansar su pena sobre alguien. Kassim la invita a tomar una cerveza en un bar próximo, que se convierte en unas cuantas. Cuando vuelven a la residencia para dormir a Marta le cuesta subir las escaleritas de su cama.

Hilbert

El profesor Gutiérrez sirve un poco más de vino tinto en la copa de su acompañante esa velada. Marta accedió a regañadientes a cenar con Carlos, pues no pudo negarse tras concluir con éxito su máster y publicar conjuntamente con él y Edwards los resultados en una prestigiosa revista. El vino es bueno, un Ribera, caro, muy caro. Carlos no sale mucho, pero cuando lo hace le gusta mostrarse generoso. Han pasado casi toda la cena discutiendo sobre matemáticas y los detalles del doctorado que ahora empezará Marta. Él siente la necesidad de hablar de algo más mundano. No le resulta fácil, pues hasta esta noche toda su relación se ha desenvuelto en los despachos de la universidad, así que le pregunta si no echa de menos Cataluña y su familia. Ella replica que ya ha aprendido que un investigador es un pequeño caracol errante, que se mueve por universidades e institutos entre congresos, estancias y otras parafernalias de sabor agridulce. Cuando ya han acabado el postre y el café, Carlos le sugiere a Marta que muy cerca hay un sitio de música en directo donde pueden tomar una copa. Ella se excusa amablemente diciendo que mañana por la mañana va a salir a montar en bicicleta por Central Park. “Bien, entonces déjame llevarte a casa en coche.” El Chevrolet negro de Carlos espera en la puerta del restaurante y éste conduce sosegadamente hasta un suburbio de la gran ciudad. Para junto al 8, un portal mal iluminado, se desabrocha el cinturón de seguridad y trata de besar a su alumna, quien se lo quita de encima violentamente y sale del coche, para introducir la llave en la cerradura del portal y subir las escaleras entre mareada por el vino y repugnada por la escena. Mientras Carlos conduce hacía su apartamento, Marta hace el amor tiernamente con Kassim. El profesor aparca en el garaje y se dirige al dormitorio. Su mujer duerme. Pero él se siente preocupado, se prepara un whiskey con hielo y se mira en el espejo de la entrada. Su imagen está difuminada por los vapores del vino ingerido, una idea le viene a la cabeza: si hay un problema, mejor que esté lejos. Va a enviar a Marta de estancia un tiempo a otra universidad.

Riemann

Marta y Kassim aterrizan en el aeropuerto de Los Ángeles. Esta vez no va a cometer el mismo error que con Andrés, no seguirá una relación en la distancia. Un posdoc de nombre Markus Kolmann las ha venido a recoger. Les da la bienvenida y les

