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Ferran Salgado Serrano
El DESTINO de BARŠILUNA
Primera parte LA BULA PAPAL Y EL TRATADO DE PAZ
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ra el día de Navidad del annus domini de 970 (año 359 de la hiyra), cuando un reducido séquito alcanzaba la ciudad de Roma, su destino. El grupo estaba constituido por una docena de milites y cuatro clericus de férreas creencias, amén de un pequeño número de servidores. La urbe romana era el emblema capital de la fe cristiana, habiendo sido perseguidos sus primeros devotos con tesón y asesinados de mil maneras distintas a cual más horrible. Después de una larga travesía rebosante de anécdotas, donde los integrantes del peculiar grupo habían padecido algunas dificultades, ya podían permitirse el lujo de respirar más tranquilos. Gracias a las decisiones tomadas en su momento, los conflictos fueron superados de forma satisfactoria, si bien también se dieron gran abanico de beneficiosas alegrías que hicieron que el viaje fuese más llevadero. Los milites iban ataviados con unas soberbias cotas de malla confeccionadas con mangas y capucha y elaboradas con un excelente entramado de resistente metal. En ellas se podían apreciar algunas motas de polvo y suciedad surgidas durante el transcurso del viaje. Debajo de las cotas de malla los milites vestían unas cortas túnicas de tela gruesa que llegaban hasta la altura de las rodillas, sirviéndoles esencialmente para resguardarse del incipiente frío que empezaba a azotar sus cuerpos con fuerza. Del mismo modo, para superar las inclemencias climatológicas, tenían las piernas embutidas en unas ajustadas mallas de tonos marrones, atadas con sendos cordeles a la zona de la cintura y a la altura de los tobillos. Todos ellos calzaban unas botas altas forradas en su interior con piel de animal, muy útiles para preservar el agradable calor en sus pies. Sobre sus robustas espaldas pendían unas gruesas capas de lana pulida de color marrón, cuya oscura pigmentación las asemejaba al color de la tierra. Los clericus, cuya orden religiosa bajo la que regían sus espirituales existencias era la Benedictina, vestían el peculiar hábito de lana teñida de negro y atado a la altura de la cintura con una simple cuerda de esparto. Encima de la negruzca túnica llevaban un amplio escapulario de tela del mismo color que les cubría la zona del pecho y el dorso. Algunos preferían tener la cabeza ocul13
ta por la capucha y a los demás les apetecía dejarla suspendida en su espalda, mostrando el distintivo corte de pelo y la no menos característica tonsura albergada en el centro, como si fuera una zona desértica de vegetación que se encontrara en medio de una densa arboleda. El séquito estaba abanderado por el comes Borrell II de Barchinona, Gerunda, Ausona y Urgell, que regía de forma autoritaria y contundente todos sus comitatus y feudorum. Junto a él cabalgaba el episcopus Ató de Vicus Ausonae, siendo conocido por sus allegados por afán de poder y de cuya reputación estaban al tanto todos los habitantes de las numerosas villas integradas en su episcopatus. Por último, en el grupo también era parte relevante un joven monachus llamado Gerbert de Orlhac. A causa de la estrecha amistad con el comes, éste le había ofrecido la oportunidad de acompañarle y así poder conocer en persona al máximo representante de Dios en el mundo terrenal. Las tres ilustres personalidades deseaban, con fervor y con una imperiosa necesidad, ser recibidos en audiencia por el actual summus pontifex Juan XIII en la morada por excelencia del cristianismo, la basílica de Sancti Petri. —El destino de los comitatus se encuentra en una situación insostenible, —expuso de forma imprevista en voz alta el comes Borrell II, exhibiendo en su rostro una seriedad y angustia que no solía mostrar en demasiadas ocasiones—. Sólo con el beneplácito y la incuestionable ayuda del summus pontifex en relación al proyecto que le voy a exponer, podremos virar hacia un nuevo rumbo mucho más alentador. —¿Acaso dudáis de que no tenga en consideración vuestra propuesta? —le contestó el episcopus Ató, haciendo uso de palabras sinceras a raíz de su profunda amistad con su interlocutor—. No concibo en absoluto, conociéndoos tan bien como creo, la angustia que refleja vuestro rostro y el tono inseguro de vuestra voz. ¿Dónde está vuestro orgullo y vuestra firmeza arrogante que tanto os caracteriza y tan buenos resultados os ha dado? —Sabéis tanto como yo, episcopus Ató —le respondió de inmediato y con renovadas muestras de su conocida firmeza—. Mi deseo más preciado es restaurar el archiepiscopatus de la vetusta urbe romana de Tarraco que por desgracia se halla en la actualidad bajo el control de los musulmanes. Si como anhelo, obtengo la quiescencia de Juan XIII, mi secreta intención es trasladar de inmediato la nueva sede al comitatu de Ausona. De ese modo su jurisdicción abarcaría los territorios de Barchinona, Urgell, Elna y finalmente Gerunda. Para el comes Borrell II la obtención de esa nueva sede no representaba el punto final de su plan. Todo lo contrario, era una de las primeras etapas de su proyecto, siendo todo su empeño avanzar sin pausa hasta lograr desligarse por completo de las débiles y arcaicas ataduras vasalláticas que todavía existían con la monarquía franca, cuyo vínculo se remontaba casi doscientos años. Según su propia visión en relación a los acontecimientos que se producían al 14
norte y al sur de sus comitatus, ahora era la oportunidad idónea e irremplazable para lograr la ansiada nueva distribución religiosa. —Tenéis la férrea voluntad de desligaros para siempre de la influencia que sustenta el archiepiscopatus de Narbonum, ¿verdad? —le interrogó el episcopus Ató, pues intuía que esa era una de las cuestiones primordiales a tener en consideración. Ató siempre había mantenido sus propias cavilaciones sobre la instauración de esa nueva sede, en especial pensaba en el protagonismo que iba a tener en ese asunto tan espinoso, razonando hasta la extenuación acerca de los pros y los contras de esa embrionaria estructura eclesiástica. Por ello, en diversas ocasiones había querido reunirse con el comes Borrell II con el propósito de mantener una necesaria plática sobre ese tema, y así aclarar definitivamente sus dilemas internos. —Ambas peticiones están relacionadas entre sí —le argumentó el comes con soltura mientras sujetaba con firmeza las riendas de su caballo—. A fin de liberarnos de forma definitiva del pesado yugo político de nuestros vecinos del norte, debemos terminar con nuestro sometimiento religioso hacia la sede de Narbonum. A vos os espera un ascenso en la jerarquía de la Iglesia porque la administración del nuevo archiepiscopatus recaerá sobre vuestras espaldas. ¡No me falléis ahora! —No debéis preocuparos por ello, ya sabéis de mi lealtad hacia vos y de mis ansias de poder —le dijo con una inusitada sinceridad y manifestando abiertamente sus anheladas ambiciones personales. Para cualquier hombre de profundas creencias religiosas esa codicia desmesurada podría ser considerada enfermiza, pues había entregado su vida al servicio de Dios y a una existencia