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I. EL DISCERNIMIENTO El rasgo fundamental del proceder ignaciano se llama discernimiento personal, comunitario y de toda la Orden. ¿Qué significa discernir? Supone que la existencia humana no transcurre unilinealmente. Si hay un solo camino, no discernimos; simplemente lo recorremos. Implica que analicemos la realidad concreta a partir de las posibilidades, las confrontaciones y las tensiones que lleva consigo. Más aún: Ignacio juega con la imagen del ángel de tinieblas que se viste de luz. Toda la realidad humana esta atravesada por el principio de ambigüedad, de intransparencia, del oscuro juego de la verdad y la ideología. Pide de nosotros una lucidez analítica en el sentido de desvelar dónde residen los señuelos, las apariencias en busca de verdad, midiendo su nivel de oscuridad. Hacemos esto, sin embargo, conscientes de nuestra propia confusión interior, engaño, límites. La duda habita tanto en el lado de la realidad objetiva como en nuestra subjetividad. Eso significa que cuanto más comunitario sea el discernimiento más posibilidades tenemos de percibir nuestros propios estorbos. El punto crucial en el discernimiento se sitúa en la percepción de la distinción entre la realidad objetiva y el interés subjetivo que nos mueve. Cuanto más un juicio se carga de interés, de provecho personal o comunitario, más difícil resulta percibir la objetividad de la realidad. La lucidez del discernimiento consiste en descubrir en la medida de lo posible qué intereses nos mueven en nuestras elecciones, en nuestras búsquedas, en nuestros discernimientos. En ese momento la mirada se vuelve sobre nosotros antes incluso de diseccionar la realidad en su ambigüedad natural y siempre presente. ¿Qué se pretende en el discernimiento al analizar la realidad y los propios intereses? Responder a lo que más se acerca a la voluntad de Dios. El resultado del discernimiento consiste en una percepción provisoria de la síntesis entre el proyecto de Dios y la decisión que tomamos. Toda síntesis encierra dentro de sí algún elemento negativo, inevitable, mientras permanecemos en la historia. Mas, tarde o temprano, él aflora pidiendo su negación para hacerse una nueva síntesis. Ésta pide repensar la decisión. Lo definitivo en la historia significa la permanente reafirmación de nuevas síntesis en la continua superación de las negatividades. Nunca parado. Siempre en movimiento. En oposición a esta actitud están las mentalidades fixistas, las cerrazones, las intransigencias, los radicalismos. Estos imaginan que conseguirán una síntesis perfecta sin ninguna negatividad y, por tanto, insuperable. Se salen de la historia. Viven en una eternidad ilusoria. En otras palabras, a la práctica del discernimiento subyace una actitud básica de libertad interior. ¿Qué significa tal libertad? Fundamentalmente no vivir bajo la mirada de ninguna persona o realidad humanas, sino únicamente bajo la mirada de Dios. Nos privan de esa libertad interior la pulsión inconsciente o el deseo consciente de agradar a alguien no precisamente por amor. Y en ese caso experimentamos a Dios como fundamento último de nuestro actuar. La consciencia que nos rige en las decisiones adquiere consistencia porque en ella experimentamos la mirada de Dios que nos ama. Nos mueven a la acción la pasión por el Reino, el seguimiento de Jesús, la oración y la contemplación en la acción, la apertura al diálogo para y con los otros. Y, finalmente, el discernimiento se rige por los criterios del Reino. Eso aparecerá en los otros rasgos ignacianos del modo de proceder. Reflexión personal/grupal 1. ¿Como entiendo al discernimiento como modo de proceder permanente? 2. ¿Cómo vivencio eso en mi vida? 3. ¿Qué acciones preveo para fortalecer esa manera de proceder? Texto bíblico: 1Cor 14
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II. IN ACTIONE CONTEMPLATIVUS-CONTEMPLATIVO EN LA ACCIÓN La contemplación en la acción es un desafío cada vez mayor en un mundo secularizado, absorbido por el trabajo, por el ruido, por la agitación productiva. Ahí vive el jesuita de hoy. La alternancia entre rezar (ora) y trabajar (labora) fue ya, en tiempos de San Benito, un enorme paso hacia delante en una sociedad en la que la oración se reservaba a los monjes de coro y el trabajo para los hermanos del servicio doméstico. La doble experiencia se hacía necesaria para todos, insistía San Benito. San Ignacio dio un paso adelante. La contemplación traspasa toda acción y toda la acción en maravillosa síntesis. Siguiendo la analogía entre cuerpo y espíritu, la contemplación realiza la función del espíritu que vivifica al cuerpo de la acción, le da sentido último, lo hace ligero. No se excluye que nos retiremos en momentos de pura contemplación y retornemos luego a la acción. Pero no paralelamente. En la contemplación están presentes los compromisos, las personas, las obras, el trabajo. Y en continuos relámpagos, en el corazón mismo del actuar, nuestro espíritu se eleva hasta