Formas de tratar con el pasado De la historia posible a una historia necesaria

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Formas de tratar con el pasado De la historia posible a una historia necesaria! Pablo Aravena Núñez “No se trata de defender la historia por sí misma, en nombre de lo que fue, sino por lo que podría ser” François Hartog1

I.

Introducción

Hemos sido espectadores de como el impulso conmemorativo asociado al bicentenario ha retrotraído la historiografía a sus formulaciones más arcaicas y conservadoras: historia de grandes hombres, historia de batallas, historia nacional. Operación efectuada también bajo denominaciones apiladas por la Nueva Historia: “historia de la vida privada”; como relato de usos, costumbres, vestimentas y comidas de época, “historia local”; como anecdotario de lo autóctono y producción de patrimonio, e incluso una “historia popular”; como mero reflejo de las mitologías o el sentido común de determinada comunidad. Pocos rastros –públicos al menos– hay de la “operación histórica” (de Certeau). De ese conocimiento que se imponía –incluso sin militancia partidista– la crítica de los poderes dominantes y de todo lo existente, aquel saber social que se fue fraguando del siglo XIX al XX en plumas tan diversas como las de Marx, Nietzsche, Febvre, Bloch, Braudel, Chatelet, Vilar, Pomian, Koselleck, Thompson, Anderson, Hobsbawm, Fontana e incluso Foucault. Por todos ellos pasa la hebra del compromiso ilustrado, de la construcción de un saber desmitoligizador y público, que ayude a los hombres y mujeres de su tiempo a comprender de qué materiales disponen para forjar un futuro libre de las injusticias y sufrimientos que les apremian. Pocos rastros hay de esa forma de hacer historia. Hoy no existe más que como una “opción” académica. Si se citan sus autores es para extraer datos útiles a nuevos proyectos historiográficos a los que esos viejos historiadores jamás hubieran adscrito. ¿Pero debemos suponer que el débil impacto y presencia de esta historia se debe sólo a algún tipo de censura? ¿A las posibilidades limitadas de pensar y decir en una cultura hegemónica? Hartog ha sugerido que aquella historia correspondía a una determinada manera de experimentar el tiempo, a un régimen de historicidad hoy agotado, aquel en que “el futuro es la categoría preponderante”. “Sin introducir ninguna relación mecánica el lazo existe […] si uno se encuentra en un régimen de historicidad donde predomina la categoría de pasado, el modelo de la historia magistra vitae es más bien el que prevalece. De ahí la pregunta: si entramos en un régimen presentista, ¿qué tipo de historia ya no se puede hacer y, al mismo tiempo, que historia se podría hacer?”.2 Desde luego, leído literalmente, los historiadores e historiadoras pueden hacer la historia que les plazca, el pluralismo académico (o la simple indiferencia) les garantiza esa posibilidad. Pero la fórmula: la historia “que se puede hacer” nos llama la atención acerca de una forma de hacer historia que sea hoy legítima y útil.3 Una primera versión de este texto fue presentada como trabajo final del seminario “Pensar la crítica de la cultura desde Walter Benjamin”, dirigido por el profesor Horst Nitschack. Doctorado en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile, Segundo Semestre de 2010. 1 Hartog, François, “Sobre la noción de régimen de historicidad” en Delacroix, Dosse y García, Historicidades, Buenos Aires, Waldhuter Editores, 2010, p. 162. 2 Hartog, François, Op. Cit., pp. 154-155. !

Aunque en adelante referiremos “prestigiosos” diagnósticos que corroboran la tesis del cambio de la moderna experiencia del tiempo, cabe siempre la pregunta si es que por estas latitudes el diagnóstico calza a la medida. Si acaso ese “presentismo”, vivido como experiencia de la inmediata caducidad de los objetos, la inmediatez y la prisa, no tiene que ver por sobre todo con la vida de consumo implantada “desde arriba” asociada a nuestras últimas (sudacas) modernizaciones. Si no tiene que ver más bien con la precariedad de la vida y un hedonismo compensatorio que aplaca la revuelta. En terminología del propio Hartog, si se trata de un presentismo pleno o por defecto. Como sea, parece que la historia posible no es la de antes, lo que en modo alguno equivale a afirmar que no sea ya necesaria. Si la historia posible de hoy está representada por las modalidades señaladas al comienzo deberíamos asumir entonces el retroceso de la racionalidad, incluso en su modo más elemental, en favor del pasado como materia de consumo u objeto de goce estético. Mejor habrá que –antes de despedirnos, por imposible– volver a la historia crítica y revisar sus probables fallas. ¿No cabría postular acaso –antes de asumir la mutación ontológica del tiempo– un desajuste entre el procedimiento y los fines propuestos como causa de su retroceso? Se trata de vislumbrar que otra relación “con” el pasado debemos considerar para ganar al menos la posibilidad de activar la historicidad humana. En lo que viene usaremos –una vez más– el pensamiento de Benjamin como “reactivo”. En efecto, el presente trabajo pretende contraponer el modo en que la historiografía moderna construye su conocimiento, con el modo reivindicado por Benjamin en sus escritos sobre la historia. No se trata de una reconstrucción del contexto historiográfico al que Benjamin aludía con sus críticas al historicismo, positivismo y la concepción socialdemócrata de la historia, sino de la confrontación de un modo benjaminiano de “conocer” el pasado con el que parece definirse en la institución histórica4 en la segunda mitad del siglo XX. En efecto se trata de una historiografía crítica, que también se plantea como superación del historicismo, el positivismo y de los mecanicismos de raíz marxista/positivista y estructuralista. Como lo mostraremos, ambos modos son clasificables –a falta de otro término a la mano– como progresistas, en el sentido de asumir como axioma la relación estrecha entre conocimiento histórico y política (teoría y praxis), no sólo como modo de comprender las determinantes de aquel, sino como una actividad que debe alimentar la agencia histórica en su presente. De otro modo: un conocimiento destinado a la generación de conciencia histórica. Las preguntas con las que se interroga a estas formas de conocer el pasado (benjaminiana e historiográfica) son: ¿En base a qué procedimientos u operaciones se busca explicar y propiciar la agencia histórica? ¿Qué tipo de relación específica entre pasado y presente se postula en cada caso? ¿Qué rasgos de aquel historicismo criticado por Benjamin permanecieron en la historiografía y qué implicancias se pueden desprender? Interrogantes estas formuladas en un contexto cultural caracterizado por una sobreproducción de obras y representaciones del pasado que parecen no ir más allá del mero goce estético o “moda nostalgia”, en la denominación de Jameson,5 es decir, la absoluta trivialización del pasado como “historia” posible. Nuestro itinerario se dirige, primero, a esbozar el actual contexto cultural de sobreproducción, trivialización del pasado y desestimación de la conciencia histórica por parte de la “renovación historiográfica” (seguida por la “historiografía postmoderna”), para luego ofrecer un contraste con la “forma de tratar con el pasado” propuesta en la operación intelectual Sobre la relación entre legitimidad (científica, o en tanto conocimiento) y utilidad (social y política) de la historia ver el planteamiento de Carlos Pereyra, “Historia, ¿para qué?” en: Historia ¿Para qué?, México, Siglo veintiuino editores, 1998, pp. 11-31. 4 Al respecto ver Chartier, Roger, La historia o la lectura del tiempo, Barcelona, Gedisa, 2007. 5 Jameson, Fredric, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1995. 3

específica de la historiografía como logro del trabajo crítico efectuado frente a las diversas formas de la dominación, para –no obstante– exhibir su exacerbado racionalismo, que la habría llevado a desconectarse de las prácticas sociales de la memoria, la acción y la construcción de proyectos. En tercer lugar describiremos el modo benjaminiano de conocer el pasado como formulación que posee la cualidad de estar centrada en las dinámicas del sujeto (memoria) y que, por ello, puede ofrecerse aún como una crítica del modo historiográfico, para finalmente tratar de vislumbrar la potencialidad de tal planteamiento en la producción de conciencia histórica. Este ha de ser el rasgo principal de una historia necesaria. II.

Pasado sin historia

Hace ya tiempo que nos vemos expuestos a un exceso de pasado en nuestros trayectos cotidianos. Una avalancha de testimonios, documentales, libros de historia, programas de televisión, discursos políticos e iniciativas gubernamentales nos hablan del pasado. Se cuentan por cientos los films que abordan acontecimientos traumáticos, fenómenos en los que estuvieron involucrados sujetos aún vivos que guardan memoria de los acontecimientos tratados. Frente a esta constatación la explicación parece dársenos por sí sola: la última parte de nuestra historia ha estado marcada por acontecimientos tan grandes, tan devastadores que no dejan de asombrarnos y dar que pensar. Más aún, se impone el deber moral de no olvidarlos, para que “nunca más…” La realidad de dichos acontecimientos sería tan aplastante que habrían sobrepasado los límites del discurso en que habitualmente cabían: la historia. El recurso constante a ellos efectuado por la filosofía, la literatura, pero fundamentalmente el arte, la fotografía, el cine y la televisión debería ser entendido como modalidades de indagar en nuevos niveles de sentido: “el pasado no pasa”6 porque no puede pasar. De este modo se entendería que la historia esté a la orden del día. Pero en un movimiento que es difícil de separar del recién esbozado, la puesta en valor del pasado ha venido también de sectores muy heterogéneos: gobierno, empresa y ONGs promueven la reconstrucción de memorias locales bajo argumentaciones que van desde la reconstrucción de la ciudadanía, pasando por la formación de capital social mediante la identidad, la resiliencia, hasta la resistencia cultural en contra la globalización. Pero también gobierno y empresa han caído en la cuenta que sectores industriales desactivados podían ser nuevamente puestos en marcha reconvertidos a “patrimonio”. En este mismo impulso algunos historiadores han sido llamados por la industria editorial para escribir una historia que “le interesara a la gente”, es decir una historia vendible, que en la práctica ha implicado la renuncia a toda problematización en favor de la construcción de cuadros exóticos y postales del pasado. ¿Y si la sobreproducción de narraciones, novelas, films, programas televisivos y postales del pasado tuviese entonces otra explicación que la “densidad” de nuestra historia reciente? “... la conciencia de la propia existencia y el orgullo que nacen de la identidad cultural son parte esencial del proceso que deben seguir las comunidades para reforzar su poder. Por estos motivos los responsables del Banco Mundial pensamos que el respeto hacia la cultura y la identidad de los pueblos es un elemento básico de cualquier enfoque viable para un desarrollo centrado en las personas. Hemos de respetar las raíces de las personas en su propio contexto social. Debemos proteger la herencia del pasado; pero también debemos amparar y fomentar la cultura viva en todas sus Esta frase es recurrente en el documental Salvador Allende (Patricio Guzmán, 2004). Con ella Guzmán –quien oficia además de narrador– marca el descubrimiento de cada nueva huella de Allende en nuestro presente. La misma frase se puede encontrar en el libro Antropología de la memoria de Joël Candau (Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, p. 75) a propósito de la lucha por la memoria efectuada entre distintos grupos sociales: lo que un grupo olvida es lo que el otro recuerda como modo de interpelación. 6

