INDIA Steve McCurry. por William Dalrymple

INDIA Steve McCurry 2|3 INDIA Steve McCurry por William Dalrymple A comienzos del verano pasado hice una travesía por el Himalaya, muy por encima
Author:  Sara Salazar Ríos

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Por William Ospina*
LO QUE LE FALTA A COLOMBIA Página 1 de 9 Por William Ospina* Una de las más indiscutibles verdades de nuestra tradición es que la sociedad colombian

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INDIA Steve McCurry

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INDIA Steve McCurry por William Dalrymple

A comienzos del verano pasado hice una travesía por el Himalaya, muy por encima de Dharamsala. Acababa de terminar un libro y quería escapar del calor de las llanuras para aclararme las ideas en el aire limpio y el silencio cristalino de las montañas indias. Antes de terminar el día, ya había dejado a mis espaldas la última carretera asfaltada. Dejé muy atrás, además de la gravilla, los teléfonos y la red eléctrica. No tardé en dirigirme hacia un mundo que parecía premoderno: allá arriba, en las poblaciones de las colinas, la cosecha se hacía a mano, con hoces, se ataba en gavillas y se amontonaba en forma de tresnales. Los bueyes labraban las estrechas terrazas con arados de madera. En los pueblos, las casas de piedra con balcones de madera calada, como los de las miniaturas mogoles, se precipitaban desde las escarpadas laderas, y los tejados de pizarra alternaban con azoteas en las que las mujeres secaban albaricoques y apilaban leña para el invierno. Casi se podían paladear el olor a resina de los cedros del Himalaya y el aroma cálido, como de licor de melocotón, de la fruta puesta a secar. La segunda noche pasó por nuestro campamento un pastor de cabras que, según contó, se dirigía a consultar al oráculo local, un chamán que canalizaba a una divinidad Pahari y que era famoso por la precisión de sus profecías. El senderismo como viaje en el tiempo: tenía la impresión de que me había adentrado en el mundo de las habichuelas mágicas, apartado del ruido y la contaminación de Nueva Delhi. Me sorprendió, por lo tanto, despertar a la mañana siguiente en mi tienda de campaña con el sonido de unos niños que pasaban de camino a la escuela. Miré hacia afuera y vi a un grupo de veinte escolares vestidos de forma inmaculada, con uniformes perfectamente lavados y planchados: camisas y pantalones blancos para los chicos, salwars blancos para las chicas. Bajaban por la colina en dirección al nuevo colegio privado que, según dijeron, acababa de abrir en el valle inferior. Sus padres no habían

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ido a la escuela y los ancianos del pueblo eran todos analfabetos, pero este colegio les enseñaría hasta quinto grado. Dijeron que esperaban seguir con su educación, después de cumplir trece años y hasta los dieciocho, en los institutos de secundaria de Dharamsala. Aquella misma mañana me detuve en lo alto del paso, en la aldea de la que habían venido aquellos chicos, Shakti Dehra, y entablé conversación con el líder de la comunidad, que poco después sacó un teléfono móvil y empezó a hablar con su hermano menor, que necesitaba que le bajase algunos bueyes para arar. La red telefónica gubernamental aún no había llevado el teléfono fijo hasta ahí, me explicó, pero había buena señal de una de las compañías privadas de telefonía móvil y la mitad de los hogares del pueblo tenían uno de aquellos aparatos. Añadió que había dos o tres que tenían, además, televisión por satélite de Tata Sky. El Gobierno no les había suministrado electricidad (al igual que en aproximadamente un tercio de las poblaciones de la India), pero los habitantes habían hecho un fondo común para comprar un generador diésel y quedaban para ver juntos los partidos de la Premier League india de cricket. En invierno, cuando la nieve les impedía salir de sus casas, se pasaban las tardes viendo viejas películas de Bollywood. El Estado no les había proporcionado ninguno de los servicios básicos que necesitaban (carreteras, saneamiento, educación, sanidad, electricidad, teléfono), pero ellos habían logrado solucionar casi todos sus problemas mediante lo que los indios denominan jugaad: arreglárselas. Sin importarles las dificultades, estaban decididos a educar a sus hijos y a avanzar, aunque fuese lentamente. No se iban a permitir quedarse rezagados. Llevo ya algunos años viviendo en la India y he visto que incluso las zonas más remotas cambian a un ritmo completamente inimaginable cuando vine aquí. Justo al sur de mi granja, en las afueras de Delhi, se encuentra la explosión urbana de Gurgaon, con su fiebre del oro cibernética y su resplandor decadente. Cuando viví en Delhi por primera vez, a finales de la década de 1980, Gurgaon era una pequeña localidad semirrural, dedicada al comercio, que tenía una única fábrica de automóviles Maruti y una población de unas 100 000 personas. Cuando regresé a la India, en 2007, desde el final de la carretera que lleva a mi casa se podía ver, desde la distancia, una Gurgaon mucho mayor, un espejismo de grúas colosales que construían anillos de nuevas fábricas y viviendas repletas de centros de llamadas, empresas de software y sofisticados bloques de apartamentos. Desde entonces las grúas se nos han echado encima a tal velocidad que, ahora mismo, Gurgaon prácticamente toca el límite de nuestra casa. Las tierras de cultivo y el abrevadero para búfalos que conocí cuando me mudé se han convertido

