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Universidad Católica Andrés Bello. Departamento de Pastoral Curso de Confirmación
Hombre, ¿Quién eres tú? Cómo descubrí que yo era espíritu. Ser Pequeño Tengo fe, como todo el mundo.
Hombre, ¿quién eres tú? Cada vez que nos preguntamos acerca de quién es Dios, se nos plantea otra pregunta: en el fondo ¿qué soy yo? El hombre, ese desconocido... Entonces, ¿qué soy yo? Un punto minúsculo en el espacio infinito, menos que una hormiga perdida en un campo sin limites. - Pero yo soy el único capaz de saber que existe ese espacio infinito, soy el único capaz de descubrir los secretos de los mundos inaccesibles. El último eslabón que cierra la inmensa cadena de la vida, el más Frágil, el menos equipado desde el punto de partida. - Pero yo he dominado a todas las demás criaturas, las he domesticado y las he puesto a mi servicio. Nada hay en tu cuerpo que te haga distinto de los animales. Tú has tomado de ellos tu esqueleto y tus músculos. ‘Fu cerebro apenas si es un poco más grande que el suyo. - Pero mi pensamiento, que escapa fuera de las fronteras del cuerpo, comprende lo que no se ve, lo que no se toca y lo que no se pesa. Basta de una glándula se estropee o destruya, basta que un órgano funcione mal para que pierdas la razón y quedes imposibilitado para pensar. - Si, lo mismo que le sucede al mejor violinista del mundo cuando se rompe una cuerda de su violín No puede tocar, pero su capacidad y su talento quedan intactos. Pero tú, ¿qué eres: cuerpo o espíritu? - Estoy en la frontera de esos dos mundos, o, mejor dicho, soy yo mismo esa frontera. Por mi cuerno, soy un eslabón de ese inmenso conjunto que parte de las estrellas y que en la tierra, me une a los animales, a las plantas y a las sustancias químicas del aire y del suelo. Pero lo extraordinario es que, en medio de estos seres, yo no estoy perdido como lo estaría un niño huérfano en una multitud: procuro cada día, a lo largo de mi existencia (y cada existencia a lo largo de los siglos) convertirme un poco más cada vez en espíritu. No quedo satisfecho con lo que podría satisfacerme si yo fuese más que cuerpo: no me basta tener una morada, estar alimentado y limpio; no me contento con amar como los animales. Necesito distracciones, comer en familia y fiestas; necesito que mi espíritu prepare de antemano el lugar donde ha de encontrar su gozo.
Cómo descubrí que yo era un espíritu. Voy a decirte como descubrí que yo era un espíritu. Tenía yo veinticinco años, estaba en una buena situación y tema amigos queridos y amigas encantadoras. Yo no estaba hastiado de los placeres de la vida y, sin embargo, algunos días, me aburrían las fiestas. ¿Y por que? Pensaba que yo aparecía en la escena del mundo como un títere, como un muñeco y que muy pronto, como sucede con los muñecos viejos, seria sustituido por otros. Por entonces, caí enfermo. Fin el silencio de las montañas fui descubriendo poco a poco que Dios existía. Pero tenía momentos de vértigo y de duda. Y me decía: ¿quién soy yo para aventurarme en esos problemas? ¿No se trata de ilusiones, de Fantasmas para consolarme de la enfermedad, no seria como un opio para adormecer mi melancolía? Se acercaban las fiestas de Pascua. Decidí ir a pasar la semana santa a un convento, entre monjes cartujos, en Valsainte, lejos de todos los hombres. Allí vería con claridad si ellos podían dar una respuesta a mis preguntas. Aquel lunes santo, la cartuja de la Valsainte merecía ciertamente su título de “Paraíso blanco”. Al bajar del tren en la pequeña ciudad donde terminaba el ferrocarril, había que tomar un “trineo” como los que se ven en las viejas estampas. Una tela encerada protegía al viajero dejando al descubierto sólo su cabeza. El viejo carretero suizo bajaba de vez en cuando y caminaba al lado de su caballo. La primavera no había llegado todavía a lo más alto de aquel valle solitario. Me recibió un cartujo alto y delgado, vestido con un gran hábito blanco. Su rostro era alegre y rojo de frío al mismo tiempo. Me condujo a una pequeña habitación con dos ventanas, me dio algunas invitaciones y me dejó. No volvería a verlo hasta el día siguiente. Cada día sólo hablaba conmigo unos momentos... Me encontraba en la casa del silencio. Cuando venia, respondía amable y alegremente a mis preguntas y desaparecía. Sin embargo, descubrí mucho más de lo que esperaba. Yo seguía los oficios desde una tribuna situada en el fondo de la Iglesia, en la parte alta. No estaba solo, había también otros jóvenes. Ellos sabían lo que era una misa, pero yo no comprendía nada y cuando, cansado de estar de rodillas. me sentaba, era el momento de la consagración. Pero yo podía reflexionar. Que vida la de estos hombres, la de estos grandes hombres que desde hacia mil años, se iban sucediendo allí! ¿Estaban locos estos hombres que se levantaban a las dos de la mañana, en medio del hielo de la montaña, que oraban durante toda lo noche, que no comían más de una vez al ida desde septiembre hasta Pascua y que ayunaban a pan y agua todos los viernes que vivía cada cual solo en una casita y no hablaban más que
