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España se incorporó tarde y parcialmente a los cambios de todo tipo que alumbraron el nacimiento de una nueva organización de la sociedad. Tan solo a partir de la revolución de 1868 apreciamos un cambio de cierta importancia que, por otra parte, chocará con el obstáculo que significa la estabilización en el poder de los sectores más conservadores de la sociedad durante los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII (1874 a 1923) Algunas de las medidas más liberalizadoras, adoptadas en tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera (1923 a 1930) y, sobre todo, de la II República (1931 a 1936/39), carecerán del tiempo necesario para estabilizarse y desarrollarse.
La idea imperante en la sociedad española es la de la supeditación de la mujer al hombre. El objetivo de las mujeres debe ser la preservación de la felicidad doméstica, hacer feliz al esposo y procurar una numerosa descendencia:
Compañera del hombre, esposa y madre: he aquí los tres papeles encargados a la mujer en el drama de la vida. Este criterio se ve reforzado por el orden jurídico: En el código de 1822 se establecía que la mujer que mostrara mala inclinación o desacato podía ser llevada ante el alcalde para ser reprendida; en caso de reincidencia, el marido podía recluirla en una casa de corrección por un tiempo no superior a un año. Leyes posteriores contemplaban la posibilidad de que la mujer pudiera incurrir en penas de arresto y multa si se consideraba que había provocado o injuriado al marido.
En el tema del adulterio, por ejemplo, la ley penal de 1822 condenaba a la mujer que cometía este delito a la pérdida de todos los derechos de la sociedad conyugal y a estar recluida el tiempo que determinara el marido, siempre y cuando el período no fuera superior a 10 años; en el código de 1848 el adulterio se mantiene como delito no solo doméstico, sino también como un delito contra la sociedad, pero solo en el caso de que lo cometiera la esposa.
En el código civil de 1889 en el que se decía: el marido debe proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido (art. 57) o se establecía que la mujer está obligada a seguir a su marido donde quiera que fije su residencia (art. 58). El esposo era por ley el administrador de los bienes de la sociedad conyugal incluida la dote, de la que el marido era administrador usufructuario- y el representante legal de su mujer. Ésta no podía, sin licencia de su marido, enajenar o adquirir bienes, incluso en lo referente a joyas y muebles. La patria potestad solo recaía en la mujer cuando faltaba el padre, pero si la viuda contraía nuevas nupcias perdía la potestad sobre los hijos salvo que el marido difunto hubiera establecido lo contrario en el testamento. La mujer no podía ejercer como tutor.
Educación Puesto que a las mujeres les está asignada la función reproductiva, su educación debe orientarse hacia el mejor cumplimiento de esta función. Por consiguiente el objetivo de la educación era formar buenas y virtuosas madres de familia. La emancipación de la mujer -que supone la independencia económica y la capacitación profesional- resulta contraproducente. En la instrucción de la mujer lo importante es una buena educación moral que le permita amar y entender a su esposo a la vez que educar a sus hijos y, sobre todo, a sus hijas para que sean buenas esposas y buenas madres.
Según el censo de 1900 en las enseñanzas media se contabilizaban tan solo 5.557 mujeres matriculadas. En 1930 esta población estudiantil había pasado a 37.642. No ocurre lo mismo con la Universidad, en la que la presencia de la mujer es un hecho aislado, o incluso anómalo. A finales de la Dictadura de Primo de Rivera, en el curso 1927-1928 había 1.681 alumnas matriculadas, lo que suponía el 4’2% del total del alumnado universitario. La mayor parte de estas alumnas cursaban estudios de Filosofía y Letras, que era el tipo de estudios que se consideraba más adecuado para ellas. Su presencia en otras carreras (Derecho, Medicina, Farmacia…) era muy escasa. En las más técnicas, como las ingenierías o arquitectura no estaban presentes.
Los primeros gobiernos de la República llevaron a cabo un intenso proceso de reforma del sistema educativo que, orientado a resolver los grandes problemas estructurales como el analfabetismo o la falta de escolarización de la población infantil, tendría su repercusión en la instrucción femenina, tanto en la enseñanza primaria como en la secundaria y la superior. En esta última el porcentaje de alumnas sobre el total había llegado al 8’8%, con un total de 2.588 matriculadas, unas cifras muy pobres todavía pese a los esfuerzos realizados.
