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En la presentación del libro “Los Imperios, el Imperio” de Guillermo Morón El Nacional. Caracas 16 de mayo de 2013
Ha escrito Don Guillermo Morón trescientas setenta y un páginas eruditas acerca de Los imperios y el Imperio, páginas no exentas de travesuras (erudición y travesura vienen en combo con este joven de ochenta y siete años bien vividos) y Los Libros de El Nacional las publican. Doble motivo para celebrar, y quien habla se siente celebrante con legítimo derecho. Un derecho viene del paisanaje larense. El de la “tierra áspera y brava”, Carora, y este servidor de “la ciudad de las cinco vocales”, Barquisimeto, y al así mencionarlas recuerdo a “Cándido”, Luis Beltrán Guerrero. Se sabe que Don Guillermo tiene, por motivos de crianza, un corazón parcialmente cuiqueño. Cuicas es montañera y cercana de El Empedrado y Pie de Cuesta, pero trujillana, aunque vecina del lindero entre los dos estados y parte de una misma región y una misma convivencia. Pero el nuestro no es un paisanaje a secas, sino reforzado por dos poderosos motivos de orgullo regional. Ambos somos bachilleres del Lisandro Alvarado, y en su caso también profesor. La tradición de ese instituto se remonta 178 años hasta el Colegio Nacional de Barquisimeto. Los dos tenemos vínculos fuertes, indisolubles, con El Impulso, la gran casa periodística fundada en 1904, lo que quiere decir que el venidero enero cumplirá 110 años. Soy, además, su lector. Como escritor es un gallo de espuelas de oro que picotea y espolea a patiquines, pavorreales y notables, así como a ciertos animales criollos. Un gallo de buena memoria. Selectiva, por supuesto. Como historiador navega en aguas profundas. A Venezuela la ha revisado hasta bajo las piedras; y la Historia General de América, el gran proyecto de su vida, tiene dimensiones oceánicas. Don Guillermo es, sobre todo, un hombre de trabajo. En eso, lo admiro.
Se autodefine como maestro de escuela, plantel en el cual me anoto como alumno, uno entre miles, quizás millones. Lo mismo que, por si acaso hiciera falta, dejo constancia: soy su amigo. Escribe Don Guillermo Morón, esta vez, acerca del imperio. Y la palabra suena ya a lugar común, de tanto manosearla nuestros gobernantes como excusa de sus pobrezas. Pero es bastante más que eso, y el autor lo demuestra conversandito, pero con el rigor metódico y la paciencia tenaz de quien deshoja una cebolla. Empieza por comprender el poder y la política y, como es lógico, aristotélico, allí está Aristóteles. ¿Cómo no? Si después de él, los que hablamos de política somos sus glosadores. Al fin y al cabo, nos mostró el camino del animal social, el animal político, el “animal histórico”. El estagirita dice que “En la democracia, las revoluciones nacen principalmente del carácter turbulento de los demagogos…” y que “Antiguamente, cuando un mismo personaje era demagogo y general, el gobierno degeneraba fácilmente en tiranía, y casi todos los antiguos tiranos comenzaron por ser demagogos…”
Más de
trescientos años antes de Cristo era sabido que “Lo que hacía también que fueran las tiranías en aquel tiempo más frecuentes que en el nuestro, era que se concentraban poderes enormes en una sola magistratura…”1 Pasa Morón por Tucìdides y su “Historia de la Guerra del Peloponeso” y uno no puede hacerlo sin detenerse, aunque sea un instante, en Alcibìades y el resentimiento. Marañón los estudia y elabora una Teoría del Resentimiento. Los resentidos son gente tímida y, si llegan a tener fuerza, proclives a la venganza. “Por eso son terribles los hombres débiles –y resentidos- cuando el azar los coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones”. Rodríguez Iturbe, que las ha estudiado con la enjundia y la pasión que le son propias2, tras detenerse en la Teoría del Resentimiento, nunca lo despreciemos
1
Aristóteles: La República. Austral. Espasa-Calpe Argentina. Buenos Aires, 1958. Rodríguez Iturbe, José: Tucìdides. Orden y desorden. Notas introductorias para una relectura de la “Historia de la Guerra del Peloponeso”. Universidad de La Sabana-Temis. Bogotá, 2012. 2