contemplativa y rebosante de oraciones y cánticos. Pese a sus maquinaciones, Ató era consciente de que ya ofrecería las oportunas explicaciones a Dios cuando estuviera a su lado en el día del Juicio Final, pues bajo ningún concepto podía rechazar esa inmejorable propuesta. La atrayente oferta significaba una ventajosa oportunidad con el fin de prosperar en el escalafón eclesiástico y político, debiendo superar con astucia las envidias y maquinaciones de las restantes personalidades religiosas y civiles. Para su consecución extremaba al máximo las precauciones porque empezaban a surgir gran multitud de voces disconformes a la creación del nuevo archiepiscopatus. —Y vos Gerbert, ¿cuál es vuestra opinión al respecto? ¿Pensáis que el summus pontifex aceptará? —le preguntó el comes Borrell II al joven monachus por el que sentía una entrañable estima, tratándolo siempre como si entre ambos existiera una relación de padre e hijo. —No me cabe la menor duda —le contestó revelando decisión y satisfacción por sentirse partícipe del decisorio diálogo mantenido hasta ahora por 15
sus dos ilustres compañeros de viaje—. Es ineludible crear el nuevo archiespicopatus lo más pronto posible, a modo de satisfacer las constantes penurias religiosas de los habitantes de vuestros comitatus. La lánguida e ineficiente afinidad con Narbonum debe ser solventada con premura, sin olvidarnos tampoco del peligro que representa la perenne presencia de Al-Andalus. La relación de respetuosa amistad que profesaba Gerbert con el comes Borrell II venía de muy lejos. Años atrás éste, después de ser informado de la inteligencia y perspicacia del joven, le había animado a venir a sus comitatus desde el monasterium de Orlhac, con el propósito de que pudiera observar con detenimiento y estudiar a conciencia la cultura existente en sus tierras. Esa sapiencia era fruto de una arraigada mixtura de tradiciones romanas y visigodas, amén de las constantes influencias musulmanas, sobre todo en relación a los avances científicos que se producían principalmente en los monasteriums de Rivipullum y Vicus Ausonae. Sin temor alguno Gerbert de Orlhac había intuido la irrefutable llamada de Dios a muy temprana edad. Un día tuvo la fortuna de conocer a un viejo ermitaño y clericus llamado Andrade. El anciano practicaba varias aficiones relacionadas con la magia y los sacrificios rituales que despertaron la congénita curiosidad del niño. A la edad de doce años fue sorprendido por un grupo de monachus que pertenecían a la abbatia de su pueblo natal. Le miraban asombrados mientras el muchacho estaba ahuecando una rama seca de un árbol con la finalidad de contemplar mejor las estrellas del firmamento una vez finalizara su trabajo. Era curioso verle hincar su navaja de hoja afilada en las múltiples ranuras rugosas de la débil corteza de la rama, escarbando y sacando las diminutas astillas de su interior hasta conseguir un laborioso agujero que llegaba de un extremo a otro. Los religiosos, cuyos semblantes ofrecían una inesperada perplejidad, permanecieron totalmente quietos y fascinados por su inteligencia. Después de discutirlo entre ellos, decidieron solicitarle que les acompañara a su cenobium para instruirle y ofrecerle una mejor educación. Desde entonces, el joven monachus de pelambrera corta y tonsurada no había cesado en su empeño de instruirse cada vez más con afán y convencimiento, asimilando progresivamente nuevos conocimientos que abarcaban temas de diversa índole, como la religión, la espiritualidad, la ciencia e incluso la política. En la abbatia todos creían adivinarle un prometedor porvenir dentro de la Iglesia. Por unos instantes los integrantes del grupo regresaron a sus pensamientos una vez concluida la interesante tertulia. La muestra irrefutable era el prolongado silencio de sus labios. Por su parte e inmerso en sus propias cavilaciones, el comes Borrell II meditaba la forma acertada para alcanzar todos sus propósitos que requerían un período de prolongada estabilidad en sus comitatus. En ese sentido también era absolutamente necesario planificar un 16
acercamiento hacia Al-Andalus. Otro de sus afanes más soñados era la obtención de un duradero período de paz otorgado por el jalifa Al-Hakam II. En su amplia memoria evocaba las múltiples decisiones tomadas por el bien del ansiado sueño. El juego político que efectuaba día tras día con gran habilidad y maestría se hallaba en medio de dos mundos totalmente opuestos pero muy poderosos; Al-Andalus y la monarquía franca. Había poco que perder y mucho que ganar en esa difícil y laboriosa encrucijada, debiendo elegir sin titubeos la forma correcta de llevar a cabo los pasos a seguir para alcanzar sus deseos, siéndole para ello preciso congratularse con el jalifa y con el summus pontifex al mismo tiempo. Al mediodía el glorioso cielo estaba parcialmente cubierto por unas nubes que dejaban traslucir, gracias a sus cambiantes siluetas, los brillantes reflejos que procedían del sol. Los diversos contornos evocaban lugares secretos jamás vistos por el hombre por su inusual expresividad y rareza. A su vez, muchas de esas extrañas formas se asemejaban a rostros etéreos, cuyo reconocimiento era prácticamente imposible, como si los ángeles celestiales ocupasen su tiempo en realizar un sinfín de pinceladas, acercando de ese modo sus majestuosas pinturas a los ojos de los hombres. Los integrantes del séquito alzaban la vista hacia el infinito fascinados por el cielo diurno, al mismo tiempo que sus cuerpos estaban retraídos por el frío, debiendo soportar algún repentino escalofrío. Finalmente las gélidas sensaciones se esfumaron con premura al arribar a las anheladas puertas de la basílica de Sancti Petri. Todos ellos quedaban pasmados por una estimulante sensación de paz que provenía del interior de sus muros de gruesa piedra. Con firme decisión el comes Borrell II, el episcopus Ató y el joven monachus Gerbert, de veinticinco años, iniciaban su andadura para adentrarse en la basílica después de apearse de sus caballos. En ese preciso instante se despedían momentáneamente de los clericus y milites, dejándoles a éstos últimos las riendas de sus cansados animales que mostraban signos importantes de la fatiga producida por el prolongado trayecto. —Ya no hay retorno posible y la suerte está echada, aunque espero que no sea la suerte la que influya en la decisión del summus pontifex, y sí su buen hacer y su excelente comprensión y afinidad hacia temas relacionados con la Iglesia—. En el rostro del comes se adivinaba una mezcla de temor y de esperanza, propios del complicado dilema que padecía—. No quiero imaginar lo que sucedería si nos da la espalda y no nos otorga la nueva sede. Una ráfaga originada por un repentino viento provocó que los miembros del grupo cogieran sus respectivas capas, ajustándoselas al cuerpo con la mayor determinación. El viento había izado la espesa cabellera del gran comes formado por cabellos castaños y por algunos mechones de pelo más blanquecino que se hallaban medio ocultos. Borrell II se sentía complacido por poder 17
