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Perro loco
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Horacio de Zuasnabar 4
Perro loco Novela
Ediciones Simurg Buenos Aires 2008 5
Ilustración de Tapa: «Algo pasa en tu cara» (Eduardo Medici) Foto del autor: Hugo Goñi ISBN: 978-987-554-117-7
© Horacio de Zuasnabar, 2008
[email protected] http://www.zuasnabar.com.ar
© Ediciones Simurg Jerónimo Salguero 33 6º D 1177 Buenos Aires - Argentina
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Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723
LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
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a la Psicología a Fedor Dostoievski
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Si es mío mi entendimiento, ¿por qué siempre he de encontrarlo tan torpe para el alivio, tan agudo para el daño? Sor Juana Inés de la Cruz “Finjamos que soy feliz”
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Esta es la vida de mi amigo Mauro. Escuchémoslo: No es que todos los lunes sean iguales. Pero este, hoy, no es un lunes cualquiera. Y es por eso que nunca lo olvidarán, ellos, mis sentimientos. Escribo sin prisa. Ya aprendí que, cuanto más insisto en apurarme, más se acelera mi pensamiento, que me arroja al siempre sospechoso recurso de la memoria. Escribo desde este semisótano sucio, bar que incita a la desconfianza, frente al macizo edificio del Hospital General. Hace tiempo que conozco este hospital; en él me investigan y tratan mi próstata, sin encontrar algo específico ni remediar nada; en él —desde los primeros momentos— me diagnostican una “próxima y precoz inutilidad para procrear”. Todas las ya abundantes investigaciones concluyen en una singular e infrecuente infertilidad... en un plazo no determinado. Me fastidia este problema porque, aunque mi soledad está colmada con la ausencia de mi hijo Ismael —quien llena cada minuto y espacio de todo mi universo, tanto el que reconozco como el de mis fabulosas fantasías—, intento conocerla aún más. Deseo una soledad paralela, hermana de la ausencia de mi Ismael, y en mis sueños a él o a la nueva soledad les llamo Borja o Lara. Y al cabo mi próstata no importa. Ismael, Borja y Lara sois todos mi única verdad, ya seáis reales o imaginados. Sois lo que realmente soy, mis pensamientos súbitos, en las negras y alborotadas aguas, tres latentes faros que ningún ser terreno, como en el éxtasis mío, habrá jamás siquiera de intuir. En definitiva, de mi destino sólo conozco un rasgo, la libertad de mi ser más íntimo. El libertinaje de mi mente inasible e infinita. Mi sola libertad creativa es mi destino, sin accidentes. Soy libre, quiero decir, soy de tal manera libre que en mi interior tiene lugar la libertad absoluta. 11
Mi próstata, fiel a mí; ella también es libre. Para conmigo, no para los médicos que ven la posibilidad de quitármela —evitando una vida de penurias, dicen— y dejándome aún más que infértil... impotente. Qué paradójico: yo impotente y mi estricta educación machista. Este Hospital es eterno. Creo haber visto desarrollarse toda mi vida dentro de sus pasillos. Desde este semienterrado bar veo su octava planta. Es distinta a todas las otras: es área restringida. Hasta allí no llegan los ascensores. Sus puertas son blindadas y no tienen picaportes por dentro. Sus ventanas tienen rejas. Tiene timbres de entrada y “pases” para circular. La octava es la planta psiquiátrica y, a esta altura, también la conozco. Hace como... ¿media hora? —un lapso indeterminado— que estuve allí. Por primera vez fui de visita y no como paciente. Mi memoria —la detesto— dejó caer sobre mí las hojas del otoño. De mi otoño privado. Y desgrano cada anterior visita a la “octava” como cada hoja seca que cae y cae. Que enloquece de viento dentro del cerebro y que atormenta. Que ofusca la razón. En ocasiones anteriores me han recibido con sonrisas plásticas, con rostros paternales y con palabras como: “ya pasarán todos tus problemas, confía en nosotros, toma tres de estas pastillas cada ocho horas y por las noches —en caso de que no te duermas— toma esta otra y sé buen chico. Da tu ejemplo a aquellos que están peor que tú. Sé buen chico, que ya eres un hombre. No faltes a la próxima visita del jueves en la sala 30.” Pero hoy tan sólo en una ocasión me confundieron con un internado y... “sé buen chico, quítate la chaqueta y vuelve a tu habitación, no te pongas en malo, no vaya a ser que llame a los enfermeros y sabes que ellos no se andan con contemplaciones como yo contigo, porque soy siempre suave y bien que estáis contentos de cómo os hago las camas...”. Mi mente se ahogaba y se aceleraba hasta ser un ruido de rocas que en avalancha, estrepitosa y desordenada, se 12
hundían en un encrespado mar de neuronas, las mías. Y mi infeliz razón preguntándose a sí misma si yo estaba allí, nuevamente, pero de visita, o si el engaño de mis enfermizas cavilaciones no me dejaba aceptar mi condición de paciente internado. Y mis palabras, cada una sentida como más incongruente que la anterior. Y mis ojos agrandados por el miedo de la incertidumbre. Y mi lengua humedeciendo mis labios y mi boca, resecos por las pastillas antide-presivas. Y mi llanto en catarata desde mi cerebro, a través de todo mi cuerpo hasta centrarse en los mismos intestinos. Y el dolor en la garganta, en el pecho. Y en el bajo vientre. Los nudos, los nudos en mi cabeza, en mi garganta, en mi estómago y no, nuevamente una úlcera no, por favor no. “Enfermera, Mauro fue dado de alta durante su licencia, no le retenga, hoy sólo nos visita.” Me abalanzo ante la puerta acorazada temiendo aún que no se abra. Al traspasarla, desciendo los ocho pisos tal como lo haría un prófugo. Las luces ya encendidas de la ciudad me golpean en la cara. Con aire fresco. Pero en una habitación del Hospital General, en su octava planta, quedó Gogui. Anoche domingo comenzó este lunes. Gogui, los recuerdos, no los puedo evitar... Te amo sinceramente pero el odiado pasado permanece. Es mejor que te marches. Es mejor, por ejemplo, que vuelvas a tu Austria dorada e impertérrita. O también puedes mudarte a casa de Romina... —Mauro, yo te amo. No quiero vivir sin ti, porque no puedo... —Gogui, tendrás que vivir sin mí porque mi corazón está malherido y mancha con caliente sangre, entremezclada con lágrimas, la sensatez de mis pensamientos. Gogui, vete al menos de la habitación en este momento. Déjame solo. Vete... —Está bien, Mauro, dejo la habitación, duerme bien, mi querido amor. 13
—Vete. Y se va. Y quedo entre malos sueños interrumpidos por cavilaciones, en mi propio tormento. Me pregunto cuánto tiempo ha transcurrido. ¿Por qué Gogui me llama? ¿Por qué me llama si yo —hace segundos o años— la eché de la habitación? ¿Por qué Gogui te llama, Mauro, con tan imperativa y ahogada voz? ¿Qué quiere de ti, si le pediste soledad? —Ves, Mauro, no sé hacer nada bien, ni esto. Sólo hago daño a ti, a todos... —Y yo mirándola sin decirle nada. Estático por unos instantes, observando cómo el charco de sangre ya fluía fuera del baño—. Mauro, debería haberme metido en la bañera, con agua caliente, para evitar los coágulos. Ya ves... ni en esto bien. Y yo recupero en mi mente el recuerdo de mi padre siendo atravesado, piel, carne y corazón, de balas. Y otra sangre y otro líquido humano fluyendo por las alcantarillas de mi ciudad natal, la Córdoba argentina. En otro sitio tan lejano, y la historia que se repite. Y yo que permanezco. Y las lágrimas que ya no caen. Los labios apenas tiemblan y mi mente se tortura finamente. En forma lenta... Dios mío, Gogui, tira esa Gillette, déjame que te haga dos torniquetes, uno en cada brazo, y Jaime, urgente llama una ambulancia, no preguntes, Gogui se muere. Y Jaime no pregunta, salta de tres en tres los escalones de nuestra desgraciada casa y la ambulancia se niega a venir: que tome un taxi, nos sugiere una voz sin nombre, a vos y a mí y a nuestro amigo servicial. Jaime para un taxi mientras le coloco las zapatillas y una chaqueta a Gogui... —Viste, Mauro, ni siquiera puedo dejarte en paz... Y los fantasmas, ay, los fantasmas. ¿Dejarte en paz, dijiste? No, papá, no es tu responsabilidad... es la de cualquiera y la de todos. No te quería regañar pero soy así, tan inconsciente. No te hagas matar, papá, que me matas contigo... Me has matado un poco, ¿sabes?, Gogui. Colabora y baja las escaleras aunque sea lentamente. Ya pasará, nena. Ya pasará. Pero no te mueras, Gogui. Nunca pensé 14
morir dos veces... No contesto a la vecina que, histérica y frenética, mira las manchas de sangre en los pasamanos y en su portal. Y a su amenaza cumplida de dar, como corresponde a todo buen ciudadano, el correspondiente aviso a la policía. —Al Hospital de Clínicas, señor, que es el más cercano. Por favor, dese prisa. —Oiga usted, señor, que la mujer esta me ensucia todo el tapizado del coche, esto no puede ser... estos jóvenes... —Pon los brazos arriba de tu falda o sobre mí, Gogui. No se preocupe, señor taxista, le pagaré la limpieza del tapizado apenas usted nos traslade al Hospital. —Faltaría que no me lo pagaran... —Baja, Gogui, que ya llegamos. ¡Por Dios, doctor, atiéndala inmediatamente! —Un momento, jovencito, ¿esta mujer es afiliada a la Seguridad Social? —No, mire, pero pagaré lo que sea necesario, ¿sabe? —No es eso, joven, es que la ley prohíbe hacer más que las primeras curas, luego debe marcharse... aunque también es mi deber decirle, como cirujano que soy, que esta muchacha se ha seccionado nervios que le han anulado la sensibilidad de varias falanges. Tiene que ser operada y luego mantenerse bajo control. —Ahora dígame, doctor, ¿dónde pueden hacer todo eso si no es posible aquí? Y, un momento, señor policía, que ya haré la declaración ni bien solucione la atención de mi mujer. —Yo no tengo tiempo que perder, es mi deber como policía conducirle a usted, que es quien vive en condición marital con esta supuesta suicida, de no probarse otra cosa, a la comisaría. —¿Sería tan amable de llevarnos hasta otro hospital, previo conducirme a su guarnición? —Cómo no, suban al coche patrulla. “Sólo sé hacer daño, a ti, Mauro, y a todos.” “No, Gogui, el daño 15
no tiene titular, es anónimo, universal. Ahora tranquilízate que pronto llegaremos al hospital...” “Un momento, señor, ¿quién es usted?” —Bueno, señorita enfermera, yo soy el marido de la recién ingresada y debería hablar con el médico de guardia para comunicarle detalles importantes. —¿Pero qué se ha creído usted, señor? Yo soy enfermera diplomada y puedo perfectamente transmitirle al doctor lo que usted cree que sea importante que conozca. —Bien, bien, dado que me impide hablar con el médico, haga el favor de decirle que anoche Gogui ingirió pastillas para dormir y durante este día, que ya se ha ido, se ha automedicado con 60 u 80 miligramos de Valium... Según me ha dicho un médico del otro hospital, en este estado es altamente peligroso aplicarle anestesia total para la operación de los nervios afectados... Estoy agotado. —Acompáñeme, señor, ya debemos ir a la comisaría... —Bueno, ¿cómo ha sido esto, peleando, jugando o qué? —Jugando seguramente no, señor comisario. Hemos tenido una discusión en que le dije que no quería seguir conviviendo, y de esas palabras se sucedieron los hechos... Formulismos: —No deje su domicilio actual sin previamente darnos aviso. El juez lo citará uno de estos días... —Taxi, al Hospital General, por favor. “Hola Gogui, ¿cómo estás?” “Estoy aún... Mauro... querido, perdóname.” “No llores, Gogui, tranquilízate. Espere un momento, señor enfermero, si casi no hemos podido hablar.” “Tengo órdenes de internarla en la ‘octava’, señor, disculpe, pero tengo que llevármela ahora mismo...” “Oye, Gogui, mañana vendré a verte. ¿Cuál es el horario de visitas, señor enfermero, por favor?” “De 16:30 a 18:00 horas, señor. Ahora despídanse.” “Adiós, Gogui.” “Mauro...” A casa. A mi habitación y mis pensamientos. Tal vez deba pro16
curar no tomar pastillas para los nervios. Ya, duérmete. Mañana, mañana quizá sea otro día. Tal vez el lunes haya pasado. Es martes y lunes. Lunes. Debería procurar ocupar mis manos y cabeza en algo. Basta, ¡oh, Dios!, ponme una nube fresca y blanca y densa en todo el espacio de mi cerebro... Odio la puerta principal de la octava, hoy martes. ¿Dónde habrá otra entrada? No la buscaré. No. Entraré por la principal y: —Hola, soy el compañero de la jovencita rubia que ingresó anoche, ¿puedo verla? —No son horas, señor, sólo por las tardes pero bueno, pase usted. —Mil gracias, buen caballero. Gracias de qué, Mauro. ¿Gracias por dejarme entrar en el pabellón del miedo, donde ningún individuo encontrará espejos? ¿Por qué no tienes espejos, Gogui? —Tú sabes, Mauro, estas heridas, bueno, quiero decir que con un espejo en un cuarto de baño y a solas... —Ya, entiendo, ¿y cómo has dormido? —He dormido algo durante la noche y mucho por la mañana, hasta casi tu llegada. Gracias por venir, querido... —Te veo más tarde, Gogui. Señorita, ¿dónde puedo hallar al doctor o doctora que atiende a mi mujer, si es tan amable? —Pues su nombre es doctora Charo y la encontrará ocho puertas más adelante, a su izquierda. —Es un gusto conocerlo, señor Mauro, ¿qué ha sucedido? Deseo conocer su versión. ¿Podría aun relatarme qué proyectos poseen para el futuro? —Pues mire usted, doctora Charo, es que me hallo muy confun17
dido. Sabe, cuando en tiempos pasados, Gogui y yo nos sentíamos alegres, queríamos casarnos, tener hijos —si eso para mí es posible— y todas esas cosas que suele desear cualquier pareja. Pero en períodos de depresión no sabemos mirar más que hacia atrás, se bloquean presente y futuro... —Entiendo —según me ha relatado Gogui, señor Mauro— que ustedes supieron ser felices hasta el día en que usted viajó a su país natal, Argentina... y ella mantuvo relaciones con otro joven. A partir de entonces, entiendo que vuestras cosas han marchado bastante dificultosamente... —Exacto, doctora Charo, el tema me excita sobremanera los nervios, y más aún con los sucesos del día de ayer. Ciertamente no soporto la idea de imaginar a mi mujer siéndome infiel con otro... Muchas veces, la presencia de Gogui en mi cama me exaspera al exacerbar mi enorme imaginación... ambos somos muy morbosos, ¿sabe usted? Pero no la he dejado. No la he dejado porque nunca aclaré mis sentimientos hacia ella. Un día siento tanto que la amo, como otro que la odio. Ora la desprecio, ora bien la valoro... Es mi mente que racionaliza y suele aceptar, contra mi corazón que revoluciona y estalla a menudo en dolores inenarrables. Yo conozco, doctora, ciertas culpas de Gogui, que a veces perdono y otras veces condeno. Pero peor, infinitamente más cruel, es el hecho de que conozco mis culpas y ante estas me siento impotente, anulado... —Bien, señor Mauro, tranquilícese, Gogui está bajo nuestro cuidado. Le sugeriré un tratamiento, Gogui y usted deberían hacer terapia de pareja... —Es que, doctora Charo, yo ya tengo mi psicoanalista a quien le sugerí lo mismo que usted hace ahora. Pero lo consideró inútil. Según mi psicoanalista, los problemas de pareja no son tales. Ella dice que cada individuo tiene ciertos y determinados problemas —traumas, complejos, culpas, defectos de educación o prejuicios propios— que, entre otras cosas, aportan a la pareja. Los problemas de pareja 18
no existen, me ha recalcado. Insiste en que sólo existen conflictos personales trasladados a las relaciones interperso-nales... —Pero, estimado Mauro, también existe la comunicación y justamente esta es la que puede fallar en vosotros... —Ya, doctora, ya. Disponga como mejor considere conveniente... —Ahora nos despedimos entendiéndonos, señor. Adiós, le aguardo mañana, no falte. No sea remolón y, principalmente, no rechace ni se escape de las circunstancias de la realidad a las que, como a todo ser humano, le corresponde hacer frente. —Adiós, doctora. Adiós. No faltaré, se lo aseguro. Y el aire. De nuevo el aire y la calle. La calle sucia. Menos sucia que la “octava”. Y no faltaré. Me dejo arrastrar ¡oh, Dios! me dejo arrastrar por los acontecimientos y por el metro que me lleva hasta casa. Y no saludo a los vecinos. Y apresuro la llave en la cerradura. Y cierro la puerta que queda frente a mí, alta y maciza. Como la vida. —Hola, Jaime, ¿cómo estás? —Yo no importo, Mauro, ¿cómo está Gogui? ¿Y tú? —Está regular, Jaime, regular. Yo también. ¿Y Marga, tu mujer, no ha regresado aún del atelier? —No, pero no tardará, Mauro, ¿comemos algo? Déjalo, Jaime. Luego comeré cualquier cosa. Y las paredes de mi habitación. Los auriculares y “Las cuatro estaciones” a full. Y olvidar. Por Dios, ausentarme de mí mismo. De Gogui. Del amor y del odio... y de los fantasmas... Pero, ¿estás aquí, papá? ¿Cómo llegaste si te he dejado muerto, ya hace años y en Sudamérica? Ya sé que no me responderás —pese a estar. Y me traés tus hechos, los nuestros: ¡Papá, faltaba esto! Que te pelearas conmigo, mamá o los chicos, vaya y pase. Pero que hoy día le pegues a nuestra perrita como si ella fuera uno de tus perseguidores es el colmo. Sos un tarado, papá, un infeliz... Callate, callate ante tu padre que tenés delante tuyo, con los nervios 19
desquiciados. Callate, que te pego, Mauro. Callate vos, papá, que yo también te pegaría pero mejor me voy, ya nos hemos pegado antes. Andate, sos un hijo degenerado. Está bien, me voy, sí que me voy. Emilio, estoy destrozado, vengo de enojarme con mi padre. Pero no quiero hablar del asunto: ya sabés, es lo habitual. Oíme, Mauro... ¿cómo va la Facultad? —dice Emilio y continúa—, ¿sabés?, aprendí una apertura nueva de ajedrez, ayer también perdí el torneo de golf, y mi madre está aún más enajenada que antes. Mauro, ¿conocés a Beatriz, la amiga de papá?, yo comprendo que mi padre tenga una amante, ¿vos no? Claro, Emilio, claro que comprendo. Tu padre es incapaz de dañar a nadie, pero es un hombre muy joven aún y tu madre, bueno, sabés mejor que yo... Emilio se entusiasma: Papá irá a cenar con Beatriz al apartamento que tienen juntos. Me han invitado. También me insinuaron si te agradaría venir: hablamos lo de siempre —sociedad, golf, viajes—, todo excepto problemas cotidianos. Ellos intentan vivir el hoy y alegres. Ciertas veces eso me suena a montaje, a artificial, pero creo comprender el coraje que tienen, el valor que se imponen. ¿Vas a venir? Sí, Emilio, voy. Siempre me es grato conversar con tu padre. Creo ver claramente cómo hiciste un poco suyo el afecto tan grande que tenés por mí. Iré, pero ahora contestá el portero, Emilio, contestá, que algún loco no se desprende de él... Son tus primos Carlos y Alberto, Mauro, quieren que bajes a hablar con ellos... Ahora vuelvo, Emilio, esperame... Hola, Alberto... Sabés muy bien, Mauro, que tu padre estaba perseguido... ¿Qué ha pasado?, decímelo sin vueltas... Tu padre está muerto... ¿Muerto, decís? ¿Cómo fue? Lo mataron, Mauro. Carlos, cuidá a Mauro que no haga una tontería —ya sabés cómo es—, que yo subiré a contarle a Emilio... Emilio ya lo sabe: ahora te llevaremos a casa, Mauro... —Un momento, señor, no puede entrar nadie en esta casa donde presuntamente se ha cometido un asesinato. ¡Pero qué...! Y mi brazo que aparta brusca y ampliamente al policía. Y mis oídos que escuchan a mis espaldas, de boca de alguien, 20
“que lo deje entrar, que es el hijo del difunto”. Y el policía que pide disculpas nerviosamente... Yo sin nervios ya, llego a la habitación de mi padre. Mi madre se adelanta a abrazarme. Y apenas llora. Y las gentes, conocidas y desconocidas, todas desconocidas. Los fotógrafos con sus flashes sobre mi padre caído en la cama, sin camisa. Y un montón de agujeros en el centro de su pecho y otros en la pared de atrás, que la policía ha recuadrado con pintura. Y los fotógrafos que una y otra vez fotografían el cadáver y la pared. El teléfono retumba y “no sea insolente”, contesta mi tío, “cómo preguntar esos detalles a la familia de un recién fallecido por más prensa a la que pertenezca. No, no lo llegaron a secuestrar, ¿entiende?”, repite al teléfono mi tío. Y yo no comprendo. Y cuelga el teléfono. Y se nos acerca indignado comentando la morbosidad y la falta de consideración de los periodistas. Contra el armario apoyo mi brazo y mi cabeza. Mis ojos sobre mi padre. No pestañeo. No se mueven mis labios. Y mi madre corre hasta mí y me suplica: “hijo mío, llora, por el amor de Dios, llora”. No lloro, padre, no lloro, madre. No lloro. Soy incapaz ahora. Yo te acababa de matar, ¿no es verdad? No me respondes. Tantas respuestas quedarán ahora colgadas de sus preguntas, sin ya jamás llegar a derramarse. Ya nunca más. Y tu mortaja. ¿Quién te la hizo, papá? En la sala, tanta gente. Y tú entre flores, derramando líquido por la nariz. Y mientras el público te mira condolido —impresionado o simplemente curioso—, cada hijo tuyo, con una gasa, seca ese, tu líquido, para que tu cara no se moje. Y entre tus manos cruzadas algunas cosas. Ya no las recuerdo a todas, ¿sabés, papá? Recuerdo tu librito religioso con nuestras fotos dentro. Recuerdo la cruz que yo mismo hice y a la que le inscribí una M —de mi nombre— y una F de... ¡Fabiana!, ¡estás aquí!, ¿sabés?, papá tiene entre sus dedos la cruz que te regalé con nuestras iniciales cuando fuimos novios. ¿Te acordás de que se la regalaste a papá cuando rompimos? Él siempre la guardó. Por eso lo enterramos con ella. ¿Querés verla? ¿Querés que se la quite de entre sus dedos unos 21
minutos y vos la ves?... ¡No, Mauro, no, por favor!.. ¿Por qué estás tan impresionada, Fabiana?... Ya el cura católico comienza unas palabras. ¿Quién lo habrá llamado si mi padre los odiaba? Tal vez nadie: se enteró y vino. Tal vez no haya sido nadie. ¡Qué huecas estupideces dice! Ya, ya se va, gracias a Dios. Pero comienza otro. Un protestante. Me siento mejor. Mi padre siempre se identificó más con los protestantes. Y este hasta habla acertadamente. Es muy sincero. Tal vez por ser el padre de otro sacerdote protestante amigo de papá. ¿Cómo se llama? ¿Cómo era? Ya no recuerdo. O sí, tal vez Pagura, el padre de Federico. Seguro fue Pagura. ¿Y recordás ahora, Emilio, amigo, cuando no me aceptabas, hace apenas unos días, que mi padre estaba muy amenazado, muy perseguido? ¿Ves? ¿Ahora que lo ves ahí muerto, me crees? No respondes. Pareciera que todos están más impresionados que yo. Gonzalo, mi hermano Gonzalo, tiene que llegar de San Luis en cualquier momento; ¿quién le avisó? No lo sé. ¿Qué le habrán dicho? ¿Sabrá que su padre está muerto? ¿Me crees ahora, Emilio? Pero no me contestas. Mientras tanto, Gonzalo entra corriendo a casa, después de haber visto el tarjetero para las condolen-cias. Te veo desde lejos, Gonzalo, y digo “Gonzalo” y corro a tu encuentro y nos encontramos juntos al lado del ataúd y yo te pido que me acompañes. Venite conmigo hasta el comedor diario. Y en la escalera, ¿qué pasó, Mauro? Lo que has visto, Gonzalo, papá está muerto. ¿Cómo fue? Lo ametrallaron, Gonzalo, lo ametrallaron. No lloramos. ¿Por qué no lloro? Ahora sí, vos llorás, Gonzalo. Después me alegré de que aquel día lloraras, pero no te sirvió de nada, Gonzalo. Yo no pude, por tanto tiempo... No lloré, me dormí. Y al otro día para tu entierro, papá, me puse el traje azul, la camisa blanca y la corbata azul. Alguno de mis hermanos se arregló tanto como yo. Yo fui un factor más importante, ¿no es cierto, padre? Y te llevé de las manijas de tu ataúd haciendo más fuerza que cualquier otro. Y te enterramos en el panteón. Y mi habitación ya era otra, lejana en el espacio y en el tiempo. Y la nada, 22
en el alma y en las manos. La estupefacción por días y días. Las miradas entre nosotros, madre y hermanos. Y el paso lento de las semanas y la nada. La Nada. Hasta que llegó la pregunta y dijiste qué puedo hacer, Mauro, conmigo mismo. Fugarme, fugarme de los hechos y el tiempo. Fugarme tratando de estudiar para terminar la Facultad. Pero no sirve, Mauro. Papá igual sigue muriendo día tras día. ¡Mis nervios, oh Dios! ¡Mis nervios!... Deseo ser voluntario del ejército por un año. Sí. Deseo adelantar mi servicio militar y olvidar la muerte de mi padre. Y soy voluntario del Ejército. Y el Ejército es duro. Y mi sensibilidad delicada que... “pero, recluta, tome el revólver y dispare al blanco aquel, ¿lo ve?...” Debo apuntar al centro, al centro de su corazón... Y yo apunto... A mi padre le apuntaron y dispararon. Y mi padre murió. Y retumban los balazos y la memoria me tortura. “Vuelva a disparar, soldado.” Y disparo. Y él muere de nuevo. No resistiré. No lo haré... “Soldado, venga a la comandancia.” “Aquí estoy, cabo.” “Soldado, nos han informado que su padre, bueno, que su padre fue asesinado a balazos, ¿tiene algo que decir?” Mi llanto contenido y mi respuesta de que eso es cierto. Y mis lágrimas no contenidas y la escueta humanidad de aquellos suboficiales que, desde entonces, tuvieron cierta consideración. Cierta mal disimulada lástima. ¡Oh! Pero yo la exploté. Me ausenté más de una vez. Y fui perdonado. Empecé a usarte, padre. Empecé a usarte después de muerto. Desde entonces, padre, nunca te he dejado de usar. Hasta Gogui, ahora, años después —y sólo habiéndote conocido a través de mis relatos— se ha aprovechado de ti... Nuestro padre hace meses que murió, Mauro, pero Ricardo me ha contado algo que puede ser cierto. ¿Qué te ha contado, Gonzalo? Me ha contado que al padre de papá también lo mataron, antes de que todos naciéramos. ¿Podrá ser cierto, Mauro, que a nuestro abuelo también lo hayan matado? ¡En ese caso a mi padre y a mi abuelo los asesinaron! ¡Por eso mi eterno miedo a que me maten, a que me asesinen! Si a mí me asesinan, mi madre tendría suegro, marido e 23
hijo eliminados! No deben hacerlo, Mauro. No deben matarte hasta que, por lo menos, muera tu madre... ¡Soldados, reclutas, mañana los quiero aquí, ya preparados, a las 6:30 horas! ¿Entendido? Pueden marcharse. Rompan filas... “Hola, Lourdes...” “Mirá, Mauro, no me ha bajado la regla. Tengo miedo...” “Esperá, Lourdes, hagamos un análisis. Luego tendremos tiempo para el miedo, ¿de acuerdo?” “Un Gravindex, señor farmacéutico, por favor... Tomá, Lourdes. Estas son las instrucciones. Mañana me llamás sin falta.” “Mauro, te llamo porque mañana ya es hoy. Y ha dado positivo. Estoy embarazada.” “No, Lourdes, no sabemos aún. No desquicies del todo mis pobres nervios. Haremos un examen de laboratorio y sabremos con exactitud. Para mañana oriná en un frasco, y me lo traés. Yo conozco un laboratorio en calle Junín. Pasado mañana sabremos la verdad. También recordá que pasado mañana tenemos entrevista con la psicóloga, para intentar aclarar nuestros problemas de pareja. Nos vemos para entonces. Un beso, nena, y deseá que todo salga bien...” “Sabés, Silvia, vos como psicóloga tal vez comprendas que tenemos mil problemas para entendernos...”. “Pero, díganme los dos, Lourdes y Mauro, ¿qué siente el uno por el otro?”. “Yo amo a Lourdes, Silvia...”. “Yo tengo mucho que regañarle a Mauro, Silvia...”. “Pero, Lourdes, ¿qué siente usted por Mauro?” “¡No sé, no sé!” “Perdonen, Silvia y Lourdes, salgo un momento. Y vuelvo. Tú entiendes, Lourdes, iré a buscar el resultado del análisis. Y voy y vuelvo. Y emocionado te digo al oído, Lourdes que sí, que efectivamente estás embarazada. Estamos embarazados. Bueno, Silvia, seguiremos charlando sobre nosotros otro día. Gracias, hasta pronto.” Y la calle y Lourdes conmigo. Y alguien más dentro de Lourdes. Ismael, hijo mío. Tantas cosas dentro de mi cabeza aturdida, joven y cansada. Pero eufórico. ¿Cómo puede ser, Lourdes? ¿Cómo puede ser, Mauro? Hace unos meses asesinaron a tu padre y estabas tan enloquecido que amenacé —por consejo de mis padres— con abandonarte porque podrías dañarme. ¡Y ahora estás haciendo el Servicio Militar! 24
¡Tenés veinte años, y yo, embarazada! Estamos contentos de todas maneras. Somos locos. Pero yo, Lourdes (vos no lo sabés) imagino a mi hijo y un matrimonio con vos y la fuga. La nueva fuga del pasado y volver a renacer, como desde siempre... ¿Qué hacemos, Mauro? Vos no pensás en el aborto, ni lo mencionás. Yo tampoco. Escu-chame, Lourdes, esta tarde se lo comunicamos a tu madre... ¿Pero cómo han podido hacer eso, chicos? Yo siempre les tuve confianza... Nos casaremos lo más pronto posible. Y la iglesia, y la fiesta, y mi madre que se acerca y nos recomienda que nos vayamos, que los novios deben retirarse más temprano de la fiesta porque así debe ser, porque tienen que dejar a sus amigos para, a solas, consumar el matrimonio... Tantas veces ya habíamos hecho el amor. Estabas embarazada. Pero, dejá, Lourdes. Es cierto que esto está divertido pero vamos. Dejémosle la ilusión a la vieja... El hotel a mitad de camino a Bariloche. Y hacer el amor tantas veces como soportáramos. ¿Cuántas veces fueron en el día, Lourdes? Seguro que once. Nos sentíamos atletas y nos partíamos de risa. Y de dolor. De incertidumbre. Nuestro futuro. ¿Qué haremos, Mauro? ¿Qué haremos, Lourdes? ¿Qué haremos cuando volvamos de esta luna de miel ya tan conocida por vos y por mí? Mirá, Lourdes, ya hemos vuelto y tenemos apartamento. Algo de trabajo. Mis estudios y tu panza creciendo... Pero no, Mauro, mirate. Estás enloqueciendo. Te sentís perdido, ¿no es cierto? Estoy perdido, desesperado. Los acontecimientos caen sobre mí como rocas. Me escapo como puedo. Mis amantes. Las peleas con vos, Lourdes. Y tu panza, ¡es enorme y hermosa! ¿No es cierto? Sí, lo es. Lástima que vos, Mauro, seas un vago que lo único que sabe es perseguir chicas bonitas. Pero vos no comprendés, Lourdes. Nunca comprenderás mi personalidad. Mucho menos las torturas de mi alma. Vos sólo ves las apariencias y los hechos fallidos. No podés ayudarme... Y llegó el día. Estás en la cama de la Maternidad. Me pedís alternativamente que permanezca a tu lado y que desaparezca. Doctor, ¿cuánto falta? Tranquilo, ami25
go, en una o dos horas nacerá su hijo. Típico. Nunca imaginé que era tan típico. Estoy fumando como un enajenado y camino todas las baldosas del pasillo que dan a la sala de parto. Sale una enfermera. ¿Y cómo va la cosa, señorita? Todo normal, hasta ahora, señor. Descuide. Y me sonreís. Pero no sabés de mis cavilaciones. De mi pasado y presente. De mis nervios. Necesito otro cigarrillo. ¡Cómo puede ser que no me pueda quedar quieto! —Señor —me está diciendo ahora otra enfermera—, señor, todo ha sido normal, es un niño. —Y yo: ¡Padre! ¡Por Dios! ¡Yo soy padre! —Tenga usted a su hijo —me dice y me ofrece una criaturita que nunca jamás había imaginado, pese a haberlo intentado. Suelto el cigarro. Y me pregunto cómo se sostiene a un bebé. Te tomo lo más suave que pueden mis temblorosas manos, hijo. ¡No quiero apretar en ningún lado! Dios mío, gracias a Dios que ya te traen, Lourdes... En la habitación te pongo a nuestro hijo en tu cama. Me siento. No hablo. ¡Son todos los acontecimientos de mi vida juntos, resumidos en esa criatura que aún no tiene nombre! Te felicitamos, Mauro. Es hermoso. Lourdes, sos una madre hermosa con un hijo igualmente hermoso. Ya, ya. Las visitas. Las flores. ¿Y cómo lo llamarán? Bueno, te miro y me mirás, Lourdes. Aún no sabemos, aunque a mí, insinúo, me gustan los nombres Ismael y Máximo. Pero, querido —repite mi madre—, Ismael y Máximo no hacen juego, deberías al menos llamarle José Ismael... Lo que quiero es ver ya mismo al pediatra. He visto que mi hijo tiene los dedos muy largos. Estoy asustado. ¿Usted es la pediatra? Sí, señor. Pues bien, dígame urgentemente si son normales los dedos de mi hijo. Señor Mauro, su hijo tiene unos hermosos dedos, largos y finos. Cuando sea mayor tendrá unas manos de lo más elegantes. No sabe cuánto le agradezco sus palabras, doctora, me ha tranquilizado enormemente. Gracias. Adiós, 26
señor Mauro... ¿Qué nombre quiero para ti, hijo? ¿Qué nombre? Sólo sé que te llamarás como yo desee. ¿Sabés, hijo?, sos mío, mío, y te llamás desde este momento Ismael Máximo... Y de nuevo el túnel del tiempo. Huyen de mí todos aquellos fantasmas de otro país, de otro hospital. Nuevas voces me traen al extranjero, al presente: “¿Sabes, Mauro? He dicho a la doctora que lo intentaré de nuevo, pero siendo más eficiente...” “No, Gogui, no digas tonterías. Descansa, no pienses mucho, ya te sentirás mejor...”. Mi cabeza gira. Gira obsesivamente sobre todos y cada uno de los hechos de mi vida. Los abandonos. No soporto los abandonos. ¡Tantas veces he sido abandonado! Abandonos. Abandonos... Fantasmas. Abuela. Mistificada abuela. ¿Por qué te me estás muriendo? ¿Por qué en esta mañana? ¿Por qué estás así, tirada, medio en la cama, medio en el suelo, vomitada con el té que acababas de beber? Papá, ayudala a la abuela. ¡Salvámela! Papá, sí. Papá, ponele —así de rápido— la inyección de adrenalina. Abuela, vos siempre tan precavida, siempre con tu botiquín preparado para un día como este. Llorás, papá, llorás.. Es la primera vez que te veo llorar, pero seguís con la inyección. Abuela, escuchame, tenés que salvarte. ¿Oís? Estoy muy mal. Muy impresionado. Iré al hall pequeño y esperaré ¿sabés, abuela? Esperaré a que te salves. No me abandones, abuelita. El hall está frío. Mis ojos fijos sobre tu reloj de pared, abuela. Dios. Te pido sólo esto. Pero debes cumplirlo. Debés salvar a mi abuela. Si no lo hacés se terminó, ¿entendés? Se terminó mi fe en vos. Yo sé que la salvarás. Nunca has escuchado, ni nunca escucharás un ruego como el mío... Estático, veo entrar un doctor. Sigo inmóvil. Al rato pasa mi padre con el médico y lo despide sin palabras. Te das vuelta, papá. Te quedás mirándome un momento. Te acercás. Te arrodillás ante mí. Y: Mauro, la abuela se ha ido, la abuela se nos ha ido. Y la desesperación. Nunca jamás estuve tan desesperado. Corro enceguecido a la oscuridad del escritorio. Me dejan solo horas. Nunca jamás lloré 27
tantas horas enteras y sin descansar. ¡Dios, sos lo más asqueroso que pueda existir! ¡Dios, sos un hijo de puta! Te llevaste a la abuela, a mi abuela. Dios, ¿sos imbécil también? ¿Cómo podés haber hecho eso? Hijo de puta, degenerado. No existís más, desgraciado. No existís, pero seguís siendo un hijo de puta... Abuela, todas estas coronas de flores que te rodean son de gente que te ha admirado, pero nadie como yo. Ya no me darás la mano, al acostarme, y me dirás tu hermoso “buenas noches, que duermas bien y que seas bueno...”. Me acuesto esta noche y estiro mi brazo y mi mano te busca. Me desespero, no te encuentro. No estás, ¿es cierto que ya no estás? Abuelita, no me dejes, por favor no me dejes. Estoy tan solo. No te vayas. Grito. Mis manos sólo tocan un sillón vacío. Grito. Lloro a gritos y mi madre dándome dos Valium y “calmate, querido, calmate. Mañana estarás mejor.” Pero mañana no llega. Todos los días durante años muere a la mañana mi amada abuela. Y todas las mañanas y las noches de muchos años beso una foto suya que escondo detrás de la cama y que de día llevo en el bolsillo. Hasta que esta mañana llego al colegio y en clase busco tu foto, abuela. No la traje. Esta mañana te he olvidado detrás de la cama, pero ya es mediodía. Y corro por casa hasta mover mi cama. Y no encontrar tu foto. Y mi desesperación de siempre. Mis palpitaciones. Mi pregunta a cada uno de la casa: dónde está mi foto. Y tu respuesta, Asunción. Tu respuesta de que la habías quemado con la basura porque creíste que aquella foto tan arrugada por mis manos que la acariciaban y mis labios que la besaban, abuela, era para tirar. Yo te mato, Asunción, eres una muchacha bruta e inútil. ¡Yo te mato! Suéltenme, que no mataré a nadie. Pero es una estúpida. Una bastarda imbécil y déjenme solo. Me voy. Me voy desesperado. Me escondo y lloro. Quiero morir, abuela. Quiero morir e irme con vos. Llevame, abuelita, he perdido lo último que tenía de vos. Llevame contigo, por favor. Tengo once años y quiero con toda mi alma morir. Ya no puedo vivir más, y menos sin vos... 28
El vértigo del tiempo de nuevo. Y: vámonos a la Argentina, Gogui. Yo te llevo conmigo en mi regreso a Córdoba, nena. Espero que te gusten las sierras, tan austríaca tú. Antes de que ustedes sigan leyendo a Mauro quiero dejar a salvo su reputación y su buen nombre. Mi amigo siempre fue una persona buena, en el sentido machadiano del término. Que eso, del principio al fin, quede bien claro. No quiero que, a medida que avancemos más en su historia, o cuando se acabe con ella, se creen expectativas en otro sentido. No quiero decir con esto que Mauro no se mandara macanas, no cometiera equivocaciones en su vida, ni que, muchas de esas equivocaciones no hayan sido, lisa y llanamente, putadas contra terceros; pero de cualquier manera no quiero discutir, ni poner en duda, lo que mi amigo Mauro no pudo discernir en toda su puta vida: que no era peor tipo que cualquier otro. Era, en el buen sentido de la palabra, bueno. Mauro tampoco fue ningún boludo, ningún gilipollas. Pero como verán, Mauro se comportó muchas veces como un soberano idiota, o como un pelmazo. Si, entre otros, Sócrates y Descartes usaron la duda en sus métodos para filosofar sobre la existencia de las cosas y los seres —ellos incluidos—, Mauro la usó casi a la inversa, como para demostrarse lo irreal de todo. Mejor dicho, puedo decir sin duda que, más que el hecho de que Mauro usara a la duda como método, sus dudas, y las de los otros —que le llegaban como gritos, como susurros, como éxtasis, como pesadillas, y la lista es interminable—, todas juntas lo usaron a él. Mauro fue usado por sus dudas, por las de los otros, por su duda global. Mauro fue el barquito de amplia, generosa, receptiva vela donde, desde Dios para abajo, todos soplaron, él también, sus dudas, hasta los más profundos infiernos, entre el aliento cálido y horroroso del Diablo. Así nomás. No fue joda. Mejor dicho, fue joda también. Fue un mar de dudas, al que todos, de Dios al Diablo, incluido Mauro, calmaron o agitaron. Para sus fines propios, desde 29
los más egoístas hasta los más altruistas. Inmolándose Mauro en fructíferas cruzadas algunas veces, estériles otras. Algunas sensatas, otras de nonsense. Como la vida misma, pero en clave de duda. Continúen. Este fue, este es, desde la cuna a la tumba, Mauro Uría. (unos años después) Escritura que comienzo ni bien llego, con Gogui, de vacaciones a Brasil y donde aludiré a Gogui de una manera de lo más afectuosa pero que, entre paréntesis, se refiere a lo que en la jerga es el mono, síndrome de abstinencia y de la pesadilla inherente, sutil o gruesa, que ella misma implica. Y no es que los monos —a los cuales aludiré afectuosamente, si llego a ver alguno— me parezcan una pesadilla. A los monos, si fuera necesario, me los comería. Quiera Dios que nunca piense que haya necesidad de comerme a Gogui, en el sentido literal de la palabra. Porque lo que es en el metafórico, ello es menester obligado de todo hombre bien parido. “A parientes y curiosos” (cuelgo copia en mi puerta circunstancial): Estoy en la praia de Guanabara, más o menos en la mitad opuesta a la de la Iglesia, pero sin ocuparla toda. Si quieren pasar, pasen. Y si no, pasen de mí que estoy rebien. Yo soy así. Vamos, que me conocen. No hay pasajes directos —averigüé bien— hasta el 8 de febrero, ni por tierra, ni por mar, ni por vías normales, pero como yo no soy normal, volveré igual. Vuelvan mañana y una vez por año si es que, al final, yo era normal y no vuelvo más. 30
Tomen sol. Muchísimos cariños a todos. Mauro y Gogui (agrega Gogui) Despreocuparme sin dejar de ocuparme. Eso podría ser someterse a una macumba, dijo la señora negra que nos alquila este chalet tercermundista, brujita simpática. Esta Vida. Si la suma infinita de todas las Vidas, si es que hay reencarnaciones, dan Una vida, entonces la suma de cada instante cotidiano hace esta Vida. Qué poder de síntesis. Y pasaron nomás. Temprano. Y los descubrí antes. Miraban a todos lados. Preocupados como el soldado que busca en la jungla a su camarada herido. Pero yo estaba en Guanabara. En la terraza del bar “Pelé”, inmortalizando estos devaneos. Bronceando mi físico. Bebiendo zuco de laranja. ¿Y todo gracias a qué? Remitámonos a los hechos. Estoy solo. No cuento a Gonzalo —hermanito menor— y a su familia, aunque por suerte veraneen cerca y en tal caso... No, estoy solo. Entero. En una sola pieza, mente y cuerpo. Volví a mi ritmo vital que me place mucho, a saber: cuento con Ismael y con Gogui. Con ciertas seguridades laborales dadas por Roberto Marín, en Córdoba. Con la pendeja, Gimena, si tengo huevos para escribirlo en este público diario. Sabiendo que le hago mal a Gogui, cuando ella lo lea. Y no puedo dejar de hacerlo y decírselo. Que, tal vez, también cuente con Gimena, para ciertos fines, tal vez como compañera oculta. A Gogui la quiero toda: desde su alma, hasta su dignísima estampa de mujer de sociedad. Pasando ineludiblemente por su sexo que, sin tricomonas, me lo como todo. ¿Dónde te cogiste esas tricomonas, encanto? Mejor dicho: ¿cómo te las cogiste? O, aun más perfeccionada la idea —el hecho ya lo está—: ¡cómo cogiste! Y no conmigo precisamente. En fin, déjalo correr. Hasta hoy nada en Gogui y en sus actitudes —la mujer per se, 31
quiero decir— me ha producido repulsión, excepto sus depresiones, sus llantos. Por el contrario, su sonrisa vietnamita es, en este momento y con Ismael, lo mejor que tengo en la vida. Repulsión de Gogui me han producido esas tricomonas. Y saturarme con su paté de foie casero. Hechos que, por mí, ya no joderían en absoluto. A menos que Gogui se empeñase en darme una dieta de hígado. Cosa que no creo posible de ella, en este momento. Lo de las tricomonas espero que no se repita nunca más. De corazón. Y deseando, ya que no hay perversión consciente, que tampoco la haya inconsciente, en esto de la fidelidad, ni en nada. En absoluto quiero agraviar a Dios. Pero me da mucha rabia pensar que Él nos podría arruinar nuestro proyecto Not. Nuestras New Optimistic Tendencies —suena muy bien en inglés, inténtelo—, no ya para afrontar nuestros turbulentos pasados, sino para gozar de nuestros promisorios futuros. Mas está el proyecto “Gogui y Mauro”, tan eficiente en el logro de la vida buena. Nótese que no digo “buena vida” para no denigrar el sentido de lo que para un ser Not —renegador de la vulgaridad— representa vivir una vida buena. El tiempo dirá, a su vez, por cuánto tiempo. Quizá, un día, nos sea necesaria la ineficiencia. Seremos irracionales según nuestro actual modo de ver la eficiencia. Tendremos simplemente otra locura. Ojalá, compartida. Necesariamente compartida, porque el proyecto Not hoy me lo demanda. Aunque, en un posible mañana, no me lo demande más. Ese día, naturalmente Not, Gogui también dejará de ser la otra demandante. No me necesitará tampoco. No seremos pues —ni vivos ni muertos— una carencia uno para el otro. Espero que Ismael se nos reúna en el Proyecto. Y todos los que nosotros queramos. Me da temor —será por lo desconocido— que el Proyecto se generalice. Una ilusión, hoy entiendo, debe ser preservada como al fetito se lo cobija en la panza. Así, con mucho amor y esperanza buena. No sé si así pasan los años, ¿estoy más rematadamente loco? 32
Ahora no tengo ganas de moverme, de forma estresante, en busca de una macumba para que me quiten la violencia de mi vida. Que no la agresividad, la cual, dicen, es necesaria. Aunque no la veo para nada como candidata a fundamento Not. Poner distancia, hemos pactado. Poner distancia, hemos dicho. Nota de Gogui: Me llena de alegría y renueva mi esperanza el hecho de que el cambio en los términos de nuestra relación no signifique la frustración (por ende imposibilidad) de nuestro proyecto heroico. Quizás este cambio implica, justamente su confirmación. Con todo mi amor Gogui Te separas de mí y te me acercas, desgarradoramente. Me telefoneas, me dices: Hola, soy Gogui. Y te quedas callada esperando a que yo te cuente, como un interrogado, qué he hecho durante tu ausencia. Siempre, luego de colgar el teléfono, pienso: ¿por qué tengo la obligación de darle explicaciones? Me siento juzgado, me siento amenazado. Si hice algo que da pie a su incomodidad, tiemblo, y escucho su sentencia: “Entonces, Mauro, no nos vemos hasta estar los dos en Argentina”. ¡Y te vas a Córdoba! Siento que Gogui, con sus excusas, procura mi mal. Tal vez una pequeña venganza. Mais eu penso que Gogui con esa acción se está ganando una ovación: ¡Diablura! Seria y sinceramente, la brujita vecina tenía razón, necesitamos una macumba. Para expulsar nuestros diablitos. Me da pánico pero seguro triunfaré. Macumba o no de por medio. O Gogui expulsa al Diablo del cuerpo o yo expulso a Gogui de mi vida. Esta vez, ya, sin virulencias. Ante la tan cacareada bondad de Gogui, quien dijo 33
que podía ser “malísima” —y que, de hecho, lo ha sido—, ante tal bondad, mi tarea: la tarea del héroe. Esta lucha puede ser dolorosa para Gogui. Y para mí, por el accionar de Gogui, al proponerse bregar por la pareja teniendo el corazón abierto a los transeúntes. Casi procurando uno, cuando está lejos de mí. Igual que yo. “Luta, luta, luta”, repite nuestra vecina a un invitado. También en desgracia, seguramente. Entonces, que la luta no sea dolorosa. Podría, en cambio, ser heroica. Un dolor, pero reconfortable. En circunstancias normales, para salir con mi hijo o con mi mujer no voy a tomar una pepa, un ansiolítico o antidepresivo. Si lo hago, la relación está endiablada. Caza de brujas: Open. Gogui dijo que hoy atendía a la Pedemonte. En lo de los Pedemonte dijeron que Gogui recién iba mañana a la mañana. Desconfianza. El diablo se mete en mi cuerpo. ¡Expulsión! Y, ¿cómo? Pensamientos y acciones positivas. Por esta vez —espero sea de las últimas—, positivizo estos malos pensamientos con la acción de escribirlos. Vale la pena. ¿Habré logrado algo? “A ver los huevos, pendejo”, me desafió Gogui. Como quien dice que de frente se van a encontrar con un par de ovarios más fieros. ¡Mmm! No me gusta nada la cosa. ¡Psss! ¡Psss!, así, ahuyentando los malos espíritus. El método se completa sacando la energía negativa excesiva del cuerpo. Despejando la cabeza. Queriéndose. Sonriendo. Viviendo plácida y alegremente. Tomá, brujita en desvarío. ¿Así Gogui que, en una de esas, descargás todas tus fuerzas del mal sobre mí? Pobrecita, te vas a cocinar —te prometo si esa es tu intención— en tu salsa. Que vos entendés de esas cosas. Por ani34
quilación hasta campo arrasado. Y más aún —machaco para que no queden dudas— en nombre del Bien. El mío, naturalmente. Dios y los conjuros son mi iluminador y mis aliados. Qué flash. Autosugestión. No rechazo directamente a Gogui. Rechazo directamente la acción de Gogui que, por la ley de la transitividad, me hace rechazar a Gogui. Más claro, agua. ¿Con qué se estará atormentando? ¿Qué males me estará deseando? Tal vez contra mí o directamente contra Ismael. Vade retro, Satanás. Si tuviera sentimientos placenteros ya distendería la cosa. Lo haría más fácil. Le noté la agresividad, el odio, la perversión, la intención. ¡Puagh, Gogui por Dios! Desenergizate que estás hecha una porquería. Todo, che, parece indicarlo. ¿O me vas a decir que no? Me vuelvo violento contra la violencia. Entonces Gogui leerá este cuaderno infinito. Se lo merece, ya que esto es todo amor. Aquí no hay maldad... Obviamente, Gogui, obviamente... Gogui no te ha hecho mal, Mauro. Ni a Ismael, ni a tu familia o amigos. En general, no se sabe que haya hecho mal a nadie. A vos, Mauro, si Gogui ha llegado a hacerte algo, ese algo fue bueno. Ergo, Gogui siempre ha sido buena para vos. Ahora bien, si por equis razones —que me gustaría conocer conscientemente— querés alejarla de vos... no hagas nada más que dejarla, excusándote con las razones ciertas. U otras, en el caso de que estas sean mejores para Gogui. Quiero decir, en palabras sencillas, sin torturarla. Si no fuera por la voz de mi conciencia. Y sé que esto es tan cierto, como cierto es que siempre hago lo que obviamente es mejor para Gogui. Será la única posibilidad para que Gogui siga a mi lado, pedazo de infeliz, mientras yo siga dándole cosas buenas. ¿Y qué es bueno y malo? No empecemos. Y ahora me voy de nuevo a lo de ese Milton. Qué flash, ¿no? 35