en el centro comercial más grande de Asia, flanqueado por carteles publicitarios que anuncian los últimos iPhones y iPads. La velocidad del desarrollo urbanístico resulta apabullante para cualquier persona acostumbrada a las bajas tasas de crecimiento de Estados Unidos o de Europa: el tipo de construcción que se demoraría veinticinco años en Occidente se termina en cinco meses. No existen cifras precisas, pero es probable que la población de Gurgaon haya superado los cinco millones de personas (más que Escocia o Israel). La clase media, cada vez más pudiente, se ha afianzado de forma precaria en una burbuja de centros comerciales relámpago (por ahora hay veintiséis, pero algunos más están previstos), pistas de golf (siete en este momento), cafeterías, tiendas de diseño, restaurantes y multicines. Estos nuevos barrios, la mayor parte rodeados de andamios y sin terminar de construir, reciben de forma invariable nombres falsamente atractivos: Beverly Hills, Windsor Court o West End Heights. «Vengan a Gurgaon», dicen los anuncios. «Vengan a la buena vida». Pero además de ser una ciudad con un crecimiento explosivo, con una tasa de crecimiento equivalente a la de China, Gurgaon es un monumental desastre. No dispone del más mínimo sistema de drenaje: bajo los altos edificios que surgen como setas y se publicitan como hogares de ensueño para millonarios, yacen negros depósitos de aguas residuales. No hay recogida de basuras y los desperdicios se deslizan desde las cunetas hasta las calles repletas de baches. Los suministros de agua y de electricidad no son fiables, la red de transporte público está empezando y, en la práctica, el Gobierno no asume el acceso a la vivienda, la salud o la educación. Los generadores privados proporcionan la energía; los pozos perforados de forma privada, el agua; las flotas de autobuses privados, el transporte (dirigido por guardias de seguridad privados que actúan de policías de tráfico). Se trata, en resumen, de un ejemplo extendido del mismo espíritu de autoayuda que ha llevado la televisión por satélite al refugio de Shakti Dehra en el Himalaya, pero a escala monstruosa, de megaciudad. Según un extenso estudio publicado en 2011 por The New York Times, Gurgaon «es a la vez un completo desastre y un motor económico, un microcosmos del dinamismo y la disfuncionalidad de la India». El crecimiento de la India es tan extraordinario que resulta fácil olvidar que se trata de una explosión frágil y poco homogénea. Abandonar la capital, Nueva Delhi, y descender por la autopista de Jaipur es como retroceder al pasado, a un mundo más lento, premoderno. Veinte minutos después de salir de la sede de Microsoft o de Google Asia en Gurgaon, los coches y los camiones empiezan a dar paso a los camellos y a los carros tirados por bueyes; los dhotis de algodón y los turbantes reemplazan a los vaqueros y a las gorras de béisbol.

