FRAGMENTOS DE TEXTOS FILOSÓFICOS

LICEO DE MÚSICA DE COPIAPÓ FILOSOFÍA RAÚL HERRERA SALINAS FRAGMENTOS DE TEXTOS FILOSÓFICOS Texto 1. Gorgias o de la retórica (Platón) “SÓC. –– Lueg

2 downloads 84 Views 182KB Size

Story Transcript

LICEO DE MÚSICA DE COPIAPÓ

FILOSOFÍA

RAÚL HERRERA SALINAS

FRAGMENTOS DE TEXTOS FILOSÓFICOS Texto 1. Gorgias o de la retórica (Platón) “SÓC. –– Luego, cuando andamos lo hacemos buscando el bien, creyendo que ello es mejor, y, al contrario, cuando estamos parados lo hacemos, asimismo, por el bien. ¿No es cierto? POL. –– Sí. SÓC. –– Luego, cuando matamos a alguien, si lo matamos, o lo desterramos o le privamos de sus bienes, ¿no lo hacemos creyendo que es mejor para nosotros hacer esto que no hacerlo? POL. –– Desde luego. SÓC. –– Luego los que hacen todo esto lo hacen buscando el bien. POL. ––Así es. SÓC. –– Pues bien, habíamos convenido en que no es precisamente lo que hacemos en razón de algo lo que queremos, sino aquello por lo que lo hacemos. POL. –– Exactamente. SÓC. ––Por tanto, no deseamos simplemente matar, desterrar de las ciudades ni quitar los bienes; deseamos hacer todas estas cosas cuando son provechosas, y cuándo son perjudiciales, no las queremos. En efecto, queremos, como tú dices, lo bueno, y no queremos lo que no es ni bueno ni malo, ni tampoco lo malo. ¿No es así? ¿Crees que digo verdad, Polo, o no? ¿Por qué no respondes? POL. –– Es verdad. SÓC. –– Luego si estamos de acuerdo en esto, en el caso de que alguien, sea tirano u orador, mate, destierre de la ciudad o quite los bienes a alguno, en la creencia de que esto es lo mejor para él, cuando en realidad es lo peor, éste tal hace, sin duda, lo que le parece. ¿No es así? POL. –– Sí. SÓC. ––¿Y hace también lo que quiere cuando lo que hace es, en realidad, un mal para él? ¿Por qué no Contestas? POL. ––Creo que no hace lo que quiere. SÓC. ––¿Es posible que tal hombre tenga gran poder en la ciudad, si tener gran poder es un bien, según tú admites? POL. ––No es posible. SÓC. –– Entonces tenía yo razón al decir que es posible que un hombre haga en la ciudad lo que le parezca bien, sin que esto signifique que tiene un gran poder y que hace lo que quiere. POL. –– Como si tú, Sócrates, no prefirieras tener facultad de hacer en la ciudad lo que te parezca a no tenerla, y no sintieras envidia al ver que uno condena a muerte al que le parece bien, le despoja de sus bienes o lo encarcela. SÓC. –– ¿Te refieres a cuando obra justa o injustamente? POL. –– Como quiera que obre, ¿no es, en ambos casos, un hombre envidiable? SÓC. –– Refrena tus palabras, Polo. POL. –– ¿Por qué?

SÓC. –– Porque no se debe envidiar a los que no son envidiables ni a los desgraciados, sino compadecerlos. POL. –– ¿Qué dices? ¿Crees que es ésta la situación de los hombres de que yo hablo? SÓC. –– ¿Pues cómo no? POL. –– Luego el que condena a muerte a quien le parece bien y lo hace con justicia, ¿es en tu opinión desgraciado y digno de compasión? SÓC. –– No; pero tampoco envidiable. POL. –– ¿No acabas de decir que es desgraciado? SÓC. –– Me refiero al que condena a muerte injustamente, amigo, y además es digno de compasión; el que lo hace justamente tampoco es envidiable. POL. –– Sin duda, el que muere injustamente es digno de compasión y desgraciado. SÓC. –– Menos que el que le mata, Polo, y menos que el que muere habiéndolo merecido. POL. –– ¿Cómo es posible, Sócrates? SÓC. ––Porque el mayor mal es cometer injusticia. POL. –– ¿Éste es el mayor mal? ¿No es mayor recibirla? SÓC. –– De ningún modo. POL. –– Entonces, ¿tú preferirías recibir la injusticia a cometerla? SÓC. –– No quisiera ni lo uno ni lo otro; pero si fuera necesario cometerla o sufrirla, preferiría sufrirla a cometerla. POL. –– ¿Luego tú no aceptarías ejercer la tiranía? SÓC. –– No, si das a esta palabra el mismo sentido que yo. POL. –– Entiendo por ello, como decía hace un momento, la facultad de hacer en la ciudad lo que a uno le parece bien: matar, desterrar y obrar en todo con arreglo al propio arbitrio. SÓC. –– Afortunado Polo, déjame hablar y después objétame. Si cuando la plaza está llena de gente, llevando yo un puñal oculto bajo el brazo, te dijera: «Polo, acabo de adquirir un poder y una tiranía maravillosos; en efecto, si me parece que uno de los hombres que estás viendo debe morir, al momento morirá; si me parece que alguno de ellos debe tener la cabeza rota, la tendrá al instante; si me parece que alguien tenga su manto desgarrado, quedará desgarrado; tan grande es mi poder en esta ciudad.» Si, al no darme crédito, te mostrara el puñal, quizá me dijeras al verlo: «Sócrates, así todos serían poderosos, ya que, por el mismo procedimiento, podrías incendiar la casa que te pareciera, los arsenales y las trirremes de Atenas y todas las naves, lo mismo públicas que particulares.» Luego, tener un gran poder no es hacer lo que a uno le parece. ¿Piensas tú que sí? POL. –– No lo es, al menos en estas condiciones. SÓC. –– ¿Puedes decirme por qué censuras esta clase de poder? POL. –– Sí. SÓC. –– ¿Por qué? Dilo. POL. –– Porque necesariamente el que obra así es castigado. SÓC. –– Ser castigado, ¿no es un mal? POL. ––Sin duda. SÓC. –– Por consiguiente, admirable Polo, de nuevo ves que si, al hacer lo que a uno le parece, le sigue una utilidad, esto es el bien y, según parece, esto es tener gran poder; en caso contrario, es un mal y un poder mínimo. Examinemos lo siguiente: ¿No hemos acordado que algunas veces es mejor hacer lo que decíamos, condenar a muerte, desterrar y privar de los bienes, y que otras veces no lo es? POL. –– Ciertamente. SÓC. –– Según parece, en este punto estamos los dos de acuerdo.