como motor de actitudes políticas, relee críticamente las Guerras del Peloponeso en busca de claves para comprender la crisis de la modernidad y la postmodernidad. “El egoísmo –dice- tiene muchos disfraces, pero siempre es el catafalco en el cual se sepulta la felicidad”. La hibris, la desmesura del desorden moral, está en la base de aquella crisis y de muchas que en la larga trayectoria de la especie humana se han visto. Leamos al profesor y político venezolano: “No se trata de juzgar, sin misericordia, a los antepasados o a los adversarios del presente. Se trata de no caer en infatuamientos derivados de las utopías o de la idealización idolátrica de los liderazgos del ayer, pero tampoco en totalizaciones ideológicas que, en definitiva, impidan la realista comprensión del hoy y la liberación de los falsos mesianismos; riesgo siempre presente en las políticas donde la erupción de los sentimientos puede diluir la objetiva visión de las cosas, de los hechos y de los sucesos, de las personas en su dimensión personal y en su actuar colectivo.”
De África, el continente del primer hombre, repasa Morón el imperio egipcio. Del Asia el Asirio, el Persa, el Otomano, el Árabe de Mahoma en adelante: India, Japón y China. Los judíos son una cultura de profundo impacto en la historia universal, pero no tuvieron un imperio y más bien los han sufrido. Con y para los japoneses, destaca Don Guillermo, “El Imperio creó una cultura nuclear: lengua y escritura, religión y filosofía, orden y heroísmo, multitud ordenada, individualidad y colectividad”. En Tokio, en la silenciosa muchedumbre que en hora pico transita la estación de Metro de Keio en Shinjuku, basta un instante para comprender lo certero de sus palabras. Y en cuanto a China, ¿Quién que haya pisado la Puerta de la Suprema Armonía en la Ciudad Prohibida, en pie por sobre las vicisitudes de la historia larguísima y accidentada, puede dudar de su vocación imperial? Europa ha parido más imperios que cualquier continente del mundo. Sin contar a Grecia que, como Morón bien dice, es el germen de la civilización occidental y es “una cultura y una civilización, no un Imperio”. Macedonia sí y Roma, desde luego, para muchos el imperio por antonomasia. Grandes imperios europeos que sobrepasaron la geografía europea el Español, que es el más detallado en la relación de Morón, por obvias razones de ADN, suyas y nuestras; el Portugués, el
Francés, el Holandés y el Ruso. La Perestrioka y el Glasnost de Gorbachov fueron demasiado para el legado de los soviets y de los zares. El Imperio Británico, perdidas ya las colonias norteamericanas que formaron los Estados Unidos, abarcaba en 1944 unos 34.707.182 Km2 y gobernaba sobre más de quinientos millones de seres humanos, la sexta parte de los tres mil que poblaban la tierra. Y están también, en el libro y en la historia, los imperios interiores europeos: el Sacro Imperio Romano Germánico, el Austro-Húngaro y el más breve, el Alemán que duró cuarenta y siete años. El Señor Hitler y el Nacional Socialismo intentaron levantar otro, con base en una superstición ideológica y una obsesión guerrera abrasadora, y juraron que duraría mil años, pero apenas alcanzó doce. Porque, a pesar de lo que digan, no siempre querer es poder. En América hubo los imperios de los Mayas, los Aztecas y los Incas. Más tarde, México y Brasil tuvieron sus imperios de origen europeo. El mexicano lo importaron los franceses con Maximiliano, archiduque austríaco, y duró tres años de la coronación hasta el fin en Querétaro. El brasileño lo trajeron los Braganza que trasladaron su corte a Río. Las invasiones napoleónicas están en el origen del episodio. Duró 67 años y de su mano llegó la independencia de nuestros vecinos. Todo para rematar en “el Imperio”, la gran república norteamericana que es un imperio con mala conciencia, porque fue primero democracia que potencia, al revés que cualquier otro caso histórico. A la vista te impresionan, y te desconciertan, la imagen monumental del hiperpolìtico Washington y la conversación con un granjero en Illinois, el barrio nuevayorquino y la promesa dorada del Oeste en California. Nada de eso es, por sí solo, pero todo eso es. Del imperio democrático y republicano americano, voy a hacer más lento el paso de este fugaz recorrido (cuya intención es invitar a la lectura del libro de mi amigo), en su Constitución. La más estable y duradera de cuantas en el mundo han sido. La Constitución de los Estados Unidos, dictada en 1787, se acerca ya a sus 226 años de vigencia. Ha sido enmendada para ampliarla y profundizarla, pero nunca alterado su espíritu, propósito y razón.