el_espejo | 35 ayuda a llevar las maletas hasta su coche. En cuarenta minutos están frente al apartamento que la universidad de Berkley les ha proporcionado. Markus se despide y les indica que cualquier cosa que necesiten pueden contar con él. Ellas revisan las estancias de la casa y pronto estrenan la cama. La costa Oeste resulta diferente de Nueva York, pero Marta se acostumbra rápido. Las gentes del departamento son amables y cree que van a ser unos buenos seis meses en la universidad y en la ciudad. Markus entra en su despacho y le invita a tomar un café. Ella accede, ese hombre es tan amable que le inspira mucha confianza. Él le cuenta que conoció al profesor Gutiérrez hará unos cinco años en un congreso en Ginebra, y le revela el detalle de que su demostración del problema que mostró tiene un punto negro, que hasta la fecha ni él, ni Gutiérrez han conseguido iluminar. Marta le mira sorprendida y le pide más detalles. Acabado el receso y de vuelta a su despacho, Marta recibe un email de Markus con un link. Marta conoce ese artículo, pero nunca vio nada sospechoso en él. Invierte tres días completos de trabajo en seguir los detalles, días en los que va discutiendo con Markus los pequeños aspectos que hacen que una demostración sea tal o no. Al cuarto día, coge el teléfono y llama a Stony Brook, al despacho del profesor Gutiérrez. No piensa pedirle detalles sobre el disco de Poincaré, sino informarle que se ha instalado sin problemas y que todo marcha correctamente, ya se encuentra trabajando con el profesor Ramírez en la extensión de su trabajo de máster. En realidad Pablo Ramírez sabe poco del tema, con lo que no es de gran ayuda. Marta pasa los días, las semanas, los meses repartiendo su tiempo entre los espacios anticonmutativos, que cada vez le interesan menos, y la demostración sobre el disco de Poincaré. Casi no pasa por casa, a menudo los fines de semana va a su despacho a rellenar papeles con garabatos. Kassim la nota enfrascada en si misma, absorta en ese disco y trabajando sin freno hombro a hombro con Markus. Por ello, decide invitarle a él y a Marta a una sabrosa cena en el apartamento de ambas. Por suerte las matemáticas no ocupan un papel preponderante en la velada, y si la gastronomía y las costumbres de Estados Unidos, país en el que los tres son inmigrantes. La noche termina viendo una película de Wollywood y es agradable para todos. Markus se despide agradecido de Kassim y le comenta a Marta que la verá en la universidad el lunes. “Porque mañana no irás, ¿verdad?” “No, mañana nos vamos a tomar el día tranquilo” dice Marta mirando a Kassin con ternura.

oether

Es una mañana de febrero, el sol de invierno se cuela por la ventana del despacho de Carlos, calentando la estancia. El profesor hoy no tiene clase; con un café mira los preprints en la pantalla de su ordenador. Sus ojos se detienen en una letter con título “Hyperbolicity on the Poincaré disk” firmada por M. Carrasco y M. Kolmann. No da crédito, la muy zorra acaba de demostrar con todo lujo de detalles su hipótesis y tan sólo menciona su artículo de hace cinco años indicando que ahora está superada la incompletitud presente en el trabajo de Gutiérrez. Le dan ganas de reventar su ordenador a patadas, pero no lo hace. Se dirige al despacho del professor Edwards y le

el_espejo | 36 invita a desayunar visiblemente desmoronado. Éste le pregunta si está bien, a lo que Carlos dice una parte de la verdad “Llevo diez días sólo en mi apartamento. Mi mujer me ha dejado y se ha vuelto a España.” Carlos empieza a llorar de impotencia. Lleva días dándole vueltas a la cabeza y no se explica cómo ha podido ocurrir que ese austriaco y su propia alumna le hayan dejado en tal mala posición. No se le ocurre cómo proceder. Cada día mira las citas a la letter de Marta y Markus, para comprobar cuál es el impacto que está teniendo su trabajo. Cuando Marta regresa a Nueva York, su artículo es ya ampliamente conocido y el profesor Gutiérrez casi no puede sostenerle la mirada, empequeñecido ante el espejo de sus ojos. Acuerdan presentar el trabajo en espacios no anticonmutativos extendido a otras variedades de dimensión dos (silla de montar, hiperboloide, disco de Poincaré, etc.) ante un tribunal de tesis. En Junio Marta ya es doctora por la universidad de Stony Brook y tiene numerosas ofertas de futuro en varias universidades. Pero vuela rumbo a Barcelona con Kassim. Es un buen momento para relajarse, disfrutar de la vida, presentarle a su familia y que conozca las raíces de la terra.

el_espejo | 37

Las tres de la mañana en el reloj de la vieja estación, Juan acaba su taza de java, paga y sale al frescor del invierno en Madrid. Hoy no cogerá un taxi, prefiere andar, aprovechando que es el primer día sin lluvia de esta larga semana gris. Mientras camina enciende su pipa de marinero y mira la luna llena, deleite del licántropo. En su deambular se cruza con un grupo de borrachos, a los que cae en gracia, le invitan a tomar la penúltima en casa de uno de ellos; no muy lejos del Paseo de la Florida, esto es, no muy lejos de allí. Juan camina entre risas con los alegres borrachos y cuando, finalmente, uno gira la llave del portal, se introducen en el ascensor y hacen muecas frente al espejo, que les conmina a no beber más. Se gira la llave del apartamento y desobedecen las instrucciones del azogue, degustando el contenido de una botella de J&B. Cada vez es más tarde y cada vez el suelo se hace más pequeño entre brazos y piernas rehogados en alcohol.