POL. –– Sí. SÓC. –– Entonces, ¿cuándo es mejor hacer esto? Di cuál es el límite que pones. POL. –– Responde tú mismo a esa pregunta, Sócrates. SÓC. –– Si prefieres que hable yo, Polo, digo que es mejor cuando se obra justamente y peor cuando se obra injustamente. POL. –– Por cierto que es difícil refutarte, Sócrates; ¿no te probaría incluso un niño que no dices la verdad? SÓC. –– Mucho le agradecería a ese niño e, igualmente, te agradeceré a ti que me refutes y me libres de mi tontería. No te canses de hacer bien a un amigo; convénceme de mi error. POL. –– Ciertamente, Sócrates, no hay necesidad de refutarte con ejemplos antiguos; los de ayer, los recientes son bastante para refutarte y demostrarte que muchos hombres injustos son felices. SÓC. –– ¿Qué ejemplos son ésos? POL. –– ¿No ves a Arquelao, hijo de Perdicas, reinando en Macedonia? . SÓC. –– Si no lo veo, al menos oigo hablar de él. POL. –– En tu opinión, ¿es feliz o desgraciado? SÓC. –– No lo sé; aún no he tenido relación con él. POL. –– Pero ¿qué dices? ¿Si lo trataras, podrías saber lo, y desde aquí no tienes otro medio de conocer que es feliz? SÓC. –– No, por Zeus. POL. –– Seguramente, Sócrates, que ni siquiera del rey de Persia dirás que sabes que es feliz. SÓC. –– Y diré la verdad, porque no sé en qué grado está de instrucción y justicia. POL. –– Pero ¿qué dices? ¿En eso está toda la felicidad? SÓC. –– En mi opinión sí, Polo, pues sostengo que el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado. POL. –– Entonces, según tú piensas, ¿es desgraciado esté Arquelao? SÓC. –– Sí, amigo, si es injusto. Arquelao, hijo de Perdicas II, rey de Macedonia desde 413 a 399, supo hacer de su corte un centro de atracción de los más famosos poetas Y Puso los cimientos del poderío macedonio POL. –– Pues ¿cómo no ha de serlo? No tenía ningún derecho al reino que ocupa, ya que es hijo de una esclava de Alcetas, el hermano de Perdicas, y con arreglo al derecho sería esclavo de Alcetas, y si hubiera querido obrar en justicia estaría sometido a él y sería feliz, según tu opinión. Pero la verdad es que se ha hecho increíblemente desgraciado, puesto que ha cometido las mayores injusticias. En primer lugar, llamó a Alcetas, su dueño y tío, con el pretexto de devolverle el reino del que le había despojado Perdicas; lo hospedó en su casa y lo embriagó a él y a su hijo Alejandro, primo de Arquelao y casi de su misma edad; los metió en un carro y, sacándolos durante la noche, degolló a ambos y los hizo desaparecer. Habiendo cometido este crimen, no advirtió que se había hecho completamente desgraciado, ni se arrepintió de él, sino que, poco después, renunció a la felicidad de educar, como era justo, a su hermano, el hijo legítimo de Perdicas, niño de unos siete años, y de devolverle el reino que le correspondía en justicia; por el contrario, lo arrojó a un pozo, lo ahogó y dijo a su madre, Cleopatra, que, al perseguir a un ganso, había caído en el pozo y había muerto. Por consiguiente, puesto que, entre los que habitan en Macedonia, él ha cometido los mayores crímenes, es el más desgraciado de todos los macedonios y no el