Su cabaña iluminada en las noches cerradas, por ejemplo. El mar, la sierra y el hippie soltándose el pelo y diciendo: “¿Yo, policía? ¡Eeepaaa...!” Antes bien, las sutiles fronteras. Roberto Marín me acaba de mandar a decir: “Cobramos poco este mes. ¡Ah! Y encima sepan que se cobra el cinco o seis de febrero. ¡Je, sí que va a ser largo este enero!...” Esto podía ser dicho para aconsejar sana racionalidad o para que pasemos unas vacaciones de mierda, pensando continuamente que cobraríamos recién el día seis, sin poder aprovechar ese tiempo en mejores pensamientos. Un bien o un mal, exclusivamente según quién lo escuche. Aisladamente de la intención, consciente o inconsciente, de Marín. Marín tal vez discernió con buena fe que estirar la fecha nos convenía. Ergo, dijo algo bueno. Sin embargo puede no serlo para mí, por hache o por be. Que no interesa, porque cada uno, si no agrede, puede pensar lo que desee. Podrá ser a nuestro juicio —o incluso a juicio general— un pensamiento negativo de Marín pero no lo será para él. Que lo dice con la mejor buena voluntad. Ergo, todos oyen absolutamente sus propias interpretaciones. Ergo, se podría decir cualquier cosa, total da igual. Y se nos podría dejar decir cualquier cosa ya que ello será tomado en forma azarosa —unas veces como algo bueno para uno, otras como algo malo. Ergo, da igual hablar o no hablar. Pensar o no pensar. Sacar conclusiones o no. Comunicarlas o no. ¡Qué horror tan trillado! ¡Qué mierda de país! ¡Y justo me viene a pasar a mí! De esta conclusión también hemos demostrado que da igual haberla sacado o no. Tomen —señoritas alumnas de quince a veinte—, les estoy dando correctamente condensados los elementos ideológicos —en sentido lato— de Occidente, primera década del tercer milenio después de Cristo. A que es un toco... Gogui sonreiría afirmativamente... Sentía profundamente que Mauro era sincero con todos, y se enorgullecía de podérselo coger... Pido perdón por tal desprolijidad. Perdón por escribir como siento. 36
Perdón por no pulir estos sentimientos, para luego volcarlos al papel. Perdón, porque no me avergüenza tal comportamiento. Lo que ocurre, es que no me gusta pasar en limpio mis putas ideas. Qué solo estoy. Con un poquito de dolor pero ya muy trabajado. Lo que no quiere decir nada: tanto me puede llevar al final como a un triunfo público. Andá a saber. Como convenimos, ya habrás dicho que tomamos distancia. Vos, consciente o no, creés estar haciendo lo mejor. Yo no sé en absoluto si es mejor o peor, sólo que esto me produce, no exagero —es porque te quiero—, náuseas, un dolor en el pecho. Cíclico, mala/bueno, malo/buena. Los enojos, las peleas... Mauro, a cuarteles de invierno. Esto es el colmo. Se va Gogui y sale el sol. Pero no hubiéramos estado bien. Tal vez por la resaca de nuestra historia o por la verdadera continuación de mambos. Parece que juntos los atraíamos. Gogui estuvo mejor en Laguna y yo, esos días, en Guanabara. Separados. Y nos amamos, joder. Entonces aprendo del cuaderno de Gogui: “El Amor son los momentos felices y su prueba los difíciles.” Parezco un alumno de preescolar. Lo soy. De la escuela primaria de la Humanidad. De principios elementales. Obvios. Lo debo decir aunque haga el grotesco. Y que por favor Gogui me crea. Ismael ya lo cree. En sus ojitos me lo dice, sin evitar una sonrisa nerviosa. Pienso que en Ismael hay preocupación sin desesperación —va conociendo límites, campos controlados y ajenos—, y que, a pesar de todo, su aprendizaje le gusta. Corríjanme si no, por favor. 37
Este deseado estado actual tiene unas constantes, al fin y al cabo que, de una vez por todas, son: Gogui. Comidas según pida la gana pensada, estudiada realmente, poca, variada —peso 66 kg (un kilo menos me da miedo), consultaría a un médico no porque me sienta mal sino porque me parece que es desproporcionado con mi metro ochenta y dos de estatura. Tengo miedo de enfermarme de tuberculosis. Pero yo así me siento en la plenitud de mi vida. Medio tranquilizante mayor y un Valium 5 mg —tranquilizante menor— al despertarme, con un café largo y fuerte, negro y necesariamente solo. Con mucha agua fría. Mear mucho. Bañarme muy caliente y luego muy frío, refregándome mucho. Sintiendo piel, músculos, todo el cuerpo. Tocándolo y sin tocar. Secarme briosamente. Acicalarme. Cuidarme. Gustarme y demostrármelo, vaya. Una aspirina —creo que buen sucesor tiene en la aspirina efervescente con la aparente virtud de contener vitamina C, contra esos dos resfríos sin fiebre obligados que tengo siempre cada año. Ni uno más, ni uno menos. Con dolor de garganta—. Ufa, y se anunció a todo trapo Tánatos. Constante en mi vida. ¿Cómo librarme? Es la depresión. Ahora no me voy a deprimir, al menos no gravemente, pero coño, al rato algo tiene que rememorarla no más sea. En fin, juerza canejo. Es una prueba de amor. Gogui, te aseguro que lo que viene es más duro para mí. Me dará mucha vergüenza y a vos, por tu dignidad u orgullo, quizás te obligue a amarme menos: en tu cuaderno noté tu resentimiento por lo de Gimena. También noté mucho espíritu Not que yo no practiqué, no sé si ahora o siempre, a sabiendas. Tal vez yo sea un gran negador. Estoy desconcertado. Me resulta novedoso, pero lo creo posible. Y no porque todo sea factible sino porque tal vez mi análisis, tanto introspectivo como retrospectivo, no tolere más que hasta un punto 38
y aunque pueda de hecho ver otras interpretaciones —en sentido lato— mi mente las niegue mezquinamente. O no, según a quien le toque el reparto de beneficios y costos de oportunidad. Porque... ¿la vida es así, no, Gogui? Te lo pregunto porque yo tengo esa concepción arquitectónica, derivada sólo de mi profesión respecto de la vida que no veo en vos. Vos das y das. Todo el mundo dice que sos muy buena persona. Muy noble. Me alucina tu curriculum “militante de izquierdas” así como pasan de él hasta los más fachos, para referirse a la más buena de las personas, vos. Sos una santa a la que me encanta coger. Es notable. Nunca se me había ocurrido. Y vos sabés que me creo muy ingenioso para generar muy variadas, agradables y espantosas, ocurrencias. Me fuiste sorprendiendo en el transcurso del tiempo. No sólo abriste mi cuerpo con tu extraordinario Método de Danza y Relajamiento, hermosos polvos incluidos, que en realidad ha consistido en conocer a la primera persona que satisface todas mis demandas, muchas de ellas aberrantes. Que seas, por ejemplo, una dama austríaca de sociedad. Nunca me he sentido bien con una pelopincha. Es que soy moderadamente de izquierda, muy burgués. De la veinteañera Gimena no me gustan sus caderas ni sus piernas, con una marcada e incipiente celulitis o, tal vez, monstruosa futura elefantiasis. Por primera vez amo la vejez en la pareja. Antes, aterrorizado, pensaba en sucesivos y jóvenes recambios así yo tuviera noventa, pero una mujer vieja me parecía atroz. Ahora no. Y defiendo tu vejez, Gogui, pensando y diciendo que seguís siendo tan hermosa como a los quince. Yo también casi con seguridad —no puede ser de otra manera— tendré que estar más viejo. Pero no tanto como vos, viejita querida, te bromeo. Cuando te cojo, los años me importan un carajo. Creo que a vos tampoco, vamos. Hasta te gusta. A que sí, ¿eh?, la peli del pendejo. Pero las nuestras son pelis, no más. Tenemos unos meses de 39
diferencia entre miles de encuentros. Siento que somos los héroes, los protagonistas, él y ella, la chica y el chico, la positivación de Romeo y Julieta... Tus canas y tus arrugas son para mí como América para Colón. Total, siempre creyó que eran las Indias orientales. Me fastidia —porque por un tiempito más lo evitaríamos si bailaras— cierta flacidez que se te nota sólo cuando caminás, arriba, en la entrepierna. Para nada en la cama, en donde te veo a través del amor, no a través de la estética que, creo, aún le podrías brindar al personal. Algún defecto te tengo que encontrar. Es que nunca te vi bailar. Desde el escenario fuiste de todos esos boludos, excepto mía. Disculpá mi ignorancia o desinterés en aquel tiempo. No tengo en ese sentido consolación. Ni siquiera en el hecho de no haberte amado y cogido con veinte años. Me gustaría tanto que bailaras en público para mí. Una vez bastaría. No creas que te presiono, pero si no lo hacés, siempre guardaré una tristeza. Ya ves, reconozco por escrito lo bruto que soy demandando tus servicios. Después, bien sudadita, vení que te cojo. Y chau, a otra nueva cosa, siempre con vos. Pero estaba en Gimena. Qué fácil que soy para agarrar la tangente. Coño, cómo me cuesta. Me da mucho miedo. Me da vértigo. Un doctor, por favor. Pero a Gimena... la vi más de dos veces. No sé cuántas. Ni me interesa... la tenía siempre a mano. Pero es una viva, no sé si mala, pero orgullosa y de proponerse desafíos. Atisbo ahora último. Creo que me preparaba un planteo. Sinceramente, no creo que me quiera bien. Tiene intereses diferentes a los nuestros. Por ejemplo, es una trepa —con todo respeto. Está bien, allá ella. Dentro del Proyecto Not no visualizo que me usen de escalera. Corriendo también los riesgos que corro con vos. Más todos los que quieras imaginar. Creéme. Te pareceré frío, calculador o algo así, pero aquí me tenés. Me pedías que no mintiera ni faltara el respeto. Honestidad. Ahora siento que no te miento, pero que te falto el respeto. Tengo miedo. Tengo miedo de que me dejes. De hecho me da miedo cada vez que me dejás casualmente. Gimena es —o era— un parche, no 40
más. Decir siempre la verdad puede ser cinismo. ¿Qué hacemos, Gogui? O qué hago yo, mejor dicho. Yo sé que soy de pedirte la Luna. Pero vos sos Not, convengamos. Y yo también, convengo y acepto tragando saliva. Hacete una composición de lugar, la mía: de querer yo a Gimena, debería aceptar, con resignación cristiana, que no tenga orgasmos conmigo. Y que toda la vida siga insistiendo que con otro —u otros— sí los ha tenido. Tal vez sería enganchante la idea de que, por eso, la debo coger tanto, tanto, que sería mucho, mucho, coger. Y ella lograría quizás, ¡andá a saber! —a mí no me importa—, mucha satisfacción... negándose la posibilidad de acabar con tal de sumar la experiencia de mantener una perversa relación, ¡agh! Gogui, que Gimena —con todo respeto— se vaya a cagar. No quiero hacerle mal, mientras no me lo haga a mí, ni a vos, ni a lo nuestro. Vos disponé. Yo soy, a mi entender y como me educaron, aunque no honesto, cínicamente sincero. Hace un rato vino Gonzalo —yo hace tiempo que estoy en casa— y a boca de jarro le pregunté si era sincero con Mercedes. Me dijo lo corriente, que sí y que, llegado el caso, todo dependía si se cogía una vez a una minita o si tenía una larga duración. Luego lo noté abstraído. Y dijo que había muchos pensamientos que no le confesaba. Y que estaba seguro de que Mercedes hacía con él lo mismo. Meu planeta “tocha” Verdade Quanta mentira en teu nome ignorância e fome Guerras e religiões Vitória, mostre pra nos a façanha de penetrar nas entranhas de um inimigo mortal Coragem 41
¿Qué hago, Gogui? ¿No te pongo como un delincuente entre la espada y la pared? Yo entiendo que si vos nunca tenés un mal pensamiento, una mentira por simple omisión, ni una mala acción, te sea fácil ser sincera conmigo. Me hace sentir tan bien tenerte, y tan mal lo cerdo que soy con vos. Lo digo con ironía. No me cabe aún lo que voy descubriendo día a día. Sería así: vos sos buena —yo también— y nunca tenés —¡pero yo sí!— un pensamiento o una acción que nos traicione. ¿Es verdad, Gogui? ¿Nunca tenés un pensamiento o una acción que nos traicione? Y si callás soy más cornudo. O lo que corresponda: traicionado. En cambio yo siento —dirás que estoy loco— que nunca, Gogui, nunca, te he metido realmente los cuernos. Es que a mí me enseñaron que eso no es lo mismo en las mujeres y en los hombres. Por lo tanto, te tendrías que joder. Ahora bien, las cosas no sientan bien así. Deberemos determinar si la pura verdad puede ser cinismo o esto de acusarla de cinismo es una cínica excusa para no decirla siempre, a rajatabla. ¿Qué fue de las mentiras piadosas? ¿Piedad o hipocresía? El respeto, el amor, la tolerancia y la comprensión —nuestro Proyecto Not— ¿deben o no fundamentarse en la verdad absoluta? ¿Habrá que determinar qué se deberá ocultar? Tarea ímproba, al menos para mí. Me voy de joda. Sin ningún plan ni deseo preestablecido. Te tranquilizo a medias ya que soy muy lanzado y existe el recurso del preservativo. ¿Será seguro? El sida, el temor a este, por el momento, paraliza mi posible deseo. Ojalá dure pero sé que buscaré rollo, alcohol y fumo, para ver ansiosamente hasta dónde llego. Ansiedad, que no es necesidad real. Yo te amo. Sí, y mi abuela hacía empanadas. ¿Qué tiene que ver que te ame con que me coja una putita? ¿No lo hiciste vos, acaso, no tuviste tus veces? Yo llego a comprender, incluso a aceptar, que mi tesitura sea inconcebible para el común de la gente. Con todo amor y respeto, incluyéndote. Aunque hagas alharaca de que no te importaría si fuera un polvo aislado. Y otras condiciones, a saber, según pasen 42
los años. Sin embargo la gente, vos incluida, ¿pueden comprender y aceptar que vos y las putitas —por llamar al resto de las mujeres de alguna forma— no tienen nada que ver, aquí y ahora? Creo, Gogui, que a este tema debemos dejarlo, sin hipocresías ni quijotadas, bien aclarado, porque, por ejemplo, si me entero que tenés, de nuevo, una relación externa me da un soponcio. Y te creería las respectivas descalificaciones que, como yo hago con mis fulanas, hagas del fulano. Pero yo me moriría. Basta de abandonos. Sufridos de mi parte, quiero decir. Basta. No doy más. ¿Estaré equivocado? ¿Seré lo que se conoce vulgarmente como un hijo de puta? Y, aparentemente, es desigual a tu favor, me diría mamá. A menos, diría yo, que fueras una mujer común que miente a su pareja en pensamientos y hechos. En cuyo caso yo sería el gran cornudo pelotudo, haciendo cosas de niños —de gilipollas, mejor dicho—, como ser escribirte, como te estoy escribiendo, con total sinceridad. ¿Vos creés que la sinceridad es una cuestión de género? ¿Quiénes suelen ser más sinceros, las mujeres o los hombres? ¿Vos o yo? En nuestro particular cuerpo a cuerpo creo que te gano. Salís perdiendo. Sin embargo, la historia certifica que el pragmático “ojos que no ven, corazón que no siente” es verdad. O sea, la deshonestidad piadosa daría resultado. Yo pocas veces —nunca con vos— pude mantener una mentira. Si es necesario —por nuestro Proyecto— aprenderé a hacerlo. Te lo prometo. Aunque ahora no me tenga nada, nada de fe, aprenderé a hacerlo perfectamente. Igual a vos, si es que lo hacés, ya que no lo noto. Como sea, insisto. No te puedo asegurar —aunque sí te aseguro que lo intentaría— ser fiel en cuerpo y alma. Ya que la última se me va libremente... y el primero alegremente. Te amo. Me armo el canuto, lo quemo y me voy a la movida del bar Pelé, donde la pendeja Luciana, la del barcito que tiene café, me espera con fumo y con sus amigos. Después te cuento o no, según convengamos. 43
Te amo. Hasta mañana. Bueno, recién vuelvo, escasa hora después de que partí. No encontré a Luciana. Tenía asimismo —tengo— un pedito bárbaro. Me voy a dormir. Vendría re bien que hoy tuviéramos una de nuestras fuertes ondas sexys y nos cabalgáramos largo rato. Tener con vos esos grandes momentos psíquicos y físicos. Y luego seguir haciendo otras cosas con la misma fuerte onda. Esos momentos cuando nuestros sexos acompañan —no subsanan— todos nuestros sentimientos. ¡Ay! Gogui, ya te digo: estoy en pedito no sé si de tanto fumo —finalmente solitario— o si de tanto escribirte zalamerías. Porque hasta las cosas que más te duelen y me duelen y nos duelen, en esta carta, son actos de amor. Como sea, compañera, heroína querida —entiéndase esto último sin deseo posesivo aunque todo el cuaderno tenga una evidente acción posesiva—, el fin del desafío pactado conmigo mismo es poseerte. Contar con vos, que sos mi bien, es un bienamado quehacer diario. Y para poseerte a vos, Gogui, tal como sos conmigo, hoy día, es menester que yo me entregue a vos. Nótese entonces que desvirtúo el concepto corriente de posesión hacia un acto de completa generosidad. Eso es lo que intento cuando espero que permanezcas a mi lado, sin cambiar nada, y a cambio, quizá, tan sólo de sinceridad. Que duermas bien y que estés teniendo o hayas tenido un magnífico regreso. Chau, Gogui. Buen día, Gogui. Hoy es domingo 29 de Janeiro. Releo lo anterior. ¿Y si Gonzalo y la Humanidad tienen razón? ¿Y si te pierdo por ser un imbécil abreboca? ¿Y si tiro este cuaderno a la mierda y juro por Ismael nunca decirle la verdad? Es horrible. 44
Es insoportable el cálculo de cómo mantener una mentira para el resto de la vida. Pero tal vez este no sea el momento oportuno. Es una cuestión de manejar tiempos, puedo pensar. Especular, dudar, cavilar, ocultar... No sé cómo voy a compatibilizar “manejarte los tiempos” y, mientras tanto, penetrarte lenta, suave, profundamente, mirando tus ojos y diciéndote mi amor, querida, querida. Si es necesario, decime cómo hacerlo: trataré de darme maña. Lunes 30 de Janeiro. Llueve a cántaros. Son las 14 hs. Me levanté 7:30 hs. Me re quise. Fumé. (Janaina) 10 hs.: Me encontré con Ingrid, su madre y sus hijos Huirá, Yamairá y su sobrina Cristina, en Siriú. Fumé caminando en Siriú con Ingrid y charlé del punto muerto en el que caemos, como todos los humanos. Quedé con Ingrid en superarlo porque, si no, no era el héroe ni Gogui la heroína. Y esa era nuestra tarea. No la de la gente corriente. Entrañable. Luego visité a Milton. Muy entrañable. Fumamos. No recordaba nada de ompte. Ni cómo llegó. Ni dónde dejó el fumo. Y que peut être la misma cana me tirara a la “brecha” —pero de su casa—, dejándolo en paz pero sin fumo. Re lindo. Todo con un sol espléndido. Estoy bronceado. ¡Ah! Tomé mi cotidiano zuco de laranja con un cafecinho grande en Natural, donde trabaja de moza Pepa, la loca. A los doce empezó todo de todo. Ama a Pink Floyd, Bruce Springsteen, Dire Straits, Genesis y así. “No muito la brasileira.” Gorra, con visera sobre la 45
nuca. Camiseta holgada verde —igual que la gorra— y minifalda con volados de jeans. Ella: petisa, negra, un enigma en edad, actitudes y aptitudes. Alucinante todo. Ahora llueve a tope. Y estoy nuevamente fumado. Bañado, bien vestido y aliñado, esperando a los chicos porque es el cumple de Mercedes. Espero que se vengan con sus vecinos brasileiros, en praia do Barra, a pura pachanga, fumo y caipirinha. Y felicidad. Mucha felicidad y tranquilidad para todos y para mí. Hasta ahora no he comido nada y, esta mañana, acomodé en la ducha —haciendo vivo método— la ensalada de frutas con nata, un zuco de laranja y un misto quenche com ovo de anoche. Y hoy me siento más fuerte y aún una espiguita. Mañana a la noche, seguramente si esta noche hay comilona, el Rapilax este brasileiro. En la barra del Bar Pelé, ya muy borracho, te sentí muy cerca mío. Fue muy lindo, dentro de la desgracia general. La tarea del héroe es superar eso. No se si tendré tiempo para que me hagan una macumba acá, pero allá en Argentina debe haber cosas similares. Y lo haré. Cualquier cosa, Gogui. Cualquier cosa por vos. ¿Me entendés? Doy la vida por tenerte. Y me hacés escribir cartas de amor. Te amo. Pero, fijate che, que lo hago sufridamente, con un dolorcillo en el pecho. Qué desa-gradable, ¿no? Tengo que superarlo de alguna manera. No deseo tener más un amor sufrido, doliente. Quiero ofrecerte la posibilidad de que te tomen, de ahora en adelante, realmente por una austríaca feliz; eso sí, pasadita por Vietnam. Bueno ¡basta, me tenés podrido! Muy bien. Saqué mucha energía por las patas. Muy fresco. Fresco y batata. ¡Hummm! Me dio hambre y estos no llegan. 46
No te extraño, porque creo que aún te tengo. Buen día, Gogui. Hoy es martes 31. Lo primero que dije en el día fue, al abrir la ventana del dormitorio, a la dueña de casa que estaba en cuclillas lavando: —Buen día, señora. ¿Você conoce la macumba? Asintió. —¿Es bona ou mala? —É bõa. —¿Você puede preguntar para que eu faya uma por el bien de la gente? Asintió. La cosa empezó. Vamos a ver. Gonzalo y compañía partieron hoy a las 7:00 de la mañana. ¡Buen viaje! Me gustaría un día manso. Distendido. Agradable. Provechoso en tranquilidad interior. Incluiría una garota pero si ella apareciese se pudriría mi paz interior porque sé que le jode a mi Gogui, cornudita amada. Tengo una garotilla fichada 21:30 en el supermercado. Casi, diríamos, demasiado guanabarense. Ya veremos. Según Gogui, yo me cojo —o lo intento— cualquier monstruo. Claro. Comparado con ella. Y la viejita guacha lo sabe. Linda. Bueno, me voy a dar una vuelta. Chau. Por la ventana vi que estaba mi otra vecina, la grandota mulatona con su madre costurera de mi última camisa Lacoste. Joder, tío. Y los chicuelos gritones hasta la hostia que los parió. Y tan buenos y que hacen reír tanto, con buena onda, a sus mayores. Y la casa tan limpita. Tan ordenadita. A la mañana con las cortinas apretadas con 47
un hilito. Las sillas patas para arriba sobre la mesa. El piso lustroso. Hasta los cuadros se ven. Una digna promiscuidad. Y alegría. Contrastando con el ambiente de la casita de al lado. El desorden. La suciedad. Gritos, gritos. El viejo enfermo y malhumorado. De ojos que para nada convencen. Aparenta ser el bajón. La desgracia de la familia. Porque su mujer siempre lleva una resignada pero amplia sonrisa. Real. Aparentemente, no perversa. Y los chicos pasan de todo. Tocan la guitarra y hay uno, amigo del trolo de crenchas teñidas, que tampoco me gusta. Como no me gusta el viejo. Son mala onda, aunque no se metan para nada. Pero están latentes. Bueno, salí y les repetí mi deseo. La grandota me dijo que aquí en Guanabara era difícil una macumba. Pero que eso no era todo. Que ella podía llevarme hasta lo de su suegra que —creo haberle entendido— besa. Que no era macumba pero que... ¡la pucha que hace bien! —pareció decir, mirando a toda su familia que le sonreía. Les dije que “eu quería sacar tuda a violença de minha vida”. Les expliqué los asesinatos y que mi padre le pegaba a mi madre. Les dije que yo no quería pegarle a mi hijo ni a mi mujer. Todo en voz alta. Bien a lo conventillo. Son las 12:15 horas y quedamos en ir a lo de la suegra a las 13. Me fumo un canuto y, rápidamente, me voy a dar una vuelta por la calle y vuelvo a buscarla. Espero que la suegra no me quiera besar en la boca. Después te cuento. ¡Te amo, Gogui, te amo! Apunto: Si Brasil nos deparó tantos sismos, Brasil se tenía que hacer cargo de subsanarlos. Y no tener que hacer trabajar a cualquier otra macumba o beso del mundo por un asunto que el mismo país causante podía perfectamente reparar. “A ver los huevos, pendejo.” Te amo. 48
Chau. Hola, Gogui. De regreso. Son como las 22:30 horas de un día más. No me preguntes cuál. La guanabarense me cagó. La esperé donde me dijo y no apareció. Por eso puedo escribirte. Si no, me gustaría estar cogiéndomela, con forro. El miedo al sida me bloquea, aunque con esta pendeja Milton me dijo que la podía meter pelada. E Ingrid dijo que era de las que les importaba mucho “el qué dirán”. Y ambos —estuve con ellos por separado— opinaron que no creían que ella fumara. Un bajón, la estrechita guanabarense. Miralas vos, a ellas. En fin. Lo importante es que la vecina me llevó a lo de su suegra, y ella me exorcizó. O como se diga. Le conté brevemente mi vida. La de las personas a mi alrededor. Y efectivamente concluyó que mi familia y yo habíamos estado con un maleficio. Vaya novedad. En un momento largo me puso la mano sobre la cabeza y le pidió a Dios muy bien, con mucha fuerza, que las violencias, las depresiones, los malos pensamientos, los pensamientos negativos, sean trocados por positivos, es el Diablo el que produce los negativos y hay que sacarlo de uno y de alrededor. Dijo más o menos así. Mucho mejor. Naturalmente circuló mucha energía entre su mano y mi cabeza. Luego me sostuvo mi mano con las suyas. Y ocurrió otro tanto. Insiste en verme necesariamente mañana a las nueve de la mañana. Voy a ir. Dijo que le tengo que llevar una lista con los nombres de todos los que quiero. Te incluyo. Sé que tomarás plácidamente mi atrevimiento. Chau. Aquí, ya ves, te roba el tiempo otra, muy distinta a la que te jode. Y te aseguro, mi amor del alma, que esta cura-mal-de-ojos me conmueve con muchos más sentimientos que las Gimenas. Y todo por vos. No te extraño. Estoy bien con vos. Sólo me intranquiliza pensar que vos estás mal conmigo. Y que sufrís y, consecuentemente, te 49
desenamorás de mí. “Não precisa chorar.” No, Gogui, estoy con vos, desde aquí, ¡Guanabara! ¡Te necesito, boluda! Se me hizo un nudo en la garganta. No puede ser. Sentirse compungido a la distancia, ni ná que ná. Se escucha, suave, “Yolanda”, por su marido Silvio Rodríguez. La Revolución brasileira. Los incitaría —pensé hoy mirando a María, la otra barwoman de “Natural”, de otros incalculables diecisiete años. A María me la imaginé re chula como guerrillera. Le da el tipo. “Pequeñaja”, le dije. Muy menuda, linda feúcha. Me enamoré de ella perdidamente. Y no sabía cómo la presentaría en los altos ambientes con conocidos. Me figuré que, de alguna manera, lo haría a lo Marlon Brando con sus dos asiáticas señoras esposas. Eso es cagarse en todo. Con plata. No estoy preparado para pavonearme por allí, con mi hijo al lado, con la niña araña guanabarense, por mucho amor que sienta por ella. Concluyo que me quedo con vos. Mirá qué fácil. Y así, ítem por ítem, siempre, siempre sos la mejor. Abrieron mucho los ojos Ingrid y Milton cuando les conté lo de mi macumbao beso. Al respecto sólo hubo besos sociales normales (tres) con la señora suegra quien, al principiar el ritual, colocó un vaso lleno de agua sobre la mesa donde me conminó a sentarme. En una de las sillas, me refiero. Al finalizar, sediento, pregunté si tenían agua. Y al ver el vaso sobre la mesa, inconscientemente, me lo bebí. Ya sé, Gogui, que estarás pensando que estaba re cargado de energía y que me volví a tragar todo. Me lo tomé todo. Todito. Mañana no lo hago. No, no. Que me den otro. ¡Ay, Gogui —esta vez lo digo alegremente—, esta es “tu” macumba! Te la dedico a você, con muito amor. Te cogería toda. Sí, sí. Tal vez me pajee. Como ayer y anteayer. Con el auxilio de todas las mujeres que se me vinieran en gana. Incluyéndote —a ver si 50
te molestás. Hoy me hago una buena paja con vos solita, ¿querés? Bueno, lo intentaré. Porque si aparecen tus colegas —vale decir, toda fémina— volverán los problemas. Ingrid lloró cuando le hablé del amor que nos enseñaron nuestros padres —y seguramente los suyos— y dijo que eso era lo ideal. Y que fracasó tres veces. Que se asume como “incapaz” en el buen sentido, como otros son incapaces de aprender a nadar o a dar vuelta la tortilla española, como mi mamá. Nunca olvidaré esto, lo sé. A menos que cambie el signo de mi locura. Si la suegra no tiene poderes, yo sí los debo tener. De autosugestión consciente. Pensar, ya de por vida, hasta qué punto llegué procurando erradicar la violencia de mi vida. Espero que en el futuro el tema me resulte simpáticamente grotesco. Me agrando y digo cualquiera. Sea. Después de tanta erudición y esperándome la pachamama suegra mañana a las nueve, no vendría nada mal, Gogui, que vos y yo nos pegáramos unos buenos polvos, sacudiéndonos muy bien, trotando, cabalgando, al paso, por el culo, por las orejas, mucho, mucho, muy viciosamente sano, como vos y yo lo sabemos hacer. Linda. Tus gambitas, tu culito, la conchita querida y no sigo enumerando. Apretame, Gogui, apretame tiernamente, bien fuerte con las piernas. Apretame bien. Así. Seguí. Apretá. Más fuerte. Linda. Seguí. Querida. Gogui, corazón. Ahora chupame todo, todo. Vení, que te quiero morrear. Mi amor. Vamos a dormir, mi Gogui, mi Gogui, dejame el pitito medio parado, así, entre tus piernas calentitas. Tu culito mamita, qué lindo. Chau, mi amor que duermas bien. Te amo. P.D.: ¿Vos que decís, hermosura? ¡Austria, al colchón! Je, je. Dejame a mí. Buenos días, Gogui, hoy debe ser 1º de febrero. Me levanté a las 51
siete, dejé todo cerradito como si dentro de la caseta no pasara nada. Silenciosamente me bañé —lo habrán oído todos perfectamente pero pensarían en quehaceres muy matinales, aun íntimos, del vecino—, me fumé un par de canutos, bebí café —poco— y las pepas, cantidad normal. Lo de siempre. Yo con vos me la figuro más tranqui. Tranqui suena más sedante que tranquilo. Con el kilo final. De quilombo, por poner las sílabas en otro lugar. O te aniquilo, por ejemplo. Hola, Gogui, hoy es 2 de febrero. Guanabara es hermosa. Nuevas mujeres, las de febrero, tan hermosas y las veo sin mirar. Me masturbé en casa pensando sólo en mí. Ayer fue la segunda y última sesión de brujería, con la suegra, de nombre Julita. Resumiendo me dijo que el Diablo nunca más estaría en mí, y en mi familia menos, no más violencia. Con una excepción: vos. Concretamente le pregunté si vos serías la mujer de mi vida y me dijo que no. Se demudó mi rostro, seguramente. Y vaciló intentando poder complacerme pero negó con la cabeza. Dijo que no serías la mujer con quien yo sería feliz y tendría “neninhos”. Dijo que habría entre nosotros más problemas. Nuestro héroe está fieramente desafiado. Es paradójico —o notable— que habiendo sido vos quien me iniciara en estas cosas paranormales ahora venga esta brujita —seguramente buena— a decirnos que no. Quedé atónito. Luego, liberado. Pensé, ante mi desconcierto, fijar ciertas premisas. La señora puede ser todo lo vidente que quiera o pueda, pero lo importante es mi evidente autosugestión. Puede opinar que habré de pegarte, por ejemplo. Ante esto me rebelo. Quizá por última vez. Es ciertamente un desafío. Pero me acerca paz. No puedo hacer semejante cosa. Nuestro héroe, Gogui, nuestro héroe, 52
¿se derrumba también? Finalizando la sesión le dije que me daba pena lo de Gogui. Y me dijo: —Não, luta, luta até que você troque esta namorada naturalmente por outra. Pavoroso. Ella es como nosotros, a años luz de circunstancias. Ayer, ya recuperado e integrado, fui un guanabarense más. Tomé café y zuco con Luciana, comí camarão à Strogonoff en casa de Milton —donde dormí—, visité con dulces a Ingrid y a su familia. Charlé con mis vecinos con una naturalidad que hace tiempo no vivía. En los últimos días encuentro mi cama hecha, flores en la mesa, no sé por quién. Son ellos —digo— los guanabarenses. Y salgo y saludo. Y me dicen que vuelva sin falta, así sea la semana que viene, el año próximo, cuando Dios lo disponga. ¡Dios! ¡Dios! ¡Oh, Gogui, aquí Dios nos supera! Muchas chicas lindas. Las veo poco y con mucha impotencia. No tengo fuerzas. No estoy histérico. Fluye, Gogui, fluye. Hacia dónde, no sé. Esta noche, si mi voluntad y la gente de Guanabara no troca mis intenciones, parto hacia Porto Alegre. A las 22 horas. Aunque he comprado un cuaderno grande —para poder escribir en el ómnibus—, creo que voy poniendo fin a esta escritura. Sigo escribiendo, eso sí, en mi alma. Los sentimientos nos esperan, desde siempre. Me quise quedar una semana más. Llamé a Marín y fue inflexible: —Volvé —me dijo. Creo ver que mucho cambiará en los próximos tiempos. Para bien. Para bien. He regresado a Córdoba y me lo han contado. Me han contado que te encontraron muerta y violada en la frontera. No puedo escribir 53
bien. No puedo escribir, tal vez me muera, debo morir. Mientras no me pase la muerte me voy de nuevo. Me voy de nuevo a Sevilla. A buscarte. A llorar todo lo que pueda en el trayecto, y allá, buscarte en nuestro hogar. Por las calles. Por los bares. Por todos los lugares que yo bien sé que no estarás. Me abandonaste. Vos te me fuiste por otros hijos de puta que te arrebataron, cubriéndome de nuevo con un atroz abandono. Gogui, te ruego un último favor. Vení a buscarme. Llevame con vos. A donde estés, querida, por favor. Llevame con vos. Y con la abuela, ¿te acordás? No me dejés yirando solo. Mauro, todo parece indicar el fin de un ciclo expansivo. Mañana tiene efecto la renuncia al sueldo del Colegio de Arquitectos. Escaseará la guita. Ismael quiere comprar un software de ajedrez. Su madre gana sesenta y seis dólares por mes. Qué confusión. Pierdo fuerzas, ya estoy en crisis. Temo que Ismael haga crisis. Me da miedo. El miedo acerca la causa. Quiero irme. No ver. No participar. No llorar. No sufrir, menos por mi hijo. No producir sufrimiento, menos a mi hijo. Huí, Mauro, huí de todo este mambo. No hay futuro acá. Tampoco para Ismael. Darle posibilidades de crecer por él mismo y ser autosuficiente, tener una compañera con quien relacionarse dignamente, en pie de igualdad. Etcétera, etcétera. Excusas. Excusas. Para bien, para mal. Quién sabe. Ayer, un imbécil me chocó el auto, destrozándolo atrás. Por suerte —junto fuerzas positivas—, Ismael y sus amigos no sufrieron daños. Pobre Fitito. Pobre Mauro. Levanto la casa, hago el pasaporte. Tantas cosas que ya hice y que me tienen muy cansado. El gitano, el nómade, el fugitivo de sus propias circunstancias. No quiero hacer mal. Todo lo contrario. Créanme. ¿Qué interés o provecho puedo yo sacar haciendo mal? Créanme, no me agredan, estoy muy triste, apichonado. 54
Renuncié al trabajo. Perdí a mi mujer. Temo por mi hijo. Me chocaron el coche. Falté al debut ajedrecístico de Ismael. Aparentemente, a este ciclo, el Gran Croupier le ha cantado su no va más. burro (música: himno español) cazurro zopenco animal si sigues siendo así llegarás a rebuznar —bis— (molto vivace) Para mí, Gogui, pasan una peli que se titula La Organización de la Partida Recurrente. ¿Será crudo este próximo invierno, aunque sea verano en Europa? Así como el distanciamiento de las depresiones periódicas hacen que uno se sienta mejor cotidianamente, lograr que los tiempos expansivos sean más prolongados que los de cuarteles de invierno —militares incluidos— es un propósito realmente Not. ¡Ay! Me siento perdido del mundo Not. Ayudame, Gogui, desde el cielo. Ayúdeme, señor policía, deme fácilmente el pasaporte. Llamen, amigos inexistentes, e invítenme a pasar mejor estas horas. Soy Marilyn Monroe discando. Me voy, Ismael, me voy, esto se pone jodido. Me buscaré otra Gogui para que me llame monstruo. Otra Gogui para amar. Lejos. Para vos, Ismael, quiero seguir siendo el papá que creo que pensás que soy. Espero que tengas la mejor de las novias. Lindo. ¡Ah!, Ismael, haceme caso, antes de que te metan por no sé cuántos años la ortodoncia nos hacemos treinta y seis fotos juntos. Estas, Ismael, son mis exigencias para vos. Sí, pa, comprá el rollo... ¡Claro que sí, Ismael! Lo compraré. Y, ahora, a la cama, a dormir. Que duermas bien y sueñes con angelitos. Aunque estos sean chicas lindas. Grandote. 55
Chau. Hasta mañana. Lugar actual de mi existencia: altibajos, dudas, avances y parálisis. Los demonios. ¿Viste, Gogui?, hay ideas de la religión católica rescatables, por ejemplo, la del demonio. Porque hay hijos de puta que la actúan bien, la defienden con argumentos, con altura disuasoria. Uno ha probado mucho, bueno, intrascendente, malo. Gozaba. Sufría a tope. Tuve éxitos y frustraciones apabullantes. Los momentos de felicidad eran parámetros, varas, para medir también cuán desdichado me podía sentir. Y viceversa. Podría decir que el último año “no me ha sido propicio”, si tomo el pasado inmediato como todo lo que llevo vivido. Puedo decir también que en los últimos dos minutos me he sentido dolido por la forma en que aún estoy sentado... Gimena me acaba de decir que mañana sí, pero hoy no. Qué pelotuda. Mi soledad sobrevive. Impenitente. Gogui, todavía veo que tengo que aprender mucho de vos. Te amo, abstractamente, no sé si te necesito. Qué más da. Quiero aprender de vos, Gogui. Por ejemplo, la forma que tenías para relacionarte con los demás. Te veo. Te imagino hablando en público. Poniendo orden a lo que todos deben hacer. Muy lógica, bienintencionada y positiva siempre. Pobrecita. Te amo, Gogui. Amo mi dolor, qué le vas a hacer, Gogui. Está incluido. Hoy te extrañé tanto, mi nenita, mi viejita. No para coger. Disculpame si te mato la ilusión. No, para que me abraces todo. Para desaparecer de todo dentro tuyo. Hoy Ismael es bicampeón de ajedrez. No lo llamo esta noche, ni lo veo, porque no tengo plata y estoy deprimido. Yo sé que Ismael me pedirá plata, porque la necesita y está contento, caliente por sus 56
triunfos. Aunque tal vez no tanto porque cree que yo no sé qué. No sé qué cosas le ha dicho Lourdes, intrigante madre, como siempre. La puta que la parió. Borrarme. Una vez más. Ismael tiene a su mamá. Gonzalo a su familia. Todos los días se tienen en la cama de la habitación contigua, si no en la misma. Excepto mamá. Mamá duerme sola en su casa. Pero yo no soy mi mamá. Pobre mamá también. Seguramente muy sola. O no, ya es vieja —¿y que sea vieja qué tiene que ver?—; ya, tal vez, busca la soledad natural de la muerte próxima. O no. Tal vez solamente no sepa qué hacer, con su soledad. Como yo. ¿Como todos? Antes me rebelaba. Ahora ya no. Soy yo el que lo dispone y quiere así. Estoy solísimo entre un montón de gente. Esta semana, Gogui, fui por lo menos seis o siete veces hasta tu tumba. Fijate que hasta fui cuando llovía a cántaros. Pero vos no me dijiste nada. Qué desesperación. Qué soledad. Cuánta espera. A veces, muchas veces, la vida se me hace una infernal espera. Tenerte un rato apretada a mí. Más bien que me tengas un rato bien largo apretado contra vos. Dentro tuyo. Lejos de todo. Sos como un suicidio por un rato. La calma. La calma, bendito sea Dios. “Todo es producto de tu exacerbada imaginación”, dicen otros. Y, bien, sea. Es. Esa vuelta de Villa Allende. ¡Qué horror! Dejando a Gonzalo con todos los Agustíndez, en familia. Esquivando a mamá en su espantosa soledad, a mi entender, especialmente nocturna. Son las 22:15 horas del sunday. ¿Qué estará haciendo mi vieja, sola en su casa? Qué espanto, Dios mío, qué espanto. Hasta que se muera, disimulando cada día. Te imagino porque te conozco, vieja. Te estarás torturando igual que yo. Bueno, no nos podemos ayudar. Ismael con su miserable madre y el gringo que se la coge. Ante sus ojos. A su madre. Y no por su padre. ¿Qué es peor? ¿Que sea un cualquiera o el propio padre? Y bueno, qué se le va a hacer. Arréglense como puedan, mis amores, como puedan, queridos, que esto, para mí, ya 57
es el infierno. Joder. Dos copas, y yo así. Lejos, macho, andate lejos. Por ahora, nuevamente. Ya se verá. O no. El hijo de puta de Dios —y su Diablo— sabrá. Allá Él. Ya hablé con Ismael y está todo bien... Los argentinos votan hoy ¿Soy argentino? ¿Soy español? Soy las dos cosas. ¿Eso soy? ¿Qué soy? El voto no debería ser obligatoriamente secreto ni obligatoria su emisión. Ambos casos por el derecho a la libertad. Yo me voy, no voto, ni nada de nada. Los patrones del mundo de su lado tienen mucho. Hasta tienen —¡oh! morirme quiero— al patroncito del cielo, quien de pastores nos mandase diablos, más que diablos que de angustia nos matan, ustedes saben de qué les hablo. Arre, arre, borriquito dale, dale un poquito. Todos juntos formen fila y por respirar no pidan. Solo, solo, dale dale que así la vida no se pase. Solo solo llevo dos amigos uno yo mismo y otro el que se cruce conmigo. Arre, arre, borriquito dale, dale un poquito. 58
Los ciclos se acaban. Caben las solemnidades, en ciertos casos, en ciertos ciclos. Como este, que se acaba, que es enorme. Como la foto que tengo enfrente y que contiene a mi madre, mis hermanos, mis sobrinos, mis padrinos y mis cuñados. Como la otra foto al frente con mi hijo solo, mi espléndido hijo. Y el acabarse de este ciclo es acabar con la posibilidad de verlos a mi gusto. Caprichosamente. Fijo, que los echaré de menos. Fijo. En los momentos tristes que siempre se tienen, que de vez en cuando se tienen. Porque si no se tuvieran por la gente mencionada, uno habría olvidado el pasado. Se habría olvidado de sí mismo. Estaría muy solo, al no tenerse a sí mismo. Y es que los míos son míos en la medida en que yo sea de ellos. Al respecto, hijo, quiero decirte, a ti en primerísimo lugar, que intentaré la felicidad. Una vez más. La alegría. El bienestar para mí y los que deseen estar conmigo. Así de simple. Quizá fantasees con mi lejano o cercano vivir. Tranquilo. Es un año. Voy con ticket de ida y vuelta. En un año vuelvo. Si Dios quiere. No vaya a ser que al muy loco se le ocurra que no, e, impedidos, nos echemos culpas. ¡Qué va! ¡Qué pérdida de tiempo! Con todo lo que hay para gozar sanamente. La vida es hermosa, Ismael, es bellísima. Esto, que tanto me cuesta creer, es lo que deseo que vos nunca dejes de creer. Es fundamental que creas. Ya sea en el ajedrez u otra cosa. Un campeonato de ajedrez es un campeonato de ajedrez e Ismael es Ismael. Así en todo. El cole, los amigos, las amigas, la primera a quien le des un beso. Tu primer dólar ganado por tu cuenta. Cuando tengas un hijo. Tu vuelo humano y profesional. Y —claro está— la dignidad acumulada para cuando —ya muy viejito pero sano— te tengas que morir, como todos. Eso, hijo, todo eso. Quizá mi moral ha variado. Y si digo quizá, es para incluir la probabilidad más improbable de que no lo haya hecho. 59
Gogui, escuchame, creo que no tendré inspiración ni ganas de escribir en estos cuarenta y cinco días que restan para marcharme afuera. ¡Hay que finiquitar tantas cosas! Ahora me gustaría muchísimo almorzar con vos. Hay gente aquí que todavía te quiere. (unos meses más tarde) Sevilla, 19 de Julio Querida familia, queridos míos. Escuchen, estoy meditando. De pequeño perseguía abstractamente la felicidad sin tener muy en claro cuál era la mía, sintiéndome generalmente desdichado. Los días eran muy largos. A los once perdí a mi abuela y dejé de creer en Dios. Así, nacieron innumerables dioses menores que enmascaraban o suplían a los anteriores. Con todo, es un único dios aquel a quien le dedico gran parte de mi fe: el dios del conocimiento, que suplantó a Dios. Mis otros dioses menores que suplen al viejo Dios son los que persiguen metas tan diversas como el bienestar de Ismael, el amor de una mujer, la celebridad de publicar mi tesis, “Canales de Comunicación”, y la fortuna de trabajar en una gran empresa, por el momento europea, sólo como arquitecto. Entre todos ellos conforman mi actual Dios. Indudablemente Dios, mi Dios —el que yo al cabo he construido— es muy anárquico. Como lo es para todo el mundo, arbitrario y superior. Por eso no le pido mucho. Me reconforta tenerlo, y, sobre todo, respetarlo. Para agradarle. Siempre estoy muy atento a ver qué dispone. Mi recurrente Cupido. Las mujeres son, no sé si las mejores amigas del hombre, pero las mías sí. Aunque no las ame, las quiero. 60
Suelen quererme bien y me agrada mucho más su compañía que la de un hombre. Pues, quizá, porque soy hombre devoto del Dios del Conocimiento me aboco, con ellas, a un aprendizaje siempre asombroso. Aprendizaje que ya he efectuado ampliamente en variada cantidad. Ahora me da —porque, como buen dios, Cupido es arbitrario— por pensar que debería pensar en sentar cabeza: hace ya mucho que no tengo a Gogui. Me da por pensar que todo lo que estoy haciendo pierde importancia por no tenerlo en pareja, compartido. Con su dulzura y amor de siempre, me dijo Ismael en Córdoba, al verme absorto en nuestro futuro: “Mirá, pa, que yo en dos años ya soy grande”. Seguramente no se acordó de que es menester del ser padres estar absortos toda la vida por y para sus productos. Pero fue significativo en su buen intento de no verme solo, para cuando él ya sea grande. Y en eso estoy. Al respecto, un supuesto anuncio mío en la prensa podría rezar que, aproximadamente, busco soltera, bonita, de unos veinticinco años, universitaria, ejerciendo independientemente, algo yuppie, algo genio-loca en plan bien, con ganas de que ya está bien y que se quiera casar —obsérvese el detalle— estrictamente conmigo, tan intensamente y con tanta alegría como yo con ella, y para toda la vida. Comenzando a querernos casi sin querer, en forma sana, linda y buena. Rodeados de amor. Por ejemplo, no me importaría tener uno o dos hijos más, si eso es posible. Lo quiera Dios. ¿Dónde estás, futura esposa mía? A veces creo que aparecerás, por ejemplo, detrás de un memorable árbol; otras, que ya te he conocido no habiendo reparado hasta el presente debidamente en ti. He llegado a babosearme sobre la siguiente disquisición: “¿Para qué quiero ser un famoso arquitecto?, si ni mujer tengo”. Lo que es una comprensible falacia ya que, si soy famoso, el día de mañana puedo largar todo el maremagnum empresarial actual, dedicándome exclusivamente a diseñar y, unas horas, a la cátedra universitaria, en la cual crearía 61
mi propia asignatura. Sería catedrático —aquí se gana muy bien— pero, ¡ay!, me gustaría que fuera en Argentina. Me vería crecer con mi esposa y, en derredor, cerca, los pequeños. Cerca o lejos —pero en definitiva cerca— mis mayores, mis hermanos, mis sobrinos. Muchas estrellitas alumbrando en libertad. ¡Cuánta felicidad puede haber sólo en los pensamientos! No está mal. Cuarenta años vividos a toda marcha te invitan a cambiar. No malamente. Al contrario. Uno siente que desea justo lo que le aconsejaron desear. No hay conflicto. Estoy chocho. Así que ya saben, chicas: soy un caramelo en la puerta de una escuela. Ahora deseo hacerlo todo bien. Sueños de este sueño son ser el mejor marido y de nuevo ser un padrazo. ¿Lo soy con Ismael? Sin soberbia, simplemente a buenos hijos buenos padres. Me falta ser un marido perfecto y, cuando algo se me ha metido en la cabeza, lo he empujado con todo mi corazón. Ofendido, y ya pesimista, veo como un goteo la llegada al buzón de casa, de las respuestas de las editoriales especializadas en diseño. De las once a las que mandé originales cinco ya me han contestado que no, entre ellas Espasa-Calpe. Es una pena que “Canales...” no se edite. La Humanidad se lo pierde, no yo que lo escribí. En fin, lo que se puede. Estás derrotado. ¿Definitivamente? No en esta batalla. ¡Y tené confianza, que todavía pueden llegar refuerzos! Sí, señor, nuestra madre insiste con que la esperanza es lo último que se pierde. No había escuchado nunca esa expresión. Muy aguda tu señora madre, ¿cómo se llama? Rose, señor, Rose Fitz-gerald Kennedy. No me apetece vivir solo ni, tampoco ya, con gente —aunque sea interesante— que nunca llegará a ser tan entrañable como lo es la familia. ¿Qué tal? Bueno, suficiente por mi parte. A todo esto ¿qué dirán mis seres queridos de mí? Yo los quiero tanto, tanto. Y ustedes me quieren mucho. Soy Mauro, Mau, Maurito. Y punto, locos. Todo mi amor, 62
Mauro. Sevilla, el 24 Julio
¡Hola, Gime! Porque las cartas no siempre expresan el sentido real de lo que se siente cuando son escritas, disimularás si soy muy directo y yo te hablaré lo más claro que pueda. Con vos se me acabó un largo período de pensar en todas y en ninguna. Ahora yo pienso en Gimena. Las otras son las circunstancias. Además me sentí —perdoname si mi euforia se equivoca— correspondido. Especialmente, cuando con tan, pero tan linda risa, me dijiste —me pareció que asombrada— no haber pensado o estado —o algo así que me dejaba chance— con otro en este tiempo, desde que estoy en España. No te quiero invadir. Por el contrario, siento que te empecé a extrañar de una forma linda, sana y buena, como digo en una carta a mi familia. Tampoco me quiero precipitar. Tan simpático fue que yo te pidiera que te vengas a Sevilla como tu indagación sobre cómo hacerte española. Pensé que nuestras ideas eran de enamorados. Y me sentí muy reconfortado en ser una persona en estado de enamoramiento. Me gustaría muchísimo que un día vos y yo nos amáramos. No te puedo decir mucho más. Yo te quiero bien. En las fotos que te hice antes de venir estás re linda, toda desnuda, pero nunca tanto como cuando te tengo muy juntita a mí. Es fascinante pensar en trabajar y poner una bella y cómoda casa. Todo con vos. Y con el primero de nuestros hijos. No hace falta agua para más claro, sólo venirte. Te extraño un montón. Y tantos besos te doy que absolutamente cubro todo tu cuerpito. Mauro 63
co.