Juan acaba, ya con luz solar, durmiendo con una muchacha cuyo nombre es un misterio y que sólo atiende por Hada. No hay coito, no hay nada, solo calor entre dos cuerpos que piden descanso y entre cuyas edades se llevan no menos de tres décadas. Él casi no duerme esa mañana y pronto abandona la casa y sale en busca de su desayuno, no sin antes dejar una alegre nota donde agradece el trato y el riego.

En la calle el sol ataca sus pupilas, por lo que pronto entra en un bar. Pide un café solo y un gelocatil, la cabeza le martillea y ya no es la época de los gloriosos Alcatzeltzer que le ayudaron en tantas resacas de su juventud, cuando tenía la edad de Hada. Lee el periódico, buena costumbre matutina. En España han renovado el gabinete y en Perú han muerto casi tres mil personas en un terremoto. Duda cual de las dos noticias será más trágica, mientras termina el café. El bar le gusta, es tranquilo y aseado; pide un doble de cerveza a ver si se lleva el clavo que tiene metido en la cabeza. Termina las pocas noticias que trae el diario, paga y sale a luchar con el sol. Son las once de la mañana de un viernes laborable y su pre jubilación y Juan deambulan rumbo al Campo del Moro en busca de la compañía de los pavos reales, siempre tan coquetos con su plumaje de omegas brillantes. Saluda cordialmente a los picoletos y hace un discreto corte de manga al Rey que no habita en su Palacio Real.

Se siente bastante cansado, por lo que ahora si toma un taxi y se dirige a la residencia de profesores, una reminiscencia de cuando se vino de Cuenca a triunfar en el mundo de la investigación y la educación. Con el tiempo aprendió que su triunfo era un triunfo discreto, esto es, que le dieran una habitación y cien oídos que escuchasen sus disertaciones sobre química orgánica, era más que suficiente para vivir cómodamente. Tras más de cuarenta años y pese al empeño de los muchos alcaldes, ya se ha acostumbrado al sabor de las calles y al olor de las gentes en este Madrid que alardea de bien acoger al emigrante. Juan no se queja, no tiene familia, tan sólo unos pocos amigos y cinco millones de ojos que le devuelven las miradas en las calles de la urbe. Se iría al campo a vivir, pero no tiene más recursos que su pensión y eso, teme, no será suficiente.

el_espejo | 38 Además sus raíces están pegadas al asfalto de la ciudad que late con miles de ritmos distintos, a cualquier hora, en una acera cualquiera.

Ya en su habitación, abre el grifo del agua y se mete en la ducha para sentir el golpeteo de las tibias gotas sobre cuello y espalda. Se enjabona minuciosamente todo el cuerpo, con el grifo cerrado, y luego lo vuelve a abrir para enjuagarse. Se seca con una toalla con sus iniciales bordadas, que le encargó a su amiga hilandera, y prepara la navaja. Cuando tiene la cara llena de espuma, llaman a la puerta. Se pone la toalla en la cintura y abre. Allí dos nacionales se invitan a pasar, pese a la leve oposición de Juan que está algo confuso. Parece que esta mañana una joven apareció muerta y parece ser que él fue la última persona que la vio con vida. Juan no sale de su asombro. Le interrogan sobre los acontecimientos de la “noche de autos” y Juan cuenta lo poco que sucedió: una gran borrachera y cada cual a dormir donde pueda. Le leen sus derechos y le piden que les acompañe en el zeta a comisaria. Él por lo menos pide que le dejen vestirse, para lo cual los policías salen de la pieza.

