Elogio de los amanuenses

PGE-68-Amanuenses.indd 3 Elogio de los amanuenses 18/03/15 12:36 colección Pequeños Grandes Ensayos Director de la colección Álvaro Uribe Consej

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colección

Pequeños Grandes Ensayos

Director de la colección Álvaro Uribe Consejo Editorial de la colección Arturo Camilo Ayala Ochoa Elsa Botello López José Emilio Pacheco † Antonio Saborit Juan Villoro Director Fundador Hernán Lara Zavala

Universidad Nacional Autónoma de México Coordinación de Difusión Cultural Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

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Johannes Trithemius

Elogio

de los amanuenses Presentación de

Camilo Ayala Ochoa

Universidad Nacional Autónoma de México 2015

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Trithemius, Johannes, 1462-1516, autor Elogio de los amanuenses / Johannes Trithemius ; presentación de Camilo Ayala Ochoa. – Primera edición 120 páginas. – (Colección Pequeños Grandes Ensayos) ISBN 978-970-32-0479-3 (colección) ISBN 978-607-02-6452-8 1. Copistas. 2. Scriptoria. I. Ayala Ochoa, Camilo, prologuista. II. Título. III. Serie Z105.T75 2015 LIBRUNAM 1694013

Título original en latín: De laude Scriptorum manualium. Primera edición en la colección Pequeños Grandes Ensayos: 6 de febrero de 2015 D. R. © 2015 Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, 04510, México, D. F. Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial ISBN de la colección: 978-970-32-0479-3 ISBN de la obra: 978-607-02-6452-8

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México. Impreso y hecho en México

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Presentación El pueblo de Kmt (se pronuncia Kemet), nombre que significa “Tierra Negra” y que marcaba una diferencia con la tierra roja o desierto que lo rodeaba, fue llamado Egipto por los griegos. Nos dice Sócrates, en su diálogo con Fedro escrito por Platón, que escuchó que en Egipto, durante el legendario reinado de Thamus o Ammón, vivió en las cercanías de la ciudad a la que los griegos conocían como la Tebas egipcia, un antiguo dios de nombre Thot a quien estaba consagrada la benéfica ave ibis, cuyo regreso de la migración coincidía con la crecida del río Nilo. Fue Thot, “Señor del tiempo”, el primero en descubrir el número y el cálculo, la geometría y la astronomía, el juego de damas y los dados, y también la escritura, por lo que se le representa llevando en sus manos un cálamo y un tintero. La mitología egipcia hablaba, además, de su compañera Seshat, “La escriba”, “La señora de los libros”, “Señora de la escritura”, “Señora de la casa de los rollos” o “La principal en la casa de los libros”, que era la diosa de todas las formas de la escritura, de la historia y la anotación, así como protectora de las bibliotecas.

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Thot brindó sus artes y conocimientos al faraón, quien ensalzaba o reprobaba cada uno de ellos. Cuando llegó a la escritura, dijo Thot: “¡Oh rey! Esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener”. El monarca contestó: “Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma”. La anterior metáfora refleja la pugna entre la cultura oral y la cultura letrada en el mundo antiguo. Ese mismo drama por el cambio lo expresó Alcidamante de Elea, un sofista griego del siglo iv a. C., quien observó con horror que la cultura oral y memorística en la que había crecido estaba siendo cuestionada por quienes preferían escribir y los amonestó con estas palabras: “Considero que tampoco es justo llamar discursos a los que están escritos, sino sombras, formas e imitaciones de discursos, y con justa razón yo tendría de ellos la misma opinión que de las esculturas humanas de bronce, de las estatuas de piedra y de las pinturas de animales”. Hemos buscado a lo largo de la historia el mejor de los dispositivos posibles para que