raras veces, en algunos paseos en común? Algunos habían abandonado fortunas considerables. Todos sabían que, libremente, vivirían la misma existencia sin un día de vacaciones, sin volver a ver a los suyos, y así treinta, cuarenta o cincuenta años, como verdaderos Robinsones del cielo. Pero no, no estaban locos. Parecía que su mirada se clarificara viendo algo que yo no veía. No eran locos ni egoístas. Eran hombres fuertes y alegres. ¿Entonces? El jueves santo -yo ignoraba lo que era esta fiesta - vi que todos los monjes comulgaban en la única misa que hubo. Los jóvenes fueron también a comulgar y. mientras ellos formaban un gran circulo alrededor del altar, yo me quedé solo en la tribuna. ¿Quién estaba loco allí? ¿Ellos o yo, que no creía más allá de lo que mis sentidos me mostraban? Yo me encontraba solo en la puerta de un mundo en el que habían penetrado aquellos cartujos y en el que habían encontrado su libertad. Al salir de allí, después de pasar los ocho días, iba tan absorto en todo aquello que ni siquiera me lijé en el trineo. Volví en mí al encontrarme en el andén de la estación. Una enorme locomotora eléctrica blindada como un tanque, apareció de repente. Ante aquella enorme y poderosa masa de acero, comprendí, como un relámpago que ilumina el paisaje, que era el espíritu. Es verdad que la locomotora era la obra de los hombres y revelaba un ingenio admirable. Pero poco representaba la técnica al lado del espíritu que había visto en medio de los cartujos. Había visto al hombre que, habiendo domado su cuerpo, vive en la cumbre de su alma; al hombre que había llegado a no ser -si así puede decirse- más que espíritu y se absorbe en la contemplación amorosa de Dios en la que encuentra su gozo y su paz. Yo comprendía que más allá de lo que nosotros inventamos, mucho más allá de todos los progresos técnicos, hay en nosotros una fuerza invisible, un poste transmisor que emite y recibe ondas y que es capaz de hacemos conectar con Dios. El hombre que ha descubierto esta realidad ha encontrado el verdadero yo de su vida, El que lo ignora, aunque vaya cubierto de lujo, es como un ciego que se encuentra en una ciudad desconocida.
Ser “pequeño” Ser humilde, darse cuenta de que se es “pequeño”, porque delante de Dios, esta es la única actitud lógica. Orar para que esta evidencia: “Dios es Padre”, llegue un día a iluminar mi vida. Ser pobre, renunciar a nuestras riquezas y a nuestro derecho. Así se va creando, poco a poco, una intimidad con Dios. Entonces, Dios ya no es un extranjero, ni un lejano desconocido. Entonces, se crean en mí lazos de niño que me unen a el, y se crea un diálogo con alguien que me comprende y al que comprendo. Entonces comienzo a descubrir, poco a poco, que lo que Dios mira no es la corteza exterior de mis acciones, sino el motivo interior que me ha impulsado. Ser pequeño delante de Dios es orar. Ser pequeño y orar son dos cosas que forzosamente van juntas Si te has hecho pequeño delante de Dios, si, por lo menos, lo deseas -pues el día en que trates en serio de hacerlo, verás que es terriblemente difícilentonces, puedes orar. Orar, a veces, es pedir, pero ante todo y siempre, orar es permitir a Dios que penetre en nosotros. Orar es crear en nosotros las disposiciones de espíritu y de corazón que nos pongan en la longitud de onda de Dios. Orar es levantar los visillos... Sólo Dios puede darnos la certeza de su presencia. Pídesela. Ora. Jesús no cansa de repetirte tres cosas: Está seguro de ser escuchado, ora con perseverancia, porque el que te escuche es un padre.
Tengo fe “como todo el mundo” Es una respuesta casi automática. Cuando preguntamos a alguien: - ¿Por qué lleva usted a bautizar a su niño? - Para hacer como todo el mundo... - ¿Por qué quiere usted que su hijo haga la primera comunión? - Porque no somos salvajes. Yo quiero que sea como todo el mundo... - ¿Usted se va a casar por la Iglesia? - Naturalmente. Todo el mundo se casa por la Iglesia. Figúrese lo que dirían mi tía, mi suegra, el tío... todo cl mundo se casa por la Iglesia, así que... Un día, pregunté a un chico: - ¿Por qué vas a la escuela? - Porque hay que ir... todo el inundo va. El mismo día, iba yo por la carretera y tuve que esperar a que pasara un rebaño de ovejas. Me acerqué a la primera que se puso a mi alcance y le preguntó: - ¿Cómo haces tú? Me respondió: Beee... Me quedé sorprendido. Era la primera vez que no respondían a mis preguntas: como todo el mundo. Decir que somos hombres es decir que somos seres capaces de pensar y de guiar nuestra vida. Si yo como, no es por hacer como todos... sino porque tengo hambre. Si voy a la escuela, es para instruirme. Si voy a misa, es porque creo en Dios y sé que lo encuentro allí. Soy feliz porque mi vida tiene un sentido. Estoy orgulloso porque soy un hombre, lo cual no es muy comente... Yo no quiero ser “como todo el mundo”