El mundo laboral Las tasas reales de participación de la mujer en la población activa arrojan datos muy altos lo cual, en una sociedad preindustrial, es normal, ya que la mujer participa tradicionalmente en las labores del mundo rural. En términos generales la actividad femenina se incrementa a medida que se desciende en la escala social, e igualmente puede afirmarse que el estado civil incide de forma determinante en la tasa de actividad femenina, de forma que solteras y viudas constituyen el núcleo más importante del mercado de trabajo en los sectores secundario (industria textil sobre todo) y terciario (servicio doméstico principalmente). Por lo que hace a las condiciones laborales, puede afirmarse que corrían paralelas a las penosas condiciones de los trabajadores masculinos; jornadas de 10 a 12 horas, a lo que debe añadirse la escasa valoración social que se tenía del mismo y la menor remuneración que se asignaba al trabajo femenino.
En lo que se refiere a los diferentes sectores productivos, poco es lo que se conoce sobre el sector primario en el que, sin embargo, sabemos que a las mujeres se les asignaban tareas específicas: la escarda, la vendimia, la recogida de la aceituna, la realización de la matanza. En cuanto al sector secundario, la tradicional dedicación de la mujer al hilado y al tejido permite su incorporación a la industria textil a través sobre todo de talleres domésticos. Los datos de Cataluña a finales de la década de los treinta nos hablan de cómo en el sector textil, que contaba con más de 100.000 trabajadores, las mujeres son mayoría -45’2%-, frente a los hombres -44’5-; el 10’3% restantes era mano de obra infantil. Junto a la textil, otra actividad típica de la mano de obra femenina será la elaboración del tabaco. En la Fábrica de tabaco de Sevilla, en 1849, de 4.541 trabajadores, 4.046 eran mujeres (80%). Otros oficios realizados por mujeres en mayor o menor medida eran los de esparteras, zapateras, tintoreras, panaderas...
En lo que se refiere al sector terciario existían tres actividades claramente diferenciadas: En primer lugar el servicio doméstico, que ocupaba fundamentalmente población joven, entre los 15 y los 25 años, en su mayoría solteras que, una vez casadas, abandonaban esta ocupación. En 1860 el censo nos habla de 416.560 empleadas en este sector. A mucha distancia, las maestras suponían en este mismo censo un contingente de 7.789. Más difícil de censar, una tercera ocupación era la de parteras o comadronas.
No cuantificadas, otras ocupaciones eran las de mesoneras, venteras, comerciantes, prostitutas... Ésta última alcanza una especial dimensión durante el siglo XIX, constituyendo un motivo de preocupación desde el punto de vista moral tanto como desde el sanitario. No obstante y desde los propios sectores conservadores, se consideraba la prostitución como una institución social necesaria al constituir una válvula de escape para los hombres casados y, por extensión, una institución valiosa para la conservación de la familia. De alguna forma se entiende que la prostitución actúa como dique protector de la mujer honesta al servir de freno a las incontroladas pasiones de los hombres.
No hay que olvidar que una parte importante del trabajo desarrollado por las mujeres es clandestino o no aparece cuantificado cuando se realiza de forma parcial, por lo que no aparece en las fuentes estadísticas. Esto significa que la mujer participaba mucho más de los que nos dicen los datos estadísticos en la vida laboral y que su actividad se englobaría en lo que hoy denominamos economía sumergida
La vida política Hay que esperar a 1877 para que en el Parlamento se discuta por vez primera el tema del voto femenino. La discusión se centra en torno a una propuesta para que se conceda el voto a las mujeres que estuvieran en el ejercicio de la patria potestad, que evidentemente supondría un sector muy reducido del colectivo. Por supuesto esta propuesta no prosperó. Tras esto, habrían de transcurrir treinta años para que, en 1907, los republicanos vuelvan a presentar una enmienda ante el senado proponiendo que las viudas que tuviesen la patria potestad accediesen al derecho al voto, pero no a ser elegidas. Siguieron otras propuestas en los años posteriores, siempre en el sentido de conceder el derecho al voto a un determinado sector del colectivo femenino, pero nunca considerándolas elegibles. Recordemos que por estos años conseguían el derecho al voto las mujeres en Dinamarca (1915); Inglaterra (1918, con restricciones) o Alemania (1919).
Fue Primo de Rivera quien en el Estatuto Municipal (1924) otorgó restrictivamente el voto a las mujeres en las elecciones municipales: solo a emancipadas mayores de 23 años; casadas y prostitutas quedaban excluidas. En 1927 reservó algunos escaños en su Asamblea Nacional para mujeres elegidas de forma indirecta desde ayuntamientos y diputaciones.