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nuestro saber no se destruya por completo; por eso el contenido letrado ha pasado por continentes o libros que curiosamente empiezan con la letra p: ha sido piedra, pizarra, papiro, pergamino, papel y ahora pantalla. Cada transformación ha tenido consecuencias en los sistemas de escritura, los modos de lectura, la comunicación en general y los aparatos educativos. Instituciones como la editorial, la librería, la biblioteca y la universidad son, en su perfil actual, producto de una luenga herencia que conllevó una periódica disputa entre innovación y arcaísmo, así como visiones de prosperidad y apocalipsis entre sus protagonistas. Actualmente se vive un replanteamiento semejante. Hace varias décadas que Roland Barthes pregonó la muerte del autor, después de la muerte de Dios de Friedrich Nietzsche y la muerte del arte de Hegel y Marx. Marshall McLuhan anunció el fin de la cultura escrita ante el lenguaje icónico y su discípulo Derrick de Kerchove previó la digitalización de las actividades humanas. Se ha disertado sobre la muerte de la cultura literaria con Georges Steiner, la muerte del autor con Roland Barthes, la muerte del lector con Phillip Roth, la muerte del editor con Andrew Willie, la muerte del papel

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con Gary Hall, la muerte de la impresión con Jeff Gomez, la muerte de la librería con Vince McCaffrey, la muerte de la biblioteca con José M. Piquer y la muerte del libro ante la amplia difusión de los medios electrónicos. Con la cultura digital o tecnosocial, varios agentes o mediadores que hay entre el autor y el lector van a desaparecer. Vemos a profesionistas como agentes literarios, papeleros, periodistas, editores, correctores, diseñadores, impresores, encuadernadores, libreros y bibliotecarios replantear su actividad. Eso ya ocurrió. Durante el Renacimiento, la cultura escrita tuvo enormes cambios, a tal grado que aparecieron la mentalidad letrada y la ciencia moderna. El mundo cambió con el invento de Johannes Gutenberg que implicó el uso de tipos móviles agrupados en un marco de metal, llamado en un inicio rama y más tarde también galera, un modelo de plancha de impresión tomado de las prensas para exprimir uvas y elaborar vino y la tinta con base de aceite. Lo que significó la irrupción del libro impreso, es decir, el paso del formato códex al libro industrial, al libro tipo­ gráfico, a la copia impresa de un prototipo, fue la multiplicación del público lector y la aparición

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de nuevos métodos para organizar el conocimiento. Los que a la sazón eran los profesionales del libro fueron desplazados y lo vieron como una expiración. ¿Qué mundo pereció? El personaje de la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco, Guillermo de Baskerville, fraile franciscano, al entrar en el scriptorium de una abadía benedictina enclavada en los Apeninos, famosa por su enorme biblioteca, no puede contener un grito de admiración. Baskerville observa a anticuarios, copistas, rubricantes y estudiosos trabajar en su propia mesa bajo una ventana de vidrios incoloros para permitir el paso puro de la luz. Por supuesto, el scriptorium no fue el único espacio amanuense. Desde el siglo xiii aparecieron copistas laicos y libreros que abastecían a los particulares, principalmente a las comunidades universitarias. Sólo podían ser calígrafos, copistas y rubricadores quienes se examinaban rigurosamente ante las universidades. Esos clercs, como eran denominados, sólo podían transcribir libros en lengua vulgar y su actividad se escrutaba permanentemente. Varios papas y reyes protegieron ese oficio con privilegios, franquicias y excepciones. Sin embargo, los

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monasterios fueron desde el siglo vi al xv los acreditados talleres de copias manuscritas, tanto para consumo interno como para su venta. La labor de los copistas monacales estaba unida a la recopilación, estudio y conservación de textos, a su traducción y comentario. Si bien es cierto que el Misal de Constanza fue la primera publicación salida de la imprenta de tipos móviles, el trabajo icónico, el que inicia la Galaxia de Gutenberg, fue la reproducción de la Biblia en vulgata editio, es decir, en edición para el pueblo, en 1280 páginas sin numerar, a 42 líneas por columna, con cinco millones de tipos, ilustraciones por xilografía y pinturas a mano, hecha con el empeño de darle la apariencia de un manuscrito. Un copista escribía tres bifolios diarios mientras el sistema tipográfico producía 150. Había monjes pergamineros encargados de seleccionar y descarnar las pieles, principalmente de origen ovino y caprino, aunque no despreciaban la piel de asno para obras abaratadas o conseguían de fino antílope y la vitela de fetos o animales lechales para las más lujosas o sagradas. Ellos las apelambraban, escaldaban, purgaban, raspaban, maceraban y pulían. Esos monjes,