exteriorizar sin complejos absurdos sus propias aspiraciones más secretas. A sus cuarenta y tres años seguía manifestando esa prepotencia de la que jamás se molestaba en abandonar. Lo más frecuente era todo lo contrario porque casi siempre hacía gala de ella. —Sabed comes que la basílica de Sancti Petri tiene su origen en la vetusta época romana. En el annus domini de 64, si mi memoria no me falla, bajo el mandato del imperator Nerón se promulgó una ley que iniciaba las horribles y frecuentes persecuciones contra los cristianos —le quiso informar el episcopus Ató a fin de que comprendiera mejor la importancia de aquella monumental construcción y de sus religiosas connotaciones—. En aquellos días, el apóstol Pedro, hallándose en Roma, sufrió un cruel suplicio que tuvo su punto álgido con la consecuente crucifixión. Finalmente fue sepultado concretamente en la Vía Aurelia que estaba situada próxima al palacio del imperator. Años más tarde, en el annus domini de 324 el imperator Constantino dio la orden de iniciar la construcción de la basílica, ordenando que la sagrada tumba del apóstol fuese el centro físico y espiritual de la enorme estructura. La basílica fue consagrada tres años más tarde después de sufrir una infinidad de obras y de soportar una gran cantidad de andamios de madera. Los carpinteros y maestros de la talla de la piedra tuvieron que emplearse a fondo para ejecutar la obra según lo acordado. Sobre todo se distinguía por poseer una planta longitudinal formada por cinco naves y un prodigioso crucero. En la parte exterior se situaba el cuadripórtico, que a su vez también recibía el simbólico nombre de paraíso, en cuyo centro se hallaba asentada en el pavimento una hermosa fuente utilizada para las multitudinarias abluciones. —Agradezco vuestras interesantes palabras —le contestó para reconocerle de ese modo al episcopus el interés que había puesto en sus informaciones—. Ha sido una ilustración muy atrayente y completa. Los tres ilustres personajes entraron en el interior de una primera sala adornada por numerosas velas encendidas, que representaban la luz divina, y por varios tapices donde figuraban distintas representaciones de algunos pasajes bíblicos. Sin dilación fueron custodiados por dos mayordomos cuyo aspecto señalaba que estaban a punto de entrar en la vejez. Ocultaban sus cuerpos con unas largas túnicas de suave lino de color blanco. El rasgo más sobresaliente era su mutismo, no por no poseer capacidad para poder expresarse sino porque habían recibido órdenes estrictas de no entablar ninguna conversación con los recién llegados, siendo únicamente su cometido el acompañarles hasta el salón de invitados de la basílica. El gran comes proseguía su avance a través de los iluminados pasillos de la basílica realizando unos pasos más cortos de lo habitual. Los efectuaba de esa forma bien por una respetuosa seriedad que era provocada por el santo lugar en el que se encontraba en ese preciso instante, o bien por sentirse partícipe 18
de un imaginario ritual que cumplía con absoluta devoción. Ni él mismo era consciente del verdadero motivo. Sus ojos de tonos marrones, semejantes a la tierra mojada por la lluvia, resplandecían de la inesperada emoción. Exhibía una amplia y sincera sonrisa de satisfacción al recordar que en ese mismo lugar fue coronado en su día el rex Carlomagno como imperator romanorum en el annus domini de 800 (año 183 de la hiyra), dando origen a la división territorial de lo que posteriormente serían sus comitatus gracias a la transmisión por herencia. En la sala de invitados los tres ilustres personajes tuvieron el tiempo necesario para algunas reflexiones. Las personales cavilaciones se revelaron con una extraordinaria imaginación, apareciéndoseles en sus memorias diversas imágenes que perfilaban gran variedad de momentos vividos y de recuerdos olvidados. Transcurrido un buen rato fueron guiados con premura por tres religiosos a la biblioteca, poniendo fin a esos pensamientos. Parecía como si los tres guías se hubieran descuidado de las protocolarias atenciones y la espera anterior se hubiese prolongado más de lo debido. Los tres sumisos y fieles devotos formaban parte de un reducido grupo que se hallaba noche y día al servicio privado del summus pontifex. Su principal labor consistía en prestarle cualquier ayuda, ya fuese en las diarias e interesantes tareas de gobierno, obligación que les resultaba bastante gratificante porque se codeaban con una extensa amalgama de relevantes personalidades, o por otra parte, realizando trabajos más cotidianos, inclusive dentro del ámbito más personal, debiendo atender las necesidades más humanas del representante de Dios en el mundo terrenal. En la espléndida biblioteca se exhibían un gran número de ejemplares únicos y no menos valiosas copias llevadas a cabo por escribas que traducían las obras del griego al latín. Unos eran más jóvenes que otros, pero todos ellos permanecían largas horas sentados sobre un pequeño taburete de madera que se sostenía por tres endebles y cortas patas. Curvaban sus doloridas espaldas para acercarse mejor a los rollos abiertos de pergamino y a los códices iluminados al detalle, cuyas representaciones de temática bíblica y de letras capitales adornadas con ornamentaciones vegetales resaltaban con creces sobre el resto de la caligrafía. Para ello usaban una gran variedad de plumas y tintes de colores que apoyaban sobre sus rodillas. En los amplios espacios existentes entre las numerosas estanterías pendían varias lámparas de aceite debidamente protegidas para no dañar los hermosos ejemplares. El calor de la llama y sobre todo el fino hilo de humo que se originaba podían perjudicar los valiosos escritos. En medio de la sala había una larga mesa de madera pulida adornada con siluetas elaboradas con hierro forjado. Encima de unos delicados y pequeños manteles de tela blanca se apoyaban dos magníficos candelabros de tres brazos. En el interior de las tres 19
cazoletas se deshacían lentamente unas velas encendidas previamente, que con sus calientes y diminutas llamas aumentaban la luminosidad de toda la estancia. —Santidad, el comes de Barchinona y sus dos acompañantes aguardan al otro lado de la puerta a la espera de poder entrar e iniciar la audiencia con Vos, tal y como se acordó en su día—. El mayordomo de más edad se había dirigido hacia la cabecera de la mesa donde permanecía el máximo representante de la fe cristiana. A pesar de haber realizado infinidad de veces esos breves pasos, habiéndose dirigido a su superior espiritual en multitud de ocasiones, el anciano lacayo siempre manifestaba un repentino nerviosismo en sus gestos. Siempre que lo tenía delante penetraba en su envejecido cuerpo un invisible temor, a pesar de que en el fondo se percataba de que era una sensación agradable. —Sed bienvenidos a la morada de Dios, acercaos os lo ruego —les dijo con un tono de voz suave que desprendía una tranquilizadora amabilidad. Juan XIII estaba plácidamente sentado en un confortable y ancho sillón de piel que despuntaba por su ostentosa belleza cuyos robustos brazos de madera estaban forrados con finas láminas de oro. Se hallaba acompañado por un reducido grupo integrado por cinco cardinalis engalanados con unas espléndidas