más feliz; y quizá algún ateniense, comenzando por ti, aceptaría ser un macedonio cualquiera antes que Arquelao. SÓC. –– Ya al principio de esta conversación, Polo, te alabé porque, en mi opinión, estás bien instruido para la retórica; pero dije que habías descuidado el modo de mantener un diálogo. Y ahora, ¿es acaso éste el razonamiento con el que hasta un niño podría refutarme, y con el que, según crees, has refutado mi afirmación de que el injusto no es feliz? ¿De dónde, amigo? En verdad, no estoy de acuerdo con nada de lo que dices. Cleopatra, esposa del rey de Macedonia Perdicas II. Tras la muerte de éste fue también esposa de su sucesor Arquelao, que había eliminado al hijo de ella y de Perdicas II. Orestes, hijo de ambos, sucedió a Arquelao en el 399. POL. –– Porque no quieres, ya que, por lo demás, piensas como yo digo. SÓC. –– Oh feliz Polo, intentas convencerme con procedimientos retóricos como los que creen que refutan ante los tribunales. En efecto, allí estiman que los unos refutan a los otros cuando presentan, en apoyo de sus afirmaciones, numerosos testigos dignos de crédito, mientras el que mantiene lo contrario no presenta más que uno solo o ninguno. Pero ésta clase de comprobación no tiene valor alguno para averiguar la verdad, pues, en ocasiones, puede alguien ser condenado por los testimonios falsos de muchos y, al parecer, prestigiosos testigos. Sobre lo que dices vendrán ahora a apoyar tus palabras casi todos los atenienses y extranjeros, si deseas presentar contra mí testigos de que no digo verdad. Tendrás de tu parte, si es que quieres, a Nicias, el hijo de Nicérato, y con él a sus hermanos, cuyos trípodes están colocados en fila en el templo de Dioniso; asimismo, si quieres, tendrás también a ArIstócrates , hijo de Escelio, el donante de esa hermosa ofrenda que está en el templo de Apolo y, si quieres, a todo el linaje de Pericles o a cualquier otra familia de Atenas que elijas. Pero yo, aunque no soy más que uno, no acepto tu opinión; en efecto, no me obligas a ello con razones, sino que presentas contra mí muchos testigos falsos e intentas despojarme de mi posesión y de la verdad. Yo, por mi parte, si no te presento como testigo de lo que yo digo a ti mismo, que eres uno solo, considero que no he llevado a cabo nada digno de tenerse en cuenta sobre el objeto de nuestra conversación. Creo que tampoco tú habrás conseguido nada si yo, aunque soy uno solo, no estoy de acuerdo contigo, y si no abandonas todos estos otros testimonios. Así pues, existe esta clase de prueba en la que creéis tú y otros muchos, pero hay también otra que es la mía. Comparemos, por tanto, una y otra y examinemos si difieren en algo. Pues, precisamente, las cuestiones que discutimos no son mínimas, sino, casi con seguridad, aquellas acerca de las cuales saber la verdad es lo más bello, e ignorarla lo más vergonzoso. En efecto, lo fundamental de ellas consiste en conocer o ignorar quién es feliz y quién no lo es. Empezando por la cuestión que ahora tratamos, tú crees posible que el hombre que obra mal y es injusto sea dichoso, si realmente estimas que Arquelao es injusto por una parte y por la otra es feliz. ¿Debemos pensar que es esta tu opinión?  Nicias, famoso político ateniense, nacido hacia 470 y muerto en 413. Era un demócrata moderado, partidario de la paz con Esparta. Fue elegido estratega en numerosas ocasiones. La paz de 421 lleva su nombre. Aunque no se le puede atribuir la derrota de la expedición a Sicilia, sí es responsable del desastre final, por no haberse retirado a tiempo. Los trípodes dedicados por él y por sus hermanos Éucrates y Diogneto en el templo de Dioniso fueron ganados por ellos como coregos.

  

Aristócrates, ateniense de noble linaje. En el año 411, en el gobierno de los Cuatrocientos, fue con Terámenes uno de los moderados. Fue uno de los generales condenados tras la batalla de las Arginusas en 406. Estaba muy extendida la creencia de que se puede ser feliz aun en la máxima injusticia. Véase Rep. 344a y ss., donde Trasímaco asegura que cuanto más injusticia se cometa, mayor felicidad se alcanza. Platón insiste con frecuencia en que el castigo redunda en benedici del culpable. En 525b afirma que es el único medio de librarse de la injusticia. Véase Rep. 380b.

