ERIC FRANK RUSSELL SELECCION

Málaga, Marzo 2001 y doy esplendor Limpio, lustro Ediciones diaspar ERIC FRANK RUSSELL SELECCION Colección Clásicos F&CF Nº 5 Eric Frank Russell N

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Málaga, Marzo 2001 y doy esplendor Limpio, lustro

Ediciones diaspar

ERIC FRANK RUSSELL SELECCION

Colección Clásicos F&CF

Nº 5 Eric Frank Russell Nació en Sandhurst, Surrey, Inglaterra, el 6 de enero de 1905 murió en 1978 y fue durante muchos años viajante de comercio. En el verano de 1934 conoció a Leslie J. Jonson, fundador y principal motor de La British Interplanetary Society, que había fundado en colaboración con Philiph Cleator en 1933 y con el que empezó a escribir en colaboración, empezando con el relato Eternal Rediffusion. Aunque escritor británico, se caracterizo por escribir al gusto americano, tanto es así que durante mucho tiempo fue considerado como del país, donde publico casi todos sus relatos. Era un maestro en los primeros contactos e invasiones, ya fueran terrestres o alienígenas, y siempre se caracterizo por su sentido del humor, muy Ingles. Que duda cabe que es uno de mis autores favoritos, y estoy seguro que después de leer esta antología lo será también vuestro. El editor

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DERECHO BASICO (Basic right 1949) *** Vinieron de más allá de las estrellas visibles, de la región de un sol brillante llamado Sigma Octantis. Eran diez enormes naves de color cobrizo; nadie les vio aterrizar. Fueron lo suficientemente astutos como para asentarse temporalmente en los aullantes desiertos de la Antártida y estudiar y capturar a los veinte miembros de la expedición internacional al Polo Sur. Incluso entonces el mundo no se alarmó. Los recién llegados, que se denominaban a sí mismos raidanos, supusieron que, pasadas un par de semanas, el planeta Tierra se preocuparía de la suerte de los cautivos. Pero no fue así, Por otra parte, y contrariamente a lo esperado, los prisioneros terrestres demostraron ser sumisos y cooperadores. Por signos, los raidanos les obligaron a transmitir mensajes tranquilizadores. Los cautivos lo hicieron voluntariamente, sin intentar ninguna clase de trucos, de una manera totalmente limpia, casi peleándose entre ellos en sus ansias por complacerles. Las señales de rutina de la estación polar continuaron siendo recibidas por las estaciones de Australia, Nueva Zelanda y Chile. Nadie sospechaba que algo fuera de lo normal hubiera ocurrido en la barrera de hielo donde las ventiscas azotaban las noches interminables. Durante las once semanas siguientes los invasores estudiaron el lenguaje terrestre, dedicando todo su tiempo a aprenderlo lo más rápido y mejor posible. Podían haberse evitado este trabajo haciendo que los prisioneros aprendieran raidano, pero esto les habría mermado su libertad de conversación. Los raidanos prefirieron guardar su idioma sólo para hablar entre ellos. En la duodécima semana, Zalumar, comandante de la flota, llamó a Lakin, su lugarteniente. -Lakin, no necesitamos perder más tiempo con este lenguaje primitivo. Ahora ya lo sabemos bastante bien como para hacernos entender. Es hora de salir de este helado lugar y trasladarnos a sitios más confortables. -Sí, señor -asintió Lakin esperanzado con la idea de sol y calor. -El jefe de esta gente se llama Gordon Fox. Quiero hablar con él; tráemelo. -Sí, señor. Lakin salió y regresó al poco rato con el cautivo. Era un terrestre alto y enjuto, de cabello lacio y adornado con una barba polar. Sus ojos grises examinaron a Zalumar fijándose en sus anchos hombros, en sus brazos, largos y sin huesos, en los ojos amarillos y en el curioso vello verdoso que le recubría la piel. Zalumar, a su vez, se descubrió a sí mismo observando esta inspección porque reflejaba una curiosa mezcla de servilismo y admiración. -Tengo algo que decirle, Fox. -¿Sí, señor? -Indudablemente se debe haber estado preguntando por qué estamos aquí, cuáles son nuestras intenciones y qué ocurrirá en el futuro próximo, ¿no? -Sin dar tiempo a ninguna contestación, prosiguió-: La respuesta es breve y concisa: estamos aquí para someter su mundo. Zalumar le miró, esperando ver en su cara miedo, sorpresa, angustia o alguna de las emociones lógicas tras esa afirmación. Pero no detectó nada de nada. Por el contrario, Fox parecía complacido con esa perspectiva. No había rabia, ni desafío, ni nada salvo una afable conformidad. Quizás el tipo no había captado lo que quería decir. -Vamos a tomar posesión de todos y cada uno de los átomos de la Tierra -remarcó Zalumar, que seguía observando sus reacciones-. Vamos a confiscar su mundo, pues las recompensas de la vida pertenecen al que más se las merece. Este es nuestro punto de vista y tenemos el poder para hacer que sea la única opinión aceptable. ¿Me entiende, Fox? -Sí, señor.

-¿Y no le irrita la perspectiva? -No, señor. -¿Cómo es eso? Fox se encogió de hombros filosóficamente. -Mire, o ustedes son más sabios que nosotros, o no lo son; o lo uno o lo otro. Si no lo son, no serán capaces de conquistar nuestro mundo, no importa lo que digan o hagan. -Pero, ¿y si lo somos? -Entonces creo que nos beneficiaríamos de su influencia. No nos podrán gobernar sin enseñarnos cosas interesantes. -Esta -dijo Zalumar con un deje de sorpresa- es la primera vez en nuestra historia que hemos encontrado una actitud tan razonable. Espero que los demás terrestres opinen como usted. Si es así, será la conquista más fácil hasta la fecha. -No causarán ninguna molestia -aseguró Fox. -Deben ustedes pertenecer a una divertida raza de gente pacífica -contestó Zalumar. -Tenemos nuestra forma peculiar de ver y hacer las cosas. «Dan la impresión de ser muy diferentes de todos los demás, tan distintos que casi parecen ir en contra de las normas naturales», pensó Zalumar dibujando en sus labios una leve sonrisa. -De todos modos, no es un asunto de importancia. Muy pronto su gente lo verá todo a nuestro modo. Lo hará todo a nuestra manera. De lo contrario, desaparecerán. -No tenemos prisa en morir -dijo Fox. -Bueno, al menos en esto son normales. Le he hecho venir aquí para informarle de lo que vamos a hacer y, lo más importante, para enseñarle por qué su pueblo debe aceptarlo sin discutir ni oponerse. Les usaré a usted y a sus compañeros como oficiales de enlace, por lo que es necesario convencerles de que su gente puede escoger entre la obediencia incondicional o la exterminación total. Tras esto, su tarea será persuadir a las autoridades terrestres de que hagan exactamente lo que les digamos. Lakin le llevará a la sala de proyecciones y le enseñará algunas películas muy interesantes. -¿Películas? -Sí. Unas proyecciones tridimensionales y a todo color. Le demostrarán lo que pasó en el planeta K-14, cuyo pueblo fue tan estúpido que pensó en desafiarnos y vivir para contarlo. Lo utilizamos como ejemplo, como lección objetiva para otros. Lo que pasó en aquel planeta puede repetirse en cualquiera, incluido éste hizo un gesto con la mano -. Acompáñale y muéstraselo, Lakin. Cuando salieron se sentó y se notó satisfecho. Una vez más se demostraba que las formas de vida inferiores lo eran por cuestiones de ética, de moral, de bien o mal. No tenían cerebro para comprender que la codicia, la brutalidad y la violencia no eran más que formas de ejercer el poder. Sólo los raidanos, al parecer, tenían la sabiduría de aprender y aplicar la ley de la naturaleza de que la victoria es siempre para el diente más afilado, para la garra más rápida. En la sala de proyecciones, Lakin apretó un par de conmutadores e hizo algunos ajustes en los controles. Pronto, una esfera grisácea apareció ante ellos. En el medio flotaba un pequeño punto de intensa luz, obviamente un sol; cerca de la superficie de la esfera tridimensional destelleaba otro punto aún menor y más oscuro, un planeta, con una cara iluminada que reflejaba la luz emitida por el punto central. -¡Ahora..., observe! Estudiaron la esfera. Un instante después el punto exterior relampagueó y ardió en llamas, alcanzando casi el brillo del punto central con la intensidad de su luz. Los dos puntos luminosos desaparecieron y la gran esfera volvió a su apariencia gris. -Eso -comentó Lakin, que tuvo la cortesía de no sonreír- es la grabación real de la expulsión del estado vital de dos mil millones de locos. El cosmos nunca les echará de menos. Nacieron, sirvieron a un propósito determinado y desaparecieron para siempre. ¿Le gustaría saber cuál fue ese propósito? -Si es usted tan amable... -contestó Fox con mucha educación. -Fueron creados para que su total exterminio sirviera de ejemplo y advertencia en ese sector del cosmos. -¿Y sirvió? -Sin duda. -Lakin soltó una fría carcajada-: En todos los planetas de la vecindad los nativos se pelearon por el privilegio de besarnos los pies -sus ojos amarillos se posaron fijamente en los de Fox-. Desde luego, no esperamos que ustedes se crean esto, al menos de momento. -¿Ah, no? -Naturalmente. Es muy fácil falsificar una grabación estereoscópica de un desastre cósmico. Serían estúpidos si nos dejaran confiscar su mundo con el sólo argumento de una película tridimensional, ¿no cree?

-La credulidad no tiene nada que ver en todo esto -afirmó Fox-. Ustedes nos quieren dominar. A nosotros nos gustaría que nos dominasen. Eso es todo. -Escuche: podemos respaldar estas imágenes con pruebas. Les podemos mostrar a sus astrónomos, en sus propios mapas, el lugar exacto donde un sol menor se ha convertido en una estrella binaria. Poseemos datos y podemos probar la fecha en que ese cambio tuvo lugar. Si esto no les satisface podemos convertir en una masa de gas ardiente cualquier satélite de su sistema solar, el que ustedes elijan. Podemos enseñarles lo que les puede pasar y que nosotros tenemos el poder para hacerlo. -Tras una pausa en la que estudió las reacciones de Fox, se plantó ante él con la expresión ligeramente confundida-: ¿ Quiere decir que realmente esta prueba no va a ser necesaria? -No lo creo. La gran mayoría aceptará sus pretensiones sin ninguna oposición. Quizás unos cuantos escépticos pondrán objeciones, pero los podemos controlar. Lakin frunció el ceño con evidente disgusto. -No lo entiendo. Uno casi creería que su raza está deseando ser conquistada. No es una reacción normal. -¿Bajo qué punto de vista no es normal? -inquirió Fox-. Somos de otro mundo, ¿no? Ustedes deberían esperarse mentalidades diferentes, maneras de pensar distintas. -No necesito lecciones de sociología interestelar -soltó Lakin cada vez más irritado-. Nosotros los raidanos hemos tratado con gran variedad de razas. Hemos dominado más formas de vida de las que ustedes puedan imaginar, y aun así digo que su actitud no es normal. Si la Tierra reacciona del modo que me dice, sin pruebas, sin una buena razón para tememos, entonces todo el mundo aquí debe ser esclavo por naturaleza. -¿Y qué hay de extraño en ello? -replicó Fox-. Si la Naturaleza en su sabiduría les ha destinado a ser los amos, ¿por qué no puede habernos hecho a nosotros para ser esclavos? -No me gusta el modo en que se recrea en esta idea -gritó Lakin-. Si los terrestres creen que van a burlarse de nosotros, lo pagarán muy caro, ¿me entiende? -Desde luego que le entiendo -asintió Fox del modo más apacible. -Entonces vuelva con sus camaradas y cuénteles lo que ha visto y lo que le hemos dicho. Si alguien quiere alguna evidencia más, tráigale inmediatamente. Contestaré a cualquier pregunta y haré las pruebas que consideren necesarias. -Muy bien. Apoyándose en el borde de la mesa, Lakin vio salir a Fox. Permaneció así diez tediosos minutos. Luego se agitó nerviosamente durante cinco más y después paseó varias veces por la sala arrastrando los pies. Finalmente apareció Fox. -Todos han dado por buena mi palabra. -¿Nadie quiere saber nada más? -Lakin mostró su perplejidad. -No. -¿Lo aceptan todo sin preguntas? -Sí -dijo Fox-. Le dije que probablemente lo harían, ¿no? Lakin no se dignó responder. Hizo una mueca de disgusto, cerró la sala de proyecciones y regresó a la cabina de mandos. Zalumar aún estaba allí, hablando con Heisham, el ingeniero jefe de la flota. Cortando la conversación, Zalumar se dirigió a Lakin: -¿Qué ocurrió? ¿Le cogió el ataque de histerismo habitual al barbudo inferior? -No, señor. Al contrario, parece que le gusta la idea de que su mundo sea sometido. -No me sorprende -comentó Zalumar-. Estos terrestres son filosóficos hasta la idiotez. -Sus ojos agudos se fijaron en la cara de su interlocutor. -¿Por qué pareces tan amargado? -No me gusta esta actitud de los terrestres, señor. -¿Por qué no? Nos ponen fácil el asunto. ¿O prefieres hacerlo del modo habitual? Lakin masculló algo. -Congratulémonos de nuestra buena fortuna -insistió Zalumar, rezumando confianza en sí mismo -. Una victoria sin batallas es mucho más barata que una pagada con sangre. Un planeta gobernado es mucho mejor que un mundo destruido. Hablando con súbita resolución, Lakin contestó: -De acuerdo con los libros que hemos hallado aquí, y también con nuestras observaciones preliminares, estos terrestres tienen una civilización sólo un par de eslabones por debajo de la nuestra. Poseen naves espaciales de corto alcance que usan en viajes regulares a los planetas exteriores. Incluso tienen una pequeña colonia, que ha sido registrada por nuestros científicos, en el sistema solar más cercano. Todo esto ha nacido y se sostiene gracias a una tecnología que no puede ser producto de estos imbéciles. -Estoy de acuerdo -intervino Heisham con el entusiasmo de un ingeniero-. He estudiado los detalles de

sus naves. Estos terrestres son unos veinte mil años más jóvenes que nosotros, pero tecnológicamente la diferencia no es tanta; así que... -¡Callaos! -rugió Zalumar. Dejó pasar unos segundos para dar mayor énfasis a sus palabras, y luego prosiguió en tono más bajo-. Todas las especies se vanaglorian de lo que creen son virtudes. Lo sabemos por nuestras experiencias directas, ¿no es así? El pecado de la debilidad varía de una especie a otra. Lo que ocurre es que éste es el primer planeta que descubrimos cuya principal virtud consiste en la obediencia. Deben tener un mínimo de cerebro, pero han sido educados en el respecto a sus superiores. -Lanzó a sus oyentes una risa sardónica-. Y tú, un experto guerrero, dejas que esto te sorprenda, que te preocupe. ¿Qué te sucede, dime? -Es sólo que esa actitud de sumisión va contra todos mis instintos. -Naturalmente, querido Lakin, naturalmente. Nosotros no nos sometemos a nadie. Pero se ve claramente que los terrestres no son raidanos, nunca lo han sido y nunca lo serán. -Perfectamente claro -aprobó Heisham. Ahora, bajo doble fuego, Lakin asintió. Pero, interiormente, no estaba satisfecho. En esta rara situación había algo que no veía claro; se lo decía su sexto sentido. El traslado se efectuó al día siguiente. Las diez naves se elevaron del erial llevando consigo a los veinte miembros de la expedición. Un tiempo después tomaron tierra en un gran espaciopuerto situado en las cercanías de una extensa ciudad que, había asegurado Fox, era el mejor lugar para anunciar al mundo el destino que les había llegado de las estrellas. Zalumar llamó al terrestre y le anunció sus planes. -Yo nunca voy a ver a los jefes nativos. Ellos deben presentarse ante mí. -Sí, señor. -Por lo tanto, usted les convocará. Tome consigo a sus camaradas para que confirmen su relato en caso necesario -observó a Fox con gesto serio-. Con lo que tenemos no necesitamos rehenes. Cualquier ataque a traición sobre nosotros será devuelto centuplicado, sin hacer distinciones de edad ni sexo, ¿me entiende? -Perfectamente, señor. -Entonces, en marcha. Y si son ustedes inteligentes no les llevará todo el día traer la respuesta a nuestras peticiones. Luego caminó hasta el borde de la compuerta de la nave capitana y observó a los veinte terrestres que corrían por el asfalto hacia la ciudad. Cuatro individuos sin barba, con uniformes impecables, se acercaron en un vehículo y pararon al pie de la escalerilla. Uno de ellos salió y abrió desmesuradamente los ojos cuando dirigió su mirada hacia arriba y vio al alienígena en el marco de la portezuela. Con total ausencia de sorpresa, el recién llegado se dirigió a Zalumar. -No nos han avisado ustedes de su llegada. Hemos tenido que desviar dos naves a otros espaciopuertos y estos descuidos son a menudo causantes de accidentes. ¿De dónde son? -¿Esperaba usted realmente que conociéramos su lenguaje y estuviéramos familiarizados con sus leyes y reglamentos? -preguntó Zalumar con interés. -Sí, ya que tenían veinte terrestres consigo. Ellos conocen las leyes, ya que ustedes parece que no. ¿Por qué no mandaron la señal de aviso? -Porque -dijo Zalumar regocijándose- estamos por encima de sus leyes. Las abolimos en todo lo que respecta a nosotros. -¿Conque sí, eh? -contestó el otro-. Bueno, me parece que las van a tener que aprender ustedes... y muy deprisa. -Al contrario; Ustedes aprenderán y nosotros enseñaremos. Dicho esto volvió a la cabina, se sonrió a sí mismo y manoseó algunos papeles. Tres horas más tarde, un miembro de la tripulación le avisó de que el cuarteto de hombres uniformados había vuelto. Salió a la portezuela y les vio bajo la nave. Su portavoz, con tranquilidad y sin emoción, se dirigió a él: -Se me ha ordenado que le presente mis disculpas por poner en entredicho su derecho a aterrizar sin permiso. También tengo instrucciones de informarle que las personas a las que desea usted ver están viniendo hacia aquí en estos momentos. Acogiendo esto último con un gesto de desdén, Zalumar regresó a su puesto de control. Un avión multirreactor rugió a lo lejos y él lo ignoró. No así algunos miembros de la tripulación, que nerviosamente parecían estar esperando que, de un momento a otro, algo grande, negro y mortífero cayera sobre ellos. Pero él no se molestó. Había medido la reacción de los terrestres: no osarían hacerlo.

Y tenía toda la razón. No se atrevieron. El rugiente sonido murió en el horizonte y nada ocurrió. Un rato después Fox apareció con otros dos miembros de la expedición: McKenzie y Vitelli. Estos condujeron a un grupo de doce civiles a la cabina. Se alinearon contra la pared y estudiaron al comandante raidano con franca curiosidad, sin visible animosidad. Fox intervino: -Estos, señor, son doce de los jefes elegidos de la Tierra. Hay treinta más repartidos por ahí, algunos en sitios lejanos. Lamento que sea imposible localizarlos y traerlos aquí hoy mismo. -No importa. -Zalumar se acomodó en su asiento y examinó a los mandatarios con evidente desprecio. No se pusieron nerviosos ante su mirada ni mostraron señal de sentirse incómodos. Simplemente le devolvieron la mirada, como un impotente grupo de lagartijas. Se le ocurrió que sería casi imposible saber qué estaban pensando. ¡Oh, bueno! La táctica ancestral era empezar por partirles la cara. -Vayamos al grano -masculló en tono severo Zalumar-. En lo que a nosotros concierne, ustedes son animales. Animales inferiores. Vacas. Mis vacas. Cuando les ordene producir leche, correrán a hacerlo. Cuando les ordene hacer ¡mu!, todos ustedes harán ¡mu!, con toda rapidez, todos juntos, a coro con los otros treinta que están ausentes. Nadie dijo nada; nadie se sonrojó; nadie pareció perder la cabeza. -Si alguno de ustedes desobedece las órdenes o demuestra falta de presteza en cumplirlas, se le eliminará del censo de entes vivos y será reemplazado por un buen mugidor, melodioso y responsable. Silencio. -¿Alguna pregunta? -invitó, ligeramente irritado por la blanda aceptación de su inferioridad racial. Un gesto, sólo una pequeña muestra de temor medio escondida de cualquiera de ellos le hubiera producido un gran placer y le hubiese permitido saborear el delicioso sabor de la conquista. Del modo actual, hacían que la victoria pareciera insípida; que el triunfo no lo fuera en absoluto porque no había nadie a quien vencer. No le dieron ni la oportunidad de aplastar sus preguntas con respuestas devastadoras, de estrujarlos con palabras calculadas para remarcar su estupidez individual y colectiva. Permanecieron en silencio, todavía alineados junto a la pared, sin preguntar nada y esperando la siguiente orden. Mirándoles, tuvo la ocurrencia de que si de pronto gritara ¡mu!, todos lo repetirían inmediatamente, tan alto como pudiesen; y que, de algún modo misterioso y estúpido, a él le haría gracia. Descolgando el intercomunicador, llamó al capitán Arnikoj y cuando éste se presentó, le ordenó: -Lleva a estos doce estúpidos al archivo del crucero siete. Tómales todos los datos, desde las uñas de los pies hasta la punta de los cabellos. Sácales toda la información que puedas sobre los terrestres que aún han de llegar. Queremos saber quién es el culpable si uno de ellos no se presenta. -Como ordene, señor -asintió Arnikoj. -Eso es todo -continuó Zalumar-. Cuando termine quiero que escoja al especimen más cretino y me lo traiga de nuevo. Le retendremos aquí; su trabajo consistirá en convocar a los demás cuando se le ordene. -Así se hará, señor. Zalumar volvió entonces su atención a los dirigentes terrestres. -Cuando hayamos tomado sus datos podrán volver a sus puestos en la ciudad. La primera cosa que harán será declarar este espaciopuerto propiedad de la flota raidana que ahora lo ocupa. Todos los oficiales y funcionarios terrestres serán trasladados fuera de la zona, y no se permitirá la entrada a nadie sin mi permiso. Recibieron la orden con el mismo silencio de antes. Les vio salir moviéndose ordenadamente uno tras otro, siguiendo a Arnikoj. «Gran dios del cielo, qué animales tan estúpidos». Zalumar se giró con gesto quejumbroso hacia Fox, McKenzie y Vitelli. -¿Dónde está el resto de sus compañeros? -Se han quedado en la ciudad, señor -explicó Fox. -¿Se han quedado? ¿Quién se lo ha ordenado? Deben venir aquí, aquí -golpeó la mesa con ademán de irritación-. No tienen el menor derecho a quedarse si yo no se lo ordeno. ¿Quiénes se creen que son? Ya les enseñaré cómo tratamos a los que se piensan que pueden hacer lo que les parece. Les... -Señor -interrumpió Fox-, me preguntaron si se podrían quedar un rato para asearse y ponerse ropas más cómodas. Les dije que estaba seguro que usted daría su aprobación a que estuvieran más presentables. No parece razonable que les critique sus esfuerzos por complacerle. La mente de Zalumar sufrió una confusión momentánea. Si un soldado deserta sólo para procurar a su jefe una medalla, ¿qué se le puede reprochar? Por primera vez sintió la sensación indefinida que había experimentado el estricto Lakin. Todo esto no era como debía ser; le estaba dejando mal ante dos testigos y no podía hacer nada por evitarlo.

Determinándose a cogerlo por alguna parte, le gritó: -De acuerdo, aceptemos que su interés por mis deseos sea prioritario y que por tanto esto les excuse. ¿Por qué entonces usted y estos dos no muestran los mismos deseos? ¿Por qué han vuelto con las ropas sucias y con barbas todavía? ¿Es que ustedes tres no quieren complacerme? -No, no, señor -dijo Fox mientras frotaba con un paño una manzana de apariencia deliciosa-. Alguien tenía que volver. Esperamos que cuando ellos regresen hará el favor de permitirnos ir a nosotros y así poder asearnos también. -Es mejor que lo hagan. Podemos reconocer a los animales sin ninguna dificultad, pero no es necesario que lo parezcan ni que huelan como ellos. Observó a los terrestres en busca de algún enojo reprimido, un movimiento de los ojos o alguna tensión de sus músculos. Nada. La figura de Fox parecía de madera, camuflada tras una cara fría como el hielo. McKenzie semblaba sordo como una tapia y Vitelli conservaba la misma sonrisa melosa que no abandonaba nunca su cara redonda. -Salgan –ordenó -. Preséntense a Arnikoj. Díganle que tienen permiso para visitar la ciudad cuando lleguen los otros. Regresen al anochecer. -¿Y después, señor? -Permanecerán a las órdenes personales de Arnikoj. Les haré llamar cuando quiera. Una vez desaparecieron, se acercó a la portezuela y observó la ciudad. Se fijó en sus torres, en sus agujas, sus puentes, sus calles elevadas, contemplándolo todo con la amorosa mirada de un avaro. «Mío –pensó -, todo mío. Un premio valioso para el que se lo ha merecido. La batalla para el fuerte, el botín para el bravo». Lakin le interrumpió, con un tono de duda en su voz: -He estado pensando, señor, que tenemos todas las naves juntas, prácticamente una al lado de la otra. ¿No sería mejor dispersarías un poco? ¿No podríamos, por ejemplo, dejar cuatro aquí y poner tres y tres en otros dos espaciopuertos? -¿Por qué? -No sabemos aún cuáles son sus armas más avanzadas, pero sabemos que una bomba bien puesta podría vaporizamos a todos. -Lo mismo podría ocurrir con tres bombas, así que ¿qué ganaríamos separándonos? -A menos que las lanzaran simultáneamente, el primer estallido avisaría a los demás. Algunos podrían escapar y volver para responder al ataque. -Si pudieran reunir el valor para tirar alguna -dijo Zalumar-, puedes apostar tu vida a que las tirarían juntas. Es todo o nada, para ellos. Si pensaran en algún momento que esto les fuera favorable, se esforzarían en barrernos del mejor modo posible. Pero saben que no es así. Saben que esto atraería la venganza de las fuerzas imperiales de Raidan. Seríamos vengados. -No lo seríamos -le contradijo Lakin-. Hasta la fecha, Raidan no tiene la menor idea de dónde estamos o qué hacemos. Le acabo de preguntar a Shaipin si ha enviado nuestro informe oficial y todavía no lo ha hecho. Hasta que lo envíe y reciba la confirmación de Raidan sólo somos otra flota perdida en la inmensidad de las estrellas. -Mi querido don Tenebroso Lakin, sólo nosotros sabemos que estamos fuera de contacto. Los terrestres no lo saben. No van a correr el riesgo de iniciar una lucha en gran escala que les barrería a todos. Como todo el mundo, tienen un deseo natural de sobrevivir. Aprecian sus pescuezos, ¿entiendes? -Le he preguntado a Shaipin por qué no ha señalado todavía nuestra posición -insistió Lakin-. Dice que aún no ha recibido la orden de usted. ¿Desea que le comunique que ya puede hacerlo? -Desde luego que no. -Volviéndole la espalda, Zalumar contempló de nuevo la gloriosa vista de la ciudad. -Señor, las normas exigen que enviemos el informe inmediatamente después de vencer la oposición y tomar el mando completo. Girándose en redondo, Zalumar apostilló: -¿Crees que yo, el comandante, ignoro cuáles son las normas? Shaipin mandará las señales necesarias cuando yo se lo diga, y no antes. Soy el único que decidirá cuál es el momento adecuado. -Si, señor -asintió Lakin, retrocediendo. -Y aún no es el momento adecuado. Lo dijo como si nunca lo fuera a ser; y, de hecho, la frase de Zalumar fue profética. Shaipin aún no había enviado la orden un mes más tarde. Ni tres meses después, ni seis. Nunca se le ocurrió mencionar la omisión o, si así fue, prefirió cerrar la boca. Igualmente, Lakin se olvidó también, con mucho tacto, y no volvió a

hablar del asunto. Para él, Zalumar había aceptado la responsabilidad completa de lo que se hacía o se dejaba de hacer, y él le alegraba que así fuera. En el transcurso de ese tiempo las cosas habían ido perfectamente. Los terrestres cooperaban al ciento por ciento, sin poner un visible entusiasmo, pero funcionando con total eficiencia. Cuando Zalumar se convenció de que su poder ya era aceptado por todos, reunió a sus servidores terrestres y escogió de entre ellos a cuarenta y dos. Sus palabras eran órdenes, su menor deseo tenía el rango de ley. No dudaba que, si se permitiera tal puerilidad, les podría hacer adorar el suelo que pisaba y besar cada huella que dejara en el polvo. Eran una maravillosa demostración de lo que se puede hacer cuando la elección es la obediencia o la exterminación. Uno de los resultados de todo ello fue que él, Zalumar, había abandonado el confinamiento de la nave guerrera por primera vez en más años de los que podía recordar. Ya no estaba encastillado en metal, como una sardina enlatada. La ocupación había sido más fácil que nunca, ni siquiera había hecho falta el trabajo de mover una varita mágica. Todo lo que hacía era pedir, y se lo proporcionaban. Ni siquiera pedir, sólo decir. -Confiscarán y asignarán para mi uso exclusivo el mejor palacio del planeta. Quienquiera que lo ocupe debe abandonarlo inmediatamente. Se efectuarán todas las reparaciones necesarias sin demora. El palacio se decorará y amueblará de un modo suntuoso, como corresponde a mi posición de Gobernador Planetario. Me conseguirán una cuota de treinta sirvientes. Inspeccionaré minuciosamente el lugar para que todo esté a mi gusto, ¡y más vale que merezca mi aprobación! Lo cumplieron perfectamente, desde luego. Incluso en Raidan nadie tenía una posesión tan magnífica y lujosa. Pensaba en sus compañeros de armas, que se morderían las uñas de envidia si pudieran ver a Nordis Zalumar, un simple comandante de diez naves, viviendo como un rey. Mejor, aún, como un emperador. El palacio era enorme. El cuerpo central parecía un monumento internacional a su propia persona, sin tener en cuenta las enormes alas al este y al oeste. Incluso el sector de los sirvientes parecía un gran hotel. Los jardines que lo rodeaban tenían una extensión de muchos cientos de hectáreas, todas ellas cuidadosamente arregladas, con un gran lago lleno de peces de colores y de fuentes ornamentales. Era evidente que el lugar había sido preparado con una dedicación que no regateaba ningún esfuerzo. Todo un mundo se había movilizado para agradar al que tenía el poder de vaporizarlo desde los polos hasta el núcleo. Tres mil millones de animales se habían puesto de acuerdo para pagar el mejor tributo posible al protector de su seguridad. Zalumar lo aprobó; no pudo encontrar ni la más pequeña cosa que le desagradara. Sólo había un pero: el palacio distaba tres mil kilómetros del espaciopuerto, la capital y la sede del gobierno central. Sólo cabía una solución; ordenó construir un nuevo espaciopuerto en el límite de su propiedad. Se hizo así y las diez naves se mudaron a la nueva base. A continuación mandó trasladar a todos los dirigentes mundiales cerca de sus dominios. Nadie protestó, nadie gruñó, nadie puso objeciones ni mala cara. Hubo una carrera por construir edificios prefabricados en el punto designado y se fue desarrollando una nueva ciudad hasta completarse con una extensa red de cables telefónicos y poderosas estaciones de radio. Mientras tanto, Zalumar había tomado posesión de su propiedad. La transferencia se produjo sin ceremonias. Simplemente cruzó con paso majestuoso la puerta principal, como corresponde a quien literalmente posee la Tierra. Su primera orden fue asignar alojamiento en el ala oeste a sus oficiales de mayor graduación y en el ala este a sus veintiún secuaces terrestres. Esta disposición le ayudó a poblar el gran vacío de aquel lugar, le proveyó de compañía, le aseguró un coro constante de adulación y, más aun, de obediencia ciega. -¡Ajá! -exclamó con placer-. ¿No es mejor esto que estar encerrado en una lata y sentirse abrumado día tras día para mayor gloria de otros y nunca de nosotros mismos? -Sí, señor -asintió con gesto aprobatorio Heisham. Lakin no dijo nada. -Ahora podemos recoger la recompensa por nuestros sacrificios -continuó Zalumar-. Podemos vivir una vida digna de... de... -se detuvo buscando en el bolsillo. Sacó un librito y lo consultó -. De un tipo llamado Reilly. -He oído que los terrestres hablaban de él -dijo Heisham-. E imagino que éste es el tipo de sitio en el que debía vivir -y sus ojos recorrieron admirados la sala, concluyendo -. Me pregunto de quién sería esto y qué ha pasado con él. -Pronto lo sabremos -respondió Zalumar-. Un terrestre acaba de cruzar el vestíbulo. Alcánzalo y tráelo aquí.

Heisham desapareció y regresó con Vitelli. -¿A quién perteneció este palacio? -preguntó Zalumar. -A nadie. -Vitelli le dedicó una de sus habituales sonrisas melosas. -¿A nadie? -Así es, señor. Anteriormente esto fue el mayor y más moderno hospital internacional del mundo. -¿Y qué es un hospital? La sonrisa desapareció; Vitelli parpadeó un par de veces y se lo explicó. Zalumar escuchó incrédulamente y dijo: -Un individuo que está enfermo es o capaz o incapaz de recuperarse. Puede recobrar su eficiencia o quedar inútil permanentemente. Una cosa o la otra, no hay tercera alternativa. Esto es lógico, ¿verdad? -Supongo que sí -respondió Vitelli con desgana. -Usted no supone nada -le contradijo Zalumar en voz alta-. Usted sabe que esto es lógico porque yo lo digo. ¡Y diga señor cuando me responda! -Sí, señor. -Si un individuo se puede recuperar se le debe dejar para que lo haga lo mejor que pueda; tiene todos los incentivos para lograrlo, sabiendo cuáles son las consecuencias si no tiene éxito. En caso de que sea irrecuperable, se le debe eliminar de la manera ortodoxa: gaseamiento e incineración. Es una absoluta pérdida de tiempo y esfuerzo para el individuo sano cuidar al que no lo está. Se plantó ante Vitelli, quien no puso objeciones. -Es contrario a la ley natural que el eficiente ayude al deficiente, el cual debe arreglárselas como pueda. ¿Cuántos cuerpos se trataban en este... uh... hospital? -Unos seis mil -informó Vitelli, que olvidó otra vez el «señor». -¿Y dónde están ahora? -Fueron evacuados a otros hospitales. Esto ha significado una ligera superpoblación en algunos de ellos, pero supongo que las cosas se arreglarán a su debido tiempo. -¡Vaya! -Zalumar pensó unos instantes, echó una mirada como si fuera a decir algo drástico, cambió de pensamiento y le dijo que se marchara. Cuando salió Vitelli, Zalumar comentó a los demás: -Pude haber ordenado la destrucción inmediata de toda esa basura enferma, pero ¿por qué me he de preocupar? El trabajo de atender a una horda de tarados físicos y mentales mantiene ocupadas las manos de los terrestres. Las cosas permanecen ordenadas y pacíficas cuando todo el mundo tiene ocupación. Un mundo con tiempo libre se convierte en una molestia peligrosa. -Sí, señor -asintió Heisham, adulándole. -Bien, ahora sabemos algo más -prosiguió Zalumar-. Además de ser cobardes y estúpidos son flojos y dóciles como ese material que llaman masilla. Lakin dijo como para sí mismo: -¿Cuánto daño hace una espada en un montón de masilla? ¿Cuánto llega a cortar, rasgar o destruir en realidad? Estudiándolo con cara imperturbable, Zalumar le replicó: -Lakin, basta ya de preguntas sin sentido. Todo fue como la seda los dos años siguientes. En los períodos entre las excursiones imperiales por su posesión planetaria, Zalumar se regocijaba en su palacio como una araña en el centro de su tela. La Tierra permanecía calmada y absolutamente sometida, siguiendo perfectamente sus instrucciones. No se produjeron otras dificultades que las atribuibles a meros malentendidos. Nunca en la historia había estado nadie más seguro en su trono que el Emperador Nordis Zalumar. Bajo su mandato, tres grupos de oficiales raidanos habían ido en viajes de inspección a las colonias terrestres en Venus, Marte y Calixto. Ninguno de los rudos pioneros se arriesgó a perder la vida; mientras tanto, el planeta madre permanecía como rehén de su seguridad. Un cuarto grupo había ido a observar un pequeño asentamiento en la zona de Centauro, el primer paso dado por la humanidad en otro sistema. Ninguna de estas expediciones había navegado en las naves raidanas, sino que fueron llevadas en espacionaves terrestres, viajando en la mayor comodidad, como era propio de una forma de vida superior. De los mil seiscientos raidanos que componían la fuerza invasora original, menos de doscientos seguían bajo disciplina militar. Cien formaban la guardia permanente de palacio. Ochenta cuidaban de las naves. Todos los demás recorrían la Tierra yendo a donde querían, sin ningún gasto. Cada hombre era un príncipe y

Zalumar el rey de reyes. Sí, cada hombre un príncipe, y no era una exageración. Si cualquiera de ellos veía algo que le gustaba en un escaparate, entraba en la tienda, lo pedía y se lo daban. Una cámara cara, una sortija de diamantes, una moto de carreras, un bote lunar de formas aerodinámicas; sólo tenían que pedirlo y se lo regalaban. Así, dos cadetes navegantes se quedaron una isla subtropical en la que construyeron una magnífica mansión. La habían visto desde un vehículo anfibio que había sido confiscado; aterrizaron y les dijeron a los propietarios «iros», y a los sirvientes «quedaos». Los dueños se largaron rápidamente y los criados se quedaron. Del mismo modo, una veintena de raidanos estaban dando la vuelta al mundo en un yate de lujo de dos mil toneladas; habían subido a bordo, ordenaron descender a todos los pasajeros y luego mandaron a la tripulación que levara anclas. Parecía imposible, en estas circunstancias, que ningún raidano estuviera descontento. Aun así, la antigua sospecha seguía acosando a Lakin, que demostraba su descontento con largas series de gruñidos y refunfuñeos. Algunos tipos, evidentemente, no estarían contentos aunque les dieran el cosmos en bandeja. -Esto no puede seguir así siempre -opinaba Lakin. -Ni lo pretendemos -respondió Zalumar-. No somos inmortales, y es una lástima. Pero no hay razón para que no nos sintamos satisfechos todo el tiempo que vivamos. -¿Toda nuestra vida? -la cara de Lakin reflejó que confirmaba sus sospechas-. ¿Quiere decir que Raidan no va a tener conocimiento de esta conquista y que nunca nos pondremos en contacto con nuestras fuerzas centrales? Zalumar se acomodó aún más en su asiento, que parecía un artificioso compromiso entre un trono y una cama, y cruzó las manos sobre el vientre, que se estaba poniendo un poco más prominente con cada mes que pasaba. -Mi querido y estúpido Lakin, el informe especial debería haberse enviado hace más de dos años y medio. Si, al igual que estos animales terrestres, hubiéramos sido ciegamente obedientes y hubiésemos enviado ese informe, ¿dónde estaríamos ahora? -No tengo la menor idea -admitió Lakin. -Ni yo. Pero una cosa es cierta: no estaríamos aquí. A estas alturas, ya habría llegado una expedición de refuerzo y descargaría la horda usual de guerreros de oficina, oficiales no combatientes, supervisores, explotadores, chupatintas y todos los demás parásitos que se apropian sin derecho y disfrutan del expolio que los guerreros del espacio conquistan para ellos. Lakin permaneció en silencio sintiéndose incapaz de contradecir la desagradable verdad. -Y por nuestra parte -prosiguió Zalumar-, se nos ordenaría simplemente volver a nuestras latas de metal y seguir buscando otro botín. En este instante estaríamos en algún sitio, ahí en la oscuridad estrellada, cazando mundos como hemos estado haciendo todos estos años, arriesgándonos, sufriendo continuas incomodidades y sabiendo cuál será nuestra recompensa final. -Apretó los labios y sopló por ellos, produciendo un desagradable ruido -. La recompensa, mi querido cabezota Lakin, será una sarta de medallas que no se pueden comer ni gastar, una modesta pensión, una unión ceremonial, unos cuantos críos, la vejez, la senilidad galopante y, finalmente, la cremación. -Quizá sea así, señor, pero... Con un gesto de la mano, Zalumar le interrumpió: -Soy de la opinión de dejar que los parásitos se busquen sus propias víctimas, y justifiquen de este modo su existencia. Mientras tanto, nosotros disfrutaremos del premio que hemos ganado para nosotros mismos. Si la codicia y la violencia son virtudes en un sentido general, lo son igualmente en cada individuo. Desde que he llegado a este planeta, me he vuelto sumamente virtuoso, y te animo a que tú hagas lo mismo. Recuerdo, mi querido y quejoso Lakin, que en nuestro mundo tenemos un antiguo proverbio -hizo una pausa y citó con gran solemnidad-: «Ve tú y pinta la valla, Jayfat, que yo estoy muy cómodo en mi hamaca». -Sí, señor, pero... -Y yo me siento muy cómodo aquí -concluyó Zalumar, cortándole de nuevo. -De acuerdo con las normas, no enviar un informe urgente es una traición, punible con la pena de muerte. Nos gasearán y nos incinerarán a todos. -Si nos encuentran; si alguna vez nos encuentran -Zalumar cerró los ojos y sonrió como si soñara un bello sueño -. Si no hay informe, ni señal, ni clave de ningún tipo, les llevará por lo menos mil años descubrimos. Posiblemente dos mil. Cuando vuelvan a descubrir el planeta, si alguna vez lo hacen, habremos muerto mucho, mucho antes. Y me importa muy poco saber cuántos oficiales enrojecerán de ira si yo ya he muerto varios siglos antes. -Los hombres creen que el informe a Raidan se ha pospuesto por razones estratégicas conocidas por los

oficiales de mayor graduación -insistió Lakin-. Si alguna vez llegan a saber la verdad, no les gustará. -¿De veras? ¿Por qué no? ¿Están tan imbuidos de patriotismo que preferirían ser incinerados a seguir viviendo aquí la vida que se han ganado a pulso y que se merecen? -No es eso, señor. -Entonces, ¿qué? -Una cuarta parte de ellos va a terminar pronto su servicio en filas. -Ya lo han terminado -puntualizó Zalumar-. Todos nosotros lo hemos terminado ya. -Empezó a dar signos de que se le agotaba la paciencia-. Estamos retirados. Estamos disfrutando de una pensión, la terrestre, que es mucho mejor bajo cualquier aspecto que ninguna de las que Raidan pueda nunca ofrecer a sus héroes conquistadores. -Puede ser, pero me temo que esto no sea suficiente. -¿Y qué más quieren? -Mujeres e hijos, casas propias entre los de su misma raza. -¡Puaf! -Sólo nos podemos unir con los de nuestra misma especie -prosiguió Lakin-. Los hombres que permanecen aquí más allá de su fecha de licencia ven denegado este derecho. No hay un sustituto satisfactorio que responda a este deseo entre todos los tesoros de este mundo. De todos modos, uno pierde pronto el interés por las cosas conseguidas sin esfuerzo, se harta uno de tenerlas con sólo alargar la mano. -Yo, no -afirmó Zalumar-. Me gusta, me encanta. -Cada día veo escaparates llenos de relojes de oro -dijo Lakin-. Me aburren. Ya tengo uno que obtuve sólo pidiéndolo. Y no quiero dos relojes, así que ¿de qué me sirve el resto? -Lakin: ¿tú estás a punto de licenciarte? -No, señor. Todavía me quedan doce años de servicio. -Entonces no eres el indicado para hablarme de ello. El problema es para los que terminan pronto, no para ti. -Será nuestro problema también, señor, si se empiezan a preocupar. Los ojos amarillos de Zalumar echaban chispas. -Los primeros que se amotinen serán despedazados como aviso para los demás. Hay una disciplina espacial que yo, como comandante en jefe, puedo hacer cumplir. No dudaré en hacerlo si se presenta la ocasión. -Sí, señor, pero... -Pero ¿qué? -Me pregunto si podremos hacerlo. -Habla claro, Lakin, y basta de rodeos. -Hace tres años -respondió Lakin con una especie de lóbrega desesperación éramos mil seiscientos. Hoy somos menos. -Sigue. -Cuarenta y dos murieron en una epidemia de fiebres contra la que no tenían defensas naturales. Dieciocho se estrellaron mientras pilotaban un avión. Veintitrés fallecieron de pura gula e indolencia. Dos más desaparecieron mientras exploraban el fondo del mar. Esta mañana, tres se mataron conduciendo un imponente coche de carreras que los terrestres habían construido bajo sus órdenes. Unos cuarenta más han muerto de cuarenta modos diferentes. Estamos siendo reducidos poco a poco pero constantemente. Si esto dura lo suficiente no quedará ninguno de nosotros. -Mi pobre y chalado Lakin, si esto dura lo suficiente, no quedará ninguno de nosotros para contarlo, no importa donde estemos, aquí o en Raidan. -Allí, señor, nuestra extinción no podría ser considerada como una derrota nuestra y una victoria de esos terrestres. Zalumar le miró con una fea sonrisa. -En la muerte no hay derrota ni victoria-. -Hizo un gesto de desprecio -. Ve tú y pinta la valla.. Cuando Lakin se fue, Zalumar mandó llamar al oficial de comunicaciones. -Shaipin -le dijo -, he sabido que algunos de nuestros hombres están inquietos. ¿Sabes algo de todo esto? -Siempre hay alguien que se queja, señor. Toda fuerza militar tiene una minoría de descontentos. Es mejor ignorarlos. -Tienes seis operadores de señales por nave, un total de sesenta. ¿Hay alguno descontento entre ellos? -No, que yo sepa, señor. -Hace más de dos años te ordené poner fuera de acción todos los transmisores de mensajes lo suficiente

para que no pudieran ser reparados y usados en secreto. ¿Siguen inmovilizados? ¿Los has comprobado últimamente? -Los examino cada siete días, señor. Siguen como estaban. -¿Me lo juras? -Sí -repuso Shaipin. -¡Bien! ¿Se puede reparar alguno en menos de siete días? ¿Pueden ser puestos en acción entre tus comprobaciones? -No, señor. Tardaran un mes, por lo menos, en arreglar cualquiera de ellos. -Perfecto. Sigo considerándote responsable personal de que nadie interfiera en esos transmisores. Quienquiera que sea sorprendido manipulando alguno de ellos, será fusilado en el acto. -La mirada que le dedicó decía bien a las claras que lo cumpliría-. ¿ Está Heisham aquí o se ha ido de vacaciones a algún sitio? -Ha vuelto hace tres o cuatro días, señor. Probablemente esté en su apartamento del ala Oeste. -Dile que quiero verle inmediatamente. Mientras tanto, encuentra a Fox y hazle venir también. Heisham y Fox llegaron juntos, el primero con una amplia sonrisa, el segundo impasible como siempre. Zalumar le dijo a Heisham: -Tú llevas el recuento de nuestra fuerza. ¿Cuántos hombres tenemos ahora? -Mil cuatrocientos setenta, señor. -¿Así que hemos perdido ciento treinta, eh? -observó Zalumar, mirando a Fox mientras hablaba, pero sin encontrar en él ninguna reacción visible. -Sí, señor -asintió Heisham, absolutamente ufano de su dominio estadístico. -Esa sonrisa de satisfacción que llevas es, al menos, un cambio agradable después de las funestas predicciones de Lakin -comentó Zalumar-. ¿Qué te hace tan feliz? -Que he sido recompensado con el Cinturón Negro -informó Heisham, inflándose de orgullo. -¿Has sido recompensado? ¿Por quién? -Por los terrestres, señor. Zalumar agrió el gesto. -No puede haber ninguna recompensa valiosa en un mundo donde todo está confiscado. -Un cinturón negro no es más que una recompensa honorífica -explicó Heisham-. Su valor reside en que es algo que se tiene que ganar. Arriesgué el cuello por conseguirlo. -¿Así que hemos perdido ciento treinta hombres y tú has querido ser el ciento treinta y uno? No me sorprende que nuestros hombres se descuiden si los oficiales dan tan mal ejemplo. ¿Qué es eso que has ganado? -Es algo así -dijo Heisham-. Hace más o menos un año les estaba contando a un grupo de terrestres que nosotros los guerreros raidanos somos educados desde pequeños como luchadores. No jugamos a esas estupideces como el ajedrez, por ejemplo. Nuestro deporte favorito es la lucha. Pasamos la mayor parte de nuestra infancia aprendiendo a romperle un brazo al adversario. El resultado natural es que el raidano es un guerrero de primera clase y una máquina de pelear. -Un terrestre de talla media mostró gran interés, me preguntó qué clase de lucha practicamos. Me ofrecí a mostrárselo. Bueno, cuando recobré el conocimiento... -¿Eh? -soltó Zalumar. -Cuando recobré el conocimiento -prosiguió Heisham-, él todavía estaba allí, apoyado en la pared y mirándome. Estaba rodeado de muchos testigos, todos ellos terrestres, y en esas circunstancias no podía hacer otra cosa con ese tipo sino matarlo allí mismo en aquel momento. -Naturalmente -aprobó Zalumar asintiendo con énfasis. -Así que me lancé hacia él para matarlo y, cuando me volvieron a levantar del suelo, le pedí. -¡Qué! -Le pedí que me enseñara cómo lo había hecho. Dijo que eso necesitaría una serie de lecciones, así que lo arreglé y las tomé todas. Pasé las pruebas y exámenes e insistí hasta que dominé la técnica por completo -hizo un alto mientras sacaba el pecho considerablemente-. Y ahora he obtenido el cinturón negro. Zalumar volvió su atención a Fox. -¿Tuvo usted algo que ver en todo esto? -En absoluto, señor. -Está bien. Esta locura debe ser reprimida. No toleraré que los terrestres se vanaglorien de esto -volvió a mirar a Heisham-. Nadie tiene que enseñarnos nada, pero tú, uno de mis oficiales, consientes en tomar lecciones de unos seres conquistados. -No creo que importe mucho, señor -repuso descaradamente Heisham.

-¿Cómo que no? -Aprendí su técnica, la perfeccioné y la apliqué mejor que ellos mismos. Para conquistar mi premio tuve que vencer a veinte terrestres uno tras otro, por lo que se puede decir que les enseñé a jugar a su propio juego. -¡Vaya! -Zalumar parecía ligeramente más calmado, pero aún suspicaz-. ¿Cómo sabes que no te dejaron ganar? -No lo parecía, señor. -A veces las apariencias engañan -dijo Zalumar secamente. Se detuvo un instante a pensar y prosiguió-. ¿Cómo fue que un terrestre te derribó a ti la primera vez? -Me pilló por sorpresa con su extraordinaria técnica. Esta lucha terrestre es muy peculiar. -¿De qué modo? Heisham se movió inquieto buscando un ejemplo fácil de entender. -Si yo le empujo, es natural que usted trate de pararme y me empuje a su vez. Pero si se empuja a un terrestre, él te coge de las muñecas y tira de ti en la misma dirección. Te ayuda. Es muy difícil luchar con un oponente que te ayuda. Quiero decir que cualquier impulso que tratas de hacer te lleva más allá de lo que pretendes. -La respuesta es fácil -se burló Zalumar-. Dejas de empujar y tiras de él. -Si se hace así, inmediatamente te sigue la corriente. Continúa ayudándote. No hay medio efectivo de control si no es adoptando la misma táctica. -Me sigue pareciendo una tontería. De todos modos no es extraño que los alienígenas tengan maneras diferentes de hacer las cosas. Muy bien, Heisham, puedes irte y vanagloriarte de tu bien ganado premio, pero no animes a nadie a seguir tu mal ejemplo. Ya estamos perdiendo demasiados hombres. Esperó a que Heisham hubiera salido y fijó entonces su atención en Fox. -Fox, le conozco a usted desde hace mucho tiempo. Le he encontrado perfectamente obediente, franco y leal. Por eso goza de la mayor estima que de mí pueda esperar un terrestre. -Gracias, señor -dijo Fox mostrando su complacencia. -Sería una lástima que perdiera mi estimación y cayera en desgracia. Le exijo que me dé unas respuestas sinceras a un par de preguntas. No tiene nada que temer si me dice la pura verdad. -¿Qué desea saber, señor? -Fox, quiero saber si están ustedes esperando, sólo esperando. -No entiendo -contestó confuso. -Quiero saber si ustedes los terrestres están jugando a esperar, si están haciendo tiempo hasta que todos nosotros desaparezcamos. -¡Oh, no, en absoluto! -¿Y qué se lo impide? -inquirió Zalumar. -Dos cosas –respondió-. Primero, creemos que nuevas fuerzas raidanas, probablemente más fuertes, les reemplazarán más adelante. Obviamente, no les van a dejar aquí hasta el fin de sus días. «Ah, ¿no lo harán?» pensó Zalumar. Se sonrió interiormente y añadió: -¿Y el segundo? -Somos una colonia raidana. Esto significa que cargan ustedes con las responsabilidades de la propiedad. Si algún otro nos ataca, ustedes los raidanos deberán luchar para conservarnos, o tendrán que irse. Esto nos va perfectamente. Mejor malo conocido que bueno por conocer. Era claro y verosímil; quizá demasiado claro. Podía ser verdad, pero sólo en parte. Por alguna razón que no podía definir, Zalumar estaba seguro de que no se la había dicho completa, de que escondía algo tras sus palabras. No imaginaba qué era ni concebía un método para obligarle a descubrirlo. Todo lo que sentía era un vago desasosiego. Quizás era el efecto del persistente pesimismo de Lakin. Maldito Lakin, profeta de la intranquilidad. A falta de táctica mejor, cambió de tema. -Tengo un interesante informe de uno de nuestros expertos, Marjamian. Es un antropólogo, sociólogo o algo así. Sea lo que sea, es un científico, lo que quiere decir que prefiere formular una hipótesis a afirmar algo con certeza. Quiero que me comente usted sus opiniones. -¿Es sobre los terrestres? -Sí. Afirma que su historia antigua fue sangrienta, y que casi se llegaron a exterminar a sí mismos. En su desesperación llegaron a un acuerdo en el único punto en que podían hacerlo. Establecieron la paz permanente, reconociendo el derecho básico de cada raza y nación a vivir su propia vida a su manera. Observó a su interlocutor-. ¿ Es esto correcto? -Más o menos -dijo Fox sin entusiasmo.

-Más tarde, cuando salieron al espacio, previeron la necesidad de ampliar este entendimiento. Así que acordaron el derecho básico de cada especie a vivir la vida a su modo -se detuvo y preguntó de nuevo-. ¿Correcto? -Más o menos -repitió Fox con cara de aburrimiento. -Finalmente, llegamos nosotros. Nuestra forma de vida es la conquista violenta. Esto les habrá colocado ante un dilema mental y moral. De este modo, ustedes reconocieron nuestro derecho incluso a cambio de un gran precio para su pueblo. -No teníamos otra oportunidad, considerando cuál era la alternativa. Además, este precio no nos está matando. Estamos manteniendo lujosamente a unos pocos centenares de raidanos. Nosotros somos tres mil millones. El costo sube aproximadamente a dos centavos por hombre y año. Zalumar arqueó las cejas en gesto de sorpresa. -Esa es una manera de ver las cosas. -Por cuyo precio -añadió Fox-, el planeta permanece intacto y nosotros gozamos de protección. -Ya entiendo. Por lo que me dice, ustedes juzgan la situación como mutuamente beneficiosa. Nosotros tenemos lo que queremos, y ustedes también. -Bostezó para indicar que la entrevista había terminado- ... Bueno, en el Universo ha de haber de todo. Pero en cuanto Fox se fue, dejó de bostezar. Se sentó y permaneció con la mirada perdida en las cortinas que cubrían la puerta, dándole vueltas en la cabeza a la idea de un tomahawk terrestre, que podía existir o no. No tenía una razón concreta para creer que hubiera un hacha de guerra escondida en alguna parte, esperando a ser desenterrada. No tenía nada tangible, salvo un sutil instinto que le agitaba de vez en cuando y un hormigueo desagradable en el cerebro. Tres años y medio después; seis años del desembarco. De repente, el hacha fue desenterrada. El primer aviso para Zalumar del principio del fin llegó en forma de un prolongado rugido que comenzó en alguna parte al este del palacio y se apagó como un quejido agudo en el aire. Estaba acostado y profundamente dormido cuando comenzó. El ruido le sobresaltó y se incorporó en la cama, pues no estaba seguro de silo había soñado o no. Durante unos instantes permaneció en esa postura observando los grandes ventanales del dormitorio sin ver más que el firmamento estrellado entre pequeñas nubes. Fuera reinaba ahora un completo silencio, como si el dormido planeta hubiera sido paralizado por ese bramido furioso en la noche. Entonces vio un brillante destello rosado que iluminó el vientre de las nubes. Y otro, y otro, y otro. Unos segundos después llegó una serie de apagados buums. El palacio tembló, las ventanas vibraron. Saltando de la cama, fue a la ventana, miró, escuchó. Aún no se veía nada, pero a través de la oscuridad se distinguían claramente muchos golpes metálicos y los gritos de voces lejanas. Cruzó la habitación y descolgó el teléfono que había junto a la cama, temblando de impaciencia mientras sus ojos recorrían la lista de los que estaban de servicio. Ah, sí, Arnikoj era el jefe de la guardia de palacio. Marcó la extensión respirando entrecortadamente, hasta que una voz contestó. -Arnikoj, ¿qué pasa? -No lo sé, señor. Parece que es algo en el espaciopuerto. -Entérate inmediatamente. Tienes línea con el espaciopuerto, ¿no? -No funciona, señor. No tenemos respuesta. Debe haber sido cortada. -¿Cortada? -soltó una maldición-. ¡Eso no tiene sentido, hombre! Se debe haber roto accidentalmente. Nadie osaría cortarla. -Cortada o rota -replicó Arnikoj-, no contesta. -Tienes comunicación de radio; llámales de una vez con el transmisor. ¿Estás atontado, Arnikoj? -Ya lo hemos probado, señor, y estamos en ello, pero no hay respuesta. -¡Enviad una patrulla armada inmediatamente! Que se lleven un transistor portátil. Debemos conseguir información precisa sin demora. -Colgando el teléfono, se vistió lo más rápido que pudo. Una docena de voces gritaba en el jardín a no más de cien metros de sus ventanas. Algo entró por una de ellas rompiéndola con violento estrépito. Se acercó a la puerta pero sonó el teléfono y volvió atrás para cogerlo. -¿Sí? Arnikoj le grito: -Es demasiado tarde, señor. Ya han... -Un potente br-r-op-op le interrumpió, y su voz se convirtió en un terrible gorgoteo que fue apagándose y cesó al fin. Zalumar abandonó rápidamente la habitación y corrió por el pasillo hacia la salida. Su cabeza pensaba en

cuarenta cosas al mismo tiempo. «Ya han... » ¿Quiénes? ¿Quiénes son? ¿Otra expedición raidana que ha descubierto este escondrijo de renegados? ¿Aliados desconocidos de los terrestres que al fin han venido a rescatarlos? ¿Amotinados conducidos por Lakin? ¿Quiénes? Dio la vuelta a una esquina con tanta rapidez que no pudo hacer nada por escapar de tres terrestres armados que venían por el corredor. Le cogieron aunque no hizo caso de sus avisos para que se parara. Los tres eran fuertes, musculosos y llevaban cascos de acero, buen equipo y fusiles automáticos. -¿Qué significa esto? -gritó Zalumar-. ¿Se dan cuenta de que...? -¡Cállese! -le ordenó el más alto. -¡Alguien pagará por...! -¡Le he dicho que se calle! -Alzó una mano enorme y le soltó una bofetada que le hizo temblar los dientes y le dejó aturdido -. Mira si va armado. Uno de sus compañeros cacheó con mano experta el cuerpo de Zalumar. -No lleva nada, ni una porra. -Vale. Encerradlo en ese cuarto. Quédate de guardia, Milt. Dale una paliza si intenta algo. Tras esto, los otros dos desaparecieron por la esquina con las armas preparadas. Veinte terrestres con las mismas armas aparecieron y siguieron a los dos primeros, sin dignarse ni mirar al prisionero. Milt abrió una puerta y tomó a Zalumar por el hombro. -Adentro. -¿A quién se cree que...? Milt alzó una pesada bota de suela claveteada y le dio una patada al raidano, mientras rugía: -¡Entre cuando se lo ordenen Zalumar entró. La pequeña sala tenía una mesa larga y estrecha y ocho sillas. Dirigió una mirada llena de rabia a Milt, quien se quedó apoyado en la pared junto a la puerta. Un momento después, alguien la volvió a abrir y empujó adentro a Lakin. Este tenía la cara pálida y un reguero de sangre le corría por la barbilla. -Arnikoj ha muerto -dijo Lakin-. También Dremith y Vasht y Marjamian y la mitad de la guardia de palacio -se tocó ligeramente las heridas-. Creo que tuve suerte, sólo me golpearon. -Pagarán muy caro todo esto -prometió Zalumar. Estudió a su lugarteniente con curiosidad-. Sospeché que tú me eras desleal. Me parece que estaba equivocado. -Se pueden prever los problemas sin tomar parte en ellos. Yo sabía hace tiempo que Heisham estaba planeando algo. Era obvio que tarde o temprano... -¡ Heisham! -Sí. Se tenía que haber licenciado hace dos años, y aún estaba aquí. No era del tipo de los que se quedan quietos sin hacer nada, así que esperó su oportunidad. -¿Qué oportunidad? -Manteníamos una guardia permanente de ochenta hombres en las naves. Los servicios eran prestados por turnos. Heisham sólo tenía que esperar a que él y su grupo de simpatizantes fueran escogidos para hacer la guardia. Las naves serían así suyas para lo que quisieran. -No puede ser, ochenta hombres son muy pocos para llevarse las diez naves. -Solamente se ha llevado dos, con una tripulación de cuarenta hombres cada una. -Ese tipo está absolutamente loco -clamó Zalumar-. En cuanto asome por Raidan tendrán que someterse a un interrogatorio, con torturas si es necesario. Y cuando les hayan sacado toda la información, serán ejecutados por traidores. -Heisham no lo cree así -respondió Lakin-. Van a culparle a usted de todo. Les dirá que prohibió el informe porque quería todo el botín para usted solo. -No le creerán sin pruebas. -Lleva a ochenta hombres y todos dirán lo mismo. Tienen que hacerlo, pues están en el mismo lío. Además, han persuadido a los terrestres para que confirmen su versión. Cuando llegue la comisión de Raidan a comprobarlo, los terrestres atestiguarán en favor de Heisham. El confía plenamente en que esta táctica no sólo les salvará la vida sino que les proporcionará también honores. -¿Y cómo sabes tú todo eso? -inquirió Zalumar. -Me contó sus planes y me propuso ir con él. -¿Y por qué no lo hiciste? -No comparto su optimismo. Para mi gusto, Heisham siempre está demasiado seguro de sí mismo. -Entonces, ¿por qué no me avisaste de sus planes? Lakin extendió los brazos con gesto desesperado.

-¿Para qué? Usted le habría acusado de traición y él lo hubiera negado todo, sabiendo que usted ya estaba cansado de mis advertencias. ¿Me hubiera creído, señor? Dejando pasar sin contestación tan incómoda pregunta, Zalumar se hundió en negros pensamientos; de pronto dijo: -Los terrestres no corroborarán su historia. No ganarían nada con ello. Les es absolutamente igual si la banda de Heisham vive o muere. -Los tipos han acordado confirmar todo lo que él diga... por un precio. Levantando la cabeza, Zalumar preguntó con sorprendido tono de furia: -¿Qué precio? -Las ocho naves que Heisham no se pudo llevar. -¿Intactas y con el equipo de volatilizar planetas? -Sí. -Lakin meditó tristemente un momento y añadió: Hasta Heisham se hubiera negado a esta condición si los terrestres supieran dónde está Raidan. Pero no lo saben. No tienen la menor idea. Sin responder, Zalumar se sentó respirando pesadamente mientras su rostro cambiaba de color. Repentinamente escupió y se giró hacia el guardián. -¡Sucia basura! ¡Asqueroso, animal repugnante! -¡Hey, hey! -dijo Milt con expresión medio divertida-. Tranquilo... Se abrió la puerta. Fox entró con McKenzie y Vitelli. Este dedicó a Zalumar la misma sonrisa melosa que no había cambiado en seis largos años. Los tres iban de uniforme y llevaban armas. Vestidos así parecían muy distintos; habían conseguido una apariencia que Zalumar y Lakin no advirtieron anteriormente. Tampoco tenía nada que ver con la rudeza de los raidanos. Tenían algo más, una especie de paciente astucia. Zalumar aún conservaba un as en la manga; sin darles tiempo a hablar, les espetó: -Las naves no les servirán de nada. No les diremos nunca dónde está Raidan. -No es necesario cortó Fox-. Ya lo sabemos. -¡Miente! Ninguno de mis hombres les daría esa información. Ni siquiera ese cerdo de Heisham. -Nadie nos lo dijo. Lo dedujimos de lo que no nos contaron. -¡No me diga! Yo. -Fue un trabajo aburrido, pero al final lo logramos -continuó Fox-. Todos sus turistas vagabundos tenían muchas ganas de hablar, pues estaban solos y lejos de su hogar. Charlamos con ellos en todas las oportunidades posibles. Nadie nos diría de dónde venían, pero cada uno nos fue diciendo que no venían de tal otra parte. Hemos analizado grabaciones de ochenta mil conversaciones a lo largo de estos seis años. Por un simple proceso de eliminación hemos situado a Raidan en el sistema de Sigma Octantis. -Se equivocan -aseguró Zalumar, preparándose para ser sometido a interrogatorio-. Se equivocan totalmente. -El tiempo lo dirá. De todos modos no lo creo. Quizá podríamos construir una súper flota combinando las virtudes de sus naves y las nuestras. Pero no nos vamos a preocupar, nos llevaría demasiado tiempo. Habremos aprendido a manejar sus navíos antes de que pase otro día. -¿Ocho naves contra las miles de Raidan? -se mofó Zalumar con una gran carcajada-. No tienen ni una posibilidad de victoria. -No habrá miles de naves de Raidan. Enviaremos las que tenemos tras los pasos de Heisham. Incluso si no le detienen, las nuestras llegarán tan pegadas a las de él que las autoridades de Raidan no tendrán tiempo para reaccionar. -¿Y entonces qué? -Nacerá una nueva estrella binaria. Hubo un corto silencio y, luego, Zalumar dijo con voz áspera y con todo el sarcasmo de que fue capaz: -¡Y dónde queda su bien amado derecho básico! -Ustedes oyeron campanas pero no sabían de dónde venían -replicó Fox-. El derecho que reconocemos es el que cada especie tiene para irse al infierno a su propio modo. -¿Eh? -Cuando ustedes llegaron deseábamos ayudarles. Era muy sencillo. Uno espera que los codiciosos y violentos de naturaleza se comporten de manera codiciosa y violenta, y ustedes eran realmente de ese tipo. Tomando la pistola de su cartuchera, Fox la dejó cuidadosamente en medio de la mesa-. Este es nuestro último servicio. Tras esto, Fox, McKenzie, Vitelli y el guardián Milt salieron y la puerta se cerró de un fuerte golpe. El cerrojo cayó. Unas botas metálicas empezaron a patrullar monótonamente.

Zalumar y Lakin permanecieron inmóviles el resto de la noche y todo el día siguiente, con la mirada perdida en la mesa y sin decir nada. Hacia el anochecer, un tremendo ruido que venía del espaciopuerto rugió y se elevó hacia el cielo. Y otro. Y otro. Ocho en total. Cuando la estrella llamada Sol se puso en el horizonte con un color rojo-sangre, Zalumar se movió con cara cenicienta hacia la mesa y levantó el arma. Un rato después, las pisadas de la patrulla se alejaron.

FIN Traducción de Hernán Sabaté De Nueva Dimensión

INTRUSO (Design for great day, 1952)

CAPITULO I La pequeña nave, abollada y renegrida, yacía en la llanura enfriando sus tubos e ignorando la guardia armada que la había rodeado a una distancia prudencial. Un gran sol azulado ardía encima, iluminando los bordes de unas nubes planas, parecidas a galletas, con resplandores de brillante púrpura. Había dos pequeñas

lunas resplandeciendo como pálidos espectros, muy bajas hacia el este, y una tercera se hundía en el horizonte al oeste. Hacia el norte se encontraba la gran ciudad amurallada de la cual había surgido la guardia con airada prisa. Era un achatado y oscuro conglomerado de edificios de granito gris, desprovisto de altas torres, que se aferraba fuertemente a la tierra. Un lugar nada bello y estrictamente utilitario, adecuado para las masas de humildes que vivían bajo un cruel poder. A considerable altura sobre la ciudad de granito, volaba su patrulla aérea, un cierto número de puntos pequeños, casi invisibles, que tejían una red de vapores de escape. Los puntos mostraban la irritada inquietud de una bandada de mosquitos a los que se ha molestado, pues sus pilotos tenían claro e incómodo conocimiento del extraño invasor que se encontraba en la llanura. Lo cierto es que lo hubieran interceptado, de haber sido esto posible, pero no lo era. ¿Cómo puede uno bloquear la trayectoria de un objeto inesperado que se mueve a una velocidad tal que su vuelo queda registrado como un simple parpadeo en una pantalla algunos segundos después de que el móvil ya ha pasado? Sobre el terreno, las tropas mantenían una cuidadosa vigilancia, y esperaban la llegada de alguien al que se le permitiese la iniciativa que a ellos les estaba negada. Todos tenían cuatro piernas y dos brazos, o cuatro brazos y dos piernas, según la necesidad del momento. Es decir, que el par delantero de los miembros inferiores podía ser utilizado como pies o manos, como hacen los babuinos. La vida superior no lo es simplemente gracias a su cerebro; es igualmente esencial la destreza manual. Los quasicuadrúpedos de aquel mundo tenían una dosis apenas adecuada de lo primero, compensado por un exceso de lo segundo. Aunque no les tocaba a ellos decidir qué acción tomar contra aquel objeto de aspecto tan penoso llegado de lo desconocido, sentían mucha curiosidad a su respecto, y no poca aprensión. Gran parte cíe su interés se debía al hecho de que la nave no era de ningún tipo identificable, a pesar de que podían reconocer los setenta modelos comunes en la entera galaxia. Su recelo estaba creado por la misma displicencia de la llegada del visitante. Había atravesado como una bala superrápida la pantalla detectora que envolvía todo el planeta, tratado con desdén a las patrullas subestratosféricas, y descendido visiblemente frente a la ciudad. Algo drástico debía hacerse al respecto; éste era un punto en el que todos estaban de acuerdo. Pero las tácticas correctas serían decididas por la autoridad, y no por los subalternos. El tomar una decisión en un sentido u otro era una grave tarea que ninguno de ellos se atrevía a llevar a cabo. Así que seguían en las cavidades y tras las rocas, y se rascaban y aguantaban sus armas, gimiendo porque los jefazos de la ciudad se despertasen y llegasen a la carrera. De una manera muy similar a la forma en que las defensas planetarias habían sido anuladas por la simple presentación de un hecho consumado, los guardas fueron confrontados con un acontecimiento con el que ninguno de los presentes estaba cualificado para enfrentarse. Sin dar a los lejanos y lentos personajes tiempo para decidirse y entrar en acción, se abrió la compuerta cíe la nave, y un ser salió por ella. Como ejemplar vivo no familiar, no era ni grande ni temible. Un bípedo con dos brazos, un rostro sonrosado y ropas muy ajustadas, que no era más alto que ninguno de los que le contemplaban, y no pesaba más que una tercera parte de lo que ellos. Un ser peculiar, pero nada aterrador. De hecho, parecía blando. Uno podía saltar sobre él a cuatro patas y aplastarlo. Sin embargo, uno no podía despreciarlo totalmente. Había aspectos que hacían que uno se lo pensara mejor y reflexionase. En primer lugar, no llevaba armas visibles; y, además, lo hacía con la sutil seguridad de alguien que tiene motivos para contemplar las armas como una carga inútil. En segundo lugar, caminaba alegre-mente alrededor de la nave, con las manos en los bolsillos, inspeccionando el ennegrecido casco como si aquel aterrizaje no fuese más que una aburrida visita a unos parientes poco alegres. La mayor parte del tiempo daba la espalda a la línea de tropas, magníficamente indiferente hacia el hecho de que alguien podía decidirse a hacerlo volar. Aparentemente satisfecho con su examen del navío, se dio repentinamente la vuelta y caminó en línea recta hacia los ocultos vigilantes. La compuerta de la nave permanecía totalmente abierta, en una forma que sugería o bien un descuido criminal, o bien una confianza suprema, más probablemente esto último. Completamente en paz en un mundo en plena guerra, se dirigió directamente hacia una sección de guardias, haciendo que la necesidad de tomar una iniciativa fuera más y más apremiante, consiguiendo que sudasen de ansiedad y creando un tal pánico que hasta se olvidaron de rascarse. Rodeando una roca, se encontró frente a frente con Yadiz, un soldado vulgar, momentáneamente paralizado por la pura falta de una orden de ir hacia adelante, ir hacia atrás, pegarle un tiro al alienígena, pegarse un tiro a sí mismo, o hacer algo. Miró con aire casual a Yadiz, como si formas de vida diferentes con aspectos muy distintos fueran tan comunes como las arenas del mar. Yadiz se sintió tan azarado por su propia futilidad, que se pasó el arma de mano a mano varias veces.

-No creo que sea muy pesada -comentó el alienígena, con completa y sorprendente naturalidad. Ojeó el arma, y dio un bufido. Yadiz dejó caer el arma, que al instante se disparó con un estruendo ensordecedor, y un trozo de roca se hizo fragmentos, y algo gimió con tono agudo hacia el cielo. El alienígena se volvió y siguió con sus ojos el zumbido, hasta que finalmente se apagó. Luego, le dijo a Yadiz: -¿No le parece bastante tonto lo que acaba de hacer? No era necesaria una respuesta. Esta era la conclusión a la que Yadiz había llegado más o menos un segundo antes del disparo. Tomó el arma con una mano-pie, la pasó a una verdadera mano, vio que estaba boca abajo, la puso hacia arriba, se hizo un lío con la correa, tuvo que dar la vuelta al arma para soltarse el brazo, y al fin la volvió a colocar bien. Parecía necesaria alguna especie de reacción, pero, aunque en ello le fuera la vida, Yadiz no podía imaginar una que le fuera totalmente satisfactoria. Enmudecido, se quedó quieto, aferrando su arma por el cañón y con el brazo extendido, como uno que inadvertidamente ha agarrado una serpiente venenosa por el cuello y no se atreve a dejarla ir. En todos sus años como soldado, y eran muchos, no podía recordar una sola ocasión en la que la posesión de su arma le hubiera representado un tal handicap. Estaba aún buscando en vano una forma verbal en que salvar su autorespeto, cuando otro soldado llegó para interrumpir el silencio. Jadeando por la prisa, el recién llegado se quedó mirando con la boca abierta al bípedo y le dijo a Yadiz: -¿Quién te dio órdenes de disparar? -¿Y a usted qué le importa? -pregunto el bípedo, fríamente desaprobador-. Es su arma, ¿no? Esta intervención dejó helado al recién llegado. Nunca hubiera esperado que otra forma de vida hablase con la fluidez de un nativo, y mucho menos que tratase el asunto del despilfarro de munición bajo el ángulo de la propiedad privada. La idea de que un soldado pudiera tener derecho de propiedad sobre su arma era algo que nunca se le había ocurrido, y ahora que había captado tal pensamiento, no sabía qué hacer con él. Miró su propia arma, como si acabase de aparecer milagrosamente en su mano, y se la pasó a la otra mano, como para asegurarse de su realidad y solidez. -Tenga cuidado -advirtió el bípedo. Hizo una seña hacia Yadiz-. Así es corno a él se le disparó. Volviéndose hacia Yadiz, el alienígena dijo con un tono calmoso y realista: -Lléveme ante Markhamwit. Yadiz no pudo estar seguro de sí realmente dejó caer de nuevo el arma o si esta saltó por su propia voluntad de sus manos. De cualquier forma, esta vez no se disparó.

CAPITULO II Se encontraron con los jefazos a un tercio del camino hacia la ciudad. Había todo un camión surtido que iba desde el rango de dos a cinco cometas. Rebotando en el camino sobre sus orugas flexibles, el vehículo se detuvo ante ellos, y un par de docenas de rostros atisbaron al alienígena. Un individuo panzón luchó por salir de su asiento junto al conductor y se enfrentó a la desigual pareja. Llevaba un sol de metal rojo y cuatro cometas plateados brillando sobre su ames. Le espetó a Yadiz: -¿Quién le dijo que desertase de su puesto en la línea de vigilancia v viniese hacia aquí? -Yo -informó el alienígena, airado. El oficial dio un salto como sí le hubiesen pinchado con una aguja. Lo contempló calculadoramente de arriba a abajo, y dijo: -No esperaba que pudiera usted hablar nuestro idioma. -Estoy perfectamente capacitado para hablarlo -aseguró el bípedo-. Y también para leerlo. De hecho, sin querer por ello parecer engreído, me agradaría mencionar que también puedo escribirlo. -Quizá tenga razón -aceptó el oficial, dispuesto a conceder un par de nimias aptitudes a aquel ser tan manifiestamente extraño. Le dedicó otra cuidadosa mirada-. No puedo decir que esté familiarizado con su tipo de vida. -Lo cual no me sorprende -dijo el alienígena-. Mucha gente no tiene jamás la oportunidad de familiarizarse con nosotros. El color del otro se oscureció. Con muestras de irritación, le informó: -No sé quién es usted o lo que es, pero está arrestado. -Señor -intervino el anonadado Yadiz-. Desea... -¿Le ha dicho alguien que hable? -inquirió el oficial, quemándolo con la mirada.

-No, señor, es simplemente que... -¡Cállese! Yadiz tragó saliva con fuerza, tomando la expresión aprensiva de alguien a quien irrazonablemente se le niega el derecho a señalar que el barril está lleno de pólvora y que acaban de encender la mecha. -¿Por qué estoy arrestado? -inquirió el alienígena, sin preocuparse en lo más mínimo. -Porque yo lo digo -replicó el oficial. -¿Realmente? ¿Tratan así a todos los recién llegados? -En este momento, sí. Quizá lo sepa, o quizá no, pero en la actualidad este sistema está en guerra con el sistema de Nilea. No corremos riesgo alguno. -Nosotros tampoco -indicó el bípedo, enigmáticamente. -¿Qué es lo que quiere decir con eso? -Lo mismo que usted. Que jugamos sobre seguro. -¡Ah! –el otro se lamió satisfecho los labios-. Así que usted es lo que sospeché desde el principio, es decir, un aliado que los nileanos han obtenido en algún diminuto sistema al que nosotros hemos pasado por alto. -Sus sospechas no tienen fundamento -dijo el alienígena-. No obstante, prefiero explicárselo a alguien situado más alto. -Ya lo creo que lo hará -prometió el oficial-. Y más le valdrá que su explicación sea satisfactoria. No le gustó la suave sonrisa que obtuvo como réplica. Sugería irresistiblemente que alguien estaba mostrándose dogmático, y que otro alguien sabía mejor cómo estaban las cosas. Y no tenía ninguna dificultad en identificar los respectivos alguienes. La demostración de tranquila confianza, aparentemente sin base, del alienígena, le desquiciaba mucho más de lo que se atrevía a demostrar, especialmente con un guarda estúpido al lado y con un camión de jefazos observándole. Hubiera sido estupendo poder atribuir la sangre fría del dos patas a la habitual imbecilidad de otra forma de vida demasiado estúpida como para saber cuando corre peligro su cuello. Había muchos seres así: aparentemente bravos, porque les resultaba imposible darse cuenta de cuándo estaban en peligro, aunque estuviesen hundidos en él. Muchos de los grados inferiores de sus propias fuerzas tenían ese tipo de arrojo. No obstante, no podía apartar la intranquilizadora sensación de que aquel caso era diferente. El alienígena tenía un aspecto demasiado alerta, unos ojos demasiado vivos, para pensar en el como en una vaca camino del matadero. Otro camión, más pequeño, llegó por el camino. Haciendo un gesto para que se detuviera, escogió a cuatro oficiales de dos cometas para que actuasen como escolta, y los hizo entrar en el nuevo vehículo junto con el bípedo, que lo hizo sin comentario ni protesta. A través de la ventanilla, les dijo a los oficiales: -Les hago personalmente responsables de la llegada de este ser al centro de interrogatorios. Digan allí que yo he ido a la nave para averiguar si hay alguno más en ella. Se quedó al borde del camino contemplando al camión que invertía su dirección y rodaba rápidamente hacia la ciudad. Luego, subió a su propio vehículo, que partió inmediatamente hacia el origen de todo aquel problema. Sin instrucciones de dirigirse hacia la ciudad, volver a la nave, ponerse cabeza abajo, o hacer cualquier otra cosa, Yadiz se apoyó sobre su arma y esperó pacientemente a que pasase alguien cualificado para darle órdenes. El centro de interrogatorios consideró que la llegada del alienígena era menos sensacional que la entrada en el zoo de un diaspar joppelano de cinco orejas. Su enorme plantilla tenía datos procedentes de toda una galaxia, y en dicha información se contenía la descripción de cuatrocientas formas de vida distintas y diferenciadas, unas cuantas de las cuales eran tan fantásticas que el material a su respecto era más deductivo que demostrativo. En lo que a ellos se refería, aquel ejemplar elevaba el archivo a cuatrocientas una. En otro siglo más, quizá fueran cuatrocientas veintiuna o cincuenta y una. El listar las formas inferiores era un asunto puramente rutinario. Las entrevistas eran, de igual manera, un asunto de rutina establecida. Habían creado una técnica standard que incluía preguntas que debían ser respondidas, impresos que tenían que ser rellenados, conclusiones que debían ser hechas. Sus formas de tratar a los recalcitrantes eran, sin embargo, mucho más flexibles; abarcaban varios métodos alternos y un mínimo de imaginación. Algunas formas de vida respondían con agradable rapidez a métodos de persuasión que otras formas de vida ni siquiera sentían. La única dificultad que podían tener con aquel espécimen era el tener que pensar una forma totalmente nueva en que hacerle entrar en razón. Así que lo enviaron ante un escritorio, dándole una silla que tenía cuatro brazos y era quince centímetros

demasiado alta, y un aburrido burócrata se sentó frente a él. Este aceptó por anticipado que el sujeto pudiera hablar ya la lengua local o comunicarse en alguna otra manera comprensible. Nadie era enviado a aquel lugar hasta que se le había educado lo suficiente como para que diera las respuestas necesarias. Poniendo en marcha una pequeña grabadora en el escritorio, el entrevistador comenzó diciendo: -¿Cuál es su número, nombre, código, cifra u otra identificación verbal? -James Lawson. -¿Sexo, si es que lo tiene? -Varón. -¿Edad? -Ninguna. -Vamos -dijo el entrevistador, olfateando problemas inmediatos-. Debe tener usted una edad. -¿Es obligatorio? -Todo el mundo tiene una edad. -¿Es eso cierto? -Mire -insistió el entrevistador, con mucha paciencia-. Nadie puede no tener edad. -¿Lo cree usted así? Abandonó, murmurando: -De todas maneras, no tiene importancia. Sus unidades temporales no tienen importancia hasta que obtengamos sus datos planetarios. -Ojeando su hoja de interrogatorio, prosiguió-: ¿Propósito de su visita? alzó los ojos mientras esperaba la habitual respuesta aburrida, tal como «exploración normal». Repitió-: ¿Propósito de su visita? -Ver a Markhamwit -respondió James Lawson. El entrevistador aulló: -¿Cómo? -apagó la grabadora, y jadeó durante un rato. Cuando recuperó la voz, fue para preguntar-: ¿Quiere decir que ha venido usted especialmente para ver al Gran Señor Markhamwit? -Sí. -¿Tiene concertada una entrevista?-preguntó dubitativo. -No. Eso fue el colmo. Recuperándose con enorme rapidez, el entrevistador se tomó agresivamente oficioso y gruñó: -El Gran Señor Markhamwit no ve a nadie sin una cita previa. -Entonces, sea tan amable de concertarme una. -Veré lo que puede hacerse -prometió el otro, sin tener intención de hacer nada. Conectando de nuevo la grabadora, prosiguió con la siguiente pregunta-: ¿Graduación? -Ninguna. -Escúcheme bien... -¡He dicho que ninguna! -repitió Lawson. -Ya le he oído. Lo dejaremos pasar. Es un punto secundario que puede ser aclarado más tarde -con aquel comentario, ligeramente siniestro, pasó a la siguiente pregunta-: ¿Lugar de origen? -La Unión Solar. De nuevo sonó el conmutador, cuando el poco afortunado instrumento de sobremesa fue parado una vez más. Inclinándose hacia atrás, el entrevistador se frotó la frente. Un burócrata que pasaba lo miró, y se detuvo. -¿Tienes problemas, Dilmur? -¿Problemas? -hizo eco amargamente. Gimió, señalando hacia su impreso de interrogatorios-. ¡Qué día! ¡Una cosa después de la otra! ¡Y ahora eso! -¿Que pasa? Apuntó un dedo acusador hacia Lawson. -Primero pretende no tener edad. Luego da como motivo de su llegada el entrevistarse con el Gran Señor sin solicitarlo previamente -su suspiro fue profundo y muy sentido-. Y finalmente, para terminar de arreglarlo, asegura que viene de la Unión Solar. -¡Hum! Otro chalado teológico -diagnosticó el recién llegado-. No pierdas el tiempo con él. Pásaselo a los terapistas mentales- y, lanzando al sujeto de la conversación una gélida mirada de reproche, continuó su camino. -¿Oyó eso? -el entrevistador palpó, buscando el conmutador de la grabadora para proseguir con el interrogatorio-. Bien, ¿seguimos con esto de una forma razonable y sensata, o debemos recurrir a otros métodos, menos agradables, para descubrir la verdad?

-La forma en que lo dice implica que soy un mentiroso -dijo Lawson, sin mostrarse resentido. -No exactamente. Quizá sea usted un mentiroso deliberado pero bastante estúpido, cuyos engaños no le van a producir ningún beneficio. Tal vez únicamente tenga un raro sentido del humor. O quizá sea usted completamente sincero, porque está equivocado. Ya nos hemos enfrentado con anterioridad con visionarios. Hay gentes de todo tipo en este universo. -Incluidos los solares. -Los solares son un mito -declaró el entrevistador, con la certidumbre de alguien que recita un hecho establecido desde hace mucho. -Los mitos no existen; son únicamente grandes distorsiones de verdades medio olvidadas. -¿Así que sigue insistiendo que es usted un solar? -Ciertamente. El otro apartó el magnetófono, y se alzó de su asiento. -Entonces, no puedo proseguir con usted -hizo un gesto llamando a varios ayudantes, y señaló a su víctima-. Llévenlo a Kasine.

CAPITULO III El individuo llamado Kasine sufría de desarreglos glandulares que lo habían convertido en enormemente obeso. Era simplemente una gran bolsa de grasa únicamente interrumpida por un par de ojos muy hundidos pero brillantemente centelleantes. Esos instrumentos ópticos contemplaron a Lawson de una manera muy similar a la forma en que un gato mira a un ratón acorralado. Completada la inspección, puso en marcha su grabadora, escuchando la cinta de lo

que había sucedido durante la entrevista previa. Luego, sonó una profunda y reverberante carcajada en su enorme tripa, y comentó: -¡Jo, jo, un solar! ¡Y además, le faltan un par de brazos! ¿Se los dejó en algún lugar? -inclinándose hacia adelante con manifiesto esfuerzo, se lamió sus gruesos labios y añadió-: En menudo lío se iba a encontrar si también perdiese esos otros dos. Lawson lanzó un resoplido desdeñoso. -Para ser un supuesto terapista mental, encuentro que hace mucho que usted mismo debería haberse sometido a tratamiento. Esto no generó la furia que podría haber originado en otro. Kasine simplemente siseó divertido, y pareció bastante satisfecho de sí mismo. -Así que cree que soy un sádico, ¿eh? -Solamente en el instante en que hizo esa observación. Otros momentos, otras motivaciones. -¡Ah! -sonrió Kasine-. Cada vez que abre la boca, me dice algo útil. -No dudo que le pueda servir -opinó Lawson. -Y me parece -prosiguió Kasine, rehusando dejarse llevar-, que no es usted ningún idiota. -¿Debería serlo? -¡Sí! Todo solar es un imbécil -rumió un momento, y prosiguió-. El último que tuvimos aquí era un octópodo multitentaculado de Quamis. Las autoridades de su planeta lo buscaban por crear un pánico con su predicción del fin del mundo. Su ilusión de ser un solar era lo bastante fuerte como para hacer que los crédulos lo aceptasen. Pero aquí no somos ningunos estúpidos octópodos. Al final, lo curamos. -¿Cómo? Kasine pensó de nuevo, y le informó: -Si no recuerdo mal, le hicimos tragar una píldora de sodio y luego una jarra de agua. Tras lo cual renegó de sus estupideces con mucho estrépito y griterío. Confesó su origen puramente quamístico poco antes de que estallasen sus entrañas -agitó la cabeza con una pena altanera-. Desgraciadamente, murió. Y además, muy ruidosamente. -Apuesto a que usted disfrutó de cada instante de eso -comentó Lawson. -No estaba aquí. Me repugnan las porquerías. -Cuando le toque a usted, será peor -observó Lawson, contemplando su enorme cuerpo. -¿Así estamos? Bueno, pues déjeme decirle. .. -se detuvo cuando un pequeño gong sonó en las profundidades de su escritorio. Palpando bajo el borde del mismo, sacó un pequeño auricular conectado a un cable, se lo metió en un oído, y escuchó. Al cabo de un rato, lo volvió a su sitio y miró al otro-: Dos oficiales trataron de entrar en su nave. -Eso fue una estupidez. -Ahora están echados en el suelo, junto a ella, completamente paralizados -dijo pesadamente Kasine. -¿Qué le había dicho? -comentó Lawson, remachándolo. Golpeando con una gruesa mano sobre el escritorio, Kasine preguntó con voz potente: -¿Qué es lo que lo ha causado? -Como todos los de su especie, eran alérgicos al ácido fórmico -le informó Lawson-. Ese es un hecho del que me aseguré por anticipado -se encogió descuidadamente de hombros-: una inyección de amoníaco diluido los curará, y nunca mientras vivan tendrán ya reuma. -No quiero tecnicismos abstrusos -ladró Kasine-. Quiero saber qué es lo que lo causó. -Quizá fuera Freddy -dijo Lawson, poco interesado-. O tal vez Lou. O posiblemente Buzbuz. -¿Buzbuz? -los ojos de Kasine surgieron un poco de sus grasientas profundidades. Siseó un poco antes de decir-: El mensaje dice que ambos fueron picados en la nuca por algo diminuto, de color naranja, y con alas. ¿Qué era? -Un solar. Comenzando a perder el autocontrol, Kasine gritó aún más: -Si es usted un solar, que no lo es, ese otro ser no puede serlo también. -¿Por qué no? -Porque es totalmente diferente a usted. No se le parece en lo más mínimo. -Me temo que se equivoca en eso. -¿En qué se le parece? -En que es inteligente -Lawson examinó al otro, como si le resultase tan curioso como un elefante con trompas a ambos extremos-. Permítame que le informe que la inteligencia no tiene nada que vez con la forma, volumen o tamaño.

-¿Llama inteligente a picarle a alguien en la nuca? -preguntó Kasine, inquisitivo. -Sí, dadas las circunstancias. Además, el efecto resultante es inofensivo y fácilmente curable. Eso es más de lo que se puede decir de unas tripas que hayan estallado. -Ya arreglaremos este asunto -Kasine estaba abiertamente irritado. -No será fácil. Por ejemplo, tenemos a Buzbuz: aunque es pequeño hasta para ser un abejorro de Calixto, puede derribar seis caballos de una tirada antes de que tenga que posarse en algún lugar para generar más ácido. -¿Abejorro? -el entrecejo de Kasine trató de arrugarse a pesar de las gruesas capas de sebo-. ¿Caballos? -Olvídelo -le aconsejó Lawson-. No conoce nada de eso. -Quizá no, pero sé una cosa: no les gustará cuando llenemos la nave con un gas letal. -Se partirán de risa. Y no les aconsejo que conviertan en inhabitable mi nave. -¿No? -No. Porque los que ya están fuera tendrán que quedarse allí, y la mayor parte de los otros escaparán por mucho que traten ustedes de impedirlo. Después de esto, no tendrán otra alternativa que afincarse aquí. Y a mi no me gustaría eso si fuera uno de ustedes. Realmente, no me gustaría nada. -¿No le gustaría? -No, si fuera uno de ustedes, aunque por fortuna no lo soy. Un mundo se convierte muy pronto en realmente inconfortable cuando hay que compartirlo con enemigos difíciles de atrapar y que se multiplican por millares. Kasine se estremeció e inquirió con cierta aprensión: -¿Quiere decir que realmente se quedarían aquí y procrearían con gran rapidez? -¿Qué otra cosa espera que hagan una vez les hayan quitado su santuario? ¿Tirarse a un precipicio simplemente para complacerles a ustedes? Ya le he dicho que son inteligentes. Sobrevivirán, aunque para ello tengan que paralizar a todos los de su especie para siempre. El gong sonó de nuevo. Colocándose el auricular, Kasine escuchó, resopló, y lo depositó de un manotazo en su lugar. Durante un corto espacio de tiempo se quedó refunfuñando tras el escritorio. Cuando habló, fue con ira: -Dos más -dijo-. Aplanados. Mostrando una débil sonrisa, Lawson sugirió: -¿Por qué no dejan tranquila mi nave y me llevan a ver a Markhamwit? -Métase esto en la cabeza -replicó Kasine-: Si todos y cada uno de los chalados que deciden aterrizar en este planeta pudieran ir directamente a ver al Gran Señor, ya haría tiempo que tendríamos problemas. Hubieran asesinado al Gran Señor en más de diez ocasiones. -¡Pues sí que debe de ser popular! -Es usted un impertinente. No parece darse cuenta de lo peligrosa que es su propia situación inclinándose hacia adelante con un gruñido de incomodidad, Kasine redujo el volumen de su voz, ante su propio asombro-. Fuera de esta puerta, se hallan aquellos que únicamente tienen potestad de hacer preguntas. Aquí, dentro de esta habitación, las cosas son distintas. Aquí, yo tomo decisiones. -Pues sí que le cuesta tiempo -dijo Lawson, sin impresionarse. Ignorándolo, el otro prosiguió: -Yo puedo decidir silo que dice usted es verdad o no. Si creo que es usted un mentiroso, puedo decidir si vale la pena o no emplear unos métodos menos suaves para obtener la verdad. Y si pienso que ni siquiera vale la pena lograr la verdad en su caso, puedo decidir cuándo, cómo y dónde eliminarlo -se detuvo un poco, para dar un énfasis adicional-. Todo esto significa que puedo ordenar su muerte inmediata. -El hecho de que' pueda equivocarse, no creo que sea algo sobre lo que fanfarronear -le replicó Lawson. No creo que el eliminarlo a usted definitivamente fuera un error -le devolvió el golpe Kasine-. Esos seres de su nave son impotentes en lo que se refiere a esta habitación. ¿Qué es lo que me puede impedir que lo mande destruir a usted? -Nada. -¡Ah! -Algo sorprendido por esta clara admisión, el grueso rostro se mostró satisfecho-. ¿Acepta usted que no puede hacer nada para salvarse? -En cierta manera sí, y en cierta manera no. -¿Lo que quiere decir? -Que puede hacer que me maten, si así lo desea. Será un pequeño triunfo para usted, si es que le gustan esas cosas -los ojos de Lawson se alzaron y se clavaron en los del otro-. Y lo mejor sería entonces que disfrutase de su triunfo lo más posible, pues no le duraría mucho tiempo.

-¿No? -El placer dura un instante, sus consecuencias son lamentadas siempre. Tras el festín viene la indigestión. -¿Ah, sí? ¿Y quién iba a acabar con mi placer? -La Unión Solar. -¡Otra vez con la misma! -Kasine se frotó cansadamente la frente-. La Unión Solar. Ya estoy harto de oír esto. Me he enfrentado más de cuarenta veces con supuestos solares que resultan ser todos maníacos escapados o expulsados de algún planeta no muy lejano. Pero tengo que reconocer una cosa: es usted el más tranquilo y seguro de sí mismo de todos ellos. Sospecho que va a ser bastante difícil el devolverle el buen sentido. Quizá tengamos que crear una técnica totalmente nueva para lograrlo con usted. -Vaya problema -exclamó Lawson, con simpatía. -Por consiguiente... -Kasine se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró apresuradamente un oficial de cinco cometas. -Mensaje del Gran Señor -anunció el recién llegado. Lanzó una mirada inquieta a Lawson antes de proseguir-. Sea cual sea la conclusión a la que pueda haber usted llegado, tiene que mantener intacto y sin que sufra el menor daño a este extranjero. -Eso es quitarme las cosas de las manos -gruñó Kasine-. ¿No puedo al menos conocer el motivo? Dudando un momento, el oficial respondió: -No se me dijo que debiera ocultárselo. -Entonces, ¿cuál es? -Este ejemplar de vida exterior debe ser mantenido en una condición adecuada para hablar. Acaban de llegar informes del departamento de defensa y de otros lugares. Deseamos saber cómo se deslizó su nave entre la pantalla detectora planetaria, cómo logró pasar a través de las patrullas aéreas. Queremos saber por qué su nave se diferencia de todos los tipos conocidos de la galaxia, de dónde viene, y que es lo que le proporciona una velocidad tan tremenda. En especial, debemos averiguar las capacidades y potencial militar de quienes construyeron esa nave. Kasine parpadeó ante el recital. Cada una de aquellas preguntas, pensó, era como un arma cargada capaz de dispararse. La mente, tras sus gruesas facciones, funcionaba a todo ritmo. Y, a pesar de su aspecto, no dejaba de poseer una cierta agilidad mental. Y una cosa que siempre había podido hacer muy bien era olisquear el aroma del peligro. Palabras y frases pasaron por su cerebro calculador: la pantalla detectora, origen, tipo de nave, una velocidad tremenda, abejorro, el más tranquilo y seguro de sí mismo. Sus brillantes y hundidos ojos examinaron de nuevo a Lawson. A la luz de lo que le había dicho el oficial, ahora podía ver con más claridad cuál era el rasgo que interiormente le había preocupado más de aquel extraño bípedo. Era una certidumbre bastante anonadadora! Se sintió impulsado a correr un riesgo. Si no surgía efectos, la pérdida no sería demasiado grave. Y si lo lograba, obtendría una reputación de gran perspicacia. Con gran lentitud, Kasine dijo: -Creo que puedo contestar esas preguntas, al menos en parte. Este ser afirma ser un solar. ¡Considero que es posible, aunque remotamente, que lo sea! -¡Que sea un solar! -el oficial tartamudeó un poco, y retrocedió hacia la puerta-. El Gran Señor tiene que saber esto. Le comunicaré en seguida su conclusión. -No es una conclusión -advirtió Kasine, apresurándose a prevenirse contra cualquier responsabilidad futura-. No es más que una modesta opinión. Contempló cómo el otro salía. Estaba comenzando ya a preguntarse si había adoptado la táctica correcta, o si habría alguna otra jugada que no hubiera atisbado, pero que fuera más segura. Su mirada se volvió hacia el sujeto de sus pensamientos. Y éste le dijo confortadoramente: -Acaba de salvar su grueso cuello.