túnicas confeccionadas con un hilado de exquisita calidad unido con maestría a la vestimenta. Los altos dignatarios religiosos, haciendo patente su interés y una cautelosa precisión, ocupaban su inestimable tiempo buscando algunos manuscritos de papiro enrollados y atados por cintas de tela roja. Horas más tarde se dedicarían ilusionados y con gran placer a su estudio. El primero en entrar fue el comes Borrell II que inmediatamente, con devoción y humildad, fijó sus ojos en el summus pontifex. Le pareció estar contemplando a un hombre cansado por una larga existencia, consciente de que estaba admirando a un hombre santo. Creía entrever a un ser humano que con una sola mirada era capaz de infundir un misericordioso amor incluso en el propio demonio. Juan XIII se encontraba totalmente inmerso en una agradable lectura, revisando un espléndido y representativo pasaje del Novum Testamentum, concretamente del Evangelium Secundum Lucam. Era el párrafo donde se hacía una dilatada mención al nacimiento de Jesús. Mientras leía con atención, no cesaba de acariciarse suavemente con una de sus manos la canosa barba que ofrecía una irrefutable muestra de su actual senectud, plasmando un indicio inequívoco de una vida plena y azarosa. —”Ascendit autem et Ioseph a Galilaea de civitate Nazareth in Iudaeam in civitatem David, quae vocatur Bethlehem, eo quod esset de domo et familia David, ut profiteretur cum Maria desponsata sibi, uxore praegnante. Factum est autem, cum essent ibi, impleti sunt dies, ut pareret, et peperit filium suum primogenitum; et pannis eum involvit et reclinavit eum in praesepio, quia non erat eis locus in deversorio” 1 20
El delicado y ligero tono de su debilitada voz se reproducía magistralmente por toda la estancia, arribando incluso hasta los rincones más ocultos. A todos los presentes les parecía que era el mismo Dios quien se comunicaba a través de sus labios. Quiso leer el capítulo en voz alta para que todos compartieran la importancia de las palabras sagradas del Novum Testamentum. Mientras leía con respeto iba asintiendo con la cabeza como si estuviera dando la razón al significado que se desprendía del texto religioso. —Santidad os lo ruego, dejad la lectura por hoy. Recordad que no debéis realizar ningún esfuerzo inútil—. Le requirió con amabilidad uno de sus cardinalis. Se había fijado en la dificultad que tenía al leer y no deseaba verle padecer bajo ningún concepto. —No os preocupéis —le contestó sensiblemente fatigado—, me reconforta sobremanera el tener la oportunidad de estudiar píamente los textos cristianos. En ese preciso instante otro cardinalis se acercaba hasta situarse al lado de los tres convidados que aguardaban contemplar la recuperación de la breve dolencia del máximo garante de los cristianos. —¿No se encuentra bien su Santidad? —preguntó compungido el episcopus Ató, siendo el primero en exteriorizar las dudas sobre el verdadero estado de salud del summus pontifex. —Desde hace dos años su estado ha decaído a raíz de su indiscutible senectud y de las continuas dolencias provocadas por una vida colmada de obstáculos —manifestó el cardinalis a los tres invitados con una voz compungida y exteriorizando una triste mirada. Llevaba mucho tiempo al lado de su Santidad, ayudándole y aconsejándole en espinosas y complicadas decisiones. Ese era el motivo principal por el que había florecido de forma natural una honda amistad entre ellos, incluso antes de que Juan XIII fuera elegido cabeza visible de la Iglesia. —Su vida como representante de Dios en el mundo terrenal no ha sido precisamente un camino de rosas —les continuó informando con amabilidad—. Su vida cambió considerablemente cuando era episcopus de la ciudad de Nardi. Allí fue designado para el solio pontificio, aunque la mayoría de la población romana le mostraba un violento rechazo porque seguía simpatizando con el exiliado Benedicto V. De forma no deseada, este hastío le hizo llegar a la desdichada conclusión de que era preferible emprender la huida hacia la ciudad de Padua, a modo de salvaguardar su propia vida. 1 Traducción: “José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue”. (Lc. 2, 2-4 / 2-7)
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Una vez establecido en la nueva población, el comes Rofredo de la Campania y el praefectus Pedro de la ciudad romana promovieron una revuelta popular, siendo ellos los cabecillas de la fuerte oposición. Por otro lado, el imperator Otón I al tener constancia del exilio de su principal protegido, el summus pontifex, se encaminó con premura a la ciudad de Roma con el arduo objetivo de apaciguar la rebelión y hacerle regresar lo más pronto posible. Juan XIII dispuso a sus cardinalis que archivaran de inmediato el valioso ejemplar del Novum Testamentum en su lugar de origen. De ese modo les daba la razón muy a su pesar, finalizando la lectura probablemente mucho antes de lo que hubiera deseado, pero su cansancio le hacía creer que había llegado el momento de emprender los parlamentos con sus ilustres invitados. Lo primero que debía hacer, una vez terminadas las oportunas presentaciones protocolarias, era escuchar atentamente al comes de Barchinona. Para ello quiso levantarse muy despacio, necesitando la obligada y requerida ayuda de dos fieles cardinalis. Éstos se apresuraron a cogerle los débiles brazos con la mayor delicadeza posible, mostrando cierta tristeza en sus apenados rostros, cavilando que sería una de las últimas veces que lo harían debido a su avanzada edad. Con la emoción contenida y los sentimientos a flor de piel, el comes Borrell II, al igual que el episcopus Ató y el joven monachus Gerbert, quisieron arrodillarse ante Juan XIII como prueba efectiva de un franco sometimiento y de un filial respeto hacia su célebre anfitrión. —Levantaos comes de Barchinona, os lo ruego —le contestó con una amabilidad que incluso causó extrañeza a todos los presentes a la reunión, pues parecía como si los papeles se hubieran intercambiado sin saberlo nadie—. Erguíos episcopus Ató y vos también Gerbert de Orlhac. El summus pontifex dirigió, con delicada ternura, su profunda mirada directamente a los ojos del joven religioso. El motivo que explicaba esa fijación era que desde hacía varias semanas había tenido noticias fidedignas de la inusual singularidad e inteligencia del monachus. Después convidó a todos los presentes a acomodarse a su lado y compartir la mesa con el propósito de comenzar la relevante plática. Los tres religiosos que constituían parte de la asistencia personal, que hasta ese momento habían permanecido en un rincón de la sala a la espera de nuevas disposiciones, con premura ubicaron dos candelabros más a modo de adecuar mejor la luminaria de la sala. Igualmente, sin temor a que se les cayesen al suelo en algún desafortunado descuido, depositaron con naturalidad algunas bandejas de plata colmadas de carnosos racimos de uva y otras apetitosas frutas. Según les habían encomendado con anterioridad también colocaron varias jarras de bronce en cuyo interior se mostraba el perfumado fruto de la vid. Su aroma afrutado despertaba a los asistentes unas repentinas 22
