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AJUSTAR LOMO
Historias de
Migrantes
IV Concurso
©CONSEJO NACIONAL DE POBLACIÓN Hamburgo 135, Colonia Juárez C. P. 06600 México, D. F. www.conapo.gob.mx INSTITUTO DE LOS MEXICANOS EN EL EXTERIOR Plaza Juárez N° 20, Piso 17, Colonia Centro C.P. 06010 México, D. F. www.ime.gob.mx CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES Paseo de la Reforma N° 175, Colonia Cuauhtémoc C.P. 06500 México, D. F. www.conaculta.gob.mx Historias de Migrantes IV Concurso Octubre de 2011 ISBN: 970-628-969-0 Este libro se publicó gracias a la colaboración de la organización “Liberty Tax Service-Una Familia sin Fronteras ”
Diseño de la portada: César Antonio Morales González Se permite la reproducción total o parcial sin fines comerciales, citando la fuente. Para esta edición se cuenta con la autorización y cesión de derechos de los autores de cada una de las historias. En caso de publicar otra edición del libro se deberá quitar la historia denominada “Tres Generaciones Migrantes”, ya que tiene vigencia de autorización hasta noviembre de 2012. Impreso en México
Reconocimientos A todos los integrantes del Jurado Calificador: Juan María Alponte Yerko Castro Neira Eduardo Sigler Patricia de los Ríos Michael Twomey Valdés A los enlaces institucionales: Atala Pérez Rodríguez (IME) Dulce María Zamora Lezama (IME) Myriam Rudoy Callejas (CONACULTA) María Silvia González Arellano (CONAPO) Ma. de Lourdes Rodríguez Del Prado (CONAPO) Armando Palacios Sommer (CONAPO) Coordinación del concurso: Atala Pérez Rodríguez (IME) Dulce María Zamora Lezama (IME) Myriam Rudoy Callejas (CONACULTA) María Antonieta Ugalde Uribe (CONAPO) María Silvia González Arellano (CONAPO) Ma. de Lourdes Rodríguez Del Prado (CONAPO) Armando Palacios Sommer (CONAPO) A los compañeros de la Secretaría General del CONAPO: Formación: Maritza Moreno Santillán Myrna Muñoz del Valle Corrección de estilo: Armando Palacios Sommer Cristina Gil Villegas Ma. de Lourdes Rodríguez Del Prado Gabriela Monsserrat Lorenzo Cruz Acopio y clasificación de las historias: Irma Escamilla Cruz Luz Romero Medina
El día 7 de junio de 2011, el Jurado Calificador del Cuarto Concurso de Historias de Migrantes, integrado por Juan María Alponte, Yerko Castro Neira, Eduardo Sigler, Patricia de los Ríos y Michael Twomey Valdés, otorgó los siguientes primeros lugares: En la categoría “A” mexicanos residentes en México, a los autores de las historias Welcome to Naco, Sonora; Viaje al fondo de la butifarra; y La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse. En la categoría “B” mexicanos residentes en Estados Unidos, a los autores de las historias No se pudo; Crónica de una vida tortuosa; y Se llama ESPERANZA. En la categoría “C” mexicanos residentes en el resto del mundo, al autor de la historia Tres generaciones migrantes. Además, el jurado resolvió conceder mención honorífica a los autores de las siguientes historias: Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos; Héroes sin monumento; Intercambio cultural; Ilegal batalla contra la muerte; El cruce; Cuentos chinos; Nem beszélek magyarul, sajnos…; Recorriendo mi vida con papá; ¿Migrantes o nómadas globales...?; y Mi vida en francés. Las historias se publican sin mayores intervenciones y en la preparación de la edición sólo se hicieron cambios mínimos ortográficos y de puntuación cuando fue estrictamente necesario. En algunas historias no aparece el nombre del autor o el seudónimo debido a que desean conservar el anonimato.
Índice Prólogo / 7 Categoría A participantes mexicanos residentes en México Welcome to Naco, Sonora / 15 Pascuala Georgina Esquivel García (Pascualita) Viaje al fondo de la butifarra / 35 Alberto Manuel Sánchez García (Zoca Zorro) La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse / 55 Aldo De Gasperin Quintero (Sin seudónimo) Categoría B participantes mexicanos residentes en Estados Unidos No se pudo / 63 José de Jesús Muñoz Serrano (El Chepo) Crónica de una vida tortuosa / 91 (Soga Al-Cuello) Se llama ESPERANZA / 113 (Noemi) Categoría C participantes mexicanos residentes en el resto del mundo Tres generaciones migrantes / 137 Wendy Nayeli Madera Maldonado (Wendy Nayeli) Menciones honoríficas: Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos / 161 (Sin seudónimo) Héroes sin monumento / 181 David Solano Ramírez (ALIEN 69PG)
Intercambio cultural / 209 Griselda Pérez Orozco (Sin seudónimo) Ilegal batalla contra la muerte / 217 (Esli) El cruce / 235 (Huey Tlatoani) Cuentos chinos / 257 Luis Alonso Coronado García (El pekinés) Nem beszélek magyarul, sajnos… / 267 Bárbara Alejandra Muñoz Petersen (Bárbara) Recorriendo mi vida con papá / 273 Leticia Mejía Núñez (Flan) ¿Migrantes o nómadas globales...? / 281 Alicia Villaseñor Topete (Tzintzuntzán) Mi vida en francés / 297 Merit Vera González de Raynaud (Météo Renolez)
Prólogo
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l desplazamiento de personas y grupos a través de fronteras nacionales no es un fenómeno nuevo. La era de las migraciones en el sentido que la entendemos hoy en día empezó cuando el Mediterráneo, el Mare Nostrum del Imperio Romano, dejó de ser el eje comercial del mundo europeo. A partir de los siglos XV y XVI el Atlántico se convirtió en el eje rector de los movimientos económicos, sociales y políticos, inicialmente de Portugal y España. El mundo creció al descubrirse un nuevo continente, otro océano y más que nada grupos humanos que no podían ser explicados por la cosmovisión cristiana. Empezamos a ver el mundo con nuevos ojos, al tiempo que ese mundo se volvía más pequeño. Lo que ocurrió en aquella época sigue incidiendo en nuestro mundo globalizado. Las reglas del juego y los actores agregados habrán cambiado, pero las razones y las causas por las que la gente migra, y las trabas que enfrentan, no son tan diferentes respecto a las de aquella época. Ya no es el océano la dificultad más grande a la migración, aunque lo siguen siendo la desalineación entre políticas gubernamentales. Las fronteras nacionales, aquellas divisiones artificiales que pretenden separar aquello que no siempre puede ser separado (como es el caso entre nuestro país y los Estados Unidos o Guatemala y Belice), son la manifestación más clara de esas trabas. Asimismo, el ideal de crear un “nuevo mundo” sigue motivando a las personas y a las familias a cambiar de residencia. Lograr algo mejor, o en su defecto diferente, sigue motivando a quienes deciden dejar atrás por un tiempo o en forma definitiva a las personas y los lugares en los que 7
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crecieron. Y los gobiernos siguen especificando quiénes pueden y quiénes no pueden cruzar esas divisiones artificiales. La búsqueda de nuevas oportunidades o de seguridad, entre otras, resultan en el movimiento físico de personas, familias y grupos. Esta parte visible, no siempre fácil de contabilizar, es la parte sencilla del análisis. La parte complicada viene de saber por qué migra la gente, de entender qué motiva a quien decide residir en otro lugar. El movimiento de personas conlleva elementos sutiles, difíciles de analizar: Ideas, sueños, formas de ser y de actuar también migran con las personas y son parte de las razones por las cuales alguien decide que votar con los pies es una estrategia más que adecuada. Estos elementos cualitativos no siempre son compatibles con los lugares a lo que llegan quienes cambian de residencia. Al asentarnos en un lugar con formas de ser y hacer diferentes empezamos a ser otras personas –a final de cuentas, debemos adaptarnos a nuestro nuevo entorno. Al mismo tiempo, quienes están a nuestro alrededor dejan de ser quienes eran pues ven destellos de otros mundos a los que tal vez no vayan a estar expuestos en sus vidas. Tal vez estos cambios sean nimios. Tal vez no lo sean. Sólo con el paso del tiempo podremos saber en qué forma o formas surge algo nuevo como resultado de la migración que ocurre en ese momento particular. Al menos sabemos que, parafraseando a un distinguido economista, quienes migran empiezan a hablar –pensar y actuar, podemos añadir– como aquellas personas con quienes empiezan a interactuar. De esta mezcla surgen nuevas formas de ser y de actuar que no son las originales. La cultura se crea y recrea con cada interacción entre personas cuyas experiencias y bagajes son diferentes. Las historias de migrantes nos permiten llenar muchos de los detalles que apasionan a sociólogos e historiadores, aun8
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que no sólo a ellos y ellas. En estas historias podemos ver lo que ve la persona y aquellos elementos que caracterizan a diferentes culturas y a una época determinada. Es a través de estas historias que podemos entender mejor aquello que los datos no pueden explicar completamente –parte de la varianza no explicada. Sabemos qué motiva a personas particulares y de ello podemos empezar a construir las razones por las que ocurre el fenómeno bajo estudio. Cierto, estas historias son de aquellas personas que se autoseleccionaron para contarnos sus experiencias. Por lo mismo, no son necesariamente representativas de la experiencia de todo migrante. Asimismo, no tienen el mismo valor científico de las encuestas. Pero tienen el valor de una novela o de un cuento: podemos adentrarnos en experiencias que no pueden ni deben ser analizadas única y exclusivamente con los ojos objetivos del científico social. Es a la persona de carne y hueso que queremos entender, no sólo al promedio de personas que migran. Podemos compartir vivencias y, a través de ellas, considerar elementos de gran relevancia para el diseño y la implementación de políticas públicas en temas de migración y de población. En las siete historias que presentamos a continuación podemos compartir las vivencias y los retos que han afrontado nuestros compatriotas. Los destinos y las experiencias son diferentes, pero en todas encontramos el mismo elemento: migrar no es sencillo porque no es fácil dejar atrás al país en el que se creció (costumbres, tradiciones, ideas) y a las personas con quienes se creció. Sin lugar a dudas, migrar nos abre los ojos a las ideas preconcebidas que tenemos acerca de otras naciones y sus culturas. Al mismo tiempo, regresar al propio país no es necesariamente la parte más sencilla. El “shock cultural” puede ser peor por existir leyes y normas diferentes o niveles diferentes de tolerancia hacia las diferencias o lo poco usual. Fácil o
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difícil, estas historias nos muestran parte de lo que podemos llamar el “espíritu humano”: el deseo de seguir adelante y de no perder contacto con las raíces que forman parte de quienes somos aquí y ahora. En Viaje al fondo de la butifarra, Alberto Manuel Sánchez García (Zoca Zorro), ganador en la categoría A, migra con su familia a España en búsqueda de su sueño de desarrollo profesional. Desea “ser escritor”. Para su sorpresa, encuentra que, a pesar de compartir la misma lengua las lenguas son diferentes. No se habla el mismo español. No sólo eso. Las culturas también son diferentes, a pesar de que España sea la Madre Patria – parte de lo que conforma nuestra actual identidad nacional. Al mismo tiempo, se hablan otras lenguas, como catalán. En su estancia tiene diferentes vivencias: participa en un concurso para ganar “un pedazo de carne ganado en una carrera, como en la prehistoria (la butifarra)”; estudia un posgrado de narrativa en la Universidad de Barcelona; trabaja sacando fotocopias en una universidad y hace un dossier de prensa; y hasta se contagia de piojos catalanes. Sin embargo, pudo más el amor a México y regresó con su familia para que su tercer vástago naciera aquí. Termina la historia resaltando que “el mejor premio de un migrante son los amigos.” Aldo De Gasperín Quintero Quintero, ganador en la categoría A, escribió La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse. En ella narra cómo por la migración de sus padres a Estados Unidos se queda a vivir con sus abuelos y a los 9 años de edad, junto con sus hermanos, emprendió el viaje para reunirse con sus padres. Viajó de Guanajuato a Chicago, soñando en llegar a una tierra de vaqueros, artistas de Hollywood, dinero y belleza. Pero la realidad era otra. Lo que encontró fue un país en donde los discriminaban, agredían y no conocían el idioma, en donde al salir de la escuela los hostigaban para pertenecer a las pandillas. A pesar 10
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de estas experiencias y de la negativa de su padre, Carlos logró llegar a la universidad y graduarse. “Actualmente da clases en la Escuela Interamericana de Chicago en donde llegan niños de una gran diversidad étnica. En 1999 recibió el premio Golden Apple, por su excelencia en la enseñanza, su trabajo inspirador en el salón de clases y por hacer una diferencia crítica en la vida de sus alumnos, principalmente aquellos con desventajas.” Welcome to Naco, Sonora, escrita por Pascuala Georgina Esquivel García (Pascualita), ganadora de la categoría A, narra las travesías de un “pollero” y las complicaciones para trasladar a los migrantes hacia Estados Unidos –o, como dicen ellos, “brincando gente de México a Estados Unidos o pollos como les dicen en la frontera norte”– y su incansable esfuerzo por regresarlos una y otra vez cuando todos eran descubiertos y deportados a México por la patrulla fronteriza. Crónica de una vida tortuosa es una historia de Soga Al-Cuello, ganadora en la categoría B, una mexicana residente en Estados Unidos para quien “la pesadilla americana…es mi realidad cotidiana”. Ella tiene dos nacionalidades al nacer. Nos cuenta su vida desde la infancia, una vida tortuosa a la que ha sobrevivido. También nos narra las diferencias que encontró al vivir en México y Estados Unidos. Dice: “Hay un momento en la vida del inmigrante que, invariablemente, uno se pregunta: ‘¿Valió la pena? ¿Esto es vida?’” Migrar por amor es lo que comparte Wendy Nayeli Madera Maldonado en su historia Tres generaciones migrantes, ganadora en la categoría C. Residente en Holanda, nos comparte las experiencias familiares y sociales que vivieron para su adaptación en otros países cuyas culturas son diversas. Su abuelita es oriunda de Costa Rica. Vino a México para reunirse con su amor. Su mamá se fue a República Dominicana por la misma razón. Nayeli es México-dominicana y encontró el suyo en Holanda. Una constante en las tres historias es el 11
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extrañar a México y a la familia. Sin embargo, Nayeli menciona que migrar no es fácil, ni siquiera cuando se hace por amor, ya que “La realidad es dura y el choque cultural termina muchas veces despertándote de tu sueño para sumergirte a veces en una oscura pesadilla”. Mientras que a su abuelita le fue fácil adaptarse a la hospitalidad de los mexicanos, a su mamá y a ella les costó mucho adaptarse a vivir en otro país. Para seguirse empapando de la cultura y tradiciones mexicanas, su mamá los llevaba a todas las fiestas patrias. “Desde pequeñita me he tenido que despedir de mis abuelitos, tíos y primos sin saber entonces con claridad el porqué de esta situación… siempre que viajaba a México, sentía que regresaba a mi país, es como si la tierra te llamara, aunque hayas estado poco tiempo en ella. Volver a vivir en México me hizo apreciar lo que ya tenía y sobre todo a valorar la importancia de la familia”. El Chepo, José de Jesús Muñoz Serrano, en su historia No se pudo nos cuenta de Diana, su hija, con quien viajó a México en automóvil para arreglar su residencia en Estados Unidos y también para visitar a la familia. Cuando atravesaron el Río Bravo, Diana, sorprendida, le dijo a su papá: “oh, no es tan mal como pensaba. Si hay color”, y su papá le preguntó “¿Por qué dices eso?” Diana le contestó: “Yo pensé que en México no había color. Así es en las películas que te gusta ver”. Al llegar a México, y después de una larga espera para llegar a la cita en el Consulado de Ciudad Juárez, le dijeron: “te vamos a quitar la niña… no puedo creer un muchacho joven, gay se quiera echar el compromiso de una niña –eso es ilógico…”. A pesar de que estaba adoptada legalmente y de que su pareja era el padre biológico, le quitaron a Diana y la enviaron al DIF. Allí no terminó la pesadilla. Se llama ESPERANZA es una historia de adicciones y violencia familiar como muchas que se viven todos los días en México y en todo el mundo. Noemi creció viendo el alcoho12
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lismo y la violencia de su mamá hacia su papá y después la que ejercía su padrastro hacia su madre. Cuando Noemi tenía 15 años se inició en el alcoholismo, la antesala de su adicción a otras drogas. A los 25 años de edad se fue a los Estados Unidos con la ilusión de reunirse con su amor y para tener un futuro mejor. No fue así. Sufrió agresiones de su pareja, con quien se drogaba. Las adicciones la llevaron a vivir las peores experiencias, hasta que se embarazó. Al nacer su hija, Noemi salió positiva al consumo de drogas, por lo que en el hospital le quitaron a su bebé. Entonces tuvo dos alternativas: entrar a un programa de desintoxicación o que la deportaran a México sin su hija. La esperanza pudo más y por ella hizo un gran esfuerzo para superarse, dejar atrás las adicciones y recuperar a su hija. Obtuvo un empleo en una agencia de servicios sociales en donde ayuda a salir de la drogadicción a otras personas. Cada persona vive de forma diferente el proceso migratorio. Incluso los miembros de la misma familia experimentan vivencias diferentes. Ello depende del temperamento y personalidad de cada individuo, de las circunstancias por las que migra, de la zona de la que parte y del país destino. Aun así, vemos que en todas las historias que hemos reseñado la experiencia confronta a los protagonistas con costumbres e idiomas diferentes, elementos que los hacen sentir vulnerables en el proceso de integración. Ello resulta, a veces, en la expresión de frustraciones, depresiones y melancolía por la familia o por México. Sin embargo, esta experiencia también resulta en mayor madurez, crecimiento emocional y fortaleza ante los cambios que vive la persona. Así, se vuelven más flexibles y abiertos a aprender de las diversidades culturales. Al mismo tiempo, no dejan de ser claros dos elementos. Por una parte, las redes sociales y familiares son muy importantes para la sobrevivencia en otros países ya que muchas veces los vecinos se convierten en la nueva familia. Por otra parte, la añoranza con 13
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que los migrantes describen la belleza de nuestro México, sus tradiciones y la solidaridad de sus habitantes, no deja de indicarnos que, aunque sea lejos del lugar en que crecieron y de las personas con que crecieron, parte de nuestro país siempre va a estar representada más allá de sus fronteras.
Mtro. Félix Vélez Fernández Varela Secretario General
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Welcome to Naco, Sonora Pascuala Georgina Esquivel García (Pascualita) Categoría A / Ganadora
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a historia que les voy a contar tiene que ver con la migración pero desde otro punto de vista. Se trata de la experiencia de un familiar político que estuvo trabajando en la frontera norte como pollero. La mayoría de nosotros tenemos una mala imagen de los polleros: hombres de carácter rudo, bien alimentados, habladores hasta por los codos, con un posible cliente, presumidos, imponentes. Nos dictan reglas, dan órdenes, cobran, eso sí, cobran y no se andan con juegos, o pagas o te quedas. Te amenazan por todo y a cualquier momento. Son estafadores por excelencia. Gente sin escrúpulos. Justifican que su trabajo aporta mano de obra calificada a la economía más grande del mundo, por lo que se les debe de agradecer su aportación. Son trabajadores que no discriminan ni miden edades, no condicionan razas, ni colores. Al que paga lo llevan, no ofrecen garantía, pero sí eficacia. Sus órdenes serán inapelables. Sí, ésta es la imagen que tenemos de los polleros, pero nos olvidamos que también son personas que arriesgan su vida por ganar unos cuantos dólares, algunos dirán que de una manera fácil, otros, los que realmente conocen el negocio justificarán la dificultad de esta actividad económica. Pero, sin duda, los migrantes que han solicitado los servicios de un pollero podrán dar una opinión más acertada y los lectores de esta historia darán su punto de vista desde su perspectiva. * —Deténganse, deténganse, alto, las manos arriba de la cabeza —escuché en un español con tono agringado cuando 15
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caminaba por primera vez en el remoto desierto de Arizona, guiando a un grupo de mexicanos deseosos de cruzar la frontera para ir en busca del anhelado sueño americano, era el año 2002. Me detuve con todo el grupo que me acompañaba y lleno de miedo observé a un grupo de agentes de la patrulla fronteriza que nos acorralaban desde todas direcciones. Uno de ellos ordenó: —¡Manos arriba de la cabeza! ¡Siéntense! ¿tienen armas? ¿tienen cuchillos, navajas? —No. Nada, contesté. —Ok, dijo uno de los agentes observando a todo el grupo. Parece que están asustados. ¿Están todos bien? —preguntó con preocupación el agente. —Todos estamos bien —contesté. En seguida el agente nos ordenó ponernos de pie. —Vamos a revisarlos. ¿Alguno de ustedes tiene documentos de migración para estar aquí? —preguntó. —No —contestamos a una sola voz. El agente tomó su radio para comunicarse al centro de comunicación. —Agarramos a un grupo de inmigrantes ilegales. Son mexicanos y no tienen documentos de migración para estar aquí en Estados Unidos. Los llevaremos a la estación y sabremos la historia completa de cada uno. El agente dio unos pasos y dirigiéndose al grupo, dijo: —Los llevaremos a la estación, ahí tendremos acceso a sus antecedentes criminales, les tomarán la huella digital y si no tienen antecedentes los procesarán y los enviarán de regreso a México. —Venimos a trabajar para ayudar a nuestra familia —dijo uno de los migrantes con voz temblorosa—. No somos delincuentes —añadió lleno de nerviosismo y miedo. Otro de los 16
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agentes contestó: —Es una historia conocida, otro grupo de inmigrantes ilegales. ¡Caminen, súbanse a la camioneta! —nos ordenó. Sentado en la camioneta susurré al grupo que guiaba: —No se preocupen, lo volveremos a intentar, les prometo que ustedes pasarán a Estados Unidos. El resto del traslado hubo un silencio absoluto. Empecé a desvalijar mi memoria de cómo había llegado a Naco, Sonora, para trabajar en el traslado de mexicanos hacia el país vecino. Recordé aquel día en que mi sobrino, Manuel, entusiasmado, llegó de visita a casa para invitarme a trabajar en la frontera. Manuel trabajaba brincando gente de México a Estados Unidos, o pollos como se les dice en la frontera norte. Lo que me propuso en un inicio me pareció muy arriesgado. —No sé —le contesté—, yo tengo mi familia y mi trabajo aquí, qué chingaos voy hacer allá en la frontera. —Vas a trabajar conmigo, tío. Vas a ganar mucho dinero, podrás construir tu casa, comprarte un taxi, darle una mejor vida a mi tía y a mis primos, anímate, tío, aquí con tu sueldito apenas tienes para vivir. —Sí, tienes razón canijo —le contesté— pero es muy arriesgado. ¿Cómo vamos a hacer para conseguir pollos? —No te preocupes, tío. Eso ya está solucionado. Es un proceso muy largo, pero ya tengo mis contactos que me mandan gente de diversos estados—. Guardé silencio, estuve pensativo por unos minutos, finalmente contesté, —sí canijo. Dame chance de hablar con mi vieja y con mis hijos. A la semana siguiente, ya estaba yo en la frontera, listo para trabajar. —¡Bájense de la camioneta! —interrumpió mis pensamientos el grito del agente. —Pasen al cuarto que está al fondo, ahí les tomarán sus datos y su huella digital, si no tienen 17
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antecedentes criminales los regresarán a México, aquí termina nuestro trabajo, suerte mexicanos, ya no regresen —nos dijo el agente. Era mi primer viaje, Manuel me había guiado hasta la mitad del camino y a partir de ahí nos separamos con la intención de despistar a la migra. Él se llevó a la mitad de la gente y yo me quedé con la otra mitad. —Ojalá que él si logre cruzar la frontera con los pollos —pensé. En la estación nos preguntaron nuestros nombres. Manuel ya me había alertado que cuando nos detuvieran diéramos un nombre falso. El agente buscó los nombres en la computadora, nos tomó la huella digital y nos mandó de regreso a la frontera de México. Estuvimos por un buen rato afuera de la oficina pensando en cómo le haríamos para regresar a Naco y volver a intentar cruzar la frontera; esos pensamientos rondaban mi cabeza cuando observé que dentro de la estación otro grupo de agentes llevaba a Manuel y al grupo de pollos. Decidimos esperar a que Manuel saliera con el otro grupo. Después de dos horas salió el grupo de migrantes. Manuel había sido apresado y procesado a la cárcel de Tucson. Sentí miedo. Ahora tenía a mi cargo el doble de pollos. Metí las manos a los bolsillos del pantalón, saqué todas las monedas que llevaba, las conté: tenía lo justo para pagar el pasaje de regreso a Naco. Éramos en total trece personas, doce pollos y yo. En el grupo iban dos niñas; una de cuatro y otra de dos años. En el autobús, rumbo a Naco, me sumergí en mis pensamientos. Me sentí perdido en ese pueblo donde suceden algunas historias de migrantes y polleros dando el último brinco hacia Estados Unidos. —¿Qué hago? este canijo ya está preso. ¿Cómo puedo pasar a la gente del otro lado si yo mismo no sé el camino?, además,
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no tengo dinero. El “sapo” —pensé— él me tiene que ayudar. El “sapo” era otro pollero que trabajaba en sociedad con Manuel. Al llegar a Naco, bajé del autobús y caminé por aquella pequeña población localizada en la parte noreste del estado de Sonora, entre Agua Prieta y Cananea. Llegué al hotel. Instalé nuevamente a los pollos en uno de los cuartos que alquilaba Manuel y me dispuse a buscar al “sapo”. Le platiqué lo que había ocurrido y le solicité ayuda para poder brincar a los pollos, pero no quiso ayudarme. Me sugirió acudir con otro pollero y solicitarle ayuda. Me dijo que para cruzar a las niñas sin arriesgarlas demasiado llamara a la esposa de mi sobrino que vivía en el otro lado y ella me diría qué hacer. Y así hice, llamé a Carolina, esposa de Manuel. Ella tenía algunos años viviendo en los Estados Unidos con sus dos hijos, también era ilegal. Ocasionalmente ayudaba a su marido escondiendo en su casa a niños que brincaban por la línea. Antes de hacer lo que Carolina me dijo, contacté a otro pollero y le solicité que se llevara a los pollos para brincarlos. Me puse de acuerdo con la gente y a la madre de las niñas le sugerí brincar a sus hijas por la línea para que no tuvieran que caminar por el desierto, la madre aceptó. Una vez que el otro pollero partió con la gente, yo me quedé con las niñas y me dispuse a seguir las instrucciones de Carolina. Me dirigí a Nogales para contactar a la mujer que las cruzaría por la línea. Era un proceso bien estructurado, llamé por teléfono a la mujer, le di la descripción de las niñas. Horas después llegó ella a nuestro encuentro con pasaportes y visas de las niñas como si fueran sus hijas. Les dio instrucciones y caminó muy segura hacía la línea para cruzar la frontera, no hubo problema alguno. De regreso a Naco me encontré otra vez con el grupo de pollos, la migra los había atrapado de nuevo. La mujer desesperada preguntó por sus hijas, le expliqué que ya estaban a 19
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salvo en Estados Unidos. Me empezó a golpear desesperada, gritando que yo le había robado a sus hijas, que se las devolviera, así que no tuve más remedio que llamar a Caro y pedirle que pusiera al teléfono a las niñas para que hablaran con su madre, sólo de esta forma la mujer se tranquilizó. Y ahí estaba otra vez yo, con el grupo de gente desesperada por cruzar la frontera y sin saber qué hacer. El otro pollero no quiso intentar una vez más llevar a la gente, decía que ya había perdido tiempo y no había ganado un solo peso. Me sugirió vender los pollos al “potro”, un pollero que tenía fama de no fallar nunca, pero es enemigo de tu sobrino, me advirtió, a la mejor no querrá ayudarte. Decidí intentarlo, no tenía otra opción. Me dirigí a buscar al famoso “potro”. El “potro” había sido quien enseñó el negocio a mi sobrino, y este último una vez que aprendió todo decidió independizarse, convirtiéndose en la competencia del “Potro”. El “potro” era un hombre alto, robusto, bien parecido. Su arreglo personal era impecable. Cabello corto y bigote bien arreglado, al estilo del fallecido charro mexicano, Jorge Negrete. Vestía siempre camisas a cuadro, pantalón y botas de vaquero. Era de un carácter flexible pero decidido y seguro de sí mismo, tenía a su cargo un gran número de caminadores. —Tengo un grupo de doce pollos hospedados en el hotel y no tengo dinero para el hospedaje y alimentos —le dije. La gente tiene hambre, está desesperada. —Yo no tengo dinero, mi sobrino está preso y el “sapo” no me quiere ayudar a brincarlos, yo tengo poco tiempo aquí y todavía no me sé el camino ¿qué te parece si hacemos un trato con los pollos? —agregué. Llegamos a un arreglo, finalmente le vendí los pollos por unos cuantos pesos y regresé a casa, al lado de mi mujer y mis hijos. *
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Dos años después, Manuel salió de la cárcel y me llamó una vez más para trabajar con él. Yo me encontraba laborando como velador en una fábrica en donde me pagaban una miseria. Cuando él me platicó los planes que tenía, me convenció. Me dijo: —¿Qué te parece si tú te quedas en el hotel para recibir a los pollos? los hospedas, te encargas de sus alimentos, consigues caminadores y los mandas caminar. Del otro lado el “sapo” y yo estaremos esperando a los pollos para llevarlos a su destino final. Acuérdate que tú serás el pollero y quien traslade a los pollos serán los caminadores—. Su plan me pareció perfecto. La paga era mejor y el riesgo menor. —Te vamos a dar cincuenta dólares por pollo. Los gastos del hotel y la comida los pagaremos nosotros. Cuando llegue la gente al hotel debes obtener sus datos: nombre completo, nombre y teléfono de la persona que se va a encargar de realizar el pago una vez que el pollo esté del otro lado. Tienes que platicar con la persona que vas a brincar y con la que va a quedar como aval. Eso lo tienes que hacer para garantizar el pago. Me sentía emocionado, tenía próxima la oportunidad que tanto había esperado, esta vez no la desaprovecharía, iría con todo. Visualizaba una oportunidad más real. Tenía otra idea, otra mentalidad. Ya conocía un poco el negocio y ahora sí la haría en grande, ganaría mucho dinero para poder construir una casa para mi mujer y mis hijos y poderles dar una mejor vida. Cuando le pregunté a Manuel cómo había salido de la cárcel, me sorprendió su respuesta: —Tuve suerte, tío. La policía me ha detenido miles de veces. Con decirte que tengo en mí expediente más de doscientos años de deportación. Hay que ser astuto, tío. Siempre que me agarran doy un nombre diferente y para que no queden registradas mis huellas digitales me raspo las yemas de los dedos con una navaja o espinas de maguey, así el sistema no me identifica. A veces cambio un poco 21
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mi imagen para que no me identifiquen cuando me vuelvan a agarrar. Al salir de la cárcel tuve que reinventarme porque ya estoy bien quemado. Así le hago siempre, cada vez que salgo de la cárcel cambio de look: un corte de pelo, color de tinte, cambio de bigote, barba larga, barba corta, pupilentes, lo que sea para que la migra no me identifique. A veces, cuando la huella no es identificada por el sistema, me preguntan ¿a qué se dedica? les contesto que a pizcar piña y ya no me preguntan nada. A mi regreso a Naco empecé a relacionarme poco a poco con las autoridades del estado. Visité a la policía municipal y a la judicial para que me dejaran trabajar libremente en el contrabando de personas. Lo difícil era contactar al primero, después ellos se pasaban el pitazo: “ya llegó uno nuevo, ve a verlo”, se comunicaban entre sí. Lo difícil es contactar a uno, luego, solitos llegaban. Me preguntaban: —¿Tú, quién eres?, ¿quién te mandó? —fuera del grupo de la municipal, de la judicial o de la AFI. Tuve que hacer mis conectes y pasar una cuota a todas las instancias involucradas para que me dejaran trabajar libremente como pollero y en caso de necesitar protección ellos me la darían. A todos les tenía que dar su “mordida”. Tenía a los de la municipal, judicial y AFI comiendo de mi mano. Lo más difícil fue lograr la protección de la AFI, tuve que soltar fuertes cantidades de dinero, mucho dinero, pero el costo bien valía la pena. Tendría protección y podría trabajar con toda libertad. Con la protección total de la policía municipal, judicial y de la AFI, empezamos a trabajar a lo grande. Nos llegaban grupos de gente cada fin de semana. Hospedábamos en el hotel Monterrey hasta sesenta personas, todas de diferentes estados de la República Mexicana. Los pollos cubrían sus propios gastos de hospedaje y comida. Ya estando del otro lado, el pollero se encargaba de los alimentos. En ocasiones, cuando la 22
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gente no llevaba suficiente dinero para sus gastos, yo les pagaba el hospedaje, los alimentos y en época de invierno hasta les compraba algún suéter, chamarra o sudadera para cubrirse del frío. Hacía todo eso para asegurar a los pollos. Tenía que tratarlos bien. Si los trataba mal y dejaba que se me fueran con otro pollero era dinero que se me iba de las manos. Además, si se iba un pollo contagiaba a los otros y los convencía de irse y eso no me convenía, sobre todo cuando venían en grupo y el que amenazaba con irse era el líder. En la temporada alta de migrantes el hotel se encontraba lleno de pollos. Los caminadores estaban saturados de trabajo. Manuel se presentó en el hotel una mañana y al darse cuenta de la situación me dijo: —Tenemos que caminar tú y yo, tío. Debemos brincar a la gente, el próximo viernes llegará otro grupo, y ya tenemos saturado el hotel. Preparamos un grupo de treinta personas. Por la tarde salimos a caminar por el desierto de Sonora. Caminábamos en fila, Manuel lideraba el grupo. Yo caminaba al final de la fila. A lo largo del camino pasamos por brechas, ahí se mostraban las huellas de paso de otros migrantes, galones vacíos y todo cuanto dejaban por su paso, no cabía duda que ése era un lugar transitado por muchos migrantes. Hacía mucho calor, llevábamos suficientes botellas de agua para evitar la deshidratación. En el desierto debíamos tomar mucha agua para sobrevivir, sobre todo en la época de sequía. Debíamos también de dar la pisada en el mismo lugar que el compañero de adelante, así evitaríamos que la migra descubriera cuántos veníamos caminando y en caso de que nos encontraran, nos pudiéramos dispersar. Caminamos durante cuatro horas por un terreno ondulado, había colinas y cañones, debíamos caminar con mucho cuidado, el desierto estaba lleno de peligros. Llegamos a una valla de alambre de púas, Manuel dio indicaciones de que una 23
Historias de migrantes, IV Concurso
persona levantara el alambre de púas mientras los demás pasaban. Pasaron uno por uno. Al final tocó mi turno. Me acosté pecho tierra y comencé a arrastrarme como lo habían hecho los demás para poder librar el alambre. Delante de mí iba un joven de unos diecinueve años, sin darse cuenta, su zapato deportivo se atoró en el alambre y para zafarse dio un jalón hacia adelante, el alambre vibró y golpeó mi cabeza atorándose en mi cabello; desesperadamente di un pequeño jalón con la cabeza y seguí adelante, no había tiempo que perder, la patrulla podría estar en cualquier parte. Seguí avanzando, de pronto percibí que un líquido caliente recorría mi cara, me toqué con la mano, observé sangre. Al instante me puse la mano derecha donde sentí la herida, intentando parar la hemorragia. De la mochila que cargaba saqué una pequeña toalla para secarme, la coloqué en la cabeza y seguí caminando, uno de los pollos gritó que me estaba saliendo sangre y Manuel se detuvo, retrocedió hacia a mí y observó la herida. —Así no puedes caminar —me dijo—. Te estás desangrando y todavía falta mucho para llegar. Te tienes que regresar y buscar ayuda. Mira, ahí está la carretera— me dijo, señalando con la mano. —Camínale, por aquí derecho te vas a encontrar a la migra, ellos solitos van a llegar y te llevarán del otro lado, a la frontera mexicana. Vete con cuidado, yo voy a seguirle. Cuando llegues al hotel me llamas para saber que llegaste bien, nos vemos. Me quedé sentado en una piedra esperando que el grupo avanzara. Después de unos minutos comencé a caminar sobre la carretera como me había sugerido Manuel, esperando que la migra me encontrara. Caminé durante una hora, llevaba el rostro escurriendo de sangre, con la mano libre me limpiaba los ojos para poder ver y seguir el camino que se hacía interminable, me sentí cansado, desesperado, comencé a llorar. A los pocos minutos escuché el ruido de un motor, di media 24
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vuelta y observé que dos vehículos se acercaban, era la patrulla fronteriza. Por primera vez me alegraba de que la migra me agarrara. Los dos vehículos se estacionaron dejándome en medio. De una de las camionetas bajó una mujer corpulenta de unos treinta y cinco años, comenzó a observarme. —¿Qué te pasó? —me preguntó como si hiciera una pregunta de rutina. La mujer guardó silencio, caminó hacia una de las camionetas, sacó un galón de agua, regresó a mi lado, quitó la tapa del galón y comenzó a vaciar un poco del líquido sobre mi cabeza, al mismo tiempo, que escuchaba a otro de los agentes hablar por la radio. —Tenemos a un quilero herido. Para los agentes, un quilero era un presunto inmigrante ilegal que desistía cuando veía las cosas difíciles. Lo atrapaban, pedían sus documentos y lo deportaban. La mujer me ordenó subir a la camioneta y me llevó directo a la línea. En territorio mexicano caminé a toda prisa al centro de salud más cercano. Una vez curado, regresé a Naco; allí me encontré con la sorpresa de que la migra había atrapado a Manuel y los habían deportado. Ante esta situación Manuel decidió invertir un poco de dinero en la compra de una camioneta. —Así será más rápido trasladar a la gente tío. —Se compró la camioneta y para poder tener mejor espacio la desmantelamos toda. Días después hicimos el primer viaje. Yo acompañé al “flaco”, uno de los mejores caminadores que tenía mi sobrino. —Él te va a enseñar el camino —me dijo Manuel— ¡Vete con él!, y apréndete el camino porque te vas a regresar solo. Iniciamos el primer viaje en la camioneta. No llevábamos licencia para conducir o documento alguno que nos permitiera circular en territorio mexicano o norteamericano. Viajábamos arriesgándolo todo. Si la policía nos atrapaba nos mandarían directo a la cárcel, pero pensar en mi familia era lo que me daba empuje para salir adelante. —Estoy aquí para ganar dine25
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ro, para darles una mejor vida a mis hijos y a mi mujer, todo va a salir bien, es por ellos. Todo lo que hago es por ellos y para ellos. Logramos concretar el primer viaje. Regresamos al hotel. Cargamos la camioneta para un segundo viaje, treinta pollos. Ya estaba oscureciendo, debíamos darnos prisa, el camino era de terracería, no era un camino recto y mucho menos parejo, estaba lleno de colinas y piedras, era el único camino que existía sin que la migra nos pudiera atrapar con facilidad. Dejamos a la gente del lado americano. El “flaco” bajó de la camioneta con la gente y yo tuve que regresarme solo. Arranqué la camioneta, tenía la seguridad de haberme aprendido el camino, cerré las ventanas del vehículo. A escasos kilómetros me vi perdido. Sentí desesperación, comencé a rezar —¿Qué hago, Dios mío? No sé para donde jalar, ¡ay, Virgencita de Guadalupe, ayúdame! ¡Santa madre de Dios, no me desampares! ¿Por dónde me regreso? —El miedo me dominó, por unos minutos mi cerebro se bloqueó, no pude pensar, me dominó la angustia, respiré varias veces con profundidad. —Tengo que salir de aquí, tranquilo, todo estará bien— me decía a mí mismo—. Necesito tranquilizarme para poder pensar y salir de aquí—. Arranqué nuevamente la camioneta, todo estaba oscuro, era cerca de media noche. Encendí las luces para alumbrar el camino. No sabía qué rumbo tomar —¡Por Dios que voy a salir de aquí! —Seguí avanzando, a los pocos minutos me encontré frente a un lago, era el Valle de Agua Fría, me di cuenta de que por ahí no era el camino. Detuve la camioneta para observar el lugar. Me quedé quieto, el silencioso sonido de aquel lugar me tensó. Me invadió otra vez la sensación de miedo. Recordé cuando mis hijos se asustaban por la oscuridad y me sentí ridículo por parecer un niño, yo era un adulto con mucho valor y sangre fría, no debía olvidar eso. Era un hombre de cuarenta y tantos años, había pasado mi vida adulta enfrentando una multitud de riesgos 26
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cuando trabajaba como taxista nocturno en la gran selva asfáltica de la Ciudad de México. Ni siquiera esos pensamientos lograron quitarme la sensación de miedo, volví a rezar —¡Ay, Dios mío, ayúdame por favor!, no sé si voy a salir de esto, no sé si voy a aguantar esto. ¡Virgencita santa! apiádate de tu hijo, ayúdame. Traté de tranquilizarme, abrí un poco la ventanilla del auto para que entrara aire, escuché el canto de los grillos, al tiempo que veía el cielo luminoso por centenares de estrellas, respiré nuevamente. Volví a encender el auto intentando recobrar la compostura. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad sin dejar de escuchar atentamente el grillar de los insectos y poder, al mismo tiempo, captar cualquier otro ruido revelador. Manejé despacio con las luces medio encendidas. Me encontraba a veinticinco millas de Naco, solo y en el desierto de Nogales, poco a poco reconocí el camino de regreso. * Cada inicio de semana salía del hotel Monterrey a visitar a la policía del estado. Los bromeaba diciéndoles que les iba a dejar el gasto para la semana, o les decía bromeando: —Aquí tienen para sus chocolates. A cada uno le daba su mochada. En total pagaba a la semana dos mil quinientos dólares por protección. Esa cantidad se repartía entre la AFI, la judicial del estado y la municipal. En Naco existían en esa época, por lo menos, diez polleros. Cada uno daba su soborno a cambio de protección. Cada autoridad establecía su tarifa. En la última semana de abril de 2004 hubo cambio de autoridades en la AFI. El nuevo dirigente citó a todos los polleros del poblado. Nos informó de su llegada y se presentó como el nuevo jefe. Estableció nuevas reglas, subiendo la cuota a cada pollero. Al igual que todos los demás tuve que aceptar las órdenes. Era la temporada alta de migración, así que aceptamos 27
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todas las condiciones con tal de tener libre tránsito y completa protección. En una de esas noches calurosas de mayo sonó el teléfono que usaba para comunicarme con los de la AFI, el oficial me decía —Siéntate, no hay camino esta noche, hasta nuevo aviso. Estate pendiente, no te muevas. “Sentarse” era no salir a brincar pollos hasta nuevo aviso. Al parecer esta orden se daba para que pudieran meter droga con el camino despejado, libre. —Así se maneja este negocio— me decía el oficial. La frontera norte es una zona muy conocida por la disponibilidad de diversas drogas ilegales y su paso hacia Estados Unidos. En ocasiones había operativos con complicidad de la AFI, custodiaban toneladas de marihuana o cocaína. Los cargamentos de droga pasaban libremente por la línea. Todo estaba perfectamente organizado y vigilado por ambos lados de la línea. Se podía ver que varios camiones iban en caravana y con las luces apagadas para no llamar la atención. La caravana era vigilada por aire y por tierra. Todos los camiones eran monitoreados por la radio, no había duda, el país vecino manejaba la doble moral. Sin la ayuda de la policía norteamericana no podría existir el contrabando de droga a gran escala, es un triángulo difícil de disolver: droga, dinero y poder. Dos semanas después recibí una nueva llamada de la AFI con la cual me daba vía libre para poder trabajar. La camioneta se encontraba en el taller, así que no tuvimos otra opción que salir a pie. Por la noche salí junto con otro pollero a caminar con un grupo de quince personas. Caminábamos a oscuras por el desierto, de pronto escuchamos un leve ruido que cada vez se hizo más audible hasta lograr identificarlo. El “mosco” gritó el otro pollero. Tenemos que escondernos en los arbustos, échense pecho a tierra para que no nos vean. Todos nos acostamos 28
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en la tierra haciendo caso omiso de los peligrosos animales rastreros. Yo me embarré de caca pero debíamos de quedarnos quietos, no importara lo que pasara, debíamos quedarnos quietos. El “mosco”, así le llamábamos al equipo aéreo, al helicóptero de la patrulla fronteriza que transportaba una cámara para captar a los ilegales que transitaban sus fronteras y desde el aire avisaban a los agentes en tierra de la ubicación de los migrantes. Los agentes en tierra comenzaban a movilizarse hacia el lugar que les indicaban desde el aire. De pronto, escuchamos que alguien se acercaba, todos comenzamos a dispersarnos, arrastrándonos para escondernos entre los arbustos y no ser localizados por la migra. Estuvimos escondidos por algunos minutos hasta que dejamos de escuchar ruidos y observamos que el “mosco” ya se había alejado. Nuevamente comenzamos a caminar teniendo cuidado con las patrullas. En ocasiones éstas se quedaban varadas en la carretera para detectar a los migrantes con un tubo de aproximadamente cuatro metros de altura, el cual portaba una cámara infrarroja para observar a todos los que queríamos cruzar su frontera o a los traficantes de droga. Debíamos tener mucho cuidado, los gringos tenían lo último en tecnología. Cuando detectaban a algún sujeto caminando en sus territorios queriendo cruzar la frontera daban el pitazo a sus compañeros para que llegaran a toda prisa, ya sea en coche o a caballo. Metían los caballos por las veredas que no pueden ser transitadas en coche, no descansaban hasta atrapar a la gente. Los policías en tierra eran dirigidos por la patrulla que observaba con su cámara infrarroja desde el equipo aéreo o desde el centro de control. Estaban siempre “a las vivas”, les dictaban las coordenadas de ubicación de los sujetos y aprisa los oficiales en tierra iban en su búsqueda, así que debíamos de tener mucho cuidado.
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Cuando la gente se asustaba o se cansaba y quería regresarse, yo debía tranquilizarla, darle ánimos y convencerla para seguir adelante, de lo contrario nos arriesgaban a todos. Ese día después de varios percances, llegamos en la madrugada al lugar donde entregaríamos a la gente. * Mi trabajo como pollero era recibir a la gente en el hotel. Les daba hospedaje, alimentos y todo lo que necesitaran para que estuvieran tranquilos y contentos hasta la partida. Después reunía a los caminadores que llevarían a la gente al otro lado. Cada uno llevaba por lo regular a diez personas. Yo dialogaba con cada caminador, les decía: —Acuérdense que las mujeres van adelante y los hombres al final. Traten bien a la gente para que no hagan el viaje gratis y se ganen un dinerito. Acuérdense que esto es un trabajo, así que tienen que cumplir ciertas reglas. No traten de pasarse de listos, ni ser abusivos con los pollos, de esto comen ustedes y su familia. Esto es un trabajo y como todo trabajo lo tienen que realizar bien. Recuerden, si entregan a la gente sana y salva, ganan; si no llegan, no ganan. Qué caso tiene que caminen si no logran entregar a la gente, entonces, su caminata salió gratis; si entregan a la gente ganan, si no, no. Yo debía quedarme todo el tiempo en el hotel, pero a veces los caminadores no llegaban cuando se les solicitaba. En uno de esos días en que el calor estaba muy fuerte, el encierro se hacía eterno y los caminadores no llegaban. Decidí ir por la camioneta al taller y llevar un grupo de personas en el vehículo al cruce de encuentro, los llevaría personalmente a la frontera y se los entregaría a Manuel. Acomodé treinta personas en la camioneta, las coloqué acostadas, amontonadas, de lado. Al llegar a la milla donde las tenía que entregar no detuve el auto, sólo disminuí la velocidad, entonces una por una fueron descendiendo. Cuando ya todos los pollos estaban 30
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en tierra, aceleré un poco, tres o cuatro kilómetros adelante di media vuelta y emprendí el camino de regreso; manejar por el desierto era algo que disfrutaba. Comencé a recordar algunos incidentes que había sufrido en esas carreteras en varios viajes. Recordé la ocasión que me quedé sin combustible, también aquella vez en que se ponchó una llanta a media noche y con malabares y a tientas logré cambiarla. De pronto, comenzó una tormenta, manejar se hizo cada vez más difícil, los parabrisas apenas se daban abasto para poder remover el agua que caía sobre el vehículo, comencé a manejar con dificultad, sentí que las llantas patinaban y la camioneta ya no avanzaba; se había atascado en el arroyo. Esperé a que la lluvia terminara para descender de la camioneta y poder empujarla. Quince minutos después la lluvia había cesado. Bajé del vehículo y comencé a empujarlo de manera que la llanta atorada en el arroyo tuviera fluidez, enseguida subí al vehículo y aceleré hasta que la camioneta quedó libre y pude seguir mi camino. El trabajo como pollero no es tan fácil como todos piensan. Es dinero fácil, sí, pero tiene sus riesgos y sus inconveniencias. No sólo tienes que congraciarte con todas las autoridades para poder trabajar con libertad y estar protegido, debes también estar a su disposición. Además, el pollero debe tener una buena relación con otros polleros para evitar conflictos. Asimismo, es necesario también llevar una relación cordial con los caminadores y ajustarse a sus horarios porque así, cada caminador tiene su propio horario y su propia milla de entrega. A la semana siguiente volví a llevar a otro grupo de gente. A mitad de camino la camioneta se averió, decidí seguir el camino a pie, ya llevaba más de la mitad, y perder tiempo era perder dinero. Caminamos en fila, así la migra no sabría cuántos éramos. Ya casi llegábamos, habíamos pasado dos carreteras, todavía nos faltaba atravesar un alambre de púas y una reja, 31
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caminábamos todos en línea, el último de la fila iba borrando las huellas con alguna rama, así no podrían seguirnos, llevaba catorce hombres y una mujer, en total eran quince pollos. De pronto se escucharon voces de diferentes lados. La gente comenzó a dispersarse para esconderse entre los arbustos. —¡Alto, alto, las manos arriba! —gritaban cinco oficiales rodeando al grupo. —Sabemos cuántos vienen porque hemos contado las pisadas, hemos visto las huellas en el camino. ¡Cada uno de ustedes siéntense en el suelo con las manos en la cabeza y el pie derecho arriba para que revisemos la pisada de cada uno! ¿Dónde están los otros? —preguntó el oficial. —Sólo veo a diez personas, faltan algunos—. Hubo un silencio. El oficial señaló a cada uno de nosotros mientras decía: —Aquí están las pisadas de él, las de él, y las de él, de este otro y de este otro, pero faltan personas. ¿Dónde están? —volvió a preguntar el oficial, ¿quién es el guía? —Comenzaron a buscar entre los arbustos, de todas direcciones agentes a caballo comenzaron a avanzar. Pronto los agentes atraparon a los hombres escondidos, les ordenaron sentarse al lado de nosotros y comenzaron a cuestionarnos. En esa ocasión nos volvieron a deportar. * Pasaron los meses y comenzó a disminuir la gente. Cada vez llegaban menos pollos. Manuel pensaba que yo estaba trabajando por mi cuenta y que le mandaba poca gente. Empezó a desconfiar de mí y ya no me enviaba dinero para pagarle a la policía y tampoco me mandaba lo que me correspondía. Decía que ya no era negocio pagar por protección cuando no había tantos pollos que cruzar. Yo le explicaba que aunque cruzáramos a un solo pollo debíamos de pagar la cuota, si no, ya no tendríamos vía libre y protección. La policía entonces empezó a presionarme para que le diera la cuota y como no tenía dinero me metieron a la cárcel, tuve que negociar con ellos, les dije que en el hotel tenía cinco 32
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mil pesos, que si me dejaban libre se los daría, y así fue, me dejaron en libertad, me acompañaron al hotel, les di el dinero y me dijeron que me fuera del pueblo, que no me querían ver, me amenazaron diciendo que si me veían por ahí, me meterían a la cárcel por contrabando de personas. Llamé por teléfono a Manuel para que me enviara el dinero que me debía y poder regresar a mi casa, no me quiso mandar nada, dijo que ya lo estaban investigando y no podía hacer ningún movimiento. Tomé mis cosas y me fui a Agua Prieta a seguir trabajando en lo mismo, no deseaba regresar a mi casa con las manos vacías, pero las autoridades me volvieron a agarrar, me decían que ya no podía trabajar porque no les daba cuota, me dejaron libre con la condición de que regresara a mi pueblo. Me amenazaron diciendo que si regresaba y continuaba en lo mismo me matarían, me mandarían a la cárcel de Nogales o me denunciarían con la SIEDO (Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada) por el delito de contrabando de personas, y así lo hice. Me regresé a casa, sin un centavo, lleno de miedo, impotencia y frustración.
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Viaje al fondo de la butifarra Alberto Manuel Sánchez García (Zoca Zorro) Categoría A / Ganador
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on casi las ocho de una fría mañana de febrero del 2006 en Sant Cugat del Vallès, un poblado catalán a unos veinticinco minutos en tren y al oeste del centro de Barcelona. Como es habitual cada sábado, en una calle peatonal, a un costado del monasterio del siglo XIV y frente a la carnicería Tubau, se reúnen veintitantos corredores que rondan entre los dieciséis y los sesenta años. La mayoría tiene buen nivel, se entrenan para competir. Es un grupo dirigido por Amadeo, de unos cincuenta años, y dueño de la única tienda de artículos para corredor en este pueblo. —En España la gente en general corre para mejorar marcas, no es un deporte tan popular como en América —me informa Rafael Chueca, vecino mío y quien me invitó a venir cuando le dije que me gusta correr, aunque, en realidad, yo no realicé esta actividad deportiva de manera periódica. Lo de América lo mencionó porque sabe que soy mexicano. De hecho, soy el único mexicano en este grupo de corredores, formado por catalanes, madrileños, zaragozanos, asturianos, vascos, entre otros. Hubiera sido más breve escribir: “este grupo de corredores, todos españoles”, no obstante, después de llevar dos años radicando en Cataluña, me queda más que claro que España es realmente un país formado por diferentes culturas y lenguas que luchan por conservarse, unas más que otras, donde la cultura catalana pertenece a las que más. Y Sant Cugat es de tendencia catalanista.
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Historias de migrantes, IV Concurso
A las ocho en punto suena la campana de la iglesia del monasterio y arrancamos. Corremos, en un grupo más o menos compacto, por las calles y avenidas, hasta internarnos en Collserola, el bosque vecino al pueblo. Después de cincuenta y tantos minutos, regresamos al monasterio y frenamos a unos cien metros del punto de donde partimos. Estoy hecho polvo, no había corrido diez kilómetros desde ya no sé cuándo. Me apunté a esto como el Borras. Los corredores recobramos aliento, giramos nuestras cabezas, estiramos y sacudimos brazos y piernas. De pronto, justo a las 9:00 horas, suena otra vez la campana del monasterio, y de la carnicería Tubau salen seis o siete carniceros haciendo un escándalo metálico con ollas, cacerolas, cuchillos y otros artefactos. Parece un desfile de bufones con gorros y ropa blancos, y delantales embarrados de sangre seca. Rompen la todavía tranquilidad del pueblo a estas horas. Uno de los carniceros se pone al frente de sus compañeros y estira el brazo, cuya mano sostiene una bolsa de plástico. —Contiene un buen pedazo de carne. Puede ser molida o una pierna o bistecs. La ganará el primero de nosotros en el sprint —me aclara Chueca. Un sprint no apto para vegetarianos, pienso. —Suelen ganar esos dos hombres —añade Chueca, señalándome con un movimiento del rostro a un joven espigado con guantes anaranjados y a otro de barba canosa y piernas gruesas y musculosas, el único del grupo que las lleva desnudas en esta helada mañana. Todos los demás visten mallas; yo, a falta de éstas, el relajado pantalón de mi piyama negra 100% poliéster. Varía el pedazo de carne. Que el premio sea sorpresa. Y el primer sábado de cada mes hay premio especial: un corte más fino de lo usual. Es una tradición que inició en 2001 el fallecido y querido Jaume Tubau, hijo del fundador de esta carnicería 36
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bautizada con el apellido familiar y la más famosa del pueblo. La familia Tubau vive arriba del local de la carnicería, un lugar limpio y luminoso. Jaume fue político y comerciante. Además de vender carne, fue concejal de Sant Cugat. Es muy reconocida su labor en apoyo al deporte del pueblo. De hecho, justo hoy le harán un homenaje en el conjunto deportivo municipal Coll Favà. Rondando los 50 años, muere en 2005 a causa de un cáncer. Chiflando canciones, Jaume amenizaba el ambiente en su carnicería. Todavía algunos carniceros, siguiendo su ejemplo, chiflan para arrancar sonrisas a sus clientes. —Cuando Tubau agonizaba, la carnicería seguía premiando al ganador del sprint. Desde que comenzaron, la carnicería nunca ha dejado de hacerlo —me cuenta Chueca. Si uno entra a la carnicería Tubau, en una de sus paredes puede descubrir colgado un cuadro que enmarca, junto con su enorme cuchillo de carnicero y su afilador, el uniforme de este club de corredores de Sant Cugat que perteneció a Jaume. El corredor líder, Amadeo, solicita que nos pongamos en posición de arranque ante una línea imaginaria. Y da la señal de salida. Salgo disparado, olvidándome del cansancio. Voy en la punta junto al de los guantes anaranjados, que se sorprende al percatarse de que el nuevo del grupo le acompaña. Acelera. Se me adelanta. También me rebasa el de las piernas desnudas. El de los guantes anaranjados arranca la bolsa al carnicero. Llego en tercer lugar, apenas detrás del barbudo. Volviendo al trote a casa, Chueca me dice: —Eres rápido. Algún día podrías ganar la carne. No le digo que yo también me sorprendí de haber llegado entre los tres primeros lugares, quizá soy más rápido de lo que pienso. En mi interior me pica el deseo de lograr llevar algún día a casa un pedazo de carne ganado en una carrera, como en la prehistoria.
