EN TORNO A LA NATURALEZA, LA SOCIEDAD Y LA CULTURA

EN TORNO A LA NATURALEZA, LA SOCIEDAD Y LA CULTURA Emilio Barrantes Revoredo Obra sumistrada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos Prese

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EN TORNO A LA NATURALEZA, LA SOCIEDAD Y LA CULTURA

Emilio Barrantes Revoredo

Obra sumistrada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Presentación

La Universidad Nacional Mayor de San Marcos, cumpliendo su responsabilidad de contribuir a la promoción de la cultura peruana, publica el libro del DR. EMILIO BARRANTES con el título EN TORNO A LA NATURALEZA, LA SOCIEDAD Y LA CULTURA. El Dr. Barrantes, mi maestro, que al concluir mis estudios de Educación me incorporó a la Facultad como su ayudante de Cátedra por el año 1957, me ha honrado con el privilegio de presentar este importante y valioso libro que antecede a otro en desarrollo sobre el Estado como entelequia. El Dr. Emilio Barrantes es un modelo de vida para todos los educadores del Perú y América, razón por la cual fue presentado al Premio que otorga la Organización de Estados Americanos a los Educadores excepcionales. Su rica producción se inicia con MI VIDA EN LAS AULAS, como relato de su experiencia docente en la ciudad de Huancayo por la década del cuarenta y antes de trasladarse a Lima. En 1950 publica su libro de Texto Universitario sobre PEDAGOGÍA que epistemológicamente ubica a la Pedagogía como Teoría de la Educación y a la Educación como la Práctica de la Pedagogía, y que se convirtió en el manual de los estudiantes de Educación de nuestra Facultad. En 1963, publica LA ESCUELA HUMANA, dedicada a sus alumnos de la Facultad, para analizar las relaciones entre amor y educación; hogar y escuela; escuela y comunidad; educación y cultura y medios de la educación para concluir con la humanización de la enseñanza. En 1979 nos regala su obra EL NIÑO Y NOSOTROS con una nota familiar que describe la actitud que asume como padre y maestro de sus hijos. Ya retirado de la docencia activa de la Facultad, nos entrega su HISTORIA DE LA EDUCACIÓN en 1989 y la CRÓNICA DE UNA REFORMA en 1990, que nos relata las viscisitudes que pasó la Comisión de Reforma Educativa que él presidió en la década del setenta y que fue la única que en el presente siglo enfocó con visión filosófica sobre su contexto y su proyección y viene inspirando Reformas Educativas como las que se cumplen en Chile, Colombia, Brasil y República Dominicana. Hoy, al entregarnos su obra EN TORNO A LA NATURALEZA, LA SOCIEDAD Y LA CULTURA, no hace sino profundizar sus reflexiones en torno a estos temas que le han sido constantes desde su concepción sistematizada en su obra de Pedagogía en la década del cincuenta.

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En vez de glosar el contenido de la obra que estoy presentando he preferido rendir mi homenaje al maestro con una breve síntesis de sus obras que constituyen un legado de sabiduría y humanismo para la peruanidad.

Lima, agosto de 1997.

Dr. GABRIEL HUERTA DIAZ Vice Presidente Comisión de Reorganización-UNMSM

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Primera parte. En Torno a la Naturaleza

I Revelación de la Naturaleza

Al parecer, cuando se trata de considerar el mundo de la sociedad, es preciso partir de ese mundo. Sin embargo, la sociedad y cada uno de los seres que la integran no existirían si no fuese por la Naturaleza, el antecedente único, la fuente primaria y nutricia de la vida y, con ella, de la plenitud de sus potencialidades y manifestaciones. El hombre es parte de la Naturaleza y es, por tanto, naturaleza él mismo. Y, en tanto que naturaleza es, en primer lugar, un organismo al cual le asiste el derecho fundamental de vivir, que sólo es posible mediante la satisfacción de sus necesidades: alimentación, vivienda y vestido. Así, pues, «el rey de la Naturaleza», como se decía antes, ha descendido de su esfera para posar sus pies en la tierra, gracias, principalmente, a Darwin, a Freud y a Marx. La Tierra ha ido descendiendo también desde la zona privilegiada del centro del Universo hasta la menos importante de un astro que gira alrededor del Sol y, por último, de un planeta entre miles de millones de planetas, en una galaxia entre muchas otras galaxias, en un despliegue inabarcable, aun para la imaginación más audaz. La Naturaleza, es decir, la Totalidad, el Universo, el Cosmos, es principio y fin, alfa y omega, la raíz y la razón suprema de todas las cosas.

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Cuando nos sentimos atraídos irresistiblemente por una mujer (y una mujer por un hombre); cuando vamos hacia ella y nos atamos gozosamente con un vínculo más o menos duradero; cuando engendramos hijos y los amamos y protegemos; cuando nuestra vida se prolonga o se acorta porque nuestros órganos funcionan bien o no, cuando nuestro bienestar está asegurado de antemano o, en cambio, es inevitable la agresión de las enfermedades; cuando nos acosan el hambre y la sed y comemos y bebemos hasta saciarnos; cuando descansamos y dormimos y soñamos, es la Naturaleza quien gobierna nuestra vida y decide, en gran parte, nuestras actividades. Detrás de las palabras, de las acciones, de las formas sociales, de las posibilidades y las limitaciones, de los enfrentamientos, de las victorias y derrotas, de los gestos de las actitudes, está la Naturaleza. Es por ella que nacemos y morimos, amamos y odiamos, gozamos y sufrimos; es por ella, también que cada ser humano nace para cumplir una misión o ninguna, para mandar o para obedecer, para crear o para repetir, para figurar en la historia con nombre propio o ser conocido sólo por familiares y amigos; para tomar conciencia de las cosas o para permanecer en la superficie de los lugares comunes. Platón advirtió ya este poder primario y decisivo de la Naturaleza y dejó sentado que unos recibían el oro o la plata y otros el bronce o el hierro como un don de los dioses, motivo por el cual estaban destinados a ejecutar diversas tareas y es evidente el paralelismo platónico «entre el alma social y el alma individual», como lo hace notar un comentarista. Así, pues, el destino existe. Está inscrito en el código genético de cada ser y corresponde, en gran medida, al sino histórico. Aquél que ha sido dotado generosamente de ese poder sobrehumano, ha recibido un mandato y, con él, como lo decíamos antes, una misión que cumplir. Si las condiciones en que se desenvuelve su vida y las circunstancias que confluyen en él son favorables, no le será difícil desplegar las alas, aun en una edad temprana. Si, al contrario, los obstáculos se multiplican, en una suerte de conjura para hundirlo, él saldrá a flote, quizá con algunas heridas, pero fortificado por la lucha triunfante que no permitirá la frustración de su destino. Es indudable que esta determinación se refleja en la historia. Los grandes hombres, aquellos que han abierto un camino, que han encontrado el tesoro de una verdad, con la cual nos han enriquecido a todos; que han luchado heroicamente hasta el sacrificio en defensa de valores que consideraban sagrados, tenían que hacerlo, porque esa era «su manera de vivir», como decía Flaubert de su entrega a la creación literaria. El destino de los musulmanes y la predestinación de cierta secta cristiana no están, por tanto, enteramente equivocados, si se tiene en cuenta la tónica permanente de cada existencia individual y se abstraen las anécdotas y las ocurrencias cotidianas. No se trata, por supuesto, de volver a los héroes de Carlyle. El hombre no sería nada, ni siquiera hombre al margen de la sociedad y la cultura, de las cuales surgen todos y, entre ellos, quienes han recibido dotes de una superioridad manifiesta.

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El hombre superior no parte de cero sino de un mundo variado y fecundo que le ofrece tesoros inapreciables a manos llenas y, más aún, la tradición, el acervo y los instrumentos propios del campo elegido. Como se sabe, la ciencia y la tecnología, la filosofía y el arte, constituye un continuum, como la cultura misma de la que dependen, por encima de divisiones y clasificaciones muchas veces arbitrarias. Un filósofo, decía Hegel, es el filósofo de su tiempo(1). Lo mismo se podría decir del científico, del artista, del político, que encuentran el camino abierto y transitado durante siglos por sucesivas generaciones para su propia realización, según las posibilidades y limitaciones de su tiempo. Cuando coinciden la personalidad y la tónica social y cultural, es posible que surja la obra serena y armoniosa, como si fluyese de una fuente escondida. En cambio, cuando la divergencia y aun la oposición entre ambos es evidente, la obra humana no podrá substraerse a los efectos del conflicto. Por otra parte, el proceso que empieza con una célula y termina con un hombre; la sexualidad infantil revelada por Freud; la pubertad y la adolescencia, la juventud y la edad madura; la vejez y la muerte, no son obra de la sociedad, ni siquiera de la cultura, sino el cumplimiento de una regulación anterior que es propia del reino de la Naturaleza. El instinto de la reproducción es, precisamente, un poder que se traduce en un mandato. Obedecerlo y cumplir el papel de un instrumento es, sin embargo, la mayor fuente de placer y, en muchos casos, de felicidad. El amor verdadero constituye para el alma juvenil, sobre todo en el caso de los bien dotados, un deslumbramiento. En buena cuenta, no es la entrega de un ser a otro, sino de ambos a la Naturaleza. Ocurre, entonces, que se descubre y se siente el poder por antonomasia; aquel que rige y ordena la vibración de los átomos y el curso de los astros. El amor, más allá de la peripecia personal y la condición terrena, es un sentimiento cósmico. Es preciso admitir que la transición de la niñez a la adolescencia no se efectúa con la misma intensidad en todos los casos. Se puede pasar de una etapa a otra casi inadvertidamente y es posible también que la última se prolongue durante toda la vida, como se ha dicho respecto de Shelley. La psicología diferencial tiene un fundamento más firme que cualquier otra, en ese punto, y el fenómeno de la adolescencia, que Spranger describe con belleza y hondura, es tangible en aquellos que han recibido el oro platónico, en diversidad de condiciones y circunstancias. Consciente o inconsciente la sensación de la soledad marca una frontera entre el sujeto y el mundo circundante. La vida interior surge, entonces, con ímpetu, pone freno a la comunicación con los demás y deriva fácilmente hacia el romanticismo. ¿Por qué, al convertirse el niño en adolescente, es capaz de superar las limitaciones de lo momentáneo y lo concreto y ascender al nivel del pensamiento formal, de las

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operaciones lógicas, de la deducción de conclusiones a partir de hipótesis, como lo hace notar Jean Piaget? El maravilloso mundo de la infancia, para quienes han tenido la fortuna de vivirlo a plenitud, y que se guarda en la memoria como un cofre que se puede abrir al conjuro de la evocación placentera, como quería Rilke, ha terminado. El juego ya no es una fuente de goce, por lo menos el juego espontáneo y natural que se basta a sí mismo. La dependencia de los mayores cede el paso a la autonomía de la personalidad, aun en proceso de desarrollo, es cierto, pero ya suficientemente efectiva para separar el yo del no-yo. El monólogo interior, la abstracción, la generalización, las ideas, la concepción, los planes, los proyectos, la crítica, la aprobación o la desaprobación, la aceptación o el rechazo, en suma, la libertad y el ejercicio de la personalidad, se manifiestan cuando se asume la inquietante, la difícil, la dramática tarea de pensar y decidir por sí y ante sí; de ser uno entre todos. La sociedad aprehende al sujeto con una trama de costumbres, de convenciones y fórmulas más o menos rigurosas. Las profesiones, los oficios, las ocupaciones, las maneras de trabajar para subsistir, son múltiples y variadas. Cada uno elige o se ve obligado a aceptar aquello que se le ofrece, pero tiene, sobre todo, una capacidad general, un conjunto de aptitudes, una dirección primaria. Los instintos son poderes de la Naturaleza inherentes a nuestro ser y, aunque los psicólogos multiplican los nombres y las clasificaciones, son dos los fundamentales: el instinto de reproducción, que asegura la subsistencia y propagación de la Especie, y el instinto de conservación que defiende y favorece a cada individuo. La intuición, la premonición, el magnetismo personal, la telepatía, los variados fenómenos que ocurren sin explicación satisfactoria y que la parasicología trata de comprender y explicar, son manifestaciones de una naturaleza inteligente que no yerra nunca y acierta siempre, porque la sabiduría del Universo se cierne inmutable sobre las personas y las cosas, al margen del espacio y el tiempo. Somos, por tanto, actores de un drama o una comedia en «el gran teatro del mundo». A cada uno de nosotros se nos ha asignado un papel y apenas podemos apartarnos del libreto al acudir a algunas «morcillas», como se dice en la jerga teatral. Según el Egmont de Goethe, «cual fustigados por genios invisibles, los solares corceles del tiempo van tirando de nuestro sino; y a nosotros sólo nos toca retener de buen talante las riendas, y ya a la derecha, ya a la izquierda, ir encarrilando las ruedas, apartándolas aquí de una piedra, allá de un hoyo. ¿Quién sabe a dónde va el carro, si apenas se acuerda de dónde vino?».

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Es de común conocimiento que el individuo generosamente dotado supera fácilmente el nivel de la mayoría, sobresale por su talento, sorprende por su capacidad creadora, se singulariza, en fin, por sus actitudes, sus hábitos y su conducta. El genio surge de pronto, en una parte u otra, sin que haya una explicación satisfactoria. Y es, precisamente, el genio, cuyo poder le ha sido dado, el que enriquece la cultura y, en numerosos casos, imprime una nueva dirección a la historia esencial que discurre dentro y fuera del hombre mismo. La aparición de genios incomparables en Grecia, en la Europa del Renacimiento, en la edad contemporánea; la obra singular de científicos, de filósofos, de artistas, de hombres de acción; la entrega de cada uno de ellos a su labor, aun a costa de sacrificios y, en muchos casos, de su bienestar y su vida, nos inclinan a pensar que cumplen una misión para la que han sido predestinados y que, por tanto, es ineludible. El predominio del código genético sobre el medio social es evidente en los seres dotados con generosidad, lo cual no tiene nada en común con la tesis del nazismo sobre la «raza aria», pues los genios y los hombres con talento y aptitudes singulares surgen en todas partes, independientemente del color de la piel o de la ubicación en tal o cual zona geográfica. El tema del amor, como el de la genialidad, constituye un punto de apoyo a este respecto. A la pregunta ¿por qué amamos?, la respuesta no puede ser dada por la sociedad y la cultura, sino por la Naturaleza. Estamos hechos, fundamentalmente, para alimentarnos y reproducirnos. El Arcipreste de Hita lo dijo a su manera: Como dize Aristóteles, cosa es verdadera; El mundo por dos cosas trabaja: la primera Por haber mantenencia; la otra cosa Por haber juntamiento con fembra plazentera. Del poder instintivo al amor hay más de un paso. El amor es la humanización del instinto, la profundización de una fuerza natural en el mundo de la cultura, la idealización de la atracción primitiva y, si se quiere seguir a Freud, la sublimación de la libido, aunque nuestra posición no sea ortodoxa en este punto. Las sociedades, más que la sociedad, han echado capas de artificio y de convencionalismo sobre hombres y mujeres y más sobre éstas que aquellos, hasta el punto de encerrar a piedra y lodo, en la mayor parte de los casos, sus signos representativos, de extraviar por intrincados vericuetos el papel de unos y otros y de confundir, en un cuadro, la precisión lineal de las figuras.

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La mujer –se ha dicho más de una vez– ha sido modelada según la idea que de ella ha tenido y ha impuesto el hombre, en el seno de un grupo organizado y dominado por él. Se añade, con cierto fundamento, que hay dos principios, el masculino y el femenino, que predominan en un caso u otro. Sin embargo, un punto de apoyo que supera en solidez a todos los argumentos de los hombres, puesto que pertenece al dominio de la Naturaleza, es la maternidad. Es ella la que configura a la mujer, la que otorga un sentido profundo a su vida y le señala una misión fundamental, puesto que se trata nada menos que de la perduración de la Especie. He aquí por qué la mujer tiene un margen mayor de vida que el hombre, resiste más que él los excesos de la temperatura, el dolor y las enfermedades y está dotada de mayor riqueza afectiva y de una intuición certera, a la vez que se inclina al tratamiento realista y práctico de las cosas, todo lo cual es necesario para la salvaguarda del hijo. Se explican así, también, su anhelo de seguridad y su tendencia a lo concreto y personal; su fácil y, a veces, apasionada subordinación a las costumbres, que son los signos tangibles de un orden social. Seguramente pertenece a este círculo su sentimiento religioso, en fina urdimbre con el misterio de la creación, en que ella cumple un papel protagónico, y, aún más, con la existencia de una autoridad suprema y de un orden eterno, con un asidero en lo absoluto que se nutre de la fe y satisface una necesidad vital de estabilidad y permanencia, al amparo del azar, de los cambios y los peligros del mundo. La mujer es un ser constante en medio de un torrente impetuoso de formas diversas y fugaces que se suceden como las aguas de un río. Quien busque las notas invariables y el fiel de la balanza los encontrará en ella. Quizá por esa cualidad esencial se vincule generalmente con manifestaciones adjetivas de la cultura o tome algunos de sus elementos secundarios con los que juega o se adorna, sin descender a las capas profundas, a menos que esté capacitada especialmente para hacerlo y renuncie, en todo o en parte, a su vocación natural, en una sorda batalla de renuncia-mientos y transmutaciones, aunque puede también, en más de un caso, conciliar el mandato universal con el impulso de su vocación particular y su talento. Desde la edad temprana, la creación alienta en su seno, envuelta aún por el misterio, y asciende hasta la conciencia como un anhelo vago, tocado de temor e inquietud, para mostrarse luego esperanzada y ansiosa en los años juveniles y cumplirse, por último, segura y triunfante, en el afecto compartido, en la concepción y el advenimiento de un nuevo ser. La creación entendida como acto soberano, sería imposible sin el amor, no sólo como impulso universal y sobrehumano sino como fuente de vida inextinguible y como ligamen de los seres unidos en pequeñas comunidades, a salvo de la soledad y el desamparo.

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De allí que el amor sea, preferentemente, un don de la mujer, pronto a manifestarse por los modos más diversos: los juegos infantiles de rondas, los cambios de abrazos y besos, de guiños y sonrisas; la tierna posesión de una muñeca, los arrullos y los cantos de cuna; el pudor que surge como el signo de una revelación consciente y un escudo de defensa; el dominio de sí en las relaciones con personas del otro sexo; la iniciativa que vence a la timidez y la decisión que se adelanta y se mantiene, a pesar de todo, en circunstancias excepcionales; la apasionada adhesión a ideas a través de personas; la irradiación de su innato poder de fecundidad que atrae y estimula, desde el plano físico hasta la esfera artística y literaria. No es frecuente que la mujer se evada de su mundo para recorrer los lejanos y tortuosos caminos de la abstracción y la generalización, del análisis y la síntesis y del razonamiento riguroso, ni que pueda alcanzar la visión y la perspectiva que acompañan a la comprensión, a despecho del espacio y el tiempo. Más familiares son para ella las relaciones con un fondo de afectividad, la conversación animada, el cumplimiento de tareas culturales que no exijan una función directiva, la realización de un trabajo paciente y minucioso. En un mundo interior en el cual los móviles afectivos tienen el campo libre a expensas, muchas veces, de la razón, como si el conocido aserto de Pascal tuviese aquí mayor vigencia que en otra parte, («El corazón tiene sus razones que la razón no puede comprender») y en que lo próximo se impone a lo lejano, lo personal a lo impersonal, lo concreto a lo abstracto y lo presente a lo pasado y futuro; en ese mundo hay lugar para los celos, para la limitación cercana y para la comunión con credos y patrones culturales próximos a su personalidad. Como se sabe, la mujer encuentra en la sociedad, entendida como un sistema viviente de relaciones y costumbres bajo un conjunto de normas, una satisfacción que, generalmente, deja de lado la Naturaleza, a la cual no siente como portento cósmico, precisamente porque ella está inserta en su seno, porque la lleva dentro de sí, donde actúa con un poder fecundo y silencioso. Por supuesto, sería inútil esperar que, en la mayor parte de los casos, piense y actúe en armonía con su misión substantiva, que rebasa la individualidad y requiere de dotes que no se prodigan con frecuencia. A menudo se puede observar el cumplimiento ciego de tareas que se desprenden de la maternidad o la derivación de la conducta hacia asuntos en los que prolifera una suerte de maleza social que amenaza muchas veces con cubrir y sepultarlo todo. Ocurre, entonces, que la autenticidad deja el paso a la ficción, el vigor a la debilidad y el cumplimiento del deber a las satisfacciones fugaces. La mujer debería educarse como tal, con las variantes adaptables a cada caso, en pos de la conciencia de sí misma, de su dignidad y respetabilidad, así como de ese mundo de amor, de abnegación y de sutiles preferencias que le pertenecen por derecho propio. Las puertas de las más diversas instituciones deben estar abiertas para ella, pues el

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cumplimiento de su función natural no excluye sino demanda, más bien, su participación en el mundo de la sociedad y la cultura. Tan peligroso es, sin duda, prepararla preferentemente para la caza del hombre, como convertirla en un apéndice del engranaje industrial. Son notorios, en el primer caso, el predominio de la frivolidad y el artificio, la superposición de los medios a los fines y los excesos de la simulación en desmedro de la naturalidad y la verdad; y en el segundo, el sacrificio de la mujer a las exigencias de la maquinaria montada para la producción en serie, al servicio de intereses comerciales. Cuando la mujer actúa en armonía con su misión de madre y la cumple con un fondo de comprensión y ternura que no excluyen la energía y la justicia sino que las integran, – recordemos la linda cólera materna de un poema de César Vallejo– es superior al hombre porque, en buena cuenta, es anterior a él y porque lleva implícita una función vital –y la vida es superior a la cultura– una misión humana que se resuelve en creación –y la creación, como acto, es lo primero– sin olvidar que hay una fuerza originaria, volvemos a decirlo, que alienta en el substratum de todo lo que vive y, más aún, de quienes tienen conciencia de que viven: el amor. Entre la mujer, tocada por la maternidad, y el hombre, que interviene fugazmente en la concepción, hay notables dife-rencias. Si él no tuviese otra cosa que hacer, sería el zángano del cual habla Katherine Mansfield en Preludio. Sin embargo, la continuidad de la vida, gracias al advenimiento de los nuevos seres, su alimentación y salvaguarda, serían imposibles sin la organización, la administración y la dirección de la sociedad, sin el trabajo merced al cual se obtienen los recursos necesarios para el mantenimiento, el bienestar y el avance de la sociedad y cada uno de sus miembros, y sin la creación y el enriquecimiento del mundo de la cultura, todo lo cual corresponde preferentemente al hombre, libre de las ataduras de la maternidad. El hombre, menos resistente que la mujer al dolor y las enfermedades, con menos vida por delante, menos natural también y acaso más vulnerable e inacabado, se mantiene en evolución constante, como si en él hubiese una síntesis de fuerza muscular y capacidad racional, de ímpetus animales y aspiración a la conciencia, de apetitos e ideales, de «cuidados pequeños» y un insaciable anhelo de absoluto y de eternidad. No es extraño, por tanto, que intente realizar aventuras, llevado por un impulso irresistible o una curiosidad insaciable que lo llevan a descubrir verdades ocultas, a luchar y triunfar, y a convertir cada triunfo en un punto de partida para una nueva aventura. Esta actividad incesante y múltiple, que se desarrolla febrilmente, que demanda increíbles sacrificios, que requiere de sistemas, de instrumentos, de organismos; que agrega un elemento a otro elemento, un eslabón a otro eslabón, hasta conformar un mundo inacabado como el hombre, constituye su razón de ser y su supremo destino. El hombre puede elevarse, con relativa facilidad, a la esfera de las abstracciones y las generalizaciones; puede seguir el hilo de una reflexión lógica y elaborar una teoría o un sistema digno de tal nombre; puede crear en el campo de la literatura, de la música y de

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las artes plásticas; puede ahondar en una partícula y aprehender un conocimiento que unido a muchos otros y organizado en una estructura suficientemente autónoma termina por constituir una ciencia; y puede, también, dejar atrás el estrecho círculo de las costumbres y las convenciones sociales y caer en el agnosticismo y el escepticismo, pero es capaz de abrazar una causa y sufrir y morir por ella. Puesto que su contribución más importante es al mundo de la cultura, no se debe esperar de él la inmovilidad y la satisfacción permanentes sino una inquietud y un impulso interior capaces de llevarlo a la previsión del futuro, a la concepción de una utopía y al empeño y el esfuerzo para contribuir a la transformación de una realidad que considera injusta e irracional. Ciertamente, el amor es en él una fuente de estímulos, de imágenes seductoras y de escondido deleite, que puede proyec-tarse a los seres y las cosas del Universo, como en el caso de Francisco de Asís, y sentirse hermanado con ellos a la vez que soñar con realizaciones imposibles. La disciplina, impuesta por sí mismo, la organización, la crítica, el gobierno, son partes de su mundo. Su capacidad para encontrar en un árbol, en un ave o un río un motivo de goce y satisfacción íntima, para vagar con el pensamiento y alumbrar ideas, van a la par del sentimiento cósmico que desborda el marco del orden impuesto por pequeñas necesidades humanas, precisamente porque entre la totalidad y él hay una línea divisoria que le permite alcanzar la visión y la comprensión objetiva. Es comprensible que estas calidades, tan variadas y de tan alto rango, no se den juntas en una sola persona y que, muchas de ellas, se excluyan mutuamente. Además, la mayor parte de estas consideraciones no se refieren al hombre y la mujer, en general, sino a quienes reúnen en sí mismos las calidades esenciales de su sexo, cuya plenitud humana los acredita como representantes de la masculinidad y la femineidad. Las calidades innatas son decisivas porque se identifican con cada ser humano, delínean su personalidad y configuran su carácter, a la vez que le señalan sus posibilidades y limitaciones dentro del medio social.

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II Naturaleza y Vivencia Popular

La subordinación del hombre primitivo a la Naturaleza se explica fácilmente. Surgido como un brote de la tierra, su sentimiento de sujeción y desamparo en un mundo misterioso y mágico, regido por divinidades invisibles, tendría que llevarlo al acatamiento de poderes ocultos, a la intermediación de magos y brujos, a la formulación de conjuros, al afán de adivinar el porvenir y a la práctica de sacrificios de animales y aun de seres humanos para agradar, recibir ayuda o aplacar a las potencias divinas. En la obra de L. Lévi-Bruhl La Mentalidad Primitiva(2), los ejemplos y las observaciones ilustran acerca de esta dependencia en numerosas páginas. «Para la mentalidad primitiva –dice el autor– el mundo sensible y el invisible forman un todo. La comunicación entre lo que llamamos la realidad sensible y las potencias místicas es, pues, constante. Todos los objetos y todos los seres están implicados en una red de participaciones y de exclusiones místicas. La mentalidad primitiva vive en un mundo donde innumerables potencias ocultas siempre presentes, están obrando constantemente o listas para obrar. A los ojos de los primitivos, nada hay fortuito. A los dankays los espíritus y los demonios les parecen tan reales como sus propias personas. Es natural que en las representaciones colectivas de los dankays, los pájaros sagrados no solamente anuncian los acontecimientos sino que los produzcan. A los ojos de la mentalidad primitiva curar una enfermedad es vencer el encantamiento que le ha causado por medio de un encantamiento más fuerte». «En las sociedades más desarrolladas del África central, la obsesión por la hechicería es continua». Es verdad que la magia, la hechicería y el tabú no han desaparecido. El mito y las supersticiones son universales. En estos casos hay un fondo de irracionalidad pero también de vitalidad. El mito es elogiado y reclamado por quienes tratan de dar vida y poder fecundante a una utopía, en tanto que los racionalistas a outrance lo condenan sin atenuantes. La fuerza del mito está dada por su raíz vital, a despecho del intelecto. En el polo opuesto al escepticismo, que alienta y se extiende en el seno de los pueblos viejos, el mito es un impulso juvenil. Aquello que se alimenta de una convicción, existe realmente, aunque sólo sea por sus efectos y, quizá, únicamente para cada persona o un conjunto de personas. Si el mito nos mueve y nos proyecta hacia algo, la superstición, en cambio, nos detiene y nos ata a supuestos igualmente irracionales. La mayor parte de personas tiene una superstición o más porque para ellas no todo es tangible ni todo está explicado. El

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espacio en que se encuentran no termina con la percepción efectiva o posible, sino que se extiende hasta una zona en la cual reina el misterio. Algunos hechos pueden ocurrir porque no obedecen a la voluntad del protagonista o a una causa verificable, sino a un poder ignorado, con lo cual no se está muy lejos de la mentalidad primitiva. El mito y la superstición permanecerán siempre porque son propias de la naturaleza humana. La razón cubre una parte del dominio del hombre. La otra, mucho más amplia y profunda, porque es más vital, pertenece al mundo de los instintos, de la afectividad y, en suma, de la subconciencia. Cuando se pasa de los pueblos primitivos a las altas culturas, el vínculo del hombre con la Naturaleza se mantiene y las diferencias que se advierten entre ellas son, en su mayor parte, formales. Elijamos dos de ellas. En Grecia, esa vinculación se expresa a través de un cierto número de divinidades, mayores o menores. Cada una de las manifestaciones y poderes del Universo encuentra en un dios una representación viva que es como una extensión humana. Además, las pasiones de los hombres se objetivan también en un ser superior. Es difícil comprender la identificación de fenómenos naturales con personajes divinos, no como una figuración poética o un recurso intelectual, sino como una realidad tangible, hasta el punto de que a esos dioses se les teme, en algunos casos, se los invoca con frecuencia y se les rinde culto público y privado y se multiplican los sacrificios, las procesiones y las festividades. El culto se efectúa en los templos, algunos de ellos suntuosos, pero también en santuarios modestos y en la intimidad del hogar, sin que se desdeñen las rocas, los árboles, las fuentes y las grutas, vinculadas a alguna divinidad. Esta vinculación antropomórfica del pueblo con su medio natural, tiene un fondo de misterio, de mito y de unción religiosa. Los dioses se parecen mucho a los hombres. Sus aventuras son del dominio común y, en más de un caso, distan mucho de normas morales y requerimientos éticos. Los poetas fueron convirtiendo a las divinidades primitivas en otras más accesibles y añadieron, sin duda, episodios más complicados a una mitología cada vez más vasta y variada. «Lo primero que resulta, a lo que parece, –nos dice Burckhardt– es que los bienhechores y educadores de la humanidad han sido elevados a la categoría de dioses, y se ponía en esta categoría, además de Heracles, a los Dioscuros y a Asclepia. Eolo se convirtió en dios de los vientos porque inventó el navegar a vela. Medusa se nos convierte en una princesa Libia contra la que marcha Perseo.

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Los dioses no son de tamaño mayor que el hombre; se sientan con él a la mesa. Algunos de los dioses no son sino personificaciones de impulsos humanos como Ares, ‘el insensato‘ y Afrodita. Hermes resulta el ratero por antonomasia. Ares es la lucha desesperada. Afrodita es el instinto y Helena su víctima involuntaria. Dionisos posee un tipo de personalidad distinto de los demás dioses. Le incumbe particularmente la vida, pero las delicias del vino y la embriaguez no agotan su importancia»(3). La Iliada se inicia con una invocación a los dioses. «Canta, diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo». Y a lo largo del poema, los dioses son los protagonistas de la lucha, más aún que los hombres. Apolo diezma a los griegos; Zeus recurre al engaño de un sueño para confundir a Agamenón; Atenea interviene en la contienda, lo mismo que Iris; Poseidón acude en defensa de los griegos contra los troyanos, los dioses infunden ánimo a unos u otros de los combatientes y Aquiles, el héroe, suspende la batalla y permite que se levante un túmulo para el cadáver de Héctor. La Odisea se inicia con una invocación a la Musa y la asamblea de los dioses. Como en la Ilíada, ellos alternan con los hombres y deciden el curso de los sucesos, aunque la Moira es el Destino que rige a todos. La Naturaleza encuentra aquí las palabras que le son debidas: «Junto a la gruta, una magnífica viña desplegaba sus ramas cargadas de racimos, y muy cerca unas de otras vertían su clara linfa cuatro fuentes, que dejaban correr sus aguas a través de sus suaves praderas de perejil y violetas». «Al llegar a aquel paraje, los ojos de cualquier dios se hubieran sentido hechizados y encantada su alma». El viaje de Ulises no sólo llama a los dioses a participar en él para favorecerlo o impedirlo, sino es un constante contrapunto del héroe y los peligros y los refugios de la Naturaleza, personificada muchas veces en seres divinos: Circe, las Sirenas, Caribdis y Escila, entre otros. Por lo demás, en este mundo que podríamos llamar de «realismo mágico», adelantándonos en muchos siglos a un fenómeno literario de nuestro tiempo, los hechos y las ficciones se confunden porque éstas son vividas como partes animadas del conjunto. «Desde la playa, partiendo de las rocas, –leemos en Lezama Lima– comienzan a surgir los caballos voladores, como una espada que arrancase de las rocas telas mágicas. Un aire de flauta comienza a desenvolver una cancioncilla recogida por Orfeo, mientras se alejan los portadores de tirsos. La canción de Orfeo, la flauta panida y los gallos eleusinos, destruyen el sombrío manto de la enemiga de Psique»(4). En el Perú, la vinculación del hombre con la Naturaleza, la vivencia popular de ese ligamen misterioso y, en cierta forma, sagrado, constituyó una de las notas esenciales de la cultura andina que aún se mantiene en gran parte de la población.

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En este caso, la relación es directa, sin intermediarios o figuraciones poéticas, como si un cordón umbilical mantuviese unidos a la Naturaleza y a sus hijos, los hombres. Es ya revelador el hecho de que se llame «la madre tierra» (Pacha mama) al astro que habitamos y al que debemos la vida. El ayllu, la comunidad tradicional, permanece unida, sobre todo, por la posesión de la tierra y, a la vez, por vínculos religiosos y tradicionales. «El ayllu o comunidad –dice Luis E. Valcárcel– es la reunión de familias vinculadas entre sí por lazos de parentesco, de posesión común de la tierra, de la misma religión, el mismo idioma, las mismas tradiciones y la convivencia durante siglos. El pequeño mundo dentro del cual vive la comunidad está constituido por elementos físicos como la tierra en sus diversos accidentes: montañas, ríos, fuentes, cuevas, peñascos, etc.». Pero este medio físico constituye un mundo mágico. El cerro más alto alberga el espíritu tutelar del ayllu; la caverna es la pacarina o lugar de origen, lo mismo que el manantial o la naciente de un río; todo está poblado de seres que influyen distintamente en la vida del hombre. Esta vida mágica del paisaje tiene un valor enorme para él porque no sólo tiene un valor económico sino mágico-religioso»(5). De allí que, aparte de los templos y santuarios, hayan sido innumerables los adoratorios al aire libre en cerros y quebradas, en fuentes y cavernas, en peñascos y lagunas. Así pues, si el antropomorfismo predominó en Grecia, aquí encontramos el predominio del animismo. Desde luego, este mundo mágico no se circunscribe a un lugar, ni siquiera a la Tierra. Va más allá y termina por abarcar el Universo. El Sol, Inti, al que se rinde culto preferente; la Luna, Quilla, los astros que brillan en el cielo, son mirados y sentidos por el hombre peruano con unción religiosa. Se ha hablado más de una vez, de un sentimiento cósmico en el antiguo Perú, no sólo por el testimonio de la tradición oral, por algunas referencias de los cronistas y por la vivencia popular aún en nuestros días, si no por los restos monumentales que motivan la admiración de visitantes, en general, y de hombres de estu- dio. Las rayas de Nasca, por ejemplo, constituyen un motivo de asombro, sin que se pueda encontrar una explicación satis-factoria. Las figuras zoomorfas de enormes proporciones, hasta el punto de que sólo se las puede apreciar desde la altura, posible en nuestro tiempo merced a la navegación aérea, pero imposible en la época en que fueron trazadas; la precisión con que están hechas, la posible intención de los autores y su verdadero carácter, son cuestiones que, probablemente, no serán dilucidadas, pero sí hay algo que se puede afirmar: su amplitud, que va más allá de la medida habitual, adquiere una categoría universal. La ciudad de Machu Picchu, construida en la cumbre de una montaña, es otro ejemplo de una unidad entre el medio natural y la obra humana. Aldous Huxley encontró en ella un testimonio pétreo de «la sabiduría ecológica de los Incas».

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Machu Picchu es más que una ciudad. Podría ser un santuario; un intento del hombre de aproximarse a regiones excelsas, una invocación hecha muros y cobijos y albergues, una oración silenciosa. En un paraje de montes cubiertos por una densa vegetación, allí donde el cálido ambiente es propicio para la fecundación y los partos prodigiosos, sería inútil que el viajero buscase una ciudad y, aún menos, que pretendiera encontrarla, por un exceso de la imaginación, en la cumbre de una de esas montañas. Sin embargo, quienes han ascendido penosamente por una senda zigzagueante ganada a la vegetación y desesperan de encontrarla, dominados por el cansancio, ven aparecer de pronto, como si surgiese de un paraje mágico obedeciendo a un conjuro, una ciudad suspendida en el abismo que multiplica sus muros, torreones y ventanas y desborda en andenes serpenteantes tapizados de verde: Es Machu Picchu. «Cualquier americano semiinstruido –dice Juan Larrea– sabe que en cierto paraje de su espacio natural donde por lo común no ha puesto sus plantas todavía, se muestra uno de esos raros fenómenos en los que lo humano parece haberse conjugado con lo cósmico en términos inexplicablemente excepcionales. Machu Picchu tiene, al parecer, mucho de cósmico. Hay allí algo que no se ajusta a las dimensiones de lo humano por mucho que se las hipertrofie y enaltezca, cierta rara sublimidad que no se siente en El Escorial, en Atenas o Roma, en Delfos, en Gizeh y demás lugares prestigiados por la acción del hombre»(6). Estos testimonios son, sin duda, definitivos, pero hay algo más aún cuando se trata de la comunión del hombre con la Tierra; del vínculo de los seres humanos con los montes, las fuentes y los ríos; el íntimo contacto del paisaje natural y el paisaje humano, hechos, expresión y poesía en la obra de José María Arguedas, el gran escritor peruano. Bastaría, para probarlo, espigar en sus cuentos y en sus novelas, como en Warma Kuyay que empieza con aquella evocación de encantamiento: Noche de luna en la quebrada de Viseca. Salcedo, el protagonista de Orovilca, habla de un ave: «El chaucato es un príncipe como de los cuentos». «Debe ser algún genio, antiguo, iqueño. Es quizá el agua que se esconde en el subsuelo de este valle y hace posible que la tierra produzca tres años, a veces más años, sin ser regada». En Hijo Solo: «A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas». «Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas». En El Ayla: «El sol del crepúsculo comulga con el hombre, no sólo embellece el mundo. Mientras el Auki cantaba, la luz se

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extendía, bajaba de las cumbres sin quemar los ojos. Se podía hablar con el resplandor o, mejor, ese resplandor vibraba en cada cuerpo de la piedra, del grillo que empezaba ya a inquietarse para cantar y en el ánimo de la gente»(7). Cuando Arguedas habla de sí mismo y de su sentimiento de la Naturaleza, que lo es de la comunidad a que pertenece y representa como ningún otro, sus palabras fluyen como la linfa de una fuente: «Quedaron en mí dos cosas muy sólidamente desde que aprendí a hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que se tienen entre ellos mismos y que le tienen a la naturaleza, a las montañas, a los ríos, a las aves, y el odio que tenían a quienes, casi inconscientemente, y como una especie de mandato Supremo, les hacían padecer. Yo hasta ahora, les confieso con toda honradez, con toda honestidad, no puedo creer que un río no sea un hombre tan vivo como yo mismo. Yo les decía a mis amigos en el Rhin, si trajera a unos cuantos de mis paisanos de Puquio y los pusiera en la proa de este barco, caerían todos de rodillas ante el espectáculo de este río». «Para el hombre quechua monolingüe, el mundo está vivo; no hay mucha diferencia, en cuanto se es ser vivo, entre una montaña, un insecto, una piedra inmensa y el ser humano. No hay, por tanto, muchos límites entre lo maravilloso y lo real». «Una montaña es dios, un río es dios, el ciempiés tiene virtudes sobrenaturales»(8). En Diamantes y Pedernales: «Porque el achauk`aray y el phalcha florecen sobre la tierra helada, bajo los pedregales en que comienza la nieve. Respiran lozanas en las silentes regiones donde no llegan ni las gramíneas ni las aves pequeñas, ni las vicuñas. El corazón humano se enciende al encontrarlas. Quien las descubre junto a los desiertos cegadores de nieve, vibra dulcemente y se arrodilla». «Los bosques de retama perfumaban el campo. Se veían las flores como claras manchas a las orillas del río. La luna menguante no opacaba a las estrellas, iba acercándose al filo de los montes en un extremo del cielo despejado; bajo la luz tranquila brillaban las estrellas sin herir tanto». «Nunca se funden las cosas del mundo como en esa luz». «El resplandor de las estrellas llega hasta el fondo, a la materia de las cosas, a los montes y ríos, al color de los animales y flores, al corazón humano, cristalinamente; y todo está unido por ese resplandor silencioso». «Desaparece la distancia. El hombre galopa pero los astros cantan en su alma, vibran en sus manos. No hay alto cielo». Arguedas dice cuando está escribiendo El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo: «Yo estoy sufriendo hartísimo, pero cada vez amo más el mundo. La sola presencia de una árbol me recompensa de todo lo sufrido».