POL. –– Indudablemente. SÓC. –– Pues yo afirmo que es imposible. He aquí un punto sobre el que discrepamos. Empecemos por él. ¿Acaso el que obra injustamente será feliz, si recibe la justicia y el castigo? POL. ––De ningún modo, ya que en ese caso sería desgraciadísimo. SÓC. –– Pero si escapa a la justicia el que obra injustamente, ¿será feliz, según tus palabras? POL. –– Eso afirmo. SÓC. –– Pues en mi opinión, Polo, el que obra mal y es injusto es totalmente desgraciado; más desgraciado, sin embargo, si no paga la pena y obtiene el castigo de su culpa, y menos desgraciado si paga la pena y alcanza el castigo por parte de los dioses y de los hombres. POL. –– Te has propuesto decir absurdos, Sócrates. SÓC. –– Sin embargo, voy a tratar de conseguir que digas lo mismo que yo, amigo, pues te considero amigo. La cuestión sobre la que ahora estamos en desacuerdo es ésta; examínala también tú. He dicho en algún momento de nuestra conversación que cometer injusticia es peor que sufrirla. POL. ––Ciertamente. SÓC. –– Y tú, por el contrario, que es peor sufrirla. POL. ––Sí. SÓC. –– También dije que los que obran injustamente son desgraciados y tú me contradijiste. POL. –– Sí, por Zeus. SÓC. ––Al menos, según crees, Polo. POL. –– Y mi opinión es verdadera. SÓC. –– Tal vez. Tú dijiste, por el contrario, que los que obran injustamente son felices si se libran del castigo. POL. –– Exactamente. SÓC. –– Sin embargo, yo afirmo que son muy desgraciados, y que los que sufren el castigo lo son menos. ¿Quieres refutar también esto? POL. ––¡Por cierto que resulta esa refutación aún más difícil, Sócrates! SÓC. –– No, de seguro; más bien es imposible, pues la verdad jamás es refutada. POL. –– ¿Qué dices? Si un hombre, obrando injustamente al tratar de hacerse con la tiranía, es apresado y, una vez detenido, es torturado, se le mutila, se le queman los ojos y, después de haber sufrido él mismo otros muchos ultrajes de todas clases y de haber visto sufrirlos a sus hijos y a su mujer, es finalmente crucificado o untado de pez y quemado, ¿este hombre será así más feliz que si se libra de estos suplicios, se establece como tirano y gobierna durante toda su vida haciendo lo que quiere, envidiado y considerado feliz por los ciudadanos y los extranjeros? ¿Dices que refutar esto es imposible?

SÓC. –– Tratas de asustarme, noble Polo, pero no me refutas, igual que cuando hace poco presentabas testigos. Sin embargo, aclárame un pormenor. ¿Has dicho: al tratar injustamente de hacerse con la tiranía? POL. –– Sí. SÓC. –– Ciertamente jamás serán felices ninguno de los dos, ni el que ha alcanzado injustamente la tiranía ni el que, apresado, sufre la pena, pues entre dos desgraciados ninguno puede ser más feliz; sin embargo, es más desgraciado el que escapa al castigo y consigue ser tirano. ¿Qué es eso, Polo? ¿Te ríes? ¿Es éste otro nuevo procedimiento de refutación? ¿Reírse cuando el interlocutor dice algo, sin argumentar contra ello? POL. –– ¿No crees que quedas refutado, Sócrates, cuando dices cosas tales que ningún hombre se atrevería a decir? En efecto, pregunta a alguno de éstos. SÓC. –– No soy político, Polo; el año pasado, habiéndome correspondido por sorteo ser miembro del Consejo, cuando mi tribu ejercía la presidencia y yo debía dirigir la votación, di que reír y no supe hacerlo. Así pues, no me mandes ahora recoger el voto de los que están aquí; si no tienes un medio de refutación mejor que éstos, cédeme el turno, como te acabo de decir, y comprueba la clase de refutación que yo creo necesaria. En efecto, yo no sé presentar en apoyo de lo que digo más que un solo testigo, aquel con quien mantengo la conversación, sin preocuparme de los demás, y tampoco sé pedir más voto que el suyo; con la multitud ni siquiera hablo. En consecuencia, mira si quieres por tu parte ofrecerte a una refutación respondiendo a mis preguntas. Creo firmemente que yo, tú y los demás hombres consideramos que cometer injusticia es peor que recibirla y que escapar al castigo es peor que sufrirlo”. Platón. Gorgias o de la retórica (Andrés Bello, Santiago de Chile, 1982).

Texto 2. La experiencia moral (Humberto Giannini, editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1992) “Nuestro tema específico es ahora el de la experiencia moral. Digamos por lo pronto que llamaremos “experiencia moral” a los significados de “bueno” y “malo” tal como se entienden en el espaciocivil [...] El sujeto sigue siendo, pues, el hombre en ese su modo habitual, sostenido de ser: nosotros mismos en nuestra re-iterada circulación por este “mundo de la vida”. Hay un privilegio propio de ese espacio y que alcanza a la Ética, y sólo a ella, a tal punto de dejarla en virtud de ese don, por encima de cualquier otra disciplina sistemática, racionalmente organizada, en torno a un campo específico de intereses. Vamos a suponer que estos rasgos generales de sistematicidad y de organicidad racionales propios de cualquier disciplina científica también los posee la Ética, disciplina cuyo interés específico consistiría en investigar “objetivamente” los principios [...] por los que una conducta luce