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Se trata, sin duda, de una India muy distinta, y es aquí, en los lugares suspendidos entre la modernidad y la tradición, donde se hicieron la mayoría de las fotografías de este libro. Steve McCurry lleva más de treinta años viniendo a la India. La conoce a fondo, comprende su encanto y la ha visto cambiar. Estas magníficas fotografías, algunas de merecida fama, otras muchas nuevas y reveladoras, muestran la belleza del país y destacan sus extraordinarias contradicciones. Puede que entre los contrastes que retrata McCurry los más acusados sean los que separan a los ricos de los pobres. Vemos al terrateniente con sus trofeos de caza colgados en la pared y al mendigo que muere junto a las vías del ferrocarril, invisible a la mirada de los pasajeros del tren; vemos las señas desesperadas que unos niños mendigos, empapados bajo la lluvia, le hacen a un taxi; a la élite de Bombay, peinada y con la ropa planchada, con sus flotas de coches clásicos y sus chóferes uniformados, y a los marginados de Bombay en sus chabolas de techo de hojalata y sus descampados malolientes. Todo esto es una representación certera de los profundos extremos que definen la realidad india. Se trata, después de todo, de una nación que, según se dice, forma a un millón de ingenieros cada año, frente a los 100 000 de Estados Unidos y de Europa. El país ocupa el tercer lugar en capacidad técnica y científica global (por detrás de Estados Unidos y Japón, pero muy por delante de China). A lo largo de la última década, la economía de la India ha triplicado su tamaño y su sector de tecnología de la información genera, por sí solo, casi 50 000 millones de dólares anuales. Los pronósticos auguran que los ingresos medios van a seguir duplicándose cada diez años. El número de usuarios de teléfonos móviles se disparó de los 3 millones del año 2000 a los 100 millones de 2005 y los 929 millones de 2012. En 2006 aparecían veintitrés indios en la lista Forbes de las personas más ricas del planeta; en 2014 el número llegó a los cincuenta y cinco, más del doble. Sin embargo, este mismo país, incluso ahora que está en lo más alto de su crecimiento, que habla de misiones a Marte y ha triplicado su presupuesto de defensa, colocándose en la lista de los diez países con mayor gasto militar, alberga una tercera parte de los pobres del mundo y una cuarta parte de su población, unos 310 millones de personas, vive en la pobreza. El setenta y dos por ciento de los indios vive con menos de dos dólares al día, y el treinta y cinco por ciento lo hace con menos de un dólar. La India continúa en el puesto sesenta y siete (de ochenta y uno) en el Índice Global del Hambre. Todos los años tiene la mayor tasa de mortalidad infantil del planeta: 1,7 millones de niños menores de cinco años mueren anualmente por culpa de enfermedades que se pueden prevenir, como la diarrea. Steve McCurry no nos permite olvidarlo en ningún momento.

McCurry es asimismo consciente de otra de las contradicciones más paradójicas de la India: que este país avaricioso y materialista, con una clase media obsesionada por las marcas, por Bollywood y por cualquier forma de extravagancia ostentosa, es al mismo tiempo uno de los países más espirituales de la tierra. McCurry fotografía mucha estupidez y mucha vulgaridad en la India urbana moderna, pero nunca olvida que es una tierra profundamente sagrada. Se trata, después de todo, de un país con 2,5 millones de lugares de culto y solo 1,5 millones de escuelas y apenas 75 000 hospitales. Más de la mitad de los paquetes turísticos tienen que ver con peregrinaciones, y los mayores lugares de peregrinación compiten en popularidad con el Taj Mahal: 17,25 millones de personas han llegado caminando hasta el santuario de Vaishno Devi. El propio McCurry ha realizado muchos de esos recorridos sagrados. De hecho, el rico tapiz de las diferentes creencias de la India es uno de los temas más perdurables de su obra y nos ha brindado imágenes hermosísimas de devotos sumergiendo estatuas de Ganesha en el mar de Bombay, participando en el Holi, el festival de los colores, en Rayastán, o visitando a los astrólogos en los ghats, las escaleras que descienden al Ganges en Benarés. Tal y como señala la gran indóloga de Harvard Diana Eck, «si tenemos en cuenta su larga historia, la India apenas ha tenido unas horas de unidad política y administrativa. Su unidad como nación, sin embargo, ha sido posible gracias a la geografía sagrada que ha venerado y mantenido en común: sus montañas, sus bosques, sus ríos, sus santuarios en las colinas». Para los hindúes, al igual que para muchos budistas, musulmanes, cristianos y sijs, la India es una tierra sagrada. Muchos hindúes de las zonas rurales creen que el suelo es la residencia de las divinidades, y en muchas localidades de todo el país se venera a la tierra, que se considera, literalmente, el cuerpo de la diosa; se considera que las características del paisaje indio (las montañas y los bosques, las cuevas y los afloramientos de roca, los poderosos ríos) son sus características físicas. Su paisaje no está muerto sino vivo, plagado de tirthas, lugares de paso entre mundos distintos y ligados por las rutas de los peregrinajes. En la obra de McCurry vemos a peregrinos solitarios que caminan alrededor de las higueras sagradas o rinden homenaje a una estupa budista; otros visitan el gran Kumbh Mela, el encuentro religioso más multitudinario de la tierra. Porque, en la India, el peregrino que asciende hasta un santuario o nada en la confluencia de dos ríos sagrados entra en un vado entre diferentes estados de percepción, en el que se puede pasar del mundo de los hombres al mundo de los dioses con la facilidad con que se cruza un arroyo en la estación seca. Algunos tirthas, como la gran ciudad de Benarés, donde McCurry captura a los ancianos barqueros