En mi casa de hoy, jueves 9 de mayo, de mañana. Puebloblan-
Mis tan queridos Gonzalo y Mercedes. Hermanitos. Necesito hablar con alguien y no tengo con quién hacerlo, que no sea Gimena. Ustedes saben que, en el fondo y pese a parecer algo extraordinario, soy, o me he hecho, un solitario. Estoy muy agradecido, en general, con la gente de todos lados ya que, gracias a Dios, nunca me ha faltado ayuda de mis semejantes. Por ello debería pensar que amigos no me faltan. Pero no me apetece “cultivar amistades” o, peor, no lo sé hacer o lo intento mal. La gente me quiere igual. Y creo que me imaginan bien. Ustedes, por ejemplo. Los quiero mucho, chicos. Así pasa el tiempo, voy viendo quién soy. Por ejemplo, qué padre soy, qué hermano he sido y soy, tanto cuando estoy, como cuando no. Medito mucho, mucho. Mi soledad me lo permite. Y se me ha hecho costumbre llevarla —introducirla— hasta en los momentos más compartidos. Como ahora que aquí estoy, embarcado en nuevas, con Gimena. A ustedes, ¿qué les parece? Comuníquense. Los quiero. Mauro —No me juzgues, Gimena, y mucho menos me prejuzgues. —¿Por qué no?, soy casi tu esposa. —Si tenés miedos fuera de lo normal, no te quedes. —Yo creo tener justificados mis miedos. —No me vuelvas loco. —Tampoco vos a mí. —No me molestes. —Andate a la mierda. —Dejame en paz. —Bah, imbécil. 64
—No me preguntes si fumo o no. Andá si te molesta y después decidís. O decidite ahora pero no estés permanentemente desconfiando de mí, por uno u otro motivo. —¡Sos paranoico, che! —Te acepto que determines las reglas de juego. Pero después dejame jugar en paz. Yo las respetaré. Vos no me hagas fules. —¿Estás delirando? —Estoy muy cansado de vivir. He vivido mucho y, si sigo viviendo, bienvenido sea... —¿Y eso? ¿A qué viene? Yo no me meto con vos. —¡No!, continuamente. Ahora estoy casi furioso por estar hablando estas imbecilidades, en vez de escribir la tesis o estar haciéndome una paja mientras fumo, por ejemplo. —No te quieras divertir —si te aburrís o no le encontrás sentido a tus cosas— metiéndote conmigo. —¡Eso es lo que hacés conmigo! Estás dando vueltas las cosas. Soy bueno cuando son buenos conmigo. —¿Me amenazás? —Soy malo cuando lo son conmigo, y hasta cuando sólo lo intentan. Ya lo sé perfectamente. Crucé el charco cuando estaba muy mal para no dañar a lo que más quiero. Ni se te ocurra haberlo cruzado para hincharme los huevos acá. —Sos un bruto que mezcla todo. —Me rayo rápido y, si insisten, exploto. —¿Querés que me calle? —¿Lo tenés claro, nena? —¡Ay! qué macho... —Estoy abierto al diálogo, no a las pajas mentales. Que la vida son cuatro días, y dos deben ser de fiesta. Los otros dos, los que no son fiestas, ya los tengo bien vividos. De sobra, no me interesan más. —Yo igual, no te creas, ¿eh? 65
—La única manera de asegurarte que yo te respete, es respetándome. He sufrido mucho, he trabajado mucho, he estado muy solo. Me las he buscado todas. No esperes que me banque agresiones desde adentro de la casa que yo solo levanté. —¿Me echás? Hablame de frente, nunca a mis espaldas. Igual con las cosas que se te ocurran hacer. Bueno, paranoico, seguí. —¿Estás segura de vos misma? Hacé tus cosas. Yo las mías. Y juntos las nuestras. —Lo que pasa es que vos sos el inseguro. —Apoyame. Yo lo haré con vos y tus cosas. Si no es así no vale la pena. Y si estoy equivocado, con mucho amor y buena intención lo mejoramos. —¿Después de las amenazas que me hiciste? —No me desprecies porque estoy acomplejado por el desprecio con que la vida trató a mi familia y a Gogui. Y por ende, a mí. —¡Dale con los asesinados, todavía! —Estoy orgulloso de haber sobrevivido a tantas cosas inimaginables para vos. No me vengas a mover el piso. —Estás re loco. —Esto es lo que hay. —Demasiado, creo yo. —Amo la alegría. Detesto el dolor, la angustia, las discusiones bizantinas. Estoy harto de sadomasoquismo. Si querés experiencia en eso, buscate a otro, pero no te lo recomiendo: deja marcas. —Ya lo sé, y no soy ni sádica, ni masoca, ni ambas cosas a la vez. Vos sí lo sos. —Ya he superado todo eso. Pero entiendo, y reconozco que uno queda débil y prevenido. Muy prevenido. —No me vengas con cosas raras. Pero, ¿estás loco? Yo quiero imitar la felicidad hasta que se vuelva real. Así lo hago y me sale bien. No sufro y no hago sufrir. —Eso es lo que vos te creés. Hoy fuiste una pesadilla cuando 66
insististe en que dejara de fumar, ¿querés justificar un posible fracaso en tu elección, de antemano, con algo que ya conocías? No, así no quiero estar más con vos. Yo conozco que tenés propensión a engordar y siempre he odiado lo antiestético. Y, sin embargo, si me decido por vos, como lo he hecho, ya tengo aceptado y proclamado a los cuatro vientos que seguiré contigo aunque te pongas como una vaca. Serás, como te dije otra vez, una madre sagrada. También me volveré hindú y serás una Vaca Sagrada. Y punto. Me la comeré. —Yo no, sos un grosero. Ya veo por qué Gogui se hizo matar antes que quedarse con vos. —No digás más barbaridades, por Dios, ¡qué pelotuda! Y ya me desahogué. Ahora tendrías que bañarte, como yo, para amarnos y que no nos quede este puto sabor amargo, coño. —¿Te desahogás conmigo y encima querés que hagamos el amor? —Pese a vos, o gracias a vos, me siento muy solo. Y ahora sí, deprimido. Me siento infeliz sabiendo perfectamente que no lo soy. Por las personas que más quiero. Pero ya ves, tengo ganas de llorar. Pero tengo todas las lágrimas gastadas desde hace ya mucho. —Sos un exagerado en todo. Sos un delirante. Yo no quiero hacerte daño. Me horroriza la idea. No le quiero hacer daño a nadie con tal que me dejen en paz. —Hasta el presente, sólo una persona no me hace daño, y sabe amarme como quien soy: ¡Ismael, Ismael! —Quizás por eso quiero tener hijos con vos, para repetir lo bueno. —Sin un padre como yo, veo difícil que lo hagas. Ves, ya bromeo. Ya pasó. Aunque me queda el nudo en la garganta. Me quedo tan solo como siempre. Y a comer y a dormir temprano que mañana sigue otra ilusión. Si vos no me querés, me querrá otra, y si no, no me querrá nadie. Y listo. —Mauro, por qué no dejás de decir boludeces que no te puedo 67
seguir la película. —Respeto, nena, respeto. Amor amasado día a día. O nada. Es más fácil de lo que dicen los teóricos y psicoanalistas. —Decime, Mauro: ¿vos te escuchás a vos mismo? —Es cierto que estoy, o he estado, muy dolido, por muchas cosas muy importantes para mí, pero que no vienen a cuento. Eso justamente ha acrecentado mis ilusiones con vos. Si morís como ilusión, ya en tu agonía me estará naciendo otra muy fuerte, nueva. O habré de morir con vos. Cosa que no descarto porque ya he muerto con otras. —Sos definitivamente insoportable. —Yo quiero ser Le Corbusier, Picasso... No importa si llego o no. Lo importante es tener un respetable norte, ¿no lo creés? Por otro lado, mi debilidad es evidente: solo, sufrido, necesitado de afecto —con los afectos lejos—, achaques y el etcétera que se desee. Doy para todo. —Entonces, cambiame de canal, por favor. Insisto en que sos insoportable. —Si se me quiere denigrar o hacer sufrir no es difícil, aunque contraataque en forma virulenta. No me gusta que me metan las uñas en las heridas. Parezco, y a menudo me hago, el pelotudo, sin serlo. “A veces me hago el muerto pa’ ver quién me viene a yorar”, dijo Inodoro Pereyra. Como yo, que me tenés acá al lado, sin llorar. Me voy a dormir, nenita. Que duermas bien y sueñes bonito. —Qué odioso que sos cuando querés. Apagá la tele que yo también me voy a dormir. —Disculpame, Gime, soy una bestia, ¿me querés? —No sé, sos tan insoportable... —Pero, ¿me querés? —¿Después de todo lo que me dijiste, me lo preguntás? —¿Vamos a dormir? —Vamos, pero mirá, Mauro, no sos más boludo, no porque no te 68
entrenes —ya que lo hacés y mucho— sino porque no es posible. —Vení... Sevilla, 10 de junio Queridos amigos, Marga y Jaime: Aunque no es la primera vez que lo hago, ante todo discúlpenme que los conmocione por un problema absolutamente ajeno a ustedes. Estoy totalmente solo. Ustedes saben, además, que no tengo muchos amigos. Gimena me acusó ante la ley, entre otros delitos que no me han explicado bien, de querer abusar sexualmente de ella, incluso, de haberla amenazado de muerte. Delitos que no he cometido con ella ni con nadie, nunca. Ni que han estado en mis planes ni creo que lo estén jamás. De cualquier manera, no les reprocharía a ustedes que dudasen. Ahora, cuando más trato de explicar mi verdadera relación con Gimena, peleas incluidas, los que me indagan —psiquiatras, criminólogos, no sé bien— más parecen desconfiar. Cuando termino de explicarles, y aunque todo me parezca coherente, se miran y me miran como diciendo “de todas maneras, algo habrá hecho”. Por eso les ruego, no tanto por mí, sino por Ismael y el resto de mi familia en Argentina, que confíen en el Mauro que conocen desde siempre, y que me ayuden. Ustedes o cualquiera. Mi situación ya es horrible en esta Unidad de Observación Psiquiátrica, anexa a la cárcel de Sevilla. Si me trasladan a las galerías, concretamente puedo morir. Les ruego que no esperen para ver si ocurre o no. Estoy casi incomunicado. Se permite una sola llamada por teléfono cada siete días. Así que es poco factible que los pueda llamar. Es muy probable que si ustedes me llaman, no me avisen. O algo por el estilo. Es urgente recoger mi coche. Lleva tres semanas estacionado en la Alameda, frente a los Juzgados y lo pueden robar o desguazar ahí mismo, al verlo abandonado. No es que me interese conservarlo, pero sí sacar dinero de él, ya que en mi situación —me temo—, necesitaré mucho. 69
Las “comunicaciones” —visitas— son normalmente los miércoles y sábados por la tarde. Quizá, pidiendo autorización y diciendo que vienen de Bilbao, puedo pedir por instancia que sea cualquier otro día. La abogada que conseguí, casi, casi juega en contra, porque no ve dinero. No tengo más que tres mil pesetas. En casa hay treinta mil, en el primer cajón de arriba, en mi cuarto de estudio. Ahí también hay dos juegos de llaves del coche. Debería pagar mi cuota de la seguridad social de este mes. Desde que me trajeron acá mi próstata ha empezado a quejarse de nuevo. Acompaña a la situación. Quizá deba operarme, porque me parece, después de tanto, que quiere dejar de funcionar. De casa necesito unas diez mil pesetas —lo demás es para gastos de quien venga— y algo de ropa. Gimena ha dicho que “ni loca” va a asistir al careo que ha determinado el juez para dentro de dos semanas. Allí esperaba poder desenmascararla. Se ha refugiado en casa de no sé qué “nuevos amigos” y amenaza con irse del país. Pese a eso, el juez quiere seguirla contra mí, de oficio. Me gustaría mucho que alguno de ustedes estuviera acompañándome en esta pesadilla, desde afuera, pero cerca. El que venga puede vivir en casa. Si vienen ustedes dos, Marga puede descansar en casa, hacer reposo por su embarazo. Pueden usar el coche para todo —los documentos están en la gaveta— hasta venderlo. Si hablan con Ismael, mi madre o mi hermano, tranquilícenlos, siempre. De todo lo escrito no sobra ni es caprichoso nada. Confíen en mí y, por el amor de Dios, ayúdenme que ya no sé qué hacer. Perdónenme. No se lo merecen, y menos con tu panza, Marga, pero no tengo otra alternativa. Los quiero, los quiero un montón, Mauro Hola, Ismael, Esta es una de las cartas que nunca te mandaré, que nunca has 70
de recibir, que nunca leerás. Esta es una de las cartas que hablan de la verdad que nunca conocerás. Este es tu papá al que no conocerás, que nunca has conocido. Por mi propia voluntad. Este es tu papá en los infiernos del alma. Este es el padre errabundo, que anduvo buscando mundo sin saber nunca cuál era su lugar. Ni qué era el tiempo. Y esto último es su mayor pena: no conocerte a diario. Su mayor pena y su mayor logro. Haberte mantenido ajeno a todo lo malo que oirías decir de él. Tu ausencia, mi ausencia. Mi logro, tu ignorancia. Yo te amé sobre todas las cosas y, ahora que estoy muerto, bien muerto en vida, me he llevado conmigo, sin compartirlo contigo, mis locuras, al decir de los que nos rodean. De los que te seguirán diciendo cosas quizás justas de mí. Es que no he podido ser otro. De todas maneras, más allá de mis defectos, de mis maldades —por si te lo dicen— yo te he amado por encima de todo. Has sido una estrella en la noche oscura que fue mi vida. Y eso vale y es suficiente para que te brindes la mejor de las vidas. En honor a vos mismo. Así sea. Entonces empecé a creer que el miedo me llenaba el alma y que la soledad del infierno tendría lugar en mi cuerpo. Sentí inútiles tantas cosas, entre ellas yo mismo. Sentí pánico. Esperaba con ansiedad desmesurada cualquier ruido o movimiento. Palpaba mi transpiración a través de mi ropa. Mis ojos se achicaban y se nublaban y goteaban lágrimas incontenibles y más impaciencia me causaban. Llegué a odiarme y a odiar. Me reconcentré en lo más triste de mí mismo, hasta lo indecible. Y una especie de asqueroso halo de satisfacción —debido a un macabro masoquismo concebido como último y penoso recurso de reconfortación— me invadió. Y no vinieron. La panza de Marga complicó todo. Un “amigo” que vino, lo hizo casi para burlarse, para gozarme a través del cristal 71
blindado. Otro, a quien le pedí socorro por teléfono, descargó todos sus rencores en lo que dura una llamada. Salí solo. Después de tenerme veinte días bajo inspección psicológica me encontraron normal. Por otra parte, Gimena había desaparecido. No se presentó a mantener sus dichos. La abogada me dijo que yo podía demandar al Estado español. Pero no tuve ganas. No tenía ganas de nada. Dentro de todo, ese día Mauro se despertó bien, de aparente buen humor. Aparente porque nunca se sabe, al menos en él. Se duchó también, de todas maneras. Lo venció la costumbre. Él sabía que si no lo hacía se empezaba a desorganizar. Le parecía inaudito, como poco, pero asimismo posible y muy probable, que el Instituto Nacional de Empleo —el bendito inem— quisiera que se presentara todos los días del mes para constatar que, como desempleado —parado— que cobraba el correspondiente subsidio no trabajara a la vez, en negro. “Nos tratan como a negros”, escucha llegando, a otro parado en la cola para que una máquina —ni siquiera una persona— le controle la presencia. La máquina empleada —va razonando Mauro— está programada para que en un aparente azar indique a cualquiera de nosotros, para que pasemos ante un empleado humano, para que este compruebe a su vez que el número de documento de identidad introducido coincide con el portador. Así, de nosotros se desprenden algunos indicados que, silenciosos, apesadumbrados y humillados se presentan como piltrafas ante los empleados humanos, quienes ponen cara de pensar: “Yo aquí currando y tú tranquilamente, sin trabajar y cobrando el subsidio, ¡jódete!” “¿Qué culpa tengo yo?”, dice una ancianita parada. ¿Cómo es posible que una ancianita esté en el paro? Sin embargo, va y ficha. “Esto no puede ser”, dice otro a su lado, sostenido por muletas. 72
“Voy al Defensor del Pueblo, a un abogado también.” “¡Me apunto!”, pensó Mauro. Pensó en agremiarse. Pero no lo dijo porque estaba sensibilizado ya lo suficiente. Lo peor —cizañó Mauro a los otros— es que, descaradamente, no presumen nuestra inocencia, sino que nos refriegan todos los días que presumen nuestra falta: esto es una libertad vigilada. Y lo dejó ahí para ver cómo reaccionaban los otros. Y pensó: si mi madre me viera en estas circunstancias seguramente me diría: “volvé a la Argentina, nene. La experiencia española la tenés, a mi entender, agotada.” Mauro mira seductor a una linda parada que tenía de espaldas, casi contra su pecho, dentro de ese calor humano, en olor de multitudes de parados. Ella, con flequillo encantador, le sonríe decorosamente —dignamente, señores dirigentes y controladores— y se adelanta para que la máquina la controle. Mientras, otra mujer, fea pero agradable, intenta consolar a Mauro: “¿Ve?, a los españoles de nacimiento nos sucede igual que a usted...” “No lo dudo, me siento absolutamente solidarizado”, replica rápido Mauro. Y otra sugestiva sonrisa de la chica que está buena. “¡Qué lindas que son las chicas!”, sonríe Mauro para sus interiores mentales y físicos. Pero, ¡ay, horror!, la desgracia pone orden en nuestros intentos de paliarla. Y la chica linda y de sonrisa sugestiva se da vuelta y Mauro ve que está embarazada. Para este caso horriblemente embarazada, cuando, normalmente, un embarazo es una de las cosas más lindas de la vida. “¡Y usted, señora —se recomporta Mauro, indignado por la trampa del inem contra su libido—, está embarazada! ¡Y la hacen venir acá todos los días! ¡Es una infamia!” Y desfallece. Y ya no la puede mirar seductoramente. Más bien la mira con ojos de carnero degollado. Y ella, tan dulce, suave y correcta como desde el inicio del procedimiento, cual fatídica torera le remata: “Sí, estoy de seis meses, y no sé con quién dejar a los otros dos para venir aquí a 73
diario. Ahora que no trabajo, ¡quién le pide a nadie que se quede con los niños!” “¡Un inválido, una embarazada!, ¡qué horror!”, va a decir Mauro, pero se contiene por el mismo motivo. Y todos ven que todos callan para no cargarle las tintas a los otros. Hasta los empleados humanos se suman al silencio de espanto pero, para no llorar necesitan recomponerse lo más rápido posible. Uno habla: “Se los explico una sola vez para todo el mes. Toleramos que se vengan a que los controlemos antes de la hora indicada. No mucho: sólo antes. Pero si vienen después, ¡pum!, la máquina deja constancia, queda re-gistra-do, ¿comprenden lo que eso significa?” “Mire”, piensa en decir Mauro, “no comprendo nada, me duele todo, déjeme en paz por favor, yo no le he hecho nada”, pero se abstiene por una opresión en el pecho y un nudo en la garganta. Y los ojos vidriosos y “cuánto calor, Señor, hace aquí adentro. Y las paredes grises... las luces de neón... y las madres —con padres— que nos han parido a todos.” Y sale apresurado de ese antro de perdición llamado inem. Solo —como casi siempre—, esta vez por las calles de Sevilla. ¡Qué lindo que es El Círculo de Bellas Artes! ¿Y si entro? ¡Qué bien está con su cine y su teatro justo al lado! Y esta escalinata, tan elegante para entrar, me recuerda tiempos de grandeza, allá en mi tierra natal. Y esas columnas. Y esa bóveda. ¡Qué hermosura es todo esto! ¿Será muy caro ser socio? Por sólo decirlo, ya me suena mal. Puto dinero, la madre que lo parió. De todas maneras, querido yo, no te amargués, que la vida sigue siendo linda, al menos de a ratos. Pero..., bueno, bueno, ¡qué criaturita más bonita como recepcionista! Evidentemente, esto es El Círculo de Bellas Artes. En el caso de esta niña, de las buenas artes del Señor, mediante un polvo de sus viejos. ¡Ah!, Señor, Señor, ¡qué sabio eres! Vamos, pibito: pedile información... Pero esperá, ¿qué le vas a decir? Leamos este 74
folleto mientras pensamos. Si no es muy caro conviene asociarse. Te mandan toda la programación del mes. Te incentivan a venir. Y en una de esas conocés a alguien que te ayuda a publicar “Canales...”. Dale, Mauro, te tenés que mover. Si no, te va a dar el guadañazo la Parca. Y habrás pasado por esta vida inédito, pedazo de cabrón. Y entonces, ¿cuánto me costaría al mes? Qué guapa y agradable eres, bebota. Aunque ahora me contestes que tu institución cuesta un huevo al mes, yo igual vendría cada vez que, triste, necesitara reconfortar mi espíritu. Pero paso de pagar con mis huevitos. Mil quinientas mensuales, por trimestres adelantados, es decir, cuatro mil quinientas pesetas cada tres meses. No está mal. Qué grande que sos, nena. Además de lo buena que estás, me decís que cuesta menos que dos talegos de hachís. ¡Qué mal está la cultura! Se regala. ¿Vos vendrás incluida? “Y ¿dónde se formaliza la inscripción?” ¡Jo, macho, qué culto estás! “En Administración, en el segundo piso.” “¿Atienden ahora?” “Sí, hasta la una.” “Ah, entonces me hago socio ahora. ¿Tu nombre?” “Dolores.” “Y el mío Mauro, Mauro Uría. Muchas gracias, Lola... y mucho gusto.” En un apartamento sereno y diáfano, con plantas y flores, con piano y finos muebles de época, con inmaculados baño y cocina, y muchos y bellos cuadros de familia —que denotan la presencia de moradores sensibles—, Lola, la escritora bailarina empleada en el Círculo de Bellas Artes, mi Lola, se aprestaba para salir: —Creo que hoy ya estará mi libro. He preparado gazpacho, y te llamaré por la tarde para que me digas cómo estás. Y piensa, querido marido mío, prometo que te llamaré, así me esté haciendo follar. —Te diré que me estoy muriendo, le contesta Paco. ¿Qué otra cosa puedo decirte? Y piensa, Lola, cariño, no lo intentes más, te lo agradezco, pero no hay manera de entender a un terminal. Y menos desde el momento en que este terminal no sabe qué tiene que entender. Estoy agotado, dice ¡Dios, cómo me duele la cabeza! 75
—Hala, venga, no pienses en eso... ¿Qué podría hacer para que no sufrieras así, Paco, y para no sufrir también yo así? —Que tengas suerte con tu libro, llámame para contarme, ¿quieres? La deja ir, se va a quedar solo. Y piensa, ¿qué puedo hacer que no sea esto, como si nada pasara, como si no me hubieran puesto fecha. Yo, “ya estoy citado”. —Claro que te llamaré, ¿no me has escuchado que te lo acabo de decir? Ven, abrázame fuerte. Cómo te quiero, mi vida, cómo te quiero. Hasta luego. Y pórtate bien. —Mira quién habla, adiós... Pero Paco no aguanta más y agrega, ¿te verás con alguien también hoy? Y piensa, no me dejes, Lola, por favor, aunque estés milagrosamente sana no me dejes, no sé morir solo. —Ya te he dicho que eso de suplirte por circunstanciales —jugadores suplentes— se terminó. Y que no se volverá a repetir. Y que —como convinimos por enésima vez, anoche— estaremos juntitos hasta que la muerte nos separe. Y piensa, la muerte, la muerte, continuamente en casa, en mi marido, Dios mío, necesito vivir. Y le dice, hasta luego mi amor, cuídate por favor, ¿quieres? —Vale. Cuídate tú también. Lola se va y Paco se queda pensando, ¿qué haría sin ti? Y se dice quizás lo mismo que contigo, quién sabe: esto es horroroso. Estoy viviendo la más bella historia de amor jamás contada. Qué bonito, ¿cuál es? Es la historia de un príncipe que vive su gran amor junto a la princesa —bailarina y escritora— cuyo marido, con quien duerme castamente cada noche, agoniza apestado de este fin y principio de siglo, con sida. Como aquellos de peste negra y, sus mujeres, sin embargo, inmaculadas, radiantes, virginales, jóvenes aún adultas, sexys... 76
¡Ay, qué hermoso! Y, ¿cómo termina? Ah, eso ya veremos. Cada vez que Mauro hacía algo incorrecto, cada vez que se emborrachaba y hacía líos en lugares públicos, cada vez que fue infiel, cada vez que se peleaba con sus jefes o con sus compañeros de trabajo, en fin, cada vez que él alegaba “razones”, “derechos” a su favor para justificar esos actos lo cierto era —al fin iba comprendiendo— que buscaba llamar la atención sobre él para ser reprendido. Como era reprendido desde pequeño, por su padre, primero, y luego por todos. Porque Mauro ya había tomado la costumbre, se había convencido —se había criado así— de que siempre era el “responsable final”, el culpable de algo por lo que sería —debía ser— castigado. Mauro no podía saber si cuando era un pequeño de cuatro o cinco años cometía tantas maldades —más que infantiles picardías— como para recordar aún como si fuera ayer —después de más de treinta años—, a su padre decir: “Hay que reformar, enderezar, a Maurito”. ¿Su padre decía esto? ¿No sería solamente que él se lo imaginaba? ¿No sería también culpable de creer eso de su padre? Fuera como fuera, Mauro acumulaba culpas que, de alguna manera, tenía que enmendar. ¿Difamaba a su padre pensando que le quiso reformar siendo tan sólo una criatura de cuatro años? ¿Había debido, durante cuarenta años, poner la cabeza —para que se la corten— para así demostrar que su padre tenía razón y él debía ser reformado, castigado? ¿Es así como debía razonarlo para poder superar su autodestructiva actitud repetitiva? Como paradójico resultado a Mauro le aterrorizaba pensar que no era una persona tranquila. Entonces, antes que lo trataran como a un violento —como un objeto— se ofrecía como tal. En este despropósito el alcohol le permitía considerar a todos como enemigos. Esta tortura de no tener empleo por un lado conduce a buscar tra77
bajo desesperadamente, más allá de sus obvios beneficios, sólo para escapar de la humillante máquina y otros empleados ya humanos. Y, por otro lado, te mantiene en el desasosiego, en la incertidumbre de la hora a la que tendrás que fichar mañana, cuestión que la máquina te dirá hoy. Dos días antes no puedes quedar en la piscina —¿es ilegal, inmoral para un parado?—, o no puedes quedar con un posible oferente de trabajo. Porque si no vas a fichar, como dijo la secretaria del Director Provincial, “Después no se queje si no cobra el paro”. Desde Málaga me ofrecieron un posible trabajo —sólo probable: tendría que ir a probarme— pero no puedo ir porque tengo que fichar en Sevilla, en la oficina central. Intenté hacer los trámites para que los empleados humanos me autoricen a ausentarme. Pero llevo desde principios de mes procurando hablar con ellos pero “o no son quienes para decirme más, o que me queje por escrito”. Y una grita cuando salgo “a ese lo tendríamos que hacer venir nueve meses”. ¿Y yo qué le hice a esta empleada humana? Si hasta a la empleada máquina me dirijo con corrección, por respeto al erario. Cuando no tendría por qué ocuparme de ellos ya que, justamente, los elegimos y les pagamos sus salarios —empleados humanos— y el hardware y el software —empleados máquinas— para que todos ustedes —empleados nuestros— se ocupen de nuestra Administración. Al menos yo no los elijo y pago para que me asedien sino para que me evacuen dificultades, como les pagamos a los basureros —entre otros— para lo suyo, por citar cualquier colectivo tan noble como el de los burócratas. Al respecto, temeroso, pregunté por los nombres de los dirigentes, incluidas las fuerzas armadas, para decirles que canalicen su belicosidad, repeliendo, por ejemplo, belicosos extranjeros, que no es mi caso. Faltaría que en mi España —lo siento, aunque me vean como sudaca ostento la doble nacionalidad— me mandaran tanques conducidos por empleados militares tipo Videla o Tejero. ¿Exagero por paranoico? Espero que entre todos mis empleados no me dejen sin subsidio, muerto. 78
Libertad condicional, libertad vigilada, terrorismo de Estado. No puedo ir ni al pueblo de al lado, que es lo que ahora me gustaría, y moralmente me consta, no hace mal ni a mí, ni a terceros. Temeroso de las consecuencias, pregunté a Clara, secretaria —al mando— del Director General, si su jefe usaba gabardina y gafas oscuras, al clásico estilo mafioso. Porque —insisto— soy muy temeroso de nuestros dirigentes. Pero no me contestó. Con el temor in crescendo opté por contactarme telefónicamente con un bufete de abogados, donde me dijeron que, si la ley dice que me tengo que presentar a fichar, así lo debe hacer. “No seáis como corderos”, me atreví panfletariamente a arengarle, pero el leguleyo cortó sin más trámite. Como Quijote, ilusionado en la desesperación, llamé por enésima vez al 010 donde, siempre corteses, esta vez me facilitaron el número del Defensor del Pueblo. Raudo, llamé. Y la empleada humana —secretaria a cargo, el defensor estaba reunido— díjome que comenzara con expediente por escrito, con número de entrada y primera respuesta de la institución en quince días. Demasiados, para algo que otros de mis empleados me exigen día a día. ¿Puedo ejercer el despido libre sobre ellos? ¿Por qué no es aplicable el despido libre para ellos, nuestros burócratas que determinan que sí lo sea para nosotros, sus empleadores? Es, cuanto menos, surrealista ¿no? Y, encima, ¡ellos —nuestros empleados— nos controlan a nosotros! Ya es sádico, perverso. Para darle el gusto a un sádico se necesita un masoquista. Y quizá yo lo sea pero elijo a mis verdugos que, en general, suelen ser hermosas mujeres. No mis empleados del inem. Y yo no he ido a por mis empleados ni dirigentes reunidos, sino todo lo contrario. Ellos vienen a por mí. ¡Socorro! Escribo estos inolvidables párrafos tumbado en el césped. Y estoy —pese a todo— muy a gustito pensando que, si prosperase mi rebelión, quizá dejen también en paz a esa hermosa embarazada... 79
Acaba de venir una pareja de empleados humanos municipales que me han levantado del césped donde pacíficamente tenía clavados mis pies descalzos para chupar energía vital, como decía Gogui. Lo siento mucho, me han colocado en un banco de cemento. ¿Por qué mis empleados no me dejan pisar el césped, cuando —todos lo vieron— ellos eran los que, calzados, no daban el ejemplo? ¡Allí van —justamente— pisoteando el césped! Inútilmente pregunté en mi sucursal del inem quién era el responsable del procedimiento que me están aplicando y nadie lo sabía o no lo quería decir. Ya que la secretaria del Director General Provincial, ostentosamente, contestó tan fuerte que yo escuché a través del teléfono. Y allí, en esas esferas, tampoco nadie lo sabía. Solo sabían que venía de arriba. ¿De dónde? ¡Uf!, ¡de muy arriba!... Pues bueno, si es así, tal vez viene directamente del empleado presidente del gobierno. En ese caso, señor presidente quiero decirle que, dentro de todo, yo pienso en su familia y, consecuente, no le molesto. ¿No podría hacer lo mismo conmigo? Usted se muestra tan moralista y sus amigos políticos se fugan de la ley. Pero no es mi caso. Yo no me voy a fugar. Al contrario, se viene una noche a cenar y me conoce y, si nos caemos mejor, me da trabajo. Ya que así me lo ha prometido por la tele, los periódicos, las vallas y la madre que lo parió, ¿vale? Fíjese, empleado Presidente, que por tener los amigos que tiene no perdió aún su curro. En cambio yo perdí mi último trabajo por no avenirme a ayudar a mi jefe en sus estafas contra la Seguridad Social. Ya que, contra su palabra inicial, no me hacía los aportes. Yo le decía: —Oye, este mes, entre lo que estafas a todos, te embolsas muchos millones, ¿por qué no me depositas algo en la Seguridad Social? A lo que me contestaba que “tenía muchos gastos”. Hasta una mañana en que llegué contento y le dije más o menos así: Oye, 80
deposita lo legal o, primero, te rompo la cara y, segundo, te denuncio a la Policía. Y me fui, para que se lo pensase. Al otro día había hecho desaparecer de mi alcance todo lo comprometedor. Hasta el día en que se venció mi contrato que, como se imaginará, Señor Presidente, no me lo renovó. Consulté a otro bufete —resaltado en el directorio telefónico— si podía denunciarlo, aportando pruebas. Y me dijeron que el fraude estaba muy bien institucionalizado por nuestros empleados juristas, que hicieron una ley por la cual si yo denuncio a mi patrón soy acusado de desleal, de traicionarlo usando información reservada. Es decir, que sería yo el delincuente que debe ir a la cárcel. Los jueces no mandan a prisión a los empresarios defraudadores. El dinero ayuda. Como dijo mi jefe estafador: “¡Qué pesados que son los burócratas. Ayer vino uno que me sacó millón y medio para callarse la boca y, al rato, cayó otro —avisado por el anterior— que me sacó otro tanto! ¡En la época de Franco esto no pasaba!” Su esposa sonreía afirmativamente. Así, empleado Presidente, he llegado a esta situación, ¿que le parece? ¿Hice mal? De cualquier manera, si vienes a cenar al menos recuerdo que tengo patatas frescas y huevos, para una tortilla española. Ya que las tres latas de paté económico aún me resisto a ingerirlas, por lo que no se las pienso ofrecer a ninguna visita, por más empleado mío que sea. Ahora son las cuatro de la tarde y en este bar en el que estoy, están cortando unas preciosas lonchas de jamón pero yo no puedo concretamente comprarlas. Todo muy bonito, pero, ¿y yo? ¿Quién me paga todas las llamadas telefónicas al inem en todos sus niveles, al Defensor del Pueblo, a abogados, a amigos? ¡Horas y más horas dedicadas a ustedes! De este piso, compartido entre tres, se van dos, justo ahora para el verano. Cuando nadie busca piso compartido en Madrid. Por lo que necesito saber pronto si ustedes —empleados míos— me van a pagar o no los dos meses que me quedan legalmente de subsidio. 81
A propósito, ¿cuándo les dijimos que queríamos este dilema entre jubilación pública y privada? A veces parecería que no nos oyen. Siempre están descalificándose a los gritos entre ustedes. Y es porque el pueblo es un patrón condescendiente, muy tolerante. Yo diría permisivo. En cuarenta años de esta existencia nunca he fichado en trabajo alguno y me parece al menos absurdo que lo tenga que hacer por no tener ninguno. Ustedes, ¿cómo lo ven? Yo, el único trabajo en negro que hago es diseñar, en casa, en los parques, en los bares y en los estribos del bus. Si yo me vuelvo a Argentina, para ustedes se acabará el problema. Pero allá en la pampa habrá unos ojitos que mirarán su España, su medio ser, con tristeza. Es mi intención presentarme a todas las ofertas de trabajo que me mande la Oficina de Empleo, por lo menos para saber de qué van, pero no recibo sino sólo diferentes horas, que marean, para fichar al día siguiente. Ya es otro día en estos largos días de agonía inemiana y ya veo que Clara, la secretaria del director General, no va a lograr la plusmarca de que alguno de sus jefes se comunique conmigo. Otro día que no fiché y que sigo en el desasosiego. ¿Sigo pegado al teléfono y al buzón esperando a Godot? ¿Emigro nuevamente? ¿Me voy a tomar el aperitivo al Rincón de Dalí que está aquí enfrente, con la encantadora economista de Caja Madrid? Si la escritora bailarina se entera, me deja. ¿Cómo soportar tantos abandonos? Pero, si Usted, viene, hermano Presidente, no se apure, le mostraré fotos de Ismael —traiga de los suyos— y verá cómo, igualmente, tengo mucho. Y ahora no tengo más remedio que presentar mis opiniones a un juzgado de guardia. Siendo las 14:30 hs. acaba de telefonear mi 82
empleado Director General del inem para decirme que iba todos los días a diferentes horas a fichar o me quitaba el subsidio. He sido ejecutado. Varias veces —por enésima vez— pregunté por qué había sido yo seleccionado, entre todos los desempleados, para tener que fichar. Murmuró “ciertos colectivos” y concluyó contestando a todo con que “me pagan por hacerlo”, para cortar finalmente, de pronto. Reaccioné en fracciones de segundo y le llamé. Pero su secretaria —a cargo de la Dirección, como de costumbre— me dijo cortésmente que ya se había ido. Que su jefe trabajaba mucho. “Tanto fuera como dentro del despacho.” Que no tenía horas predeterminadas para atender al público. Y que ya me llamaría después, algún día. Quiero denunciar al inem por algo así que yo siento como acoso, persecución física y moral. Por paranoia, por presunción de fraude generalizado por parte de los ciudadanos en paro. Por crueldad, por vejaciones a la dignidad, atribución impropia de poderes, tergiver sación del espíritu de las leyes. Por incremento de la tensión social, terrorismo de Estado, xenofobia —“ciertos colectivos”, dijo—, restricciones a la libertad. En definitiva, por anticonstitucional. ¿Qué dirían, el empleado Director y su familia, si le dijeran el día 15, por teléfono, que le suspendían preventivamente el sueldo? Como él me dijo de mi subsidio de julio y agosto, en pleno verano, vacaciones. Cuando nadie ofrece trabajo en Madrid y nadie busca compartir mi piso. Si la justicia al fin se impone quizás cobre mis subsidios, pero, ¿quién me paga la angustia y todo este mes de incertidumbre? Al menos quiero que me pida disculpas por escrito, el Director General, en su propio nombre y en el del inem. Y, si se puede, quiero una indemnización por daños y perjuicios. Además de que el juez proteja el cobro puntual de mi subsidio. Y que el pedido de disculpas sea 83
mostrado al público en la mesa de trabajo del responsable durante igual tiempo que mi incertidumbre. Yo me pregunto, este Director, ¿está habilitado para “cortar cabezas” por teléfono? ¿Tendrá teléfono móvil para hacerlo a cualquier hora, lugar y estado de ánimo? ¿De dónde me habrá llamado? ¿Del baño? Tengo fuertes náuseas, arcadas y ganas de vomitar cada vez que me acuerdo del Director, mi empleado. Esta mañana, en el Dalí, casi me desmayo. Estoy convencido de que a estas alturas todo el inem está seguro de que he pagado mis impuestos y no trabajo en negro. Sin embargo el Director dice que vaya a fichar o no me pagan. ¿Por qué? Clara, la secretaria todo-terreno, me dijo ayer ante mi protesta: “Mire, Uría, otros tenemos que soportar otras injusticias”. Interpretando yo que así justificaba, o incluso se reconfortaba de sus penas viendo que otros también sufrían injustamente. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque si Clara quiere sufrir injustamente que lo haga, como yo hago en cientos de casos. Me acaban de llamar del bufete resaltado para decirme que, lo mío, no tiene viabilidad jurídica. Que todos —excepto algunos pocos— se vayan a hacer puñetas. A diferencia de esos, yo quiero seguir vivo, durante lo que me dure esta vida. Ahora, humildad, resignación y resurgimiento, al decir de mi princesa, escritora y bailarina. El esquema de la situación amorosa era este: María de los Dolores era una mujer casada con un enfermo de sida, con quien se quería y entendía muy bien. Desde que se había descubierto la enfermedad habían dejado de tener relaciones sexuales. Así Dolores aguantó 84
unos años hasta que, invocando sus derechos naturales, se echó sus primeras canitas al aire con el hijo de un editor, quien le publicó sus poemas. “Me publicó su padre, no él”, siempre se defendería Lola, lo cual a Mauro le resultaba sórdido, como tantas cosas más en su triste y voluntario papel de amante de la señora de Paco Manavers, físico nuclear, ex dirigente gremial. “Mi marido es un gran controlador”, se vanagloriaba siempre su mujer. Y él le mandaba a decir por boca de su mujer —de la mujer de ambos— que le creía un arquitecto fracasado y psicópata. Cosa que le molestó mucho a Mauro, quien un mal día —medio borracho y fumado— llamó a toda la parentela de los Manavers, incluso al trabajo del terminal señor de la casa, quien le demandó judicialmente, mientras su mujer iba y venía de una casa a la otra, con sus enseres personales. Lo cual emocionaba mucho a Mauro, quien, cuando su amante le dejaba muchas veces a medio polvo —“tengo que ir a cocinarle a mi marido”—, olía acongojadamente las prendas tanto interiores como exteriores de la casada infiel. O no tan infiel, si los esposos fueron aceptándose todo: sida, infidelidades y, por último, embarazo de Lola por Mauro —según ella. Y nueva alarma del amante, Mauro, que no sabía si el niño era o no de él, si tendría o no el Sida, si lo tendrían todos, etcétera, en una vorágine que él toleraba e incluso acrecentaba en su afán novelesco. Uno de sus amigos, psiquiatra, le decía: “Mauro, no estás leyendo novelas, las estás interpretando”. Pero a Mauro mucho no le importaba eso mientras no sufriera su hijo Ismael, ni su madre, ni sus hermanos. Ni mientras se enterara la sociedad cordobesa, tan dura en sus juicios. Tan tremendista que asustaba mucho al autoexiliado Uría, que lo era, entre otros motivos, por esa gente. Pero igualmente Mauro pensó en volver a la Argentina, pasara lo que pasara, en no escaparse más. Conclusión que le supo redondear su compañero norteamericano de piso, Donald: “Mauro, creo que en tu situación el escape es no escapar”, refiriéndose a no escapar más de Córdoba, como él lo pensaba de su Nueva York. 85
Mauro sintió que Lola quería trasladar a la nueva vida que se proponían en Argentina —¡y esperando un hijo!— el esquema de poder constituido durante su vida de infiel. Mauro sentía que la desconsideración debida a su denigrante rol de amante no sería variada en su nuevo papel de señor de la casa. Si la señora de Manavers —aun sin reconocerlo— se había permitido todo lo que se permitía, Mauro sentía que no tenía por qué pensar, sin pruebas, que en el futuro no lo haría. El amante —en su repentino papel de padre por segunda vez y pensando en regresar al terruño— se encontraba espantado. “Este desdichado caso”, le había dicho su abogado y amigo don José María Inciarte León, quien, amén de defenderlo en los líos en que se metía, incluso le llegaría a tramitar la obtención del dinero que nuestro amante debía, en gran medida, por amor a la mencionada bailarina y escritora, persona no muy alta —como buena bailarina—, estilizada, graciosa, simpática, seductora, cachonda y sin trabajo fijo. ¿Era el plan para Mauro llevarla a la Argentina, al seno de su sufrida familia y al seno de las insufribles críticas, sin que ella previamente diera señas de nuevas —y más derechas— intenciones y comportamientos? Que Mauro supiera, entre sus antepasados no había cornudos como el señor Manavers, aparentemente tan controlador en los prolegómenos de su propia y anunciada muerte. Por fin, el hispano-argentino iba comprendiendo la frialdad del triángulo e, incluso, de otros poliedros a los que su amante le exponía. Al psiquiatra Danilo, por ejemplo, “especialista en todas las terapias”, Dolores le aseguró enfáticamente que “antes de Mauro yo no le había chupado la polla a ningún caballero”. Para luego reírse muy nerviosamente, hasta las lágrimas. Y gritar, tenerla que calmar cuando Mauro le recordó que, según ella misma le había contado, sí lo había hecho, con su escenógrafo, en —según sus propias pala86
bras— un 69 fantástico, hasta que los dos estallamos en espléndidos orgasmos. Muy desagradable para Mauro únicamente, ya que el marido se lo había perdonado y el escenógrafo seguía viviendo con otra bailarina, y cada dos por tres llamaba a casa de Mauro preguntando por su asociada Lola y devolviéndole al desdichado el recuerdo del tan fantástico como ajeno 69. “¡Ajá!”, dijo sagaz Danilo, “lo que Mauro le demanda, Dolores, es no ser menos que los anteriores”. A lo que la señora Manavers contestó encogiendo un hombro, mientras Mauro les preguntaba a ambos, entre alucinado y apesadumbrado —culposo como siempre—, si aspirar a eso no les parecía normal. Los otros dos, claro, le cambiaron de tema. Lola, porque nunca había demostrado reales ganas de satisfacerle plenamente —como, según ella, había hecho con su escenógrafo—, y el psiquiatra quizás por asco a un ejemplar tan idiota de su mismo sexo. De doce a catorce di clase de Diseño a dos alumnos. Testigos para mi defensa, si es necesario. Luego, Dolores y yo cruzamos al bar Los Torreznos a almorzar. Camareros, testigos si es necesario. Esto debido a que en la Policía me fue insinuado —y Dolores interrogada— sobre un supuesto estado de ebriedad mío. Lo cual todos los citados pueden desmentir. Ante la insinuación —en la Policía— pregunté por qué no se me hacía la prueba de alcoholemia. Y el Dispensario Médico ya ha certificado en tres ocasiones que a ello —como a mucho más— fui contestado a puñetazos, a golpes. Pero sigo. Saliendo de Los Torreznos, Dolores y yo, siendo sábado por la tarde, decidimos ir a dormir la siesta, a mi casa. En Manolete 71, frente a la Tienda Total de calle Manolete. Entrando previamente a la citada tienda a comprar, en la sección Lencería, unas braguitas verdes, para esa tarde, que deseaba Dolores mientras yo le festejaba vivamente la idea. Fijaos cómo queríamos enrollarnos con Tienda Total ese sábado. Y esto lo digo porque me molestó mucho la forma 87
libidinosa —lasciva— con la que más tarde el Señor Juez se refirió a los deseos de mi mujer y a los míos, al dictarle mis declaraciones a la secretaria, mirándole de tal manera que la funcionaria —estimo que más sonrojada por las palabras y miradas transcriptivas del juez que por las mías— no apartó por nada la vista de la máquina de escribir. Con mi abogado de oficio delante, de testigo. Si yo fuera juez, ante los hechos que me narraban, por tendencia humana mía, natural, me inclinaría a pensar como más “atendible” la versión del infamemente apaleado ciudadano —yo— cuyo único propósito era comprar lencería. Propósito cuyo lamentable resultado no puede producir libidinosidad de parte de los jueces, cuando uno espera justicia. Máxime siendo ya las tres de la mañana. Ciudadano que llevaba desde las seis de la tarde anterior insistiendo, desde el primer momento, que le dijeran de qué se le acusaba. Mientras le esposaban, le vapuleaban, le insultaban, le amenazaban, le encarcelaban, le apuñeteaban, le pateaban entre nuevas amenazas la puerta donde lo encerraron. No le dejaban ni beber agua ni orinar fuera de la celda. Por lo que se encontró luego, además de encerrado, rodeado húmeda, denigrantemente por su propia orina. Gracias a Dios no le dio necesidad de cagar. Cuando lo único que quería era comprar unas braguitas para la siesta de su mujer. Yo fui creyendo que todo era legal, incluso las braguitas. Como creo que lo son los calzoncillos. Hasta ese momento, Tienda Total me los vendía aparatosamente. Con apariencia legal. Por lo menos hasta el mismo instante en que el empleado y los gorilas —personal de seguridad— me esposaran y arrastraran. Si al Juez le parece, que dicte libidinosa y suspicazmente a su mecanógrafa lo que le estoy contando indignado y aterrado, y que, de oficio, actúe contra esa tienda —y un montón más— por el delito de vender bragas. Pero, aun creyéndolo capaz de cualquier barbaridad, creo que no lo hará porque cuando me atendió sólo quiso —ejerciendo anómala-mente 88
