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INDICE 1- Europa I: Página A - Textos de Crítica: 5 TEXTO 1: HAUSER ARNOLD, Historia social de la literatura y el arte, vol. I, Ed. Guadarrama, Mad

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INDICE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. Breve Introducción.......................................................... 2 Características .......................

MATEMATICAS I INDICE GENERAL
MATEMATICAS I INDICE GENERAL UNIDAD I CONJUNTOS MODULO 1 CONJUNTOS, NOTACION, ORACIONES ABIERTAS, VARIABLES, CONJUNTO DE REEMPLAZAMIENTO, CONJUNTO DE

LLANTAS I CAMARAS. Indice
COMISION ECONOMICA PARA AMERICA LATINA COMITE DE COOPERACION ECONOMICA DEL ISTMO CENTROAMERICANO DISTRIBUICION: RESTRINGIDA CCE/GT.IND/E/DT/7 6 de d

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INDICE 1- Europa I: Página

A - Textos de Crítica:

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TEXTO 1: HAUSER ARNOLD, Historia social de la literatura y el arte, vol. I, Ed. Guadarrama, Madrid, 1964 TEXTO 2: FRANCASTEL PIERRE, Pintura y Sociedad, Emecé editores, Buenos Aires, 1960 TEXTO 3: TRABUCO MARCELO, La Simetría, Revista de Teoria, Historia y Crítica de la Arquitectura, 1994, diciembre. TEXTO 4: QUARONI LUDOVICO, Ocho lecciones de Arquitectura, Xarait ediciones. TEXTO 5: ARIES PHILIPPE y DUBY GEORGES, Historia de la vida privada, tomo 3 y 4, Taurus ediciones, Madrid, 1989 TEXTO 6: SÁBATO ERNESTO, Hombres y engranajes, Cap I. La esencia del Renacimiento TEXTO 7 (ANEXO): GALEANO EDUARDO, Las venas Abiertas de América Latina. Fragmento del Capítulo 1. “Fiebre del oro, fiebre de la Plata”.

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B - Textos de Época: 85

TEXTO 1: VITRUVIO MARCO LUCIO, Los diez libros de arquitectura, Obras maestras, Editorial Iberia TEXTO 2: FUENTES Y DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DEL ARTE; Renacimiento en Europa, Piero de la Francesca, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1983 TEXTO 3: FUENTES Y DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DEL ARTE; Renacimiento en Europa, León Batista Alberti, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1983 TEXTO 4: FUENTES Y DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DEL ARTE; Renacimiento en Europa, Luca Pacioli, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1983 TEXTO 5: FUENTES Y DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DEL ARTE; Renacimiento en Europa, Alberto Durero, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1983

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2- Europa II: España: Página

A- Textos de Crítica: 118

TEXTO 1: MARTÍNEZ NESPRAL, FERNANDO: Imágenes del habitar en la España mudéjar a través de los relatos de tres viajeros (siglos XV-XVII) TEXTO 2: YARZA, JOAQUÍN: Arte y arquitectura en España 500-1250, Ed. Cátedra, S.A., 1985 TEXTO 3: CASTRO, AMÉRICO: España en su historia. Cristianos, moros y judíos, Ed. Crítica, Barcelona, 1984 TEXTO 4: NIETO, VICTOR; MORALES, ALFREDO J.; CHECA, FERNANDO: Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599, Ed. Cátedra, S.A.,Madrid, 1993 TEXTO 5: DIEZ DEL CORRAL GARNICA, ROSARIO: Arquitectura y mecenazgo. La imagen de Toledo en el Renacimiento, Alianza Editorial, Madrid, 1987

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B – Listado de obras

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C- Bibliografia complementaria

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Historia social de la literatura y del arte Arnold Hauser Volumen I Ediciones Guadarrama. Madrid, 1964

EL CONCEPTO DE RENACIMIENTO Cuánto hay de caprichoso en la separación que se acostumbra a hacer de la Edad Media y la Moderna, y cuán indeciso es el concepto de Renacimiento, se advierte sobre todo en la dificultad, con que se tropieza para encuadrar en una u otra categoría a personalidades como Petrarca y Boccaccio, Gentiles da Fabriano y Pisanello, Jean Fouquet y Jan van Eyck. Si se quiere, Dante y Giotto pertenecen ya al Renacimiento y Shakespeare y Moliere todavía a la Edad Medía. La opinión de que el cambio se consuma propiamente en el siglo XVIII y de que la Edad Moderna comienza con la Ilustración, la idea del progreso y la industrialización, no se puede descartar, sin más. Pero sin duda es mucho mejor anticipar esta cesura fundamental situándola entre la primera y la segunda mitad de la Edad Media, esto es, a fines del siglo XII, cuando la economía monetaria se revitaliza, surgen las nuevas ciudades y la burguesía adquiere sus perfiles característicos; pero de ningún, modo puede ser situada en el siglo XV, en el que, si muchas cosas alcanzan su madurez, no comienza, sin embargo, ninguna cosa nueva. El interés por la individualidad, la investigación de las leyes naturales, el sentido de fidelidad a la naturaleza en el arte y en la literatura no comienzan en modo alguno con el Renacimiento. El naturalismo del siglo XV no es más que la continuación del naturalismo del gótico, en el que aflora ya claramente la concepción individual de las cosas individuales. En su descripción del Renacimiento, Burckhardt ha acentuado sobre todo el naturalismo, y señala en el volverse a la realidad empírica, en el "descubrimiento del mundo y del hombre" el momento esencial del "renacimiento". El, lo mismo que sus seguidores, no se han dado cuenta de que en el Renacimiento lo nuevo no era el naturalismo en sí, sino los rasgos científicos, metódicos e integrales del naturalismo; no han percibido, que no eran la observación y el análisis de la realidad los que superaban los conceptos de la Edad Media, sino simplemente la conciencia y la coherencia con que los datos empíricos eran registrados y analizados; no han visto, en una palabra, que en el Renacimiento el hecho notable no era que el artista se fuese convirtiendo en observador de la naturaleza, sino que la obra de arte se hubiera transformado en un "estudio de la naturaleza". El naturalismo del gótico comenzó cuando las representaciones de las cosas dejaron de ser exclusivamente símbolos y empezaron a tener sentido y valor, incluso sin relación con la realidad trascendente, como mera reproducción de las cosas terrenas. Las esculturas de Chartres y Reims, a pesar de que su relación supramundana sea aún tan evidente, se distinguen de las obras de arte del período románico por su sentido inmanente, el cual es separable de su significación metafísica. Con la venida del Renacimiento se realiza, un cambio sólo en el sentido de que el simbolismo metafísico se debilita y el propósito del artista se reduce de manera cada vez más resuelta y consciente a la representación del mundo sensible. A medida que la sociedad y la economía se liberan de las cadenas de la doctrina de la iglesia, el arte se vuelve también con rapidez progresiva hacia la realidad; pero el naturalismo no es una novedad del Renacimiento, como no lo es tampoco la economía de lucro. El rasgo más característico del arte del Quattrocento, es la libertad y la ligereza de la técnica expresiva, tan original respecto a la Edad Media como al norte de Europa, y con ellas la gracia y la elegancia, el relieve estatuario y la línea amplia e impetuosa de sus formas. Todo en este arte es claro y sereno, rítmico y melodioso. La rígida y mesurada solemnidad del arte medieval desaparece y cede él lugar a un lenguaje formal, alegre, claro y bien articulado, en comparación con el cual incluso el arte franco-borgoñón contemporáneo parece tener "un tono fundamentalmente hosco, un lujo bárbaro y una forma caprichosa y recargada". Con su vivo sentido para las relaciones simples y grandiosas, para la mesura y el orden, para la plasticidad monumental y la construcción firme, el Quattrocento anticipa, a pesar de la existencia de durezas ocasionales y de una dispersión frecuente-

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mente no superada, los principios estilísticos del Renacimiento pleno. Es precisamente esta inmanencia de lo "clásico" en lo preclásico la que distingue del modo más claro las creaciones de los primeros tiempos del Renacimiento italiano, frente al arte de la Baja Edad Media y el arte contemporáneo del norte de Europa. El "estilo ideal" que une a Giotto con Rafael domina el arte de Masaccio y de Donatello, de Andrea del Castagno y de Piero della Francesca, de Signorelli y de Perugino; ningún artista italiano del Renacimiento temprano escapa totalmente a este influjo. Lo esencial en esta concepción artística es el principio de la unidad y la fuerza del efecto total, o al menos, la tendencia a la unidad y la aspiración a despertar una impresión unitaria, aun con toda la plenitud de detalles y colores. Al lado de las creaciones artísticas de la Baja Edad Media, una obra de arte del Renacimiento da siempre la impresión de enteriza; en ella existe un rasgo de continuidad en todo el conjunto y la representación, por rico que sea su contenido, parece fundamentalmente simple y homogénea. La forma fundamental del arte gótico es la adición. En la obra gótica, ya se componga de varias partes relativamente independientes o no se pueda descomponer en tales partes, ya se trate de una representación pictórica o escultórica, épica o dramática, el principio predominante es siempre el de la expansión y no el de la concentración, el de la coordinación y no el de la subordinación, la secuencia abierta y no la forma geométrica cerrada. La obra de arte se convierte así en una especie de camino, con diversas etapas y estaciones, a través del cual conduce al espectador, y muestra una visión panorámica de la realidad, casi una reseña, y no una imagen unilateral, unitaria, dominada por un único punto de vista. La pintura prefiere la representación cíclica, y el drama tiende a la plenitud de episodios, fomentando, en lugar de una síntesis de la acción en unas cuantas situaciones decisivas, el cambio de escenas, de los personajes y de los motivos. En el arte gótico lo importante no es el punto de vista subjetivo; no es la voluntad creadora la que se manifiesta a través del dominio de la materia, sino la riqueza temática que se encuentra siempre dispersa en la realidad y de la que ni artistas ni público llegan a saciarse. El arte gótico lleva al espectador de un detalle a otro y -como se ha hecho observar- le hace leer las partes de la representación una tras otra; el arte del Renacimiento, por el contrario, no detiene al espectador ante ningún detalle, no le consiente separar del conjunto de la representación ninguno de los elementos, sino que le obliga más bien a abarcar simultáneamente todas las partes. Como la perspectiva central en la pintura, así la unidad espacial y temporal y la concentración hacen posible en el drama, sobre todo, la realización de la visión simultánea. La modificación que el Renacimiento aporta a la idea del espacio y a toda la concepción artística, tal vez en ninguna otra parte se revela mejor que en la conciencia de la incompatibilidad de la ilusión artística con la escena medieval compuesta de cuadros independientes. La Edad Media, que concebía el espacio como algo compuesto y que se podía descomponer en sus elementos integrantes, no sólo colocaba las diversas escenas de un drama una a continuación de otra, sino qué permitía a los actores permanecer en escena durante toda la representación escénica, esto es, incluso cuando no participaban en la acción. Pues así como el actor no prestaba atención a aquella decoración delante de la cual no se recitaba, ignoraba también la presencia de los actores que no intervenían precisamente en la escena que se estaba representando. Semejante división de la atención es imposible para el Renacimiento. Para la nueva estética la obra de arte constituye una unidad indivisible; el espectador quiere abarcar de una sola mirada todo el campo del escenario, lo mismo que todo el espacio de una pintura realizada según la perspectiva central. Pero el tránsito de la concepción artística sucesiva a la simultánea significa al mismo tiempo una menor comprensión para aquellas "reglas del juego" tácitamente aceptadas sobre las cuales descansa en último término toda ilusión artística. El Renacimiento encuentra absurdo que sobre la escena "se haga como si no se pudiera oír lo que uno dice de otro", aunque los personajes están unos junto a otros; esto puede considerarse ciertamente como síntoma de un sentimiento realista más desarrollado, pero implica indudablemente un cierto declinar de la imaginación. Como quiera que sea, es sobre todo a esta unitariedad de la representación a la que el arte del Renacimiento debe la impresión de totalidad, esto es, el parecer un mundo auténtico, equilibrado, autónomo, y con ello su mayor verismo frente a la Edad Media. La evidencia de la descripción artísticamente realista, su verosimili-

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tud, su fuerza de persuasión, se basan también, aquí -como ocurre con tanta frecuencia- mucho más en la íntima lógica de la presentación y en la armonía de todos los elementos de la obra que en la armonía de todos estos elementos con la realidad exterior. Italia anticipa con su arte concebido unitariamente el clasicismo renacentista, lo mismo que con su racionalismo económico anticipa la evolución capitalista de Occidente. Porque el Renacimiento temprano es un movimiento esencialmente italiano, mientras que el Renacimiento pleno y el Manierismo son movimientos comunes a toda Europa. La nueva cultura artística aparece en primer lugar en Italia porque es un país que lleva ventaja al Occidente también en el aspecto económico y social, porque de él arranca el renacimiento de la economía, en el se organizan técnicamente el financiamiento y transporte de las Cruzadas, en él comienza a desarrollarse la libre competencia frente al ideal corporativo de la Edad Media y en él surge la primera organización bancaria de Europa; también porque en Italia la emancipación de la burguesía ciudadana triunfa más pronto que en el resto de Europa, debido a que en ella el feudalismo y la caballería están menos desarrollados que en el Norte, y la nobleza campesina no sólo se convierte en ciudadana mucho más pronto, sino que se asimila completamente a la aristocracia del dinero; y, finalmente, también por que la tradición clásica no se ha perdido enteramente en Italia, donde los monumentos conservados están por todas partes y a la vista de todos. Sabida es la significación que se ha atribuido a este último factor en las teorías sobre la génesis del Renacimiento. El Renacimiento intensifica realmente los efectos de la tendencia medieval hacia el sistema capitalista económico y social sólo en cuanto confirma el racionalismo, que en lo sucesivo domina toda la vida espiritual y material. También los principios de unidad, que ahora se hacen decisivos en el arte -la unidad coherente del espacio y de las proporciones, la limitación de la representación a un único motivo principal, y el ordenar la composición en forma abarcable de una sola mirada- corresponden a este racionalismo; expresan la misma aversión por todo lo que escapa al cálculo y al dominio que la economía contemporánea, basada en el método, el cálculo y la conveniencia; son creaciones de un mismo espíritu, que se impone en la organización del trabajo, de la técnica comercial y bancaria, de la contabilidad por partida doble, y en los métodos de gobierno, la diplomacia y la estrategia. Toda la evolución del arte se articula en este proceso general de racionalización. Lo irracional pierde toda eficacia. Por "bello" se entiende la concordancia lógica entre las partes singulares de un todo, la armonía de las relaciones expresadas en un número, el ritmo matemático de la composición, la desaparición de las contradicciones en las relaciones entre las figuras y el espacio, y las partes del espacio entre sí. Y así como la perspectiva central no es otra cosa que la reducción del espacio a términos matemáticos, y la proporcionalidad es la sistematización de las formas particulares de una representación, de igual manera poco a poco todos los criterios del valor artístico se subordinan a motivos racionales y todas las leyes del arte se racionalizan. EL PUBLICO DEL ARTE BURGUES Y DEL ARTE CORTESANO DEL "QUATTROCENTO" El público del arte del Renacimiento está compuesto por la burguesía ciudadana y por la sociedad de las cortes principescas. En cuanto a la orientación del gusto, ambos grupos sociales tienen muchos puntos de contacto, a pesar de la diversidad de origen. De un lado, el arte burgués conserva todavía los elementos cortesanos del gótico; además con la renovación de las formas de vida caballerescas, que no han perdido por completo su atractivo para las clases inferiores, la burguesía adopta unas formas artísticas inspiradas en el gusto cortesano; de otro lado, los círculos cortesanos no pueden a su vez sustraerse al realismo y al racionalismo de la burguesía y participan en el perfeccionamiento de una visión del mundo y del arte que tiene su origen en la vida ciudadana. A fines del Quattrocento la corriente artística ciudadano-burguesa y la romántico-caballeresca están mezcladas de tal suerte, que incluso un arte tan completamente burgués como el florentino adopta un carácter más o menos cortesano. Pero este fenómeno corresponde simplemente a la evolución general y señala el camino que conduce de la democracia ciudadana al absolutismo monárquico. Ya en el siglo XI surgen en Italia pequeñas repúblicas marineras como Venecia, Amalfi, Pisa y Génova, que son independientes de los señores feudales de los territorios circundantes. En el siglo siguiente se constituyen otros comuni libres, entre ellos Milán, Lucca, Florencia y Verona, y se forman organismos estatales bastante indiferenciados aún en el aspecto social, apoyados en el principio de la igualdad de derechos entre los ciudadanos que ejercen el comercio y la industria.

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Sin embargo, pronto estalla la lucha entre estos comuni y los nobles hacendados del contorno; esta lucha terminó por el momento con el triunfo de la burguesía. La nobleza campesina se traslada entonces a las ciudades y trata de adaptarse a la estructura social y económica de la población urbana. Pero casi al mismo tiempo surge también otra lucha, que se desarrolla con mayor crudeza y que no se decide tan pronto. Es la doble lucha de clases entre la pequeña y la gran burguesía, de un lado, y el proletariado y la burguesía en conjunto, de otro. La población ciudadana, que estaba unida todavía en la lucha contra el enemigo común, la nobleza, se divide en grupos de intereses opuestos que guerrean entre sí del modo más encarnizado tan pronto como el enemigo parece haber desaparecido. A finales del siglo XII las primitivas democracias se han transformado en autocracias militares. No conocemos con seguridad el origen de esta evolución, y no podemos por ello decir con certeza si fue la hostilidad de las sañudas facciones de la nobleza en lucha, o las luchas intestinas de la burguesía, o tal vez ambos fenómenos juntos, los que hicieron necesario el nombramiento del podestá como autoridad superior a los partidos contendientes; de cualquier modo, a un período de luchas partidistas sucede antes o después el despotismo. Los déspotas mismos eran, o miembros de las dinastías locales, como los Este en Ferrara, o gobernadores del Emperador, como los Visconti en Milán, o condottieri, como Francisco Sforza, sucesor de los Visconti, o sobrinos del Papa, como los Riario en Forlí y los Farnese en Parma, o ciudadanos distinguidos como los Médici en Florencia, los Bentivogli en Bolonia y los Raglioni en Perugia. En muchos, lugares el despotismo se hace hereditario ya en el siglo XIII; en otros, como Florencia y Venecia sobre todo, se mantiene la antigua constitución republicana, al menos en la forma, pero en general el advenimiento de las signorie señala por todas partes el fin de la antigua libertad. El comune libre y burgués se convierte en una forma política anticuada Los ciudadanos, entregados a sus quehaceres económicos, no estaban ya acostumbrados a la guerra, y abandonan la milicia en manos de empresarios militares y de soldados de oficio, los condottieri y sus tropas. Por todas partes el signore es el caudillo directo o indirecto de las tropas. La historia de Florencia es típica de todas las ciudades italianas en las que por el momento no se llega a una solución dinástica y no se consigue por tanto desarrollar una vida cortesana. No es que las formas económicas capitalistas se desarrollen en Florencia antes que en otras ciudades, pero los estadios parciales de la evolución capitalista se destacan en ella más agudamente, y los motivos de los conflictos de clase, que acompañan a esta evolución afloran en ella más claramente, que en cualquier otra parte. En Florencia, sobre todo, se puede seguir mejor que en otros comuni de estructura semejante el proceso a través del cual la gran burguesía se sirve de los gremios como medio para adueñarse del poder político, y cómo utiliza este poder para acrecentar su supremacía económica. Después de la muerte de Federico II, los gremios consiguen, con la protección de los güelfos, el poder en el comune y arrebatan el gobierno al podesta. Se constituye el primo popolo, "la primera asociación política conscientemente ilegítima y revolucionaria", que elige su capitano. Formalmente éste está bajo la autoridad del podestá, pero de hecho es el funcionario más influyente del Estado; no sólo dispone de toda la milicia popular y no sólo decide todas las controversias en materia de impuestos, sino que ejerce también "una especie de derecho tribunicio de ayuda e investigación" en todos los casos de queja contra un noble poderoso. Con esto se quebranta el dominio de las familias militares y se expulsa a la nobleza feudal del gobierno de la república. Este es él primer triunfo decisivo alcanzado por la burguesía en la historia moderna, y recuerda la victoria de la democracia griega sobre los tiranos. Diez años después, 1a nobleza consigue nuevamente recuperar el poder, pero la burguesía sólo necesita dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos, que la mantienen siempre sobre las olas tempestuosas. Hacia 1270 surge ya la primera alianza entre la aristocracia de sangre y la de dinero; con esto se prepara el gobierno de la clase plutocrática, que determinará en lo sucesivo toda la historia de Florencia. Alrededor de 1280 la alta burguesía posee de un modo absoluto el poder, que ejerce en lo fundamental a través de los Priores de los gremios. Estos dominan toda la máquina política y todo el aparato administrativo estatal, y como formalmente son los representantes de los gremios, puede decirse que Florencia es una ciudad gremial. Entre tanto, las corporaciones económicas se han convertido en gremios políticos. Todos los derechos efectivos del ciudadano se fundan en lo sucesivo en la pertenencia a una de las corporaciones legalmente reconocidas. El que no pertenece a ninguna organización profesional no es un ciudadano de pleno derecho. Los magnates son de antemano excluidos del Priorato, a no ser que o ejerzan una industria, como los burgueses, o perte-

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nezcan, al menos formalmente, a alguno de los gremios. Naturalmente, esto, no significa en absoluto que todos los ciudadanos de pleno derecho posean derechos iguales; la hegemonía de los gremios no es otra cosa que la dictadura de la burguesía capitalista unida en los siete gremios mayores. No sabemos cómo se estableció realmente la diferencia de grado entre los gremios. Pero donde quiera que encontramos un documento de la historia económica florentina, la diferencia está ya realizada. En cualquier caso, los conflictos económicos no se producen aquí, como en la mayoría de las ciudades alemanas, entre los gremios, por un lado, y el patriciado urbano, todavía no organizado, por otro, sino entre los distintos grupos gremiales. En contraste con lo que ocurre en el Norte, en Florencia el patriciado tiene desde el primer momento la ventaja de que está tan fuertemente organizado como las clases medias de la población urbana. Sus gremios, en los que están asociados el comercio en gran escala, la gran industria y la banca, se convirtieron en auténticas asociaciones de empresarios. Valiéndose de la preponderancia de estos gremios, la alta burguesía consigue utilizar todo el aparato de la organización gremial para oprimir a las clases inferiores y, sobre todo, para disminuir los salarios. El siglo XIV está lleno de los conflictos de clase entre la burguesía, dominadora de los gremios, y el proletariado, excluido de ellos. Al proletariado se le hirió gravemente al prohibírsele que se asociase; esto le impedía toda acción colectiva para la defensa de sus intereses, y calificaba de acto revolucionario todo movimiento huelguístico. El trabajador es ahora súbdito privado de todo derecho de un estado clasista en el que el capital, sin escrúpulos morales de ningún tipo, impera más desconsideradamente que nunca, antes o después, en la historia de Occidente. La situación es tanto más desesperada cuanto que no se tiene conciencia de que se trata de una lucha de clases; no se considera al proletariado como una clase, y se define a los jornaleros desposeídos simplemente como los "pobres que, al fin, y al cabo, tiene que haber". El florecimiento económico, que, en parte, se debe a esta opresión de las clases inferiores, alcanza su apogeo entre 1323 y 1338. Después sobreviene la bancarrota de los Bardi y los Peruzzi, que origina una grave crisis económica y un estancamiento general. La oligarquía sufre una pérdida de prestigio aparentemente irreparable y debe doblegarse primero a la tiranía del Duque de Atenas y luego a un gobierno popular, fundamentalmente pequeño-burgués, el primero de su clase en Florencia. Los poetas y los escritores, como antaño en Atenas, se pronuncian de nuevo por la clase señorial , por ejemplo, Boccaccio y Villani, y hablan en el tono más despectivo del gobierno de tenderos y artesanos. Los cuarenta años siguientes, hasta la represión de la revuelta de los Ciompi, constituyen el único momento auténticamente democrático de la historia de Florencia, breve intermedio entre dos largos períodos de plutocracia. Naturalmente, también en este período se impone en realidad la voluntad de la clase media, y las grandes masas del proletariado han de recurrir constantemente a la huelga y a la revuelta. El levantamiento de los Ciompi de 1378 es, entre estos movimientos revolucionarios, el único del que tenemos conocimiento preciso; y, en todo caso, es también el más importante. Por primera vez se logran ahora las condiciones fundamentales de una democracia económica. El pueblo expulsó a los Priores, creó tres nuevos gremios representantes de los trabajadores y de la pequeña burguesía, e instauró un nuevo gobierno popular que procedió ante todo a una nueva división de los impuestos. La rebelión, que era esencialmente una sublevación del cuarto estado y luchaba por una dictadura del proletariado fue derrotada a los dos meses por los elementos moderados coligados con la alta burguesía; sin embargo, aseguró por otros tres años a las clases inferiores de la población la participación activa en las tareas del gobierno. La historia de este periodo demuestra no sólo que los intereses del proletariado eran incompatibles con los de la burguesía, sino que además permite reconocer el grave error cometido por los trabajadores al querer imponer un cambio revolucionario de la producción en el cuadro ya anticuado de las organizaciones gremiales. El comercio en gran escala y la gran industria se dieron cuenta antes que los gremios se habían convertido en un obstáculo para el progreso, y trataron de desembarazarse de ellos; en consecuencia, se les asigna cada vez más tareas culturales y menos tareas políticas, hasta que finalmente son sacrificados plenamente a la libre competencia. Después del derrocamiento del gobierno popular, se vuelve al punto de partida existente antes de la rebelión de los Ciompi. De nuevo domina el popolo grasso con la única diferencia de que el poder no lo ejerce la clase entera, sino sólo algunas familias ricas; su predominio ya no se verá seriamente amenazado. En el siglo siguiente, tan pronto como se advierte un movimiento subversivo que amenace en lo más mínimo a la clase dominante, se lo sofoca inmediatamente y, por cierto, sin desorden. Después del dominio relativamente breve de

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los Alberti, los Capponi, los Uzzano, los Albizzi y sus facciones, los Médici consiguen adueñarse finalmente del poder. En lo sucesivo ni siquiera se puede hablar justificadamente de una democracia como antes, cuando sólo una parte de la burguesía poseía derechos políticos activos y privilegios económicos, pero esta clase se comportaba, al menos dentro de su propio ambiente, con una cierta equidad y empleaba, en general, medios correctos. Bajo los Médici, esta democracia, ya muy limitada, está íntimamente vacía y pierde su sentido. Ahora, cuando se trata de los intereses de la clase dominante, no se modifica ya la constitución, sino, que simplemente se abusa de ella, se falsean las elecciones, a los funcionarios se les corrompe o se les intimida, y a los Priores se les maneja como a simples muñecos. Lo que aquí se llama democracia es la dictadura no oficial del jefe de una sociedad familiar, que se pretende simple ciudadano y se esconde detrás de las formas impersonales de una aparente república. En el año 1433, Cosme el Viejo, apremiado por sus rivales, se ve obligado a desterrarse, hecho bien conocido en la historia florentina; pero después de su regreso, al año siguiente, vuelve a ejercer su poder sin obstáculo alguno. Se hace elegir una vez más gonfaloniere, por dos meses, después de haber desempeñado ya antes dos veces ese cargo; su actuación pública se extiende, pues, en total seis meses. En realidad, sin embargo, gobierna entre bastidores, por medio de hombres de paja, y domina la ciudad sin dignidades especiales, sin título alguno, sin cargo y sin autoridad, simplemente por medios ilegales. Así, a la oligarquía sucede en Florencia, ya en el siglo XV, una tiranía encubierta, de la que surge más tarde sin dificultad el principado propiamente dicho. El hecho de que en la lucha contra sus rivales los Médici se alíen con la pequeña burguesía no representa modificación esencial alguna para la posición de esta clase. La hegemonía de los Médici puede vestirse incluso con formas patriarcales, pero es por esencia más facciosa y arbitraria que lo había sido el gobierno de la oligarquía. Con la calma y la estabilidad, aunque éstas fueran impuestas por la fuerza a la mayoría de la población, comenzó para Florencia, desde principios del siglo XV, un nuevo florecimiento económico, que no fue interrumpido durante la vida de Cosme por ninguna crisis importante. Surgió en más de una parte el paro, pero no tuvo significación alguna y fue de corta duración. Florencia alcanza entonces la cumbre de su potencialidad económica; enviaba anualmente a Venecia dieciséis mil piezas de tejidos, en tránsito; además, los exportadores florentinos utilizaban también el puerto de Pisa, entonces subyugada, y desde 1421 también el puerto de Livorno, adquirido, por cien mil florínes. Es comprensible que Florencia estuviera orgullosa de su victoria y que la clase dominante, que era la que sacaba provecho de estas adquisiciones, como antaño la burguesía en Atenas, quisiera exhibir su poder y su riqueza. Ghiberti trabaja desde 1425 en la espléndida puerta oriental del Baptisterio; en el año de la adquisición del puerto de Livorno, Brunelleschi se ocupa del desarrollo de su proyecto de la cúpula de la catedral. Florencia debía convertirse en una segunda Atenas. Los comerciantes florentinos se vuelven petulantes, quieren independizarse del extranjero y piensan en una autarquía, esto es, en un incremento del consumo interno para igualarlo a la producción. El espíritu capitalista del Renacimiento lo componen juntamente el afán de lucro y las llamadas "virtudes burguesas": la ambición de ganancia y la laboriosidad, la frugalidad y la respetabilidad. Pero también en el nuevo sistema ético encuentra expresión el proceso general de racionalización. Entre las características del burgués están la de perseguir miras positivas y utilitarias allí donde parece tratar sólo de su prestigio, la de entender por respetabilidad solidez comercial y buen nombre, y la de que en su lenguaje lealtad significa solvencia. Sólo en la segunda mitad del Quattrocento los fundamentos de la vida racional retroceden ante el ideal del rentista, y entonces por primera vez la vida del burgués asume características señoriales. En el siglo XV Siena pierde su función de guía en la historia del arte, y Florencia, que está ya en la cumbre de su potencia económica, se coloca nuevamente en primer plano. Esta situación no explica ciertamente de manera inmediata la presencia y la singularidad de sus grandes maestros, pero sí explica la demanda ininterrumpida de encargos, y, con ella, la competencia intelectual que las hacen posibles. Florencia es ahora, juntamente con Venecia, que por lo demás tiene su desarrollo propio, que en modo alguno es el general, el único lugar de Italia donde se desarrolla una actividad artística significativa y ordenadamente progresista, independiente en conjunto del estilo cortesano de la Baja Edad Media en Occidente.

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El arte de Masaccio y del Donatello joven es el arte de una nueva sociedad todavía en lucha, aunque profundamente optimista y segura de su victoria, el arte de unos nuevos tiempos heroicos del capitalismo, de una nueva época de conquistadores. El confiado aunque no siempre totalmente seguro sentimiento de fortaleza que se expresa en las decisiones políticas de aquellos años se manifiesta también en el grandioso realismo del arte. Desaparece de él la sensibilidad complaciente, la exuberancia juguetona de las formas y la caligrafía ornamental de la pintura del Trecento. Las figuras se hacen más corpóreas, más macizas y más quietas, se apoyan firmemente sobre las piernas y se mueven de manera más libre y natural en el espacio. Expresan fuerza, energía, dignidad y seriedad, y son más compactas que frágiles y más que elegantes, rudas. El sentido del mundo y de la vida de este arte es esencialmente antigótico, esto es, ajeno a la metafísica y al simbolismo, a lo romántico y lo ceremonial. Esta es, en todo caso, la tendencia predominante en el nuevo arte, aunque no es la única. La cultura artística del Quattracento es ya tan complicada, intervienen en ella clases sociales tan distintas por origen y por educación que no podemos encerrarla en un concepto único, válido para todos sus aspectos. En una sociedad económicamente tan diferenciada y espiritualmente tan compleja como la del Renacimiento, una tendencia estilística no desaparece de un día para otro, ni siquiera cuando la clase social a la que originariamente estaban destinados sus productos pierde su poder económico y político y es sustituida por otra en sus funciones de portadora de la cultura, o esta clase modifica su propia actitud espiritual. El estilo espiritualista medieval puede parecer ya anticuado y carente de atractivo a la mayoría de la burguesía, pero corresponde todavía mejor que el otro a los sentimientos religiosos de una minoría muy considerable. En toda cultura, desarrollada conviven clases sociales distintas, artistas diferentes que dependen de estas clases, diversas generaciones de clientes y productores de obras de arte, jóvenes y viejos, precursores y epígonos; en una cultura relativamente vieja como el Renacimiento, las distintas tendencias espirituales no encuentran expresión en grupos definidos, separados unos de otros. Las tendencias antagónicas de la intención artística no pueden explicarse simplemente por la contigüidad de las generaciones, por la "simultaneidad de hombres de edad distinta" ; las contradicciones se dan frecuentemente dentro de la misma generación. El antagonismo existente entre Cosme y Lorenzo de Médici, la diferencia de principios con arreglo a los cuales ejercen su poder y organizan su vida privada, señalan la distancia que separa a sus respectivas generaciones. Lo mismo que desde los tiempos de Cosme, la forma de gobierno, de ser una república, aunque lo fuera sólo en apariencia, ha pasado a ser un auténtico principado, y el "primer ciudadano" y su séquito se han transformado en un príncipe y su Corte, así también la burguesía antaño honrada y deseosa de ganancias se ha transformado en una clase de rentistas que desprecian el trabajo y el dinero y quieren disfrutar la riqueza heredada de sus padres y darse al ocio. Cosme era todavía por entero un hombre de negocios; le gustaban, ciertamente, el arte y la filosofía, hacía construir preciosas casas y villas, se rodeaba de artistas y eruditos y sabía también, cuando llegaba la ocasión, adaptarse al ceremonial, pero el centro de su vida eran la Banca y la oficina. Lorenzo, en cambio, no tiene ya interés alguno por los negocios de su abuelo y de su bisabuelo; los descuida y los lleva a la ruina; le interesan sólo los negocios de Estado, sus relaciones con las dinastías europeas, su Corte principesca, su papel de guía intelectual, su academia artística y sus filósofos neoplatónicos, su actividad Poética y su mecenazgo. Hacia afuera, naturalmente, todo se desarrolla todavía según formas burguesas y patriarcales. Lorenzo no permite que se tributen honores públicos a su persona y a su casa; los retratos familiares se dedican simplemente a fines privados, lo mismo que los de cualquier otro ciudadano notable, y no están destinados al público, como cien años mas tarde lo estarán las estatuas de los Grandes Duques. El Quattrocento, tardío ha sido definido como la cultura, de una "segunda generación", una generación de hijos malcriados y ricos herederos ... Giovanni Rucellai es probablemente el tipo más representativo de estos nuevos nobles interesados, sobre todo, en el arte profano. Procedía de una familia de patricios enrequezida en la industria de la lana y pertenecía a aquella generación entregada a los placeres de la vida que, bajo Lorenzo de Médici, comienza a retirarse de los

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negocios. En sus notas autobiográficas uno de los celebres zibaldoni de la época, escribe: “Tengo cincuenta años, no he hecho otra cosa que ganar y gastar dinero y me he dado cuenta de que proporciona más placer el gastar dinero que el ganarlo." De sus fundaciones religiosas dice que le han dado y le dan mayor satisfacción porque redundan la honra de Dios y de la ciudad, y perpetúan su propia memoria. Pero Giovanni Rucellai no es ya sólo fundador y constructor, sino también coleccionista; posee obras de Castagno, Uccello, Domenico Veneziano, Antonio Pollaiolo, Verocchio, y otros. La evolución que experimenta el cliente artístico, transformándose de fundador en coleccionista la apreciamos mejor aún en los Médici. Cosme el Viejo es todavía, sobre todo, el constructor de las iglesias de San Marco, Santa Croce, San Lorenzo y de, la abadía de Fiesole; su hijo Piero es ya un coleccionista sistemático, y Lorenzo es exclusivamente un coleccionista. El Quattrocento es, desde la Antigüedad clásica, la primera época de la que poseemos una selección considerable de obras de arte profano, y no sólo ejemplos numerosos de géneros ya conocidos, como pintura mural y cuadros de pared de motivos profanos, tapicerías, bordados, orfebrería y armaduras, sino tambien muchas obras pertenecientes a géneros completamente nuevos, sobre todo creaciones de la nueva cultura doméstica de la alta burguesía, que tiende, en contraste con el tono solemne de la corte, a lo confortable y lo íntimo: zócalos de madera ricamente tallada destinados a ser adosados a las paredes, cofres pintados y tallados, (cassoni), cabeceras de cama pintadas y labradas, pequeños cuadros devotos colocados en graciosos marcos redondos (tondi), platos ricamente adornados con figuras, que servían de ofrendas para el alumbramiento (deschi da parto), además de las consabidas mayólicas y otros muchos productos de la artesanía. En todos ellos domina todavía un equilibrio casi perfecto entre arte y artesanía, entre pura obra de arte y mero instrumento del mobiliario. El Renacimiento no fue una cultura de tenderos y artesanos, ni tampoco la cultura de una burguesía adinerada y medianamente culta, sino, por el contrario, el patrimonio, celosamente guardado de una elite antipopular y empapada de cultura latina. Participaban en él principalmente las clases adheridas al movimiento humanístico y neoplatónico, las cuales constituían una intelectualidad tan uniforme y homogénea como, por ejemplo, no la había sido nunca el clero en conjunto. Las creaciones decisivas del arte estaban destinadas a este círculo. Los círculos más amplios, o no tenían sobre ellas conocimiento alguno o las juzgaban con criterios inadecuados, no estéticos, y se contentaban con productos de valor mínimo. En esta época surgió aquella insuperable distancia, fundamental para toda la evolución posterior, entre una minoría culta y una mayoría inculta, distancia que no conoció en esta medida ninguna de las épocas precedentes. La cultura de la Edad Media tampoco tuvo un nivel común, y las clases cultas de la Antigüedad clásica eran totalmente conscientes de su alejamiento de la masa, pero ninguno de estos períodos, con la excepción de pequeños grupos ocasionales, pretendió cerrar una cultura deliberadamente reservada a una élite, y a la que la mayoría, no pudiera tener acceso. Esto es precisamente lo que cambia en el Renacimiento. El lenguaje de la cultura eclesiástica medieval era el latín, porque, la Iglesia estaba ligada de manera directa y orgánica a la civilización romana tardía; los humanistas escriben en latín porque rompen la continuidad con las corrientes culturales populares que se expresan en los diferentes idiomas nacionales y quieren crear para sí un monopolio cultural, una especie de clase sacerdotal. Los artistas se colocan bajo la protección y la tutela intelectual de este grupo; se emancipan, dicho de otro modo, de la Iglesia y de los gremios para someterse a la autoridad de un grupo que reclama para sí a un tiempo la competencia de ambos: de la Iglesia y de los gremios. Ahora los humanistas ya no son sólo autoridad indiscutible en toda cuestión iconográfica de tipo histórico y mitológico, sino que se han convertido en expertos también en cuestiones formales y técnicas. Los artistas terminan por someterse a su juicio en cuestiones sobre las que antes decidían sólo la tradición y los preceptos de los gremios, y en las que ningún profano podía inmiscuirse. El precio de su independencia de la Iglesia y los gremios, el precio que han de pagar por su ascenso social, por el aplauso y la gloria, es la aceptación de los humanistas como jueces. No todos los humanistas son ciertamente críticos y expertos, pero entre ellos se encuentran los primeros profanos que tienen idea de los criterios del valor artístico y son capaces de juzgar una obra de arte según criterios meramente estéticos. Con ellos, en cuanto que son parte de un público realmente capacitado para juzgar, surge el público del arte en el sentido moderno.