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que reman contra un torrente embarrado durante el monzón, son famosos en todo el país; otros solo se conocen en las poblaciones que las rodean, es el caso del pequeño santuario rural de Shiva, que capta en una de sus instantáneas más memorables, un lugar cubierto de aceite y de siglos de carbón para lámparas, con cientos de campanas de latón y la devoción de un santón con rastas. McCurry muestra que esta vasta red de cerraduras que llevan al mundo paralelo de lo divino constituye la esencia sagrada de la India. Y de hecho, podría decirse que es la esencia india de la India. Esta idea de la India como paisaje sagrado es anterior al hinduismo clásico y, más importante aún, es algo que se transmitió a casi todo el resto de las religiones que prosperaron en suelo indio. Parece que los orígenes de la geografía sagrada de la India se encuentran en las ancestrales religiones prevédicas del país, en las que se veneraba a criaturas mágicas conocidas como nagas o yakshas. Estos dioses menores se relacionaban con elementos naturales del paisaje, como estanques y fuentes sagradas, y se creía que poseían sus propias jurisdicciones. A lo largo de los siglos cambiaron los mitos asociados con dichos elementos, de forma que un estanque sagrado concreto podía llegar a asociarse, con el tiempo, con Durga, y una montaña se vinculaba con Krishna o con el exilio de los hermanos Pandava en el Mahabharata. A medida que la cualidad sagrada del paisaje se filtraba al hinduismo desde los cultos populares prevédicos y tribales, la idea también impregnó lentamente el budismo, el sijismo, el islamismo indio e incluso el cristianismo indio. En ninguna otra zona islámica hay tantos santuarios sufíes en los que los peregrinos individuales puedan acceder directamente a lo divino mediante la intercesión del santo de una población concreta, o mohalla. En el mundo islámico abundan las mezquitas, pero los santuarios sufíes son, de un modo muy concreto, al igual que los tirthas hindúes, vados que unen un mundo con otro. Son lugares en los que, gracias a la intervención de un santo importante, se puede cruzar del reino de lo humano al reino de lo divino, lugares en los que las oraciones tienen, en cierto modo, más posibilidades de recibir una respuesta. Los santos sufíes dicen que, con independencia de la religión que profesemos, todos tenemos un paraíso interior, solo hay que saber dónde buscarlo. De este modo los sufíes lograron reunir por primera vez al musulmán y al hindú en un movimiento que rompía la brecha que separaba dos religiones muy distintas: una de ellas, ordenada y austera; la otra, profundamente fluida y llena de color. Los santuarios sufíes de la India siguen casi atrayendo a tantos peregrinos hindúes, sijs y cristianos como musulmanes. Y los musulmanes que vemos en las fotografías de McCurry están completamente integrados en el conjunto del país: las cúpulas de la gran mezquita de Shah Jahan, en