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Historias de migrantes, IV Concurso
A partir de ese día, intento ganarme la carne casi cada sábado. Sólo logro llegar en segundo o tercer lugar. La carne se la pelean los de siempre: el de guantes anaranjados y el de barbas. Sin embargo, no está mal para entrenarme poco. “Tienes base”, me animan los colegas con una palmada al hombro. Al volver de ese ejercicio matutino, abro la puerta de la casa y suelo encontrarme, todavía en piyama, a mi esposa, mi hija e hijo, de seis y cuatro años, respectivamente, con los ojos bien abiertos y estirando el cuello para ver si me he traído el premio carnívoro. Por supuesto que ya les he contado la historia del sprint de la carne. Pero nada de nada; papá no se gana el bistec. Hasta que un sábado 21 de octubre de 2006 volví a reunirme con los corredores de Sant Cugat. Era una mañana soleada y azul; un cromo de cielo. Cumplíamos una vez más el ritual de esta actividad deportiva. Al momento del sprint, nos colocamos en línea a esperar la señal de salida. Ante nosotros y a unos cien metros oscilaba la bolsa blanca con carne. Apoyé mis manos sobre los muslos; doblé un poco las piernas. “¡Anem!”, soltó Amadeo. Y los corredores arrancamos en pos de la presa. De repente, mi sombra se proyectaba solitaria sobre las piedras medievales del suelo y del muro del monasterio. Aceleré más. Nadie venía a mi lado. Meta: le arranqué cual bestia la bolsa al carnicero bufón. No me lo creía. Estreché manos con los corredores que llegaron detrás de mí; el de barbas cojeaba un poco. La bolsa contenía cuatro piezas de fina butifarra, embutido típico catalán. Justo el número de los integrantes de mi familia. —Te has preparado —me dijo luego Amadeo. La verdad que no mucho, pensé. Realmente corro cuando me da la gana, procurando no dejar pasar demasiado tiempo. Sin embargo, el día anterior a mi triunfo en el sprint recibí una noticia que me llenó de furiosa alegría: los resultados de la resonancia magnética que realizaron a la cabeza de mi esposa. Ella 38
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no tenía secuelas graves al cumplirse cuatro años de una intervención quirúrgica en su cerebro para extirparle un peligroso tumor. Rumbo al hospital para recoger los resultados —cuánto agradezco a la salud pública y gratuita en Cataluña, esto nos hubiera costado dos ojos y medio de la cara en México—, ella y yo caminábamos sobre una cuerda floja de nervios. Nos dirigíamos al sanatorio como si fuéramos a un juicio. Las últimas semanas, ella llevaba teniendo síntomas similares a los que tuvo cuando le descubrieron aquel tumor cerebral en México. La fortaleza moral, mental y física de mi esposa siempre han sido un ejemplo y apoyo para mí. En efecto, al volver a casa después de haber ganado el sprint de la carne, me sentí el cavernícola que regresa a su cueva con la comida del día. Aquel sábado, mi familia y yo comimos la butifarra más sabrosa de nuestra vida. Antes, mi esposa llamó por teléfono a una amiga catalana para que le explicara cómo cocinarla adecuadamente. ¿Qué mejor regalo autóctono para unos inmigrantes en Cataluña? Ah, la incomparable dicha primitiva de salir y luego regresar a casa con una carne bien ganada. Literalmente, salí a la calle a ganarme el bistec. Como si la butifarra fuese un buen augurio después de dos años de estancia más o menos angustiante en España, los premios no pararon ahí. El mismo Rafael Chueca, ejecutivo de La Caixa, una entidad financiera catalana, me recomendó con Cristina Langarika, directora del área de comunicación de la obra social de esta misma institución. Otros premios —¿Qué hace un mexicano solicitando trabajo en España? —me pregunta Langarika. Estamos en su oficina, en un piso alto de un edificio imponente en Avenida Diagonal. Una atalaya que permite observar 39
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gran parte de la ciudad de Barcelona. Por uno de los ventanales del despacho veo el atardecer de aquel otoño del 2006 deshojando plátanos y acelerando el paseo de las nubes, y a la gente protegiéndose del fuerte viento en la calle. En breve, yo seré otra vez parte de esa gente de a pie, de regreso a casa o camino a un bar para cerrar un día más. La pregunta me sorprendió más, estoy casi seguro, de lo que a ella la sorprendiera que un mexicano buscara cómo ganarse el bistec o el pan de cada día en España. —Ya ve —alcanzo a responder. Quizá Langarika piensa que los mexicanos migrantes sólo buscamos trabajo en Estados Unidos. Tal vez esté más acostumbrada a recibir (o a oír de) solicitudes de trabajo en España de rumanos, alemanes, ecuatorianos, argentinos, bolivianos, marroquíes, incluso de peruanos o paraguayos, pero no de mexicanos. El mexicano que suele llegar a Europa es, en general, estudiante, profesionista, investigador, artista, bohemio, hijo de papi, empresario o político en exilio voluntario. Una minoría, pues. Como sea, Langarika me da un trabajo: la realización de un dossier de prensa para la difusión del ciclo El juego del hombre. Fútbol y Cultura, que se llevaría a cabo en el Caixa Forum de Barcelona en diciembre de 2006, y, para mi feliz sorpresa, coordinado por un apreciado escritor paisano mío: Juan Villoro. Asimismo, aprovecharía aquel evento para realizar una entrevista con Jorge Valdano —campeón del mundo en México 1986 con la selección de fútbol de Argentina y actual director deportivo del equipo Real Madrid—, que luego vendería a una revista impresa mexicana. Al cumplir dos años de radicar en España se me abrían las puertas a trabajos, si no más renumerativos, al menos más emocionantes e interesantes para mí. Ya no haría más fotocopias para estudiantes universitarios y oficinistas. 40
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A partir de aquí seguirían otras entrevistas con personajes famosos y no tan famosos, crónicas, reportajes de viajes, entre otros, de mi autoría para diferentes revistas mexicanas. Trabajo que ejercería hasta diciembre del 2007, cuando dejaríamos Cataluña para volver a México. Ese mismo 2007, mi esposa se embarazaría de nuestro tercer hijo, momento en que, obedeciendo a su infalible intuición femenina, ella decidiría regresar a México, con todo y que el gobierno español atendía su embarazo de manera gratuita y le ofrecía el chequebebé: 2,500 euros al nacer el bebé en España, ya que este país tenía la tasa de natalidad más baja de Europa. La intuición de mi esposa no fallaría: ya nosotros de vuelta en México, España tendría una de sus peores crisis económicas y dejaría de ser fuente de trabajo para la mayoría, españoles o no. Mi esposa pariría a nuestro tercer hijo en el cálido ambiente familiar y mexicano. Regresando a la oficina de Langarika, su pregunta de qué hace un mexicano pidiendo trabajo me desata recuerdos de mi vida estudiantil, laboral, cotidiana y desempleada en España. Benvingut a Catalunya En julio de 2004, mi esposa, mi hija de cinco años, mi hijo a punto de cumplir tres y yo viajamos desde la Ciudad de México hasta Sant Cugat, el lugar elegido por nosotros para inmigrar, ya que, entre otras supuestas ventajas, podríamos realizar nuestras actividades cotidianas a pie, sin necesidad de comprar un coche. Un pueblo a escala humana del cual supimos gracias a una querida pareja amiga (ella mexicana, él catalán) que ahí radica con su hija e hijo, quienes a su vez son amigos de nuestros hijos. Al bajarnos del taxi que nos llevó del aeropuerto de Barcelona a lo que sería nuestro nuevo hogar, y mirar nuestras ocho maletotas tumbadas como hipopótamos en la acera 41
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de un pueblo que parecía desértico debido a las vacaciones de verano, mi esposa exclamó: “¿Y qué diablos vinimos a hacer aquí?” Ella, arquitecta de profesión, ahora dedicaría la mayor parte de su tiempo a limpiar la casa y a la crianza de los niños: el servicio doméstico y las nanas nos serían incosteables aquí. Yo la apoyaría a realizar estas labores. En México era diferente: teníamos servicio doméstico de planta, y siempre había una abuela, una tía o un hermano dispuestos a cuidar de los chamacos en ausencia de los padres. Día a día en Cataluña tenderíamos la ropa, lavaríamos los trastes, iríamos al supermercado, cocinaríamos, haríamos las camas, barreríamos y trapearíamos, levantaríamos el tiradero infinito de los niños, a quienes llevaríamos al colegio y recogeríamos. Aquí la mayoría lo hace, no obstante, para nosotros fue un cambio de la noche a la mañana. “Los mexicanos burgueses nos civilizamos en Europa a fuerza de pasar el mechudo” le comenté una vez a mi esposa. “No sé si buen escritor, pero al menos me estoy volviendo un amo de casa profesional.” En nuestro primer año de vida en España por supuesto que tuvimos que afrontar las enfermedades de rigor que suelen invadir a cualquier inmigrante: gripas fulminantes, fiebres inusitadas, enfermedades de la piel, varicela… hasta que nuestros cuerpos mexicanos lograron hacerse de una armadura contra las bacterias y virus malignos españoles. Durante los primeros seis meses estudié un posgrado de narrativa en la Universidad de Barcelona que pagó mi padre. Al terminarlo, un buen día él me envió un fatídico e-mail: “Ya no te puedo ayudar con tus gastos de allá”. Antes de migrar a España, mi esposa y yo nos planteamos que para que valiera la pena el desgaste emocional, físico y económico que nos significó mudarnos de país, al menos tendríamos que radicar dos
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años en Europa. Entonces, me puse a buscar trabajo a principios de 2005. Gracias a que mi esposa tiene nacionalidad suiza (este país no pertenece a la Comunidad Europea, pero como si perteneciera), conseguimos la residencia en España, y así la posibilidad de trabajar de manera legal y tener derechos a servicios del gobierno español. Sin embargo, yo no sabía por dónde comenzar para conseguir trabajo. Por lo mismo, me apunté a un curso de cómo conseguir trabajo que ofrecía el Ayuntamiento de Sant Cugat. En esos tiempos (ni creo que ahora), obtener un buen trabajo en España no era fácil ni para los inmigrantes ni para los autóctonos. Tanto en mi curso universitario como en este curso para aprender a conseguir faena, la lengua catalana era prioritaria. Al llegar a Cataluña, una primera aseveración (y va en serio): aquí se habla catalán. Quizá los adultos podrán encontrar sitios de trabajo y cursos donde la mayoría habla español (o castellano), pero rara vez en los colegios de los niños. Si un castellano parlante va por la calle con su hijo y entra en conversación con un catalán, éste hablará al niño en catalán y al adulto en español. Los niños, con ascendencia catalana o no, son verdaderamente considerados el futuro de la cultura catalana. Así, en la familia, los que más sufrieron y gozaron el encontronazo cultural, por supuesto que fueron nuestros hijos. Hasta la fecha dudo de si una de las causas del estrabismo de mi hijo fue debido a que —cuando él trabajosamente aprendía a hablar español— de pronto se encontró con una lengua diferente a la suya en el colegio catalán. Una mañana de septiembre de 2004, apenas cumplidos los tres años, mi hijo despertó con un ojo desviado. Saber la causa fue un via crucis a través de médicos y hospitales de Cataluña (incluso le hicieron una resonancia magnética para descartar la posibilidad de un tumor). Me consolaba saber que mi vecino Rafael Chueca, el 43
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colmo de su apellido, tenía estrabismo. Chueca tenía una guapa y bondadosa esposa, dos hijos adolescentes cordiales y era un ejecutivo exitoso. Y un gran corredor de fondo, por supuesto. Pero sobre todo me consolaba la valentía innata de mi hijo. Mi hija tampoco salió a salvo de este choque de civilizaciones. Una tarde de enero de 2007, ella y yo caminábamos y conversábamos en una calle de Sant Cugat. Levantando la mano, saludé a un hombre que iba en la acera del otro lado de la calle. “¿Quién es?”, me preguntó mi hija. “El padre de Arnau, nuestro ex vecino, un niño de pelo largo y rubio, ¿no lo recuerdas?”, respondí. “Sí”, dijo mi hija, “el… el… el… el…”, para mi sorpresa ella, que siempre ha tenido facilidad para las lenguas, comenzó a tartamudear. La animé a terminar la frase. “¿Lo puedo decir en catalán?”, solicitó. “Por supuesto”, respondí con mayor sorpresa. Traduzco su respuesta al español: “Es el niño que le regaló la serpiente de hule a mi hermano”. El tartamudeo de mi hija no volvió a suceder; de ahora en adelante, ella brincaría del catalán al español y viceversa con la mayor naturalidad; una auténtica bilingüe. Después de radicar casi tres años en Cataluña, mis hijos hablaban el catalán a la perfección, lo que no sucedía conmigo y la madre. Al vivir en un país extranjero y aprender su lengua, los niños, al contrario de los adultos, maman a fondo de su cultura. La serpiente de Arnau se me pareció como la bíblica que ofrece la manzana de la conciencia (o cultura) catalana a mis hijos, todavía en el paraíso de la infancia. Otro impacto cultural para nosotros fueron los piojos. Piojos catalanes Una noche de 2004, de vuelta de mi curso de posgrado, entro en nuestro departamento y descubro ante el televisor encen44
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dido a mi mujer y a nuestros dos hijos con bolsas de súper cubriéndoles el pelo. —¡Vaya, vaya, esto es el primer mundo! —exclamó. El motivo de las bolsas de plástico en las cabezas: la familia ha sido invadida por piojos. —Tú no te salvas: corre a ponerte El Producto —me ordena mi esposa al verme rascándome la cabeza. Humedecido mi pelo, me aplico El Producto. Luego, me amarro ante el espejo una bolsa en la cabeza, como si fuera a entrar a un quirófano. Salgo del baño y me siento a la orilla de la cama matrimonial, junto a mi familia, a mirar la tele durante media hora. —Me pica —dice mi hija y se lleva las manos a la cabeza. —Aguanta, los piojos están agarrándose de donde puedan porque se están muriendo —la anima mi esposa. Suelto una leve risa. —No es gracioso —dice mi hija. —Nunca en mi vida en México había visto un piojo —le digo a mi esposa—. Y resulta que en la moderna Barcelona los piojos son de lo más normal del mundo. Basta con asomarse a las farmacias y descubrir la surtida oferta de champús, peines, espumas y lociones para acabar con los piojos, como si de marcas de cereales de caja se tratara. En efecto, en Barcelona y alrededores los escolares sufren recurrentes epidemias de piojos. Es un problema habitual durante todo el año. Los niños se contagian principalmente en el colegio y a veces en el metro o en el autobús. Asimismo, los laboratorios farmacéuticos no dejan pasar esta oportunidad de mercado. Apagamos la tele. El siguiente paso es lavarse el pelo con el champú antipiojos. Luego, pasarse un peine duro de metal y de cerdas apretadas como dientes de elote. Mi esposa se pela los ojos extrayendo piojos y liendres de toda la familia. Pesca 45
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con el peine los parásitos, algunos todavía mueven sus patitas. Los aplasta con la uña. Revientan: “¡Clac!” y salpican la sangre que acaban de chupar. Ella se ha curtido después de aplastar veinte piojos. Los niños colaboran con paciencia zen. —Los venceremos —dice mi esposa, y agrega otro piojo muerto a un frasquito con alcohol. Una semana después, todavía hay piojos en nuestras cabezas. —Esto ya es el colmo. Me regreso a México —me dice mi esposa, desesperada. Cierra los ojos, sacude la cabeza y se tapa el rostro con ambas manos. La abrazo, le doy un beso en el pelo y le suplico: —No te rindas. Seguro que en México también hay piojos, pero nadie dice nada. Redoblamos fuerzas. Lavamos la casa a fondo. Calentamos a 90 grados centígrados el agua de la lavadora de ropa. Metemos los muñecos de peluche doce horas en el congelador. Nos ponemos en el pelo alcohol de 96 grados, que resulta ser más eficaz que El Producto. “Los empeda”, medita en voz alta mi esposa. Hasta que vencemos: los parásitos caen rendidos. Aun así, ella y yo somos conscientes de poder sufrir otra invasión de piojos: los niños continuarán asistiendo al colegio, por supuesto. Fotocopias Volviendo a mi vida laboral, el 20 de octubre de 2005 comencé mi primer trabajo en España. Me contrataron sólo por un mes, no obstante, este trabajo duró más de un año. Un trabajo temporal. Un contrato chatarra. “Asistente de Reprografía”, lo llaman en Cataluña, lo que me parece un eufemismo de fotocopiador. Un trabajo que ni siquiera alcanzaba el nivel mileurista, sin embargo, superaba el quinientoeurista. Ganaba 5.90 euros 46
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la hora, lo que equivale a unos 900 euros al mes. Con ese dinero lograba cubrir la colegiatura de mis hijos y aumentar el presupuesto para los gastos de comida. ¿Cómo cubríamos los demás gastos familiares: el alquiler del departamento (un cuchitril, por cierto), la electricidad, el agua, el gas, el teléfono, otros gastos...? Lo lográbamos gracias a la renta mensual que recibíamos por nuestra casa en el Distrito Federal. Aunque a veces me trasladaban a sacar fotocopias a otros sitios, mi lugar de trabajo era en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Una universidad enclavada en el bosque de Collserola, ubicada a tres estaciones en tren desde Sant Cugat y a una estación del colegio de mis hijos. Un trabajo con áreas verdes, estudiantes hermosas, cercano a casa y a la escuela de los niños. El horario laboral era de las 10:00 a las 19:00 horas, incluida una hora para comer. Esto parecía un trabajo ideal para mí. No obstante, como cualquiera podrá imaginar, sacar cientos de fotocopias al día no es el oficio más emocionante, ni mucho menos, que pueda tenerse. No obstante, en cualquier sitio del mundo, por vulgar que sea, pueden encontrase situaciones y personajes fascinantes. Incluso en el universo de las fotocopias. Además, gracias a este trabajo conocí una buena parte de la España profunda, a la que cura día a día. La mayoría de mis compañeros de trabajo fueron españoles, y nunca conocí a otro mexicano dentro de este periodo. Como breve ejemplo de mi experiencia en este trabajo, transcribiré un texto de uno de mis diarios:
UAB, Bellaterra, diciembre 7 de 2005 Una jornada tranquila en el centro de fotocopiado de la facultad de veterinaria. Se nota que las vacaciones están a punto de comenzar. Vanesa —mi compañera de trabajo— apenas llegó al centro, se puso, muy 47
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activa ella, a barrer y trapear el sitio. Luego, comenzó a adornarlo con motivos navideños. En los estantes y las paredes colgó guirnaldas, esferas, muñecos y botas miniaturas de santacloses, carteles navideños que ella misma dibujó y cartulinas con estampitas también navideñas. Terminando de adornar, Vanesa se retiró al centro de fotocopiado del Doctorado, donde se reuniría con otras compañeras. “Ahora allá hay más faena”, me dijo antes de irse. “Me aburro cuando no hay trabajo. El día se me hace más largo.” Me parece que Vanesa prefiere pasar la tranquila jornada de hoy con sus compañeras de siempre que conmigo. Es una mujer que no se puede estar quieta. Quizá también es tímida. O no le da la gana conversar con el fotocopiador novato y mexicano. Ni siquiera se cambió sus botas de tacón elevado por los suecos que normalmente calza para trabajar. Cuando me percaté de que no se mudó de zapatos al llegar a trabajar, deduje que pronto se marcharía y me dejaría solo. Hoy el trabajo no es lo usual. Han venido un par de mujeres a solicitar que fotocopie hojas con motivos navideños para hacer punto de costura. Una joven olvidó su cartilla de identificación que fotocopié. ¿Qué hago aquí? Hay momentos en los que me dan ganas de clavar mi cabeza en la pantalla de una de las fotocopiadoras, como un avestruz en la tierra. Pegar mi cara en el cristal de la fotocopiadora, pulsar el botón, percibir la potente luz verde que pasa de ida y vuelta por la pantalla, y fotocopiarme la cara hasta que se agote el lote de papel. ¿En qué me he metido? ¿Hasta dónde me llevará el sueño de querer ser escritor? ¿Fotocopiar para 48
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ganar el pan de cada día y luego ponerme a escribir? ¡Pero si al terminar la jornada normal de este trabajo quedo exhausto, sin ganas de no hacer nada más! Estos son los trabajos que ofrece la España primer mundista. No obstante, el ritmo de la jornada laboral me sienta bien en general. Y el hecho de ofrecer un servicio. Sentirme útil. Ganar dinero para mi familia. Independizarme de mi padre. Me siento como en una celda. No hay demanda de trabajo, Vanesa tenía razón. Para matar las horas, leo, escribo, estiro mi cuerpo, doy vueltas al espacio como una pantera… ¿Cuántos metros cuadrados medirá este sitio? Lo mediré con pasos… uno, dos… cinco pasos míos desde la única ventana (al fondo) hasta la mesa despachadora, y siete pasos de una pared a la otra, y tres pasos más de la puerta a la mesa despachadora. Una jaula. En el cartel que dice “Centro de fotocopiado” hay pegada una calcomanía que dice (traduzco del catalán): “Trabajo precario”. Seguramente lo ha pegado un miembro de cierto movimiento estudiantil o partido político a favor del trabajo digno. Pero ¿qué será para éstos un trabajo digno? ¿Qué es para Vanesa, de treinta y tantos años, y cinco o más trabajando aquí, un trabajo digno? ¿Qué es para mí, ya cuarentón, un trabajo digno? ¿Debemos considerar digno cualquier trabajo? ¿Qué trabajo tendrán estos estudiantes al terminar sus carreras? ¿Realmente, los de esta facultad, podrán ejercer de veterinarios? Un título universitario ya no es, ni mucho menos, garantía de trabajo, sea digno o no. Yo tengo un título de administrador de empresas; luego, estudié letras hispánicas en la UNAM; luego... inmigré aquí 49
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con mi familia. Mi esposa me ama, no me cabe duda. Sin perder su dignidad, me ha acompañado en mis sueños guajiros… En el ómnibus del mundo Una tarde de 2006, al terminar una jornada más de fotocopiador, me subí a un autobús doble para volver a casa. En el punto donde una especie de acordeón une a las dos carrocerías del camión, había un corrillo de hombres, obreros la mayoría; unos de pie, otros sentados. El que llevaba la conversación era un anciano parlanchín con ojos claros, el rostro picado y la nariz chata. Más bien, este viejo era el único que hablaba. Los demás le escuchábamos. He aquí extractos de su discurso en voz alta: “Se dice que la gente —sea negro, sudamericano o español— que nace aquí es catalán. Pero, en verdad, no es catalán, a menos que su bisabuelo haya nacido aquí. Yo soy andaluz. Crecí aquí, pero sigo siendo de Málaga y siempre he hablado español. Es bonito, es bueno, aprender otras lenguas, pero nunca hay que negar orígenes. Conozco a unos catalanes que se fueron a vivir a Argentina. Tuvieron una hija y la llamaron Concha. ¿Saben lo que significa Concha en Argentina? Pues, ¡coño! [sexo de la mujer] ¡pobre niña!” Los obreros, con sus ropas manchadas y sus rostros cansados, apenas sonreían ante el discurso del viejo. Había un negro entre ellos. “¿Tú eres catalán?”, le preguntó a uno de sus compañeros de trabajo que era blanco. “Yo no soy”, respondió el blanco. Detrás de ellos, una chica en un asiento hablaba en catalán a su celular. Detrás de mí, dos mujeres hablaban en francés. En una parada, todo el equipo de obreros bajó del autobús. Una anciana se sentó junto al viejo andaluz y comenzaron a conversar. “¿Hoy es jueves y mañana viernes?”, preguntó el viejo. “Sí. Y estamos en abril y luego será mayo”, respondió la 50
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anciana, sin dejo de burla alguna. “El 9 de mayo de 1941 es mi cumpleaños”, continuó el anciano. “Mi padre pensaba que iba a nacer una niña y salí yo. Antes no se sabía qué iba a nacer, sino hasta que paría la mujer. Ahora ya saben qué sexo será el crío desde que está en la barriga de la madre.” Y, de pronto, el viejo saltó de tema para regresar al de las identidades o las patrias: “Aquí, en Barcelona, vienen escandinavos, argentinos, ecuatorianos… Pero mexicanos no vienen muchos”. Yo, que ahora viajaba en el asiento detrás del suyo, estuve a punto de tocarle el hombro y decirle que atrás de él viajaba un mexicano. No obstante, me quedé callado y recargué mi cabeza en el cristal de la ventanilla y miré a la calle. Estaba cansado como para entrar en conversación con ese hombre de voz clara y fuerte. Viajábamos en un auténtico ómnibus, un camión de todos para todos. En el locutorio Esta mañana de enero de 2007, después de dejar a mis hijos en el colegio, busco un sitio donde pueda revisar mis e-mails. Estoy a punto de amarrar una entrevista con Joan Manuel Serrat en sus viñedos para una revista mexicana. Entro en un oscuro locutorio regentado por paquistaníes, ubicado en el elegante barrio de Sarriá, en Barcelona. En las puertas de las cabinas telefónicas cuelgan pósteres con imágenes de bellos rostros de chicas hindúes con gestos ingenuamente coquetos y provocadores. Los locutorios en España suelen ser una burbuja del Tercer Mundo. Entre otros inmigrantes como un servidor, entra al sitio una joven y regordeta mujer latinoamericana de rasgos indígenas (¿ecuatoriana? ¿boliviana?) con un bebé rubio en una carreola de sofisticada marca. A años luz se nota que no es la madre, sino la nana. La mujer se mete en una cabina telefónica, cierra la puerta y deja afuera al niño, amarrado a 51
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la flamante carreola todo terreno. Ella, auricular pegado a la oreja, comienza a llorar a gritos, desconsolada; los usuarios de internet nos asomamos sobre los monitores para ver qué está pasando ahora, más allá del mundo cibernético. Agitando bracitos y balbuceando, el niño catalán pide atención. La nana no puede atenderlo, está naufragada en un mar de lágrimas, muy lejos de su tierra natal. La encargada del locutorio y una clienta consuelan al bien nutrido bebé. Le hacen gracias. Le dan una paleta. El niño calla y chupa. La náufraga del teléfono ni cuenta, sigue berreando. ¿Qué estarán haciendo en este momento la madre y el padre de este bebé?, pienso. ¿Algo más importante que dejar a su hijo pequeño con una desgraciada mujer que quizás ahora está hablando por teléfono con su hijo, que dejó a miles de kilómetros de distancia, en un pueblo pobre? Asuntos de locutorio que reflejan las complejidades de este mundo que habitamos. En España, los inmigrantes, sobre todo latinoamericanos, cuidan de bebés, ancianos y discapacitados autóctonos; dan (o tratan de dar) por módico precio una compañía que los más frágiles no pueden recibir de parte de sus parientes, quienes han de estar muy ocupados en otros asuntos más bien materiales. El premio más valioso El mejor premio que pueda ganarse un migrante son los amigos. Mucho más valioso que ganarse una butifarra en un sprint, por supuesto. Lejos de la tierra madre, los amigos son además familia. Un sábado viene a comer a casa una familia amiga argentina. En el atardecer, en un parque e iluminados por el alumbrado público, jugamos fútbol un catalán, un argentino, un mexicano y yo. La Liga Cucufata, llamamos a nuestros inolvidables encuentros futbolísticos —con amistosa cerveza incluida—, en referencia a Sant Cugat, que en español significa 52
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San Cucufate. En la noche, mi esposa y yo vamos a la fiesta de cumpleaños de un amigo alemán, casado con una amiga italiana. La celebración es en un bar karaoke del pueblo. Esa misma noche, presenciamos un eclipse total de luna. Al domingo siguiente, mi hijo, su mejor amigo, la madre alemana de éste y yo salimos a pasear a un boscoso parque en Barcelona… Si no todas, las mejores amistades que hemos hecho se deben gracias a la vital apertura de mi mujer. Lo más duro, al dejar España, fue despedirse de los amigos que hicimos ahí. Debido a que mi esposa ya tenía casi siete meses de embarazo, ella y nuestros dos hijos volaron a México antes que yo, que me quedé en Cataluña para terminar de cerrar esta etapa en nuestras vidas, como entregar el departamento. En diciembre de 2007, el mejor amigo español que hice me llevó en coche, antes de irse a su trabajo, al aeropuerto de Barcelona. Nos despedimos sin palabras y con un abrazo en la fila del mostrador de la aerolínea que me llevaría de regreso a mi tierra. Formado en la fila, volteé a ver cómo Javier se retiraba caminando del aeropuerto y, al mismo momento, el volteó para mirarme una vez más. Nuestras miradas se ataron por un instante que me pareció para siempre. El mejor premio del migrante, un amigo en la tierra extranjera. ¡Adéu, amic!
México, 2011
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La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse Aldo De Gasperin Quintero (Sin seudónimo) Categoría A / Ganador
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arlos Rodríguez nació en un pueblo pequeño de Guanajuato. Su padre emigró a Estados Unidos desde que era pequeño, por lo que no tuvo una figura paterna en la mayor parte de su niñez. Después emigró también su madre, lo cual fue muy doloroso para él, y se quedó viviendo con sus abuelos. Siempre tuvo fuertes lazos familiares incluso cuando ya habían emigrado sus dos padres, ya que contaba con sus abuelos, hermanos, tíos y primos, con quienes convivía diariamente y tenía un fuerte apego. Durante su niñez en México se sentaron las bases para desarrollar a una persona que no le otorgaría mucha importancia a lo material, pues no lo tenía, y que no sería egoísta, sino que tendría un gran sentido comunitario gracias al núcleo familiar que tuvo, lo cual sería diferente para sus hermanos nacidos en Estados Unidos, quienes no gozaron de los mismos lazos familiares, ya que las largas jornadas que trabajaban sus padres les impedían convivir con ellos y no tenían a sus abuelos, tíos ni primos. A los 9 años de edad, Carlos emigró a Estados Unidos con sus hermanos para reunirse con sus padres. Cuando supo que emigraría a ese país, con base en lo que veía en la televisión, creó una fantasía sobre lo que sería “el norte”, que en su mente era un lugar en blanco y negro, con vaqueros, artistas de Hollywood, dinero y belleza; lo cual distaría mucho de la 55
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realidad. No se imaginaba todas las dificultades con las que se encontraría en Estados Unidos. Sin embargo, las bases de su persona que ya se habían formado le ayudarían a enfrentarlas. Emigró con la ayuda de un grupo de adultos, pero el viaje fue muy largo, estresante y agotador. Fue muy difícil para él observar a su hermana atravesar por mucho sufrimiento durante el viaje sin que a nadie pareciera importarle. Cree haber pasado por Tijuana y de ahí haber llegado a Los Ángeles, después recuerda haber visto las luces de Las Vegas hasta terminar su travesía en Chicago, en donde se asombró de ver los grandes edificios de la ciudad, pues nunca había visto algo similar. El reencuentro con su padre fue una experiencia complicada, después de tantos años en que no habían tenido relación. Cuando se volvieron a ver, su padre corrió a abrazarlo, pero él ni siquiera lo reconoció. No sabía quién era el señor que lo estaba abrazando tan emotivamente. Le tomó tiempo y esfuerzo conocer a su padre y llegar a crear una relación con él. A su madre le dio mucho gusto verla. La había extrañado durante el tiempo en que habían estado separados. Pero fue duro para él verla sufrir por el exceso de trabajo y los problemas que enfrentaba como migrante. Él siempre le ayudó a lavar, cocinar y coser. Otra gran dificultad que encontró fue la adaptación a su nueva tierra y el aprendizaje del inglés. Él y su familia vivían en un vecindario en el que predominaban “los güeros”, y siempre escuchaban a éstos gritarles cosas. Al principio no entendían lo que les decían, pero cuando comenzaron a aprender el idioma se dieron cuenta de que eran insultos racistas y agresivos. El ingreso a la escuela también fue muy complicado por las dificultades del idioma y porque entró al grado escolar que le correspondía por su edad, pero sin tener la preparación suficiente para ese grado y sin que se tomaran en cuenta sus necesidades educativas especiales. A los exámenes no les entendía casi nada y cuando veía sus malos resultados se sentía 56
La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse
un fracaso. En su escuela comenzaron a separar en un edificio aparte a los estudiantes que tenían dificultades con el inglés, y él pensaba que en el otro edificio estaban los estudiantes educados y avanzados, mientras que en el suyo estaban los atrasados que no sabían ni podían. Desde la primaria se encontró con pandillas en su escuela. Éstas se paraban en las esquinas de la escuela durante el recreo para encontrar a estudiantes que podían unirse a ellas. Cuando identificaban a uno, se acercaban a él y le informaban que ya era parte de la pandilla. Si no le gustaba, esperaban a que terminaran las clases para presionarlo mientras caminaba a su casa. Era un ambiente hostil y conflictivo. Sin embargo, con el tiempo fue aprendiendo el idioma y avanzando por el sistema educativo, a pesar de las dificultades. Cuando ingresó a la preparatoria tuvo otra experiencia adversa, ya que en la preparatoria a la que debía asistir, debido a la zona en la que vivía, predominaban “los güeros”, quienes lo agredían verbalmente y, en ocasiones, físicamente también. Él se sentía abusado y que no pertenecía en lo absoluto a esa escuela. Muchos de sus compañeros latinos, al sentirse tan agredidos en la escuela, decidieron unirse a una pandilla en busca de protección, pero una vez adentro de la pandilla encontraron muchos otros problemas. El apoyo de sus padres hacia él era muy limitado debido a que contaban con escasos años de escolarización y a que desconocían el sistema educativo. El idioma también era una barrera que les impedía involucrarse en su educación y buscar actividades fuera de la escuela que le permitieran ocupar su tiempo productivamente. Después de la escuela, la única actividad que tenía, al igual que la mayoría de los jóvenes de su vecindario, era ir al parque del barrio. Esta falta de actividades después de la escuela también influía en que los jóvenes
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se unieran a las pandillas. Sin embargo, Carlos siempre decidió mantenerse alejado de éstas. Comenzó a investigar las opciones que tenía y encontró que podía cambiarse a otra preparatoria con mayor diversidad étnica, así que decidió aplicar y fue aceptado. Éste fue uno de los mejores cambios que ha tenido en su vida, ya que aunque el nivel académico de su nueva preparatoria no era mejor al de la anterior, el ambiente escolar era más respetuoso y esto le ayudó mucho a progresar en la escuela. En esa preparatoria tuvo una experiencia que lo llevó a decidir su futuro. Ingresó a un club de estudiantes latinos, en el que el profesor un día los llevó a conocer la Universidad de Illinois, la cual le encantó. Le fascinó la idea de estudiar en ese campus gigantesco lleno de estudiantes, profesores e intelectuales. Sin embargo, al mismo tiempo observó que no había estudiantes latinos en esa universidad. Entonces recordó que algo estaba mal en el sistema educativo y comenzó a cuestionarse: ¿Por qué sólo veía estudiantes blancos en esa universidad? ¿Cómo era posible que en una preparatoria supuestamente buena hubiera sido tratado de esa manera sólo por ser mexicano? ¿Qué quería eso decir? ¿Le estaban diciendo que no podía, que no era capaz? En ese momento surgió en él una pasión interna por llegar a ser un día el único de piel morena en un auditorio repleto de estudiantes blancos y demostrarle a toda la sociedad que él sí era capaz y que podía desempeñarse igual o mejor que los demás. Terminó la preparatoria con buen promedio, pasó por el proceso de admisión para la Universidad de Illinois y fue aceptado. Sin embargo, ese proceso lo había llevado a cabo sin orientación, por lo que desconocía los costos de la universidad y las oportunidades de apoyo financiero para un estudiante como él. Cuando recibió su carta de aceptación se enteró de que le iba a costar 14 mil dólares al año estudiar en esa univer58
La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse
sidad, que probablemente era apenas lo que ganaba su padre en un año. También le dijeron que cómo se atrevía a aplicar para la universidad siendo indocumentado, si ésta era sólo para los que contaban con documentación. Sintió como si una cubeta de agua fría hubiera apagado la llama de su pasión interna, pues creyó que no iba a ser posible ir a la universidad. Estuvo un año sin estudiar ni saber qué hacer. Se sentía perdido y frustrado. Un día se encontró con un profesor que había sido su entrenador de fútbol en la preparatoria, quien le preguntó por qué no había ido a la universidad. Él le explicó que no contaba con los recursos económicos para financiarse una carrera universitaria. El profesor le aseguró que si era lo que quería, que iba a ir a la universidad. Le ayudó a que volviera a aplicar para la Universidad de Illinois, siendo los últimos días de registro, y fue aceptado nuevamente. Después le dio una solicitud de ayuda financiera federal, en la cual se le preguntaba si era ciudadano estadounidense, ya que de lo contrario no era elegible para recibir el apoyo. Entonces Carlos le informó a su profesor que estaba en Estados Unidos como ilegal, por lo que no iban a aceptar su solicitud. El profesor le dijo que pusiera en la solicitud que sí era ciudadano estadounidense, a lo que Carlos se negó porque no quería meterse en problemas si lo descubrían. El profesor insistió: “¿Quieres ir a la universidad, sí o no?” y Carlos respondió: “Sí, es mi mayor sueño.” “Entonces pon que eres ciudadano estadounidense y realizarás tu sueño”, le afirmó el profesor. Con la mano temblando, Carlos indicó ser ciudadano estadounidense y envió la solicitud. Al poco tiempo después le informaron que su solicitud había sido aceptada y que el gobierno financiaría sus estudios universitarios. Después de haber recibido una de las mejores noticias que había recibido en su vida, vivió un suceso muy doloroso. Su padre, al enterarse que iría a la universidad, lo corrió 59
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de la casa. Le dijo que iba a malgastar su tiempo estudiando en lugar de trabajar, y que debería estar trabajando en una fábrica para hacer dinero y ayudar a la familia. Desde la perspectiva de su padre, estaban en Estados Unidos con el objetivo de trabajar y hacer dinero, no de estudiar en una universidad. Aunque fue una situación muy difícil para Carlos y su familia, él decidió mantenerse firme en la decisión que había tomado y que consideraba era la correcta. Se mudó con unos amigos, fue a la universidad y nunca desaprovechó la gran oportunidad que sabía que tenía. El día de su graduación, su padre fue el primero en estar ahí para abrazarlo, felicitarlo y darle flores, lo cual fue una de las tantas cosas que le ayudaron a continuar convenciéndose de que el camino que había seguido era el correcto. De once hijos que tuvieron sus padres, él fue el primero en graduarse de la universidad. Trató mucho de motivar a sus hermanos a que también fueran a la universidad, pero sólo uno de ellos lo hizo y, desgraciadamente, otro de ellos se unió a una pandilla. Así como en su familia, de todos los jóvenes latinos que Carlos conoció desde la primaria hasta la preparatoria, tanto en su vecindario como en la escuela, sólo dos fueron a la universidad, y de esos únicamente uno la terminó. El otro desertó en el primer año. Muchos de los jóvenes latinos que él conocía y que eran sus amigos terminaron en pandillas, drogas e incluso algunos fueron asesinados. Esto le produjo una gran tristeza, lo hizo reflexionar acerca de que había algo que estaba muy mal y le surgió otra vez una gran motivación por hacer algo para contribuir a cambiar esa realidad. Por eso decidió ser educador, para ayudar a cambiar las opiniones de los jóvenes y de sus padres con respecto a la educación. Carlos se casó con una mexicana-estadounidense y tienen tres hijos. Hoy en día, su esposa observa que cuando va a casa de sus padres él es el preferido por ellos. Obtuvo la ciuda60
La experiencia migratoria de Carlos Rodríguez: Una historia para contarse
danía estadounidense, aunque sigue sintiéndose que “no es de aquí ni es de allá”, como muchos otros migrantes. Actualmente es profesor en la Escuela Interamericana de Chicago, una de las escuelas bilingües más antiguas y completas en el medio oeste de Estados Unidos, en la que los niños, provenientes de una gran diversidad étnica, aprenden a hablar, leer y escribir con fluidez tanto en inglés como en español. Muchos padres de familia le han agradecido la educación que ha brindado a sus hijos. En 1999 recibió el premio Golden Apple por su excelencia en la enseñanza, su trabajo inspirador en el salón de clases y por hacer una diferencia crítica en la vida de sus alumnos, principalmente aquéllos con desventajas. Sin embargo, como persona y profesionista, no se quiere dar por vencido hasta lograr más y continuar haciendo una diferencia en la educación de los latinos. Ésa es su meta personal. Reconoce todas las cosas que hay que hacer, ya que a través de su profesión, así como viendo las estadísticas, se da cuenta de que los estudiantes latinos siguen siendo los que van atrás en el sistema educativo. Los cuestionamientos que se hacía antes de cómo es eso posible, continúan surgiendo en su mente. En los años que lleva trabajando como profesor, ha observado que muchos migrantes mexicanos siguen enfocándose primordialmente en lo económico y otorgándole toda la responsabilidad de la educación de sus hijos a las escuelas. Consideran que hacen suficiente con llevarlos a la escuela y no están conscientes de la importancia de su involucramiento en su educación. Carlos se da cuenta de todos los retos que tiene por delante la comunidad mexicana. Le hace falta promover más la educación y aprovechar las oportunidades que Estados Unidos ofrece y que muchos migrantes no conocen ni buscan. También se percata de los aspectos de las escuelas que no contribuyen al progreso escolar de los grupos étnicos minoritarios y trata de cambiarlos en la escuela en la que trabaja. 61
Historias de migrantes, IV Concurso
Con sus hijos, sobrinos y ahijados siempre habla de su progreso en la escuela y de sus aspiraciones académicas para implantarles desde pequeños la importancia de la educación. Dos de sus tres hijos ya se encuentran en la universidad. Para Carlos es fundamental transmitirles a sus hijos su lenguaje y cultura de mexicano, recordarles de dónde viene y hablarles de sus experiencias. Les ha inculcado valores como la perseverancia y les ha enseñado a esforzarse mucho, pues piensa que a veces los latinos tienen que trabajar lo doble que los estadounidenses blancos, porque el sistema de Estados Unidos sigue teniendo muchos obstáculos para los latinos, los cuales han sido pintados con pintura invisible, pero todavía están ahí. Cuando le pregunté: “¿Por qué usted ha sido exitoso académicamente, mientras que tantos jóvenes mexicanos de su vecindario, escuela o familia no fueron a la universidad y terminaron en pandillas?” me respondió así: “Pienso que fue una combinación tanto de motivación interna y autodeterminación, como de personas que me guiaron, principalmente unos profesores que tuve en la primaria, la preparatoria y la universidad. Ellos vieron algo en mí y me motivaron a seguir adelante y a hacer cosas que me servían, como participar en actividades extracurriculares. Así como mi vida ha sido complicada y difícil, al mismo tiempo he sido afortunado al encontrarme con personas que me orientaron mucho. Mis logros y quien soy hoy en día es gracias a la educación que recibí y a todas las experiencias que viví y que siempre llevo conmigo, pues aunque el camino que he recorrido no ha sido fácil, creo que todo lo que he vivido ha tenido un propósito.”
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No se pudo José de Jesús Muñoz Serrano (El Chepo) Categoría B / Ganador
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a pasó un año pero los recuerdos aún están frescos. Todavía duele recordar la pesadilla que vivimos en Ciudad Juárez mi hija y yo. Desde el momento en que todos los planes de regularizar su situación migratoria se derrumbaron quería mantener los recuerdos vivos para luego escribir sobre esta experiencia, pero no lo hice. Pasaron los días, las semanas y los meses y aún seguía teniendo la intención de narrar esa experiencia, de escribir esa denuncia, pero no lo hice. ¿Por qué? No lo sé... Podría especular que me daba flojera, que no quería reavivar las brasas que todavía queman los recuerdos o tal vez que tengo miedo de las repercusiones legales de un caso que todavía está pendiente. Para ser honesto, ni yo mismo sé cuál es la razón por la cual no lo he hecho, pero creo que llegó el momento. Espero que el título esté equivocado y que en un futuro no muy lejano lo cambie por “tomó más tiempo de lo esperado, pero se pudo”. El inicio de la culminación de esta historia comenzó justo el día del cumpleaños de Diana, cuando llegó un correo electrónico con la esperada cita para ir al Consulado de los Estados Unidos en Ciudad Juárez. En cuanto recibí el correo le hablé por teléfono a Fernando para informarle de la noticia. —¿Estás jugando verdad? —me preguntó porque no la creía. —¿Cómo crees que voy a jugar con eso? En serio que ya llegó el correo. Lo tengo frente a mí. Voy a imprimir una copia del correo para enseñártelo al rato que llegue a la casa. 63
Historias de migrantes, IV Concurso
Ese mismo día le hablé a mi hermana y hermano en Chicago para darles la noticia. —Esta cita le llegó de regalo de cumpleaños —les dije. Ellos también se pusieron muy contentos y me preguntaron cuándo pensaba irme, pero aún no tenía una respuesta. Sin embargo, ya había pensado en las posibilidades de la ida jugando con datos y fechas. Planeando La cita había llegado para el 1° de noviembre pero antes tenía que hacerse una prueba de tuberculosis (TB) y el examen médico en una de las dos clínicas aprobadas por el consulado. La prueba de TB tomaba tres días, así que una de las opciones era llegar desde el viernes 27 de noviembre a Ciudad Juárez y pasar todo el fin de semana. La cita con el consulado era el martes 1° de diciembre. No me gustaba la idea de quedarme tanto tiempo en Ciudad Juárez. No era nada contra la ciudad, pero para entonces ya estaba muy peligrosa por la violencia contra el narcotráfico y por ello no era muy apetecible pasar varios días de vacaciones forzadas ahí. Para evitar lo complicado de los tres días de espera por la prueba de TB, hablé a las clínicas preguntando si harían válida una prueba reciente que Diana se hiciera en Austin. Afortunadamente dijeron que sí y eso facilitó mis planes. Al llevar ya lista la prueba de TB podríamos llegar a Ciudad Juárez el domingo 29 y el lunes 30 ir a la clínica para el resto del examen médico. Así todo estaría listo para la cita el martes 1° en el consulado. Con estos planes pedí en mi trabajo vacaciones los tres días anteriores al Día de Acción de Gracias y así irme a Zacatecas y León desde el sábado 21 de noviembre para que mi familia conociera a mi hija.
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No se pudo
Viajando Por fin llegó el sábado 21 de noviembre y con ello mi ansiado viaje a México con mi hija. Yo ya quería ver su reacción cuando cruzáramos el Río Bravo hacia Nuevo Laredo, Tamaulipas. Quería ver qué decía durante el viaje de ocho horas de Nuevo Laredo a Zacatecas. Quería ver su reacción cuando llegáramos a la entrada de Zacatecas y viera de cerca los cerros llenos de casas donde está enclavada la ciudad. Quería ver su cara cuando volviera a ver a su abuelita o mami Marcelina, como le llama ella. También quería ver su reacción cuando llegáramos a mi casa en León y presentarla con mis hermanas y hermanos de allá. Todas estas ansias tuvieron que esperar porque ese sábado tenía que trabajar. Mientras impartía mi clase de cheques sin fondos parecía que el tiempo no avanzaba tan rápido como yo deseaba. Por fin, se dieron las tres y media y dejé ir a los estudiantes media hora más temprano para pasar a la casa por Diana y finalmente agarrar carretera. Salimos de Austin como a las cuatro de la tarde. El momento había llegado. El día que recibimos el correo donde venía la cita, llegué a la casa y le dije a Diana que ya le había llegado la cita para que por fin arreglara sus papeles. Esperaba que se pusiera muy contenta. Para mi sorpresa no fue así. Le volví a decir pensado que a lo mejor no me entendía de lo que le hablaba, pero reaccionó igual, indiferente. ¡Tomó la noticia como si nada! Pero todo eso cambió con el paso de las semanas y para cuando iniciamos el viaje a México ya estaba muy contenta y ansiosa. Mientras estuve trabajando preparó su mochila y un DVD portátil con películas para ver en el camino. A la salida de Austin pasamos a un supermercado para comprar refrescos, jugo y botanas para el viaje. Una vez que salimos de la ciudad, se puso a ver películas en su DVD player pese a que yo le dije que lo guardara para más tarde ya que el viaje iba ser largo. Antes de llegar a Laredo, 65
Historias de migrantes, IV Concurso
Texas, las baterías del aparato habían dejado de funcionar, por lo que no le quedó más remedio que dormir, platicar conmigo y escuchar música. Durante el camino nos dio hambre y nos paramos a comer un sándwich en Cotulla, Texas. Creo que también aproveché para llenar el tanque de gasolina y sacar a Canelo para que hiciera del baño. Se preguntarán… ¿Quién es Canelo? Bueno, Canelo es nuestro perro. Es un perro marca poodle (puro) zacatecano que me lo traje cachorrito una vez que fui a León en septiembre de 2007. A mi regreso pasé por la casa de mi suegra y me gustó el perrito, ella se dio cuenta y me preguntó que si me lo quería traer, podía hacerlo. No me dijo dos veces y que me lo traigo. En los últimos diez años me he convertido en coyote de perros, ya que he emigrado a varios perros mexicanos a los Estados Unidos. El primero que me traje fue una poddle que a las pocas semanas de haber llegado al frío de Chicago se enfermó. Le daban ataques cada vez que me miraba y mi pareja, en aquel tiempo, terminó por llevarla a la perrera municipal para que la sacrificaran. ¡Eso fue triste! Luego, cuando vivía en Tucson, Arizona, me traje un dálmata que también terminé por regalarlo, ya que en ese tiempo estaba estudiando y trabajando y no me quedaba tiempo para atenderlo. Una vecina me dijo que todo el día se la pasaba chillando y aullando, le pregunté si ella tenía niños y me dijo que sí y añadió que a esos perros les gustaban mucho los niños. Le regalé el perro ya que pensé que estaría mejor en su casa. En otra ocasión, cuando regresé a vivir a Chicago me traje al Cody que también era un perro tipo poodle. Por cierto, muy bueno para almacenar comida. Parecía un borrego en engorda por la forma en que comía, pero finalmente se me perdió. Después de Cody, ya cuando vivía en Austin, me traje un chihuahua. Mi hermano lo compró una vez que fue a León con la idea de llevárselo a Chicago, pero salía muy caro el boleto del avión. Yo me lo traje con la idea de 66
No se pudo
encaminarlo y luego él vendría por él, pero ya después me dijo que mejor lo vendiera. Así lo hice, se lo vendí a mi amiga Alicia. Luego, en la lista de emigrados siguió Canelo y los últimos dos que me traje fueron al Peluchín y al Pirata. Peluchín era de mi mamá y El Pirata era de mi hermana, a quien también se lo encaminé. Ella vino en octubre pasado por él y así Pirata siguió su camino a su destino final, Chicago. Retomando el tema… comimos en Cotulla y llegamos ya en la nochecita a Nuevo Laredo. Para esto, Diana se había quedado dormida y la desperté para ver su primera reacción. —Diana, ya vamos a salir de Texas y entrar a México —le dije—. Mira, éste es el Río Bravo, el que divide a México de los Estados Unidos. —Oh, no está tan mal como pensaba. Sí hay color —me respondió. Yo me quedé perplejo con esa respuesta y le di seguimiento con otra pregunta. —¿Cómo que sí hay color? ¿Por qué dices eso? —Yo pensé que en México no había color. Así es en las películas que te gusta ver —me dijo. En ese momento entendí por qué decía eso y le aclaré que las películas a las que se refería eran en blanco y negro porque las hicieron hace muchos años, cuando no había televisión o cine a color. No sé si entendió lo que le expliqué pero seguimos el camino. A eso de la media noche cruzamos Saltillo bajo el cielo del desierto zacatecano como a las dos de la mañana. En ese momento ella se despertó y se sorprendió por la cantidad de estrellas que había en el cielo. Fue un momento mágico, la carretera estaba sola y el monster (bebida energizante) que me había tomado me había quitado el sueño. Ya desde ahí no se volvió a dormir porque me preguntó que cuánto faltaba, le dije que como a las cuatro de la mañana íbamos a llegar con su mami Marcelina. Así fue, entramos a Zacatecas a las cuatro de la mañana, pero como iba a llegar con Chelo, la hermana de Fernando, y yo 67
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nunca había ido a su casa me perdí. Recuerdo que por el rumbo donde ella vive había muchos jóvenes en la calle que acababan de salir de un baile grupero y andaban muy contentos por la bailada que se dieron esa noche. Pasamos como unos cuarenta minutos preguntando cómo llegar a su dirección hasta que por fin dimos con la casa de Chelo. Por cierto, de su casa, la ciudad de Zacatecas se miraba preciosa, ya que el amanecer estaba próximo y las luces del alba comenzaban a asomarse. Continuando el viaje Estuvimos en la casa de Chelo como hasta la una de tarde. Aproveché para dormir un rato y que Diana conociera a los nuevos primos. Ahí también convivió con la tía Chelo, con la tía Karina y, por supuesto, con su mami Marcelina. Ahí también fue la primera vez que lavó trastes de una manera ecológica, enjabonar y tallar los trastes en una charola y enjuagarlos en otra sin desperdiciar tanta agua. Por fin llegó la hora de despedirnos y no era novedad, Diana quería quedarse más tiempo. La convencí de irnos diciéndole que íbamos a regresar cuando fuéramos a la cita a Ciudad Juárez y que nos íbamos a quedar ahí una noche. Seguimos el viaje de Zacatecas a León sin ningún contratiempo. Llegamos a la casa en León como a las tres y media de la tarde. Como Diana todavía andaba desvelada se durmió la mayor parte del tiempo, así que cuando bajó del carro para conocer a mis sobrinos y sus tíos estaba modorra. Sin embargo, no le duró mucho tiempo y pronto se fue a conocer el rancho. Le dije que ahí no había peligro ya que todos éramos familia y eso hizo que luego conociera a mis sobrinas y se las hiciera amigas. Estuvimos en León desde el domingo por la tarde hasta la tarde del sábado. Esos días los aprovechamos para que Diana 68
No se pudo
conociera a mis hermanas y hermanos, sus hijos y los hijos de éstos. Diana ahí supo qué tan grande es la familia y estaba un poco confundida respecto al parentesco de algunos de ellos. Por ejemplo, se hizo muy amiga de las hijas de mi sobrina Lupe y se sorprendió de que ella era tía de ellas. Conoció a mis tías, las hermanas de mi mamá con quienes también se llevó muy bien. En esa visita conoció los cerillos al punto que se gastó como cien pesos en puros cerillos para encenderlos y quemar pasto seco. Aprendió lo que es bañarse a jicarazos, ya que no todo mundo tiene regaderas en sus casas para bañarse. Estuvo cerca de las gallinas y supo lo divertido que es darles de comer cuando lo rodean a uno esperando el maíz. Conoció el centro de la ciudad, el mercado, la central de abastos. Miró cómo los distribuidores de tortillas, de leche, de verduras, del gas, del agua en garrafones van al rancho a vender sus productos. Creo que fueron unas vacaciones inolvidables para ella, a tal punto que cuando nos tuvimos que regresar se vino llorando a llanto abierto. Me preguntó por qué no nos quedábamos a vivir en México, sugiriéndome que construyera una casa junto a la casa de mi mamá para vivir en el rancho. Mi respuesta fue que algún día lo haríamos. Regresando Salimos la tarde del sábado rumbo a Zacatecas porque el día y la hora de la cita se aproximaban. Todo estaba calculado. Llegaríamos al anochecer a Zacatecas, descansaríamos ahí y al otro día manejaríamos hacia a Ciudad Juárez. Había nerviosismo, pero también esperanza de que por fin ella tuviera sus papeles (la residencia permanente en los Estados Unidos). Cuando llegamos a Zacatecas, a la casa de su mami Marcelina, el viento estaba helado. Después de cenar algo decidimos salir al centro para que Diana conociera lo bonito 69
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que es Zacatecas. Anduvimos por el centro de la ciudad, llegamos a la catedral, al Sanborns que está ahí cerca y luego a donde trabaja don Sotero, el esposo de Marcelina, para que lo conociera. Pasamos por donde vivían otros primos de Diana en Zacatecas para de ahí regresar a la casa y descansar porque otro día temprano seguiríamos el viaje. Así fue. Después de dormir bien, otro día nos levantamos como a las 6 de la mañana para adelantar camino. Canelo venía con nosotros, él también había pasado unas buenas vacaciones jugando con otros perros mexicanos. Llegamos a almorzar lonches a Bermejillo, Durango. Yo ya había probado los dichosos lonches, que para mí son tortas, muy ricas, por cierto. Bermejillo es un pueblo muy tranquilo que cada que he pasado por ahí me acuerdo del corrido de “Los tres amigos” de los Cadetes de Linares. Le dije a Diana: —Mira, ahora que regresemos a Austin le dices a Doña Paty (nuestra vecina) que conociste su pueblo. En la fondita donde comimos Diana se sorprendió de que todo lo que ahí había tenía la marca Coca Cola y me lo hizo saber. —Las mesas son de Coca Cola, las sillas son de Coca Cola, el refrigerador es de Coca Cola, el destapador es de Coca Cola, el anuncio es de Coca Cola. ¿Por qué? —Buena observación… —fue lo que le respondí. —Yo creo que es porque la Coca Cola es el proveedor exclusivo de los refrescos—. No sé si eso satisfizo su curiosidad porque en ese momento llegaron los lonches y nos dedicamos a devorarlos. Después de comer seguimos nuestro camino. Canelo nos estuvo esperando afuera del restaurantito amarrado de un poste. Salimos de Bermejillo a eso de las 10 y media de la mañana. Tomamos la carretera libre pasando por Cevallos y como unos veinte minutos antes de llegar a Jiménez, un bache en la carretera hizo que el carro brincara. Con el golpe hasta la palanca de velocidades se brincó a neutral en pleno movimiento. 70
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Yo me detuve para ver qué había pasado, ya que el sistema de monitoreo del Sentra marcaba que una llanta estaba baja de aire. Observé que el rin delantero del lado del pasajero se había enchuecado con el golpe, pero pese a eso la llanta seguía con aire. Lo que hice, sabiendo que estábamos cerca de Jiménez, fue manejar más despacio para que no fuera a pasar algo peor. Suspiré de alivio cuando divisé el puente a desnivel que cruza la carretera de cuota y que luego se une con la libre. Una vez entrando a la ciudad, nos paramos en la primera vulcanizadora que vi para arreglar el problema de la llanta. Afortunadamente, pese a ser domingo por la tarde, estaba abierta y en menos de media hora seguíamos nuestro camino. Una hora más tarde paramos en Camargo para comprar unos refrescos y botanas. Era como la una de la tarde y la ciudad estaba llena de gente. Las veces que había pasado por ahí nunca me había tocado ver tanta gente. El recuerdo del incidente de la llanta había quedado en el pasado aunque no la espinita de que eso era un presagio de que algo no iba a salir bien. En fin, pasamos por la Chihuahua capital como a las tres de la tarde y entre más nos acercábamos a la frontera, más frío se ponía. Yo esperaba que llegáramos a Ciudad Juárez con la luz del día, pero no fue así. Creo que la última claridad de ese domingo 29 de noviembre la vimos cuando pasamos las dunas de Salmalayuca. Después de cruzar esta área comenzamos a ver luces que indicaban que nos acercábamos a nuestro destino. Los aproximados cincuenta kilómetros de Salmalayuca a Ciudad Juárez se me hicieron como si hubieran sido el doble. Por fin, ya con la oscuridad de la noche y la luz tenue del alumbrado público, llegamos a nuestro destino, La Quinta Inn, cerca del nuevo y flamante Consulado de los Estados Unidos en Ciudad Juárez.
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Preparándonos Al instalarnos en nuestro hotel lo primero que hicimos fue conocer el área para familiarizarnos con ella. Al otro día teníamos que estar en la madrugada haciendo línea para el examen médico de Diana. También quería saber qué tan lejos estábamos del consulado, cómo estaba la situación del estacionamiento, así que nos salimos en el carro para manejar alrededor del área y aprovechamos para ir a una tienda y abastecernos de algo que comer para el cuarto del hotel. Nos fuimos a un supermercado Smart para hacer esas compras y regresamos a nuestro cuarto para descansar. El lunes por la mañana amaneció con un frío que me recordó los tiempos cuando vivía en Chicago. Pensé que este clima era anormal para esta ciudad localizada en el desierto chihuahuense. Los días que siguieron demostraron que este tipo de clima también llega a esta área por tiempos más prolongados. Durante el corto viaje del hotel a la clínica me ocurrió otro incidente que no me gustó y que era el segundo presagio de que algo saldría mal. La llanta que la tarde anterior se había salvado en el bache, esta vez no tuvo la misma suerte. Con la oscuridad de la madrugada no me fijé y pasé por encima de unas boyas de acero que dividían los carriles. El problema es que algunas de estas boyas ya no tenían los tornillos con los que las aseguran. Uno de estos tornillos se insertó en la llanta rompiéndola inmediatamente. Con la llanta baja tuve que caminar a vuelta de rueda hasta el estacionamiento más cercano, que afortunadamente estaba frente a una de las clínicas. Decidí dejar el carro con la llanta baja hasta que saliera de la clínica. Para colmo, ese día me llevé a Canelo, pensando que iba a ser cuestión de un par de horas el dichoso examen médico. No fue así. Canelo tuvo que quedarse en al carro como hasta las dos de la tarde cuando finalmente salimos de la clínica. 72
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Llegamos a la clínica y esperamos en línea pacientemente cuando por alguna razón unos guardias de seguridad, después de contar gente, nos dijo a un grupo que lo siguiéramos a la otra clínica. Me quedé pensando si las dos clínicas eran del mismo dueño para pasarse los clientes como si nada. Hasta ahora no sé la respuesta, para mí eso es puro negocio, por los famosos exámenes médicos cobran cientos de dólares por persona. Tampoco me iba a inconformar por eso (era como ponerse con Sansón a las patadas), lo que me interesaba era conseguir los resultados de los exámenes médicos para al otro día llevarlos a la cita y que por fin Diana lograra conseguir su residencia. Lo que si me dio coraje es que hagan esperar horas a los cientos de personas que todos los días van cobrando tan caro. Había gente joven, niños, viejitos y viejitas. Gente ágil, otros en sillas de ruedas. Unos que se miraban de origen muy humilde, otros de clase media, media alta y alta. Unos que iban a emigrar con sus familiares a Chicago, Los Ángeles, San Francisco, todo el estado de Texas, las Carolinas y las Virginias. Otros iban hasta la costa del noroeste, Washington y Oregón, mientras otros iban al otro extremo, Nueva York y toda el área de Nueva Inglaterra. También había los que iban al centro norte del país, Iowa, Nebraska, Wisconsin y Minnesota. En fin, en esta área de Ciudad Juárez, en las clínicas y el consulado confluían paisanos radicados en todo lo largo y ancho de los Estados Unidos, tratando de hacer las cosas como quiere el Tío Sam, legales y derechas. No hay mal que dure cien años ni enfermo que los aguante. No hay cita con el doctor que dure todo el día ni paciente que aguante… Hmmm, de eso no estoy tan seguro, pero en fin, después de muchos corajes y mucha paciencia, salimos de la clínica con nuestro sobre cerrado con los resultados y bien entendido que no debíamos de abrirlo para que el personal del consulado nos lo aceptara el día de la cita. 73
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Esa tarde, después de cambiar la llanta, de abrazar a Canelo por las casi ocho horas que esperó en el carro como fiel soldado y de ir otra vez a una vulcanizadora para conseguir un gallito (una llanta de repuesto usada) nos fuimos al hotel para dejar al Chaparro (el otro nombre del Canelo) e irnos a comer a un Vips. El frío seguía, así que el resto de la tarde nos fuimos al hotel para descansar y estar listos al otro día para la ansiada entrevista. Compareciendo Llegó el 1° de diciembre y nos levantamos muy temprano para desayunar en la cafetería del hotel que proveía el desayuno gratis. Diana estaba fascinada con el hotel porque tenía televisión plasma, refrigerador y horno microondas y cuando llegamos al comedor se sorprendió más. Yo también vi con gusto que el desayuno se miraba delicioso. Ahí había chilaquiles, frijoles, fruta fresca y tortillas. En pocas palabras, todo era fresco y no enlatado o embotellado como en la mayoría de los desayunos continentales de los hoteles en los Estados Unidos. El primer paso para la cita era ir a un salón operado en conjunto por el municipio de Ciudad Juárez con el consulado. Es una especie de sala de espera. De ahí llaman a las personas, con cita en mano según la hora en que la tienen. Saliendo de ahí hay que caminar por la banqueta hacia el consulado donde checan que las personas no lleven celulares ni otras cosas prohibidas. Ahí hay que presentar de nuevo la cita, es más, creo que se quedan con ella y le dan a uno un talón con el número que le tocó. Una vez dentro de las instalaciones del consulado, hay que caminar a un tejaban para esperar de nuevo que lo llamen para entrar al edificio e ir hacia una de las decenas de ventanillas. Todo este proceso puede tomar por lo menos un par de horas. Muchas veces, después de que ya lo llamaron, 74
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hay que volver a esperar para que lo vuelvan a llamar. Hasta ese momento no había habido contratiempos, me hablaron, me hicieron unas preguntas y me dijeron que me sentara porque me iban a volver a hablar. Después de por lo menos otro par de horas me volvieron a llamar sólo para darme un número, indicándome que regresara al día siguiente. Mentalmente yo estaba preparado para la posibilidad de que no le dieran la visa de residente el mismo día de la primera cita. Su caso era muy especial y casi podría decir que único. No se ve todos los días que en el certificado de adopción de una menor figuren dos hombres como los padres. El segundo día de la cita, el miércoles 2 de diciembre, pensé que sería el definitivo, incluso era el último día de reservación que había hecho en La Quinta. Fue otro día que nos la pasamos en el consulado como hasta las tres del tarde. En el carro ya traía las maletas y a Canelo porque pensé que ese día estaríamos listos para regresar a los United States. No fue así. —Vénganse mañana —me dijeron. Fui a pagar otro día en el hotel y por la tarde nos fuimos a comer a un Sanborns en un centro comercial cercano. Como no estábamos haciendo nada malo, yo no estaba preocupado, tal vez sólo desesperado de que el proceso estaba tomando más tiempo de lo previsto. Decidiendo La decisión del caso llegó hasta la tarde del jueves. Para entonces yo había notado que los últimos dos días me habían dado números muy altos, en los 700 u 800`s. También me di cuenta que estos números se los daban a muy pocas personas y que tardaban más tiempo en llamarlos. Lo único que esperaba es que ya tomaran una decisión y que ésta fuera la que yo quería. Finalmente, ya casi cuando toda la gente se había ido, a eso de las cinco de la tarde, me hablaron con la decisión que habían 75
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tomado, no sin antes hacerme más preguntas sobre el caso y amenazando con cargos federales, cárcel y multas si yo estaba mintiendo. —¿Dónde está la madre de la niña? ¿Le dieron dinero a la madre de la niña para que se las dieran? ¿Desde cuándo tienen a la niña? ¿La madre de la niña sabe que usted la adoptó, que vive con dos hombres? ¿La adopción fue legal? Esas y no recuerdo que tantas preguntas más me hizo, llegando ella a conclusiones como —No puedo creer cómo un muchacho joven, gay, se quiera echar el compromiso de una niña, eso es ilógico —decía . Me pidió los números de teléfono de Fernando, de la abuelita de Diana en Zacatecas y luego supe que ese mismo día les habló por teléfono para averiguar más sobre Diana y, claro, para amenazar como lo había hecho conmigo. Para esto yo ya estaba muy nervioso porque las cosas no pintaban bien. Me había pedido que fuera solo a una ventanilla privada y que le dijera a Diana que me esperara en la sala. Diana sólo me preguntó qué pasaba. No recuerdo que le dije, pero lo más seguro era que no se preocupara, que todo saldría bien. Yo estaba en tal estado de shock que no recuerdo si me habló una segunda vez o fue en esa misma y última entrevista cuando me dejó saber la decisión final, la cual me hizo quebrar en llanto. —Te vamos a quitar a la niña —Fue lo que dijo. Esa frase aún suena con un eco tenebroso y hace que deje de escribir y que me ponga a pensar y pensar y preguntarme por qué pasó eso. Fernando es el padre de la niña y la tiene con él desde que ella tenía meses de nacida. Diana está conmigo desde que tenía tres años y legalmente yo soy su padre después de un proceso de adopción legal y claro. No entendía cómo ahora esta empleada del consulado, que por cierto nunca olvidaré su rostro, ahora viniera y dudara de nuestra familia sólo por el hecho de que dos padres del mismo sexo hubieran adoptado a una niña y uno de ellos quisiera hacerle la vida más fácil consiguiéndole 76
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la residencia estadounidense. No lo entendía ni lo entiendo. Aunque estoy consciente de que ellos tienen que hacer su trabajo para asegurarse de que no haya contrabando de niños, o que le den “papeles” a un niño que alguien se robó en México. Ese día, mi familia fue víctima de las sospechas. Cuando me tocó decirle a Diana que nos íbamos a separar, que ella se iba a ir con otras personas, hice todo lo posible por contenerme y por no llorar a llanto abierto frente a ella. Estoy seguro de que mi cara estaba descompuesta y que aunque quisiera detener las lágrimas, éstas no me hacían caso. Inmediatamente noté que su rostro también cambió. Me preguntó por qué y yo no recuerdo que le dije. Lo más seguro que le pude haber dicho es que todo iba a estar bien y que luego nos volveríamos a ver. Para esto ya teníamos escolta, los empleados del consulado me indicaron el camino por el cual íbamos a salir (la puerta trasera). Una vez afuera, esperamos a que recogieran a Diana unas personas del DIF de Ciudad Juárez. Diana y yo íbamos abrazados en silencio, conteniendo el llanto pero no las lágrimas. A los pocos minutos llegaron dos empleadas del DIF y me dijeron que Diana se iría con ellas y que yo las siguiera en mi carro a sus oficinas. Yo les pregunté si Diana se podía ir conmigo, asegurándoles que iba a ir detrás de ellas, a lo que contestaron que no tajantemente. Yo sólo quería tener tiempo a solas con Diana para darle ánimos porque no sabía qué era lo que venía. No me dieron la oportunidad, así que las seguí a sus oficinas. Por el camino estoy seguro de que no paré de llorar. Ese día me había llevado a Canelo y el sólo se acurrucaba conmigo tratando de animarme, al menos eso es lo que quiero pensar. Cuando llegamos a las oficinas del DIF, estacionaron su carro y me dijeron que hiciera lo mismo. Una vez estacionado, le di la vuelta al edificio para entrar por la puerta principal. 77
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Ya no vi a Diana. Entré al edificio donde me atendieron dos personas, una que se portó… Digamos, seca, y luego otra que me trató muy amable, Ana Cristina es su nombre. Ahí también me la pasé llorando porque ¡me estaban quitando a mi hija! Recuerdo que me decían: —Tiene que calmarse para poder hacer esto —Y sí, yo me calmaba, pero a los pocos segundos volvía a llorar a llanto abierto. Ahí conté mi vida para un examen psicológico, me imagino. Contesté preguntas acerca de mi familia y Ana Cristina me dijo que no me preocupara, que ellos no me querían quitar a Diana, pero que tenían que seguir el protocolo que existe cuando el consulado le quita niños a sus padres por sospechas de que algo no está bien. Me dijo algo así como —nosotros reconocemos que tú eres el padre de Diana y aunque la adopción no se llevó a cabo en México, tenemos que corresponder y reconocer las decisiones jurídicas, en este caso la adopción, que se hizo en los Estados Unidos, —palabras más, palabras menos. —Y así, con mucha amabilidad y paciencia me dijo que tenían que seguir un proceso y que al otro día regresara al DIF para tener más en claro lo que iba a pasar. Esa tarde fría del jueves 3 de diciembre regresé al hotel en una ciudad que no conocía. Para cuando salí del DIF ya estaba oscuro y gracias a las direcciones que me dio Ana, regresé al cuarto, todavía llorando a ratos. Aún faltaban más lágrimas y éstas vinieron cuando le hablé a Fernando para darle la noticia. Sólo recuerdo que cuando le tuve que decir lo que pasó, lo primero que escuché de él fue —¡No, mi hija no! ¡Diana no!…. y también se puso a llorar. Esto fue como una reacción en cadena que me volvió a hacer llorar a mí también. Así estuvimos por un buen tiempo hablando de lo que había pasado en el consulado, lo que me habían dicho, lo que había pasado en el DIF. Hablamos de cómo había reaccionado Diana, todo esto entre llantos, ánimos, llantos, “ya no llores”, “todo va a estar bien” y más llantos. 78
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Continuando… la mala suerte Esa noche hice todo lo posible por dormir. Me daba insomnio de pensar qué iba a pasar con Diana, qué iba a pasar con nuestra familia, me acordaba de cuando me dieron la noticia de que me la iban a quitar y volvía a llorar. Así pasó esa noche, durmiendo en abonos hasta que finalmente amaneció, me levanté y me fui a buscar comida para desayunar e irme temprano a las oficinas del DIF. ¡Tenía que averiguar qué iba a pasar con Diana! Esa noche también fue una de las más frías al punto de que Ciudad Juárez amaneció vestida de blanco y con muchas calles congeladas. Después de haber vivido muchos años en Chicago, no le tenía miedo al delgado manto de nieve que cubrió la ciudad esa noche, pero estaba equivocado. No se necesita de mucha nieve para que una calle se vuelva peligrosa. Iba rumbo al DIF cuando vi que un par de carros estaban parados delante de mí, así que frené. El problema es que el tramo donde frené estaba congelado, había hielo y aunque no iba muy rápido, mi carro se deslizó golpeando a una Renault Kangoo. Mi carro quedó abollado de la parrilla, el radiador sumido y el cofre levemente enchuecado, pero nada mayor. El carro todavía funcionaba y era manejable. Al carro que estaba delante de la Kangoo no le pasó nada, pero a la camionetita Renault le pegué en la defensa y le di un minúsculo golpe a la puerta trasera que impedía que embonara perfecto cuando la cerraban. Traté de llegar a un acuerdo con el conductor de la Kangoo, pero no se pudo. Dijo que si fuera de él, no había problema, pero que era de la empresa donde trabajaba. Así esperamos como tres horas hasta que llegó el agente de seguros de la Renault. Había muchos accidentes en la ciudad y por eso se tardó. Mi seguro para México ya se había vencido, así que yo no tenía a quien hablarle. Traté de hablar a la compañía que tenía en los Estados Unidos, ya que algunas de ellas cubren a cierta distancia de la frontera. Mi teléfono no tenía 79
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señal ni carga, así que prácticamente estaba incomunicado. Bueno, tenía una tarjeta Ladatel para usar un teléfono público y aproveché para hablarle a Fernando y decirle lo último que me había pasado. Le dije que les comentara a mis hermanos en Chicago para que supieran y así lo hizo. El asegurador de la Renault demandaba como cuarenta mil pesos en daños. ¡Lo que es la transa en México! Hasta el conductor de la camioneta dijo que esos daños no eran para tanto, pero ya no se podía echar para atrás. Para no hacer el cuento largo, como no tenía el dinero en efectivo, tuve que ir a la cárcel hasta que pagara los daños. Llegué al centro de detención como a las dos o tres de la tarde. Esa cárcel temporal estaba nueva cuando yo estuve ahí. El servicio que nos dieron en general estuvo bien. Había calefacción, por la noche nos dieron una cobija que usé como colchón. Ya por la madrugada la celda estaba llena. Éramos como siete personas y todos nos quedamos a dormir sobre el piso. Entrada la noche nos dieron una torta de jamón para cenar y nos arrimaron una botella grande de agua, la cual compartíamos. La mayoría de los reclusos que ahí llegaba era por la misma razón, accidentes de tráfico. Ahí pasé veinticuatro horas que se me hicieron una eternidad. Ahí seguí llorando, ya que no creía que se hubiera venido una racha mala que no sabía cuándo iba a terminar. Tampoco sabía qué estaba pasando fuera de esa cárcel en Ciudad Juárez. Solamente confiaba en que Ana Cristina otra vez sería mi única esperanza y así fue. Cuando me pidieron que pagara los cuarenta mil pesos en daños, lo único que se me ocurrió fue ir a un banco y ver si podía sacar dinero usando una tarjeta de crédito. El oficial de policía que hizo el reporte del accidente accedió a que yo manejara mi carro para ir a un banco y tratar de hacer eso. En ese tiempo, a cada policía le ponían un soldado del ejército para que cuidara a los policías de Ciudad Juárez. El policía le pidió 80
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al soldado que se fuera conmigo y así lo hizo. Le pregunté al soldado por qué tenían que custodiar ellos a los policías y me contestó muy franco. “Es para cuidarlos de que no sean tan corruptos”. El crimen organizado relacionado con el narcotráfico y extorsiones se ha infiltrado en muchas policías del país, y sobre todo en ciudades como Juárez. En fin, fui al banco acompañado del soldado con su ametralladora, pero no pude sacar el dinero. Luego le pedí al policía que si podía ir al DIF para dejar a Canelo y mi equipaje con una trabajadora social y me dijo que sí. Ahí le pedí a Ana Cristina que si podía ser el punto de contacto en Ciudad Juárez con mis hermanos en Chicago. Le di el número de teléfono de mi hermano y fue así como mis hermanos y Ana Cristina estuvieron en contacto para que ellos le mandaran el dinero y así ella pudo sacarme de la cárcel. Ese sábado, después de que Ana Cristina fue a sacarme del centro de detención, me llevó a un hotel que estaba a un par de cuadras de su casa. Era en un área donde estaba cerca otro supermercado Smart, varios hoteles y algunos negocios cerrados. Parecía que en algún tiempo iba a ser una zona pujante de Ciudad Juárez, pero debido a la delincuencia y principalmente a extorsiones de negocios se estaba viniendo abajo. Una vez instalado en el hotel, fui por Canelo a la casa de Ana Cristina y, como han de imaginarse, se volvió loco de gusto por volver a verme. Luego, llevé a Canelo al cuarto y me fui al supermercado para comprar algunas cosas para comer y una agujetas para los tenis, ya que en la cárcel me las habían quitado y no me las regresaron. Ahí pasé toda la tarde del sábado encerrado, no tenía carro porque lo habían encerrado en el corralón. No salía mucho a la calle porque no había nada que hacer y aparte no tenía ánimos de hacerlo. Sólo me preguntaba ¿dónde estará Diana? Yo sabía que estaba en algún lado de esa isla grande en el desierto y llena de gente, pero no tenía idea dónde. Y aunque hubiera sabido donde estaba, sabía que no 81
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podía ir por ella y llevármela, ya que eso era muy difícil y podía traer más problemas legales. Sólo quedaba esperar a que todo se solucionara y con ello esperaba con ansia el lunes para ir al DIF a ver qué me decían. A ver cuándo me la regresaban. Llegó el lunes y Ana Cristina se ofreció para darme un aventón al DIF en su carro. Me levanté temprano y saqué a Canelo para que hiciera sus necesidades y se quedara en el cuarto el resto del día. Llegamos al DIF como a las ocho de la mañana y ahí esperé a que llegara la licenciada que debía de tomar la decisión sobre regresarme a Diana, pero no llegaba. Entonces aproveché para ir al edificio de justicia donde estaba el centro de detención en el que había estado encerrado porque yo quería seguir el proceso para sacar mi carro. Ahí me dijeron los pasos que tenía que seguir, pero no lo podía hacer porque a ellos todavía no les había llegado el papeleo. Lo más difícil que me pedían era llevar todos los papeles del carro traducidos al español, ya que el carro era de Texas. Y para acabar, no tenía el registro de las placas, así que eso significaba que tenía más trabajo por hacer. Se llegó la tarde del lunes y la licenciada no llegó, por lo cual me regresé al hotel con Ana Cristina cuando ella terminó su trabajo. Recuerdo que en el camino de regreso al hotel algunas calles estaban cerradas porque habían acribillado a algunas personas a plena luz del día. Era un recordatorio de que Ciudad Juárez en los últimos años se había convertido en la ciudad más peligrosa de México. El martes por la mañana me levanté temprano y me fui al El Paso para tratar de conseguir el registro de las placas que necesitaría para poder sacar mi carro del corralón. No tenía en claro a dónde o a qué oficina tenía que ir para conseguir ese papel, pero después de cruzar el puente en una mañana fría y con mucho viento, pregunté y me dijeron más o menos dónde era. Tenía que tomar dos autobuses para llegar a dicha oficina, que por cierto estaba cerca de la línea divisoria con Nuevo 82
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México. Recuerdo claramente que entre más nos alejábamos del centro de la ciudad hacia las partes altas, el viento soplaba con más fuerza y bajaba aún más la temperatura. Para colmo de males, el viento hasta levantaba la arena del desierto y me la estampaba contra la cara. ¡Fue otro día inolvidable! El viaje hasta ese lugar en medio de la nada fue en vano, ya que me dijeron que ahí no me darían ese papel. Me mandaron a una oficina en el centro, lo cual me dio coraje conmigo mismo por no haberme informado bien antes de irme a perder el tiempo. Regresé a esa oficina lo más pronto que pude y llegar antes de que cerraran. Por fin, en un dos por tres, me dieron el documento que necesitaba. Temprana la tarde, regresé a Ciudad Juárez y en la línea tomé un autobús rumbo al DIF para averiguar qué había pasado con Diana. Todo estaba igual, ya que la licenciada todavía no regresaba a la oficina. Esa tarde me cambié de hotel a uno donde sí tuviera acceso a computadora e impresora, ya que tenía que traducir el documento de las placas. El resto de la tarde y noche me la pasé en el hotel trabajando en la traducción. Ya estaba ansioso de conseguir de regreso mi carro que, aunque chocado, corría bien. El viernes por la mañana empaqué todo y lo llevé a casa de Ana Cristina. Ahí también dejé encargado (otra vez) a Canelo, ya que me dispuse a hacer todo lo necesario para sacar el carro del corralón. Antes de iniciar el proceso, fui al DIF para ver si había noticias de cuando me regresaban a mi hija, pero todavía no sabían nada. Así que me dediqué a hacer los trámites para liberar al carro. Recuerdo que tuve que ir a dos oficinas diferentes de gobierno y a dos corralones hasta que por fin, como a las dos de la tarde, logré sacar el carro. En cuanto lo saqué, regresé al DIF y ahí Ana Cristina me recomendó que mejor me regresara a Austin, ya que el proceso iba a tomar más tiempo. Ellos estaban esperando documentos del DIF de Zacatecas sobre algunas comparaciones legales, pero me dijo 83
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que no me preocupara ya que Diana estaba bien. Me aseguró que iba a hacer todo lo posible para que me la regresaran antes de Navidad. Regresando (ahora sí) El miércoles 9 de diciembre y después de más de una semana en Ciudad Juárez y más de dos semanas fuera de Austin logré salir sin más percances de esta ciudad fronteriza. Crucé el puente Zaragoza como a las seis de la tarde, sintiendo que estaba escapando de un infierno. No hace falta decir que estaba triste, ya que me regresaba solo de ese viaje. Sí, estaba muy triste pero un poco aliviado de regresar a Austin. El viaje lo disfruté dentro de lo que cabe. Siempre me ha gustado manejar y en la carretera 10 fue una gran experiencia cruzar el desierto texano, contemplando el cielo estrellado y sin tráfico durante todo el camino. No dejaba de pensar en Diana, me preguntaba qué estaría haciendo, qué pensaba de mí, de toda la situación y al hacerlo los ojos se me llenaban de lágrimas. Pero también me reconfortaba pensar que esa pesadilla no duraría mucho tiempo y me esperanzaba pensando en el reencuentro, una vez que me hablaran para regresármela. Llegué a Austin como a las cuatro de la mañana del jueves 10. Dormí un rato y cuando desperté me puse a bajar las cosas del carro. La maleta de Diana sólo la puse en su cuarto. No me atreví a abrirla porque sentía que si lo hacía me iba a poner a llorar. Como a las diez de la mañana me fui a trabajar y explicar por qué no había regresado una semana antes como me había comprometido. Ya por la tarde regresé a casa y como era de esperarse, no era lo mismo sin Diana. Fernando y yo la sentíamos vacía y triste pero había que hacer de tripas corazón y seguir adelante con nuestras vidas.