CAPITULO IV Markhamwit examinó los datos por cuarta vez, apartó los papeles, y caminó inquieto arriba y abajo de la sala. -No me gusta este incidente. Me produce muchas sospechas. Quizá seamos víctimas de una trampa nileana. -Es posible, señor -estuvo de acuerdo el ministro Ganne. -Supongamos que han inventado un tipo totalmente nuevo de nave, que suponen invencible. El paso más obvio es hacerle una prueba lo más concluyente posible. Deben probarla antes de fabricarla en gran número. Si puede penetrar nuestras defensas, aterrizar, y escapar de nuevo, es un éxito. -Ya lo creo, señor -Ganne había edificado su rango actual sobre unos cimientos de constante asentimiento. -Pero todo quedaría al descubierto si llegase con una tripulación nileana a bordo -prosiguió Markhamwit con aire agrio -. Así que buscan y obtienen una forma no nileana de vida con que aliarse. Y un miembro de la misma viene aquí, ocultándose tras un mito -se golpeó un par de manos, y luego el otro par-. Todo esto cae dentro de los límites de lo probable. No obstante, como piensa Kasine, la historia de ese extranjero podría ser verídica. Ganne lo dudaba, pero evitó decirlo. De vez en cuando, la posibilidad entre un millón surgía para confundir a todos aquellos que habían negado de plano la existencia de los solares. -Comunícame con Zigstrom -decidió de pronto Markhamwit. Cuando se logró la conexión, se colocó el auricular y habló por el estrecho micrófono-. Zigstrom, tenemos muchos expertos en el Mito Solar. He oído que hay uno o dos que creen que tiene una base real. ¿Cuál es el principal de ellos? Escuchó un poco, y gruñó: -No eludas la cuestión. Quiero su nombre. No tiene nada que temer. -Siguió una pausa-. ¿Alemph? Búscalo. Tiene que venir aquí sin perder tiempo. En su momento, llegó el experto deseado, sudoroso por la prisa, descompuesto e incómodo. Entró dubitativo en la sala, inclinándose profundamente a cada dos pasos. -Oh, mi Señor, si Zigstrom os ha dado la impresión de que soy uno de los líderes de esos estúpidos cultos, debo aseguraros que... -No tiembles tanto -le cortó Markhamwit-. Quiero utilizar tu mente, y no sacarte las tripas. -Tomando una silla, se acomodó en ella, descansando los cuatro brazos en los cuatro apoyabrazos de la misma, y fijó unos ojos autoritarios en el experto-. Crees que el Mito Solar es algo más que una leyenda de las fronteras. Quiero saber por qué. -La historia tiene aspectos repetitivos demasiado importantes para ser una simple coincidencia -le dijo Alemph-, y hay otras cuestiones posteriores que considero significativas. -No tengo más que un conocimiento sumario de ese cuento -dijo Markhamwit-. Dada mi posición, no tengo ni tiempo ni deseos de estudiar el folklore de los bordes de nuestra galaxia. Sé más explícito. Te he mandado traer aquí para que hables, no para que sufras.

Alemph recobró algo de su valor: -En un extremo de nuestra galaxia existen ocho sistemas solares habitados que se hallan bastante juntos y dispuestos en semicírculo. Tienen un total de treinta y nueve planetas. En el centro del hipotético círculo que trazan, se halla un noveno sistema con siete planetas inhabitables, desprovistos de cualquier vida superior a la animal. -Eso ya lo sé -comentó Markhamwit-. Prosigue. -Los ocho sistemas habitados no han desarrollado jamás los viajes espaciales. Sin embargo, cuando los visitamos por primera vez, encontramos que sabían muchas cosas acerca de cada uno de ellos que eran imposibles de conocer por simples observaciones astronómicas, y tenían una extraña historia con la que explicar este conocimiento. Decían que en algún tiempo no especificado del remoto pasado, recibieron repetidas visitas de las naves de los elmones, una forma de vida que ocupaba ese noveno sistema, ahora desierto. Los ocho creían que los elmones pensaban dominarlos al cabo de un tiempo por un despiadado uso de sus superiores técnicas. Iban a ser invadidos, y no podían hacer nada por impedirlo. -Pero no lo fueron -observó Markhamwit. -No, mi Señor. Es en ese momento cuando empieza realmente el mito. En los ocho sistemas se cuenta la misma historia. Y esto es algo importante que debe recordarse. Por eso digo que me parece demasiada coincidencia. -Adelante -ordenó el Gran Señor, mostrándose algo impaciente. Continuando apresuradamente, Alemph dijo: -En aquel tiempo, un extraño navío emergió del tremendo vacío que se halla entre nuestra galaxia y la más cercana, aterrizando en el sistema de los elmones, dado que eran la raza más altamente desarrollada de aquella área. Llevaba una tripulación de dos pequeños bípedos. Afirmaron haber realizado la aparentemente imposible hazaña de cruzar el vacío. Se llamaban a sí mismos solares. Solo había una prueba que corroborase su extraordinaria afirmación: su navío desarrollaba una velocidad tan tremenda que en vuelo no podía ni ser visto ni detectado. -¿Y entonces? -Los elmones eran por naturaleza incurablemente brutales y ambiciosos. Asesinaron a los solares y despedazaron su nave buscando descubrir su secreto. Fracasaron absolutamente. Muchos, muchos años después, un segundo navío solar surgió del tremendo vacío. Venía en búsqueda del primero, y pronto sufrió su mismo destino. Una vez más, el secreto permaneció inviolado. -Eso puedo aceptarlo -dijo Markhamwit-. Las técnicas alienígenas son muy elusivas cuando uno no puede ni siquiera imaginarse la base sobre la que se fundamentan. Vaya, si los nileanos han estado tratando... -cambió de idea, y no prosiguió, espetando-: Continúa con tu historia. -Por lo que ocurrió después, parece que esta segunda nave tenía algún sistema de enviar una señal de aviso, pues, muchos años después, una tercera nave, mucho más grande, apareció pero sin aterrizar. Simplemente orbitó alrededor de cada planeta de Elmone dejando caer millares de mensajes que decían que, en lo que se refiere a la muerte, es mejor darla que recibirla. Quizá también bañó cada planeta con un rayo desconocido, o lo envolvió momentáneamente en algún campo de fuerza que no podemos concebir, o dejó caer diminutas bacterias con los mensajes. Nadie lo sabe. El navío desapareció en el oscuro abismo del que había venido, y, hasta hoy, no existen sino especulaciones acerca de cuál fue la causa de lo que siguió. -¿Y qué es lo que Siguió? -Inmediatamente, nada. Los elmones hicieron un centenar de chistes soeces acerca de los mensajes, que pronto fueron conocidos por los otros ochos sistemas. Y prosiguieron con sus preparativos para esclavizar a sus vecinos. Un año después, notaron el golpe, o tal vez sería mejor decir que comenzaron a notarlo: Se dieron cuenta de que sus mujeres no tenían hijos. Diez años más tarde, estaban frenéticos. En cincuenta años, su número era escaso y se hallaban absolutamente desesperados. En un centenar de años habían desaparecido para siempre del universo conocido. Los solares no habían matado a nadie, no habían herido a nadie, no habían derramado una sola gota de sangre. Se habían contentado con negar la existencia a los que aún no habían nacido. Los elmones habían sido eliminados con una firmeza igual a la suya, pero sin su brutalidad. Ya no existen. No hay ni un solo elmón en nuestra galaxia o en ninguna otra parte del universo. -Un cuento de miedo muy adecuado para los numerosos charlatanes que han tratado de explotarlo -dijo Markhamwit-. Siempre existen crédulos. Pero yo no me dejo convencer fácilmente por los cuentos de hace muchos siglos. ¿Es esa toda la evidencia de que dispones? -Ruego que me excuse, mi Señor -suplicó Alemph-. Pero también están los siete planetas habitados pero desiertos. Y en los otros ocho sistemas, que permanecieron desconectados entre sí hasta que nosotros llegamos, se cuenta la misma historia. Y, finalmente, están esos continuos rumores.

-¿Qué rumores? -De pequeños navíos totalmente inatrapables, operados por bípedos, que ocasionalmente visitan los sistemas más pequeños y los planetas más solitarios de nuestra galaxia. -¡Bah! -Markhamwit hizo un gesto de desprecio -. Recibimos uno de esos informes cada cien días. Nuestras naves los han investigado a menudo, y no han hallado nada. Los solitarios y los aislados se inventan cualquier incidente atractivo para conseguir compañía. Y probablemente los nileanos se inventan también unos cuantos, esperando atraer a nuestra naves de sus puntos de guarnición. Nosotros mismos destruimos su acorazado Narsan cuando fue a Dhurg a investigar una historia que hicimos que llegase a sus estúpidas orejas. -Quizá sea así, mi Señor -habiendo llegado hasta tan lejos, no se iba a amilanar-. Pero permítame señalarle que por muy bien que conozcamos nuestra propia galaxia, no sabemos nada de las otras. Markhamwit miró al ministro Ganne. -¿Consideras posible que sea cruzado el abismo intergaláctico? -Parece increíble, mi Señor -dijo Ganne, tremendamente ansioso de no definirse-. Pero no siendo un experto en astronomía, no me creo cualificado para emitir una opinión. -Una característica evasiva de un politiquillo -resopló Markhamwit. Utilizando de nuevo su auricular y micrófono, llamó al Comandante de Sector Yielm, y le preguntó-: Dejando aparte el aspecto práctico, ¿crees teóricamente posible que alguien llegue a nosotros desde la galaxia más cercana? -Hubo un silencio mientras escuchaba, y luego dijo-: ¿Por qué no? -Escuchó de nuevo, cortó y se volvió a los otros-: La razón que da es que nadie vive durante diez mil años. -¿Cómo lo sabe, mi Señor? -le pregunto Alemph. Media docena de guardias condujeron a James Lawson ante la augusta presencia. Se quedaron formados en una hilera rígida e inexpresiva junto a la puerta, mientras él entraba en la sala. Su caminar desde la entrada hasta el centro de la habitación fue imperturbable. Nada en su aspecto indicaba la menor preocupación por estar muy lejos de su hogar y entre una especie de vida diferente a la suya. Por el contrario, se comportaba con tanta displicencia como si diese un paseo para ir a comprar un kilo de patatas fritas. Indicando una silla, Markhamwit se pasó la mayor parte de un minuto sopesando al visitante, y luego aireó su escepticismo. -¿Así que eres un solar? -Lo soy. -¿Y vienes de otra galaxia? -Así es. Markhamwit lanzó una mirada que indicaba ahora-fíjate-en-esto a su ministro Ganne antes de preguntar: -¿Y no es extraño que puedas hablar tan bien nuestro idioma? -No si consideras que fui elegido por esta misma razón -replicó Lawson. -¿Elegido? ¿ Por quién? -Por la Unión, claro. -¿Y con qué propósito? -insistió Markhamwit. -Para venir aquí y hablar contigo. -¿Acerca de qué? -De esta guerra que tenéis con los nileanos. -¡Lo sabía! -cruzando sus brazos superiores, Markhamwit pareció muy satisfecho consigo mismo-. Sabía que los nileanos intentarían esto más pronto o más tarde -su carcajada fue seca-. Son unos verdaderos aficionados en sus tretas. Lo mejor que podrían haber hecho por ti era pensar en un artilugio protector más efectivo que un simple mito. -Me interesan muy poco los artilugios protectores -dijo Lawson descuidadamente-. Tanto los de ellos como los vuestros. Markhamwit frunció el entrecejo. -¿Y por qué? -Porque soy un solar. -¿Realmente? -mostró sus dientes, delgados, blancos y puntiagudos-. En este caso, nuestra guerra con Niela no es asunto que te incumba. -Estoy de acuerdo. La contemplamos con una espléndida indiferencia. -Entonces, ¿por qué has venido a hablar de ella? -Porque objetamos a una de sus consecuencias.

-¿A cuál te refieres? -inquirió Markhamwit, tan sólo un poco curioso. -Ambos bandos están cruzando el espacio con navíos armados y buscando pelea. -¿Y qué? -El espacio es libre -dijo Lawson-. No pertenece a nadie. Por muchos derechos que un planeta o sistema tenga sobre sus territorios planetarios, el vacío entre los mundos es propiedad común. -¿Y eso quién lo dice? -inquirió Markhamwit enseñando los dientes. -Nosotros. -¿De verdad? -anonadado por la misma temeridad del extraño, el Gran Señor invitó a que siguiese mostrándola al preguntar-: ¿Y por qué creen los solares que pueden dictar la ley? -Solo tenemos una razón -le dijo Lawson. Sus ojos se tornaron un tanto gélidos-. Tenemos el poder de hacerla respetar. El otro se echó hacia atrás, miró al ministro Ganne, y encontró que éste se hallaba examinando ensimismadamente el techo. -La ley que hemos establecido y que pretendemos mantener -prosiguió Lawson- es que todo navío espacial debe tener el derecho a viajar entre los mundos sin ser obstaculizado. Lo que suceda cuando aterrice es algo que no nos preocupa, a menos que sea uno de los nuestros -hizo una pausa, aún con los ojos glaciales, y añadió:-: Pues en este caso, nos concierne mucho. A Markhamwit no le gustó esto. No le gustó lo más mínimo. Tenía todo el aire de una abierta amenaza, y su instinto natural era reaccionar con una contraamenaza. Pero la entrevista con Alemph seguía aún fresca en su mente, y no podía eliminar de sus pensamientos ciertas frases que aparecían una y otra vez como una advertencia: «Diez años más tarde, estaban frenéticos. En cincuenta años, su número era escaso y se hallaban absolutamente desesperados. En un centenar de años habían desaparecido para siempre...» Se preguntó si en aquel mismo momento el navío en que había llegado aquel bípedo estaba dispuesto a emitir o irradiar una energía invisible e imparable pensada para producir el mismo resultado. Era un pensamiento horrible. Como método para enfrentarse con formas de vida incurablemente antagónicas, era realmente perfecto, por lo permanente. Recordaba la asombrosa técnica de la misma naturaleza, que nunca dudaba en exterminar un error biológico. Uno tendía a pensar que aquel bípedo estaba diciendo necedades. Esta tendencia nacía de la esperanza de que todo no era más que un tremendo farol que podía ser descubierto. Y uno podía hacerlo fácilmente desconectando la cabeza del bípedo y haciendo pedazos su nave. Como se decía que habían hecho los elmones. ¿Qué elmones? ¡Jamás existieron! ¿Y si no fuera un farol?

CAPITULO V Por mucho que le molestara admitirlo Incluso a sí mismo, la situación se había convertido, inesperadamente, en muy difícil. De hecho, si realmente era una sutil trampa nileana, estaba llegando al punto de resultar bastante molesta. Una nave había llegado a aquel mundo, el centro de gobierno de un poderoso sistema en guerra. Basándose en una antigua fábula y en la labia de su piloto, aseguraba tener la posibilidad de esterilizar a todo el planeta. Por consiguiente, una de dos: o era una falsa alarma, o una verdadera bomba. Y la única forma en la cual estar seguro de su verdadera naturaleza era dar un martillazo a su detonador para tratar de que estallase. ¿ Se atrevería? Tratando de ganar tiempo, Markhamwit señaló: -La guerra es un asunto entre dos bandos. Nuestras naves no son las únicas que patrullan el espacio. -Ya lo sabemos -le informó Lawson-. También están siendo advertidos los nileanos. -¿Quieres decir que tenéis otra nave allí?

-Sí. -Lawson mostró una débil sonrisa-. Los nileanos se encuentran con el mismo problema, e indudablemente tienen que enfrentarse con la negra sospecha de que es otra de vuestras trampas. El Gran Señor se irguió. Le producía una maliciosa satisfacción el pensar que el enemigo estaba en un lío, y que le echaba a él las culpas del mismo. Luego, repentinamente, su mente apercibió una forma en que comprobar, al menos parcialmente, la verdad de las afirmaciones del otro. Se volvió hacia Ganne: -Ese mundo neutral, Vaile, tiene aún contacto con ambos bandos. Envíale una llamada. Pregúntale si en Nilea hay un navío que dice ser de origen solar. Ganne salió. No podía esperarse una respuesta antes de la noche, pero, no obstante, volvió al cabo de unos momentos. Tembloroso y con muchos nervios, informó: -Los operadores dicen que Vaile llamó hace poco. Se nos hizo una pregunta similar en nombre de los nileanos. -¡Ah! -Markhamwit se encontró, sin quererlo, llevado a tomar el mismo punto de vista que Alemph acerca de aquel asunto. Probablemente, el folklore podía estar fundamentado en hechos. En realidad, era más posible que tuviera una base verídica que no. Los efectos que duran mucho tiempo deben tener una causa importante. Entonces, justo cuando estaba llegando a la conclusión de que los solares existían realmente, se le ocurrió la idea de que si aquella era una hábil treta imaginada por los nileanos, era lógico que apoyasen a su enviado de todas las maneras posibles. La llamada a través de Vaile podía ser únicamente un subterfugio cuidadosamente planeado para dar verosimilitud a su engaño. Si era así, esto significaba que su primera idea era correcta: o sea, que el Mito Solar eran puras estupideces. Estos dos aspectos, violentamente opuestos, del asunto, le ponían en un aprieto. Su irritación creció porque uno que está acostumbrado a tomar decisiones rápidas y definitivas no puede soportar el hallarse sumergido en un dilema. Y él estaba sumergido hasta la coronilla. Obviamente molesto, le gruñó a Lawson: -El derecho de viajar sin ser molestado alcanza a nuestros navíos tanto como a los de cualquiera. -No protege a ningún buque de guerra que tiene instrucciones de interceptar, interrogar, registrar o detener cualquier espacionave que considere sospechosa -declaró el otro-. Los violadores de la ley no tienen derecho a pedir la protección de la misma. -¿Puedes decirme cómo llevar a cabo una guerra entre los sistemas sin enviar naves armadas a través del espacio? -preguntó Markhamwit, amargamente sarcástico. Lawson hizo un gesto de indiferencia con la mano. -No nos importa en lo más mínimo ese problema. Eso es cosa vuestra. -No es posible hacerlo -gritó Markhamwit. -Es realmente triste -comentó Lawson, rezumando falsa simpatía-, pues crea un monstruoso estado de no guerra. -¿Estás tratando de hacerte el gracioso? -¿Te parece graciosa la paz? -La guerra es un asunto serio -aulló Markhamwit, tratando de mantenerse en calma-. No puede finalizarse con un simple gesto de la mano. -Esto debería ser tenido muy en cuenta por aquellos que tan despreocupadamente la inician -afirmó Lawson, nada preocupado por la ira del Gran Señor. -Los nileanos la empezaron. -Ellos dicen que fuisteis vosotros. -Son unos incorregibles mentirosos. -Esa es también su opinión de vosotros. Con una expresión amenazadora en el rostro, Markhamwit preguntó: -¿Y tú los crees? -Nosotros nunca creemos las opiniones. -Estás evadiendo mi pregunta. Alguien tiene que estar mintiendo. ¿Quién crees que es? -No hemos estudiado las raíces de vuestra disputa. No es nuestro problema. Así que sin datos en que basarnos, sólo podemos establecer una hipótesis. -Entonces, adelante, di algo hipotético -invitó Markhamwit. Se lamió expectantemente los labios. -Probablemente ambos bandos tengan poco amor a la verdad -opinó Lawson, sin preocuparle la actitud del otro -. Es lo acostumbrado. Cuando se inicia una guerra, proliferan los mentirosos. Y esta situación dura durante todo el conflicto. Después del mismo, los mentirosos que han vencido ahorcan a los mentirosos de-

rrotados. Si este punto de vista hubiera sido partidista, Markhamwit lo hubiera recibido con la furia adecuada. Pero al no serlo, resultaba desconcertante. Resbaladizo. Uno no podía aferrarlo con firmeza. Así que cambió su ángulo de ataque, preguntando: -Supongamos que rechazo vuestra ley y hago que te fusilen. ¿Qué pasaría entonces? -Que lo lamentarías. -No hay nada que confirme tus palabras. -Si quieres pruebas, ya sabes cómo conseguirlas -le indicó Lawson. Era un punto muerto sobre el que el Gran Señor reflexionó con un máximo de disgusto. Por primera vez estaba dándose cuenta de que, mostrándose realmente atrevido, un ser podía desafiar a todo un mundo. Tenía muchas posibilidades en las que jamás había pensado previamente. Se podía haber utilizado de manera ingeniosa, para gran dolor del enemigo... siempre que no fuera el enemigo quien hubiera pensado en ello y ahora lo estuviera usando contra él. Decidió que éste era el verdadero intríngulis del asunto. De alguna manera, en algún modo, tenía que averiguar si los nileanos tenían que ver con aquello. Si así era, se esforzarían absolutamente para ocultarlo. Si no, estarían muy bien dispuestos a mostrarle que compartían sus problemas. Pero cabía preguntarse de nuevo hasta qué punto llegaba su habilidad. ¿Sería igual a su capacidad perceptiva? ¿Acaso no podrían estar dispuestos a ocultar la verdad tras la pantalla de humo de una cooperación patéticamente ansiosa? Si aquella nueva nave era en realidad un producto secreto de Nilea, resultaba claro que quienes habían construido una podían construir muy bien otra. Igualmente, el hipotético mundo aliado que había suministrado el señuelo bípedo más algunas criaturas aladas y con aguijón, podía suministrar un segundo equipo de pseudosolares. Así que en aquel mismo instante otro falso navío extragaláctico con su tripulación podía estar posado en territorio nileano, esperando la inspección de una comisión propia o de algún mundo neutral; todo preparado para convencerle de que lo falso era cierto, y por consiguiente persuadirle de que retirase todas sus naves de guerra del espacio. Esto le daría al enemigo campo libre durante el bastante tiempo como para permitirle alcanzar la victoria. El y su raza sabrían únicamente que les habían tomado el pelo cuando ya fuera muy tarde. Y la única migaja de consuelo que podía hallar era el pensamiento de que, si todo aquello no era un desvergonzado engaño, si aquel asunto de los solares era genuino y cierto, entonces también los nileanos estarían siendo atormentados por aquel mismo proceso de raciocinio. En aquel mismo instante podían estar estudiando con terrible preocupación el asunto que a él le causaba tales quebraderos de cabeza, preguntándose si la nave que se hallaba en el planeta enemigo no sería un truco adicional nacido de la ilimitada astucia del Gran Señor. Esta visión de los problemas nileanos le sirvió para tranquilizarle lo bastante el hígado como para permitirle preguntar: -¿En qué forma esperas que muestre mi aceptación de esa ley que has proclamado? -Ordenando el inmediato regreso de todos los navíos armados a sus bases planetarias. -¡Menudo servicio que nos van a hacer durmiendo en sus bases! -No estoy de acuerdo. Aún se hallarán en estado de combatir y dispuestos a oponerse a cualquier ataque. No negamos a nadie el derecho a la autodefensa. -Pues eso es exactamente lo que estamos haciendo ahora mismo -declaró Markhamwit-. Defendiéndonos. -Los nileanos dicen lo mismo. -Ya te he dicho que son unos mentirosos decididos e incorregibles. -Ya sé, ya sé -Lawson apartó el tema, como si ya estuviera muy visto-. En lo que a nosotros respecta, podéis cubrir cada uno de vuestros planetas con una sombrilla de naves de guerra dispuesta a aniquilar al primer atacante. Pero, si luchan, ha de ser en defensa de su territorio. No deben ir a donde les plazca y llevar la guerra a otros lugares. -Pero... -Por otra parte -prosiguió Lawson-, podéis tener un millón de navíos viajando libremente por el espacio, si así deseáis. Su número, rutas o destinos no deben importarle a nadie, ni siquiera a nosotros. No presentaremos objeciones mientras todos y cada uno de ellos sean pacíficas naves comerciales llevando a cabo negocios legales, sin interferir en modo alguno con los navíos de otros pueblos. -¿No presentaréis objeciones? -hizo eco Markhamwit, con su paciencia de nuevo agotada por la altanera autoconfianza del otro-. ¡Es realmente benevolente por vuestra parte! Lawson lo contempló con frialdad. -Los fuertes pueden permitirse ser benévolos.

-¿Estás insinuando que no somos fuertes? -El ser razonable es un ser fuerte. El ser irracional es un ser débil. Golpeando uno de los apoyabrazos con su puño, Markhamwit exclamó: -¡Puedo ser muchas cosas, pero hay una cosa que no soy, y es irracional! -Eso aún tiene que ser visto -indicó significativamente Lawson. -¡Y lo será! No he llegado a ser el dirigente de un gran sistema por pura casualidad. Mi pueblo no está dispuesto a dejarse gobernar por un líder cuya única cualificación sea su imbecilidad. Si tengo tiempo para pensar y cuento con el apoyo leal de mis súbditos, puedo enfrentarme con esta situación o cualquier otra que pueda surgir. -Eso espero -contestó Lawson con tono amable-. Por vuestro propio bien. Markhamwit se inclinó hacia adelante, mostrando una vez más sus dientes y hablando lentamente: -Pero, sea cual sea la decisión que tome y las consecuencias que se deriven de ella, el cuello que corre peligro no es el mío, ¡sino el tuyo! -se irguió, e hizo un gesto despectivo de despedida-. Daré mi respuesta por la mañana. Hasta entonces, preocúpate mucho por ti mismo. -Un solar muy preocupado por su destino -le informó Lawson con la mano en la puerta -se parecería bastante a uno de tus cabellos que estuviese preocupado porque iba a caerse. -Abriendo la puerta, miró con dureza al Gran Señor y añadió-: El cabello cae, se pierde y desaparece en el polvo, pero el cuerpo permanece. -¿Lo que quiere decir...? -Que no estás tratando conmigo como individuo. Estás tratando con mi especie.

CAPITULO VI La guardia se puso alerta y acompañó a Lawson al centro de interrogatorios, dejándolo en el punto exacto en donde lo habían recogido. Tras cruzar la puerta, la cerró tras de sí, ocultándose así a su vista. De forma tranquila, caminó junto a los escritorios desde los que los examinadores lo contemplaban con aire incierto tras sus eternos montones de impresos. Había llegado hasta la puerta principal antes de que nadie tuviese el valor de oponerse a su camino. Un oficial de tres cometas que llegaba le cortó el paso y le pregunto: -¿Adónde va? -Regreso a mi nave. El otro mostró una vaga sorpresa. -¿Ha visto al Gran Señor? -Naturalmente. Acabo de dejarlo. -Luego, con aire confidencial-: Tuvimos una conversación muy interesante. Desea consultarme de nuevo a primera hora de la mañana. -¿Realmente? -ante los ojos del oficial creció de forma tremenda la importancia de Lawson. No tardó ni un instante en concebir un simple razonamiento lógico: el cuidarse del huésped de Markhamwit sería complacer al Gran Señor mismo. Así que, con loable oportunismo, dijo: -Conseguiré un camión, y le llevaré hasta allí. -Eso es muy amable por su parte -le aseguró Lawson, mirando al tres cometas como si fuera de seis. Esto dio más premura a la actividad del otro. El camión llegó a toda velocidad, y partió de nuevo antes de

que Ganne, Kasine o cualquier otro pudieran intervenir para inquirir acerca de la corrección de dejar que el bípedo campara por sus respetos. A gran velocidad, su conductor se inclinó a mostrarse hablador: -El Gran Señor es una persona realmente excepcional -dijo, esperando que esto fuera repetido a su favor a la mañana siguiente. En privado, pensaba que Markhamwit era un zorrino pomposo-. Es realmente afortunado el que contemos con un tal líder en estos tiempos de prueba. -Podrían tener uno peor -aceptó Lawson. -Recuerdo que en cierta ocasión... otro se interrumpió, detuvo abruptamente el vehículo, y resopló hacia un lado de la carretera. Con voz rasposa, preguntó al nuevo objeto de su atención-: ¿Quién te dio órdenes de que estuvieras aquí? -Nadie -admitió tristemente Yadiz. -Entonces, ¿por qué estás aquí? -No puede estar en otra parte -indicó Lawson. El oficial parpadeó, estudió el parabrisas en completo silencio durante un rato, y luego volvió su rostro hacia su pasajero. -¿Por qué no? -Porque resulta que donde está es aquí. Obviamente, no puede estar donde no está -Lawson buscó la confirmación de Yadiz-: ¿No es cierto? Algo reventó, pues el otro abandonó rápidamente toda discusión, abrió la puerta del camión con un tremendo estrépito, y le rugió a Yadiz: -¡Entra, so alelado! Yadiz entró, llevando su arma como si fuera a morderle. El camión siguió hacia adelante. Durante el resto del viaje, su conductor permaneció acurrucado sobre el volante, mordiéndose el labio inferior v sin decir palabra. De vez en cuando, enarcaba las cejas por la tensión de su pensamiento mientras hacía vanos intentos de resolver lo irresoluble. En el círculo de guardias, el obeso individuo que había enviado al principio de todo al recién llegado al centro de interrogatorios, contempló cómo el camión se detenía bruscamente, y de él surgía el trío. Se adelantó con el ceño fruncido. -¿Así que lo han dejado suelto? -Sí -dijo el conductor, pues así lo creía. -¿A quién vio? -Al mismo Gran Señor. El otro dio un respingo, miró a Lawson con azarado respeto, y quitó algo de autoridad de su tono: -¿No dijeron que hay que hacer con esas cuatro bajas que hemos tenido? -No lo mencionaron -respondió el conductor-. Quizá... Lawson intervino: -Yo me ocuparé de ellos. ¿Dónde están? -Allí -indicó una depresión a su izquierda-. No podíamos moverlos sin instrucciones. -No hubiera importado. De todas maneras se hubieran recuperado para esa misma hora de mañana. -Entonces, ¿no están muertos? -En lo más mínimo -le aseguró Lawson-. Les daré una inyección de algo que los pondrá como nuevos en un abrir y cerrar de ojos. Se dirigió hacia la nave. El conductor subió hoscamente a su camión, y se dirigió de nuevo hacia la ciudad. El ser encaramado en el borde del pequeño portillo de observación de la sala de mandos tenía el tamaño de uno de los puños de Lawson. Las abejas terrestres, extintas hacía mucho, hubieran pensado que se trataba de un gigante entre los de su especie. Las modernas representantes de Calixto hubieran contemplado a la variedad terrestre como pigmeos salvajes, si es que hubiera existido el concepto de calixtianismo o terraqueidad o cualquier otro tipo de provincialismo planetario. Pero en aquel estadio tan avanzado del desarrollo de un entero sistema solar, había dejado de existir una aguda división por origen, forma o especie. El dato, que en otro tiempo era considerado como esencial en aquel ambiente, había sido dejado de lado y ya no entraba en los cálculos de nadie. El bípedo no tenía ninguna preconcepción mental ocasionada por su forma bípeda; el insecto no estaba obsesionado por su condición de tal. Se consideraban simplemente lo que eran, o sea solares, y además dos aspectos de una colosal entidad que tenía un millar de facetas en otros lugares. En realidad, la estrecha relación existente entre formas de vida muy diferentes en forma y tamaño, pero que compartían una titánica unicidad de psique, se había desarrollado hasta el punto en que podían establecer

una comunicación mental en una forma que no era exactamente telepática. Era el «verdadero pensamiento», la comunión natural entre las partes de un enorme todo. Así que Lawson no tuvo dificultad alguna en conversar con un ser que no tenía un sentido auditivo adecuadamente sintonizado a la gama de vibraciones de su voz, ni lengua con la que hablar. La comunicación resultaba más fácil que cualquiera entablada vocalmente, era clara y exacta, y no dejaba lugar a las trampas lingüísticas o semánticas, ni necesitaba explicar el significado de lo que se quería decir. Se dejó caer en el asiento del piloto, contempló meditativo a través del portillo y opinó: -No estoy muy seguro de que sean razonables -No importa -comentó el otro-. El final será el mismo. -Es cierto, Buzbuz, pero la irracionalidad representa pérdida de tiempo y problemas. -El tiempo no tiene límite; los problemas son otra forma en que llamar a la diversión -declaró Buzbuz, mostrándose profundo. Empleó sus patas traseras para limpiarse la parte de atrás de su abdomen. Lawson no dijo nada. Su atención se centró en una curiosa imagen tridimensional colgada de una pared. Mostraba a cuatro bípedos, uno de los cuales era un enano moreno, y también a un perro que usaba gafas de sol, a seis enormes abejas, un pájaro parecido a un halcón, un monstruo con colmillos que se parecía vagamente a un elefante de estrechas orejas, otras cosa similar a un cangrejo con manos de largos dedos en lugar de pinzas, tres entes peculiarmente informes cuyas radiaciones habían velado parte del negativo, y finalmente un ser arácnido vistosamente adornado con un sombrero de plumas. El grupo, característicamente solar, se estaba enfrentando a la lente con las actitudes rígidas y formales favoritas en una era pasada, y estaba esperando tan obviamente que saliera el pajarito que, inconscientemente, resultaba cómico. Le encantaba aquella imagen por este elemento de ridículo, y también porque existía un inmenso significado en la divertida similaridad de poses entre seres tan manifiestamente inconscientes de sus diferencias. Era una imagen de la unidad que es fuerza; la unidad surgida en un puñado de planetas y un par de puñados de satélites que orbitaban alrededor de un sol común. Otra mente de abeja que incidía tan profundamente como si fuera parte de la suya propia retransmitió desde algún lugar fuera de la nave, diciendo: -¿Quieres que volvamos? -No hay prisa. -Volamos por ahí, mucho más allá de la ciudad -prosiguió-. Nos hemos mostrado al alcance de algunos de ellos. Nos han largado manotazos sin pensárselo. ¡Y no se andaban con bromas! -Una pausa, seguida por-: Tienen un miedo instintivo a lo desconocido. Su tiempo de reacción es más o menos de un décimo de segundo. Su elección de reacción es de la que sea más rápida en lugar de la más efectiva. Mentalidades de grado ocho, a las que les falta una unidad que no sea la que se les impone desde arriba. -Lo sé -Lawson se agitó en su asiento cuando sonó un pesado martilleo en el casco de la nave, cerca de la compuerta de aire-. No obstante, no os vayáis muy lejos. Quizá tengáis que volver a toda prisa. Yendo a la compuerta, se quedó en el borde de la misma y miró hacia abajo, a un oficial de cinco cometas. El visitante tenía un aspecto de ira templada por su aprensión. Sus ojos no dejaban de vigilar el área por encima de su cabeza, al tiempo que trataban de mirar por entre las piernas del bípedo si algo iba a saltar a atacarle. -Se supone que no debería estar usted aquí -le informó a Lawson. -¿No? ¿Por qué? -Nadie le dio permiso para regresar. -No necesito permiso -le dijo Lawson. -No podía regresar sin él -le contradijo el otro. Mostrando una expresión de supuesto asombro, Lawson exclamó: -Entonces, ¿cómo infiernos llegué aquí? -No lo sé. Alguien se equivocó. Pero ése no es problema mío. -Bien, entonces, ¿cuál es su problema? -Inquirió Lawson. -Acabo de recibir un mensaje de la ciudad ordenándome que compruebe si usted se halla realmente aquí, porque, si es así, no debiera estar. Debería hallarse en el centro de interrogatorios. -¿Haciendo que? -Esperando su decisión final. -Pero si no van a tomar ninguna -dijo Lawson, con devastadora certidumbre-. Somos nosotros quienes tomaremos las decisiones finales. Al otro no le gustó cómo sonaba esto. Resopló, vigiló el cielo, y mantuvo un ojo preocupado sobre lo

poco que podía ver del interior de la nave. -Se me han dado instrucciones para que lo envíe inmediatamente a la ciudad. -¿Quién se las ha dado? -El Cuartel General Militar. -Pues dígales que no iré antes de mañana por la mañana. -Tiene que ir ahora mismo -insistió el oficial. -De acuerdo. Invite a sus superiores del Cuartel General a que vengan a buscarme. -No pueden hacerlo. -¡Eso ya lo sé! -aceptó Lawson, con gran énfasis. Esto aún le gustó menos a su visitante, que dijo: -Si no va voluntariamente, será llevado por la fuerza. -Inténtelo. -Mis tropas recibirán órdenes de atacar. -Eso no me preocupa. Vaya a empujarlos. Las órdenes son órdenes, ¿no? -Sí, pero... -Y -continuó firmemente Lawson- son los que dan las órdenes y no quienes cumplen las órdenes los que son culpados, ¿no es así? -¿Culpados por qué? -inquirió el oficial, muy preocupado. -¡Ya lo averiguará! El otro lo rumió un poco. Decidió que lo que averiguaría era algo que nadie sabía aún, pero a él le parecía que sería algo realmente poco agradable. La actitud del bípedo parecía ser una garantía de eso. -Creo que entraré de nuevo en contacto con ellos y les diré que rehúsa abandonar la nave, pidiéndoles nuevas instrucciones -decidió con aire acobardado. -Así me gusta -le apoyó Lawson, mostrándose muy de acuerdo-. Usted mire por si mismo, o si no nadie lo hará por usted.

CAPITULO VII El Gran Señor Markhamwit paseaba arriba y abajo por la sala en la forma inquieta de alguien que está agobiado por un problema irresoluble. De vez en cuan-do, daba una tremenda palmada a su arnes, signo claro de que estaba ejercitando considerablemente su mente y de que su hígado se resentía de la tensión. -Bien-le espetó al ministro Ganne-, ¿has sido tú capaz de encontrar una forma satisfactoria en que salir de este lío? -No, mi Señor -admitió avergonzado Ganne. -Indudablemente, te fuiste a dormir y descansaste tranquilamente toda la noche sin pensar más en ello, ¿no? -En realidad... no... yo... -No me mientas. Me doy perfecta cuenta de que tengo que hacerlo todo yo -yendo a su escritorio, empleó el auricular y el micrófono, preguntando-: ¿ Se ha puesto ya en marcha el bípedo? -Recibida la respuesta, volvió a su pasear-. Al menos, condesciende a venir a verme. Llegará en media unidad de tiempo. -Rehusó regresar ayer -señaló Ganne, tratando la desobediencia como algo completamente fuera de toda experiencia previa-. Recibió todas las amenazas con absoluto desdén, y, prácticamente, nos invitó a que atacásemos su nave. -Lo sé, lo sé -Markhamwit lo cortó con un irritado gesto de la mano-. Si está echándose un farol, debe decirse en su honor que sabe mantener muy bien el tipo. Esa es la verdadera fuente de todos los problemas. -¿Cómo es eso, mi Señor? -Mira, somos una raza poderosa, tanto que después de que hayamos derrotado a los nileanos seremos los dueños absolutos de toda nuestra galaxia. Tenemos grandes recursos, y sabemos cómo aprovecharlos. Tenemos un gran talento científico. Poseemos espacionaves y formidables armas de guerra. En todos los

aspectos, hemos conquistado los elementos, y los utilizamos para nuestros designios. Eso nos hace fuertes, ¿no es así? -Sí, me señor; muy fuertes. -Pero también nos convierte en débiles -gruñó Markhamwit-. Este problema que nos ha caído encima prueba que somos débiles en un aspecto, es decir, que nos hemos acostumbrado tanto a tratar con cosas concretas, que no sabemos cómo enfrentarnos con lo intangible. A las naves enemigas oponemos naves mejores, a sus cañones, cañones más grandes. Pero nos sentimos inmediatamente acorralados si un adversario abandona todo método reconocido de lucha y recurre a lo que quizá no sea más que una prueba absoluta y sin paralelo de atrevimiento. -Pero debe de haber alguna forma positiva en que corroborar la verdad y... -Se me ocurren cincuenta maneras -Markhamwit cesó en su pasear, y miró a Ganne como si éste fuera personalmente responsable de su problema-. Y lo bueno del asunto es que ninguna de ellas sirve en realidad. -¿No, mi Señor? -¡No! Podríamos comprobar si los solares existen en realidad en la siguiente galaxia, en el caso de que nuestras naves pudieran ir allí. Pero no pueden. Y, según Yielm, tampoco puede hacerlo ninguna otra nave. Podríamos ponernos en contacto directo con los nileanos, detener la guerra, y preparar una acción conjunta contra los intrusos solares, pero si el asunto es una trampa nileana, seguirían engañándonos hasta que estuviéramos totalmente hundidos. O podríamos agarrar a ese bípedo, atarlo a una mesa de operaciones, y sacarle la verdad con un bisturí. -Esa sería la forma mejor -aventuró Ganne, no viendo nada en contra de la misma. -Indudablemente, si su relato es un simple farol. Pero, ¿y si no lo es? -¡Ah! -dijo Ganne, notando una comezón y rascándose salvajemente la piel. -La' posición en que nos encontramos es fantástica -declaró Markhamwit-. Ese ser de solo dos brazos llega aquí sin ningún arma identificable como tal. Ni un cañón, ni una bomba, ni un lanzarrayos. Por lo que sabemos, quizá no lleve ni un arco y flechas en su nave. Su especie no ha matado a nadie, no ha herido a nadie, no ha derramado una gota de sangre ni ahora ni en el pasado, y sin embargo dice tener unos poderes con los que no nos atrevemos a enfrentarnos. -¿Supone que ya estamos esterilizados, y por consiguiente condenados, como los elmones? -preguntó Ganne, claramente inquieto. -No, evidentemente no. Si hubiera hecho tal cosa, hubiera despegado por la noche, porque ya no habría motivo en seguir tratando con nosotros. -Si, eso es cierto -Ganne se sintió muy descansado, sin saber por qué. -De todos modos -continuó Markhamwit- no ha dicho nada en absoluto acerca de tratarnos de ese modo. Únicamente conocemos esas cosas por la leyenda, como parte del Mito Solar. La única amenaza que ha hecho es que, silo destruimos, entonces tendremos que enfrentarnos con esos seres alados que se quedarán aquí, y que procrearán más rápidamente que nosotros, y que además, aunque de alguna manera lográsemos destruirlos también a ellos, todavía deberíamos enfrentarnos con cualquier cosa que la Unión pudiera decidir emplear contra nosotros más tarde. No puedo imaginarme la verdadera naturaleza de esta particular amenaza, excepto que no sería nada ortodoxa. -Sus métodos pueden representar las formas normales de lucha en su propia galaxia -señaló Ganne-. Quizá nunca llegasen a inventar los cañones y explosivos. -O quizá los abandonaron hace millones de años en favor de técnicas menos costosas y más efectivas Markhamwit lanzó una mirada impaciente al contador de tiempo que zumbaba en la pared-. Engaño o no, he aprendido una valiosa lección de este incidente: he aprendido que la táctica es más importante que los instrumentos, que el ingenio es mejor que los proyectiles. Si hubiéramos usado un poco más nuestro cerebro, podríamos haber persuadido a los nileanos de que acabasen consigo mismos, y nos hubieran evitado muchas preocupaciones. Lo único que se necesitaba era un método totalmente original. -Sí, mi Señor -aceptó Ganne, rogando en su interior que no se le ordenase sugerir uno o dos métodos originales. -Lo que quiero saber -prosiguió amargamente Markhamwit-, y debo saber, es silos nileanos pensaron primero en ello y ahora están tratando de lograr que acabemos con nosotros mismos. Así que, cuando llegue ese supuesto solar, voy a... Cesó cuando sonó un golpe, se abrió la puerta, y el capitán de la guardia apareció, inclinándose profundamente. -Mi señor, el alienígena está aquí.

-Hazlo pasar. Dejándose caer sonoramente sobre un sillón, Markhamwit tamborileó con inquietos dedos sobre los cuatro apoyabrazos, mientras miraba irritado hacia la puerta. Entrando tranquilamente, Lawson se sentó, sonrió a la, pareja que le esperaba, y preguntó: -Bien, ¿llega la civilización a estos lugares, o no? Esto molestó al Gran Señor, pero, ignorando la pregunta, controló su enfado y dijo con voz fuerte: -Ayer regresaste a tu nave en contra de mis deseos. -Hoy tus naves siguen entrometiéndose en las rutas espaciales en contra de los nuestros -Lawson lanzó un suspiro de resignación-. Si los deseos fueran peces, nunca nos faltaría comida. -Pareces olvidarte -le informó Markhamwit- de que en esta parte del cosmos son mis deseos los que deben cumplirse, y no los tuyos. -Pero tú te acabas de quejar de que los tuyos eran ignorados -señaló Lawson, pretendiendo estar sorprendido. Markhamwit se lamió sus aguzados dientes. -No sucederá de nuevo. Ciertos individuos cometieron el error de dejarte ir sin oponerse, sin hacer preguntas. Pagarán eso. Tenemos una forma en que tratar a los estúpidos. -¡También nosotros! -Eso es algo que necesita ser probado. Y tú vas a suministrarme la prueba -su voz tenía una nota autoritaria-. Y, lo que es más, vas a suministrármela en la forma en que yo te ordene, para mi completa satisfacción. -¿Cómo? -inquirió Lawson -Trayendo al Alto Mando nileano aquí para discutir este asunto cara a cara. -No vendrán. -Imaginaba que dirías esto. Estaba tan seguro, que podría haber respondido por ti -Markhamwit se mostró satisfecho por su propia astucia-. Lo que ocurre es que ellos han pensado en una atrevida trampa. Pero ahora que se les pide que la apoyen en persona, arriesgando sus preciosos pellejos, piensan que eso es demasiado. Que eso es llevar las cosas demasiado lejos. Así que no están dispuestos -lanzó una mirada al ministro Ganne. ¿ Qué te había dicho? -No veo cómo los nileanos o cualquier otro pueda apoyar un truco que no existe -sugirió con voz suave Lawson -Podrían aparecer ante mí para argumentar sobre el problema. En lo que a m respecta, resultaría convincente. -¡Exactamente! Markhamwit frunció el entrecejo. -¿Qué quieres decir con esto? -Si fuera un truco que se hubieran inventado, ¿por qué no iban a llevarlo hasta el fin, aunque tuvieran que arriesgar unas cuantas vidas para ello? La guerra ha comenzado y, de todas maneras, tendrán bajas. Si pueden encontrar voluntarios para una misión peligrosa, los podrían hallar para esa. -¿Y? -Pero no van a arriesgar una sola vida en algo que sospechan que es una trampa tuya. No hay nada que ganar en ello. -No es una trampa mía. Tú lo sabes. -Pero los nileanos no -señaló Lawson. -Dices que tenéis otra nave en su mundo. ¿Acaso no está allí para persuadirlos? -Te estás haciendo un lío. -¿Sí? -Markhamwit se aferraba con todas sus fuerzas a los brazos de su sillón. Ya casi había soportado a aquel bípedo todo lo que podía-. ¿Cómo es eso? -La nave está allí únicamente para decirles a los nileanos que dejen de interferir en las comunicaciones espaciales, o de lo contrario... No estamos interesados en vuestras reuniones, discusiones o guerras. Podéis daros besitos y ser amigos, o luchar hasta mataros, eso no nos importará a nosotros en lo más mínimo. Lo único que nos interesa es que el espacio continúe libre, preferiblemente si se logra a través de negociación y acuerdos mutuos. Si no, compulsivamente. -¿Compulsivamente?. -estalló Markhamwit-. Me gustaría saber exactamente cuánto poder posee en realidad tu especie. Quizá no sea más que unos nervios de acero y unas lenguas sutiles. -Quizá -admitió Lawson, irritantemente indiferente. -Te diré algo que no sabes -Markhamwit se inclinó hacia adelante, mirándolo fijamente-. Nuestra

primera, segunda, tercera y cuarta flotas de batalla se han dispersado. Las he retirado temporalmente de la guerra. Es un riesgo, pero vale la pena. -Eso no altera la situación si siguen correteando por aquí, allí o cualquier lugar. -Por el contrario, pueden alterar la situación de manera muy considerable si tenemos algo de suerte -le contradijo Markhamwit, estudiándolo atentamente-. Han sido enviadas en una colosal exploración. Tengo en este momento un total de diecisiete mil navíos explorando todos los sectores cósmicos recientemente investigados o colonizados por los nileanos. ¿Te imaginas lo que están buscando? -Supongo que sí. -Están buscando un pequeño, poco importante y hasta ahora desconocido planeta poblado por bípedos de piel sonrosada, con caras muy duras y lenguas parlanchinas. Si lo encuentran... -movió un brazo en un amplio y expresivo arco- exterminarán toda la vida en él, acabando al mismo tiempo con el Mito Solar. -Qué lindo. -Y también nos ocuparemos de forma conveniente de ti. Y solucionaremos el problema de los nileanos de una vez por todas. -Vaya -exclamó meditabundo Lawson-. ¿Esperas realmente que vayamos a estar tranquilamente sentados mientras tu juegas a buscar la aguja en el pajar? Desconcertado por enésima vez por la aparente indiferencia del otro, Markhamwit se echó hacia atrás sin replicar. Por un momento jugueteó con la idea de que quizá los nileanos fueran infinitamente más ingeniosos de lo que habla supuesto al principio y le estuviesen tomando el pelo equipando su nave con robots a control remoto. Esto explicaría la poco natural impasibilidad del bípedo. Si no fuera nada más que un instrumento terminal de algún complicado dispositivo electrónico operado desde lejos por la ciencia nileana, resultaría clara su actitud: una máquina parlante no tiene emociones. Pero aquello no era posible. Hacia meses, antes de que hubiese comenzado la guerra, un mensaje radiado hasta el borde más cercano del ridículo imperio de Nilea tenía que ser retransmitido de planeta a planeta, de sistema a sistema, y tardaba bastante tiempo en llegar allí, y el mismo para recibir la respuesta. Estaba completamente fuera de las posibilidades de cualquier ciencia, real o imaginada, el controlar de tal manera a un autómata que respondiera a una conversación sin ningún lapso de tiempo debido a la distancia en años luz. Lawson, decidió inquieto, tenía algo de robot, pero definidamente no lo era. Más bien era una forma de vida que poseía una individualidad real, más un extraño algo imposible de describir. Una criatura a la que se le había adicionado una cantidad o cualidad desconocida que, por consiguiente, la diferenciaba de cualquier otra cosa con la que se hubiera encontrado antes. Emergiendo de sus meditaciones, gruño: -Tendrás que permanecer sentado porque no tienes otra elección. He ordenado que seas detenido hasta que tome otra decisión. -Eso no responde a mi pregunta -indicó Lawson. -¿Por qué no? -Te he preguntado si esperabas realmente que fuéramos a estar tranquilamente sentados. Lo que vayas a hacer con esta porción no puede tener efecto alguno sobre el resto. -Esta porción -hizo eco Markhamwit, con el aire de alguien que no está seguro de sí ha oído bien-. Te tengo a ti entero. Apretó un botón de su escritorio. Lawson se puso en pie cuando entraron los guardias, sonrió débilmente, y dijo: -Te contaré una fábula acerca del futuro: érase una vez un idiota que recogió un grano de arena de una montaña, lo apretó en su puño, y dijo: «¡Mirad, tengo una montaña! » -¡Lleváoslo! -aulló Markhamwit a la escolta-. Mantenedlo entre rejas hasta que desee verlo de nuevo. Viéndolos irse y cerrar la puerta, resopló un poco. -El crear problemas complicados a los demás es un juego al que pueden jugar dos. En esta existencia, uno tiene que usar su cabeza. -Indudablemente, mi Señor -corroboro el ministro Ganne, admirándolo como era su deber.

CAPITULO VIII James Lawson estudió cuidadosamente su celda. Amplia y bastante confortable, con una cama de extraña forma, una gruesa colchoneta repleta de paja, la inevitable silla de cuatro brazos; y una larga y estrecha mesa. En el centro de la misma se hallaba una enorme cesta repleta de fruta, y también algunos objetos marrones que parecían pasteles de harina integral. Se sintió tan divertido por la visión de aquella comida como antes por la seca cortesía con la que la guardia le había llevado allí. Evidentemente, Markhamwit había sido específico en sus instrucciones: metedlo en chirona. No le hagáis daño, no dejéis que pase hambre, pero metedlo en chirona. Markhamwit quería nadar y guardar la ropa. El Gran Señor estaba procurando comportarse amablemente, buscando asegurarse contra cualquier cosa que pudiera caerle encima mientras, al mismo tiempo, mantenía a su víctima donde deseaba, hasta estar totalmente satisfecho acerca de que nada podía o iba a pasar. Había una pequeña ventana con barrotes a unos seis metros de altura, más para ventilación que para dar luz. La única otra abertura era la gran reja que cerraba la puerta. Un vigilante estaba sentado sobre un taburete, al otro lado de los barrotes, leyendo con aire aburrido un estrecho pero grueso pergamino enrollado que iba desenrollando lentamente a medida que su mirada seguía los caracteres. Haciendo equilibrios en la silla y colocando sus tacones sobre el extremo de la cama, Lawson miró su nave. Le resultaba tan fácil como mirar las desnudas paredes de la celda. Lo único que era necesario era reajustar su mente y mirar a través de ojos situados en otro lugar. Esto puede hacerse, y en realidad es algo muy natural, cuando la mente tras los otros ojos es, en, todo, parte de la propia. Obtuvo una imagen múltiple, porque estaba mirando a través de unos ojos facetados, pero ya estaba acostumbrado a esto. El encontrarse y conocer a seres de distinta forma no es nada comparado con la experiencia de compartir dichas formas, sobre todo de aquellas que empleaban órganos más extraños que los ojos. La nave estaba descansando exactamente donde la había dejado. Su compuerta seguía abierta de par en par, pero nadie entraba por ella ni lo intentaba. Los centinelas mantenían su anillo de vigilancia, observando el navío en la aburrida manera de alguien que ya está harto de algo. Mientras estudiaba la escena, los ojos que se movían rápidamente miraron hacia abajo, y cayeron en picado hacia un oficial que se hizo enorme por la gran proximidad. El oficial lanzó un loco mandoble a los ojos con una espada corta que se curvaba en dos sentidos como si fuera una hoz doble. Lawson parpadeó involuntariamente, pues le pareció como si fuera un golpe dirigido a su propia cabeza. Se le puso el cuello rígido mientras la brillante hoja silbaba a través del espacio que hubiera ocupado su garganta de hallarse allí en persona. -Algún día, Lou – pensó -, te haré una cosa así. Te transmitiré una terrible pesadilla. La mente de abeja le respondió: -¿Has mirado alguna vez a través de alguien que está atado a tierra, tratando de escapar al peligro con sus piernas, por no poseer alas? ¡Eso si que es una pesadilla! -Una pausa, mientras lo que podía ver a través de la óptica de la abeja le mostraba que estaba subiendo hacia el cielo-. ¿ Quieres salir ya? -No tengo prisa -le contestó Lawson. Saliendo del interior de aquel individuo, realineó su mente y dejó que saltara hacia afuera, muy hacia afuera. También esto era relativamente fácil. La velocidad de la luz es lenta, un mero arrastrarse, cuando se compara con el contacto casi instantáneo entre los componentes mentales de un todo psíquico. El pensamiento es energía, la luz es energía, la materia es energía; pero la más poderosa de todas es el pensamiento. Algún día, aquella multimente tan avanzada lograría probar una tesis establecida hacía mucho: que la energía, la luz: y la materia eran creaciones del superpensamiento. Y ya estaban acercándose mucho a esto; uno o quizá dos pasos hacia adelante, y finalmente habrían establecido el dominio de la mente sobre la materia usando la primera para crear la segunda según sus necesidades. Así que no hubo pausa de tiempo para alcanzar el mundo central de Nilea, ni tampoco lo hubiera habido de excesiva duración si se hubiera lanzado a través de la galaxia y cruzado el golfo que la separaba de la más próxima. Simplemente, pensó en su objetivo y se halló allí, mirando a través de unos ojos exactamente iguales a los suyos al interior de una nave absolutamente idéntica a la suya excepto en un aspecto: que no albergaba a grandes abejas. La tripulación de aquella otra nave consistía en un bípedo llamado Edward Reeder y cuatro de aquellas entidades informes y nebulosas que habían velado la fotografía tridimensional. Se trataba de un cuarteto de rheanos, procedentes de la luna del planeta con anillo. Aunque únicamente eran rheanos de nombre. De

hecho, eran solares desde hacía mucho. Las abejas de Calixto no servirían de mucho para enfrentarse a los nileanos, que se hubieran mostrado dispuestos a invitarías a que los picasen profundamente por el puro placer de la intoxicación resultante. Su peculiar metabolismo les permitía emborracharse con cualquier ácido que no fuera el fluorhídrico, y aún aquel líquido corrosivo era contemplado como un sustituto líquido del hatchis. Pero los nileanos tenían una visión de alta radiación, que percibía una banda del espectro que caía muy dentro del ultravioleta, y uno tenía que tener una visión de baja radiación para ver con claridad a un rheano. En lo que se refería a las formas de vida locales, aquel navío solar estaba tripulado por un bípedo impertinente y varios cuasifantasmas. Como la mayor parte de los seres que sufren de limitaciones ópticas, los nileanos sospechaban, no apreciaban... y en realidad temían a los seres vivos que nunca eran más que apenas visibles. Esta podría haber sido también la actitud de otros solares hacia unos seres específicos de la luna del planeta con el anillo, de no ser por una cosa: que lo que no puede ser examinado visualmente puede ser apreciado y comprendido mentalmente. La mente colectiva rheana era una parte tan íntima de la mentalidad masiva solar como cualquier otra. Los bípedos y las abejas tenían unos hermanos fantasmas. Reeder estaba pensando en él: -Acabo de regresar de la tercera entrevista sucesiva con el Mando de Guerra, que está dominado por un grandullón peludo llamado Glastrom. Está totalmente obsesionado por la idea de que tu Markhamwit está tratando de engañarle. -Aquí hay una reacción similar. Me han puesto entre rejas mientras Markhamwit espera que el destino intervenga en su favor. -Casi intentaron hacer lo mismo conmigo -le informó la mente de Reeder, mostrando un extraño desinterés acerca de si el otro estaba sufriendo o no durante su encarcelamiento-. Lo que más les hizo dudar es el problema de qué hacer con el resto de nosotros -su mirada se posó por un momento en el nebuloso e informe cuarteto que se hallaba cerca-. Los chicos dieron una pequeña demostración de lo que puede hacerse cuando uno juega con fuego. Apagaron la luz y cortaron la energía de la ciudad una y otra vez mientras los centinelas estrábicos disparaban contra la luna más pequeña. A los nileanos no les gustó nada. -Tampoco se puede decir que aprecien demasiado a nuestra gente por aquí -Lawson hizo una pausa, pensativo, y luego prosiguió-: Una desconfianza crónica de ambos bandos impide que acepten nuestras demandas, y parece que esto puede seguir hasta el fin de los tiempos. Markhamwit tiene un verdadero lío mental, y la única solución que se le ocurre es tratar de ganar tiempo. -Lo mismo sucede con Glastrom y su Mando de Guerra. -Limitad su tiempo -intervinieron cuatro lacónicas pero penetrantes formas mentales de los informes. -Limitad su tiempo -apoyaron simultáneamente varias mentes de abeja desde algún punto mucho más cercano. -Dadles una unidad de tiempo -confirmó un pequeño y variado número de entidades desparramadas por la galaxia. -Dadles una unidad de tiempo -decidió una enorme mentalidad compuesta, muy lejos, al otro lado del abismo. -Lo mejor será advertírselo en seguida -los ojos de Reeder mostraron que se dirigía hacia la abierta compuerta. En su menté no había pensamiento alguno acerca del peligro personal que pudiera surgir de su ultimátum. Era tan atemporal como aquello de lo que formaba parte, y tan inmortal porque, completo o destruido, era parte de algo que nunca podría morir. Como Lawson, era un hombre más otros hombres más otras criaturas. El primero podría desaparecer en la nada eterna, pero las cantidades añadidas permanecían por siempre, siempre, siempre. Por las mismas razones, Lawson emprendió la misma acción, de una forma muy similar. La intangible conexión de su haz de pensamientos se cortó, regresando de aquellos lejanos lugares y viendo ahora a través de unos ojos que eran los suyos. Quitando los tacones de sobre la cama, se alzó, bostezó, se estiró, y fue hacia los barrotes. -Tengo que hablar en seguida con Markhamwit. Bajando el pergamino, el guardián mostró la expresión desilusionada de alguien que siempre busca la paz y que invariablemente la busca en vano. -El Gran Señor mandará a buscarle cuando lo crea oportuno -informó-. Mientras tanto, puede descansar y dormir. -No duermo. -Todo el mundo duerme en algún momento -afirmó el guardián, inconscientemente dogmático-. Es necesario.

-Hable por usted mismo -le indicó Lawson-. Nunca he dormido en toda mi vida, y no pienso empezar ahora. -Hasta el Gran Señor duerme -mencionó el guardián, con el aire de alguien que está dando una prueba incontrovertible. -¡No me diga! -dijo Lawson. El otro se quedó mirándolo con la boca abierta, olisqueando como si buscase el aroma de un insulto no muy claro. -Mis órdenes son vigilarle hasta que el Gran Señor desee verle de nuevo. -Bueno, entonces pregúntele si lo desea. -No me atrevo. -De acuerdo. Pídaselo a alguien que se atreva. -Llamaré al capitán de la guardia -decidió el otro, con repentina prisa. Se fue por el pasadizo y regresó al. poco tiempo, con un espécimen mayor y más hosco, que echó una mirada asesina al prisionero y le preguntó: -Entonces, ¿qué son todas esas tonterías? Mirándole con exagerada incredulidad, Lawson dijo: -¿Se atreve realmente a definir los asuntos personales del Gran Señor como tonterías? La pomposidad del capitán desapareció como silba el gas de un globo pinchado. Pareció disminuir de tamaño, y su rostro palideció. El guardián se apartó de él como alguien que tiene miedo de ser contaminado por una abierta sedición. -No quería dar a entender eso. -Realmente lo espero, por su bien -declaró Lawson, mostrando una gran piedad. Recuperándose con un esfuerzo, el capitán preguntó: -¿De qué quiere hablar con el Gran Señor? -Se lo diré cuando me muestre su certificado. -¿Certificado? -el capitán no se aclaraba-. ¿ Qué certificado? -El documento que prueba que ha sido nombrado usted censor de las conversaciones del Gran Señor. -Iré a consultar al comandante de la guarnición -dijo apresuradamente el capitán. Se alejó con la expresión dolorida de alguien que ha - pisado mierda y tiene que encontrar algún sitio donde limpiarse. El guardia volvió a sentarse en el taburete, echó una mirada hosca hacia Lawson, y mató un piojo. -Le concederé un centenar de milésimas -indicó Lawson-. Si no vuelve para entonces, voy a salir. El guardián se puso en pie, con una mano en la pistola, y su rostro mostró alarma. -No puede hacer eso. -¿Por qué no? -Está encerrado. -Ja -dijo Lawson, como si algo le hiciera gracia. -Además, aquí estoy yo. -Eso es realmente desafortunado para usted -dijo con simpatía Lawson-. O bien me mata, o no. Si no lo hace, me iré, y Markhamwit estará muy molesto. Si lo hace estaré muerto, y él furioso -agitó lentamente la cabeza-. Tsk, tsk. No me gustaría cambiarme por usted. Mientras su alarma crecía hasta un punto casi insoportable, el guardia trató de vigilar al mismo tiempo la puerta de barrotes y el final del pasadizo. Su descanso fue sin límites cuando reapareció el capitán y le ordenó abrir el cerrojo. -El comandante transmitió su petición -dijo el oficial a Lawson-. Se le permitirá hablar con el ministro Ganne. El resto depende de él. Abriendo camino, con el guardia detrás del prisionero, lo condujo a una pequeña oficina, señalándole un auricular y un micrófono. Tomándolos, Lawson se acercó el auricular al oído, pues era demasiado grande para podérselo introducir según la costumbre local. Al mismo tiempo, su mente lanzó una llamada muda hacia su navío: -Este momento es tan bueno como cualquier otro. Luego escuchó con el auricular, y oyó a Ganne diciendo: -Lo que quiere decirle al Gran Señor puede decírmelo a mí. -Pásele la noticia de que le quedan siete octavos de una unidad de tiempo -sugirió Lawson-. Aquí han malgastado el otro octavo. Por el rabillo del ojo, notó cómo el capitán, que estaba escuchando, mostraba una tremenda irritación.

Alzó la mirada, y observó que la puerta y dos ventanas estaban entreabiertas. Lou, Buzbuz y los otros no tendrían problemas, ningún problema. -¿Que tiene siete octavos de una unidad de tiempo? -hizo eco Ganne, alzando algo su voz-. ¿ Para qué? -Para emitir sus órdenes de llamada. -¿Llamada? Lawson le dijo con cansada paciencia: -Está usted perdiendo momentos valiosos al repetir el final de cada frase. Sabe muy bien a qué me refiero. Estaba allí todo el tiempo, escuchando nuestra conversación. Y no es duro de oído, ¿verdad? -No soportaré ninguna impertinencia de su parte -estalló Ganne-. Quiero saber exactamente lo que quiere decir con eso de que el Gran Señor tiene siete octavos de una unidad de tiempo. -Ahora diría que más bien tiene trece dieciseisavos. Tendrá que actuar antes de que expire este plazo. -¿Sí? -resopló Ganne-. Bien, ¿y si no lo hace? -Actuaremos nosotros. -Eso suena muy bien. No se halla usted en posición de... -su voz se interrumpió cuando otra sonó autoritaria a su espalda. De una forma más débil, pudo oírle decir-: Sí, mi Señor. Es el bípedo, mi Señor. También tras él, en la pequeña oficina, Lawson podía oír otra cosa: un suave zumbido que se acercaba, se acercaba más, a través de la puerta, a través de la ventana. Se oyeron exclamaciones de la pareja, algunos sonidos de saltos y manotazos, dos débiles gemidos, dos sordos golpes y silencio. Markhamwit surgió por la línea, hablando en tono seco: -Si esperas precipitar la decisión con un nuevo farol, te equivocas de cabo a rabo. -Luego, con una amenaza adicional-: Han comenzado a llegar informes -de mi flota. Más pronto o más tarde recibiré el que estoy esperando. Entonces, me ocuparé de ti en forma drástica. -Ahora te quedan aproximadamente tres cuartos de una unidad de tiempo -le respondió Lawson-. Al final de este período, tomaremos la iniciativa, haciendo lo que creamos mejor. No será drástica, porque ni vertemos sangre ni quitamos vidas. De todas maneras, será efectiva. -¿Lo será? -Markhamwit emitió una carcajada sardónica-. En este caso, haré parte de lo que me pides. En otras palabras, emprenderé una acción en el momento exacto que has indicado. Pero será la acción que crea más adecuada a las circunstancias. -El tiempo corre -indicó Lawson. El zumbido había abandonado la habitación, pero podía aún ser oído débilmente en alguna parte de afuera. Podía ver las suelas de un par de botas yaciendo cerca de sus pies. -No puedes ir a tu nave, ni tampoco comunicarte con ella -prosiguió Markhamwit, muy complacido con la situación-. Y, en exactamente tres cuartos de una unidad de tiempo, ya no habrá nave a la que puedas regresar. La patrulla aérea la hará polvo mientras se encuentra allí, un objetivo inmóvil que no puede ser fallado. -¿Tú crees? -El aparato de esterilización, si es que existe, será vaporizado con ella antes de que pueda ser puesto en acción. Cualesquiera seres voladores que queden por los alrededores serán eliminados uno tras otro, a medida que se presente la oportunidad. Y como parece que crees oportuno acabar inmediatamente con este asunto, estoy dispuesto a correr el riesgo de enfrentarme con cualquier cosa que pueda hacer la Unión Solar -y finalmente, con sarcasmo-: sí es que existe una Unión Solar, y si puede hacer algo por lo que valga la pena preocuparse. Debió de lanzar el micrófono y el auricular, pues su voz se oyó menos claramente mientras le decía a Ganne: -Ponme en comunicación con Yelm. Voy a mostrarles a esos nileanos que las trampas son un mal sustituto para las bombas y las balas. Dejando caer su propio aparato de comunicación, Lawson se dio la vuelta y pasó por encima de dos cuerpos incapacitados de hacer otra cosa que maldecirle con los ojos. Saliendo al exterior, se encontró en un gran patio. Lo cruzó diagonalmente bajo la mirada directa de media docena de guardias que patrullaban sobre el paredón. La única razón por la que lo contemplaban era la curiosidad, el interesante espectáculo de una forma de vida no catalogada entre las muchas con las que estaban familiarizados Fue su manifiesta confianza lo que les engañó, su indudable aire de tener todo el derecho a ir adonde estaba yendo. Nadie pensó en interrogarle, ni por un momento se le ocurrió la idea de que pudiera estar escapando. De hecho, uno de ellos llegó a ayudarle haciendo funcionar la palanca que abría el portalón, lo cual ocasionó que pasase el resto de su vida maldiciendo el día en que se permitió ser engañado por las apariencias. Para no ser menos, otro silbó a un camión que pasaba, que se detuvo para recoger el fugitivo. Y

también el conductor del mismo halló luego razones por las que deplorar este transporte. -¿Puede llevarme a esa nave que hay en la llanura? -le dijo Lawson al conductor. -No voy tan lejos. -Es un asunto de tremenda importancia. Acabo de hablar acerca de ello con el ministro Ganne. -Oh, ¿y qué dijo? -Me pasó al Gran Señor, que me dijo que apenas si me quedaba poco más de media unidad de tiempo que perder. -El Gran Señor -exhaló el otro, con la adecuada reverencia. Aceleró, e hizo que el camión saltase hacia adelante-. Le llevaré allí con tiempo de sobras. No hubo necesidad de abrirse camino a través del anillo de guardias: ya no existía. Las tropas habían sido retiradas a una distancia segura, reunidas en una masa compacta, y estaban apoyadas sobre sus armas como un auditorio que espera un espectáculo poco usual. Un par de oficiales saltaron y gesticularon mientras el camión llegaba junto a la nave, pero estaba muy lejos, mucho más allá de la distancia necesaria para ser oídos, y el camionero no se enteró. -¡Gracias! -Lawson saltó de la cabina-. Un favor merece otro, así que le diré que lo mejor es que salga de aquí aún más deprisa de lo que ha venido. El otro parpadeó. -¿Por qué? -Porque en aproximadamente un quinto de unidad de tiempo, caerá aquí mismo un racimo de bombas. Podrá escapar con tiempo suficiente siempre que no se quede ahí sentado con la boca abierta. Aunque asombrado e incrédulo, el conductor vio claramente que aquél era un mal momento para inquirir más sobre el asunto. Haciendo caso del consejo ofrecido, salió a escape, con su vehículo tambaleándose por la pura velocidad. Lawson entró por la compuerta y la cerró tras de sí. No se preocupó por inquirir si toda su tripulación, estaba a bordo. Sabía que estaba, en la misma forma en que ellos habían sabido de su próxima llegada y deseos de despegar. Dejándose caer sobre el asiento del piloto, manejó los controles contemplando pensativamente el cronómetro de la nave. Tenía exactamente setenta y dos milésimas para librarse del gran bang. Así que movió una fracción un pequeño control, y partió en estampida. El vacío creado por la partida de la nave absorbió la mayor parte de las gorras de los soldados. Muy por encima, la patrulla aérea planeó y giró, dispuso sus cohetes, y buscó en vano su objetivo.

CAPITULO IX El mundo era un vagabundo, un planeta arrancado a su sol por alguna catástrofe muy lejana en el tremendo pasado. En un tiempo igualmente distante en el futuro, sería capturado por alguna otra estrella, y o bien se uniría a una nueva familia, o bien sería destruido. Mientras tanto, viajaba sin rumbo a través del espacio, huérfano de una catástrofe pasada.

Ni era frío, ni estaba oscuro. Los fuegos internos lo mantenían caliente. Las eternas estrellas lo iluminaban con una pálida y etérea luz. Poseía pequeñas flores de tonos pastel y delgados y delicados árboles que hundían sus raíces hacia el calor y dirigían sus copas hacia las estrellas. También tenía vida racional, aunque no de su propia creación. Había catorce naves en aquella esfera no cartografiada. Once eran solares. Una era nileana. Dos pertenecían al Gran Señor Markhamwit. Las naves solares estaban agrupadas juntas en un suave valle de un hemisferio. El resto se hallaba en el lado opuesto del planeta, los nileanos separados de sus enemigos por un par de centenares de kilómetros, cada combatiente desconocedor de la existencia del otro. La situación de aquellos dos grupos era curiosa. Cada una de sus tres naves había detectado la esfera errante en momentos separados entre sí por varios días, y habían aterrizado con la esperanza de descubrir bípedos o, al menos, lograr alguna clave de su paradero. Rápidamente, cada tripulación había sufrido un ataque de una aberración mental que bordeaba la locura, que había hecho estallar la armería, averiado irremediablemente la nave y, por consiguiente, se habían visto convertidos en náufragos. Cada tripulación permanecía ahora estupefacta por su propia idiotez, y totalmente convencida de que no existía ninguna otra astronave en un billón de kilómetros. El secreto de este estado de cosas residía en dos de los once navíos solares. Estos tenían a bordo un cierto número de hombres-araña, arácnidos casi humanos de un lugar desconocido en la galaxia, un húmedo y cálido mundo llamado Venus. Resultaba que este mundo orbitaba alrededor de una estrella igualmente desconocida denominada Sol. Lo que significaba que los hombres-araña eran solares al igual que los bípedos, abejas y semi invisibles nebulosos. Desde el punto de vista puramente militar, no había nada temible en los hombres-araña. No eran nada marciales, no sabían nada de las armas, y esto no les importaba lo más mínimo. Estaban especialmente desprovistos de toda habilidad técnica, y contemplaban incluso un destornillador como un artefacto complicado, capaz de acabar con su paciencia. Exteriormente, su rasgo más visible era una afición incurable a llevar los sombreros con plumas más incongruentes que los sombreros de Venus podían imaginar. En algunos aspectos eran los más infantiles de la familia solar. Pero en uno eran los más temibles, pues tenían mentes refractantes. Con la facilidad absoluta de aquellos que poseen un talento natural, cualquier hombre-araña podía concentrar la gran mentalidad masiva solar, proyectándola y enfocándola donde fuera necesario. El punto de ignición de una inmensa lupa no sería nada comparado con el efecto causado cuando una mente no solar se convertía en el punto focal del cerebro de un hombre-araña que lo desease. El resultado era un dominio mental temporal pero, absoluto. Tenía que ser temporal. La ética solar negaba el derecho de dominar permanentemente a cualquier mente, pues eso representaría una esclavitud del espíritu. De no haber sido por esto, cualquier par de hombres-araña podría haber obligado a señores de la guerra antagonistas a «entrar en razón» en un simple par de milésimas. Pero un acuerdo mentalmente impuesto no vale nada si desaparece en el momento en que deja de tener efecto su causa. El objetivo final debía ser persuadir a Markhamwit y Glastrom a que cooperasen por motivos de conveniencia y para siempre. La misma ética insistía en que, si era posible, este objetivo fuera alcanzado sin derramamiento de fluidos vitales o, de lo contrario, que costase únicamente tales fluidos a los poderosos. Nadie sabía mejor que los solares que las guerras no son originadas, declaradas o luchadas voluntariamente por las naciones, poblaciones planetarias o especies, pues éstas están formadas en general de gentes normales y ordinarias que lo único que desean es que los dejen en paz. Los verdaderos culpables son las minorías borrachas de poder y los maníacos que por el terror u otro medio han cohercionado al resto. Estos tenían que ser los que suministrasen la sangre, si es que tenía que ser derramada alguna. Lawson, Reeder y el resto conocían la forma de operar de la mente masiva solar tan bien como conocían la suya propia, pues, en parte, la constituían. Eran copropietarios de una propiedad intelectual común. Por consiguiente, no era necesario el suministrar órdenes detalladas para que hiciesen lo necesario. Las decisiones les llegaban idénticamente de la misma manera, como si las hubiesen tomado únicamente ellos. Como otros habían hallado para su desdicha, y lo seguirían haciendo en el futuro, los solares tenían la inmensa ventaja de ser capaces de presentar una batalla altamente organizada sin necesidad de un complicado sistema de señales y comunicaciones. En lo que a los solares se refería, la falta de unos artefactos técnicos tan anticuados era el no poseer algo susceptible de error, algo que podía fallar. En su historia no habría una equivocada carga de la brigada ligera. La nave de Lawson era una de las once reunidas. La de Reeder otra. Siete más habían llegado de puntos más solitarios de la galaxia con el mismo propósito: tener una cita con las dos que quedaban para añadir algunos hombres-araña a sus tripulaciones. Si el enemigo hubiera sido de diferente naturaleza, quizá hubieran

sido reforzadas por un ser vivo distinto, tal vez por seres elefantinos de Europa, u oscuros enanos de Marte. Los instrumentos físicos eran elegidos para adecuarse a la tarea específica, y los maniquíes de sombrero de Venus irían muy bien para aquella. Dos de ellos, de tez gris y cuerpo muy peludo, con seis patas y ojos facetados, entraron a bordo de la nave de Lawson, olisquearon suspicazmente a través de órganos que no eran narices, y se miraron el uno al otro. -Huelo insectos -anunció el que iba adornado con una toquilla púrpura, alrededor de la cual se enrollaba una pluma desmelenada. -Esta lata necesita que la desinfecten -estuvo de acuerdo el otro, que llevaba un fez rojo brillante con una larga y delgada pluma escarlata surgiendo vertical de su parte superior. -Si lo preferís -ofreció Lawson-, podéis ir a la nave de Reeder. -¿Cómo, con esa manada de fantasmones? -se echó hacia un lado la toquilla-. Prefiero soportar a los insectos. -Yo también -aceptó el del fez rojo. -Es muy amable por vuestra parte -resopló la forma mental de Buzbuz, apareciendo repentinamente. Planeó saliendo de la sala de navegación hacia el pasadizo, una bola naranja de alas centellantes-. Creo que podremos conseguir... -se interrumpió al divisar a los recién llegados. Lanzó un alarido mental de agonía, y revoloteó en círculos-. ¡Oh, miradlos! ¡Pero miradlos! -¿Qué es lo que pasa? -preguntó agresivamente el que llevaba la toquilla púrpura, y cuyo nombre aquel año era Nfam. El siguiente año sería Nfim. Y el otro Nfom. -Esos sombreros ridículos -se quejó Buzbuz, estremeciéndose visiblemente-. En especial esa cosa roja. El propietario del fez, cuyo nombre actual era Jlath, se irguió indignado. -Pues te haré saber que se trata de una creación original del famoso Oroni, y que... Frunciendo el entrecejo hacia todos, Lawson interrumpió: -Cuando todos vosotros, monstruosidades, hayáis terminado de intercambiar cumplidos, quizá estéis dispuestos para el despegue. El hecho de que estemos ingrávidos no quiere decir que podáis bloquear el pasillo. Cerró de un portazo la compuerta, la aseguró, fue hacia la cabina de pilotaje, y movió la palanqueta. Eso dejó diez naves. La de Reeder partió poco después. Después las otras, una tras otra. Y eso no dejó más que tres cilindros destrozados y tres tripulaciones pensativas incapaces de hacer otra cosa que maldecir su propia e inexplicable locura.

CAPITULO X El primer contacto fue con uno de los cruceros de batalla pesados del Gran Señor, un largo cilindro negro bien armado con cañones de grueso calibre y torpedos a control remoto. Estaba dirigiéndose a toda velocidad hacia Kalambar, un sol blanco azulado con un pequeño sistema de planetas ubicado en el borde de lo que los nileanos consideraban como su espera de influencia. Los que se hallaban a su bordo tenían en mente la idea de que el sistema de Kalambar se suponía habitable, pero que se sabía bien poco más de él. Por consiguiente, era un posible lugar de ocultamiento de los aliados de Nilea, ya fueran de dos patas o alados. Lawson sabia de la existencia y objetivo de aquel crucero mucho antes de que se hiciese lo bastante grande como para oscurecer una parte visible del campo estrellado, y aún antes de que los detectores comenzasen a cliquetear para señalar la presencia de algo metálico, que se movía deprisa y emitía calor. La conocía, simplemente, porque la pareja de exóticos sombreros sondeaba hacia adelante como un par de canales de una supermente lejana, y no tenía dificultad para captar los pensamientos del grupo de enemigos o

para determinar la dirección, trayectoria y distancia de la fuente de los mismos. Todo lo que tenía que hacer era llevar la nave a donde le indicaban, sabiendo con precisos detalles lo que hallaría cuando llegase allí. Aun a las tremendas velocidades que eran comunes únicamente en la otra galaxia, llevó tiempo el llegar al punto de encuentro. Pero lo alcanzaron en su momento, aparecieron en el campo estrellado con tal prontitud que se hallaron navegando a idéntica velocidad y en un curso paralelo al de la otra nave antes de que el sistema de alarma de ésta tuviera tiempo de dar aviso. Para cuando las campanas comenzaron su clamor, ya era demasiado tarde. Con notable unanimidad, la tripulación había concebido varias extrañas nociones, aunque les resultaba imposible detectar la extrañeza de las mismas, simplemente porque todos pensaban igual. Primero, la alarma iba a sonar, y aquello sería la señal para entrar en acción. Segundo, era una pura pérdida de un precioso tiempo de vida el andar por el espacio vacío cuando uno podía vivir realmente sobre una buena y sólida superficie planetaria. Tercero, había un refugio aconsejable brillando a través de la oscuridad cuatro puntos a estribor, y mucho más cerca de Kalambar. Cuarto, el dejar la nave totalmente fuera de acción después de aterrizar sería la forma más segura de lograr un largo período de descanso y relajamiento. Esas ideas iban en contra de su condicionamiento militar, eran totalmente opuestas al deber y a la disciplina, pero acordes a sus instintos internos, a sus deseos secretos, y además venían impuestas por un poder de sugestión demasiado grande como para que pudiera ser resistido. Así que el sistema de alarma operó correctamente, y el crucero de batalla giró inmediatamente cuatro puntos a estribor. Con la nave solar siguiéndole, sin que se dieran cuenta, corrió directamente hacia el sistema adyacente, aterrizó en un mundo propiedad de los primitivos, neutrales y azarados dirkins, que se sintieron muy tranquilizados cuando un enorme bang señaló la destrucción de la nave, y su tripulación se dedicó a corretear por los alrededores como turistas. La única cosa que los dirkins no pudieron comprender fue el porqué aquel grupo de aparentes drogados se sintió repentinamente sumido en vanos remordimientos, que coincidieron con la desaparición de aquella segunda nave del cielo. En breve, otros veintisiete navíos más siguieron el mismo camino, girando en ruta, dejándose caer en la esfera habitable más cercana, y saliéndose de la guerra por sabotaje. Diecisiete de ellas pertenecían al Gran Señor Markhamwit; diez a los nileanos. Ni una resistió. Ni una disparó un cañón, lanzó un torpedo, o siquiera emprendió acción evasiva. Los productos de la ciencia son penosamente inefectivos cuando se encuentran repentinamente enfrentados con el arma definitiva, es decir: la superioridad del cerebro sobre todas las cosas materiales. Sin embargo, el ingenio de los primitivos intentó dar un buen golpe a lo ultramoderno cuando Lawson llegó junto a la nave número veintinueve. La forma en que ésta fue descubierta previno de que había algo anormal en ella. Los detectores la divisaron mientras Jlath y Nfam estaban tanteando mentalmente en la oscuridad y no lograban evidencia alguna de que hubiese nada tan cerca. La razón: los hombres-araña estaban buscando formas mentales enemigas, y en aquel navío no se producía un solo pensamiento. Orbitando alrededor de una luna secundaria, el diseño y marcas del navío misterioso mostraban que era un buque de guerra auxiliar o mercante armado de origen nileano. Un viejo y maltratado cohete que hacía mucho debería haber sido desguazado, parecía haber sido adecuado para nuevos servicios mientras durase la guerra. Tenía un cañón mediano en su proa, tubos lanzatorpedos fijos a babor y estribor, y únicamente podía apuntar sus proyectiles tomando laboriosamente posición con respecto a su objetivo. Un objeto digno de lástima, apenas si válido para otra cosa que tareas de escolta en viajes cortos en un sector tranquilo, por lo que apenas si parecía valer la pena el molestarse en llevarlo a tierra. Pero Lawson y su tripulación se sentían curiosos a su respecto. Un navío espacial viejo pero bastante intacto, totalmente desprovisto de cualquier evidencia de mentalidades pensantes, era un fenómeno bastante raro. Podía significar varias cosas inusitadas, todas ellas valiosas de descubrir. Por muy remoto que pareciese el que alguien pudiera desarrollar una pantalla que no pudieran penetrar los hombres-araña en su búsqueda de formas mentales que acechasen tras ella, no podía descartarse tal posibilidad teórica. Nada es total y definitivamente imposible. Por otra parte, había una posibilidad entre un millón de que el navío fuera tripulado por una forma de vida no pensante, puramente reactiva y robótica, aliada de los nileanos. O, más plausiblemente, que una de las naves de guerra de Markhamwit estuviera empleando una nueva arma capaz de aniquilar a las tripulaciones sin siquiera arañar sus navíos, y que aquel navío en particular hubiera sido una de sus víctimas. O, por último, aunque fuera lo más improbable, que hubiera sido abandonado por su tripulación, pero cuidadosamente estacionado en una órbita estable por alguna razón conocida únicamente a sus desertores. Mientras la nave solar flotaba hacia el punto indicado por sus detectores, Nfam y Jlath se apresuraron a sondear la luna cercana buscando cualquier mente que poseyese el secreto del silencioso objetivo. No había

tiempo. Giraron muy alto por encima de la nave, grabando automáticamente su tipo, naturaleza y señales, y a la siguiente respiración comenzó a girar en una amplia curva que la llevaría de nuevo a dar otra ojeada. No fue posible hacerlo. Diseñados para enfrentarse con objetos que se movían considerablemente más lentos, los instrumentos a bordo del silencioso carguero registraron la presencia de otro navío un poco demasiado tarde. En menos de una milésima, los tubos de vacío centellearon, los relés se cerraron, y el mercante estalló. Fue una explosión vivida y violenta, garantizada para inutilizar y posiblemente destruir cualquier nave de guerra que se acercase a distancia de observación. Fracasó únicamente en su intento debido a que el supuesto receptor del golpe ya se hallaba mucho más lejos que los fragmentos lanzados, que eran muchos. -Una trampa -dijo Lawson-. Nos hubieran arreado un buen trompazo si nuestra máxima velocidad se limitase al reptar que los tipos locales consideran como natural. -Si -respondió una mente de abeja desde algún punto cercano a la cola-. Y ¿acaso te avisaron de ello ese par de locos portasombreros? ¿Los oíste aullar: «¡No te acerques! ¡Oh, por favor, no te acerques!», y los sentiste tirarte de la manga? -Me parece -le comentó Nfam a Jlath- que detecto la aguda y rasposa voz de los celos, el amargo gemir de una forma de vida inferior incapaz e imposibilitada de autoadornarse. -No lo necesitamos -replicó el critico.- No tenemos necesidad de utilizar creaciones artificiales como forma de dar un falso colorido a unas pálidas e insípidas personalidades. Nosotros... -No tenemos manos -le interrumpió Nfam. -Y luchan con el culo -añadió Jlath, para rematarlo. -Escucha un momento, alimento de ranas, nosotros... -¡Silencio! -rugió Lawson, con repentina violencia. Se callaron. La nave siguió lanzada hacia adelante, en busca de su presa número treinta. El siguiente encuentro originó una orgía que sirvió para ilustrar la superioridad de la eficiencia de la mente-masa en comparación con los métodos artificiales de comunicación y coordinación. Muy lejos al otro lado de la rueda de luz que formaba la galaxia, un solar llamado Ellis perseguía a una multitud de formas pensantes belicosas descubiertas por sus hombres-araña, y descubrió dos flotas que se reunían para presentar batalla. La noticia fue transmitida en todas direcciones en el mismo momento en que capturaba un superacorazado que se dirigía lentamente hacia el lugar y lo plantaba en un lugar en el que se quedaría quieto. Inmediatamente, Lawson alteró su trayectoria y aceleró su navío hasta una velocidad indetectable. Había un largo camino que recorrer, según estimaban en aquella galaxia las distancias, pero era un viaje relativamente corto desde el punto de vista solar. Invisible e insospechado, el navío pasó junto a una multitud de mundos, la mayor parte de los cuales eran inhabitables, estériles, desiertos. En un momento dado, la mente sondeadora de Nfam encontró un convoy de diez navíos apelotonados que se dirigían hacia el sistema de una binaria, detectando que se trataba de comerciantes neutrales que esperaban llegar a puerto sin la interferencia de uno u otro beligerante. Más allá, cerca de los soles gemelos, un par de destructores ligeros de Markhamwit colgaban en el espacio, dispuestos a detener y registrar el convoy, buscando todo aquello que se les antojase declarar transporte ilegal o materiales estratégicos de guerra. El navío solar redujo rápidamente su velocidad, acosó a los dos lobos hasta llevarlos a una jaula conveniente, y corrió de nuevo hacia adelante. El convoy continuó su camino sin conocer la obstrucción que tan efectivamente había sido retirada de su paso. Para cuando Lawson llegó al lugar del pretendido conflicto, éste ya había perdido algo de su orden, y se estaba disolviendo hacia un eventual caos. Una fuerza nileana de varios centenares de navíos se había dispuesto en un enorme hemisferio que protegía un apelotonado grupo de siete sistemas solares que no valían un pimiento. Los comandantes de la flota de Markhamwit razonaron, por consiguiente, que tal fuerza sólo sería reunida para defender un sector vital a la economía de guerra del enemigo, y que, por tanto, aquellos siete sistemas debían ser capturados y mantenidos a cualquier costo. Que era exactamente lo que los nileanos querían que pensasen, pues, siendo ligeramente inferiores en fuerzas, sabían el valor que tenía el apartar la atención de los puntos genuinamente críticos, ofreciéndole al enemigo una presa atractiva, pero sin valor, en algún otro lugar. De forma que ambos bandos emitieron frenéticas órdenes de un lado para otro, tratando de prepararse a morir en los cielos de aquello que ninguno de los dos podía usar. El problema era que los preparativos se negaron a funcionar como debieran, según los reglamentos. Las tácticas establecidas de la guerra espacial parecían estar desestableciéndose. Los métodos ortodoxos de enfrentarse al enemigo no estaban produciendo los resultados ortodoxos. Los movimientos bien conocidos de colocar las fuerzas ligeras aquí y las fuerzas pesadas allá, una punta de lanza así y una pantalla defensiva asá, una poderosa reserva en ese lugar y una fuerza de exploración en este otro lugar, estaban convirtiéndolo

todo en un tremendo lío. El asombro entre los comandantes de ambos bandos se parecía al de un experto que halla que ciertos experimento produce los mismos resultados novecientas noventa y nueve veces, pero no la milésima. La introducción de un factor nuevo y aún no identificado era la causa de todo aquello. La pausa de tiempo en sus sistemas de transmisión de comunicaciones, con mensajes codificados enviados de emisora repetidora a emisora repetidora, era tan grande, que nadie en aquel sector sabía lo sucedido a los arrogantes visitantes a sus mundos nativos, ni que los solares habían pasado del argumento a la acción. Cierto que algunas naves debían haber llegado ya a aquella área, y se suponía que había sido perdidas, pero aquello era inevitable. En tiempo de guerra cabe suponer que habrá bajas, y no se iba a ganar nada investigando el destino de los desaparecidos o tratando de averiguar la causa de su desaparición. Estas nociones estaban tan profundamente grabadas, que durante algún tiempo ambos bandos permanecieron ciegamente inconscientes de lo que estaba pasando justo frente a sus narices. Y las emociones de los comandantes antagónicos siguieron siendo de extrema irritación en lugar de verdadera alarma. Dentro de sus mentes militares, el condicionamiento pasaba por lógica, y afirmaba que estaba a punto de producirse una lucha, y que cualquier lucha se lleva a cabo entre dos bandos sin nadie más presente, excepto quizá uno o dos simples mirones. Tal seudo-razonamiento impidió automáticamente el darse cuenta con la debida rapidez de la intervención de un tercer bando. ¿Quién había oído hablar de un combate a tres? Mutuamente desconcertados, ambos beligerantes pospusieron sus ataques mientras continuaban intentando prepararse, bailoteando mientras como un par de boxeadores, antes ansiosos, que temporalmente son distraídos de su objetivo original ante la repentina aparición de numerosas hormigas en sus pantalones. Y las hormigas los mantenían ocupados. La nave de Lawson se zambulló, sin ser vista ni detectada, justo en el centro del hemisferio nileano, atrapó tres naves que se apresuraban bajo órdenes de patrullar cierto planeta, y las hizo descender para siempre en él. En lo que se refería al nileano que daba órdenes, tres de sus navíos habían comenzado a moverse de acuerdo con sus indicaciones, había estado señalando de forma continua su trayectoria, y luego habían desaparecido como si se los hubiese arrancado de la creación. Envió una nave exploradora ligera a descubrir lo que había pasado. Esta radió mensajes hasta llegar a distancia visual del punto indicado, y entonces quedó en silencio. Envió otra. El mismo resultado. Era como dejar caer monedas por un desagüe. Las dejó caer, informó del misterio al cuartel general de la batalla, y buscó bajo el arnés de su espalda un persistente mordisqueo que lo había estado irritando durante todo el día. La causa de todas aquellas desdichas hubiera sido identificada con mayor facilidad y rapidez si alguna de las tripulaciones hubiera sido capaz de transmitir un aviso de que estaba a punto de caer bajo el dominio mental de los ocupantes de un extraño navío de origen desconocido. Pero ninguna de ellas logró darse cuenta de lo que iba a pasar. Ninguna supo lo que había pasado hasta que la causa se hubo ido a otra parte, la influencia se hubo apartado, y se encontró sobre terreno sólido contemplando anonadada un navío convertido en pura chatarra. Era como arrebatarles los caramelos a los ocupantes de un jardín de infancia, exceptuando que siempre existía un elemento de peligro debido a la aparición de circunstancias fortuitas que nadie podía anticipar. Ellis, su nave y su tripulación, cesaron de existir en un brillante destello de luz cuando picaron sobre lo que parecía ser una flotilla nileana que se movía a baja velocidad hacia el borde del hemisferio, y descubrieron una milésima demasiado tarde que era un crucero pesado guiando bajo control remoto un grupo de trampas no tripuladas. Cada solar de aquella tremenda área supo de aquel contragolpe en el instante en que tuvo lugar. Todo el mundo lo notó como el repentino cese de una vida que había sido una pequeña parte de la de uno mismo. Era como la completa desaparición en la mente de uno de un pensamiento favorito y mantenido durante mucho tiempo. Nadie se lamentó. Nadie sintió pena. No se sentían inclinados hacia tales sentimentalismos porque la pesadumbre jamás puede eliminar lo que la origina. Algunos cabellos habían caído de un inmenso cuerpo, pero éste seguía con vida. Media unidad de tiempo más tarde, James Lawson y su tripulación obtuvieron una dulce venganza, no por este motivo, sino simplemente como táctica. Lo hicieron utilizando oportunamente el sistema de organización del enemigo que, como muchas estructuras dotadas de gran fuerza, tenía puntos de gran debilidad. Si se funden hombre y materiales en una tremenda máquina, se les convierte en algo capaz de un tremendo desmoronamiento en el momento en que se retira el tornillo o tuerca adecuados. Un formidable escuadrón de batalla nileano, de ciento cuarenta navíos de diversos tipos, estaba surgiendo del hemisferio en una gran trayectoria curva, que, eventualmente, lo colocaría algo detrás del ala extrema de la flota de Markhamwit. Este era el movimiento, totalmente ortodoxo, de tratar de colocar una fuerza flanqueadora lo bastante poderosa para poner en peligro cualquier fuerte ataque contra el centro. Si las naves

exploradoras de Markhamwit divisaban esta amenaza, su flota tendría que dedicar un contingente capaz de enfrentarse y derrotar a los atacantes. Todo era muy fácil para aquellos que permanecían en los cuarteles generales, planeando y contraplaneando, dirigiendo navíos aquí y allí, operando las grandes máquinas guerreras. Y justo porque las máquinas son máquinas, Lawson no tuvo dificultades en quitar una tuerca esencial. Se apoderó de todo un escuadrón, por completo. Lo único necesario fue que Nfam y Jlath dominasen mentalmente a quienes se hallaban a bordo de la nave almirante que mandaba al resto. ¡Una sola nave! Las otras hicieron exactamente lo que les ordenaba el buque esclavizado, moviéndose a través del espacio como una manada de borregos. El gran escuadrón giró hacia una nueva trayectoria, a toda velocidad, porque así lo ordenaba la nave almirante. Ignoraron a la nave solar que ahora se divisaba claramente en medio de ellas, porque la almirante aceptaba sin pregunta alguna su presencia. Y se abalanzaron hacia su lejano mundo nativo tan deprisa como podían volar, porque así se lo mandaba su Jefe. Lawson permaneció con ellos hasta el punto medio de la trayectoria, y, mucho después de que los hubo abandonado, continuaron su curso, sin intentar regresar. El Jefe no iba a admitir ante toda una flota que había sido afectado por una confusión mental, y que no podía recordar el haber recibido o transmitido una orden de dirigirse hacia su planeta nativo. Obviamente, debía de haber recibido tales instrucciones, pues de lo contrario, ¿por qué se hallaban allí, dirigiéndose hacia donde se dirigían? Era mejor seguir tal cual, y ocultar el hecho de que estaba sujeto a espasmos de embobamiento. Y así siguieron, ciento cuarenta navíos arrancados a la pelea. Al poco tiempo, la nave de Reeder realizó una tarea similar con las del Gran Señor. Una fuerza de reserva de ochenta y ocho naves, principalmente cruceros pesados, se abalanzó de vuelta a casa con sus aparatos de señales cerrados de acuerdo con las órdenes de su propio Comandante en Jefe. Rápidamente informados de esta partida no autorizada, los altos mandos del cuartel general de batalla lanzaron espumarajos, movieron palancas, giraron controles y apretaron botones, llenando el éter de contraórdenes, amenazas y sangrientas advertencias, mientras la reserva continuaba alejándose entre las estrellas con todos los receptores cerrados y ningún oído amotinado a la escucha. Las bombas y las balas sirven de bien poco sin una inteligencia que las dirija. Quítese la inteligencia, aunque sea por poco tiempo, y todos los artefactos bélicos de una gran potencia se convierten en pura basura. El ataque solar era irresistiblemente formidable porque estaba concentrado en la misma raíz de toda acción, en la misma fuerza motivadora de todos los instrumentos, fueran grandes o pequeños. La lógica solar argumentaba que un artefacto bélico más una mente es un arma, mientras que un artefacto bélico sin mente es un simple artefacto, por muy inherentemente eficaz que sea. Las naves-trampa nileanas no eran ninguna excepción, ni ninguna otra arma robot, pues en realidad eran armas de acción retardada de las que se habían apartado las mentes ocultándose en el espacio y el tiempo. Las mentes que habían originado cada una de estas trampas eran difícil de trazar, y por esto se había producido el accidente sufrido por Ellis y su tripulación. Pero, a la larga, estaban siendo eliminadas cuando nave tras nave fueron hechas aterrizar, y los escuadrones, flotillas y convoyes partieron para algún otro lugar, mientras el caos amenazaba con convertirse en total. Prueba de esto fue que el estremecido alto mando nileano cometió en dos ocasiones serios errores al trasladar naves que hicieron saltar sus propias trampas, añadiendo así una macabra nota a la general confusión. Para la quinceava unidad de tiempo, los solares tenían una imponente serie de estadísticas que considerar: catorce naves destruidas por accidente, incluida una de las suyas. Ochocientos cincuenta y un navíos clavados en varios planetas y satélites inhabitables. Mil doscientas sesenta y seis tripulaciones mentalmente engañadas dirigidas a toda velocidad hacia otros lugares, principalmente al hogar. Creciente evidencia de una desmoralización en los cuarteles generales de batalla de ambos beligerantes. Ciertamente, el abusar durante tanto tiempo de los neutrales más débiles estaba siendo pagado ahora, en su totalidad, y con interés compuesto. Aquello era bastante para convencer a mentes testarudas de que un mito puede ser algo muy real cuando es arrancado del pasado y dejado caer en el presente. Los solares conferenciaron entre si mismos y a través del abismo galáctico mientras sus naves continuaban relampagueando de aquí a allá. Si se tomaba bajo control mental los cuarteles generales de batalla opuestos, toda aquella formación guerrera podría ser diseminada por los cielos con unas simples órdenes impuestas. Pero no les agradaba llevar el asunto tan lejos. Esto parecería demasiado una demostración de dictadura cuasi olímpica sobre todas las criaturas superiores. La idea básica solar era crear un respeto para una ley esencial, creándolo para aquellos que la respaldaban. El pasarse de la raya en tal tarea equivaldría a establecer un terror hacia sí mismo por toda la

galaxia. No podía evitarse el causar miedo aquí y allí cuando se enfrentaban con mentes menos desarrolladas inclinadas a creer en supersticiones, pero se mostraban muy ansiosos por no fomentar un temor inerradicable como sustituto de una sabia tolerancia. Como estaban tratando de manejar dos tipos de mentes alienígenas, era un asunto delicado el juzgar exactamente hasta qué punto debían llegar con el fin de lograr el resultado deseado, evitando aquello. ¿Cuántas veces debe remojarse la cabeza de un bautizando para salvarlo, sin producirle una neumonía? Por consentimiento mutuo, prosiguieron su acción durante otra unidad de tiempo, al final de la cual los movimientos de los navíos aún controlados por las jerarquías militares mostraban que las fuerzas nileanas estaban tratando de reagruparse para pasar a la retirada. Su respuesta a eso fue cesar todo golpe contra los nileanos y concentrarse exclusivamente en la igualmente confusa pero más terca armada de Markhamwit. Aunque más lentos en tomar una decisión, los comandantes del Gran Señor fueron de actuación más rápida cuando llegaron a la misma. A su tiempo, vieron sin dificultad que aquella era una fecha poco propicia para lograr una victoria, y que lo mejor seria reservarse para otra ocasión. Lo que equivale a decir que salieron corriendo con el rabo entre las piernas. -¡Basta! Saltó de mente a mente, y Lawson dijo con aprobación: -Buen trabajo, chicos. -Nuestro trabajo, invariablemente, es de primera categoría -aseguró Nfam. Quitándose su toquilla, sopló un imaginario polvo de la misma, alisó su pluma, y se la colocó en un ángulo fanfarrón-. Me he ganado un nuevo sombrero. -Ya que estás en ello, cómprate también una nueva cabeza -le indicó la forma mental de Buzbuz desde su lugar de residencia, cercano a la quilla. -La envidia vulgar es característica de los infantiloides -comentó Jlath, agitando su tez hasta que serpenteó la pluma-. Hace mucho que me intriga un fenómeno que algún día debería ser investigado. -¿Y cuál es? -le urgió Ufam. -Que cuanto más cercano se está al Sol mayor es la inteligencia. Cuanto más lejano, menor. Buzbuz le esperó en respuesta: -Deja que te diga, so araña, que más allá del anillo de asteroides... -¡Callaos! -aulló Lawson, plantando una baza por los bípedos en aquel intento de arrogarse la superioridad. Y se callaron, no porque les impusiese respeto, ni porque lo considerasen mejor o peor que ellos mismos, sino únicamente porque era notorio que su especie de dos patas podía argumentar hasta que se le cayese la cola a un caimán, mientras al tiempo lograba crear serias dudas acerca de los antepasados del mismo. Si la mente masiva solar tenía un compartimiento especial reservado para las demostraciones de habilidad oratoria embellecidas por agudezas, éste, sin duda alguna, estaba localizado en un lugar llamado Tierra. Así que se quedaron en paz mientras él aceleraba y se dirigía al planeta errante, en el que dos naves estaban ya esperando para recoger a los diversos hombres-araña y llevarlos más cerca del hogar. No había necesidad alguna de consultar mapas estelares y trazar la muy errática trayectoria de la esfera vagabunda. Podría haberla perseguido a través de media galaxia y llegado justamente hasta ella con los ojos cerrados. Lo único que se necesitaba era seguir directamente el chorro de pensamiento que emanaba del par de navíos solares que esperaba allí. Era así de sencillo.