su poder— hacer menos aburrida su noche. Sin darse cuenta de que para mí el momento era serio. Como en general lo creo de todos los momentos de mi vida. Dolores y yo entramos y preguntamos el camino a Lencería, mientras íbamos lúcidamente felices mirando los demás artículos. Como hacíamos de costumbre en la tienda. No siempre necesariamente yendo a Lencería. Por eso preguntamos. Admito —como todo es posible en este mundo— la posibilidad de que se haya establecido legalmente penar a los clientes por preguntar. Ya que fui penado, desnudado y golpeado por cerca de diez horas. Que hubieran sido más si no fuera porque advertí al sumariante que me suicidaría si antojadizamente así lo establecía. Dijo —ante el abogado de oficio y otros policías—: “te quedas hasta el lunes porque yo lo digo”. Al tiempo que se cogía con una mano —no llegó a hacerlo con las dos— su aparente paquete varonil. A Dolores, otros con toda naturalidad —que no normalidad— le decían que dijera a mis alumnos que “no les podría dar clases por estar preso unos días” (sic). Honestamente, Dolores y yo hemos quedado impresionados. Admito la posibilidad de que hayan prohibido dirigirse a ningún empleado so pena de lo que a mí me ha pasado, porque sé que hay carteles que indican en qué piso está cada sección. Pero al menos la tienda nos lo podría haber advertido. Ahora que cruzaré a tomar un poco de aire y un café en el bar de Fernando, miraré disimuladamente desde lejos si los clientes les dirigen o no la palabra a los empleados y, si lo hacen, a ver cómo les contestan, pobre gente. Gente del barrio nos ha comentando que no es la primera vez que Tienda Total —quizá por una monstruosa política preventiva— reprime por error a normales clientes: mal menor. Al llegar yo a una empleada, al tiempo de estarle preguntando por la sección Lencería, un empleado bajo y regordete , calvo o despeinado, con cara de trastorno, me dijo literalmente: “No moleste a la señorita. No se resista, acompáñeme.” Mientras me arrastraba agarrándome de la manga de la camisa. Que al final tan rota y sin botones guardo 89
como prueba. Al margen deseo agregar que —hasta la aparición de semejante empleado— yo estaba en Tienda Total de toda la vida, por lo menos de la mía. Y de los amables empleados que siempre me habían atendido. Debéis procurar entender que, de hecho, me sentí transportado del sereno y elegante barrio El Rocío a un profundo Vietnam. Atacado por energúmenos Rambos, guardias jurados. Con estos tipejos ya me sentí destrozado, física y anímicamente. Para luego, encerrado y apaleado en la Comisaría, sentir necesidad de morirme. De una vez por todas. Creí que me podían matar. Que podía morir. Lo preferí. Pero no tenía más que las paredes y el suelo para estrellar mi cabeza contra ellas. Temí no lograr matarme. Empecé a gritar que eso era un atropello, que se me soltara. Y todo tipo de insultos de los que no me retracto. Porque hace rato que entiendo que las fuerzas del orden —imperante— nos pueden secuestrar, torturar y matar. Hacernos pedir, vergonzosamente, piedad y perdón, cuando sentimos que no hemos hecho nada que lo merezca. Por lo que si soy acusado de insultar, alego que fue en defensa propia. Por estar indefenso físicamente —esposado a la espalda—, la única defensa que me quedaba era la moral. La dignidad de defenderme con la palabra. Diferenciándome de los violentos. Como el Juez que me tocó en suerte, quien se negó a darme la mano, pese a estar disponiendo mi libertad sin cargos. Consecuentemente —quiero creer— pensando que yo la merecía. Libertad por lo menos para que Dolores ahora atendiera, ya no sus braguitas, sino mis heridas y hematomas. Al preguntarle atónito por qué no me daba la mano, huraño murmuró: “yo no acostumbro darla”. Qué raro, ¿no? Yo sí acostumbro hacerlo. Y como soy muy pensador y estaba ya tan acojonado y confundido, antes de irme pregunté a policías presentes —esos ya más humanos y respetuosos—, al médico, a la mecanógrafa, si hacía mal ofreciendo mi mano. Que el juez puede despreciar todo lo que quiera, pero no yo. Que me la creo muy limpia, en todos los sentidos. Y todos me la estrecharon 90
con simpatía por mi puesta en libertad. No entiendo. Mejor dicho, sí entiendo. Pero en fin. El intento, Lola. Escucho tu argumento, la explicación, el porqué, mientras pienso mi argumento. Y espero el turno. Y cuando llega, lo recibo. Y en cada palabra que suena reflexiva y moderada nos gritamos la angustia y no nos escuchamos uno al otro. Épico. Por lo que ellos —nosotros— pensaban que iban infectando por todos lados, en una orgía epidémica, a todos sus compañeros, sin saber aún si ellos mismos ya estaban enfermos, a la espera de esos terribles certificados que a los veinte días de la prueba de sangre indicaban si uno se moriría por quedarse ridículamente sin defensas contra nada, como tan limpios que cualquier cosa les macule a la vez que, paradójicamente, la sociedad les ve tan sucios, como bolsas de veneno que, por poco que rebalsaran, sus fluidos contaminarían a todos, como mosquitos que, si se aplastaran, mancharían con sangre envenenada. En Tienda Total, a volantas fui conducido hasta una habitación en la que alternadamente me vapulearon varios vigilantes jurados, tres o cuatro, amenazándome incluso de muerte ante la impávida mirada de decenas de empleados que pasaban para curiosear. A algunos les pedí, sin gritos, que solucionaran la situación. Pero no hicieron nada. Nadie dijo ni su nombre ni su rango. Llegó la Policía, que nos trasladó a Dolores y a mí a la Comisaría. Allí sufrí otra agresión de un policía. Con cara de nervioso, de impulsivo. Que me apretó muchísimo las esposas pese a que le pidiese, primero paciente y razonadamente, y luego a los gritos, indignado —como en cada una de las vejaciones con las que querían ver hasta cuándo aguantaba sin infartarme— que me las aflojara, porque ya sangraban mis muñecas. Como respuesta, mientras me insultaba y amenazaba, me tiró contra 91
un pequeño escritorio y me pegó. Un puñetazo en la frente del lado izquierdo. Otro que me hinchó el párpado derecho y tres o cuatro en el estómago, tórax y espalda. Y unas patadas en la piernas. La Asesoría Jurídica de Tienda Total puede, con tanto poder, fabricarme una falta, un asesinato, lo que les haga falta. Aluciné cuando, delante de los partes médicos que certificaban las heridas producidas por ellos, la Policía dijo, hipócrita, que conmigo había sido “un servicio al ciudadano”. Y nadie lo puso en duda. Por amor, amor a un desconocido, sidoso. Y que todas la noches dormía en la misma cama que su bailarina. Era su marido y, día a día, se moría, como ellos, pero a él sus semejantes ya lo habían acotado entre los desesperanzados a muy corto plazo. “Ve a hacerle sus cosas. Pero no lo toques, por favor”, le decía Mauro a Lola. Como siempre, ¿paradójicamente?, en las desgracias era cuando más amor podía dar y, ausente alguien más querido, les daba a ellos su amor. A Lola y a Paco. Al principio, a él anónimamente. Y luego cada vez más patente. Hasta que los tres, y los amigos de los tres, compartirían un raro amor, atracción. Se amaban sin conocerse. A diferencia de otras veces en este juego amoroso se jugaban la vida. Era diferente, y todos lo sabían. Mauro, por ejemplo, veía asombrado y enamorado cuánto poder tenía ella sobre él, al menos sobre su salud. No tengo antecedentes penales en España ni en ningún otro lugar del mundo. Por ejemplo, nunca se ha demostrado que haya lesionado a nadie, como los vigilantes jurados y la Policía Nacional han hecho conmigo. La última vez que crucé puñetazos —dos: uno yo y otro mi contrincante— fue teniendo dieciséis años, en el cole. No quiero decir que sea un santo. Sólo una persona que va por la vida evitando cuidadosamente infringir la ley. Porque creo que es conveniente cumplirla. Y si no le gusta, cambiarla. Democráticamente. Los acuso de torturadores. Torturadores porque tengo en mi cuer92
po ahora mismo todas estas heridas que el ambulatorio ha certificado que me ha hecho la misma Policía. Sin posibilidad de haberme autolesionado. Porque en ningún momento me dejaron solo. Supongo que el común de la gente, al primer golpe —quizás a la primera amenaza verbal— de un policía, se amansa y se arrodilla a chuparle los huevos. Yo jamás, a ningún hombre. Con gusto y común acuerdo un coño, pero no más. Yo no me meto con nadie. Hasta la Policía nacional ha venido a por mí. Cuando yo tranquilamente entraba con mi mujer a comprar braguitas. Por eso tampoco les permito —como empleados míos que son— que se escandalicen por mi lenguaje. A ver si en vez de mí, fuera una abuela vuestra a quien durante diez horas han torturado y encima le niegan el derecho a quejarse. Váyanse a cagar, que buena falta les hace. Ustedes me podrán torturar, pero si además quieren que me calle, me van a tener que amordazar. En caso de que yo no sea indemnizado y el policía que más me zurró —al menos— no sea retirado de mi barrio rociero, para vuestra perversa alegría les garantizo que renuncio a mi nacionalidad española. Seguidamente, como me consta no haber transgredido, si se me multa no pago. Y por último, cabrones, si se les ocurre encerrarme dentro de vuestros vergonzosos calabozos de nuevo, me suicido. Me hago matar por ustedes. Como tradicionalmente hacemos en casa cuando dejamos de soportar la necedad de nuestros semejantes. Yo sé que puedo ser —o soy— un pobre Quijote contra ustedes, desde el Señor Presidente para abajo, dirigentes. Molinos imperturbables de viento. Molinos de vientos perturbadores de gente. Así es la vida. Por suponer algo, yo no sé si el empleado petiso y gordito se puede haber molestado de envidia al mirar a un hombre como yo. Con este cerebro super-cultivado y este cuerpo de un metro ochenta que, justamente ayer, me reclamaron para un casting. ¿Hago mal? 93
¿Algo ilegal? ¿Qué?, por favor, díganmelo, y seré el primero en enmendar mi ignorancia. Miserables. Lo repetiré hasta sentir la sensación fisiológica de que los he completamente vomitado, moqueado, transpirado, meado y cagado a todos ustedes. Estoy hasta los huevos de dirigirles mi palabra. ¿Es que no pueden hacer buenamente el trabajo que la sociedad les ha encomendado? ¿O desaparecer todos de la faz de la tierra? Por sucesivas y agradables muertes naturales. Que no le deseo el mal a nadie, por favor. Social y privadamente suelo bromear, pero no groseramente. Si me tomaron por un ladrón de supermercados, o insultador de personas, me lo van a tener que demostrar. Y no con el borreguil consenso de todos los testigos que contraten. No. Con cámaras de vídeo, por ejemplo. En donde se vea alguna agresión mía. O con una grabación, donde se escuchen mis “aberraciones”. Quiero decir que lo llevan claro: me indemnizan o me van a asesinar. Inducido al suicidio por el miedo y asco que me dan. Porque otra vez, sin causa, a mí, ustedes, sapos, no me encierran. Y no me vayan a decir, hijos de puta, que estoy exagerando lo que yo incluso no comencé. Mis alumnos y el barrio entero pueden testificar que no soy un mal vecino. Más aún, creo que me tienen por agradable. Como yo a todos ellos en general. Excepto ahora, claro está, Tienda Total y la Comisaría del barrio. Absolutos facinerosos. A ver si sus mujeres —fantaseo, ya que es improbable que esos individuos las tengan— no gritarían: “hijo de puta”, si las arrastran como criminales, si las esposan ante todos sus vecinos entre las góndolas de su tienda. Y ya me harté de dedicarles mi tiempo, infelices que tienen que molestar a sus semejantes para sentir algo, alguna emoción. La cual me temo que por más que me maten son incapaces de sentir. Váyanse a cagar por segunda y definitiva vez. Que Dios los bendiga, sinceramente. 94
El segundo sumariante vino haciendo de “bueno” —como siempre hace uno— diciendo, ante mi pánico: “no le vamos a permitir al compañero que te pegó que se te acerque de nuevo”. Así que pensé que la bestia no se había tranquilizado, sino que sus colegas lo refrenaban para que no me siguiera dando a mitad del pasillo. Mi abogado de oficio ya estaba presente. Y el sumariante dijo que, aunque yo tenía razón, “por sus cojones” (sic) me quedaría hasta el lunes en el calabozo. A lo que contesté que me tendrían que pegar aún más para meterme allí. Desagradablemente el juez, con una mueca despectiva de circo, me despreció, cuando preguntado qué era yo, contesté “arquitecto”. Y apurándome con palabras y gestos para mí bastante antiestéticos —la mecanógrafa lo miró sorprendida— me dijo que no le diera el coñazo y que inmediatamente le dijera si yo tenía algún medio de vida. Lo dijo haciendo cara de dudarlo. Como si conmigo se tratara de un vagabundo. Indudablemente es un hijo de puta que se dedica a ofender a la ciudadanía. El juez se proponía constantemente presumir y demostrar alguna culpa mía. Sólo me dejó libre convencido de que, si no, cargaría con mi suicidio. Me preguntó, entre otras formas sobradoras e impertinentes, ¿cuáles son sus drogadicciones? Dando por supuesto que las tengo. Quizás como él mismo. Quizás como su madre y su hija. Le dije que a veces me fumo un porro. Y le enseñé de mi bolsillo la china de hachís que la policía me había devuelto. Incluso autorizándome en la Comisaría —en la larga espera— a liarme uno. El juez, al ver la china, dijo, “¡No me muestre eso!”, y, “por hoy se lo perdono”. “Escuche, Señor Juez, gracias si usted me perdona algo, que yo haga inmoral o ilegalmente, pero, por favor, no me diga usted qué debo hacer conmigo mismo. Y menos ponerse asquerosa y antijurídicamente paternalista. En cambio, chúpeme el huevo izquierdo, por ejemplo. No sé de nuevo si he sido claro, pero, si me 95
persigue, se va a enterar.” Me deja libre diciéndome “váyase, le ahorro un día de cárcel”. ¿Que usted, gusano, me perdona un día de cárcel? ¿De cuáles que me correspondan? Ante las barbaridades que usted empezó a decir, hizo silencio cuando mi abogado le dijo con gestos y palabras sotto voce que dejara de hacerse el imbécil. Y usted, visiblemente acojonado ante usted mismo, cerró su necia boca. Y me dijo “lárguese”, como si yo fuera Al Capone y usted Eliot Ness mientras no lograba probar sus crímenes. Sobreponiéndome a toda la rabia acumulada antes y durante todo el día en que ustedes me torturaron, extendí la mano a este juez Gregor Samsa. Que se negó como una cucaracha. Tengan cuidado conmigo, necios, que los puedo matar a todos, sólo suicidándome. De cualquier manera, quiero por último repetirles lo que me enseñó mi abuela: Que Dios, ínfimas criaturitas, de todas formas les bendiga. —Lola, te llamé pero no contestabas... —Es que me cogiste en el baño... —¿Y eso qué tiene que ver? Efectivamente, me la había follado, la noche anterior, en el baño. —Que por eso no te contestaba... —Pero si ayer te gustaba... —¿Me gustaba qué? —Follar en el baño. —Sí, me gustó, pero qué tiene que ver... —¿Y por qué me dices que no me contestabas porque ayer cogimos en el baño? —No, te he dicho que no cogí el teléfono porque estaba en la ducha... —Pero eres una degenerada, ¡las cosas que dices! —No, tú eres un degenerado que siempre está pensando en el 96
sexo... —Porque soy un orgulloso hacedor del amor... —Ya, sudaca tanguero. Creo que no nos entendemos. —Sí, la verdad es que también yo creo que no nos entendemos, eres muy rara... —Vosotros los argentinos sois los raros... —¡Ahora eres —cuando nunca— xenófoba! —Ya, chato. Sois todos unos histéricos, ellas y vosotros. —Y ustedes, todos cuadrados de boina, ¡ja, ja! —¿Por qué no dejas de molestarme? —Oíme, que no te estoy molestando, “galleguita”. La que molesta sos vos. Y perdoná, ¿sabés?, porque reconozco que estoy en tu tierra... Miércoles, 03-VIII. 18 hs. Lola, te fuiste golpeando las puertas y diciéndome que te doy asco, que no me quieres más, cuando yo creía que no hacía nada malo contra ti. Quedé destruido, sin llorar porque ya no puedo. No quiero nada malo para ti, porque te amo. Y desaparezco. Cada vez que te pierdo me atrae mi destino familiar. Por Ismael intentaré evitarlo. Escuche, Señor Juez. No sé usted. Pero yo no necesito —gracias a Dios— atacar a ninguna empleada de tienda. Hasta hoy, las chicas de todo el mundo que lo han querido se me han tirado encima solas y alegres. Y así se han ido. No soy un psicópata sexual. Señor Juez, no todos los ciudadanos le responderían así. Muchos tragan lo que venga. Yo no. ¿No podría usted buscarse a otro que acepte vuestras descargas sin reaccionar tan drásticamente co-mo yo? Estos días duermo muy bien, aunque no más de seis o siete 97
horas. Usted, todos ustedes pueden hacer lo que quieran conmigo. Pero aténganse —como yo— a las consecuencias. Cuando todos estén leyendo esto, a esto ya lo tendrán la prensa, mi abogado, mi hijo, mi madre, mi hermano y un ejército extraterrestre, del que nada le voy a contar porque sería estúpido de mi parte pasarle secretos de guerra. A mi casa, Señor Juez, la frecuentan personas como la sobrina del señor candidato de la oposición y sus amigas que le pueden hablar de mí. Incluso echarle una charlita sobre mi sexualidad. Indague, Señor Juez, indague. Sé que nunca he sido ilegal aunque cometo errores, como cualquiera. ¿O usted es infalible como dice de sí mismo el Papa? Si hurga, algo me podrá fabricar, como se lo podrían fabricar a usted. O al nazi del Señor Juez que me persiguió a instancias de Gimena. Así como al Presidente del gobierno. Ahora que ustedes me están tocando los cojones me dan ganas de coger la escopeta y salir a cazar bestias. Pero ustedes no se preocupen, Señor Juez. A menos que se sientan y muestren como tales. Me pongo a llorar —como ahora— pensando que puedo morir. Pero estoy feliz, Señor Juez, aunque le moleste. Acabo de besar, todo lloroso, las fotos de mis padres, de mi hijo, de mi hermano. Y les he dicho tartamudeando, medio loco de contento y medio de pena: “Todo va bien, no se preocupen, todo va bien”. Al carajo con usted, Señor Juez, que entra como un hijo de puta en nuestra inti-midad. Lo siento, no soy el que ustedes buscan. No soy ni he sido hasta ahora ni el violador ni el asesino al que acusara Gimena. No soy el que ustedes buscan, a menos que busquen otro Dreyfuss, otros Sacco y Vanzetti. Lo siento, a mí me gustaría ser Miguel Angel o, ya más modestamente, Le Corbusier. Pero no el que ustedes procuran hallar 98
en mí. Esperen. Por mi condición humana estoy potencialmente expuesto a delinquir. Pero todavía no lo he hecho, ¿me entiende? Píncheme el teléfono, hágame seguir, tortúreme, máteme. Usted, creo, y yo sabemos que la vida es hermosa y terrible. Paradójica. Un juego. La vida es sueño. Haga lo que quiera. Yo sé que no lo puedo evitar. Pero tenga claro que es su juego, son sus necesidades, no las mías. Indague, indague, Señor Juez. Pero yo no lo desafío. Yo no fui a por usted. Ni a por la vendedora. Ni a por Gimena. Tampoco a por el empresario que me mandó al paro porque no acepté sus estafas. Quiero hacerle una salvedad, este empresario sirve a la Casa Real. La cual —pese a tener que mantenerla— me cae simpática. Parece gente sensible y educada. Por lo que le pido, por favor, que no los implique. Ya que creo, casi convencidamente —aunque aquí y ahora no tengo pruebas—, que la Casa Real compraba con factura oficial. No en negro. No vaya a ser que después me encuentre en una celda junto a don Juan Carlos —la Historia nos demuestra la posibilidad— y me diga, “¡Jo!, Mauro, ¡la que me liaste! ¿Se puede saber qué te hemos hecho Sofía, mis chicos o yo?”. “Nada, Juan, lo siento muchísimo”, le tendría que decir, sinceramente. Pero si el Rey en la celda me navajeara —o mandara a hacerlo— será exclusivamente culpa suya, Señor Juez. No del, con razón, exaltado ánimo de don Juan Carlos. Como el mío ahora. Sólo un poco exaltado. Yo sólo cazo bestias. Recuerdo vuestros interrogatorios: “¿Y por qué usted no ha tenido una mujer permanente?” No supe contestar. Me creí inmoral, ilegal. Le cuento, porque ya veo por dónde van vuestros morbos —por las tan legales y morales braguitas de mi actual mujer— que con Gogui, allá hace años, se nos dio por juegos sadomasoquistas, tan legales como los que usted 99
puede convenir con su señora, Señor Juez. Ya que ni ella ni yo nunca nos denunciamos, porque sabíamos que era nuestro juego. Porque nos queríamos. Aún la quiero. Post mortem, mi amor. Por nuestras necesidades, a veces jugábamos a “Sade & Co”. Pero yo nunca la denuncié. Ni ella tampoco a mí. Porque lo nuestro era nuestro y no administrativo-legal, ¿entiende usted? Déjenos en paz. O indague, indague. Espere un momento, Señor Juez, que me voy a comer un menú bárbaro de seiscientas cincuenta pesetas, aquí a la vuelta. Alameda y Machá. Mande un coche. Y luego a la Alameda a seguir escribiéndole como si fuera una novia, sabe usté. Yo sólo le escribo porque me divierto como loco, y no por usted, caballero. Ni por el juicio, que ni me acuerdo cuándo es. No soy más que Espartaco, Señor Juez. El de hace siglos. Ustedes no tienen ni idea. Y soy también torero. ¿Qué le parece? ¡Proceda, sargento, reprima!, ya le escucho decir. Oiga, Señor Juez, ¿sabe qué hora es? Son las siete de la mañana. Señor, usted me ha interrumpido el sueño. Y yo no acostumbro a desvelarme por señores. Nunca. Alguna vez por una señora estupenda. Pero nunca por jueces, por ejemplo. Oiga, Señor Juez, es de madrugada. Todo está oscuro y estoy temblando mucho. Tengo como fríos y nerviosismos varios. Pero no creo que pierda la razón. Pese a todo lo que he sufrido —¡y gozado, chaval!— llevo cuarenta años sin perderla. Pero esta angustia de ahora mismo, no se por qué, es diferente. Oiga, Señor Juez, usted se me está metiendo por toda mi intimidad como si fuera una ladilla. ¿No lo es, verdad? Está clareando recién y las bestias deben andar desprevenidas. Buena hora para cazar. 100
Oiga, Señor Juez, ¿usted tiene, como yo, un hijo? No sé por qué pienso que usted no tiene ni hijo ni hija pero, en el caso de que los tuviera, ¿cuál es el medio de vida de su hijo? ¿Tiene por lo menos mujer? ¿Su mujer usa braguitas, como usa Dolores? Y la mayoría de las españolas —no vaya a creer. Y —aunque alucine— las argentinas, las keniatas. Todas, Señor Juez. Todas las mujeres. Un servidor lo ha visto. ¿Se da cuenta? Mire usté, Señor Juez, indague, que hasta me parece que las empleadas de Tienda Total pueden llevar unas preciosas braguitas. ¡Qué escándalo!, ¿no? Reprima. Ya salió el sol y las bestias estarán despertando. O cojo la escopeta ahora o no será provechoso después. Pero no tengo escopeta a mano. Usted, Señor Juez, ¿me extiende, por favor, una licencia para comprar una? Pienso en una de calibre 12, si no le molesta. Y no me la recorte todavía. Que a mí me gusta que los perdigones no se abran indiscriminadamente. Me gusta cuando le dan todos juntitos a mi blanco, a la bestia. Son ya casi las nueve de la mañana. La tienda ya habrá abierto. Allí estarán todos. Todos. También ya habrá abierto al público la comisaría donde me torturaron. También la oficina del inem habrá mandado abrir puertas. Donde me gritaban: “¡A este habría que hacerlo venir a fichar nueve meses!” ¿Por qué me gritarían eso? Mirando por la ventana, pienso lo que otro, no yo, puede llegar a pensar y hacer. ¡Me tienen harto, persiguiéndome sin que yo haya hecho nada! ¡Para esto es mejor haber hecho algo! ¡Malditos dirigentes y controladores! Y va hasta los hijos y la mujer del nazi en cuestión y les dice: “Oye, tu padre —o marido— me ha tocado los cojones sin razón, así que ahora os vais a enterar”. Y los mata a 101
todos, por ejemplo. Y recién luego se suicida. Saliendo en grandes titulares, todo mojado en líquidos humanos. Como los americanos, ¿vio, Señor Juez? Que aguantan y aguantan. Pero un día entran en despachos, tiendas, comisarías, empresas de seguridad —donde corresponda, o ni eso— con ametralladoras y, antes de suicidarse o que los bajen, ya han bajado a un montón de bestias. ¡Perdón! ¡Qué lapsus! Quise decir un montón de personas. Lo que pasa es que aún tengo que disponer de esta mañana y se me mezclaron las ideas. No sé si abrir el taller de Diseño, suicidarme o ir a cazar. Hablando de lapsus, Señor Juez. Durante veinte días, sociólogos, criminólogos, carceleros, médicos, psiquiatras, asistentes sociales, etcétera, estuvieron atentos, las veinticuatro horas, en turnos rotativos, estudiándome. Pida el informe. Y páseme el suyo. ¿Tiene un informe como el mío, Señor Juez? Que la ley, caballero, por si se olvida, debe ser para todos. O para nadie. Ya le he dicho, chiquito, que yo desearía ser como Buonarotti o Le Corbusier. Pero tanto me estáis acosando para que me haga etarra —un suponer— que deseo poner las cosas en claro. No quiero que, cuando esté saboreando mis deseos realizados, se me aparezca usted, ni Gimena con su nazi y me acusen de ladrón, asesino, violador. De cualquier cosa. Y de nuevo se les ocurra analizarme veinte días el cerebro. Y cagarme a patadas, repartidas entre una tienda y una comisaría. Para eso, señor, me hago terrorista y me lo cargo a usted, al gordito, al policía y a todos vuestros hijos y a la empleada que —estoy pensando— se puede haber asustado sólo porque un guapo de pelo largo, con cara de intelectual, con buen cuerpo y liberado le pregunta al paso por la Sección Lencería. Se puede haber impresionado conmigo. Incluso asustado. Como me pasaría a mí si, por sorpresa, una top model me pregunta dónde puede comprar unos calzoncillos. “Pero le garantizo, Señor Juez que —a diferencia de 102
todos ustedes, miserables— yo no la cazaría a patadas a la modelo, como habéis hecho conmigo. El gordito puede haberse puesto furioso de envidia. Reprímanlo a él, no a mí.” Ya le digo, estudié algo la condición humana y sus límites. No sé si irme a cazar. No, mejor me voy con Dolores a las editoriales, a ver qué nos dicen. Es que no tenemos pasta, sabe usté. Con el sida de Paco se gasta mucho en medicinas y alimentos. Y Dolores —buena ama de casa— está como loca buscando curro. Acabo de hablar con mi casero y me dice que, a este paso, no le quedará más remedio que cortarme el teléfono de mi casa y taller. Es que, Señor Juez, le debo ya ciento cuarenta mil pesetas, entre renta atrasada y gastos. El cerco se va cerrando. Pero me reconforta pensar que Ismael está ajeno a todo esto. Se enterará por hechos consumados. No lo voy a angustiar más, ya que por todos ustedes, por esto del puto juicio, por las llamadas telefónicas, por tantos gastos, le pregunté si podían mandarme plata y me dijo: “Pero Pa..., si aquí nosotros estamos casi comiendo sobras...”. Hay que ser realista cuando se sale a cazar con escopetas calibre 12. No hay que confundir a la gente normal, que sólo quiere vivir y dejar vivir, con las bestias que, de vez en cuando, hay que reventar. Hágame un Juicio Final, Señor Juez, que estoy harto de ustedes. Indague, indague, Señor Juez. Alguien dijo —quizás plagio de plagios— que “el primer deber de un preso es fugarse”. Y yo lo suscribo con pasión. Pero no con grosería. No hay que confundir, Señor Juez. Con pasión respecto a 103
nuestras prisiones internas. Yo no le voy a montar, Señor Juez, una evasión televisiva con muchos muertos. No, por Dios. Será relajadamente en la celda que ustedes tengan a mal disponerme. Procurando no molestar a los otros presos que allí ustedes hacinen. Pero me gustaría seguir viviendo. En vez de suicidarme, ¿por qué todos ustedes no nos ayudan, a Paco, a Lola y a mí? Total, se van a desaburrir igual un rato. E incluso quizás se sientan mejor que torturando, encerrando y asesinándome. Que eso lo tienen muy visto, ¿no? Mire usté, Señor Juez. Paco agoniza de sida y la estamos pasando todos —créame por favor— todos, muy mal. Indague, indague. Mande patrullas. Patee puertas. A ver, empleados nuestros, ¿nos pueden ayudar en esto? Indague, indague, indague. Gimena —dígaselo a su colega nazi, Señor Juez— nunca tuvo nada contra mí. Como yo tampoco contra ella. No nos conocíamos más que por unos pocos polvos argentinos. Igual le pagué su venida a España. Acá se decepcionó de mí porque yo no era ni un triunfador arquitecto, yuppie, ni podía darle, tan rápido como ella pensaba, la nacionalidad española, que tanto quería. De rabia; por eso me denunció. No por otra cosa. Indague, Señor Juez, indague. Le espero en el marco de mi ventana. Señor Juez, le pido formalmente que, de oficio nacional e internacional, publique todos los edictos mundiales necesarios para convocar a todos los que tengan algo contra mí. A mis cuarenta años deseo, invocando mis derechos constitucionales españoles y argentinos, y mis derechos emanados de las Declaraciones de Derechos Humanos Internacionales —desde la Revolución Francesa hasta ahora, por ejemplo—, que me hagan un balance general. Yo, en principio no demando a nadie. Más bien, váyanse todos a cagar. Háganme el juicio de los cuarenta. Yo ya veré qué hago. Y uste104
des también. Cite a mis mujeres desde la infancia. Cite por ejemplo a la madre de Ismael. Quien me acusa de obseso sexual porque —a diferencia de otros maridos— no se lo exigí nunca pero todos los días la invitaba a follar. Resulta que a Lourdes, Señor Juez, le gusta mucho follar. Pero no le gusta reconocerlo. Así que venga y explique la sexualidad del padre de su hijo. Cite a Gimena. Si la encuentra. Cite a su juez nazi. Cítelos a todos siempre que, como a mí, ya hayan pasado ellos también, preventivamente, veinte días bajo control psicológico. Y hayan demostrado, como yo, la limpieza de sus trayectorias. Señor Juez, ahora a su vez es otra mañana y, de nuevo, despierto pensando en usted. Qué bien. Va pasando el tiempo externo. Con climatologías incontrolables. Pero yo feliz. Las fotos de Ismael y del resto de la family y esta escritura que me hace, desde siempre y por siempre, libre y feliz. Sabiendo que no molesto a nadie. Hasta, quizás, cuando me lean asustados. Cite a la empleada de Caja Madrid. Por decir que “le he arruinado la vida”. Cuando tan sólo me llevó a la cama una sola y triste vez. Que demuestre su acusación. O la retire. No le pido en absoluto nada más. Para cubrirla de un piadoso olvido. Cite a don Pepe Ascao, presunto amigo. Por mofarse pública y privadamente de mí. Dice, por ejemplo, que mi hijo —el sudaquita— no existe. Que son inventos de otro sudaca, por mí lo dice, que tiene mucho morro. Que lo demuestre. Cite a Aimará, la bisexual hija del cónsul —o algo así— del Paraguay. Que le calentara contra mí, la cabeza a su padre. Al ofenderse cuando la niña —diecinueve años— me dijo: “yo no te tiro —a la cama, supongo— como hago con todos mis amigos, e incluso con mis amigas, no porque no quiera sino porque tú, al ser tan correcto profesor, no me das lugar”. “Niña —le contesté—, yo 105
salgo con pibas de tu edad y si esto fuera una discoteca podría ser distinto. Pero resulta que esto es mi taller de Diseño. Que yo respeto y amo, mucho más allá de tus desafíos.” Parece que no le gustó. A mi hijo y a Lola seguramente los pondría muy orgullosos. Pese a que, en días siguientes, voces masculinas —posiblemente paraguayas— me amenazaron de muerte. Que Aimará venga y aclare toda esta confusión. Mi querido amigo Inciarte, quien me viera trabajando de cualquier cosa —legal— me decía: “Uría, con lo brillante, inteligente, lúcido que eres, ¿por qué no te buscas un trabajo más enjundioso?” Y agregaba, en términos generales: “No te suicides. Mauro, eso les daría la razón. Dirán que eras un loco.” Un loco como me dice Dolores, cuando se enfada porque la quiero ver pero a ella le apetece estar con su marido. Me dice: “¿No entiendes que eres sólo un extra? ¡Asqueroso!” ¿Me lo dirá en serio? Por qué no te suicidás y te vas a la mierda vos, ¿eh? Desesperado, el viernes a las 19:30 hs. llamo al abogado de oficio, pero hete aquí que no me atiende el hijo sino su padre, autodenominado “juez”. Otro más. Y me escupe antes de que yo pueda decir más que mi nombre: “¡Ah, usted es Uría! Ya conozco con los bueyes que tiene que arar mi hijo. Yo soy juez y, por mis colegas, usted ya se va a enterar, conozco sus antecedentes.” Y colgó. Luego el hijo también me acusó de acoso sexual telefónico —o algo así— de mi parte a su hermana Concha, que ni por foto conozco. Cite también, Señor Juez, a Simone. Que guardó, después de separarnos, mi diploma de arquitecto y mi caja de herramientas. Entre otras cosas que, según dijo, consideró justo. Después de echarme de la casa porque yo —que muestre pruebas— de alguna manera la maltrataba. Como Gimena, pues no. Pero no me traía ni el diploma ni mi miserable caja de herramientas. Entonces la llamé a la oficina pidiéndole mis cosas. ¿Y sabéis que le escuché con sus empleadas 106
compañeras? ¡Que estaba acosándola sexualmente! Como Gimena. Cítela, cítela. “¿Se da cuenta, Uría, de que usted no es acusado de nada, en ningún juzgado ni nada, e igual todos lo quieren suicidar?”, me dicen los enterados. “Fuerza, hijo, no aflojes”, me grabó mi madre en el contestador telefónico. —Me voy a morir de pena —le dije a Gonzalo—. ¡Vení a buscarme! —¿Por qué? ¿Qué te pasa? —Me voy a morir de pena... —Je, je, ¿por qué? —Porque sí... —¿Cómo, porque sí? ¿Estás pagando la llamada? —Sí... —Bueno, entonces decime rápido... —¿Decirte rápido qué? —Lo que te pasa. ¿Estás bien? —Yo estoy bien... —¿Tenés laburo? —No va por ahí... —Pero si no tenés plata, no comés... —Bueno, no comeré... —No seas pavo, ¿qué te pasa? —Nada... —¿Y por qué llamás? —Para hablar con ustedes... —Hablás por hablar... —Pues no. Mirá, no. —¿Tenés mina? 107
—Más de la cuenta... Es dulce y parece buena. Pero su marido tiene sida. Se está muriendo y ella no lo quiere dejar. Y me parece bien. Eso es lo malo... —¿Cómo que tiene sida? ¿Y ella? —Ella dice que no. Me mostró un análisis de hace medio año, negativo, y se acaba de hacer otro. El resultado estará en veinte días. —¿Cómo el marido lo va a tener y ella no? ¿Y vos que hacés con ella? ¿Estás loco? Tenés que pensar un poco más las cosas... —Lo pensé, Gonzalo, lo pensé... —¿Cómo que lo pensaste? —Antes de hacerlo —tenía unas ganas bárbaras— se lo pregunté. Me dijo que no. Igual usé forros. —Pero vos estás loco... —Loco de necesidad, de afecto. Se lo pido a las paredes... —¿Y por qué no te venís? —Por eso te llamo, para saber de Roberto Marín, si me puede enchufar... para que me vengas a buscar... —Yo no puedo dejar mis cosas acá, y no tengo un mango... —Yo tampoco... —¿Y cómo vas a venir? —No sé si voy a ir. No tengo fuerzas. —No ahora, pero mañana vas a pensar distinto. —Lo vengo pensando desde hace muchos días. —¿Y qué querés que haga? —Nada... —Pero no me podés llamar así, meter un problema y no decir nada más... —Sólo me quería desahogar. Lo siento. —No es cuestión de sentirlo, es cuestión de hacerlo o no, pero aportando alguna posibilidad. —La posibilidad es que recupere fuerzas. Ahora que veo que te preocupo al pedo, me entran ganas de recuperarme y tranquilizarte. 108
Por favor... —¿Y qué vas a hacer con la mina? ¿Y si tiene sida? No estés con ella... controlate... —No puedo, necesito afecto, necesito afecto... —Usá siempre forro. —Lo hago, aunque pienso que los besos pueden ser peligrosos, aunque digan que no. Antes decían que no pasaba nada entre heterosexuales, y mirá, mirame a mí. —Pero vos no sabés si lo tenés... —Todavía no, pero si sigo así, mimándola con la mano horas y horas, me va a entrar por los poros, nomás. —¡Pero no hagas nada más! —No puedo parar. Todos los días la quiero ver. Me da mucho afecto, es dulce y comprensiva. —Si fuera otra dirías lo mismo. —Quizás, es muy probable. —Entonces venite y buscate otra. —Tengo miedo a la soledad intermedia. —Bueno, buscate otra ya mismo —que esté sana— y venite con ella... —No es tan fácil, estoy agotado y tengo que cortar, esto me va a salir un huevo... —¿Pero, qué vas a hacer? —No sé, te llamo de nuevo. Pensá lo que te dije a ver si le encontrás solución. Besos y abrazos para todos... —Cuidate, mirá que te queremos mucho... —Ya lo sé. Y yo a ustedes. Chau, te quiero. —Chau. Llamá, ¿eh? —Bueno, chau. —Chau. Clic. 109
—Hola mi amor... ¿cómo?... ¿cómo te va? —Bueno, mamá, en algunas cosas bien, en otras no tanto. Me va más o menos. Soy muy emotivo, como dice la gente aquí. Muy sensible. Porque en seguida, cuando me dicen una palabra fuerte, me bamboleo en la terraza. Entonces nadie quiere decirme palabras fuertes. Lo logré. —¿Cómo que te bamboleás en la terraza? —No, no en la terraza. Me siento en el quinto piso, en la ventana, medio para afuera y les digo “déjenme de molestar o me suicido”. Y se van todos. —¡Bah!, dejate de pavadas. Así que necesitás ochocientos dólares para que te publiquen la tesis... —No, yo necesito ochocientos dólares porque tengo que pagar comida que ya me comí, no para la edición de “Canales...”. —¿Eh? No, no, no, pero yo creía que si vos pagabas algo, te lo editaban... —Sí, sí, claro, si te pagas la edición te lo editan, pero es carísimo. Yo los necesito para devolver arroz, manteca, aceite, ya sabés, deudas concretas... —Pero, oíme una cosa... —Debo mucho del alquiler del piso. Ya me quitaron la potestad de administrarlo. Uno que vive aquí ya se ocupa de todo. Y me dejaron a mí libre de accionar... —¿Cómo, cómo? —Nada, mami, nada. —Bueno, oíme una cosa, Mauro, no luches contra todo el mundo, tratá de que las cosas vayan lo mejor posible. —Sí, ya lo sé. —Otra cosa, ¿no hay forma de hacer publicar tu tesis? ¿Cuánto sale publicarla? —No es económico, mamá. Y no me gusta ese método. “Canales...” fue finalista del mejor premio de arquitectura del mundo hace 110
cuatro años y yo no me voy a bajar a esos infiernos... —Bueno... —Yo ya soy un creador aunque te pese... —No, mi amor... —Yo creo que te vas a morir odiándome, ¿no? —No mi amor, te hablo “corriendo” por la cuenta telefónica... —Sí, te vas a morir odiándome. Oíme. Escuchame un poco, mami, ¿te vas a morir odiándome, no? —No... —Sí. Al final al chiquito no se lo pudo doblegar, ¿no? Cuarenta años le costó al niño independizarse de su madre. De su padre. De su puta historia... Cómo lo teníamos prendido de los huevos, pensarás, ¿no? —... —Porque así es. Así lo sentí yo en la infancia, mamá. Yo no te estoy agrediendo. Te estoy contando parte de mí. Si yo te estuviera amenazando o algo... —Oíme, Mauro... —Bueno, mirá, si me vas a preguntar si me voy a suicidar o no, no lo sé. Te vas a enterar, eso seguro. —Pero, oíme, ¿no podés tratar de que alguien te ayude? ¿Ese abogado cercano a Caritas, o algún psicólogo, algo que te serene para que vos puedas vivir más en paz? Yo te mando unos pesos si es que necesitás para el pan, para lo que vos quieras... —No me importa cómo los mandes. Cuando más apresure la muerte, mamá, ¿mejor? —¿Eh? —Cuando más me apresure la muerte, mejor, digo... —Pero, chiquito de mi alma, nosotros te queremos... —Qué va, no mientas, no mientas. —Bueno, entonces si no me vas a creer, ¿para qué llamo? —Y bueno, sí, ¿cuándo llamás? 111
—¿Eh? —¿Cuándo llamás? Cuando las papas quemen, ¿no? —Y bueno, yo a lo mejor no te escribo, pero te hablo, hijito. —Qué va, mami, llamás ahora, pero no me llamás desde hace seis meses, qué se yo. Ahora me llamaste tres veces juntas. Y ya te parece demasiado. Y querés cortar, ¿no? Cortá, total yo... —No, no, yo lo que te quería decir es que si vos necesitabas ese dinero para editar. Pero si no querés editar, bueno, está bien, pero... —Sí que quiero editar; sí, quiero editar, no confundas. Vos, mami, podés hacer —ahora que corte yo— de mi tumba un escupidero, podés ir a pisarme la cabeza en la tumba pero no confundas las cosas... —Bueno, pero yo te estoy preguntando qué necesitás ahora... —Yo necesito afecto, que no me lo da nadie. —A lo lejos, hijito —porque no estás acá—, pero te lo damos... —Cuando dije qué hago, ¿me quedo o me voy?, me dijiste “andate”. Al único que le dijiste andate fue a mí. —Porque te conocíamos y sabíamos que acá no ibas a encontrar futuro... —¿Y por qué no? —Bueno, creímos que allá ibas a encontrar más futuro que acá. —Y por qué no se puede... bueno, está bien, se creyeron eso. A esa verdulería es a la que vas habitualmente, ¿no? —¿Qué cosa? —Nada, mamá, nada, quiero paz. —Quería que nos despidiéramos con ternura, para quererte mucho. Y bueno... veo que no sé cómo encarar las cosas. —Y si yo no te digo nada vas a crearte un “conflicto” para contárselo a los demás, ¿no? —No... —Invente, invente. Miente, miente, que algo quedará. 112
—Quiero que me muestres soluciones de lo que necesitás... —Necesito dinero, mamá, tengo deudas para comer. Hoy no he comido todavía. No tengo nada para comer, ¿no me creés? —Mauro... —¿No me creés? —Oíme una cosa... —Yo he estado albergado, mientras vos te cagabas de risa en Córdoba, estuve un mes en un albergue para pobres al sur de París. Y vos ni te enteraste. Cuando estuve en observación por Gimena, pasaste olímpicamente... —Bueno, oíme, chiquito... —Solamente me llamás para decirme: “...pero tratá de hacer otra cosa”, “pero”, siempre un “pero”. ¡Pero! —¿Hola, hola? Pero yo ya había colgado. En el contestador automático: “¿Mauro? Es mami. Te quería hablar cinco segundos más, para decirte que siempre te queremos mucho, que no seas pavote, que saques fuerzas de donde no tengas y si es necesario venite para acá, te mandamos la plata, en lugar de mandártela para otra cosa, te la mandamos para el pasaje para estar con nosotros, te queremos mucho... y lo acurrucamos, y lo besamos y le damos toda la fuerza que necesita, ¿sabe, mi tesoro? Yo estoy hablando de un teléfono público porque no quiero cargar mi teléfono, así que en todo caso ahora no sé en qué hora llamarte porque no sé en qué hora estarás vos, pero si no es ahora, te llamaré mañana, o algo así, ¿eh?, pero no me afloje, no afloje, ¿eh? En todo caso —qué se yo—, a lo mejor un sacerdote te ayuda un poco. O alguna otra persona, un médico, ¿eh? No afloje que todos lo adoramos. Todos lo queremos. Mamá te quiere mucho. Chau, mi tesoro, hasta luego.” Pero no se preocupe, Señor Juez, la razón y la Historia son ámbitos 113
exclusivos de los poderosos. Y mis nervios están flaqueando, y más y más me bamboleo en el marco de la ventana. Todo lloroso. Escuchando la grabación de mi amada madre. Mirando las fotos de mi amado hijo. Y el vacío sucio de allí abajo. Seguro golpearé primero en un borde saliente. Quizás destrozándome la cara. Y luego caeré hasta un inmundo pozo urbano inundado. Y lleno de porquerías, porque los porteros hasta allí no pueden llegar. Imaginaos vuestra felicidad al verme en el fondo. Se hace de noche, me voy a dormir. A ver si madrugo, pongo todas estas declaraciones y tramito mi permiso de armas. Ya que los que han estudiado la condición humana aseguran que algunos se tiran por la ventana. ¿Me despertaré mañana? Querido Paco, me siento muy solo —como siempre. Quizás por eso te escribo, ya que si estuviera super-bien acompañado tal vez no lo haría, principalmente por no molestarte —no porque no te pensara. Así que empiezo pidiéndote mil disculpas. Desde tu óptica me podrías matar, o mandar a hacerlo, y no te equivocarías: desde antes que tú nacieras yo ya me quería morir. Pensarás que a estas alturas qué te importa, e igualmente llevas razón: sólo te escribo para matar el tiempo, antes de que él nos mate a nosotros. Porque no por estar tú “avisado”, dejamos nosotros —ninguno de nosotros— de ser terminales. La génesis de esta pareja, como toda génesis —como toda pareja— era infinita. Pero de esta se podrá apuntar que, desde sus principios, cada uno de ambos amantes escandalizaba cada vez más al otro, por los siguientes motivos opuestos. Dolores crecientemente se molestaba por los deseos de normalidad pretendidos por Mauro. A su vez, él crecientemente se molestaba por los deseos de ella para que no cambiara nada entre ambos, pese a proponerse formar con Mauro un nuevo matrimonio en Argentina, 114