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Volviendo a Ciudad Juárez Justo una semana después de haber regresado a Austin, recibí una llamada de Ana Cristina. —Te tengo buenas noticias —me dijo. Inmediatamente se formó en mi cara una sonrisa de oreja a oreja ya que imaginé cuál era esa buena noticia. —¿Cuándo puedes venir por Diana? —me preguntó. —¿Hablas en serio? si es así, mañana mismo estoy por ahí. —Y así quedamos. Quedé que el viernes 18 de diciembre llegaría por Diana a eso del mediodía. Luego de colgar el teléfono, le hablé a Fernando, a mi hermana y hermano en Chicago y a mi mamá en León para darles la buena noticia. Fernando le habló a su mamá que también estaba muy preocupada. También le dejamos saber a nuestra vecina Paty que había sido un apoyo muy importante para Fernando durante la pesadilla en Ciudad Juárez. Esa tarde ya la vida fue un poco más agradable e hice los planes para el siguiente día por la madrugada al regresar a Ciudad Juárez. Llegué a El Paso a las doce del día y después de cruzar el puente me dirigí al DIF, a donde llegué como a las doce y media de la tarde. Yo esperaba ver a Diana en cuanto me bajara del carro, pero no fue así. Me dijeron que todavía no llegaba y que debía esperar. A mí se me hacían eternas las horas que tuve que esperar. Finalmente, como a las tres de tarde se oyó una boruca de niños que caminaban por los pasillos de las oficinas. Reencontrándonos Cuando Diana entró a las oficinas del DIF, yo estaba con Ana Cristina que en ese momento le estaba dando los últimos retoques al oficio legal con el cual me la iban a regresar. Nomás de recordar ese momento me sale un suspiro de lo más profundo de mi ser. En cuanto me miró Diana se puso a llorar, arrancándome también las lágrimas a mí. Aunque yo le pedía que 85
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ya no llorara y la abrazaba, ella no dejaba de llorar. —Todo va a estar bien m’ija —le decía. —Ya vine por ti… ya no llores. —Es que te extrañé mucho y pensé que ya no te iba a volver a ver. —Bueno, aquí estoy… regresé por ti. Todo va a estar bien—. Le decía limpiando con mis manos las lágrimas que corrían por sus mejillas. Ella me respondía —Yo todos los días le pedía a Diosito que me dejara verte aunque fuera una vez más—. Y así estuvimos… abrazados sin querer separarnos, queríamos recuperar la más de una semana que habíamos estado separados. Después de estar aproximadamente una hora más en el DIF al fin nos dejaron ir. Pasamos a una gasolinera para llenar el tanque de gasolina y así emprender el viaje de regreso a León. A lo lejos, rumbo al norte, se miraba El Paso, Texas, la ciudad que debiera haber sido donde agarráramos carretera hacia el este, rumbo a Austin y no a al sur. Simplemente no se pudo, Diana no pudo arreglar la residencia y eso me daba mucha tristeza. En cierta forma me sentía culpable por todo lo ocurrido, pero también estaba contento de que de nuevo estuviera conmigo. Como a las cuatro de la tarde pasamos los últimos semáforos de la carretera 45, rumbo a Villa Ahumada, Chihuahua. Por el camino Diana me platicó de su experiencia en el albergue. “El albergue”... una palabra que nunca antes había escuchado pero que con esa experiencia conoció muy bien. Me platicó que en el albergue los trataron bien, ya que tenían padrinos que les daban ropa y regalos. Me contó que los sacaban a pasear y que cada vez que pasaba por donde había un supermercado Smart se acordaba de mí. Que casi lloró una vez que pasaron por el Hotel La Quinta, donde habíamos estado y que se asomó para ver si veía nuestro carro, esperando que todavía estuviera ahí. Me cantó las canciones que le enseñaron en el albergue, tales como “Yo soy la niña de tus ojos”, los cánticos de “Campanas de Belén” y “El burrito sabanero”, 86
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entre otras. Me platicó sobre las otras niñas y niños que había en “El albergue del niño y el anciano”, con quienes hizo amistad, y lo que le contaban. Se quejó que las levantaban muy temprano, que tenían que tender sus camas y que se turnaban para lavar los platos. Así seguimos, cantando y platicando hasta que llegamos a Villa Ahumada, donde compramos unos burritos para cenar. Cruzamos Chihuahua capital a eso de las ocho o nueve de la noche y Torreón como a las dos de la mañana. Ahí paré para echar gasolina y llamarle a Fernando para decirle más o menos a qué hora íbamos a pasar por la casa de su mamá. Seguí el camino y como a las cuatro de la mañana, al llegar a los límites entre Durango y Zacatecas, el sueño me llegó tan fuerte que decidí moverme a un lado de la carretera para dormir un rato. Aunque me había tomado dos bebidas monsters de 20 onzas, ya tenía 24 horas sin dormir y el cuerpo me demandaba descanso. Después de descansar aproximadamente una hora seguí el camino, llegando a la capital zacatecana cuando el sol aparecía en el horizonte. En cuanto llegué a la casa de mi suegra me fui a dormir un buen rato. Como a las diez de la mañana me levanté para desayunar y al mediodía continuamos el camino de regreso a León. Recuerdo que durante todo el camino la mayoría de los carros en la carretera tenían placas de los Estados Unidos, al punto que en la entrada de Aguascalientes se hizo un trafical y tardamos más de una hora en cruzar la ciudad. Faltaban escasos días para que se llegara Navidad y de cierta manera era entendible tanto regreso de paisanos. Volviendo a Austin Llegamos a León el sábado por la tarde, dos semanas después de habernos ido a Ciudad Juárez. Encontré que mi papá estaba 87
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enfermo, no reaccionaba bien cuando le hablábamos ni podía caminar bien. Al siguiente día lo llevamos de emergencia a una clínica en San Pancho y de ahí al hospital del Seguro Social en León. Unos meses antes se había caído y el golpe en la cabeza le había causado coágulos que requirieron una cirugía de emergencia en el cerebro. Estuvo más de una semana hospitalizado. El plan que había quedado con Fernando era que sólo me quedara hasta Navidad para pasármela con Diana; sin embargo, tuve que quedarme hasta después de Año Nuevo. Me regresé a Austin el primer fin de semana del año. Una vez más tuve que dejar a Diana en México, claro, un poco más tranquilo ya que estaba con la familia. Desde Austin hicimos lo necesario para que Diana fuera a la escuela en México. Sólo fue una semana. ¡No sentíamos justo que volviéramos a estar separados! Diana, Fernando y yo éramos una familia y después de mucho debatir, discutir y enojarnos, decidimos que nos íbamos a traer a Diana a Austin. Acá la extrañábamos y aunque sabíamos que estaba bien con mi mamá y mi hermana, reconocíamos que era difícil su estancia allá, ya que mi papá requería cuidados especiales después de la cirugía pues no podía caminar. Mi mamá también necesitaba ayuda y no podía andar lidiando con Diana llevándola a la escuela y al mismo tiempo atender a mi papá. Así que decidimos que para el fin de semana de Martin Luther King iría por ella a León para que alguien nos la cruzara por Laredo. Volviendo a regresar El último viaje, con el cual termino la pesadilla, lo inicié la tarde del segundo viernes de enero ya del 2010. Salí de Austin como a las tres de la tarde y manejé toda la noche, llegando a León a las seis de la mañana. El viaje fue libre de contratiempos. Cuando llegué a León inmediatamente me acosté ya que el sueño casi me tumbaba. Diana todavía estaba dormida, pero 88
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se despertó cuando le di un beso en la mejilla. Después de dormir un rato hice algunas cosas que tenía pendientes y traté de dormirme temprano porque el domingo por la madrugada tenía planeado regresarme con ella. Salimos como a las cinco de la mañana y llegamos a Nuevo Laredo a eso de las tres y media de la tarde. En cuanto llegué, le hablé al contacto que la iba a pasar y quedamos de vernos en el puente número 1. Después de esperar y esperar, me desesperé porque no llegaba. Le hablaba por teléfono y no contestaba. Ahí pensaba que quizás lo mejor hubiera sido que se quedara en León. Eso de que el patero no contestaba me ponía muy nervioso. Parecía una mala señal. Finalmente, después de una hora de esperar en el puente, me habló y lo pude ver. Andaba con su familia. Sin embargo, ya no había tiempo de echarse para atrás y no me quedó otra que confiar en los pateros. Aparte, me aseguraron que la mamá del contacto era quien la iba a cruzar. Me regresé a Austin, dejando a Dianita y diciéndole que todo iba a salir bien. Me dijeron que ese mismo día iban a tratar de cruzarla. Salí de Laredo como a las siete de la noche y manejé un par de horas. Me detuve en la segunda área de descanso, antes de San Antonio, a esperar la llamada telefónica diciéndome dónde nos mirábamos para que me entregaran a mi hija. Se hicieron las doce de la noche y el teléfono no sonaba. Decidí hablarles y me dijeron que “la niña todavía no estaba preparada. Todavía se pone muy nerviosa”. Con eso me entró más la desesperación a tal punto que me daban ganas de regresarme por ella a Nuevo Laredo y llevármela de regreso a León. Después de mucho debatir, terminé por acabar de llegar a Austin, pues me dijeron que iban a tratar el siguiente día. Pasó todo el día de Martin Luther King (lunes) y Fernando y yo pegados al teléfono esperando la llamada que nos dijera que ya fuéramos por ella a San Antonio. No hicimos nada, no comíamos tranquilos, pero si discutíamos mucho, estábamos 89
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con la incertidumbre por no saber nada de nuestra hija. Nos preguntábamos qué pasaría si la agarraban y más nerviosos nos poníamos. Así siguió toda la noche y cada minuto estábamos más desesperados. Como a las dos de la mañana, ya del martes, nos hablaron que ya nos encamináramos a San Antonio y si así lo hicimos. Cuando íbamos como a media hora de Austin nos volvieron a hablar porque había habido un contratiempo. Y ahí vamos de regreso a la casa. Una hora más tarde, como a las cuatro de la mañana, nos volvieron a llamar y esta vez sí fue la definitiva. Después de manejar una hora y media llegamos a San Antonio. Y después de perdernos por más de una hora porque no teníamos la dirección correcta. A eso de las seis y media, por fin dimos con el lugar de la entrega de Diana y al fin la pudimos abrazar nuevamente. La pesadilla de casi dos meses había terminado.
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Crónica de una vida tortuosa (Soga Al-Cuello) Categoría B / Ganadora
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icen que los autores muertos de hambre producen sus mejores obras. Veamos qué puede producir una autora “muerta de deuda”. Mi madre escribía en la primera hoja de libros perturbadores “Si este libro enturbia tu alma… no lo leas.” A ti, lector, advierto: “Si este cuento enturbia tu alma…no anheles un sueño americano.” Mi nombre es Soga Al—Cuello. Pese a como suena el nombre, no soy árabe… Soy una mujer mexicana, de 41 años. Mi coeficiente intelectual es 135. Terminé mis estudios universitarios en Tenochtitlán con un promedio de 9.83. “Vivo” en Estados Unidos desde 1992, a donde me mudé, creyendo que trabajando duro y viviendo mesuradamente, mi vida sería más fácil que en mi México “pobre y tercermundista”. Soy el fantasma de lo que fui hace 18 años. La “pesadilla” americana... es mi realidad cotidiana. Soy una esclava desde el 2004. Mis dueños son ElBanco QueMeDio UnPréstamo ParaComprarLaCasa y Escaso Empleo. Una entidad llamada Agencia de Intérpretes es mi padrote o, digámosle, “promotor”. Agencia me encuentra trabajos donde me prostituyo trabajando para que Agencia se quede con 60% de lo que yo hago sola. Otro de mis padrotes se llama Departamento de Hacienda, pero ése es cabeza de la mafia, así que mejor ni hablar de él, pues trae peores consecuencias (auditorías y sorpresitas así).
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Mis compañeras inseparables son NegraSuerte y MalaDecisión. Siempre están a mi lado, listas para acudir a poner su granito de arena en cuanto algún cambio se me presenta, y se aseguran de que cualquier cosa que haga me traiga las peores consecuencias posibles. Han sido parte íntegra de mi vida, y estoy segura de que me acompañarán hasta mi muerte. Hace unos cuantos meses invitaron a ser parte de nuestro grupo a Angustia y a Desesperación, dos compañeras que están muy ocupadas visitando a muchos estadounidenses, pero se dan su tiempo también para no perderse ninguno de mis movimientos. De vez en cuando, vienen a visitarme Dinero y su hermanito Alivio Económico. Pero sólo se quedan hasta final de mes, a veces nomás unos cuantos días… y luego se quedan mucho más tiempo visitando los bolsillos de mi padrote: Agencia. Dinero y Alivio tienen su residencia permanente con Banco, para allá corren fieles a reportarse antes del día primero de cada mes. Las historias de migrantes latinos tienen siempre desgarradores relatos de ilegales cruzando la frontera, sobas inacabables lavando o cocinando veinte años en algún restaurante, discriminación, la odisea para traerse a su familia, o todos los obstáculos superados para vivir mejor. “Crucé la frontera caminando descalzo, y ahora soy MinuteMan en mi trocota.” O por el estilo… Es una pequeña variación del mismo cuento una, y otra, y otra vez. Un cantante mexicano, muy popular en la actualidad, dijo en una entrevista a sus millones de fanáticas —con profundo intelecto— que era “muy fácil resolver el problema migratorio: sólo hay que repartir un costalototote de greencards.” Y estos son los ídolos, los que ganan cinco millones por concierto.
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Hablo cuatro idiomas. Viajé por todo el mundo antes de cumplir los 30 años. Cuando encontraba trabajo, trabajaba 60, 80 horas por semana. Les enseñé inglés, español, cómo tocar el piano, cómo cocinar, cómo bailar, a miles de personas. Pero dudo que algún día veré un millón… de pesos… Cada día envío diez curriculum vitae diferentes a decenas de compañías. No puedo encontrar un trabajo viable, y cada día que no puedo encontrar trabajo…confirmo que mi nombre es Soga Al—Cuello. Los papás Mi mamá y mi papá nacieron en la Ciudad de México, pero mi papá se fue a Estados Unidos en 1945, escapándose de un lío de faldas que iba a desembocar en algún balazo bien propinado. Cruzando la línea de la frontera, que era prácticamente de terracería, saludando a los braceros y americanos que iban de pasa—día a Tijuana, se metió al primer centro de admisiones del ejército y les planteó: “Quihubo, voy a su guerra en Europa si me hacen ciudadano.” Tras estar cinco meses en Alemania, se acabó la guerra, mi papá era ciudadano americano y un veterano del ejército de 18 años de edad, y se puso a estudiar una licenciatura en Heidelberg. Se hizo amigo de compositores e intelectuales, se casó con una yugoslava, tuvieron una chamaca en una base militar y regresó a EEUU en 1949. La esposa dijo: “Hola, American Dream” y se desapareció en 1952, diciendo “Voy a comprar pan, orita vengo.” Agarró su monedero, salió con lo que traía puesto y no le volvieron a ver el pelo ni el esposo, quien entonces tenía 26, ni la hija, quien tenía 4. Mi mamá era niña de familia rica, de ésas a las que mandan estudiar inglés a Estados Unidos un año o francés a París, y ni soñar que no atendiera una escuela privada con uniformes almidonados. Sus mejores amigas siempre fueron La Arrogancia y Control Ciego. Como niña “decente” y de “buen nombre”, los 93
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pretendientes nunca estaban a su altura. Por esperar al príncipe azul a caballo, se le fueron los de a pie. Y ahí estaba, soltera a los 36 años, con su padre recién fallecido, cuando fue a cenar a la casa de una prima y el encantador veterano de las guerras europeas que hablaba idiomas y hasta tenía el aliciente de tener un “apellido intelectual y de abolengo” le dijo dos horas después de que la conoció: “Usted se va a casar conmigo.” A lo que mi mamá respondió: “Está usted loco.” Pero se casaron en diciembre de 1966, contra todas las quejas de la familia de ella. Y vámonos a Los Ángeles. Y tras intentar locamente tener un hijo, y sufrir dos pérdidas, llegué por cesárea una tarde de septiembre, la última esperanza de la señora de 38 años... Y mi abuela materna me dijo que cuando me pusieron en los brazos de mi madre, lo único que dijo fue: “Maldita sea, no es varón…” Y apareciendo en un rincón del cuarto del hospital… NegraSuerte sonrió y me hizo “hola” con su manecita... Las broncas de Inmigración: Estoy de mojada… ¡en México! Varios meses antes de que “la escuincla” naciera, mi mamá era voluntaria en Los Ángeles en una asociación que ayudaba a sacar a muchachos americanos de Estados Unidos, para evitar que los mandaran a la guerra de Vietnam, que ya había durado casi diez años. Mamá ayudaba a llenar solicitudes para procesar visas canadienses todos los días, y otros voluntarios escribían cartas a familias en Canadá para que ayudaran a los desterrados a situarse temporalmente. La cosa era dejar de mandar carne de cañón a Vietnam, y colocarlos en México (si eran de padres latinos o tenían familia allá) o en Canadá (por lo del inglés). Esta situación convenció a la futura mamá de intentar proteger a su engendro, no teniéndolo en Estados Unidos. Así que como por mayo o junio se regresó a México a tenerme, 94
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para que no fuera yo a “ser enviado a una guerra gringa.” Ya resuelto el nacimiento en México, lejos de territorio estadounidense, mi mamá regresó a Los Ángeles, con el esposo que llevó con furiosas protestas a la niña esa misma semana a registrarse como ciudadana americana. Así que tuve mi dual citizenship desde que nací. Y seguí creciendo, con papás casi de edad de ser abuelos, hasta que la amiga de mamá, Arrogancia, la encontró en Los Ángeles a los cinco años y le dijo que tenía que dejar a ese hombre altanero y problemático, pues él era un macho que no dejaba venir a Control Ciego a visitar. Además ¡¿Qué hacía en ese ranchote naco de Los Ángeles, rodeada de tanta chusma, siendo una mujer culta y preparada de México?! Así que mi mamá se divorció y me llevó de vuelta a vivir a Tenochtitlán. Empecé yendo, becada, a la misma escuela privada y almidonada donde mi mamá fuera a la primaria. Le hicieron el paro a mi mamá porque era ex-alumna y “gente decente, venida a menos”. Y mi vida infantil y adolescente transcurrió a la usanza de la buena familia: Mi abuela me cuidaba junto con un Control Ciego de su edad, mi mamá trabajaba, y yo iba a la escuela, a clases de piano, de canto, de danza, de tenis, de natación, de pintura, de teatro, de estudiantina. Todo, lo que fuera, con tal de que estuviera yo fuera del camino de mi mamá. Y como era hiperactiva, aún después de la escuela y seis horas de clases al día, brincoteaba yo en la cama… Cada maestro decía: “Es extraordinaria, pero… externa demasiado.” Y, para que se me bajara lo extraordinaria…primero me tranqueaba mi abuela, y ya después —cuando llegaba de la chamba— me tranqueaba mi mamá. Una vez mi abuela me dijo: “Lo único que le pido a Dios es que te dé una hija como tú, para que te haga pagar lo que nos haces sufrir.” Y subrayaba cada palabra acentuada con un bofetón, así: Lo único… (Fuá) que le pido (Fuá)… a Dios (Fuá)… es que te dé (Fuá)… et cetera... 95
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A los 15 años mi mamá me permitió ir a clases de manejo, recibí mi licencia por tres años, y empecé a conducir. Choqué en el periférico diez días después, claro. A los 17 años, llegué a la Universidad Nacional Autónoma de México, universidad gratuita y ya medio mal afamada, porque mi mamá me dijo “No, pues universidad privada sí no te voy a pagar.” Y mientras mis primos rotitos iban al Tec de Monterrey, a la Ibero o a La Salle, pues me fui a “arrastrar por el fango” con los de Filosofía y Letras en Ciudad Universitaria, donde pasé el examen de admisión para la carrera más saturada. Como comandara Lenin, estudié, estudié y estudié una vez más… Y cumplí 18 años. “Huy, tengo que renovar mi licencia” (Para seguir chocando legalmente). Y fui a la Asociación Nacional Automovilística, con mi acta de nacimiento original y mi permiso caducado… En tres segundos, una vocecita tepiteña resonó diciendo: “Uh, fíjese que aquí dice que es hija de norteamericano”, dijo la secretaria con sombra de ojos y uñas combinantes en azul rey. “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Frase que retumbaría en mis oídos por los próximos cuatro años. Licencia de Conducir: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Credencial de Elector: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Pasaporte: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Credencial de estudiante: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Registro Federal de Causantes: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Carta de Pasante: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Historial Académico: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” Apertura en la cuenta del banco: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?”
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Y supongo que tramitar la Carta de Renuncia: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” —Pues… no la tengo… no he decidido… —No me diga. Uh, pues fíjese que no se le va a poder expedir el documento… (Pensamiento: Pase a la ventanilla 14, a que le mienten la madre, pinche escuincla malinchista…) En 1987, el gobierno mexicano estipulaba que sólo se era mexicano bajo dos condiciones al llegar a la mayoría de edad: 1.Nacido en territorio mexicano 2.Hijo de ambos padres mexicanos THAT WAS IT. Si no se cumplían íntegramente estas dos con-
diciones, el mexicano tenía que presentar la Carta de Renuncia. En ella, renunciaba a cualquier otra nacionalidad, y se declaraba únicamente mexicano. O, renunciaba a la nacionalidad mexicana, y supongo que en ese mismo instante la señorita secretaria te escupiría y te dejaría de hablar en español, y le llamaría al guardia de seguridad para que te llevara inmediatamente al edificio aledaño, Relaciones Exteriores, a tramitar tu visa de turista en México. A lo peor, te escoltaban en una patrulla aulladora al aeropuerto a que te regresaras a tu país electo. (¿Ven? La mente de una adolescente hiperactiva puede escabullirse en tantas direcciones…) En la UNAM había una opción para los que teníamos vergüenza y piedad por la magna casa de estudios por su generoso intento de proveer de educación gratuita: una denominada Cuota Voluntaria, a la que contribuía yo con todo lo que podía. Cuando terminé los cursos en 1991, me dijeron “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” y como no la tenía, me declararon extranjera, así que tuve que pagar la cuota de Extranjero, además de lo que ya había dado de cuota voluntaria, cuando quise tramitar mi carta de pasante. 97
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Había yo empezado a trabajar en teatro, y daba clases, y tenía que utilizar ilegalmente el registro federal de causantes de mi madre para declarar ingresos. Irónicamente, lo único que sí me renovaron de volada en la Embajada fue el pasaporte gringo, así que, de los 18 a los 22 años, cada seis meses me iba algún fin de semana que cayera en puente a Monterrey, subía a un camión para ir a Tejas, cruzar la frontera a pie (hacia México) y estampar mi permiso otros 180 días. Fui a pedir clemencia a Relaciones Exteriores. Y me dijeron, claro: “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” “Pues no la tengo. ¿Qué tal si me quiero ir un par de años a Estados Unidos, a probar suerte? Yo soy citizen de nacimiento, y nunca aprovechar eso… Además, ya me tiene harta la burocracia mexicana, Control Ciego, Arrogancia y la corrupción. Nomás termine la carrera en la universidad, me voy un añito para ver qué pasa en Estados Unidos.” Fui con un amigo, otro pasante, a ver las posibilidades de becas para estudiar en Japón o en Escandinavia, pues era yo el tercer promedio más alto en mi generación. A mí me dijeron “¿Dónde está su Carta de Renuncia?” y mi amigo vivió y estudió gratis cuatro años en Noruega, después cinco en Alemania, y en la actualidad tiene dos doctorados y es profesor en tres universidades. Mientras yo empacaba mis chivas para irme a los “Estates”, NegraSuerte y MalaDecisión dijeron orita venimos, y se fueron a tomar un cafecito, para soldar su eterna amistad. Todo empieza bien Mi papá y otra de sus esposas y dos medios hermanos me dieron asilo por 3 meses en lo que encontraba trabajo y departamento. (Fácil, era 1992.) Pasé a la primera la licencia de manejar. La cola en la oficina de expedición de números de 98
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Seguro Social era de cinco gentes. Fui a una audición, me dieron el papel, trabajaba de maestra en la mañana, actriz en la tarde, me compré mi primer coche. Increíble: tenía mi propio teléfono en mi departamento ¡no esperé años a que se desocupara una línea! Sentí como que podía volar. Me iba a una fiesta o a un café sin pedirle permiso a nadie. ¡Ah, la libertad! Tomé la decisión de ir de visita a México una vez por año y darme una buena vacación por el mundo también una vez por año. Me llamó un amigo de la obra de teatro y me dijo que hiciéramos un programa de televisión para niños, en español. Al poco tiempo, los niños de la comunidad hispana me reconocían en eventos. Empecé a aprender más del estudio de televisión. Me gané un viaje a Egipto, fuimos en un grupo de quince conformado de periodistas, reporteros y cónsules, y en El Cairo conocí al Ministro de Turismo y al Premio Nóbel de Literatura, Naguib Mahfouz. Seguía dando clases en una sinagoga, de ahí salían alumnos privados, bueno… mi vida estaba resuelta y feliz. Estaba en mis manos todo lo necesario: vivienda, transporte, entretenimiento, ingreso fijo. En 1996 tuve un desacuerdo con los productores del programa infantil y decidí dejar el programa. Desalentadísima por la falta de apoyo, MalaDecisión me tomó en sus brazos y en mi tiempo libre empecé a frecuentar a unos inmigrantes, quienes tenían amistad con mis alumnos, que no eran muy de fiar. La rebeldía se manifestó en mí, estaba muy enojada con el amigo en el canal que no me apoyó e inconscientemente me fui a un bando de “indeseables”. No eran drogadictos ni viciosos, pero tenían amplia sapiencia sobre cómo explotar el sistema de ayuda que se les ofrecía a los refugiados de Europa oriental. Sabían hacer cosas que eran básicamente robo: vender estampillas de comida, llenar exitosamente solicitudes de estipendios para ropa o cuidado 99
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infantil o de tercera edad de personas inexistentes, provocar accidentes automovilísticos, conseguir préstamos para comprar casas a nombres de otros, todo con el fin de que siguieran recibiendo ayuda del gobierno. No cometí ninguna actividad ilegal, pero sí presenciaba cómo esta gente tomaba ventaja alevosamente, inclusive aprovechándose de situaciones de emergencia, como terremotos. Y MalaDecisión me dijo que por qué no me hacía novia de uno, que estaba muy guapo... y NegraSuerte fue la única que me acompañó al hospital del condado cuando perdí mi primer embarazo, un niño que ahora tendría 14 años. Pero la vida sigue, me dije. Y seguí dando clases, y viajando, y un día que lavaba platos en mi departamentito de una recámara, tocó a la puerta una vendedora llamada Ambición, preguntándome: “¿Se puede?” y yo, de babosa, le dije: “Sí, pase.” Pero, niña, ¿cuándo vas a TENER algo? Esa vendedora llamada Ambición era muy sonriente y amable. MalaDecisión asintió cuando le pregunté si debía escuchar a Ambición y todas juntas nos sentamos en la sala, a platicar un diálogo en mi cabeza. “Y bueno, pues ya tienes 28 años ¿no?” me decía Ambición alzando la ceja con desdén. “A tu edad ya la mayoría de las personas tienen un trabajo de tiempo completo con buenas prestaciones, se casan, empiezan a tener familia, se compran su casa. En fin, responsabilidades de la vida ¿no?” Yo decía sí después de cada sugerencia de Ambición. NegraSuerte empezó a ver su libretita de contactos para presentarme a alguien. Y creo que encontró al que estaba subrayado y marcado con resaltador amarillo como The One, me
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lo puso enfrente y a los cinco meses ya estaba yo casada con él, pues me dijo que era yo “extraordinaria”. La Pudrición del Séptimo Año —¿Pero, por qué tanta prisa? —preguntaba todo aquel que sabía que había yo sido independiente por 8 años… —Pues es perfecto para mí: nunca ha estado casado, guapo y extremadamente inteligente, es un genio con las computadoras, habla tres idiomas, y quizás vivamos la mitad del tiempo aquí, y la mitad del tiempo en Rusia— dije, ingenuamente, con aires inculcados de Arrogancia, de cuando vivía yo con mi mamá en su casa en México Mientras MalaDecisión borraba del Pizarrón de la Obviedad los puntos: —de otra cultura, —con visa de turista a punto de caducar, —sin trabajo, —con familia que ayudar en Argentina: papá, mamá, hermana chica, —sin nada qué perder y con mucho qué ganar. La boda fue muy bonita, aunque sólo pudimos hacerla chiquita, pero todo ya estaba pagado para ese día, y no nos endeudamos. Ya que el novio no era mexicano, Arrogancia aconsejó a mi mamá que no contribuyera a pagarla, y mi papá no me dio ni una tarjeta de felicitación, pues no le había yo dado invitación abierta para traer a un amigo político suyo a quien yo ni conocía. A la mera hora mi mamá y mis tíos de Monterrey sí nos dieron un regalito monetario, y ya que mi departamento tenía ocho años de recopilar muebles y chucherías, los invitados nos dieron cheques o sobres con efectivo “Para comprar nuestra casa”. Se los pasaban a mi nueva amiga, 101
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Ambición, quien ponía dicho Dinero en una cajita negra, negra, con apariencia de sarcófago, pero esto, claro, yo no lo vi, estaba muy feliz de haber “logrado algo”. Y en fin, que le presentamos Dinero a Banco, y éste nos dijo… “Tengo interés en su Dinero. Y ¿cómo vamos a hacer crecer a Dinero?” MalaDecisión y Ambición dijeron al mismo tiempo: “¡¡Las casas en California están subiendo siempre más y más!! ¡La riqueza infalible y el éxito rotundo está en invertir en una casa!” ElBanco QueMe DioUnPréstamo ParaComprarLaCasa se asomó por la puerta y gritó “¡Sí, claro! ¡La mejor inversión es una casa en California, están hirviendo y su valor explotando!” Y ni cuenta me di cuando mi nueva profesión fue ser esclava. Pues compramos la casa, ya era yo alguien: era DUEÑA DE CASA, ya tenía yo algo: UNA CASA. Y Ambición me confirmó que ya vivía yo para algo: MEJORAR LA CASA. Seguimos trabajando y los años pasaron y el coche se descompuso y algo en la CASA se rompió, y el gasto aquí y el gasto allá, y qué mejor que REFINANCIAR LA CASA para tener riqueza con nuestro gran amigo Banco, quien sin ningún problema nos ofrecía los legajotes de papeles para explotar el gran valor de la CASA. “Compren coche cada dos años.” decía Ambición, “Total, tienes una CASA. Tráiganse a toda la familia de Argentina. Total, tienes una CASA. ¡Remodela la CASA, sólo puede subir de valor!” —¡Sí, Ambición, tienes razón, la CASA sólo puede subir y su valor explotar y hacernos millonarios! —¡Claaaaaro! —Ahora voy a cambiarle el garage. Voy a construir una segunda CASITA atrás para que alguien la rente y contribuya a mi pago. Voy a cambiarle las ventanas, voy a remodelar el baño, voy a enjarrarla. Voy a pintarla, voy a ponerle puertas 102
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francesas al cuarto que da al patio. Voy a ponerle plantas bellísimas. Voy a construirle una gran barda. Voy a reponer las rejas. Voy a ponerle un jacuzzi. —¡¡¡Claaro, fantástico!!! Haz todo, y si no te alcanza, vuelve a refinanciar. Re-re-re-refinancia… ¡Sólo puede subir de precio, y cuando la vendas, recuperarás todo! Para ese entonces, la presión económica y las diferencias irreconciliables pudieron más que los coches cada dos años, las cenas en la “mansión”, y todo mi cariño y mi empeño en TENER. Nunca viví en Rusia, ni tuve niños trilingües, ni nos volvimos millonarios. Nunca sabré si sólo fui parte de una ecuación para convertir a un calculador inmigrante más en ciudadano americano. No me lo dijo, ni me lo confesará jamás. Tras siete años y medio de amor… indiferencia… enojo… detectabilidad, en agosto de 2006, regresé de México tras celebrarle a mi mamá sus 75 años de edad con una fiesta sorpresa... y sin ninguna sorpresa adicional, abrí la puerta de mi amada CASA para ver que las cosas de The One ya no estaban. Se fue a vivir con sus padres, dejándome un recado que decía: “Te arrastraré por años por las cortes, hasta que vendas esta casa maldita y me des mi mitad.” 2007, el grillete se pone más pesado NegraSuerte quiso que ese agosto fuera yo a otro Banco, contacto de MalaDecisión, y les expusiera mi problema: me estaba divorciando, pero no quería perder la CASA, pues tenía 3 años convirtiéndola en mi sueño dorado. Y claro, Banco me dijo que no había ningún problema, que no era recomendable perder esa maravilla de propiedad, por el contrario, pasando esta mala racha económica, sólo iba a subir más. Así que mi mejor opción era encargar un avalúo, refinanciar y comprarle a mi ex esposo su mitad, y yo podría ayudarme con la renta de la casita de 103
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atrás. Pero el préstamo era una cantidad tan excesiva, que afirmaron que lo único que podían ofrecerme era un año de interés bajo, y después un escalamiento de interés. Todos los dueños de casa que están leyendo mi crónica pueden reconocer que, en el momento que el prestamista le dio la mitad del inflamado valor de la casa en un cheque al portador a mi ex… la llamada “burbuja de bienes raíces” tronó, los precios de las propiedades literalmente desfallecieron y empezaron a caer vertiginosamente, como Ícaro y sus alas derretidas por el sol. NegraSuerte me dijo que su hermana BuenaSuerte era la nueva novia de mi ex esposo. Y también se mudó a vivir con él Descarado Aprovechamiento, un buen amigo de muchos refugiados rusos y armenios. No sé si sigan juntos. Sólo sé que ya todos los de la familia se hicieron ciudadanos, y la hermana echó un hijo al mundo cuando tenía 19 años, para que el gobierno les proporcionase seguro médico, educación gratuita, reducción en renta, cheque mensual y estampillas de comida. Ser madre soltera es mejor negocio que invertir en una CASA… Para ese entonces, a fin de poder realizar el pago, yo estaba trabajando de lunes a viernes de 8:00 a.m. a 4:30 p.m. en un trabajo, y después de 5:00 p.m. a 11:00 en otro. Los sábados y domingos nada más era de 7 a.m. a 3 p.m. Para cuando obtuve el nuevo préstamo y me divorcié, el salario íntegro y la renta que generaba la CASITA de atrás eran lo que cubrían el pago mensual al Banco. El coche, que tenía por pagos bajo contrato, se lo “renté” a un compañero de la oficina, y yo tomaba el metro y el camión para ir a trabajar. Durante las fiestas, por tres meses hice flanes y comida que vendía para poder comer yo. Contacté al Banco y le dije: “No puedo más. Llévense esta casa. No puedo comer ni dormir, no puedo vivir. No tengo paz.” Y Banco dijo que me ajustarían el interés a una tasa fija, pero que tenía que tener paciencia, había 16 mil expedientes antes que el mío. Ambición me enjugó las lágrimas 104
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y me dijo: “No, niña. Hace tres años que todo lo que ganas se lo metiste a TU CASA. Es tu patrimonio. No puedes perder lo poco que has logrado. Te ha costado tanto, has luchado tanto.” Angustia y Desesperación decidieron pasar la Navidad conmigo. Apenas entró el año, MalaDecisión me llevó a la oficina del Banco a firmar el reajuste de la tasa de interés, y seguí pagando puntualmente. En abril de 2008, decidí que no podía vivir más en la casa y, para ayudarme a pagarla, la renté a unos cuates de MalaDecisión, quienes me rogaron que les ayudara a salir del terrible departamento en el que ellos y sus tres hijos sufrían mucho. Yo me renté un cuarto en casa de unos viejitos, y conservando tan sólo mi cama y mi ropa, todo lo demás que había en la CASA lo regalé, tiré y malbaraté en una “venta de garage”. En mis noches de insomnio, a veces deseaba y pensaba si California no se hundiría pronto en el mar, para que dejara yo de pagar la CASA. Sigo siendo “extraordinaria”. Ahora me lo trataba de quitar yo misma, viéndome al espejo: Fuá. Fuá. Ahí voy… Voy saliendo… Ah, no. Creo que no… NegraSuerte me habló un mal día, cuando estaba trabajando, y me dijo que tenía un recado de mis inquilinos. Que no tenían trabajo y que no me podían pagar todo, que si les podía rebajar la renta, o esperarlos hasta el siguiente mes. Después hubo más llamadas: que necesitaban otro mes, que ahora sí le pagamos lo de hace tres meses, que pues no podemos pagarle nada. Al final, tuve que contratar a un abogado y hacer un proceso de desahucio. La ley de California protege al arrendatario, suponen que si una mujer soltera es “dueña” de una casa, debe ser muy
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rica, y si la renta, es su “propiedad de inversión.” Es, para mí, mi “propiedad de defunción”. Pues me está matando mes a mes. NegraSuerte me mandó una botella de champaña para celebrar que los inquilinos se pelaron sin pagarme siete meses de renta, aun con un acuerdo firmado y dictaminado por un juez. Como no tenían trabajo, no había cómo cobrar el dinero que me quedaron debiendo. Y como tenían niños, ay, pues pobrecitos, les tenían que dar de comer… pagar la renta atrasada, no fue prioridad. Tomé un trabajo viajando y traduciendo en muchas ciudades. Pagaban bien porque pocas gentes tenían el historial limpio de deudas y de problemas delictivos. Trabajaba bien, entraban viáticos, compensación por millas, per diem. Un poco de solaz. Leí en ese entonces un artículo en la Internet, que relataba cómo un hindú en California que tenía ya más de un año sin trabajo y sin poder pagar su casa, le dio de tiros a su esposa y cuatro hijos y después se suicidó él. Unos cuantos días después, quizá tras haber leído la misma historia, un latino hizo lo mismo, ahorcándose tras matar a la mujer y a sus tres chiquitos. Por mi mente cruzó: “quizás no es tan mala solución…” Y MalaDecisión me guiñó, pero no le hice caso. Le dije “No. Yo soy extraordinaria.” NegraSuerte comentó: “Bah. Ellos también lo eran.” Esta vez vino al rescate DineroQueHabía AhorradoPorAños ComoUnaReserva, que yo guardaba en caso de que estuviese mortalmente enferma. Y seguí pagando la CASA. Es enfermizo, pero no puedo perderla, es mi obsesión el no perderla. Ambición me dijo: “Pues claaaaaro, si ya nomás te faltan 308 pagos. Y si es demasiado el pago, pues la refinancias y ya”… Ora sí se acabó el veinte… Ya no vivo en California. Su tortura me ahogaba, me embargaba al punto de que estaba comiendo o bañándome y comenzaba 106
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a sollozar. Maldije a NegraSuerte mil veces, y me dijo que se iba un ratito con otros amigos, pero que ya que me calmara un poco, volvería. Le entregué la casa a una administradora, le dije que no quería volver a saber de la “#$% casa hasta que se recuperara el mercado de bienes raíces y se pudiera vender para que quedara yo a mano. La administradora me dijo que “me sentara para que no me cansase”. Me fui a otro estado más barato, y todo iba bien como por un año. Salí con amistades, me distraje con la belleza del lugar, trabajé en muchos proyectos y me pagaron 10 meses con viáticos en Seattle. Volví a construir mi pequeña reserva, como una hormiga enloquecida. Volví a adelantar pagos, para tener un “colchoncito”. Y Ambición le habló a NegraSuerte por cobrar y le preguntó si estaría mal presentarme a un muchacho muy bueno, muy trabajador, mexicano de verdad, hombre de familia. NegraSuerte dijo: sí, ya es hora de que ella vuelva a amar…extraordinariamente. El apuesto mexicano también afirmó: “Es extraordinaria”, y nos comprometimos en Seattle, viendo toda la ciudad desde La Aguja Espacial, tres días antes de mi cumpleaños. Nos casamos y Cambiante Suerte, la hermana de Negra, agarró el ramo ese día. Negra no pudo venir a la boda, estaba ocupada con unas inundaciones y matando de frío a la gente que dormía en la calle en mi nueva ciudad. MalaDecisión tampoco vino, estaba en medio del puente más alto de la ciudad, animando a los que, para dejar de sufrir, estacionaban su coche y se lanzaban al río debajo. Amor no nos ha faltado. Salud también es nuestro tesoro. Dinero vino como 6 meses a visitarnos, pero luego Empleo Escaso dijo “momentito” y se me coló por una ventana que dejé abierta. Y se sentó, muy concha, a comerse la sopa de fideo que estaba yo a punto de disfrutar.
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—¿Qué haces aquí? —le pregunté. —Pues, hace mucho que no te veía. ¿Dónde está tu flamante esposo? Han de saber que abrí una empresa con NegraSuerte, tu amiga del alma. —Está trabajando, llega a las cuatro. ¿Empresa? ¿Y cómo se llama tu empresa? —Racismo y Deportación, para servirle a usted. Aquí está mi tarjeta. Está bonita ¿no? Aquí está el símbolo de Arizona y el olvido de una reforma migratoria y en la parte de atrás le puse los números de mexicanos deportados este año. Ya convencí a la nueva migra, alias “Hielo”, para que no acepten a tu esposo. Además, los convencí de que triplicaran las multas y se le vede a todo deportado ingreso por diez años. En tu caso en particular, digamos que... todo está muy sospechoso. Yo vi estrellitas blancas, y luego algo se me resquebrajó por dentro, pues sentí un fuerte dolor jaloneándome en el bajo vientre. Fui a la farmacia y les dije que estaba bajo terrible estrés y que tenía un dolor y retortijones, como nunca. El de la farmacia me dijo “tómese dos de éstas, y si no se le ha pasado en 24 horas, pues váyase al hospital, está raro.” A los diez minutos de que me tomé las píldoras fui al baño y sentí como si una alita de pollo fracturada me saliera, arrastrando consigo toda una masa sanguinolenta… y me desplomé, llorando. En el hospital, NegraSuerte me dijo que… pues sí, perdí a otro niño. Y yo ni sabía que estaba ahí. Y mi esposo no supo que estaba ahí. El silencio total me envolvió cuando me tumbé en la cama, y Control Ciego se disculpó por haberse distraído con los memorándums de despido que estaba mandando la empresa donde trabajaba yo. — No me gusta verte tan desolada. Siempre estás risueña, contando chistes, mi cotorrita —decía mi apuesto mexicano, acariciándome la sien con sus rasposos y cansados dedos.
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Y cerrando mis ojos, hinchados y adoloridos por los ríos que fluyeron durante horas, por algunos días sólo pensé en mis dos fetos muertos. Escaso Empleo me dejó un “correo de voz”: “¿Por qué no revisas tu correo electrónico? Revisa, pues Negra y yo te mandamos un mensaje.” Y ese mismo día me llegó por conducto de mi trabajo una cancelación de mi permiso de seguridad para trabajar como intérprete del gobierno, ya que estoy “Asociada con personas ilícitas. La provisión del Acto de Privacidad no permite que se proporcione más información.” Así que ahora no sólo estaba yo casada con un ilegal que no se puede inmigrar, sino que suena como si estuviera vinculada con matones o narcos y el %&($$%$#” Acto de Privacidad no pone en claro cuál es mi caso. Que esto, que lo otro, Escaso Empleo también consiguió que me vedaran de oportunidades de viaje y trabajo continuo. Fue así que conocí a mi padrote Agencia, por la desesperación de no poder conseguir ya un trabajo regular de tiempo completo. Y, mientras aprendo a prostituirme bien y a organizar mi calendario con los clientes (clínicas médicas), pues estoy agarrando cuatro o cinco horas de trabajo por semana. Los nuevos inquilinos de la CASA ya no le están pagando renta a la administradora y ella ya no contesta mis llamadas. La CASA en California, pese a haber efectuado pagos puntuales y excedentes durante seis años, vale 200 mil dólares menos de lo que le debo a Banco. Si llegara a completar los pagos, para cuando la termine de pagar en 2036, habré pagado 718 mil dólares de puro INTERÉS, y la casa tendrá 91 años… posiblemente tenga que ser demolida. Este año nuevo viene a pasar las vacaciones Locura, junto con Angustia y Desesperación. Creo que Locura intenta quedarse permanentemente con NegraSuerte, hechas bolita —para combatir el aire helado que viene de mi alma desencajada— en nuestro closet. 109
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Cuento con el sueldo de mi esposo… quien se mata trabajando, pues Escaso Empleo al parecer no se ha enterado dónde trabaja, y afortunadamente a Cambiante Suerte él sí le cayó bien. Y cuento con el seguro del desempleo, que se termina el mes que entra. Esta vez, toda la gente a los que les ofrecí preparación de platos típicos y flanes, me dijeron que ellos mismos no tienen con qué comprar comida. En ese viaje en 1996 a Egipto que mencioné, llena de optimismo le pregunté al cónsul de México en Los Ángeles si no habría un trabajo para alguien tan extraordinaria como yo. Me contestó que en los trabajos de consulado la gente se quedaba hasta que se morían, y sólo se desocupaban puestos… quizás… matando a alguien. Un par de días después, le hablaron del Consulado al hotel en Sharm-El-Sheikh y el cónsul nos comentó escandalizado que le acababan de avisar que una secretaria se había matado en un accidente automovilístico, y que el informante inmediatamente le preguntó si podría solicitar el trabajo de la muerta. Yo dije que eso era terrible… y también le pedí el puesto, sin vergüenza… ni éxito. Hay un momento en la vida del inmigrante que, invariablemente, uno se pregunta: “¿Valió la pena? ¿Esto es vida?” La mayoría dirá que estaban peor allá. Que su vida es más soportable y llevadera aquí. Pero para mí, no. No lo es. En 19 años de sueño americano mis logros son: no tener trabajo, perder todos mis ahorros, sufrir desilusiones, añorar lo que era poder descansar al final del día... como cuando vivía en México. Y de pilón… Pero, en una sesión extraordinaria de pensamientos, sigo pensando si la muerte podría realmente rescatarme de este infierno. Todas las noches que no duermo, me pregunto si mi esposo volverá hoy del trabajo o lo mandarán a Tacoma al centro de 110
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detención tras una redada… o si podremos comer este mes, o si hice bien al nunca tener hijos por pavor a no poder cubrir sus gastos… lo único que viene a mi cabeza una y otra vez es el final de La Muerte de un Viajante, de Arthur Miller: la acabada y exhausta esposa está parada junto a la tumba de Loman, un americano agobiado por los pagos de todo lo que compraron durante sus vidas, y dice en dirección al féretro: “Hoy hice el último pago de la CASA. Somos libres.” Pero en mi visión, la muerta soy yo, y NegraSuerte me dice cosas como: Hoy Banco remató tu CASA a un inversionista que se hará rico con otra compradora bruta, como tú. Tu esposo murió tiroteado en la frontera cuando lo deportaron. Tus padres murieron sin volver a dirigirte la palabra, enfermos y sin memoria de quien fuiste. Mala Decisión acordó acompañarte la próxima vez que vengas a la tierra, y mientras tanto acompañará a lo que queda de tu familia. No eres libre. Eres una esclava. Y al día siguiente, por alguna razón extraordinaria e incomprensible, el fantasma de lo que fui se levanta como una autómata. El fantasma se viste, se arregla y sale a deambular por toda la ciudad, rogando a dondequiera que va que alguien le dé un trabajo. Si “La Vida es Sueño”... quiero despertar, ya. Diciembre, 2010
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Se llama ESPERANZA Marzo 2011
(Noemi) Categoría B / Ganadora
M
i nombre es Noemí, nací en la Ciudad de México, D.F., el 30 de abril de 1974. Vengo de una familia extremadamente conflictiva y disfuncional y crecí viendo mucha violencia doméstica por parte de mi madre hacia mi padre, mi padre era una persona mucho más mayor que mi madre, por treinta años era la diferencia. El alcohol jugaba un papel importante en mi hogar, nunca podía faltar, mi madre nunca se responsabilizaba de sus deberes del hogar, perdiéndose por días para alcoholizarse y meter diferentes hombres al hogar, corriendo el riesgo mi hermana y yo de que algo malo nos pasara. Mi madre después conoció a mi padrastro y ahora era al revés la situación, mi padrastro le pegaba a mi madre, en fin, la violencia nunca acabó en mi hogar, creciendo yo muy rebelde por todas las situaciones que yo veía desde pequeña. Como a la edad de quince años hice contacto con el alcohol y me gustó la sensación que se sentía, pero aun así me gradué a los dieciocho años de secretaria bilingüe, pero mi alcoholismo siguió progresando. En una ocasión conocí a un hombre que me prometía un puesto de trabajo en una compañía muy buena del D.F., la Compañía de Luz y Fuerza. Este hombre me llevó supuestamente para una entrevista de trabajo y mientras esperábamos me invitó a comer y tomar ‘’algo’’, él tenía su intención pero yo nunca me imaginé lo que iba a pasar. Cuando fui al baño, le echó algo a la bebida, de ahí ya no recuerdo más lo que pasó, desperté tirada en la calle bien 113
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drogada, como pude llegué a mi casa sin parar de llorar, pero nunca denuncié nada por vergüenza de lo que iba a pasar, me quedé con ese dolor. Al paso del tiempo, en el año de 1997 muere mi padre por vejez y el mismo año muere mi madre por alcoholismo, dos golpes muy duros a mi vida. En el año de 1998 conozco a Chris, del cual me enamoré perdidamente. Él se viene a los E.U. para tener una vida mejor y casarnos pronto, pero al cabo del tiempo yo ya no pude esperarlo más y me decidí en junio de 1999 a venirme a E.U. Viajé primero a Ciudad de Juárez, Chihuahua, con muy poco dinero dejando atrás a mi familia y todas mis raíces, pero con la esperanza de poder agarrar una VISA de turista y poder entrar a la Unión Americana. Yo estaba muy positiva y segura de mí misma de poder obtener lo que quería, mi familia se opuso en un principio y me dijo que estaba cometiendo una locura, pero aun así me despedí con la ilusión de un futuro mejor. Una noche llegué a Ciudad Juárez, me hospedé en un hotel, al otro día temprano como a las siete de la mañana me fui a la embajada norteamericana, con sólo pruebas de mis estudios y cartas de recomendación de mis empleadores, entré como alrededor de las ocho de la mañana y me tocó mi turno con una mujer americana realmente muy estricta, me preguntó a qué venia para E.U. Yo le respondí que me encontraba de vacaciones de mi trabajo por aproximadamente treinta días y venía a conocer la Unión Americana y Disney World en Orange County. Me miró por unos segundos pero vio que le respondí con mucha seguridad, me preguntó acerca de mi trabajo que desempeñaba en México y que le mostrara la manera como escribe a máquina una secretaria, mostrándole la postura de los dedos, terminó la entrevista y me dijo que me iban a visar mi pasaporte. Al cabo de medio día salí de la embajada con mi pasaporte visado, no lo podía creer, estaba tan contenta que fui a estrenarlo al Paso, Texas. Ese mismo día por la tarde tomé 114
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un autobús para Tijuana, Baja California, porque Chris vivía en San Diego, California, llegué a Tijuana y me quedé a radicar por cuatro meses, yo pasaba a visitarlo cada ocho días y empecé a trabajar en Tijuana porque el poco dinero que llevaba se me había acabado. Él vivía con uno de sus tíos y no veían con buenos ojos nuestra relación porque yo era un poco más mayor que él y querían algo mejor para su sobrino. Él tenía miedo de independizarse y que nos fuéramos a vivir juntos y rentar algo en el lado norteamericano. Al paso de las semanas, él cambió la manera de tratarme, hasta que un día me dijo que ya no me quería, que lo mejor era que me regresara a México. Pero la realidad es que ya tenía otra persona más menor que yo, sufrí tanto que mi alcoholismo hizo acto de presencia, empecé a tomar casi a diario, pero en mi pensamiento nunca fue el de regresar a México con una mano adelante y la otra atrás. Me contactó un amigo que conocí en México D.F., él me ofreció venirme a Santa Ana, CA, primero la pensé porque él no era muy buena gente que digamos, pero no tenía otra alternativa, me vine para Santa Ana y empezó otro reto, el de conseguir trabajo y lidiar con el idioma inglés, pagar renta y el empezar a subsistir aquí ‘’sola’’. Me quedé temporalmente con mi amigo, pero al no conseguir trabajo me empezó a presionar, él era homosexual y trabajaba en una estética y conocía a muchos tipos de personas, que al paso del tiempo al no conseguir trabajo me empezó a recomendar con sus amistades para trabajar en cantinas fichando, yo me opuse rotundamente, ese no era el propósito de venirme a E.U. Llegó a tanto su descaro que me vendió a un hombre por cien dólares sin mi consentimiento. Si no es porque el hombre me lo confesó que él le pagó esa cantidad a él y que yo tenía que estar sexualmente con él aunque yo no quisiera, él me dijo que no me iba a tomar por la fuerza porque me veía buena persona, me dijo que me separara de él, que no era una buena compañía para mí. Me fui 115
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a vivir sola, pidiendo trabajo en donde fuera hasta que por fin mi primer trabajo fue en un mercado como vendedora y me pagaban el mínimo, pero de ahí fui conociendo diferente gente y consiguiendo diferentes trabajos. Sufrí mucho esos años la soledad, el extrañar a mi familia, mi alcoholismo, todo era duro para mí, pero siempre he sido una mujer aparentemente fuerte. En el año de 2003 conseguí un trabajo en una imprenta donde ganaba muy buen dinero, pero así trabajaba hasta doce horas diarias y yo era una de las que hacía el trabajo más pesado, pero no me importaba porque el miedo de quedarme sin trabajo era más fuerte, empecé a guardar dinero, pero desgraciadamente todo ese esfuerzo tuvo consecuencias. Me empecé a enfermar de mi mano derecha, empecé a tener tendonitis por el trabajo repetitivo. Se me empezó a ir la fuerza de la mano derecha y luego el dolor se fue al brazo. Luego a la mano izquierda, ya no aguanté más que tuve que reportarlo a mi supervisora. Yo ya sabía de antemano lo que iba a pasar, pero aun así me mandaron al médico de la compañía. Yo era tan querida en esa compañía porque a veces me quedaba como supervisora del turno de la noche, que mis compañeros me dijeron que si me corrían ellos se iban conmigo. La supervisora se dio cuenta de toda la gente que me apoyaba que poco a poco empezó a correr a uno por uno, nos dio tanta indignación porque a nosotros los latinos nos trataban peor que a animales en esa compañía y nunca valoraban el trabajo que desempeñábamos, los supervisores eran americanos y les quisimos enseñar a no ser así con la gente hispana, nos pusimos de acuerdo entre todos que al tercero que corrieran íbamos a hacer paro laboral. Así fue al tercero que corrieron, a una señal mía hicimos paro laboral todo el turno de la noche, pararon las máquinas, fue una pérdida tremenda para la compañía y más porque era un pedido del mejor cliente que ellos tenían ‘’Disneyland’’.
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Pero el mal trato, la discriminación, los gritos de los supervisores, las injusticias, todo absolutamente todo, era poco lo que estábamos haciendo para que pararan un poquito a pensar que sin el trabajo de la gente hispana, la gente latina, la gente del pueblo, no era posible que saliera adelante ese tipo de compañías. Sobre todo con la mano laboral de la gente que se mata aquí en E.U. para un futuro mejor para ellos y sus familias. Fuimos como 14 trabajadores que tratamos por todos los medios de meterles una demanda laboral, pero muchos abogados no nos apoyaron porque supuestamente ese tipo de demandas no proceden aquí, o mejor dicho, para ellos no era importante porque no iban a ver una cantidad de dinero en este tipo de casos. Los abogados que nos vieron nada más podían tomar mi caso porque yo estaba lastimada y me corrieron injustificadamente, mis compañeros me apoyaron sin pensar el tiempo que esto me llevaría, les metí una demanda laboral, mi sentimiento era sobre todo el querer recuperarme de mi salud y que ellos vieran que no se puede pisotear así como así a las personas trabajadoras y de habla hispana porque, sobre todas las cosas, somos la mayoría de fuerza laboral en la Unión Americana. Duró aproximadamente tres años la demanda, pero en ese lapso yo no podía trabajar en nada porque estaba enfocada en mi recuperación y sobre todo si trabajaba y me descubrían me podían culpar hasta de fraude y no me quise arriesgar, en el proceso me empecé a gastar todo lo que tenía ahorrado y estando nada más en mi casa y con preocupaciones la tensión se apoderaba de mí y mi alcoholismo siguió progresando. Llegó el momento en que me quedé sin nada de dinero y sin poder trabajar sin ayuda de nadie aquí, empecé a pedir dinero prestado. Llegaba el tiempo de renta, me sentía acorralada sin saber qué hacer, sin la posibilidad de ir con un familiar ni nada. En ese tiempo conocí a un muchacho de Sinaloa, Michoacán. Le 117
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comenté mi situación como desahogo. Él se quedó pensando y me propuso que tenía la solución a mis problemas haciendo dinero rápido y fácil para poder mantenerme, yo le contesté que cuál era. ‘’—Es muy fácil, nada más tienes que vender droga, no te preocupes yo mismo te la puedo facilitar, no en grandes cantidades pero lo suficiente para poder pagar tus necesidades”. En realidad tan sólo la idea me espantaba, le contesté que estaba loco o qué, pero me empezó a taladrar en la cabeza cada día más, no era una opción pero al final lo fue, con todas las presiones que me llegaron a acorralar ya no pude más. Empecé a hacerlo en pequeñas cantidades, me conformaba con sacar para mis necesidades pero, al mismo tiempo, estando en ese mundo te enseñas a ‘’estar en él’’. Yo no sabía porque nunca antes había probado la droga ni en la Ciudad de México, ahora sé que el alcohol también es una droga, pero con la diferencia de que es legal, pues una me llevó a otra, en una ocasión, ya estando en ese tipo de vida probé la droga y de ahí empezó mi adicción al Kristal (conocido como metanphetamina). Me gustó tanto la sensación que ésta me producía, me daba un sentimiento de libertad y fuerza, no sentía nada, preocupaciones, dolores, sentimientos, absolutamente nada. Te fugas de tu realidad y de todo, me gustó tanto que ya no pude parar. En esta situación y en este tipo de vida conocí al padre de mi primera niña, a Jerry. Empecé una relación con él pero como los dos estábamos involucrados en ese tipo de vida, los dos concordamos que nuestra relación no iba a ser algo serio y en eso estuvimos de acuerdo, pero con el paso del tiempo nos fuimos a vivir juntos. Todo al principio iba muy bien, sobre todo porque los dos nos identificábamos por la misma situación, nos gustaba la droga, que empezamos una relación extremadamente enfermiza y mala. Empezamos a hacer muchas cosas
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juntos, malas por supuesto, nuestro enfoque era drogarnos y conseguir más para hacerlo. Empezó la relación a deteriorarse, por supuesto, porque en esa vida todo era irreal. Nos juntábamos con varia gente a drogarnos que él empezó a alucinar cosas con los hombres que estaban ahí con nosotros, él ya estaba muy afectado de su mente y pensaba que yo lo engañaba con otros hombres, que empezó mi infierno. Empezó a golpearme como si yo fuera un hombre, para mí la misma situación que viví de niña en mi hogar se repetía otra vez. Las golpizas empezaron a aumentar que quise salirme de la relación, pero no pude, todas las noches era lo mismo. Sobre todo porque esa droga no te deja dormir y a mitad de la noche eran las discusiones, me salía de la casa corriendo sin saber a dónde ir, pero al final regresaba. Empecé a ser co-dependiente de la relación y de la droga, todo para mí ya era parte de la misma enfermedad. Por ese tiempo gané la demanda legal, recibí el dinero, pero gran parte lo debía a toda la gente que me había prestado, recibí 17 mil dólares. Repartí una parte y con la otra decidí poner un pequeño negocio de comida. Yo quise salirme totalmente de esa vida y seguir trabajando honradamente, pero seguíamos drogándonos, eso no paró, él empezó a trabajar conmigo en el negocio, pero esto no prosperó porque empezó a robarme. Era un buen negocio que pintaba bien pero todo se vino abajo y el dinero se fue poco a poco. En ese tiempo compré tres carros y tenía mi apartamento amueblado, pero con los problemas que tenía con él empezó a destruir todo lo que se encontraba enfrente. La violencia doméstica que vivía con él tenía de todo, abuso físico, abuso psicológico y abuso emocional y, por último, abuso financiero. De todas partes nos corrían porque no aguantaban los escándalos en las noches, las fiestas, el movimiento que había en los lugares que nos rentaban, etc. Llegó el momento
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en que nos empezó a hacer falta dinero para pagar la renta y era motivo más de otras discusiones y golpizas. Yo ya estaba cansada de toda esta situación que en el año de 1997 él me empezó a golpear tan fuerte que me estrellaba la cara y mi cuerpo con lo que se encontraba a su paso, que una vecina de la que nos rentaba le gritó y le dijo que me soltara porque le iba a hablar a la policía y así lo hizo, él no paraba de amenazar a todo mundo, la policía vino a mi casa, yo con mucho miedo porque era la primera vez que tenía contacto con ellos, yo no sabía realmente lo que iba a pasar, la policía me entrevistó a mí primero y luego a él. Yo no sé lo que realmente les dijo, el caso fue que a mí me sacaron de mi casa y a él lo dejaron ahí, supuestamente con el pretexto de protegerme para que él no me hiciera algo y al otro día me tenía que presentar a la corte con una orden de alejamiento, solamente así ellos podían actuar en contra de él. Así fue como al otro día temprano me presenté con mucho miedo a la corte de lo familiar. Puse la orden de alejamiento y me fui directo a la casa para sacar todas mis cosas, pero cuáles cosas, cuando llegué ya no había nada, la policía le dio la oportunidad de saquear la casa, todo era un desastre, todo tirado, al parecer tuvo una última fiesta ahí y metió a una mujer a mi cama, había ropa interior de otra mujer, a propósito la dejaron y en mi bañera, condones usados, yo ya no pude más, me desplomé y como una niña me puse a llorar, todavía no se conformó con eso, él regresó bien enojado, le di la orden de alejamiento y la rompió y lo único que hizo que con ayuda de sus amigos me robó dos carros. Pero todavía no paró, múltiples veces regresó a la casa a molestarme, a romperme los vidrios de la casa, violó múltiples veces la orden de alejamiento que la policía venía a la casa porque yo la llamaba y cuando llegaba él ya se había ido, muchas veces se burlaba de la policía y no lo podían agarrar. Y 120
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por último hizo que me corrieran de ahí. Los que me rentaban ya no querían más problemas con él, estaba extremadamente loco desquiciado, nadie lo podía parar, por fin me cambié de casa huyendo de él. No antes él me regresó un carro de los que me robó pero el otro apareció vandalizado, un poco retirado de donde yo vivía, la policía me notificó de esto, después el carro que me regresó lo ocupé para cambiarme de casa, mi error fue no reportarlo a la policía que él me había regresado uno de los carros, que en el último viaje que estaba haciendo para cambiar mis cosas a la nueva casa, la policía me paró para revisar el carro porque estaba reportado robado por mí misma, ése fue el comienzo de otro infierno a causa de mis errores, me encontraron droga en el carro e instrumentos para venderla. Me arrestaron y cuando me llevaron a la cárcel la policía de narcóticos me propuso un trato, que les informara de la gente que vendía droga y tuviera armas en sus casas. Si yo les daba esa información de tres personas, automáticamente salía libre de la cárcel, pero yo no me podía arriesgar a dar esa información por las represalias, si salía así de la cárcel tarde o temprano me iban a descubrir y me podía pasar algo. Opté por no decir nada y afrontar las consecuencias, fui procesada y me fui para la cárcel, lo que no me pasó en México me pasó en Estados Unidos. Lo que nunca me imaginé, pisar una cárcel norteamericana. Esa fue otra historia, todo el proceso fue horrible, encontrarme con mucha gente de todo tipo, mujeres de todo tipo de razas y, sobre todo, el no poder manejar bien el idioma, es otro tipo de mafia ahí adentro, y si no entendía lo que me decían los carceleros, me gritaban y me castigaban, esa temporada fue horrible, nadie me fue a visitar, claro, pues si no tenía a nadie, toda mi familia en México nunca supo lo que yo estaba pasando aquí. Cuando me presenté a mi primera corte el Juez me estaba dando de nueve a un año en la cárcel. Pero 121
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yo peleé mi caso para demostrar mi inocencia que al final lo pude hacer, ya que lo que llevaba en el carro no era droga, era otra sustancia con la cual fabrican la droga pero no contiene metanphetamina, hice que mi abogado la mandara al laboratorio para examinarla y cuando tuve mi próxima corte todo salió bien, no me pudieron poner cargos, me cerraron el caso y ese mismo día salí de la cárcel, en total hice como un mes y medio ahí, me soltaron en la madrugada como a las dos de la mañana, sin rumbo adonde dirigirme, caminando por las calles me sentía feliz por la libertad, pero a la vez desorientada porque había perdido todo, lo que se dice todo. Me fui a la casa de uno de mis amigos con los que usaba droga, amaneció y tuve que irme de ahí sin rumbo fijo. En el tiempo que estuve en la cárcel había perdido todo. Empecé a vivir en las calles, en donde sea me quedaba, en donde me agarrara la noche. Mi situación se había convertido en desesperada, dormía en apartamentos vacíos, en carros, en donde sea, pero sobre todo no dejaba de drogarme, ahora mucho más por la situación y sobre todo porque en la calle te encuentras con todo tipo de gente, llegué hasta dormir abajo de un puente donde todos llegan a dormir cuando están en ese tipo de vida y se encuentran sin un hogar o sin familia, arriesgándome a todo tipo de peligros, me sentía destrozada, sola y desamparada, las garras de la drogadicción me habían atrapado y era muy difícil salir de ahí, yo pensaba que esa iba a ser mi vida para siempre, me había olvidado por completo de mi familia, no me preocupaba por llamarles, cómo lo iba a hacer si el poco dinero que agarraba era para comprar mi droga o comer algo, no tenía dinero para comprar una tarjeta telefónica, ni mucho menos ¿qué les iba a decir? Que todo estaba bien, opté por perderme de ellos sin parar a pensar lo preocupados que ellos estaban por mí.