En cuanto se ve libre de ellos, su cabeza empieza a maquinar de forma confusa, duda si vestirse y salir por la puerta o vestirse y escapar por la ventana del segundo piso. Comienza con los calzoncillos y la camisa, luego el pantalón, el cinturón y la chaqueta. Le resta poco tiempo, unos calcetines y los zapatos. Pero ya ha decidido que es mejor no huir, pues se delataría como culpable de lo que no es. Coge la cartera y las llaves y cuando se dispone con horror a abrir la puerta, oye dos tiros en el pasillo. Retrocede en el gesto sobre el pomo y piensa qué ha podido ser. Entonces unos nudillos golpean la puerta y le apremian “Deprisa, Juan abre.” Consternado replica “¿Quién es?” “Soy Martín, de la fiesta de ayer.” Juan abre la puerta y reconoce a uno de los jóvenes de anoche con una pistola en la mano. Éste le coge del brazo y lo saca de la residencia, sin disimular la prisa cuando se cruzan con el conserje que les espeta “¿Qué pasa? Se han oído dos disparos.” El joven y el profesor retirado se introducen en un coche en marcha que conduce otro de los jóvenes de la noche anterior.

Le llevan por la Nacional II hasta una finca perdida en medio del monte, allí le ofrecen una taza de café y una cama para descansar. Juan no sale de su asombro y les inquiere qué ocurre, a qué vienen tres muertos y quiénes son ellos. Los jóvenes prometen contestarle cuando duerma un poco, a lo que Juan, pese al cansancio, replica que no podrá hacerlo en este estado. La solución la brinda una pastilla de Orfidal.

el_espejo | 39 Cuando abre el ojo ya es de noche, sale de la habitación y ve a un grupo de seis jóvenes discutiendo en torno a una mesa llena de papeles. Se queda escuchando la conversación “Ahora es el momento de aguantar en la sombra.” “Hemos golpeado duro y ellos querrán venganza. Por eso debemos esperar un poco”, otro replica “Martín, vale matar a nuestros enemigos, pero lo de Hada es un juego muy sucio.” “¿Cómo que sucio? Sucio es pasar a los maderos información sobre nuestras actividades. Te recuerdo que este lugar ha sustituido al piso de Guadalajara porque nos seguían los talones. ¿Y gracias a quién?” “Estoy de acuerdo, pero matarla, ¿soluciona algo?”

Juan ya ha oído suficiente, mira en derredor buscando una salida y, al no encontrarla, sale de las sombras y da las buenas noches. Un joven se levanta rápidamente y le pregunta si quiere algo. “Sí, volver a mi casa.” “Verá Juan, eso ya no es tan fácil. Ha oído y visto bastante...” Juan tuerce aún más si cabe su expresión y replica “Mirad, no me interesan las historias que os traéis entre manos. Yo tengo mi vida y la quiero de vuelta.” “Juan, la policía te busca, ha muerto una chica mientras dormía contigo.” “Sí, vosotros habéis matado a Hada, pero ¿cómo?” “No te tortures, ¿tienes hambre?” “Dejadme volver y no diré nada...” Martín se levanta, va a la cocina y trae un plato de pasta para Juan. Éste lo mira con reticencia, pero bien es cierto que hace tiempo que no come. Así que lo ingiere de pie rápidamente. “¿Quieres café?” “No, gracias.” “Entonces vuélvete a la habitación, anda.” Juan mira uno a uno a los seis presentes y se da la vuelta hacía donde le han indicado. Cuando está dentro, un pestillo se cierra desde fuera, rompe a llorar desconsolado.

Después de no pegar ojo, a la mañana siguiente le traen un café, churros y el periódico. Cuando ha desayunado, un joven entra en la habitación con una cámara de fotos y le pide que sostenga el periódico con la portada sobre el pecho. “Así que me habéis secuestrado.” “Juan, no lo hagas más difícil. Nosotros te sacamos de allí cuando la policía iba a por ti...” “No se confunda joven, ustedes y sólo ustedes son los responsables de mi situación.” Una vez tomada la foto, se manda un mail a la redacción de El País y la cara de Juan junto a la del nuevo ministro, en la portada del diario, sale en todos los boletines informativos.