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III La Naturaleza y Rousseau

Juan Jacobo Rousseau tenía la Naturaleza a flor de labio. Que sepamos, ningún escritor la ha citado tantas veces, como si en ella se encontrase la clave de todas las cosas. Así, pues, el recuerdo de su personalidad y su obra, que se mantienen aún presentes a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, es ineludible. Todo el mundo ha oído hablar de Rousseau, pero son muchos los que ignoran las particularidades y vicisitudes de este hombre apasionado, complejo y contradictorio, que se entregó a la misión para la cual había nacido, a pesar de la pobreza, la soledad y los peligros que lo acompañaron siempre. Cuando nació Rousseau, Europa estaba profundamente dividida entre católicos y luteranos, y la muerte de su madre, a la que no pudo conocer, constituyó uno de los lamentables sucesos que afectaron su vida, como anuncio de lo que habría de ocurrirle después. La Ginebra de entonces se había entregado a la severidad de las normas religiosas. El padre de Juan Jacobo, un relojero un tanto abúlico y excéntrico, no acompañó a su hijo mucho tiempo. Pupilo en la casa de un pastor; aprendiz de grabador, incomprendido y maltratado, en una lucha entre las costumbres licenciosas de sus compañeros y una exigencia ética apenas naciente; atraído por las mujeres desde su temprana adolescencia pero obligado siempre a mirarlas de lejos; libre al fin cuando las puertas de Ginebra se le cierran, sin poder evitarlo; vagabundo impenitente y lector insaciable, acogido por la señora Warens a quien llamaría mamá, pero que lo atraería más tarde para convertirlo en uno de sus amantes; luterano refugiado en un hospicio católico, y luego, lacayo de librea; seminarista por breve tiempo; pensionista en la casa de un músico y alojado después en la casa de un zapatero remendón; aprendiz de músico en Lausana; secretario de un falso eclesiástico; empleado en una oficina de provisión de tierras; preceptor de niños en Lyon; secretario del Embajador de Francia en Venecia; compositor de óperas; secretario y cajero de una dama, Mme. Dupin, es difícil encontrar un caso semejante, en el que los cambios de ocupación, la vagancia consuetudinaria y el encuentro a tropezones con su propio camino, hayan ido a la par de un carácter extremadamente impresionable, de una imaginación desbordante y una pasión impetuosa que lo condujeron a la realización de una obra perdurable. «En su propia juventud singular –dice Matthew Josephson, uno de sus biógrafos– no hizo más que vagar como un paria por los caminos de Europa, compartiendo la rústica

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comida de las chozas campesinas y pasando las noches en cuevas y agujeros en los campos o en las desoladas calles de las ciudades»(9). Una tarde, vagando como siempre, lleva en las manos el Mercure de France y lee allí que la Academia de Dijon ha propuesto para el premio del año siguiente el tema «El progreso de las ciencias y las artes ¿ha contribuido a purificar o a corromper las costumbres?». Es su camino de Damasco. Rousseau lo ha contado en una carta a Malesherbes con un estilo inimitable: «Sentíme de pronto deslumbrado por un millar de luces resplandecientes; una multitud de ideas vívidas se apiñaban en mi mente con tal fuerza y convicción que me sumieron en una agitación indecible; sentía mi cabeza remolinear como la de un borracho. Sobrecogióme una violenta palpitación que hacía latir mi corazón de una manera insoportable; faltándome el aliento para seguir andando, me desplomé debajo de uno de los árboles del camino, donde permanecí durante media hora en un grado tal de exaltación que, al levantarme, noté la parte anterior de mi chaqueta humedecida por mis lágrimas, aunque inconsciente en absoluto de haberlas derramado». Ecce homo. Este es el hombre. Todo lo que se diga sobre él será siempre pálido y pobre ante estas líneas. Ese era el tema de toda su vida. Las ideas afluyen de pronto como si se hubiera esfumado la barrera que las detenía. La frivolidad y la hipocresía de un medio artificial; la injusticia de una sociedad gobernada por el egoísmo, la irracionalidad y el desdén sistemático e inhumano; los males que se habían ido acumulando sin medida; todo eso debía desaparecer para que surgiese el hombre despojado de esa capa opresora que desvirtuaba también el sentido de la cultura y de la historia. Ganó el premio y la fama lo hizo suyo para siempre. Diderot, ya su amigo, le dijo: «Su discurso toma por asalto a todo el mundo». La fama, ciertamente, no había de faltarle, pero tampoco el sufrimiento, el temor, la envidia de los otros y la persecución del Poder, con mayúscula. Rousseau, con su Discurso sobre las artes y las ciencias, se perfilaba no sólo como un contestatario sino como un revolucionario. Lo fue toda la vida. De allí que uno de sus contemporáneos, Garat, dijese que produjo escándalo, admiración y terror, como si se intuyese ya la explosión de 1789. Aún hoy, sus palabras son capaces de provocar un incendio: «La primera fuente del mal es la desigualdad –dice adelantándose en doscientos años a los revolucionarios de hoy, y agrega:– Si yo fuese el cacique de alguna nación africana colgaría a todos los europeos que cruzasen la frontera».

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Aún más: «Cuántos crímenes –antes de Proudhon y de Marx– guerras, asesinatos, miserias y horrores habría ahorrado a la especie humana el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiese gritado a sus semejantes: ¡Guardaos de escuchar a este impostor! ¡Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie! Únicamente el trabajo da al cultivador de la tierra derechos sobre la cosecha». La fama no lo colmó de soberbia sino constituyó más bien un reto que lo obligó a traducir en actos sus ideas. Se había unido con una humilde lavandera que no sabía leer ni escribir ni expresarse correctamente ni aprender siquiera los nombres de los meses del año. Envió a sus hijos al orfelinato apenas habían nacido, y el remordimiento lo agobió el resto de su vida, afectada también por una enfermedad que no pudo curar nunca: la retención de orina. Reducido, por su propia voluntad, al oficio de copista, encontró en él los recursos necesarios para vivir a su manera. Sería inútil continuar con las vicisitudes de Rousseau. Al primer discurso siguió otro sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, y su actividad intelectual culminó con obras capitales: Emilio, El Contrato Social, La Nueva Heloísa, Confesiones y Ensueños de un Paseante Solitario, seguramente la más hermosa de todas. La revelación de la Naturaleza es para Rousseau un motivo de exaltación y una fuente de felicidad. La siente como una obra de la divinidad, a la que dedica páginas memorables en «La Profesión de Fe del Sacerdote Saboyano» que incluyó en Emilio. El libro fue quemado por el verdugo en un acto público y su autor hubo de huir y refugiarse en Inglaterra. Le obsesionaba el tema de la naturaleza en el hombre, cuyas leyes superan sin medida a las otras, propias de las convenciones sociales. Para él, la naturaleza humana y la civilización se oponen entre sí, por lo cual, concluye, hay que volver al hombre de la Naturaleza. El aserto se presta a confusión y las interpretaciones son diversas. Francisque Vial ha tratado de explicarlo: «El hombre de la naturaleza, tal como él [Rousseau] entiende definirlo, no es un ser histórico y real; es una abstracción lógica, un concepto. Del hombre, tal como él lo ve, elimina todo lo sobreañadido, lo ficticio, y lo que encuentra bajo esa gruesa costra de caracteres adquiridos, es la constitución primaria del hombre, es la esencia del mismo, es el hombre de la naturaleza». «Para Rousseau, y podemos decir esto sin jugar con las palabras, el hombre de la naturaleza es exactamente la naturaleza del hombre»(10). «Todo está bien al salir de manos del Autor de las cosas; todo degenera en manos del hombre». Así empieza el Emilio.

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«El hombre ha nacido libre, pero en todas partes se halla cargado de cadenas». Así empieza el Contrato Social. Naturalmente, esta obsesión por «el hombre de la naturaleza» había de ser mirada con escepticismo y provocar polémicas y burlas. El más mordaz fue, por supuesto, Voltaire que le escribió a Rousseau, después de recibir su libro sobre el Origen de la desigualdad entre los hombres: «Acabo de recibir, señor, su nuevo libro contra la especie humana, y le agradezco por ello. Pinta usted con verdaderos colores los horrores de la sociedad humana. Jamás he visto tanto talento empleado para volvernos estúpidos. Leyendo su libro siéntese el deseo de andar a cuatro patas. Empero, como por desgracia, hace más de sesenta años que he perdido ese hábito, me es imposible asumirlo nuevamente y debo dejar esa postura natural a quienes sean más dignos de ella que usted y yo». El hombre que encuentra en la Naturaleza la clave de la felicidad humana, se despoja de sus preocupaciones y siente un goce profundo cuando va por caminos solitarios bordeados de flores, allí donde todo está lejos de la civilización. «En aquella profunda y deliciosa soledad –refiere en sus Confesiones– en medio de los bosques y de las aguas, oyendo el concierto de los pájaros, aspirando el perfume de la flores de naranjo, compuse en un continuo éxtasis el quinto libro de Emilio cuyo colorido bastante fresco debo en gran parte a la viva impresión del local donde lo escribí»(10). Refugiado en la isla de Saint-Pierre, añade a sus ocupaciones habituales la recolección y el estudio amoroso de hojas, de flores y de hierbas, que habían de prolongarse hasta su muerte. «Errar perezosamente por el bosque y por el campo –dice– tomar esto y aquello, tan pronto una flor como una rama; coger las yerbas al acaso, observar mil y mil veces las mismas cosas y siempre con el mismo interés». «Por muy diversa que sea la estructura de los vegetales no puede interesar a una mirada ignorante. No ven nada en detalle porque no saben siquiera lo que es preciso mirar y no ven tampoco el conjunto, porque no tienen ninguna idea de esa cadena de relaciones y de combinaciones que colma con sus maravillas el espíritu del observador». «No quería dejar una brizna de hierba sin análisis y me disponía a hacer, con una selección de observaciones curiosas, la Flora petrinsularis». «He amado siempre, apasionadamente, el agua, y su vista me lanza a un sueño delicioso. Al levantarme, cuando hacía buen tiempo, no dejaba nunca de correr sobre la terraza para aspirar el aire salobre y fresco de la mañana y contemplar aquel hermoso lago, cuya ribera y las montañas que le rodean encantaban mi vida. No encuentro un homenaje más digno a la divinidad de esa admiración muda que excita la contemplación de sus obras y que no se expresa de una manera material». «Oh, Naturaleza, oh madre mía», hubo de clamar más de una vez con entrega total y unción religiosa.

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Así, pues, Rousseau se convierte en naturalista. Iba a vagar, ciertamente, como lo había hecho con frecuencia, pero iba a la vez a herborizar, no sólo con un propósito de conocimiento si no de íntima comprensión y, algo más, de retorno a la vida universal, para confundirse con ella y sentirse animado por el mismo impulso misterioso que convierte las semillas en plantas y las gemas en hojas, en flores y frutos.

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IV Las Afinidades Naturales

En las Afinidades Electivas de Goethe, Eduardo y Carlota comparten su vida, como esposos que son, en medio de la abundancia, pero también tocados por la soledad que a veces interrumpe las visitas de vecinos y amigos. Eduardo insiste en atraer al Capitán con el que pasó días muy felices, y Carlota se esfuerza por convencer a Otilia, una linda muchacha, protegida suya, para que deje el internado y vaya a vivir con ellos. Ambos alcanzan lo que desean y, con el correr de los días, Eduardo y Otilia se sienten mutuamente atraídos, así como Carlota y el Capitán. Esa atracción se acentúa hasta el punto de que Carlota debe acudir a su dominio sobre sí misma, y el Capitán se aleja a tiempo, pero el amor de Eduardo por Otilia crece como un incendio y sólo termina con la muerte de ambos. Es natural que Eduardo se sienta deslumbrado y cada vez más atraído por una bella muchacha que, además, obedece al mismo impulso, que se adapta a sus costumbres y trata de complacerlo, porque ella ve también en él aquello que le faltaba; y es natural que Carlota y el Capitán sientan una atracción mutua que desborda el marco del matrimonio, institución a la cual ella está obligada y que él respeta por ella misma, por su amigo y por la acogida que se han servido dispensarle. Al parecer, las afinidades, en este caso, no son electivas sino enteramente naturales. La elección implica un razonamiento previo, una comparación de las ventajas y las desventajas y una decisión que se traduce en hechos. La afinidad natural, en cambio es una suerte de atracción que actúa por sí misma, independientemente de la voluntad de las personas que se sienten, más bien, arrastradas por una fuerza que tiende a unificarlas, a pesar de las convenciones sociales, porque esa fuerza es una manifestación del imperio de la Naturaleza. Sin embargo, la afinidad de los elementos químicos que figura en la novela, es un punto de apoyo para una conclusión diferente. La definición que da el Capitán no deja lugar a dudas. «Llamamos afines aquellas naturalezas que al encontrarse rápidamente hacen presa una de otra y de un modo recíproco se influyen». Es inevitable que, al abordar este asunto, nos encontremos de pronto con el movedizo y complejo mundo de la psicología. Las diferencias individuales constituyen un axioma desde el punto de vista psicológico. Asombra el hecho de que cada ser humano sea único, aunque millones de ellos pueblan la tierra. Se ha dicho que ni dos gotas de agua son iguales y Montaigne ha llegado a

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afirmar que la diferencia entre un hombre y otro hombre es mayor que entre un hombre y un animal. Es interesante observar que, pese a estas diferencias o, precisamente, a causa de ellas, unos y otros se siente atraídos entre sí, al margen de la reflexión y la voluntad. Conviene a nuestro propósito, referirnos a un hecho previamente a las afinidades mismas. Nadie puede dudar del dominio del código genético. Una simple observación a lo largo de nuestras relaciones, por fugaces que ellas sean, nos permiten distinguir el talento de unos y la limitación mental de otros que se revelan principalmente a través del lenguaje, como lo hace notar Klages. La agilidad mental, la rapidez de la comprensión, el uso de las palabras adecuadas, la fluidez de la expresión, la adaptación inmediata a ambientes y situaciones distintas que van más allá del influjo de un medio determinado o del contacto con otras culturas y otras gentes y aún más allá de la educación misma, nos revela sobre todo, una capacidad natural que no se manifiesta en otras personas. Ocurre lo mismo cuando se habla con razón, de un poeta o de un filósofo o pintor o un músico «nato». Esta palabra lo dice todo. La intuición del médico, del político, del científico es, también, un don de la Naturaleza. Las cualidades extraordinarias que estudia la parapsicología tienen el mismo sello. Y el genio, al que nos referíamos antes, constituye, quizá, la prueba más convincente a este respecto. La Caracterología nos proporciona una prueba más en apoyo de esta tesis. Los temperamentos sanguíneo, melancólico, colérico y flemático, admitidos desde antiguo, y los tipos pícnico y leptosomo de Kretschmer a los que corresponden los temperamentos ciclotímico y esquizotímico, no son productos de la sociedad y la cultura sino de la Naturaleza. La afinidad es, generalmente, una suerte de vínculo natural entre dos personas que han sido dotadas igual o semejantemente desde su nacimiento, aunque en numerosos casos se trata, más bien, de una suerte de compensación o complementación necesaria y, por lo tanto, difícil de eludir. La Historia nos ofrece ejemplos muy ilustrativos al respecto. Es difícil encontrar una afinidad como la que hubo entre Sócrates y Platón, hasta el punto de que no se sabe qué es lo que pertenece al uno y al otro, pues la esencia y la trama filosófica son de ambos, sin distinción posible. En este caso, la afinidad fue no sólo una atracción mutua dada por el genio, sino una extraordinaria identidad de ambos en la concepción del mundo y del yo.

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Si Sócrates era el Maestro de tan grande virtud intelectual que su personalidad y su obra dividen la historia de la filosofía en dos etapas, antes de él y después de él, Platón era el discípulo capaz de fijar en la palabra escrita y a través del diálogo, inseparable de la reflexión compartida y la búsqueda fervorosa de la verdad, el pensamiento de aquél, que andaba por las calles, alejándose muchas veces de la irascible Xantipa, hasta encontrar un interlocutor inteligente con quien dialogar. Sócrates ha sido, sin duda, el más grande educador del mundo occidental, a la vez que «un santo de la historia de la filosofía», como dice Jaspers. Erasmo de Rotterdam se dirigía a Sócrates como a un dechado de santidad: Sancte Sócrates, ora pro nobis. Y Platón, en una de sus cartas, dice: «mi querido y viejo amigo Sócrates, a quien no temo proclamar el hombre más justo de su tiempo». La vida y la muerte de Sócrates superan ampliamente a la palabra escrita –como se sabe, él no dejó ni una sola línea–. El testimonio de su pensamiento nos dice que la filosofía no era, en su caso, un ejercicio de la inteligencia sino una función vital. ¿Cómo era Sócrates? ¿Quiénes pudieron verlo y acompañarlo en la aventura de abrir un camino y discurrir por él? En El Banquete, Alcibiades, que había interrumpido el diálogo de sus amigos en torno al amor, al llegar embriagado y con grandes voces, es invitado a hacer el elogio de Sócrates, presente allí y lo compara «a esos silenos que hay en los talleres de los escultores, que modelan los artífices con siringas o flautas en la mano y que al abrirlas en dos se ve que tienen en su interior estatuillas de dioses pues, cuando se escucha a tí -dice, mirando a Sócrates- o a otro contar tus palabras, quedamos transportados de estupor y arrebatados por ellas. Muchas son, sin duda, las otras y admirables cosas que se podrían alabar en Sócrates; pero sí entre sus demás acciones tal vez las haya semejantes a las que se podrían citar de otras personas, en cambio, el no ser semejante a ninguno de los hombres, ni de los antiguos ni de los que ahora viven, es digno de toda admiración». En Critón, Sócrates, ya en prisión y seguro de que va a ser condenado a muerte, recibe la visita de uno de sus discípulos, Critón, precisamente, quien lo insta a fugar con ayuda de sus amigos, para salvar su vida. Sócrates, que no acude a la razón sino que es la razón misma, en carne y en espíritu, le replica de este modo: «La Patria es más digna de respeto que la madre, el padre y los antepasados todos». Si aceptara la propuesta de Critón, las leyes, es decir, las normas que presiden la vida ciudadana, le dirían según él, «Sócrates, obedécenos y evita el ridículo que harías saliendo de la ciudad, pues es evidente que también tus amigos correrían el riesgo de ser desterrados y quedar privados de sus derechos civiles o perder su fortuna». «En cuanto a ti si vas a alguna de las ciudades más cercanas, llegarás a ellas como enemigo de su régimen de gobierno, todos cuantos miran por el bien de la ciudad te

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verán con desconfianza, por considerarte un violador de las leyes y harás buena la opinión de tus jueces. Y siendo esto así ¿huirás de las ciudades de buenas leyes y de los hombres más honestos? Y si obras así, ¿Valdrá la pena vivir?». Su defensa ante los jueces terminó con estas palabras: «Yo he de marchar a morir y vosotros a vivir. ¿Sois vosotros o soy yo quien va a una situación mejor? Eso es oscuro para cualquiera, salvo para la divinidad». En Fedón, ya habiendo muerto Sócrates, se habla acerca de sus últimos momentos. Fedón dice a su amigo Equícrates: «Tan tranquilo y noblemente moría, que se me ocurrió pensar que no descendía al Hades sin cierta asistencia divina, y que al llegar allí iba a tener una dicha cuan nunca tuvo otro alguno». Sócrates, rodeado por alguno de sus discípulos, se mantiene sereno y dialoga con ellos como lo hacía siempre, esta vez sobre la muerte y el alma. «Y qué no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo? ¿Y qué el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en sí mismo, y el alma al otro, separada del cuerpo y sola en sí misma? ¿Es acaso la muerte otra cosa que eso? ¿Y no se da el nombre de muerte a eso, precisamente, al desligamiento y separación del alma con el cuerpo? ¿Y no sería ridículo que un hombre que se ha preparado durante su vida a vivir en un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le llega ésta? Pues, afirma, «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan a morir». «Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquellos la verdad de las cosas» –dice Sócrates– «puesto que nuestros sentidos llaman a engaño». La reminiscencia de vidas anteriores y la reencarnación posible constituyen puntos de mira para Sócrates, pues, «si el alma existe previamente y es necesario que, cuando llegue a la vida y nazca no nazca de otra cosa que de la muerte. Luego, cuando se acerca la muerte al hombre, su parte mortal perece pero la inmortal se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquella». Sócrates, finalmente, llama al que debía darle el veneno. «Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?» –le pregunta–. «Nada más que beberlo y pasearte hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto» –es la respuesta. Sócrates bebe la cicuta tranquilamente. Hace como se le había indicado. Sus amigos no pueden contener las lágrimas. «Qué es lo que hacéis, hombres extraños» –les dice– «Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente para que no importunasen de este modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. ¡Ea! pues, estad tranquilos y mostraos fuertes».

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Platón es, como se ha dicho más de una vez, el filósofo por antonomasia. Se lo mira de lejos, como una cima, y quienes tuvieron la capacidad de trazar una línea de su superación humana, partieron de él para continuarla con Leonardo y Goethe. Whitehead dice que la filosofía es una serie de acotaciones a Platón y Jaspers confiesa que, después de haberse alejado un paso, es preciso volver a él una vez y otra vez. Platón es la síntesis y la exaltación de una cultura, la más fecunda y preclara de que se tenga noticia en Occidente, en el momento en que el apogeo había de ceder a la declinación inevitable y la maravillosa unidad del ser se convertía en una dualidad de cuerpo y alma, precursora del Cristianismo. En la célebre alegoría de la caverna, «imagínate una caverna subterránea –nos dice– que dispone de una larga entrada para la luz a todo lo largo de ella, y figúrate a unos hombres que se encuentran ahí ya desde la niñez, atados por los pies y el cuello, de tal modo que hayan de permanecer en la misma posición y mirando tan sólo hacia adelante, imposibilitados como están por las cadenas de volver la mirada hacia atrás. Pon a su espalda la llama de un fuego que arde sobre una altura a distancia de ellos, y entre el fuego y los cautivos un camino eminente flanqueado por un muro, semejante a los tabiques que se colocan entre los charlatanes y el público para que aquellos puedan mostrar, sobre ese muro, las maravillas de que disponen». «Observa ahora a lo largo de ese muro unos hombres que llevan objetos de todas las clases que sobresalen sobre él, y figuras de hombres o de animales, hechas de piedra, de madera y de otros materiales. – ¿Crees, en primer lugar, que esos hombres han visto de sí mismos o de otros algo que no sea las sombras proyectadas por el fuego de la caverna, exactamente en frente de ellos? – Esos hombres tendrán que pensar que lo único verdadero son las sombras. – Considera la situación de los prisioneros, una vez liberados de las cadenas y curados de su insensatez. ¿Qué crees que podría contestar ese hombre si alguien le dijese que entonces sólo veía bagatelas y que ahora, en cambio estaba más cerca del ser y de objetos más verdaderos?». La singularidad de Platón consiste no sólo en la primacía, la amplitud y la profundidad de su obra, si no en su interés por la política y la educación, pues quería contribuir a la mejora de los hombres y hubo de poner en peligro su vida misma, cuando llevado por esta pasión, viajó a Siracusa para inducir al tirano Dionisio a poner en práctica las ideas que él había presentado especialmente en La República y las Leyes. ¿Qué unió a Sócrates y Platón para siempre? Fue el genio, ciertamente, pero un genio dotado para aprehender la esencia de los seres y las cosas, con el acicate de favorecer el avance del hombre.

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Entre fines del siglo XI y principios del XII, en una ciudad de Italia del Medioevo europeo, un joven se divierte y derrocha dinero a manos llenas. Le llaman, por esta razón, «cesta agujereada». Su padre es un rico mercader, duro de corazón, y su madre es una mujer bondadosa que alguna vez sufrió una perturbación mental y fue detrás de un ermitaño. Su hermano perdió la razón a fuerza de beber. De su amor por Clara no hay casi noticias. Un día, entre otros, se sintió enfermo. Y todo ese mundo de placeres, que compartía con otros jóvenes como él, se esfumó ante el ímpetu de una inquietud creciente por la búsqueda del camino que lo conduciría hacia Dios. A partir de ese momento, el joven que esparcía dinero en todas partes, se fue convirtiendo en un alma atormentada dentro de su propia carne, cada vez más débil, dolorida y sangrante, que no conocía límites para el sufrimiento y que repetía incesantemente las palabras amor, amor, amor. Amó profundamente, con una entrega total, no sólo a los hombres si no a los animales, a las plantas, a los astros, en una comunión universal con el hermano Sol, la hermana Luna, la hermana agua, el hermano pájaro y la hermana hoja, desprendida del árbol y ya sin vida. Ha habido muchos ascetas y las religiones han sido las fuentes de renunciaciones y martirios en Oriente y Occidente, pero es difícil encontrar una vida semejante a la de Francisco de Asís, el pobrecillo que canta y danza y mira con ojos límpidos el prodigio del mundo y duerme en el suelo y tiene una piedra por almohada y echa cenizas en su pobre alimento y se refugia en una choza o asciende a una cumbre inclemente para ser herido por el viento helado a través de sus harapos, mientras dice sus parábolas o llama a las aves y las flores a entonar su Himno al Sol. ¿Quién lo indujo a este cambio del placer por el dolor, de las comodidades y el lujo de una mansión por el helado refugio de una caverna, del ambiente familiar por la soledad y el desamparo? ¿Cómo se desbordó ese amor hasta abarcar el Universo? ¿Por qué fue su entrega total, más allá de la capacidad y la resistencia humanas, a una doctrina de amor y de renunciación a los apetitos de la carne? El Cristo de Francisco no es aquél que dijo: «no penséis que vine a meter paz en la tierra; no vine a meter paz sino espada», sino el Jesús del Sermón de las Montaña y de las Bienaventuranzas. Francisco transformó en vida el verbo del evangelio que se hizo en su ser llama de amor y luz y linfa clara.

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En la América conquistada y sometida al imperio español, la libertad había llegado a ser un vivo anhelo para un puñado de criollos conscientes de su postergación y atentos a los estallidos de la Revolución Francesa. El régimen impuesto a sangre y fuego no podía tolerar el más débil asomo de disconformidad. Para él, no había un crimen mayor que la rebeldía contra el Rey, un rey lejano de un país remoto, pero presente a través de su representante, de funcionarios y de ceremonias. A pesar de todo, las conspiraciones y levantamientos terminaron por convertirse en una guerra entre «peninsulares» e «insurgentes» que se extendió por todas partes pero que alcanzó en Venezuela su máxima intensidad, como si fuese un incendio incontenible, del que surgió un héroe fulgurante, Simón Bolívar, el Libertador por antomasia. El no fue sólo un hombre de guerra. Caudillo, político, estadista, escritor, orador, vidente, no hubo en su tiempo y no hay aún en el nuestro, nadie que pueda comparársele, y es imposible que su gesta pueda repetirse, porque no se concibe siquiera la posibilidad de que alguien derrote al poderoso opresor de un continente y devuelva la libertad a cinco colonias, convertidas en repúblicas, y sueñe con unirlas, en medio de la incomprensión, la ignorancia y la mezquindad que lo condujeron a la muerte. Así, pues, aunque Bolívar hubo de alternar con personas notables, ninguno puede ser considerado cuando se trata de una afinidad natural, si se tiene en cuenta la plenitud de la intuición política, la pasión generosa, la capacidad creadora, la voluntad y el coraje a toda prueba, y es preciso pensar que alguien se sintiera atraído por él, que compartiera sus ideales, se adaptara a su carácter y permaneciese junto a él con lealtad ejemplar, como el mejor de sus discípulos. Ese hombre fue José Antonio de Sucre. Este es, también, un caso ejemplar de afinidad natural. De un lado está Bolívar, el genio de América, que se ha entregado a la lucha por la Libertad, como no lo ha hecho nadie, con una visión de continente y de futuro; del otro lado está Sucre, honesto a carta cabal, íntegro y recto, en el que se conjugan la prudencia y el coraje y que ve encarnada en Bolívar la idea de la Libertad. Su entusiasmo por la gesta revolucionaria y su admiración por el héroe, lo llevan junto a él y se convierte en un ejecutor irreemplazable que culmina su obra al lado del Libertador con el triunfo de Ayacucho y la creación de Bolivia. La afinidad de Manuelita Sáenz y Bolívar se podría reducir a la atracción recíproca entre una mujer y un hombre, si se tiene en cuenta que él era un enamorado constante de la Mujer, con mayúscula, y ella, un ser apasionado, capaz de echar por la borda prejuicios y ataduras sociales cuando sentía, precisamente, el impulso del amor al rojo vivo. Sin embargo, hay algo más. Manuelita se sintió atraída, sobre todo, por el genio de Bolívar, por sus hazañas, por el halo de gloria que iba con él a todas partes. Al unirse a su héroe, le fue fiel en todo

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momento y le salvó la vida cuando un grupo de conjurados irrumpió en sus habitaciones con el propósito de matarlo. En Bolívar visto por sus contemporáneos de José Luis Busaniche,(12) se dedican algunas páginas a las relaciones de Manuelita con el Libertador. Bolívar entraba triunfante en Quito después de la victoria de Pichincha cuando «sintió caer sobre su cabeza una corona de laurel» y, al levantar la mirada, «vio una hermosa dama que con el fulgor de sus ojos negros hizo bajar los suyos», refiere Ml. J. Calle. Poco después, en el baile, le fue presentada al Libertador «la señora Manuela Saénz de Thorne», pues era esposa del médico inglés Dn. Jaime Thorne. Bolívar reconoció en ella a la linda mujer que le había arrojado desde el balcón una corona de laurel. Y desde ese momento –dice Calle– «abandonando hogar, familia, pisoteando las leyes del honor y atropellando toda consideración social, esta mujer se unió a Bolívar y dióse a seguir los pasos del gran hombre, compañera de sus días de gloria y de sus horas de desaliento». Sobre su coraje y desprecio por las convenciones sociales, bastan unas líneas de Ricardo Palma: «En Lima cabalgaba a manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos lanceros y vistiendo dormán rojo con brandeburgos de oro y pantalón bombacho de cotonía blanca», una réplica americana de la europea George Sand. Más expresiva es la nota de José Cuervo: «En Bogotá se presentaba Manuelita con frecuencia vestida de oficial y seguida de dos esclavas negras con uniformes de húsares, que se llamaban Natán y Jonatás. En este traje, ella espada en mano y las negras con lanza, salieron en 1830, la víspera de Corpus, y rompiendo en la plaza mayor por la muchedumbre y atropellando las guardias, fueron a desbaratar los castillos de pólvora en que se decía haber figuras caricaturescas del Libertador». Cuando Bolívar corre el peligro de ser asesinado, ella lo despierta y lo urge para que salte por la ventana y se ponga a salvo. Sin temor a las consecuencias, se enfrenta a los conspiradores y los retiene con argucias que se le ocurren en ese momento. Su esposo la reclama, a pesar de todo, y ella le escribe una graciosa carta que es ya antológica. «No, no, no; no más, hombre de Dios. ¿Usted cree que yo, después de ser la querida de mi general por siete años y con la seguridad de poseer su corazón, preferiría ser la mujer del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, o de la Santísima Trinidad? ¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi marido? ¡Ah! yo no vivo de las preocupaciones sociales inventadas para atormentarse mutuamente. Déjeme usted mi querido inglés. Hagamos otra cosa: en el cielo nos volveremos a casar; pero en la tierra no. ¿Cree usted malo este convenio? En la patria celestial pasaremos una vida angelical y toda espiritual (pues como hombre usted es pesado). Allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en amores, digo, pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?).

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El amor les acomoda sin placeres, la conversación sin gracia y el caminar despacio; el saludar con reverencia, el levantarse y sentarse con cuidado, la chanza sin risa. Estas son formalidades divinas; pero yo, miserable mortal, que me río de mí misma, de usted y de estas seriedades inglesas, ¡qué mal me iría en el cielo!». El amor apasionado hasta la propia renunciación y el sacrificio de una hermosa mujer por un gran hombre, es uno de los hechos más conmovedores en las páginas de la historia. ¿Se trata también de una afinidad natural, como las anteriores? Lo es, siempre que la belleza esté animada por el talento. Sólo una mujer superior podía desdeñar y burlarse de las costumbres rutinarias, de los prejuicios admitidos; sólo ella era capaz de comprender la grandeza de un hombre y entregarse a él y defenderlo porque así acudía, consciente o inconscientemente, al cumplimiento de un destino histórico. En la Francia del siglo XIX, el genio de Víctor Hugo ha marcado ya sus pasos con Odas y Baladas, Las Orientales, Cromwell, el prefacio de Cromwell, Hernani... Tiene treinta años y es el jefe, por mérito propio, de la escuela romántica. A la lectura de Lucrecia Borgia, un drama a punto de ser llevado al escenario, asiste Juliette Drouet, un dechado de belleza, que admira a Hugo, y de la admiración al amor sólo hay un paso, cuando quien admira es una mujer. El poeta, que ya no cuenta con la intimidad de Adéle, su mujer, resiste, a pesar de todo, las insinuaciones de Juliette, pero al fin se entrega a ella y se inicia, entonces, un amor profundo, sin temores y sin límites; una entrega total, a prueba de sacrificios, a este hombre que cede fácilmente a las tentaciones. Chair de la femme! argile ideal! o merveille!, dice uno de sus versos. La vida de Juliette, a partir de esa noche, la primera, en la que la algarabía del carnaval se desbordaba por las calles, mientras los amantes bebían la miel y la ambrosía, fue una ofrenda perpetua, una defensa maternal, una intuición fraterna. «Tú eres mi fe, mi religión y mi esperanza», le dice en una de sus cartas. Y en otra, cuando la declinación inevitable se avecina, habla de sí misma como "una pobre mujer que te ama hasta la muerte". Cuando el «Príncipe-Presidente» se proclama emperador, Víctor Hugo se lanza a la calle a gritar que Luis Napoleón es un traidor y a pedir el rechazo de los ciudadanos. Juliette da con él y lo pone a salvo. «A su devoción admirable le debí la vida en las jornadas de 1851», confiesa Hugo. Al abandonar París y refugiarse en Jersey, primero, y en Guernesey, después, Juliette se instala siempre cerca de su amado y lo acompaña cuando, después de la derrota,

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Francia retorna al sistema republicano. Hugo vuelve a su patria, donde es recibido como un héroe y se le tributan honores excepcionales. En su última carta, próxima ya a la muerte, Juliette es, como siempre, una llama de amor inextinguible: «Mi querido adorado. Te amo». El caso de Pierre Curie y Marie Sklodowska, más tarde Mme. Curie, es distinto. Ambos habían sido dotados generosamente por la Naturaleza. Ambos encontraban en la investigación científica, específicamente en los campos de la Física y la Química, la razón de ser de su vida misma; y aparte de la atracción mutua entre un hombre y una mujer, había una suerte de compensación, como en el caso de muchas uniones matrimoniales, pues María era tenaz y dominante y Pierre se caracterizaba, más bien, por su timidez y su idealismo. Esa conjunción de vocaciones que coinciden hasta el punto de convertirse en una sola; esa entrega solidaria y abnegada a la investigación científica sin otra meta que la verdad; ese sacrificio compartido que fue minando la salud de ambos, ante la indiferencia, la incomprensión y la mezquindad de todos, con rarísimas excepciones; ese trabajo agotador en las peores condiciones, por la falta de recursos, constituyen una página de una vieja historia en que alternaban el cumplimiento de una misión y «la condición humana». Mientras el amor entre un caudillo o un poeta y una hermosa mujer nos agrada y seduce, la vida monótona de dos, marido y mujer, empeñados en una agobiadora tarea sin más apoyo que el que podían procurarse a sí mismos, carece de atractivo, aunque de ella se derive un beneficio permanente para la humanidad. Sin embargo, triunfa una vez más y siempre triunfará, la afinidad del talento y la vocación. Se trata, en este caso, de una misión ineludible, de un mandato interno, de una razón de ser de la existencia misma compartida por dos. Pierre Curie y María Sklodowska, que reducen su vida a la soledad y el trabajo, y en investigar y descubrir aquello que buscan encuentran la satisfacción y la alegría, mantienen entre ambos un amor sereno. Él depende, en gran parte, de su mujer, porque se han unido la timidez y la energía dominante, en un haz de energía inagotable. Dedicada al estudio exigente y sistemático, María alcanza el primer lugar entre sus condiscípulos en la licenciatura de ciencias matemáticas. Pierre era un físico notable, dedicado a investigar la simetría de los cristales. Su tesis doctoral sobre el magnetismo fue sobresaliente. A pesar de todo, no obtuvo el reconocimiento que merecía, aunque se le dotó de una cátedra y un laboratorio y su candidatura a la Academia de Ciencias obtuvo éxito en un segundo intento, al cual fue empujado, literalmente, por uno de sus amigos.

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El nombre de Marie ésta unido al radio, descubierto por ella a fuerza de trabajos increíbles. Fue la primera mujer a la que se concedió el Premio Nobel y la primera, también sin distinción de sexos, en recibirlo por segunda vez. Es indudable que Pierre compartió el trabajo y el triunfo con ella, aunque siempre insistió en reconocer que el descubrimiento era obra de Marie. Ambos se entregaron a una suerte de ascetismo del investigador que rehuye las fiestas, las reuniones y los halagos y se dedica exclusivamente a su tarea, sin importarle el dinero ni los premios ni aun las aplicaciones prácticas, porque su campo era el de la ciencia, y sería inútil agregar que se trataba de la ciencia pura, porque no hay más que una. Cuando Pierre murió en un accidente, Marie lo reemplazó en su cátedra universitaria y continuó dedicándose a la investigación científica con la misma dedicación de antes. Tenía 38 años y dos hijas: Irene y Eve. Al cabo de cinco años de la pérdida de Pierre, surgió un nuevo atractivo, siempre en el campo de la ciencia, específicamente, de la Física. Langevin era ya un notable investigador, apasionado por su trabajo como Marie. Así, pues, la afinidad era evidente y la atracción mutua poco menos que inevitable. El recuerdo de estos casos nos lleva a la formulación de una verdad: investigar o escribir o crear es «una manera de vivir», como decía Flaubert, –lo recordamos por segunda vez– reducido a una existencia casi monacal para que Mme. Bovary se echara a andar por el mundo. Es cierto que todos los seres humanos tenemos una manera de vivir. El artesano, el profesional, el educador, el sacerdote, tienen que vivir de alguna manera, por la simple razón de que no son plantas ni animales. Cuando se trata del poeta, del compositor, del escritor, del pintor, del investigador científico, dignos de tales nombres, esas maneras de vivir alcanzan una intensidad extraordinaria. Se ha dicho que el niño sólo vive intensamente cuando juega. Y el poeta también cuando da forma a un poema; y el compositor cuando trabaja en una partitura; y el escritor cuando vierte en un ensayo, en un cuento o en una novela, algo que surge de sí mismo. Se cae en un error cuando se asocia la felicidad o, por lo menos, la alegría, a la satisfacción que nos procura la buena mesa o las relaciones íntimas o las reuniones sociales, si se las considera por modo exclusivo. No hay paralelo posible, entre esos momentos fugaces y la dedicación intensa, apasionada, permanente, a un tipo de actividad que se impone desde adentro y sin la cual la vida no tiene justificación alguna.

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La afinidad natural no se da siempre entre quienes cultivan la misma disciplina o realizan tareas semejantes o se distinguen como creadores en un campo determinado. Ocurre, a veces, que la rivalidad se hace presente y pone una venda en los ojos de uno de los dos o de ambos, incapaces ya de apreciar el mérito ajeno porque se lo impide la propia manera de investigar o de concebir o de expresarse. Es conocida la competencia entre los hombres de ciencia que quieren ser los primeros o que dan por errónea la tesis ajena. Cuando se concede el Premio Nobel a Golgi y a Ramón y Cajal por sus investigaciones en el campo de la neurología, la rivalidad entre ambos es inevitable. Golgi defiende una tesis, al parecer errónea en más de un punto, y Cajal se mantiene en la suya, no sin advertir los yerros de su compañero. Es notoria, además, la diferencia y aun la oposición de temperamentos. Golgi es impetuoso, extrovertido, dominante, ególatra; Cajal es dueño de sí mismo, sereno, mesurado. No era posible que se entendieran. Pasteur no tuvo rivales de su talla y hubo de luchar, más bien, contra la rutina, la incomprensión y la ignorancia. Es verdad que en Alemania, Robert Koch descubrió el bacilo de la tuberculosis y el del cólera, distinguiéndose como un científico eminente, pero no hubo ninguna desavenencia entre el sabio francés y el sabio alemán, coincidentes en el estudio del bacilo del carbunco y entregados a su trabajo a un lado y otro de la frontera. Si hubo algún brote de rivalidad entre los esposos Curie, por una parte, y Ernest Rutherford por la otra, no pasó de la superficie. El radio pertenecía a un campo común y hubo, más bien, una simpatía mutua que se manifestó en el cambio de mensajes y de invitaciones. Marie Curie envió a Rutherford algún material para su trabajo y él señaló apenas ciertas limitaciones en la formulación teórica de sus amigos. En el Panteón de París, Voltaire y Rousseau están frente a frente. Se trata de una rivalidad alimentada por la diferencia radical de caracteres. Voltaire es conocido como un burlón irreverente, armado del sarcasmo para pulverizar a sus enemigos, capaz de combinar hábilmente la intención y la ironía; entregado, es cierto, al embate sistemático contra el despotismo, el sectarismo, la ignorancia, los prejuicios y la estupidez y, a veces, comprometido en la defensa de las víctimas de una injusticia clamorosa. Nadie se acuerda de sus Tragedias y son muy pocos lo que leen alguna de sus novelas, salvo, naturalmente, Cándido, que mantiene su juventud hasta hoy. A Voltaire le debemos, además, la Filosofía de la Historia y la Historia de la Cultura. Meinecke en El Historicismo y su génesis dice que Voltaire fue considerado «el inaugurador de una nueva era», a raíz de la publicación de su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y El siglo de Luis XIV, y recuerda que él habló por primera vez de una «filosofía de la historia».

