EN EL MUNDO MAYA. Sharonah Fredrick Stony Brook University

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ï LO SAGRADO PORTÁTIL: COMPRENDIENDO EL ESPACIO EN EL MUNDO MAYA Sharonah Fredrick Stony Brook University

A diferencia de conceptos occidentales, según los cuales la esencia divina podría ser evocada pero no replicada, lo sagrado en el mundo maya, tanto antes como después de la Conquista, era, y es, eminentemente transferible. La Nueva Jerusalén no reemplazaba a la antigua; La Meca no podría cambiarse por otra ciudad; el sitio físico del Calvario ha sido, y es actualmente, disputado todavía por la iglesia griego-ortodoxa y la católica. En cambio, el mundo maya carecía de un centro físico aglutinante, mientras extendía su concepto de lo Divino por todos los diversos, y conflictivos, sitios del Mayab. Dicha flexibilidad surgió directamente del estado de constante fragmentación de la civilización maya, desde sus comienzos hace más de 4 mil años hasta los últimos siglos de la Colonia. La sublevación del líder maya Jacinto Canek en el siglo XVIII en la zona de Campeche, la famosa batalla dada por los caciques de Tayasal a tropas invasoras españolas en 1697 y un sinfín de rebeliones locales que estallaron desde la Conquista reseñaron la importancia de los poderes locales como factor imprescindible en la sobrevivencia de la identidad y la cosmología maya. Siendo que aquella identidad estaba supeditada a los conceptos particulares de la cultura maya, era necesario que su cosmología perdurara, aunque sea en reductos limitados, y a pesar de los intentos constantes de la iglesia de extirpar todos sus elementos, exceptuando los que podrían ser incorporados en el sis-

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tema colonial. Divididos como eran los mayas en una serie de ciudades-estado, cuyos apogeos y ocasos variaban a lo largo de los siglos (Calakmul en el siglo VII, Edzna en el siglo VIII, Chichen Itzá en el XII), los mayas no poseían la estructura “imperial” de los aztecas. Tampoco poseían el sistema de alianzas confederadas de los incas. Tal como los antiguos griegos, los mayas vivieron en perpetuo roce con sus congéneres. En las palabras del célebre historiador Nick James, los mayas eran sumamente “celulares” (James 38-45). Cada pueblo y aldea maya era una reconfiguración del universo, una “célula” que reflejaba la composición entera del universo. Si fuese destrozado, se podría recrear de nuevo en otro sitio, más alejado del alcance de los europeos. Irónicamente, esta carencia y fragmentación sirvió para evitar el derrumbamiento general de la cultura maya. Cuando un sitio sagrado era violado, no significaba el descabezamiento del reino, a diferencia de lo sucedido con la desarticulación del templo Cori Cancha en 1534 por Juan Pizarro en Cuzco, capital del imperio inca; o la masacre del Templo del Sol en Tenochtitlán, perpetrada por Pedro de Alvarado en 1520. Gracias al hecho de que los mayas jamás se habían unificado, ellos podían reconstruir su centro sagrado en cualquier lugar. No existían sitios reemplazables para ellos. Todo, incluso los templos, era re-construible. Muchos cronistas de la Conquista, incluso el mismo Diego de Landa, autor del auto de fe de códices mayas en Maní en 1562, notaba el fenómeno de mayas huyendo al bosque y “transfiriendo” sus pueblos a lugares donde no imperaba la autoridad de los Conquistadores (De Landa 46-68). Los aztecas y los incas, dueños de estructuras estatales enormes, vieron la transformación de sus lugares santos en altares cristianos. La colina de Tepeyac de la Diosa Madre, Tonantzin, pasó a ser la Basílica de Tepeyac, casa de la Madre de Dios; el palacio del dragón telúrico andino, Amaru, llegó a ser la sede de los jesuitas en el Cuzco de la colonia. Sin embargo, los centros ceremoniales mayas, sitios de peregrinaje hasta bien entrada la Conquista, no se transformaron en iglesias. Pero los españoles no pudieron realizar aquel sincretismo con el mismo éxito con los