CAPITULO XI El proceso subsiguiente fue retrasado. Detenido con deliberación y malicia. El burdo sistema de comunicaciones de las formas de vida en lucha había sido de gran utilidad para los solares, pero ahora debía darse el bastante tiempo para que esos mismos sistemas suministrasen datos a Markhamwit y Glastrom. No servia que Lawson y Reeder les llevasen personalmente las noticias. No les hubieran creído hasta que no llegase clara confirmación. Y, después de que los señores de la guerra se hubiesen hecho una clara idea de los acontecimientos recientes, se les debía dar más tiempo para que la digiriesen por completo. Dado que, por naturaleza, los nileanos eran algo más impulsivos y un poco menos testarudos que sus oponentes, era posible que fueran los primeros en acordar que no es provechoso el tratar de adueñarse de las propiedades comunes, tales como el espacio libre entre los mundos. Markhamwit sería el último en ceder. Tendría un atormentado período de tiempo en el que enfrentaría la pérdida de prestigio con la creciente montaña de hechos desagradables. Debía tener tiempo para llegar por sí mismo a la conclusión de que es mejor abandonar una obsesión autocrática que acabar colgado de una soga de cáñamo. Y siendo lo que era, un miembro prominente de su propia especie, no se haría ninguna ilusión acerca del destino de alguien que insiste en llevar a su pueblo a una derrota total. Un par de días antes de que los nileanos llegasen a un estado de madurez mental, Reeder atravesó la pantalla de defensa de su mundo metropolitano, dejó caer un paquete en los jardines del palacio de Glastrom, y regresó a toda prisa al eterno campo estelar antes de que los guardias o la patrulla aérea pudiesen darse cuenta realmente de lo que había pasado. Diez unidades de tiempo después, según el lapso de tiempo superior cuidadosamente estimado dado el carácter más reluctante de Markhamwit, Lawson lanzó un paquete similar, que le dio en la coronilla al grueso Kasine mientras caminaba por el área exterior del centro de interrogatorios. El coscorrón en la cabeza de aquel individuo no fue intencional. Nadie podía ir a tal velocidad y lograr una precisión semejante en un lanzamiento. Fue absolutamente accidental. Pero, hasta el fin de sus días, Kasine creería lo contrario. Poniéndose en pie tambaleante, Kasine lanzó algunas palabras bien escogidas al cielo, llevó el paquete hacia el interior del edificio, se lo entregó al capitán de la guardia, quien se lo dio al comandante de la guarnición, quien se lo dio al jefe del servicio de inteligencia. Este jerarca recordó inmediatamente el fin de un predecesor que, sin pensárselo dos veces, había abierto un paquete enviado por alguien que no era precisamente un amigo. Así que, en el plazo más corto posible, se lo pasó al ministro Ganne que, con igual rapidez, se lo entregó al destinatario: el Gran Señor Markhamwit, encontrando una excusa para salir en seguida de la habitación. Contemplando el regalo no deseado con bastante animosidad, Markhmwit tomó su auricular y micrófono y llamó al jefe del Servicio de Inteligencia, ordenándole que le suministrase un guerrero no imprescindible para que viniera a abrir el paquete, sacando el cuerpo por la ventana. El jefe del Servicio de Inteligencia se lo dijo al comandante de la guarnición, que se lo dijo al capitán de la guardia, que a su vez llevó a empujones a un leal débil mental de baja graduación y ninguna importancia. Realizada la tarea sin horribles resultados, Markhamwit se encontró frente a un grueso fajo de cartas estelares. Extendiéndolas sobre su escritorio, las hojeó airado. Todas ellas llevaban anotaciones señalando

claramente ciertos mundos y satélites. En el reverso de cada una había una lista de las naves embarrancadas en cada una de esas esferas, y una estimación aproximada del tiempo que podría sobrevivir cada una de las tripulaciones sin ayuda. Cuanto más estudiaba aquella colección, más indignado se sentía. Según aquellos datos, aproximadamente la quinta parte del total de sus fuerzas había sido puesta fuera de combate. Un quinto de sus navíos de guerra eran chatarra desparramada a través de los años luz. Asumiendo que sería buscar más problemas el emplear naves armadas, sería preciso utilizar totalmente su flota mercante no armada para rescatar y traer de vuelta a las tripulaciones que languidecían en un par de centenares de mundos. Y, si no intentaba salvarlas, habría muchos problemas en su planeta. No lo sabia, pero le quedaban otras veinte unidades de tiempo para pensar bien en todo aquello. Al final de aquel período, Lawson regresó. La segunda llegada fue exactamente igual a la primera. En un momento la llanura estaba vacía, con la ciudad hosca y gris hacia el norte, el sol azul ardiendo encima, y la más pequeña de las tres lunas poniéndose hacia el este. Al siguiente momento, la nave estaba allí, con una delgada estela de polvo posándose tras su cola, como para demostrar que había habido un movimiento, aunque no hubiera sido visto. Por encima, la patrulla aérea trazaba círculos y planeaba como antes. Esta vez había algún riesgo de que bombardeasen sin esperar órdenes. Una burla causa mayor furia cuando es repetida, y a veces se convierte en algo imposible de soportar. «¡Si un hombre te toma el pelo en una ocasión, es culpa suya; pero si lo hace otra vez, es culpa tuya!» Pero de nuevo el comportamiento del visitante solar fue el de alguien totalmente inconsciente de la existencia de tales peligros, o al menos completamente indiferente. Permanecía en la llanura, como un maravilloso objetivo. La patrulla no dejó caer nada, pero aulló la noticia hacia el principal centro de comunicaciones de la ciudad. La consecuencia fue que un par de camiones de tropas corrieron a la llanura aún antes de que Lawson emergiera por la compuerta. Salió inspirando profundamente, disfrutando del aire fresco y de la sensación de tener tierra sólida bajo sus pies. Varias formas aladas zumbaron extasiadas, saliendo de la nave, volando hacia el cielo, se persiguieron unas a otras, y dieron la versión de las abejas de la llegada a tierra de un grupo de marinos. Sin hacer caso de los recién llegados de la ciudad, las mentes de las abejas intercambiaron pensamiento dirigidos principalmente hacia el bípedo. Lamentaban su falta de alas. Dudaban de la sabiduría de la naturaleza al dar vida inteligente a un ser provisto únicamente de un par de inadecuadas patas. ¡Ah, qué pena! En lo que a Lawson y a su tripulación se refería, los camiones que se acercaban a ellos contenían una compañía armada de débiles mentales sin forma ni figura particulares. Y Markhamwit mismo se hubiera sentido anonadado de saber que, para ellos, su propio status no era más que el del matón musculoso número uno. Los camiones se detuvieron, y las tropas saltaron de ellos. Aunque Lawson no lo sabía, su actitud y expresión había sido perfectamente duplicada en el amanecer de la historia por un caballero llamado Casey, que usaba gorra y chapa. Era el policía de la esquina que contemplaba cómo los chicos salían de una escuela. La lección aprendida era la misma ahora que entonces, y produjo los mismos resultados: los indisciplinados miembros de la multitud habían tenido que aprender a respetar a Casey. Y, desde luego, lo habían aprendido; esto resultó evidente por su siguiente acción. No hubo ningún hostil intento de rodear la nave, con armas cargadas y dispuestas. En lugar de ello, formaron en dos filas, separadas una de otra como si fueran una guardia de honor. Un oficial de tres cometas se adelantó, saludando ceremoniosamente. -Excelencia, ¿ha vuelto usted para entrevistarse con el Gran Señor? -Así es -Lawson parpadeó, y lo observó cuidadosamente-. ¿A qué viene eso de «excelencia»? No tengo ningún título. -Es usted el comandante de la nave -dijo el otro, haciendo una seña hacia el navío. -Soy su piloto -le corrigió Lawson-. Nadie la manda. Con un toque de desesperación, el oficial acabó aquella desconcertante charla haciendo una seña hacia un camión: -Por aquí, excelencia. Sonriendo para sí mismo, Lawson subió a la cabina, y fue conducido hacia la ciudad. Permaneció en silencio durante el viaje. El oficial hizo lo mismo, notando en su interior que aquel era uno de esos días en los que uno puede hablar más de lo que conviene a la propia seguridad. El Gran Señor Markhamwit estaba sentado en su sillón, con sus cuatro brazos apoyados negligentemente

sobre los dos pares de apoyabrazos, con sus facciones tranquilas y compuestas. Hacía muchos días había vivido en un colérico y frenético estado de actividad mientras trataba de organizar una guerra que rehusaba concretizarse. Unos pocos días antes se había hallado en un estado de ciega furia, paseando por la habitación, martilleando la mesa, escupiendo maldiciones y amenazas como un volcán escupe lava. Unas pocas unidades de tiempo antes, se había iniciado una reacción mientras contemplaba una enorme masa de frustrantes datos coronados por los mapas estelares que le habían dado en la cabeza a Kasine. Ahora, estaba resignado y fatalista. Era la calma que sigue a la tormenta. Casi estaba maduro para razonar. Cabía esperar esto. Las tácticas solares no dan una importancia primordial a la pregunta de qué debe hacerse para lograr un determinado fin. Tenía una importancia igual, y ocasionalmente mayor, el determinar con exactitud cuándo debía iniciarse la acción, el tiempo que debía ser mantenida, y cuándo tenía que ser terminada. Las palabras cómo y qué no predominaban sobre la palabra cuándo en el pensamiento solar. Las circunstancias habían sido radicalmente alteradas cuando Lawson entró en la habitación para su tercera entrevista. Su comportamiento era el mismo de antes, pero ahora Markhamwit y Ganne lo estudiaban con una curiosidad recelosa en lugar de con belicosa irritación. Sentándose, Lawson cruzó las piernas y le sonrió al Gran Señor como uno lo haría a un niño desobediente después de una pelea familiar. -¿Y bien? Markhamwit dijo lenta y pausadamente -He entrado en contacto directo con Glastrom. Estamos haciendo regresar a todas las naves. -Eso es ser sensato. Y es una pena que haya tenido que ser obtenido con el precio de que muchas tripulaciones languidezcan en mundos solitarios. -Hemos acordado cooperar para traerlos de vuelta a casa. Los nileanos recogerán y nos entregarán a todos los nuestros que hallen. Y nosotros haremos lo mismo por ellos. -Es mucho mejor que el andaros cortando los cuellos, ¿no crees? Markhamwit le replicó: -Dijiste que esto no te importaba. -Y no nos importa. Sólo creemos adecuado intervenir cuando resultan dañados los espectadores inocentes. Lawson comenzó a levantarse como si, llegado a este punto, su tarea hubiese finalizado, dado que se habían logrado los objetivos solares. Sin sentirse intimidado por ello, Markhamwit habló apresuradamente: -Antes de que te vayas, me gustaría que me respondieras a tres preguntas. -¿Cuáles son? -¿Realmente vienes de otra galaxia que no es ésta? -Ciertamente. Frunciendo el ceño ante algún pensamiento secreto, Markhamwit prosiguió: -¿Habéis esterilizado algún mundo que nos pertenezca a nosotros o a los nileanos? -¿Esterilizado? -Lawson pareció sorprendido. -Como se dice que hicisteis con los elmones. -¡Oh, aquello! -lo apartó como alguien que nunca hubiera pensado en el asunto-. Te refieres a un incidente ocurrido hace mucho, mucho tiempo. En aquellos días usábamos armas. Ahora ya las hemos superado. No hacemos daño a nadie. -Lamento no estar de acuerdo -Markhamwit señaló los mapas estelares amontonados en un rincón de su escritorio-. Según vosotros mismos indicáis, ocho de mis naves han sido destruidas, con todas sus tripulaciones. -Más cinco navíos nileanos, y uno de los nuestros -añadió Lawson-. Todo ello debido a accidentes sobre los que no teníamos control. Por ejemplo, dos de tus cruceros chocaron entre sí. Nuestra presencia no tuvo nada que ver con ello. Aceptando esto sin disputa, Markhamwit se inclinó hacia adelante e hizo su última pregunta: -Habéis establecido una ley conforme la cual el espacio interplanetario debe ser totalmente libre para todos. La hemos aceptado. Nos hemos echado atrás. Creo que eso nos hace merecedores de conocer por qué estáis tan interesados en la ética espacial de una galaxia que no es la vuestra. Poniéndose en pie, Lawson lo miró cara a cara. -Tras esta pregunta acecha el acuerdo que acabas de hacer con Glastrom; es decir, que habéis dejado correr vuestras diferencias frente al peligro común que llega del exterior. Habéis acordado secretamente aceptar la ley común hasta el momento en que hayáis desarrollado naves tan buenas o mejores que las nuestras. Entonces, cuando os creáis bastante fuertes, uniréis vuestras fuerzas para colocarnos en el lugar que

creáis apropiado para nosotros. -Eso no responde a mi pregunta- señaló Markhamwit, sin molestarse en afirmar o negar aquella acusación. -La respuesta es algo que no lograrás comprender. -Deja que yo sea el que lo decida. -Bueno, es así -explicó Lawson-. Los solares no tenemos una forma o una figura. Somos una multiespecie destinada al fin a perder su identidad en un conjunto aún mayor y más amplio. Somos el inicio de una asociación de mentes destinada a conquistar la materia universal. El uso libre y sin trabas del espacio es una necesidad básica para tal logro. -¿Por qué? -Porque las siguientes contribuciones a una supermente que abarque el cosmos llegarán de esta galaxia. Por eso vuestros planes resultan ridículos. -¿Ridículos? -El Gran Señor estaba anonadado. -No has tenido en cuenta la cuestión del tiempo. Y el tiempo es lo más importante. -¿Qué es lo que quieres decir? -Que para cuando vosotros o los nileanos hayáis creado unas tecnologías lo bastante adelantadas como para remotamente lograr presentarnos pelea, tanto vosotros como ellos estaréis más que dispuestos a ser asimilados. -No comprendo. Lawson fue hacia la puerta. -Algún día, tanto vosotros como los nileanos seréis partes inseparables una de la otra. Y, como nosotros, componentes de un todo superior. Llegaréis a ello bastante tarde, pero, de cualquier forma, llegaréis. Mientras tanto, no dejaremos que los que vayan por delante sean frenados por los retrasados. Cada uno llegará a ello en su momento adecuado, sin ser retenido por unos vecinos poco adelantados. Sonrió, y luego se fue. -Mi Señor, ¿entendisteis lo que quería decir? -preguntó el ministro Ganne. -Tengo una ligera idea -Markhamwit estaba pensativo-. Hablaba de acontecimientos que no sucederán hasta cinco, diez o veinte mil años después de que nosotros estemos muertos. -¿Cómo sabía nuestro acuerdo con Glastrom? -No lo sabía, porque nadie podía haberlo dicho. Hizo una suposición astuta, y, como nosotros bien sabemos, acertó de pleno -Markhamwit rumió un poco, y añadió-: Eso hace que me pregunte lo acertada que será su predicción a largo plazo. -¿Cuál, mi Señor? -El que para cuando seamos lo bastante potentes como para atrevemos a intentar derrotar lo que él llama su multiespecie, ya será demasiado tarde, pues formaremos parte de esa misma multiespecie. -No puedo imaginármelo -admitió Ganne. -Yo no puedo imaginar a la gente cruzando el abismo intergaláctico. Ni tampoco lo puede Yelm o ninguno de nuestros expertos -dijo Markhamwit-. Como tampoco puedo imaginar que alguien pueda llevar a cabo con éxito una gran guerra sin utilizar armas -su tono se hizo algo dolorido cuando terminó-: Y eso viene a confirmar una de sus afirmaciones, que es la que más me molesta: el que nuestros cerebros aún no son adecuados. Nuestras imaginaciones son limitadas. -Sí, mi Señor. Lo son -acordó Ganne. -Habla por ti mismo -le recriminó Markhamwit-. Yo puedo utilizar un poco la mía, aunque los demás no lo logréis. Voy a ir a ver a Glastrom en persona. Quizá podamos operar juntos, y, utilizando la persuasión en lugar de la fuerza, podamos organizar la galaxia para que se convierta en demasiado fuerte, grande y unida, para ser absorbida por cualquier zoo del exterior. Vale la pena intentarlo -se detuvo, contempló a Ganne y le pregunto-: ¿Por qué pones la expresión de un skouniss bilioso? -Me habéis recordado algo que él dijo -le explicó a desgana Ganne-. Afirmó: «Algún día, tanto vosotros como los nileanos seréis partes inseparables una de la otra, y, como nosotros, componentes de un todo superior». Si vais a ver a Glastrom, eso significará que vamos exactamente en esa dirección... ¡desde este mismo momento! Markhamwit se desplomó sobre su sillón, mordiéndose por turno las uñas de las cuatro manos. Odiaba tener que aceptarlo, pero Ganne tenía razón. La única forma satisfactoria de tratar de ganar terreno a los solares era seguir el mismo sendero cooperativo hacia el mismo fin comunitario que, sin embargo, no podía quedar limitado a una simple galaxia. Y el no intentarlo era aceptar la derrota y hundirse en la negra oscuridad que, al fin, los cubriría para siempre, convirtiéndoles como los elmones en un nombre, un recuerdo, un rumor.

Sólo había dos caminos que seguir: hacia adelante o hacia atrás. Hacia adelante, en dirección a lo inevitable. O hacia atrás, en dirección a lo inevitable. Y tenía que ser hacia adelante. Lawson regresó hacia la nave sabiendo que su tripulación estaba ya a bordo y ansiosa por partir. Bajando del camión, dio las gracias al conductor, caminó hacia la compuerta, y se detuvo ya cerca de ella, examinando cuidadosamente al centinela apostado junto a la misma. -Creo que ya nos conocemos -dijo con simpatía. Yadiz rehusó picar el anzuelo. Aferró firmemente su arma, ignoró la voz, y también un par de comezones persistentes. Había decidido que uno aprende por experiencia, y que, cuando uno se halla frente a un solar, lo más seguro es hacerse la estatua. -Oh, bien, si quieres tomártelo así -Lawson se alzó de hombros, subió a la compuerta, miró hacia abajo desde el borde de la misma, y aconsejo-: Vamos a despegar. Habrá algo de succión. Si no quieres contemplar el mundo desde lo alto, será mejor que te protejas detrás de aquellas rocas. Pensándoselo bien, Yadiz decidió aceptar la sugerencia. Marchó hacia el punto señalado, aún sin decir nada. Lawson se sentó en el asiento del piloto, manejando la manecilla. Allá muy lejos, al borde de la galaxia, perdidas en el gran brochazo de polvo de estrellas, había un par de formas de vida que estaban desarrollando un espíritu de afinidad. Cerca de ellas había una tercera, más numerosa, arrogante, y dispuesta a llenar el vacío de poder dejado por Glastrom y Markhamwit. A lo lejos, entre las estrellas, todo estaba dispuesto para su interferencia. Tenía que hacerse algo al respecto. Alguien se iba a ganar unos azotes. Movió la palanca.

FIN Ilustraciones de CARLOS ROMEU

EL PECADO DE HYACINTH PEUCH (The Sin of Hyacinth Peuch 1952)

*** En un valle de Bretaña cerca del boscoso límite del Departamento de Morbihan se encuentra un pueblecillo cuyo nombre es Chateauverne. ¿Le resulta familiar ese nombre? Si no es así, se debe a que Monsieur el prefecto de Morbihan y sus superiores de París han hecho todo lo posible para que las muertes no se publicaran en los periódicos. No tiene sentido recargar el terror con su difusión. Además, había que tener en cuenta el turismo. El abate Courtot cooperó en la tarea de mantener cerrada la boca de sus feligreses en la medida de lo posible, es decir, dentro de un radio de cinco metros a su alrededor: el abate era bastante sordo. Si visita usted Chateauverne hoy, le resultará difícil creer que hace muy poco sus habitantes temían salir a caminar de noche. Todavía se conservan algunos signos: cierta tensión entre la gente joven, cierta resistencia a hacer el amor en los recodos sombríos de los caminos apartados. Si es observador, notará que aún las casas más viejas, ruinosas y descuidadas poseen pesados postigos de sólida madera de roble con enormes cerrojos y trancas forjados a mano, que tuvieron ocupado a Emile Periè sobre el yunque más de un mes. Aquí y allá verá a unas pocas personas de ojos fatigados vestidas con ropas oscuras. La concurrencia a la iglesia de Ste. Marie es un veinte por ciento mayor que antaño, más regular y más reverente. Por supuesto, existe siempre un obstinado núcleo de incorregibles que se sientan del otro lado de la plaza y miran el desfile de los piadosos, mientras beben y escupen, con el aire de quien no duda de que sólo la gente sucia tiene necesidad de bañarse. Sin embargo, el Diablo aumentó el rebaño del abate al reducirlo. Chateauverne es un grupo de casas con tejados alrededor de una plaza de cantos rodados donde Hyacinth Peuch, el idiota del pueblo, dormita entre cerdos y gallinas. A un lado se encuentra la casa del

abate y la tienda de ramos generales de la viuda Martin. En el lado opuesto está la fonda larga y baja de Jean Pierre Boitavin, cuyo hermano Baptiste fue el cuarto asesinado antes de que se descargara la lluvia. Allí es donde se sientan, a la sombra, los cínicos. -La población es de seiscientos habitantes y no se ha modificado mucho en los últimos dos siglos. Los ciudadanos de Chateauverne se dedican por entero a la agricultura, si por dedicación se entiende el constante cálculo, y por lo tanto poseen la terrena sofistificación de los que están en contacto diario con las formas inferiores y más lujuriosas de vida. Procrean juiciosamente, con un ojo en el futuro y otro en la cuenta bancaria, y, en opinión del abate, saben más de lo que conviene a la salvación de sus almas inmortales. El óseo tintineo de la muerte irrumpió en este escenario una cálida noche de mayo en que el aire era fragante y soñoliento y los insectos nocturnos zumbaban bajo los árboles. Joséphine Rimbaud tenía una cita. Era joven, de curvas interesantes y distaba mucho de poseer una carga excesiva de capacidad intelectual. Esta tierna desventaja daba a sus emociones una espléndida imparcialidad; tanta, en efecto, que en una oportunidad, se sabía, había respondido con una tentadora sonrisa a la vacía mueca de Hyacinth Peuch quien, aunque no estaba tan profundamente sumergido en la idiotez para desdeñar unas piernas bien torneadas, era considerado generalmente como un deplorable cómplice para cualquier aventura erótica. Que a Joséphine le faltara algo en un sentido al par que poseía más de lo suficiente en otros era un asunto que exigía una corrección por parte de una mano ajena. Es natural impulsar a los demás hacia la perfección. De los muchos maestros ansiosos por contribuir a su educación, ella eligió a Hercule Girandole, hijo de un granjero, porque tenía pelo ondulado, Hercule era un nombre que sonaba fuerte y poderoso y una girandole es una rueda de fuegos de artificio. Joséphine no se oponía para nada a afrontar fuegos de artificio giratorios. De modo que a las ocho, cuando las sombras empezaban a profundizarse, se puso en marcha decidida a ampliar su mente con las sencillas lecciones de biología del dispuesto Hercule. Se adornó con cintas y frunces que acentuaban adecuadamente sus atractivos femeninos, se dio unos dulces toques de perfume en los lugares apropiados y salió sedienta de educación. Trotó alegremente todo a lo largo de la Avenue des Hirondelles, que fuera en una época parte de la propiedad de los Verne, y luego tomó un estrecho sendero flanqueado por altos setos y que conducía hasta la vieja plantación, adonde se habían dirigido tímidamente con el mismo encantador propósito doce generaciones previas. El lugar de la cita era un pequeño obelisco de granito que decía: Ici la Météorite de 1897. No era literalmente así, porque la piedra del espacio había sido exhumada años antes y enviada a algún lugar donde profundos ancianos largos de pelo y cortos de vista pudieran examinarla. Incluso el agujero que había dejado estaba ahora relleno de vegetación. Joséphine se detuvo junto al obelisco y miró en derredor en la semioscuridad. La hierba era más suave que una cama. -¡Hercule! -susurró en voz temblorosa. Una llamada así era seductora, en tanto que el imperioso mugido que habría deseado proferir no hubiese sido digno de una señorita. Alisó su vestido, pensando por qué él se escondía y la desesperaba-. ¡Hercule! No hubo respuesta. Solamente el suspiro del viento y el roce de los árboles. La muchacha frunció el ceño. Llegaba tarde. Eso no estaba bien. La mujer puede llegar tarde para subrayar su decoro y su tímida negativa a caer en la trampa, si no teme que otra se adelante; pero el hombre debe ser puntual y, aún mejor, llegar antes de la hora, para tener tiempo de caminar nerviosa-mente, entre la esperanza y la desesperación y consumido por la pasión y el deseo. Era lamentable. Indignada, dio vuelta al obelisco, miró detrás de un matorral, quiso ver lo que había detrás de un árbol y cayó cuan larga era al tropezar con un par de piernas cruzadas. Se puso de pie, pensando que esa noche tenía una poderosa maldición, y miró las piernas. Siguió la oscura forma hasta la cara contraída: descubrió que la girándula no volvería a girar. Joséphine se volvió y corrió. Ni un grito. Ni un gemido. Ni un angustioso pedido de auxilio. Simplemente corrió, con la boca abierta, con las caderas ondulando, sin parar, los dos kilómetros hasta el pueblo. La primera persona que vio fue la viuda Martin, que ocupaba masivamente el vano de la puerta de su tienda. Cuando estuvo a su lado, jadeó unas pocas palabras frenéticas, se dejó caer sobre los cantos rodados del suelo y se entregó a un acceso de histeria. Ahora bien: la viuda Martin pesaba cien kilos, tenía bigotes negros y una vez había matado un chancho de un revés destinado simplemente a apartarlo de sus tablones de hortalizas. Germaine Joubert, la chismosa del pueblo, juraría más tarde que el infortunado animal había dado tres vueltas de carnero en el aire antes de

cerrar sus ojos y expirar, con la misma expresión que tenía el finado Henri Martin en sus últimos momentos, similaridad que bien podía no ser una coincidencia. Comprenderá usted por esto que la viuda Martin era très formidable, y la última persona que perderla el juicio por la angustia de Joséphine. La miró, por encima de sus labios con herpes, y dijo: -No importa lo que haya hecho ese inservible de Girandole, revolcarte en el estiércol no lo va a arreglar. Hippolyte Lemaitre dejó su silla en la acera de la fonda y cruzó la plaza, seguido por Hyacinth Peuch y varios otros. Todos contemplaron a Joséphine, y en especial lo poco extra que no solía exhibir en momentos más normales. Hippolyte se dirigió a la viuda Martin. -¿Qué ocurre, Hortense? -Una torpeza de ese Girandole. -Tut -dijo Hippolyte, para quien la falta de destreza en el apareamiento era un pecado imperdonable. -Hercule... -dijo Joséphine, incorporándose con los ojos húmedos, enrojecidos y llenos de horror-. ¡Está muerto! -¿Qué? -exclamó Hippolyte. -¿Muerto? -dijo la viuda Martin. -Todo retorcido y desangrado. Yo le vi. -Se dejó caer e inició otro acceso- . ¡Terrible! ¡Terrible! -Va a llover -dijo Hyacinth Peuch, mostrando unos dientes que parecían antiguas lápidas en ruinas-. Va a llover mucho, van a ver. -¿Dónde ha ocurrido eso? -preguntó con el ceño fruncido Hippolyte Lemaitre-. ¿Dónde? ¡Habla, muchacha! -Junto a la piedra del meteoro. -Seguramente se la tiró encima -sugirió la viuda Martin. -¡No lo hice yo! -gritó Joséphine. Llegó Germaine Joubert. Se le movían las aletas de su nariz delgada y sus ojos acuosos se movían en todas direcciones. -¿No hiciste qué? -No se entregó a Girandole -informó la viuda Martin, que siempre se imaginaba a Germaine con los ojos clavados en las cloacas-. Le cortó las tripas. La muerte antes que la deshonra. -¡Dios mío! -dijo Germaine. Se le erizó el pelo, y hasta la peluca-. Dios mío. Y salió corriendo para ser la primera en distribuir la noticia. -Bueno -dijo Hippolyte-. Voy a telefonear a Sif. Es mejor que vaya a ver en seguida. La viuda Martin asintió y le miró mientras se iba. Ignorando a Joséphine, se sentó en el escalón del umbral y jugó ociosamente con su labio superior. -Va a llover - repitió Hyacinth Peuch. La miró con la cabeza puesta de costado-. Va a llover mucho. Ya verá. Media hora más tarde llovía a cántaros. Napoleón Sif, el gendarme de Pontaupis, llegó en su bicicleta en menos de una hora. Tenía los calcetines mojados y su capa chorreaba. Experimentaba el bilioso tedio de quien se siente víctima de una oscura conspiración. Como casi todos los naturales de Pontaupis, a nueve kilómetros, pensaba que Chateauverne era un pozo de iniquidades donde cualquier cosa podía suceder y por lo común sucedía. Entró en la fonda, sacudió su capa sobre el suelo, colgó su gorro en el respaldo de una silla y se secó la cara con un pañuelo. -¿Qué ocurre? ¿Un muerto? Un coro de voces le respondió: -El joven Girandole. -Retorcido como un tire-bouchon junto a un árbol, debajo de la lluvia. -Helado y desangrado junto al obelisco. -El viejo Rimbaud se llevó a Joséphine a su casa: dijo que le iba a arrancar la verdad a palos. -Hortense Martin piensa que... -¿A quién le importa lo que piense Hortense? -¿Quiere un coñac? -preguntó Jean Pierre Boitavin--. Está tan mojado como si hubiera venido pedaleando por dentro del canal. -Bueno, cómo no -dijo Sif, ablandado. Miró la copa, hizo girar suavemente el contenido, olisqueó el bouquet, bebió un sorbito y chasqueó los labios-. Hum. Que espere Girandole. No se va a mojar más aunque esté flotando.

-Que espere -aprobó Jean Pierre-. Yo también voy a esperar hasta el fin de los tiempos: me debía cuarenta francos. Un hombre no tiene derecho a morir cuando debe dinero. Es indecente. Sif terminó de beber y asintió. -Si todos lo hicieran, quedaríamos arruinados -dijo. Se abotonó la capa y adoptó una pose de gran autoridad-. Convendría que uno o dos me acompañaran para enseñarme el lugar donde ha perecido este deudor. Un par se ofreció, más por morbosa curiosidad que por un sentido de civismo. Al salir se encontraron con el abate Courtot que caminaba apresuradamente bajo la lluvia. El viejo sacerdote se detuvo ante la autoridad. -¿Qué le trae aquí, hijo? Espero que no sea nada grave. -Girandole está duro en el bosque. -¿De veras? -El abate movió tristemente la cabeza-. A Hercule no le va a gustar. -¿No? -Sif le miró. -Un padre borracho es una manantial de vergüenza. -El joven Girandole -le gritó Sif en el oído- está muerto. -¡Dios mío! -El abate retrocedió un paso y se masajeó su órgano auditivo-. Qué cosa horrible! Un joven encantador, y bueno... Muy turbado, les miró alejarse y desaparecer en la oscura lluvia. Casi toda la población de Chateauverne vio el cadáver, tuvo náuseas y malos sueños, aparte de Emile Périè y la viuda Martin, que tenían un carácter excepcionalmente fuerte. Los hermanos Boitavin hicieron un viaje especial hasta L'Orient para comprar una nueva remesa de coñac. Dos ancianos y asombrados médicos y Napoleón Sif estuvieron de acuerdo en que ningún cuerpo humano podía ser tan espantosamente retorcido por obra del hombre y que lo mejor sería depositar la responsabilidad en el amplio regazo del Altísimo. Dieron por sentado que Hercule había sido víctima de un rayo en la flor de la juventud, por obra de Dios, que cumplía sus designios en formas misteriosas. A Girandole el mayor, que había derramado sus energías con tal entusiasmo que pocas veces se le había visto perpendicular, y que ahora pasaba sus últimos años recordando con deleite sus pasadas iniquidades, se le señaló que los hijos suelen pagar las culpas de los padres. Un sistema de justicia que, a sus ojos, tenía sus ventajas. Joséphine, ya recuperada del golpe y dispuesta a mirar en torno en busca de nuevos conquistadores, se le hizo ver que quizás un solo minuto de modestia la había salvado de compartir la suerte de su enamorado. En el funeral, el abate Courtot hizo uso pleno y legítimo de la dolorosa ocasión, y disertó sobre varios aspectos de la venganza celestial. Hizo oblicuas referencias a los hábitos poco santos de ciertas personas a quienes todos identificaron como los demás. Hercule descendió a la fosa. Napoleón pedaleó de vuelta hasta Pontaupis. Joséphine Rimbaud permitió que el joven Armand Descoules la acompañara en dirección aproximada a la de su hogar, con la esperanza de que en alguna parte del camino le ofreciera algo más que consuelo espiritual. Hyacinth Peuch ayudó a llenar la tumba con las manos desnudas y dejando caer un hilo de baba al suelo. Todo el asunto quedó reducido a chismes, gestos, encogimientos de hombros. Pero sólo durante seis días, hasta que ocurrió el siguiente crimen. Hyacinth Peuch trajo la mala noticia. Trastabilló hasta el pequeño grupo sentado en el exterior de la fonda de Boitavin, puso la cabeza de costado e hizo una mueca. -Va a llover pronto. -Vete, tonto -le dijo alguien, con impaciencia. -Mucha lluvia para lavar la sangre farfulló-. La sangre de Laverne. -Laverne no tiene sangre -declaró Lamaitre, dirigiendo un guiño a los demás. Era más bien una exageración que una mentira. Jules Laverne era un personaje alto y sombrío, tan flaco que le llamaban Le Pendu, el ahorcado. Sus rasgos finos y como de pájaro tenían cierta semejanza con los últimos señores de Verne, y esto, unido a su nombre, había fomentado en él la ilusión de que una pandilla de siniestros abogados le había quitado su legítima herencia. Jule se comportaba, por lo tanto, con la fría dignidad de un duque engañado, inspeccionaba periódicamente sus propiedades recorriendo los extensos campos de los Verne, y ocasionalmente examinaba los registros civiles de los pueblos vecinos en busca de un antiguo certificado de matrimonio que no existía, ya que la unión específica que le interesaba sólo se había celebrado en la cama. -Mucha sangre de Laverne -insistió Hyacinth, con cierta glotonería-. Cerca de la piedra del meteoro. -¿Qué? ¿Dónde?

-Retorcido como el otro. Lo vi. -Volvió a trastabillar al recordarlo-. ¡Va a llover pronto! No había el menor indicio de lluvia. Finas nubes ocultaban en parte el sol que se ponía: por lo demás el cielo estaba claro. A pesar de esto, el grupo se agitó; se sentían incómodos y no les gustaba que el idiota se mostrara tan seguro. Y además, si debía haber una segunda víctima en la plantación, Laverne tenía tantas posibilidades como cualquiera, y más que la mayoría. Siempre estaba rondando el lugar mientras pensaba en lo distinto que podría haber sido todo. Miraron a Hyacinth, y se miraron entre sí. Antes que nadie pudiera decir una palabra, Germalne Joubert se aproximó con sus ojitos vivísimos. -¿Pueden creerlo? ¡Es increíble! -Hizo una pausa para crear suspense, y luego agregó-: Jules Laverne, ese escuálido, ese proscrito, ha dejado su bicicleta junto a la casa de Tillie Benoit ¡toda la noche! Una vergiienza. ¿Que le ve ella? ¿O qué le ve él? Y además, qué impudencia, dejar la bicicleta como un anuncio, jactándose abiertamente... Si me preguntan... -Nadie le pregunta nada, lengua larga -dijo Hippolyte, quien sostenía que Germaine era capaz de percibir el calor del estiércol a distancia. -¿Eh? ¿Le he oído bien, Monsieur? -Es claro que sí. Llévese la lengua a otra parte. Ella alzó una indignada y justiciera cabeza. Permítame que le diga, Monsieur Lemaitre, que si no fuera por los pocos que somos puros... -Más bien a la fuerza que por elección -respondió él agudamente, y la miró alejarse con la nariz en alto. Y les dijo a los demás-: Tille Benoit no le hubiera sonreído a Jules por cincuenta mil francos. Es tan cálida como una roca y terminará por darle a los gusanos lo que ha negado a los hombres, pero... -¿Qué? -urgió uno de los otros. -Su casa está sobre el camino a la plantación. Por lo tanto, voy a dar una vuelta por el obelisco. ¿Alguien viene? -Yo. Otro gruñó: -En ese caso yo también me podría adherir a esta locura. -Va a llover -les recordó Hyacinth Peuch, mostrando sus dientes amarillos-. Lavará la sangre. -Lluvia, lluvia, lluvia -comentó el gruñón-. Siempre habla de lluvia, como si no tuviéramos bastante. -Escupió en el suelo-. El pobre tonto escucha demasiado a estos escarbadores de basura que se llaman a si mismos granjeros. Siempre el tiempo amenaza llevarles a la bancarrota. No estarán satisfechos mientras no tengan una lluvia cada día y otra el domingo para limpiar los desagües. Todo lo que le piden a Dios es eso: lluvia y desagües. Del resto se ocupa la Banque de France. Ya se oían truenos cuando llegaron a la piedra con la inscripción Ici la Météorite de 1897. Las primeras gotas cayeron mientras llevaban a la plaza la estropeada figura de Laverne. Napoleón Sif volvió a coger una mojadura, como los dos médicos. Contemplaban meditabundos la extraña forma que parecía haber sufrido un tormento inimaginable, de otro mundo, antes de ir a reclamar sus derechos en una propiedad más alta y remota. Tenía todos los huesos rotos y las articulaciones dislocadas. El torso había girado sobre sus caderas y la cabeza miraba incongruamente la espalda. Las piernas estaban retorcidas como hilo. El rayo, aventuró Sif, no golpea dos veces en el mismo lugar. Bah, comentó un médico eso era un mito. El otro corroboró que los rayos suelen caer en el mismo lugar, sobre todo si hay en el subsuelo un yacimiento de hierro. De cualquier modo, el cadáver de Laverne había aparecido exactamente a tres metros del de Girandole. El veredicto fue como el anterior: muerte causada por un rayo. Enterraron a Jules Laverne junto con sus fútiles esperanzas y sus sueños ociosos. Sif regresó a Pontaupis. Los Boitavin trajeron otro cargamento de bebidas de l'Orient. Hyacinth Peuch tiró tierra a la tumba. El abate Courtot habló solemnemente del pecado de imitar a los superiores, del abismo que aguarda al orgullo, del oropel de los tesoros mundanos, que no se pueden llevar consigo. La piadosa Joséphine tradujo esta información teológica como la recomendación autorizada a usar dichos tesoros mientras aún estaban calientes. El nombre de Laverne se unió al de Girandole en las conversaciones morbosas, y no se le dio otro sentido a ninguno de ambos durante las cuarenta y ocho horas subsiguientes. Un tiempo muy corto, con todo; porque como Laverne no tenía mucha sustancia, la tercera muerte llegó muy pronto. La falta de énfasis del próximo anuncio aumentó su horror. Era la tarde del día del mercado, única

ocasión semanal en que Chateauverne se veía a sí mismo como un pueblo abierto y bullicioso. Emile Périé se abrió camino por la plaza, entre jaulas de gallinas y cerdos rezongones. Era un hombre gigantesco de pelo en pecho y cejas amenazadoras a quien se llamaba a sus espaldas y a cierta distancia l'encadreur, el marquero de obras de arte. Aunque era el herrero del pueblo, se le atribuía el otro oficio desde el día memorable en que sus nalgas habían quedado prisioneras en un excusado mal construido. Se necesitó la colaboración de cuatro personas para ponerle en libertad y, como era un hombre rudo y taciturno, el recuerdo de ese remoto episodio era lo único que le molestaba. Emile pasó junto a una pared donde se alineaban algunos sombríos borrachos y a una cerca donde estaban sentados algunos septuagenarios y penetró pesadamente en la fonda. Le hizo un gesto a Baptiste y dijo en voz ronca: -¡Otro! Baptiste Boitavin no comprendía, pues le había visto entrar. -Pero Emile, ¿cómo puedo servirte otro si aún no has pedido el primero? -Lo beberé ahora. Un coñac doble. No vendrá mal. -Las manos de Péné representaron un movimiento de torsión, como si estuviera matando una gallina invisible-. Ha habido otro. La cara de Baptiste palideció: esta vez había comprendido. Echó un vistazo a los demás parroquianos, se inclinó sobre el mostrador y preguntó en voz baja: -¿Quién? -Portale. -Las manos volvieron a girar-. Estaba así, todo dado vuelta. -Bebió un trago de coñac-. Reventado y seco, como una naranja podrida. -¡ Ooooh! -dijo Baptiste, y retrocedió un paso-. El teléfono. -Que no vengan más cretinos de Pontaupis -sugirió Périé-. No es momento para inútiles. -Llamaré a la gendarmería de Vannes. ¿Dónde está el cuerpo? ¿En la plantación? -No. Lo traje aquí, doblado y flexible como una soga mojada. Está en la capilla, y sólo la viuda Martin me vio. -Se quedó acodado sobre el mostrador, bebiendo, hasta que Baptiste regresó del teléfono y le hizo una seña. Respondió encogiéndose de hombros, salió y fue a buscar a la forja un martillo de tres kilos que puso al lado de su cama. Por alguna razón misteriosa, la primera respuesta al pedido de ayuda de Baptiste llegó en la forma de una excitada brigada de bomberos con una escalera de doce metros y tres bombas. Este circo, que había batido el récord de Vannes a Chateauverne por más de un minuto, apareció en la plaza con un sonoro clamor de sirenas y campanas, diseminando gansos, gallinas, repollos y chismosos. De inmediato Chateauverne se convirtió en un tumulto, mientras los voluntarios corrían en todas direcciones en busca de un inexistente incendio. Entre algunos ebrios se hablaba de quemar algo para justificar el brío de la visita y los gastos. Una hora más tarde, después de muchos gritos, discusiones y repetidas llamadas telefónicas a Vannes, los bomberos se retiraron llevándose tres botellas de vino nuevo. Se les sugirió no ir a Pontaupis, de donde quizá les habrían llamado, y que debía haber sido arrasada hasta sus cimientos mucho antes. Menos espectacularmente fue descargada en una calle lateral una carretada de gendarmes, que entraron en la capilla. Germaine Joubert les vio, se acercó a la puerta con otras personas y las noticias empezaron a volar de boca en boca. -El tercero. -Como los otros. -Es Portale. Les impresionó, aunque la noticia no les tocaba tan de cerca. Magnífico Portale no era un nativo de Chateauverne. De origen extranjero, y según se creía ibérico, había vagado por las inmediaciones durante años, ganándose precariamente la vida con una cara llena de amor y un corazón lleno de concupiscencia. Se rumoreaba que Magnífico era el padre de diecisiete hijos, ocho de ellos de su legítima esposa. A pesar de esta indiscriminación copulatoria se le tenía en cierta estima porque había alegrado la vida de las mujeres sin hijos y su pecado era en suma la caridad cristiana. Los gendarmes se llevaron a Magnífico violentamente contraído y el día siguiente regresaron con grandes cajas, palas, un documento oficial lleno de frases como «dispónese» y «por cuanto», excavaron las tumbas de Girandole y Laverne, los empaquetaron y se los llevaron a Vannes. Para este momento, Chateauverne había decidido que dos eran bastante y tres demasiado. La soberbia puntería de los rayos resentía la credulidad, especialmente porque nada similar había ocurrido nunca. Debía haber un asesino suelto, un maníaco.

Aparecieron los postigos de roble. La forja de Emile Périé empezó a echar humo y a producir martillazos para tratar de cumplir las exigencias de un súbito boom de trancas y cerrojos más grandes y sólidos. Armand Descoules tenía todas las calles para él después de las ocho y media, pero debía cortejar a Joséphine a la distancia máxima de un tiro de piedra de su casa y tuvo que postergar su romántica intención de tomar lo poco que aún le faltaba. La cuarta noche después del traslado de los cuerpos a Vannes, cuando todavía proseguían las especulaciones y el miedo rondaba por los callejones oscuros, Baptiste Boitavin llegó a una decisión. -Este salvaje ha matado solamente de noche y en la plantación -dijo-. Ese es un juego al que pueden jugar dos. -Tomó entonces una pesada escopeta de dos caños y agregó-: Vamos a buscarlo y a terminar con él. -Excelente idea -aprobó Hippolyte Lemaitre-. Esos de Vannes duermen con la satisfacción porcina de los que están engordados a impuestos. Nos podrían liquidar a todos en orden alfabético antes de que se despierten. Lo mejor será que actuemos nosotros mismos. Hubo murmullos de apoyo. Sólo Timothée Clotaire, el sepulturero de la iglesia, se opuso. Era el tipo de hombre que invariablemente presenta un problema ante cualquier solución. -¿Y si este asesino no es un ser humano? -Ya sabemos que no lo es. Es inhumano. -Baptiste escupió en el suelo-. Le mataremos. -¿Y si es una fiera, como un gorila enloquecido? -Lo mismo volará hecho pedazos. -¿Y si fuera un elefante escapado del Cirque Nationale? -insistió Timothée. Su mirada veía la escopeta de Baptiste del tamaño de una cerilla en comparación con un elefante. -Por mí, podría ser una boa constrictor de veinte metros -afirmó redondamente Baptiste, echándose el arma al hombro-. Estoy listo. ¿Quién más viene conmigo? Se le unieron diez, armados con siete rifles, una pistola de tiro al blanco, un antiguo machete y una maza de roble con formidables tachones de bronce. Impregnado de ferocidad marcial, el grupo se puso en marcha, seguido a la distancia por Hyacinth Peuch, que mostraba sus dientes amarillos y parecía curioso. Durante tres horas batieron los bosques. Se llamaban unos a otros y orinaban a intervalos frecuentes; molestaron bastante a los conejos y a los búhos, pero no encontraron nada maníaco ni monstruoso. Uno por uno fueron regresando a sus hogares, fatigados, cada cual de acuerdo a la medida de su paciencia. A las tres de la mañana Jean Pierre Boitavin despertó a Hippolyte Lemaitre golpeando violentamente la puerta. -¡Hola! ¡Ya está aquí! ¿Volvieron los demás? Seguramente. -Hippolyte se frotaba los ojos, demasiado estupidizado por el sueño para sentirse irritado-. ¿Qué ocurre, Jean Pierre? -¿Dónde está Baptiste? -¿No ha regresado? -Hippolyte miró su reloj, vio que era muy tarde y se despertó en el acto. Hizo girar la llave-: Pase y espere a que me vista. Vamos a buscarle. Le encontraron exactamente donde se lo figuraban, aunque ninguno había querido admitirlo. Cerca de la piedra del meteorito, con el arma sin descargar junto a su mano fría. Apenas era reconocible. Una nueva gran caja llegó de Vannes y se llevó a Baptiste bajo la mirada inquisitiva de Roger Corbeau, un chico de doce años y pelo en desorden. Roger era por naturaleza tan poco respetuoso del peligro que ya se había roto cuatro huesos, le habían hecho siete suturas y había tenido en dos oportunidades la vida en un hilo. Esto no ocurría porque estuviese lleno de coraje sino más bien por la ceguera particular de las personas propensas a los accidentes. En otras palabras, tenía algo en común con Ilyacinth Peuch, sólo que no tan desarrollado. Entre los conocedores locales de los desastres, cundía la idea de que Roger no duraría mucho en este mundo porque Jesús lo quería para hacerse con él un rayo de sol. Los oráculos dieron justo en el centro. Roger fue obedientemente a la cama, se escapó por la ventana del tejado, y se dirigió directamente a la plantación para ver por sí mismo lo que ocurría. Seguramente su entusiasmo se habría evaporado en menos de una hora si le hubieran hecho esperar todo ese tiempo; pero, característicamente, eligió un momento en que el servicio era rápido y eficiente. A su debido tiempo fue buscado, descubierto y llevado a Vannes en una caja más chica, bajo una lluvia feroz. Dos gendarmes con sus carabinas cargadas empezaron a montar guardia por las noches en la plantación. Durante los diez días siguientes no ocurrió nada. Reinaba el buen tiempo y hacía calor. Aunque les aburría su tarea, la cumplían a conciencia; pero no oyeron nada sospechoso ni vieron nada que pudiera ser motivo de alarma.

A las diez y veinte de la undécima noche, uno de ellos fue a casa de Tillie Benoit en busca del café que ella preparaba, tal como se había establecido oficialmente. Llevaba una lata de mala gana, porque la atmósfera estaba más fría y parecía presagiar una lluvia, y además porque pensaba que bien podría prepararles el café alguien más sociable y simpático que Tillie, una mujer flaca y frígida que les dispensaba esa bebida como si le estuviera haciendo un favor a los leprosos. Sin embargo se quedó con Tillie tanto como pudo, mantuvo con ella una conversación llena de elevada moralidad y bajos propósitos, con la encallecida determinación de alguien que considera cada fortaleza como un desafío y que, de cualquier manera, debe mantener la reputación cuidadosamente cultivada de ser tan apasionado como un gato entero repleto de curry. Pasó casi una hora antes de que regresara, derrotado. Una vez en el obelisco, miró a su alrededor. -Marcel. Silencio. -¡Marcel! No hubo respuesta. En voz más alta y levemente temblorosa: -¡Marcel! El viento frío susurraba entre los árboles. Percibió un olor acre, débil pero familiar y perturbador. Olfateó, tratando de recordar. ¡ Sangre! Dejó caer la lata de café de la mano izquierda y la carabina de la derecha. Abandonó a Marcel, giró y corrió como jamás había corrido antes. Cuarenta hombres de la primera compañía del regimiento 23 de Infantería llegaron la tarde siguiente. Ocuparon posiciones en la plantación con órdenes estrictas de no permitir la entrada a nadie. Un periodista llegó desde l'Orient, y fue enviado por la viuda Martin a investigar una masacre imaginaria en Pontaupis, donde hacía tiempo que estaba haciendo falta una buena. El prefecto de Morbihan visitó personalmente Chateauverne, estuvo tres minutos y se marchó. La semana siguiente no ocurrió nada. Tillie Benoit rechazó a los cuarenta soldados, cada uno de los cuales pensó que era idéntica a la madre de su perrito mascota. El oficial al mando de la tropa, un capitán, no opinó al respecto. Estaba satisfecho porque le habían dado una dirección en donde podía hacer sus ejercicios de calistenia sobre alfombra, tan necesarios para la salud y el espíritu del guerrero. Por lo que se podía ver, poco más se hizo al respecto de las sucesivas tragedias; pero el jueves a la noche apareció una persona en la fonda. Era un hombre pequeño y delicado, de aspecto ágil, con una barba blanca de chivo y ojos fríos y azules. -¿Es usted Jean Pierre Boitavin? -Sí, señor. El otro exhibió una tarjeta. George Fouriiier, Inspecteur. Sureté Générale. -¡Ah, la Policía! -dijo Jean Pierre, impresionado-. No es necesario preguntar qué le trae aquí. El inspector Fournier asintió. -Ya he interrogado a una cantidad de personas: el abate Courtot, Périé, Lemaitre, Mme. Martin y otros. Todos aquellos cuya información podría ser útil. Sólo me quedan dos nombres en la lista: el suyo y... -tomó una libreta y la consultó- un tal Hyacinth Peuch. -Los ojos helados horadaron a Jean Pierre-. Por favor, dígame todo lo que sepa sobre este asunto. Obediente, Jean Pierre contó los hechos con tantos detalles como pudo recordar. -Es la misma historia -comentó Fournier-. ¿Dónde está Peuch? ¿Dónde se le puede encontrar? -Allí fuera. -Jean Pierre señaló la plaza-. Es ese pobre subnormal que está jugando con esas basuras. -Ajá... ¿Puede hablar? -Ciertamente, monsieur. Sólo que la gente extraña le asusta. -Pensó un instante-. Le voy a llamar y le voy a dar un coñac. Esperaremos hasta que lo absorba, después, usted podría convidarle con otro: eso tendrá un aire fraternal. Y después de dos coñacs le besará la frente y le llenará de baba. -Llámele -ordenó Fournier, acostumbrado a sufrir cuando se trataba de cumplir con su deber. Hyacinth se acercó con ese andar arrastrado y ladeado que caracteriza a muchos subnormales. Bebió lentamente el coñac, con cierta suspicacia, porque la gente del pueblo le aconsejaba siempre que se cuidara de la gente que le ofrecía regalos. -Hyacinth sabe cuándo va a llover -dijo Jean Pierre, para gratificarle con un elogio-. Si dice que lloverá,

llueve. Después de cada una de las muertes anuncio que los ángeles llorarían, y así lo hicieron. -¿Ah, sí? -dijo Fournier, estudiando el aspecto de cementerio de los dientes de Hyacinth-. ¿Y por qué llueve después de las muertes? -Para que se vaya la sangre -informó Hyacinth. Luego terminó el coñac, chasqueó los labios y sonrió. -¿Que vaya adónde? -A las raíces. -Ah, a las raíces -dijo Fournier. Alzó una ceja inquisitivamente-. ¿Y qué raíces son ésas? -Las del árbol. -Hyacinth miró la copa vacía. -Sírvale otro -ordenó Fournier-. Me interesan muchísimo los árboles, Monsieur Peutch. ¿De qué árbol me habla? Encantado de oírse llamar monsieur, el tonto tartamudeó: -El... el grande que... que atrapa conejos. Un destello brilló en los ojos de Fournier mientras preguntaba: -¿Usted lo ha visto hacer eso? Myacinth no respondió. -Muéstreme cómo lo hace -invitó Fournier, con paciencia. -Vamos, muéstrale al señor -dijo Jean Pierre-. Nunca han visto una cosa así en París. Con cierta resistencia, Hyacinth dejó su copa, se paro, extendió rígidamente los brazos por encima de la cabeza y miró al cielorraso. -Está así todo el día -informó-. No se puede mover por la luz. Pero de noche... -¿Sí? -Hay cosas que corren sobre las raíces, cosas con sangre... -Siga -urgió Fournier. -Entonces... -Hyacinth respiró profundamente. Luego sus brazos vibraron, y de pronto bajaron velozmente hasta sus pies, con toda su fuerza. Los dedos arañaron el suelo. Luego enderezó el cuerpo y alzó un poco los brazos. Se quedó mirándoles, con un gorgoteo de placer, mientras sus manos retorcían algo y la sangre imaginaria goteaba sobre sus pies. -Y en seguida llueve -dijo. Jean Pierre empinó la botella de coñac. -Necesito yo un trago -dijo. Bebió y miró a Hyacinth-. Nom d’un chien! ¿Cómo puede haber un árbol así? -¿Y le viste coger así conejos? -dijo Fournier-. ¿Muchas veces? ¿Desde hace mucho? -Cuatro, cinco, seis años. Tal vez más. No sé. -Hyacinth sostuvo una mano a la altura de su cabeza-. Desde que el árbol era así de grande. -¿Y eso ocurre con frecuencia? -dijo Fournier. -Sólo de noche y cuando está por llover -dijo el experto en los procedimientos del misterio-. Si no hay lluvia, no hay caza. Fournier no se molestó en preguntar por qué no había dicho nada de esto antes. Sabía la respuesta: los locos aprenden pronto a no hablar demasiado de su locura. -¿Nos puedes llevar hasta ese árbol? -Sí, Monsieur. En la creciente oscuridad, el vegetal no parecía distinto de otros árboles cercanos. Simplemente un grueso y nudoso tronco de altas ramas y una masa de hojas anchas y carnosas. Estaba exactamente a ocho metros del obelisco. Cuarenta soldados lo rodeaban mientras el inspector Fournier examinaba cuidadosamente lo que se podía ver a la luz de media docena de linternas. -¿Está seguro de que ésta es la planta asesina? -Seguro, Monsieur -afirmó Hyacinth, muy satisfecho de ser el centro de la atención sin que nadie se burlara. -¿No hay otros? -No, Monsieur. -Eso es una locura -exclamó el capitán, frustrado en sus designios de dedicar la noche a asaltar los encantos de la maestra del pueblo. Atravesó marcialmente el cerco de soldados, golpeteó con su bastón el duro tronco y agregó con autoridad-: Ninguna planta puede tener suficiente sensibilidad o velocidad de reacción. Ni sus miembros pueden tener bastante elasticidad. Es decir que...

Sus últimas palabras se perdieron en una súbita ráfaga de aire y un tremendo swish cuando media docena de ramas descendieron y le capturaron. Subió y subió en el aire, y las ramas le exprimieron como un trapo mojado. No brotó de él un grito ni un gemido. Sólo se oyó el ruido de los huesos rotos, la carne desgarrada, el gotear de la sangre. Con una sacudida final, las ramas dejaron caer el cuerpo y regresaron a su posición original. Silencioso, impasible, satisfecho, el árbol se irguió en la oscuridad. Alguien iluminó con una linterna el cuerpo, murmurando sombríos juramentos. -Va a llover -prometió Hyacinth Peuch. Fournier volvió a la vida como si se despertase de una pesadilla. Se hizo cargo de la situación con rápidas órdenes. _Saquen el cuerpo de aquí. Traigan madera, ramas, quesoreno, todo lo que sea combustible. Arrójenlo junto al monstruo. Con cuidado, no se acerquen. ¡Rápido, idiotas, rápido! Se lanzaron a una frenética actividad. En poco tiempo la pirámide de leña llegó hasta la altura de las ramas bajas. Encima de todo arrojaron el quesoreno requisado de las lámparas y estufas de Tillie Benoit. Fournier personalmente arrimó la cerilla. El fuego empezó a arder, vaciló, y de pronto se alzó hacia el cielo. En ese momento el árbol empezó a sacudirse como un ser enloquecido, arrojando chispas y tizones ardientes en todas direcciones, lleno de vida violenta y terrible. Los hombres no fueron piadosos: continuaron arrojando leños al fuego hasta que el tronco de un árbol vecino reventó por la presión de la savia hirviente. Al alba no quedaba más que un círculo de cenizas grises del que retiraron unos carbonizados restos de raíces, con los que hicieron un fuego más pequeño. A las diez de la mañana, cansados, sucios, despeinados, regresaron a la plaza. Fournier entró en la fonda, se lavó y pidió el desayuno. -Era un árbol, una planta sedienta de sangre venida de quién sabe dónde. Quizás ese meteorito trajo la semilla desde algún oscuro mundo. -Pensó un momento-. Sea como sea hemos visto el fin de este vampiro. Chateauverne no volverá a tener problemas. -No estoy tan seguro, Monsieur -dijo Jean Pierre-. En Chateauverne, cuando a uno no lo estrangulan o le usan para el caldo, le roban cuarenta francos o le retienen prisionero en un excusado como un emperador sin poder. -Alcanzó una botella-. ¿Querría un coñac? -Ciertamente. Falta contar el resto, que quizá nunca será narrado. Una chispa de vida había venido del fondo del espacio y se había arraigado en Chateauverne: como era fototrópica, de día permanecía como hipnotizada, y de noche crecía, se movía, y bebía sangre. Así ocurrió hasta que fue destruida. No se le concedió a Hyacinth Peuch, el tonto, ningún crédito por esto. Antes bien, se le criticó por no haber hablado antes, aunque en ese caso nadie le hubiese creído. Hasta un idiota puede tener sensibilidad, de modo que tampoco la primavera siguiente se expuso a ser insultado. Al regresar de cierta glorieta escondida donde a veces sus ojos, bizcos pero eficaces, le instruían sobre las artes gemelas del cortejo y la conquista, vio una especie de castaña velluda que cruzaba el sendero. Era una cosa pequeña, pardusca, brillante, cubierta de cilias temblorosas. Se movía lenta y trabajosamente entre la hierba; cayó sin poder evitarlo por el plano inclinado de un zanjón y trepó la margen opuesta: allí se acomodó en la parte más alta, se hundió en el suelo y desapareció de la vista. Muy de vez en cuando volvió a ese lugar, pero cerca de la zanja brotaban continuamente matas y arbustos, y no habla manera de distinguir entre locales y visitantes. Un día, a fines de octubre, advirtió una rata muerta, seca y retorcida debajo de un arbusto de un metro de alto. Chateauverne recibió el aviso que se le debía. -Va a llover -le dijo Hyacinth a la viuda Martin, en su voz encharcada y llena de gorgoteos, sonriendo, con la cabeza ladeada y una gota pendiente de la nariz. Ahora bien, la viuda Martin era una mujer sana y fuerte, consciente de su soledad, y estaba gozando silenciosa e inocentemente de sus propios deseos; y la imagen de Hyacinth le resultaba en ese momento tan indeseable como una rata muerta en un banquete. Así que gruñó: Vete, tonto! -y, rascándose el trasero, olvidó la cuestión.

FIN

FACTOR DE IRRITACIÓN (Nuisance value 1956)

*** La nave era pequeña, aerodinámica y merecía ser entregada ya al chatarrero. Yacía inútil entre la alta hierba, con su tiempo de servicio finalizado para siempre. El nombre Negra II estaba pintado a cada lado de su proa. No había ningún significado especial en este nombre, sino que se derivaba de las iniciales Nave Exploradora de Gran Radio de Acción número dos. Hacia la mitad del fuselaje llevaba la estrella plateada de la Unión Espacial, pero esto tampoco significaba nada... pues ahora se hallaba en poder del enemigo. También se hallaba en manos del enemigo toda su tripulación, compuesta por siete hombres, todos terrestres. Formaban una lúgubre hilera, cansados, hastiados, sin armas, y esperando que alguien los llevase a algún sitio. Veinte kastanos los vigilaban mientras otros tres registraban la nave en busca de alguien que hubiera podido esconderse. Los kastanos tenían un aspecto muy humanoide, exceptuando su tamaño. El más bajo de ellos sobrepasaba al más alto de los terrestres en más de una cabeza. Iban desde los dos metros veinticinco a los dos metros cuarenta de altura.

Los terrestres esperaban en hosco silencio mientras grandes y pesados pies recorrían su averiada nave de proa a popa. Finalmente, un oficial salió encogido por la compuerta de aire, seguido por otros dos de menor graduación. Caminando con aire importante hacia el grupo, el oficial habló a un kastano cuya manga izquierda estaba adornada con tres círculos escarlata. Su lenguaje parecía estar compuesto por bufidos y gruñidos. A continuación se enfrentó a los prisioneros y les habló en extralingua. -¿Quién estaba al mando de esta nave? -Yo -respondió Frank Wardle. -Señor. Wardle lo contempló con gélida mirada. -Diga «señor» cuando me hable ordenó el oficial, impaciente. -¿Cuál es su graduación? -inquirió Wardle, nada impresionado. El otro colocó una mano del tamaño de una pala sobre una funda que contenía una enorme pistola ametralladora. -Eso no le importa. Es usted un prisionero. Hará lo que se le diga... de ahora en adelante. -Diré «señor» a todo oficial de rango superior -le informó Wardle con el tono de alguien que conoce sus derechos-. También aceptaré su decisión acerca de si esta fórmula de trato está reservada o no exclusivamente a los oficiales superiores. A su interlocutor le afligía una incertidumbre crónica. Conociendo a sus propios superiores, podía imaginarse muy bien qué partido tomarían en cualquier disputa referente a sus derechos y privilegios. Lo malo que tiene ser oficial es que uno está por debajo de muchos otros oficiales. Quizá fuera mejor dejar correr el asunto, pues era un tema demasiado peligroso para seguir hurgando en él. Miró a los soldados presentes para ver si se daban cuenta de que había sido desafiado. Sus rostros estaban en blanco, no denotaban comprensión. Animándose a si mismo utilizando un tono duro y autoritario, le dijo a Wardle: -No estoy dispuesto a discutir con un simple prisionero. Le queda aún mucho que aprender. Y pronto lo aprenderá. -Sí, maestro -estuvo de acuerdo Wardle. Ignorando eso, el oficial prosiguió: -Seguirán a ese sargento. Caminarán tras él en fila de a uno. Habrá centinelas a ambos lados y a retaguardia. Si alguno de ustedes intenta escapar la escolta disparara... a matar. ¿Comprende? -Sí. -Entonces, informe a sus compañeros. -No hay necesidad de ello. Comprenden la extralingua. En la Tierra lo educan a uno. -También en Kasta -replicó el oficial-. Como muy pronto van a descubrir. Se volvió hacia el sargento -Lléveselos. La tripulación de la Negra se puso en marcha, siguiendo obediente al sargento. Tres guardias, a cada lado, mantenían su paso a tres metros de distancia, justo lo bastante lejos como para que no pudieran saltar y arrebatarles un arma. Cuatro más pisaban con fuerza detrás. Llegaron a un amplio sendero entre enormes árboles y se movieron en contemplativo silencio. Una cosa que parecía un pequeño lagarto con chorreras corrió a lo largo de una rama a quince metros de altura, los miró con ojos como cuentas y emitió algunos chillidos alborozados. Nadie se fijó en él. Las grandes espaldas, de casi un metro de ancho, se bamboleaban frente a ellos mientras sus botas del número cincuenta y cinco hacían tup-tu-tup. No había ninguna dificultad en seguirle, pues su lento caminar compensaba sus enormes zancadas. Las botas de la escolta también resonaban a la derecha, a la izquierda y atrás. Los terrestres se sentían como pigmeos atrapados por elefantes con forma humana. Al fin llegaron a un pequeño campamento, que consistía en media docena de barracones situados en un claro. Allí los siete fueron subidos a un camión, un transporte de tropas con asientos a cada lado. Se sentaron en línea en uno de los lados, con sus pies colgando a unos centímetros del suelo. Los guardianes se acurrucaron en el otro lado, con las pistolas ametralladoras en sus regazos. El camión rugió poniéndose en marcha, arrancó, traqueteó y se bamboleó a lo largo de un camino de tierra, llegó a una gran arteria adoquinada y corrió por ella a toda velocidad durante tres horas. Durante este tiempo, los terrestres no dijeron una sola palabra, pero sus ojos no se apartaron del paisaje que recorrían, como tratando de memorizarlo para siempre.

Con un repentino giro a la derecha que tiró a los prisioneros por el suelo, el camión entró en un centro militar y se detuvo frente a un largo edificio de piedra. Los guardias se rieron sonoramente, agitando sus enormes pechos, mientras empujaban a los cautivos con sus botas. Un grupo de kastanos uniformados se reunieron y contemplaron curiosos cómo los terrestres bajaban y eran conducidos al interior. El sargento los alineó contra una pared, resopló y gruñó algunas palabras de advertencia a la guardia y se apresuro a entrar por una puerta. Al cabo de un tiempo un oficial asomó su cabeza por la misma puerta, contempló a los silenciosos siete y volvió a retirarla. Poco después el sargento reapareció, los apresuró a lo largo de un pasillo de alto techo, y los introdujo en una sala en la que dos oficiales estaban sentados tras un largo escrito-no. Durante veinte minutos los oficiales trastearon con papeles e ignoraron de forma ostensible a los recién llegados. Aquella técnica de mantenerlos esperando era deliberada y premeditada, y tenía por objeto amilanar a los prisioneros con la idea de que eran una basura que podía ser barrida hacia donde se quisiese. Al fin, uno de los oficiales alzó la vista, hizo un gesto de asco, echó sus papeles a un lado y dio un codazo a su compañero, quien también condescendió a darse cuenta de la presencia de los prisioneros terrestres. -¿Quién habla kastano? -preguntó el primero de los oficiales, en ese idioma. No hubo respuesta. -Bien, ¿alguno de ustedes habla extralingua? -persistió. -Todos ellos lo hacen, señor -intervino el sargento, sin esperar a que nadie contestase a la pregunta. -Bien. Entonces, procedamos al interrogatorio. Apuntó al azar con una pluma. -Usted, ése de ahí... ¿Cuál es su nombre? -Robert Cheminais. -¿Número? -105697 -¿Graduación? -Capitán. El otro oficial escribió todo aquello en una hoja mientras la pluma se movía y apuntaba al siguiente. -¿Y usted? -William Holden. -¿Número? -112481. -¿Graduación? -Capitán. Otro movimiento mientras la pluma seleccionaba al tercero. -Frank Wardle. 103882. Capitán. Luego, el resto en rápida sucesión. -James Foley. 109018. Capitán. -Alpin McAlpin, 122474. Capitán. -Henry Casasola. 114086. Capitán. -Ludovic Pye. 101323. Capitán. -Siete capitanes en una nave -comentó el oficial. Lanzó un enorme bufido-. Así es como los terrestres hacen funcionar su Armada. Todo el mundo es capitán... si no es almirante. E, indudablemente, cada uno de ellos tiene cuarenta medallas. Su agria mirada examinó a los cautivos, y luego se posó en Wardle. -¿Cuántas medallas tiene usted? -Ninguna... aún. -¿Aún? Desde luego, pocas posibilidades tiene de conseguir una ahora. No a menos que nos volvamos locos y se la demos nosotros -esperó una respuesta que no se produjo, y luego continuó-: Pero, ¿es usted capitán? -Así es. -¿Y todos los otros son capitanes? -Correcto. -Entonces, ¿quién mandaba la nave? -Yo -contestó Wardle. -En este caso -dijo con voz raspante el oficial-, me podrá decir algo. Me podrá decir, con exactitud, por qué están aquí. -Estamos aquí porque nos han hecho prisioneros.

-¡Eso ya lo sé, estúpido! Lo que quiero saber es por qué ha aparecido una nave terrestre por estos parajes, cuando ninguna se había aventurado por aquí antes. -Estábamos llevando a cabo una patrulla de reconocimiento de gran alcance. Nuestros motores se estropearon, la propulsión se hizo peligrosamente errática, nos vimos obligados a aterrizar. Sus tropas nos apresaron antes de que pudiéramos efectuar las reparaciones -Wardle se alzó de hombros con gesto de completa resignación-. Nos falló la suerte. Así es la guerra. -¿Les falló la suerte? A mi me parece que lo que les falló fue un equipo de calidad inferior. Nuestra Armada Espacial nunca toleraría este tipo de cosas. Nuestro estándar de eficiencia es muy alto - miró fijamente a su interlocutor, y continuó-: Hay expertos en camino para examinar esos motores terrestres. No creo que vayan a descubrir nada que merezca la pena. Wardle no hizo comentario alguno. -Así que estaban ustedes realizando un viaje de espionaje, ¿eh? Pues no les ha servido de mucho, ¿no cree? No hubo respuesta. -Tenemos una fuerza laboral muy útil de cuatrocientos mil prisioneros de la Unión. La adición de siete terrestres no causa una gran diferencia ni en un sentido ni en otro. Son ustedes unos seres de pequeño tamaño y muy débiles -los estudió a los siete, uno tras otro, ahuecando despectivamente los labios-. No obstante, los uniremos a la multitud. En tiempo de guerra todo ayuda... incluso un puñado de capitanes debiluchos. Se volvió hacia el sargento, que escuchaba impasible. -Haga que los envíen enseguida a Gathin. Mandaré sus papeles en cuanto hayamos terminado de prepararlos aquí. Hizo un gesto de despido. El sargento llevó a los siete de regreso al camión, los hizo subir al mismo, se sentó frente a ellos con la guardia a su lado, con las armas dispuestas. El camión se abalanzó hacia adelante, entró en la carretera principal y se puso a la máxima velocidad. Sus ejes emitían un gemido agudo. Holden, que tenía el rostro enjuto y nariz aguileña, se inclinó hacia delante y le dijo al sargento en extralingua: -¿Dónde está Gathin? -Allá arriba -el otro apuntó hacia el cielo con un pulgar parecido a un martillo-. Doce días de vuelo. Minas de antracita, de plomo, fábricas. Mucho trabajo para los muertos -mostró unos enormes dientes-. Los apresados en la guerra es como si estuviesen muertos. Por consiguiente, uno no debe caer prisionero. -¿Comprende el terrestre? -preguntó Holden, pasando a este idioma. El sargento puso la cara en blanco. Irradiando una sonrisa cordial, Holden le dijo: -¡Eres un sucio, enorme y maloliente piojoso! ¡Viva la Unión! -¿Cómo dice? -preguntó el sargento, contestando a la sonrisa con otra a medias. -So imbécil de pies planos y cabeza de chorlito -le respondió Holden, supurando amabilidad-. ¡Ojalá todos tus hijos tengan unas bizqueras horribles y tú mueras ahogado en un montón de mierda de vaca! ¡Viva la Unión! -¿Cómo dice? -repitió el sargento, asombrado pero amistoso. -Tranquilo, Bill -le advirtió Wardle. -Cállate -volviendo de nuevo a la extralingua, Holden le dijo al sargento-: Si quiere, le enseñaré algo de terrestre. El sargento estuvo de acuerdo, pensando que cada migaja de educación era un paso hacia el oficialato. Las lecciones comenzaron mientras el camión seguía bamboleándose. Los prisioneros y los guardias escucharon con interés mientras Holden pronunciaba cuidadosamente palabras y frases, y el sargento las repetía a la perfección. Había logrado una tal fluencia, que en el espacio puerto fueron intercambiados saludos de despedida en la forma enseñada. Holden, haciéndole un gesto obsceno, le dijo: -¡Cáete muerto, rata gorda! Y el sargento, orgulloso de su habilidad lingüística, le contestó: -¡Gracias, oh mi señor! ¡Viva la Unión! Bajaron por la plancha del navío, contemplaron su nuevo entorno, y Wardle dijo en voz baja: -Primero: hemos llegado sin que nos corten el cuello. Segundo: ahora sabemos exactamente dónde está Gathin.

-Sí -estuvo de acuerdo Holden-. Sabemos dónde está exactamente. Pero va a ser más fácil entrar que salir. -Oh, no sé -opinó Wardle, volublemente-. Tenemos la considerable ventaja de que no esperan que lo vayamos a intentar. Recuerda, amigo, en todo el mundo existe la idea generalizada de que un prisionero de guerra forma parte de los muertos en vida, y que está adecuadamente resignado a su sino. Todo el mundo reconoce este hecho excepto los terrestres... que estamos totalmente locos. -No todos los terrestres tuvieron ese punto de vista en otro tiempo -comentó Holden-. Para cuando aprendieron a caminar sobre dos patas, los japoneses consideraron que la captura era mucho más deshonrosa que la muerte. Algunos llegaban hasta a cometer suicidio en la primera oportunidad que se les presentaba. -Eso fue hace muchísimo tiempo, y... -¡Silencio! -aulló un tripudo kastano que estaba en pie junto a la parte inferior de la plancha, con la inevitable guardia tras él. Miró hoscamente a los siete mientras se alineaban delante de él. -Así que ustedes son los terrestres, ¿eh? Habíamos oído hablar de su especie a los stames y aluesinos, los cuales -sonrió con autosatisfacción-, son ahora nuestros esclavos por derecho de conquista. Pero nunca nos dijeron que fueran tan pequeños. ¿O es que nos han enviado un grupo de enanos seleccionados? -Siete enanitos, hijo -le dijo Holden-. Blancanieves viene en la siguiente nave. -¿Blancanieves? -El gordo frunció el ceño y consultó un montón de papeles que tenía en la mano, examinándolos detenidamente uno tras otro-. Tengo aquí documentos acerca de siete terrestres. No dicen nada acerca de que un octavo haya de venir en esta nave o en la siguiente. -Quizá ella no llegase a tiempo -dijo Holden, con ganas de ayudar. -¿Ella? ¿Quiere decir que una hembra fue capturada con ustedes? -Evidentemente no fue capturada. Huyó a los bosques -Holden lanzó una mirada de gran admiración-. Nunca hubiera pensado que lograría escapar. El gordo inspiró profundamente. -¿Informaron ustedes a nuestro Centro de Interrogatorios acerca de esta Blancanieves? -No, hijo. No nos preguntaron por ella. -¡Imbéciles! –escupió-. Ahora tendremos que enviar una señal a Kasta y organizar una amplia búsqueda para capturaría. Eso causará a nuestras fuerzas muchos problemas y pérdida de tiempo. -¡Aleluya! -exclamó Holden, fervientemente. -¿Qué es lo que significa eso? -Que es muy deplorable. -Tiene usted razón -estuvo de acuerdo el gordo, con cierto tono de amenaza-. Y, a su tiempo, será ella la que lo deplorará. Sus ojos recorrieron la hilera, deteniéndose en Ludovic Pye. -¿Y de qué se está riendo usted? ¿Tiene algún trastorno cerebral? -Sufre histeria -le explicó Holden-. Es el shock de la captura. -¡Hum! -exclamó el gordo, abiertamente despectivo-. Débiles de mente como de cuerpo. Los aluesinos y los stames tienen mayor fibra moral, a pesar de ser formas de vida de grado inferior. Se desploman a causa de la debilidad física, pero ninguno de ellos ha enloquecido. Escupió a tierra, con gran vigor. -Terrestres -luego, les hizo un gesto hacia un camión que esperaba-. Suban. Subieron. Fue el mismo procedimiento que antes. Se sentaron en un lado con una hilera de hoscos guardias frente a ellos. El camión corrió por un paisaje diferente al de Kasta. Aquí los árboles eran más pequeños, aunque seguían siendo grandes comparándolos con los de la Tierra. Fueron espesándose y pronto parecieron una jungla a través de la cual seguía el camino, en una ancha línea, perfectamente recta. A medio camino de su meta se encontraron con un equipo de aluesinos trabajando junto al camino. Eran unos seres de forma humana casi tan altos como los kastanos, pero más delgados. Tenían pupilas en forma de rendija, como los gatos, y eran de naturaleza nocturna. Sólo ellos sabían la tortura que les representaba el trabajar como esclavos a plena luz del día. Los aluesinos observaron a los terrestres sin interés ni sorpresa. Cada uno de ellos tenía la tremenda apatía de un ser resignado por la costumbre a su sino y que da por supuesta actitud similar entre los otros. Holden, que estaba sentado junto a la parte de atrás, se inclinó hacia afuera mientras el camión pasaba rugiendo y lanzó un grito: -¡Floreat Aluesia! No causó ninguna excitación visible. Un guardia se inclinó y le golpeó en una rodilla con la culata de su arma. -¡Fosham gubitsch! -gruñó en incomprensible kastano.

-¡Cierra la boca! -le dijo Holden en igualmente incomprensible terrestre. -Y tú la tuya -le ordenó Wardle-. Ya tendremos bastantes problemas antes de que acabe esto. -No van a hablar más en el lenguaje de los enanos -intervino el gordo, cortando un gruñido en siete trozos y dedicándole un pedazo a cada uno-. Todas las conversaciones serán en extralingua. Es decir, hasta que hayan aprendido kastano. -¡Ja! -exclamó Holden, decidido a decir la última palabra. El oficial era enorme incluso para uno de su raza. Usaba un uniforme pegado a la piel de un color verde oscuro, adornado con galones plateados. Un par de pequeñas flechas blancas decoraban la tapa de su bolsillo superior. Su rostro era amplio, basto y duro, y su expresión severa. -Soy el comandante de esta prisión. Tengo sobre ustedes el poder del dolor y el sufrimiento, de la vida y de la muerte. Por consiguiente, van a esforzarse para complacerme en todo momento. De ahora en adelante, ése será su único objetivo, el único motivo de su existencia... el complacerme. Los siete permanecieron en silencio mientras se paseaba, muy pagado de sí mismo, de un lado a otro de la alfombra. -No hemos tenido a ningún terrestre antes, y ahora que los tenemos no nos hemos formado una gran opinión de ellos. De todos modos, utilizaremos cualquier tipo de trabajo que ustedes sean capaces de realizar. Esa es la recompensa adecuada a nuestra victoria y el castigo apropiado a su derrota. Holden abrió la boca, y la cerró al caer el tacón de Warden sobre los dedos de sus pies. -Serán conducidos a sus alojamientos -concluyó el oficial-. Por la mañana serán examinados sus conocimientos y aptitudes. Entonces, se les asignarán tareas adecuadas -se sentó, se recostó en su sillón y su rostro adquirió una expresión de aburrimiento-. Lléveselos, sargento. Les hicieron marchar en fila india y tuvieron que esperar una hora en medio de un gran patio de cemento. A cada lado del mismo se alzaban edificios de sólida piedra de diez pisos. Más allá de los edificios había un muro de dieciocho metros de altura. Todo el lugar parecía vacío, y no se veía a ningún otro prisionero. Al fin, surgió un jefe de guardianes, recibió el mando de manos del sargento y los llevó al edificio de la derecha, haciéndolos subir por los escalones de piedra hasta el sexto piso. Luego, recorrieron un pasillo hasta llegar a una gran habitación con paredes de piedra desnuda. -¿Comprenden el kastano? Lo miraron, sin responderle. -¿Extralingua? -Sí -dijo Wardle, hablando por el grupo. El jefe de guardias se irguió en toda su altura, expandió su pecho y espetó: -Soy el jefe de guardias Slovits. Mando este bloque. Tengo sobre ustedes el poder de la vida y de la muerte. Por consiguiente van a esforzarse por complacerme en todo momento. -De ahora en adelante, ése será... -le apuntó Holden. -¿Eh? -Le estaba indicando que le comprendemos -explicó Holden, con el rostro inexpresivo-. Nuestro único objetivo será el complacerle, jefe de guardias Slobovitch. -Slovits corrigió Slovits. Y luego prosiguió-: Permanecerán aquí hasta que suene en el exterior el gran gong. Entonces desfilarán por el patio con los otros, para recibir su comida de la noche. ¿Comprendido? -Sí -dijo Wardle, evitando que el burlón Holden interviniera de nuevo. -No se darán empellones con los otros prisioneros, ni se pelearán de un modo excesivo por la comida. Los desórdenes serán eliminados con el látigo. ¿Comprendido? Sí, jefe de guardias Slobovitch -aseguró Holden, adelantándose a Wardle en su papel de portavoz. -¡Slovits! -dijo Slovits, lanzándole una mirada asesina. Salió pisando fuerte, y cerró la puerta tras de él, con un gran golpe. Wardle le profetizó a Holden: -Uno de estos días te vas a ahorcar con tu propia lengua. -Eso ya ha sucedido. Me presenté voluntario para esta loca misión, ¿no? -Lo hiciste. Que eso te sirva de advertencia. Había doce camas en la habitación, consistentes cada una en una simple plancha de madera sujeta a un marco de madera. Las camas tenían dos metros setenta de largo y estaban cubiertas con una manta del mismo largo algo raída y no demasiado limpia. Al extremo de la habitación había un grifo y una pica de lavabo. -Todos los retrasos de la técnica moderna -gruñó Foley, para el que la principal maldición del servicio militar era la falta de comodidades. -Doce camas -observó Alpin McAlpin-. Me pregunto si eso significará que van a meter algunos stames o

aluesinos con nosotros. Si es así, nos resultará más fácil el efectuar contactos enseguida. -Tendremos que esperar y ver qué pasa -dijo Wardle. Se dirigió hasta la puerta, y probó a abrirla. Resistió.. Con cerradura automática y de metal sólido. ¡Hum! No me habría sorprendido que la hubiesen dejado abierta. Fue hasta una de las cuatro ventanas. No había barrotes que impidiesen la salida. Las ventanas tenían bisagras y se abrieron sin problema alguno. Un pequeño elefante podría haber pasado por ellas y escapado... siempre que tuviese alas. Los otros se unieron a él para dar una mirada. Justo debajo de ellos el costado del bloque caía en vertical desde una altura de seis pisos. Por encima, se alzaban cuatro pisos más hasta el techo. No había salientes, ni cornisas, ni otras aberturas más que las ventanas. Al fondo estaba el suelo de cemento de una dureza quebranta-huesos, de doce metros de ancho, y que terminaba en el muro exterior. Era evidente que habían sido acomodados en el lado del bloque más alejado del patio, aunque si esto iba a resultar ventajoso o no aún estaba por ver. El gran muro exterior de la prisión se alzaba a unos dieciocho metros del suelo, por lo que su cima quedaba a un medio metro por debajo del nivel del suelo de su habitación. De este modo, podían mirar por encima del mismo y ver gran parte del paisaje de más allá. Por lo que podían juzgar desde su punto de vista, la cima del muro tenía un metro y medio de ancho. En cada lado, unos treinta centímetros de este ancho estaban tachonados con una triple hilera de clavos metálicos de unos quince centímetros de largo y distanciados unos siete centímetros y medio uno del otro. Los noventa centímetros centrales formaban un camino de ronda a lo largo del cual pasaban de vez en cuando guardias armados, cuya atención estaba principalmente dirigida hacia fuera y no hacia dentro. Foley le dijo a Holden: -Ahora tenemos una ocasión inmejorable para ir deshaciéndonos de ellos de una forma bien fácil. -¿Cómo? -Llamas la atención de un centinela desde aquí. Mira hacia la ventana, ve tu horrible rostro, se desmaya al verlo, se desploma sobre los clavos y queda empalado. -Es el chiste más bueno que he oído en muchos años -dijo Holden con cara agria-. Mira cómo me meo de risa. -Callaos, so desgraciados -ordenó Wardle. Se apartó de la ventana, se sentó en el borde de una cama, contó sus dedos mientras seguía hablando y fue explicando sus puntos uno tras otro-. Revisemos la situación. Los demás asintieron, se sentaron a su alrededor y le escucharon. -Los sabelotodos de la Tierra dijeron que la Unión sufre una desventaja a causa de la psicología alienígena, que se aplica tanto a los enemigos como a nuestros aliados. En este aspecto, los terrestres parecemos ser únicos... aunque quizá algún día nos encontremos con una forma de vida aún desconocida que use lo que nosotros consideramos sentido común. ¿Correcto? Asintieron. -De acuerdo. Este punto de vista alienígena afirma que el ser hecho prisionero liberado rehúsa regresar a su hogar, su familia prefiere considerarle muerto que admitir la vergüenza que representa el que siga vivo. Así que no hay ningún motivo para que un prisionero escape exceptuando el poder cometer un tranquilo, silencioso e ininterrumpido suicidio. Eso nos da una ventaja al tratar con nuestros enemigos... pero es todo un inconveniente para nuestros aliados. ¿Eh? De nuevo asintieron. -Las bajas de los stames y aluesinos consisten solo en muertos y heridos. Oficialmente no hay ningún desaparecido. Así que aquí hay un poderoso ejército que, según ellos dicen, no existe -hizo una pausa y añadió-: ¡Y luego afirman que los terrestres estamos locos! -Si no lo estamos -intervino Holden-, ¿cómo es que nos hallamos aquí? Sin hacer caso de la interrupción, Wardle prosiguió: -Los sabelotodos nos prometieron que nos hallaríamos en circunstancias moldeadas por la inevitable suposición del enemigo de que jamás soñaríamos en escapar para ningún otro propósito que no fuera la autodestrucción. Por ejemplo, nos dijeron que nos registrarían en busca de armas y documentos, pero no de material de fugas. Hasta ahora, han demostrado tener razón, ¿no es así? -Sí-dijo Holden, palpando en busca de un reloj de bolsillo que no era un reloj de bolsillo. -Dijeron que todo lo que exigiría el enemigo de nosotros sería una absoluta obediencia, porque el único problema que tiene en el trato con los cautivos es su reluctancia a trabajar. Como es natural, un tipo que se considera a sí mismo muerto no va a sudar más de lo necesario. Así que los kastanos jamás han tenido más problema con los prisioneros que los que caen dentro de dos categorías, es decir, el trabajo lento y los

suicidios ocasionales. Jamás se han tenido que enfrentar contra el ridículo, el sabotaje, las huidas organizadas o nada similar. Al no compartir nuestro estado de mente no pueden esperar ninguna dificultad al tener que manejar a unos pocos terrestres -se detuvo, se rascó pensativo la barbilla y preguntó-: ¿Creéis que la forma en que nos han tratado hasta el momento demuestra que también en esto tenían razón los sabelotodos? -Sí -afirmó Holden, y los otros estuvieron de acuerdo con él. -¡Bien! Entonces, lo que tenemos que hacer a continuación es comprobar si tenían razón en todo lo demás porque, si no es así, vamos a encontrarnos en un verdadero problema... un problema con el que podríamos vernos obligados a vivir hasta que la muerte nos separe. Contó con otro dedo mientras indicaba el siguiente punto: -Las eminencias grises afirman que las prisiones de Kastan deben ser tan seguras y tan bien construidas como cualquiera de las nuestras, pero con una significativa diferencia: las defensas serán contra cualquier ataque del exterior en lugar de contra una huida en masa desde el interior. Los kastanos esperan lo primero, pero no lo segundo, dando por supuesto que los motivos de la Unión no serían liberar a sus propios hombres sino más bien el privar a la economía de Kastan de una valiosa fuerza laboral. -Todo eso son suposiciones muy poco sólidas -intervino Alpin McAlpin-. Yo no daría por supuesto que conocía la mentalidad kastana en base a lo que se imaginan los expertos de la Tierra. Tendremos que hacer un montón de comprobaciones antes de saber a dónde vamos. -A eso es a lo que voy -dijo Wardle, clavando su vista en Holden-. Seamos humildes y obedientes por un tiempo. Convirtámonos en voluntariosas y pacientes bestias de carga mientras mantenemos los ojos bien abiertos en busca de evidencias confirmatorias. De ahora en adelante conferenciaremos cada noche y correlacionaremos cualquier dato que hayamos reunido. -¿Por qué me miras así? -preguntó Holden, erizado como un gato. -Porque eres demasiado burlón, amigo. Se supone que debes interpretar un papel, y eres un mal actor. -¡Me importa un huevo lo que opines! Me considero muy por encima de esos kastanos, por ser portador de valores eternos. -Al igual que todos los demás. Pero debemos ocultarlo mientras nos parezca conveniente. Las buenas maneras son el arte de parecer que uno no es superior. Un gran gong resonó en algún punto al otro lado del patio. -Comida -añadió Foley, iniciando la hilera junto a la puerta-. Comida de prisión. A ver si también bromeáis con esto. La puerta cliqueteó al abrirse; la atravesaron y salieron a un corredor vacío, bajaron las escaleras y salieron al patio. Allí un guardia los paró, y le entregó a cada hombre un bol de madera y una cuchara del mismo material. -Se quedarán estos utensilios y los cuidarán. Su pérdida o destrucción será castigada -señaló al otro lado del patio de cemento con un dedo del tamaño de una banana-. Durante todas las comidas estarán con esos stames. No se unirán a ninguno de los otros grupos, a menos que se les ordene hacerlo. Atravesaron el patio y se unieron al final de la hilera de stames indicada. Ante ellos, la cola se extendía como una serpiente por un centenar de metros, pasaba por una abertura entre los bloques y daba la vuelta hasta llegar a la cocina, situada en la parte de atrás de uno de ellos. Cerca se hallaban otras cuatro hilera que iban adelantando lentamente. Una compuesta totalmente por stames, dos por aluesinos y otra por especies diversas. Los stames también eran humanoides, y pasaban cabeza y hombros por encima de los terrestres. Esta unanimidad de forma no sorprendía a nadie. Hasta ahora, todas las razas inteligentes halladas provenían de planetas que tenían aproximadamente las mismas condiciones que la Tierra, y cada una de ellas había tenido la misma forma sin más que algunas variaciones menores. Se podría reunir toda una biblioteca con los libros que habían sido escritos sobre el tema con títulos tales como La dominación cósmica de la estructura simia. Las similaritudes servían para enfatizar las diferencias. Los stames eran luchadores de primera clase en su propia área, pero no agresivamente belicosos como los kastanos. No eran nocturnos como los aluesinos. Les faltaba cualquier apreciación de lo ridículo tal como la poseen los terrestres. Eran una raza seria, desprovista de humor, productora de una literatura sombría y una música tristona. Holden llamó al que estaba situado delante de él. El stame se volvió, y lo miró bajando la vista desde su mayor altura. Tenía un rostro doliente, una expresión lúgubre y parecía miembro fundador de la Sociedad de los Decepcionados. -¿Qué tal es la bazofia aquí, Alegre?-le preguntó Holden. -Poca y mala.