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Rousseau fue, en cambio, un hombre excesivamente sensible, apasionado, impresionable, hipocondríaco, al que nos hemos referido ya en un capítulo especial. No encontraremos en él la burla ni el sarcasmo, ni siquiera la ironía, sino el deslumbramiento, la revelación, el entusiasmo, la intuición, el fervor, el anhelo de algo mejor. Rousseau creía desesperadamente y se esforzaba por difundir su verdad, por hacer de los hombres partícipes de su convicción, por apartarlos de una sociedad frívola y estéril y volverlos a las costumbres austeras de las mejores épocas, aunque se tratase sólo de un deseo generoso en el límite de la utopía. Mientras Voltaire vivía cómodamente y acumulaba riquezas y fama y poder, Rousseau era víctima del abandono, la pobreza, la injusticia y las enfermedades. Voltaire se había instalado, a salvo de peligros, entre Suiza y Francia, difundía impunemente sus libelos en Europa y se carteaba con Federico II de Prusia y Catalina de Rusia. Por último, viajó a París y fue ovacionado y coronado en una ceremonia que apresuró su muerte. Rousseau vivió a salto de mata, fue vilipendiado y perseguido, casi siempre solitario y enfermo. Es comprensible que en sus últimos años sufriera un delirio de persecución y se encontrara al borde de la locura. La colisión entre dos caracteres que eran como dos polos, el de Voltaire y Rousseau, era inevitable. Contemporáneos ambos, pertenecientes al mismo mundo cultural, (porque aun cuando Rousseau nació en Ginebra y era, por tanto, suizo, se incorporó a la cultura francesa y es considerado como miembro de esa nacionalidad) interesados igualmente en el cambio político y social; sarcástico y sutil el autor de Cándido; fervoroso y sencillo el padre de Emilio; orgulloso y seguro de su poder y su fama, el primero; humilde y vacilante a veces, el último; el recuerdo de esta pequeña historia nos muestra al «rey Voltaire» enfurecido y al pobre Rousseau a merced de sus dardos, sin defensa alguna. Inicialmente, Rousseau admiraba a Voltaire, como todo el mundo, pero a medida que pensaba y escribía, que su nombre era conocido y sus ideas eran compartidas o rechazadas y su estatura se elevaba cada vez más, su actitud iba pasando de la admiración a la crítica y, finalmente, a la oposición declarada. Entre el hombre situado en la cima de una sociedad refinada y el parvenu que se revela contra ella y que poco a poco se eleva hasta situarse en el mismo nivel de aquél, había de generarse una tensión creciente que se manifestó muchas veces en palabras. Cada uno expresa la índole y la manera de actuar de su personalidad. Voltaire, escéptico y soberbio, se resuelve en sí mismo, con una mezcla de asombro y de furia,

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cuando ve que se alza frente a él, hasta entonces dueño de un poder omnímodo en el mundo de las letras, a un hombre que emerge de la pobreza y el anonimato hasta erigirse no sólo en un par sino en un competidor temible, sin más armas que su fervor y su humildad. Voltaire abre las compuertas de la ira, y el insulto, la calumnia y la difamación van a estrellarse contra Rousseau que los considera, a veces, como un homenaje a su persona, y se suscribe con dos luises al proyecto de levantar una estatua a su rival. Voltaire estalla al saberlo: «¡No! ¡Los escritores franceses jamás deben permitir que un autor extranjero participe en esta cuestión!». Unamuno se ha referido a este asunto a propósito de una conferencia de Lemaitre que acusa a Rousseau ¡de ser extranjero! «Rousseau –dice Lemaitre– ese extranjero, inserta en nuestra historia literaria un fenómeno, un monstruo», y al reconocer que él preparó la Revolución y el romanticismo, agrega: «fue un extranjero, un perpetuo enfermo y, por último, un loco». Y comenta Unamuno: «¡un extranjero! He aquí el mayor delito para este francés francisante. Un extranjero, es decir, ¡un bárbaro! Y, además, un loco. Y un loco en cuanto extranjero». Las diatribas de Voltaire se multiplican hasta caer en la infamia, aunque admite el mérito de su rival: «Escribe con una pluma que incendia el papel en que se posa». «Un falso hermano –habría de decir– que ha traicionado la filosofía, un perro rabioso que muerde a todos, un bastardo de Diógenes, aunque a veces escribe como Platón». Y en un libelo anónimo, después de una de las calamidades que afligen a Rousseau: «Lo sentimos por el lunático; pero cuando su locura se vuelve furia debe atársele». Y en una carta a Hume: «Podemos arrojar algunos pedazos de pan sobre el fumiere en que yace afilando sus dientes contra la especie humana. Es un charlatán que ha colmado la piedad de sus benefactores y la indignación pública, que ha deshonrado a él y a la literatura». Y, por último, su broche de oro: «Un monstruo de vanidad y bajeza. Un viejo pederasta que ha tenido relaciones con el vicario saboyano» (¡¡!!). Rousseau se limitó a describir a Voltaire como «un genio sutil y un alma mezquina». Cuando uno se pregunta por qué estos hombres eran como eran, la respuesta es inquietante y perturbadora: Porque habían nacido así. Las comodidades y los halagos que envolvieron a Voltaire no modificaron aquello que le era constitutivo. Acaso contribuyeron a darle mayor firmeza. Las duras pruebas que hubo de soportar Rousseau, la incomprensión y los ataques de sus enemigos gratuitos, las amenazas que conspiraron contra su tranquilidad, su salud y su vida, contribuyeron, más bien, a fortificar su convicción, a desdeñar las convenciones sociales y a refugiarse en la soledad. En medio de todo, esa convicción se fue afirmando

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progresivamente y su actitud y su conducta correspondieron a ella hasta el punto de identificarse con su manera de vivir y de alternar con los demás. Así, pues, los dos cumplieron su destino. ¿En qué medida puede contrariarlo la voluntad, si es parte de ese destino? ¿Y la libertad, el «libre arbitrio», la capacidad de elegir, por dónde andan? Apenas si podemos acentuar más o menos el tipo de actividad para el cual hemos nacido, sin olvidar que son legión aquellos que vagan perdidos en el bosque, a merced de la lluvia y el viento, llevados y traídos por manos que no son las suyas. Voltaire tuvo admiradores; Rousseau, discípulos. Nadie sigue prendado de un burlón; en cambio, son muchos los que se sienten atraídos y aun subyugados por el fervor y la pasión generosa de un hombre que vive en comunión con sus ideas. La afinidad natural se da entre Rousseau y sus espontáneos discípulos. María Luisa de Verdelin habla de «la sublime Eloísa» y confiesa: «Cien veces al día pienso con ternura que desde el mismo comienzo de nuestras relaciones, no han recaído un instante sus bondades, sus atenciones su amistad. Ojalá pueda tratarme siempre como a una hermana; es cuanto quiero ser para usted». Mariana de la Tour de Francqueville, que ha elegido el nombre de Julia (La Nueva Eloísa) para comunicarse con su autor, al enterarse de que él está en París, le escribe: «Si no puedo verle durante su permanencia aquí, nada me consolará en la vida» y sale en defensa de su maestro con un fascículo: Precis sur M. Rousseau, cuando él es vilipendiado impunemente. Es notoria no sólo la semejanza sino la continuidad, entre un ser y otro ser, de la misma arcilla humana. Uno y otro poseen la misma capacidad, el mismo interés sustancial, la misma nota acorde ante las vicisitudes del mundo. Ellos pueden entenderse porque tienen en común la sensibilidad, el órgano de recepción y comunicación y el instrumento del lenguaje, aunque se encuentren en las antípodas. No se trata del campo, de la disciplina, del arte que comparten éste y aquél, sino de su aptitud particular, de su preferencia específica, de la manera que les es propia, de su estilo, en suma, que los lleva a coincidir o a discrepar y aun a oponerse rotunda y, a veces, furiosamente, porque les es imposible entenderse entre sí. Goethe se refirió alguna vez a «sus enemigos» y los clasificó en cinco grupos: los estúpidos, los envidiosos, los fracasados, los críticos y los discrepantes. Es evidente que sólo podían comprenderlo y admirarlo aquellos que estuviesen hechos de la misma sustancia. Él lo dijo en breves palabras: «Lo decisivo es que aquél de quien queramos aprender sea conforme a nuestra naturaleza». Debemos a Eckermann uno de los libros más hermosos y profundos de la literatura universal, porque en él se recoge, gota a gota, la sabiduría de Goethe que se vierte en la conversación informal, en el diálogo de todos los días, en la expresión oportuna y espontánea, a propósito de sucesos, de obras y de personas.

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Este es un caso, precisamente, de afinidad natural. Entre aquél joven que admira a Goethe, que se atreve a escribirle y tiene la fortuna de recibir una respuesta; que, por último, decide verle y viaja a Weimar y no sólo da cima a su deseo sino que se queda, retenido por su ídolo, que ve en él la juventud vigorosa y entusiasta que Mefistófeles dio a Fausto; entre el genio universal y el joven talento, había una heredad común, un puente de comunicación, una armonía humana que se resolvió en la acogida benévola, por una parte, y la asistencia delicada y fervorosa por la otra. Goethe admiraba a Shakespeare, a Byron, a Molière, a Calderón y, por su puesto, a Schiller, su amigo predilecto. La admiración, en este caso, es, ciertamente, un homenaje, el más preciado que se pueda rendir porque es de un genio a otro genio, pues hay una variedad de ambientes, de actitudes, de maneras de ver y de crear, de recorrer caminos y alcanzar cimas y descubrir parajes que sólo pueden vislumbrarse desde esa cumbre y no otra. Goethe extremó el elogio a Shakespeare, hasta el punto de declarar que lo veneraba al mirar en él la manifestación de una naturaleza superior, ante la cual la realidad circundante resultaba pequeña, pues era capaz de abarcarla como una totalidad y revelar, al mismo tiempo, el sentido de las fuerzas ocultas que agitan al mundo. Shakespeare dejaba que su naturaleza se manifestase en sus obras con toda libertad. «Es un gran psicólogo –dijo en una ocasión– y a través de él aprendemos a conocer el corazón humano». Y sin embargo, ese genio portentoso, ese «dulce cisne del Avon», ante quien se inclina Goethe, es un «bárbaro» para Voltaire. Las reglas al uso y las tres unidades de rigor han sido olímpicamente olvidadas por el creador de Hamlet que se desborda como un río caudaloso y abre su propio lecho y fecunda la tierra. Bárbaros son también, mirados con estas anteojeras, Cervantes y Walt Whitman, no importa el espacio de tiempo que media entre ambos. Los gramáticos, los críticos y los preceptistas se cebaron en el Quijote y la gente común de aquella época la juzgó obra de humorada, y la poesía de Whitman fue piedra de escándalo para los puritanos y las honestas familias de entonces y aun escritores como Henry James y Santayana ahorraron los elogios y no vieron o no quisieron ver el torrente renovador que corría ante sus ojos. Shakespeare, Cervantes y Walt Whitman dejaron que saliera impetuoso y arrollador aquello que llevaban adentro. Era como si ellos mismos se hubieren volcado en una transmutación de ser y verbo y como, sin proponérselo, ese torrente hubiese borrado las viejas reglas, a manera de trabas corroídas por las inclemencias del tiempo. Se ha dicho de Shakespeare que «la osadía de su sintaxis, sus faltas de concordancia y de régimen, la inseguridad de los tiempos en las oraciones condicionales, hacen de su lengua la más libre del mundo» y es probable que escribiera como si obediese a un demonio interior, el mismo que llevaba Sócrates consigo.

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Para Azorín, «lo que aquí es trabajo, técnica laboriosa, particularidades de la época, en Cervantes es ligereza, sutilidad, inactualidad. Páginas hay que con ligeras modificaciones ortográficas, parecerían escritas ahora; el autor escribiendo embebido en su propia visión interior sin reparar en la forma literaria». Y agrega estas palabras que merecen ser subrayadas: «Cervantes no se da cuenta de cómo escribe. Cuando se llega a ese estado es cuando realmente la expresión literaria alcanza su más alto valor». Borges dice de Walt Whitman: «su fuerza es tan avasalladora y tan evidente que sólo percibimos que es fuerte». Y en una conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, cita un párrafo de este autor que es pertinente aquí: «En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor –y los sistemas entre sí, y todos a todo– que el individuo que se desvía un sólo momento, corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo». Hay, pues un poder interior, en cada caso, y un patrimonio común que permite comprender y sentir como propia la creación ajena. La admiración alienta allí donde hay una heredad compartida. Goethe admira a Shakespeare porque hay entre ambos una capacidad y un don que han sido dados a uno y a otro. Entre Goethe y Lord Byron hay una admiración mutua, y cuando el autor del Fausto se refiere a Molière, multiplica los elogios: «Es un hombre puro. En él no hay nada escondido ni disimulado. Y luego, ¡qué grandeza la suya! Domina las costumbres de su tiempo en vez de estar dominado por ellas. Molière amonestaba a los hombres poniéndoles ante los ojos su verdadero ser». De Calderón dijo que en él se hallaba la perfección teatral: «sus obras son teatrales de pies a cabeza; no hay nada en ellos que no esté calculado para producir el efecto que se busca. Calderón es el genio que ha tenido más ingenio». Entre Goethe y Schiller había algo más que una mutua admiración. Había amistad. La admiración es un deslumbramiento que ilumina el alma y la mantiene en suspenso, embebida en el ser de aquél a quien se admira. La amistad es un sentimiento que vincula a dos seres, libres del imperio de la carne. Schiller era más joven que Goethe y lo superaba en belleza corporal, en arrogancia y en actitud aristocrática. Estas no eran las únicas diferencias entre ambos. Había otras, pero se daba entre ello una suerte de compensación que iba a la par de su poder creador y su familiaridad con la más nobles ideas. «Era imponente y majestuoso –dijo Goethe de Schiller– pero tenía los ojos dulces. Y lo mismo que su cuerpo era su alma. Cogía un tema de altos vuelos, se adentraba en él osadamente, lo consideraba y le daba vueltas por todas partes y lo manejaba a su antojo. Su epistolario es el más bello de los recuerdos que de él guardo. La última de sus cartas la conservo entre mis tesoros cual sagrada reliquia».

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Así como las afinidades surgen al imperio de la Naturaleza, la oposición de los contrarios tiene el mismo origen y se muestra con una energía que bordea la violencia. Goethe advierte que Víctor Hugo tiene un gran talento y pide a su interlocutor que le lea el poema Les deux ils pero, en cambio, rechaza con desagrado la novela Nuestra Señora de París. El genio apolíneo de Weimar que se desliza levemente entre la mesura y el equilibrio, se horroriza ante el desborde romántico que altera el paisaje y se precipita en una ciénaga. «Es el libro más horrible que se ha escrito jamás» –dice–. «No hay en todo el libro ni pizca de naturaleza. Los personajes que hace desfilar el autor no son ni remotamente seres de carne y hueso sino muñecos de palo que él maneja a su antojo». Tolstoi escribe sobre Los Miserables: «Inmenso», pero cuando se refiere a Hugo es para llamarlo charlatán, mientras que Baudelaire ve en él «un asno con genio» y echa por la borda Los Miserables porque, en su opinión, es «un libro inmundo e inepto». ¿Qué ha ocurrido allí para que se vaya tan lejos? Pues que no sólo hay una diferencia sino una contradicción de caracteres y, por tanto, de gustos, de preferencias y de posibilidades. Hugo es un genio fluvial. Su poesía es caudalosa y pasa con facilidad al drama y a la novela. Es sensible a los problemas sociales y se interesa por la política, en la que interviene finalmente al servicio de intereses nacionales y populares que tienen una dimensión humana. Es un hombre sensual –¿y quién no lo es?– dotado excepcionalmente para el amor físico, capaz de iniciar una escuela literaria y de provocar agitaciones y motines. Henri Barbusse dice de Hugo: «Ha creado un esplendor verbal tan enorme que después de él parece como si hubiese cambiado el aspecto del Universo». Y Borges, que prefiere el alemán al francés, declara: «El sonido del francés no me agrada, creo que le falta la sonoridad de otros idiomas latinos, pero cómo pensar mal de un idioma que ha permitido versos tan admirables como el de Hugo: L´hydre-Universe tordant son corps écaillé d´astres?» Las palabras de Amiel, después de haber leído Los Miserables, son las siguientes: «¡Qué potencia fisiológica y literaria la de Víctor Hugo! Posee todas las lenguas contenidas en nuestro idioma: la del palacio, la de la bolsa, la de la marina y la guerra; la de la filosofía y la del presidio, la de los oficios y la de la arqueología, la del librero y la del pocero. Todas las antiguallas de la historia y de las costumbres le son conocidas, lo mismo que le son familiares todas las curiosidades del suelo y del subsuelo». «Tiene una prodigiosa memoria y una imaginación fulgurante». Baudelaire es el reverso de la medalla. El título de su obra capital lo dice todo: Les Fleurs du Mal. Es ciertamente un gran poeta pero nadie podrá negar que su personalidad y su obra son morbosas. Es uno de los «poetas malditos» de Francia.

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Frente a ese fauno vigoroso y expresivo que es Hugo, Baudelaire se nos presenta como un caso lamentable de perversión consciente y preferida. Sartre cita palabras reveladoras del mismo Baudelaire: «Cuando haya inspirado asco y horror universales, habré conquistado la soledad. Pero no hay nada, ni aun la sífilis, de que no sea artesano casi voluntario». Y Sartre añade estos datos: «Se dice atraído por las prostitutas más miserables. La mugre, la miseria física, la enfermedad, el hospital, eso es lo que sucede, eso es lo que ama en Sarah, 'la horrible judía'». En este universo bipolar del que somos parte; en este universo de contrarios que da pábilo a la dialéctica de la mujer y el hombre, anverso y reverso del ser, en constante atracción y rechazo, como si obedeciesen a las fuerzas centrífuga y centrípeta que equilibran a los astros; un impulso s uperior a nuestra voluntad, que se revela desde edad temprana y se reviste de imágenes cautivantes; un impulso que es como un torbellino; que es la médula del poema, del teatro, de la novela, del ballet, de la música, de las artes plásticas; un impulso tan grande como la vida, y como la muerte, que se incuba en la vida; un impulso que nos lleva y nos trae y nos procura el mayor deleite; que es, sin duda, la afinidad fundamental, la afinidad suprema, la afinidad por excelencia; un impulso, en fin, al que damos el nombre de amor. Acerca de su carácter contradictorio, a la vez seductor y engañoso; irresistible y surcado de peligros; misterioso y transparente; oculto y manifiesto, hay, en lengua española, tres sonetos extraídos de un cúmulo de elogios y de quejas, de diatribas y suspiros. El primero es de Quevedo. El segundo, de Lope. El tercero, de González Prada. Es hielo abrazador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente; es un soñado bien, un mal presente, es un breve descanso muy cansado; es un descuido que nos da cuidado, un cobarde con nombre de valiente, un andar solitario entre la gente, un amar solamente ser amado. Es una libertad encarcelada, que dura hasta el postrero paroxismo, enfermedad que crece si es curada. Este es el niño Amor, este es su abismo; mirad cuál amistad tendrá con nada el que en todo es contrario de sí mismo. Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo. alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde y animoso;

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no hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso; huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor süave, olvidar el provecho, amar el daño; Creer que un cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño; esto es amor; quien lo probó lo sabe. Si eres un bien arrebatado al cielo ¿Por qué las dudas, el gemido, el llanto, la desconfianza, el torcedor quebranto, las turbias noches de febril desvelo? Si eres un mal en el terrestre suelo ¿Por qué los goces, la sonrisa, el canto, las esperanzas, el glorioso encanto, las visiones de paz y de consuelo? Si eres nieve, ¿por qué tus vivas llamas? Si eres llama, ¿por qué tu hielo inerte? Si eres sombra, ¿por qué la luz derramas? ¿Por qué la sombra, si eres luz querida? Si eres vida ¿por qué me das la muerte? Si eres muerte ¿por qué me das la vida? «Entre ellas y nosotros -decía Montaigne- existen natu-ralmente querellas y dificultades; y hasta la más íntima unión que con ellas nos sea dable mantener es de índole tempestuosa y tumultuaria. Ninguna pasión tan avasalladora como ésta, a la cual queremos que resistan ellas solas, y no ya como a un vicio de su medida, sino como a la abominación y a la execración, más todavía que a la irreligión y el parricidio, mientras los hombres nos entregamos a ella sin escrúpulos ni reparos. Todo el movimiento del universo se resuelve y encamina a este aclopamiento; es una materia infusa por doquiera, y un centro al cual todas las cosas convergen». Así, pues, el amor –si entendemos por tal la atracción mutua y la fusión momentánea de dos seres, que se puede prolongar como sentimiento en numerosos casos– no es, en el fondo, cosa nuestra, como no lo son la vida y la muerte, aunque se den en nosotros y marquen indeleblemente nuestra existencia. Vivimos porque así lo ha dispuesto la Naturaleza; amamos y morimos porque ella nos ha dado el amor y la muerte como parte de la vida.

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Estamos aquí. Cada uno se las compone como puede. Los filósofos pueden preguntarse de dónde hemos venido y a dónde vamos. Nosotros, el común de las gentes, vivimos, simplemente, sin formularnos preguntas. Los problemas nos los multiplica el medio social, las dificultades del trabajo, las relaciones con otros seres. Generalmente no pensamos en la muerte hasta que ella se avecina. Nuestra vida se ha iluminado algunas veces con un destello de amor. Y, para felicidad nuestra, él ha encontrado tierra fértil en nuestro círculo, y los niños y las mujeres y los hombres han recibido de nosotros una mirada de afecto y ha ocurrido algo semejante con los animales y las plantas porque todos somos hechuras y partes del Universo. Que un ser se sienta atraído por otro, precisamente porque es distinto y aun opuesto en más de un punto, es una paradoja. Sin embargo, es lo que ocurre entre un hombre y una mujer. Se trata de una afinidad de compensación. A cada paso se ve un hombre de estatura alta acompañado por una mujer que le da en el hombro. Es frecuente que un muchacho se enamore de una mujer madura y que un hombre de cuarenta años o más suspire por una muchacha de dieciocho o veinte. Se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una mujer, afirmación tan errónea como si se dijese que detrás de una mujer superior hay un hombre. El gran hombre sale adelante con una mujer o sin ella y a pesar de todos los obstáculos que pueden ser más bien, estimulantes y favorables para el vigor del carácter. No es raro que el hombre superior se una con una mujer vulgar, como se ha dicho reiteradamente. Es comprensible que un hombre dotado con generosidad por la Naturaleza, se sienta atraído por la mujer que ha recibido el atractivo físico, aunque carezca de dotes que él posee en abundancia y que, por tanto, no necesita buscar en otra parte. Es explicable, también, que el hombre se una con una mujer, sin más consideraciones, como un complemento y una ayuda, por interés personal o por el cumplimiento de convenciones sociales. Todo el mundo conoce a Xantipa, la irascible mujer que puso a prueba la imperturbable serenidad de Sócrates. Cuando Goethe se instala en Weimar, su amistad con una mujer inteligente y aristocrática, la baronesa Carlote von Stein, tocada de un erotismo platónico, no le impide entregarse al amor corporal con una humilde florista, Cristiana Vulpius, hermosa, juvenil y sensual, que se le ofrece como un fruto en sazón, al margen de ese cúmulo complejo de las Letras, la Ciencia y la Filosofía que es el mundo de Goethe, pero que sin Ella, la mujer, permanecería frío y árido, sin el fuego inicial. Además, él había pasado de los cuarenta y ella no tenía más de veintitrés. Como si esto fuera poco, tuvieron un hijo, Julio Augusto, un nuevo don para Goethe, que lo acogió con amor y que lo llevó a casarse formalmente con Cristiana, algunos años después. Rousseau hubo de refugiarse al fin en la compañía y el afecto de Teresa Levasseur, sin lugar a dudas débil mental, huyendo de esas terribles mujeres, Les Femmes Savantes

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de Molière, que andaban en pos de hombres ilustres para exhibirlos en sus salones o retenerlos a su lado en una propiedad cercana a París y alternar con el elegido los días y las noches también, entre estudios, recitales y discusiones, muchas veces apasionados. Rubén Darío, el poeta de cisnes y princesas, encuentra en Francisca Sánchez, humilde y afectuosa, incapaz, seguramente, de comprender y recitar uno solo de sus poemas, el apoyo que le faltaba. «Francisca Sánchez, acompáñame». Es excepcional una afinidad plena, en todos los dominios de la existencia humana, como en el caso del poeta belga Emil Verhaeren, quien decía que su esposa era su mujer, su amante, su amiga, su hermana y su madre. Sin embargo, el caso común es el de la unión precipitada, las complicaciones sociales, la frivolidad reinante, las falsas imágenes que multiplican la televisión y el cine, la frustración cercana o lejana, los desajustes, las contradicciones, el choque de caracteres, las riñas y las ruptura o el avenimiento finales. Los grandes amores, reales o imaginarios que encontramos en la historia, la poesía, el teatro y la novela, tienen como raíz la contradicción que hay entre el imperio de la Naturaleza y las convenciones sociales. Abelardo y Eloísa se aman profundamente. Él es el célebre maestro de la Europa Medieval y ella es una mujer apasionada. Se entregan a todos los refinamientos del amor pero olvidan que hay rígidas barreras mantenidas por la tradición, ante las cuales caen derrotados y encuentran un refugio en la vida conventual. Romeo y Julieta son víctimas del odio de clanes que se transmite de generación en generación, y su amor sucumbe con su existencia, porque el odio es aliado de la muerte y pueden más los prejuicios y la estupidez de los hombres que el poder que nos mueve y que nos lleva al triunfo o al sacrificio. Tristán cumple la orden dada por su tío, el viejo rey Marke, de conducir a Isolda hacia él, porque se ha convenido en un matrimonio que ella mira con terror. Cuando Tristán e Isolda se encuentran en el barco, el amor entre ambos estalla y no hay fuerza humana que pueda detenerlo, salvo la muerte que, como el amor, ejerce su imperio sobre las convenciones y los designios de los hombres.

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V

La Actitud ante la Naturaleza

Al margen de las variadas y, muchas veces, confusas acepciones de los filósofos, la Naturaleza es, para nosotros –no nos cansaremos de repetirlo– la Totalidad, el Cosmos, el Universo. Por tanto, no hay nada fuera de su ámbito. Es el principio de lo que existe, la fuente primaria y el sustento de los seres y las cosas. Somos una porción mínima de la Naturaleza, pero no por pequeña, insignificante. El pensamiento nos salva de la nulidad. «L´homme n´est qu´un roseau, le plus faible de la nature; mais c´est un roseau pensant», dijo Pascal. (El hombre no es más que un débil junco, pero es un junco que piensa). Y Teilhard de Chardin habla del «clásico problema del ‘lugar del hombre en la naturaleza’. Hombre para haber comprendido al Universo, como el Universo permanecería incomprendido si no lográsemos integrar en él al hombre completo de un modo coherente, sin deformación (al hombre completo, bien digo, no sólo con sus miembros, sino con su pensamiento)». Y en la Naturaleza, la vida es un fenómeno maravilloso, de una variedad y fecundidad inmensurables. «La vida –dice el autor– cuando la consideramos por primera vez a la luz del transformismo y de las leyes de adaptación, toma la imagen de un río, capaz de amoldarse a todas las orillas y de discurrir por entre todas las grietas». «La vida, pues, se propaga como un abanico de formas, cada una de cuyas varillas puede dar origen a otro abanico, y así indefinidamente». «La humanidad nos parece pequeña y aburrida al lado de las grandes fuerzas de la Naturaleza», como dice el autor, pero es cierto también, según él mismo, que «el advenimiento de la facultad de pensar es un acontecimiento tan real, tan específico y tan grande como la primera condensación de la Materia, o la primera aparición de la Vida». «El Pensamiento es una energía física real sui generis, que en unos cuantos cientos de siglos ha logrado cubrir la faz entera de la Tierra de una red de fuerzas ligadas». «El Pensamiento todavía no ha sido estudiado nunca, como lo han sido las magnitudes naturales, en tanto que realidad de naturaleza cósmica y evolutiva»(13). Para Max Scheler, «El advenimiento del hombre y del espíritu debería considerarse como el último proceso de sublimación de la naturaleza» y, de acuerdo con Marx, «las ideas que no tienen tras de sí intereses y pasiones –esto es, fuerzas procedentes de la

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esfera vital e impulsiva del hombre– suelen ‘ponerse en ridículo’ inevitablemente en la historia». Ahora bien, ¿cuál es la actitud del hombre ante la Naturaleza? En la mayor parte de los casos, ninguna. Lo que ocurre, generalmente, no desborda el pequeño marco del recinto familiar. Se reciben y disfrutan los dones de la Naturaleza, sin extender la mirada más allá del contorno. El caso de algunos filósofos, de algunos poetas, de algunos artistas y, por supuesto, de los miembros de una secta religiosa, es otro. Se ha repetido muchas veces la aserción de Aristóteles: la filosofía nace del asombro. Si ésta es una verdad, todos los que nos hemos detenido a mirar la parte del Universo que teníamos ante los ojos; a deslumbranos ante el espectáculo del mar y las montañas y las estrellas brillando en el cielo; a considerar el prodigio de los seres y las cosas en variedad y número poco menos que infinito, somos filósofos, en cierta medida. Lo que importa, sin embargo, no es una simple contemplación, por detenida y profunda que sea, ni aun las ideas resultantes que puedan coordinarse alrededor de un núcleo, sino el hecho de sentirnos parte del Universo y la aplicación a nuestra vida social e individual de esta toma de conciencia. Es verdad que el filósofo puede no sólo asombrarse sino abarcar una extensión considerable con el pensamiento y alcanzar una perspectiva que lo capacita para orientar a muchos y acaso para ejercer una función directiva, en el caso de que su labor intelectual, en comercio con las ideas, no lo absorba por completo ni le impida actuar eficientemente en el campo de las decisiones y las posibilidades. Platón, que no veía con buenos ojos a los poetas en su República, se inclinaba a favor de los filósofos y él mismo trató de intervenir en política, para lo cual viajó a Sicilia donde gobernaba el tirano Dionisio, como ya se ha dicho. «Quien quiera ser un buen guardián de la ciudad, (de la ciudad-Estado, se entiende) deberá ser filósofo y hombre fogoso, rápido en sus decisiones y fuerte por naturaleza», son sus palabras. Sin embargo, el filósofo puede asombrarse ante la Naturaleza pero sentirse aparte de ella, en una relación de sujeto y objeto. Esta es la actitud de un intelectual que puede conducir a la elaboración de una obra, quizá atractiva y aun seductora, pero que no añadirá ni una insignificante partícula a la existencia humana. No obstante, si se juzgaran la intelección, la concepción, la creación, según la utilidad de sus aplicaciones prácticas, quedaría eliminada no sólo la filosofía sino la poesía, la música, las artes plásticas y la literatura, en general, es decir, la mayor riqueza de la cultura humana y, con ella, la dignidad del Hombre. Aún la ciencia está a salvo de esta suerte de apreciaciones. El científico se dedica a buscar la verdad, independientemente del beneficio que pudiese recibir la tecnología, y,

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como se ha dicho por autoridades en la materia, es erróneo hablar de «ciencia pura» y «ciencia aplicada» porque la ciencia es una. Hay algo más. No sólo el científico; el poeta, el escritor, el artista, busca, consciente o inconscientemente, la verdad y es ella «la que transparece bajo la forma» de una obra auténtica. Todo es bello para el artista –decía Rodin– puesto que en todo ser y en toda cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad interior que transparece bajo la forma. Y esta verdad, es la belleza misma». El hombre de investigación y de estudio quiere conocer, ¿qué? Un punto de esta maravillosa totalidad de la que hemos surgido y cuyo cordón umbilical es el conocimiento. Adentrarse en una partícula; dar con la razón de ser de una función; traducir en fórmulas un fenómeno, un movimiento, una estructura; inducir tales o cuales conclusiones; elaborar una teoría; predecir hechos; ratificar o rectificar conocimientos; añadir un eslabón más a una cadena interminable, esa la razón de ser del asceta científico. El artista, por su parte, traduce en la palabra o el sonido o la forma o la línea y el color, o el movimiento o la representación, el enigma de sí mismo que es parte del enigma del Universo. Si no hay una entrega total, no hay arte ni artista verdadero. Del libro de Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, tomamos algunos consejos: «Nadie le puede aconsejar ni ayudar; nadie». (Estas palabras son, por tanto, advertencias, consideraciones al margen, indicaciones al caminante, no andaderas, porque, como decía Antonio Machado «se hace camino al andar»). «Sólo hay un medio: vuelva usted sobre sí. Confiese si no le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado». «Entonces trate de expresar como un primer hombre lo que ve y experimenta, y ama y pierde». «¿No le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, esa arca de los recuerdos?» «Una obra de arte es buena cuando ha sido creada necesariamente». «Pues el creador tiene que ser un mundo para sí, y hallar todo en sí y en la naturaleza, a la que se ha incorporado».

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«En verdad, una de las más difíciles pruebas para el creador consiste en que debe permanecer inconsciente, distante de sus mejores virtudes, si no quiere quitarles su ingenuidad y su integridad». «También se aprenderá, poco a poco, que lo que llamamos destino sale de los hombres, no que entra en ellos desde fuera». «El arte mismo no es más que una manera de vivir y puede uno prepararse para él, sin saberlo, viviendo de cualquier manera». Cuando un poeta habla de sí mismo (y Walt Whitman lo hace), es como si nos permitiera ver su mundo interior y, algo más: Es como si la Naturaleza y la Humanidad hablaran por sus labios: Yo soy Walt Whitman... Un cosmos. ¡Miradme! El hijo de Manhattan Turbulento, fuerte y sensual; Como, bebo y engendro... No soy sentimental. Ni por encima ni separado de nadie, Ni orgulloso ni humilde. Tierra, sonríe: Sonríe con tu aliento fresco, Tierra voluptuosa de bosques adormilados y vaporosos, Tierra de crepúsculos muertos, Tierra de crestas hundidas en la niebla, Tierra bañada con la leche azulenca de la luna llena Tierra de luces y de sombras que jaspea la corriente del río, Tierra de nubes límpidas y grises que mi amor abrillanta y enciende, Tierra de profundos barrancos y llena de flores de manzano... Sonríe, sonríe porque tu amado llega, Amor me diste generosa y amor te devuelvo... Amor indescriptible y apasionado. Un minuto y una gota de mí mismo sosiegan mi espíritu Creo que la tierra húmeda será un día luz y amor, que el cuerpo del hombre y la mujer son el compendio de todos los compendios, que el amor que los une es una cumbre y una flor y que de ese amor omnífero han de multiplicarse hasta

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el infinito y hasta que todos y cada uno no sean más que una fuente de alegría común. Creo que una hoja de hierba es tan perfecta como la jornada sideral de las estrellas, y una hormiga, un grano de arena y los huevos del abadejo son perfectos también. El sapo es una obra maestra de Dios y las zarzamoras podrían adornar los salones de la gloria. El tendón más pequeño de mis manos avergüenza a toda la maquinaria moderna, una vaca paciendo con la cabeza doblada supera en belleza a todas las estatuas, y un ratón es milagro suficiente para convertir a seis trillones de infieles. Cuando otro poeta habla de sí mismo y nos revela su temor y su angustia, por apartarse de su misión y su destino, lo hace a través de un amigo fraterno: «Hoy, y más que nunca, quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación secretísima, de hombre y de artista ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística». «¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasare esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!» «Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Hoy sufro solamente». ¿No es la Naturaleza humanizada que habla por medio de él? ¿No es la Humanidad, en suma, que sufre y clama en él y por él? Pero cuando yo muera de vida y no de tiempo, cuando lleguen a dos mis dos maletas, éste ha de ser mi estómago en que cupo mi lámpara en pedazos, ésta aquella cabeza que expió los tormentos del círculo en mis pasos, éstos esos gusanos que el corazón contó por unidades éste ha de ser mi cuerpo solidario Un pedazo de pan, tampoco habrá ahora para mí? Ya no más he de ser lo que siempre he de ser, pero dadme, por favor, un pedazo de pan en que sentarme,

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pero dadme en español algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse, y después me iré... Y este poeta que sufre todos los dolores del mundo, que es hermano de los hombres sin distinción ninguna y que sufre aún más, herido por la tragedia de la guerra civil española, encuentra en ella el sueño de la felicidad suprema: Constructores agrícolas, civiles y guerreros, de la activa, hormigueante eternidad: estaba escrito que vosotros haríais la luz entornando con la muerte vuestros ojos; que a la caída cruel de vuestras bocas, vendrá en siete bandejas la abundancia, todo en el mundo será de oro súbito y el oro fabulosos y mendigos de vuestra propia secreción de sangre, y el oro mismo será entonces de oro! ....................................................................................... Se amarán todos los hombres y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos tristes y beberán en nombre de vuestras gargantas infaustas! ........................................................................................ Sólo la muerte morirá! La hormiga traerá pedacitos de pan al elefante encadenado a su brutal delicadeza; volverán los niños abortados a nacer perfectos, espaciales y trabajarán todos los hombres, engendrarán todos los hombres, Comprenderán todos los hombres! Quienes han hecho el descubrimiento de César Vallejo y lo han leído y se han deslumbrado, han sentido una transformación de sí mismos, principalmente, porque se han encontrado con un poeta y un hombre en una pieza; con un hombre, en fin que se ha erigido en representante nuestro, en cuanto somos seres echados de un paraíso que no tuvimos nunca. Rodin, admirado fervorosamente por Rilke, de quien fue secretario un tiempo y al que dedicó un estudio, dejó escrito en su testamento, dirigiéndose a los jóvenes:

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«Inclináos ante Fidias y ante Miguel Angel. Admirad la divina serenidad del uno, la salvaje angustia del otro». «La admiración es un vino generoso para los nobles espíritus». «Guardaos, sin embargo, de imitar a vuestros mayores». «Respetuosos de la tradición, sabed discernir lo que ella contiene de eternamente fecundo: el amor a la Naturaleza y la sinceridad. Estas son las dos fuertes pasiones de los genios. Todos adoraron la Naturaleza y no mintieron jamás». «Que la Naturaleza sea vuestra única diosa. Tened en ella una fe absoluta. Sed profundamente, ferozmente verídicos. No vaciléis jamás en expresar lo que sintáis, ni siquiera cuando os encontréis en oposición con las ideas corrientes y aceptadas». La Naturaleza es para Rodin la Madre, la Maestra, la Unica. «No le parece a usted –le dice a Pablo Gsell, su interlocutor– que el follaje constituye el marco más apropiado para la escultura antigua? Los artistas griegos amaban de tal modo la naturaleza que sus obras se bañan en ella como su propio elemento». Y Gsell comenta: «Habitualmente se colocan las estatuas en un jardín con el propósito de embellecerlo; Rodin lo hace para embellecer las estatuas. Es que la Naturaleza es siempre para él la soberana maestra y la perfección infinita». Cuando Gsell le dice que él espera que sus modelos tomen una posición interesante y no que obedezcan sus órdenes, Rodin replica: «Yo no estoy a las órdenes de mis modelos, sino a las de la Naturaleza. En todo obedezco a la Naturaleza y no pretendo mandarla jamás. Mi única ambición es la de serle servilmente fiel». «Las flores se tornan elocuentes para él –dice Gsell– mediante la delicada curvatura de sus tallos, por los matices delicados de sus pétalos; cada corola entre el follaje es una palabra afectuosa que le dirige la Naturaleza». Rodin contempla la figura de una mujer: «Oh!, la hermosura de sus espaldas! ¡Curvas de perfecta belleza! Mire la garganta de ésta, la adorable elegancia de esa dilatación, es de una gracia casi irreal! Y los muslos de esta otra: ¡qué maravillosa ondulación! ¡Qué exquisito desarrollo de los músculos en la suavidad de la superficie! ¡Es como para arrodillarse ante ella!». Cuando Henry David Thoreau abandona la redacción de una revista en la ciudad de Concord y se refugia en el bosque, cerca de un lago, no sólo asume una actitud ante la Naturaleza, sino adopta una manera de vivir. La Naturaleza es para él la Madre, la fuente de vida, el milagro patente en los montes y los valles y los lagos; en el solemne rumor de los bosques, en el fluir del agua, en el

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regalo de las flores y los frutos; en la aurora y el crepúsculo; en cada cosa, en cada brizna de hierba. Thoreau, que es, a su manera, filósofo y poeta, pero, sobre todo, hombre, no lleva nada al bosque y se procura lo que necesita, principalmente alojamiento y vivienda, merced a su trabajo. Este nuevo Robinson Crusoe, no por accidente sino por propia voluntad, vive, en cierto modo, como si fuese el primer hombre sobre la tierra, pero sobre una tierra abonada ya por generaciones sucesivas. El mismo es el heredero de una cultura y hasta, podríamos decir, de muchas culturas. Puede citar a filósofos y poetas, recordar trozos enteros de libros ejemplares, evocar episodios históricos y emplear instrumentos y aplicar técnicas que le vienen de esa civilización que él abandona por nociva, pero cuyos dones le son indispensables y a la que retorna después de su aventura para contar la experiencia de una vida entre los árboles y el lago, en comunión con la Naturaleza. «Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, –dice al iniciar su libro Walden o mi vida entre bosques y lagunas– vivía solo en los bosques, a una milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construído, a orillas de la laguna de Walden en Concord (Massachusetts) y me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. En ella viví dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un morador en la vida civilizada». Quien abandona ese mundo que ha ido entrando literalmente en él y, en un momento de inconformidad y rebeldía, deja tras de sí las comodidades, las convenciones y la rutina, para entregarse a la vida autónoma en medio de la Naturaleza, sin temor a la soledad y la falta de recursos elegidos a su medida, pues tiene que vivir sin relaciones con otros hombres y desprovisto de todo, es, ciertamente, el protagonista de un acto heroico. En verdad que no podrá desvincularse de ese mundo que es ya constitutivo. Bastaría tener en cuenta el lenguaje, síntesis y cima de la cultura, para comprender que esa soledad es la de un ser humano, a fuerza de haber vivido en el seno de una comunidad, y que su mente está poblada de seres y episodios y conceptos y las incontables formas y figuras que no se pueden rechazar ni conviene hacerlo, pero es verdad también que el rechazo no es a las cosas esenciales sino a las nocivas y superfluas. «La mayor parte de los lujos, o las así llamadas comodidades de la vida, no son solamente innecesarios, sino también impedimentos positivos para la elevación de la humanidad», dice Thoreau y prosigue: «Ser un filósofo no consiste en tener pensamientos sutiles meramente, ni en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría (la antigua acepción desde los griegos) tanto como la vida que está de acuerdo con sus dictados, una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza. Consiste no sólo en resolver teóricamente algunos problemas de la vida, sino también prácticamente».

