HOMOLOGÍA CRISTIANA Y CRISIS DE SENTIDO * Pbro. Dr. Julián Arturo López Amozurrutia **

HOMOLOGÍA CRISTIANA Y CRISIS DE SENTIDO * Pbro. Dr. Julián Arturo López Amozurrutia** A Alfonso Castro Pallares 1. Crisis de sentido El diagnóstico q
Author:  Mario Ojeda Rey

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HOMOLOGÍA CRISTIANA Y CRISIS DE SENTIDO * Pbro. Dr. Julián Arturo López Amozurrutia** A Alfonso Castro Pallares

1. Crisis de sentido El diagnóstico que la Encíclica Fides et Ratio presenta sobre la situación cultural contemporánea puede sintetizarse en la expresión «crisis de sentido». «Los puntos de vista –explica el Papa–, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar cómo se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo»1. El tono antropológico del discurso sobre el sentido no debe llevarnos a la equivocada impresión de que se trata de un acercamiento meramente existencial2. En la Encíclica, el tema del sentido y el de la verdad del hombre se identifican, de modo que la «crisis de sentido» no hace sino evocar la «crisis de la verdad» denunciada por todo el documento, que hunde sus raíces en la crisis de confianza en la razón humana y su capacidad metafísica. «La consecuencia de esto –continúa el Papa– es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía *

Conferencia prima en la Universidad La Salle, Escuela de Ciencias Religiosas, Miércoles 16 de agosto, México, D.F. Publicada en Efemérides Mexicana 24 (2006) 395-406. ** Sacerdote de la Arquidiócesis de México. Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana. Actualmente desempeña su ministerio como Director General del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos (ISEE), Director Espiritual Adjunto del Seminario Conciliar de México y Profesor de la Universidad Pontificia de México y del ISEE. 1 JUAN PABLO II, Carta encíclica «Fides et ratio» sobre las relaciones entre fe y razón, 14 de septiembre de 1998 [=FR], n. 81. 2 Cf. J.A. LÓPEZ AMOZURRUTIA , «Densidad y tensión del fin. La pregunta humanista sobre el sentido en Fides et Ratio», en Libro Anual del ISEE 2 (2000) 19-46.

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carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad»3. Delante de esta constatación, Juan Pablo II indica como vía de salida una filosofía que recupere su originaria dimensión sapiencial, es decir, «de búsqueda del sentido último y global de la vida»4; una filosofía que restablezca la confianza en la capacidad humana de un conocimiento objetivo5, y «una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental»6; o, como dice en otra frase que se ha vuelto proverbial, una filosofía que sepa realizar el urgente paso «del fenómeno al fundamento»7. Sobre este tema volvió también el cardenal Joseph Ratzinger en la célebre homilía de preparación al cónclave que lo elegiría Sumo Pontífice. El futuro Papa predicó entonces: «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estos últimos decenios, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas del pensamiento…! La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido no rara vez agitada por estas ondas, lanzada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta al libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza cuanto dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a conducir al error (cf. Ef. 4,14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, frecuentemente es etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar “de aquí para allá por cualquier viento de doctrina”, aparece como la única actitud a la altura de los tiempos modernos. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y sus deseos»8. También el futuro Papa Benedicto XVI habría de retomar, como Juan Pablo II, un camino de superación del relativismo: «Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Es él la medida del verdadero humanismo. “Adulta” no es una fe que sigue las ondas de la moda y las últimas novedades; adulta y madura es una fe profundamente radicada en la amistad con Cristo. Ésta es una amistad que nos abre a todo lo que es bueno 3

FR n. 81. Ibidem. 5 Cf. FR n. 82. 6 FR n. 83. 7 Ibidem. 8 J. RATZINGER, Homilía de la misa “pro eligendo romano pontifice” del 18 de abril de 2005. 4

