Helios Murialdo. Entre un tango y una sonata

Helios Murialdo Entre un tango y una sonata Entre un tango y una sonata © Helios Murialdo © Espora ediciones, 2016 isbn: 978-956-9213-04-5 espora

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Helios Murialdo

Entre un tango y una sonata

Entre un tango y una sonata © Helios Murialdo © Espora ediciones, 2016 isbn: 978-956-9213-04-5

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Motivo de portada Detalle de Daphnis and Chloe (1873), Musée des beaux-arts de Valenciennes, Francia, escultura de Jean-Baptiste Carpeaux (1827-1875) Impreso en Chile / Printed in Chile

1 Cuando éramos niños soñábamos con que existieran uvas sin pepas y pescados sin espinas. Diez años después aparecieron las uvas sin pepas. A veces, pienso y suspiro: ¡Lo que es el progreso!, e ingenuamente me pregunto cuándo será el día en que aparezcan en el mercado los peces sin espinas. Es decir, hay esperanza de que las cosas cambien, porque en el estado en que me encuentro, no puedo seguir viviendo. He estado tratando de ordenar las diferentes partes de mi existencia. Para simplificar el análisis, he decidido que mi existencia se puede dividir en tres componentes: lo que percibo, lo que pienso y lo que sueño. Me gusta llamar real al mundo que yo percibo. Para mí eso es lo objetivo. Yo sé que no existe lo objetivo en términos absolutos, pero considero que lo que yo percibo es objetivo para mí. Tal vez porque nacen de mi adentro, mis pensamientos, mis ideas, están en armonía conmigo misma. Y tal vez por eso juzgo que ellos carecen de adornos, que tienen la elegancia de la simpleza, una elegancia lacónica. Como esos dibujos compuestos de un par de trazos; como «La Paloma» de Picasso. Mi novio diría que sus líneas son elegantes como la curva de la espinilla de mis piernas. Él admira mis piernas más que cualquier otra parte de mi cuerpo. Él es lo que se podría catalogar de un piernófilo. Otros hombres son senófilos y otros traserófilos. En cambio, considero que mis sueños son rebuscados. Quizás constituyan la parte más sofisticada de mi vida. La cúspide de mi existencia. El lugar donde mi idiosincrasia se manifiesta sin restricciones de ningún tipo. Mis sueños, como

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los de todos los seres humanos, son irresponsables. No tienen que darle cuenta a nadie. ¿Sueñan los animales? ¿Los insectos? Sé que mantener segregados los componentes de mi existencia es engorroso, e incluso quimérico. No obstante, y siendo éste un análisis retrospectivo, trataré de ser tan fidedigna como pueda. Mi novio, mejor dicho mi ex novio, el que admiraba mis piernas, me abandonó hace un par de semanas. Quedé devastada. Perdí varios kilos y el rostro se me chupó. Mi amiga Isabel dice que me veo mal. Es de suponer que pronto se me pasará. De hecho ya se me está pasando. El término de nuestra relación fue intempestivo y, para mí, inesperado. En ese momento me cegué y fui incapaz de entender. Él me dio todo tipo de explicaciones que, para mí no fueron más que sonidos que salían de su boca, palabras hiladas en frases que, en el fondo, no significaban nada. Me sentí despechada. Tratando de analizar lo que sucedió, he llegado a la conclusión que entre nosotros había un vacío; o yo no quería comprender lo que él me decía, o él ignoraba mis palabras. Fui incapaz de comprender el silencio. Aparentemente yo escuchaba lo que quería y lo que no quería escuchar, o ver, lo ignoraba. Iba a decir que simplemente lo ignoraba, pero obviamente no es verdad, porque las cosas no dejan de existir por el mero hecho de no prestarles atención. Siguen estando ahí y al ignorarlas nos engañamos a nosotros mismos. Es un gesto infantil, como esconderse detrás del tronco de un árbol cuyo espesor es la mitad del de nuestro cuerpo, y pretender, que porque uno no puede ver, nadie lo puede ver a uno. Lo que pasó después, bastante después, en realidad, empezó en la mañana de un sábado en el que me encontré sola en casa. No atinaba a tomar decisión alguna. Me sentía podrida. Las letras del periódico tenían la tendencia a ondular y a perder los contornos antes de alcanzar mis ojos. No obstante, haciendo un esfuerzo, me enteré, en un aviso que había en la sección