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EL CLASICISMO DEL "CINQUECENTO" Cuando Rafael llegó a Florencia en 1504, hacía ya más de un decenio que Lorenzo de Médici había muerto y que sus sucesores habían sido expulsados y el gonfaloniero Pietro Soderini había introducido de nuevo en la república un régimen burgués. Pero la transformación del estilo artístico en cortesano protocolario y estrictamente formal ya estaba iniciada, las línea fundamentales del nuevo gusto convencional ya estaban fijada y reconocidas por todos y la evolución podía continuar por el camino iniciado sin recibir de fuera nuevos estímulos. Rafael no tenía más que seguir esta dirección, que ya se señalaba en las obras de Perugino y Leonardo, y en cuanto artista creador, no podía hacer otra cosa que sumarse a esta tendencia, que era intrínsecamente conservadora por basarse en un canon formal intemporal y abstracto, pero que en aquel momento de la historia de los estilos resultaba progresista. Por lo demás, no faltaban estímulos externos que le impulsaran a mantenerse en esta dirección, aunque ya el movimiento no partía de la misma Florencia. Pero fuera de Florencia, casi por todas partes gobernaban en Italia familias con pretensiones dinásticas y aires principescos, y ante todo, se formó en Roma, alrededor del Papa, una verdadera corte, en la que estaban en vigor los mismos ideales sociales que en las demás cortes que juzgaban el arte y la cultura como elementos de prestigio. Los Estados de la Iglesia habían atraído hacia sí en la dividida Italia la dirección política. Los Papas se sentían los herederos de los Césares, y en parte consiguieron poner al servicio de su afán de poder las fantasías que en el país florecían por todas partes tendientes a renovar la antigua grandeza romana. Sus ambiciones políticas quedaron, ciertamente insatisfechas, pero Roma se convirtió en el centro de la cultura occidental y logró ejercer un influjo intelectual que todavía se hizo más intenso durante la Contrarreforma y siguió actuando, hasta muy entrada la época barroca. Desde el regreso de los Papas de Avignon, la Urbe no sólo se había convertido en un punto de cita diplomático, adonde acudían embajadores y legados de todas las partes del mundo cristiano, sino también en un importante mercado de dinero, donde, para la medida de entonces, entraban y salían sumas fantásticas. La Curia pontificia superaba como poder económico a todos los príncipes, tiranos, banqueros y comerciantes de la alta Italia; podía invertir sumas mayores que éstos en fines culturales, y en el terreno del arte tomó la dirección que hasta entonces había poseído Florencia. Cuando los Papas regresaron de Francia, Roma estaba todavía casi en ruinas, después de los ataques de los bárbaros, y de las destrucciones ocasionadas por las seculares luchas de las grandes familias romanas. Los romanos eran pobres y tampoco, los grandes dignatarios eclesiásticos disponían de riquezas tales como para hacer posible un progreso en las artes en competencia con Florencia. .... llamaron a Roma a maestros famosos de la época, entre otros a Masaccio, Gentile da Fabriano, Donatello, Fra Angelico, Benozzo Gozzoli, Melozzo da Forli, Pinturicehio, Mantegna; pero éstos, después de ejecutar los encargos, abandonaban la ciudad, sin dejar la menor huella fuera de sus obras. Ni siquiera bajo Sixto IV (1171-84), que con los encargos para adornar su capilla hizo de Roma durante una época un centro de producción artística, llegó a crearse una escuela o tendencia que tuviera carácter local romano. Tal orientación sólo se pudo observar bajo Julio II (1503-13), cuando Bramante, Miguel Angel y finalmente Rafael, se establecieron en Roma y pusieron sus talentos al servicio del Papa. Sólo entonces comienza la excepcional actividad artística cuyo fruto es la Roma monumental tal cual se muestra ante nuestros ojos no sólo como el mayor monumento del pleno Renacimiento, sino como el más representativo que pudo sólo surgir entonces en las condiciones que se daban en la corte pontificia. Frente al arte del Quattrocento, de inspiración predominantemente mundana, nos encontramos aquí con los comienzos de un nuevo arte eclesiástico en el que el acento no está puesto en la interioridad y el misticismo, sino en la solemnidad, majestad, fuerza y señorío. La intimidad y desvío del sentimiento cristiano frente al mundo ceden el paso a la frialdad distante y a la expresión de una superioridad tanto física como espiritual. Con cada iglesia, cada capilla, cada imagen y cada pila bautismal parecen los Papas haber querido, ante todo, erigirse un monumento a sí mismos y haber pensado antes en su propia gloria que en la de Dios.

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Bajo León X (1513-21) alcanza la vida de la corte romana su punto culminante. La Curia papal se parece entonces a la Corte de un emperador; las casas de los cardenales semejan pequeñas cortes principescas, y las de los otros señores eclesiásticos, hogares aristocráticos que buscan superarse unos a otros en esplendor. La mayoría de estos príncipes y dignatarios de la Iglesia son aficionados al arte; dan trabajo a los artistas para inmortalizar su propio nombre, sea con la fundación de obras de arte eclesiásticas, sea con la construcción y decoración de sus palacios. Los ricos banqueros de la Urbe, con Agostino Chági, el amigo y protector de Rafael a la cabeza, intentan imitarlos como mecenas; más aunque acrecen la importancia del mercado artístico de Roma, no le añaden ninguna nota nueva. A diferencia de la clase señorial de las otras ciudades italianas, en primer lugar Florencia, que es en su conjunto perfectamente diferenciados. El más importante está formado por la corte pontificia con los parientes del Papa, el clero más alto, los diplomáticos del país y extranjeros y las infinitas personalidades que participan de la magnificencia pontificia. Los miembros de este grupo son los más ambiciosos y los mejor dotados económicamente para favorecer el arte. Un segundo grupo abarca los grandes banqueros y ricos comerciantes, que en la disipada Roma de entonces, centro de la administración financiera pontificia, que se extendía a todo el mundo, tenía la mejor coyuntura imaginable. El banquero Altoviti es uno de los más magníficos amigos del arte de la época y para Agostino Chigi trabajan, con la excepción del enemigo de Rafael, Miguel Angel, todos los artistas famosos de la época; él da trabajo -aparte de a Rafael- a Sodoma, Baldassare, Peruzzi, Sebastiano del Piombo, Giulio Romano, Francesco Penni, Giovanni da Udine y muchos otros maestros más. El tercer grupo está formado por los miembros de las antiguas familias romanas, ya empobrecidas, que puede decirse que no tienen parte alguna en la vida artística, y mantienen sus nombres con, lustre gracias a que casan a sus hijos e hijas con los vástagos de burgueses ricos y con ello dan lugar a una fusión de clases semejante, aunque más reducida, a la que ya antes se había producido en Florencia y otras ciudades a consecuencia, de la participación de la antigua nobleza en los negocios de la burguesía. Por grande que fuera la participación de los prelados y los banqueros como mecenas de la producción artística, tiene extremada significación para el arte del pleno Renacimiento, y es decisivo para la formación del estilo, el que trabajaran en el Vaticano Miguel Angel, casi exclusivamente y Rafael, en su mayor parte. Sólo allí, al servicio del Papa, se, podía desarrollar aquella maniera grande junto a lacual las orientaciones artísticas de las otras escuelas locales tienen un carácter más o menos provinciano. En ningún otro lugar hallamos este estilo sublime, exclusivo, tan profundamente penetrado de elementos culturales y tan incansablemente limitado a problemas formales sublimados. El arte del primer Renacimiento podía ser al menos medio comprendido, por las capas sociales más amplias; también los pobres y los incultos podían hallar conexiones con el, aunque estuvieran en la periferia del efecto estético; pero con el nuevo arte ya no tienen las masas ninguna relación. ¡Qué hubiera podido decirles la Escuela de Atenas de Rafael y las Sibilas de Miguel Angel, aun en el caso de que hubieran podido llegar a contemplarlas! Pero precisamente en tales obras se realizó el arte clásico del Renacimiento, cuya validez general suele ensalzarse tanto, pero que en realidad sólo se dirigía a un público más reducido que jamás se dirigió arte alguno. Uno de los más importantes conceptos del clasicismo, la determinación de la belleza como armonía de todas las partes, encuentra ya en Alberti su formulación. Alberti piensa que la obra de arte es de tal naturaleza, que de sus elementos no se puede ni quitar ni añadir nada sin dañar la belleza del conjunto Este pensamiento, que Alberti halló en Vitruvio, y qué propiamente se remonta a Aristóteles, es uno de los postulados fundamentales de la teoría clásica del arte. La circunstancia de que, el paso del naturalismo al clasicismo no se realice inmediatamente, sino que sea preparado tan de antemano, puede fácilmente conducir a no entender todo el proceso histórico de la transformación del estilo. Pues si uno se fija en los preludios del cambio y parte de fenómenos de transición tales como el arte de Perugino y Leonardo, tiene la impresión de que el cambio estilístico se desarrolla sin cesara, sin salto, casi con una lógica necesidad, y que el arte del pleno Renacimiento no es sino la pura síntesis de los logros del

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Quattrocento. En una palabra, uno se siente arrastrado a aceptar la conclusión de que se trata de un desarrollo endógamo.

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Pintura y Sociedad Pirre Francastel Emece editores, Buenos Aires, 1960 NACIMIENTO DE UN ESPACIO Sean cuales fueren las divergencias de puntos de vista en la apreciación del valor de las obras de arte, está admitido como una verdad de Evangelio que, en los primeros años del siglo XV en Italia y particularmente en Florencia, ciertos hombres atrevidos pudieron, después de siglos de error instaurar una fórmula de expresión plástica correspondiente a un estadio de evolución superior de la civilización humana. La creencia según la cual los florentinos han fundado el Renacimiento sobre la base del empleo de un sistema realista de figuración perspectiva extraído de la matemática euclidiana y de la atenta observación de los vestigios de la antigüedad depositaria del gran secreto de los números y la armonía- sigue siendo la base de nuestra interpretación general de la historia del arte y de la civilización moderna. Aun los que discuten el alcance de uno u otro de estos argumentos permanecen fieles al segundo. Quieren probar, por ejemplo, que el Renacimiento estaba en germen desde el siglo XII o XIII, pero consideran incontestable la naturaleza del fenómeno. Esta idea de un brusco Renacimiento fundado en un repentino retorno a las reglas eternas de la verdad que conducen a la humanidad hacia la Edad de Oro merece ser estudiada minuciosamente. Fue expresada primeramente por Vasari en el siglo XVI, intérprete de una opinión inspirada por el amor propio nacional florentino, pero también hay que notar que ella proviene de la época de la Contrarreforma es decir, del momento en que se define, en todos los dominios, una especie de imperialismo romano. Es una de las formas de la doctrina de la reconciliación de las dos Romas, que rige todavía en nuestros días el pensamiento de gran número de nuestros historiadores, aun de los que están separados de la letra de las creencias romanas. Fue modernizada en el siglo XIX por Michelet, reconciliada por él con la ideología protestante, vulgarizada en seguida por Taine y por Burckhardt. Domina no solamente la historia del arte sino también la de las ideas y sugiere un corte de rasgo familiar a todos los historiadores. Antes que rechazarla, se trata de conciliar lo inconciliable; extendiendo hasta la paradoja los límites cronológicos del siglo de la iniciación y haciendo figurar, a pesar de las fechas, a Petrarca o Boccaccio, a menos de transportar la fecha fatídica en que termina la Edad Media, del comienzo de las guerras de Italia a la toma de Constantinopla. Se acepta en todo caso la maestría italiana del Quattrocento, a la vez como un hecho y como una consecuencia del brusco retorno de la humanidad hacia las fuentes eternas del saber No tengo la intención de proponer aquí en toda su amplitud el problema del Renacimiento. Mi propósito es más simple y más concreto. Quiero examinar cómo se ha planteado y ha evolucionado, en la pintura italiana del Quattrocento, el sistema de la representación del espacio. En el curso de la demostración indicaré la extrema importancia de ese problema. Es un problema clave y no ha sido elegido al azar. He preferido profundizarlo, mas bien que intentar un panorama ambicioso, ya que me ha parecido que ciertas conclusiones restringidas, pero bien establecidas, serían mas convincentes y podían abrir la vía a otras investigaciones. Me he limitado a Italia porque la doctrina tradicional se funda en el ejemplo de ese país y porque un examen del verdadero lugar que la cultura italiana tiene en esa época, en relación con la de los otros países, exigirá otras investigaciones cuya posibilidad y sentido aparecerán por sí mismos, espero, después de la lectura de esta obra. No he querido hacer la historia completa de una cierta forma de representación plástica del espacio a través de todas las obras que han nacido, durante cuatro siglos y medio, de las especulaciones de los siglos XIV y XV ni buscar tampoco en qué medida una técnica cuya fórmula académica final, si no su fuente única de inspiración, es italiana y ha sido exclusivamente el fruto de una cultura nacional. He considerado como hecho admitido que en el Quattrocento Italia resume en todo caso -abstracción hecha de los problemas de fuentes y de difusión- el saber de la época y que no hay casi experiencia plástica que no se exprese en una u otra de sus escuelas. A través de la pintura italiana del Quattrocento, es legítimo estudiar los fundamentos de una representación plástica del espacio que ha satisfecho durante cuatro siglos todas las necesidades figurativas de la civilización occidental.

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Si se cree en la doctrina tradicional, que no remonta a Vasari sino a sus contemporáneos -como testimonia la famosa predela de Uccello que agrupa uno al lado del otro a los "inventores" del Renacimiento-, el gran movimiento de las artes es, a principios del siglo XV la obra común de tres florentinos: Brunelleschi, Donatello y el propio Uccello, unidos al matematico y escritor de memorias Manetti y a su precursor Giotto. Hasta sería posible determinar con más precisión todavía algunas obras ejemplares de donde ha salido el arte moderno. Apenas empezado el siglo XV, una gran obra se cumple en Florencia. la terminación de la catedral. Se trata de lanzar una bóveda sobre un espacio de muy vastas dimensiones. Observo, de paso, que no es Brunelleschi el que ha planteado el problema que se debe resolver, sino que en realidad la gran obra de su vida ha estado consagrada a la solución de una dificultad legada por las generaciones precedentes. G. C. Argan ha demostrado recientemente en un hermoso artículo la significación estética y espacial de esa cúpula, mientras que Paul Frankl mostraba por su parte, en otro artículo consagrado a la construcción del Duomo de Milán, el papel nuevo atribuido igualmente -aun en esta obra de apariencia más tradicional- a los métodos de relevación, de cálculo y de proporción, completamente diferentes de las "razones" utilizadas por la Edad Media. Argan ha demostrado luminosamente cómo Brunelleschi no había recurrido sólo para resolver el problema de la cúpula de Florencia a sus habilidades de taller, gracias a lo cual había podido edificar la cúpula sin andamiaje interno, sino a una nueva concepción estética del espacio en función de la cual se explica la solución empírica dada por él al problema técnico de la ensambladura de los materiales. Para Brunelleschi el espacio ha dejado de ser el cubaje de aire que una bóveda encierra entre sus paredes; ese espacio posee una calidad homogénea y se encuentra en todas partes, es a la vez continente y contenido, envuelve y es envuelto. La cúpula de Santa María del Fiori no está concebida como un sistema cerrado de planos y de superficies que determinan una forma interior, sino en relación con todo el universo; sus superficies son los puntos de intersección de los planos que se prolongan en la atmósfera; es el lugar geométrico de todas las líneas imaginarias que la unen a todos los puntos del paisaje maravilloso en el centro del cual se encuentra. Está penetrada de luz como el David de Donatello, que él también ha sido concebido no como un bloque macizo, sino como el lugar de intersección de los planos geométricos que corresponden a los ejes de los movimientos. La cúpula de Santa María del Fiori es el centro de un vasto sistema de relaciones imaginarias, cuya clave la constituye la geometría. Sustituye al manejo de los bloques, a la ciencia de los tallistas de la piedra, una arquitectura basada en la reducción a escala de las líneas constituidas por el encuentro de planos. En la arquitectura gótica el maestro de obras aseguraba el equilibrio de los cuerpos en el centro de los cuales se definía un espacio encerrado; a este espacio el vitralista daba extraordinario prestigio, aun independientemente de lo que podían contar sus paneles coloreados. Con Brunelleschi se perfila otro sistema, que se establece, en parte, sobre una base de invención pura, por otra, en la consideración de las obras de la antigüedad. La Edad Media había concebido el edificio como una envoltura, el Renacimiento va a encararlo como la materialización de un sistema abierto de planos y de líneas a la vez envolventes y envueltos. La Edad Media había creado el espacio ideal de la luz coloreada, el Renacimiento creará el espacio ideal de la luz diáfana. Es incontestable, sin llevar más lejos este análisis, que en tiempos de Brunelleschi nuevas especulaciones intervienen en la concepción espacial de la arquitectura. Según el testimonio de Manetti, retomado por Vasari, eco de una tradición viva todavía entonces, el mismo Brunelleschi realiza igualmente, en los primeros años del Quattrocento, un pequeño y maravilloso aparato de óptica que nos acerca a los problemas de la pintura. Se trata de dos pequeños paneles en los cuales están representadas arquitecturas familiares a todos los florentinos; el Baptisterio visto desde la puerta central de la Catedral y el Palacio de la Señoría. Están representados, uno y otro, con su marco de calles y de plazas que constituyen a su alrededor un decorado en planos escalonados. Notemos que, a partir de ese momento, la especulación toma las proporciones de una investigación en cierto modo escenográfica. El hecho es evidente, puesto que, para mirar las vistas de Brunelleschi, era conveniente colocar el ojo contra un pequeño agujero practicado en el centro del panel, en el punto correspondiente para la primera de las dos vistas, en el umbral del portal del Duomo desde donde había sido tomada y ordenada esa vista. El panel, por otra parte, estaba montado sobre un plano de metal pulido que reflejaba el cielo. Y enfrente del panel pintado se había colocado en la otra extremidad de ese plano y verticalmente un segundo espejo donde se reflejaba la composición. A través de aquel agujerito practicado en el panel pintado se ofrecía a la vista, gracias a un refinado juego óptico, todo un mundo imaginario de rayos y de reflejos. El carácter experimental de estas dos vistas de óptica, su relación con las especulaciones que guiaban simultáneamente a Brunelleschi en la edificación de la cúpula es completamente evidente. No se trata de una

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obra destinada a ser colocada ante los ojos de un gran público. Estamos en presencia de un instrumento de experimentación, de una máquina. Es importante hacer notar aquí que existen otros testimonios sobre las especulaciones de la época. Los escritos sobre óptica de Ghiberti son confusos No constituyen. más que notas marginales tomadas durante la lectura de los físicos árabes, Al Hazen en particular. Ghiberti está, como un poco después Poussin, fascinado por una ciencia cuya lengua se habla aún torpemente. Titubea entre la doctrina tradicional que considera a la luz como una emanación y las ideas nuevas según las cuales ella existe independientemente de las cosas que envuelve, como un medio invisible, pero real y homogéneo. Es evidente que tanto Ghiberti como Brunelleschi no adaptan siempre su estilo a las nuevas ideas. Para Ghiberti, todavía, la especulación sobre la luz y el espacio sigue siendo una ciencia un poco teórica, distinta de la práctica y de la tradición manual que sigue en sus obras. Sin embargo, él también abre camino a ese contacto entre las especulaciones y el arte, al introducir, por ejemplo, una mayor unión luminosa entre las distintas partes de sus bajo relieves de la puerta del Paraíso, muy cercanas, en este sentido, del David de Donatello. Es evidente que, a comienzos del Quattrocento existen búsquedas en diferentes dirección es, ya se trate de las relaciones entre el plano y la elevación de un edificio, ya del manejo pictórico y escultórico de la luz. Mostraré cómo en realidad no se pasa bruscamente de un sistema, el de la Edad Media considerado como un bloque, a otro, el del Renacimiento. Por ese mismo tiempo, Brunelleschi practica en escultura -sobre todo en su Crucifijo- un estilo mucho más tradicional y "realista" en el sentido preciso del término. Sin embargo, es tan falso considerar que hubo ruptura brusca a comienzos del Quattrocento como negar el aporte original de los hombres de ese tiempo. El Renacimiento considerado como un súbito milagro es un engaño, pero no se puede negar tampoco la importancia de lo que ocurrió a principios del siglo xv. Es incontestable que las investigaciones individuales de Donatello, de Uccello y sobre todo de Brunelleschi han tenido una influencia extraordinaria. Gracias a la propaganda realizada por sus obras, sobre todo a las del último, se vió pasar ese gusto por las cosas nuevas, del círculo bastante restringido de los eruditos florentinos, al dominio de la curiosidad general. Claro está que el descubrimiento fundamental, el que concierne a las cualidades particulares de la luz -sustancia invisible, pero susceptible de dejarse medir y manejar por el artistaha inspirado la idea no solamente del nuevo funcionalismo arquitectónico sino, también de un nuevo sistema de representación pictórica del espacio. Brunelleschi es el hombre que sustituye a la evidencia plástica de la Edad Media fundada sobre la estereotomía, la talla y ensambladura de los bloques, y el manejo de la luz limitada, la necesidad de otra nueva manera de compartimentar el espacio, en un sistema que reproduzca una especie de modelo imaginario, pero que deje comunicar entre si todas las regiones de ese mismo espació. La proporción y el número se sustituirán, de entonces en adelante, a los bloques; no se partirá ya del volumen de la piedra, sino del cañamazo lineal , para indicar su labor a los constructores. La arquitectura del Renacimiento, incluso su admiración por la antigüedad está toda entera y en potencia en las investigaciones de Brunelleschi y, por otra parte, la importancia dada a las relaciones concretas y mensurables que existen entre objetos en apariencia alejados y extraños entre si, el descubrimiento del hecho de que las líneas no definen solamente el límite de las superficies continuas, sino que la intersección de los planos se prolonga y se proyecta en el vacío dándole una forma, constituye, sin duda, una lección infinitamente preciosa para los pintores. Brunelleschi no es de ninguna manera un pintor; los dos pequeños paneles que he descrito no son, hablando con propiedad, obras pictóricas, constituyen una especie de maquinarias cuyo interés estriba, en el ánimo de su autor, en permitir el estudio práctico de los juegos de la luz más que en la realización de una obra ejemplar. Creí, sin embargo, que era indispensable insistir sobre la parte de Brunelleschi en la formación del nuevo espacio porque fue él, sin duda, el más atrevido de los innovadores, el primero que materializó las consecuencias de un principio. Su obra hace aparecer claramente la vinculación que existe entre la evolución de las técnicas artísticas y el movimiento general de las ideas. Brunelleschi es uno de los inventores del Renacimiento, ya que su obra revela el carácter brusco de una verdadera mutación en el dominio de la visualización del saber. Después de esto hay que decirse que si las especulaciones de Brunelleschi encerraban quizá en potencia el arte nuevo, es igualmente cierto que las obras particulares de Brunelleschi no contenían en absoluto, de una manera concreta y determinante, todo el desarrollo de las obras de arquitectura y de pintura de los tiempos modernos.

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Para comprender cómo nació en la pintura, a principios del Quattrocento, un nuevo espacio plástico, es necesario darse cuenta, en efecto, que hay en el dominio de la invención dos cosas absolutamente distintas. La primera es el descubrimiento ya sea de un objeto o un cuerpo desconocidos, de un principio, de un método de organización o de una nueva interpretación de hechos ya conocidos. Es incontestablemente este estadio descubrimiento o adaptación llevan generalmente del uno al otro- en lo que consiste la invención pura, pero esta etapa, que es, en general, súbita, aun cuando corona una serie de largos estudios, no se basta a sí misma para producir las obras humanas. La invención no desarrolla sus posibilidades sino en la medida en que se realizan las aplicaciones. Esta ley vuelve a encontrarse cuando se trata de estudiar cómo a principios del Quattrocento se fue concretando un nuevo método de representación plástica del espacio. Hubo básicamente, un descubrimiento -el carácter continuo y la posibilidad de manejo de la luz diáfana- debido a Brunelleschi y también, sin duda, a Donatello; este descubrimiento se funda sobre toda una serie de largas experiencias realizadas durante varios siglos; se apoya en los conocimientos matemáticos que Brunelleschi recibió de las generaciones precedentes, y comporta, de todas formas, un carácter de mutación brusca incontestable. Se conocían desde antes de Brunelleschi y Uccello las reglas de reducción de las dimensiones por la distancia o sistema de líneas en fuga; no se había sacado de ellas el principio de una nueva estética, no se había comprendido que las relaciones geométricas y matemáticas echaban un puente entre cosas que están separadas entre si en la naturaleza ni que la luz era una realidad mensurable en los mismos términos en que los otros cuerpos también lo son. De lo que se infiere fácilmente que tal o cual parte de la nueva ciencia se apoya sobre realizaciones anteriores, y que se puede demostrar que ciertos elementos del arte nuevo se han servido de las investigaciones del siglo XIV o del XII, pero también que seria falso querer negarlo todo. Si hay que dar su verdadero sitio a la invención pura, no hay tampoco que perder de vista que esta invención produce muy lentamente sus frutos. No hay una historia de lo virtual, sino de lo que ha sido. El descubrimiento de un principio no transforma inmediatamente el universo. Un día se inventó la máquina de vapor, pero hizo falta más de un siglo para instaurar una civilización maquinista. Cuanto más radical es la invención, o más concierne a los elementos básicos de la vida de un pueblo, tanto más lento es el desarrollo de la totalidad de sus consecuencias. El descubrimiento que fue hecho en el Quattrocento por círculos de artistas y de sabios que continuaban una especulación de la Edad Media, o sea: que se podían medir no solamente las cosas, sino también el vació; el descubrimiento de la identidad racional no sustancial del espacio y de las cosas, tuvo consecuencias incalculables. Con él acabaron el compartimentado y el realismo medieval. Su resultado no fue solamente una nueva arquitectura y pintura, sino una nueva sociedad y casi, hablando materialmente, un nuevo mundo. La integración de las partes concretas y sutiles del universo físico, la fe en la magia del número, prepararon el descubrimiento de America, tanto como la nueva jurisprudencia fundada sobre el equilibrio de los Estados. Es incontestable que un nuevo mundo se preparaba. Pero también es evidente que resulta una gran ingenuidad creer que ese mundo puede nacer de un día para el otro. Los hombres no cambiaron de la noche a la mañana porque Brunelleschi encontró la manera de levantar la cúpula de Florencia. Durante, generaciones, la mayoría continuó creyendo y viviendo como en el pasado. Tan peligroso es querer descubrir las fuentes de todos los elementos de la nueva civilización -lo que destruye la invención-, como es erróneo presentar, a partir del germen puro y reconocido de la invención, un cuadro del mundo repentinamente renovado. El Renacimiento fue, en un comienzo, la obra de algunos individuos. Se ha concebido, a menudo, el Renacimiento como la aplicación sistemática de una especie de plan de renovación del mundo. En pleno siglo XV el Renacimiento no era todavía más que una cosa virtual. Mostraré, ante todo, cómo la elaboración de un nuevo espacio pictórico ha atravesado, por mil titubeos y arrepentimientos, cómo el descubrimiento original se fue abriendo camino a través de una época que fue el testimonio de las grandezas pasadas tanto como el de la fugitiva prefiguración del porvenir. Nos equivocamos al pensar que la nueva Florencia nació en un día del cerebro de algunos inventores estéticos. Cosa parecida a lo que ocurriría si dentro de cuatrocientos años se postulara que el arte de Picasso sólo es concebible en ciudades enteramente construidas en cemento armado. Durante un siglo el Renacimiento no existió más que en la imaginación de algunos individuos.

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La única obra de Masaccio que parece verdaderamente inspirada en las investigaciones de Brunelleschi es la Trinidad de Santa María Novella en Florencia. Y esto porque la Crucifixión se destaca no ya contra un espacio neutro, sino sobre una composición de arquitectura que comporta sugestión ilusionista de la profundidad. Fra Angélico tuvo un genio maravilloso para expresar plásticamente los sentimientos; ha sido un auténtico creador de formas. Es muy interesante comprobar justamente que entre las fórmulas que utiliza se encuentran también las que se vinculan a la especulación de Brunelleschi. La Visión de San Francisco en la predela de la Coronación de la Virgen que está en el Louvre lo prueba. Demuestra que a sus ojos el nuevo método de cuadriculación de la arquitectura era una de las formas posibles entre multitud de otras. Ni Fra Angélico, ni Masaccio, ni Masolino, ni nadie entre sus contemporáneos, pensó que de entonces en adelante hubiera que abandonar las antiguas maneras de pintar. La cuadriculación del espacio y particularmente la de los interiores era ya practicada corrientemente por los artistas de las generaciones precedentes. Todo lleva a creer que en un principio no se comprendió que el punto de vista de Brunelleschi abría camino a una nueva representación y a una nueva visión total del mundo. En sus orígenes -y ya volveré a insistir sobre ello- la nueva moda de poner en perspectiva se utiliza casi exclusivamente como procedimiento arquitectónico. Hará falta un siglo para que se establezca el canon y para que los más grandes artistas comprendan verdaderamente lo que ese método significa en el plano de las ideas. En un principio, los más grandes genios de la época: Masolino y Fra Angélico, tanto como Masaccio, no introducen la figuración matemática más que conjunta o paralelamente con los otros modos de interpretación de las cosas. Parece que no hubieran comprendido ellos mismos la importancia del problema. El descubrimiento de Brunelleschi no pareció en los primeros tiempos una revolución más que en el dominio de la construcción. Nunca se insistirá lo bastante sobre cómo, durante la primera mitad del Quattrocento, se multiplican las experiencias espaciales algo contradictorias y como los más grandes artistas ponen en el mismo plano ciertas investigaciones de las cuales algunas son el desarrollo de experiencias del pasado y otras, en número restringido, preparan el porvenir. Nada más falso que creer que el descubrimiento de un nuevo espacio plástico, el espacio moderno, haya aparecido -aun a los iniciadores- como una invención, absoluta. En el plano de la técnica no dejaron de espigar a su alrededor y de experimentar. En la primera generación nadie tuvo la sensación de estar en posesión de una formula definitiva. Recordemos que, a comienzos del Quattrocento, se creaba en virtud de una necesidad interior y no de un plan preconcebido. Diré más aún. Este descubrimiento, este sistema, en la medida en que no consiste sino en la reducción del punto de vista a la visión monocular y en la elección de un punto de fuga único situado en el fondo del cuadro -en la medida en que aquel que lo utiliza no se preocupa por saber si el descubrimiento de una nueva técnica no supone la existencia de ciertas leyes del espíritu reveladoras de un nuevo ideal- es de una aplicación más limitada que muchos otros que habían aparecido hacia fines del siglo XIV, en una época que erróneamente se supone de torpeza académica. Desde el comienzo del siglo XIV, desde Giotto, la especulación plástica no se aminoró ni un instante en Italia o los demás países. El siglo XIV es un siglo de invención extraordinariamente fecundo. No solamente ha engendrado el giottismo -es decir, en el fondo una pintura muy diferente de la pintura bizantina o de la pintura románico-gótica, ya que está inspirada en gran parte en la utilización del material de la escena medieval y antigua y que formula algunas reglas de envolvimiento de grupos que valdrán hasta en pleno Quattrocento sino que ha nutrido igualmente a escuelas tan innovadoras como las de los miniaturistas ftanco-flamencos, sin olvidar el arte sienés ni el de Aviñon El Renacimiento no llega en un período de adormecimiento de lo plástico. Aparece, en un principio, sólo como una invención más en el muy vasto, campo de las especulaciones espaciales. Se hace más fácil comprender cómo se constituyó, hacia la segunda mitad del siglo XV la doctrina a la que se da corrientemente el nombre de perspectiva lineal, si tenemos en cuenta que si bien por una parte, a principios del Quattrocento ciertas especulaciones plásticas, principalmente las de Brunelleschi enfrentando el problema de la construcción de su famosa cúpula, introducían el descubrimiento de una manipulación concreta ab-

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solutamente nueva del espacio; por otra, este descubrimiento, del cual calculamos hoy el alcance en función de la obra lentamente elaborada por quince generaciones, ha dejado a los pintores que le fueron contemporáneos, no indiferentes, pero sí insensibles a su verdadero alcance, ya que la trataron como a toda una serie de otras experiencias de representación perspectiva del mundo sugeridas desde hacía un siglo por una cantidad de artistas innovadores. Hacia 1450 la primera generación de artistas del Quattrocento y Masaccio han muerto. Fra Angélico desaparecerá en 1455. Andrea del Castagno en 1457. Uccello, sólo en 1457, pero envejece tristemente y su obra está realizada antes de 1450. Brunelleschi muere en 1446; Ghiberti en 1455. Sólo el prodigioso Donatello vive y crea hasta 1466; sin embargo, su obra, aun incluido el Gattamelata, queda hecha ya en 1453. Está, pues, permitido el hablar, a mediados de ese siglo, del advenimiento de una nueva generación la de los primeros hombres nacidos con el siglo y que han tenido ya como modelo las primeras obras maestras de la nueva manera. Ellos son: Piero della Francesca, nacido alrededor de 1420; Gozzoli, nacido en 1420; Filippo Lippi en 1406; Baldovinetti, en 1427; Giovanni Bellini, en 1428; Antonello da Messina, hacia 1430; Mantegna, en 1430. La obra de estos artistas se escalona entre 1450 y 1480. Después de ellos vendrá la tercera generación del Quattrocento: la de los Ghirlandaio, Signorelli Perugino, Verrocchio, Pollaiuolo y Carpaccio, cuya contribución al movimiento artístico no será, por cierto, insignificante, pero que, precisamente, encontrarán ya fijadas las leyes de figuración espacial en las que nos interesamos aquí. No se podría comprender la obra de los pintores de la generación de 1450 si se olvidara el aclarar que son los contemporáneos de Alberti y de los arquitectos. Nacido en 1404 y muerto en 1472, Alberti emprende su primera obra de arquitectura: el Palacio Ruccellai, en 1446, y compone su famoso tratado De -reedificatoria (publicado en 1485) hacia 1451. El Palacio Medici Riccardi, tan deliciosamente decorado por Gozzoli, fue construido por Michelozzo de 1444 a 1460. El Palacio Strozzi, de Benedetto da Maiano (1422-1497) sólo fue construido después de 1489. Sea cual fuere el corte practicado en el siglo, Siempre se encontrarán esas tres generaciones: las de los magníficos ordenadores de la nueva manera. La formación de la perspectiva lineal del Quattrocento es la historia de la formación de un estilo. Como tal, ella sufre todas sus leyes. Primero aparece en algunas obras sólo en estado virtual, en seguida se afirma como un sistema susceptible de una aplicación general, y toma, por fin, las características de un método restrictivo. Así se concilia el fenómeno de la súbita aparición -entre varias otras- de un primer elemento fundamental de la nueva manera con la consiguiente lentitud de elaboración que implica un estilo. Hay que examinar las cosas con más detalle. ¿En qué consiste exactamente la etapa franqueada hacia mediados de siglo por los pintores y por su teórico Alberti? Ya conocemos la respuesta clásica: en el hallazgo del sistema de representación "verdadero” de las cosas por medio de la perspectiva lineal. Fundado sobre un conocimiento reflexivo de las leyes de Euclides -codificación de las reglas de visión operatoria "normal" de la humanidad-, el método pretende que las imágenes se inscriban, de entonces en adelante, en el interior de la ventana de Alberti como en el interior de un cubo abierto por uno de sus lados. En el interior de este cubo representativo, especie de universo reducido, reinan las leyes de la física y la óptica de nuestro, mundo. Todas las partes son mensurables en la misma escala, los lugares geométricos y los objetos se encuentran igualmente en el punto de concordancia de las coordenadas geométricas determinadas por la doble ley de la conservación de las horizontales y de las verticales fuere cual fuere el alejamiento real de las cosas y de la visión monocular tomada desde un punto de vista fijo, situado más o menos a un metro del suelo. Observo en seguida que esa regla se aplica con mucha imperfección a obras tales como el Cortejo de los Reyes Magos del Palacio Riccardi a pesar de todo, puede ser considerada como el punto ideal en el que desemboca el conjunto de las investigaciones de ese tiempo. Es incontestable que, formulada con rigidez por Alberti, tiende hacia fines del mismo siglo a transformarse en una especie de regla de oro de la representación del espacio sobre la pantalla plástica de dos dimensiones. Aun si muchas de las obras, tomadas en particular, no responden siempre totalmente a la definición, es evidente que todas tienen rasgos comunes entre sí.

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Seré más reservado en lo que concierne al primer término de la definición tradicional de la perspectiva moderna: la unidad de tamaño o de escala de la representación. Basta observar obras tan clásicas como el Sposalizio de Rafael o la Transfiguración para comprobar que la unidad de patrón, por así decir, no está realizada, aun al término de la evolución. Todo lo que puede decirse es que el panel está compuesto por un cierto número de motivos todos ellos sometidos por igual a la ley de reducción de las dimensiones alejadas y al punto de vista monocular. Si se agrega a ello el hecho de que algunos años más tarde, Leonardo en persona introducirá una distinción entre dos significaciones de la perspectiva, una que permite al artista iniciado estabilizar las relaciones de tamaño que el ojo capta, la otra aplicar las leyes de la proyección que parte de un centro único a la pared plástica, se comprobará fácilmente que, aun para los contemporáneos, el nuevo sistema no tuvo nunca la apariencia que se le presenta hoy día de ser la simple clave a la solución unitaria y realista de los problemas de representación plástica del mundo exterior sobre la pantalla plástica bidimensional. Esta idea simplista sólo nació en las academias algunas generaciones más tarde, cuando el nuevo estilo pasó a la categoría de calco. Desgraciadamente pareció tan simple bajo esta forma bárbara, que se construyó sobre ella todo un sistema seudo histórico, y en la hora actual -en nombre de ese fantasma de idea- se cree corrientemente, entre el público poco dotado para el lenguaje plástico, en la existencia de una representación, objetiva realista del mundo, descubierta una buena mañana del Quattrocento por algún -Newton de la pintura, representación en función de la cual se juzga a la vez del arte y de las condiciones psicofisiológicas de la visión. La idea a priori fundamental sobre la cual reposa una tan falsa interpretación de las obras y de la historia, es, pues, aquella según la cual el sistema del Quattrocento tendría un valor científico positivo, en relación con la visión de la humanidad en general. La historia del arte y de la civilización ha sido hecha hasta ahora en función de esta idea: que el Renacimiento marcaba una aproximación decisiva en la vía de la representación "verdadera" del mundo exterior. La mayoría de los críticos han considerado implícitamente que las diferentes civilizaciones señalaban una aproximación más o menos feliz, en relación a una especie de espacio ideal, de espacio en sí mismo, a la medida -por así decir- del hombre como tal. El espacio siguió siendo una categoría kantiana del pensamiento. Aun cuando Argan escribe que la perspectiva no es una ley constante del espíritu humano, sino un momento de la historia de las ideas sobre el espacio, parece admitir implícitamente que este espacio posee para toda la humanidad una especie de permanencia, puesto que lo que cambia son solamente sus modos de notación. Ha llegado el momento en que esta posición del problema no parece ya aceptable. Si queremos igualar nuestra crítica a los trabajos de los sabios y de los artistas contemporáneos, es necesario cambiar radicalmente de punto de vista. Continuar admitiendo simplemente que el Renacimiento marca una etapa en la vía de un mayor conocimiento y de una interpretación más realista del mundo, es admitir la existencia de un universo dado de una vez por todas y que no se trata, para el hombre, más que de descifrarlo con mayor o menor intuición o ciencia. Se conserva, así, precisamente, el postulado esencial sobre el cual reposa el arte que se trata de juzgar, transfiriendo simplemente a una naturaleza semidivinizada los privilegios de la permanencia y de la eternidad que la Edad Media había otorgado al pensamiento de Dios. El Espacio no es una realidad en sí, cuya representación varié según las épocas. El espacio es la experiencia misma del hombre. Solamente porque siglos de convención nos han acostumbrado a aceptar los signos expresivos utilizados en la educación con objeto de desarrollar simultáneamente nuestras facultades matemáticas y visuales, nos puede parecer veraz que una cierta perspectiva euclidiana nos provea espontáneamente de la ilusión perfecta de la realidad. Admitir esta tesis es admitir que el mundo exterior es un objeto frente al cual se encuentra el hombre de todos los tiempos y de todos los países; es admitir también que una época, la del Renacimiento, ha descubierto en cierto modo una de las claves que permiten, de una vez por todas, desmontar los secretos del universo por el análisis y la representación de ciertas estructuras, a tal punto privilegiadas, que constituyen -después de la revelación cristiana- una especie de nueva revelación natural, más o menos perfectamente conciliada en el tiempo con la precedente.