con un hijo ya en camino. Estas cuestiones estaban veladas. Los dos sabían lo arduo de sus intenciones. Dolores sabía que tenía incondicionalmente a su marido, hasta morir. ¡Incluso la aceptaba embarazada de otro! También contaba con un refugio familiar en Madrid —todo en desmedro de su relación con Mauro. Marido, familiares y amigos de Lola detestaban al amante, tanto por sus propios errores telefónicos como por los comentarios negativos de Lola. Sin embargo, Mauro se empeñaba en creer que el marido, al menos, lo estimaba, como él, quien, por referencias de su mujer, lo admiraba y respetaba. Lamentable, muy lamentable. Y, de fondo, ridículamente, invocado el amor. El arquitecto sufría. Dolores decía que también. Como el marido, supuestamente, que le decía a su esposa: “Deja ya de humillarme, por favor”, pero que bien la recibía en casa, embarazada del fracasado e histérico diseñador. Todo un horror. El amante se sumergía en sus ensoñaciones de hachís y amaba a su amante y al hijo por venir. Y a su Córdoba de regreso final. De consagración profesional, universitaria, familiar, social —¡hasta económica! Nunca visto. Y Mauro se enzarzaba así en una incesante, infinita, cifra de novelas —y cuentos y poesías— que sólo transcurrían en su mente, inundán-dolo de felicidad. Como el amor por Ismael. De tal suerte que, tanto amor, se volcaba consciente o inconscientemente en la preciosa bailarina escritora. Y en el resto del mundo, incluido el marido de su bailarina. Cosa que hacía reír, de nervios pero orgullosamente, al desdichado arquitecto. Su amigo y abogado, José María Inciarte León, le había dicho: “¡Pero hijo, tienes cuarenta años, buen plante, salud, carrera, todas las posibilidades, y en vez de elegir la autopista que por derecho te corresponde, vas por el camino de ripio de al lado!” En tanto, ¿cuáles eran los pensamientos y los sentimientos reales de Lola, la nueva princesita de Mauro? Nadie lo sabía. Quizás su marido, en confabulación cruel. Mauro sólo deseaba —para seguir adelante pese a todo— “el sinceramiento sereno y profundo de mi 115
amada”. Su amistad al fin, total, plena. Como sus intentos de aproximación eran frecuentemente rechazados por Lola, con violencia —lo que, a su vez, lo ponía como un energúmeno—, Mauro optó por poner intermediario. Interlocutor válido. Danilo, psiquiatra devenido psicólogo. La próxima sesión sería el jueves a las 13:30 horas. ¿Iría Lola? El arquitecto no tenía más que esperar, pero le daban unas desesperantes ganas de ver a su amante. O al menos llamarla. Pero la última vez que lo hizo, ella le gritó, seguramente con su marido al lado: “¡Me tienes hasta el gorro, no haces más que complicar las cosas! ¡Hoy no te quiero ver, mañana será otro día, no lo sé!” Gritos que sumían a Mauro en la zozobra absoluta, cosa que la señora controlaba. “¡Me pega en las manos!”, lo acusaría, mentirosa ante Danilo. A quien se le escapó que Lola le había anticipado que abortaría. Ante lo cual, Mauro saltó al debate aclarando que la idea le detestaba, no por católico —que no lo era— sino por pura estética. Dolores le espetó que no quería tener un hijo infeliz, sin padre. O infeliz con ese padre. Lo que desesperó aún más a Mauro, quien ya había avisado a todos en Córdoba que esperaba un hijo, un medio hermano de Ismael, que se había enfiebrado con la noticia, para luego alegrarse y balbucearle a su impredecible padre: “mandale un beso a Dolores en la panza, Pa, ¿me vas a seguir queriendo como siempre?” Y, ahora, doña Dolores, aún de don Paco Manavers, provisoriamente embarazada, quería irse con él a Argentina. “¡Danilo!, ¿qué hacer?”, se preguntaba Mauro, a sí mismo. Centradamente activado. Salud —sin drogas—, dinero y amor. No fugarse, no evadir los buenos deseos y acciones. No cambiar de opinión a cada instante, sosegarse. Mauro, con que no tuvieras emociones negativas ya sería positivo. Para comenzar, que no te devore la ansiedad. Reposa varios días, deja pasar días sin beber, ni fumar, ni pelear. Reposa, necesitas probarte que puedes estar bien just natural. No festejes ni te castigues artificialmente. ¿No puedes 116
un día, varios días, de independencia contra tantos de dependencia? La prueba vale oro. No beber hace que no salga de joda y me concentre más en mis cosas. Positivo. Dispongo de tiempo útil sin todavía saber utilizarlo productivamente. Buscar trabajo y amigos nuevos. Otros caminos son de una cierta perdición. Ser autosuficiente. No jugar de víctima. Solución a los problemas reales. Soluciones, no comeduras de coco. Asumir la angustia de la melancolía como reacción lógica al transcurrir de la vida. Todos necesitamos actividad, ilusiones realizables. Tienes capacidad. No seas vago. Lucha por cosas positivas. La lucha positiva requiere un aprendizaje, un entrenamiento, una planificación. Fijar una hora para levantarse. Planificar día, mes y año. Tú esperas que los demás den contenido a tu vida. Pero los demás no están para dar contenido a tu vida. Aparecerán roces. Te rechazarán. Habrá tensiones. Te decepcionarás de ellos y de ti mismo. Tienes dificultades para hacerte mayor. Mayor es igual a autosuficiente. Un niño es un demandante nato. Un ser maduro debe plantearse como problema su demandar. Paciencia. Evitar el espontaneísmo. Usar agenda, preparada el día anterior. Agenda de un día para otro. Oponerse a la anarquía para que haya tranquilidad. Cuando has planificado y trabajado a diario no han sido los peores tiempos, cualquiera fuese la compañera. Si no maduras no tendrás relaciones satisfactorias. Con cuarenta años no estás en una edad que corresponda a la de un pedigüeño —aunque sea de amor—, sino en la de un dador. Y no de consejos sino de ejemplos. Con Dolores escribirse, no telefonear. Es más objetivo. Lo que tienes, Mauro, visto todo esto tan elemental, es un problema de ejecución. Por ende, no ponerse nunca más grosero. No faltar el respeto. No escandalizar. Civilizarte. Si no, no son posibles las otras cosas. El fumo te pone muy grosero. ¿Por qué quieres —necesitas— ponerte borde? Dolores te humilla, pero como tú también humillas, lo toleras. Hasta te gusta. Aunque ello te duela, por todos 117
y por ti. No hablas más que de problemas. Y, además —encima—, demandante de todo. Es decir, todo lo contrario. Si te gratificas en el dolor, es lógico no esperar alegrías. Estimado Donald, la fuga está siendo más costosa que la batalla, tanto en los frentes como en retaguardia. Si en fuga se vuelve a la batalla, ¿se podrá ganar? No te puedes despertar cada mañana para quedarte tres horas pensando en los errores del pasado, sino para hacer lo planeado para ese día. No te puedes acostar cada noche para hacer un balance de todas las cosas negativas de la vida, sino de ese día que pasó, con vistas a mañana. No a ayer. La lógica no es tan ilógica. En cambio, el ilógico consciente es un necio despreciable. Masoquista o caradura. Que el miedo a morir no te impida vivir. El sol brilla y estás solo y a oscuras en tu cama, ¿ya estás muerto? Muerto de miedo, por temor a morir te olvidas de vivir. Cambia y vive, que igual has de morir. Goza de la vida, que está aquí, de momento. Visita galerías de arte, bibliotecas, teatros. Sé de una mujer y de tus hijos. La felicidad no es una frivolidad. Sin hablar ya te conocen. No hace falta que te expliques. Ser un bocazas es una vulgaridad. Esto es horrible, un infierno. Todo el día sin hacer nada, comiéndome la cabeza. Refregándome los errores del pasado. Pendiente del teléfono. Fumando. La cabeza me va a estallar. ¿Sonará el teléfono? ¿Alguien se acordará de mí? Estoy agotado de no hacer nada. Estaba muchísimo mejor trabajando. Vuelve a eso. Soluciona primero lo económico. Qué hacer a diario para comer. Lo demás ya se verá. Y no lo sueltes antes de tener asegurada otra cosa. No tienes trabajo en España ni en Argentina. Llevas años echando de menos a Ismael y sintiéndote extranjero. Marín te ha dicho dos veces que hay algunas posibilidades. Estás aterrorizado. Vuelve. Cálmate. Empieza simplemente de nuevo. Estoy agotado. La cabeza no me da más. Aunque grite socorro, yo mismo he hecho que no quiera ni pueda ayudarme nadie. 118
Tienes miedo —como siempre llegado a este punto— hasta de salir a la calle. Debes dinero, no tienes trabajo, el hijo —la familia— lejos, y, en vez de tener una novia normal, eres el amante de Lola. ¿No te has castigado lo suficiente? ¿Quién te lo pide? Periódicamente te auto-conduces a la muerte en vida. “La tristeza es amiga del enemigo”, Sagradas Escrituras. Te creías muy vivo —muy dialéctico— y te da vergüenza hasta tu propia sombra. Ni ropa decente ya te queda. Estás paralizado de espanto y terror, ¿todavía te gusta? Estás estirando las situaciones —todas— hasta límites que ni tú imaginas. Quizás te rompas: te morirás. Quizás no: sufrirás más. Te va a dar una crisis. ¿Eso buscas ahora para llamar la atención? A medida que fuiste incrementando tu capacidad de aguante fuiste incrementando dolores artificiales, creados para suplir los pocos reales. Eres un estúpido. ¡Deja a Dolores mientras esté casada! Te deprimes a lo bestia. Hoy —después de no verla dos semanas y haberte recuperado— al verla de nuevo te has deprimido. Por suerte aún manteniendo la lucidez. ¡Huye de este tipo de situaciones! ¡Ni un beso te quiso dar! ¡Masoquista! El pasado ya no existe. “Si queréis ser dueños de vuestro futuro no seáis presos de vuestro pasado.” Los fármacos, el alcohol y el hachís no te permiten, justamente, madurar. Cuarentón de mierda. Mauro, ¿le das la dimensión —tremenda— que tiene a lo que escribes de ti mismo? ¿O lo escribes y olvidas? Todos en el Dalí están leyendo mis “escritos”. Estoy buscando que me maten y nadie quiere. Todos me tratan con cariño y me invitan, ¿por qué? Ya se cansarán y reaccionarán, cansados de mí. Cansados que les 119
recuerde el dolor, y, al fin, me maten. ¡Al fin! Pepe, el dueño —y todos— me dicen: “Si tuviera una china te la daba”. Aquí estoy a gusto y, si, entre todos, cansados de mí, me matan, sé que será por mi bien. Realmente, nunca en los últimos tiempos encontré tanto afecto como en el Dalí. Gala —la perra de Pepe— hoy como nunca se recuesta a mis pies. Eso es la gloria. No quiero molestar a nadie. Si por una casualidad vuelvo a casa, quiero meterme eternamente en mi habitación, y que pase, que pase. No sé que pase qué, pero que pase, que todo pase. Lola, para mí, aunque no quieras, fuiste tú, ¿entiendes?, fuiste tú mi última esperanza. Buscaré entre todos estos amigos quien me mate. Ya los estoy poniendo nerviosos porque sus “atenciones” no me ponen bien. De todas maneras, no puedo hacerles esto. Han hecho todo lo posible por mí y yo no puedo ser tan hijo de puta para defraudarlos. Así que no los molestaré más. Seré correcto y buscaré en otro lado —quizá en el metro— lo que estoy buscando. No se los exijo más a ellos, mis queridos amigos. Lo que me hace sentir mejor. ¡Viva el Dalí! Gala sigue recostada a mis pies, qué bien. Estoy buscando quien me mate porque no tengo coraje para hacerlo yo mismo. Me han invitado a una raya —que he aspirado— y me están buscando —todos alborotados— una china de hachís porque me dicen que, ahora mismo, es lo mejor. Les he dicho que cuando me ponga pesado —que me pondré— me maten, como quiero, o me echen a la calle. Porque los quiero mucho y no quiero que tengan problemas. Mientras tanto, tú, Lola, seguramente me estás odiando porque te dejé cuando íbamos de compras. No podías ver —aunque estabas presente— cómo me estuve bamboleando en la ventana de mi habitación. Es que no le importa a nadie. Tan ocupados todos en su propia condición. No quiero molestar a nadie. No quiero molestar. En los últimos 120
meses se me han vencido las fuerzas y no doy más. Todos en el Dalí me están queriendo con sus demostraciones. Es hermoso, y casi final. Le pregunto a un mulato venezolano cualquier cosa y, viéndome el estado, me contesta con una mueca. Le digo “si te molesto, mátame”. Y no sabe qué contestar. A Pepe, el dueño, le pregunto si tiene cianuro y me dice “¡déjate de hostias!”. Ahora molesto a propósito. Siempre, sin darme cuenta, molesto naturalmente. Estoy provocando a tres grandotes hijos de puta que me dijeron que me pasarían un canuto y no lo hicieron. No sé qué está por suceder. Ya uno me ha dicho “si quieres te mato”. Y le he dicho “venga”. Y se ha reído. Falta poco —gracias, Lola— ya con la mirada le estoy buscando pelea a todos los que han sido mis amigos. Nunca había hecho esto. Provocar a toda la multitud de un bar. El fin está próximo. Ismael, te amo. Y, lo más importante, no te enterás de nada. Yo no te he hecho nada malo, ¿sabes, Lola? Todo lo contrario, intento. Ayer, en tu cumple, como hoy, te he amado profundamente. Si no, ¿quién aguantaría tu situación? ¡Dirás que cualquiera menos yo! De nuevo me quiero morir. No quiero volver a casa porque me pondrás cara de culo. En este bar nadie me quiere pegar, hasta ahora. ¿Doy pena o miedo? ¡Miedo! dirás, Lola. Miro tan desafiantemente a todos, que todos me quitan la vista. Hasta los más malos. El venezolano y los otros dos se fueron antes de que yo llegara a pelearles. Si quería, cualquiera de ellos —individualmente— me destrozaban. Un loco —poco normal como todos mis habituales amigos del Dalí— me clava sus desvariados ojos buscando no sé qué. Tal vez diversión en su vida de mierda. Le quito los ojos ya que, si me mata alguien, quiero que ese alguien sea normal, como la mayoría. No 121
quiero ser víctima de un loco. Yo no lo soy. Ya todos en el Dalí se están poniendo de mala hostia y yo quería que me mataran con alegría. Así que me voy. Pepe me ha pedido que no haga líos y sus palabras son órdenes para mí. Que tan buenos momentos he pasado en su bar. Así que me voy con mis penas a casa. Pepe me acaba de decir “hoy has batido el récord de audiencia”. Ayer 29 y hasta hoy 30 de marzo, siendo las 18:15 horas de este jueves en que estoy esperando a mis alumnos de diseño, no he fumado chocolate, ni he tomado pastillas, ni he bebido alcohol y, honestamente, estoy de “putísima madre”. Amigo lúcido, cordial y sereno de mis compañeros de este nuevo piso compartido. Incluso de Lola, quien, esta mañana, me ve como el “perfecto hombre” y me ruega irnos juntos a Argentina. ¿Cuándo aprenderás, de una vez por todas, a vivir, so cabrón? Después de no haber fumado dos días —después de hacerlo por un año y medio seguido— cuando me fumé con Jaime los primeros canutos de esta noche y quise pensar de dónde mierda sacaba el dinero para el pasaje —no ya para solventar todas mis deudas— me di cuenta que, antes de fumar, tenía las ideas claras de cómo hacerlo —o, por lo menos, de qué manera progresiva actuar— y que, ya con los canutos de la reiniciación, no tenía más que la idea de pedirle a Inciarte León que me metiera gratis, de polizón casi, en cualquier avión con destino a Buenos Aires. Esta idea —confusa, desordenada— me resultó deprimente. Ergo, imbécil, estuviste así un año y medio. Como un débil de carácter. Idiota. Dolores, esta mañana después de leer mi carta, me has dicho que sí. Que sí te quieres venir conmigo a Argentina. Y, ¿sabes lo que te digo? Que desde ahora hasta mi final —final, final— estoy orgullosamente dispuesto a pasar de ser yo mismo —Mauro— a ser Dolores y Mauro. Y está clarísimo, reincidente gilipollas: si quieres pensar, 122
no estés fumado. ¿Por qué seré rehén de esa mierda? ¡Maricón! Debo confesar miserablemente —como un infeliz de cuarta— que estoy consciente de que estoy tan fumado que estoy inconsciente, incapaz. Por lo menos ausentado del mundo, de su realidad. Fumado no lo vas a arreglar, te lo aseguro fumado. Díselo a Dolores. Ayudaos sin pelear. Juntos con amor. Comprensión. Por favor, chocolate, ¡déjame pensar y actuar consecuentemente! ¡Quiero ser feliz! ¡Déjame en paz! ¡Te venceré, miserable! ¡Viva Ismael! Dolores, María de los Dolores, yo te amo. Eres mi mujer, la del resto de mi vida. Eres la persona más encantadora que he conocido. No te quiero perder nunca más. Te quiero cuidar y defender. Y que vos hagas lo mismo conmigo. Te quiero embarazar —de nuevo— varias veces. Estoy sosegado con sólo saber que te tengo a mi lado y para siempre. Los momentos que pasamos juntos y separados han sido tan fuertes, tan determinantes. Inolvidables, mi amor. La fidelidad que no te garantizo aún en carne —por débil, por estúpido, por insaciable y vital— te la garantizo absolutamente, como amigo, como compañero eterno. Amén. Preparando las maletas, solo en este entrañable piso, embalando nuestra biblioteca, soy alguien feliz, lleno de ilusiones. Gracias, gracias mi Dolores, gracias mi Ismael. Gracias Borja que te fuiste y que ya estás regresando. Así, así me quiero morir. ¡Qué mujer más bonita!, dicen todos. “Hala, coge su maleta y se va contigo a su desconocida Argentina, ¡qué amor tan corajudo!” Y yo, yo aquí en casa, esperándote a que te reúnas conmigo en el aeropuerto de Barajas, rumbo a Roma por un día y a Buenos Aires con conexión a Córdoba, para conocer capitales juntos. Y, luego, la llegada a Córdoba, a Ismael, a nuestros trabajos que Dios proveerá. Y, en definitiva, a nuestra casa, casita, caserón. Patios y representa123
ciones de danzas para nuestros hijos y sobrinos. Felicidad general. Con muertes paulatinas. Entre sollozos perfectamente consolados, reconfortados. Reanimados y vuelta a empezar. Hasta acabar uno, sin darse cuenta, felizmente muerto. ¡Ah! ¡Felicidad! ¡Qué hermosa eres! Te estoy esperando acá. Esperando, entre otras cosas, que ninguna arista infectada, queriendo o sin querer, te pinche la vida y la mía. No, por favor, Dios mío: otórganos el tiempo suficiente para construir nuestro defendido castillo de hadas y de sueños. No nos quites la libertad de las ilusiones que se van haciendo realidad. Gracias, Señor. ¡Muerte a los curas! No, lo digo en broma. Actualmente quiero a todo el mundo. A propósito, le acabo de decir a Gernot —compañero de piso que acaba de llegar— que yo en Argentina —ya para siempre con Dolores— quiero hacer una vida totalmente normal. Y ya está. No hay nada que explicar porque cualquiera sabe perfectamente cuáles son las posibilidades, maduras, lúcidas y conscientes, de “una vida normal”: sin pájaros en la cabeza, sin afectación, sin agresiones, sin timideces. Normal, dentro de todo. Nadie se aprovechará ya de Dolores y de mí. Nadie, nunca más. Además, no olvidar que de fondo, perfil, techo, suelo y frente, está Ismael. Y el Borja que vendrá. Y Lara, la nena. Nos reímos con Gernot, nos reímos como dos niños filósofos. “Escribes siempre”, dice Gernot en su austro-español, “cuando estás mal, cuando no”. Y le leo que ahora busco mi muerte dentro de ese olor entrañable, profundo, de perfumes, meadas, sudores y lágrimas, de pelos familiares, únicos, eternos. Bienvenido a casa, Mauro, bienvenida, Dolores épica. Y cuando el polvo nos olvide, muchas leguas infinitas habrán perdido antes nuestra memoria de él, de nosotros mismos... Márquez, cuando lo llamé anoche sábado 1º de abril —cumple de Gernot— para decirle que aún no puedo pagarle la renta atrasada, 124
y que me voy a Argentina: —¿Ya tienes el ticket, Mauro? —Tengo la reserva, el billete aún no. —Bueno, si necesitas dinero o el billete me lo dices. Dolores ya se lo ha dicho a Paco y todo bien. No quiero perder, por estar con compañera, mi agilidad doméstica, mis quehaceres cotidianos en la cocina, fregando cacharros, por ejemplo. Mis comidas y mis platos, mi sillón durante tantos minutos y mi cama en igualdad de condiciones. Mis soledades y mis gustos y mis sueños, ya acompañados por los demás héroes y heroínas. Mi éxito gracias a esa soledad acompañada. Qué espantosa soledad le aguarda a Paco sin Dolores. O quizás no. Ellos lo saben. Él lo sabe. Nadie lo sabe. Dolores, quiero contigo trocar todos los campos de batalla por amor, excepto, en todo caso, nuestra cama. Compréndeme, por favor. Dolores, mi amor tardío. Renacido de las cenizas más convincentes. De sonrisas memorables, de cuna tibia, olorosa, nuestra como la mía, y la tuya, la de Ismael, la nuestra. Y Borja. Borja un día vendrá, desnudo como nuestras almas la suya Borja un día vendrá, digo para respirar, un día glorioso de alumbramientos, amores y muertes, de irrecuperables angustias, de quietud dinámica, de entregas serenas Borja un día vendrá. 125
¿Cómo moriré? Dolores, no me dejes pasar ni una más de la cuenta debida, enfréntame al empezar, tráeme un vaso de agua, amor mío, y ponme firme dentro de la normalidad. Te prometo, amor mío, reciprocidad. Tengo mis dudas respecto de que Córdoba sea lo más propicio para mí y para ti, incluso para Ismael. Está bien que conozcas a mi familia, su lugar y a otros lugareños, pero “la peatonal y el Club” nos pueden desgraciar, hundirnos en la idiotez. Siempre juntos sepamos, si es necesario, tanto anidar como volar. Volar anidados. Gernot contaba del destino de un amigo que estando en la cama con su novia le dijo que, si alguien tocaba sus cosas, él le mataba con una barra de hierro y, automáticamente, ella le había dejado. Todo para nada. De nuevo solo, después de tanto construir compañía. ¿Por qué diremos cosas que no nos gustaría hacer? “Ten cuidado —le había dicho Gernot—, de tanto decirlas quizás distraído un día te sientas comprometido a hacerlas.” “¡No, no, por Dios! ¡Antes me suicido! —dijo su amigo, tirándose a un abismo— ¡Por Dios!” ¡Eh! ¡Envía las cosas a Argentina! ¡Hoy ya es miércoles 5 de abril! Donald, el simpático neoyorquino, ha desaparecido con su novia sin haberla presentado en casa, después de que yo le dijera que, si alguien me atacaba, yo me defendería hasta la muerte de uno de los dos. Mauro, eres un idiota, un imbécil que hace igual que el amigo de Gernot. Stop it! A Dolores o a Ismael no les vas a decir esas cosas, ¿verdad? En Córdoba, mucho traje, naturalidad y sencillez. No haber fumado hora y media antes de cualquier jornada y evento. Dolores 126
igual. ¿Cómo podemos hacer, Dolores, para tener dinero tan estable como para que venga Borja? Necesitamos un nido caserón, quizás hasta volador. Ahora que el obispado de Toledo te ha dado 25.000 pesetas, ve a comprarle a tu Ismael aquella revista a todo lujo que le prometiste. Estoy cansado de tanto pensar. Lola, me has dicho hoy desde Madrid que tú también. Deberíamos descansar un par de días antes de llegar. Aire y sol, solamente. Lola, esa forma despersonalizada con que me tratas —“cariño”— y con la que tratas seguramente a tu hoy ex-marido y quizás a otros. Tantas veces te he pedido que me llames por mi nombre y tú no quieres, o no puedes. Me estoy cansando y es una pena alejarme de ti. ¡Cómo lo siento! ¿De nuevo la soledad? No te voy a permitir que me llames indiscriminadamente “cariño” ante las personas que más seriamente amo o aprecio. Ya me veo separándome de ti por “detalles monumentales”. Estoy llorando, “darling”. No sé si a lo largo de este diario marco mis defectos aún intentándolo —imbécil, débil, etcétera. Ver que dejas todo por mí —país, casa, familia— excepto la consideración general que, incluyéndome, tienes de tus hombres: “cariño”. Pero yo, en mi soledad soy sólo Mauro, o Pa. Quizás tu sinceridad última te traiciona, Dolores. Otra cosa son —o eran— nuestros puntuales “amor mío”. Otra generalización que usas con todos y que, sin embargo, necesito, muy de vez en cuando. Cuando correspondía. ¿Qué harás con tu billete? ¿Seré tan inflexible? La gente dice que en la vida hay que tragarse muchos sapos, ¿será cierto?, para ser más feliz. Matemáticamente —es decir, más que lógicamente— a mi 127
razón y sentimiento no le ajusta la premisa con la conclusión. Otra conocida premisa es la que dice, que si no te querés matar a pajas, tenés que soportar las cosas de tu mujer. Bueno, sí, en fin, pero es que, mi mujer aún está durmiendo en la cama de otro. Ismael, mi amor. Mi Ismael, escribiría eternamente tu nombre. He ido a ver tus fotos y me has dado tu bendición, la misma que me venís dando desde que naciste. Gracias, Ismael, gracias Dios mío. Me has telefoneado y, con grandilocuencia, me has llamado por mi nombre. ¡Gracias, Dolores! ¿Cuánto te debo? Ya lo has hecho antes para luego olvidarlo. Y volver a “cariño”. Los pequeños grandes odios. Las explosiones. Las rupturas. Las separaciones. Las soledades. Y vuelta a empezar. Acumulando ya en la vida cuerpos femeninos indiferenciables en su personalidad. Sin embargo, es muy raro: para mí ninguna fue “cariño”. Todas tienen su nombre propio. Me voy a duchar, y a cantar. Ahora que Borja no está, Lola, nos podemos despedir más fácilmente. Qué asco de cosas. ¿No te ibas a bañar? ¿Por qué harás un mundo de nada? O, por el contrario, ¿es un mundo ofensivo que te generalicen “cariño”? Mercedes no lo trata así a Gonzalo. Andá a cagar, Dolores. Me pongo psicótico y grosero. Entonces, esos son los sapos que tragamos para estar con un cuerpo, pero no con su amor. Esto de los cuerpos se ha vuelto rutinario y descorazonador, vulgar como el beber a diario. ¿Qué dirán los otros de mí, al verme contigo? ¿Qué les harás ver a los demás de mí a través tuyo? Si no eres respetuosa no esperes que lo sea contigo. Si atacas a un padre traumatizado —no te digo ya a su hijo—, este podría defenderse desproporcionadamente. Gernot, ¡tu amigo en acción! Tienes que entender, Dolores, que, desde que subas al avión —si 128
es que subes—, dejo de ser el amante de una casada infiel para ser su futuro marido. No me apetece insultarte más, porque me trae muchos líos. Especialmente en Córdoba. Deseo, este, que te puede traer sin cuidado. Pero, también, tengo otro deseo al cual sí deberías prestar atención. Ya tampoco me apetece que me insultes más y, menos —nada, absolutamente nada, ni una vez—, delante de mi hijo, madre, hermanos y sobrinos. No me permitiré, ni te permitiré, que seas otra Gimena. Tú dices que siempre te acusaron de inmadura, infantil e irresponsable. Pero, así como yo tengo 40, tú tienes 35. “Ya sois mayorcitos”, como dice mi amigo Inciarte. Tú verás. Como veré yo. Y los Tribunales, si me llamas de nuevo “cariño”. Gernot, ¡help! ¿Tanto te pido? Me llamas de nuevo “cariño” y yo sabré que se ha terminado, sin necesidad, ni tú ni yo, de más agresiones. Quien avisa no traiciona. Respeta al traumatizado o devuelve el billete. No me rompas las pelotas. Déjame en paz que yo no te he hecho nada. Estoy de muy mal humor. Toda la vida he deseado una voz que me acompañara diciéndome “Mauro”. Al menos, escribiendo así me ahorraré luego repetirlo en Tribunales. Estoy harto. ¿Será que me montaré una película de Tribunales a partir de un “cariño”? ¿Nuevas cárceles? Hasta ahora soy un “cariño”. “Detesto la palabreja, Señor Juez.” ¡Y de nuevo a empezar! En casa, para referirse a las malas mujeres decían “ella le llamaba cariño”. ¡Y me la estoy llevando al lado de Ismael! Dolores me ha dicho “nunca me he equivocado de nombre”, pero a mí no me consta, ni a Danilo, testigo de sus lapsus. “Mire usted, antes que a él —por mí— no le había chupado la polla a ningún caballero”. Seriedad, por favor. “Tenía, Señor Juez, creo yo —usted verá— todo el derecho del mundo...” Recién es mediodía y estoy agotado. Me río por no llorar. Qué simple que es la felicidad y qué complicados somos noso129
tros. Dicotomía que al menos en algo explica la utopía. Y con esa esforzada última sentencia me voy al sol. ¡Ah!, Ismael, hijo, ¡qué hermosa es la vida, mi amor! ¿Cuántas veces hay que repetir algo para que te lo entiendan? Y ¿cuántas veces tendrán que no entenderte para que entiendas que no te pueden entender? Lola, una cosa es que, juntos, nos pitorreamos buenamente de todo. Otra cosa es que, juntos, te quieras pitorrear de mí. O yo de ti. Más aún, habiéndonos avisado. Simplemente, el “cariño” de esta mañana fue el que colmó el vaso de “cariños”. Y me volqué al exterior. Exploté. Aquí tienes trabajo y millones de hombres. No tienes derecho a ir cerca de mi familia para hacerme fama de cornudo. Enésimo aviso. La mala leche de nuevo, pese a que ya estoy en el parque en espléndido día, ardillas y chicas. La depresión. Los malos modos. Las horas muertas juntos. El nuevo intento o el final. Estoy harto. Quiero ser feliz un tiempo. Y tú me dirás, de nuevo, que de nuevo “cariño” se te escapó. La despreocupación por el respeto. Si no te gusta se acabó. Tú, ¿mirarás provocativamente a Roberto Marín? ¿A cuál de mis amigos? ¿Ligarás con otros cordobeses y yo seré el nuevo Paco Manavers? ¿Estás segura de que eso es lo que más quieres en la vida? Si es así, te juro que yo veré que te duela más que a mí. Las cosas en su lugar, Mauro, para una mujer —un cuerpo— que te llame “cariño”, una potrilla de veinte, y no una que tenga las carnes arrugadas, como Dolores, ya de treinta y cinco. Un amor satisfactorio o nada, imbécil. Estoy deprimido, rabioso, a partir de un “cariño”. Mejor dicho, a partir de la enésima vez que me pides disculpas por decírmelo. Claro, que si me lo dijeras en una noche —o día— de cama loca, estaría contentísimo. Pero me lo dices como a todos. ¿A todos tam130
bién te excusas luego por habérselo dicho? ¿Alguien te pide que lo llames por su nombre, o soy yo el único excéntrico? Andá a cagar, cariño. Ahora me fumo un puro y te voy a esperar. Estoy de muy mal humor. El purito me disparará y arderá Troya. Qué asco de vida. Pero el sol está espléndido y hoy no me duele la cabeza. También —no sé si te has dado cuenta— estoy harto de tus “horarios”. Asqueado. Son las 16 hs. y llevo desde la mañana puteándote y puteándome. Antes porque no venías conmigo a Argentina, ahora porque venís. Te mentí, Dolores, cuando me preguntaste si Inciarte se alegraba porque te venías conmigo. Le puedes llamar, pero mejor no lo hagas, es un amigo mío, no tuyo. El que se alegraba era yo, pero estoy de nuevo en un mar de dudas. ¿Cuántas veces le he rectificado a Ismael mi llegada por ti? Cuando tenga mi billete me lo escondo debajo de la piel y, acto seguido, acampo en el aeropuerto, hasta la departure. Solo, si no eres buena amiga. ¿Por qué a la gente le costará tanto entregarse?, como amigos digo. Como siempre con todas, ahora me pelearás o me querrás coger. Y por una cosa o por ambas sentirás ofendida tu dignidad. “Cariño”, de una u otra forma, ya no me lo vas a decir más, ninguna de las cosas que “cariño” implica. Llegas a las 16:30. Son las 16:15 hs. Allá voy. Nadie podrá decir que no lo intenté. “Es un atenuante, Señor Juez.” Me gusta todo lo que últimamente he escrito. Voy a conformar un tratado que podría titularse “Evite ser criminal: escríbalo antes”. Si es que, además de escribirlo, no lo hago. Si no entro de nuevo en la vorágine de la muerte y sus prolegómenos. Eso sí ya depende de mí y de nadie más. Eres bueno, Mauro. En todo caso, Dolores también. Lo que pasa es aquello de que el mal son las necesidades de los otros. Pero, ¿qué 131
necesidad tendrá Dolores de machacarme llamándome “cariño”? Los vecinos comentan: —¿Tú crees que terminará matándola? —No, no lo creo. Al revés, pienso que ella a él. —¡Qué va! (un tercero), él la matará. ¿No veis que es un trastornado? —Bueno, pero a ella, de vuelta de la muerte —por lo del marido—, todo le da igual, hasta la cárcel. Total, si está viva. —Pero es muy tierna: llama a todos “cariño”, y baila... —Y él, traumatizado por la relación con su padre asesinado... —Quizás se tranquilicen, se hagan muy amigos y se mueran rodeados de hijos. —¡No! ¡Que alguno mate al otro! ¡No pasa nada interesante a mi alrededor! ¡Estoy muy aburrido! —Quizás sea mejor un final feliz, entre tanto desastre... —Y por casa, ¿qué tal? Por casa —Manolete 71— ya son las 17:10 hs. y mi princesita no llega. Y el avión a Madrid sale en dos horas. Y es el que va a Buenos Aires, esta próxima madrugada. Espero que no haya pasado nada, por Dios. Que Paco por fin le haya clavado una aguja infectada o que Dolores la esté preparando para mí. Vaya uno a saber. Y así llevo un año no besando la foto de Ismael cuando pienso en el sida. Fue y es aún horrible. Ya en Córdoba sin ti. Tanto nos peleamos en Roma y en el avión, que le pedí a la policía del aeropuerto de Buenos Aires que te impidieran seguirme hasta Córdoba. A Ismael y a los otros míos. Que me miran con desconfianza. ¿Qué habrá hecho este? Sólo Ismael y mis sobrinos son unos amores. Mi madre, hermanos y cuñados me miraron llegar sin alegría. Si me agreden me defenderé a los gritos. No doy más. 132
Mi madre me preguntó: “¿hubo violencia?”. “No, mamá, no hubo violencia, más que la moral. Siempre desconfiando de mí.” ¿Dónde estará Dolores? ¿En Argentina, preparándome una nueva putada? ¿En España, preparándome una nueva putada? Siempre provocándome, provocando situaciones para poder luego saltar escandalizada ante los otros explicando lo “mala persona” que soy. Mi madre me dice: “Vos siempre metiéndote en problemas”. Pero cuando yo me enamoré de Dolores no sabía ni que era casada. Y me quedé meses colgado de su recuerdo hasta que sola, porque nadie la quería con el sida rondándola, me llamó y, literalmente, me folló. La gente, en vez de ser comprensiva con mi amor —“el amor no se elige”— me dice vos siempre metiéndote en problemas. Dolores se ha quedado con las mejores fotos de mi hijo, de mis padres, de mis hermanos, de mis sobrinos. Las fotos que me han acompañado por casi veinte años en mi soledad de amor hacia ellos, de besos plásticos matinales, vespertinos y nocturnos, a toda hora, de mis plegarias para que estén bien, de llanto, de felicidad al verles. Durante mi estadía en España se me murió mi querido tío Carlos Brouillard. Mi madre me lo dijo en mitad de mi primer asado argentino. Luego, me avisó que también había muerto Andrés Castillo, un buen amigo. Y quiso seguir la enumeración pero la presión me volvió a subir a la cabeza, con fuerte dolor, y le pedí que callara, que por Dios callara. ¡Hay tantos que todavía viven! A visitarles. Escribir es mi forma de defenderme ante mi madre. Y ante Mercedes, por ejemplo. “El mundo las juzgará”, les digo. “Pero si yo no te juzgo”, dice ante esto mi madre, acojonada. ¡Escribir, escribir! ¡Escribir todo! Mi querida amiga Patricia me dijo: “Vos, Mauro, te has escrito toda tu vida”. Je, je, ¡qué linda pero pesada que es! Uno de estos días nos pegaremos un lindo polvo. ¡Usá preservativos, Mauro! ¡Cuidá a tus amigas de verdad! ¡Se acabó por mucho tiempo el hachís! Ya ves, amigo mío, que 133
estás escribiendo igualmente sin él, y sin Dolores, y sin la madre que los parió a todos. ¿No te juzgo, decís, mamá? Pues bien, te otorgo el derecho de réplica por escrito, en este diario, en mis memorias. A vos y a todo el que hable de mí, sin juzgarme. Yo creía que mi amor por Dolores había sido un gran amor, de un hombre verdadero que se juega —literalmente— la vida por un amor. Ahora viene mi madre a decirme que no, que sólo era un lío más que yo me busqué. Su amor por mi padre violento, ¿fue un gran amor o un lío más? “El amor es un sentimiento de ausencia”, me dijo Patricia. Se me cruzan los cables por cualquier cosa. Se me calienta la frente, las sienes, la nuca, la cabeza toda, siento presión en los ojos, en las sienes, en la frente, en la nuca, en los oídos, en la mandíbula. Me dan ganas de vomitar, siento que me voy a descomponer, me cuesta respirar, me sube la tensión, me duele el pecho, me siento agotado mentalmente, se me cierran los ojos, me desesperan las críticas. No es exactamente dolor de cabeza, sino presión y calor. Desde que me lo descubrieron en Sevilla soy hipertenso, recetado con Atenolol. Respiro trabajosamente, como un terminal. Doctora psiquiatra Aguirre, me has dicho que no me puedes ver hasta mañana a las 13 horas, luego corregiste hasta dentro de tres horas y se me calentó mucho la cabeza, me estalla. Ismael, te amo, vámonos al cine, a ver “La nave de los locos”. Ismael me dijo en el cine, cuando lo quise abrazar: “no jodas”. Ya me quiero ir, no sé adónde, pero ir. Irme. Siempre irme, hasta alcanzar los cielos o los infiernos. Mi madre escapó espantada ante mi aviso de que le rompería toda la casa si seguía criticándome. Por el momento ya estoy en el hotelucho “Buena Vista”, ¡con tantos familiares en Córdoba! Ni en Sevilla he estado solo en un hostal. No es paradójico, es simplemente cruel, para ellos y para 134
mí. ¿Adónde irme? Bueno, tengo el departamentito que me presta mi madre. ¡Ah!, la soledad, la hermosa soledad y la posibilidad de conocer casualmente a una niña por la calle y tener unos días, tan sólo unos primeros días... de felicidad. Los medicamentos y la hermosa psiquiatra me han dado hoy, 20 de abril, mucha paz. La depresión al volver a la Argentina, ¿por qué será? Mis grandes afectos y odios. La desocupación. El llanto contenido. Molesto a todos. De nuevo las ganas de morirme. El permanente dolor de cabeza. El fin del futuro. Y con las ganas de vivir que tengo. Leonardo Favio le hizo decir a Juan Moreira “¡y con este sol!” cuando el cabo... lo ensartaba. En la expresión literaria —como en todo— no hay que confundir libertad con arbitrariedad. Voy a hacer pis cada quince minutos y tanto el doctor Luetich, en Sevilla, como el doctor Reed, aquí en Córdoba, con scanners y la leche me encuentran, Dios mediante, sano. ¿Qué hago? ¿Me pongo un pinche de la ropa? Acabo de recordar que hay cucarachas en Córdoba. Vi a una corretear entre las almohadas que de la cama tiré al suelo. La seguí con uno de los zapatos Callaghan que me regaló Gogui. Aparentemente inteligente, o al menos con instinto de conservación, me hizo un rapidísimo esquive que le festejé. Pero al momentito, muy propiamente de los irracionales y de algunos humanos como yo, volvió hacia mí. Y yo, claro, le di, una y varias veces con asco. Luego la aparté de la ruta normal de mis pies encalcetinados —¡qué asco mayor si no lo estuvieran!— y pensé qué efímera, coño, que es la vida. Y, siendo ya las cuatro de la mañana de este 2 de mayo me voy a encender un pucho —pitillo, cigarro— recordando cómo me emocioné anteayer con mi hijo y mi madrina viendo “La Vuelta al Mundo en 80 Julios”, soliloquio a base de Cortázar, la Maga y Rocamadour. Al salir fui al baño a mear, claro, y al volver con ellos, todavía con ojos enro135
jecidos, mi madrina me palmeó amorosamente la espalda. Luego nos invitó a merendar en el elegante Café del Valle y, antes de salir, con media Córdoba espiándonos descaradamente —¡qué mirones son en Córdoba! ¡Qué hermoso anonimato el de Sevilla!— me pasó cien pesos (cien dólares). —¡No, madrina... esperá a que salgamos! —Y bueno, Mauro... puede ser también un mensaje secreto. —¡Ay, madrina!, ya cuarentón tendría que ser yo el que las mantuviera, a vos y a mamá, pero es casi al revés... Es que aún me da no sé qué suicidarme... —Mauro, querete vos mismo —terminó diciéndome mientras me acariciaba una mejilla. Luego la dejamos y con Ismael vimos vidrieras —escaparates— y él jugó a las maquinitas. Más tarde lo dejé en su casa. Y después lloré a lágrima viva, como vengo haciendo desde siempre. Escribo sin fumar, pero bajo pastillas que me recetó doña Cristina, la psiquiatra. ¿No podré hacerlo just natural? ¿Lo hice alguna vez? Adiós, buenas noches. Tengo pánico de haber contraído, en la última historia —Dolores— o en alguna anterior, el sida. Dolores debe ser la primera persona que hace Sevilla-MadridBuenos Aires-Madrid-Sevilla en vuelos inmediatos, si es que lo ha hecho. No sé nada de ella pese al mensaje de mi madre. Voy a hacer pis, y a ver si duermo algo. ¡Esquivar los restos de la cucaracha! El mensaje que mi madre dejó grabado en el contestador automático de los Manavers —o sea de Dolores y su terminal marido— fue el siguiente: “Habla Carolina de Uría, la madre de Mauro. Mauro está en tratamiento médico, pero necesita saber dónde está Dolores, y cómo está. Por favor, que Dolores u otra persona se comunique urgentemente conmigo.” Además anotó al pie de la hoja donde es136
cribió el borrador del mensaje, por si hablaba con Dolores: “¿Crees necesario hablar con él? No quiero que se hagan mal.” Fue el 30 de abril, a las 05:30 hs. de la madrugada. Y lo repitió una hora más tarde comenzando con “Insisto...”. Ahora son las 14:15 hs. del 2 de mayo y aún nadie le ha llamado. No sé por qué después de un año de total inconsciencia ahora no sé si hacerme o no el examen del sida. Anoche casi no pude dormir, por los nervios. Tomé abundantes pastillas. Pienso que esperaré un poco, para recuperarme, para tener nueva pareja con quien usaremos preservativos hasta ser estables. Como el condenado Coronel Redl de István Szabó estoy en estos momentos literalmente temblando de miedo. Estoy paranoico, desearía morirme de cualquier cosa menos del repudiado sida. Además, siento extrema vergüenza ante todos en general, al no poder distinguir entre quienes saben algo —o mucho— y quienes no. Saben que Dolores me acompañó hasta Buenos Aires y que yo allí la dejé sola prohibiéndole hasta con la policía seguir conmigo a Córdoba. Soy un monstruo quizás infectado de sida. No doy más. Momentáneamente no pienso en el suicidio, pero ni quiero salir al balcón por temor de que, ya allí, el mareo de las pastillas y el de la misma situación me hagan caer. Me contaba Dolores que después de echarle a su marido todas las mantas encima debía además echarse ella encima para atenuar su frío y su temblor. Yo necesitaría algo semejante. Pánico, paranoia, miedo y vergüenza. Mamá ahora me deja más tranquilo, puede estar en silencio conmigo. Hoy me fascinó caminar por la calle en silencio con ella. ¡Tiene setenta años y puede cambiar! Gracias, viejita, seguí así. Lola, amor mío, ya no sé cómo pedirte perdón. Quizás no quepa 137
el perdón. ¿No cabe el perdón? Nos han dicho, entre tantas contradictorias cosas, que el perdonar es de buena gente y la venganza de los dioses. “Eres una mala persona”, dijiste. ¿Qué has hecho, amor mío, perdonarme o empezar tu venganza? Te imagino simpáticamente —tan linda que eres— recorriendo Sevilla y levantándome mala fama. Por si falta me hacía ya. Te imagino de manera recurrente hablando de este monstruo a mis alucinados y ahora con seguridad ex amigos, tus nuevos aliados. Te imagino tan simpáticamente pidiendo a otros todo el dinero que gastaste por mí. A otros a quienes, a su vez, ya dejé como desilusionados acreedores, desesperanzados ante tanta imbecilidad mía. “Le pediré lo que me debes a Márquez, tu casero”, me dijiste encantadoramente furiosa cuando en el aeropuerto de Ezeiza te prohibí seguirme hasta acá. Y yo tuve ganas de abrazarte, besarte, quererte mucho, pero en cambio te manoteé, te acusé ante asquerosos, grasientos policías que, a su vez, te habrán aterrorizado como yo, o un poco menos. “Aquí en Argentina todavía usamos la picana”, se rieron —o certificaron— ante nuestra desgracia común. Te oí llorar ante ellos por tu equipaje. ¡Somos tan pobrecitos! ¡Tan infelices! Ayer a la noche le contaba a mamá que vivías de ilusiones. Que te hubieras entendido con ella. Que hubiéramos armado funciones de teatro y ballet con los niños, mis sobrinos. Que aparentas veinte años. Que Ismael y vos se hubieran entendido. Que todo “hubiera sido”. Pero ya es tarde. Soy un animal. No aprenderé jamás. Reconocer los errores es superarse. Y vuelta a empezar. “Si te equivocas tendrás experiencia... en el error”, digo sin aprender. Entre llantos me río pensando que debes ser la persona que más velozmente ha hecho el recorrido Sevilla-Madrid-Buenos AiresMadrid-Sevilla. Una velocidad vertiginosa. Cerca de 900 km por hora aproximadamente, si no fallan mis conocimientos de aeronavegación. Te veo con el pelito para atrás por el viento, como si 138
fueras en un descapotable, aferrada con las dos manitos al asiento de adelante, con los ojitos más achinaditos aún. ¿Soy un hijo de puta nomás, sin más remedio? Le explicaba a mi madre sobre nuestras reacciones siempre desmesuradas y nuestros deseos de demostrarle a los tuyos como a los míos que nosotros también podíamos ser una familia normal y feliz. Le contaba sobre la primera fotografía de nuestro Borja que tú guardabas y el análisis de pis que yo guardaba, hasta que un día casi en silencio nos deshicimos de ellos, así como de Borja antes. Y lloraba un poco menos que ahora mismo. Le conté sobre mi inestabilidad emocional para enfrentar y hacer las cosas que más me gustarían, como enfrentar correctamente una clase. Le contaba todas estas cosas porque casi no me conoce. Y lo que conoció fue tremebundo... Sigo después, mi amor, porque me he desconcentrado y ya ni consigo llorar correctamente. He llegado al nuevo departamento al que se ha mudado mamá, luego de dejar espantada su hermosa casita, donde fue asaltada por ladrones y policías entregadores, y encuentro una nota para mí de su empleada doméstica. Mamá no tiene lavadora ni muchas cosas pero tiene una vez a la semana, por un par de horas, chacha, a la usanza de lo más profundo del Tercer Mundo. ¿Cómo puede ser? Lola, te diría que te vinieras a verlo pero creo que, hoy por hoy, no me vas a hacer mucho caso. La nota de la chacha de mi madre dice textualmente: “Mauro lo llamaron desde españa su amigo Pablo el gallego. eran las 11:30 H. Argentina. Yo le dije que usted estaria a la noche más o menos 21 o 22 h pero contesto que era muy tarde de alla. Si estuve mal perdoneme. La muchacha” Con esa ortografía que le es propia. Amorosa. Mirá por lo que 139