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Arte, que una librería de la calle Harbord estaba liquidando libros a precios irrisorios. Así lo describía el aviso: irrisorios. Decidí ir a matar el tiempo (lo cual, en situaciones de sanidad mental es un crimen) a la librería. Era un día casi caluroso. Me vestí con una falda corta, que dejaba las rodillas descubiertas. Es multicolor, listada con tonos cálidos. Las franjas coloreadas tienen una filigrana en los bordes que les dan la apariencia de ser bordadas. Es muy hermosa. Me la compré en una pequeña tienda de la calle Queen hace unos meses. A Kevin le había gustado mucho. Me puse una polera sin mangas, verde pasto, pasto nuevo, de hilo grueso trenzado. A pesar de que mis senos son pequeños me puse un peto elástico marrón claro, porque el trenzado de la polera es un tanto abierto. Fui con mis chinelas de cuero color café. De esas abiertas en el talón. Tienen una correa que desde el talón se une a la punta por los lados. Me gustan y son súper cómodas. El pelo me llega un poco más arriba de los hombros. Me lo até con un cintillo rojo y me puse aros. Unas simples argollas doradas. Quise sentirme libre, y en un acto de rebeldía opté por no pintarme los labios. A pesar de que la librería queda como a veinte cuadras de mi casa, me fui caminando. El día estaba bonito y no tenía prisa. Al entrar a la librería noté algo extraño. No había un alma. Esperaba encontrarla repleta de gente en busca de gangas. Recorrí los anaqueles atestados de libros con mi mirada, sin que mi vista se posara en los títulos, como mirando un paisaje que no merece interpretación. No vi ningún letrero anunciando la supuesta liquidación. Recorrí el lugar hasta el fondo. Tampoco había nadie atendiendo. Esto es un desierto, me dije. Estaba por encaminarme hacia afuera cuando sentí ruido a través de una puerta apenas entreabierta que había cerca de la entrada, al lado del mesón de venta. Los ruidos eran humanos: jadeos, mugidos, murmuraciones. Por la angosta apertura vi a una pareja haciendo el amor. La mujer estaba sentada en un

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mesón, apoyada con las manos hacia atrás y con las piernas abiertas alrededor de las de él. El hombre estaba de pie; con un brazo la abrazaba y con el otro sujetaba su cuerpo reclinado hacia adelante. Los dos estaban vestidos. En realidad, parcialmente vestidos. Los pantalones y calzoncillos de él estaban alrededor de sus piernas, en el suelo. Ella tenía la camisa abierta, el sostén levantado para dejar al descubierto sus senos. Lindos senos, generosos y firmes, no como los míos. Los míos son firmes pero distan mucho de ser generosos. A Kevin no le importaba en absoluto. Me decía que tenía buena pituitaria. Apenas me los tocaba, mis pezones crecían y se ponían duros como moras inmaduras, cuando todavía están duras y rojas. Él me decía que verlos crecer lo volvía loco. De vez en cuando se besaban húmedamente; las lenguas recorriendo cualquier trozo de piel que estuviese al alcance. No sé qué me pasó. Me excité tanto que no pude contenerme. Actué como una autómata. Abrí la puerta y entré. Los dos quedaron paralizados. Pero no se soltaron y él no se retiró. Me acerqué por atrás de él, abrazándolo, y comencé a restregar mi cuerpo contra el suyo. Le besé el cuello y recorrí su pecho con mis manos, bajo su camisa. También acaricié las piernas de la muchacha. El primer acto de lesbianismo de mi vida. Yo les sonreí y entonces él siguió moviéndose hasta acabar. Yo ya me había bajado mis calzones y entonces había guiado la mano del hombre entre mis piernas. Me toqueteó desordenadamente con sus dedos, pero estaba demasiado concentrado con la muchacha. Después de acabar se quedó un par de segundos suspirando. Tal vez fue un minuto. Después se retiró de ella, se dio vuelta y me abrazó y besó cálida y jugosamente. Después introdujo su pene brillante y duro en mí. Yo estaba lista. Me gustó mucho sentirme penetrada, llena, después de tanto tiempo. La muchacha nos acariciaba a los dos, un poco a desgano. Me habría gustado agarrarle el pene en mis manos para besarlo y lengüetearlo, pero a pesar de lo

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disparatado de la situación me sentí cohibida. El hombre se movió, abrazándome y besándome por un momento. Deben haber sido unos cinco o diez minutos, tal vez más. Durante este tiempo sentí su miembro perder la erección para luego recuperarla. De pronto se desacopló e hincándose procedió a acariciarme con su lengua hasta que me fui. La muchacha, mientras el hombre me hacía acabar con su lengua, se había puesto detrás de él y sobaba su sexo contra su la nuca y le acariciaba los hombros. Una vez que me fui y empecé a relajarme, él me penetró de nuevo y después de un par de minutos también acabó con unos quejidos tremendamente poderosos. Kevin era más reservado. —Al fondo está el baño —indicó el hombre, mirándonos primero a mí y después a la otra muchacha. La muchacha entró al baño primero. Él se secó con papel facial de una caja que estaba sobre el mesón y se arregló el pelo, frente a un espejo adosado a la puerta. De un pequeño refrigerador que había bajo el mesón sacó una botella de agua mineral y me la ofreció, sin vaso. Tomé un trago corto. Él tomó un trago corto sin limpiar la boca de la botella. Se enjuagó la boca y después se tomó un trago largo. Humedeció una hoja de papel facial con agua mineral y se la pasó alrededor de la boca y la nariz. Sonriéndome, se acercó y me dio un beso corto, ligeramente húmedo y abriendo la puerta salió a la tienda. —Su turno —dijo la muchacha al salir del baño. Sonreía. —Gracias —repuse y entré a lavarme. Cuando salí del baño y de la salita con el mesón, me encontré que en la tienda había varios clientes. El tendero estaba frente a la caja, cobrándole a un cliente. —Chao —me despedí, sonriendo. —Nos vemos —me saludó él, sin sonreír pero con los ojos brillantes. Además de su brillo me pareció percibir algo extraño en su mirada: una intensidad inusitada. Me observó escrutándome, como lo hacen los niños pequeños, sin vergüenza y sin