cierta cualidad o, por el contrario, “denuncia” cierta deuda de ser determinada. En otras palabras: “lo bueno” y “lo malo” de las acciones por las que el ciudadano muestra su modo de habitar el mundo y de recoger su propio ser de él. Supongamos por un momento la existencia de un saber objetivo acerca de la existencia humana. Esto equivaldría a afirmar que contamos con algunas pocas personas sabias y expertas en asuntos de vida, así como existen algunos pocos expertos en biología molecular u otros, en egiptología u otros [...] Pero esta hipótesis lleva a uno de los conflictos más crónicos e insolubles entre teoría y práctica, entre el ámbito de las razones especulativas y el de las convicciones operantes. Entre filosofía y vida. Porque ocurre, en este punto, que el hombre común, que reverencia a veces hasta niveles desmedidos la autoridad de los sabios, de los expertos, apenas el conocimiento de éstos roza ciertos puntos neurálgicos de su propia realidad personal, entonces, dando un salto atrás, se pone en guardia contra “las razones”, por muy bien fundadas que sean, y contra “la observación rigurosa de los fenómenos” y no reconoce ventaja alguna al juicio científico respecto del valor de sus propias opiniones. Una de las zonas “sensibles”, la más sensible, es la del saber moral, incluido ahí el político. Y preferimos seguir llamando a este saber “experiencia moral” a fin de presentarlo en una oposición visible al conocimiento distanciado de la Ética. Es un hecho que en este territorio nadie estará dispuesto a renunciar a lo que su experiencia dictamine o a lo que “su vida le ha enseñado” como bueno o como malo, como justo o injusto, a despecho de cualquier “simple teoría”. Este es el reducto intransable de la experiencia [...] Por el momento, plantearemos el conflicto de la siguiente manera: el campo propio de la Ética es la experiencia. Sin embargo, tal experiencia “no reside” en un sujeto que otro sujeto, el “sujeto científico”, pueda objetivar -“pues, entonces, no podríamos hablar de “experiencia”-. Reside, por el contrario, en una colectividad de sujetos morales; y estos sujetos no pueden perderse en el traspaso de la práctica a la teoría sin que se derrumbe ipso facto el sentido de la investigación. En otras palabras: no es posible que la Ética hable de cosas que de alguna manera pudieran pasar inadvertidas o ser inalcanzables para la experiencia común, como ocurre respecto de la generalidad de las otras ciencias; por el contrario, es a la Ética que le va su ser en que los hechos a los que apunta como sujeto de su investigación, sean hechos radicados una realidad no determinados causal, directamente, por otros hechos externos. Le va su ser en que sean realmente “hechos subjetivos”.

Si miramos las cosas, ahora desde el otro lado de la contraposición: esa experiencia que aparecía tercamente irreductible al juicio distanciado de la ciencia, corresponde a un saber que no es simplemente uno más entre otros saberes posibles, sino ese saber preciso y único por el que el que [sic]el portador de la experiencia acredita su condición de sujeto inobjetable. De modo que, someter este saber a una decisión final del juicio docto, no representaría como en cualquier otro caso, un simple acto de humildad sino la renuncia a la condición de sujeto. Renuncia que tal experiencia intuye como degradante (mala) [...] En definitiva: como aquel individuo indiferenciado que soy; en mi calidad de empleado, de padre de familia, de ciudadano, soy también ese ser que no puede delegar en ningún otro ser humano ni divino aquel saber cualitativo que configura mi experiencia moral: aquel saber por el que constantemente estoy evaluando mis acciones y las del próximo. Un saber que no puedo delegarlo. Sin embargo, se trata de un saber ganado en actos transitivos al interior de mi mundo. Y esto es lo que llamamos “experiencia moral”. Humberto Giannini, La experiencia moral (editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1992)

Texto 3. Suma de teología (Tomás de Aquino, 1266-73) I. SEGUNDA PARTE. C.19. ARTÍCULO 5. ¿LA VOLUNTAD QUE ESTÁ EN DESACUERDO CON LA RAZÓN ERRÓNEA ES MALA? Objeciones por las que parece que la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea no es mala. 1. La razón es la regla de la voluntad humana en cuanto que deriva de la ley eterna [...]. Pero la razón errónea no deriva de la ley eterna. Luego la razón errónea no es regla de la voluntad humana. Por consiguiente, la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea no es mala. 2. Además, según Agustín, el precepto de una potestad inferior no obliga si contraría el precepto de una potestad superior; por ejemplo, si un procónsul manda algo que prohíbe el emperador. Pero la razón errónea a veces propone algo que es contrario a un precepto del superior, de Dios, que tiene la suprema potestad. Luego el dictamen de la razón errónea no obliga. Luego la voluntad no es mala si está en desacuerdo con la razón errónea.

3. Además, toda voluntad mala se reduce a alguna especie de malicia. Pero la voluntad que está en desacuerdo con la Razón errónea no puede reducirse a ninguna especie de malicia; por ejemplo, si la razón errónea se equivoca en esto, en que hay que fornicar, la voluntad de quien no quiere fornicar no puede reducirse a ninguna malicia. Luego la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea no es mala. EN CAMBIO, como se dijo en la primera parte (q.79 a.13), la conciencia no es otra cosa que la aplicación de la ciencia a un acto. Ahora bien, la ciencia está en la razón. Luego la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea, es contraria a la conciencia. Pero una voluntad así es mala, pues se dice en Rom 14,23: Todo lo que no nace de la fe, es pecado, es decir, todo lo que es contrario a la conciencia. Luego la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea es mala. SOLUCIÓN. Hay que decir: Como la conciencia es en cierto modo un dictamen de la razón (pues es una aplicación de la ciencia al acto, como se dijo en la primera parte, q.79 a.13), es lo mismo preguntar si la voluntad que está en desacuerdo con la razón es mala, que preguntar si la conciencia errónea obliga, Acerca de esto algunos distinguieron tres géneros de actos: unos son buenos por genero, otros son indiferentes y otros son malos por genero. En consecuencia, dicen que, si la razón o la conciencia determinan que hay que hacer algo que es bueno por su género, no hay error. Igualmente, si determina que no hay que hacer algo que es malo por su género, pues la misma razón ordena el bien y prohíbe el mal. Pero si la razón o la conciencia le dice a uno que el hombre está obligado a realizar por precepto lo que es de por si malo, o que está prohibido lo que es de por si bueno, la razón o conciencia será errónea. Igualmente, si la razón o conciencia le dice a uno que lo que es de por si indiferente, como levantar una brizna del suelo, está prohibido o mandado, la razón o conciencia será errónea. Dicen, según esto, que la razón errónea acerca de cosas indiferentes, mandando o prohibiendo, obliga; de modo que la voluntad que esté en desacuerdo con esta conciencia errónea, será mala y pecado. Pero la razón o conciencia que yerra mandando lo que es de por sí malo, o prohibiendo lo que es de por sí bueno y necesario para la salvación, no obliga; por eso, en estos casos, la voluntad que está en desacuerdo con la razón o conciencia errónea, no es mala. Pero esto se dice sin razón, pues en lo indiferente la voluntad que no está de acuerdo con la razón o conciencia errónea, es mala de algún modo por su objeto, del que