-Me lo imaginaba. -Así que ahora están capturando terrestres -comentó el stame-. ¿Han llegado tan lejos, houne? ¿Es que está casi perdida la guerra, houne? -¿Y a ti que te importa? De todos modos, ya te han tirado a los cocodrilos. -¿Crocodrilos? ¿Qué es eso, por favor? -Los kastanos cuando sonríen -le informó Holden-. Pero por favor, no se lo digas a nadie. La cola siguió hacia adelante. Aparecieron más stames, poniéndose tras los terrestres. No hablaban, a menos que se les hablase primero. Todos ellos eran delgados, estaban desnutridos, tenían los ojos opacos y aspecto apático. Los stames y aluesinos de las líneas paralelas no estaban en mejores condiciones. Sus uniformes estaban desgastados y sucios. Un tercio de ellos no tenían ni botas ni zapatos y pisaban el cemento descalzos. En la cocina, cuarenta aluesinos impasibles estaban por parejas junto a veinte grandes ollas humeantes y servían su contenido bajo los vigilantes ojos de otros tantos guardias. Un cazo casi llenaba el bol. Holden, el primero de los terrestres, recibió su ración, la examinó detenidamente, la olió y dijo con voz rasposa: -¿Qué clase de pócima es esta? Un guardia lo miró. -¿Qué dice? -Digo que es una asquerosa vergüenza, so mamón. -Debe hablar únicamente en extralingua -le regañó el guardia-. El usar su propio lenguaje está prohibido. Llevándose los boles tras haber sido servidos, siguieron el ejemplo de los que les habían precedido y se sentaron en el duro suelo del patio para comer. Tomando sus cucharas las llenaron y sorbieron al unísono. La cocción tenía un sabor como de sopa de vegetales diversos. Inidentificables porciones de algo flotaban por ella, y, para los olfatos terrestres, tenía la fragancia de la sección de felinos de un zoo. Se terminaron el guisado sin entusiasmo, lavaron los boles y cucharas bajo un grifo y se quedaron por allá a ver qué pasaba a continuación. Durante un rato no sucedió nada. Los prisioneros que ya habían sido alimentados paseaban inquietos por el patio mientras los que aún tenían que comer hacían cola con sus utensilios en la mano. Cuando los últimos de éstos llegaron a la cocina se notó un extraño moverse, una especie de sutil animación que atravesó la multitud. Casi se podía palpar la tensión. Luego, tras el bloque, un guarda aulló algo ininteligible. Inmediatamente, una multitud de prisioneros corrieron como locos hacia la cocina. Se oyeron carreras, órdenes gritadas, maldiciones en kastano y el chasquido de látigos. Pronto la multitud regresó. Uno de ellos, un aleusino de ojos cansados, se sentó junto a los terrestres, se llevó el bol a la boca y bebió ansiosamente. Luego suspiró, se recostó apoyado sobre los codos y miró vagamente a su alrededor. Tenía la ropa negra por el polvo de antracita y un arañazo recién abierto le cruzaba el rostro. Wardle se acercó a él y le preguntó: -¿Qué es lo que produjo esa conmoción? -Extra. -¿Extra? -Wardle no comprendía nada-. ¿ Qué extra? -De sopa -le explicó el aluesino-. A veces, cuando han sido servidos todos, aún queda un poco. Así que los guardas dan un grito. Los primeros en llegar son servidos, medio cazo por persona. -¿Y por eso corriste como un animal? -Somos prisioneros -le recordó el aluesino, con triste filosofía-. Un prisionero no es más que un animal. ¿Qué otra cosa podríamos ser? -Guerreros -le espetó Wardle. -¿Cómo, sin armas y sin honor? Dices estupideces Se alzó y se marchó. -¿Habéis oído eso? -Wardle miró a los otros-. Eso nos demuestra contra qué nos enfrentamos. -No me ha gustado nada -dijo Holden. -No debemos condenarlos -advirtió Wardle-. Piensan como se les ha enseñado a pensar y el resultado no es culpa suya. Además, los aluesinos lo están pasando muy mal. Trabajan cuando deberían estar durmiendo y tratan de dormir cuando normalmente deberían mostrarse activos. Su naturaleza está siendo puesta al revés. Me apuesto a que ese tipo se siente como si estuviera a punto de morir. -Los stames tampoco lo pasan muy bien -intervino Ludovic Pye-. Acabo de hablar con ése. Señaló a un lejano doliente que parecía estar siguiendo a un ataúd invisible. -Me ha dicho que lleva aquí cuatro años, que ha trabajado como un perro y que no ha probado carne

desde la última vez que se mordió la lengua. -Bueno, aquí tenemos otra pequeña ventaja -comentó Wardle-. Los kastanos están dosificando su asquerosa comida sobre la base de la cantidad mínima necesaria para mantener una vida útil en unos seres que son una mitad más grandes que nosotros. Y nos dan lo mismo que al resto. Así que en proporción a nuestras necesidades estamos recibiendo más que los otros. Sólo estaremos desnutridos en un veinticinco por ciento en lugar de un cincuenta. -Con todas las numerosas ventajas que tenemos o que se dice que tenemos comentó sarcásticamente Pye-, es extraño que los kastanos no se rindan. -Lo harán, amigo, lo harán -le dijo Holden. Poniéndose en pie, Wardle dijo: -Vamos a empezar, ahora que podemos. Dividiros y trabajad individualmente por el patio. Interrogad a cualquiera al que se le vea una chispa de animación y tratad de averiguar quién es el oficial superior en esta multitud. Cada cual tomó un camino. Holden fue el primero en hacer la pregunta. Se dirigió a un stame que parecía un poco menos miserable que el resto. -¿Quién es el oficial superior de este estercolero? -El comandante kastano, claro está. Os llevaron ante él cuando llegasteis, ¿no es así? -No me refiero a ese cara agria. Lo que quiero saber es quién es el oficial superior entre todos los prisioneros. -No hay oficiales. -¿Sí? ¿Fueron enviados a otro lugar? -No hay oficiales -le aseguró el stame, como si hablase con un idiota-, porque un prisionero no tiene graduación. Todos somos prisioneros. Por consiguiente, no hay oficiales. -Ya -dijo Holden-. Tienes razón. Resopló, abandonó la investigación y paseó sin rumbo. Al fin se encontró con Casasola, el silencioso al que solo se le oía cuando era inevitable hablar. -No hay graduaciones, y por consiguiente no hay oficiales -dijo Holden. Casasola hizo una mueca y siguió caminando sin comentario alguno. Luego, se halló con Foley. -No hay graduaciones, por consiguiente no hay oficiales. -¿Y a mí me lo dices? -exclamó Foley disgustado, y continuó su fútil interrogatorio. Al poco tiempo Holden se aburrió. Escogiendo un rincón poco concurrido del patio, se sentó con las piernas cruzadas, colocó el bol entre sus rodillas, o golpeó con la cuchara para atraer la atención y canturreó, con un gemido peculiar: -No tengo mamá, no tengo papá. Ten piedad, sahib. Bakshees es el nombre de Alá. -No debe hablar en el lenguaje de los enanos -le ordenó una voz situada muy por encima de unas botas tamaño cincuenta y cinco. Holden miró hacia arriba. -Oh, buenas tardes, jefe de guardias Slobovitch. -Mi nombre es Slovits -aulló Slovits, mostrando dientes de caballo. Nadie compartía su habitación cuando la puerta se cerró con un clic para la noche. Las cinco camas extra permanecían sin ocupar. Wardle las contempló especulativamente. -O bien esta jaula no está llena del todo o nos mantienen separados de los demás durante la noche. Espero que sea lo primero. -¿Importa eso? -preguntó Pye. -Podría. Si nos están segregando dentro del bloque podría ser debido a que saben más acerca de los terrestres de lo que nos imaginamos. Según este mismo -razonamiento podrían saber demasiado acerca de nuestras tácticas militares. Me gusta que mis enemigos sean grandes, torpes e ignorantes. -No pueden saber demasiado -dijo Pye-. Numéricamente son la forma de vida más fuerte conocida por el momento, y controlan unos sesenta planetas desperdigados; pero su servicio de inteligencia jamás ha efectuado sondeos hasta la esfera terrestre de operaciones. Los kastanos han luchado hasta ahora con los stames, los aluesinos y otras razas menos importantes; hasta que salimos de casa no habían oído de nosotros más que a través de terceros -dio un sorbido despectivo-. Me apuesto a que se metieron por todos los agujeros de la Negra y se creen que es lo mejor que tenemos. -¿Cómo te atreves a hablar así de una dama? -intervino Holden, supuestamente escandalizado. -De todos modos continuó Wardle-, ahora sabemos que los expertos tenían razón en lo referente a nuestros aliados prisioneros y que han hecho una buena evaluación de la situación. Es obvio que ni uno de

esos prisioneros levantaría un dedo por volver a casa. Sabe que si regresase sería despreciado por la población, se le negaría una forma en que ganarse la vida, sería repudiado por su familia y se convertiría en un marginado social. No tienen ningún aliciente para organizar una fuga. -Aún no -dijo Holden. -No, aún no. Nuestros expertos creen que han hallado una forma en que destruir este modo de pensar de los alienígenas, para gran ventaja de la Unión y confusión de los kastanos. Nosotros tenemos que lograr que se cumplan sus previsiones. Ahora que hemos dado una buena ojeada a la situación... ¿qué posibilidades creéis que tenemos? -Es aún demasiado pronto para juzgar -opinó Holden-. Podremos tener una opinión más exacta dentro de una semana. -Pensé que allá en la Tierra exageraban -aventuró Pye-. Pero no era así. No exageraban en lo más mínimo. Se espera que realicemos milagros con una multitud de zombis exhaustos. En mi opinión, es una tarea muy dura. -Piensas eso porque te estás dejando sobrecoger por su punto de vista -dijo Wardle-. Cuanto más extraño te parezca, más difícil verás el trabajo. Trata de simplificarlo mentalmente. -¿Qué es lo que quieres decir? -Esto: en principio los stames y los aluesinos son luchadores de primera, con mucho valor y dispuestos a enfrentarse con cualquier cosa... siempre que tengan armas en las manos y sigan poseyendo lo que ellos consideran su honor personal. Quítales las armas y dales una patada en el culo y destruirás ese honor. Así que están impedidos por lo que, en realidad, es una costumbre tribal que ha sido establecida a lo largo de muchos siglos. -Pero no tiene sentido. -Ni tampoco lo tienen algunos de nuestros hábitos. Quizá lo tuvo hace mucho, mucho tiempo. Tal vez fuera una forma natural y necesaria de eliminar a los débiles en un tiempo en que no se habían inventado los explosivos y los gases paralizantes. De cualquier forma, la única verdadera diferencia entre esos prisioneros y nosotros es que nos pueden desnudar y aún seguiremos poseyendo una cosa que a ellos les falta. -¿Y qué es eso? -Un algo invisible llamado moral. -¡Hum! -exclamó Pye, nada impresionado. -O bien un prisionero la tiene, o no la tiene -prosiguió Wardle-. Esta multitud no la tiene y no es culpa suya. Han sido llevados a creer, por una costumbre muy longeva, que no la tienen. O mejor dicho, se les ha tapado los ojos para que no vean que la tienen. Lo que debemos conseguir nosotros es hacerles ver claro. -Sé todo eso -gruñó Pye-. Pero en cierta ocasión pasé cinco años en Hermione. Como quizá sepáis, los hermionitas tienen una buena y aguda vista, pero sólo ven blanco, negro y tonalidades gris. No se les puede culpar por ello, así es como son. Pero uno puede estar discutiendo con ellos hasta que se acabe el mundo sin jamás lograr describirles los colores o decirles lo que se están perdiendo. -¿Y qué? No estamos aquí para tratar de darles a los stames y aluesinos algo misterioso que jamás han tenido. Nuestra tarea es devolverles algo que han perdido, algo que tenían en gran cantidad cuando estaban en posesión de sus armas, cargadas. Quizá sea difícil. Pero no es imposible. -¿Qué quiere decir eso? -preguntó Holden. -¿Qué es lo que quiere decir el qué? -Eso de imposible. -Olvídalo -aceptó Wardle-. No existe tal palabra. Holden se inclinó hacia Pye y le dijo, con tono didáctico: -Ya has oído lo que ha dicho ese buen caballero... no existe tal palabra. -Hum -repitió Pye, decidido a mantener su estado de escepticismo pasajero. Wardle caminó hasta una ventana y miró al exterior. Había caído la oscuridad y el cielo púrpura estaba tachonado de estrellas. Un pálido brillo se difuminó por el paisaje a medida que una de las tres pequeñas lunas de Gathin subía por el firmamento. La parte superior del muro de la prisión estaba iluminado por unos focos de haz estrecho dirigidos horizontalmente a lo largo de la misma. Según parecía, el único propósito de la luz era iluminar el camino para que los centinelas de ronda no pisasen los clavos y cayesen por el borde. -Debemos cronometrar los movimientos de esos centinelas -dijo Wardle-. Será mejor que hagamos turnos y los vigilemos. Necesitamos conocer los detalles exactos de su rutina nocturna tan pronto como sea posible. -También debemos encontrar una caja no muy grande en algún sitio -intervino Holden-. O, aún mejor, una escalera plegable de un metro de altura.

-¿Para qué? -inquirió Wardle. -Más pronto o más tarde tendremos que darle un puñetazo a algunos de ellos. El que lo dé necesitará una escalera para pegarle a un tipo de dos metros y medio de alto. Se necesita tener un cerebro como el mío para pensar en todo. -Eligiendo una cama, se echó en ella, miró hacia un lado y se encontró con la mirada del siempre silencioso Casasola-. Así que sigues con nosotros, ¿eh? Eres como una rosa en un jardín de malas hierbas. Casasola no se dignó replicar. Llegó el alba. Fue endulzada por la majestuosidad del jefe de guardias Slovits. Abrió de par en par la puerta, entró y hurgó cada forma cubierta por la manta con el mango de su látigo. -Se vestirán enseguida. Irán a por su comida matutina. En cuanto hayan comido se alinearán frente a la oficina del comandante -distribuyó unos cuantos hurgonazos imparciales-. ¿Queda comprendido? -Queda -dijo Wardle. Slovits salió. Foley rodó sobre sí mismo, gruñó, se sentó y se frotó los ojos enrojecidos. -¿Qué es lo que dijo? -Que nos moviéramos -le informó Wardle. -Después del desayuno estamos invitados a tomar unos tragos con Cara Agria -añadió Holden. -Pues qué bien -exclamó Foley-. ¿Y qué es lo que quiere de nosotros Cara Agria? -Te lo diré por poco dinero -se ofreció Alpin McAlpin. A su debido tiempo llegaron a la cabeza de la cola y recibieron casi un litro de la sopa con hedor a tigre. Se sentaron en el suelo y comieron. -¿Está bueno, houne? -comentó un stame cercano, como si el sorber aquella cosa fuera la única alegría que ya les restase en la vida. -¿Eso crees? -le dijo Foley, con una mueca-. Yo diría que hiede. -Es un insulto al estómago -le apoyó Cheminais. -No es buena ni para los cerdos -declaró Ludovic Pye. -¡Callaos, callaos, so perros amotinados! -aulló Holden a todo pulmón. Diez mil pares de ojos se volvieron simultáneamente en su dirección. Diez mil cucharas de madera se quedaron inmóviles sobre otros tantos boles. Una docena de guardias corrieron hacia el centro de la atención general. Los primeros de ellos llegaron y preguntaron jadeantes: -Bueno, ¿qué era eso? -¿Qué era el qué? -preguntó a su vez Holden, con cara infantil e inocente. -Ha gritado. ¿Por qué ha gritado? -Siempre grito dos horas después de la salida del sol, los jueves. -¿Los jueves? ¿Qué es eso? -Los días sagrados. -¿Y por qué grita en esas ocasiones? -Es mi religión -le aseguró Holden, rezumando piedad. -Un prisionero no tiene religión -afirmó el guardia, con considerable énfasis-. No volverá a gritar. Se marchó pisando fuerte, con impaciencia. Los otros vigilantes se fueron con él. Diez mil pares de ojos perdieron todo interés y diez mil cucharas volvieron a hundirse en otros tantos boles. -Ese burro -dijo Holden-, es tan estúpido que se cree que las estrellas tienen puntas. El stame cercano miró cauteloso a su alrededor, y susurró en forma confidencial: -Te diré una cosa, creo que todos los terrestres estáis locos. -No todos nosotros -negó Wardle-. Sólo uno. Uno tan sólo. -¿Cuál? -preguntó el stame. -No podemos decirlo -añadió Holden-. Es un secreto militar. -Los prisioneros no tenemos secretos -dijo el stame, muy convencido de ello. -¡Nosotros sí los tenemos! -Holden sorbió ruidosamente la sopa-. ¿Está buena, haune? El stame se alzó y se marchó. Por razones que solo él sabía estaba algo mareado. -¿Es ésta tu idea de cómo comportarse de una forma tranquila y humilde por un tiempo? -le preguntó Wardle-. Si es así, ¿qué es lo que va a suceder cuando decidamos portarnos mal? ¿Acaso fuiste alguna vez delincuente juvenil? Holden terminó su sopa y luego dijo: -En lo que a mi se refiere, la obediencia tiene unos límites. Además, estamos luchando contra un estado

mental. Y lo que me molesta es ese estado mental. Cuanto antes lo curemos, mejor. -Quizá tengas razón. Pero debemos ir con cuidado para no superar nuestras posibilidades comenzando demasiado pronto. Tenemos que demostrarles a esos stames y aluesinos que puede obtenerse una victoria y recuperar el auto respeto. No nos servirá de nada si interpretan nuestras acciones y palabras como propias de locos. -Ni tampoco nos va a servir de nada el ir haciendo reverencias a todos y cada uno de nuestros carceleros. -Como tú quieras -dijo Wardle, abandonando la discusión Los stames y aleusinos comenzaron a formar columnas en formación cerrada y a marchar hacia fuera, a través del portalón principal. Seguían llevando sus boles y cucharas. Ninguno de ellos llevaba herramientas, que probablemente estaban almacenadas allá donde trabajaban. Los guardias los acosaban de continuo mientras marchaban, urgiéndole a darse más prisa. Varios que tropezaron y cayeron, saliendo de las filas, fueron devueltos a éstas, con toda rapidez, a punta de bota. Mientras tanto, los terrestres se colocaban, tal como se les había ordenado, frente a la oficina del comandante. Una gran bandera kastana ondeaba y se agitaba en su asta, sobre el edificio. Holden contempló la bandera, aparentemente fascinado por sus movimientos. Estaban aún esperando cuando el último de los grupos de trabajo salió del patio y las grandes puertas se cerraron con estrépito. Ahora el lugar estaba vacío, los bloques desiertos. No había más sonidos que el pisar de las botas a lo largo de lo alto del muro, los gritos de los guardias que se iban alejando con las columnas y vagos sonidos en la distancia, allá donde otros esclavos habían reiniciado sus trabajos diarios. Después de que hubieran estado esperando impacientes casi más de una hora, apareció Slovits. -Ahora entrarán y contestarán a todas las preguntas. Entraron y se hallaron frente a cinco oficiales de los cuales el de en medio era el comandante de la prisión. Los cinco tenían la expresión aburrida de unos campesinos que están esperando compilar los historiales lecheros de una manada de vacas. -Usted -dijo Cara Agria, señalando. Los stames y los aluesinos comenzaron ¿Quién es usted? -Alpin McAlpin. -¿Para qué le han entrenado? -Comunicaciones radiales. -Entonces, ¿es usted un técnico? -Sí. -¡Bien! -aprobó Cara Agria-. Podemos utilizar a personal entrenado. Demasiados de los cautivos de la Unión son soldados rasos, que no sirven para otra cosa que para las tareas más bajas. Conferenció con el oficial sentado a su izquierda y determinó: -Sí, que se lo quede Raduma -volvió su atención a los siete y señaló de nuevo-. ¿Y usted? -Ludovic Pye. -¿Entrenamiento? -Ingeniero electrónico. -Raduma -le dijo Cara Agria al que tenía a la izquierda-. ¿ El siguiente? -Henry Casasola. Ingeniero-artificiero. -Talleres centrales -decidió Cara Agria-. ¿El siguiente? -Robert Cheminais. Ingeniero en propulsión. -Talleres centrales. ¿ El siguiente? -James Foley. Doctor militar. -Al hospital de la prisión -dijo con rapidez Cara Agria-. ¿ El siguiente? -Frank Wardle. Piloto comandante. -¿Un piloto? No tenemos nada que hacer con los pilotos no kastanos. ¿Cuánto tiempo hace que lo enrolaron en las fuerzas terrestres? -Hace ocho años. -¿Y qué es lo que era antes? -Un experto forestal -informó Wardle, tratando de mantener serio el rostro. Cara Agria dio una palmada sobre la mesa y exclamó con aire agradecido: -¡Soberbio! Póngalo en el equipo de la jungla. Entonces, habrá uno de ellos que pueda dar un par de vueltas y seguir sabiendo dónde está el norte y dónde está el sur. Miró con aire inquisitivo al último terrestre.

-William Holden. Navegante. -¿Y qué es lo que podemos hacer con un navegante? ¡Nada! ¿No tiene ninguna otra cualificación técnica? -No. -¿Qué es lo que era antes? -Encargado de una cantera. Casi sonriendo, Cara Agria exclamó: -Este tiene que ir al equipo de picapedreros. Holden le devolvió la sonrisa. No podía evitarlo. En su mente evocaba un breve discurso dado en la Tierra por un anciano de cabello canoso: -Todas las formas de vida inteligentes, sin excepción, son constructoras. Todos los constructores en gran escala emplean recursos naturales, especialmente piedra. Uno obtiene la piedra en las canteras. Uno trabaja las canteras con barrenos. Por consiguiente, un trabajador en las canteras tiene acceso a explosivos que, nueve de cada diez veces, no están bajo protección militar. -hizo una pausa, mientras esperaba que aquello calase, y prosiguió-. Ahora, seguirá un cursillo sobre técnicas de trabajo en canteras, con una dedicación especial a los explosivos. Sin darse cuenta de la expresión de Holden, Cara Agria volvió su atención hacia Wardle. -¿Estaba usted a cargo de ese navío terrestre que hizo el aterrizaje forzoso? -Así es. -Sin embargo, todos los miembros de su tripulación eran del mismo rango. Todos ellos capitanes. ¿Cómo es eso? -Cada uno de nosotros ha llegado a capitán dentro de su profesión especializada. -Me parece extraño -comentó Cara Agria-. Los terrestres deben de tener una forma muy peculiar de hacer las cosas. No obstante, eso no importa. Me preocupa algo mucho más trascendental -clavó una fría mirada en su interlocutor-. Esta mañana hemos recibido un mensaje de Kasta. Están tomando todas las medidas necesarias para capturar a Blancanieves. Wardle luchó en su interior para mantenerse silencioso e impasible. Le costaba un tremendo esfuerzo. -¿Por qué estaba esa hembra a bordo? La llevábamos al Cuartel General del Sector -mintió Wardle, sin atreverse a mirar a sus seis compañeros. -¿Por qué? -No sé. Teníamos órdenes, y no hicimos preguntas. -¿Por qué no se menciona su nombre en los documentos que hemos encontrado en su nave? -No sé. Los papeles fueron preparados por las autoridades terrestres. No puedo aceptar responsabilidad alguna por lo que está o no está escrito en ellos. -¿Cómo logró escapar esta hembra, mientras que ustedes siete eran capturados? -persistió Cara Agria. -Escapó a los bosques en el mismo momento en que aterrizamos. Nosotros nos quedamos en la nave, tratando de repararla. -¿Llevó algo con ella? ¿Un arma, o un instrumento... -se inclinó hacia adelante, para dar mayor énfasis-, tal como un transmisor de largo alcance? -No lo sé. Estábamos demasiado ocupados para darnos cuenta. -¡Contésteme con exactitud o las cosas le irán muy mal! ¿Es esa Blancanieves un agente de espionaje? -No, que yo sepa -Wardle hizo un gesto ambiguo-. Aunque, si lo fuera, no hubieran tenido necesariamente por qué decírnoslo. -¿Es joven o vieja? -Bastante joven. -¿Y atractiva? -Sí, diría que lo es -Wardle notó un par de gotas de sudor que bajaban por su espina dorsal. Cara Agria adoptó la expresión de sabelotodo de quien ha sido engañado por todo camarero de club nocturno y conserje de hotel de la ciudad. -¿Tiene usted alguna razón para creer que pueda haber sido la favorita de un alto jefe militar? -Podría ser -concedió Wardle, irradiando la admiración propia de un paleto. -Y, de ser así, ¿cree que podría representar un rehén valioso para nosotros? -continuó Cara Agria, absorbiendo la adoración de un aldeano. -Podría ser -repitió Wardle, aumentado la irradiación. Atusándose como un pavo, Cara Agria dijo: -Descríbala con todo detalle.

Wardle lo hizo, incluyendo en la descripción detalles tan nimios como la forma de sus pendientes. Era una imagen magistral, que no hubiera desmerecido en nada de los mejores pasajes de Ananías. Cara Agria lo escuchó con atención mientras uno de sus oficiales tomaba nota, palabra por palabra. -Haga que radien esos detalles a Kasta enseguida -ordenó Cara Agria cuando Wardle calló por fin. Pasó su atención a Slovits-. Estos terrestres comenzarán a trabajar hoy mismo. Ocúpese de que sean llevados a donde se les ha asignado. Slovits se los llevó con él. Los siete fueron separados y llevados a diversos destinos. No volvieron a encontrarse de nuevo hasta que no se formó la cola de stames para la comida de la noche. -Nada de comentarios -les saludó Wardle-. Dejadlos para luego, cuando estemos solos. Holden se volvió hacia Casasola, que estaba detrás de él, con el bol vacío en la mano. -Ya has oído lo que ha dicho ese buen caballero. Nada de hablar. Así que ten cerrada la boca. Como siempre, Casasola no dijo nada. Cuando se hallaron en su habitación con la puerta cerrada para el resto de la noche, Wardle preguntó: -¿Queréis que empiece yo la charla? -¿Por qué no? -aceptó Pye, en nombre de los demás. -De acuerdo. He estado con un equipo de stames cortando y arrastrando troncos. Con nosotros había seis guardianes, todos ellos vagos y descuidados. Estaban sentados en un barracón jugando a una especie de juego de naipes, sabiendo que nadie iba a escapar porque no hay sitio a donde ir... ni siquiera de vuelta a casa. La disciplina desaparece casi por completo allá en la jungla. -¿Es que eso te molesta? -le preguntó Holden. Ignorando la interrupción, Wardle prosiguió: -Hablé mucho rato con esos stames y ningún guardia nos ordenó callar. Parece que los kastanos han mantenido su horario nativo a pesar de que el día, aquí, tiene más de veintiocho horas de duración. Su rutina está basada en la hora kastana, que dura un poco más de cuarenta y dos de nuestros minutos. Todos los muros son patrullados cuatro veces por hora. Aproximadamente, una vez cada diez minutos. -Eso es más o menos lo que calculamos, estudiándolos la noche pasada -le recordó Pye. -Así que quien quiera saltar ese muro tiene que hacerlo en menos de diez minutos. Si lo descubren le dispararán a matar... no por tratar de escapar, sino por su desobediencia. Diez minutos no da mucho margen se alzó de hombros, y prosiguió-: Las rondas de los muros no han sido establecidas para impedir fugas, porque no esperan ninguna. Se limitan a llevar a cabo la rutina de tiempos de guerra de mantener vigilancia contra cualquier ataque del exterior. Pero eso no nos ayuda en nada. Tienen ojos en sus caras, sin que importe lo que están vigilando. -¿Y qué hay del portalón? -preguntó Foley. -Hay una guardia allí durante toda la noche: doce hombres y otros doce de retén. En esta cárcel hay un total de cuatro-cientos guardias. Existen cuarenta prisiones similares en Gathin. Una docena están a poca distancia de aquí, algunas tan cerca que sus equipos madereros cortaban troncos junto al nuestro. -¿A qué distancia? -Una de ellas está a sólo un kilómetro de aquí. Se podría ver desde la ventana si no fuera por la elevación del terreno y los árboles -Wardle hizo una pausa y terminó-: He guardado lo mejor para el final. ¿Os habéis fijado en esa extensión que hay en la parte trasera del edificio de Cara Agria? Es el polvorín le la guarnición. En él hay por lo menos cuatrocientas armas y mucha munición. -¿Salió de su letargia algún stame a causa de tus preguntas? -le interrogó Holden. -No que yo notase -Wardle hizo una mueca-. Las atribuyeron a la simple curiosidad del que no tenía otra cosa que hacer. ¿Cómo te fue a ti? Holden se echó a reír con un sonido raspante y retumbante como el de un ataúd cayendo por una escalera. Sacando de su bolsillo una masa de una sustancia blanda y gris, la lanzó por el aire, la atrapó y jugueteó con ella diestramente. Luego, la moldeó con los dedos. -¿Qué es eso? -preguntó Foley. -Alamita. -¿Y qué es la alamita? -Un explosivo plástico -le contestó Holden. -¡Por Dios! -Foley cayó sobre una cama en su apresuramiento por poner distancia por medio. -Déjala en algún sitio -le suplicó Pye-. Me estás poniendo nervioso. -¡Bah! -exclamó Holden-. Podrías morderla y masticarla y no pasaría nada. Necesita un detonador.

-¿No llevarás ninguno contigo? -No, no me molesté en traer ninguno. Puedo conseguir cincuenta en cualquier momento que lo desee. Y una tonelada de alamita que utilizar. Esta cosa es bastante peligrosa. Los guardias ni se acercan a ella. Dejan que los esclavos la manejen y revienten en pedazos -volvió a lanzar la misma risa-. Y yo soy un esclavo. -¿Qué os parece eso, amigos? -preguntó Wardle con gran satisfacción-. Una explosión en las puertas del polvorín y tenemos cuatrocientas armas. -También tengo otra cosa -volviendo a meterse la alamita en un bolsillo, Holden se quitó la chaqueta y la camisa y desenrolló de su cintura una larga cuerda, delgada pero fuerte-. Estaba por el suelo, esperando que alguien se la llevase. ¿Te parece bien, houne? -Ocúltala en algún sitio -le urgió Wardle-. Vamos a necesitarla en algún momento. Se volvió hacia McAlpin. -¿Qué es lo que tienes que informar? -Nos dejaron trabajar juntos a Pye y a mí. En un gran taller de reparaciones. Con todo tipo de artilugios electrónicos. El trabajo era sobre todo de reparación de radios y videos, y la comprobación, ajuste y reparación de equipos de astronaves. Nos vigilaron de cerca a los dos hasta que estuvieron seguros de que sabíamos nuestro trabajo. Después de eso nos dejaron solos, para que siguiésemos. -¿Hay posibilidad de sabotear sus cosas? -Aún no -dijo McAlpin, con pena-. Quizá más tarde. Raduma, que es quien está al cargo de ese lugar, es un tipo cuidadoso y, para ser sinceros, es un buen experto. Le gusta que todo salga perfecto y considera que un trabajo por debajo de sus estándares es una mancha en su competencia profesional. Cuando terminamos con un trabajo coloca el equipo en el banco de pruebas y lo comprueba personalmente. Eso no nos deja demasiadas posibilidades, ¿no? -No, supongo que no. Pero, ¿es más meticuloso que suspicaz? -Así es. Y, como todos los de su especie, no gasta tiempo ni esfuerzos en los aparatos que ya no pueden repararse o que no cree que valga la pena reparar. Todo eso va a parar al patio de atrás y dejado allí para que se pudra. -¿Y...? -Así que podemos tomar a voluntad lo que deseemos, siempre que lo hagamos de un modo discreto y que nuestro trabajo se desarrolle de un modo satisfactorio. Hay una montaña de equipo entre el que podemos elegir... siempre que nadie nos vea hacerlo. Con un poco de canibalismo bien organizado nos dará todo lo que deseemos. Nuestro principal problema va a ser el trasladarlo sin que nos vean. -¿Podéis llevarlo hasta el borde de la jungla? -preguntó Wardle. -Seguro. Pero no más lejos. No podemos arriesgarnos a que nos echen a faltar más de cinco o seis minutos seguidos. -Dejadme el resto a mí. Lo lleváis al borde de la jungla y me decís cuándo y dónde. De algún modo lo recogeré. Para algo estoy en un equipo de madereros. ¿Cuánto tiempo creéis que os llevará el robar todas las piezas que necesitáis? McAlpin pensó un rato. -Podemos hacer el multiplicador en el taller justo delante de sus narices. La antena parabólica tendremos que sacarla pieza a pieza y montarla en algún otro sitio. El hacer y robar todo eso y sacarlo nos llevará al menos quince días... eso suponiendo que no nos atrapen. -No es bastante con hacer que desaparezca algo de equipo -intervino Pye-. También tenemos que hallar un pequeño claro en algún lugar donde podamos montar el faro sin interferencia. Tendrá que estar alejado de los senderos forestales, allá donde ningún kastano o prisionero charlatán pueda verlo. Y también tendrá que hallarse cerca de algunas líneas de electricidad que podamos utilizar. -¿A qué distancia de los cables? -Digamos que a no más de ochocientos metros -contestó Pye-. Creo que podremos robar el suficiente cable como para cubrir esa distancia. -De acuerdo. Vosotros ocupaos de transportar el equipo hasta los árboles. Yo encontraré una localización y haré que lo lleven allí. -¿Cómo? -Aún no lo sé. Pero ése es mi problema. Lo haré aunque me cueste la vida -Wardle volvió entonces su atención hacia Foley-. ¿Tienes algo que decir? -No mucho. El hospital de la prisión es una vergüenza para eso que llamamos civilización. Su principal tarea es hacer que unos esclavos medio muertos vuelvan al trabajo con el mínimo coste, preocupaciones y

retrasos. Incluso los guardas enfermos lo pasan mal allí. El equipo es malo, el tratamiento inhumano y el jefe de médicos, Machimbar, que dirige el lugar, es una deshonra para la profesión médica. -Una advertencia, amigos -dijo Wardle mirando a los otros-. Nadie cae enfermo, si es que puede evitarlo. -¿A ver si adivináis cuál fue el saludo de Machimbar cuando me presenté ante él? -preguntó Foley. -De ahora en adelante, su único objetivo en la vida será complacerme -aventuró Holden. -Correcto -Foley permaneció pensativo un rato, y añadió-: Hay dos cosas interesantes. La primera es que el hospital está fuera de la prisión y a una corta carrera de la jungla. Teóricamente es un buen camino de fuga. Lo peor del asunto es que uno tiene que estar medio muerto para que lo lleven allí. -¿Y la otra cosa? -le urgió Wardle. -He encontrado a un coronel de Stame. -¿Sí? -Le pregunté a un stame demacrado qué es lo que había sido antes de la captura. Me dijo que coronel de infantería. El y sus tropas habían sido paralizados con gas y fueron encadenados antes de recuperarse. Jamás tuvieron oportunidad de luchar, pero eso no es óbice para que piense que es una vergüenza para su raza. -Podemos utilizarlo -dijo Wardle. -Aún podemos hacer algo mejor -le replicó Foley-. Según él, hay otros cuatro excoroneles en algún lugar de este presidio. Y también hay un antiguo general de brigada aluesino. -¿Cómo se llama? -General Partha-ak-Waym. -Tenemos que encontrar a ese tipo. Tenemos que acorralarlo en un rincón y hablarle. -Y hacerle razonar -contribuyó Pye, dudando a las claras de la posibilidad de esto. -La noche es joven -dijo Holden-. Hay uno entre nosotros, cuyo nombre es Cheminais, que ha sido especialmente entrenado para reventar cualquier cerradura jamás pensada por una mente inteligente. He estimado que hay cuatro bloques en este emporio. Por consiguiente, hay una posibilidad entre cuatro de que en el nuestro se halle ese Patak-Wah-como se llame. -Partha-ak-Waym -le corrigió Foley. -Eso es lo que dije -declaró Holden-. Bueno, ¿qué estamos esperando? ¿Estáis lisiados o algo similar? -¿Puedes abrir la puerta? -le preguntó Wardle a Cheminais. Aquel individuo, un tipo robusto y de mejillas pobladas, rebuscó en su ropa y sacó un manojo de ganzúas. -No he pasado todo un día en los talleres centrales en vano -dijo, mientras comenzaba a operar en la puerta. -Tú estabas con él en los talleres -le dijo Wardle a Casasola-. ¿Obtuviste algo que valiese la pena? Sin comentario alguno, Casasola se palpó en la nuca, halló un hilo, tiró de él y sacó lo que había estado colgando a su espalda. Era la hoja central de una ballesta de camión kastano, un trozo de acero de setenta y cinco centímetros de largo, de dos y medio de ancho, algo curvada. Dos agujeros opuestos habían sido perforados a cada lado de su centro y también uno a cada extremo. Se la entregó a Wardle. -¿Los perforaste por ti mismo, sin ser descubierto? -le preguntó éste. Casasola asintió. -¡Muy bien! ¿Tienes algo de cable? Impasiblemente, Casasola le entregó un rollo de cable. Y también una docena de clavos de quince centímetros con las cabezas cortadas, con sus extremos planos hendidos y las puntas afiladas al máximo. -¿Has trabajado como una hormiguita?-le preguntó Wardle, muy complacido. Casasola le dedicó una débil sonrisa y asintió de nuevo. -¡Esta cosa estúpida y mal hecha!-maldijo Cheminais desde la puerta-. El que sean kastanos no quiere decir que tengan que montarlo todo con el culo. Le hizo algo al cerrojo. Este gimió en señal de protesta, y se rindió con un clic. La puerta se abrió. -Eso es. Resulta fácil, en cuanto uno le encuentra el tranquillo. -¿Alguien viene conmigo? -Wardle miró inquisitivamente a su alrededor. -Conmigo no cuentes -bostezó Holden-. Estoy demasiado cansado. -Yo tendré que ir -indicó Cheminais-. Hay una cerradura en cada celda. -Quizá yo también tenga que ir -sugirió Foley-. Prácticamente tengo una presentación de ese coronel stame. Puede ayudar a establecer una confianza desde el inicio. -Sí, Tienes razón en eso -Wardle salió cautamente al corredor. Estaba vacío-. Tres ya somos bastantes. No tiene sentido alguno que vayamos todos. Si un guarda nos atrapa, haceos el tonto. La puerta no se cerró y no sabíamos que estábamos haciendo nada malo, ¿comprendido?

Pensó por un momento. -Comenzaremos por el piso superior e iremos hacia abajo. De ese modo es me-nos fácil que nos encontremos en un lío. Rápida pero silenciosamente se movió a lo largo del pasillo, llegando a las escaleras. A pesar de que no había un sistema de iluminación en el interior del edificio, no resultaba difícil ver a dónde se iba. La oscuridad nunca era absoluta en Gathin, dado el brillo de las tres lunas y de una multitud de estrellas. Además, el alumbrado del muro contribuía a la iluminación interior. Al pie de las escaleras Wardle hizo una pausa e indicó a los otros que se detuvieran mientras él escuchaba. No llegaba ningún sonido desde arriba, ni la pisada de botas patrullando, ni el chirrido del cuero, ni siquiera una inquieta agitación de los prisioneros. Por su mente pasó la idea de que si todos los encarcelados en aquel bloque hubieran sido terrestres, el edificio resonaría con los sonidos de una enérgica y principalmente malévola actividad. El problema que tenían las otras razas en su trato con los terrestres era que éstos eran practicantes habituales de malas pasadas. Al mismo tiempo, había circunstancias en las que podían ser un factor de irritación muy considerable. Subió las escaleras, dobló la esquina de otro pasillo no vigilado, escuchó de nuevo y subió por la siguiente escalera. Cheminais caminaba en silencio tras él. Foley los seguía a retaguardia, no viéndosele más que como una oscura sombra. Arriba del todo, Wardle se detuvo. Los otros lo hicieron con igual rapidez, pensando que había oído algo. Escucharon, pero no detectaron causa alguna de alarma. -¿Qué pasa? -susurró Foley. -Acabo de pensar en algo. Holden... no ha querido venir. No es muy propio de él el rehusar mostrarse activo. -Dijo que estaba cansado. -Sí, lo sé -murmuró Wardle-. Y es un mentiroso. Acabo de darme cuenta de la expresión de conspirador que tenía mientras lo decía. Quería quitárseme de encima. Si inicia un escándalo mientras estamos aquí arriba... -Olvídalo -le urgió Foley-. Tenemos que correr ese riesgo. Ahora no podemos regresar. -¡Maldito Holden! -masculló Wardle-. El y su Blancanieves. Es el más indisciplinado... -¿Acaso no lo somos todos? -Foley le dio un suave empujón-. Sigue. Quiero dormir un poco esta noche, aunque tú no lo creas necesario. Wardle se deslizó hacia delante, haciendo una mueca en la oscuridad. Halló una puerta, aplicó la oreja contra la misma, y oyó gruñidos y débiles ronquidos. -Prueba con ésta. Cheminais tanteó la cerradura, hurgando en ella hasta que cliqueteó. La puerta lanzó un sonoro chirrido mientras la abría. Wardle entró. Un stame se sentó apresuradamente en la cama, mirándolo con ojos incrédulos tan grandes como los de un búho. -¿Algún aluesino por aquí? -preguntó Wardle, en tono bajo. El stame abrió la boca, la cerró, y la abrió de nuevo. Sus ojos trataron de hacerse más grandes. Parecía no encontrar palabras. -¡Rápido!... ¿Algún aluesino? -Dos puertas más allá -emitió en un jadeo. -Gracias -Wardle se marchó, cerrando cuidadosamente la puerta. Tras él, el stame salió de la cama y zarandeó al que había en la contigua, despertándole. -Acaba de entrar un terrestre, ¿me oyes, Vermer? Un terrestre está paseándose por ahí, en contra de las órdenes. -Entonces, ¿por qué iba a venir aquí?-dijo el otro, con mucho desdén-. Has estado soñando. Se dio la vuelta sobre sí mismo y volvió a dormir. La segunda puerta se abrió hacia dentro sin sonido alguno. Los tres la atravesaron, tan silenciosos como fantasmas. No obstante, fueron vistos y oídos en el mismo momento en que entraron. Aquellos aluesinos noctámbulos nunca podían reconciliarse con el dormir en sus horas normales de vigilia; tenían un oído muy agudo y eran excelentes nictálopes. Los veinte estaban sentados, con sus ojos de gato contemplando la puerta mientras el trío de terrestres entraba. Wardle dijo, en voz baja, y sin preámbulo:

-Estamos buscando a Partha-ak-Waym. ¿Sabe alguno de vosotros dónde está? Uno de ellos tenía el suficiente autocontrol como para hablar con rapidez: -Está en este bloque, en el segundo piso, la habitación de en medio del lado del patio. Wardle lo contempló con aprobación. -¿Cuál es tu graduación? -Un prisionero no tiene graduación. ¿Es que no lo sabes? Foley intervino con su propia táctica: -¿Cuál era tu graduación antes de la captura? -Era jefe de escuadrilla. -¡Ah!, Un oficial de la Armada Espacial. -Sí... pero ahora no hay oficiales. -¿Cuál es tu nombre? -preguntó Foley. -Dareuth. -¡Gracias! Lo recordaremos. Iban a partir, pero Dareuth no estaba dispuesto a dejarlos ir así. -Terrestres, permitid que os dé un consejo... las letrinas son el mejor sitio. -¿El mejor? -Wardle hizo una pausa en el hueco de la puerta, mirando hacia atrás asombrado-. ¿El mejor para qué? -Para suicidarse. Si lo haces en cualquier otro lugar castigarán a tus camaradas por permitirte hacerlo. -Muchas gracias, Dareuth -dijo Wardle, con mucha cortesía. Salió al corredor y cerró la puerta-. ¡Dios, qué forma de pensar! Cualquiera que se escapa en contra de las normas o está loco o busca cómo matarse. -Ahorra el aliento -le aconsejó Foley-. ¿Probamos con el segundo piso ahora mismo, o lo dejamos para otra noche? -Lo probamos ahora, mientras nos van bien las cosas. Bajaron al segundo piso sin problemas y hallaron la puerta correcta. Cheminais la abrió y entraron. Aquella celda era un duplicado de la suya, y contenía doce camas. Una docena de aluesinos se incorporaron inmediatamente, totalmente despiertos y con los ojos brillantes. Wardle susurró al que estaba en la cama más cercana. El aluesino señaló a la sexta y dijo: -Allí. Los tres sabían exactamente qué hacer. Caminaron hasta el pie de la cama indicada, poniéndose en línea con los hombros hacia atrás y las cabezas erguidas. Tres brazos es alzaron en un correctísimo saludo. -¡El capitán Wardle y otros dos oficiales se presentan al general Partha-ak-Waym! El general Partha retenía todo su autocontrol y mucha dignidad. Bajando al suelo dobló su única y sucia manta y se puso sus viejas y recosidas ropas. Luego, bajó la vista hacia los diminutos terrestres. Era más viejo que el término medio de los prisioneros, con muchas patas de gallo y arrugas alrededor de sus ojos. -No sirve de nada el burlarse de uno -dijo en voz baja-. Los ex-oficiales deberían saber que no han de comportarse de esta manera. -No hay nada de «ex» en nosotros, señor -le replicó Wardle, demostrando mucha firmeza-. Seguimos siendo oficiales. Yo aún soy un capitán. Usted es aún un general. -¿Eso cree? -sus facciones se tensaron-. ¿Un general de qué ejército? ¡Santos cielos, ya había llegado! Lo estaba pidiendo y se lo iban a dar. Y justo donde pudiera hacerle más efecto. -Tengo el honor de informarle, señor, que es usted general de la República Libre de Gath. -¿Sí? ¿Y quién dice eso? -La Unión Espacial, señor. Los gathos necesitan todo oficial que puedan conseguir. -¿Qué tonterías son éstas? -preguntó Partha, impaciente-. Jamás he oído hablar de los gathos, nunca en toda mi vida. No creo siquiera que exista esa raza. Si existe, ¿ dónde está localizada? -En Gathin, señor. Ja, aquello le había hecho efecto. Partha retrocedió un paso. -Pero, esto es Gathin. -Así es, señor. -No soy nativo de Gathin. -Ni tampoco lo son los kastanos. -Yo soy un... yo soy un... Wardle lo miró fijamente. -¿Qué es lo que es usted, señor? No hubo respuesta.

-O bien es usted un gatho, o no es nada -le dijo Wardle-. Y no puede no ser nada. El general Partha no hizo réplica alguna. Se quedó totalmente rígido, como en un desfile, con su cara vuelta hacia una ventana y sus ojos clavados en las estrellas. Otros once aluesinos salieron de sus camas y se pusieron firmes con él, llevados por quien sabe qué impulso. -En este mundo nuestro Continuó Wardle-, hay una horda de un cuarto de millón de invasores kastanos. También hay un ejército de cuatrocientos mil luchadoras de Gath a los que solo les falta una cosa, una nada más: armas. -Los stames... -¿Qué stames? Aquí no hay stames, señor. Sólo hay gathos. Le llevó un tiempo a Partha el ordenar sus locos pensamientos. Tenía que ganar una batalla mental contra la idea fija de que un prisionero es un maldito, al que no cabe jamás esperanza alguna de salvación, sin otra escapatoria que la fosa. Un punto de vista totalmente contradictorio es muy difícil de asimilar y, hablando de modo metafórico, era como si aquellos terrestres hubieran llegado de un mundo de antimateria. Pero era un general... y, como tal, el darse cuenta rápidamente de las ventajas militares de llevar a cabo aquella acción tan poco natural ayudó a su victoria moral. Estudiando a Wardle con repentino interés, dijo: -Algunas preguntas. En primer lugar, ¿cuál es la respuesta que han obtenido de los gathos que se parecen físicamente a los stames? -Ninguna... por la simple razón de que aún no hemos entrado en contacto con ellos. Teníamos que empezar con alguien. Y hemos empezado con usted, señor. -¿Piensan ponerse en contacto con ellos? -Desde luego, señor. -En segundo lugar -continuó Partha-, ha afirmado que necesitamos armas. ¿Pueden ser obtenidas y, si es así, cuándo? -Habrá armas cuando el ejército de Gath tenga las agallas suficientes como para emplearlas, señor. Ni se movió. Por el contrario, pareció aún más digno que antes. -Acepto esto sin resentimiento. Para recuperar el honor es preciso que nos lo ganemos -hizo una pausa, y luego prosiguió-. En tercer lugar, mi entrenamiento pasado me permite ver los beneficios tácticos del alzamiento de un ejército de Gath. Me gustaría saber si ese alzamiento es un plan aislado o parte esencial de un esquema superior. -Forma parte de un plan conjunto de la Unión -le explicó Wardle. -¿Quiere eso decir que una República de Gath ya establecida se encontraría con aliados? -Sí, señor. Sería reconocida y apoyada oficialmente por la Unión Espacial. -¿Toda la Unión, incluyendo...? -Incluyendo el Imperio Aluesino -le aseguró Wardle-. ¿ Existe alguna razón por la que los aluesinos triunfantes no fueran a reconocer a los gathos victoriosos? En aquel momento el torrente de ardientes emociones y el manantial de violentos pensamientos resultó demasiado para Patha. Se sentó en el borde de la cama y ocultó su rostro entre las manos. Los terrestres y los aluesinos lo contemplaron en azarado silencio. Finalmente se recuperó y dijo: -Deme tiempo para discutir estas cosas con mis camaradas. ¿Cree que será capaz de visitarme de nuevo, mañana por la noche? -No puedo hacerlo, señor, a menos que me lo indique de una forma correcta. -¿Correcta? -Sí, señor. Tiene usted que ponerse firme y decir: «Capitán Wardle, deseo consultar con mis ayudantes. Preséntese ante mí mañana, a la misma hora.» El general Partha-ak-Waym se puso rígido. Instintivamente, los aluesinos se alinearon a ambos lados de él. Había un brillo visible en sus ojos y una firmeza en su voz. -Capitán Wardle, deseo consultar con mis ayudantes. Preséntese ante mí mañana, a la misma hora. -Muy bien, señor -Wardle saludó. Cheminais y Foley hicieron lo mismo. Los tres salieron a paso de marcha. A medio subir las escaleras al tercer piso, Foley exclamó: -¡Por Dios, se ha tragado el anzuelo! Cuando estaban ya llegando al quinto piso un disparo rasgó el silencio de la noche en algún punto del exterior. Los tres corrieron hacia su celda, como ratas asustadas. Wardle reaccionó con la velocidad de uno que tiene razones ocultas para esperar lo peor. Dejando a Cheminais para que volviese a cerrar la puerta, dio una rápida mirada alrededor de la celda, y un golpe de

bota a un trasero, cubierto con una manta, que había en la cama más cercana. -¿Dónde está? Pye rodó sobre sí mismo, luchó por erguirse sobre los codos y miró bizqueante a su interrogador. -¿Eh? ¿Qué pasa? -¿Dónde está Holden? -aulló Wardle. -Ha salido -bostezó Pye, dormilonamente indiferente. Dejó que sus codos se deslizasen bajo él, y se volvió a hundir en la cama. -¿A dónde ha ido? -gritó Wardle, muy irritado. -Por ahí -Pye señaló, más o menos, hacia una ventana abierta. Aparentemente, aquel esfuerzo fue demasiado para él, porque dejó caer su brazo, cerró los ojos, tragó saliva un par de veces y comenzó a lanzar un continuo y rítmico ronquido. Wardle escupió cinco palabras inconexas, ninguna de las cuales era en extralingua. Llegando hasta la ventana miró hacia fuera y abajo. A unos veinte metros por debajo, el suelo se veía vago y oscuro y no podía descubrir a nadie acechando allí. Una cuerda colgaba de la ventana, moviéndose suavemente en la brisa nocturna. Dentro de la celda la cuerda estaba atada alrededor de la pata de una cama con unos diez metros de cuerda sobrante arrollados cuidadosamente al lado. Mientras estaban mirando afuera, un guardia corrió a lo largo del paredón de enfrente, desapareciendo de su vista muy lejos, por la izquierda. En aquella dirección podían oírse varias voces discutiendo en la oscuridad. No resultaba claro lo que estaban diciendo, pero sonaban indignadas. Regresando a su propia cama, Wardle se dejó caer en ella y miró fijamente al hueco de la ventana. Foley y Cheminais se lavaron en la única pila, acostándose como si nada les preocupase. Al cabo de un rato sus ronquidos se unieron a los de los demás. Wardle continuó vigilando la ventana. Al cabo de media hora la cuerda que colgaba se puso tensa y emitió ligeros chirridos al apretar con fuerza la madera del alféizar. Una cabeza apareció en el hueco, seguida por un cuerpo. Holden entró en la celda, subió la cuerda, la enrolló cuidadosamente y cerró la ventana. Luego se escupió en las manos y se las frotó en el fondillo de los pantalones. -So cretino mongoloide -exclamó Wardle-. Podrías acabar con la paciencia de todos los santos de la corte celestial. Holden se sobresaltó, se recobró y dijo con tono conciliador: -Tienes muy buen aspecto esta noche... ¿ acaban de devolverte la lengua de la lavandería? -No estoy de broma. Hace un rato oímos un disparo. Si hacemos que los kastanos comiencen a disparar contra nosotros antes de estar dispuestos vamos a poner en peligro toda la operación. -Nadie me ha disparado a mí, ¿entiendes? -replicó Holden. -¿He de suponer que esa arma se disparó por puro accidente? -Has dado en el clavo, amigo. Fue accidental, pero preparado -sentado en el borde de su cama, Holden comenzó a quitarse las botas-. Aquel tipo estaba recostado contra la esquina del polvorín, pues necesitaba más apoyo del que le da su sargento. Su arma también estaba apoyada. Había llegado a la sabia conclusión de que un peso sobre el suelo no es lo mismo que un peso sobre el hombro, ¿ comprendes? -Sí, sí... ve al grano -le urgió Wardle. -Bueno, rompí un trozo de alambre de la verja del polvorín, doblando cada extremo para hacer un gancho. Me llevó diez minutos el reptar hasta la esquina. Enganche un extremo del alambre alrededor de su gatillo y el otro a la verja. Luego regresé reptando y dejé el resto en manos de la Madre Naturaleza. -Estás loco. Si te hubiera visto, te hubiese cosido la tripa a balazos, allí mismo. -No me vio. No veía otra cosa que a su Jennie, la del cabello dorado -lanzando sus botas bajo la cama, Holden se puso en pie. Desabrochándose los pantalones, palpó en sus nalgas, agarró algo y comenzó a sacar una gran pieza de ropa. Parecía tener varios metros. Incapaz de contener su curiosidad, Wardle cruzó hasta la cama del otro y examinó aquello a la débil luz. Luego, lo agarró, y se lo llevó a la ventana para verlo mejor. -¡Santo cielo! ¡Es su bandera! -Sí -estuvo de acuerdo Holden. -¿Dónde la encontraste? -La encontré entre los cañaverales -lanzó un resoplido-. Lo que es bueno para la hija del Faraón, es también bueno para mí. -¡La verdad, muchacho! La has robado de la mismísima asta, ¿no? -Debo admitirlo -dijo Holden, con cómica resignación-. Y lo pasé bien mal llevándomela. Allá arriba, en el techo de Cara Agria el viento es como un huracán. Casi me caí en un par de ocasiones. Sí hubiera abierto

mi chaqueta, seguro que volaba. -Pero... pero... -Wardle ondeó la bandera robada y se encontró, temporalmente, sin palabras. -En cuatro ocasiones pasó un centinela por debajo mientras luchaba para bajar ese trapo y metermelo en los pantalones. Y ni una sola vez miró el muy estúpido hacia arriba. -Pero... -Podemos usar ese trapo. Le cortamos la banda escarlata del extremo, convertimos las dos flechas blancas en una estrella de seis puntas y, ¿ qué es lo que tenemos? Una estrella blanca sobre un fondo azul. Y ¿para quién ha diseñado esa bandera la Unión? -Para la República de Gath. -Correcto. A veces, puedes ser bastante inteligente -metiéndose en la cama, Holden dispuso su manta para que le diera el máximo de abrigo. -¿Dónde la vas a ocultar hasta que la necesitemos? -le preguntó Wardle. -Ese es tu problema. Yo la obtuve... tú la ocultas. De todos modos, jamás hacen ningún registro sistemático. -Siempre puede haber una primera vez -indicó Wardle-. No me gusta esta situación. Estallará un verdadero pandemonio cuando descubran que les han robado la bandera durante la noche. -No levantarán ni un solo dedo. Después de cortar la cuerda rocé los extremos para que pareciese que se habían roto. Apuesto diez contra uno a que llegan a la conclusión de que el viento se la llevó a la jungla. Si es así, voy a presentarme voluntario para llevar a algunos de los miembros del equipo forestal en su búsqueda. Eso nos dará una excelente excusa para escoger un lugar en el que colocar el radiofaro. -Tienes más agallas que un toro -dijo Wardle, con involuntaria admiración. Holden hizo un gesto de modesta negativa. -Prefiero no verme como me ven los otros... ya soy lo bastante engreído. Con esto, se durmió. Pero Wardle permaneció despierto algún tiempo, acariciando la bandera y pensando. Su conclusión final fue que no podía culparse a Holden por haber hecho aquello. Después de todo, un terrestre debía hacer algo. Durante los siguientes cuatro días los buscabanderas dirigidos por Holden no lograron hallar ni un solo jirón de la misma. Al final de este tiempo se acabó la paciencia de Cara Agria. Los volvió a enviar a los trabajos madereros, sacó de algún sitio otra bandera, e hizo que la clavasen al asta. Pero sus esfuerzos no habían sido en vano. En aquellos cuatro días habían descubierto un lugar adecuado entre la más espesa maraña de matorrales, limpiado una pequeña área y excavado un pozo de cinco metros cuadrados por un metro veinte de profundidad, que llenaron con rocas que así quedaron dispuestas para cimentar las patas del faro, en la primera oportunidad que tuviesen. Fue en el vigésimoprimer día de cautividad de los terrestres cuando apareció, de donde menos se lo esperaban, una amenaza contra sus cuidadosamente trazados planes. Una vez más, esto probó que no todo puede ser previsto, ni siquiera cuando la previsión ha sido realizada por las mentes más meticulosas y astutas. Sobre cada congregación de seres inteligentes cuelga algo invisible llamado ambiente. No puede ser visto, olido o saboreado. Pero puede ser sentido. Y casi puede ser palpado. Tras la comida de la tarde de aquel día, Wardle se puso en pie en el patio y fue asaltado repentinamente por una poderosa impresión de cambio. Un ramalazo de alarma corrió por su mente, y trató de localizar y analizar las razones. El ambiente del patio de la prisión era distinto del que había habido hacía tres semanas; la causa o causas podían ser identificables. Ahora que su cerebro se había dado cuenta del fenómeno no le llevó mucho tiempo a sus ojos el relacionar causa con efecto. La multitud habitual de stames y aluesinos estaba caminando sin rumbo por el patio. Masivamente, aún seguían siendo perros fustigados. Individualmente ya no lo eran. Se había llevado a cabo un cambio en su comportamiento personal. Ya no se arrastraban. Caminaban, y algunos incluso marchaban. Ya no reptaban junto a los guardias con sus cabezas gachas y su mirada clavada en el suelo. Por el contrario, mantenían sus cabezas erguidas y miraban cara a cara a los guardias, de hombre a hombre. Incluso los stames, habitualmente tristones y lúgubres, habían cambiado su expresión de apatía a hosquedad. Sobre todo aquello se alzaba la impresión vaga, indefinible pero fuerte, de la calma que precede a la tormenta, una energía que aún era contenida pero sobre la que no había garantía de que fuera a continuar así. También los guardias lo notaban, sin saber qué era lo que notaban. La filosofía alienígena impedía que reconociesen las corrientes subterráneas y sutiles desplazamientos psíquicos tan familiares a los guardianes de prisiones terrestres. Así que estaban inquietos sin saber el por qué. Se movían nerviosos, tenían las armas dispuestas, se agrupaban juntos en el patio, caminaban más deprísa sobre el muro.

Con los pelos de la nuca erizados, Wardle inició un apresurado giro por el patio. Entre tal multitud era difícil hallar en seguida a la persona que buscaba. Cerca de una esquina encontró a Pye. -Ayúdame a buscar a Partha. Y también a todos los oficiales stames que veas. -¿Algo va mal? -preguntó Pye. -Da una mirada a tu alrededor. Esta gente está dispuesta a empezar a trompadas en cualquier momento. Es la vieja historia del péndulo que llega al otro extremo -indicó con el pulgar un pequeño grupo de guardianes que se hallaban, juntos, a la sombra del muro-. Incluso los kastanos están nerviosos. Cuando esos tipos lleguen al punto de ruptura pueden comenzar a disparar contra lo que les caiga más cerca. Y eso somos nosotros. Partha y dos coroneles stames fueron localizados en pocos minutos y acompañados a un rincón desocupado del patio. Allí, Wardle les hizo un breve discurso señalándoles los síntomas delatadores, contrastando la controlabilidad de un ejército con la indisciplina de una muchedumbre. -Anteriormente, sus hombres pasaban el tiempo en completa desesperación -dijo-. Ahora, aguardan con esperanzas renovadas. Y esto es más difícil, y pone a prueba su paciencia. -Usted creó la enfermedad -comentó Partha-. Ahora es usted quien debe sugerir una cura. -De acuerdo. Haga correr la voz, tan rápido como le sea posible, de que vamos a tener una conferencia esta noche y que mañana necesitaremos voluntarios. -¿Voluntarios para qué? -No lo sé, le aseguro que no lo sé -admitió Wardle, que momentáneamente se había quedado sin ideas-. Tendremos que inventar alguna cosa, cualquier cosa, mientras sirva para que se escape algo de la presión retenida. Es la filosofía de la rata atrapada... cuando no se puede hacer nada, haz cualquier cosa. -Muy bien -aceptó Partha. Se dispuso a irse. -Y díganle a todo el mundo que es esencial que los kastanos no se alarmen -añadió Wardle con mucho énfasis-. Eso quiere decir que todos los prisioneros deben parecer esclavos, comportarse como esclavos. Partha y los stames se fueron, se mezclaron con la multitud, hablaron brevemente con varios grupos y siguieron moviéndose. Al cabo de veinte minutos comenzaron a verse resultados, pero no le convencieron demasiado a Wardle. Como todos los aficionados, los cautivos tendían a pasarse de la raya en sus actuaciones. Muchos de aquellos que habían estado caminando muy tiesos, incubando en secreto un fiero espíritu de desafío, ahora pusieron expresiones de humildad tremendamente exageradas y se esforzaron en exhibirías ante los asombrados guardias. Ceremoniosamente, veinte Stames se sentaron frente a tres kastanos y les dedicaron una unánime mirada de «Oh muerte, ¿cuándo llegará tu guadaña?. Holden se acercó y Wardle lo saludó amargamente con un: -Mira a esa muchedumbre de principiantes. Estaban creciéndose y ahora les han dicho que se relajen. Uno se creería que estaban enfermos de ganas de hacer algo. -Esa es una buena idea -dijo Holden. -¿Eh? -La economía de guerra de Kastan depende, parcialmente, del trabajo de los esclavos. Una epidemia constituiría un bonito y efectivo modo de sabotaje, sin contar con el lío que iba a crear en su organización de aquí. -¿Una epidemia de qué? -De jabón -le contestó Holden. -¿Y si por una vez, por hacerme un favor, hablases con claridad? -sugirió Wardle. Ignorando esto, Holden exclamó: -Aquí está Foley -esperó hasta que el otro llegó, y continuó diciendo-: Es justo el hombre que necesitamos. ¿Cuál es la capacidad del hospital? -Treinta plazas -dijo Foley-. ¿Por qué? -¿Qué cree que haría ese carnicero de Machimbar sí trescientos prisioneros cayesen enfermos al mismo tiempo? -Nada. Nada en absoluto. Los dejaría morir. Diría que el hospital está lleno y que los guardias kastanos tienen prioridad en sus servicios. Machimbar es el tipo de individuo que sólo hace lo mínimo necesario para justificar su rango y posición y, si es posible, evitar que lo envíen a un área de combate. -¿Así que evita toda responsabilidad?

-Es más que eso... es un cerdo introvertido. -Recibirá su merecido -prometió Holden-, antes de que hayamos acabado con esto. -¿Qué es lo que tienes en mente... aparte de serrín? -le preguntó Wardle. Sonó un silbato al otro lado del patio antes de que le pudiera contestar. Los prisioneros formaron en largas filas y comenzaron a entrar en los bloques. Los guardas recorrían las columnas, aullando y maldiciendo, urgiéndolos a que se apresurasen. Hubo un pequeño pero significativo incidente. Un stame que cojeaba tropezó y cayó fuera de su fila. Maldiciéndole, un guarda alzó su látigo. El stame se enderezó y miró fríamente a los ojos de su enemigo hasta que éste bajó la vista y dejó caer el látigo, sin utilizarlo. -No tenemos demasiado tiempo -comentó Wardle-. Esperemos que sea suficiente, o que podamos hacer que nos baste. Cheminais se dedicó a algunas rápidas manipulaciones aquella noche. Se ocupó de tres puertas en su propio bloque y dos en el contiguo. Una docena de prisioneros efectuaron la carrera de seis metros entre los bloques, en la semioscuridad, logrando pasar sin ser oídos ni vistos. Se celebró un consejo de guerra en la celda de los terrestres. -Hay varios problemas -comenzó a decir Wardle-. Tienen que ser resueltos en cualquier forma posible, dentro de las circunstancias existentes. En primer lugar, está el faro. -¿Ha sido descubierto? -preguntó Partha-ak-Waym. -No hasta el momento. Lo hemos construido, lo hemos conectado a un cable eléctrico, y eso es todo. Si los kastanos lo hallan por casualidad, existen bastantes posibilidades de que supongan que es obra de su propio cuerpo de transmisiones. Incluso si sienten una curiosidad incurable a su respecto, les llevará un par de meses el asegurarse de que ninguna unidad kastana sabe nada sobre él. -No compartiendo nuestro punto de vista -intervino Holden-, nunca pensarían que fuera un producto de los malvados prisioneros. -Bien, entonces, ¿cuál es el problema? -persistió Partha. -El equipo forestal hizo un trabajo duro pero no cualificado. Se llevaron todo el equipo que McAlpin y Pye escondieron entre los árboles, y lo montaron según sus instrucciones. Ahora, necesitamos técnicos para que efectúen los ajustes finales y lo pongan en marcha. De día, McAlpin y Pye no pueden escaparse durante más de cinco minutos seguidos. Dicen que necesitan tres o cuatro horas sin interrupciones para poner en funcionamiento el radiofaro. Hizo una pausa, y añadió enfáticamente: -Las fuerzas de la Unión no conocerán la localización de Gathin... hasta que el radiofaro se la revele. -Puedo hallar algunos técnicos entre mis hombres -sugirió Partha-. Si puede meterlos en el equipo forestal... -Este problema es nuestro y lo vamos a resolver a nuestra manera -declaró Wardle-. Vamos a darles a McAlpin y Pye una noche de salida. Saltarán el muro. -¿Quiere decir que... escaparán? -Partha pronunció la palabra como sí aún tuviera algo de blasfemia. -No de un modo definitivo. Regresarán para presentarse en su trabajo por la mañana, como siempre. Como he dicho antes, tenemos que mantener tranquilos a los kastanos. No obstante, animaría a todos los prisioneros el hacer correr la noticia de que hemos estado fuera. Sin embargo, vale más que les adviertan que no estropeen el asunto comportándose como si también ellos estuvieran ya a punto de salir. Pues lo cierto es que no han salido... aún. -Pero saltar el muro es imposible. -Eso lo admitiremos después de averiguar que no se puede hacer -dijo Wardle-, y no antes. Apartando el tema, pasó al segundo problema. -Hay unos diez mil prisioneros en este campo, pero hay cuatrocientos mil en todo Gathin. Somos una simple gota en el vaso. Tenemos que entrar en contacto con las otras prisiones, persuadir a sus ocupantes que se unan a nosotros y que actúen al mismo tiempo. Hay siete prisiones muy cerca. Si son del mismo tamaño que ésta, eso representa setenta mil hombres disponibles. Partha ahuecó los labios y frunció el ceño. -No hay comunicación entre las prisiones. -Entonces, debe establecerse una comunicación. Esto es necesario y se llevará a cabo... y les voy a decir cómo -Wardle mostró una débil sonrisa mientras continuaba-. Quizá ustedes no se den cuenta de ello, pero para los ojos terrestres la mayor parte de los aluesinos se parecen mucho. Lo mismo ocurre con los stames.

-Todos los terrestres nos parecen iguales a nosotros -dijo Partha. -Es altamente probable de que los kastanos tengan problemas similares para distinguimos a unos de otros - indicó Wardle-. Las prisiones adyacentes tienen equipos forestales trabajando casi junto a los nuestros. Si algunos de los prisioneros intercambiasen sus lugares, sus guardianes respectivos no se darían cuenta de la diferencia. -Y si se dieran cuenta no les importaría -sugirió Holden-. Un hatajo de prisioneros es tan bueno como cualquier otro. -Quizá -concedió Wardle-. Pero un plan siempre puede ser destruido por la oficiosidad de un individuo volvió su atención hacia Partha-. Debe encontrar un cierto número de voluntarios, todos ellos oficiales capaces de recuperar y ejercer su propia autoridad, todos ellos propagandistas capacitados para la difusión del nuevo punto de vista. Se unirán a un grupo forestal y pasarán a otro de otra prisión. -Eso puede hacerse -estuvo de acuerdo Partha-. Pero hay una dificultad. Un intercambio es un asunto entre dos. Se necesita la cooperación de otros que mentalmente siguen siendo esclavos condicionados a no desobedecer jamás. -Los kastanos jamás han dado ninguna orden acerca de que los prisioneros deban regresar a su propia prisión. Uno no puede desobedecer una orden que jamás ha sido dada. Además, el cambiar de prisión no es escapar. -Sí, es cierto. Déjeme esta tarea a mí. -Tendremos que hacerlo. No hay alternativa. Un terrestre no puede cambiar de prisión. Sería tan conspicuo entre un grupo de ustedes como un enano de circo -abandonando ese tema, Wardle prosiguió-: Ahora, pasemos al tercer problema. Los prisioneros deben reprimirse hasta que llegue el momento exacto en que golpear juntos, y de una manera efectiva. Una acción prematura por parte de individuos o grupos podría ser fatal para nuestros planes. Tenemos que asegurarnos de que no van a adelantarse. ¿Alguna sugerencia? -Necesitan una diversión -intervino Holden-. Un buen follón los mantendría contentos durante un mes. -¿Puedes sugerir una buena broma pesada? -Sí -dijo Holden. Masticó vigorosamente, lanzó un estremecedor-: ¡Aaaaaa rrrrggg! -y se desplomó al suelo. Luego se enroscó violentamente hasta que sus rodillas le golpearon el pecho, sus ojos rodaron bajo sus párpados hasta mostrar sólo el blanco y un gran espumarajo salió de entre sus temblorosos labios. Era una visión lo bastante repugnante como para revolver los estómagos de los que le miraban. -¡Aaaaaarrrrggg! -gruñó Holden, de una forma horrible. Apareció nueva espuma. A los aluesinos y a los stames que lo contemplaban les estuvieron a punto de saltar los ojos por lo desorbitados que los tenían. Incluso Wardle sintió un espasmo de alarma. Recuperándose de una forma casi milagrosa, Holden se alzó, fue a la pica, se llenó la boca de agua, hizo unos gargarismos y explicó: -Lo único que se necesita es practicar un poco. -¿De qué servirá eso? -inquirió Partha, estudiándolo como uno haría con un maníaco. -Un esclavo enfermo no puede trabajar. Un centenar de esclavos enfermos no pueden trabajar. Un millar de esclavos... -Muéstreme cómo se hace -le ordenó Partha, decidiéndose con celeridad. Cortando una lámina de jabón, Holden la metió en la boca del general, como quien echa una carta a un buzón. -Ahora mastique. Así es, tírese al suelo. Enrósquese y gima. Más fuerte, mucho más fuerte. ¡Sus ojos, cuide sus ojos... gírelos hasta que pueda verse el cerebro! El general Partha-ak-Waym yació enroscado y dando tumbos. Era algo tremendamente efectivo dado que el globo ocular aluesino era de un color naranja pálido. Tenía un aspecto repugnante. Al cabo de poco tiempo diez aluesinos y ocho stames estaban gruñendo y lanzando espumarajos en el suelo. Era, pensó en secreto Wardle, la cosa más maravillosa que jamás había visto hacer a un grupo de altos mandos. -Bien -dijo cuando terminó la horrible representación-. Encuentren un batallón de voluntarios para esto y pónganlos a ensayar. El espectáculo debe llevarse a cabo mañana por la mañana. Eso nos dará un escape emocional efectivo y creará un buen problema para los kastanos. Terminó el consejo de guerra. Los componentes del mismo partieron acompañados por Cheminais, que los iba a encerrar de nuevo. Cuando se hubieron ido todos, Wardle se volvió hacia Holden. -Dijiste que se necesitaba práctica. Tú has practicado mucho. ¿Cuándo lo hiciste? -Más o menos a los cuatro años. Cada vez que me estremecía y espumarajeaba mi amante madre me daba

la luna, si se la pedía. -Qué niño tan repulsivo debiste de ser. Si yo hubiese sido tu padre, te hubiera dado una buena ración de golpes con el cinto. -Ya lo hacía -admitió Holden con una mueca-. Siempre que me atrapaba así. Volvió su atención hacia Casasola, que escuchaba en silencio. -¡Por Dios, cállate y déjame decir alguna que otra cosa! -le suplicó. -Estamos perdiendo el tiempo -dijo impaciente Wardle-. La noche más larga no dura siempre. Tenemos que hacer pasar a nuestros dos amigos sobre el muro. No hemos erigido un faro secreto para no poder usarlo. Echándose de espaldas al suelo se metió bajo su cama, tanteó bajo la misma, y salió de nuevo. Ahora llevaba un culatín de madera con estrías que tenía unida la hoja de ballesta de camión en un extremo. Un cable corría tenso a través de la curva de la hoja. Más atrás, en el culatin había un tensor y un simple mecanismo de gatillo que Casasola había fabricado en el taller. -Aquí –comentó-, es donde utilizamos nuestro entrenamiento acerca de la explotación de suministros suplementarios. Aprended a hacer el mejor uso de aquello de lo que dispongáis, nos dijeron. Y no despreciéis las cosas primitivas, pues el hombre conquistó al mundo animal con ellas -tendió una mano hacia Casasola-. Los dardos. Casasola le entregó los clavos trabajados que ahora tenían unas pequeñas aletas de aluminio colocadas en sus hendiduras. -La cuerda. Impasible, Casasola le entregó un ovillo de fino bramante. Midiéndolo con el largo de la habitación. Wardle cortó una longitud de aproximadamente unos treinta y cinco metros. Lo dobló por su mitad y lo ató a la cola de un dardo. Quince centímetros por detrás del mismo ató una astilla de madera para que actuase como un separador, manteniendo ambas mitades de la cuerda a unos diez centímetros distancia entre sí. -Que alguien abra una ventana y vigile a los centinelas -estuvo esperando mientras Pye ataba uno de los dos extremos del cordel a la madeja de cuerda más gruesa que Holden había robado en la cantera-. Recuerda le dijo a Pye-, cuando todo esté dispuesto tendréis menos de diez minutos. -Ya lo sé. -Si te retrasas mucho, te encontrarás con una docena de balazos en la tripa. -¿Y qué? -Así que si tú o Mc queréis echaros atrás, decidlo... y lo comprenderemos. -Vete a tomar viento -le sugirió Pye. -¿Qué es lo que te crees que soy? -exclamó indignado McAlpin. -Viene un centinela -siseó Holden desde la ventana-. Ahí está, el muy estúpido pies planos. Ahora pasa por enfrente. Hubo una pausa, seguida de: -Ahora ya ha pasado. Se echó a un lado. Wardle se arrodilló en la ventana y apoyó la ballesta en el alféizar. Apuntando cuidadosamente a la lejana parte superior del muro, apretó el gatillo. El artefacto se estremeció ligeramente cuando el cable guía resbaló sobre dos silenciadores hechos con los tacones de goma de Holden. El dardo atravesó la noche, recorrió tres cuartas partes del camino hasta el muro y se detuvo en seco cuando su cable guía quedó enganchado en una astilla del alféizar de la ventana impidiendo que siguiera desenrollándose. En la oscuridad, el dardo cayó regresando y golpeó la pared del bloque dos pisos más abajo. Se oyó un estrépito, el sonido de un cristal que se rompía y la asombrada exclamación de un stame. Wardle maldijo en voz baja, inclinó el cuerpo fuera de la ventana y miró hacia abajo buscando algún signo de actividad de los stames. No había ninguno. Quienquiera que hubiera sido despertado de sus bellos sueños había decidido, muy astutamente, no hacer nada al respecto, probablemente porque nada efectivo se podía hacer. -Ha pasado un minuto y medio -anunció Pye. Recogieron el dardo lanzado, arrancaron la astilla del alféizar y volvieron a colocar el cordel, para que corriese con mayor libertad. De nuevo Wardle apuntó a algunos centímetros por encima del camino iluminado por los reflectores. El dardo partió, pasó directamente sobre el muro y se detuvo al acabarse el cordel al que estaba atado. Lentamente y con mucho cuidado, tiraron del cordel. Para su desesperación, el dardo serpenteó por entre las púas y cayó a este lado del muro. Ahora, recogieron el cordel con frenética rapidez, pero de nuevo golpeó la pared del bloque con un sonido muy amplificado por el silencio de la noche. No obstante, esta vez no rompieron ningún cristal. -Han pasado cuatro minutos -indicó Pye.

El tercer disparo resultó igualmente fútil, produciendo otro golpe del metal contra la piedra. Cuando recuperaron el dardo hallaron que el separador del cordel se había roto. Apresuradamente, lo reemplazaron. -Seis minutos y medio -informó Pye, muy morboso. -Ya está de regreso -indicó Wardle-. Será mejor que esperemos a que pase de nuevo. Apiñados en la oscuridad esperaron escuchando, sin oír nada más que las respiraciones de cada uno de ellos. Al fin el guardia pasó sobre el muro, con su gran figura convertida en monstruosa por la luz de los reflectores. No parecía inusitadamente alerta, ni daba signos de haber sido alarmado por ningún sonido raro. Cuando se hubo perdido de vista, Wardle disparó de nuevo. El dardo saltó hacia delante con un siseo muy débil. Sus aletas de aluminio brillaron un instante mientras cruzaba la parte superior del muro. Con suavidad, Holden tiró del cordel y entraron unos cuantos palmos en la celda antes de que quedase tenso. -¡Aleluya! -exclamó. Entonces, tiró solamente de un extremo, dando un par de fuertes sacudones para deshacerse del lejano separador. Durante un breve espacio de tiempo no quiso soltarse, pero al fin lo hizo. En ese momento el cordel se deslizó con facilidad. Mientras lo hacía, su otro extremo salió por la ventana llevando con él la cuerda más resistente. Poco después Holden se halló tirando de una cuerda en lugar de un cordel. Ahora había una cuerda doble extendiéndose desde la habitación, atravesando un abismo de doce metros de longitud con una caída de dieciocho metros por debajo y terminando en una o más púas del muro en las que estaba retenida. -¿Cuánto tiempo tenemos ahora? -preguntó Wardle. -Cuatro minutos. -No es bastante. Tendremos que esperar de nuevo. ¿Tenéis dispuesta vuestra cuerda? -S í-le contestó Pye. Esperaron. Se podían oír las pisadas del guardia que regresaba. Parecía tardar demasiado tiempo en acercarse. Todo dependía ahora de a dónde dirigiese su atención, de lo observador que fuera. El camino iluminado era una cinta estrecha pero brillante que se extendía a lo largo de la parte superior del muro, pero había la suficiente iluminación lateral como para revelar la cuerda que se extendía hacia un lado, al menos en parte de su longitud. El centinela llegó al punto crítico. Contuvieron la respiración mientras lo vigilaban. Paseando aburrido a lo largo de su ronda, se detuvo junto a las púas enlazadas, miró hacia fuera en lugar de hacia dentro, lanzó un enorme bostezo y siguió hacia adelante. -Gracias al cielo que se nos ocurrió ennegrecer la cuerda -exclamó Holden. -¡Ahora! -urgió Wardle. Pye salió por la ventana, colgándose de las cuerdas con una mano en cada una de ellas. Con el cuerpo suspendido sobre el abismo fue adelantando mano tras mano. Sus piernas se agitaban en loco péndulo mientras trataba de ir con toda rapidez. La cuerda chirriaba pero se mantenía firme. De esta manera llegó a la parte superior del muro sin que se hubiese producido ningún grito ronco ni ningún disparo. Se balanceó frenéticamente hacia un lado, se aferró con las manos a dos púas y puso un pie entre otras dos. Empujándose por encima de la triple hilera rodó al camino iluminado. Aún tendido, temeroso de la luz y de cualquiera que pudiera mirar en su dirección, aferró su cuerda y la enlazó alrededor de una de las púas del extremo opuesto. No resultó muy claro cómo pasó sobre esta otra triple defensa de púas, al menos para los que lo estaban observando. Pero su cuerpo se arqueó, hizo algún tipo de maniobra y desapareció de su vista mientras se deslizaba por el lado exterior del muro. -Ha empleado cuatro minutos y medio -dijo Holden. -A mí me han parecido diez años -comentó Wardle. El centinela regresó cansino. Ahora había dos cuerdas enlazadas que podía descubrir, una a cada lado de su sendero. ¿Las vería? No lo hizo. De idéntica forma que antes pasó por enfrente y sus pasos se perdieron en la lejanía. McAlpin estaba colgando sobre el patio casi antes de que hubiera desaparecido el guardia. Cruzó el abismo mucho más deprisa que Pye, pero tuvo más dificultad para pasar sobre las púas. De todos modos, lo logró. Su forma se desvaneció sobre el otro lado de la pared. Soltando un extremo de la cuerda, Holden tiró del otro, y la metió toda dentro de la celda. El dejarla colgada durante varias horas sería tentar al destino. Naturalmente, la cuerda exterior tendría que permanecer colocada, pero solo los pocos centímetros que rodeaban a la púa resultarían visibles para el centinela, ya que el resto colgaba adosado a la pared, en la oscuridad. -Acabo de pensar en algo -dijo Holden-. Un tipo que camina a lo largo de un sendero iluminado puede

ver bastante bien hacia la derecha o hacia la izquierda, pero queda cegado si mira recto hacia adelante. Dudo que ese tipo pudiera encontrar la cuerda de Pye aunque uno le dijera que estaba allí. -No contamos con eso -le recordó Wardle-. Estamos apostando sobre una forma de pensar. Exceptuando un rincón perdido llamado Tierra, nadie se escapa jamás de un campo de prisioneros... ¡nadie! Tras esto, organizaron una constante vigilancia por la ventana, turnándose uno tras otro, mientras los demás dormían. Faltaba una hora para el amanecer cuan do regresaron los escapados. Cheminais, manteniendo sus ojos enrojecidos clavados en la pared supo que la cuerda seguía en posición porque habían observado a todos los centinelas y, hasta el momento, ninguno de ellos la había descubierto. Pasó un centinela, con su arma aferrada en una mano del tamaño de una pala. Un minuto más tarde McAlpin se encaramó sobre las púas exteriores, recogió la mitad de la cuerda doblada y la tiró hacia el lado interior del muro. Luego, rodó a través del camino iluminado, pasó sobre la siguiente defensa de púas con la misma dificultad que antes, y se deslizó hacia la oscuridad. Aparentemente, sus doce kilos extra de peso ayudaron a subir a su compañera por el exterior de la pared mientras él descendía por el lado interior. Apenas había desaparecido cuando Pye surgió como un corcho que salta de una botella, pasó la cuerda por las púas interiores y siguió al otro. La cuerda se estremeció con violencia, y cayó al suelo. Despertando a los otros, Cheminais les informó: -Están de regreso, Dejaron que el guarda pasara de nuevo antes de tirar su propia cuerda por la ventana. Notaron un peso en ella y tiraron juntos. McAlpin apareció en el hueco de la ventana, entró, pisó los dedos del pie de alguien y recibió un par de insultos selectos como bienvenida. La cuerda cayó de nuevo y pescó a Pye. -¿Qué tal ha ido? -les preguntó con ansiedad Wardle. -De primera -aseguró McAlpin-. El faro está lanzando ya alaridos. -¿Que creéis que pasará si una nave de Kastan lo capta antes que una nuestra? -Trazarán la dirección de su emisión y verán que proviene de Gathin. Saben que Gathin es una posesión kastana. Por consiguiente, el radiofaro debe de ser oficial, aunque a ellos no se les haya notificado. Es lo lógico, ¿no? La alternativa es que se trate de un radiofaro ilegal, y eso es una verdadera estupidez. -Esperemos que tengas razón. Habéis hecho un buen trabajo. -¿Querríais saber lo más difícil de todo? -McAlpin les mostró sus palmas despellejadas-. Subir dieciocho metros por una cuerda delgada. -Eso es muy fácil -resopló Holden. -Quizá lo sea para ti -replicó McAlpin-, dado que no estás demasiado lejos de los monos. Holden dejó pasar aquello con el desprecio que merecía. -Bueno -le apremió Casasola, asombrándolo con su intervención inesperada-. ¿Por qué no contestas a eso? Las múltiples colas para el desayuno podían dividirse en dos grupos: los de aquéllos que sabían lo que se estaba preparando y las de los que no lo sabían. Partha había considerado deseable el mantener a un buen número de los prisioneros en la ignorancia para así dar a la representación un auditorio del que cupiera suponer que se iba a comportar de una forma plausible. Se sirvió la bazofia de siempre. Diez mil presos se sentaron y empezaron a comer en sus boles de madera. Los últimos y los más lentos apenas si habían terminado cuando el jefe de guardias Slovits tocó un silbato. Al instante, ochenta prisioneros juiciosamente distribuidos por el patio se desplomaron, se retorcieron, lanzaron espumarajos y gritaron como silos estuviesen asesinando. La multitud que se disponía a dirigirse a la poterna de detuvo y miró. Cerca de la salida, cuatro robustos guardias contemplaban alucinados a un stame afligido por aquel mal, que estaba comportándose como un acróbata de circo con un millar de demonios en su tripa. Inevitablemente, entre los guardias se produjo un momento de indecisión durante el cual otros cincuenta prisioneros se unieron de una forma muy artística a los dolientes que ya estaban por el suelo. Compitieron unos con otros en ver quién producía más espuma, quién lanzaba los alaridos más sonoros, quién tenía la peor agonía. Los prisioneros que no estaban en el secreto iban de un lado para otro como borregos asustados, vigilándose a si mismos por si se notaban síntomas similares. Un cierto número de guardias quedaron cercados por la multitud y lucharon por abrirse paso fuera de ella. Stames y aluesinos cayeron con ataques frente a ellos y a ambos lados, impidiéndoles el paso todo lo posible. La multitud empujaba y daba empellones mientras los más cercanos a cada víctima sucesiva trataban de apartar-se de ella.

Un stame que se hallaba sumido en lo que parecía un anonadado silencio lanzó de repente un alarido que rompía los tímpanos, tendió sus largos y huesudos brazos al cuello de un guardia que tenía al lado, y se deslizó hacia el suelo dejando caer espumarajos y esputos sobre los pantalones y las botas altas del kastano. Logró hacerlo sin recibir siquiera un golpe de látigo. El guardia lo contempló con horror, y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Slovits corrió pesadamente hacia el edificio de oficinas y reapareció un momento más tarde con el comandante de la prisión. Un grupo compacto de dieciséis aluesinos se dedicó inmediatamente a complacerlos, cayendo frente a ellos lanzando espuma, gruñendo, babeando y mostrando el naranja de sus globos oculares. Dándose cuenta de que Cara Agria en persona formaba ahora parte de los espectadores, otro par de centenares se desplomaron en plena actuación por todo el patio, añadiendo sus aullidos al estrépito general. Los guardas lanzaban órdenes inaudibles. Cara Agria ladraba y agitaba los brazos. Slovits soplaba en su pito sin interrupción. Más individuos fueron cayendo aquí y allá en respuesta a ocultos signos de sus oficiales. Algunos de ellos eran actores muy dedicados que cayeron en tal frenesí que se tragaron el jabón y comenzaron a vomitar con gran veracidad. En ese instante, los cautivos que nada sabían del plan fueron presa del pánico. Corrió el rumor, con la velocidad del rayo, de que aquello era algo llamado «la muerte negra» y que resultaba altamente contagioso. Tras esto se produjo una estampida unánime hacia las puertas abiertas. Cuatro guardias que aún seguían manteniendo algo de calma se movieron con rapidez y cerraron de un empellón las puertas, en las mismas narices de los primeros fugitivos. La muchedumbre se quedó indecisa por un instante, llegó a una toma de decisión colectiva y se dirigió al santuario que representaban los bloques. Se desparramó en un centenar de hileras que corrían serpenteando por entre una alfombra de cuerpos en convulsiones. Entre los que corrían había muchos más conspiradores a los que se les había ordenado que aguantasen hasta el último momento. Esos crearon una confusión aún mayor al desplomarse en los lugares en que causaban mayor obstrucción, como las puertas de los bloques. En aquel momento, ya más de un millar se hallaban desplomados por el patio, aullando, gimiendo, agarrándose el vientre, lanzando alaridos agónicos y otras versiones de los últimos instantes de la vida de un hombre. Había aparecido una especie de rivalidad entre los aluesinos y los stames, que trataban de superar al otro bando en el logro de una mejor representación melodramática de los tormentos del infierno. El resultado era algo parecido al peor manicomio de toda la galaxia. Y el estrépito era ensordecedor. Cara Agria y sus fuerzas fueron sobrepasados por la misma magnitud y entusiasmo de aquella demostración masiva. Agrupados junto al edificio de oficinas, resoplaban ante el patio en desorden, pero no hacían nada. Aquello no era un motín, no era desobediencia. Era un fenómeno inaudito, increíble. No existía mención alguna al respecto en las ordenanzas kastanas, y no había ningún impreso oficial que se refiriese a ello. Un stame que estaba convencido en secreto de que poseía gran talento como actor, se arrastró trabajosamente a gatas hasta el jefe de guardias Slovits, mostró una enorme lengua púrpura y croó: -¡Agua! ¡Por piedad, agua! El guardia cercano a Slovits alzó una enorme bota y le dio un patadón en los dientes. El stame se derrumbó de costado, escupió sangre y lanzó gemidos que esta vez eran reales. Entre el desplomado ejército de supuestos sufrientes, varios centenares de ojos tomaron nota, con propósito vengativos, de la identidad del pateador. Sin darse cuenta de esto, el guardia alzó de nuevo la bota dispuesto a golpear de nuevo a su víctima. -¿Qué haces, estúpido? -rugió Cara Agria-. ¿Es ésa la forma en que lograr que puedan volver al trabajo? Bajando el pie, el guardia se ocultó furtivamente tras un par de sus compañeros. Desde ese punto de observación contempló hoscamente al stame herido. -¿Dónde está el doctor jefe Machimbar? -le preguntó Cara Agria a Slovits. -Está ausente hoy, comandante -le informó éste. -Como siempre. Esto no me gusta nada -Cara Agria pensó con gran concentración-. Debe hacerse algo. Dentro de una hora el Cuartel General comenzará a hacernos molestas preguntas acerca de por qué no han aparecido nuestros grupos de trabajo. -Sí, comandante. ¿Qué es lo que sugiere? -Envíe doce hombres a cada bloque. Harán salir a todos los prisioneros válidos y hacerles llevar adentro a los enfermos. Cuando esto haya sido llevado a cabo, que formen todos los sanos en el patio, seleccione a los que hayan tenido algún tipo de experiencia médica y mande a los otros a trabajar... a paso ligero. -A sus órdenes, comandante.

Slovits saludó, se enfrentó a sus hombres, les lanzó los ladridos necesarios y los dividió en equipos de doce, que se dirigieron hacia los bloques. Los sanos salieron, recogieron a los enfermos y comenzaron a llevarlos a sus celdas respectivas. Eso llevó bastante tiempo porque, de vez en cuando, uno de los que transportaban a un enfermo se derrumbaba, y tenía que ser transportado a su vez. Así sucedió que toda la dotación de una celda, consistente en veinte aluesinos oportunistas, logró ser llevada a la cama por un grupo de stames con cara de pocos amigos, que no vieron la manera obvia de evitar este trabajo hasta que no fue demasiado tarde. Por fin los sanos fueron alineados en el patio, considerándose como tales a los que podían mantenerse en pie. Dos docenas de ellos se desplomaron como heridos por un rayo justo en el mismo momento en que Slovits abría la boca para hablar. Slovits cerró la boca mientras las filas de atrás recogían cansinamente a los cuerpos y se los llevaban. Cinco de los que realizaban esta tarea decidieron de pronto que se necesita menos esfuerzo para ser transportado que para transportar, por lo que iniciaron su actuación con unos espumarajos. Más componentes de las filas traseras se separaron de las mismas para llevárselos. En aquel punto, Slovits perdió ya toda paciencia. Apuntando con un enorme dedo a los que aún estaban perpendiculares, rugió: -Todos los antiguos doctores, cirujanos, enfermeros y personal similar darán seis pasos hacia el frente. Foley marchó hacia adelante aullando con igual tono: -Uno, dos tres, cuatro, cinco, seis -y se detuvo. Ocho aluesinos y once stames hicieron lo mismo, aullando al unísono y terminando con un simultáneo: «seis». Como si fuera una señal, dos de ellos mordieron el polvo. Slovits los miró con odio por un instante, mientras su rostro era presa de un tic y sus dedos temblaban. Al fin, dijo a los supervivientes: -Síganme. De modo obediente caminaron tras él hacia el edificio de oficinas. Tres de ellos, que preferían la cama a Cara Agria, lograron su propósito, desvergonzadamente, derrumbándose por el camino. Otros cuatro hicieron lo mismo durante los diez minutos de espera junto a la puerta abierta, a través de la cual podía oírse a Cara Agria gritando cosas incomprensibles por un teléfono. En las puertas de la prisión la situación no era mejor. Largas filas de cautivos caminaban lentamente, con los boles y las cucharas aferradas en sus huesudas manos, y sus gastadas botas resonando o sus pies desnudos pisando sin ruido sobre el cemento. Cada cincuenta metros o así se detenían las filas y los cuerpos en convulsión eran sacados del camino y devueltos a los bloques. Luego otro avance de cincuenta metros, un alto y más cuerpos. Por una vez, los kastanos de la escolta no aullaban, maldecían o empleaban sus látigos. Marchaban con la columna, apremiándola hacia adelante, pero contemplando la disminución gradual de su número con una fría indiferencia. En lo que a ellos se refería, una epidemia era una calamidad únicamente para los jefazos. Que fueran ellos los que se preocupasen. Para eso les pagaban, ¿no? Cara Agria colgó el teléfono con un golpe, salió a la puerta y lanzó una mirada salvaje a los once que esperaban, aullándoles: -Permanecerán en los bloques y se ocuparán de los enfermos. Los hago responsables de que los pongan de nuevo en condiciones de trabajar, en el mínimo plazo. Si fracasan, serán castigados -dejó que su mirada se clavase por un instante en cada uno de ellos-. El castigo será severo. -Si fracasamos -le contestó Foley, con una determinación tranquila-, las consecuencias serán aún más severas. Toda la prisión caerá enferma, incluidos los kastanos. -A ustedes les corresponde evitar eso. -¿Con qué? -le preguntó atrevidamente Foley-. No tenemos equipo médico, ni fármacos de ningún tipo. -Les autorizo a que utilicen todo aquello que hay en el hospital -estalló Cara Agria. -¿Y si el doctor jefe Machimbar nos prohíbe que utilicemos algo? -No hará nada de eso -declaró Cara Agria-. Yo soy el comandante de la prisión. Mis órdenes serán obedecidas. Emplearán todo lo que hay en el hospital, y devolverán a los prisioneros a su trabajo volvió para irse, pero añadió, a modo de aviso, o van a pasarlo mal. Uno de los stames que le escuchaban comenzó a pasarlo mal allí mismo y en aquel instante, caído de espaldas y tratando de lograr colocar los pies detrás de sus orejas. Holden paseó arriba y abajo por la celda, mirando por las ventanas la noche estrellada y comentando: -Fue un acto muy espectacular, pero se pasaron de rosca. Los guardianes de una prisión terrestre jamás se hubieran dejado engañar. Hubieran sacado las mangueras de alta presión en un instante. -¿Cómo es que sabes tanto de las técnicas utilizadas en las prisiones terrestres? -le preguntó Alpin

McAlpin. -Eso es cuestión mía. -Claro que sí. Pero apuesto a que tu pasado permanece hundido en las nieblas de la iniquidad. -Deja de molestarle -ordenó Wardle, con algo de impaciencia-. Aquí llegan Partha y sus chicos. Vamos al trabajo. Cheminais fue el primero en entrar, con las ganzúas colgando descuidadamente de una de sus manos. Luego Partha, seguido por veinte stames y aluesinos. Los terrestres les hicieron sitio para que se sentaran con ellos en las camas. Fuera, un centinela paseaba a lo largo del sendero iluminado, totalmente ignorante de la actividad conspiradora que se llevaba a cabo casi al alcance de su oído. Wardle inició la conversación, diciendo: -Como probablemente ya saben, veintiuno de nosotros lograron intercambiar su puesto con los equipos forestales adyacentes, en el día de hoy. Algunos de ellos tendrán que cambiar una segunda o tercera vez para dispersarse de una forma regular por todos los campamentos locales -fijó su atención en Partha –. El número no es suficiente. Necesitamos al menos el doble. ¿Puede encontrar más voluntarios? -Tras la representación de hoy -dijo Partha, permitiéndose una débil sonrisa-, no creo que sea difícil hallar voluntarios. -Según lo que nos hemos enterado -prosiguió Wardle-, hay doce prisiones en un radio de un día de marcha de aquí. Siete de ellas están casi a la vista. Estamos metiendo a algunos de nuestros hombres en esas siete. Será mejor que enviemos más, por si hallan alguna manera en que pasar a las otras cinco. -Vale la pena intentarlo -estuvo de acuerdo Partha-. Un ejército de ciento veinte mil es mejor que uno de setenta mil. He oído decir que hay cuarenta prisiones en Gathin, y también que existen varias otras nuevas, aún no terminadas, pero que posiblemente contengan ya prisioneros recién capturados. Sería maravilloso si pudiéramos extender nuestra influencia a la totalidad. -Ya he pensado en eso. Las otras están muy lejos, algunas de ellas están situadas en el otro lado del planeta. Seguramente podríamos llegar a ellas por medios desesperados y tediosos, pero íbamos a tardar demasiado, y no merece la pena tanto problema. Si podemos llevar a cabo una insurrección general en esta área, y apoderarnos de las suficientes armas, podremos ir capturando las otras prisiones, una tras Otra, por simple fuerza. Partha pensó en ello, y objeto: -El único motivo que tenemos para capturar los campos de concentración es para liberar a los prisioneros y, por consiguiente, aumentar las fuerzas del Ejército de Gath. ¿No es así? -Sí -le contestó Wardle. -Entonces, habrá una gran diferencia entre los prisioneros condicionados por una propaganda liberadora y aquellos que jamás hayan oído nuestros argumentos, y que ni siquiera se los imaginen. Aquí estamos creando una masa de guerreros en potencia llenos de nuevas esperanzas y ansiosos por luchar. En cualquier otro lugar, una prisión sólo nos ofrecería una muchedumbre de esclavos asombrados. -¿Cuánto tiempo cree que tardaría un esclavo asombrado en ver que tiene posibilidades de aplastarle la nariz a un kastano -inquirió Wardle. -Sólo puedo juzgar por mí mismo -confesó Partha-. Y, en mi caso, me llevó demasiado tiempo. -Eso es porque usted es un general. Se le ha entrenado para ser correctamente militar, para contemplarlo todo desde el punto de vista de la responsabilidad personal. Los de inferior graduación no tienen esas inhibiciones. Póngales armas en las manos, dígales que son gathos, que pueden recuperar su honor dándoles una patada en el bajo vientre a los castaños y... -hizo un gesto enfático-, apuesto a que sólo tardan un par de minutos en absorber los conceptos y comenzar a disparar. -Espero que tenga razón -dijo Partha, dubitativo. -Espere y verá. ¿Quién ha hecho las actuaciones más extravagantes esta mañana? Los chicos sin graduación. No fue un oficial quien vomitó sobre las brillantes botas de ese guardia. Partha adoptó una expresión dolorida. -De todos modos, dejémoslo así. La verdadera prueba no tardará en llegar. En este momento hay una cosa más importante que debemos solucionar. En pie, frente a Partha, y hablando con gran seriedad, Wardle le dijo: -Cuando llegue el momento justo habrá dos formas de obtener armas. -¿Dos? -Sí. Y es usted quien debe decidir qué forma prefiere. -¿Y por qué yo? -Porque, por el momento, es usted el único general en servicio en las fuerzas de la República de Gath. Por

consiguiente, está usted al mando de esas fuerzas y es el portavoz de la República. -Ya veo. ¿Cuál es la disyuntiva? -Las fuerzas de asalto terrestres pueden dejar caer armas y otros suministros militares sobre los campamentos dispuestos ya a recibirlos y usarlos. También podrían dejar caer paracaidistas y grupos especiales de combate para apoderarse de los cuarteles, polvorines y puntos fuertes cercanos -hizo una pausa para dejar que aquello calase y añadió-: O, por el contrario, la República de Gath puede librar sus propias batallas y lograr su propia victoria con las armas arrebatadas a su enemigos. Poniéndose en pie, Partha se irguió muy rígido, con los brazos pegados a los costados, y exclamó: -La lucha será más dura, las pérdidas más graves... pero preferimos enfrentarnos solos contra el enemigo - tras él, los stames y aluesinos murmuraron su acuerdo. -Allá en la Tierra -comentó Wardle sonriendo-, las apuestas estaban cuarenta a uno a que tomarían esta decisión. La idea de la República de Gath fue basada en la suposición de que todo ser inteligente tiene su orgullo, y que lo mide basándose en su propia habilidad de recuperarlo y mantenerlo. Eso se aplica incluso a un prisionero, incluso a un esclavo -sonrió de nuevo-. Ahora, la Tierra quiere pedirles un favor. -¿Un favor? -Partha estaba asombrado. -Pedimos que la República de Gath realice su primer ataque en el momento que más nos convenga a nosotros. -¿Obedece eso a un plan superior? -Así es. La principal dificultad de toda guerra espacial es la existente en la detección e intercepción de una flota enemiga. El vacío es tan vasto y las velocidades tan tremendas que una señal en una pantalla puede llegar diez segundos demasiado tarde y con un centenar de millares de kilómetros de error. -¿Y? -Una gran revolución en Gathin atraerá aquí a la mayor parte de la flota kastana, a la máxima velocidad. Naturalmente, se concentrarán sobre un punto de peligro tan cercano a Kasta, su mundo nativo. Recuerde que sólo estamos a doce días de vuelo de allí -volvió a sonreír, una vez más-. La Tierra consideraría un acto muy amistoso por parte de la República de Gath el que programase su actuación para cuando hayamos tomado posiciones para interceptar a la flota kastana. -¿Y cuándo puede ser eso? -No más de ocho días después de que nuestro faro les haya dado la posición de Gathin. -Quizá pase un mes antes de que capten al faro -se quejó Partha-, o dos meses, quizá incluso tres. -No con todas las naves que tenemos patrullando por ahí, y escuchando -le contestó Wardle-. Están esperando que un faro funcione más pronto o más tarde, lo desean y lo buscan de un modo constante. El hallarlo es cuestión de efectuar una búsqueda sistemática y no de dejarlo al azar. Es muy posible que localicen el faro y reaccionen a sus señales en cualquier momento a partir de ahora. -De acuerdo. Atacaremos cuando las flotas terrestres estén dispuestas a sacar ventaja de la situación. ¿Algo más? -Una cosa. Los doctores tienen que hacer ver que se enfrentan con la epidemia. Pero no queremos seguirles el juego a los kastanos curando a todo el mundo sin excepción. Así que será mejor que reduzcamos el número que caiga enfermo mañana por la mañana. Rebajémoslo a dos o trescientos y mantengámoslo así hasta que todo el mundo haya disfrutado de su turno. Foley le puede explicar a Cara Agria que ha logrado contener la epidemia, pero que ésta tiene que seguir su curso normal. -Sí, lo podemos arreglar de ese modo -estuvo de acuerdo Partha-. Los prisioneros obtienen satisfacciones psicológicas de esta forma de rebelión, así que no deberíamos abandonarla del todo. Ordenaré que mantengan el número de los afectados en una cantidad juiciosa. -También me gustaría que ordene a los doctores que apoyen a Foley en un cien por cien la próxima vez que discuta con Cara Agria -prosiguió Wardle-. Va a echar todas las culpas sobre la alimentación pobre e insuficiente. Ese diagnóstico tiene que ser unánime. Quizá logremos así mejoras, quizá no, pero no nos hará ningún daño el intentarlo. -Daré órdenes a los doctores -Partha se humedeció sus delgados labios al pensar en unas pocas cortezas de pan en adición al repugnante guisote-. Es malo tener que enfrentar a unos gathos debilitados contra unos kastanos demasiado bien nutridos. Un bocado extra por comida representaría un gran paso hacia la victoria. -Dieron un millar de pasos cuando se convirtieron de esclavos a conquistadores en potencia. Quedan menos de un centenar de pasos por dar. Y los darán aunque tenga que ser a rastras, incluso con la tripa vacía. -Lo haremos -afirmó Partha, totalmente decidido. Siguió a Cheminais al exterior, con su estado mayor tras él. Se cerró la puerta. Un centinela pasó por lo alto del muro, manteniendo una adormilada atención en la

jungla y el cielo. -Las cosas están yendo muy bien -opinó Holden-. Llegaremos a una buena matanza organizada por estos gathos enloquecidos por el jabón. Wardle se tendió en su cama, muy cansado. -Déjame dormir. Quiero soñar con filetes jugosos cubiertos con champiñones. Cerró los ojos, y fue hundiéndose gradualmente en la inconsciencia. Holden permaneció babeando un rato, se alzó de la cama, fue hasta Wardle y lo agitó hasta despertarlo. -Aloysius, ¿por qué eres tan cruel conmigo? -¡Cáete muerto! -aulló Wardle, molesto más allá de lo que cabía expresar. El centinela se detuvo abruptamente en el camino iluminado, miró a las ventanas abiertas y aulló: -¡Fosham gubitsch! Holden fue hasta la ventana y le gritó a su vez: -¡Ya ha oído lo que decía ese buen señor: cáigase muerto! -No deben hablar el lenguaje de los enanos -ordenó el centinela, duro y amenazador-. Deben dormir. -Sí -dijo Holden-. Es una buena idea. Llegando a su cama, se metió en ella y, al cabo de un rato, despertó a todos los demás con sus tremendos ronquidos. Pasaron trece días, con terrible lentitud. Los afectados por lo que Holden llamaba «masticación jabonosa», hablan vuelto a ser reducidos a un total de ochenta por mañana, para tener contento a Cara Agria. El doctor jefe Machimbar continuaba mostrando una olímpica indiferencia hacia cualquier enfermo que no fuera un guardia, pero permitía que Foley y los otros utilizasen libremente el hospital. El faro seguía funcionando veintiocho horas por día. Nadie sabía con certeza si los kastanos no lo habían detectado o si, habiéndolo descubierto, estaban buscando una razón oficial para su existencia. Esta última posibilidad llenaba ahora a Partha y a su estado mayor de creciente aprensión. Ciento cuarenta stames y aluesinos habían cambiado de lugar con equipos forestales de otros campos, introduciéndose en las siete prisiones adyacentes y tres de las cinco que estaban algo más alejadas. Habían hecho un buen trabajo. Las diez prisiones estaban ya condicionadas mentalmente a una revuelta y habían sufrido la epidemia del jabón como medio de mantener la moral durante el período de espera. Mediada la noche, Pye estaba cumpliendo con su turno de permanecer despierto. Se hallaba echado de través sobre su cama, mirando con cansancio las estrellas que brillaban por las ventanas, contando los minutos que faltaban para el momento en que Casasola le relevaría. Bostezó por centésima vez, luchando contra el aburrimiento. Se oyeron unos débiles clics en la cama de Holden. Pye se sentó con los ojos muy abiertos y escuchó. La cama siguió cliqueteando. Atravesando apresuradamente el espacio que lo separaba de la misma, tomó la chaqueta del otro, sacando de ella el reloj de bolsillo. Abriendo la caja del reloj, la giró en un plano horizontal. Los clics se debilitaron, cesaron, volvieron a iniciarse y de pronto se hicieron lo suficientemente altos como para despertar a toda la celda. Pop-pop, pi pip-pop. -¡Eureka! -exclamó Wardle. Se frotó las manos satisfecho y feliz-. Ya están a la mitad. No os preocupéis, lo repetirán hasta que sepan que lo hemos captado. Los siete estaban sentados en derredor y escuchaban cuidadosamente mientras el falso reloj continuaba emitiendo sus pipippops. Los sonidos prosiguieron durante diez minutos, cesaron por un minuto y comenzaron de nuevo. -¿Y si me escapase para ir a interrumpir el faro? -dijo Alpin McAlpin, ansioso. -No vale la pena correr el peligro de escalar el muro -decidió Wardle-. Puedo ocuparme yo mismo de eso, mientras trabajo en la jungla mañana. ¿Dijiste que tenía que encender y apagar doce veces, con intervalos de un minuto? -Sí. Hemos de darles un período de intermitencias para demostrarles que les hemos escuchado. -Se hará. No se necesita ser un técnico de radio para subir y bajar una palanca. -Una hora antes del amanecer, dentro de cinco días -comentó Pye, aún escuchando los pipi-pops. Es más pronto de lo que suponíamos. -No importa. Lo irán posponiendo mientras no reciban nuestra señal de asentimiento -le dijo Wardle-. Interrumpiremos la emisión del radiofaro mañana a primera hora. Cinco días deberían bastarnos. Además, deseo regresar a la Tierra. Ya he soportado bastante este estercolero.

