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En busca del cuerpo perfecto: el dilema de la amazona contemporánea en la obra de Adriana Calatayud por Karen Cordero Reiman
“Hacer uso de la tecnología para significar una nueva construcción del cuerpo, de la identidad y del sujeto nos ofrece nuevas formas de existir, de desear y de morir. Nuestra relación con las nuevas tecnologías de la imagen nos obliga a reconstruir una nueva identidad. Queramos o no, somos monstruos híbridos en busca de una identidad.” Adriana Calatayud
En la serie Constructo: la construcción del cuerpo femenino, Adriana Calatayud, por medio de su práctica como fotógrafa y artista digital, construye un grupo de metáforas visuales de la ambigüedad identitaria del sujeto de la tecnología de género en la sociedad contemporánea. Escoge como vehículo para esta exploración, a Norma López Castellanos, considerada como la mejor físicoconstructivista en la historia de Oaxaca, a cuya práctica representa y desconstruye en términos visuales, conceptuales y temporales, a partir de la sobreposición de esquemas de proporción y estructura corporal retomadas de artista renacentista alemán Albrecht Dürer, y la manipulación formal de las imágenes: en su nitidez, pixeles, color y combinación significativa de fragmentos corporales. En el caso de los videos, también se introducen en este proceso elementos sonoros puntuales, aunado a la dimensión de vivencia del tiempo propio de la imagen en movimiento. La selección del fisicoculturismo femenino como tema, tiene la misma precisión discursiva del manejo de la hermafrodita decimonónica Herculine Barbin por Michel Foucault, ya que se trata de un objeto-sujeto, cuya identidad—construida simultáneamente desde afuera y adentro—refleja las contracciones y complejidad del manejo de lo que Teresa de Lauretis ha llamado “la tecnología del género” en la mexicana sociedad contemporánea. Comparte en este sentido algo de la sensibilidad que marca la connotada serie de fotografías de Lourdes Grobet sobre mujeres que practican la lucha libre, que las retrata amamantando y maquillándose. En ambas obras el sujeto encarna la alteridad en un sentido triple: por la marginalidad propia de la
2 mujer en la sociedad patriarcal, por participar en una actividad que desafía en términos corporales y sígnicos los estereotipos de la feminineidad y del cuerpo femenino ideal, y a la vez por buscar construir una identidad pública que articula en términos plásticos y conceptuales este estatuto híbrido, que desafía a la vez biología y cultura. Pero en el caso del fisicoculturismo, la impresión de estas contradicciones discursivas sobre el soporte mismo del cuerpo es todavía más contundente que en el caso de la luchadora, ya que el moldear el cuerpo, transformarse físicamente en un cuerpo que corresponde al ideal del jurado de competencias de fisicoculturismo femenino es la meta de su actividad; transforma no sólo su imagen, sino la constitución propia de su cuerpo. Y es allí donde afloran, se empalman y revelan su carácter contradictorio las diversas definiciones y aspiraciones que articula Calatayud en términos plásticos. Entre ellos, se encuentra el discurso del “cuerpo ideal” que ha sido un constante estético de la cultura occidental y de la representación artística. En el primer caso encontramos el culto al cuerpo masculino expresado en la cultura de la Grecia clásica, por medio de su arte y por medio de la integración del deporte como aspecto primordial de su sociedad. Esta confluencia de ideales, tan elocuente y apasionadamente recreado por J. J. Winckelmann en sus escritos fundacionales de la estética neoclásica, es también la base de los valores plásticos del arte renacentista. Por otro lado, los cánones con respecto a la proporción ideal del cuerpo humano para la representación artística de una figura, aunque han cambiado entre distintas culturas y momentos históricos, son un elemento que subyace en el arte como vehículo normativo; asimismo, las visiones de la anatomía se han basada tradicionalmente en una concepción homogeneizante, modelado sobre el cuerpo masculino, del cual la mujer será un variante diagramático o formal, una anomalía. Estos sistemas no corresponden a ningún cuerpo real ni a la diversidad natural de ambos sexos, y dentro de cada rubro biológico, ni mucho menos a su diversificación étnico-cultural, que en los años veinte inspiró la invención plástica de un “cuerpo mexicano” inspirado en la pesadez y monumentalidad de la escultura prehispánica de parte de artistas como Manuel Rodríguez Lozano. Pero su propagación social se ha traducido tanto en la cultura social como en el arte, en un impulso para uniformar el cuerpo tanto en su representación como por medio de la vestimenta, la cirugía plástica, la dieta y el propio fisicoculturismo—proceso que ha sido documentado de manera sobresaliente por Bernard Rudofsky en su libro The Unfashionable Human Body, y que ha dado lugar a reflexiones artísticas desde la escena de Scarlett O’Hara en
3 Gone With the Wind donde intenta ajustar su cintura con un corsé, para caber en su vestido, hasta la “cirugía plástica digital” que ejerce Marianna Dellekamp en su serie intitulado Antropología del cuerpo moderno, o la real que ejerce Orlan sobre su propio cuerpo con fines artísticos conceptuales. La imposición de los esquemas gráficas de Dürer sobre las fotografías de Calatayud, donde se resalta su blancura, su gestualidad lingüística abstracta y su carácter lineal, geometrizante y conceptual, así como su diferencia del cuerpo de la modelo, pone en evidencia no sólo la cualidad normativa y cientifizante de la concepción del cuerpo ideal, sino su imposibilidad, su existencia precisamente como ideal transcultural inalcanzable, como aspiración impuesta desde fuera, y a la vez internalizada, convertida en la meta del ritual deportivo al que se somete la fisicoculturista. Pero los criterios con los que se juzga el fisicoculturismo femenino—como nos relata