Agra, no son un lugar aparte, se elevan sobre los vagones de la estación de Agra; el Taj Mahal se alza sobre los saris de las mujeres hindúes puestos a secar; unas mujeres musulmanas vestidas con burka miran los carteles de moda de las modelos esculturales de Bollywood, con sus labios pintados y escotes atrevidos. En la India de McCurry las religiones son porosas y se relacionan entre sí: al contemplar el Templo Dorado, el lugar de culto más sagrado para los sijs, un peregrino hindú se estira para tocar un árbol sagrado. Una vista nevada del Himalaya muestra el paso fatigado de los soldados del ejército indio por una iglesia que es al mismo tiempo templo hindú y mezquita, un refugio común frente a las tormentas invernales. La India de McCurry es, ante todo, un mundo de paradojas en el que las túnicas rojas de un monje budista reflejan de forma magistral el color del anuncio de CocaCola que tiene detrás; en el que un hombre de negocios impecablemente vestido, con su paraguas y su maletín, cruza una zona inundada por el monzón para ir a trabajar; y en el que los guardas fronterizos recorren en camello las arenas atemporales del desierto de Thar provistos de los últimos modelos de los rifles de asalto M-16 de alta velocidad. Las extrañas e ingeniosas yuxtaposiciones que McCurry capta sin ningún esfuerzo no son tan surrealistas. No se muestran imposibles: no hay tazas con pelo ni relojes que se derritan. Sin embargo, las imágenes se sitúan en un mundo casi fantástico y poseen un fuerte componente mágico y absurdo: un sastre con el agua hasta el cuello eleva una máquina de coser Singer oxidada para que no se moje; una serpiente verde se enrolla como un pañuelo alrededor del cuello de un chico; un niño de Jodhpur corre veloz por un callejón sin que sus pies toquen el suelo. La obra de Steve McCurry sigue siendo completamente original. Nadie más podría haber hecho ninguna de las celebradas instantáneas de este libro, y su inconfundible sello está en cada imagen. Esta colección, testimonio de su arraigado amor por la India y de su compromiso por plasmar su asombrosa diversidad, muestra un panorama real del país: desde las tormentas de arena del desierto de Rayastán hasta las aldeas bengalíes inundadas por el monzón; desde Cachemira hasta Kerala. El suyo es un mundo de luz límpida, de colores ardientes y de sombras oscuras presidido por una mirada melancólica y festiva a la vez. Desde las masas humanas del Kumbh a un leñador solitario en el bosque del Himalaya, toda la humanidad de la India se encuentra aquí. William Dalrymple Mira Singh Farm, Mehrauli Abril de 2015

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1 Jodhpur, Rayastán | 1996 pág. 2 Tres hombres descansan en las escaleras en el barrio viejo de Jodhpur.

3 Rayastán | 2007 pág. 13 Retrato de una mujer de una aldea.

5 Bombay | 1983 pág. 17 Un hombre se ducha con el agua que cae de un tren.

7 Bombay | 1993 pág. 21 Porteros dormidos en el andén.

2 Rayastán | 2009 pág. 11 Un hombre cubierto de polvo en el festival Holi de los colores.

4 Tren Assam Mail | 1993 pág. 15 Unos pasajeros en un coche cama.

6 Bengala occidental | 1982 pág. 19 Una mujer y una niña en el tren Howrah Mail en dirección a Calcuta.

8 Srinagar, Cachemira | 1999 pág. 23 Un hombre observa a través de una cortina desgarrada.

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9 Jodhpur, Rayastán | 1996 pág. 25 Rata encaramada a los hombros de un chico.

11 Bombay | 1993 pág. 29 Un niño vende flores.

13 Jaipur, Rayastán | 1983 pág. 33 Niña de una aldea.

15 Bombay | 1993 pág. 37 Un comerciante de agua durante el monzón.

10 Haridwar, Uttarakhand | 1998 pág. 27 Una niña pide limosna vestida como el dios Shiva.

12 Guyarat | 2009 pág. 31 Un chico exhibe su boa de arena.

14 Ahmedabad, Guyarat | 1996 pág. 35 Una chica de Guyarat en su casa, durante el monzón.

16 Srinagar, Cachemira | 1995 pág. 39 Un hombre con la barba teñida con jena.

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17 Srinagar, Cachemira | 1998 pág. 41 Tres amigos en los jardines de Shalimar.

20 Calcuta | 1996 pág. 47 Un carruaje de un solo caballo en el exterior del Victoria Memorial.

23 Goa | 1996 pág. 53 El conductor de un camión se toma un descanso.

25 Benarés, Uttar Pradesh | 2010 pág. 57 Un lavandero deja ropa a secar en la orilla del río Ganges.

18 Calcuta | 1996 pág. 43 Unos hombres transportan un coche abandonado a un taller.

21 Benarés, Uttar Pradesh | 1982 pág. 49 El wallah de un bicitaxi pedalea en una calle inundada por el monzón.

24 Ujjain, Madhya Pradesh | 2004 pág. 55 Un paciente sube las escaleras que conducen a la consulta de un dentista.

26 Benarés, Uttar Pradesh | 1996 pág. 59 Unos peregrinos hindúes visitan santuarios y ghats en la orilla del río Ganges.

19 Calcuta | 1996 pág. 45 Tranvía de Calcuta.

22 Bombay | 1993 pág. 51 Chamundeshwari Boghilal, hija del propietario del museo de coches antiguos Pranlal Boghilal, sale de su casa.