-Yo también -le apoyó Pye con fervor. Holden eligió aquel momento para lanzar un aullido, nada musical, que decía: -Hogar, hogar, duuulce hogar. Por muy humilde que seas... Fuera, un centinela caminaba con fuertes pisadas a lo largo del sendero iluminado, y lanzó una retahíla de palabras incomprensibles hacia el bloque. Sonaba arrogante y engreído. Asomándose a la ventana, Holden miró al exterior y le dijo con falsa humildad: -No debe hablar el lenguaje de las chinches. Debe irse a paseo -luego, volvió a meterse en la celda y se dejó caer en la cama. Por la mañana, el reloj, ya cerrado y metido de nuevo en el bolsillo, seguía cliqueteando. Decía lo mismo una y otra vez: dentro de cinco días, una hora antes del amanecer. Durante el último reapareció la vieja amenaza de un ambiente traicionero. M atardecer, diez mil presos estaban sentados o paseaban por el patio con una estudiada despreocupación que no daba ninguna advertencia tangible de lo que se acercaba. Sin embargo, sobre todo el lugar se alzaba una extraña e invisible tensión que podía ser olida y palpada. De nuevo los guardias respondieron a su instinto, sexto sentido o fuera lo que fuese. Se pusieron nerviosos, inquietos, y tendieron a formar grupos mientras apoyaban los dedos en los gatillos, o los mantenían cerca de los mismos. Pero era tal su condicionamiento que cada uno de ellos buscaba la causa de aquel presentimiento fuera de las paredes o en el cielo, y en ningún modo dentro del campamento. Partha se acercó a Wardle y le dijo: -Los hombres se están comportando muy bien. De todos modos, los kastanos están olisqueando en busca de problemas. ¿Cree que sería mejor que todo el mundo saliese del patio y se fuera a sus celdas? -Sería una ruptura radical de la rutina -le indicó Wardle-. Los prisioneros valoran mucho este período de mínima libertad durante el cual pueden reunirse y hablar. Nunca entran en los bloques hasta que tienen que hacerlo. Una repentina ansiedad porque los encerrasen para pasar la noche despertaría las sospechas hasta de un débil mental. -Quizá tenga razón. Pero aún falta otra hora. Tengo miedo de que entre tantos hayan uno o dos que no puedan soportar la tensión de la espera y hagan algo estúpido. -No creo que eso estropee nuestros planes -opinó Wardle-. Los kastanos están acostumbrados a esas tonterías. ¿Cuántos prisioneros han cometido suicidio en estos últimos cuatro años, y cuán-tos de ellos lo hicieron obligando a un guardia a que les pegase un balazo? Partha frunció el ceño y no dijo nada. -Una hora es una hora -acabó Wardle-. Tendremos que esperar. Contempló a Partha mientras se alejaba aprensivamente, y luego se apoyó contra la pared, dejando que su mirada cayese sobre el polvorín. Tras aquellas grandes puertas de acero se hallaba un tesoro que debía ser capturado. Un ataque directo contra el polvorín o contra el pelotón que vigilaba la puerta pondría a los atacantes bajo el fuego asesino de los veintidós centinelas situados sobre el muro. Por consiguiente, estos centinelas tenían que ser eliminados primero. Aquello iba a ser difícil, y requería un secuenciado exacto. Aún estudiaba y volvía a estudiar en su mente los planes acordados cuando terminó la hora y los prisioneros fueron introduciéndose en los bloques. Entraron preocupándose de mantener la habitual apariencia de lentitud y reluctancia. El carácter triste natural de los stames les daba una considerable ventaja sobre los aluesinos en momentos como aquél. Ahora sólo quedaba la larga noche en que hacer los preparativos finales. Los cierres de las puertas cliquetearon al cerrar-se, los guardas abandonaron los bloques y atravesaron el patio para ir a su cuartel. Aún no habían desaparecido los últimos de ellos cuando Cheminais estaba ya por los pasillos, muy atareado en abrir puertas. Tenía que empezar a hacerlo en seguida, pues había suficientes puertas como para mantenerlo ocupado durante tres horas. -¿Has completado tu parte en el juego? -le preguntó Wardle a Holden. -Seguro. Dareuth conducirá el equipo de la cantera en una carrera hacia el basurero. Allí hay cuarenta viejas latas repletas de alamita y con detonadores dispuestos -lanzó un suspiro-. Me gustaría haber podido preparar más. Hay un gran barril de acero allá arriba en la cantera. Habría producido un hermoso bang si lo hubiéramos podido tirar a través del portalón. Wardle hizo un gesto de indiferencia, se echó en la cama y se colocó la manta encima. -Voy a ver si logro dormir un poco. -¿Cómo puedes hacerlo en un momento como éste? -le preguntó Pye.

-No puedo, pero lo voy a intentar -cerró los ojos. La habitación quedó en silencio. El sueño no vino para ninguno de ellos. Al fin, Wardle se encontró en una ventana contemplando los regulares paseos de un centinela y contando con impaciencia el paso de las horas y de los minutos. Una y otra vez, observó el parpadeante campo de estrellas. Allá en la oscuridad, muy arriba y a lo lejos, una gran formación de naves de guerra de color negro esperaban en emboscada. Sabía que estaban allí y le reconfortaba la idea. Diez minutos antes de la hora señalada todos estaban en las ventanas. Dejaron pasar un centinela y tiraron una cuerda hasta el suelo. Holden pasó una pierna sobre el alféizar de la ventana, se agarró y se dispuso a deslizarse. Hizo una pausa, les sonrió y dijo con un tono innecesariamente alto: -¡El Zorro cabalga de nuevo! -¡Chissst! -siseó Wardle-. Baja ya, so imbécil. Miró con ansiedad a lo largo de la parte superior del muro y se tranquilizó al no ver ninguna figura irritada regresando a la carrera. Holden se deslizó hacia la oscuridad inferior. Cuando la cuerda dejó de vibrar la subieron. Mirando hacia abajo, divisaron su figura vaga e imprecisa atravesando el espacio que lo separaba de la base del muro. -Faltan dos minutos -anunció Wardle. Tomaron las ballestas, las tensaron hasta el máximo, colocaron los dardos y se situaron en las ventanas. En todas partes se estaban produciendo escenas similares: una figura acechando en silencio al pie del muro, otra media docena, armadas, en pie tras las ventanas del sexto piso. La noche era algo más oscura de lo habitual, y el sendero iluminado parecía, por contraste, más brillante. El centinela regresó. Sus movimientos parecían anormalmente lentos y letárgicos. Para aquellos que tenían sus nervios en tensión, era como si estuviese dando un paso por minuto. Wardle susurró: -Le romperé el cuello al que dispare prematuramente. Queremos que el arma de ese desgraciado caiga a este lado del muro, no al otro o sobre el camino. -No te preocupes -le dijo Pye, gélidamente tranquilo. Al fin el centinela llegó frente a la ventana. Por debajo de él, Holden hizo sonar una lata vacía. El centinela se detuvo y miró a su alrededor. Holden volvió a hacer ruido. El centinela descolgó el arma automática de su hombro, la agarró con su mano derecha, se inclinó hacia adelante y atisbó hacia la fuente de sonido. -¡Ahora! Seis ballestas restallaron. Durante un horrible momento creyeron haber fallado. El centinela siguió inclinado, inmóvil, aparentemente mirando aún hacia abajo. Un instante después se zambulló de cabeza, sin emitir sonido alguno. Las púas le rasgaron las perneras de los pantalones y le arrancaron una de las botas antes de que desapareciese. Su arma golpeó el suelo con un sonido metálico que pareció terriblemente estrepitoso. El cuerpo chocó un segundo más tarde, con un repugnante ruido de huesos que se machacan contra el cemento. Hacia la izquierda, fuera de su campo visual, alguien situado en la parte alta del muro profería extraños jadeos siseantes. Más allá, al otro lado de la prisión, una voz kastana gritaba terriblemente airada. Una metralleta, probablemente dejada caer por el que gritaba, entró repentinamente en acción con un seco y agudo rat-ta-tata y los aullidos cesaron. Atravesando a todo correr la puerta, los seis terrestres trataron de bajar a la carrera las escaleras para unirse a Holden en el patio. No era fácil. Frente a ellos, una masa sólida de stames se peleaba y medio caía por las escaleras, tan apretados que llenaban todos los rincones, sin poder moverse hasta que la presión de la parte trasera les obligaba a adelantar. Detrás, una masa de aluesinos aullaba con impaciencia y usaba su peso para tratar de abrirse camino. Así que los terrestres se vieron sumergidos en un airado río de gigantes y casi no pudieron tocar con los pies en tierra hasta que los lanzaron literalmente al patio. Ya un millar de ellos estaban fuera, corriendo hacia los objetivos que les habían sido asignados. Doscientos prisioneros del bloque situado junto a las puertas habían sido asignados a un ataque a los doce guardias situados allí y a los doce de retén que dormían cerca. La mayor parte de ellos se hallaban ya a cincuenta metros de la puerta, corriendo tan deprisa como les era posible, y sin haber hallado oposición. Wardle y los otros mantuvieron ansiosamente la mirada en aquella dirección, mientras la multitud de su propio bloque corría a través del patio, hacia los dormitorios de los guardias. Los que se dirigían a las puertas lograron hacer otros treinta metros antes de que los atónitos centinelas aceptasen la evidencia que les proporcionaban sus propios ojos. Pero por entonces ya era demasiado tarde. Un alto y delgado aluesino que iba en cabeza alzó un trozo de acero moldeado y afilado, parecido a un cuchillo de

carnicero. Lo lanzó contra el guardia que con más rapidez había alzado su arma y estaba tensando el dedo sobre el gatillo. El cuchillo erró el blanco cuando el guardia hizo una finta. Pero un momento más tarde los doce desaparecieron bajo la multitud vengativa, sin que hubiese sonado ni un solo disparo. Hacia la derecha otro grupo se dirigía al depósito de basuras. Tras ellos, una larga hilera de antiguos ingenieros se encaminaban a la planta de energía y al estacionamiento de vehículos. Los prisioneros seguían saliendo de los bloques por centenares, uniéndose a los diversos grupos, tal como se les había ordenado previamente. Los dos kastanos que patrullaban el aparcamiento de vehículos demostraron estar más alertas y asombrarse menos que sus compañeros. Advertidos por el creciente estrépito, se refugiaron tras un par de grandes camiones, apoyaron sus armas en el capó de acero de los vehículos y abrieron fuego. Los nueve prisioneros que iban en cabeza se desplomaron, quedando inmóviles. Las armas tabletearon, lanzando plomo hacia el patio. Dispersándose, los ingenieros se ocultaron tras los vehículos, saltaron por encima de ellos, reptaron por debajo. Los guardias trataron de apuntar y disparar en diez direcciones distintas a la vez. No pudieron lograrlo. Desde todas partes cayeron unas aguerridas figuras sobre ellos. Los derribaron para siempre y arrebata-ron sus armas de sus muertas manos. Llegado este punto, los terrestres ya no pudieron seguir viendo lo que estaba sucediendo en los demás lugares. Ya en el edificio de los dormitorios, fueron empujados a través de sus puertas. Frente a ellos una docena de aluesinos de ojos de gato corrían a lo largo de un pasillo oscuro como si estuviese totalmente iluminado. Unos pocos stames que iban con ellos se veían impedidos por la falta de luz, y tendían a tropezar y caer. Otros aluesinos los echaban impacientemente a un lado y corrían tras sus compañeros. Atisbando unas escaleras estrechas a un costado, Wardle aceptó de buena gana la oportunidad de escapar a la masa de cuerpos más grandes y pesados. Se apartó de la multitud hacia un lado y llegó a las escaleras, comenzando a subirlas tan deprisa como le era posible. Alguien resoplaba y jadeaba, pisándole los talones. Mirando sobre un hombro vio que Foley le seguía y, para su sorpresa, también el desaparecido Holden que, de algún modo, se había unido a ellos ahora. Holden llevaba un arma automática y era el único de ellos que iba armado de verdad. Los otros no aparecían por parte alguna. Lo más probable es que estuvieran mezclados en la pelea de allá abajo. En el primer piso, los adormilados guardias habían sido despertados de modo brusco por el estrépito generalizado y, sobre todo, por los sonidos de lucha que oían bajo ellos. Justo en el momento en que Wardle llegaba a la parte superior de las escaleras, un enorme kastano, vestido únicamente con sus calzoncillos, salió corriendo de una habitación con una metralleta en las manos. Al terrestre le faltaba peso y altura, pero tenía la ventaja de la sorpresa. Nunca se sabrá lo que esperaba ver el kastano, pero su reacción mostró que lo que menos imaginaba era hallarse con un prisionero recalcitrante. Malgastó un valioso momento en abrir la boca y poner una expresión de atónito asombro. Wardle usó ese momento para darle un golpe en la tripa con el culatín de su ballesta. El kastano lanzó un gruñido de elefante y se inclinó, bajando de un modo muy amable su cabeza. Wardle se apresuró a golpearle en la nuez con toda la fuerza que pudo reunir. El guardia se desplomó con un estrépito que hizo temblar el suelo. Tirando a un lado su ballesta, Wardle se inclinó para recoger la valiosa metralleta. Fue el movimiento más afortunado de toda su vida. Una docena de disparos surgieron de la puerta abierta, pasaron a pocos centímetros por encima de su espalda y arrancaron esquirlas de la pared opuestas. Zambulléndose, Wardle rodó como un poseso para apartarse del campo de fuego. -Quédate quieto -le advirtió Holden, aún en las escaleras. Pasó junto a Foley, se arrastró cautamente hacia la puerta, metió por ella la boca de su arma y disparó dentro de la habitación. Otra rociada de balas fue la única respuesta. Obviamente, los que estaban en la habitación no tenían la menor intención de rendirse. Sus fusiles automáticos estaban almacenados en el polvorín, pero cada uno de ellos guardaba su pistola ametralladora. Iban a continuar luchando mientras les quedasen fuerzas y munición. La horrible alternativa era toda una vida de esclavitud, sin honor ni esperanzas. Y aquél era un mal momento para convertirlos al extraño punto de vista terrestre. Por el momento se produjo una situación de tablas mientras los terrestres esperaban fuera sin atreverse a entrar y los kastanos esperaban dentro sin atreverse a salir. Luego, la misma masa de los atacantes que había abajo obligó al excedente a subir al piso. El primero era un excitado aluesino que llevaba ceremoniosamente una gran y herrumbrosa lata en la que se leía el letrero IMFAT NOGOLY 111, fuera lo que fuese eso. -Dame eso -resopló Holden. Lanzó su arma a manos de Foley y le arrancó la lata al aluesino. Sus dedos

trastearon un momento en la parte superior de la lata y luego su brazo apareció en el hueco de la puerta, lanzando el objeto al interior de la habitación-. ¡Al suelo! Todos se echaron al suelo. IMFAT NOGOLY 111 estalló con un bang infernal que hizo que el marco de una ventana sin cristales se encajase alrededor de la figura de un coronel stame situado a doscientos metros de distancia. Los asaltantes entraron a la carrera en la habitación. Once kastanos estaban desparramados por ella, sin que se supiese muy bien de quién era cada pedazo. El botín fueron otras once pistolas ametralladoras. Apoyados ahora por la marea que subía de abajo, cargaron directamente a la siguiente habitación situada a lo largo del pasillo. Contenía doce camas, doce uniformes cuidadosamente plegados, pero estaba vacía. Y también lo estaban las restantes habitaciones de aquel piso. Mientras tanto, la marea que seguía subiendo fue recibida en el tercer piso con un fuego muy concentrado. Los cadáveres rodaron escalones abajo, bloqueando el camino a los que les seguían. Los stames y los aluesinos trabajaron frenéticamente para apartar a los muertos. Hicieron otra carga y de nuevo fueron rechazados. Era evidente que los kastanos que faltaban en el segundo piso se habían unido a los de encima. Algún oficial de la guardia debía de haber tenido suficiente tiempo para organizar la resistencia. Dado que había ocho pisos en el edificio, los defensores tenían mucho sitio al que retirarse, subiendo cada vez más alto y haciendo muy costosa la captura del cuartel. Resultaba ya claro que los kastanos podían e iban a luchar con gran tenacidad. La conquista de la prisión estaba resultando más dura de lo imaginado. Wardle encontró a un oficial aluesino y le sugirió: -Los gathos muertos no le son de ningún uso al Ejército de Gath. Será mejor que retire a sus hombres del ataque. -Pero hemos de capturar este edificio, cueste lo que cueste -protestó el otro-. La mayor parte de los cuatrocientos kastanos están ahí dentro. -Quizá podamos deshacernos de ellos de una forma menos costosa. -¿Cómo? -Podemos hacerlos volar por los aires. Colocando aquí los suficientes explosivos podemos hacerlos saltar de tal forma que puedan encontrarse con su propia flota. ¿Qué tal va el resto de la batalla? -No tengo ni la más remota idea -admitió el oficial. Luego, se tambaleó hacia delante, se agarró a Wardle alrededor del cuello y casi lo hizo caer con su peso. Las paredes gruñeron, cayó polvo de los techos y se estremeció el suelo. Un largo jirón de acero retorcido entró por una ventana y salió por otra, sin golpear a nadie. Llovió cristal de las ventanas de arriba. -Las puertas del polvorín -exclamó Wardle-. Ahora tendremos con qué morder. Salió al patio, dirigiéndose hacia el polvorín. A media distancia algo hizo taca-tacata tacatá y unas abejas invisibles zumbaron sobre su cabeza. Tras esto, corrió en una especie de zigzagueo y a saltos, pero no llegó ninguna bala más. Cerca del polvorín yacían las grandes puertas de acero derrumbadas por el suelo, como arrugadas por una gigantesca mano. Los prisioneros estaban sacando armas tan deprisa como les era posible. Justo cuando Wardle llegaba, Cheminais y dos stames sacaban una ametralladora pesada montada sobre dos ruedas. -Hay otros cuatro cacharros así ahí dentro -le informó Cheminais. Miró con ojos convertidos en rendijas hacia el patio, parte del cual estaba claramente desocupada. La guardia del portalón cayó como una manada de borregos, pero el retén sigue resistiendo. Se han encerrado en la caseta de guardias y están bien armados. -Oh, ¿así que son ellos quienes me acaban de disparar? -Sí, tienen ametralladoras ligeras cubriendo media docena de estrechos arcos alrededor del edificio. -Pero ahora les devolveremos el palo, ¿eh, houne? -intervino un stame, tristemente alegre-. Vamos a darles una lección, ¿no, houne? -¿Hay algún explosivo ahí dentro? preguntó Wordle, señalando con el pulgar. -Sólo una docena de barriles de esa porquería que usan en la cantera -dijo Cheminais. -Servirá. Será mejor que halle con rapidez a Holden. El es quien mejor sabe cómo usarla. Diciendo esto, se apresuró a regresar, con su mente atareada calculando la potencia de una tonelada o más de alamita. La lejana arma abrió fuego en cuanto entró en su arco de acción. Se zambulló al suelo y quedó quieto. El arma se calló. Cuidadosamente, se arrastró hacia delante. Tacatá-tacatá. Quien estuviera tras aquella ametralladora tenía buena vista y poca paciencia. Las balas se le acercaron mucho. Una arañó una de sus hombreras, arrancando una tira de la ropa. Otra golpeó el cemento a un palmo de su nariz, rebotando hacia el cielo con un sonido similar al de una sierra

circular. Otra pausa, durante la cual el sudor corrió por su espina dorsal. Lentamente, alzó la cabeza. Tacatátacatá. Fue una ráfaga de no más de un segundo porque inmediatamente le contestó un martilleo mucho más rápido y pesado procedente del polvorín. Bang-bang-bang-bang respondieron Cheminais y sus stames. La lejana posición de la ametralladora ligera desapareció en medio de un estruendo mientras un chorro de pequeñas granadas explosivas chocaba contra ella. Era muy buena puntería para aquella semipenumbra de los primeros momentos del amanecer. Wardle se alzó y corrió. En dos minutos estuvo de regreso con Holden, quien examinó los barriles y dijo que iban a hacer un alegre estruendo. Treinta stames se apresuraron a arrastrar la letal carga a los dormitorios, amontonando la en el segundo piso, en una habitación del centro. Desconocedores de lo que estaba sucediendo, los kastanos del tercer piso y de los superiores no hicieron ningún intento para interferir con sus maniobras. Se limitaron a permanecer quietos y esperar nuevos ataques de los enemigos que hormigueaban por abajo. Mientras stames y aluesinos bien armados vigilaban las escaleras, Holden colocó detonadores en la pirámide de barriles y lo preparó todo. En aquel instante, Wardle apareció con uno de los guardias capturados en el portalón. El enorme kastano se mostraba totalmente sometido y ya había asumido el comportamiento de un esclavo que existe sólo para obedecer. -Subirás hasta el siguiente piso-le ordenó Wardle-, protegiéndote gritando tu identidad en tu propio idioma. Les dirás a los que hay arriba que deben rendirse inmediatamente, o los haremos saltar por los aires. Sin dudarlo, el kastano aceptó, tal como debía todo buen prisionero. Por su mente no pasó idea alguna de negativa o traición, a pesar del mal ejemplo del que era víctima. Subió las escaleras, aullando una advertencia: -Soy Rifada. No disparéis... soy Rifada. Llegó a la parte de arriba de la escalera, desapareciendo en el tercer piso. Hubo un breve silencio, mientras los que había abajo forzaban el oído para escuchar. -Sargento Kling, me han ordenado que les diga que deben rendirse o saltarán por los aires. -¡Vaya! Así que ahora eres un prisionero de los prisioneros, ¿eh? -hubo una pausa, seguida de-: Sube aquí y nos invita a compartir su desgracia. La muerte es mejor que eso otra pausa, y luego un corto y seco-: ¡Matadle! Se oyeron una docena de disparos. Algo produjo un sonido apagado al chocar con el suelo. Los aluesinos y stames intercambiaron las miradas de quienes no esperaban nada más de uno de los ti-picos casos de excesivo optimismo por parte de los terrestres. Wardle hizo un gesto mezcla de desesperación y disgusto. -Ya está decidido. En vista de las circunstancias, no podemos hacer más. Dadles lo que se merecen. Dos aluesinos permanecieron al pie de las escaleras para oponerse a un posible ataque de último momento por parte de los que había arriba. El resto se apresuró a salir del edificio, colocándose a distancia segura. Holden entró en la habitación del centro, permaneció allí unos segundos y salió de ella como si le hubiesen marcado el culo con un hierro al rojo vivo. Siguiendo su ejemplo, el par de aluesinos abandonó su puesto y corrieron tras él a una velocidad de vértigo. Se unieron a la multitud, y se volvieron para esperar los resultados. Durante un corto espacio de tiempo el enorme edificio permaneció hosco y silencioso, recortándose contra la creciente luz del amanecer. Luego, sus paredes se movieron. Se oyó un tremendo rugido y todo el edificio saltó en pedazos. Una gran columna vertical de polvo, res-tos y vapor se alzó hacia el cielo mientras masas más oscuras subían y bajaban en su interior. Por las raras casualidades características de las explosiones, dieciocho kastanos sobrevivieron al estallido, magullados y bastante atontados, pero indemnes por lo demás. El más sucio y más anonadado de todos era el jefe de guardias Slovits. Salió reptando de entre los restos, se puso en pie, se palpó el cuerpo y miró a su alrededor con una expresión de total incomprensión. Holden lo devolvió a sus sentidos golpeándole en el pecho y anunciándole: -De ahora en adelante el único objetivo de tu vida será complacerme. ¿Comprendes? -Sí -aceptó Slovits, demostrando que lo que para unos es veneno para otros puede ser un manjar exquisito. -No desobedecerás bajo ninguna circunstancia. -No -le confirmó Slovits, horrorizado ante la idea de ir en contra de un convencionalismo tan establecido. -Por consiguiente -finalizó Holden, señalando al otro lado del patio-, harás formar a esos antiguos guardias y, marchando de la forma más correcta y militar que te sea posible, irás hasta el general Partha-ak-

Waym para solicitarle que te haga ingresar inmediatamente en el Ejército de la República de Gath. Slovits se quedó mirándolo desde su superior altura. Su pesado cuerpo oscilaba ligeramente mientras una extraña serie de emociones pasaba a través de su ancho y curtido rostro. Sus labios se movían pero ninguna palabra surgía de ellos. Luego, repentinamente, se le cerraron los ojos y se desplomó sin emitir sonido alguno. -¡Santo cielo! -exclamó Holden sorprendido-. Este gorila se ha desmayado. -¿Qué cabe esperar cuando un guerrero cae vivo en su tumba y a continuación es sacado de ella por su enemigo?-le preguntó Wardle. La caseta de guardias cayó al cabo de media hora, apareciendo entre sus restos doce cadáveres de kastanos que habían luchado hasta el último aliento. Había quedado completada la conquista del campo, pero la actividad no disminuyó en lo más mínimo. Una bandera azul con una estrella blanca fue clavada en el asta situada por encima del edificio de la administración, saludada formalmente y vitoreada informalmente. Grupos de camilleros recogieron a los heridos, llevándolos al hospital, del que se habían hecho cargo los doctores exprisioneros. Otros grupos buscaron entre los muertos a Cara Agria y a Machimbar, pero no encontraron a ninguno de ellos, ya que ambos habían tenido la buena suerte de estar ausentes al iniciarse el motín. Una triunfante columna de un millar de gathos salió en camiones capturados, recorriendo las rutas de la jungla construidas por los esclavos. Cuatrocientos de ellos estaban armados con armas automáticas ligeras, cuatrocientos más con pistolas ametralladoras y doscientos con granadas de alamita, rápidamente preparadas. Llegaron a la cárcel más próxima justo a tiempo para tomar parte en el asalto final. De nuevo los kastanos hablan luchado con amarga determinación, a causa de la creencia de que su única alternativa era toda una vida de condena. Trescientos setenta murieron con las botas puestas. Cuarenta y ocho asombrados kastanos aceptaron la salvación en los rangos del creciente Ejército de Gath. La columna volvió a ponerse en marcha, ahora con el doble de tamaño y potencia de fuego. Pasaron junto a Cara Agria y Machimbar en su camino a la siguiente cárcel, encontrándolos sentados con los ojos desorbitados en un coche oficial y dejándolos con los ojos muertos entre los restos humeantes del vehículo. La tercera y las otras prisiones cayeron a su vez. Tras la caída de la décima, la columna se había convertido en un ejército en el cual uno de cada siete soldados llevaba un arma moderna. Un ataque por sorpresa con todos los efectivos sobre una guarnición remedió la falta de armas, suministrándoles grandes cantidades de munición y añadiendo setecientos kastanos, con una gran confusión mental, a sus filas. Además, allí los gathos consiguieron sus primeras piezas de artillería pesada bajo la forma de diez baterías móviles de cañones de múltiples usos. Un ataque lateral con parte de las fuerzas a un aeropuerto inadecuadamente defendido les hizo entrar en posesión de cuatro pequeños cruceros espaciales con plena capacidad de combate, y también de sesenta y dos reactores. Los que en otro tiempo habían sido pintores taparon la insignia de las dos flechas para reemplazarla con una estrella blanca. Antiguos pilotos, navegantes, ingenieros espaciales y artilleros subieron alegremente a bordo de las naves, las hicieron elevarse y atacaron los campos enemigos situados por todo el planeta. Los electricistas e ingenieros de comunicaciones cortaron cables de energía, interceptaron líneas telefónicas, escucharon a los incrédulos kastanos hablando desde lejos, los engañaron con mensajes falsos y pasaron constantes informaciones al Servicio de Inteligencia de Campo de Gath. Aviones de observación daban noticias de los movimientos del enemigo. Los técnicos de radio interceptaban las emisiones kastanas con equipo capturado y añadían su cuota de valiosos detalles. Rápidamente, los gathos llegaron al estadio en que podían hacer la guerra de un modo sistemático, sabiendo qué era lo que estaban haciendo y por qué lo estaban haciendo. Una pequeña cantidad, juiciosamente calculada, de un factor de irritación había sido colocada en un ambiente adecuado en el que había fermentado como la levadura en las barricas de una fábrica de cerveza. Al noveno día de la revolución, un acorazado llameante cayó del cielo desde algún punto en el que se habían estado viendo parpadeos y brillantes destellos entre las estrellas. Produjo un cráter meteórico en lo alto de una colina, que quedó rodeada de trozos de metal fundido. En uno de esos trozos retorcidos se podían ver, a duras penas, las puntas de dos flechas blancas. Aquella misma noche cayeron otros once navíos iluminando la jungla en muchos kilómetros a la redonda con sus cascos al rojo blanco. Uno era inidentificable. Otro llevaba el signo de la cometa terrestre. Nueve llevaban flechas apareadas. Durante el décimo día, Wardle y los otros rebotaron y traquetearon en un camión que corría a toda prisa como parte de una gigantesca columna que se hallaba a casi mil quinientos kilómetros al sur de su antigua prisión. El conductor era el capitán Slovits del Ejército de Gath, el único de a bordo lo bastante grande como

para manejar el enorme volante y alcanzar los grandes pedales. Slovits, que se maravillaba con su inesperada libertad y recién hallado nuevo honor, era ahora el más gatho de todos los gathos. Una unidad móvil de radio que operaba junto al camino llamó su atención mientras un sargento aluesino, en pie junto a ella, les hacía señas. El sargento se les acercó, examinándolos con curiosidad con sus ojos de felino. -Les buscan a ustedes, los terrestres, en Langasime. -Eso está a un día de camino hacia atrás -se quejó Wardle-. La lucha está por delante. ¿Qué es lo que pasa? -Les han estado llamando por radio. Quieren que vayan a Langasime tan pronto como les sea posible. -¿Quién lo quiere? -Ha aterrizado una fragata terrestre. Dicen que la flota enemiga ha sufrido severas pérdidas y que nuestra conquista de Gathin es solo cuestión de tiempo. Las fuerzas de la Unión se están agrupando para atacar al mismo Kasta. -¡Hum! Según parece, nos van a mandar de nuevo a casa. Wardle mostró su desencanto y se quedó indeciso durante un instante. Pasó un camión al lado llevando un tanque de gas paralizante y su proyector a larga distancia. Tres reactores con la estrella blanca pasaron bajos sobre la columna que avanzaba, se bambolearon y se perdieron en la distancia. El horizonte escupía humo y lejanos sonidos: el taca-taca-tac de las armas automáticas, el bang-bang-bang de las ametralladoras pesadas y los breves y profundos bums de las bombas de alamita, los morteros de calibre pesado y los cañones de múltiples usos. A disgusto, cedió. -Oh, bueno, quizá tengan alguna otra cosa pensada para nosotros -y luego, le dijo a Slovits-. Llévanos allá con toda rapidez. En el semidestruido y bombardeado espacio puerto de Langasime, el capitán de la fragata bajó por la plancha para recibirlos. Era alto, joven, elegante y hablaba con un tono de cansina resignación. -Me parece que en el Cuartel General debe de haber algún loco. Me han ordenado que venga a recoger a la Fuerza Operacional Especial... con una sola fragata -su atención cayó sobre Casasola-. Supongo que ustedes deben de formar parte de ella, ¿no? Casasola no dijo nada. -Nosotros -le informó Holden-, somos toda la Fuerza. El capitán frunció el ceño en desaprobación mientras trataba de averiguar cuál era la broma. No logrando hallarla, exclamó incrédulo: -¿Cómo, sólo siete? -Así es -dijo Holden con una mueca irritante-. ¿No te parece bien, houne? Se volvió e hizo un gesto de despedida. -Que tengas mucha suerte, Slobovitch. -Slovits -le recordó Slovits, con mucha educación. FIN Traducción: S. Martínez y L. Vigil.

CITA AL MEDIODIA (Appointment at Noon., 1954)

*** Henry Curran era robusto, ocupado, y le molestaban las nimiedades. Tenía la constitución de un luchador de lucha libre, el alma de un tigre, y su tiempo valía más de mil por hora. No sabía de nadie que cobrase más. ¿Y decían que el crimen no pagaba? ¡Bah! La táctica de la jungla daba resultado. Toda la oposición ha sido eliminada por condicionamiento de los

hombres gracias a eso a lo que llamamos civilización. Entrando en su espaciosa oficina con el rápido y pesado paso de un hombre robusto en plena posesión de sus facultades combativas, Henry colgó su sombrero en una percha, miró al reloj de pared, y se fijó en que eran las doce menos diez. Plantándose en el asiento tras el escritorio, mantuvo su mirada expectante sobre la puerta por la que había entrado. Su espera duró unos diez segundos. Resoplando al pensar en ello, Curran extendió la mano y apretó un botón rojo en su enorme mesa. -¿Qué es lo que pasa? -estalló cuando la señorita Reed entró-. Cada día es usted peor. ¿Acaso le está llegando la senectud? Ella se quedó quieta -era alta, bien cuidada y precisa- contemplándole desde el otro lado del escritorio, con un toque de humildad nacido del miedo en sus ojos. Curran empleaba únicamente a personas sobre las que sabia demasiado. -Lo lamento, señor Curran, estaba... -No me cuente su coartada. ¡Sea más rápida, o de lo contrario...! Me gusta la velocidad. Velocidad... ¿comprende? -Sí, señor Curran. -¿Ha telefoneado ya Lolordo? -No, señor Curran. -Ya debería haber acabado, si todo fue bien -contempló de nuevo el reloj, golpeó irritado su mesa-. Si lo ha estropeado todo y corre la voz, diga que dejen a Lolordo cocerse en su propia salsa. De todas maneras, no está en posición de hablar. Una temporada en la cárcel le enseñará a no ser estúpido. -Sí, señor Curran. Hay un viejo.. -Cállese hasta que haya terminado. Si Michaelson llama y dice que la Firefly pasó, telefonee a Voss y dígaselo sin pérdida de tiempo. ¡Y quiero decir sin pérdida de tiempo! ¡Es importante! - recapacitó un momento, y luego terminó-: Hay esa reunión en la parte baja de la ciudad a las doce veinte. Dios sabe cuánto tiempo durará, pero, si quieren problemas, los van a tener, y muchos. Si alguien pregunta por mí, no sabe donde estoy, y no me espera de regreso hasta las cuatro. -Pero, señor Curran... -Ya oyó lo que dije. Nadie puede verme antes de las cuatro. -Hay un hombre que ya está aquí -dijo ella con una especie de jadeo de excusa-. Dijo que tenía una cita con usted para las doce menos dos minutos. -¿Y se creyó una cosa como ésa? -la estudió con abierto desprecio. -Sólo puedo repetir lo que dijo. Parecía bastante sincero. -Eso si es raro -se burló Curran-. Sinceridad en la sala de espera. Se ha equivocado de dirección. Vaya y dígale que se eche a las vías del tren. -Le dije que usted había salido, y que no sabía cuándo regresaría. Se sentó y me dijo que esperaría, porque usted iba a volver a las doce menos diez. Involuntariamente, ambos miraron al reloj. Curran dobló el brazo, y contempló su reloj de pulsera para comprobar la exactitud del instrumento de la pared. -Eso es lo que los grandes cerebros científicos llamarían precognición. Yo diría que fue pura suerte. Debería apostar a las carreras -hizo un gesto definitivo-. Echelo fuera... ¿O tengo que hacer que los chicos lo hagan por usted? -No será necesario. Es viejo y ciego. -No me importa un mismísimo comino si además le faltan los brazos y las piernas... es su mala suerte. Echelo a patadas. Obedientemente, ella salió. Pocos momentos después regresaba, con el aire martirizado de alguien que se ve obligado a enfrentarse con su destino. -Lo lamento terriblemente, señor Curran, pero insiste que tiene una cita con usted a las doce menos dos minutos. Tiene que verle acerca de un asunto personal de tremenda importancia. Curran resopló hacia la pared. El reloj decía que faltaban cuatro minutos para las doce. Habló con énfasis sardónico: -No conozco a ningún ciego, y no olvido nunca una cita. Echelo escaleras abajo. Ella dudó, quedándose allí con los ojos muy abiertos. -Me preguntó sí... -¡Escúpalo de una vez! -... sí no habrá sido enviado por alguien que prefiera que no lo pueda identificar a usted al verlo. Se lo pensó un poco, y dijo:

-Podría ser. De vez en cuando, utiliza usted el cerebro. ¿Cuál es su nombre? -No lo quiere decir. -¿Ni mencionar qué asunto le trae? -No. -¡Hum! Le daré dos minutos. Si va mendigando para alguna caridad, lo echaré por la ventana. Dígale que mi tiempo es precioso, y hágalo entrar. Se fue, y trajo al visitante, llevándolo a una silla. La puerta se cerró silenciosamente tras ella. El reloj marcaba las doce menos tres minutos. Curran se recostó y contempló a su visitante, observando que era alto, delgado y de cabello cano. La ropa del viejo era uniformemente negra, de un profundo, sombrío y solemne color negro que acentuaba la brillantez de los azules ojos ciegos que se delineaban sobre su pálida faz. Aquellos extraños ojos eran su característica más notable. Tenían una cualidad muy curiosa de una ciega penetración, como si de alguna manera pudieran ver dentro de las cosas a las que no podían mirar. Y estaban tristes... tristes por lo que veían. Notando una débil sensación de alarma, por primera vez en su vida, Curran dijo: -¿Qué puedo hacer por usted? -Nada -respondió el otro-. Nada en absoluto. Su baja voz, parecida a la de un órgano, apenas si era un susurro, y con su sonido una extraña frialdad llenó la habitación. Se quedó allí sentado, quieto y contemplando lo que fuera que mirase un ciego. El frío aumentó, se hizo punzante, y Curran se estremeció a pesar suyo. Resopló, y logró recuperar el aplomo. -No malgaste mi tiempo -advirtió-. Diga lo que le trae aquí, o váyase al infierno. -La gente no malgasta el tiempo. Es el tiempo el que desgasta a la gente. -¿Qué demonios quiere decir? ¿Quién es usted? -Ya sabe quién soy. Cada hombre es un sol que brilla para sí mismo hasta que es apagado por su compañero oscuro. -No tiene usted gracia -dijo Curran, quedándose helado. -Nunca hago gracia. La mirada de tigre iluminó los ojos de Curran cuando se ponía en pie, y colocaba un grueso y firme dedo cerca del pulsador de su escritorio. -¡Basta de tonterías! ¿Qué es lo que busca? Extendiendo repentinamente un brazo que no tenía longitud ni dimensiones, la Muerte susurró tristemente: -¡A usted! Y se lo llevó. Exactamente a las doce menos dos minutos.

FIN

FUNCIONARIOS PUBLICOS Por ERIC FRANK RUSSELL Traducción M. Bartolomé Por mucho que el hombre se aleje de nuestro planeta natal, en sus exploraciones por la Galaxia a bordo de esos vehículos espaciales más veloces que la luz que imperarán en el futuro, Eric Russell tiene el firme convencimiento de que se llevará consigo uno de los vicios favoritos de toda Gran Sociedad. No se trata del «pecado» de la corrupción, ni del de la inmoralidad, ni del de la guerra, ni de cualquier otro pecado «vulgar» de los que figuran en los libros. No, es el

pecado de la burocracia. -la lacra de los cerebros inferiores, que amontonan papel más papel, hasta formar un bastión, detrás del cual protegen y ocultan su propia incompetencia. Oponerse con éxito a una burocracia así es tarea para un hombre dotado de genio y capacidad singulares; y esa clase de hombre es el protagonista del presente relato,

***

-Lo que me quema la sangre -se lamentó Purcell con amargura- es que uno no puede conseguir nada sobre la simple base de la necesidad acuciante. -Sí -expresó Hancock, sin interrumpir su escritura -Y si uno logra algo -prosiguió Purcell, apasionándose con el tema-, se deberá a una razón que no tiene nada que ver con la necesidad o la urgencia. Se lo asignan, única y exclusivamente, porque ha rellenado el impreso exacto de una manera correcta, ha conseguido que se lo firmen y se lo refrenden los cretinos correspondientes y ha sometido su gestión a los cauces adecuados, impuestos por los adecuados funcionarios de la Tierra. -Sí -articuló Hancock, mientras movía la punta de la lengua al compás de la pluma. -Si, sí, sí -remedó Purcell como un eco, pero alzando un poco el tono-. ¿Es que no sabes decir otra cosa que no sea «sí»? Hancock suspiró, soltó la pluma y se secó el sudor de la frente con un pañuelo que ya estaba bastante húmedo. -Mira, nos pagan para algo, ¿quieres que nos ganemos el sueldo? Encalabrinarse no conduce a nada. -Bueno, ¿para qué nos pagan? -Personalmente, opino que los pilotos a los que sus heridas obligan a permanecer en tierra deberían buscar empleo en otro sitio. Nunca se habitúan a una labor sedentaria. -Eso no es contestar a mi pregunta. -Estamos sobre Alipan, en el sistema recientemente establecido de B4 17 -informó Hancock con aire grave-, para coordinar la afluencia de suministros esenciales y utilizar de la mejor forma posible los cargueros interplanetarios de que dispongamos. Y también nos compete atender las solicitudes de abastecimientos y fijar prioridades a las mismas. -¡Unas narices, prioridades! -exclamó Purcell. Agarró un impreso y lo blandió en el aire-. ¿Qué clase de prioridad debería concederse a estas veinticuatro cajas de ginebra? -Si te molestases en echar un vistazo, lo verías. -Hancock cogió el impreso, lo miró por encima y se lo devolvió a Purcell-. Importación de la clase B. Puse el sello yo mismo y las iniciales son las tuyas. -Debí estar momentáneamente ciego. ¿Quién afirma que la ginebra tiene prioridad sobre las botellas de oxígeno de alta presión, por ejemplo? -Letheren. -Hancock frunció el entrecejo y jugueteó con la pluma-. Recuerda que yo tampoco me mostré de acuerdo. Creo que es una iniquidad. Pero Letheren es un oficial superior. Como piloto, sin duda tuviste más de una agarrada con algún oficial superior y saliste bien librado del asunto. Pero ahora no eres piloto. Sólo un chupatintas calientasillas más. Y, como tal, habrás aprendido que no es sensato contrariar a los oficiales superiores. Los funcionarios ascienden conforme el escalafón previsto y a medida que los que están más arriba mueren de obesidad decadente. Dentro de cinco, diez o quince años, Letheren puede ser mi jefe. Para entonces, me tendrá a sus pies. No quiero que se revuelva y me sacuda una patada en los dientes. -¿Crees que, al cabo de tanto tiempo, te seguirá guardando rencor porque te negaste a cursar el impreso que hubiera permitido el transporte rápido de su ginebra? -inquirió Purcell, escéptico. -No, no lo creo. Pero se la serviré. No le voy a dar ocasión para que se irrite conmigo. -¡Vaya sistema! -protestó Purcell. Miró con el ceño fruncido, a través de la ventana, hacia el sol de B 417. El color verdoso del astro le hacía sentirse ligeramente mareado-. Comprendo ahora con claridad lo que sospechaba hace años; se conquista el espacio con lentitud, pero de una forma segura, gracias al esfuerzo de unos cuantos estúpidos, y no merced a la Tierra; sino a pesar de la Tierra. La hazaña la realizan unos grupos de muchachos cabezotas, a los que les pirra andar por el cosmos en cohete. Y logran resultados positivos, pese al cúmulo de lastres que ponemos sobre ellos. -Como has sido piloto, eres parcial a favor de ellos -acusó Hancok, a la defensiva-. Al fin y al cabo,

alguien ha de encargarse del papeleo. -Estaría de acuerdo contigo si el papeleo fuera necesario y tuviese sentido común. -Si no hubiese papeleo, tú y yo estaríamos sin trabajo. -Has puesto el dedo en la llaga. En este planeta hay dos mil administrativos, sentados y atareadísimos, trabajando unos para otros. A su debido tiempo, los amanuenses serán cinco mil, después diez mil... -Lo espero anhelante -comentó Hancock, mientras se le iluminaba el rostro-. Eso significaría ascensos. Y cuantos más subordinados tengamos aquí, más categoría alcanzaremos. -Es posible que ocurra así. No lo aceptaré con la conciencia muy tranquila, pero accederé. Débil carne humana, eso es lo que soy. -Purcell dirigió una mirada hosca a su mesa y continuó-. Me parece que aún no soy lo bastante viejo como para haber almacenado la cantidad imprescindible de cinismo que me pudiera permitir tolerar ese derroche inútil de tiempo y esfuerzo. Hay instantes en los que lo lanzaría todo por la borda. Este es uno de ellos. Hancock, que había recogido la pluma, volvió a dejarla caer y preguntó resignadamente: -Con exactitud, ¿qué es lo que encocora en este preciso momento tu espíritu reformista? -Hay aquí un camarada, un insectólogo... -Un entomólogo -corrigió Hancock. -Ten la bondad de permitir que sea yo quien elija las palabras que quiero pronunciar -sugirió Purcell-. Este insectólogo desea un equipo de irradiación de cobalto. Pesa ciento setenta y dos kilos. -¿Para qué lo quiere? -Para limpiar la zona del Gran Bosque, infectada por una plaga de moscas portadoras de enfermedades. -¿Cómo piensas hacerlo? -De acuerdo con la sección D 7 de su impreso de solicitud, bajo el encabezamiento de «RAZONES», asevera que, tratando convenientemente a los machos, esterilizará de modo efectivo a las hembras con las que se apareen. Afirma también que, si atrapa, somete a radiación y libera después a un número suficiente de machos, puede exterminar a toda la especie. Asimismo, alega que, hace varios siglos, la Tierra se desembarazó de lombrices, moscas tsé-tsé y otros parásitos utilizando precisamente el mismo método. Aduce que podrá convertir en habitable toda la zona del Gran Bosque, poniéndola en explotación y salvando una cantidad indeterminada de vidas. Por consiguiente, pide absoluta prioridad. -Eso parece razonable -concedió Hancock. -Concederías prioridad absoluta a ese cacharro, ¿eh? -Desde luego. Importación clase A. -Resulta estupendo saberlo -dijo Purcell-. Me anima extraordinariamente comprobar que hay algo de encantadora racionalidad en un individuo que se sienta a una mesa escritorio y usa pantalones impermeabilizados. -Pasó el impreso a Hancock-. Algún cretino con gafas ha estampado ahí el sello de clase L. Lo que quiere decir que el insectólogo no conseguirá su matamoscas antes de, por lo menos, siete años. -No fui yo -protestó Hancock, al tiempo que miraba el formulario -. Ahora me acuerdo de este caso. Lo recibí hace cuatro meses y se lo entregué a Rohm para que lo aprobara. -¿Por qué? -Porque el sector forestal corre de su cuenta. -¡Vaca sagrada! -increpó Purcell-. ¿Qué tiene que ver las moscas con la silvicultura? -La zona del Gran Bosque se encuentra bajo la responsabilidad del departamento de Rohm. Todo lo que se relacione con esa zona ha de pasar a dicho departamento. -Y lo calificó de clase L. Debe haber perdido la cabeza. -No podemos dar por supuesta la ineficacia de los otros departamentos -señaló Hancock-. Puede que haya mil y una cosas que Rohm necesitara con más urgencia. Suministros médicos, por ejemplo. -Sí, para curar los vahídos a las personas que picaron las moscas -replicó Purcell-. Si la exploración espacial funcionase de esa manera, a estas alturas estarían aún preparando fotostatos de nacimiento y certificados matrimoniales para el primer intento de llegar a la Luna. Volvió a hacerse cargo del impreso y lo contempló con disgusto. La ginebra de Letheren me saca de mis casillas. Siempre he odiado la bebida, esa bebida en particular. Sabe a emanaciones de perros muertos. Si Letheren se las ingenia para hacerse con primera materia para sus pítimas, ¿por qué no podemos poner en práctica un truquito para que nos proporcionen un irradiador de cobalto-68 -No puedes buscarle las cosquillas al sistema declaró Hancock-. Al menos hasta que hayas conseguido una graduación respetable. -Pues voy a buscarle las cosquillas al sistema ahora mismo anunció Purcell. Alargó la mano para apoderarse de un formulario en blanco y empezó a rellenarlo-. Voy a presentar una petición de prioridad

absoluta, solicitando un matamoscas para Nemo. -¿Nemo? -Hancock pareció estupefacto -. ¿Qué es eso? Con descuido, Purcell efectuó un gesto con la mano, en dirección a la ventana. -El planeta que acaba de descubrirse ahí fuera. Hancock echó hacia atrás la silla, anduvo hasta el hueco de la ventana y contempló el espacio durante largo rato. No distinguía nada. En vista de ello, regresó, dio un resoplido, se secó la frente de nuevo y trató de descolgar el teléfono interior. -¡Deja eso! -conminó Purcell. Hancock soltó el auricular como si éste se encontrara al rojo vivo. -Si van a iniciar las operaciones en un nuevo planeta -se quejó -, el departamento de Collister debió habérnoslo notificado en forma adecuada. Me opongo a ese método chapucero de transmitir las noticias por vía oral durante la tertulia de la hora del almuerzo. Las informaciones esenciales deberían participarse por escrito, mediante comunicados distribuidos a todos los individuos que tuviesen relación con el asunto. -La cuadrilla de Collister no sabe nada de Nemo. -¿En serio? ¿Por qué? -Me lo acabo de inventar -manifestó Purcell tranquilamente. -¿Que lo has inventado? -Eso es lo que dije. -Purcell terminó de rellenar el impreso, le plantó un enorme sello de caucho rojo, con las letras «P.A.», y luego otro más pequeño, que rezaba: «Consigna vía Alipan B 417». Mientras Hancock le miraba con ojos desorbitados, Purcell firmó el papel y lo puso en el tubo neumático. En el plazo de cuatro minutos, una copia radiada surcaría el éter, rumbo a la Tierra. -Sin duda te has vuelto loco de atar -opinó Hancock, aterrado. -Como un cabra -reconoció Purcell, sin ofenderse. -No aceptarán una demanda solicitada para un planeta que no está registrado, sin el previo aviso de su descubrimiento y la notificación oficial de sus coordenadas. -La demanda en sí ya constituye suficiente aviso y he incluido las coordenadas en el impreso. -Lo comprobarán -advirtió Hancock. -¿Con quién? ¿Con el departamento correspondiente a Nemo? -No existe -dijo Hancock. -Exacto. Tendrán que verificarlo con Yehudi. -Tarde o temprano descubrirán que les han tomado el pelo. Habrá escándalo. He de hacer constar, Purcell, que declino ahora mismo toda responsabilidad. Oficialmente, no sé nada del asunto. La jugarreta es sólo tuya, totalmente tuya. -No te preocupes. Acepto encantadísimo todo el mérito y los elogios que lloverán sobre mí, alabando mi despliegue de iniciativa personal. De cualquier modo, para entonces el insectólogo habrá recibido su equipo y la plaga de moscas se habrá extinguido. Hancock se coció a fuego lento durante cosa de cinco minutos y luego adornó su semblante con una expresión de horror, al ocurrírsele una nueva idea. -Si cargan ciento setenta y dos kilos de ferretería científica, es altamente improbable que incluyan la ginebra. -Eso es lo que más me seduce de la cuestión. -Letheren se pondrá hecho un basilisco. -Déjale -aconsejó Purcell-. Se cree un gran hombre. Para mí, no es más que un hombre grande. Cantidad no significa calidad. -Purcell, no aceptaré responsabilidad ninguna. -Eso ya lo dijiste antes. -Añadió después, con cierto matiz ominoso-: Métete una cosa en la cabeza, Hancock, y no la olvides nunca: ¡soy el doble de venático de lo que parezco! En la Tierra, el mecanismo dentado depositó una ficha sobre la mesa de Bonhoeffer, jefe del Departamento de Recepción de Correspondencia (Preselección). Bonhoeffer era un auténtico mujeriego, gigantesco, bien parecido, musculoso, estúpido. Debía su encumbramiento al mero detalle de que, mientras en el curso de diez años la entrada de correo se había incrementado en un doce por ciento, el número de subordinados aumentó en un ciento cuarenta por ciento. Lo cual estaba de acuerdo, poco mas o menos, con las normas trazadas por el profesor C. Northcote Parkinson. Bonhoeffer tomó la ficha de muy mala gana. Era el único formulario que había encima de la mesa. Los esclavos se encargaban de atender todo cuanto se

presentaba, era la rutina cotidiana, y nada se sometía a su atención personal, como no fuera algún asunto que se saliese de lo corriente. Aquello se salía de lo corriente; Bonhoeffer se concedió a sí mismo un buen espacio de tiempo, aunque no para pensar. Supo por anticipado que aquel impreso particular contenía el argumento de alguna sutileza administrativa, ya que, de no ser así, jamás habría llegado a su mesa, y comprender tal cosa demostraba su inteligencia, puesto que Bonhoeffer lo adivinó solito y sin la ayuda de nadie. Despacio y minuciosamente, lo leyó cuatro veces, de cabo a rabo. A juzgar por lo que veían sus ojos, el asunto no tenía nada de extraordinario. Eso le irritó. Significaba que no tendría más remedio que convocar al individuo que le traspasó por medio del mecanismo invisible aquella papeleta y hacerle el honor de pedirle su opinión. Examinó la esquina superior izquierda de la ficha, para ver quién iba a ser distinguido de aquella forma. Las iniciales garabateadas allí eran F. Y. Eso quería decir que el amanuense en cuestión era Feodor Yok. Debió esperárselo. Yok era lo que se dice un tipo listo, un oficinista fatuo y encopetado. Parecía Rasputín con el pelo cortado al cepillo. Y tenía siempre en la jeta la sonrisa de sabelotodo propia del picapleitos astuto. Bonhoeffer hubiera preferido quedarse seco en el acto a tener que preguntar la hora a Yok. La cosa se le ponía difícil. Estudió la solicitud otras cuatro veces. Continuaba dándole la impresión de que todo estaba lo bastante bien como para que la dieran curso, incluso aunque pasara por las manos de un pejiguera como Yok, que siempre le estaba buscando tres pies al gato. Entonces se le ocurrió que había una escapatoria para eludir la prueba. También él podía transferir el paquete, pasándoselo con preferencia a algún probo escribiente de aquellos. Tan sencillo como todo eso. Accionó la palanquita del intercomunicador de sobremesa: -Que venga Quayle -ordenó. Quayle se presentó con su acostumbrada prontitud. Tenía una constitución física fundamentada en la osamenta de una liebre muerta de hambre y trataba de compensar su lastimoso aspecto desplegando una especie de obsequiosidad castrense. Su expresión era reverente y todo en él indicaba al tipo que saludaría a cualquier jefe que le hablase por teléfono. -Ah, Quayle -comenzó Bonhoeffer, con la condescendencia del gran señor-. He observado con gran interés sus progresos. -¿De veras, señor? -articuló Quayle, al tiempo que enseñaba los dientes como si estuviera en la gloria. -Sí, verdaderamente. Procuro observarles a todos con cuidado, aunque dudo mucho de que ellos se den cuenta. La auténtica prueba de la competencia de un director estriba en su aptitud para delegar responsabilidades. Para hacer tal cosa, uno debe comprender a fondo a los hombres que están a sus órdenes. Desde luego, unos están mejor preparados que otros. ¿Capta usted lo que quiero decir, Quayle? -Sí, señor -asintió Quayle, comprimiéndose para que le cupiera bien la aureola. -Yok ha tenido a bien llamar mi atención sobre este impreso de solicitud. -Bonhoeffer se lo tendió a Quayle-. Iba a darle curso para que se tomaran las medidas oportunas al respecto, cuando se me ocurrió que acaso fuera útil comprobar si la cuestión que representa es tan evidente para usted como lo ha sido para Yok y para mí, y también, de paso, cerciorarme de si usted es capaz de determinar rápidamente qué debería hacerse al respecto. La aureola de Quayle se volatilizó, mientras el hombre adoptaba una expresión de rata acorralada. En el más completo silencio, examinó la ficha de principio a fin y se la leyó varias veces. Por último, aventuró en tono inseguro: -No logro encontrar nada raro en el asunto, señor, salvo, quizá, que se trata de una demanda para Nemo. No recuerdo haber visto ese planeta en la relación de abastecimientos. -Espléndido, Quayle, espléndido -aplaudió Bonhoeffer-. ¿Y qué medidas cree usted que deben tomarse? -Bien, señor -continuó Quayle, animadísimo, pero con las rodillas aún débiles-, puesto que la requisitoria emana de Alipan, que sí figura en la relación, diría que es válida en lo que concierne a nuestro departamento. Por lo tanto, la pasaría a la división científica, a fin de que confirmase los motivos alegados y la exactitud de las especificaciones. -Excelente, Quayle. Puedo asegurarle que ha respondido a lo que esperaba de usted. -Gracias, señor. -Creo inconmoviblemente que se debe dar ánimos a quien se lo merece. -Bonhoeffer elevó una sonrisa desde la comisura de la boca a los ojos de su interlocutor-. Dado que tiene usted el impreso en las manos, me parece que puedo obrar en consecuencia sobre lo que a él se refiere. Yok me lo trajo, pero prefiero que se encargue usted, personalmente, de darle curso. -Gracias, señor -repitió Quayle, y la aureola volvió a colocársele, deslumbrante de esplendor, sobre la cabeza. Salió.

Bonhoeffer se arrellanó en el asiento y contempló, satisfechísimo, la desierta superficie de su mesa escritorio. A su debido tiempo -al cabo de unas tres semanas-, la división científica atestiguó e hizo la correspondiente declaración jurada, dejando bien claro que existía realmente un artículo llamado irradiador de cobalto-60, el cual podía ocasionar la inutilización de los órganos reproductores de las moscas. Por consiguiente, Quayle procedió a unir el certificado -ligeramente obsceno, por cierto- a la requisitoria y lo pasó todo al departamento de compras, para su inmediata atención. Se sintió plenamente justificado al hacer tal cosa, a pesar de que el misterioso Nemo continuaba ausente de la lista oficial de puntos a los que había que abastecer. Después de todo, Bonhoeffer le había autorizado para que diese los pasos necesarios y la división científica certificó en forma apropiada que todo estaba conforme. Se encontraba cubierto en ambos sentidos, a la ida y a la vuelta. En efecto, Quayle disfrutaba de un estado existencial idóneo, a prueba de bomba. El impreso y el certificado adjunto fueron entonces a parar a Stanisland, un sujeto irascible, al que casi todo el mundo veía como el cachorro crecido de una madre canina. Stanisland acompañó la lectura de ambos papeles con una serie de gruñidos, cuyo volumen fue en aumento hasta el punto final; después se quedó bajo el dominio de la incertidumbre habitual. Se daba por hecho que el departamento de compras conocía las fuentes productoras de todo, desde cacahuetes hasta hormonas sintéticas. A tal fin, contaba con una biblioteca de referencias tan inmensa que era necesaria una expedición completamente pertrechada para ir a cualquier punto allende la letra F. La biblioteca se utilizaba casi exclusivamente para demostrar que el departamento estaba sobrecargado de trabajo y asombrar así a los jefes de negociado ajenos que pasaban por los alrededores: no había sitio más seguro que los últimos peldaños de cualquiera de sus escaleras de mano. Era más sencillo formular las debidas preguntas a las personas debidas, que aventurarse en un safari azaroso a través de dos kilómetros de volúmenes. Además, Stanisland no estaba dispuesto a reconocer que ignoraba una sola cosa en una sala llena de bobos. Así que adoptó su táctica favorita. Miró en torno, para asegurarse de que nadie le observaba, se guardó los papeles en un bolsillo, se puso en pie, murmuró en tono ronco unas cuantas frases ininteligibles, dirigidas a los otros ocupantes de la habitación, y se marchó caminando pesadamente. Anduvo luego a lo largo de tres pasillos, llegó a una hilera de cabinas telefónicas particulares, entró en una, marcó el número de la división científica y preguntó por Williams. Pronunció este apellido mal porque, según su criterio, Williams había sido diseñado por la Naturaleza específicamente para habitar una celda almohadillada. Cuando el otro se puso al aparato, Stanisland dijo: -Aquí Stanisland, del departamento de compras. -¿Cómo van esas bilis? -saludó Williams, consciente de que no se trataba de una relación de encargado de sección a encargado de sección. Sin hacer caso de la ironía, Stanisland continuó: -Has emitido el certificado D 2794018 para un irradiador de cobalto-60, sobre petición presentada por Alipan. -No me basta con tu palabra -repuso Williams-. Repíteme ese número y aguarda mientras descubro el rastro de la copia. Stanisland volvió a dar el número y esperó. Permaneció allí durante diez minutos, sabiendo condenadamente bien que Williams dedicó un minuto a la búsqueda de la copia y los nueve restantes a dejar que le creciera la barba a él. Pero se encontraba impotente para intentar impedirlo. Por fin, Williams reanudó la comunicación. -¡Dios mío! ¿Estás ahí todavía? -preguntó con sorpresa burlona-. La calma debe reinar en tu idílico departamento. -Si nuestro departamento fuera un balneario de reposo, como los demás, no tendríamos que consultarlos gritó Stanisland-. Dispondríamos de todo el tiempo del mundo para extraer por nuestra cuenta la información que necesitásemos. -¡Ajá! -exclamó Williams, con deje de insultante triunfo -. No sabes dónde conseguir un irradiador, ¿eh? -No es cuestión de ignorancia -replicó Stanisland-. Es cuestión de ahorrar tiempo buscando. Si me pongo a indagar en la letra C, de cobalto, resultará que no está allí. Ni tampoco en la I de irradiador. Ni en la S de sesenta. Al cabo de una semana de pesquisas, lo encontraré en la M, porque resultará que el nombre técnico es miel hiperadulterada, o algo parecido. Las cosas serian mucho más fáciles si vosotros, los intelectuales de pacotilla, tomaseis la decisión de llamar al pan, pan y al vino, vino, y os dejarais de inventar nombres raros.

-Vergonzoso -dijo Williams. -Es más -prosiguió Stanisland, maliciosillo -, cada suplemento que llega a la biblioteca, en el que se afirma que está al día, lleva fecha de siete años atrás. ¿Por qué? Porque vuestra brigada de funcionarios lo pone en el archivo, nadie vuelve a acordarse y el apéndice sigue allí, muerto de risa, hasta que empieza a apestar. -Lo necesitamos para estar al día nosotros -señaló Williams-. La división científica no puede permitirse el lujo de andar rezagada. -Así que ahí están los datos que necesito, ¿eh? -dijo Stanisland, anotándose el punto--. Maldita la falta que me hace saber quién fabricaba irradiadores rudimentarios allá por la época en que la televisión era bidimensional. Quiero saber quién los produce ahora. Y conste que no tengo ganas de verme obligado a elevar una queja a Abelson, una queja oficial acerca de recepción de datos atrasados y de obstrucción malintencionada. -¿Me estás amenazando, masa informe de carne con ojos? -preguntó Williams. Stanisland se puso a gritar otra vez. -No quiero tocar a Abelson ni con el extremo de un palo de tres metros. Ya sabes como es. -Sí, lo sé, lo sé. -Williams exhaló un suspiro resignado-. Aguarda un momento... Transcurrieron doce minutos antes de que regresara y recitase por el auricular una breve lista de nombres y direcciones. De regreso en su despacho, Stanisland volvió a escribir la lista, con caligrafía más clara, agregó la relación al impreso y al certificado y pasó todos los papeles a un auxiliar. Con voz lo bastante alta para que le oyeran cuantos estaban en la oficina, comentó: -Es una verdadera suerte que me haya encargado de atender esa petición en persona. Sucede que conozco a todos los que se dedican a fabricar esa rarísima clase de aparatos. Y ahora, obtened vuestros presupuestos lo antes posible y someterlos a mi verificación. Fue mirando alegremente, uno por uno, a todos los subalternos, disfrutando al observar sus rostros inexpresivos y comprendiendo que le odiaban desde el fondo de sus corazones. Mediante truquitos, pero les había hecho una demostración acerca de quién merecía ostentar el grado más alto. La «Forman Atomies» cotizó el precio más barato y el plazo de entrega más corto. Al cabo de un mes, dicha empresa recibía una carta, en la que se le pedía enviase una copia de la autorización que la acreditaba como proveedor aprobado. La remitieron en seguida. Tres días después, se les solicitó una declaración jurada, demostrativa de que en su plantilla de personal figuraba un número de hombres del espacio incapacitados, no inferior al diez por ciento del total de empleados. La mandaron. Dos agentes del servicio de inteligencia visitaron a continuación las oficinas centrales de la firma y comprobaron, satisfechos, que la bandera que ondeaba en el mástil principal era genuinamente terrestre, de hecho, de derecho y en substancia. Mientras tanto, un funcionario del Departamento de Hacienda Pública (Investigación) efectuó averiguaciones en los archivos del Departamento de Empresas (Registro de Estadísticas), ayudado por dos auxiliares de éste fondeadero de reposo. Entre todos, se cercioraron de que ni un solo dólar de las acciones de la «Forman» pertenecía o era regulado por el representante de alguna potencia extranjera u otra persona cualquiera nombrada por él. En realidad, no cabía la existencia de nada semejante a potencia extranjera, pero eso quedaba al margen. En aquellos momentos, la solicitud original tenía anejos los siguientes documentos: l. El certificado de la división científica. 2. Un volante interdepartamental, firmado por Quayle, en el que se comunicaba a Stanisland que la solicitud quedaba a su cuidado y atención. 3. Un memorándum similar, con la firma de Bonhoeffer, el cual reconocía haber ordenado a Quayle efectuar el traspaso. 4 a 11. Ocho cotizaciones para la fabricación de un irradiador. La correspondiente a la «Forman» llevaba estampado el sello de: «Oferta aceptada». 12. Copia de la autorización de proveedor oficial de la «Forman». 13. Declaración jurada de la «Forman». 14. Informe del servicio de inteligencia, que dejaba patente que no podía demostrarse nada más o menos ilegal en contra de la «Forman». 15. Informe del departamento de hacienda pública, diciendo lo mismo, pero con muchos más rodeos y palabras. El articulo representaba un viejo y completamente inútil intento de estropear el sistema. Mucho, muchísimo tiempo atrás, alguien cometió el error de contratar a un miembro, muy bien pagado, del Instituto

de Coordinación Estática de la Universidad de Columbia. Dominado por la equivocada idea de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, el recién llegado se sacó de la manga unas medidas que simplificarían el método de autorizaciones gubernamentales, mediante cuya creación imaginaba alegremente poder eliminar los artículos trece, catorce y quince. La cobarde intentona para abolir tres departamentos de golpe obtuvo su justa recompensa; se instauró un nuevo departamento para que se encargase de todo lo referente al artículo doce, mientras se conservaron los otros departamentos. Para premiar el celo demostrado al concebir aquellas tareas adicionales, consecuencia de las medidas engendradas primero, al autor de las mismas se le ascendió rápidamente y se le destinó a cierto lugar de la región de Bootes. Stanisland añadió el artículo decimosexto, dando forma a su propio memorándum interdepartamental para informar a Taylor, director del departamento de compras, de que no sabía ni creía que hubiese ningún cabo suelto y que, como el asunto estaba a punto, le correspondía a él, a Taylor, dar las siguientes órdenes. Taylor, zorro bastante viejo, manifestó lo que pensaba acerca de aquella prisa indecente. Casi sin dignarse siquiera mirar el montón de documentos, añadió su propio memorándum, lo aseguró todo con una pinza metálica y devolvió el asunto a Stanisland. El volante de Taylor decía: «Está usted enterado, o debería estarlo, de que una consignación como la que aquí se describe no puede quedar incluida dentro de la capacidad del Departamento de Ensayos (Instrumentos). Al no ser así, necesitaremos un certificado de eficiencia de la Oficina de Patrones. Ejecute las operaciones que hagan falta para conseguirlo.» Como resultado, Stanisland emprendió un rápido paseo por los corredores, mientras despedía por las orejas su excedente de vapor. Nunca le había sido simpático Taylor, quien, evidentemente, arrojaría por un precipicio a cualquiera que se le pusiese a tiro, por el puro y sádico placer de hacerlo. Además, en sus ratos libres, aquel fulano se dedicaba en cuerpo y alma a la cría de ratones listados. Con sus ojitos minúsculos y la ondulada barba, se parecía mucho a uno de sus adorados bichos. Cuando la presión interna descendió hasta hacerse soportable, Stanisland volvió a su despacho, llamó a un auxiliar administrativo y le entregó el mazo de papeles, al que había unido otra cuartilla más, que rezaba: «¿Puede encargarse de que prueben esto?» Al cabo de diez días, todos los papeles fueron devueltos, acompañados de la siguiente respuesta: «Sólo para emisión. Nada de propósitos funcionales. Efectuar la prueba correspondiente para esto último requiere el adecuado proveimiento de datos relativos a las moscas de Nemo, tipo, características, etcétera. Dirigirse a los Departamentos de Importaciones (Inspección de Plagas).» Así que Stanisland llamó por teléfono a Chase, que estaba tomando baños de sol junto a la ventana de su despacho y tuvo que encaminarse a la mesa para descolgar el aparato. No era extraño que el tono de voz de Chase rezumase innecesario malhumor. -Prohibida la importación. -¿Puedes citarme la autoridad que respalda eso? -preguntó Stanisland. -Claro -saltó Chase-. Echa un vistazo a la Ley de Defensa Bacteriológica, volumen número tres, titulado «Insectos Extraterrestres», apartado decimocuarto, bajo el encabezamiento de «Portadores de enfermedades conocidos o supuestos». Cito textualmente... -No tienes por qué molestar- -se apresuró a interrumpirle Stanisland-. De todas formas, he de conseguirlo por escrito. -Está bien. Repíteme los números de referencia y te enviaré un edicto documental. -No sé cómo se las va a arreglar el departamento de ensayos para solucionar el asunto de estas circunstancias. -Eso es cosa de ellos, no tuya -advirtió Chase-. ¡Vive de acuerdo con tu época, hombre! A su debido tiempo -al cabo de otras tres semanas-, llegó el veto de Chase, apropiadamente sellado, firmado y avalado. Se sumó al creciente montón de documentos. Stanisland se enfrentó entonces con la muy grave cuestión de si una simple prueba de salida era adecuada, conforme al reglamento. Resolver el asunto de un modo o de otro significaba alcanzar la decisión A. Y eso no podía hacerlo más que un funcionario que ocupase un cargo de responsabilidad A. Sí, Taylor. Ante la perspectiva de consultar a Taylor, una amargura inmensa se abatió sobre Stanisland. Y mientras no se desprendiese de ella, Stanisland no lograría reunir el valor suficiente para presentar la papeleta. Pero sólo le quedaba otra alternativa peor: excederse en sus atribuciones. Empalidecía al pensarlo. Durante dos jornadas, Stanisland dejó los papeles por allí, al tiempo que se estrujaba el cerebro, tratando de imaginar alguna vía de escape. Si dejaba el mazo de documentos encima de la mesa de Taylor y luego se

ponía convenientemente enfermo, el director del departamento dejaría la cuestión pendiente hasta que Stanisland regresara. Si pasaba el expediente al departamento sucesivo, se lo devolverían con malicioso júbilo y con una notita, indicando que faltaba la orden precisa. Evidentemente, tenía que ver a Taylor. Nada que temer, excepto el mismísimo temor. Por último, se armó de bravura, entró en la oficina de Taylor, le entregó los papeles y señaló los dos últimos artículos. -Como verá, señor, la prueba adecuada no puede llevarse a cabo, debido a unas restricciones de importación. -Sí, mi querido Stanisland -dijo Taylor, con una voz cortés que aumentaba lo irritante de su actitud-. Ya suponía que se iba a presentar alguna complicación. Stanisland guardó silencio. -Me sorprende un poco que no haya sido capaz de prevenirla -adujo Taylor con segunda intención. -Con el debido respeto, señor, el trabajo me abruma de tal modo que me resulta imposible estar en todo. -La eficiencia me impresiona más que las excusas -comentó Taylor en tono azucarado, pero lleno de veneno -. Y, por lo que a mí respecta, la mejor demostración de eficiencia consiste en la aptitud para manejar cuestiones susceptibles de desembocar en polémicas de forma que, este departamento, cuando así lo exijan las circunstancias, esté en condiciones de sacar a relucir pruebas documentales que justifiquen todos los pasos que ha dado. Dicho de otro modo, en tanto no se cometa desatino alguno en las tareas rutinarias concernientes a nuestro departamento, nos tendrán sin cuidado los disparates y errores de las otras secciones. ¿Comprende, mi querido Stanisland? -Sí, señor -asintió Stanisland con fingida humildad. -¡Estupendo! -Taylor se echó hacia atrás en la silla y engarfió los pulgares en la sisa del chaleco; miró al subordinado como si fuese uno de sus ratoncitos-. Veamos ahora, ¿trae usted preparada la orden para que se la firme? Stanisland adoptó un color purpúreo y tragó saliva. -No, señor. -¿Por qué? -Me pareció, señor, que sería imprescindible primero conocer su opinión acerca de sí considera o no suficiente la prueba para emisión -¿Mi opinión? -Taylor alzó las cejas con burlón asombro-. ¿Ha perdido la cabeza? Yo no adopto decisiones que corresponden a otros departamentos, seguramente usted lo sabe, ¿no? -Sí, señor, pero... -Cualquiera con la fortaleza moral suficiente para mirar a un hecho cara a cara -le interrumpió Taylor, a la vez que señalaba los papeles con un índice largo y huesudo -puede ver que tenemos aquí una declaración por escrito, del departamento correspondiente, en la que se dice que el aparato puede probarse. Eso es cuanto necesitamos. La cuestión de cómo se prueba o para qué se prueba no nos incumbe en absoluto. Ya tenemos bastantes responsabilidades propias, sin tener que asumir las ajenas. -Sí, señor -asintió Stanisland, nada inclinado a debatir el asunto. -En la gestión de esta solicitud ya se ha tardado más de la cuenta prosiguió Taylor-. El impreso de petición lleva fecha de hace casi un año. ¡Ignominioso! -Le aseguro, señor, que no tengo culpa alguna... -Déjese de excusas y ofrézcame alguna acción positiva. ¿Quiere que extienda la orden de inmediato, señor? -No, no necesita molestarse. Vaya a buscar su libro de pedidos, entrégueselo a mi secretaria y dígala que deseo encargarme del asunto personalmente. -Muy bien, señor. Stanisland salió del despacho; iba sudando, con una mezcla de cólera y alivio. Encontró su libro de pedidos y se lo llevó a la secretaria de Taylor, una mujer de rostro gélido, que nunca pasaba por alto la oportunidad de admirar la ignorancia supina de Stanisland. Se llamaba Avellana, pero estaba arrugada como una nuez. En fin, algo se había cumplido. Habían solicitado un artilugio, la petición se comprobó, se volvió a comprobar y se aprobó; se obtuvieron presupuestos y se formuló el pedido. Faltaba que la «Forman Atomics» sirviera el irradiador, que el Departamento de Ensayos lo probara, que el Departamento de Embarques (Exterior) autorizase el despacho del armatoste a Alipan, y que el Departamento de Carga (Asignaciones del Espacio) lo pusiera a bordo de la astronave oportuna.

A decir verdad, la creciente masa de papeles, que por entonces alcanzaba ya el tamaño de un archivador digno, tenía que pasar aún por una docena más de departamentos. Entre unos y otros, entretendrían el asunto durante otros dos años, antes de que la documentación pasara al depósito de cadáveres del Departamento de Registro (Archivo). Pero todas estas eran secciones de postenvio; una vez en camino la consignación, los días, semanas y meses que anduvieron danzando los papeles de un lado para otro no tenían importancia. Cualquier reclamación airada procedente del supremo funcionario de Alipan, podría responderse de un modo seco, cortante y efectivo, mediante el temerario testimonio de que «Se adoptaron ya todas las medidas». Stanisland, por lo tanto, recompuso su espíritu en medio de un ambiente interno de paz biliosa. Se sentía satisfecho por haberse quitado de encima un antipatiquísimo obstáculo, recibiendo en el curso de la operación sólo unas cuantas frases cáusticas de Taylor. Por otra parte, consiguió la recompensa de poder recordar a todos los administrativos de la oficina que se hallaba peculiarmente cualificado para prestar su consejo en lo que se refería a aparatos raros, sin tener que extraviarse en la biblioteca. Tras instituir ese detalle en las mentes de todos, reanudó sus rutinarias labores y empezó a olvidar el asunto poco a poco. Pero su tranquilidad de ánimo no duró mucho. En un plazo que rebasó los límites del «debido tiempo» -es decir, por lo menos dos veces tres semanas-, no sucedió nada. Luego, el teléfono de Stanisland resonó estridente y una voz anunció: -Aquí Keith, del Departamento de Inspección. -¿Sí? -repuso Stanisland, cauteloso. Nunca había oído hablar de Keith, ni mucho menos le había visto. -Tenemos una dificultad -continuó Keith, chasqueando los labios-. He ido con ella a Carga, donde me mandaron a Embarques, donde me largaron a Ensayos, donde me enviaron a Compras. He observado en los documentos que la orden fue avalada por Taylor, pero que usted se encargó de las gestiones. -¿Qué hay de malo? -preguntó Stanisland, reconociendo al instante el paso fugaz de una complicación indeseable. -El sobordo del Starlire incluye un cacharro denominado irradiador de cobalto-60, que ha de entregarse en Alipan. Lo ha suministrado la «Forman Atomies», de acuerdo con la nota de pedido de su departamento de compras, número BZ 12-10127. -¿Y qué pasa? -El Departamento de Ensayos ha extendido una garantía, aseverando que la emisión es satisfactoria prosiguió Keith-. Ya sabe lo que significa eso. Stanisland no tenía ni la más remota idea acerca de lo que eso pudiera significar, pero tampoco estaba dispuesto a confesarlo. Eludió el punto mediante una preguntita: -Bueno, ¿qué tiene que ver todo eso con este departamento? -Tiene mucho que ver con algún departamento -replicó Keith-. No es posible que todos estén exentos de la responsabilidad. Aún comprendiendo que estaba dando palos de ciego, Stanisland articuló cuidadosamente: -Puedo presentar el asunto a Taylor o, incluso, a Abelson. Insistirán en que repita la queja de usted en los términos exactos. ¿Hay algo que le impida enviármela por escrito? -Sí-dijo Keith-, la falta de tiempo. La astronave despegará esta noche. -Está bien. ¿Qué es lo que quiere, exactamente, que le diga a Taylor? Keith cayó en la trampa e informó: -Ese cachivache de cobalto-60 no puede soltar una emisión satisfactoria sin ser radiactivo. Por lo tanto, entra de lleno en el capitulo de Cargas perniciosas. Y, en tal caso, no se puede embarcar en el Starfire, so pena de que vaya provisto de un certificado al efecto que garantice que está adecuadamente protegido y que no contaminará la carga contigua a él. -¡Ah! -exclamó Stanisland; volvió a tener la impresión de que lo único que había entre su persona y lo alto de la escalera era la escalera. -Tal certificado debió figurar aquí antes, al principio -añadió Keith, apagando así su ultimo chispazo de decencia-. Sin duda se le perdió a alguien. Tengo en la mano un montón de papeles de ocho centímetros de espesor y están todos los documentos menos ese. Fastidiado, Stanisland baló: -No acabo de entender por qué ha de considerarse responsabilidad de este departamento el procurar un certificado de no contaminación. -El Departamento de Ensayo dice que se ofrecieron para verificar sólo la emisión y que usted lo aceptó dijo Keith-. Los documentos demuestran que su declaración es correcta. Los tengo ante mis propios ojos. -Eso es puro esquinazo al asunto -sostuvo Stanisland-. Lo que tiene usted que hacer es llamarles para que recojan el aparato y verifiquen su embalaje.

-Oh, por el contrario -replicó Keith-, no es, no ha sido, ni será nunca tarea mía corregir los errores y subsanar las omisiones de los otros departamentos. El Starfire emprende el vuelo a las diez de esta noche. Si no hay certificado, no habrá embarque. Elija usted. Cortó la comunicación, evitando de esa forma, con efectividad, toda discusión ulterior. Stanisland meditó sobre la injusticia de todo aquello, antes de entrar de nuevo a ver a Taylor; iba convertido en la personificación de la mala suerte. Taylor respondió a base de reflexiones en voz alta, relativas a los individuos que no eran capaces de pintar el suelo de un cuarto sin acabar acorralados en rincón. Luego agarró el teléfono y se pasó diez minutos intercambiando recriminaciones con Jurgensen, del Departamento de Ensayos. Jurgensen, soltero empedernido y ratificado, se negó en redondo a sostener la criatura. Tras dirigir una mirada ponzoñosa a Stanisland, Taylor probó luego a colocarle el problema a la División Científica. Todo lo que consiguió fue comunicarse con un trozo de la mente de Williams, el pedazo con el agujero. Murmurando para sí, telefoneó a Keith, quien se apresuró a soltar una alegre carcajada y a repetir en tono siniestro que, si no había certificado, no habría embarque. Por último, Taylor dejó el teléfono en paz y dijo: -Bien, mi querido Stanisland, menudo jaleo ha organizado. -¿Yo? -expresó Stanisland, paralizado por la perfidia de la imputación. -Sí, usted. Aquello era demasiado y Stanisland estalló: -¡Pero si usted aprobó la nota de pedido y se encargó del asunto personalmente! -Lo hice basándome en el convencimiento de que todos los aspectos rutinarios de la cuestión se habían cumplido con la eficiencia que siempre espero de mis subordinados. Evidentemente, me equivoqué al depositar mi confianza en ellos. -Ese juicio apenas puede considerarse justo, señor, porque... -¡Cállese! -Taylor consultó su reloj con gesto ostentoso-. Disponemos de siete horas de plazo, hasta que despegue el Starfire. Ni el Departamento de Ensayos ni la División Científica extenderán el documento que requiere Keitb. Carecemos de atribuciones para procurarlo por nuestra cuenta. Pero debemos sacarlo de alguna parte. Se da cuenta de eso, ¿verdad, Stanisland? -Sí, señor. -Dado que usted es el responsable directo de esta grave omisión, queda igualmente bajo su responsabilidad la tarea de subsanaría. Retírese ahora y ejercite su imaginación, si es que la tiene. Vuelva cuando haya incubado una idea útil. -No puedo falsificar un certificado, señor -protestó Stanisland. -No he insinuado que pudiera hacerlo, ni que debiera hacerlo -señaló Taylor, agrio-. La solución, si es que la hay, tiene que estar de acuerdo con el reglamento y no ser susceptible de que un alto funcionario la ponga en tela de juicio abiertamente. A usted le corresponde encontrarla. Y no tarde demasiado. Stanisland regresó a su despacho, se derrumbó en la silla y empezó a darle vueltas a la masa encefálica, dentro de la cabeza. Lo único que consiguió fue quedar un poco más cerca de la desesperación. Se mordió las uñas, meditó furiosamente y siempre llegaba al mismo resultado final; nadie, lo que se dice nadie extendería un documento escrito para disimular el fallo de cualquier otro departamento. Al cabo de un buen rato, salió a dar un paseo hasta las cabinas telefónicas, donde podría hablar sin que le escuchasen oídos indiscretos, llamó a la división científica y preguntó por Williams. -Williams -dijo aceitosamente-, estaba delante cuando Taylor pretendió hace una hora inducirte a picar el anzuelo. No me gustó nada su actitud. -Ni a mí -repuso Williams. -Nos fuiste de gran ayuda en muchas ocasiones -alabó Stanisland con un esfuerzo -. Me gustaría que supieses que lo agradezco de veras, aunque Taylor no lo haga. -Es más que bondadoso por tu parte decir eso -informó Williams, soltando una risita amenazadora-. Pero debo advertirte que, por mucho que me adules, no sacarás de esta sección un documento que no tenemos autoridad para extender. -No era esa mi intención -afirmó Stanisland-. Ni siquiera se me ocurrió soñar tal cosa. -Taylor lo intentó. Sin duda cree que somos un hatajo de primos. -Lo sé -articuló Stanisland, y se dispuso a agarrar por los pelos la oportunidad que se le presentaba graciosamente-. Para serte sincero, me pregunté si querrías echarme una mano para darle así una bofetada en la mejilla a Taylor. -¿Cómo?

-Proporcionándome alguna sugerencia que me permita solventar este desgraciado asunto de la carga perniciosa. -¿Y por qué iba a surtir eso el mismo efecto que retorcerle el brazo al dichoso Taylor? -Cree que me tiene en un brete. Me gustaría demostrarle que se equivoca. Algunos de estos directores necesitan que se les enseñe un par de cosas. -Hizo una pausa, antes de añadir astutamente-: Abelson, por ejemplo. La consecuencia de pronunciar ese nombre fue algo fulminante, después de pasar por el oído de Williams y tras unos segundos de vacilación, éste manifestó: -Está bien, te diré algo. -¿Qué? -apremió Stanisland, ávido. -Ninguna empresa del prestigio que tiene la «Forman» entregaría un aparato radiactivo embalado de forma inadecuada. Es probable que el setenta por ciento del peso de ese irradiador sea atribuible a las mamparas protectoras. Pide el certificado a la «Forman» y te lo darán de mil amores... por escrito. -Williams -dijo Stanisland, complacidísimo-, jamás olvidaré esto. -Lo olvidarás -le llevó Williams la contraria -. Pero yo no. Stanisland telefoneó entonces a la «Forman» y explicó la situación con todo detalle. La respuesta fue inmediata: prepararían la garantía de seguridad y la enviarían por medio de un mensajero especial a Keith, que la recibiría en el plazo de dos horas. Stanisland dejó escapar un sincero suspiro de alivio. Parecía que, a veces, la eficiencia de la industria privada se aproximaba casi a la de la burocracia. En el curso de varios días siguientes, Stanisland aguardó con secreto placer una llamada de Taylor. No se produjo. Sin que Stanisland se enterase, Taylor había telefoneado a Keith para averiguar lo ocurrido, si es que sucedió algo. Y Taylor se dio cuenta de que una entrevista con Stanisland permitiría a éste disfrutar de un precioso momento de triunfo. Era inconcebible que un funcionario superior permitiera a un funcionario subalterno deleitarse con algo relacionado con el trabajo. Ordenaría a Stanisland que acudiese ante su presencia sólo cuando tuviera algún pretexto para echarle los perros. Así que Stanisland continuó aguardando, primero con creciente desilusión, después resignadamente y, por último, con negligencia, hasta que se olvidó del asunto. Fueron transcurriendo las semanas, mientras el fajo de papeles recorría diversas oficinas, aumentando un poco en cada despacho por el que pasaba. hasta que un día llegó Departamento de Documentos «Verificación Final». Pesaba ya dos kilos y medio y era un conjunto sólido de palabras, cifras, sellos, nombres y firmas. De aquella montaña de datos, algún probo, laborioso y asiduo fisgalotodo extrajo el peregrino vocablo «Nemo». Su nariz empezó a retorcerse. Emprendió unas discretas pesquisas y se enteró de que: (a) alguien había cometido una buena pifia, y (b) el cretino no formaba parte del personal de su oficina. Seguidamente, el escudriñador remitió el voluminoso montón de documentos hacia el Departamento de Estadísticas Espaciales. Muy lejos, en Alipan, una copia del sobordo del navío espacial Starfire se posó encima de la mesa de Hancock. La examinó cuidadosamente. La mayor parte de aquella mercancía fue solicitada tres o cuatro años antes. Pero el hombre poseía una memoria de excepción y en cuanto sus ojos tropezaron con la palabra «irradiador», un timbre de alarma empezó a resonar en su cerebro. Le faltó tiempo para traspasar a Purcell aquella lista. -Será mejor que te encargues de eso. -¿Yo? ¿Por qué? ¿Te ha dado un calambre en el brazo de tanto escribir? -La astronave transporta un regalo carísimo para un planeta que no existe. No trato con consignaciones destinadas a mundos imaginarios. -Nervioso, ¿eh? -dijo Purcell. -Cuerdo -repuso Hancock. -Al tiempo que repasaba el sobordo, Purcell gruñó: -Sí que ha tardado. Nadie se destroza los riñones para llegar aquí. Si los exploradores se movieran a ese ritmo, Lewis y Clark estarían aporreando a sus chuchos a lo largo de la Ruta de Oregón. -Estoy -anunció Hancock- harto y cansado del tema de los exploradores y de los pilotos. -¿Y dónde te encontrarías tú, de no ser por ellos? -En la Tierra. -¿A qué te dedicarías? -A ganarme la vida honradamente -dijo Hancock. -Sí... rellenando impresos -articuló Purcell. Hancock desdeñó la charla e hizo como que estaba ocupado. -Aquí es donde nuestro derecho a determinar prioridades alcanza la cima de la utilidad -prosiguió Purcell,

ondeando el sobordo como si fuera la bandera de la libertad-. Asignaremos una prioridad absoluta a nuestro insectólogo, puesto que sus necesidades son mayores que las de Nemo. Este matamoscas le será transferido sin que nadie discuta, porque nadie pone trabas a un impreso de solicitud adecuado, relleno adecuadamente, sellado adecuadamente y firmado adecuadamente. De esta manera, serviremos al género humano con lealtad y perfección. -Estás completamente majareta -declaró Hancock. -Bueno, puedes conservar mi agradable compañía -sugirió Purcell. Exhibió el sobordo a distancia, demasiado lejos para que el otro pudiera leerlo. Tengo noticias para ti. -Puedes suprimir los plurales -pidió Hancock-. No quiero tener que ver nada con eso. -Adoptó otra postura de sobrecargo de trabajo, pero su imitación de afanes laborales fue breve; añadió al cabo de unos segundos, pensando mejor las cosas-: Te advertí previamente que no podrías saltarte el sistema. -Me lo he saltado. -Aún no -repuso Hancock, en tono positivo. Sin hacerle caso, Purcell extendió el formulario de prioridad, le puso el sello, lo firmó, lo revisó de arriba a abajo y de izquierda a derecha y volvió a estampar otra rúbrica. -He falsificado tu firma. ¿Te importa? -¡Sí! -aulló Hancock. -Te oigo bien y con claridad, no soy sordo. -Purcell examinó la falsificación con desvergonzada complacencia -. Malo. Ya está hecho. Lo que está hecho no puede deshacerse. -Quiero que sepas, Purcell, que en el caso de que ese documento sea denunciado, no vacilaré en declarar que esa pretendida firma mía es falsa. -Una idea formidable -animó Purcell-. Yo juraré que la mía también es falsa. -¡No te atreverás! -manifestó Hancock, aterrado. -Tardarán lo menos diez anos en averiguar quien es el embustero y hasta puede que hagan apuestas y todo -continuó Purcell, con indecente regodeo-. Entretanto, dejare caer la insinuación de que quizás todos los documentos de Alipan y la mitad de los de la Tierra llevan firmas falsas, atribuibles a subordinados que se exceden en sus atribuciones sin que lo sepan sus jefes, a fin de evitar criticas y disimular equivocaciones. El follón que se originará va a ser caótico de verdad y habrá trabajo para diez mil verificadores. -¿De qué se trata? -No hay ginebra. Hancock permaneció sentado, inmóvil y respirando trabajosamente, durante un buen rato. -te echarán la culpa de eso -opinó después. -¡Cáscaras! Yo no estoy en la Tierra para ordenar lo que ha de cargarse y lo que no. -Pero... -Aunque sólo me lo hayas dicho una vez -prosiguió Purcell, sin remordimientos-, para mí es como si me lo hubieses dicho cien: bajo ninguna circunstancia un departamento de Alipan acepta la responsabilidad de cualquier decisión que se adopte en la Tierra. ¿Me equivoco? -Correcto -asintió Hancock, como si le arrancasen una muela. -Muy bien. Pediste la ginebra y yo puedo confirmarlo. Diste prioridad absoluta al pedido y yo puedo corroborarlo. Estás protegido por delante y por detrás. Todo lo que te hace falta es ir a ver a Letheren y comunicarle: «Lo lamento, no hay ginebra.» Cuando empiece a amontonarse, a rugir y a dar vueltas sobre sí mismo, tú vas y le sueltas: «¡Las reclamaciones, a la Tierra!», y escupes por un colmillo, con desdén. Es tan fácil que hasta un perro de lanas parlanchín podría hacerlo. -Me consume la impaciencia, no sabes las ganas que tengo de ver cómo te desembarazas de Nemo. No creo que te resulte tan sencillo como lo otro -dijo Hancock, esforzándose en que su tono fuera sádico. -Nadie ha dicho una palabra acerca de Nemo. Nadie ha experimentado la más mínima curiosidad acerca de Nemo. Y, por último, yo, James Walter Armitage Purcell, voy a ser el que se preocupe menos acerca de Nemo. -Te preocuparás -prometió Hancock. A su debido tiempo -que en Alipan alcanzaba la magnitud de unas tres semanas- el altavoz del comunicador interno de la pared empezó a chirriar y una voz metálica difundió: -El señor Purcell, del Departamento de Solicitudes (Prioridades), se presentará en el despacho del señor Vogel a las once de la mañana. Hancock lanzó una mirada al reloj que tenía encima de la mesa, esbozó una sonrisa afectada y comentó: -Disponemos exactamente de treinta y siete minutos.