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mayas; si un conquistador derribaba un templo, los caciques mayas no se paralizaron. El maya se alejaba de la organización urbana española y los recreaba en las cuevas de las sierras guatemaltecas o las junglas yucatecas. Un ejemplo destacado será la fundación de San Francisco de Campeche en 1540 (después de un intento desastroso tres décadas antes). Luego de enfrentarse con mayas “salvajes” que preservaban sus cultos ancestrales en el entorno forestal, las autoridades coloniales decidieron colocar la Catedral en un lugar que no tenía vínculo alguno con la religión maya. Los mayas no tenían eje central, no tenían ningún equivalente de Tenochtitlán, o aun de la más heterogénea Cuzco. Por ende, construir una iglesia por encima de un templo maya no tendría el mismo impacto político que las acciones de la Corona tuvieron con aztecas o, en medida mucho menor, con los incas. De hecho, en los tres mil años de desarrollo histórico que precedía la llegada de gente europea a Centroamérica, las ciudades-estado mayas habían peleado tanto, apoderándose y deshaciéndose de tanto poder político, que también entre ellos, no menos que los europeos, “lo Divino” era excusa para saqueo. Los Conquistadores no trajeron, por ende, nada nuevo. Como observó a lo largo de su carrera Tatiana Proskouriakoff, directora del Museo Peabody, los glifos mayas hablaban más de asuntos terrenales, de política interna no menos maquiavélica que la europea, habían utilizado el símbolo de Venus (Nohok Ek, en maya) alternativamente como augurio de guerra o símbolo de paz, dependiendo del antojo del príncipe maya. La flexibilidad de los símbolos y la ambivalencia de los conceptos en la teogonía maya determinaron que el aniquilamiento de un sitio sagrado no tendría el mismo efecto devastador que tuvo el descabezamiento de los imperios azteca o inca… en el caso maya, no había cabeza para degollar, y surgían cabezas nuevas –de hidra, para la Corona española– cada vez que una fuera cercenada. En su estudio de los usos de tierra y etnicidad en el Yucatán colonial, Pedro Bracamonte y Sosa nos recuerda que “… los europeos supieron sacar ventaja de los conflictos durante la conquista militar… Como se sabe, los Xiu y los Cocom

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eran encarnizados rivales políticos, cuyo antagonismo se remontaba a la caída de Mayapán a mediados del siglo XV, y el conflicto se acentuó al enfrentar la invasión española ” (38) . Las escisiones internas mayas produjeron el efecto de adiestrar el pueblo para el conflicto constante. La constante desarticulación de centros sagrados anteriores a favor de nuevos centros, la mayoría reflejando nuevas alianzas políticas que caracterizaron toda la historia maya desde el Temprano Clásico (100-400 d.C.) hasta el Pos-Clásico Tardío (1200-1500 d.C.), restó mucho del impacto de la repentina presencia española en tierras de Mayab. En lugar de aparecerles como dioses invencibles, como lo hacían a los aztecas, o a dioses malévolos, como lo hacían a los incas (aunque solamente en la fase inicial de la Conquista andina), los mayas veían a los españoles como una facción más. Los Cocom y los Xiu, familias potentes citadas por Bracamonte y Sosa, alternativamente establecieron (y rompieron) sus nexos con los Conquistadores según dictaminaba la necesidad, y la necesidad fue dictaminada, más que nunca, por encarnizadas rivalidades internas. Aunque los europeos lucharon por imponer su concepto de espacio sobre el eje maya, imperaba siempre –y sigue imperando– el esquema cuadripartito de la “flor”, evidenciado en sitios arqueológicos como Xtampak, en Campeche, de cuatro divisiones. Esta división cuadripartita puede considerarse una característica cultural pan-indígena, merced a su difusión desde la región cultural navajo (“la tierra de las cuatro esquinas”, que hoy comprende partes de los estados de Colorado, Nuevo México, Arizona y Utah) hasta la segmentación incaica de los cuatro “suyus”, los cuales comprendían zonas de distinta índole cultural y política. Sin embargo, el caso maya de las cuatro divisiones se reviste de una singularidad destacada, una que se acerca más a las civilizaciones nómadas indígenas (los mapuche, los apache) y menos a las más sedentarias (la azteca, la incaica, la navajo), con las cuales los mayas están generalmente comparadas. Esta “flor” de cuatro direcciones podría ser llevada, y reconstruida, en cualquier sitio con sus dos ejes (este/oeste y norte/sur) significando el cruce entre el mundo laico y político, por un lado, y el mundo sagrado y espiritual, por el otro.

