En la sombra de Salvador

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Pierre-Alain GASSE

En la sombra de Salvador Cuentos

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Pierre-Alain GASSE

En la sombra de Salvador Cuentos

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A Jean BÉASSE, que me hizo descubrir la lengua y las civilizaciones de España e Hispanoamérica.

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Me ha dado mi cursus profesional la oportunidad de descubrir numerosas obras de arte, allende los Pirineos, en varios dominios. Y entre éstos, probablemente fuese la pintura la que me dio más alegrías. Durante casi cuarenta años traté de compartirlas con mis estudiantes. Hace unos meses, mientras intentaba idear una recopilación temática, se me ocurrió arrancar de la anécdota de un cuadro español famoso para imaginar una historia. Así han nacido los siete cuentos que siguen, inspirados por obras maestras de Diego de Velázquez, Bartolomé Murillo, Francisco de Goya, Santiago Rusiñol, Joaquín Sorolla, Pablo Picasso y Salvador Dalí, cubriendo tres siglo y medio de pintura española. Los cuadros elegidos resultan de una selección arbitraria que sólo responde a dos criterios: mi inclinación personal por estas obras y los resortes que pudieron ofrecer a mi imaginación. Espero comparten con cierto gusto este mundo imaginario mío. Pierre-Alain GASSE Julio de 2012.

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ÍNDICE Los "Hijos" de la Jorobada Yo, Margarita Teresa ¡Vaya Boda! La Bata Rosa En brazos de Morfeo La Lección En la sombra de Salvador

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Los "Hijos" de la Jorobada

Niños comiendo uvas y melón Bartolomé Estebán Murillo (h. 1650)

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Sevilla, hacia 1650, en las intrincadas calles entre la plaza de la Alfalfa, donde estaba un mercado de verduras, y la Puerta de Triana. — ¡Esperadme, Celedonio! Me da una punzada en el costado. — ¡Corred, corred, Miguelillo! o nos alcanza el alguacil ese. — No puedo más y tengo sed. — En seguida llegamos a la casa en ruinas. ¡No paréis ahora! — Es que pesa mucho este melón. — Pues, ¡haber birlado unas uvas como yo, gilipollas! 11

— No voy a poder saltar la tapia. — Escuchadme, yo voy por delante, me pongo a pie de obra con la espalda doblada, y pisándome, vos la saltáis a la primera, entonces, os lanzo las uvas, las cogéis, yo doy otro salto y ya estamos, adiós, si te he visto, no me acuerdo. — ¡Celedonio! que estoy echando los bofes. — ¡Ea, Miguelillo! ya llegamos... — Y ése ya se acerca. Derribad aquel puesto al pasar, que lo estorbe un poco y nos dé tiempo a doblar la esquina. —Tranquilo, yo me sé el oficio, vos, preparaos. Detrás de la tapia. — ¡Santo Dios! un minuto más y nos pillaba el cabrón ese. — ¡Uf!¡Uf! ¡Me muero! — ¡Chico, basta ya de quejas! A ver, ¡ese melón! — ¿Tenéis navaja? — Pequeña, pero bien afilada. ¿Os corto una raja? — Que sea grande, ¿eh? Me muero de sed. 12

— Si sólo nos traemos medio melón a casa, ¡menuda paliza nos arrea la jorobada! — ¡No seáis palurdo! Diremos que era uno de cala y cata. Huy, madre mía, ¡qué rico! — No mentéis a vuestra madre, que ni sabéis dónde queda. — Pues, más me vale que la zorra de la vuestra, que entrega cuanto gana a la jorobada y os deja a vos en jirones. — ¡Callad, o os rajo! — Vale. No os pongáis así. Lo decía por hablar, nada más. ¿Me dáis unas uvas? — Estas negras son de rechupete, ¡majete! Tomad. — Oíd, ¿qué más tenemos aparte de eso? ¿Lograsteis dar tiento a alguna faltriquera en la plaza? A ver. — Sí, la de un gil con calzas verdes, pero no la traía muy abultada. ¡Mirad! — Dos cuartos... y tres maravedís. Bueno, menos da una piedra, ¿eh? — ¿Creéis que con eso nos libraremos de la correa esta noche?

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— Depende. Si los demás pandilleros traen algún que otro escudo de oro, tal vez nos deje tranquilos la vieja alcahueta, pero si todos traemos calderilla, mejor será ahuecar el ala. — Todavía nos queda tiempo. ¿Vamos al río a darnos un chapuzón? — Y ¿quién cuida del melón? No nos lo vayan a robar ¿eh? — Pues, lo escondéis entre los juncos, o nos bañamos por turno. — Mejor. Que todavía me duelen los moratones del otro día. — ¡Y lo que a mí me cuecen los muslos con las ortigas esas que usó anoche! — Donio1 ¿creéis que entre todos podríamos dar al traste con ella? — No sé. Desconfía mucho, la muy zorra. Y ¿a quién acogernos después? No quiero dar con mi pellejo ni en chirona ni en el orfanato, encerrado de por vida. — ¿No os gustaría comer caliente? — ¿Agua chirle con garbanzos podridos? No, gracias. 1

Diminutivo de Celedonio.

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En la orilla del río Guadalquivir, no muy lejos del puente de barcas que unía el casco viejo con el barrio de Triana. — Idos a bañar vos primero, cuido de nuestras pertenencias. — ¡Ojo! No os larguéis mientras tanto, porque el que me la hace, me la paga. — Tranquilo, hermano. ¿No os fiáis de mí? — De nadie. Eso he aprendido, a costa mía. — Estaré ojo avizor, por si vienen los malditos gitanos. — ¡Eramos pocos y parió la burra! Si son varios, recordad lo que os enseñé : cogéis un canuto para respirar y os zambullís entre los juncos. — ¡Tengo miedo a las sanguijuelas! — ¡Medroso! En el río no hay, ésas viven en lagos y estanques. Y basta con mear encima para que se desprendan. — Bueno, pero no os demoréis mucho, ¿eh? — ¿Por qué quisiera yo echarlo todo a perder? Formamos un buen equipo, Yiyo2. Mañana será otro día y medraremos. 2

Diminutivo de Miguelillo.

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— ¡Ojalá sea así!, Donio, ¡ojalá! ©Pierre-Alain GASSE, marzo de 2011.

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Yo, Margarita Teresa

Diego de Velázquez - Las Meninas (1656)

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Madrid, Palacio del Alcázar, 12 de Julio de 1656. Hoy es el día de mis cinco años. Me lo han recordado mis meninas3 esta mañana cuando me vestían. Dijo Doña Isabel: — En este día, conviene que su Alteza Real luzca su ropa más bonita, porque estamos a 12 de julio y cumple años. ¿Cuál le complace llevar? Doña Agustina abrió el gran ropero de mi habitación y pasamos revista a la larga hilera de 3

Asi se llamaba a los nobles que, desde la niñez, entraban en Palacio al servicio de la Reina o de los Infantes.

