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graffiti un problema problematizado Fernando Figueroa Saavedra doctor en historia del arte
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a polémica que reviste actualmente al tema del graffiti incide en no percibir con plenitud y detalle la complejidad social y cultural que contiene. Su consideración como un subproducto y una tara urbana no ha impedido que se hable sobre él, pero ha influido en que se plantee con frecuencia de un modo inadecuado. Incluso, los intentos por reconsiderar su valía cultural incurren también en generar una imagen excesivamente romántica y situar el debate entre la falacia del graffiti como arte o como vandalismo. No obstante, primero conviene, para comprender lo que representa, observar su dinámica histórica y su estrecha relación con la evolución de la ciudad como ente social.
El graffiti en la historia El graffiti es un fenómeno urbano ligado a la articulación del lenguaje. Esto es, en el momento en que se fija quién, cómo, qué, con qué y dónde se puede ejercer la representación gráfica, tanto del escrito como de la imagen, surge como un contrapunto, como una forma de expresión liberada de dichas normas, ausente de lo correcto. Pero fundamentalmente atañe al cómo, qué y dónde; puntos que lo caracterizan como refugio de toda expresión que transgreda los cánones formales, manifieste temas tabú o se sirva de soportes no planteados a priori para su uso como soportes de escritura o dibujo en un espacio público, sea transitado o susceptible de tener cierto trasiego humano, no necesariamente masivo, y por un perfil de espectadores más o menos restringido. Por tanto se configura como la escritura marginal, esa que pertenece a la esfera extraoficial. Se podrían establecer cuatro leyes que representan esa vinculación entre ciudad y graffiti a lo largo de la historia urbana:1 1) Plus urbs, plus graphitum (a más ciudad, más graffiti). Se refiere al aspecto cuantitativo, directamente ligado a la extensión física o categoría principal de la ciudad. 2) Urbs mutat ergo graphitum mutatum (si la ciudad cambia, el graffiti se transforma). El graffiti refleja las características de su sociedad de modo informal. Además el graffiti es sensible a las alteraciones físicas del trazado o de los usos de cada lugar. Incluso, el grado de alteración de su desarrollo natural podría reflejar el grado de intolerancia social o de control del poder sobre el espacio público. Igualmente, sus límites se resituarían en la medida en que la regulación o grado de restricción de la expresión se modificasen. 3) Societas complicata, graphitum amplificatum (en una sociedad compleja el graffiti se complica). Es un exponente del grado de alfabetización y del desarrollo regulador y lingüístico o de la riqueza conceptual de la cultura que lo genera y usa. También del desarrollo tecnológico que favorece a su vez el desarrollo de recursos expresivos del graffiti, además de su expansión. Una nota peculiar del graffiti contemporáneo es su “profesionalización”, “producción industrial” y conversión en un negocio.
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4) Quacumque urbanitas est, graphitum est (allí donde esté la civilización, el graffiti estará). Es un fenómeno intrínseco, faceta indisociable del lenguaje social como lo es la misma escritura normalizada. Desde los tiempos antiguos y hasta fechas recientes, el graffiti encontraba su lugar en la ciudad, hasta el punto de fijarse la costumbre en el uso de tal o cual lugar. Por tanto, una serie de espacios urbanos se establecían culturalmente como más propicios o propios, ya que sus cualidades permitían y aglutinaban su práctica en su asociación más habitual: el muro. Estos espacios serían en coherencia igualmente marginales: callejones, tapias, bajos de puentes, arboledas, letrinas, celdas, azoteas, campanarios, casas o lugares abandonados, refugios, etc. De ahí su vinculación cultural con el suburbio y el underground (fotos 1, 3 y 4). Esos espacios representarían al graffiti cotidiano, pues luego estaría el justificado por un contexto extraordinario: ritos de paso, ritos eróticos, ritos mágicos, actos de devoción, actos de escarnio, actos delictivos, protesta social, conflictos bélicos, el tourism, el alpinismo, etc. Su manifestación alcanzaría todo aquel lugar enclavado en el mundo público, y podría afectar a la propiedad particular o comunal, con mayor o menor permisividad, 1. Aglomeración de graffiti en un espacio marginal, al que se dota de una función como soporte expresivo. Bajos del scalextric de Pacífico, 1995.
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2. Árbol graffiteado en su corteza con memoriales y graffiti amoroso, conforme a patrones tradicionales. Inmediaciones de la AECID, Moncloa, 1998
4. Hip Hop Graffiti, terreno de la crew CZB; demolido a causa de una remodelación urbanística. Inmediaciones del Pasaje Hoyuelo, Pacífico, 1998. 3. Concentración extensiva de graffiti en un callejón, tomado como terreno por una posse de Hip Hop Graffiti. Fotomontaje del conjunto y detalle. “Calle de ASN”, Puente de Vallecas, 1996.
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atendiendo a las razones de su ejecución. También serían admitidos o admisibles en este bloque códigos particulares, incluso dentro del rango de tradiciones culturales (pintadas de quintos, vítores académicos, declaraciones de amor, memoriales alpinos, etc.), (foto 2). En una vertiente desapacible, el graffiti se ha emparejado a situaciones excepcionales que se corresponden con conmociones o conflictos sociales; lo que a veces ha llevado a su conservación como documento histórico. Pero en su aparición inmediata supone la contemplación del graffiti como una señal asociada con el caos o el sufrimiento, haciendo olvidar que existe un graffiti de la paz y el festejo, incluso de la resistencia humana en la decrepitud y el desarraigo. Toda civilización, por tanto, tiene su graffiti y se constituye en parte indisociable de su entidad. En consecuencia, como primera indicación hay que afirmar y subrayar su propiedad. Esto es, hay que borrar de la mente unos prejuicios que se han ido construyendo y asentando desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días.