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por lo general los menos cultos e incluso analfa­ betas, vivían con escalpelos, chiflas, palas, garaturas, buriles y raederas, preparando salmueras y lechadas y colocando las pieles en bastidores para volverlas a trabajar con piedra pómez, resina de sandáraca y hueso de sepia. La pergaminería renacentista logró materiales de nívea blancura y extrema suavidad que hoy son imposibles de falsificar toda vez que las técnicas empleadas para su obtención se han perdido. En algunas raras ocasiones esos monjes, para reutilizar el pergamino ya sea por la pérdida del valor del contenido o la falta de medios económicos, cancelaban escritos a fuerza de remojo con leche, espolvoreado con cal o harina, prensado y pulido. Los griegos llamaban a esos materiales palimpsestos pero es más apropiado el término de codices rescripti. Los aprendices eran los que trazaban guías sobre las caras del pergamino con regla, escantillón, peine, mastara de cordeles o plancha para pautar. A veces picaban las hojas para poder trazar el pautado. Los scriptor, copistas o amanuenses, escribían los textos dejando espacios en blanco para las letras distintivas, los caligramas, las escrituras dedálicas, las escrituras re-

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alzadas y las ilustraciones. Lo hacían en grupo, en scriptorium, o en la soledad de sus celdas, dependiendo de la orden religiosa. Utilizaban tableros o mesas de trabajo cubiertas con un fieltro que podían tener pupitres, atriles y facistoles. En su plumier guardaban plumas o péndolas –por lo común de oca pero también de otras aves como cisnes, cuervos, búhos, gallinas y pavos– de diferentes cortes y biselados, cálamos, punzones y pinceles. Cortaplumas, compás, regla, escuadra, tintero, lápiz de plomo y esponja fueron otros de sus utensilios. El scriptor llevaba un praeductale o cuchillo de la mano izquierda para borrar los errores y evitar que la hoja se escapara. Había ocasiones en las que se requería también de un calígrafo o pendonista para obtener una escritura especial. Había monjes que cotejaban la copia con el original y se llamaron correctores porque borraban y corregían. Su labor era librarium menda tollere, eliminar los errores de los copistas, las transposiciones, las simplificaciones, las repeticiones. Las incorrecciones, cuando no se podían raspar y sustituir sin demeritar el folio, se subpunteaban, es decir, se les colocaban puntos suscritos, o bien se cancelaban con un subraya-

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do. También, para señalar su inactividad, ponían las sílabas va- al inicio del yerro y -cat al final. El término latino vacat viene de vaco, libre, desocupado, desierto. Los añadidos y las correcciones se fijaban, con signos de llamada, en el interlineado o se apostillaban. Los scriptorium de mayor autoridad tenían expertos que llegaban incluso a contar el número de palabras y letras del manuscrito modelo y su reproducción para compararlos y percibir un error, y al terminar lo señalaban con alguna de las siguientes palabras: emendaui, contuli o correxi. Esa revisión acontecía antes de ilustrar los folios, que era la etapa previa a la encuadernación. Así como actualmente se habla de los duendes de imprenta como productores de erratas, los monjes medievales atribuían la ceguera ante el error a un personaje oscuro. Existió desde el siglo iv la creencia en un diablillo que se encargaba de anotar los errores en la escritura, en la lectura y en la atención que se debía guardar tanto hacia los lectores como durante los oficios religiosos. En 1285 Johannes Guallensis en el Tractatus de Penitentia dio a conocer el nombre de esa entidad: Titivillus, apelativo que remite a la bagatela, lo trivial, y que ratificó el dominico