Dios, entregándole lo que estamos por hacer. Cuántas veces frente a un problema grave, una decisión difícil, una conversación pesada, brota como una chispa dentro de nosotros el sentimiento de impotencia y de, por tanto, entregar todo a Dios y sólo en Él confiar. Las contemplaciones de los misterios de Jesús, que alimentan nuestra espiritualidad, lanzan luces rápidas sobre lo que estamos por hacer. Todo adquiere nuevo sentido y nuestro ánimo se serena. La acción despierta las experiencias de Dios acumuladas por obra de tanta contemplación, y la contemplación, a su vez, nos fortalece para enfrentar situaciones difíciles arrancándonos de la inercia y el acomodo. Este juego fascinante de acción y contemplación nos mantiene despiertos para descubrir los signos de Dios en la realidad. El principal resultado de tal síntesis se manifiesta en la calidad de la acción. Cada vez se impregna más de caridad y se aparta de impulsos y motivaciones egoístas. Es conocida la expresión sensus fidei y sensus fidelium. Olfato delicado que reconoce la verdadera fe en las verdades y en las acciones. El contemplativo en la acción desarrolla ese sentido. Más aún, adquiere un sensus amoris. Fina percepción del otro, de sus necesidades, de sus dolores. Sólo el amor permite ese desarrollo. Sólo el amor descubre en cualquier situación, por más trágica que sea, las huellas de la presencia de Dios. El contemplativo en la acción adquiere tal sentido del amor que se alimenta del actuar y del contemplar. Hay mucha contemplación que solamente satisface al contemplativo en su aislamiento, en su propia subjetividad. El modo ignaciano de proceder desconfía de ella. La acción, la praxis, sobre todo al lado de los pobres, dan cuenta de su verdad y veracidad. También vale lo contrario. La contemplación purifica a la acción. Cuestiona las motivaciones de vanidad, egoísmo, búsqueda del triunfo. Permite vivir a la luz de Dios tanto el éxito como el fracaso. Nada tan gratuito como contemplar. De ahí fluye la gratuidad de la acción en una sociedad del comercio, del ansia de retribución, que pone precio a todo. ¡Contemplativo en la acción: magnífica síntesis que transforma nuestra vida! Reflexión personal/grupal 1. ¿En qué sentido la contemplación y la acción se entienden paralelamente y en qué sentido hacen una síntesis? 2. ¿Cómo podemos conseguir esa síntesis en nuestra vivencia personal? 3. ¿Qué tipo de ejercicios nos educan para esa síntesis? Texto bíblico: Jn 13, 1.31-35; 14, 9-31: la intimidad entre Jesús y el Padre lleva a Jesús a actuar según la voluntad del Padre.
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III. EN TODO AMAR Y SERVIR La dialéctica anterior se encarna en la petición de Ignacio en la contemplación para alcanzar amor. La naturaleza del amor apunta a lo infinito. El servicio nos dispone para lo pequeño. El amor nos impulsa hacia horizontes sin límite; el servicio, por su parte, nos lleva al realismo de que el amor se muestra más en las obras que en las palabras. Éstas suenan muy fuerte. Son las obras las que las encarnan. El amor tiende a buscar lo infinito. Se entiende como el bien siempre difusivo. El servicio nos ayuda a percibir la verdad del amor en la comunión mutua de los propios dones entre los que se aman. Dios es amor porque nos comunica el don infinito de sí y se alegra al recibir de nosotros la alabanza, la reverencia y el servicio. El modo de proceder ignaciano capta ese movimiento interno de cada uno de nosotros y de nuestras obras. Existimos y ellas existen por la fuerza del amor en vista del servicio a los demás. Dios nos llena de dones y, al mismo tiempo, nos sostiene a la hora de compartirlos. El amor nos permite tener conocimiento interno de los dones recibidos. El servicio nos dispone para compartir esos dones con los otros. No tenemos los dones por nosotros mismos ni para nosotros mismos. Los recibimos de Dios y los ponemos al servicio de los hermanos. De ahí la doble alegría: la del reconocimiento de los propios dones venidos de Dios y la de su comunicación a los otros. Así realizamos el dicho jesuánico que nos transmitió Pablo: “Hay más alegría en dar que en recibir.” (Hech 20, 35). Amar significa sentir la ausencia de Dios y la de los hermanos. Más aún, implica alegrarnos con la presencia de Dios y con la de los otros. Sentir placer por estar con ellos. Más aún, tener la actitud de quien perdona cuando las relaciones crujen. En una perspectiva antropológica, servir hace resonar la actitud del siervo que reconoce en cada persona a alguien que merece reconocimiento. En una perspectiva cristiana, vemos a la persona del Señor Jesús y reproducimos en nuestra vida la misma práctica de Jesús. “Pues el Hijo del Hombre no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Contemplamos maravillados la escena de Jesús en la Última Cena. “Si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo para que hagan como yo he hecho” (Jn 13, 14ss) Nuestro modo de proceder insiste mucho en la participación diaria de la Eucaristía. No se trata