depende la bondad o malicia de la voluntad; pero no del objeto según su propia naturaleza, sino en cuanto que por accidente la razón lo aprehende como mal que hay que realizar o evitar. Y porque el objeto de la voluntad es lo que propone la razón, como se dijo (a.3), la voluntad toma razón de mal de lo que la razón propone como mal, si es llevada a ello. Ahora bien, esto sucede no sólo en lo indiferente, sino en lo que es de por si bueno o malo, porque no sólo lo indiferente puede recibir razón de bien o de mal por accidente, sino también lo que es bueno puede recibir razón de mal, y lo que es malo, razón de bien. Por ejemplo: abstenerse de la fornicación es un bien, pero la voluntad no se dirige a este bien si no se lo propone la razón; por consiguiente, si la razón errónea lo propone como mal, se dirigirá a ello bajo razón de mal. Por eso la voluntad será mala, porque quiere el mal; no, ciertamente, lo que es malo de por sí, sino lo que es malo por accidente, por la aprehensión de la razón. Igualmente, creer en Cristo es de por sí bueno y necesario para la salvación, pero la voluntad sólo se dirige a ello en la medida que la razón lo propone. Por tanto, si la razón lo propone como malo, la voluntad se dirigir· a ello como mal, no porque lo sea de por sí, sino porque es mal por accidente a consecuencia de la aprehensión de la razón. Y por eso dice el filósofo en VII Ethic. que, hablando con propiedad, es incontinente quien no sigue la razón recta; pero, por accidente, quien no sigue la razón falsa. En consecuencia, hay que decir sin reservas que toda voluntad que está en desacuerdo con la razón, sea ésta recta o errónea, siempre es mala.

RESPUESTA A LAS OBJECIONES:

1. A la primera hay que decir: El juicio de la razón errónea, aunque no proceda de Dios, la razón errónea lo propone como verdadero y, por consiguiente, como derivado de Dios, de quien procede toda verdad. 2. A la segunda hay que decir: La expresión de Agustín ha lugar cuando se sabe que la potestad inferior manda algo en contra del mandato de la potestad superior. Pero si alguno creyera que el mandato del procónsul era mandato del emperador, despreciaría el precepto de éste al despreciar el del procónsul. Y, de igual modo, si un hombre conociera que la razón humana dictaba algo contra un precepto de Dios, no estaría obligado a seguir a la razón, pues entonces la razón no sería totalmente

errónea. Pero, cuando la razón errónea propone algo como precepto de Dios, entonces es lo mismo despreciar el dictamen de la razón que el precepto de Dios. 3. A la tercera hay que decir: Cuando la razón aprehende algo malo, siempre lo aprehende bajo alguna razón de mal; por ejemplo, porque se opone a un principio divino, o porque es escándalo, o por algo semejante. Y, entonces, esta mala voluntad se reduce a esa clase de malicia. Tomás de Aquino, Suma de teología (colección Biblioteca de Autores Cristianos, La Editorial Católica, Madrid, 1989).

Texto 4. Del contrato social (Jean-Jacques Rousseau, 1762) Capítulo VIII. Del estado civil Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, substituyendo en su conducta el instinto por la justicia, y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Sólo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve forzado a obrar por otros principios, y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en ese estado se prive de muchas ventajas que tiene de la naturaleza gana otras tan grandes, sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma toda entera se eleva a tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradaran con frecuencia por debajo de aquella de la que ha salido, debería bendecir continuamente el instante dichoso que le arrancó de ella para siempre y que hizo de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre. Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar. Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuanto posee. Para no engarfiarnos en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural que no tiene por límites más que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por