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Y he aquí una pregunta inquietante: ¿Cómo puede un hombre ser filósofo sin preguntarse en qué medida su ejercicio teórico podrá contribuir a la mejora de los hombres? Es de temer que, en la mayor parte de los casos, lo que interesó a quienes se esforzaron por pensar «con anhelo de profundidad», como decía Emerson, era la búsqueda de la verdad. Es innegable que se trata de una empresa mayor, quizá la más elevada y decisiva de todas las empresas, y quienes se dedican a ella deben encontrarse entre los más grandes benefactores de la humanidad. Que el filósofo no encuentre la suya o que crea haberla encontrado o que nos la presente oscura y poco menos que inaccesible, no le resta importancia a su labor. El artista trabaja también para hallar la verdad que «transparece bajo la forma», en palabras de Rodin. El científico consagra su vida a la búsqueda de la verdad. Gandhi pone por título a su autobiografía: Historia de mis experimentos con la verdad. Y Thoreau llega al extremo de preferirla antes que al amor: «Denme la verdad antes que el amor, el dinero y la reputación. Me senté a una mesa en la que había sabrosos manjares y vino abundante y cuidadosa atención, pero donde faltaban la sinceridad y la verdad; y me escapé con hambre de aquel ágape poco hospitalario»(14). Thoreau quiere un filósofo vital. ¿Y por qué no, un poeta? ¿Y un artista? ¿Y un escritor? Nos encontramos con frecuencia ante un escritor por un lado y un hombre por el otro y, sin embargo, se trata de una sola persona. Hizo bien el gran escritor argentino en dejarnos una hermosa página, como todas las suyas: Borges y yo. Es difícil resistir la tentación de copiar algunas líneas: «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico... Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica... Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página». ¿Podemos despojarnos de ropajes añadidos por las costumbres; de cosas superfluas e inútiles? ¿Somos capaces de cuestionarlo todo o casi todo y, luego, de vivir con sujeción a nuestras conclusiones, no a la rutina de los demás? La civilización es, en gran parte, una suma de artificios en medio de los cuales vivimos y a los que acatamos, como lo hace todo el mundo, sin reparar en el engaño. «Sería una cosa interesante saber cuánto duraría la posición social de los hombres si éstos fueran despojados de sus vestiduras», dice Thoreau. Lo primero que ven muchas personas es el traje. Carlyle escribió una filosofía de los trajes en su Sartor Resartus y dedicó algunas páginas al dandy que es, como dice el autor, «un hombre que lleva trajes; un hombre cuyo estado, oficio y existencia, consisten en llevar trajes. Todas las facultades de su alma, de su espíritu, de su bolsillo y de su persona, están heroicamente consagradas a

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este único fin: llevar los trajes de manera que sienten bien; de suerte que, así como otros se visten para vivir; él vive para vestirse». Imaginémonos a una u otra mujer elegante obligada a vestirse como una mucama; al dandy desprovisto de su atuendo; al señorito con la ropa de un obrero. Es indudable que su personalidad sufriría los efectos de este cambio y que, en el caso del dandy, podría llevarlo al suicidio. Y, puesto que se trata de la vida, no de la vida anodina y rutinaria, sino de aquella que se puede saborear; de la vida como un don del cual se tiene conciencia y que no se podrá agradecer jamás; de la vida que nos ha sido dada sin que la mereciéramos; de la vida en la experiencia de Thoreau: «Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si yo no podía ver lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriese que no había vivido. Quise vivir profundamente y extraer toda la médula de la vida, vivir en forma tan dura y espartana como para derrotar lo que no fuera vida, cortar una amplia ringlera al ras del suelo, llevar la vida a un rincón y reducirla a sus últimos confines. Y sin embargo, nosotros vivimos mezquinamente como las hormigas; nuestra vida está desmenuzada por el detalle». Esta forma de vida y estas consideraciones, abonadas por las que vienen después, son parte de una oposición entre la Naturaleza y la sociedad, entre lo grande y eterno y lo pequeño y fugaz. La entrega a la Naturaleza, a pesar de que ya ha sido humanizada por el hombre en Walden, es también una entrega a la soledad. Es verdad que cada filósofo, cada poeta, cada artista auténtico está solo cuando medita o crea, pero lo rodean siempre la agitación y el bullicio de una sociedad que es la suya y a la que no es posible renunciar. Thoreau ya está en Walden: «Este es un atardecer delicioso, cuando todo el cuerpo es un solo sentido y absorbe deleite por todos los poros. Voy y vengo con extraña libertad en la Naturaleza, siendo una parte de ella misma. No puede existir un humor negro para aquel que vive en medio de la Naturaleza y tiene sus sentidos tranquilos. Nunca me he sentido solo, ni tampoco deprimido por forma alguna de soledad, salvo una vez, y esto fue unas pocas semanas después de haber venido a los bosques, cuando por una hora dudé de si la próxima vecindad del hombre sería esencial para una vida sincera y saludable». «En medio de una lluvia suave, mientras prevalecían estos pensamientos, me di cuenta de pronto de la existencia de una sociedad dulce y benéfica en la Naturaleza, en el golpear acompasado de las gotas y en cada sonido y en cada mirada alrededor de mi casa; una amistad infinita e imposible de narrar, como si se tratase de una atmósfera que me mantenía, una amistad que convirtió en insignificantes todas las ventajas imaginarias de la vecindad humana. Cada pequeña aguja de los pinos se dilataba, henchida de simpatía, y me ofrecía su amistad».

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Thoreau es testigo de una batalla feroz, como todas las batallas, entre hormigas rojas y hormigas negras. No hay cuartel –y ésta es una manera de decir, puesto que se trata de hormigas– para nadie. Las escenas son dignas de uno de los combates que figuran en la historia, casi siempre manchada de sangre: «El guerrero negro había seccionado de sus cuerpos las cabezas de sus enemigos, todavía vivientes, colgaban a cada uno de sus costados, como trofeos horribles de su arzón, todavía al parecer tan firmemente fijadas como siempre,y estaba tratando con esfuerzos débiles –pues estaba sin antenas, con sólo el muñón de una pata y no se cuántas heridas más– de desembarazarse de ellas, lo que logró finalmente tras media hora más». Y el autor agrega: «Hasta terminar aquel día sentí como si tuviera exaltados y atormentados mis sentimientos, al presenciar la lucha, la ferocidad y la carnicería de una batalla humana ante mi puerta». Se habla con frecuencia de «la dignidad humana» y se la relaciona con la satisfacción de las necesidades elementales, con la justicia social y la libertad. ¿Y por qué no con la paz y la solidaridad? La guerra es el mayor crimen de todos, y quienes la instigan y alimentan son los más grandes criminales. Rabelais ridiculizó la guerra y sus razones y motivos, en la cabeza del rey Picrochole. Rumores, infundados, falsas alarmas, pero al parecer, el asunto era que la sustracción de algunas tortas, hacen montar en cólera al rey que se lanza con su ejército sobre sus presuntos enemigos. Al invadir la Abadía, les sale al encuentro el Hermano Juan que cae sobre ellos con furia incontenible. «A unos les rompía el cráneo, a otros los brazos o las piernas, a otros les dislocaba los espóndilos del cuello, a otros les molía los riñones, les hundía la nariz, les sepultaba los ojos... Unos clamaban por Santa Bárbara, otros por San Jorge, otros por Santa Nituche, otros por Nuestra Señora de Cunault, de Loreto, de la Buena Nueva, de Gunou o de Riviere... Unos se morían hablando y otros hablaban sin morir...» Por cuatro o cinco docenas de tortas, Grandgousier, padre de Gargantúa, ordenó que le entregaran a Picrochole cinco carretas de ellas, pero el rey se mantuvo en sus trece, halagado por sus cortesanos que le hablaban de conquistar el mundo, y siguió adelante. Derrotado al fin, huyó y «los molineros lo molieron a palos, le destrozaron todas sus ropas y le dieron para cubrirse un infamante casacón». Los animales despiertan en Thoreau un sentimiento profundo que lo inclinan a mirarlos con amor y a deleitarse con ellos. En principio, la vida es sagrada. Es verdad que ella no se manifiesta siempre acorde con nuestros gustos y nuestras inclinaciones. Son muchos los animales que nos inspiran temor y aun repugnancia. Los hay nocivos y peligrosos. En cambio, el amor y aun la ternura afloran cuando un ave se posa en una rama o una mariposa traza una línea en el aire o una gatita se echa en el suelo a la espera de las caricias habituales.

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Los animales son puros porque son naturales. Ellos no tienen intenciones como los hombres. No se ponen una careta para ocultar sus propósitos y les son ajenas la hipocresía, la deslealtad, la envidia, la mentira. Se repite con frecuencia aquella boutade de Mark Twain: «A medida que conozco más a los hombres, quiero más a los caballos». Durante la infancia somos menos tiernos con muchos animales. A medida que pasamos de la adolescencia a la juventud, y de ella a la edad madura y la vejez, el sentimiento se puede tornar profundo y aquello que nos dejaba indiferentes quizá se torne próximo y agradable, hasta el punto de merecer atenciones y caricias plenamente correspondidas. Sin embargo, los animales serán siempre atractivos para los niños. No todos pueden reaccionar de la misma manera ante el espectáculo de un rebaño que pasa ante la mirada o las fieras en el zoológico, porque están dotados diversamente. «A un chico lo llevaban por primera vez al zoológico –nos dice Borges–. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?» Oscar Wilde puso un título muy significativo a una de sus obras: Intenciones. Hay algo oculto en aquella persona que no conocemos, que nos detiene en medio de la calle , que finge o dice la verdad –¿quién puede saberlo?– acerca de una reunión, hace muchos años, en tal o cual parte, y que termina pidiendo un favor. Cada uno tiene su mundo interior. Cada uno guarda celosamente una «reserva» de intenciones. Apenas nos es dado mirar un semblante, adivinar un signo entre los ojos y los labios y esperar el disparo de una intención lanzada por un carcaj invisible. Así, pues, además del hombre social de Aristóteles, podemos decir que el hombre es un animal que tiene intenciones. «¡El primer gorrión de la primavera!», estalla en alegría Thoreau. «¡El año comienza con una esperanza más joven de la que nunca hubo! En casi todos los climas, la tortuga y la rana se encuentran entre los precursores y los heraldos de la primavera y las plantas brotan y florecen y los vientos soplan para corregir esa pequeña oscilación de los polos y mantener el equilibrio de la naturaleza».

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Segunda parte. En Torno a la Sociedad

I Al Principio era la Comunidad

En la época más lejana, aquella en que empezó el proceso de hominización, lo primero que hubo fue la horda, desprendida del seno de la Naturaleza e integrada sólidamente para la supervivencia de sus miembros. Sólo un bloque, en el que se diluía la individualidad, entonces poco menos que inexistente como categoría humana, podía atender a la satisfacción de las necesidades fundamentales y a la defensa común frente al peligro de otros grupos, de las bestias feroces y de los fenómenos naturales. No había, por tanto, una diferencia notable entre esa horda, acosada por la agresividad circundante, y la horda animal. «En su origen –dice Paul Chauchard– la sociología humana no es nada más que un capítulo de la sociología animal»(15). He aquí por qué es importante el estudio, ciertamente fascinante, del proceso de hominización, no sólo desde el punto de vista individual sino comunitario. Se ha destacado, casi exclusivamente, el efecto que tuvo la posición erecta y la utilización de la mano en ese proceso, pero no se ha insistido mucho, que sepamos, en la transformación de la horda primitiva en la sociedad, tal como la vemos hoy. Algunos autores se refieren a agregados humanos como la gens, la fratria, la tribu y la federación de tribus, como etapas de la evolución comunitaria a nivel mundial.

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Engels ha destacado este proceso, basándose en una investigación de Morgan, en su obra Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (según la edición de Progreso, Moscú). Es discutible el paso de una etapa a otra de desarrollo social, como si se tratase de un mecanismo inevitable en todos los casos. La distinción de etapas, que obedece más bien a una apreciación cuantitativa de las organizaciones sociales, debe ceder el paso a la admisión de un proceso mediante el cual la horda, entregada, en gran parte, a una vida instintiva, que se deslizaba entre reacciones e impulsos, y el sub-hombre, desprendido apenas de la animalidad, ascendía al pensamiento, la racionalidad y la normatividad. Importa mucho, en primer término, la diferencia que hay entre comunidad y sociedad, como lo señala Thönies en una obra cuyo título está dado, precisamente, por estas dos palabras. Esa comunidad primitiva que iba en pos de alimentos dentro de un espacio determinado al cual consideraba como propio, y que se refugiaba en una caverna, era el requisito indispensable no sólo para la supervivencia del grupo sino para que en él se cumpliera el proceso de hominización. Cuando surgió la agricultura, tuvo la virtud de fijar al grupo en la tierra. Seguramente, la comunidad se mantuvo y la propiedad que fue común, constituyó un vínculo más. Hasta entonces, el trabajo había sido una obligación de todos. ¿Por qué no había de seguir siéndolo cuando la vida sedentaria reemplaza a la vida nómada y ya no hay que vagar en pos de alimento, sino sembrar y cosechar, a medida que la experiencia proporciona los conocimientos y aconseja cuándo hay que actuar, de qué manera y con qué instrumentos, que es preciso construir como prolongación de los brazos y las manos? El nacimiento de la agricultura es uno de los capítulos más importantes, si no el más importante de la historia. Por primera vez, el hombre se afinca en la tierra. Por primera vez, la comunidad permanece estable en una parcela. Por primera vez, esa posesión es tangible en la relación que hay entre ese trozo de la Naturaleza y el trabajo, entre el rendimiento y el esfuerzo, en una suerte de comunión cotidiana entre el hombre y la tierra. Así, pues, al troglodita sucede el agricultor que no sólo siembra y cosecha, sino que domestica animales y plantas, que aprende a distinguir entre hierbas benéficas y nocivas, que trabaja de acuerdo con las estaciones, que utiliza el agua, que acopia productos, que construye viviendas, que inventa utensilios y en las noches despejadas mira el cielo y se asombra ante la Luna y las estrellas.

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La posesión de la tierra, el trabajo y el beneficio común, constituyen la base de la comunidad antigua. Lo que hay, en primer término, es el miembro de la comunidad, no el individuo. Ese bloque humano es absorbente, hasta el punto de configurarlo todo y permanecer inmerso en cada uno de sus componentes, con su tradición, sus costumbres, sus convenciones, sus tabúes, en suma, con su cosmovisión y su carácter.

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II Un caso concreto

Seguramente, el examen de una comunidad real, vigente en la historia, y cuya continuación, ya desvaída y menos vital ha llegado hasta nosotros, es más ilustrativo que cualquier suerte de consideraciones. Una comunidad capaz de perdurar durante siglos, aun bajo el dominio extranjero, empeñado en imponer un régimen semifeudal, fue el ayllu del antiguo Perú. En este caso, la necesidad de mantener la cohesión del grupo, se vio acrecentada por las dificultades del medio geográfico. El Perú es un país que conjuga el desierto con las altas montañas y la selva interminable, como si se hubiesen reunido por un designio extraño, al decir de algunos, la aridez del Sahara, la elevación del Himalaya y los cálidos bosques de una región africana. Generalmente, la comunidad, instalada en una parcela que es exclusivamente suya, vive del fruto de la tierra y apenas si se ve pertubada, a veces, por las inclemencias del tiempo o por la agresión de un grupo vecino. En el Perú, en cambio, había que luchar con un medio difícil, construir andenes en las faldas de los cerros, abrir canales en la roca viva, domesticar plantas y animales; en suma, transformar en un oasis ese trozo agresivo de la Naturaleza. Quizá por esta causa, el hombre se vinculó profundamente a la tierra. él no la vio objetivamente, como la ve un agricultor con un propósito exclusivamente utilitario. La Tierra, así, con mayúscula, fue para él la Madre primera, única, universal. El hombre andino, inmerso en su comunidad, se sentía también inmerso en la tierra. Él era un trozo de la Naturaleza, actuante y pensante. En cierto modo, no estaba desvinculado de las montañas, los manantiales y los ríos. Los veía casi como seres animados, a los cuales había que rendir el homenaje cotidiano de la reverencia y el amor. Así, pues, nos encontramos con la comunidad total, la comunidad de los hombres y la tierra. Los frutos de la Pacha Mama benefician a todos. El trabajo es común y la solidaridad no es un nombre sino una forma de vida. Los ancestros son comunes, también, como los dioses protectores. En cierto modo, los padres lo son de todos y los hijos son hermanos entre sí.

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Este no es un asunto exclusivo de sociólogos y antropólogos. Es una vivencia profundamente humana que se expresa en normas, costumbres, fiestas y ceremonias. La comunidad se gobierna por sí misma. La autoridad de los ancianos es respetada, y cuando se reunen los comuneros es para resolver problemas y adoptar decisiones. La comunidad, por tanto, es un mundo. Su símbolo podría ser la esfera. Su signo, las manos que se unen o que hunden la taklla en la tierra. En todo caso, la multitud que fluye del suelo como una fuente humana. El ayllu, naturalmente, tuvo un origen y se desenvolvió gradualmente hasta constituirse como una comunidad sólida y estable que después sufrió el embate de la conquista y el régimen de la Colonia, que la obligó a replegarse en sí misma y a perder parte de sus características. En 1924, Hildebrando Castro Pozo publicó su libro Nuestra Comunidad Indígena. ¿Qué había ocurrido en el seno del ayllu durante la Colonia y la República? ¿Cuáles habían sido los cambios impuestos por los regímenes que siguieron al Tahuantinsuyo? El autor informa que «cada comunidad conserva los recuerdos de su ascendencia y usan un solo patronímico». Según él, hay cuatro tipos de comunidades: agrícolas, agrícola-ganaderas, de pastos y aguas y de usufructuación, de las cuales la más numerosa es la primera. «La asamblea comunal compuesta de todos los indígenas comuneros con exclusión de los niños y adolescentes, en algunas comunidades, y de éstos y las mujeres casadas y solteras en otras, es el cuerpo deliberante, resolutivo y consultivo en que reside la soberanía del ayllu, cuyos mandatos o decisiones se encomiendan a los personeros que aquella nombra, a fin de que sean cumplidos», con lo cual funciona aquí la democracia directa, superior a la democracia representativa. Castro Pozo elogia la comunidad de Muquiyauyo, en el valle del Mantaro, como el prototipo de la comunidad andina que ha conservado «en toda su plenitud, las normas y prácticas institucionales de los ayllus agrícola-ganaderos», lo que no ha impedido su adaptación a una nueva realidad que se ha traducido en una actividad múltiple y fecunda, no sólo para sí misma, sino para los pueblos aledaños. «Dueño de una magnífica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro –dice el autor– por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias, a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la institución comunal por excelencia». «La comunidad ha construido edificios para escuelas, favorece la educación de los niños y proporciona becas a los mejores alumnos»(16)

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III Carácter de la Comunidad

De la variedad de comunidades ha surgido el concepto de comunidad. Se la considera como un arquetipo, estática y perfecta. En realidad, está sometida a un proceso de cambio, porque nada ni nadie puede evitarlo y, además, las condiciones y circunstancias otorgan a cada caso una fisonomía particular. Los hombres primitivos que ambulaban en pos de alimentos, que recurrían a la piedra para forjar sus herramientas, que se defendían de la intemperie con la piel de un animal y el refugio de una caverna, mantenían, sin duda, una vigorosa cohesión, indispensable para sobrevivir. Cuando la agricultura, a la que nos hemos referido antes, fijó al hombre en la tierra, la cohesión del grupo no sólo se mantuvo sino aumentó por el influjo de la vida sedentaria y por el vigor de un nuevo vínculo, superior a cualquier otro: el sustento y la fuente de los alimentos al alcance de la mano. Es comprensible que en aquella época de iniciación y aprendizaje, el trabajo haya sido comunitario. Alrededor de él fue perfilándose un mundo de costumbres, de creencias, de ritos, de tabúes y de una cosmogonía. La parcelación de la tierra y la sustitución de la propiedad colectiva por la propiedad individual restó vigor a la comunidad, pero ella se pudo mantener mientras hubo un equilibrio entre las diversas parcelas. El peligro de la parcelación reside en el hecho de que uno u otro de los pequeños propietarios empieza a acumular tierras en desmedro de sus vecinos. La pérdida de la igualdad económica y social, el nacimiento y desarrollo del latifundio, la distinción de los hombres en amos y siervos, ponen término a la comunidad que es, fundamentalmente, una integración de iguales. La estructura social, de la que se habla tanto hoy, tiene raíces muy lejanas. Recurriendo a la historia, es posible distinguir algunas características de la comunidad que podríamos llamar «pura», independientemente de su inserción en un medio rural o urbano y de las variantes y vicisitudes propias de cada caso. La primera de las características de la comunidad es la naturalidad. Ella surge como un haz, al conjuro de necesidades fundamentales, de acuerdo con determinadas condiciones.

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La comunidad es una suerte de organismo, anterior a la teoría, a las decisiones de grupos o personas y a las prescripciones contenidas en un plan o un programa. Esta naturalidad se manifiesta en la organización, que ha ido surgiendo con la comunidad misma, en las costumbres y en las modalidades de la vida colectiva. La segunda característica es la vitalidad. Hay, a este respecto, dos tipos de agregados humanos: de una parte, el caos y la confusión de una etapa primaria en aquellos casos en que han confluido diversos elementos, cada uno con sus particularidades de sociedad y de cultura, elementos dispersos y, a veces, contradictorios entre sí, que alternan y chocan los unos con los otros, aunque tienden a confundirse, impelidos por una fuerza universal que tiende hacia la unidad; y del otro lado, un conjunto de seres atados a una vieja rutina, que constituye un «pueblo fósil», según Arnold Toynbee, cuyo destino es desaparecer. La tonalidad es evidente en el vigor, en las iniciativas, en las obras, en la creatividad. La tercera característica es la unidad. La auténtica comunidad es un bloque humano, con mayor integración de sus miembros que nunca. No sólo predomina el esprit de corps, que es evidente aun en sociedades marcadas por el individualismo y la toma de conciencia colectiva, sino la presencia viva de la totalidad en cada ser, hasta el punto de que la palabra integración queda desbordada por un fenómeno que empieza por el conjunto, con el máximo vigor, y no al contrario. La cuarta característica es la igualdad. No se trata, por supuesto, de una igualdad biológica y mental, que no existe. Cada ser humano es un individuo, singular entre los seis mil millones de habitantes de la Tierra, que después serán más. La única excepción está dada por los gemelos, idénticos o univitelinos. De acuerdo con esta realidad, que marca, en lo esencial, el destino de cada ser, la comunidad le ofrece una variedad de oportunidades para su realización personal. Se trata, por tanto, de una igualdad desde los puntos de vista económico, social y jurídico. La riqueza de unos y la pobreza de otros es inadmisible, así como el hecho de que por una parte haya un conjunto de privilegiados y que más allá se encuentran aquellos a quienes se han recortado sus posibilidades. La quinta característica es la solidaridad, implícita en la unidad y la igualdad.

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La solidaridad es, como ya se ha dicho, una manera de vivir en relación con los demás. Hay, de una parte, el aislamiento individual que, en algunas sociedades, ha llegado al extremo del encierro y la incomunicación. Cada familia es una isla. Cada ser humano es un solitario. Y aun en el torrente de las grandes avenidas, en medio de la multitud que ambula apresurada, cada uno está reducido a su soledad. En 1948, un comité de la Universidad de Yale recibió el encargo de efectuar un estudio a base de encuestas con ciudadanos de diferentes edades, sexo y estrato social en diferentes partes del país. El título de la obra que siguió a este estudio es significativo: The Lonely Crowd. Literalmente: La multitud solitaria. En los países que se citan con frecuencia como ejemplos de vida democrática, en el nivel de la más alta cultura, la incomunicación, manifiesta en las películas de Bergman, va a la par de la soledad. El individualismo exacerbado, en una sociedad que ha llegado a la cima y sigue la línea inevitable de la declinación; en una sociedad donde todo ha sido hecho y previsto y ya no hay lugar para la iniciativa, los intentos, los ensayos, la creatividad, y en la que, además, el refinamiento es como los colores irisados en una pompa de jabón a punto de estallar; allí no existen y, lo que es más grave, no pueden existir, el espíritu comunitario, la solidaridad y el afecto mutuo que unen más a los seres que todas las reflexiones filosóficas, los estudios científicos y el aparato de las leyes. De otro lado, existe la igualdad impuesta desde lo alto, en desmedro de la individualidad y la libertad. Ninguno de los dos extremos es conveniente. Aquél, porque se identifica con la vejez y la esterilidad; éste, porque impone un molde y pretende detener el curso de la historia. Así, pues, el reto para una sociedad vieja es rejuvenecerse. Esto es posible. No lo es en el caso individual. El Fausto de hoy invocaría en vano a Mefistófeles y sólo podría acariciar a Margarita en el mundo de los sueños. Hay dos caminos para el rejuvenecimiento de una sociedad: la emigración y la revolución. El primero de ellos se pudo efectuar en el siglo XVI, el siglo de las conquistas y los imperios coloniales. En la época actual, esa vía no existe. En cambio, el segundo es siempre posible. Bastaría citar el caso de China. Ayer, el Imperio Celeste, corroído por la arterioesclerosis secular; hoy, la joven China socialista.

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Cuando una sociedad ha tenido que entrar en un molde, el recurso aconsejable es salir de él poco a poco para respirar el aire a pulmón lleno y estirar los brazos y las piernas, para poder andar y discurrir por los caminos del mundo. Es lo que intentaron hacer Hungría y Checoslovaquia. Es lo que ha llevado a cabo Gorbachov, seguramente el político más importante a nivel mundial.

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IV La comunidad posible

La conclusión es lamentable: La comunidad, tal como la entendemos nosotros, no existe en la mayor parte de los casos. Quizá no exista en ninguno. La realidad mundial es multiforme y cambiante. Alternan pueblos viejos y jóvenes; vertebrados y caóticos; vigorosos y débiles; igualitarios y estratificados; solidarios y desunidos. En cada uno de ellos se cumple una suerte de sino histórico. Los pueblos jóvenes llegarán a ser viejos; los caóticos irán integrándose poco a poco y alcanzarán, en un momento determinado, la vertebración necesaria; los débiles se tornarán vigorosos. Pero en medio de estos cambios afortunados, es probable que se pase de la igualdad, todo lo relativa que se quiera, a la estratificación, y de la solidaridad a la incomunicación y la soledad. ¿Hasta qué punto es compatible la comunidad con el Estado moderno? Al Estadociudad de Grecia y Roma ha sucedido esta vasta extensión de pueblos y ciudades, cada uno con su individualidad, que, sin embargo, tienen el mismo gobierno y obedecen las mismas leyes. Por otra parte, es notorio un proceso que tiende a la unidad. Los países pequeños tienen que ceder a los gigantes el papel protagónico en el escenario de la Historia. Rusia, Canadá, Estados Unidos, Brasil, sin olvidar a la China y la India tradicionales, se nos presentan como anticipos del Estado Universal. Si la comunidad es compatible con la desmesura, también lo es con un sistema político que exalta la individualidad y, con ella, el egoísmo, aun sin pretenderlo; un sistema que propicia la competencia y permite la hostilidad; que, en la práctica, erige el valor económico sobre los demás y favorece la acumulación de riqueza en pocas manos, lo cual deriva en la pobreza de la mayor parte de los habitantes. La masificación y el sistema liberal que, en el campo de la economía, concede el predominio al capital a costa del trabajo, son contrarios a la existencia de la comunidad. ¿La favorece, en cambio, el socialismo marxista? Allí donde se ha aplicado este sistema, invocando «la dictadura del proletariado» que es, en realidad, la dictadura del partido comunista, la concentración del poder, bajo la advocación del Estado, ha permitido la nivelación de la sociedad y, por tanto, la eliminación de los privilegios tradicionales, así como de la riqueza y la pobreza, características de la organización social durante toda la historia. En suma, ha sido posible la igualdad desde los puntos de vista económico, social y jurídico.

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Sin embargo, el peso de la totalidad ha gravitado considerablemente sobre los individuos. La masa, que se invoca con frecuencia por algunos políticos, constituye un firme punto de apoyo para aquéllos que han podido desprenderse de ese bloque humano para dirigirlo de acuerdo con intereses públicos o privados. Pero en la masa se diluye la individualidad. En general, el sistema socialista (del que hay variantes como el marxismo puro, el marxismo-leninismo, el maoísmo, el trotskismo, el polpotiano, el social demócrata, el social cristiano, etc.) puede permitir una aproximación mayor o menor a la comunidad, sobre todo si alcanza a eliminar los estratos sociales, la competencia y la hostilidad mutuas y la acumulación de riqueza y poder como meta de la actividad humana. Es fácil situarse en un extremo u otro. Lo difícil es conciliar las dos categorías, al parecer, opuestas. Sin embargo, ambas son constitutivas de la misma totalidad, hasta el punto de que es inconcebible considerarlas aisladamente. El individuo no existiría sin la comunidad, ni siquiera como ser humano, y la comunidad es la suma de individuos y algo más. Sin lugar a dudas, lo primero es la comunidad, pues constituye la totalidad, el medio, el sustento y la fuente de humanidad. Fuera de ella no hay la posibilidad de existir. El niñolobo es una prueba del fenómeno que ocurre cuando, a falta del medio humano, se cae en la animalidad. Los individuos nacen y mueren. La comunidad se mantiene a lo largo del tiempo y, si se la puede llamar así, a pesar del orden natural que ha sufrido modificaciones mayores o menores en cada caso, es porque ella otorga una forma y un vínculo comunes a todos los que la integran. La conclusión es que la comunidad humana, aquella que merece este calificativo no sólo por su constitución tradicional sino por la conciliación inteligente de las categorías extremas, se esfuerza por acrecentar el vigor de sí misma, adaptándose a las condiciones cambiantes y las circunstancias fortuitas que afectan también a las otras comunidades. Debemos confiar en la evolución natural de las cosas. Es previsible la liberación progresiva del socialismo marxista que tuvo brotes infortunados en Hungría y Checoslovaquia, que defendió su autonomía y la autogestión en Yugoslavia, que acude a la perestroika en Rusia, Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Alemania Oriental; con un nombre u otro; y es previsible también la socialización lenta pero segura en numerosos países cuyo sistema es la democracia liberal. El sistema socialista tiene que recurrir a la iniciativa privada, en algunos casos, y permitir que se abran prudentemente las puertas y ventanas para que circule el aire; y el sistema liberal se verá obligado a frenar el egoísmo, a cerrar la brecha que separa a los pobres y los ricos (la riqueza y la pobreza son enfermedades de la sociedad) y a favorecer al

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máximo la participación solidaria de los ciudadanos en los asuntos que competen a todos y que no deben ser tratados sólo por un puñado de dirigentes, con el peligro del aislamiento, el abuso y la corrupción. El imperativo de hoy es la síntesis: la conciliación de la comunidad y la individualidad; de la solidaridad y la libertad; de los intereses de todos y los intereses de cada uno. ¿Qué hacer para alcanzar alguna aproximación a la comunidad? ¿Qué hacer para retornar al ejercicio de la democracia directa, por lo menos en las bases, y culminar el proceso de la elección de los más capaces y honestos por medio de los delegados investidos de una auténtica representación popular? En la Edad Media europea era indispensable pertenecer a un gremio. En nuestra época debería ser necesario integrar un grupo, sea cual fuere, por razones de profesión, oficio u ocupación. Convertido en un requisito legal, hasta el punto de que en los documentos oficiales figuren los datos de rigor y, a la vez, el relativo al grupo que integre el interesado, se podría partir de la base misma, mediante el ejercicio de la democracia directa superior a la democracia representativa, que sólo se llevaría a cabo al culminar el proceso.

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V Formas de la Sociedad y del Poder

No hay una explicación racional para la constitución de formas propias de la coexistencia humana. La más ligera indagación acerca de la causa de tal o cual morfología nos llevará a la imposición despótica, a la superstición o la creencia desligada del conocimiento. La nota que encontramos con frecuencia en las organizaciones primitivas es el imperio de la tradición. Ella puede llevarnos muy lejos, tanto que acaso nos permita aproximarnos a la horda sub-humana, desprendida de la horda animal. Paul Chauchard nos alcanza algunos datos acerca de este tema: «Los animales tienen su dominio dentro del cual viven, y la exclusividad de la propiedad es obtenida mediante la fuga refleja del intruso». El autor se refiere también a la jerarquía, a la dominación del déspota y a las manadas dirigidas por un jefe. Hay, sin embargo, una contradicción entre este aserto: «Como lo hemos dicho varias veces, la sociedad no es nada y el individuo lo es todo», y este otro: «Los dos hechos en que todo sociólogo debería meditar incesantemente son la total deshumanización del niño-lobo y la total humanización del primitivo cultivado. Lo específico del hombre, ese espíritu del cual está tan orgulloso, se lo debemos a la sociedad que nos transmite la adquisición de las generaciones pasadas». Ahora bien, en la horda sub-humana es posible advertir también la reserva de un territorio, la autoridad del jefe y una probable jerarquía. Se habla con frecuencia de «la condición humana», referida muchas veces a los menos dotados, a aquéllos que sólo ven el lado menos atractivo de las cosas y que están prontos a señalar los fracasos en vez de los aciertos, a negar cualidades y a poner piedras en el camino. Se podría hablar también de la condición sub-humana, que hubo cuando la mente estaba nublada y eran imposibles la visión y la perspectiva y, mucho menos, la comprensión de las cosas y la previsión del futuro. El grupo dependía entonces de todo, menos de sí mismo. La necesidad de ser llevado y traído, de seguir el camino indicado al abrigo de peligros, y de enfrentarlos con posibilidades de éxito, sólo podía ser satisfecha por un jefe al que era preciso seguir a ciegas, porque de él, de su sagacidad y valor, dependía la supervivencia del grupo. En buena cuenta, la única individualidad era la del jefe.

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En él se encarnaba todo el grupo, con sus necesidades, sus deseos, sus temores. Junto a él había algunos allegados, embrión de una jerarquía. El brujo, que no tardó mucho tiempo en aparecer, completó el staff de esa organización primitiva. Puesto que el jefe encarna al grupo, lo preside y lo dirige, hay una brecha entre él y los miembros de la tribu. Es la separación marcada por el poder. Por lo que se ve, el poder es consustancial al grupo, que gusta verlo encarnado en una persona. Esta posesión del poder, pasado ya un largo período desde la época cavernaria, tuvo, en muchos casos, un límite marcado por la muerte, sin que fueran raros la burla y el escarnio, en torno a un fantoche. En el prefacio del compendio de La Rama Dorada, su autor, Sir James George Frazer, se refiere a la costumbre «de condenar a muerte a los reyes, ya al término de un plazo fijado o cuando su salud o energía empieza a decaer». «En el poderoso reino medieval de los jazares, en la Rusia del Sur, los reyes eran condenados a muerte, ya a la terminación de un plazo determinado, ora cuando alguna calamidad pública, como sequía, carestía o derrota en la guerra, indicaba una quiebra de sus poderes naturales. En Bunyoro (África) se escogía un rey de burlas en el que se suponía encarnaba el rey difunto que cohabitaba con sus viudas y después de reinar una semana era estrangulado. En el antiguo festival babilonio de Sacaea vestían con el ropaje real a un rey de burlas, le dejaban gozar de las concubinas del verdadero rey y después de reinar cinco días, le desnudaban, azotaban y mataban». Sin embargo, como dice Frazer, «Los reyes fueron reverenciados en muchos casos, no meramente como sacerdotes, es decir, como intercesores entre hombre y dios, sino como dioses mismos capaces de otorgar a sus súbditos y adoradores los beneficios que se creen imposibles de alcanzar por los mortales»(17). El jefe primitivo alcanza, con el desarrollo del grupo, hasta convertirse en una vasta comunidad, un poder omnímodo que lo convierte en un déspota. Ya no es el jefe al servicio de la comunidad. Es, más bien, la comunidad al servicio del rey. La separación entre el gobernante y su pueblo es completa. Como dios que es o, por lo menos, elegido por él y, en cierto modo, su representante, pertenece a una estirpe que debe mantenerse incontaminada. La transmisión hereditaria del poder es una consecuencia lógica y lo son también la dignidad de la familia real, la aristocracia, los privilegios, también hereditarios, y numerosos patrones sociales y culturales. Es posible observar que la hinchazón del poder encarnado en una persona es parte de un mundo de relaciones, de convenciones y costumbres que van parejas con la mentalidad reinante.

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Se piensa y se procede así porque está establecido de esa manera por la tradición que cuenta con el apoyo de la rutina y la inercia moral. El imperio de la Naturaleza en el ser humano, especialmente en el aspecto sexual, es disimulado con reglas tan variadas como los pueblos, que se complacen en los requisitos y las ceremonias. Cuando ese poder, aún embrionario durante la infancia, se revela en la pubertad, pórtico de la adolescencia, y nos empuja hacia otro ser, el deslumbramiento, la desazón y el deleite que sentimos nos dicen que no estamos solos, que somos parte del cosmos, que nuestra vida fluye de una fuente inagotable, circula con nuestra sangre, alienta nuestro pensamiento y está en la raíz de la poesía, de la literatura, del arte y de la floración humana capaz de atraer y de perdurar. La actitud que asume, las formas que adopta y las medidas que aplica la sociedad frente al poder de la Naturaleza que la rebasa, puesto que actúa en la raíz de sí misma, son tan variadas y a veces arbitrarias y aun absurdas, según los pueblos y el grado de su desarrollo, que distan mucho de la racionalidad, aunque se advierte, en la mayor parte de los casos, una inclinación creciente hacia ella y la estabilidad. A este respecto, es preciso decir que hay, en primer término, el poder de la Naturaleza, superior a cualquier otro, que actúa dentro del hombre y fuera de él; en segundo lugar, el poder de la Especie, continuación de aquél, que se identifica con el conocimiento, como lo dijera Francis Bacon hace cuatrocientos años, poder que se concreta en la ciencia y la tecnología (18); el poder económico que gobierna a los pueblos y a los individuos y que actúa muchas veces entre bambalinas; y, por último, el poder político, que arraiga con la educación. Era natural que, al principio, hubiese una promiscuidad casi sin limitaciones y, como consecuencia lógica, la filiación materna. Posteriormente, la promiscuidad cesa y la unión de hombres y mujeres se sujeta a determinadas normas. En muchos países, sobre todo en aquellos de clima cálido, cubiertos de bosques y bordeados por el mar, el amor se manifiesta sin trabas durante la adolescencia y sólo después se cumplen las reglas que rigen el matrimonio. Quizá se encuentre allí «la vida natural», la felicidad que perseguía Bentham, al abrigo de las turbulencias del mundo. Sin embargo, la ilusión de un paraíso escondido se esfuma cuando leemos las descripciones y los relatos de algunos viajeros que han visitado las islas del Pacífico. Robert Louis Stevenson, que eligió finalmente la isla de Samoa para vivir y morir en ella, nos habla de la transición de la belleza seductora del cielo y el mar a los tabúes, las preocupaciones y el temor a la muerte de los habitantes: «A las tres de la madrugada, el aire era suave y perfumado. De cuando en cuando, una polea chirriaba como un pájaro. Del lado del océano, el cielo brillaba con tantas estrellas y el mar aparecía iluminado por

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sus reflejos». Cuando se vuelven los ojos a la tierra, surgen los problemas de la despoblación, las prohibiciones absurdas pues las mujeres no debían comer tocino ni cocinar en el fuego encendido por el varón. Además, el hombre vive angustiado con la idea de la muerte y su impotencia ante las enfermedades y su extinción progresiva(19). Paul Gauguin abandona sus comodidades y el ambiente refinado de París, para entregarse a pintar en Tahití. Es la obediencia a una poderosa voz interior. El artificio de una sociedad que indignaba a Rousseau había terminado por fatigar a Gauguin, ansioso de la paz, la belleza y las costumbres sencillas de los habitantes en una isla lejana. Él permanece fiel a su destino, pero no puede escapar a «la condición humana» en la isla encantada o en la ciudad deslumbrante, en condición que es la nuestra, la de todos y no sólo de los menos dotados, que nos exalta y nos deprime, que nos aflije con enfermedades y temores, que acuna a la muerte hasta que un día y una hora, entre los días y las horas innumerables, se cierra el ciclo al poner el punto final. El acatamiento de este género de reflexiones y, posteriormente, la admisión de una doctrina como la verdad revelada, habría de llevar a muchos a una renunciación de las satisfacciones corporales y aun a la mortificación del cuerpo para alcanzar la salvación del alma. Desde luego, el cuerpo debe sustraerse a las miradas del propio sujeto y el baño queda poco menos que excluido. Cuando los españoles reconquistan Córdoba, una de sus primeras medidas es la clausura de no menos de cincuenta baños públicos. El ascetismo es incompatible con la limpieza corporal y los anacoretas recurrían al agua sólo para beberla. Bertrand Russell nos refiere que «San Abraham el eremita, en los cincuenta años que vivió desde su conversión, se rehusó terminantemente a lavarse la cara o los pies. Se dice que era una persona de singular belleza, y su biógrafo, algo extrañamente, cuenta que su rostro reflejaba la pureza de su alma. San Amón nunca se vio desnudo. Una famosa virgen llamada Silvia, aunque había cumplido sesenta años y pese a que sus enfermedades eran consecuencia de sus hábitos, se negó resueltamente a lavarse parte alguna de su cuerpo excepto los dedos. Santa Eufrasia ingresó en un convento de 130 monjas que nunca se lavaban los pies y que temblaban ante la sola mención del baño»(20). Havelock Ellis hace notar que «el cristianismo fue esencialmente una rebelión contra el mundo clásico, contra sus vicios y virtudes concomitantes, contra sus prácticas, sus costumbres y sus ideales. Fácilmente hubieron de convencerse los cristianos que el culto del baño era en realidad el culto de la carne.

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Por profunda que fuera su ignorancia en materia de anatomía, fisiología y psicología, tenía motivos innegables para saber que es una zona fronteriza sexual, y que todo aquello que produce su pureza y su brillantez, es una apelación directa, más fuerte o más débil, según los casos, a las pasiones con que luchaban tenazmente»(21). Desde la aparición del cristianismo hasta hoy, la lucha entre el imperio carnal y el ascetismo religioso no ha tenido tregua. La historia de santos y monjes, de tentaciones y demonios, es interminable. Muchas veces, este poderoso impulso natural, sofrenado día a día por una convicción religiosa y una voluntad vigilante, encuentra una forma de evadir el cerco, por una de aquellas «trampas de la fe» a la cual se refiere Octavio Paz en la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz y que se puede hallar también en San Juan de la Cruz. Cuando Sor Juana dedica un poema a Cristo Sacramentado, el amor ambiguo, ya que el alma no puede sustraerse al imperio de la carne en que está presa, se diluye en términos apasionados, no por espirituales menos humanos: Amante dulce del alma, bien soberano a que aspiro, tú que sabes las ofensas castigar a beneficios divino imán en que adoro: hoy que tan propicio os miro, que me animáis la osadía de poder llamaros mío. Aunque otras veces la confesión de amor es transparente: Amor empieza por el desasosiego, solicitud, ardores y desvelos; crece con riesgos, lances y recelos; susténtase de llantos y de ruegos. doctrínale tibiezas y despegos, conserva el ser entre engañosos velos, hasta que con agravios o con celos apaga con sus lágrimas su fuego. ¿Quién que lea a San Juan de la Cruz no sentirá arder dentro de sí la dulce llama del amor, aquí, en esta tierra, apenas imaginadas la serenidad del cielo y la transparencia del alma?