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Esas anomalías indeseables Vamos a ver una serie de tipos o estereotipos desde los cuales se caracterizará la imagen de los autores del graffiti moderno y que, en el fondo, procuran convertirlos en seres extraños a la normalidad. En consecuencia tendrán como efecto la denigración del graffiti en conjunto, haciéndolo ver como algo impropio y, por tanto, susceptible de extinguirse. Vándalos: El vandalismo es un concepto difundido por el abad Henri Grégoire en alusión a la destrucción de Roma por el pueblo vándalo,2 derivado del acento puesto en la protección del patrimonio público que nacía con el desarrollo de la ciudadanía y los valores cívicos de la Ilustración. De este modo, el graffiti se contemplaría como un ejercicio nefasto, que perjudicaba seriamente la conservación de dicho patrimonio. Esto lo etiquetaría como un hábito propio de bárbaros, de extranjeros, en lo que no está de más su vinculación tradicional con la tipología del graffiti bélico (Saco de Roma por la tropa de Carlos V, toma del Reichstag por el Ejército Rojo, etc.), a los excesos de la soldadesca en un mundo sin ley ni orden. Este planteamiento acarrearía un proceso paulatino de extrañamiento del hábito, primero entre las clases altas, bastante prolíficas desde su reconversión en clase letrada con el Renacimiento hasta el siglo XX, lo que como consecuencia contraería aparejada su consideración como algo perteneciente al populacho. Sin duda, la instauración del principio de conservación patrimonial y su extralimitación a todo tipo de propiedad ha generado un conflicto con la tradición. Esto es, por tanto, un factor más cara a convertir el graffiti en un problema, ya que como primera consecuencia está su conversión de actividad reprensible en actividad penada. Sin embargo, no procede entenderlo como vandalismo y su clasificación en este sentido lleva a error a unos y a otros. Con propiedad el graffiti contemporáneo no incurre en vandalismo, sino como mucho en gamberrismo, aunque su dimensión resulte engañosa. Esto es, su afán no es destructivo, sino que por lo común desluce o mejora un soporte, según sea el caso. Claro está que la dimensión vandálica podría concurrir, pero se fundaría en el uso del instrumental. De este modo, con el uso del esgrafiado (como en el tradicional graffiti pompeyano mediante el graphium o el stilus) o de abrasivos se incurriría quizás en un acto vandálico ya que se altera el soporte, pero nunca sería así con el uso de pintura, tinta o pigmentos, fácilmente reparable. Como anécdota, decir que el regreso a técnicas agresivas a finales de los 90 se ha producido en respuesta a la escala antigraffiti, con la intensificación y desarrollo de los sistemas de limpieza químicos. Salvajes: Al verlo las élites culturales cómo un hábito extrañado, extraño y extranjero, durante el proceso de colonización y el contacto con otras culturas y costumbres, surgió su imagen como una manifestación propia de salvajes, parangonable con el tatuaje. Con ello, se ponía el acento en el aspecto espontáneamente popular y el deleite indecente
de las producciones graffiteras. De este modo, cuando en el siglo XIX se sustituía en el programa de colonización el principio motor de la evangelización por el de la civilización, correlativamente se fueron asignando ciertas prácticas culturales como anomalías impropias, residuos atávicos que había que reeducar en el propio modelo social que se ponía como ejemplo. Los procesos de aculturación no sólo afectaban a otros pueblos, sino también al propio. Sin embargo, cuando se encontraba una causa justa, las clases altas seguían encontrando ocasión para servirse del graffiti para manifestarse, junto al pasquín, como pasó en la Exposición Universal de 1900 en París en oposición al Imperio británico en su guerra contra la República de Trasvaal.3 Ese salvajismo se extrapoló a las naciones europeas en una extraña suerte de matrimonio con la imagen del paleto o el buen salvaje europeo que desembocaría en la imagen del garrulo. Curiosamente en una campaña de concienciación cívica, “Mantenga limpia España”, también se tildaba al graffiti en los años 60 como una indeseada costumbre rural que atentaba contra la estética de teja y cal blanca, replanteada hoy en día ante la urbanización del mundo rural o en contextos patrimoniales, como el conjunto urbanístico de El Albaicín de Granada. No obstante, hay que percibir que los muros blancos del mundo rural no son los mismos muros blancos que se esgrimen en la ciudad moderna.4 Primitivos: Colindantemente y a causa del desarrollo de los estudios arqueológicos y prehistóricos empezó a cuajar también la idea de que el graffiti era una actividad primitiva. En la modernidad no se requeriría de dicho medio expresivo, puesto que se tendría otros cauces culturalmente más y mejor desarrollados para la comunicación, dignos del hombre moderno. Por tanto, se despreciaba como un rasgo impropio de una sociedad moderna que, de la mano del progreso industrial, se había ido sofisticando en todos los aspectos culturales y comunicacionales, hasta para las cuestiones más prosaicas. Desde la invención de la imprenta y la producción textil industrial, más el desarrollo de tintas y pinturas, el binomio papel-tinta o tela-pintura representaban una nueva era en la producción cultural. Incluso, las escrituras extraoficiales veían en el abaratado papel un medio asequible, produciéndose el trasvase parcial de algunos contenidos habituales del graffiti al pasquín o el afiche. Es más, se podía evitar la descuidada e inmediata caligrafía manual del graffiti por la reproducción seriada mediante plantillas, con el fin de dar una imagen organizada u oficial. Por tanto, el graffiti no era asumible en una sociedad alfabetizada y formalmente educada, donde cada elemento tenía asignado una función concreta, y sólo se podía disculpar por el imperativo de la urgencia. Locos: A esto se sumaba la consideración del graffiti como un rasgo patológico, un síntoma de desequilibro mental o debilidad moral, manifestación de gente desviada y enferma, en el mejor de los casos inadaptados reinsertables en el tejido social. Se car-
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gaban las tintas en el graffiti de letrinas (escatología, pornografía, manifestaciones homosexuales, etc.), la epigrafía delictiva, las grafitomanías, etc., para demostrar desde la criminología o la psicología y psiquiatría que era una manifestación anormal aberrante y asocial. Posiblemente uno de los autores que más han contribuido a esta falacia sea Cesare Lombroso.5 De este modo, el autor de graffiti caía en el saco de la psicopatología o la sociopatología, siendo sospechoso de requerir reclusión o algún tipo de tratamiento. O sea, no hace lo normal, confundiéndose normalidad con naturalidad. Por otro lado, en las fronteras de la locura o la excentricidad interviene habitualmente un criterio cultural que se ha demostrado arbitrario, como ha sido en el caso de la estigmatización social de la gente de la farándula, los homosexuales o las feministas, antaño muy vinculados con la práctica del graffiti por su ubicación marginal, y explicados en su día por la existencia de una tara o impedimento mental que interfería su desarrollo como gente normal. Niños: Derivado de todo ello, surge la idea de que el graffiti es algo infantil. También una manifestación infantiloide de practicarse por adultos, propia de una personalidad inmadura que desconoce o aún no ha aprendido debidamente los códigos sociales. En todo ello, revolotea la estrategia de infantilización que se aplica a la desarticulación de determinadas manifestaciones artísticas o culturales, por la que se usa lo infantil como estigma y argumento para catalogarlas como subproductos culturales y alejarlas así de la esfera de desarrollo adulto o del uso cotidiano en determinados segmentos sociales. Se deriva de la oposición capitalista entre lo lúdico y lo laboral, entre una actividad adulta “inútil” y una productividad adulta “útil”, entre una acción humana libre y otra acción instruida o alienada, enfocada a tener una mano de obra dócil, disciplinada y fiel. Curiosamente, por lo común estos procesos de infantilización se han centrado en manifestaciones de la cultura popular. Por ejemplo, los títeres, la pantomima, el payaso, el cuento, el cómic, etc. o expresiones muy ligadas al graffiti, por su ruptura de los cánones formales, como es la caricatura. En lo que no es más que incidir en prejuicios ligados a lo salvaje o lo primitivo en el ámbito local. Guarros: Finalmente, con el desarrollo de las culturas juveniles tras la Posguerra mundial y siendo el graffiti uno de los medios expresivos integrados en sus pautas culturales, además de mantener toda la anterior sarta de prejuicios, se añadía su apreciación como una manifestación underground, propia del lumpen (graffiti carcelario, graffiti de bandas, epigrafía delictiva, etc.) y, finalmente, desaseada y sucia. Este ataque constituye una nueva versión del higienismo social y una extrapolación del prejuicio por parte de las clases pudientes y llamadas decentes hacia la gente de mal vivir, los “pobres” y la ridiculización de la contracultura desde la Generación Beat y el Hippismo al Punk.