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vestidos que contiene. Primero me cogí una rabieta soltando: — Ya me los he puesto todos una vez, ¡quiero otro! A lo cual contestó Doña Isabel: — Es demasiado tarde, Alteza, hubiera debido pedírmelo la semana pasada, le anuncié que se acercaba su cumpleaños y no me dio parte de ningún deseo particular. Entonces, las miré con malos ojos, una tras otra, me crucé de brazos y dije, dando un taconazo: — ¡Pues, si es así, me quedo en camisa todo el día! Doña Isabel hizo media reverencia y empezó a retirarse diciendo: — De ser la voluntad de su Alteza Real, voy a comunicar a Su Majestad el Rey que no desea que haya celebración este año. Aunque es una lástima, porque me parece haber oído que se le destinaba una sorpresa.

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— ¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? Quedáos aquí, por favor. — Si se lo dijera dejaría de ser una y prometí guardar el secreto. Si lo quiere conocer, tiene que vestirse prontito y seguirme a los apartamentos de Su Majestad su padre. Sonreí, torciendo la boca, para darles a comprender que no me engañaba su maña pero que consentía en ello. Habían ganado. Todavía pasamos largo rato probando varios vestidos. Al final, elegí el que llevaba cuando el Corpus, el 18 de junio pasado4. Es un vestido con basquiña, de satén de seda gris y crema, con pliegue en las caderas y mangas anchas, exactamente como los de las damas. Y también con una flor de tiercopelo a juego en la pechera, porque todavía no tengo derecho a llevar joyas, por lástima. Pero, esto aparte, llevándolo de verdad me parezco a una señorita. Me encuentro bastante bonita en este vestido con guardainfante, aunque no me gusta mucho este accesorio que me obliga a quedar de pie y 4

Para el año 1656 considerado, según el algoritmo del astónomo belga Juan Meeus.

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resulta muy engorroso para... hacer mis necesidades. Además, cuando sea mayor, ¡me obligará a pasar de lado las puertas estrechas! Mamá también echa pestes contra este verdugado, como se le llama a veces, no sé por qué, pero dice que no tiene remedio, de no cambiar el uso, lo cual tampoco se decide a hacer. Su confesor afirma que esta moda es "inmoral" porque, dice él, permite a las mujeres disimular un embarazo. A menudo, no entiendo a las personas mayores. Estoy contenta porque hoy Doña Agustina cedió a mi deseo de no tener el pelo rizado. — Tiene razón su Alteza, es posible que sea su último cumpleaños de chica pequeña y luce un pelo largo tan bonito que ¡sería una lástima estropearlo con tirabuzones, rizos y demás caracolillos! Sólo vamos a poner una horquilla con un adorno del lado derecho. El año que viene, sin duda será presentada a la familia de su prometido, el Príncipe Leopoldo. Entonces tendrá que peinarse como una Alteza Real adulta, con rodetes o tirabuzones. Porque Su Majestad El Rey

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su padre encargará al Señor de Velázquez un retrato oficial para mandarlo a la Corte de Viena. — No me habléis de ese Príncipe, le encuentro mala cara y es mi tío. No me puedo casar con mi padre, ¿por qué tendría que hacerlo con mi tío? — Lo siento, Alteza, pero no estoy autorizada a contestarle sobre este punto. — Y eso ¿por qué? — Sólo porque no me incumbe. — Sabéis que me aburréis con vuestras razones, mejor vamos a ver aquella sorpresa. ¿Dónde queda mi padre? — Sus Majestades El Rey y la Reina han salido de visita a los apartamentos del Señor de Velázquez, donde está trabajando en un nuevo cuadro de muy grandes dimensiones. — ¿Qué tipo de cuadro? No será de esos paisajes oscuros ni de santos como los del Greco que están en la capilla ? — No creo, no. El Señor de Velázquez no pinta de esa manera, ya lo sabe. Algunos dicen 23

que se trata de un retrato a tamaño natural de Sus Majestades, otros que es mentira, que el tema sería nuestra vida palaciega aquí. — ¿Estaré yo en aquel cuadro? — Lo ignoro, Alteza, ¿quiere que lo vayamos a preguntar al Señor Aposentador del Rey?5 — Sí, sí, aprobé batiendo palmas, olvidándome por tanto de la sorpresa prometida. Llevaba tanta prisa que corrimos por los pasillos de Palacio sin alabarderos. ¡Incluso distanciamos por unos momentos a nuestros guardadamas, el Señor de Azcona y la señora de Ulloa! ¡Al cuerno con esa etiqueta que mi padre nos impone respetar a rajatabla! Afirma que una Alteza Real, aunque niña, en público siempre ha de andar con paso lento y mirada altiva como si plantara cara al universo. ¡Pero resulta tan fastidioso, a veces! Cuando llegamos a la sala de las pinturas, reinaba en ella una semioscuridad porque las contraventanas casi todas venían cerradas, a causa 5

Diego de Velázquez, aparte de su cargo de pintor de Cámara, fue nombrado, en 1652 Aposentador Real por Felipe IV.

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del calor ya agobiante de las últimas horas de la mañana. El Señor de Velázquez estaba frente al caballete, con la paleta en mano y el pincel suspendido, como si buscara donde aplicar el toque de color que había en él. Este nuevo cuadro suyo intriga, pues varios mirones ya estaban ahí : un guardia de la Reina, los enanos de Palacio, Maribárbola y Nicolasito, que intentaba despertar con el pie un mastín que dormitaba en el entarimado. El aposentador de mamá acababa de levantar la cortina del fondo. Yo estaba en la luz de un postigo quedado abierto y Doña Agustina me venía presentando un búcaro de agua para refrescarme, cuando percibí por el rabillo del ojo que Doña Isabel esbozaba una reverencia. Papá y mamá acababan de asomarse, cogidos del brazo, a la puerta mayor de la sala. Corrí hacia ellos, abandonando mis meninas y nuestros guardaespaldas. Papá me levantó en vilo un instante y mamá me dio un beso diciendo : "¡Feliz cumpleaños, querida!". ¡Lo bueno que resulta no ser más que una chiquita a veces! Pero, pronto, me depositó en la tarima el Rey, por el guardainfante y también a causa de esa maldita etiqueta austriaca. Empujada por mis meninas, tuve que hacer con ellas la protocolaria reverencia a mis padres. El Rey mi padre entonces dijo:

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— Tenemos una sorpresa para esta señorita hija mía. Os espera en el parque, me parece. Prontito fui hacia el ventanal más cercano y allí en la terraza, mantenido del ronzal por un palafrenero, había, -a que no lo adivináis - un poni pottiok bayo venido del Pirineo, ¡mi ilusión! Le di a la falleba cuanto pude y corrí, corrí lo más rápido posible con mi voluminoso vestido. ¡Era mi cumpleaños más feliz! A mi poni lo voy a llamar "Felicidad" - es una chica - en recuerdo de este día. El Señor de Velázquez ha decidido retratarnos a todos (¡a mi poni, no!) en su cuadro, tales como estábamos hace un momento. Ha mandado traer varios espejos grandes y nos ha pedido que "posemos" - significa que no debemos movernos un pelo - el tiempo de los bocetos, antes del almuerzo. Así pues me queda tiempo para pensar en esta maravillosa mañana. Ya conocéis el porqué de estas reflexiones. El Rey mi padre ha dicho que esta tarde, cuando haga menos calor, podré jugar en el parque con Felicidad. Parece que la Etiqueta no tiene nada previsto en contra de eso. ¡Menos mal! ©Pierre-Alain GASSE, junio de 2011. 26

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¡Vaya Boda!