-¿Para qué? -Para prepararte a morir. -¿Eh? -Vogel es un mandamás con noventa y dos subalternos a sus órdenes. Dirige cuatro departamentos, incluida el Ala de Coordinación con la Tierra. -¿Y qué más? -Para él es un entretenimiento divertido encargarse personalmente de todas las reclamaciones que llegan de la Tierra. Cualquier persona convocada por Vogel es una víctima en potencia, so pena de que tenga a mano pruebas documentales fehacientes, demostrativas de su inocencia. Si no, está perdida. -Parece un tipo simpático -comentó Purcell, imperturbable. -Vogel -explicó Hancock- es un antiguo hombre anuncio que acabó con los pies planos de tanto caminar con su cartel a lomos. Pero posee un talento natural para las tareas administrativas. Ha subido muy arriba, sobresaliendo por encima de un creciente ejército de chupatintas, y sigue ascendiendo. -Hancock hizo una pausa, antes de añadir con énfasis-, No me hace tilín. -Eso parece. -Hay un montón de gente que no simpatizan con él. Letheren no puede verle ni en pintura. -¿De veras? Pues no creo que a Vogel le asfixie tampoco el aprecio que pueda inspirarle Letheren, ¿eh? -Vogel no aprecia nada, salvo el poder... que en este oficio significa jefatura de negociados. -Hummm... Purcell meditó un poco, salió, regresó al cabo de veinte minutos y reflexionó un poco más. -¿A dónde has ido? -Al Departamento de Contabilidad. -¿A cobrar tu paga mientras las cosas van bien? -No. Simplemente he ido a comprobar con mis propios ojos que ciento cinco equivale a mil setecientos. -Eso no te salvaría ni aunque tuviese sentido -Hancock continuó afanándose sin hacer nada y sin quitar ojo al reloj. Cuando llegó el momento, dijo-: En marcha. Espero que sufras. -Gracias. Purcell abrió el cajón de su mesa y sacó un enorme rollo de papel que se puso bajo el brazo. Salió del despacho pisando con fuerza, caminó rumbo a su cita y entró en la oficina del jefe. Vogel era hombre de ojos negros, cabellera morena y piel atezada. Le examinó, inexpresivo. -Siéntese, Purcell. -Enseñó unos dientes largos y afilados, que le conferían cierto aspecto de abuelita de Caperucita Roja-. La Tierra ha llamado mi atención sobre una solicitud presentada desde un planeta llamado Nemo. -Eso, señor, es... Vogel agitó la diestra con ademán imperioso. -Guarde silencio, por favor Purcell hasta que yo haya terminado. Sus explicaciones pueden venir después. -Volvió a enseñar la dentadura-. He dedicado una gran cantidad de precioso tiempo a la verificación de los datos de este asunto. Me gusta conocer todos los detalles antes de entrevistarme con la persona relacionada con la cuestión en estudio. -Sí, señor -articuló Purcell, arreglando el rollo de papel y teniendo buen cuidado en aparentar que estaba impresionadísimo. -En primer lugar, he comprobado que la comunicación remitida desde la Tierra es correcta en todos sus extremos; la solicitud se presentó y usted la dio curso. En segundo lugar, el artículo objeto de la solicitud, un irradiador, fue transferido por usted, según he averiguado, a una dirección de este mismo planeta. En tercer lugar, he corroborado que a ningún planeta descubierto antes o después de la fecha de la solicitud de marras se le ha impuesto oficialmente el nombre de Nemo. -Juntó las manos en actitud feligrés dedicado a la oración-. Uno puede imaginarse la conmoción y la cólera que ha acusado todo eso en la Tierra. Confío, Purcell, en que tenga usted a punto una explicación totalmente satisfactoria. -Me parece que la tengo, señor -aseguró Purcell, voluble. -No sabe lo que me alegrará escucharla. -Todo este desgraciado asunto se debe a que alguien, en la Tierra, llegó precipitadamente a la errónea e injustificable conclusión de que Nemo es el nombre de un planeta, cuando la verdad es que se trata de una palabra clave, que empleamos en nuestro departamento para Indicar una prioridad de tanteo y distinguirla así de una prioridad definitiva. -¿Prioridad de tanteo? -repitió Vogel, al tiempo que alzaba al arco sardónico de sus cejas-. ¿Qué tontería

es esa? ¿No comprende, Purcell, que todas las peticiones deben clasificarse estrictamente de acuerdo con su importancia o urgencia y que no queda sitio para la indecisión? ¿Cómo puede haber algo parecido a prioridad de tanteo? -Me resulta más bien difícil explicárselo, señor -dijo Purcell, mientras su expresión denotaba rectitud interna. -Insisto en que se explique -replicó Vogel. Adoptando el matiz exacto de tristeza y embarazo, Purcell informó: -Puesto que los cargueros espaciales tienen una capacidad limitada, el problema de conceder prioridades es verdaderamente peliagudo. Y cuando un jefe administrativo ordena prácticamente a mi departamento que le asigne a su solicitud una prioridad más alta de la que merece, ocurre que, si obedecemos, alguna otra mercancía de peso o volumen similares debe asumir una prioridad inferior a la que le corresponde. Pero el reglamento no me permiten reducir el status de una prioridad superior. Por consiguiente, me veo obligado a asignar una prioridad de tanteo, lo cual significa que esa solicitud obtendrá su adecuada preferencia de carga siempre y cuando nadie se meta por medio y lo impida. Apareció un fulgor en las pupilas de Vogel -¿Eso es lo que ha sucedido en el presente caso? -Temo que sí, señor. -En otras palabras, está usted dando a entender que padece interferencias indeseables en las tareas de su departamento. -Eso -dijo Purcell, como a la fuerza- es expresar la situación de una manera un poco fuerte, con más crudeza de lo que yo quisiera. -Purcell, debemos llegar al fondo de este asunto y no creo que sea el momento de andarse con palabras suaves. Exactamente, ¿qué fue lo que se le ordenó que pidiera a base de alta prioridad? -Ginebra, señor. -¿Ginebra? -una mezcla de horror e incredulidad se pintó en el semblante de Vogel. Pero la suprimió rápidamente, para substituirla por una expresión de triunfo mal disimulado -. ¿Quién le ordenó que trajese ginebra? -Prefería no decirlo, señor. -¿Fue Letheren? Purcell no pronunció palabra, pero puso la cara de quien se entristecía mucho ante el porvenir que le esperaba al alma de Letheren. Vogel ronroneó, encantado de aquello. Se frotó las manos y su actitud se tornó francamente amable. -Bien, Purcell, me parece que toda su culpa se reduce a un descuido sin importancia. Es evidente, sin embargo, que si usted considera necesario utilizar palabras clave para mayor comodidad en la labor administrativa, a los servicios establecidos en la Tierra debería comunicársele el código por el sistema adecuado. Sin una previa notificación regular, los funcionarios de la Tierra se encontrarían frente a una jerga incomprensible para ellos. Una situación absurda, como sin duda comprende usted, ¿no Purcell? -Sí, señor -convino Purcell, humilde y agradecido. -Pero, en las presentes circunstancias, no creo que sea sensato advertir a la Tierra del verdadero significado del término «Nemo». Hacerlo así, sería tanto como reconocer que nuestro sistema de prioridades está expuesto al capricho de cualquiera. Espero que comprenda mi punto de vista, Purcell. -Lo comprendo, señor. -Por consiguiente, propongo informar a la Tierra de que la inclusión de esa palabra fue debida a un error de departamento, nacido en el exceso de trabajo y la escasez de personal. -Hizo otra exhibición de dentadura-. Eso les dará algo en qué pensar. -Estoy seguro, señor. -Purcell, quiero que abandone el empleo de palabras clave, salvo con mi conocimiento y aprobación. Mientras tanto, tomaré las medidas oportunas para que se interrumpa toda interferencia ulterior en su departamento. -Gracias, señor... Purcell se puso en pie, manoseó un poco el rollo de papel y dio la sensación de titubear. -¿Hay alguna otra cosa? -inquirió Vogel. -Sí, señor. -Purcell simuló duda, desgana, como si no se atreviera a seguir adelante: luego dejó que las palabras saliesen de su boca torrencialmente-: Pensé que quizá éste pudiera ser el momento adecuado para atraer su interés sobre un nuevo formulario que he proyectado.

-¿Un formulario? -Sí, señor. -Desenrolló el papel y puso un extremo en las manos de Vogel. La otra punta llegaba casi a la pared-. Se trata, señor, de un estadillo maestro, en el que figurarán el origen, la finalidad, los detalles, el curso y el destino de todos los demás impresos con los que se rellenará. Es, por llamarlo, un formulario de formularios. -¿De veras? -dijo Vogel, y arrugó el entrecejo. -Mediante su uso -continuó Purcell, persuasivo -, será posible seguir la pista, paso a paso, a todos los impresos, identificar omisiones o contradicciones y localizar al individuo responsable. Si un formulario se perdiera, resultaría igualmente posible descubrir en qué punto se extravió y quién tuvo la culpa de que desapareciese. -Dejó que la idea calase en el cerebro de Vogel y luego adujo: De acuerdo con lo que sé sobre confusiones interdepartamentales, muchas de las cuales se ocultan al conocimiento de los jefes administrativos, calculo que este formulario ahorrará alrededor de veinte mil horas-hombre por año. -¿Ah, sí? -manifestó Vogel -, más bien desinteresado. -Hay un inconveniente -prosiguió Purcell-. Al objeto de ahorrar todo ese trabajo, será imprescindible dar ocupación a más personal. Y dado que la labor de esos nuevos empleados sería de tipo coordinatario, quedaría bajo la jurisdicción de usted, añadidos, por lo tanto, a los funcionarios que están ahora bajo su mando. -¡Ah! -Vogel se irguió. -De hecho, tendríamos que crear un nuevo departamento para reducir el total de trabajo realizado. No obstante, tras estudiar el caso con la máxima atención, he llegado a determinar que podríamos hacer frente a eso con un mínimo de trece hombres. -¿Trece? -repitió Vogel, contando con los dedos. Se quedó mirando el formulario, mientras se deslizaba por su rostro una expresión de alegría hipocritona-. Purcell, creo que tiene usted ahí algo importante. Sí, me parece que sí. -Gracias, señor. Estaba convencido de que se daría usted cuenta de sus posibilidades. ¿Me permite dejarle el formulario y someterlo a su consideración? -¡No faltaba más, Purcell! -Vogel hacía gala ya de algo que se acercaba mucho a la jovialidad. Tamborileó cariñosamente sobre el impreso y, después, sus dedos lo acariciaron-. Sí, desde luego, debe dejármelo. -Alzó la cabeza, radiante-. Si sale algo positivo de esto, Purcell, necesitaré a alguien para que se encargue de dirigir el nuevo departamento. Alguien que conozca su oficio y en quien pueda depositar toda mi confianza. No se me ocurre ningún candidato mejor que usted. -Es usted muy bondadoso al expresarse así, señor -declaró Purcell, con grave dignidad. Emprendió la retirada pero, al llegar a la puerta, volvió la cabeza y, durante un segundo, los ojos de ambos hombres se encontraron. Una mirada de mutua comprensión centelleó entre ellos. De nuevo en su despacho, Purcell se dejó caer en una silla y recitó: -«Cuando dos adivinos se encuentran en la calle, invariablemente se sonríen el uno al otro.» -¿De qué estás hablando? -preguntó Hancock. -Citaba un antiguo refrán. -Levantó dos dedos, muy apretados-. Vogel y yo somos como esto. -No me la das -se mofó Hancock-. Todavía tienes coloradas las orejas. -Vogel me adora y yo adoro a Vogel. Le acerté justamente en su punto flaco. -No tiene ningún punto flaco, ¿ves? -Lo único que hice -habló Purcell- fue señalarle que si el número de sus subalternos aumentaba de noventa y dos a ciento cinco, él ascendería automáticamente de jefe de negociado de clase 9 a jefe de negociado de clase 8. Eso le permitiría ganar al año mil setecientos dólares más, aparte las regalías y, naturalmente, una pensión de retiro más substancial. -No hace falta contarle eso a Vogel... lo sabe mejor que nadie. -Está bien. Digamos que me limité a recordárselo. A cambio, él fue lo bastante generoso como para recordarme que un héroe tullido al frente de un departamento y con doce subordinados a sus órdenes, es muchísimo mejor que el mismo héroe imposibilitado compartiendo un despacho con un sujeto insolente. -Ni te pido ni espero que me cuentes la verdadera historia de tu humillación -rezongó Hancock-. Así que no tienes por qué enmarcarla viniéndome con fantasías demenciales de doble sentido. -Algún día -declaró Purcell, sonriente- puede que tu obtusa mente se aclare lo bastante como para comprender que es posible tomarle el pelo al sistema, a cualquier sistema. No hay más que darle vueltas a la manivela en el mismo sentido que gira...¡Sólo que forzándola un poco! -Cállate -replicó Hancock- y habla cuando puedas decir cosas sensatas.

FIN

LOS ESPERA-UN-POCO (The Waitabits 1955) Traducción de S. Mas Ilustraciones por CARLOS GIMENEZ *** Se dirigió a grandes zancadas hacia la Oficina de Destinos, con la tranquila confianza propia de largos servicios, gran experiencia y alta graduación. Hubo un tiempo en que una llamada perentoria a ese departamento lo había puesto nervioso, exactamente igual que intranquilizaba a los jóvenes cadetes de hoy. Pero de eso hacía mucho, mucho tiempo. Ahora sus cabellos eran de color gris, tenía arrugas alrededor de sus ojos y hojas de roble plateadas en sus charreteras. Había visto bastante, oído bastante y aprendido bastante, tanto como para perder su capacidad de sorpresa. -Markham le iba a dar un asunto difícil. Ese era el trabajo de Markham: escudriñar a través de un montón de informes lacónicos, confusos, tergiversados y excéntricos, seleccionar los problemas obvios, y vaciarlos de golpe directamente en el regazo de cualquiera que estuviera por los alrededores y se considerara conveniente para resolverlos. Una cosa podía decir en favor de esta técnica: sus víctimas acostumbraban a estar aturdidas, enloquecidas o con colapsos nerviosos, pero al menos nunca se aburrían. Los problemas no eran comunes, las soluciones a veces fantásticas. La puerta detectó el calor de su cuerpo al aproximarse y se abrió con eficiencia silenciosa. La atravesó, se sentó en una silla, y contempló flemáticamente al grueso hombre situado detrás de la mesa. -Ah, Vicealmirante Leigh -dijo Markham alegremente. Barajó algunos papeles, los puso en orden y observó el que había quedado encima-. Se me ha informado de que la carga del Trueno ha terminarlo, su tripulación llamada, y que todo está a punto para el despegue. -Eso es cierto. -Pues bien, tengo un trabajo para usted -Markham exhibió una siniestra sonrisa que acompañaba invariablemente a estas noticias. Después de estar años leyendo lo que había seguido, había llegado al convencimiento de que todos los trabajos eran divertidos excepto los que implicaban una masacre-. ¿Está usted listo y ansioso para otro viaje? -Yo estoy siempre listo -dijo el Vicealmirante Leigh. La ansiedad la había perdido hacía dos décadas. -Aquí tengo los últimos despachos entregados por los exploradores -continuó Markham. Hizo un gesto de resignación-. Ya sabe como son. Condensados al máximo y algunas veces un tanto insensatos. Feliz el día en que recibimos un informe detallado con claridad científica. -Sólo conseguirá eso de una mente entrenada -comentó Leigh-. Los exploradores no son científicos. Son seres singulares a quienes les gusta vagar por la soledad del espacio sin otra compañía que la propia. Son vagabundos entrenados para ser pilotos, y les gusta errar por la inmensidad, dar ojeadas y decir lo que han visto. Hombres como ellos son útiles y necesarios. Sus defectos pueden corregirlos los que los siguen. Exactamente -convino Markham con rapidez sospechosa-. Por eso queremos que haga usted algunas correcciones. -¿Qué hay esta vez? -Tenemos el último informe de Boydell transmitido a través de varias estaciones repetidoras. Está mucho más allá de lo conocido -Markham señaló irritadamente el papel-. Este explorador particular es conocido como «Charlatán» Boydell, porque es cualquier cosa menos eso. Usa las palabras como si le costaran a cincuenta dólares cada una. -¿Quiere decir que no se ha explicado lo suficiente? -dijo Leigh sonriendo. -¿Lo suficiente? ¡No nos ha dicho nada! -Markham dejó escapar un gruñido enfático-. Dieciocho planetas distribuidos por donde ha pasado, y no ha usado ni una docena de palabras para cada uno. Ha descubierto un total de dieciocho planetas en siete sistemas previamente inexplorados, y el resultado no ocupa ni media página.

-A ese ritmo no tendría tiempo para mucho más -se aventuró a decir Leigh-. No se puede escribir un libro acerca de un mundo sin residir en el mismo al menos durante un cierto tiempo. -Tal vez. Pero esos exploradores chiflados podrían hacerlo mejor, y ya es hora de que se les diga. Apuntó con un dedo acusador-. Mire este ejemplo. El undécimo planeta que visitó. Por alguna razón estúpida lo llama Pulok. En su informe ha usado exactamente cinco palabras: «Cogedlo y que os aproveche» ¿Qué es lo que hemos de suponer? Leigh lo pensó cuidadosamente. -Puede ser habitado por seres humanos. No hay oposición de los nativos, nada que nos impida apoderarnos de él. Pero en su opinión no vale la pena poseerlo. -¿Por qué, por qué? -No lo sé. No he estado allí. -Boydell sabe el por qué -dijo enojadamente Markham-, y debería decirlo en términos precisos y claros. No debería dejar un misterio colgando en el aire como un mal olor procedente de un sitio desconocido. -¿No podrá explicarlo cuando vuelva a la base de su sector? -Puede que pasen meses, tal vez años, especialmente si consigue aprovisionarse de combustible y tubos de recambio en puestos avanzados. Esos exploradores no siguen ningún programa. Llegan cuando les parece y retornan cuando vuelven. Gitanos del espacio, así es como les gusta llamarse a si mismos. -Han escogido la libertad -dijo Leigh. -Sin embargo -dijo Markham, ignorando la observación-, el problema de Pulok es relativamente de poca importancia, y cualquiera puede cuidarse del mismo. Se lo daré a uno de los cadetes; contribuirá en algo a su educación. Los más complicados y, de seguro, peligrosamente enmarañados son los que reservamos para los que ya tienen experiencia como usted. -Deme ya la mala noticia. -Planeta catorce en la lista de Boydell. Le ha dado el nombre de Eterna, y no me pregunte por qué. La fórmula de código que ha registrado a su lado dice O-l.l-D.7. Eso significa que se puede vivir en él sin equipo especial, es un planeta de tipo terrestre de masa superior en un décimo, y está habitado por una forma de vida inteligente con teóricamente igual nivel mental, pero diferente. A esta forma de vida los llama Los EsperaUn- Poco. Por lo visto nombra a todas las cosas y a todos los seres con el primer nombre que le salta a la imaginación. -¿Qué información suministra al respecto? -¡Ja! -dijo Markham, haciendo una mueca-. Una palabra. Solamente una palabra. -Hizo una pausa añadiendo-: Invencible. -¿Eh? -Invencible -repitió Markham-. Una palabra que no debería existir en el idioma de los exploradores. -En este punto se encolerizó, abrió violentamente un cajón y extrajo una libreta, que consultó-. En la última inspección, se habían descubierto cuatrocientos veintiún planetas, todos ellos cartografiados y registrados. Ciento treinta y siete eran apropiados para la vida humana, y grandes o pequeños grupos de colonos se instalaron en ellos. Sesenta y dos formas de vida extrañas fueron dominadas durante el proceso. -Guardó la libreta otra vez-. Y ahí afuera, en la oscuridad, un vagabundo errante escoge una palabra como «invencible». -Solamente puedo pensar en una razón que tenga sentido -sugirió Leigh. -¿Cuál es? -Tal vez sea realmente invencible. Markham rehusó dar crédito a sus oídos: -Si eso es un chiste, Vicealmirante, es de muy mal gusto. Algunos podrían tomar-lo como un comentario sedicioso. -Bien, ¿puede ofrecer un razonamiento mejor? -No tengo por qué hacerlo. Lo envío a usted para que lo averigüe. El Gran Consejo solicitó específicamente que se le diera a usted esta tarea. Piensan que si hay alguna raza desconocida capaz de amedrentar a uno de nuestros propios exploradores, debemos aprender más sobre la misma. Y cuanto más pronto mejor. -No hay nada que demuestre que asustaran a Boydell. Si lo hubieran hecho, habría dicho mucho, mucho más. Una genuina amenaza de primera clase es algo que lo convertiría en una máquina parlante. -Eso es puramente hipotético -dijo Markham-. No queremos suposiciones. Queremos hechos. -Está bien. -Considere otros pocos factores -añadió Markham-. Hasta el momento ninguna otra forma de vida ha podido resistirnos. No veo cómo podría ninguna. Cualquier criatura con un átomo de sentido ve pronto el lado

que le conviene. Si nosotros llegamos y suministramos los cerebros mientras ellos suplen la labor, con beneficio mutuo para ambas partes, los alienígenas prosperarán demasiado bien como para quejarse. Si un grupo de Wimpots Sirianos trabajan como esclavos durante todo el día en nuestras minas y luego vuelven a sus casas volando en sus propios helicópteros, que sus antepasados nunca tuvieron, ¿de qué van a querer quejarse? -No veo el propósito del discurso -dijo Leigh secamente. -Estoy destacando que por la fuerza, la crueldad, la discusión, la persuasión, el precepto y el ejemplo, el llamamiento al sentido común, o cualquier otra táctica aplicada a las circunstancias, podemos dominar y explotar cualquier forma de vida en el universo. Esa es la teoría que hemos utilizado durante mil años... y funciona. Hemos probado que funciona. La hemos hecho funcionar. La primera vez que la abandonemos y admitamos una derrota, es nuestro fin. Caeremos en la decadencia y desapareceremos junto a otras hordas que ya se han desvanecido. Apartó los papeles a un lado-. Un explorador ha admitido una derrota. Debe ser un lunático. Pero los lunáticos pueden causar alarma. El Gran Consejo está alarmado. -¿Se me requiere para actuar como apaciguador? -Sí. Vea a Parrish en el departamento de cartografía. Le entregará las coordenadas de Eterna. Levantándose, extendió una rolliza mano-. Que tenga un viaje tranquilo y un buen aterrizaje, Vicealmirante. -Gracias. El Trueno se mantenía en una órbita estable mientras sus oficiales examinaban el nuevo mundo que flotaba debajo. Aquel era Eterna, el segundo planeta de una estrella muy parecida al Sol. En conjunto había cuatro planetas en aquel sistema particular, pero solamente el segundo abrigaba vida en una forma detectable. Eterna era una visión agradable, una gran bola verde-azulada reluciendo en el brillo del día. Sus continentes eran mayores que los de la Tierra, sus océanos más pequeños. No eran visibles vastas cordilleras de montañas ni zonas polares, aunque los lagos y los ríos eran numerosos. Muchos de ellos estaban situados en colinas densamente boscosas que arrugaban la mayor parte de la superficie y dejaban pocas áreas llanas. Había bancos de nubes al igual que algodón desparramado, sobre el terreno, dispersas pero espesas, densas y en gran número. Podían verse ciudades y pueblos por medio de potentes prismáticos, muchos de ellos situados en claros alrededor de los cuales un ejército de árboles avanzaba hacia los ríos. También había caminos, estrechos y serpenteantes, y delgados puentes. Entre ciudad y ciudad se veían unas líneas indefinidas que podían ser raíles de tren, pero a aquella distancia no se apreciaba el suficiente detalle como para revelar su verdadero propósito. Pascoe, el sociólogo, apartó los binoculares y dijo: -Asumiendo que la parte nocturna sea muy similar, estimo su población en no mucho más de cien millones. Para ello me baso en otras exploraciones planetarias. Cuando uno ha contado los guisantes que hay en botellas de diversos tamaños, se desarrolla la habilidad de acertar en forma razonable. Cien millones como máximo. -Eso es muy poco para un planeta de este tamaño y exuberancia, ¿no es verdad? -preguntó el Vicealmirante Leigh. -No necesariamente. Nosotros no éramos tantos en un lejano pasado. Mire ahora -¿Implica eso que estos Espera-Un-Poco son comparativamente una especie joven? -Podría ser. Sin embargo, también podrían ser viejos, y seniles y estar a punto de extinguirse. O tal vez se propaguen lentamente y su aumento natural sea bajo. -No creo en la suposición de la extinción -intercaló Walterson, el geofísico-. Si alguna vez fueron muchos más de los que hay actualmente, el planeta mostraría señales de ello. Una gran herencia deja su marca durante siglos. ¿Recuerdan el emplazamiento de aquella ciudad que encontramos en Hércules? Ni siquiera los nativos lo conocían, pero las señales eran visibles desde una considerable altura. Usaron los binoculares otra vez, buscando marcas en los anchos espacios entre los bosques. No había nada visible. -Su historia es corta o su propagación es lenta -declaró Pascoe-. Esa es mi opinión. Frunciendo el ceño a la bola verde-azulada, Leigh dijo lentamente: -Según nuestra experiencia en standards espaciales, un mundo de cien millones es débil. Ciertamente no es lo suficientemente formidable como para preocupar a un burócrata sin importancia, y mucho menos para inquietar al mismo Consejo. -Se giró, y levantó en forma interrogante una ceja a un mensajero que se dirigía hacia él-. ¿Bien? -Del Repetidor del Sector Nueve, señor.

Desplegando el mensaje, lo halló descifrado y leyó en voz alta: -Diecinueve-doce, ex Terra. Cuartel General de Defensa al Oficial Comandante del acorazado Trueno. El crucero ligero Llama, al mando del Teniente Mallory, asignado a su área para la comprobación de Puloc. Un escuadrón de veinte cruceros pesados a punto en la base de Arlington, Sector Nueve. Se le autoriza para llamarlos y asumir el mando de dichas fuerzas solamente en caso de emergencia. Rathbone. Comandante del Departamento de Operaciones del Cuartel General de Defensa. Terra. Guardó el mensaje, se encogió de hombros y dijo: -Parece ser que no quieren correr ningún riesgo. -Sí -dijo Pascoe un tanto sardónico-. Han reunido refuerzos lo suficientemente cerca como para llamarlos, pero demasiado lejos como para sernos de utilidad. El Llama no puede llegar aquí en menos de siete semanas. Las naves en Arlington no podrían hacerlo en menos de diecinueve o veinte semanas aún a supervelocidad. Para entonces podríamos estar cocidos, comidos, eructados y olvidados. -No veo el por qué de todo ese nerviosismo -se quejó Walterson-. Ese explorador, Boydell, llegó y se fue sin perder ninguna de sus partes comestibles, ¿no es verdad? A donde va uno puede ir también un millón. Pascoe lo contempló con piedad: -Un invasor solitario raramente asusta a nadie. Ahí es donde los exploradores tienen una ventaja. Piensa en Remy II. Un muchacho llamado James lo encuentra, aterriza, hace amigos, se convierte en un hermano de sangre, y finalmente se va en medio de una explosión de cariñosas despedidas. Luego, llegan tres naves llenas de hombres, uniformes y armas. Eso ya es demasiado para el estómago de los nativos. En la psicología de Remy el número representa la masa crítica. Resultado: la guerra Remy, la cual, si recordáis la historia, fue larga, costosa y terrible. -Recuerdo la historia lo suficientemente bien como para saber que en esos días primitivos se usaban estúpidos soldados del espacio, y además no había hombres especialmente entrenados para esos contactos replicó Waltetson. -Aún así, lo que ha ocurrido antes puede suceder otra vez. -Ese es mi problema en estos momentos -interpuso Leigh-. La aparición de un acorazado de una milla de largo, ¿será la causa de que empiecen algo que no pueda ser terminado sin una considerable carnicería? ¿No sería mejor si arriesgara la dotación de un bote salvavidas en un esfuerzo para suavizar la introducción? Me gustaría que Boydell hubiera sido un poco más informativo. -Se mordió el labio inferior con vejación, cogió el teléfono intercomunicador y movió la clavija del cuarto de señales-. ¿No se sabe nada de Boydell aún? -No, Vicealmirante -respondió una voz-. El Sector Nueve cree que no será posible hablar con él. Nos acaban de decir que no contesta a sus llamadas. Creen que está fuera de alcance. La última vez que hablaron con él ya parecía estar fuera del límite efectivo de comunicaciones. -Está bien. -Dejó caer el teléfono, mirando a través de una compuerta de observación-. Hemos esperado durante siete horas. Nada ha subido a echarnos una mirada. No hemos detectado ningún signo de excitación ahí abajo. Por lo tanto es de suponer que no tienen naves, tal vez ni siquiera aeroplanos rudimentarios. Tampoco parecen tener una vigilancia organizada del cielo. No están avanzados en el sentido que nosotros damos a este término. -Pero pueden estarlo en algún otro sentido -observó Pascoe. -Eso es lo que quería decir. -Leigh hizo un gesto de impaciencia-. Ya hemos estado lo suficiente dentro de sus alcances telescópicos. Si son capaces de una reacción formidable, desgraciadamente ya lo conoceremos. No me siento inclinado a tomar riesgos con los Espera-Un-Poco por medio de unos pocos hombres en un bote salvavidas desarmado. Bajaremos con el Trueno, y es de esperar que tengan el suficiente juicio como para no hacer tonterías. Dirigiéndose hacia la cabina de control principal, empezó a dar las órdenes necesarias. Aterrizaron en lo alto de una colina sin árboles, a nueve millas al sur de una gran ciudad. Era un lugar tan apropiado como hubieran podido desear. El asentamiento de tan gran tonelaje sobre un área con una longitud de una milla no dañó la propiedad de nadie ni destruyó cosechas. El suelo era lo suficientemente sólido como para no hundirse bajo el peso de la nave, y la elevación daba una ventaja estratégica a los cañones del Trueno. A pesar de su proximidad, la ciudad quedaba fuera de su vista debido a estar escondida tras unas colinas cercanas. Una estrecha carretera se extendía a través del valle, pero nada se movía sobre ella. Entre la carretera y la falda de la colina se extendían dobles raíles de tren, de un metal plateado, y de un ancho de vía de medio metro. Los raíles no tenían clavos ni soldaduras, y parecían estar sujetos firmemente en su posición por haber sido hundidos en largos y continuos bloques de concreto o de una sustancia similar. El Trueno reposó, una forma larga, negra y ominosa, con todas sus compuertas cerradas y las torretas de los cañones abiertas, mientras Leigh contemplaba especulativamente la vía de tren y esperaba la información

del laboratorio. Llegó a los pocos momentos. El intercomunicador sonó, contestó, y oyó hablar a Shallom: -El aire es respirable, Vicealmirante. -Eso ya lo sabíamos por anticipado. Un explorador lo husmeó sin caerse muerto. -Sí, Vicealmirante -convino Shallom pacientemente-. Pero usted pidió un análisis. -Desde luego. No sabemos cuanto tiempo estuvo Boydell aquí... tal vez un día, tal vez una semana. Sea lo que fuese, no fue suficiente. Podría haberse caído muerto después de un mes o dos. Con su breve estancia podría haber evitado un efecto acumulativo a largo plazo. Lo que queremos saber es si esta atmósfera es segura para pasearse por ella. -Bastante segura, Vicealmirante. Es un tanto rica en ozono y argón, pero por lo demás se parece mucho a la de la Tierra. -Bien. Abriremos las compuertas y dejaremos que los hombres estiren las piernas. -Hay algo más que es interesante -continuó Shallom-. El tiempo de observación preliminar fue de siete horas y veintidós minutos. Durante ese período el movimiento longitudinal de un punto ecuatorial escogido fue aproximadamente de tres décimas de grado. Eso significa que el periodo de rotación del eje de este planeta es mas o menos equivalente a un año terrestre. Sus días y sus noches son de una duración de seis meses cada uno. -Gracias, Shallom. -Desconectó sin sorprenderse. Conectó el intercomunicador, dio órdenes a Bentley para que el cuarto de máquinas hiciera funcionar los motores de los cierres. Luego se puso en contacto otra vez con el teniente Harding, el oficial comandante de las tropas de infantería, y dio permiso para que una cuarta parte de sus hombres pudieran salir a efectuar algún ejercicio, siempre que llevaran armas y no se apartaran más allá de la protección directa de los cañones de la nave. Una vez hecho esto, hizo girar su silla neumática hasta quedar frente a la compuerta de observación, levantó sus pies hasta dejarlos descansar en un saliente de la pared, y contempló pacíficamente el terreno extraterrestre. Walterson y Pascoe se movieron por la estancia en la forma inquieta de los hombres que esperan que una mecha ardiendo llegue al barril de pólvora. Shallom llamó otra vez, recitó datos referentes a la gravedad y al campo magnético, y desconectó. Unos momentos después se le oyó otra vez con detalles sobre la humedad atmosférica, variaciones barométricas y radioactividad. Aparentemente no le importaba en lo más mínimo lo que se pudiera estar tramando más allá de las colinas, mientras eso no se registrara en sus aparatos. Para su mente, ningún peligro real podía existir sin anunciarse por sí mismo a través de una aguja oscilante o de un punto fluorescente. En el exterior, doscientos hombres se desparramaron ruidosamente hacia el borde de la colina y llegaron a un suave y verde prado que no era de hierba sino de algo parecido a cortos y espesos tréboles. Allí empezaron a dar puntapiés a una pelota, lucharon, o se contentaron con tenderse sobre la alfombra de hierba, mirando al cielo, disfrutando del sol. Un pequeño grupo paseó media milla hasta los silenciosos raíles de tren, inspeccionándolos, caminando precariamente sobre los raíles, agitando los brazos extendidos y ladeados en imitación de estar pasando la cuerda floja. Cuatro hombres del departamento de Shallom bajaron, dos de ellos llevando cubos y palas, como chiquillos yendo a la playa. Un tercero llevaba un atrapa-insectos. El cuarto tenía un detector de radiaciones. El primer par cavó en los tréboles y en el suelo, llevándose lo obtenido hacia la nave para su análisis e investigación de bacterias. El del atrapa-insectos dejó caer su cacharro y se echó a dormir al lado. El del detector caminó cuidadosamente en zig-zag alrededor de la falda de la colina. Dos horas después el silbido de Harding llamó a los haraganes que se hallaban en el exterior, que respondieron con lentitud. Entraron cabizbajos otra vez en la gigantesca botella que ya los había contenido demasiado tiempo. Salieron otros doscientos, haciendo las mismas cosas, incluido el número de la cuerda floja sobre los raíles. Cuando ese grupo estaba finalizando su ración de libertad, los timbres de los comedores anunciaron la comida. La dotación comió, y después la Guardia Número Uno se fue a sus literas para sumirse en el más profundo sueño desde hacía tiempo. Una tercera partida cabrioló en libertad sobre la hierba. El infatigable Shallom informó la novedad de que nueve variedades de bichos del tamaño de una pulga estaban esperando ser presentados a Garside, el entomólogo, cuando este ilustre personaje se dignara arrastrarse fuera de su cama. En el momento en que la cuarta y última sección de la tripulación volvió de sus dos horas de juerga, Pascoe ya había tenido lo suficiente. Sus ojos mostraban bolsas en su parte inferior debido a la falta de descanso y estaba desilusionado porque su curiosidad no había sido satisfecha. -Más de siete horas aguardando en el cielo -se quejó a Leigh-, y otras ocho aquí abajo. Eso hace un total de quince horas. ¿Y qué es lo que hemos conseguido con ello?

-Hemos conseguido un rato de descanso muy necesario para los hombres -reprendió Leigh-. La primera regla del mando es considerar a los hombres antes de considerar un problema exterior. No hay ninguna solución real para un problema a menos que haya los medios para aplicarla. Los hombres son los medios, mucho más que la nave o parte de ella. Los hombres pueden construir naves, pero las naves no pueden fabricar hombres. -Está bien. Han tenido su descanso. Están relajados y su moral es alta, todo ello de acuerdo con los mejores consejos psicológicos. ¿Y ahora qué? -Si no ocurre nada, esto les permitirá desquitarse del sueño atrasado. La primera guardia está roncando colectivamente. Las otras dos guardias tienen derecho a su turno. -Pero eso significa estar sentados sobre nuestro ocioso trasero durante otras dieciocho horas -protestó Pascoe. -Tal vez no. Los Espera-Un-Poco pueden llegar en cualquier momento, en número insospechado, con intenciones ignoradas y con medios desconocidos para ponerlas en práctica. Si es así, todos tendrán un rudo despertar, y tal vez consigan la suficiente acción para el resto de sus vidas. -Leigh apuntó con el pulgar hacia la puerta-. Mientras tanto, váyase a la cama mientras todo está tranquilo. Si empieza algún disturbio es muy probable que pasen días antes de que tenga otra oportunidad. Los hombres exhaustos son hombres tullidos en situaciones como esta. -¿Y usted? -Yo voy a hundirme en dulces sueños tan pronto como Harding esté a punto para relevarme. Pascoe resopló con impaciencia. Miró a Walterson, pero no encontró ayuda por esa parte. Walterson se estaba durmiendo sobre sus pies a la sola mención de la cama. Pascoe resopló otra vez, más fuertemente, y se fue, con el otro siguiéndole los pasos. Volvieron transcurridas diez horas, y encontraron a Leigh recién afeitado y pulido. Una mirada a través de la compuerta de observación mostró el mismo paisaje de antes, bajo un sol que no había cambiado visiblemente de posición en el cielo. La carretera aún se extendía a través del valle y sobre las colinas, sin un alma sobre la misma. Los raíles de tren reposaban aún inconmovibles. -Esto es un buen ejemplo de cómo se puede deducir algo de nada -dijo Pascoe pensativamente. -Lo que significa... -inquirió Leigh, mostrando interés. -La ciudad está a nueve millas de aquí. Podríamos ir caminando en unas dos horas. Han tenido el tiempo suficiente como para hacer sonar la alarma, llamar a las tropas y lanzar un asalto. -Gesticuló hacia la pacífica escena-. ¿Dónde están? -Dígamelo -replicó Walterson. -Cualquier forma de vida capaz de construir carreteras y líneas de tren debe tener obviamente ojos y cerebro. Por lo tanto, es casi seguro de que nos han visto cuando estábamos arriba o cuando descendíamos. No creo que ignoren nuestra existencia. -Observó a su auditorio v continuó-: No se han mostrado porque se están ocultando deliberadamente de nosotros. Eso significa que están asustados. Y a su vez, eso significa que se consideran a sí mismos bastante débiles, ya sea por resultado de lo que han podido ver de nosotros, o tal vez como resultado de lo que aprendieron en su contacto con Boydell. -No estoy de acuerdo con esa última parte -opinó Leigh. -¿Por qué no? -Si nos vieron bien ya sea arriba o descendiendo, ¿qué es lo que realmente vieron? Una nave y nada más. No observaron nada que indicara que somos de la misma raza de Boydell, a pesar de que sería razonable asumir tal cosa. De hecho, aún somos un grupo de desconocidos para ellos. -Eso no contradice mi razonamiento. -Lo inutiliza de dos maneras -insistió Leigh-. Primera: no habiéndonos pesado o medido, ¿cómo pueden opinar que son los más débiles? Segunda: El mismo Boydell los calificó como invencibles. Eso sugiere fuerza. Una fuerza de un orden formidable. -Veamos -dijo Pascoe-. Realmente, no importa si son o más fuertes o más débiles en su propia estimación. A la larga no pueden oponerse al poder de la raza humana. Lo interesante en estos momentos es saber si su actitud va a ser amistosa o antagonista. -¿Y...? -En caso de haber querido ser sociales, hace horas que ya estarían organizando una gran algarabía con nosotros. No hay ni una señal de ellos, ni un escupitajo, ni un botón. Ergo, no les gustamos. Se han arrastrado dentro de su agujero porque no tienen el suficiente músculo como para hacer algo efectivo. Están escondidos esperando a que nos vayamos a cualquier otro sitio. -Otra teoría -interpuso Walterson-, es la de que son tan duros y formidables como implicó Boydell. Han

mantenido la distancia porque son lo suficientemente listos como para luchar en el terreno que han escogido y no en el nuestro. Si se niegan a venir hasta aquí, entonces tendremos que ir hasta allí o aceptar un empate. De modo que se están preparando para recibirnos, y cuando vayamos -se pasó un dedo a través del cuello- ¡skzzt! -¡Bunk! -dijo Pascoe. -De cualquier forma, pronto sabremos lo que tenemos que hacer -declaró Leigh-. He ordenado a Williams que saque el helicóptero. Los Espera-Un-Poco no podrán evitar el verlo zumbando a su alrededor. Vamos a aprender bastante si no lo derriban. -¿Y si lo derriban? -preguntó Pascoe. -Esa pregunta será contestada si y cuando haya necesidad -aseguró Leigh-. Sabe tan bien como yo la ley de que la hostilidad no debe ser aceptada hasta que se haya demostrado. Se dirigió hacia la compuerta de observación y miró hacia las lejanas colinas llenas de árboles. Después de unos instantes, cogió los binoculares y los enfocó a media distancia. -¡Diablos! -exclamo. -¿Qué ocurre? -preguntó Pascoe Corriendo a su lado. -Por fin llega algo. Y nada menos que un tren. -Le entregó los binoculares-. Véalo usted mismo. Una docena de hombres se hallaba en la vía de tren, limando el suficiente polvo metálico de un raíl como para ser analizado en el laboratorio. Se enderezaron cuando el raíl transmitió los ruidos de acercamiento del recién llegado. Usando la mano como pantalla sobre los ojos, se quedaron como paralizados mientras miraban boquiabiertos hacia el este. Un par de millas más allá, el exprés aerodinámico llegó a toda velocidad a la falda de la colina, a nada menos que a una milla y media por hora. Los hombres se quedaron mirando incrédulamente unos diez minutos y, durante este tiempo, el fenómeno cubrió un cuarto de milla entero. La alarma del Trueno emitió un aviso y los que estaban obteniendo las muestras recuperaron sus sentidos y sin esforzarse mucho subieron la colina, con una inclinación de cuarenta grados, a más velocidad de la que la posible amenaza estaba desarrollando sobre terreno llano. El último de ellos aún tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llevarse consigo una onza de polvo que Shallom definió más tarde como una aleación de titanio. Monstruoso e imponente, el Trueno esperaba el primer contacto oficial. En cada compuerta había al menos tres caras expectantes que observaban la vía y el tren. Cada mente dio por supuesto el que la máquina que se acercaba se detendría en la base de la colina, y que cosas con formas extrañas saldrían dispuestas a parlamentar. Nadie pensó ni por un momento de que podría pasar de largo. Pasó de largo. El tren consistía en cuatro vagones de metal unidos y una locomotora. La fuente motriz no era evidente. Los pequeños vagones, menos altos que un hombre, avanzaban llevando en su interior a una veintena de criaturas de faz carmesí y ojos como los de los búhos, algunos de ellos mirando absortos al suelo, unos mirando a los otros, a cualquier parte excepto directamente al gran invasor en lo alto de la colina. Desde el momento en que el tren fue visto por primera vez hasta que la razón empezó a sospechar el que no iba a detenerse, transcurrió exactamente una hora y veinticuatro minutos. Esta fue la velocidad record desde la colina situada al este hasta la otra colina. Bajando los binoculares, el Vicealmirante Leigh dijo en tono sorprendido a Pascoe: -¿Los vio claramente? -Sí. Una cara encarnada, narices como picos y ojos que no parpadean. Uno tenía su mano descansando en el marco de una ventana y observé que tenía cinco dedos como nosotros, pero más delgados. -Va más despacio que caminando -comentó Leigh -. Esa es la marcha que lleva. Puedo avanzar más deprisa aún con callos en ambos pies. -Miró otra vez intrigado hacia el exterior. El tren había avanzado unos cuarenta metros en el intervalo-. Me pregunto si el poder que les atribuyó Boydell está basado en alguna extraña forma de astucia. -¿Qué quiere decir? -Si no pueden enfrentarse a nosotros mientras estemos dentro de la nave, entonces han de lograr sacarnos fuera de ella. -Bien, nadie ha salido, ¿verdad? -arguyó Pascoe-. Nadie ha tenido el imperioso deseo de coger ese tren. Y si alguien lo tuviera, el trabajo sería suyo para no ir más deprisa. No sé cómo esperan tentarnos para que hagamos una tontería por el sistema de arrastrarse por los alrededores. -La táctica estaría de acuerdo con su propia lógica, no con la nuestra -señaló Leigh-. Tal vez en este mundo el ir despacio sea una invitación al ataque. Una manada de perros salvajes reacciona de esa manera: el

animal que cojea es hecho pedazos. -Reflexionó y continuó-: Este episodio ha sido sospechoso. No me gusta nada la forma ostentosa de tener sus ojos fijos en otras cosas mientras pasaban delante nuestro. No es natural. -¡Ah! -dijo Pascoe, preparándose para discutir. Leigh hizo un gesto para que se callara y continuó: -Sé que es una estupidez juzgar a cualquier otra especie tomando como patrón la nuestra. Pero continuó diciendo que no es natural el tener ojos y no usarlos. -En la Tierra -intercaló Walterson seriamente-, hay gentes que tienen brazos, piernas, ojos e incluso cerebro, pero que no usan nada de eso debido a que tienen la desgracia de estar afectados por enfermedades incurables. -Los demás guardaron silencio, por lo que continuó-: ¿Quién nos dice que tal vez esta vía no sea un ramal entre la ciudad y un sanatorio u hospital? Tal vez su única función es la de trasladar gente enferma. -Pronto lo sabremos. -Leigh accionó el intercomunicador-. ¿ Está ya preparado el helicóptero, Williams? -Montado y recibiendo combustible, Vicealmirante. Puedo despegar en diez minutos. -¿Quién es el piloto de guardia? -Ogilvy. -Dígale que se adelante a ese tren y que informe de lo que hay al final de la vía. Ha de hacer eso antes de ir a observar la ciudad. -Volviéndose a los otros, añadió-: Shallom tiene algunas fotos aéreas que fueron tomadas antes de aterrizar, pero Ogilvy nos proveerá de más detalles. Pascoe, de pie otra vez frente a la compuerta de observación, preguntó: -¿Cuál es la velocidad de ir despacio? -¿Qué? -Cuando una cosa va a paso de tortuga sin que el tiempo importe, ¿cómo puede uno decir si ha decidido frenar? -Aclaró la frase-: Puede que sea mi imaginación, pero tengo la sospecha de que ese tren ha reducido su velocidad en unos cuantos metros por hora. Espero que ninguno de sus pasajeros se haya herido al ser precipitado de una punta a otra del vagón. Leigh miró. El tren se había alejado algo, como menos de media milla desde su punto de observación. La lenta marcha y el verlo desde un lado hacían que fuera imposible decidir si Pascoe estaba en lo cierto. Tuvo que observar durante quince minutos antes de que conviniera en que efectivamente el tren había reducido su velocidad. Durante ese tiempo el helicóptero despegó con un silbido de sus hélices. Volando sobre la vía, pasó sobre el tren, y disminuyó de tamaño hacia las colinas hasta que su cabina de plástico semejante a un huevo fue como una gota de rocío colgando de una semilla flotante. Conectando con el cuarto de comunicaciones, Leigh dijo: -Pasen a este altavoz los informes de Ogilvy. Volviendo a la compuerta, continuó observando el tren. Toda la dotación que no se hallaba durmiendo o de guardia también estaba observando. -Hay una ciudad a seis millas a lo largo de la vía -vociferó el altavoz-. Otra a cuatro millas más lejos. Una tercera a cinco millas más allá de esa. Dos mil quinientos metros. Subiendo. Cinco minutos después: -Hay un tren con seis vagones en la vía, dirigiéndose hacia el este. Desde esta altura parece detenido, pero podría estar moviéndose. -Llega de la otra dirección, y se arrastra a una velocidad similar -señaló Pascoe, mirando a Walterson-. Ahí queda hecha polvo tu teoría de la gente enferma si ese también contiene un puñado de zombis. -Altitud tres mil quinientos -anunció el altavoz-. Hay una ciudad terminal visible detrás de las colinas. Veintisiete millas de distancia a la base. Investigaré si no se me indica lo contrario. Leigh no hizo nada por impedirlo. Siguió un largo silencio. Ahora el tren estaba aún a menos de una milla de distancia y había disminuido su progreso a menos de un metro por minuto. Finalmente se detuvo, quedándose inmovilizado durante un cuarto de hora, y empezó a retroceder tan lentamente que se desplazó veinte metros antes de que los observadores estuvieran seguros de que había invertido la marcha. Leigh lo miró a través de los binoculares. Definitivamente, estaba retrocediendo hacia la falda de la colina. -Ocurre algo extraño aquí -voceó Ogilvy desde la pared-. Las calles están llenas de gente inmóvil. Ahora que lo pienso, ocurría lo mismo en las otras poblaciones. Pasé demasiado rápido para darme cuenta. -Qué raro -dijo Pascoe-. ¿Cómo puede darse cuenta desde esa altura? -Me estoy desplazando sobre el lugar más populoso, una avenida bordeada de árboles y repleta de gente en las aceras -continuó Ogilvy-. Si alguien se mueve no puedo verlo. Pido permiso para observar desde ciento

cincuenta. Usando el micrófono auxiliar conectado a través del cuarto de señales, Leigh preguntó: -¿Hay alguna evidencia de oposición como artillería, aviones o silos de cohetes? -No, Vicealmirante; no que yo vea. -Entonces puede bajar, pero no demasiado rápido. Regrese inmediatamente si le disparan. Hubo una pausa, durante la cual Leigh dio otra mirada afuera. El tren continuaba retrocediendo a una velocidad que se podría definir como crónica. Calculó que necesitaría casi una hora para alcanzar el punto más cercano. -Ahora, a ciento cincuenta -declaró el altavoz-. Por Júpiter, nunca he visto nada parecido. Se están moviendo todos, pero tan despacio que he de mirar dos veces para estar seguro de que están vivos y en acción. - Una pausa; luego-: Créanme o no, pero hay una especie de tranvía circulando. Un recién nacido podría arrastrarse tras uno de esos vehículos y alcanzarlo. -Regrese -ordenó Leigh secamente-. Retroceda e informe sobre la ciudad más cercana. -Como usted desee, Vicealmirante -Ogilvy habló como si le molestara obedecer. -¿De qué sirve apartarlo de ahí? -preguntó Pascoe, irritado por la abrupta sus-pensión de la información-. No corre gran peligro. ¿Qué es lo que aprenderá en otro sitio que no pueda conseguir ahí? -Puede confirmar o denegar un hecho que es muy importante: el que estas condiciones son las mismas en todos sitios y no restringidas a un solo lugar. Cuando haya visto la ciudad lo enviaré a mil millas más lejos para observar finalmente una tercera. – Sus ojos grises estaban pensativos cuando continuó -: En tiempos pasados, un visitante marciano hubiera cometido un tremendo error si hubiera juzgado a la Tierra a través de alguna de sus últimas colonias de leprosos. Aquí cometeríamos el mismo error si sucediera que esto es un área en cuarentena llena de nativos paralíticos. -No diga eso -interpuso Walterson, mostrando cierta nerviosidad-. Si resulta que estamos en un reserva de enfermos, más vale que nos vayamos rápidamente. No quiero ser atacado por una plaga alienígena para la cual no tengo resistencias naturales. Ya me escapé justo cuando llegué tarde a esa expedición a Hermes hace seis años. ¿Se acuerda? Tres días después del aterrizaje la tripulación entera estaba muerta, sus cuerpos invadidos por bultos hediondos que más tarde fueron definidos como hongos. -Ya veremos lo que dice Ogilvy -decidió Leigh-. Si informa sobre lo que consideramos condiciones más normales en otro lugar, nos trasladaremos allí. Si son las mismas, nos quedaremos. -Nos quedaremos -hizo eco Pascoe, con sus facciones expresando disgusto-. Creo que esa es la palabra exacta. -Señaló hacia la compuerta más allá de la cual el tren se estaba tomando su tiempo para volver-. Si lo que hemos visto y lo que hemos oído tiene algún significado, esto quiere decir que estamos en un aprieto de primera clase. -¿Qué clase de aprieto? -preguntó Walterson. -Podemos quedarnos por un millón de años o volver a casa. Por una vez en nuestra historia triunfal, hemos sido verdaderamente contrariados. No conseguiremos nada en este mundo por una buena e invencible razón: el que la vida es demasiado corta. -Prefiero no emitir ninguna conclusión precipitada -dijo Leigh-. Esperemos a ver qué dice Ogilvy. Al poco tiempo, el altavoz informó con incredulidad: -Esta ciudad está también llena de tortugas. Y tranvías que van a la misma velocidad, si es que puede llamarse velocidad. ¿Quiere que descienda y observe? -No -dijo Leigh en el micrófono-. Cambie su dirección hacia el este. Aléjese tanto como se lo permita la seguridad. Vigile especialmente si hay alguna variación radical en los fenómenos y, si la encuentra, informe al instante. -colgó el micrófono y se volvió hacia los otros-. Todo lo que podemos hacer ahora es esperar un poco. -¡Ahora lo ha dicho! -señaló Pascoe-. Me apostaría mil contra uno a que Boydell no hizo más que sentarse fútilmente por los alrededores y hurgarse entre los dientes hasta que se cansó. Walterson dejó escapar una repentina risa que los sorprendió. -¿Qué es lo que te ocurre? -preguntó Pascoe, mirándolo. -A veces se le ocurren a uno las ideas más extrañas - dijo Walterson, disculpándose-. Se me ha ocurrido que si los caballos fueran caracoles no sería necesario que llevaran atelaje. Esto tiene alguna moraleja, pero no puedo entretenerme en buscarla. -Ciudad a cuarenta y dos millas al este de la base -indicó Ogilvy-. Igual que la otra. Dos velocidades: lentos como muertos, más lentos que los muertos.

-El tren está yendo a poco menos que a paso de escarabajo. Creo que tiene intención de parar cuando llegue aquí -dijo Pascoe, mirando a través de la compuerta de observación. Se calló por un momento y añadió-: Si es así, sabremos una cosa por adelantado: que no están asustados de nosotros. Decidiéndose, Leigh llamó a Shallom: -Vamos a salir. Haga una grabación de toda la información de Ogilvy mientras estamos fuera. Haga sonar la sirena de alarma por un momento si hay alguna indicación de movimiento rápido en algún sitio. A continuación llamó a Nolan, Hoffnagle y Romero, los tres expertos en comunicaciones: -Traigan las cartas de Keen a punto para establecer contacto. -Lo establecido -recordó Pascoe- es que el comandante de la nave se quede en el control del navío hasta que se haya establecido contacto y los alienígenas se hayan mostrado amistosos o, al menos, no hostiles. -Aquí es donde lo establecido se echa por la borda esta vez -replicó Leigh-. Voy a comprobar personalmente la carga de ese tren. Ya es hora de que hagamos algún progreso. Decídanse si van a acompañarme o no. -Catorce pueblos hasta ahora -murmuró Ogilvy desde más allá de las colinas-. Todo el mundo se está moviendo por los alrededores a un paso que mata... de aburrimiento. Me dirijo a una ciudad visible en el horizonte. Los de comunicaciones llegaron trayendo láminas de colores. Iban desarmados, y era el único personal al que le estaba prohibido llevar pistolas. La teoría detrás de este edicto era que un desamparo obvio establecía confianza. En muchas circunstancias la noción probó ser cierta y los comunicadores sobrevivieron. De vez en cuando fallaba y las víctimas solamente conseguían un entierro decente. -¿Qué hay de nosotros? -pregunté Walterson, mirando a los recién llegados-. ¿Hemos de llevar armas o no? -Correremos el riesgo de no llevar ninguna -decidió Leigh-. Una forma de vida lo suficientemente inteligente como para viajar en tren ha de ser también lo suficientemente lista como para adivinar lo que ocurriría si trataban de hacernos algo. Estarán bajo las armas de la nave mientras parlamentamos. -No tengo confianza en su habilidad para ver la razón tal como la entendemos nosotros -dijo Pascoe-. A pesar de su aspecto civilizado, podrían ser muy bien los caracteres más traicioneros de este lado de Sirio. Sonrió y añadió-: Pero tengo confianza en mis piernas. Para cuando esos alienígenas entren en acción, yo ya seré una pequeña nube de polvo en el atardecer. Leigh sonrió y pasó el primero a través de la compuerta principal. Todas las compuertas estaban llenas de caras que observaban su marcha hacia la vía del tren. Los artilleros estaban alerta en sus torretas, sabedores de que no podrían impedir un atentado excepto corriendo el riesgo de matar a los suyos junto con los enemigos. Pero si era necesario podían destruir los raíles frente y detrás del tren, aislándolo. Por el momento su papel era de intimidación estática. A pesar de la aparente falta de peligro de aquel mundo, había una cierta aprensión entre la tripulación más veterana de la nave. Una atmósfera pacífica había engañado otras veces a los humanos, y estaban precavidos contra eso. Los seis llegaron a la vía un centenar de metros frente al tren y caminaron hacia él. Podían ver al conductor sentado detrás de un panel como de cristal. Sus grandes ojos amarillos miraban directamente al frente, su faz carmesí no tenía ninguna expresión. Tenía ambas manos sobre palancas y botones, y la visión de media docena de seres de otro mundo sobre los raíles ni siquiera le hizo mover un dedo. Leigh fue el primero en llegar a la puerta de la cabina, y alargó una mano para asir la incurable dificultad número uno. Accionó la manija, abrió la puerta, adoptó una sonrisa placentera para su cara y emitió un cordial «¡Hola! » El conductor no contestó. En su lugar, sus ojos empezaron a desviarse hacia un lado mientras el tren seguía avanzando a tal velocidad que empezó a arrastrar la mano de Leigh. Por fuerza, Leigh hubo de dar un paso para conservar el mismo nivel. Los otros llegaron a sus lados en el momento en que Leigh se veía obligado a dar otro paso. Entonces la cabeza del conductor empezó a volverse. Leigh dio otro paso. Un poco más de vuelta. Otro paso. Detrás de Leigh sus cinco compañeros trataban de mantenerse a su altura. No era nada sencillo. En realidad era difícil. No podían quedarse quietos y dejar que el tren se fuera apartando. No podían andar sin adelantarlo. El resultado era una marcha fastidiosa que consistía en saltos y pausas, los saltos cortos y las pausas largas. Cuando la cabeza del conductor llegó a la mitad de su recorrido, los largos dedos de su mano derecha empezaron a soltar la palanca que estaban asiendo. En el mismo y alargado instante, la palanca empezó a levantarse de su posición. No había duda de que el conductor estaba haciendo algo. Estaba estallando en acción para hacer frente a una súbita emergencia.

Asido aún a la puerta, Leigh se desplazó con ella. Los otros saltaron e hicieron pausa al unísono. Pascoe ofrecía la dolida reverencia de uno que asistiera al aburrido funeral de un tío rico que lo acabara de dejar fuera de su testamento. La imaginación de Leigh le sugirió los comentarios que estaría haciendo el auditorio de la nave desde su privilegiado lugar de observación. Resolvió el problema de restaurar su dignidad oficial por el simple proceso de subirse a la cabina. De todos modos, eso no fue mucho mejor. Había evitado continuar en la procesión de tullidos, pero ahora tenía que escoger entre estar de pie medio doblado o arrodillarse en el suelo. La cabeza del conductor había dado ya la vuelta, y sus ojos estaban ahora mirando directamente al visitante. La palanca se había alzado hasta su límite. Algo que emitía ruidos sibilantes debajo del suelo se quedó silencioso, y el progreso del tren era solamente el de su inercia contra los frenos. Un desplazamiento que podía medirse en pulgadas o fracciones de pulgada. -¡Hola! -repitió Leigh, con la impresión de que nunca había dicho una palabra más tonta. La boca del conductor se abrió, formando un óvalo carmesí, y revelando largos y estrechos dientes pero no lengua. Modificó la forma de su boca y en el tiempo que tardó en hacerlo el oyente podría haberse fumado medio cigarrillo. Leigh aguzó sus oídos esperando un saludo. Nada salió de la boca, ni un sonido, ni una nota, ni un decibelio. Aguardó un poco, con la esperanza de que la primera palabra podría emerger antes del próximo jueves. La boca efectuó un par de pequeños cambios en su forma mientras unos músculos color de rosa se retorcían en su interior como gusanos moribundos. Y eso fue todo. Walterson cesó en su rutina de salto y pausa y dijo: -Se ha detenido, Vicealmirante. Bajando de la cabina, Leigh hundió las manos en sus bolsillos y miró con frustración al conductor, cuya cara estaba ahora empezando a mostrar una expresión de sorprendente interés. Podía contemplar como las señales se registraban con la languidez de un camaleón cambiando de color a la misma velocidad. -Esto es endiablado -se quejó Pascoe, tocando a Leigh en el codo. Señaló a la hilera de manijas que se proyectaban desde las puertas de los cuatro vagones. Muchas de ellas se habían desviado de la horizontal y se estaban moviendo a la vez un grado hacia la vertical-. Están tratando de salir con toda rapidez. -Evíteles el trabajo de abrir -sugirió Leigh. Hoffnagle, que estaba de pie junto a una puerta, asió la manija y abrió la puerta de golpe. Esta giró sobre sus ejes, completa y unida a un pasajero que no había podido retirar la mano. Dejando caer sus láminas de contacto, Hoffnagle cogió hábilmente a la víctima y la depositó en el suelo sobre sus pies. Se necesitaron cuarenta y ocho segundos en el reloj de Romero para que el sujeto mostrara una reacción facial que era la de sorpresa. Después de esto, las puertas tuvieron que ser abiertas con todo el cuidado de un recaudador de impuestos que ha de habérselas con un paquete misterioso en el que se oye un ruido de tic-tac. Pascoe, impaciente como siempre, aceleró el proceso de hacerlos bajar por el sistema de levantar en vilo a los seres desde las puertas abiertas y depositarlos sobre la verde superficie del suelo. Entre todo el lote, el de mayor rapidez mental necesitó solamente veintiocho segundos para empezar a rumiar el problema de cómo había pasado de un punto a otro sin necesidad de cruzar cl espacio interpuesto. Resolvería ese problema... si se le daba tiempo. Una vez vaciado el tren, hubo en los alrededores veintitrés Espera-Un-Poco. Ninguno pasaba de los cuatro pies de altura o sesenta libras de peso en la gravedad de Eterna. Todos iban bien vestidos, en el sentido de que no había indicios sobre su sexo. Seguramente eran todos adultos, ya que no había especimenes pequeños entre ellos. Ninguno de ellos llevaba nada que se asemejara ni remotamente a un arma. Examinándolos atentamente, Leigh admitió que a pesar de que fueran muy lentos no tenían nada de tontos. Sus extrañas facciones coloreadas mostraban una inteligencia de un orden bastante alto. Eso era ya evidente por las herramientas que tenían y usaban, como ese tren, pero también se mostraba a la vez en sus facciones. El Gran Consejo, decidió, tenía una buena razón para alarmarse, aunque fuera por una razón que no se le había ocurrido aún a ninguno de ellos. Si el grupo que se hallaba ante él era verdaderamente representante de su planeta, entonces eran completamente inofensivos. No presentaban ninguna clase de peligro para los intereses de la Tierra en ningún lugar del universo. Y sin embargo, al mismo tiempo, implicaban una mayor amenaza en la que prefería no pensar. Con sus fácilmente comprensivas láminas extendidas sobre el suelo, los tres comunicadores se prepararon para explicar su origen, presencia y propósitos por mediación de una técnica efectiva de gestos y señales básica para todos los primeros contactos. El impaciente Pascoe aceleró el trabajo disponiendo a los EsperaUn-Poco en un círculo alrededor de las láminas, levantándolos como si fueran muñecos y colocándolos en posición.

Leigh y Walterson se fueron a inspeccionar el tren. Si alguno de sus poseedores objetó a la inspección no tuvo los suficientes minutos para protestar contra ello. El techo de los cuatro vagones era de plástico transparente de un color amarillo pálido, y se extendía hacia los lados hasta confundirse con la parte superior de las puertas. Debajo del plástico había una innumerable cantidad de piezas redondas de silicio cuidadosamente dispuestas. Dentro de los vagones, bajo las planchas que formaban los compartimentos centrales, había una agrupación de pequeños cilindros parecidos a las baterías de níquel. Los motores no podían verse; estaban situados dentro de recipientes, de los cuales había uno para cada vagón. -Energía solar -dijo Leigh-. La fuerza propulsora proviene de las baterías solares instaladas en los techos. - Recorrió la longitud del vagón para hacer una estimación de las medidas-. Cuatro pies por veinte. Un buen trabajo para un área receptora de este tamaño. -No hay nada de extraordinario en ello -dijo Walterson-. Tenemos mejores sistemas en las zonas tropicales de la Tierra, e instrumentos similares en Dramonia y Werth. -Lo sé. Pero aquí la noche tiene una duración de seis meses. ¿Qué clase de baterías utilizan para durar tanto sin descargarse? ¿Cómo se las arreglan para viajar en la zona nocturna? ¿O es que cesa el transporte mientras están roncando en la cama? -Pascoe podría tratar de investigar sobre sus hábitos de alcoba. Supongo que dormirán durante seis meses, puesto que para ellos debe ser el equivalente de una noche nuestra. De todas formas, ¿de qué sirve preocuparse ahora? Pronto exploraremos la zona nocturna, ¿no es verdad? -Sí, seguro. Pero me gustaría saber si este cacharro es más avanzado de los que nosotros tenemos, en cualquier forma. -Para averiguar eso tendríamos que reducirlo a pedazos -objetó Walterson-. Y si decimos a Shallom y sus muchachos que lo hagan, no despertaríamos más que hostilidad. A los Espera-Un-Poco no les gustaría, aunque no puedan impedírnoslo. -No soy tan estúpido -replicó Leigh-. Dejando a un lado el hecho de que la destrucción de propiedades pertenecientes a una especie no hostil podría llevarme ante un Consejo de Guerra, ¿por qué debería complicarme la vida cuando podemos conseguir información por su parte a cambio de la nuestra? ¿Ha oído hablar de alguna forma de vida inteligente que haya rehusado intercambiar información? -No -dijo Walterson-. Ni tampoco, he oído hablar de ninguna que necesite cinco años para devolver lo que obtuvo en cinco minutos. -Sonrió con satisfacción maliciosa y añadió-: Estamos encontrando lo que Boydell descubrió, es decir, hay que dar para recibir... y para recibir hay que esperar un poco. -No le discutiré eso porque hay algo dentro de mí que insiste en que tiene toda la razón -Leigh hizo un gesto de abandono-. De todas maneras, quien se ha de preocupar de esto es el Consejo. Volvamos a la nave. No podemos hacer nada más hasta que los que se encargan del contacto hayan emitido su informe. Subieron hacia la colina. Viéndoles, Pascoe se apresuró a seguirlos, dejando al trío de comunicadores jugando con sus láminas de Keen y haciendo retorcimientos de serpiente con sus brazos. -¿Cómo va eso? -preguntó Leigh mientras atravesaban la compuerta. -No muy bien -dijo Pascoe-. Tendría que probarlo usted mismo. Es para volverse loco. -¿ Cuál es el problema? -¿Cómo se pueden sincronizar dos significados cuando uno de ellos es desconocido? ¿Cómo demostrar un ritmo en forma estática? Cada vez que Hoffnagle utiliza una señal de órbita no hace más que demostrar que la velocidad de la mano engaña al ojo, por lo que respecta a su audiencia. De modo que lo repite otra vez más despacio, y continúa engañándolos. Y vuelve a repetirlo más despacio. -Pascoe resolló con disgusto-. Esos tres desgraciados van a necesitar todo el día o casi toda la semana para hallar, practicar y perfeccionar el gesto más rápido que los otros pueden visualizar. No están enseñando nada a nadie... están aprendiendo. Es un estudio de tiempo y velocidad con una venganza. -Tiene que hacerse -indicó Leigh-. Aunque se necesite toda una vida. -¿La de quién? -preguntó Pascoe irónicamente. Leigh parpadeó, buscó una respuesta satisfactoria y no encontró ninguna. En un recodo del pasillo se encontraron con Garside. Era un hombre pequeño, excitable y con ojos de apariencia enorme tras gruesas gafas. El gran amor de su vida eran los insectos, en cualquier tamaño, forma, color u origen, mientras fueran insectos. -Ah, Vicealmirante -exclamó, lleno de entusiasmo-. Un notable descubrimiento, ¡notabilísimo! Nueve especies de insectos, ninguna realmente extraordinaria en estructura, pero todas ellas afligidas de una lentitud asombrosa. Si este fenómeno es común a todos los insectos nativos, parece como si su metabolismo general fuera...

-Puede escribirlo en un informe -aconsejó Leigh, dándole unas palmadas sobre el hombro. Se apresuró hacia el cuarto de comunicaciones-. ¿Algo especial por parte de Ogilvy? -No, Vicealmirante. Todos sus mensajes han sido repeticiones de los primeros. Ahora está regresando, y llegará dentro de una hora. -Que venga a verme tan pronto como llegue. -Sí, señor. Ogilvy apareció en el tiempo prometido. Era un individuo flaco, de cara alargada y con el hábito de exhibir sonrisas irritantes. Al entrar en la habitación puso sus manos tras su espalda, inclinó la cabeza y habló con vergüenza fingida. -Vicealmirante, he de hacer una confesión. -Eso ya lo veo por la comedia que está representando. ¿De qué se trata? -Aterricé, sin permiso, en la mayor plaza de la ciudad más grande que pude encontrar. Leigh arqueó las cejas: -¿Y qué ocurrió? -Se aglomeraron a mí alrededor y me miraron. -¿Eso es todo? -Bien, señor. Necesitaron veinte minutos para verme y acudir y, por ese tiempo, los que estaban más lejos aún estaban llegando. No pude esperar más para descubrir lo que iban a hacer. Pensé que si traían alguna cuerda y la ataban a mi tren de aterrizaje, acabarían de hacerlo un año después de las próximas Navidades. -¡Humph! ¿Era todo igual en diferentes sitios? -Sí, señor. Pasé sobre más de doscientos pueblos y ciudades, llegando a una distancia de mil doscientas cincuenta millas. Las condiciones continuaron siendo iguales. -Exhibió una de sus sonrisas, y continuó-: Observé un par de cosas que tal vez puedan interesarle. -¿Cuáles? -Los Espera-Un-Poco conversan con sus bocas, pero no emiten sonidos detectables. El helicóptero tiene un equipo supersónico llamado «orejas de murciélago», que se utiliza para volar a ciegas. Sintonicé el receptor en toda su capacidad mientras estaba en medio de esa muchedumbre, pero no oí el menor ruido. De modo que no hablan en frecuencia supersónica. No veo cómo pueden ser subsónicos. Debe ser algo diferente. -Yo he tenido un monólogo con uno de ellos -le informó Leigh-. Pudiera ser que estemos pasando por alto lo obvio tratando de hallar lo más difícil. Ogilvy parpadeó y preguntó: -¿Qué quiere decir, señor? -No están usando necesariamente alguna extraña facultad que nos sea difícil de concebir. Es bastante probable que se comuniquen visualmente. Pueden mirar dentro de sus gargantas y ver los músculos que se mueven. Algo así como usar las amígdalas como semáforos. -Apartó el tema con un gesto de su mano-. ¿Y cuál es la otra cosa? -No hay pájaros -replicó Ogilvy-. Uno pensaría que donde hay insectos también debe haber pájaros, o al menos algo parecido a los pájaros. La única criatura voladora que he visto fue una especie de lagartija con membranas que aletea lo suficiente como para lanzarse y luego planea hasta donde vaya. En la Tierra no alcanzaría a un mosquito agotado. -¿La fotografió? -No, señor. Era el último rollo de película que tenía en la cámara y no quise utilizarlo. No sabía si encontraría algo importante. -Está bien. Leigh contempló al otro que se marchaba, conectó el intercomunicador y dijo a Shallom: -Si esas películas del helicóptero son lo suficientemente buenas como para transmitir a gran distancia, haga una copia extra para el cuarto de comunicaciones. Que las transmitan al Sector Nueve para su despacho a la Tierra. Apenas acababa de hablar cuando entró Romero, con aspecto desesperado: -Vicealmirante, ¿podría hacer que los mecánicos nos montaran un fenakistoscopio con un tacómetro incorporado? -Podemos hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa -intervino Pascoe desde la compuerta más cercana-, siempre que tengamos siglos para hacerlo. Ignorando la interrupción, Leigh preguntó: -¿Para qué lo quiere? -Hoffnagle y Nolan piensan que podríamos usarlo para medir exactamente el registro óptico de esos

lentos de ahí afuera. Si podemos encontrar la velocidad mínima a la que ellos ven las imágenes en movimiento, entonces tendremos una gran ayuda. -¿No serviría para lo mismo el proyector de películas de la nave? -No es lo suficientemente variable -objetó Romero-. Además no podemos hacerlo funcionar independientemente sin la electricidad de la nave. Un fenakistoscopio puede llevarse y hacerse funcionar a mano. -Esto se convierte en más fascinante a cada momento -interpuso Pascoe-. De modo que puede funcionar con un manubrio. Añádele unos pocos detalles mas y empezaré a tener una vaga idea de la utilidad de esa maldita cosa. Sin prestar atención tampoco, Leigh se puso en comunicación otra vez con Shallom y le expuso el asunto. -¡Horror! -exclamó Shallom-. ¡Las cosas que nos piden! ¿Quién ha pensado en esto? -Hizo una pausa y dijo -: Necesitaremos dos días. -Dos días -repitió Leigh a Romero. El otro lo miró estupefacto. -¿Qué te pasa? -preguntó Pascoe-. Dos días para empezar a medir la retención visual es algo terriblemente rápido en este mundo. Estás en Eterna ahora. ¡Adáptate, muchacho, adáptate! Leigh contempló cuidadosamente a Pascoe y le dijo: -Está usted bastante arisco desde hace una hora o dos, ¿no es verdad? -Aun no. Todavía tengo algunos desperdicios de paciencia. Cuando el último de ellos haya desaparecido, me podrán encerrar en el calabozo porque ya estaré loco. No se preocupe. Estamos a punto de empezar a hacer un poco de ejercicio. -¡Ja-ja! -dijo Pascoe irrespetuosamente. -Vamos a sacar el coche-patrulla, ir a la ciudad y dar un vistazo alrededor entre ellos. -Ya era hora -dijo Pascoe. El coche blindado, con ocho asientos, atronó en la rampa al descender, avanzando sobre sus pesadas cadenas sin fin. Solamente una corta y reluciente protuberancia en su parte delantera y otra en la trasera revelaban la presencia de cañones a control remoto. Una lente situada dentro de una caja en el techo correspondía a una cámara fotográfica automática. El látigo de metal sobre la cámara era una antena de radio. Podían haber utilizado el helicóptero, que era capaz de transportar a cuatro hombres con su equipo, pero, una vez en el suelo, el aparato no hubiera servido de gran cosa para circular por las calles. Leigh compartía el asiento delantero con el Teniente Harding y el conductor de guardia. Detrás de él se hallaban dos soldados, de la tropa de Harding, y Pascoe. En la parte de atrás se sentaban el operador de radio el artillero. Walterson, Garside y todos los demás especialistas se habían quedado en la nave. Avanzando hacia adelante, pasaron el círculo de los Espera-Un-Poco, que estaban sentados ahora sobre la hierba, con las piernas cruzadas, y mirando a la lámina Keen que Nolan estaba exhibiendo con un aspecto de completa frustración. Cerca de él, Hoffnagle estaba mordiendo sus uñas mientras trataba de decidir el porcentaje de la lección que estaba siendo aprovechado y el que estaba siendo derrochado. Nadie del grupo mostró la más mínima sorpresa cuando el coche empezó a bajar la empinada colina y retumbó metálicamente a su lado. Dando saltos y tumbos, el coche cruzó los raíles más allá de donde estaba detenido el tren y llegó a la carretera. Allí la superficie resultó ser excelente y pudieron alcanzar con más velocidad. La carretera hubiera podido servir como pista de entrenamiento a un equipo de carreras de la Tierra. Antes de que hubieran hecho cinco millas se encontraron con un Espera-Un-Poco que la estaba utilizando exactamente para eso. El sujeto se hallaba medio sentado, medio tumbado, dentro de un largo, estrecho y bajo vehículo para un solo pasajero, con todo el aspecto de ser una máquina destinada a la competición. Llegó como un loco, la cara en tensión, los ojos salientes, las manos firmemente cogidas al volante. Según el detector fotoeléctrico situado en el tablero de instrumentos del coche blindado, los pasó rugiendo a la velocidad de cincuenta y dos millas por hora. Puesto que el velocímetro en el mismo tablero indicaba exactamente cincuenta, significaba que el otro estaba yendo a la horripilante velocidad de dos millas por hora. Girando la cabeza para poder mirar a través de la ventanilla trasera, Pascoe observó: -Como sociólogo os diré algo: ciertos ejemplares están locos de atar. Si ese lunático se está dirigiendo a la ciudad que está a treinta millas de distancia, conseguirá llegar en poco más de doce horas. -Frunció el ceño, se quedó serio y añadió-: Viendo que sus reacciones van de acuerdo con su velocidad, las unas tan fastidiosas como la otra, no me sorprendería si tuvieran problemas de tráfico semejantes a los de cualquier otro mundo. Nadie tuvo la oportunidad de hacer un comentario. Los ocho se inclinaron al unísono cuando los frenos

fueron apretados a fondo. Estaban entrando en un suburbio con peatones, coches y tranvías esparcidos por las calles. A partir de aquí el avanzar ya fue una cuestión del embrague; el conductor tuvo que aprender una técnica completamente nueva que no tenía nada de fácil. A través de las calles circulaba gente de cara carmesí, ataviados con el mismo vestido neutro, y su forma de andar sugería que por menos de nada se tumbarían y se pondrían a dormir. Algunos se movían más rápidos que los otros, pero incluso los más ágiles entre todos continuaban siendo un obstáculo por el momento. Ninguno se detuvo para mirar al vehículo invasor mientras pasaba, pero algunos de ellos se pararon con una expresión de sorpresa cuando el coche ya los había dejado una milla atrás. Para Leigh y sus compañeros había una fuerte tentación a relacionar la lentitud con la estupidez, pero se resistieron. La evidencia de lo contrario era demasiado fuerte para ser denegada. Las calles eran lisas, rectas y bien construidas, completas, con aceras y desagües. Ningún edificio se elevaba a más de veinte metros, pero tenían un aspecto sólido y estaban lejos de ser primitivos. Los coches no eran muy numerosos según el standard de la Tierra, pero los que se veían tenían toda la apariencia de un buen trabajo de ingeniería. Los tranvías eran pequeños, accionados por baterías solares, lánguidamente eficientes, y transportaban dos docenas de viajeros cada uno. Por unos momentos se detuvieron cerca de un edificio en proceso de construcción, fijando su atención en un trabajador que estaba poniendo ladrillos, y estimando que para cada uno necesitaba veinte minutos. Tres ladrillos por hora. Calculando rápidamente, Leigh dijo: -Considerando que sus días y noches tienen un período de seis meses cada uno y asumiendo que trabajen un equivalente de ocho horas por día, el muchacho está poniendo un poco más de mil ladrillos por hora. -Dejó escapar un silbido de sorpresa-. No conozco a ninguna forma de vida capaz de edificar ni a la mitad de rápido. Incluso en la Tierra se necesitaría un robot para poder hacer lo mismo. Los otros consideraron en silencio ese aspecto del asunto. El coche-patrulla continuó, y llegaron a una plaza en la que había un parking conteniendo unas cuarenta máquinas. La oportunidad fue irresistible. Pasando de largo ante los dos empleados que estaban en la entrada, aparcaron cuidadosamente el coche al final de una hilera. Los ojos de los empleados empezaron a girar hacia un lado. Leigh habló al conductor, al de la radio y al artillero. -Ustedes tres se quedarán aquí. Si alguien interfiere, lo alzan en vilo, lo llevan a cien metros de distancia, y le permiten que lo intente de nuevo. Si muestran señales de organizarse para hacerles volar en pedazos, entonces trasladan el coche a la otra punta del parking. Cuando lleguen al nuevo lugar, vuelven aquí otra vez. -¿A dónde va? -preguntó Harding. -Allí-apuntó hacia un edificio de aspecto oficial-. Para ahorrar tiempo me gustaría que usted, sus hombres y Pascoe dieran un vistazo por los otros lugares. Un edificio a la vez, entrando en su interior y observando si hay algo que valga la pena de prestar atención. -Miró a su reloj-. Nos reuniremos exactamente a las tres. Nada de retrasarse. El haragán que lo haga podrá hacer una caminata de nueve millas. Empezando a andar, encontró a uno de los empleados a veinte metros de distancia, avanzando hacia él con sus ojos de búho abiertos de par en par. Se encaminó hacia el mismo, le quitó un talonario de tiquets de una mano que no se resistió, arrancó uno, volvió a dejar el talonario otra vez entre los dedos carmesí, añadió una moneda de plata para el pago, y continuó. Se sintió satisfecho por aquel gesto de honestidad. Cuando el empleado empezó a examinar la moneda, él ya había cruzado la plaza y entrado en el edificio. A las tres se reunieron otra vez para encontrar la plaza en pleno caos y sin hallar el coche-patrulla en el parking. Una serie de cortos aullidos de su sirena los atrajo hacia una calle lateral, en donde estaba estacionado al lado de la acera. -Podrán andar despacio, pero llegan a los sitios si se les da el tiempo suficiente -dijo el conductor-. Empezaron a congregarse alrededor nuestro en tal forma que pareció que no habría modo de salir. No hubiera sido posible salir sin atropellar casi a cincuenta de ellos. Puede sacar el coche por un resquicio bastante justo. - Señaló con la mano más allá del parabrisas-. Ahora se están dirigiendo hacia aquí. La tortuga persiguiendo a la liebre. Uno de los hombres de Harding, un encanecido veterano de varias campañas espaciales, indicó: -Es mucho más fácil cuando uno ha de ir contra tipos que son hostiles y luchan como locos. Uno se abre escape disparando. -Gruñó por un momento -. Aquí, si estás sentado demasiado tiempo, te quedas atrapado o has de pasar por encima de ellos a sangre fría. No es como a mí me gusta hacer las cosas.- Otro gruñido -. Es un planeta infernal. El individuo que lo encontró debería ser obligado a vivir aquí. -¿Encontró algo en su edificio? -le preguntó Leigh. -Sí, una docena de policías.

-¿Qué? -Policías -repitió el otro -. Era una estación de policía. Puedo decirlo porque todos llevaban el mismo uniforme y todos llevaban una cachiporra de duraluminio. Y había letreros en la pared con caras y unos extraños signos impresos. No pude distinguir una cara de otra... todas me parecen iguales. Pero algo me dijo que esos retratos no se habían pegado a la pared para conmemorar su santidad. -¿Mostraron alguna clase de antagonismo? -No tuvieron oportunidad -dijo con desprecio--. Simplemente me moví de un lado a otro mirando lo que había, y eso los dejó desconcertados. Si uno de esos patanes hubiera querido cogerme, podría haberme puesto tras él y bajarle los pantalones antes de que su brazo hubiera hecho medio camino. -Mi edificio fue una mina de oro -informó Pascoe-. Una central telefónica. Leigh se giró para mirarlo: -¿Así que utilizan un tono supersónico para hablar? -No. Utilizan cámaras y visiopantallas de tres pulgadas. Ha sido como contemplar la exhibición de un lagarto epiléptico. Incluso, a veces, el orador aparta sus amígdalas de la pantalla y las sustituye por una lenta exhibición de signos de sordomudo por medio de sus dedos. Tengo una vaga idea de que algunas de esas acrobacias digitales representan insultos vitriólicos. El conductor intervino nerviosamente: -Si estamos aquí más tiempo encontraremos la calle bloqueada por los extremos. -Entonces vámonos mientras podamos. -¿Regresamos a la nave, señor? -Aún no. Vamos por ahí a ver si encontramos un área industrial. El coche avanzó hacia adelante, pasó cautelosamente al lado de un grupo de peatones y evitó la apiñada plaza por el sistema de desviarse hacia otra calle lateral. Echado cómodamente en su asiento, Pascoe cruzó las manos sobre su estómago y preguntó con tono interesado: -¿Alguno de vosotros ha visto por casualidad el parque de bomberos? Nadie lo había visto. -Daría mil créditos por verlo -dijo-. Un grupo de bomberos estallando en actividad y corriendo con dos bombas y una escalera a apagar un fuego a una milla de distancia. La velocidad de combustión es la misma aquí que en nuestro mundo. Me maravilla que la ciudad no se haya quemado una docena de veces. -Tal vez sí - ofreció Harding-. Tal vez ya se han acostumbrado. A la larga uno se acostumbra a todo. -A la larga -convino Pascoe-. Aquí a la larga se desvanece uno en las brumas del tiempo. -Miró a Leigh -. ¿Qué es lo que encontró? -Una biblioteca pública. -Ese sí que es un sitio para obtener información. ¿Qué consiguió? -Solamente una cosa -admitió Leigh con disgusto -. Su lenguaje impreso es ideográfico y emplea por lo menos tres mil caracteres. -Eso ya es algo -dijo Pascoe, lanzando una mirada de esperanza hacia el cielo-. Cualquier lingüista competente o un comunicador entrenado debería ser capaz de aprenderlo. Ponga a Hoffnagle en el trabajo. Es el más joven entre nosotros y todo lo que necesitará son un par de miles de años. La radio eructó, guiñando su ojo rojizo, y el operador la conectó. La voz de Shallom les llegó a través de la misma. -Vicealmirante, un espécimen de aspecto importante acaba de llegar en lo que probablemente cree que es un coche de carreras. Pudiera ser algún funcionario designado para entablar contacto con nosotros. Esto es solamente una suposición, a la que estamos tratando de obtener confirmación. Pensé que le gustaría saberlo. -¿Alguna clase de progreso con él? -Igual que con los otros. Seguramente es el chico más listo de la universidad. Aún así, Nolan cree que necesitará casi un mes para convencerlo de que Caperucita se encontró al lobo. -Bien, continúen a pesar de todo. Regresaremos pronto. -Cortó ¡a comunicación y dijo a los otros-: Parece como si fuera el del bólido con que nos cruzamos en nuestro viaje de ida. -Tocó al conductor y señaló hacia la izquierda-. Eso parece ser una factoría. Pare al lado mientras voy a inspeccionaría. Entró sin encontrar ninguna oposición y salió al cabo de pocos minutos. -Es una especie de harinera, una combinación de molino, procesamiento y embalaje. Están triturando una montaña de nueces, probablemente de los bosques circundantes. Tienen un par de grandes motores en el sótano que me han dejado asombrado. Nunca he visto nada parecido. Creo que traeré a Bentley para que los

examine. Es un experto en plantas de energía. -Es un poco grande para una harinera, ¿no es verdad? -Están transformando la harina en veinte cosas diferentes. He probado alguna. -¿Qué clase de gusto tenían? -Engrudo. -Tocó al conductor otra vez-. Ahí hay otro sitio. Usted, Harding, venga conmigo. Cinco minutos después regresaron y dijeron: -Botas, zapatos y zapatillas. Y lo están haciendo rápido. -¿Rápido? -repitió Pascoe, retorciendo sus cejas. -Más rápido de lo que pueden seguir el proceso por sí mismos. El equipo entero es completamente automático y se para si algo va mal. No es tan bueno como los que tenemos en la Tierra, pero no le falta mucho. -Leigh se sentó, pensativo, mientras miraba a través del parabrisas-. Regresemos a la nave. El que quiera podrá efectuar más exploraciones por su cuenta si lo desea. Ninguno de ellos mostró el menor entusiasmo. Había un mensaje esperando en su escritorio, descifrado y escrito a máquina. O.C. de LA LLAMA a O.C. del TRUENO. Atmósfera en Pulok analizada y aceptable, de hecho sana. Así insisten los instrumentos. Las narices dicen que tiene un hedor abominable imposible de soportar. Debería llamarse Vómito. Me dirijo a Puerto Arlington 88.137 a menos que se me requiera. Mallory. Leyendo por encima del hombro de Leigh, Pascoe comentó: -El tipo ese Boydell tiene la debilidad de descubrir lo peor del universo. ¿Por qué no le aprieta alguien el cuello hasta que se muera? -Hay cuatrocientos veintiuno registrados aquí -le recordó Leigh, golpeando con el dedo un grueso libro de navegación-. Y casi dos tercios de ellos pueden clasificarse como malos. -Si esos exploradores los ignoraran y solo informaran sobre los que vale la pena tener, se evitaría una gran cantidad de aflicción. -Las molestias son el precio del progreso. -Leigh se levantó precipitadamente de su escritorio, dirigiéndose a la compuerta, cuando algo pasó zumbando en el exterior. Cogió el teléfono-. ¿A dónde va el helicóptero? -Se lleva a Garside y a Walterson a algún sitio -contesto una voz-. El primero quiere más insectos y el segundo quiere más muestras de minerales. -Está bien. ¿Ha sido revelada ya la película? -Sí, Vicealmirante. Resultó buena y con gran definición. ¿Quiere usted verla proyectada? -Sí. Ahora voy para allá. Que alguien se ocupe de la película que hay en el coche-patrulla. Se ha usado algo más de la mitad de la carga. -Como usted ordene, señor. Citando al resto de los especialistas, de los cuales había más de sesenta, los acompañó hasta la sala de proyección, y estudiaron las imágenes de la exploración de Ogilvv. Cuando se terminó, la audiencia quedó en tétrico silencio. Nadie tenía nada que decir. Ningún comentario era adecuado. -Una maldita situación -dijo Pascoe, cuando estuvieron de regreso a la cabina principal-. En los últimos mil años la raza humana se ha convertido enteramente en algo tecnológico. Incluso un soldado de la graduación más inferior es considerado un técnico, especialmente por los standards de otros tiempos. -Lo sé -dijo Leigh, frunciendo fútilmente el entrecejo a la pared. -Somos los cerebros -continuó Pascoe, decidido a frotar sal en las heridas-. Y debido a que somos los cerebros nos disgusta naturalmente el tener que aportar también los músculos. Nosotros estamos por encima de cosas tales como recoger madera o transportar agua. -Eso no me dice nada. Resuelto a decirlo a pesar de todo, Pascoe continuó: -Hemos puestos colonos en un puñado de planetas. ¿Y qué clase de colonos son? Jefes, supervisores, gente que informa, aconseja y ordena, mientras los menos avanzados hacen el trabajo. Leigh no hizo ningún comentario. -Supongamos que Walterson y los otros encuentran que este piojoso mundo es rico en cosas que necesitamos -persistió -. ¿Cómo vamos a conseguir el material a menos que nosotros excavemos? Los EsperaUn-Poco forman una gran y deseosa fuerza de labor, pero ¿cuál es su utilidad si el trabajo más rudimentario necesita ser efectuado en diez, veinte o cincuenta años? ¿Quién se va a instalar aquí y convertirse en una bestia de carga para conseguir hacer las cosas rápidamente? -Ogilvy pasó sobre un pantano que parecía ser una estación hidroeléctrica -observó Leigh pensativamente-. En la Tierra, todo el proyecto hubiera necesitado unos dos años como máximo. ¿Quién sabe

cuanto tiempo se ha necesitado aquí? Quizá doscientos años. Quizá cuatrocientos. O más.- Sus dedos tamborilearon nerviosamente sobre su escritorio -. Eso me preocupa. -No estamos preocupados; estamos frustrados. No es la misma cosa. -Yo estoy preocupado. Este planeta es como una mecha encendida que ha pasado desapercibida y que ahora se descubre. No sé hacia donde va ni cuan grande es la explosión que va a haber allá donde termina. -Eso es frustración -insistió Pascoe, errando completamente sobre el punto de vista porque aún no había pensado en el mismo -. Hemos sido contrariados y no nos gusta. Somos una fuerza irresistible que ha encontrado por fin un objeto inamovible. La explosión está dentro de nuestras propias mentes. Ninguna explosión lo suficientemente potente como para sacudirnos vendrá nunca de los seres de este mundo. Son demasiado lentos incluso para coger un resfriado. -No me perturban a ese respecto. Me preocupan por su misma existencia. -Siempre ha habido lentos, incluso en nuestro propio mundo. -¡Exactamente! -refrendó Leigh con énfasis-. Y eso es lo que me pone los pelos de punta. El altavoz interrumpió con un educado carraspeo y dijo: -Aquí Ogilvy, señor. Hemos cogido trozos de granito, muestras de cuarzo y otros minerales. En este momento estoy a cinco mil metros y puedo ver la nave en la distancia. No me gusta lo que veo. -¿Qué es lo que ocurre? -La ciudad se está vaciando. También los pueblos cercanos. Hay una muchedumbre en la carretera dirigiéndose hacia la nave. La vanguardia llegará ahí en unas tres horas. -Un breve silencio, luego -: No hay ninguna indicación de hostilidad, ninguna señal de avance organizado. Solamente un gentío con simple curiosidad. Pero si ese populacho se queda mirando alrededor de la nave no será posible moverla sin incinerar a miles de ellos. Leigh lo pensó. La nave tenía una milla de largo. Las toberas se alargaban media milla a cada lado y la tobera de cola era de una longitud semejante. Necesitaba unas dos millas cuadradas de terreno para elevarse sin dañar los alrededores. Había mil cien hombres a bordo del Trueno. Se necesitaban seiscientos para despegar. Eso dejaba a quinientos que podían permanecer en tierra y mantener a la muchedumbre a distancia en un perímetro de dos millas cuadradas. Claro que tendrían que trasladarlos luego en helicóptero, unos pocos cada vez, al nuevo lugar de aterrizaje. ¿Podía hacerse? Sí... Pero era por completo ineficiente. -Nos trasladaremos a cien millas de distancia antes de que lleguen aquí -informó a Ogilvy-. Eso nos dará un par de días de respiro. -¿Quiere que regrese, señor? -Lo dejo a su discreción. -Los pasajeros no están satisfechos y quieren aumentar su colección. Me quedo afuera. Si la nave desaparece tras el horizonte, me guiaré por las señales de radio. -Muy bien -Leigh conectó el intercomunicador-: Hagan sonar la sirena y que entren esos que retozan ahí afuera. Compruébese que toda la dotación está presente y correcta. Preparados para despegar. -Norma Número Siete -dijo Pascoe, risueño -: Cualquier acción que causara sufrimientos innecesarios a seres no hostiles será considerada como una grave ofensa bajo el Código de Contacto. -Hizo un gesto despreciativo-. De modo que se dirigen hacia nosotros como un gran ejército de perezosos y hemos de poner nuestra cola entre piernas y correr. -¿Hay alguna solución mejor? -preguntó Leigh, irritado. -No. No hay ninguna. Eso es lo diabólico del asunto. La sirena aulló. Poco después empezó a notarse un leve pero firme temblor, cuando las cámaras de combustión y los venturis empezaron a calentarse. Hoffnagle se precipitó dentro de la cabina. Tenía un rollo de arrugadas láminas de Keen en un puño y una mirada salvaje en sus ojos. -¿Qué significa esto? -gritó, blandiendo las láminas y olvidándose de decir « señor»-. Nos hemos pasado dos guardias sucesivas trabajando en esto, incluso en horas de descanso, y hemos conseguido que uno de ellos haga el gesto de órbita. Entonces, somos llamados. -Esperó, airado. -Nos vamos. -¿Nos vamos? -Miró como si nunca hubiera oído una cosa semejante-. ¿A dónde? -A cien millas de aquí. Hoffnagle lo contempló incrédulamente, tragó con dificultad, abrió su boca, la cerró, y la abrió otra vez. -Pero eso significa que tendremos que empezar otra vez con algún otro grupo -dijo. -Me temo que sí -convino Leigh-. Podríamos llevarnos a los que está tratando de hablar, pero se necesitaría demasiado tiempo para hacerles entender lo que queremos. No hay nada que hacer excepto em-

pezar otra vez. -¡No! -chilló Hoffnagle en tono histérico-. ¡Oh, no! ¡Cualquier cosa menos eso! Detrás de él, Romero, que estaba entrando, tropezó y preguntó: -¿Cualquier cosa menos qué? -Romero estaba respirando en forma entrecortada y parecía estar en la última etapa de control de sus nervios. Hoffnagle trató de decirle las malas noticias y se encontró sin palabras, no consiguiendo más que efectuar unos pocos gestos débiles. -Un comunicador incapaz de comunicar con otro comunicador -observó Pascoe, mostrando un interés académico. -Van a mover la nave -consiguió decir Hoffnagle después de un esfuerzo considerable. Y lo dijo como si fuera un sacrilegio. -¿Cómo? -gritó Romero violentamente, mientras su cara adquiría un tono rojizo más profundo que el de los Espera-Un-Poco. De hecho, por un momento pareció uno de ellos, mientras estaba allí con los ojos salientes y medio paralizado por el estupor. -Fuera de aquí -exclamó Leigh-. Fuera de aquí antes de que venga Nolan y sean tres en vez de dos. Váyanse a algún sitio donde se puedan calmar. Y recuerden, no son los únicos a los que no les gusta esta situación. -No, tal vez no lo seamos -dijo Hofínagle amargamente-. Pero somos los que estamos llevando todo el peso de... -Todo el mundo lleva un peso de una clase u otra -replicó Leigh-. Y todo el mundo está hasta las narices. Fuera de aquí antes de que pierda la paciencia y llame a una escolta para que se los lleven. Se retiraron sin tratar de ocultar su desagrado. Leigh se sentó en su escritorio, mordiéndose el labio inferior mientras despachaba unos cuantos papeles oficiales. Pasaron veinte minutos. Finalmente, miró al cronómetro que estaba en la pared, conectó el intercomunicador y habló a Bentley. -¿Qué es lo que nos retiene? -No hemos recibido la conformidad del cuarto de control, señor. Conectó con el cuarto de control: -¿ Qué estamos esperando? -El grupo del tren aún se encuentra dentro del área de peligro, Vicealmirante. O nadie les ha dicho que debían retirarse o, si se les ha dicho, aún se han de decidir al respecto. Leigh dejó escapar un potente juramento proferido con vigor. Conectó por tercera vez y habló con Harding. -Teniente, salga inmediatamente con dos pelotones de sus hombres. Tienen que devolver a todos esos pasajeros a su tren. Levántenlos, transpórtenlos allá, pónganlos en los vagones y vuelvan tan rápido como sea posible. Continuó con su trabajo, mientras Pascoe seguía sentado en un rincón mordiéndose las uñas y sonriendo para sí. Después de media hora, Leigh vociferó nuevamente el juramento y preguntó por el intercomunicador: -¿ Qué ocurre ahora? -Aún no hay conformidad, Vicealmirante -dijo Bentley en tono de completa resignación. Conectó con el cuarto de control una vez más: -He dado la orden de despegar tan pronto como todo estuviera conforme. ¿Por qué no lo hemos hecho aún? -Todavía hay un alienígena dentro del área de peligro, señor. Conectó con Harding: -¿No le dije que trasladara a todos esos alienígenas a su tren? -Sí, señor, lo dijo. Todos los pasajeros fueron reintegrados a sus asientos hace quince minutos. -¡Estupideces! Se han dejado a uno de ellos en los alrededores y nos está impidiendo despegar. -Ese no procede del tren, señor -dijo Harding pacientemente-. Llegó en un coche. No dio usted ninguna orden respecto a él. Leigh usó ambas manos para arañar su mesa y luego rugió: -¡Sáquelo de aquí! ¡Póngalo en su cacharro y empújelo hasta la carretera! ¡Inmediatamente! -Se dejó caer sobre su silla y murmuró algo para sí. -¿Le gustaría dimitir y comprarse una granja? -preguntó Pascoe. El nuevo punto de aterrizaje estaba a lo largo de una cima situada en la única colina pelada que había en varias millas a la redonda. Trozos de madera carbonizada mostraban la evidencia de un fuego forestal

ocurrido hacía tiempo, que había empezado en la cima, extendiéndose hacia los lados hasta que su progreso fue interrumpido, seguramente por una fuerte lluvia. Colinas de densos bosques se extendían en todas direcciones. No había ninguna vía de tren en las cercanías, pero había una carretera en el valle y un río serpenteante más allá de la misma. Dos pueblos eran visibles a unas cuatro millas de distancia, y una ciudad de mediano tamaño se hallaba a unas once millas hacia el norte. Puesto que ya tenían experiencia de las condiciones locales les fue posible acelerar considerablemente la investigación. Earnshaw, el piloto de guardia, se encargó del helicóptero, llevándose a Walterson y a otros cuatro expertos apiñados en su interior. El coche-patrulla se dirigió hacia la ciudad llevando un cargamento de especialistas, incluido Pascoe. Tres botánicos y un arboricultor partieron hacia los bosques acompañados por una docena de hombres de Harding, los cuales habrían de cargar con el botín. Hoffnagle, Romero y Nolan vagabundearon a través de los campos hasta el pueblo más cercano, extendieron sus láminas explicativas en una pequeña plaza, y rogaron por un genio rural capaz de comprender el significado de un gesto básico en menos de una semana. Un puñado de ingenieros de la nave se desplazó para examinar unos cables atados a unos mástiles enrejados situados sobre las colinas, de oeste a sur. Un experto piscatorio, que se decía había sido condicionado desde su nacimiento debido a llamarse Pez, se sentó durante horas en la orilla del río, usando sus avios de pesca sin saber qué clase de cebo usar, lo que podía coger, o si podía ser pescado algo en menos de la duración de una vida. Leigh se quedó en la nave mientras se producía esta orgía de acumular información. Tenía un deprimente presentimiento al respecto de lo que iba a ocurrir. El tiempo demostró que tenía razón. En un período de treinta horas Earnshaw había sido relevado dos veces por Ogilvy y estaba volando por tercera vez. Estaba a quince mil pies sobres el Trueno cuando llamó: -Vicealmirante, me disgusta decírselo, pero están viniendo otra vez. Parece que esta vez se han dado cuenta más deprisa. Tal vez fueron avisados por medio de ese sistema de televisión que tienen. -¿Cuánto cree que tardarán? -Los de los pueblos necesitarán unas dos horas. La muchedumbre de la ciudad necesitará cinco o seis. Puedo ver al coche-patrulla regresando frente a ellos. -Será mejor que desembarque a los que lleva y vaya a buscar a esos tres comunicadores al momento -dijo Leigh-. Luego recoja a cualquiera que esté suelto por ahí. -Está bien, señor. La sirena gimió angustiosamente a través de los valles. En el pueblo, Hoffnagle cesó súbitamente en sus lentos movimientos de señales y dejó escapar una apasionada invectiva que asombró a los Espera-Un-Poco dos días después. En los bosques el arboricurtor se cayó de un árbol y aplastó a un escolta, que también empezó a vocalizar. Fue como el efecto ondulatorio de una piedra lanzada en un charco. Alguien oprimió un interruptor de alarma y la resultante onda de adjetivos se propagó por la mitad del horizonte. Despegaron y aterrizaron otra vez, en este caso a poca distancia del límite de sombra. Al menos sirvió para desplazar al sol, que había colgado obstinadamente en medio del cielo sin cambiar de posición más que un grado por día terrestre. La tercera guardia se fue a la cama, agotada. Los buscadores de información salían con el convencimiento de que, paradójicamente, el tiempo era demasiado corto en un planeta que tenía demasiado del mismo. Ogilvy zumbó alejándose para echar una primera mirada a la parte nocturna, descubriendo a medio mundo sumergido en profundo sueño y sin que nada se moviera, ni un alma, ni un vehículo. Esta situación duró veinticuatro horas, al final de las cuales todos los nativos que vivían por los alrededores habían salido para ir al circo. Una vez más la sirena estimuló el enriquecimiento del idioma de la Tierra. El Trueno se elevó, descendiendo cuatrocientas millas dentro del hemisferio nocturno. Esa táctica, decidió Leigh, representaba un ingenioso alarde de imaginación. Los avisados Espera-UnPoco del hemisferio diurno necesitarían ahora unos doce días para llegar hasta ellos. Y esto solamente ocurriría si alguien con insomnio los había visto y telefoneaba la actual situación de la nave. Semejante traición era de todos modos bastante probable, ya que las largas hileras de compuertas del Trueno vertían una brillante iluminación en la oscuridad y causaban un gran resplandor en el cielo. No tardó mucho tiempo sin embargo en ganar la confianza de que había poco peligro de ser delatados. Nolan entró en la cabina y se detuvo con sus dedos retorciéndose como si deseara estrangular a alguien, lentamente, muy lentamente, como podría hacerlo un Espera-Un-Poco. Su actitud era acentuada por la posesión de unas facciones poco afortunadas. Nadie a bordo del Trueno tenía un mejor parecido con la popular imagen de un asesino.