En cierta medida, el desarraigo social se equiparaba retorcidamente con el desarreglo personal y ambos, como una actitud antisocial. Por tanto, el “desaseo corporal”, -donde entraría la divergencia en el modo de vestir, de peinarse, de gesticular, de hablar, de mostrarse el afecto, de hábitos y obligaciones, usos y costumbres, etc.-, se convierte en manifestación simbólica por las clases altas de la pobreza cultural, la suciedad de pensamiento y la transmisión contaminante de sus mensajes, muy evidente, por supuesto, en el medio del graffiti. Las clases populares debían asimilarse a las clases altas, aunque hasta cierto punto, para evitar la confusión igualitaria. Esta proyección se ha cebado en alterar la impresión del paredón como palimpsesto público, para reconvertirlo en una guarrería inadmisible para el buen gusto de una sociedad sin alma, enferma, cuestión denunciada ya por Norman Mailer.6 (fotos 1 y 3) Sin duda, vivimos debatiéndonos en la febril pesadilla del hombre blanco y su marchamo sanitario que cataloga como infeccioso lo que se escapa de su control o de su proyecto operativo. En verdad, considerar una amalgama de escritos o dibujos como un conjunto de manchas o una contaminación visual es una de las más aberrantes perversiones de la percepción humana entre personas cultas. Sólo explicable por la vulgarización de la escritura en una sociedad altamente alfabetizada e instruida, y al alto desarrollo formal de la expresión escrita, gráfica y plástica que apoya su denigración por un gusto estético que se ha conformado por esa educación que asimila los valores de la élite cultural. Así se insensibiliza al espectador en su observación del fondo y espíritu de la expresión popular por humilde que sea. Como consecuencia, por ejemplo, los cantos de labor o el voceo en un mercado se han convertido en un recuerdo histórico, al extraerse de su visión la poética que reviste su funcionalidad, convirtiéndose en ruido lo que era una armonización de la vitalidad social. Sin embargo, en el control del graffiti antes que pasar a la competencia de la concejalía de Seguridad, -con lo que se alzarían los fantasmas de la censura política-, o de Cultura, -que sería visto como una exageración o impertinencia-, se opta por adscribirlo a la de Limpieza o Medio Ambiente, con asociaciones culturales inocuas y muy bien considerada a causa de su desvelo por el bienestar social. No hay más pervertido argumento en nuestros días que el ecologista y que el económico, y a ambos se apela a menudo para ir contra el graffiti. No obstante, se demuestra lo arbitrario del concepto de “contaminación visual”, cuando lo que se trata de reflejar con ello es la carencia de una regulación. Evidentemente se suele aplicar como sinónimo de masificación, pero los umbrales de la saturación parecen diferentes en cuanto a la publicidad, los rótulos comerciales, el mobiliario urbano o la señalización viaria frente al graffiti. En este sentido se observa una discriminación en
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Estos prejuicios altoculturales que se han ido infiltrando, mediante la educación general, -concebida como la inculcación de la visión de las élites culturales de cómo debía de ser la cultura popular de cada nación-, y procuran mermar la identificación popular con el graffiti en general. Sin embargo, en la praxis resulta imprescindible. Acudir a él es imperioso, porque su uso se asienta en la necesidad vital por expresarse entre el compromiso con la realidad social y la despreocupación lúdica;7 y se potencia con la frustración de acceso a otros cauces. El altísimo desarrollo de nuestra civilización, la complicación estructural de nuestras sociedades urbanas y la exigencia de nuevos modelos de partici-
pación ciudadana generan un modelo de graffiti adulto acorde.8 El graffiti actual es un digno reflejo de nuestra supuesta máxima cota como civilización. En cierta medida, esa moderna aspiración del final de la historia, de consagrar el definitivo modelo histórico y la falacia de que con su perfección no hay resquicio para ninguna mácula social, como se ha acabado considerando el graffiti e incluso aceptado por buena parte de sus practicantes; ha incidido en negarle carta de naturaleza al graffiti dentro del proyecto ético-estético de la modernidad. Se estima como un síntoma molesto, una desagradable disonancia en el paisaje urbano de ribetes distópicos, cuya repulsa social no responde más que a criterios culturales, imposiciones que nos hacen acatar que es malo o convicciones que confirman que hemos asumido el gusto estético requerido para formar parte del modelo social que nos acoge, aunque nos perjudique. No sólo aceptamos la administración pública del ordenamiento urbano y de las fachadas e interiores de nuestras casas, sino incluso la renuncia al hecho de discrepar y proponer. Sirva de ejemplo que el racionalismo arquitectónico consideró el graffiti como algo a eliminar no dándole ninguna carta de naturaleza en su planificación. La sacralización del muro blanco y la línea recta catalogaba al graffiti como enemigo principal de la manifestación de la perfección moral del ser humano. Así lo exponía con tintes mesiánicos Adolf Loos en su conferencia Ornament und Verbrechen (1908), en la que el tatuaje y el graffiti se contemplaban como rasgos de primitivismo y salvajismo, secreción decrépita de delincuentes o degenerados.9 Eliminando el síntoma, se eliminaba la molesta sensación de que existía el pecado y la enfermedad. En consecuencia, en el proyecto vigente de nuestro modelo urbano contemporáneo no se ha considerado el graffiti como una manifestación normalizada, salvo excepciones. Otro arquitecto como Hundertwasser, apologeta de una arquitectura y vivencia urbana más acorde con la biología humana y defensor del derecho a la fachada, sí la tenía en cuenta. Su planteamiento orgánico admitía que la naturaleza pintase de nuevo sobre las paredes para rehumanizarlas y renovar así la vida, siendo el graffiti parte de ese proceso, ya que manifiesta la condición del hombre como médium de la naturaleza.10 El graffiti estaba integrado en su arquitectura, pues tenía su lugar en su diseño como una actividad más de la vida ordinaria y del proceso de crecimiento humano, tal y como evidencia el graffiti infantil y adolescente. Una manifestación ya revalorizada por la mirada de otros artistas como Jean Dubuffet o Denys Riout.11 Este es un punto importante, pues en ocasiones el celo ciego en la aplicación de la política antigraffiti ha ocasionado injusticias notables, como cuando el Departamento de Sanidad multó a una niña de seis años con 300 dólares por pintar con tiza un dibujo para su madre en una calle de Brooklyn (Nueva York).12 También cuando se malogra el enten-
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cuanto a la cualidad de los mensajes y su “utilidad” pública o social. En otro orden, no queda claro si es peor el remedio que la enfermedad, si es más contaminante la limpieza química reiterada de la pintura que la misma pintada, incurriendo en una flagrante contradicción, alentada por la vorágine de la industria y el negocio. En definitiva, todo esto no son más que de planteamientos de carácter cultural que sesgan, rebajan o pervierten la visión del graffiti como un fenómeno natural, hijo de la ciudad como ente social vivo y que forma parte de un bagaje cultural, reivindicado con los nuevos movimientos sociales. Arbitrariedades que procuran extrañarlo de nuestro mundo y hacernos creer que su empleo no es culturalmente legítimo. Con ello no quiero negar que el graffiti no se exprese o actúe de modo indebido, incluso que sea chillón y de mal gusto, ya que va en su naturaleza, pero así también se obra por otros medios de supuesta naturaleza benigna sin que sean estos medios vilipendiados en los mismos términos, sino que su crítica se centra lógicamente en casos concretos. Pero en el graffiti esa falta de decoro y corrección es además necesaria pues sirve al bienestar social e individual. Por otro lado, su denostación hasta demonizarlo como medio, para justificar su desaparición como cauce de expresión, no hace más que apoyar la estrategia de reconducir la expresión individual y colectiva hacia las plataformas virtuales, donde el control o la comercialización son más fáciles y el efecto más contenido y restringido. El hombre moderno se convierte en un ser no ya sedentario, sino domesticado, encarcelado en un régimen de producción y consumo generosamente abierto. Pero es evidente que la fuerza del graffiti radica en que no está insertado en el entramado tecnológico o las estructuras del poder formal. Atacar el graffiti es romper uno de los espejos que nos ayuda a recolocarnos como sociedad y una reducción más de la capacidad expresiva plena de la ciudadanía. Sin esos espejos, la sociedad humana se condena al esperpento y al absurdo sin ser consciente de ello.