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Petrus Paludanus en su Fragmina psalmorum Titivillus colligit horum. Guallensis lo describió como coleccionista de trozos de salmos, de lo que se dejaba de pronunciar o de escribir. Titivillus llevaba un saco que debía llenar con mil errores cada día. En el siglo xv los pedidos de libros eran tales que los errores ortográficos, de fechas, de nombres, se multiplicaron y a Titi­ villus se le adjudicó ser el provocador de esos errores. Sin embargo, por extraño que sea, también fue visto como patrono de los escribas y calígrafos porque gracias a su afán de hacer maldades, los monjes evitaban caer en el error y, además, si era el diablejo quien provocaba los errores, eso quitaba responsabilidad al copista y por tanto lo redimía. Un rubricator insertaba los títulos, iniciales, colofones e indicaciones con una tinta roja, que es el color del fuego productor de luz. Un illuminator, iluminador o miniaturista, decoraba los manuscritos a veces con ayuda de un coloreador que entintaba los elementos ornamentales. El iluminador no sólo componía márgenes, letras capitales, viñetas, cuadros, figuras, efigies, máscaras, escenas, alegorías, pórticos, orlas, cenefas, tondos, recuadros, pies de

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lámpara, cantones, nichos, pináculos, arcadas, cartelas, trofeos, candelabros, cornucopias, rosetones, florituras, racimos, follajes, filigranas, casetones, estandartes, banderolas, medallones, lunetos, tímpanos, filetes, barras, molduras, listeles, boceles, baquetas, junquillos, rayos, velos, cortinas, doseles, rizos, ovas, bezantes, cadenetas, anillos, perlas, caireles, trenzas, cordones, nudos, gráfilas, festones, lacerías, laberintos, encajes, frisos, almenados, ajedrezados, angrelados, grecas o arabescos; también elaboraba sus tintas y pinturas con extractos vegetales, huesos, insectos, moluscos, polvos minerales, tierra de color, vidrios y sustancias químicas. Además de la búsqueda de tonos y brillos, los iluminadores se encargaban de añadir a los pigmentos taninos, sustancias que evitaban la pudrición, y mordientes, que los fijaban. Se aplicaban otros ingredientes aglutinantes, como goma arábiga, para añadir viscosidad. Muy fácil pudo ser confundir el laboratorio de un iluminador y el de un alquimista. Un proceso que no necesitaba de conocimiento de lenguaje pero exigía la mar de meticu­ losidad era el arte de la encuadernación, es decir, el alzar o conjuntar los cuadernos en un legajo

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para prensarlo y coserlo, refilar los bordes o barbas para igualarlos, ponerles cubiertas de tela y cuero curtido o cartón, para materiales austeros, o placas de madera que eran enlomadas y decoradas con forros y, en ocasiones especiales, enriquecidas por gofrado, técnica de estampado por hierros candentes, o con relieves de marfil, pasamanería, incrustaciones de plata u oro, engarces de pedrería, aljófares o esmaltes. A fines del siglo xv coexistían dos procedimientos de producción librera: la copia de manuscritos y la reproducción tipográfica. Ambos sistemas utilizaron pergamino y papel, pero era claro el abandono del códice manuscrito. A ojos de los copistas, el sentido de su labor oferente, de su misión de proclamación por la letra, se difuminaba. Ellos mismos perdían vigencia. Innegablemente, pensaban, sus libros eran mejores por el proceso artesanal codicológico, casi amoroso, de procurar el albor y traslucidez de la membrana de las hojas; de orar para alcanzar la armonía y elegancia del texto como imagen y de las imágenes como discurso; de resguardar, con ceño fruncido, pulso firme y desvelo, la fidelidad a cada modelo; de maniobrar sutilmente entre el dictado interior del texto y la traducción