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Entrádome ha la esposa En el ameno huerto deseado Y a su sabor reposa, El cuello reclinado Sobre los dulces brazos del Amado. ¡Oh noche que guiaste Oh noche amable más que el alborada, Oh noche que juntaste Amado con Amada Amada en el Amado transformada! El aire del almena Cuando yo sus cabellos esparcía Con su mano serena En mi cuello hería Y todos mis sentidos suspendía. El conflicto está planteado, pues las religiones rechazan, generalmente, las complacencias de la carne, que se oponen a la pureza del espíritu. Cuando Sócrates y Platón se desprenden de ese mundo poético poblado por Zeus, el omnipotente; Hera, «la de los brazos de nieve»; Iris, la dulce mensajera; Atenas, «la diosa de los ojos glaucos»; un mundo en que aparecía en su cuna de brumas, la Aurora «de rosados dedos», y Apolo disparaba sus flechas de oro (basta leer la Ilíada y la Odisea); cuando los filósofos se alejan del gimnasio en el que se contempla la belleza corporal y se reverencia a Homero, para concebir a Dios, sobre la pluralidad de los dioses, y al ser humano como una dualidad de cuerpo y alma, en ese momento se hiere de muerte al mundo clásico, del que habría de salir otro mundo, diverso y aun opuesto, en un juego dialéctico penoso pero inevitable. Esta conversión que lamentaba Nietzsche, señalándola como un signo de decadencia de la cultura griega, había de extenderse y arraigar y fructificar hasta hoy, en que la dialéctica se impone otra vez ya no como antítesis sino como síntesis.

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VI La Sociedad Imperfecta

La Naturaleza no crea sociedades sino individuos. Cada ser humano es el eslabón de una cadena, ciertamente, pero es un eslabón único. Nos asombra el hecho de que entre seis mil millones o más de seres, no haya dos iguales, salvo en el caso de los gemelos idénticos, como ya lo hemos hecho notar. El cuerpo, la psique, el espíritu, tienen, en cada caso, un carácter singular. Cuando la mirada se extiende más allá del ámbito humano, si es que fuera de él se puede hablar así, nos encontramos también con individuos, palabra cuya significación extendemos a las cosas. Cada ser, cada objeto, cada minucia, es única. No hay dos galaxias iguales. No hay dos astros iguales. No lo son dos montes, dos ríos, dos lagos, dos gotas de agua, dos granos de arena. Sin embargo, la individualidad no es sinónimo de aislamiento. Hay entre las cosas y los seres una relación y una coordinación ineludible y todo lo que es, está sujeto a un orden universal. En cada hombre, en cada mujer, vive y alienta la esencia de la humanidad. Esta esencia se transmite de ser a ser. Cuando se reunen dos o más, cuando son una multitud, lo que tienen en común es su condición humana. Así, pues, cada uno debería comprender que está unido a los otros, puesto que todos han brotado de la misma fuente y llevan en sí la misma materia; que la carne, los huesos y la sangre son comunes, así como las necesidades, los sufrimientos y las alegrías; que en todos brota la vida a borbotones y subyace, crece y alienta la muerte. Es evidente que nadie puede vivir aislado y es un lugar común la afirmación de Aristóteles en su Política: «El hombre es un animal político o social»(22). Incidentalmente, la lectura de Aristóteles nos muestra la diferencia radical que hay entre su perspectiva de las cosas y la nuestra. Distinguimos, por ejemplo, entre ciudad, Estado y comunidad, que él reune en un solo concepto; discrepamos de su exaltación del Estado, al que considera como «la comunidad superior a todas y que incluye en sí todas las demás», y nos asombra y desagrada profundamente cuando afirma que «por naturaleza, bárbaro y esclavo es una sola y misma cosa».

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En todo caso, la sociedad, que ha desbordado el núcleo de la comunidad para extenderse y complicarse a sí misma, es imperfecta, a veces hasta bordear la arbitrariedad y caer en el absurdo, con la nota frecuente de la injusticia. El desequilibrio social se manifiesta en el hartazgo, la frivolidad y el tedio de los dominantes, y las penurias, la humillación y el odio de los dominados. Los testimonios son muchos y no hay que ir muy lejos para dar con ellos. Nosotros mismos somos testigos del maltrato constante a millones de seres, mientras un grupo minúsculo atesora riquezas y despilfarra dinero sin medida. La sociedad o, por lo menos, la parte de ella que decide y domina, piensa y actúa sujeta al egoísmo que la inclina a la indiferencia ante la desgracia ajena y a la crueldad. Por otra parte, la sociedad está integrada por gentes diversas, con apetitos, intereses, intenciones y mayor o menor capacidad para comprender, juzgar y decidir. Stendhal habla de la asfixia moral que reina en los salones del París de Luis XVIII. El conde Altamira, uno de los personajes de Rojo y Negro, dice: «En Francia, todo lo que vale, todo el que descuella por su talento, va a pudrirse en la cárcel; el pueblo aplaude. ¿Por qué? Porque vuestra sociedad decrépita (el conde es un extranjero en ese país) no piensa más que en las conveniencias. Un hombre que hablando demuestra inventiva, pronuncia con facilidad una frase poco prudente, y el dueño de la casa en que está, se considera deshonrado». Manuel González Prada vivía asqueado de la Lima de su tiempo. Horas de Lucha es un libro de ira, de imprecaciones y desprecio. Para él, «Lima es la zamba vieja que chupa su cigarro, empina su copa de aguardiente, arrastra sus chancletas fongosas y ejerce el triple oficio de madre acomodadiza, zurcidora de voluntades y mandadera del convento». Los conservadores del Perú son, según el autor, «tardígrajos a los que le falta la cabeza»(23). González Prada termina por renegar de todo, desde la Patria, «sanguinario mito», hasta la humanidad. El último de sus poemas en Trozos de Vida, el libro que siguió a Minúsculas y Exóticas, es de un desesperado clamor que va de la decepción al asco y el dicterio sin medida: ¿Qué me importa si mi cielo Obscurece ya la noche? No te amé jamás, oh mundo, Negro charco de vibriones. Al puede ser de la tumba Voy sin pena ni temores, Con el asco por la vida Con el desprecio a los hombres.

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VII Pluralidad en la unidad

Vivimos en un mundo de conceptos. Nuestro tejido intelectual está hecho de abstracciones y generalizaciones. Hablamos de la sociedad, del hombre, del ciudadano, ignorando muchas veces que son innumerables las sociedades, los hombres, los ciudadanos, cada uno distinto de los demás. Es verdad que nuestro pensamiento se desenvuelve en una esfera de la teoría, barajando los conceptos alrededor del tema propuesto. La filosofía y la ciencia misma se ciernen sobre la realidad, con la diferencia de que la primera se mantiene en las alturas, avizorando la Tierra y sus habitantes reducidos a una parte del Cosmos y al ser, en tanto que la ciencia parte de cada caso y de cada individuo. La investigación, las ratificaciones, rectificaciones y descubrimientos son parte de su obra, que le permite reunir y coordinar los conocimientos en una estructura suficientemente autónoma de otras estructuras, como un eslabón más de una cadena o como una sección añadida a un edificio interminable. Los sociólogos ven, preferentemente, el conjunto; las formas que adoptan los grupos humanos; las corrientes y los movimientos que se efectúan en su seno; la dinámica social, los hitos del desarrollo colectivo; y por supuesto, las leyes que se pueden desprender de los casos particulares para extenderlos a todos ellos, con una aplicación rigurosa del método inductivo que permite a la Sociología aspirar a la categoría de ciencia. Los políticos se dirigen a la colectividad en su conjunto. La palabra masa, concepto en que se diluye la individualidad, está en labios de muchos de ellos. La palabra pueblo, que en la política adquiere una significación protagónica, es más rica de contenido. El vocablo masa se usa como referencia, como totalidad –re-cordemos el poema Masa de César Vallejo– pero no como categoría política. En cambio, la palabra pueblo está en los labios de oradores, de estudiosos y del común de las gentes, aunque no la usen los sociólogos porque carece de una concreta acepción científica. La masa es un asunto de magnitud. El pueblo lo es de conjunto, de conciencia, de poder inmanente y decisión final, aunque sea por intermedio de un grupo o de una persona. Desde la antigua Psicología de las Multitudes de Gustave Le Bon y el inconsciente colectivo de Jung, nos hemos habituado a considerar y apreciar el hecho de una multitud

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que protesta o aplaude o ruge, según los casos, como si se tratase de un cuerpo y no de una reunión de individuos. ¿Es un contagio colectivo? ¿Las gentes que gritan y aplauden obedecen a un estímulo que los agita sin poder evitarlo o están unidos por una fuerza que viene de lejos? Los huelguistas que llevan pancartas y gritan al unísono y marchan hacia una repartición pública; los aficionados que atruenan el espacio y lanzan exclamaciones de júbilo o decepción ante las incidencias de un espectáculo deportivo; los asistentes a un mitin político que tienen la mirada puesta en su líder, son, en cierto modo, grupos homogéneos, y no se necesita, por tanto, recurrir a la venerable Psicología de las Multitudes de Gustavo Le Bon (que después de describir «el alma de las razas», se dedicó a estudiar «el alma de las muchedumbres»), ni al inconsciente colectivo de Jung (menos antiguo pero sobre el que han caído innumerables tratados). La sociedad, amplia hasta constituir la totalidad; permanente, a pesar del tiempo y de la sucesión de las generaciones; unida por el espíritu de cuerpo, las formas de vida y las costumbres, es cierta y paradójicamente, una unidad plural. Esa pluralidad, sin embargo, no está dada, fundamentalmente, por la posición de cada uno en determinado estrato social, por la ascendencia y el apellido, por la ocupación, por la riqueza o por la pobreza, la cultura o la ignorancia, sino por la constitución biopsíquica y, con ella, por la personalidad. Lo que importa, en definitiva, no son las clasificaciones, las casillas, las fórmulas habituales. Es preciso admitir que la sociedad está constituida, en el fondo, por gentes de capacidad mayor o menor; de aptitudes diversas, algunas de ellas sobresalientes, otras mediocres y otras de menor utilidad; que alternan activos y pasivos, responsables e irresponsables, exigentes y acomodaticios, generosos y mezquinos, sinceros e hipócritas, leales y desleales, entusiastas e indiferentes, etc. Si tratamos con alguien, si lo incorporamos al círculo de nuestros amigos, si confiamos en él, lo hacemos porque lo merece. Nos es indiferente el título que tenga, el apellido que lo distinga, la actividad que ejerza. Es inteligente, comprensivo, bondadoso, honesto. ¿Se puede pedir más? La política no repara en estas diferencias. La masa lo cubre todo. El pueblo es un conglomerado humano. La educación sí se esfuerza por tratar a cada uno según las características de su individualidad. Es cierto que, según Schopenhauer, la educación es poco menos que impotente porque no puede modificar el carácter de las personas. No puede convertir, por ejemplo, a un ser lento en dinámico, a un flemático en apasionado, a un avaro en filántropo. Pero sí puede favorecer –diríamos nosotros– el desarrollo de las aptitudes, la personalidad, la socialización y la preparación para el ejercicio de una determinada actividad.

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Desde luego, el acento puesto en el hombre y su riqueza genética, mayor o menor, no tiene ninguna relación con el fascismo que aplasta al hombre con el Estado, ni con el nazismo y sus galimatías de la «raza aria», contrarios a la naturaleza y la dignidad humanas. Por otra parte, vivir es, para cada hombre, hacer. Ortega y Gasset ha tocado este tema: «La vida humana es una realidad extraña de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella». «La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia». «La vida nos es dada, puesto que no nos la damos nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo». «Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer». Las líneas que siguen se refieren, sin duda, al común de las gentes, no a un grupo de escogidos que son, precisamente, los que hacen la Historia. Ortega dice: «Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario, quiero decir que no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto éste o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Sólo en vista de ellas puede preferir una acción a otra, puede en suma, vivir»(24). En muchos casos, que son los más ilustres, sin duda, la Naturaleza no sólo echa los hombres al mundo, sino que los echa con una vocación y un destino. Pintar es para el pintor, escribir para el escritor, bendecir y confesar para el sacerdote, educar para el educador, «una manera de vivir». Así, pues, alternamos con gentes que han brotado con un pincel en la mano, o con un lápiz para llenar con fórmulas matemáticas alguna páginas y cambiar el rumbo de la Historia o con gargantas prodigiosas hechas para deleitar a los oyentes o con sílfides capaces de poner de pie, como si fuese lanzadas por un resorte, a una multitud de asombrados espectadores. Es conocido el caso de escritores que han dado al mundo obras extraordinarias, como si obedeciesen al demonio interior de Sócrates, en un estado cercano al sonambulismo.

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Goethe se refería al Fausto, en una conversación con Eckermann, como «algo inconmensurable y cuantos intentos se hagan por acercarlo más a la inteligencia, serán baldíos». «Hay que hacer cuenta de que la primera parte surgió de un estado de alma individual, bastante oscuro». En otro momento dijo a su interlocutor que «en poesía no se puede forzar mucho las cosas, y hay que aguardar a que la inspiración quiera venir, lo que no se puede lograr por la fuerza de la voluntad». «El espíritu –según Amiel– es el medium plástico, el principio y el resultado de todo, la tela, el laboratorio, el producto, la fórmula, la sensación, la expresión, la ley, el que es, el que obra, el que sabe. No todo es espíritu, pero el espíritu está en todo y lo contiene todo». Cuando Borges dice que «Todas las cosas le han sido dadas (al escritor, a todo hombre) para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista», suscribe que las afinaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte. «Esas cosas nos fueron dadas para que las transmitamos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo». Para Ernesto Sábato, «los mediocres pueden elegir el tema». «Cuando se escribe en serio, es al revés: es el tema el que lo elige a uno. Los fantasmas que suben desde nuestros antros subterráneos, tarde o temprano se presentarán de nuevo, y no es difícil que consigan su trabajo más adecuado para sus condiciones. Lo que dice Platón no es otra cosa que lo que pensaban los antiguos: que el poeta inspirado por los demonios, repite palabras que nunca habría dicho en su sano juicio, describe visiones de sitios sobrenaturales, lo mismo que el místico»(25).

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VIII La Sociedad y la vida instintiva

Cada uno de nosotros vive su vida y, con ella, acuna su muerte. Hemos brotado por un designio cósmico y se nos ha dado la vida como a todos los seres que pueblan este mundo y que van y vienen y acaban su ciclo en un día o en meses o en años, aunque hablar de esta medida sea impertinente, pues se trata de un fenómeno extraordinario que está por encima de medidas y clasificaciones, del que somos expresión pero que, por eso mismo, no podemos explicar satisfactoriamente. Una necesidad científica se satisface merced a la aplicación de la técnica apropiada, pero la vida es un flujo como el agua de una fuente y un río, en la infinita variedad de los seres que nacen y mueren, al impulso de una renovación interminable. César Vallejo se eleva, a veces, para mirar su cuerpo o el del vecino, consciente de esta realidad. Y está bien y está mal haber mirado de abajo para arriba mi organismo. Tienen su cabeza, su tronco, sus extremidades, tienen su pantalón, sus dedos metacarpos y un palito. Ahora, entre nosotros, aquí, ven conmigo, trae por la mano a tu cuerpo. La vida, de la que somos hechura y órgano, es instintiva y sensual. Su imperio lo abarca todo. Su flujo no se interrumpe nunca. Las formas que genera varían pero su sino es prolongarse indefinidamente. La vida perdura en cada especie y en cada ser y, por tanto, cada individuo actúa impulsado por esa fuerza interior que es parte de su mundo. En algunos casos, cuando se trata de la unión íntima de dos seres, las ceremonias sobran. En Asiria, el adúltero, hombre o mujer, era ahogado en el río. En Israel, según el Levítico, «si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos». En el Tahuantinsuyo, según Guamán Poma, citado por Luis E. Valcárcel, las mujeres adúlteras eran condenadas a muerte, ejecutándolas a pedradas en el sitio Uimpillay. Si la mujer no había consentido, su castigo eran 200 azotes con soga de taclla y encierro en el Acllahuasi, y pena de muerte para el varón responsable.

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He aquí dos mundos frente a frente: de un lado, el cosmos, la Totalidad Suprema y Absoluta; del otro, la sociedad, ciertamente pequeña y miserable, atada a costumbres, convenciones y modas. El ímpetu de la vida se manifiesta a plenitud en las zonas tropicales donde crecen y se enmarañan las plantas, se multiplican las alimañas y obliga al hombre a adaptarse a ese mundo potente y dominante para poder subsistir. El grupo primitivo vive a merced de esas fuerzas misteriosas a las que trata de aplacar merced a prácticas diversas, a sacrificios y conjuros. Los brujos desempeñan un papel importante y, a veces, decisivo. El antropomorfismo, el animismo, el mito, el tabú, permanecen en escena. Se habla, con razón, de una mentalidad primitiva. El conocido libro de Lévi-Bruhl que hemos citado antes, lleva este título. Espiguemos en él: Si la muerte sobreviene «es porque una fuerza mística ha entrado en Juego». «Cuando un hombre muere, es debido a que ha sido condenado por un hechicero». «Los muertos viven, por lo menos durante un cierto tiempo». «El presagio predice y produce el acontecimiento». «A los ojos de los primitivos, nada hay fortuito». «Todos parecen creer firmemente en la adivinación como un método de inferir el curso de los sucesos por venir» (en referencia a los habitantes de la costa occidental de África). «La ordalia parece ser un procedimiento mágico, destinado a demostrar si el acusado es inocente o culpable». «En casi todas las sociedades primitivas, la enfermedad, cuando es grave y prolongada, toma el aspecto de una mancha o de una condenación». «La disposición de la mentalidad primitiva es a considerar como real y ya presente un acontecimiento futuro del que está seguro por razones místicas». «La mentalidad primitiva, como la nuestra, se preocupa por las causas de lo que ocurre. Pero no las busca en la misma dirección. Vive en un mundo donde innumerables potencias ocultas siempre presentes, están obrando constantemente o listas para obrar». Con la superación de este estado y la desaparición del hombre primitivo ocurre un cambio profundo, pero quedan todavía rezagos importantes en la mentalidad y las costumbres de pueblos posteriores, aun de la más alta cultura. Griegos y romanos acuden a la adivinación frecuentemente y los sacrificios preceden a la toma de decisiones, sobre todo cuando se trata de la proximidad de una batalla. Aquiles recurre a Calcas, «él más grande adivino que conocía el pasado, el presente y el porvenir», para que diga cuál es la causa de la cólera de Apolo. El Oráculo de Delfos era famoso y la Pitonisa era requerida fervorosamente para que comunicara sus augurios. En Roma, donde había «más dioses que hombres», según Petronio, el culto se reducía generalmente, a una suerte de contrato entre ambas partes, el hombre y el dios.

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Desde luego, los sacrificios son universales en la historia antigua. Se trata de aplacar a los dioses o de obtener sus favores. ¿Qué hace la sociedad ante el poder formidable de la vida instintiva? Pues, defenderse. Hombres y mujeres se sienten atraídos mutuamente. Esta atracción podría ejercer un dominio total y la sociedad dejaría de ser, entre otras cosas, una organización, un cuerpo sometido a normas, un sujeto del orden, una suma de convenciones. En la mayor parte de los casos, si no todos, las normas establecidas fijan condiciones para que un hombre y una mujer puedan unirse. Ante todo, ¿cómo ven ciertos pueblos los cambios o las manifestaciones de este poder oculto pero presente en todo momento? «En la aldea de Bajoeng Gedé –dice Margared Mead– el hombre que no se casa no puede gozar de todas las prerrogativas sociales. El hombre que no tiene hijos no llega nunca a la posición suprema dentro de la jerarquía». «El matrimonio es una formalidad que la sociedad impone, un medio para tener los hijos necesarios a fin de ser una persona completa desde el punto de vista social». «Ciertas sociedades creen que el parto es por naturaleza peligroso. Otros pueblos lo consideran un hecho tan sencillo que sólo la madre calcula esperanzada si el niño va a nacer en el campamento donde puede sobrevivir o si ha de nacer durante la jornada de la marcha, muriendo, entonces, seguramente, de frío». «La primera menstruación da lugar a una importante ceremonia entre los austeros manus, que a partir de entonces ocultan la menstruación hasta el matrimonio».

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IX Los Conflictos Inevitables

Ante el impulso de la Naturaleza, que no encuentra obstáculo en la fauna y la flora, la sociedad actúa para detenerlo, desvirtuarlo o someterlo a ciertas condiciones. Desde luego, la religión que marca una línea de separación entre la carne y el alma y que remite a una vida ultraterrena la realización plena del hombre, no sólo desdeña el cuerpo sino lo señala como una fuente de incitaciones peligrosas, contra las cuales hay que mantenerse en guardia. Los santos viven en lucha permanente con las tentaciones y van más lejos al atormentar la carne, al mortificarse con el ayuno y las incomodidades. Sería inútil detenerse en algunos casos ilustrativos que todos conocen, sin olvidar otros, diversos y aun contradictorios. En un estudio de Robert Briflault sobre el sexo en la religión, se nos recuerda la licencia en los ritos de Babilonia, la libertad predominante en Grecia y aun en Roma, la vinculación entre las faenas agrícolas y el libertinaje en muchos pueblos y la representación de actos sexuales en los templos de más de un país oriental de alta cultura(26). «Los hombres ven en la sexualidad –nos dice Alain Daniélou– el principal instrumento con que la Naturaleza trata de esclavizarnos. Los templos se cubren de imágenes eróticas porque el hombre debe ser puro, debe estar libre de inhibiciones antes de poder captar los secretos del conocimiento. Las representaciones eróticas que ornan los templos hindúes tienen un valor mágico y educativo. Toda la evolución y todas las formas de la vida erótica aparecen en estas esculturas». En la China antigua, las niñas no eran bienvenidas, a diferencia de los varones, y no era raro que los padres las pasaran a otras manos, como si se tratase de una carga inútil. En numerosos países, la joven era prácticamente vendida, puesto que para obtener el asentimiento de los padres, había que prodigar los obsequios, tanto más valiosos cuanto eran mayores los méritos del bien requerido. La subordinación de la mujer al hombre era universal y aún lo es en menor medida actualmente. En pueblos de la más alta cultura como Grecia, el fenómeno se mantuvo en desmedro de la mujer. Como se sabe, en Atenas ella fue relegada al gineceo. Su misión era casi

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exclusivamente maternal. Aristóteles advertía acerca del peligro de despertar su sensualidad. Además, no le estaba permitido asistir a la comedia. En la refinada sociedad francesa de Luis XIV, la subordinación de la mujer al hombre se mantuvo, hasta el punto de que los padres decidían todo lo referente al matrimonio de sus hijas. En el teatro de Molière, el amor contrariado por la autoridad paterna se repite con frecuencia y es casi un leit motiv en la historia familiar de la sociedad europea y de gran parte del mundo. La moral victoriana impuso la represión sexual y la gazmoñería como una nota infalible en las relaciones entre hombres y mujeres. Durante el largo reinado de la reina Victoria, todo un mundo social y cultural debió vivir bajo el imperio de rígidas normas morales en abierta contradicción con la naturaleza humana. D.H. Lawrence irrumpió en ese mundo pacato con El Amante de lady Chatterley, al que escandalizó por su audacia erótica, pero al que fue convenciendo poco a poco de la letigimidad de esta insurrección de una naturaleza contrariada sistemáticamente por una acumulación de prejuicios. Sigmund Freud abrió de par en par las puertas de una estancia hasta entonces cerrada contra viento y marea, llena de supuestos, de convenciones y de cosas imaginarias. Freud reveló nuestra naturaleza, específicamente, nuestra naturaleza animal. Somos ante todo un organismo, ahíto de sensualidad. Sentimos antes que pensamos. El dolor, el placer, el gusto, el disgusto, el deseo, el rechazo, la simpatía, la antipatía, alternan en nosotros. Somos impulsados con fuerza irresistible hacia el otro sexo, sin que falten las desviaciones y variaciones, y un mundo subterráneo permanece firme y pertinaz en cada uno de nosotros, con mayor poder que la esfera iluminada de la conciencia. La reacción inmediata ante la revelación de este mundo invívito en cada uno de nosotros, fue el escándalo, la condena, la negación. El hombre ideal había desaparecido. Los niños ya no eran los pequeños ángeles de las oraciones y las leyendas. La mujer y el hombre se inscribían en un mundo de instintos y apetitos, de deseos, de impulsos, de reacciones. La cultura era un tejido de contrarios en el cual se podía advertir el acicate de la necesidad y el esfuerzo de la imaginación. Al amor platónico sucedió la atracción sexual, y al mundo de las ideas el de las cosas concretas. Por supuesto, Freud significó un descubrimiento, una revelación y una posición extrema. Posteriormente, los estudios, los análisis, las críticas, se multiplicaron, pero quedó en pie la tesis fundamental y el método surgido con la tesis: el psicoanálisis.

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La «sublimación» freudiana en el campo psicológico es semejante a la superestructura marxiana en el campo social. Si el paralelo pudiese continuar, el psicoanálisis como método debería ir acompañado con el análisis social. El Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea de Erich Fromm debe ser citado a este respecto. El conflicto entre la Naturaleza y la sociedad se revela en los casos innumerables de la historia y de neurosis que conocemos gracias a especialistas en la materia. Freud considera «los síntomas históricos como efectos y restos de excitaciones que han actuado en calidad de traumas sobre el sistema nervioso». «Hemos hallado, en efecto, y, para sorpresa nuestra, al principio –dice Freud– que los distintos síntomas histéricos desaparecieron inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía despertar con toda claridad el recuerdo del proceso provocador, y con él el efecto concomitante, y describía el paciente, con el mayor detalle posible, dicho proceso, dando expresión verbal al efecto»(27). Wilhelm Stekel que cultivaba, según él, un psicoanálisis activo «enteramente distinto del psicoanálisis ortodoxo iniciado por Freud», nos ha proporcionando una larga casuística al respecto. En general, ocurre que el niño o el adolescente, inmerso en el seno de un hogar y una comunidad con sello propio, realiza diversas actividades y siente de pronto que un poder superior a sí mismo lo impulsa hacia otro ser, al cual se entrega con el deslumbramiento, el arrobo y el goce que sería inútil buscar en otra parte. Sin embargo, el mundo en medio del cual vive, es demasiado complejo. En él pululan, como parásitos y virus, los prejuicios, las supersticiones, los malentendidos, los temores, las prohibiciones. Ante el impulso superior que mueve a unos y otros, la comunidad toma algunas precauciones y establece las reglas del juego. Esas reglas varían de pueblo a pueblo y no están siempre de acuerdo con la realidad. En numerosos casos rige la tradición con su cortejo de convenciones y costumbres, aunque no tengan un sustento racional.

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X Simone De Beauvoir y la Mujer

El libro de Simone de Beauvoir El Segundo Sexo, merece un capítulo especial, tanto por su formidable erudición, la solidez de algunos de sus argumentos y su fama como escritora, cuanto porque, al asumir la defensa de la mujer y acumular dicterios contra el macho, vocablo que la autora prefiere para designar al hombre, entran en juego la Naturaleza y la Sociedad que corresponden a nuestro tema. ¿Por qué contra el macho? Porque él es, según la autora, el culpable de la situación de inferioridad y dependencia en que se encuentra la mujer: él ha organizado la sociedad con sus altibajos, ha relegado a la mujer a una situación subalterna y, lo que es intolerable, ha multiplicado los denuestos contra ella y son numerosos los insultos proferidos por personajes notables que registra la Historia. Empecemos por una afirmación de Simone de Beauvoir: «Todo el organismo de la mujer está adaptado a la servidumbre de la maternidad y es, por tanto, la presa de la Especie»(28). Para la autora, la maternidad no es una gracia sino una servidumbre. El advenimiento de nuevos seres, el amor de la madre a los hijos y de los hijos a la madre, la hermandad que florece en el seno del hogar y el flujo incesante de la vida universal, constituyen una ¡maldición! La realización de la mujer –realización suprema– no es, por tanto, la maternidad sino la frustración y la soledad. Por extraño que parezca, la autora se rebela contra la Naturaleza. La maternidad no debe existir, aunque la Especie, tan maltratada en esta obra, desaparezca de la faz de la tierra. Si la mujer es «la presa de la Especie», ¿no lo es también el hombre? ¿Y los animales y la plantas, no son también «presas» de la naturaleza? ¿Y los astros y la galaxias? La maternidad no es una servidumbre sino para quienes han caído en el seno de una sociedad deshumanizada, a fuerza de intelectualismo, decadencia y frivolidad. Para muchas mujeres, que no hembras, es una gracia. Para quienes ven en un hijo una versión nueva y fresca de sí mismas, es un don que se expresa en el amor compartido. «Ya desde su nacimiento –dice la autora– la especie se ha apoderado de ella. En el momento de la pubertad la especie reafirma sus derechos».

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Hombres y mujeres o, si se quiere, mujeres y hombres, somos hechuras de la Especie y, por ello, de la Naturaleza. A cada uno de nosotros se nos ha asignado un papel y debemos cumplirlo sin protestas ni quejas. Como hombres o mujeres podemos disfrutar de esta maravillosa riqueza que se nos ofrece a manos llenas en una planta, en una hoja, en un grano de arena, en un poema, en una sonata, en un cuadro, en una estatua, en un diálogo. La vida es un milagro. ¿Acaso hemos perdido la capacidad de asombrarnos, de admirar, de permanecer absortos ante un prodigio de la Naturaleza o del genio humano? Recurramos a un poeta: Enrique González Martínez. A veces una hoja desprendida de lo alto de los árboles, un lloro de las linfas que pasan, un sonoro trino de ruiseñor, turban mi vida. Vuelven a mí medrosos y lejanos suaves deliquios, éxtasis supremos; aquella estrella y yo nos conocemos, ese árbol, esa flor, son mis hermanos. ¡Divina comunión!... Por un instante son mis sentidos de agudeza rara... Ya sé lo que murmuras, fuente clara; ya sé lo que dices, brisa errante. Por eso en mis ahogos de tristeza, mientras duermen en calma mis sentidos, tendiendo a tus palabras mis oídos tiendo a cada rumor, naturaleza. Después de esa alegada «independencia», la poesía convierte el desierto en un oasis. Como una muestra más de esta rebelión contra la Naturaleza, la autora enumera los males que aquejan a la mujer: «Las crisis de la pubertad y de la menopausia, la ‘maldición’ mensual, el embarazo largo y a menudo difícil, los partos dolorosos y a veces peligrosos y las enfermedades y accidentes son las características de la hembra humana». La pubertad es el pórtico de la adolescencia. ¿Quién que haya sido generosamente dotado no añorará este deslumbrante momento de vida interior, de impulso cierto y de ensueños vagos, de revelaciones infinitas, de sentimientos profundos y de anhelos sin medida?

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Los males que enumera la autora, ¿no son el precio que es preciso pagar por el advenimiento y el amor de los hijos, la creación de un pequeño mundo humano en el que la llama del amor prodigue la luz y mantenga el abrigo para paliar el frío de las noches invernales? La contradicción en que incurre Simone de Beauvoir es evidente. Por una parte, afirma que «la vitalidad de las mujeres tiene sus raíces en el ovario»; enumera los males que la Especie ha acumulado sobre ella y habla de una servidumbre que le ha sido impuesta; y por la otra, sostiene que «la Naturaleza no define a la mujer». Esta contradicción va acompañada de un aserto insostenible: «Definiendo el cuerpo a partir de la existencia, la biología se convierte en una ciencia abstracta». El cuerpo sólo se puede definir a partir de sí mismo y no de la existencia, asunto muy importante para los filósofos existencialistas, pero no para nosotros, pobres seres humanos que debemos alimentarnos, caminar, no incurrir en excesos, cuidar el normal funcionamiento de nuestros órganos y acudir al médico cuando sea necesario, porque los filósofos, por eminentes que sean, no podrán curar nuestros males. Además, si hay algo concreto, es una ciencia, todas las ciencias, entre ellas la Biología, sólidamente asentada en el conocimiento científico. La autora dice: «La historia de la mujer –por el hecho de que aún se encuentra encerrada en sus funciones de hembra– depende mucho más que el hombre de su destino fisiológico». Nuevamente nos encontramos con el reconocimiento de que nuestro destino es, en gran parte, fisiológico, y para redondear el término, natural. Cuando se afirma que la mujer se encuentra «aún (subrayamos) encerrada en sus funciones de hembra», se insinúa que ¡llegará el día en que ella alcance la liberación de ese destino fisiológico! La autora quisiera que la mujer abandone su cuerpo (pues no hay otra manera de escapar a su destino natural), mientras máquinas inventadas para sustituirla se dediquen a fabricar robots en serie para sustituir a los seres de carne y hueso. Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, escrito como una sátira contra el totalitarismo y la utilización bélica de la bomba atómica (pues no se podía prever entonces la Perestroika y el término de la guerra fría), podría sustituir a nuestro mundo natural, hecho de madres y de niños, de amor y ternura. El Capítulo I se inicia con este párrafo: «Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de incubación y Condicionamiento de la central de Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.

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–Y ésta –dijo el director, abriendo la puerta– es la sala de la Fecundación. Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban entregados a su trabajo». Aunque este mundo feliz no es muy agradable, sigamos espigando en él. «Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Una producción de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno, Progreso. – ¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! –La voz del director temblaba de entusiasmo. Guardería infantil. Sala de condicionamiento Neo-Pavlotiano, enunciaba el rótulo de la entrada. – Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de toda la vida. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos en su pecho la sonrojó (a Lenina, del Centro Incubación) y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. [Tememos que lo mismo le habría ocurrido a la autora de El segundo sexo]. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara. Los manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de Blomsbury señalan las dos y veinte minutos. La ‘industriosa colmena’, como el director se complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskivicados, echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones»(29). Apartemos la mirada de este «mundo feliz» y retornemos al nuestro con un poema de Gabriela Mistral: Como escuchase un llanto, me paré en el repecho y me acerqué a la puerta del rancho del camino. Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho. ¡y una ternura inmensa me embriagó como un vino! La madre se tardó, curvada en el barbecho; el niño, al despertar, buscó el pezón de rosa y rompió en llanto...yo lo estreché contra el pecho, y una canción de cuna me subió, temblorosa...

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Por la ventana abierta la luna nos miraba. El niño ya dormía, y la canción bañaba, como otro resplandor, mi pecho enriquecido... Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta, me vería en el rostro tanta ventura cierta ¡que me dejó el infante en los brazos dormido!

Continuamos con la obra de Simone de Beauvoir. Para ella, la familia y la propiedad privada son culpables de la situación de la mujer. «Cuando la familia y el patrimonio privado –dice– son las bases de la sociedad, sin oposición, la mujer permanece totalmente enajenada». Insiste la autora: «Desde el feudalismo hasta nuestros días, la mujer casada ha sido sacrificada deliberadamente a la propiedad privada». Y algo más: «La mujer ha sido destronada por el advenimiento de la propiedad privada». Ergo: la familia y la propiedad privada deben desaparecer para que la liberación de la mujer sea un hecho. «Todo socialismo arranca a la mujer de la familia y favorece su liberación –prosigue la autora–. Con la inseminación artificial termina la evolución que permitirá a la humanidad dominar la función reproductora. En el siglo XIX la mujer se ha liberado de la naturaleza y conquistado el dominio de su cuerpo». Ortega y Gasset creía advertir signos de la deshumanización del Arte. No hemos encontrado en ninguna otra parte nada semejante al deseo, reiterado en esta obra, de que se alcance como una culminación en la Historia, algo monstruoso: «La deshumanización de la Humanidad»(30). El comunismo integral sería, entonces, la condición sine qua non para la liberación de la mujer. Imaginemos un mundo en el que haya sido abolida, la propiedad privada y no exista la familia, bajo un poder absoluto; la mujer «liberada» de la maternidad y del hogar, convertida en un ser anónimo, como una oveja más en el rebaño. No dependería de nadie, en particular, sino del Estado, como el rebaño depende del pastor. La alegría del amor compartido, de los hijos, del pequeño mundo propio, no existiría para ella. La maquinaria como en el «mundo feliz» de Huxley funcionaría, no, desde luego, para la mujer, sino para el Estado. Reducida a la soledad, sin marido y sin hijos, sin familiares, sin afecto, rumiando su «liberación», le quedaría el recurso de anhelar la muerte.

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Afortunadamente, el socialismo está rectificando muchos de sus errores, advertidos por la experiencia, y no pretende «arrancar a la mujer de la familia», porque, al hacerlo, la arrancaría de sí misma. La inseminación artificial es un recurso desesperado, pues el camino natural es la unión íntima de hombre y mujer y el advenimiento del hijo, producto del amor y de la integridad de ambos. «Liberarse de la naturaleza» es un absurdo, pues cada ser humano es parte de la Naturaleza, lo que no impide que sea dueño de su cuerpo. Para la autora, «la participación en la producción y la liberación de la esclavitud de la reproducción, explica la evolución de la condición de la mujer». La participación de la mujer en la producción (téngase en cuenta el poder devorador de la industria, el ritmo agobiante del trabajo, la organización y la disciplina férreas, la conversión de la mujer y del hombre en un obrero o empleado o gerente) y se podrá comprender entonces, cuál es la «independencia» que la autora anhela para la mujer. Como una contradicción más, ella admite que «las trabajadoras eran [es verdad que habla en pasado] más esclavas aún que los trabajadores machos». ¿La esclavitud de la reproducción? ¿Liberarse del hogar para caer en la fábrica? ¿Pasar de lo personal a lo colectivo? ¿Cambiar el pequeño mundo humano por la acumulación del artificio? ¿Renunciar a la maternidad para caer en la producción industrial? ¿La esclavitud de la reproducción? Y, por qué no, ¿la dulce esclavitud del amor fecundo? ¿La reproducción artificial? ¿La esterilidad, la soledad, la frustración, la amargura? ¿La existencia de solteronas deshumanizadas a las que se ha pretendido «liberar», arrojándolas a un mundo sin amor y sin ilusiones? Simone de Beauvoir deja, por un momento, su paradójica defensa de la mujer a la que pretende arrebatarle la probabilidad de ser feliz en nombre de una absurda liberación, al decir «que en el cielo de la dueña de casa la utilidad reina a mucho mayor altura que la verdad, la belleza y la libertad. Por eso adopta la moral aristotélica del justo medio, de la mediocridad». Y admite también que «sólo en el amor la mujer puede conciliar su erotismo con su narcisismo». La «utilidad» en el hogar es la satisfacción de las necesidades elementales (Primun vivere, deinde philosophari). ¿Es que alguien, por elevada que sea su posición intelectual puede vivir sin alimentarse, sin protegerse de la intemperie, sin reposar? Esa «utilidad», por tanto, no debe ser lo primero? Retornamos al hogar después de las diligencias inevitables.

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Columbramos el muro querido, la plantas que florecen sobre la puerta, hurgamos en el bolsillo en pos de la llave. ¡Oh prodigio! Henos aquí. El jardín, ¿no es un portento? Subimos la escalera. ¿A quién debo agradecer este milagro? Cinco mil libros al alcance de la mano. Me basta tomar uno de ellos y ¿con quién me encuentro? Con genios portentosos, con maravillas humanas. Pero tengo apetito y encuentro lo que mi cuerpo me pide. Esta es la «utilidad». Me quedo con ella. ¿La verdad? Está aquí, en este suelo donde afirmo los pies, en la sonrisa de mi mujer, en el abrazo de mis hijos. La verdad es que vivo y viven los míos. Que al pasear me he encontrado con hermanos desconocidos. La verdad es que pertenezco a un pueblo al que amo profundamente y al que me he esforzado en servir. ¿Y la belleza? ¿Hay alguna mayor que los juegos de los niños, que la silueta móvil de una mujer, que esa flor que abre sus pétalos, esa mariposa que surca el aire, esa avecilla que canta, ese cielo azul, esa armonía lejana? ¿Y la libertad? Salí en el momento que quise. Retorno al hogar cuando me place. Leo, escribo, medito, a mi albedrío. Trabajo, ciertamente, trabajo. ¿No debemos trabajar todos? También son libres mi mujer y mis hijos, pero todos debemos cumplir ciertas normas. No hay libertad total. El anarquismo ya está pasado de moda. Así, pues, la belleza, la verdad y la libertad no son aquí palabras, abstracciones ni entelequias para elucubraciones de intelectuales, sino categorías que se viven día a día. La verdad –diríamos quienes hemos podido crear y mantener un verdadero hogar– es que nos amamos; la belleza alienta y se expresa en nuestro ritmo de vida, en nuestro afecto y nuestro comportamiento; la libertad, en la conciliación del carácter y de los intereses de cada uno con los caracteres y los intereses de quienes alternan con nosotros. Después de haber arremetido contra la Naturaleza, o sea, contra la Totalidad a la que pertenecemos y de la que dependemos, hasta el punto de que la llevamos dentro de nosotros mismos; y de haberse enfrentado a la sociedad con menos vigor, Simone de Beauvoir se refiere a la Mujer en sí. Al principio, lo hace en el aspecto somático. «Tiene [la mujer] menos capacidad respiratoria; los pulmones, la traquea y la laringe son también menores; la diferencia de la laringe entraña también la de la voz. El peso específico de la sangre es menor en las mujeres; hay menor fijación de hemoglobina; por lo tanto, son menos robustas y están

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más dispuestas para la anemia; se ruborizan fácilmente. La inestabilidad es un rasgo asombroso de su organismo en general». A pesar de esta descripción, la autora afirma, como ya lo hicimos notar y para asombro nuestro: «La naturaleza no define a la mujer». ¿Quién, entonces? ¿La sociedad? ¿Ella misma? ¿Los infortunados machos? «Biológicamente –continúa– los dos rasgos esenciales que categorizan a la Mujer son los siguientes: su aprehensión del mundo es menos amplia que la del hombre; la mujer está sujeta más estrechamente a la especie». ¿Por qué, biológicamente? ¿No habíamos quedado en que la biología era una ciencia abstracta, mirada desde el punto de vista de la existencia? ¿Admite Ud., que esas dos características le han sido dadas a la Mujer por la Naturaleza? ¿Y que, mientras sea mujer, ella nacerá y morirá con ellas como cualidades de su ser? Cuando la autora afirma que «el destino de ella [la mujer] es ser sometida, poseída y explotada como lo es también la Naturaleza, cuya mágica fertilidad encarna», las reflexiones que suscita son numerosas. En primer lugar, la referencia al Destino, que podría fijar la situación general de la Mujer y de cada una de las mujeres, y, por qué no, de cada uno de los hombres también; el Destino fatal e irrenunciable, la Moira griega; entonces, las palabras sobran y los hechos no pueden escapar a esa Ley inexorable. ¿La Naturaleza, explotada? Si ella es la Totalidad y nosotros somos parte y hechura suya, ¿cómo podremos poseerla y, aún más, someterla? ¿Explotarla? ¿Podrían los granos de arena transformar al desierto o a las gotas de agua influir sobre el mar? Por otra parte, esas mujeres que van y vienen, que salen y entran a su antojo por doquiera, que hablan y deciden y trabajan o estudian o se dedican a su hogar, son, ciertamente, sometidas, poseídas y explotadas? En verdad que las diferencias entre los pueblos son muchas y muy grandes y no podemos olvidar las regiones en que aquellas son víctimas de un sistema político opresor o de una secta religiosa o de un cúmulo de supersticiones y prejuicios. Debemos estar en guardia para no asombrarnos durante la lectura de esta obra porque, por ejemplo, en ella se asegura que «la desvalorización de la mujer representa una etapa necesaria en la historia de la humanidad, porque su prestigio no provenía de su valor positivo, sino de la debilidad del hombre». Si se trata de una etapa «necesaria», no hay que echarle la culpa a nadie de lo que ha ocurrido. Si el prestigio de la mujer no provenía de ella misma, la conclusión es lamentable porque la mujer no ha cambiado ni puede cambiar en lo fundamental, puesto que es hechura de la Naturaleza. Si su prestigio provenía de la debilidad del hombre, la

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conclusión es la misma, porque esa debilidad no ha desaparecido, aunque caben las preguntas: ¿Debilidad ante la atracción de la mujer? ¿Debilidad en el trato con ella? ¿Debilidad del sexo masculino, en general, ante el sexo femenino? Si se habla de la desvalorización de la mujer es porque antes fue valorada. ¿En general? Imposible, los pueblos son muchos y muy diferentes entre sí. ¿Dónde? ¿En Egipto? ¿En Esparta? ¿En Roma? En el mejor de los casos fueron hechos aislados que no comprometieron a la humanidad en general. Una afirmación más que llama al asombro: «La mujer se vuelve impura desde que es capaz de engendrar». Así, pues, ¿todas son impuras porque son capaces de engendrar? ¿Y el hombre? ¿No le toca a él también esta impureza puesto que es capaz de engendrar? Esta tesis, ¿no se parece mucho al «pecado original» del cristianismo? Hombres y mujeres hemos sido hechos, entre otras cosas, para engendrar. ¿Somos culpables, por eso? ¿Cumplir una función, seguramente la primera dictada por la Naturaleza, es un acto impuro? ¿Estamos manchados por unirnos hombres y mujeres y tener hijos? Para salvarnos de la impureza ¿habrá que renunciar al amor, a la unión íntima y a la perduración de la Especie? Y, en todo caso ¿por qué culpar sólo a la mujer de un acto que no podría realizarse sin la participación del hombre? La autora incluye muchas citas de diatribas contra la mujer, de las que tomamos algunas: De Aristóteles: «El esclavo carece totalmente de la libertad de deliberar; la mujer la tiene, pero de manera débil e ineficaz».