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y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre engaño y verdad»9. Este criterio, finalmente, no sería otra cosa que la verdadera sabiduría, definida por el Papa en una entrevista previa al Encuentro Mundial de la Juventud como la capacidad de dirigir la mirada hacia lo esencial («der Blick aufs Wesentliche»)10. Llama la atención la convergencia en el diagnóstico de ambos Pontífices, aunque no es extraña dada su conocida cercanía. Con todo, resulta significativo que, mientras la indicación del Papa filósofo se ubique sobre la línea de la epistemología y la metafísica, la del Papa teólogo lo haga sobre la línea cristológica. Este parentesco innegable nos hace ver que se da una similitud en la fisonomía de los rasgos filosóficos y teológicos que se proponen como vías de superación de la situación contemporánea: desde la crisis del hombre nos vemos conducidos a una respuesta de tinte sapiencial y fundamental. La crisis de la verdad en el hombre y el relativismo cristiano se explican como continuación del camino emprendido por la modernidad ilustrada, del cual el período contemporáneo no sin ambigüedad se ha entendido a la vez como continuidad y ruptura llamándose «posmodernidad». Una paradoja notable de esta condición cristiana se establece cuando el ateísmo y la bandera de la «muerte de Dios» deja de plantearse fuera del cristianismo, para incorporarse como un discurso cristiano, haciendo todo tipo de concesiones a movimientos secularizantes al interno de la propia comunidad creyente. Las liturgias ateas que la revolución francesa instituyó como la parodia inconsciente del adolescente distanciado de sus padres encuentran ahora una extraña contraparte en la lucha social de comunidades religiosas cuyo carisma original se entendió como fuga mundi. Por anacrónico que podría sonar a los puristas oídos de un contemporáneo tolerante y liberal, en la raíz de las fracturas interiores del hombre de hoy se encuentra el olvido de Dios. Si el hombre desdibuja de su horizonte la conciencia religiosa, termina por naufragar en su inmanencia. Si el cristiano minimiza el alcance salvífico de su Señor, y en un pretendido diálogo interreligioso claudica de su propia profesión de fe, tarde o temprano aceptará que Cristo, en realidad, puede bien ser un fraude que los apóstoles se apropiaron para prejuicio de la Magdalena. De este modo, la desconfianza generalizada ante el conocimiento humano y ante el peso y el valor de la propia existencia, así como la 9

Ibidem. P. E. v. GEMMINGEN, Interview mit Papst Benedikt XVI. vor dem Weltjugendtag in Köln, Radio Vaticano, 12 de agosto de 2005. 10

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desconfianza ante el credo de la propia fe, termina por enlazarse con el drama de la negación de Dios. Lo que más asombra es que la fragmentación del sentido y el discurso epistemológico débil se deriven de una corriente del pensamiento humano que surgió bajo la divisa de la confianza en la razón humana, libre –según se decía– de dogmatismos. Contrasta la ciega fe del hombre contemporáneo a los anuncios vacuos sobre productos «científicamente probados» y la auténtica crisis que padecen las ciencias sobre su propia fundamentación epistemológica. El hombre que no se encuentra con el Dios verdadero puede postrarse en adoración ante cualquier becerro de oro, ante cualquier hombre de abultado vientre, ante cualquier espejo fragmentado. Las pretensiones modernas de humanizar al hombre haciendo a un lado a Dios no han traído la paz ni la plenitud al corazón del hombre. La crisis de sentido es una lucha en la que el hombre creyente ha entrado plenamente. El teólogo sincero puede reconocer, sin recato, que su situación es en mucho semejante a la del ateo. Bruno Forte escribe, por ejemplo, en su confesión a los filósofos: «El ateo, el único ateo que me es posible concebir con seriedad radical, habita en mí, creyente, porque sólo quien cree en Dios y ha hecho experiencia de Su amor, puede también “saber” qué es Su negación y el infinito dolor que comporta Su ausencia. Por ello, el no creyente no está fuera de mí, sino que está en mí, que creo». La afinidad, por otro lado, entre el teólogo y el ateo se realiza cuando ambos plantean con seriedad radical la cuestión del sentido. «El así llamado “ateo”, cuando lo es verdaderamente y hasta el fondo, es decir, cuando lo es no por una simple calificación exterior, sino por los sufrimientos de una vida que lucha con Dios sin lograr creer en Él, vive en una misma condición (que el teólogo) de búsqueda y de infinito dolor»11. De manera semejante se expresa el teólogo ortodoxo ruso Evdokimov: «Cuando, lejos de la amorfa indiferencia, el ateísmo y la fe son llevados a su “perfección”, pueden, por encima de ineptas habladurías, encontrarse juntos en el combate silencioso entre el ángel y Jacob, el combate de la gracia y de la desesperación. El ateísmo consecuente, ardiente por el sufrimiento, conoce su propia y paradójica cruz»12. Tarde o temprano, un hombre roto no puede articular el peso de su propia existencia, y deja que el sentido se le escape por las fisuras de su inconsistencia. ¿Es posible sugerir un derrotero que, desde el cristianismo y su capacidad de generar cultura, pueda ayudar a reconstruir la unidad interna del hombre más allá de su fragmentación? 11 12

B. FORTE, Confessio theologi. Ai filosofi, Napoli 1995, 9-10. P. EVDOKIMOV, Las edades de la vida espiritual, Salamanca 2003, 89.