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mental del significado del texto; de perseguir la uniformidad en los cambios de pluma, las alteraciones de tinta y las mudanzas de mano; de atender la proporción entre la caja de escritura, los márgenes y la marginalia. No sólo estaban siendo sustituidos sino desechados, como las nudosidades en la piel, las manchas en los pergaminos o los deslices en la transcripción. Por esa razón, en el año del Señor 1492, Gerlach von Breitbach, abad benedictino del monasterio de Deutz, le solicitó a Johannes Trithemius, abad del monasterio de Sponheim, la elaboración de un opúsculo para enseñar a los monjes las virtudes de copiar textos y animar a los amedrentados. El alemán Johannes Trithemius (1462-1516), cuyo verdadero nombre era Johannes von Heidenberg, fue un famoso monje benedictino erudito, historiador, lexicógrafo y bibliólogo, consejero de emperadores y autoridades eclesiásticas. Estudió en la Universidad de Heidelberg donde fue uno de los fundadores de la Cofradía Céltica, dedicada al estudio de las lenguas, la astrología, la numerología y las matemáticas. Sus obras más estudiadas fueron De septem secundeis, id est intelligentiis sine spiritibus orbes post Deum moventibus, trata-

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do angeológico, la Steganographia, obra sobre criptografía en ocho volúmenes de los que sobreviven los dos primeros y algunas páginas del tercero, y la Polygraphiae, que expone la codifi­ cación de mensajes. El abad de Deutz tuvo un par de razones para solicitar a Trithemius un ensayo para los escribanos: era el más connotado argumentador de la Orden de San Benito y también un bibliófilo apasionado. Basta un episodio en su vida como testimonio de esa su honda pasión por los libros. Dos años después de ingresar al monasterio de Sponheim fue nombrado abad e inició una labor de recuperación de la biblioteca, diezmada para la compra de comodidades de los frailes, logrando, después de 23 años, acrecentar el acervo bibliográfico de 40 volúmenes a dos mil y colocándola en la primera línea de las referencias intelectuales europeas. El resultado de la solicitud a Trithemius fue un ingenioso alegato llamado De laude Scriptorum manualium. En él se afirma que los libros impresos en papel no pueden durar tanto como los elaborados sobre pergamino y que el proceso de elaboración del manuscrito es superior porque conlleva el cuidado del texto. Para él, muchas obras, las de más difícil lectura, nunca

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podrían reproducirse en la imprenta pues la transcripción posibilita la contemplación de la profundidad del texto y por lo tanto su comprensión. Al contrario, el texto barato y hecho con descuido reduce la asimilación de contenidos y universaliza la ignorancia, difunde doctrinas erróneas y destruye la autoridad de las antiguas fuentes. Había, para Trithemius, un problema de confianza que se multiplicaba porque se había facilitado el hecho de que cualquiera podía publicar sus ideas. No sólo veía un peligro en la corrupción educativa y el menoscabo intelectual sino en la desviación del objeto del trabajo, pues la laboriosidad convierte a los pecadores y confirma las virtudes. Se ha dicho que Trithemius tenía miedo al cambio tecnológico. José Luis Gonzalo SánchezMolero acuñó el concepto del síndrome de Trithemius para referirse al rechazo a lo novedoso en relación con la cultura escrita; incluso algunas personas van más allá y describen ese síndrome como una resistencia irracional al cambio de quienes no desean salir de una zona de confort. Quizá sea más propio tomar la figura de Filippo de Strata, un monje dominico que vivió en el siglo xv en el convento de San Cipria-

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no en la isla de Murano, Venecia, y expuso que la impresión corrompía los textos, los espíritus y el saber mismo, para concluir con la estremecedora sentencia: Est virgo hec penna, meretrix est stampificata (la pluma es una virgen, la imprenta una puta). Quizá haya que hablar del síndrome de Strata. Trithemius argumentaba que el copista no era inferior al impresor y exhortaba a los monjes a continuar desarrollando su oficio con pulcritud, así como enaltecía el estudio de la letra, el amor a los libros y la importancia de la conserva­ ción de las bibliotecas. En ese sentido, De laude Scriptorum manualium es, sobre todo, el rompimiento de una lanza por el trabajo editorial. El escrito de Trithemius fue paradójicamente, para su mayor divulgación, reproducido en 1494 en la imprenta de Peter von Friedberg. Fue un incunable, pues así son conocidos los impresos realizados entre 1454 y el último minuto del 31 de diciembre de 1500. De laude Scriptorum manualium se reimprimió y hubo copias manuscritas que se distribuyeron. También se incluyó en las obras completas de Trithemius publicadas entre 1604 y 1605. De laude Scriptorum manualium ha sido traducido al inglés por