27 Bodhgaya, Bihar | 2001 pág. 61 Unos monjes oran en un jardín de Bodhgaya, el lugar en el que, según se cree, Buda alcanzó la iluminación. 28 Bombay | 1993 pág. 63 Unas personas rezan a un ídolo de la diosa Ganesha durante el festival Ganesh Chaturthi.

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29 Darjeeling, Bengala occidental | 1996 pág. 65 Un hombre acarrea sacos de un almacén.

33 Rayastán | 1996 pág. 73 Unos hombres esperan a que se sirva la comida en la celebración de una boda cerca de Jodhpur.

37 Rayastán | 2009 pág. 81 Unas mujeres de la tribu rabari trabajan en la construcción de una carretera.

41 Porbandar, Guyarat | 1983 pág. 89 Un perro mantiene el equilibrio en el único punto elevado durante las inundaciones del monzón.

30 Bodhgaya, Bihar | 2000 pág. 67 Un monje en un puesto de comida.

34 Bombay | 1993 pág. 75 El difunto pintor Maqbool Fida Husain en su estudio.

38 Rayastán | 1996 pág. 83 Vendedor de tomates.

42 Porbandar, Guyarat | 1983 pág. 91 Una pareja vadea las aguas del monzón.

31 Dharamsala, Himachal Pradesh | 2001 pág. 69 Un artesano talla un libro de oraciones.

35 Benarés, Uttar Pradesh | 2010 pág. 77 Una mujer sube por la escalera de una casa pintada.

39 Bombay | 1996 pág. 85 Unas mujeres de la casta dalit (parias) barren las calles.

43 Agra, Uttar Pradesh | 1999 pág. 93 Reflejo del Taj Mahal.

32 Bombay | 1993 pág. 71 Unos trabajadores se toman un descanso en una fábrica textil.

36 Rayastán | 2009 pág. 79 Unas mujeres regresan del bazar al atardecer.

40 Benarés, Uttar Pradesh | 1983 pág. 87 Los wallahs de unos bicitaxis atraviesan las calles inundadas durante el monzón.

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44 Agra, Uttar Pradesh | 2000 pág. 95 Un hombre seca telas cerca del Taj Mahal.

48 Dungarpur, Rayastán | 1996 pág. 103 Harshvardhan Singh, hijo del actual Maharawal de Dungarpur, en su casa.

52 Agra, Uttar Pradesh | 1983 pág. 111 Las mujeres hacen la colada en el río Yamuna.

55 Bengala occidental | 1983 pág. 117 Bicicletas colgadas en un lateral de un tren.

45 Agra, Uttar Pradesh | 1996 pág. 97 Una familia nómada acampa detrás del Taj Mahal.

49 Rayastán | 2012 pág. 105 Unos mahouts duermen con su elefante.

53 Agra, Uttar Pradesh | 1983 pág. 113 La estación de tren de Agra Fort al atardecer, con la Jama Masjid, la gran mezquita de Shah Jahan, en la distancia.

56 Bombay | 1994 pág. 119 Un hombre tumbado en un andén.

46 Calcuta | 1997 pág. 99 Una mujer cocina en la calle mientras su hijo juega al lado.

50 Bombay | 1994 pág. 107 La luna sale sobre Bombay.

54 Agra, Uttar Pradesh | 1983 pág. 115 Una locomotora de vapor pasa frente al Taj Mahal.

57 Bombay | 1996 pág. 121 Un porteador de maletas dormido en un banco.

47 Bombay | 1993 pág. 101 Escaparate de mujeres musulmanas.

51 Bombay | 1993 pág. 109 Unos hombres caminan sobre una tubería de agua cerca de Mahim.

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58 Guwahati, Assam | 2001 pág. 123 Un hombre con muchas campanas en el templo de Kamakhya.