ansias de servirse una copa sin tardanza. Una vez hubieron terminado de ponerlo todo en su sitio desaparecieron hábilmente de la biblioteca, no sin antes realizar un último atisbo por si se hubieran olvidado algo. —Su Santidad conoce la actual situación que impera en los comitatus que yo mismo administro —el comes hablaba muy despacio porque deseaba resaltar toda referencia, por muy pequeña que fuese, sobre la trascendencia de su súplica—. El antiguo archiepiscopatus de la vetusta Tarraco fue suprimido de raíz por haber caído la ciudad de nuevo en manos musulmanas. Este malogrado percance está afectando gravemente a la estabilidad religiosa y política que reina en mis comitatus y en mis numerosos feudorum. Ciertamente todavía seguimos supeditados al archiepiscopatus de Narbonum, pero soy de la opinión de que su influencia se diluye poco a poco a causa del alejamiento existente entre ambos territorios. También hay que tener en cuenta las intrigas que afectan a la monarquía franca, produciéndonos una sensación de dejadez y abatimiento que se resolvería si mis territorios gozaran de su propia jurisdicción eclesiástica. —Comprendo sobradamente vuestras reflexiones y razonamientos, pero ahora no es aceptable que os deshagáis de la sujeción que actualmente profesáis a Narbonum —le contestó Juan XIII, que no estaba dispuesto a debilitar los lazos que todavía mantenía la Iglesia con la monarquía franca, ni era su intención entrar en absurdas disputas políticas ni tampoco de índole religioso. —No es esa mi intención, su Santidad. Soy vuestro servidor más humilde y únicamente deseo serviros a Vos como buen cristiano que soy, sometiéndome de este modo siempre a Vuestra voluntad. Sin embargo es urgente resolver la ausencia de una política religiosa unitaria, la cual debería fortalecer las férreas creencias de los habitantes de las villas y ciudades—. El comes Borrell II, mientras hablaba y gesticulaba con sus fuertes manos para reafirmar sus ideas, miraba de soslayo al episcopus Ató comprobando que coincidiera con sus acertadas y precisas palabras—. Para que eso sea posible, creo que es totalmente necesario instituir un nuevo archiepiscopatus, el de Ausona, que suplante al finiquitado por nuestros más temidos enemigos de Al-Andalus. El interés de los prolongados e interesantes períodos de diálogo político y religioso se acrecentaba, pues las disputas verbales se producían debido al distinto punto de vista que surgía de vez en cuando, aconteciéndose de inmediato diversas preguntas cuyas respuestas a veces eran un largo silencio. A su vez, Juan XIII deseaba conocer de primera mano la opinión de sus fieles cardinalis sobre la delicada cuestión de la creación de un nuevo archiepiscopatus. En ciertos períodos de la prolongada disertación, el desencuentro hacía presagiar insalvables escollos dando por concluido el sueño de la obtención de la pretendida bula papal que otorgara la nueva sede, llegando a creer el propio comes de Barchinona que saldría con las manos vacías de la basílica. En cam23
bio, en otras ocasiones acontecía todo lo contrario porque renacía la anhelada esperanza al tiempo que la sonrisa. —Dejadme que desgrane a fondo vuestra petición con mis cardinalis, pues debo escuchar sus inestimables opiniones—. Juan XIII pretendía asegurar una decisión con el mayor consenso posible—. En dos o tres días a lo más tardar os ofreceré una sentencia concluyente y definitiva. En ese preciso instante el summus pontifex dio por finalizado el crucial encuentro. A parte de la petición del comes Borrell II debía atender otros asuntos con el mismo rigor mostrado hasta ese momento. Además le era indispensable iniciar cuanto antes los preparativos de las numerosas celebraciones religiosas que debería protagonizar durante las fiestas navideñas. Eran fechas propicias para que los cristianos de condición más humilde, así como los de una posición social más elevada, incrementaran y fortalecieran sus respectivas creencias. Cuando los tres ilustres invitados salían de la magnífica biblioteca, sus respectivos pensamientos derivaban sin pausa hacia cuál sería la relevante respuesta. La noche se dejaba ver con una renovadora frescura y mostraba refulgentes estrellas que, medio encubiertas por algunas esporádicas nubes, se vislumbraban en la extensa bóveda celeste. Los astros brillaban con tal claridad que las gentes de la ciudad de Roma los relacionaban con la creencia de que eran las almas de los fallecidos que velaban a sus seres queridos todavía en vida, a la espera del feliz y ansiado reencuentro. La importante villa por fin descansaba merecidamente una vez concluido el ajetreo diurno producido por sus moradores. Las empedradas calles estaban completamente huérfanas porque sus pobladores permanecían en sus hogares. Todos ellos hacía bastantes horas que se hallaban en sus camastros o mejores lechos en compañía de Morfeo, dormitando plácidamente en un letargo restaurador que les ocasionaba una necesaria paz interior. —¿Cuál es vuestra más sincera opinión sobre la relevante reunión que acabamos de mantener con el summus pontifex? En compañía nuevamente de los milites y clericus, y de regreso a sus respectivos aposentos situados muy cerca de la basílica de Sancti Petri, el comes de Barchinona quiso conocer la opinión de su episcopus. Al igual que Juan XIII, que había postergado su respuesta con el fin de desmenuzarla hasta llegar al fondo de la cuestión junto a sus cardinalis, al comes le era necesaria la innegable lucidez que poseía su estimado Ató sobre aspectos religiosos y sobre los cuantiosos problemas de estado que afectaban a la curia romana. —Sin atreverme a poner la mano en el fuego y a riesgo de equivocarme, intuyo que el summus pontifex está dispuesto al redactado de la bula papal a pesar del significado de su última plática. Los posibles inconvenientes pueden surgir de sus cardinalis, pues algunos han plasmado concienzudamente su opinión contraria. Como ya habéis podido apreciar mantienen una postu24
ra mucho más conservadora y unos intereses comunes que están ligados al archiepiscopatus de Narbonum. Esperemos que, a bien de nuestros propios intereses, Juan XIII no se deje influenciar en demasía por ninguno de ellos—. El episcopus había logrado plasmar el enrevesado significado de las diversas opiniones que habían salido a la luz en la recién terminada tertulia. Al poco rato, el comes de Barchinona ya se hallaba en el interior de su estancia privada tumbado encima de un inmenso jergón de paja. El camastro estaba perfectamente envuelto por unas sábanas de tela fina de tonos blancos que ofrecían una sensación de tranquilidad, impresión que agradecía después de haber sufrido y superado los complicados combates dialécticos mantenidos por el bien de sus alejados comitatus. A modo de ritual nocturno se había despojado de su magnífica vestimenta externa que había colocado encima de un par de sillas de madera. A pesar de ser una ilustre personalidad la habitación carecía de lujos superfluos, respirando toda ella un aire de devoción y austeridad que eran propias del lugar donde permanecía y sobre todo un ejemplo de verdadero cristianismo teniendo en cuenta las presentes fechas