Francisco de Goya - La Boda (1792)

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Es día de júbilo este domingo primaveral del año de gracia 1792 en Santillana del Mar y repican a gloria las campanas de la Colegiata. Por las adoquinadas calles de la villa se adelanta un cortejo multicolor. Lo va acompañando una cohorte de chiquillos ruidosos y andrajosos a los que echa moneditas. La más bella niña del lugar, hija única del molinero, acaba de desposarse con el rico indiano Don Rigoberto del Pozo Salvatierra, de vuelta de las Indias Occidentales. Camina la boda hacia su vivienda de la Calle del Cantón, comprada por vil precio a un marqués arruinado por el juego y las mujeres.

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La bella apenas acaba de celebrar sus diez y ocho primaveras. Y desde el noviazgo, cada noche, durante sus insomnios, su padre mentalmente cuenta que te cuenta su nueva fortuna. No sólo se libró de abonar a Clara una dote, sino que logró una importante compensación. Desde su enviudamiento, era su hija quien mantenía el hogar y ahora conoce una doble aflicción, ¿verdad? Lo consuela pensar que con esta cantidad podría mandar construir un segundo molino en la loma de las Yeguas y arruinarle el negocio a su rival del pueblo vecino. Después de todo, era su hija y ninguna otra más a quien quería por mujer este negociante. Por cierto, tiene a su favor el caudal ganado por su padre en la industria azucarera, pero también, ¿cómo os lo diría? un físico peculiar al que no estamos acostumbrados por aquí. Eso bien merece la familia verlo compensado ¿no? Desvanecidos, pues, los planes que formó para Clara y los esponsales acordados con el notario. Pero no tuvo que convencer a su hija. En seguida supo ella dónde residía su interés. Incluso sospecha que lo hizo todo para que la notara este acaudalado heredero. Quien quiere los fines 30

acepta los medios ¿no? Con lo cual, hoy se pavonea, con porte altanero y frente serena, en este vestido de terciopelo azul marino con escote generoso y adornos de encaje. Aquellos son los pensamientos del molinero Pedro Mendoza Trueba, mientras acaba de pagar lo debido al canónigo cura. Quien lo guardó con prisa en una de sus numerosas faltriqueras. Buena pinta tiene hoy Pedro Mendoza con el vestido verde de faldones, medias blancas, chorrera de batista y sombrero negro de tres picos en la mano. Por poco perdería el recuerdo de la diformidad de su cara, esta doble excrecencia que le abulta la mejilla izquierda desde hace varios meses ya y que el barbero cirujano quería operarle. « Permítame casar a mi hija primero, Maestro Lorenzo, luego lo pensaremos ». Ya está y bien puede el pueblo desparramar habladurías, le importa un bledo. A su hija la tiene establecida con rico caudal y va a morar en el palacio del difunto Señor Marqués. ¿Qué padre digno de serlo no echaría las campanas al vuelo? ¡Sólo los afancesados de toda calaña encuentran peros a eso! ¡No faltaría más que el "sí" de las niñas se dejara a su sola inclinación! Deo gratias, Clara adelantó sus aspiraciones. Detrás de esta carita linda, siempre supo que tenía una chica calculadora. Le echa una mirada. Sólo la ve de 31

medio perfil, pero le parece que presenta aire de gran contento. ¿En qué estará pensando en este momento? *** Así, pues, de ahora para adelante ¡soy Doña Clara Mendoza Trueba del Pozo! Suena bien, ¿no? Todas las chicas por casar del pueblo mueren de envidia. Las oigo chismorrear a derecha mía. Ni falta que me hace mirar: a ojos cerrados, sé que está Paca, la hija del panadero, Conchi, la del alcalde, Lola la del aparcero del difunto señor marqués y Mari Carmen, la chica del herrero, quiero decir de su viuda. Yo era la más joven. Y la primera casada soy yo. Y ¡qué desposorios! ¡Lo bien que les corté la pisada! Por cierto, éramos amigas desde la infancia, pero, en esto de partidos, cada una en su casa y Dios en la de todas, como dicen. Acabo de ver a Concepción alzando los ojos al cielo tras mirar a mi esposo como si la desolara lo que estaba viendo. No permitiré que se nos falte el respeto. Se lo comunicaré dentro de poco por muy hija del alcalde que sea. Las demás se interesan más por mi vestido que por mi marido. En esto bien reconozco a esas coquetas. Están patidifusas. Sólo tuve que pedir; 32

mi padre y él dijeron sí a todo: terciopelo, encajes, zapatos y medias de seda, perlas como pendientes y el colmo, el adorno del moño: oro, plata y una enorme perla alargada. No quiso decirme el precio del conjunto. Algunas dicen que esta noche las voy a pasar canutas cuando me cabalgue. Parece que los de su raza tienen un miembro de espanto. El cura y mi padre ya me aleccionaron con medias palabras sobre el tema. Otras me han dicho que de ser verdad no tendría ningún motivo de queja. Ignoran que sé más de lo que piensan. Rigoberto está loco por mí. Tengo interés en que lo siga. Pues, a mí me toca hacer lo necesario para que sea así. Antonio, el hijo del notario tenía mejor figura, por cierto, pero mi marido me lleva quince años y me han dicho que seguiría viajando mucho, así que ¿quién sabe...? Mientras tanto, voy a regentar una casa con cochero, jardinero, cocinera y un par de sirvientas. Así que ¡me paso por ahí los chismes! *** Bajo el ojo de un puente, viendo pasar la comitiva, dos señores con casaca y tricornio comentan el suceso: — ¡Lo bien que meneó el asunto la hija del molinero! ¡Vaya boda! ¿verdad? 33

— ¡Nunca mejor empleado el término! El esposo compró para ella la vivienda del difunto señor marqués. Cincuenta mil ducados, según dicen. — El dinero sube a la cabeza, a menudo. Esos "indianos" tiran la casa por la ventana. En fin, los hijos del marqués podrán cubrir las deudas del padre y vivir aliviados. No hay mal que por bien no venga, pero esos nuevos ricos ya me dan jaqueca. Son demasiados por aquí. — Y ¡no le digo nada de la pinta que tiene éste! ¿Ha visto la casaca que gasta? Hace más de treinta años que no se estilan vueltas tan anchas! ¡Y ese colorado! Con la tez que tiene, yo hubiera escogido un color más discreto. — Oportunamente trae el tema. Por mucho que me digan que es hijo de uno de aquí, ese señor se parece mucho a un negro ¿no? — ¡Es que le habrá venido todo del lado de la madre! — Dar la más bonita chica del lugar a ese... personaje, es pecado, digo yo. — ¿Dar? ¿Está para chanzas? Ni un solo escudo ha puesto el molinero en la canastilla de boda y además ha logrado cinco mil ducados para