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El Siglo XV Italiano: La Simetría Marcelo Trabucco Revista de Teoría, Historia y Crítica de la Arquitectura Diciembre de 1994 La Simetría es un concepto tradicionalmente ligado con la condición de especialidad y equidistancia que dos objetos presentan entre sí respecto de un eje con referencia al cual se ordenan. Esta manera de concebir el fenómeno está relacionada con la habitual vinculación que se puede establecer entre los objetos y su disposición interna, con lo que podría denominarse “simetría natural”, por una parte, y por la otra con la larga tradición clasicista de las artes occidentales. El contexto en que debe encuadrarse el concepto de simetría durante el siglo XV está caracterizado por una peculiar relación, originada en el pensamiento humanista, que reúne cuestiones atingentes a distintos criterios aplicables a la comprensión y disposición interna de los cuerpos, así como también a las relaciones que pueden establecerse entre diversos cuerpos considerados como fragmentos de un todo. También este concepto está vinculado con cuestiones que, para la arquitectura, fueron desarrollándose desde la tradición medieval italiana. Por un lado, entonces, una actitud racional que persigue la comprensión de la simetría como un problema vinculado con los cánones generadores de los cuerpos, y por otro lado una caracterización fáctica del problema desarrollada a lo largo de siglos, desde la herencia greco-romana hasta las primeras manifestaciones del mundo moderno. Al respecto de la tradición puede decirse que la arquitectura italiana, tomando como referente implícito la elaboración de ciertas proposiciones vitruvianas, y como acción explícita el desarrollo pragmático de la arquitectura paleocristiana y románica, construye ideaciones e imágenes que, relacionadas con una concepción naturalística del mundo, termina por organizar sus producciones en dos grandes clases de disposiciones las que toman como referencia la organización “longitudinal” del cuerpo humano, y las que se basan en la “centralidad” atribuida a los entes divinos. El desarrollo arquitectónico de estas dos clases da pie a la organización de los edificios —principalmente los religiosos— de acuerdo con dos tipologías vinculadas con las temáticas arquitectónicas del cristianismo: en primera instancia, y más abundantemente, la tipología basilical que deviene dominantemente longitudinal, y en segunda instancia las tipologías del oratorio y del baptisterio que se resuelven principalmente como centralizadas. Debe aclararse, sin embargo, que estas tipologías son emergentes más de cuestiones emblemáticas, y a la vez prácticas, que de cuestiones intelectuales deliberativamente relacionadas con una concepción teórica del arte o de la arquitectura. Durante el siglo XlV y principalmente durante el siglo XV el problema de la arquitectura se centra en preocupaciones que progresivamente aspiran a identificar la producción de sus edificios con problemas que, sin dejar de lado las cuestiones alegóricas y emblemáticas, pongan de manifiesto las cualidades de la Belleza como fundamento específico de los objetos arquitectónicos. En este sentido es que se opera una transformación intencional que convierte el uso de las tipologías tradicionales en un asunto comprometido con fundamentaciones filosóficas y teóricas. Tres son las fuentes que intervienen en este proceso: las consagraciones neo-platónicas, plotínicas y tomistas acerca de la Belleza; la recuperación de las ideas vitruvianas y principalmente la tríada Venustas-UtilitasFirmitas; y las concomitancias cosmológicas derivables del concepto de razón entendido como una cualidad intrínseca en las construcciones intelectuales de Euclides y Pitágoras—geometría y número—. La primera fuente lleva a la aspiración de establecer como valor absoluto de la arquitectura a la Belleza. Alberti, al escribir sus tratados, revela su visión idealista introduciendo como cuestión miliar la meditación acerca de cómo puede alcanzarse la Bellaza a través de la obra de arte. Este, sin embargo, es un problema que corresponde a la teoría general del arte y que vincula la problemática de la Belleza con las ideas de verdad y de perfección. En otras palabras, se debate la frase atribuida a Platón “la Belleza es el esplendor de la verdad”, y las interpretaciones de Plotino “la Belleza es el esplendor de la Idea” —en tanto Verdad—y de Tomás de Aquino “la Belleza es el esplendor de la Forma” —en tanto Perfección—. La segunda fuente, la vitruviana, encuadra en la tríada antemencionada un conjunto de axiomas que condicionan, en un nivel de alta abstracción formal, las propiedades de la obra de arquitectura. Orden, Proporción,

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Simetría, Equilibrio, Euritmia, Armonía. Este encuadramiento adquiere valor axiológico en la obra de los tratadistas y principalmente en el tratado de “Los X libros de la Arquitectura”, más conocido como "De re aedificatoria", de León B. Alberti. La tercera fuente, al hacer hincapié en los valores cosmológicos de la geometría y del número, aporta simultáneamente los instrumentos operativos con los que los principios platónicos y los axiomas vitruvianos pueden ser incorporados a la producción proyectual de la arquitectura. Tomados en cuenta estos factores caracterizantes del contexto en el que se desarrolla la arquitectura del siglo XV italiano puede pasarse a analizar las implicaciones del concepto de simetría. En el término Simetría, y de acuerdo con la tradición greco-romana, están implicadas las ideas de conjunción y de medida. Etimológicamente syn-sin=con, junto con; y metron=medida. En definitiva, en lo que a los cuerpos arquitectónicos se refiere, aquello que pone de manifiesto la conmensura de las partes en cuanto a sus interrelaciones, y de esas mismas partes con respecto al Todo. En esta misma tradición la Simetría se vincula sinónimamente con los conceptos de Analogía y de Proporción. Más indirectamente con la noción de Equilibrio, y de manera discursiva con las ideas de Orden, Ritmo y Armonía. La Analogía, en su raíz griega, es una noción formada por la partícula “ana” que indica “entre” y por “logos” que refiere a las ideas de “razón” y “proporción”. Esto conduce a entender el vocablo como designando una relación de conformidad, conveniencia o semejanza de una cosa con otra, o aún, de un objeto con otro. Así podemos decir que existe analogía entre los diferentes géneros basados en la columna—el Dórico, el Jónico, el Corintio—y de esta manera apoyar la existencia de un principio de Simetría en la clásica superposición de los órdenes, basada en la “natural” tripartición de la arquitectura romana. Podemos decir que, en el proyecto, raciocinar por analogía es operar fundándonos en relaciones de semejanza. Y en el plano de los elementos arquitectónicos que forman parte del mundo figurativo del repertorio clásico de la arquitectura moderna, del Renacimiento en adelante, las operaciones analógicas garantizan, siempre en ese mismo plano figurativo, la posibilidad de referir las partes a un sistema de conmensurabilidades que está en la base de la naturaleza de los elementos, y que remite por sus cualidades conceptuales a la idea de Simetría. Por otro lado en el mundo de la Matemática—número, geometría, música, para el siglo XV— analogía vale también como razón y como proporción. La misma analogía hay entre 2 y 3 que entre 6 y 9. Queda implicada la operación modular que atiende a las acciones de ordenamiento de las medidas relativas, no sólo de los elementos arquitectónicos—esto es en el plano figurativo—, sino también en el plano de las operaciones sintácticas, entendidas como cuestiones numéricas y principalmente geométricas. Para Alberti, al respecto de la arquitectura considerada como cuerpo, y en cuanto a las etapas generatrices del proyecto, los objetos arquitectónicos son “…como todos los otros cuerpos, consisten de dibujo y materia; el primer elemento en este caso es obra del ingenio, el otro producto de la buena Naturaleza; el uno necesita de la mente que razona; para el otro se plantea el problema del descubrimiento y de la selección” (Prólogo del De re aedificatoria), y también “se podrán proyectar formas tales, en su integridad, prescindiendo del hecho de los materiales bastará dibujar ángulos y líneas definiéndolos con exactitud de orientación y de conexión. Con esta premisa el dibujo será un trazado preciso y uniforme, concebido por la mente, hecho por medio de líneas y de ángulos, conducido en su concepción por una persona dotada de ingenio y de cultura" (Libro I; Capítulo II; De re aedificatoria). Es decir, que estableciendo una clara diferenciación entre proyecto y materialización, al primero se lo considera como un proceso originado en la geometría. Geometría que por otra parte, se sustenta en el conocimiento de la Reglas—euclidianas—y de las propiedades de las figuras perfectas que, por vía de los criterios de igualdad y de semejanza permiten, operativamente, que el arquitecto controle la medida y la justa razón entre las partes de modo tal de mantenerse dentro del universo general de la Simetría. En tercer lugar en el mundo de la gramática y de la retórica, la analogía es el tratado de la razón y de la proporción entre vocablos. Si entendemos que el sistema conceptual y la estructura figurativa de los elementos

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arquitectónicos constituye algo así como un repertorio de “vocablos arquitectónicos”, las derivaciones formales y expresivas de dichos elementos arquitectónicos quedarán sujetas en su construcción y retorización al mantenimiento de las filiaciones y relaciones según principios de raciocinio. En la variación métrica tanto como en la variación significativa deberá mantenerse la proporcionalidad. Los tamaños relativos entre elementos análogos y su colocación en el cuadro compositivo, las acentuaciones hiperbólicas, las atenuaciones por lítote, los tropos, deberán respetar los principios de la analogía con el fin de no alterar la unidad discursiva y la concordancia semántica. Esto es, metafóricamente hablando, con el fin de no alterar la armonía entre las partes y el todo: “Ordenar según leyes precisas las partes, que de otra manera serían por su propia naturaleza bien distintas entre sí, en modo tal que su aspecto presente una reciproca concordancia” (Libro IX; Capitulo V; De re aedificatoria). La Proporción, en su raíz latina, es una noción formada por la partícula “pro” que indica “por" y por “portio” que refiere directamente a porción, y por extensión a parte. Esto nos lleva a establecer que toda unidad está constituida por porciones o partes. Tanto en el plano sintáctico como en el mundo figurativo esto implica que cada una de las porciones deberá tener la suficiente identidad como para poder ser discernida. La adopción de las figuras perfectas del repertorio euclidiano garantiza la identificación de las porciones constituyentes del trazado: cuadrados, círculos, rectángulos y sectores intelegibles de los mismos forman un conjunto de recursos proyectuales. El criterio de analogía aplicado al sistema de relaciones entre estas porciones permiten que las partes evidencien los principios de la Simetría en la organización sintáctica de los cuerpos. En Matemática el establecimiento de igualdad entre dos razones, por ejemplo, a es a b como c es a d, no sólo habilita al establecimiento de proporción entre dos formulaciones, sino que también obliga a pensar en que los sistemas de medida aplicadas a las partes deben responder a una misma clase. Con lo cual volvemos a la idea general de la con mensurabilidad, que define el principio de Simetría. En este sentido, el siglo XV desarrolló series geométricas y numéricas como la de la sección áurea, y otras menos complejas. En el campo de las artes la Proporción puede entenderse como la relación concordante de las partes y del todo, o también como un balance o escala apropiada entre las partes entre sí y con el todo, que garantiza el imperio de la Simetría. El axioma albertiano conocido como “concinnitas”, refiere a aquello que como unidad es “concina”, o sea que constituye un conjunto, un ajuste y que simultáneamente posee elegancia —leggiadria— y gracia —venustas— "Una concordancia o conciliación, determinable por medio de leyes, de las partes de un conjunto, de tal manera que nada se puede agregar, quitar o cambiar, sin hacerlo menos agradable”. Siguiendo con las relaciones entre las nociones de Simetría y de Proporción puede decirse que dicha relación se compromete con una identificación entre la idea de parte y la concepción de la parte como entidad mensurable si debemos ir “por partes”—Proporción—y cada parte debe ser concebida según un acuerdo de medidas y de colocación—Simetría—tanto la idea de “por”—pro— como la idea de “con, junto con” —syn— resultan no sólo vinculables sino principalmente complementarias. Ir por partes siempre y cuando estas partes se manifiesten como pertenecientes a un conjunto que esté presidido por reglas Y por otro lado este conjunto es tal en la medida que su principal propiedad sea la conmensurabilidad. El Equilibrio, en su raíz latina, es una noción formada por la partícula “aequus” que indica “igual” y “libra” que significa “peso”. En el concepto está implicada la existencia de un fiel que permita establecer la ponderación relativa de las partes. En relación con las tipologías consagradas por la tradición dicho fiel se identifica con la existencia de “ejes” respecto de los cuales puede establecerse la ponderación. Pero la cuestión debe tomarse más como una afirmación canónica que como una condición sujeta a esquematizaciones El paso es una noción que se relaciona con el significado antes bien que con la geometría. De aquí que el Equilibrio, para los arquitectos del siglo XV, se relacione preferentemente con la idea de "ornamento". Por ende, más que un recurso sintáctico, el Equilibrio es un principio que se relaciona con los modos retóricos.

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En el plano vertical, y sobre todo en la organización compositiva de las fachadas, afecta dos modos de lectura que, a su vez, remiten a dos órdenes de comprensión de la composición. Por un lado el eje vertical (fiel) que divide la fachada en dos series de elementos, propicia que dichos elementos sean diseñados según leyes de especularidad que acentúen por gradación, o por repetición, la función significativa de los elementos de arquitectura que definen el eje principal; esto se vincula con principios de jerarquización que otorgan a dicho eje principal un papel organizativo de la comprensión del todo en su lectura horizontal. El eje central, ahora propiamente un recurso generador de la Simetría, se impone como un arbitrio que preside el balance entre las porciones equivalentes que por identidad—caso de los palacios—, o por semejanza—caso de las iglesias—, aseguran una disposición que con toda claridad subraya los principios del Equilibrio. Por otro lado la secuencia tripartita de los elementos arquitectónicos superpuestos remite a cuestiones de “peso relativo” de los campos, estableciendo criterios de tectonicidad que afectan tanto las proporciones relativas de los mismos, cuanto los significados que, por vía de los axiomas derivados de la Firmitas, establecen una secuencia obligada de raíz alegórica. En este sentido es que debe interpretarse que aún existiendo analogía entre los elementos de arquitectura superpuestos, dicha analogía es controlada por las implicaciones vitruvianas de los órdenes. La Simetría en este caso no descansa en proposiciones matemáticas exclusivamente, sino también en valores relativos a las significaciones retóricas. Las proporciones de cada conjunto de elementos determinativos de los campos superpuestos afecta sobre todo a cuestiones de escala, y por esta vía también afecta las correspondencias métricas y expresivas correspondientes. La lectura en el sentido vertical de los objetos arquitectónicos propone, de esta manera, un ordenamiento fundado simultáneamente en el Equilibrio, la Proporción y la Simetría. El Orden, en su raíz griega, puede vincularse con el concepto de "ortho"="recto”. Lo que es recto en el sentido en que está regido Es decir, aquello que obedece a un conjunto de reglas que predeterminan su organización y su sentido. El vocablo establece dos ideas complementarias: por un lado, que no hay Orden si no existe un cierto cuerpo de reglas que lo presidan y con respecto a las cuales pueda fijarse su “corrección”; por otro lado, que para poder establecer una relación entre las reglas y el objeto debe tenerse conocimiento no sólo de las reglas, sino también del repertorio figurativo que las hace manifiestas. El resultado es considerado como poseedor de Orden si intelectualmente es comprensible. En otro sentido también puede ligarse el concepto con el de pulcritud y, consecuentemente con la claridad y verosimilitud. En este caso las referencias son obvias y están vinculadas con la concepción de la Belleza según los comentarios de Plotino —el esplendor de la idea en tanto Verdad—y también con la interpretación de Tomás de Aquino—el esplendor de la forma en tanto Perfección—. En todos los casos la idea de Orden implica la disposición regulada de partes predeterminadas, tanto en el nivel sintáctico cuanto en el figurativo. Para Alberti el Orden está ligado—en el proyecto—con el concepto de “collocatio”, es decir el encadenamiento a que están sujetas las partes para que se logre una composición controlada. Las partes y su encadenamiento deben responder, a su vez, a los principios de la Proporción y de la Simetría, de la Analogía, de la razón, del número y de la geometría. En el plano figurativo esta misma problemática de la “collocatio” está garantizada por la situación, la modulación y la disposición relativa de los signos que articulan los distintos géneros. También actúan como afirmaciones del Orden las tipologías establecidas y la correcta disposición tectónica y rítmica de los elementos de arquitectura. De esta manera las significaciones de las partes resultan conjugadas con la trama sintáctica que actúa como control de la composición. E1 Ritmo, o la Euritmia, y la Armonía, relacionados íntimamente con el Orden, completan los requisitos del discurso de la “concinnitas”.

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La Euritmia, en su raíz griega, es una noción formada por la partícula "eu" que indica "bien”:, y “rhythmos” que significa número, medida. Como se ve el axioma vuelve a hacer hincapié en las cuestiones de la medida, esta vez entendida como número, vale decir cantidad. Esta cantidad está referida a las partes discernibles del todo, a los elementos arquitectónicos más simples y también a los más complejos. En la medida que una composición arquitectónica repita signos formados por iguales o semejantes elementos, y, de esta manera defina porciones o campos análogos u homólogos, la exigencia de la Simetría planteará la necesidad de que la lectura de las secuencias sea sujetada por el número, tanto en su cantidad cuanto en su tamaño y escala. Combinando el principio de Euritmia con el de Equilibrio resulta que la disposición de las partes análogas estará controlada por las referencias que éstas ofrezcan con respecto a los principales ejes de la composición. Y en la medida que estos ejes resultan vinculados con las exigencias de la Proporción y de la Simetría, la Euritmia también lo estará. En general—no siempre— habrá una razón numérica que fija la escala del elemento de composición de máxima jerarquía—acceso, remates, nave central, crucero, etc.—. En la serie de tramos análogos que unen estos puntos culminantes se fija otro número proporcional que permite entender como dependientes los tramos o sectores que completan el cuerpo arquitectónico. El conjunto de tramos principales—o jerarquizados—y de tramos dependientes constituyen un todo, siempre y cuando éste, a su vez, responda a los principios del Orden y de la Proporción. Aparte de la función que cumplen los elementos jerarquizados, los elementos secundarios deben ser resueltos de acuerdo a dos requisitos fundamentales: o bien todos los elementos secundarios son iguales o semejantes entre sí a fin de no introducir distorsiones en la Simetría del conjunto — Orden—, o bien son tratados de manera tal de crear con respecto a los ejes secuencias equilibradas concurrentes que, al reforzar la estructuración de las jerarquías, también refuercen la Simetría del cuerpo—por ejemplo secuencias a-b-c; c-b-a—, u otras variantes en las que los valores retóricos resulten claramente definidos en sus énfasis y articulaciones. Estas alternancias pueden complicarse tanto como se pueda siempre y cuando se mantengan dentro de un todo armónico. La Armonía, tanto en griego como en latín derivan del vocablo “harmonía”, que significa serie, encadenamiento, acuerdo, derivando de la raíz “aro”=concertar, ajustar, acordar. En el contexto en que estamos tratando el tema, la Armonía es el arte de producir una serie de signos arquitectónicos que resultan agradables a la vista En un símil musical acorde con las concepciones renacentistas, Leonardo nos dice "...esa armonía llamada proporcionalidad que con dulces acordes satisface nuestros distintos sentidos, así como el acuerdo de las voces place a nuestros oídos”.' Como se ve el problema de la Armonía no es ajeno al de la proporcionalidad, y así en un caso como el de una arquitectura que basa sus arreglos formales en los recursos de la geometría y del número, se pasa sin solución de continuidad al mundo de la Simetría. “...La función del dibujo es por lo tanto la de asignar a los edificios y a las partes que los componen, una posición apropiada, una exacta proporción, una disposición conveniente, de modo tal que toda la forma de la construcción repose íntegramente en el dibujo mismo" (Libro I, Capítulo I, De re aedificatoria).

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Proyectar un edificio ocho lecciones de arquitectura Ludovico Quaroni Xarait Ediciones, S.A. A. Nota-ficha sobre "tipo" y "modelo" A cargo de Antonino Terranova y Francesco Cellini Los dos términos “tipo” y “modelo” no son específicos de las disciplinas arquitectónicas pero, al definir dos momentos y modos diferentes de la relación entre el presente del hacer (incluso arquitectónico y urbanístico) y el pasado o el futuro de la historia especifica, asumen implícitamente una función distintiva y cualificante de cada teoría o tendencia de la arquitectura. Distinción implícita porque, frente a la historia lingüística, muy compleja y a veces contradictoria del uso de los dos términos, lamentablemente se da el hecho de que en la historiografía y en las teorías de la arquitectura se tiende a dar a “tipo” y “modelo” una acepción particular sin volver a situar su sentido ni histórica ni lógicamente. Precisamente por ello, con frecuencia, la tendenciosidad de los juicios se transforma en poca claridad. Una clarificación definitiva del significado de los dos términos debería pasar a través de la definición y la comparación de las diversas acepciones que en la historia han asumido éstos en relación con las diferencias de uso fundamentalmente recurrentes. Tales diferencias afectan, en sustancia, a los distintos tipos de proceso a que no referimos, es decir:  procedimiento artesanal  procedimiento industrial  procedimiento artístico y a los diferentes momentos del proceso de proyectación y de producción:  fase analítica  fase sintética  fase productiva El procedimiento artesano y el artístico, que de alguna manera se identifica con el primero, constituyen el ámbito de referencia para el que vale la definición dada por Quatremère de Quincy en su Diccionario histórico de arquitectura: “la palabra tipo no representa tanto la imagen de una cosa que haya que copiar o imitar perfectamente como la idea de un elemento que debe él mismo servir de regla al modelo. (...) El modelo entendido según la ejecución práctica del arte es un objeto que se debe repetir tal cual es; por el contrario el tipo es un objeto según el cual cada uno puede concebir obras que no se asemejen nada entre sí. Todo es preciso y está dado en el modelo; todo es más o menos vago en el tipo.» Esta concepción, llevada al límite por el idealismo, relega el tipo a puro instrumento abstracto y clasificatorio, mientras exaspera los caracteres de singularidad, concreción, perfección y ejemplaridad del modelo. En cualquier caso, en el ámbito lógico del análisis de los procesos artesanales y artísticos, la definición de Quatremère de Quincy sigue siendo todavía la base de referencia del uso corriente de los términos tipo y modelo, habiendo perdido obviamente el énfasis del concepto de imitación como base del proceso artístico, énfasis que es la característica más típica del pensamiento clásico sobre el arte. En efecto, en este sentido se habla, por ejemplo, de casa adosada como tipo y de la unidad de habitación de Le Corbusier como modelo. De todos modos, incluso permaneciendo en la misma área cultural y lógica del pensamiento de tipo idealista a propósito del proceso artístico, no es legítimo hablar de univocidad del uso de los dos términos. MODULO I

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Tommaseo, por ejemplo, en su Dizionario dei sinonimi, al retomar la etimología de modelo y de tipo da al segundo el significado de ente a reproducir tal cual es, critica la inversión de sentido de los dos términos y precisa el significado moral y positivo del modelo: «Modelo, tipo. Modelo, boceto. «Tipo, en griego, propiamente impronta; por tanto, y por extensión, figura o imagen; modelo, de modus (módulo, norma, medida),es la forma que sirve de regla, es el objeto que conviene imitar, la manera que conviene seguir usando. El tipo tiene la impronta del objeto; el modelo ofrece su norma. Del tipo se obtienen copias; el tipo imitado puede convertirse en modelo. (...) El tipo puede ser bueno o malo; el modelo evoca siempre la idea de ejemplar que se sigue por su bondad o belleza. Pero tipo, en la traslación, a veces tiene un mal sentido; modelo lo tiene bueno.» Si el copiar tiene sentido negativo en el pensamiento idealista del arte frente a la positividad de la "imitación", el concepto de reproducción técnica fiel al modelo es la base del procedimiento industrial. Aquí el modelo se hace prototipo de una serie de objetos idénticos a él que se llaman tipos; la serie finalmente, es reasumida de nuevo por el término modelo, por ejemplo, fusil modelo 91, etc. La palabra modelo identifica, pues, objetos diversos según su dislocación en las fases del proceso. En la primera fase el proceso es análogo al artístico o artesano; también en este caso el modelo o prototipo es el resultado, considerado perfecto y digno de reproducción, de una búsqueda de valores de finura, originalidad, ejemplaridad, facilidad de venderse, etc. Un caso intermedio, pero probablemente fruto de una auténtica distorsión lingüística, es el de la moda, en la que por modelo se entiende ya sea el original de sastrería, único e irrepetible, ya sea su imitación.

En cada caso, hasta ahora, el modelo es un único original y concreto que contiene un máximo de valores específicos y que se distingue por su riqueza y perfección más que por su esquematicidad y su reducción, como ocurre por el contrario con el tipo, que es síntesis a posteriori, clasificatoria y no creativa de caracteres invariantes y no originales, esquematizados según algunos criterios posibles. Respecto al tiempo, o si se quiere, respecto a las fases del proceso, también es posible reconocer que el modelo se entiende prevalentemente como suma de valores reunidos en un objeto a proponer al futuro, mientras que el tipo es una categoría lógica de investigación selectiva del pasado. Así pues, se ve cómo diversas tendencias arquitectónicas pueden dar diversas acepciones a los dos términos, precisamente en relación con la propia posición ideológica respecto a la reproducibilidad técnica de la obra y a la función que asignan en el proceso de proyectación a los procedimientos de tipo artístico o bien científico. No es casual que los recientes defensores de una “teoría” de la arquitectura y de una “ciencia urbana” replanteen la tipología, es decir el análisis de los tipos, como principio científico de la arquitectura. Prescindiendo de las dudas sobre la legitimidad de fundar un proceso concreto y sintético como el arquitectónico en la pretendida generalidad de un esquema abstracto, es conveniente comprender que en esta teoría el concepto de tipo viene dado en paralelo a una acepción de modelo cercana a la de «modelo teórico», en uso en las disciplinas científicas. Si bien se elabora cada vez para cada fenómeno a examinar, el "modelo teórico" o “modelo interpretativo” se basa en la reducción de los parámetros del fenómeno que se considera a la vista de un fin particular. Así se pueden tener modelos geométricos, matemáticos, etc. Se llega a modelos analógicos, que suman fenómenos en lo concreto distintos entre si según su análoga representabilidad. Permaneciendo en el terreno de la arquitectura, obsérvese que el modelo teórico es referible tanto a la fase de conocimiento analítico del fenómeno dado como a la fase de experimentación de una propuesta de transformación de la realidad, llevada a cabo a través de la simplificación de los parámetros.

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En este sentido, la relación entre la tipología (o mejor, los tipos) constructiva y la morfología urbana se toma, ya sea en un sentido de modelo teórico para el estudio de la ciudad, a través precisamente de la elección de los dos parámetros tipo y forma, ya sea como posible campo de pruebas de algunas propuestas proyectuales.(...) Ya está claro que el nudo del problema de las relaciones entre tipo y modelo está en la contradicción entre abstracción, posibilidad de análisis, simplificación del método y del modelo científico, y complejidad, concreción del método y del modelo artístico; y que su solución está en la elección de una u otra idea de la arquitectura. Para concluir un resumen terminológico hay que aludir al hecho de que, en arquitectura, existe el uso del modelo en el sentido del método científico, por lo que se refiere incluso a los mismos métodos o técnicas de proyecto-representación. El modelo como maqueta a escala o el mismo dibujo a escala tienen la función de reducir y simplificar a través de una selección intencional de los parámetros la complejidad del objeto arquitectónico, abstrayendo, cada vez, de los materiales o de los colores, de las conexiones tecnológicas, de las relaciones dimensionales y así sucesivamente. Para completar esta nota traemos aquí algunos fragmentos extraídos de artículos y ensayos que han abordado el problema de la definición de tipo y modelo; en primer lugar, la voz Tipología de Giulio Carlo Argan en la Enciclopedia uníversale dell'arte, Roma, Venezia, 1960. “Tipología. El término tipología significa estudio de los tipos (del griego impronta, modelo y también figura). Por tanto la tipología, entendida en su acepción común, como en la específica de la historia y de la crítica del arte, considera los objetos de la producción en sus aspectos formales de serie, debidos a una función común o a una recíproca imitación, en contraste con los aspectos individuales. De ello se deduce una cierta e implícita antinomia entre tipología e invención artística. Obviamente, el concepto de tipología suele referirse preferentemente a la arquitectura y a las artes aplicadas, en las que la forma funcional del edificio y del objeto asume un valor de prevalente evidencia y continuidad. Sin embargo, por extensión, puede aplicarse también a las artes figurativas en el sentido y dentro de los limites que se definirán más adelante. «También resulta claro que el concepto de tipología vale como principio de clasificación de los hechos artísticos según ciertas analogías. Efectivamente, cuando nos hallamos frente a un vasto conjunto de fenómenos advertimos la necesidad de reagruparlos y ordenarlos por categorías o clases. El reagrupamiento tipológico no tiene la finalidad de la valoración artística ni de la definición histórica: obras de altísimo nivel y manufacturados comunes de cualquier tiempo y lugar pueden englobarse en una misma clase tipológica. Por lo demás, el criterio tipológico no conduce nunca a resultados definitivos, ya sea por- que son muchos y diversos los temas sobre los que se puede proceder a su catalogación (funciones, estructuras, planimetrías, esquemas formales, modos ornamentales, etc.), ya sea porque, una vez formada una clase, siempre es posible subdividirla aún más en otras clases más específicas, en un proceso que sólo se detiene ante la obra de arte aislada, ante el unicum. El criterio tipológico sólo se aplica, efectivamente, para formar repertorios. Cuando después de haber establecido, por ejemplo, el tipo del edificio redondo períptero de la arquitectura clásica se pasa a buscar su prototipo o a distinguir los ejemplares griegos de los romanos o a clasificarlos por funciones, épocas y estilos, ya se introduce un criterio crítico-historiográfico totalmente distinto del tipológico, que no considera la obra original sino en cuanto haya dado o pueda dar lugar a una serie de formas análogas, es decir, en cuanto se haya constituido o pueda constituirse como prototipo. Finalmente, como método critico, el punto de vista tipológico no lleva nunca a término el análisis de la obra de arte, deteniéndose en lo que constituye el último nivel de las analogías con otras obras. «Una afinidad, o si se quiere, un paralelismo indudablemente existe entre la tipología en arquitectura y la iconología en las artes figurativas. (...) Puede que la prescripción o la tradición iconográfica pueden constituir una condición a priori de la obra figurativa o un límite a la expresión artística, pero no intervienen, como la tipología, en el proceso operativo (proyectístico y ejecutivo) de la obra. (...) Cuando Bramante decide construir el templete de San Pietro in Montorio según el tipo del templo redondo clásico asume indudablemente en la elección un interés histórico y una intencionalidad estética, y además, en el mismo momento en que pone a la propia obra una condición tipológica se propone constituir un tipo válido para un ulterior desarrollo.(...)

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«Así pues, hay casos en los que la tipología se presenta como componente o factor del procedimiento artístico o como determinante, aunque sea parcial, del valor estético. (...) «El concepto de la ambigüedad o indeterminación del tipo, que por tanto no puede influir directamente en la invención y la calidad estética de las formas, explica también su génesis, su modo de formarse. Obviamente, éste no se formula a priori sino siempre deducido de una serie de ejemplares. El tipo del templo redondo nunca es identificable con éste o aquél templo redondo aunque un determinado edificio pueda haber tenido y conservar una importancia particular en la constitución del esquema, pero siempre es el resultado de una comparación y casi de una superposición selectiva de todos los templos redondos. El nacimiento de un tipo está pues, condicionado por el hecho de que ya existe una serie de edificios que tienen entre sí una evidente analogía funcional y formal; en otros términos, cuando un tipo se fija en la teoría o en la praxis arquitectónica ya existe, en una determinada condición histórico-cultural, como respuesta a un conjunto de exigencias ideológicas, religiosas o prácticas. (...) «Según la definición de Quatremère, se puede decir que el tipo se constituye en el momento mismo en que el arte del pasado cesa de proponerse como modelo condicionante del artista creador. En efecto, la elección de un modelo implica un juicio de valor que reconoce la perfección o la ejemplaridad de la obra estimulando a su imitación o a su interpretación. Pero cuando la obra vuelve a entrar en la esquematicidad e indistinción del tipo no puede dejar de haber un juicio de valor ni una toma de posición interpretativa que empeñen la acción individual del artista: el tipo es aceptado como una premisa, o sea como el resultado de una investigación cultural preliminar al operar artístico, y no puede ser imitado, ya sea porque carece de consistencia formal, ya sea porque, si se repitiera servilmente, excluiría precisamente aquella “mimesis” que, en la tradición del pensamiento estético, es un momento creativo. Finalmente, el momento de la aceptación del tipo es un momento de suspensión del juicio histórico, y como tal es un momento negativo, pero “intencionado” en el sentido de la formulación de un nuevo valor, en cuanto, por su misma negatividad, coloca al artista en la situación de tener que proceder a una nueva ideación formal, es decir, a hacer frente a la fase activa y ya no sólo informativa de su proyectación.(...) «Es verdad que el asumir un tipo como punto de partida de la proyectación o de la ideación formal no agota el interés del artista en relación con los datos históricos, es decir, no le impide asumir o rechazar como modelo una forma artística determinada. El templete de San Pietro in Montorio de Bramante, antes citado, es un ejemplo clásico de este proceso. Depende en efecto claramente de un tipo, y precisamente del tipo de templo redondo períptero descrito por Vitruvio (IV,8), pero integra la abstracción del tipo vinculándose de nuevo a modelos históricos (por ejemplo el “Templo de la Sibila” de Tívoli), y finalmente tiende a proponerse, a un tiempo, como tipo y como modelo, al ser propio del clasicismo bramantesco la aspiración a identificarse o a reunir sincréticamente una antigüedad ideal, sustancialmente “típica”, y una antigüedad histórica, que tiene valor de modelo formal. Que esta posición es propia del pensamiento artístico del Renacimiento, que funda precisamente la tipología arquitectónica clásica, lo demuestran claramente otros hechos, de los que emerge claramente que el tratado de Vitruvio sea considerado, sobre todo, como el repertorio de todas las tipologías clásicas. Puesto que reconoce sin embargo que el tratado de Vitruvio “emite una gran luz, pero no tanta como para bastar”, se procede al estudio de los monumentos antiguos que, reducidos al estado de ruinas, dejan entrever sólo su esquema estructural. (...). «Un caso prácticamente inverso nos lo da la arquitectura neoclásica, que se funda en la ciencia de la antigüedad y en la catalogación de las obras antiguas por tipos, pero acaba asumiendo como modelo la tipología arquitectónica y no la arquitectura clásica llegando así a producir obras que no son más que la transcripción material de los tipos y que por tanto carecen de aquella concreción formal que sólo puede nacer (como implícitamente observaba Quatremère) más allá del tipo.» Por lo que se refiere al concepto de modelo científico, reproducimos, refiriéndose a la acepción económica del término, la voz homónima del Dizionario di Economia de G. Bannock, R. E. Baxter, R. Rees, Laterza, 1974. «Modelo. Sistema teórico de relaciones que trata de captar los elementos esenciales de una situación del mundo real. Cada problema concreto consistirá, en general, en un número elevado de variables y en un número

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elevado de relaciones, a menudo muy complejas, entre las mismas variables. Para poder proceder al análisis de semejantes situaciones es necesario tratar de aislar los elementos de mayor importancia y descartar el resto. Si bien esto puede significar que el modelo “no es realista” en el sentido de que no describe completamente la situación real, ello puede permitirnos una mayor comprensión del problema y mayor capacidad de previsión respecto a aquellos posibles modelos orientados en una dirección menos abstracta que intentase tener todo en cuenta. (...)» Para el aspecto metodológico más general la voz Teoria dei modelli de la Enciclopedia della scienza e della tecnica, Mondadori, 1966 dice: «Modelos, teoría de los. Cuando se considera un objeto (ya construido o aún por construir) y se conocen las determinaciones cuantitativas de ciertas dimensiones relativas al objeto, muy frecuentemente se tiende a la determinación de otras dimensiones relativas al objeto en examen y función de las anteriores según leyes no conocidas completamente. Entre estas dimensiones puede haber algunas no fáciles de determinar, aún cuando el objeto exista; si en cambio el objeto aún no existe, todas estas dimensiones, obviamente, no pueden determinarse. En estos casos se emplea ventajosamente la teoría de los modelos; ésta está estrechamente ligada a la teoría de las dimensiones (expuesta en la voz Dimensional, análisis) y precisamente se propone determinar las leyes a partir de las cuales es posible construir un “modelo del objeto” en estudio, es decir un segundo objeto (normalmente de menores dimensiones que el primero) tal que cada una de sus dimensiones pueda relacionarse biunívocamente según una correspondiente ley previamente establecida con una dimensión correspondiente del primer objeto. «A esta teoría de los modelos por antonomasia, rama de la mecánica racional, está dedicada la presente voz, aunque se suele dar al término modelo muchos significados distintos. En Física, por ejemplo, se suele hablar normalmente de modelos de átomo o de núcleo; a veces se trata de modelos en el sentido común del término, es decir, de modelos mecánicos (el átomo planetario es ejemplo clásico de ello); otras se trata de modelos matemáticos: en este caso la teoría matemática que describe el fenómeno particular se convierte ella misma en el “modelo” del fenómeno Esta particular acepción del término modelo, que es común a toda la ciencia empírica, no será tratada aquí: para ello, véase la voz Métodos científicos. En otra particular acepción, el término modelo indica el conjunto de entes y de relaciones entre ellos que satisfacen a un cierto sistema de axiomas. Se dice, precisamente en este caso, que estos entes (con sus mutuas relaciones) constituyen un “modelo” de esos axiomas...» B. Nota-ficha sobre el "espacio" A cargo de Francesco Cellini y Paolo Melis. El término “espacio” interesa, dentro de los límites de esta nota, sólo en su acepción arquitectónica; esta delimitación de campo sin embargo no es ciertamente suficiente para introducir claridad y determinación en la definición del término, precisamente porque, como veremos, sobre esta definición se resumen las contrastantes y complejas posiciones de la crítica arquitectónica y artística en general. Si se añade, además, que muy frecuentemente la definición de espacio no se da de modo explícito dentro de cada una de las teorías sino que está implícita y debe deducirse a través del análisis crítico y filológico, parece claro que una breve nota no podrá explicar y ni siquiera enumerar suficientemente las variadas y articuladas posiciones en torno a un argumento tan complejo como es precisamente el espacio. ESPACIO ARQUITECTÓNICO Y ESPACIO FILOSÓFICO-CIENTÍFICO También hay que partir de la base de veremos, que un análisis totalmente arquitectónico del término “espacio” no podrá ciertamente prescindir de la referencia a las definiciones de espacio, por así decir, extradisciplinares; en efecto, en el término espacio da parece concretarse uno de esos puntos de paso, de esos lazos que conectan en la unidad del pensamiento los momentos del conocimiento disciplinar con los más generales al co-

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nocimiento científico, con la teorética filosófica del espacio y con la historia empírico-antropológica de la percepción espacial. Es evidente en efecto que se estará próximo a definir el espacio “arquitectónico” si se le distingue del espacio entendido en sentido científico-filosófico (véase Max Jammer, Storia del concetto di spazio, Milano, Feltrinelli, 1966); igualmente es evidente, por otro lado, lo peligroso de distinguir mecánicamente en ramas especializadas (filosóficas, científicas, artísticas, etc.) el concepto de espacio. Poniendo un ejemplo histórico, si el espacio arquitectónico y artístico de la época clásica se caracterizó por la discontinuidad y por la delimitación (véanse Riegl, Panofsky, etc.), también la filosofía de la ciencia clásica (véanselas concepciones físicas y geográficas de Platón y Aristóteles) se basaba en la discontinuidad y en la delimitación; además el conocimiento histórico-antropológico de la formación de la ciudad clásica y el conocimiento de todas las prácticas religiosas y mágicas ligadas a la delimitación del espacio llevan a considerar que, también en la actividad práctica de la apropiación humana del territorio, discontinuidad y delimitación fueron las categorías fundamentales. Así pues, parece que el llamado espacio arquitectónico, aun salvando su especificidad, no puede ni siquiera ser definido históricamente sin ponerlo en relación, por un lado con los conceptos teóricos científicofilosóficos del espacio, es decir, la parte más abstracta de la ideología o, si se quiere, de la “cultura”, y por otro lado con ese substrato profundo de la percepción del espacio, es decir, con un aspecto cualificante de la cultura histórica en sentido antropológico. Respecto a esta necesidad de conectar el conocimiento específico con el conocimiento en general, y en consecuencia el concepto de espacio arquitectónico con los conceptos extraespecíficos de espacio, hay que tomar una de las aportaciones principales de la investigación de la llamada escuela crítica de Viena (Friedler, Riegl, Wölfflin, etc.) y luego del Instituto Warburg (Cassirer, Panofsky). Alois Riegl fue el primero (en Arte Tardoromana, Viena, 1901; Torino, 1959), después de haber trazado las líneas de un estudio sobre la espacialidad clásica que sigue siendo uno de los más exhaustivos hasta hoy, en indicar la necesidad de captar la relación entre espacio arquitectónico e ideología general, o concepto filosófico de espacio, en la unidad de la weltan-schauung histórica. «El hombre no sólo percibe con los sentidos (es decir pasivamente), sino que también (activamente) quiere; y por ello aspira a conformar el mundo tal como él lo desea (y de distinto modo, de pueblo a pueblo, de lugar a lugar, de tiempo a tiempo). Esta voluntad se engloba en lo que llamamos “visión o concepción del mundo” (en el más amplio sentido de la palabra): en la religión, en la filosofía, en la ciencia y hasta en el Estado y el derecho; y entonces una de las expresiones de las que ya hemos hablado domina sobre las demás. «Ahora bien, entre la voluntad de representar los objetos del modo más agradable posible por medio del arte figurativo y la que tiende a representarlos de la manera correspondiente al propio deseo existe, evidentemente, una íntima relación que se puede seguir paso a paso en la historia de la antigüedad.» El origen idealista y los residuos de la cultura romántica son evidentes en la oposición de Riegl, pero precisamente sobre estas bases teóricas procedió una gran parte de la crítica moderna. Erwin Panofsky, en su obra La perspectiva como forma simbólica (Berlín, 1927; Barcelona, 1973) parte del análisis de la estructura del espacio perspectivo renacentista (por tanto de un análisis rigurosamente específico) para llegar a poner de relieve la profunda conexión de las características específicas que definen el espacio perspectivo (unidad, infinitud, continuidad, etc.) con la ideología global del Renacimiento. No es casual que Panofsky defina la perspectiva como “forma simbólica” recogiendo un concepto de Cassirer. ESPACIO ARQUITECTÓNICO Y ESPACIO FÍSICO