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Roland Behrendt para la editorial Lawrence, Coronado Press, en Kansas (1974); y por Elizabeth Bryson Bongie para la Alcuin Society en Van­ couver (1979). También existe una traducción al italiano desarrollada por Andrea Bernardelli y editada por Sellerio, bajo su colección Il divano, en Palermo (1997). La Universidad Nacional Autónoma de México publica en su colección Pequeños Grandes Ensayos, por primera vez en lengua española, Elogio de los amanuenses, con una espléndida versión del literato y latinista Baruch Martínez Zepeda. La versión de la Biblia que se siguió para las citas fue realizada directamente del hebreo y griego por Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga para la Biblioteca de Autores Cristianos bajo la dirección de la Universidad de Salamanca.

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Elogio de los amanuenses Aquí comienza la carta de Johannes Trithemius, abad de Sponheim, a Gerlach, abad del monasterio de Deutz. * Yo, el hermano Johannes Trithemius, abad de Sponheim de la Orden de San Benito, le envío mis saludos al querido padre Gerlach de Breitbach, abad del monasterio de Deutz de la misma Orden. Hace poco tiempo, cuando regresábamos del anual Capítulo General de nuestra Orden celebrado en Erfurt, intercambiamos varios puntos de vista sobre la grandeza de las sagradas escrituras y dijimos que nuestra religión se llenó de gloria gracias a su esplendor. Fue entonces que, haciendo hincapié en la caridad, me pediste que te escribiera algo con lo que de una forma fácil pudieras invitar a tus monjes a que continuaran copiando libros, pues pensabas que ello es de gran utilidad para muchos, pero sobre todo para los monjes de nuestra Congregación. Entonces yo, accediendo con humildad a tus peticiones, te prometí algo, pese a que sabía que excedía los límites de mi ingenio, porque confiaba en la ayuda del Altísimo y en la caridad de los hermanos,

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las únicas dos cosas que en esta vida queremos siempre tener a la mano. Por este motivo, tan pronto como me fue posible descansar un poco de mis ocupaciones, dispuse mi mente a la fe y mis manos al papel, y ayudándome de nuestras conversaciones, compuse este módico tratado que ves, acerca de los amanuenses. Y si al escribirlo no hice lo que debía, debes saber que la causa fue la multiplicidad de mis obligaciones, pues casi siempre estoy tan inmerso en ellas, que apenas me es posible de vez en cuando dedicarme a mis estudios, que es algo que siempre deseo. De esta forma, estimado padre, acepta el libro que me pediste, léelo y examínalo y, si lo juzgas digno, permite que también lo conozcan los demás hermanos de nuestra Congregación, porque es posible que su lectura los incite al amor por el oficio del copista. Tú, por tu parte, continúa por el camino emprendido, estudia con dedicación las sagradas escrituras y exhorta de todas las maneras posibles a tus hermanos para que hagan lo mismo. Que tengan presente a Ruperto, hombre santo y venerable y abad en un tiempo del monasterio de Deutz, puesto que incluso solo les puede bastar como ejemplo de devoción. Así es, este hombre, estudiando con

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gran pasión las sagradas escrituras, leyendo y

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orando, e inspirado por una visión del Espíritu Santo, fue un ejemplo muy grande para todos, ya que en su tiempo nadie tenía su nivel en la interpretación de los aspectos arcanos de las sagradas escrituras. Y si no pudiéramos alcanzar su nivel de conocimiento, ¿por ello debemos abandonar los estudios teológicos?, ¿acaso la superioridad de otros estudiosos nos impedirá la lectura de las sagradas escrituras? No es así. Si no podemos imitar a san Agustín o a san Gregorio, entonces al menos imitemos a aquellos cuya doctrina sabemos se deriva de la de otros sabios. “Cada uno tiene de Dios su propio don: éste, uno; aquel otro”.1 Sólo tengamos cuidado en que estando en la viña del Señor, no nos privemos del fruto de los estudios. Siempre te recordamos, hasta pronto. En el año del Señor 1492.

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1Cor 7.7.

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