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Deberíamos señalar que el uso del término “mundo” para designar direcciones distintas sigue vigente hoy entre los mayas quiché, como comprobaron Garrett Cook y Thomas Offit en sus indagaciones sobre ritos chamánicos en Guatemala en 2007. En aquellas investigaciones, Cook y Offit demostraron cómo cada peregrinaje direccional por los puntos cardinales igualaba la apertura a “una ventana a un mundo” (Cook y Offit, “Los símbolos rituales del complejo de la deidad tutelar de los quiché”) diferente, con rasgos únicos. Muchos de los sitios utilizados por los mayas quiché en Guatemala evidencian esta flexibilidad territorial, dado que, a partir del siglo XVII, imperaba una política activa de persecución de los mayas “selváticos” y su “reasentamiento” y “proceso civilizador” en reducciones ubicadas en tierras más alcanzables por la Corona. Dicho proceso está ampliamente documentado. Jiménez Villalba subraya que antes, en el seno del mundo maya precolombino, un proceso de transferencia de población debido a guerras civiles era la norma: “Abandonados los centros de Petén, la península de Yucatán adquiere una especial relevancia. Los siglos IX y X de nuestra era suponen el mayor movimiento de pueblos que jamás experimentó Mesoamérica” (Jiménez Villalba 14). Historiadores del arte maya, desde Linda Schele a Michael Coe, identificaron un esquema de color estrechamente relacionado con los cuatro puntos cardinales y sus (teóricamente ilimitadas) extensiones. Este esquema está todavía vigente en las comunidades mayas desde Yucatán hasta Nicaragua, y fortalecido, dicho sea de paso, por el creciente interés de antropólogos y arqueólogos en el significado de la paleta maya. La dirección del este para los mayas, representada desde la época Temprana Clásica por el color rojo, se asociaba al amanecer y a los renacimientos, principio de gran envergadura para un pueblo como el maya, con creencias Hondamente arraigadas en la reencarnación y transmigración constante de almas. Su complemento y opuesto, el oeste, marcaba la muerte, la transición desde el cuerpo corpóreo al estado de “seres incorpóreos”, los que siguen interactuando con el mundo humano e influyendo en el transcurso de los acontecimientos, aunque desde otro plano.

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El color negro, simbolizando la tierra, lugar de descomposición, regeneración y posterior florecimiento, marcaba el lado oeste. Es posible conjeturar que el denuedo con el que el maya enfrentaba tanto a la Corona como al Estado mexicano del siglo XIX, en la Guerra de las Castas yucateca, pudiera ser resultado de una firme fe en la continuidad/transmigración de las almas: derrotados una vez, el guerrero renacerá y luchará de nuevo. Juntas, ambas demarcaciones se hicieron notar en los complejos sagrados mayas, sean cuales fueran: Edzna, Tikal, Calakmul, todos fueron orientados arquitectónicamente para reflejar –dependiendo de su ubicación topográfica– el amanecer o la puesta del sol, puntos indisolublemente ligados y cíclicos. La índole cíclica de muerte/vida de los mayas, simbolizada por el eje este-oeste de sus templos, era re-construible en cualquier lugar. No era el sitio que importaba, sino el espacio sagrado. Dado que aquel espacio se hallaba en microcosmos en cualquier célula, cualquier punto del planeta, el punto en sí se volvía irrelevante. El espacio era el factor determinante, y este espacio englobaba la existencia toda. Pero sería un gran error interpretar la cosmología maya solamente según pautas espirituales. Dicho sea de paso, su propio sistema de calendarios contenía dos ejes claramente diferenciados: tzolkin y haab, respectivamente, año santo de 260 días y año laico/agrícola de 360 días, los cuales se enlazaban perfectamente cada “bulto” de años, o sea, cada 52 años. Lógicamente, el eje norte-sur – eje alrededor del cual han sido construidos los complejos urbanos mayas, desde Yucatán a Belice– desempeñaba prominentemente su papel en el mapa maya arquitectónico. Tales como las grandes construcciones de su periodo Clásico (200 d.C.-900 d.C.), los pueblos mayas posteriores, y significativamente los que se establecieron en la selva de forma clandestina durante el período de grandes persecuciones ordenadas por las autoridades clericales (empezando con Diego de Landa y su implementación de la Inquisición para “herejes” mayas de la década de 1560, y terminando con la caída de Tayasal, último reino independiente maya, en 1697), mantenían la orientación norte-sur en sus construcciones cotidianas, mientras los sitios y cuevas sagradas se conformaban al eje este-oeste.