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compensarle de la sirvienta que pierde casando a su hija; ¿no le parece fuerte? — Le caerá la herencia del molino, con todo. Y puede que dentro de poco. Bien sabe que el molinero anda achacoso. Aquel bulto que tiene en la mejilla va creciendo de mes en mes. — Sí, tiene la razón. Por un lado, es difícil reprocharle haber querido, mientras vive, establecer a su hija lo mejor posible, pero por otro, ¿piensa Vd que será feliz la chica con un marido de esta calaña? — ¿Cree Vd que la felicidad es de este mundo, amigo mío? Además, me dijeron que en realidad fue ella quien lo tramó todo y no tanto su padre. — No me diga. — Sí, sí, por cierto. No le bastaba el hijo del notario. Bueno, no me inquieto por él. Todas las chicas le tiran los tejos por ser chico apuesto y tener caudal. Pero no se acabó el cuento. ¿Quiere que le diga un secreto? — ¿Un secreto? ¡Por Dios! — Aquel casamiento durará menos que una hipoteca. — Y ¿Qué motivo tiene para decirlo? 35

— Que existe una seria causa de anulación del mismo. — Significa que Clara habría... — Mentido en cuanto a su estado, se lo puedo asegurar. — Pero, ¡si me parece no haber roto un plato en su vida! ¡Vaya boda! Tenía Vd toda la razón. ©Pierre-Alain GASSE, junio de 2011.

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En brazos de Morfeo

Santiago Rusiñol - La morfina (1894)

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Barcelona, 1894. Al penetrar los dos hombres en el cuarto, hasta que se adaptaron sus pupilas a la penumbra, no vieron más que un rayo de luz filtrando de las cortinas. Luego, divisaron una forma humana entre las sábanas de una cama. — Manuel, no se quede ahí plantado, corra las cortinas. — Sí, Señor Comisario, ahora mismo, Señor Comisario. — Y deje de ensartar los "Señor Comisario". Con uno por frase, le valdrá. — Bueno, Señor Comisario. 39

Tenía electricidad la casa, pero el comisario, quien en la suya seguía alumbrándose con queroseno y temía las chispas eléctricas como el rayo, prefería la luz del día a la de las lámparas incandescentes. Una vez abiertas las cortinas, descubrieron un cuerpo femenino tendido entre sábanas blancas debajo de una colcha amarillo oro. Levantada la cabeza por una gran almohada, puestos los brazos en el embozo de la sábana superior, vestía un camisón blanco muy sencillo, con cuello ovalado. El tirante derecho se había deslizado del hombro y revelaba el nacimiento del pecho. Se acercó el comisario para palpar un instante la carótida a su alcance. Intercambiaron los dos hombres una mirada cómplice. Bien se trataba de una defunción. — ¿Qué ve aquí Manuel? — Lo mismo que Vd, Señor Comisario. — No sea impertinente y obedezca. — Veo... a una mujer de unos treinta años, diría, de pelo largo y moreno, rostro y labios finos, nariz griega, con los ojos cerrados, de bastante buena planta, por cierto. — Manuel, no le pido un retrato de pintor y todavía menos su opinión de mujeriego 40

impenitente sino observaciones de policía. ¿Qué más puede decir? — Pues... veo en la cara como una expresión de voluptuosidad, de apaciguamiento, de beatitud, mientras que los dedos de la mano derecha siguen crispados en la sábana. — Va por buen camino. Y de ello concluye... — Concluyo... concluyo que tal vez se estuviera dando gustillo, pero solita, porque no veo en la cama desorden amoroso alguno ni en la habitación el menor rastro de presencia masculina. — Por una parte, me desagrada su lenguaje, Manuel y por otra, aunque a menudo se califica de "muerte pequeña" raras veces acarrea el orgasmo la defunción. — Menos mal, Señor Comisario, menos mal. — Menos guasa, Manuel, mírelo mejor, no es válida su hipótesis, ¿por qué? Manuel paseó la vista unos instantes sobre el cuerpo tendido en la cama y convino: — Sí, tiene la razón, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo no encajan bien con esta hipótesis. — Bueno, Manuel, ¿puede formular otra? 41

— Pues...la verdad... me temo que no, Señor Comisario. — No toma bastante en cuenta el contexto, Manuel, se lo repito, tiene que volver a poner las cosas en su contexto ante cualquier hipótesis. — Sí, Señor Comisario, pero no veo... — Una vez más, pues, voy a tener que ilustrarle. ¿En casa de quién estamos? — Según lo que dijo la portera que interrogamos, en casa de una tal Clemencia Puig i Serrat, modelo de profesión. — Bueno. Y ¿qué nos aprende esta visita domiciliaria? — Que la susodicha no viviría opulentemente, por lo que se desprende del ajuar y de la decoración. No hay armazón de cama sino un simple somier, tampoco veo mesita de noche sino un único sillón forrado con tela blanca. Ropa de cama y noche sencillísimas. Ningún cuadro en las paredes. Una bombilla desnuda en el techo. Sin embargo, la colcha de satén parece de calidad así como la bata puesta en el sillón. — Hasta este punto, son justas sus observaciones. Y ¿qué más? — Pues... no sé, Señor Comisario. 42

— No sabe... No sabe porque no se estruja bastante el magín, pobre amigo mío. — ¿Cómo, Señor Comisario? dijo Manuel Campoamor con algo de reproche en la voz. — Queda claro, Manuel, y ahora mismo le doy prueba de ello. Esta Señorita Puig i Serrat se ganaba la vida como modelo de pintor. Es cierto que hay bastantes talleres de artista en el barrio. LLeva un apellido de renombre en Barcelona. Así inclino a pensar que podría tratarse de una chica enemistada con su familia, lo cual explicaría la presencia de algunos artículos de calidad en un contexto bastante miserable por lo demás. Otra cosa más: desde hace varios años, ha cundido un mal insidioso en la comunidad artística así como en la burguesía y en particular entre las mujeres, y debería saberlo, es el uso de productos opiáceos, al principio para aliviar los dolores menstruales y luego, por efecto de la tolerancia, como adicción. Estos dedos crispados en la sábana y esta expresión extática en la cara me parecen características. Es la hipótesis que vamos a comprobar con un examen clínico y análisis toxicológicos. Ya que no ha operado todavía el "rigor mortis", quiere Vd levantar los párpados, por favor, y examinar las pupilas. ¿Están dilatadas?

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— Cree Vd que puedo, Señor Comisario? — No sólo puede sino que debe hacerlo, Manuel, es su obligación de investigador, y además, ¡es una orden! — Sí, Señor Comisario. Con circunspección Campoamor y dijo:

obedeció

Manuel

— Dilatadas están, Señor Comisario, si parecen verdaderas canicas de esmeralda. — Ya ve, Manuel. Acuda al cuarto de baño y compruebe la papelera y el armario. Pero antes, vuelva a cerrar esos párpados, ¡so burro! mientras es tiempo. — Dispense, Señor Comisario, pero es la primera vez que me miran unos ojos verdes de mujer y... — No le miran, Manuel, lamento tener que recordárselo, están apagados para siempre, ¡es Vd quien los está mirando! El inspector en prácticas cerró los párpados de la bonita difunta, apartó la mirada y se alejó sin decir palabra hacia el cuarto de baño contiguo a la habitación. Al rato, volvió con un frasco en la mano.