manifestaciones. Esto es, además, muy positivo para el mundo de los negocios, como han demostrado muchos análisis económicos recientes. Desde el turismo hasta las restauraciones, las inversiones en el patrimonio cultural y las industrias relacionadas con él promueven actividades económicas generadoras de trabajo que producen riqueza e ingresos”.7

Nadie se habrá sustraído del rasgo cultural más significativo de nuestro tiempo: la sobreproducción de mercancías culturales “del pasado” –como se aprecia en la cita, promovida por aquellos sectores económicos que hasta no hace mucho “sacaban el revólver cuando les hablaban de cultura”– y la proliferación de discursos políticos y académicos encaminados a dos formas de “instrucciones de uso”8 de él: ante las catástrofes políticas, para no volver a repetir los mismos errores. Y ante la globalización, para preservar nuestra identidad cultural y prevenir efectos homogenizadores. En efecto, la oferta y demanda de pasado es seña de una demanda de diferencia “original”,9 que es justamente lo que escasea en tiempos de una industria cultural que produce mercancías en serie: “lo aurático como estrategia de marketing”, ha sugerido Andreas Huyssen. En este sentido es lícito plantearse si el auge de la memoria es sólo obra de este marketing, que habría aprovechado como impulso inicial reivindicaciones de la memoria como las ya señaladas más arriba. Es innegable la función de los medios en esta difusión y demanda, pero al parecer los medios están involucrados de otra manera –más profunda, diríamos– en este auge de la memoria o demanda de pasado. En el planteamiento de Huyssen, de la sospecha sobre los medios como meros instrumentos de la comercialización de mercancías culturales, se desplaza la atención a estos como el origen de la modificación de nuestra tradicional experiencia del tiempo: “Debe haber algo más en juego en nuestra cultura, algo que genere ante todo ese deseo de pasado, algo que nos haga responder tan favorablemente a los mercados de la memoria: me atrevería a sugerir que lo que está en cuestión es una transformación lenta pero tangible de la temporalidad que tiene lugar en nuestras vidas y que se produce, fundamentalmente, a través de la compleja interacción de fenómenos tales como los cambios tecnológicos, los medios de comunicación masiva, los nuevos patrones de consumo y la movilidad global”.10

En este entendido Huyssen concede que frente a los cambios, la memoria, sobre todo en los espacios locales, juega un rol positivo como modo de neutralizar los efectos de los fenómenos señalados. La “cultura de la memoria” –como la denomina– tiene sus vicios,11 pero a la hora de Wolfensohn, James, “Culture and Development at the Millenium” (1998), citado por Patricia Goldstone en Turismo. Más allá del ocio y del negocio, Barcelona, Debate, 2003, p. 299. 8 Aludo al excelente libro de Enzo Traverso, El pasado instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Madrid, Marcial Pons, 2007. En este mismo sentido es útil el reciente libro de Manuel Cruz, Acerca de la dificultad de vivir juntos. La prioridad de la política sobre la historia, Barcelona, Gedisa, 2007. 9 Recientemente Fredric Jameson, retomando el problema de la relación con el pasado en el contexto de la posmodernidad, ha señalado que tal demanda de pasado es al tiempo demanda de una experiencia intensa: “si se pudiese estar seguro, o tener cierta seguridad, de que ese fue el pasado, ello constituiría una experiencia intensa. O al menos una que no tenemos si no creemos en el pasado”. Reflexiones sobre la posmodernidad, Madrid, Abada Editores, 2010, p. 103. 10 Huyssen, Andreas, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de la globalización, México, Fondo de Cultura Económica / Goethe Institut, 2002, p. 29. También “La cultura de la memoria: Medios, política, amnesia”, en: Revista de Crítica Cultural, Nº 18, Santiago de Chile, Junio de 1999, pp. 8-15. 11 Respecto de Auschwitz como modelo para pensar o recordar otros traumas y genocidios, el de funcionar como un recuerdo encubridor o bloquear la reflexión en torno a los fenómenos particulares. En torno al marketing de la memoria, el desplazamiento de una memoria real por una “imaginada”, más o menos en el sentido planteado por Jameson a propósito del simulacro. Sobre los medios mismos, la amnesia. Y acerca de las memorias nacionales, el 7

buscar un amparo frente a la nueva forma que toma la temporalidad, ella se convierte en una herramienta irremplazable. Aquella mutación de la temporalidad se realizaría de la siguiente manera: producto de la aceleración de los avances tecnológicos se generan mayor cantidad –también a mayor velocidad– de objetos que devendrán obsoletos, lo cual reduce la expansión cronológica del presente. Las cosas son obsoletas casi en el mismo momento en que son puestas en el mundo, por lo que el espacio mismo del presente resulta reducido a un máximo. Frente a esto la memoria y particularmente la “musealización” (la práctica de conservación llevada a escala cotidiana y masiva. Ej: fotografía, video) actuarían como una defensa frente a la angustia que genera esta velocidad del cambio, del devenir inmediato de lo nuevo en obsoleto. Pero la complejidad del fenómeno no termina aquí, pues junto con este estrechamiento del presente se produce también su ensanchamiento: “cuanto más prevalece el presente del capitalismo consumista avanzado por sobre el pasado y el futuro, cuanto más absorbe el tiempo pretérito y el porvenir en un espacio sincrónico en expansión, tanto más débil es el asidero del presente en sí mismo”, “existe un excedente y un déficit de presente”.12 Más aun, el modo de compensación frente a la velocidad se revela impotente. Huyssen ha tomado esta hipótesis inicial de Hermann Lübbe, la que no tarda de despachar como conservadora. Se la debe rectificar en atención a dos cuestiones: en primer lugar a que la tradición y el pasado mismo no son “otra cosa” segura, estable, que compense la pérdida de estabilidad presente, sino que ellas mismas están siendo afectadas por la industria cultural de la memoria y, en segundo lugar, a que este cambio de temporalidad ha generado nuevas formas de “sentimiento, experiencia y percepción”. Es frente a esto que Huyssen reivindicará la memoria local, no como forma de resistencia o compensación, sino como posibilidad de rearticulación de nuestra historicidad: “Reducir la velocidad en lugar de acelerar, expandir la naturaleza del debate público, tratar de curar las heridas inflingidas en el pasado, nutrir y expandir el espacio habitable en lugar de destruirlo en aras de alguna promesa futura, asegurar el “tiempo de calidad” –ésas parecen ser las necesidades culturales no satisfechas en un mundo globalizado y son las memorias locales las que están íntimamente ligadas con su articulación”.13

Es esto según Huyssen lo que garantiza un habitar histórico, lo que lo lleva a afirmar, contrariando a Nietzsche, que lo urgente hoy no es olvido productivo, sino “recuerdo productivo”. Desde una perspectiva crítica semejante (aunque anterior a Huyssen) Fredric Jameson ha planteado que pese a esta vuelta del pasado vivimos una época ahistórica, en la medida que se nos priva de los referentes para proyectar una acción portadora de novedad. La producción cultural (novelas, fotografías, films, etc.) tiende a extraviar los referentes temporales bajo la forma del “simulacro”: se escribe, se edita o filma tal como hubiera sido en los años treinta, se elimina o aísla la huella de la manufactura actual, de modo que esos objetos comienzan a apilarse en un plano horizontal, deviene en una “espacialización” en vez de su lógica (histórica) “temporalización”. Se trata de los efectos asociados de nuestra exposición a una producción cultural (desde el arte más abstracto hasta la publicidad) basada en “una nueva cultura de la imagen o el simulacro”, trayendo “el consiguiente debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestras relaciones con la historia oficial como en las nuevas formas de nuestra temporalidad giro hacia los chauvinismos y fundamentalismos. 12 Huyssen, Andreas, Op. Cit., p. 32. 13 Op. Cit., p. 38.

privada”.14 Es –según Jameson– una nueva cultura hegemónica: la lógica cultural del capitalismo avanzado. “... esta nueva e hipnótica moda estética nace como síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad, la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de modo activo: no podemos decir que produzca esta extraña ocultación del presente debido a su propio poder formal, sino únicamente para demostrar, a través de sus contradicciones internas, la totalidad de una situación en la que somos cada vez menos capaces de moldear representaciones de nuestra propia experiencia presente”.15

Se trata entonces de una forma de reproducción del orden económico y del poder a través de esta modalidad de la cultura, pero modificando no específicamente los “contenidos” de ésta sino su condición misma (sus a priori): se ha comprimido el tiempo y dilatado el espacio. Ante esta dificultad Jameson plantea un repliegue a los “mapas cognitivos” que se elevan desde nuestro espacio local (desde nuestra experiencia material del capitalismo) como forma posible orientar nuestras acciones. Ambos planteamientos establecen la modificación de nuestra experiencia del tiempo como rasgo de época, sea como efecto de la eficacia de unos medios para producir simulacros, o un ensanchamiento del presente como efecto de la vertiginosa caducidad de las cosas. Ambas mutaciones harían, en principio, imposible la tradicional experiencia de la historia, al tiempo que ambas vuelven al nivel del sujeto –a la escala local e individual– para plantear salidas. Es esta indicación la que nos reenviará a los planteamientos de Benjamin. Antes revisaremos brevemente la renuncia a la experiencia de la historia como “desborde” de la misma institución histórica. III.