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Jerry me andaba buscando y nos encontramos en las calles, yo estaba muy vulnerable y creí en su arrepentimiento, sobre todo necesitaba de su ayuda, no quería estar sola en todo lo que estaba pasando, nos volvimos a juntar y nos pusimos a robar y empezamos a agarrar dinero y a quedarnos en hoteles, claro, sin dejar la droga. El abuso físico comenzó de nuevo, yo estoy segura que la drogadicción te hace perder todo en tu vida, tus sueños, tu dignidad como mujer, tu autoestima, el control de tu vida, todo, quedé embarazada de él como en el mes de diciembre de 2007, pero yo todavía no sabía, el cayó en la cárcel por el mes de enero de 2008, y de ahí después me enteré de que estaba embrazada, lo fui a visitar a la cárcel y le di la noticia, él se puso tan contento que me prometió que después de eso todo iba a cambiar, yo quise que entrara en razón y por el bien del nuevo bebé que venía que cambiáramos los dos. Los primeros cinco meses de mi embarazo él estuvo en la cárcel y yo viví con diferentes amigas que no hacían droga, yo quería empezar una nueva vida y, sobre todo, no dañar al bebé que traía en mi vientre, pasé a vivir con tres amigas diferentes y la última con la que viví su esposo me acosaba sexualmente. No le comenté nada a mi amiga porque tenía miedo de que me corrieran y necesitaba mucho del hogar, sobre todo porque mi bebé ya estaba más grande, pero la situación empeoró, seguía el acoso, salió Jerry de la cárcel y como no le hice caso al esposo de mi amiga, me corrió de su casa, argumentando que mi novio ya estaba afuera y que se tenía que hacer responsable de la situación, desesperada me fui con él, pero recién salido de la cárcel no tenía a dónde llevarme, estuvimos vagando por las calles sin rumbo fijo, pero ahora con la gran diferencia de que mi estómago estaba grande y me cansaba mucho de caminar. Nos quedábamos en carros, amanecía y otra vez a caminar mal comida y cansada de la situación. Rentamos un cuarto que al poco tiempo nos corrieron porque no pagábamos la renta, él 123
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se empezó a ir por días y a abandonarme en el cuarto sin importarle qué fuera a ser de mí. Nos corrieron de ahí y como a los cinco y medio meses de mi embarazo me fue a meter a una casa abandonada donde empezamos a vivir en una situación infrahumana, se seguía drogando y metiendo amigos a la casa abandonada a drogarse todos. No le importaba si yo comía o si el bebé tenía hambre. A él nada más le importaba su droga y seguir disque vendiéndola, yo al principio me controlé en drogarme por el embarazo, pero ya no pude más y empecé a drogarme de nuevo a causa de la situación que estaba pasando, me dolía en el alma drogarme por mi bebé, pero eso era más fuerte que mi propia voluntad, no tenía ningún tipo de cuidado, dejé por completo los chequeos médicos, claro, por el tipo de situación que estaba viviendo tenía miedo de que un médico me examinara y me encontrara sucia en un examen, no tenía cuidado de ningún tipo, por días él me abandonaba, no comía, no me bañaba, y sólo lloraba, me iba a las tiendas cercanas a robar comida o a veces optaba por dormir todo el día para no sentir el hambre, la situación se estaba tornando insoportable. Él a veces llegaba con droga, por supuesto, yo le pedía, le rogaba que me diera para no sentir lo que estaba sintiendo y lo único que me consolaba era mi adicción, bueno, eso era lo que yo creía, pasaba todo tipo de peligros ahí, en esa casa no había luz, agua, nada, sólo dormía tirada en el suelo con una simple cobija, en las noches abrazaba mi panza y me decía a mí misma que yo no estaba sola, que estaba conmigo mi bebé, y explotaba en llanto, no sabía cómo salir de esa situación, el diablo me tenía bien atrapada, yo peleaba constante con él, pero eran en vano mis peleas ¿cómo exigía algo si yo también lo permitía? Todo era más fuerte que yo, la policía hizo acto de presencia varias veces y me sacaban de la casa porque estaba invadiendo propiedad ajena, pero yo no tenía a donde quedar124
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me con el riesgo de que me llevaran a la cárcel, ellos me lo advertían, pero yo terca me metía otra vez a la casa, todas las noches me atrancaba bien porque era una zona peligrosa, llegaban muchos hombres a drogarse en esa casa, hombres que por supuesto yo no conocía y querían entrar a donde yo estaba, me daba un miedo que entraran y nos hicieran daño a mi bebé y a mí, a todo tipo de peligros estaba expuesta, lo bueno es que nunca pudieron entrar, se iban y yo abrazaba a mi bebé y me ponía a llorar. No mencionaba mucho a Dios porque yo estaba muy separada de él, pero llegó el momento en que lo dije ‘’Dios, ¿qué cosa tan mala he hecho en mi vida que esté pasando por todo esto?” Estaba ciega de dolor y frustración, no podía creer lo que estaba viviendo pero lo estaba viviendo. Un miércoles 6 de agosto de 2008 empecé a liquidar agua, me espanté, no sabía lo que estaba pasando, pero pensé a la vez que eso era normal, a la mejor todas las mujeres embarazadas pasan por lo mismo, me desperté con un hambre que no aguantaba, el bebé me pedía comida, como pude, despacito, salí de la casa y me fui hacia los árboles frutales de los vecinos a arrancar fruta, duraznos y naranjas, pero al caminar liquidaba y eso me desconcertaba tanto, pero era más el hambre que sentía, que desesperada llegaba a la casa a comerme la fruta y a su vez comiendo, llorando, tirada en el suelo, el agua no paró de liquidarme que llegó el momento que ya no me paré del suelo. El sábado 9 de agosto de 2008 por la noche ya no aguanté más el hambre, como pude le hablé a varias personas por teléfono para que me trajeran algo de comer, pero nadie quiso hacerlo porque todos le tenían miedo a Jerry y no se querían arriesgar a que los encontraran ahí, hasta que por fin convencí a uno de ellos y me trajo un plato de comida y un vaso grande de agua de Jamaica, me comí todo con una desesperación, para mí eso era lo mejor que me estaba pasando en ese momento.
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Cuando acabé me puse a llorar, él me dijo que yo ya no podía más estar en esa situación por el bebé, pero yo ¿qué podía hacer? no sabía a dónde dirigirme ni nada, estaba bloqueada, él me pidió que consiguiera un poco de droga, que quería comprar ‘’algo’’, yo hablé para que la trajeran y empecé a usar con él, primero me dijo que no me iba a dar pero se la arrebaté y me puse a drogarme como desesperada. Al otro día Jerry llegó a la casa, estaba tan mala que sentía la boca bien seca, pues en mi situación yo me estaba deshidratando por el agua que estaba perdiendo, le pedí por favor que me pasara un vaso de agua pues ya no me podía parar, a él no le importó mi situación, me dijo que no iba a salir a darse a notar por un maldito vaso de agua y se fue de ahí, dejándome en esa situación. El miércoles 13 de agosto de 2008 me desperté ya con dolores de parto, empezaron leves y después se hicieron más fuertes, es cuando tomé la decisión de salirme a la calle y llamar a una ambulancia, no quería que los paramédicos vieran la situación en la cual yo estaba viviendo y después tener problemas por el bebé, no sabía lo que iba a pasar, estaba realmente muy confusa y muy perdida, cuando llegué al hospital me pasaron de inmediato a la sala de partos, la enfermera me preguntó que desde cuándo estaba yo liquidando y le dije por miedo que un día anterior nada más, ella se enojó mucho porque en el primer momento que empecé a liquidar yo tenía que irme al hospital porque ya tenía la fuente rota y corría el riesgo de que mi bebé se me viniera o naciera muerto, yo no podía creer que tenía ocho días liquidando y mi bebé no naciera muerto, ése fue un milagro de Dios. A las nueve de la noche nació una hermosa niña, nació mi ESPERANZA. Nació de parto natural, yo no lo podía creer, dentro de todo lo que pasé en la calle ella nació muy bien, me hicieron los estudios pertinentes y, por supuesto, yo salí positiva de droga y mi baby salió negativa, ahí comenzó otro calvario 126
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para mí, bueno, en ese momento lo vi así. Me dejaron a la niña por unos momentos y después de ahí se la llevaron de la cunita. Entró al cuarto una trabajadora social, yo sabía que esto podía pasar pero realmente no sabía lo que iba a ser de mi niña y de mí, muy dura me dijo que si yo sabía el motivo de su visita y la situación por la cual ella se encontraba ahí, estallé en llanto, me dijo que si sabía que salí positiva de drogas y cuál era la razón de mi comportamiento y dónde se encontraba el papá de mi baby, ellas son personas muy preparadas, tuve que ser sincera y explicarle mi situación, todo lo que estaba viviendo con el papá de mi niña, la violencia doméstica, abusos y el consumo de drogas. Ellos optaron por quitarme a la niña, se la llevaron al siguiente día, como pude me paré de la cama y todavía sangrando y arrastrando mi suero en el pasillo del hospital les dije que por favor no se la llevaran, que no me la quitaran, que no sabía qué iba a hacer sin ella, ahora era mi razón de vida, sentí algo por dentro que se me desgarraba, pero en realidad ciega por el dolor no pensaba que es ese momento lo mejor para mi baby y para mí era que así pasara porque yo no tenía a donde llevar a mi baby, la casa abandonada no era un lugar para ella y era mi lugar de vivienda, se me abrió un proceso con Servicios Sociales. Como pude, recién aliviada regresé en un camión a la casa abandonada y me tiré por un largo rato sólo a llorar y poder digerir un poco lo que estaba pasando, él regresó a la casa, se enteró de toda la situación y ahora empezamos a discutir y me reclamó que por mi culpa habíamos perdido al bebé, pero ¿y él qué?, era el menos indicado para reclamarme, me volvió a pegar y me lastimó mi herida de parto, regresé con el médico para que me la chequeara y me diera medicina para el dolor, pero el dolor más grande lo traía en el alma, mi pedacito de vida ya no estaba más conmigo y yo no podía digerir toda esa situación, vinieron los meses más difíciles de mi vida, como 127
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pude me presenté a mi primera corte, pidiendo dinero prestado en la calle para el camión y recién aliviada ni siquiera podía caminar muy bien, pero aun así me presenté. Tuve mi primera audiencia y me dieron un plan mandado por la corte que tenía que cumplir, ellos no sabían de mi situación y yo tampoco se los manifesté porque tenía más miedo que fuera a afectar mi caso y definitivamente perder a mi baby, era muy difícil todo, más me sumergí en mi drogadicción y ya en esa situación no sabía cómo le iba a hacer, pero quería con todo mi corazón recuperar a mi niña. Me incorporé a un programa de abuso de drogas. La trabajadora social me decía que yo necesitaba llevar cosas para mi baby, como leche, ropita, y cosas indispensables para los bebés, y yo, sin la posibilidad de tener dinero, lo que hice es que empecé a robar en las tiendas para proporcionarle lo necesario a ella y también para seguir drogándome porque en esa situación quería pero no podía parar de drogarme. Ya en el transcurso de dos meses me volví a meter en problemas con la policía, caí tres veces más en la cárcel, ahora por robo a tiendas comerciales, en una de ellas uno de los jueces me advirtió que yo estaba en riesgo de contactar a una persona de inmigración y enfrentar una posible deportación, yo no me podía ir a México, ¿qué iba a hacer allá? y el riesgo de perder a mi baby, esa situación me aterró bastante que le rogué al Juez que por favor me mandara a un programa de alcohol y drogas porque mi problema era mi drogadicción y había perdido a mi niña, el Juez no sabía de eso, él sólo me estaba enjuiciando por el robo a la tienda, cuando supo eso de mi propia boca me dejó salir de la cárcel y me mandó que completara sesenta juntas de alcohólicos anónimos. Salí de madrugada de la cárcel y me fui hacia la casa abandonada a descansar para empezar otro día más, al otro día me presenté al programa donde ya me habían dado de baja por las 128
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muchas veces que salí sucia en los exámenes de droga, y las veces que falté a mi terapia por caer en la cárcel, se me estaba haciendo muy difícil todo, no tenía el apoyo de nadie ni a quién recurrir para poder completar todo lo que ellos requerían de mí, llegaba tarde a las visitas que me programaban con mi baby porque tenía que tomar dos camiones y caminar como treinta minutos hasta las oficinas donde me la llevaban. Me conseguí una bicicleta porque no tenía dinero para los camiones, pedía prestado dinero en la calle para poder llamar a las trabajadoras sociales y programas para poder ingresarme, todo eso era desesperante, tuve la última pelea con el papá de mi niña porque él ya estaba con otra persona y le estaba dando dinero a ella, se consiguió un carro y no me quería apoyar en nada para las visitaciones a la baby. Esa vez me volvió a pegar delante de su nueva novia, yo llamé a la policía, en medio de la noche, pero nunca lo pudieron agarrar, me cambié de casa a otra casa abandonada para que jamás me volviera a encontrar, y ahí fue en medio de la noche donde ya no pude más y me desplomé, drogándome y gritándole a Dios que se había olvidado de mí, que si en verdad existía que por favor se apiadara de mí y de mi baby, sin saber que él ya me había dado una señal de que estaba conmigo porque él me mandó mi ESPERANZA, la que me iba a dar las fuerzas y la voluntad para salir adelante. Nunca nos abandonó a mi baby y a mí y lo más pronto posible me respondió. Un 24 de octubre de 2008 me aceptaron en un programa residencial para vivir adentro, el programa se llamaba Casa Elena. En él estuve los tres primeros meses de mi recuperación que fueron muy fuertes, debido a la desintoxicación y a los problemas legales a los que me enfrentaba a causa de los tres robos que hice a las tiendas comerciales. La parte contraria quería que yo pagara con cárcel en total sesenta días y en consecuencia no se sabía si terminando la sentencia fuera deportada a México. Vinieron unos días muy fuertes de 129
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lucha, en los que participaron mi abogado, personas del programa como la Directora, y gente nueva que empecé a conocer de juntas de alcohólicos anónimos. Todos en conjunto trabajaron para que yo no regresara a la cárcel, supuestamente cuando terminara el programa, el 24 de enero de 2009, la Directora me tenía que entregar a la cárcel a las siete de la noche, yo tenía tanto miedo porque sabía que si regresaba a la cárcel estaba expuesta a ser deportada y tan sólo la idea me espantaba muchísimo, yo no podía regresar a mi país y mucho menos perder definitivamente a mi baby. Le puse muchas ganas a mi programa que el Juez consideró perdonar la condena y me hizo como tiempo servido por los tres meses que hice en el programa, una vez más se hizo presente la bendición de Dios, me llevaban a mi baby como lo pautaba la corte, las visitaciones ya estando limpia de drogas eran maravillosas y las disfrutaba mucho, me trasladaron a mi segundo programa a petición mía, un programa de violencia doméstica. Tenía que completar clases mandadas por la corte de violencia doméstica para subir mi autoestima y ver las raíces de mi problema. Me asignaron otra trabajadora social, como estaba poniendo todo de mi parte, hasta me gané el privilegio de poder ir a la escuela a aprender inglés, empecé a poner todo de mi parte para que mi baby regresara lo más pronto posible. La trabajadora decidió que se podía quedar los fines de semana mi baby conmigo, empezar la prueba y si todo iba bien posiblemente que mi baby empezara los sesenta días a prueba para quedarse conmigo definitivamente, yo estaba feliz, empezaba a dar frutos mi esfuerzo, hasta que una noche al día siguiente que iba a recibir a mi baby ya tenía todo preparado en el programa, su cunita y todas sus cositas, me ofrecí a cuidar a tres niñas de una compañera que se iba a otro programa y le iban a hacer una despedida, se acabó la junta, ella me agradeció y yo me retiré a ver T.V. 130
Se llama ESPERANZA
Al poco tiempo el personal del programa me llamó a la oficina, la mamá de las niñas me estaba acusando de haber abusado de la más pequeña. Yo no podía creer que un día antes que me iban a entregar a mi niña estuviera pasando esto. Si la policía se involucraba, yo estaba en riesgo de ir a la cárcel porque estaba en libertad condicional y habría violado mi libertad, de nuevo aparecía el riesgo de ir a la cárcel y la deportación y peor aún me iban a fichar como agresora. Fue la policía como a la media noche pero a mí no me entrevistaron, el reporte no procedió porque la niña más grande fue entrevistada por la policía y ella dijo que no había pasado nada y la niña no tenía señales de nada. Indudablemente, fue lo que me salvó, pero al otro día temprano que llegó mi niña, la supervisora del programa me mandó llamar a la oficina y me dijo que por razones de seguridad me tenían que despedir del programa y poner en un hotel porque no sabían qué seguimiento iba a hacer la policía. Me dieron veinte minutos para empacar, llegó mi niña que nada más se me quedaba viendo, muy confundida porque nada más me veía llorando y en su inocente mirada yo nada más sentía que ella me quería consolar y decirme que todo iba a estar bien. Me corrieron de ahí, tuve que llamar a mi trabajadora social y explicarle la situación, por un momento pensé que ella iba a creer que yo sí había hecho algo malo y mi miedo era que esto afectara mi caso, pero no, gracias a mi Dios, ella también estaba muy enojada con todo lo que estaba pasando, así que me permitió tener la visita de mi niña y por razones de seguridad se la tuvieron que llevar de nuevo porque un hotel no era un lugar seguro para ella y yo así lo comprendí, por supuesto. Otra vez quedé a la deriva porque me corrieron un jueves y el hotel donde yo estaba se vencía el siguiente lunes, así que el siguiente reto era conseguir otro lugar donde pudiera estar con mi baby.
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Historias de migrantes, IV Concurso
Ellos me pusieron en un hotel de mala muerte, donde se veía mucho movimiento de drogas, tuve que ser muy fuerte y agarrarme mucho de Dios porque yo no quería volver a lo mismo y perder todo lo que había construido, y sobre todas las cosas poner el riesgo de recuperar a mi niña para atrás. Nosotros los alcohólicos y adictos en el programa tenemos que agarrar una madrina o padrino que haya pasado el mismo problema de nosotros y nos ayude y guíe para entender cómo poder trabajar nuestra recuperación y poder compartir nuestros problemas y agarrar un apoyo cuando más lo necesitemos, esto es alcohólicos anónimos o narcóticos anónimos, pues yo agarré una madrina que al ver que pasé esto de inmediato me abrió las puertas de su casa, ella y su esposo, de no haber sido por ellos no sé qué hubiera pasado conmigo porque me encontraba otra vez en la calle, me fui a vivir temporalmente con ellos mientras que encontraba otra programa donde vivir, estuve buscando en muchas partes, era muy difícil agarrar lo más pronto posible otro programa, hasta que por fin me dieron la oportunidad de entrar a otro. Era el único programa del que me podía agarrar lo más pronto posible, pero sólo hablaban inglés y todo iba a ser en el idioma inglés, mi consejera, mi tarea y mis juntas de alcohólicos anónimos, mis grupos de apoyo, todo, todo en inglés. Tan sólo la idea me espantaba porque yo no hablaba el idioma, lo entendía muy poco y apenas unas cuantas palabras hablaba, empezaba otro reto para mí, la Directora me dijo: “O hablas o hablas para agarrar a tu niña para atrás”. Los primeros días fueron muy difíciles para mí que acababa todas las noches con dolores de cabeza por el extra esfuerzo de hablar el idioma inglés. Cuando entraba con mi consejera o terapista trataba de todas formas de comunicarme con ellas y que ellas me comprendieran, y así lo hice que en todas partes iba con mi diccionario de inglés y cuando no entendía una palabra 132
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rápidamente la buscaba, aunque había personas, compañeras americanas del programa que se reían de mí, pero no me importaba, era más el esfuerzo que le estaba poniendo para agarrar a mi niña para atrás que enfocarme en las burlas de las personas que eran negativas a mi alrededor. Así lo hice, la trabajadora vio todo mi esfuerzo y el 1° de mayo de 2009 volvió mi niña para atrás conmigo, gracias a mi Dios, volvió para quedarse mi Esperanza conmigo, me gradué de ese programa y me transfirieron a otro programa un poco más independiente, seguí poniéndole muchas más ganas que en enero 14 de 2010. La trabajadora social y la corte dieron por terminado en definitiva mi caso con Servicios Sociales. Como completé todo el plan puesto por la corte, el Juez, mi trabajadora social y mi abogada, todos en el cuarto de la corte, me aplaudieron y me felicitaron por haberlo conseguido. Me dijeron que me tenía que sentir muy orgullosa de mí misma y que de ahora en adelante disfrutara mi vida y cada momento con mi niña. Continué mi educación y pude agarrar mi GED, que es un certificado que es muy importante aquí en E.U. para poder agarrar un mejor trabajo y poder continuar mis estudios, ya sea como terapista o en el área de la psicología. Pero primero necesito arreglar mi situación migratoria. Por otra parte, estoy luchando muy fuerte porque aquí en Estados Unidos si tú has sido víctima de violencia doméstica y puedes comprobarlo es posible que uno pueda calificar para una U-VISA, la cual me permite en un determinado tiempo poder hacerme residente de los Estados Unidos, siempre y cuando haya cooperado con la policía. La policía estuvo como ocho veces involucrada en mi caso, pero aun así me negó la firma que necesitaba para remitir mi petición. Pero eso no me paró, yo me fui directo a la corte que ahorita estoy en proceso de poder ver al Juez y que me firme mi petición que va a Inmigración. Estoy muy positiva de que todo va a salir bien. Ahora volví a reinstalar mi relación 133
Historias de migrantes, IV Concurso
con mi familia en México, por mucho tiempo los olvidé y no les llamaba a causa de mi drogadicción y ellos siempre se mantenían bien preocupados por mí y por mi niña, sobre todo porque nos encontramos lejos en diferentes países. Por otra parte, me mantengo en mis grupos de apoyo como alcohólicos anónimos y narcóticos anónimos y platico mi experiencia. He ayudado a mucha gente a darle esperanza de que todo es posible en esta vida, sobre todo si tú te lo propones. En agosto de 2010, Servicios Sociales me contactó para decirme que era una de las mejores familias que había salido con éxito del sistema y recuperado a mi niña. Mi trabajadora social me recomendó en la agencia para poder trabajar como voluntaria en un programa que ayuda a los padres que, como yo, están empezando un caso abierto con Servicios Sociales. Me propusieron la idea y me maravilló tanto que empecé de inmediato a dar apoyo en las juntas llamadas Team Decision Making (TDM), que en sus siglas en español significa “Haciendo Decisiones en Equipo.” En octubre de 2010, Servicios Sociales dio reconocimientos a doce familias por su exitosa colaboración con la agencia y entre ellas fue mi familia, mi niña y yo. Nos hicieron un banquete y recibí certificado con honores. Ahora dono mis horas con mucho gusto y alegría, atiendo entrenamientos en Servicios Sociales y trabajo a la par de trabajadoras sociales, eso me encanta por toda la experiencia que estoy agarrando en este tipo de trabajo. Aunque por el momento no recibo dinero, siento que es un compromiso que tengo con Dios por todas las cosas maravillosas que me ha dado y regresado para atrás. Y mi mayor satisfacción es poder ayudar y dar apoyo a todas las familias que hablan español que llegan al sistema sin saber cómo poder salir adelante, gracias a todo esto pude limpiar mi récord criminal y con la esperanza de que algún día pueda arreglar mi estatus migratorio, tenga la oportunidad de trabajar en
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Se llama ESPERANZA
una de las agencias de Servicios Sociales, puesto que mi mayor experiencia es la que la vida misma me ha dado. Ahora no me lamento del pasado, lo veo como que eso me sirvió para hacerme crecer como madre, persona y amiga, me siento tan orgullosa de mí misma y de todo lo que he logrado hasta ahora que mi ilusión más grande es trabajar con mujeres que sufren de violencia doméstica y el abuso de drogas y alcohol. Estoy tan agradecida con toda la gente que ha estado involucrada con mi recuperación, que creyó en mí y en mi gran deseo de salir adelante. El mejor regalo que Dios me ha dado es esa personita que me sacó de ese infierno en el que vivía sumergida y del cual se me hacía muy difícil salir. Ella es mi ESPERANZA, para mi pequeña baby Esperanza.
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Tres generaciones migrantes Wendy Nayeli Madera Maldonado (Wendy Nayeli) Categoría C / Ganadora
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oy la tercera generación de tres mujeres que han migrado por amor. Mi abuelita, Luz Marina, nacida en Costa Rica, migró a México a finales de los años 40 para seguir a su esposo, José de Jesús, mexicano, específicamente michoacano. Se estableció con él en el Distrito Federal. En dicha entidad procrearon cuatro hijos. A la segunda hija, Jeannette María (mi madre), años después le tocaría migrar, siguiendo también los latidos de su corazón. Mi madre se casó con Arnulfo (mi padre), dominicano y estudiante entonces de la Universidad Autónoma de México. En la imponente Ciudad de México abrí mis ojos por primera vez. Yo, Wendy Nayeli, mexicana de nacimiento, de padre dominicano y de madre mexicana. Criada parcialmente en la Ciudad de México y posteriormente en la ciudad de Santo Domingo. Y para no dejar atrás la ya muy arraigada tradición familiar, la vida me tenía reservada a mí también un esposo extranjero, a quien seguiría para formar con él una familia en el país de los tulipanes, molinos y diques: Holanda. Tengo dos hijos quienes tienen un padre holandés y una madre México-dominicana con un toquecito costarricense. Tres generaciones, tres historias, tres mujeres que dejaron todo atrás persiguiendo un sueño, un amor. Pero migrar no es fácil, ni siquiera cuando se hace por el más puro y desinteresado de los sentimientos. La realidad es dura y el choque cultural termina muchas veces despertándote de tu sueño para sumergirte a veces en una oscura pesadilla.
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Historias de migrantes, IV Concurso
Muchas son las personas que día a día se arriesgan a cambiar de país para buscarles un futuro mejor a sus familias en playas extranjeras. Nosotras, en cambio, migramos dejando atrás la seguridad que nos ofrecía la sociedad que nos vio nacer o crecer. Teníamos nuestras necesidades cubiertas, sin caer en la abundancia. Ciegas, viajamos a países que no conocíamos, tratando de hacer en ellos un pequeño nido para nuestras familias. Primera Generación Luz Marina Mis abuelos se conocieron en Costa Rica a mediados de los años 40. Él fue a dicho país a montar una filial de la industria en la que en trabajaba en México. Mi abuelita, Luz Marina, una joven 23 años menor que él, se empleó en dicha empresa para trabajar como operaria. Mi abuelo, José de Jesús, era divorciado y tenía un hijo (tres años menor que mi abuelita). Después de tratarse se enamoraron y se casaron. Mi abuelito viajó de regreso a México y más tarde lo haría mi abuelita. Aún recuerdo que me decía que ese había sido el viaje más largo de su vida. Tenía un embarazo bastante adelantado y el avión en el que viajaba hizo una parada en cada país centroamericano, el viaje de San José de Costa Rica a la Ciudad de México duraría en total casi 13 horas. Al llegar al D.F. obviamente quedaría con la boca abierta ante su imponencia y grandeza. Una jovencita de un pequeño pueblito de Costa Rica en la vasta e inmensa Ciudad de México. Mi abuelito, como era de Michoacán, no tenía familia, ni amigos en la Ciudad de México, por lo que mi abuelita estaba completamente sola cuando él se iba a trabajar. No conocía a nadie y nadie la conocía a ella. Pero esa hermosa jovencita con carácter de hierro no se quedaría asustada en su casa viendo 138
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como el mundo seguía su curso. Dio a luz y ya para entonces se había ganado el corazón y la confianza de todos sus vecinos, quienes se convertirían en su familia y amigos en México. Mis abuelos vivían en una humilde vecindad en la colonia Álamos, sí, una vecindad como la del “Chavo” en la que todos se conocen y todos forman parte de una sola familia. La generosidad y solidaridad que todos ellos le mostraron a mi abuelita fue invaluable. Cuando estaba embarazada de su segunda hija (mi madre) fue un vecino quien la llevó al hospital y otra vecina la que cuidó de su hija mayor, mi abuelito se encontraba en su trabajo en la otra punta de la ciudad, a más de una hora de camino. Para mí es muy simpático contar todo esto por las diferencias que existen con los tiempos actuales. En aquella época los vecinos eran tan cercanos o tal vez más que la propia familia. No me puedo imaginar que con el tren de vida actual algún vecino me llevase al hospital, mientras que otro se quedase a cargo de mi hijo. No, para nada, ese tipo de “eventualidades” no caben en las apretadas agendas de hoy en día. Mi abuelita poco a poco fue encontrando más amigas en su camino con quienes hablar y compartir las eventualidades del día a día, puesto que mi abuelito pasaba todo el día fuera de casa por su trabajo. A eso le tenemos que agregar lo largo del trayecto hasta el mismo y considerar también que a mi abuelito, debido a que en su juventud fue atropellado, le faltaba un pie, cojeaba y esto hacia que se demorara más de lo normal. Aunque en Costa Rica también se habla español como en México, lógicamente la manera de hablar no es la misma y muchas palabras son diferentes. Ella se dirigía siempre de usted, y cuando quería dirigirse alguien de tú, lo hacía utilizando el “vos”, mucha gente se reía o sencillamente no la entendían, en especial cuando iba al mercado a hacer su mandado. Siempre me contaba con mucha gracia que cuando iba a la carnicería y 139
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pedía carne de “chancho” el carnicero se reía de ella y le preguntaban si quería llevar mejor carne de cerdo (que es chancho para los costarricenses) y ella decía rotundamente: No, gracias, ¡sólo quiero chancho! Pronto llegaría el tercer hijo, quien lamentablemente desarrollaría problemas en el corazón. Periódicamente tenía fiebres muy altas que le robaban la paz y la alegría a mi abuelita. Esa gran turbación la acompañaría a lo largo de muchos años. Es sencillamente doloroso para una madre ver cómo tu hijo no se desarrolla bien. Tenía ya 15 años y parecía apenas un niño de 10. En esos momentos cómo necesitas del apoyo familiar, cómo se necesita de una madre o de una hermana con quien por lo menos echarte a llorar y desahogar así el alma. Pero su situación económica no era la mejor, así que, por lo tanto, eran sólo pensamientos prohibidos. Mi abuelito, quien era un mecánico calificado, trabajaba para una gran fábrica en San Bartolo. Sus ingresos no eran malos, pero tenía con los mismos que mantener dos hogares puesto que era divorciado. El aspecto financiero, por tanto, era otro factor de la desesperanza de mi abuelita. Sin embargo, para éste ella misma buscaría una solución. Con unos ahorritos compró una pequeña máquina de coser del tamaño de una cafetera eléctrica actual. Este pequeño aparatito servía para arreglar pantimedias de mujer, que para entonces eran muy costosas y no todas las señoras se podían dar el lujo de tirarlas y comprarse otro par cuando éstas se rompían. Así que este innovador servicio lo implementó mi abuelita. El negocio crecía al igual que sus clientes. Mas con el tiempo el precio de las pantimedias se fue abaratando, acabando por tanto con el negocio. Ella no se quedaría de brazos cruzados y llorando por su mala suerte buscó trabajo como vendedora de puerta en puerta. Cargaba consigo dos pesadas maletas que contenían los productos de venta, organizaba demostraciones en casa de 140
Tres generaciones migrantes
“clientas”, invitando a más mujeres (amigas y vecinas). Era un trabajo duro porque se movilizaba a pie o en transporte público. Más eso nunca la detuvo y vendía bien. Era muy buena vendedora. Con su esfuerzo y trabajo colaboraba grandemente con la economía familiar. Gracias a estos ingresos extras dos de sus hijas pudieron cursar estudios universitarios y titularse ambas como odontólogas. Embarazada de ocho meses de su cuarto y último hijo, estaba un día caminando por la colonia Álamos, acompañada de su hijo de 5 años. De repente, al cruzar la calle, un motociclista quien manejaba a alta velocidad con toda la imprudencia del mundo, los atropelló. Ambos volaron por los aires ante el impacto. El conductor de la moto ni siquiera se detuvo a ver si los había dejado con vida o no. El niño quedó con una piernita rota y mi abuelita tenía un hematoma gigante en toda la pierna. El primero no podía caminar y la segunda con un embarazo de término y la pierna terriblemente golpeada apenas podía cojear. Gracias a la misericordia bendita estaban muy cerca de una vecina y gran amiga, quien inmediatamente salió en su auxilio. Entre su esposo y otros vecinos la ayudaron a llegar a casa, donde permaneció inactiva por varios días. A mi tío, otra vecina, quien era enfermera y valga la pena comentar, muy pobre, se lo llevó para que lo atendieran. Mi abuelita estaría siempre eternamente agradecida con esta vecina que se llevó en brazos a un niño de 5 años, en transporte público y un trayecto largo, dejando atrás a sus siete hijos. Pero como en el mundo existen personas sin ningún tipo de principios y moral como el motociclista que los atropelló, también existen personas con un corazón de oro, dispuestas siempre a ayudar en todo a quien lo necesita, aun teniendo ellos mismos muy poco. Al cumplir mi tío sus 15 primaveras, lo operaron por primera vez a corazón abierto. Actualmente, con tanta tecnología y avances científicos nadie se siente tremendamente atemori141
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zado cuando se habla de dichas operaciones. Sin embargo, 42 años atrás, una operación de éstas era un viaje probablemente sin retorno. Para la operación lo hospitalizaron dos meses antes, ya que se encontraba muy débil como para entrar en el quirófano, después de que ganó peso y fuerza fue operado. La operación duró ocho horas llenas de angustia y desolación. Pero la suerte estaba de su lado y salió bien de dicha operación, con el único inconveniente de que a los 21 años tendrían que abrirlo otra vez. Con el pasar de los años, cuando la hija mayor de mi abuelita empezó a trabajar, y mi abuelito al pensionarse con el dinero de su liquidación instala una reparadora de calzados, la situación económica de la familia cambia para mejor y al fin puede ir mi abuelita después de muchísimos años por primera vez a Costa Rica. Viajaron mi abuelita y su hija la mayor y llegaron a la casa de una hermana, quien al abrir la puerta le preguntó quién era, no la reconoció, ni por su aspecto físico ni por la forma como hablaba. Al explicar mi abuelita quien era, se pusieron a llorar de la emoción, después de veinte años se habían vuelto a reencontrar. Sus padres aún vivían y sus hermanos eran diez, los menores apenas los vería por primera vez. Ella era la mayor. Después de esta primera vez lo haría ya con más frecuencia, así como también una vez la visitarían sus padres para celebrar en México sus bodas de oro. Los hermanos también viajarían después a visitar a su hermana mayor, estableciendo nuevamente un fuerte vínculo familiar. Mi abuelita estaba muy contenta de haber recobrado a su familia. Los lazos de sangre son indestructibles después de tantos años, un inmenso amor aún los abrazaba. Cuando mi tío cumplió los 21 años fue operado nuevamente. Esta operación sería mas larga, complicada y delicada que la primera. Y por desgracia no terminaría exitosamente. Mi 142
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tío sufrió una hemiplejia en el hemisferio izquierdo, quedando paralizado y sin movimiento en la parte izquierda de su cuerpo. Mis abuelos estaban desconsolados con la noticia. Mi mamá, que estaba embarazada para entonces, perdió al bebé ante la impresión. Todos estaban muy impactados. Pero gracias a su juventud y a las muchas terapias recibidas, poco a poco fue recuperando sus movimientos. La vida le trajo amargos momentos a mi abuelita, pero de todos ellos salió airosa, por su fuerza y carácter. Cuando uno está en el extranjero, dichos momentos te golpean más fuerte, pero mi abuelita no se rindió y siguió adelante siempre. A nivel cultural podemos decir que ella asimiló muy bien los usos y costumbres mexicanas. Dejó atrás su acento “tico” para hablar como cualquier “chilanga”. En la crianza de sus hijos más pudieron sus propias raíces que lo que ella viera en sus alrededores. Ella era muy rígida y estricta, la flexibilidad no era un término conocido por ella. A mi juicio, la madre mexicana, sin buscar generalizar, es un poco más suave y protectora. Eso la diferenciaba de las demás madres de su entorno. En sentido general, la migración fue para ella un paso más. Gracias a su gran fuerza y carácter esto no fue nunca una barrera o un problema, sino sencillamente un obstáculo en el camino. Sus amigas siempre fueron mexicanas y nunca buscó contacto tampoco con paisanas o con la embajada costarricense en México. Por supuesto, si no se hubiese topado con el grupo de vecinos que le tocó, yo pienso que su perspectiva fuera otra. Estos vecinos serían sus amigos—hermanos a lo largo de toda su vida. Aun cuando ya no vivía más en aquella humilde vecindad, ellos seguirían en contacto y con ellos celebraría todos los eventos importantes de su vida. La solidaridad, el amor y la colaboración del ambiente que rodea al que migra hace de su experiencia algo diferente, la vuelve más suave o, para decirlo 143
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correctamente, menos pesada o dura. Por lo demás, ella amó a México y México la amó a ella. Nunca habló mal de México ni de los mexicanos, siempre se sintió aceptada y querida como la que más. Ella dejó a los suyos o a su país en un segundo plano, de hecho, fueron muchos los años que pasaron hasta que ella pudiera regresar a ese bello país del café. Para mí esta situación es difícil de entender porque ella era muy familiar, de hecho, cuando a mi mamá le tocó el turno de emigrar mi abuelita estaba desconsolada e intentaba por todos los medios de disuadirla de tal decisión, no quería que su hija se fuera a vivir lejos. Y le exigiría siempre que fuera todos los años a verla. Mi abuelita también viajó con frecuencia a República Dominicana. Es una circunstancia extraña, ella pudo desprenderse de su familia y de su país con “cierta” facilidad, pero cuando se trataba de cortar el cordón umbilical de uno de sus hijos el asunto se volvía intolerable. Probablemente tal vez ella no quería que mi mamá experimentara la tristeza que supone dejar a los tuyos y tu tierra. Ella sabía que la vida te tiene siempre reservados momentos duros y sin una familia a tu alrededor la tristeza se vuelve más profunda. Después de más de 35 años de matrimonio mi abuelita enviudó. Perder al que fuera su motivo para dejar su país y familia no fue fácil de asimilar para ella. Aun así no se regresó a su país, ya había echado raíces en México. Y en México vivió hasta su último día. Ella asumió la reparadora de calzados y trabajó en ella muchos años. Tenía casi 75 años cuando la subarrendó. Una larga vida de mucho trabajo. Al concluir con la historia de mi abuelita puedo decir que cada migración es diferente. Mi abuelita asimiló la suya de una forma, pero cuando se trató de su hija, su propia visión de este evento cambió completamente. Y qué decir cuando le dije que 144
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yo también me iría a vivir lejos. La tristeza en su rostro era evidente el día de mi boda. Segunda Generación Jeannette María Mis padres, Jeannette y Arnulfo, se conocieron en una fiesta que organizaban estudiantes dominicanos de la Universidad Autónoma de México. Mi padre estudiaba ingeniería geofísica, mientras mi madre era estudiante de odontología de la renombrada universidad. Tres años transcurrieron para que tocasen las campanas de la iglesia anunciando el matrimonio de mis padres. Años después, al no poder encontrar trabajo, mi padre decide regresar a su cálida tierra. Mi madre, quien ya estaba bastante instalada en el seguro social y en su propio consultorio privado ejerciendo como dentista, no se deleitaba con la idea de irse a buscar mejores suertes a otro país. Mis abuelos y tíos encontraban la idea escalofriante. Yo, quien ya contaba con 5 años de edad no quería ni que me mencionaran el tema. Adoraba a mi abuelita y no quería separarme de ella. Pero llegó el día en el que mi padre partió rumbo a Santo Domingo, capital de República Dominicana. Nosotros nos quedaríamos en México un año más, hasta que mi papá se instalara completamente y preparara el nuevo nido familiar. Tenía tan sólo unos pocos años de edad y aún recuerdo con exactitud lo difícil que fue para todos esta separación. Mi mamá, quien es una mujer sensible, estaba completamente nublada con la tristeza. El cambio al final de cuentas para mí y para mi hermano no fue tan dramático. Nos fuimos acostumbrando y como niños felices que éramos, rápido nos adaptamos a las nuevas circunstancias. La historia de mi mamá, sin embargo, fue otra. Le costó mucho adaptarse a las personas, al clima, al ambiente y, por 145
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qué no decirlo, a su nueva familia. Se fue deprimiendo y dejando que la melancolía la colmara. De ser una mujer activa y muy ocupada, pasaría a ser sólo un ama de casa, quien contaba las horas para que regresáramos de la escuela. Trabajar no era posible puesto que en el sector público esos puestos de dentista no abundaban y eran muy peleados por los dentistas nacionales. Y para montar su propio consultorio hacía falta mucho dinero para asumir dicha inversión. Mi papá trabajaba duro y no ganaba mal, pero había incurrido en muchos gastos para nuestra instalación en Santo Domingo, así que ni por asomo quedaba algo restante para que mi mamá volviera por lo pronto a ejercer su carrera. Por otro lado, cuando había dinero extra lo único que quería mi mamá era viajar a México de vacaciones. En el fondo pienso que ella tampoco quería trabajar… ella sólo quería regresar a los suyos y a su México. Casi el 95 por ciento de sus amigas eran mexicanas, casadas como ella con dominicanos que en su momento fueron a estudiar a México sus carreras universitarias. Mi mamá quería seguir soñando con regresar y estar cerca de otras mexicanas, que también como ella anhelaban lo mismo, la hacía sentirse mejor o por lo menos eso creía ella. El primer viaje que hicimos a México estábamos tan contentos, cuánta alegría y algarabía. Qué hermoso fue ese primer reencuentro familiar. Al final de las vacaciones mi mamá no quería regresar y así pasaría en cada vacación que pasáramos en México. Por un lado, mis abuelos presionándola para que mejor se quedara y, por el otro, la desesperación de no trabajar le producían fuertes dudas y confusión. En una ocasión hasta nos dieron de alta en el sistema de educación mexicano para poder inscribirnos en la escuela. Mi papá tuvo que viajar a México para convencer a mi mamá de que regresara, le había prometido que haría todo por comprarle la unidad que ella necesitaba para trabajar. Mi abuelito les ofreció todo el dinero que a él le habían dado cuando lo liquidaron de su trabajo, des146
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pués de años de trabajo arduo, para que ellos empezaran algo en México. Pero mi papá lo rechazó y sólo le pidió una ayuda para la indumentaria dental de mi mamá. Así fue como al regresar a República Dominicana mi mamá al tiempo vio por fin una pequeña luz positiva. El consultorio quedó instalado en una pequeña instancia de la casa en la que vivíamos. Los pacientes llegaron poco a poco. Primeros los vecinos, quienes nuevamente fungen en esta historia un rol importante. Tal vez no como en la historia de mi abuelita, pero de una manera u otra la clientela de mi mamá fue creciendo gracias a que ellos fueron corriendo la voz sobre los buenos servicios de mi mamá. Su trato amable y su excelente preparación académica en la que es hoy una de las mejores universidades de América Latina, la UNAM, hicieron que su fama con el tiempo fuera creciendo y fuera necesario alquilar un local donde atender a sus pacientes de manera más profesional. Su vida empezó a cambiar radicalmente. Con el trabajo llegó al fin un poco de la adaptación que tanto necesitaba para seguir viviendo y salir de aquel sueño que la tenía paralizada. Sus amigas siguieron siendo mexicanas, pero no las mismas, pues fueron muchas las que tiraron la toalla frente al peso de la migración y regresaron a México, algunas con y otras sin marido. Mi mamá siempre, hasta la fecha, ha estado muy vinculada a la embajada mexicana en República Dominicana, siempre ha participado en todas sus actividades y eventos. A nosotros nos llevó sin falta a todas las fiestas mexicanas para que nos siguiéramos empapándonos de la cultura y tradiciones mexicanas. Ésta es una de las diferencias básicas entre mi mamá y mi abuelita. Mientras que una nunca buscó contacto alguno con sus connacionales o con sus representantes en México, mi mamá, en cambio, sólo quería amistades mexicanas y participar en todo lo que la embajada mexicana organizara. 147
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Mi mamá siempre fue muy mexicana. Nunca fue muy rígida con nosotros y siempre nos llenó de mucho amor. Procuró siempre darnos lo mejor y cuidaba que no nos faltara nada. Cuando empezó a trabajar, la situación económica de mi casa también cambió. Mis padres tenían una posición holgada y nos podíamos permitir ciertos lujos que antes con los ingresos sólo de mi papá era sencillamente imposible. Trabajar significó para mi mamá también recuperar su independencia económica que tanto necesita la mujer moderna de hoy. Mientras que para mi abuelita migrar fue un evento no tan complejo, para mi mamá, en tanto, la hizo beber muchos tragos amargos. El más duro de todos fue cuando falleció mi abuelito. Cuando a mi abuelito lo pensionaron, éste no se quiso quedar en casa como cualquier pensionado, sino que con el dinero de su liquidación abrió una pequeña reparadora de calzados en la colonia Álamos. El negocio prosperó y la situación de mis abuelos mejoró significativamente. En abril del 83 mis abuelitos y el resto de la familia en México (mi abuelita, tíos y primos) se fueron a vacacionar al interior del país. Nosotros (mis padres, hermanos y yo) estábamos en Santo Domingo, República Dominicana. Antes de que terminaran dichas vacaciones mi abuelito decide regresar a la Ciudad de México para reabrir y atender su negocio. Mi abuelo regresó solo y se fue directamente a su reparadora de calzados. Al abrir la cortina metálica del local empieza a sentirse mal, una clienta que estaba presente, que era coja de una pierna, se da cuenta de que algo andaba mal con él y decide buscar una caseta telefónica para llamar a una ambulancia. Un dolor opresivo se hace inminente en su pecho e intenta cerrar el local. Al hacerlo, empieza a desvanecerse poco a poco, dejándose caer encima de un pequeño árbol sembrado
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por él. La demora de la clienta en buscar ayuda, debido a su impedimento físico, resultó ser fatal. Así murió mi abuelo. Nosotros, que nos habíamos mudado recientemente, aún no contábamos con conexión telefónica. Por otro lado, el resto de la familia en México se encontraba de vacaciones todavía. Sólo estaba el hijo de mi abuelito de su primer matrimonio. A él le costó mucho trabajo ponerse en contacto con la familia. Así que no quedó más que esperar a que la familia regresara de las vacaciones para enterarse de tan terrible noticia. La pobre de mi mamá, por ende, lo supo muy tarde. Al día siguiente de saberlo, después de una noche entera de estar llorando sin parar, salieron ella y mi papá de madrugada rumbo al aeropuerto, intentaron por todos los medios comprar un boleto lo antes posible. Claro, en esa época no había Internet, ni tantos vuelos aéreos como hoy en día. ¡Que agonía es el vivir en otro país frente a la muerte de un ser querido! Pudo viajar, sí, pero llegó tarde. Ya lo habían enterrado, ya no pudo verlo por última vez, ni besarlo, ni abrazarlo. Ya era tarde. ¡Cómo quería mi madre a su padre! ¡Cuánto dolor y desdicha en ese acontecimiento! Mas el tiempo pasa y nos vamos recuperando hasta de las heridas más profundas. En el trabajo mi mamá encontró un poco de consuelo. Ya no sólo estaba ejerciendo la odontología, sino también su especialidad: la ortodoncia. Cuánta juventud, llena de alegría y entusiasmo visitaba a diario el consultorio de mi mamá. A veces su sala de espera parecía más bien una sala de tareas con tantos “muchachos y muchachas”. El consultorio iba bien y a mi papá le acababan de pagar un proyecto grande que había realizado y así fue como se embarcaron en la construcción de nuestra casa. Yo tenía 15 años cuando nos mudamos nuevamente y esta vez a una casa propia. Mis padres estaban muy orgullosos y contentos de tener al fin su propio hogar.
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Mi mamá siguió trabajando intensamente y ampliando su clientela. Una vez, estando de vacaciones en México, mi mamá me dijo a las tres semanas de estar allá: “ya me quiero regresar, me hace falta mi casa”, nunca olvidaré esas palabras porque fueron realmente reveladoras. Ella nunca se sintió en casa en Santo Domingo, es más, nunca quería regresar al terminar las vacaciones. Por lo que sus palabras reflejaban algo mucho más profundo… la adaptación por fin había llegado, muchos años después. Treinta años han pasado desde que mi mamá dejó a su adorado México lindo para fijar su residencia en la ciudad primada de América: Santo Domingo. A nivel laboral, tiene un reconocido, exitoso y respetado consultorio dental con una clientela vasta y fiel. En el aspecto familiar lleva casi 37 años casada con mi padre y es, por supuesto, una madre y abuela adorada por sus hijos y nietos. Tercera generación Wendy Nayeli Desde muy temprana edad supe que los aeropuertos no son únicamente una puerta para llevarte de vacaciones, sino también un lugar donde millones de personas al año derraman muchas lágrimas al ver alejarse a sus seres amados. Desde pequeñita me he tenido que despedir de mis abuelitos, tíos y primos sin saber entonces con claridad el por qué de esta situación. En mi primera infancia experimenté la tristeza y el mal sabor de boca que te dejan el decir adiós a los tuyos. Terminé de crecer en la ciudad de Santo Domingo donde viví alrededor de gente linda y cariñosa. En la calle donde vivíamos había muchos niños con quienes jugar y disfrutar después de las horas de escuela.
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A pesar de que viví más años en República Dominicana, siempre que viajaba a México sentía que regresaba a mi país, es como si la tierra te llamara, aunque hayas estado poco tiempo en ella. Realicé mis estudios universitarios en República Dominicana y posteriormente viajé a México a continuar mis estudios de especialización. Volver a vivir en México me hizo apreciar lo que ya tenía y, sobre todo, a valorar la importancia de la familia. Al obtener mi título, viajé de regreso a República Dominicana, donde empecé a trabajar en la Organización Panamericana de la Salud, sede en América Latina de la Organización Mundial de la Salud. Cuatro años después, vía Internet, conocí al que ahora es mi esposo. Al principio sólo se trataba de conocer personas de culturas diferentes, pero el amor no avisa cuando va a llegar y lo hace de mil formas distintas. Él vivía en Holanda y yo en República Dominicana, lo que significaría que alguno tendría que migrar. ¡Me entristecí al principio y me dije a mí misma: ”No, no por favor, otra generación de más de lo mismo!” Yo nunca pensé que también accedería a migrar. No podía creer que yo también hubiese caído en la misma trampa que mi mamá y mi abuelita. Yo que tantas veces odié el tener que separarme de mi familia en México después de cada vacación. Si alguien sabía lo difícil del tema, esa era yo. Pero como bien dicen, uno no experimenta en cabeza ajena. Y más pudo el amor que la razón. Mi mamá no se disgustó conmigo ni tampoco me la puso difícil. Todo lo contrario, recibí de ella sólo apoyo, amor y comprensión. Por supuesto que ningún padre o madre desea que sus hijos se vayan a vivir lejos pero, a pesar del dolor que seguramente les causó a mis padres mi decisión nunca me pusieron obstáculos. Me casé y cuando el documento de mi residencia estuvo listo viajé para reunirme con mi esposo. Llegué a vivir a un 151
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diminuto pueblito en la provincia de Noord-Holland a 35 Km. al norte de Ámsterdam. El cambio fue realmente abrupto. De vivir en una ciudad de tres millones de habitantes, llena de actividades, centros comerciales, cines, bares y restaurantes, a vivir en un pueblito frío y solitario con tan sólo 900 personas. Otro punto fue el clima el cual es uno de los principales motivos de las depresiones que sufren los inmigrantes en Holanda. Buena parte del año es gris, nublado y frío, con una constante e irritante lluviecita, la que casi por defecto viene acompañada de un viento normalmente bastante desagradable. Yo no era una persona que me detuviera mucho a pensar en el clima, pero después de semanas de no ver el sol podía sentir cómo la irritación iba creciendo en mí, sin estar entonces muy consciente del por qué. El idioma fue otro gran obstáculo, mi verdadero talón de Aquiles. Aunque casi todos los holandeses manejan el inglés, cuando ya vives allá tienes que participar en las actividades sociales de tu entorno, lógicamente todo el mundo está hablando y entreteniéndose en holandés. Yo me sentía muy aislada, enjaulada en mis propias limitaciones. Siempre he sido una persona espontánea, alegre, de fácil palabra y pronta reacción. Y para mi sorpresa me veía convertida en una mujer tímida, callada, introvertida y con muy pocas intenciones de participar en una tertulia. ¡Sentía pena por mí misma! Cómo el solo hecho de cambiar de país había afectado tanto mi personalidad. Siempre que regresaba de vacaciones a los míos tenía tanta necesidad de comunicarme y expresarme que no dejaba que nadie más hablara, parecía un tren de vapor sin freno. Y cuando llegaba el turno de regresar no sólo tenía que despedirme de los míos (lo cual era siempre muy duro), sino hasta de mí misma. Poco a poco me fui acostumbrando al silencio, quien tampoco era tan mal amigo. Al estar en silencio podía darme cuenta
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de ciertas actitudes y aptitudes típicas de los holandeses. Esto resultó muy positivo posteriormente para mi integración. Quedé embarazada pronto, por lo que al nacer mi hijo tuve que suspender las clases de idioma que estaba tomando en forma intensiva. Ya con mi bebé más grande retomé las clases, pero sólo una noche a la semana. El aprendizaje del idioma fue toda una batalla campal. Talento para los idiomas no tenía ni tendré. Y si a eso le sumamos que el holandés es un idioma realmente difícil especialmente para los hispanohablantes, o al menos esa es mi percepción, el reto se convertía en una verdadera odisea. Con varios años de residencia en Holanda puedo sentirme orgullosa de que después de tanto esfuerzo al fin puedo desenvolverme y comunicarme adecuadamente. Del choque cultural puedo contar muchas anécdotas, pero me centraré únicamente en aquellas que realmente marcaron mi vida. En Holanda, siendo un país de primer mundo, cuando una mujer está embarazada no la atiende un ginecólogo, sino una partera. Las mismas supuestamente son licenciadas en embarazos y partos. Embarazada de mi primer hijo recibo la noticia de que a partir del tercer mes de embarazo se inician los controles prenatales y que los mismos serían llevados por una partera. Por supuesto que ante tal situación me quedé con la boca abierta, a mi abuelita 63 años atrás no la atendió una partera, sino un ginecólogo. Cómo entonces a mí en pleno 2005 y en un país desarrollado me atendería una partera. Pero eso no resultó ser la única sorpresa, en Holanda el 90% de las mujeres prefiere dar a luz en la casa. Sí, dar a luz en la casa y nada más que acompañadas de una partera. Tuvimos que cambiar de partera puesto que la primera no quería aceptar el hecho de que yo por nada en el mundo daría a luz en la casa. Yo daría a luz en el hospital como cualquier mujer civilizada. La atención que me brindaron las parteras a lo largo de mi embarazo y espe153
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cialmente al final del mismo fue realmente deplorable. El parto fue salvajemente doloroso, porque de nueva cuenta otra sorpresa: tampoco estaba permitido entonces poner anestesia. Ni siquiera en un caso tan particular como el mío que era madre primeriza, con la presión arterial altísima, con preeclampsia, y con 42 semanas de embarazo y ni un solo centímetro de dilatación. Por medio de una hormona artificial, la cual se aplica en forma intravenosa, se inducen las contracciones, que al no ser producidas por tu propio cuerpo son extremadamente dolorosas, y sin anestesia son una verdadera tortura. Después de ese parto horrible me deprimí mucho. Las inclemencias del clima, la soledad en ese pueblito “fantasma”, lo poco que entendía y hablaba holandés y un bebé que lloraba sin parar todas las tardes hacían de mis días una verdadera pesadilla. Sólo pensaba en regresar, en salir cuanto antes de esa situación. Ya no quería más estar allí. Cuando mi hijo cumplió tres meses mi desesperación era tal que viajamos rumbo a Santo Domingo. Cómo necesitaba estar entre el calor de los míos, necesitaba urgentemente su amor y cuidados. En Holanda solamente contaba con el apoyo de mi esposo y mis suegros, quienes tampoco vivían tan cerca. Después de ellos no había hecho para entonces ninguna amistad verdadera y los vecinos, aunque eran personas atentas, cada quien estaba es su propio mundo. Hasta de Dios me sentía abandonada. Mi bebé fue creciendo y poco a poco empecé a ver luz en mi camino. Busqué mejores clases de holandés y empecé al fin a aprender el idioma. Pusimos nuestra casa en venta y al venderla nos mudamos a una ciudad no tan grande, pero sí con todas las facilidades, servicios, actividad y ritmo. Me inscribí también en unas clases en un centro cultural donde mujeres extranjeras y jóvenes mamás como yo asistían a las mismas para aprender una actividad, mientras practicábamos el idioma. Un grupo maravilloso con una docente 154
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excelente, quien no sólo nos enseñaba el idioma, sino también los usos y costumbres holandesas, así como el funcionamiento de las instituciones gubernamentales más importantes, el sistema de salud y el sistema educativo. Sin hablar de la actividad extra que siempre nos enriquecía como personas. Fue una inmersión necesaria para acercarme a la cultura y vida de los holandeses y salir de la esquina en la que me encontraba confinada. Cómo agradezco a mi profesora holandesa tanta vocación y entusiasmo que siempre recibimos todas de ella. Qué valiosos son los centros culturales o puntos de encuentro para los extranjeros. Con el tiempo también llegaron las amigas, tesoros sin precio, que te regala la vida. Yo, a diferencia de mi mamá y mi abuelita, busqué amigas de todas las nacionalidades, de preferencia, hispanohablantes. Al cambiar de casa y cambiar de aires, varió también la constante tristeza en mi alma y volví a sonreír. Me embaracé de nuevo. La idea de caer nuevamente en las manos inexpertas de esas parteras me provocaba mucho miedo. Pero otro fue mi destino. Debido a una serie de constantes y múltiples vómitos tuve que ser hospitalizada por la gran debilidad y deshidratación que presentaba. Soy una mujer delgada y no muy alta de estatura. Había perdido entonces doce kilos y ya contaba con cuatro meses de embarazo. Los ginecólogos, valga la pena hacer el comentario, sólo atienden a mujeres embarazadas en riesgo por enfermedad o porque sobrepasan los 36 años. Yo no pertenecía a ninguno de estos grupos. Pero como mi salud estaba muy quebrantada los médicos decidieron que me atendería un ginecólogo. Respiré hondo ante tan buena noticia. Pensaba en el parto de mi hijo y el pánico se apoderaba de mí, había sido una experiencia horrible y altamente traumatizante. Tuve que sacar fuerzas desde el fondo de mí para tratar de no volver a pensar más en este 155
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episodio. El resto de mi embarazo fue monitoreado excelentemente por el equipo de profesionales del hospital. En todo momento me sentí confiada por la capacidad de mi ginecólogo. El parto también fue completamente diferente. Con el dolor natural que causa dar a luz, pero en las dimensiones normales y bajo las condiciones correctas. Cuando veo mis fotos después del parto de mi hija y después del parto de mi hijo puedo ver con claridad la diferencia entre ambos eventos, del cielo a la tierra. Efectivamente, dar a luz en el siglo XXI no tiene que ser una tortura de la época medieval. Al dar a luz a mi hija, mi madre viajó a Holanda para ayudarme y darme todo su apoyo emocional y moral. Por supuesto que sus cuidados no se limitarían a mi persona, sino también a mis dos pequeños hijos. Mi madre se veía contenta con su nieta, pero había algo en su mirada que no terminaba de convencerme. Cuando la nena cumplió un mes mi mamá por fin se desahogó y me contó lo que la atormentaba. Mi abuelita, Luz Marina, tenía cáncer terminal. Sentí como si me hubieran golpeado fuertemente en la cabeza. Mi abuelita, mi dulce abue, tenía contados sus días. Y yo estaba recién parida, con una bebé de un mes de nacida y en medio de la gran campaña publicitaria de la gripe H1N1 tipo A, mejor conocida en Holanda como la “gripe mexicana”. Nadie quería viajar a México, todo el mundo tenía miedo de contagiarse. Pero yo sí quería viajar y abrazar a mi abue. Los meses pasaron y la salud de mi abuelita era aparentemente estable. Llegó el mes de octubre y con él llegaría su cumpleaños número 85. ¡A este evento no faltaría! Alisté mis maletas y viajamos mi pequeña bebé de seis meses y yo, rumbo a México. Ya nada ni nadie podría detenerme, estaba más que convencida de que esa era mi última oportunidad de verla.
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Nuestro encuentro fue muy emotivo. Mi mamá también viajó desde Santo Domingo y allá en la bella Ciudad de México nos reunimos todas: las cuatro generaciones. Mi abuelita, mi mamá, mi hija y yo. Juntas celebramos el aniversario de mi abuelita. Ella tenía tantas ganas de conocer a mi hija, su bisnieta, que estar esos días con ella fue su mejor regalo de cumpleaños. La conexión entre ellas dos fue inmediata, como si se conocieran de tiempo. Fueron días inolvidables para todos. Pero, como la felicidad no es completa, los días volaron y ya teníamos que regresar a Holanda. Tocó el momento de decirnos adiós, fue un trago muy amargo. Nos miramos fijamente a los ojos, nos dijimos lo mucho que nos amábamos y después de un fuerte abrazo nos fuimos separando poco a poco. No nos volveríamos a ver nunca más y las dos lo sabíamos. No era una despedida más a la que los migrantes estamos más que acostumbrados, ésta era definitiva, ésta era la última. Mi abuelita vivió aún muchos meses más, parecía recuperada después de las quimioterapias. Nosotros, entre tanto, viajamos a Santo Domingo (mi esposo e hijos) a pasar allá parte del invierno. Mi madre estaba loca de felicidad disfrutando de sus nietos. A la mitad de nuestra estadía mi madre tuvo que viajar de emergencia al Distrito Federal. Mi abuelita estaba falleciendo. Es increíble cómo de un momento a otro se le fue yendo la vida. Un golpe muy duro para todos. Y nuevamente la desesperación de encontrar un boleto aéreo lo antes posible, el temor y la angustia de llegar otra vez demasiado tarde. Pero la vida tuvo esta vez compasión de mi mamá y le permitió llegar un poco antes para despedirse de su mamá cuando aún estaba consciente. Después, después sucedió lo inevitable. Y aunque yo no pude viajar a México, me alegré mucho de no haber estado sola en Holanda en dicho momento. Al estar con mis hermanos y padre pude compartir con ellos la tristeza de tan invaluable pérdida. 157
Historias de migrantes, IV Concurso
Muchas veces me he preguntado cómo es que yo también accedí a migrar, si de antemano conocía todas las desventajas que eso trae consigo. Cómo cambié de país, siendo yo tan familiar y unida a mi familia. Y así podría escribir muchas páginas más de innumerables preguntas. Sin embargo, he decidido mejor seguir adelante y no mirar atrás. De nada me sirve ahora cuestionarme si ya el paso esta dado. Soy una madre muy orgullosa de mis dos pequeños, quienes junto a mi esposo constituyen mi tesoro. Sólo Dios sabe cuánto tiempo estaré lejos de mi adorada familia, pero mientras tanto quiero vivir, quiero encontrar un lugar en esta sociedad y demostrarme a mí misma que puedo encontrar el éxito en tierras ajenas como lo hicieron mi abuelita y mi madre es su momento. Tres generaciones migrantes El fenómeno de la migración trae consigo muchas frustraciones, choques culturales, depresiones y melancolía. Pero también provoca madurez, crecimiento emocional y fortaleza ante los cambios que trae la vida. Se vuelve uno más flexible y abierto a aprender de las diversidades multiculturales. Se acepta con más facilidad que la verdad puede ser contada de diferentes maneras. Haciendo un recorrido mental a través de las tres historias contadas puedo llegar a la conclusión de que cada migración es diferente y personal, aun cuando se trate de personas de una misma familia. Cada quien experimenta la vida y el curso de la misma con una visión muy particular. Depende en un gran grado del temperamento y personalidad de la persona, así como de las circunstancias en su país de origen y del país de destino. Por supuesto, la motivación de la migración es un aspecto no menos importante. Lo que para mi abuelita tal vez
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Tres generaciones migrantes
resultó fácil, para mi mamá, en cambio, implicó un gran reto y tal vez lo que ellas tuvieron de sobra a mí me faltó. Al contar las experiencias de mi mamá y mi abuelita y, claro, la mía propia me doy cuenta de que cada una de nosotras al migrar por amor convertimos a este fenómeno social en algo muy especial y particular. Cada una fue venciendo sus propios miedos a su propio ritmo y capacidad. Cada una de nosotras decidimos luchar y abrirnos paso en una sociedad desconocida. Nos tropezamos, pero no tiramos la toalla. Y aún continuamos mi mamá y yo batallando con cada uno de los fantasmas que acechan a los migrantes. Mi abuelita, en cambio, ya ganó la batalla y ahora descansa en paz. Sólo me queda preguntarme si mi hija querida seguirá nuestros pasos. Y si fuera así ¿Cuál entonces sería mi reacción? ¿Cómo reaccionaría mi mamá? ¿Lo aceptaríamos con tranquilidad? Y ¿Cuál sería la experiencia de mi hija? ¿Sería feliz viviendo lejos de nosotros? ¿Cuáles serían sus retos? Cuántas preguntas… Pero qué más da, al final de cuentas esto no es más que pura especulación, Camila María, mi hija, no tiene ni siquiera 2 años. Así que falta mucho tiempo para saber si ella se convertirá o no en la CUARTA GENERACIÓN MIGRANTE. TRES GENERACIONES MIGRANTES
Abuelita, esta historia es un regalo póstumo a tu memoria, siempre estarás en mi corazón.