-Comprenderá, Vicealmirante -Empezó, hablando con emoción refrenada-, la extrema dificultad que representa entablar contacto con criaturas que necesitan horas para pensar en vez de simples segundos. -Sé que es difícil -simpatizó Leigh. Observó al otro cuidadosamente-. ¿Qué es lo que quiere? -Lo que quiero -informó Nolan levantando el tono de su voz- es indicar que había una cosa a favor de los sujetos anteriores. -Retorció los dedos de una mano con la otra-. Al menos estaban despiertos. -Esa es la razón por la que tuvimos que irnos -señaló Leigh-. No son un estorbo para nosotros mientras están durmiendo. -Entonces -exclamó Nolan-, ¿cómo demonios espera usted que establezcamos contacto con ellos? -No lo espero. Ya me he rendido. Puede usted tratar de continuar, pero ya es asunto suyo. No tiene usted ninguna obligación de hacerlo. -Cruzando la habitación, continuó en forma más amable-: He enviado un largo mensaje a la Tierra explicando completamente con lo que nos enfrentamos. La siguiente decisión vendrá de allí. Su respuesta llegará en pocos días. Mientras tanto, continuaremos aquí, tratando de conseguir la información que podamos y dejando la que no podamos. Nolan dijo mórbidamente: -Hoff y yo fuimos a una casita al lado de la carretera. No solamente están todos dormidos, sino que además no pueden ser despertados. Los puede uno manejar como muñecos sin molestarlos lo más mínimo en sus sueños. Los médicos vinieron a observarlos después de haberles informado sobre esta catalepsia al por mayor. -¿Y qué es lo que dijeron? -Tienen la opinión de que los Espera-Un-Poco solamente son activos bajo el estímulo del sol. Cuando el sol se pone, ellos también se ponen. -Hizo una mueca y sugirió-: Si pudiéramos instalar un par de lámparas solares ahí afuera, podríamos despertar a unos cuantos de ellos y empezar a trabajar. -No vale la pena -dijo Leigh. -¿Por qué no? -Lo más probable es que se nos ordene regresar a casa antes de que usted consiga ningún progreso real. -Pero, señor -arguyó Nolan, haciendo un esfuerzo final-. Todo el mundo ha acumulado información. Mediciones, análisis... Han conseguido de todo: insectos, nueces, plantas, cortezas, troncos, piedras, pedruscos, tierra, fotografías... de todo excepto cabezas disecadas en miniatura. Los comunicadores son los únicos que han de aceptar la derrota, y eso debido a que no hemos tenido una buena oportunidad. -Muy bien -dijo Leigh, aceptando la petición-. Están ustedes en posición de hacer una apreciación sobre el asunto. Dígame, ¿cuánto tiempo necesitaría una buena oportunidad? Eso lo dejó de una pieza. Se agitó nerviosamente, contempló la pared, examinó sus dedos. -¿Cinco años? -sugirió Leigh. No hubo respuesta. -¿Tal vez diez? Ninguna contestación. -¿Quizá veinte? -Usted gana -gruñó Nolan, y se retiró. Su cara aún mostraba ansias de crear un cadáver. Usted gana, pensó Leigh. Y un cuerno. Los vencedores eran los Espera-Un-Poco. Tenían un arma formidable en el simple e incontrovertible hecho de que la vida puede ser demasiado corta. Cuatro días después el Sector Nueve retransmitió el mensaje de la Tierra. «37.14 ex Terra. Cuartel General de Defensa a O.C. acorazado Trueno. Regrese por ruta D9 avisando al C.G. del Sector Cuatro. Establezca embajador si hay candidato idóneo disponible. Nombramiento a perpetuidad. Rathbone. Com. Dep. Op. C.G.D. Terra». Convocó una conferencia en la gran habitación que se hallaba en medio del navío. Se empleó un tiempo considerable en coordinar toda la información, que iba desde los resultados de Walterson sobre la radioactividad hasta las indicaciones del señor Pez sobre las gambas reptantes. Al final se definieron claramente tres conclusiones. Eterna era muy viejo en comparación con la Tierra. Sus habitantes eran igualmente viejos comparados con la humanidad, siendo la duración estimada de su vida entre ochocientos a mil doscientos años para un Espera- Un-Poco normal. A pesar de su lentitud crónica los Espera-Un-Poco eran inteligentes, progresivos, y habían llegado hasta el mismo nivel que la humanidad había alcanzado un siglo antes del primer viaje en el espacio. Hubo una considerable discusión sobre si los Espera-Un-Poco serían alguna vez capaces de efectuar cortos viajes en cohetes, aún con la ayuda de controles automáticos de alta velocidad de funcionamiento. La mayoría opinó que no, pero todos convinieron en que cualquiera que fuera el caso, ninguno viviría para verlo.

Entonces Leigh anunció: -Hay que dejar un embajador de la Tierra aquí... en caso de que a alguien le interese el puesto. -Los observó buscando algún indicio de interés. -No tiene objeto el dejar a nadie en este planeta -objetó alguien. -Al igual que otros alienígenas -explico Leigh-, los Espera-Un-Poco no han evolucionado a lo largo de senderos idénticos a los nuestros. Estamos más adelantados que ellos, sabemos miles de cosas que ellos desconocen, incluyendo algunas que nunca aprenderán. Pero por la misma causa ellos tienen unos pocos secretos que nosotros no hemos hallado. Por ejemplo, tienen ese tipo de motores y baterías sobre los que seria interesante saber más. Pueden tener otras cosas de las que no nos hemos dado cuenta en nuestra exploración superficial. Y no hay forma de saber sobre lo que han conseguido en teorías. Si hay alguna lección que hayamos aprendido en el universo, es la de no despreciar nunca una cultura alienígena. Una especie demasiado grande para aprender se convierte pronto en pequeña. -¿Por lo tanto? -Por lo tanto alguien ha de empezar la formidable tarea de estrujarlos para conseguir todo lo que valga un poco. Por eso estamos donde ahora estamos: el conocimiento de la creación está a nuestro alrededor, y nosotros lo estudiamos y lo aplicamos. -Se ha hecho otras veces en otros mundos -aprobó el que había objetado-. Pero esto es Eterna, una esfera habitada por zombis, donde el reloj hace tic una vez cada hora. Ningún terrestre establecido en este lugar tendría tiempo suficiente aunque llegara a vivir cien años. -Tiene razón -le dijo Leigh-. Por lo tanto, este puesto de embajador será estrictamente hereditario. Quien sea el que lo acepte tendrá que importar una novia, casarse, tener chiquillos, y traspasarle la aflicción en su lecho de muerte. Puede durar unas seis generaciones o más. No hay otra solución. -Les dejó que pensaran sobre ello por un rato antes de preguntar-: ¿Algún candidato? Silencio. -Estarán solos excepto por la compañía ofrecida ocasionalmente por alguna nave, pero el contacto será mantenido y el poder y la firmeza de la Tierra estarán detrás suyo. ¡Decídanse! El primer candidato lo consigue. Nadie respondió. Leigh consultó su reloj: -Les daré dos horas para pensarlo. Después de ese tiempo, despegaremos. Cualquier candidato me encontrará en mi cabina. A la hora cero el Trueno despegó entre llamaradas, sin dejar a ningún representante sobre el planeta. Algún día habría uno, no había duda de eso. Algún día, un ermitaño voluntario establecería su residencia. Entre los hombres de la Tierra, siempre podía encontrarse a un loco o a un mártir. Pero aún no había llegado el momento. En Eterna nunca llegaba el momento. El rosado planeta en que estaba situado el C. G. del Sector Cuatro se había convertido en un gran disco cuando Pascoe vio la oportunidad de señalar a Leigh su aspecto meditativo. -En las siete semanas del viaje de regreso no ha hecho usted más que rumiar. Cualquiera pensaría que le supo mal dejar aquel lugar piojoso. ¿Qué es lo que le ocurre? -Ya se lo dije antes. Me han hecho sentir receloso. -Eso es ilógico -declaro Pascoe-. Ciertamente parece ser que no podemos manejar a los tipos más lentos en existencia. ¿Pero eso qué importa? Todo lo que hemos de hacer es dejarlos y olvidarnos de ellos. -Como usted dice, podemos dejarlos. Olvidarlos ya es otra cosa. Significan algo especial que no me gusta. -Sea más explicito -sugirió Pascoe. -Está bien, lo haré. En la antigüedad la Tierra tuvo docenas de grandes guerras. Algunas fueron causadas por la codicia, ambición, miedo, envidia, deseos de no ser humillados, o por simple estupidez. Pero hubo algunas causadas por puro altruismo. -¿Eh? -Algunas -continuó Leigh tenazmente-, fueron ocasionadas por el desgraciado hecho de que el camino hacia el infierno está pavimentado con buenas intenciones. Grandes y dinámicas naciones trataron de que otras más lentas se pusieran de un tirón a un nivel superior. Algunas veces los que iban despacio no podían conseguirlo, resistiéndose de ser forzados a ello, y empezaban a disparar para defender su derecho a la lentitud. ¿Entiende lo que quiero decir?

-Veo la lección pero no su significado -dijo Pascoe-. Los Espera-Un-Poco no podrían matar ni a un perro cojo. Además, nadie los está molestando. -No estoy considerando ese aspecto. -Entonces, ¿cuál? -La Tierra tiene un problema que nunca ha sido reconocido propiamente. Si se hubiera admitido, no hubiera producido guerras. -¿Qué problema? -El de la proporción de la velocidad -dijo Leigh-. Previamente nunca lo habíamos tenido tan cerca como para llegar a verlo realmente tal y como es. La diferencia entre rápido y lento era siempre lo suficientemente pequeña como para que nos pasara por alto. -Señaló más allá de la compuerta, hacia las estrellas que relucían contra la negrura-, Y ahora sabemos que ahí afuera ocurre lo mismo, pero monstruosamente aumentado. Sabemos que entre los innumerables y eternos problemas incluidos en el universo hay el de la proporción de la rapidez, exagerado a unas proporciones formidables. Pascoe pensó sobre lo que acababa de oír. -Estoy de acuerdo. No podía discutir al respecto porque el fenómeno es evidente por sí mismo. Tarde o temprano lo encontraremos una y otra vez. Eventualmente> es probable que ocurra en algún otro sitio. -De ahí mis temores -dijo Leigh. -Por mí puede usted atemorizarse a su completa satisfacción -aconsejó Pascoe-. A mí no me preocupa. No me importa en lo más mínimo. ¿Para qué preocuparme si algún explorador maníaco descubre formas de vida aún más lentas que los Espera-Un-Poco? No significan nada en mi lozana juventud. -¿Qué le hace pensar en que los que encuentre serán más lentos? Pascoe lo miró: -¿Qué está tratando de decir? -Hay un problema de rapidez, tal como usted ha convenido. Démosle la vuelta y mirémoslo otra vez. ¿Qué ocurrirá si nos encontramos con una forma de vida veinte veces más rápida que nosotros? ¿Una forma de vida que nos considere a nosotros al igual que nosotros consideramos a los Espera-Un-Poco? Después de un par de minutos, Pascoe enjugó la frente y dijo, poco convencido: -¡Imposible! -¿Sí? ¿Por qué? t -Porque los habríamos encontrado mucho antes de ahora. Hubieran llegado a nosotros primero. -¿Y si estuvieran a una distancia cien veces mayor de lo que hemos explorado? ¿Y si son una especie joven, aún en desarrollo, digamos un décimo de nuestra edad, pero casi a nuestro mismo nivel? -Diga- dijo Pascoe, asumiendo la misma expresión que el otro había llevado durante semanas-, ya hay suficientes problemas sin necesidad de que usted se dedique a inventar más. A pesar de todo, cuando la nave aterrizó, aun estaba pensando sobre los aspectos del asunto, y cada vez le gustaba menos el tema. Un oficial del Sector Cuatro entró en la cabina llevando un legajo de documentos. Era un ejemplar regordete que exudaba una artificial cordialidad. -Teniente Vaughan a su servicio, Vicealmirante –declaró -. Espero que haya tenido un viaje placentero y provechoso. -Podía haber sido peor -respondió Leigh. Emanando buena voluntad, Vaughan continuó: -Hemos recibido un mensaje de Markham, de la Oficina de Destinos de la Tierra. Desea que usted compruebe su equipo, reposte, y vaya a echar una mirada a Binty. Aquí traigo las coordenadas. -¿Cuál es el nombre? -interpuso Pascoe. -Binty. -¡El cielo nos ampare! ¡Binty! -Se sentó pesadamente y miró hacia la pared-. ¡Binty! -Se mordió las uñas y dijo el nombre por tercera vez. Por alguna razón personal estaba hipnotizado por el nombre de Binty. Entonces, en tonos de profunda sospecha, preguntó -: ¿Quién lo descubrió? -La verdad, no lo sé. Pero debería estar aquí -Vaughan buscó diligentemente entre los papeles-. Sí, aquí lo dice. Un individuo llamado Archibal Boydell. -Lo sabía -gritó Pascoe-. Dimito. Dimito ahora mismo. -Ha resignado usted por lo menos veinte veces en los últimos ochos años -le recordó Leigh-. Ya empieza a ser monótono. -Esta vez es de verdad. -Eso también lo ha dicho las otras veces -suspiró Leigh, añadiendo -: Y, de acuerdo con las otras veces,

pronto me invitará a irme al infierno. Pascoe agitó la mano a su alrededor: -Ahora trate de calmarse y de reflexionar sobre esto con sensatez. ¿Quién es el que en su sano juicio despegaría para dirigirse a un lugar llamado Binty? -Nosotros -dijo Leigh. Esperó a que bajara la presión sanguínea, y finalizó -¿No es verdad? Desplomándose en su asiento, Pascoe lo miró con odio durante cinco minutos antes de decir: -Supongo que sí. Dios me ayude, debo ser débil. -Con los ojos turbios, trasladó su atención a Vaughan-. Diga el nombre otra vez para asegurarme de que lo he oído bien. -Binty -dijo Vaughan, como excusándose-. Lo ha codificado como 0-0.9 E5, lo que indica la presencia de vida inteligente aunque retrasada. -¿Ha hecho algún comentario sobre el lugar? -Una palabra -informó Vaughan, consultado los papeles otras vez-. ¡Ugh! Pascoe se estremeció de la cabeza a los pies. FIN

ESPIONAJE (I Spi, 1954) La nave de Rigel llegó subrepticiamente, en mitad de la noche. Eligiendo una zona boscosa, quemó un círculo de árboles, se asentó sobre las cenizas y lanzó un poderoso chorro de líquido para impedir que el fuego se propagara más allá. Delgadas espirales de humo surgieron de las llamas extinguidas. Oculta a la vista desde todas direcciones salvo desde el aire, la nave quedó inmóvil entre los altos pinos. En su interior se inició una reunión de extraños seres. Tenían dos ojos. Ese era su único rasgo definido: dos ojos; fuera de eso, carecían por completo de forma, tenían la fluidez de lo completamente plástico. Cuando los tres seres que estaban en la sala de navegación consultaban los mapas planetarios, lo hacían con cualquier cosa movible: un tentáculo, un seudópodo, un brazo sin mano, una mano sin brazo... lo primero que les sugería su imaginación. En aquel momento, los tres eran redondos, estaban erguidos sobre dos grandes pies sin piernas y

recubiertos por una piel semejante al terciopelo. Esta semejanza se debía al respeto más que a otra cosa, ya que en Rigel, cuando uno conversa con un superior, adopta su misma forma, y si él la cambia, cambia con él. De modo que dos de ellos eran redondos y aterciopelados solo porque al capitán Id Wan se le había ocurrido serlo. A veces, Id Wan era insoportable; le daba por asumir la forma de un bicho raro, como el molobatro reticulado, y sus subordinados debían esforzar todos sus músculos para imitarlo. Id Wan estaba hablando: -Hemos observado este planeta desde gran altura, y ni una sola nave espacial salió a nuestro paso. ¡No tienen naves espaciales! -resopló despectivamente, y prosiguió-: Ya tenemos bastantes datos geográficos para empezar. Hay muchas ciudades, lo cual indica la presencia de una raza inteligente. Pero sabemos que no han llegado ni siquiera hasta su propio. satélite, por lo que no son muy inteligentes -hizo un par de manos para poder frotárselas-. En otras palabras, justo la clase de individuos que necesitamos: maduros para la conquista. -Todavía no hemos visto ningún espécimen -dijo Bi Nak, cuyo punto fuerte no era el tacto. -Los veremos. No nos darán trabajo -meditó Id Wam en voz alta-. Nada nos da trabajo. Ya hemos dominado unas cincuenta razas inteligentes, distintas a la nuestra, sin ninguna dificultad. A veces pienso que somos el mejor espécimen de la creación, En todos los mundos que visitamos los seres vivos tienen una forma fija, inmutable. ¡Solo nosotros no somos esclavos de la rigidez! -La forma fija tiene también sus ven tajas -replicó Bi Nak, siempre en el bando de la oposición-. Eso es al menos lo que decía mi mamá desde que confundió una vez a mi hermano pequeño con una cacerola... -Ahora nos hallamos aquí, lejos de toda zona poblada, pero a distancia de vuelo individual de cuatro ciudades pequeñas. -¿Qué procedimiento emplearemos para inspeccionar? -preguntó Po Duk, para demostrar que estaba prestando atención. -La táctica usual, por supuesto: dos espías en cada ciudad; un día de convivencia con los nativos, y sabremos todo lo que nos haga falta sin que nadie sospeche que estamos espiando. Después... -¿Una demostración de fuerza? -sugirió Po Duk. -¡Por supuesto! Llamen al jefe de exploradores -dijo Id Wan, mirando fijamente a Bi Nak-. Quiero acción, ¿lo oyen? El grueso Oswald se dirigió en la oscuridad hacia la cabaña de donde surgía el estrépito de voces y guitarras. Había varias cabañas más a su alrededor, la mayor parte a oscuras. La luna dejaba ver la alta empalizada que rodeaba todo el campamento. Oswald abrió la puerta y pegó un par de gritos. La guitarra dejó de sonar y cesaron las charlas. Al rato se apagó la luz, y el gordo salió acompañado por un grupo de hombres que se dispersó en seguida. Dos se quedaron con él mientras caminaba hacia el edificio más cercano a la puerta de la empalizada. Uno de ellos protestaba sin demasiado entusiasmo. -Sí, ya sé que esos tipos quieren dormir, ¿pero cómo íbamos a saber que era tan tarde? ¿Por qué no pones un reloj en el comedor? -Puse uno, y me lo robaron. ¡Cincuenta dólares! -¡Ja! -dijo el protestón-. Entonces, ¿por qué?... -se detuvo-. ¿Eh? ¿Qué fue eso? -¿Eso qué? -preguntó Oswald, secándose el sudor de su frente. -Como un anillo de luz roja que flotaba en medio del bosque. -Un meteoro -dijo Oswald sin interés. -Tu imaginación -dijo el tercer hombre. -Te digo que vi algo raro. No sé qué pudo ser, pero era algo -se encogió de hombros-. ¡Al diablo, vámonos a dormir! El capitán Id Wan dio sus órdenes al jefe de exploradores. -Tráigame algunos ejemplares locales de seres vivos. -Sí, capitán. -Cerca de aquí hay un campamento en el que parece haber seres superiores. -Ya lo veo, capitán. -Usted no ve nada -replicó Id Wan-. De otro modo, ya habría imitado los dedos flexibles que acabo de crear en mis pies. -Mil perdones, capitán -dijo el jefe, intentando remediar su distracción. -Envíeme al especialista en comunicaciones.

Al especialista, que inmediatamente imitó sus dedos, le preguntó: -¿Qué tiene que informar? -Conocen la transmisión de señales electromagnéticas -dijo el especialista-. Hemos captado varias emisiones. Parece haber por lo menos diez idiomas distintos. -No tienen un lenguaje común -dijo Bi Nak-. Eso complica las cosas... -Eso simplifica las cosas- le contradijo Id Wan, rascándose una oreja que no tenía un segundo antes-. Nuestros exploradores podrán pasar por extranjeros y evitar dificultades con el habla. Tienen varios idiomas, así que no son telépatas. ¡Cruzaría el cosmos por una presa así! Despidiendo al especialista, Id Wan salió al observatorio para ver qué estaban haciendo en aquel momento sus exploradores, Su extraño sentido de la vida le permitió descubrir casi en seguida a un animal, ya que la vida se les aparece a los rigelianos como una pequeña llama en la oscuridad. Una de esas llamitas apareció en las ramas de un árbol cercano. Id Wan la vio caer cuando la flecha paralizadora de un explorador dio en el blanco. La llama no se apago al chocar contra el suelo. El cazador levantó al animalillo de agudas orejas y peluda cola y lo llevó a la nave. Pronto empezaron a volver los demás exploradores, trayendo animales de todos los tamaños y formas, todos ellos paralizados por las flechas. Fueron llevados a la sala de biología. Una hora más tarde uno de los biólogos comunicó los resultados a Id Wan. -Todos ellos no plásticos. -¡Magnífico! -exclamó Id Wan-. Magnífico. Entonces, las formas superiores tampoco lo serán. Consíganme un ejemplar. -Necesitaremos por lo menos dos, para ver qué diferencias hay entre los individuos. Si dejamos que los exploradores se guíen por su imaginación al crear diferencias, son capaces de exagerar demasiado y traicionarse. -Muy bien, cazaremos dos -dijo Id Wan-. Llame el jefe de exploradores. Cuando el jefe de exploradores entró, Id Wan le mostró algunas fotos. -Aquí hay un campamento, un poco hacia el sur. Como puede ver, está unido por un sendero estrecho y largo a un camino secundario que en el horizonte desemboca en una carretera importante. El sitio es aislado: por eso lo escogí. -¿Lo escogió? -repitió el jefe. -Sí. Hemos aterrizado aquí a propósito -explicó Id Wan-. Cuanto más aislada es la fuente de ejemplares, tanto más difícil es que nos descubran demasiado pronto y siembren la alarma. -Por supuesto -dijo el jefe-. ¿Tenemos que capturar algunos ejemplares? -Dos de ellos -confirmó Id Wan-. Y dos que puedan ser cazados sin despertar sospechas. -¿Salgo ahora o más tarde? -preguntó el jefe. -Ahora mismo, mientras es de noche. Hemos observado que el movimiento de las ciudades disminuye por la noche, así que no son noctámbulos. Son más activos durante el día. Consiga esos dos ejemplares y regrese antes del amanecer. -Muy bien, capitán -dijo el jefe, y se retiró. Bi Nak bostezó y comentó: -Yo tampoco soy noctámbulo... -Pero usted está de guardia -le recordó severamente Id Wan-, y lo estará hasta que yo no le diga lo contrario. ¡Y no tengo el menor deseo de decírselo por ahora! -Todo sea por el deber -suspiró Bi Nak, rascándose una falsa nariz con unos dedos que no eran tales. Oswald se acercó con paso de elefante a los tres hombres que estaban tendidos en el césped. Aunque no hacía calor tan temprano, se limpió maquinalmente el sudor de su frente. -Siempre corriendo, muchacho -le dijo uno de los hombres, abriendo apenas un ojo-. ¿Por qué no tomas el sol un rato, a ver si se te derrite la grasa? -¡Nunca tengo tiempo! Estoy buscando a Johnson y Greer. Todas las mañanas llegan tarde al desayuno. -¿No están en su cabaña? -dijo otro de los hombres. -No. Es el primer sitio que revisé. Se han ido temprano, pues nadie los ha visto salir. ¿Por qué no me avisarán cuando van a volver tarde? Y no salieron por el portón. -Habrán saltado la empalizada -sugirió uno-. Ambos están locos. Siempre saltan la empalizada cuando van a pescar de noche. Un tipo que se pasea así por el bosque a medianoche merece que le den de palos. ¿Estaban en sus cabinas las cañas de pescar?

-No me fijé -admitió Oswald. -No te fijes. Si se quieren hacer los locos, allá ellos. Estamos en un país libre. Apareció un biólogo, manchado y maloliente. -Son como los otros: fijos. ¿Inalterables? -insistió Id Wan. Sí, capitán _explicó el biólogo-. El primero se defendió con todos sus miembros e hizo mucho ruido, pero no desarrolló mayor capacidad. Su compañero, en el otro cuarto, no mostró mientras tanto una excitación anormal, así que no sabía lo que le estaba ocurriendo al otro. Resultado: no son telépatas, ni plásticos. Apenas son capaces de defenderse, ni siquiera en peligro de muerte. -¡Magnifico! -exclamó Id Wan, satisfechísimo-. Buen trabajo, amigo. -Eso no es todo, capitán. Hemos registrado minuciosamente sus cuerpos y no hemos encontrado órganos de percepción de vida. Es evidente que solo perciben a los seres vivos cuando los ven o los oyen. -¡Mucho mejor! -Id Wan estaba entusiasmado-. Si no tienen sentido vital no pueden seguir el rastro de los individuos. Así que los del campamento no sabrán adónde han ido esos dos. -De todos modos tampoco podrían saberlo, puesto que ya están muertos -dijo el biólogo. Arrojó unos objetos sobre la mesa-. Traían eso encima. Quizá le interese. Id Wan tomó los objetos cuando el biólogo hubo salido. Eran dos pequeñas bolsas de lustroso cuero, sujetas a correas ajustables. Volcó el contenido en la mesa y lo examinó: dos cajas de metal, chatas, que contenían varios tubitos blancos llenos de una hierba aromática. Dos aparatitos metálicos que producían una llamita al ser manipulados de cierta manera. Dos instrumentos de escritura, uno negro y el otro plateado. Un tosco medidor de tiempo con tres agujas y un sonoro tictac. Varias imitaciones de insectos, atravesados por pequeñas agujas. -Humm -Id Wan reunió los objetos y arrojó las bolsas a Po Duk-. Llévelo todo al taller, y que hagan seis copias razonablemente buenas antes de mañana por la noche. -¿Seis? -preguntó Po Duk-. ¿No saldrán ocho espías? -¡Imbécil! Los otros dos usarán éstas. -Entiendo -dijo Po Duk, observando fascinado las dos bolsas. -Hay cosas y cosas -comentó Bi Nak al salir Po Duk. -Quiero ver a esos tipos -dijo Id Wan sin prestarle atención, y se dirigió al laboratorio biológico, seguido por el navegante. Las dos criaturas raptadas estaban sobre la mesa de operaciones. Tenían cuerpos largos y bronceados, dos brazos y dos piernas. Sus ojos eran parecidos a los de los rigelianos. -Tipos primitivos -dijo Id Wan, tocando uno de los cuerpos con un dedo creado a propósito-. Es una maravilla que hayan avanzado tanto. -Sus dedos son muy hábiles -explicó uno de los biólogos-. Y tienen cerebros muy desarrollados. -Mejor -replicó el capitán-. No queremos esclavos idiotas. ¡Somos demasiado inteligentes! -Así es -corroboró Bi Nak. -Aunque a veces lo dudo... -agregó Id Wan, mirando a su subordinado. Luego ordenó-: Entréguenlos a los exploradores y que empiecen a practicar. Esta noche elegiré a los ocho mejores imitadores. ¡Y que lo hagan bien si saben lo que les conviene! El sol se ponía ya entre las distantes colinas cuando el jefe de exploradores se presentó ante Id Wan. Hacía calor. En aquella región las noches apenas eran algo menos calurosas que los días. -¿Tuvo alguna dificultad en conseguir anoche esos ejemplares? -Ninguna, capitán. Lo más difícil fue llegar antes del amanecer, pues el campamento está lejos. Pero tuvimos suerte. -¿Por qué? -Esos dos acababan de salir de allí. Llevaban unos aparatos para pescar. No tuvimos más que clavarles un par de flechas y listo. No tuvieron tiempo de lanzar ni un grito. -¿Encontraron medios de comunicación con el campamento? -El especialista no encontró nada -dijo el jefe-. Ni antenas, ni cables. Nada. -Es extraño -comentó Bi Nak-. ¿Por qué son tan atrasados si su raza está bastante adelantada? -Serán individuos sin importancia en el planeta -dijo Id Wan-. Seguramente cuidan del bosque o algo así. No tiene importancia. -Puede ser -murmuró Bi Nak-. Pero me sentiré más tranquilo cuando hayamos hecho volar unas cuantas ciudades y podamos volver a casa con la noticia. Tengo muchas ganas de volver a casa, aunque luego me

hagan volver con la flota de invasión. -¿Están los exploradores listos para la inspección? -preguntó Id Wan. -Listos, capitán. Instantes después, Id Wan pasaba revista a los veinte rigelianos alineados junto a los dos cadáveres, para hacer más fácil la comparación. Después de un largo y cuidadoso escrutinio eligió a ocho, y los doce restantes volvieron a adoptar su forma esférica habitual. Los ocho eran buenos. Cuatro Johnson y cuatro Greer idénticos en todo. -Es una forma fácil de duplicar -comentó el jefe-. Yo la podría mantener días y días. -Yo también -dijo Id Wan. Luego se dirigió al grupo de bípedos que podían parecerse a cualquier cosa-: Recuerden el precepto fundamental: bajo ninguna circunstancia cambiarán de forma antes de concluir la tarea. Hasta entonces mantendrán el actual aspecto, aun ante la amenaza de destrucción. Los ocho asintieron silenciosamente, e Id Wan continuó: -Las cuatro ciudades tienen grandes parques, en los cuales caerán ustedes poco antes del amanecer. M llegar el día se mezclarán con las criaturas de este planeta y entonces, como ya han hecho otras veces antes, conseguirán todos los informes posibles sin despertar sospechas, especialmente sobre armas y fuentes de energía. No hablen ni respondan preguntas. En último caso contesten con imitaciones de algún idioma extraño. No olviden esto, y no se expongan demasiado. ¡Nadie debe sospechar la presencia de una nave nuestra en este planeta! Mañana por la noche serán recogidos en los mismos lugares. ¡No cambien de forma hasta entonces! No había peligro de eso. Ni un pelo se les alteró mientras desfilaban hacia las pequeñas naves voladoras, caminando exactamente como Johnson y Greer habían caminado, moviendo los brazos del mismo modo, mostrando la misma expresión facial. Minutos después, cuatro potentes naves surgían al espacio hacia cuatro ciudades. -Ni una nave enemiga en el espacio -dijo Id Wan-. Y además solo poseen esas lentas y pesadas máquinas que hemos visto entre las nubes. ¡Es demasiado fácil! A veces me gustaría encontrar un poco de dificultad. Id Wan fue a la sala de controles vitales y observó los ocho globos, sintonizado cada uno de ellos con cada uno de los exploradores. En cada globo se veía la mancha luminosa producida por la llama vital que se alejaba. Observó cómo las manchas disminuían de tamaño hasta que quedaron estacionarias. Un poco después regresaron las naves, informando que los espías hablan llegado sin novedad. Las manchitas continuaron brillando, inmóviles. Ninguna se movería hasta la salida del sol. Poniendo otro vaso en la bandeja, Oswald protestó: -¡No han vuelto en todo el día! Ni desayuno, ni almuerzo, ni cena; nada. No se puede vivir del aire. Esto no me gusta nada. -Si fuera cualquier otro iría a buscarlo -dijo uno-, pero Johnson y Greer... No es la primera vez que se quedan en el bosque. Me parece que han visto demasiadas películas de Tarzán. Son dos chicos con mucho músculo y poco seso. -Johnson no es ningún chico -negó otro-. ¡Hasta hace poco era boxeador: peso pesado! -Bah, se habrán perdido. Es lo más fácil del mundo, si uno se aleja un poco. Yo ya he tenido que acampar cuatro veces en el bosque y... -Pues a mí no me gusta nada -interrumpió Oswald con firmeza. -Bueno, no te gusta, eso ya lo sabemos. ¿Y qué vas a hacer? ¿Llamar a la policía? -¡Pero si no hay teléfono! -dijo Oswald-. ¿Quién iba a traer una línea telefónica hasta aquí? -Lo pensó un rato, frunciendo su triple papada, y se secó la frente-. Les daré de tiempo hasta mañana. Si no han vuelto, mandaré a diaspar con la moto para que avise a los guardias forestales. ¡Nadie podrá decir que me he cruzado de brazos! -¡Así me gusta, muchacho! -aprobó alguien-. Sigue comiéndote dos platos más en cada comida, y así podrás reventar. Era apenas mediodía cuando uno de los operadores de los controles entró tan alterado en la sala principal que ni siquiera tuvo tiempo de imitar la forma cúbica que ostentaba Id Wan en aquel momento. Redondo, tentacular y púrpura, el operador gesticuló violentamente al hablar. -¡Han desaparecido dos, capitán! -¿Dos que'? -rugió Id Wan. -Dos llamas vitales. -¿Estas seguro? Sin esperar respuesta, Id Wan corrió a la sala de controles. Era cierto. Seis globos mostraban todavía sus manchas brillantes, pero dos estaban oscuros. Mientras miraba, otra mancha se extinguió, y en un breve intervalo se fueron extinguiendo otras tres manchas.

El jefe de exploradores entró diciendo: -¿Qué ocurre? ¿Hay algo que va mal? Lenta, pausadamente, Id Wan contestó: -Seis exploradores acaban de entregar su vida en estos últimos minutos. Id Wan parecía poco dispuesto a aceptar la evidencia que señalaban los globos. -Estos instrumentos dicen que están muertos. Y si es así, no pueden retener su forma actual. Sus cuerpos adoptarán automáticamente el aspecto normal de nuestra raza, y eso significa... -Que seremos descubiertos -dijo el jefe de espías, observando ceñudamente los globos. Las dos luces restantes se extinguieron. -¡Alerta roja! -gritó Id Wan, electrizado por lo ocurrido-. ¡Cierren todas las puertas! ¡Preparen los tubos! ¡Listos para el vuelo! Se encaró furioso a Po Duk: -¡Vaya a los controles, so idiota! ¡No tenemos un segundo que perder! Algo silbó en el aire. Apenas alcanzó a distinguirlo por la ventanilla de observación más próxima: era algo largo y brillante, pero iba demasiado rápido como para examinarlo. Desapareció casi antes de ser visto. Segundos después llegó un aullido atronador. El especialista en comunicaciones apareció en la puerta: -Se registran potentes señales muy cerca. La fuente parece ser... Los tubos de la nave tosieron, escupieron fuego, volvieron a toser. Un árbol comenzó a arder. Id Wan se agitaba impaciente. Corrió a la sala de control. -¡Necesitamos potencia, Po Duk, potencia! -Todavía no hay la suficiente para el despegue, capitán. -¡Miren! -gimió Bi Nak, señalando por última vez. Por la ventanilla pudieron ver lo que se les venía encima: siete puntos ultrarrápidos en formación en V. Los puntos se agrandaron, se les apreciaron alas, pasaron silenciosos sobre los rigelianos. Negros objetos surgieron de sus vientres, cayeron hacia el suelo, chocaron contra la nave y a todo su alrededor. El ruido de los aviones no llegó hasta allí: las ondas sonoras fueron repelidas por la formidable explosión de las bombas. Como forma final, los rigelianos adoptaron la de moléculas dispersas. Repantigándose en su silla, el reportero de televisión protestó: -Apenas llegar a la oficina, el jefe me manda aquí para que transmita al expectante mundo una visión de la vida marciana en fuga. Pero la fuerza aérea se me adelanta y, cuando llego aquí, ¿qué me encuentro? Algunos árboles humeantes en torno a un cráter sin fondo. Nada más. ¡Ni una molécula! Secándose la frente con un inmenso pañuelo, Oswald contestó: -Aquí no tenemos contacto con la civilización: ni radio, ni televisión. así que no sé de qué me esta hablando-Es fácil -explicó el reportero-. Dejaron caer a sus espías en los parques durante la noche. Claro que apenas amaneció los detuvieron. Transmitimos sus fotos por televisión a la hora del desayuno: diez tipos los identificaron en seguida como Johnson y Greer. Pensamos que los dos tipos sencillamente estaban locos. -Yo pensé muchas veces lo mismo -aseguró Oswald. -Pero a la media hora la estación de otra ciudad va y nos muestra también las fotos de Johnson y Greer. Y otra, y otra más. Cuatro parejas... ¡y todas en las mismas circunstancias! Parecía como si todo el mundo quisiera ser Johnson o Greer. -Yo no -negó Oswald-. Ninguno de los dos. -Por supuesto, el Gobierno intervino inmediatamente. Reunieron a los ocho y los interrogaron. Nadie entendía lo que decían. Pero uno intentó escapar y le dispararon. Todavía era Greer cuando cayó, pero un minuto después su cuerpo se había transformado en una pesadilla de borracho. »Las autoridades llegaron a la conclusión de que eran criaturas de otro mundo, y siguieron interrogando a los otros siete. Pero fue inútil. Cuando comprendieron que les habíamos descubierto el juego, se mataron ellos mismos. Nos quedamos, pues, con ocho pelotas de terciopelo... y sin informes. -Ufff -dijo Oswald. -La única pista eran Johnson y Greer. Si estas criaturas los habían duplicado, lo más sensato era buscarlos a ellos para encontrar el origen de todo. Cincuenta amigos nos dijeron que estaban aquí, y al mismo tiempo los guardias forestales nos informaron que habían desaparecido. -Fui yo quien denunció su desaparición -admitió Oswald.

-Bueno, encargaron del trabajo a la Fuerza Aérea. Les ordenaron que revisaran el bosque, y que si encontraban alguna nave misteriosa no debían permitirle despegar. Pero a los muchachos se les fue la mano. Tiraron tantas bombas que no han quedado dos moléculas juntas. -Mejor -dijo Oswald-. Yo prefiero no saber cómo eran esos bichos. -¡Pero si eran formidables! Capaces de duplicar a la Reina de la Belleza si se lo proponían. Pero no puedo llegar a creer que, de todos los sitios que hay en el planeta para elegir su modelos, los espías tuvieran la mala suerte de ir a caer justo en un campamento de nudistas. ¡Como para pasar inadvertidos! -Campamento de nudistas no... corrigió castamente Oswald-. Centro de Salud Solar.

FIN

... Y no quedó nadie *** El acorazado cósmico tenía doscientos cincuenta metros de diámetro y algo más de kilómetro y medio de largo. Semejante mole ocupa espacio y hace metía. Éste se extendía por toda una finca y la mitad de la contigua, y su peso había abierto un surco de seis metros de profundidad que quedaría como prueba. A bordo había dos mil personas, divisibles en tres tipos. Los altos, delgados y de ojos fruncidos formaban la tripulación. Los velludos y con fuertes mandíbulas eran las tropas. Finalmente, los inexpresivos, calvos y miopes constituían el equipo burocrático. Los de la primera clase contemplaban el mundo en torno con el interés profesional, pero distante, de quien se pasa la vida dando el visto bueno a un planeta antes de largarse al siguiente. Los soldados lo consideraban con una mezcla de desprecio y aburrimiento. En cuanto a los burócratas, lo miraban con fría autoridad. Cada uno según sus luces. Estaban todos habituados a los nuevos mundos. Los habían manejado a docenas, hasta reducir el procedimiento a simple rutina. La tarea que se les presentaba era sólo repetición de una técnica consabida y ya sin problemas. La salida de la nave se realizó por estricto orden de precedencia. Primero, el embajador imperial. Segundo, el capitán de la nave. Tercero, el oficial que mandaba las fuerzas de tierra. Cuarto, el jefe de los funcionarios civiles. Después, naturalmente, los que les seguían en grado, por el mismo orden: secretario privado de su excelencia, segundo oficial de la nave, subjefe de las tropas, viceprimerchupatintas. Así grado tras grado, hasta que no quedaban más que el barbero, limpiabotas y criado de su excelencia, los miembros de la tripulación con el ínfimo grado de C. O. - cosmonauta ordinario -, los soldados rasos y unos cuantos temporeros de oficina que soñaban con llegar a efectivos y tener mesa propia. Esta colección de desgraciados permaneció a bordo limpiando la nave y con prohibición de fumar. Si se tratase de un mundo extraño, hostil y bien armado, el orden de salida hubiese sido el inverso, ejemplarizando así la promesa bíblica de que los últimos serán los primeros, y viceversa. Pero este planeta, aunque oficialmente nuevo, no tenía extraoficialmente nada de nuevo y mucho menos de extraño. Llevaba cerca de doscientos años-luz clasificado en legajos de polvorientos archivos con un misterioso número que lo designaba como fruta madura, y si se había tardado tanto en cosecharlo era sólo por la superabundancia de otros en estado de aún más avanzada madurez. Según los archivos, el planeta se hallaba en la franja más externa del enorme surtido de mundos producto de la «Gran Explosión». Cualquier niño de la escuela sabía bien lo que era la «Gran Explosión», nombre espectacular dado al súbito desplazamiento de masas humanas que sobrevino cuando la propulsión Blieder, sustituyendo a los Cohetes movidos por energía atómica, vino a servirles prácticamente el cosmos en bandeja. En aquella época, entre trescientos y quinientos años antes, toda familia, grupo, confesión o camarilla que se imaginó le iría mejor en algún otro sitio se lanzó a las rutas estelares. Los inquietos, los ambiciosos, los

descontentos, los excéntricos, los insociables, los impacientes y los simplemente curiosos habían salido de estampida, primero por docenas, y después por centenares y miles. Unos doscientos mil habían elegido este mundo, los últimos llegados hacía tres siglos. Como de costumbre, el noventa por ciento del torrente se componía de amigos, parientes o conocidos de los pioneros, gente decidida a seguir el ejemplo de su tío Edward o de su amigo Joe. Si desde entonces se habían multiplicado seis o siete veces, debían ser ahora varios millones. Que habían aumentado mucho se hizo evidente durante la aproximación, porque aunque no se veían grandes ciudades, eran numerosas las de mediano y pequeño tamaño e innumerables los pueblos. Su excelencia contempló con aprobación el césped que tenía bajo los pies, arrancó un puñado y gruñó al incorporarse. Para su constitución, este esfuerzo suponía una proeza atlética que le produjo un calambre en el vientre. -Hierba de tipo terrestre. ¿Se ha fijado en esto, capitán? ¿Será una coincidencia o habrán traído las semillas consigo? -Probablemente, pura coincidencia - opinó el capitán Grayder -. Ya hemos encontrado cuatro mundos con hierba. No hay razón para que no exista en otros. No, supongo que no. - Su excelencia miró a lo lejos con orgullo de propietario -. Parece que allí hay alguien arando. Utiliza un pequeño motor con dos grandes ruedas. No pueden estar tan atrasados... - Se rascó pensativo la barbilla -. Tráiganlo aquí. Hablaremos para ver por dónde conviene empezar. -Muy bien.- El capitán se volvió al coronel Shelton jefe de las tropas - Su excelencia desea hablar con aquel campesino - señalo a la lejana silueta -El campesino - dijo Shelton al mayor Hame - Su excelencia lo quiere aquí al momento -Traigan a aquel campesino ordenó Hame al teniente Deacon - En seguida. -Vayan por aquel campesino - dijo Deacon al sargento mayor Bidworthy – Y de prisa. Su excelencia esta esperando. El sargento mayor, un hombretón de cara colorada buscó a su alrededor a algún subordinado y recordó que estaban todos limpiando la nave y no fumando. Al parecer era él, el elegido. Cruzó a trancas y barrancas cuatro fincas y, una vez al alcance sonoro de su objetivo, hizo alto con precisión militar y soltó un grito cuartelero de «¡Eh, tú!», a la vez que agitaba el brazo con alardes de urgencia. El campesino se detuvo, se enjugó la frente y miró alrededor. Su actitud sugería que la montañosa mole del acorazado era un espejismo corriente por aquellos pagos. Bidworthy volvió a hacerle señas, con su gesto más autoritario. El campesino le devolvió tranquilamente el saludo y siguió arando. El sargento mayor Bidworthy soltó una exclamación que - cuando se extinguieron las llamas - fue identificable como un juramento, y se aproximó otros cincuenta pasos. Ahora podía ver que aquel hombre tenía espesas cejas y la cara curtida. -¡Eh! Deteniendo otra vez el arado, el campesino se apoyó en una de las manceras y se escarbó un diente. Pensando de pronto que quizá durante los últimos tres siglos el viejo lenguaje terrestre hubiese sido abandonado por alguna otra jerga, Bidworthy preguntó: -¿Me entiendes? -¿No va a entender una persona a otra? - se extrañó el campesino con clara dicción. Y reanudó su tarea. Bidworthy se encontró sumido en la confusión. Recobrándose, se apresuró a informarle. -Su excelencia el embajador de la Tierra desea hablar contigo en seguida. -Sí -. El otro lo contemplo con curiosidad. Y por que es excelente. -Es un personaje muy importante - dijo Bidworthy incapaz de decidir si el otro se estaba divirtiendo a su costa o era eso que llaman un carácter. Muchos de estos destripaterrones planetarios eran aficionados a creerse tales. -Muy importante... - repitió el labrador, entornando los ojos para mirar al horizonte. Parecía tratar de entender un concepto extraño. Al cabo, inquirió -¿Qué pasará en tu mundo cuando ese hombre muera? -Nada... - admitió Bidworthy. -¿Seguirá marchando como de costumbre? -Desde luego. -Entonces - declaró taxativamente el hombre -, no puede ser tan importante. Y con esto la pequeña máquina reanudó su chuf-chuf, las ruedas rodaron y el arado aró. Clavándose las uñas en las palmas, Bidworthy pasó medio minuto acaparando oxígeno antes de decir broncamente:

-No puedo volver sin llevar siquiera una respuesta a su excelencia. -¿De veras? El otro parecía incrédulo -. ¿Y qué le detiene? - Después, notando el alarmante aumento en el color de Bidworthy, añadió con compasión. -Bueno, puede decirle que le he dicho... se detuvo a pensarlo -... que Dios le bendiga, y que adiós. El sargento mayor Bidworthy era un hombre fornido que pesaba ciento diez kilos, llevaba veinte años danzando por el cosmos y no temía a nada. No se sabia que hubiese permitido jamás ni mover un dedo..., pero ahora era él quien temblaba de pies a cabeza cuando volvió a la nave. Su excelencia le lanzó una fría mirada antes de preguntar: -¿Y bien? -No quiere venir. - Las venas de Bidworthy estaban a punto de estallarle en la frente -. Señor, sólo unos meses en mi compañía y ya le enseñaría yo a andar derecho. -No lo dudo, sargento -le consoló su excelencia. Y continuó en un susurrado aparte al coronel Shelton -: Es buena persona, pero de diplomático no tiene ni un pelo. Demasiado brusco y chillón. Será mejor que vaya usted mismo a traer a ese campesino. No podemos estar toda la vida aquí sentados esperando a saber por dónde empezar. -Muy bien, excelencia. - El coronel Shelton atravesó los campos y llegó junto al del arado. Exhibió su mejor sonrisa y dijo: -¡Buenos días, buen hombre! Dejando su faena, el labrador suspiró como ante uno de esos días nefastos que nos tocan a veces. Lo contempló con mirada sombría. -¿Qué le hace pensar que soy un buen hombre? -Es un modo de hablar - explicó Shelton. Ahora se daba cuenta de lo ocurrido. Bidworthy había sido juguete de un tipo irascible. Dos perros gruñéndose -Sólo trataba de ser cortés - agregó. -Bueno - meditó el campesino -; reconozco que es algo que vale la pena intentar. Sonrojándose un poco, Shelton continuó con decisión: -Me envían para rogarle que nos conceda el placer de su compañía. -¿Creen que van a tener algún placer con mi compañía? - preguntó el otro, desconcertantemente suave. -Estoy seguro - dijo Shelton. -No sea mentiroso. Cada vez más rojo, el coronel Shelton estalló: -¡No permito a nadie llamarme mentiroso! -Acaba de permitirlo... Era preferible pasarlo por alto. Insistió: -¿Va a venir a la nave, sí o no? -No. -¿Por qué no? -¡Mels! - dijo el labrador. -¿Cómo ha dicho? -¡Mels! - repitió. Aquello olía a insulto. El coronel Shelton regresó. -Es uno de esos tipos que se creen muy listos - dijo el embajador -. Lo único que conseguí sacarle fue mels, que no sé lo que significa. -Argot local - intervino el capitán Grayder -. Es increíble el que se crea en tres o cuatro siglos. Ya he encontrado más de un mundo donde casi había que aprender de nuevo el idioma. -¿Entendió lo que usted le decía? - preguntó el embajador, mirando a Shelton. -Sí, excelencia. Y habla bastante bien. Pero no quiere dejar de arar - reflexionó brevemente y sugirió -: Si de mí dependiese, le traería a la fuerza, con una escolta armada. -Eso le animaría mucho a darnos los informes que necesitamos... - comentó el embajador, con franco sarcasmo. Se acarició el estómago, se aflojó la chaqueta y contempló sus zapatos relucientes -. No queda más que ir a hablarle yo mismo. El coronel Shelton se sorprendió. -¡Excelencia, no puede hacer eso! -¿Por qué no? -Iría contra su dignidad. -Me doy perfecta cuenta de ello - dijo el embajador, secamente -. ¿Puede sugerirme algo mejor?

-Podemos enviar una patrulla en busca de alguien más dispuesto a colaborar. -Y mejor informado, también - apuntó el capitán Grayder -. No sacaríamos gran cosa de un patán insolente. Dudo que sepa ni una cuarta parte de lo que necesitamos saber. -De acuerdo. - Su excelencia abandonó la idea de tomar el asunto en sus manos -. Organice una patrulla y consigamos algo de una vez. -Una patrulla - dijo el coronel Shelton al comandante Hame -, nombre una inmediatamente. -Llamen a una patrulla - ordenó Hame al teniente Deacon -. ¡En seguida! -Forme inmediatamente una patrulla, sargento mayor - dijo Deacon. Bidworthy fue a la nave, trepó por una escalerilla, asomó la cabeza por la compuerta y gritó: -¡Sargento Gleed, salga con su escuadra y sin dormirse! - olfateó suspicaz y se internó aún más en la nave. Su voz cobró unos cuantos decibelios -. ¿Quién ha estado fumando? Por mi salud que si cojo... Allá lejos, en los campos, algo avanzaba tranquilamente entre chuf-chuf y girar de rollizas ruedas. La patrulla, formada en dos filas de ocho hombres, evolucionó a la voz de mando y se alejó nariz al viento. Sus botas golpeaban al unísono, sonaban sus arreos y el sol anaranjado sacaba chispas de sus guarniciones metálicas. El sargento Gleed no tuvo que llevar muy lejos a sus hombres. Apenas habían dejado atrás unos cien metros la proa del acorazado cuando advirtieron a un hombre caminando por el prado que tenían a su derecha. Tratando a la nave con absoluta indiferencia, el recién llegado se dirigía hacia donde el labrador seguía arando a lo lejos, hacia la izquierda. -¡Patrulla, variación derecha! - gritó Gleed. Condujo a los hombres en línea recta hasta llegar a la altura del viajero y allí, con otra orden, los lanzó tras sus pasos. Apresurando el suyo, la patrulla se abrió hasta convertirse en dos hileras que flanqueaban el solitario peatón. Éste, ignorando la escolta tan repentinamente adquirida, continuaba su camino como quien lleva largo tiempo convencido de que todo en la vida es ilusión. -¡Izquierda, ar! - rugió Gleed, tratando de arrastrar a toda la partida hacía el impaciente embajador. Obedeciendo al punto, la doble hilera -¡Un, dos, tres! - dio frente a la izquierda. Fue una maniobra limpia y precisa, una auténtica delicia marcial. Sólo una cosa la estropeó: el hombre que iba en medio mantuvo la órbita elegida y pasó, sin darle importancia, por entre los números cuatro y cinco de la hilera de la derecha. Aquello sacó de quicio a Gleed, sobre todo porque la patrulla, a falta de nuevas órdenes, seguía acercándose al embajador. Su excelencia se veía de golpe invitado al poco militar espectáculo de una escolta marcando el paso por un lado mientras su prisionero se alejaba airosamente por otro. El coronel Shelton tendría bastante que decir sobre aquello a su debido tiempo, y si algo olvidaba, se lo recordarla Bidworthy. -¡Patrulla! - aulló Gleed, señalando con dedo acusador al que se alejaba y borradas de pronto de su mente todas las reglas del mando -. ¡Cójanme a ese mastuerzo! Rompiendo filas, emprendieron paso ligero y rodearon al caminante con la suficiente densidad para impedirle continuar su marcha. No tuvo más remedio que detenerse. Gleed se aproximó jadeante: -El embajador de la Tierra quiere hablarle... No era más que eso... El otro no dijo nada. Se limitó a contemplarle con apacibles ojos azules. Era una especie de vagabundo de gracioso aspecto, con barba de varios días y unas patillas rojas que le contorneaban la cara. Parecía un girasol. -¿Irá a hablar con su excelencia? - insistió Gleed. -No, voy a hablar con Pete - contesto, señalando con la cabeza hacia el labrador. Primero con el embajador - insistió duramente Gleed - No admite bromas -Que aburrido - comento el Girasol -Te las das de listo, eh - dijo Gleed, acercándole la cara con gesto agrio. Hizo una seña a sus hombres. Está bien. Lleváoslo. ¡Ya vera este! El Girasol se sentó. Lo hizo con majestad, adoptando el aspecto de una estatua inmóvil desde el principio de los tiempos. Las patillas rojas no contribuían a mejorar la situación. Pero el sargento Gleed habla tenido que vérselas muchas veces con gente sentada, aunque en este caso el sujeto no hubiese bebido ni una gota. -Levántenlo y llévenselo - ordenó. Lo levantaron y se lo llevaron, primero los pies, las patillas lo último. Pendía flojo e inerme de sus brazos, como un peso muerto. De tan poco adecuado modo llegó a presencia del embajador de la Tierra, a cuyos pies lo depositó la escolta.

Al momento se incorporó y echó a andar hacia Pete. -¡Sujétenlo! - gritó Gleed. La patrulla le cercó hasta inmovilizarlo. Su excelencia contempló las patillas ocultando cortésmente su repulsión, tosió con delicadeza y dijo: -Siento mucho que tenga que llegar a mi presencia de ese modo. -En tal caso - sugirió el prisionero -, podría haberse ahorrado tanta angustia mental no permitiendo que ocurriese. -No había otra alternativa. Teníamos que ponernos en contacto de algún modo. -No sé por qué - dijo Patillas Rojas -. ¿Qué tiene de especial el día de hoy? -¿El día? - Su excelencia arrugó la frente, confundido -. ¿Adónde quiere ir a parar? -Eso me gustaría saber a mí. -No le comprendo - el embajador se volvió al coronel Shelton -. ¿Entiende lo que quiere decir este hombre? -Podría aventurar una opinión, excelencia. Al parecer, trata de sugerir que, pues hemos estado sin contacto durante más de trescientos años, no hay especial urgencia en entablarlo hoy - y miró al Girasol, buscando confirmación a sus palabras. Él le apoyó sin rodeos al observar: -No está mal para un tonto. Aparte la reacción del propio Shelton, aquello era excesivo para Bidworthy, congestionado ante la escena. Su pecho se hinchó y sus ojos despidieron llamas. La voz fue un latigazo autoritario. -¡Sea más respetuoso cuando se dirija a oficiales superiores! Los tranquilos ojos azules del prisionero se volvieron hacía él con infantil asombro, examinándole de pies a cabeza para invertir después el recorrido y regresar al embajador. -¿Quién es este tipo tan absurdo? El embajador apartó la pregunta con un gesto impaciente. -Comprenda que no es nuestro propósito molestarle por puro capricho, como usted parece creer. Tampoco queremos retenerle más tiempo del necesario. Lo único que... Tirándose de su bufanda capilar como para acentuarle el aspecto agresivo, el otro le interrumpió: -Siendo, naturalmente, usted quien determine la duración de esa necesidad... -Por el contrario, puede decidirlo usted mismo - dijo el embajador, dando pruebas de admirable dominio -. Sólo tiene que explicarnos... -Entonces, ya está decidido - volvió a interrumpirle el prisionero. Trató de librarse de su escolta -. Déjenme ir a hablar con Pete. -Lo único que tiene que hacer - insistió el Embajador -, es decirnos dónde podemos encontrar a un funcionario capaz de ponernos en contacto con el gobierno central. - Su mirada era adusta y autoritaria al añadir -: Por ejemplo, ¿dónde está el puesto de policía más próximo? -!Mels! - le imprecó el otro. -¡Lo mismo digo! - replicó el embajador, cuya paciencia empezaba a evaporarse. -Es precisamente lo que trato de hacer - aseguró enigmáticamente el prisionero -, sólo que no me dejan. -Si puedo hacer una indicación, excelencia - aventuró el coronel Shelton -, permítame... -No necesito indicaciones y no pienso permitirle - cortó el embajador, con brusquedad que aumentaba por momentos -. Ya estoy harto de toda esta payasada. Sospecho que hemos aterrizado en una reserva de imbéciles, y convendría reconocerlo así y salirnos de ella sin más tardanza. -Eso es hablar - aprobó Patillas Rojas -, y cuanto antes mejor. -No pienso dejar este planeta, si es eso lo que anida en su incomprensible mollera - afirmó el embajador, acentuando el sarcasmo. Golpeó el césped con gesto de latifundista -. Esto es parte del Imperio terrestre, y como tal, va a ser reconocido, cartografiado y organizado. -¡Aun así! - aprobó el jefe de los funcionarios, que aspiraba a un sobresaliente en elocuencia. Su excelencia lanzó por encima del hombro una mirada ceñuda y continuó: -Trasladaremos la nave a otro lugar con cerebros menos obtusos. - Hizo una seña a la escolta -. Déjenlo. Sin duda tiene prisa por pedir prestada una navaja de afeitar. Le soltaron. Patillas Rojas se volvió al instante hacia el tozudo arador, como una aguja magnética irresistiblemente apuntando a Pete. Sin decir palabra, echó a andar con su curioso balanceo. La desilusión y el disgusto aparecieron en los rostros de Gleed y Bidworthy mientras lo veían alejarse. -Traslade inmediatamente la nave - indicó el embajador al capitán Grayder -. Sitúela junto a una población decente... no en un páramo donde cualquier paleto mira a los extranjeros como a una tribu de gitanos.

Echó a andar con aire importante escaleras arriba. El capitán Grayder lo siguió, seguido a su vez por el coronel Shelton y éste por el elocuente. A continuación, quienes les sucedían por el debido orden de precedencia. Cerrando marcha, Gleed y sus hombres. La escalerilla se replegó hacia el interior. Se cerró la compuerta, y, a pesar de su inmensa mole, la nave se estremeció levemente de un extremo a otro y se alzó sin gran ruido ni espectacular despliegue de llamas. La verdad es que todo fue silencioso, salvo por el chuf-chuf del arado y el murmullo de los hombres que tras él caminaban charlando. Ninguno de los dos se molestó en volver la cabeza para ver lo que sucedía. -Siete libras de buen tabaco es mucho dar por una caja de aguardiente - iba protestando Patillas Rojas. -No por el mío - decía Pete -. Es más fuerte que mil gands y se bebe con la misma facilidad que se hace fracasar a un terrestre. La segunda escala de la gran nave de guerra fue sobre un gran llano, una milla al norte de una ciudad que calcularon tendría de doce a quince mil habitantes. El capitán Grayder hubiese preferido observar la plaza desde baja altura antes del aterrizaje, pero no se puede maniobrar con tan inmenso objeto espacial como si fuese un remolcador atmosférico. Sólo dos cosas pueden hacerse tan cerca de una superficie planetaria: elevarse o descender, sin tiempo para escarceos intermedios. Por ello Grayder plantó su nave en el mejor sitio posible cuando el hallarlo es cuestión de fracciones de segundo en las decisiones. La huella sólo tenía esta vez cuatro metros de profundidad, por tratarse de suelo más duro y asentado en lecho de roca. Desplegaron la escalerilla y el cortejo descendió en el mismo orden que antes. Su excelencia lanzó una mirada anticipadora a la ciudad y observó con desilusión: -Hay algo que no marcha. Ahí está la ciudad, y aquí nosotros, bien a la vista, con una nave como un monte metálico. Lo menos mil personas deben haberla visto ya, suponiendo que los demás celebren reuniones a puerta cerrada o estén jugando al pinacle en los sótanos. ¿Y han hecho algún caso? -Parece que no - admitió el coronel Shelton, tirándose de un párpado por el gusto de soltarlo después como si fuese un muelle. -No pregunto, afirmo. No están ni excitados ni sorprendidos. La verdad es que ni siquiera les importa. Se diría que ya han estado aquí otras naves, y traían viruela o les pagaron en moneda falsa. ¿Qué les pasará? -Acaso falta de curiosidad - apuntó Shelton. -Eso, o que no salen del susto. También puede ocurrir que estén todos locos. Muchos mundos pasaron a manos de grupos de insensatos que buscaban un lugar donde nadie se opusiera a sus excentricidades. Las ideas más estrambóticas se hacen corrientes al cabo de trescientos años de vigencia. Se llega a considerar normal y propio criar murciélagos en el desván del abuelo. Esto, y las muchas generaciones de endogamia, pueden producir tipos extraños ¡Pero nosotros les curaremos' -Si excelencia les daremos una lección. -Tampoco usted parece muy en sus cabales con tanto darle vueltas al ojo - reprobó el embajador. Señalo hacia el sudeste mientras Shelton hundía firmemente en un bolsillo la mano culpable. Allí hay una carretera Amplia y bien construida a primera vista. Mande por ella a la patrulla Si no traen a alguien dispuesto a hablar en un tiempo razonable enviaremos un batallón a la ciudad misma. Una patrulla - repitió el coronel Shelton al comandante Hame -Llame a la patrulla - ordeno Hame al teniente Deacon. -Otra vez esa patrulla, sargento mayor - dijo Deacon. Bidworthy sacó a voces a Gleed y sus hombres, les indicó la carretera, ladró un poco y los puso en camino. Avanzaron con el sargento a la cabeza. Su objetivo estaba a unos ochocientos metros y se desviaba ligeramente al aproximarse a la ciudad. La hilera de la izquierda que divisaba claramente los suburbios mas cercanos los contemplaba anhelante, deseando mandar a Gleed a regiones mas cálidas, con Bidworthy al lado en calidad de fogonero. Apenas habían alcanzado su meta cuando aparecía un cliente. Venia de las afueras de la ciudad lanzado a buena marcha sobre un artefacto que recordaba vagamente a una motocicleta. Rodaba sobre un par de grandes balones de goma, al impulso de un ventilador enjaulado. Gleed dispuso a sus hombres cortando la carretera. La máquina del que se acercaba emitió de pronto un sonido vivo y penetrante que les recordó vagamente a Bidworthy en presencia de unas botas sucias. -Manténganse - les previno Gleed -. Al que abra brecha lo despellejo. Volvió a sonar el chillón aviso metálico. Nadie se movió. La maquina disminuyo la marcha se acerco a ellos poco a poco y se detuvo. El ventilador continuaba girando a menos revoluciones con las palas casi

visibles emitiendo un continuo zumbido. -¿Qué les pasa? - preguntó el que la montaba. Era un tipo como de unos treinta y cinco años, de rasgos enjutos, con una anilla de oro en la nariz y una coleta de más de un metro. Pestañeando incrédulo ante aquella máscara, Gleed consiguió apenas volver un pulgar indicativo hacia la montaña de metal y decir: -Nave terrestre. -Bueno, ¿y qué quiere que yo le haga? -Colaborar -dijo Gleed, todavía amoscado por la coleta. Era la primera que veía, y decidió que no tenía nada de afeminada. Más bien le daba un toque de ferocidad, como la que solían llevar, según los libros de estampas, ciertos aborígenes norteamericanos de siglos atrás. -Colaboración... - reflexionó el motorista -. Qué palabra tan hermosa... ¿Naturalmente, sabrá usted lo que significa? -No soy ningún tonto. -El grado exacto de su idiotez no se discute en este momento - al hablar, le danzaba ligeramente el anillo nasal -, estamos refiriéndonos a la colaboración. ¿Supongo que usted la practica a manos llenas? -Naturalmente - le aseguró Gleed -. Como todo el que sabe lo que le conviene. -Ciñámonos al tema ¿quiere?. Nada de andarse por las ramas. - Aceleró un poco su ventilador y volvió a dejarlo al ralentí -. ¿Obedece usted órdenes? -Claro. Y voy a pasarlo mal sí... -¿Y a eso llama usted colaboración? - Se encogió de hombros con un suspiro resignado -. Decididamente, conviene comprobar los datos históricos. Los libros pudieran estar equivocados. - Su ventilador relampagueó en un círculo de luz y la máquina se lanzó hacia delante -. Con permiso... El balón frontero se abrió paso a la fuerza entre dos hombres, echándolos a un lado sin mayor daño. Con agudo zumbido, la máquina se lanzó carretera adelante, con la coleta de su dueño a remolque en horizontal. -¡Cretinos! - rugió Gleed cuando los dos caídos se alzaron limpiándose el polvo -. Os ordené que no cedieseis. ¿Qué pretendéis dejándole escapar así? -No nos dio a escoger, sargento - respondió uno de ellos, lanzándole una mirada socarrona. -No me interesan sus comentarios. Podían haberle desinflado uno de los globos si hubiesen tenido dispuestas sus armas. Eso le hubiera detenido. -No nos dijo que las tuviésemos preparadas. -¿Y dónde estaba la suya? - añadió una voz. Gleed giró en redondo gritando: - ¿Quién ha dicho eso? - Sus ojos coléricos se enfrentaron a una larga fila de rostros inexpresivos. Era imposible descubrir al culpable -. Ya les espabilaré yo en el próximo reparto de servicios mecánicos. Ya verán... -Viene el sargento mayor - avisó uno de ellos. Bidworthy estaba a unos cuatrocientos metros y avanzaba marcialmente hacia ellos. Cuando llegó, lanzó una mirada fría y despreciativa a la patrulla. -¿Qué ha pasado? Tras un breve relato del incidente, Gleed terminó compungido: -Parecía un navajo que tuviese un pozo de petróleo. -¿Qué es un navajo? - preguntó Bidworthy. -Leí algo sobre ellos de pequeño - explicó Gleed, feliz de poder presumir modestamente de su cultura -. Tenían el pelo largo, llevaban mantas y andaban en automóviles con matrícula de oro. -Tonterías - gruñó Bidworthy -. Yo dejé esos cuentos de hadas a los siete años, y a los doce estaba fuerte en balística y en logística a los catorce. - Resopló ruidosamente, lanzando al otro una mirada aniquiladora -. Hay personas de desarrollo retardado. -Existieron de verdad - mantuvo Gleed -. Eran... -También las hadas - le cortó Bidworthy -. Mi madre lo decía. Muy buena mujer... - escupió en la carretera -. ¡Demuestre que tiene uso de razón! - Después se enfrentó con la patrulla -. Vamos, preparen sus armas, suponiendo que las hayan traído y sepan dónde están y con qué mano han de cogerlas. Atiendan mis órdenes. Del próximo me ocuparé personalmente Se sentó en una gran piedra junto a la carretera y fijó su mirada expectante en la ciudad. Gleed se acomodó junto a él, ligeramente triste. La patrulla estaba atravesada en la carretera, con las armas dispuestas. Transcurrió una interminable media hora sin que ocurriese nada. -¿Podemos fumar, mi sargento mayor? - preguntó uno de los hombres. -No.

Cayeron en un silencio lúgubre, observando la ciudad, pasándose la lengua por los labios y pensando. Tenían bastante en qué pensar. Una ciudad - cualquier ciudad habitada por hombres - encerraba cosas deseables que no se hallaban en ningún otro lugar del cosmos. Luces, compañía, libertad, risas... todo lo bueno de la vida. Y sus deseos venían ya de larga fecha. Al fin, un gran vehículo surgió de los arrabales, tomó la carretera y se dirigió hacia ellos. Era largo, reluciente y aerodinámico, y rodaba sobre veinte balones en dos filas de diez, lanzando un zumbido semejante, aunque más fuerte, al de su predecesor, pero sin ventiladores visibles. Venía lleno de gente. A unos doscientos metros de la barrera, un altavoz situado bajo el capó del vehículo lanzó un urgente: -¡Abran paso! ¡Abran paso! -Ésta es la cosa - comentó satisfecho Bidworthy -. Al fin los tenemos por docenas. Uno de éstos va a cantar o pido el retiro. - Se levantó de la piedra, preparándose. -¡Abran paso! ¡Abran paso! -Atizadle en los globos si intenta pasar - ordenó Bidworthy. No fue necesario. El coche disminuyó la marcha y se detuvo con el capó a un metro de la fila expectante. El chofer se asomó por la ventanilla. Más atrás surgieron otras cabezas. Serenándose y decidido a probar el efecto de la cordialidad, Bidworthy se acercó al conductor. -Buenos días. -Su idea del tiempo anda un tanto pachucha - observó el chofer. Tenía la mandíbula azulada, la nariz rota, orejas de coliflor... la facha del que no se deja adelantar en la carretera -. ¿No tiene reloj? -¿Cómo? -Que no es por la mañana. Estamos a media tarde. -Es cierto - admitió Bidworthy, procurando sonreír -. Buenas tardes. -No estoy yo tan seguro - meditó el otro, inclinándose sobre el volante con expresión sombría -. Sólo es otra más hacia el sepulcro. -Es posible - asintió Bidworthy, poco atraído por aquellas reflexiones espectrales -. Pero tengo otras cosas de qué preocuparme y... -De poco vale preocuparse por nada pasado ni presente - aconsejó el conductor -, porque muchas mayores preocupaciones han de venir. -No lo dudo - volvió a admitir Bidworthy, convencido de que el momento no era el más propicio para examinar el lado negro de la vida -. Pero prefiero resolver las mías a su debido tiempo y a mi manera. -No tenemos preocupaciones ni tiempo ni maneras que sean sólo nuestros - afirmó el tozudo oráculo. -No lo sé ni me importa - dijo Bidworthy, cuya compostura disminuía a medida que aumentaba su presión sanguínea. No olvidaba que Gleed y la patrulla estaban viendo, escuchando y probablemente riéndose para sus adentros. Además, había el montón de pasajeros boquiabiertos -. Me parece que esto no es más que cháchara para enredarme. Le conviene saber que no va a servirle de nada. El embajador de la Tierra espera... -Nosotros también - observó el conductor categórico. -Quiere hablar con ustedes - siguió Bidworthy, ¡y hablara! -Dios me libre de prohibírselo. Aquí tenemos libertad de expresión. Que venga y diga lo que sea para que podamos seguir -Es usted - informo Bidworthy - quien va a ir a verlo. Señalo hacia el resto del vehículo -. Y también todos esos. -Yo no - negó un tipo gordo, sacando la cabeza por una ventanilla. Llevaba unas gruesas gafas que le transformaban los ojos en huevos escalfados. Además, se adornaba con un alto sombrero a franjas blancas y rojas, como un caramelo -. Yo no - repitió aquel fantasma, con notable firmeza. -Tampoco yo - le apoyó el chofer. -Está bien - Bidworthy lo miró amenazador - atrévase a mover esa jaula una pulgada hacia atrás o hacia delante y le hago tiras los neumáticos. Salga de ahí -No. Estoy muy bien aquí. Sáqueme si quiere. Bidworthy se volvió a los seis hombres más próximos. -Ya le han oído... Cójanle por la palabra. Abriendo violentamente la puerta, cayeron sobre él. Si esperaban que la víctima opusiese una inútil resistencia, su desilusión fue completa. No intentó debatirse. Le asieron entre todos y él se dejó hacer graciosamente, hasta que tuvieron el cuerpo inclinado y asomando a medias por la puerta. Es cuanto pudieron conseguir -¡Vamos! -les urgió Bidworthy, impaciente.- Enséñenle lo que es bueno. Ni que estuviese atornillado al coche.

Uno de los hombres trepo por encima del cuerpo husmeo en la cabina y dijo. -Pues ¿sabe?. Sí lo está -¿Que quiere decir? -Esta encadenado al árbol del volante. -Eh. Déjenme ver - Lo inspecciono y encontró que así era. Una cadena y un pequeño pero pesado y complicado candado sujetaban la pierna del conductor al coche. - Donde esta la llave. -Regístreme - invito el conductor riendo entre dientes. Eso fue lo que hicieron. El cacheo resultó inútil. No había llave. -¿Quién la tiene? -¡Mels! -¡Ponedle otra vez en el asiento! Ordenó Bidworthy, a punto de estallar. Nos llevaremos a los viajeros. Para mí, un gaznápiro vale tanto corno otro recorrió las puertas abriéndolas con furia -, ¡salgan, y deprisita! Nadie se movió. Lo contemplaban en silencio y con las más varias expresiones, ninguna halagadora. El gordo del sombrero rayado como un caramelo lo miraba con aire sarcástico. Bidworthy decidió que aquel tipo no le gustaba, y que un cursillo de calistenia militar le vendría muy bien para adelgazar. -Pueden salir de pie -sugirió a los viajeros en general y al gordo en particular o de cabeza. Como prefieran. ¡Vamos, decídanse! Ya que es incapaz de usar la frente, al menos podría utilizar los ojos comentó el gordo. Y se removió en el asiento entre armoniosos tintineos metálicos. Bidworthy hizo lo que le sugería, asomando por las puertas para echar una ojeada. Después entró sin más en el vehículo y lo recorrió de cabeza a cola, estudiando a cada viajero. Sus coloradas facciones aparecían bastante oscurecidas cuando salió a hablar con el sargento Gleed. -Están todos encadenados. ¡Todos! -Miro al conductor -. ¿Qué idea es esa de esposar a todo el mundo? -¡Mels! - dijo el conductor, con malos modos. -¿Quién tiene las llaves? -¡Mels! Resoplando, Bidworthy dijo, sin dirigirse a nadie en particular: -Muchas veces he oído hablar de tipos que se vuelven locos y matan gente por docenas. Siempre me preguntaba por qué..., pero ahora lo sé hizo restallar sus nudillos y añadió para Gleed - No podemos conducir este artefacto hasta la nave con ese tipo atado al volante. O encontramos las llaves o tendremos que conseguir herramientas para soltarlos. -O se quitan de nuestro camino y se van tomar una píldora - apuntó el conductor. -¡Cállese! Aunque tenga que estar aquí plantado un millón de años, haré que... -Viene el coronel - susurró Gleed, dándole un codazo. El coronel Shelton llegó y dio una vuelta al coche con paso lento y ceremonioso, examinó su construcción y a sus ocupantes. Se sobresaltó ante el sombrero rayado, cuyo propietario le sonreía burlonamente a través del cristal. Después, se acercó al perplejo grupo. -¿Qué dificultad hay esta vez, sargento mayor? -Están tan locos como los otros, Señor. Hablan por los codos y dicen ¡Mels! .Y sin hacer el menor caso de su excelencia. No quieren salir y tampoco podemos sacarlos porque están encadenados sus asientos. -¿Encadenados? - las cejas de Shelton pegaron un salto -, ¿por qué? -No lo sé, señor. Van como un atajo de ladrones camino de la cárcel, y... Shelton se apartó sin esperar a oír el resto. Entró a cerciorarse de lo decían y volvió. -Algo debe ocurrir, sargento mayor; Pero no creo que sean criminales. -¿No, señor? -No. - Y lanzó una significativa mirada hacia el alegre cubrecabezas y algunas otras excentricidades sartorias, incluyendo el lazo de lunares de un hombre de pelo rojizo -. Parecen más bien un grupo de lunáticos, que llevan al manicomio. Preguntaré al conductor – Se acerco a la cabina -. ¿Le importaría decirme cual es su destino? -Sí respondió el otro. -Muy bien; ¿y cuál es? -Oiga dijo el conductor. ¿ hablamos el mismo idioma? -¿Cómo? -Me preguntó si me importaba y le dije que si - subrayó con un gesto -, y me importa. -¿Se niega a hablar? -Está mejorando su magín, hijito.

-¿Hijito? -intervino Bidworthy, vibrando ante el ultraje. Se da cuenta de que está hablando a un coronel? -Déjemelo a mí -insistió Shelton, apartándole con un gesto. Su expresión era fría cuando se volvió de nuevo al conductor. Sigan su camino. Siento mucho que les hayan detenido. -No tiene importancia -dijo el conductor, con cortesía exagerada -Otro ida me tocara a mí. Con aquella enigmática observación puso en marcha el motor. La patrulla se aparto para dejar sitio. El coche aumentó su zumbido hasta la nota más alta, se lanzó carretera adelante y fue empequeñeciéndose a lo lejos. -¡Por los cuernos de Júpiter! -juró Bidworthy, contemplándolo casi congestionado.- En este planeta hay mas granujas faltos de disciplina que en toda la... -Cálmese, Sargento mayor -Aconsejó Shelton -. Pienso lo mismo que usted pero cuido mis arterias. El hacerlas polvo no resolverá ningún problema. -Acaso, señor; pero... -Nos enfrentamos aquí con algo muy extraño - prosiguió Shelton - Tenemos que descubrir de qué se trata y cómo hacerle frente. Esto probablemente supondrá nuevas tácticas. Hasta ahora, la patrulla no ha conseguido nada. Estamos malgastando el tiempo. Tendremos que discurrir algún método más eficaz para establecer contacto con las autoridades. Haga que los hombres regresen a la nave, sargento mayor. -Muy bien, señor - Bidworthy saludó, dio medía vuelta, entrechocó sus talones y abrió una boca cavernosa -: ¡Patrullaaa... ¡A formar! La conferencia duró hasta bien entrada la noche y se reanudó temprano. Durante estas horas de discusión, diversos semovientes, la mayor parte sobre ruedas, pasaron por la carretera, pero ninguno sé detuvo a contemplar la monstruosa nave espacial ni se acercó a dirigir una palabra amistosa a sus tripulantes. Los extraños habitantes de este mundo parecían afligidos de una peculiar forma de ceguera mental e incapaces de ver una cosa hasta que les era arrojada a la cara, para entonces contemplaría con asombro. Uno de los que pasaron a media mañana fue un camión rugiendo sobre dos docenas de balones de goma y cargado de muchachas con pañuelos de colores que cantaban algo de «un besito antes de despedirnos, mí amor». La media docena de soldados apostados cerca de la cuneta revivieron de pronto, saludaron, silbaron y gritaron. Esfuerzo baldío, porque la canción continuó sin altibajos y nadie contestó al saludo. Para ayudar a la decepción de aquellos románticos, Bídworthy asomó la cabeza por la portezuela y gruñó: -Si os sobran energías, puedo encontrar tarea para vosotros... y no de las más limpias. - Y los fue fulminando uno a uno con la mirada antes de retirarse. En el interior, las jerarquías máximas se hallaban reunidas en torno a una mesa en forma de herradura, en el cuarto de derrota, y debatían la situación. La mayoría de ellos se complacían en repetir con nuevo énfasis lo dicho la noche anterior, ya que no había Otros elementos que aportar. -¿Está seguro - preguntó el embajador de la Tierra al capitán Grayder -, de que este planeta no ha sido visitado desde que el ultimo transporte de emigrantes descargó hace trescientos años? -Seguro, excelencia. Esa visita hubiese sido registrada. -Sí se trataba de una nave terrestre. Pero, ¿y las otras? Tengo la impresión de que estas gentes han sido víctimas una o más naves en visita no oficial y han quedado hartas para siempre de vehículos espaciales Acaso les sometieron a malos tratos o intentaron establecerse a la fuerza donde nadie les llamaba. Quizá tuviesen que luchar para expulsar a una banda de piratas o fueron esquilmados por una flota de mercaderes sin escrúpulos. -Es totalmente imposible excelencia - declaro Grayder - la emigración se extendió por tal numero de mundos que incluso hoy todos ellos están escasamente poblados y apenas un centenar desarrollados, y son incapaces de construir naves espaciales, ni siquiera rudimentarias. Aun los que conocen la técnica carecen de los necesarios elementos industriales Si, eso he creído siempre. Todos los navíos con propulsión Blieder son construidos en el sistema solar y registrados como naves terrestres y su destino es conocido. Aparte ellos no existen mas que ochenta o noventa cohetes anticuados comprados a precio de chatarra por el sistema Epsilon para hacer cabotaje entre sus catorce planetas. Uno de esos, cohetes no seria capaz de llegar aquí ni en cien años. -No desde luego -Embarcaciones particulares capaces de este alcance no existen - aseguro Grayder - tampoco bucaneros del espacio por la misma razón. Una Blieder cuesta tanto que el supuesto pirata tendría que ser billonario antes de dedicarse al oficio -Entonces -dijo el embajador pensativo -volvemos a mi primera teoría... Que algo peculiar a este mundo complicado con la endogamia los ha trastornado.

-Todo esta en favor de esa idea - intervino el coronel Shelton - Debían haber visto como yo aquel coche repleto. Había un tipo fúnebre que llevaba los zapatos descabalados uno marrón y otro amarillo. Y un majadero de cara inflada con un sombrero a rayas como muestra de barbería. Solo le faltaba la pipa de hacer pompas y probablemente se la darán en el sitio a donde iban. -¿Y adonde iban?. -No lo se excelencia. Se negaron a revelarlo. Lanzándole una mirada burlona el embajador observo. -Bien, he ahí una valiosa aportación a nuestros conocimientos. Nuestros espíritus se ven ahora enriquecidos por la idea de que un anónimo individuo puede recibir el regalo de un objeto inútil para un fin indefinible cuando alcance su desconocido destino. Shelton se encogió, deseando no haber visto nunca al gordo o, mucho mejor, el maldito mundo al que pertenecía. -En alguna parte tienen que tener una capital, una sede cívica, un centro de gobierno en el que actúen las personas que tienen las riendas - afirmó el embajador -. Hemos de encontrar ese lugar antes de tomar en nuestras manos y transformar con criterios actuales la organización que posean. Una capital es siempre grande con relación al territorio que administra. Nunca se trata de un lugar corriente y anónimo. Posee ciertos rasgos físicos que lo confieren importancia sobre el resto. Debe ser fácilmente visible desde el aire. Tenemos que buscarla... y en realidad, eso es lo que debíamos haber hecho desde el principio. Las capitales de los demás planetas han sido halladas sin dificultad, ¿Qué ocurre con ésta? -Véalo por sí mismo, excelencia. El capitán Grayder le tendió dos fotografías a través de la mesa -. Aquí están los dos hemisferios, tomados mientras nos aproximábamos. Nada hay en ellos que se parezca a una ciudad más importante que las otras. Ni siquiera una población notablemente mayor que sus hermanas o con características que la diferencien de ellas. -No tengo gran fe en las fotografías, especialmente si están tomadas desde tan lejos. Ve más un par de ojos. Tenemos cuatro botes salvavidas capaces de recorrer este lugar de polo a polo. ¿Por qué no utilizarlos? -Porque, excelencia, no están destinados a estos fines. -¿Y qué importa si dan resultado? Grayder explicó, pacientemente: -Fueron proyectados para ser lanzados al espacio y alcanzar inmediatamente las cuarenta mil millas. Son cohetes ordinarios del viejo estilo, sólo para casos de urgencia. No se puede hacer eficazmente una observación a velocidad superior a cuatrocientas millas por hora, y mantener los botes a esta marcha es tratar de volar a la velocidad de aterrizaje, con lo cual se ahogan los tubos, pierden potencia, se produce un terrible gasto de combustible y se bordea la catástrofe, que seguramente se produciría. -Entonces, ya es hora de que tengamos botes salvavidas propulsados por Blieder, como las naves. -De acuerdo, excelencia. Pero el más pequeño motor Blieder tiene una masa terrestre de más de trescientas toneladas... Demasiado para un bote. - Recogiendo las fotografías, Grayder las guardó en un cajón -. Lo que necesitamos es un viejo aeroplano de hélice. Ellos pueden hacer lo que nosotros no: ir despacio. -Lo mismo podía pedir una bicicleta - gruñó el embajador, molesto. -La tenemos - informó Grayder -. El maquinista de décima Harrison tiene una. -¿Y la ha traído? -La lleva a todas partes. Se dice que duerme con ella. -¿Un cosmonauta cargado con una bicicleta? - El embajador emitió un bocinazo nasal -. Supongo que será para emocionarse con la sensación de velocidad que le da, con la impresión de precipitarse de cabeza al espacio. -No lo sé, excelencia. -¡Hum! Tráiganme a ese Harrison. A necio, necio y medio. Grayder parpadeó, fue al cuadro de comunicaciones y habló por el sistema de altavoces de la nave: -El maquinista de décima Harrison que se presente inmediatamente en el cuarto de derrota. Harrison apareció al cabo de diez minutos. Había venido casi corriendo los mil doscientos metros que separaban la cámara de la sala de Blieders. Era un hombre delgado y nervudo, con oscuros ojos simiescos y un par de orejas que debían frenarle con el viento al pedalear. El embajador le examinó con curiosidad, como un zoólogo inspeccionaría a una jirafa color rosa. -Tengo entendido que posee usted una bicicleta. -No hay nada contra ello en las ordenanzas, señor, y por tanto... - dijo Harríson, suspicaz. -¡Déjese de ordenanzas! - El embajador hizo un gesto de impaciencia -: Estamos varados en una situación absurda y queremos recurrir a métodos absurdos para salir de ella.

-Ya comprendo, señor. -De modo que quiero que haga algo por mí. Saque su bicicleta, vaya a la ciudad, encuentre al alcalde, sheriff, gran preboste, jerarca supremo o como quiera que lo llamen, y dígale que está oficialmente invitado a cenar esta noche junto con todos los demás dignatarios cívicos que quiera traer y, naturalmente, sus esposas. -Muy bien, señor. -No habrá etiqueta - añadió el embajador. Harrison enderezó una oreja, dejó caer la otra e inquirió: -¿Perdón, señor? -Que pueden vestirse como quieran. -Ya. ¿Debo ir ahora mismo, señor? -Al momento. Y vuelva lo antes posible con la respuesta. Saludando torpemente, Harrison salió. Su excelencia buscó un sillón, se tendió en él bien estirado e ignoró las miradas de los otros. -¡Qué bien se está! - Sacó un largo cigarro y le mordió cuidadosamente la punta -. Si no podemos mover sus mentes, recurriremos a sus estómagos - guiñó el ojo a Grayder -, capitán, procure que no falte bebida. Algo fuerte. Coñac venusiano o cosa parecida. Démosles una hora ante una mesa bien provista y ya verán cómo hablan. No habrá quien les haga callar en toda la noche. - Encendió el cigarro y lanzó una bocanada voluptuosa -. Es la vieja e infalible técnica de la diplomacia, la insidiosa seducción del vientre satisfecho. Nunca falla... ya lo verán. Pedaleando con brío por la carretera, el maquinista de décima Harrison alcanzó la primera calle, bordeada de pequeñas casitas independientes rodeadas de cuidados jardines. Una mujer rolliza y de agradable aspecto estaba recortando un seto. Se le acercó, quitándose cortésmente la gorra. -Perdón, señora. Busco al mayor personaje de la ciudad. Ella se volvió a medias, le dirigió una mirada indiferente y señaló con sus tijeras hacia el sur. -Se llama Jeff Baines. Tuerza primero a la derecha y después a la izquierda. Es una pequeña confitería. -Gracias. Siguió su marcha, oyendo cómo el tijereteo se reanudaba a su espalda. Primero a la derecha. Giró alrededor de un largo y bajo camión sobre globos de goma, aparcado junto a la esquina. Después a la izquierda. Tres chiquillos le señalaron con el dedo, advirtiéndole a gritos que la rueda de atrás le daba vueltas. Encontró la confitería, apoyó un pedal en el bordillo y acarició a su máquina para tranquilizarla antes de entrar a ver a Jeff Habla bastante que ver. Jeff tenía cuatro papadas, cincuenta y cinco centímetros de cuello y una panza que le sobresalía medio metro. Un mortal ordinario podía introducirse en cada una de las perneras de su pantalón sin quitarse la ropa. Pesaría lo menos ciento cincuenta kilos, y no cabía duda de que era el mayor hombre de la ciudad. -¿Desea algo? - preguntó Jeff, poniéndose trabajosamente en pie. -No, exactamente. - El maquinista de décima Harrison contempló el suculento despliegue de golosinas pensando que lo no vendido a la hora de cerrar no se lo echaban a los gatos -. Busco a una persona determinada. -¿Sí? No sé qué decirle... - se cogió el grueso labio, pensando unos instantes, y después sugirió -Vea a Sid Wilcock en la avenida Dane. Es el hombre mas decidido que conozco. -No quiero decir eso - explico Harríson. Me refiero a que busco a alguien especial. -Entonces ¿por que no lo dijo?. -Jeff Baines rumio el nuevo problema y finalmente decidió - Para especial no lo hay como Green. Lo encontrara en la zapatería al final de esta calle. No conozco a nadie con mas rarezas y escrúpulos. -No me comprende - explicó Harríson.- Ando en busca de un capitoste para invitarle a una comida. Jeff Baines se acomodo en un alto escabel del que desbordaba por todos lados: -Los picatostes son más típicos del norte. Allí los he comido muchas veces. Por aquí le va a costar trabajo encontrarlos. Pero sobran cosas ricas para colocar una ob al más exigente. -¿Cómo? -Que no es problema plantar una ob de ese modo porque esta tierra tiene fama de buen comer. ¿no le parece?. -No lo sé - Harrison abrió la boca de par en par mientras su cerebro daba vueltas al extraño problema de como plantar una ob. -¿Como que no lo sabe?. Jeff Baines se acaricio un carrillo y suspiro. Señalo a su interlocutor. - ¿Eso que

lleva es un uniforme? -Pues claro. -¡Ah! - dijo Jeff -. Bien me ha engañado con venir solo. Si hubiese visto a unos cuantos vestidos exactamente igual, en seguida me hubiese dado cuenta de que era un uniforme. Eso es lo que significa «uniforme»... todos iguales. ¿No es así?. -Creo que sí - asintió Harrison, que no había pensado jamás en aquello. -Entonces, usted es de esa nave... Debí sospecharlo enseguida. Se conoce que hoy no ando muy despejado. Pero no esperaba ver a uno solo y rodando por aquí en un cacharro de pedales. ¿Es útil, verdad? -Sí - dijo Harrison, mirando alrededor para asegurarse de que ningún socio le había soplado la bicicleta mientras estaba entretenido charlando. Su máquina seguía allí -, es útil. -Está bien. Veamos... ¿a qué ha venido aquí? -He estado intentando decírselo desde que llegué. Me han mandado para... -¿Mandado? - Los ojos de Jeff se abrieron un poco más -. ¿Quiere decir que usted permite que le manden? Harrison abrió la boca. -Pues claro. ¿Por qué no? -Ahora lo comprendo... -dijo Jeff Baines, mientras su gesto de confusión se iluminaba -. Me confunde con su extraño modo de hablar. ¿Se refiere a que plantó una ob a alguien? -¿Qué es una ob? Preguntó Harrison, desesperado. -¡No lo sabe! - comentó Jeff Baines, mirando al cielo con aire de súplica -. ¡No sabe ni eso! - Suspiró con resignación -. Tiene usted hambre acaso? -Sigamos con lo nuestro. -De acuerdo. Puedo explicarle lo que es una ob, pero voy a hacer algo mejor... voy a enseñárselo levantándose del taburete, marchó balanceándose basta una puerta que tenía a su espalda -. No sé por qué me molesto en intentar educar a un uniforme. Debe ser porque estoy aburrido. Vamos, sígame. Obediente, Harrison pasó detrás del mostrador, se detuvo para dirigir a su bicicleta un gesto tranquilizador y siguió al otro por un pasadizo que conducía a un patio. Jeff Baines señaló un montón de cajas. -Conservas - después indicó al almacén que había al lado, ábralas y coloque las latas ahí dentro. Saque las vacías. Hágalo sí le place. ¿Hay libertad, no? - Y emprendió de nuevo su balanceo camino de la tienda. Una vez solo, Harrison se rascó las orejas, pensativo. Tenía la impresión de que allí había algún truco. Un candidato llamado Harrison estaba siendo tentado a hacer oposiciones al certificado de primo. Pero si el juego producía beneficios a quien lo organizaba, valdría la pena aprenderlo. No faltaría ocasión de emplearlo. El que no se arriesga.. Hizo con las cajas lo que se le pedía. Fueron veinte minutos de rápido trajín, tras de lo cual volvió a la tienda. -Ahora - explicó Baines - usted ha hecho algo por mí. Eso significa que me ha planteado una ob. No le doy las gracias por lo que ha hecho. No hace falta. Lo único que tengo que hacer es librarme de la ob. -¿La ob? -La obligación. ¿Para qué usar una palabra tan larga cuando basta con otra más breve? Una obligación es una ob. Y funciona así: Seth Warburton, el de la puerta de al lado, tiene encima una docena de mis obs. Entonces, yo me libro de la que acaba usted de plantarme, y le libro de una de las que él tiene conmigo, enviándole a usted a comer allí. - Escribió brevemente en un trozo de papel -. Dele esto. Harrison lo leyó. Garrapateado con desaliño, decía: «Alimenta a este calamidad. Jeff Baines». Ligeramente amoscado, salió y se quedó junto a la bicicleta releyendo el papel. Sí, decía «calamidad». Sabia de más de uno en la nave a quien le hubiese dado un ataque de cólera. Se fijó en la tienda de al lado. Tenía el escaparate lleno de viandas y dos palabras en grandes letras sobre la puerta: Seth- Comidas. Tomando una decisión a la que le animaban sus tripas, entró en casa de Seth llevando todavía el papel como si se tratase de una sentencia de muerte. Había un largo mostrador, cuyo final se perdía entre una nube de vapor y estruendo de cacharros. Eligió sitio en una mesa de mármol ocupada por una morena de ojos grises. -¿Le molesta? - preguntó cortésmente, mientras se instalaba en una silla. -¿Molestarme el qué? - Examinaba sus orejas como si se tratase de curiosos fenómenos -. ¿Los niños, los perros, los noviazgos largos o salir cuando llueve? -¿Le molesta que me siente aquí? -Si no lo soporto, ya se lo diré. ¿Hay libertad, no? -Si - dijo Harrison -. Claro que la hay.