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— ¿Qué reza la etiqueta? preguntó el comisario. — No lo sé, parece latín... — Claro, es el idioma que usan los boticarios para etiquetar los botes de sus preparaciones. ¿Qué lee, pues? Manuel Campoamor balbuceó: — Lau...da...num offi....ci...nalis, 2 scrupula, tinct. 40 per c. — ¿Qué le decía, Manuel? ¡otra más bajada a los infiernos en brazos de Morfeo! El asombro y la incomprensión dejaron a Manuel Campoamor boquiabierto hasta que, viendo su desconcierto, precisara el comisario: — El láudano es la forma comercial más corriente del opio y la morfina, otro alcaloide extraído de ella, saca su nombre de un genio griego, hijo del Sueño y de la Noche. Manuel Campoamor frunció el ceño. ¿No estaría el famoso Comisario Carvalho6* confundiendo a Orfeo, bajado a los infiernos por amor a Eurídice con ese... Morfeo? Pero, fiel a su

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Guiño al héroe homónimo de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003).

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personaje y por miedo a verse desairado una vez más, se contentó con hacer notar: — Fuese lo que fuese, ¡pues tenía buen gusto el tipo ese! — Manuel, ¿no cambiará Vd nunca? ©Pierre-Alain GASSE, autotraducción del francés, Enero de 2012.

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La Bata Rosa

Joaquín Sorolla - La Bata Rosa (1916)

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Valencia, 1916-1976. Lucía la playa de Malvarrosa bajo el sol de abril y los fragores de la guerra rugían muy lejos de Valencia. Había que prestar el oído al voceo de los pregoneros de periódicos para enterarse del curso de la contienda. La batalla de Verdun cruzaba las portadas en letras de molde de dos pulgadas de alto y se desgañitaban los vendedores a voz en cuello. Vagamente culpable, por ser apátrida, de no estar donde debiera, yo me sentía extraño en aquel ambiente. Pero la caricia del sol primaveral, la fragancia del azahar venida de los naranjales vecinos borraban ese sentimiento y sorbiendo el vermú como cada mañana de Dios, en la terraza de la cafetería del hotel, estiraba las 49

piernas con gusto bajo la mesita redonda. En aquel tiempo fumaba Pall Mall en boquilla y gastaba un bigote fino a la Kaiser. Lo primero que noté en ella, al verla cruzar la calle, fue su porte de cabeza. Altanero, pero sin el menor atisbo de desprecio. Después, no pudo dejar de asombrarme su silueta de estatua griega. Como si el número de oro de los arquitectos se le hubiera aplicado. Mi tercera observación fue para ese andar despreocupado de mujer de bandera que no sólo asume los riesgos a los que su belleza la expone sino que los va solicitando, se diría. A ello estaba dispuesto yo, ¡qué duda cabe! Dejé con prisa el precio de la consumición en el platillo con algo de propina, me pusé el canotier, cogí el bastón y me levanté a por ella. Llevaba un vestido de moda, ceñido en la cintura, que le enfundaba caderas y posaderas a las que, al andar imprimía un vaivén muy sugestivo. Debajo del ancho sombrero cargado con flores y fruta, asomaba el pelo castaño recogido en esmerado moño. Andaba con pasos cortos, por la estrechez del vestido, y éste dejaba ver por abajo pies diminutos en botines de gamuza con tacón alto. De momento, sólo podía imaginar su cara, pero tal silueta no podía ser desmentida.

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Lanzado su anzuelo, me traía hacia ella, sin mirada alguna hacia atrás, consciente de su descomunal poder de atracción. Me paseó así por la ciudad durante media hora y me daba la impresión de que todos nos observaban. Llegamos a los soportales de la Plaza Mayor y durante unos segundos, tragada por la sombra manañera del lado norte y el gentío de las doce, la perdí de vista. Decidí cruzar la plaza para adelantarme a ella y tropezármela. — Por fin ! me contestó su boca carmesí con exquisita sonrisa cuando me disculpé por el atropello. Entonces supe que me había topado con una mujer de armas tomar que bailaba a los hombres como a los vals y durante una fracción de segundo dudé si me iría mejor quedarme o esfumarme. Pero no me dejó tiempo a sacar decisión válida. — Vd me sigue la pista como perro perdiguero y mo me ofrece nada, ¡qué descortés! — ¿No le parece tiempo para acercarnos a la Malvarrosa? le contesté con voz algo ronca por la emoción.

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Así lo hicimos, sentados en la ruda madera de la jardinera, en el desvencijado tranvía azul y amarillo cuyo traqueteo hacía tocarse nuestros cuerpos en alerta. Cuando llegamos, el sol de la una nos caía de plano, signo de que era tiempo de acercarnos a la tentadora sombra del merendero de la Marcelina. Yo era entonces lo más parecido a un señorito y venir así a comer bajo cañizos playeros era desprestigiarse del todo, hubiera dicho mi madre que siempre me veía como un angelito con aureola. Pero aquel día, ¡cuánto me gustaba encanallarme bajo la luz dorada de la Malvarrosa! Encargamos calamares en su tinta y una zarzuela de mariscos que regamos con tinto de verano como si fuéramos novios del pueblo más cercano, aunque nuestro atuendo lo desmintiera. Ella iba mojando su pan en la salsa de las fuentes y se chupaba los dedos con deleite casi infantil, indicio si no de modestos orígenes, por lo menos de un comercio antiguo con los usos populares. Yo la imitaba, sorbiéndomela con los ojos, a la par que me relamía con los sabrosos mariscos del Levante.

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Ella, de vez en cuando, entre medio vaso de vino y bocados marisqueros, volvía a poner en su sitio un mechón escapado. Se llamaba Matilde y me dijo ser hija de verduleros, haber cursado algo de humanidades en las Escuelas Pías de la ciudad y andar buscando estado cerca de los hoteles con estrellas. ¡Difícilmente podía ser una más directa! Terminamos la comida con flan casero. Y por ser su encuentro motivo señalado de fiesta la convidé a café, copa y puro. Aceptó los tres, riendo a carcajadas mi cara de asombro. La casa no estaba para vender Partagas y nos contentamos con caliqueños baratos. Su boquita algo despintada ya por la comida echaba aros de humo tan diminutos como perfectos y el destello verde de sus ojos brillaba frente a mí, como una muda invitación. Así fue como alquilé para la tarde una caseta de lona en la Malvarrosa que nos hacía frente y allí di mi primer combate contra la misteriosa vestimenta de las mujeres de entonces : los diminutos botones del vestido, la intricada lazada del corsé, las gomas de las ligas, las bragas bombachas...