62 Desierto de Thar, Rayastán | 1996 pág. 131 Fuerzas de Seguridad Fronteriza de la India patrullan el desierto de Thar.

66 Porbandar, Guyarat | 1983 pág. 139 Un sastre eleva su máquina de coser tras las inundaciones provocadas por el mozón.

69 Pahalgam, Cachemira | 1998 pág. 145 Un pastor se refugia en el tronco de un plátano oriental.

59 Darjeeling, Bengala occidental | 1996 pág. 125 Un granjero transporta forraje por el bosque.

63 Benarés, Uttar Pradesh | 1996 pág. 133 Barquero en el Ganges.

67 Benarés, Uttar Pradesh | 1983 pág. 141 Unos niños y unos animales se refugian de la crecida de las aguas.

70 Jaipur, Rayastán | 2009 pág. 147 Un hombre practica la acuapresión mientras camina sobre la grava.

60 Ladakh | 1996 pág. 127 Un trabajador empuja a unos niños en un carro.

64 Uttar Pradesh | 1978 pág. 135 Un granjero pasa caminando junto al ganado durante la lluvia del monzón.

68 Gulmarg, Cachemira | 1999 pág. 143 Unos soldados caminan con dificultad por la nieve junto a una iglesia, mezquita y templo.

71 Vrindavan, Uttar Pradesh | 1995 pág. 149 Una viuda regresa a su áshram.

61 Ladakh | 1996 pág. 129 Un hombre camina por el Himalaya.

65 Bombay | 1993 pág. 137 Madre e hijo en la ventanilla de un coche.

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72 Calcuta | 1998 pág. 151 Un hombre tira de un rickshaw en un callejón.

75 Rayastán | 2009 pág. 157 Un hombre con turbante naranja.

78 Ahmedabad, Guyarat | 1996 pág. 163 Alumnos de la universidad de Guyaratla, institución fundada en 1920 por el Mahatma Gandhi, tejen tela khadi.

81 Bombay | 1996 pág. 169 Unas mujeres participan en un club de la risa en los jardines colgantes de Bombay.

73 Bombay | 1993 pág. 153 Un fiel introduce una estatua de la diosa Ganesha en el mar Arábigo durante un ritual de inmersión junto a la playa de Chowpatty.

76 Karnataka | 2014 pág. 159 Una niña en un columpio de tela.

79 Benarés, Uttar Pradesh | 1996 pág. 165 Unos luchadores entrenan en una akhada.

82 Rayastán | 1996 pág. 171 Mujeres y niños en un patio.

74 Jodhpur, Rayastán | 2007 pág. 155 Niño en pleno vuelo.

77 Cochín, Kerala | 1996 pág. 161 Unos niños practican el kathakali, el baile tradicional de Kerala.

80 Rayastán | 1996 pág. 167 Un hombre es transportado por la multitud en el festival Holi.

83 Jodhpur, Rayastán | 1996 pág. 173 Padre e hijo en casa.

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84 Rayastán | 2002 pág. 175 Mujeres en un pozo escalonado.

88 Bombay | 1996 pág. 183 Un inspector entra en un barco en un desguace naval.

92 Rayastán | 2010 pág. 191 Unos miembros de una tribu de herreros ambulantes (gadia lohar) se calientan junto al fuego.

95 Rayastán | 2008 pág. 197 Un miembro de la tribu rabari participa en una ceremonia del opio.

85 Jaipur, Rayastán | 2008 pág. 177 Un hombre camina por Jantar Mantar, un observatorio astronómico del siglo xviii.

89 Jaipur, Rayastán | 2009 pág. 185 Técnicos sanitarios revisan informes en el hospital oncológico.

93 Amritsar, Punyab | 1996 pág. 193 Un devoto sij reza junto al Templo Dorado.

96 Srinagar, Cachemira | 1996 pág. 199 Padre e hija en el lago Dal.

86 Rayastán | 2012 pág. 179 Pájaros en un pozo escalonado.

90 Darjeeling, Bengala occidental | 1983 pág. 187 Un granjero arrea a unos cerdos.

94 Rayastán | 2010 pág. 195 Un anciano de la tribu rabari.

87 Jodhpur, Rayastán | 2010 pág. 181 Un hombre rema en un bote al atardecer.

91 Allahabad, Uttar Pradesh | 2001 pág. 189 Para el festival Kumbh Mela se reúnen grandes multitudes en puentes flotantes temporales sobre el río Ganges.

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