Baja de la Conciencia histórica

Hubo un tiempo en que el pasado era invocado, como historia, para actuar en el presente y preñarlo de futuro. La historia no como magistra vitae ni como mero ejercicio erudito, sino como fuente irrenunciable de conocimiento para la construcción de cualquier proyecto que guardara pretensiones serias de conquistar lo real. Su factibilidad dependía de una adecuada lectura de las estructuras subyacentes. La diferencia entre utopía y proyecto político pasaba justamente por la tarea de leer con sumo rigor la historia: ser concientes de los límites y posibilidades que ésta nos brindaba para llevar adelante la estrategia… “La humanidad siempre se ha de plantear sólo problemas que puede solucionar”, sostuvo Marx en aquel memorable Prólogo.16 No a otro espíritu respondía la advertencia de Marc Bloch, para quien –por más rigor académico que se impusiese– la historia nunca estuvo disociada de la política: “La ignorancia del pasado no se limita a impedir el conocimiento del presente, sino que compromete, en el presente, la misma acción”.17 O lo afirmado por François Chatelet: “El saber histórico constituye la iluminación privilegiada gracias a la cual la práctica humana afirma su poder”.18 Jameson, Fredric, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1995, p. 21. 15 Jameson, Fredric, Op. Cit., p. 52. 16 Marx, Karl, “Prólogo de Crítica de la economía política”, en: Karl Marx, La ideología alemana (I) y otros escritos filosóficos, Madrid, Editorial Losada, 2005, p. 194. 17 Bloch, Marc, Apología para la historia o el oficio del historiador (Edición anotada por Étienne Bloch), México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 68. 18 Chatelet, François, “El tiempo de la historia y la evolución de la función historiadora”, en: Preguntas y réplicas. En busca de las verdaderas semejanzas, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 53. 14

Pero los modos en que en el último tiempo se viene reivindicando el pasado por parte de buena parte de los historiadores son muy distintos. El discurso de la historia ha terminado por disociarse absolutamente del discurso de la acción, en un proceso en que se cruzan –y a ratos solidarizan– las operaciones teóricas de las corrientes intelectuales predominantes de la segunda mitad del siglo XX, con las lógicas culturales del capitalismo avanzado. En dos palabras: la corriente que se inicia con la homologación de historia a mito operada por el estructuralismo levistraussiano –que más tarde adquirirá resonancias nietzscheanas al declararse la imposibilidad de la “fabula” de la Historia–, y una industria cultural que hace del pasado su mercancía predilecta. En efecto, aquella operación realizada por Lévi-Strauss en “Historia y dialéctica” (como se recordará, el capítulo final de El pensamiento salvaje [1962]), puede ser dispuesto como el punto a partir del cual se despliega una genealogía que nos lleva hasta la producción historiográfica hoy predominante, que no merecería realmente la atención sin la constatación de que ha ido fortaleciendo el sentido común de un ejercicio de la historia desconectado de la praxis. Pese a la concesión inicial de Lévi-Strauss acerca de que “para que el hombre contemporáneo pueda desempeñar plenamente el papel de agente histórico, tiene que creer en este mito”,19 el reverso de tal gesto concesivo “era un severo veto a la coordinación de saber histórico e intervención política, de intelección y praxis”,20 toda vez que era negada la capacidad de la razón histórica para captar certidumbres inherentes a las articulaciones objetivas de una historia en curso. En adelante asistiríamos al predominio de una historiografía que se edificaría sobre las ruinas de la conciencia histórica, entendida ésta “como nudo de enlace entre la actividad del historiador, la ilustración reflexiva de la sociedad y la proyección política de un saber crítico”.21 No es este el lugar para desplegar la genealogía aludida más arriba –que por lo demás ya ha sido desarrollada por José Sazbón, con la erudición que le caracterizaba22–, tan solo baste con remitir al proyecto de Pierre Nora de Los lugares de la memoria y la perspectiva revisionista de François Furet respecto de la posibilidad de fundar algún proyecto apelando a la Revolución Francesa. Dos citas a modo de constatación del “efecto” estructuralista en estos hombres de la institución: “el hombre de izquierda –sostenía Lévi-Strauss– se aferra todavía a un período de la historia contemporánea que le dispensaba el privilegio de una congruencia entre los imperativos prácticos y los esquemas de interpretación. Quizá la edad de oro de la conciencia histórica ya ha terminado”.23 Es en este entendido que Nora desarrollará su proyecto de una arqueología de la memoria, planteando sin ningún problema ahora la equivalencia entre la Revolución Francesa y su propia conmemoración, entre acontecimiento y memoria.24 Por su parte Furet, quien integró como axioma de su trabajo la afirmación de Lévi-Strauss acerca de que “la Revolución Francesa tal como la conocemos, no ha existido”, terminará de liquidarla denunciando su peso “tiránico en la conciencia política contemporánea”, para desligarse de toda tradición revolucionaria y dar paso a “un nuevo destino” para el trabajo historiográfico. En su propia formulación: “la curiosidad intelectual y la actividad gratuita de conocimiento del pasado”.25 Pero la mayor expresión de esta Lévi-Strauss, Claude, El pensamiento salvaje, México, Fondo de Cultura Económica, 1990 , p. 368, Sazbón, José, “Conciencia histórica y memoria electiva”, en: Nietzsche en Francia y otros estudios de historia intelectual, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes Editorial, 2009, p. 73 21 Op. Cit., p. 78. 22 Al respecto se puede consultar la entrevista que he sostenido con José Sazbón titulada “Nueva historia y conciencia histórica”, en mi libro Los recursos del relato. Conversaciones sobre Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, Departamento de Teoría, Universidad de Chile, Santiago, 2010. 23 Lévi-Strauss, Claude, El pensamiento salvaje, p. 374. 24 Sazbón, José, “Conciencia histórica y memoria electiva”, p. 97 25 Furet, François, “La Révolution Française est terminée”, p. 59. Citado por Sazbón, José, “Conciencia histórica y memoria electiva”, p. 87. Fuertes críticas al revisionismo historiográfico de Furet se pueden encontrar en Hobsbawm, 19 20

baja historiográfica de la conciencia histórica es, sin dudas, la que se desprende de los planteamientos de Keith Jenkins, en particular su famosa tesis acerca de la inexistencia del pasado y la desligazón entre pasado e historia, que por motivos de espacio no podremos desarrollar aquí.26 Habrá que sumar a este movimiento los efectos de una industria de la memoria –aludida más arriba– que ha hecho del pasado su mayor recurso, disponiéndolo en el mostrador de los circuitos turístico-patrimoniales y así impidiendo cualquier forma de comprensión histórica tras una goce estético del pasado: “quienes absolutizan la actividad mercantil suelen desentenderse de los sentidos acumulados en esa historia de los usos. Seleccionan un ritual o una época, y desprecian otros, según puedan convertirse en espectáculo vendible”.27 Para terminar de bosquejar la actual crisis –aunque sea a gruesos retazos– debemos añadir el problemático cruce entre este tipo de industria y el trabajo del duelo efectuado luego de las catástrofes políticas del siglo XX. De ello quiere dar cuenta François Hartog cuando afirma que “la ‘ardiente obligación’ del patrimonio, con sus exigencias de conservación, renovación y conmemoración, se añade al ‘deber’ de memoria, con su reciente traducción pública de arrepentimiento”.28 Evidentemente América Latina no ha estado exenta de estos movimientos, baste pensar en el predominio de una historiografía que se ha desentendido del referente para “replegarse al código” o al texto,29 en las distintas versiones de historias de la vida privada que explotan el detalle al límite de lo exótico, y en las lecturas patrimonialistas que se vienen efectuando con ocasión de los bicentenarios. La salida editorial, escolar y massmediatica de estas corrientes invisibilizan todo esfuerzo de una pretendida Historia Social, dentro de la que también sería necesario hacer algunas distinciones.

IV.