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El color blanco representaba la dirección norte en el esquema maya y era indudablemente la dirección más problemática de todas. Comúnmente relacionado con el espacio de los conocimientos de los ancestros, la sabiduría y el misterio, el blanco del norte llegó a representar, luego de la Conquista y hasta hoy día, una asociación con la barbarie, el salvajismo: en términos mayas, aztecas, toltecas y europeos. Los aztecas, que eran detestados por su crueldad, venían del norte, y Diego de Landa remarca el proceso de adiestramiento que tuvieron los mayas hasta que se liberaron de estos agresores; los agresores posteriores, los españoles, también bajaban del norte después de la caída de Tenochtitlán en 1521. Y en la tradición oral contemporánea de Yucatan (una tradición que hace eco de la teoria del antropólogo Alfred Tozzer) eran los bárbaros toltecas (del norte) los que introdujeron el culto del sacrificio humano entre los mayas, con el subsecuente rechazo de dicha práctica de parte de los mayas, lo que equivalía, pues, al rechazo de los foráneos norteños. (Tozzer, en sus investigaciones, generalmente posicionaba a los “pacifistas” mayas frente a los más belicosos toltecas, una ecuación ideológico que influyo la mayoría de los escritos sobre los mayas hasta los ’80, cuando el progresivo desciframiento de los glifos mayas deshacía la noción de la civilización maya como algo nítidamente no-violento). Es interesante notar que el punto cardinal del norte señala la calamidad en el pensamiento maya, y no el sur, aunque el sur está asociado con las regiones del inframundo, Xibalba. Pero el inframundo es visto como sitio de pruebas, germinación y renacimiento: la muerte física del cuerpo no constituye en sí, como lo es para muchas otras culturas occidentales e indígenas, una tragedia como tal. Sitio de engendramiento y reencarnación, el sur está representado por el color amarillo, el cual también denota las actividades de la vida cotidiana. Su conexión con muerte/renacimiento comparte mucho con las culturas mesoamericanas más al norte, las que eran más antiguas que los aztecas. La cultura zapoteca de la zona de Pátzcuaro, Oaxaca, decora los altares de sus difuntos con la flor amarilla, símbolo de la misericordia de los dioses, regalo del dios Mictlantecuhtli para adornar las tumbas con algo de belleza. El lago de Pátzcuaro es

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de hecho reverenciado por el zapoteca hoy día como portal al inframundo, un lugar que comparte más con las reencarnaciones de los mayas que con la finalidad del juicio final del cristiano o el último dictamen del dios solar azteca, Huitzilopochtli. El color amarillo y sus referencias a las esferas inferiores, profundas, no tienen connotaciones negativas, sino solemnes. Este eje norte-sur, que simboliza la vida y la muerte en sus sentidos corpóreos, encuentra eco también en las formaciones de las urbes mayas en la época Clásica, y en las aldeas mayas posteriores al colapso de las poderosas ciudades-estado mayas alrededor del siglo X. No habremos de sorprendernos en lo más mínimo al ver estos patrones espaciales repetidos desde Teotihuacán, en el valle de México, hasta Teenek, en el norte mexicano, lejos de los centros mayas. Las redes de comercio mayas, además de frecuentes olas migratorias hacia otras regiones, han sido comprobadas fuera de cualquier duda por los hallazgos post-90 de la arqueología. Los mayas, dicho sea de paso, condujeron sus redes comerciales a lo largo del eje terrenal norte-sur, llegando aun hasta las costas sureñas de lo que es actualmente la zona sureste de Estados Unidos (sus redes comerciales precolombinas han sido rastreadas hoy día por buceadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, bajo la égida de la arqueóloga marina Pilar Luna). El punto central del esquema de puntos cardinales, y el que marcaba el sitio del individuo en cualquier momento en la continuidad del espacio, es la intersección de las cuatro esquinas, representada por el color azul-verde profundo. El azul-verde, o el azul marino profundo, es una elección crucial para la cosmología maya, dado que aquel matiz evocaba el mar, punto de origen de la vida, entorno elegido para la primera conversación entre los dioses Tepeuh y Gukumatz en el Libro de Consejo (Popul Vuh), plática que dio lugar a la idea de la Creación Universal. Y es este punto central que constituye la médula del rasgo de la flexibilidad/supervivencia maya, de la índole “portátil” de su cultura. Este punto central no tenía correspondencia física determinada, no tenía frontera de ríos identificables como los del Paraíso de la Biblia o del Corán. No fue designado por los dioses, tal como lo fue Tenochtitlan por el dios tutelar de