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Para entrar en la definición del concepto de espacio arquitectónico empezamos por la conocida definición de Nikolaus Pevsner en Storia dell'architettura europea, Bari, Laterza, 1963: «Un cobertizo para guardar bicicletas es un edificio. La catedral de Lincoln es una obra de arquitectura. Todas o casi todas las estructuras que delimitan un espacio de medida suficiente para que se mueva un ser humano son un edificio; el término de arquitectura sólo se aplica a edificios concebidos con vistas a un efecto estético. Un edificio puede provocar sensaciones estéticas de tres maneras: 1) pueden ser producidas por el tratamiento: de la superficie, por las proporciones de las ventanas, por las relaciones de los vacíos con los llenos y de una planta con otra, y por la ornamentación, como las cornisas góticas del Trecento o las guirnaldas de frutos y hojas de un pórtico de Wren; 2) es estéticamente significativo el tratamiento exterior de un edificio en su conjunto, su contraste de bloque contra bloque, el efecto de un tejado pendiente o plano o de una cúpula, la parte trasera de los salientes y entrantes; 3) el efecto en nuestros sentidos del tratamiento del interior, la sucesión de los ambientes, el ensanchamiento de una nave en el crucero, el movimiento majestuoso de una escalinata barroca. La primera de estas maneras es en dos dimensiones: es la manera propia del pintor. La segunda es en tres dimensiones, y como trata el edificio como un volumen, como una unidad plástica, es la manera del escultor. La tercera manera también es en tres dimensiones, pero se refiere al espacio: más que las anteriores es propia del arquitecto. Lo que distingue la arquitectura de la pintura y de la escultura es su característica espacialidad. En este campo, y sólo en este campo, ningún otro artista puede emular al arquitecto. Por tanto la historia de la arquitectura es, ante todo, historia del hombre que modela el espacio, y el historiador debe situar siempre los problemas espaciales en primer plano.» La definición la recoge también Bruno Zevi en Saper Vedere L'architettura, Torino, Einaudi, 1949. « la pintura actúa en dos dimensiones, aunque pueda sugerir tres o cuatro. La escultura actúa en tres dimensiones, pero el hombre se queda en el exterior, separado, y mira desde fuera las tres dimensiones. En cambio la arquitectura es como una gran escultura excavada en cuyo interior el hombre penetra y camina.» Es evidente que un enfoque de este tipo, válido por su sencillez y esquematismo en el plano didáctico y divulgativo, en realidad es notablemente limitado, principalmente porque aun ligando, como es justo que así sea, el concepto de espacio al de “habitabilidad” o disfrutabilidad, vincula de forma demasiado rígida el concepto de espacio al de espacio interior; además, porque no distingue entre espacio físico y espacio arquitectónico. No es casual que el mismo Zevi corrija este enfoque en la voz Architettura de la Enciclopedia universale dell'arte, que sigue siendo uno de los textos fundamentales y más exhaustivos a este respecto. Hemos aludido en líneas anteriores a las dos oposiciones: espacio interior-espacio exterior y espacio físico-espacio arquitectónico; a este respecto véase Cesare Brandi Teoria generale della critica, Torino, Einaudi, 1974. Brandi nos parece representativo de un grupo de críticos, apenas articulado y contradictorio, que podríamos definir de planteamiento teórico-idealista (aunque algunos de sus representantes hagan planteamientos marxianos), precisamente para contraponerlo a la crítica de carácter empírico-positivista de la que se hablará a continuación. Estos críticos, paralelamente a Brandi, recogiendo y desarrollando las propuestas de la escuela de Viena y del Warburg. y en conexión con las investigaciones de carácter semiológico, abordan el sistema del espacio distinguiendo antes que nada el espacio arquitectónico (como espacio virtual o significativo) del físico, en oposición a las definiciones de Zevi y de Pevsner. Véase, por ejemplo, Emilio Garroni, Progetto di semiotica, Bari, Laterza, 1972: «Y sin embargo un “espacio semiológico” (el espacio como “significado”) no puede dejar de ser más que espacio virtual; el espacio nunca es un dato en bruto (interior o exterior, vacío o lleno, practicable o no) ni

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una porción de espacio recortada con expedientes técnicos puramente instrumentales e inesenciales sino que es precisamente espacio representado, o lo que es lo mismo, formado según esquemas y procedimientos.» La consiguiente contraposición y copresencia en la arquitectura de espacio interior y exterior es luego aceptada como elemento cardinal de la estructura arquitectónica (véase el aparente juego de palabras de Brandi sobre la necesidad en arquitectura de la copresencia de interioridad de lo exterior y exterioridad de lo interior); estructura cuya intrínseca dinamicidad y complejidad (u organicidad) se ponen de relieve contra toda tentativa mecanicista de explicar el espacio como suma de elementos simples y en consecuencia contra toda tentativa pseudo-semiológica fundada en la demasiado fácil ecuación elemento arquitectónico (es decir, signo)-palabra: «La organicidad no es pura ni simplemente un misterio, una indeterminada analogía sacada de la esfera biológica; puede determinarse de uno de los siguientes modos posibles: por una parte puede ser interpretada en términos de equivalencias estáticas (ésta es, por ejemplo, la organicidad geométrica y racional de la arquitectura “de planta central” de algunos edificios romano-imperiales o renacentistas), y por otra en términos de empleo sistemático de unidades variacionales: de una parte “organicidad” como “necesidad”, de otra “organicidad” como “vitalidad”. «Es claramente un absurdo, incluso si se trata de una consideración someramente tipológica (que también es posible sólo en sentido formal), reducir el templo griego o la tradición clasicista en general a una mera combinación de elementos materiales y macroscópicos y al mismo tiempo invariantes. Lo que realmente es invariante, en rigor, no es y no puede ser el elemento material (que será si acaso, en ciertos casos, materialmente similar o muy similar a otros elementos materiales) sino más bien sus componentes formales, al ser aquél susceptible de variar, y generalmente variando de hecho en su configuración, en sus dimensiones, en sus proporciones y en la distribución de sus partes. Asumir de ese modo el paradigma de la arquitectura clásica puede tal vez parecer plausible mientras nos movamos en campos de aplicación bastante estrechos (por ejemplo, dentro del campo temporal y tipológico del llamado “templo griego” de tipo dórico), aunque en rigor no lo sea ni siquiera dentro de dichos limites. ESTUDIOS Y TEORÍAS EMPÍRICAS SOBRE EL ESPACIO Gyorgy Kepes, Il linguaggio della visione, Chicago, 1944; Buenos Aires, Infinito, 1976. «Al mirar un paisaje, la gente que pasa por la calle, o cualquier objeto -desde el momento en que el campo visual no tiene límites definidos- podemos dar de las cosas que vemos y de su posición y extensión sólo una interpretación espacial basada en nuestra propia situación en el espacio. Valoramos la posición, la dirección y la separación de los objetos vistos refiriéndolos a nosotros mismos. Calculamos sus distintos lados -superior, inferior, derecho, izquierdo, anterior, posterior- y los organizamos en un solo sistema físico cuyo centro es nuestro cuerpo, identificándolo con las principales direcciones en el espacio. Los ejes horizontal y vertical centrados en nosotros, constituyen el fondo contra el que se interpretan las diferencias ópticas. Si el observador mueve la cabeza o los ojos o todo el cuerpo, moviéndose, y en consecuencia desplazando el campo de la retina de su natural posición vertical, transfiere inmediatamente a los objetos que le están más cercanos el papel original del cuerpo humano, de modo que las principales direcciones del espacio siguen siendo válidas.» Hemos citado este párrafo de Kepes porque representa un ejemplo de una amplia serie de estudios sobre el espacio que, aunque dirigidos prevalentemente al estudio de la pintura y de la escultura (el único que se ocupa de espacio arquitectónico, aunque sea urbano, creemos que es Kevin Lynch), se resuelven todos en una profundización y sistematización de los fenómenos de la percepción. Véase por ejemplo, para la pintura, Rudolf Arnheim, :Arte y percepción visual, Berkeley, 1954; Madrid, Alianza, 1979. Estos estudios, ligados a las investigaciones sobre la óptica y la psicología, especialmente sobre la psicología de la forma, estudiada por Kohler, Katz, etc., por su naturaleza no están articulados según estructuras teóricas sino que se realizan en una serie de observaciones empíricas sobre las reacciones psicológicas a la percep-

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ción de los objetos. Es significativo que en estos estudios el concepto mismo de espacio falte y que sea sustituido prevalentemente por el más genérico de “pattern”, o conjunto de formas. La cantidad de observaciones hechas y la falta de una estructura teórica global impiden evidentemente la posibilidad de una breve cita significativa respecto a estas investigaciones, cuya utilidad concreta en el trabajo del arquitecto y en la explicación de los fenómenos de la visión no hay que minusvalorar ni despreciar. Sin embargo se pueden captar, en la pretendida objetividad y naturalidad de estas investigaciones, algunas contradicciones. En efecto, toda teoría de este tipo sobre el espacio tiende a identificar las reacciones perceptivas del hombre respecto a configuraciones espaciales catalogadas; por consiguiente considera estas reacciones como constantes tanto en la historia como entre culturas y lugares distintos; es decir, postula una especie de absolutismo y de innatismo de la percepción humana en contraste con cuanto sostienen los mismos psicólogos. Véase, por ejemplo, Jean Piaget, Epistemología genética, Bari, Laterza, 1971. En contraposición a la cita de Kepes léase esta crítica de Christian Norberg Schulz (I1 significato in architettura, Bari, Dedalo, 1974), quien, refiriéndose a una conocida ilusión óptica, sostiene: «La mayor parte de nosotros resulta engañada por el experimento de Müller-Lyer. Pero ello no quiere decir que nosotros esperemos siempre un mundo semejante: la vida de cada día nos enseña que nuestro acuerdo es bastante precario; por ejemplo, un experimento psicológico ha demostrado que la misma moneda la ven más ancha los niños pobres que los niños ricos: las diferencias de valor subjetivo influyen en este caso en la percepción de una dimensión física. Sabemos que las mismas cosas pueden “cambiar”' de acuerdo con nuestro estado de ánimo: cuando estamos deprimidos nos parece odioso aún lo que nos es más querido. «Nuestra “orientación” respecto al ambiente es pues a menudo deficiente. A través de la educación tratamos de mejorar este estado de cosas dotando al individuo de actitudes típicas ante objetos de relieve. Pero estas actitudes no median la realidad “como es”. Están muy condicionadas por la sociedad y cambian en el tiempo y en el espacio. De lo que se ha dicho se concluye que nunca se puede expresar o describir la realidad “como es”, y que esta expresión carece de significado.» C. Nota-ficha sobre el “módulo” A cargo de Attilio Petruccioli El módulo es “medida (según el significado de la palabra latina de que deriva: modulus diminutivo de modus), o bien elemento, modelo y también cualidad ala que referir, para conmensurarlo con él, un conjunto. El módulo es en arquitectura una entidad numérica o geométrica o, por translación, una pieza o parte que, simplemente repetida o compuesta según reglas de un grado cualquiera de complejidad, constituye una composición tal que resulta tanto en su conjunto como en todas las partes en que se articula conmensurable con el módulo mismo asumido como unidad según múltiplos enteros o fracciones simples de él.» G. Kepes (en Module, Symmetry Proportion, Studio Vista, Londres, 1966) propone la siguiente definición: «El término “módulo” es indicativo de un orden. Debería representar una parrilla conceptual para trabajar dentro de ella más que una específica dimensión o una malla rígida. Su validez está en el hecho de que los componentes modulares se hallan en recíproca relación entre sí, como las notas en una tonalidad musical. El arquitecto, el constructor, el albañil conocen el módulo del mismo modo que el compositor, el director de orquesta y el pianista conocen las notas de la escala. Es este orden el que hace posible la construcción de un edificio válido. En tal contexto, el módulo es el elemento base de la arquitectura: no determina el aspecto de un edificio pero proporciona un bastidor dimensional para su proyectación. Toda concepción proyectual usada para cerrar un espacio necesita de la continuidad de la estructura así como de la de las partes que definen precisamente

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el espacio. Las varias partes de un edificio deben estar juntas según una relación matemática determinada por el proyectista». El módulo ha formado parte con una función estética del vocabulario arquitectónico desde la antigüedad clásica; el módulo introducido como elemento de armonía en la construcción y parámetro para proporcionar la composición del conjunto solía derivarse de una parte específica del edificio. Así el diámetro de la columna del templo griego fue elegido como unidad de medida básica respecto a la cual otras magnitudes (altura de la columna, del arquitrabe, intercolumnio, etc.) eran múltiplos exactos. Así también el tatami standard o estera que cubre el pavimento (tres pies por seis), que sirve para dormir o sentarse, realiza el módulo de la arquitectura doméstica japonesa. «Bien combinadas en añadidos recíprocos estas esteras recubren completamente el pavimento de cada habitación, que resulta así un múltiplo de la unidad de medida (...) Todos los paneles que hacen de tabiques o de cierre exterior tienen una anchura de tres pies. Se ajustan a las esteras, como también lo hacen los tansu o cajones en los que se guardan, doblados y planchados, los kimonos hechos de un paño que en todo el reino se teje en telares que tienen siempre una anchura de tres pies (...) Esta uniformidad en las dimensiones de puertas y mamparas corredizas, de cajones, de armazones de la techumbre, de barandas y bañeras de madera permitió al proyectista-constructor-carpintero trazar su plan general del modo más sencillo. Las unidades métricas definen los detalles estructurales y dan forma a la vida» (R. Neutra, Progettare per sopravvivere, Milano, Comunità, 1956). Esta constante formal, que en la época clásica sólo es todavía un instrumento compositivo, en la arquitectura japonesa no sólo es un parámetro que proporciona las mutuas relaciones de los elementos arquitectónicos sino que también comporta una notable simplificación en la ejecución del trabajo. «El problema se plantea así, en términos generales, como la elección de una magnitud que (como en cualquier normalización) debe hallar un compromiso entre los datos de las exigencias funcionales y de las investigaciones experimentales sobre la mayor frecuencia de ciertas dimensiones, y el descubrimiento de series sistemáticas de números (aritméticas, geométricas y armónicas) que multiplicadas por una cierta unidad de medida se hallen en relación con las dimensiones más comunes de los elementos en juego», por emplear las palabras de Enzo Frateili (Il modulo, en “La casa”, n. 4, Roma, De Luca). Este valor básico, denominador común de las magnitudes existentes, es precisamente el módulo, tal como hoy se entiende, como fundamento de cualquier sistema de coordinación modular. Volviendo a la definición que hemos dado al comienzo, podemos decir que el término módulo comprende dos conceptos distintos: el de unidad de medida y el de factor geométrico. En el primero, es una unidad de medida abstracta que se propone como dimensión base para calcular las dimensiones de los elementos constructivos producidos industrialmente. Este aspecto del problema es el tema de las investigaciones de Bemis (véase A. F. Bemis, The evolving house, 1936; para un tratamiento exhaustivo, véase también L. March y Ph. Steadman: The Geometrv of environment, 1975), quien en su ensayo ha expuesto la teoría del módulo antiguo, asumido como unidad de medida de una retícula espacial ortogonal de referencia con la que estaban en relación todas las partes de la construcción. Tal retículo modular ofrece el ejemplo del más ele- mental trazado geométrico base, equivalente a una progresión aritmética de razón igual a su término inicial: el módulo absoluto. La idea en cualquier caso no es nueva: ya J. N. L. Durand cita con frecuencia la molécule intégrante cúbica, en sus Leçons d'Architecture de 1819, como un modo eficaz de modular el espacio, mientras Viollet-le Duc comprobaba el mismo enfoque proyectual en muchos edificios góticos. En cambio, el módulo entendido como factor numérico fija una regla que sirve para coordinar números o dimensiones. En el caso de la serie geométrica representa la razón de la progresión.

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Sobre este concepto del término módulo entendido como factor de multiplicación está desarrollada la escala “módulo” estudiada por Le Corbusier. (Modulor, traducción española, Barcelona, Poseidón, 1976). Hay que distinguir sin embargo el módulo-objeto del módulo-medida. No seria misión de esta breve nota abordar los muy complejos problemas ligados a la industrialización de la construcción si la cuestión no involucrase hechos y técnicas proyectuales íntima- mente conectados con el hacer arquitectónico. Es superfluo poner de relieve que procedimientos iterativos o basados en la combinación modular son connaturales a la composición arquitectónica (véase Peter Smithson, Simple thoughts on repetition, en “Architectural design”, agosto 1971). Pero el significado asumido por el término módulo en el curso de la historia y en los diversos ámbitos culturales fluctúa entre las dos opuestas acepciones. El tema, de gran interés con la difusión de la industrialización de la construcción, ha sido ampliamente tratado en un ensayo de G. C. Argan, que a la distancia de casi veinte años sigue siendo fundamental (Módulomisura e modulo oggetto, en Progetto e destino, Milano, Il Saggiatore, 1965). El ensayo de G. C. Argan toca dos aspectos fundamentales del problema de la discutida relación entre proyectación y uso de sistemas modulares: a través de una serie de precedentes históricos demuestra lo infundado de la duda de que un difuso empleo de elementos prefabricados, de parrillas modulares, etc. comprometa la libertad del proyectista: al mismo tiempo hace un apretado análisis de la evolución a lo largo del arco de la historia del concepto mismo de módulo. «La cuestión bien mirada, se reduce a la otra, aún muy confusa, de la distinción entre materia y forma. Tomemos el caso más simple: ¿es el ladrillo una materia o es ya un principio de forma? Cuando miramos un sencillo lienzo de ladrillos tenemos que reconocer inmediatamente que posee determinadas cualidades formales, resultantes de la malla o de la retícula de la mampostería, es decir de la dimensión, de la forma y de la combinación de los elementos. (...). El mismo razonamiento vale, naturalmente, para formas mucho más complejas. Del mismo modo que había hornos que cocían ladrillos, había talleres donde se torneaban columnas y donde se esculpían capiteles, ¿y cuántas veces en la Edad Media y en el Renacimiento los arquitectos no echaron mano de columnas, capiteles y ornamentaciones procedentes de edificios antiguos? «El proceso más conocido es el más típico de la arquitectura clásica descrito por Vitruvio como Commodulatio (...) «En Vitruvio, el módulo es mero principio métrico: no pretende reflejar una profunda ley de la naturaleza sino que sólo se propone asegurar una armonía de efectos visuales, del mismo modo que la métrica de la poesía se propone dar al verso una cadencia grata al oído. Es sólo en el Renacimiento cuando el principio práctico del módulo se desarrolla en un complejo sistema proporcional que es asumido como representativo del espacio o de la ley racional y geométrica en que se funda la idea de la naturaleza. Y puesto que se considera que la antigüedad clásica elaboró una perfecta filosofía natural y que por tanto las formas artísticas de la antigüedad son representativas de las grandes leyes de la naturaleza, las formas clásicas asumen en la arquitectura del Renacimiento un valor de plena representación espacial: la relación proporcional que determina su composición, o sea, el enlace del elemento aislado con el conjunto, es por tanto también el proceso de la construcción del espacio». En este sentido, las técnicas proyectuales transmitidas por los tratados medievales indios presentan un caso límite del concepto de módulo-símbolo como medida de un orden sobrenatural. Para el arquitecto-sacerdote hindú, toda arquitectura, desde el templo a la ciudad, es la proyección de un orden cósmico y apuntala este orden trascendente a condición de que se construya en armonía con él, es decir, según el codificado, diagrama mágico del Vastu-Purusha-Mandala. Por consiguiente, todos los cánones que re-

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gulan la composición del edificio -desde el número y dimensión de los módulos hasta la orientación y distribución de los volúmenes- son rígida y unívocamente fijados por los tratados (véase Stella Kramrish, Hindu Temple, Calcuta, 1946 y D. N. Shukla, Vastu-Shastra, vol. 1. Bharatiya series, Chandigarh, Punjab University, 1960). Pero, siempre según Argan, con las profundas transformaciones de los modos de producción relacionados con el advenimiento de la sociedad burguesa se asiste a una inversión de tendencia. «La gran transmutación de los valores tiene lugar, precisamente, cuando se renuncia a la identidad fundamental de espacio-naturaleza y el problema del espacio se resuelve, como lo resuelve Domenico Fontana, en sentido netamente urbanístico: en función de movimiento, de tránsito, de exigencias de culto, de representación, de vivienda. «La compensación simétrica y el equilibrio de las formas son sustituidos por su sucesión o repetición: la antigua representación plástica del espacio no es más que una raíz o un origen que garantiza la propiedad terminológica, léxica, de las formas. Y más aún que de formas habría que hablar, refiriéndonos a esta arquitectura, de objetos: que tales son ya, a falta de una estructura cerrada y sistemática, en su mera repetición rítmica, columnas y arcos, frisos, puertas, ventanas. A su vez, la subrogación de la forma por el objeto lleva a la caída del concepto clásico del proyecto como forma aún sólo mental del edificio, pero definida en todos sus detalles: la forma, en cuanto formulación plástica de una situación espacial, es irrepetible, porque existen sitios espaciales análogos pero no idénticos, y el valor de la forma no depende sólo de la propia morfología sino también de la propia situación; mientras que el objeto es siempre repetible, no cambia al cambiar su propia situación espacial.» Las vanguardias artísticas, con su redefinición del concepto de espacio, y sobre todo las investigaciones de Le Corbusier, llevan a una nueva concepción del objeto arquitectónico, que ya no se define ni mediante el lugar que ocupa en el espacio ni a través de su relación con la naturaleza sino exclusivamente por su función. Citando nuevamente el ensayo de Argan: «En efecto, el standard no es un tipo de forma sino un tipo de objeto: utensilio, máquina, mueble, casa y, si se quiere, ciudad. Y el módulo, como tal, ocupa el lugar que tenía en el proceso de la proyectación clásica, hasta el punto de que puede afirmarse que el gran descubrimiento de la arquitectura moderna es la sustitución del módulo medida por el módulo objeto. «Además, al hablar de la concepción del espacio, el principio del módulo-objeto, tomándose siempre el objeto en relación con su función práctica, abre nuevos e imprevistos horizontes. Las funciones son complejas, de variado alcance e interferentes: es imposible reducirlas a la progresión aritmética, mediante múltiplos y submúltiplos, que rige tanto la commodulatio como la proporcionalidad y la perspectiva clásicas. El nuevo espacio que se determina por el desarrollo de cada una de las fundaciones y de su convergencia y composición en la función unitaria y global, que es la vida misma de la sociedad, será pues un espacio de dimensiones y direcciones infinitas: un “continuo” espacio-temporal, el espacio de la humana existencia, de a acción. ». D. Nota-ficha sobre la “proporción” A cargo de Elena Mortala Proporción, del latín proportio, “relación”, compuesto de pro, “por” y portio “porción”; traduce el griego . Según Vitruvio, «la proporción es la conmensurabilidad de cada uno de los miembros de la obra y de todos los miembros en el conjunto de la obra mediante una determinada unidad de medida o módulo; esta conmensurabilidad constituye el cálculo o sistema de las simetrías» (De Architectura, libro 1). La proportio es el cálculo basado en «un número que divide todas las partes de una obra sin dejar ningún resto».Un número así se llama numerus perfectus.

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Platón, en el Timeo, define así la proporción «es imposible combinar bien dos cosas sin una tercera: entre ellas se necesita un vínculo que las una. Y no hay mejor vínculo que el que hace de sí mismo y de las cosas que une un todo único. Esta es la naturaleza de la proporción». Dice Aristóteles «Proporción es igualdad de relaciones» (Etica a Nicómaco,V,6). Siguiendo el uso tradicional de las palabras latinas proportio y proportionalitas, Barbaro (I dieci libri di architettura di Vitruvio, 1556) define el término proportione como la relación entre dos magnitudes, y “proporzionalità” como “consideración y comparación no de una cantidad con la otra sino de una proporción con la otra». La proporción, nacida para indicar una relación (entera), hoy resulta de la igualdad o de la equivalencia de dos o más relaciones. El concepto de proporción se puede aclarar utilizando una clasificación, empleada por muchos críticos, relativa al uso que hicieron los arquitectos de las relaciones estáticas, o relaciones de números enteros, y de las relaciones dinámicas, esto es, expresadas por números irracionales. Si bien Hambidge considera que las relaciones dinámicas fueron usadas sistemáticamente por los arquitectos de la edad clásica, es opinión difundida entre la mayoría de los historiadores que las relaciones más usadas fueron las relaciones estáticas, es decir, las relaciones de números enteros. Su importancia se remonta al siglo Vl a. de C., cuando Pitágoras, mediante un monocordio o caja de resonancia (una especie de laúd provisto de una cuerda tensada y de un puentecillo móvil que varia su longitud), determinó experimentalmente las relaciones numéricas entre sonidos, en las medidas 1:2 para la octava (diapasón), correspondiente a la relación entre la cuerda entera y su mitad; 2:3 para la quinta (diapente), y de 3:4 para la cuarta (diatesarón), correspondientes a la relación de la cuerda entera respectivamente con los dos tercios y con los tres cuartos de la misma. Dicho de otro modo, Pitágoras observó que los intervalos musicales más consonantes, más agradables al oído, correspondían a relaciones expresables con números enteros y que cuanto más simples eran esas relaciones (es decir, cuanto más pequeños eran los números que las expresaban) tanto más consonante era el intervalo. Este descubrimiento no sólo se convirtió en el fundamento del sistema musical griego sino que pareció desvelar el secreto del orden y de la armonía del mundo. Como observa Wittkower acerca de este descubrimiento, «se construyó en gran parte, el simbolismo y el misticismo numérico que tuvo una influencia inconmensurable sobre el pensamiento humano en los dos milenios siguientes. Siguiendo la senda de los pitagóricos, Platón explicó en el Timeo que el orden y la armonía cósmicos están enteramente contenidos en algunos números. Él hallaba esta armonía en los cuadrados y en los cubos de relación doble o triple, partiendo de la unidad, lo que le llevó a las dos progresiones geométricas 1,2,4,8 y 1,3,9,27. Representada tradicionalmente en forma de lambda, la armonía del mundo se expresa en la serie de siete números 1,2,3,4,8,9,27, que contiene en sí el ritmo secreto del macrocosmos, ya que las relaciones entre estos números contienen no sólo todas las armonías musicales sino también la música inaudible de los cielos y la estructura del alma humana.» Platón explicó también en el Timeo que todos los intervalos musicales podían deducirse de la teoría de las proporciones y de las medias proporcionales, cuyos tres tipos, atribuidos tradicionalmente a Pitágoras, asumieron particular importancia para los arquitectos del Renacimiento. Se trata de la proporción aritmética, de la proporción geométrica y de la proporción armónica, y de sus correspondientes medias proporcionales. Siguiendo las definiciones del Comentario a la armonía de Ptolomeo de Porfirio, Wittkower afirma que tres números enteros a, b ,c están en proporción aritmética, geométrica o armónica cuando satisfacen respectivamente las relaciones: b-a =c-b a:b = b:c (b-a):a = (c-b):c

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(p. aritmética) (p. geométrica) (p. armónica)

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Entonces sus correspondientes medias proporcionales son: b = (a+c)/2 b = ac b = 2 ac/(a+c)

(m. aritmética) (m. geométrica) (m. armónica)

La única fuente de la edad clásica que trata de la teoría de las proporciones en arquitectura es el De Architectura de Vitruvio, que dio varios nombres de teóricos cuyas obras se habían perdido (Melanthios, Pollis, Demófilos, Leónidas, etc.). Así como Platón en su obra filosófica había hecho del hombre el centro y la medida del universo, así Vitruvio situó en una precisa relación al hombre y a la arquitectura. Admitido que el hombre tiene una altura que, normalmente, es seis veces la longitud de su propio pie y que la de la mujer es ocho voces, Vitruvio introdujo los valores 6 y 8 como relaciones modulares entre la altura de la columna y su diámetro en el orden dórico y en el orden jónico respectivamente. La altura de la columna determinaba a su vez las dimensiones de los detalles del basamento, de los capiteles, de las decoraciones, etc., y así sucesivamente se fijaban las dimensiones de los arquitrabes y la altura del tímpano. Las proporciones entre las distintas partes siempre se expresaban por medio de relaciones de números enteros, es decir, por medio de relaciones estáticas. Antes de seguir adelante veamos cómo es posible en la práctica ofrecer una representación geométrica bidimensional de las relaciones estáticas. En la Edad Media la concepción proporcional siguió siendo aplicada a la cosmología. Elementos de una estética de la proporción se encuentran en San Agustín, en Boecio (que insiste también en las relaciones con la música) y en Casiodoro. La teoría de las proporciones en arte perdió sin embargo importancia, reduciéndose a una colección de esquemas prácticos y de reglas del oficio. El Medievo bizantino sustituyó la concepción proporcional “constructiva” de los egipcios y la “antropométrica”' de la antigüedad clásica por una concepción que Panofsky definió como “esquemática”. También en la Baja Edad Media, en la civilización gótica, se renunció al estudio anatómico y a la proporción objetiva para definir un módulo abstracto. Un arquitecto francés del siglo XIII, Villard de Honnecourt, inscribía figuras humanas en formas geométricas puras, es decir, triángulos, círculos y cuadrados. En la Edad Media se mantuvo siempre viva, sobre todo en arquitectura, la simpatía por las formas geométricas abstractas y por los procesos geométricos, así como el sentido de la simetría, pero con amplias excepciones, especialmente en los períodos prerrománico y románico. Con el Renacimiento la teoría de las proporciones dejó de ser un expediente técnico y una praxis constructiva propia de los arquitectos, restableciendo una relación directa entre técnica y naturaleza, entre hombre (microcosmos) y universo (macrocosmos). El primer arquitecto del Renacimiento que reconoció la importancia de la teoría de las proporciones y de sus relaciones con los intervalos musicales fue sin duda L. B. Alberti. Refiriéndose al descubrimiento pitagórico afirmaba que «los mismos números, con los que sucede que el concierto de las voces parece gratísimo a los oídos de los hombres, son los mismos que llenan también los ojos y el ánimo de placer maravilloso.» (De re aedificatoria). Sin embargo Alberti aconsejó utilizar estas relaciones armónicas, no tanto para traducir la música en arquitectura cuanto para obtener utilidad de aquella armonía universal que se manifiesta en la música.

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Según Wittkower, las relaciones estáticas seguramente fueron empleadas por Alberti en el proyecto de Santa Maria Novella de Florencia. Palladio también dio gran importancia a las relaciones estáticas correlacionadas con los intervalos musicales. Sin embargo los métodos de Palladio invertían el modo clásico de proceder, consistente en subdividir en partes menores las dimensiones globales del edificio según relaciones expresadas por números enteros. En la villa de la Malcontenta, cerca de Vicenza, Palladio determinó una serie de proporciones para las estancias que la componían: 1:1, 1:2, 2:3, 3:4, 3:5, etc., para yuxtaponerlas luego con un procedimiento de tipo aditivo. El modo de conectar sistemáticamente una estancia con la otra por medio de proporciones armónicas constituyó la novedad fundamental de Palladio. Estas relaciones proporcionales, que otros arquitectos habían usado en correspondencia para las dos dimensiones de una fachada o las tres dimensiones de una sola habitación, fueron empleadas por él para integrar todo un edificio a través de una concepción que podríamos definir como “sinfónica” de la arquitectura. Entre los arquitectos y teóricos renacentistas que atribuyen gran importancia a las relaciones proporcionales también podemos recordar a Vignola, que se propuso dar a la arquitectura una “certeza” de relaciones similares a la de la música, o a Temanza, que observó que las relaciones proporcionales regulaban en sentido lato tanto la arquitectura como la música, insistiendo en la conmensurabilidad que debía penetrar a todo un edificio. Para Temanza sin embargo la proporcionalidad era bastante distinta en la música y en la arquitectura. Criticó la aplicación mecánica de las consonancias musicales a la arquitectura, haciendo observar que la vista no es capaz de percibir simultáneamente las relaciones de longitud, anchura y altura de una habitación y que las proporciones arquitectónicas debían ser juzgadas teniendo en cuenta el ángulo visual desde el que se observaba el edificio. A partir del siglo XVII comenzó una lenta transformación del concepto de proporción y de su modo de aplicarlo en arquitectura. No es posible tratar aquí de modo profundo la transformación del concepto de proporción. Quien esté interesado en el tema puede consultar el artículo de Wittikower, The Changing Concept of Proportion, en"Deadalus", invierno de 1960. En la práctica comienza la decadencia que llevó al rechazo de la eficacia de los tres tipos de proporción hasta Milizia, quien llegó a considerar la proporción como un puro hecho de experimento y de experiencia. En el mundo clásico también se vuelven a encontrar las llamadas relaciones dinámicas. Para los antiguos griegos y romanos el término simetría designaba un vínculo entre los elementos de un todo, obtenido mediante una cierta proporción o un conjunto de proporciones correlativas. Simetría dinámica (Platón habla de ella para designar las raíces que determinan los temas dinámicos de los trazados arquitectónicos) o simetría a la segunda potencia indicaba la posibilidad de que superficies construidas sobre elementos lineales inconmensurables (es decir, expresados por números irracionales) fuesen conmensurables. El primero que encontró esta expresión en el Teeteto de Platón fue Hambidge. El sostenía que las plantas y los perfiles de los monumentos, estatuas, vasijas y objetos rituales de la Grecia clásica no eran nunca o casi nunca analizables con el método vitruviano de las relaciones estáticas y lineales sino con los procedimientos de la simetría dinámica. Hambidge dedicó los últimos años de su vida a tratar de demostrar la validez de su propia tesis referida a la arquitectura.

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El número 2 fue ciertamente el primer número irracional que suscitó el interés de los estudiosos antiguos Este número, que representa la diagonal de un cuadrado de lado unitario, también aparece incidentemente en Vitruvio. (De Architectura, VI, III, 3) Es posible hallar 2 en algunas plantas de antiguas basílicas, como San Pedro y San Práxedes en Roma. Acompañado de los números 3 y 5 también aparece en el trazado de la catedral de Pisa. Curiosamente el número 2 aparece, ocasionalmente también, en las construcciones del Renacimiento, a despecho de la analogía musical y del interés por las relaciones estáticas. A este respecto Scholfield afirma: «La aparición del rectángulo 2 [por rectángulo 2 hay que entender un rectángulo cuyos lados están en la relación 1:2 (N. de la redacción)] es embarazosa si intentamos atribuir al Renacimiento una teoría basada enteramente en proporciones conmensurables.» El descubrimiento de la sección áurea se atribuye a Pitágoras, que creyó haber hallado una expresión matemática de aquel principio de analogía que es el fundamento de la evolución cultura de nuestra civilización. Una primera definición de sección áurea se halla en Euclides (Los Elementos; Libro VI, proposición 30). Algunos consideran que en la época de la Roma imperial la sección áurea fue utilizada en la práctica de la proyectación arquitectónica. El interés por la sección áurea fue muy vivo en el Renacimiento. Luca Pacioli la llamó proportio divina; Kepler mencionó su importancia en la botánica y en la cosmología y la llamó sectio divina y finalmente Leonardo da Vinci le dio el nombre de sección áurea. El declinar del Renacimiento provocó una decadencia en el interés hacia ella. Los enciclopedistas la rechazaron ya que les pareció impregnada de nebuloso misticismo, citándola exclusivamente a título de vana curiosidad matemática. Habrá que esperar a la época de los primeros importantes descubrimientos biológicos (a mediados del siglo XIX) para que se produzca un renovado interés por la misma. A comienzos de este siglo, gracias a las nuevas tendencias artísticas hacia la abstracción, la sección áurea conoció un impulso decisivo. Section d'Or fue el nombre con que se denominó inicialmente la escuela cubista, algunos de cuyos miembros eran matemáticos. De allí volvió a la práctica arquitectónica gracias, sobre todo, a Le Corbusier. En la tercera de las definiciones (o términos) del libro VI de los Elementos, Euclides dice que un segmento se divide en media y extrema razón cuando todo el segmento es a su parte mayor como esta última es a la menor. Si a es la longitud del segmento considerado y se indica con x la de la parte mayor, el problema se traduce en la proporción: a: x = x: (a-x) es decir, en la ecuación de segundo grado: x2+ ax – a2 = 0 La longitud de la parte mayor en la división en media y extrema razón del segmento de longitud a viene dada por la raíz positiva de la ecuación de segundo grado expuesta más arriba, es decir, por 5-1 .a  2,235-1 . a  a.0,618 2 2 Este segmento se designa con el nombre de sección áurea del segmento a. La relación entre todo segmento (a) y su sección áurea (a . 0,618) es un número irracional: 1,618..., usualmente llamado número oro y frecuentemente indicado por la letra griega . Un rectángulo se llama áureo cuando sus lados están en relación 1: . Un rectángulo áureo puede subdividirse en un cuadrado y en un rectángulo áureo más pequeño. Viceversa, acercando al lado mayor de un rectángulo áureo un cuadrado de lado igual al propio lado mayor se vuelve a obtener un rectángulo áureo. Aunque no sea posible hallar una parrilla modular de mallas regulares en la que inserir el conjunto de los rectángulos áureos, existen sin embargo interesantes propiedades aditivas referidas a la serie (monodimensionales) de sus lados. Ante todo tenemos la serie: 1, 1,618..., 2,618..., 4,236...,6,854...,11,090... en la que cada término siguiente al segundo puede obtenerse sumando los dos términos inmediatamente anteriores.