La problematización del graffiti
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dimiento entre escritores de graffiti y vecinos o comerciantes, mediante la prohibición y la sanción a los que permitan o contraten la decoración de sus fachadas, como sucedió en Barcelona en 2010.13 Excesos absurdos que demuestran que atacar un medio de expresión puede implicar el ataque al desarrollo de hermosas capacidades humanas y sinergias sociales, que no requieren del arbitrio público, porque no suponen un problema social. En Venecia, por ejemplo, pese a su carácter monumental, se permite a los niños pintar con tizas de colores en los solados de algunas plazas, sin que eso suponga un atentado contra el patrimonio, sino una oportunidad de desarrollo en un entorno urbano complejo. Con ello, se consigue frenar de paso otra pauta terrible del desarrollo urbano: la desaparición de la presencia infantil en las calles y, por supuesto, de su rastro mediante el graffiti. En barrios como Lavapiés o Malasaña se ha conseguido dotar a sus calles de un estilo peculiar, mediante la decoración de comercios, locales o muros, gracias a la integración de escritores o artistas urbanos (foto 5 y 6).14
Sin embargo, pocos contemplaban el graffiti como un hecho congraciable y menos aún como una prueba más de la feliz articulación social como civilización, cuando proporcionalmente su magnitud se correlaciona con su calidad cívica. En nuestro caso, el graffiti contemporáneo es un fenómeno a la altura de nuestra cultura de masas y la hipertrofia de los medios de comunicación y del imperio de la imagen, al tiempo que del conflicto comunicativo entre distintas esferas sociales. Posiblemente, no sea un efecto secundario calculado de la civilización, pero de querer hacerlo desaparecer o alterarlo habría primero que transformar lo que lo genera y esa causa es el mismo modelo de civilización que tenemos, y no anular los mecanismos de reacción del ser humano frente a unos entornos evidentemente hostiles para su pleno desarrollo como individuos sociales. En este sentido, hay que ser conscientes de las serias consecuencias de adoptar tal o cual modelo cultural y cómo este moldea al individuo, pero no sin pasar factura; pues la capacidad de adaptación tiene como límites la transgresión de su naturaleza, reflejada en toda
5. Decoración graffitera de un comercio de barrio. Pollerías Herrero, calle del Espíritu Santo, Malasaña, 2006.
6. Decoración artística con temática musical de una fachada comercial. Pub Free Way, Calle Corredera Alta de San Pablo, Malasaña, 2006.
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serie de desequilibrios e insatisfacciones internas. Este conflicto se traduce en tensiones, frustraciones, desencantos, anestesias, estereotipias, manías, neurosis, etc., deambulando el graffiti entre el síntoma y la terapia individual y colectiva. Evidentemente, el progreso cultural va muy por delante de nuestra adaptación biológica a los cambios que produce, por lo que dicho desfase y las exigencias a las que somete al individuo y a los grupos pone a prueba su flexibilidad; pero allí donde la docilidad se quiebra, allí se exacerba la rebeldía como mecanismo de defensa frente a la frustración y dolor, se excita la creatividad transformadora o escapista, sobre todo cuando la planificación ideal hace oídos sordos a las demandas y al sufrimiento de los ciudadanos. El proceso de domesticación de las clases bajas no es más que la transmisión del proceso de domesticación que han padecido los individuos de las clases altas y de la proyección de la civilización del “hombre blanco”. Una domesticación que traiciona la naturaleza responsable consigo misma del hombre y le lleva por caminos que le son difíciles de aceptar y que le exigen desarrollar válvulas de escape, mecanismos de evasión, de protesta o de contestación, entre ellas el graffiti, aunque sea en el restringido espacio de un servicio público, una cabina de teléfonos o un ascensor. En otro aspecto, cierto que pesa la asociación entre suburbio o gueto y graffiti, y su binomio como manifestación de una tierra sin ley y donde el crimen campa a sus anchas, pero eso es simplemente guiarse por la superficialidad del prejuicio y sucumbir ante los clichés literarios o cinematográficos (fotos 1, 3 y 4). Y, aunque no puede negarse que frente a la impresión de caos e inseguridad que genera la proliferación del graffiti frente a una mirada que no discrimina, también ésta esconde un lado brillante, puesto que constituyó entre los años 60 y 80 una reacción alternativa juvenil a la depresión urbana. Un medio más puesto al servicio de la reconquista de la calle como escenario.15 Con ello se trabajaba la iniciativa personal y la participación ciudadana, en dar espacio al impulso de autoafirmación e integración comunitaria, se incidía en la renovación estética y de pensamiento, etc. Su faceta como actividad adolescente y juvenil alertaba de la carencia de una articulación de campos o hitos por los que el joven pudiese discurrir y construir su personalidad y su entidad social mediante el valor o la creatividad positiva. Es más, anunciaba o delataba que su conversión en adulto implicaba en nuestro mundo sacrificar parte de su humanidad. En el marco de las subculturas urbanas, el graffiti ofrecía esas oportunidades, evitando la elección entre una navaja o una jeringuilla, cuando se había fracaso en alcanzar las expectativas sociales. Debe entenderse que si durante muchos siglos la existencia de una escritura oficial ha sido la causa de la existencia del graffiti; la confrontación y la represión han sido las
causas de la generación de un graffiti de protesta o reafirmación. Por esa razón, se llegó a estimar que la generación de graffiti era directamente proporcional a la falta de libertades sociales.16 Pero más todavía hay que ser sensibles que acometer la propia represión del graffiti supone un ahogo cultural inadmisible, palpable en regímenes totalitarios; siendo su aplicación en un estado social democrático el intento desesperado de ocultar su ineficacia o su hipocresía. En el caso español, que no es único, desde los años 80 hasta hoy asistimos a un progresivo proceso de ilegalización de esta forma de expresión en el que concurren diversos factores: 1) Por parte del graffiti: su masificación, aumento de los practicantes y de las producciones, su desbordamiento, por la constancia de la actividad y salida de los espacios naturales para su práctica, y su desmesura, por su acelerado ritmo de producción y envergadura. 2) Por parte de la administración: la reducción de los espacios libres y del derecho de uso comunal, la consagración del conservacionismo y el dirigismo estético urbano, o la hipertrofia legislativa y el aumento de las puniciones en cantidad y en grado. 3) Por parte de la ciudadanía: la adopción de una actitud pasiva o simplista que ha permitido la transformación de su juicio permisivo o abierto en un juicio contrario y cerrado que conlleva el extrañamiento u ostracismo de los graffiteros, y ha convertido a los ciudadanos en parte activa de la persecución. Esto ha tenido como efecto el abandono de cierto perfil de escritores, a favor del sesgo paulatino hacia actitudes desapegadas del vecindario o que usan el graffiti como pretexto para vivir emociones hasta tocar lo vandálico o delictivo. En verdad, la represión, más aún después de la aplicación de medidas de integración, ha sido antes que un remedio un mecanismo que ha empujado el mundo del graffiti hacia lo que se esperaba de él por sus enemigos culturales. Con la ilegalización, lo “vandálico” se ha convertido en un leitmotiv, una regla clave del juego asumida por ambas partes. Así la persecución y sanción son un aliciente a la aventura y una confirmación de la entidad rebelde de los escritores de graffiti, por lo que se busca a menudo entrar en el estado de ilegalidad como signo de autenticidad. Por otra parte, conlleva la adopción implícita de un discurso de ataque al sistema entre aquellos que no admiten esta situación interesada y, a nivel ciudadano, genera un descrédito tanto del mundo del graffiti como de las políticas públicas. Los discursos oficiales en cuanto a la persecución del graffiti no pueden ocultar los hechos y sus contradicciones. En lo que concierne a la eliminación del graffiti ha de indicarse que se ha tratado de una acción selectiva, pero no en un sentido positivo. Por
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Muros callados, ciudad silenciada
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lo común, en los años 90 los picos en los ciclos de limpieza se acoplaban a motivos extraordinarios como las candidaturas a capital cultural o ciudad olímpica, o a los períodos electorales; y el bombo en la publicidad de dichas limpiezas se justificaba por el rédito electoral, gracias a su visibilidad física. El graffiti era por tanto muy útil, ya que los vecinos podían sentirlo como un problema más próximo que, por ejemplo, la corrupción política. Su atajo era evidente a pie de calle, dando la sensación con su desaparición de que todo volvía a su necesario orden y concierto gracias al desvelo político. Por otra parte, no tenía aparejado ni represalias serias o efectos indeseados como podía pasar con la persecución del crimen organizado. Su ausencia se asocia al bienestar simbólico del higienismo social. Pero en el siglo XXI, se hace evidente un nuevo interés en el recurso de las campañas antigraffiti. Si en una situación normal se limpiaría todo o a razón del perjuicio o el talante de los mensajes, hoy en día la persecución del graffiti muestra sin disfraces su puesta al servicio de la protección del status quo de las clases dirigentes y los poderes fácticos. Des7. Composición de varios muros empleados por asociaciones de vecinos o culturales y organizaciones políticas o sociales. Las dos imágenes superiores se corresponden con lugares que desaparecieron por la remodelación urbana. Las dos imágenes inferiores se corresponden con lugares que dejaron de usarse a causa de las leyes antigraffiti. Puente de Vallecas, 1995-1996.