Al contrario de lo que muchos piensan, ese texto de menos de ocho mil palabras que puede ser leído en media hora,3 no es un proyecto ideológico o un “proyecto país” como se suele decir ahora, llave en mano. Es una transacción, “una solución brillante”4 que diría la historiadora Carol Berkin, el producto de una negociación política entre los partidarios del Estado Federal y los defensores de los derechos de los estados, que prefirieron dialogar, transigir y ofrecerse mutuas concesiones, antes que pasarse la “aplanadora”. Los 54 hombres que se reunieron en la Convención Constitucional venían de los doce estados que integraban la entonces confederación en crisis, ineficaz y amenazada de disolución. Veintisiete eran abogados y otros cuatro, además de eso, agricultores. Ocho tenían como ocupación la agricultura, otros ocho el comercio, dos se definían como hombres de negocios, tres eran médicos, uno inventor y solo uno político profesional. Richard Dobbs Spaight, es su nombre, ya había sido electo por Carolina del Norte para el Congreso Continental y para la Cámara de los Comunes de su estado, la cual había presidido. Después sería Gobernador de Carolina del Norte, congresista federal y senador estadal.5 Pero lo que hicieron fue política, en su más exacto sentido de obra para el equilibrio, garantía del orden y la estabilidad para la convivencia libre. Entender y así lidiar con su inmenso poder, dos siglos después, a esa nación gigantesca, compleja, muchas veces contradictoria, “La más grande de las aventuras humanas” según Paul Johnson6, desafía el lugar común y deja en ridículo la consigna. Este de Don Guillermo no solo es un libro para saber, sino para darnos cuenta de la vastedad de cuánto ignoramos. Y es un libro para pensar. Pensar en el poder, sus grandezas y sus miserias, su apoteosis y su crisis y su término. Sirva para esos fines, releer a García Pelayo, ya al final de su obra El Imperio Británico, 3
Reed Amar, Akhil: America`s Constitution. A Biography. Random House. New York, 2006. Berkin, Carol: A Brilliant Solution. Inventing the American Constitution. Harcourt. New York, 2002 5 Stewart, David O: The Summer of 1787. The men who invented the Constitution. Simon & Schurster. New York, 2007 6 Johnson, Paul: Estados Unidos. La Historia. Javier Vergara. Buenos Aires, 2001 4
firmado por el impresionante schollar en La Coruña en 1945, cuando el fin de la II Guerra Mundial de la que salió triunfante con gloria, marcaría el comienzo de su decadencia: “Por otra parte, el poder es de aplicación delicada y, en todos los sentidos, costosa; de tal manera que el poder que ata puede encontrase a sí mismo atado, y el empleo de medios superfluos de poder en un punto puede llevar a no disponer de los necesarios en otros; incluso, en fin, puede ser contraproducente para el objetivo propuesto.”
El poder. Sobre él nos invita a reflexionar Don Guillermo Morón, en este libro que hoy presentamos y agradecemos.