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Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos (Sin seudónimo) Categoría A / Mención Honorífica
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rimero que nada quisiera decir que todo lo que a continuación escribo es la narración de lo acontecido en mi vida durante casi 17 años viviendo en Estados Unidos y de todo lo que tuve que pasar para lograr llegar al país del norte y lograr una mejor vida. Todas estas vivencias se convertirían en la parte más difícil pero también la más productiva en mis casi 39 años. La historia comienza así… Corría el mes de agosto del año 1994 y la perspectiva que tenía de la vida era en cierto modo sencilla, seguir trabajando en mi actual empleo, ahorrar dinero para continuar mis estudios y, si fuera posible, casarme con la mujer que hasta ese momento parecía ser para mí, la mujer con la que viviría el resto de mi vida. En la segunda semana de septiembre del mismo año, recibimos la grata visita de unos familiares que residían en Estados Unidos, que vinieron a México después de haber vivido allá por lo menos cinco años. La razón de la visita fue acudir a la Boda de un hermano de la Tía que regresó. La Boda resultó ser una emotiva reunión de encuentro entre muchos familiares que habían estado separados por algunos años y que aprovecharon cada minuto para abrazarse y hablar de todas aquellas cosas que habían quedado pendientes entre nosotros por la distancia. 161
Historias de migrantes, IV Concurso
Los tíos de Estados Unidos sólo estarían cinco días en México y manejarían de regreso a la frontera para luego cruzar una vez más en busca del llamado “sueño americano”. El mayor de los primos que ahora estaba de visita en México me había ofrecido en varias ocasiones su ayuda para ir en busca de la “aventura al otro lado”. Durante casi dos años mantuvimos una buena comunicación vía carta, en cada una de éstas el insistía en que yo podría fácilmente trasladarme a E.U. y trabajar y hacer mucho dinero en poco tiempo para realizar todos los planes que yo tenía. Sonaba muy bien, pero esto no estaba contemplado entre mis planes inmediatos. La situación cambió de repente, a consecuencia de peleas, desacuerdos y demás problemas con mi pareja, la relación ya no era la misma; decidimos entonces que lo mejor era alejarnos un tiempo y poner en orden nuestras ideas; si todo salía como lo pensábamos, yo regresaría al cabo de un año y emprenderíamos la aventura de vivir juntos y casarnos. Mi llegada a la frontera norte de México fue algo extraordinario, viajando por carretera durante poco más de dos días tuve la oportunidad de admirar algunos de los lugares más bellos de nuestro México, lo más impresionante fue recorrer durante casi un día entero la sierra de Sonora para llegar a la frontera y comenzar la aventura de “cruzar al otro lado”. Todo parecía fácil, mis acompañantes me repitieron más de una vez las instrucciones que yo debía seguir para cruzar sin problemas. Caminaríamos del hotel a la línea y ahí nos esperaría un guía para cruzarnos al otro lado. Después, ya del lado “americano”, un coyote nos guiaría caminando hasta un Mc Donalds donde nos esperaría la persona que, en un auto, nos llevaría hasta la Phoenix, Arizona. A nuestra llegada a Nogales, Sonora, aumentaron los nervios que sentía por lo que pudiera pasar. Mis familiares me habían explicado ya cómo sería la experiencia, decían que no había nada que temer pues todo 162
Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos
saldría bien; la “pasada” sería lo más difícil porque, en ocasiones, si la suerte no está de tu lado, podías ser descubierto por la migra y devuelto a México. Todos afirmaban que no sucedería así y de todos modos en caso de caer en manos de los agentes de migración, lo único que podía pasar es que te pidieran tus “papeles” y al no tenerlos te mandarían de regreso a México. El primer paso fue llegar a un conocido hotel en la ciudad de Nogales, Sonora, donde fuimos recibidos por la persona que nos dio todas las indicaciones a seguir para emprender la aventura esa misma noche. Salimos caminando hasta la línea, en una calle específica de la que no recuerdo el nombre, un joven aguardaba por nosotros, pero todavía parecía un niño, tendría tal vez unos 12 o 14 años. Nos condujo hasta una calle oscura y nos escondimos debajo de un puente, él nos explicó que sólo teníamos que pasar por una zanja estrecha debajo del puente, del otro lado de esa zanja estábamos ya en el lado americano. El primero en pasar fue el guía, después los otros hombres, pero me pidió a mí que esperara para ayudar a cruzar a las cuatro mujeres que iban con nosotros, así lo hice y al terminar de pasar ellas finalmente crucé yo. No podía creer que ya estábamos en Estados Unidos, lo que alcanzaba a ver era una ciudad o un pueblo muy parecido a los que tenemos aquí en México, era la ciudad de Nogales, Arizona. Estando ya del otro lado, caminamos unos cuantos pasos hasta llegar a un establecimiento Mc Donalds, pareció tan fácil todo hasta ese momento que los nervios y el miedo que sentía durante todo el camino comenzaban a desvanecerse; entramos al Mc Donalds detrás de nuestro guía, nos dijo “tomen una mesa y si pueden ordenen unas hamburguesas, ya que estaremos aquí un buen rato en lo que esperamos al coyote que nos llevará hasta Phoenix”. Así lo hicimos, mis primos sabían hablar el idioma y no les fue difícil hacer el pedido para después sentarnos a comer tranquilamente nuestras hamburguesas. A 163
Historias de migrantes, IV Concurso
mi parecer, todo estaba saliendo como lo habíamos planeado y no dejaba de sorprenderme el hecho de que ya estábamos en Estados Unidos y nadie nos había molestado hasta entonces. Dentro del Mc Donalds había muchos más paisanos como nosotros, esperando su turno para abordar el vehículo que nos llevaría a nuestro destino final, algunos a Los Angeles, otros a Tucson, o igual que nosotros hasta Phoenix. No recuerdo exactamente cuánto tiempo estuvimos dentro del Mc Donalds, pero al cabo de un tiempo, nuestro guía entró corriendo y gritó, “¡Corran todos a esconderse en la parte de atrás, ahí viene la migra! Otra vez, el miedo me invadió y lo único que recuerdo bien es la cara de uno de mis primos que me dijo, “sígueme y no te vayas a salir del escondite, no hables o vayas a querer correr solo, quédate junto a mí y nada malo va a pasar”. Nos escondimos detrás de un contenedor muy grande de basura en la parte trasera de ese establecimiento, una prima, mi primo y yo nos quedamos de un lado y los demás familiares se escondieron en otro lado, detrás de unos botes más pequeños de basura y junto a un carrito lleno de costales con servilletas o cualquier otro tipo de ropa sucia de restaurante. Al parecer estuvimos ahí escondidos por unas dos horas, el guía regresó después de un rato y nos indicó que lo siguiéramos otra vez, recuerdo bien haber atravesado una calle hasta llegar a un patio grande con mucho pasto y algunos arbolitos, parecía ser el patio de una iglesia. Nos escondimos detrás de los árboles, debo confesar que tenía mucho miedo, eran unos árboles muy pequeños y se podía ver una calle frente a nosotros, yo sentía que ese no era un buen escondite. De pronto, se escuchó el sonido de una sirena e incluso se podían ver las luces azules y rojas de la misma, ellos dijeron “es la migra”, y pude ver salir de las patrullas a varios agentes gringos que gritaban, hablando un poco de español… “¡¡Párense!!, somos agentes de migración”. Habían capturado a varias personas que corrían por esa calle y 164
Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos
yo pude ver (a pesar de estar escondido) todo lo sucedido en ese momento. Eran al menos cuatro agentes que ordenaron a los paisanos poner las manos en el cofre de las patrullas y después los esposaron a todos. Pude ver a una señora cargando a un niño y a dos hombres y una mujer joven que pedían a los agentes… “déjennos ir por favor señores”. Lo más increíble de todo es que yo podía ver exactamente lo que estaba pasando, estábamos tan cerca de la calle y las luces de las patrullas alumbraban TODO, hasta el día de hoy no entiendo cómo los agentes estaban tan cerca de nosotros y nunca pudieron vernos, o tal vez sí nos vieron pero fingían no hacerlo. Como sea que fuere, yo estaba sudando de miedo, pero ahora pienso… miedo ¿a qué? Si ya mis familiares me habían dicho que si nos llegaban a atrapar los agentes, nunca te hacen nada, sólo te piden tus datos, les das otro nombre y te mandan de regreso a México. Afortunadamente eso no sucedió, después de un rato subieron a las personas a las patrullas y una detrás de la otra se marcharon. En ese momento llegó de nuevo el guía y nos dijo, “síganme que el coche está por llegar. Salimos del patio y cruzamos una calle donde esperamos al pie de ésta al coche que llegó después de unos tres minutos. Era una vagoneta tipo Guayín de cuatro puertas, donde venía el chofer y un copiloto que gritando y usando malas palabras nos dijo, “¡Apúrense, “cabrones”, súbanse todos de volada y acomódense que no tenemos su “pinche” tiempo! Pero “¿acomódense?”, pensé yo, ¿cómo? Si nosotros éramos ocho personas y ellos ocupaban la parte de enfrente, así que sólo quedaba el asiento de atrás y no cabríamos todos. El copiloto se bajó y le ordenó a la esposa de mi primo que se subiera en el asiento de enfrente en medio de ellos dos, a mí me dijo “Tú súbete en frente y acomódate abajo donde van nuestros pies”. La verdad ni siquiera supe en ese momento quién más subió al mismo coche o cómo se acomodaron en la parte 165
Historias de migrantes, IV Concurso
trasera, lo único que sé es que estaba muerto de nervios y que constantemente rezaba para que no nos agarrara la migra. Fueron más o menos cuatro horas de camino desde Nogales hasta Phoenix, en el último tramo del camino uno de mis primos hablaba con mi Tío, sus palabras fueron, “ya aquí nos podemos levantar, ya estamos cerca y todo esto ya lo conocemos”, el chofer del coche dijo, “sí, está bien, ya aquí estamos seguros, ya no nos agarraron”. Llegamos a una esquina en donde había una gasolinera y una tienda, ya estando ahí todos pudimos finalmente bajar del coche, estirar las adormecidas piernas y tomar un poco de aire. Fue ahí donde el coyote nos pidió el dinero, pagamos en ese entonces sólo 140 dólares por persona, nos dio una tarjeta de presentación y se despidió de nosotros, él subió a otro coche que estaba estacionado cerca de ahí y se marchó. El copiloto del coche en el cual llegamos a Phoenix fue quien nos llevó hasta la casa donde vivían mis Tíos, se despidió y nos deseó buena suerte. ¡Qué alivio! después de tanto tiempo de viaje, de traer los nervios alterados y de sentir muchísimo miedo, estábamos seguros en la casa de ellos, fue entonces que pudimos descansar y que yo comencé a reflexionar de lo lejos que me encontraba ahora y que comprendí lo complicado que sería tratar de adaptarme a un cambio de vida tan radical, todo era muy diferente a lo que yo había imaginado, aunque era una casa muy bonita y que contaba con todos los servicios y muchas comodidades, pensaba que iba a extrañar mi pueblo, a mi Familia, a mi novia, mis amigos, y en general todo lo que había dejado atrás para emprender una aventura lejos de casa. Debo decir que los primeros días no fueron tan difíciles de llevar, todos ellos se portaban excelentemente conmigo, muchas atenciones y palmaditas de ánimo en la espalda. Al día siguiente de nuestra llegada a Phoenix, mi primo me llevó a visitar a una amiga de la High School, era una chica increíble, 166
Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos
muy alegre, sincera, humilde y, sobre todo, bonita. Ella y su hermano me hablaron durante largo rato de lo que estaba por vivir en ese país. Me decían “No te preocupes, aunque parezca difícil, tú te vas a acoplar rápidamente a la vida de aquí y en poco tiempo comenzarás a trabajar y a ganar muchos dólares, es mejor que lo tomes con calma, ahorita concéntrate en descansar porque cuando comiences a trabajar, los días de descanso no te parecerán suficientes”. Los siguientes días me parecían eternos, me moría del aburrimiento, mis primos regresaron a la escuela dos días después y todos los demás regresaron al trabajo, algunos días me quedaba en la casa solo y otras veces me acompañaba mi tía que era la que menos días trabajaba. Ella me decía que no me desesperara, que en pocos días comenzaría a trabajar. Mis Tíos hablaron claro conmigo, me explicaron que en Estados Unidos todos tienen que trabajar porque todos ayudan con los gastos de la casa; mi tía había hablado ya con el jefe de la empresa para la cual trabajaba y le había pedido que accediera a darme trabajo usando “los papeles” de mi primo y que yo pudiera comenzar a trabajar cuanto antes. A los nueve días de haber llegado a E.U. comencé a trabajar, mi primer empleo fue, al igual que el de varios de ellos, como empacador de tomates en una empresa estadounidense que se encontraba muy cerca de la casa. Trabajaría ahí como empacador cinco días a la semana, ganando 4.25 dólares x hora y podía estar ahí cuanto tiempo quisiera, ya que mi tía era una de las empleadas de más confianza de los supervisores y el Gerente, ella ya había hablado muy bien de mí a todos en su trabajo. Mi primer empleo, qué puedo decir de éste… era una actividad muy fácil de realizar, lo único que tenía que hacer era seleccionar y separar los tomates en diferentes cajas de acuerdo a su tamaño y calidad, todos hacíamos lo mismo, debo 167
Historias de migrantes, IV Concurso
decir que fue ahí donde volví a reencontrarme con otros familiares que llevaban ya algunos años en Phoenix y a los que no había visto en mucho tiempo, todos éramos ahora compañeros de trabajo. Mi hora de entrada era todos los días a las cinco de la mañana y salíamos a descanso a las ocho o nueve, dependiendo de la carga de trabajo, para terminar la jornada laboral alrededor de las once de la mañana y, en ocasiones, a las doce del mediodía. Trabajé en esta empresa únicamente tres semanas y media. El otro primo, quien fue el que siempre me animaba a mudarme a E.U., llevaba trabajando algún tiempo en una cadena de restaurantes como cocinero y se encargó una vez más de ayudarme a conseguir un empleo en el ramo de los restaurantes. Comencé a trabajar ahí a mediados de septiembre como dishwasher o lavaplatos, mis obligaciones pasaron de empacar tomates a lavar cantidades muy grandes de trastes de todos tamaños, ayudar en la limpieza de todas las áreas del restaurante y, en ocasiones, a disfrazarme de la mascota de la cadena y salir a la calle a promocionar nuestro restaurante y tratar de atraer a más clientes. El calor en la ciudad de Phoenix, Arizona, puede alcanzar los 115 grados Fahrenheit y resultaba bastante incómodo y pesado tener que disfrazarme cuando el calor afuera estaba al máximo. Mi trabajo como dishwasher no era del todo malo, aunque la mayor parte del tiempo tenía que estar detrás de una maquina lava trastes. En ocasiones me tocó salir al salón y trabajar de lo que en México se conoce como garrotero, ayudaba a los meseros con la limpieza de las mesas, recogía los trastes sucios y los llevaba al área de lavaplatos para que alguien más se encargara de ellos. Con el constante apoyo y consejos de mi primo, rápidamente me convertí en uno de los mejores lavaplatos del restaurante y las meseras y los supervisores comenzaron a reconocer mi trabajo con palabras de aliento y 168
Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos
felicitaciones en todo momento. Aun así, no era suficiente para mí. Aunque al principio, al observar trabajar a mi primo, sentí que lo que él hacía era demasiado difícil y pensé que yo no iba a ser capaz de hacer lo mismo, pues él era en ese entonces la cabeza de la cocina, era quien llevaba el ritmo y la organización de las órdenes que debían servirse, pero lo más frustrante era que todo lo hacía hablando inglés. Decidí entonces trabajar más duro cada día y convertirme en el mejor lavaplatos para después alcanzar una mejor posición trabajando como cocinero. Debo reconocer que fue mi primo quien me sugirió llegar a trabajar más temprano de mi hora programada, de esa forma terminaba con mis actividades antes de lo esperado y podía entonces usar el resto de mi tiempo aprendiendo cosas nuevas en la cocina, así lo hice durante casi dos semanas. A la siguiente semana me ascendieron a cocinero y comencé a trabajar al lado de mi primo para aprender cuanto antes todo lo que debía para ser uno de los mejores ahora en la cocina. Mi entonces jefe me subió el sueldo de 4.25 a 5.15 dólares por hora y como consecuencia mi autoestima también se levantó. Llevaba trabajando en Estados Unidos casi tres meses cuando me surgió la loca idea de ir a México y pasar el cumpleaños de mi, hasta entonces, novia, a su lado, así que comencé a ahorrar dinero para tener suficiente para el boleto de avión y para pagar a un coyote para mi regreso. Guardé alrededor de ocho cheques que dejé sin cambiar. Al cabo de unos meses tenía ahorrado casi 300 dólares que junto con lo que tenía de los cheques, hacía un total de casi 850 dólares para mi viaje. En enero del año siguiente decidí viajar, regresaría a México, no sin antes pasar a Los Ángeles y visitar a un tío a quien yo quería mucho y que se encontraba viviendo en esa ciudad. Pasamos dos días juntos, conocí a su Familia y al día siguiente me llevó al aeropuerto para viajar a la Ciudad de México. Lo que más quería en ese momento era estar con mi novia en su 169
Historias de migrantes, IV Concurso
cumpleaños y disfrutar de nuevo de la Feria del Pueblo, que apenas comenzaba y llegaba a su mejor etapa. En mi trabajo me dieron permiso de faltar dos semanas, así que tuve que aprovechar al máximo cada momento y disfrutar la compañía de ella, mis amigos y Familia. El tiempo que pasé en México me sirvió para entender que lo que yo quería en la vida era trabajar duro y sobresalir en todo lo que yo emprendiera, estaba aprendiendo a ver que el hecho de haber viajado a un lugar lejano, en el cual se hablaba otro idioma, donde conocía a muy poca gente, me había cambiado la vida. Dejaba de ser el chavo inseguro y tímido que hasta entonces había sido y comenzaba a trazarme metas a corto y largo plazo para mejorar mi situación y la de mi Familia. Aunque en México podía estudiar, trabajar y terminar una carrera para después ahorrar y casarme con la mujer que amaba, me tomaría el doble de tiempo aquí que en Estados Unidos. Decidí continuar con el plan inicial, regresar a Phoenix, seguir trabajando y ahorrar lo más que pudiera para pronto regresar y casarme. Desafortunadamente, las cosas entre mi pareja y yo comenzaron a cambiar al cabo de un tiempo, después de varios años juntos llegó lo que ya era inevitable, la separación indefinida. Cada uno tomaría su propio camino y como acuerdo mutuo trataríamos de seguir siendo amigos. De regreso a Phoenix, y después de haber pasado una experiencia bastante similar a la primera vez que cruzaba a Estados Unidos, regresé a mi trabajo con muchas más ganas que antes y con la convicción de que sería el mejor en todo. Me dediqué a trabajar, el puesto de cocinero no se me dificultó y en pocos días era ya uno de los preferidos de mi supervisor. Fue entonces que me ofrecieron cambiarme de sucursal, había una plaza de cocinero en otro restaurante no muy lejos de ahí, y el sueldo aumentaría si decidía tomar esta oportunidad. Lo hice y fue entonces que comencé a poner en práctica muchas de las enseñanzas y 170
Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos
consejos de mi primo y demás familiares que me apoyaban, lo más importante era trabajar duro, no quejarse y estar siempre dispuesto a ayudar y trabajar donde y cuando fuera requerido. La decisión tomada comenzó a dar frutos, en tan sólo una semana me incluyeron en el equipo que mejor horario tenía en el restaurante y me ofrecieron trabajar más horas en el turno de la tarde para obtener así un mucho mejor sueldo. Mantuve el buen ritmo en los dos turnos por casi tres meses y fue entonces que decidí hablar con mi supervisora y solicitar un aumento de sueldo. Me fue concedido y comencé ahora a ganar 6.15 dólares por hora. Considero importante decir que en todos estos meses me deprimía constantemente, me fue demasiado difícil aceptar que ya no estaría al lado de la que hasta entonces fue la mujer más importante de mi vida; al mismo tiempo, trataba de olvidarme de ella de cualquier modo y comencé a salir a divertirme, a gastar mi dinero, tomaba con amigos y gastaba gran parte de mi tiempo pensando en encontrar soluciones para mejorar mi mal estado emocional. Después de varios meses trabajando en el mismo restaurante, un amigo me llamó para ofrecerme una plaza de cocinero en una empresa diferente de restaurantes. Me consiguió una entrevista con el Gerente de cocina y aunque no me sentía completamente seguro de realizar una entrevista en inglés sin necesidad de un traductor, decidí presentarme y realizar la entrevista sólo para ver de qué se trataba. Resultó ser mucho mejor de lo que yo imaginaba, era un restaurante de 4 estrellas, en una zona comercial cerca de Phoenix y me ofrecían ganar un poco más de lo que hasta entonces ganaba en el otro lugar, con la promesa de que en un mes, si yo podía aprender todas las estaciones requeridas, me aumentarían 1 dólar por hora. Después de darle vueltas y reflexionarlo bien, decidí tomar esta nueva oportunidad y seguir la misma línea que me había trazado, trabajar muy duro y demostrar que puedo ser uno de los 171
Historias de migrantes, IV Concurso
mejores empleados de esa nueva compañía. Comencé trabajando como cocinero en el turno de la mañana, el sueldo inicial fue de 6.75 dólares por hora y fui capacitado por varios paisanos mexicanos, incluyendo al amigo que un principio fue quien me llamó para hablarme de esta oportunidad. Durante algún tiempo mi vida transcurrió de manera normal, conocí mucha gente, tuve algunas relaciones con personas súper especiales, muy buenos amigos, familiares, y también tuve la oportunidad de comenzar una relación sentimental con una chica muy linda que me enseñó a darle otro valor al amor entre dos personas. Esta novia pasó a ser la mujer más importante para mí, ya había tenido otras relaciones que no trascendieron, pero con ella todo parecía ser diferente. Era una mujer especial, era muy bonita, alegre y a pesar de ser casi seis años menor que yo, me enseñó bastantes cosas. Me enseñó a pelear por mis derechos dondequiera que yo fuera, me alentaba a ser mejor en todo lo que hacía, me enseñó a vivir la vida sin darle tanta importancia a lo material, me enseñó a ver las cosas simples de la vida. Nuestra relación fue creciendo en importancia y vivimos juntos unas horas y momentos muy felices. A pesar de haber alcanzado algunos logros en mi vida laboral, todavía yo seguía pensando que no era del todo importante hablar el idioma inglés en su totalidad, ya que afortunadamente a todos los lugares que yo acudía siempre encontraba alguien que fuese capaz de traducir en caso de necesitar ayuda con algo que yo no entendiera. Fue ella quien despertó en mí el interés por aprender a hablar mejor el idioma y de comprender que sólo así yo podría ser todavía mejor en mi trabajo y alcanzar más cosas. Ella fue también quien me ayudó en gran manera a entender mejor el inglés y me corregía en caso de ser necesario. Estuvimos juntos por varios meses y en diciembre de 1995 recibimos la noticia de que ella estaba embarazada. Mi vida cambió por completo. Aunque tal vez en ese momento no 172
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estaba del todo convencido de que ella era la mujer con quien yo deseaba pasar el resto de mi vida, decidí apoyarla en todo lo que fuese necesario y casarme con ella cuanto antes para que nuestra hija naciera en un hogar junto a sus dos padres. Fue una decisión que no fue difícil tomar, ya que siempre había querido tener un hijo y ella me estaba dando la oportunidad de convertirme finalmente en Papá. Ese mismo año, viajé una vez más a México para estar con mi Familia, ella me siguió y fue aquí donde le hicimos saber a las dos familias nuestros planes de casarnos y hacer nuestra vida juntos. Después de dos semanas ella regresó a E.U., al ser ella residente legal de ese país no tuvo problemas en regresar, pero yo tenía que seguirla y llegar a como diera lugar para estar a su lado. Desafortunadamente, las cosas no fueron tan fáciles esta vez, de hecho, ésta fue la primera ocasión que yo viví una experiencia de la que casi nadie habla cuando se refieren a la inmigración ilegal. Ésta era entonces la tercera vez que yo intentaba cruzar la frontera de manera ilegal, y aunque creía tener ya experiencia en esto y contar con la ayuda de un coyote muy confiable, las cosas se dificultaron desde el principio. El primer intento terminó en la captura de más de 45 de nosotros y el retorno a México, no sin antes haber estado recluidos en un centro de detención en Douglas, Arizona, y de haber dejado huellas y fotos en los récords de migración de Estados Unidos, obligados por sus agentes. De regreso en México nos trasladamos a Agua Prieta, Sonora. A pesar de haber fracasado en el primer intento y de contar con poco dinero para comprar comida y/o agua para emprender de nuevo la travesía, lo volvimos a intentar. Esta vez nos capturaron después de haber caminado casi un día y una noche completos. Otra vez de regreso a México. Como carecíamos ya de suficiente dinero para rentar un cuarto de hotel para descansar un rato y reponer fuerzas, nos vimos obligados 173
Historias de migrantes, IV Concurso
a unirnos a un grupo de personas que ocupaban una casa deshabitada a las afueras de la ciudad y muy cerca de la frontera. Descansamos ahí un rato, pero el frío era insoportable, llevábamos apenas unas horas durmiendo cuando los gritos de una mujer nos despertaron a todos, tenía en sus brazos a su bebé muerto, algunos compañeros decían que llevaba muerto al menos un día entero, pero ella no lo soltaba y no quiso moverse de ahí por ningún motivo. Es difícil expresar con palabras lo que sentí en ese momento, pena, dolor, lástima, impotencia, no sé, sentimientos encontrados porque igual tuve un tremendo sentimiento de salir de ahí cuanto antes, algo me hizo recargar de energía para empezar a caminar otra vez. En mi mente no había otra idea que llegar como sea para estar con mi mujer y ver nacer a mi hija que tanto esperaba. Para ser honesto, creo que ésta ha sido la experiencia más difícil de mi vida, después de haberlo intentado ya en dos ocasiones, y con un nuevo coyote que aseguraba llegaríamos hasta nuestro destino en un tiempo no mayor a tres días, regresamos al desierto de Arizona con la idea fija en nuestra mente de no detenernos hasta llegar a Phoenix. Comenzamos a caminar en la noche, durante casi tres horas caminamos sin parar, comenzaba a llover y cada paso se tornaba más duro. La arcilla del desierto se pegaba en la suela de los zapatos y nos impedía caminar libremente, era como si los zapatos pesaran tres veces su peso original y hacía mucho más pesado el viaje. Descansamos en el desierto por una hora, el coyote nos advirtió no soltar para nada los recipientes de agua que cada uno de nosotros llevaba, pues estaríamos en el desierto por al menos dos o tal vez tres días más. Comprendí entonces que debíamos ser pacientes y pedirle a Dios que no nos sucediera nada en el trayecto. Para la mañana siguiente seguíamos caminando, y el sol parecía mayor de lo normal a pesar de que estábamos en invierno, el calor era muy fuerte. Tristemente encontramos restos de una persona que 174
Triunfos, fracasos, alegrías y tristezas en los Estados Unidos
había fallecido en el desierto. Triste, sin poder hacer nada y sin decir palabra alguna, seguimos caminando. Después de más de un día completo caminando, uno de mis compañeros comenzó a tener problemas serios para respirar o al menos eso fue lo que nos dijo. Le costaba mucho seguir caminando en estas condiciones y constantemente se quedaba a descansar. El coyote nos dijo que no podíamos esperarlo y nos ordenó seguir, si él no podía seguir caminando nos atrasaría a todos y corríamos el riesgo de ser atrapados una vez más. Entre el otro compañero y yo tomamos turnos para ayudarlo a caminar, en cierto modo hasta tuvimos que cargarlo por lapsos, descansábamos un rato y seguimos caminando durante horas para aprovechar la luz del día. Así se fue otro día, y al llegar la noche volvió la lluvia. La noche era demasiado oscura por lo que resultaba doblemente difícil ver por dónde íbamos. Las espinas de los arbustos y otras plantas se clavaban en nuestra piel e incluso las botas mineras que llevaba en los pies no sirvieron de mucho, pues las espinas lograban atravesarlas sin problema. Ya para entonces el coyote nos habló con la verdad y nos dijo que tuvo que tomar otro camino para evadir a la migra y tomaría un día más para nosotros llegar al lugar de encuentro con el coche que nos llevaría a Phoenix. Cada paso que daba se volvía más difícil, seguimos cargando a nuestro compañero y el cansancio se volvía increíblemente insoportable, todavía no sé cómo pude caminar durante tanto tiempo y ayudar a alguien más, al mismo tiempo lo único que me mantenía caminando era la imagen de mi niña a la que aún no conocía, pero que no dejaría de conocer mientras estuviera vivo. Esa noche finalmente pudimos descansar por casi cuatro horas que nos sirvieron de mucho para recuperar un poco de fuerza. A la mañana siguiente caminamos al menos otras dos horas, descansamos y seguimos caminando hasta llegar a un lugar donde había muchos árboles y pudimos escondernos y disfrutar de sombra por otro rato. Nuestro 175
Historias de migrantes, IV Concurso
amigo coyote nos abandonó por al menos dos horas, cuando regresó nos dijo que sólo teníamos que caminar tres horas más a fin de llegar al lugar acordado para subirnos al coche. Al cabo de ese tiempo llegamos a ese lugar y nos sentamos a esperar a que oscureciera y poder subirnos al coche. No tardó mucho y al fin llegó nuestro vehículo, sentimos un gran alivio y yo en lo personal agradecí a Dios por habernos llevado a ese lugar con bien y no permitir que algo nos sucediera en el desierto. Casi dos semanas estuvimos perdidos para nuestros familiares, al final llegamos a Phoenix con los pies destrozados de tanto caminar, mi mujer se soltó en llanto cuando me vio y me abrazó durante largo rato para después ayudarme a tomar un baño y descansar. Regresé a trabajar después de poco más de un mes de haber estado fuera, y ahora con mayores ganas y fuerzas debido a la responsabilidad que venía para mí al convertirme en padre por primera vez. Al cabo de dos años las cosas mejoraron otra vez para mí, la actual gerente de cocina me llamó para decirme que la Compañía requería de una persona que se capacitara en todas las áreas de cocina para, a su vez, capacitar a los demás empleados. Ella me escogió a mí y comencé a asistir a clases y cursos para certificarme como asistente de manager de cocina. Tres años más trabajé en esa posición hasta que en 2001 me fue otorgado un permiso de trabajo. Me tomó un año pensar si debía hacerles saber a mis supervisores que deseaba cambiar mi número de seguro social, ya que ahora contaba con un número válido y de esa forma podía comenzar a trabajar de manera legal. Para entonces me había convertido en uno de los mejores empleados de la Compañía, había viajado a otras ciudades como entrenador certificado de los empleados de cocina en aperturas de nuevas sucursales de la Compañía. Lo que estaba viviendo me hacía creer que yo era un empleado especial y de mucha confianza y que si les confesaba a mis superviso176
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res mi deseo de cambiar el número para poner a trabajar mi número de seguro social válido, ellos no tendrían problemas en apoyarme con el cambio y así continuar en mi trabajo sin problema alguno. Una decepción más en mi vida. Los directores de la Compañía no aceptaron mi propuesta y en cambio ordenaron mi despido inmediato por el uso de papeles falsos. Después de trabajar para esa compañía por casi 8 años, tuvieron que dejarme ir. Aún recuerdo las palabras de mi jefe inmediato, sólo me dijo, “Edgar, lo siento mucho, no puedo creer que tenga que ser yo quien te diga que no puedes trabajar más aquí. Mil disculpas”. Me dio la mano y enseguida salí del restaurante. Esta última experiencia me afectó demasiado, hasta entonces yo pensaba que era un empleado de confianza e incluso en cierto modo me sentía intocable. No sucedió así, fue una caída muy dolorosa que me trajo como consecuencia cambiar algunos aspectos de mi vida personal y de matrimonio, tuvimos que procurar gastar menos, ahorrar más y dejar de hacer algunas cosas a las que ya estábamos acostumbrados. Habíamos comprado ya una casa y estábamos pagándola, teníamos muchos gastos de familia y obviamente comenzaron a dificultarse en mayor medida las cosas con respecto a nuestras finanzas. A pesar de las cartas de recomendación que me dieron mis anteriores jefes y de todas las certificaciones que ahora tenía en el ramo de los restaurantes, se me dificultó mucho el volver a encontrar un buen trabajo. Pasé de un lugar a otro durante casi un año sin sentirme en ninguno de estos lugares completamente a gusto. Hasta entonces nuestra vida en pareja había sido más o menos buena, había nacido ya mi segunda hija y todo parecía ir de maravilla para nosotros, pero a consecuencia de la falta de dinero, de muchos desacuerdos entre los dos, muchísimas discusiones y la falta de comunicación, nuestra relación comenzó 177
Historias de migrantes, IV Concurso
a deteriorarse día a día. En el año de 2004, encontré un nuevo empleo en el que trabajé hasta el pasado enero de 2010. En casi 6 años de servicio, volví a escalar posiciones, comenzando como cocinero, Asistente de Manager hasta alcanzar la posición de Manager de cocina. Esto ha sido el mayor logro a nivel profesional que pude alcanzar, con un sueldo muy bueno y muchas prestaciones y beneficios por tener al fin un puesto administrativo en un Restaurante de 5 estrellas. Estos logros obtenidos en esta nueva Compañía me dejaron muchas cosas buenas, pero en esos momentos yo ya estaba divorciado legalmente de la mujer que fue mi Esposa. Fueron muchos años de vivir juntos en los cuales nos pasó de todo, yo cometí una gran cantidad de errores con ella, tal vez no le di la importancia y el lugar que ella se merecía, y aunado a los tantos problemas financieros del pasado finalmente la relación se quebró y decidimos separarnos. Al principio sólo era una separación física pero al cabo de unos meses las cosas empeoraron y ella interpuso la demanda de divorcio para finalmente hacerlo oficial en Junio de 2008. A pesar de todos los problemas maritales que tuvimos, de todas esas fuertes discusiones, desacuerdos, faltas de respeto y hasta desprecios de su parte, yo traté por mucho tiempo de hacer que ella me aceptara de nuevo en su vida sin tener éxito. No recuerdo haber sentido antes un dolor tan inmenso como el que ahora sentía por no tener al Amor de Mi Vida a mi lado, y qué tarde me di cuenta de que realmente significaba para mí. Tuve que empezar desde cero una vez más, me fui de la casa sin llevarme nada conmigo. Siempre pensé que lo material no era tan importante para mí, sólo tenía un sofá para dormir y mi televisión. Me tomó un tiempo pero volví a salir adelante, renté un lugar decente donde podía vivir yo y que fuera lo suficientemente grande para pasarla con mis hijas cuando ellas me visitaban. Compré muebles, carro, todo lo necesario para continuar mi vida. En mi trabajo todo iba de maravilla, siempre 178
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fui un empleado popular entre mis Supervisores y mi buen desempeño en este nuevo puesto me dio grandes felicitaciones de mucha gente de la Compañía. Ahora divorciado y con una gran depresión viví unos meses muy largos y aburridos que afortunadamente no afectaron mi desempeño en el trabajo. Finalmente, yo había siempre estado acostumbrado a trabajar duro y a comenzar de nuevo después de cualquier tropiezo. Creo que es importante mencionar que en todos esos años que viví luchando por ganarme un lugar en ese país, recibí ayuda de mucha gente buena, así que yo procuré hacer siempre lo mismo. Mucha gente del pueblo aquí en México vivió, trabajó y recibió mucha ayuda de parte mía y de mi familia. Me considero una persona muy afortunada porque gracias a Dios tengo muchos amigos y creo tener mucha gente cerca y no tan cerca de mí que realmente me aprecia y que hasta el día de hoy me agradece la ayuda brindada por mí en su momento. Siempre he tenido la mentalidad de sobresalir en todo, cometí muchos errores a lo largo de mi vida, pero también he aprendido mucho de ellos. En los años que viví en Estados Unidos traté de inculcarle siempre la misma mentalidad a todas las personas que alguna vez fueron parte de mi equipo de trabajo o empleados a mi cargo. Trataba de ayudarlos a tener mejores puestos, a buscar mejores empleos, mejores sueldos e inculcarles la idea de que tienen que aprender a hablar el idioma inglés por bien propio, y que sólo así su vida mejoraría y empezarían a ver los resultados. Ahora vivo en México a consecuencia de una mala decisión tomada por mí de salir de Estados Unidos sin tener la documentación necesaria para regresar sin problema. Estoy de regreso en esta tierra que tanto Amo y que tanto extrañé por mucho tiempo. He vuelto a perderlo TODO, pero también creo haber ganado mucho porque las vueltas que me ha dado la vida 179
Historias de migrantes, IV Concurso
me enseñaron a seguir luchando y a no tenerle miedo al fracaso o a las caídas. Por el momento me es imposible regresar de manera legal y no pienso arriesgarme de nuevo de la otra manera para no poner en riesgo mi libertad y afectar en sobremanera la buena relación que tengo con mis hijas, y la responsabilidad de aportar para su sustento. Ha resultado más difícil volver a levantarme de esta caída porque las personas a quienes más Amo en el mundo no están cerca de mí, mis hijas son lo más importante y sagrado que tengo, ellas son mi motor y mi luz para seguir adelante en tiempos de oscuridad, las extraño y deseo de todo corazón poder reunirme con ellas cuanto antes, pero no pienso cometer más tonterías ni tomaré malas decisiones en estos momentos por muy difíciles que se pongan las cosas. Para terminar, sólo me resta decir que es muy triste ver que, a pesar de que las personas que regresamos de Estados Unidos seguimos siendo tan Mexicanos como los que nunca han salido del país, se nos trata de manera diferente ahora. Pareciera haber un cierto tipo de desprecio hacia nosotros por las personas que viven aquí. Se complica mucho obtener un buen empleo porque nadie toma como referencia toda la experiencia que se obtiene en un país que no es México. Siento que hay un problema demasiado grande con la migración, y que tal vez no se le ha dado la importancia necesaria por el Gobierno de México. Ésta es tan sólo una parte de mi historia, y así como muchas otras personas que decidimos buscar una oportunidad en el país del norte, ahora estamos en México, y espero que todo lo que aquí se cuenta sirva para que otras personas piensen y reflexionen en todo lo que se involucra en la migración ilegal a los Estados Unidos de Norteamérica y que lo piensen dos veces antes de querer salir a buscar una aventura a otro país completamente diferente al de nosotros y que tengan en cuenta los riesgos y los obstáculos con los que uno se encuentra allá. 180
Héroes sin monumento
A los millones de migrantes que arriesgan sus vidas por mejorar la de otros, en búsqueda de un solo sueño, una vida mejor. Y a los miles que han muerto en el intento.
David Solano Ramírez (ALIEN 69PG) Categoría B / Mención Honorífica
S
iempre iba a la plaza por las noches para verlos llegar, era el espectáculo más esperado durante todo el año, podría haber fiestas patronales, danzas, aniversarios, cumpleaños, bodas. Podrían venir candidatos, gobernadores, pero nada comparado con su llegada, se hablaba de ella todos los días, se cocinaba, se trabajaba, se comía, se vivía, todo en torno a ella, cada día vivido era uno menos de angustiosa espera. Se decían tantas cosas de ellos, se decía que tenían poderes, magia, que eran capaces de transformar lo feo en bello, la desesperanza en esperanza, los sueños en realidad. Que cambiaban unos harapos por ropas de moda, unos destartalados huaraches por tenis Niké, un sombrero de paja por una gorra de los yankees, una choza de adobe por una casa de ladrillo y concreto, un burro por una “troca”; reparaban, panteones, construían canchas deportivas, escuelas, iglesias, pavimentaban calles, festejaban a sus santos, celebraban a sus muertos, también, bodas, quinceañeras, traían la alegría, la felicidad. ¿Quién no quería ser como ellos? Uno de ellos. Nací dentro de una típica familia, pueblerina, donde las carencias se viven día a día, y la abundancia se mudó a la casa 181
Historias de migrantes, IV Concurso
del presidente municipal; crecí jugando en la tierra, vestido con harapos, deseando todo, siempre hambriento, calmando mis necesidades con las fabulosas historias de nuestros héroes sin monumento. Crucé la primaria escuchándolas, pues siempre se sabía que el niño mejor vestido, el que mejor comía, el de los zapatos nuevos, tenía a el papá en el norte, los demás teníamos que conformarnos con medio comer, medio vestir y medio aprender, pues la mente volaba a otras tierras, nuestros héroes no eran los de los libros de historia, sino los valientes que salen a enfrentar peligros, a arriesgar su vida por mejorar la de otros. Los días pasaban demasiado lento, y yo, como muchos, queríamos que volaran para crecer y correr. Los días pasaron y entré a la secundaria, pero de crecer no mucho, allí las cosas no cambiaron salvo el uniforme, al que tendría que cuidar muy bien pues me serviría para los tres años, por lo demás, los mismos huaraches, me pinto el bigote, sentí mayor atracción por las mujeres aunque ellas por mí no, y el mismo sueño. Gracias al esfuerzo de mi padre y a los estirones que mi madre supo darle al dinero, pude terminar la secundaria, no con promedio muy bueno pero aceptable. Desgraciadamente ya no pude continuar estudiando, pues la prepa me quedaba muy lejos, y por más jalones que se le dieron al billete no daba para tanto, tuve que dedicarme al campo a ayudar a mi Padre, claro que no me resultó difícil, pues desde pequeño lo hacía, pero ahora más en serio. Teníamos nuestra rutina bien definida, sin muchos cambios, nos íbamos al amanecer, yo a pie arreando la yunta (el más grande patrimonio de mi Padre, su orgullo) y él a lomo de burro, con el agua y el itacate. Sembrábamos tierras rentadas a medias, como se dice. Después de mediodía llegaba mi madre con la comida y los hermanos, comíamos juntos en silencio, el menú no variaba mucho, tortillas, chile y frijoles. Seguíamos trabajando hasta el atardecer, regresábamos viendo el sol ocultarse tras el campa182
Héroes sin monumento
nario de la iglesia, suena bonito pero veníamos molidos, ya no tenía muchos ánimos de dar la vuelta con los amigos que me venían a buscar por las noches, para ir a platicar en el jardín, fumar un cigarro y seguir soñando con la ida, pues ese era el tema de todos los días y de todos los jóvenes en edad de emigrar, que éramos los más entusiastas, sobre todo al comenzar diciembre, pues nuestros héroes comenzaban a llegar y nuestras ilusiones a crecer. La mayoría llegaba por la noche que era cuando llegaba el autobús proveniente de la capital, pero los menos lo hacían en pleno día manejando sus flamantes “trocas” o sus brillantes autos que resplandecían al sol, cegándonos con su reflejo, y esos eran los más victoriados. Los que lo hacían en camión, cargaban enormes maletas, llenas de sorpresas para sus familias y amigos, y con sus cervezas en la mano no dejaban de reír y de contar historias fascinantes que nos hacían soñar despiertos, hablaban de hermosas mujeres de cabelleras brillantes y amarillas como el sol, de cuerpos exquisitos como sirenas, de grandes ojos color cielo, “chichis” tan grandes como ubres de vaca fina, hablaban también de grandes ciudades, iluminadas con luces de colores, con edificios tan altos que se podían tocar las nubes con sólo sacar la mano por la ventana, autos tan inteligentes que únicamente les falta hablar, casas alfombradas de fastuosos jardines, maravillosos almacenes de ropa con escaleras mágicas, calles pavimentadas, tiendas, restaurantes, puedes comprar lo que quieras, desde unos calcetines hasta un gran auto y sobre todo comida, mucha comida, tanta que hasta la tiran. Mis necesidades económicas aumentaban con los años, ya no basta con mal comer y peor vestir, pues a mis quince años me avergonzaba de mis harapos, de no tener ni para tomarme un refresco con los cuates, de mujer ni hablar, quién va a querer a un peón sin tierra. Y yo quiero más, lograr lo que mis 183
Historias de migrantes, IV Concurso
padres no pudieron, y regresar en un carro amarillo brillante que a todos deje ciegos, y que mi retorno suene fuerte como los cuetes de julio. Pero mi suerte no cambiaba, no tenía quién me ayudara a irme, se necesita mucho dinero y pues de dónde, seguía dando la vuelta con los cada vez menos amigos que quedaban, que uno por uno o hasta en bola se iban yendo. Los veía desaparecer en las madrugadas, llenos de temor, de nervio, de ansías, de sueños, subían al camión con su mochila al hombro y su mirada puesta en el triunfal regreso. Yo me quedaba triste al no ver mi oportunidad llegar, empecé a consumirme por dentro, me volví rebelde, le rezongaba a mi madre, desobedecía a mi padre, pateaba al burro, todo lo hacía de mala gana, incluso dejé de ir a misa los domingos, lo que mortificó a mi mamá, que quiso llevarme con el brujo, pues juraba algo me habían hecho, pero la esperanza llegó, uno de mis últimos amigos en partir, el mal llamado “Cuacharrón”, que nunca he sabido lo que significa, prometió ayudarme en cuanto lograra establecerse. Ya no hubo necesidad de visitar a ningún brujo, era de nuevo el mismo, obedecí a mi padre, dejé de rezongar a mi madre, de patear al burro y hasta novia conseguí. No habían pasado seis meses cuando en una de esas llamadas que me daba “el Cuacha” (recuerdo que hasta con cariño le respondía —¿cómo estás, “Cuacha”? —le decía) me dijo que tenía el dinero para la pasada, pero yo debía de conseguir para el pasaje y lo que se necesitara en la frontera, ese era un problema pero lo tenía que resolver, la pregunta ¿cómo?, hasta pensé en pedirle a la Esperanza, vaya nombre, pero la pobre está peor, sólo que empeñe los calzones, me hubiera dicho. Después de darle vueltas y vueltas a la cabeza se me iluminó, como sol de mayo, la yunta, Mi padre en la madre, a prender veladoras.
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Héroes sin monumento
Después de más de dos horas de regatear, en donde se vieron involucrados, todos los miembros de la familia, incluido el burro, se acordó que no le devolvería una sino dos yuntas, se quedó satisfecho y yo feliz. Logré vender, la yunta a buen precio y fácilmente, sobraba, quien la quisiera, no sin unas lágrimas de mi padre que veía cómo el patrimonio de toda una vida se le iba sin decir ni mu. Comencé a planear el viaje, tenía que coordinarme con otros jóvenes, que también saldrían, es más seguro en grupo, decían los viejos experimentados en la materia, me dieron consejos de cómo o dónde esconder el dinero, de qué hacer y qué no hacer, a dónde llegar, qué ruta seguir, qué comer, a qué santo rezar, en fin todo lo que me pudiera servir para llegar con bien. Sentía que el tiempo no pasaba, la ansiedad me comía, desesperado por vivir las fabulosas historias que durante años habían llenado mi cabeza, dándome fuerzas para soportar tanta miseria. El día esperado llegó salimos de madrugada, la mochila lista, una muda de ropa, varios calzones, calcetines, chamarra por si hace frío, estampas de santos, fotos de novia y familia muy necesarias para la motivación, dinero escondido en la valenciana del pantalón. La despedida fue triste, sin muchas palabras, unos abrazos, recomendaciones, encargos de los hermanos, tenis, ropa. Con Esperanza fue más difícil, hubo lágrimas, sollozos, promesas, besos y él compromiso de regresar para casarnos, ella juró me esperaría siempre. Abordamos el autobús a las 4 a.m., éramos un grupo de cinco novatos y el experimentado Joel que tenía unas dos o tres idas y vueltas, él decidía qué hacer, nosotros obedecíamos. Después de ocho horas de viaje llegamos a la Ciudad de México, la cual no conocía, me pareció sumamente triste, mucha gente, pocos árboles, demasiado gris, aterradora, pero acogedora a la vez, como una tlantetellota, le temes y la deseas. Lástima que pasamos muy poco tiempo en ella. Sólo 185
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comimos y dimos un pequeño paseo, en lo que se llegaba la hora de tomar el siguiente camión, que nos llevaría hasta la frontera norte nuestra siguiente parada. Partimos del D.F. como a las seis de la tarde, un viaje de tres días nos espera, las miles de antenas, los tinacos sin agua, las casas grises, se fueron quedando atrás, entramos a la noche, la total oscuridad provinciana, me quedé dormido, contando las pocas luces a lo lejos, desperté al sentir que nos deteníamos, un retén de soldados que en cumplimiento de su deber nos pedía identificarnos, andan en busca de drogas o ilegales manifestaron. De nada sirvió mi credencial de elector pues dijeron que era falsa, y junto a otros diez o quince pasajeros más me bajaron, para interrogarme. Había otros dos autobuses de los cuales también bajaba gente, un señor, sangrando de la nariz, pedía llorando lo dejaran seguir su camino. No entendí qué pasaba —es centroamericano y sin dinero— dijo alguien, nos pusieron en fila y uno a uno nos entrevistaban. Que a dónde vamos, de dónde somos, con quién viajamos, a qué íbamos, y pedían respuestas rápidas, después me hicieron cantar el himno nacional dos veces, paro nada de esto bastó, pues me pedían doscientos pesos, si no quería que me pasara lo que a él, me dijo señalando al desafortunado, que tenían como ejemplo. Como sólo tenía cien pesos, muy amablemente me dijeron que no me preocupara, consigue lo que te falta que aquí te esperamos, pero date prisa porque te quedas. Tuve que descoserme el pantalón para sacar mi guardadito, sólo que me cuidé de no ser visto, se fueran a quedar con todo. Sólo con mi voluntaria cooperación pude continuar mi viaje, de lo contrario me hubiera quedado llorando y con las narices rotas. Joel me explicó ya muy tarde por cierto, que no debía esperar a que me bajen para cooperar, que más valió una mordida a tiempo que quedarse en el viaje. Seguíamos atravesando México, cientos de bardas pintadas de promesas, 186
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pueblos solos, tierras secas, abandonadas, estériles, ciudades sobre pobladas, devorábamos carreteras llenas de baches, cruzamos cerros y más cerros. El autobús se detenía, 30 minutos para comer, en cualquier lugar que paráramos encontrabas buena comida, el puesto más ramplón te sorprendía con sabor y variedad. Llegó la noche y con ella, el peligro pues no sabías con que toparías. Podrían ser federales, estatales, judiciales, auxiliares, la migra mexicana o asaltantes de baja ralea, pero todos en búsqueda de ¿cómo dicen ellos? modesta cooperación. Esa noche la suerte fue para los auxiliares que con mayor modestia, menor violencia e igual descaro se llevaron su tajada. Por fin, después de muchas horas de viaje de repetir hasta el cansancio la película de la india María, llegamos a donde comienza el sueño para unos y termina para otros, la frontera. —Aquí comienza lo bueno— advirtió Joel —no se separen, estén juntos— dijo. Bajamos del camión entre gritos de vendedores, desconocidos nos jaloneaban ofreciendo sus servicios de pateros a bajo costo, pero nada confiables. Abordamos un taxi rumbo a un hotel, no avanzamos ni una cuadra cuando nos detuvo una patrulla que tachando de polleros, nos bajó, registró y exigió, con la complicidad del chofer, su respectiva “mochada”. Así, de “mordidas”, cooperadas y “mochadas” veía como la yunta se me iba. Ya instalados, lo segundo es contactar al coyote. Joel traía algunos números de unos muy buenos, según dijo, llamó a un tal José, que llegó en menos de una hora, que decía cruzarnos esa misma noche, pero quería dinero por adelantado, lo que nos hizo dudar, pero al final le dimos más de mil pesos y jamás lo volvimos a ver, dejándonos sin dinero y deprimidos, así que nos fuimos a buscar una solución al depósito de cerveza de la esquina y la encontramos con un borracho que decía conocer a un coyote barato y confiable.
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Nos llevó a las afueras de Nuevo Laredo, a un lugar llamado “El porvenir ”, donde se amontonaban como si crecieran de la basura cientos de casas construidas con lo que se encontraban tirado, desde llantas, botellas, partes de autos, plásticos, etc. En medio de todo eso estaba un enorme terreno, bardeado de tabique, con un sólido portón verde al que llamaban “La fortaleza”, la cual era resguardada por tres hombres bien armados, que no permitían el paso sin guía, y guías había muchos regados por la ciudad tratando de enganchar gente y ganarse su comisión por persona llevada. Así que entramos sin problema, allí convivían todo tipo de personajes, desde coyotes, carteristas, sicarios, narquillos, policías, prófugos, políticos hasta ex campesinas reconvertidas en prostitutas, todos bajo la sombra de un encumbrado al que nadie llamaba por su nombre, pero sí con temor y respeto. En ese tianguis de personas donde todos encontraban lo que buscaban, hallamos a nuestro hombre “el pata”, famoso por cruzar a más de tres mil pollos, su fama alcanzaba a toda Centroamérica y alrededores, según sus propias palabras, él nos cruzaría en un par de días, sólo teníamos que juntarle dos mil pesos pa’ empezar los trámites, también nos dijo que podíamos quedarnos en su casa pa’ horrar, al decirnos eso de inmediato pactamos pues el hotel nos tenía ahogados a pesar de vivir seis en un cuarto. Quedamos en juntarle el dinero y regresar, así que armándonos de valor teníamos que ver de dónde se pudiera sacar lo que nos faltaba, yo por mi parte llamé al Cuacha, explicándole lo sucedido, le pedí un préstamo extra para los días que pasaríamos hasta poder salir, él lo entendió y me envió un giro que cambié con mi credencial falsa, los demás descosieron su valenciana. Con el dinero reunido, nos lanzamos a ver al “Pata”, que feliz nos recibió y nos instaló en su casa cerca de “La fortaleza” y como las demás hecha de escombros y piso de tierra, donde otros pollos angustiados esperaban su salida. Nos amontona188
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mos como pudimos dentro del jacal, éramos como doce en un lugar de seis por diez, para comer salíamos al patio, donde una fogata alimentada de todo lo quemable nos servía de estufa, el baño también había que hacerlo al final del mismo que daba al barranco. La comida la proporcionaban ellos, la cual consistía sin variar de una lata de frijoles y una docena de tortillas por persona, en la mañana y otra por la tarde. La primera noche la pasamos amontonados dentro del jacal y sobre el piso de tierra, pero la siguiente nos regamos por el patio, debido al insoportable calor. Los días pasaban y la desesperación crecía, el bochorno, los zancudos, la falta de higiene, y la mala alimentación y el hacinamiento volvieron un infierno nuestra estancia. Mientras “el Pata” se pasaba de promesa en promesa. Que mañana, que en la noche, que está “caliente”, pero no dejaba de beber cerveza de día y de noche. Hasta que no pudimos más y lo enfrentamos entre todos, no le quedó de otra que decirnos la terrible verdad, que él nunca ha cruzado la frontera, que nació y creció entre esas calles a las cuales nunca piensa dejar, pues allí vive muy feliz de pendejos como nosotros, pero lo que podía hacer era llevarnos con un coyote de verdad, del dinero adelantado ni hablar, quedaba pagado con el alimento y el hospedaje que nos dio. Fue así que engañados, cansados, angustiados, malolientes y hambrientos conocimos al temible “Rojo”, así lo llamaban, un albino como de metro y medio, con lentes oscuros que no se quitaba ni de noche, las piernas arqueadas y, efectivamente, rojo como un jitomate. La verdad, daba risa pero se hacía respetar, a base de gritos y mentadas de madre, y si eso no bastaba tenía tres ayudantes, altos, mal encarados, que lo trataban como a un padre y cómo no, si los tenía surtidos de droga y cerveza. Hablando con “el Rojo” nos dijo que él no pedía dinero por adelantado, que él nos llevaría hasta San Antonio Texas, por lo que nos cobraría mil quinientos dólares 189
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por cabeza, así que tendríamos que hablar con nuestra gente del otro lado para que fueran a recogernos y entregar el dinero. Pactamos con él, quedó en que saldríamos al día siguiente, pero dormiríamos en su casa. Con el poco dinero que nos quedó comimos algo y pudimos llamar a nuestros amigos en Atlanta, Ga., los cuales estuvieron de acuerdo en que las cosas se hicieran de ese modo. También se les encargó llamar al pueblo para avisar que todos estábamos bien, que llamaríamos en cuanto cruzáramos. Ya de noche, llegamos a lo que resultó ser la casa del “Rojo”, un almacén cubierto de lámina de acero donde se encerraba un terrible calor a pesar de ser de noche. En la oscuridad se distinguían algunos bultos en el suelo. Nos acomodamos como pudimos, tratando de descansar .Ya en la mañana pude ver que los bultos eran cuerpos de gente que, como mercancía, esperaban para ser enviados, negaba más, caminaba menos. O incluso te podían enviar en carro con papeles falsos, sobre todo a los niños, pero pagando el triple. Después de mediodía, cuando el aire era irrespirable, entró “el Rojo” con sus achichincles, uno de ellos dijo —los que van con el temible que se acerquen para recibir instrucciones de viaje—, “el Rojo” habló: prepárense, los verdes nos esperan pero no la migra y sonrió, cruzaremos el río por la noche, caminaremos unos veinte minutos, y esperaremos a que nos levante una camioneta, los que traigan dinero compren agua y comida en lata, los que no, les vamos a dar dos garrafones de agua, unas latas de frijoles y un paquete de tortillas y nada de pendejadas. Fue todo, —para qué tanto, si sólo caminaremos veinte minutos— alguien preguntó, pero su pregunta se quedó flotando en el calor del almacén. Atravesamos unas cuantas calles, el río estaba muy cerca, la gente de por allí estaba muy acostumbrada a ver cruzar pollos, pues los que nos vendían agua ni siquiera nos 190
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miraban, y eso que éramos un grupo como de más de veinte personas. Al llegar al río nos escondimos entre la maleza, esperamos así por varias horas, comenzaba a oscurecer cuando “el Rojo” gritó que lo siguiéramos, teníamos que imitarlo. Nos fuimos bordeando hasta encontrar un remanso, nos quitamos la ropa para no mojarla y cruzamos, el agua me llegaba a la cintura, al llegar a la otra orilla él se tiró, todos nos tiramos, entonces dijo —al que se mueva le parto su pinche madre— bueno, por lo menos estábamos del otro lado. Ya muy entrada la noche, agachados, comenzamos a avanzar en fila india, con los achichincles al último, llegamos a una cerca, la brincamos, seguimos caminando ya de pie más aprisa, encontramos una cerca, la volvimos a brincar, para esto ya llevamos más de cuatro horas andadas pues comenzaba a clarear, así seguimos sin parar hasta medio día cuando nos detuvimos, pues el hambre y el cansancio apremiaban, comimos bajo unos arbustos, sin hacer lumbre por lo del humo, así que tortillas frías con frijoles de lata. El calor estaba insoportable, la mayoría de la gente ya sólo con un galón de agua, lo que molestó al “Rojo” que gritando dijo que cuidáramos el agua, pero con otras palabras, lo que molestó a todos y comenzaron las recriminaciones. Yo sólo observaba, entonces escupió la verdad, tendríamos que caminar por lo menos un día más para evitar los checkpoints, esto nos desanimó mucho, pero como él dijo, o caminamos o caminamos. No le íbamos a echar a perder el negocio, sólo que él nos mentaba la madre para que quedara más claro. Así que tendríamos que racionar el agua, seguíamos avanzado cada vez más lento, lo que molestaba cada vez más al “Rojo”, que subía y bajaba a lo largo de la fila, regañando a los morosos, yo no podía entender su tremenda energía. Tratábamos de ahorrar agua pero el intenso calor y la caminata nos deshidrataban. Caminamos hasta el atardecer, ya no pudimos más, acampamos bajo un pequeño árbol, el calor dis191
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minuía con la llegada de la noche pero la sed no. No sé cuántas horas descansamos pues quedé profundamente dormido. Me despertó la voz del “Rojo”, decía que teníamos que seguir, no faltó quien intentó seguir durmiendo, pero una patada en las costillas lo reanimó. Ese era “el Rojo”, un hombre que sabía que éste era su reino, y dependíamos de él. Todavía era de madrugada, pues estaba muy oscuro y el aullido de los coyotes nos rodeaba. Caminamos hasta la salida del sol, en que todo se volvió más difícil. Ya sin agua, la gente se rehusaba a seguir, pero él aseguraba más, en una gran agonía. Hasta que a medio día, alguien descubrió, entre la maleza, un charco de agua, lo que nos devolvió la vida. Llenamos nuestro garrafón de agua lodosa y seguimos más de prisa, pues teníamos que estar a las ocho de la noche a orilla de la carretera, llegamos antes de lo previsto. Así que nos escondimos donde pudimos, tras las piedras, entre arbustos, pero siempre cerca de la vía. Las instrucciones eran: esperar una camioneta que se detendría con las luces apagadas, abordarla lo más rápido posible y el que se quede “me vale madres”, sentenció “el Rojo”. Llegó, era un vehículo tipo rodeo con las puertas atrás, corrimos, pero pobres de los que subieron primero, tuvieron que soportar el peso de los que llegamos después, que de panza y a manera de pirámide nos acomodamos. No supe si alguien se quedó, pero mis compañeros y yo no. Tal vez fueron una o más horas las que viajamos, pero el peso de los otros, la falta de aire, los quejidos de dolor, me hicieron eterno el viaje. Por fin la camioneta paró, las puertas se abrieron y unos adolescentes en una mezcla de inglés y español gritaban que bajáramos de prisa, pero nos costó mucho desacalambrarnos, lo que aprovecharon para recordarnos a nuestra mami, disfrutaban de su poder. Entramos a una bonita casa alfombrada, pero sin ningún tipo de muebles. En las escaleras, en la sala, en los cuartos, hasta en los baños, la gente amontonada esperaba a que vinieran a re192
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cogerlos, había quienes tenían hasta un mes dentro, pues nadie salía sin haber pagado. Lo primero que hicimos fue llamar a Atlanta para que trajeran el dinero y poder salir. Estuvimos un día y medio apretujados comiendo papas con huevo que nosotros mismos cocinamos, sin bañarnos y durmiendo. Hasta que tocaron la puerta dos de nuestros amigos, quienes le pagaron al “Rojo” la feliz cantidad de nueve mil dólares, quien sonriendo y muy amable nos deseó un buen viaje. Salimos en una Van, rumbo a nuestro destino, la mística Georgia, la tierra prometida. Viajamos de prisa, tratando de salir de Texas lo más pronto posible pues era peligroso, según decían, horas y horas de bonitas, amplias y rectas, eternamente rectas, carreteras. Nos deteníamos para cargar gasolina e ir al baño, sin demorarnos. Ya en Lousiana nos sentimos más confiados y decidimos pasar a comer, escogimos un lugar que sonaba a gloria, Tacobell, ya me veía comiéndome unos ricos tacos de nenepil, cachete o buche, con harta salsa picosa. Mi sorpresa fue cuando me trajeron unas tortillas duras como tostadas en forma de quesadilla, rellenas con una carne asquerosa, salsa de tomate y lechuga, eso era lo que llamaban tacos de este lado. Entramos a Mississippi, siempre con la impresión de viajar en círculos, pues todo se repetía como en caricatura, el mismo Macdonalds, las mismas gasolineras, las mismas plazas comerciales, las mismas casas con pasto al frente, la misma comida sin sabor. En menos de dos horas atravesamos Alabama, entramos a Georgia, el soñado Georgia. Me sonaba a futuro, a dólares, a carros, a mujeres, a vida a... Llegamos a Atlanta por la mañana, todo era bello, calles limpias, alineadas, árboles de colores bordeando las avenidas, grandes edificios, todo en orden y tranquilidad. No se veían perros o puestos callejeros, ni limpiaparabrisas, ni tamaleras, ni tinacos o antenas en las azoteas, ni señoras barriendo las 193
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banquetas, ni borrachos trasnochados, pero sí carros, muchos carros. Arribamos a un edificio de apartamentos, el 287 de un cuarto piso sería mi nuevo hogar, nos recibieron viejos y felices amigos, con grandes cantidades de cerveza para festejar, pero lo único que quería hacer era llamar a mi familia. Alguien me dijo, “primero, tómate unas cervezas para que no te quiebres”, nunca pensé que ese consejo me perseguiría, por mucho tiempo. Comunicarme con mi familia era todo un ritual, tenía que telefonear a la caseta del pueblo para que la mandaran llamar, colgar, esperar una hora y volver a llamar, preguntar si ya había llegado la señora Felícitas o alguno de mis hermanos; si me decían que no, esperar otro rato y volver a llamar, para entonces ya había gastado una o dos tarjetas telefónicas. Por fin pude comunicarme, al escuchar la voz de mi madre estuve a punto de llorar, pero tenía que aguantar, aparentar que todo fue fácil, no hablar del sufrimiento, ni de los malos tratos, ni de la soledad, ni de los pies ampollados y la piel requemada, ni del hambre y la sed sufrida, ni del terrible miedo que nos da dejar la vida en el desierto. Pero sí de lo bonito que esta todo acá, y lo limpio, y la abundancia de comida, y los carros de mis primos, y los edificios, y de los dólares que enviaría en cuanto los ganara, y lo que cambiarían nuestras vidas. Me fui vistiendo con lo que le sobraba a un primo, lo que ya no quería un amigo, zapatos grandes, pantalones cortos, pero estaba sobreviviendo en un país ajeno, hostil, donde caminar por sus calles te hacía objeto de malas miradas, burlas, señas con las manos, gritos incomprensibles. Caminas con miedo, sintiendo que en cada paso que das va a llegar una patrulla a regresarte por donde viniste, esto nadie me lo había contado. Salía por las mañanas a buscar trabajo, sólo un día me acompañó “el Cuacha”, que me instruyó sobre a qué lugares tenía que ir y me hizo memorizar la frase que me haría conseguirlo, 194
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algo así como I am looking for a job y me aventó a las calles. Anduve de restaurante en restaurante, en hoteles, supermercados y hasta personas en las calles, repitiendo lo mismo como perico y cuando alguien me contestaba —what kind of job you looking for?— yo volvía a contestar I am looking for a job y me decían we no hiring now y yo repetía lo mismo hasta que se reían y mandaban a algún mexicano a decirme que no necesitaban a nadie, o que regresara después. Caminaba y caminaba sin saber a dónde ir, temeroso, sin entender lo que me decían, hasta que alguien en la calle me dijo que me fuera a la gasolinera que está en Roswell road, allí llegan camionetas buscando trabajadores. Sólo tienes que llegar temprano y lo consigues. Todavía estaba oscuro cuando feliz salí, caminaba aprisa tratando de ser el primero, pero cuando llegué ya varios se amontonaban en una camioneta, que no ofrecía trabajo pero sí tamales y café. Me dio gusto encontrar tamales, lástima de no tener ni para el café. Poco a poco fueron llegando más personas que para las siete u ocho éramos como veinte, parados a la orilla de la calle, esperando se detuviera algún auto para ofrecerle nuestros servicios, incluso los más vivos ni siquiera esperaban se detuvieran, sino que los abordaban en plena calle y en movimiento, éstos y los que hablaban un poco de inglés obtenían mejores resultados, los demás sólo íbamos tras ellos cuando alguna camioneta o Van se detenía, sólo para ver cómo contentos se marchaban. Ya para las doce del mediodía, cuando las esperanzas se acababan y cuando quedábamos un poco más de la mitad, comenzábamos a marcharnos, tristes y resignados con la ilusión de tener mejor suerte al otro día. Algunos se reunían detrás de la gasolinera a beber cerveza con el poco dinero que tenían o incluso pidiendo monedas a los más afortunados, con ellos se reunía un hondureño de nombre muy chistoso, Wilson, como pelota de baloncesto, 195
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que se hizo mi amigo, él fue quien me puso al tanto de lo difícil de ser jornalero, como les decían a los que trabajan por día. Se trata de soportar los peores trabajos, los más duros, los que nadie quiere hacer, y en el menor tiempo posible siempre dando tu mayor esfuerzo sin ningún beneficio, salvo el de que tu pago por hora es tal vez un poco más elevado que, por ejemplo, un restaurante, pero no es nada seguro al otro día, volver a corretear autos para, posiblemente, no conseguir nada en una semana. Pese a todo, yo seguía llegando temprano, esperando conseguir algo, esto era mejor que quedarse en el departamento viendo telenovelas venezolanas, como hacían mis primos y amigos en sus días de descanso, veían tv y tomaban cerveza. Nunca imaginé que aquellos hombres que contaban historias tan llenas de aventuras, se pasaran encerrados entre el trabajo y la casa, alimentando su espíritu con cerveza, sobre todo cuando llamaban a sus familias. Uno de ellos me explicó que la vida aquí era así y para soportarla mejor sólo con una cerveza en la mano, si no, pues no la haces, es un analgésico para la soledad, para la nostalgia, para que los recuerdos sean más claros, más alegres, si no fuera por esto y los días de cheque, ya me hubiera regresado, pero cuando ves tú pago y los cambios que provoca, la alegría que genera allá, te das cuenta que tu sacrificio no es nada comparado con eso, tiene razón pensé. A la semana de pararme en la gas, como prostituta en espera de cliente, mi suerte no cambiaba, por más que me aventaba al ruedo a torear autos, siempre había alguien que me los ganaba, hasta que un día tuve suerte y me trepé a la camioneta de unos mexicanos que necesitaban ayuda para poner una cerca, o algo así, la verdad ni me importó, yo sólo quería trabajo y nos lo dieron a mí y tres más, nos dijeron que nos contratarían por una semana y nos pagarían al finalizar, cuando 196
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a su vez a ellos les pagaran, ni desconfiamos, pensamos que como eran “raza” no habría problema y así nos entregaron un mazo a cada uno y a clavar estacas todo el día. Los cuatro primeros días todo marchaba bien, pasaban a la hora y el lugar acordado, pero al quinto día no los volvimos a ver. Alguien que oyó nuestra desgracia, después de preguntarnos las señas de la camioneta, se rió y dijo, “esos siempre hacen lo mismo, esperen unos dos meses y por aquí los vuelven a ver, buscando nuevas víctimas”, también nos advirtió cuidarnos del auto gris, de un hombre blanco como de sesenta y tantos en búsqueda de jovencitos sin papeles para seducirlos y, a cambio de unos billetes, obtener sus favores sexuales, “a menos que ustedes quieran” y rió con ganas. Lo que yo no entendía era por qué, si sabían de esos problemas, no decían nada, era como querer que otros sufran lo que ya sufrieron. Salí más temprano que de costumbre pensando que ya tenía casi un mes sin conseguir trabajo, sin llamar a mi familia, viviendo de la ayuda de mis primos y amigos, sin saber hasta cuándo me soportarían, que no me percaté que a la camioneta expendedora de tamales la remolcaba una grúa, casi junto a mí. Seguí mi camino y me instalé donde siempre, fue cuando una persona vestida de civil y hablando muy mal español me preguntó qué hacía allí, no bien le contesté cuando me puso las esposas y me llevó arrestado. Dentro de la patrulla pensaba lo peor, en terribles torturas me veía ensangrentado y pidiendo perdón, también me vi en mi pueblo, descalzo y sin camisa mientras todos reían de mí. En esas estaba, cuando trajeron a otro esposado, le pregunté “¿Qué pasa?” y angustiado me dijo, “una redada, están agarrando a todos”, y trajeron a otros dos y nos llevaron al centro de detención, ya allí nos quitaron zapatos, cinturones y todo lo que podría ser utilizado como arma, incluidos los calzones que podrían ser utilizados como arma nuclear. Nos sacaron huellas y fotografías, nos pidieron datos 197
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y fuimos fichados como vagabundos o vagabundear, pasamos un día y medio comiendo sándwiches de crema de cacahuate y jugo de no sé qué fruta porque traía varias dibujadas, pero no sabía a ninguna. Hasta que nos presentaron frente a un juez, sin abogado defensor, y fácilmente sentenciados culpables. Salimos con una deuda a pagar de ochocientos dólares, pero salimos. Llegué a casa, como pude entre raids y largas caminatas, pero con la promesa de no regresar a la gasolinera. Y como a lo malo viene lo bueno, a los dos días de eso, me dijo mi primo Felipe que necesitaban un dishwasher en donde él trabajaba, que si quería ir, de inmediato dije que sí aunque no tenía idea de qué era eso, sólo me dijo que tendría que sacar mis papeles, —mis papeles— respondí, —pus, pus, ¿de dónde? —Oh, tú, tranquilo —respondió —yo te voy a llevar y a prestar pa que la saques. Así al otro día nos fuimos a la flea market, que es como un tianguis, pero con nombre gringo, se encontraba de todo desde cds y ropa pirata, hasta actas de nacimiento y de defunción, pasando por licencias para conducir de todo el país, certificados escolares o médicos, claro que eso no lo tenían a la vista, pero te los ofrecían al pasar. Allí mismo, entre elotes asados y chicharrones fritos te toman la foto, mandan a otra persona con tus datos a algún lugar secreto, y a la hora ya tienes tu green card, reluciente y con el nombre que más te guste. Con esa me presenté a mi primer trabajo en forma. Llegué, feliz, dispuesto a darle en la madre a cuanto plato me acercaran, pero nunca imaginé que eran montañas, cerros de platos y ollas cochambrosas, y para colmo había que ayudar a limpiar mesas, sacar basura, poner hielo en las máquinas, trapear pisos, arrimar platos, picar lechuga o cebolla, soportar insultos y responder con una sonrisa, y con el tiempo que me sobrara ayudar a los cocineros. Sobra decir que salía muerto, pero me reanimaban con cerveza, cortesía del restaurante, y 198
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también ayudaba el saberse parte de algo, el orgullo que representaba el portar un uniforme, la gorra con él logo, daba credibilidad de que todo podía ser real. Por lo menos ya tenía un trabajo y aunque ganaba poco, ya podía llamar a mi madre y decirle que ya estaba trabajando, que pronto podría pagar la yunta, que me trataban muy bien, que todos me querían, que era el brazo derecho del patrón. Pero no terminaba de acostumbrarme a esta nueva vida de encierro, aquí no había fiestas patronales, campañas políticas, desfiles escolares, me hacía falta el olor del campo, el sol, los atardeceres, las comidas de mamá, los besos de mi novia, los partidos de básquet, las fiestas, la música, a la gente dándote los buenos días, el canto de los gallos, el burro, hasta el pinche burro extrañaba. Los días pasaban, pero mi rutina no cambiaba, trabajaba para apenas cubrir mis gastos, que por cierto nunca pensé que se pagara tanto por vivir acá, la renta y los billetes me comían, a pesar de compartirlos con otros, gracias a Dios encontré otro trabajo, por las tardes, gracias a un compañero del restaurante, se trataba de limpiar oficinas o algo así dijo, él se encargaría de llevarme y traerme puesto que yo no manejaba. Me entrevistó una persona muy solemne, me dijo que se trataba de un trabajo muy formal, que si hablaba inglés porque era indispensable que lo supiera, a lo que contesté sin dudar que sí; que si tenía papeles, también conteste que desde luego, que no se me nota, pero eso ya no lo dije; que si tenía diploma de high school, a lo que también dije que sí sin saber siquiera qué era eso. Me mandaron hacer análisis de orina, me pidieron mis antecedentes penales, ya casi me bañaban en DDT, para después darme un cepillo y un trapeador y mandarme a lavar los baños. Tienes que cuidar que siempre haya papel, que no falte el jabón y que no haya una sola manchita de caca en el excusado, me 199
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advirtieron con mucha severidad. Nunca entendí para qué era tan indispensable el inglés, si nunca hablaba con nadie, no creo que los orines fueran bilingües. Al tener dos trabajos mis ingresos aumentaron y las cosas comenzaron a tornar, tanto aquí como allá. Por fin, empezaba a enviar dinero y los cambios aunque pequeños, muy significativos, los tenis que siempre soñé, una licuadora para mamá, un radio para papá, zapatos a los hermanos, que aunque sólo los usaran los domingos para que les duraran más, cuando se los ponían se sentían muy orgullosos de mí y no dudaban en responder si alguien les preguntaba que se los compró su hermano que está en el norte. Mi madre estaba contenta porque había comida en la mesa, mi padre porque le dije que lo ayudaría con lo del abono para la milpa, los hermanos por tener cuadernos. Al escuchar estas cosas por teléfono hacía que todo valiera la pena, los insultos y gritos en el trabajo de por sí que ni los entendía, se me resbalaban con mayor facilidad, la soledad y el encierro se soportaban y la prepotencia de algunos de mis compañeros de trabajo que siendo mexicanos eran los peores, se sentían más que yo porque ellos ya habían estado en mi lugar, lo superaron y ahora yo estaba por debajo de ellos y eso les permitía regañarme y gritarme. Pero tenía un escape: las cervezas cada vez más reconfortantes. Empecé a pagar el dinero del coyote, que mi amigo “Cuacha” permitió se lo diera en pagos. Un comité de mejoras para el pueblo, por medio de su tesorero, me pidió mi cooperación para la pavimentación de la calle de la escuela porque en época de lluvias se inunda, a lo cual no me podía negar y acordé un pago mensual. Me sentía feliz, importante, para mi familia, para mi pueblo y, por supuesto, para mí. Ya sólo me faltaba reunir dinero para mi boda, porque los planes seguían en pie. Esperanza seguía ilusionada o al menos eso decía cada que hablaba con ella, soñábamos en cómo sería nuestra boda, el color del vestido, 200
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el tamaño del pastel, en lo que se daría de comer y beber, en los invitados míos y los de ella, en el conjunto musical, en los padrinos, en los arreglos para la iglesia y para las mesas, en el tamaño de la fiesta y cuántos días duraría, cuántos cuetes se quemarían, dónde sería la luna de miel, cuántos hijos tendríamos, qué nombres les pondríamos, de qué color sería la casa, cuántos pisos, si tendríamos perro o gato, esas eran nuestras discusiones. Mientras el tiempo transcurriría sin avisarme iba adaptándome más, ya entendía las malas palabras, ya podía pedir una hamburguesa en el McDonalds, no cheese, y algo muy indispensable para la total adaptación, manejar auto, lo logré, no sin la ayuda desinteresada de mi primo que quería venderme un carro y así salí a las mismas calles que a diario me veían caminar, ahora me veían temblar de miedo tras un volante, el miedo en este país es algo constante, te acompaña siempre, es parte de tu vida, es parte de ser “mojado”. Lo importante es negociar con él, no dejar que te venza, aprender a sobre llevarlo porque el no tener licencia de manejo, el color de piel te hace víctima de él. Y así, entre claxonazos, mentadas de madre y silbidos, fui adquiriendo habilidad y confianza para dominar el volante, eso me abría nuevos horizontes, mejores posibilidades, pero también nuevos temores. Los días de descanso los seguía pasando igual, viendo Univisión y sus retrasmisiones de Televisa de programas cómicos de hace diez años y telenovelas de moda, no podíamos escuchar música por temor a que los vecinos nos denunciaran y se enteraran de que vivíamos nueve personas en un lugar para cuatro y terminaran por corrernos. De vez en cuando salía a visitar los centros comerciales sólo para ser observado de reojo, como si temieran que en cualquier momento fuera a sacar un cuchillo para asaltarlos. Fui llenando mi pequeño espacio con fotos de mi novia, de la familia, la bandera de mi equipo favorito, un sombrero 201
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de charro que adquirí en la flea market, la bandera mexicana, así el lado de la pared que me tocaba fue cambiando del beige pálido, a una especie de rompecabezas multicolor, para sentir que de verdad me pertenecía, que tenía un poco de privacidad, que podía voltear y ver un poco de mí en un lugar tan lejano, era como marcar mi territorio. En días de quincena, no faltaba que llegaran como moscas tras la caca, las mujeres mitológicas de las que se inspiraban la mayoría de las historias, nada más que ni tan bellas como se decía, ni tan exuberantes o más bien demasiado exuberantes, que se les salía la exuberancia por todos lados, pero rubias eso sí. Andaban en búsqueda de apartamentos, de mexicanos solos, borrachos y desesperados, que tuvieran ganas de invitarlas a tomar y a drogarse. Con nosotros llegaban por lo menos una vez al mes, algunas de ellas incluso hablaban español, bebíamos hasta el amanecer mientras se consumía cocaína, a cambio de eso otorgaban placeres sexuales. No puedo dejar de decir que mi encuentro con el mundo sexual se dio gracias a una de estas enormes mujeres. Fue una noche de demasiadas cervezas, tantas que hasta olvidé utilizar condón, como me habían dicho mis amigos que tenía que hacerlo, yo sólo quería perderme entre sus carnes, me dejé llevar por sus manos expertas, sus besos precisos, su lengua adiestrada, me hicieron olvidarme de todo, incluso de Esperanza y mis promesas de serle fiel. Me gustó tanto el encuentro que comencé a buscarla más seguido, nuestra relación iba más allá de las palabras, pues yo hablaba muy poco inglés y ella nada de español. Desgraciadamente, duró muy poco, de un de repente dejó de venir, la busqué por apartamentos y bares, en los alrededores pregunté por ella, pero nada, sus amigas contaban varias versiones, que su familia la internó en una clínica para desintoxicación, que el marido la llevó de regreso a casa para que se encargara de los hijos, y la más negra de todas, 202
Héroes sin monumento
que se fue siguiendo a un hombre al que en verdad amaba y que ahora criaba chivas en un ranchito allá por Zacatecas. Nunca supe la verdad pero fue mejor así, tal vez ahora estuviera buscando a mi gordita por los suburbios, jalando a mi bola de hijos rubios achocolatados, como otros mexicanos que vienen a tocar la puerta preguntando por sus esposas, cargando a un niño que no para de llorar. Era época de lluvias cuando recibí otra terrible noticia de parte de mi madre, la Esperanza se había “juyido”, con uno de los “ferieros”, de esas personas que se encargan de armar y desarmar los juegos mecánicos. Salía de noche y no regresó, dijo su madre, sólo se llevó un poco de ropa sin que nos diéramos cuenta, nada dejó dicho, de nadie se acordó, sólo se fue, y ahora va de pueblo en pueblo fingiendo ser la mujer araña que desobedeció a su madre. Traicionó a su novio y ensucio el honor de la familia, por eso ahora necesita alimentarse de carne humana para sobrevivir, al menos esa es la historia que se cuenta en mi pueblo. La verdad, en ese momento sentí mucho coraje pero ahora sé que eso fue lo mejor, pues había pasado tanto tiempo que creo que ni yo la quería ni ella a mí, pero en ese momento lo usé de pretexto para beber más de la cuenta, tanto que hasta perdí un trabajo por mis constantes faltas. Me volví tan adicto al alcohol que terminé juntándome con los que se reunían detrás de la gasolinera a tomar y pedir limosna para seguir tomando. Me reencontré con mi viejo amigo Wilson, que seguía anclado a esa vida, ahora ya vivía debajo de un puente, yo pensaba que eso de vivir debajo de un puente era sólo un decir, pero no, era real, debajo del puente tenían todo lo que necesitaban, hasta colchones que encontraban en la basura, cocinaban con carbón sopas Maruchan en latas de chiles o de pozole, robándose el agua de algún negocio cercano, sin bañarse, haciendo sus necesidades en cualquier restaurante, mientras lograban sobrevivir y el destino les cam203
Historias de migrantes, IV Concurso
biaba. En esas estaba sin que a nadie le importara, mintiéndole a mi madre que todo estaba bien, que si no enviaba dinero era porque quería juntar para construirles la casa, ella lo creía o fingía creerlo pero no hacía más preguntas. Yo seguía enganchado en las drogas, las gordas y las cervezas, yéndome los fines de semana a bailar de a cinco, (no es que bailara con cinco personas, sino que tenía que pagar cinco dólares por pieza bailada, a eso nos obligaba la soledad, la falta de mujeres, no sólo a pagar por tener sexo sino hasta por un poco de compañía), sin saber siquiera para qué había venido, prometiéndome que dejaría todo la siguiente semana. Hasta que me volvió a sorprender el amor cuando menos lo esperaba, detrás de la máquina lavaplatos se escondían unos ojos aterrados en su primer día de trabajo, habían contratado a una mujer para que me supliera, por fin después de miles de platos lavados, cientos de ollas cochambrosas y millones de toneladas de basura, ahora yo tenía que entrenar a la nueva, trasmitirle todas las humillaciones de que yo había sido objeto, gritarle y regañarla pues ahora tenía derecho, me lo había ganado a pulso, pero no, yo no era como ellos, siempre los critiqué y era el momento de demostrarles que uno puede ser solidario y tratar de ayudar cuando se pueda. Claro que esa mirada tan llena de miedo que me recordaba a la mía en mi primer día de trabajo me despertaba una ternura, pero como era de mujer nadie me creía que fuera pura solidaridad. En verdad, en primera instancia yo sólo quería hacer que no sintiera que todo era horrible, como todos querían que sintiera, sobre todo las mujeres que allí laboraban, es algo así como los hombres contra los hombres y las mujeres contra las mujeres y sólo el que sobrevive es digno de llamarse compañero de trabajo, es algo que no sé quién impuso, pero que se sigue manejando hasta nuestros días.