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de 1996, por ejemplo, bajo el pretexto de la reordenación urbana o la lucha antigraffiti, en Madrid acabaron por desaparecer muchos puntos en los que habitualmente desde la Transición se había llevado a cabo la realización de murales por asociaciones vecinales, colectivos sociales o partidos políticos con escasos recursos económicos (foto 7). Después de las protestas contra la Guerra de Irak de 2003, se sistematizó además de la limpieza en las calles principales, la acción del SELUR con motivo de acontecimientos puntuales, como manifestaciones o concentraciones, evitando dejar cualquier tipo de rastro in situ de su presencia. De este modo, no sólo se buscaba mantener la impresión de una ciudad limpia y ordenada, sino también el aspecto de un paisaje tranquilo y armonioso en términos sociales. Sólo hay que ser un poco perspicaz para observar, por ejemplo, la limpieza general de pintadas políticas en el Centro y en las avenidas principales de otros distritos, frente a la persistencia del Hip Hop Graffiti al que, sin embargo, se toma como pretexto de las campañas de limpieza. El colmo de esta tendencia represora, que se inició en Madrid como una imitación de las políticas represivas neoyorquinas,17 ha sido pasar de la consideración del graffiti como el enemigo número uno de la cultura a traspasar la frontera de la política municipal como candidato a ser un futuro problema nacional. Ya en 2009 Luis María Linde, gobernador del Banco de España, llegó a insinuar que era un “terrorismo de baja intensidad” o “terrorismo simbólico”, caracterizando al graffiti con el anatema de moda, cuando hasta el momento como mucho se había calificado al graffiti como la más ínfima forma de vandalismo, precisamente por tener un grado cero de violencia.18 No obstante, en 2012, el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, definía el graffiti como una forma de “violencia”, ya que consistía en imponer un mensaje, olvidando que el graffiti es un medio abierto que permite la réplica o la contrapintada inmediatas, a diferencia de otras imposiciones sistematizadas. Evidentemente, se obviaba en ese juicio el potencial impositivo de otros medios de propaganda o de comunicación, mucho más persuasivos, pero su declaración se entendía mejor si se prestaba atención a ciertas claves omitidas. El ministro tenía más en el punto de mira atajar con el pretexto de la lucha antigraffiti el peligro potencial del graffiti como vehículo de la crispación social e instrumento de agitación, teniendo como precedente la guerra contra el terrorismo etarra y la kale borroka, y observando el establecimiento global de un clima de control internacional sobre cualquier posible conato de subversión política y guerrilla urbana.19 Sin embargo, sus declaraciones no se llegaron a interpretar en su justa medida, dado lo general y políticamente aséptico del término graffiti. Tampoco, lo absurdo de querer reprimir un medio de expresión en su conjunto, salvo porque el carácter extraoficial e ilegalizado del graffiti le avalaba “democráticamente”.
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En verdad, hemos de calibrar que si el graffiti es una violencia simbólica, la actitud antigraffiti no deja de mostrarse en general como una “política simbólica” (o sea, parece que hace algo, pero no es útil socialmente). No obstante, puede traspasar lo simbólico, si oculta tras de sí la pretensión de tomar la lucha antigraffiti como un pretexto para aumentar el control o la potestad reguladora sobre el espacio público y toda clase de medios de comunicación extraoficiales. Una inercia hacia algo que podría ser una lectura pervertida de la democracia, al modo de un “totalitarismo democrático”, basado en aquel lema absolutista tan peliagudo y peligroso para las garantías constitucionales o los derechos humanos de la tolerancia cero o esa perniciosa idea de “mi libertad empieza allí donde se limita la del otro”.
Autoexaltación: egoísmo y espíritu cívico El desarrollo histórico de España, en concreto de su capital, Madrid, y del graffiti como medio de expresión nos permite una apreciación muy interesante sobre cómo se define una sociedad y su evidente fracaso como proyecto comunitario o, desde otra perspectiva, el potencial comunitario del proceso que vive. En este sentido, el análisis de su graffiti y su evolución nos puede advertir de muchas peculiaridades sociales y culturales, al igual que de una serie de expectativas y carencias. Por eso hay que estar alerta frente a una visión simplificada del discurso del graffiti durante estos últimos 40 años, ya que podría no sólo hacernos participar de una falsedad, sino incluso desaprovechar una enseñanza de un barómetro tan sensible. Posiblemente, la manifestación del graffiti más allá de sus espacios naturales, invadiendo la ciudad, sea lo que ocasiona la terrible impresión de imposición, más aún cuando asalta la propiedad particular o una fachada principal. Más aún su carácter impositivo resalta por la estandarización estilística del Hip Hop Graffiti o su carga de exaltación de la individualidad, ya que en otros contextos se puede entender como un “sacrificio” la presencia de una pintada, por soportar lo que podría representar una manifestación del sentir o la voluntad popular. En los años 70, el graffiti madrileño estaba eminentemente protagonizado por la pintada política. Servía a la lucha contra el régimen franquista y en este sentido no difería mucho de procesos y contextos similares en Europa y América. Esa eclosión manifestaba la crisis política del país y su fractura social, ya que determinados barrios se adscribían al ataque o a la defensa del régimen. Curiosamente, la permisividad social hacia la presencia de estos graffitis se apoyaba en la excepcionalidad de la situación y en la sintonía de cada barriada al credo manifestado. Incluso, desde el marco institucional se permitía el graffiti pro régimen, que tardaba en eliminarse, y se alentaba a la denuncia vecinal de quien hiciese otro tipo de pintadas.20 Por otro lado, algunos partidos políticos orientaban a sus
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simpatizantes o militantes a no pintar sobre propiedades privadas, procurando buscar una especie de decoro o concordatio vecinal que en el centro urbano se diluía. Sin duda, un elemento operativo que ayudó en mucho a su expansión fue el aerosol de pintura, instrumento emblemático del graffiti contemporáneo y demostración de su modernidad y eficacia como herramienta de lucha. Pasada la turbulencia de la transición política, cuando se creía que la instauración de la democracia contraía la quietud mural, no hizo más que sustituirse poco a poco, pero con gran vitalidad por otro graffiti. Este nuevo graffiti, hijo de la paz democrática, salía de los cubículos, de los garitos al exterior de la mano del Rock Urbano y el Punk, como pasaría en otros países en igual circunstancia en los años 80, como Argentina, Uruguay o Brasil. Esta exteriorización vitalista se ligaría a la modernización del país, su apertura al mundo y a la introducción de la sociedad de consumo y era, ante todo, un medio más para explorar las libertades conseguidas, prosiguiendo la senda trazada por el Rollo o la Movida. En este aspecto, el graffiti se apoyó también en el pandilismo, impulsando un graffiti lúdico, festivo, hasta gamberro, pero dentro del saber hacer de la época y lo que podría contemplarse como una “responsabilidad libertaria” antes que como un “liberalismo estético”. Una de sus manifestaciones más sobresalientes fueron las firmas, teniendo como máximos representantes por entonces a Juan Manuel, Muelle y Bleck (la rata.)., quienes se plantearon contribuir a la reconquista de la calle y a dar color a un Madrid hasta en8. Grosor pintado por MUELLE en 1987, en una medianería y por encima de una marquesina. Actualmente existe una plataforma cívica a favor de su protección y conservación, Objetivo Muelle, «http://muellefirma.wordpress. com/». Calle Montera, Sol, 2012