Un aserto parcial que parte de la esclavitud, inconcebible en nuestra época, y que ignora la riqueza afectiva de la mujer que limita, quizá, la capacidad de deliberar. De Simónides de Amorga: «Las mujeres son el mayor mal que Dios ha creado». De Menandro: «La mujer es un dolor que no nos deja». De Tertuliano: «Mujer, eres la puerta del diablo». Y, sin embargo, sin la mujer ellos no habrían existido. ¿Y la mujer, convertida en madre? ¿No los llevó en su seno, no los amamantó, no los defendió de los males del mundo?.

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La mujer, según Simone de Beauvoir «es un falso Infinito, un Ideal sin verdad, se descubre como finitud y mediocridad, y al mismo tiempo como mentira. En verdad, ella representa lo cotidiano de la vida, y es tontería, prudencia, mezquindad y fastidio». El Ideal es una edificación aérea y el Infinito, un anhelo imposible, pero muchas veces la mujer es la fuente de inspiración, la Musa por antomasia. Ciertamente, hay un círculo tendido a sus pies, tocado por el hogar, pero no es encierro. La visión despiadada no tiene reposo: (la mujer) «está siempre ocupada, pero nunca hace nada. Esa dependencia respecto de las cosas, consecuencia de la que soporta respecto de las cosas,explica su prudente economía y su avaricia. Su vida no se dirige hacia finalidades, sino que produce o mantiene cosas que nunca son más que medios: alimentación, vestido, intermediarios inesenciales entre la vida animal y la libre existencia». Por más aéreos o impalpables que sean el Ideal y el anhelo de Infinito, necesitan un punto de apoyo que nos lo pueda ofrecer una bella mujer silenciosa. Es imposible evitarlo: nosotros, hijos de la Tierra, vivimos de ambas cosas: una expresión de la dualidad humana en la unidad de carne y espíritu. Por otra parte, si la mujer toma a su cargo un conjunto de cosas sin el que nadie puede vivir, habrá que agradecérselo. «La mujer se ha consagrado por entero a su propia familia; –continúa la autora– por tanto, no se puede esperar de ella que trascienda hacia el interés general». En el Perú, agobiado por las Siete Plagas, la Mujer cumple una labor de salvavidas. En los barrios marginales, llamados Pueblos Jóvenes, los Clubes de Madres, las Asociaciones del Vaso de Leche, las Cocinas Familiares, la Defensa común tienen como protagonistas a la Madres. «Ellas trascienden» hacia el interés general, no con ideas ni especulaciones filosóficas, sino con una acción cotidiana y abnegada que vale más que todos los libros de filosofía. Además, ¿puede haber una ocupación más noble que mantener ese pequeño mundo humano que es el hogar? ¿Hay algo que supere en importancia y trascendencia a la crianza, la alimentación, la educación y la protección y defensa de los hijos? ¿Vivir por ellos y para ellos no excede a toda obra humana? La abnegación sin reposo y sin medida, no es una virtud maternal más valiosa que una obra escrita, aunque su fama sea mundial? Hay mujeres que trascienden hacia el interés común y que son capaces de cumplir, a la vez, su papel de madres. Las hay que sacrifican su destino esencial por el servicio a los demás.

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La autora nos dice que «la mujer no encarna ningún concepto fijo; a través de ella que cumple sin tregua el pasaje de la esperan-za al fracaso, del odio al amor, del bien al mal, del mal al bien». Al parecer, no es pertinente hablar de «conceptos», en este caso, sino de vivencias. Y, al mismo tiempo de un predominio afectivo, de totalidad cambiante por su propia naturaleza, sobre la elativa estabilidad natural. «La mujer –continúa la autora– piensa que ‘toda la culpa’ la tienen los judíos o los masones o los bolcheviques o el gobierno. Siempre está contra alguien o contra algo. Busca un responsable contra quien pueda indignarse concretamente: la víctima elegida es el marido. Cuando vuelve, por la noche, se queja a él de los hijos, de los proveedores, del costo de la vida, de su reumatismo y del tiempo que hace, y quiere que él se sienta culpable de ser hombre». «A la mujer –continúa la autora– le han asignado un papel parásito y todo parásito es un explotador. La mujer miente para retener al hombre». Lo cierto es que hay mujeres y mujeres, pueblos y pueblos, realidades múltiples y diversas. Hay un abismo entre la mujer aristocrática y adinerada, que vive en el seno de una capa social decadente y frívola, y la mujer del nivel medio que multiplica sus actividades para seguir viviendo en compañía de los suyos y, aún más, la mujer innumerable de las zonas pauperizadas que cubren la mayor extensión de la Tierra y que, en muchos casos, mantiene viva la llama del amor, ausente en gran parte de las mansiones deshumanizadas. «La mujer –son palabras de la autora– no tiene el sentido de LO UNIVERSAL. El mundo se le presenta como un conjunto de casos singulares y por eso cree más fácilmente en los chismes de una vecina que en una exposición científica. Respeta el libro impreso sin aferrar su contenido. Tiene el gusto de la gracia acordada: el comerciante le hará una rebaja y el agente de la policía la dejará pasar de contramano». El círculo en que actúa la mujer coincide con el hogar, en que viven y alientan los seres queridos. Ese círculo se traslada con ella, por decirlo así, a una u otra parte, y las relaciones de carácter familiar superan a las normas establecidas por el Estado, un ente impalpable, inventado por los hombres. «Ella –dice la autora– se precipita con tanto gusto hacia la religión porque así colma una profunda necesidad». Si la necesidad es profunda, hay que satisfacerla.

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¿Cuál es esa necesidad? ¿Metafísica? Muchos de nosotros sentimos que este mundo tangible en el que afirmamos nuestros pies, está animado por el Espíritu. El poder que hace circular a los astros a la par que nuestra sangre, se expresa, para muchos, en figuras concretas, desde que el mundo es mundo. Con ellas se establece una relación familiar. A ellas se recurre cuando las dificultades superan la capacidad de dominarlas. En este caso, el hogar se dilata y los seres queridos se multiplican. Las «damas» son tratadas con dureza: «Su vana arrogancia, su radical incapacidad y su ignorancia obstinada hacen de ellas los seres más inútiles y nulos que haya producido la especie humana». Sin comentarios. Quizá, como una continuación de la diatriba anterior, la autora dice: «Mientras la mujer siga siendo un parásito, no puede participar en la formación de un mundo mejor». La mujer que no aporta nada a la comunidad, que aun en su hogar se limita a dar órdenes o satisfacer caprichos; que consume su tiempo en visitar y recibir visitas; en asistir a cocteles y reuniones frívolas; en llevar y traer chismes; en fingir y agradar, es, ciertamente, un parásito. «Si es charlatana o escritorzuela –dice la autora– es para engañar a su ociosidad, pues sustituye con palabras los actos imposibles. Es cierto que, por lo general, carece de verdadero orgullo». Cuando la autora se refiere a la adolescencia, lo hace también con su habitual actitud de rebeldía ante la Naturaleza y, por supuesto, incurre en un error. «Durante toda su infancia –dice– la niña ha sido mutilada». ¿Mutilada? ¿Por qué? Ella nos da la respuesta: «por la falta de pene». Esta afirmación, ¿tiene un sustento científico? En una conferencia de Wilhelm Stekel sobre el Psicoanálisis (París, 1932) hubo una referencia a este tema: «Se supuso pronto –dijo– que la mujer cree que originariamente era hombre, castrado por su madre y por su padre, y privado de su virilidad durante el primer período de existencia». Stekel añade lo siguiente: «Se han escrito muchos libros sobre la construcción del carárter femenino por la influencia de ese famoso ‘complejo de la castración’, al que se da una importancia ridícula en los análisis freudianos. La verdad es que se le encuentra muy raramente si se le quiere encontrar, y si no se sugiere ese pensamiento al paciente, dispuesto fácilmente a extraviarse por una falsa pista». Encontramos un alivio en otras páginas referentes a la mujer: «Lo más valioso de la mujer es que algo de ella escapa a todo abrazo. El vientre femenino es el símbolo de la inmanencia, de la profundidad. Transporta al hogar el calor y la intimidad de la matriz. Ella es el alma de la casa, de la familia y del hogar. Ella es la Gracia, que conduce al

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Cristianismo hacia Dios; ella es Beatriz que guía a Dante; es Laura que llama a Petrarca. Se presenta como la Armonía , la Razón, la Verdad: Entonces la mujer ya no es carne sino cuerpo glorioso». «La mujer es fisis y antífisis al mismo tiempo; encarna a la Naturaleza tanto como a la Sociedad. Ella es la Vida y la Muerte, la Naturaleza y el Artificio, la Luz y la Noche». Si la Mujer es todo eso –y lo es– ¿por qué arrebatarla del hogar, que desaparecería con ella? Si el hogar es, en cierto modo, una prolongación de la matriz, ¿por qué pretender su eliminación en nombre de una absurda independencia, concebida en una estancia cerrada a la luz y el aire? ¿Por qué arrebatarles a todos, mujeres y hombres, el amor y, con él, la felicidad? ¿Se ignora que la etapa de la vida infantil es decisiva en el curso de la vida humana? ¿Hay algo más tierno y profundo que el amor maternal? El hogar es un pequeño mundo, es nuestro Mundo. En medio de la multitud anónima que se desborda por las calles, de los ruidos incesantes, de los conflictos cotidianos, de la delincuencia, del narcotráfico, de los negocios de la buena o mala ley, del tráfico de mercancías y de conciencias, existe un refugio al que nos es posible acogernos después de la lucha diaria. El hogar es la llama sagrada: el amor de la Madre. «La mujer equilibrada, sana y consciente de sus responsabilidades –continúa la autora– es la única capaz de llegar a ser una ‘buena madre’». Precisamente, la «responsabilidad» de la mujer, sin grados y sin atenuantes, es ser buena madre. De ella, de su estatura moral, de su capacidad de amor y de ternura, de su abnegación y su coraje dependen la tónica del hogar, el respeto y la colaboración del compañero, la felicidad y el desarrollo normal de los hijos. Aún más: «Hacia los 35 años la mujer alcanza su pleno desarrollo erótico. En la mujer que envejece es un sentimiento de despersonalización que le hace perder toda señal objetiva. De cada diez erotómanos nueve son mujeres y casi todas tienen entre 40 y 50 años. La coqueta, la enamorada o la disipada se vuelven devotas en el momento de la menopausia. En el hijo [la madre] busca un dios, pero en su hija encuentra un doble. La lamentable tragedia de la mujer de edad: se sabe inútil. De coqueta se transforma en comadre.

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Por lo general, la mujer vieja encuentra la serenidad total hacia el final de la vida». La enumeración de estas variantes, manifiestas en un buen número de casos, constituye una prueba más, por si hiciera falta, del imperio que la Naturaleza ejerce sobre nosotros. No es por la propia voluntad que la mujer alcanza su pleno desarrollo erótico a determinada edad, ni el cambio de la coqueta por lo devota, ni la serenidad antes del punto final. Es por un imperativo al que estamos sometidos y que se cumple en todos los seres. Sólo cambian las formas, los grados y los plazos, pero es inevitable seguir la curva impuesta por la Totalidad. La autora se refiere al hombre, o al «macho», como ella se complace en llamarlo, y lo hace brevemente, puesto que la obra está dedicada a la mujer. La primera afirmación que encontramos al respecto, es discutible: «El gran Pan empieza a marchitarse cuando repercute el primer martillazo y se inicia el reinado del hombre, que se entera de su poder». Si con Pan se quiere referir a la edad agraria, sin componentes mecánicos, en la cual se pretende sugerir que hubo el predominio de la mujer, la objeción es que esa afirmación no tiene sustento histórico, si, por otra parte, con el «primer martillazo» comienza el uso de los más variados instrumentos, antecedentes inmediatos de la artesanía y, más adelante, de la industria, y el formidable desarrollo que se manifiesta en la electrónica, la robotería y los mil inventos que están transformando al mundo, habrá que admitir que se trata de un proceso histórico que favorece a todos, siempre que se mantenga permanente al servicio de la especie humana. «La vida del hombre –dice la autora– no es nunca ni plenitud ni reposo, sino carencia y movimiento, lucha. El hombre encuentra a la Naturaleza enfrente de sí; tiene poder sobre ella e intenta apropiársela. Pero a él no le gustan las dificultades, y tiene miedo al peligro. Aspira, contradictoriamente, a la vida y al reposo». La primera parte de esta afirmacíon es comprensible. Lo que viene en seguida es discutible. Lo importante es aquí la idea que se tiene de la Naturaleza. Si ella es la Totalidad, como lo venimos repitiendo; si somos parte de la misma y la tenemos dentro, es aventurado hablar de un enfrentamiento y, mucho menos de un poder que no existe y de un intento que sería absurdo. Cuando la autora afirma que al hombre no le gusta las dificultades y aspira al reposo, incurre en una contradicción, pues al principio dice que la vida del hombre no es plenitud ni reposo, y, además, cae en un error que la historia y la más ligera observación lo demuestran con una sucesión de casos innumerables.

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Nos encontramos, en este punto, con una diferencia notable entre el hombre y la mujer, considerados ambos a plenitud, verdaderos y representativos. La Mujer aspira, fundamentalmente, a la maternidad y el hogar. El Hombre aspira, fundamentalmente también, a la realización de su obra. He aquí un párrafo inquietante: «Él [el macho] es un niño, un cuerpo contingente y vulnerable, un cándido, un aberrojo importuno, un mezquino tirano, un egoísta y un vanidoso, pero es también el héroe liberador, la divinidad que dispensa los valores. Su deseo es un apetito grosero y sus abrazos un yugo degradante. Cuando una mujer dice en éxtasis: ¡Es un hombre!, evoca a la vez el vigor sexual y la eficacia social del macho a quien admira». Todos somos vulnerables, unos más que otros. No todos somos cándidos ni mezquinos, ni tiranos ni egoístas ni vanidosos. Nuestro deseo no es apetito grosero, puesto que fluye de nuestro ser, y nuestros abrazos no son un yugo degradante sino una comunión de dos seres nacidos para amarse y estrecharse, pues no sólo abraza el hombre a la mujer sino la mujer al hombre. En suma: se abrazan los dos. ¿El abrazo, un yugo degradante? El abrazo, el amor, el hogar, como yugos degradantes, tiene un antecedente en Les Femmes Savantes de Molière. Armanda reprocha a Enriqueta su inclinación al matrimonio: «¡Dios mío, de qué baja condición es vuestro espíritu! ¡Qué personaje más inferior representáis en el mundo, reduciéndolos a los usos del hogar, no vislumbrando más placeres conmovedores que los de idolatrar a un marido y a unos rorros! Dejad a la gente ordinaria y a las personas vulgares las groseras diversiones de esa clase de asuntos. Llevad vuestros deseos a más altos objetos, pensad en gozar de placeres más nobles, y tratando con desprecio a los sentidos y a la materia, entregaos, como yo, por entero, al espíritu». Naturalmente, esto es ridículo. Molière escribió su obra para anonadar con ella a las sabiondas. Que hoy tome alguien en serio este tema, es doblemente ridículo. «También para el hombre –dice la autora– el matrimonio es una servidumbre, y es entonces cuando cae en la trampa tendida por la Naturaleza por haber deseado a una joven fresca durante toda su vida, el macho ha de nutrir a una matrona gorda, a una vieja reseca; la delicada joya destinada a embellecer su existencia se convierte en un fardo odioso». Nuestro destino es ése: El mundo maravilloso de la infancia deja el paso a la inseguridad y la vida interior del adolescente, al despertar del amor, a la unión íntima con otro ser, a la conjunción de caracteres, a la embriaguez romántica, a la aventura del matrimonio, a la edificación del hogar, al advenimiento de los hijos, que vienen, literalmente, a

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reemplazar a sus progenitores; a la belleza que se esfuma y –debería ocurrir– a la admisión de un cambio inexorable, porque hemos nacido para crecer y decrecer, para amar y desamar, para nacer y morir, pues para todo hay un momento, como lo dice el Eclesiastés. La autora dedica pocas líneas a las relaciones entre hombres y mujeres. «Los machos y las hembras –dice– son dos tipos de individuos que se diferencian en el seno de la especie con vistas a la reproducción, no es posible definirlos sino correlativamente».

Si hemos nacido para reproducirnos –y algo más–; si permanecemos en el seno de la Especie, a la cual pertenecemos, por tanto, cualquier conato de «independencia», frente a la totalidad de la que somos parte, es ridículo, otra vez. Hombre y mujer o mujer y hombre, somos inseparables. No se trata, en consecuencia, de la mujer independiente del hombre y del hombre independiente de la mujer. Somos interdependientes. Somos miembros de la Naturaleza y del mundo creado por nuestros antecesores y mantenido y disfrutado por nosotros mismos. En un amplio espacio o en nuestro pequeño reducto, vivimos y continuamos tejiendo la interminable tela de la Historia. «Tiene razón Hegel –continúa la autora– cuando ve en el macho elementos subjetivos, en tanto que la hembra es la presa de la especie». Los términos son discutibles, pero la verdad, repetida aquí numerosas veces, implica el reconocimiento que la Naturaleza es el principio y la razón suprema de todas las cosas. Constituye, por tanto, una actitud errónea y aun ridícula, la rebelión contra ella, partiendo de una sociedad y una cultura determinada, menos de una gota de agua en el mar insondable del Universo. «Si se la compara con el macho (a la mujer) –son sus palabras– éste se presenta como infinitamente priviligiado. Término medio, las mujeres también viven más que él, pero se enferman mucho más a menudo». Hay una cita de Lévi-Strauss: «La autoridad pública o simplemente social pertenece siempre a los hombres». Continúa la autora: «El hombre busca en la mujer al Otro como Naturaleza y como su semejante. Ella es la tierra y el hombre la simiente». Y algo más: «Un hijo es una riqueza y un tesoro, pero también es una carga y un tirano». «Por lo general, la maternidad es un extraño compromiso de narcisismo, altruismo, sueños, sinceridad, mala fe, devoción y cinismo».

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El deslumbramiento del primer amor, la sorpresa del primer goce carnal, el arrebato de las uniones íntimas, ocurren porque uno entra en el Reino de la Naturaleza, atractivo, misterioso y dominante, ante el cual sólo cabe el abandono de sí mismo y la entrega total. En la maternidad ocurre algo semejante. La concepción, el desarrollo del nuevo ser en el vientre de la madre, el nacimiento, la lactancia, exceden los límites de la individualidad porque pertenecen al Reino del que hablábamos antes. Al término de este capítulo dedicado a Simone de Beauvoir y sus opiniones sobre la mujer, es preciso hacer notar que, aparte de los errores ya señalados, hay otros, manifiestos, como cuando ella afirma: «No hay madres ‘desnaturalizadas’ porque el amor maternal no tiene nada de natural, pero, precisamente por eso hay madres desnaturalizadas». ¿Que el amor maternal no es natural? ¿Podrá afirmarlo así un hombre de ciencia? Para empezar, ¿no somos nosotros naturales, hombres y mujeres? Naturales siempre, aunque la sociedad y la cultura nos vayan revistiendo incesantemente. Los animales –y nosotros lo somos, fundamentalmente– protegen a sus crías, hasta el sacrificio, si es necesario. Las mujeres enteras y verdaderas (los adjetivos son de Unamuno) también lo hacen y muchas de ellas sólo viven ya para sus hijos. También hay animales hembras desnaturalizadas, pero constituyen la excepción que confirma la regla. Cuando la autora afirma: «A decir verdad, no se nace genio: llega uno a serlo», su error es mayúsculo. Por tanto, Platón, Leonardo, Goethe, «se hicieron» genios? ¿Por qué no, los demás? ¿Qué es un genio? Es una revelación de la divinidad. Cuando, a la muerte de Hugo, ocurre una apoteosis multitudinaria, Barrés ve que «el inmenso oleaje humano avanza delirando de asombro por haber hecho un dios» y Romain Rolland dice que «el dios dormía vencedor sobre el campo de gloria». Máximo Gorki contempla a Tolstoi y dice: «Parece un dios, ni hebreo ni griego, pero sí, un dios ruso ‘sentado sobre un trono de arce bajo un tilo dorado’ sin gran majestad pero más sutil que todos los otros dioses».

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XI Rectificaciones

Una mujer escribe sobre la Mujer. Esta palabra representa a todas la mujeres. A las mujeres «sabias» de Molière; a las mujeres de una tribu de África, de la Amazonía, de los barrios marginales de la América Latina; a las señoras de medianos recursos de países en vías de desarrollo, a las de vida precaria; a las mujeres maternales y a las casquivanas; a las finas y a las burdas; a las intolerantes y a las agresivas; a las comprensivas y a las tercas. Cuando se trata de un estudio de esta naturaleza, que pretende abarcar no sólo la mitad de la población mundial, o sea alrededor de los 3 000 millones de seres, sino las más variadas organizaciones sociales y los más diversos ambientes y condiciones en cada caso, es preciso encontrar los puntos comunes y partir, sobre todo, de aquél que es el primero, fundamental y único, a fin de continuar sin desvíos por el buen camino. ¿De dónde partir, entonces, para llevar a cabo el estudio con la mayor objetividad posible? No, desde luego, de la sociedad, en general, que se concreta en una determinada organización, en gran parte, distinta de la otras, a la que pertenece el observador, con todas sus particularidades que niegan la generalidad y la objetividad. El punto de partida único es nuestra naturaleza. Hombres y mujeres somos, ante todo, un organismo maravillosamente hecho para vivir y reproducirnos. En el advenimiento a este mundo, no nos diferenciamos fundamentalmente de los animales y aun de las plantas. La obra de Edgar Morin, Le paradigme perdu: la natuare humaine, es excepcionalmente ilustrativa a este respecto. El primer capítulo empieza con un párrafo que debería ser el primero también, al abordar el tema del hombre y la comunidad, sea cual fuere el campo de que se trate: «Nosotros sabemos que somos animales del grupo de los mamíferos, del género homo, de la especie sapiens; que nuestro cuerpo es una máquina de treinta mil millones de células, controlada y producida por un sistema genético, el cual se constituyó en el curso de una evolución natural a lo largo de dos a tres miles de millones de años; que el cerebro con el cual pensamos, la boca con la cual hablamos, la mano que nos sirve para escribir, son órganos biológicos, pero este conocimiento es también inoperante como aquel otro que señala el carbono, el hidrógeno, el oxígeno y el nitrógeno como elementos constitutivos de nuestro organismo»(31).

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Hemos sido echados, literalmente, a este escenario, sin decisión de nuestra voluntad, que no existía entonces y que fue afirmándose con el desarrollo de nuestro ser, gracias a un Poder superior que lo ha dispuesto así y que cumple en nosotros uno de sus designios. Por uno de ellos, también, la humanidad está integrada por hombres y mujeres. Hemos nacido como tales y ese es nuestro destino. A nuestra condición de mujer o de hombre debemos añadir las dotes con las cuales hemos sido agraciados; las vocaciones más disímiles, las aptitudes mas variadas. Así, pues, la elección precede a nuestro nacimiento y nosotros somos comparsas en «el gran teatro del mundo». Hay algo mas grande que esta división del ser en hombres y mujeres, dos estructuras orgánicas y dos destinos. Nacemos para vivir y morir. En la mayor parte de los casos, dejamos antes de la partida final, un hijo o más. Hay quienes dejan, también, obras filosóficas, científicas, literarias, artísticas. Los hay que perduran en la Historia por la fecundidad de su vida misma, hecha fuente de acción heroica, de servicio eminente, de meditación profunda o de sabiduría. El cordón umbilical que se corta, no aparta al recién nacido de la madre, y este otro, invisible y misterioso que nos ata al Universo, no se extingue sino con nosotros mismos. Cada una de las etapas de nuestras vidas nos permite gustar las cosas de distinta manera. Al deslumbramiento de la infancia sucede la vida interior del adolescente, la plenitud de la edad juvenil, el equilibrio de la madurez y la sapiencia o la inutilidad de la vejez. Hemos dado millones de vueltas con nuestra Madre Tierra, sin sentirlo, y, acaso, sin saberlo. Hemos pasado de una estación a otra y nuestro sentimiento y respuestas han variado con la Primavera y el Verano, el Otoño y el Invierno. ¿Por qué hemos de combatir mujeres y hombres? Somos partícipes de una comedia y un drama interminables, mientras el mundo continúa dando vueltas alrededor del Sol. Alternamos y dependemos los unos de los otros. Mujeres y hombres convivimos y son nuestros los prodigios de la vida universal que apreciamos y gustamos según la sustancia de que estamos hechos. Mujeres y hombres nos necesitamos naturalmente. Hemos nacido no sólo para vivir sino para convivir.

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El hombre en el que alienta una rica vida interior, se aproxima a la mujer, seducido por el misterio que se transparenta en ella. Es el mismo ser y es otro ser. Hay entre ambos una continuidad y una ruptura, una semejanza y una oposición, en este mundo de contrarios, un destino común. En Ana Karenina de León Tolstoi, Levin «no había vuelto a ver a Kitty desde aquella noche memorable en que se encontrara con Vronsky, excepto en el momento en que se cruzaron en el camino real. En el fondo de su alma sabía que la vería aquella noche. Ahora, al oír que Kitty se hallaba allí, sintió de repente tal alegría y a la vez tal temor que se le cortó el aliento y fue incapaz de pronunciar lo que se había propuesto». Kitty «parecía temerosa, tímida, avergonzada y, por tanto, más encantadora que antes. Vió a Levin en el mismo instante en que entraba al salón. Lo esperaba. Se alegró y quedo turbada de su contento hasta el punto que hubo un instante en el que Levin se acercaba a la dueña de la casa y la miraba de nuevo que tanto ella como él y Dolly, que lo estaba observando todo, creyeron que no podrían contenerse y se echarían a llorar». Es un instante, una alborada, un milagro. Sin embargo, nuestra vida es cambiante como todo lo que nos rodea. Al día sucede la noche, al deslumbramiento, la depresión. «En general, pensaba Dolly –otro personaje de la novela– repasando su vida durante los quince años de su matrimonio, todo se reduce a embarazos, mareos, torpeza mental, indiferencia hacia todo y, principalmente, fealdad. Kitty, la joven y bonita Kitty, también se ha afeado, y yo, durante los embarazos, me vuelvo horrorosa, lo sé. Los partos, los terribles sufrimientos del parto, y este último momento. Después, las noches sin dormir, esos terribles dolores...» En La Guerra y la Paz, el príncipe Andrey aconseja a Pierre:... «No te cases, amigo mío. Te lo aconsejo de todo corazón». «Al menos no lo hagas hasta que puedas decir que has hecho cuanto has podido, y hasta que no dejes de estar enamorado de la mujer que vayas a elegir; hasta que la veas tal como es, pues de otro modo te equivocarás irremediablemente». Y un poco después: «La sociedad estúpida sin la cual no puede vivir mi esposa; esas mujeres...! Si al menos supieras lo que son toutes les femmes distinguées y las mujeres en general». «Mi padre tiene razón: egoísmo, ambición, estupidez, nulidad en todo, he ahí lo que son las mujeres cuando se muestran tal y como son».

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Y mucho más tarde, ese mismo príncipe Andrey confiesa a Pierre que está enamorado: "Nunca lo hubiera creído; pero ese sentimiento es más fuerte que yo. Antes no vivía. Ahora es cuando vivo, pero no puedo estar sin ella. ¿Podrá amarme?». Es Natacha Rostova, bella, inquieta, apasionada. El príncipe muere en la guerra y Pierre alcanza la felicidad al casarse con ella. Los casos podrían multiplicarse, pero las conclusiones del más ligero análisis serían las mismas. Cuando un hombre y una mujer se sienten poderosamente atraídos, esa atracción no es obra de él ni de ella sino de algo que está por encima de ambos. El misterio se revela en esa fuerza superior que mueve a los seres a unirse y que se convierte por ellos en poemas, en canciones, en danzas, en cuadros, en estatuas, con el final inevitable de la unión misma. La sociedad actúa como si fuese la protagonista y fija las reglas, mantiene las convenciones y guarda las costumbres. La segunda parte está constituida por el advenimiento de los hijos, que era, precisamente, el fin impuesto por el Imperio, éste sí, permanente y total, sobre los imperios fugaces que registra nuestra historia, desde que el mundo es mundo. La continuación de estos dos hechos fundamentales: la unión íntima de una mujer y un hombre y el advenimiento de los hijos, se traduce en la constitución del hogar y en la crianza y la educación de quienes vienen a sustituir a sus predecesores. El matrimonio es, por tanto, un hecho social con base jurídica, a partir del cumplimiento de un imperativo de la naturaleza. Aquellos que protestan por este hecho que aspiran a la liquidación del hogar en nombre de un socialismo trasnochado y de una independencia artificial y estéril de la mujer, incurren en una aberración. Naturalmente, a la poesía del noviazgo sucede la prosa del matrimonio. La mujer y el hombre que se sentían impulsados a unirse, lo alcanzan hasta el punto de que ésa es su nueva condición. La juventud se esfuma, la belleza se opaca, la pasión disminuye o desaparece. Y, a pesar de todo, esos dos seres deben permanecer juntos. Los hijos pasan de la niñez a la juventud y de ésta a la edad madura. Y la historia se repite indefinidamente. Por encima de las fórmulas sociales se cumplen inexorablemente los mandatos de la Naturaleza. Nacimiento, desarrollo juventud, amor, hogar, hijos, edad madura, vejez y muerte, son etapas fatales para todos los hijos de la Tierra.

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Es cierto que la mujer está limitada, fundamentalmente, por el hogar; que en ella predomina el sentimiento sobre la razón; que se inclina a personalizar las cosas; que no se aventura por la esfera de las ideas generales y que se complace en el detalle y la minucia; pero es verdad también que le ha sido confiada la vida misma, a la que ella se entrega con entereza y sacrificio; y como la vida es lo primero (Primum vivere...) le debe ser reconocida la más alta jerarquía en este mundo humano. Si su centro es el hogar, debe ser allí la reina, y no hay autoridad más dulce y afectiva que la autoridad de la madre, cuando ella es digna de su misión, cumplida más con actos que con palabras. Por otra parte, la mujer no está obligada a dedicarse exclusivamente a su misión maternal, ni siquiera a cumplirla, si no lo desea, y deben estar abiertos para ella todos los caminos por donde transita el hombre y que puede recorrer al asumir los cargos y funciones que correspondan a su capacidad y sus merecimientos. Para muchas mujeres, la concepción es un infortunio, y el aborto, un recurso desesperado. Para otras, el hijo es un carga que se soporta entre quejas y reniegos. Para algunas, es un juguete. Para la verdadera madre, el hijo constituye la razón de ser y el fin de su existencia. Isadora Duncan, excepcionalmente dotada, alumbra un hijo. Sufre los horrores del parto, pero experimenta un júbilo sin medida cuando contempla a su bebé. «¡Ah, y que bebé! – dice–. Era sorprendente. Tenía las formas de Cupido, los ojos azules y una cabellera oscura que luego cayó y se convirtió en bucles de oro. Y –milagro de los milagros– aquella boca buscó mi pecho y aspiró mi leche. ¿Qué madre es capaz de decir lo que se siente cuando brota la leche de su teta y la boquita de su nene muerde el pezón? Esta cruel boquita que muerde se parece a la boca de un amante, y la boca de nuestro amante recuerda, a la vez, la del bebé». «¡Oh mujeres –agrega esta mujer admirable–. ¿Para qué aprendeís a ser abogadas, pintoras o escultoras, si existe este milagro? Conocí, por fin, el gran amor que sobrepasa al amor del hombre. Estaba tendida y sangrante, destrozada y sin fuerzas, mientras que una criatura mamaba y lloraba. ¡Vida, vida, vida! ¿Dónde estaba mi arte? Sentía que yo era un dios, superior a todos los artistas». He aquí lo que ocurre cuando una Mujer, con mayúscula, alumbra un hijo. Los párrafos de Isadora Duncan cuando se convierte en madre y siente junto a ella un nuevo ser, al que le ha dado vida, no sólo valen muchísimo más que los dos gruesos tomos de El Segundo sexo de Simone de Beauvoir, sino que los anulan por completo. Isadora Duncan es la misma mujer que cuando se encuentra de pronto ante una dolorosa procesión con los féretros de obreros, fusilados la víspera, desarmados e inermes, en la Rusia de los zares, llora profundamente conmovida y confiesa: «Si yo no hubiera presenciado aquello, mi vida habría sido diferente. Allí, junto a aquel cortejo que parecía interminable, frente a aquella tragedia, me hice a mí misma el voto de consagrar

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mis fuerzas al servicio del pueblo y de los oprimidos. ¡Oh! ¡Cuán pequeños, cuán fútiles, me parecían ahora todos mis deseos y todos mis sufrimientos y todos mis amores personales! ¡Cuán vano me parecía mi arte mismo, si mi arte no podía combatir aquello!»(32).

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Tercera parte. La Cultura, un Mundo Humano

I Antecedentes

Tanto en referencia al individuo, cuanto en lo que concierne a la sociedad, es posible hablar de una evolución. No ocurre lo mismo con la cultura que surge, se afirma, se expande y enriquece, merced a una actividad incesante de la mente humana, manifiesta en la diversidad de las operaciones intelectuales. Sin embargo, el antecedente animal es ineludible. Bastará citar un solo caso: el de Köhler y los chimpancés. Köhler multiplicó los experimentos que consistían en la presentación de retos ante los cuales el hábito y el impulso resultaban impotentes y sólo era posible darles una respuesta adecuada merced al ejercicio de la inteligencia. Citemos algunos de estos experimentos que han sido llamados clásicos: En una jaula se pusieron plátanos a una altura tal que los saltos habituales no dieron resultados. La operación fue posible cuando el animal hubo de recurrir a un cajón que había allí, al cual subió y alcanzó la fruta deseada. La inteligencia desempeño entonces un papel importante, puesto que hubo un esfuerzo de adaptación ante una situación nueva que no podían afrontar ni el hábito ni el impulso. Los chimpancés tenían sed, pero el cubo con agua se encontraba en un comportamiento contiguo, separado por una reja.

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Sultán, el más inteligente de ellos, tomó una caña que había en la jaula, la pasó a través de los barrotes de la reja, hundió un extremo en el agua, alzó luego la caña, permitiendo que algunas gotas se escurrieran a lo largo del instrumento y, aproximando el otro extremo a la boca, pudo aliviar su sed. Poco después, Sultán salto varias veces utilizando la caña como garrocha y los otros chimpancés lo imitaron sin esfuerzo alguno. Este episodio nos revela no sólo el poder de la inteligencia para resolver problemas que puedan ser de importancia vital, sino las diferencias individuales y el influjo que están llamados a ejercer los seres mejor dotados sobre sus semejantes. Kofka, al referirse a estos experimentos, se pregunta: «¿Obran los chimpancés con inteligencia?(33)». He aquí un tema que demanda la mayor atención posible. Para Gastón Viaud, «la inteligencia tiene varios sentidos. Designa ya cierta categoría de actos que se distinguen de los actos instintivos y automáticos, ya la facultad de conocer y comprender; ya, en fin, el rendimiento del mecanismo mental (como cuando decimos cuándo un niño es más o menos inteligente). En otros términos, cuando se habla de inteligencia, se entiende por esto o bien ciertas formas de comportamiento o pensamiento, o bien cierto nivel de eficiencia mental. Lo que más generalmente diferencia a los actos inteligentes de los actos dictados por los instintos –añade el autor– es la precisión de la adaptación a las condiciones cambiantes del medio, a las situaciones desacostumbradas, a las exigencias nuevas. Para que un animal actúe inteligentemente en una situación que le plantea un problema –continúa– hace falta: 1º que comprenda la situación; 2º que invente una solución; 3º que actúe en consecuencia»(34). Para Jean Piaget, «la inteligencia es esencialmente un sistema de operaciones vivientes y actuantes. Es la adaptación mental más avanzada, es decir, el instrumento indispensable de los intercambios entre el sujeto y el universo. La inteligencia aparece en suma –agrega el autor– como una estructuración que imprime ciertas formas a los intercambios entre él o los sujetos y los objetos que lo rodean»(35). El caso de los chimpancés, y los experimentos de Köhler, es uno de los más notables y, acaso, el primero de todos, pero no es el único, los experimentos se han multiplicado con diversos animales como macacos, gatos, perros, jaguares y gallinas. Es preciso observar que en todos los casos, aun en los más avanzados (Sultán pudo salir airoso de la prueba más dificil: encajar una caña en otra) se recurre a instrumentos que el animal encuentra ante sí y que le presentan un problema. No es posible ir más lejos.

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Además de la resolución de problemas, se pueden citar los casos de construcción, de reproducción y de las formas de la vida misma. Los nidos de las aves, las colmenas de las abejas y las galerías de los termes, invitan a observar y pensar. Según Carlos Silva Andrade, el trabajo de los nidos llevan algunos días y, a veces, hasta semanas. «Rara vez el macho es constructor de nidos –dice el autor–. Es el vigía del hogar, el soldado desconocido de la familia; cuida a la esposa mientras trabaja, aleja a los rivales, da la voz de alarma y, eventualmente, concita sobre sí a la atención de los intrusos». Silva Andrade formula una observación que podría referirse también a los hombres: «La Naturaleza es siempre ejemplar y cada ser tiene una misión que cumplir»(36). Mauricio Maeterlink, en su libro La vida de las abejas, nos dice lo siguiente: «Todo indica que no es la reina, sino el espíritu de la colmena, quien decide la enjambradura. ¿Cómo todos los ángulos de los rombos coinciden siempre tan mágicamente? ¿Quién les dice que empiecen aquí y terminen allí?». La respuesta la da él mismo: «Es uno de los misterios de la colmena». La vinculación del Amor y la Muerte es patente en el vuelo nupcial de la abeja reina: «La reina, ebria de sus alas y obedeciendo a la magnífica ley de la especie, que elige para ella su amante y quiere que sólo el más fuerte la alcance, sube y sube. Los débiles, los achacosos, los viejos, los raquíticos renuncian a la persecución y desaparecen en el vacío. Y el elegido la alcanza, la coge, la penetra. Inme-diatamente después de realizada la unión, el vientre del macho se entreabre, el órgano se desprende, arrastrando la masa de las entrañas, el cuerpo vaciado da vueltas y cae en el abismo. La mayor parte de los seres –comenta Maeterlink– tienen el sentimiento confuso de que un azar muy precario, una especie de membrana transparente, separa la muerte del amor, y de que la idea profunda de la Naturaleza quiere que se muera en el momento en que se transmite la vida». Además, a la fecundación de la reina sigue, poco después, la matanza de los zánganos por las obreras, convertidas en despiadados verdugos. A pesar de la perfección en el trabajo de las celdillas, del orden que se mantiene en la actividad incesante, del regreso seguro de las obreras a la colmena desde puntos lejanos, de la obra de refracción cuando se producen daños y de la defensa ante el peligro, es evidente el imperio del instinto en todos los actos.