La especificidad del modo historiográfico30

El consenso sobre la importancia del pasado ha hecho constatar a periodistas y público en general un supuesto aumento de interés por la historia. Pero esas formas en que se realiza dicho interés (novelas, películas, proyectos de “historia local”, gestión patrimonial, museificación), independiente de un celo profesional, han hecho reparar a ciertos historiadores –al menos a Eric, Los ecos de la Marsellesa, Barcelona, Crítica, 1992. 26 Al respecto su libro ¿Por qué la historia? Ética y posmodernidad, México, Fondo de Cultura Económica, 2006. También ver las consideraciones sobre este autor (y de la “historiografía posmoderna” en general) hechas por Luis De Mussy y Miguel Valderrama en el libro Historiografía posmoderna. Conceptos, figuras, manifiestos, Santiago de Chile, Ril Editores/Ediciones Universidad Finis Terrae, 2010. Una reciente crítica al posmodernismo historiográfico, publicada en nuestro medio, es la de Josep Fontana, La historia que se piensa. Conferencias, clases y conversaciones en Chile, (Edición e introducción de Pablo Aravena Núñez), Concepción, Ediciones Escaparate, 2011. 27 García Canclini, Nestor, “El turismo y las desigualdades”, en: Ñ. Revista de Cultura, Nº 120, Buenos Aires, El Clarín, 2006, p. 8. François Hartog afirmará más tarde: “Los lugares de la memoria concluían en el diagnóstico de la ‘patrimonialización’, precisamente de la historia de Francia, sino es que de Francia misma”, en Regímenes de historicidad, México, Universidad Iberoamericana, 2007, p. 180. 28 Op. Cit.., p. 181. 29 Sazbón, José, “La devaluación formalista de la historia”, en: Ezequiel Adamovsky (ed.), Historia y Sentido. Exploraciones en teoría historiográfica, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2001, p. 82. 30 Parte de los planteamientos que desarrollo en este punto han sido considerados en mi libro Memorialismo, historiografía y política. El consumo del pasado en una época sin historia, Concepción, Ediciones Escaparate, 2009.

aquellos no involucrados en la industria del patrimonio y el turismo 31– sobre el hecho de que no todo recurso al pasado es histórico. La industria cultural ha hecho tanto uso del pasado –y ha empaquetado tantos productos con la etiqueta de la historia– que terminó por devaluar completamente el concepto de lo histórico. Usualmente entendemos como histórico aquello que pasó o existió realmente, siendo este “realmente” algo absolutamente nebuloso en la medida que, más allá del consenso testimonial del pasado reciente y de las experiencias transmitidas, el público por lo general carece de referencias culturales mínimas para juzgar si aquello que se está ofreciendo es –al menos– verosímil historiográficamente hablando. Una demanda (o sobreoferta) de pasado no nos autoriza a hablar de una demanda de historia.32 Pero no se trata de reducir lo histórico –otra vez– a lo que “de verdad” (a la luz de documentos, pruebas y procedimientos admitidos por la institución histórica) ocurrió, sino de atender a la manera en que leemos y nos apropiamos de un acontecer más o menos probado. Porque ¿con qué nos relacionamos si aquello que se nos ofrece como pasado en realidad no aguanta constatación ni prueba alguna? Si no nos relacionamos con el pasado lo hacemos con nosotros mismos, con proyecciones de nuestra propia cultura. En estricto rigor la actual vuelta del pasado no lo es de sus restos o huellas –menos aún tratadas críticamente– sino, como se ha insinuado ya, de sus simulacros: “la copia idéntica de la que jamás ha existido original”, “el pasado como referente se encuentra puesto entre paréntesis, y finalmente ausente, sin dejarnos otra cosa que textos”.33 ¿Qué es lo que representan entonces esas producciones culturales, preponderantemente esas imágenes y películas? Lejos de representar el pasado, encarnan nuestras propias ideas y estereotipos del pasado. A esto Fredric Jameson ha llamado “historia pop”. En este “pasado a la orden del día” de las mercancías culturales, no hacemos otra cosa que relacionarnos con nuestro propio presente, no hay diferencia (Otro) que nos interpele desde el pasado.34 En este sentido el problema que vislumbra el historiador argentino Tulio Harperin Dongui en este “acercamiento de la historia a la gente”, el “que para hacer más comprensible el pasado lo identifique con el presente”, el hecho de que se proclame “descubrir en un supuesto pasado –que es sólo una alegoría del presente– lecciones válidas para ese mismo presente, ignorando de que para que la historia del pasado pueda ofrecer esas lecciones necesita ser de veras historia del pasado, mientras que lo que se confecciona de esa manera no lo es en absoluto”.35 Se podrá entender entonces cual es la real importancia de establecer lo mejor posible los hechos: sin ese trabajo riguroso (“indicial”) –que va más allá de la “reconstrucción” de edificios y utensilios de época– no sabremos cual era esa imagen del mundo que tenían aquellos que nos antecedieron, qué batallas dieron y en nombre de qué, cuáles eran sus valores y concepciones de lo que debe ser una sociedad justa, una vida buena. Nada más sospechoso que una historia que nos muestra las épocas pasadas como otra versión de lo mismo que hoy tenemos.36 El pasado “Los centros de investigación y las sociedades de Historia Local se incorporan a los dispositivos de ese turismo de la memoria, de donde obtienen a veces los medios de subsistencia. […] Con frecuencia el historiador es convocado a participar en este proceso en calidad de ‘profesional’ y ‘experto’, quien según las palabras de Oliver Dumoulin, hace de su conocimiento una mercancía, como el resto de bienes de consumo que inundan nuestras sociedades”. Traverso, Enzo, El pasado instrucciones de uso… Op. Cit., p. 14. 32 He desarrollado algunas observaciones sobre este fenómeno en mi libro Memorialismo, historiografía y política. El consumo del pasado en una época sin historia, Concepción, Ediciones Escaparate, 2009. 33 Jameson, Fredric, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1995, p. 46. 34 A este respecto ver más adelante la alusión a la “operación histórica” (Michel de Certeau) 35 Harperin Dongui, Tulio, “El historiador y la tradición”, en: Ñ. Revista de Cultura, Nº 343, Buenos Aires, El Clarín, 24 de abril de 2010, p. 25. 36 Una historia a lo “Picapiedras” (Hanna-Barbera). Ellos eran iguales a nosotros, con la única diferencia de que todo estaba hecho de piedra y madera. Es interesante constatar como esta violación de la especificidad del pasado es usada 31

histórico ha de reconocerse por la perplejidad que nos causa derivada de su diferencia, de su “inactualidad”, por esa primera impresión de “¿Cómo podían pensar eso?” “¿Cómo podían luchar por aquello?” “¿Cómo pudieron tener una sociedad, en ciertos aspectos, mejor o peor que la que nosotros tenemos?” “¿Por qué motivo ya no tenemos lo que ellos tenían?”. La historia nos interpela, nunca nos confirma en nuestro lugar. Nuestro planteamiento no hecha de menos tanto la posibilidad de “narrar los hechos como realmente sucedieron”, sino la diferencia del pasado y lo que se posibilita en términos de la comprensión de nuestro presente a partir de este extrañamiento fundado en el rigor metódico del historiador de oficio. En una palabra: la historia nos hace concientes de nuestra historicidad: productos y productores de la historia. Tomando distancia frente al exceso de literatura histórica del siglo XIX, Nietzsche se planteaba de la siguiente manera como hombre ocupado del pasado griego: “Pues no sabría yo qué sentido tendría la filología clásica en nuestra época, sino el de actuar inactualmente –es decir contra la época y por lo tanto sobre la época, y es de esperar que a favor de una época venidera”.37

La historia tendría un poder reactivo sobre el presente. El pasado griego para Nietzsche no era valorable porque nos pudiera dar cuenta de ciertas continuidades, por ejemplo confirmándonos como los herederos directos de la democracia. Esa inactualidad que define el trabajo del historiador ha sido oportunamente reformulada en los siguientes términos: “el pasado es, ante todo, el medio de representar una diferencia. […] la figura del pasado, conserva su valor primero de representar lo que falta. Con un material que por ser objetivo, está necesariamente ahí, pero es connotativo de un pasado en la medida en que, ante todo, remite a una ausencia, esa figura introduce también la grieta de un futuro. Un grupo, ya se sabe, no puede expresar lo que tiene ante sí –lo que aún falta– más que por una redistribución de su pasado”. 38 De este modo nuestro habitual concepto de historia cambia su centro de gravedad del pasado al futuro (lo que falta). Pero aún así un conocimiento histórico de este tipo correría el riesgo de ser trivial si no proporciona explicaciones verosímiles de tal diferencia y de los cambios que han ocurrido hasta llegar a encontrarnos como estamos en esta orilla del tiempo. (Se entenderá que por mucho que se releve la diferencia, distancia o ruptura, la interpelación del pasado sólo se puede efectuar si aceptamos un mínimo de continuidad, algo en común, de otro modo caemos en los excesos al que nos tiene acostumbrados cierto multiculturalismo de raíz herderiana: una diferencia indiferente).39 Ningún sentido tendría la presentación del cambio que existe entre diferencia y diferencia, entre distintos momentos sociales, expuesto como efecto de una pura determinación externa, telúrica, o bien en una clave fatalista. Si se naturaliza el cambio –o se lo explica por factores absolutamente externos a la agencia humana– tampoco hay posibilidad de interpelación. Los historiadores (al menos cuando no están ocupados de dialogar entre ellos mismos, enfrascados en la pura erudición o tratando de sobrevivir, o lucrar haciendo turismo y patrimonio) “pueden sacar el pasado del dominio de lo trivial y lo nostálgico y comenzar a generar la conciencia de la historia como el relato de la acción humana, las elecciones humanas, de la gente que trata de resolver sus corrientemente como recurso didáctico para hacer “más comprensible la historia” a los alumnos. 37 Nietzsche, Friedrich, Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida, Córdoba, Alción Editora, 1998, p. 28. 38 Al respecto ver la formulación del citado Michel de Certeau, “La operación histórica”, en: Jacques Le Goff y Pierre Nora (Comps.), Hacer la historia, Barcelona, Editorial Laia, 1985, p. 53. 39 Al respecto ver Antonio Gómez Ramos, Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, Madrid, Akal, 2003, pp. 11-13. También los planteamientos de Aurelio Arteta en “La tolerancia como barbarie”, en: Manuel Cruz (Comp.), Tolerancia o barbarie, Barcelona, Gedisa, 1998.