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tonces gris y mortecino (foto 8 en la página anterior). Estos tres pioneros no actuaban de un modo alocado, sino sujeto a unas pautas precisas en una ciudad virgen. En cierto sentido, su actuar se imbuía del performance artístico tal y como era propio al contexto de la posmodernidad y con muchas ganas de sorprender y pasarlo bien. Como reglas de juego, evitaban pintar en lugares que perjudicasen a particulares y les ocasionasen un gasto. Se buscaban tapias, pretiles, medianerías, hitos del paisaje, etc., procurando a su vez provocar el impacto visual. El hecho de no molestar directamente a nadie garantizaba la perduración de la firma, con lo que el esfuerzo económico y de tiempo se compensaba. La expansión del área firmada fortalecía la autopromoción y el misterio de la identidad, dentro de un regusto por la creación de un alter ego clandestino. Este recurso del graffiti ya lo llevaba a cabo la publicidad comercial, por un medio de bajo coste, tanto de empresas durante el franquismo como las bandas rockeras o punkis en los años 80. El mayor impacto social se produjo con la intrusión de las firmas en el Metro, pero también se realizó de modo ordenado, mucho más que la pintada política antes. Se hizo sobre las carteleras publicitarias, bien sobre su fondo neutro, blanco o azul, o sobre los carteles expuestos. No importaba perjudicar a la empresa privada que se anunciaba, en lo que no dejaba de ser una pervivencia de la lucha de clases o una manifestación del mal menor, pero necesario para el desarrollo del juego. Cuando se introdujo la publicidad dentro de los vagones, se procedió del mismo modo. Se seguía la pauta de que ahí donde se permitiese poner publicidad, ahí se podía graffitear. Se evitaba hacerlo fuera por el mismo principio ético de no perjudicar al bien común, ya que el Metro se había nacionalizado en 1979. Desde 1986-1987 se asistió a la eclosión del graffiti de firma y ya a finales de los 80 a la incipiente persecución. Aquello cambió las normas de juego y supuso el primer paso para contemplar el graffiti de firma como un problema. Perjudicaba económicamente al Metro y a las empresas que se anunciaban en el Metro, lo que llevó a negociaciones. Por otro lado, aunque se hizo más acusado desde 1990, se empezaron a pintar los vagones de tren, en buena parte por imitación de la escena neoyorquina de la que se empezaban a tener más referencias del exterior. Otro punto de tensión fue la mayor presencia del graffiti de firma en el centro urbano, ya que en los barrios periféricos no fue en verdad un problema hasta la segunda mitad de los 90. Dejaba de ser un fenómeno de periferia para convertirse en una amenaza para la imagen de los buenos barrios y del escaparate principal de la ciudad que era el Centro. De este modo, también imitando la mecánica del modelo neoyorquino, se iniciarán planes especiales contra el graffiti desde 1990, con la alcaldía de Agustín Rodríguez Sahagún. De este modo, se aplicarían la primera tecnología específica contra el graffiti,
apoyándose, como principales argumentos contra él, en su presencia sobre monumentos y en los elevados costes de limpieza que suponían al erario público. A esto se añadirá desde 1992 el progresivo aumento de las multas y penas contra los autores, ya que no se reducía la actividad. Pero tampoco esto funcionaba, puesto que el fenómeno no era una moda, sino el desarrollo de un hábito exigido por la dinámica psicoevolutiva de los chavales que se estaba ahora exponiendo de un modo natural, en una puesta al día operativa y tecnológica conforme al nuevo desarrollo económico y social de la España europea. De un mal hábito infantil o adolescente, se pasó a verlo como una moda juvenil perniciosa, para luego percatarse de que se trataba de una comunidad aglutinada en torno a la práctica del graffiti. Evidentemente, toda esta dinámica nos hace entender que los códigos del graffiti son variables, dependen de las circunstancias y del relevo generacional, y que al configurarse como una comunidad, eso determina el imperativo de que sus participantes deban cumplir ciertos requisitos para poder considerarse parte y ser reconocidos. No obstante, son también sensibles al medio y a los cambios en las relaciones sociales, especialmente a las directrices establecidas de arriba abajo acerca del diseño de la ciudad o de cómo se establece la participación ciudadana, muy palpable en las medidas de tipo integrador, mediante extensión de permisos o el establecimiento de muros libres que encubren un deseo de censar y controlar a los escritores. Evidentemente, en el desarrollo gráfico y plástico del graffiti se hacía patente el placer por la creatividad y el gusto por lo estético. Desde sus inicios, el Aerosol Art ha planteado dentro de sus pretensiones alinearse, desde el amateurismo y a su manera, con el Muralismo de los profesionales del arte en cuanto que dota de humanidad y personalidad, y embellece los espacios, degradados o no, de la ciudad; incluso, dando voz en ocasiones a las comunidades que forman parte del cotidiano de los escritores.21 Se suman a la tendencia de exhibir públicamente su arte, rompiendo con el concepto del objeto de arte-mercancía, en lo que representa una contribución a la democratización del arte en la postmodernidad. Es una forma de encauzar la pulsión gregaria y cívica, manteniendo la tensión entre la autonomía creadora frente a las injerencias externas. De este modo, localidades de la corona metropolitana, como Móstoles, Alcorcón, Parla o Fuenlabrada, se convirtieron desde 1984 y algunas hasta finales de los 90 en ejemplos de feliz conciliación entre escritores de graffiti, asociados o no, y el vecindario, hasta que sus políticas municipales y los patrones de los escritores cambiaron. En todo caso, durante esos períodos de concordia el graffiti se mostró válido como transmisor de vales, tanto los inherentes al medio en sí como esos que se manifiestan a través de él y que se corresponden con tal o cual modelo ideológico o filosófico.22
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El muralismo o el graffiti tienen sentido dentro de nuestra civilización, porque existe un impulso gregario y expresivo que reside en la mayoría de nosotros que demanda proximidad, fisicidad y aura creativa. Con ello se exaltan los vínculos humanos y se visualizan diferentes maneras de vivir y pensar, y fomenta el deseo de participar en la ciudad como marco de encuentro e intercambio, lo que implica la rehumanización de la ciudad moderna y sus modos de interrelacionarse, sin olvidar la contundencia expresiva, la proximidad interactiva o el aspecto poético y lúdico. En definitiva, porque el graffiti exhala modernidad en cuanto que la modernidad es un festival de lo urbano. En todos nosotros está que ese impulso se encarne de uno u otro modo, ya que nuestra actitud y juicio condiciona su plasmación. Si en una etapa histórica como la nuestra, de desarrollo económico y tecno-industrial sin precedentes sus ciudades no tuviesen graffiti se debería a las siguientes causas: la castración o la anulación. La castración por su parte significa impedir su práctica y hasta reconducir y domeñar de tal manera el impulso comunicativo que implique una merma notable en la voluntad e iniciativa de los individuos. Esto se da en los regímenes totalitarios y, según su grado de represión, implicaría más allá de la autocensura por los mismos ciudadanos la sujeción del propio impulso de manifestación. La anulación atañe al desarrollo de medios capaces de reducir, diluir, absorber y hasta hacer desaparecer el rastro de su práctica en el espacio público, muy patente en las democracias de baja intensidad. No obstante, hay que entender que a nivel general y a nivel municipal desde 1988 y especialmente desde 1992, se iría produciendo un paulatino recorte de las libertades sociales. Proceso agudizado en nuestros días en que el poder político se ha pronunciado a favor de una reconquista activa del control de la calle, legislando lo más posible aspectos que eran hasta hace poco irrelevantes o competencia de la costumbre o el sentido común. Frente al “la calle es mía” prorrumpido por el ministro Manuel Fraga en 1976, los poderes públicos, incapaces y sin voluntad de desarrollar la construcción de una ciudadanía responsable, activa y autosuficiente y de delegar la construcción democrática en ella, no pueden por menos que reponer el lema en sus labios y desandar el camino hacia patrones de relación poder-población desagradablemente pretéritos. Pero tampoco se trata de una actuación unilateral, ya que la metropolinización de los barrios periféricos, la desaparición de espacios o soportes neutrales, la capitalización de su uso, etc. obstaculizan el uso libre de calles y plazas. Han supuesto la alteración de los usos y costumbres, desarticulando el tejido poblacional existente y desvertebrando la actividad vecinal de los primeros años de democracia, y, respecto al desarrollo infantil y juvenil, ha contraído la domesticación del niño callejero que no es libre de deambular sin tutela ni de divertirse sin echar mano a un monedero, a semejanza de los adultos. Es más,