pide perdón ella. Le estoy llamando a Pablo pero no contesta. Tengo muchísimo miedo que me empiece a gritar, que me ponga a parir. Imagino a toda Sevilla en un clamor rugiente poniéndome verde. Lola, ¿qué has hecho con mis fotos familiares? ¿Vudú? No te imagino, mi princesita, afanándote en tareas de clavarle alfileres a las fotos de mi hijo, de mis padres, de mis sobrinos. Pero, en todo caso, haz coladores exclusivamente de las mías, por favor. Voy a llamar de nuevo a Pablo. No contesta. ¡Qué angustia! ¿Lo has logrado, Lola? ¿Has soliviantado enfervorizadamente a Sevilla? ¿A toda España? ¡Bravo, chiquita! Yo sabía que lo lograrías, que lo lograríamos, pero no así. ¿Sabés que mi madre nos esperaba prestándonos un pequeño piso? Sí, mi amor, estoy arreglando sin fuerzas ese departamento: ahora debería dejarte de escribir porque ya me esperan para colocar las cortinas. Así es el Tercer Mundo: las rentas ni alcanzan para tener lavadora. Y ahora menos que menos: cayó este parásito corrido de Sevilla. El sentimiento de culpa me agobia, infinita, perfectamente. Pablo no contesta. Quizás se fue al bar Dalí a fumarse un “puro”. Yo intentaré no hacerlo nunca más. He hablado con Pablo y no sabe nada de Lola. ¿Dónde estás, Dolores? Pablo intentará averiguar si estás en Sevilla. ¿Estarás ya en Sevilla? ¿Te habrás ligado-atracado al primero que pasara por Ezeiza? Pasan muchos. Una españolita-princesita-bailarina-escritora como vos, no dura ni dos segundos sin ligar en Buenos Aires. ¿Ya lo habrás comprobado? ¿Estarás en un dúplex o en un arrabal preparando tu revancha con los “maderos” —(canas)? Me asustas ya en todos los sentidos, Dolores. Yo aquí en este 140
departamento o piso —¡ya no sé en qué dialecto del idioma escribo!— tan humilde, viendo fotos familiares entrañables que no me dejas gozar en paz. Y más: no me dejas gozar de los míos en carne y hueso, que para eso venía, para eso veníamos. Estoy falopeado, drogado, dopado. Ya no de hachís sino por pastillas psiquiátricas, para “contenerme” ante tanto rigor del destino. Para soportar la realidad con Paco Manavers, al que poco a poco Lola me hizo ir queriendo, por quien jamás sentí celos, sino casi envidia por su temple ante su sida, ante las primeras infidelidades de Lola que le hicieron a la idea de ya permitírselas serenamente conmigo. Real envidia ante su temple para sugerirle a su mujer que yo mismo podía ser la solución, para sugerirle que se viniera conmigo a Argentina... ¡quedándose solo con su muerte! Estoy muy cansado, estoy agotado ya más allá de todos los dolores físicos y psíquicos que siento. Me refugiaré en este departamentito y que te jodan, Dolores, sabes que en eso no me ganarás. Me tienes harto, ya déjame en paz. Siempre había podido dormir de noche, salvo unas pocas grandes ocasiones, a las que con las tuyas te unes, Dolores, para quedar inscrita en la historia de la infamia. No tenías el derecho de meterte en mi vida y en la de los míos tan vilmente, sólo para tener algo de diversión en tu frustrada vida. No tenías derecho pero bueno: yo también lo he hecho con otras gentes inocentes a las que ahora les comprendo su horror ante mí. Y les pido perdón. Quede escrito. Nunca había tenido estas ojeras. ¡Qué horror! Renaceré de mis cenizas, gilipollas. Mañana me reúno con Ismael, a las doce. Resulta que esta mañana de domingo 9 de mayo me entero de que Ismael padece del hígado. “Pa”, me dijo, “cuando me atiborro más que de costumbre de chocolates se me pone muy pastosa la boca”. 141
Ismael se me largó a llorar temiendo tener “cáncer de hígado”. Pero se atiende con ingestas masivas de chocolates. “¡Yo no me quiero suicidar!”, dice. Pero se come todo como hiciera Marcello Mastroianni en su turno para matarse en “La Grande Bouffe”. Primero me horrorizó, pero luego, recordándome a mí mismo, me causó mucha gracia: en la ducha me reí a carcajadas. Estoy seguro de que Lourdes no me engañó e Ismael es de mi sangre. Me dan ganas de tomarme todo el alcohol y fumarme toda la marihuana del mundo. Tengo pánico de descontrolar. ¡Gracias, Dios mío, gracias!, eres de lo más cachondo. Las tragedias griegas yo ya me las había leído antes de alfabetizarme. Pregunté a mi psiquiatra si procedería bien condicionándole a Ismael su mensualidad a cambio de equilibrar su dieta. Dijo que sí. Me encontré con Ismael y se lo expuse. Me dijo: “Yo no gasto el dinero en comilonas sino en estudiar”. Perdimos los nervios. Se levantó para irse, dejándome con palabras en la boca. Desde mi silla le golpeé suave, con la mano, en la cola —o culo. Me dijo “morite”, yéndose. Luego, cerca, se quedó mirando escaparates —o vidrieras. Me levanté para alcanzarlo, lo llamé “Ismaelito”, pero salió corriendo por el medio de la calle. ¿Ismael me castigará dejando sus estudios? ¿Comiéndose todos los dulces hasta reventar a través de su higadito? ¿Me tiraré por la ventana? ¿Cuál de los dos se suicidará antes? ¿Dónde estás, Dolores? Ya me importas nada o, mejor, no pienso, de un día a otro —desde que sé lo de Ismael—, nada en ti. Aunque siento que me gustaría volver a verte y que, cuando esto ocurra, me harás de nuevo la vida imposible. ¡Qué envidia sana le tengo al vecino de mi madre que vive con su mujer —ambos estarán entre los veinte y los treinta— con aire 142
acondicionado y cordiales reuniones con amigos! Esto es más que la “ley de la selva”, porque entre los humanos agredimos los afectos más cercanos. Es la segunda vez en la vida que le pego a Ismael. Ambas suavemente, en la cola. En promedio estimo que no está mal, veo a otros padres pegar a sus hijos hasta en la cara. Y en la nuca, con golpes tipo karate. Mi padre me pegaba con palos y cinturones y azuzaba a los perros contra mí. Aún tengo las cicatrices. Entonces, ¿por qué, a la mínima, Ismael sale corriendo? ¿Qué le han dicho de mí? Estando de buen humor todas las mujeres son guapas. La tranquilidad me deprime. Que no se me malentienda. Qué depresión esta mañana. Por Ismael y por mí, me tengo que calmar, muchísimo. En base a mis errores, a Ismael le han recalentado, todos, la cabecita. Muchísimo. Los míos han sido unos desbocados y su madre ha hecho astillas de mí. Everybody’s talking. No digo, querido Ismael, que yo sea un santo, pero hay mucha diferencia entre equivocarse y ser un delincuente, un inmoral. Pero no acuso a nadie más que a mí mismo por dar lugar a que hablen de mí. Tampoco creas que me acuso tanto porque yo sé cómo ha sido cada cosa, aunque no las pueda probar. Pero al respecto te digo que, civilizadamente, las pruebas las tienen que aportar los que acusan, no el acusado. De nosotros, en casa, soy el único que me conoce. Día del Padre. 13:30 hs. Estoy solo. Imagino a todos los padres con sus hijos por la calle y almorzando en parrillas. Ismael aún no ha venido. ¿Vendrá? Sé 143
que no tiene obligación de nada. Yo me fui por años. Y no estuve en muchos de sus cumpleaños. Ni en muchos Días del Niño. Sé que no tengo derecho a nada, que no debo esperar nada. Pero espero. Desde que me desperté esta mañana, espero. Espero que suene el portero eléctrico, o espero verlo a través de la ventana llegar, con su figura regordeta. “¡Hola, Pa!” “¡Hola, Ismael!” Saldré a comer y lo haré a escondidas por el barrio. Que nadie me vea sin Ismael. ¡Qué paradojas, Dios mío! ¿Dónde almorzarás, Ismael? ¿Preferís hacerlo sin mí? ¿Tanto me hice rechazar? Lo siento muchísimo. Te quiero profunda y buenamente, hijo. Siempre ha sido así. Y lo seguirá siendo. Sólo deseo para vos tu bienestar, la felicidad posible. ¿Te sentirás mejor así? ¿Debería yo irte a saludar hoy que es mi día? ¿Sería mejor para vos? No lo sé. Honestamente no lo sé. Si voy quizás te agobie. Si no voy quizás también. En todo caso, que Dios nos ayude. Te amo, hijo hermoso. Entre mi madre y tu madre lograron al fin satanizarme. Pero vení, Ismael, dame un beso y seguí tu vida. Vení, por favor. Yo reconozco plenamente mis errores con terceros, que con vos no he tenido, ni vos tampoco conmigo. Perdonámelos, por favor. Estamos tan lindos en las fotos. ¡Qué asco ir a comer solo, hoy! Teóricamente hoy tendría que ir yo, por mi lado, a ponerle flores a mi viejo, en su tumba, pero tengo miedo de que me siga cagando a palos. ¿Vos, Ismael, sentís lo mismo conmigo, que en tu vida te he dado dos chaschás en la cola? Lo siento mucho, Ismael, lo siento mucho. ¡Hala, niño, sigue tu vida! Tendré otros hijos, otros niños que me caminarán por la panza otros días como este, y todos los otros, hasta hacerse mayores y pirarse, y pirarme yo al cielo, si Dios quiere. 22:15 hs. Lo esperé todo el día: ya no viene. ¿Cuántos cumpleaños y Días 144
del Niño me habrá esperado tan dolorosamente como hoy yo a él? Ojalá ninguno, aunque ahora entiendo que eso es imposible. Qué pena que, después de que habláramos tan bien el otro día, no vengas a saludarme. Lo siento muchísimo por ambos. Si hubiera sabido que no vendrías, te habría ido a ver, pero ahora es muy tarde, me parece. Pero no te preocupes, mi amor precioso, no me rompés el corazón, me lo rompo yo solito, a partir de mis errores. Mi madre y tu madre te dirán que “pasé” de vos. No fue así en absoluto. Mi madre tiene que justificar de alguna manera inconsciente su pasividad mientras su marido —mi viejo, tu abuelito— me cagaba a trompadas, y tu madre tiene que justificar sus frustraciones acusándome de todos sus males. Típica divorciada. 8:00 hs. The morning after. Fundamentalmente estoy desconcertado. Hago suposiciones sobre por qué no vino, sobre qué pensará. ¡He quitado por primera vez en la vida fotos de Ismael de las paredes y las he escondido vergonzosamente en el ropero! Me da vergüenza todo el “rito” —como ahora lo veo— sin sustento. Estoy enojado. Será quizás como dice Abelardo Isaías: que deben caer las imágenes para que aparezcan las personas. Los argentinos me deprimen; sus vociferaciones, su desequilibrio, su agresividad son incomparablemente superiores a las de cualquier otro pueblo en el mundo. Ahora que lo vivo, echo de menos mi querida España. En Argentina tomo los antidepresivos que no tomé fuera. Aún, a veinte días de llegar no he recomenzado, pero me la veo venir. Ya me quiero ir. Ismael me dijo de Córdoba a Sevilla, telefónicamente antes que me viniera, como avisándome: 145
—Pa, ¿todavía soy español? —Sí, mi amor, ¿por qué? —Porque aquí son todos muy agresivos, el otro día se mataron dos por la sombra de un árbol. Hoy, muy nervioso por la informalidad del que me tenía que colgar las cortinas, le dije al encargado: —¿Es muy grandote? —No, ¿por qué? —Porque le pienso romper la cara y no sé si debo buscar a amigos. Al llegar el cortinero le recriminé su informalidad, pero era un ursus tremendo, que, de quererlo, me descuartizaba. Me paró tan en seco y con tanta agresividad, tan superior a la mía, que mi depresión llegó hasta el agobio. Luego nos amigamos y se puso a vociferar sobre las virtudes de Menem, al mejor estilo de los peronistas pesados. Al irse, también se fue mi madre porque vio —y me lo dijo— que a mi agobio ya no le cabía ningún comentario. La vieja es muy buena, el cortinero una bestia. Además, en su bestial ignorancia tuvo la soberbia de decir que se podía caminar más tranquilo de madrugada por las calles argentinas que por las europeas, cuando aquí los asaltos, violaciones y asesinatos suman tantos que en los periódicos no salen todos. Por ejemplo, el atraco del año pasado a mi madre. Con idénticas características al que se saldó ayer con el fatal apuñalamiento de otra señora. Este suceso sí salió en los diarios. Mi hermano me contó que por cambiar sus horarios se libró de estar cuando cuatro individuos asaltaron a mano armada una de las empresas que atiende. Este suceso tampoco se publicó. Todos saben que los delincuentes trabajan en concomitancia con la policía, si no son directamente ellos los que hacen los “trabajos”. Por las ruinosas carreteras argentinas, los automovilistas y sus familias son atracados por coches con individuos armados con pistolas y 146
ametralladoras iguales a las de las “fuerzas de seguridad”. Debe ser porque mi violencia particular se ve tan desbordada por la de mis compatriotas originarios que aquí me deprimo tanto. Me siento más humillado. Tendré que aprender, finalmente, a ser paciente con el hígado de Ismael. Deseo verte sano y guapo, Ismael. A manera de tantos epitafios, yo, Mauro, que he hecho ingentes esfuerzos por vivir, y lo he conseguido, Amén. Entré a las apuradas en la Catedral, con mi pelo largo y plumífero, para pedirle a Jesús ayuda laboral. Me senté detrás de una señora o señorita sin llegar a verla. Y una señora, a la que tampoco vi, sólo le oí, le dijo: “Cuidado con la cartera”. A ver, Jesús —pensé—, cómo me concentro ahora para hablar con vos. De cualquier forma lo logré. Furia obsesiva contra cualquiera que se me cruza, ¿why? Depresión y malhumor matinal, hasta despejarme, ¿why? Alcohol vespertino, ¿why? El espejo me muestra como un criminal. Ansiedad, camino a todo lo que doy. Angustia por hacer cosas. Para adelante. Como excitado, apurado. Falto de reposo, falto de sosiego. Vergüenza. Piensan mal. ¿Alejarme? ¿Explicar? Falta serenidad, aplomo. Mauro no puede estar solo. Busca cualquier compañía a toda hora, en la calle, en los bares. A solas no descansa, siempre tiene que hacer algo. Preparar agenda, quedarse en Babia haciendo que la mira, al acecho de los ruidos exteriores. No para de hacer cosas. Hace como que lee —estando a solas— pero piensa en otras cosas. Quiere lavar la ropa, arregla los malditos papeles, pero para ello 147
piensa en hacerse acompañar por una vecina. Estética de pareja: qué dirán, ¿why? Resultado, parálisis catatónica, estupor, ¿why? Trastornos de conducta, de sociabilización, ¿why? Escaparse de la cachetada, así le acostumbraron, así se acostumbró. Palabra y mano rápida —se les escapa—, tipo kung-fu traicionero. Ahí consistía la gracia, en lo imprevisto, bárbaro, desconcertante, de los golpes de papá. Actuaciones “fallidas”, busca de verdugos. Confusión operativa, más angustia, desorden interior y exterior. Actuaciones recurrentes. ¿Qué hacer? ¿Cuál será mi cifra vital? La que serene mi vida. ¿Cuál sería? Práctica, “operativa”. ¿Sociabilización después de los cuarenta? ¿De qué manera? Burlas de Gonzalo y Mercedes. Desdramatización necesaria de ellos en su matrimonio para que mis mambos no les jodan. No por otra cosa. Reírse de los problemas siempre es bueno. Intolerable para mí. Tuve ganas —tengo ganas— de “reventar” y recriminarles su falta de afecto y respeto. Lo que no es verdad, me quieren y me atienden lo mejor que les da el cuero, material y espiritualmente. Yo soy el trastornado. Desvirtuación de la realidad. Tú escuchas lo que quieres escuchar, me dicen a menudo. A vos no te dejan, sino que vos te hacés dejar, o dejás directamente, también escucho ya, con alarmante frecuencia. Ahora viene una mina, Patricia, a visitarme. ¿Continuaré con el vértigo catastrofista? ¿Cuál es la necesidad y los resultados deseados? ¿Por qué esta ansiedad por desarreglar todo? “Ya todo es demasiado”, me parece que tengo que decir. Y ofenderme. Y pelear. Y quilombear. ¡Necio! Más que eso, ¡malo! Preocupás a todos, etcétera, etcétera. Específicamente por estas cosas debe pasar el análisis. Y la “cifra” es, después de estos entendimientos, clara y netamente ope-rativa. 148
De ejercicios prácticos, cotidianos, de reeducación. El oral diván psicoanalítico conmigo se queda corto o, al menos, cruelmente lento. Vivenciar los ejercicios. ¿Dramatización? La hago de continuo. Teatralización inversa. Desdramatización. Desteatra-lización. Ejercicio uno: contención de la impulsividad sin aumento de la ansiedad. No querer —como los niños— todo “aquí y ahora”. Pensamiento a largo plazo. ¿Cómo va a repercutir esta acción a través de los años? ¿Qué recuerdo quiero dejar? Ejercicios contra la imagen —y la realidad— del forajido. Ayer escandalicé a mi just a friend que me vino a visitar: salí del baño envuelto en una toallita y pidiéndole que no mire. ¿Qué gano a largo plazo? ¿Eh, pelotudazo?, decime. ¿Qué gano escandalizando progresivamente con mis historias repetidas? Patricia empezó considerándome la persona más serena del mundo y ahora va viendo que soy la persona más convulsionada y problematizada del mundo. ¿Qué ganás, so cabrón? Le intentaste explicar, tan brillantemente, que por tu gran experiencia tenés miedo a sufrir si te comprometés afectivamente, y que —grosso modo— antes de que te ataquen, atacás y alejás. Imbécil. Te dicen con razón que no tenés que guiarte por experiencias distintas y anteriores, y sin embargo dale que dale. ¿Cómo podés ser tan necio? ¿O es que no querés cambiar? ¿Hay razón verdadera, última, para cambiar? ¿Querés realmente lo que pregonás que deseás? ¿Cómo averiguarlo? ¿Cuál sería el ejercicio práctico?, ¿eh? Contésteme cualquiera. ¿Eh?, no escucho. Otro ejercicio a determinar sería contra mis demandas y contra el depósito, en los demás, de las responsabilidades propias. La crisis es creativa, dicen. La depresión también, dicen. Alegando que es el producto lógico de la toma de conciencia, con el duelo necesario, para no repetir errores. ¡Bla, bla, bla! Impotencia. ¿No se puede vivir generalmente sin crisis ni depresiones? Y evitando repetir errores: ejercicios de anticipación y prevención de errores. 149
Error inútil: ilícitos e imposibles. Error útil: cana al aire. ¿Verdadero o falso? Andá a cagar, querido yo. Ejercicios de aterrizaje. El día que me vaya a vivir al campo, las vacas van a volar, no porque no pueda irme al campo sino porque las vacas van a salir huyendo despavoridas de mí. Ejercicios de desaceleración mental, de relajación. ¿Vacaciones anuales a partir de un orden burgués que proporcione ingresos para los correspondientes pagos o hippismo budista permanente? Ejercicios de sinceramiento. ¿Qué quiero realmente? Ya probé todo, por decirlo pretenciosa y falazmente. Falta de sinceridad. ¿Doble discurso? ¡Esquizofrenia! ¿El humor es necesariamente cinismo? Si sigo así me van a encerrar. Ejercicios de contención y atenuación de la paranoia. Recuérdese que alguien dijo que “el temor acerca la causa”. ¡Basta, estoy harto! Los ejercicios realizados históricamente para descansar han sido en su mayoría sexuales. Con resultados si no curativos, al menos agradables. Sin embargo, con los años, el éxito y la potencia disminuyen o, al menos, cambian. Ejercicios de reciclaje sexual. Ejercicios de reorientación, de nuevas canalizaciones. Ejercicios de costura, bordado y cocina. Viajes para la tercera edad. Ejercicios de aceptación. Tratamiento gradual. Irse ocupando —conjuntamente con las cosas habituales— de la tramitación de la jubilación y el nicho. Tratamiento de choque. Tiro en la propia nuca, por hacerlo aún más denso. Por ende, ejercicios espirituales. ¿Cielo en el cielo o previo cielo terrenal? Ejercicios de dimensionamiento del deseo. Lectura de “La Vida es Sueño” escuchando “Imagine”. Ahora bien, esto por un lado. Por otro, que no cunda el pánico, el miedo propio y ajeno. Ejercicios de máscaras de carnaval. El disfraz del Bien y del Mal. Bailes de carnaval. ¿Lo permanentemente festivo es depresivo? Ejercicios de moderación. Ejercicios de habituación, de acostumbramiento. Mansedumbre activa. Cursos de foniatría, oratoria y declamación. Ejercicios de alimentación del ego, la autoestima y del yo, super yo, superman. Valor agregado: descentralización de la estima, amor al prójimo. Sexo seguro e inseguro. ¿Se me parará? 150
Prótesis, afrodisíacos y lociones contra la caída del cabello. Uso y abuso de tinturas anti-canas y cremas antiarrugas. Teoría revolucionaria, subversión, transvalorización de todos los valores: no arrugues ante la cana. Ejercicios de auto-represión. ¿El miedo es paralizante o, por el contrario, activante? Ejercicios de roles. ¿Indio o carapálida? Desarrollar teoría del forajido. Policías y bandolero. Encontrar las siete diferencias. Cábala y otros números mágicos. Delirio, martirio y éxtasis. Ejercicios de iluminación, nuevas tecnologías. A la interpretación del “discurrir” propio en primer término y, luego, a la interpretación del discurso de otro, de los otros, de todo discurso, hay que tenerles cuidado. Porque puede conducir a escuchar sólo lo que se quiere escuchar. Lo cual, hecho método y costumbre, quiebra toda relación, íntima y social. Ejercicio de “suelta de palomas”. Liberación de esquizofrénicos pacíficos y reclusión de psiquiatras en actividad. Organización de olimpíadas intelectuales. Por ejemplo, ¿quién es más virgen que la Virgen? O, ¿quién es más clavado que Jesús? O, ¿quién es más loco que el terapeuta? Clausura de los juegos: ejercicios de relativización y pacificación. Fumata compulsiva de opio por todos los inscriptos. Mientras el pueblo llano aplaude. Chau, fin, me velan en casa. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya.” La Argentina se está volviendo peligrosa. Nuevamente peligrosa. Por motivos diferentes a los que fue, veinte años atrás, peligrosa. Hace veinte años, milicos y civiles golpistas la volvieron peligrosa para una inmensa mayoría de ciudadanos que se estaba quieta o que la obligaban a estarlo, alrededor de treinta mil veces en forma violentamente definitiva. Antes, la Argentina también había sido peligrosa para aquellos que no respetasen el orden establecido generalmente de facto. Ahora, en democracia, vuelve a ser peligrosa, porque persisten la miseria y la corrupción de siempre. Entonces, cabe preguntarse cuándo no fue peligrosa la Argentina: ¿alguna vez 151
no fue peligrosa? Para mí no fue peligrosa cuando yo era chico, hace treinta años, cuando mis padres aún tenían plata, cuando podía caminar por las calles, de día y de noche, con tranquilidad. Porque no había, o había menos, o no se notaban los vándalos que ahora azotan las calles. Porque, con la plata, uno era socio de la cooperadora policial y, por lo tanto, estaba a salvo del azote policial. Y, con la plata, uno iba al mismo club que los jueces y uno siempre, por lo tanto, tenía “palenque ’ande rascarse”. Ahora, uno va, como la inmensa mayoría de siempre, desamparado por la vida, esquivando en lo posible la mirada superior de los magistrados y la mirada fulminante de los policías y otros, más o menos vándalos, que nos acechan como a presas desnudas. Literalmente desnudas. De todas maneras, cuando chico, los infiernos eran otros. Aunque no todo era desgracias, por lo antes apuntado. Y por otras cosas, que nunca detallaré, las desgracias y los placeres fueron mayores. Creo que es mi ansiedad la que me produce depresión. Y no a la inversa. No soy un pesimista en lo más profundo mío, sino por el contrario y contra muy probables apariencias, soy, más bien, alguien que está a la expectativa, sin juicio previo. Tan predispuesto, de buena manera, a sentir cualquier estado extremo, como, de manera indiferente, uno intermedio. Viviendo cada momento —sea el que sea— íntegra y plenamente. Soy, pues, un voyeur de mi propia vida, que se emociona siempre mucho por lo que está viendo. Ocurra algo bueno, malo o mediocre, no es obstáculo para que, en todos los casos, lo considere curioso, notable. En cierta manera, vivo mi vida como un diario de sucesos diversos y, en general, padezco de ansiedad por conocer los siguientes sucesos, los que vendrán. Soy muy curioso. Y esa tremenda curiosidad, con toda seguridad, atormenta mi cerebro y, por ende, mi alma, hasta la confusión, hasta la interrogación total. 152
11 de noviembre. 10:30 hs. Llevo seis meses en Argentina, por lo que creo que cumpliendo ritos, es hora de balance semestral. Je, je, como si no lo hiciera ya diariamente. De mi familia puedo rememorar aquello de “no tengo amigos ni enemigos, nadie llama a mi puerta”. Veamos. Ismael vino una sola vez, a pedido. Gonzalo igual. Mamá viene más, pero únicamente por cuestiones administrativo-económicas y por otras “noticias puntuales”. Nunca “porque sí”, “por verte”, como hago yo con ellos. Es decir, todo sigue igual. Realmente no tenía por qué cambiar, más que en mis imaginarios deseos. Ellos no visitan. Ellos “reciben”. O no. Depende de si pueden, o si quieren. Yo los visito, los necesito. El que se cae por casa es Emilio, todos los sábados por la mañana. Pero él es un amigo, no la familia, y amigos también se aparecían por mi casa de Sevilla, y por la de cualquier lado. Quiero decir que, si volví, fue exclusivamente por la familia, la cual, como digo, ya no es la que fue. Desde que llegué nos reunimos dos o tres sábados en lo de mamá, pero aquello no se repitió, por falta de dinero para la comida, o algo así de incomprensible. Todos hacen sus vidas, según dicen. Y, por lo que se ve, sin posibilidades de que esas vidas incluyan reunirse en familia. Al escribir esto, siento el pálpito de estar preparando una nueva partida. Aún no siento, como veces anteriores, la madurez de la partida, pero quizás sólo faltaba escribirla, como de costumbre, documentarla. Pero, ¿adónde ir? Ya no tengo ganas de irme a ningún lado. ¡Qué bien que me vendría ahora un padre que me quisiera! Y siempre. A veces, como ahora que acabo de hablar con José María 153
Inciarte León, mi abogado español, llamándolo “papá postizo” y él “hijo” a mí y he cortado con un tremendo nudo en la garganta, pienso que, más que nada, lo que yo ando buscando, lo que yo desearía encontrar —más que hermanos, o madre, que mal que mal ya tengo, o minas, que ya tengo tantas— es un padre. Sí, un papá, un papá que nunca tuve, un querido papá y, también, casi principalmente, un querido papá para el que yo fuera —fundamental— un hijo querido. Que eso no tuve, ni tengo, y ya ni tendré. ¿No es cierto? Ya me moriré sin papá que me quiera. ¡Qué pena, mi Dios, lo que intuyo que me he perdido! Los días previos al día en que cumplí cuarenta y dos años yo los venía transcurriendo muy atareado por las múltiples actividades de las que me estaba haciendo cargo, tanto sea porque me eran necesarias como aquellas que me autoimponía, vaya uno a saber por qué. Cosa que no libra —en mi caso no lo hizo— de inquietudes y otros nerviosismos que terminaban haciendo cada día —en especial ciertos tramos— realmente angustiante. Con inquietudes aceleradoras de ansiedades y otros estados espirituales muy molestos. Todo acentuado por la falta de plata y, lo que es tanto o más significativo, por la falta de amigos y, sobre todo, por la nueva falta de una mujer. Que se comportara como tal. Como una verdadera hembra —dicho con todo respeto. No limitada en su comprensión de la vida. Y punto. Pero fundamentalmente hembra. Con olor, calor, humedad, modales, de hembra. Estaba y me sentía, quiero decir, muy solo. Todo muy correcto, quizá, pero bastante bajoneante. Elegí el día de mi cumpleaños número 42 para andar con cara larga. Son muchos años. Aunque por poco, ya voy para los cincuenta. No es joda. Y me siento raro. Aunque yo siempre me sentí raro. Como quizá se siente raro cada uno de los humanos creyendo que su rareza es especial, distinta. Me levanté cerca de las nueve. Me auto-felicité 154
por haber llegado de manera cabal a los cuarenta y dos. Me bañé y desayuné como —a veces de un modo maldito— vengo haciendo rutinariamente solo. Y cayó mi hermano, cerca del mediodía. Me felicitó y lo invité a pasar y a tomar un café. Charlamos. Todo bien y se fue. Yo me quedé en casa preparándome para ir a almorzar con mi madre. Mi madre. Ese es otro tema, un tema mayor. Sé que a mi madre la quiero mucho. La quiero simplemente porque es mi madre. Esa madre que se quiere profundamente, aunque nos peleemos cada dos por tres. Nos vemos impotentes de ser de otra manera y, por no podernos llevar idílicamente, en los dos se nos nota la desesperación. Se nos presenta el complejo de Edipo y otras cosas por el estilo. Como en todas las casas, en un clima de odio y amor, desgracias y alegrías que unen y desunen, arbitrariamente. Cuando salí para ir a almorzar con mi buena madre, me la encontré con cara de atribulada a Irma, una vecina —vieja— que vive en otro monoambiente, igual al que me presta mi madre. La vi refregándose nerviosamente las manos y sin saber qué hacer. Y me dijo: —¡Ah, Mauro, este hombre está muerto! —señalándome la puerta cerrada del monoambiente de don Luna, otro viejito que vivía también solo. Don Luna era medio sordo y raramente atento, como se comportaba sin que uno llegara a saber si era realmente atento o se burlaba de las convenciones sociales. A veces me parece haberlo visto algo borracho, inconexo. Había tenido esposa e hijos, pero no lo visitaba más que una señora, muy de tanto en tanto, que él presentaba como quien le ayudaba en las tareas domésticas, pero que todos creíamos que era, o había sido, un amor, que ahora lo venía a ver por compasión. —¿Por qué lo dice? ¿Cómo lo sabe? —pregunté impresionado a Irma. —Porque lleva dos días sin salir y tiene todo cerrado. —Puede haberse ido unos días a otro lado —empecé a suponer yo. Pero Irma agregó: 155
—Además, porque levanté un poco la persiana, y está ahí tirado. Vaya a ver, Mauro. Fui. Hice lo mismo que ella me había dicho que hizo. Levanté un poco la persiana, separé la cortina y vi que en el pequeño baño estaba tirado don Luna. Sólo le vi los pies, uno con zapato y el otro no, como siempre les pasa a los muertos. Del departamento salía mucho calor, pero no olor. La luz del baño y la radio estaban encendidas. Sentí esa impresión particular, difícil de definir, que siento cada vez que me enfrento con un muerto. Solté la persiana y le dije a Irma que sí, que muy posiblemente Luna estuviera muerto. Me preguntó qué hacer. Y yo le dije muy urbanamente que lo mejor sería avisar a la policía. Le pregunté el número, el 101. Y le dije que, como yo salía, pasaría por el locutorio y llamaría. Y así lo hice y me fui a encontrarme con mamá, para almorzar. Al llegar tuve que esperar. Yo pensaba en Luna y estaba impresionado. La vi venir a mi madre y esa imagen me pareció constituyente de mi ser. La vi linda. Y pensé amargamente en el día que ya no la podría ver nunca más. Quizá, al verme a mí, mi madre haya pensado lo mismo, porque a mamá ya se le murieron los padres y el marido. Tiene más experiencia. Mamá se eligió una ensalada combinada y yo merluza con puré y una botellita de un cuarto litro de vino tinto. Al segundo bocado —yo no sabía si tenía apetito o no, sólo que me tenía que alimentar— me dijo que Roberto Marín había sido internado esa noche casi con un coma etílico, y aunque enseguida lo matizó diciendo que se estaba recuperando bien, me di cuenta de que el orden y la forma del relato habían tenido la intención de crear suspense, introducido consciente o inconscientemente por mi madre, pero que yo siempre le he reprochado en las horas de comidas. Aparté el plato y sólo me tomé el vino. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Sentí entonces todo lo que la quería. La traté correctamente, no le conté nada sobre Luna. Me volvió a felicitar por mi cumpleaños y 156
me preguntó qué quería de regalo. Yo le conté que había probado un perfume bueno y barato. Y me lo prometió. Se fue a tomar un cafecito y a leer el diario. Yo, a dormir a su casa. No quería volver todavía a mi departamento, con don Luna ahí cerca, muerto quizá por varios días y yo sin saberlo. A la noche estaba invitado a cenar en casa de Silvina y el Sapo, amigos de Gonzalo y Mercedes —que también irían— para festejar mi cumpleaños presentándome a Mabel, una amiga de los dueños de casa. En casa de mamá me quedé hasta la noche, dormí algo de siesta entremedio. Me bañé con agua bien caliente durante mucho rato y después con agua fría, hasta sentir que me había sacado todo el calor acumulado por las tensiones. Antes, había hecho algunas flexiones y estiramientos. Me sentía bien. Fui a cenar y me presentaron a Mabel. Buen cuerpito, no muy alta, buenas tetas y culo. Ojos y pelo oscuros, piel blanca. Siendo delgada, fuerte. Comimos y chupamos bastante todos, y se hicieron gratamente las tres de la mañana. Mercedes y Gonzalo se levantaron. Les pregunté si podía dormir en su casa debido a que estábamos muy lejos de la mía. Obviamente me dijeron que sí, entre otros motivos porque ya estaba hablado. Pero lo pregunté en voz alta para ver si surgía con Mabel alguna otra alternativa. Al final de la noche había decidido que era preferible seguir con ella que estar sin mujer. Mabel reaccionó diciendo que ella podía llevarme hasta casa, “con mi humilde Citroën”. Por supuesto, accedí. Y todos —Gonzalo, Mercedes, El Sapo y Silvina— ayudaron con altura a que el momento fuera muy natural. Nos fuimos a tomar un café a un bar, hasta las cuatro y media de la madrugada. Charlamos animadamente, sobre todo yo. Nos reíamos, y nos fuimos mirando de manera más sostenida los ojos, aclarando intenciones. A mí me habían hablado más de ella, que a ella de mí, por lo que yo jugaba a que la extorsionaba diciéndole que le contaba qué sabía, si ella me daba besos. Cuando nos echaron, porque el bar cerraba, le dije que podíamos ir a su casa. Pero se negó alegando que 157
la había dejado totalmente desordenada, impresentable. Entonces la invité a mi departamentito. Llegamos. Ya estábamos solos y en un ambiente muy chico, acogedor, con música lenta. No quiso beber más que mate amargo, con bombilla. En un ir y venir del mate la abracé contra la pared. Me esquivó la boca pero yo le empecé a dar besos en las mejillas, muy suaves y cariñosos, pero también muy lujuriosos. Cuando se hizo muy notorio que le gustaba hizo ademán de quererse apartar pero no la dejé, empezando a darle muchos besos con la boca abierta y lamiéndole el cuello y los hombros. Empezó a agitarse como hace mucho no sentía, de calentura, a una mina. Se contorsionaba muy femenina-mente, gemía. La chuponeé en la boca, con toda la lengua y bien adentro, con el gusto de cuando era pendejo. Ya estaba definido. Al rato le dije que estaba con ganas de tirarme en la cama —el día se había hecho largo— y me dijo que lo hiciera. Se fue al baño. Cuando volvió se sentó a mi lado. Pero yo no tardé nada y la agarré del brazo primero y después de todo el cuerpo y la acosté al lado mío. La volví a besar, ya totalmente desinhibido. Se agitó muy lindo. Le acaricié por primera vez un pecho. Estaba muy bueno. Luego los dos. Luego la panza y ya gimió mucho. Y me sentí como autorizado y como un quedado si ante sus manifestaciones no llevaba la mano por debajo del pantalón. Le sentí el bajo vientre suave, calentito, mullido, precioso. Y le llegué a tocar los labios, digamos, inferiores. Ya estaba definida otra etapa. Saqué la mano únicamente para poderle desabrochar el pantalón. Le ayudé a sacarse las botas y le saqué el pantalón —ella colaboraba— pero sin sacarle la bombacha. Terminé de comprobar que tenía un buen culo. Y mejores piernas. Tomé conciencia de que tenía entre mis manos a toda una hembra, con independencia de que su carácter, o su educación, o su trabajo, o su inteligencia, fueran o no los indicados, en esas raras valoraciones que suelo hacer. Me pidió que usara preservativos y, eso, ya me puso muy en claro que había que proceder. Que tenía autorización y obligación de llegar 158
a las últimas consecuencias. Era evidente. Yo estaba muy cansado y fumado. Y le dije que los forros eran un mal rollo. Así, en rima y mezclando argentino y español. Pero parece que me entendió. Insistió. Cambié de tema. La empecé a besar de nuevo y le acaricié los pechos y fui bajando de nuevo mi mano hasta sus labios, que encontré empapados y calientes. Le acaricié un ratito el clítoris y, cuando ya estábamos muy calientes, me saqué el calzoncillo y la penetré. Me la cogí con las piernas bien abiertas, hasta poniéndome yo en la posición de rana. La cogí un rato bien largo. Ella acabó y yo seguía cogiendo con muchas ganas. Me preguntó si no me cansaba. Yo no supe decirle que, aunque estaba agotado, me fascinaba estar cogiendo con tan linda mujer. Bueno, al fin nos despedimos quedando —fijo— para un próximo día que nuestras obligaciones, reales e imaginarias, permitieran. Me hice una buena pero ardua —por el cansancio— paja pensando en su cola, en sus tetas, en su pancita y, también —por qué no decirlo— en toda una noche en la cual no tuvimos diferencias. Muy bien, tanto que ahora “no me importa” seguir viendo a Mabel. Mabel vino a tomar mate y se quedó. No volvió a casa de sus padres más que para buscar cosas y saludar. Ya llevamos un mes. Por mi vida pasan mujeres de continuo. Sus estadías en mí, pueden ser más o menos emocionantes, pero indefectiblemente todas pasan, es decir, se van, sin dejar casi nada. O nada, muchas veces. Tantas, que ya no me acuerdo. Cada una llega despertando mi interés, mi curiosidad. A ver qué pasa con esta, digo ya. Porque antes me lo tomaba más a la tremenda. A cada una la consideraba la última, la definitiva. Por lo que la separación era dolorosísima; era el abismo. Hasta que me acostumbré a que, en realidad, después de cada una no estaba el abismo sino otra, la siguiente. Yo no creo que quiera una mujer que me acompañe el resto de mi vida. Siento que es una inversión muy 159
grande, definitiva. En donde uno se juega todo a un solo número. Es, sin duda, según mi experiencia infantil y juvenil, una apuesta muy peligrosa. Emocionalmente aberrante —para mí. No, por favor, no más pérdidas y abandonos esenciales. Trivialicemos el asunto, multipliquemos los casos hasta minimizar sus importancias. Por favor, que ya he intentado desear la mujer y los niños para toda la vida. No me debo confundir. En realidad yo quiero una mujer que me divierta, que me mantenga entretenido, hasta que me canse y me busque otra. A veces paso un tiempo solo, y me siento aburrido, incompleto, aunque en paz. Esa es la verdad. Lo que pasa es que uno tiene miedos, presentes y futuros. Que aunque se puedan relativizar siguen estando ahí, inquietando más mi vida, una vida de por sí ya inquieta. Miedos presentes, de que hablen mal de uno, que me llamen mujeriego. Cosa que hace rato hacen sin que afecte mi viril y legítimo comportamiento. Y miedos futuros, que sea cierto eso de que hay que sembrar para cosechar, en mi caso, sembrar desde ahora todos los días la misma compañía para cosecharla en mis últimas horas de vida. Eso sí, traicionera-mente, no se me muere ella antes, y, en vez de cuidarme y enterrarme a mí, tengo que hacerlo yo con ella. Para luego terminar solo de todas formas. Qué horror, todo mi período de vida sexual más activa invertido en una sola mujer que, en mi hora más crucial, ya no esté. Tal vez consuele pensar que uno se va a reunir con ella. Sí, sí. Pero, ¿quién me acompaña entonces hasta que mi electroencefalograma dé plano? Puedo contestarme “la de turno”, si es que en esos cruciales momentos pinta alguna. Releyendo, primero sufriendo y luego apenado, veo que estoy desenfocado, confundido sobre cómo son las cosas para el común de la gente. No sé por qué, no sé dónde, pero escucho aturdido cómo todos dicen: ¡no es así, no es así! Ante esto, en otros tiempos, aturdido nuevamente, culposo, me volvía a proponer la normalidad, la pareja estable, los hijos, la casa, 160
la parrilla, el perro y las vacaciones anuales... qué sublime. Pero, en los hechos seguía haciendo todo lo contrario, muchas mujeres, distintos hábitat. Se volvían a enfrentar mis antojadizos hechos con los mandatos, familiares y sociales, y yo sufría de nuevo. Ahora entiendo que lo hacía como un maricón, que lo hago como un maricón, cada vez que me vuelve a pasar, porque uno nunca se cura, sólo puedo lograr espaciar los ciclos, y limar, volver más romas, las puntas deprimentes, depresivas. Mi fondo ya no lo cambio, sólo cambio las formas de consideración, eso es lo único que puedo hacer, pero es suficiente, más aún, es lo indicado. Hoy por hoy soy un mujeriego empedernido y libre de culpas inexistentes, lo que no obliga a que lo sea siempre, cuestión que ya se verá, Mabel mediante. Para ser, como mucho, una mujer casi perfecta para Mauro, Mabel tenía que tener alguna imperfección, variable según el ánimo de Mauro, que probase —dicha imperfección— que ella no era perfectamente lo que él necesitaba. Esta imperfección un día podía ser una cosa. Y al otro día esa misma cosa podía representar todo lo contrario, una de sus mejores virtudes. Por ejemplo, Mauro se decía que Mabel era una gran compañera en todo excepto llegada la hora de hacer el amor. Para la presente memoria de Mauro, otras habían sido todo sexo y gloria, haciéndolo sentir un enorme semental. Aunque Mauro, pese a esos recuerdos nostálgicos, no dejaba de tener también presente que esas mujeres tan calientes nunca le dieron real tranquilidad, cosa nada trivial que Mabel sí le daba. A Mauro le molestaba —le enfurecía a veces— que Mabel fuera tan desganada para buscarlo sexualmente. El no se quejaba de la respuesta sexual en sí de Mabel, que consideraba buena. Normal, principalmente. Cosa que le tranquilizaba, ya que realmente no quería más aquellos despelotes de sexo y locura vividos tiempo atrás con las anteriores, que ahora su memoria rescataba como diosas del amor. 161
Con el estúpido objetivo de descalificar a Mabel. Con el fin último de seguir teniendo, en su vida, un signo de dolor, en vez de uno de alegría, Mauro quería creer que todas las veces previas al “acto”, Mabel siempre se negaba, para luego aceptar, como quien hace un favor. Creía que con Mabel nunca el sexo venía de su parte, de la de ella, que no le buscaba, que cumplía el rol de una esposa abnegada que atendía a su esposo y que, siempre, le reprochaba los servicios que le dispensaba. Mauro sabía que no era tan así, pero lo quería ver así, para seguir con dudas, con torturas, según algún viejo mandato, ancestral, que deseaba cambiar, lógicamente, antes de morirse. Todo es según el cristal con que se lo mire —pensó Mauro. Mabel dice que soy muy demandante porque le pido que se ponga la ropa que a mí me gusta. Y que yo le compro. Dice que soy muy demandante porque le pido que me ayude con mi trabajo. Muy intelectual, mi trabajo. Dice que soy muy demandante porque quiero hacer, con ella, el amor todos los días. Otra diría todo lo contrario. Que soy muy atento y que me ocupo personalmente en comprarle ropa linda. Que soy muy considerado al hacerla partícipe de mi trabajo intelectual. No como otros hombres que dejan arruinarse física y espiritualmente a sus mujeres en alienantes tareas domésticas. Otra diría que soy, en definitiva, todo un caballero que no le falta nunca. ¡Un señor que le cumple, en todo sentido! La cuestión no pasa, razonó Mauro, por si soy más o menos demandante que cualquier otro. Ni por si tengo o no razones valederas en mis demandas. El asunto es cómo reacciono ante ellas. Creyendo que, si no soy atendido, el mundo debe estallar en mil pedazos. Y, si no estalla por sí solo, yo me tengo que ocupar de que ocurra. El punto está en que si la que duerme a mi lado no quiere o no puede ser afectuosa, el mundo no se acabe. No tengo que destruirlo bebiéndome un litro y medio de vino, para liberar los impulsos y 162
romper todo. Por varios motivos. No lograré hacer el amor. No me mostraré como el cariñoso que creo ser. Quedaré como más bruto, más solo que la Luna, más destruido, más dolido. Estaré repitiendo —sentenció a lo psicólogo— la historia maldita de antes, aquella que me condenaba de antemano. Había noches en las que a Mauro le era imposible conciliar el sueño con su mujer durmiendo al lado. Él, que siempre había necesitado ocupar a los otros con sus cosas, que siempre se ocupaba de que los otros estuvieran ocupados —preocupados o divertidos— con y por su vida, se exasperaba ante el abandono que sufría, imaginariamente, sintiendo cómo respiraba, serena, entre sueños, Mabel, sin ocuparse de él. Y se preguntaba, lleno de temores y odios que no podía eludir, ¿será cierto que está durmiendo? Y se respondía, yo creo que se hace la dormida y me está escuchando, mirando de reojo entre las sábanas cómo me desespero sin poder dormir. En estos casos, Mauro quería despertarla pero se contenía. Se aguantaba y sufría más. Y más malos pensamientos se le cruzaban y más culpa y desesperación sentía. Rumiaba que ella —siempre tan atenta con sus cosas— ahora hacía como que no se despertaba pese a su inquieto insomnio, que a propósito le dejaba sufrir la angustia de sentirse tan solo durante una noche en vela. Mauro se dormía más fácil, o pasaba la noche en vela más despreocupadamente cuando Mabel, por alguna razón, estaba ausente. Por ejemplo, cuando ella se ofendía y se iba unos días a la casa de sus padres él conciliaba más fácil, a solas, el sueño. Se masturbaba. Bebía despreocupadamente dos vasos de vino y terminaba durmiéndose plácidamente. En cambio, en esas noches de insomnio acompañado, Mauro esperaba nervioso que Mabel se despertara, que le preguntara por qué no podía dormir, que le masturbara, que le activara hasta hacer el apaciguante amor. Sin embargo trataba, pero con poca suerte, de ser sensato. Trataba de pensar que ella no 163