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Héroes sin monumento
Nuestro amor comenzó a crecer entre platos sucios y restos de comida, su oscura piel y su pelo negro despertaron mis sentidos, hacía todo lo posible por agraciarla, sin obtener más que miradas de agradecimiento. Pero un día me animé y la invité a salir. Para mi sorpresa me dijo que sí, quedé de pasar por ella a su casa. Fuimos a un restaurante chino donde ni yo ni ella sabíamos cómo ordenar, yo no salía de mis hamburguesas en el McDonalds y ella sólo sabía decir hola, pero con señas y medias palabras nos hicimos entender, lo importante es que empezamos a tener una relación diferente a la del trabajo, me contó sus sueños, el cómo y por qué había venido, era muy similar a mí, me contó del deseo de ayudar a su mamá a construir su casa, de cómo los amigos de su colonia le contaban, de lo fácil que era ganarse el dinero. De cómo a sus estudios de diseñadora de modas se los estaba llevando la chingada por no tener palancas, mientras sus conocidos del otro lado le decían que con sus estudios en tres meses estaba de regreso, porque acá a las costureras les pagaban muy bien. Eso y el oír que las vecinas, que las primas, que las conocidas, habían construido, habían mandado, habían comprado, la forzaron a buscar nuevas opciones, una de ellas fue venirse a los Estados Unidos como lo más fácil, lo más práctico, lo más rápido, según lo que se decía, sin imaginar que en eso arriesgaba la vida. Y salió no sin el temor que da el enfrentar nuevos peligros, a sabiendas que el atraco, la violación o el secuestro eran parte del recorrido. Así llegó a Atlanta, víctima de los padecimientos nacionales, la misma necesidad, eso nos fue uniendo, padecíamos los mismos males y eso nos identificó, sabíamos de la extorsión y el engaño, del miedo, de la soledad, de la nostalgia. Fuimos cultivando nuestro amor en horas de trabajo, lavar platos nunca había sido tan bello, no podíamos dejar de mirarnos, aprovechábamos cada momento de estar solos para besarnos, las 205
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ollas grasientas eran poemas de amor, todo era hermoso hasta que nos descubrieron besándonos apasionadamente dentro del congelador entre pollo y carne congelada, y como la envidia es característica de los lambiscones no tardó en hablar con el manager, quien nos puso de patitas en la calle, argumentando que atentábamos contra la moral del restaurante. Otra vez me encontraba sin trabajo, desesperado salí a las calles a preguntar a los amigos, con los vecinos, a ver si alguien sabía de algo, fue así que preguntando me dijeron que estaban contratando gente para la construcción, yo no sabía ni agarrar un martillo pero fui, con suerte me emplearon como ayudante de pintor y, si me ponía listo y aprendía él oficio, rápidamente podría ganar más de lo que ganaba con dos trabajos, al menos eso me dijeron. Era un trabajo tranquilo y me gustó, así que le puse mucho empeño y rápido aprendí, pintábamos escuelas, edificios, almacenes, centros comerciales, el trabajo no faltaba y pronto vi sus frutos, enviaba más dinero que nunca y la magia comenzó a surgir, el ladrillo sustituyó al adobe, el concreto a la teja, la casa comenzó a crecer como si le hubieran puesto abono, por fin pude pagar la yunta hasta con intereses, compré una pequeña parcela para que de ahora en adelante sembráramos lo nuestro, la familia entera volvió a sentir orgullo por mí. Por las tardes asistía a una escuela de inglés porque tenía la firme intención de trabajar por mi cuenta y lo primero que necesitaba era aprender el idioma. Por otro lado, mi noviazgo iba muy bien, nos veíamos en cuanto podíamos, ella comenzó a trabajar en una fábrica y las cosas marchaban mejor para los dos. En poco tiempo pude juntar para comprar una Van de trabajo, un par de escaleras, dos esprayadoras, brochas, rodillos, y me lancé a buscar contratistas con tan buen tino que logré conseguir un buen contrato, tanto que tuve que contratar gente. En unos cuantos meses compré otra Van y tenía trabajando para mí a ocho personas. El sueño comenzó a ser real, adquirí 206
Héroes sin monumento
una hermosa y reluciente Ford F150 que llené de adornos y le hice instalar unas enormes llantas con rines cromados, le puse mi apellido en el vidrio trasero para que todos supieran que era mía y el orgullo que sentía de mi procedencia. Por ese entonces mi novia salió embarazada y nos pusimos a vivir juntos, alquilamos un departamento que fuimos decorando, cubrimos sus paredes con imágenes de la guadalupana, fotos de santos y hasta un retrato de Pancho Villa. Mandamos traer de México un molcajete, una máquina de hacer tortillas y hasta un metate con todo y mano, queríamos dejar nuestras raíces y queríamos que nuestros hijos tampoco las olvidaran. Los años han pasado, tuvimos más hijos, ahora ya grandecitos, compramos una bonita casa rodeada de pasto y alfombrada. La vida parecía ser buena pero de un tiempo a la fecha ha surgido un temor, un odio hacia los migrantes. Nos han visto llegar, nos han visto crecer, pero ahora nos temen y nos quieren acabar, nos culpan de todos los males, de que la economía haya caído, del desempleo, de la guerra, del terrorismo, de las enfermedades, de la delincuencia, de que las adolescentes salgan embarazadas, de la homosexualidad, del calentamiento global. Y esto lo han aprovechado los políticos para impulsar leyes más duras y así ganar más votos. Tal parece que el que inventa la ley más cruel, la más despiadada, obtiene mayor número de votantes. Han aumentado las penalidades a los que crucen la frontera de manera ilegal, las redadas y deportaciones son pan de cada día. La policía nos persigue, nos acecha, siempre buscando un pretexto para detenernos, obligándonos a vivir en el encierro, saliendo sólo lo necesario, con el temor de no saber si regresarás, si volverás a ver a tus hijos, temiendo que sea este sea el último día de estar juntos. Pero
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Historias de migrantes, IV Concurso
seguimos aguantando, seguimos esperando que las cosas cambien o que lleguen y nos saquen arrastrando de la casa. Mientras, en México la gente sigue soñando en venirse a pesar de las dificultades, de los riesgos. Soñando en convertirse en héroes de sus familias, de sus pueblos, de su patria, en héroes sin monumento.
ALIEN 69PG
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Intercambio cultural Griselda Pérez Orozco (Sin seudónimo) Categoría B / Mención Honorífica
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staba sentado debajo de un árbol, tratando de cubrirme de la lluvia en el desierto. Mi tía y su novio estaban debajo de otro árbol abrazados, protegiéndose uno al otro. Yo estaba solo… al final del viaje se me caían los pantalones, ya no estaba gordito. No había comido ni bebido mucho en meses.” Esa no es mi historia, bueno, no literalmente. No fui yo la que cruzó el desierto, la que terminó en un albergue por meses y la que ahora por fin estaba con su familia. No era yo la que ahora estaba en una escuela nueva, con maestros nuevos, compañeros nuevos, un idioma nuevo… todo nuevo, todo igual de atemorizante. Como dije, esa no es mi historia, pero hay partes de ella que son la historia de cada inmigrante que llega a este país, incluyéndome a mí. Mi historia de inmigrante no puede ser separada de lo que hago, por eso soy inmigrante. Eso es lo que me trajo aquí. Mi historia de migrante es también la historia de mis niños: las llevo todas conmigo. Algunas quisiera nunca haber escuchado, me han indignado, otras me han hecho reír y todas me han recordado porque escogí esta profesión. Al tratar de reflexionar en lo que quiero plasmar en esta historia tengo un conflicto: no sé si quiero que sea una historia de anhelo y tristeza por lo que dejé atrás, una historia de orgullo por venir de donde vengo y ver hasta donde he llegado o una historia de esperanza. Creo que cuando las historias son
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Historias de migrantes, IV Concurso
reales tienen un poco de todo, no es una novela. Es mi vida aquí y en México y es imperfecta. Ésta es mi historia: mi nombre es Griselda Pérez Orozco, soy mexicana, tengo 29 años y soy maestra de ESL (Inglés como Segunda Lengua) en una escuela en Carolina del Norte. Mi camino para llegar a este país no fue como el de la mayoría de mis paisanos. Vine a este país en el año 2006. “Cultural Exchange Visitor” es mi categoría oficial. Visitante en intercambio cultural, legal alien, residente temporal, inmigrante son algunas de las etiquetas que me han puesto. Llegué a Charlotte para trabajar como maestra de inglés en una primaria. Fui muy afortunada entonces y lo sigo siendo ahora aunque por diferentes razones. Todo mundo en México me preguntaba ¿cómo es que iba a enseñar inglés en Estados Unidos? ¿Era una broma? ¿Qué no hay suficientes maestros que hablen inglés? ¿No será una trampa? Gracias a Dios, no… Hogar que los pies abandonan, pero nunca el corazón Aunque llegué de una manera privilegiada a este país, mis tristezas y mis luchas han sido iguales que las de cualquier otro migrante. Extrañé todo lo que todos extrañamos, lloré la primera vez que escuché la Pelea de Gallos y casi brinco de la emoción cuando descubrimos a un señor vendiendo elotes en la calle. Tuve que aprender a cocinar mi comida favorita: pozole. No fue fácil, pero sí pude pasar tres entrevistas para conseguir este trabajo, mil preguntas en la aduana y correr mi primer maratón en Charlotte… créanme, pude aprender a preparar pozole. ¿Y qué decir de las cosas que pasan en tu tierra cuando estás ausente? Los nacimientos, las bodas, Navidad y los fines de 210
Intercambio cultural
semana que escuchas como pasan pegado al teléfono. Parecía que la vida seguía en México y se detenía de este lado. Los paisajes y la belleza de Carolina del Norte fueron un consuelo. Hay una frase en inglés que dice: Hogar que los pies abandonan, pero nunca el corazón. Quisiera encontrar una manera mejor de describir mis sentimientos acerca de mis padres y mis hermanos, pero esa frase es perfecta. No existe un día en que mi pensamiento no los encuentre. En que no me pregunte que estarán haciendo, o cuándo nos volveremos a ver. Aunque, a diferencia de muchos mexicanos, tengo la oportunidad de visitar a mi familia sin ninguna restricción, eso no cambia ni acorta la distancia o el deber. Con el tiempo fui entendiendo que la vida que extrañaba en México probablemente ya no existía. Cuando salí de Aguascalientes venía de vivir con mis padres y mis hermanos. Al poco tiempo me casé con Emmanuel Velasco, un hombre que tuvo la valentía de apoyarme para seguir este camino, que siempre me recuerda el por qué estoy aquí y que desde entonces ha sido mi familia. Si hubiera una parte de final feliz en mi historia sería ésta. Encontré al hombre de mi vida y tenemos un hijo maravilloso: Lucas. Lucas nació en Charlotte y va a cumplir 2 años, le encantan los guisados mexicanos y está aprendiendo a hablar dos idiomas. Dar a luz a un bebé sano es una bendición. Como dije antes, creo que soy muy afortunada. Intercambio Cultural Aprendí muchas cosas en mis primeros años en esta ciudad, como nunca antes aprendí a estar orgullosa y a veces reservada acerca de mi nacionalidad. Aprendí a modificar mis conductas sociales alrededor de mis nuevas amistades, a ser más abierta a otras culturas y nacionalidades… cómo es que 211
Historias de migrantes, IV Concurso
en otros países no comen picante todavía me sorprende, tengo que confesar… El conocer gente nueva, aprender “otro” español fue toda una experiencia. Mi conjunto de amistades se puede comparar con los invitados a la Cumbre Iberoamericana: Venezuela, Ecuador, España, Puerto Rico, Perú y México, siempre México. Una torre de Babel del español. Igual que muchos mexicanos no sabía que el mundo se dividía por colores hasta que vine aquí. Me di cuenta que no éramos tan populares como quisiéramos. No sabía que “Mexican” era casi una palabra de burla para mucha gente y que otra tanta se sentía profundamente ofendida si por error le llamaban así. Fue difícil entenderlo, nunca antes ser mexicano fue motivo de tanta reacción. Nunca antes había hecho un inventario mental de las cosas por las que los mexicanos podemos y debemos estar orgullosos. Nunca antes había querido gritarle a alguien que México está lleno de maravillas: que no conozco ninguna otra gastronomía que tenga tantas “sucursales” en el mundo, que todos los mexicanos sabemos nuestro himno nacional, cuando juega la selección y que el 5 de Mayo no es “nuestra fiesta”. Pero tenía que guardar mis energías para el trabajo. Además, un intercambio cultural tiene un propósito noble, de aprendizaje y de respeto. La mejor parte de un intercambio cultural es conocer y llegar a ser parte de la vida de las personas sin importar de donde sean. Una de mis mejores amigas es más americana que una hamburguesa con queso. He tenido la fortuna de ser parte de momentos importantes en su vida y de experimentar la idiosincrasia americana. Su familia nos acogió y puedo decir honestamente que al final del día hay cosas que no tienen idioma, raza ni nacionalidad, son universales. He tenido la
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Intercambio cultural
oportunidad de tener lo mejor de dos mundos sin comprometer mi esencia, gracias a mis amistades. Ms. Pérez Así es como me llaman en la escuela y aunque al principio no me identificaba con el nombre ahora sé que ésa soy yo. Es un orgullo para mí ser la única maestra mexicana en mi escuela. Mi nombre de maestra es una rara combinación, pero refleja perfectamente lo que soy y lo que hago. La dicotomía de ser una inmigrante en este país. El acostumbrarte a lo nuevo sin perder lo que te hace único. Cuando llegué a esta escuela y a esta ciudad quería encajar, quería demostrarle a la gente que los mexicanos trabajamos duro en cualquier lugar donde estemos. Quería que la gente dejara de tener un estereotipo en la cabeza. Quería que dejaran de decirme que no parecía mexicana, o que encontraran extraño el hecho de que viniera a trabajar de maestra. Ahora quiero que sepan que soy diferente, que vengo de otro lugar y que aunque a veces no encaje hago bien mi trabajo. Ahora quien me conoce sabe que hay mexicanos de todos colores y sabores. Ahora quiero reírme de lo que no puedo cambiar y no dejar que eso me detenga para hacer lo que me toca. Soy maestra al final del día, mi trabajo es educar a mis niños y algunas veces a algunos adultos. Al principio pensaba que mi meta tenía que ser que mis estudiantes aprendieran todo el inglés que pudieran para prepararlos y que se integraran a su nueva vida escolar. Ese es uno de mis trabajos, con el tiempo me di cuenta que mis niños necesitaban alguien que los escuchara, alguien en quien pudieran confiar las angustias adultas con las que tienen que cargar a su corta edad… alguien con quien sentirse identificados. Yo
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Historias de migrantes, IV Concurso
no tenía planeada ser o hacer alguna de esas cosas, simplemente un día en medio de una clase terminé escuchándolos. Sin preguntar, mis estudiantes me dicen lo que no le dicen a nadie más. Confían en mí y aunque eso no esté en la descripción de mi trabajo, es algo que me da satisfacción. No tengo la preparación que se necesita para un trabajo o una responsabilidad tan grande, quiero decir, no soy psicóloga o terapeuta, aunque algunas veces he deseado haberlo sido. Pero tengo otras armas: mi habilidad latina de la improvisación, mi talento mexicano adquirido (quizá forzadamente) para encontrar el humor en cualquier cosa y el saber el secreto que guardan todos estos niños: “Estados Unidos es un lugar muy bonito, pero cómo me gustaría estar jugando en el patio de mi abuelita”… a mí también. La única cosa que he querido ser conscientemente a mi paso por este lugar ha sido: alguien con quien se identifiquen estos niños. Quiero recordarles o que aprendan lo “cool” que es ser de otro país, y la maravilla de hablar español u otro idioma. Lo especial que son por venir de diferentes culturas, y todo lo que pueden llegar a ser. Quiero que estén orgullosos de ser mexicanos, hondureños, vietnamitas y que lo demuestren de una manera positiva. Es difícil explicar lo que se lucha para enseñarle a un niño que esté orgulloso de algo cuando muchas veces lo han hecho sentir que tiene que esconderlo. Hace unos días una de mis alumnas presentó un trabajo acerca de su país y dijo “Soy de México como Ms. Pérez”. Esa frase todavía me hace sonreír. Esperanza Quiero que esa sea la palabra para terminar mi historia. Eso es lo que me mantiene creyendo que algún día México va a volver a ser el lugar en el que quiero que Lucas crezca y del 214
Intercambio cultural
que va a estar orgulloso. Tengo la esperanza de que un día mi hijo va a decir con orgullo: “Mis papás son Mexicanos, yo soy mexicano”. Y de que conozca todas las cosas buenas que tiene México. Quiero creer que todo lo que dicen en las noticias es una etapa pasajera. Que somos más los que queremos un lugar decente y seguro para vivir que los que no. Que México no es sinónimo de inseguridad. Que todavía hay esperanza. Y aunque ahora no vivo en México, no dejo de creer en su grandeza. Mi intercambio cultural está a punto de terminar. Después de vivir 5 años en Charlotte, de hacer nuestra vida aquí, tengo que regresar a México y compartir lo que he aprendido. No sé si los resultados de mi intercambio cultural sean considerados exitosos de acuerdo a lo que normalmente se espera. Porque al venir a otro país a aprender y experimentar su cultura he aprendido más acerca de México y lo que significa ser mexicana. La rareza de las cosas, a veces tienes que alejarte de algo para apreciarlo por lo que es. Si me lo preguntan sinceramente puedo decir que mi intercambio cultural ha sido un éxito, traté de ser una representante digna de mi país. En mi paso por este país me convertí en Ms. Pérez y he tratado de hacer una diferencia. Y no cambiaría mi lugar, ni mi experiencia con nadie. Soy una mexicana muy afortunada.
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Ilegal batalla contra la muerte (Esli) Categoría B / Mención Honorífica
La migración de un país a otro
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no viene a este mundo sin saber qué obstáculos tendrá que afrontar en el futuro y lo difícil que puede ser la vida. Lo único en lo que uno piensa como niña es en jugar. Creo que uno se convierte muy materialista como va creciendo y se le olvida a uno lo importante de la vida y las verdaderas razones por las cuales uno es traído. Una de niña sólo quiere crecer y llegar a ser adulto, pero nunca nos imaginamos todas las etapas de la vida por las que tendremos que pasar dizque para llegar a ser adultos y maduros. Con el transcurso de la vida vendrán etapas de felicidad, pero también de incertidumbres, sufrimiento, enfermedad y separación. Hace 19 años nací en Zitácuaro, Michoacán. Claro, no hay ninguna memoria de ese lugar en mi mente porque tenía sólo seis meses el día que migré con mi madre a los EEUU, disfrazada de niño para parecerme al retrato de mi primo en la mica, ya que él sí era ciudadano de los Estados Unidos. Crucé la frontera con mi mamá, quien iba llena de terror de que nos descubrieran. Mi papá tuvo que separarse de nosotros y cruzar la frontera por el desierto. Era obvio que ellos venían a sufrir y que les iba costar mucho trabajo asimilarse a la nueva cultura y aprender el inglés. Mi madre llegó a un lugar donde ni para comprar tortillas se sentía a gusto y mi papá se veía obligado a caminar muchas millas para llegar a su trabajo. Las ganas de superarse y mantener a la familia eran más grandes. Como es el caso de muchos inmigrantes en los Estados Unidos, ellos 217
Historias de migrantes, IV Concurso
también llegaron a cortar espárrago, a piscar y hacer muchos otras clases de trabajo en la agricultura. Yo sólo era una niña que vivía mi niñez sin imaginar que en un futuro me haría sufrir mi condición de niña indocumentada. Muchas veces me pregunto cómo habría sido mi vida si me hubiera criado en México. Lo más seguro es que hubiese asistido a una escuela de monjas como lo hizo mi madre, con mi uniforme de falda y calcetines altos. Hubiese crecido en un nivel económico más bajo y desde muy pequeña hubiera tenido que aprender a trabajar. Quizás no hubiera tenido la oportunidad de llegar tan lejos en mi educación, pero para prevenir que yo viviera estas experiencias y mejorar nuestras vidas mis padres estuvieron dispuestos a romper esas raíces que los ataban a México. Igualmente, tal vez hubiese crecido en mi verdadera cultura con niños con creencias similares, por ejemplo, hablando el español, cantando el himno nacional mexicano en la escuela y celebrando la independencia mexicana con el “grito”. De niña sólo hablaba el lenguaje de mis padres. En vez, mi primera experiencia escolar fue con niños blancos que hablaban con acento y palabras que yo nunca había escuchado. Únicamente sabía juntarme con niños que hablaban el español. Yo me sentía menos porque siempre dividían la clase entre los que sabían hablar el inglés y los que hablaban español. En ese entonces, lo que yo más quería era que me pusieran con los que hablaban inglés. No le hallaba el sentido de que me estuvieran enseñando el alfabeto y sílabas en español. Yo no quería leer o escribir español, yo quería ser gabacha. Lo único que me gustaba de la escuela era estar rodeada de niños, aunque en ningún lugar me sentía más cómoda que con mis padres. Para mí lo más bonito de esta etapa era la convivencia que llegué a tener con ellos. Ya que era cuando mi madre comenzó a trabajar en los empaques, entraba a muy tempranas horas de la mañana y no era la que me preparaba para ir a la escuela. 218
Ilegal batalla contra la muerte
No llegaba a ver a mi mamá hasta en la tarde antes de que mi papá se fuera a trabajar. Mi papá fue el que a diario me levantaba, bañaba y me hacía de desayunar. Pobre, a su estilo, pero aprendió a peinarme, haciéndome colitas y secándome el pelo. Cómo extraño ser una niña, ni siquiera me preocupaba de peinarme. Durante esta fase de mi vida yo todavía era muy pequeña para comprender que venía de otras raíces y que por eso me sentía tan diferente. Mucho menos sabía qué era ser inmigrante. El único mundo que conocía era el de los americanos, pero incluso sentía divisiones porque mientras en la casa comía tortillas y hablaba el español, en la escuela me daban hot dogs y me enseñaban inglés. Mirando atrás a mis experiencias, desde pequeña yo también hacía las divisiones porque estaba tratando de averiguar de dónde venía y para dónde iba. No me hallaba, por una parte me gustaba lo mexicano, pero por otra parte lo negaba y prefería el mundo de los Estados Unidos y el sistema social de los blancos. Creencias mexicanas Conforme iba creciendo, todo lo que sabía de ser mexicana lo aprendía de mis padres y de las costumbres a las que ellos me exponían. Claro, estas costumbres sólo las veía en la casa porque en la escuela era otra historia. Aún recuerdo como si fuera ayer, cuando mi mamá me regañaba por pedir permiso de irme a quedar la noche a la casa de una amiga. Ni siquiera se me permitía pasar la noche con mis tíos y tías. Ahora entiendo que esas son costumbres de americanos. Mis padres me decían que yo no tenía nada que hacer en casas ajenas y que eso no estaba bien. Lo mismo de siempre, desde pequeña me dejaban a cuidar a mi hermano pequeño y a limpiar la casa. Lavaba los trastes y en los tiempos libres de mi mamá la acompañaba a vender su Avon y Jafra. Además, era como su asistente perso219
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nal de estilista. Ahí me veía pasándole los papelitos y rollos que le ponía mi mamá a sus clientas cuando les hacía el permanente o el aluminio cuando les hacía rayitos. Luego me daban unas buenas regañadas cuando no hacía caso y nunca me dejaban salir a lugares con mis amistades. La primera vez que asistí a una película me regañaron porque nos acompañó un niño. ¡La pena que me dio! En la escuela me conocían como la niña que nunca salía y que tenía padres súper estrictos. El primer año de la preparatoria no fui a ningún baile ni evento fuera de la escuela. A mi primer baile que asistí en el segundo año mi madre tenía que irme a dejar y recogerme, ni qué mencionar de tener novio. Mi papá decía que las mujeres decentes, como yo, no debían de estar en la calle de noche. Aunque me costó mucho trabajo acostumbrarme a estas reglas, lo fui asimilando e incluso ahora pienso igual. Aun desde muy pequeña fui expuesta a otras partes de la cultura mexicana: la comida, los festivales y la religión. Me encanta la comida mexicana como los sopes, tamales y ponche, al igual que sus festivales como las famosas posadas durante Navidad y la tradición de cantarle “las mañanitas” a la Virgen de Guadalupe. Para mí festejarlos es una de las maneras más grandes de estar conectada a mis orígenes mexicanos, ya que nunca llegué a vivir o visitar México. Fui bautizada en México y desde muy pequeña se me inculcaron los valores y creencias católicas. Mi madre me enseñó a creer en la Virgen de Guadalupe y persignarme siempre antes de dormir y al despertarme. Sólo me imagino cómo serán las posadas, los puestecitos de comida, las viviendas, las escuelas y las amistades que tuviera si hubiera sido criada en México. Aunque cuando estaba más pequeña y empezaba a ir a la escuela en los Estados Unidos prefería la cultura de los americanos, ya para este tiempo mi criterio sobre la cultura mexicana era diferente. Ya lo apreciaba y aunque todavía notaba las diferencias entre ambos, ya no hacía 220
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divisiones y en vez comencé a crear mi propio mundo donde ambos estaban presentes. El spanglish se volvió parte del lenguaje y en mí comenzó a crecer la curiosidad de ir a conocer México. Desafortunadamente, también entendí que esto no era posible por no tener documentos. Sin darme cuenta, yo fui creando mi propio mundo mexicano en los Estados Unidos como latinoamericana, donde, en vez de diferenciarlos y hacer divisiones, los intercambiaba y conectaba. Ir a conocer México es algo que ahora anhelo. Me gusta aprender a cocinar recetas de mi mamá y ver fotos de cuando ella era niña. De alguna manera, es mi forma de vivir una vida mexicana como la que vivió mi mamá de joven. Veo sus fotos con zapatos de charol y me imagino yo en su lugar. Yo sé que hubiera vivido una vida humilde, pero sé que desde un principio no hubiera querido ser como los americanos. Me hubiera encantado tener esa oportunidad de haber sido criada en México. Creo que habría encontrado más cosas en semejanza con muchachos criados allá. Mis raíces están en México, pero coseché nuevas en los Estados Unidos. Al principio me costó trabajo mezclar las costumbres mexicanas con las de los americanos y a la vez quería ser como ellos. Ahora ya soy parte de la cultura americana, pero incluso quisiera estar más conectada con la gente de México. Hoy en día, creo que mi vida allá no sería la misma y que ahora se me haría muy difícil acostumbrarme a la vida de allá. La pelea con la muerte A la edad de nueve años fue cuando en verdad vi lo injusto que pueden ser la sociedad y el gobierno para un niño indocumentado, aun sabiendo que está peleando por su vida. Una vida que ya no está en sus manos y sólo un milagro puede salvarla. La esperanza de que un seguro social no intervinie221
Historias de migrantes, IV Concurso
ra para pelear contra una enfermedad silenciosa que pronto saldría a la luz. En noviembre 7 del año 2000, mi mundo y el de mi familia giró180 grados. Vivamente recuerdo la noche en que brinqué de la cama gritando “¡No! ¡No me quiero morir!”. Un momento que sacudió mi joven vida dejándola triste, frustrada, confundida, con dolor, miedo, lágrimas y cáncer. Preguntándome “¿Por qué yo? ¿Soy una mala persona? ¿Me moriré? ¿Cuándo?”. Todo comenzó con dolor abdominal y tos que no se curaban después de varios meses que resultaron en cuestionable pérdida de peso y apetito, debido a la enfermedad que estaba atacando mi cuerpo. Mi madre no se daba por vencida, creo que era su instinto maternal y varias veces me llevó a la clínica y al hospital, pero siempre nos decían que no tenía nada. Hasta una noche que me dio fiebre, con dolores abdominales y tos, mi mamá nuevamente me llevó a la clínica y el doctor ordenó hacerme rayos—x de mi pecho y pulmones. Al principio, él señaló que lo más seguro era que tenía una infección pulmonar o neumonía. Pero, por si acaso, me hospitalizaron, me dieron suero, antibióticos y me hicieron una serie de exámenes médicos porque estaba deshidratada y los doctores querían estar seguros de que no fuera algo más serio. Al llegar al área de pacientes hospitalizados esperábamos en mi cuarto por alguna noticia médica, pero noté que no había ninguna señal de los doctores. Lo único que veía era la entrada y salida de enfermeras que me cambiaban el suero y agregaban más antibióticos. A mi temprana edad, de nueve años, sin duda no estaba acostumbrada a la idea de la terapia intravenosa y de tener una aguja hipodérmica insertada en mis venas, mientras estaban conectadas a jeringas y tubos con antibióticos. Sin saberlo, ésta sería la primera y el principio de muchas más hospitalizaciones.
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Ilegal batalla contra la muerte
Por fin, después de muchas horas de espera, yo estaba ansiosa por saber cuándo podría salir del hospital y regresar a casa. Silenciosamente y con muy pocas expresiones faciales, el Dr. Simms entró al cuarto, seguido por una intérprete. Con mi madre a mi lado izquierdo y mi padre a mi derecha, acostada, vivía uno de los momentos más callados e intensos de mi vida. El doctor se sentó directamente enfrente de mí y dijo: “He visto los rayos—x y he llegado a un diagnóstico. Lo que tiene Natalia no es neumonía, sino un tumor canceroso. El tumor está localizado en el lado izquierdo del cuello y el líquido del tumor se ha regado por todo su pecho hasta llegar a la parte baja del abdomen, en el lado izquierdo de la cavidad pleural, que alcanza la parte izquierda alta del riñón. Durante este tiempo yo era todavía muy pequeña para entender sobre el sistema migrante y mucho menos pensé que ser indocumentada me negara la oportunidad de recibir tratamiento. Envuelta en miedo, yo brinqué de mi cama gritando: “¡No, no me quiero morir!”. Posteriormente, mi madre me abrazó muy fuerte y me dijo: “No, mija, todo va estar bien. ¡No te va a pasar nada!”. Por otro lado, mi papá estaba en shock, no sé movió ni dijo nada. En ese tiempo mi hermano menor sólo tenía cuatro años e inocentemente no entendía nada de lo que estaba pasando. Mis padres y yo teníamos muy poco conocimiento de lo que era cáncer, pero sabíamos que era peligroso y que incluso podría significar la muerte. En lo último en lo que pensaban mis padres era en su status migrante y harían lo que fuera para llegar a una cura. Esa misma noche mi papá y mamá estaban abrumados con desesperación, mientras me veían sufriendo de dolor, vómito y fiebre alta. Algo que empeoró drásticamente esa noche. No podía parar de vomitar y la fiebre no se controlaba. Pareciera que mi cuerpo aguantó lo peor para cuando me diag-
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nosticaran. Mis pobres padres en ese punto darían y harían lo que fuera para que todo fuera mentira y pudieran regresarme a la salud. Inmediatamente comenzaron a empacar y llamaron a un padre que viniera a rezar por mí. Mientras el padre y mi familia se reunían alrededor de mí para rezar, lo único que sentía era dolor, náusea y miedo. A la vez, sentía como una mezcla de frío y calor en mi cuerpo. Soy católica y por un instante en verdad creo que era Dios tocando mi alma y ayudándome a pelear la enfermedad. Milagrosamente, después de que se fue el padre, los síntomas desaparecieron. Ahora que miro atrás, cómo me dan ganas de que obtener un seguro social fuese tan fácil como rezar y que milagrosamente lo obtuviera de un día para otro, aunque sé que es mucho pedir. Los doctores recomendaron que lo mejor era que me trasladaran a un hospital localizado a dos horas y media de Yakima. “¿Dónde sería ese lugar? ¿Cuánto tiempo? ¿Regresaría de nuevo a Yakima?”. Similares preguntas que me hago hoy, pero en relación con mi regreso a México y con la esperanza de que lo llegue a hacer documentada. Después de haberme despedido de mis familiares, salí a las cinco de la mañana a Seattle Children’s con mis padres y hermano, noviembre 8, 2000. Íbamos en busca de una cura, sin imaginar que por ser indocumentados se nos pondría una barrera. Nuevamente mis padres me llevaban a otro lugar en busca de algo mejor para mí e incluso, sin saberlo, chocaríamos otra vez con la barrera de la ilegalidad. Cuando llegué ya tenían una fecha para mi biopsia y la colocación de una línea Hickman, que fue por medio de cirugía puesta debajo de mi piel conectada a la vena yugular y pared del pecho por donde me administrarían la quimioterapia y me sacarían sangre. En esta experiencia con la barrera del cáncer, levantarnos y salir adelante sería más difícil, ya que nadie nos había advertido y no lo habíamos planeado como lo fue en nuestra migración a los Estados Unidos. 224
Ilegal batalla contra la muerte
Llegó y reflexionaba mientras estaba acostada en una cama de cirugía, noviembre 9, 2000. La anestesia corría por mis venas y lentamente me quedé dormida, lo último que vi fue la cara de agobio y preocupación de mis padres. Cuando desperté, como si el tiempo no hubiera pasado, vi sus caras agradecidas. Aunque estaba llena de dolor en mi cuello, en lo único que podía pensar era sobre lo afortunada que era en despertar y tener mis padres a mi lado. En mí revivían los sentimientos de la posibilidad de ser separada de mis padres, como los que siento cuando me pongo a pensar cuando tuve que separarme de mi padre para migrar. El día después de mi biopsia confirmaron que tenía un tumor con un linfoma Non-Hodgkins y que necesitaba inmediatamente comenzar el tratamiento de quimioterapia. Por la severidad de la enfermedad y el tratamiento tan intenso nos teníamos que mudar. Llegamos a vivir a Ronald McDonald House en Seattle. Una casa para familias de otros estados que tienen niños con cáncer y estén recibiendo tratamiento en Seattle Children’s Hospital. Nuestra trabajadora social nos ayudó para que calificáramos para recibir vivienda gratuita. Ahí viví los efectos secundarios de la quimioterapia. Perdí todo mi pelo, mis cejas y mis pestañas. El constante vómito, fiebre, dolor, náusea, depresión del sistema inmunológico, pérdida de peso, inflamación de la cara, desmayos, infecciones, llagas en la boca, debilidad de las piernas y la necesidad de transfusiones de sangre por la falta de células y plaquetas; se convirtieron en mi rutina. No tenía otra opción, con sólo 60% de sobrevivencia tenía que arriesgarme. Yo quería vivir, estar con mis padres y lo último que me importaba era si yo era una personita legal o ilegal. Veía mi pelo caído y enmarañado en la tina y almohada. Mi pelo se desapareció y terminé siendo una peloncita. Me acostumbré a ver a mis padres cubiertos con máscaras y batas 225
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cuando estaban cerca de mí, incluso yo no podía salir sin una mascarilla. Pero la idea de estar atada a medicamentos no era lo único que me mantenía triste, sino la idea de que no podía tener a mi padre cerca. Él tuvo que regresar a Yakima a trabajar, ya que era casi imposible que él consiguiera trabajo por su estatus legal. Mi mamá tuvo que dejar de trabajar y la situación de allí para acá sólo empeoró. Obviamente, él no iba a dejar su trabajo porque de otra manera no tendríamos ninguna entrada de dinero. Todo esto cambió a finales de noviembre cuando una mañana mi papá regresaba a Yakima después de visitarnos y tuvo un accidente automovilístico. Fue un milagro que se salvara, ya que la troca en la que iba se resbaló en el hielo negro y dio tres vueltas, dejando a mi papá atrapado con el auto al revés. Tuvo que romper la ventana trasera con sus pies para poder salirse. No sé cómo, pero mi madre y yo le rogamos y convencimos a mi padre que se quedara a vivir con nosotros. Estaba tan agradecida de que mi familia se hubiera reunido y de que podía ver a mi padre y hermano a diario. Esto nos trajo muchos problemas económicos, pero no me importaba, aunque eso no me quitaba el coraje de no poder ser ciudadana. Mi padre seguramente no hubiera tenido la necesidad de ir a trabajar hasta Yakima. Ahora no teníamos ningún recurso económico. Mi mamá se la pasaba pidiendo alimentos en bancos de comida. Vivíamos de lo que nos daban en Ronald McDonald House y de la comida que nos llevaban los familiares de mis padres. Pero a mis padres eso no les importaba, con que no me quitaran el cupón médico que cubría mis gastos del tratamiento, podríamos tolerar todas las adversidades. Mis padres se la pasaban hablando con trabajadores sociales y con abogados sobre sus derechos legales, esperando que les dieran una esperanza de obtener recursos financieros o incluso adelantar el proceso de ciudadanía.
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Pasó un año durante el cual conocí a gente de todas partes de los Estados Unidos. Para mí fue como acostumbrarme a una nueva cultura, una cultura donde no me sentía diferente entre otros niños pelones y en donde no era la falta de una green card lo que nos diferenciaba. También me acostumbré a los largos días de hospitalización y a tomar hasta veinte pastillas al día. Más aparte tenía que tomar medicamentos para la ansiedad y crisis psicológica que estaba teniendo a mi temprana edad. Tenía cáncer pero aprendí a ser feliz con mis nuevos amigos pelones y a andar por todos lados luciendo mi cabeza. No me importaba ser indocumentada y sólo quería seguir viviendo. Además, algo muy positivo fue que no me atrasé en la escuela y seguí estudiando con una maestra que trabajaba para el hospital, pero nunca me acostumbré a ver a otros morir porque era cuando reaparecía el miedo de yo terminar como ellos. El regreso a casa Regresé a casa y tomé la segunda y menos fuerte fase de la quimioterapia en Yakima. Estaba tan feliz de por fin regresar a lo que consideraba mis raíces, ya que no sabía lo que era México. Extrañaba mi casa, la escuela y amigos. Ya estaba desesperada por regresar a mi vida de antes. Aunque nunca esperé que dejar Seattle me dolería. Ahí fue donde conocí la muerte muy de cerca, pero incluso también había sido feliz y a muy temprana edad aprendí el significado de la familia. Por otro lado, aprendí las duras injusticias de ser indocumentada. Por lo menos había aprendido que no me importaba donde estuviera, con que tuviera a mi papá, mamá y hermano a mi lado era completamente feliz y sólo para ellos quería vivir.
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La contínua pelea contra la enfermedad Todo empeoró cuando el gobierno me amenazó con quitarme el cupón médico debido a mi estatus legal. Mi madre mandó muchas cartas al plan médico explicándoles mi situación para ver si habría forma de extender la cobertura de gastos médicos. Al final, terminaron por quitarme el cupón médico y mis padres se vieron obligados a obtener el seguro médico para mí, aun así mis padres siguieron insistiendo en que me dieran cobertura médica. Ellos no podían cubrir los gastos ni aun después de tener el seguro médico. No fue sino hasta que se pusieron a mandar varias cartas escritas por los doctores que me habían tratado, que el gobierno decidió regresarme el cupón y cobertura médica. Lamentablemente, nada más me lo regresaron por tiempo limitado y con varias restricciones, por ejemplo, el cupón nada más me cubría citas que fueran relacionadas con mi tratamiento de cáncer, pero no mis visitas al dentista u oculista. Mi madre y padre se hicieron a cargo de todos los otros gastos. Aunque terminaron debiendo mucho dinero por mis tratamientos, lograron poco a poco pagarlos. Esto sólo era en relación con las dificultades económicas, pero también había otras cosas que me lastimaban. Sentimientos lastimados Mientras mis padres se preocupaban de que obtuviera mi tratamiento, yo le temía al regreso a la escuela. Yo no era la misma, todo en mí había cambiado. Iba a entrar al quinto grado pero ninguno de los niños se veía como yo. En esta situación, no quería estar con los mexicanos y tampoco con los gabachos. Yo quería a mis amigos pelones, a los de la línea Hickman, los que tenían cáncer. Estos otros niños me daban miedo, muchos me decían que me veía diferente. De por sí yo ya era diferente 228
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por ser indocumentada, pero yo también no quería ser distinta en la forma en que me miraban. No me sentía libre, diario tenía que usar gorras y bufandas en mi cabeza porque no tenía pelo. Yo seguía con los efectos secundarios de la quimioterapia y tenía que asistir a la escuela con tapa bocas para evadir los virus de otros niños y los que flotaban en el aire. Seguido me desmayaba y odiaba ser el centro de atención. Odiaba el cáncer por cómo me había transformado físicamente. Siempre los otros niños me lastimaban, querían ver y que me quitara la gorra. No podía correr como los demás, mis piernas habían perdido sus fuerzas y no tenía la misma energía. Era común que estuviera ausente de clase. No fue hasta finales de mi quinto año escolar que los niños fueron aprendiendo mi situación y si no fue así, pues aprendí a ignorarlos. A finales del año escolar dejé de tomar quimioterapia intravenosa y únicamente tomaba medicamentos por la boca. Por fin, mi pelo volvía a crecer y comencé a lucir mi look corto. Yo caí en la cuenta de que ellos no entenderían mi situación a menos que la hubiesen vivido. Claro, no se lo deseaba a nadie, pero a mí sólo me importaba que ya casi estaba curada. Ya no tenía manchas interiores ni tumores que amenazaran mi vida y niñez. Ojalá haber migrado y ser indocumentada tampoco me hubiese negado la oportunidad de vivir las experiencias de una niñez en México. Nueva vida, nuevos pensamientos, nuevas metas Una nueva etapa en mi vida comenzó en el año 2003 cuando pude decir que era sobreviviente de cáncer. Mi pelo ya había crecido y había empezado la secundaria. Mi cuerpo aún seguía débil, pero yo ya estaba lista para salir adelante. Tenía nuevas ilusiones y me enfoqué mucho en los deportes, ya que quería fortalecer mi cuerpo. Quería vivir la vida y siempre estaba dispuesta a aprender nuevas cosas. Traté de todo: marimba, 229
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piano, boliche, basquetbol, atletismo, fútbol, natación y me convertí en amante del voleibol. Esta etapa llegó con nuevas desilusiones. Ahora no perdía días de clase por estar enferma, sino porque tenía citas de rehabilitación. Seguía con mis citas psicológicas y comencé a recibir terapias para mis piernas y brazos. Estas terapias eran importantes para mí, ya que me encantaban los deportes y los quería seguir practicando. Pasaron los años y con ellos llegaron los años de preparatoria. Ya no había terapias. Nuevamente me rellené la vida de pelo y metas. Seguía siendo la niña con pelo más corto y en el fondo me incomodaba que muchos me vieran como la niña que tuvo cáncer. Constantemente me veía en la necesidad de explicarle a un grupo nuevo de maestros las razones por las cuales era necesario que perdiera clases. Además, ahora tenía que ir a las citas médicas mensuales con mi doctor local y cada tres meses era esencial hacerme estudios en Seattle para asegurarme de que el cáncer no había regresado. Ya que estaba en la fase más vulnerable de que me regresara mucho más agresivamente que la primera vez, según decían los doctores. Había veces cuando creía que mi vida se quedaría así para siempre. Yo quería salir adelante y llegar lejos en mis estudios. Nadie de mi familia había asistido al colegio. Desafortunadamente, volví a caer a lo mismo de que sin un seguro social se me haría más difícil encontrar apoyo económico y que ser indocumentado traería aún más obstáculos y gastos costosos para poder asistir y pagar los gastos de la universidad. Aprendí nuevamente que a mí no me ayudaría el gobierno y que sola y con el apoyo de mis padres tendría que hacer esta meta realidad. Con las experiencias que obtuve mientras estuve en tratamiento en Seattle encontré una pasión por los niños y que en el futuro yo también quería ayudar a mejorar la salud de los enfermos. Les tenía paciencia y decidí luchar por tener una carrera en medicina, aun mejor si incluía ayudar a familias y niños con cáncer. 230
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Sabía que esto no sería una meta fácil, pero tenía fe en que la podría hacer una realidad. Me mantuve activa en el deporte del voleibol durante cuatro años, pero dejé tiempo libre para hacer servicio en la comunidad. Me encantaba estar rodeada de niños, especialmente si eran niños con cáncer, ya que me podía identificar muy bien con ellos y sus familias. Reconocí que si quería asistir a la universidad iba necesitar poner mucho empeño de mi parte y comencé a trabajar desde el segundo año de preparatoria. Desde de ahí hasta que me gradué trabajé por las tardes y todos los veranos. En la escuela muchos sabían que era sobreviviente de cáncer, pero como éramos más maduros entendían que era un tema serio. Mi miedo de no poder pagar la universidad y de que mi sueño se muriera era lo que me motivaba a seguir luchando. Durante el año escolar trabajaba en una panadería mexicana. Saliendo del trabajo a las diez de la noche me ponía a hacer la tarea. Incluso cuando no había clientes en la panadería me ponía a hacer tarea, ya que mi mamá trabajaba conmigo y me daba chance. Estudiaba en mis horas del almuerzo y poco tiempo después de la escuela, en el último año de la preparatoria, las usaba para hacer mis solicitudes para la universidad, era el único tiempo que tenía. Los veranos no eran tan pesados porque por lo menos no había clases. En el segundo año de la preparatoria aprendí a trabajar en las huertas. En los veranos, desde muy tempranas horas de la mañana iba a descuatar e injertar árboles. Saliendo, me iba a casa a dar un baño antes de entrar a mi horario de la tarde en la panadería. Yo quería trabajar en los empaques, ya que decían que la paga y las horas eran mejores, pero por el miedo de que llegara migración, mis padres nunca me dejaron trabajar en uno. Tenía que obedecerlos, si me detenían, mi sueño de algún día ser una médica y tener un título universitario se moriría. El último año de la preparatoria conocí a mucha gente que me ayudó para poder llegar a asistir a la universidad. Tomé mi 231
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experiencia con el cáncer como una motivación para aplicarme más en mis estudios y la vida. Ser inmigrante ilegal me cerró muchas puertas, pero haber tenido cáncer me abrió otras. Las tradiciones siguen Fui criada en los Estados Unidos y no tengo memorias de México, pero siempre me he considerado más mexicana que americana. La cultura mexicana creció conmigo y la de los americanos fue inculcada con el transcurso de los años. La escritura en el español se me ha dado por naturaleza, pero aún tengo muchas fallas de ortografía al igual que la del inglés. Soy americana porque fui criada aquí y de alguna forma le estoy agradecida a este país por darme la oportunidad de desarrollarme como persona en lo personal y académico. Aunque discretamente siempre me he distinguido por ser una ilegal en el sentido de que no puedo viajar fuera de los Estados Unidos por la falta de un pasaporte estadunidense o seguro social, he encontrado formas de salir adelante y formar una vida aquí mejor económicamente y segura que la que hubiera tenido si me hubiera quedado en México. Además, mis padres no estuvieran donde están ahora. Ellos aún siguen esperando obtener su ciudadanía algún día y seguro social para poder lograr todas las metas profesionales que les han sido truncadas. Espero algún día poder visitar México y conocer mis verdaderas raíces sin el miedo de ser arrestada y obligada a permanecer ahí. Quiero algún día poder caminar por las calles de Zitácuaro y la Ciudad de México, comiendo en los puestos de comida. Poder conocer chavos de mi edad y sus distintas formas de vivir y divertirse. Ir a la Basílica de la Virgen de Guadalupe e ir a las playas de Acapulco. Conocer el México que dejé atrás.
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Una realidad Con la llegada de mi primer año escolar como una estudiante universitaria seguí y sigo luchando para llegar a mi meta de ser una enfermera especializada en oncología. Gracias a mis buenas calificaciones pude obtener becas académicas y becas por ser sobreviviente de cáncer. Obviamente, por mi status legal no califico para solicitar la ayuda federal, pero he encontrado otras formas de conseguir dinero, además por medio de los esfuerzos de mis padres y los propios. Hoy en día sigo con los estragos de ser ilegal. Mis veranos los sigo usando como mi recurso principal para obtener y ahorrar dinero para el próximo año escolar. El apoyo de mis padres siempre lo he tenido, pero los recursos económicos son muy limitados, ya que ellos tienen sus propios gastos. Ahora los obstáculos que noto en mi universidad son los de no poder viajar o estudiar en el extranjero. También se me hace muy difícil encontrar oportunidades para pasantías donde pueda extender mi conocimiento profesional en la carrera que estoy estudiando. Mis padres entregaron la aplicación para obtener nuestra ciudadanía y seguro social. Después de catorce años seguimos esperando. Yo seguiré esperando con la esperanza de que no llegue muy tarde. El temor de que el cáncer pueda regresar sigue vivo. Aún sigo viendo a oncólogos anualmente como forma preventiva y por si acaso que mi cuerpo respondiera a los efectos secundarios de los medicamentos a los que fue expuesto. Por desgracia, los médicos piensan que tanta quimioterapia noqueó mi glándula tiroides. A pesar de esto, estoy más saludable que nunca, pese a todas las desveladas que uno experimenta como estudiante universitario.
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Mis metas siguen y seguirán creciendo. Aunque ser indocumentada me ha puesto barreras, siempre he encontrado la forma de brincarlas y sobresalir. La prueba más grande que me ha dado la vida la sufrí de niña y la batalla contra la muerte la gané aun siendo ilegal.
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El cruce (Huey Tlatoani) Categoría B / Mención Honorífica
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a pantalla en la sala de arribos internacionales nos indica que el vuelo proveniente de la Ciudad de México viene con veinte minutos de retraso. Mis hijos, Jordán, de dieciocho años, y Jareth, de diez, muestran su descontento con profundos suspiros. Este sábado por la mañana ellos preferirían pasarlo en casa, chapoteando en la alberca o con sus juegos de video. El primero es diez centímetros más alto que yo, fornido y bien parecido; el segundo es nuestro bebé, de ojos soñadores y sonrisa fácil. —¡Veinte minutos! —exclama Jareth, incrédulo— ¿Y qué vamos a hacer mientras? —Primero vamos a sentarnos —contesta su hermano, práctico, dirigiéndose a los asientos más cercanos. Mi esposa Lulú y yo los seguimos, tomando asiento junto a ellos. Ambos miran en derredor observando a la gente primero, luego el lugar, después las tiendas, y en menos de dos minutos su tolerancia al fastidio se viene abajo. Se hacen muecas uno al otro por unos breves instantes y finalmente optan por platicar. —¿Cuándo tú llegaste a Houston también llegaste aquí, mamá? —pregunta Jareth. —No, papi, yo llegué al aeropuerto Hobby, donde llegan los vuelos nacionales —le responde Lulú. —¿Tú también, papá? —le toca preguntar a Jordán, casi por compromiso.
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—No, hijo —le respondo distraídamente— yo llegué escondido en la parte de atrás de una camioneta, junto a tu tío Joel. Los dos se miran extrañados y sacuden la cabeza, no muy convencidos. —¿Escondidos? —La voz aguda de Jareth inquiere— ¿Por qué escondidos? Hasta este momento caigo en la cuenta de que jamás había compartido con mis hijos la forma en que mi familia había llegado a los Estados Unidos, los motivos y circunstancias que nos trajeron a esta tierra que ahora ellos llaman suya y que a nosotros nos alejara de la tan querida y vieja Tenochtitlan. —Porque entramos al país ilegalmente —contesté— porque éramos “mojados”. Sus caras dejan atrás la curiosidad para llenarse de sorpresa. Simultáneamente miran a su madre, esperando tal vez una sonrisa o un guiño de complicidad que les indique que sólo estoy bromeando, pero Lulú asiente con la cabeza. Las facciones de mis hijos se llenan de asombro. —Oh, my God! —exclama Jordán, dramáticamente. Luego baja el tono de su voz— ¿Por qué nunca nos dijeron eso? ¿Quién más sabe que tú eras… ilegal? Yo soy ciudadano americano, ¿verdad? —Cállate, mano, no interrumpas a papi —corta de tajo su hermano menor, sus ojos curiosos mirándome anhelantes— ¿Tú y mi tío Joel se vinieron atrás de una camioneta desde el DF, papi? —No, hijo, fue un poco más complicado. — ¡Dime, dime, dime! —suplica Jareth cómicamente. —Cuéntales, tienen casi veinte minutos para oír la historia —comenta Lulú.
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El cruce
Miro mi reloj y luego aspiro profundamente, mi mente empezando a llenarse de pasajes de mi vida que hacía décadas no recordaba. —Su abuelo Armando perdió su taller mecánico en la ciudad de México y no pudo encontrar trabajo. A veces arreglaba carros en la calle pero lo que ganaba no era suficiente para mantener a una esposa y cinco hijos. Desesperado, un día pensó que si trabajaba una temporada en Estados Unidos y ahorraba, entonces podría regresar a México y comprar otro taller mecánico, así que en… mil novecientos ochenta decidió venirse solo a trabajar a Houston. Aquí encontró trabajo rápido y como era un buen mecánico lo hicieron jefe de un taller enorme. Nosotros estábamos muy felices porque pensamos que con ese trabajo papá podría juntar el dinero más rápido y regresar antes, pero… —¡Tu papá les dijo que se vinieran todos a vivir a Houston!— interrumpe Jareth, sonriendo de oreja a oreja, satisfecho por su capacidad de deducción. —Exacto —continué—: Cuando su abuela Flora nos dio la noticia de que nos íbamos a vivir a Houston, sus tíos y yo nos pusimos muy contentos, y también muy tristes. —¿Pero por qué contentos y tristes? —pregunta Jordán. —Contentos porque íbamos a poder estar con papá otra vez, y tristes porque íbamos a tener que dejar nuestra casa y nuestras cosas: los muebles, los libros, los discos, los juguetes, las fotografías, la ropa, los vecinos, los amigos, la escuela y el resto de la familia. Los dos guardan silencio por unos segundos, tal vez imaginando la situación y sintiendo lo que antaño nosotros sintiéramos. —Yo también me pondría triste si tuviéramos que dejar nuestra casa —susurra Jareth.
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Lulú, enternecida, lo despeina y le da un beso en la mejilla. —El viaje iba a ser largo, nos dijo su abuela. Largo y diferente. No iba a ser como otros viajes que habíamos hecho antes, como cuando íbamos de vacaciones, porque la gente que nos iba a llevar a Houston no nos podía llevar a todos juntos, así que teníamos que separarnos para luego juntarnos otra vez al lado de papá. El altavoz anuncia una llegada con voz ininteligible. Todos volteamos a la pantalla. —No es nuestro vuelo —dice Jordán apuntando a la pantalla—. Sigue contándonos. —A su tío Joel y a mí nos llevó su abuela a Nuevo Laredo con un señor que se llamaba Don Filemón, un viudo que se dedicaba a pasar solamente a hombres y niños al lado americano, porque, según él, las niñas y a las mujeres eran muy “soflameras,” y de plano no tenía paciencia para oírlas ni aguantarlas. Mi mamá estaba muy preocupada porque iba a tener que dejar a sus dos hijos solos, con gente que no conocía, y así se lo dijo a Don Filemón. Él no contestó nada, le llamó a Chana, su hija, y le contó la preocupación de mi mamá. Ella, con un niño en brazos, para calmar a nuestra madre le prometió que iban a cuidar de nosotros como si fuéramos sus propios hijos, que Don Filemón era hombre cabal y de palabra, por todos respetado, y si él aseguraba que nos llevaría hasta Houston, sea como fuere, el cumpliría. Joel y yo nos miramos y sonreímos porque el tipo oía hablar a su hija y nada más asentía, mirando a la distancia, como sintiéndose superhéroe. Mi pobre madre les creyó el cuento chino y entre lágrimas de agradecimiento les pagó. También a Joel y a mí nos dio unos pesos para que compráramos golosinas y refrescos. Cuando se fue nos echó su bendición y nos dio un beso; iba un poco más tranquila, pero aún lloraba.