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Esta propiedad caracteriza no sólo a la serie dicha (serie áurea o serie .), sino a todas las series de Fibonacci; (Fibonacci; “hijo de Bonaccio”, es el pseudónimo del matemático Leonardo de Pisa, autor del Liber Abaci, 1202, y considerado por los historiadores como el más autorizado matemático europeo de la Edad Media) de las que esta serie representa un caso particular. La forma general de las series de Fibonacci es la siguiente: o , 1,, (0 +1), (0 + 21), (20 +31), (30 + 5u1),... siendo o y 1 dos números reales positivos cualquiera. La serie original de Fibonacci (universalmente conocida como la serie de Fibonacci) se obtiene de la fórmula genera haciendo o = 1, y 1; = 2: 1, 2, 3, 5, 8,13,... El modulor (el término deriva de module, unidad de medida, y section d'or, sección áurea), el sistema proporcional de Le Corbusier, consiste en dos series de Fibonacci interrelativas: la serie roja y la serie azul. No se trata por tanto de una parrilla modular de mallas regulares sino de un conjunto de dimensiones de preferencia derivadas del uso simultáneo de las dos series. La dimensión clave de la serie roja es 183 centímetros, la altura ideal del hombre (six foot detective); la de la serie azul 226 centímetros, la altura del hombre con el brazo levantado. Partiendo por dos los 226 centímetros obtenemos el valor 113 centímetros que representa el término inmediatamente precedente a la dimensión clave (183 cms) de la serie roja. A partir de los dos términos consecutivos así hallados es posible construir toda la serie roja. Los términos de la serie azul se obtienen duplicando los correspondientes términos de la serie roja. Como sistema proporcional el modulor es fuente de rectángulos áureos (pertenecientes a una sola de las dos series) y de cuadrados dobles (rectángulos mixtos), además de otras muchas proporciones de naturaleza más compleja. (...) El modulor de Le Corbusier suscitó mucho interés y tuvo muchos seguidores que intentaron modificarlo o extenderlo. Entre ellos recordaremos a A. Neumann, el inventor del sistema m , que intentó una síntesis del sistema métrico decimal y del sistema proporcional áureo. El modulor también fue objeto de numerosas críticas: nos limitaremos a hablar de las de Arnheim. Arnheim hace dos críticas de fondo: una relativa a la aplicabilidad del modulor a la industrialización, y la otra de naturaleza estética. La combinación entre los elementos de las series no está bien resuelta, dado que los elementos pueden combinarse solamente con los contiguos y pocos solamente son múltiplos de otro. Por lo que respecta a los aspectos estéticos, el modulor, si bien es capaz de reconstruir la armonía del conjunto compositivo mediante una secuencia ininterrumpida de concordancias entre elementos contiguos, por otro lado descuida por entero las conexiones cruzadas entre elementos distantes. Amheim ilustra este punto comparando el modulor y la escala diatónica musical: «La escala diabólica no realiza la unidad y la densidad de su edificio compositivo igualando simplemente los intervalos entre las notas vecinas (...). Dos notas cualesquiera están vinculadas directamente por relaciones acústicas y aritméticas más o menos simples y los distintos grados de concordancia componen una rica gama de valores expresivos. Además, la transposición de la tonalidad, que puede compararse a la transposición de la escala visual, produce patterns que se hallan en relación mutua no sólo por analogía, es decir por semejanza proporcional, sino también por una armonía inteligible entre cada nota de ese pattern y de cualquier otro. Cualquier nota de la escala de do está en relación directa con cualquier nota de la escala de re. No ocurre lo mismo con los valores de las dos series de Le Corbusier.» Según Arnheim ello ocurre porque el modulor representa un infeliz compromiso entre dos sistemas racionales de control, uno de ellos fundado en la definición de todas las partes y de sus relaciones como múltiplos de una única unidad de medida, y otro que define las partes como fracciones del conjunto global asumido como módulo. «En cuanto sistema de medida, la escala de Le Corbusier es una variación sofisticada del principio modular. En lugar de mantener constante la unidad métrica, la escala la incrementa gradualmente (...). Este procedimiento limita la “racionalidad” a los elementos contiguos y hace “inconmensurables” los no contiguos. Comparte con la mayoría de los demás sistemas el defecto de no hacer justicia a la estructura integrada de un pattern visto en su conjunto, en el que las partes están directamente en mutua relación aunque pertenezcan a distintos

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niveles dimensionales y, se podría decir, que en cambio se limita a trazar a través de tales patterns senderos lineales de racionalidad». El interés por las teorías proporcionales se difunde en el ámbito de los movimientos artísticos de vanguardia post-cubistas. Pero dicho interés, como en más de una ocasión se reafirma en el modulor de Le Corbusier, no está justificado por el presunto valor universal o metafísico de estos instrumentos sino que corresponde a una exigencia concreta de “querer ir hasta el fondo de las cosas”, que es una de las características principales de estos movimientos, convencidos más o menos sensiblemente de la necesidad de “volver a tener en la mano los elementos básicos”. L'Esprit Nouveau, la Section d'Or, el grupo Effort Moderne, el movimiento De Stijl y el Bauhaus, si bien en el ámbito de diferentes planteamientos teóricos, mostraban un evidente interés por las teorías proporcionales. En el campo arquitectónico se reservaba una particular atención a las técnicas de los trazados reguladores, que se habían desarrollado en torno a la mitad del siglo XIX y que habían recibido un fuerte impulso hacia los comienzos del siglo XX gracias, sobre todo, a los estudios de Hambidge. El primer escrito de Hambidge (1876- 1924) se remonta a 1902 (Natural basis of form in greek art). En l917 aparece Dynamic Symmetry y en 1919 comienza la publicación del periódico “Diagonal”. En 1920 y 1924 salen respectivamente Dynamic Symmetry: the greek vase y The Partenon and other greek temples. Brevemente, su teoría se basa en las siguientes admisiones: que mientras que la espiral logarítmica permite la comprensión estructural del crecimiento en la botánica y en la formación de las caracolas, los rectángulos inconmensurables 2, 3, y 5 facilitan la comprensión estructural del arte y de la arquitectura griega. Según Wittkower, el principal mérito de Hambidge está en haber lanzado un puente entre el arte griego, que seguía siendo el ideal de la más vieja generación de los artistas modernos (Picasso y Le Corbusier) y las modernas aspiraciones. A comienzos del siglo XIX los simples trazados geométricos son sustituidos por trazados más rigurosos basados en la sección áurea. En lugar de las simetrías bilateral y rotatoria, consideradas demasiado estáticas y elementales, los artistas empiezan a preferir la euritmia generada a través de la composición equilibrada, pero no simétrica, de elementos. El hábito de usar trazados regulares hace nacer en muchos artistas un deseo cada vez más vivo de controlar la composición con leyes matemáticas. Según Villon, el teórico de la Section d'Or, la primera fase del movimiento cubista se caracteriza por el estudio de las relaciones, es decir, de las proporciones aún no revestidas de forma. Todos los artistas de los movimientos de vanguardia se interesaban por el instrumento geométrico y matemático, y en algunos casos hacían uso explícito de él. La atención se dirigía a investigar la estructura interna de la obra, sin el auxilio de soportes naturalistas, a través de líneas fuerza, colores, masas, superficies, etc. En 1912 escribía Kandinski: «cada vez nos acercamos más a la era de la composición consciente y racional». Oscar Schlemmer daba, en la Bauhaus, cursos sobre el hombre que abarcaban varios aspectos, del biológico al filosófico; y en la parte relativa a la representación de la figura se trataban las medidas standard, la teoría de las proporciones, las mediciones de Durero y la sección áurea. O. Schlemmer hizo intentos de descomposición del cuerpo humano según relaciones áureas que recuerdan los estudios hechos por Durero: «El ser humano es, o bien un organismo de carne y hueso, o bien un mecanismo de números y medidas»; «el cuerpo mismo puede demostrar sus aspectos matemáticos liberando su mecánica corpórea»; «el espacio, que como toda arquitectura es principalmente una combinación hecha de medida y de número, es una abstracción en el sentido de una antítesis, si no es sin más una protesta contra la naturaleza...» O. Schlemmer expresa pensamientos muy semejantes a los de otros artistas contemporáneos suyos: «No nos lamentemos de la mecanización, gocemos de las matemáticas (...). Solamente hay peligros allí donde las matemáticas matan el sentimiento y sofocan el inconsciente en su forma germinal (...) si los artistas de hoy aman

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las máquinas, la técnica y la organización; si quieren la precisión en lugar de lo genérico, esta actitud es la única salvación del caos y expresa el deseo de la figura». En el mismo año (1928) en el que O. Schlemmer daba sus clases y en el año siguiente, Klee dio un curso de dos semestres en la Bauhaus sobre la espacialidad, desentrañando los aspectos espaciales del cubo mediante el uso de series y de relaciones numéricas. Partiendo de problemas de la geometría y de la estereometría, llevaba a sus alumnos hasta la consideración de los fenómenos figurativos. A propósito de las lecciones dictadas por Klee, Helène Nonné-Schmidt observaba: «La formulación del problema sonaba a menudo como la fórmula del matemático o del físico, pero era considerada como poesía pura». También el grupo De Stijl, a través de sus obras y testimonios, afirma la necesidad que tiene el artista del método científico. La severidad constructiva de Mondrian es el testimonio más evidente del procedimiento racional de este movimiento. Decía Van Doesburg: «La espontaneidad nunca creó una obra de valor cultura1 y sólida. El procedimiento de la forma universal se basa en el cálculo de la medida y en el número». Es interesante hacer una comparación entre la distinción hecha por Le Corbusier de la invención de una idea arquitectónica y su sucesiva verificación mediante instrumentos matemáticos y la exigencia de un control matemático del arte neoplástico según la opinión de Vantongerloo. Para Le Corbusier el modulor es un “simple outil”, un simple instrumento que permite proporcionar correctamente una ayuda al arquitecto, pero no un sustitutivo de su compleja actividad proyectual. En particular el modulor interviene para controlar el texturique: «El texturique es un producto directo del modulor, que da dimensiones armónicas en superficie y en profundidad, y por tanto en volumen. Lo hace automáticamente con la aplicación de las series de la tabla del modulor. De otra naturaleza es la creación, es decir, el acto provocador del choc poético: el hecho plástico». A propósito del neoplasticismo Vantongerloo afirma: «El neoplasticismo se llamó así para fijar las ideas de toda una nueva plástica. Es un arte susceptible de control matemático. Evoluciona porque aumenta el conocimiento de las relaciones. Pero hablar de relaciones significa hablar en lengua matemática; quiere decir precisar las relaciones que existen entre los elementos usados. Una vez que estos elementos están fijados por la composición, cosa que se hace mentalmente, son, lo mismo que su relación, comprobables por las matemáticas». Uno de los méritos fundamentales de Le Corbusier es el haber podido hallar un enlace entre las series proporcionales y el mundo de la industrialización de la construcción. Su larga batalla para hacer aceptar a las autoridades su sistema de proporciones representa una tentativa animosa de inserir en el mundo de la producción un sistema proyectual que pudiese garantizar al arquitecto moderno, contra el mecanismo trivializador del mundo productivo, un espacio específico propio en el que poder tomar decisiones arquitectónicas en un ámbito de opciones ya seleccionadas (las series roja y azul del modulor). Tales medidas eran capaces de responder a las exigencias de la moderna tecnología, que requiere un número limitado de productos de determinadas dimensiones relacionables entre sí, y de establecer contemporáneamente un proceso de continuidad cultural con las experiencias arquitectónicas del pasado. La vía iniciada por Le Corbusier fue seguida, con algunas variantes, por E. Ehrenkrantz en su "Modular Number Pattern". El MNP, que funde la lambda platónica con la serie de Fibonacci, ofrece un sistema que permite duplicarse a lo largo de la X añadirse a lo largo de la Y y triplicarse a lo largo de Z. Este sistema presenta una serie de números, faltos de los números primos superiores al 5, con sus múltiplos. Esta selección es de gran importancia en cuanto admite el máximo número de combinaciones de componentes, permitiendo al mismo tiempo gran flexibilidad en la proyectación.

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A este respecto, el mismo Ehrenkrantz observa: «Desde el punto de vista del ingeniero, no se podría elegir una mejor selección de números como guía a la flexibilidad de la construcción industrializada. A la luz de esto, considero que los griegos, en principio, desarrollaron una eficaz base dimensional para las construcciones que luego fue transformada en mitología». Lamentablemente, observa el mismo Ehrenkrantz, hasta ahora en la arquitectura industrializada se ha derrochado muy poca imaginación; en efecto, normalmente la composición de los edificios modulares se ha basado en la simple repetición de un producto. El último acontecimiento de relieve que ha centrado el interés de numerosos estudiosos de la teoría de las proporciones fue la convención «De Divina Proportione» celebrada en Milán en 1951 (un breve resumen de esta convención fue publicado por Le Corbusier en el Modulor 2, cap.1V) con la participación de críticos, matemáticos, arquitectos y pintores. Entre ellos, recordaremos a Wittkower, Ghyka, Spoiser, Le Corbusier y Vantongerloo. A partir de entonces el interés por la teoría de las proporciones ha ido disminuyendo gradualmente para dejar sitio a los problemas de la coordinación modular. En estos últimos años se asiste a un renovado interés por todos los procedimientos racionales capaces de servir de ayuda en todas las fases del proceso proyectual, incluida la teoría de las proporciones, que en distintas épocas históricas ha cumplido un papel fundamental como instrumento de proyectación y de control de la forma física en arquitectura. Como muy bien observa Summerson, el “procedimiento racional” no representa ciertamente la «más desdeñable herencia que la arquitectura contemporánea ha recibido del clasicismo. Es él el que controla y estimula la invención.» Nos parece conveniente aclarar dos conceptos estrechamente vinculados al de proporción: el concepto de analogía y el concepto de euritmia. Al traducir Cicerón el Timeo de Platón, tradujo  (latín analogia, “analogía”, compuesto de

, “según” y , “valor”) por proportio, haciendo de los dos conceptos “semejanza” y “subdivisión” una sola palabra latina. Platón empleó el término para indicar la igualdad de las relaciones, lo mismo que Aristóteles. Por analogía hoy se entiende una relación de semejanza entre dos objetos, de tal modo que de la semejanza de algunos de sus elementos se pueda deducir también la semejanza de los demás. Según Vitruvio, “la euritmia (latín eurythmia, del griego , “armonía, euritmia”, compuesto de  “bien” y , “ritmo”) es la airosa figura y el conmensurado aspecto de los miembros en la composición; se consigue cuando los miembros de la obra son armónicos en sus tres dimensiones: en altura respecto a la anchura y en anchura respecto a la longitud; en suma, cuando todos corresponden a su justa y respectiva conmensuración.» (De Architectura, libro 1). La euritmia, preponderante en el gusto helenístico, se basa, como propone Schikker, en la espontánea atracción «de la charis y del rythmòs, independientemente de la simetría geométrica», es decir, de los valores racionales del arte. Según Choisy, «la euritmia parece implicar una composición ritmada.» Según Borissavlièvitch, la euritmia es la armonía en la variedad, o la unidad de estilo de una obra arquitectónica.

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E. Nota-ficha sobre la “simetría” A cargo de Elena Mortola Simetría, del latín symmetria, del griego , “justa proporción” compuesto de  “con” y  “medida”. En la antigua Grecia y en particular para Policleto, era sinónimo de bien proporcionado, bien equilibrado, y frecuentemente se relacionaba con el antiguo concepto de belleza. Para Platón y los pitagóricos simetría significaba la conmensurabilidad entre el todo y las partes, correspondencia determinada por una común medida entre las diferentes partes del conjunto, entre esas partes y el todo. Según Vitruvio «la simetría o conmensuración es, precisamente, el vínculo armónico de cada uno de los miembros del edificio; más particularmente, es la correspondencia proporcional computada en módulos (o fracciones de módulo) de cada una de las partes consideradas en sí, respecto a la figura global de la obra. Así como en el cuerpo del hombre la cualidad de la euritmia está conmensurada por el antebrazo, el pie, la palma de la mano, el dedo y las otras partes, lo mismo ocurre en el perfecto y completo edificio. Como primer ejemplo en los templos se obtiene del diámetro de las columnas, o del triglifo, por tanto también del embatèr o módulo (en cuanto unidad de medida o máximo común divisor que “entra” según varios cociente s en cada parte del edificio)» (De Architectura, libro I) Este sistema modular al que alude Vitruvio, que partiendo de una relación de proporción llegaba a la simetría de todas las partes de una obra, constituía la clave de lo que los griegos llamaban “canon”. También para Durero, que fija un canon de proporciones para la figura humana, la simetría es sinónimo de proporción y equilibrio. Todo el humanismo está influido por los estudios sobre la simetría del cuerpo humano, analizado a través de las proporciones matemáticas, y elabora sistemáticamente una teoría en la que se hallan compenetrados los conceptos de belleza, simetría y proporción, que determinan el concepto más general de orden. Miguel Angel observaba en una carta: «es cosa cierta que los miembros de la arquitectura dependen de los miembros del hombre». Alberti define la belleza así: «Un concepto de todas las partes acomodadas juntas con proporción y discurso, de manera que no se pueda añadir o quitar o mudar nada sin que el resultado sea peor.» (L. B. Alberti, I dieci libri dell'architettura). Palladio también acepta la definición matemática de la belleza: «la belleza resultará de la bella forma y de la correspondencia del todo con las partes, de las partes entre sí y de ellas con el todo: entiendo que los edificios deben parecer un entero y bien definido cuerpo en el que un miembro convenga al otro y todos los miembros sean necesarios a aquello que se quiere hacer» (A. Palladio, I quattro libri dell'architettura). En la proyectación de sus villas Palladio siguió algunas reglas compositivas extremadamente simples y fundamentales: exigía una sala situada en el eje central del edificio y una absoluta simetría entre los ambientes menores situados a sus lados. «Y se debe advertir que las estancias de la parte derecha respondan y sean iguales a las de la izquierda a fin de que la fábrica sea así en una parte como en la otra». En esta afirmación es evidente la asimilación por parte de Palladio de algunos principios fundamentales de la arquitectura romana y en particular de la simetría especular de las termas romanas. En Palladio se observa además una transformación radical del modo clásico de proceder, consistente en subdividir en partes menores las dimensiones globales del edificio según relaciones expresadas por números enteros. Palladio habría determinado una serie de proporciones para las estancias componentes para yuxtaponerlas luego con un procedimiento de tipo aditivo.» «Las estancias grandes con las medianas, y éstas con las pequeñas deben ser distribuidas de manera que una parte de la fábrica corresponda a la otra, y así todo el cuerpo del edificio tenga en sí una cierta conveniencia de miembros que lo haga todo bello y gracioso».

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Ya durante el primer Renacimiento los arquitectos consideraban la simetría como un requisito fundamental de la proyectación y construían plantas rígidamente simétricas (Filarete, Francesco di Giorgio, Giuliano da Sangallo). Otra prerrogativa de los arquitectos renacentistas es el uso indiferente que se hace de los términos simetría y armonía. La analogía renacentista entre acordes y proporciones visibles es testimonio de la profunda fe en la armónica estructura matemática de todo lo creado. Para Viollet-le Duc la bóveda, la ojiva, elemento generador de todo un sistema de estructuras, rige la simetría de todas las partes; se trata de un proceso inverso al renacentista . «Simetría significa hoy, en el lenguaje de los arquitectos, no un equilibrio ni una relación armoniosa de las partes con el todo, sino una similitud de partes opuestas, la reproducción exacta, a la izquierda de un eje, de lo que hay a la derecha» (Viollet-le Duc, Dictionnaire d'Architecture). Actualmente, la palabra simetría, según Weyl, se usa con dos significados: «en un sentido, “simétrico”, como adjetivo, significa algo bien proporcionado, bien equilibrado, y la simetría denota esa especie de concordancia, de acuerdo entre las partes que permite su integración en un todo. La belleza está íntimamente ligada a la simetría. Este es el sentido dado a la palabra por Policleto, que escribió un libro sobre las proporciones y al que los antiguos ensalzaban por la armoniosa perfección de sus esculturas, y por Durero cuando estableció un canon para las proporciones de la figura humana. Con este significado el concepto de simetría no se limita en absoluto a los efectos espaciales; el sinónimo armonía pone más en evidencia los aspectos acústicos y musicales respecto a las aplicaciones geométricas. La palabra alemana ebenmass expresa bastante fielmente el significado de simetría, desde el momento que quiere decir también “medida media”: “el justo medio” al que debe tender con perseverancia el virtuoso según la ética de Aristóteles y que Galeno describe como ese estado de la mente equidistante de los dos extremos...». El segundo sentido equivale a la llamada “simetría bilateral” entendida como noción puramente geométrica. El concepto matemático de simetría se presta a una interpretación más compleja. Normalmente se piensa en la simetría como una propiedad estática: «La simetría -observa Dagobert Frey en un artículo sobre la simetría en el arte- significa reposo y constricción; la asimetría, movimiento y liberación; la primera equivale a rigidez formal y constricción, la segunda significa vida, juego y libertad; la primera representa el orden y la ley, la segunda lo arbitrario y ocasional». (Véase también sobre el concepto de disimetría: La simmetria, a cargo de E. Agazzi, Bologna, Il Mulino, 1973, p. 425). Nuestra comprensión de las formas simétricas es más profunda si la observamos como un producto de varias transformaciones o movimientos a través de los cuales una entidad se transforma, elemento por elemento, en otra. Formas simples sujetas a operaciones de traslación y rotación son transformadas en diseños muy complejos: estos diseños en dos o tres dimensiones se encuentran en el arte, en la biología, en la química en la física y en la cristalografía. Los más interesantes ejemplos de simetría en el mundo inorgánico son los cristales. «En el estado cristalino los átomos oscilan en tomo a posiciones de equilibrio como si estuvieran unidos por cintas elásticas. Estas posiciones de equilibrio forman una configuración fijada y regular en el espacio» (H. Weyl). Weyl explica además que la simetría visible de los cristales deriva de su combinación atómica regular. (H. Weyl, La Simmetria, Milano, Feltrinelli, 1962). En cristalografía la simetría se considera generada por una traslación a lo largo de una recta, por una rotación en torno a un punto o a un eje, o por una reflexión respecto a un punto. Son, por ejemplo, simétricas por traslación a lo largo de una recta una serie esferillas iguales puestas en fila a la misma distancia; por rotación en torno a un eje por el centro los lados de un hexágono; por reflexión respecto a un plano las dos mitades de una bipirámide, etc. Traslación, eje de rotación y planos de reflexión son

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los elementos de simetría simple, de cuya combinación se obtienen los elementos de simetría compuesta: ejes autogiros (rotación + traslación), ejes giroides (rotación + reflexión) y planos de transflexión (traslación + reflexión). El centro de simetrías es un caso particular de eje giroide. El cuerpo de los animales, no obstante la grandísima variedad de formas, suele estar construido según algunos modelos geométricos fundamentales que se pueden clasificar refiriéndolos a sistemas coordinados de ejes y planos. En cambio son raros los animales que carecen de una forma definida y constante y que, en consecuencia, carezcan de cualquier simetría (amebas, esponjas de varios tipos, etc.). Los organismos vegetales también presentan diversos tipos de simetría: la simetría radiada, la simetría bilateral doble, etc.; en cambio, algunos de ellos no presentan ninguna simetría (las hojas de los olmos, de las begonias, etc.). George D. Birkhoff (véase G. D. Birkhoff, vol. 3, New York, Dover Publications, 1950), uno de los más grandes matemáticos de comienzos de siglo y estudioso de las relaciones entre arte y matemáticas, propuso una fórmula empírica para la estética: M=O/C donde O es “el orden” atribuido a ciertos factores estéticos (como la simetría por ejemplo), C es la “complejidad” y M es “la medida estética”, valorada con simples pero interesantes aplicaciones sobre una serie de formas poligonales (Birkhoff ha aplicado la fórmula a 90 típicas fórmulas poligonales, ordenadas según el valor decreciente de M). La fórmula fue ulteriormente modificada precisando el valor de O O = V + E + R + HV - F donde: V = Simetría vertical (+) E = Equilibrio (+) R = Simetría rotatoria (+) HV = Estrecha relación con la retícula horizontal-vertical (+) F = Forma no satisfactoria respecto a alguno de los siguientes factores: Distancia demasiado pequeña de vértice a vértice, de vértice a lado (-) ángulos demasiado cercanos a 0 ó 180 grados, o cualquier otra ambigüedad de forma diversidad en los entrantes (-) diversidad de direcciones (-) falta de simetría (-) F. Nota-ficha sobre la “perspectiva” A cargo de Elena Mortola Perspectiva, del latín prospectiva (A. M. S. Boecio, filósofo del siglo VI d. de C.), compuesto de perspecto, miro, examino atentamente, miro a través. Según Panofsky, la perspectiva, en el sentido de la teoría científica, nace en Italia hacia el 1340 (en los países nórdicos lo hace treinta años más tarde). Observa que en la pintura de ese período las líneas ortogonales al plano de los cuadros convergen con matemática precisión en un solo punto de fuga sobre una única horizontal (“Perspectiva cornuda”). En realidad estas construcciones perspectivistas, realizadas con rayas y con hilos tensos atados a un alfiler, no eran controladas científicamente y aún no era posible determinar la correcta secuencia de las transversales equidistantes. L. B. Alberti condena la práctica, aún en boga en 1435, por la que los intervalos entre una transversal y la siguiente disminuían mecánicamente en un tercio. Este problema, según Panofsky, fue resuelto por los pintores flamencos del siglo XV sobre una base más empírica.

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Estos métodos prácticos fueron codificados por Johannes Viator, o Jean Pélerin, en el libro De artificiali prospectiva (1505); en realidad ya se conocían a finales del siglo XV y casi podían asegurar una representación perspectivista correcta. Pero el conocimiento teórico o comprensión racional, opuesto a la mera práctica, aún no estaba divulgado en ningún libro y fue accesible sólo a los expertos durante tres cuartos de siglo y, tal vez justamente, se considera que ello hay que atribuirlo a Brunelleschi. El procedimiento de representación perspectivista se desarrolló casi independientemente del análisis matemático del proceso de la visión, que se conoció como óptica en la antigüedad clásica y como prospectiva o perspectiva en el medievo latino Esta disciplina, formulada por Euclides, desarrollada por Gemino, Damián y Heliodoro de Larissa y otros, transmitida al medievo occidental por los árabes y tratado por los escritores escolásticos Roberto Grossatesta, Roger Bacon, Vitelio y Peckham, se esforzaba por expresar en términos geométricos la relación exacta entre las reales magnitudes halladas en los objetos y las magnitudes que constituyen nuestra imagen visual. Esta se basaba en la consideración de que los objetos son percibidos a través de los rayos visuales rectos que convergen en el ojo, de modo que el sistema visual puede ser descrito como un cono o una pirámide que tiene el objeto en su base y el ojo en el vértice. Pero nadie pensó en aplicar la teoría euclidiana de la visión a los problemas de la representación gráfica (los antiguos, si conocieron los sistemas de reducción perspectiva, se valieron de ellos principalmente para pintar escenarios teatrales y codificaron sus leyes en una disciplina distinta de la óptica, la scaenographia. En De Architectura de Vitruvio se lee: «Scaenographia est frontis et laterum responsus»; la escenografía sugiere la idea del frente y de los laterales en escorzo, con la convergencia de todas las líneas en el centro del círculo). Esto fue precisamente lo que Brunelleschi y sus seguidores se propusieron hacer. Tuvieron la idea de intersecar la pirámide euclidiana con un plano colocado entre el objeto y el ojo y por tanto de “proyectar” la imagen visual sobre esta superficie. Esta teoría fue descrita en el tratado de Piero della Francesca De prospectiva pingendi, entre 1470 y 1490 (no fue impreso hasta 1899; reimpresión, Florencia 1942, al cuidado de G. Nicco Fasola). La “construcción legítima” descrita por Piero della Francesca era laboriosa, de modo que se pusieron a punto construcciones abreviadas, descritas por L. B. Alberti y ya conocidas de los artistas nórdicos.

Durero, que había tenido ocasión en su patria de conocer los procedimientos prácticos, fue a Italia para aprender lo que él definía como “Kunst in heimlicher Prospectiva”, (el arte de la perspectiva secreta), arte entendido en el sentido anteriormente indicado de conocimiento teórico, opuesto a la mera práctica. Durero aprendió en su viaje a Italia en 1500 la “construcción legítima” a través de las enseñanzas de un maestro, que probablemente fue Luca Pacioli (los escritos de Fra Luca Pacioli Summa de Arithmetica, Geometrta, Proportioni et Proponionalità, Venezia, 1494; Libellus de V Corporibus regolaribus,Venezia, 1507 y De Divina Propartione, Venezia, 1509, son todos de fecha posterior al tratado de Piero della Francesca) o Donato Bramante, y profundizó y difundió sus conocimientos a través de sus escritos. (Hay buenas razones para creer que Durero descubrió la geometría descriptiva, descubrimiento que normalmente se atribuye a Gaspard Monge, 1746-1818. Los fundamentos de la geometría descriptiva se hallan principalmente en su tratado sobre las proporciones humanas De Symmetria Partium in Rectis Formis Humanorum Corporum Libri, 1528; edición italiana: Della simmetria dei corpi umani, Mazzotta, Milano, 1973, reprint de la edición de Venecia). La profundización científica del método de representación perspectiva altera profundamente el método constructivo de la tradición precedente porque, a través de las leyes de la representación, es posible prever la fase poyectual, hasta el punto de que la ejecución se convierte en una consecuencia real y concreta del estudio ya madurado del proyectista. La separación entre fase proyectual y fase ope-

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rativa se hace posible por las premisas de la representación perspectiva, que no quiere ser sólo método de representación sino, principalmente, método objetivo de organización del espacio.

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Historia de la vida privada Tomo 3 Del Renacimiento a la Ilustración Dirigida por Philippe Ariès y Georges Duby Taurus Para una historia de la vida privada ¿Es posible una historia de la vida privada?1 ¿O bien esta noción de «privado» nos remite a unos estados o a unos valores que resultan demasiado heterogéneos de una época a otra para que podamos establecer una relación de continuidad y de diferencias entre las mismas? Esta es la pregunta que quisiera formular, y a la que el coloquio dará, según espero, alguna respuesta. Les voy a proponer dos épocas de referencia, dos situaciones históricas, o mejor dos representaciones aproximativas de dos situaciones históricas, sólo para que tengamos la posibilidad de plantear el problema del espacio intermedio. La situación de salida será el final de la Edad Media. En ella encontramos un individuo inserto en solidaridades colectivas, feudales y comunitarias, en el interior de un sistema que poco más o menos funciona: las solidaridades de la comunidad señorial, las solidaridades de linaje, los vínculos de vasallaje encierran al individuo o a la familia en un mundo que no es ni privado ni público en el sentido que nosotros damos a tales términos, como tampoco en el sentido que se les dio, con otras formas, en la época moderna. Digamos de manera trivial que lo privado y lo público, la «cámara» y el tesoro se confunden. ¿Pero qué quiere decir esto? Ante todo y esencialmente que muchos actos de la vida privada, tal como ha mostrado Norbert Elias, se realizan, se realizarán aún durante mucho tiempo en público. Esta observación un tanto brusca debe ir acompañada de dos correcciones: La comunidad que rodea y limita al individuo, la comunidad rural, la ciudad pequeña o el barrio, constituye un medio familiar en el que todo el mundo se conoce y se espía, y más allá del cual se extiende una terra incognita, habitada por unos personajes de leyenda. Era el único espacio habitado y regulado según cierto derecho. Además, este espacio comunitario no era un espacio lleno, ni siquiera en las épocas de poblamiento fuerte. En él subsistían vacíos -el rincón de la ventana en la sala, fuera, el vergel, o también el bosque y sus refugiosque ofrecían un espacio de intimidad precario, pero reconocido y más o menos preservado. La situación de llegada es la del siglo XIX. La sociedad se ha convertido en una vasta población anónima en la que las personas ya no se conocen. El trabajo, el ocio, el estar en casa, en familia, son desde ahora actividades absolutamente separadas. El hombre ha querido protegerse de la mirada de los demás, y ello de dos maneras:  mediante el derecho a elegir con mayor libertad (o a tener la sensación de hacerlo) su condición, su tipo de vida;  recogiéndose en la familia convertida en refugio, centro del espacio privado. Hay que señalar, no obstante, que todavía a principios del siglo XX persistían, particularmente entre las clases populares y rurales, los antiguos tipos de sociabilidad, en la taberna para los hombres, en el lavadero para las mujeres, en la calle para todos. ¿Cómo se pasó del primero al segundo de los modelos qué acabamos de esbozar someramente? Cabe imaginar diferentes enfoques entre los cuales deberemos elegir. 1

Este texto fue escrito como introducción al seminario “Acerca de la historia del espacio privado” organizado por el Wissenschaftskolleg de Berlín en mayo de 1983. Le hemos añadido las reflexiones que este encuentro inspiró a Philippe Aries. R. Ch.

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El primero corresponde a un modelo evolucionista: según éste, el movimiento de la sociedad occidental estaba programado desde la Edad Media y conduce a la modernidad a través de un progreso continuo, lineal, aun cuando se registran algunas pausas, algunas sacudidas y algunos retrocesos. Tal modelo enmascara la mezcolanza real de las observaciones significativas, la diversidad y el abigarramiento, que se cuentan entre las principales características de la sociedad occidental de los siglos XVI al XVIII: innovaciones y supervivencias, o lo que nosotros denominamos así, son indistinguibles. El segundo enfoque es más seductor y considera las realidades con más detenimiento. Consiste en modificar la habitual división en períodos, y en plantear como principio que desde mediados de la Edad Media hasta finales del siglo XVII no hubo cambio real de las mentalidades profundas. Yo no he vacilado en admitirlo en mis investigaciones sobre la muerte. Esto equivale a decir que la división en periodos de la historia política, económica o incluso cultural no cuadra con la historia de las mentalidades. Sin embargo, hay demasiados cambios en la vida material y espiritual, en las relaciones con el Estado, y también con la familia, para que el período moderno no sea tratado aparte como período autónomo y original, teniendo presente tanto lo que debe a una Edad Media revisada como lo que anuncia los tiempos contemporáneos, sin ser por ello la simple continuación de aquélla ni la preparación de éstos. LAS EVOLUCIONES DE LA VIDA MODERNA ¿Cuáles son, desde nuestro punto de vista, los acontecimientos que van a modificar las mentalidades, en particular la idea que las personas tienen de sí mismas y de su papel en la vida diaria de la sociedad? Tres acontecimientos externos, pertenecientes a la gran historia político-cultural, entraron en juego. El más importante tal vez sea el nuevo cometido del Estado, que no dejó de imponerse desde el siglo XV con modos, representaciones y medios diferentes. El Estado y su justicia van a intervenir con más frecuencia, al menos nominalmente, e incluso cada vez con más frecuencia efectivamente durante el siglo XVIII, en el espacio social que antes quedaba abandonado a las comunidades. Una de las principales misiones del individuo era todavía adquirir, defender o acrecentar el papel social que la comunidad social podía tolerar; pues, sobre todo desde los siglos XV y XVI, había más margen en una comunidad que, debido al enriquecimiento y la diversidad de los oficios, se iba haciendo cada vez más desigual. Las posibilidades de actuar consistían en ganar la aprobación, la envidia o, por lo menos, la tolerancia de la opinión pública gracias a la apariencia; esto es, al honor. Conservar o defender el honor era mantener el prestigio. El individuo no era lo que era, sino lo que aparentaba, o más bien lo que conseguía aparentar. Todo se disponía con ese objeto: el gasto excesivo, la prodigalidad (por lo menos en los momentos adecuados, juiciosamente escogidos), la insolencia, la ostentación. La defensa del honor llegaba hasta el duelo o hasta la participación activa y peligrosa en un duelo o hasta un intercambio en público de palabras y de golpes que desencadenaban un ciclo de venganza, pues acudir a las instituciones estatales como la justicia estaba excluido. Ahora bien, desde el reinado de Luis XIII al menos, el Estado pasó a tomar en cuenta tanto como pudo el control de la apariencia. Por ejemplo, prohibió los duelos so pena de muerte (Richelieu) y, mediante las leyes suntuarias, pretendió proscribir el lujo del vestido y que, gracias al vestido, se usurpara un puesto que no correspondía por derecho. Revisaba las listas de nobles para eliminar a los usurpadores. Intervenía cada vez más en las relaciones internas, en lo que nosotros consideramos el centro mismo de lo privado, la vida familiar, por medio de las lettres de cachet: en realidad, ponía su poder a disposición de uno de los miembros de la familia contra otro, saltándose el aparato ordinario de Estado, más infamante. Tal estrategia tuvo importantes consecuencias. El Estado de justicia dividía la sociedad en tres zonas:  La sociedad cortesana, verdadero fórum en el que, bajo una envoltura moderna, se mantenía la mezcla arcaica de acción política o estatal, festividad, compromiso personal, servicio y jerarquía, muchos de cuyos elementos constitutivos existían ya en la Edad Media.  En el otro extremo de la escala social, las clases populares del campo y de las ciudades, en las que persistieron durante mucho tiempo la tradicional mezcla del trabajo y de la fiesta, las voluntades de

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ostentación y de prestigio, y una sociabilidad amplia, cambiante, renovada. Es el mundo de la calle, del tenderete, de la alameda o de la plaza mayor, al lado de la iglesia. La corte, la plebe: dos obstáculos para la extensión de un nuevo espacio privado que va a desarrollarse entonces en los grupos sociales intermedios y, por lo general, cultivados -la pequeña nobleza de toga y la pequeña nobleza municipal, los notables de rango medio-, que encuentran un placer desconocido en quedarse en casa y en mantener en ella una relación agradable con una pequeña société -es la palabra que se empleaba- de amigos muy selectos.

El segundo acontecimiento es el desarrollo de la alfabetización y la difusión de la lectura, en particular gracias a la imprenta. Naturalmente, la práctica más generalizada de la lectura en silencio no ha eliminado la lectura en voz alta, que durante mucho tiempo había sido la única manera de leer. Charles de Sevigné era un lector excelente. En el campo, durante las veladas, se leen pasajes de los «libros azules» 2, literatura de cordel. Eso no es óbice para que la lectura en silencio posibilite que más de uno se haga por sí solo su idea del mundo, que adquiera conocimientos empíricos, como Montaigne o Henri de Campion, pero también como Jamerey-Duval o el molinero que ha estudiado Carlo Ginzburg. Esta lectura permite una reflexión solitaria que de otro modo hubiera resultado más difícil fuera de los espacios piadosos, de los conventos o de los lugares de retiro, acondicionados para la soledad. Por último, tercer acontecimiento, que es el mejor conocido y que no deja de estar relacionado con los dos anteriores: las nuevas formas de religión que se establecen en los siglos XVI y XVII. Desarrollan una piedad interior, el examen de conciencia, en la forma católica de la confesión o en la puritana del diario íntimo, sin excluir, sino todo lo contrario, otras formas colectivas de la vida parroquial. La oración adopta con más frecuencia, entre los laicos, la forma de la meditación solitaria en un oratorio privado o, simplemente, en un rincón de la cámara, sobre un mueble adecuado a este uso, el reclinatorio. LOS INDICIOS DE LA PRIVATIZACIÓN A riesgo de repetirnos, preguntémonos por qué caminos van a penetrar estos acontecimientos en las mentalidades. Voy a distinguir seis categorías de datos importantes, que agrupan alrededor de elementos concretos los cambios producidos y permiten discernirlos en una forma elemental. 1.° La literatura de civilidad es uno de los buenos indicadores de cambio, porque en ella se ve la transformación de los usos caballerescos medievales en reglas de buena crianza y en código de cortesía. Norbert Elias la analizó hace mucho tiempo: en esta literatura encontró uno de los principales argumentos de su tesis sobre el gradual alumbramiento de la modernidad. Roger Chartier le ha dado un enfoque nuevo. Jacques Revel la estudiará aquí. Todo el mundo está de acuerdo en observar en dicha literatura desde el siglo XVI hasta el XVII, una serie de pequeñas evoluciones que revelan, a la larga, una actitud nueva frente al cuerpo, frente al cuerpo propio y al ajeno. No se trata ya de enseñar cómo debe servir a la mesa un mocito, o cómo debe servir a su amo, sino más bien de extender alrededor del cuerpo un espacio preservado, para alejarlo de otros cuerpos, para sustraerlo al contacto y a la mirada del prójimo. Por consiguiente, las personas dejan de abrazarse, de besarse la mamo, el pie, de correr a «postrarse de hinojos» ante una dama a quien quieren ofrecer sus respetos. Estas demostraciones vehementes y patéticas se sustituyen por ademanes discretos y furtivos; no se trata ya de aparentar ni de afirmarse ante los demás sino, por el contrario, de estar presente en la atención de los demás sólo lo necesario para que 2

Los “libros azules” o “Biblioteca azul” eran libros baratos que se imprimían en grandes cantidades y que, por lo general, eran vendidos por buhoneros en todos los rincones de Francia. Ésta fórmula fue practicada sobre todo por los editores de la ciudad de Troyes.