Pasan los días y Juan cada vez está más deprimido, echa de menos su pipa y sus paseos, las cervezas en las tascas. Ya ni habla con sus captores, otrora benefactores. Un día oye un helicóptero sobrevolar la finca y en su interior se enciende un hálito de esperanza. Al día siguiente decide emprender una huelga de hambre y líquidos, piensa que si muere no podrán chantajear más ni a sus seres queridos, ni al Estado. Cuatro días más tarde la huelga se interrumpe violentamente vía alimentación forzosa. Entonces también le torturan y le indican que si no colabora será mucho peor para él, que su actitud no es positiva. Él piensa en sus cuadernos de evaluación cuando niño, donde se reflejaban interés, actitud y otras cosas tremendamente subjetivas. Piensa en sus alumnos en la facultad y en su última novia, Carla. ¿Dónde ha quedado ahora todo eso? Le duelen los golpes recibidos y se derrumba sobre el camastro.

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Una noche mientras descansa, hace días que no duerme, los secuestradores se introducen en la habitación, le ponen una capucha y le sacan a rastras. No sabe qué dirección ha tomado el coche, ni a donde le llevan. Pasado un largo rato, le obligan a bajar unas escaleras en la oscuridad y le dejan allí encerrado. El zulo tiene unos tres metros cuadrados y una vez al día van a llevarle agua y alimentos, y a vaciar la palangana.

Fotos de Sara Kubia y vazsami, ¡aupa!

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Outsiders

Eran las once y media de la noche de un sábado más. La oscuridad, la lluvia, un parque de una gran ciudad, Juan y su cucharilla calentada al fuego, inexorablemente lento, de un mechero, en mitad del cemento mojado de la cancha de fútbol. Durante todo el preparativo usual, Juan se acordó de hace tan sólo dos noches en las urgencias del hospital, como sostenía el brazo inerte de Paola, como no había expresión en su mirada y como los batas blancas se doblaban ante ella, para luego inquirirle a él qué había tomado. Al día siguiente, esto es, ayer, la enterraron para siempre, y al día siguiente, esto es, ahora, él repetía el peligroso hábito mortal, la única cosa que le proporcionaba un poco de placer, entre las muecas de desaprobación de la gente. Su receta para olvidar. Se chutó y al dirigir su espalda hacía el suelo, sintiendo esa mezcla de placer e incertidumbre correr por sus venas, vio un balón parado no muy lejos de él. Pensó ¿por qué no? Se enderezo y comenzó a jugar: primero los pies, luego el pecho, algún toque de cabeza. Recordó la adolescencia en esa misma cancha entrenando entre semana con su equipo y jugando la liga los fines de semana. Él era un punta nato, se escurría entre las piernas de los defensores y los rompía con sus golpes de cintura, para luego rematar sobre el marco. Y en ese momento, henchido por el recuerdo triunfal, se colocó el esférico botando junto a su pierna diestra y propinó un fuerte chut al balón que salió rumbo a la portería...