relaciones sociales cambiantes –y muchas veces desiguales– en medio de sus circunstancias cambiantes y también, muchas veces, desiguales. Con esta comprensión del pasado podemos ser más capaces de enfrentarnos, inteligente y humanamente, con valor y con humildad, a los problemas muy reales que nos confrontan en el presente”.40 El asunto es que no es posible, “por definición”, una historiografía dócil, legitimadora o reconfortante de nuestras conciencias. Si aceptamos, a partir de una abrumante cantidad de estudios, que la historiografía nace como conocimiento sólo en el siglo XIX –como ese saber crítico que utilizaba Marx para revelar el carácter artificial e interesado de unas instituciones económicas y políticas que se presentaban como naturales y eternas, o como ese modo de erudición reivindicada por Ernest Renan, que daba las pruebas de la violencia en la que se fundaba toda unidad política, el absurdo del origen–, veremos que no se puede denominar historiografía al mero correlato de lo existente. Tal como la función clásica del filósofo, si el historiador no importuna no está ayudando al conocimiento de nuestras sociedades. Y es que la historiografía no se define por sus “métodos” –después de todo casi ninguno le pertenece: la critica de documentos la ha tomado en su origen de la filología y la “diplomática”, el análisis de balanzas de pagos y afines de la economía y así otros de la geografía, demografía, etc. Lo que queremos señalar es que este conocimiento no halla su especificidad tan solo en el acto de establecer los hechos “como realmente ocurrieron”, sino en las preguntas, explicaciones y funciones que es capaz de efectuar: la “operación histórica”. ¿Qué preguntas son esas? Pues las preguntas que corresponde hacerse ante las dificultades o extrañamientos de cada presente: “¿Cómo se ha constituido este presente? ¿Por qué estos niveles de desigualdad? ¿Por qué la exclusión de los pueblos indígenas? ¿Por qué esta crisis económica global?” Son las preguntas de un historiador del mundo contemporáneo. Pero no menos ajeno al presente es el historiador del mundo antiguo, piénsese en Jean-Pierre Vernant cuando historiaba el pensamiento antiguo griego tratando de desentrañar los orígenes de una racionalidad puesta en duda luego de las aberraciones desplegadas desde mediados del siglo XX, o indagando en los arquetipos de nuestra relación con la alteridad. La pregunta determina la profundidad temporal del trabajo del historiador. Como ha sostenido recientemente Enzo Traverso “para escribir un libro de Historia que no sea sólo un trabajo aislado de erudición, hace falta también una demanda social, pública”. 41 Y si esas preguntas no surgen de la sociedad, el historiador debe interpelarla formulándolas. La historia recurre al pasado sólo porque le interesa el presente, este es la cantera de donde extrae sus asombros y preguntas. La curiosidad gratuita por el “¿cómo era antiguamente?” puede efectuarse con los métodos de la historiografía, pero el saber histórico no fue concebido para ello, sino para que los hombres y mujeres se expliquen su presente, salgan de él y produzcan historia: la historiografía como garante de la historicidad humana. Se entenderán entonces ahora de mejor forma los enunciados de Bloch y Chatelet incluidos más arriba: la necesidad que une historia y acción. V.

Por qué no la historia

¿Se opone el “modo benjaminiano” de conocer el pasado al “modo historiográfico”, tal como hemos esbozado a éste? Hemos adelantado al comienzo que ambos modos no sólo no esquivan, sino que exigen como condición de un “autentico” conocimiento del pasado su Shopes, Linda, “Más allá de la trivialidad y la nostalgia: contribuciones a la construcción de una historia local”, en: Jorge Aceves Lozano (Comp.), Historia Oral, México, Instituto Mora/UAM, 1993, p. 251. 41 Traverso, Enzo, Op. Cit., p. 40. 40

conexión con las urgencias del presente. La dificultad acaso esté en lo que se entiende en cada caso por conocimiento y las formas que se estiman más adecuadas para representar el pasado. La operación histórica no comienza mientras no se formule una pregunta sobre el presente, que exige a su vez una explicación del tipo que se considera más apropiada para representar el devenir pasado: una explicación narrativa.42 La pregunta surge habitualmente (“normalmente”) en caso de un mal funcionamiento de la sociedad, de un desajuste entre expectativas y la vida cotidiana. Como lo planteara Heidegger al inicio de Ser y Tiempo: la pregunta surge sólo cuando el útil deja de funcionar, de modo que deja ya de ser transparente para quienes nos servíamos de él. Pero dichas preguntas no son formuladas por “la sociedad”, sino que ellas son urgentes sólo para quienes experimentan el presente con una sensación de “ajenidad”. Aquel sujeto para el que las cosas “están bien” no se formula preguntas y su aproximación al pasado será gratuita, es decir, “culta”. ¿Qué explicaciones formula el historiador? Cada pregunta nos hace indagar en materiales de distintos tiempos y niveles de la vida social. El historiador trabaja con huellas que han dejado sujetos de otro tiempo. El historiador recompone la acción de cada sujeto y va tramando sus encrucijadas: una acción se encuentra con otra, luchan, se anulan, hacen alianza excluyendo a otros que forman nuevos proyectos, etc. Se verá entonces porqué el historiador se ve obligado a producir un relato (como ponía de relieve Paul Ricoeur). La mayor parte de las veces éste tiene la estructura de una “genealogía del presente”, es decir, muestra por qué, debido a qué acciones e intereses el presente ha llegado a ser lo que es. Pero como es siempre fruto de la acción humana – una construcción de sujetos en pugna– nunca sella el juicio de que el presente es inmodificable. Al contrario, al restituir los proyectos que competían en el pasado por un futuro que hoy habitamos como “el presente”, nos hace comprender que este siempre pudo ser otra cosa, que el actual orden presente descansa en elementos absolutamente “artificiales”, humanos: la fuerza, el interés o la estrategia de algunos para darse un mundo como “traje a la medida”, desde luego en donde no cabemos todos. En principio la apuesta benjaminiana no se opone a tal función. Es más, lo expuesto correspondería en Benjamin a una oposición y superación –en dirección de una historia materialista– de uno de los principales rasgos del historicismo: la idea de que el pasado es un cúmulo de hechos positivos que el historiador debe descubrir y registrar, la actitud tranquila y contemplativa que guarda el historicismo ante su objeto. Frente a ello el materialista debe hacer “conciente la constelación crítica en la que dicho fragmento del pasado se encuentra precisamente con el presente”, “toda representación dialéctica de la historia tiene como precio la renuncia a esa contemplación tan característica del historicismo”. El materialismo debe superar la mera exposición histórica y la mera apreciación: “lograr esto es algo reservado a una ciencia histórica cuyo objeto no esté formado por un ovillo de facticidades puras, sino por el grupo contado de hilos que representan la trama de un pasado en el tejido del presente”. 43 En esta misma dirección más tarde, en sus Tesis, advertirá: “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como ‘verdaderamente ha sido’. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”. De este modo Benjamin sigue con su rechazo al historicismo aludido 42

Al respecto téngase presente la tesis de Paul Ricoeur, según la cual el mundo de la experiencia humana (real) guarda una estructura pre-narrativa, es decir, es una “historia” no contada todavía, sobre la cual “la narración resignifica lo que ya ha sido pre-significado en el plano del obrar humano”. El narrar sería un proceso secundario: el del “ser-conocido de la historia”. Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, México, Siglo veintiuno editores, 1998. Benjamin, Walter, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, en: Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, Buenos Aires, Taurus, 1989, pp. 91 y 104. 43

con la máxima con que declaraba conducir sus estudios Leopold Von Ranke. El pasado no “está ahí” para ser copiado, el discurso sobre el pasado siempre supone una “apropiación”. La declaración de Ranke funciona como correlato de una teoría del conocimiento que supone que el pasado está allí ordenado, listo para ser narrado. Y no obstante –y esto es lo llamativo– este orden es el único que tolera narrar quien “está bien en el presente”: el vencedor. Frente al conformismo y tranquilidad de la clase dominante –que emana de su éxito histórico– se opone la experiencia del peligro, como la necesidad y precariedad presente en la que habita el vencido. El pasado se nos muestra entonces de un modo particular según la disposición o situación del sujeto. Pero la disyunción entre el modo historiográfico y el bejaminiano tiene que ver con el rechazo de este último al acto de “narrar la historia” que, más allá de la vinculación política de la historiografía positivista decimonónica, radica en disposiciones epistemológicas mas profundas.44 En “El Origen del drama barroco alemán” Benjamin señala: “El objeto del saber en cuanto determinado por la intencionalidad del concepto, no es la verdad, la verdad es una esencia no intencional”.45 El origen de esta disposición debe buscarse en su planteamiento crítico frente a un modo de conocer el mundo meramente utilitario, en el que se esconde el principio de la dominación, y su búsqueda de una alternativa en la tradición que le era más propia. En efecto, su inclinación hacia lo particular y fragmentario sólo puede ser comprendida a partir de la Cábala judía: las ideas de Dios son incognoscibles, sólo nos es dable la contemplación del mundo profano como forma indirecta de acceso cognitivo, de este modo “si la filosofía no puede alcanzar las ideas –que se escabullen por ‘temor’ o por ‘angustia’ de la persecución erótica del intelecto– puede descubrirlas volviendo la mirada hacia los objetos particulares y fragmentos ‘sin intención’, ellos pueden ser tratados como emblemas o como jeroglifos de las ideas, es decir, como representaciones sensoriales en las cuales puede revelarse la realidad suprasensible y trascendente”.46 Hay en Benjamin un rechazo de la mirada representacional, es decir de aquella operación en que una conciencia intencional se apodera del mundo articulando lo particular en una totalidad mayor, un aproximarse a los fenómenos con una “voluntad de sistema” que violenta a la verdad. En este entendido, sus reservas hacia una historia que se deja narrar se nos hacen perfectamente comprensibles si consideramos que la narración histórica es un intento de totalización, en el sentido de que cada acontecimiento –cada “hilo”– es subsumido en la trama. Desde aquí ha de entenderse también su preocupación por la actividad del coleccionista, pues en dicha figura el “bajo deseo de posesión” de cada objeto, cada ruina, abre la posibilidad de una entrada materialista a la historia por vía de una valoración aparentemente gratuita de la materialidad y lo fragmentario: “para Fuchs; su verdadero fuerte lo constituyen sus atisbos de cosas depreciadas, apócrifas”.47A partir de éstas es que se puede construir la verdad del capitalismo (y no a partir de sus mismas declaraciones). Como señalara Hannah Arendt se trataría de “captar el aspecto de la historia en las representaciones más insignificantes de la realidad, como si dijéramos en sus desperdicios”.48 En “El narrador” Benjamin descubre uno de los recursos fundamentales de la narración histórica. Lo que en el discurso científico y filosófico se revela como “voluntad de sistema”, en historiografía se revela como “voluntad de sentido”. Benjamin señala: Aquí atiendo a las consideraciones que ha hecho al respecto Ricardo Forster en “Entre el lenguaje y la memoria”, en: W.Benjamin. Th.W.Adorno. El Ensayo como Filosofía, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1991. 45 Benjamin, Walter, El origen del drama barroco alemán, citado por Ricardo Forster. 46 Sotelo, Laura, Idea de la historia. La escuela de Frankfurt: Adorno, Horkheimer y Marcuse, Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 42. 47 Benjamin, Walter, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, Op. Cit., p. 134. 48 Arendt, Hannah, Walter Benjamin, Barcelona, Anagrama, 1971, p. 20. 44