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no se olviden totalmente de uno, sin imponerse con un ademán excesivo. La literatura de civilidad, la manera de tratar el propio cuerpo y el de los demás explican un pudor nuevo, una nueva preocupación por disimular determinadas partes del cuerpo, determinados actos como la excreción. «Cubríos ese seno que no debo ver», dice Tartufo. Ya ha pasado el tiempo en que los hombres del siglo XVI se recubrían el sexo con una prótesis que servía de bolsillo y que simulaba poco más o menos la erección. Del mismo modo, causará repugnancia acostar a los recién casados en su cama, en público, la noche de bodas, y regresar a su cámara la mañana siguiente. Incluso sucederá que este pudor nuevo, sumado a antiguas prohibiciones, dificultará el acceso del cirujano varón al lecho de la parturienta, lugar de reunión esencialmente femenino. 2.° Otro indicio de una voluntad más o menos consciente, a veces obstinada, de apartarse, de conocerse mejor uno mismo mediante la escritura, sin que necesariamente haya que comunicar ese conocimiento a otros que no sean los propios hijos para que conserven el recuerdo, y con mucha frecuencia manteniendo en secreto las confidencias y exigiendo a los herederos su destrucción: es el diario íntimo, o las cartas, las confesiones, la literatura autógrafa en general, que da fe de los avances de la alfabetización y del establecimiento de una relación entre lectura, escritura y conocimiento de uno mismo. Son escritos sobre uno mismo y, con mucha frecuencia, para uno mismo y sólo para uno mismo. No siempre se intenta publicarlos. Incluso cuando no se destruyen, sobreviven sólo por casualidad, en el fondo de un baúl o de un desván. Son, pues, escritos redactados únicamente por gusto. Un artesano vidriero de finales del siglo XVIII lo confiesa al principio de sus Memorias: «Lo que he escrito fue sólo por mi gusto y por el de recordarlo.» La autobiografía correspondía tan bien a una necesidad de la época que se convirtió en género literario (como el testamento en la Edad Media), en medio de expresión literaria o filosófica, de Maine de Biran a Amiel. No es casual que el diario íntimo estuviese tan generalizado desde finales del siglo XVI en Inglaterra, cuna de la privacy. En Francia, donde, salvo en algunos casos aislados, no tenemos nada comparable, los livres de raison son, sin embargo, más numerosos y tal vez más densos. 3.° El gusto por la soledad. Antes no era conveniente que un hombre distinguido estuviera solo, salvo para rezar -y esto seguirá así aún por mucho tiempo. Los más humildes tenían tanta necesidad de compañía como los grandes: la peor de las pobrezas era el aislamiento; por eso el eremita lo buscaba como privación y disciplina. La soledad engendra el tedio: es un estado contrario a la condición humana. Como se ve, ya no es así a fines del siglo XVII. Madame de Sevigné que, sin embargo, no estaba nunca sola en París, escribe en las cartas de la última parte de su vida el placer que le causa en Bretaña quedarse sola tres o cuatro días seguidos, pasearse por las alamedas plantadas de árboles de su parque con un libro. Todavía no se ha llegado a los grandes recorridos en medio de la naturaleza, pero el parque arbolado adopta, sin embargo, un aire de naturaleza. Pronto llegarán Las confesiones y Los pensamientos de un paseante solitario. 4.° La amistad. Esa disposición a la soledad invita a compartirla con un amigo querido, retirado del circulo de los asiduos por lo general amo, pariente, sirviente o vecino, pero elegido de manera más especial, separado de los demás. Otro yo. La amistad ya-no es únicamente la fraternidad de armas de los caballeros de la Edad Media: no obstante, queda mucho de ella en la camaradería militar de estas épocas en las que las guerras ocupan a la nobleza desde la más tierna edad. Sin duda, só1o excepcionalmente es la gran amistad que se encuentra en Shakespeare o en Miguel Ángel. Es un sentimiento más civil, un trato afable, una fidelidad apacible, del cual existe, además, toda una gama de variedades y de intensidad. 5.° Todos estos cambios -y muchos otros- convergen en una nueva manera de concebir y disponer la vida diaria, no ya según el azar de las etapas, la utilidad más trivial o incluso como complemento de la arquitectura y del arte, sino como una exteriorización de sí mismo y de los valores que uno cultiva en sí. Esto lleva a conceder mucha atención y a dedicar muchos cuidados a lo que ocurre en la vida diaria, en el interior de la casa o en el comportamiento propio, y a introducir en ello exigencias de refinamiento que llevan tiempo y acaparan el interés; es el gusto que entonces se convierte en un verdadero valor. Durante mucho tiempo las personas se habían limitado a recubrir las paredes de las habitaciones con tapices movibles, a instalar cuando era posible mostradores de objetos preciosos. El resto del mobiliario era sencillo, desmontable, seguía al propietario en sus desplaza-

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mientos, conservaba un carácter de utilidad, como es el caso de camas, arcas y bancos. Luego las cosas cambian. La cama se instala en la ruelle, el arca se convierte en un objeto artístico o (y esto es más significativo) cede el puesto al armario, a la cómoda. El sillón ya no es una silla con brazos destinada a indicar y a subrayar una posición social eminente. Madame de Sevigné está en la frontera de las dos épocas y en sus cartas se encuentran ejemplos de sendas actitudes. Lleva consigo su cama en su primer viaje a Les Rochers, y aunque todavía es bastante indiferente al arte de los mueblecitos, los admira en casa de su hija. Ya Samuel Pepys conocía suficientemente a los mercaderes para comprar como entendido grabados, muebles y cama. Este arte menor del interior se convierte en fuente de inspiración para el arte excelente del pintor. La pintura holandesa del siglo XVII gusta de representar el interior doméstico en su perfección -ideal de un nuevo arte de vivir. Entonces es cuando se desarrolla un arte de la mesa y de los vinos, que requiere una iniciación, una cultura, un espíritu critico; es lo que se sigue llamando el gusto. ¿No será entonces cuando se desarrolla una gran cocina de maestros, pero también cuando la cocina común se hace más exigente, más refinada, cuando los platos rústicos y toscos se convierten en las hornillas en recetas tradicionales, pero cuidadas y a menudo sutiles? Las mismas observaciones podrían hacerse acerca del vestido y, mas concretamente, acerca del vestido de interior. 6.° La historia de la casa resume quizá todo el movimiento de esas constelaciones psicológicas que acabamos de evocar, sus innovaciones y sus contradicciones. Es una historia muy compleja cuya importancia no podemos por menos que señalar. No deja de cambiar hasta nuestros días, tras haber sido, entre los siglos XII y XV, relativamente estable. Creo que los elementos más importantes son:  la dimensión de las habitaciones, que se hace más pequeña; la multiplicación de espacios pequeños, que aparecen primero como apéndices de las habitaciones principales, pero en los que se concentra la actividad y que muy pronto adquieren autonomía: estudio, alcove, ruelle;  la creación de espacios de comunicación que permiten entrar o salir de una habitación sin pasar por otra (escalera privada, pasillo o corredor, vestíbulo...);  la especialización de las habitaciones (Samuel Pepys tenía una nursery, una cámara para sí, otra para su mujer, un living-room, mientras que madame de Sevigné no conocía nada de eso ni en Carnavalet ni en Les Rochers); además hay que hacer constar que, en muchos lugares -y tal vez también en Inglaterra- , el cierre de la casa y la especialización de las habitaciones corresponden más bien a una «funcionalización»;  las habitaciones están reservadas a una especie de trabajo antes que a una búsqueda de intimidad;  la distribución de la calefacción y de la luz. La historia de la chimenea parece particularmente importante, a la vez para la calefacción y para la cocina; citemos únicamente el paso de la chimenea grande, elemento arquitectónico, a la chimenea pequeña, con sus conductos y su pantalla, que tal vez sea una adaptación occidental de la estufa de Europa central. EL INDIVIDUO, EL GRUPO, LA FAMILIA Todo lo que se acaba de decir se refiere al repertorio analítico. Ahora es preciso preguntarse cómo se reunieron en la vida diaria todos esos elementos dentro de estructuras coherentes, dotadas de fuerte unidad, y cómo pudieron evolucionar dichas estructuras. Advierto tres fases importantes: 1.º La conquista de la intimidad individual. Los siglos XVI y XVII me parece que marcan, desde cierto punto de vista, el triunfo de cierto individualismo de costumbres; en la vida diaria, quiero decir (y no en la ideología: hay un desfase entre ambas). Los espacios sociales que la conquista del Estado y los retrocesos de la sociabilidad de comunidad han dejado libres van a ceder el puesto al individuo para instalarse aparte, en la sombra. Los espacios materiales que corresponden a esos espacios sociales son muy diversos, todos poco funcionales. Está, por ejemplo, la ventana, herencia medieval: Belle Doette aux fenetres s'assied, Lit en un livre et son coeur ne l'y tient. De son ami Daon il lui ressouvient

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Qui au Laurion au loin s’en est allé 3 Evidentemente, la búsqueda de la intimidad suele estar ligada a la conquista de un amor. Pero no siempre. Otro lugar privilegiado, nuevo en este caso, pues corresponde a un acondicionamiento nuevo de la cámara y de la cama, es la ruelle; lugar tanto de las confidencias amorosas como de las políticas o de las referentes a negocios, lugar del secreto al fondo de una cámara que todavía, a veces, está llena de gente. A finales del siglo XVII, el pequeño Jamerey-Duval, a los siete u ocho años, huye de su madrastra y encuentra refugio durante algún tiempo en el bosque, entre un pequeño grupo (una petite société) de pastores que le enseñan a leer. Luego se hace criado de una comunidad de eremitas que le disponen un rincón de soledad en el que acumulará una ciencia de autodidacta. Más tarde, el vidriero Ménétra tendrá una cámara para sí, pero ¡es para recibir a sus amantes como un burgués del siglo siguiente! Breves paréntesis en lo que sigue siendo su vida verdadera: la jarana, el trabajo o el paseo con sus compañeros, la participación en la vida callejera de su barrio. Por lo demás, Arlette Farge ha mostrado la persistencia de una sociabilidad pública de la calle en los espacios de acceso a las casas. Yo voy a defender gustosamente la tesis de que ese individualismo de costumbres declinó desde finales del siglo XVIII en provecho de la vida familiar. Debió de haber resistencias, adaptaciones (la especialización de las habitaciones permitía el aislamiento), pero la familia absorbió todas las preocupaciones del individuo, incluso cuando le dejaba un espacio material. 2.º La segunda fase es la formación de grupos de convivencia social, entre los siglos XVI y XVII, en los medios que no pertenecían a la corte y que estaban por encima de las clases populares; grupos que desarrollaron una verdadera cultura de «pequeñas sociedades» consagradas a la conversación, y también a la correspondencia y a la lectura en voz alta. Las Memorias y las cartas de este período abundan en ejemplos. Me conformaré con citar este texto de Fortin de La Hoguette: «La diversión más común y más honesta de la vida es la de la conversación. El retiro de un hombre solo podría resultar demasiado horrible, y la multitud demasiado tumultuosa, si no hubiera algún medio [subrayo yo] entre ambos [que, observémoslo, no es la familia, totalmente ajena a esta primera privatización], compuesto de la selección de algunas personas particulares [la palabra "particular" es la más cercana a nuestra palabra "privado"] con quienes uno se comunica para evitar el aburrimiento de la soledad y el trastorno de la multitud.» Estas reuniones podían celebrarse en habitaciones más íntimas más retiradas, con una disposición especial, o bien, simplemente, alrededor del lecho de una señora, pues las señoras desempeñaron un importante papel, al menos en Francia y en Italia, en estas petites sociétés. Los presentes no siempre se conformaban con hablar, leer, comentar sus lecturas o discutir. Se dedicaban a juegos de sociedad (la expresión es significativa), a cantar o a tocar música, a discutir (en Inglaterra: the country parties). Según parece, en el siglo XVIII parte de estos grupos tuvieron tendencia a convertirse en instituciones, con reglamentos. Perdieron espontaneidad e informalidad. Se convirtieron en clubs, en sociedades de pensamiento, en academias. Y los que no se institucionalizaban -pasando de este modo al ámbito público- perdían fuerza para convertirse en atractivos secundarios de la vida diaria burguesa: los salones literarios, los «días» de las señores del siglo XIX. Yo voy a formular la hipótesis de que esta convivencia social del siglo XVII ya no es un importante elemento significativo de la sociedad a fines del siglo siguiente. 3.° Tercera fase. En realidad, otra forma de vida diaria ha invadido entonces el espacio social, poco a poco, en todas las clases sociales, tendiendo a concentrar todas las manifestaciones de la vida privada. La familia cambia de sentido. Ya no es o ya no es sólo una unidad económica, a cuya reproducción ha de sacrificarse todo. Ya no es un lugar de coacción para los individuos, que únicamente podían encontrar libertad fuera de ella, lugar del poder femenino. Tiende a convertirse en lo que nunca había sido anteriormente un lugar de refugio en donde uno escapa de las miradas del exterior, un lugar de afectividad en donde se establecen relaciones de sentimiento entre la pareja y los hijos, un lugar de atención a la infancia (rosa o negra). Al desarrollar sus nuevas funciones, la familia, por una parte, absorbe al individuo, al que recoge y defiende; por otra parte, se separa más claramente que antes del espacio público, con el cual se comunicaba. Su

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La hermosa Doette se sienta en la ventana / Lee un libro, pero su mente está en otro lugar / Recuerda a su amigo Daon / Que a Laurion se fue.

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expansión se produce a expensas de la sociabilidad anónima de la calle y de la plaza. El padre de familia a lo Greuze, a lo Marmontel, se convierte en una figura moral que inspira respeto a toda la sociedad local. Con todo, sólo se trata del comienzo de una evolución que triunfará en los siglos XIX y XX, y los factores de resistencia o de sustitución son todavía muy potentes. El fenómeno queda circunscrito a determinadas clases sociales y a determinadas regiones o a la ciudad, sin que logre eliminar la sociabilidad anónima que subsiste en sus formas antiguas (como en la calle) o en formas nuevas, tal vez derivadas de la convivencia social del período anterior (country parties, clubes, academias, cafés). Habrá que buscar la emergencia del cometido de esta estructura tan vieja, que poco a poco se transformó por completo, en el corazón de una comunidad que se mantiene y en competencia con las nuevas formas de convivencia social que se desenvuelven hasta crear una cultura mixta que se desarrollará a lo largo del siglo XIX. LA DOBLE DEFINICIÓN DE LO PÚBLICO Las observaciones que presenté como preámbulo del coloquio no eran todas de mi cosecha. Algunas (particularmente en lo relativo al Estado) me las habían inspirado conversaciones que mantuve con Maurice Aymard, Nicole e Yves Gastan y Jean-Louis Flandrin. No obstante, expresan o reflejan una problemática que me es muy personal y que yo había desarrollado de manera más radical aún en notas anteriores. Esta problemática centra toda la historia de la vida privada en un cambio de sociabilidad; digamos, grosso modo, en la sustitución de una sociabilidad anónima, la de la calle, el patio del palacio, la plaza, la comunidad, por una sociabilidad restringida que se confunde con la familia, o también con el propio individuo. Por tanto, el problema está en saber cómo se pasa de un tipo de sociabilidad en la que lo privado y lo público se confunden, a una sociabilidad en la que lo privado se halla separado de lo público e incluso lo absorbe o reduce su extensión. Tal problemática da a la palabra «público» el sentido de jardín público, de plaza pública, de lugar de encuentro de personas que no se conocen pero que se sienten contentas de estar juntas. A mí me resultaba obvio que el hombre contemporáneo trataba de huir de esa promiscuidad que el hombre de la Edad Media y de los Tiempos modernos (y, todavía, de algunas partes del mundo actual), en cambio, buscaban. Es cierto que la sociabilidad era menos anónima de lo que parecía: en esas comunidades se conocía todo el mundo. En consecuencia, el problema esencial era el paso de una sociabilidad anónima de grupos en los que las personas podían reconocerse, a una sociedad anónima sin sociabilidad pública en la que dominaban (si no se tomaban en cuenta los lugares de ocio o de placeres organizados) bien un espacio profesional, bien un espacio privado, dado que lo «privado» prevalecía en unas sociedades anónimas de las que prácticamente había desaparecido la sociabilidad pública. Se trataba, creo yo, de un fenómeno capital, y era importante observar atentamente su emerger y su extensión. Ahora bien, sorprendentemente, en mis discusiones con mis amigos y colegas y en el coloquio advertí enseguida que ellos, sin oponerse totalmente a mi tesis, no la adoptaban por completo y que se formaban otra idea del problema público/privado. Tardé tiempo en entender dónde se hallaba la divergencia. El seminario y las discusiones que siguieron me permitieron dar en el clavo, y ahora entiendo mejor que el problema no es tan monolítico como yo imaginaba, que se compone, por lo menos, de dos cuestiones esenciales. Existe, en efecto, un segundo aspecto de la oposición público/privado que yo no había visto, hasta tal punto me he vuelto extraño a las formas políticas de la historia. En esta concepción, lo público es el Estado, el servicio al Estado, y, por otra parte, lo privado o, más bien, lo «particular» correspondía a todo lo que se sustraía al Estado. Perspectiva nueva para mí, y muy ilustrativa. En ese caso, las cosas pueden resumirse muy someramente del siguiente modo.

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En la Edad Media, como en muchas sociedades en las que el Estado es débil o simbó1ico, la vida de cada particular depende de solidaridades colectivas o de dominios que desempeñan una función de protección. No se tiene nada -ni siquiera el propio cuerpo- que, llegado el caso, no se halle en peligro y cuya supervivencia no esté supeditada a un vínculo de dependencia. En tales condiciones, lo privado y lo público se confunden. Nadie tiene vida privada, pero todo el mundo puede tener un papel público, aunque sólo sea el de víctima. Obsérvese que existe un paralelismo entre esta problemática del Estado y la de la sociabilidad, pues, en las mismas condiciones, existe la misma confusión en el ámbito de la sociabilidad. Un primer momento importante es el de la aparición del Estado cortesano -empleando la expresión de Norbert Elias. Un Estado que atiende jurídicamente a unas cuantas funciones que hasta entonces se habían dejado en una especie de indivisión (paz y orden público, justicia, ejército, etc.). Queda disponible entonces un espacio-tiempo para actividades que ya no tienen nada que ver con la causa pública: actividades particulares. Sin embargo, la sustitución no fue tan sencilla. Al principio (siglo XVI-primera mitad del siglo XVII), el Estado no pudo hacerse cargo de hecho de todas las funciones que reivindicaba jurídicamente. Quedó disponible un espacio mixto que fue ocupado por redes de clientela que se hicieron cargo tanto de las funciones públicas (ocupación militar) como de las actividades privadas, con los mismos medios (servicios personales). Este es, en particular, el caso de Henri de Campion, del que se ocupa Yves Castan, que pasa sin escrúpulos del servicio del rey al de los príncipes rebeldes, pero que, sin embargo, sigue invocando al rey. Además, en todos los casos, las personas que ejercen realmente el poder (militar, de justicia o de policía) en nombre del rey, lo hacen con sus propios fondos, bien contentos si de cuando en cuando el rey les permite recobrar ese dinero y más, gracias a donaciones generosas. Como no hay salarios, se vive de arbitrios que no tienen nada de humillante, como el juego, un medio de ganar dinero tan normal como otro. En tales condiciones, la casa de un gobernador de provincia, de un presidente de tribunal, se confunde con su función. Por esta razón, madame de Sevigné se queja de los gastos fastuosos de monsieur de Grignan, lugarteniente del rey en Provenza: hace las veces de rey en su corte. Del mismo modo, es imposible instruir un proceso sin que haya intervenciones de terceros ante los jueces, que resultan inadmisibles para nuestra moral actual, pero sin las cuales estos jueces no estarían informados. Es con el Estado con el que se trata, y se conocen muy bien las diferencias entre el hombre de Estado y el particular, sin embargo el Estado todavía se administra como un bien familiar. Parece que esta actitud respecto de lo público y del servicio público corresponde, cronológicamente al menos, aunque tal vez por razones más profundas, a la sociabilidad de grupos que anteriormente distinguimos. Las relaciones humanas desempeñaban hasta tal punto un papel en la información, en la elección y en la aplicación de las decisiones, que favorecían las agrupaciones por afinidades que caracterizan la convivencia social de este período. También favorecían la amistad, sin la cual no se podía contar con nadie. Uno de los modelos de esta doble relación público/privado lo tenemos en Henri de Campion quien, durante su tiempo de servicio en el ejército, organizaba «conferencias» en las que se discutía de Maquiavelo. Esta situación cambiará cuando, en una segunda y decisiva etapa, el Estado recupere de hecho todo lo que reivindicaba de derecho. En Francia esto sucede con el Estado de los intendentes y de Louvois (en la época de Luis XIV), en el que escribanos y oficinas van a reemplazar a las redes de clientela y en el que la remuneración pública estará separada del gasto privado. La evolución será diferente en otros Estados, por ejemplo Inglaterra, donde será la nobleza local, es decir, lo que nosotros hemos llamado clientelas de servicio, la que desempeñe el papel de los intendentes, pero aceptando someterse a las leyes y órdenes del Estado. Llegamos así a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Desde ese momento, lo público está netamente desprivatizado. La cosa pública ya no puede confundirse con los bienes o los intereses privados. Desde ese momento, el espacio privado puede organizarse como un espacio casi cerrado, y en cualquier caso separado por completo del servicio público que se ha hecho totalmente autónomo.

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Este espacio liberado lo va a llenar la familia. Cabe pensar que los hombres que vivían en dicho espacio, sin participar en la vida pública (este no era el caso de la nobleza ni de los notables de las comunidades en los siglos XVI y XVII), van a experimentar una frustración que dará origen a una reflexión y a una reivindicación políticas. De este modo el circuito se cierra. La conclusión que saco de estas reflexiones es que el problema de la vida privada en los Tiempos modernos ha de tratarse atendiendo a dos aspectos distintos. Uno es el de la contraposición del hombre de Estado y del particular, y el de las relaciones entre la esfera del Estado y lo que será en rigor un espacio domestico. El otro es el de la sociabilidad y el del paso de una sociabilidad anónima, en la que se confunden la noción de público y la de privado, a una sociabilidad fragmentada en la que aparecen sectores bien diferenciados: un residuo de sociabilidad anónima, un sector profesional y un sector, también privado, reducido a la vida doméstica. Historia de la vida privada Tomo 4 El individuo en la Europa feudal Dirigida por Philippe Ariès y Georges Duby Taurus LAS INSTALACIONES DEL ESPACIO PRIVADO SIGLOS XI-XIII ¿Pero cómo resucitar en su integridad la vida cotidiana, los recorridos de hombres y mujeres, el ordenamiento que cambiaba de uso las distintas piezas? Lo que no hay que hacer ante los castillos es soñar, como lo hizo el siglo XIX. La arqueología de esta época, después de haber analizado a la perfección las técnicas de construcción, se dejaba llevar de puras impresiones, hablando de tristeza, de estrechez, de rudeza, sin pararse a pensar si sus habitantes experimentaban de veras aquellas contrariedades, o bien desplegando, consciente o inconscientemente, toda una ideología, como sucede en la página de Émile Male que se leerá más adelante. Más activos y no menos apasionados, los investigadores actuales son también más prudentes las más de las veces, sus informes y sus sintesis prefieren detenerse en el umbral de la inaprehensible intimidad de los hogares. Precisamente porque les parece fundamental el conocimiento exacto del modo de vida, evitan prejuzgar con expresiones definitivas las funciones de tal pieza o tal construcción, y renuncian a la tentación de reconstruir estéticamente las viviendas derrumbadas y los sentimientos muertos.(…) La dificultad más irritante es la que impide atribuir a tal o cual, espacio su nombre medieval exacto; términos como turris, la torre o la fortaleza, y domus, la casa, o también como camera, la cámara o alcoba, y sala, la sala o salón, aparecen empleados lo mismo en oposición que uno en lugar de otro. ¿Es que las gentes medievales eran incoherentes, o incapaces de traducir al latín los términos de su lenguaje? Hay que dudar de tal cosa: semejante explicación condescendiente es inaceptable. Tiene que haber una real y significativa ambigüedad en cada uno de estos pares de términos. Y si bien se piensa, ahí radica toda la historia de las formas de habitación noble: ¿se hallaba acaso la aristocracia condenada a vivir recluida en la fortaleza, hasta el punto de que se toma ésta por su mansión por excelencia, y no fue capaz de atenuar al menos sus inconvenientes? Por otra parte, instalada como se hallaba en la estrechez, ¿se vio impedida para instituir la separación, fundamental a nuestros ojos, entre la pieza de recepción, de comedor, y la de intimidad de dormir, así como cualquier otro tipo de sutileza en el ordenamiento de ambientes de aislamiento y de lugares de encuentro? LA SALA Y LA ALCOBA Dejemos por tanto el problema en cierto modo externo y vengamos al análisis de las articulaciones internas de las viviendas. En este segundo desarrollo, se acudirá menos directamente a la arqueología: son los textos, la utilización opuesta o confundida de ciertas palabras, lo que nos va a decir más cosas sobre el curso de la vida: los desplazamientos, las reuniones y las situaciones de retraimiento, que unas salas vacías cuya finalidad no se

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ve patente; se tratará por tanto únicamente de verificar que el ordenamiento revelado por las fuentes escritas pueda efectivamente encajar en los marcos materiales conservados o reconstruidos. Por no tomar en cuenta más que estos últimos los historiadores del arte y los arqueólogos de otras épocas se dejaron arrastrar a dar por supuesto demasiadas cosas en función de sus propias reacciones de modernos. No será inútil comprobar, con uno o dos ejemplos en qué se equivocaba semejante modo de ver las cosas. SUPOSICIONES Los eruditos austeros, irreprochables en el estudio de lo que habían constituido como objeto científico (por ejemplo las preocupaciones militares de los arquitectos de castillos o las mismas técnicas de la construcción) convertían en otros tiempos la vida privada de las damas y los grandes barones en ocasión de efectos de estilo y de sugestiones ideológicas. Así, el gran Émile Male, emocionado como muchos de sus contemporáneos (1917) por el «héroe de nuestras epopeyas el soldado de nuestras cruzadas», se proponía establecer, en un estilo sobrio y sin embargo vibrante la unidad orgánica entre el marco severo y reducido de la fortaleza y el carácter de sus habitantes. «Aquella ruda mansión hizo posible el feudalismo. Contribuyó a sus defectos el desdén, el orgullo del hombre que no tiene iguales a su alrededor; pero le proporcionó también más de una virtud: el amor por la tradición y las antiguas costumbres, el profundo sentimiento de la familia. Allí no hay ya, como en la villa galoromana un gineceo, un triclinium de verano, un triclinium de invierno, termas, galerías, y un buen número de habitaciones en las que uno puede aislarse: no hay más que una sala. El padre, la madre y los hijos viven juntos a todas las horas del día, apretados unos contra otros, a veces bajo la amenaza del peligro. En aquella sala sombría no podía por menos de haber una atmósfera cálida de afecto. Sobre todo la mujer salió ganando con aquella vida tan austera, se convirtió en la reina de la casa. (…)» Es fácil la crítica de este pasaje, en el que el arte se ha reducido a la nada. Está sembrado de suposiciones arbitrarias: que el marido vive permanentemente con su mujer y que educan por sí mismos a sus hijos, que la proximidad crea siempre el afecto y nunca la insoportabilidad, que el castillo es un refugio y no una base de ataques, etc. De hecho, la familia conyugal, católica y burguesa, de los lectores de León Gautier se ha trasplantado aquí pura y simplemente a la sociedad feudal. También resulta demasiado artificial dar a entender la unidad entre la decoración (tal como Male la interpreta) y la sociabilidad: parece preferible el análisis de las relaciones dialécticas y aleatorias entre los hombres y su marco de vida; y demasiado simple oponer la Antigüedad a la Edad Media como el mundo del refinamiento y del abandono al de la simplicidad pura y dura: habrá que renunciar totalmente a semejante modo de ver las cosas. En cuanto al reinado de la mujer, ¿cómo no adivinar sus límites y su ambigüedad? A pesar de todo, y aunque se olvida también de colocar a la servidumbre, servil e importuna, en torno de su familia ideal y de mencionar los compartimentos internos entre las distintas piezas mediante tabiques ligeros, tiene razón Émile Male en dos puntos importantes: el ordenamiento de la familia en torno de unos cónyuges dominantes, de una pareja de amos y la posibilidad que éstos tienen de estar durante el día y de dormir por la noche en el mismo espacio. ¿Pero no tienen también uno y otro sus respectivos lugares de retraimiento? ¿Y no tienen los restantes miembros de la familia, hijos, huéspedes y sirvientes, sus respectivos cuartos? Los comentaristas de una fortaleza de varios pisos no dejan de hablar de «sala» abajo y de «alcoba» arriba, teniendo por tanto a la vista, a medida que se va ascendiendo en el cuerpo de la torre, una gradación hacia lo más privado, lo más enclaustrado, lo más femenino. En suma, se habría pasado sin dificultad del orden horizontal de los antiguos palacios (aula y apartamientos contiguos) a la disposición vertical de los nuevos castillos. Esta visión de las cosas parece natural, y aquí no se trata de desmentirla, sino de marcarla. ¿Cómo no advertir, por ejemplo, que las habitaciones altas de los castillos, iluminadas y espaciosas, son más aptas que el resto para la recepción de solemnidad? Porque la sala y la alcoba no son de hecho espacios estrictamente antagonistas en los que se hallaría dividida, como la casa moderna, la vivienda «feudal»; no son sino lo que los hombres y las mujeres que las habitan quieren hacer de ellas. Ellos y ellas se encargan de modular finamente sus usos; y de ello dan pruebas, si se presta atención, ciertas ambigüedades de lenguaje.

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LA SALA CONFUNDIDA CON LA ALCOBA Si se recorren los textos de los siglos XI y XII, se experimenta a veces la sorpresa de encontrar, a propósito de una auténtica aula (que comprende una pieza grande levantada sobre una bodega) el término camera: en Brujas, la sala del conde y la casa de Berturf, en 1127, se denominan una y otra. camera. Así mismo, en la torre de Castelpers, de acuerdo con el relato de los Milagros de santa Fe, un prisionero consigue subir desde su calabozo al piso alto, la herilis camera: la atraviesa discretamente y, como da al exterior, le basta con saltar por una ventana para llevar a feliz término su evasión. Tampoco queda ya ninguna duda sobre la casa o «torre de madera», del señor Aubry en La Cour-Marign (Orleanesado, mediados del siglo XI): allí era donde «hablaba, comía y descansaba por la noche»" con su familia. Finalmente, la «famosa» descripción de la vivienda de Ardres, construida con un armazón de madera hacia 1120, muestra el conjunto ordenado en torno de una herilis camera. «vasta cámara en que dormían el señor y su mujer», y los arqueólogos no han podido encontrar en los aledaños de este lugar ninguna huella de un aula distinta: la pieza de recepción debía de ser aquella misma. Por otra parte, tratándose de los servicios domésticos de los más altos príncipes, hay denominaciones cuya ambivalencia llama la atención: por ejemplo, con respecto al camarero ducal de Normandía, “primero de mi aula y de mi camera” (siglo XII). ¿Cómo es posible que se confundan así sala y alcoba? 1.° El estudio de las amplias salas de palacios muestra la posibilidad de una separación interna, mediante tabiques de madera, entre un espacio de recepción de superficie mayor, y un espacio más reducido como cuarto de dormir. Así en Troyes, en el palacio de los condes de Champagne, hallamos esta disposición en 1177: de un lado, hay un estrado adosado al muro desde donde el príncipe preside los banquetes, dominando a los comensales sentados a dos grandes mesas de acuerdo con el eje longitudinal de la pieza; de otro, se halla el thalamus comitis, «lecho» o «alcoba» conyugal. 2.° Se advierte también que en cada una de las plantas de un castillo la gran pieza puede ser a la vez sala y alcoba, dividirse al menos en dos parles La literatura del siglo XII describe exactamente las cosas: en Kamaalot, en La muerte del rey Arturo, tienen lugar a la vez dos banquetes distintos: el del rey, en la gran sala. y el de la reina Ginebra, en su cámara, donde se sientan a la mesa Gauvain y los suyos, así como toda una tropa, servidos y sometidos por la señora El texto no precisa si está cámara es un piso o un local contiguo a la «sala»: no importa: lo mismo si nos encontramos en una ordenación horizontal que en una vertical, hay sin duda una progresión en el grado de familiaridad cuando se penetra en los aposentos de Ginebra –que puede impedir la entrada en su habitación a un amante en desgracia- -sin que las funciones de la «alcoba» difieran mucho de las de la «sala» de su real esposo, sede de la corte en completa formación. 3.° Los precisos testimonios recogidos por Guillaume de Sainl-Pathus, confesor de la reina Margarita, sobre los hábitos privados de san Luis durante los veinte últimos años de su vida muestran bien a las claras los círculos concéntricos que constituyen la esfera de lo privado. Cada uno de ellos se define por el carácter y la importancia del entorno real. El rey tiene junto a sí compañeros más o menos familiares: uno de sus capellanes es «mout privé», Joinville es «bastante privado», caballero de alta alcurnia que no puede servir a su señor en la esfera privada. El ámbito más secreto es el guardarropa, aislado en el interior de la alcoba: allí duerme Luis IX, velado por un solo servidor, allí es donde reza en total recogimiento, donde lava los pies a tres pobres, sustrayendo a las miradas ajenas este acto de piedad absolutamente personal; y allí oculta también su cuerpo, si es cierto que un chambelán, en veinte años de servicio, no ha logrado ver su pierna más arriba del muslo. La «alcoba» en cambio es un espacio mucho más amplio, que ofrece incluso la posibilidad de llevar a cabo actos cuasi públicos: recepción de dieciséis pobres, o tocar sus escrófulas. A su mesa, ante un gran fuego, Luis IX puede recibir caballeros, al tiempo que su entorno más modesto e íntimo come aparte en el guardarropa. Finalmente, tal «alcoba» no se distingue demasiado de la «sala», salvo por una menor capacidad de recepción: la diferencia entre una y otra es de grado en la «privanza», no de naturaleza; como no está clara la diferencia entre ayudas de cámara y sirvientes de la sala. El conjunto constituye la casa del rey, cuyo papel político no es desdeñable: sino una realidad sociológica finamente articulada, que se desplaza de castillo en castillo. En París, en Vincennes, en Compiegne, en Noyon, en Normandía y en otras provincias, se instala sucesivamente en sitios diferentes (aunque

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no de traza opuesta) sin cambiar de estructura. Diversidad de las residencias del rey, como de las del «Padre»; pero unidad y estabilidad fundamentales de su casa. A partir de finales del siglo XII se ofrece cada vez con mayor frecuencia la posibilidad de disponer de una sala y de dos recintos distintos: eso es lo que sucede en el castillo de Gante, donde la primera se halla en el torreón central, elevado y reforzado; mientras los otros dos se sitúan a uno y otro lado, en sendos saledizos del edificio. Sin duda destinados a alojar por separado a hombres y mujeres de la corte. Así mismo, la literatura cortés -de la que en estos ambientes tanto se gustaba- muestra a veces una sala desde la que se accede a uno o dos «aposentos»: se trata del corazón de toda gran residencia del siglo XIII. ¿Es algo efectivamente nuevo? ¿Una separación inédita del gineceo? El análisis atento de los Milagros de Santa Fe demuestra a juicio de Pierre Bonnassie que la herilis camera de Castelpers, donde se halla el señor con sus «familiares», no es sino la cámara de los guerreros y de sus concubinas, aquellas rameras cuya frecuentación tanto les reprochan a los tiranos del año 1100 los cronistas monásticos; mientras tanto, las esposas y los hijos pequeños viven aparte: hay por tanto una clara bipartición de la sociedad doméstica. Atención: hay que leer bien las expresiones cum familia y cum familiaribus a fin de atribuirle al término «familia» su sentido medieval… Lo que distingue a los grandes conjuntos beneficiarios del progreso del siglo XII es sin duda tan sólo el hecho de haber ofrecido a las mujeres una alcoba más atrayente, con aspecto de sala. Así pues, la oposición pertinente, en el lenguaje de la época, no se da tanto entre sala y alcoba como entre una pieza central de la casa o del piso, una sala/alcoba, y las habitaciones reducidas dispuestas en torno o al lado de ella, entre un singular y un plural. Semejante recinto, con su núcleo y sus alvéolos, constituye indudablemente el átomo de la vida privada feudal. LA PIEZA PRINCIPAL EN OPOSICIÓN A LAS ALCOBAS En Angers, hacia 1140, se distingue «el aula del conde y todas las cámaras»; en su palacio de Yvré, el obispo de Le Mans, antes de 1125, dispone de un «aula de piedra, con alcobas y una bodega». Está sobre todo la descripción de Lambert de Ardres, que opone la alcoba residencial a las diversoria en las que se alojan, junto al fuego y las mujeres, los niños y los enfermos, y que nos ofrece el modelo indudable de la organización doméstica. Pierre Héliot recuerda por ejemplo la frecuente aplicación de la «fórmula de Ardres» en los castillos ingleses del siglo XII (concretamente en Rising y Bamburgh): cada planta puede dividirse, mediante ligeros tabiques, en dos, tres, cuatro y hasta seis piezas 4. Y, una vez más, es la novela la que nos revela mejor, bajo la coloración del sueño, las idas y venidas cotidianas de hombres y mujeres. Perceval se acerca a Beaurepaire («Bellorefugio»), un palacio de techos de pizarra; una doncella lo divisa desde una ventana de la sala. Asciende los peldaños de una escalera majestuosa y descubre aquella misma sala, ancha y espaciosa de techo esculpido. Se sienta sobre el lecho, cubierto con colcha de seda; allí, contempla junto a Blanchefleur, la joven dueña del lugar, a dos caballeros canosos que la asisten en sus apariciones públicas; y se sirve el almuerzo. Subrayémoslo de paso: si la sala puede tomarse por alcoba, ello se debe a que el lecho central que en ella se encuentra puede servir para la ostentación y para el encuentro, tanto o más que para el descanso nocturno. Porque, más adelante, se tiene la impresión de que cada uno se ha dirigido a su alcoba particular; y, sirviéndose sin duda de uno de esos corredores excusados que los arquitectos saben construir tan bien en lo sucesivo, Blanchefleur va a reunirse (¿a escondidas?) con quien habrá de ser en adelante su «amigo», al precio de algunas lágrimas, de una dulce noche casta y tierna, y de la promesa de una hazaña guerrera. En el castillo del Rey Pescador, algunas páginas más adelante, Perceval admira una sala situada delante de una torre cuadrada. En su interior encuentra, en su centro, al hombre valiente que yace armado desde los pies a la cabeza, ante un gran fuego y al abrigo de cuatro columnas de bronce macizo. Durante el almuerzo, ve pasar 4

«Alcobas» (chambres) acaba por tener el sentido general y bastante indeterminado de «piezas» (piêces).