navideñas. Aunque la necesidad de iniciar cuanto antes un lógico y reparador sueño le afloraba por todo su cuerpo, de momento no tenía intención alguna de cerrar los párpados y dejarse llevar por el mundo de las sombras. Con la misma intensidad acontecida en sus otros pensamientos, meditaba sobre su joven esposa Letgarda, dibujándose una espontánea sonrisa en sus labios como resultado de imaginarse que seguramente ella estaría en ese preciso instante pensando únicamente en él. Era tan hermosa, de fisonomía tan agraciada y proporcionada, que parecía como si Dios hubiese querido mostrar en ella una prueba viviente de la hermosura de la mujer. El comes jamás había sido capaz de resistirse a sus encantos femeninos y a sus insinuantes señas evidentes de un embriagador erotismo. Pero no sólo la amaba por su bello cuerpo sino también por su gran inteligencia y sabiduría en la gestión diaria de gobierno. Sin ella a su lado, hubiese sido una locura haber pretendido arribar tan lejos en sus difíciles tareas políticas, por lo que con bastante frecuencia pedía su consejo. Su demostrada sabiduría en primordiales asuntos y en la toma de decisiones hacía que fuera solicitada y escuchada en muchas ocasiones, exhibiendo una seriedad y una determinación que dejaban boquiabiertos a los notables que asistían a las reuniones. Finalmente, el comes de Barchinona apagó con un fuerte soplido las velas de un candelabro de hierro de tres brazos situado sobre un mueble de madera en el que se podían vislumbrar un pequeño crucifijo de madera policromada y una jarra de cerámica llena de agua fresca para el aseo matinal. Estaba totalmente derrotado a causa del cansancio que se reflejaba en su abatido cuerpo. Las ansias iniciar un sueño reparador le hicieron cerrar los ojos con premura, si bien sin olvidarse de congraciarse con Dios mediante una profunda y senti25
da oración. De esa manera se adentraba en el mundo de los sueños entreviendo en su mente la deliciosa imagen de su anhelada y querida esposa. Al cabo de tres días de espera, el comes Borrell II, el episcopus Ató y el joven monachus Gerbert de Orlhac fueron avisados de nuevo pues el summus pontifex requería su inmediata presencia en la basílica de Sancti Petri. Los tres ilustres huéspedes se percataban de que había llegado el momento decisivo de su largo viaje. En poco tiempo iban a conocer en persona la respuesta final del máximo representante de los cristianos en relación a la creación del nuevo archiepiscopatus. —Acercaos y tomad asiento —dijo Juan XIII a los tres hombres, recibiéndoles en la ostentosa biblioteca y ubicado en el mismo sillón en el que se sentó en la reunión anterior. A pesar de una cierta brusquedad, mostrada no por reflejar una falta de educación impropia de su condición sino por querer ir al grano cuanto antes, todavía mostraba su amabilidad que se reflejaba en su rostro. —He tomado la decisión de concederos la bula papal que por defecto otorga la creación del nuevo archiepiscopatus, después de haber deliberado largo tiempo las implicaciones políticas y religiosas con mis cardinalis —les hizo saber de inmediato mientras les señalaba con la mano una extensa pieza de papiro que dejaba al descubierto su ansiado contenido. —Mirad el documento, episcopus Ató —le dijo susurrando el comes. Procuraba no dejarse llevar por la profunda emoción, ya que la existencia de ese vital documento era la prueba inequívoca de la creación de la nueva sede. —Leedlo pausadamente y con total dedicación. Creo que quedaréis satisfecho de su contenido —les advirtió el summus pontifex, mientras se acercaba el candelabro para tener una mejor visión del escrito. Tras recibir el documento de manos de Juan XIII, el comes Borrell II empezó a examinar meticulosamente la anhelada prerrogativa escrita en latín. En el anverso del escrito se podía discernir con claridad el nombre del actual summus pontifex, pues había sido él mismo quien la había emitido y aprobado. A su vez, en el reverso se apreciaban con mayor distinción las siglas SPE (sanctus Petrus) y SPA (sanctus Paulus), relacionadas con San Pedro y San Pablo, y separadas entre sí por una peculiar grafía en forma de cruz. El gran comes, mientras proseguía emocionado con su minuciosa e interesante lectura, buscaba con premura las cómplices miradas del episcopus Ató y del monachus Gerbert, ya que ellos también estaban muy satisfechos por el logro alcanzado. Sus respectivos rostros reflejaban un alborozo contenido, una sonrisa subliminal que les producía un estado interno de felicidad. Ambos aguardaban con impaciencia su propio turno de lectura, ofreciéndoles así la innegable oportunidad de repasar el papiro prestando mayor atención. —Su Santidad, quisiera comentaros algunos aspectos que se detallan en el 26
contenido de la bula —le dijo el comes, una vez terminada su atenta lectura, besándole el anellus papal porque deseaba expresarle su más franca gratitud y su personal sumisión. —De acuerdo —le contestó Juan XIII sin exteriorizar ningún reparo. Así pues, el comes y el summus pontifex se levantaron de sus asientos y sin más dilaciones se encaminaron hacia una esquina de la sala, permaneciendo ambos frente a una pequeña ventana que dejaba entrever la luz producida por los rayos del sol. Ese pequeño rincón era un magnífico lugar para alcanzar el anhelado objetivo de no ser molestados. —Debo comunicaros, aunque supongo que ya lo habéis intuido Vos mismo desde un principio, que el nuevo archiepiscopatus estará bajo la inestimable y acertada tutela del episcopus Ató —le dijo el comes usando un tono solemne en sus palabras. —Así es, supongo que esta es una de múltiples razones que explican su presencia —le contestó el ilustre religioso. Miraba a través de la ventana de piedra el cielo azulado y libre de nubes, confirmando con sus frágiles ojos la omnipresencia de Dios manifestada en el hermoso paisaje invernal. Al otro extremo de la extensa y prolífica biblioteca el episcopus Ató iniciaba su propia lectura, que no quería realizar de forma apresurada, pues únicamente con calma podría analizar con precisión el contenido del escrito. Sus ojos bailaban de un lado a otro para no perder de vista ninguna grafía y sus impacientes dedos se deslizaban con cuidado por las frases y párrafos a modo de ayuda. Su principal labor era entender correctamente todos los derechos y obligaciones que debía detentar el nuevo archiepiscopatus de Ausona. Al terminar la estudiosa lectura, se apoltronó cómodamente en su silla y de inmediato hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza que reflejaba su satisfacción con el texto escrito. Ahora le tocaba al joven monachus realizar su peculiar repaso. Su intención no era ofrecer su propia opinión respecto al relevante documento, pues él no tenía directamente nada que ver con los planes del comes de Barchinona en relación a la creación de la nueva sede. Aún así deseaba conocer al detalle todos los entresijos y notificaciones de la bula, debido principalmente a su conocida y saludable amistad con el comes. A pesar de su demostrada inteligencia, su juventud le hacía darse cuenta que todavía era demasiado pronto para valorar todos los aspectos de la bula, pero pese a ello gozaba de poder palpar ese papiro escrito a mano por algún copista de la basílica. —Dejadme que os preste mi brazo Santidad, estáis demasiado fatigado —el comes Borrell II le sujetaba con delicado cuidado con el fin de ayudarle a caminar. Ambos personajes volvieron a acomodarse en sus respectivos asientos, una vez habían advertido que tanto el episcopus como el joven monachus ya les 27