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2. Homología cristiana Si la dispersión interior es realmente contraria a lo humano, porque la vida es unidad de sentido en un palpitar armónico y acompasado, el resquebrajamiento del hombre interior es lo más diabólico que como seres humanos podemos vivir, y conduce finalmente a la muerte. A este propósito, es sumamente sugestiva la constatación de Evdokimov: «En griego, las palabras “símbolo” y “diablo” proceden de la misma raíz y, por tanto, es mucho mayor la fuerza con la que ambas expresan realidades contrarias. El diablo es quien divide, quien separa, aquel que corta toda comunicación y reduce al ser a una extrema soledad. Por el contrario, el símbolo une, establece un puente, restablece la comunión»13. El teólogo ortodoxo encuentra relevante la naturaleza del mal descubierta en el episodio del poseso de Gerasa (Mc 5,1-20), donde a la pregunta de Jesús al demonio que atormentaba al poseído se escucha la respuesta: «Legión es mi nombre, porque nosotros somos muchos». Y observa: «Este paso tan brusco del singular al plural, del “mi” al “nosotros”, revela la acción del mal en el mundo: el ser inocente creado por Dios, en su unidad frágil e inconsciente todavía, se quiebra, se atomiza en parcelas aisladas, y eso es el infierno. […] Sería posible representarse el infierno como una jaula llena de espejos; allí es posible ver cómo el propio rostro se multiplica hasta el infinito sin que ninguna otra mirada se cruce con él. No verse más que a sí mismo es poseerse hasta la nausa, hasta el hipo ontológico»14. ¿Podría ser el “símbolo” cristiano el camino de unidad que hoy nos ayude a superar la fragmentación suicida? La homología cristiana, en realidad, ha sido fundamental en los más diversos contextos de la historia de la Iglesia. En tiempos de las primeras persecusiones, sintetizó la convicción del mártir en el grito «Jesús Señor», tan cercano al «¡Viva Cristo rey!» de los nuestros. Cuando el catecumenado estructuró la preparación para recibir la configuración con Cristo en el sacramento del Bautismo, la entrega del Símbolo y su reditio por parte del candidato fueron elementales en la vida de la Iglesia. Cuando los planteamientos errados sobre la fe amenazaban la recta comprensión del misterio, las discusiones conciliares establecieron un Símbolo en el que las diversas comunidades locales pudieran reconocer la misma fe. ¿No puede prestar la homología cristiana un servicio especial en nuestro tiempo, llevándonos a lo esencial de la fe, evitando que nos perdamos en la ruptura de las especializaciones y en la confusión de las 13 14

P. EVDOKIMOV, Las edades de la vida espiritual, Salamanca 2003, 83. Ibidem.

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opiniones? ¿No integra la profesión de fe, bien entendida y vivida, el carácter fundante y sapiencial de la fe cristiana, accesible a todo fiel? El evangelio según San Mateo nos puede ayudar en la comprensión de este concepto si atendemos a la relación que en él existe entre ser discípulo (maqhth,j) y profesar la fe (o`mologe,in). En su discurso apostólico (Mt 10), Jesús establece las condiciones del discipulado. La comprensión de la identidad del seguidor de Cristo es fundamental en el evangelio, considerando sobre todo que la frase conclusiva de Mt tiene en su centro de la misión eclesial precisamente el «convertir en discípulos» (maqhteu,sate), único verdadero imperativo de las últimas palabras del Señor, especificado con los dos participios de bautizar y enseñar (cf. Mt 28,19-20). En el discurso apostólico, una de las notas más exigentes que debe cubrir el discípulo consiste precisamente en el realizar la homología: «Por todo aquel que se declare (o`mologh,sei) por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32-33). La homología es, pues, ante todo, un acto personal del discípulo en el que se toma una actitud vital ante Jesucristo de cara a los hombres, y en el que se pone en juego el éxito o el fracaso de la propia vida. En efecto, ser reconocido por Jesucristo ante el Padre equivale a obtener la salvación de Dios. Se trata, pues, de una toma de postura ante Jesucristo, que de ninguna manera queda reducido al espacio de la intimidad y el secreto de la propia conciencia, sino que se proyecta como un modo concreto de vivir, manifiesto ante todos los hombres, un verdadero ethos fundado en la condición de discípulo del Señor. Esta confesión encierra la totalidad de las implicaciones morales y doctrinales de la fe cristiana. Cuando al final del evangelio, el Señor indica que los discípulos deben conservar todo cuanto Él les ha enseñado, no se hace otra cosa que indicar que la propia persona del discípulo se vuelve la memoria viva de la acción de Jesús, y que la presencia del Dios-con-nosotros, el Emmanuel, se verificará como garantía del poder del Exaltado a través del testimonio de los discípulos. El que sea un acto personal, por otro lado, no significa que se reduzca al ámbito individual; nada más ajeno a la mentalidad de Mt. Por el contrario, lo que se indica es que el Nuevo Israel, el pueblo de Dios instaurado en torno a Jesucristo, se establece con la colaboración de quienes, convencidos por la invitación de Jesús, ya sean apóstoles, maestros o pequeños, realizan con su propia vida cuanto el Señor confesado por su fe ha enseñado. Esto sólo se hace posible en razón del otro aspecto del discipulado, de acuerdo con la conclusión de Mt: la efectiva participación en la vida de la Trinidad, bajo cuya acción