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el cortejo del Graal: criados y damiselas que transportan y ofrecen a las miradas, y a las eventuales preguntas, la lanza, los candelabros y los platos preciosos; armas resplandecientes y rutilante orfebrería que salen de una cámara para entrar en otra, después de un recorrido procesional por la sala. Imagen creíble, sin excesivo misterio de los tesoros que encierran los cofres, en el fondo de la casa y que se exhibe con ocasión de la llegada de huéspedes señalados. Iniciada por Chrêtien de Troyes, la literatura novelesca se enriquece durante el siglo XIII –al tiempo que se transforma- con la densidad de la prosa. Nos hace ver, a la vez que la consistencia de los linajes, la posibilidad de conversaciones privadas y de monólogos individuales. En La muerte del rey Arturo, apartes y confidencias transcurren bien junto a las ventanas de la sala de Kamaalot -sólo que entonces se las puede espiar y sorprendero bien en el secreto de las alcobas: el rey conduce a la suya a sus sobrinos para escuchar de ellos la denuncia de los amores adúlteros de la reina con Lancelot con todas las puertas cuidadosamente cerradas. Danielle RégnierBohler ha puesto de relieve, más arriba, la función de estos «ardides del secreto». De hecho se los puede situar sin dificultad en el marco hoy día austero y sin alma de las salas abovedadas de los grandes castillos. Así pues aunque arrastrado por el torbellino de una gran parentela cualquiera podía encontrar un sitio en estas viviendas: en los palacios, en los castillos y hasta en las simples casas nobles de la Edad Media central existió una forma original de vida privada. Inútil insistir en calificarla en relación con la nuestra en sus diferencias o como un lejano preludio. Émile Male proyectaba sobre ella ideales o realidades de su propio tiempo; permítaseme subrayar que la descripción de la convivialidad hecha en este libro por Georges Duby y presidida por la preocupación de una antropología fundamental, se sitúa mucho mejor en los esquemas trazados que la arqueología descrita. En concreto es fácil identificar, desde Castelpers a Gante, los recintos vecinos y distintos que abrigan esas dos partes de la familia, masculina y femenina, que se contemplan mutuamente fascinadas y asustadas, que ocasionalmente se juntan, y furtivamente se interpenetran. Si bien, después de todo, poco importa el plano preciso de los distintos espacios, puesto que la estructura de las «casas» es suficientemente independiente de las variaciones topográficas internas. En cuanto a la «horrible tristeza» dejemos de creer en ella. Son muchos los textos que nos invitan, por el contrario a destacar el gusto «bárbaro» de la aristocracia laica -cuya misma sociología, ya ha quedado dicho a propósito del linaje, prolonga en no aspectos la de la alta Edad Media- por los adornos corporales, preferidos a las decoraciones murales y por los objetos de metal discordante, más transportables que las obras maestras esculpidas en piedra. A lo más, cabría decir que pretendió aunar estos dos registros, el objetal y el monumental, sin renunciar al uno por el otro. En el castillo de su hermana Morgana, el rey Arturo penetra sucesivamente, desde una hermosa sala en la que permanecen unas gentes ricamente vestidas, iluminada por el resplandor enrojecedor de los velones y decorada además por los escudos colgados de los muros y las sederías suspendidas, hasta una cámara donde le aguarda una vajilla suntuosa, de oro y plata, y luego en otra, vecina, que llenan los todopoderosos acordes de una rica música, y luego por fin en una última… Pero, se dirá, ¿qué otra cosa es todo esto sino las figuraciones de un sueño? En absoluto. Es únicamente la amplificación de lo que unos fragmentos «positivos» permiten discernir. Ellos nos autorizan a representar la fiesta extraña y familiar. Con ella si que se puede soñar. SIGLOS XIV Y XV EL HOGAR, LA FAMILIA, LA CASA En la Francia de finales de la Edad Media, cuando los poderes, con propósitos principalmente fiscales, emprendían el censo de la población, la operación sólo excepcionalmente se llevaba a cabo cabeza por cabeza, casa por casa, o incluso cabeza de familia por cabeza de familia, sino hogar por hogar, fuego por fuego. Noción tradicional por lo demás, que sería muy imprudente considerar como una pura y simple invención de la Edad Media cristiana. Horacio habla ya en una de sus Epístolas de una «pequeña propiedad», de un «caserío» con cinco fuegos (agellus habitatus quinque focis). Y, en el siglo IX, el políptico de Irminon hace mención en numerosas ocasiones de villae provistas cada una de ellas de sus respectivos fuegos u hogares (foci), los unos libres, los otros serviles. Sin embargo, el término parece haberse extendido sobre todo a partir del siglo XII (con, por ejemplo, la aparición en Normandía de un nuevo impuesto, destinado a un brillante porvenir, el fogaje –

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focagium- al que se hallaba obligado cada hogar), hasta hacerse usual, a menos entre todos aquellos que se preocupaban de demografía, hasta finales del siglo XVIII. Ettenne Boileau, en el Libro de los oficios (mediados del siglo XIII), prescribe que «nadie puede tomar aprendiz si no tiene jefatura de casa, es a saber fuego y lugar». «Tener fuego y lugar, encender fuego y tener residencia en una heredad», expresiones cómo éstas, además de otras, se hallan ampliamente atestiguadas a finales de la Edad Media. Había otros términos que, subsidiariamente, les hacían competencia. Así, sobre todo en el Mediodía, la beluge, o belugue (etimológicamente: la candela, o la chispa). A fin de poder emprender el asedio de una fortaleza, vemos cómo las gentes de los tres Estados del país de Agenais le prometen al conde de Armagnac «por cada belugue una moneda de oro (mouton)». Por la misma época, de mediados del siglo XV, se conmina a un personaje «a hacer la visita de los fuegos (feux) y hogares (beluges) de todo el país de Auvergne». La palabra ménage (menaje, casa), de uso menos frecuente, tiene el mismo significado, como lo demuestra este pasaje de un documento borgoñón de 1375; «Hacer pesquisas e inventario de los fuegos y menajes (mesnaiges) de todos los habitantes.» LA CASA URBANA Por las mismas razones que la casa rural, la casa urbana presenta toda suerte de contrastes. En este caso domina la piedra, en aquel la madera, la arcilla seca o el ladrillo. En uno la pizarra o la laja de piedra, en otro la teja, lo que no quiere decir que hayan desaparecido las techumbres de cubierta vegetal. Los problemas se plantean de diferentes maneras, en función del clima, de las dimensiones de las ciudades, de la densidad de población, de la naturaleza y la intensidad de las actividades, de la coyuntura histórica. Hubo ciudades que se encontraron arruinadas o debilitadas por la guerra, las epidemias, o las transformaciones económicas, incapaces desde entonces de sostener su patrimonio inmobiliario, mientras que otras, en plena guerra de los Cien Años, supieron mantener o aumentar la cifra de su población, crear o captar riquezas, y sostener una corriente regular de nuevas construcciones. En no pocos sitios, la segunda mitad del siglo XV, después de las enormes aperturas del tiempo del reinado de Bourges, pero antes de las malsanas acumulaciones del siglo XVI, fue un periodo dichoso durante el que no pocos ciudadanos, todavía no demasiado pletóricos se beneficiaron de unas condiciones de vida en plena renovación. Es significativo que daten de esta época casas que subsisten todavía en buen número en la Francia actual. Las ciudades medievales contaban con un porcentaje nada desdeñable de religiosos, religiosas y clérigos que vivían en comunidad o por separado. Había palacios que eran la residencia, permanente o temporal, de nobles, de grandes señores, de príncipes o de reyes. No faltaban otros que podían alojar a notables: hombres de negocios y de leyes, financieros, médicos de renombre, todos aquellos en suma a los que los textos engloban a veces bajo el término de burgueses. Infinitamente peor provistas se hallaban las capas sociales miserable o precariamente alojadas: truhanes y mendigos «siempre en busca de un poco de pan, descansando y guareciéndose en cualquier sitio, tumbados bajo unas tablas» (François Villon), durmiendo «calle abajo», y para los que, en 1439, la ciudad de Tournai hizo construir unos barracones cubiertos; estudiantes no admitidos en los colegios; ancianos y ancianas; criados y sirvientas, o camaradas de oficio cuando no vivían en casa de su amo. Por cierto que el grupo más representativo del medio urbano, por más que no participara salvo muy accesoriamente en el gobierno y la administración de la ciudad, era el de las gentes de oficio -artesanos, tenderos-, organizados o no en corporaciones y cofradías, a los que hay que añadir todos aquellos que gravitaban a su alrededor y compartían su existencia. Tal vez se tratara cuando menos de la mitad de la población urbana. Y sin duda, en el seno de lo que se llamaba el común no dejaba de haber pobres y ricos, gente importante y gente menuda. Había quienes tenían una actividad más prestigiosa, más habilidad o una mejor clientela. Mientras que otros acumulaban desventajas: cargas de familia más pesadas, edad, enfermedad, accidentes profesionales. Al margen de estos contrastes, las gentes de oficio o menestrales habitaban normalmente, ellos y los suyos, en casas individuales, que ocupaban en su totalidad o en su mayor parte y que les servían conjuntamente de residencia privada, de taller de producción y de lugar de venta de los productos que fabricaban o transformaban. La mayoría de las 3.700 casas

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de Reims, de las 2.400 de Arras (excluida la cité) y de las 6.000 de Lille respondía, según cabe pensar, a este destino. En función de su emplazamiento, de sus dimensiones, de su modo de construcción, y de su estado general, estas casas de artesanos representaban valores variables. Una podía tasarse en 20 libras, y otra en 80. Lo que va a decirse de la casa «media» será por tanto el resultado de una simplificación inevitable y hasta un cierto punto engañosa. En la mayor parte de las ciudades francesas, durante el siglo XIV, y el XV, la casa del común, del vulgo, tenía su fachada principal dando directamente a la calle, sin antepatio, lo mismo si se trataba de una casa acabada en pico que de una cuyo remate fuese paralelo a la fachada. Esta última era regularmente estrecha: de 5 a 7 metros, a veces un poco menos, en algún caso un poco más. En el barrio del Bourget, en Nancy, en el siglo XIV, hay casas que se estrechan en 11 pies de fachada tan sólo, mientras que otras alcanzaban los 33, o sea tres veces el «módulo» (Jean-Luc Fray). Una casa tenía con frecuencia dos niveles: lo que desde entonces se llamó, al menos en Paris, la planta baja, y el primer piso. La mayor parte de las veces, se levantaba sobre una cueva o una bodega, cuya bóveda (o techo) sobrepasaba ligeramente el nivel del suelo, de modo que había que subir dos o tres peldaños para acceder a la planta baja en cuestión. La profundidad de estas casas era variable: para fijar las ideas, de 7 a 10 metros. La planta baja podía tener 3 metros o 3,50 de altura; la de encima (en saledizo más o menos sensible, lo que permitía ganar espacio, pero en detrimento del aire, de la luz y tal vez de la estabilidad del edificio), un poco menos, digamos que 2,70 ó 3 metros. Arriba de todo, accesible mediante una trampilla o una escalera, se encontraba el granero cubierto por un vasto techo. La madera dominaba en toda la construcción, si bien la piedra no se desconocía en algunas regiones, especialmente en lo que atañía a los muros de la planta baja. Para una mejor protección tanto frente al fuego como frente al agua, la tendencia estimulada, e incluso impuesta por las municipalidades, consistió en reemplazar la paja por la pizarra y la teja. Admitamos por tanto unas dimensiones de 6 metros por 8: en dos plantas, esto hace un centenar de metros cuadrados disponibles para un «fuego» (o sea cinco personas), más la cava, el granero y las diversas construcciones que podía haber en el patio de atrás Entre estas construcciones anejas, se encuentra con frecuencia la cocina, o zaquizamí, o quarree. En teoría, ni rastro de hacinamiento. La planta baja comprende una puerta de entrada, llamada huis, o huissrie, de la que se nos dice que en Paris podía permanecer abierta durante el día mediante un bastidor. «Una silla apoyada que sirve para cerrar el paso»: es un mueble mencionado en un inventario de mediados del siglo XV. Se habla también de «sillas con respaldo que sirven para cerrar la puerta», o «que sirven para sentarse a la puerta». En 1535, el embajador veneciano Marino Ginstiniano constata que en Paris «hombres y mujeres, viejos y jóvenes, amos y criados tienen por costumbre sentarse en las tiendas, a su puerta o en la calle». La puerta de la casa se abría a un corredor muy estrecho, de 1 metro a 1,50 de ancho, que daba paso a dos aposentos: el de delante, denominado obrador, puesto, tienda o taller -otros tantos términos de entonces-, y el de atrás, llamado sala o cuarto bajo, que daba al patio. Una escalera interior de caracol permitía subir al primer piso, dividido de modo análogo en dos o tres piezas. En Montbéliard, a comienzos del siglo XVI, comienza a difundirse la escalera de caracol exterior, llamada también viorbe. Había diversos elementos que podían reforzar el confort y lo placentero de una casa de este tipo. Ante todo, la presencia de un pozo individual, lo que evitaba que las mujeres de la casa tuvieran que ir a la fuente, al río o a la alberca -distracción, ciertamente, pero también servidumbre-, así como tener que recurrir, como frecuentemente en Paris, al servicio de los aguadores. Luego, una protección más o menos eficaz contra el frío, la lluvia y el viento: postigos y contraventanas (atestiguados por innumerables miniaturas), papel engrasado, pergamino, burletes e incluso, en los casos más favorables, sobre todo a partir del siglo XV, cuarterones de vidrio fijos o móviles. No era raro que la mayoría de las habitaciones de una vivienda de artesano estuviesen provistas de una chimenea, lo que dista mucho de querer decir, por lo demás, que semejantes chimeneas funcionaran de manera simultánea o continua. Un suelo de tierra apisonada, un piso de madera podían ceder su puesto a hermosas baldosas barnizadas o vidriadas, lo mismo en la planta un baja que en la alta. Finalmente, con mayor fre-

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cuencia de la que cabría esperarse, bastantes casas, incluso de las vulgares, disponían de letrinas o retretes. En la segunda mitad del siglo XV, y a comienzos del XVI, su presencia se considera normal, indispensable, por parte de no pocas autoridades municipales. En 1519, el parlamento de Rouen no hace otra cosa que expresar el sentir general cuando prescribe a todos los propietarios que «hagan construir y edificar en sus casas retretes (¿fosas?) en tierra, con los asientos puestos y situados en alto de las dichas casas (…) y del mismo modo en cada casa de alquiler». Era posible que los vecinos se pusieran de acuerdo al respecto: en 1433, Martin Hubert y Pierre Fossecte ocupaban sendas casas contiguas en la calle del Fossé-aux-Gantiers, en Rouen. El primero, que había hecho construir «completamente nuevos» unos retretes (aisements) consintió en que el segundo y su esposa pudieran disponer de un «asiento de desahogo de cuerpo» (siege d’aisement de corps) durante toda su vida, mediante la entrega de una suma de 12 libras. «El cual asiento estará en la galería del dicho Hubert, a la altura del segundo piso de la casa de los dichos esposos, en el lugar en que tienen al presente su alcoba, en la cual alcoba se hará una puerta nueva para entrar y salir de la referida galería y retrete, el cual retrete dispondrá de espacio conveniente, y tendrá una ventana con vidrio fijo de tamaño razonable.» Si los esposos Fossecte se ausentaban, la puerta de acceso debía ser «clausurada». Finalmente, cuando se vaciaba el pozo negro, los gastos habrían de correr en un tercio por cuenta de los esposos Fossecte y en dos por la de Martin Hubert. A pesar de todo, estos retretes o cloaques privadas seguían siendo insuficientes en número. Por eso, algunas municipalidades avanzadas hicieron edificar en el siglo XV (en Loches, en Tournai, en Rouen) letrinas comunes, por ejemplo sobre las murallas o sobre las canalizaciones, en las que se establecía separación entre las destinadas a los hombres y las reservadas a las mujeres, e incluso a los niños. Pero descendamos más abajo, en la jerarquía de las formas del habitat. No deja de haber testimonios de casas sensiblemente más modestas, que comprendían tan sólo dos o tres cuartos Tal vez correspondieran a aquellos appentis (cobertizos), a aquellas casuchas (maisons appentisees) que, desde el punto de vista fiscal, contrastaban en algunas ciudades (Rouen, Romorantin, Tours) con las casas de remate triangular o de viguería, que se impusieron cada vez más. Con fecha de 1427, el inventario tras su muerte de los bienes de Berthon de Santalene, un barbero ni miserable ni insignificante del burgo de Crest (Drome), enumera en el interior de su vivienda de la Dretche charriere, donde había vivido con su padre, las piezas siguientes una alcoba de atrás (camera posterior), provista de dos lechos, uno pequeño y otro grande; una alcoba de delante (camera anterior), con un lecho y utensilios de cocina; un obrador (operatorium), con tres sillas y cinco bacías de barbero, diez navajas, cuatro piedras de afilar, dos espejos y tres pequeñas lancetas guarnecidas de plata para las sangrías; un granero detrás del obrador, donde se guardaba sobre todo el trigo; y finalmente, una bodega. De modo que se trata de una casa de tres aposentos tan sólo, en la que sala y cocina se hallan confundidas. «Aula sive facanea», como dicen ciertas fuentes provenzales. El inventario tras su muerte de Guillaume Burellin, herrero de Calvisson, en el Gard (1442), evoca una vivienda más simple aún, con un taller (la botiga de la forja) y un cuarto en el piso alto (lo solié de l'ostal), que sirve a la vez de cocina, de alcoba y de sala. Descendiendo un peldaño más en la pobreza, algunas alcobas servían de pieza única para viudas, criados y estudiantes. Sin duda alguna, la «pobre muchacha que era hilandera de lana con su rueca» y cuya vivienda «no tenía provisión ninguna ni de leña ni de tocino, ni de aceite ni de carbón, ni de ninguna otra cosa salvo un lecho y un cobertor, su torno de hilar y bien poco de cualquier otro menaje», evocada en el Ménagier de París, vivía en una sola habitación. Lo mismo que le sucedía, en 1426, en París, a Perrin le Bossu, pobre cardador de lana, que obtuvo remisión de la pena merecida por haber forzado la puerta de la alcoba de un cierto Thomassin Hébert, orfebre, «la cual está encima de aquella en la que vive el dicho Perrin». En París, a comienzos del siglo XIV, una familia vive en la mayor parte de los casos en una sola pieza, mansion, domuncu/a, o estage (Raymond Cazelles).

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Si se pasa ahora al otro extremo, al nivel superior, nos encontramos con un tipo clásico de vivienda: la casa de canónigo, cuya disposición ha quedado perfectamente en claro gracias a un número especialmente elevado de inventarios. En términos generales, este tipo de residencia, situada en la proximidad inmediata de la catedral y del claustro, dispone de un patio y de un jardín y comprende una decena de piezas: numerosas alcobas, incluida la del canónigo, con mucho la mejor amueblada y la más agradable sin duda, si bien no siempre la más vasta, una o dos salas y salitas (sala, aula, en los documentos en latín), una cocina y una despensa, un estudio (llamado a veces escritorio), una capilla, y finalmente bastantes anejos (establo, bodega, cueva, galería, fresquera (gardemanger), leñera, depósito de carbón de madera llamado charbonnier, etc.). En un nivel aún más alto, las residencias episcopales se acercan unas veces al modelo canonical, otras al señorial, e incluso al principesco. Un inventario de la casa episcopal de Laon (domus episcopalis laudunensis), redactado tras la muerte, en 1370 de Geoffroi le Meingre, no menciona, curiosamente, ni capilla ni estudio, pero si una cocina y una despensa, una sala baja, así como siete alcobas: la del difunto, provista de un guardarropa, y las del oficial, dos capellanes, el canciller, el recaudador, el cocinero y el portero. En 1496, el oustel episcopal de Senlis se halla un poco menos provisto: no hay estudio, pero si una capilla, una pequeña sala, una cocina y una despensa, seis alcobas, más el logis et hotel (alojamiento) del portero, y finalmente algunas dependencias (lagar para pisar la vendimia, horno, graneros pequeño y grande, caballeriza, cueva y bodega). El inventario de la casa episcopal de Alet, que data de la muerte, en 1354, de Guillaume de Alzonne o de Marcillac, obispo de Alet y abad de la Grasse, permite adivinar la categoría del tren de casa: no sólo se encuentran en ella una capilla y una gran sala (aula maior), llamada igualmente tinel, sino que en esta ocasión se cuentan tres estudios, y no menos de una veintena de habitaciones, entre las cuales hay una llamada de adorno, distinta del dormitorio propiamente dicho del obispo, que se califica a su vez como alcoba de retiro (retrocamera). La misma oposición entre alcoba de adorno y alcoba de retiro aparece, en 1389, en el castillo de Porte-Mars, residencia urbana de los arzobispos-duques de Reims. Aquí ciertas alcobas se atribuyen nominalmente al mayordomo, a los capellanes, a los caballerizos, a los criados del servicio de cocina, al despensero y al secretario. Nunca por lo demás deja de haber en las mansiones episcopales aposentos que pueden, adjudicárseles a otros servidores, clérigos o laicos: recaudador, tesorero, vicario, palafrenero, camarlengo, encargado del granero o procurador. Porque con independencia incluso de las dimensiones de una casa, de su modo de construcción, de su situación en el espacio urbano, de su decoración interior y exterior, de su mueblaje, la distribución y la denominación de las piezas de que se compone nos informan sobre el género de vida sobre el standing digamos de su o sus ocupantes Es más «burgués» por ejemplo tener en su casa un despacho que un obrador, y mejor aún si lo que se tiene es un estudio, en lugar o a la vez que un despacho. Disponer de una caballeriza es la señal de que uno no sale a la calle a pie. La gran burguesía, los notables mejor instalados trataban evidentemente de adoptar las costumbres más francamente aristocráticas, pero, al mismo tiempo, sus casas conservaban por lo general las huellas de sus actividades profesionales. Tal es el caso de la vivienda ruanesa de Pierre Surreau, recaudador general de Normandía por los tiempos de la monarquía lancasteriana: hay en ella dos despachos, uno de ellos en la planta baja, cerca de la puerta de entrada, para el trabajo de los pasantes de las finanzas, y el otro en el primer piso, según un inventario tras su muerte que nos informa de que «se trataba del despacho particular del dicho difunto» (1435). Pierre Legendre, tesorero de guerra y luego tesorero de Francia, eminente oficial de finanzas al servicio de Luis XI, Carlos VIII y Luis XII, emparentado con las familias más prósperas del reino, como los Briconnet, ennoblecido y hasta armado caballero por el rey, dueño de numerosos señoríos en el Vexin, pretendía seguramente agregarse a la más alta nobleza, y el inventario de su mobiliario en 1525 justifica más que de sobra semejante ambición, aunque sólo fuese por la extraordinaria profusión de sus tapicerías. Además, su hôtel de la calle de los Bourdonnais, en París, ofrecía tal apariencia que, hasta las recientísimas pesquisas de André Chastel, se lo había tomado por el hotel de La Trémoille, éste sí auténtica y puramente aristocrático. A pesar de todo, el palacio en cuestión

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tenía desde luego una capilla y una sala de recepción, así como tres despachos, lo que equivale a tres piezas profesionales. El diario del procurador Dauvet, redactado durante el proceso de Jacques Coeur, contiene los inventarios de varias casas que habían pertenecido al banquero de Carlos VII o a sus asociados en los negocios. En Lyon lo mismo que en Rouen, la existencia de despachos y tiendas nos recuerda la naturaleza de las ocupaciones del acusado. En cuanto a la grant maison de Bourges, orgullo de su propietario, «aunque inacabada aún durante el proceso, pone de relieve que el buen gusto no estaba reñido con el confort del advenedizo» (Michel Mollat). Los torreones, la capilla, las armas esculpidas en piedra, las galerías y las tribunas: todo estaba calculado para subrayar las dimensiones principescas de esta noble mansión. Sin contar la existencia de cuatro salas (un récord en este género de residencia) y los nombres de prestigio atribuidos a determinadas habitaciones: la de las galeras, la de las galerías, la de los obispos, el cuarto de los angelotetz, o la sala de los meses del año. Y sin embargo, este palacio aristocrático servía de marco a las actividades lucrativas: en un cierto sentido, «desmerecía», como lo indica la presencia de numerosos despachos o de los pupitres de madera cubiertos con el habitual paño verde que permitían el cómodo y atento examen de las escrituras financieras y comerciales. Sólo en las evocaciones de carácter francamente literario traspasan los hôteles burgueses, en la imaginación, los últimos obstáculos que impedían su asimilación a las residencias propiamente patricias. No sin segundas intenciones, Guillebert de Mez, en su descripción de París a comienzos del siglo XV, asocia en un mismo movimiento los «hostels de obispos y prelados» con los de los «señores consejeros, los señores de la Cámara de cuentas, los caballeros, los burgueses y los diversos oficios». Y destaca, en la mansión de «sire Mile Baillet», calle de la Verrerie, un miembro de una vieja familia de la burguesía parisina que había sido cambista. y luego con Carlos V y Carlos VI, ayudante, tesorero y de la Cámara de cuentas, una capilla «donde se celebraba cada día el oficio divino» y sobre todo la existencia de habitaciones en dos niveles distintos, uno para el invierno, otro para el verano: «Había salas, alcobas y estudios (el autor se cuida mucho de no hablar ni de despacho, ni de mesa de trabajo (tablier), ni siquiera de obrador de escritura) en la planta baja para habitarlos en verano al nivel del suelo, y en la alta así mismo donde se hacía la vida de invierno.» Más concluyente aún es el ejemplo del hôtel de Jacques Duchié (o de Dussy), que murió cuando era jefe de cuentas en 1412. Se trata también en este caso de una casa situada en la orilla derecha, en el barrio de los negocios, más exactamente en la calle de los Prouvaires. En la descripción de Guillebert de Mez, se acentúan, deliberadamente, las dimensiones militares de la residencia (provista de una auténtica sala de armas), su comodidad y su confort, su rechazo de cuanto pudiese parecer demasiado estrictamente utilitario (en el patio, hay aves de adorno, pavos reales, y no gallinas ni patos), los gustos refinados del propietario, su sentido de la cultura desinteresada, y su inclinación aristocrática hacia los juegos de sociedad y hacia la música, en la que no se revela únicamente como melómano sino como verdadero músico: «En el patio había pavos reales y diversas aves de adorno. La primera sala está decorada con diversos cuadros y divisas colgados de las paredes. Había otra sala llena de todas suertes de instrumentos, arpas, órganos, zanfonías, bandurrias, salterios y otros, todos los cuales el dicho maestro Jacques sabía tocar. Otra sala estaba provista con juegos de ajedrez, de tablas y de otras diversas maneras de juegos en gran número (dos habitaciones que anuncian ya las salas de juego y de música del siglo XVIII). Ítem, una hermosa capilla con facistoles de maravilloso arte, que se podían poner cerca y lejos, a un lado y a otro. Ítem, un estudio cuyas paredes estaban cubiertas de piedras preciosas y de especias de suave olor. Ítem, una alcoba donde había pieles de diversas maneras. Ítem, muchos otros aposentos ricamente adobados con lechos y mesas cuidadosamente tallados y cubiertos de ricos paños y tapices bordados en oro. Ítem, en otra cámara alta había gran número de ballestas, algunas decoradas con bellas figuras. Allí había estandartes, pendones, arcos, picas, alabardas, estacas, hachas, bisarmas, mallas de hierro y de plomo, escudos de diversas clases y otros artefactos, con abundancia de armaduras, y en resumen con toda clase de instrumentos bélicos. Ítem, había allí una ventana hecha de maravilloso artificio, por la que se sacaba un artificio metálico con el cual se miraba y se hablaba a los de fuera si era necesario con toda nitidez. Ítem, en la parte más alta del edificio había una habitación cuadrada, donde había ventanas por todos sus costados para ver desde allí la ciudad. Y cuando se comía allí,

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se subían y llevaban vinos y manjares mediante una polea, ya que estaba aquello demasiado alto para transportarlos a mano. Y, por encima de los pináculos del edificio había hermosas estatuas doradas.» (...) DEVOCIÓN PRIVADA Este movimiento general impulsaba también de modo invencible a que cada uno tomara en consideración, a solas, aquello que las sucesivas envolturas concéntricas del cuerpo-fortaleza protegían más o menos bien de las agresiones de Satán, el enemigo público, aquella sustancia mal definida, el alma. Es evidente que el cuidado del alma se volvió cada vez más individual, se fue desprendiendo poco a poco de lo comunitario, al tiempo que se privatizaba progresivamente el campo de lo religioso. El terreno ofrecido al estudio es inmenso; aquí hemos de limitarnos a colocar algunos jalones. Al comienzo de la edad feudal. el «pueblo», la comunidad de los fieles, dejaba en las manos de unos delegados la tarea de librarla del mal. Era en primer lugar la función propia del monasterio, de aquella otra comunidad, separada, de hombres más perfectos precisamente porque vivían recluidos en un ámbito privado muy cerrado, El monasterio tenía como tarea, transfiriendo, si cabe decirlo así, a la cuenta del resto de los hombres los beneficios que le valían sus penitencias purificadoras, dirigir perpetuamente al cielo, en nombre de los muertos y los vivos, la plegaria pública: el equipo monástico constituía la boca cantante y orante de todo el pueblo. Una función análogamente mediadora era desempeñada también por el príncipe. Por su propia piedad aseguraba la salvación de sus súbditos; si pecaba, éstos se veían abrumados inmediatamente porque era la cólera del cielo; le correspondía también, como persona pública que era dirigir continuamente a Dios la plegaria pública. Por los años veinte del siglo XII, el conde de Flandes, Carlos el Bueno, por ejemplo, tal como nos lo describe Galbert de Brujas, se hacía transportar todas las mañanas desde su lecho a la tribuna de la iglesia de San Donaciano para, en medio de los canónigos, sus auxiliares, cantar a la vez que ellos, y leer al mismo tiempo que ellos el salterio, mientras que los pobres habituales, debidamente empadronados, acudían en fila india a recibir en su mano derecha tendida, una pequeña moneda de plata. La mayoría de la gente se contentaba con contemplar a distancia tales espectáculos públicos, viendo a sus mandatarios cumplir los ritos de la salvación colectiva, enteramente confiada en su oficio. Pero a pesar de todo la gente no se quedaba satisfecha con ello. En los inicios del siglo XI, hombres y mujeres a los que se persiguió como herejes, a los que se redujo porque perturbaban el orden público y sobre los que se pudo triunfar porque eran todavía muy minoritarios, afirmaban ya que ellos rechazaban la mediación de los especialistas de la oración, porque pretendían comunicarse personalmente con el Espíritu y ganar su propia salvación mediante sus obras. A comienzos del siglo XII, se les oyó decir lo mismo a sus sucesores, sólo que mucho más alto, tan alto que la Iglesia. puesta en cuestión, reaccionó ante todo poniendo a punto sus armas. Continuó remitiéndose a los príncipes, a todos aquellos pequeños príncipes que la disociación feudal de los poderes había hecho que se multiplicasen, encomendándoles que aseguraran. en el ámbito privado de su capilla doméstica, la buena marcha religiosa de toda su familia. Pero además reforzó considerablemente el papel del clero, de los ministros que no se dedicaban a cantar aparte como los monjes, sino a repartir los sacramentos y la palabra entre el pueblo. El pueblo, que seguía estando reunido, encuadrado y de modo cada vez más estricto, en pequeños rebaños bien vigilados, en parroquias. Encuadramiento, control. «enceldamiento», como dice certeramente Robert Fossier, y que ataba cada vez más en corto a las personas. Sin embargo, la Iglesia establecida no hubiese podido vencer a la herejía de no haber respondido por otra parte a las expectativas mediante la propuesta de ejercicios religiosos más personales. Invitó a los simples fieles a mantenerse en relación con lo sagrado en una relación análoga a aquella cuyo monopolio habían tenido en otro tiempo sus delegados en las liturgias. Los invitó a esforzarse, con plena responsabilidad individual, en el progreso gradual hacia la perfección. El camino hacia una interiorización de las prácticas cristianas fue muy lento. Empezó evidentemente a la altura de los «poderosos», entre aquellos cuyo deber de Estado estaba en dar ejemplo, y que lo daban en efecto, ya que las formas de comportamiento se propagaban con un movimiento natural desde el gran mundo hasta las capas culturales inferiores. Al mismo tiempo

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que en las escuelas en plena efervescencia intelectual los maestros redescubrían las vías del conocimiento de sí mismo, la alta Iglesia se dedicaba a morigerar a los príncipes ante todo. y tal vez en primer lugar a las princesas, a todas aquellas mujeres que, en medio de las asperezas del matrimonio, se asían a su director espiritual Los ricos fueron los primeros invitados a leer por sí mismos en un libro las palabras de la oración, igual que los monjes, y el uso de la lectura sagrada no dejó de difundirse durante el siglo XII, al tiempo que se pasaba de la lectura en grupo en alta voz, que acompañaba la del oficiante, a una lectura personal en voz baja, proseguida en mormullo fuera de los oficios. En las grandes mansiones aristocráticas. entre los bienes exclusivamente privados que cada uno de los dueños guardaba para sí, hizo su aparición el libro, el de la salmodia, el salterio. Hombres y mujeres aprendieron a utilizarlo ellos solos. Se convirtió en instrumento de meditación íntima, por su texto pero sobre todo por sus imágenes. Al mismo tiempo que él se difundieron en la sociedad más alta en el curso del siglo XII, otros objetos de piedad personalizados, que llevaban la marca de una persona, aquellos relicarios privados que parecían pequeñas capillas algunos de los cuales se llevaban sobre uno mismo, y se instauró poco a poco un cara a cara místico, cuyo mediador fue la representación figurada sobre el objeto en cuestión de otras personas, un santo, la Virgen, Cristo, cara a cara proseguido en la capilla o en la iglesia ante otras imágenes, en este caso públicas: san Francisco dialogando con el crucifijo. Se impone una investigación en profundidad, apoyada sobre datos como éstos, que habría que fechar con todo cuidado, porque atestiguan una expansión de la devoción individual que, a comienzos del siglo XIV, había ganado los estratos sociales más bajos: pensemos en lo que nos revelan los interrogatorios de la aldea perdida de Montaillou y no sólo entre los marginados, los sospechosos de herejía, de un hábito inveterado de plegaria personal. Semejante interiorización era el resultado de una pedagogía cuyos agentes fueron los clérigos, relevados en el siglo XIII por los Frailes mendicantes. Discursos, sermones, arengas públicas, y ante un público a veces inmenso. Se trataba del buen grano lanzado para germinar en el interior de cada alma, y de la invitación dirigida a cada uno de imitar en su ámbito privado a Cristo, a los santos, de actuar en nombre de su propia voluntad, de su corazón, desde dentro de sí, de no atenerse más a gestos, ni a fórmulas. Este tipo de exhortaciones morales tuvo éxito gracias en particular al recurso al exemplum, a la pequeña historia tan simple, edificante, convincente, propuesta a cada conciencia como guía. Efectivamente una de las colecciones más abundantes de exempla compuesta para uso de predicadores en el primero cuarto del siglo XIII por el cisterciense Cesareo de Heisterbach, se presenta en forma de diálogos: educación privada, a solas, el maestro y el discípulo, y de hecho, todo buen predicador era consciente de que se estaba dirigiendo confidencialmente a cada uno de sus oyentes. De ahí todas las anécdotas en las que los héroes son personas que llevan adelante su aventura individual, que afrontan solas las pruebas, que luego dialogan, de camino, pero sobre todo en la alcoba, en medio de la noche, en el silencio, en secreto, con el confidente, el amigo, o tal vez el ángel, el aparecido, la Virgen, o incluso con el demonio tentador: siempre conversaciones privadas, y opciones personales. A veces, en tales historias, en torno del héroe, los que comparten con él el espacio doméstico, los miembros de la familia circundante aparecen como intrusos. Molestos, importunos que fastidian y perturban y a los que hay que alejar. En los años en que el movimiento del progreso general era más vivo, durante los decenios antes v después del año 1200, los comportamientos religiosos se vieron efectivamente trastocados por la nueva pastoral. Esta enseñaba un uso diferente de los sacramentos. Por ejemplo, del sacramento de la eucaristía: se invitaba a todos los fieles a consumir el pan de vida, a aposentar en el interior de su cuerpo el cuerpo de Cristo mediante un encuentro íntimo, con todo lo que esta práctica podía suscitar de imágenes que magnificaban la persona humana,convertida en un tabernáculo, aislándose, por este solo hecho de la promiscuidad doméstica. Más decisiva aún fue la transformación del acto penitencial, en su punto de partida excepcional y público, y que al término de un larguísimo proceso iniciado desde la época carolingia, acabó convirtiéndose, en 1215, en virtud de una decisión del IV concilio de Letrán que apoyaba la reflexión de los canonistas sobre el pecado y la causa «íntima» de la falta, en secreto periódico y obligatorio a la vez. Obligar a la generalidad de los fieles a confesarse al menos una vez al año era evidentemente una medida de encuadramiento, de inquisición: se trataba de desalojar lo que se disimulaba de insubordinación, de herejía, en las conciencias, traspasando los recintos de lo privado. ¿Pero cabe imaginar revolución más radical y de efectos más profundos y prolongados sobre las actitudes mentales, que el paso de una ceremonia tan ostensible como lo había sido la penitencia pública -que sucedía al reconocimiento público de la falta, que introducía al penitente en un estado social particular abiertamente señalado por ciertas

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maneras de conducirse, una vestimenta, unos ademanes, en una palabra, todo un espectáculo de exclusión montado en la escena pública- a lo que era un simple diálogo, el de los exempla, entre el pecador y el sacerdote, es decir entre el alma y Dios, confesión auricular, de boca a oído, un secreto inviolable, puesto que la confesión sólo contaba si era el preludio de un trabajo de rectificación, de enmienda llevada a cabo por la persona en silencio o en su propio interior? En Cluny, ciudadela del espíritu comunitario, la confesión privada había sido impuesta por los estatutos del abad Hugo II, entre 1199 y 1207, una vez por semana al menos, siendo secretas también las penitencias, que habían de ser oraciones individuales en voz baja Y unos años más tarde, el concilio IV de Letrán extendió la obligación al conjunto de los cristianos. Con ocasión de la festividad de Pascua, y como preparación a la comunión, todos los fieles tenían que interrogarse, que examinar su conciencia, examinando su alma, procediendo a los mismos ejercicios a los que se habían obligado algunos hombres espirituales a comienzos del siglo XII a fin de descubrir en lo más profundo de su ser las intenciones perversas y tratar de yugularlas. Me refiero a los autores de las primeras autobiografías, Abelardo o Guibert, pero también a aquellos otros, más numerosos, que intercambiaban correspondencia entre un monasterio y otro, dictando cartas que no eran íntimas, pero que al menos hacían encararse a dos personalidades inquietas. La introspección -y luego la discreción de la confesión y de las maceraciones salvadoras: la erección de un muro, y la piedad acogiéndose en adelante a este jardín cerrado. Se trató de un vuelco, lento desde luego, y progresivo. No imaginemos que el decreto de 1215 se aplicara inmediatamente en todas partes. Pero un siglo más tarde, sus efectos, conjugándose con los de la educación mediante el sermón y la casuística amorosa, así como con los de la evolución económica que liberaba al individuo gracias a la aceleración de la circulación monetaria, habían comenzado a modificar el sentido de la palabra privado. En el seno de la grey familiar se desarrollaba insensiblemente una concepción nueva de la vida privada: ser uno mismo en medio de los otros, en la alcoba, asomándose a la ventana, con sus propios bienes, su bolsa, con sus propias faltas, reconocidas, perdonadas, con sus propios sueños, sus iluminaciones y su secreto. Historia de la vida privada Tomo 3 Del Renacimiento a la Ilustración Dirigida por Philippe Ariès y Georges Duby Taurus LOS LUGARES DE LO ÍNTIMO En la concepción europea de lo íntimo y del yo a fines de la Edad Media, ciertos lugares y ciertos espacios se consideran especialmente propicios para buscarse a sí mismo y para el encuentro entre los seres. Raras veces han sobrevivido hasta nuestros días, pero podemos conocerlos gracias a una considerable documentación iconográfica. Todavía subsisten unos cuantos jardincitos privados al lado de los aposentos «privados» de algunos castillos ingleses del siglo XVI (Hampton Court). Los closes, o jardincitos cercados por muros, de los colegios de Oxford y de Cambridge, así como los jardines de las escuelas aledañas de las catedrales inglesas y, acá y allá, los jardines de los cartujos siguen sirviendo de lugares de contemplación, de conversación y de entrevistas a solas. Su decoración se modificó entre 1500 y 1800, pero sin que perdieran ninguno de sus significados íntimos. Parece que el jardín clásico reemplaza para siempre al jardincito privado, pero, en realidad, el bosquecillo, con su pequeña puerta recortada en el boj5 y su banco único, oculto en la oscuridad, desempeña una función idéntica a la del jardín cercado. Los arquitectos de los siglos modernos crean nuevos espacios privados en las casas de la buena sociedad, o mejor dicho, aumenta el espacio transformando en habitación lo que hasta entonces eran objetos de mobiliario. En las diferentes lenguas europeas, el estudio, el escritorio, el cabinet y la biblioteca pueden seguir designando un mueble; pero, poco a poco estas palabras van designando también una habitación que tiene una función parti5

Arbusto siempre verde

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cular y que por lo general, es privada. Hasta la cocina participa de la misma ambigüedad léxica cuando aparece separada de la sala: no siempre se sabe si habla del lugar en donde se guisan los alimentos o simplemente de los alimentos cocinados. Esta diferenciación de los espacios en casa no es, por tanto, una prueba absoluta de privatización, con la salvedad de que quien anteriormente tenía un escritorio-mueble provisto de una cerradura puede en adelante entrar en su escritorio-habitación y cerrar la puerta con llave. Está abierto el camino hacia la vivienda burguesa del siglo XIX, con su acumulación de objetos artísticos, de papeles, de libros y de curiosidades que siempre se hallan colocadas y ordenadas detrás de vitrinas y de puertas con cerradura y llave. Aumento del número de objetos, dispersión por los diferentes espacios, generalización, pero no necesariamente privatización, pues ésta sigue perteneciendo en esencia al terreno del pensamiento o del secreto. Quienes poseen un cofrecito y quienes tienen una amplia casa en la que cada habitación sirve para una función particular pueden muy bien estar en el mismo grado de privatización. EL JARDÍN CERCADO Gracias a los cuadros, a las xilografías y a los tapices del siglo XV, se puede no sólo describir el jardín cercado, sino casi oler el perfume de sus flores y disfrutar de su aire sano. Pequeñas empalizadas, cerquitas con árboles frutales en espaldera e incluso piquetes entrelazados de mimbre encierran arriales de flores o hierba florecida dispuesta en pequeños montículos en los que uno puede sentarse. Fuentes y pilones, caminos estrechos, y emparrados con rosales o parras: así es el jardín cercado, lugar propicio para un encuentro amoroso, cortés o religioso. Raras veces se representa este jardín sin parejas jóvenes sentadas aparte que hablan o tocan un instrumento musical. Un individuo solitario tiene un libro en las manos; la Virgen está sentada en un trono de piedra o de madera, rodeada de árboles en flor o de guirnaldas de rosas. La sociabilidad del jardín cercado es siempre íntima, salvo en los dibujos de Brueghel, en los que se ve a los jardineros trabajando. La presencia de la Virgen, sola o con un santo patrón, invita a quien mira el cuadro a arrodillarse ante ella, en el jardín. El aire del jardín cercado no es el mismo que el de la calle o el campo. Está impregnado de olores de superior naturaleza, de rosa, de agua pura y de santidad, capaz no sólo de curar el cuerpo, sino de dar descanso al alma. Los humanistas y los letrados de la época del clasicismo van a quitar de este jardín todo lo que es rústico y gótico para colocar columnas y bancos antiguos, así como bustos de filósofos, que puedan servir de edificación a quienes entren en él; pero no reducirán las virtualidades íntimas del lugar.(...) En los cuadros de Wateau, de Boucher y de Fragonard este jardín se convierte en parque, sin perder por ello su poder casi mágico. Las entrevistas que mantienen, disfrazadas, las personas de la casa del conde Almaviva, siempre de dos en dos, ocurren en un jardín que la noche hace especialmente sensual. La soledad del jardín, el paso del tiempo, las estaciones y las flores marchitas hacen pensar no sólo en la fragilidad de la vida, sino también en la muerte de Cristo (...). En la estampa de Martin Schongauer que muestra la aparición de Cristo a María Magdalena (hacia 1480), el jardín cercado sorprende por su aspecto desértico. No hay más que un arbolito sin hojas y algunos pequeños montículos de tierra pelada. El árbol solo, con hojas o sin ellas, no pierde su poder de evocar la muerte. Ya en 1640 aparecen en Holanda retratos de parejas de edad: el escenario preferido suele ser su jardín. Los cuadros de Hoogstraten ayudan al viudo o a la viuda a situar a su cónyuge muerto en un lugar de felicidad porque representan a ambos juntos en el jardín. Este genero de retrato materializa un momento de reflexión, y tal vez hasta de oración y de expresión amorosa. En el cuadro de Steen que representa a la pareja de viejos jugando al ajedrez, el emparrado no evoca solamente las tardes de descanso a la sombra, sino también las festividades nupciales y bautismales que es tan frecuente celebrar en ese mismo lugar. Si bien el matrimonio por amor va reemplazando lentamente al matrimonio por interés y por dinero durante los siglos XVII y XVIII, ese amor se expresa en el jardín y, por tanto, el jardín es el escenario de los retratos de recién casados, solos o con sus hijos. Después de todo, los donantes, con sus hijos y parientes, aparecieron primitivamente en los cuadros al lado de la Virgen o de un santo patrón, por lo general en un jardín o en un ora-