“Moritz Heimann llegó a decir: un hombre que muere a los treinta y cinco años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los treinta y cinco años. Esta frase no puede ser mas dudosa, y eso exclusivamente por una confusión de tiempo. Lo que en realidad se dice aquí, es que un hombre que muere a los treinta y cinco años quedará en la rememoración como alguien que en cada punto de su vida muere a los treinta y cinco años”.49

Equiparable a la observación de Nietzsche: “no hay hechos en sí. Siempre hay que empezar por introducir un sentido para que pueda haber un hecho”. Aquí cada acontecimiento se constituye y no vale más que en función del fin: “El sentido de su vida solo se descubre en su muerte”. Cabe entonces la interrogación benjaminiana acerca de la utilidad de la representación histórica para acceder a la verdad –a una verdadera articulación histórica del pasado– si cada “historia de” convoca, encadena y subsume los acontecimientos para un sentido que no hace más que evidenciar una intencionalidad. De ésta verificación se derivará igualmente el interés de Benjamin por el fragmento y el recuerdo. Se trata de un recuerdo que nos asalta involuntariamente, y que justamente por ello es verdadero, es el recuerdo de un fragmento que nos llega como imagen “saltada del continuum”, es decir, fuera de cualquier sistema y, en consecuencia, ajeno a la mirada representacional. En “Una imagen de Proust”, Benjamin nos señala: “es necesario introducirse en un estrato especial muy profundo de esa memoria involuntaria, en la cual los momentos recordados no nos dan noticia de la totalidad como imágenes aisladas, sino en forma no representativa y disconforme, sin determinación y opacamente”.50 Así mismo, más tarde señala en una de sus notas preparatorias pata las Tesis: “Al conocimiento involuntario no se le presenta jamás –y esto lo diferencia del arbitrio– un decurso, sino solamente una imagen. De ahí el “desorden” como el espacio de imágenes de la involuntaria remembranza”.51 Benjamin está dispuesto a distanciarse de la representación como un “orden de las cosas”, y ese orden en el caso de la historia es el continuum de los acontecimientos desplegados sobre un tiempo homogéneo y vacío. Disposición de una subjetividad hegemónica como razón de los vencedores. Benjamin parece ver por los ojos del “ángel de la historia” (tesis IX): “En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, el ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies”.52 En resumidas cuentas, esto equivale a decir que sólo se posee categorías para “hacer visible” el “pasado” de los vencedores – allí están la causalidad, el fin, el proceso, etc–, en cambio, “lo sido” de los vencidos –como lo opuesto al pasado– “es una de esas regiones para las que el pensamiento moderno carece de categorías”.53 En vano se tratará de salvar “científicamente” esta particular región, tal operación se revelaría más bien como una apropiación, un “adueñarse de la tradición de los oprimidos”. Podemos entonces desde aquí volver a pensar en el modo historiográfico, particularmente en la función ideológica y política de la narración histórica, incluso sólo como “forma”. En esta perspectiva, sin duda que, entre los pensadores contemporáneos, Hayden White ha sido el más

Benjamin. Walter, “El narrador”, en: Para una crítica de la violencia. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1999, p. 127. 50 Benjamin, Walter, “Una imagen de Proust”, en: Imaginación y sociedad. Iluminaciones I. Madrid, Taurus, 1998. 51 Benjamin, Walter, “Apuntes sobre el concepto de historia”, en: La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Santiago. ARCIS/Lom, 1995. (Traducción, Introducción y notas de Pablo Oyarzún Robles), p. 93. 52 Benjamin, Walter, Op. Cit., p. 54. 53 Sobre éste punto véase los planteamientos de Reyes Mate en “La historia de los vencidos”, en: Cuestiones epistemológicas. Materiales para una filosofía de la religión, Madrid, Anthropos/CSIC, 1992. 49

importante “deconstructor” del discurso histórico,54 específicamente al tratar sobre “el valor de la narrativa como representación de la realidad”.55 White afirma en las primeras líneas de El contenido de la forma: “La narrativa no es meramente una forma discursiva neutra que pueda o no utilizarse para representar los acontecimientos reales en su calidad de procesos de desarrollo; es mas bien una forma discursiva que supone determinadas opciones ontológicas y epistemológicas con implicancias ideológicas e incluso explícitamente políticas”.56

A primera vista tal posición no parece distanciarse mucho de la crítica de Benjamin, sin embargo, antes de sacar conclusiones convendría aclarar si ambos autores están hablando de lo mismo, saber a qué corresponde en White ese “narrar la historia” enunciado por Benjamin. En efecto White hace la distinción entre un “narrar” y un “narrativizar” –entre los cuales la historiografía hoy puede elegir. Lo que distancia a estas dos nociones sería que mientras la primera se limita al mero informe de lo que entrega la evidencia, la segunda se definiría por imponer la forma de un relato, definido éste por la posesión de una estructura inicio-intermediofin, una sucesión causal (o multicausal) de acontecimientos y, finalmente, por una ficción de hacer hablar al propio mundo, lo que con anterioridad Roland Barthes designara como “ilusión de objetividad” (sustracción de los signos del yo del enunciante).57 Según las mencionadas características, el “narrar la historia” de Benjamin puede hacerse calzar sin gran esfuerzo con el “narrativizar” de White, esto teniendo en cuenta que la historiografía que conoció Benjamin difícilmente podía “optar” por un discurso no narrativizante que, finalmente, era el que daba el “tono”.58 Sin embargo esta imposibilidad de “optar” no podría derivarse de la inexistencia de formas no narrativas de representación histórica, sino que más bien se derivaría de aquellas complejas normas que rigen las relaciones entre los géneros discursivos, de modo que siempre habrá, utilizando la terminología de Bajtin, uno que “da el tono”. De hecho White distingue esas otras formas posibles de representación: los annales y las crónicas. Aunque estas formas “históricas” estaban ya distinguidas por el “establishment historiográfico”, White añadió un componente fundamental en su perspectiva de análisis: mientras que para los historiógrafos annales y crónicas eran “anticipaciones fallidas” del discurso histórico definitivo, para White son otras formas posibles de concebir la realidad histórica, son, en su propuesta, “concepciones que constituyen alternativas”.59 (En este entendido, entonces, ¿qué problema habría para incluir el modo benjaminiano como otra particular alternativa de propiciar una experiencia histórica?) Ese modo está definido por Benjamin como “imagen dialéctica”, la que en principio sólo concierne a la memoria: el “peligro” agudiza la sensibilidad del sujeto oprimido haciéndolo ver lo que antes no podía, a esa disposición le corresponde un modo particular de “conocer el pasado”. Es en este punto que tiene sentido la separación entre historia y memoria. La historia (con su

No olvidamos, por ello, la labor de Michel Foucault, en especial su introducción a La arqueología del saber, o a Roland Barthes, en “El discurso de la historia”. 55 White, Hayden, El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992. 56 White, Hayden., Op. Cit., p.11. 57 Barthes, Roland, “El discurso de la historia”, en: El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987, p. 168. 58 Los historiadores que constantemente cita Benjamin son L. Von Ranke, Michelet y Fustel de Coulanges, cuyas obras se configuraron sobre una suerte de “episteme” narrativa, muy ligada al surgimiento del realismo literario. Para ésta conexión se puede ver Mijail Bajtin: “La novela de educación y su importancia en la historia del realismo”, en: Estética de la creación verbal, México, Siglo Veintiuno Editores, 1982. 59 White, Hayden, Op. Cit., p.21. 54