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El cruce
En este momento observo mi reloj otra vez, me levanto para estirar las piernas y crear un poco de suspenso. Mis hijos me observan atentos. Miro mi reloj una vez más y luego la pantalla de arribos. Su desagrado no se hace esperar. —¡Apúrate, papá! —exige Jareth. Me siento y prosigo: —Esa noche Don Filemón nos quitó más de la mitad del dinero que nos dejó mi mamá y se emborrachó a nuestra salud, diciendo que no podía cruzarnos pronto porque el río Bravo llevaba mucha agua y era muy peligroso. El poco dinero que nos quedó pasó a manos de Chana, cuando inocentemente le fuimos a dar la queja del hurto de su padre. Dijo que era para cubrir los gastos de comida mientras estuviéramos en su casa. Aburridos y sin dinero, los dos próximos días Joel y yo nos pasábamos las horas explorando el vecindario y comiendo los chicharrones de Catán que nos regalaba el ancianito en la tienda de la esquina. —¿Qué es eso, catán? —pregunta Jareth. —Es un pez enorme que se pesca en el río Bravo, algunos llegaban a crecer más de ocho pies y a pesar casi trescientas libras; el viejecito nos enseñó los enormes cráneos que tenía colgados en la pared de la tienda y vimos que la cabeza era muy parecida a la del caimán, con todo y las dos hileras de dientes largos y afilados. Entre risas de su desdentada boca juraba y perjuraba que había catanes gigantes que esperaban a que la gente cruzara el río de noche para devorarla. —Yo los he visto en el acuario del zoológico. ¿No es cierto que se comen a la gente, verdad? —pregunta Jordán, no queriendo parecer demasiado inocente a su vez. —No, el anciano decía eso nada más para asustarnos. Bueno, por fin, al tercer día Don Filemón anunció que todo estaba listo y que a la mañana siguiente finalmente podríamos
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Historias de migrantes, IV Concurso
cruzar el río. A Joel y a mí nos dio mucho gusto, pero no estábamos preparados para todo lo que iba a suceder después. —¿Por qué? ¿Se perdieron? —Jareth. —¿Los abandonaron? —ahora Jordán. —¿Se cayeron al río? —Intenta de nuevo Jareth. —¡No, metiches! Si me dejan continuar les explico —los dos callan al unísono. No puedo creer el grado de atención que me están dedicando—. Lo que pasa es que nadie nos había explicado lo que significaba “cruzar el río” y las cosas que debíamos hacer para lograrlo. Para empezar, Chana entró a despertarnos a las dos de la madrugada y nos dijo que la siguiéramos sin hacer ruido. Medio dormidos y con mucho frío caminamos detrás de ella por las calles solitarias y mal alumbradas. Poco a poco las casas se fueron haciendo menos y por la falta de alumbrado la noche se hizo más oscura, hasta que llegamos a la orilla de un bosque. Ella llevaba una lámpara de mano y caminaba demasiado rápido delante de nosotros; Joel y yo apenas podíamos ver donde pisábamos y era difícil seguirle el paso, a cada momento tropezábamos y varias veces caímos al húmedo suelo. Chana, molesta, nos regañó porque tuvo que regresar a buscarnos en varias ocasiones. Vieja bruja, pensé, dónde había quedado la promesa de cuidarnos como a sus propios hijos. Pero no dije nada. Por fin, después de mucho tiempo, llegamos a donde estaba Don Filemón. Cerca de nosotros, entre las sombras, se escuchaba el correr del agua. Chana se regresó y él nos dio la primera sorpresa de la noche: nos dijo que nos quitáramos la ropa, excepto los calzoncillos. Joel y yo nos quedamos mudos, sin hacer nada, pero cuando vimos que Don Filemón empezó a quitarse la ropa, mi hermano y yo lo imitamos, aunque no muy convencidos. Cuando acabamos y con la ropa en nuestros brazos caminamos unos metros detrás de él y…
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Otra vez el altavoz. Otra vez un mensaje sin mensaje y la mirada rápida de todos hacia la pantalla. —Falsa alarma, ‘apá, síguele —me urge Jordán. —Bueno. Caminamos unos metros más y llegamos a la orilla del río. Los dedos de nuestros pies se hundieron en el lodo frío, que junto al aire de la madrugada nos hizo temblar. Don Filemón se acercó a unos arbustos y de entre ellos sacó una cuerda larga, una cámara de llanta inflada y varias bolsas de plástico, donde nos dijo que pusiéramos nuestra ropa para que no se mojara. —¿Qué es una cámara de llanta? —pregunta Jareth. —Es como el flotador rojo que usabas en la alberca cuando no sabías nadar —ofrece su hermano. —¡Aaaah! —El hombre amarró un extremo de la cuerda al tronco de un árbol y se arrojó al agua con la otra punta, nadando a la orilla opuesta. La noche era tan obscura que después de algunos metros lo perdimos de vista y sólo escuchábamos sus brazadas sobre el agua, luego nada, sólo el correr del agua y el aire entre los árboles. Después de un par de minutos Joel y yo empezamos a sentir miedo de que Don Filemón se hubiera ahogado, o peor aún, que nos hubiera abandonado; entre susurros nos preguntamos cómo íbamos a hacer para regresar a la casa con Chana, y luego hasta Houston, o la Ciudad de México. Estábamos a punto de empezar a gritarle cuando en ese instante la cuerda se tensó poco a poco hasta quedar por encima del agua y luego se escuchó un chapuzón en la distancia y las brazadas de Don Filemón. —Jareth levanta la mano para poder hablar—. A ver, el niño despeinado —le digo jugando. —¡’Apá! —su sonrisa fácil aflora— ¿Cuántos años tenían tú y mi tío Joel? —Yo catorce, tu tío trece —le contesté haciendo un rápido cálculo de fechas en mi mente. 241
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—Y después, ¿qué pasó? —Jordán tercia. —Bueno, pues Don Filemón echó la cámara sobre el agua junto a la cuerda y tomó las bolsas de ropa de nuestras manos, luego nos preguntó si sabíamos nadar. Los dos contestamos que no y lanzó un largo suspiro de desaprobación, frustrado. Le ordenó a Joel que se sentara dentro de la cámara y a mí que me esperara hasta que regresara. Con un nudo en la garganta los observé alejarse sobre el agua: Joel sentado en la cámara y halando la cuerda, las bolsas de ropa sobre su estómago; Don Filemón nadando y empujando la cámara entre resuellos y pujidos. Poco a poco se fueron perdiendo en la noche hasta que se los tragaron las sombras. Momentos más tarde también los gruñidos de Don Filemón se apagaron. —¿Tenías miedo? —Jareth pregunta. —Mucho. Parado semidesnudo ahí, junto al agua, temblaba de frío, pero más de miedo. Cada ruido a mi alrededor me sobresaltaba y me hacía imaginar que alguien o algo estaba escondido entre la negrura, esperando a que me descuidara para hacerme daño. Claro que no había nada acechando, pero recuerdo que pasó una eternidad hasta el momento en que volví a escuchar el chapoteo en el agua y los gruñidos de cansancio de Don Filemón regresando de la otra orilla. Cuando se acercó lo suficiente no esperé a que dijera nada y de un par de brincos me metí al agua. El viejo se rió al verme correr saltando de puntitas y echarme un clavado sobre el flotador. A lo lejos, más abajo, se escuchó un sonoro batir de agua. Volteé a ver a Don Filemón en busca de una respuesta pero sólo levantó los hombros, indiferente y definitivamente nada preocupado. El altavoz suena otra vez, pero ya nadie le pone atención. Jareth, para acercarse más, se sienta sobre las piernas de Lulú. —Apenas habíamos avanzado unos metros cuando Don Filemón se detuvo en seco. Con un susurro me ordenó que no hiciera ruido y un gesto de su cabeza me señaló el otro lado de 242
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la orilla. Al principio no noté nada, pero después vi los destellos de varias lámparas entre las sombras río abajo, no se cuán lejos porque era difícil calcular por la falta de luz, tal vez a treinta o cuarenta metros. Luego llegaron las voces, al principio tan sólo un murmullo y después de varios minutos empezaron a hacerse audibles, luego claras y amenazantes… —¡La policía! —murmuró Jareth, los ojos como platos. —No, menso, Migración— corrige su hermano sutilmente. —Los dos están en lo correcto —media Lulú—. Era la patrulla fronteriza. —Ahí nos quedamos, a mitad del río, flotando y meciéndonos en la corriente, a más de quince metros de donde queríamos llegar. Río abajo, las luces y las voces seguían bailando entre las sombras, acercándose a veces, alejándose otras. Don Filemón me hizo señas y reiniciamos la marcha otra vez, sólo que ahora más despacio, con menos ruido. No habíamos avanzado más de un par de metros cuando de pronto los agentes se empezaron a acercar, deteniéndose a tan sólo unos metros de nuestro destino. Las voces eran claras ahora, comunicándose entre ellas sin que pudiera entender lo que significaban. —¿Y tío Joel? —pregunta Jordán. —Desde donde estábamos no se podía distinguir nada, pero yo por dentro rezaba para que se escondiera bien de los agentes. Las voces cesaron y las luces de tres linternas empezaron a recorrer irregularmente las aguas del río; de arriba a abajo, de lado a lado, por las orillas. Poco a poco fueron acercándose a nosotros, arrancando destellos a menos de tres metros de donde Don Filemón y yo flotábamos... —Con tanta agua me dieron ganas de entrar al baño — interrumpe Lulú—. No te detengas, ahorita vuelvo. —Mamá, aguántate tantito —suplica Jareth sobre sus piernas. 243
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—Yo ya me sé la historia, papi. No me tardo. Mis hijos suspiran impacientes, Jareth se levanta, ella se pone de pie y se aleja; él se apodera de la butaca y con un gesto de sus manos me apremia a continuar. —Las luces de las linternas jugueteaban a unos cuantos metros de nosotros y era cuestión de segundos antes de que nos descubrieran. De pronto, en la orilla del lado mexicano, se escuchó un atronador revoloteo de agua. Las luces se movieron rápidamente en esa dirección y con ellas nuestras miradas. Allá, en el agua revuelta y poco profunda, sobresalía el descomunal lomo de un catán, sus lustrosas escamas reflejando la luz en todas direcciones. Se mantuvo quieto unos segundos más, luego volvió a sacudirse violentamente y en una fracción de segundo se internó en aguas profundas. Las linternas se apagaron. Los agentes reían entre ellos y poco a poco sus voces se fueron perdiendo en la distancia. Nosotros reiniciamos la marcha y después de unos minutos llegamos a la orilla. Con una seña el viejo me indicó que no hiciera ruido. En total silencio empezamos a buscar a Joel, ambos aún en calzoncillos y titiritando de frío. Ni Joel ni las bolsas se veían por ningún lado. “Me lleva el diablo,” susurró Don File, empezando a desesperarse después de varios minutos, “si aquí dejé yo a ese chamaco menso,” refunfuñó. De pronto, de la copa del árbol sobre nuestras cabezas, cayó una de las bolsas de ropa a un lado de Don File. “Acá estoy arriba,” dijo Joel en un murmullo, “no sabía que eran ustedes, por eso no dije nada.” Mi hermano, completamente vestido, bajó del árbol. “Muchacho canijo, casi me pegas con la bolsa en la cabeza,” lo regañó el viejo a la vez que le pegaba con la palma de la mano en la nuca. Joel esperó a que el hombre le diera la espalda y con la pistola imaginaria de su índice y pulgar le disparó en la nuca y fingió carcajearse. Mis hijos se ríen imaginando la escena. Lulú regresa y toma otro asiento mientras yo echo un rápido vistazo a la pan244
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talla. El vuelo aún está retrasado por doce minutos. Me toco la bolsa de la camisa y palpo la cajetilla de cigarros. En doce minutos puedo salir, fumar el delicioso tabaco turco y regresar justo a tiempo para ver llegar a Víctor, tío abuelo de Lulú, que viene de visita; sin embargo, la mirada anhelante de mis vástagos me quita las ganas de fumar. —Bueno, ¿en dónde nos quedamos? —pregunto, sabiendo de antemano la respuesta. —¡Tío Joel bajo del árbol! —me contesta Jordán. —En silencio y temerosos de que regresaran los agentes, Don File y yo nos vestimos; él volvió a guardar la cámara y bolsas vacías entre la maleza y nos hizo señas para que lo siguiéramos. Muy calladitos, pero contentos de volver a estar juntos, su tío y yo lo seguimos por entre el sendero. Lentamente, las casas y la iluminación se fueron haciendo más y en menos de media hora estábamos en una calle llena de casas sucias y descuidadas. A media calle nos detuvimos frente a la peor de ellas; a leguas se veía abandonada, las ventanas habían sido clausuradas con tablones, la maleza en derredor estaba demasiado crecida y había basura y escombros de construcción por todos lados. “Este borracho méndigo no ha llegado” dijo enojado Don File. Le preguntamos quién era el méndigo borracho y en ese momento nos dio la segunda sorpresa de la noche. Resulta que el méndigo borracho era un gringo conocido suyo y quien estaría a cargo de llevarnos en su camioneta hasta Houston. Joel y yo no lo podíamos creer; no nos importó que nos hubiesen quitado nuestro dinero, ni que durmiéramos en el piso, o que el viaje llevara ya tres días de retraso; caramba, ni siquiera la grasienta y desabrida sopa de Chana nos había molestado, pero esto ya era el colmo, botarnos así nada más por asistir a una fiesta, sin interesarle lo que pudiera pasarnos, no tenía excusa. Por fin explotamos; le reclamamos que ése no había sido el trato, que se le había pagado y él había prometido a nuestra 245
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madre que cuidaría de nosotros como a sus propios hijos y nos llevaría hasta Houston, que como el hombre de palabra que se ufanaba en pregonar, lo menos que podía hacer era cumplir. El viejo nos miró sorprendido al principio, luego con burla, y concluyó: “Hoy se casa la hija de mi compadre, chamacos tarugos, y si los llevo a Houston pus no me va dar tiempo de asistir al “bodorrio”. Yo cumplí con cruzarlos el río, así que se joden. El gringo Jimmy los va a llevar en su camioneta, no se preocupen: al rato que se la baje la borrachera viene por ustedes.” Se puso las manos en la cintura, nos miró retadoramente y con un ademán de cabeza nos señaló la casucha, “Métanse ahí y no salgan ni se asomen. Si alguien los ve, le va a llamar a la migra y se los van a llevar.” Dio media vuelta y emprendió el regreso a su casa. —¡Pinche viejo maldito! —expresa mi hijo menor con coraje. —¡Jareth! —se escandaliza Lulú. —¡Mira lo que le hizo a mi papá! —se defiende Jareth, los ojos húmedos. —Papi, todavía no acabo —le digo a mi bebé—, ésta no es una historia triste. —No te enojes, chaparro —le dice su hermano, sutil y delicado como siempre—. Deja que termine papá de contarnos. ¿Está bien? Jareth asiente. A estas alturas ya nadie pone atención a la pantalla de arribos. —Don Filemón se alejó varios pasos. Su tío Joel, irreverente desde pequeño, le recordó que ya pronto sería Día de las Madres, a lo que el viejo inescrupuloso contestó con una carcajada. Enojado, levanté del suelo un pedazo de concreto roto y sin pensarlo dos veces se lo arrojé, apuntando a la cabezota pero pegándole en la espalda. El tipo dio un berrido y dando media vuelta avanzó un paso hacia nosotros, en su cara 246
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pintadas las ganas de ponernos una buena paliza. “Ahorita van a ver, escuincles, hijos de…” En ese momento la piedra que le soltó Joel le dio de lleno en la barriga y lo puso a aullar, echándolo para atrás. Ya no lo dejamos reponerse. Bajo una lluvia de piedras los guaraches del viejo resonaron por toda la calle en su loca carrera rumbo al río. “¡Chilangos méndigos…!” lo interrumpe una piedra en el lomo, “¡Ay Diosito lindo…! ¡Por eso naiden los quiere!” nomás alcanzó a decir antes de dar vuelta en la esquina. Joel y yo nos moríamos de la risa mientras los perros del vecindario empezaban a ladrar. Mis hijos estallan en carcajadas también y chocan las palmas. —En algunas de las casas se empezaron a encender luces por el escándalo que hicimos. Joel y yo corrimos a la parte de atrás de la casona y entramos por una ventana sin tapar. Poco a poco nuestros ojos se acostumbraron a la obscuridad y pudimos ver lo que había adentro. Basura y más basura. No había luz, ni agua, ni siquiera una silla para sentarse. Había basura vieja, polvosa. Nos sentamos a un lado de la ventana y ahí continuamos riéndonos bajito. Cuando vimos las primeras luces de la mañana entrar por la ventana nos empezamos a preocupar por nuestra situación. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar el gringo? ¿Cómo nos íbamos a comunicar con él? ¿Sería enojón también? Bueno, y si de plano no llegaba, ¿qué íbamos a hacer? Y así seguimos, entre temores y especulaciones hasta que nos quedamos dormidos. —¿Se quedaron dormidos entre la basura? ¿De veras? —preguntó Jordán, incrédulo. —Claro, recuerda que estábamos despiertos desde las dos de la mañana y habíamos caminado un buen rato. —¡Noooo! ¿Entonces por qué todos los días me dices que no me puedo dormir hasta que limpie mi cuarto? —cuestiona Jareth, su mirada exigiendo una respuesta. 247
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—A ver, ¿por qué? —Lulú inquiere también, sonriendo. —Bueno, ¿me van a dejar terminar o me voy a fumar? —lanzo una amenaza vacía, no sabiendo otra cosa que decir. —No, mejor termina, papi, por favor —accede Jareth, magnánimo, y luego entre dientes añade—. Pero luego hablamos de mi cuarto. Jordán lo calla con un dedo sobre sus labios. —Nunca nos dimos cuenta en qué momento llegó el gringo a la casa. Sus fuertes “toquidos” sobre la pared nos despertaron casi instantáneamente. Volteamos a verlo, sobresaltados, no sabiendo si era la persona que esperábamos o no. Flaco pero de apariencia correosa, desde sus más de seis pies de altura nos miraba amigablemente. No era tan viejo como había esperado, tendría a lo mucho cincuenta y cinco años. Dentro de sus overoles de mezclilla viejos y su camisa vaquera a cuadros desgastada, parecía la viva imagen de granjero americano. Miró en derredor y arrugó la nariz. “¿Están listos, muchachos?” preguntó en un buen español cargado de acento. Joel y yo nos miramos, sorprendidos. Asentimos y deslizó su largo cuerpo a través de la ventana. Lo seguimos hasta su camioneta en silencio. El sol de la tarde me hizo entrecerrar los ojos. La calle se encontraba desierta a excepción de un anglosajón anciano en la casa de enfrente, que bajo su porche bebía de un vaso sobre una mecedora; ambos hombres se saludaron e intercambiaron unas cuantas palabras que no entendimos. Jimmy subió a su maltratada camioneta, un vejestorio color verde de cabina sencilla con un destartalado camper color café más largo que la caja. Siempre sonriente nos hizo una seña para que lo imitáramos. —Él sí era bueno, no como el méndigo Filemón —dijo Jordán. —Sí, era una buena persona —contesté—. Mientras Jimmy manejaba nosotros íbamos viendo todo a nuestro al248
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rededor, maravillados: los anuncios en un idioma que no hablábamos, los vehículos enormes y resplandecientes, las avenidas amplias y limpias, los negocios, la gente. Nos preguntó nuestros nombres y él se presentó formalmente. Jimmy Brown se llamaba, de algún lugar cercano al río Mississippi. Le preguntamos donde había aprendido español y nos dijo que en su casa, de su esposa, una señora mexicana que había muerto hacía muchos años, pero en honor a ella él nunca dejo de aprender. Se detuvo frente a una tienda en un centro comercial y nos dijo que esperáramos. Minutos después salió con una bolsa en las manos y nos llamó, nos entregó una camiseta para cada quien, señalo con su mano el baño público y dijo que quitáramos el lodo de nuestros zapatos, que nos aseáramos y él regresaría por nosotros en menos de media hora. Una vez limpios, salimos y Jimmy ya nos estaba esperando dentro de su camioneta, la abordamos y nos entregó una bolsa a cada quien con refresco, papas fritas y lo que sería la primera y más deliciosa hamburguesa que jamás haya comido en mi vida. En tanto Joel y yo empezábamos a devorar la comida, él destapó una cerveza que sacó de debajo de su asiento, la miró anhelante y de un largo trago se la terminó, arrojó el envase vacío por la ventana de acceso a la caja, se estiró, sacó otra y la abrió, nos dijo “Salud, amigos” y poniendo el vehículo en marcha nos alejó del lugar. —Jimmy era alcohólico —musito Jordán, como desilusionado. —Sí, hijo, pero a eso voy —confirmé—. Íbamos sobre una amplia avenida, entre los temblores, el humo y explosiones de la vieja camioneta y de repente a Jimmy le dio por contarnos que su esposa había sido la mujer más buena del mundo antes de que el cáncer se la quitara unos años atrás. Nunca tuvieron hijos y su única familia había sido ella, así que cuando murió él se quedó totalmente solo. La soledad lo fue hundien249
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do en la depresión y la única manera de aliviarla, según él, era una cerveza y muchas más después. No le importó perder su trabajo y su casa, y menos le importaba lo que la gente pudiera o quisiera pensar. Para él era preferible estar borracho que triste. Y diciendo eso destapó otra cerveza. Joel y yo acabamos de comer y noté que poco a poco se iban acabando las casas y negocios y en su lugar empezaban a aparecer granjas y sembradíos. También noté que viajábamos a muy poca velocidad. A una ridículamente lenta velocidad. La mayoría de los conductores que nos rebasaban tocaban su claxon escandalosamente y sacudían sus puños al aire al pasar junto a nosotros. Jimmy, con la cerveza entre las piernas, les respondía con una sonrisa y un saludo de mano. Conforme el sol de la tarde alargaba la sombra de la lenta camioneta sobre la carretera, el alcohol se le fue subiendo a Jimmy a la cabeza y entre hipos y eructos nos dijo que según sus cálculos llegaríamos a Houston entre la una y dos de la mañana, tal vez antes, tal vez después. “Pero antes,” agregó, “vamos a pasar caseta donde migración me pregunta y mira papeles y los perros van oler la camioneta.” “¿Usan perros para buscar a los ilegales?” Preguntó Joel, preocupado. Jimmy soltó una estruendosa carcajada y le dio otro sorbo a su cerveza. “No mi’jo, los gringos usan perros para buscar mariguana. No se preocupen. Yo aviso cuándo estar cerca para que se esconde atrás en camper de camioneta, abajo de lonas que tengo.” Soltó otra carcajada, divertido aun por el comentario. Joel y yo nos reímos también, aunque sin muchas ganas y no muy convencidos de su estrategia; nosotros habíamos pensado que una vez cruzado el río ya no habría más de que preocuparse. Volteó a mirar la pantalla y el matrimonio hispano sentado frente a nosotros junto a sus cuatro hijos me sonríe. Jareth les sonríe y los saluda con un ademán. —Está buena la historia de mi papi, ¿verdad? —les pregunta Jareth. 250
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—Bastante —le contesta el hombre. Siempre reservado y poco social, el comentario me hace sentir incómodo. Para colmo Jordán me apresura: —Apúrale, papá, ya falta poco. Doy un largo suspiro, mi inspiración ya menguada por la atención no deseada. Estoy a punto de posponer el final de la historia para otro día cuando por encima de Jareth, Lulú estira su mano y toma la mía, me sonríe y asiente sutilmente. Aprieto sus dedos de manera leve y continúo. —No sé en qué momento nos quedamos dormidos, tal vez amodorrados por la comida y el sol bochornoso de la tarde. Yo, al menos, no me di cuenta, pero cuando las llantas de la camioneta salieron de la carretera y empezamos a dar brincos sobre los asientos, los tres nos despertamos al mismo tiempo entre gritos. Jimmy agarró el volante, Joel a Jimmy y yo el tablero. El aire se llenó de lamentos de angustia y dos segundos después Jimmy dio un súbito enfrenón que hizo zigzaguear la camioneta y levantó nubes de polvo. Todo lo que venía dentro de la camioneta, adelante y atrás, se golpeó, rebotó y volvió a golpear, incluyendo nosotros mismos. La camioneta por fin se detuvo. Nos quedamos callados y quietos, bañados en cerveza y refrescos, mirando la polvareda asentarse. Abrí la puerta y me bajé, seguido de Joel. Jimmy también se apeó y los tres nos paramos frente a la camioneta, las piernas temblándonos del susto. De repente, Joel se empezó a reír bajito. Lo miré y no pude evitar contagiarme. Jimmy tardó un poco más pero al final acabamos los tres carcajeándonos como tontos en medio de la nada. Jimmy señaló a Joel y puso cara de asustado. “¡Aguas, Jimmy, ay, ay, ay, aguas, weeey!” le arremedó con la voz aguda. Joel agarró un volante imaginario con una mano, una botella con la otra y puso cara de horror mientras gritaba con voz de borracho “Güach, güach, oh, chet, ooooooh, chet!” y se sacudió como si chocara. Yo me tiré sobre las piedras y el 251
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pasto, muriéndome de la risa. Al final ellos también acabaron sentados junto a mí, agotados de tanto reírnos. Mis hijos también están atacados de la risa, los vecinos de la hilera de asientos de enfrente sonríen. Hasta Lulú, que probablemente ha oído la historia en más de una ocasión, sonríe. —Poco a poco nuestro ataque de nervios pasó y Jimmy miró en derredor, ubicándose. Se paró, pateó las llantas y revisó la parte de abajo de la camioneta. “Ya vamos a llegar a caseta. Vamos a acomodarlos en camper.” Mientras las sombras de la tarde se iban alargando, nos acomodamos lo mejor que pudimos cerca de la cabina, robándole espacio a bolsas de ropa, cuadros, maletas y artículos varios. Jimmy echó sobre nosotros varias lonas polvosas y nos dijo que nos mantuviéramos callados y sin movernos, que él nos avisaría cuándo podríamos pasarnos al frente. —¿Y siguió tomando Jimmy? —Jordán. —No, afortunadamente las dos botellas y media de cerveza que le quedaban se rompieron con el enfrenón, pero Joel y yo, en total obscuridad bajo las lonas, íbamos rezando para que no se fuera a quedar dormido otra vez. Gracias a Dios nada pasó. El resto de nuestra lenta marcha continuó sin incidentes, con todo y los continuos toques de claxon de los otros conductores al rebasar. Después de lo que se nos hizo una eternidad, por fin empezó a detenerse la camioneta. Durante varios minutos avanzamos a vuelta de rueda, parando y arrancando, parando y arrancando, hasta que finalmente la camioneta se quedó totalmente inmóvil y se escucharon otras voces aparte de la de Jimmy. Yo me acuerdo que contuve la respiración lo más que pude, tratando de no mover ni un solo músculo. Se escucharon las voces más cerca, la puerta del camper abrirse, la voz de Jimmy, luego la de otra persona, muy cerca el ladrar de un perro… y luego la tapa se volvió a cerrar, se escuchó la puerta de Jimmy azotarse y la camioneta arrancó. Momentos más 252
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tarde, Jimmy, feliz, lanzó un grito vaquero de alegría y nos dijo que ya nos podíamos destapar. Por fin pudimos respirar aire fresco y notamos que la noche ya había caído sobre la desierta carretera. Pasamos nuestras cabezas por la ventana de acceso a la cabina, felices. Jimmy dijo que no habría más casetas de revisión y de gusto se puso a cantar con su entrecortado español. Cada que decía una palabra mal Joel y yo lo corregíamos entre risas. En eso precisamente estábamos cuando un vehículo nos empezó a rebasar. Nadie le puso atención. Cuando se puso a nuestro lado pensé que iba a tocar el claxon, como todos los otros, pero en lugar de eso se encendieron unas luces de torreta policiaca. Jimmy lanzó una maldición y con el puño golpeó el volante. Joel y yo nos agachamos, afanosamente tratando de taparnos con las lonas a pesar de saber que el policía nos había visto. Jimmy bajó la velocidad y gritó que era la migra. —Oh, my God! —volvió a decir Jordán por segunda ocasión, sólo que ahora en tono de desaliento. Las lágrimas empezaron a asomar a los ojos de Jareth. —Jimmy detuvo la camioneta y la apagó. No se escuchó nada por un momento. De repente se abrió la puerta del camper y luego la tapa de la caja. La angustia me cerraba la garganta. De un fuerte tirón las lonas dejaron de cubrirnos y nos sentamos al instante, cegados por las luces altas de la patrulla a espaldas del agente de migración parado frente a nosotros, quien a su vez nos apuntaba con una lámpara de mano. Jimmy trató de hablar, pero el agente dijo algo y Jimmy enmudeció. En silencio nos estudió durante varios segundos y apagó su lámpara. Sus facciones se hicieron un poco claras y noté que era joven, muy joven. Con su mano tocó el micrófono del radio sobre su hombro sin accionarlo, sus ojos azules penetrando los nuestros. Nos miró por unos segundos más, arrugó la frente y retiró su mano del hombro. Sonrió un poco y cerró la caja, luego la tapa del camper y se encaminó a su patrulla. Joel y yo 253
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nos miramos, confundidos. Cuando la patrulla se alejó a alta velocidad con las luces destellantes encendidas, volteamos a ver a Jimmy a través de la ventana en busca de una respuesta, pero vimos que estaba tan sorprendido como nosotros. El pobre recargó la nuca sobre el descanso del asiento y suspiró, aliviado, se persignó y susurró “Dios te bendiga, gringo.” Nos hizo señas para que nos pasáramos a la cabina y encendió la camioneta. El resto del trayecto lo hicimos sin mucho alboroto, la vieja radio de la camioneta tocando a ratos música country a la que Jimmy hacia segunda, no, muy mala segunda con su rasposa voz. Una vez en Houston llamó por teléfono desde una tienda y un rato más tarde llegaron a recogernos nuestros papás. Después de los abrazos, lágrimas y besos le preguntamos a Jimmy si quería ir a descansar a la casa, pero dijo que no, que tenía que regresar a Laredo. Papá le ofreció dinero y tampoco lo aceptó, sólo pidió que le invitara una cerveza. Sin perder tiempo, mi padre corrió a la tienda mientras nosotros nos despedíamos de Jimmy con fuertes abrazos y palmadas de espalda. Mi viejo volvió y le entregó la caja. Jimmy la acomodó en el asiento, subió a la camioneta y se llevó una de las botellas a la frente por un instante, disfrutando la frialdad del cristal, la destapó y le dio un largo trago hasta vaciarla. Suspiró satisfecho, sonrió su franca sonrisa y se despidió con un gesto de mano. Nunca lo volvimos a ver. —Wow! —exclamó mi hijo Jordán, usualmente no muy dado a exteriorizar lo que siente, como su papá—. En una noche viste lo peor y lo mejor de la gente. —¡Exacto! —dije gratamente sorprendido. Jordán había visto más allá de los momentos difíciles y cómicos de la historia. Había sido capaz de mirar dentro del corazón humano y apreciar lo bueno y lo malo tanto de aquellos en los que habíamos pensado poder confiar y nos desilusionaron, como de aquellos de quien no esperábamos nada y sin embargo nos en254
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señaron a tener fe. En ese momento caí en la cuenta de que mi hijo se había empezado a convertir en todo un hombre y me llené de orgullo. —¿Y tú, Jareth, le entendiste a la historia? —preguntó su mamá. —Sí, mami, claro. Quiere decir que cuando vayas a ir a… ¡Ahí viene el tío Víctor! Allá venía Víctor, sudando a chorros y arrastrando dos enormes maletas. Caminamos a su encuentro y lo recibimos entre abrazos y saludos. —¿Qué tal de viaje, Víctor? —pregunté. El sacudió apesadumbrado la cabeza y contestó: —¡Una pesadilla sobrino! Nos retrasaron veinte minutos en la Ciudad de México y llegando aquí otros quince minutos entre el mar de gente para poder recoger el equipaje. ¡Qué horrible! —Ay, tío, ¡no seas “soflamero”! —reprocha Jareth—. Ni que te hubieras pasado el río nadando en la noche o te hubieras venido colgando en la cola del avión… —¡Jareth!
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Cuentos chinos Luis Alonso Coronado García (El pekinés) Categoría C / Mención Honorífica
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odo empezó hace unos ocho años. ¿O serán diez? Puede que sean quince o puede que sean cinco. ¿Cómo saberlo? Yo ni siquiera estaba ahí. Ahí sólo estaban James y José Luis, y seguramente estaban también el ruido y el baile, las copas, los meseros, los cigarros y las risas. Pudo ser una cantina del centro histórico o una noche de mariachis en Garibaldi; tal vez no habían llegado siquiera al segundo trago cuando pasó, pero el punto es que pasó: “Si yo les llegara a faltar un día, quiero que tú veas por ellos”. Así me lo imagino yo, pero fuese como fuese, aquella noche se creó un pacto entre dos amigos, que años después habría de cambiar mi vida en formas inimaginables. El tiempo trascurrió y como si el destino, por divertirse, jugara a retar a los hombres a cumplir sus promesas, llegó el día en que mi padre nos faltó. Nos faltó así tan de repente, tan abruptamente, nos faltó la noche de un día que empezó como cualquier otro, nos faltó y nos sigue faltando. Su corazón dejó de latir demasiado pronto: cuarenta y nueve años; yo tenía quince, mi madre cincuenta y dos. Fueron tiempos de dolor, de profunda reflexión y tristeza. Y al paso de un año y pico recibimos por fin la esperada visita de un viajero, de un entrañable amigo. James llegó con su familia y, como cada año, le organizamos una reunión en mi casa, que fue su casa durante tantos años, antes de que se fuera a viajar por el mundo. Porque ustedes verán, James llegó de vacaciones a México por primera vez 257
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en un tiempo en el que yo aún no existía, y tiene tanta maña nuestro país para enamorar a los británicos, que se regresó al año siguiente y esta vez el viaje le duró diez años, varios de los cuales vivió “adoptado” por mis padres en esa casa que es tan suya como mía. Pero llegó el día en que se decidió a partir, y se llevó con él a Isela, la mexicana que lo enamoró y que más tarde le dio dos hijos. Es así como, mucho tiempo y muchos países después, tenemos a la internacional familia de visita en el D.F., celebrando una reunión en mi casa: —¡Vénganse a China! ¡Yo me los llevo y los meto de maestros! —decía la voz del vino y la cerveza— ¡Ya estás peda, pinche Isela! —repuso alguno que andaría igual o peor. La música sonaba fuerte, pero se dejaba opacar por las risas de vez en vez. Todo el mundo estaba alegre, la casa olía a arroz y mole poblano. Fue entonces cuando me enteré de aquel pacto. Y en aquel momento, entre copas y humo, risas y escándalo, el mundo entero se me movió: se me hizo más grande. “Cuando yo tenía tu edad me fui un año a vivir a Nigeria, y ese año definió una buena parte de lo que soy ahora. Quiero que tú también viajes, que veas el mundo, que sepas cómo se vive fuera de estas fronteras. Ven a vernos a Pekín, nosotros te pagamos viaje, estancia y comida. Yo quería mucho a tu papá ¿sabes?, te voy a contar una historia…” Las palabras de James sonaban serias y sinceras y me llenaban de emoción, pero en aquel momento yo no estaba listo aún. Sin embargo, al año siguiente, sentados en el mismo sofá, volvió a preguntar “¿Y bien? ¿Qué has pensado de lo de China?” Esta vez le tomé la palabra. Siguieron varios meses de planes y preguntas, trámites y “adioses”. Para juntar todos los abrazos me hicieron tres fiestas de despedida. Besos, apapachos, el consejo del padrino y la bendición de la tía, y “te me cuidas mucho m’ijo, que esos chinos sabrá Dios si son buenas gentes”. Las promesas con los 258
Cuentos chinos
cuates “nos escribes güey, y no te olvides de nosotros”. Al final brindamos juntos: “me les voy a estudiar a China, pórtense bien, cuídense mucho y ¡nos estamos viendo en once meses!”. Dicen que la persona que desea abandonar el lugar en donde vive no es feliz, pero yo era profunda, sinceramente feliz. Lo sabía entonces y lo sigo pensando ahora. Me recuerdo pensándolo mientras caminaba por los pasillos del aeropuerto rumbo a la sala de abordaje; viendo los rostros de mi mamá y mis amigos chorreando lágrimas, diciéndome adiós. Y más tarde, sentado en el avión viendo a la ciudad hacerse chiquita por la ventana. Fueron treinta minutos de llanto continuo y luego me quedé dormido. Deben ser los aviones los portales entre una realidad y otra, así que probablemente despertaré cuando vaya volando sentado camino a México. Mientras tanto sigo dormido, soñando un sueño que lleva ya seis meses y que se llama Asia. Llegué a Pekín en verano, con las calles verdes y el aire húmedo; un sol más fuerte que el de Monterrey y carritos de fruta por las esquinas. Me inscribí en una escuela de idiomas llamada la BLCU (Universidad de Lengua y Cultura de Pekín), con más de veinte mil alumnos, de los cuales la mitad son extranjeros. Así, mi primer contacto con China lo hice a través de rusos y alemanes, colombianos y canadienses... de todo, menos chinos. Y no es que en realidad no hubiera chinos (¡si chinos es lo que más hay!), es más bien que, cuando se carga una completa ignorancia de la cultura y del idioma, donde suenan voces se oye ruido y en vez de personas se vislumbran rostros que, si no fuera por el miedo a sonar racista, uno diría que son todos iguales. En cambio los “extranjeros” son como un cóctel de frutas, o como una escena de “Star Wars”: hay de todas las razas, colores, religiones y lenguajes, pero como todos hablan inglés, bien o mal te comunicas con ellos. Por eso, mis primeros meses los viví en un híbrido entre Pekín y el resto del mundo. 259
Historias de migrantes, IV Concurso
Me acomodé en uno de los dormitorios de la universidad y terminé de compañero de cuarto con otro mexicano. Lo que al principio creí una desventaja terminó siendo una amistad duradera, y un apapacho cultural cuando la ausencia de patria me da dolor de cabeza y descubro que los europeos no le entienden a mis chistes. Éramos como dos ajolotes de fuente, puestos de pronto en un arrecife, un universo por completo distinto. Un universo donde, además, la cerveza cuesta tres kuais (moneda china) y trae seiscientos mililitros (¡seis pesos por media caguama!). Así que ¡ya se imaginarán! a los dos guerreros aztecas en estado inconveniente durante las primeras dos semanas de clase. Media caguama pa’l desayuno y una de lata para el lunch, y si no había con que pasarse la comida ¡pues otras más para merendar! Era casi poético, como un retraso indefinido de la cruda. ¡Y cómo no!, si afuera de nuestro dormitorio había mesitas con sombrillas playeras y rusas despampanantes que te decían “si me invitas una chela te introduzco una lengua extranjera” (y si no era eso lo que decían pues dirían algo diferente, al fin y al cabo estaba en ruso; así lo entendíamos los mexicanos). Las primeras semanas coleccioné bares y clubes nocturnos. Aquí te tratan como rey si vienes de otro continente: ni filas, ni cover, ni jetas de los meseros cuando no les das propina (lo que pasa es que ni propinas hay). El clásico “¿estudias o trabajas?” se convirtió en “¿de dónde eres y qué idioma hablas?”. A la fecha sé decir “hola, cómo estás” en catorce idiomas y me he hecho amigo de gente de más países de los que pensé que existían. Descubrí que a los egipcios no les gusta la lluvia y que Kazajstán es un país de verdad; que no todas las rusas son gigantes, que en África también se habla el español, que las iraníes son encantadoras y que en Uzbekistán escuchan a Juanes. Lo de la borrachera perpetua no duró demasiado. La cruda me llegó al mes, junto con la verdad inexorable de que el dinero 260
Cuentos chinos
si lo gastas se acaba, y que el alcohol no alimenta. Pero esto en nada afectó a mi felicidad de estudiante. Seguí conociendo lugares y descubriendo personas, mi inglés mejoró al igual que mi chino. Al cabo de un rato, me encontré con cientos de rostros conocidos, que no parecen ya tan distintos ni tan irreconciliables unos con otros, que comen y se ríen juntos; hechos al fin de la misma mezcla de piel y carne, ojos, dientes y nariz de que estamos hechos todos, así vengamos del pueblo de Metsämaa en Finlandia, o de la colonia Juárez en la Cuauhtémoc. El semestre se me fue entre caracteres chinos y fotos de Mao Ze Dong, con un par de viajes, aventuras y resfriados de por medio. Celebré el Día Nacional (1 de octubre) yéndome a ver la Perla de Oriente en Shangai, me tocó ir a clases en Navidad y hacer exámenes en Año Nuevo (hasta acá no llegan ni Santaclós ni Los Reyes). Por fin llegaron las vacaciones en enero, acompañadas de un clima horrible como para calmarle los ánimos a los estudiantes: Pekín a menos quince grados centígrados, pero cuando hace viento se siente a menos veinte y las orejas se te caen si no te las agarras. Por eso, haciendo uso del dinero que me dieron amigos y familiares antes de venir a China, y de uno que otro ahorro que junté grabando mi voz en español, partí hacia el sur huyendo del frío (apoyado por mi negación a comprar ropas de invierno), y arribé la noche de un día lluvioso a la ciudad de Kuala Lumpur, Malasia. El plan: recorrer nueve ciudades (cinco países) en treinta y tres días. Los miembros del grupo: un español, una japonesa, una gringa y un mexicano. Los medios: un par de aviones, muchos autobuses, algunos trenes y barcos. Los recursos: limitados. La visión: comer en la calle, caminar mucho, vivir al día, evitar enfermarse. Empezamos en Kuala Lumpur que es como Xalapa, con una vegetación incontenible y casitas de diseño irregular; con la gente cálida como el clima y taxistas que en vez de intentar estafarte hasta te prestan su celular. Nos 261
Historias de migrantes, IV Concurso
seguimos con Singapur, donde a pesar de converger budistas, musulmanes, chinos e hinduistas, la religión principal se llama consumismo y sus templos son enormes centros comerciales que no sólo forman parte, sino que son la ciudad en sí misma. Lo que le siguió fue un paraíso llamado Tailandia: el país de las sonrisas y de los templos, de las playas de película y los taxis de colores, de la no-discriminación de género y las franquicias (nunca supe qué había más: si transexuales o tienditas del “Seven Eleven”), con monos que se desplazan por el cableado público y mesas con señores bebiendo en las calles, que te invitan a beber con ellos y no te piden dinero cuando te vas. Estar en Bangkok es como estar en el D.F. en verano, sólo que en vez de imágenes de la Virgen venden estatuillas de Buda y en lugar de bustos a Benito Juárez colocan fotos del rey. Cruzamos la frontera caminando y vimos el amanecer sentados sobre las ruinas de Angkor Wat en Camboya. Subimos un poco más y llegamos a Vietnam, donde cruzar la calle es sumergirse en un río de motonetas y se come perro en los restaurantes. A nuestro regreso, Pekín nos recibió con una nevada (mi primer contacto con la nieve), y la promesa de un nuevo semestre por comenzar. Vivir tanto en tan poco tiempo no sucede en vano. Las experiencias te forman, te cambian, te hacen y te deshacen: eres como “Play-doh” en las manos de algún mocoso indeciso. Mucho más cuando acabas de cumplir dieciocho y estás despertando al mundo; ¡Y qué manera de despertar! Salí de México creyéndome uno y me convertí en otro a la segunda semana de haber llegado. Luego, cuando se me empezaban a asentar las ideas, me mudé del frío al calor y vi más en un mes de lo que he visto en mi vida. Mis juicios no son los mismos ni veo ya con los mismos ojos, incluso mis hábitos han cambiado, al igual que mis planes. Pero todo este proceso (no les he dicho aún) no lo he vivido solo. Todo este tiempo me han acompa262
Cuentos chinos
ñado un par de ojos azules y unos labios pequeños, 1.65 m de estatura con piel clara y pecas en la nariz, una cabellera rizada e indomable que viene con una risa escandalosa. Conozcan a mi novia: Megan. Conocí a Megan en uno de esos lugares que frecuentan los estudiantes, el primer viernes de mi primera semana en Pekín. Hasta ahora no he encontrado una persona con la que sea más natural una conversación. Sin haber pasado media hora, ya nos reíamos juntos como dos viejos amigos que se molestan el uno al otro. Me dijo que era de un pequeño pueblo cerca de Chicago y que le encantaba viajar, que ya había venido antes a China, pero que esa era su primera vez en Pekín, que estudiaba en mi escuela y que también por un año. Bebimos, bailamos, caminamos juntos y me dio su teléfono. Nos empezamos a mandar mensajes y dos días después vimos una película juntos; el viernes siguiente nuestros labios se encontraron por vez primera. Yo no buscaba nada serio con ella, ella tampoco conmigo. Éste era mi año de experiencias, no de compromisos. Salí de México pensando “lo que pase en China, que en China se quede”, vine buscando divertirme, no enamorarme. Ella, por el contrario (cinco años mayor que yo), empezaba ya a pensar en el futuro, habiendo terminado sus estudios de carrera, vino becada a China para pulir su currículo. Su proyecto de vida le requería empezar a pensar quizás en un par de años en echar raíces. Un preparatoriano recién graduado (con además cuatro años de carrera esperándolo en México) no tenía cabida en ese plan. Enamorarnos nunca fue una buena idea y los dos lo sabíamos. Por eso desde el principio acordamos que no se volvería serio. Sólo éramos dos viajeros que, mientras coincidieran en el mismo sitio, compartirían juntos alegrías y vivencias, y se ayudarían mutuamente a olvidar la soledad. Pero a veces el amor te encuentra aunque no lo busques y se te mete bajo la piel sin que te des cuenta. Así nos pasó 263
Historias de migrantes, IV Concurso
a nosotros, casi desde el principio. Y nunca dijimos nada. En mutuo y silencioso acuerdo, rompimos nuestro pacto inicial sin hacer preguntas y sellamos con miradas lo que con palabras prometimos que no haríamos. Así, los dos viajeros que sólo planeaban acompañarse, se vieron durante cuatro meses casi todos los días. Dieron largas caminatas por la calles de Pekín y se quejaron juntos de lo difícil de aprender chino; tuvieron charlas de tres horas sentados sobre una banca en la noche de algún parque, salieron a cenar, festejaron la Navidad juntos, se descubrieron poco a poco y al llegar enero se fueron a viajar juntos por el sureste de Asia. Y juntos nadaron en las aguas más azules de la tierra, esquivaron motonetas, jugaron con elefantes y escalaron montañas, y en medio de un hostal al sur de Tailandia se dijeron por fin que se amaban. No es fácil decirle adiós a las cinco mejores semanas de tu vida, por eso en el avión de regreso a Pekín batí mi récord (de llanto en aviones) y me pasé dos horas llorando. Volver a China ya no era volver al mismo país (lleno de gente por conocer y misterios por descubrir), sino decirle adiós a una vida perfecta de viajes y felicidad. Era también enfrentar la verdad de que el tiempo se me iba acabando con Megan, de que nuestra relación tenía fecha de caducidad. Los días que le siguieron a nuestro regreso, la atmósfera se llenó de dudas y discusiones. A nadie le gusta decir adiós, por eso la gente llora en los funerales. Algunos lo intentan evitar a toda costa y le siguen poniendo plato y cubiertos a sus muertos cuando se sientan a la mesa. Yo también lo intenté evitar. Le dije a Megan “¡vente conmigo a vivir a México!” en un intento desesperado por detener el tiempo. Pero mi realidad en México es muy distinta y ella ni español habla, sus sueños no están en México, al menos no por ahora. Mi propuesta, tan seria y tan ingenua, se de-
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rrumbó como un rascacielos erigido sobre pilares de arena. “No puedo” fue eventualmente su respuesta. Vivimos semanas tormentosas, llenas de incertidumbre y temor, con besos a medio día y lágrimas de madrugada. Nunca Pekín se sintió tan gris, tan vacío. Sus gigantescas calles se volvieron espejos de mi soledad y mi zozobra. Al final lo dijimos todo, todo lo que había que decir; escupimos los “peros”, los contras, las dudas, el miedo... terminamos exhaustos, nos libramos de las pesadas cargas que traíamos en el alma y en la mente. Cuando terminamos de hablar se hizo evidente que a nuestras sendas no se les veía juntas al mirar a lo lejos. El futuro se volvió claro y triste. Había que elegir. “Eres lo mejor que me ha pasado en la vida” me dijo mientras temblaba. La abracé muy fuerte. Nos quedamos juntos. Los adioses duelen, arden, queman en el pecho, irritan el estómago. La gente siempre llora con los adioses, porque son tristes, porque son para siempre. Yo también lloro mucho, lloro siempre. Lloré cuando murió mi padre y lloré cuando dejé mi patria, y también cuando le dije adiós a esa vida tan perfecta que viví durante un mes, a ese sueño dentro del sueño. Se llora porque con cada adiós se deja algo que no regresará jamás, algo que forma parte de quienes somos. Pero se llora también porque es justamente al decir adiós que contemplamos en plenitud la grandeza de lo vivido, y a veces es tanta la belleza que el cuerpo se nos duerme y la voz se nos apaga, y las palabras oprimidas, buscando salir, empujan a las lágrimas; empujan fuerte. Por eso se llora tanto en las despedidas. Yo llevo vividas ya varias vidas y voy llegando a mi tregua con los adioses. No les temo ni los niego, pero tampoco los busco ni los gasto en vano. Igual de malo es querer vivir lo que ya no es, como matar lo que aún no termina. Pero discernir uno de otro es un arte que sólo se aprende con la experiencia. A mí
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me falta demasiada, pero de la porción que me toque, China ya me adelantó muchísima. Todavía voy a los bares aunque ya no tan seguido, ahora quiero agotar parques y museos. Ya puedo conversar en chino, aunque sólo sea sobre el clima, y por fin estoy empezando a descubrir el país en el que vivo, más allá de los muros de mi universidad. Empiezo a extrañar a mi ciudad, donde las calles son más pequeñas y la gente más cercana. Entre tantas diferencias culturales que hay aquí, aprendo poco a poco lo que significa ser mexicano y me siento orgulloso y feliz de serlo. Megan aún me acompaña en todo lo que vivo; con ella, Pekín va recobrando su color y sus edificios vuelven a ser reflejo de nuestras huellas cuando caminamos juntos por la calle. Pronto empezaremos a planear nuestro próximo viaje para cuando el semestre termine. Vivir en casa es cómodo, tranquilo, la vida se disfruta y se crece poco a poco. Pero migrar... migrar es someter al alma a una deformación constante, darle de golpes repetidamente al corazón, recrear los abismos de la mente y perderse dentro de ellos. Es vivir la vida al máximo, crecer a una velocidad desproporcionada, recorrer el camino de seis años en seis meses... y aún me quedan cinco.
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Nem beszélek magyarul, sajnos... Bárbara Alejandra Muñoz Petersen (Bárbara) Categoría C / Mención Honorífica
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no se preguntará: ¿qué significa esta frase? Para mí al principio no significaba nada más que un par de letras que formaban palabras incomprensibles. Hoy es la frase que más utilizo desde que llegué a Hungría hace ya más de un año. Su significado: “desgraciadamente no hablo húngaro” y no por eso voy a menospreciar mi húngaro, no, señor. En los últimos meses puedo decir que he mejorado mi vocabulario, gramática y conversación. Mis grandes maestros son mis sobrinos de 12, 9 y 7 años, a quienes no les importa si cometo errores o si no me entienden nada, ellos siempre me responden con una frase, o mínimo con una sonrisa. Tomo clases una vez por semana, pero debo admitir que este lenguaje no me ha resultado tan pegajoso como hubiera querido. Y mucho menos fácil, con decir que es oficialmente uno de los idiomas más complicados del mundo, junto con el estonio y el finés. Para mí fue un gran reto el aprender sus 14 vocales, a mis oídos, esa vocal ij suena igual que la O, y la Ü y la íí deberían ser lo mismo, pero no es así. Toda pequeña diferencia en la acentuación es básica. La gente se ve obligada a ser paciente conmigo, pues las pocas frases que sé decir correctamente carecen de una acentuación admirable. Para ellos no es lo mismo kes, kesz o kéz, para mí al principio sí lo era y, claro, causaba confusión. Hoy en día lo comprendo y me esfuerzo porque la gente me entienda lo mejor posible. Nunca hubiera pensado que estaría yo sentada escribiendo un ensayo sobre cómo es la vida en Hungría. Y no porque yo no estuviera abierta al mundo, sino porque Hungría, como 267
Historias de migrantes, IV Concurso
tal, es un país relativamente desconocido en México. Y si en algún momento llegué a pensar vivir en el extranjero, éste no estaba en mi lista de preferidos. Me alegro de haber vivido un tiempo en Alemania y tener experiencia trabajando en Europa, de no ser así la adaptación hubiera sido mucho más difícil de lo que fue. En este tipo de oportunidades es preciso estar preparado, tener paciencia, y mantenerse siempre positiva (ese es mi consejo). Bueno, heme aquí, viviendo en una ciudad cercana a Budapest, Gyor. No es preciso contar la historia de amor que me trajo hasta aquí, basta con decir que llevo dos años de casada con un maravilloso hombre, húngaro, claro, y que por él estoy acá, aprendiendo todos los días de una cultura e idioma diferentes al mío. Empiezo este ensayo mencionando la importancia del idioma, pues creo que ha sido el mayor reto desde que estoy aquí. Nosotros los mexicanos, al menos yo personalmente, estoy acostumbrada a hablar constantemente con la gente. Yo quiero conocer un poco de todos, y me encanta hacer plática a cualquiera que me atienda en el restaurante, en el hotel, en el supermercado, el chofer del taxi o la señora del mercado. Tengo la suerte de poder comunicarme aquí con mis suegros, cuñados y amigos en alemán, pero aun así me siento un poco aislada. Caminar por la calle y no entender nada de lo que se dice alrededor es difícil. Vivir el día a día sin saber mucho de lo que pasa en las noticias, en la ciudad o en mi círculo laboral es un poco frustrante. Mi esposo es mi fiel traductor, y gracias a él he aprendido muchas cosas. Los primeros meses fueron complicados. Aun siendo yo una persona independiente y sin miedos, me encontré de pronto con una Bárbara insegura de tomar el autobús o caminar al centro. Me sentía desprotegida, sola. Recuerdo que el primer mes caminaba mucho por los alrededores cercanos de mi casa mientras mi esposo trabajaba. 268
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Un día había mucho hielo en las calles y, claro, sin experiencia alguna, resbalé y caí. Inmediatamente un hombre se acercó a mí para ayudarme, me levantó y no paró de hablar conmigo y de preguntarme, supongo yo, si no me había lastimado. Fue horrible no poder decirle nada, gracias, estoy bien, qué amable, nada, ¿y qué tal si me pasaba algo? Sentía que una de mis necesidades básicas no estaba cubierta, y no había día que no pensara en darme por vencida y regresar a México. El tiempo, que todo lo cura, me abrió de nuevo los ojos y me permitió poco a poco ir confiando más en mí. Hoy en día, aún sin entender mucho, camino, manejo por la ciudad y voy de compras sola, sin miedo. Como dije antes: paciencia, y positivismo... paciencia y positivismo. En Hungría me he vuelto fan de los restaurantes que tienen menú con fotografías en donde pueda ver los platillos, ahora me concentro en la música de las películas del cine, y no en lo que dicen los actores (pues no logro entender mucho de lo que hablan), me gusta más ir a un ballet que a una obra teatral, y mejoré en gran medida mis habilidades para la mímica. El idioma es parte fundamental de la vida de un ser humano, y nadie debería prescindir de él. Cuando llegué a Hungría todo era nuevo para mí, y me encontré con costumbres y formas de vida que no conocía. Nadie te enseña en México modales europeos. Nadie me dijo que acá debía acostumbrarme a comer a las 12 del día y a cenar a las 6 de la tarde. Nunca imaginé que las comidas familiares pudieran ser tan breves. Al principio me preguntaba ¿dónde quedaba la sobremesa que tanto nos gusta a los mexicanos? A veces me es necesaria la convivencia a la que estamos acostumbrados en nuestro país. Yo crecí entre la gente, el ruido y la fiesta. Acá vivo navidades y festejos de año nuevo que acaban antes de la media noche (Sí, las de año nuevo también...). Los cumpleaños carecen de sus obligadas “mañanitas”, y las fiestas 269
Historias de migrantes, IV Concurso
infantiles son de tan sólo un par de horas. Las invitaciones se hacen con meses de anticipación, acá los encuentros no son espontáneos. Y si voy a casa de algún amigo, he de quitarme los zapatos antes de entrar, pues no quiero ensuciar su casa con las suelas de mis zapatos. Mis familiares, amigos y compañeros de trabajo me han enseñado mucho de la forma de vida húngara. Acá todo parece caminar más lento, y con esto me refiero a que la vida es más tranquila. Tiene mucho que ver que yo vivo en una ciudad considerablemente más chica que mi ciudad natal, Puebla, y que estoy acostumbrada a otro ritmo. Aquí no hay tráfico, no hay ruido, no hay claxon o contaminación en el aire. Me da tiempo de hacer más cosas, no pierdo el tiempo en el coche, en el tráfico o en las interminables filas del banco. Los domingos son para quedarse en casa, algo que a mí me vuelve loca. Yo necesito de movimiento y actividad, aquí las calles se notan vacías y los comercios están cerrados. Eso sí, caminar el fin de semana por los interminables bosques y parques es algo que desgraciadamente en México no puedo tener. Europa es un mundo mucho más verde que América y eso lo valoro desde que llegué. Tan es así, que ellos en verdad reciclan la basura. Cada colonia tiene contenedores para todo tipo de residuos, incluso para ropa y zapatos. Las botellas de vidrio vacías regresan al supermercado a cambio de unos centavos. Acá todo se reutiliza. Me gusta encontrarme con zapateros, costureros, eléctricos, o mecánicos que arreglan todo tipo de fallas con tal de no desechar las cosas. Mi suegra me reprime cada vez que tiro algún recipiente de unicel a la basura u olvido llevar conmigo una bolsa de tela al mercado, para evitar las bolsas de plástico. Los húngaros son metódicos, ordenados y exigentes. Con ellos aprendo nuevas formas de trabajo, en donde la calidad es lo que más importa. Tengo la fortuna de tener un puesto laboral 270
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dentro de la industria automotriz, Audi, que me ha enseñado la importancia de la honestidad y las reglas. Las juntas y las citas se realizan de manera puntual, son breves y concisas. Al principio, como latina, me costó trabajo acostumbrarme. Llegar antes de las 7 a.m. a la oficina o tener un horario de comida de tan sólo 20 minutos son estándares en el país. He aprendido a enfocarme en mis tareas del día, y comprometerme con ellas, sin importar con quien o para quien trabajo. También hay corrupción y burocracia, claro, pero no desfachatez como en México. Y el clima, ¡ah! el clima... medio año de invierno, pocos meses de verano, lluvia y viento... claro que días soleados también hay, pero nada como el calientito sol de México. Me tardo 20 minutos para salir de mi casa, pues debo equiparme como esquiadora por el frío (eso porque con sangre latina me da más frío de lo normal, creo yo...) Las manos se me congelan, la nariz se pone roja, los labios se entumecen, etc. De verdad que hay que haber nacido en Europa para adaptarse al clima, pues mi sangre me pide sol, arena y mar... Todos los días busco el rayo de sol, a ver si éste me regresa mi color natural de piel. La nieve es bella, claro, pero como diría mi mamá: “de lejitos…”. Y cuando me encuentro con mi coche hundido en la nieve, tan sólo aplico mi consejo: paciencia y positivismo, paciencia y positivismo… El mexicano debe acostumbrarse también a otra comida, sin tortillas o frijoles. Yo en lo personal extraño los chipotles y las conchas de dulce. No me quejo porque acá tienen unas salsas muy picosas y ricas también. Los restaurantes mexicanos no abundan, pero de vez en cuando me cruzo con alguno. Normalmente no como en los restaurantes mexicanos, porque sólo me causa risa el ver el famoso chile con carne estilo americano, los nachos con queso o las fajitas de pollo. Prefiero quedarme con el buen recuerdo de unas buenas quesadillas o 271
Historias de migrantes, IV Concurso
un mole poblano. Cada vez que voy a México de viaje me traigo un obligado itacate de productos enlatados para consentir de vez en cuando al paladar. Como ya mencioné, es un gran reto el vivir en otro país. México siempre me va a llamar, pues lo traigo metidito en mi corazón. Estoy contenta viviendo acá, pero no hay día en que no piense en lo que dejé en casa. Que si la situación política y económica en México no son las mejores en este momento, que si la inseguridad, la contaminación y el caos, sí, pero hay días que aun viviendo en el primer mundo, algo falta en el alma, y eso es, creo yo, mi México. ¿Qué si he superado retos o dificultades? Sí, todos los días. No cabe duda de que todo migrante los enfrenta y estoy orgullosa de ser parte de este privilegiado grupo, que ha aprendido a extrañar, ver hacia adelante y no darse por vencido para alcanzar sus sueños. Pensar que no regresaré a México en mucho tiempo me hace valorarlo como patria. Me hace caminar orgullosamente por las calles con la playera tricolor puesta e ir a los eventos que organiza la embajada con tal emoción, que hace que los problemas desaparezcan. Gracias México por existir.
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Recorriendo mi vida con papá Leticia Mejía Núñez (Flan) Categoría C / Mención Honorífica
En memoria de mi padre Jesús Mejía Chávez (24 de Agosto de 1952-22 de Mayo de 2009)
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apá, ¿qué crees? Me otorgaron la beca para estudiar la maestría en China, lo logramos y te agradezco por aquellas ocasiones que tuviste que salirte temprano del trabajo o faltar para ayudarme con el trámite de la beca. Lo sé, ya no tuviste la oportunidad de compartirlo con tus conocidos, ya estabas ansioso por darle la noticia a tu jefe que tu hija emprendería el viaje al extranjero a estudiar una maestría. Para serte sincera, cuando recibí la gran noticia por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores, tuve sentimientos con ambivalencia, por un lado estaba muy contenta por haber sido beneficiada, pero por otra parte ya no te encontrabas con nosotros y te fuiste antes de celebrarlo juntos, te quedé a deber un desayuno. Entonces me di cuenta que no era cierto lo que decían “solamente las becas se las dan a aquellas personas que son excesivamente brillantes o por palancas”. Cuánta razón tenías al decirme “Lo importante en la vida, son los retos, Flanuchis” y de la misma manera cuando me decías “Quien es capaz de terminar un maratón, cualquier cosa que se le presente en el camino podrá vencerla sin dificultad, porque tiene el coraje para resistir y luchar por sus sueños”. Te agradezco papá que no te hayas burlado de mis sueños, sino al contrario, me motivaste para ir por ellos y sobre
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Historias de migrantes, IV Concurso
todo te involucraste, siempre estuviste conmigo cuando más te necesité. Mi mamá fue en tu nombre al desayuno que nos organizó la embajada de China en México, hubieras visto su rostro estaba muy contenta por nuestro logro, sé que te hubiera encantado asistir y, por cierto, te perdiste mi comida de despedida, estuvo la abuela, mi primo Jorge, mis hermanos y mi mamá. Ese día comimos pozole con tostadas, como siempre, a la abuela le quedó muy rico. Mi mamá me comentó sobre la conversación que tuvieron, créeme, también te hubiera extrañado muchísimo y, bueno, aún lo sigo haciendo, no hay momento en que no te me vengas a la mente, pero no te preocupes antes de irme le enseñé a mi mamá a usar el internet para que pudiera mandar y leer correos. Por el pasaje de avión no tuve problema, ahorré lo suficiente para mi boleto de viaje redondo y me sobró un poco para comprar mi primera computadora personal. Creí que me saldría más barato que en México, pero no fue así; fue toda una aventura cuando la compré, con decirte que fui a buscarla el segundo día de mi llegada a Beijing, todavía no sabía hablar el idioma y mucho menos andar en camión, pero aun así me atreví hacerlo, no me sentía tan sola ya que me acompañó mi amiga Ene, que también es de México, y a ella también le otorgaron la beca. Tomamos un camión y recuerdo que no sabía el precio del boleto del autobús, entonces saqué un billete de veinte yuanes y pagué, sin embargo, la señora se molestó conmigo porque no tenía cambio y tuvo que preguntar a cada uno de los pasajeros. A mí llegada a Beijing solamente tuve un percance, cada vez que necesitas cambiar divisas te piden tu pasaporte y para mi mala suerte me lo arruinaron, me borraron dos dígitos del número de mi pasaporte y entonces quedó inservible y no pude 274
Recorriendo mi vida con papá
defenderme, la chica de la ventanilla me culpó y dijo que yo le había entregado así el pasaporte y que no se haría responsable por el incidente, y como no tenía manera de comprobarlo, tuve que hacer un desembolso innecesario y fui al consulado para realizar el cambio del pasaporte, por fortuna me lo entregaron ese mismo día. Todos los días le escribo a mi mamá contándole de mi vida en Beijing y me dice que se emociona cuando le mando fotos, ya que dice que soy sus ojos y con mis relatos es como sí ella lo estuviera viviendo. Entonces puedo decirte que mi mamá ya viajó a la Muralla China, al Palacio de Verano, al Templo del Cielo, también ya vio los dragones danzantes. Me dice mi mamá que me está haciendo una colcha de parches, con el motivo de las notas musicales y que la tendrá lista en cuanto regrese a México. Esta manualidad sigue siendo una de sus grandes pasiones. Papá, estoy muy contenta, tuve compañeros de todo el mundo como: África, Papua Guinea, Brasil, Costa Rica, República Dominicana, Tailandia, Croacia, etc. Mi maestría me la impartieron en inglés, sin embargo, mis profesores son chinos; me dieron dos veces por semana clases de chino pero únicamente por un año, pero no es suficiente como para dominar el chino. Lo siento papá, sé que si todavía estuvieras y hubiera regresado a México no podría hablarte muy bien el chino, como te lo prometí. Mis compañeros y yo fuimos a visitar una fábrica de cerveza, te hubiera sorprendido la tecnología que utilizan, tienen máquinas para todo, para empacar, para sellar, etc. Esta empresa es la más importante de Beijing, con decirte que ellos fueron los patrocinadores de los juegos olímpicos. Hubo un día en que estaba muy nerviosa, ya que en una materia tenía que exponer en inglés y era la primera vez que lo haría, pero no me salió del todo mal. Acá en Beijing fue cuando 275
Historias de migrantes, IV Concurso
comencé a practicar el inglés y puedo decirte que ya tengo un mejor nivel del idioma. Valió la pena la inversión que hiciste al pagarme mis clases de inglés y lo mejor de todo es que comprendí muy bien mis libros de inglés. Lo que se dice de Beijing es cierto, está muy contaminado, pareciera que fuera a llover, con decirte que cuando llegué al aeropuerto me dieron muchos mareos. La comida China no sabe igual a la comida de los restaurantes chinos en México, hay algunos platillos que me gustan, pero otros no me agradan como el tofu y la sopa de huevo. Por fin toqué la nieve, la primera vez que nevó salimos corriendo a tomar fotos, era una experiencia nueva, mis zapatos se mojaron al igual que mi ropa, pero valió la pena. Ya sé cocinar algunos platillos, mi amiga Erika de Colombia, me enseñó a cocinar arroz con leche, puré de papa, espagueti con champiñones, etc. Me dice mi mamá que cuando regrese a México quiere probar mi sazón, yo creo que también te hubiera gustado. Te acuerdas que siempre me desorientaba en México, pues acá aprendí a ubicarme y cuando llego a perderme busco una parada de autobús o de metro. Aún recuerdo aquella ocasión en que me contaste que cuando estabas chamaco, te subiste a un tren con tu hermano, nunca me imaginé poder hacerlo en China; para poder pagarme el viaje en tren hacia el sur de China estuve trabajando en una escuela de chino que se imparte a los extranjeros, el dueño es austriaco, y estaba en el departamento de ventas y marketing; mi jefe fue muy buena persona conmigo, él es de Francia y tuve una compañera de Corea y un compañero de Pakistán. Sabes que no soy muy sociable ni tampoco me gusta andar de fiesta en fiesta, pero en este tipo de trabajo tenía que asistir a los eventos de networking y tratar de buscar prospectos, hablarles sobre la escuela e invitarlos a tomar una 276
Recorriendo mi vida con papá
clase gratis, por fortuna el tiempo que estuve laborando pude conseguir tres prospectos y me pagaron mi comisión. Pero lo mejor de todo es que practicaba mucho mi inglés y me acostumbré a escuchar varios acentos. El dueño nos invitó a una actividad en grupo, fuimos a remar en lancha a las afueras de Beijing, estaba muy emocionada, ya que nunca me había subido a una lancha; no te creas, me dio mucho miedo, como recordarás sigo sin saber nadar y el chaleco que nos proporcionaron, digamos que no era del todo seguro, se veía viejo y no tenía cierre, pero, bueno, aun así me subí, fue una gran experiencia para mí y afronté uno de mis mayores temores. Recuerdas cuando estaba en México y varias veces se me perdió mi cartera y las personas siempre me la regresaban y yo sin darme cuenta que la había extraviado, pues algo curioso me pasó una vez que salí de un evento, en aquella ocasión un cuate de Bolivia me acompañó a un evento y como ya era muy tarde tomamos el taxi; el anterior pasajero olvidó su cartera en el asiento trasero, se lo comenté al chofer para que se pusiera en contacto con la persona, el chofer se asombró ya que la cartera contenía bastante dinero y cuando mi cuate y yo llegamos a nuestro destino, el chofer no nos quiso cobrar y nos agradeció. La verdad, me asombra la honestidad de los chinos, a pesar que se te llegue a olvidar el celular, tu abrigo, la cartera o cualquier otro objeto, créeme, regresas al lugar y recuperas el objeto olvidado. Retomando mi viaje en tren, decidí ir a Guangzhou porque asistí a la Feria de Canton, iba en busca de contactos de industrias chinas, en un futuro espero que tu hijo Mario Alberto y yo podamos tener nuestra propia empresa; ese viaje también fue una odisea, primero porque tenía que buscar un lugar donde quedarme, me salía más barato rentar un cuarto que pagar un hotel. Entonces busqué por internet algún anuncio sobre renta 277
Historias de migrantes, IV Concurso
de cuartos, pero todos estaban fuera de mi presupuesto, hasta que una china se contactó conmigo y después de charlar un rato con ella, me gané su confianza y sin conocerme me dijo que podía quedarme en el cuarto de una amiga suya y a ella le tenía que entregar el dinero. Me quedé tranquila, encontré un lugar donde dormir, sin embargo, el viaje estuvo muy pesado, duró veinte horas, compré el boleto más barato “silla dura”. En mi viaje conocí a un señor chino, se sentó a lado de mí, trató de entablar conmigo una conversación, pero con mi escaso chino no pudimos hablar de varios temas, de lo que recuerdo es que él es chef en un restaurante extranjero, sabe cocinar comida italiana, francesa, etc. Es casado y tiene un hijo. Cuando llegué a la Feria de Canton los encargados de los stand se sorprendieron que solita me atreví a viajar, ya que me decían que los extranjeros comúnmente van acompañados. Podrás darte cuenta, papá, que acá en Beijing me he atrevido hacer cosas que nunca hubiera intentado en México, pues la necesidad te obliga a hacerlo. Tuve que dejar el trabajo ya que tenía que dedicarle tiempo a mi tesis que casi está lista, en abril de este año presento mi primer borrador, el tema de mi tesis es acerca de la Inversión Extranjera Directa en China. También quiero escribir un artículo y publicarlo, de esta manera tendré mayores oportunidades de ganarme una beca para estudiar el doctorado. Aún recuerdo aquella ocasión cuando terminé mi licenciatura y alguien del trabajo me hablaba por teléfono, te gustaba decir “La Licenciada Mejía no se encuentra”. Te gustaba decirlo porque querías que tus hijos volaran alto y, bueno, papá, puedes estar tranquilo, sigo en la lucha. Yo sé que te gustaba mucho todo lo relacionado con la religión budista y decidí ir a una provincia de China llamada Datong, ahí hay unas grutas que se llaman Yungang, son con-
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Recorriendo mi vida con papá
sideradas Patrimonio de la Humanidad, ahí puedes encontrar diferentes budas tallados en piedra. Después de que partiste trato de no quedarme con ganas de hacer las cosas y siempre me lo decías “Flanuchis, no te quedes con las ganas de comprarte o hacer las cosas que te gustan”, nunca te lo dije, pero sé que siempre quisiste correr el maratón en Nueva York y también conocer la India, créeme que me hubiera encantado llevarte a esos lugares y pudieras disfrutar de ese momento, pero en ocasiones uno no tiene las posibilidades para llevar las cosas a cabo. Solamente espero poder cumplir algún sueño de mi mamá. En el cumpleaños de mi mamá le contraté mariachis, los pude pagar gracias a lo poco que me sobró de mi trabajo, me ayudó Maggie a contactarlos y tu hijo Mario Alberto estuvo al pendiente de que llegaran a la casa y todo saliera a la perfección. Realmente no se lo esperaba, le gustó mucho nuestro regalo. Creo que aún no te he contado, en las fiestas patrias, la embajada de México en China nos organizó nuestra fiesta del 15 de septiembre, me emocioné mucho cuando me enteré de que habría mariachis, me llevé una gran sorpresa, cuando llegué a la embajada nos recibieron con los brazos abiertos, desde afuera se escuchaban los mariachis, no pude evitar el correr y nos dieron de cenar pastel azteca, frijoles, arroz y, por supuesto, no podía faltar el mole. Y lo mejor de todo es que nos dieron ate y cocadas, me siguen encantando los dulces. Ahora estoy en proceso para conseguir un trabajo en Inglaterra, solamente espero tener resultados positivos, de esta manera podré ayudar a mi mamá con los gastos de la casa y ella ya no tendrá que preocuparse, sé que siempre te preocupaste por mi mamá, que no le faltara nada. Solamente espero que no sea una estafa, tengo miedo, papá, pero de todos modos tengo que intentarlo. 279
Historias de migrantes, IV Concurso
Papá, estoy tan agradecida contigo y con mi mamá, no tengo con qué pagarles por el esfuerzo que hicieron todos estos años para sacarnos adelante a mis hermanos y a mí. A pesar de que ustedes no tuvieron grandes estudios, pudieron darnos todo lo que ustedes no tuvieron, tuvimos carencias, pero eso me ayudó a valorar y a tener fortaleza en la vida. En una ocasión entré a un museo en Beijing y me llamó mucho la atención una escultura, era un padre y un hijo, el hijo era un profesionista, traía puesta su toga y el papá solamente era un minero, sin embargo, el hijo no hubiera podido llegar tan lejos sin la ayuda de su padre y la forma de agradecimiento del muchacho fue poner en la cabeza de su padre el birrete, ambos lo habían logrado, ambos compartían el triunfo. Papá, te faltó todavía recorrer conmigo varias etapas de mi vida y siempre me harás falta, solamente tenía 26 años cuando partiste, se suponía que haríamos una gran fiesta cuando cumpliera 30 años y tú cumplieras 60.