esperaban. Entonces, Juan XIII mandó a uno de sus cardinalis que le trajera el sello papal con el que debía asegurar la bula, la cual enrolló a continuación, anudándole una cinta de seda de color rojo. —Con este privilegio vuestra petición está aprobada de forma oficial; no hace falta que os diga que debéis hacer cumplir todos los preceptos que se indican, así como atender a todos los deberes y obligaciones —le dijo al comes, mientras exhibía ahora una inusitada seriedad hasta ahora nunca vista que había cogido por sorpresa a sus tres huéspedes. Al poco rato regresaba el cardinalis que, sujetando con sus manos el sello papal y un pequeño recipiente en el que se mostraba una pequeña cantidad de plomo líquido, sin tardanza lo vertió con precisión justo en el centro del nudo de cinta de tonos rojizos para que posteriormente Juan XIII colocara su anellus, quedando el documento sellado y autenticado. —Os ruego que tengáis plena confianza en mí, exigiré el cumplimiento de todos sus artículos y acotaciones —le respondió el comes con humildad, emocionado y satisfecho, cogiendo con sus manos temblorosas el preciado documento, amén de otros tres de vital interés. A finales de un gélido mes de febrero del annus domini de 971 (año 360 de la hiyra), la comitiva, encabezada de nuevo por el comes Borrell II de Barchinona junto al episcopus Ató de Vicus Ausonae, regresaba de su largo y decisivo viaje a la ciudad de Roma con la honda satisfacción del objetivo cumplido. La ilusión que se reflejaba en los rostros de los integrantes del grupo era considerable. En el interior de alguno de los colmados baúles de madera y de los numerosos fardos de piel de diversos tamaños, se hallaba a buen recaudo una bula papal con la que el comes pretendía realizar un cambio de rumbo en sus comitatus. A pesar de esa intensa satisfacción, Borrell II sentía una cierta congoja a causa de la ausencia del monachus Gerbert de Orlhac, ya que el summus pontifex Juan XIII le había ordenado que permaneciera en la curia papal bajo su tutela personal. El ilustre religioso era de la opinión que el joven podría ser más beneficioso para la Iglesia en la ciudad romana que en la alejada y recóndita abbatia de Orlhac. Transcurridos unos días desde la deseada llegada a los comitatus, el comes permanecía en el palacio condal con la intención de reanudar cuanto antes las importantes tareas de gobierno, además de volver a hacerse cargo de la toma de decisiones que durante su dilatada ausencia habían recaído en el vicecomes Guitard. Asimismo, el episcopus Ató había retornado a Vicus Ausonae para proseguir con su labor al frente de los asuntos religiosos de su episcopatus. Al mismo tiempo también para planificar debidamente su nueva e inmediata función como archiepiscopus de la sede de Ausona. Su rostro reflejaba una exultante alegría, la cual no ocultaba, más bien todo lo contrario ya que se sentía muy orgulloso de su ilustre posición. 28
Las dispares noticias y los diversos rumores sobre la formación del nuevo archiepiscopatus habían llegado a los comitatus antes incluso que los propios interesados. Desde entonces, como ya ocurriera con otros sucesos similares ocurridos años atrás, cuyas consecuencias fueron nefastas para los habitantes del los comitatus, entre los seniores y los clericus empezaban a surgir grupos de opinión que profesaban argumentos radicalmente opuestos unos de otros. Había quienes estaban completamente conformes con las pretensiones del comes, permaneciendo a su lado desde el primer momento y a la espera de ofrecerle su cooperación cuando fuera menester. En cambio, otro grupo cada vez más numeroso y opuesto a los planes de Borrell II, no compartía en absoluto sus mismas ideas, era propicio a tomar cartas en el asunto e impedir a toda costa la creación de la nueva sede. Ellos razonaban que ésta echaría por tierra las relaciones con el archiepiscopatus de Narbonum, provocando así graves consecuencias. Transcurridas dos semanas de una inesperada y placentera quietud, en las que parecía que las numerosas protestas contrarias al plan del comes se hubieran esfumado de la faz de la tierra como por arte de magia, emergieron de nuevo algunos conflictos de consideración en contra del episcopus Ató. Éste se hallaba ajeno a todo, no le atañía lo que los demás pensaran de él. Debido a su conocida prepotencia creía permanecer en lo más alto de un pedestal, libre de cualquier culpa y de cualquier ataque verbal o incluso físico. Se hallaba embriagado por su nuevo rango dentro del estamento eclesiástico, siendo consciente en todo momento de su privilegiada posición. Tenía todo a su favor, pues su espalda estaba perfectamente cubierta por los lazos de amistad con el comes Borrell II que le protegía en demasía, hecho que los restantes clericus no veían con buenos ojos. Igualmente, la obtención de la bula papal era la prueba fehaciente y palpable del positivo resultado que su habilidad para manejar los asuntos de gobierno y los asuntos religiosos había conseguido. Era de la opinión que en cierta manera, si bien los comitatus pertenecían a su buen amigo, él estaba al mando de otra distribución mucho más importante, ya que penetraba en las almas de los habitantes de las distintas villas de sus episcopatus. Él podía influenciar a sus pobladores mejor que cualquier otro. Las arraigadas creencias, amén de la ciega obediencia hacia lo que él mismo representaba como seguidor de la fe de Cristo, eran unos magníficos aliados para su oculto propósito. Además, le agradaba poder mover los hilos de la gente, haciéndoles entender que sus ideas eran las más loables, y que junto a las del comes formaban una simbiosis perfecta para el buen funcionamiento de los extensos territorios. Las ilustres personalidades, tanto civiles como religiosas, contrarias a la nueva distribución eclesiástica se hallaban desde hacía largo tiempo inmersas en una lucha de ideas con el único objetivo de llegar a un acuerdo sobre lo que debían hacer a partir de ese momento. 29