discurso universalizante, dócilmente narrativo, etc.) se revela como el modo en que se apropia el pasado la clase dominante. La memoria concierne a los oprimidos. Aunque abordaremos con más detalle en el apartado siguiente la naturaleza de tal “imagen dialéctica”, nos sirve adelantar que ésta sería la asociación entre dos imágenes: la del presente y la del pasado, independiente de su época (y esto es lo historiográficamente problemático), que comparece fugazmente para echar luz sobre la situación actual. “Sería un paso en falso equiparar dicha ligazón de imágenes con el mero nexo causal” –dirá Benjamin. Se trata de un nexo dialéctico, pero “en suspenso”, cuyo tercer término es lo que nos hace inteligible el momento presente en favor de lo por venir, lo inminente. Lo relevante es que esas imágenes nos asaltan, son involuntarias y dependen de las circunstancias definidas por el estado de la lucha presente: “hay hilos que pueden estar perdidos durante siglos y que el actual decurso de la historia vuelve a coger de súbito y como inadvertidamente”.60 Según el planteamiento de Benjamin no puede haber historia de los vencidos, porque esta no se deja narrar, es imagen dialéctica que asalta, que pasa fugazmente y se desvanece, es un saber vital y no libresco ni académico. De allí el recurso a Nietzsche como epígrafe de la tesis XII: “Necesitamos la historiografía, pero no como el malcriado haragán que se pasea por los jardines del saber”, seguido de la primera frase de la tesis: “El sujeto del conocimiento histórico es la misma clase que lucha”. Y no obstante, como es sabido, estas Tesis constituían el armazón teórico de El libro de los pasajes (el estudio sobre el París de Baudelaire). Este libro bien podría presentársenos como las Tesis “puestas en obra”, un libro hecho de citas, imágenes y trazos de prosa argumentativa. Un montaje de citas que evocan imágenes de modo casi aleatorio. Un texto de factura tan excéntrica que hasta ahora no ha sido reclamado por ningún campo disciplinario. Evidentemente El libro de los pasajes no es un esfuerzo de formalización de la memoria de los vencidos, sino que utiliza la operatoria de ésta como recurso “representacional” alternativo a la tradicional historia de la cultura y del arte. Aquella que presentaba todo nuevo dogma o creación como desarrollo, superación o reacción de uno anterior, ligada a una concepción de la cultura como desarrollo autónomo. Esa concepción lineal –o necesaria– estaría anclada en el “hábito de representar dichas nuevas hechuras desligadas de su repercusión sobre el hombre y su proceso de producción tanto espiritual como económico”. “El decurso de la historia del arte aparece como necesario; los caracteres estilísticos como orgánicos; y las hechuras artísticas, incluso las más extrañas, aparecen como lógicas”.61 Quizá el carácter de obra inconclusa de El libro de los pasajes, y su tardía edición (Frankfurt, 1983 y Madrid, 2005), explique el mal entendido de lo que sería una posible “historiografía benjaminiana” (fórmula en principio antinómica). (Malentendido quizá explicable también por el voluntarismo político de sus principales exégetas. Para el caso de América Latina pensamos en Michael Löwy en el contexto del quinto centenario del “descubrimiento” de América y su propuesta de centrarse en la historia de las víctimas como aplicación del modo benjaminiano, lo que se ha constituido en un verdadero paradigma de cierta historiografía de la postdictadura).62 Pero tratemos de ver ahora de qué malos entendidos se trata. Probablemente por su afincamiento académico, la labor de construir una historia de los “vencidos” (así, con remisión a un planteamiento benjaminiano) se ha traducido en el exclusivo esfuerzo por hacerlos “visibles” en la escritura historiográfica, cuestión bastante curiosa en tanto no aporta otro dato que el que Benjamin, Walter, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, Op. Cit., p. 104. Op. Cit., pp. 90 y 111. 62 Löwy, Michael, “El punto de vista de los vencidos en la historia de América Latina. Reflexiones metodológicas a partir de Walter Benjamin”, en: Miguel Vedda (Comp.), Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin, Buenos Aires, Editorial Herramienta, 2008. 60 61

uno ya supone: los pobres siempre han estado ahí sufriendo, esperando o peleando. Con todo, una historiografía de éste tipo tiene el valor de añadir complejidad a los cuadros en que habitualmente se reducía la imagen del pasado, es decir aporta indudablemente en materia de conocimiento del pasado. Pero el proceder se hace dudoso cuando ese puro gesto se quiere hacer pasar por político y cuando uno consulta la matriz teórica en que ha querido hallar justificación este tipo de planteamiento historiográfico. No es desconocido para nosotros la tremenda difusión que ha tenido estos últimos veinte años la obra de Walter Benjamin, fenómeno que en nuestro medio nacional fue potenciado por la publicación de la traducción de las Tesis de Filosofía de la Historia (y otros fragmentos sobre la historia) bajo la rúbrica de Pablo Oyarzún en La dialéctica en suspenso. (Arcis/Lom, Santiago,1995). El libro repercutió en todo el campo intelectual. Los historiadores eran directamente aludidos, sobre todo aquellos adscritos a una matriz marxista. A partir de ese momento comenzó a sonar el nombre de Benjamin en el medio historiográfico, debía ser citado por todo aquel que se dedicaba al estudio de los sectores postergados, sin voz o políticamente derrotados. Sostengo que la rehabilitación puramente historiográfica de ciertos sujetos oprimidos no es política por sí misma, al menos no en el sentido que uno esperaría, parece servir mejor a una política académica, en la medida que delimita (por adscripción a un tema) a una comunidad historiadora.63 Desde luego un libro de historia sobre los vencidos puede impulsar la acción de ciertos sujetos ofreciendo un epos en el cual afirmarse, pero ésta es una característica que no es privativa de las “historias de los vencidos”. Dado que un texto nunca tiene cerrada su significación, un texto pasado dado de baja por reaccionario, por ejemplo, puede ser útil en la coyuntura de una lucha actual. Este peculiar tipo de historia de los vencidos no es política ni benjaminiana, o de otra manera, no es benjaminiana porque no es política. En rigor una “historiografía benjaminiana” es un proyecto imposible en la medida que nos referimos a un saber académico, que se defiende en los límites de la disciplina. Así se desprende –como ya lo hemos citado– de la primera línea de la ya aludida tesis XII: “El sujeto del conocimiento histórico es la misma clase oprimida que lucha”, precedida a su vez por el siguiente epígrafe de Nietzsche: “Necesitamos la historiografía. Pero la necesitamos no como el malcriado haragán que se pasea por el jardín del saber”. 64 No significa esto que la historiografía académica deba plantearse en términos militantes o panfletarios, como correlato de la lucha de un sujeto, sino algo más complejo: que la historia de los vencidos no se escribe sino que se realiza, más exactamente se “actualiza”. La historia de los vencidos es un proyecto de justicia y ésta no ha de dársenos por una avalancha de libros de historia que ahora amplían los marcos de la fotografía mostrando el dolor pasado y las supuestas deudas presentes. El olvido no se cura con la historiografía, sino con la justicia. Así Benjamin lo planteaba cuando revisaba la posibilidad de una historia universal: “Sólo a la humanidad redimida le concierne enteramente su pasado. Quiere decir esto: sólo a la humanidad redimida se le ha vuelto citable su pasado en cada uno de sus momentos”.65 La justicia como memoria total. Podemos afirmar en este punto que la pretendida historia de los vencidos ha funcionado más bien en dirección de una despolitización de la propuesta benjaminiana.66 Al respecto las consideraciones de Manuel Cruz, Acerca de la dificultad de vivir juntos. La prioridad de la política sobre la historia, Barcelona, Gedisa, 2007, pp. 59-68. 64 Benjamin, Walter, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, (Traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún Robles), Arcis/Lom, Santiago, 1995, p. 58. 65 Benjamin, Walter, Op. Cit., p. 49. 66 respecto se puede consultar la entrevista que he sostenido con Ricardo Forster titulada “El pasado como posibilidad”, en mi libro Los recursos del relato. Conversaciones sobre Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, Op. Cit. 63

Al respecto permítasenos una extensa cita del precioso trabajo de Stéphane Mosès: “Si bien es cierto que la memoria de los oprimidos es esencialmente discontinua, ¿cómo pueden relatarla, es decir, desplegarla en una secuencia de acontecimientos, sin imponerle a pesar suyo, el esquema de la continuidad temporal? Esta objeción se dirige ante todo a la historiografía marxista que, para Benjamin, siempre amenaza con transformar la historia trágica del proletariado oprimido y de sus vanas tentativas revolucionarias en una epopeya victoriosa. Pero también se dirige, más generalmente, a la tentación apologética en cuyo nombre las victimas de la historia corren el riesgo de congelar su propio pasado en forma de ‘herencia’ destinada, no a ser reactualizada en las luchas del presente, sino a convertirse en un simple objeto de conmemoración. En otras palabras, si bien existe, frente a la historia de los vencedores, una tradición secreta de los vencidos, ¿no está siempre amenazada con que la devore otra forma de conformismo?”.67

Una posible alternativa: el trabajo del historiador como coadyuvante de la sobrevivencia de la tradición de los vencidos, de sus luchas, sus mártires. El historiador como guardián del repertorio de imágenes que podrían servir en la próxima lucha. Y esta forma de hacer historia, si quiere se leída y aceptada por los vencidos, debe ser llana, dócil, totalmente plegada a aquella subjetividad que quiere asistir (Ej.: Gabriel Salazar y su constante aliento al proyecto de una historia de Chile “rapeada”), que es al mismo tiempo la renuncia al utillaje crítico de la historiografía moderna y el retorno a la figura del contador de historias.68

VI.