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Al final, la impacientó algo mi torpeza, decidió echarme una mano, y quedamos como nos parió nuestra madre en un dos por tres. Primero fue la lucha desigual de la tranquila experiencia contra el deseo impaciente, pero conforme pasaban las horas, tornaron las cosas: por mutua ayuda, cobré yo mi primer capital amoroso y sació ella un descomunal apetito; por miedo a que llamara alguien a la Autoridad, incluso le pedí que moderase el entusiasmo. Deshecho ya el pelo, reposaba en mi regazo, con una mano en mi sexo por ver de despertarlo una vez más, pero yo, derrengado por nuestro ajetreo, me incorporé para ir hacia el mar rielante. — Oye, Josep, ¡yo no me puedo bañar en paños menores! — Claro, Matilde, espérame un momento, ¡ya vuelvo! Subí hasta las pocas tiendas que bordeaban la playa. Había una donde vendían desde juguetitos para niños hasta veleros de buen tamaño, pasando por trajes de baño para ambos sexos. Allí compré una bata rosa, de batista fina. ¡Qué anticuado eres! me dijo con sorna al ver que mi adquisición la cubría hasta los pies. ¿No

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sabes que lo que se estila son trajes de baño ajustados que descubren brazos y pantorrillas? Mano en la mano, corrimos hacia los olas espumeantes, yo en calzón blanco, ella con la bata rosa puesta y nos bañamos largamente, entre juegos y besos. El sol poniente doraba las aguas y alargaba nuestras sombras en la arena. La luz tenía tonos de malva y rosa y por primera vez entendí el nombre de la playa. Pero de todas las sorpresas de este día milagroso, la que queda grabada para siempre en mi mente es la de Matilde saliendo del agua cual ninfa oceánica, con la empapada bata rosa pegada a la piel, haciéndola más indecente que de haber estado desnuda. — ¡Qué bonita es esta historia! No la conocía. Nunca me la contó. — No te la conté, porque esta historia la vivimos los dos, Matilde, sesenta años habrá en abril. — ¿Yo le conocí a Vd antes de hoy? No creo. — Mira lo que te he traído, la bata rosa, ¿no la reconoces? En la luz del atardecer de la residencia, los ojos castaño claro de Matilde relucieron un 55

instante con destello verde. Palpó el fino tejido asalmonado. — ¿Cómo ha recalado aquella prenda en su poder? — Te la regalé yo para que te pudieras bañar aquel día, Matilde. — ¿Fue Vd? — Yo mismo, ¿no te acuerdas? — Recuerda mi cuerpo a un señorito joven y novato y muchas picardías más, pero no me puedo creer que fue Vd. Y, de todas formas, no sería conveniente que le contara lo que viví el día en que recibí esta bata rosa. — No importa, Matilde. ¿No le parece tiempo para acercarnos a la Malvarrosa antes de la cena? Ya viene el tranvía. ©Pierre-Alain GASSE, marzo de 2011.

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La Lección

Pablo Picasso - Madre e hijo (1904)

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A todos los pedágogos de terreno que hacen caso omiso de ucases y modas en su tarea de despertar las conciencias.

— Bueno, chicos, decidme qué es lo que notáis primero. — Pues, señá, tié una pinta el guri ese que echa pa' 'trás. — Daniel, ya sabes que no quiero que hables en clase como en el patio de recreo. A ver, otra vez. — Quiero decir que no viste como nosotros, ¡eso! 59

— Y ¿en qué te hace pensar su vestido, Daniel? — Pues... no lo puedo decir, señá, me va repetir que hablo mal y tratarme... — Primero, yo no trato a nadie de nada, y segundo, si te falta una palabra para expresar tu pensamiento, pídemela, te la daré. — Vale, de acuerdo, entonces ¿cómo se dice "maricón" en habla correcta? Se troncha la clase. Se dan codazos. Clara Caramillo contiene la risa, ella también. Tiene que contestar. Es la regla que ha instituido. — Se puede decir afeminado u homosexual, por ejemplo. Pero, ¿qué te hace pensar eso? — Pues... el cuello del vestido y los chismes al cabo de las mangas, ahí. — Eso es porque se trata de un vestido de trabajo y no de su ropa de cada día. ¿Alguién tiene una idea? Tras un momentito de reflexión, se alzan varias manos. Sobre todo chicas. — Sí, Fatumata. ¿En qué piensas? — Se diría un traje de bailarín, un poco.

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— ¡Caliente, caliente! Fatumata. ¿Alguién tiene otra idea? ¿Sí, Alishama? — Es como los acróbatas en el circo, a veces. — Muy bien, las dos. En efecto, es una malla de acróbata, de funámbulo la que lleva este chico. Bueno, y el otro personaje, ¿quién es? Sí, Alejandro: — Es su madre, señora, está triste. — Y en vuestra opinión ¿por qué está triste? Se alza con simultaneidad una selva de brazos. Clara Caramillo nota una mano tímida, apenas levantada del pupitre: — SÍ, Raquel. — Creo que han reñido. Se agitan otras manos, pidiendo intervención. Es tiempo de poner un poco de orden. — Vale. Cada uno va a dar su parecer. Quizá tenga razón Raquel, pero entonces, ¿por qué habrían reñido? Anda, Antonio, empieza: — El chico no quiere comer lo que hay en el plato, ¡no le gusta!

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Como siempre, Daniel añade lo suyo sin haber pedido la palabra: — Sí, claro, está cabreado, no quiere ver más a su p... madre, mira hacia el otro lado. — ¡Daniel! — Perdone, señá, me ha salido así sin más. Se agita la clase. Conviene retomar las riendas. — Daniel tiene razón. Pero mirad bien al chico. En este cuadro, yo diría que varios elementos diferentes pueden traducir su estado de ánimo, su terquedad. ¿Los véis? Los brazos se van bajando, se cuchichea de una mesa a otra durante unos momentos, luego una rubiecita con rizos se ve autorizada para hablar con una señal: — Bueno, Elisa, para ti, ¿qué subraya el carácter obstinado del chico? — El que esté cruzado de brazos y su mirada perdida, Señora. — Es justo. Son dos elementos. ¿Véis otros? ¿Has encontrado uno, Tomás? — Tal vez su cuello, está muy tenso... y su barbilla también. 62

— ¿Su barbilla? ¿Qué pasa con su barbilla? Sí, ¿Nicolás? — Es cuadrada, Señora. Se ríe la clase. — Exageras, Nicolás. No es cuadrada, pero forma un ángulo recto, efectivamente, porque él debe de tener la mandíbula contraída. Pero os olvidáis del principal signo de esta obstinación. Buscad mejor. Se establece el silencio. Un viento de emulación sopla sobre el aula. De repente, dos manos se levantan juntas, las de una chica y un chico. — Farida y Murad, ¿sí? Murad, el caballero que eres ¿acepta dejar que Farida hable primero? No puede sino asentir Murad. — Bueno, ¿Farida? — La frente, Señora, la tiene... la tiene grande. — Tiene la frente alta, eso sí, pero ¿por qué traduciría su obstinación? — Significa que es testarudo, Señora, interviene Murad.