la voluntad general, y la posesión que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad que no puede fundarse sino sobre un título positivo. Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley. Capítulo VI. Del pacto social Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado de naturaleza superan con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces dicho estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería sí no cambiara su manera de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar fuerzas nuevas, sino sólo unir y dirigir aquellas que existen, no han tenido para conservarse otro medio que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en juego mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro. Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo las comprometerá sin perjudicarse y sin descuidar los cuidados que a sí mismo se debe? Esta dificultad aplicada a mi tema, puede enunciarse en los siguientes términos: Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental al que da solución el contrato social. Las cláusulas de este contrato están tan determinadas por la naturaleza del acto que la menor modificación las volvería vanas y de efecto nulo; de suerte que aunque quizás nunca hayan sido enunciadas formalmente, son por doquiera las mismas, por doquiera están admitidas tácitamente y reconocidas; hasta que, violado el pacto social, cada cual vuelve

entonces a sus primeros derechos y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a aquella. Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen, todas a una sola, a saber, la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad: Porque, en primer lugar, al darse cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y siendo la condición igual para todos nadie tiene interés, en hacerla onerosa para los demás. Además, por efectuarse la enajenación sin reserva, la unión es tan perfecta como puede serlo y ningún asociado tiene ya nada que reclamar: porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y lo público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se volvería necesariamente tiránica o vana. En suma, como dándose cada cual a todos no se da a nadie y como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que uno le otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene. Por lo tanto, si se aparta del pacto social lo que no pertenece a su esencia, encontraremos que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo. En el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma de este modo por la unión de todas las demás tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad, y toma ahora el de República o de cuerpo político, al cual sus miembros llaman Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder al compararlo con otros semejantes. Respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y en particular se llaman Ciudadanos como partícipes en la autoridad soberana, y Súbditos en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean en su total precisión.

Jean-Jacques Rousseau. Del contrato social o principios de derecho político (traducción de M.J. Villaverde, Tecnos, Madrid, 1992).

Texto 5. Más allá del bien y del mal (Nietzsche, 1886). Sección novena ¿Qué es aristocrático? 257 Toda elevación del tipo “hombre” ha sido hasta ahora obra de una sociedad aristocrática - y así lo seguirá siendo siempre: es ésa una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de valor entre un hombre y otro hombre y que, en cierto sentido, necesita de la esclavitud. Sin ese pathos de la distancia que surge de la inveterada diferencia entre los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo permanente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros subyugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación del tipo “hombre”, la continua “auto-superación del hombre”, para emplear en sentido sobre moral una fórmula moral. Ciertamente: no es lícito entregarse a embustes humanitarios en lo referente a la historia de la génesis de una sociedad aristocrática (es decir, del presupuesto de aquella elevación del tipo “hombre” -): la verdad es dura. ¡Digámonos sin miramientos de qué modo ha comenzado hasta ahora en la tierra toda cultura superior! Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa poseedores todavía de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas, en las cuales cabalmente se extinguía la última fuerza vital en brillantes fuegos artificiales de espíritu y de corrupción. La casta aristocrática ha sido siempre al comienzo la casta de los bárbaros: su preponderancia no residía ante todo en la fuerza

física, sino en la fuerza psíquica - eran hombres más enteros (lo cual significa también, en todos los niveles, “bestias más enteras”). 259 Abstenerse mutuamente de la ofensa, de la violencia, de la explotación: equiparar la voluntad de uno a la voluntad del otro: en un cierto sentido grosero esto puede llegar a ser una buena costumbre entre los individuos, cuando están dadas las condiciones para ello (a saber, la semejanza efectiva entre sus cantidades de fuerza y entre sus criterios de valor, y su homogeneidad dentro de un solo cuerpo). Mas tan pronto como se quisiera extender ese principio e incluso considerarlo, en lo posible, como principio fundamental de la sociedad, tal principio se mostraría enseguida como lo que es: como voluntad de negación de la vida, como principio de disolución y de decadencia. Aquí resulta necesario pensar a fondo y con radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación, ¿mas para qué emplear siempre esas palabras precisamente, a las cuales se les ha impreso desde antiguo una intención calumniosa? También aquel cuerpo dentro del cual, como hemos supuesto antes, trátense los individuos como iguales - esto sucede en toda aristocracia sana - debe realizar, al enfrentarse a otros cuerpos, todo eso de lo cual se abstienen entre sí los individuos que están dentro de él, en el caso de que sea un cuerpo vivo y no un cuerpo moribundo: tendrá que ser la encarnada voluntad de poder, querrá crecer, extenderse, atraer a sí, obtener preponderancia, - no partiendo de una moralidad o inmoralidad cualquiera, sino porque vive, y porque la vida es cabalmente voluntad de poder. En ningún otro punto, sin embargo, se resiste más que aquí a ser enseñada la consciencia común de los europeos: hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de la sociedad en los cuales desaparecerá “el carácter explotador”: - a mis oídos esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las funciones orgánicas. La “explotación” no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental, es una consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida. - Suponiendo que como teoría esto sea