¿Y en caso que el pasado nos quiera decir algo?: Anacronismo y conciencia histórica “La historia de los oprimidos es una historia discontinua mientras que la continuidad es la de los opresores”. Walter Benjamin

Si el carácter narrativo, como representación, es un punto en que, pese a su común pretensión crítica del presente, se distancian el modo historiográfico del benjaminiano, no lo es menos la forma en la que el pasado se nos hace presente. Si para la historiografía el pasado viene a contestar una pregunta, para la memoria el mecanismo por el que es asaltada por una imagen del pasado es casi desconocido. Fuera de la necesidad que imprime el “instante de peligro”, no manejamos otra determinante. En efecto, se trata, en el primer caso, del carácter intencional del Mosès, Stéphane, El ángel de la historia. Rosenzweig, Benjamin, Sholem, Madrid, Ediciones Cátedra / Universidad de Valencia, 1997, p. 133. 68 Al respecto es explícito el historiador Gabriel Salazar: “…el historiador que al mismo tiempo es ciudadano y se compromete en un proyecto, que se asocia por tanto a otros ciudadanos que van en el mismo proyecto y que terminan compartiendo los dos la misma metodología implica, en consecuencia, que la historia en tanto que es mera metodología, epistemología, etc., se disuelva en este proceso, y se disuelva el historiador también”. “El historiador y su ‘objeto’”, en: Aravena, Pablo, Los recursos del relato. Conversaciones sobre Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, Programa de Magíster en Teoría e Historia del Arte, Departamento de Teoría de las Artes, Facultad de Arte, Universidad de Chile, Santiago, 2010, p. 173-174. 67

conocimiento y, en el segundo, del no-intencional (anclado en la disposición epistemo-crítica antes esbozada). En el apartado IV hemos redundado en el modo en que la historiografía produce la relación entre pasado y presente, tratemos ahora de develar cómo se establece tal relación en el modo benjaminiano, es decir, bajo la figura de la “imagen dialéctica”. Según el planteamiento de Benjamin subsumir la tradición de los vencidos (la memoria) en la historia equivale a “apoderarse” de la tradición para neutralizarla,69 tal como lo indica en el texto sobre Fuchs cuando trata acerca del convencimiento de la socialdemocracia de que el saber histórico generado por la burguesía bastaba para enseñar al proletariado: “En realidad se trataba de un saber sin acceso a la praxis e incapaz de enseñar al proletariado en cuanto clase acerca de su situación; esto es, que era inocuo para sus opresores”.70 Entonces la opción es sólo esta: “a menos que admitamos que si la tradición de los oprimidos puede convertirse a su vez en objeto de una historia, se tratará de una forma de historia radicalmente diferente”.71 Esta historia tomará de las dinámicas de la memoria y la tradición sus rasgos más específicos: su carácter no lineal, sus rupturas e intermitencias, es decir su negatividad radical. “Si para Benjamin la tradición es el vehículo de la autentica conciencia histórica, es porque está basada en la realidad de la muerte”. 72 Es su apuesta por la cesura, por la detención del caudal de la historia como única condición de la emergencia de lo absolutamente imprevisto, lo nuevo. El momento en que se produce la conciencia histórica es un momento en que la temporalidad habitual (de sentido común) queda abolida, ese es el instante revolucionario, tal como lo identifica Benjamin en su tesis XIV: “La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino aquel pletórico tiempo-ahora. Así, para Robespierre la antigua Roma era un pasado cargado de tiempo-ahora… citaba a la vieja Roma tal como la moda cita a un viejo atuendo… ella es el salto de tigre hacia lo pretérito”.73 Es esta precisamente la estructura de la imagen dialéctica, no hay lazo causal entre las dos imágenes, sino un verdadero choque entre la imagen presente y la de un pasado indeterminado. Es de este choque que emerge un nuevo sentido para el presente, una iluminación. Pero es justamente este carácter indeterminado, no-intencional, el que aleja al modo benjaminiano de la historiografía, pues éste es un conocimiento interesado. En dicho caso el problema estriba en el destino de la porción de pasado –siempre la mayor parte– que no ha sido iluminada por la pregunta presente del historiador de oficio. En la formulación de Siegfried Kracauer: “La agresividad del investigador tiende a hacer que el pasado retroceda, asustado, hacia el pasado; en lugar de conversar con los muertos, él es quien habla la mayor parte del tiempo”, la pretensión de hacer fértil el estudio histórico tratando de responder nuestras preguntas es una “meta legítima y necesaria, pero no la única ni la más alta”. 74 El historiador a la vez que exhuma sepulta pasado y con ello impide la posibilidad de que este nos diga algo cuando lo necesitemos.75 Los coleccionistas, en cambio, “son guiados por los objetos mismos”. Así la 69

Al respecto Renato Rosaldo ha señalado: “La mayoría de los escritores, sobre entendimiento histórico, eluden los problemas angustiantes de la traducción, asumiendo que el analista y el actor social usan aproximadamente las mismas formas narrativas. Sin embargo, aún dentro de la misma cultura, los diferentes actores usan formas narrativas muy distintas”, en Cultura y verdad. Nueva propuesta de análisis social, (Cap. 6), México, Grijalbo, 1989, p. 135.

Benjamin, Walter, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, Op. Cit., p. 104. Mosès, Stéphane, Op. Cit., p. 134. 72 Op. Cit., p. 134. (Cursivas nuestras) 73 Benjamin, Walter, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Op. Cit., p. 61. 74 Kracauer, Sigfried, Historia. Las últimas cosas antes de las últimas, Buenos Aires, Los cuarenta, 2010, pp. 111 y 115. 75 Al respecto ver las observaciones de Reyes Mate en La razón de los vencidos, Barcelona, Anthropos, 1991, pp. 200-202. 70 71

operación museística, como la del historicismo, lleva el riesgo de que “sería una imagen irrecuperable del pasado la que amenaza con desaparecer con cualquier presente porque este no se reconoce mentado en él”.76 “Pasarle a la historia el cepillo a contrapelo” significa también – según Ricardo Forster– “recuperar como si fuéramos coleccionistas […] aquello olvidado de la historia”.77 Pero a su vez el modo historiográfico se aleja del modo benjaminiano por su apuesta anacrónica (e irracional). Imágenes separadas por miles de años, de contextos diversos no pueden ser toleradas por la historiografía como fuente de algún tipo de conocimiento. Pero es inquietante constatar que, no obstante, el principio que puede validar a la imagen dialéctica como generador de conciencia histórica es el mismo que actúa como condición de todo conocimiento historiográfico: el anacronismo, que como bien lo ha mostrado Georges Didi-Huberman, el mismo Marc Bloch reconociera como constitutivo del conocimiento historiográfico.78 Si una de las precauciones máximas de la historiografía es no cometer anacronismo, habría que ver en qué medida no es anacrónico plantearles preguntas presentes al pasado. Ese anacronismo historiográfico es positivo y negativo: positivo en tanto invoca un pasado con sentido para el presente, que nos interpele y favorezca la desnaturalización del presente, que acentúe su carácter provisorio, frágil, arbitrario y artificial. Comprensión básica para aceptar que lo nuevo es posible “en la historia”. La historia sólo puede sernos interesante por este anacronismo productivo, cuyos resultados contrastan con la corrección cronológica de la lista de efemérides. Negativo, en su otra configuración, porque al proyectar nuestros propios significados en significantes del pasado, pese a ser materialmente idénticos, terminamos relacionándonos con nosotros mismos, en una versión análoga a aquella “historia pop” formulada por Jameson. No hay interpelación posible y somos confirmados en nuestra posición presente como “definitiva” (“ya desde hace tiempo que la humanidad asumió que debe ser así, ¿quienes somos nosotros para cambiarlo?”). Pero negativa también porque en la pregunta descarta otras interpelaciones tan eficaces como inimaginables desde este presente. Anacronismo productivo también en el arte como “símil” de la función historiadora, como otro modo de interpelación, no del pasado, sino que en este caso “interpelación del futuro”: “Adorno (más ‘realista’, pero no necesariamente más ‘materialista’ que Benjamin) conserva, sin embargo, ese lugar del arte por ser una memoria anticipada de una reconciliación que no ocurrirá, el arte contrasta con el mundo presente y se transforma en su crítica más radical justamente cuanto más contrasta con él: el ‘arte autónomo’, el que menos ‘refleje’ la realidad, es por ello mismo el más insobornablemente político”.79 Habría que reconsiderar entonces aquello que a generaciones de historiadores se les ha enseñado como un “pecado capital” (¡no cometer anacronismo!). Cuando Benjamin anota: “Fustel de Coulanges recomienda al historiador, si quiere éste revivir una época, que debe sacarse de la cabeza todo lo que sabe del transcurso ulterior de la historia”, 80 está denunciando como ideológico (conservador) el principio de evitar todo anacronismo, pues es el descarte de la memoria y la política, de toda inquietud presente como condición de posibilidad de la emergencia del pasado. Asumir el anacronismo es también pasar a la historia el cepillo a contrapelo y propiciar la conciencia histórica. Benjamin, Walter, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, Op. Cit., p. 91. Forster, Ricardo, Benjamin. Una introducción, Buenos Aires, Biblioteca Nacional / Cuadrata, 2009, p. 34. 78 Didi-Huberman, Georges, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008, pp. 56-78. 79 Grüner, Eduardo, “Recuerdos de un futuro (en ruinas)”, en: Marcelo Percia (Comp.), Ensayo y subjetividad, Buenos Aires, Eudeba, 1998, p. 52. 80 Benjamin, Walter, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Op. Cit., pp. 51-52. 76

77

*** A la hora de vislumbrar hoy la potencialidad del planteamiento benjaminiano, habría que tener en claro que Benjamin parece apropiarse (para una nueva historia) del modo de conciencia de la historia experimentable en la tradición de los vencidos. Pero al parecer esas dinámicas ya no están disponibles para nosotros, aquella subjetividad aludida por Benjamin ya no existe. No se nos escapa tampoco que el modo historiográfico –como también determinado tipo de arte– es tan solo un modo de propiciar la conciencia histórica, por tanto su cultivo depende en este sentido de una disposición más ética que política. Quizá una pista para avanzar hacia un planteamiento distinto del problema sea la respuesta del desaparecido filósofo argentino José Sazbón, cuando interrogado –por quien escribe– sobre la posibilidad de la formación de una conciencia histórica sostenía: “Es una cuestión que no sabría cómo responder, en el sentido de que implica una especie de componente voluntarista. Porque tiene que ver más bien con prácticas sociales y prácticas políticas que decantan en una conciencia histórica, o la implican como existente, y a partir de ahí producen ciertas líneas de desarrollo. Pero yo no sabría cómo crear una conciencia histórica cuando de manera tan desproporcionada estamos, en general los intelectuales, desmedidamente avasallados por unas formas de producción de sentido que vienen de los medios de comunicación y que contrarrestan cualquier otro esfuerzo de producción de sentido”.81

Sazbón, José, “Nueva historia y conciencia histórica”, en Pablo Aravena, Los recursos del relato. Conversaciones sobre Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, Op. Cit., p. 21. 81

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