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prejuicios. De pronto, a pesar de que no desvió la mirada, sentí que su mente me abandonaba y un segundo después, sus ojos se desviaron concentrándose, en apariencia, en un rincón de la sala, detrás de mis pies. Me alivié de que la despedida hubiese sido breve. En la calle divisé a la muchacha entrar a un restaurante cerca de la librería. En un instante salió y se sentó a una de las mesas del patio, en la vereda frente al restaurante, y extendió ante sí el diario. Al pasar frente al restaurante nuestras miradas se cruzaron. Me despedí de ella con una sonrisa de cortesía. Ella me respondió el saludo con una sonrisa forzada. Almorcé una ensalada con salmón ahumado en otro restaurante. También sentada al aire libre. Sin leer nada. Reflexionando. Las torrejas de salmón no tienen espinas. Dejé las aceitunas. No puedo explicar la razón pero me da la impresión que el porcentaje de mujeres que no se comen las aceitunas de las ensaladas es más alto que el de hombres. Rara vez he visto a un hombre apartar las aceitunas de la ensalada. Que yo recuerde, Kevin siempre se las comió. Las suyas y las mías. Tal vez yo las dejaba porque sabía que a él le gustaban y al parecer ahora continúo con el hábito, a pesar de que él ya no está. Cuando llegué a casa y tomé en mis manos el diario abierto, en la página donde estaba la propaganda de la librería con la supuesta liquidación, me di cuenta que había un pliegue en el papel. Al desdoblarlo, una parte del papel estaba sin imprimir. Un espacio como el grosor de un dedo. Era obvio que las palabras «Increíble Liquidación» pertenecían al aviso de arriba, al aviso de otra librería. Ahora entendí por qué la clientela en la librería no había sido más que el número habitual. En este caso sólo dos mujeres. Cuando era pequeña tenía debilidad por el pan. Me deleitaba comiendo uva con pan. Es por eso que ansiaba la existencia de uva sin pepas, porque al masticar el pan era difícil esquivar las pepas. Curiosamente, ahora que existen, ya no

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me interesa comer pan, ni menos uvas con pan. En cambio he aprendido a gozar del pescado, a pesar de sus espinas. El último sueño de esa noche fue así: Isabel me invitaba a cenar a su casa, junto a varios otros de sus amigos. No sé si estaba celebrando algo o era sencillamente una de esas reuniones que ella realiza de cuando en cuando. Éramos doce. Isabel asignó los lugares a la mesa y a mí me tocó el lugar más apartado de ella. Esto me dolió, porque pienso que yo soy una de sus mejores amigas. Me dio la impresión que me apartaban del resto y me sentí rechazada. Una pena infinita, filosófica, y un desgano amargo se apoderaron de mi corazón y quise abandonar la mesa e irme a casa. No lo hice porque igual no tenía nada que hacer en mi casa y la algarabía de la conversación entibiaba el ambiente. Mientras la cena progresaba, el ruido aumentó y el efecto del vino me relajó y mi aislamiento dejó de importarme. Pero igual me sentía distante. Estaban todos tan felices y dicharacheros y a mí me costaba entrar en onda. Desperté contenta de despertar. Lo del sábado se parece un poco a lo del Último tango en París, el film de Bernardo Bertolucci. Me relajó tremendamente saber que, a pesar de todo, aún puedo gozar del acto sexual. Tenía la estúpida idea que después de Kevin iba a ser imposible hacer el amor. Tal vez hacer el amor sí, pero no experimentar el sublime momento de la evasión total. Y eso que Kevin tenía que esmerarse con malabares dactilares para que ocurriera. Por eso que estoy feliz de haber hecho la lesera que hice. Y lo más fantástico es que fue con un total extraño. No tuve que explicarle nada a nadie; ese sentimiento de total libertad, de que uno no debe nada, ni sentimientos, ni promesas. Estoy maravillada de que haya sucedido y de que haya sido capaz de experimentar el momento sublime. Creo que me estoy curando de la llaga que Kevin dejó en mi corazón y mi mente y que estoy volviendo a ser un ser normal, volviendo a ser una mujer.

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Si la única contribución de este Último tango hubiese sido cambiarme el estado de ánimo, haciéndome recuperar mi optimismo, tal vez lo habría olvidado y el episodio no estaría narrado en estas páginas. Pero muchos meses después, los días previos a Navidad, este «compañero de baile», cuyo nombre aún ignoraba, se encontraría involuntaria y sorpresivamente conmigo. Lo que sucedió entonces lo recordaré hasta el final de mis días.

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