se lo hacía con mala intención. Y entonces, a duras penas, podía “excusarla” diciéndose que Mabel estaba extenuada como para, a media madrugada, ponerse a masturbarlo. Que, por eso, disimulaba dormir. Es decir, igual pensaba mal. Seguramente había, en la vida de la Humanidad, cosas peores pero, para Mauro en particular, su fantasía era la más atroz. Y los demás, en especial Mabel, no eran precisamente el infierno que había imaginado Sartre cuando dijo “el infierno son los otros”. Todo lo contrario. Por más que lo quisiera ver como Sartre, ardua, vitalmente Mauro vislumbraba que el infierno verdadero, único, era él mismo. Y que los otros —por más mediocres que los quisiera considerar— eran “un cielo” comparado con el averno de sus disquisiciones. Anoche no te podías dormir. Mabel apagó la luz casi sin despedirse. Te quedaste masticando tu abandono. Pensabas y pensabas. Y entre ello pensabas que Mabel no dormía, que esperaba tu estallido. Y es cierto, así la tienes acostumbrada. Pensabas que era una sádica que se regocijaba contemplando cómo te desesperabas al no ser atendido sexualmente. O como a un niño, como hacía tu abuela, diciéndote “Buenas noches, que Dios te bendiga, que seas muy feliz”, todo acompañado con unas palmaditas introductorias al sueño. Pensabas que era una sádica. ¿Para qué? En primer lugar, Mabel no es una sádica. Al menos no lo es de continuo. Casi estás seguro de que nunca es una sádica. ¡Comparada con otras que has tenido es una santa! Casi como Gogui, mi amor. Y, en segundo lugar, pensabas que era una sádica porque eso ayuda a tus fines. Te ayuda a exasperarte, a creer que no te quieren, a creer que ella está en tu contra, a creer, en definitiva, que estás en tu derecho de rebelarte. A enfurecerte. A beber y romper todo. A demostrar que aquello que decía tu padre —“a Maurito hay que corregirlo”— es, una vez más, cierto. A repetir la historia. Pero no lo hiciste, no te descontro-laste. Estuviste horas desvelado pero no bebiste, no gritaste. Es un paso. 164
Hay que dar otros, en este sentido, hasta acostumbrarse a caminar de este nuevo modo. Con o sin Mabel. Por respeto a uno mismo, ante todo. Los otros pueden y tienen derecho a pensar, desear y actuar diferente a uno. Y uno puede llegar a razonar, en forma aceptable, que están equivocados. Incluso que no nos convienen. Incluso que, por ejemplo, estarían mejor muertos que vivos. Por más que trabajamos las diferencias podemos concluir que son unos gusanos asquerosos. Pero, por eso, uno no va a ser el asesino de esos, posiblemente, miserables bichos. Ni, por eso, uno se tiene que destruir, inmolar ante ellos. ¿No es ya absurdo insistir en el propio grito, en la propia cachetada, contra uno mismo? A Mauro, así como le gustaba pasarse horas haciendo sesudos análisis, también le gustaba la frivolidad, la fiesta. No me gusta privarme de nada, era una de sus frases. Y Mabel mucho le ayudaba a no cometer excesos. Le cuidaba de no beber, trasnochar, yirar sin rumbo. “No me gusta beber, no soy sensual, no soy voluptuosa, no me gustan las aglomeraciones de gente, no me gusta ir a bailar”, eran las frases de Mabel. Y agregaba: “Yo soy así, y si no te gusta, me voy”. Desde que habían empezado a convivir, Mabel había ido poniendo a Mauro en vereda. Dejó de ser aquel hombre a quien ella, al conocer, había bautizado “perro loco”. Y Mauro también había ayudado a Mabel a no estar como bola sin manija, casi vegetando en casa de sus padres. Sin embargo, a Mauro siempre le parecía que, por ignorancia, por desidia o no sabía bien por qué, Mabel prefería que él también se pasara el día en el monoambiente, sentado en un banquito y tomando cadenciosamente mate, sin ocuparse de nada. Cosa que, obviamente, Mauro nunca podría hacer. “¿Qué es lo que quieren las mujeres?”, concluía en silencio, representándose mentalmente al barbudo Freud. Sin mirar a Mabel, mirando para otro lado. Porque apenas la miraba, comenzaba una discusión. Como 165
en la mayoría de los matrimonios más vulgares, los silencios para no pelearse eran la regla de oro. Los dos iban aprendiendo que en la vida, hasta en la relación de pareja, había que tragarse muchos sapos. Y, como eran inteligentes, los dos se daban perfecta cuenta de que, a cada rato, el otro era un sapo difícil de tragar. Pero se lo tragaban, porque los otros menús que se ofrecían por la calle, hasta el momento, eran peores. Con la mente ofuscada, a veces se confunden los aromas, unos parecen mejores que los de casa cuando realmente no lo son, se decía Mauro quien, sabiendo esto, sólo quería divertirse, en los ratos libres, con su Mabel: “¿Por qué esta imbécil —ahora que afuera hace un frío de cagarse y aquí dentro está bien calentito— no se me pone en bolas y viene contoneándose a hablarme en el pito mientras me acaricia los huevos? ¡Dios! ¡Qué difícil es convivir! ¡Pero siempre es mejor estar con Mabel que volver a ser aquel perro loco!” A Mauro, que tanto fantaseaba con eróticas mujeres que le rozaban por la calle, le horrorizaba la idea de estar con alguna de ellas. Le horrorizaba perder a Mabel por una cana al aire. Y bueno, pensaba, moriré diciendo como tantos fieles maridos que viví toda la vida con Mabel porque nunca encontré ninguna mejor. Sin dejar claro, si no había ninguna mejor, o nunca se tuvo la suerte de encontrarla. “¡Mabel!”, gritó suave y con la entonación ya rutinaria entre los dos, “dejá eso y vení para acá”, mientras se soltaba el cinturón. Eficiente, sin juegos previos, Mabel lo empezó a satisfacer. “¿Querés que te la meta?”, le preguntó Mauro. “No, prefiero chuparte.” Inmediatamente después Mauro se durmió y Mabel se quedó sentada en la cocina, leyendo a los clásicos y, por supuesto, cebándose unos mates. Por primera vez en su vida, Mauro sentía que no tenía que llegar a nada especial. Que muchos —la mayoría— de sus sueños no se 166
cumplirían jamás. Pero también, que la mayoría de las desgracias que deseaba o se imponía al mismo tiempo que sus éxitos, tampoco tenían que sucederle. Se daba cuenta de que, tan sólo, debía vivir, sin grandes logros ni grandes tragedias. Hasta que se muriera, en lo posible, muy anciano y de muerte natural. Sin haber antes matado a nadie, sin haber violado. Sin haber sido narcotraficante, ni tampoco presidente de la Nación. Ni Premio Nobel, ni ganador de la lotería. Nada de todo aquello anormal que durante tantos años ocupara su mente. Ahora, incluso, a Mauro le resultaba llamativo no andar caliente detrás de toda mujer que se le cruzara en el camino. O no se le cruzara pero él igual la fuera a buscar, como hiciera siempre, antes. Se había tranquilizado. Tenía otros planes, no tan grandiosos ni tan trágicos, pero tenía planes. El temor a caer en los infiernos anteriores le sostenía la convicción de que así era mejor, pese a no tener tantas “emociones” que, antes, le hacían sentir vivo. Ahora le hacía sentir vivo simplemente saberse no muerto. Por lo tanto, como antes viera que no había límites, que había incluso que matarse ya mismo, ahora veía que se debía cuidar mucho, que todo era bastante peligroso, que él no era el más fuerte ni mucho menos, y que debía ser “razonable”, estar integrado. Y, sobre todo, que debía buscarse la vida en alguna forma que le asegurase tranquilidad para todo el resto de su vida, y no por cuatro días hasta que un nuevo “arranque de carácter” lo echara todo a perder. Había vuelto a su ciudad, había calmado a muchos demonios del pasado. Ya no vivía solo y a la caza de mujeres y drogas y otras emociones que le obnubilaran la mente. Su interrogación, ahora, era por qué nunca había tenido estabilidad económica: “¿por qué no quiero hacer dinero? ¿por qué?...” Inconscientemente Mauro no quería tener un nuevo trabajo por miedo a perderlo como había perdido tantos anteriores, con trauma 167
emocional y económico posterior, es decir, con mucho sufrimiento. Al respecto, más que pensar que se estaba resintiendo socialmente, Mauro sentía que, racional y conscientemente, con los años —como a menudo le sucede a la gente—, se estaba volviendo reaccionario, conservador. Veía, por ejemplo, cómo con la democracia confluía gente de muy distintos niveles en plazas, parques y bares... Y recordaba cuando era pequeño. Cuando nadie se entremezclaba así. Y lo pensaba no con odio, sino casi con aflicción. Recordaba las castas indias y entonces ya creía que era demasiado, que estaba cierta y ferozmente desvariando. Sentía vértigo. Y cansancio. Y, ante los dos, prefería volcarse al cansancio, a dejarse estar. No a guerrear. Ni contra él mismo ni, mucho menos, contra los demás. Por lo menos, ése era su propósito. Estimado Roberto Marín: Pienso que tenés ganas de hablar conmigo como yo también tengo ganas de hacerlo contigo. Últimamente no hemos podido, lo cual es una lástima, pero es reparable, de cara al futuro, pienso yo. Y creo que habrás querido charlar conmigo por aquel saludo que nos dimos en el Colegio de Arquitectos y en el cual me dijiste que teníamos que conversar, que estabas en deuda conmigo después de que —primera razón— yo te mandara el informe sobre la arquitectura provincial que presentaste en la Comisión de Arquitectura. Informe que te entregué a vos porque te desempeñás como coordinador de la Comisión y entendí que eras a quien debía hacérselo llegar. Y —segunda razón— porque, según escuché de tu secretario, Locascio, vos me encargabas la organización del nuevo Centro de Arquitectos. Momento en que comprendí cabalmente que, con independencia de no haberse hablado sobre mi salario, ya se había establecido un convenio laboral rentado. Tu secretario, por otra parte, me informó que ustedes habían charlado acerca de que, indudablemente, en 168
algún momento, habría que comenzar a pagarme. Yo tengo buenas referencias de vos. No te creas que en mí eso es poco. Me tranquiliza por sobre la norma de lo sucedido con otros dirigentes. Por lo cual no me pareció mal involucrarme en un proyecto público tuyo. No me inquietó como me han inquietado otras adhesiones en aras de obtener un espacio-de-participaciónciudadana-asalariada. Vale decir, no me intranquilizó aspirar a ser un circunstancial funcionario público, asumiendo toda la responsabilidad que eso implica. En mi proceso intelectivo comprendí que trabajar ad honorem en la Comisión me abría las puertas para luego seguir haciéndolo, pero ya percibiendo un sueldo. Y lo entendí así, principalmente, porque el diputado de la Nación —entre otros dirigentes— que me presentaste, Rogelio Maccarone, me dijo, que ese era el camino correcto para lograr un cargo. Y no me pareció mal —pienso ahora— porque no me puse a pensar si estaba bien o no acceder a un cargo de la función pública por haber trabajado previamente gratis para un partido, el tuyo en este caso. Al que uno se arrima creyendo que va a conseguir un sueldo. Resumiéndote, deduje que, por el trabajo gratis en la Comisión, sería retribuido con un cargo rentado. Pero eso no sucedió. No sé por qué, Roberto, no se dio la lógica consecuencia argentinamente consensuada. ¿Me lo podés explicar? Me decepcioné con mi fracaso en la Comisión, pero con el correr del tiempo —con mis actividades docentes, en particular, tan gratificantes— me recuperé, como nos suele pasar a casi todos. Entonces solicité un nuevo espacio, de nuevo a Locascio. En definitiva, quiero decirte que yo podría seguir cumpliendo honorablemente funciones si se me paga, claro está. Condición sine qua non. Roberto, ya he trabajado ad honorem lo suficiente. Si no pensara así, no estaría aún trabajando por la Patria, como vos decís, por razones muy distintas al dinero que, de todas maneras, no percibo. Y 169
en este punto creo que es una falta de respeto para conmigo mismo seguir explicándote penurias mías que muy bien conocés. Me tengo fe en poder hacer las cosas mejor que muchos, y esto sin ánimo de descalificar, sino sólo justificado por mi absoluto convencimiento de que lo voy a hacer bien, por amor a la Patria, como ya lo estoy haciendo ahora. Roberto, si se me paga, nada cambiará, sólo que seré retribuido por mi trabajo, apartando así, de todos —me incluyo en primer lugar—, oscuras ideas conectadas a la esclavitud o a otras perversiones. Tu secretario dijo: “A ver si te conseguimos un sueldo de al menos seiscientos pesos”. Y yo sinceramente me indigné, pero porque ya estaba previamente indignado porque las cajeras de los supermercados ganan aproximadamente eso, o menos, trabajando doce horas al día, como trabajo yo por el Centro, mental y financieramente, porque yo gasto de mi bolsillo, por asuntos del Centro. Le retruqué, “Locascio, ¿vos creés que mi trabajo vale eso?”. Lo puse en un apuro, pero por mi culpa, creo que no sé pedir correctamente, según lo que valgo. Tampoco por lo que hago. Ciertamente no sé si te daré a leer estas líneas, pero escribirte me ayuda a repensar la situación, se me aclara. Y eso es bueno para todos. Sigo con Locascio. Luego amagó con “unos mil pesos”. Y yo medio que acepté, pero dejando ver bien que no saltaba ni saltaría de placer. Luego se excusó diciéndome que los sueldos altos eran mal vistos en una administración que ha levantado como bandera la austeridad. No contesté nada, me pareció ofensivo. Pero no pasó nada, al contrario, cambiamos de tema. Hablamos de mujeres. Bueno, Roberto, estoy cansado. No es muy tarde, son las nueve y media de la noche, pero no he parado en todo el día de pensar cómo comer todos los días. Voy a cenar algo, y luego a oxigenarme, antes 170
de irme a dormir, para mañana seguir. Iré a la Comisión. Ya ves, soy aficionado también a la comunicación epistolar, por efecto de otra de mis aficiones, la de escribir; y por haber vivido mucho tiempo lejos de los míos, y de esta tierra, de la que no quiero irme nunca más, excepto en vacaciones, o en una luna de miel. Un abrazo, Mauro Uría Mauro decidió, a pesar de ser un día precioso, encerrarse en su monoambiente, ante el temor —que sintió paranoico— de encontrarse frente a frente con alguno, o con todos los dirigentes a quienes había, grosera, lastimeramente, insultado la noche anterior, liberado de inhibiciones luego de haberse liquidado una botella de vino tinto casi en ayunas. Los llamó desde un teléfono público, ya de noche. Generalmente, para protegerse de sí mismo, a esas horas ya estaba en su casa, donde no tenía teléfono. Y en donde podía emborracharse sin el temor de llamar luego, compulsiva, violentamente a nadie. Sin el temor de encontrarse —o abordar— a la gente, a los otros. Se fue a su casa y se durmió profundamente, despreciando para ello tomar pastillas, porque sentía que estaba extenuado. Que más lo dormiría su agotamiento que ninguna pastilla. Se despertó porque sonó el timbre. Estaba desnudo. Vestirse para bajar a ver quién llamaba le requería hacerlo rápido. Pensó que si bajaba con prisa para ver quién llamaba se estresaría aún más de lo que estaba antes de dormirse. Igual bajó, rápido. Pero se habían equivocado de departamento. Lejos de enojarse contra el inoportuno o contra sí mismo se sintió tranquilo, casi feliz. Descubría que mientras dormía ya se había hecho la noche. Y las calles y lugares que él frecuentaba a esas horas no coincidían jamás con los de esos dirigentes a quienes había insultado. Ni con ningún otro. Según Mauro, eran horas y lugares frecuentados sólo por gente. Se sentía profundamente descansado y, pese a lo hecho, tranquilo 171
consigo mismo. Durante años había estado intentando que esos dirigentes le dieran trabajo y nunca lo había conseguido, pese a entender que estaba haciendo las cosas bien. Decidió entonces consultar, en forma esporádica, a un psicólogo, con quien trabajó, entre otros aspectos, la otredad, la comprensión de la existencia de los otros, del Otro. Las diferentes limitaciones, necesidades, circunstancias ajenas a él. Mauro le contó a este confesor que tantos intentos fracasados progresivamente lo habían comprimido y, con la ayuda de una botella que colmó el vaso, había explotado, “saliéndose de las formas convencionales de relación social” (sic). No era la primera vez. Mauro más bien sentía que así había sido siempre. Un período de almacenaje de contras coronado con un final explosivo e, inmediatamente, vuelta a empezar. Esa —sentía— era toda su vida anterior. Y con el analista se proponía que dejara de ser así. Y eso lo lograría entendiendo —entre otras cosas— la otredad. La “lucha” entre él y su psicoanalista consistió entonces en que Mauro sostenía que seguiría actuando igual en el futuro, siempre, hasta morirse. Y, si era así, no valía la pena vivir, al menos sin hacer escándalo, en público sobre todo. No es que Mauro no razonara este funcionamiento suyo. Pero no cambiaba. O sentía que lo hacía tan lenta e insignificantemente que se desesperaba, repitiéndose que se moriría intentándolo. Y esa desesperación lo hacía reaccionar cada tanto como la noche de los dirigentes. Y todo lo hecho, tirado por la borda. Y vuelta a empezar. Con culpas. Entre ellas la de —sabiendo de antemano todo— haberle fallado a su analista. Antes de irse de su sesión con el psicólogo, mientras se despedían, desquiciado como se sentía —trans-pirándole las manos, casi llorando, temblándole los labios, deslizando lágrimas—, Mauro le preguntó qué pensaba de él, “moralmente hablando”. El analista respondió que él, Mauro, tenía “un montón de valores morales” y, cuando se iba, le acarició la espalda, con estima. Ya en la calle, Mauro lloró a lágrima viva. Le habían 172
dado afecto, una de sus mayores carencias, según su entendimiento, pese a que le constara que había quienes le querían y apreciaban sus cualidades humanas. Era él, sólo él, quien no lo quería ver o no podía. Y pensaba que el día que lo viera ya no sería él. E inconscientemente —aunque lo pudiera razonar— le daba miedo, vértigo, dejar de ser el que siempre había sido, el que siempre se había sentido. Sería una muerte, se repetía, entrando en pánico. Mauro pensó qué hacer esa nueva noche. Si las anteriores habían sido nefastas, ahora deseaba tener una noche gratificadora. Pero Mabel, una vez más, se había ido, indignada, a casa de sus padres. Estaba solo, como casi de costumbre en su vida. Antes de quedarse rumiando su amargura, decidió salir. Pero esta noche no para llamar por teléfono e insultar a nadie. Sino, por ejemplo, para ir a una discoteca, sin beber más que una coca-cola, o una sola cerveza, y mirar mujeres, esperando que alguna demuestre interés, y conseguir alguna con quien hablar agradablemente, y quizás más. Sintió que en él, como espectacular escenario, se desarrollaba la más épica batalla entre Eros y Tánatos. Y volvió a ponerse en marcha. ¿Me quedo en casa o salgo? Si salgo puedo encontrarme con los que insulté. ¿Les pido disculpas? Individualmente, siento que debería hacerlo. A algunos, porque aún no les había dado suficiente tiempo para demostrar si eran tan hipócritas como los otros. Y, a estos otros —a los que me venían prometiendo trabajo “para la semana que viene”, durante años— también les debería pedir disculpas porque, según dice la gente, no es conveniente pelearse con nadie, y menos con los poderosos, porque uno nunca sabe cuándo los puede llegar a necesitar nuevamente. ¿Necesitar nuevamente? ¿Y qué ayuda me han dado? ¡Ninguna! ¡Sólo me han hecho trabajar ad honorem prometiéndome cosas que nunca me llegaron a dar! Pero igual no es conveniente insultarlos, porque nunca se sabe qué vueltas dará 173
el destino. Esta frase le retumbaba en la cabeza y le revolvía el estómago. Con su larga experiencia consigo mismo, Mauro comprendió que los síntomas correspondían a los sentimientos de culpa, miedo, pánico y vergüenza. Mauro razonaba con amargura. Quería aceptar que la vida fuera así de mediocre e injusta. Y trataba dolorosamente de adaptarse. Yo sólo los insulté, pensó aterrorizado. No los amenacé. O si lo hice fue diciéndole a Roberto que iría a los medios de comunicación. ¿Es eso una amenaza? Y, para ellos, sí, se sinceró Mauro, hacen cualquier cosa con tal de que la gente no los escrache. Cuidan su imagen pero no sus actos, sentenció casi satisfecho. Y concluyó que, efectivamente, se había equivocado al gritarles cuatro verdades de desesperado. Pero no porque ellos, como clase dirigente, no se lo merecieran. ¡Claro que se lo merecían! ¡Se merecen —pensó enceguecido— que los cuelguen a todos con alambre! Y esta dantesca imagen lo fascinó de una manera terrible. Yo me voy, agregó de inmediato. Yo me vuelvo a ir. ¿Pero adónde? Nunca más quiero tener relación con ningún político, pero tampoco con ningún juez, policía o guardia de supermercado. Tengo que buscarme la vida como tanta gente que da por cierto que el poder siempre será corrupto y que lo mejor es vivir lo más lejos posible de sus detentadores. Quiero tener una vida apacible, familiar, donde la máxima autoridad, realmente democrática, sea yo; una vida con una mujer, que es Mabel, hoy día. Y nuestros niños serán un mimado pueblo, soñó Mauro por unos segundos. Hasta volverse a llamar a la sensatez. Mauro comprendió que se deprimía cuando estaba a punto de lograr cualquier cosa constructiva para su vida y que se entusiasmaba con cualquier cosa que pudiera destruir aquello constructivo. Recordó haber criticado a su padre igual proceder, “se aboca fervorosamente a todo lo autodestructivo”. Se sobrecogió una vez más 174
pensando que había sido educado en un ambiente donde fluían conjunta y compatiblemente un discurso —un solo discurso, no un doble discurso— moral, ideal, positivo, constructivo, con una sucesión de hechos inmorales, negativos, destructivos. Si mi padre hubiera tenido un doble discurso, al menos uno de ellos habría representado esos hechos inmorales, destructivos y, el otro, a los ideales de cualquier ser moral, protestaba Mauro. El desastre consistió en que un discurso único, moral, acompañó a una serie de hechos opuestos diametralmente. Por eso terminó muerto antes de morir. Se encontró sin salida. El que tiene dos discursos, al menos, cuando quiere, se justifica o se rectifica en los actos en la medida que lo necesite su conciencia. Pero quien no puede leer sus actos más que de una sola manera, y ve que entre sus actos y su interpretación hay una dicotomía insalvable, tarde o temprano se encuentra perdido entre la confusión y la culpa. Yo soy en mi discurso el Mauro que he ido soñando: generalmente, un Mauro constructivo, bueno y positivo. Pero en mis hechos, en la llevada a la práctica de esos sueños, siempre soy Maurito, aquel que hacía todo mal, aquel que había que “enderezar”, según las palabras de mi padre. Maldito padre. Como dice mi psicólogo, hasta que yo no mate al padre no podré liberarme. Cuando lo mate —si algún día lo mato yo, después de tantos balazos que le pusieron otros— podré construir, antes de todo y como cualquiera, un doble discurso. Uno quizás irremediablemente será el paterno, el de la estructura familiar. Pero otro será el que acuerde con mis sueños. Quizá entonces desee más a mis sueños, a mis proyectos propios. Porque hasta ahora, al igual que mi padre, a mis más bellos ideales les acompañan los más imbéciles actos. No siempre, claro está. Si hubiera sido así no habría vivido más que una horas, hasta morderle la teta a mi madre, cosa que, por otro lado, siento que he hecho, no tengo claro cómo, pero es un sentimiento arraigado. En fin, estructura familiar determinante, por encima del Mauro que hubiera podido 175
desarrollarse de una manera más autónoma. Sin escuchar tantas voces o, aún mejor, sin realizar con sus actos tantos mandatos paternos, deseos familiares. Mauro se tomaba en serio solucionar todo lo que en su vida fuera coyuntural. A lo estructural de su vida lo tomaba risueñamente, porque Maurito le hacía pensar que era imposible cambiar ese aspecto. Entonces, todo seguía igual. Por más que Mauro “solucionara” mil conflictos diarios, Maurito ya le tenía orientado el vector de su vida. Es como decir que Mauro era el que ponía parches, sin ver en lo profundo, el recorrido establecido por Maurito. Mauro era quien, cayendo sin paracaídas, se ocupaba de poner caritas durante la caída, ignorando que estaba cayendo y que se iba a destrozar contra el suelo. Y no es que nunca se dijera “tengo que cambiar radicalmente la dirección de mi vida”, pero creía honestamente imposible dejar de caer, a lo sumo soñaba con caer planeando; pero como sueño, nada más, mientras caía libremente. Libre de su voluntad, inexistente ante Maurito, quien, por otra parte, se había encargado de no ser burdo: a Mauro nadie le decía ¡qué parecido que eres a tu padre! No, no, Mauro no se le parecía. Era, sí, igual que su padre, pero camuflado de otro, de Mauro, a quien —cuando se delataba— le llamaban Maurito. Desde ayer que no fumo. Tabaco, digo. Después de fumar treinta años sin interrupción. Desde los doce hasta estos cuarenta y dos que tengo ahora y que superaré el próximo 29 de diciembre, si no es que antes, residualmente, me mata el tabaco. ¡Cuánto me ha costado dejar de fumar! Mejor dicho, cuánto me ha costado fumar y fumar sintiéndole tanto asco al inmundo tabaco. Porque siempre he pensado que fumar no servía para nada. Sólo para intoxicarme, para envenenarme, para pudrirme los pulmones. Especialmente para pudrirme la garganta. ¡Mi garganta! Cómo la he hecho sufrir hasta 176
ayer a la mañana, cuando fumé el último cigarrillo. Ahora me estoy preguntando si realmente ese cigarrillo habrá sido el último de mi vida. Pese al tabaco que me produce una asquerosa acidez. El doctor Arias me dijo, cuando me trató la úlcera duodenal: “Uría, fundamental es que no fume”. ¿Que no fume? pensé yo. ¿Qué tendrá que ver con mi acidez? Claro, si yo fumaba desde los doce años. La acidez producida por el miserable tabaco ya era una constante incorporada a mis sensaciones físicas y a mis sentimientos psíquicos. Desde ayer al mediodía, que dejé de fumar, es la primera vez, desde que recuerdo, que tengo la panza fresca, por dentro. Quizá también por fuera. Y menos hinchada. Y me hace ruido, como si trabajara lo que antes nunca hizo sin el auxilio de horribles laxantes y antiácidos. No es que no tenga algo de ardor estomacal. Y algo del reflujo de la hernia de hiato, que me dijeron que era incurable hace ya como quince años atrás, mucho antes del asunto de la próstata. Me mandaron a dormir en una cama con las patas de la cabecera sobre un par de ladrillos, para que el ácido no me subiera hasta la boca, ¡qué asco! Pero con tanto trotar por el mundo yo no podía andar metiendo ladrillos debajo de camas muchas veces muy transitorias, ajenas, compartidas. Así que me tuve que olvidar del tema de los ladrillos, por lo que al final, a la larga, también me olvidé de la hernia de hiato que me habían diagnosticado per aeternum. Allí estará, escondida y al acecho. Ahora mismo la acidez me está jorobando en la garganta, en el hiato ese del esófago, con toda seguridad. Pero mucho menos en la barriga que —aunque no está tan fresca como a uno idílicamente le gustaría— no tiene esa sensación de calor, ese hedor ácido de tabaco. Ya estaba bien, la madre que los parió a todos los productores de tabaco y a los publicistas y quizá a las minitas que me hicieron creer —con doce años— que con un pucho entre los labios era más macho. Si habré sido imbécil, ¿no? 177
Los dedos y los labios se me ponían amarillos, anaranjados —marrones—, por los horribles nicotina y alquitrán. ¡Alquitrán! —petróleo, ¿no?— en los dedos, en la boca, ¡en la garganta y en los pulmones! Y a mí, que no me gusta parecer un descuidado, un mugriento, un vicioso incontrolado, dale que dale me refregaba los labios con el cepillo de dientes y los dedos con limón, con cloro, con qué sé yo qué... ¡ácidos! para sacarme las manchas que me delataban como un miserable dependiente de algo que me estaba matando. Porque si fuera marihuana, por lo menos te delirás para bien o para mal, te montás un rollo diferente, te paranoiqueás o te tranquilizás, te enrollás chachi con tu piba, te comés todo, ves y escuchás alucinado la música y el paisaje... Qué se yo, ¿no? Pero no te matás tan sencillamente como con el tabaco, ¡que no te produce nada! ¿Que el cigarrillo ocupa las manos? ¿Que el fumar tranquiliza? ¡Pero dónde se ha visto estupidez tan grande! ¿Que hay que tranquilizarte? Y bueno, Mauro, ¡encerrate en el baño! ¡Pero no te metas cáncer! ¡No te arruines tan imbécilmente la circulación de tu sangre! No es sólo por no morirse —que a la larga o a la corta, o por maceta en la cabeza o bala en las costillas, ya se sabe ¿no?— sino que es por la calidad de vida. Presión compensada, no tener acidez ni agujeros estomacales. Hacer mejor el amor y —fundamental— olvidar ese diario, constante, angustiante dolor de garganta que, de continuo, me avisaba que me estaba por agarrar un tremendo cáncer de laringe, o de boca... ¡De la garganta se murió Mauro!, dirán después. Todo el día, cada día de toda la semana, de todas las semanas del mes, de todos los meses de treinta años, pensando que el tabaco me mataría por la garganta. Me dolía la garganta. La ponía tensa y me dolía más. No podía hablar sin que me doliera. No digo ya dar clase, o leer en público, esfuerzos que eran dolorosísimos. ¡Qué pena!, ¡con la voz de galán que siempre me han dicho que tengo! 178
Tenía que dejar de fumar, por Dios y la madre que lo parió, con perdón. Me lo había dicho, hace dos años más o menos, el Dr. Manuel Ortiz, terrible doctor cirujano de cabeza y cuello: “Mauro, tenés una garganta muy sensible, dejá de fumar, mirá que después no sirve de nada venir a lamentarse...”. Joder, macho, cómo me han obsesionado esas terribles palabras del cirujano de cuello. ¡Aggh, qué asco! ¡Líbrame, Señor, de tan horrible localización de tan horrible enfermedad! Durante estos años, a cada idiota pitada que le daba a cada nefasto cigarro sentía un dolor, una abrasión, una acidez tan asquerosa en la garganta y en mis cuerdas vocales que el fumar no era un placer. ¡Qué iba a ser un placer! Era una tortura, una atracción fatal. Un vértigo ¡consciente! por ver cuándo me aparecía la enfermedad. Un horror, vaya. Pero ya se acabó. No fumo nunca más. Eso espero. De cualquier manera, como todavía me duele un poco la garganta, hoy solicito, por si acaso, una biopsia. A ver si todo anda bien. Qué imbécil soy. Qué imbécil, siendo tan inteligente, so cabrón. ¡No fumás más!, ¿te escuchaste? Y espero que la biopsia me dé bien. Como la que me hice una vez. Pero que esta vez —porque me dé bien— no empiece a fumar de nuevo, como hice la otra vez. Si habré sido imbécil. Cómo me duele el cuello, toda la garganta. Espero que “no sea tarde para lamentos”, como dice el médico del cogote. Qué horrible. ¿Alguna vez es tarde para lamentos? Cuando se está muerto, seguramente. O ya en coma, quizá también. Pero antes siempre hay tiempo para lamentarse. ¡Qué horror! Lo bueno sería no lamentarse nunca. Morirse sin lamentos. No estar fumando y lamentándose, pedazo de imbécil. Cómo me duele la garganta. Si casi no puedo bajar la cabeza, o subirla, o girarla, sin sentirla. ¡Que me duelen hasta los oídos, hasta la misma nariz! ¡Qué espanto! ¿Que es un placer un pucho después de comer? ¿Después del amor? ¿Por qué? ¡¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?! Nada. 179
Realmente es al contrario, el olor del sucio cenicero desmerece los gustos verdaderos. ¿Que para festejar —o por un disgusto— viene bien un cigarrillo? ¡Pero hay que ser ridículo! ¿Por qué? ¿Para qué? ¡No mejora ni soluciona nada! Por el contrario, ¡es el “llamado” al cáncer! Y, mientras tanto, el dolor del pecho, del cuello y hasta del estómago. Y taquicardia y accidente cardiovascular. ¡Qué va a ser mejor! ¿Que “fumar es un placer, genial, sensual”? ¿Que a los gustos hay que dárselos en vida? ¡Si eso no es un gusto, imbécil! Un gusto es una buena comida, una buena mina, el aire puro. Taradito. Me voy a pedir la biopsia. Espero que no me dé mal. Yo no fumo más. Han pasado como dos semanas desde que dije que me haría la biopsia y todavía no me la he hecho. Pero lo peor no es sólo eso, sino que ahora mismo estoy con un pucho entre los labios, tecleando mientras entrecierro el ojo que se me irrita con el incisivo hilillo de humo que se me mete adentro, amén del que se me mete directamente a los pulmones a través de mi garganta, que ahora me duele como si me estuvieran ahorcando. Sí, he vuelto a fumar. Después de dos semanas de abstinencia, durante las cuales creí que era fácil no retomarlo jamás, hace tres días empecé de nuevo. Cómo fue es casi lo de menos. Le pedí un cigarrillo a Mabel, cuando vino a discutir nuestra relación. No fumés..., me dijo, con un cigarrillo entre los dedos. No te preocupés, yo sé lo que hago, sólo uno, por esta vez, le contesté muy firme. Al día siguiente fueron dos. Al tercer día resucitó. Hoy fumo como antaño, tantos como siempre y con el mismo asco. Con el mismo dolor de garganta y tan compulsivamente como lo hiciera durante treinta años. ¡Qué asco! Ahora no me quiero hacer ninguna biopsia. Ahora quiero dejarlo de nuevo, pero definitivamente. Es por eso que me voy a valer de un recurso que no he querido utilizar hasta hoy: la promesa. Pero 180
la promesa seria, no cualquier promesita. Según sabe cada persona, hay promesas que nacen viciadas de nulidad porque se sabe que se pueden romper. Y otras que se sabe que no se pueden romper. La mía de ahora es de la última especie. Por la buena salud de Ismael, yo no fumo nunca más, llueva o truene fuera o dentro mío. Es una apuesta muy grande. Si no la cumplo, el poco respeto que tengo aún por mí mismo desaparecerá, seré un gusano. Un vampiro fumador, que no se detiene en chupar los mejores afectos para hacerlos trizas bajo la influencia de su propia bajeza. Será la hora de la verdad. Así sea. Si yo amo, como digo que amo, a mi adorado hijo, tengo que hacerme cargo. Para que Ismael tenga buena salud, no fumaré nunca, pero nunca más. Porque si lo llegara a hacer, rompería una promesa que afecta a la única persona cuya imagen, en toda mi vida, ha sido y es inmaculada. Y por primera vez en mis intentos por dejar el tabaco, trémulo, azorado por la magnitud de ante quien me obligo —y como él desea para mi bien—, en este acto, quedo prometido. Se me llenan los ojos de lágrimas. Gracias, Ismael. Ya han pasado unos días. Hoy, ocho de marzo, a las trece y treinta horas, deshago mi promesa de dejar de fumar por la buena salud de Ismael. Esta vez ya no digo “abuelita, ¡ayúdame!”. No, ya no lo digo. ¡Basta de pedidos de auxilio a otros que no tienen nada que responder por mí! Por lo tanto, si algún día dejo de fumar será por mi propia decisión, con independencia de la querida persona de mi hijo, a quien involucré incorrectamente en un tema en el que jamás lo debería haber mencionado. Quiero rescatar de mi hijo lo que hasta antes de esta promesa malamente concebida he tenido por lo más bueno de mi vida. Quiero sentirlo siempre libre de cualquier bajeza, propia y ajena. Así sea. Firmado: Mauro Uría. Bueno, pedí turno para la biopsia a mi otorrinolaringólogo, el 181
doctor Ruiz Bri, quien por elección de vida fuma. Quizá fuma todo lo que puede. Pero también “hace mucha gimnasia sacando a pasear a los perros que cría”. En fin. De la clínica en donde atiende el empedernido fumador y criador de perros salí y encendí un pucho, el cual operó como relajante de mis tensos músculos del cuello. —Fuuuuuuh... —tiré el humo hacia arriba por la boca y hacia abajo por la nariz. Aún no he llegado, creo yo, a expelerlo hacia los costados por las orejas, pero a este paso seguramente poco me falta. Vi cómo mi humo se entremezclaba con el humo ambiente de mi querida Córdoba e inmediatamente sentí una opresión en la garganta, un raspar al tragar. Y mucha acidez. Tanta acidez que tuve que pedir un turno con mi viejo gastroenterólogo. Me acaban de comunicar que murió Roberto Marín. Roberto desayunaba con whisky, e igual hacía con el almuerzo, con la merienda, ¡y no digo ya con el aperitivo y la cena! El doctor Arias, su amigo también, le gritaba: “¡No bebás más, Roberto, que te estás matando!” Y Roberto, con sus ojitos entrecerrados y medio perdidos de beodo y una sonrisa beatífica, le decía “sí, sí”. Y seguía empinando el codo con su empeño suicida. Me acaban de contar que, cuando ya no pudo más, estando internado en terapia intensiva, dijo: “Tengo miedo, está bien, no voy a beber más, ¡no voy a beber más!” Pero ya era tarde para su hígado. Murió hace unos días con un terror que, si lo hubiera tenido mucho antes, quizás lo hubiera salvado. También lo hubiera salvado de morir con miedo a creer que, efectivamente, había vivido equivocado, toda su vida, desde que empezó a beber, según él mismo, “siendo un púber de doce años”. Yo no empecé a beber a los doce, pero sí a fumar a esa edad. Mi buen amigo Emilio, en vez de gastar en puchos, médicos y remedios, paga la cuota de su club y regularmente —tres a cinco veces 182
por semana— va a jugar tenis. “En vez de bancar a un psicoanalista —me ha dicho con su cara algo alucinada— me voy al club y reviento la pelota a raquetazos.” Se lo ve bien, no fuma, no bebe, está en estado atlético y últimamente se ha conseguido una mujer que, según dicen quienes la han visto, es un hembrón. En fin, yo en este aspecto no me puedo quejar, mi Mabel no será muy alta pero es súper proporcionadita. La cuestión es, en mi caso, poder seguir teniendo la salud y la potencia para seguir atendiéndola y disfrutándola. ¿Y si dejo de fumar y de beber de una condenada vez? ¿Y si dejo también de comprar fármacos y dedico esos ahorros a pagar la cuota de un club cualquiera y recomienzo a practicar el tenis que toda la vida quise practicar y casi no he hecho? ¡Guauuuh! ¿Es que no me voy a permitir quererme, verme sano, mientras Dios —o su sustituto— no disponga otra cosa? Fui a la consulta del atlético anciano doctor Arias, quien me hizo unas radiografías seriadas y ante una pregunta mía me contestó que los rayos que usa para radiografiarnos, más que hacerle algún daño —como yo había supuesto—, seguramente le harían bien. No ocultaba su ironía. “Tengo ochenta años, hago tenis, y estoy...”, dijo haciendo un firulete y mirando a los ojos de Mabel, quien concluyó lo que él iba a decir: “¡fantástico!” Después, ambos, mi mujer y él, se dedicaron un rato a histeriquearse mutuamente hasta que yo los interrumpí con mis dolores. —Uría —me dijo Arias—, usted puede hacer lo que quiera, pero yo le tengo que decir que debe dejar de fumar y de beber. Cada uno es dueño de su vida, usted está avisado. Yo balbuceé que al alcohol lo tenía controlado pero, ¿qué podía hacer con el tabaco? ¿Ir a cursos de abstinencia? ¿Prohibirle a Mabel fumar en casa? —No es asunto mío —me cortó Arias en seco—, el mejor método para dejar de fumar es el infarto. Después nadie fuma por el susto 183
que se ha llevado, así otros le fumen en sus propias narices. Usted también debería estar asustado ya que, por ejemplo, si esa acidez se le hace úlcera, en cualquier momento se le perfora o empieza con hemorragias y con necesidad de internaciones y transfusiones. Y ya el cantar será otro, querido amigo. Saqué de mi bolsillo el paquete de Philip Morris que tenía y se lo puse sobre la mesa. —No fumo —me dijo. —No importa, tírelo a la basura. —Como usted quiera, pero yo le tengo igualmente poca confianza. Aunque me gustaría tenerle más, o equivocarme. Sin embargo, lo imagino por las noches filosofando con una copa en la mano y un cigarrillo en la otra. Realmente, Uría, lo que le haría bien es ser deportista, pero no lo veo tampoco así... —Yo siempre he querido —y quiero— hacer tenis, doctor, pero nunca lo concreto. —Camine entonces, Uría, camine tres kilómetros a paso vivo, todos los días. Y no fume ni beba. Esa es su realidad. Usted debe cumplir con esta dieta de lunes a lunes. Las dietas son así. No puede decir “hoy es sábado y me tomo unos vinitos y me fumo unos cigarrillos”. Imposible. Si quiere estar bien, usted debe esclavizarse a su dieta. —¡Esclavizarme! —pensé yo con disimulo—. ¡Qué horror! ¡Yo que siempre quise ser más y más libre! El doctor Arias carraspeó: —Esclavizarse a la vida, Mauro, no atacarse más a usted mismo. Dejar de fumar y de beber no lo curarán ipso facto. Lo suyo es profundamente psicosomático. No se ataque más. No piense que no tiene derecho a estar bien, a no sentir dolores. De última, nada cambiará su destino pero usted se sentirá, ahora y cada vez que recapitule, más conforme con usted mismo. Eso es así para cualquiera. Hay una frase que dice “la edad del hombre es la edad de sus arterias”. El cigarrillo 184
no sólo le produce acidez, sino que también le arruina las arterias, le limita la circulación de sangre a sus extremidades, al cerebro y al corazón. Quiero decir que usted puede tener una buena apariencia externa, y sus arterias estar secas, usted muerto por dentro. Qué odiosa lógica —pensé yo, dándole la razón—. Miré a Mabel ¿Y tus várices, bebé? ¿Vas a seguir fumando?, pensé mientras le mostraba una sonrisa extraña, tal vez una simple mueca de espanto. Mabel no se dio por aludida y yo maldije. ¡Basta de querer que otros hagan lo que yo debo hacer! Si querés que tu mujer se cuide, ¡dale el ejemplo! —Adiós —le dije al súper doctor. —Ya sabe, Uría, yo ya cumplí con mi obligación de decirle la verdad. Pero usted también sabe, querido amigo, que cada uno es dueño de hacer con su culo un pito. Chau. Ya en la calle, caminé en silencio al lado de Mabel, quien se distanciaba un par de pasos y daba giros para pitar un cigarrillo que había encendido ansiosa, casi a escondidas. Antes de decirle que no fumara, que fuera compañera en el asunto, que fuese gamba y no me pusiera la tentación tan cerca, lo pensé mejor. —¿En qué pensás? —dijo finalmente. —En absolutamente nada importante —sonreí.Y le di un beso. —¿Querés que vayamos a caminar? Mabel parecía escuchar mis pensamientos. Razón de más para que no hubiera necesidad de aclararlos a viva voz. Bien, ya está todo claro, ahora ¿cómo hacer para no reincidir? ¡Ya me empiezo a escuchar!, reflexioné a continuación, y di un puñetazo al aire. Mabel me miró alarmada, pero inmediatamente después se hizo la distraída, como de costumbre. Yo, lo que debería haber hecho —seguí cavilando— antes de haber jurado, invocando a mi amadísimo Ismael, es jurarme a mí solo, sin involucrar a nadie, incluso sin contárselo a nadie, como 185
algo muy íntimo que nadie tiene por qué conocer ni juzgar ni evaluar, más que yo. No voy a fumar nunca más en mi vida y no voy a beber hasta dentro de un año. Y después, si se me ocurriera beber, sólo bebería muy de vez en cuando algún vaso de vino en un asado, alguna copita de champagne en un aniversario, como cualquiera que no es un alcohólico. Como cualquiera que no es uno de esos que no puede probar nunca más el alcohol porque, si lo hace, pierde la noción de los límites. Como yo, hasta ahora. Como una persona que puede no prohibirse beber pero que lo hace sólo en ocasiones muy puntuales. No a diario en su casa, por más que en ella hubiera bebidas. Y si con el alcohol no fuera de esta manera, desaparecería también definitivamente. Lo juro por mí mismo. Desobligo para siempre a cualquier otro. ¡Sea! Hecho. Ahora bien, por supuesto que sé que no fumar no me salva de morir cuando me corresponda. Tal vez dentro de unos segundos, por un paro cardíaco o porque un avión se estrella contra mí. Entre infinitas formas posibles. También sé que, hasta que me toque morir, no fumar no necesariamente va a mejorar mi calidad de vida si, de todas maneras, me corresponde agonizar penosamente, por ejemplo, en un mundo desolado por la contaminación atómica. Todos también sabemos que hay quienes han fumado como condenados durante una extensa vida que se ha terminado por razones muy ajenas al vicio. Y otros que no le dieron jamás una pitada a un cigarro igualmente murieron, en plena juventud, horrorosa-mente carcomidos. Todo esto lo tengo clarísimo. ¡Ah, los momentos de debilidad que deberé enfrentar! ¡Oye! —yo mismo—, ¿por qué no buscas la forma, mañana mismo —¿por qué no hoy mismo?—, de encontrar dónde y con quién practicar tenis? ¡Pregunta!... O déjate estar, que te coman los piojos. Es tu elección. Es y será siempre tu realidad. No la de los otros. Todo lo que hagas con tu cuerpo y alma —querido mí mis186