una innovación, - como realidad es el hecho primordial de toda historia: ¡seamos, pues, honestos con nosotros mismos hasta este punto! 260 En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encontrado ciertos rasgos que se repiten juntos y que van asociados con regularidad: hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos y se ha puesto de relieve una diferencia fundamental. Hay una moral de señores y hay una moral de esclavos; - me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con más frecuencia todavía aparecen la confusión de esas morales y su recíproco malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas - incluso en el mismo hombre, dentro de una sola alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido, o bien entre una especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentimiento de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada - o bien entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. En el primer caso, cuando los dominadores son quienes definen el concepto de “bueno”, son los estados psíquicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de sí a aquellos seres en los que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: desprecia a esos seres. Obsérvese enseguida que en esta primera especie de moral la antítesis “bueno” y “malo” es sinónima de “aristocrático” y “despreciable”: -la antítesis “bueno” y “malvado” es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el mezquino, el que piensa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja maltratar, el adulador que pordiosea, ante todo el mentiroso: - creencia fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso. “Nosotros los veraces” - éste es el nombre que se daban a sí mismos los nobles en la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se aplicaron en todas partes primero a seres humanos y sólo de manera derivada y tardía a acciones: por lo cual constituye un craso desacierto el que los historiadores de la moral partan de preguntas como: “¿por qué ha sido alabada la acción compasiva?” La especie aristocrática

de hombre se siente a sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es: “lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí”, sabe que ella es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es auto glorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: - también el hombre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro. “Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho”, se dice en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía que brotaba, con todo derecho, del alma de un vikingo orgulloso. Esa especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de admonición, “el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca”. Los aristócratas y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la compasión, o en el obrar por los demás, o en el desinterese [desinterés]; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad y una ironía frente al “desinterés” forman parte de la moral aristocrática, exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los sentimientos de simpatía y el “corazón cálido”. - Los poderosos son los que entienden de honrar, esto constituye su arte peculiar, su reino de la invención. El profundo respeto por la vejez y por la tradición - el derecho entero se apoya en ese doble respeto -la fe y el prejuicio favorables para con los antepasados y desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y cuando, a la inversa, los hombres de las “ideas modernas” creen de modo casi instintivo en el “progreso” y en “el futuro” y tienen cada vez menos respeto a la vejez, esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas “ideas”. Pero lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se tienen deberes; de que, frente a los seres de rango inferior, frente a todo lo extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o “como quiera el corazón”, y, en todo caso, “más allá del bien y del mal” -: acaso aquí

tengan su sitio la compasión y otras cosas del mismo género. La capacidad y el deber de sentir un agradecimiento prolongado y una venganza prolongada - ambas cosas, sólo entre iguales -, la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la amistad, una cierta necesidad de tener enemigos (como canales de desagüe, por así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez - en el fondo, para poder ser buen amigo): todos ésos son caracteres típicos de la moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las “ideas modernas”, por lo cual hoy resulta difícil sentirla y también es difícil desenterrarla y descubrirla. - Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente se expresará aquí una suspicacia pesimista frente a la entera situación del hombre, tal vez una condena del hombre, así como de la situación en que se encuentra. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su desconfianza frente a todo lo “bueno” que allí es honrado -, quisiera convencerse de que la felicidad misma no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es la compasión, la mano afable y socorredora, el corazón cálido, la paciencia, la diligencia, la humildad, la amabilidad lo que aquí se honra, pues estas propiedades son aquí las más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia. La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis “bueno” y “malvado”: - se considera que del mal forman parte el poder y la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de esclavos, el “malvado” inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente el “bueno” el que inspira y quiere inspirar temor, mientras que el hombre “malo” es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al “bueno” de esa moral - menosprecio que puede ser ligero y benévolo -, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: el bueno es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido, un bonhomme [un buen hombre].

En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras “bueno” y “estúpido”. - Una última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal de un modo aristocrático de pensar y valorar. - Ya esto nos hace entender por qué el amor como pasión - es nuestra especialidad europea - tiene que tener sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es obra de los poetas-caballeros provenzales, de aquellos magníficos e ingeniosos hombres del “gai saber”, a los cuales debe Europa tantas cosas y casi su propia existencia. 293 Un hombre que dice: “Esto me agrada, esto yo me lo apropio y quiero protegerlo v defenderlo contra todos”; un hombre que puede sostener una causa, cumplir una decisión, guardar fidelidad a un pensamiento, retener a una mujer, castigar y abatir a un temerario; un hombre que tiene su cólera y su espada, ya¡ cual los débiles, los que sufren, los oprimidos, también los animales, se allegan con gusto y le pertenecen por naturaleza, en suma, un hombre que por naturaleza es señor, - cuando un hombre así tiene compasión, ¡bien!, ¡esa compasión tiene valor! ¡Qué importa, en cambio, la compasión de los que sufren! ¡O de los que incluso predican compasión! Hay hoy en casi todos los lugares de Europa una sensibilidad y una susceptibilidad morbosas para el dolor, y asimismo una repugnante incontinencia en la queja, un enternecimiento que quisiera adornarse con la religión y con los trastos filosóficos para parecer algo superior, - existe un verdadero culto del sufrimiento. La falta de virilidad de lo que en tales círculos de ilusos se bautiza con el nombre de compasión es lo primero que, a mi parecer, salta siempre a la vista. - Hay que desterrar con energía y a fondo esta novísima especie del mal gusto; y yo deseo en fin que, para combatir esto, la gente se ponga en el corazón y en el cuello el buen amuleto del “gai saber”, - la “fröhische Wisssenschaft”, para aclarárselo a los alemanes. Friedrich Nietzsche. Más allá del bien y del mal (1886). Trad. Andrés Sánchez Pascual. Alianza Editorial

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.