Calatayud en su planteamiento del proyecto Constructo--añaden otros niveles de complejidad discursiva con respecto a la representación del género: según el reglamento de la federación deportiva correspondiente, las competidoras deben ser “femeninas” (elegantes y graciosas) en su silueta y movimientos, con músculos desarrollados pero no en el extremo que los haría “masculinos” y además sin “defectos... como las estrías, cicatrices de operaciones y celulitis”, aspectos que más frecuentemente son el resultado del parto y los cambios corporales y hormonales que conlleva—o sea, de la vida natural y cotidiana de la mujer. La fisicoculturista, por ende, debe moldear su cuerpo, por medio del levantamiento de pesas, para tender hacia un estereotipo indefinido ubicado entre dos polos metafóricos, que se definen a partir de la negación del tiempo, del espacio y de la diversidad cultural y corporal. El pixeleado que diluye los contornos de los cuerpos representados en las fotografías de Calatayud, evoca este límite conceptual indefinido y finalmente subjetivo (aunque construido por medio de un cúmulo de preconcepciones sociales interiorizados) que contrasta con la claridad lineal de los diagramas renacentistas. Se trata entonces de dos ficciones en diálogo entre los que se alude a la diferencia como condición del género femenino sin articularla; los detalles de las fotografías expresan con aún mayor claridad esta contradicción, al revelar de manera contundente su condición de contraste formal. En este contexto, el diminuto bikini rosa que porta la modelo de Calatayud, apenas cubriendo los marcadores biológicos que dilatan su sexualidad, subraya la alteridad como condición del cuerpo representado, al encubrir-revelarlo con una prenda-
4 fetiche, que articula el estereotipo—colorístico y erótico—de la feminineidad objetivada, por medio de un gesto convencional que raya en lo absurdo. Las imágenes en movimiento que forman parte de la serie, añaden otros niveles de profundidad a la textualidad visual articulada en las fotografías impresas, por medio de su alusión a la máquina--haciendo eco de un imaginario cinemático que remonta a “Metropolis” de Fritz Lang y “Tiempos Modernos” de Charles Chaplin—pero a la vez introduciendo elementos que provocan un acercamiento crítico contemporáneo a este discurso. En 57K, la cara de la físicoculturista, como un recuadro en medio de dos brazos que repiten un mismo movimiento de manera mecánica, no sólo resalta los hiatos o vacios presentes en nuestra percepción fragmentada del ser humano, y de la corporeidad en particular, sino la distinción imprescindible entre la gestualidad natural e impredecible del rostro en el acto de comunicación y expresión, y la reiteración disciplinada de un mismo ejercicio deportivo. El primero se orienta hacia el diálogo con el otro, y coadyuva a un acercamiento imaginativo a la individualidad del sujeto por medio de la percepción y su extrapolación imaginativa, y un proceso de identificación psicológico en el que la identificación genérica inevitablemente entra en juego. El segundo en cambio, remite al anonimato del gesto en términos tanto genéricos como personales; el cuerpo se convierte en vehículo de un objetivo abstracto, y como tal, se convierte en una abstracción. En Pump Machine, en cambio, se añade textura y otros niveles de sutileza interpretativa al acto repetitivo, al intervenir su carácter rutinario por medio de las imágenes manipuladas y coloreadas que remiten a la construcción de una memoria y un imaginario del cuerpo, a partir de su vivencia simultánea como exterioridad e interioridad. En Soft machine, se subraya la conciencia del cuerpo como un territorio en constante transformación que despliega su diferencia, tanto en lo sincrónico (por medio de la variación entre cuerpos) como en lo diacrónico (por medio del constante cambio en cada cuerpo, y su potencialidad de reconfiguración infinita, tanto en lo conceptual como en lo material). En conjunto esta exposición puede entenderse como un ejercicio en la elaboración de una alegoría contemporánea sobre la construcción del cuerpo femenino. Sobrepone diversos significados enlazados a partir de una alusión visual y temática al titán Atlas de la mitología griega, que cargaba los cielos en su espalda, y a la vez al paradigmático fisicoculturista masculino Charles Atlas, del que Norma López constituiría el otro genérico y cultural. Asimismo, podemos entender la obra de Calatayud en sí como el despliegue de un conjunto de configuraciones abstractas que, como los mapas en un atlas, busca objetivizar visiones que finalmente son
5 determinadas subjetivamente por la posición de sus autores en relación al tiempo, el espacio y los mecanismos de poder geopolíticas. En Constructo: la construcción del cuerpo femenino, el territorio que se mapea es el cuerpo, cuyo sentido—como experimentamos al percibir esta obra de Adriana Calatayud--construimos, desconstruimos y reconstruimos activamente, en un proceso que involucra tanto la voluntad y decisiones conscientes, así como procesos socioculturales y psicológicos inconscientes, en los que el género sexual como construcción imaginaria asume configuraciones y papeles de interlocución diversas. perceptual,
En este contexto
los términos “femenino” y “masculino” que marcan una dicotomía biológica
abstracta, pierden su sentido aclarador, y devienen más bien indicadores de sitios de diferencia que pueden desplazarse y, de hecho, se desplazan en nuestras conciencias y cuerpos, como pueden hacerlo en el arte. Son posibilidades de significado, desde las cuales es posible dar cuenta de otros afectos, otras aspiraciones, otras formas de entendimiento y otros deseos.
Cordero, Karen, En busca del cuerpo perfecto: el dilema de la amazona contemporánea en la obra de Adriana Calatayud, para la exposición Constructo, Diciembre-Enero 2007-2008. Y publicado en Curare, Espacio Crítico para las Artes, Num. 29, julio 2007-julio 2008, Ciudad de México.