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Después de agotar la observación y multiplicar la lectura de obras dedicadas a esta materia, Maeterlink concluye afirmando que «el hombre es, después de todo, el único ser realmente inteligente que habita nuestro globo(37)». Esta información debe hacer frente –sin embargo– a otra que él formula respecto a los termes: «A la necesidad de defenderse contra la hormiga debe el terme lo mejor de sí mismo, a saber, el desarrollo de su inteligencia, los admirables progresos que ha realizado y la prodigiosa organización de sus repúblicas; problema que es difícil resolver. Nada se pierde en la siniestra y próspera república –continúa el autor–. Si alguno cambia de piel, el desecho de su indumentaria es inmediatamente devorado; si alguno muere, obrero, rey, reina o guerrero, el cadáver es al instante consumido por los supervivientes. No se nutren más que de celulosa. El poliformismo es sorprendente. Se cuentan de once a quince formas de individuos que han salido de huevos en apariencia idénticos. Sus armas las han forjado en su propio cuerpo(38)». Esta república que ocupa complicadas galerías, que cuenta con obreros y soldados y reyes y reinas, todos ciegos, que da la vida a monstruos para defenderse, armados de tenazas tan duras como el acero, a los que es preciso alimentar porque las tenazas no les permite hacerlo por sí mismos; todo este mundo escondido que puede destruir casas enteras en breve tiempo (un colono regresó a su casa después de cinco o seis días de ausencia. Se sentó en una silla y ésta se hundió. Se apoyo en la mesa que se aplastó sobre el suelo. Hizo lo mismo con la viga central que se desplomó arrastrando el tejado en una nube de polvo); esta comunidad, en fin, ¿por qué vive así? ¿Por qué cumple ciegamente (por doble motivo, en este caso) reglas severas, como quien cumple un rito? Al parecer, en este mundo todo está referido a la perduración de la Especie. Los individuos carecen de significación. Cumplen el papel que les ha sido asignado como miembros del grupo, que es lo único que importa.

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II Aproximación a la Cultura

Mientras los chimpancés y otros animales acuden a los objetos que se les presentan para resolver los problemas, como ya se dijo, el hombre, en una época remota, empieza por modificar los objetos, haciéndolos aptos para la satisfacción de sus necesidades. El resultado es un utensilio, distinto del instrumento y superior a él. «Un utensilio –dice Viaud– es algo más que un instrumento simple, del tipo de los que utilizan los monos: es un objeto trabajado, transformado, de manera que puede ser utilizado cómoda y eficazmente para cumplir cierto tipo de acción. Y añade: la inteligencia práctica del hombre se caracteriza esencialmente, como lo ha demostrado Bergson, por el utensilio». El hombre que coge una piedra, la contempla, le da vueltas entre sus manos, mira sus ángulos, sus protuberancias, no está procurándose un juguete. La relaciona, más bien, con una necesidad y –aquí interviene una operación mental– imagina la forma que esa piedra debería tener para satisfacerla. Finalmente, realiza la acción imaginada y convierte el proceso mental en acción. La piedra se convierte entonces en utensilio y así empieza una serie interminable abonada por la inteligencia en uso de la libertad. Mientras las sociedades viven de tradiciones y convenciones y son muchas veces obligadas a adoptar una forma u otra por la presión del poder, por los intereses de grupo, por ideologías y creencias, la cultura es a manera de una proyección del hombre, en trance permanente de comprensión y creación. La historia es, esencialmente, la historia de la cultura, de la aplicación del talento a la conversión de las cosas, a su humanización. Es la saga de la creación que cubre todos los campos en las más diversas formas, muchas veces insólitas y desconcertantes. Y es, al mismo tiempo, la historia de la Libertad. La Historia como hazaña de la Libertad fue el título de la edición en lengua española de una obra de Benedetto Croce que originalmente fue identificada como La Storia come pensiero e come azione y que en la edición inglesa llevó el título de History as the story of liberty. En suma, se trata, conjuntamente, de la Historia del Hombre, de la Cultura y de la Libertad. Una trilogía inseparable porque no se concibe ninguna de estas categorías separada de las otras.

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Para Benedetto Croce, «el hombre es un microcosmos, no en el sentido natural, sino en el sentido histórico, un compendio de la Historia universal y la historia no llega a nosotros de afuera sino que vive en nuestro interior». De Croce son también estas palabras: «Que la historia es la historia de la libertad es dicho famoso de Hegel. El dar por muerta la libertad vale tanto como dar por muerta a la vida. La moralidad no es más que la lucha contra el mal. Y el mal es la continua insidia contra la unidad de la vida y, a la vez, contra la libertad espiritual(39)». La cultura es un continuum, por encima de las fronteras y los comportamientos-estanco, temporales y afectados por el artificio. El utensilio que empieza con la piedra, sigue con los metales, continúa con la fabricación de máquinas, cada vez más complicadas y eficientes, y culmina hoy con la electrónica, la informática, la computación, la robotería. El dibujante de la caverna de Altamira tiene sucesores que se van multiplicando y cuyas obras llegan a veces a la perfección. La cultura se aviva como una llama merced al soplo de un hombre, aun en las peores condiciones. Bajo el poder absoluto de un monarca, al que le basta una orden para cegar una vida; en medio de una sociedad agobiada por superticiones y prejuicios; allí donde el fanatismo ha encendido una hoguera, un hombre sueña con la libertad, escribe un poema, esculpe una estatua, añade palabras al vocabulario habitual, piensa y sueña porque nadie puede impedirle que piense y sueñe, refugiado en su mundo interior. La cultura se extiende y enriquece a pesar de los obstáculos, porque vive y alienta dentro del hombre, porque hay allí, y no en otra parte, la fuente de las concepciones y las realizaciones, la llama siempre viva del hogar humano. Si quisiéramos recurrir a una imagen, la encontraríamos en un torrente que, al encontrar un obstáculo, traza meandros hasta que pueda abrir un lecho y continuar su flujo, a veces como torrente impetuoso, otras, como linfa clara que se desliza lentamente por una verde llanura. Se habla con frecuencia de diversas «culturas». En cada una de ellas se distingue un carácter, un sello, un conjunto de aportes singulares. La cultura egipcia, la cultura caldea, la cultura persa, la que surgió en Grecia, la que tuvo su centro en Roma, la que floreció en América del Sur, fueron formas de la Cultura humana. En todas ellas como se dijo, se advierte la impronta de la mente del hombre; en todas ellas es evidente la respuesta a un reto, la creación y la adaptación a determinadas

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condiciones y circunstancias; en todas ellas es notoria la tónica de un ambiente que envuelve a todos los seres y los hace suyos, de generación en generación. Como se sabe, la palabra «cultura» tiene más de una acepción y es frecuente referirse a ella como la cima del mundo humano. Los griegos llamaban bárbaros a los pueblos que no compartían su cultura, y cuando se crean instituciones dedicadas a favorecerlas, se entiende que se trata de un alto nivel en que se encuentran, preferentemente, el arte y la literatura, la ciencia y la filosofía. Jaeger, en su obra Paideia, dice lo siguiente: «Hoy estamos acostumbrados a usar la palabra cultura no en el sentido de un ideal inherente a la Humanidad heredera de Grecia, sino en una acepción mucho más trivial que la extiende a todos los pueblos de la tierra, incluso los primitivos. Así, entendemos por la cultura la totalidad de formas y manifestaciones de vida que caracterizan un pueblo. La palabra se ha convertido en un simple concepto antropológico descriptivo(40)».

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III Breve Historia del Fuego

El fuego puede servir como un ejemplo del desarrollo y el polimorfismo de la Cultura. La Naturaleza se ofrece al hombre como una realidad fundamental de tierra, aire y agua, cuyas variantes son expresiones de un poder superior a cualquier otro. Los sismos y deslizamientos de tierras, los huracanes y tornados, las tempestades, inundaciones y avalanchas, nos recuerdan que nuestro astro vive y con él vivimos nosotros. En un punto de esa Naturaleza misteriosa en que alternan los árboles y las aves, la variedad de las plantas, los montes, las fuentes y los ríos, irrumpe de pronto el fuego como un fenómeno ajeno a esa realidad, indomable y terrible, capaz de devorar bosques enteros y de convertir en cenizas el menor vestigio de vida. El hombre primitivo se sintió, seguramente, aterrado ante este monstruo desconocido y sólo atinó a huir de él y ponerse a buen recaudo. La repetición del fenómeno lo condujo a la observación a prudente distancia y, en el mundo mágico de entonces, lo vio como la manifestación de un dios o dios mismo. El fuego suscita así un sentimiento religioso y encuentra en la mentalidad primitiva, proclive al mito y al animismo, un campo propicio. Sin embargo, los incendios no son frecuentes y a veces surge una llama que serpea sin elevarse demasiado, disminuye y muere. El hombre termina por dominar su terror y, poco a poco, va familiarizándose con ella, aunque el mito siga dominando su mundo y el temor y la reverencia continúen dentro de él. El asombro culmina cuando ocurre un hecho extraordinario. Alguien frota rápidamente dos maderos y esa fricción, como si fuese un hechizo, produce una llama. El fuego, ese prodigio, ese don divino, se ha hecho presente allí como el Genio de Aladino cuando frotó la lámpara maravillosa. Es un nuevo poder para el hombre, un poder increíble. La operación se repite y el efecto es el mismo, hasta convertirse en un acto habitual y un recurso al que se acude con frecuencia.

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Así, el fuego, aunque es mirado todavía como un don divino, está ya en manos del hombre que puede encenderlo, mantenerlo en cierta medida y apagarlo a voluntad. Aún más: puede utilizarlo para disfrutar de la luz y el calor, para ahuyentar a las fieras y, más adelante, para cocer los alimentos y procurarse vasijas. Desde épocas lejanas y aun cuando surgen las altas culturas, el fuego es mirado como una revelación de la divinidad, como una fuerza de purificación o como un símbolo de integración humana. Se rinde culto al fuego sagrado, hasta el punto que los sacerdotes persas debían evitar que su aliento contaminase la llama. En la India, el brahmán cuida del hogar y alimenta la llama con la leña de árboles escogidos especialmente para este servicio. El fuego (Agni) es una divinidad. Se le rinde culto y se invoca su protección y su ayuda: «¡Oh, Agni, tú eres la vida, tú eres el protector del hombre! Que goce largo tiempo de la luz y que llegue a la vejez como el sol al ocaso». En Grecia, Prometeo es encadenado a una roca por el delito de haber hurtado el fuego de Zeus para sí y para los hombres. «Oh divino éter y alígeras auras y fuentes de los ríos, y perpetua risa de las marinas ondas, –clama Prometeo en la Tragedia de Esquilo– y tierra, madre común, y tú, ojo del Sol omnividente: ¡yo os invoco!... Tomé en hueca caña la furtiva chispa, madre del fuego; lució, maestra de toda industria, comodidad grande para los hombres; y de esta suerte pago la pena de mis delitos, puesto al raso y en prisiones». En Grecia y en Roma, el fuego se identifica con el hogar. «En las casas de los griegos y romanos –dice Fustel de Coulange– había un altar en el cual tenían siempre un poco de ceniza y unos carbones encendidos. Era obligación sagrada para el jefe de la casa conservar el fuego día y noche... El fuego no cesaba de brillar en el altar sino cuando la familia había perecido totalmente: hogar extinto y familia extinguida eran expresiones sinónimas entre los antiguos»(41). Sin embargo, el fuego del hogar no es el que se utiliza en la tarea común, es puro y casto. Es, dice Coulange, «una especie de ser moral». Y agrega: «Se le diría hombre, pues posee del hombre la doble naturaleza: Físicamente resplandece, se mueve, vive procura la abundancia, prepara la comida, sustenta el cuerpo; moralmente, tiene sentimientos y afectos, concede al hombre la pureza, prescribe lo bello y lo bueno y nutre el alma». La difusión del Cristianismo, a la caída del Imperio Romano, promovió una revolución cultural que es, sin duda, la más profunda de las revoluciones. El fuego perdió gran parte de su poder misterioso, de su identidad con el hogar y de su capacidad de seducción reverencial, pero se recurrió a él en numerosas oportunidades y por diversos motivos.

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Sir James Georges Frazer nos habla de «la costumbre de encender fogatas el primer domingo de Cuaresma en Bélgica, el norte de Francia y muchas partes de Alemania». «La costumbre, en Francia, de llevar hachones de paja encendidos, el primer domingo de Cuaresma, por entre los huertos y sembrados para fertilizarlos» o la reavivación del fuego en víspera de Pascua Florida, las hogueras de Pascua en Alemania, los fuegos de Beltane en Escocia, las hogueras la víspera de San Juan, los fuegos de medio verano en la Alta Baviera, Dinamarca y Noruega, Austria, Prusia y Lituania, Bretaña. «Cuando las llamas están ya moribundas toda la reunión se arrodilla alrededor de la hoguera y un anciano reza en alta voz. Después, todos se ponen de pie y dan tres vueltas en círculo al fuego»(42). La fiesta de Halloween (día todo sagrado), el 31 de octubre, es una de las fiestas célticas, la otra es la noche de Walpurgis, un día de mayo, tienen al fuego como un símbolo y como una fuerza protectora. En muchos países de Europa se recurre al «fuego de auxilio» o «fuego vivo», cuando se sufren angustia y calamidades. En todos los casos o en la mayor parte de ellos ha habido un ritual en relación con el fuego. «En la credibilidad popular –dice Frazer– la influencia aceleradora y fertilizante de las hogueras no está limitada al mundo vegetal; se extiende también a los animales. Además, hay señales evidentes que aún la fecundidad humana se le supone promovida por el calor cordial de los fuegos». En todo caso, si bien el fuego se desborda en incendios provocados o espontáneos, es siempre un compañero inseparable del hombre, un servidor atento, un brote cálido y luminoso de la Naturaleza que crepita en las chimeneas y difunde una onda amorosa, una fuente de luz en las bujías que se llevan consigo para alejar las sombras, para leer en las noches y escribir y acompañarse cuando no hay otro recurso a la mano y la soledad se ha instalado entre nosotros. Aquello que empezó como un descubrimiento, que se erigió luego como una divinidad y mantuvo su jerarquía, aun cuando fue utilizado ya en diversos menesteres, se extendió por el mundo y allí donde hubo un hombre hubo también el fuego. De la cocción primitiva de la carne, producto de la caza, se fue pasando lentamente a la utilización, cada vez más amplia, de diversos ingredientes, con los cuales fue surgiendo en cada pueblo de la Tierra, una increíble variedad de viandas, de formas, de costumbres y hasta de una suerte de ceremonias en algunos casos que no habrían sido posibles sin el desarrollo de un arte que alcanzó, en más de un país, un grado alto de perfección, hasta el punto de que el refinamiento de su cocina fue la expresión del refinamiento de su cultura. Aquello que había empezado con la exposición de una presa al fuego, alimentado por leña, se convirtió a la larga en tarea exigente y ardua de chefs y pinches de cocina, en deleite de gourmets, en eje de reuniones sociales, en ceremonias de gobernantes, en el refinamiento culinario de Francia y China y, como culminación, en la sapiencia gastronómica y el buen decir de Brillat-Savarin en su obra Fisiología del Gusto.

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Los minerales a flor del suelo o en las entrañas de la Tierra, permanecían intocados. El hombre primitivo tenía bastante tarea con proveer de alimentos, protegerse de la interperie y defenderse de las fieras. Sin embargo, alguien observó una veta o encontró un trozo brillante que recogió con sorpresa y temor, y guardó como una reliquia. Es probable que, por una de esas coincidencias a la que debe tanto el avance de la cultura, un trozo de mineral haya caído junto al fuego, con un hecho asombroso como resultado: la conversión de una parte de ese trozo duro en líquido ardiente que hubo de solidificarse y mostrarse puro. A la sorpresa inicial tenía que surgir la repetición de ese contacto con el mismo resultado. En ese momento nacía un nuevo poder para el hombre. Un poder formidable. Al principio se trabajó con metales de manipulación relativamente fácil, como el cobre, el plomo, la plata y el oro. La aleación es ya un arte que revela el ingenio de sus autores. El bronce marca un capítulo importante de la Historia. En la cultura clásica, Vulcano (Hefestos) es el dios del fuego y del metal porque, en cierto modo, el metal es un don del fuego. En la Ilíada, la diosa Tetis acude a él en pos de una armadura para su hijo. I «el divino cojo» puso al fuego lingotes de oro, bronce, estaño y plata; puso en el tajo un formidable yunque y empuñó luego el martillo con una de sus manos y con la otra las tenazas, dando así principio a un escudo enorme y recio, de rica y deliciosa factura con triple canefa, fúlgida y deslumbrante y provisto de una magnífica abrazadera de plata. Es interesante observar que, en un determinado momento, surge algo más que las herramientas y los utensilios: el adorno. A la utilidad primaria se añade la afición por la simple apariencia de las cosas. La técnica alcanza la jerarquía de una de las bellas artes y la orfebrería se prodiga en joyas que se asocian a la divinidad y el poder y, con el paso del tiempo se extienden a capas sociales cada vez más amplias, hasta llegar al hombre común. La utilización del hierro marcó un paso gigantesco que fue la iniciación de una nueva era. Por supuesto, el fuego es el actor principal en todos los casos, y aquello que comenzó con el taller de carbón, fuelle, yunque y martillo, culmina, a la larga, en los altos hornos y el acero, alimenta una gran industria y esparce sus productos por los cuatro rincones de la Tierra.

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Cuando el barro se aproxima al fuego, se torna duro e impermeable. Nace entonces la cerámica. Las vasijas irrumpen en el mundo de los utensilios, las formas varían en cada caso y el afán de perfeccionamiento culmina en el ánfora griega, en los jarrones chinos, en los ceramios nazcas y en el arybalo incaico, como la perfección de la forma. Por la obra de la casualidad, el fuego se pone en contacto con la arena y residuos de cal y ceniza y el resultado es algo nuevo, brillante y transparente, una suerte de «líquido detenido» o un paradójico sólido fluido con el que empieza una inagotable producción de objetos cada vez más útiles y bellos. De otro lado, la reverencia ante los fenómenos o las cosas se traducen en formas concretas de adoración y nace el culto, tema que nos lleva a tratar otros asuntos propios de la Cultura. Se necesita, además, un intermediario entre los dioses y los hombres, dotado de poderes especiales, y surge el brujo. Hay que aplacar también a las divinidades o pedirles un beneficio o manifestarles respeto y acatamiento, todo lo cual es posible por medio de sacrificios de hombres y animales. No hay mayor exigencia para el hombre primitivo que sus necesidades ni otro móvil que el de la utilidad inmediata. Aun los admirables dibujos de animales que adornan las paredes de algunas cavernas como la de Altamira en Santander tenían, probablemente, el propósito de aprehender al animal elegido como modelo, merced a su representación, como ya lo ha dicho más de uno, entre ellos Lukacs, mas no se puede negar que dio cima a su tarea con una obra perfecta, la mano de un artista, sea cual fuere la intención que lo animara. Por encima de parcelas y de momentos históricos, de estructuras sociales y sistema políticos, de ideologías y doctrinas, ese mundo humano se amplía y enriquece. La línea que va de la mentalidad primitiva al pensamiento de Platón y Aristóteles, de Hegel y Kant; de la caverna al Partenón y las catedrales góticas; del arte rupestre a la obra de Miguel Angel y Leonardo; del carromato al jet y el trasbordador espacial; de la aplicación del vigor muscular a la energía atómica, no es la historia de sucesos y personajes, de rivalidades y guerras, de tal o cual pueblo: es la historia de la cultura y, por serlo, es la historia de la humanidad.

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IV El Poder de la Palabra

Lo que hubo al principio fue el grito, como el sub hombre y la horda. Sin embargo, la hominización no podía efectuarse sin la comunicación que supera la simple explosión vocal. ¿En qué momento se pasó del esfuerzo gutural a la coordinación de sonidos para expresarse y comunicarse con los demás? ¿En qué momento el ser primitivo dio un salto definitivo de la animalidad a la humanidad, gracias a la expresión oral? ¿Cómo ocurrió ese milagro? ¿Hubo, como en todos los casos, un individuo mejor dotado que pudo articular sonidos por una necesidad imperiosa de comunicarse con los miembros del grupo? ¿A partir de ese hecho, la articulación fue tornándose más amplia y variada hasta que se dispuso de una gama de fonemas capaces de expresar sentimientos y deseos? ¿Contribuyó el grupo a este enriquecimiento? ¿El hombre es hombre por el uso de la palabra? ¿El proceso de humanización culminó con la aparición del lenguaje? ¿La cultura es, en buen cuenta, una proyección humana por medio de la articulación verbal? ¿No es evidente que el pensamiento sólo fue posible cuando surgieron las palabras y se fueron relacionando entre sí? «No es posible poner en duda –dice Linton– que el lenguaje hablado se ha derivado de gritos animales; ahora bien, no se sabe cuándo ni cómo nuestros antecesores realizaron el considerable adelanto que supone el simbolizar las ideas por medio de grupos de sonidos. Es muy probable –continúa el autor– que su desarrollo se haya producido al mismo tiempo, si no antes, que los primeros pasos dados por nuestros precursores en la dirección humana, como en el caso de los utensilios y el empleo del fuego. Si así fuera, el origen del lenguaje se remontaría por lo menos a un millón de años».

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Es razonable suponer que las primeras palabras surgieron con el propósito de comunicación entre los miembros del grupo y de identificación de las cosas y los animales que tenían a su alcance. Por supuesto, ese lenguaje inicial debía contar apenas con un puñado de fonemas para satisfacer necesidades inmediatas. A medida que el lenguaje era utilizado, el número de fonemas se iba multiplicando hasta constituir el elemento esencial de la cultura. Las ideas, derivadas de un proceso de abstracción y generalización, aparecieron después. En lo sucesivo, gran parte de la expresión verbal estuvo constituida por ideas y el lenguaje se tornó también metafórico en la mayor parte de los casos. «Sin la transmisión fácil y exacta de ideas que hizo posible el lenguaje –dice Linton– la cultura nunca hubiera llegado a existir(43)». Para Clyde Kluckhohn, «nada es más humano que el lenguaje de un individuo o un pueblo. Sólo el animal humano puede comunicar ideas abstractas y conversar sobre condiciones que son contrarias a los hechos. En realidad, el elemento puramente convencional en el lenguaje es tan grande que éste puede considerarse como cultura pura». «Cualquier lenguaje es algo más que un instrumento para transmitir ideas, incluso más que un instrumento para influir sobre los sentimientos de los demás y para expresarse uno mismo. Un lenguaje –termina el autor– es, en cierto modo, una filosofía». No es aventurado afirmar, por tanto, que el avance cultural está marcado por un lenguaje cada vez más refinado, capaz de prestarse a las exigencias y propósitos de espíritus selectos. Acudir a Karl Vossler y su Filosofía del Lenguaje, es evocar, en primer término, la obra perdurable de Benedetto Croce, que inspiró a Vossler y se refirió a «la distinción legítima, no entre materia y materia, sino entre las formas espirituales; y en este caso entre la expresión que es sentimiento puro o intuición pura –poe-sía–, la expresión que es signo de pensamiento –prosa–, y la expresión que es instrumento de conmoción de los afectos o acción –oratoria–(44)». Amado Alonso, en el prólogo a la obra de Vossler, se refiere a Wilhelm von Humboldt como «el más profundo y genial teórico del lenguaje que esbozó ya en 1828 una lingüística basada en el espíritu y no en la materia, concibiendo el lenguaje como ‘energeia’ (acción, actividad) y no como ‘ergon’ (producto).

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La estructura polar que tiene el lenguaje en la concepción filosófica de Vossler –continúa Alonso– hace de una lengua, por un lado, una perenne actividad creadora de los individuos, y por otro, la expresión y contenido de una cultura histórica». En todos los casos, el lenguaje es una expresión vital. Aquello que empezó con el grito y continuó con la articulación verbal, tiene en cada pueblo y en cada individuo, una raíz y una floración. Hablar es «vivir» en expresión y comunicación con los demás. El libro de Charles Bally lleva, precisamente, el título El Lenguaje y la vida. «La evolución de las lenguas –dice Bally– lejos de depender de la voluntad razonada de sabios o literarios, es inconsciente y colectiva y la más de las veces parte de abajo y asciende del vulgo bullicioso». Las academias de las lenguas, por tanto, sólo cumplen el papel de archivadores de palabras. No se puede asegurar que se ha seguido siempre un camino de superación a este respecto. Seignobos hacía notar que el sánscrito y el griego constituyen la cima y que las lenguas que surgieron después hasta hoy, no han alcanzado este alto nivel y, para Sapir, las lenguas más significativas son el chino clásico, el sánscrito, el griego, el latín y el árabe. El lenguaje no es únicamente el más auténtico signo de humanidad, capaz de humanizar las cosas con sólo nombrarlas, sino el más seguro recurso para el hombre de afirmase en sí mismo cuando se expresa, y de enriquecerse culturalmente cuando, merced a la palabra escrita, se pone en contacto con los más nobles espíritus, para lo cual le basta abrir un libro.

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V Pluralidad y Unidad de la Cultura

La palabra «cultura» es materia de diversas acepciones. Generalmente se recurre a ella para referirse a un alto nivel en el cual se tienen en cuenta las artes, las ciencias, la filosofía, la política y otras manifestaciones del espíritu. Se habla, por ejemplo, de «elevar la cultura», de favorecerla, de difundir sus valores, de intensificar los estímulos, de mantener el ambiente que le es propio. De acuerdo con este concepto, existe en algunos países un Instituto de Cultura y hasta un Ministerio de Cultura y de Educación. La UNESCO, una rama de Naciones Unidas, tiene este nombre porque ha sido creada para servir a la Educación, la Ciencia y la Cultura, a las que se ha añadido la Comunicación. Los países de «alta cultura» se caracterizan por la excelencia de sus realizaciones en este campo. No es raro que se utilice la palabra «cultura» en referencia a pequeños grupos identificados por matices diferentes de la línea que se considera normal. Los Hijos de Sánchez de Oscar Lewis, corresponde a esta acepción. El autor habla reiteradamente de la «cultura de la pobreza». «En el uso antropológico –dice el autor– el término cultura supone, esencialmente, un patrón de vida que pasa de generación en generación. Es también algo positivo en el sentido de que tiene una estructura, una disposición razonada y mecanismos de defensa sin los cuales los pobres difícilmente podrían seguir adelante. En resumen, es un sistema de vida, notablemente estable y persistente, que ha pasado de generación en generación a lo largo de líneas familiares(45)». En la Antropología de la Pobreza, otro de sus libros, Lewis presenta a cinco familias mejicanas cuyo denominador común es la cultura de la pobreza. Por lo demás, él encuentra caracteres comunes a otros grupos de diversas partes del mundo, aun de gran desarrollo industrial como Inglaterra y Estados Unidos. «Nos parece –dice el autor– que la cultura de la pobreza rebasa límites de lo regional, de lo rural y urbano y aun de lo nacional(46)».

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En publicaciones recientes de UNESCO, el escritor checo Vacla Havel declara en un reportaje: «A principios de los años sesenta aparecieron en Checoslovaquia las culturas antagónicas. Una oficial y autoritaria, la otra clandestina e independiente». En otro reportaje a Sergei S. Averintsev, escritor ruso, se encabeza la entrevista con estas líneas: «Liberada de las ideologías, ¿la cultura caerá acaso en el vulgar hedonismo de una sociedad técnica?» Y el subtítulo del reportaje es inquietante: «Por una cultura del pudor». Averintsev se refiere a la cultura más de un vez, especialmente a lo que él llama cultura del pudor, en una época de manifestaciones aberrantes. «Resulta muy difícil en nuestros días –dice– hablar de una cultura del pudor, sobre todo en mi país donde la gente está harta de las normas de buena conducta que un gobierno paternalista impone por la fuerza a sus conciudadanos. La cultura del pudor –continúa– pertenece a la historia; sus manifestaciones concretas forman parte de la relatividad de la historia,de tal modo que, por ejemplo, el pudor de los paganos de la Antigüedad es impúdico desde un punto de vista cristiano o musulmán, pero jamás, en ningún momento, la humanidad ha vivido sin el principio mismo del pudor. La originalidad de una cultura se mide, entre otras cosas, por su capacidad de asimilar de manera creadora lo que procede del exterior. La lógica del totalitarismo prohíbe a la cultura ser cultura(47)». Hasta aquí Averintsev. De acuerdo con estas expresiones, es posible referirse a una matriz cultural, más que a la cultura misma. Si se admite la comparación, así como se habla del microclima en el mundo físico, hasta el punto de que se lo puede distinguir en cada uno de los ángulos de una habitación, así también es posible hablar de una pluralidad de «culturas» como partes de la Cultura, con mayúscula. Es evidente que algunas agrupaciones humanas comparten la misma cultura, a pesar de sus diferencias. La cultura griega, por ejemplo, nos muestra su unidad, aunque Atenas, Esparta, Tebas y las colonias dispersas y distintas las unas de las otras, tenían, en cada caso, una fisonomía particular. Las manifestaciones culturales del Perú antiguo han sido diferentes, pero todas forman parte de la cultura andina, una de las «sociedades» de Arnold Toynbee.

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Además, se habla de las «culturas» como una suerte de organismos que nacen, crecen, alcanzan la plenitud, decaen y mueren. Quien llevó hasta el extremo esta tesis, que tuvo en Vico un precursor, fue Spengler, con su libro La Decadencia de Occidente que produjo una verdadera conmoción. Los cuadros que se incluyen en el libro, contienen «épocas», correspondientes a las «culturas», no sólo comunes a todas sino inexorables. Cabe, sin embargo, más de una reflexión. En nuestro tiempo, de comunicación creciente entre los pueblos, de interrelación e interdependencia progresivas, de universalización de los medios informativos, de noticias mundiales al minuto, ¿es posible la coexistencia de «culturas» aisladas e independientes? ¿No nos encaminamos, más bien, hacia una Cultura que comprenda a todas, como un signo de la unidad del mundo? Y, en suma, después de todas estas consideraciones, ¿qué es la cultura? La hemos definido como un mundo humano, distinto del mundo de la Naturaleza. Sin embargo, recurramos a algunos autores. Según Linton, «en un sentido amplio, cultura significa la herencia social íntegra de la humanidad, en tanto que en un sentido restringido una cultura equivale a una modalidad particular de la herencia social». Para Kluckhohn, «la cultura es una manera de pensar, sentir, creer. Una cultura es nuestra herencia social, a diferencia de nuestra herencia orgánica». Spengler dice que «una cultura es el conjunto orgánico de acciones teleológicas puestas al servicio de la conservación de la vida del grupo unitario que la sustenta». Konrad Lorenz habla de «la tradición acumulativa, es decir, la cultura, algo totalmente nuevo en el hombre, algo que no existe en ningún otro organismo. Con la cultura nació en el mundo una cosa totalmente nueva: la inmortalidad potencial del pensamiento, de la verdad, del deber. La cultura no es una idea que flota sobre el hombre: es el hombre mismo». Fernand Braudel se pregunta y se contesta: «¿Qué es una cultura? Al mismo tiempo, un arte, una filosofía, una matemática, una manera de pensar; realidades todas ellas nunca válidas, nunca comprensibles fuera del espíritu que las alienta». La cultura, nos atreveríamos a añadir, es un estilo de vida comunitaria que comprende todas las variantes del pensamiento y la acción.

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VI La Cultura, un Tesoro Humano

Por encima de naciones y Estados, de organizaciones sociales y partidos políticos, de fronteras y constituciones y leyes, de ciclos culturales, de ideologías y doctrinas, está el Reino de la Naturaleza, de cuyo seno hemos surgido, al que pertenecemos como un portento y un milagro cotidiano, al que debemos la vida misma, el cobijo y el sustento y cuyo poder nos rige más que las leyes de los hombres, insignificantes y fugaces ante tanta magnificencia. ¿Cómo surgió de este Reino, ese mundo humano que es la cultura? Hemos visto ya que ese prodigio es obra de la inteligencia. Apenas se insinúa la vida mental surge la capacidad de observar, de distinguir, de imaginar. Las cosas están allí, pero sólo pueden ser útiles si se las modifica para adaptarlas a la satisfacción de una necesidad. Sin embargo, esa capacidad no está igualmente repartida. Hay quienes han sido favorecidos más que otros. Es un individuo, el primero, que toma una piedra, la mira, la toca, le da vueltas y la golpea con otra piedra, y otra vez, y continúa con otra piedra, una y otra vez, y así hasta obtener un resultado satisfactorio, como ya lo dijimos antes. Otros imitan la tarea. Los aprendices se multiplican y las piedras convertidas en utensilios, también. Ha nacido algo más que un tipo de actividad. Ha nacido la cultura. Este embrión alcanza un desarrollo prodigioso, pero el esquema se repite indefinidamente. Aun a riesgo de incurrir en reiteraciones, es preciso decir que la génesis de la cultura y su continuo enriquecimiento, es una obra predominantemente individual. Es cierto que ella sería imposible sin la existencia de un agrupación humana que mantiene vivo y uno el conjunto de las aportaciones, el cual constituye el ambiente propicio y estimulante, favorable al ejercicio de la inteligencia, al vuelo de la imaginación y de la creatividad. He aquí por qué la primera característica de la Cultura que, a nuestro juicio, se puede destacar, es la hominidad, un neologismo derivado de homo, hominis, hominización, que significa la calidad humana. Desde el tiempo más remoto, hay un precursor y un realizador en cada caso, un conjunto de aprendices y de imitadores, una Escuela y un beneficio creciente para la comunidad. Cuando se pasa de la Prehistoria a la Historia, el enriquecimiento y el avance de la Cultura están asociados a nombres ilustres.

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Seguramente no ha habido ninguna época en el mundo occidental comparable a aquella de la Grecia Clásica, semillero de genios y de asombrosas realizaciones que perduran y viven, cuando otros pueblos lo hacen suyos, adaptándolas a su particular manera de sentir, de pensar y de actuar. La filosofía nace en Grecia porque los Presocráticos, Sócrates mismo, Platón y Aristóteles construyen pacientemente el prodigioso edificio. El Hombre nace allí también y su más caro tesoro es la Libertad. Con el Hombre nace el Verbo. Y, además, surge el Hombre Moderno. Es aquel que no está atado a una monarquía, que no depende de un déspota, que no está alimentado por la superstición y el temor y que, a diferencia de los bárbaros, va a viajar y estudiar las costumbres de otras gentes y a recoger mitos, leyendas y hechos. Herodoto es no sólo el padre de la Historia, como se viene repitiendo, sino también de la Antropología cultural. Solón va también a la caza de conocimientos y cuando visita a Creso, rey de Lidia, ufano de sus riquezas por las cuales se considera feliz, le dice que mientras se vive la felicidad es insegura «como el parabién y la corona del que todavía está peleando», según refiere Plutarco. Cuando Creso es derrotado por Ciro, quien lo condena a la hoguera, exclama ¡Oh, Solón! y Ciro, al conocer la causa de esta exclamación, le perdona la vida.

La democracia nace en Grecia y es Solón, precisamente, quien la delínea y afirma con leyes. Sería inútil detenerse en esta relación de obras fundamentales y decisivas, no sólo para Grecia sino para la Humanidad, pero ellas tienen la paternidad de individualidades que brotaron del seno de una comunidad sin paralelo posible. No vamos muy lejos, por tanto, si afirmamos que la poesía es Homero; la Tragedia, Esquilo, Sófocles y Eurípides; la Medicina, Hipócrates; la Matemática, Tales de Mileto; la Fábula, Esopo. El Renacimiento, ese retorno a la cultura clásica, tiene en Leonardo, en Miguel Angel, en Rafael, el ápice viviente de ese momento histórico. Sin ellos y sin los que dieron su cuota de grandeza como Maquiavelo y Bembenuto Cellini, el Renacimiento sólo habría sido un episodio de inquietud intelectual, de interés por los modelos de Grecia y de Roma y de disolución de las costumbres. Significativamente, la parte segunda de la obra de Burckhardt sobre la Cultura del Renacimiento en Italia, lleva como título Desarrollo del individuo y, a continuación, El Estado Italiano y el Individuo y la Perfección de la Personalidad.

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Según Burckhardt, la subjetividad permanecía latente en medio de las organizaciones sociales antes del Renacimiento. Con él, en cambio, «Se yergue, con pleno poder, lo subjetivo: el hombre se convierte en individuo espiritual (48)». «Dante encuentra una patria nueva en el lenguaje y la cultura de Italia. Pero va más lejos aún cuando afirma que su patria es el mundo. Con elevada entereza subrayan los artistas su libre superioridad sobre todo accidente de lugar». «Sólo quien todo lo ha aprendido –dice Ghiberti– no es en ninguna parte un extraño; aunque se le prive de su fortuna, aunque se le encuentre sin amigos en cualquier ciudad donde resida y pueda aguardar sin miedo las vicisitudes del destino será siempre un ciudadano». En esta exaltación de la individualidad, no es exagerado afirmar que la historia de la Filosofía es la historia de los filósofos. La historia del Arte es la historia de los artistas. La historia de la Historia (Shotwell) es la historia de los historiadores. La segunda característica de la cultura es la continuidad. Es cierto que cada unidad cultural cumple un ciclo, pero sus mayores aportaciones son adaptadas por otros pueblos que las transmiten, a su vez, a otros pueblos, y así sucesivamente. La Historia de la Cultura, que es la historia por antonomasia, nos presenta esta continuidad de las realizaciones desde la piedra labrada hasta la electrónica, desde los dólmenes y palafitos hasta el Partenón y la catedrales góticas; desde las primeras palabras hasta los Diálogos de Platón, como ya se ha dicho. Tomemos una historia de la Filosofía. Empieza con los Presocráticos y continúa con Sócrates, Platón, Aristóteles, para pasar luego a los padres de la Iglesia y seguir con Descartes y una relación de filósofos hasta Heidegger, como si cada uno hubiese empezado por beber en la fuente de sus predecesores para añadir luego sus propias aportaciones. Esta continuidad es más notaría aún en el campo de la Ciencia que empieza con los primeros atisbos de la realidad y continúa con una creciente aprehensión de conocimientos y su aplicación que ya es propia de la tecnología. Cada descubrimiento, cada experimento, cada invento, añade un eslabón a esta cadena, una nueva estancia a este edificio inacabado, como decía Oppenheimer. A la par, la técnica, que se deriva de la ciencia, avanza con un ritmo prodigioso y está transformando el mundo. La comunicación favorece el conocimiento mutuo de los pueblos y determina la independencia. El aire es cada vez más el sustento de las naves que antes se deslizaban por la tierra y por el mar. La electrónica permite el viaje a la Luna y la exploración de los planetas de nuestro sistema solar. Los robots reemplazan progresivamente a los obreros y los pone a salvo de las operaciones peligrosas.

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En el campo del Arte, la línea continúa desde los dibujos en las cavernas hasta las creaciones de los grandes Maestros; desde la primera elevación de la voz y el primer sonido de una caña hueca, hasta el arte de Bach y Beethoven; desde los monolitos de autores anónimos hasta las obras de Fidias y Miguel Angel, al decirlo reiteradamente. Sin embargo, esta continuidad se vincula, paradójicamente, con la variedad. Cada artista, en cada país, en cada momento, hereda, interpreta y crea. La tercera característica de la cultura es la vitalidad. Los aportes de los pueblos antiguos, aun de los remotos, viven, en cierta medida, gracias a las nuevas generaciones. Ese mundo humano se enriquece y renueva constantemente porque es a manera de un organismo pleno de vida. La democracia griega es la democracia inglesa, francesa, latinoamericana. Las ideas que surgieron en otros pueblos y otras épocas presiden la vida intelectual de sucesivas generaciones que las han hecho suyas y, al hacerlo, las han adaptado a su medio y a su tiempo. La cuarta característica de la Cultura es la universalidad. Su definición como mundo humano lo dice todo. En él se advierte, sobre su esencial unidad, una gama de variantes y de grados tan grandes como los pueblos que cobija. Desde las formas primitivas que se mantienen aun en zonas relativamente aisladas, hasta las otras, cuyo refinamiento es notorio en las grandes ciudades; desde la estabilidad de una parte hasta el cambio permanente en otra; desde la nota alegre y expresiva de las regiones meridionales que se vierte en la canción, las danzas y las más diversas manifestaciones artísticas, hasta la mesura dominante en los países nórdicos, la Cultura es profundamente humana. La interrelación y, en cierta medida, la interdependencia de los pueblos en materia cultural, es evidente. Las lenguas abandonan su aislamiento para dar y tomar palabras y, a través de ellas, conceptos. El cine, la televisión y la radio proyectan imágenes y noticias, canciones y mensajes, para todos en todas partes. La cultura, en fin, es nuestra porque es universal.

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Cuarta parte. Consideraciones

I El Humanismo Comunitario

Desde la época del Renacimiento, en el cual, como se sabe, bastó dirigir la mirada hacia Grecia y Roma para que surgiese el Hombre y, con él, los valores humanos y el Humanismo; hasta los siglos posteriores, en los cuales diversas y aun opuestas disciplinas y movimientos se han proclamado humanistas, el vocablo que encierra este concepto no sólo ha recibido distintas interpretaciones sino ha perdido gran parte de su virtualidad. Bastará recordar que el marxismo y el existencialismo, aquél en el campo social y político, y éste en la esfera filosófica, se han proclamado humanistas a través de importantes personalidades. Erich Fromm, que rechaza el «seudomarxismo ruso y chino», sostiene que la filosofía de Marx, como gran parte del pensamiento existencialista, representa una protesta contra la enajenación del hombre(49). En una conferencia dada en el «Club Maintenant», Jean Paul Sastre sostuvo que El Existencialismo es un Humanismo, título de un pequeño libro editado por Sur, en Buenos Aires. Leerlo, es una fuente de irritación y un motivo de indignado rechazo, como Rousseau en su tiempo, a la filosofía, en general, y a los filósofos en particular. «Entendemos por existencialismo –dice el autor– una doctrina que hace posible la vida humana».