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los aztecas, el guerrero-colibrí Huitzilopochtli. No fue escogido por una dinastía unificadora, como sucedió en el caso de los hermanos Ayar en su llegada a Cuzco desde los Andes orientales; la autoridad del inca, o del tlatoani azteca (literalmente: “gran hablador”, en náhuatl), era impensable en el contexto de la civilización maya, fragmentada, dinámica, celular y beligerante. Sus puntos centrales se aniquilaron y reconstruyeron constantemente: Calakmul en el siglo VII, Edzna en el VIIl, Tikal en el IX, Chichen Itzá en el X-XII y luego Mayapán. Al extenderse por los territorios mayas de grandes concentraciones poblacionales, los españoles pensaban sustituir la organización colonial por la vida maya anterior, pero lo que había sido relativamente fácil de lograr en el caso de los aztecas del valle de México debido a la focalización de poderes en el núcleo de una capital imperial indígena fue un fracaso rotundo en tierras de Mayab. Los mayas se desvanecieron y se establecieron de nuevo en breñales tan fangosos que representaron un peligro para la caballería conquistadora. Hernán Cortés se quejaba de la tendencia maya de reubicarse lejos de sus moradas originales, fuera del alcance de las huestes europeas. Escribe Cortés, en su cuarta carta de relación, que trata de los encuentros con pueblos mayas al sur del actual estado de Tabasco: “Después supe que el señor y naturales de aquel pueblo habían quemado sus casas por inducimiento de los naturales de Zagoatan, y se habían ido a los montes…” (Cortés 235). Así que la metamorfosis del espacio maya sucedió en plena Conquista, no solamente por el poder imperial de España, sino por la agencia de los caciques y guerreros indígenas. A diferencia de los aztecas, ellos no estaban tan enraizados en su lugar de procedencia: la célula, el pueblo maya, podría ser reubicada en cualquier lugar, siguiendo la tradición de migración de gentes mayas durante los períodos más sangrientos de sus guerras internas, anteriores a la llegada del hombre blanco. En el esquema cosmológico de los cuatro puntos cardinales y su punto de intersección, el centro, tanto para el individuo como para el clan, podría encontrarse en otro lado. Y el otro lado, una vez consagrado, no era menos santo. Benedict Anderson, al hablar del sistema espacial de los poderes coloniales europeos en el siglo XVII, remarcó que el mapa europeo funcionaba en base a

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una “clasificación totalizadora” (Anderson 173) , que englobaba la tela compleja de enlaces entre poder y división espacial. Pero como ya vimos, el historiador británico Nick James insiste en la celularidad del mundo maya, con cada pueblo siendo microcosmos y reflejo de los puntos cardinales universales. ¿Será posible enlazar, entonces, estas dos contradicciones? Idóneamente, cada pueblo sería autosuficiente, por lo menos en el sentido filosófico. Y si cada pueblo, de acuerdo con la teoría de James, se consideraba una entidad autosuficiente, la destrucción (y hasta el exterminio, como ocurrió en Tayasal) no tenía que significar el derrumbamiento de una civilización entera. El punto céntrico cósmico existía donde uno estaba, no donde los dioses habían designado irrevocablemente su ubicación. Obras citadas Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. Londres: Verso, 2006. Colop, Sam. Popul Vuh: versión poética quiché. Guatemala: Editorial Cholsamaj, 1999. Cook, Garrett y Offit, Thomas. “Los símbolos rituales del complejo de la deidad tutelar de los quiché”. Foundation for Advancement of Mesoamerican Studies. Web. 2009. 9 mayo 2010. Cortés, Hernán. Cartas de relación de la conquista de México (1526). Madrid: Espasa Calpe, 1982. De Landa, Diego. Relación de las cosas de Yucatán (1566). México: Consejo Nacional para la Cultura, 1994. Freidel, David; Schele, Linda; Parker, Joy. El cosmos maya: tres mil años por la senda de los chamanes. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1981. James, Nick. Aztecs and Maya: The Ancient Peoples of Middle America. Londres: Tempus Publishing, 2001. Lienhard, Martin. Disidentes, rebeldes, insurgentes. Resistencia indígena y negra en América Latina. Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2008.

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Marzal, Manuel. Historia de la antropología indigenista: México y Perú. Barcelona: Anthropos, 1993. Villalba, Jiménez, ed. Bernardo de Lizana: Historia de Yucatán (1633). Madrid: Publicaciones Historia 16, 1988.

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