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queda consolidado el fiel gracias al bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El ser discípulo, pues, implica la participación en la vida de la Trinidad otorgada por la vida de gracia, particularmente la sacramental, que capacita al seguidor del Señor a guardar en su propia persona el estilo de vida del maestro. La homología cristiana ha conocido un desarrollo histórico notable15. «Puede asumir diversos rostros: el del mártir que va a ser sacrificado, el del colegio episcopal reunido en Concilio, el del catecúmeno a punto de ser bautizado, el de la asamblea reunida en el Día del Señor; en todo caso, se reconoce como un acto en el que se pone en juego el valor fundamental de la existencia»16. En nuestro tiempo, de cara a la disgregación del sentido y a la fragmentación del ser, del conocer y del actuar humano, las dimensiones de la homología cristiana tienen la ventaja de promover, desde lo esencial, la unidad tanto a nivel personal como a nivel comunitario. En efecto, la confesión de fe cristiana tiene una fuerza integradora del ser humano en su dimensión personal, expresada por el término «creo», a través del cual el creyente manifiesta su toma de postura ante el Dios revelado por Cristo. «Todos los elementos constitutivos de la persona quedan implicados en tal formulación: el propio intelecto y voluntad, los propios sentimientos, el carácter y el temperamento, la historia, la educación; en una palabra, la persona misma en su centro integrador. La profesión de fe es uno de los actos que involucra con mayor radicalidad a la persona. En este sentido, es un acto llamado a ser ejercicio de conciencia y libertad… Pero además, es un acto que tiene una fuerza unificadora y transformadora singular. En efecto, no sólo integra el complejo espectro de elementos presentes en la propia existencia por su carácter de totalidad y definitividad…, sino que también es un principio de transformación de la propia existencia, al cualificarla internamente con el permanente novum de la vida sobrenatural»17. Pero a la vez, la profesión de fe es un acontecimiento eclesial, que expresa la vocación humana a la comunión fundamentada en la comunión con Dios, de la cual la Iglesia es signo e instrumento (cf. LG 1). El Credo pronunciado en común «indica no sólo el consenso de las distintas personas que lo emiten, sino también y sobre todo la comunión implicada en la declaración»18. Es notable que, a diferencia de los acuerdos mínimos pretendidos por la ética consensual contemporánea, la profesión de fe 15

Cf. J.A. LÓPEZ AMOZURRUTIA , «Símbolos de la fe. La dinámica de la “professio fidei”», en Libro Anual del ISEE 5 (2003) 17-35. 16 Cf. ibid., 18. 17 J.A. LÓPEZ AMOZURRUTIA , «Símbolos de la fe», 23. 18 J. A. LÓPEZ AMOZURRUTIA , «Símbolos de la fe», 23.