mo— será personal. Olvida atraer la atención de los otros por más de unos segundos. ¡Tonterías! ¡El mundo no espera tus actos! En todo caso, no espera nada. ¡Decide ya! Y actúa en consecuencia. O sé un velerito a la deriva, sintiéndote infernalmente mal. Decídete de una vez por todas, ya, so maula, que tengo acalambrado el brazo de tanto escribir tensionado. ¡Andate un rato a la esquina, yo mismo! Se puede considerar la dieta —nada de alcohol, tabaco, café ni azúcar— como un martirio, una injusticia de la vida para con uno y sentir, con dolor, que se está esclavizado a esa dieta de la cual se daría todo por poder escapar pero, haciendo un esfuerzo sobrehumano, uno la sigue a pies juntillas, como lo mandó el doctor atleta. Sólo que viendo con desesperación que otros beben justos borgoñas, fuman puros habanos y comen cucharadas soperas de azúcar morena. Esta visión martirológica es sin duda una posibilidad bien real. Pero no deja también de ser una posibilidad muy real considerar la dieta de forma diametralmente diferente, macanuda para uno. Si uno llega a sentir verdadero y honesto cariño por su cuerpo y por el estado del mismo, inmediatamente sentirá apego a la dieta que lo trata bien y repulsión a aquellos elementos que le agreden. Eso es, como dice mi psicólogo, poner libido en las cosas que a uno le hacen bien. Hay quienes, para lograr poner amor en estas dietas —como en otras cosas—, necesitan fanatizarse místicamente. Pero entiendo que ese camino es el de sustituir una dependencia por otra, en el mejor de los casos, y, en el peor, el de sumar dos. Simplemente es requisito la lucidez, actuar con ecuanimidad. That’s all. Después de todo, en la vida hay dos maneras para enfrentar los problemas, como un pintor o como un escultor. El pintor agrega más pintura sobre la pintura y la obra —la vida— queda empastada, densa, gruesa, opresiva. Por el contrario, el escultor cincela y quita, desprende todo aquello que es problemático. Así, su obra —la vida— queda mucho mejor. Más limpia, aireada, fresca y cómoda. 187
“Seguramente, digo yo, no tengo —y quizá no tenga nunca— tanto mundo como tiene Mauro”, opinaba Mabel. “Pero a Mauro yo lo entiendo muy bien. Más aún, no creo que haya nadie que lo haya entendido como yo. No tengo tanto mundo porque soy una chica de barrio que no ha salido de su país, ya que a mi país lo conozco bastante bien. Me atrevería a decir que incluso mejor de lo que Mauro lo conoce. Mauro ha conocido muchas otras idiosin-crasias extranjeras. Yo soy una criollita que conoce lo que conoce. Y eso, a veces, es bastante. A veces, es mejor que conocer tanto, digo yo, sin llegar, en definitiva, a tener claro nada.” Cosa que le sucedía a Mauro. “Pero yo lo amaba, lo amé —lo amo— igual. Porque pese a lo que acabo de decir —tan miserable—, había en él y en mí muchas cosas hermosísimas, en el día a día nuestro, y en el acumulado. Y hubiera habido muchas más, de no haber sucedido lo que sucedió.” Fuimos más parcos, nos entendimos con los ojos. Y tomados de la mano veíamos el teatro de la vida, de la nuestra y del mundo. A solas, mirándonos, o sin mirarnos, nos sabíamos orgullosamente emocionados de estar juntos, después de tanto sufrir por separado, antes de conocernos. Hemos llorado de emoción. La vida, pues, también tenía la fascinación de lo pequeñoburgués. No sólo del espanto que otrora, sin el otro, habíamos conocido. Mi estado civil siempre fue dudoso. Volver no es retroceder. Un tiempo creí que, si volvía, retrocedía. Y me quedé lejos de mi tierra natal, de mis afectos originarios, de mi familia, de aquellos amigos y enemigos de siempre. Y si bien retrocedí —al demorarme en volver—, evolucioné en muchos aspectos. Excepto en aquellos por los que no quería volver. Y así, como antes se había hecho insoportable mi existencia, hasta tener que irme, luego se me hizo insoportable la distancia, hasta tener que regresar. 188
Y, desde que lo hice, empecé a evolucionar en aquellos aspectos que me faltaron, acercándolos a los otros que sí había madurado. No sé si lograré igualar todas mis evoluciones en un momento determinado. Pero ese será posiblemente el momento de la felicidad. Quizás también el de la muerte. Mauro miraba a Mabel y reflexionaba en silencio. ¿Por qué ahora tengo debilidad por mujeres de menor condición social que yo? Con todo respeto por las clases inferiores —vamos a hablar claro—, ¿por qué será que yo me siento mejor con mujeres sencillas? Al principio a Mauro le molestaban muchas cosas de Mabel: pelo, ropa, higiene, presencia. Con el tiempo Mauro le fue enseñando a comportarse como toda una señora bien y a hacer los trabajos y diligencias cual mejor secretaria, incluso en la cama. Pero todo lo que Mabel hacía luego se lo echaba en cara a Mauro. O desde antes. Antes de hacer algo se negaba; recién entonces lo hacía. Amenazaba con trabajar fuera de la casa, cosa que nunca concretaba. Y con cosas así. Mauro había sufrido mucho y era nervioso. Y, según él, Mabel no le daba tregua. Mauro no podía discutir con ella. Quedaba destrozado, agotado, desorientado. Mabel, igual. Ambos eran, ciertamente, de personalidad y carácter difíciles. Pero se toleraban, se suavizaban ante el otro porque se necesitaban. No podían vivir sin el otro, que lo contenía y, por cierto, lo quería. O así les parecía. Cada vez que explotaban y alguno se marchaba, a las pocas horas —a lo sumo a los pocos días— volvían a juntarse. Mabel era típicamente criolla: no quería trabajar fuera de casa, decía. Pero cada tanto comunicaba a Mauro la idea de hacerlo. Esto, a Mauro, le intranquilizaba. Se desestabilizaba el orden al que se había acostumbrado. Mabel le cocinaba. Le tenía más o menos arreglado y limpio —con su auxilio— el monoambiente. Le pasaba en limpio todo “Canales de Comunicación”, su trabajo más preciado. 189
Y le hacía variados mandados. Mabel realizaba todas las tareas con bastante eficiencia hasta que, cada fin de semana, le recriminaba a Mauro que ella se dedicara full-time a él. Cada fin de semana que Mauro esperaba descansar y disfrutar con Mabel, ella le asaltaba con recriminaciones, llantos y desesperaciones que él, muchas veces, hacía suyos para desesperación potenciada de ambos. “Andá a un psicólogo”, le decía Mauro, “como hago yo”. “No necesito un psicólogo”, contestaba ella, “necesito tiempo para mí”. “Bueno, hacé lo que quieras. Pero hacelo y dejá de echarme en cara todo lo que hacés por mí.” “No te ocupás de mí”, le increpó entonces Mabel. “Pero si anoche mismo te traje eso”, rezongó Mauro, señalando una rosa roja. “Si anoche te dije que, en vez de leer, te acostaras al mismo tiempo que yo, para jugar...” ¿Cuál era la angustia que a los dos acorralaba? No lo podían hablar, quizá porque no la podían discernir. “Si querés, me voy”, decía penosamente Mabel. “Si yo te quiero y quiero vivir con vos, ¿por qué decís eso?”, se quejaba Mauro. “Porque te molesto”, lanzaba ella, como para probar efectos. Mauro, ante esto, al igual que tantos maridos, prefería entonces alargar sus ocupaciones fuera de la casa. Todo lo posible. Y ella se daba cuenta. ¿Era el comienzo del fin? ¡Pobres infelices! Mabel no quería tener hijos. Y aunque esto a Mauro lo tenía bastante sin cuidado —debido a que él ya lo tenía y a que no había dinero para afrontar semejante empresa— le parecía al menos rara esa falta de deseo en Mabel. “Es una responsabilidad muy grande. Además, parir debe ser un dolor horrible”, explicaba razonablemente Mabel. De todas maneras —pensaba Mauro—, es muy raro. Por otra parte a Mabel le irritaba que Mauro se levantara antes de las nueve o diez de la mañana, cuando a Mauro le parecía bien 190
normal hacerlo a las ocho, por ejemplo. Como Mabel podía organizar las tareas domésticas sin un horario determinado, se quedaba muchas veces tomando mate y escuchando la radio en la cama toda la mañana, hasta que al mediodía se vestía para ir a hacer las compras. Esto irritaba a Mauro, pero no porque Mabel se quedara en la cama sino porque después le recriminaba haber hecho ruidos que la despertaban, a las ocho. Y cuando Mauro regresaba de una mañana muchas veces agotadora ella le recriminaba, a veces desde la cama, que él no se ocupaba de ella. Además, Mabel le decía, ante los proyectos de Mauro, que tenía miedo que todo saliera mal, y que, cada vez que Mauro salía del monoambiente, tenía miedo que se peleara “como con tal y tal ese día en la calle”. Que, por culpa de él, vivía con el santo en la boca. Todas estos recordatorios de sus errores y esta desconfianza en su actuar no hacían más que despertar en Mauro un rechazo a escuchar a Mabel, quien, si no hablaba de sus temores hablaba de pajaritos, gatos y trivialidades que hasta el más tonto se daba cuenta de que lo hacía para evitar hablar de sus pánicos reales. ¿Soy la peste?, se preguntaba Mauro, huyendo de Mabel. Y de él mismo. Cuando Mauro volvía de sus generalmente maratónicas jornadas siempre soñaba con ser recibido por Mabel en lencería y seductora. Sí, así nomás. Pero esto era imposible. Si algo no tenía Mabel —natural ni adquirido— era esa seducción que las mujeres ejercen con todo tipo de artimañas. Mabel era incapaz de desnudarse y provocar, a Mauro por lo menos. Ni que hablar de bailarle sensualmente a su alrededor. O hacerle un strip-tease. No es que Mauro necesitara justamente eso, pero sí ser deseado por Mabel, cuestión que Mabel no pudo demostrar, nunca. No es así, se defendía, parca. Y Mauro hasta a veces se alegraba de que su mujer no fuera una come-hombres que le exigiera más de lo que él podía dar. Pero, ciertamente, Mabel era el otro extremo. Y los extremos se tocan. ¿Qué hacer?, se decían 191
interiormente ambos. ¿Me vuelvo a casa de mis padres? ¿Me voy buscando otra? Mauro comprendió que algo no andaba en su dinámica con Mabel. Pero sabía que, si no la amaba, al menos la quería y necesitaba. También sabía que ella sentía, por él, exactamente lo mismo. Mabel también lo quería y lo necesitaba. Pero Mauro acumulaba pasado, traumas y problemas sin resolver con él mismo. Como todos, como Mabel. Pero, a diferencia de antes —cuando quería cambiar a todos porque creía que sólo él razonaba bien— a Mauro le importaba ahora cambiar su conducta, haciéndola más humana. Es decir, reconociendo errores, pidiendo disculpas, compartiendo sus dudas, preguntando qué necesitaban de él. Entonces, cada vez que tomaba una copa de más y decía una palabra malsonante y Mabel se iba a la casa de sus padres, ofendida, por un par de días, cuando ella volvía, aún ofendida, Mauro se desvivía por aparentar que todo estaba bien. Se esforzaba por divertirla, por mimarla, por ayudarla en sus quehaceres. Y, al cabo de todo un día, ya extenuado por tanta “actuación”, comprobaba que Mabel aún le contestaba mal. Y se volvían a enojar. Y así, más o menos, siempre. Fueron aprendiendo, con la fuerza que da la necesidad, que, después de una discusión más valía quedarse callados, cada uno en lo suyo, hasta que el buen ambiente renaciera sin que se dieran mucha cuenta. Antes, Mauro no se callaba porque creía que con esos silencios de plomo, angustiantes, la “onda” entre ellos en vez de mejorar empeoraba. Pero ahora comprendía que solamente debía hacer bien sus cosas. Y ser atento con las de ella, sin exagerar. Al contrario, con pocas palabras, reconocer su falta, aceptar por ello que estuviera ofendida, y demostrarle que la quería igual. Mabel, nuestra sociedad de socorros mutuos está en liquidación. Si es que no está ya definitivamente liquidada. Ahora, lo que nece192
sito, una vez más, es una sociedad pasional de hecho. Y después, necesitaré... Ya se verá qué, si es que, para ese entonces, aún tengo necesidades. Cualquiera puede conservar el yelmo cuando el mar está tranquilo, dijo Publio Siro. “Sos un buen tipo, no logré hacer que me mataras”, le dijo Mabel, al irse. ¡Qué curioso!, pensó Mauro. Otra de la que me separo y que, al hacerlo, me dice “sos un buen tipo”. Me van a terminar convenciendo, contra la idea que tengo de mí mismo. Mauro había quedado solo. Y en cuestión de setenta y dos horas había dejado de ser, en el aspecto físico, el hombre “casado” que ella había creado. En esas setenta y dos horas había comido realmente poco y mal. Porque, a lo sumo, comía una vez al día, un plato de arroz o un huevo hervido y una fruta cualquiera. Y bastante vino. Lo suficiente para vomitar todo inmediatamente después. Mauro pensaba “algo de vitaminas me quedarán” y vomitaba. Se miraba luego en el espejo e intentaba sacar pecho. Se masturbó cada noche, pensando en Mabel o en cualquiera, con sólo el ánimo de sentirse vivo y activo sexualmente. Se sentía, de nuevo, dueño de un cuerpo que, hasta setenta y dos horas antes había dejado de ser de él “para ser de Mabel, pero de manera insatisfactoria”. ¿Qué hacer entonces?, se decía Mauro. Yo tengo que amar para esquivar el maldito “mandato”. Pero, solo como un perro, igual me apaño. Es evidente, entonces, que el “mandato” es muy fuerte. Me quiere ver triste, solo y final. Tengo mejor arreglada la casa de lo que normalmente la tiene Mabel. Sí, sí, pero también he vuelto a encargar marihuana. Que he de fumar y entonces mostrarme alucinado. Y he vuelto a chupar mucho vino. Por lo que ya me he mostrado solo y agresivo. ¡Peligro! ¡Peligro! De nuevo solo, no te extraño pero te quiero, Mabel. Me gustaría 193
estar con vos siempre, si fuéramos felices como cada uno de los dos soñamos, un sueño sentido como real pero a la vez utópico. No sé por qué, aunque pueda hacer muchas conjeturas, no deseo estar con vos si los dos o uno de los dos es o se parece a un infeliz. No, así con vos, no. Hiere mi sensibilidad por partida doble, la mía y la que creo que vos tenés. Queremos expresarnos y estar siempre felices. Pero no podemos. No sabemos qué nos pasa. Confusión. Consecuente pánico. Resultado, final trillado. Y nos estereotipamos. Y nos sentimos —bueno, al menos yo— hipócritas. Y, como estamos disgustados con nosotros mismos, al mismo tiempo terminamos a las patadas. Tanguero viejo, ¡con hermosa treintañera como vos! ¡Ah! Sí sos un cielo. Tu cuerpito adorable cuando te paseás desnudita, a los saltitos alrededor mío. Bueno, ya sé que no vas a andar todos los días y a toda hora a los saltitos para tener contento a este boludo. No, eso está claro. Me dijiste que te sentías como si te hubiera atropellado un tren, o un camión. Y claro, el rodado era yo. Entonces, vos la atropellada y yo el atropellador. Pero no me defiendo, voy logrando componer la idea y reconozco mis errores. Quizás también mis defectos. Pero nuestras legítimas miserias no nos deberían separar, si es que nos queremos. Ves. Ahora te echo de menos para que me arropes. La cama es un desastre, las sábanas y las mantas todas movidas, enrolladas y caídas, dejándome tomar frío. Cuanto más me tapo, peor, el frío me va cerrando el cerco, sin vos que me cuidabas tanto. Claro que te extraño, con egoísmo insaciable. Y sí, ¿sabés?, pienso que el hombre nace condenado a luchar. Lo ve hasta bien. Aunque sabe que no debería ser así si los dioses hubieran escuchado nuestro parecer. En carne propia, somos los estudiosos minuciosos de las particularidades de nosotros mismos, los investigadores de las infinitas posibilidades humanas. Pero cuando vamos haciéndonos mayores 194
nos vamos derrotando, aunque triunfemos en muchas cosas, con el simple acercamiento de la muerte. No me gustaría que estuvieras ahora aquí si no fuera para estar como en nuestras noches más gloriosas. Y no te burles, que yo también pienso que nunca tuvimos una noche majestuosa, de una de las que se recuerdan de aquí a la eternidad. Pero yo espero tenerla con vos. Cada día te podés acercar al otro. Tengo esperanzas. Y esas esperanzas son para con vos, no con otras. Si me has visto cómo se me cae la baba por vos. Y yo no he parado de ir sumando demasías. Vivías para mí, vivías de mí, te alimentabas de mí, te envenenabas de mí y temblabas de temor cuando yo tenía una alegría, porque era la calma que necesariamente antecedía a una tormenta. Yo te tenía en vilo, pero vos te dejaste estar, aunque con eso no obtenga disculpa mi voracidad. Parecería como que yo quería todo, ¿no? Y eso, a vos, ¿qué te parece? Hoy yo no me siento pleno en mis capacidades físicas. Sabés que estoy visitando médicos. No digo que no pueda vivir hasta los cien años, pero no me siento bien. Espero que, si me muero, no me entre a último momento el terror que le entró a Roberto Marín. ¡Por favor! Yo creo, Mabel, que nosotros ya agotamos una época. O nos renovamos o desaparecemos. Cambiar es vivir, en la variedad está el gusto, etcétera, etcétera. Bueno, pero en fin, te descuidé. Más aún, creí que, comparada conmigo, no hacías nada. No te veía cómo estabas todo el día escribiendo en la compu, cocinando y lavando a mano la ropa con tu delantal rojo “Alicante” que te hace lucir tan simpática, ya sea con él y vestida como con él y desnudita, dándome de comer en la boca. “Lo último que quiero perder es la lujuria”, dijo Chaplin. Gran amante, ¿no? 195
No me hablás de tus gustos. Tus gustos se fueron adaptando a mis necesidades y deseos. ¿Y los tuyos? Yo me di cuenta de que no estabas a gusto, pero me di cuenta recién ahora, cuando ya no estabas. Yo te eché, es una tara mía. Te echo, saco de mi vida todo lo que quiero. O es una virtud mía. Te echo y te preservo de males peores. Ahora es invierno y no estás para arroparme. Honestamente te digo que me hubiera gustado mucho haberte arropado alguna vez. ¿Lo hice? No recuerdo. Quizás una vez. Pero me hubiera gustado hacerlo muchas veces. Qué pena, che. ¿Estarás bien arropada? ¿No estarás triste y llorando? ¿Por qué mierda la vida tiene que ser así? Yo no quiero ser uno de esos que se jactan de llevar cuarenta años de casado y los ves que, con su pareja, más que en racional armonía viven una impostura, una serie de convenciones interpersonales, las que, según mi clasificación ya no están incluidas dentro del estado del amor. Esto lo tengo pensado desde hace mucho, cuando todavía era un joven revolucionario. Era muy salvaje, incluso en el amor. No podía aceptar dentro del tempestuoso amor renuncios como las hipócritas convenciones interpersonales, o cosas de necesidades por el estilo. Aquel amor era imposible y hermoso hasta en lo más terrible, por emocionante. Por rememorarlo ahora y sentir que es un milagro estar aún con vida. Y a veces lo extraño. Me asalta el indio. Y sueño con Gogui, no lo puedo evitar. Siento muchísimo cómo te he tratado, Mabel. Espero que me des una nueva oportunidad. Y que yo pueda entonces ayudarte a vivir tanto como vos me ayudás a mí. ¿Sabés cuántas veces, por conservar lo bueno —que es más que lo desagradable—, un matrimonio se duerme dándose la espalda, tragándose la rabia?, me preguntó 196
Gonzalo. De cada diez matrimonios, once. Entonces, tené paciencia, no te desesperes. Dormite. Al otro día andate temprano. Pero no le retires los embajadores, se contestó muy seguro mi hermano, amparado en su estabilidad conyugal. Estoy solo y bien, aunque me duela la garganta y el pecho. Me siento emocionado por la charla con vos, anoche, Mabel, y por haber recibido la ¿inesperada? visita de Ismael, acompañado de María, su primera noviecita. En la charla telefónica te noté muy mal, muy deprimida o exagerando tu enojo, que da igual para el caso. Y me sentí muy dolorido por los dos. Pero una emoción enorme fue el arribo, el amarre y la partida de mi hijo y su novia. Creo que todos estábamos tan contentos de vernos que no hablamos de nada puntual. Jugamos un pool en “Bogart’s pub”, les dejé diez pesos sin que me lo insinuaran y sin resistirse. Unos amores. Después me fui al self-service de un supermercado a comer. ¿Saben los dos —vos, Mabel, por ser la señora de la casa, primero, y vos, Ismael— qué hago ahora que estoy solo? ¿No? ¿De verdad no lo saben? No me mientan, vamos, che, ¡díganlo! ¿No? Bueno, lo digo yo. Les doy besos a los dos. Sí, como cuando estaba en Europa, lejos de Ismael, y le daba besos a su foto. Qué trágica felicidad, aquella. Cuando paso frente a nuestras fotos, agarro las de los dos y les doy besos y les comento algo, charlo. Ahora lloro de emoción al recordarlo. Y levanto la vista a las fotos de ustedes dos. Y lloro más, de más emoción. Y cuando me topo con la foto de Gogui ya se me hace insoportable, de felicidad y de dolor. No sé si quedarme tranquilo respecto a mis actos con ustedes, queridos Ismael y Mabel. No es que haya hecho todo bien, ni mu197
chísimo menos. Pero lo reconozco y me trato de enmendar. Más no puedo pero es suficiente, como lo es para cualquiera de ustedes, ante los demás, ante mí. Necesito su compañía física y moral. Quizá con vos, Ismael, hoy la empiece a tener, sin distanciamientos. Dios me dé vida para vivirlo. Pero con vos, Mabel, estamos separados y disgustados. Así que, hala, nena, pongámonos las pilas. Mauro no tenía ninguna certeza respecto a nada, empezando por él mismo, con respecto a sus pensamientos, sentimientos, actos. Sólo le quedaban en claro sus fuertes emociones, gratas u horribles, sin saber si se debían, respectivamente, a razones consecuentes, válidas para cada emoción o si, por el contrario eran razones opuestas a la emoción que provocaban. En este sentido, creía hacer esfuerzos, desde siempre, por no enloquecer. Claro que, de todas formas, se preguntaba si no estaba ya loco y, en ese caso, si ese esfuerzo por no enloquecer no era, realmente, un esfuerzo por no dejar de ser quien siempre había sido. En ese caso, quizá, enloquecer podría ser dejar de estarlo. Y dejar de controlar —el temible descontrol— podría, a su vez, ser la salida a esa locura de siempre, salida del área controlada por Maurito, para entrar a otra, de no-locura, donde no hiciera falta nada que controlar. Se despertó con una idea obsesiva. Preparaba su desayuno sin darse cuenta de lo que estaba pensando obsesivamente. Pensaba una posibilidad, un suceso que podía ocurrir, uno entre tantos otros. Pero este era de resultados catastróficos para él. Mauro, sin darse cuenta, desde que se había despertado —quizás antes, desde que estuviera soñando— y hasta toda la preparación de su desayuno, entre sueños, a medias dormido, construía una trama, una suposición, sin fundamento en hechos anteriores que le pudieran dar visos de verdadera ocurrencia, en donde alguien, no importa quién, lo ofendía, lo atacaba, lo azuzaba hasta que Mauro se veía en la necesidad 198
lógica de reaccionar violentamente contra ese insolente o el sádico de turno. Sin darse cuenta, sin proponérselo, se iba dando manija con una supuesta agresión. Hasta que se propuso beber el mate con leche y las galletitas con margarina que había preparado entre estos pensamientos. Pero descubrió que estaba demasiado excitado para desayunar, al menos, sin vomitar luego. Pero, ¿qué estoy pensando? ¿De dónde saco la posibilidad de que X —fula-nito— tenga esas intenciones conmigo? Y aunque las tuviera, ¿por qué me despierto preparando un hipotético campo de batalla donde termino destrozado? Pará, Mauro, ¿por qué no despertarte pensando posibilidades positivas? Bueno, vale, a veces lo hago. Pero, ¿por qué despertarme urdiendo conspiraciones irreales en mi contra y, encima, con desenlaces en donde soy víctima o, peor aún, victimario, culpable de asesinatos y cosas por el estilo? Masticó secamente una galletita y se contestó: y, para seguir siendo Maurito, para seguir cumpliendo el mandato paterno, estructural, familiar, social y la madre que los parió. Tomó un trago largo de agua de la heladera. Cambió de tema a fuerza de voluntad. Se tomó el mate. Se bañó y se puso a hacer las diligencias del día que lo apartaban de esas pesadillas. ¡Esa es mi cifra! ¡Eureka por la noticia!, se dijo Mauro socarronamente. Esa es la bendita cifra que yo tenía, valga la redundancia, que descifrar: mi padre. Bendito padre. Lo que suma a mi desconcierto —si eso aún es posible— es que el querido Freud, según entiendo yo, decía que el matete a desembrollar me correspondería con mi madre, así como a las mujeres les corresponde con el padre. Sin embargo a mi madre sí la puedo pensar, la puedo entender, incluso, cada día más. ¿Será porque mi viejo se hizo liquidar cuando yo apenas cumplía los veinte? Mi psicólogo me dijo que tal vez yo sea un homosexual reprimido. ¿Me dijo eso o yo escuché eso de su discurso tan demasiado clínico? Más de una vez pensé al respecto. A mi padre no lo comprendí jamás, no me dio afecto, me pegaba, 199
me criticaba, ¡etcétera, etcétera! En cambio, mi madre siempre me quiso, me rascaba la espalda, me abrazaba, me besaba. Eso, según entiendo, lleva a muchos a ser putos. Por otra parte —continuó Mauro— más de una vez he pensado que si a tantas mujeres —no a todas— con las que he estado les gusta que las penetren por el ano —algunas llegando a tener súper orgasmos— ¿por qué a un hombre no le podría gustar también? A mí me podría gustar. No lo he probado, pero tal vez sea bárbaro. Me refiero al hecho en sí de ser penetrado analmente, así como veo que les gusta a algunas mujeres que se han sorprendido con que, contra natura, les resulte tanto o más placentero que por la vagina. El problema lo encuentro en que tendría que ser penetrado por un hombre, y los hombres me dan sinceramente asco. Pensar en un pene cerca de mí me da arcadas. No hablemos ya de semen. Pensar en que un hombre me da un beso en la boca me revuelve el estómago. No hablemos ya de que me pase su saliva a mi boca. Pensar en un pedo, o brazos y piernas y cara velluda de un tipo tocándome me produce otro tanto. No hablemos ya de que me diga palabras dulces que yo conteste en igual forma... ¿Tendrá que ver con mi padre? ¿Seré puto? ¡Qué horror! Cuántas dudas. ¡Qué voy a ser trolo! ¡Lo mío son las minas! Mauro se sonrió comprensivo y apiadado consigo mismo. Se permitía cualquier pensamiento y eso —estimaba— lo salvaguardaba de volverse loco. Todo era una gran fantasía, una gran novela, en donde podría representar a cualquier personaje, excepto a su autor, a él mismo, que se debatía entre actuar de Mauro o de Maurito, con su padre que lo determinaba, que le daba argumento, que dirigía la película de la vida de Mauro y en la que este era un obediente actor, no el director. Si sigo pensando por este lado me voy a convencer de que mi papel es el de puto, se espantó. ¿Y si esa era la corrección que mi padre quería imprimirme? ¿No habrá sido él, tan macho y sensible a la vez, pegador de mujeres y niños, y masoquista ante otros hombres, el que quería que yo realizara lo 200
que él se reprimía? ¿O, por el contrario, quería evitar que yo fuera como él? Tal vez no me dio amor, no me besó jamás, no me abrazó porque yo era un varoncito. ¿Cómo habrá sido mi abuelo con él? ¡Qué quilombo, santo cielo! ¡Qué confusión! Lo que está claro es que necesito —sin volverme puto— aclararlo, como otras cosas más, antes que me digan —no me están diciendo nada— que estoy podrido por dentro y que me muero en un santiamén, finalizó Mauro, quedándose bastante satisfecho, al menos, por el momento. Había encontrado una certeza en un mar de dudas. Y cuando Mauro encontraba una certeza sentía que había logrado construir un castillo. ¡De arena!, ¡de arena!, ¡la puta que lo parió!, dijo en voz tan alta que se echó a reír de sí mismo. Tengo que vivir el duelo por la muerte de mi padre de nuevo, si es que lo he vivido alguna vez. That’s the question! Pero, ¿con quién lo hablo? Conmigo mismo imposible, lo hago de continuo sin salirme una pulgada del mandato indicado. Así llevo más de cuarenta años. ¿Con mi familia? Imposible, en esta sólo se potencian los dramas, como en toda familia. ¿Con amigos? Ya lo he hecho ¡tantas veces! Y a ellos —que no conocen— es fácil clau-surarles los intentos de ayuda. ¿Con un psicólogo? Con alguno de esos bichos debería ser. Es su oficio y su obligación según el mandato del padre de todos ellos, el potente Freud. Pero lo he intentado muchas veces pero con cualquier grosera artimaña mía se dejan apartar del tema, del núcleo del problema. ¿Con una mujer? Lo he hecho siempre para terminar cogiéndomelas, porque ceden ante mi vehemencia o mi llanto. ¿Quién me queda? ¿Con un policía? No estaría mal. Tiene muchos y grandes falos paternales: el bastón de goma, el cañón del chumbo, el mango del mismo, los cargadores de balas, las mismas balas y, lo que es peor, su propio falo. ¡Qué horror! ¿Con un sacerdote? ¡Bah, qué bosta! Cuando amagué tibiamente por ese lado me han salido con pavadas majestuosas como “resignación y martirio”. 201
¿Con un político, un dirigente? Y, no sé. Seguramente terminamos a las trompadas. ¡Ah, qué cansancio, Señor! ¿Señor? ¿Será con Dios que lo tendré que hablar? Tal vez no me quede otra que morirme e ir al Juicio Final para arreglar este entuerto. Bueno, entonces, cuanto antes mejor. ¡Qué mierda! ¡Joder, coño! Haciendo buena letra en las cosas de su vida Mauro comprendía que así era, sin duda, mejor. Tanto para él como para su hijo y su entorno, empezando por Mabel. Era, después de todo, Mauro imponiéndose a Maurito. Al principio de este ímprobo esfuerzo de imponerse sobre las celadas tendidas por Maurito, Mauro se sentía bastante satisfecho y entusiasmado con sus nuevas perspectivas. Hasta que los éxitos empezaron a ser casi la norma, la rutina. Entonces Mauro comenzó —primero de vez en cuando y luego más a menudo— a sentirse medio vacío, o como vacío. Es decir, insatisfecho de nuevo. ¿Qué mierda me está pasando ahora?, se preguntó desconfiado de sí mismo. Y ya algo malhumorado —estado de reconocida peligrosidad—, ¿qué me pasa? Si, en general, voy logrando los buenos propósitos, ¿qué mierda me pasa? Si ya casi no incurro en soberanas metidas de pata, ¿por qué me siento medio vacío, o como vacío, con un resucitado malestar, una ansiedad, una angustia que creí haber dejado atrás? En forma ardua, pero no tan ardua como antaño, Mauro entendió que su existencia siempre tendría agujeros negros. Ya con Mabel hemos dicho que, por ser racionales, “siempre estamos elaborando duelos previos” de las pérdidas que sabemos que tendremos. Y también elaboramos duelos por las carencias. Y por las ausencias que nunca ya solucionaremos. Como la de Gogui. Por eso, me puedo sentir medio vacío, o como vacío, o como mierda quiera calificarse este inquietante estado que siento. Pero luego Mauro siguió investigando, ahora más en singular, buscando desentrañar su más profunda individualidad. Esta —se 202
dijo— es además una nueva trampa que me ha preparado el abominable Maurito. O sea, una parte de mí mismo. Dicho todo de una vez, este estar como medio vacío —al margen de los lógicos e inevitables agujeros de cualquier vida— en gran medida se debe a estar, justamente, ¡medio vacío del maldito Maurito! ¡Eso es lo que extrañaba sin haberme dado cuenta hasta ahora mismito! ¡Al puto Maurito! Mirá si seré gil, con lo fácil que era. Y se quedó pensando. Emocionado siempre con sus proyectos de superación personal —¡qué desgastante, qué cansador!, ¿por qué?— se propuso matar del todo a Maurito no dejando de hacer buena letra. “Buena letra”, se repitió Mauro varias veces tratando de evitar la fuga de la idea. O que Maurito, con alguna artimaña, se la liquidara. Cada día de buena letra serán paladas de tierra que irán enterrando a Maurito. ¡Te enterraré a base de no dejar de hacer lo que Dios manda!, gritó eufórico Mauro. E inmediatamente se preguntó, ¿a qué Dios me habré referido? ¿A mi padre?, ¿A Maurito?, ¿O realmente a uno propio? No hay dioses propios, desconfió Mauro. Tengo que andar con mucho cuidado... No vaya a ser que esté dele echar paladas de tierra sobre Maurito y este no esté bien muerto. Y un día vea horrorizado que, de entre la tierra amontonada, sale su espantosa cara maléfica y una de sus manos para agarrarme de las bolas y llevarme con él a su pozo. O a donde se le ocurra, a lo bestia, a lo Maurito. ¡No, por Dios!, iba a decir Mauro —de hecho así lo pensó— pero gravemente se dijo: No, Mauro, no va a ser así, tranquilízate. Sólo consiste en seguir haciendo buena letra. Mejorarse, mejorarse hasta morirse. Y, ya agotado, Mauro concluyó que, teniéndolo ya bien muerto y enterrado a Maurito, debía elaborar rápidamente su duelo y... a otra cosa, mariposa. Cómo te odio, hijo de putos, cómo te odio, cuánto mal me has hecho en tanto tiempo que estuve lleno de vos, Maurito 203
cabrón. Desde ahora sabré diferenciar la paja del trigo. Y la paja, esa paja que no sirve para nada, que es simple y llanamente puta paja vieja, será el Maurito que, indiferente, despreciaré. Adiós Maurito, hasta tu nombre voy a olvidar. Después de todo —filosofó Mauro mientras observaba cómo el suero fluía hacia su vena canalizada— cuánta precisión tuvo Ortega y Gasset en su definición: “La vida es conciencia de naufragio, menester de natación”. Y, sí, sabemos que nos vamos a hundir —di-jo mirando la cánula—, que nos vamos a morir. Estamos en el medio de un mar de costas inalcanzables. Sabemos que no las vamos a alcanzar nunca, pero igualmente nadamos. No nos queda otra. Y podemos practicar crawl, pecho, mariposa, incluso la plancha y dejarnos llevar. El estilo natatorio depende de uno, pero todos somos náufragos. El estilo puede ser más o menos dinámico, pero es tuyo. Poco importa si es agradable o no a la vista de los demás, que están afanados en lo suyo. Quizá te echen mucha agua. Y bueno, nadá para otro lado. Quizá te quieran ayudar llevándote, así como llevan los guardavidas a los semi-ahogados. Bueno, vos verás si los dejás. Quizá te quieran hundir la cabeza debajo del agua. Y bueno, igual, vos verás qué hacer. Pero nadie es responsable del estilo natatorio de otro. El estilo depende de tu ética, de tu arte de vivir y de la estética que le quieras imprimir a esa ética. Qué flash, loco, ¿estás de acuerdo, Ortega? Al asunto vos lo cerraste concluyendo: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Te habrás reído mucho con lo rimbombante de tus expresiones, ¿no? ¿Fuiste muy feliz? ¿Tuviste un gran estilo natatorio íntimo? Andá a cagar, Or-teguita. Los malos humores de Mabel —las jugarretas del Otro, en general— no eran contra Mauro. ¡No son en contra mío! ¡Al menos no necesariamente!, repitió. ¡Son sus problemas que yo tomo como agresiones! Si alguien se enferma, hasta eso lo hace para joderme 204
la vida. ¡Estoy re loco! ¿Cómo no lo he visto antes? Sí, lo he visto antes —sentenció con histriónico dramatismo—: para mi padre, todo, hasta la guerra de Vietnam, atentaba específicamente contra él. Y encima, van y lo matan. ¡Se corroboró! ¡Shit! Esa satanización de los problemas de los otros es a lo que mamá se refería cuando me decía: “Pero querido, el eje del mundo no pasa por tu culo”. Joder, qué razón tenía. ¡Todos son complots en mi contra! “Con lo que la buena de Mabel hace por vos, con todo lo que te cuida, con lo poco —nada— que te exige, ¡y vos no le dejás pasar ni una, cabrón! Y, encima, pensás en otras...”. Si me jode mucho la dejo, si veo una mejor hago el cambio. ¿Pero es que no tenés alma? ¡No merecés vivir! Eso me dijo mi viejo, momentos antes de su encuentro con sus asesinos. No quiero que me pase algo equivalente. Y, si no quiero eso, no me queda otra que humanizarme. Pero, ¿cómo hacer para amar realmente? Gogui, mi amor, vos desde el cielo, desde donde —supongo— entendés todo, ¿me podés ayudar? ¿Cómo hacer para amar y amarme? ¿Hacerme de una religión? ¿Ir a misa? ¿Ir a un club? ¿A una comunidad unida por el amor? ¡Si no creo en nada! ¿Creo en algo? ¿En qué creo? ¡Dios mío, qué horror! ¡Salvame, Mabel! Maricón. Y vuelta a empezar. El mandato familiar te puso el listón tan alto que ningún logro alcanza. Nunca nada te hará feliz. A cada logro lo despreciarás, simple y estúpidamente, para buscar otro listón que saltar. Y dejar un camino lleno, al cabo, de “frustrantes” logros. Esa es la estructura recibida. Y la puedes ver, ya que la verbalizas. ¿La puedes cambiar por otra que, en vez de permanentemente angustiado, te mantenga medianamente satisfecho? Mauro, suma afectos, no restes. A muchos afortunados no le han puesto ningún listón. ¿Quién soy yo? ¿Una marioneta que salta los listones o qué? ¿No tengo altura, gusto propios? Vos no podés seguir haciendo como si no entendieras ya lo que te pasa. ¿Qué me pasa? ¿Qué me es, todavía, tan arduo de entender? 205
¿Qué me pasa que me cuesta acordarme de lo que me pasa? Y tuvo que pensar y pensar, pero no se acordó. Mauro se dio cuenta de que, durante toda su vida, hasta ese día que tomaba real conciencia y se proponía no incurrir más en lo mismo, había preparado cada acto de su vida para coronarlos a todos y cada uno de ellos con una gran derrota infligida a sí mismo. Es decir que, a cada objetivo positivo que se proponía, lo iba sembrando de logros parciales, de triunfos medios en su camino al logro total para luego, por último, coronarlo de una gran y estúpida actuación, que arrasaba con todo lo anterior. Había tenido siempre, hasta ese momento, su deseo, su gozo, orientado al malestar propio. Y por ende, en muchos casos, de quienes lo rodeaban. Ahora se proponía no sólo tener éxitos parciales, sino también coronarlos de un éxito final que lo hiciera sentir pleno de bienestar. El malestar —se dijo Mauro— tendrá que venir por sí solo, por otros, ya no llamado por mí mismo. Tengo que dejar mi viejo otro yo, Maurito. Tengo que construir un interlocutor interno que sea lúcido, ecuánime, positivo, realista, simple, amoroso, simpático, buen compañero. Como el mejor psicoanalista. Como el mejor amigo que se recuerde de la tierna infancia. Con ese debo hablar en mis soliloquios, como Mauro. Ahora y en la hora de nuestra muerte perdona nuestros pecados así como nosotros perdonamos a nuestros pecadores, ¡Amén!, se dijo Mauro al pensar que ya había matado a Maurito y que lo estaba enterrando y que ya estaba, velozmente, elaborando el respectivo duelo. Tengo que, en algún momento, parar de echar carradas de tierra sepultando lo más hondo posible a Maurito porque, de cualquier manera, ya está muerto, ya está bien muerto, ya no vive, ya no respira, ya ni siquiera se pudre, ya no existe. Tengo que dejar de relacionar mi vida con su ya no vida, son incompatibles. Pero, para 206
eso, tengo que perdonarlo. O sea, tengo que perdonarme. Y se le llenaron primero los ojos de lágrimas y cuando estas ya rebalsaron sus pestañas y empezaron a caer hacia su boca se largó, con todas sus ganas, con tensión liberada, a llorar. Pero no desconsoladamente. Por el contrario, como el primer gran consuelo de su vida. Recordó a su padre, pero no lo recordó como aquel bruto padre al que a veces se había creído parecido. No, recordó a su padre como aquel pobre tipo, deambulando enajenado por este mundo con sus maldades y también sus intentos malogrados de bondades. Y se apiadó de este recuerdo de su padre. Lo sufrió. Y se consoló llorando más. Y recordó a su madre que por allí andaba, deambulando en su particular extravío, y la recordó como una mujer extraña pero al fin muy amada, a quien debería tolerar hasta enterrar, por supuesto, si ella no le enterraba a él. Y le dio pena. Lloró consoladoramente. Y recordó a su hermano, Gonzalo, recorriendo como podía su destino. Y se apiadó de la pequeñez de cada uno, empezando por la suya. Y lloró consoladoramente. Por fin, recordó a Ismael y se sonrió, sin saber muy bien por qué. Sólo creyendo que no había sido, al menos de manera voluntaria, un verdugo de su hijo. Y se perdonó sus faltas, independientemente de que fuera o no perdonado por Ismael. “Esa es tu tarea, no la mía”, le dijo a una foto de Ismael, dándole un beso. Y perdonó a su hijo por los dolores recibidos de él, pequeños, siempre menores. Porque era su hijo. Y se sintió mejor, aun dentro de aquella sala de terapia intensiva, donde lo habían llevado en ambulancia, con un tronar paralizante de sirenas. Volvió a llorar, como en una letanía. Lloró y lloró por espacio de varias horas. Durante las cuales médicos, enfermeras y familiares no entendieron ni supieron qué hacer, hasta que decidieron inyectarle un tranquilizante a través del suero y Mauro empezó a dormirse entre delirios en los que lograba no ser dominado por las ordenanzas de Maurito, definitivamente seco. Pero no momificado, sino hecho polvo del polvo, que las escépticas mucamas barrerían la siguiente mañana terminando la 207
faena con cloro y detergente que Mauro ni siquiera olería porque ya estaba casi muerto. Nunca sabremos en su justa medida la serenidad habida en los últimos momentos de Mauro, porque nunca sabremos si le faltaron fuerzas para repetirse dudas anteriores o le alcanzaron para sobreponerse a estas, para apartarlas, en su camino hacia la luz definitiva. Mauro moriría fiel a su propio estilo de vida, el maurismo, el que de la duda hizo apología, como un desquiciado Sócrates. Esta, se dijo Mauro contemplando en toda su dimensión la sala de terapia, es la mayor agresión que me hecho contra todo lo logrado. A la nueva línea de mi vida, con ciertos altibajos pero de tendencia positiva, se le ha presentado una situación clave, donde uno puede llegar a la caída libre, rompiéndose la tendencia y triunfando Maurito sobre todo lo logrado. Y terminar de morirme. O ser esto sólo un momento subsanable. Y seguir en la misma tendencia positiva que con tanto amor y trabajo he logrado. Dentro va en mí lo que no sale a escena; esto no es más que el traje de mi pena, escribió Shakespeare. Ahora bien —se dijo sombríamente Mauro, sin considerar que estaba agonizando—, ¿cómo puedo hacer cambiar todo esto y al fin vivir en paz conmigo mismo y con los demás? Primero de todo, dejando de agonizar, recapacitó. Entró Gonzalo y lo llamó emocionado: “¡Mauro!” “¿Qué?”, respondió él como despertando, aunque estaba hablando con el médico y la enfermera. “¡Que ‘Canales de comunicación’ ganó el premio Le Corbusier! ¡Tomá el diario! ¡Mirá! ¿Estás contento?” “Claro”, dijo Mauro ensayando una sonrisa. ¡Cómo no lo voy a estar, si era el sueño de mi vida! Gonzalo lo abrazó y besó. La enfermera también. El médico, conmovido por la importancia ganada por su paciente, atinó un “¡Enhorabuena!”. “Gracias, muchísimas gracias, estoy muy emocionado”, agradeció Mauro y, de inmediato, dirigiéndose a Gonzalo, preguntó: “¿Sabés algo de Mabel?” “¿Mabel?”, repitió 208
Gonzalo, “¿por qué te acordás de ella justo ahora que te digo lo del premio?” “Y —respondió Mauro— porque yo todo lo hago para lograr que me quieran...” “Te quiere el jurado”, dijo, dulce, Mercedes. “¿No se habrán equivocado?” No, le dijeron todos. “¡Qué bárbaro!, bueno, ¿y Mabel?”, insistió. “Los que fracasan al triunfar”, susurró el doctor... “¿Qué?”, protestó Mauro. “No, nada, nada, es que tengo que llevar ese escrito a la Facultad, explicó el médico.” Y todos rieron, excepto Mauro, que se quedó meditando, moribundo. Prefiero estar solo ya, y pensar mis cosas. No quiero que nadie las comparta, son muy tristes. Para mí, aquellos en soledad son los momentos en que más soy yo mismo. Cuando estoy solo, soy yo. La mente se blanquea con el llanto. Y la paz viene, hasta toda la alegría. Yo salto los obstáculos que mi propia mente crea. Y así he sido feliz en mi aparente infelicidad congénita. Ismael, has sido mi lucecita que perdurará con tu fuerza. Yo me voy, yo me voy cada día. Sin haberte molestado. Dios te siga haciendo feliz. Los momentos todos buenos pasados contigo los he sentido como mi vida real. Todo lo demás ha sido mi huida. La huida mientras te hacías hombre, desde mi niñito. Ismael, has sido mi único gran logro. Eres mi tiempo. Sé feliz, si quieres, en mi recuerdo. Te lo agradeceré desde donde sea. Te amo tanto, hijo... ¿te acordás, Gogui, qué felices supimos ser los tres? “¿Uría?”, escuchó Mauro que decían en la habitación de al lado. “¿Mauro Uría?”, escuchó que confirmaban. “¡Ah!, un tipo muy capaz, el único problema es que usa casi toda su energía en arruinar buenos momentos, propios y ajenos. Siempre, tarde o temprano, termina peleándose consigo mismo y los demás. Es un gran arruinador de buenos momentos...” Mauro, frío, sintió que se moría, esta vez, de verdad. Inmóvil, laxo, con los ojos abiertos pero fijamente perdidos en un punto incierto, sin que siquiera notase su respiración, Mauro se 209
preguntaba: ¿estaré vivo o muerto? Y mientras Mauro dudaba entre estar todavía vivo o estar ya muerto fue cuando realmente murió. Rosario. En calle Mitre, el lunes 24 de noviembre de 2003. Mediodía.
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Esta primera edición de quinientos ejemplares de 211
Perro loco de Horacio de Zuasnabar se terminó de imprimir en los talleres de Alma Gráfica de Norberto Álvarez, Matheu 2226, Villa Maipú, Prov. de Buenos Aires, República Argentina, en el mes de agosto del año dos mil ocho
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