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¿Es que la vida, nuestra vida, debe estar presidida por una doctrina? Aún más: ¿Es admisible que sin ella no se pueda concebir la vida humana? No es nuestro propósito analizar todo el libro. Nos limitaremos a elegir algunos párrafos. Dice Sartre: «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres». La multitud de seres humanos que pueblan el mundo «no se eligen» sino que han sido elegidos, porque a cada uno de ellos se le ha dado un destino. Al parecer, Sartre estaría de acuerdo con esta conclusión, cuando afirma que «el destino del hombre está en él mismo», pero, de acuerdo con su tesis, ese es un destino que, paradójicamente, se elige. ¿Y si esto no ocurre? Nos encontraríamos con una legión de hombres ¡sin destino! Cuando surge la angustia como tema, uno puede preguntarse: ¿por qué me angustio? (lo que ocurre muy pocas veces, afortunadamente). No es por consideraciones filosóficas sino por el tiempo que corre, por la oportunidad perdida, por los males que afligen a mi país, por la irremediable ceguera humana. «El existencialismo no cree en el poder de la pasión», dice Sartre, y, sin embargo, es la pasión que inflama e impulsa al hombre a cumplir su destino, aun desafiando a la muerte. El hombre sin pasión es frío y neutro como una piedra. «El sentimiento se construye con actos que se realizan». Otra de sus afirmaciones. No. El sentimiento no se construye con actos porque es anterior a ellos, en los cuales se manifiesta. Cuando alguien le recuerda que en su obra Nausée dice que los humanistas no tienen razón y que se ha burlado de cierto tipo de humanismo, Sartre contesta que la palabra humanismo tiene dos sentidos: o es una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior (que rechaza el existencialismo puesto que no puede tomarse como fin aquello que está siempre en trance de realizarse); o se admite que el hombre sólo puede existir «persiguiendo fines trascendentales(50)». En nuestra opinión, o el humanismo es una forma de vida comunitaria e individual o no es nada. Si preguntáramos a las personas de los más diversos estratos, de las más distintas profesiones y ocupaciones, cuál es el grado de adaptación de su pensamiento y su trabajo a la «doctrina» del Existencialismo según la cual la existencia es anterior a la esencia, nos mirarían con extrañeza, juzgándonos locos o tontos, sin dar una respuesta.

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El individuo y la comunidad constituyen el fundamento de la organización de la convivencia humana. El individuo como tal, y la comunidad constituida por individuos de carne y hueso, de necesidades y apetitos, de intereses y preferencias, de sentimientos, de pasiones, de anhelos y esperanzas. El énfasis puesto en el individuo, sustento vivo del humanismo, debe ser apoyado por algunas citas. De Arnold Toynbee: «La sociedad no es ni puede ser más que un medio de comunicación a través del cual los individuos humanos actúan los unos sobre los otros, son los individuos humanos y no las sociedades humanas quienes ‘hacen’ la historia humana(51)». De Henry Bergson: «La inercia de la humanidad no ha cedido nunca sino al empuje del genio». De H. G. Wells: «Mi esperanza en una nueva fase de la actividad humana descansa en la creencia de que en la masa indiferenciada de nuestra especie hay una minoría profundamente seria. Esos hombres capaces de consagrarse a algo y de vivir sus vidas para grandes y remotos fines son la sal de la Tierra(52)».

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II Cultura e Individualidad

Una colmena humana es como un río que fecunda la tierra. El alimento, la vivienda, el vestido, el transporte y los más variados utensilios y servicios, sin los cuales no es posible vivir, los debe la comunidad a esa legión de hombres y mujeres que trabajan cotidianamente, a veces hasta el cansancio y que, en numerosos casos, son explotados y menospreciados. Si primero es vivir, como decían los romanos, ellos deberían estar en la primera línea del reconocimiento, la retribución y la garantía del Estado. Gracias a ellos, la Historia nos puede mostrar ese maravilloso mundo humano que es la cultura, poblado de personalidades que han contribuido a ensancharlo y enriquecerlo. Junto a ese mundo, la sociedad es la anécdota. Grecia es, para nosotros, la cultura clásica y una constelación de genios, Roma es evocada como un imperio cultural, antecedente del mundo moderno, en el que brillan, sobre todo, César y Virgilio, por encima de proezas bélicas y episodios pasajeros. La herencia que nos ha sido otorgada no consiste en festines ni en nombres de mercaderes ni en convenciones sociales, sino en relaciones que han contribuido a elevar y ennoblecer la vida humana. Los pueblos que no sólo permanecen como una identidad definida sino como benefactores de otros pueblos por la excelencia de su obra, continúan viviendo, en cierto modo, a través de sucesivas generaciones que han hecho suyos los aportes heredados, pues una particularidad de la herencia histórica es su adaptación al carácter de cada grupo y a las condiciones determinadas por el medio y el tiempo, en cada caso. Cuando se trata de la convivencia humana, son fundamentales la Democracia, creada por los griegos, y el Derecho, instaurado por los romanos. A pesar de los siglos transcurridos, la democracia continúa siendo el gobierno de la mayoría, como en la época de Pericles. La definición del Derecho es más difícil. Eduardo García Maynez, notable en el campo de la Filosofía Jurídica, nos habla acerca de la dificultad del tema en su obra La definición del Derecho. «Kant decía –recuerda el autor– que los juristas buscan todavía una definición del derecho».

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Para García Maynez, el derecho no es indefinible sino que su definición es metajurídica. «Cabe discutir si sus preceptos son normas auténticas o, por el contrario, exigencias más o menos arbitrarias; –continúa el autor– mas nadie duda de que sean reglas de orden práctico, es decir, principios cuyo sentido estriba en ordenar la conducta de los hombres. Siempre podrá el derecho ser referido al concepto de regulación u ordenación, y sólo quedará por determinar la índole de la regulación jurídica y las diferencias entre ella y otras legislaciones análogas, como los convencionalismos sociales, la moral, la religión, etc. En realidad, todos los autores admiten que el derecho es una regulación del proceder de los hombres en la vida social y sólo discrepan en lo que atañe a la naturaleza de los preceptos jurídicos(53)». Por lo tanto a pesar de los cambios efectuados y por efectuarse, la democracia permanece como el gobierno de la mayoría, y el derecho, como la regularización del proceder humano en la vida social. Las lenguas romances a las que prodigan vida diversos pueblos en gran parte del mundo, llevan dentro de sí las significaciones cambiantes de vocablos griegos y latinos que continúan existiendo como signos mágicos para la interrelación de los hombres, para su expresión y las exigencia de las ciencias y la tecnología, de la filosofía y las artes, de la política y la educación. Los poemas homéricos son inmortales, aunque la Hélade haya desaparecido. Los Diálogos de Platón continúan en la cumbre de la sabiduría humana, el Renacimiento y el Humanismo son un ampo de resplandor inextinguible. Y el Arte florece para el goce del mundo. No hay mayor timbre de gloria para un pueblo que haber dado la vida a un gran hombre. A veces nos sentimos tentados a citarlo e identificarlo con el pueblo mismo del que surgió y cuyas virtualidades encontraron en él una expresión y un poder de fecundidad inextinguibles. En un momento dado, ¿resumimos la maternidad gloriosa y el brillo inmarcesible de la Italia prodigiosa?: Dante, Francisco de Asís, Leonardo, Miguel Angel, Galileo. En cierto modo, la excelsitud de Inglaterra resplandece en Shakespeare, la de Alemania, en Goethe. Cuando la admiración brota dentro de nuestro ser; cuando, gracias a ella, ascendemos a una esfera superior; cuando fulgura ante nosotros una sonata, un poema, un cuadro, está detrás un individuo, una personalidad, un hombre.

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III La Caducidad de las Ideologías

José Ferrater Mora dice que «los llamados ideólogos partieron sobre todo de los análisis de Condillac. Por tal motivo, se interesaban primordialmente por el estudio del origen y constitución de las ideas.» He aquí por qué un autor habló de una ciencia de las ideas. «La ideología –dice Ferrater– representa un modo de manifestarse, a través de ideas, la constitución interna de la sociedad y, por consiguiente, tanto una manera de conocimiento como una forma de ocultación. En efecto, la ideología, al tiempo que manifiesta la citada estructura interna (en la que están incluidas las aspiraciones) tiende a enmascararla». Se trata, sobre todo, de un edificio intelectual con el que se pretende no sólo reflejar la realidad sino ofrecer el compendio para mejorarla. La ideología empieza por sustituir a la realidad por un engendro político. Aunque se proclama superior a la concepción filosófica, está muy cerca de ella. Se inicia, efectivamente, con una visión de la realidad, a la que sigue una pretendida aprehensión de la misma que trae consigo un remedio eficaz para sus males. El carácter subjetivo de la ideología niega su validez. En este caso no se trata de un estudio de la realidad, de una investigación rigurosa, de un trabajo interdisciplinario que terminaría con la formulación de un diagnóstico, de un plan y de un programa, sino de un conjunto de ideas con mayor o menor coherencia, sugeridas, a juicio del ideólogo, por una determinada realidad. La pretensión de su acierto va acompañada de su exclusividad. Aunque su punto de partida es una visión personal, se la presenta como la expresión misma de la verdad que niega validez a cualquier otra ideología, a la que es preciso recurrir como la panacea universal. Mientras que la realidad, a la que se pretende servir, está en trance de evolución permanente, la ideología se mantiene invariable. La ideología no es una teoría que, por ser tal, parte de la realidad a la que puede volver cuantas veces sean necesarias para comprobar su fidelidad, su temple y eficacia. Es más bien una fórmula que pretende agotar la realidad, de la que se presenta como un sustituto, lo cual es inadmisible. Como si esto fuera poco, la ideología apunta a la acción, pues está saturada de política.

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Puesto que se la exhibe como la fórmula única, quienes la adoptan se entregan a ella, renuncian a su capacidad de estudiar, de comparar, de verificar y de elegir. En buena cuenta, se reducen a la pasividad intelectual y actúan como sectarios que abominan del diálogo, repiten consignas y se encierran en un callejón sin salida. Se ha repetido que la ideología es un enmascaramiento de la realidad. También lo es de los hombres que están detrás de ella. Cuando, apartando los ojos del membrete que designa la ideología, se mira a las personas que la utilizan como escudo y la agitan como bandera, la revelación es inquietante. ¿Por qué no examinamos a los hombres que reclaman nuestro apoyo, en vez de dejarnos atraer por una ideología? No son las palabras, ni siquiera los conceptos, ni aun el tejido de ideas los que deben decidir el ejercicio de la política. La realidad está ahí y no hay que mirarla con ojos ajenos ni tratar de comprenderla con frases hechas. Es el medio geográfico, es la historia, la estructura social, las necesidades de los hombres y no el señuelo inventado por alguien y utilizado por un grupo para encumbrarse en el poder. Las ideologías, puesto que han sido imaginadas por algunos, van unidas a ellos, convertidos, en muchos países en imágenes veneradas a las que se rinde culto y cuyas palabras son repetidas, aunque hayan pasado cien años o más de su desaparición física. Nada permanece sin modificación a lo largo del tiempo, salvo la ideología. Ocurre, entonces, que entre ella y la realidad, a la vez que pretende expresar y servir, hay una separación cada vez mayor que termina por ser un abismo.

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IV Servicio y poder

Existe siempre un conjunto de personas que se dedican a investigar, a estudiar, a pensar, a añadir un eslabón más a la cadena interminable del conocimiento científico, a ilustrar y atender a los demás, a servir. Esta capacidad de servicio es casi siempre ignorada. Hombres y mujeres, en las más diversas capas sociales, encuentran una satisfacción profunda en presentar proyectos, participar en reuniones, ayudar a sus semejantes, contribuir al bienestar de los demás. Algunos casos extraordinarios de entrega al bien común han sido registrados por la Historia. Otros permanecen dentro de las limitaciones de una ciudad o de un pequeño grupo, casi familiar, pero todos están inflamados por el amor. Esta capacidad de servicio es innata. La imagen del médico rural, por ejemplo, que iba a caballo a atender a los pacientes o del médico de familia cuya sola presencia contribuía a mejorar a los enfermos, se ha refugiado en el recuerdo; pero la inclinación al bien común, la generosidad y el propósito de ayuda continúa manifestándose en la época de las computadoras, del rayo láser y la informática, a nivel universal. Algo semejante ocurría en el campo de la educación. El sufrido profesor de escuela cuyo mundo se reducía a su pequeña escuela, ignorado y aun maltratado, sin tener a quien recurrir, ha sido reemplazado por el miembro de un sindicato, pero el educador auténtico no ha desaparecido, aunque se le encuentra en campos ajenos al magisterio. ¿Por qué no se piensa en lo político asociándolo a la capacidad de servir? El médico atiende a pocas personas, lo mismo que el educador. El político puede favorecer o perjudicar a todo un país. Estas reflexiones no tienen un firme asidero en la mayor parte de los casos. Al político le interesa, sobre todo, el poder. Ha nacido para utilizar las situaciones, las personas, las multitudes, como peldaños que le sirvan par la posesión y el disfrute del poder. El hombre social, que en servir se le va la vida, y el político, en marcha hacia la meta, figuran en la tipología que Eduard Spranger incluye en su obra Formas de Vida. El autor advierte que «sólo al actuar la actitud social como principio organizador de la vida mental se convierte en objeto de una caracterología». El homo socialis (el hombre social), según Spranger, «no vive inmediatamente por sí mismo, sino por medio de los demás», afirmación fundamental, pues lo define de cuerpo entero.

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Sin embargo, a fin de completar el concepto, detengámonos en algunos párrafos de mayor significación: «El amor y el poder no se excluyen. Pero el homo socialis ni conoce ni reconoce otro poder que el del amor. Eternamente se encontrarán frente a frente estos dos tipos mentales: la fe en una sociedad total y voluntariamente libre, nacida por la virtud del amor humano y la voluntad de organización, es decir, la regulación del las zonas de influencia por medio de preceptos y recurriendo a la violencia en caso necesario. Apenas habrá quien haya reconocido la génesis de esta objetividad mental antes, ni más profundamente, que el hombre en quien el tipo social se personifica incomparable: Pestalozzi. Para él eran las relaciones familiares lo primero y más inmediato en el hombre»(54). La vida de Pestalozzi es a manera de un llama alimentada por el amor a la multitud que ve en él un padre y un guía. Si funda una escuela, es para los pobres, aunque este primer intento es frustrado, a pesar de todos sus esfuerzos. El gobierno de su país le encarga la atención del orfelinato donde se alojan los niños reducidos a la orfandad. En Iverdón, crea y mantiene el célebre Instituto, cuyas novedades atraen a celebridades de Europa y ejercen un benéfico influjo aun fuera de su país. Pestalozzi no sólo actúa. Escribe también y sus obras son notables: Las veladas, Leonardo y Gertrudis, Cristóbal y Elsa, Investigaciones acerca de la marcha de la Naturaleza en el Desarrollo del Género Humano, Cómo Gertrudis enseña a sus hijos. En una carta dirigida a su amigo Gessner, Pestalozzi le dice lo siguiente: «A mi vida se presentaba la educación del pueblo como un inmenso pantano. Hace tiempo, ¡ay!, desde mi adolescencia, que mi corazón como un río impetuoso, se dirigía a un fin único: A cegar las fuentes de la miseria, en que veía a mi alrededor sumergido al pueblo. Vivía todo el año en compañía de más de cincuenta niños hijos de pordioseros. En la pobreza compartía mi pan con ellos, y vivía yo mismo como un mendigo para enseñar a los mendigos a vivir como hombres. Yo era al mismo tiempo superintendente, tesorero, sirviente y casi criada, en una casa inconclusa, en medio de la ignorancia, de enfermedades y de toda clase de circunstancias nuevas para mí. Se necesita largo tiempo, más largo de lo que se cree, para que el extravío y la locura del género humano llegue a ahogar completamente la naturaleza humana en el corazón del niño»(55).

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V Un Momento Histórico

Llamamos un momento histórico a aquél en que se juega el porvenir de la humanidad o de gran parte de ella. Uno de esos momentos ocurrió hace alrededor de dos mil quinientos años, cuando un puñado de hombres libres hizo frente al más poderoso imperio de entonces, el persa, y lo derrotó en Maratón y Salamina, contra toda previsión posible, como ya se hizo notar.

Se salvó así –lo repetimos– la maravillosa cultura griega y, a la larga, la cultura occidental, heredera de sus prodigios. Hoy se trata de salvar mucho más que los valores de una cultura: la supervivencia de la Humanidad. Hemos asistido durante décadas, a una confrontación entre dos colosos, cada uno con su sistema político, que según temíamos, no tenía ninguna posibilidad de disminuir y mucho menos de desaparecer. En buena cuenta, el mundo estaba dividido entre el Capitalismo y el Socialismo, aunque la mayor parte de los pueblos situados en una zona u otra no participaran en esta competencia y estuviesen, más bien, a merced de los dos gigantes: Estados Unidos y Rusia. Cada uno de ellos se proclamaba dueño de la verdad y, por tanto, reputaba a su sistema como el único posible. Lo peor de todo era no sólo la lluvia de diatribas, acusaciones y amenazas, sino la acumulación incesante de armas cada vez más potentes, capaces de poner fin a la vida del hombre sobre la Tierra. «La guerra fría», «La carrera armamentista», «el holocausto nuclear», eran expresiones tan frecuentes como los síntomas de un enfermo condenado a muerte. Las voces de alarma de sabios y científicos, los acuerdos de asambleas y congresos, las razones opuestas a la ceguera de los responsables, no producían efecto. Naturalmente, la totalidad de los pueblos, salvo los dos grandes, eran impotentes para detener esta carrera hacia el suicidio y se limitaban a esperar con temor que decidieran los protagonistas de la lucha, de acuerdo con sus particulares intereses.

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Si un enfermo estuviese al borde de la muerte, todo lo que tuvo significación para él desaparecería ante la necesidad imperiosa de salvarle la vida. No importarían, por tanto, sus relaciones sociales, sus preocupaciones del momento, sus ideas políticas y aun sus convicciones religiosas ante este imperativo supremo. Cuando no se trata de un individuo ni de una familia ni de un país, ni siquiera de un Continente, sino de la Humanidad, todo lo que hasta entonces la dividía, pero principalmente aquello que la afectaba con peligro de muerte debía ser superado y aun abandonado: ideologías, doctrinas, idearios y, por supuesto, armamentismo, guerra fría, confrontación de sistemas, rivalidad, amenazas y dicterios. Quien, al frente de uno de los colosos tomara conciencia de este peligro mortal y asumiera con coraje el papel de conductor, ya no sólo de su pueblo sino de todos los pueblos del mundo, para cambiar la conducta internacional de odio y de amenaza bélica por otra de conciliación y de paz, tendría que erigirse como el protagonista –y con él, su nación– de lo que hemos llamado un momento histórico. ¿Podría surgir ese hombre en Estados Unidos? ¿Un nuevo Lincoln, humano y universal? ¿Un nuevo Wilson, académico, pero con ideas modernas, de entendimiento y solidaridad? ¿Un nuevo Franklin Delano Roosevelt, con una perspectiva tan amplia como su sonrisa? ¿Podría surgir?, hemos dicho. Porque el hombre que, dotado de poder político, asumiera el papel protagónico a nivel mundial, debía llevar consigo el sentimiento común a la mayor parte de sus conciudadanos. Porque es preciso que del pueblo del cual se parte haya una inclinación hacia los demás, una preocupación por la felicidad ajena, un propósito de contribuir, aunque sea idealmente, a la mejora de la humanidad. Debemos admitir que ese sentimiento no es predominante en Estados Unidos. Aún más: no existe. Por la misma razón, no se encuentra en sus grandes novelistas que, por serlo, interpretan acertadamente el carácter de su nación. Ni en Faulkner ni en Hemingway, si hemos de citar sólo a dos, hay un sentimiento de fraternidad humana. ¿Podría surgir en Rusia? En Rusia, podría ser. Recordemos a Tolstoi, a Dostoievski, a Gorki. Cuando no se trata de un individuo ni de una familia ni de un país, ni siquiera de un Continente, sino de la Humanidad, todo lo que hasta entonces la dividía, pero principalmente aquello que la Tolstoi no sólo es el formidable creador de La Guerra y la Paz, Karenina, Resurrección y otras novelas y cuentos y obras de teatro, sino un profeta que inquieta a Europa; un ser profundamente preocupado por la felicidad humana, en lucha permanente consigo mismo; un artista que reniega de su arte; un educador que adora a los niños y ensaya una nueva forma de educarlos en Yasnaya Poliana.

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Sus preocupaciones religiosas y su sentido de hombre comprometido con todos los hombres, lo llevan a vivir y morir como un mujik. En torno a él se multiplican los tolstoyanos, no sólo en Rusia. Tolstoi ejerce un influjo increíble sobre los seres más diversos: finos artistas, estudiantes, campesinos, obreros que ven, al fin, gracias a él, un rayo de luz en medio de las tinieblas. «En el sobrio crepúsculo del siglo XIX que termina –escribe Romain Rolland– fue la estrella consoladora cuya mirada atraía y tranquilizaba nuestras almas de adolescentes. Entre todos aquéllos (que son muchos en Francia), para quienes Tolstoi fue un artista amado, un amigo, el mejor –y para muchos el único y verdadero amigo en todo el arte europeo– quiero rendir a su memoria sagrada un tributo de gratitud y amor». Máximo Gorki que conoció a Tolstoi y conversó con él muchas veces, tomó notas que después publicó en un libro con el título Tres Rusos. Algunas afirmaciones que escucha de sus labios son inquietantes, a veces inadmisibles: Cuando Tolstoi dice: «La violencia es el mal primordial», todos estamos de acuerdo. Cuando se pregunta y se contesta: «¿Y qué es Dios? La unidad de donde mi alma se desprende», el comentario es el silencio. «Por esto sostengo que el arte es una mentira atractiva y arbitraria y que es perjudicial al hombre». ¡Y esto dicho por un artista! Cuando Tolstoi se pregunta: «¿Qué verdades pueden haber si está la muerte?», nos hace volver a nuestro tema: El hombre, hechura de la Naturaleza, ha traído al mundo lo que ella le ha dado y está a su merced desde el nacimiento hasta la muerte que, además, son obra suya. Acaso este reconocimiento nos llevaría a una conclusión desconsoladora: que la libertad no existe. Gorki mira a Tolstoi que le reprochaba no creer en Dios y dice: «Este hombre es la imagen de Dios». «No es grande ni santo –afirma– porque es un hombre loco y dolorosamente hermoso, el hombre de la Humanidad». «Yo no soy un huérfano sobre la tierra mientras exista este hombre», es su confesión, y cuando Tolstoi muere: «Y ahora me siento huérfano, escribo y lloro. Jamás en mi vida había llorado tan desconsolada, desesperada y armagamente».

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En Dostoievski nadie ve un apóstol, como en Tolstoi, ni se multiplican los adeptos a una nueva forma de vida en torno a él, pero su simple contacto suscita el asombro y despierta la inquietud que no fue sentida antes. «Dostoievski –dice Stefan Zweig– no aspira a la sociedad sino a la fraternidad universal». Al parecer, esta aspiración es compartida por el hombre común. Más aún: por el desharrapado que vaga sin término por calles y caminos, pues, –decía Dostoievski– «el vagabundo ruso se consuela pensando en la fraternidad universal». «Epiléptico, histérico, anormal, cargado de taras y de vicios, fue el mismo Dostoievski – dice uno de sus biógrafos– y su obra está llena de gérmenes malignos; pero, al mismo tiempo, de esa ciénega oscura brotan flores maravillosas e irradian claridades seráficas, que parecen venir de los cielos. Y, sobre todo, unos estremecimientos de amor, de ternura, de caridad». Aléksleyi Karamasov, el querido Alioscha; «era sencillamente un precoz amante de la Humanidad y si había seguido el camino del monasterio se debía a que era lo único que por entonces le había llamado la atención, mostrándole, por así decirlo, el ideal de un refugio para su alma, que pugnaba por salir de las tinieblas del mal mundano a la luz del amor». Los dos más grandes novelistas rusos y, probablemente también en el ámbito de la literatura universal, son, a la vez, dos hombres que viven en sí mismo el sufrimiento y los anhelos de la Humanidad. Leemos a otros novelistas muchas veces, con entrega total y con delectación, pero manteniéndonos objetivamente, en la esfera literaria. Con Tolstoi y Dostoievski, la creación artística es inseparable de la más profunda realidad humana que no sólo nos agrada sino nos conmueve como hombres, hermanos de todos los hombres. El político que hoy es impulsado por esa fuerza poderosa que asciende de su pueblo y lo cubre de aliento como un vaho embriagador e inasible, hasta el punto de erigirse como el líder más allá de las fronteras artificiales, hasta recoger el clamor del mundo amenazado por la muerte, es Mijail Gorbachov. El titulo de su libro Perestroika lleva por subtítulo: Nuevo pensamiento para mí país y el mundo. Eso lo dice todo. Al asumir el papel de líder mundial, no por designación de nadie sino por decisión propia, derivada de la toma de conciencia, inseparable del sentido de responsabilidad, el autor declara que su propósito es dirigirse a los pueblos de cada país, a los ciudadanos del mundo que, como él, «se preocupan por el futuro de nuestro planeta».

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«Queremos –agrega– un mundo libre de guerras, sin carreras armamentistas, armas nucleares y violencia». Y para los que vienen repitiendo frases hechas de hace un siglo: «Es cierto que el mundo ya no es lo que solía ser y sus nuevos problemas no pueden abordarse sobre las bases de pensamientos formulados en siglos anteriores». Gorbachov recuerda a todos que «la política debe basarse en realidades» y, además, que «todos somos pasajeros a borde de un barco, la Tierra». Cuando él se refiere a su propio país, empieza por un diagnóstico de esa realidad, y su lección es magistral para todos los países y todos los gobiernos. Algunas o muchas de sus afirmaciones son hechas con coraje, pues revelan errores, peligros o males que afectan a su país, dependiente de uno de los dos sistemas políticos en pugna. Algunas citas son instructivas a este respecto: «La riqueza de nuestro país, en términos de recursos naturales y mano de obra, nos ha echado a perder, incluso podría decirse que nos ha corrompido». «Las actitudes parásitas estaban aumentando». «Hemos fracasado en el uso a fondo del potencial del socialismo». «Se estimulaban los elogios y el servilismo y se ignoraban las necesidades y opiniones de la gente común». «El alcoholismo, la drogadicción y el crimen crecían(56)». Podríamos seguir adelante por este camino pero nos detenemos para formular una pregunta que envuelve una reflexión; ¿Por qué no hacen lo mismo los líderes de los grandes países y –por qué no– de los pequeños países, puesto que es un asunto elemental empezar por el principio? Obsérvese la oposición que hay entre lenguaje, ceñido a la realidad, transparente de verdad, y la retórica de los demagogos para quienes todo está bien y estará mejor mientras ellos sean los dueños del poder. Cuando Gorbachov dice «la gente, los seres humanos, con todas sus diversidades creativas, son los que hacen la historia», nos comunica algo que brota de sí mismo y no de una ideología, sea cual fuere, así como el afirmar que «cualquier trabajo que uno tome debe ser tomado y sentido con alma, mente y corazón». Más de un vez hemos clamado porque la ética y la política sean inseparables, y es con alegría que transcribimos esta afirmación de Gorbachov: «También debemos mirarnos a nosotros mismos para considerar si vivimos y actuamos de acuerdo con nuestra conciencia».

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La competencia y aun la rivalidad entre los países por razones ideológicas desaparecen cuando Gorbachov dice: «Dejen que cada uno haga su propia elección; la historia pondrá todo en su lugar». Por otra parte, dicta una lección más allá de las fronteras cuando dice: «La mayor dificultad de nuestro esfuerzo de reestructuración reside en nuestro pensamiento». Y añade: «Tenemos que cambiar esa forma de pensar». ¿Qué es lo que, en gran parte, gobierna el mundo? La respuesta es abrumadora: La inercia mental. La mayor parte de personas no piensan por su cuenta, no toma conciencia de las cosas, no ejerce el espíritu crítico, no cuestiona, no se adapta a las nuevas situaciones, a los nuevos aspectos de la realidad. Cuando Gorbachov dice que por primera vez veía en el gobierno gentes con rostros humanos «en lugar de esfinges con rostros de piedra», nos vuelve a nuestra realidad, hasta el punto que podemos preguntarnos: ¿Qué vemos nosotros? ¿Caras de piedra? ¿Máscaras? ¿Gestos para atraernos? ¿Movimientos teatrales? ¿Promesas incumplidas? ¿Retórica? ¿Demagogia? El autor transcribe una carta de una mujer de Leningrado: «Todos nosotros –dice– quienes estamos ayudándolo, debemos luchar contra cada manifestación de las odiadas prácticas antiguas, tales como el papeleo burocrático, la corrupción, el conformismo, la obsecuencia y el temor a las autoridades establecidas». El tema de la ética figura nuevamente aquí. Hombres y mujeres son los únicos agentes de todo lo que se hace en el mundo. ¿Son hombres y mujeres, efectivamente? Es decir, ¿son personas en las que se puede confiar? ¿Dicen siempre la verdad, cumplen la promesa hecha, son puntuales, responsables, sinceros? ¿No lo son? Entonces la comunidad está condenada al desastre. Un hombre, una mujer, es mucho más que un cuerpo y una conducta social. Es una mente, unos principios, una conciencia, una responsabilidad. Gorbachov lo dice de nuevo: «Lo que se necesita es un mayor orden, una mayor toma de conciencia, un mayor respeto mutuo y una mayor honestidad. Deberíamos seguir los dictados de nuestra conciencia». Es importante hacer notar que en gran parte de la obra y acaso en toda ella está presente la educación asociada a la política, en el más alto nivel. Hemos clamado insistentemente por esta fusión que fue efectiva en la Grecia clásica. Al apelar a la educación entretejida con la política, lo hacemos con la mirada puesta en el hombre, miembro y representante de la Humanidad.

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Pensamos en él y, por supuesto, en ese nido de seres humanos y fuente de la cultura que es la comunidad. El concepto de educación, libre del estereotipo escolar, se identifica con la dignificación de niños, jóvenes y adultos, a los que se trata de identificar consigo mismos, en relación con los demás. En Paideia, la hermosa obra de Werner Jaeger, encontramos la figura de una educación inseparable de la cultura que se proyecta sobre cada uno de los hombres, con la raíz hundida en la comunidad. «La educación participa en la vida y el crecimiento de la sociedad, –son sus palabras– así en su destino exterior como en su estructura interna y en su desarrollo espiritual. Y puesto que el desarrollo social depende de la conciencia de los valores que rigen la vida humana, la historia de la educación se halla condicionada por el cambio de los valores válidos para cada sociedad». La Paidea, según el autor, se identifica con la formación del hombre griego, en su carácter peculiar y en su desarrollo histórico. «No se trata de un conjunto de ideas abstractas sino de la historia misma de Grecia en la realidad concreta de su destino vital. Pero esa historia vivida hubiera desaparecido hace tiempo si el hombre griego no la hubiera creado en su forma permanente. La creó como expresión de una voluntad altísima mediante la cual esculpió su destino. A medida que avanzó en su camino, se inscribió con claridad creciente en su conciencia el fin siempre presente, en que descansaba su vida: la formación de un alto tipo de hombre. Para él la idea de la educación representaba el sentido de todo esfuerzo humano». Es fácil encontrar en cada página de Perestroika una preocupación no sólo por la conducción de la comunidad si no por el papel que le corresponde a cada hombre, a cada mujer, que deben participar en las decisiones colectivas investidos de su integridad moral. La participación de los jóvenes en las organizaciones y las actividades que les atañen, y la elevación creciente de la mujer, son temas tratados preferentemente. «Hemos arreglado las cosas de tal manera que no se resuelva ningún problema importante para la juventud –dice el autor– sin tomar previamente en consideración la opinión de la Komsomol». «Los jóvenes deben liberarse de la tutela y supervisión mezquinas –añade–. Debemos enseñarles dándoles responsabilidades y confiarles cosas que exijan un esfuerzo verdadero». Sobre la mujer, sus conceptos son notables no sólo para su país sino para todos los países del mundo:

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«En la actualidad es imperativo para el país que las mujeres participen en forma más activa en el manejo de nuestra economía, en el desarrollo cultural y en la vida pública». «No prestamos atención a los derechos y necesidades específicos de la mujer, que surgen de su papel de madre y ama de casa y su función educativa esencial en lo que respecta a los hijos». «Hemos descubierto que muchos de nuestros problemas, en la conducta de los niños y de los jóvenes, en nuestra moral, cultura y producción, en cierta forma derivan del debilitamiento de los vínculos familiares, y de una actitud indolente hacia las responsabilidades familiares». «Desarrollamos acalorados debates en la prensa, en las organizaciones públicas, en el trabajo y en el hogar, sobre la cuestión de qué deberíamos hacer para que la mujer pudiera volver o dedicarse a su misión puramente femenina». «Las mujeres, cuya misión natural es preservar y continuar la raza humana, son las más generosas y abnegadas campeonas de la idea de la paz». Una lección para los políticos contrahechos por una ideología: «Cada pueblo y cada país tiene su vida propia, sus propias leyes, sus propias esperanzas y errores, sus propios ideales. Esa diversidad maravillosa necesita ser desarrollada y no sofocada. A mí me enferman los políticos que intentan enseñar a los otros cómo vivir y qué política deben desarrollar». «Los intentos de imponer determinada visión bajo presión militar, moral, política y económica están hoy pasados de moda». Gorbachov habla de «un nuevo pensamiento político». ¿Por qué, nuevo? Porque la realidad es siempre nueva pues está sometida a cambios continuos; porque el cambio es una condición del Universo, por lo cual, quienes se mantienen invariables e inflexibles, sobre todo en el campo político, resultan desadaptados, anacrónicos y peligrosos. He aquí por qué, el autor de Perestroika toma cuenta del mundo y se dirige a todos sus habitantes para decirles, entre otras cosas, lo siguiente: «La gente está cansada de tensiones y confrontaciones. Prefiere buscar un mundo más seguro y confiable, un mundo en el que cada uno pueda preservar sus puntos de vista filosóficos, políticos e ideológicos, y su forma de vida propios». Acaso la invocación suprema, en medio de esta maraña de concepciones, de doctrinas y de ideologías, sea ésta: ¡Seamos más naturales!

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Dejemos esos artificios que se tornan peligrosos cuando se pretende regir con ellos la vida humana. No descendamos de las nubes a la tierra sino partamos de ella para diseñar las formas de la vida colectiva. ¿Hay algo más natural que la familia y quienes la integran? Un hombre y una mujer se unen por simple hecho de que él es un hombre y ella, una mujer. Se atraen mutuamente. Se unen. Constituyen un hogar. Tienen hijos, hermanos entre sí. El hogar está completo. El padre puede ser ateo, agnóstico o creyente. La madre profesa una determinada religión o, excepcionalmente, ninguna. Los hijos siguen las huellas de los padres y eligen, quizás, una línea propia cuando crecen y se tornan adolescentes y jóvenes. Desde luego, hay normas, patrones de conducta, principios, costumbres. Nadie tiene el derecho de obligarlos a vivir de acuerdo con tales o cuales ideas. ¿Por qué no se ha de partir de este núcleo humano, el más natural de todos? ¿Por qué no se ha de aspirar, por lo menos, a que la gran comunidad, a la que pertenecemos todos, tenga en sí las notas sustantivas de una familia y que, dentro de ella, cada uno tenga el derecho, que nadie concede sino que es inherente a la naturaleza humana, de creer, de pensar, de elegir, pero con la firme convicción de que sin él la comunidad no sería nada? «Las naciones del mundo se parecen hoy a un grupo de alpinistas sujetos todos por una misma cuerda. Sólo pueden, o bien trepar juntos hasta la cima de la montaña, o bien caer juntos al abismo». Estas son palabras de Gorbachov, así como las siguientes: «Por primera vez en la historia, el basar la política internacional en normas morales y éticas comunes a todo el género humano y el humanizar las relaciones interestatales se ha convertido en un requerimiento vital». «La seguridad universal estriba, en nuestro tiempo, en el reconocimiento del derecho de cada nación para elegir su propio camino de desarrollo social». «Algunos postulados que parecían inconmovibles antes, deberán abandonarse». «La columna vertebral de esa nueva forma de pensar es el reconocimiento de la prioridad de los valores humanos o, para ser más precisos, de la supervivencia de la humanidad». «Creo que la política que no demuestra preocupación por el futuro de la humanidad –y esa preocupación debe ser una marca distintiva de cualquier intelectual verdadero– es inmoral y no merece respeto». «Estoy convencido de que la raza humana ha entrado en una etapa en la que todos dependemos de los demás. Ninguna nación o país debe ser considerado en forma aislada de los otros, ni mucho menos enfrentado a otros».

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Índice de Autores

AMIEL, H.F. 70, 134 AMORGA 160 ARGUEDAS, J. M. 32, 34 ARISTÓTELES 94, 126,142, 159, 200, 215, 217 ASÍS, San Francisco de 51, 230 AVERINTSEV, S. S. 208, 209 AZORÍN (José Martínez Ruiz) 67 BACON, F. 119 BALLY, Ch. 204 BARBUSSE, H. 69 BAUDELAIRE, Ch. 69, 70 BEAUVOIR, Simone de 147, 150, 153, 155, 157, 160, 171, 180 BENTHAM, J. 119 BERGSON, H. 226 BON, G. le 130, 131

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BORGES, J.L. 67, 69, 89, 93, 134 BRAUDEL, F. 211 BRIFLAULT, R. 141 BRILLAT-SAVARIN, A. 197 BURCKHARDT, J. 28, 216 BUSANICHE, J. L. 53 BYRON, G. G. 66, 68 CALDERÓN DE LA BARCA, P. 66, 68 CALLE, M. J. 54 CARYLE 90 CASTRO POZO, H. 103 CELLINI, B. 216 CERVANTES S., Miguel. de 66, 67 CHARDIN, T. 77 CHAUCHARD, P. 97, 115 CIRO 215I CONDILLAC, E. B. de 231 COULANGE, F. de 195 CRESO 215 CROCE, B. 190, 230 CRUZ, san Juan de la 121, 122 CRUZ, sor Juana Inés de la 121 CURIE, P. 57, 58, 60

151

CUERVO, José 54 DANIÉLOU, A. 142 DANTE 230 DARÍO, R. 75 DARWIN, Ch. R. 11 DESCARTES, R. 217 DIDEROT, D. 37 DOSTOIESVSKI, F. M. 241, 243, 244 DUNCAN, I. 179, 180 ECKERMANN, J. P. 65, 133 ELLIS, H. 121 ENGELS, F. 98 ESOPO 216 ESQUILO 195, 216 EURÍPIDES 216 FAULKNER, W. 241 FERRATER MORA, J. 231 FLAUBERT, G. 59 FRAZER, J. G. 117, 196 FREUD, S. 11, 14, 18, 143, 144 FROMM, E. 144, 223 GANDHI, M. K. 89 GARAT 38

152

GARCÍA MAYNEZ, E. 228 GHIBERTI, L. 216 GOETHE, J. W. 16, 43, 49, 65, 66, 68, 69, 74, 133, 171, 230 GONZÁLEZ MARTÍNEZ, E. 149 GONZÁLEZ PRADA, M. 71, 127 GORBACHOV, M. 109, 244, 247, 250, 251 GORKI, M. 172 / 241-244 GSLL, P. 86 HAVEL, V. 208 HEGEL, G. W. F. 14 / 200 HEIDEGGER, M. 217 HEMINGWAY, E. 241 HERODOTO 215 HIPÓCRATES 216 HITA, Arcipreste de 17 HOMERO 123 / 216 HUGO, V. 55-56 / 60-70 / 171 HUXLEY, A. 31 / 151 / 154 JAEGER, W. 192-248 JASPERS, K. 46 / 49 JOSEPHSON, M. 36 JUNG, C. G. 130-131 KANT, I. 200 / 228

153

KLAGES, L. 45 KOFFKA, K. 184 KRETSCHMER, E. 45 KULCKHOHN, C. 203 / 211 LARREA, J. 31 LAWRENCE, D. H. 143 LEMAITRE 63 LEONARDO da Vinci 49 / 171 / 200 / 230 LÉVI-BRUHL, L. 25 / 137 LÉVI-STRAUSS, C. 170 LEWIS, O. 208 LEZAMA LIMA, J. 29 LINTON, R. 202-203 / 210 LOPE DE VEGA, F. 71 LORENZ, K. 211 LUKACS, G. 199 MAETER LINK, M. 186-187 MANSFIELD, K. 22 MAQUIAVELO 216 MARX, K. 11 / 38 / 78 / 223 MEAD, M. 138 MEINECKE 61 MENANDRO 160

154

MISTRAL, G. 152 MOLIÉRE 66 / 68 / 74 / 142 / 168 / 173 MONTAIGNE 44 / 72 MORIN, E. 174 NIETZCHE, F. 123 OPPENHEIMER, R. 217 ORTEGA Y GASSET, J. 132-133 / 153 PALMA, R. 54 PASCAL 20 / 77 PAZ, O. 121 PESTALOZZI, J. H. 237 PIAGET, J. 15 / 185 PLATÓN 12 / 46 / 49-50 / 79 / 123 / 134 171 / 200 / 215 / 217 / 229 QUEVEDO, F. de 71 RABELAIS, F. 92 RILKE, R. M. 15 / 81 / 85 RODIN, A. 80 / 85-86 / 89 ROLLAND, R. 171 / 242 ROTTERDAM, Erasmo de 46 ROUSSEAU, J. J. 35 / 38-39 / 41 / 60-64 / 74 / 120 / 224 RUSSELL, B. 120 SÁBATO, E. 134 SARTRE, J. P. 223-225

155

SCHILLER, F. 66 / 68 SHAKESPEARE, W. 66-68 / 230 SHELER, M. 78 SHELLEY, P. B. 15 SHOPENHAUER, A. 132 SILVA ANDRADE, C. 186 SKLODOWSKA, M. 57-59 SÓCRATES 46-50 / 74 / 123 / 215 / 217 SÓFLOCLES 216 SOLÓN 215 SPENGLER, O. 210-211 SPRANGER, E. 236 STEKEL, W. 144-164 STENDHAL 127 STEVENSON, R. L. 119 TALES de Mileto 216 TERTULIANO 160 THÖNIES 98 THOREAU, H. D. 86-87 / 89-91 / 93-94 TOLSTOI, A. N. 172 / 176 / 241-244 TOYNBEE, A. 107 / 210 / 225 TWAIN, M. 93 UNAMUNO, M. 63 / 171

156

VALCÁRCEL, L. E. 30 / 136 VALLEJO, C. 21 / 83 / 85 / 130 / 135 VERHAEREN, E. 75 VIAL, F. 39 VIAUD, G. 184 / 189 VIRGILIO 227 VOLTAIRE 39 / 60-64 / 66 VOSSLER, K. 203-204 WELLS, H. G. 226 WHITEHEAD, A. N. 49 WHITMAN, W. 66-67 / 82 WILDE, O. 94 ZWEIG, S. 243

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161

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