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cristiana incluye la búsqueda de la raíz común de la propia existencia y de la del prójimo en la vida entendida como un don del Creador, que se extiende en el descubrimiento del otro como un hermano, y en particular del necesitado como un sacramento de Cristo (cf. Mt 25,40). Precisamente contra el individualismo egoísta de la modernidad, que impide la atención al otro y vicia los espontáneos vínculos humanos, la homología conlleva un reconocimiento fundamental: «Yo tengo algo que ver contigo». A nivel cristiano, no tiene cabida un «Déjame en paz» o «No te metas conmigo»; es necesario decir: «Tu presencia es una provocación al testimonio». En realidad, la fuerza unificadora de sentido de la profesión de fe cristiana, que abarca al individuo en su unidad de vida y a la Iglesia en su vocación comunitaria, se debe a que radicaliza el foco de la unión personal y la fuerza integradora de la comunidad a su fundamento último: la vinculación con la Trinidad. En ello consiste, finalmente, el carácter soteriológico de la misma: el éxito de la propia existencia se pone en juego de cara a la apertura del espíritu humano a Dios y, por lo tanto, a su capacidad de responder a Su autocomunicación. De la fuerza integradora del Símbolo podríamos obtener ricas repercusiones en varios niveles, si lo incorporamos como eje de la espiritualidad y de la pastoral eclesial. No intenta algo distinto la temática sugerida para la próxima Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: «Discípulos y misioneros de Cristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida». La fuerza vital, salvífica, de Cristo, se encuentra sólo si retomamos el camino del discipulado cristiano, necesario paso previo a la misión. En la vida cristiana, poner en el centro la profesión de fe ayudará a colocar la mirada sobre lo esencial, suscitando así una sabia identidad cristiana, que esté en condiciones de proseguir a lo largo de la vida una catequesis congruente e integrada, operativa y espiritual. En la dinámica eclesial, girar en torno a la homología cristiana garantizará la convergencia de las fuerzas centrípetas en el núcleo integrador de la fe trinitaria, así como la dilatación de las fuerzas centrífugas en el envío apostólico a todos los hombres. Incluso en la metodología teológica, la confesión de fe puede asegurar la creatividad del pensamiento en la fidelidad al mensaje revelado y transmitido en la Iglesia, preservando la jerarquía de las verdades reveladas y promoviendo que el diálogo con las culturas alcance una verdadera evangelización. En todos los casos, la integración de la homología, al fundarse en una relación de mutua entrega, es decir, de la salvación que Dios nos otorga y de nuestra respuesta vital en la fe a su amor, reviste por lo tanto el carácter de una unidad dinámica y, por lo tanto, fecunda.

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Sería importante recordar, sin embargo, de cara a peligrosas dicotomías de nuestro tiempo, como las que se plantean entre fe y razón, entre fe y vida, entre teología y pastoral, que la homología no es un acto fundamentalmente intelectual, sino vital; es decir, incluye el contenido de la fides quæ, pero adquiere su cualificación específicamente salvífica de la fides qua, del acto de entrega personal al Dios que se nos comunica. Precisamente de esta fides integral es expresión la homología cristiana. En este sentido, un dato histórico parece relevante. A propósito de Benedicto XVI, es significativo que quien fuera el guardián de la ortodoxia como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, haya iniciado su pontificado con una encíclica sobre el amor cristiano; es decir, sobre la ortopraxis. Ello no significa que haya claudicado en su convicción: más bien se reconoce, en la coherencia creyente, que la fuerza de credibilidad del cristianismo se pone en juego en la plenitud de la profesión de fe, que incluye la toma de postura vital del cristiano, como hemos dicho; es decir, que asumiendo la recta confesión en Cristo se vuelve un modo de vivir conforme al Evangelio. De ahí que la Encíclica se presente con la finalidad de «suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino»19. No hay actitud más sapiencial ni fundante que la de volver a la fuente de la caridad, forma y fuente de todas las virtudes cristianas. A este respecto, es notable que la Encíclica no insista sólo en la caridad, sino en la caridad institucionalizada. «El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor. En consecuencia, el amor necesita también una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado»20. Contra la desconfianza contemporánea a todo lo institucional, el Papa plantea la urgencia de una vida cristiana que también en ese nivel transparente la fe y, así, evangelice. Las instituciones realizan su propia homología. Conclusión Escribe el teólogo ortodoxo ruso Paul Evdokimov, uno de los grandes testigos de la vida contemplativa en los afanes del mundo moderno: «La historia sitúa la fe cristiana en el Resucitado en el punto de encuentro de 19

BENEDICTO XVI, Carta encíclica sobre el amor cristiano «Deus caritas est» del 25 de diciembre de 2005, n. 1. 20 BENEDICTO XVI, «Deus caritas est», n. 20.

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todas las ideologías que reformulan actualmente la pregunta clave, la de Pilatos: ¿qué es la verdad? Ella obliga a la fe a pronunciar su sí, llegando necesariamente hasta la confesión-martirio, única respuesta al estruendo universal. Cristo está en agonía y la eternidad se impacienta por escuchar esta respuesta»21. Esta expresión conclusiva nos evoca a Pascal: «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo. No hay que dormir en este tiempo»22. Velar, en este contexto, implica mantener la capacidad de profesar la fe, la fuerza de la homología cristiana: evitar que el sueño del fracaso postmoderno nos atrofie el espíritu.

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P. EVDOKIMOV, Las edades de la vida espiritual, 87. «Jésus sera en agonie jusqu’à la fin du monde. Il ne faut pas dormir pendant ce temps-là». PASCAL, «Le mystère de Jésus», n. 919 (553), en Pensées, Paris 1962, 366. 22

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