Se removió en su asiento con la sensación de haber resbalado a la primera. Buscaba algo más que decir, y en ese momento un hombre enjuto con chaquetilla blanca cl plantó delante una bandeja llena de pollo frito y varias clases de verduras desconocidas para él. El espectáculo le calmó los nervios. Ya no recordaba cuántos años hacía que no había visto pollos fritos, ni cuántos meses que sólo comía vegetales en polvo. -¿Qué? - dijo el camarero, interpretando mal su éxtasis ante la comida -. ¿No le gusta? -Sí - le entregó el trozo de papel ¡Vaya sí me gusta! Echando una mirada a la nota, el camarero dijo a alguien apenas visible entre el humo que envolvía el mostrador: -Te has cargado otra de las de Jeff - Y se alejó, rompiendo el papel en pedacitos. -Buena jugada - comentó la morena señalando con un gesto la colmada bandeja -. Le dan una ob de comida, usted la coloca al momento y todos en paz. Yo, en cambio, tendré que lavar platos para librarme de la mía, o matar una que Seth tenga de algún otro. -Coloqué una partida de conservas. -Harrison tomó cuchillo y tenedor, con la boca hecha agua. En la nave no había cubiertos. No hacían falta para los polvos y las píldoras -. ¿Aquí no se puede elegir, verdad? Se conforma uno con lo que le den. -No si tiene una ob sobre Seth. En ese caso, él ha de cumplir lo mejor que pueda. Debió decírselo en vez de esperar a ver lo que ocurría y quejarse después. -No me quejo. -Está en su derecho. ¿Hay libertad, no? -Pensó un poco y continuó -: Pocas veces tengo alguna de ventaja sobre Seth, pero cuando la tengo, pido piña helada y me la traen a toda prisa. En cambio, si es él quien la tiene me toca a mí andar lista. -Sus ojos grises se entornaron con súbita sospecha y añadió -: Escucha como si todo esto fuese nuevo para usted. ¿No es de aquí? Él negó, con la boca llena de pollo. Al rato pudo ya decir: -Soy de esa nave espacial. -¡Dios mío! - Ella adoptó una actitud mucho más fría -. ¡Un antigand! Nunca lo hubiera sospechado. ¡Si parece usted casi humano! -Es una semejanza que me ha tenido siempre muy orgulloso. - Sentía que su ingenio revivía junto con su estómago. Miró alrededor sin dejar de comer. Acudió el hombre de la chaquetilla blanca -. ¿Qué hay para beber? -Ditá, dulce y seco, shemak y café. -Café. Solo y doble. -El shernak es mejor - aconsejó la morenita cuando el camarero se alejó -. Pero no tengo por qué decírselo. Le trajeron una jarra como de medio litro. Mientras se lo servía, dijo el camarero: -Puede elegir, ya que es Seth el obligado. ¿Qué quiere después... pastel de manzana, bocaditos de yompik, chiribanos rayados o canimelones en almíbar? -Piña helada. -¡Puf! - El camarero parpadeó mirando a Harrison, lanzó a la chica una mirada acusadora, se marchó y trajo la piña. Harrison la empujó ante sí. -Tómela y disfrute. -Es suya. -No podría comerla aunque quisiera. -Tomó otra tajada de pollo, terminó el café y empezó a sentirse en paz con el mundo -. No se come mal aquí. - Hizo un movimiento indicador con su tenedor -. Vamos, ánimo. Olvídese de la línea. -No - empujó con firmeza la piña hacia él. Si la tomo, habré cargado con una ob. -¿Y qué? -No permito a extraños plantarme una ob. -Eso está muy bien. Muy digno de usted. - aprobó Harrison - Los extraños tienen a veces ideas muy raras -Usted debe saberlo - asintió ella. Aunque no se a que se refiere. -¡Cuanta inocencia!. -¿Eh?. La piña volvió a viajar en dirección a ella. Si cree que esto le compromete a saldarme una ob, puede hacerlo ahora mismo y sin molestias. Solo necesito cierta información. Dígame donde puedo encontrar al pez

más gordo de la localidad. -Eso es fácil. Vaya a casa de Alee Peters hacía la mitad de la calle Décima -Y la emprendió con el postre. -Gracias. Empezaba a creer que esta han todos locos o hablaban en charadas. Continuó con su comida la terminó y se recostó satisfecho. El desacostumbrado aumento debió hacer que su cerebro trabajase con alguna mayor viveza porque al cabo de un minuto una expresión de profunda sospecha le ensombreció la cara y pregunto. -¿Ese Peters tiene alguna pescadería?. -Claro. Con un suspiro de placer, su vecina apartó el plato vacío. Él gruñó por lo bajo antes de explicarle: -A quien yo busco es al alcalde. -¿Y eso qué es? -El número uno. El patrón. El jefazo, mandamás o como ustedes lo llamen. -Tampoco lo entiendo - dijo ella, realmente confusa. -El hombre que rige esta ciudad El que los dirige. -Acláremelo un poco -sugirió ella tratando de ayudarle -¿Qué o a quien tiene que dirigir ese ciudadano? -A usted a Seth y a todos los demás - hizo un gesto para abarcar a la población entera. Ella arruga la frente -¿Dirigirnos adonde? -Adonde vayan Renuncio derrotada e hizo una seña al camarero para que viniese en su ayuda. -Matt, ¿vamos a ir a algún sitio? -¿Y yo que sé?. -Bueno pregúntaselo a Seth Se marcho para volver con la respuesta. -Seth dice que él se va a casa a las seis y que por que lo pregunta. -¿Le lleva alguien a casa? -No diga cosas raras. Sabe el camino y no ha bebido. -No se por que tiene que resultar esto tan difícil -intervino Harrison. -Díganme simplemente donde puedo encontrar a un funcionario, a cualquier funcionario. El jefe de policía, el depositario, el comisario de cementerios o aunque sea un simple juez de paz. -¿Qué es un funcionario? - preguntó Matt, francamente intrigado. -¿Qué es un juez de paz? - dijo a dúo la morenita. La mente de Harrison resbaló y dio un par de volteretas. Le costó un rato volver a reunir sus pensamientos y probar otra táctica. -Supongamos - dijo a Matt, que este local se incendie. ¿Qué haría usted? -¡Abanicarlo! -respondió Matt, ya harto y sin esforzarse por disimularlo. Y se fue al mostrador con el aire de quien no tiene tiempo para gastarlo en tonterías. -Lo apagaría - opinó la morena - ¿Qué cree que iba a hacer? -¿Y si no pudiese? -Llamaría a otros para ayudarle. -¿Y le ayudarían? -Naturalmente - aseguró ella, contemplándole con lástima -. Todos querrían aprovechar la ocasión. Menuda cosecha de obs, ¿no le parece? -Sí, me parece -. Empezaba a sentirse sin fuerzas, pero dio un último tiento al problema -. ¿Y si el fuego fuese demasiado fuerte para que pudiesen apagarlo los que pasaban? -Llamaría a los bomberos. Retrocedía la derrota, remplazada por una aurora de triunfo. -¡Ah! ¿Entonces hay bomberos? A eso me refiero cuando hablo de funcionarios. Eso es lo que estaba buscando. Dígame enseguida dónde puedo encontrar el parque. -Al final de la Doce. No tiene pérdida. -Gracias - se levantó apresuradamente -. Hasta la vista. - Salió a toda prisa, cogió su bicicleta y tomó la curva disparado.

El parque de bomberos era un amplío patio en el que había cuatro escaleras desplegables, una plataforma elevada y dos bombas múltiples, todas motorizadas por el acostumbrado sistema de los grandes balones de goma. Dentro, Harrison, se encontró a un hombrecillo vestido con unos enormes bombachos. -¿Busca a alguien? -Al jefe de bomberos. -Y ese quien es. Ya preparado para aquello, Harrison le hablo como a un niño. -Fíjese bien. Esto es un servicio contra incendios, Alguien tiene que dirigirlo. Alguien dirige este sitio, llena impresos, da timbrazos decide los ascensos, abusa del que no tiene padrinos, se apunta los méritos, encasqueta a otros los fracasos y hace, más o menos, lo que le da la gana. Es el más importante del cotarro y todo el mundo le conoce - su índice se clavó en el pecho del hombrecillo -, y ése es el tipo a quien voy a hablar, aunque sea lo último que haga en mi vida. -Nadie es más importante que los demás. ¿Cómo va a serlo? Me parece que no está usted en sus cabales. -Usted dirá lo que quiera, pero le aseguro que... -Un campaneo desenfrenado vino a cortar la frase. Veinte hombres surgieron como por arte de magia, asaltaron una escalera y una multíbomba y desaparecieron rugientes calle abajo. Unos cascos aplastados en forma de palangana eran lo único común a todo el equipo. Por lo demás, parecían un museo de horrores indumentarios. El hombre de los bombachos, que se había subido a la bomba de un salto, se acomodó entre un bombero gordo que llevaba una especie de faja arco-iris y otro delgado con una faldilla escocesa amarillo canario. El último en aparecer usaba pendientes en forma de campanilla y persiguió desesperadamente a la bomba, se agarró a la trasera, se soltó y quedó desconsolado viendo alejarse el estruendo. Volvió balanceando cl casco en la mano. -¡Qué mala pata! - comentó ante el boquiabierto Harrison. La mejor alarma del año. Una gran fábrica de cerveza. Cuanto antes lleguen, mayores serán las obs que le plantifiquen. Se pasó la lengua por los labios al pensarlo, sentado en un rollo de manguera de lona -. Bueno, quizá sea mejor para mi salud. -Dígame una cosa - inquirió Harríson -. ¿De qué vive usted? -¡Vaya una pregunta! Ya lo ve. Soy bombero. -Lo sé. Lo que quiero decir es quién le paga. -¿Pagarme? -¿Quién le da dinero por hacer esto? -Tiene usted una forma muy rara de hablar. ¿Qué es dinero? Harríson se rasco el cráneo para activar la circulación sanguínea en su cerebro. «¿Qué es dinero?». Ya. Corrigió el tiro. -Supongamos que su mujer necesita un abrigo nuevo. ¿Cómo lo consigue? -Va a una tienda que tenga obs de incendios y salda un par de ellos. -¿Pero qué pasa sí no ha habido incendio en ningún comercio de ropas? -Es usted bastante ignorante, hermano. ¿De qué parte del mundo sale? - Las campanillas de sus orejas tintinearon cuando se volvió para estudiarle un momento antes de proseguir -. Casi todas las tiendas tienen obs de incendio. Asignan unas cuantas por mes para estar más seguros. Se previenen, ¿comprende? Además, procuran de algún modo tener obs contra nosotros, para que cuando van os en su ayuda tengamos que saldar primero las suyas antes de poderles plantar otras nuevas. Esto nos impide extralimitamos y dejarnos llevar de la avaricia. Es una medida que reduce los riesgos del negocio. Bien pensado, ¿no le parece? -Acaso, pero... -¡Ahora caigo! - interrumpió el otro, entornando los ojos. Usted es de la cosmonave. Es un antigand. -Soy un terrestre - dijo Harrison con la debida dignidad -. Y aún más, todos los que fundaron este planeta eran terrestres. -¿Quiere enseñarme nuestra historia? Soltó la carcajada -. Está usted en un error. Hubo un cinco por ciento de marcianos. -También ellos descienden de colonos terrestres - replicó Harrison. -¿Y eso qué? Fue hace tanto tiempo... Las cosas cambian. En este mundo ya no hay terrestres ni marcianos... salvo ustedes, venidos sin que nadie les llamase. Aquí somos todos gands. Y ustedes, los entrometidos, antigands. -No somos anti nada, que yo sepa. ¿De dónde se han sacado esa idea? -¡Mels! -dijo el otro, de pronto decidido a no seguir intimando. Se inclinó el casco sobre la oreja y escupió en el suelo. -¿Cómo?

-Ya me ha oído. Coja la scooter y lárguese. Harríson cedió e hizo lo que le mandaban. Con aire sombrío inició el pedaleo hacia la nave. Su excelencia le ensartó en una mirada autoritaria. -¿De modo que al fin ha vuelto? ¿Cuántos van a venir y a qué hora? -Ninguno, señor - dijo Harríson, sintiéndose más débil por momentos. -¿Ninguno? - Las augustas cejas se enarcaron. ¿Quiere decir que han rechazado mí invitación? -No, señor. El embajador hizo una pausa y al fin dijo: -Explique lo que sea. No esté ahí con la boca abierta como si su velocípedo acabase de dar a luz un patín de ruedas. Dice que no han rechazado mi invitación..., pero que no va a venir nadie. ¿Qué quiere que haga con semejante explicación? -No invité a nadie. -¿De modo que no invitó a nadie? Se volvió a Grayder Shelton y los demás. - ¡No invito a nadie! - Se enfrento de nuevo con Harrison Supongo que se le olvido embriagado por la libertad y el poder del hombre que cabalga su maquina se lanzo por la ciudad lo menos a treinta por hora sembrando la consternación entre los ciudadanos despreciando sus leyes de trafico poniendo en peligro la vida de las personas y sin molestarse siquiera en tocar el timbre ni... -No tengo timbre señor - negó Harrison, dolido en lo mas intimo por aquella lista de enormidades. Llevo una sirena que actúa por rotación con la rueda trasera -¡Además! - dijo el embajador como quien abandona toda esperanza. Se echo hacia atrás y se enjugo la frente varias veces - Hay uno a quien van a darle una pipa de hacer pompas. - Señalo trágicamente con el dedo y este tiene una sirena. -Yo mismo la proyecte, señor - dijo Harrison obsequioso -Pues claro. Ya me lo imagino Es lo que podía esperarse de usted. - El embajador volvió a recobrar su dominio . - Vamos dígame algo en confianza sólo entre usted y yo - Se inclino y le hizo la pregunta con un susurro que dio siete veces la vuelta a la habitación. - Por que no invito a nadie. -No encontré a quien invitar señor. Hice cuanto pude, pero no parecían saber de que les hablaba. O lo fingían. -¡Ya! -Su excelencia miro por la compuerta más cercana y consulto su reloj. -Esta oscureciendo. Es tarde para intentar nada más. Gruño con fastidio. -Otro día perdido. El segundo y seguimos cazando moscas. Su mirada volvió a posarse en Harrison. Bien como de todos modos hay que matar el tiempo, podemos oír su historia completa. Díganos lo ocurrido con todos los detalles. Quizá podamos hallarle algún sentido. Harríson lo contó terminando. -Me parece señor, que lo mismo hubiera dado seguir una semana tratando de sacar algo en limpio de gente que tiene el cerebro en dirección este Oeste mientras el mío señala norte sur. Se puede estar charlando con ellos hasta el día del juicio e incluso hallarse en confianza y disfrutar con la conversación sin que ninguno sepa de que esta hablando el otro. -Así parece - comento secamente el embajador. Se volvió al capitán Grayder. -Usted ha viajado mucho y visto gran cantidad de mundos nuevos. Que saca en claro de todo este embrollo. -Es un problema de semántica - dijo Grayder, a quien las circunstancias habían obligado a estudiar la materia.- Se presenta en casi todos los mundos que han estado largo tiempo sin contacto, aunque no suele ser tan grave como para resultar inabordable - se detuvo, recordando -. El primer tipo que encontramos en Basileus dijo, cordialmente y en lo que imaginaba un perfecto inglés: ¡Ya alegren descalzos!. -¿Y qué querían decir? -Pasen, pónganse las zapatillas y sean felices. En otras palabras, ¡bienvenidos! No era difícil descifrarlo, sobre todo si uno se espera ya algo semejante. - Grayder miró pensativamente a Harrison y Continuo -: Aquí las cosas parecen haber llegado a mayores extremos. El idioma sigue siendo fluido y conserva las suficientes semejanzas superficiales para ocultar cambios más profundos, pero se ha alterado el sentido, se han descartado conceptos sustituyéndolos por otros, han cambiado los puntos de vista... y naturalmente, está el inevitable impacto del argot local. -Como ese mels - apuntó su excelencia -. Es una extraña palabra sin aparentes raíces terrestres. Y no me gusta su manera de usarla. Suena tan insultante... Quizá tenga alguna relación con esas obs de que están siempre hablando.

-No la tiene - afirmó Harrison. Vaciló, vio que esperaban sus palabras y se decidió -. Al volver me crucé con la señora que me indicó la casa de Baines. Me preguntó sí le había encontrado, y le dije que sí y le di las gracias. Charlarnos un poco. Le pregunté qué significaba mels. Me dijo que era argot formado por iniciales... - Se detuvo. -Adelante - dijo el emperador -, después de algunos de los comentarios que he oído por el tubo de ventilación de la sala de Blieders puedo digerir cualquier cosa. ¿Qué significa? -«M-e-l-s» - informó Harríson, pestañeando -, «Métase en lo suyo». -¡No! - Su excelencia se acaloró ¡Entonces era eso lo que me decían...! -Me temo que sí, señor. -Está claro que tienen mucho que aprender -su cuello se hinchó con repentina furia antídíplomática, dio una palmada en la mesa y dijo a voz en cuello -: ¡Y van a aprenderlo! -Sí, señor - aprobó Harrison, más violento que nunca y deseando marcharse -. ¿Puedo ir a echar un vistazo a mi bicicleta? -¡Salga de mi vista! - gritó el embajador. Hizo un par de gestos sin sentido y volvió la cara congestionada al capitán -Grayder -. ¡Bicicleta! ¿Hay alguien en la nave que tenga una honda? -Lo dudo, excelencia, pero sí lo desea haré averiguaciones. -No sea imbécil - ordenó su excelencia -. Tenemos ya cubierto el cupo de majaderos. Aplazada hasta la mañana siguiente, la próxima conferencia fue relativamente breve y tranquila. Su excelencia tomó asiento, carraspeó, se ajusto la chaqueta y recorrió la mesa con mirada. -Examinemos otra vez lo conseguido. Sabemos que los asnos que habitan este planeta se llaman a sí mismos gands, se interesan muy poco por su origen terrestre y se empeñan en calificarnos de antigands. Esto supone toda una educación, y como resultado una opinión hostil hacia nosotros. Se les ha enseñado desde la infancia a dar por sentado que siempre que aparezcamos en escena y será para ir contra todo lo que ellos prefieren. -Y no tenemos la más remota idea de cuáles son estas preferencias - dijo el coronel Shelton, sin venir a cuento. Pero servia para demostrar que estaba presente y atento. -Me doy perfecta cuenta de nuestra ignorancia a este respecto - comentó el embajador -, mantienen una conspiración del silencio sobre sus motivaciones esenciales. Hemos de romperla de algún modo. - Carraspeo para continuar -. Tienen un extraño Sistema económico no monetario que, en mi opinión solo puede funcionar cuando existe gran abundancia. No podrán soportar el día en que la superpoblación ocasione escaseces graves. El sistema Parece basarse en técnicas cooperativas, régimen de empresa privada, una red de palabras de honor propias de un jardín de la infancia y una buena dosis de pura y simple payasada. Esto lo hace aún más absurdo que aquel galimatías que encontraron en los otros cuatro planetas del sistema Epsilon. -Pero funciona - observó Grayder, categórico. -En cierto modo. La bicicleta del maquinista ese de las orejas de soplillo también funciona. Pero a qué costa! ¿Cuántos sudores le ahorraría un vehículo a motor? - Encantado con su ejemplo, el embajador lo saboreo unos segundos -. Este sistema de economía - sí a eso puede llamarse un sistema - es casi con certeza el resultado final del azaroso desarrollo de alguna excentricidad traída por los primeros pobladores. Sigue sin motorizar, como sí dijésemos. Lo saben, pero no desean remediarlo porque mentalmente llevan trescientos años de retraso. Temen el cambio, a la mejora, a la eficacia... como la mayoría de los pueblos atrasados. Además, algunos de ellos tienen interés en conservar las cosas como están.- Resolló con estruendo para expresar su menosprecio -. Van contra nosotros sólo porque prefieren seguir sesteando. Su mirada autoritaria recorrió la mesa, desafiándoles a decir que ésta podía ser una razón tan buena como cualquier otra. Pero eran demasiado disciplinados para caer en la trampa. Ninguno hizo comentarios, por lo que prosiguió: -A su debido tiempo, cuando tengamos el asunto en la mano, se nos presentará una larga y fastidiosa tarea. ¡Habremos de alterar todo su sistema docente con vistas a eliminar los prejuicios antiterrestres y ponerles al día en las realidades vitales. Ya hemos tenido que hacerlo en algunos otros planetas, pero no en la medida en que será necesario aquí. -Lo conseguiremos - prometió alguien. Ignorándole, el embajador concluyó: -No obstante, todo esto pertenece al futuro. Ahora tenemos un problema que resolver. ¿Dónde están los resortes del poder y quién los maneja? He aquí algo que hemos de solucionar antes de conseguir el menor progreso. ¿Cómo vamos a hacerlo? - Se echó hacía atrás en su sillón y añadió -: Hagan trabajar a sus cerebros

y comuníquenme sus brillantes ideas. El capitán Grayder se puso en píe, con un grueso volumen encuadernado en cuero en la mano. -Excelencia, no creo que necesitemos discurrir nuevos planes para establecer contacto y conseguir informes esenciales. Me parece que el próximo paso va a dictárnoslo la necesidad. -¿Qué quiere decir? -En mi tripulación hay muchos veteranos, auténticos picapleitos del espacio - golpeó sobre el libro -, conocen las ordenanzas tan bien como yo. A veces creo que las conocen más de la cuenta. -¿Y...? Grayder abrió el libro: -La norma 127, dice que «en un mundo hostil la tripulación presta servicio en píe de guerra hasta volver al espacio. En un mundo no hostil, el servicio se rige por las normas de tiempo de paz». -¿Y qué deduce usted de ello? -La norma 131 A, dice que «en estado de paz, la tripulación - con excepción del mínimo necesario para el funcionamiento de los servicios -, tiene derecho a un permiso en tierra inmediatamente después de terminar la descarga de la nave, si hiciese transporte o a las setenta y dos horas terrestres de la llegada en todo caso» Levanto la vista A mediodía todos los hombres estarán preparados para desembarcar y deseando hacerlo. Habrá protestas sí se les prohíbe -¿De veras? - dijo el embajador sonriendo ladinamente - ¿Y que pasará si yo digo que este mundo es hostil? ¿Tendrán que agachar las orejas no? Consultando impasible su libro Grayder volvió a leer. -La norma 148 dice que «se califica de mundo hostil al planeta que sistemáticamente se opone por la fuerza a los ciudadanos del imperio». Volvió la pagina. -Para los efectos de estas normas la fuerza es definida como «toda acción dirigida a infligir daño físico logre o no su intento» -No estoy de acuerdo - dijo el embajador frunciendo acusadamente el ceño. Un mundo puede ser psicológicamente hostil sin recurrir a la fuerza Aquí tenemos un ejemplo. No estamos ante un mundo amistoso -No hay mundos amistosos en las ordenanzas espaciales - informo Grayder. Todo planeta pertenece a una de esas dos clases hostil o no hostil - golpeo la cubierta de cuero, todo está aquí previsto. -Seriamos unos locos de atar si consintiésemos que un simple libro nos diese ordenes o permitiese que nos las de la tripulación. Tírelo por la ventanilla métalo en el desintegrador o líbrese de el como quiera y olvídelo. -Con todos los respetos excelencia no puedo hacerlo. Grayder abrió el tomo por la primera pagina. Las normas básicas 1 A 1 U y 1 C dicen lo siguiente «Tanto en el espacio como en tierra el personal de una nave está bajo el mando directo de su capitán o del lugarteniente de éste, que se regirán exclusivamente por las ordenanzas espaciales y serán responsables únicamente ante el comité espacial con sede en la Tierra. La misma norma es aplicable a cuantas tropas, funcionarios y pasajeros civiles se hallen a bordo de una nave en travesía espacial, tanto durante el vuelo como en escala. Con independencia de su rango o autoridad, todos ellos están subordinados al capitán o a su lugarteniente» Lugarteniente es «el oficial que hace las veces de su inmediato superior por incapacidad o ausencia de este» -En resumen que es usted el amo - dijo el embajador no muy complacido - Si no nos gusta, tendremos que abandonar la nave. -Con el mayor respeto, debo confirmar que tal es la situación. Yo nada puedo hacer... las ordenanzas son las ordenanzas. ¡Y mis hombres lo saben!. Cerro ruidosamente el libro y lo aparto de sí. Los hombres esperarán hasta mediodía planchando sus pantalones, dándose brillantina y todo lo demás. Después se dirigirán a mí por el conducto reglamentario a lo que nada puedo oponer. Pedirán al primer contramaestre que me presente la lista de permisos para mi aprobación - suspiró profundamente -, lo más que puedo hacer es discutir ciertos nombres y tachar a unos cuantos... pero me es imposible negar el permiso a los demás. La libertad para irse de juerga puede ser buena cosa, después de todo - sugirió el coronel Shelton, nada enemigo de contribuir en persona a la operación -. Un villorrio como éste despierta cuando la flota está en el puerto. Necesitamos establecer el mayor número posible de contactos. ¿No es eso lo que perseguimos?. Necesitamos dar con los jefes de este planeta - puntualizó el embajador -. Y no me los imagino emperejilándose, poniéndose sus mejores sombreros y precipitándose a invitar a una banda de marinos ansiosos. - Sus lozanos rasgos se endurecieron - Tenemos que encontrar las agujas de este pajar y no es trabajo para una pandilla de juerguistas.

Estoy bastante de acuerdo con vuecencia - intervino Grayder -, pero no habrá más remedio que probar. Si los hombres quieren salir, las circunstancias me privan de poder para impedírselo. Sólo una cosa podría darme ese poder. -¿Y cuál es? -Pruebas que me permitan declarar a este mundo hostil en el sentido de las ordenanzas espaciales. -Bien, ¿y no podremos arreglarlo de algún modo? Sin esperar respuesta, el embajador continuó -: En toda tripulación hay un pendenciero incurable. Busque al suyo, dele un vaso doble de Coñac venusiano y dígale que tiene permiso..., pero que duda si podrá disfrutarlo, porque esos gands nos desprecian como a ratones. Después. Póngale en la puerta. Cuando vuelva con un ojo negro y contando mentiras sobre esos tipos, declare hostil al planeta - movió la mano en expresivo gesto -. Ahí lo tiene. Violencia física. Todo según el libro. -La norma 148 A, al subrayar que la oposición por la fuerza ha de ser sistemática, advierte que los altercados individuales no pueden ser tomados como prueba de hostilidad. El embajador se encaró airado con el decano de los funcionarios: -Cuando vuelva a la Tierra, si es que vuelve, puede contar al departamento que corresponda cómo está el servicio de atascado, desordenado y obstaculizado por culpa de los burócratas que escriben libros. Antes de que el otro pudiese discurrir una respuesta en defensa de sus colegas que no contradijese al embajador, llamaron a la puerta. Entró el primer contramaestre Morgan, saludó marcialmente y ofreció un papel al capitán Grayder. -La primera lista de permisos, señor. ¿Le parece bien?. Cuatrocientos veinte hombres cayeron sobre la ciudad a primeras horas de la tarde. Avanzaban hacia ella como suelen los hombres que han estado largo tiempo privados de sus brillantes luces, es decir, ansiosos y expectantes, en bulliciosos grupos que iban de la pareja a la nutrida pandilla. Gleed se unió a Harrison. Ninguno de los dos tenia colegas, aquél por ser el único sargento con permiso, éste como el único maquinista de primera clase que venia en la nave. Eran también los dos únicos peces fuera del agua porque ambos vestían de paisano y Gleed echaba de menos su uniforme mientras Harrison se sentía desnudo sin su bicicleta. Tan triviales rasgos les daban lo bastante en común para justificar al menos una jornada en compañía. -Esto es estupendo - afirmó Gleed con inmenso entusiasmo -, he disfrutado en mi vida muchos permisos, pero éste es único. En todos los demás, la gente se enfrentaba con el mismo problema: qué usar como dinero. Tenían que acabar como un batallón de Santa Claus, cargando con cuanto pudiera servir para hacer algún trato. Como siempre las nuevas décimas partes de ello resultaban inútiles y les tocaba volver pujarlas hasta la nave. En Perséfone - dijo Harrison -, uno de aquellos milik tan zanquilargos me ofreció un diamante de veinte quilates, azulado y con aguas, por mí bicicleta. -¡Qué bárbaro! ¿Y no lo cogiste? -¿Para qué? Hubiese tenido que retroceder dieciséis años-luz para comprarme otra. -Podrías arreglarte sin bicicleta una temporada. -Mejor me las arreglo sin diamante. No puedo ir por ahí montado en él. -Ni tampoco tendrás más ocasiones de vender una bicicleta por el precio de una selenave de sport. -Quién sabe... Lo cierto es que aquel milik me ofreció un pedrusco como un huevo. -¡Estás loco! Te hubiesen dado de doscientos a doscientos cincuenta mil créditos por aquel pedrusco, como tú dices, si no tenía tachas. - El sargento Gleed se relamió al pensar en aquel montón de papel -. Dinero en abundancia... eso es lo que importa. Y eso es lo que tiene este permiso. Siempre que salíamos, Grayder nos sermoneaba sobre la importancia de causar buena impresión, portarnos como auténticos cosmonautas y todo eso. Esta vez hablo de dinero. -Es cosa del embajador -De quien sea -dijo Gleed -. Diez créditos, una botella de coñac y permiso doble para todo el que vuelva a la nave con un gand adulto varón o hembra, sociable y dispuesto a cantar. -No será fácil ganárselos -Cien créditos para quien consiga el nombre y dirección del primer dignatario cívico de la ciudad. Mil por el nombre y situación exacta de la capital del planeta - silbó feliz y añadió -: Alguien va a echar mano a esa pasta y no será Bidworthy, Ese no salió de la madriguera. Lo sé.... porque era yo quien estaba en la puerta. Dejó de hablar y se volvió para mirar a una rubia alta y cimbreante que se cruzó con ellos. Harrison le cogió por el brazo. -Aquí está la tienda de ese Baines de quien te hablé. Vamos a entrar.

-Bueno, entraremos -lo siguió a regañadientes, con la mirada todavía tirando de él calle abajo. -Buenas tardes - dijo Harrison en tono jovial. -No lo son le contradijo Jeff Baines -. No se vende nada. Hoy se juega una semifinal y está allí medio mundo. Se acordarán del estómago cuando esté cerrado, y mañana vendrán todos a la vez y no habrá manera de servirlos. -¿Cómo puede irle mal el negocio sino gana dinero ni siquiera cuando va bien? - le preguntó Gleed, aplicando razonadamente lo que sabia por Harrison. Los grandes ojos de luna de Jeff se posaron en él lentamente antes de volverse a Harrison. -De modo que otro de los suyos... ¿De qué habla? -De dinero - dijo Harrison -. Una cosa que utilizamos para simplificar el comercio. Son unos impresos, una especie de obs escritas de diversos tamaños. -¡Qué significativo es eso! - observó Jeff Baines. ¿Cómo fiarse de una gente que tiene que registrar por escrito cada ob porque ni siquiera se fían unos de otros? -Se acercó bamboleándose a su alto taburete y se instaló en él. Su aliento era trabajoso y silbante -. Y esto confirma lo que siempre han enseñado en nuestras escuelas, que un antigand es capaz de engañar a su madre viuda. -Sus escuelas están equivocadas aseguro Harrison. -Es posible -Jeff no veía la necesidad de discutirlo - pero tomaremos nuestras precauciones hasta que cambiemos de opinión - los miro con mayor atención. -De todos modos ¿que se les ofrece?. -Necesitamos un buen consejo - se apresuro Gleed - estamos de permiso ¿Hacia dónde caen los mejores sitios para comer y divertirse? -¿Cuanto tiempo tienen? -Hasta mañana al oscurecer -Imposible - Jeff Baines sacudió tristemente la cabeza - Necesitarían de aquí a entonces para plantear las obs precisas y empezar a conseguir lo que desean. Además muchos no permitirán que un antigand les plante una ob. Son algo raros ¿saben? -¿ No podremos siquiera conseguir una buen comida? - pregunto Harrison. -No se que decirles - Jeff lo pensó rascándose algunas de sus barbillas. -Quizá consigan arreglárselas, pero en esta ocasión no puedo ayudarles. No tienen nada que yo necesite de modo que no pueden usar ninguna de las dos que tengo plantadas -¿Y que nos aconseja usted? -Si fuesen de aquí seria distinto. Podrían conseguir cuanto quisieran ahora mismo cargándose con un montón de obs, para saldarlas en el futuro a medida que surgiese la oportunidad. Pero no creo que nadie de crédito a unos antigands que están hoy aquí y mañana quien sabe donde. -No tan aprisa -dijo Gleed - Cuando envían un embajador imperial quiere decir que los terrestres no piensan moverse de aquí. -¿Quién dice eso? -El imperio. Ustedes forman parte de el ¿no?. -Ni hablar -dijo Jeff - No formamos parte de nada ni queremos formarla. Y aun más nadie va a obligarnos a ello. -Gleed se apoyo sobre el mostrador y contemplo con aire ausente una gran lata de jamón cocido. -Teniendo en cuenta, que estoy de paisano y franco de servicio simpatizo con usted aunque no debiera decirlo tampoco a mí me gustaría dar con mis huesos en las manos de unos burócratas de otro mundo. Pero les va a costar lo suyo echarnos de aquí. Las cosas como son. -No con nuestros medios - opinó Jeff. Parecía muy confiado. -No parecen tener muchos - dijo Gleed, más en son de amistosa critica que con abierto desprecio. Se volvió a Harrison -: ¿No crees? -Nadie lo diría - opinó Harrison. -No se fíen de las apariencias - aconsejó Jeff -. Tenemos más de lo que pueden sospechar. -¿Qué, por ejemplo? -Pues, para empezar, el arma más poderosa que pudo imaginar la mente humana. Somos gands, ¿saben? Por tanto, no necesitamos naves ni cañones ni otros juguetes semejantes. Tenemos algo mejor, algo eficaz y contra lo que no existe defensa. -Me gustaría verlo -le desafió Gleed. Los datos sobre un arma nueva poderosísima serian algo más valioso que la dirección del alcalde. Grayder podría sentirse lo bastante impresionado para aumentar la prima hasta

cinco mil créditos. Con un matiz de sarcasmo, añadió -: Pero, naturalmente, no espero que usted revele tales secretos. -No es nada secreto -dijo Jeff, para su sorpresa -. Pueden tenerlo gratis siempre que quieran. Ningún gand esperará recompensa por ello. ¿Quieren saber por qué? -Desde luego. -Porque solo actúa en un sentido. Podemos usarla contra ustedes... pero ustedes no pueden utilizarla contra nosotros. -Eso no existe. No hay arma inventable que otro no pueda utilizar si cae en sus manos y sabe como manejarla. -¿Esta seguro? -Segurísimo -dijo Gleed, sin la menor vacilación -. Llevo veinte años en las tropas cósmicas y sé cuanto hay que saber de armas, desde los arcos y las flechas a las bombas H. Si quiere tomarme el pelo, ha ido a mal sitio. Un arma de dirección única es imposible. -No discuta - sugirió Harrison a Baines -. No se convencerá hasta que lo vea. -Ya me doy cuenta -la cara de Jeff Baines se iluminó con una lenta sonrisa -. Ya les he dicho que podrían tener nuestra arma milagrosa con solo pedirla. ¿Por qué no la piden? -De acuerdo; ya la estoy pidiendo -Gleed lo dijo sin mucho entusiasmo. Un arma que se entrega a petición, sin ni siquiera la necesidad de plantar primero una pequeña ob, no podía ser muy poderosa. Sus imaginarios cinco mil créditos se quedaron en cinco, y después en ninguno -. Démela y déjeme probarla. Girando pesadamente en su taburete, Jeff estiró el brazo, descolgó una pequeña y reluciente placa que pendía de un gancho y la puso en el mostrador. -Guárdesela - dijo -, y que le sirva de provecho. Gleed la examinó, dándole vueltas y más vueltas entre sus dedos. No era más que una pieza ovalada de una sustancia semejante al marfil. Uno de los lados estaba liso y brillante. El otro tenia tres letras profundamente grabadas: L-N. Q. Levantó la vista, confuso. -¿Llama a esto un arma? -Naturalmente. -Entonces no lo entiendo - pasó la placa a Harrison -. ¿Y tú? -Tampoco - Harrison la examinó a fondo -. ¿Qué significa esto de L-N. Q.? -Argot en iniciales -informó Baines -. El uso lo ha convertido en lenguaje correcto. Ha llegado a ser un lema mundial. Lo verán por todas partes, si es que no se han fijado ya en él. -Lo he visto en algún sitio, pero sin darle importancia ni creer que tuviese ningún significado especial. Ahora recuerdo que estaba escrito en el restaurante de Seth y en el parque de bomberos. -También figuraba en los costados de aquel autobús que no pudimos vaciar- añadió Gleed -. Pero no le encontré ningún sentido. -Pues tiene mucho - dijo Jeff -. «¡Libertad No Quiero! ». Gleed se queda helado. Vio como Harrison se guardaba pensativo la placa. -Una especie de abracadabra. ¡Vaya un arma! -La ignorancia es una bendición - observó Baines, extrañamente seguro de sí mismo -. Especialmente cuando se ignora que se está jugando en el seguro de algo que puede estallar. -Está bien - le desafió Gleed, cogiéndole por la palabra -. Díganos como funciona. -No lo haré. Volvía a su enigmática sonrisa. Parecía altamente satisfecho de algo. -Pues si que nos ayuda... - Gleed se sentía aplanado, sobre todo al pensar en sus sueños monetarios -. Se jacta de tener el arma de dirección única, nos da un trozo de algo con tres letras y se queda mudo. Hablar es muy fácil. ¿Pero con qué demuestra lo que ha dicho? -No pienso demostrarlo -dijo Baines, con la sonrisa más ancha que nunca. Y lanzó al expectante Harrison un guiño significativo. Aquello hizo saltar una chispa en el cerebro del maquinista. Dejó caer la mandíbula, sacó la placa del bolso y la contempló como si la viese por vez primera. -Devuélvamela - le pidió Baines, observándole. Volviendo a meterla en el bolso, Harrison dijo con firmeza. -¡No quiero! -Unos son menos lerdos que otros - dijo Baines, soltando una carcajada. Ofendido por el comentario, Gleed tendió la mano a Harrison.

-Déjame ver eso otra vez. -No quiero - dijo Harrison, mirándole a los ojos. -¡Eh!, ¿Qué modos son ésos...? - La protesta de Gleed se desinfló. Quedó inmóvil, la mirada levemente vidriosa mientras su cerebro daba varios saltos mortales. Al fin, exclamó -: ¡Qué revolución! -Exactamente - aprobó Baines -, le costó algún trabajo cogerlo. Anegado por la marea de sus propias ideas insubordinadas, Gleed dijo apresuradamente a Harrison: -Vámonos de aquí. Tengo que pensar. Necesito un lugar tranquilo. Habla un pequeño parque con bancos, césped y flores y una fuentecilla con algunos niños que jugaban alrededor. Eligieron un sitio que daba frente a una alegre alfombra de flores exóticas, se sentaron y meditaron un rato. Al fin, Gleed comentó: -Para un hombre solo sería un martirio, pero todo un mundo...- su voz se apagó para volver al cabo -, he llevado la cosa hasta donde soy capaz, y los resultados me dan vértigo. Harrison siguió callado. -Por ejemplo -prosiguió Gleed -, supongamos que al volver a la nave, ese rinoceronte de Bidworthy me da una orden. Yo le miro a la cara y digo: « ¡No quiero! ». Entonces él cae muerto o me encierra en el calabozo. -¡Valiente negocio! -Un momento..., que no he terminado. Ya estoy encerrado pero aquello sigue sin hacer. Entonces, Bidworthy llama a algún otro. La víctima, como buen compañero, le lanza también la fría mirada y dice: « ¡No quiero! ». A continuación pasa al calabozo, con lo que ya tengo compañía. Bidworthy prueba otra vez y otra... La ratonera se llena. Solo caben veinte, de modo que tienen que echar mano de la camareta de los maquinistas. -Deja en paz nuestra camareta - le pidió Harrison. -Echan mano de ella -insistió Gleed, firmemente decidido a meter en el ajo a los maquinistas -. Pronto queda también llena hasta el techo de involuntarios. Bidworthy sigue encerrándolos a toda marcha... si para entonces no le ha estallado una docena de venas. Entonces recurren a los dormitorios de la sala de máquinas... -¿Por qué la has tomado con nosotros? -...y los llenan de gente hasta el techo - siguió Gleed, rebosante de placer sádico ante la idea -. Hasta que al fin Bidworthy tiene que coger cubo y cepillo y arrodillarse a fregar la cubierta mientras Grayder, Shelton y los demás hacen de carceleros. En ese momento, su grandeza el embajador ya está en el fogón ocupado en cocinar para ti y para mí, ayudado por una desconcertada pandilla de pelotilleros chupatintas - echó una imaginaria mirada al cuadro y terminó -: ¡Qué bien huele! Una pelota de colores vino rodando hasta él. Se detuvo y la recogió. Al momento, un niño de unos siete años se le acercó corriendo y le dijo con mucha compostura: -¿Me da mi pelota, por favor? -No quiero -dijo Gleed, sosteniéndola con firmeza. No hubo protestas, rabia ni lágrimas. El niño se limitó a hacer un gesto de desencanto y se volvió para marcharse -Tómala, pequeño. -Gracias - la cogió y echó a correr. -¿Qué pasaría - dijo Harrison - si cuantos viven en el imperio, desde Prometeo a Kaldor Cuatro, a través de un espacio de mil ochocientos años-luz, rompiesen el aviso cada vez que les llaman a pagar el impuesto sobre la renta y dijesen: « ¡No quiero! »? -Necesitaríamos un segundo universo para encerrarlos y un tercero para proporcionarnos los guardias. -Sería el caos -prosiguió Harrison. Señaló hacia la fuente y los niños que jugaban alrededor -. Pero aquí no aparece ningún caos. Al menos en lo que está a la vista. Esto significa que no exageran lo de la negativa. La aplican juiciosamente, según normas por todos aceptadas. Lo que no se me alcanza es cuáles pueden ser esas normas. -Tampoco a mí. Un viejo se detuvo junto a ellos, los miró vacilante y decidió detener a un muchacho que pasaba. -¿Puedes decirme de donde sale el coche para Villamartín? -Del otro extremo de la Octava - le informó el chico, lo hay cada hora. Le pondrán las esposas antes de salir. -¿Esposas? - alzó las cejas sorprendido -, ¿y por qué? -Esa carretera pasa junto a la cosmonave. Los antigands pueden tratar de obligarle a apearse. -¡Ah, claro! - siguió su camino, echó una nueva mirada a Gleed y Harrison y murmuró al pasar -: Esos

antigands... ¡qué fastidio! -Desde luego aprobó Gleed -. Nosotros siempre diciéndoles que salgan y ellos siempre diciendo «no queremos». El viejo estuvo a punto de pararse, reaccionó, le dirigió una mirada de extrañeza y siguió su camino. -A algunos parece extrañarles nuestro acento - comentó Harrison - Aunque nadie notó el mío cuando estuve comiendo en casa de Seth. Gleed pareció poseído de un súbito interés. -Donde se ha comido una vez se puede comer otra. Vamos a probar. ¿Qué podemos perder? -La paciencia - dijo Harrison, y se detuvo -. Probaremos con Seth. Si no se aviene, lo intentaremos con alguien más; y si falla, me veo ya morir de hambre. -Que parece ser exactamente lo que pretenden - dijo Gleed. Se prometió a sí mismo -: Tendrán que pasar sobre mi cadáver. -Así va a ser - asintió Harrison -, sobre tu cadáver. Se les acercó Matt con una servilleta al brazo. -No sirvo a antigands. -La última vez sí me sirvió - le dijo Harrison. -Puede... No sabía que fuese de esa nave. ¡Pero ahora lo sé! Sacudió con el paño una esquina de la mesa . Ningún antigand conseguirá que yo le sirva. -¿Hay algún otro sitio donde podamos comer? -No, a menos que alguien les permita plantarle una ob. No lo harán si saben quiénes son, pero tienen alguna probabilidad de que se equivoquen como yo - nuevo servilletazo -; pero no me equivoco dos veces. -Está equivocándose ahora mismo - dijo Gleed, con voz firme y autoritaria. Dio un codazo a Harrison -. ¡Vea esto! -Su mano salió del bolsillo empuñando una pequeña pistola de onda explosiva. Apuntó a Matt y continuó -: No realmente, podría costarme un disgusto, pero en la nave ya no están para darle disgustos a nadie. Los tenéis hartos con vuestras testarudeces - movió el arma -. Andando y tráenos dos bandejas bien llenas. -No - dijo Matt, apretando la mandíbula e ignorando el arma. Gleed accionó el seguro, que se movió con un audible clik. -Ahora está a punto. Un estornudo puede dispararla. ¡Vamos, muévete! -No quiero - insistió Matt. Con gesto de fastidio, Gleed volvió a guardarse el arma en el bolso. -Era una broma. No está energizada. -Aunque lo estuviese - aseguró Matt -. ¡No sirvo a antigands y se acabó! -Supón que se me hubiese subido la sangre a la cabeza y hubiese disparado. -¿Y quién iba a servirle después? Un hombre muerto no es útil para nadie. Ya es hora de que vayan aprendiendo un poco de lógica. Era la última flecha y emprendió la retirada. -Tiene razón -observó Harrison, visiblemente deprimido -. ¿De qué sirve un fiambre? Entonces si que no hay quién le dé órdenes. No tan deprisa. Un par de tipos por ahí tendidos pueden despabilar a los otros. Quizás anduviesen más listos entonces. -Piensas en términos terrestres - dijo Harrison -. Es un error. Ellos ya no lo son, aunque viniesen de allí. Son gands - reflexionó -: no tengo idea de lo que es un gand, pero sospecho que una especie de fanático. La Tierra exportó maniáticos a millones en la época de la «Gran Explosión». Recuerda qué pandilla de insensatos había en Hygeia. -Estuve allí una vez e intenté por todos los medios no mirar - confesó Gleed, recordando -, pero al fin no pude evitarlo. No llevaban entre todos ni una hoja de parra. Se empeñaban en que nuestros vestidos eran obscenos, de modo que al fin tuvimos que quitárnoslos. ¿Sabes lo que llevaba yo cuando nos despedimos? -Una actitud digna sugirió Harrison. -Eso y un disco de identidad en cuproplata, acuñado oficialmente para uso de los cosmonautas. ¡Ah! Y tres rayas de pintura en el brazo izquierdo para demostrar que era sargento. ¡Valiente facha de sargento! -Lo sé. Estuve allí una semana. -Teníamos a bordo un contralmirante -prosiguió Gleed -. Como ejemplar físico, parecía un par de tirantes viejos. No podía inspirar respecto a nadie mientras estaba como vino al mundo. Aquellos hygeianos ponían tal desínflamíento como prueba de que su democracia era la auténtica, a diferencia de nuestra falsa versión cloqueó -. No estoy seguro de que anduviesen equivocados.

-El nacimiento del imperio ha creado también una extraña idea - meditó Harrison -: Que la Tierra tiene siempre razón mientras mil seiscientos cuarenta y dos planetas están invariablemente equivocados -Te encuentro un tanto sedicioso. Harríson guardó silencio. Gleed lo miró y lo vio atento a otros menesteres, siguiendo con la vista a una chica morena que acababa de entrar. -Preciosa -aprobó Gleed -. Ni muy joven ni muy vieja, ni muy gorda ni muy delgada. Todo en su punto. -La conozco - Harrison levantó la mano para llamar su atención. Ella taconeó airosamente cruzando la sala para venir a sentarse a su mesa. Harríson hizo la presentación. -Un amigo mío, el sargento Gleed. -Arturo - corrigió Gleed, comiéndosela con los ojos. -Yo me llamo Elisa. ¿Qué es un sargento? -Una especie de superior inferior - le explicó Gleed -. Transmite las órdenes a los que tienen que cumplirlas. Ella abrió mucho los ojos. -¿Quiere decir que esa gente permite que le digan lo que tienen que hacer? -Claro. ¿Por qué no? -Lo encuentro tan absurdo... - su mirada cambió a Harrison -, parece que no voy a saber en la vida su nombre. Él se apresuró a reparar la omisión, añadiendo: -Pero no me gusta que me llamen James. Prefiero Jim. -Pues dejémoslo en Jim - examinó el local, recorriendo el mostrador y las demás mesas -. ¿Ha venido Matt? -Sí. Se niega a servirnos. -Está en su derecho - se encogió de hombros -. Todo el mundo puede negarse. ¿Hay libertad, no? -Nosotros llamamos a eso sedición -intervino Gleed. -No sea infantil - se levantó -, esperen aquí. Voy a ver a Seth. -No lo entiendo - admitió Gleed, cuando ya no podía oírte -. Según aquel tipo de la confitería, su técnica consiste en tratarnos con frialdad hasta que nos larguemos. Pero esta dama se porta como amiga. Es... es... calló buscando una palabra adecuada, la encontró y dijo -: es antigatidista. -No tanto - contradijo Harríson -. Tienen derecho a decir «no quiero» y está ejerciéndolo. -No lo había pensado. Pueden obrar como prefieran y más le plazca a cada uno. -Así es - bajó la voz -. Aquí vuelve. Se sentó, se arregló el pelo y dijo: -Seth va a servirnos personalmente. -Otro traidor - comentó Gleed, riendo entre dientes. -Con una condición - prosiguió ella -, ustedes dos deben esperar y tener una charla con él antes de marcharse. -No es muy alto el precio -decidió Harrison. Le asaltó un pensamiento y preguntó -: ¿Significa eso que tendrá usted que saldar obs por los tres? -Sólo una por mí. -¿Cómo es eso? -Seth tiene sus ideas. No le gustan los antigands más que a otro cualquiera. -¿Entonces? -Pero tiene vocación misionera. No está plenamente de acuerdo con la idea de tratar a todos los antigands como a fantasmas. Piensa que eso debe reservarse para los demasiado obstinados o estúpidos para ser convertidos - sonrió a Gleed, que se estremeció de pies a cabeza -, Seth cree que todo antigand inteligente es un posible gand -Pero, vamos a ver. ¿Que es un gand? pregunto Harrison -Un habitante de este mundo natural mente -Quiero decir, ¿de dónde sacaron ese nombre? -De Gandhi - dijo ella Harrison arrugo el entrecejo confuso ¿Y quien diablos era ese? -Un antiguo terrestre. El que invento « El Arma » -Nunca oí hablar de él. -No me sorprende -¿Por que? - se irrito - Permítame decirle que en nuestros tiempos los terrestres recibimos tan buena

educación como... -Cálmese Jim lo hizo mas dulce pronunciando «Jim yo solo quiero decir que estoy segura de que lo han borrado de sus libros de historia Podía haberles dado ideas peligrosas ¿Y como van a saber lo que no les han dado oportunidad de aprender? -Si pretende insinuar que la historia terrestre esta censurada le diré que no lo -Tiene perfecto derecho a no creerlo ¿Hay libertad, no? -Hasta cierto punto Toda persona tiene deberes que no puede rechazar -¿No? - Alzo la curva inquietante de sus cejas - ¿Y quien define esos deberes el mismo o algún otro? -Sus superiores normalmente -Ningún hombre es superior a otro. Ninguno tiene derecho a decidir los deberes de un semejante -Hizo una pausa contemplándole pensativa -. Si alguien en la Tierra ejerce un poder tan estúpido, es solo porque otros estúpidos se lo permiten Tienen miedo a la libertad Prefieren que alguien les diga lo que han de hacer. Les gusta recibir órdenes. ¡Qué hombres! -No quiero escucharla - protestó Gleed interrumpiéndola. Su curtido rostro había enrojecido -. Es tan mala como bonita: -¿Le asustan sus propios pensamientos? - retrucó ella, ignorando a propósito su cumplido. El enrojeció aún más. -En absoluto. Pero yo... - Su voz se perdió con la llegada de Seth portador de tres colmadas bandejas que colocó sobre la mesa. -Después los veré - recordó. Era un hombre de mediana estatura, con rasgos finos y agudos y ojos vivaces -. Tengo algo que decirles. Seth se reunió con ellos poco después de terminada la comida. Cogió una silla, se limpió el vapor condensado en su cara y les clavó los ojos. -¿Qué saben ustedes dos? -Lo suficiente para discutir sobre ello - intervino Elisa -. Se preocupan por los deberes, quién los define y quién los cumple. -Con mucha razón replicó Harrison -. Tampoco ustedes pueden escapar a ellos. -¿Qué quiere decir? - preguntó Seth. -Este mundo funciona sobre un extraño sistema de cancelar obligaciones. ¿Cómo estará dispuesta una persona a retribuir una ob a menos que reconozca su deber de hacerlo? -El deber no tiene nada que ver con ello - dijo Seth -. Y en caso de que fuese cuestión de deber, cada hombre lo reconocería por sí mismo. Seria una ofensiva impertinencia que otro se lo recordase, y ni siquiera cabe pensar que se lo ordenase. -Algunos tipos deben darse aquí la gran vida - opinó Gleed -. No veo qué puede impedírselo - observó brevemente a Seth y continuó -: ¿Cómo se las arreglan con un ciudadano sin conciencia? -Eso no es problema. -Cuéntales la historia de Jack el Perezoso - sugirió Elisa. -Es un cuento de niños - explicó Seth -. Todos los chicos se lo saben aquí de memoria. Es una historia tan clásica como... como... - arrugó la frente -, he perdido la pista a los cuentos que trajeron los primeros colonos. -Pulgarcito - le apuntó Harrison. -Sí - Seth agradeció la ayuda -, algo parecido. - Se humedeció los labios y comenzó -: Este Jack el Perezoso vino de la Tierra siendo un niño, creció en nuestro nuevo mundo, estudió su sistema económico y pensó que era una mina. Decidió convertirse en chiripero. -¿Qué es un chiripero? - preguntó Gleed. -El que vive de aceptar obs y no hace nada por< saldarías o plantar otras propias. El que toma cuanto puede y no da nada a cambio. -Ya entiendo. He conocido más de uno. -Hasta los dieciséis años, Jack se salió con la suya. Al fin y al cabo, era un niño, y los niños tienden siempre al egoísmo. Lo esperamos y lo consentimos. Pero después fue ella. -¿Qué pasó? - le urgió Harrison, más interesado de lo que quería dar a entender. -Iba por la ciudad cosechando obs a manos llenas. Tenía comida, ropa y cuanto deseaba sin más que pedirlo. La ciudad no es muy grande. No las hay grandes en este planeta. Son lo bastante pequeñas para que todos se conozcan... y todos parloteen lo suyo. A los tres o cuatro meses, toda la ciudad sabia que Jack era un chiripero redomado. -Adelante - le animó Harrison, cada vez más impaciente. -Se le cerraron todas las puertas - prosiguió Seth -. A dondequiera que iba, la gente le despachaba con el

«no quiero». ¿Hay libertad, no? No conseguía ni comida, ni ropa, ni diversión, ni compañía. ¡Nada! Pronto se encontró tan hambriento que se coló en una despensa ajena y pudo comer en serio al cabo de una semana. -¿Y qué le hicieron por ello? -Nada. Ni una reprimenda. -Eso le animaría a seguir. -¿Por qué? - preguntó Seth, con buida sonrisa -. De nada le sirvió. Al día siguiente, su estómago estaba otra vez vacío. Tuvo que repetir la hazaña. Y al siguiente. Y al otro. La gente se volvió precavida, encerró sus cosas y las vigiló. Cada vez le resultaba más difícil. Al fin, se le hizo tan insoportable que pensó en dejar la ciudad e ir a probar fortuna en otra. Y así lo hizo Jack el Perezoso. -Para empezar lo mismo en otro sitio - sugirió Harríson. -Con los mismos resultados por las mismas razones - retrucó Seth -. Por eso hubo de ir a una tercera ciudad, y a una cuarta, y a una quinta, y así hasta veinte. Era lo bastante obstinado para no discurrir. -Pero se las iba arreglando - observó Harrison -. Tenía cuanto quería sin más molestia que la de viajar un poco. -No tanto. Nuestras ciudades son pequeñas, como ya dije. Y la gente viaja mucho de una a otra. En la segunda ciudad, Jack se arriesgaba a ser visto y denunciado por cualquiera de la primera. Y las cosas fueron cada vez a peor. En la número veinte le amenazaban ya los visitantes de cada una de las anteriores diecinueve. -Seth se echó hacia delante para decir con énfasis -: No llegó nunca a la veintiocho. -¿No? -Duró dos semanas en la veinticinco, ocho días en la veintiséis, uno sólo en la veintisiete. Era ya casi el fin. -¿Qué hizo entonces? -Salió al campo, tratando de vivir de raíces y frutos silvestres. Después desapareció... hasta que un buen día unos viajeros lo encontraron colgado de un árbol. Su cuerpo estaba consumido y vestido de harapos. La soledad y el abandono habían acabado con él. Ese fue Jack el Perezoso, el chiripero. No había cumplido veinte años. -En la Tierra - informó Gleed – no colgamos a nadie sólo por ser un holgazán. -Nosotros tampoco - dijo Seth. – Les dejamos que se cuelguen solos -. Traspasándoles con su aguda mirada, continuó -: Pero esto no debe preocuparles. Nadie ha tenido que sufrir medidas tan drásticas desde que yo vivo, o al menos no ha llegado a mis oídos. La gente hace honor a sus obs por pura conveniencia económica y no por ningún sentido del deber. Nadie da órdenes, nadie obliga a nadie, pero hay una especie de compulsión en las propias circunstancias del modo de vivir de este planeta. La gente juega limpio... o sufre las consecuencias.Y a nadie le gusta sufrir. Ni siquiera a los necios. -Si, creo que tiene razón – comentó Harrison, cada vez más fluido en el pensar. -¡Puede estar seguro! - afirmó Seth -. Pero yo quería hablarles de algo más importante. ¿Cuál es su auténtica ambición en la vida? -Recorrer el espacio mientras me queden fuerzas - respondió Gleed sin vacilar. -Lo mismo digo - se sumó Harrison. -Lo sospechaba. No estarían en el servicio espacial de no haberlo querido. Pero no pueden permanecer en él para siempre. -Todo lo bueno se acaba. ¿Y después? Harrison se agitó con desasosiego. -Prefiero no pensar en ello. -Algún día tendrá que hacerlo – afirmó Seth -. ¿Cuánto tiempo le queda? -Cuatro años y medio terrestres. La mirada de Seth pasó a Gleed. -Tres años. -No es gran cosa - comentó Seth -. Ya suponía que no les quedaría mucho tiempo. Toda nave que se adentra tanto en el cosmos lleva una tripulación compuesta sobre todo de veteranos próximos al fin de su carrera. Para estos trabajos se elige a los más expertos. El día en que su nave vuelva a la Tierra, se habrán acabado los viajes para muchos, ¿no es cierto? -Para mí sí - admitió Gleed, no muy feliz ante aquel pensamiento. -El tiempo... Cuanto más viejo es uno más deprisa transcurre. Y, sin embargo, cuando dejen el servicio serán relativamente jóvenes. - Inició una leve y burlona son risa -. ¡Supongo que entonces podrán conseguir una nave particular para continuar recorriendo el cosmos por su cuenta! -Imposible - declaro Gleed - lo más que un hombre rico puede conseguir es una selenave y el hacer de

lanzadera entre el satélite y su planeta no es muy divertido cuando uno esta acostumbrado a bliederear por la Galaxia La más pequeña nave espacial esta fuera del alcance del hombre mas acaudalado Solo los gobiernos pueden procurárselas -¿Llama usted «gobiernos» a las comunidades? -En cierto modo -Bien, entonces, ¿qué van a hacer cuando se acaben sus días de vagabundeo espacial? -Yo no soy como aquí el Orejas - Gleed señalo con el pulgar a Harrison -. Soy un soldado y no un técnico. De modo que mis posibilidades están limitadas por la falta de preparación - se rascó la barbilla pensativo -, nací y me crié en el campo. Todavía sé mucho de labranza. Me gustaría conseguir un pequeño terreno propio y establecerme. -¿Y cree que lo conseguirá? - preguntó Seth, contemplándole inquisitivo. -Quizás en Falder, en Hygeia, en el Cielo Rojo de Norton o en algún otro planeta subdesarrollado. Pero no en la Tierra. Mis ahorros no llegarán a tanto. No tendré ni para la mitad del precio terrestre. -¿Quiere decir que no podrá reunir bastantes obs? -No podré - asintió Gleed lúgubre - Ni aunque estuviese ahorrando hasta tener una barba blanca de un metro -¿De modo que esa es la recompensa de la Tierra por una larga vida de fiel servicio, olvidar el deseo de su corazón o expatriarse? -Cállese -No quiero - dijo Seth. Se acerco aun más. -¿Por que cree que vinieron a este mundo doscientos mil gands, o los duekhobors a Hygeia, los cuáqueros a Centauro B y todos los demás a sus lejanos rincones actuales? Porque la recompensa a la buena ciudadanía era en la Tierra la orden perentoria de conformarse o marcharse. De modo que nos fuimos. -La verdad es que les hicimos un favor - intervino Elisa -. Según nuestros libros, la Tierra estaba terriblemente superpoblada. Al marcharnos aliviamos esa presión. -Esa es otra historia - dijo Seth. Continuó con Gleed -. Usted quiere una granja. No puede ser en la Tierra por mucho que le guste. La Tierra le rechaza, de modo que tiene que ser en algún otro sitio - esperó a que aquello le entrase bien en la cabeza y añadió -: Aquí puede tenerla con sólo ocuparla - hizo sonar sus dedos -. ¡Así! -No quiera tomarme el pelo - dijo Gleed, con toda la cara de quien desea que se lo tomen -¿Dónde está el truco? -En este planeta, todo terreno pertenece a quien lo ocupa, al que está haciendo uso de él. Nadie le disputa su derecho mientras continúe usándolo. Lo único que necesita es buscar un terreno vacío que le guste - los hay a montones - y empezar a utilizarlo. Desde ese momento es suyo. En cuanto deja de usarlo y se va, es de cualquier otro con sólo tomarlo. -Cuentos del espacio - Gleed seguía incrédulo. -Además, si busca bien y tiene suerte - continuó Seth -, puede conseguir la primera opción a una granja que alguien haya abandonado por muerte, enfermedad o deseo de cambiar. O por probar otro oficio o cualquier razón no menos buena. En ese caso, se encontraría un terreno ya preparado, con casa, establos, pajares y todo lo demás. Y sería suyo, todo suyo. -¿Qué tendría que dar al anterior ocupante? - preguntó Gleed. -Nada. Ni una ob. ¿Por qué iba a dársela? Si no ha muerto, se ha marchado para disfrutar de algo igualmente gratuito. No puede beneficiarse doblemente, por tomar y por dejar. -No le encuentro sentido a nada de eso. En alguna parte debe haber un fallo. De un modo o de otro, tendré que dar dinero o amontonar obs. -Naturalmente. Usted comienza una explotación. Un grupo de gentes del lugar le ayudan a construir una casa. Con ello colocan sus buenas obs sobre usted. El carpintero quiere productos agrícolas para su familia durante los próximos dos años. Usted se los da, y así salda la ob. Después sigue dándoselos durante un par de años más, y con ello planta una ob sobre él. La primera vez que necesite arreglar sus cercas o hacer algún otro trabajo apropiado, allí le tendrá, dispuesto a matar aquella ob. Y así con todos los demás, incluso quienes le suministren materias primas, semillas y maquinaria, o hagan transportes para usted. -No todos querrán leche y patatas - apuntó Gleed. -No sé qué es eso de patatas. Nunca he oído hablar de ello. -¿Cómo puedo arreglármelas con alguien que tiene ya todos los productos agrícolas que desea de otra procedencia? -Muy fácil -dijo Seth -. Un hojalatero le suministra varias mantequeras. No necesita alimentos; se los está

procurando ya de otro sitio. Además, su mujer y sus tres hijas están demasiado gordas y hacen régimen. Se horrorizan con sólo pensar en un brazado de productos de su granja. -¿Y bien? -Pero el sastre de ese hojalatero, o su zapatero, tiene sobre él varias obs que no ha tenido ocasión de saldar. Entonces se las transfiere a usted. Y usted, en cuanto puede, le da al sastre o al zapatero 10 que necesitan, liquidando así las deudas del hojalatero junto con las suyas - exhibió su característica media sonrisa para añadir -: Y todos felices. Con gesto concentrado, Gleed rumió lo que acababa de escuchar. -Me está tentando. No debería hacerlo. Es un delito grave tratar de apartar a un cosmonauta de sus deberes. Supone sedición, y la Tierra es muy dura con los sediciosos. -¡A mí con durezas! - dijo Seth, con un bufido despreciativo -. Aquí rigen las leyes de Gand. -Lo único que tiene que hacer - sugirió Elisa - es decirse a sí mismo que ha de volver a la nave, que su deber es regresar, que ni la nave ni la Tierra pueden arreglárselas sin usted - se apartó un rizo de la frente -, y después ser un hombre libre y decir «¡No quiero! ». -Me desollarían vivo. Bidworthy presidiría en persona la operación. -No lo creo - dijo Seth -. Ese Bidworthy - que no parece de un carácter muy jovial - se encuentra en la misma disyuntiva que usted y el resto de la tripulación. Tiene ante sí un camino que se bifurca. Ha de tomar a derecha o izquierda, y no hay tercera alternativa. Más pronto o más tarde, le acometerá el ansia de volver a la Tierra, y no verá la hora de llegar, o andará por aquí en una camioneta repartiendo la leche que usted produzca..., porque, en lo más profundo de sí mismo, eso es lo que siempre ha deseado. -No le conoce como yo - se lamentó Gleed -. Tiene por alma un pedazo de hierro viejo. -Es curioso - comentó Harrison -. Siempre pensé eso mismo de ti... hasta hoy. -Estoy franco de servicio - dijo Gleed, como si eso lo explicase todo -. Puedo fantasear un poco fuera de las horas de trabajo - se puso en pie y apretó la mandíbula -; pero voy a volver a mi obligación. ¡Y ahora mismo! -No necesitas asomar por allí hasta mañana al anochecer - protestó Harríson. -Es posible. Pero voy a volver de todos modos. Elisa abrió la boca, pero la cerró a un gesto de Seth. Quedaron en silencio, contemplando la decidida marcha de Gleed. -Es buena señal - comentó Seth, extrañamente seguro -. Ha recibido el golpe en su parte más débil. En cuanto a usted, veamos: ¿Cuál es su mayor ambición? -Gracias por la comida. Fue excelente y la necesitaba - Harrison se levantó, claramente violento. Hizo un gesto hacia la puerta -. Voy a alcanzarle. Si vuelve a la nave, me parece que voy a ir con él. Seth volvió a hacer una seña a Elisa. No dijeron nada mientras Harrison salía, cerrando cuidadosamente la puerta a su espalda. -Corderos - decidió Elisa, desencantada por alguna oculta razón -. Uno tras de otro. Igual que corderos. -No -dijo Seth -. Son seres humanos animados por los mismos pensamientos y emociones análogas, como lo estaban nuestros antepasados, que no tenían nada de rebaño. - Volviéndose a su silla, llamó a Matt -. Tráenos dos shemaks. - Y después a Elisa -: Sospecho que a esa nave no le conviene seguir por aquí mucho tiempo. El sistema de altavoces del acorazado gritaba imperativamente: - ¡Fanshaw, Folsom, Fuller, Garson, Gleed, Gregory, Harrison, Haines, Hope...! - Y así hasta agotar el alfabeto. Grupos de hombres afluían por pasillos y escalerillas hacía la cámara de derrota. Se reunieron junto a ella en pequeños racimos, charlando en voz baja y dejando vagar por el corredor extraños retazos de conversación. -No nos decían más que ¡Mels! Al poco tiempo estábamos hartos y cansados. -Debíais haberos separado, como hicimos nosotros. En aquel teatro de las afueras no tenían la menor idea de cómo era un terrestre. De modo que no tuvimos más que entrar y sentarnos. -¿Oíste lo de Meakin? Arregló un tejado con goteras, eligió como pago una botella de dith seco y acabó con ella. Cuando le encontramos estaba roque. Tuvieron que traerlo. -Hay tipos de suerte. A nosotros no nos dieron más que bufidos. Eso le deja a uno hecho polvo. -Ya os digo que debíais haberos separado. -La mitad de la gente debe seguir durmiéndola. Todavía no han vuelto. -Grayder estará como loco. Si llega a saberlo a tiempo no hubiese dejado salir al segundo turno esta mañana. De vez en cuando, el primer contramaestre Morgan asomaba por la puerta de la cámara y repetía un

nombre ya voceado por el altavoz. Con frecuencia no había respuesta. -¡Harrison! - gritó. Con aire confuso, Harrison entró. Vio al capitán Grayder sentado tras de una mesa y mirando con gesto sombrío una lista que tenía delante. A su lado estaba muy tieso el coronel Shelton, con el comandante Hame un poco más atrás. Ambos tenían la expresión torturada de quienes soportan un mal olor mientras el fontanero busca la avería. Su excelencia se paseaba frente a la mesa mascullando. -Apenas cinco días y ya ha prendido el contagio - se volvió cuando entraba Harríson y le disparó -: ¿Cuándo volvió usted del permiso? -Hace dos noches señor -¿Antes de tiempo, eh?. Curioso ¿Es que tuvo algún pinchazo? -No señor. No lleve la bicicleta -Tanto mejor - aprobó el embajador -Si la hubiese tenido, ahora estaría a mil millas de aquí y pedaleando todavía como una furia -¿Por que, señor? -¿Por qué?. ¡Me pregunta por que! Eso es precisamente lo que yo quisiera saber.- Soltó un par de bocanadas de humo y pregunto ¿Visito usted esa ciudad solo o acampanado? -Fui con el sargento Gleed, Señor -Llámele - ordeno el embajador mirando a Morgan. -Morgan abrió la puerta, obediente, y gritó: -¡Gleed! ¡Gleed! No hubo respuesta. Volvió a probar, sin resultado. Vocearon el nombre por los altavoces. El sargento Gleed se negaba a figurar entre los presentes. -¿Ha firmado la entrada? Grayder consultó su lista. -Y temprano. Veinticuatro horas antes de tiempo. Debe haber vuelto a salir con el segundo turno esta mañana, sin hacerlo constar. Es una doble falta. -Si no está en la nave, no está en la nave, falta o no falta. -Si, excelencia - el capitán Grayder hizo un leve gesto de fastidio. -¡GLEED! - aulló Morgan, fuera de la cámara. Un momento después se asomó para comunicar -: Excelencia, uno de los hombres dice que el sargento Gleed no está a bordo porque acaba de verlo en la ciudad. -Mándele entrar - el embajador hizo un gesto impaciente hacia Harrison -: quédese donde está y deje de mover las orejas. Todavía no he terminado con usted. Entró un larguirucho, que pestañeó mirando a su alrededor, un poco asustado ante aquel clan. -¿Qué sabe del sargento Gleed? - preguntó el embajador. El hombre se pasó la lengua por los labios, con todo el aspecto de estar muy arrepentido de haber mencionado al ausente. -Pues verá, señoría, yo... -Llámeme «señor». -Sí, señor - nuevo pestañeo aún más desconcertado -, salí esta mañana temprano con el segundo turno, y volví hace un par de horas porque estaba muerto de hambre. Por el camino vi al sargento Gleed y hablé con él. -¿Dónde? ¿Cuándo? -En la ciudad, señor. Estaba sentado en uno de aquellos grandes coches de línea. Le encontré algo extraño. -Vamos al grano. ¿Qué le dijo él? -No mucho, señor. Parecía muy contento por algo. Habló de una joven viuda que tenía dificultades para cuidar sus ochenta hectáreas. Alguien le había hablado de ella y pensó ir a echar una mirada. - Dudó, retrocedió un par de pasos y añadió -: -Dijo también que si le volvía a ver sería atado. -Uno de sus hombres -escupió el embajador al coronel Shelton -. Un soldado, supuestamente bien disciplinado. Un hombre con larga hoja de servicios, tres galones y una futura pensión - su atención se volvió al informador -. ¿Dijo exactamente a dónde iba? -No, señor. Le pregunté, pero sólo sonrió y dijo ¡mels! De modo que me volví a la nave. -Está bien. Puede marcharse. - Su excelencia lo miró salir y siguió con Harríson -. Usted fue de los del

primer turno. -Sí, señor. -Permítame decirle algo. Cuatrocientos veinte hombres salieron con permiso. Sólo han vuelto doscientos, de los que cuarenta se hallaban en diversos estados de sopor alcohólico. Diez de ellos están ahora en el calabozo gritando a coro «¡No quiero!», y sin duda irán gritándolo hasta que se les haya pasado la borrachera. Miró a Harrison como si le considerase personalmente responsable y continuó: -Hay algo paradójico en todo esto. Comprendo lo de los borrachos. Siempre hay unos cuantos tipos que pierden la cabeza el primer día en tierra. Pero de los doscientos que han condescendido a regresar, casi la mitad volvieron antes de tiempo, igual que usted. Sus razones eran las mismas: la ciudad era hostil; todos les trataban como fantasmas, hasta que se hartaron. Harrison no hizo comentarios. -De modo que tenemos dos reacciones diametralmente opuestas - se lamentó el embajador -. Un grupo de hombres dice que este sitio es tan insoportable que prefieren volver a la nave. Otros lo encuentran tan hospitalario que se llenan hasta el gaznate de no sé qué porquería llamada dith seco o permanecen serenos y abandonan el servicio. Necesito una explicación. Tiene que haberla en alguna parte. Usted ha estado dos veces en esa ciudad. ¿Qué puede decirnos? Cautelosamente, Harrison aventuró: -Todo depende de sí descubren o no que uno es terrestre. También de sí uno se encuentra con gands que prefieren convertirle a espantarle - lo pensó un momento y concluyó -: Los uniformes son el principal inconveniente. -¿Quiere decir que son alérgicos a los uniformes? -Poco más o menos, señor. -¿Y tiene idea del porqué? -No puedo decirlo con seguridad, señor. Todavía no sé bastante sobre ello. Sospecho que pueden haberles enseñado a asociar los uniformes con el régimen terrestre del que sus antepasados se escaparon. -¡Nada de escapar! - se revolvió el embajador -. Se aprovecharon de las invenciones, las técnicas y la capacidad de fabricación terrestres para ir a un lugar donde tendrían más espacio - miró a Harrison con suspicacia -. ¿Ninguno de ellos lleva uniforme? -Al menos, no se nota. Parecen complacerse en expresar su personalidad llevando lo que a cada uno se le antoja, desde coletas hasta botas coloradas. La rareza en el vestir es norma entre los gands. Lo verdaderamente extraño es la uniformidad. Les parece servil y degradante. -Les llama usted gands. ¿De dónde sacaron ese nombre? Harrison se lo dijo, pensando en cuando Elisa se lo explicó. Ahora la recordaba, y también el restaurante de Seth, con las mesas y el vapor surgiendo de detrás del mostrador y los suculentos olores que emanaban del fondo. Al evocarlo, le parecía que la escena encarnaba algo inconcreto, pero esencial, que la nave nunca habla poseído. -Y ese personaje - concluyó - Inventó lo que llaman «El Arma». -Hum... ¿Y aseguran que era un terrestre? ¿Qué aspecto tiene? ¿Vio usted fotografías o alguna estatua? -No levantan estatuas, señor. Dicen que ninguna persona es más importante que otra. -¡Sandeces! - sentenció el embajador, rechazando instintivamente aquella forma de ver las cosas -. ¿No se le ocurrió preguntar en qué período de la historia fue probada ese arma maravillosa? -No, señor - confesó Harrison -, no me pareció importante. -No se lo pareció... Algunos de sus hombres son demasiado lentos para coger ni a un lirón dormido. No critico su capacidad como cosmonautas, pero como agentes de información resultan una calamidad. -Lo siento, señor - dijo Harríson. -¿Sentirlo? ¡Estúpido! - murmuró algo muy adentro de su conciencia -. ¿Por qué has de sentirlo? Sabes un cretino pomposo que no podría ni matar una ob silo intentase. No vale más que tú. Los de Hygeia sostendrían que ni siquiera tanto como tú, por tener esa panza. Sin embargo, ahí estás tú mirándosela y diciendo señor y lo siento. Si intentase montarse en tu bici, se caería antes de diez metros. Escápele en un ojo y di no quiero. ¿O es que tienes miedo? -¡No! - proclamó Harrison, con voz alta y firme. El capitán Grayder levantó los ojos. -Sí va a empezar a contestar a preguntas que aún no se le han hecho, será mejor que le vea el médico. ¿O es que tenemos algún telépata a bordo? -Estaba pensando - explicó Harrison. -Me parece muy bien - apuntó su excelencia. Cogió un par de enormes tomos de las estanterías y empezó

a hojearlos rápidamente -. Piense siempre que pueda y acabará adquiriendo el hábito. Puede llegar un día en que lo haga sin esfuerzo. Volvió a colocar los libros, sacó otros dos, y dijo al comandante Hame, que por casualidad estaba a su lado: -No se quede ahí con los ojos fijos como un maniquí de museo militar. Ayúdeme a explorar esta montaña de saber. Busco a Gandhi, alguien que debió vivir hace... de trescientos a mil años terrestres. Hame volvió a la vida y empezó a sacar libros. Lo mismo hizo el coronel Shelton. El capitán Grayder siguió en su mesa, llorando por los perdidos. -¡Ah!, aquí está. Hace cuatrocientos setenta años. - Su excelencia hizo viajar un rollizo dedo por el texto -. Gandhi, a veces llamado Bapa (padre). Ciudadano de Hindí. Filósofo y político. Se opuso a la autoridad por medio de un ingenioso sistema llamado de «desobediencia civil», cuyos últimos vestigios desaparecieron con la «Gran Explosión», pero pueden subsistir en algún planeta fuera de contacto. -No cabe duda de que subsisten - Comentó Grayder en tono seco. -Desobediencia civil... - repitió el embajador, dándole vueltas a los ojos. Tenía el aire de quien intenta contemplar algo puesto cabeza abajo -. No pueden convertir eso en base de la sociedad. Seria un fracaso. -No lo es - afirmó Harrison, olvidándose de añadir el «señor». -¿Está contradiciéndome? -Estoy haciendo constar un hecho -Excelencia - empezó Grayder sugiero -Déjemelo a mí - Enrojeciendo por momentos el embajador le hizo callar con un gesto Su mirada se poso airadamente sobre Harrison -Esta usted muy lejos de ser un experto en problemas socioeconómicos Métase eso en la cabeza, amigo. Las gentes como usted suelen dejarse engañar por las apariencias. -No es un fracaso - insistió Harrison, preguntándose de dónde le nacía aquella tozudez. -Como su ridícula bicicleta. Tiene usted una mentalidad de ciclista. Algo saltó en su interior, y una voz notablemente parecida a la suya dijo -¡Pamplinas! Asombrado por tal fenómeno Harrison enderezo las orejas. -¿Que dice usted? -¡Pamplinas! - repitió, sintiendo que a lo hecho pecho Adelantándose al congestionado embajador el capitán Grayder se levanto para ejercitar su autoridad. -Sin consideración a futuros permisos, si los hubiese, queda usted confinado en la nave hasta nueva orden. Ahora ¡salga! Salió, con el ánimo hecho un torbellino, pero el alma extrañamente satisfecha. Fuera, el primer contramaestre Morgan le fulminó con la mirada. -¿Cuánto tiempo crees que va a costarme terminar con esta lista cuando hay tipos que se pasan una semana ahí dentro? - soltó un gruñido, hizo bocina con las manos y gritó -: ¡Hope! ¡Hope! Nadie contestó. -No está el caballo - dijo un gracioso. -Qué ingenioso - se encrespó Morgan -, mira cómo me río. - Volvió a llevarse las manos a la boca y voceó al siguiente -: ¡Hiland! ¡Hiland! Tampoco hubo respuesta. Pasaron otros cuatro días, largos, aburridos, interminables. Eran ya nueve desde que la nave marcara el surco en el que seguía posada. A bordo aumentaba la efervescencia. El tercero y cuarto turnos de permiso, repetidamente aplazados, se mostraban impacientes e irritables. -Morgan volvió a llevarle la tercera lista esta mañana, con el mismo resultado. Grayder admitió que este mundo no puede ser clasificado como hostil y que tenemos derecho a salir. -Entonces, ¿por qué diablos no se atiene a la ordenanza?. La Comisión Espacial puede darle un disgusto. -Siempre la misma excusa. Dice que no niega el permiso que sólo lo aplaza, y que lo concederá en cuanto vuelvan los hombres que faltan. -¿Y si no vuelven? El maldito los está usando como pretexto para dejarnos sin salir. La queja era tan general como legítima. Semanas, meses, años de encierro en una botella en continuo movimiento, por grande que sea, exigen al fin una pausa. Los hombres necesitan aire fresco, tierra que pisar, horizontes claros y distintos, alimentos reales, mujeres y caras nuevas. -Va a ponernos el veto precisamente cuando habíamos aprendido la manera de pasarlo bien. Trajes de paisano y actuar como gands, ése es el secreto. Los del primer turno están ya dispuestos a probar otra vez. -Grayder no se atreverá a correr ese riesgo. Ya ha perdido demasiados. Si se le escapa la mitad de otro

turno, le faltará gente para despegar. Nos quedaríamos aquí para los restos. ¿Qué pensarías de eso? -No iba a llorar por ello. -Podría enseñar a los burócratas. Ya es hora de que esos tipos hagan algo útil. -Le costaría lo menos tres años. ¿No es eso lo que tardaron en enseñarte a ti? Llegó Harrison con un pequeño sobre. Unos cuantos la tomaron con él nada más verlo. -Mira al que se fue de la lengua y se ganó un encierro en la nave... como nosotros. -Eso es lo bueno del caso - observó Harrison -. Más vale estar encerrado por algo que por nada. -No será mucho tiempo, ya lo verás. No vamos a quedarnos con las ganas. Pronto haremos algo. -¿Y qué va a ser? -Estamos pensándolo - se escurrió el otro, no queriendo descubrir tan pronto sus bazas. Vio el sobre -: ¿Qué llevas ahí? ¿El correo? -Exactamente - dijo Harrison. -Allá tú. No creas que era por meterme en lo que no me importa. Pensé que podías saber algo. Vosotros los maquinistas soléis cazar pronto las noticias. -Es mi correo - dijo Harrison. -Déjate de historias. Nadie recibe cartas en estos arrabales del cosmos. -Yo sí. -¿Cómo la conseguiste? -Worrall me la trajo de la ciudad hace una hora. Un amigo mío le dio de comer y le permitió traer la carta para matar la ob - se tiró de una oreja -; influencia, eso es lo que hace falta. -¿Y qué hacia Worrall fuera de la nave? ¿Tiene algún privilegio? -Algo parecido. Es casado y con tres hijos. -¿Y eso qué importa? -El embajador piensa que hay personas más de fiar que otras. No es tan fácil que desaparezcan teniendo tanto que perder. Por eso han elegido a unos cuantos para mandarlos a la ciudad en busca de noticias de los desaparecidos. -¿Y descubrieron algo? -No mucho. Worrall dice que es perder el tiempo. Encontró a algunos de nuestros hombres y trató de convencerlos de que volviesen, pero todos decían «No quiero», mientras los gands seguían con su « ¡Mels! ». Y eso es todo. -Aquí debe haber algún misterio - decidió uno de ellos; pensativo -. Me gustaría ir a verlo por mí mismo. -Es lo que teme Grayder. -Pues más le va a doler la cabeza si no se decide pronto a ser razonable. Se nos está acabando la paciencia. -Conversaciones subversivas - le reprendió Harrison. Sacudió la cabeza con aire triste -. ¡Quién iba a pensarlo de vosotros! Siguió por el pasillo, llegó a su cabina y examinó el sobre. La carta podía ser femenina. Así lo esperaba. La abrió y empezó a leer. No lo era. Firmada por Gleed, la misiva decía: « No importa dónde estoy ni lo que hago. Esto podría caer en otras manos. Sólo te diré que voy a estar en la gloria sí consigo tiempo suficiente para intimar. El resto es cosa tuya». -¿Mía? - se echó en su litera y acercó la carta a la luz. «Encontré a un tipo gordito que tiene una tienda vacía. Sólo está allí sentado, esperando. Después supe que lo hace por cuenta de una fábrica de vehículos de dos balones... esos ciclos del ventilador. Quieren alguien que se ocupe de ella como representación local y estación de servicio. Hasta ahora ha habido cuatro solicitudes, pero ninguno entendía de mecánica. El que consiga la plaza plantará sobre la ciudad una ob funcional, que no sé lo que significa. Lo cierto es que la oportunidad es tuya con sólo querer. No seas estúpido. Salta. ¡El agua está estupenda!». -¡Meteoros zumbantes! - exclamó Harrison. Sus ojos viajaron hasta el final. «P. 5. Seth te dará la dirección. P. P. 5. Tu morenita es de este pueblo y piensa volver. Quiere vivir cerca de su hermana... y yo también. ¡Menuda hermana!». Se removió inquieto, la leyó de cabo a rabo por segunda vez se levanto y empezó a pasear alrededor de la diminuta cabina Existían mil doscientos mundos habitados en el ámbito del imperio Había estado aproximadamente en una décima parte de ellos Ningún astronauta vivía lo suficiente para verlos todos. El servicio estaba dividido en grupos cósmicos, cana uno de los cuales tenía designado un sector. Excepto por habladurías que las había a montones y de todos los colores nunca sabría lo que pasaba en otros sectores En cualquier caso, sería jugar a ciegas elegir por recomendación ajena un mundo desconocido

donde pasar el resto de la vida. No todos piensan igual ni tienen los mismos gustos. El alimento de uno puede ser veneno para otro. Lo mejor para el retiro - nombre antipático dado al comienzo de una vida diferente, pero activa - era la carisma Tierra - o algún planeta más vividero de su propio sector. Estaban los del grupo Epsilon, que eran catorce, todos muy atractivos para quien pudiera soportar la gravedad y no viese inconveniente en caminar como un elefante cansado. Estaba también el Cielo Rojo de Norton, si, por vivir en paz, se pechaba con el complejo de rajá de Septimus Norton y sus delirios de grandeza. Junto al borde de la Vía Láctea había un matriarcado regido por amazonas rubias, y un mundo de brujos, y un planeta judío, y un globo donde vegetales semisensibles se cultivaban solos bajo la dirección de dueños humanos... Todo ello diseminado a través de cuarenta años-luz de espacio, pero fácilmente accesible por nave Blieder. Conocía personalmente más de cien planetas, que representaban sólo una pequeña fracción. Todos ofrecían vida y esa compañía que es la esencia del vivir. Pero este mundo, Gand, tenía algo que a los otros les faltaba, la cualidad de presente. Formaba parte del contorno del que ahora tomaba, para sus decisiones. Los demás no, y por su ausencia y lejanía les restaba valor. Fue a las taquillas de la sala de Blieders y se pasó una hora limpiando y engrasando su bicicleta. Se acercaba el crepúsculo cuando volvió. Tomando una fina placa de su bolso, la colgó en la pared y se sentó en su litera a contemplarla. L-N.Q. Los altavoces emitieron un chasquido y carraspearon antes de anunciar: -Todo el personal debe reunirse para recibir órdenes generales a las ocho de la mañana. -« No quiero» - dijo Harrison. Y cerró los ojos Eran las siete y veinte pero a nadie le parecía temprano Hay poco sentido de lo que es pronto o tarde entre los cosmonautas Para recuperarlo necesitan estar desembarcados un mes, viendo al sol salir y ocultarse La cara de derrota se hallaba vacía pero había gran actividad en la cabina de control. Allí estaba Grayder con Shelton, Hame, los navegantes Adamson, Werth y Yates, y, naturalmente, su excelencia. -Pensé que no iba a amanecer - dijo éste, mirando ceñudo el mapa estelar sobre el que se inclinaban los navegantes -. No ha pasado ni un par de semanas y ya nos vemos, admitiendo la derrota. -Con todos los respetos, excelencia, yo no lo veo así dijo el capitan Grayder Solo los enemigos pueden derrotarnos y estas gentes no son enemigos. Por ahí es precisamente, por donde nos tienen cogidos. No puede calificárseles de hostiles -Es posible Pero sigo diciendo que se trata de una derrota. ¿De que otro modo podemos llamarla?. -Hemos sido desbordados por un extraño concepto de las relaciones humanas. La cosa tiene mal remedio. Un hombre no maltrata a sus parientes solo porque no quieran hablar con él. Esa es su opinión como comandante de una nave Se enfrenta con una situación que le obliga a volver a su base e informar Pura rutina. Todo el servicio esta anquilosado por la rutina El embajador volvió a contemplar el mapa cósmico como si lo encontrase ofensivo. Mi situación es distinta Si me marcho, es una derrota diplomática, un insulto a la dignidad y el prestigio de la Tierra. Y no estoy nada convencido de que deba marcharme. Acaso fuese preferible mantenerme en mi puesto aun que les diese otra oportunidad de insultarnos. -No pretendo aconsejarle sobre lo más conveniente - dijo Grayder -. Solo sé una cosa: tenemos tropas y armamento para cualquier acción de policía o protección que pueda resultar aquí necesaria, pero no puedo utilizarlos para atacar a esos gands porque no han dado motivo y porque, además, toda nuestra fuerza no basta para aplastar a doce millones de seres. Seria necesaria una auténtica flota. Tendríamos que luchar con todos nuestros medios... y el fruto de la victoria sería un mundo inútil. -No me lo recuerde. Lo he dado vueltas hasta la náusea. Grayder se encogió de hombros. Era un hombre de acción, siempre que esa acción se desarrollase en el espacio. Las gentecillas planetarias no eran precisamente su objetivo. Ahora, próximo el gran momento de volver a su propio y tenue elemento, recobraba la flema. Para él, Gand era sólo una visita entre otras cien, con muchas más en perspectiva. -Excelencia, si realmente duda entre quedarse y venir con nosotros, le agradecerla que tomase pronto una decisión. Morgan me ha informado de que si a las diez no he dado permiso al tercer turno, los hombres van a largarse sin más consultas. -¿Eso podría costarles un buen disgusto, no le parece? -No tanto. Piensan utilizar mis propios recursos. Puesto que no les he prohibido oficialmente salir, el paseo no será un motín. No he hecho más que aplazar el permiso. Podrían quejarse a la Comisión Espacial de

que he ignorado deliberadamente las ordenanzas, e incluso salirse con la suya sí a aquélla le da por afirmar su autoridad. -No le vendrían mal a esa Comisión unos cuantos vuelos - opinó su excelencia -. Descubrirían cosas que no se aprenden en un despacho - miro al capitán con burlona expectación -: ¿No seria posible perder accidentalmente nuestro cargamento de burócratas en el trayecto de vuelta? Es una desgracia que beneficiaría mucho a las rutas espaciales, e incluso a la humanidad. -Esa idea me suena a gandiana - observó Grayder. -A ellos no se les ocurriría. Su técnica consiste en decir no, no y mil veces no. Eso es todo... pero a juzgar por lo que aquí ha sucedido, resulta suficiente. - El embajador sopesó el trance y tomó una decisión -. Voy con ustedes. Me repugna, porque huele a rendición. El quedarme sería un gesto de desafío, pero he de reconocer que tal como están las cosas no serviría para nada. -Muy bien, excelencia - Grayder se acercó a una ventanilla y miró hacia la ciudad -. Me faltan unos cuatrocientos hombres. Algunos han desertado definitivamente, pero los demás volverán si espero lo bastante. Han tenido suerte, encontraron ambiente y, pasada la hora, estirarán la juerga mientras puedan, pensando que, de perdidos, al no. Es el inconveniente de los viajes largos. En los cortos ocurre mucho menos. - Calló mientras contemplaba con gesto sombrío el terreno, desnudo de pródigos, que se extendía ante la nave -. Pero no podemos esperarlos. En este sitio, no. -No, sospecho que no. -Si seguimos aquí, vamos a perder otros cuantos centenares. No habría bastantes especialistas para llevar la nave. El único modo de meterles prisa es dar orden de preparar la salida. Desde ese momento quedan todos sujetos a las ordenanzas de vuelo. - Sonrió de medio lado -. ¡Esto va a dar qué pensar a mis abogadillos cósmicos! -Por mí, saldremos cuando guste - aprobó el embajador. Se reunió con él en la ventanilla y observó la lejana carretera, por la que cruzaban sin detenerse tres coches gandianos. Arrugó el entrecejo, todavía alterado por aquellas mentes empeñadas en pretender que la montaña no existía. Su atención derivó después hacia la cola de la nave, se sobresaltó y dijo -: ¿Qué hacen fuera esos hombres? Lanzando una rápida mirada en la misma dirección, Urayder alcanzó de un zarpazo el micrófono y gritó: -¡Todo el personal preparado para salir inmediatamente! - Movió un par de interruptores para cambiar de línea -. ¿Quién es ahí? ¿El sargento mayor Bidworthy? Escuche, sargento, hay media docena de hombres fuera de la compuerta central. Hágales entrar inmediatamente. Salimos en cuanto esté todo dispuesto. Las escalas de proa y popa llevaban largo rato plegadas en sus nidos, y algún contramaestre de ideas rápidas previno ahora nuevas escapadas accionando la del centro de la nave y dejando así encerrado a Bidworthy junto a los aspirantes a saltarse las ordenanzas. Cortado en su camino, Bidworthy se quedó en el borde de la compuerta contemplando a los que estaban fuera. No contento con encresparse, su mostacho temblaba. Cinco de los fugitivos habían formado parte del primer turno de permisos. Uno de ellos era un soldado, y aquello le puso definitivamente fuera de sí... El sexto era Harrison, junto a su bicicleta acicalada y reluciente. Fulminándolos a todos, pero al soldado en particular, con la mirada, Bidworthy les conminó: -Vuelvan a bordo. Nada de disculpas. Esto no es un juego. Vamos a despegar. -¿Habéis oído? - preguntó uno, dando con el codo al más próximo -. Que volváis a bordo. Sí no sois capaces de saltar diez metros, ya podéis empezar a mover los brazos y volar. -¡No tolero insolencias! - rugió Bidworthy -. ¡Son órdenes! -Admite órdenes - comentó el soldado -. ¡A su edad! -No lo entiendo - dijo otro, moviendo apenado la cabeza. Bidworthy exploró el liso borde de la compuerta en vana búsqueda de algo en que apoyarse. Un resalte, un tirador, cualquier saliente en que tomar impulso. -Les advierto que si abusan de mi paciencia... -No malgastes aliento, Biddy - le gritó el soldado -. Desde ahora soy un gand. Y con esto, se volvió y echó a andar rápidamente hacía la carretera, seguido por los otros cuatro. Montado ya en su bicicleta, Harrison puso un pie en el pedal. Su cubierta trasera se desinfló rápidamente con agudo silbido. -¡Vuelvan! - aulló Bidworthy a los cinco en retirada. En medio de extrañas contorsiones, trató de arrancar la escalera de sus enganches automáticos. Una sirena aulló agudamente dentro de la nave. Aquello aumentó en varios ergios su agitación. -¿Lo oyen? - Con ira espasmódica, vio a Harrison aflojar la válvula trasera y aplicarle su bomba portátil -.

¡Vamos a despegar! ¡Por última vez...! Volvió a sonar la sirena, esta vez en una serie de cortos pitidos. Bidworthy se echó hacia atrás cuando ya descendía la plancha. La compuerta se cerró. Harrison volvió a montarse en su máquina y colocó el pie en el pedal, pero permaneció expectante. El monstruo de metal se estremeció de cabeza a cola y comenzó a elevarse lentamente en completo silencio. Había una gran majestad en la ascensión de aquella enorme masa. Poco a poco fue aumentando su velocidad, alejándose cada vez más deprisa hasta convertirse en un juguete, después en un punto, y desaparecer al cabo. Sólo un instante notó Harrison un asomo de duda, una sospecha de remordimiento. Pero fue apenas un relámpago. Miró hacia la carretera. Los cinco gands adoptivos habían hecho señas a un coche que los estaba recogiendo. Por lo visto, la desaparición de la nave precipitaba el estrechamiento de lazos. No cabía duda de que esta gente era viva de entendimiento. Vio cómo el vehículo se alejaba sobre sus enormes balones de goma, llevándose a los cinco. Un ventociclo corría en dirección opuesta, ronroneando en la lejanía. «Tu morenita», había dicho Gleed. ¿Cómo se le habría ocurrido aquello? ¿Habría hecho ella alguna observación que él hubiese tomado por amable, porque no se refería a sus orejas? Echó una última mirada alrededor. A su izquierda, la tierra presentaba un gran surco curvo de más de kilómetro y medio de largo por cuatro metros de profundidad. Dos mil terrestres habían estado allí. Después, unos mil ochocientos. Más tarde, mil seiscientos. Luego, cinco menos. «¡Sólo falto yo!», se dijo a sí mismo. Con un fatalista encogimiento de hombros, oprimió el pedal y empezó a rodar hacia la ciudad. ...Y no quedó nadie. FIN

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INDICE Eric Franc Russell.................................... DERECHO BASICO .............................. INTRUSO ............................................... EL PECADO DE HYACINTH PEUCH FACTOR DE IRRITACION .................. CITA AL MEDIODIA ........................... ESPIONAJE ........................................... ... Y NO QUEDO NADIE ..................... Bibliografia ............................................

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COLECCIÓN CLASICOS DE FANTASIA Y CIENCIA FICCION Esta es una colección en formato electrónico para ser impresa como un libro de 15x21. Su motivo es recuperar los viejos autores y relatos hoy día inencontrables. TITULOS PUBLICADOS 1.– Robert A. Heinlein. Ruta de gloria 2.– Arthur C. Clarke. La ciudad y las estrellas y otros relatos 3.– Murray Leinster I. Inspector colonial y El señor de los Uffis, Bibliografía. 4.- Murray Leinster II. Servicio medico, Un yanqui en la Mil y una Noches, Próxima Centaury, El artilugio tenia un duende, Un lógico llamado Joe. 5.- Eric Frank Russell. Derecho baáico, Intruso, El Pecado de Hyacinth Peuch, Factor de irritación, Cita al mediodía, Espionaje, ... Y no quedó nadie, Bibliografía.

Selección, Edición electrónica, Maquetación, e impresión De diaspar Malaga, Marzo del 2001

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