—¡No lo podemos permitir de ningún modo! —decía con exasperación un clericus, mientras los demás exteriorizaban también su disconformidad contenida hasta entonces—. Está claro que detrás de ese nombramiento se esconde la formación de su propio archiepiscopatus al margen del de Narbonum. Quien había hablado, a pesar de ser un hombre de temperamento sosegado, en ese instante clamó al cielo para despotricar de su superior en la jerarquía eclesiástica. Si más adelante debía dar cuentas sobre sus actos y sobre sus duras palabras, ya lo resolvería en otro momento de mayor intimidad y de un sincero entendimiento con Dios. Ahora había decidido lo que era más beneficioso, no para él ni para ninguno de los que le acompañaban, sino para la inmensa y desigual población de los comitatus. —Como cristianos y hombres de Iglesia que somos, nos debemos al juramento que le hicimos en su día al summus pontifex —contestó otro clericus preocupado por el alejamiento que se produciría con la monarquía franca—. Ahora bien, ¿Cuál será la reacción del rex Lotario? ¿Y del archiepiscopatus de Narbonum? Era el más anciano de todos los asistentes a esas clandestinas reuniones. Ya no se trataba únicamente de los problemas que podrían acontecer en el aspecto religioso, también debían tener en cuenta las disputas territoriales que comportaría el embrionario archiepiscopatus. Fueron semanas de encuentros secretos y con una absoluta falta de entendimiento, sobre todo al inicio de los mismos. No era fácil lograr un acuerdo y una definitiva resolución del problema. De lo que sí se percataban, algunos con el semblante entristecido y otros con los rostros sonrientes, era de que si iban a actuar para impedir la creación de la nueva sede, eso significaba ir en contra del comes de Barchinona, a quien ante todo debían unánime respeto y una absoluta lealtad. En esas tertulias exteriorizaban sus más recónditos y, a veces, hasta crueles razonamientos. Intentaban dialogar siempre por turnos a fin de estar al corriente de todas las resoluciones, pese a que era una ardua tarea y muchas veces iniciaban esporádicos cambios de opinión sin lograr establecer decisión definitiva. Gesticulaban con exageración acorde con las discrepancias que reinaban en esos encuentros, incluso había momentos en los que se rayaba la descortesía, lo cual era impropio de hombres de su afortunada condición social unos y de su vida entregada Dios los otros. Semanas después de la última plática, un equipo integrado por diez seniores y cinco clericus eran invitados a entrar en la residencia del episcopus Ató. Anteriormente habían solicitado una audiencia porque al fin habían resuelto el dilema, sabiendo ya cual era el propósito de esa entrevista y conociendo con antelación lo que cada uno debía hacer. Esa recepción no era inusual porque tenían la obligación, convertida desde hacía mucho tiempo en costumbre, de 30
reunirse con su superior eclesiástico una o dos veces por semana. Los seniores iban ataviados con unas túnicas de tela gruesa de colores intensos, de tonalidades amarillentas predominantes. Sobre sus hombros pendían holgadas capas de tonos rojizos en las que se podía apreciar una serie de finas cenefas en los bordes y que les llegaban prácticamente hasta los pies, protegidos éstos por unas confortables botas de cuero forradas de piel en su interior que les evitaba del frío. Por su parte, los clericus llevaban la cabeza tonsurada como era habitual según la Regla Benedictina por la que regían sus vidas, e iban ataviados con unos cuidados hábitos de tonos oscuros propios de su orden. Una vez uno de ellos hubo golpeado la puerta de madera y refuerzos de hierro forjado con los nudillos, dos jóvenes ayudantes del episcopus la abrieron ligeramente con lentitud debido a la elevada dificultad de mover esas dos grandes y pesadas piezas. Al darse cuenta de quienes eran los que llamaban acabaron de abrirla totalmente, invitándoles con gestos y palabras a que entraran sin demora alguna, respetando así las añejas normas de hospitalidad y atendiendo a su solicitud de audiencia. —Por favor, pasen y tomen asiento, el episcopus les recibirá en seguida — les dijo uno de los ayudantes. A pesar de conocer con previsión esta reunión, reflejaba su rostro cierta sorpresa al encontrarse con tanta gente. Les hizo pasar a una saleta donde se podía apreciar un pequeño altar custodiado por dos velas que siempre estaban encendidas, ofreciéndoles tomar asiento. —Permaneceremos en pie —contestó de inmediato un senior con rigurosa seriedad. Mientras, los dos ayudantes retornaban a sus quehaceres sin mediar ningún tipo de respuesta, sólo algo dubitativos por los circunspectos semblantes que tenían los recién llegados. —Todos sabemos lo que debemos hacer y cuál es nuestra propia responsabilidad en todo esto para que la operación se lleve a cabo sin demora —dijo un clericus, exhibiendo un peculiar timbre de voz que intentaba ser tranquilizador aunque el literal significado de las palabras usadas anunciaba todo lo contrario. Al poco rato apareció el episcopus mostrando una placentera sonrisa en su rostro. Sin perder tiempo, los seniores y clericus avanzaron hasta situarse a su altura. Ató enseguida se percató de que se encontraba completamente cercado por todos ellos, aunque no le dio demasiada importancia ya que no era la primera vez que se hallaba en una situación parecida. Además le agradaba sentirse rodeado de gente ilustre porque los grupos que se formaban eran idóneos para un mayor entendimiento entre todos sus integrantes. —¡Ahora! —gritó el cabecilla del grupo, cuyos ojos encendidos de rabia parecían expulsar rayos destinados a cegar la mirada del episcopus. 31
En ese instante dos seniores y un clericus, completamente ensimismados y enloquecidos por la rapidez con la que se actuaba, extrajeron sendos puñales bien afilados, escondidos bajo sus túnicas. Su objetivo no era otro que apuñalar al dirigente religioso en el pecho y en la espalda repetidas veces. Cada herida provocada era más mortífera que la anterior, prueba de ello era el caudaloso charco de sangre que empezaba a formarse en el pavimento. —¡Qué hacéis… por Dios bendito…! —intentaba hablar el episcopus, a pesar de que sus fuerzas empezaban a abandonarle. Tan solo era capaz de colocar sus manos en el estómago como acto reflejo, pero lo único que conseguía era que sus dedos se le impregnasen de sangre viscosa. No tuvo tiempo ni siquiera de gritar porque de su boca no salía ya palabra alguna. Finalmente su cuerpo pesado e inerte se desplomó sobre el pavimento de piedra. En ese momento, el grupo de asesinos se encontraba ya verificando el óbito mediante el palmeo de sus manos encima del inmóvil cuerpo. Una vez se aseguraron de que ya no respiraba, se dirigieron hacia el exterior de la sala avanzando de forma controlada para no crear inquietud ni alarma, a pesar de que sus exaltados corazones latían acelerados. En su fuga no tuvieron más remedio que terminar con la vida de los dos sirvientes que anteriormente les habían franqueado la entrada y que, desafortunadamente, se habían cruzado ahora en su camino. Ninguno de ellos deseaba dejar ningún tipo de rastro o de prueba que les pudiera delatar. Días más tarde, la noticia de la muerte del episcopus Ató de Vicus Ausonae había conmocionado no sólo a los habitantes de la propia ciudad sino también a los otros comitatus de Borrell II. El comes, al tener conocimiento de la tragedia acaecida, cayó de rodillas entristecido y apesadumbrado. Había muerto un magnífico religioso y un gran amigo con el que había diseñado un futuro mejor para sus comitatus. Era totalmente consciente de que, con ese fatal e inesperado óbito, el archiepiscopatus de Ausona era un sueño que no se haría realidad, al menos prontamente. Con esa cruel y repentina muerte la bula papal por la que habían ido a Roma podía ser no más que papel mojado.
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