Carlos era lo que llaman un panchito, un peruano emigrado de Lima que vino a Europa tras terminar sus estudios de derecho, en busca de una oportunidad. Esta noche había quedado con los chicos para tomar y después irían a una discoteca que abría precisamente hoy. Tras más de un litro de cerveza por persona y hora, pronto se acabó el suministro, por lo que se dirigieron al local. Aquellos que iban con Carlos, no sus amigos, pues éstos habían quedado todos en ultramar. Aquellos entraron sin problemas, pero a Carlos le pusieron trabas por su indumentaria, su calzado, el libro de Schopenhauer que sostenía en su mano derecha, y en definitiva por su evidente estado de embriaguez. Carlos objetó y objetó con la lengua trabada, con la suficiente maña de eludir la paliza de los puertas. Se metió el libro bajo la chompa para evitar que se mojase más y se dirigió sólo, de nuevo, al parque en el que hasta hace unos instantes habían estado tomando tan animadamente. Se preguntó si sus camaradas se acordarían de él desde dentro de la disco. Se preguntó si Nicolle se acordaría alguna vez de él. En definitiva, se preguntó y se torturó con la idea de no ser nada para nadie aquí, el que la gente que le importaba estuviera tan lejos y el que el maldito máster y el trabajo mal pagado le embrutecieran aún un poquito más. Siguió caminando absorto en su mundo, vio la portería del campo de fútbol y recordó el equipo de la universidad del que él era un destacado miembro, un lince bajo los palos. Levantó la vista y se arrojó a por el balón de reglamento antes que éste cruzase la raya y le incoasen un tanto... A Alberto nunca le dejaban salir hasta más de las once, pero esta noche había decidido que no quería ser un mueble más en el salón de sus padres. Ya tenía 33 años y, es cierto, síndrome de Down. Esta noche se vistió de largo y se encaminó hasta el portal de Marta con el objeto de declararle su amor. Esa pasión que había ido alimentando desde hacía tres años, cuando ella entró de monitora en su centro especial. Tenía todo muy bien

el_espejo | 42 estudiado: la pajarita, los zapatos limpios pese a la lluvia, las flores y los bombones, y sobre todo la frase “Marta, te quiero.” Llamó varias veces al portero automático sin respuesta y cuando una vecina se dirigió al portal, él dijo emocionado “Vengo a ver a Marta” y así llegó hasta el dintel en el tercer piso, y llamó al timbre y volvió a llamar, terminó por convencerse decepcionado que Marta no estaba en casa. Empezó a bajar las escaleras y pensó que no quería volver a su casa, así que se asomó a la ventana del rellano del segundo para ver en la cancha dos figuras jugando fútbol. No lo pensó más y jovial terminó de bajar los tramos de escaleras, olvidó momentáneamente a Marta y al pisar el cemento del campo le dijo al portero “Eh, pásamela, pásamela” y con el balón en sus pies soñó que estaba jugando el partido de los miércoles con los chicos de su centro de discapacitados mentales, o lilas como su primo los llamaba...

Robe y Carla eran una pareja de lujo, esto es, robaban coches de lujo. Luego los conducían raudos hasta descampados donde hacían salvajemente el amor sobre las impolutas tapicerías de los ricos, para finalmente venderlos en el reluciente mercado negro de vehículos sustraídos. Hasta que una noche, cuando conducían un mercedes descapotable, se les interpuso la policía. Carla mató a uno de los agentes con su colt plateada y, merced a los refuerzos, ambos fueron heridos, detenidos y conducidos al calabozo. La cosa no fue mal del todo para Robe, pero su chica paga treinta años por homicidio intencionado. Un vis a vis una vez al mes y muchas horas de locura para ambos. Es más, esta noche que nos ocupa, está muy lejos de la libertad de Carla, y Robe baja al barrio con la idea de partirle las piernas a algún gilipollas entre la lluvia y olvidarse de su mala estrella, aunque sólo sea un efímero rato. Cuando pasa por el parque le llega una voz “Oye, ¿juegas con nosotros?” “No me interesa el fútbol” se oye decir casi amablemente, y la réplica instantánea y repleta de aspavientos “Venga, juega, venga.” “¡Qué no, coño, cómo tengo que decirlo!” y se dirige a partirle las piernas a este subnormal, quien le tira el balón “Vamos, ya estás jugando.” Robe le pega tal patada al cuero que instantáneamente se siente mejor...

Yo desde mi terraza, con mi tándem habitual (escocés y habano) contemplo toda la escena, veo la aguja tirada en el suelo, y los regates sobre ella, el libro de Schopenhauer aguardando un mañana, bajo una chompa negra, las cabriolas del guardameta. Las flores y los bombones mirando las gotas caer del cielo, la esperanza de los hombres sobre la cancha, la mala hostia vuelta generosidad en los pases de Robe y los minutos volverse deleite de aquellos que han sabido encontrarse para disfrutar un rato con los guiños de un balón...

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