En gran medida, con la Posguerra mundial y especialmente desde las agitaciones mundiales en torno a 1968, el graffiti ha resultado especialmente molesto porque era la manifestación no sólo de lo social, sino también de la subversión y la rebeldía individual, lo que rompía el juego preestablecido de las luchas sociales entre el siglo XIX y XX. Antes que actividad ociosa o de malvivir, se había convertido en el arma de choque de una población que cada vez la utilizaba con mayor efectividad contra las imposiciones del sistema de modo sistemático o espontáneo o frente a una forma de vida personal contra la que se revelaba o a la que exaltaba, gracias al progresivo aprendizaje de códigos gráficos y visuales, y el propio avance tecnológico. Era el medio más socorrido para escapar de la censura política o social y de crear conciencia social o colectiva de un modo libre y directo (lo que no sucede todavía con las nuevas plataformas). Nuestra sociedad actual mantiene como valor vigente la democracia, pero lo que no queda claro es, ni en la teoría ni en la praxis, a qué modelo social se hace referencia y cuáles son sus límites reales para considerarse como plenamente democrático. Por eso resulta paradójico que cuanto más avanza el tiempo, por ejemplo, la democracia en España menos se desarrolle como tal y más se recorten las libertades y expectativas de desarrollo social y personal. Es un signo de los tiempos en el que no existe una intención real de desarrollar mediante la educación y los modos de vida ciudadanos libres, responsables y con criterio autónomo, por lo que no es extraño que en lo que atañe al graffiti
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se le acostumbra a una calle convertida en un espacio burocratizado, patrocinado o bajo peaje, donde al espíritu cívico se le niega la elección libre de un cuerpo para manifestarse. Si se podía entender que la posible ausencia en el espacio público del graffiti se debiese a la imposición de un sistema totalitario, paradójicamente, vemos como en los regímenes democráticos del siglo XXI también se sigue observando que la pretensión es que desaparezca, antes que considerarlo un medio al servicio de la articulación colectiva y la construcción comunitaria. Evidentemente, no es una cuestión política, sino también cultural. A este respecto, el graffiti no sólo se vería como un refugio de la individualidad, sino como una denuncia en sí del desajuste de diferentes comunidades que no se sienten vertebradas, sin atender que en ocasiones hay un deseo de marcar sus propios límites (autonomía o autoexclusión). Gracias a ello, llevan a efecto su derecho a manifestar su existencia, a hacerse un hueco, a ser oídas, a ser respondidas, sin embargo se les niega un emplazamiento físico para la manifestación, incluso un plazo de tiempo. La política estética del poder trata de ocultar la pobreza y todo lo que para él represente la idea de la disonancia o el fracaso social, apelando incluso al humanitarismo o a la higiene y sin ningún escrúpulo en criminalizar la más leve resistencia o contrariedad.
Propuestas para la concordia mural
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como exponente de un malestar o una evasión, el graffiti tenga días de gloria. No ya en su tipología política o social, sino hasta en la que se manifiesta en el tagging (las firmas urbanas) dentro de nuestra sociedad panóptica, que desvía el concepto de civilización de la sedenterización hacia la domesticación, no puede por menos que establecerse cierto parangón con una de las manifestaciones típicas del graffiti carcelario: la autoafirmación o autoexaltación personal y comunitaria frente a la institución que priva de la libertad y condena a la muerte social al individuo.23 En verdad, el graffiti es un síntoma del desajuste entre el hombre y su medio, entre la norma y su sentido, pero también es una manifestación de las fuerzas equilibradoras, una puerta al reajuste psico-social. El conflicto ha de entenderse como una constatación del existir, hasta como el encaramiento hacia una resolución satisfactoria desde la iniciativa individual y colectiva, que pasa por su manifestación abierta, es una apelación a la armonía vital y no una manifestación del deseo de dominio o un síntoma de fracaso, semblanzas en las que se trata de encasillar a menudo al autor de graffiti (fracasado social, paria cultural, egoísta prepotente, etc.) Pero, atención, eso no quiere decir que un desarrollo pleno de la sociedad democrática contraería su desaparición, sino que las cualidades de ese graffiti serían diferentes, prevaleciendo más sobre otras motivaciones la huella de lo lúdico, de los intereses personales o el festejo común. Hace tiempo, con motivo de la polémica guerra sostenida entre el Ayuntamiento de Granada y los escritores locales me planteaba qué papel tenían los escritores de graffiti, como representantes del graffiti por excelencia de la postmodernidad, en la definición de las nuevas y renovadas ciudades. La conclusión era evidente, no serían los que acometiesen el diseño de la ciudad del mañana, pero serían parte de los agentes que concurren en el rediseño de la ciudad del presente. En su papel de agitadores culturales, de bufones gráficos, su talento se enfocaría en «remover las mentes y reventar los esquemas de pensamiento y acción de su cultura, alterar un paisaje fingido en busca de una verdad que nace del susurro de una válvula, del suspiro de un corazón, del murmullo de un pueblo dormido».24 En este propósito, cabría estimar la posibilidad de liberalizar parcialmente el espacio público para la expresión libre de todo aquel que lo demande, sin necesidad de que venda algo o aspire a un rédito político, y descriminalizar el graffiti, para alentar su vertiente cívica ninguneada, denostada o, peor, tutelada. Un efecto evidente sería que la comunidad de escritores, sin dejar de existir, saldría de su atrincheramiento marginal. A este respecto, la comunidad de escritores debería abrirse a los barrios, establecer vínculos, combinando el trabajo asalariado con el altruismo y el capricho personal. Su prestigio no dependería sólo del criterio de su comunidad, sino que incluiría la apreciación vecinal. Es evidente, que contraería otros efectos que se
aprecian en otros colectivos artísticos de calle y que parecen exigir de cierta regulación, pero que por lo común tienen un interés lucrativo del que de momento carece el graffiti en su manifestación libre, aunque sea experta, y sí se presenta en el Aerosol Art en su profesionalización, como pasa con toda manifestación artística. Por otra parte, una sociedad que se precie de ser democrática debe de tener una administración pública que dé ejemplo. Eso debe reflejarse a la hora de la limpieza pública, al discriminar las producciones del graffiti o el arte urbano desde un criterio cualitativo, sin negarse las posibilidades de un diálogo entre el arte público y estos otros. De este modo, si beneficia a la arquitectura, a la calle, si su intención es buena y está vigente, si responde a un acto espontáneo de reconocimiento humano, una señal de duelo o de festejo, si manifiesta la ternura de un alma o la hostilidad del mundo, si trasluce una poética o se convierte en obra de arte, si constituye un bello acto de devoción o un divertido juego de ingenio o poético, etc., podría ser amnistiada y hasta en algunos casos conservada. Quien diga que eso sería una impertinencia, una tarea compleja de acometer o muy costoso, es que conoce la práctica de la excusa. El sentido común es un tesoro comunal y parece que estaba más desarrollado en los años 80 entre los vecinos o la policía que dejaban pintar a los primeros escritores de graffiti en sus barrios, por no hacer nada malo y encima procurar hacerlo o hacerlo bien, que los políticos de hoy. En cierto sentido, la ilegalización y las campañas de limpieza van en favor de una progresiva pobreza estilística y compositiva, ya que impiden el desarrollo cualitativo, y fomentan la vivencia como una acción furtiva donde lo menos importante es qué se pinta; lo que por su parte justifica la nada inocente caracterización como subproducto cultural y contaminación visual. Sin embargo, una ciudad con graffiti, mejor aún, con un activo y rico graffiti es un homenaje a la democracia, por cuanto supone la aceptación del graffiti no como un conflicto sino como un recreo, como la manifestación de la diferencia o, a lo sumo, una discrepancia, pero siempre una oportunidad. El Aerosol Art, es una sublimación del graffiti tradicional, apareció con vocación de contribuir a la construcción de un paisaje mural democrático, sumando al muralismo social el muralismo individual. En consecuencia, hay que destacar una serie de medidas óptimas para la concordia: 1) Lo primero para evitar que el graffiti sea una molestia es no vivirlo como algo ajeno, sino aceptarlo como un hecho cultural, una tradición y un medio público más al que se puede acudir. En este propósito, hay que respetar la esfera marginal y entender la necesidad de espacios liberalizados, así como, comprender que en la normalización del graffiti y de su dimensión artística está la reubicación de la comunidad de autores perseverantes como una comunidad abierta y próxima.