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— Sí, Murad, estoy de acuerdo contigo, pero pensémoslo un poco más. Se trata de un cuadro, de una pintura y el artista, para realizarla utilizó tres elementos diferentes: líneas y formas, para el chico de cuyo dibujo acabáis de hablarme, pero también colores y luz, que intervienen igualmente para expresar lo que el pintor nos quiere transmitir. Pues, siempre a propósito del chico ¿qué podéis decir de los colores y de la luz? La pregunta deja la clase perpleja durante algunos segundos, luego un espárrago que sobrepasa de más de una cabeza a los demás se arriesga con un primer comentario: — El chico viste con azul claro y sobre todo no hay nada más de este color. — Es verdad, Quintín. ¿Y pues? — Atrae la mirada sobre él. — Sí, pero está en primer término también, así es normal que se le vea primero ¿no? Además, el azul se considera como un color frío, al contrario del rojo por ejemplo, y aquí sirve para traducir un sentimiento de frialdad, de hostilidad para con la mamá. Formas, colores ; veamos la luz ahora. ¿Cuál es la parte más alumbrada del chico y por qué?

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Esta vez, Daniel levantó el dedo antes de hablar. Ella no puede sino interrogarlo. — A ver. Sí, Daniel. — La frente del crío, Señá, ¡muestra que se ha comido el coco tela! — Exactamente. Bueno, creo que es tiempo de que hablemos un poco de la mamá de este chico. ¿Cómo nos la presenta el pintor? ¿Cómo os la imagináis a partir de este cuadro? Sí, Antonio... — No es como su hijo. Parece muy dulce. Debe de ser amable. — De acuerdo, Antonio, pero ¿cómo nos transmite el pintor esta idea, mediante qué combinación de formas, colores y luz? La pregunta devuelve la clase a un atento silencio, antes de que levanten la mano dos chicas: — María, ¿qué nos quieres decir al respecto? — Pues... quiero hablar de los colores, señora. La mujer está pintada con blanco, rosa y gris, parece, o una especie de marrón claro, bueno, y un poco de negro para el pelo y los ojos. Aparte del negro, son colores suaves.

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— Sí, tienes razón, muy bien observado. Pero las formas, las líneas también contribuyen en esta expresión de la dulzura. Mirad, el pintor utilizó principalmente líneas curvas para dibujar a la madre, con el oval de la cara, los pliegues del chal, etc. y muchas más líneas rectas para el chico, verticales como horizontales, acordes con su estado de espíritu. Se impacienta la otra mano levantada. Clara Caramillo reanuda: — Perdóname, Miriam, te estaba olvidando. Dime, ¿qué piensas tú de la mamá y por qué? — Ninguno de los dos quiere mirar al otro. La mamá tiene la mirada perdida. Se sostiene la cara con la mano. Está cansada. Quizá pase lo mismo cada día. El chico siempre plantea dificultades para comer. Así, ella está hasta la coronilla. Clara Caramillo frunce el ceño hacia Miriam, que se cubre la boca con la mano. Luego, sin insistir más, prosigue Clara: — Bueno, os voy a dar alguna información más. Se pintó el cuadro a principios del siglo XX, en 1904 exactamente, en París, y los personajes representan artistas del circo Medrano, que en la época tenía una carpa permanente en la capital. 66

Pero muchos de estos artistas vivían en la pobreza. ¿Os ayuda esto? — ¡Toma! ¡se mueren de hambre! — Daniel, ¡habla correcto y tras levantar la mano! ¿no te lo dije mil veces? Daniel obedece, con la risa en los labios. — Nadie quiere comer, no hay bastante, por eso están de morros, cada uno quiere que coma el otro. Se dirige Clara Caramillo al resto de la clase: — ¿Qué pensáis, vosotros? ¿Miriam? — Yo creo que son posibles las dos cosas. Cada uno piensa como quiere. — En efecto, no impone el pintor una visión sino que sugiere varias. Pero observemos ahora la construcción del cuadro. ¿Véis líneas directrices, alineamientos significativos? ¿Sí, Máximo? — El cuadro está cortado en dos, Señora. — ¿Y eso cómo, cortado en dos? — Pues, a la izquierda, la madre y a la derecha el chico. — Es cierto, pero ¿no véis otra división? 67

Farida agita la mano con frenesí. — Corre, Farida, parece urgente. — En absoluto, Señora, también quería señalar lo de la izquierra y la derecha, pero cruzando. La clase se ríe por lo bajinis de la equivocación. Clara Caramillo da por ignorar el incidente. — ¿Diagonalmente, quieres decir? — Sí, eso es. — Pues, tienes toda la razón, Farida; mirad cómo las cabezas de los personajes siguen una de las diagonales del cuadro, en efecto. Observad la mesa ahora ¿No os parece rara? — Se diría que el plato se va a caer. — Algo. Es porque la perspectiva - os acordáis de la perspectiva, ya hablamos de ella no está respetada del todo. Bueno, casi es la hora, os voy a decir ahora quién pintó este cuadro y os va a sorprender. Interroga Daniel: — ¿Vd, Señá?

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— ¡Ay no! porque de ser así sería millonaria, pero fue un pintor muy famoso, estoy segura de que conocéis su nombre, se llama Pablo Picasso. No puede refrenarse Fatumata: — No pinta así Picasso, Señora, sino cosas muy raras, bocas torcidas, ojos de lado. Mi madre, cuando está dibujando mi hermanito, siempre le dice : ¡esfuérzate, déjate de picasadas! — Es verdad lo que dices, Fatumata, porque Picasso pintó de muchas maneras muy diferentes unas de otras y, durante un periodo al principio de su carrera denominado el periodo rosa, pintó de esta manera con colores pastel, expresando sentimientos melancólicos, románticos. Bien. Para el lunes, trataréis de escribir un pequeño síntesis, unas veinte líneas, sobre este cuadro, titulado : "Madre e hijo". Gracias. Podéis recoger vuestras cosas y salir. Hasta el lunes. Le contesta un coro de voces ya alegres: — Adiós, Señora. Hast'el lunes, Señá. Piensa Clara Caramillo haber dado la palabra a todos los alumnos de su clase, pero de pronto se da cuenta de que en la última fila no ha intervenido una cabeza morena. Con aire triste, sosteniendo la cara con las dos manos, fija la pantalla del vídeo. Es una pequeña albanesa, 69

llegada hace pocos meses y que no maneja muy bien el idioma todavía. Mientras los alumnos salen alborotando, Clara Caramillo se dirige hacia ella: — ¿Qué pasa pues hoy, Zora, que no has dicho nada? ¿No te ha gustado el cuadro? Los ojos de la colegiala se humedecen, le tiembla la boca y mueve con viveza la cabeza de izquierda a derecha y luego de arriba hacia abajo, antes de confesar en un sollozo: — La dama.... se parece a... mi mamá. Estaba bastante contenta Clara Caramillo de su lección, pero ahora se siente terriblemente culpable de no haber anticipado la reacción de la joven ahogada en lágrimas. Por unos minutos ¿debe el profesor de idioma dar paso a la madre para encontrar las palabras que alivien la pena de la joven huérfana? — Perdóname, Zora, no quería... Pero ya ha vuelto la adolescente a tomar distancia: — No ha sido nada, Señora, gracias. ©Pierre-Alain GASSE, mai 2011.