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¿Migrantes o nómadas globales…? Alicia Villaseñor Topete (Tzintzuntzán) Categoría C / Mención Honorífica
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uando dejaba México, lo hice creyendo que me iba por un tiempo: los estudios, los sueños, el anhelo de descubrir el mundo global que anunciaba el Internet, pero sobre todo, la libertad de ser mi propia dueña. Mi primera imagen al llegar a París fue mi acogida en la estación del metro Gambetta. Siempre he sido terca, quise viajar con una enorme y cuadrada maleta, repleta hasta el tope de recuerdos y apegos, que hoy son polvo o fueron comida de ratas, ya que esa valija no soportó el traqueteo de las subidas y bajadas de las rampas, vagones y andenes del metro. La maleta explotó en el peor momento: cerca del túnel rumbo a la salida, cuando una enorme multitud de parisinos deseosos de llegar a casa, al término de una jornada de trabajo, se sorprenden bloqueados por una joven con ojos de espanto, que les mira aterrada como se dirigen hacia ella y pasan por encima de eso que sería su vida empacada en la maleta. En ese momento recibiré mi primer Dégage connasse! (¡lárgate tarada!), un insulto vulgar y popular contra la mujer en la sociedad francesa. Esa pequeña expresión que escucharé con regularidad durante mis años en Francia me perseguirá a cada lapso difícil de mi vida de migrante; en las noches invadirá mi cama, me quitará el sueño, confundiéndome, diciéndome que, quizás, habría que largarme como lo decía la multitud del metro. Mi partida fue a Francia porque era un destino que estuvo presente en mis antepasados e historia escolar, era el modelo intelectual que tuve de referencia. Había terminado la 281
Historias de migrantes, IV Concurso
Universidad, Ciencias de la Comunicación en Guadalajara. Era una fiel representante de la generación de estudiantes de finales de los años 90 en México, partícipes de la llegada masiva de la computadora y la revolución que representaría el Internet; en la ruptura de modelos establecidos del discurso dominante, en los medios y en la manera de percibir democracia, transición política, sociedad y familia. Llegar a Francia era hacerle frente a mis sueños de libertad, de juventud, poder cerrar los libros e ir al terreno, descubrir a la sociedad que me había marcado y hecho soñar a través de su literatura, sus derechos humanos y su estado providencial. Al ser joven, se da por hecho que el mundo lo está esperando, en cierta forma es verdad pero no como uno cree. Al irse, hay algo que se pierde para siempre, hay un estado de pureza, de ingenuidad, que nos da nuestro país de origen y es al partir que desaparece. Siempre me dije que mi situación en París era de paso. Sólo mi padre y mi perro pudieron advertir que ya no volvería. Ver a mi padre llorar como un niño, lejos de esa seguridad que siempre tuvo, sin poder decir adiós, ha sido el recuerdo que me ha acompañado al dejar la casa de mi infancia. Mi perro viejo, mi pequeño Lucas, que no comprendió por qué me iba, decidió olvidarme y no volver a entrar al cuarto que ocupábamos los dos. ¿A caso un simple perro podía percibir que al marcharme ya no sería la misma? Para él, su amiga de infancia, su compañera de juegos, estaba muerta antes de tiempo. Esa joven que vendría en las vacaciones, aunque con el mismo olor, era otra, sus ojos miraban diferente. Todo esfuerzo sería en vano, mi: «¡mírame a los ojos, Lucas… Soy yo!». No daría ningún efecto. Mi perro no volvería a mirarme de frente. La categoría y el aspecto simbólico de las palabras migrante e inmigrante siempre me han causado un gran conflicto. El migrante se va de casa debido a una carencia. El inmigran282
¿Migrantes o nómadas globales…?
te es el que se queda, ese que hace cimientos en otro lugar para, quizás, resolver esa privación o hueco. Aceptarme en la categoría de inmigrante ha sido reconocer una ruptura con la sociedad en la que nací, con el individuo que fui y con todas las certezas establecidas por mi país, familia y núcleo social. Mi primer tiempo en París lo pasé en las aulas de la universidad, primero en un pequeño Instituto de Prensa de Paris II y después en la Sorbonne Nouvelle; en el IHEAL, (instituto de estudios pluridisciplinarios sobre América Latina), en el área de antropología y sociología. Mi interés se volcó por los temas de transición democrática en los medios, en el discurso y en la familia. Ahora puedo entender que esta necesidad de profundizar en los temas de democracia y transición vienen de la falta de libertad que viví en mi entorno social y familiar en Guadalajara. La migración como estudiante me permitía descubrir cómo México se percibía en Francia y en Europa. Había un verdadero interés sobre los movimientos sociales que se generaban en esa época, el zapatismo y la alternancia política. En las universidades se hablaba cómo en América Latina se estaban generando nuevas formas de gobernabilidad y nuevos paradigmas. La situación como extranjero en Francia y en Europa no es fácil, aunque se tenga una visa de estudiante el gobierno exige demostrar que uno es capaz de solventar su estancia, con una suma cada vez mas exorbitante que es casi imposible de alcanzar si uno no tiene el apoyo de una beca o la suerte de una ayuda familiar. En el tiempo que estuve en París no conocí a muchos estudiantes franceses que pudieran disponer en su cuenta de la cantidad que pide el gobierno francés al estudiante extranjero para poder extenderle su visa y renovación. Hoy en día, se percibe a este estudiante como un posible inmigrante que al terminar sus estudios podría volverse un ilegal. Quizás 283
Historias de migrantes, IV Concurso
habrá algunos —tal vez una gran cantidad— que se queden a causa de un sentimiento de inseguridad o de carencia en su lugar de origen, pero también habrá un gran número de estudiantes extranjeros que habrán tenido la suerte de salir de casa, serán los mejores promotores de ese país que les ha dado nuevas enseñanzas, formas de vida, amigos y posibilidades para aceptar a ese que a sus ojos es diferente. Mi primer contacto en la universidad fue con los estudiantes de otros países; cuando uno llega como forastero, su estado de supervivencia lo lleva a buscar a sus iguales que viven la misma situación, los mismos problemas de comunicación y, sin darse cuenta, se establecen fuertes vínculos de amistad y solidaridad. Después vendrían los lazos con los franceses, en mi universidad había mucha gente que tenía un interés particular por México. Al principio, no tuve mucho contacto con gente de mi país, me decía que venía a descubrir otras experiencias de vida, a mejorar mi francés y sumergirme en la sociedad francesa. Con el tiempo, tuve una necesidad de intercambiar vivencias. Me di cuenta que también gozaba de la oportunidad de conocer mexicanos que me enseñaban a mirar mi país de otra manera; me describían lugares que hubiera creído inexistentes y problemáticas que sólo había escuchado en algún periódico o libro, pero al final me daba cuenta que en realidad no conocía. Al escuchar a todos esos seres que representábamos la “patria común” desde distintas perspectivas, sentía que mi país se abría un poco a mí, me enseñaba a escucharlo y a verlo con otros ojos. Más allá de sentirme entre los míos, ese intercambio me hacía consciente de la situación de migrantes que compartíamos por un lapso. Este modus vivendi nos daba una situación de iguales, capaces de escucharnos a través de nuestras diferencias y de darnos el tiempo de descubrir ese vínculo común que era la tierra. 284
¿Migrantes o nómadas globales…?
Un anuncio de prácticas profesionales en la universidad me llevó a adquirir mi primera experiencia profesional en París, en una agencia de comunicación internacional. El practicante tendría que ayudar en la coordinación de la plataforma europea de promoción de México como destino turístico en Francia. Además de otras cuentas que tenían un enlace con el mercado español y de América latina. La experiencia me permitió conocer otro ámbito de competencia de la comunicación, ya que en México sólo había trabajado en el periodismo escrito. Esta posibilidad de trabajo había llegado en un momento determinante en mi estancia en Francia. En esa misma época, mi familia me presionaba para volver a México. Después de un año sin contacto con mis padres a causa de desacuerdos sobre mi forma de vida, me ordenaban dejar a mi pareja, retomar el trabajo y mi condición de hija de familia. Al mismo tiempo, mi vida emocional tomaba un rumbo diferente, me decidía a casarme y asumía que no volvería a mi país como me lo había prometido. En ese momento comencé a sentir miedo, por primera vez empezaba a percibirme como un inmigrante, aunque había alcanzado una estabilidad emocional tendría que renunciar a la carrera que me había proyectado, a mi lengua y a toda esa gente a la cual yo me debía. Encontrar esta práctica que con el tiempo evolucionaría en un puesto de trabajo, me permitía aprender más sobre mi país, me daba la posibilidad de establecer un vínculo directo y sentirme sin ese remordimiento de estarlo abandonando. En México gocé de muchas ventajas, desde pequeña supe que había nacido con suerte, mi familia me lo repetía a cada instante. Pude ir a la universidad y no tuve que luchar por sobrevivir. Aunque no éramos ricos, viajamos a distintos estados del país, mi padre y mi madre venían de diferentes rincones, eso me ayudaba a percibir las grandes diferencias de cada lugar. Nunca he sido muy inteligente, pero siempre estuve conscien285
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te de que mis ventajas se debían al azar, al nacer en un lugar, en un momento determinado. Si algo me dejaron las instituciones educativas por las que pasé en México fue el credo: lo que se alcanza debe compartirse. Dejar México sería cargar con un cierto desprecio inconsciente del que se queda, de esa etiqueta de malinchista, referente sobre todo a las mujeres, pero que alcanza a todo aquel que abandona la tierra materna. Escuchar las palabras que entran como puñal, al decir que uno ya no pertenece al lugar, porque ya no vive ahí, porque ya no comparte la cotidianidad, es aceptar que uno se vuelve ciudadano de segunda en su propio país. Es admitir que cada vez que vuelva, en alguna disputa o situación de desacuerdo, alguien me lanzará a la cara de manera sutil, si tengo suerte, la misma expresión que escuché en el metro de París: «¡Si no te gusta vete… lárgate!». Sólo que ese “lárgate” hace más daño cuando viene del familiar, del amigo o de esa que es nuestra patria común. Al experimentar ese sentimiento de pérdida, al no pertenecer más a la cotidianidad de los nuestros, al ser parte de otra sociedad a la cual tampoco pertenecía, ni correspondería nunca completamente, percibí el miedo de perder la identidad, ese sentido de pertenencia a un lugar, a una sociedad. Me estaba convirtiendo en algo indefinido. Vivir en Francia me hizo conocer ese mundo global y desigual que tanto me llamaba la atención. Ese país me daba mi pareja, otra nacionalidad, nuevos amigos y una nueva manera de concebir la vida. Me enseñaba lo duro que es abrirse camino cuando se está solo, el ser completamente anónimo, sentir la marginalidad cuando se pierde el trabajo, sentirse perdedor, el abrirle la puerta a la inseguridad, aventar la toalla y cuestionarse si ha llegado el momento de partir. Pero, al final, queda un poco de la terquedad que da esa vida de inmigrante, esa fuerza de soportar, de tratar y volver a empezar. 286
¿Migrantes o nómadas globales…?
La sociedad francesa ha sido un interesante campo para observar los problemas y la esperanza que significa vivir con comunidades completamente diferentes a causa de la migración. Mi experiencia más valiosa de vida en ese país fue la cohabitación con sociedades multiculturales tan diferentes entre sí. Haber sido parte de esa masa gente, me ha dejado la enseñanza más valiosa: vencer el miedo a la diferencia y abrir los ojos al mundo. En el momento que comenzaba a sentirme bien integrada en Francia, la migración continuaba. Una serie de posibilidades laborales se abrían a mi marido, quien, siendo franco-alemán, trabajaba continuamente en los dos países. Siempre me dije que estaría abierta a mudarme por el bienestar común, por la familia y porque cambiar de lugar me significa un nuevo comienzo, una renovación. Irme a Berlín sería el descubrimiento de una nueva sociedad, ese lugar donde la historia había separado a un pueblo que por algunas generaciones estuvo dividido y hoy de nuevo aprende a vivir unificado. Emigrar a Berlín me parecía sumamente interesante, daba a mi relación de pareja la posibilidad de una vida sedentaria. Marcharme de París fue dejar un poco mis sueños de juventud, una segunda casa a la que algún día volveré y los amigos que hacen que cada lugar tenga sentido. Mis imágenes del partir son pocas: el llanto inconsolable de mi marido, mi incapacidad de abrir los ojos durante el trayecto que separaba la ciudad y el periférico; sólo el temblar de mi cuerpo y esa sensación de vacío en mi estómago, me anunciaban el dolor de decir adiós. Al viajar en la mudanza rumbo a Berlín, pensaba en ese primer día de mi llegada a Francia, la rabia que me había causado perder eso que llamaba recuerdos: las pertenencias, la maleta desparramada, el primer contacto con la gente, los libros, los 287
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insultos. En ese momento me preguntaba: ¿Cuándo había empezado a perder fuerza ese deseo de preservar el recuerdo en algo tangible o material? ¿Cuándo la maleta había comenzado a hacerse más pequeña? Al dejar París, me daba cuenta que ni con mi máximo empeño podría encerrar a todos mis apegos en una mudanza. Aunque mi interés fuera muy grande, eso se volvía como intentar atrapar el aire con la mano. A los recuerdos podía sentirlos como al aire que pasaba entre mis dedos, pero nunca podría retenerlos, corría el riesgo de que se escaparan en un viento del olvido o en un metro. Hace tres años que vivo en Berlín. Mi primera impresión fue la de cohabitar entre gigantes. Berlín me parecía tan complejo, tan vasto. Aunque había visitado antes la ciudad, por primera vez me encontraba en un entorno donde todo era enorme: sus calles, sus construcciones, sus árboles… nunca me había sentido tan pequeña. No sé si eran las circunstancias, tenía que comenzar de nuevo, hacerle frente a una situación de desempleo y, sobre todo, de incomunicación al no hablar el alemán. Había que aprender los códigos comunes de la ciudad y no sentirme extranjera en mi propia casa. Llegaba a Alemania con ganas de fundar una familia, un nuevo hogar y, sobre todo, conocer ese lado alemán de mi pareja que predominaba menos cuando estábamos en Francia. Aunque hoy Berlín es una ciudad reunificaba, todavía existe entre algunos habitantes una frontera invisible entre el Este y el Oeste. Apenas veinte años de historia común, no terminan de borrar las huellas de otra época. Los alemanes y, para mi sorpresa, una gran cantidad de extranjeros —más de 450 mil— van creando un nuevo Berlín que se proyecta, como la mayoría de las capitales europeas, en una sociedad multicultural. Mi primer año en la capital alemana lo pasé tratando de aprender el idioma y haciendo trabajos simples que no necesi288
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taban mucho uso del lenguaje. Berlín no ha sido la ciudad más fácil para aprender el alemán, la mayoría de sus habitantes tienen un buen nivel de inglés y de otro idioma internacional, lo que hace difícil salir a la calle y tratar de practicar. Nunca falta alguien que, al notar mi particular acento, se proponga ayudarme e intente adivinar qué lengua podría esconderse detrás de ese imperfecto alemán. Este primer tiempo en Berlín sería uno de los periodos más duros de mi vida: me tomaba tiempo poder descifrar las frases de la gente en la calle, crear relaciones de vida, de amistad. Me era muy difícil tratar de entender la cotidianidad de esa nueva sociedad, de la cual me sentía totalmente ajena. Una tarde, al llegar a casa, mi marido me anunciaba que mi padre había sufrido un ataque cerebral. Dos días después estaba en Guadalajara junto a lo que quedaba de mi padre. Nunca lo volví a ver consciente. Siempre pensé que debía de pagar un precio por haberme ido, la muerte de mi padre me lo recordaba. Así descubría que la penitencia del migrante era cargar en solitario el dolor de la muerte de los que se quedan. Todavía no olvido las frases de condolencias de mis familiares y amigos, con aquella redundancia al hecho de que para mí la vida sería mas fácil: yo me iría, mientras que mi madre y mi hermana tendrían que hacerle frente a lo cotidiano, a la ausencia. Al mismo tiempo, mi hermana me reprochaba mi comportamiento, diciéndome que actuaba como si ese día perdiera a toda la familia. Regresé a Berlín a hacerle frente a mi primer invierno del Este. La nieve me daba la bienvenida y se volvía mi mejor amiga. ¡Cómo pasé noches llorando, observando mis primeras tormentas de nieve con la fascinación de una niña pequeña, enferma y triste! La muerte de mi padre me había provocado serios problemas de salud y mi autoestima estaba por el suelo. La única buena noticia era la respuesta positiva a una deman289
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da de financiamiento que había tramitado al gobierno alemán para un curso intensivo del idioma en una escuela privada. Así comenzaba mi Integrationskurs, un programa de lengua, integración y orientación de extranjeros en Alemania. Este curso se imparte en varias escuelas públicas y privadas. El gobierno lo pide como condición para la solicitud de ciudadanía y larga estancia. Mi interés por la beca era debido a que quería hacer el curso en una escuela privada, conocida por su nivel y su alto costo. Durante casi seis meses pasé mis mañanas en un edificio donde la lengua predominante era el chino, el ruso, el turco, haciéndole frente a los grandes problemas de la migración. El curso era una mezcla de edades, de intereses y maneras de concebir el mundo, unidos por la misma carencia: la incomunicación. El edificio estaba ocupado en su gran mayoría por mujeres. Al principio ese hecho me interpeló demasiado, después me dije que a esa hora los hombres trabajaban, en cambio las mujeres, a causa de los hijos, sólo tenían tiempo por la mañana. Al paso de los meses en esa torre de Babel me di cuenta de que había mucha población adulta, extranjera, viviendo en Berlín desde hace mucho tiempo, con un nivel de alemán bastante bajo. Algunos habían llegado antes de la Reunificación. Muchas mujeres habían pasado una vida entera encerradas en su mundo, sin intercambio con el exterior, sin enterarse de la caída de los muros, porque los muros no se cayeron para ellas… no hubo el intercambio con el otro. Toda una vida en un país que siempre les fue ajeno, una revolución que les pasó de largo, donde el único puente con el idioma ha sido el de los hijos. Ahora había que asumirse, los niños se volvían adultos y amaban esa tierra de adopción donde habían crecido, esa era su casa. Para muchas era imposible partir, sus historias estaban hechas en Alemania. Así por algún tiempo, esas vidas de mujeres me llenaron mi cabeza, quizás, por saberme embarazada. 290
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En el último mes del curso comenzamos a abordar el módulo de Orientierungskurs, una mezcla de historia, costumbres y valores de importancia en Alemania. Hay que decir que la materia era muy simple —a veces aburrida— en su mayoría se hacía hincapié en nociones de civismo elementales y problemas entre culturas. Una vez, se discutía sobre la noción de la patria, sobre qué valor o significado le asumíamos al estar fuera. ¿Cuál era la noción de patria que podía construir en mi cabeza? ¿Qué asociación? ¿El lugar donde nací, la familia, los amigos, un sentimiento…? Esa confrontación me hacía daño. En ese momento no encontraba la respuesta. Sólo me venía la imagen de mi padre, la remarca de mi hermana durante el funeral, quien me percibía como alguien que se sentía alejada y abandonada. Mi vínculo más fuerte con mi país, con mi familia y mi sensación de seguridad se había ido. Mi padre ya no estaría más para conocer a su nieta, no podría bailar con ella en el departamento de frutas y verduras del supermercado. Ya no escucharía su: «¡vamos bailando ésta! ». A medida que mi hija crecía, los cuestionamientos fueron en aumento: qué identidad podría transmitirle sobre mi país, sobre ese lugar que, quizás, algún día sentiría como su patria. Desde su nacimiento, para su padre y para mí, era importante que sus nombres pudieran tener una connotación con su mestizaje. Era una ciudadana global, fruto de la fusión entre culturas. Una hija más de la masa de las sociedades multiculturales, una más que crecía con tres nacionalidades y tres lenguas. Al empezar a decir sus primeras palabras, mi niña comenzó a hablar español, ciertas palabras en francés y al ingresar al Kindergarten su pensamiento se concentró en el alemán; las dos otras lenguas parecía que se volvían secundarias. Aunque con sólo 2 años de edad, ella podía entenderlas sin problema, pero ya no venían como un automatismo, su lengua más fuerte 291
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era el alemán, su entorno eran los niños alemanes. Al observar la situación, me entró un sentimiento de frustración, no dejaría que mi hija no creciera acompañada de mi lengua que tanto amaba, ni del otro idioma de su padre que era nuestra lengua de pareja. Así, me decidí a buscar ayuda e información de cómo poder apoyar a mi hija, cómo capacitarme para impulsar a un niño bilingüe o trilingüe. Muchas personas cercanas a mí exclamaban que tres idiomas eran demasiado para un niño. Para nosotros, sus padres, las lenguas no se percibían sólo como una herramienta para hacerle la vida más fácil en un futuro, estábamos seguros de que al conocer lo mejor posible los idiomas con los que crecía, le ayudaría más tarde a saber quién era, a entender sus diferencias. Durante una conferencia sobre bilingüismo, una educadora cubana afirmaba que, según sus experiencias, un niño bilingüe hablará sus lenguas maternas correctamente si el idioma no se deja en una isla, si hay intercambio y, sobre todo, si la lengua se asocia a lo emotivo. Apostarle al trilingüismo era comprometerse a una nueva forma de vida, a no perder la paciencia y ser constante. A no tirar la toalla por la facilidad del momento, a buscar las herramientas y el contacto con el otro. En esa búsqueda comencé a frecuentar asociaciones de hispano—hablantes y actividades lúdicas, que me han ayudado bastante a que mi hija hoy hable español; que le guste estar en contacto con los idiomas de sus padres porque son la lengua de sus amigos, porque esas experiencias se vuelven algo tan común que se borran las diferencias. En otra conferencia, escuché que varios estudios han demostrado que los niños migrantes aprenden mejor si conocen bien su idioma materno. Nunca olvidaré a esa profesora que tuve de alemán en ese edificio de Babel —durante mi Integrationskurs— quien nos había confesado a finales del curso que ella no era alemana, sino una migrante como nosotros. Había llegado de 292
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Serbia cuando era pequeña, a causa del trabajo de su padre. La maestra, al ver mi preocupación constante por los temas de integración, no había entendido qué me pasaba. Me decía que no veía el por qué del constante cuestionamiento de mi situación, si mis mejores amigos eran alemanes, mi marido era franco-alemán, y ella pensaba que mi manejo del idioma vendría con el tiempo. La profesora estaba casada con un alemán de descendencia rusa, tenía dos hijos. Recuerdo que le pregunté si hablaba serbio con ellos. Ella me respondió que muy poco, que sus hijos no entendían su lengua materna, argumentando que las terceras generaciones pierden el idioma del migrante. Para muchos, mi profesora representaba el modelo perfecto de asimilación, el de las diferencias imperceptibles. Algo me quedaba claro, sabía que ese modelo no iba conmigo, con mi forma de vida, con mi familia y lo que yo era. Gracias a las experiencias de otros, al escuchar y al escucharme, he aprendido a hacerme un camino. El aceptar que soy diferente y que esa diferencia me da mi particularidad, mi esencia. No sé si lograré, junto a mi marido, que nuestra hija hable con un buen nivel nuestras lenguas y si ella aprenderá a amar como yo, mi país desde lejos. Si sentirá la inquietud o la necesidad de pasar el idioma de los abuelos, de los antepasados, a sus propios hijos. Nosotros, sus padres, hemos apostado por esa forma de vida, la de las sociedades multiculturales que se enfrentan e intentan vencer el miedo al otro y a las diferencias. Por la búsqueda del entendimiento, la lucha por la tolerancia, para, así, intentar vencer los nuevos desafíos de estas nuevas generaciones que se vuelven globales, pero que acarrean también las epidemias como son: la xenofobia, los guettos, el extremismo, la asimilación y la más grave pérdida, la lengua materna.
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Historias de migrantes, IV Concurso
Nosotros decidimos apostarle a las particularidades adaptadas al entorno, sin el deseo de asimilarse completamente, ya que se corre el riesgo de perder la esencia. Puede ser que ser padres nos vuelve utópicos y creemos en los sueños, pero ¿no es acaso en el espacio de la fantasía donde todo se consigue? Al escuchar esa mezcla de idiomas en una misma frase de mi hija: «¡essen juntos, mama!» (a comer juntos), «Kuchen au choco, rico..!» (pastel de chocolate), mis ojos brillan y quiero creer que esa dislexia momentánea de los niños bilingües anuncia no sólo los inicios de la apropiación de la lengua, sino la comunión de tres culturas. Un par de años de trabajo, de introspección sobre mí misma, de aprender a decirle adiós a los muertos, de vivir la maternidad a través de la migración y dejar de sentirme criminal por haberme ido, me ha dado la posibilidad de reencontrarme con mi país. Aceptar que podemos ser diferentes y evolucionar a distintos momentos. Hoy Berlín es mi nueva casa, es el lugar que me ha dado a mi hija, mi familia, nuevos amigos, los inicios de una consciencia ecológica y la capacidad de aprender a escuchar. La mejor sorpresa que me ha otorgado la ciudad es descubrir la fuerza de su gente para lanzarse a la aventura. No sé si esto es consecuencia de la reunificación, pero aquí, todo el tiempo, los berlineses se la pasan experimentando: los niños en las guarderías se revuelven entre diferentes edades, se arman cooperativas de todo tipo, se recicla, se abren restaurantes donde uno paga lo que cree conveniente y los cementerios se vuelven parques. Aunque no todas las iniciativas terminan en un cauce, se palpa en la gente el deseo de reinventarse. Inmigrante soy y diferente seré siempre, mis ojos me lo decían. Mi hija es el reflejo de su padre con la mirada de su madre. Con los ojos del abuelo, que mucha gente en su propio país lo creía chino, mongol o extranjero. La primera vez que 294
¿Migrantes o nómadas globales…?
la prima de mi marido conoció a mi padre, me dijo: «al verlo, tengo la impresión de ver a alguien que viene de muy lejos… de otra época». Ahora puedo remarcar que sus ojos eran el reflejo del mestizaje, el recuerdo de su sangre indígena. Hoy en los momentos que me siento huérfana, desterrada, perdida sin pisar tierra, miro a los ojos de mi hija, su mirada me recuerda de dónde vengo.
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Mi vida en francés Merit Vera González de Raynaud (Météo Renolez) Categoría C / Mención Honorífica
Ser la misma en otra parte lo cambia todo. Philippe Lechermeier
L
a primera vez que visité Francia acababa de cumplir 18 años. Llegué a París. Fue una experiencia un poco brutal para una adolescente como yo al salir de mi país, sola por primera vez, sin mis padres ni mis hermanos. Vine a estudiar francés, no podría decir perfeccionar porque, aunque ya lo había estudiado tres años en la prepa, me di cuenta al llegar que no entendía casi nada y no podía comunicarme. Estaba en el aeropuerto y me habían dicho que por nada del mundo tomara taxi, pero dado que no tenía idea de cómo hacer para llegar a la escuela de idiomas, mi casa temporal, sólo pude tomar un taxi y asumir las consecuencias. Obviamente, me cobró un ojo de la cara. Llegué y el sólo hecho de estar ahí sola, dormir en una cama extraña, no poder comunicarme y no obtener respuestas de nada me dio tanto miedo que ese mismo día llamé a mis padres llorando y les dije que quería volver. Debía quedarme tres meses, mínimo. Mi papá me calmó y me dijo que estaba bien, que si quería volver podía hacerlo pero que debía tratar de sacar provecho y que podía llamar a mi prima, quien lleva casi 30 años viviendo aquí y sus hijos eran casi de mi edad. Los llamé. Su esposo, Yves, me dijo que me calmara y que estuviera un mes en la escuela y que después podía pasar otro mes con ellos, pues tenía que aprovechar y desquitar por lo 297
Historias de migrantes, IV Concurso
menos el boleto de avión. “Quizás tenga razón”, pensé. Lloré todas las noches como por una semana, pero un día me puse bien mis pantaloncitos y decidí abrirme y vivir lo que estaba ofreciéndoseme. En la escuela me sentía un poco frustrada porque nadie hablaba francés, todos hablaban en su lengua materna y no quería conocer mexicanos porque yo quería —y me urgía— hablar francés. Por si fuera poco, al terminar las clases cada día ya no tenía oportunidad de hablar con nadie. Salía con quien podía, una alemana un día, una portuguesa que me cantaba “La chica de Ipanema” en el metro, otro, y a veces con mi compañera de cuarto, una española. Una vez salí con un grupo de alemanas y me sentí completamente invisible, ellas iban felices de la vida hablando alemán y, obviamente, yo no entendía nada. No volví a salir con ellas. Jamás había visto tanta diversidad cultural, tanta gente de tantos colores, hablando tantos idiomas todos juntos. Era entre sorprendente y aterrador. Tampoco sabía lo que era el racismo hasta que vine aquí. Jamás había oído términos como choque cultural, paisano, latino, raza, identidad nacional, lengua materna. Jamás me había preguntado qué se siente ser mexicana, jamás había tenido que defender a mi patria, explicar mi país, mi lengua, mi existencia. Hasta la fecha cuando digo que soy mexicana a la gente se le ilumina la cara, abren grandes los ojos y me miran como si yo fuera un tucán: “¿Mexicana? ¡Ahhhh! Tequila, Cancún, playa. ¡Hola, guapa!” Y sacan sus mejores palabras en “español”. Sonrío. Recuerdo tantas cosas, pues han pasado tantos años desde esa primera vez que vine en 1998. Ahora tengo 33 y es 2011 y entre tantos ires y venires he experimentado muchas cosas. Desde ese primer viaje, mi vida ha estado ligada fuertemente a Francia, estoy destinada a caminar en esa finísima línea del ser mexifrenchi. Además, soy traductora y profesora 298
Mi vida en francés
de Español LE. Un maestro nos decía que quizás no es casualidad que se parezcan las raíces de las palabras “traductor” y “traidor”, “traductoris” y “traditoris”, respectivamente. Yo le soy infiel a mi mexicanidad con mi francilidad, las amo y a veces las odio, unas veces las defiendo y otras las ofendo. Mi destino es pasar el mensaje de un lado y del otro. La primera vez que tuve que “defender” a mi patria fue discutiendo con un español. No sé cómo fue que empezamos hablando de fútbol y terminamos hablando de los aztecas. Él osó decirme que deberíamos dar gracias a “la madre patria” por habernos “conquistado” porque éramos unos salvajes. En ese momento sentí que las plumas se me erizaban y pensé “ahorita vas a ver lo que hacemos los salvajes”, pero una campanita sonó en mi cabeza y mi boca respondió: “No sé quienes hayan sido más salvajes, los que llegaron a violar, a robar y a matar, los que llevaron enfermedades y no se bañaban. No sé quien deba agradecer a quien, dado que el oro no era para México, se iban barcos llenos a España. Lo que sí sé es que hay alguien en esta mesa —fue durante el desayuno— a quien le falta leer un poco y sufre del síndrome del colonizador.” Los latinos que estaban ahí, algunos sonrieron, y su amigo, otro español, le dijo que estaba mal de su parte decir eso y me ofreció disculpas en su nombre y casi me felicitó por la respuesta. Él era simpático y además habíamos hecho un pacto de no hablar español, contrario a lo que los demás hacían. Claro, él era mucho mayor y más sabio que su amigo. Asumo lo que dije, pero en realidad pienso que es estúpido andar por la vida acarreando odios pasados sobre todo ajenos. La historia es una y ni ellos ni nosotros fuésemos lo que somos sin esa “conquista”. Las barreras son tremendas. Me di cuenta con el español aquel, pero es interesante cómo los humanos somos capaces de entendernos o no por mera voluntad.
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Historias de migrantes, IV Concurso
Un día quise enviar una postal a México pero me hacía falta un sobre. Yo había visto una papelería cerca de la escuela y antes de salir busqué en el diccionario cómo se decía la palabra “sobre”. Vi gente haciendo fila y me formé, al llegar con la cajera me preguntó qué quería y entonces sucedió. La veía y entendía lo que decía pero al buscar en mi cabeza, lo había olvidado. ¿Cómo se decía “sobre”? Entonces yo balbuceaba y trataba de explicar y de pronto me vi expulsada de la fila y ella empezó a atender a los que seguían. Volví a mi cuarto a ver mi diccionario y volví a la papelería, ya había otra persona más amable y le pedí un sobre y creo que me dijo que sólo los vendían por paquete porque acto seguido salí contenta con un bonche de sobres. Todos construimos barreras pero también podemos derrumbarlas. Creo que me veía pequeña porque tres españoles me adoptaron. Gracias a ellos aprendí el significado de solidaridad y era sólo porque hablábamos “el mismo idioma”. Nuestro sentido de pertenencia nos unía. Al terminar el curso en la escuela, me fui como lo habíamos hablado, con mis primos. Yves habló con el director de la escuela donde iban sus hijos para que me aceptaran como oyente. El director aceptó con gusto y hasta me dio a escoger las materias que quería cursar, obviamente rechacé matemáticas porque si de por sí en español me dan horror y dolor de cabeza, en francés quizás me diera una embolia. Esta estancia fue la mejor vivencia del viaje porque estaba con “mi familia”. Es extraño tener unos parientes lejanos a los que apenas conoces, pero a los que te aferras sólo por el hecho de compartir un poco de ADN. La hija de mi prima, Úrsula, siempre quería hablar español, pero el resto siempre me hablaba en francés. En la escuela todo era en francés —hasta la clase de inglés y de español— y un grupo de chicos y chicas me adoptaron rápidamente y junto con mis primos me enseñaban palabras, groserías, pronunciación, bromas. A veces decía 300
Mi vida en francés
algo mal y se reían, pero cuando me explicaban yo me reía con ellos de mí también. Aprendí francés en un mes porque practicaba mucho más que en la escuela en París. Desayunaba, comía y cenaba francés. En la casa, mi primo, el hijo menor, Igor, me ayudaba, yo leía en voz alta y él me corregía. Fue quizás en este viaje que decidí ser traductora. Bueno, en realidad yo quería ser intérprete porque ya me veía como Mafaldita en la ONU traduciendo importantes mensajes de Estado, pero cuál sería mi sorpresa que cuando empecé a estudiar interpretación me topé con muchas dificultades y cualidades que yo no tenía. Lo mío era escribir, así que opté por traducción. Después de ese primer viaje, volví una segunda vez a mitad de mi carrera porque tenía un amigo que conocí por Internet y con el que aún tengo una profunda amistad. Él me ha enseñado desde vocabulario, pasando por la ideología de los franceses, hasta economía e incluso la importancia de la comida; me ha hecho conocer la comida típica y el modus vivendi de los parisinos. Él y sus padres se convirtieron en mi familia parisina. Cada vez que venía me hospedaban en su casa, me alimentaban, me enseñaban cosas, me llevaban y mostraban lugares, su mamá me contó de la guerra y su padre hasta me contaba sus preocupaciones. Me hicieron su confidente, su hija, su hermana, su amiga y eso para mí es lo más grato que me han dado los viajes: la gente. Defino un país por su gente. Francia es un lugar maravilloso, sumamente rico y hermoso con paisajes extraordinarios, pero es la gente la que me ha hecho amar o rechazar a cada uno. Tomemos París. Como maestra tanto de francés como de español me gusta “picar” a los alumnos y siempre les pregunto por qué estudiar francés. Las respuestas son casi las mismas pero hay una que siempre me ha divertido: “Quiero aprender francés porque es el lenguaje del amor”. Yo me carcajeo con esta respuesta. 301
Historias de migrantes, IV Concurso
Todos sueñan con venir a París, subir a la Torre Eiffel, tomar una copa de champagne mientras pasean por el Sena, comerse una crepa mientras caminan por los Campos Elíseos y ver a la Mona Lisa en el Louvre. Sí, todos sueñan con eso pero cuando llegan se topan inmediatamente con la frialdad parisina, suben al metro y nadie se mira, se tapan la nariz por el mal olor porque es bien sabido que “los franceses no se bañan”. Van caminando y la gente los empuja y no ofrece disculpas. Suben al autobús, saludan al conductor y éste los mira raro y no contesta y, por si fuera poco, cada cinco metros se llenan los zapatos de caca de perro. ¿No es romántico? Cuando la gente me dice que va a venir a Francia y me piden recomendaciones de lugares a dónde ir, yo le digo que es normal querer visitar París, pero les aconsejo que mejor visiten otra región y si se aferran, que siempre es el caso, les deseo buen viaje. A decir verdad, yo soy la menos indicada para hablar “pestes” de París y de sus habitantes, puesto que jamás he tenido problemas, siempre me han ayudado y he tenido la mejor de las suertes porque he conocido gente inteligente, amable, humana, curiosa y también muy francesa. Sé que muchos tachan de hipócritas a los mexicanos, no es hipocresía, muchas veces es servilismo, resultado de nuestra historia; es un mal hábito pensar en el extranjero como un Dios pero como tal es difícil de cambiar. Paz lo explica un poco y lo llama “malinchismo”. Sin embargo, es muy evidente que así y todo nosotros sabemos recibir a la gente y hacerla sentir bien. Si vemos a alguien que necesita de nuestra ayuda seguramente haremos lo posible por ayudarla. Aquí la gente cuando ve a alguien que tropieza y se cae, sólo la brincan y siguen su camino. La tercera vez que visité Francia fue como asistente de español, como parte del programa de la SEP. Yo tuve una suerte bárbara porque me tocó un liceo que se encuentra muy cerca de París, me dieron un departamento gratis durante toda mi 302
Mi vida en francés
estancia, me pagaban —no mucho— y aparte era libre de hacer las actividades que yo quisiera en mis clases y, además, mis colegas eran sumamente “buena onda”. Yo estaba en el cielo, podía ver a mis amigos, visitar a mis primos, visitar de nuevo París. Extrañamente, me sentía como en casa. Era raro pero muy emocionante. Uno de los asistentes que después se volvió mi amigo entrañable, no tuvo tanta suerte. A él le tocó un liceo que estaba sumamente lejos, no le dieron casa y, por si fuera poco, “se deshicieron” de él diciéndole: “Creo que es mejor si buscas un lugar donde vivir en París porque aquí te vas a aburrir mucho.” Y lo mandaron olímpicamente a hacerle como Dios y su conciencia mejor le dictara. Obviamente, para alguien que viene por primera vez es casi sinónimo de que va a terminar durmiendo en la calle, no sólo porque es extremadamente difícil encontrar un departamento en París, sino que además es caro y decir que es caro, es poco, a veces es impagable, que era su caso, porque sólo nos pagaban 700 euros al mes. Y la renta era de 750. Gracias a la ayuda de los maestros de otros liceos mi amigo encontró un lugar y además un inglés con quién compartir el departamento y los gastos, pero estuvo a punto de volver a México, tal era su desesperación. No sólo no hay nadie que explique los complejísimos procesos de la administración —TODA y en TODOS lados— tampoco hay voluntad para hacerlo y el extranjero se puede volver loco dando vueltas como ratón en un laberinto. Esta experiencia entre laboral, estudiantil y vacacional fue interesante para mí. Yo estaba contenta de regresar y me volví a maravillar de ver París, sólo que esta vez era diferente, iba a estar más de tres meses, iba a trabajar y a vivir en la Ciudad Luz, bueno, cerca. Compartía el departamento con una chica austriaca y con un chico de Yemen que llegó a finales de septiembre. Era un 303
Historias de migrantes, IV Concurso
enorme departamento y como era el segundo año de la austriaca, ella escogió su cuarto primero, luego yo y al chico le tocó un cuarto que habían adaptado en lo que debía ser la sala comedor. Al principio todo iba bien, tratábamos de conocernos. Ella constantemente me hablaba en inglés y él hacía el esfuerzo de hablar francés aunque con frecuencia no entendíamos lo que decía. Llegaron las vacaciones de otoño y yo tenía planeado ir a Italia a ver a una amiga. Tuve que retrasar el viaje porque en Francia cuando la gente se queda por más de tres meses debe llenar una montaña de requisitos por etapas y entre ellos está la visita al médico en donde nos revisan para ver que estamos sanos. Justamente, la mía era los primeros días de vacaciones, entonces cambié mi boleto. Pasó que un día un amigo se quedó a ver películas en el depa. Yo por la mañana me levanté a preparar café y ahí estaba mi roomate, Ahmed era su nombre. Él estaba cocinando y yo, una vez que estuvo listo el café, me fui a servir una taza. Como lo tomo con leche, abrí el refri, que en realidad era un frigobar, o sea que cada uno tenía un espacio reducido para su comida, y saqué mi bote de leche. Sólo me serví un “chorrito” y cuando quise volver a meter mi bote, vi que en su lugar había una lata cerrada de salsa de tomate. Amablemente le pregunté si era su lata y él lo confirmó. Yo le expliqué que ese era el lugar de mi bote de leche y que la iba a retirar porque no lo podía poner en otro lado, puesto que no había más espacio y se iba a derramar el líquido si lo metía acostado, además de que yo ya no tenía tanto espacio. Él respondió que era injusto porque nosotras teníamos los espacios más grandes. Yo le contesté que en todo caso la que gozaba de más espacio era la austriaca por derecho de antigüedad y que si tenía quejas las dirigiera a la recámara correspondiente —ella se había ido de vacaciones— y entonces le volví a decir que iba a retirar su lata para poner en su 304
Mi vida en francés
lugar mi bote. Yo hacía todo tipo de aspavientos para explicarle y así guardé la calma durante casi una hora, al fin de la cual me exasperé porque él no lograba entender francés, además de que estaba aferrado a su idea —su lata estaba completamente cerrada y las latas no se meten al refri— y en la mañana puedo hacer muchas cosas salvo discutir, es la peor manera de empezar el día. Entonces, desesperada, de malas y harta le dije la frase que todos decimos y que obviamente no vamos a cumplir dado que es sólo un ultimátum o por lo menos en México. Le dije en tono amenazador: “Bueno, mira, por última vez, voy a regresar mi bote a su lugar y si lo sacas y metes tu lata pues voy a tirarla por la ventana.” Acto seguido él tomó su cuchillo —estilo “Psicosis”— y amenazándome con él me dijo: “Pues si tiras mis cosas por la ventana, te mato.” Tratando de contener mi miedo, le aventé la mano y salí de la cocina corriendo, azotando tras de mí la puerta y cerrando mi cuarto como pude y mientras huía logré escuchar que se reía como un loco. Mi amigo, que ya se había despertado por los gritos, preguntó qué pasaba, yo le platiqué y me solté a llorar. Entonces me dijo que hiciera mi maleta porque nos íbamos a su casa. Al retomar las clases, le conté a una de mis colegas y ella organizó una junta en la que estábamos los tres colocatarios. Cuando le conté a la austriaca me sentí como esas mujeres violadas cuando me dijo: “Pues algo le habrás hecho para que reaccionara así.” Yo me sentí peor. ¿Dónde quedaba la solidaridad femenina? Bajo ninguna circunstancia uno va a amenazar con un cuchillo la vida de otro ser humano. En la reunión yo sólo pedí que él jamás volviera a dirigirme la palabra y que si llegaba a acercárseme lo iba a denunciar a la policía. Mis amigos, franceses y latinos, me decían que lo denunciara, pero le haría más mal que bien, pensé. No pude dormir como tres días 305
Historias de migrantes, IV Concurso
sabiendo que estaba en el mismo departamento y a unos metros de mí. Como asistente pude observar el sistema de la educación nacional francesa. Muchos dicen que no hay buenos ni malos maestros, sino buenos o malos alumnos, yo no estaría tan de acuerdo. El equipo de español estaba formado por casi diez profesores de español y ellos debían compartirme de tal manera que todos los alumnos aprovecharan para poder escuchar a una hablante nativa y practicar su español. En esta escuela vi de todo y aprendí mucho. Una de las colegas tenía un grupo de preadolescentes. Todos lo fuimos y sabemos las conductas de los preadolescentes. Ella los trataba como retrasados mentales. Les gritaba y les revisaba los cuadernos como si estuviesen en kindergarten. Asimismo, les exigía que se aprendieran las cosas de memoria, y a la clase siguiente, escogía a un alumno, generalmente era el estudiante más tímido, para pasar al frente y recitar en voz alta frente al grupo lo aprendido. Para mí fue irreal lo que estaba viendo. El cuadro empeoró cuando vi que le dijo a uno: “¡Este cuaderno está nefasto¡ ¿Qué, eres estúpido? ¿No entendiste cómo deben hacerlo?” No pude contener mi sorpresa, mis ojos parecían platos. De todo el equipo, el único que tenía una clase activa y reactiva porque estaba establecida una forma de respeto mutuo y de compañerismo, era Nicolás. El único varón del equipo de español. Para empezar, él se hacía llamar Don La Calle, traducción y juego de palabras de su apellido en francés “Larue”, “la rue”, “la calle”. Entonces, sus alumnos así lo llamaban. La clase empezaba una vez que los alumnos habían formado las bancas en forma de “U”, esto es para que todos se escucharan y se vieran. No era tampoco la clase perfecta porque los niveles de español eran variados y había unos que hablaban muy bien y otros que apenas pronunciaban palabra, pero el ambiente era 306
Mi vida en francés
relajado, los alumnos participaban, el tiempo pasaba rápidamente y ellos salían contentos. El plan de estudios es realmente duro y exigente en Francia, tiene su lado positivo porque los enseñan a criticar, a analizar, a discernir y a defender sus opiniones. Por otro lado, les exigen más de lo que les enseñan. En lengua extranjera, por ejemplo, les dan poquísimas horas por semana y esperan que no sólo sepan la gramática, las conjugaciones, sino que lo hablen cual hablante nativo y, encima de todo, que entiendan un texto y lo puedan traducir. Yo tengo una licenciatura en traducción y sé que no por el hecho de hablar francés y español hubiese podido lograr hacer buenas traducciones, sobre todo cuando uno tiene un conocimiento del 20% del idioma y muchas veces conoce muy poco el propio, sin contar que a veces en Francia aunque la gente hable francés se trata de su segunda lengua, como pasa en México con ciertos grupos indígenas. Los alumnos del liceo me platicaban su sentir de vivir en Francia. El liceo está en una zona complicada donde la población es en su mayoría de la zona del Magreb o árabes en general, ascendientes de gente de Europa del este, hijos de portugueses, españoles y la minoría serían franceses pero no logro recordar a ninguno. Es triste escuchar que se sienten perdidos. Los argelinos o marroquíes, por ejemplo, decían que cada verano van a su país “de origen” y que allá les dicen que no son de ahí, que son extranjeros y en Francia les ocurre lo mismo. Viven con la pregunta escrita en su frente: “¿Y entonces? ¿De dónde soy?” Están condenados a vagar entre esos dos mundos y lo peor es que en ambos la gente les complica su existencia por su estatus de extranjero. No los aceptan y están perdidos. Las chicas platicaban que sus padres les exigían comportarse y vivir como lo harían en Argelia, les decían que usaran el velo, les prohíben salir al bar o a la disco en la noche, no pueden tener novio, deben vestirse recatadamente y permanecer vírgenes 307
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hasta el matrimonio. Ellas viven en constante conflicto porque el mundo que sus padres les imponen es uno y su realidad y el mundo exterior cotidiano es totalmente diferente. Simpatizo con su sentir. Yo vivo entre dos mundos pero fue mi elección, la asumo, yo decidí vivir “partida”, decidí vivir en un puente pero ellos no. Yo me sé mexicana y sé que mi país, mi familia, mis amigos y hasta mi gata me esperan. Es mi constante. Soy mexicana y ahora soy en un porcentaje francesa. No estoy perdida porque conozco mi México y conozco y aún voy descubriendo este Nuevo Mundo, pero a ellos nadie les preguntó. Al verlos, me preocupa que lo mismo les pase a mis hijos. Al permanecer un tiempo prolongado en un lugar nos vamos impregnando del ambiente que nos rodea. No sólo a veces es más fácil y rápido pensar en francés o encontrar tal palabra en francés, sino que uno se va volviendo francés en sus hábitos y sus formas de actuar y de pensar. Es una transformación sutil y silenciosa, uno no se da cuenta hasta que de pronto empieza a disfrutar los quesos que antes nos resultaban apestosos y a reconocer los tipos de vino y cambia las tortillas por pan fresco y a degustar el aperitivo, la comida, el digestivo. Uno se vuelve francés sin darse cuenta. Hice un viaje hermoso a Portugal con una amiga que es temerosa y a la vez temeraria. Parecen dos cualidades opuestas pero en realidad ella las posee juntas. Decidimos hacer un viaje por Portugal e Italia. En Portugal iríamos a Lisboa y a Porto, mientras que en Italia visitaríamos Roma y Nápoles, que era mi capricho. Sé que en Francia hay muchos portugueses y que muchos trabajan limpiando casas, algunos en la gastronomía y que los viejitos portugueses juegan mucho a la petanque en los parques. Mas en realidad jamás nadie habla de Portugal. Hasta entonces yo sólo sabía que está junto a España y que fueron quienes se quedaron con Brasil y por eso en Brasil se habla portugués. 308
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Llegamos a Porto y tomamos un tren a Lisboa. Tuvimos un problema porque yo me había equivocado en las fechas y entonces nos encontramos sin lugar dónde dormir. Nos dirigimos directamente a la Oficina de Turismo y ahí una chica muy amable, al explicarle nuestro problema, nos consiguió un cuarto en un hotel no tan caro en donde el señor nos trató muy bien y al salir nos decía como los abuelos: “Cuídense mucho. Tengan cuidado. Nos vemos en la noche”. Era gracioso. Finalmente, en el hostal pudieron cambiarnos algunas fechas, pero nos quedamos en el hotel un par de días. El primer día sólo dimos la vuelta para reconocer el barrio alrededor del hotel, estábamos viendo qué había, planeando lo que haríamos al día siguiente y nos dormimos. En la mañana nos despertamos temprano y fuimos a buscar algo para desayunar. Andando por la calle encontramos un lugar que parecía un cafecito mexicano y nos metimos. Vimos que había muchos panes y, sobre todo, vendían una leche de chocolate embotellada deliciosa. Como no conocíamos los panes, preguntamos y con toda la paciencia del mundo nos explicaron de qué era cada uno, algo que me sorprendió porque en París no hay paciencia, creo que ya se jubiló. Entonces escogimos lo que cada una quería y una chica nos dijo que nos sentáramos y que ella nos llevaría nuestro desayuno. Nos sentamos en unas mesitas y estábamos felices degustando nuestros alimentos, cuando llegaron unas viejitas simpáticas, pidieron un cafecito y se sentaron al lado nuestro. Nosotras seguíamos comiendo, cuando entró un caballero de la edad de las viejitas, pidió un café y al voltear supongo que las reconoció y se acercó a saludarlas y a platicar con ellas. Él estaba de pie y le dijimos que si quería sentarse con ellas nos arrimábamos. Me levanté para moverme un lugar cuando una de ellas dándome palmaditas en el brazo y me dijo algo que sí entendí aunque lo dijo en portugués: “No se preocupen. Sigan comiendo. ¡Qué niñas tan 309
Historias de migrantes, IV Concurso
bonitas y amables!”. A este acto yo respondí con un brinquito —poco perceptible—. Al sentir el contacto humano mi mirada se instaló en su mano y me sorprendió mucho más mi reacción. En México todos somos muy “tentones” con conocidos y desconocidos. Cuando estudié para ser maestra de español para extranjeros me tuve que educar para no tocar a los alumnos porque algunos lo malinterpretan. Pero jamás me había pasado retorcerme al contacto de alguien. Entonces entendí, me había convertido en una parisina. Todos piensan que París es la ciudad del romance y que los franceses se besan en cada esquina y se abrazan y se besan 42 mil veces en las mejillas aun entre hombres. Error. Los franceses no se tocan salvo si son pareja. Si ven a alguien abrazándose seguro son familiares o no son franceses, seguro serán portugueses o italianos, aquí esos besos son tronados y falsos y los abrazos son escasos. Cuando los latinos, que somos “táctiles”, tocan a los franceses por costumbre, el francés pensará que eso significa que esa persona quiere algo más, que está interesado en él o ella mientras que para nosotros es una simple costumbre, parte de la calidez humana que nos define. Yo me he propuesto seguir con mi tradición de “tentona”, primero porque es parte de mi identidad mexicana y luego porque en algún momento si yo me volví un poco francesa quizás ellos se vuelvan un poco mexicanos. Además de países, conocí personas, entre las cuales se encuentra el que ahora es mi esposo, quien es, debo decirlo, un francés poco convencional y todo aquel que lo conoce al final termina diciéndole que la cigüeña se equivocó, pues él debió haber nacido en México. Conocí a mi esposo, Sébastien, por medio de mi buen amigo casi hermano, Henri-Jean, de quien hablé antes, sólo ahora le pongo un nombre. Henri-Jean tiene asumida la misión de hacerme descubrir cosas del mundo y aplaudo su misión 310
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porque lo logra, es buen guía, buen amigo y cabe decir que es buen comensal y cocinero. Cuando Séb y yo nos hicimos novios todo era incierto. No sabíamos qué pasaría cuando me tuviera que ir. Cuando llegó el día de irme tampoco sabíamos lo que sucedería y fue muy difícil mantener nuestra relación a larga distancia. El teléfono y la webcam no eran suficientes y todo el dinero que ganaba me lo gastaba en ir y venir de México a Francia, lo cual no es nada barato. Como dije antes, la administración francesa —TODA— es muy complicada y los procesos absolutamente largos y ridículos a veces. Séb y yo queríamos PACSearnos para que yo pudiese estar en Francia y después decidiríamos casarnos o no. El PACS es un acuerdo entre dos personas, pueden ser del mismo sexo, en donde se asienta que uno ha vivido con esa persona por tanto tiempo y si por mala suerte uno muere, la pareja no tendrá problemas porque atestó que estuvo con ella hasta el fin. Me parece que algo igual existe en México. Para llevar a cabo este trámite y que yo me quedara en territorio francés sin problemas, empezamos a preguntar. Nadie sabía, nadie nos podía decir algo concreto, unos decían que sí, que con el PACS yo podría quedarme y vivir normalmente y otros no, que teníamos que casarnos porque de otra manera no podríamos hacer nada y así estuvimos dos años hasta que decidimos casarnos el año pasado. Sólo nos hemos casado por el civil porque para darles un poco el gusto a mis padres y a la sociedad mexicana la boda por la iglesia la haremos en México, hacerla aquí sería imposible y además seríamos las mismas 30 personas. Una vez casados pensamos que ya todo iba a ser miel sobre hojuelas. Error. Después de intentar obtener la carte de séjour, el equivalente al FM3, de preguntar igualmente en todos lados y de que unos decían una cosa y otros decían lo contrario, 311
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tuve que volver a México para obtener una visa y empezar de cero. Ahora ya tengo casi todo, sólo me falta un triste papel que desgraciadamente es el más interesante, la evaluación profesional en donde me dirán si mis estudios son precisos para poder por fin trabajar en Francia. Hasta el día de hoy, después de dos meses, no me han enviado la circular con la fecha del curso, parece ser que aún no hay fechas. Concluyo ahora que la administración es la misma aquí y en China. Una señal de cortesía y buenas maneras en Francia es la puntualidad. Mi madre y mi esposo, como la mayoría de los mexicanos, están enfermos, sí, gravemente enfermos de impuntualidad. De mi madre es normal porque es mexicana y se excusa diciendo que a ella no le gusta que nadie sea dueño de su tiempo y que ella lo administra como se le da la gana. Mi esposo no tiene excusa, simplemente se equivocó de país. Mis amigos franceses me dijeron que me olvidara de llegar a tiempo a todos lados porque una vez casada con Séb, llegar a tiempo sería imposible por el resto de mi vida. Yo, por el contrario, soy puntual, sobre todo en mi profesión como maestra, ya que los alumnos observan y cuentan las veces que uno llega tarde y no perdonan ni aunque uno se enferme y esté agonizando en su cama, ellos quieren su clase de español. Son extranjeros. Quizás es verdad, la cigüeña se equivocó con los dos. Cuando decidí casarme y venir a vivir a Francia yo pensé que iba a ser como cuando vine como asistente. Conozco bastante la lengua francesa, así como la historia, las costumbres, cómo piensan y actúan. Estaba convencida de que sería, como dicen los norteamericanos, a piece of cake, o sea, pan comido. Aquí el lector debería escuchar de fondo una risa malévola a la Michael Jackson en “Thriller”. Dejar su país no es fácil. Dejar a los padres y a los hermanos no es fácil. Dejar a los amigos, sobre todo a los que veíamos diario, no es nada fácil y no lo es tampoco dejar a 312
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la gata que siempre estaba ahí para hacer “pr-pr miau miau” al llegar y abrir la puerta de la casa. Y no sólo eso. Todos los días en el desayuno para irme a trabajar me desayunaba con un plato de papaya o melón o con un jugote de naranja NATURAL de a litro o con un licuadote de mamey. En Francia todo eso se acabó. Ahora vivo comiendo la fruta de la temporada, me como hasta las piñas que no eran de mi agrado y me fijo en datos que en México ni en cuenta, como que los plátanos vienen de Las Antillas, las fresas de Marruecos, las naranjas de España, los mangos de Perú y los aguacates y limones verdes de México o Brasil. Cuando decidí casarme y venir a vivir a Francia nadie me platicó todo lo que iba a vivir ni a sentir. Primero sentí culpabilidad. Sí. Me sentí culpable de abandonar a mis padres en un momento en el que me necesitaban mucho. Me preguntaba quién los iba a cuidar en mi ausencia. ¿Quién acompañaría a mi madre al mercado? ¿Quién acompañaría a mi padre al súper? Para empezar soy la única mujer de la familia, los demás son varones. A mi padre le diagnosticaron cáncer el día anterior a mi antepenúltimo viaje cuando vine a ver a mi novio. A mi madre pronto la deben operar porque tiene un problema y le tienen que hacer una histerectomía. Y por si fuera poco mi hermano mayor estaba divorciándose. Caos. Caos familiar. Estoy bien gracias a mi nueva familia francesa porque son algo fuera de lo común. Tienen la costumbre de reunirse cada domingo para comer y de llamarnos para ver cómo vamos. Debo remarcar que esto es algo completamente fuera de lo normal en una familia francesa. Aquí normalmente los hijos dejan el nido a más tardar a los 18 y no como en México, a los 30 —o más o jamás—. Cuando empezamos a planear la boda yo pensaba en la historia de una amiga que se casó en París y a su boda asistieron sus suegros, su cuñada y… ¡ya! Yo sabía que no quería que 313
Historias de migrantes, IV Concurso
me pasara igual y hablé con mis papás y los tuve que chantajear porque yo soy la única mujer y era inadmisible que no asistieran a la boda de su única hija mujer. Mis hermanos no podían y finalmente mis padres se tiraron a la aventura y vinieron a mi boda. La boda no fue para nada como la de Lady Di, si es lo que está pensando el lector. Mi boda fue como hacer una cena. Mis suegros nos propusieron unos lugares y lo hicimos en un restaurante. Éramos 30 personas —¡un mundo de gente! para los franceses y una miseria en México que cualquiera diría que no tengo amigos—. Y no sólo vinieron mis padres, sino que tuve la fortuna de que vino una amiga mexicana, y ella fue mi testigo. ¡Fui feliz! Fui feliz porque no fue como la historia de mi amiga y eso me hubiese deprimido. Claro, no estaban todos mis amigos entrañables, no bailamos “El Tucanazo” ni “El baile del perrito” ni “El Venado” y tampoco hicimos la rueda ni tiramos el ramo y no hubo pastel, bueno, no como los de México. La historia de los pasteles, dentro de las diferentes tradiciones, es un aspecto curioso. El pastel de mi boda fue una montaña de profiteroles pegados con almíbar. ¡Muy extraño! No digo que no estuviera rico, sí lo estuvo, sólo fue diferente. En México el pastel simboliza la abundancia que habrá en el matrimonio, abundancia de felicidad, de trabajo, de dinero, de hijos, de todo. Yo tendré bolas de abundancia, claro está. Además nos hicieron despegar a los noviecitos. Mi esposo despegó al novio y se lo dio a mi mamá y yo despegué a la novia y se la di a mi suegro y como estaba batida de caramelo éste la mordió. Otro detalle de pasteles y detalle cultural son los cumpleaños. En México cuando es el cumpleaños de uno, en el trabajo los colegas se cooperan y compran un pastel o alguien nos regala un pastelito miniatura —valga la redundancia— y cuando uno llega a su casa en la noche cansado de trabajar, la 314
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familia está reunida para cenar y al terminar apagan las luces y viene un enorme pastel que hicieron o, más comúnmente, compraron y cantan “las mañanitas”, uno pide un deseo, apaga las velas, el cumpleañero corta en pastel y lo sirven con una gelatina que muchas veces es de colores. Aquí no. Para empezar, no comen gelatina. En Francia cuando es el cumpleaños de uno, el cumpleañero mismo va a la panadería y compra un “chorro” de croissants y los lleva para compartir en el café con los colegas. El cumpleañero, sí. Durante el día, igual que en México, recibe mensajes, mails y notitas de “feliz cumpleaños” y cuando llega a su casa quizás le hagan una cena especial, si no pues sólo una cena convencional y luego se van a dormir y se acabó el día. Si uno decide hacer una fiesta, —esto sí es bueno— los amigos se cooperan para regalarle a uno ropa, juegos o quizás lo que uno puso en una lista o alguien investigó sacándonos la sopa en “secreto”. Mi último cumpleaños fue así Me levanté, mi esposo me despertó gritando emocionado “¡Feliz cumpleaños!” y me abrazó y me llenó de besos. Coincidió ese día con la llegada de mi cuñada, quien vive en Martinica. Mi suegra nos había invitado a cenar a su casa porque mi cuñada quería celebrar Navidad atrasada y yo decidí hacer un postre para la cena, así que hice un panqué de chocolate. Pensé que quizás comprarían un pastelillo por mi cumple. Cuál fue mi sorpresa, y lo fue, que si yo no hubiese llevado mi panqué no habría habido pastel de cumpleaños, casi lloro cuando me di cuenta. Nadie me abrazó fuerte, fuerte, nadie me besó, y sus “Feliz cumpleaños” eran como uno dice automáticamente “Buenos días”. No sé cómo pero me aguanté las ganas de llorar y no le dije nada a mi esposo. Pasaron los días 315
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y organizamos una reunión para festejar mi cumpleaños con los amigos y decidí preparar un pastel como a mí me gustan, de merengue y crema pastelera, y una gelatina como dan en México en las fiestas. Así lo hice pero, en la planeación, a mi amable y considerado esposo se le ocurrió decirme que si no quería no tenía la obligación de hacer todo un pastel. Fue como una bofetada. Entonces llorando dramáticamente le dije que el día de mi cumpleaños nadie me había regalado un pastel, nadie me había felicitado como era debido y nadie me había abrazado —sólo él, claro, pero él, ya dije, es más mexicano que francés—. Entonces me calmó y me explicó que en Francia el pastel sólo se acostumbra para los niños y que como yo ya no soy niña, pues sus papás no iban a hacerlo jamás. Lo anterior puede sonar ridiculísimo pero son detalles a los que estamos acostumbrados y de los que no nos damos cuenta hasta que salimos de nuestro país y vemos que no hay nadie que los lleve a cabo. Lo mismo me pasaba con los alimentos, sobre todo las frutas. Viviendo en México uno se da el lujo de dejar la fruta, de hacerle caras, de decir que no nos gusta. Ahora que vivo aquí daría cualquier cosa por una papaya normal, las hay pero no son grandes y anaranjadas como en México; un mango manila, los hay de esos paraíso y están horriblemente congelados y no saben a nada o un mamey para un licuadito. Y no hablemos del precio al que uno paga las frutas. Un aguacate cuesta entre uno y dos euros LA PIEZA. ¡Sí! Comer aguacates es un lujo y eso cuando uno puede encontrar unos que valgan la pena. Los franceses y muchos europeos están acostumbrados a sacar todo de una lata o de un bote o del congelador. En su casa mi madre lo único que saca de una lata a veces son los frijoles refritos y los duraznos en almíbar y eso cuando tiene flojera. Recuerdo cierta vez que fuimos al súper Séb y yo y estábamos escogiendo el jugo de naranja, entonces él me dijo 316
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que “Tropicana” era el mejor jugo de naranja que existía porque era 100% natural y porque hasta pulpa tenía. Yo no me pude contener y me eché a reír argumentando que el mejor jugo de naranja natural no puede ser otro que el recién exprimido de naranjas justamente naturales y la pulpa es opcional, ya que uno decide si colarlo o no. Ya he aceptado la idea de vivir en Francia. He reconciliado mi México con mi Francia, sé que no hay ninguna razón por la que deban estar separados, no es necesario vivir partida; quizás pueda ser como el vaivén de las olas, unas veces vamos y otras nos quedamos. Pero no es fácil en el día con día y aún siento que no estoy ni a la mitad del camino. La idea de no volver a México al principio era como un castigo, ahora me esfuerzo por encontrar el lado bueno de estar aquí. A veces tengo miedo de salir a la calle y ver a estos “extraños” que ahora son mi gente. A veces el tener que defenderme gritando más alto que el otro me espanta porque mi temperamento es normalmente tranquilo y porque uno grita cuando es realmente necesario. Aquí el grito es tan común que ya no tiene ningún valor. Los niños provocan a sus padres. Los alumnos enfrentan a los maestros. Los maestros rebajan a sus alumnos. ¿Dónde está el respeto? ¿Dónde está la paciencia? ¿Dónde está la cordialidad? En México nos tienen con un miedo constante con sus noticias de violencia. El narco aparentemente reina en más de la mitad del país. En la calle menospreciamos a los indígenas. En el mercado nos llaman “güerita” aunque estemos prietos. Hay tanto ruido que no podemos escuchar ni nuestros pensamientos. ¿Dónde está el respeto? ¿Dónde la cordialidad? —¿Qué se siente vivir en un país de “primer mundo”? ¿Cómo es vivir en la tierra de la libertad, la igualdad y la fraternidad? —me preguntan. —No sé, cuando conozca ese país, te lo diré.
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—¿México es ese país junto a Argentina, no? ¿Cómo se llama la civilización famosa de tu país? ¿Los Incas? —No. México forma parte de Norteamérica —a pesar de algunos— y entre las civilizaciones más “famosas” están la azteca y la maya. Jean-Paul Sartre escribió: “Nous ne sommes nous qu’aux yeux des autres et c’est à partir du regard des autres que nous nous assumons comme nous-mêmes.” “Sólo existimos bajo la mirada de los otros y es a partir de ella que nos asumimos.” Sí, es verdad. Yo jamás habría sabido lo que es ser mexicana de no haber hecho ese primer viaje a mis recientes 18 años en 1998. Quizás fuera traductora o maestra pero hablaría de lugares desconocidos, les mentiría a mis alumnos. Me mentiría a mí misma. Tendría esa mirada que tienen los que no se atreven, los que no se aventuran. Tendría hambre, sería infeliz. Estaría incompleta. El México de mi cabeza es andar en bici en el malecón en Campeche, son los gritos de los monos aulladores en Calakmul, es un mango manila de Guerrero, es mi agua de horchata de “La Michoacana”, es estar entre 300 otros mexicanos en el Zócalo y admirar la historia de lo que somos, cantar mariachi, tomar el pesero. La Francia de mi cabeza son los paisajes, el silencio, los castillos, los croissants de la mañana, los parques, ir a correr junto al Sena, ver cisnes, ver nevar, comer pato, tomar vino y comer quesos apestosamente deliciosos. Uno no tiene que dejar su país. No debe ser un ultimátum, no se debe escoger. El hecho de salir de la tierra natal no significa que uno deba olvidar y convertirse en otra. Hay que reconciliar ambas partes, no comparar, al hacerlo nos daremos cuenta de que quizás no haya ganador. No hay país perfecto
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como no hay personas perfectas. Yo no soy perfecta pero soy única y soy así por esas dos culturas, la materna y la adoptada. No es sencillo pero tampoco es imposible. Yo no voy ni a la mitad del camino que tengo que recorrer. Apenas voy apreciando mi entorno, mi nueva casa, voy descubriendo los ruidos, los rincones. Voy como un gato, a paso sigiloso. Voy mirando a la gente y tratando de entenderla sin dejar de ser yo. No debo ser otra persona, debo seguir siendo como soy. Sigo siendo yo, sólo que ahora soy: LA MEXIFRENCHI.
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COLOFÓN
AJUSTAR LOMO