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2) Fortalecer la entidad del vecindario, la barriada o el barrio, incidir en una vivencia de la ciudad arraigada con el territorio, la concepción del espacio público como espacio de encuentro, participación e interrelación y sus pobladores como una comunidad próxima. Las pequeñas comunidades facilitan la comunión y el reconocimiento personal y, por tanto, favorecen un ejercicio positivo del graffiti. Así, aunque pueda establecerse una profesionalidad, hay que implicar a propios y extraños en la elaboración de murales, como hacen hoy en día colectivos como el canario CNFSN+ (Confusión) o el madrileño Boa Mistura; y no culpabilizar por el ejercicio del graffiti, especialmente cuando alcanzan una especial significación para sus pobladores. En esos casos deben de conservarse o remozarse como parte del patrimonio común, más aún si adquieren un valor sustancial como iconos históricos. 3) Permitir el diálogo y convergencia entre los profesionales del graffiti y la sociedad civil (asociaciones de vecinos, asociaciones de comerciantes, asociaciones culturales…), de cuyas iniciativas han salido proyectos ejemplares en distintos barrios sin necesidad de la intervención municipal, que en ocasiones ha interferido y roto la armonía que se había conseguido, por ejemplo, ilegalizando el uso de cierres y fachadas, criminalizando a su vez la tolerancia de los vecinos. 4) Respetar en el diseño urbanístico la existencia de espacios propicios para su práctica, sabiendo que no todas las tipologías se desenvuelven en los mismos terrenos, y respetar el uso en esos puntos que por sentido común son óptimos para su práctica. En cierta medida y parangonándolo con la iniciativa de Hundertwasser de reclamar el derecho a la fachada hasta allí donde alcanza el brazo del habitante,25 así el Urbanismo debería de permitir la consideración de ciertos espacios arquitectónicos sin uso estable como soportes susceptibles de uso comunitario o público, al ubicarse a lo largo de la panorámica horizontal del ser humano en un espacio público, interior o exterior; hasta allí donde alcance su capacidad. 5) Respetar el uso cotidiano y ser permisivo con el extracotidiano. A su vez, no considerarlo sólo como un medio para recuperar espacios, como se plantea en festivales urbanos como el Asalto de Zaragoza desde 2005, sino en cualquier tipo de barrio en consonancia con sus características, creándose estilos peculiares que realcen y reluzcan su personalidad, tal y como resolvió El Niño de las Pinturas en Granada. Esta permisividad no significa que se permita todo, pero las sanciones han de limitarse a monumentos, viviendas y vehículos particulares, comercios, empresas, edificios públicos, señalización viaria preestablecida, etc. de un modo proporcional a la falta, prevaleciendo la reparación antes que el escarmiento desproporcionado que busca la erradicación del hábito y no su corrección; poniéndose el acento en juzgar el carácter formal y el contenido del mensaje
y no en el medio. Un ejemplo evidente fue la tolerancia que hubo en la manifestación del duelo frente al atentado del 11 de marzo de 2004 en la Estación de Atocha.26 6) No ha de emprenderse su legislación interna, porque precisamente su esfera no tiene más regulación que sus propias normas básicas y códigos tipológicos, transmitidos generacionalmente, alterables por el sentido común y la adaptación circunstancial. Se trata sencillamente de ofrecerle, como a una planta, el sustrato adecuado para que crezca según su naturaleza, pero no se trata de reconducirlo y “ajardinarlo”, sino de respetar su carácter silvestre y entender el legítimo recurso de ciertos espacios, puntualmente abandonados o sin otro uso. Su condición de actividad ilegalizada, históricamente muy reciente, no debe sustituirse con su condición de legalizada, sino retornarse a su condición de práctica libre en sus espacios naturales; siendo aceptable tal o cual producción no por la imposición arbitraria, sino por la convicción compartida. 7) Su incorreción no será motivo de censura, sino que será respetada, no ya por ir en contra de su naturaleza, como medio abierto e interactivo, sino porque es un medio que dota de mayor plenitud a nuestra cultura y que favorece el ejercicio del criterio público o la madurez social, entre otras cualidades. Mientras que en los espacios libres no se requeriría porque lo pertinente es su renovación propia, aunque eso exigiría, no obstante, que los derechos de uso se extendiesen a todos los cualquier ciudadano, estimándose si acaso la prioridad de los residentes o la reserva de algunos espacios para asociaciones o colectivos locales. 8) Evitar la conversión de la producción graffitera y su represión en un negocio para unos y otros, a costa del erario público y de las economías familiares, anulando el sano juicio. Su ejercicio normalizado no dejaría de ser un negocio para los vendedores de pintura, pero sólo para ellos dentro de unos límites razonables, y no estaría enviciado por el egoísmo humano ni la prepotencia de los gobernantes. 9) La limpieza debe concentrarse sólo en sitios que sean desacostumbrados o inadecuados, por criterios de propiedad y decoro. En todo caso, su limpieza no ha de ser indiscriminada, sino reflexionada, al modo de una “poda”, ya que no todas las producciones son iguales. Evidente en el caso del llamado graffiti extraordinario. Debe “sanearse” desde un criterio sensible y culto, sopesando su motivación, intencionalidad, temporalidad, etc. Algunas por su categoría artística, histórica o emotiva pueden ser motivo de amnistía o moratoria hasta su extinción natural o por la interacción; pero en ningún caso el poder público puede eximirse de dar ejemplo de justa sensatez y no de ciego empeño, ya que con ese criterio selectivo se incentivaría en los ciudadanos, sus delegados y representantes la calidad ética y estética de sus acciones, en su sentido más amplio.
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Fernando Figueroa Saavedra
En definitiva, se trata de que el graffiti sea otra senda más para la liberación de las mentes y los corazones y el cultivo del conocimiento, de la autorrealización, de los lazos afectivos y la integración social, sin dejar de omitir el respeto por el bien común y la consideración de todos los actores, por humildes que sean, como partes implicadas en la definición del paisaje urbano, reduciendo la intervención de la administración pública a lo estrictamente necesario y a demanda de la ciudadanía. El espacio urbano no es un espacio tendente al estatismo mortecino de un parque temático, es un laboratorio de relaciones cuya continua transformación subraya la humanidad de sus habitantes. v
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