de un rito puramente religioso sino de la expresión mayor del don de Cristo a nosotros para que nos demos a los otros. En la Eucaristía encarnamos el dicho: en todo amar y servir. Amamos participando del misterio del Señor. Servimos disponiéndonos eucarísticamente en beneficio de los otros. Eucaristía que no combina los dos aspectos del don carece de algo fundamental. Participamos del cuerpo y de la sangre del Señor, así rezamos en la 2ª plegaria, para que nos transformemos en una comunidad de bondad, de acogida, de entrega a los demás. En una palabra el modo de proceder ignaciano es ser de Cristo para ser para los otros. ¿Y cuándo? Siempre. En la oración a Dios, en el encuentro con los hermanos, en la relación con la naturaleza y con los objetos. El amor es el alma, la inspiración de nuestras acciones en el día a día, reconociendo a Jesús en el desconocido del camino (Lc 10, 30-37) y en todas las víctimas de este mundo (Mt 25, 31-46) El amor les confiere valor de eternidad. “Todo amor aspira a la eternidad- el amor de Dios no sólo la desea sino la realiza, es ya eternidad” (J. Ratzinger, Introdução ao Cristianismo, São Paulo, Herder, 1970, p. 302) El amor nos consuela y nos alivia en el servicio pesado y exigente. Nos da energía, vigor y fuerza. Resiste con constancia y perseverancia en los momentos difíciles. Nos despierta a la
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creatividad. Alimenta utopías. En el fondo, es el espíritu y la vida de todas las normas y reglas. Da sentido a la obediencia que lo encarna. El servicio se convierte en criterio de verificación del amor. Lo hace amor verdadero. Le da concreción, se hace mediación. Sirve de test de la calidad del amor. Lo purifica. Nos enseña la disciplina y nos proporciona prácticas concretas para su realización. Reflexión personal/grupal 1. ¿Cómo entiendes la relación entre amor y servicio? 2. ¿De qué manera has experimentado en tu vida el amor como fuente de servicio? 3. ¿A qué servicio nos conduce el amor a Dios? Texto bíblico: 1Cor 13, 1-13: Himno del amor.
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IV. DIALÉCTICA OBEDIENCIA-LIBERTAD (INDIFERENCIA) El modo de proceder ignaciano conoce la difícil dialéctica de la libertad y la obediencia. San Ignacio imaginó un modo de actuar, nacido de una profunda libertad. Le dio el nombre de indiferencia. En definición de K. Rahner, es ella “un sentido espiritual agudo de la caducidad de todo, excepto de Dios, el único absoluto (K. Rahner, Missão e Graça. vol. III, Petrópolis, Vozes, 1965, pp. 125ss). Tal actitud implica una libertad tremenda frente a normas, reglas y determinaciones extrínsecas. La libertad se finca en el interior de la persona. Realiza aquello que Pablo afirma sobre la libertad del cristiano frente a la ley. “Para ser libres nos libertó Cristo. Permanezcan firmes y no se dejen atar de nuevo al yugo de la esclavitud” (Gal 5, 1). “Sí, hermanos, ustedes fueron llamados para la libertad” (Gal 5, 13). “Ya no están bajo la Ley, sino bajo la gracia.” (Rom 6, 14). ¿Y quién nos asegura semejante libertad? En el otro polo del proceder ignaciano están la obediencia, el sentir en la Iglesia, el voto especial de obediencia al Sumo Pontífice de los jesuitas profesos, la larga tradición ignaciana. En la última Congregación General se insistió mucho en esa obediencia al Sumo Pontífice. Sin el contrapunto de la indiferencia, de la libertad interior, del no vivir bajo la mirada de ninguna criatura, ella corre el peligro del servilismo, de la adulación, de la sumisión indigna de un cristiano. Por otro lado, la indiferencia y la libertad interior sin la concretización de la obediencia, de la percepción de la presencia de Dios en las mediaciones humanas de los superiores, se pierden en la arrogancia, en la autonomía sin límites. El proceder ignaciano se ubica en esa continua tensión dialéctica en permanente proceso de discernimiento. Hubo momentos de mucho sufrimiento en los que tal discernimiento costó muchas lágrimas, oraciones y dolor. La claridad diáfana pertenece a la eternidad. En el tiempo vemos, como enseña Pablo, “en espejo, oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; entonces, conoceré como soy conocido” (1Cor 13, 12). Dios es y continuará siendo el único absoluto. Un Absoluto de relación de amor. Por eso el discernimiento regresará siempre a la tónica del amor. Nada fuera del amor. Es fácil amar ingenuamente. Es fácil criticar sin piedad. Es difícil ser crítico y perseverar en el amor, y, amando, perseverar en la crítica. Es difícil mantener los dos polos del modo de proceder ignaciano: libertad y obediencia, evitando los dos extremos de la adulación, el servilismo, por un lado, y la rebeldía por el otro. Reflexión personal/grupal 1. ¿Cómo entiendo la tensión entre libertad y obediencia? 2. ¿Vivo momentos de tensión entre ambas? 3. ¿Qué ejercicios preveo para manejar adecuadamente dicha tensión? Texto bíblico: Rom 7, 4-6; 8, 2; Gal 3, 23-25
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