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En la sombra de Salvador

Salvador Dalí - Jeune fille à la fenêtre (1925)

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Cadaqués, a 6 de Enero de 1925. Querido diario, Largo tiempo estuve sin visitarte. Pero hoy es día de Reyes y cumplo diecisiete. Bien quisiera que fuese un gran día y sin embargo no veo mucha cosa nueva en mi vida. Ya te jode de lo lindo haber nacido un día de fiesta. ¡Suelen ofrecerte un regalo único por los dos acontecimientos! Me acaban de dar los míos: papá me ha regalado un camafeo con el retrato de mamá que me ha hecho llorar. Madre - es decir mi tía, la segunda esposa de papá - un costurero nuevo; 73

en cuanto a Salvador, se dignó comprarme un traje de baño de moda bastante chulo. Pero volvamos a mi vida. En las Escuelas Pías, tengo las mismas amigas que el año pasado y casi los mismos profesores. Y sigo con buenas notas. Le tanteo el terreno a papá para saber si me dejaría ir a estudiar inglés en Londres. No lo veo fácil. Entonces, ¿qué? ¿Nada? Bueno, sí, he cambiado de confesor; el padre Torrent se ha jubilado y lo ha sustituido un vicario más joven, Mosén Serrat. Me impresiona; no se lo digo todo. De toda manera, no suelo tener sino pecados veniales por confesar. En mi vida escasean demasiado las ocasiones de cometer pecados mortales. Entre madre que cuida de mí como si tuviera diez años y sus amigas que me vigilan como la leche en el fuego, difícilmente podría dar un traspié. Éste es el problema: en mi vida no ocurre nada interesante. Entre misa, clase, rosario, tapiz y bordado, además de la lectura de las novelas bienpensantes que me permiten mis padres, me aburro que es un asco. Y mientrás tanto, ¡está Salvador haciendo locuras en Madrid! Más injusto no puede ser. Yo quisiera ser un chico : a ellos se les permite 74

cualquier cosa: beber, fumar, seducir o siquiera estudiar Arte. Si se me hubiese antojado tomar lecciones de dibujo o pintura como Salvador, ¡era la repanocha! ¡Para meterme en el convento, seguro! A mí me gustaría mucho, por cierto, pero de todas maneras, nunca podré igualar a mi hermano. Lo han echado de San Fernando, por segunda vez. Ésta fue por manifestarse en contra del nombramiento de un profesor, pintor malísimo en su opinión. Y yo creo que es verdad. Es Salvador mejor artista que ese pintamonas. Desde su regreso a casa, ha hecho varios retratos de mí, pero es curioso, en la mayor parte estoy de espaldas. Le he preguntado si era que yo le daba vergüenza, si me tomaba como modelo a falta de algo mejor. Me ha contestado que no, todo lo contrario, es que temo no poder pintarte todo lo bella que eres. No lo creí, claro. Es tan raro a veces. Genial, pero raro. El 11 de mayo que viene, cumplirá veintiún años y ya está preparando su primera exposición personal en la Galería Dalmau de Barcelona. Es para noviembre : 17 obras... Eso será lo que lo preocupa. Desde que trata con García Lorca, Buñuel y los demás de la Ciudad Universitaria, ha cambiado por completo. Se ha tornado 75

rebelde y "vanguardista", como dice. Y anarquista una mica també. Lo detuvo la policía, hace poco. Por suerte, pudo hacerlo liberar papá. Yo también quiero volverme rebelde, pero todavía no he encontrado cómo. Aunque... Hemos venido toda la familia a pasar las Navidades en nuestra casa de Cadaqués, y por de pronto, aquí está Salvador con Federico. Hubiera querido estar a solas con ellos, pero madre se opuso firmemente y le ha cedido papá. Yo les paso a mecanografía los textos. Participo en sus juegos imbéciles. Ensayamos escenas de Mariana Pineda que está terminando Federico. Nos bañamos en Port Lligat, cuando lo permite el tiempo. Vamos de caminata en bici o andando al Cabo Creus. También viene Luis de vez en cuando. Es hermoso y fuerte. Practica boxeo. Salvador ha pintado de él un retrato magnífico. "Le obseden las mujeres", dice mi hermano, "ten cuidado con él". De todas maneras, a mí es Federico quien me interesa. Su tenebrosa mirada, su lenguaje florido y misterioso, sus dotes musicales. Nos llevamos bien. Por desdicha, somos amigos, nada más. Me llama "hermanita". "Te dará calabazas" 76

me ha dicho mi hermano, sin darme el porqué. ¡Como si yo no hubiera percibido las enamoradas miradas que le va dedicando Federico cada dos por tres! El otro día, tomé a mi hermano a solas y le pedí sin rodeos si se acostaba con Federico. Se horrorizó y me dijo con esa grandilocuencia suya: "No me acuesto con nadie y menos todavía con los a quienes quiero". Lo he creído. Pero también creo que Federico es realmente homosexual e incapaz de amar físicamente a una mujer. ¡Menuda suerte la mía! Hace poco, estaba mirando por la ventana del comedor pensando en todo esto. Acababa de echar las migajas de la comida que habían quedado en la mesa. Tenía el trapo puesto en el alfeizar. Hacía fresco. Una brisa blanqueaba la superficie del agua y levantaba un poco las cortinas. Estaba el cuarto en la sombra, pero una luminosa claridad de invierno bañaba el paisaje delante de mí. Un velero diminuto navegaba en la bahía, delante de la ribera. Y de pronto se paralizó el tiempo. Yo estaba con Federico en una playa desierta. Andábamos juntos, descalzos en la arena. Él me recitaba su último romance : La Casada infiel. 77

Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido. Fue la noche de Santiago y casi por compromiso. Se apagaron los faroles y se encendieron los grillos. En las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos, y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos. El almidón de su enagua me sonaba en el oído, como una pieza de seda rasgada por diez cuchillos. Sin luz de plata en sus copas los árboles han crecido, y un horizonte de perros ladra muy lejos del río. Pasadas las zarzamoras, los juncos y los espinos, bajo su mata de pelo hice un hoyo sobre el limo. Yo me quité la corbata. Ella se quitó el vestido. Yo el cinturón con revólver. Ella sus cuatro corpiños. Ni nardos ni caracolas 78

tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo. Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío. Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos. No quiero decir, por hombre, las cosas que ella me dijo. La luz del entendimiento me hace ser muy comedido. Sucia de besos y arena yo me la llevé del río. Con el aire se batían las espadas de los lirios. Me porté como quien soy. Como un gitano legítimo. Le regalé un costurero grande de raso pajizo, y no quise enamorarme porque teniendo marido me dijo que era mozuela cuando la llevaba al río. 79

Cuando se calló, en el chapoteo recobrado de la bahía, durante un instante fui esta mujer y sentí un estremecimiento de todo mi ser. Luego, ¡surgió la fulgurante conciencia de haber tenido el primor de una obra maestra que superaba tanto mi destino personal! Sí, Federico y Salvador bien eran del mismo temple, el de los genios, y tenía que felicitarme por estar a su lado, cualquiera que fuese mi suerte. Le agarré la mano y la besé. — ¿Qué haces? dijo retirándola con viveza. — Saludo a nuestro más ilustre poeta. Sonrió, pero no me contestó nada. Fue una sensación de frío la que finalmente me sacó del ensueño y me trajo a mi cuarto para confiarte todo esto. Hasta pronto, querido diario. ©Pierre-Alain GASSE, junio de 2011.

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FIN

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