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torio cuya ventana da a un jardín. Allí permanecerán mucho tiempo después de que desaparezca de los cuadros el santo intercesor. Los retratos de dos personas en una misma tela son cada vez más frecuentes en tierra protestante en los siglos XVII y XVIII. En Inglaterra y en sus colonias las parejas se refugian en la intimidad de su jardín y de su parque. Los más modestos reflejan a veces por escrito esas mismas actividades que los más ricos inmortalizan a través del cuadro. Samuel Pepys, que vive en el Almirantazgo de Londres, casi no tiene jardín; pero los leads le ofrecen los mismos encantos. Allí es donde se sienta con su esposa para beber algo los días de calor o para tocar su tiorba al claro de luna Sólo la amenaza de una invasión holandesa le lleva a su casa de campo, en donde entierra su dinero en el jardín. La vulgarización del jardín cercado que hicieron los pintores holandeses transformándolo en corral no le quitó sus asociaciones íntimas. La Virgen y los santos desaparecen, pero la conversación entre dos personas permanece, así como la lectura, a buen seguro piadosa o amorosa. Como reacción contra las representaciones convencionales del amor y de la fe, se evocan también ciertos sentimientos íntimos más sencillos y crudos, pero no menos íntimos. Parejas jóvenes juegan al ajedrez o beben (siempre con un vaso para los dos), o una madre despioja a sus hijas (Terborch, Berlín), acto cargado de reflexiones amorosas desde hace siglos. La anciana sentada sola en su corralillo, sin plantas -un tema que se repite en los rincones oscuros de la casa- interioriza literalmente esas intimidades e incita al espectador a reflexionar sobre su propio fin. Sin embargo, el jardín cercado no es ni el desierto ni su equivalente, la celda. En la celda, el ermitaño se encuentra solo, como Cristo o San Jerónimo. El bosque agreste, con sus oquedales, será también el lugar ascético para los encuentros con el diablo, y para la contemplación estoica. Los jardines con arriates y arenas de colores trastornan el cerebro y turban el alma de los temperamentos melancólicos. El verdadero reposo se encuentra en la naturaleza que el hombre no ha manipulado. La revolución puritana atacó con dureza el jardín geométrico de árboles y bojes podados -productos humanos de la Razón y, por ende, capaces de perjudicar el desarrollo del camino interior. Los bojes de los laberintos fueron suprimidos sistemáticamente por los puritanos. En cambio, se admitía la presencia de ruinas, pues ayudan al alma a concentrarse en el más allá. Por consiguiente, el jardín inglés y sus mixtificaciones, los bosques agrestes, los lagos profundos y las ruinas antiguas fueron prefigurados por una sensibilidad tendente a la interiorización, que consideraba artificial el artificio. LA CÁMARA El espacio principal de la vivienda -la sala, stube, hall, etc.- es el lugar de múltiples actividades. El fogón o la estufa se encuentran en la sala, así como los utensilios de cocina, mesa, caballetes, bancos, toneles vacíos y sacos de comestibles más alguna ropa de cama, esto es, el material para dormir sin mueble de madera y sin cortinas. Si quienes viven juntos no disponen más que de una habitación, hacen todo en la sala, salvo las funciones naturales que se reservan para los campos o para el estercolero. Si tienen un espacio distinto de la sala, en el mismo piso y cerrado con una puerta que comunica con aquélla, esa habitación se designa con la palabra «cámara», camera, inner room, chamber, y hasta borning room en inglés. En alemán, la palabra Zimmer evoca el revestimiento de madera que va fijado al muro, pero la disposición es la misma. La cámara es una habitación en donde hay una gran cama con cortinas, que está situada a continuación de la sala y separada de la misma por una puerta con cerradura o cerrojo. En la Florencia de los siglos XIV y XV, camera es una palabra investida de dignidad, y tal vez suceda lo mismo con chambre, en francés. La matrona de las estampas del siglo XV lleva siempre unas cuantas llaves a la cintura. En las amplias casas urbanas de las familias numerosas, la cámara está cerrada con llave. Los cuadros holandeses del siglo XVII muestran la disposición de la cámara y de la sala, separadas por un tabique, y, a lo lejos, la calle. En De la familia de Alberti (1430), rico comerciante florentino de unos treinta anos, se describe la cámara en el momento en que el recién casado enseña la casa a su esposa. La visita se termina en la cámara, donde,

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tras cerrar la puerta con llave, Alberti muestra sus riquezas, objetos de plata, tapices, ropas y joyas, atesoradas en ese lugar íntimo en el que puede darse el gusto de mirarlas a solas. Sus libros, los ricordi o cuentas-memorias, y los papeles de sus antepasados están guardados aparte en su estudio, cerrado con llave, fuera de la vista de su mujer. El estudio de que habla Alberti es bien una pequeña habitación separada, el studialo, bien un mueble de la cámara que se cierra con llave. Esos ricordi están guardados «casi como objetos sagrados y religiosos», dice Alberti. Esta frontera entre las cosas que proporcionan placer, y que son secretas, y las actividades que tienen lugar en la sala es propia de la clase de los grandes comerciantes a fines de la Edad Media. Es también reveladora de ciertas divisiones íntimas de los espacios y de los objetos, e igualmente de los cometidos que se asignan a la esposa. Esas divisiones y esos cometidos se extenderán a los demás medios sociales en el transcurso de los Tiempos modernos. Una vez que ha mostrado sus tesoros, Alberti pide a su esposa que no comparta nunca su lecho con otro hombre, y que no admita nunca en el mismo a otra persona que no sea él. Insiste en que se comporte con modestia, sin artificio ni coquetería. Tras estas recomendaciones, los esposos se arrodillan y rezan juntos para que Dios les ayude y les dé muchos hijos; ¿lo hacen mirando la estatua de un santo «de plata con la cabeza y las manos de marfil»? Alberti no anota el nombre del santo, sólo le interesa su calidad de objeto precioso. En las mentalidades modernas, a las que afectan muy poco las teologías de la palabra que emanan de la Sorbona, lo divino se halla encarnado por una materia noble y preciosa, sin que exista ninguna asociación especial al margen de la forma. Tal vez Alberti heredara esa escultura de un pariente que se llevó a la tumba el nombre del santo. Si Alberti era propietario de cuadros (no los enumera entre sus objetos preciosos), hay muchas probabilidades de que los mismos fueran de asunto religioso y de que estuvieran expuestos en la cámara, y no en la sala. Si los que viven juntos pueden darse el lujo de una segunda habitación, será en ella en donde transcurra la vida afectiva e íntima de la pareja. Parece que el cuadro El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck (1439), confirma la intimidad ceremoniosa de los recién casados en la cámara. Y en la pareja sentada en la cama, de Israhel Van Meckenom (hacia 1480), la cámara está amueblada no sólo con una gran cama de madera con columnas y paneles, sino también con una mesita cubierta por un tapete, en la que hay un candelero con dos velas, cajas de polvos y un cepillo. El cerrojo de la puerta está bloqueado brutalmente por un cuchillo clavado en el mecanismo, que impide abrir de ningún modo. El hombre ya se ha quitado la espada y la ha dejado sobre el estrado; tiene la mano izquierda bajo el brazo de la mujer, signo evidente de su deseo de abrazarla. Ella mantiene los brazos cruzados, pero parece que se está quitando el cinturón con sus llaves. Las cortinas de la cama están abiertas. En esta estampa no hay nada que evoque lo religioso; estas intimidades no son exactamente las mismas que las del cuadro de Van Eyck. La cámara sirve de lugar íntimo a los hombres ricos que buscan los favores de las mujeres galantes. La estampa de Meckenem es la visualización de la pesadilla que Alberti trata de evitar mostrando sus riquezas a su nueva esposa, rezando con ella y encerrándola en cierto modo entre sus objetos preciosos. La mesita llena de cajas de polvos, de cepillos, peines y frascos de perfume, manifiesta las intimidades sexuales fuera del matrimonio. Boucher y Fragonard tratarán de dar al aseo un carácter digno y moralmente neutro en el momento en que el matrimonio por amor gana terreno en los medios de la buena sociedad. En El cerrojo de Fragonard, la cámara se ha convertido en el lugar en donde se expresan las pasiones. El hombre cierra la puerta sin abandonar del todo la seducción de la mujer. El apresuramiento y la brutalidad del acto sexual difuminan la imagen del lecho, un lecho cuyas sábanas se hallan tendidas entre los muebles y los cuerpos. En contrapartida, El armario, del mismo artista, es un intento de síntesis moral que se expresa con evidente academicismo. El cuadro cambia de lo íntimo a lo teatral y queda, por tanto, fuera de la realidad social. No revela intimidades Los cuadros holandeses del siglo XVII confirman el carácter íntimo de la cámara describiendo con más precisión aún el comportamiento físico que se represente Es en ella en donde las mujeres se visten y se desnu-

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dan, en donde dan el pecho a los niños y reciben la visita de las parientas y amigas después de dar a luz. Los cuadros de De Hooch y de Steen que muestran camas deshechas y mujeres solas que se están vistiendo son prueba de que en la época moderna la cámara es el escenario de los sueños eróticos del hombre de buena posición. Cualquier ambigüedad de sentido queda disipada en la estampa de Rembrandt, Het Ledekaut (1646, British Museum), que representa una gran cama con cortinas, en la que hay un hombre echado sobre una mujer. Los espacios adyacentes son oscuros, como es habitual en este artista, pero ese tipo de cama con columnas sólo se encuentra en los medios sociales acomodados, en los que se puede disponer de una cámara. LA «RUELLE» Y LA «ALCÔVE» En la Francia de los siglos XVI y XVII, la ruelle, esto es, el espacio entre la pared y la cama, es conocido por ser especialmente íntimo. No olvidemos La ruelle mal assortie, de Margarita de Valois. Es un lugar en donde el enamorado del Paje caído en desgracia de Tristan L'Hermite es presa de temblores en los miembros y de otras agitaciones físicas que amenazan con rebasar el decoro. Dumont de Bostaquet cuenta en sus Memorias que, al declararse un fuego en su casa, «todo mi cuidado fue salvar mis papeles: había mandado hacer una alcôve muy conveniente en mi cámara y tenía armarios grandes en la ruelle de mi cama, en donde se hallaban mis ropas y lo que yo tenía de mayor consideración, títulos de mi casa». Las alcôves son, como las ruelles, espacios lindantes con el lecho, lejos de la puerta que da acceso a la sala (o a la antecámara, en las buenas casas). Thomas Jefferson, tecnólogo del estilo siglo XVIII, mandó hacer un tabique alrededor de su cama para cerrar completamente con puertas ese espacio, al que sólo él podía acceder, bajando de su cama por el lado de la ruelle. Una privatización superior a la que ofrece la cámara se va haciendo cada vez más evidente en los siglos XVII y XVIII. Tras la muerte del docto jansenista Le Nain de Tillemont, se descubrió en la ruelle de su cama un «cinturón cubierto de botones metálicos». Los antiguos hábitos de la mortificación tenían lugar en la intimidad. En el siglo XVIII, la cámara no pierde en absoluto su función de espacio íntimo; antes bien, al contrario, los pintores intensifican las representaciones de los signos íntimos y de las actividades que se realizan en la cámara. En el siglo XVII, Abraham Bosse se conforma con mostrar a una mujer joven vestida dentro de su cama, que está esperando la lavativa del joven y apuesto médico y el sillico que le trae una sirvienta. En el siglo XVIII, el mismo tema representa a la mujer desnuda, acostada en su lecho de alcôve en la posición necesaria para recibir una lavativa, si bien es verdad que esta vez va a ponérsela la sirvienta. Watteau, Boucher y Greuze recogen casi todos los temas íntimos y eróticos de los pintores holandeses del siglo anterior y los hacen más explícitos. Watteau rebasa mucho las convenciones en El aseo íntimo. Una joven, con el camisón abierto, está sentada en su cama y se prepara para el baño. Una sirvienta que sostiene una palangana le da una esponja. El tema es totalmente trivial, pero el cuadro resulta tan explícito que quien lo mira -incluso en el siglo XX- se siente intruso. Efectivamente, toda la educación contemporánea nos lleva a desviar la mirada de estos actos privados. Las dimensiones del cuadro son muy reducidas; para verlo bien hay que acercarse y transformarse inmediatamente en mirón. La mujer no hace nada indecente en este cuadro, pero el espectador que lo mira cae en la indecencia. Las esculturitas y cuadros que representan a hermosas mujeres desnudas jugando con un perro que se esconde entre sus piernas obligan a abandonar la mirada de la corrección: quien mira tales obras roza siempre el impudor de lo privado. El cuidado del cuerpo femenino se convierte ya en el siglo XV en un lugar común del erotismo. Muchos de sus momentos se desarrollan en cierta manera «en público». Durero hizo que la vista del mirón se colara por un pequeño postigo entreabierto para ver a seis mujeres desnudas. La representación de las intimidades incluye una o dos personas. El tema de los baños públicos femeninos, así con el de las mujeres galantes que se visten solas, se repetirán a lo largo de los siglos, pero, salvo en la imaginación de quien mira estos cuadros, raras veces evocan vidas interiores. Y, desde luego, ver obligado a permanecer demasiado cerca de alguien o a participar en

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el aseo de otra persona, es nocivo para las intimidades. En siglo XVIII, la joven de Rodez que Prion d'Aubuis recuerda en Autobiografía se queja de las exigencias de su parienta, para la cual trabaja: «Ay, me dijo, no creo que haya mujer más difícil de servir. Estima tanto su querida persona que está siempre ocupada en bienestar y en sus comodidades. El más pequeño desarreglo en su salud la alarma tanto que se pone como trastornada cuando tiene uno; el menor viento colado que haya soplado en su oído le desquicia la cabeza; teme tanto sus consecuencias que casi se le arrasan ojos de lágrimas. Sin embargo, no cesa de hablar con frecuencia contra la delicadeza de quienes no quieren soportar nada (...). Siempre me riñe antes de ponerle una lavativa porque sospecha que de estará demasiado fría; mientras lo hago, porque pretende que está vino demasiado caliente. (...) Como quiere que pruebe sus medicinas y todas las demás drogas que ella toma, casi siempre tengo flujo de vientre; ella querría que probase hasta sus lavativas.» Las venus de Tiziano son a la vez idealización del cuerpo femenino y pornografía de élite. Las damas en el baño pintadas por la Escuela de Fontainebleau encarnan cierta sensibilidad humana. No salen milagrosamente de las aguas ni reposan en el bosque agreste, como las diosas. Se hallan en una cámara, rodeadas de sirvientas, de chimeneas y de muebles. Como verdaderos retratos que son, estos cuadros forman parte del autoerotismo femenino tanto como del masculino, pues, a lo que parece, estas damas están may contentas de que las pinten desnudas, adornadas únicamente con sus joyas. Dotada de la misma sensibilidad femenina, pero con una modestia bien visible en su coquetería, madame Boucher mira a su marido, el pintor (Nueva York, Frick Museum). Se halla recostada en su chaise-longue, vestida, y rodeada de objetos de la vida diaria colocados en esos mueblecitos que se inventaron en el siglo XVIII, pero no está en una cámara. Boucher evita la iconografía de la cortesana: su mujer está calzada y lleva un gorro. El pintor insiste en una simpatía de alma y de cuerpo entre ella y él. Encima de la mesa hay una carta y un libro; una bolsa cuelga de la llave del cajoncito. No existe el menor signo de devoción, pero ello no quiere decir que se esté produciendo una laicización de los espacios privados. Durante toda la edad moderna existe un discurso de amor sin sublimidades religiosas, que se adaptará a las exigencias de una sociedad de consumo para reforzar la definición de la mujer como objeto amoroso propiedad del enamorado. Nunca sabremos lo que colgaba de las paredes de la cámara de los Boucher, pero cabe imaginar un busto de Voltaire o el de un chino sobre la campana de la chimenea del cabinet de la casa, típico del París del siglo XVIII, y un crucifijo fijado a las cortinas de la cama, en la cámara. Daniel Roche ha observado que el emplazamiento de la cama en las habitaciones cambió en el transcurso del siglo XVIII. Se lleva hacia un rincón o se esconde en una alcôve. La cámara se convierte en un lugar amueblado con minúsculas bibliotecas, mesitas, repisas y biombos. A partir de 1760, el apiñamiento es cada vez mayor en las ciudades; por tanto, es posible que, pese a la instalación de innumerables puertas, tabiques, antecámaras y pasillitos en las viviendas viejas, la privatización, en el sentido en que la entienden los sociólogos, no progresará antes de 1860. Desde luego, en los medios acomodados el espacio privado se ha ampliado, pero, en lo que atañe a los demás, es decir, al conjunto de la población, el espacio de las imágenes íntimas seguirá siendo la cámara de cada uno, e incluso la cama con cortinas. EL ESTUDIO En los palacios del Renacimiento aparece una habitación muy pequeñita o celda, sin chimenea ni ventana grande, que se conoce con el nombre de studiolo. Seguramente, su origen es monástico. Los dos significados de la palabra, que designa bien un mueble en el que uno se sienta para leer sobre un pupitre, bien una habitación que cumple la misma función, denotan el proceso de invención de nuevos espacios privados. El «estudio», lugar de retiro reservado al dueño de la casa, tiene a veces só1idas puertas, con cerraduras y cerrojos. La contabilidad y la oración no requieren mobiliario, a no ser una mesa pequeña y una silla. Las escribanías y las cajitas o cofres en los que se conservan cartas, papeles y cuentas reemplazan al estudio entre los que son menos ricos. La decoración de las escribanías se individualiza con iniciales, blasones y divisas. Los ni-

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chos en las paredes de un estudio sirven, al igual que en la celda o en la ermita, para colocar los libros. Las ratas no pueden alcanzarlos. Si bien los retratos de San Jerónimo (siglos XIV-XVI) son denotativos de las transformaciones del estudio, resulta obvio que dicha habitación se convierte en una especie de mueble en el que se puede vivir. Las paredes llevan un revestimiento de madera con puertecitas detrás de las cuales hay estanterías. La decoración de los estudios que han llegado hasta nosotros, sobre todo en Urbino, en el norte de Italia, es edificante. La iconografía de los paneles del revestimiento presenta los conocimientos divinos y humanos. Se entrelaza con blasones, divisas e iniciales del propietario. El estudio es el lugar en donde los abogados colocan sus papeles profesionales junto a los libros de su juventud -versos o traducciones de autores antiguos-. Como el número de individuos solteros es mucho más elevado entre los que ejercen una profesión liberal que entre los demás grupos de la élite, los médicos o los abogados suelen meter en su estudio la cama, el material para los experimentos científicos y los libros. El dibujito de Lorenzo Lotto que representa a un clérigo en su estudio tiene seguramente un valor documental más cierto que los retratos de San Jerónimo. También las cartas de amor pueden conservarse en el estudio, sobre todo cuando son objetos-reliquia de una intimidad extraconyugal. El dueño acude al estudio solo o acompañado de un amigo íntimo (a veces su hijo o su sobrino) para hablar «en confianza» de asuntos de familia, como los proyectos de matrimonio. La síntesis humanista de la vida activa de los negocios y de la política, y del amor por las cartas y por la soledad devota tiene su locus en el estudio. En él se guardan también las colecciones de monedas, de medallas y de esmaltes. Los retratos de hombres ilustres, medallas o estampas, permiten que el coleccionista -por ejemplo, Pepys- viva en cierta manera entre ellos, en el estudio. En Francia, los palacios y las casas urbanas importantes del siglo XVI poseen un estudio, situado, por lo general, en una torrecilla o en otro lugar un poco apartado de las grandes salas en que se desarrolla la vida colectiva, pero casi siempre adyacente a la cámara del propietario. En Tanlay, la realización es principesca y muy original en su programa iconográfico, pues da fe de la posible síntesis de la política del reino y de los héroes de la mitología. EL «CABINET» La palabra cabinet puede significar bien un mueblecito con cajones, o provisto de puertas que se cierran con llave, bien una pequeña habitación con las paredes revestidas de madera. Ambos están de- corados con cuadritos que, con frecuencia, son piadosos y, aún con mayor frecuencia, erótico-religiosos. El del château de Beauregard, con su sobriedad, conviene perfectamente a un abnegado servidor del Estado. En Vaux-le-Vicomte, el arquitecto Le Vau y el decorador y pintor Le Brun hicieron del cabinet de Fouquet una verdadera joya en la que el dueño podía vivir y, gracias a los espejos, contemplarse. Los espejos del cabinet grande de Luis XIV en Versalles (destruido) permitían que uno posara sobre sí mismo una mirada no exenta de significado religioso y narcisista. En el transcurso de los siglos XVII y XVIII se evidencia cierta laicización de estos espacios, al librarse el individuo de los vínculos que le ligaban a los grandes sistemas de valores morales y religiosos.

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Hombres y engranajes Ernesto Sábato CAP I. LA ESENCIA DEL RENACIMIENTO (…) En general, es peligroso cortar la historia en pedazos: pero si debemos buscar el viraje que originó nuestra civilización, hay que buscarlo en la época de las Cruzadas. Es ahí, en las comunas burguesas, donde verdaderamente se inician los Tiempos Modernos, con una nueva concepción del hombre y su destino. Entre el derrumbe del Imperio Romano y el despertar del siglo XII el mundo occidental se sume en lo que propiamente debería llamarse “edad media”. En hombre se sumerge en los valores espirituales y sólo vive para Dios: el dinero y la razón emigran hacia mejores territorios, refugiándose en Bizancio, en el imperio musulmán, entre los judíos. Bajo la doble presión de la tica cristiana y el aislamiento militar, el hombre de Occidente renunció durante seis siglos a las dos potencias que mejor parecen representar los halagos de la materia y del pensamiento, la tentación del espíritu mundano. (…) Hacia la época de las Cruzadas comienza el despertar de Occidente, gracias a un conjunto de factores concomitantes: el debilitamiento del poder musulmán, la relativa tranquilidad de las ciudades después de tantos siglos de lucha y destrucción, la pérdida de las esperanzas en el advenimiento del reino de Dios sobre la tierra, la reapertura del comercio mediterráneo. ¿Cuál de todos ellos es el factor último? No es fácil discriminarlo. Pero en cambio es fácil advertir que debajo de todos ellos actúan dos fuerzas fundamentales: la razón y el dinero. El levantamiento de la razón comienza en el seno de la teología hacia el siglo XI. La polémica se agudiza con Abelardo, quien sostiene que no se debe creer sin pruebas: sólo la razón debe decidir en pro o en contra. Es silenciado por San Bernardo, pero representa, en pleno siglo XII, el heraldo de los tiempos nuevos, en que la inteligencia, ya desenfrenada, no reconocerá otra soberanía que la de la razón (…) Pero para que esta soberanía de la razón se estableciera, era menester el afianzamiento de su aliado el dinero. Entonces, toda la gigantesca estructura de la Iglesia y de la Feudalidad se vendrá abajo. El dinero había aumentado silenciosamente su poderío en las columnas italianas desde las Cruzadas. La Primera Cruzada, la Cruzada por antonomasia, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu de aventura de un mudo caballeresco, algo grande y romántico, ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reiniciaron las rutas comerciales con Oriente, Las Cruzadas promovieron el lujo y la riqueza y, con ellos, el ocio propicio a la meditación profana, el humanismo, la admiración por las ciudades de la antigüedad. Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la clase burguesa. Durante los siglos XII y XIII, esta clase triunfa por todos los lados (…). Del naturalismo a la máquina Al despertar del largo ensueño del Medioevo, el hombre redescubre al mundo natural y al hombre natural, el paisaje y su propio cuerpo… La vuelta a la naturaleza es un rasgo esencial de los comienzos renacentistas… Los pintores y escultores descubren el paisaje y el desnudo. Y en el redescubrimiento del desnudo no solo influye la tendencia general hacia la naturaleza, sino en auge de los estudios anatómicos y el espíritu igualitario de la pequeña burguesía: porque el desnudo, como la muerte, es democrático. La primera actitud del hombre hacia la naturaleza fue de candoroso amor, como en San Francisco. Pero dice Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes complementarias y a ese amor desinteresado y panteístico siguió el deseo de dominación, que había de caracterizar al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que no es ya mero conocimiento contemplativo, sino el instrumento para la dominación del universo. Actitud arrogante termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.

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El diablo reemplaza a la metafísica (…) La característica de la nueva sociedad es la cantidad. El mundo feudal era un mundo cualitativo: el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y el tiempo era el natural de los pastores, del despertar y del descanso, del hambre y del comer…, el pulso de la eternidad; era un tiempo cualitativo, el que corresponde a una comunidad que no conoce el dinero. Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de las figuras en una ilustración no correspondían a las distancias ni a la perspectiva: eran expresión de jerarquía (colocar imagen). Pero irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica… y el espacio también. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no va a confiar en esos dibujos de una ecumene rodeada de grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no poetas. El artillero que necesita atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule el ángulo de tiro. Todos ellos tienen la necesidad de matemática y de un espacio cuadriculado. El artista de aquel tiempo surge del artesano –en realidad es la misma persona- y es lógico que lleve al arte sus preocupaciones técnicas. Piero della Francesca, creador de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura (colocar imagen). Entusiasmados con la novedad, los pintores italianos comienzan a emplear una perspectiva abundante y muy visible, como nuevos ricos de este arte geométrico. (colocar imagen de Ucello). Leonardo escribe en su Tratado: “Dispón luego las figuras vestidas o desnudas de la manera que te has propuesto hacer efectiva, sometiendo a la perspectiva las magnitudes y medidas, para que ningún detalle de tu trabajo resulte contrario a la que aconseja la razón y los efectos naturales”. Y en otro aforismo agrega: “La perspectiva, por consiguiente, debe ocupar el primer puesto entre todos los discursos y las disciplinas del hombre. En su dominio, la línea luminosa se combina con las variedades de la demostración y se adorna gloriosamente con las flores de la matemática y más aún con las de la física”. Según Alberti, el artista es ante todo un matemático, un técnico, un investigador de la naturaleza. Y así, también irrumpe la proporción. El intercambio comercial de las ciudades italianas con Oriente facilitó el retorno de las ideas pitagóricas, que habían sido corrientes en la arquitectura romana. Pero es con la emigración de los eruditos griegos de Constantinopla cuando Italia comienza el real resurgimiento de Platón y, a través de él, de Pitágoras… De este modo, el misticismo numerológico de Pitágoras celebra matrimonio con el de los florines, que la aritmética regía por igual el mundo de los poliedros y el de los negocios. Con razón sostiene Simmel que los negocios introdujeron en Occidente el concepto de exactitud numérica, que será la condición del desarrollo científico. El viejo tirano dejaba sus múltiples preocupaciones para asistir, embelesado, a las discusiones académicas; y, por un complicado mecanismo, Sócrates lo aliviaba del último envenenado. Lo mismo, más tarde, su nieto Lorenzo: “sin Platón, me sentiría incapaz de ser un buen ciudadano y buen cristiano”… Nada muestra mejor el espíritu del tiempo que las obras de Luca Pacioli (colocar imagen), especie de almacén en que se encuentra desde los inevitables elogios al Duque hasta las proporciones de cuerpo humano, desde la contabilidad por partida doble hasta la trascendencia metafísica de la Divina Proporción (…). El concepto pitagórico tuvo influencia en casi todos los artistas del Renacimiento italiano, así como en Durero (coloca imagen). Este es el hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan al mundo, las tiene a su servicio, es el dios de la tierra: es el diablo. Su lema es: todo puede hacerse. Sus armas son el oro y la inteligencia. Su procedimiento es el cálculo. (…) La mentalidad calculadora de los mercaderes se extiende en todas las direcciones. Empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria. Con las armas de fuego invade el arte de la guerra, a través de la balística y de la fortificación. Se desvalorizan la lanza y la espada del caballero, a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario… El saber del técnico toma el lugar de la metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan a la angustia religiosa (…) Leonardo, en sus laboriosas noches del hospital Santa María, inclinado sobre el pecho abierto de los cadáveres, busca el secreto de la vida y de la muerte, quiere ver cómo Dios crea seres vivos, ansía suplantarlo, exclama: “Voglio fare miracoli!”.

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Complejidad y drama del hombre renacentista (…) El Renacimiento, como cualquier época, sólo puede ser profundamente juzgado si se lo piensa como la lucha y la síntesis de fuerzas encontradas. La afirmación (provisoria y parcial) de que el Renacimiento es un proceso de secularización no implica negar el misticismo. (…) Al espíritu religioso de la Edad Media sucede el espíritu profano de la burguesía; pero, al asumir éste sus formas más groseras, suscita reacción mística… Artistas como Miguel Ángel y Boticelli fueron intensamente conmovidos por esta reacción, y no sólo no contradicen la profanidad del Renacimiento, sino que son su consecuencia. Por eso es falso afirmar que “el Renacimiento es una vuelta a la antigüedad”. La historia no retorna jamás… Mas las ciudades renacentistas eran ciudades distintas a las antiguas y bastaría la sola existencia del cristianismo para diferenciar radicalmente esta nueva civilización de la antigua. 1- (…) Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por dos temas: el dogma y la abstracción. La burguesía aparece caracterizada por los dos temas contrapuestos: la libertad y el realismo. El sentido naturalista, concreto, vivo de humanismo, frente a la aridez escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo, conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al ascenso de la nueva clase, los dos temas de la burguesía –libertad y realismo- son los suyos propios; y no es extraño, en consecuencia, que la mayor parte de los humanistas proviniesen de la clase mercantil. Al otorgar a los escritos de los antiguos tanto valor como a la Biblia, el cristianismo se hizo irreconocible en estos hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las institución eclesiásticas… Pero en el momento en que el humanismo se extasía con la antigüedad, en el momento en que se hace de su culto un juego cortesano y exquisito… en que se vuelve la espalda al lenguaje popular para entregarse a la vana resurrección del latín, el humanismo pasa del tema de la libertad al tema del dogma, al dogma de la antigüedad. Y de la revolución pasa a al reacción. (…) Por eso, paradójicamente, la ciencia positiva no pudo surgir sin la ayuda de la Iglesia, pues mientras su faz técnica y utilitaria proviene de la burguesía, su lado teórico, la idea de una racionalidad del Universo (sin el cual la ciencia es imposible) proviene de la escolástica… Y así, en este fugaz reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura, en que todos los temas iniciales aparecen complicados y entrelazados de tal manera que apenas puede distinguirse a Platón y Aristóteles, a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez escolástica de la intuición concreta. 2- Pero esto no es todo. Además del cristianismo, hay dos fuerzas que complican aún más el proceso renacentista. Como dice Jung, el proceso cultural consiste en una dominación progresiva de lo animal en el hombre, un proceso de domesticación que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad. De tiempo en tiempo, una especie de embriaguez acomete a la humanidad, que ha ido entrando por vías de la cultura. La antigüedad experimentó esa embriaguez con las orgías dionisíacas, desbordadas en Oriente, y que constituyeron un elemento esencial y característico de la cultura clásica. Según la ley ya establecida por Heráclito de la enantiodromía, o contracorriente, todo marcha hacia su contrario, y la orgía dionisíaca tenía que seguir, fatalmente, el ideal estoico y luego el ascetismo de Mitra y de Cristo; hasta que, con el Renacimiento, un nuevo, tumultuoso y adolescente entusiasmo intenta el dominio del espíritu humano. Este espíritu dionisíaco explica la duplicidad de muchos grandes hombres del Renacimiento, que en ciertos casos llevará hasta la neurosis. Un ejemplo sencillo lo tenemos en la ciencia, ni Leonardo ni ninguno de los precursores, tuvieron una idea sistemática de la racionalidad. En todo el Renacimiento se asiste a una lucha entre la magia y la ciencia, entre el deseo de violar el orden natural –y qué sexual es hasta la misma expresión!- y la convicción de que el poder sólo puede adquirirse en el respeto de ese orden. En uno de sus aforismos dice Leonardo: “La naturaleza no quebranta jamás sus leyes”, pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos, exclama con soberbia: “¡Quiero hacer milagros!. Con el arte pasan cosas similares; la duplicidad del espíritu renacentista nos explica esa especie de insatisfacción neurótica que nos parece intuir en la obra de tantos artistas renacentistas, y quizás en los más grandes: ya en la angustiosa y romántica escultura de Miguel Ángel, como en la melancólica pintura de Boticelli.

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(…) El hombre ya no podía volver ingenuamente a la naturaleza, en el estado de ánimo griego, porque por medio estaba el cristianismo; y en el arte, el Renacimiento sufrió siempre los efectos de ese radical desdoblamiento del espíritu: ímpetu profano, herencia cristiana. (…) En suma, si por Renacimiento consideramos no el mero y estrecho concepto de los humanistas, sino el comienzo de los tiempos modernos, hay que tomarlo como el despertar del hombre profano, pero en un mundo profundamente transformado por lo gótico y lo cristiano.

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Europa I Textos de Época

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Los diez libros de arquitectura Marco Lucio Vitruvio Obras maestras - Editorial Iberia En qué consiste la Arquitectura La Arquitectura se compone de orden, que los griegos llaman taxis; de disposición, a la que dan el nombre de diátesis; de euritmia o proporción (simetría, decoro) y de distribución, que en griego se dice oikonomia. La ordenación (el orden), es lo que da a todas las partes de una construcción su magnitud justa con relación a su uso, ya se la considere separadamente, ya con relación a la proporción o a la simetría. Esta ordenación está regulada por la cantidad, que los griegos denominaron posotes. Por tanto, la cantidad es la conveniente distribución de los módulos adoptados como unidades de medida para toda la obra y para cada una de sus partes separadamente. La disposición es el arreglo conveniente de todas las partes, de suerte que, colocadas según la calidad de cada una, formen un conjunto elegante. Las especies de disposición, llamadas en griego «ideas», son el trazado en planta, en alzado y en perspectiva (Ichnografía, Ortografía y Escenografía). La planta (Ichnografía) es un dibujo en pequeño, hecho a escala determinada con compás y regla, que ha de servir luego para el trazado de la planta sobre el terreno que ocupará el edificio. El alzado (Ortografia) es una representación en pequeño y un dibujo ligeramente colorado, de la fachada y de su figura por elevación, con las correspondientes medidas, de la obra futura. La perspectiva (Escenografia) es el dibujo sombreado no sólo de la fachada, sino de una de las partes laterales del edificio por el concurso de todas las líneas visuales en un punto. Estas tres partes nacen de la meditación y de la invención. La meditación de la obra propuesta es un esfuerzo intelectual, reflexivo, atento y vigilante, que aspira al placer de conseguir un feliz éxito. La invención es el efecto de este esfuerzo mental, que da solución a problemas obscuros y la razón de la cosa nueva encontrada. Estas son las partes de la disposición. La euritmia es el bello y grato aspecto que resulta de la disposición de todas las partes de la obra como consecuencia de la correspondencia entre la altura y la anchura y de éstas con la longitud, de modo que el conjunto tenga las proporciones debidas. La simetría o proporción es una concordancia uniforme entre la obra entera y sus miembros, y una correspondencia de cada una de las partes separadamente con toda la obra. Porque así como con el cuerpo humano hay proporción y una simetría entre el codo, el pie, la palma de la mano, el dedo y las restantes partes, ocurre igual en toda construcción perfecta. Y así primeramente, en los templos, el diámetro de las columnas o del módulo del triglifo, y en las ballestas del orificio 6, que los griegos llaman peritreton; y en las naves del interscalmo, que se denomina dipechaîce, podemos formarnos un juicio de la magnitud de la obra y la razón de la simetría, así en todas las demás obras, por el examen de alguna de sus partes se halla la de la simetría. El decoro es el aspecto correcto de la obra, que resulta de la perfecta adecuación del edificio en el que no haya nada que no esté fundado en alguna razón Para conseguir esto hay que atender al rito o estatuto7, que en griego se dice thematismos; o por la costumbre, o por la naturaleza de los lugares. Mediante el rito o estatuto se han de hacer los templos para Júpiter Tonante, para el Cielo, para el Sol y para la Luna, en descampado y sin techo, precisamente porque estas divinidades se nos aparecen más claramente en pleno día y en toda la extensión del Universo. A Minerva, a Marte y a Hércules se les harán templos dóricos; porque a estos dioses, en razón de su fortaleza, les corresponden edificios sin la delicadeza de los otros órdenes En cambio, a Venus, Flora, Proserpina y a las Náyades, les son apropiados edificios del orden corintio; porque a estas divinidades parece que les corresponden obras delicadas y adornadas con flores, hojas y volutas, que añaden belleza a la propia de esas deidades. Para los templos de Juno, de Diana, del Padre Baco y de otros dioses semejantes se seguirá un procedimiento intermedio, construyendo sus templos del orden jónico, porque el carácter de estas divinidades concuerda más con la severidad y solidez dóricas que con la delicadeza corintia. El decoro, en relación con las costumbres, reclama que a un edificio magnífico en el interior, se le adapten vestíbulos elegantes, apropiados a su riqueza, pues si los interiores gozasen de elegancia y belleza, y en cam6

Este período está bastante alterado en los textos: nos acogemos a la más correcta interpretación. Traducimos la voz statio por rito o estatuto, porque los sacerdotes gentiles seguían en la construcción y distribución de los templos unas normas que pudiéramos decir rituales, y que, sin ser coactivas, tenían carácter directivo.

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bio sus entradas fuesen pobres y mezquinas, el edificio no habría sido tratado con lo que exige el verdadero decoro. Asimismo, si se esculpiesen dentículos en las cornisas siendo los arquitrabes dóricos, o si sobre los capiteles y columnas jónicos se entallasen triglifos en las cornisas, transfiriendo así cosas propias de un orden a otro, en estos casos se ofendería la vista, porque cada estilo tiene sus propias leyes ya por antigua costumbre. Ahora bien, el decoro natural requiere para emplazamiento de cualquier templo la elección de los parajes mas saludables y donde haya fuentes de aguas abundantes. Y esta precaución habrá de tenerse en cuenta muy especialmente en los templos dedicados a Esculapio, a la Salud o a otras divinidades por cuya intervención muchos enfermos parecen haber sanado Esto es porque cuando se trasladan cuerpos enfermos de un lugar infecto a otro salubre y se hace que utilicen aguas puras, se restablecerán más pronto, y ocurrirá que la divinidad acrecerá su crédito, porque el pueblo atribuirá a estas divinidades curaciones debidas a las naturales condiciones del lugar. Está también de acuerdo con el decoro natural el dar luz de Oriente a los dormitorios y bibliotecas, orientando en cambio las salas de baño y las estancias de invierno al Poniente invernal; así como los demás lugares que requieren una luz siempre igual, el que reciban ésta del Septentrión, porque esta parte del cielo ni se obscurece ni se esclarece con el curso del Sol, sino que permanece todo el día constante e inmutable. La distribución consiste en el debido y mejor uso posible de los materiales y de los terrenos, y en procurar el menor coste de la obra conseguido de un modo racional y ponderado. Por esto el primer cuidado del arquitecto deberá ser no empeñarse en emplear cosas que no pueden obtenerse o no se pueden acopiar sino a costa de crecidos gastos. Por ejemplo, no en todos los países se encuentra arena de cantera, ni piedra, ni abundantes abetos, ni madera limpia de nudos, ni mármoles, sino que en unos sitios se encuentran unas cosas y en otros otras, y el conseguirlas todas sólo se lograría con dificultades y grandes dispendios por lo tanto, cuando faltase arena de cantera, habrá que utilizar la de río o de mar; pero ésta después de lavada. La carencia de abetos o de maderas limpias se remediará usando cipreses, hayas, olmos o pinos, etc., y de una manera semejante se procederá en todo lo demás. Pero respecto de esto, daremos más adelante las explicaciones oportunas y necesarias. Otra especie de distribución es aquella que dispone de diferente manera los edificios, según los diversos usos a que los dueños los destinan y de acuerdo con la cantidad de dinero que se quiere emplear en ellos o que exige la dignidad de las personas. También es preciso distribuir de modo muy distinto las casas de la ciudad que las granjas donde se recogen las cosechas de las heredades rústicas, y de manera muy distinta las viviendas de los negociantes de las moradas de los ricos y refinados; así como las de los personajes adscritos a las funciones del gobierno de la República. En una palabra, será preciso adaptar adecuadamente los edificios a las necesidades y a las diferentes condiciones de las personas que han de habitarlos. De las partes en que se divide la Arquitectura Las partes de la Arquitectura son tres: Construcción, Gnómica y Mecánica. A su vez la Construcción se divide en dos: una tiene por objeto la edificación de murallas y edificios públicos; la otra, la de las casas particulares. En las obras públicas hay que atender a tres finalidades: a la defensa, a la religión y a la comodidad del pueblo. Las obras hechas para la defensa y seguridad de las ciudades, como son las murallas, las torres y las puertas, han de ser pensadas de manera que resulten a propósito pata resistir los asaltos de los enemigos. Se refiere a la religión la erección de templos y toda clase de edificios sagrados en honor de los dioses inmortales. A la comodidad del pueblo se atiende en la disposición de todos aquellos lugares que han de servir para usos públicos, cuales son los puertos, las plazas, los pórticos, los baños, los teatros, los paseos y otros lugares semejantes que por los mismos motivos se destinan a parajes públicos; se busca en todos solidez, utilidad y belleza. La primera depende de la firmeza de los cimientos, asentados sobre terreno firme, sin escatimar gastos y sin regatear avaramente los mejores materiales que se pueden elegir. La utilidad resulta de la exacta distribución de los miembros del edificio, de modo que nada impida su uso, antes bien cada cosa esté colocada en el sitio debido y tenga todo lo que le sea propio y necesario. Finalmente, la belleza en un edificio depende de que su aspecto sea agradable y de buen gusto por la debida proporción de todas sus partes. De dónde se han tomado las medidas para la erección de templos

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La composición de la construcción de los templos depende de la simetría, cuyas reglas deben por tanto ser observadas cuidadosamente por los arquitectos. Nace la simetría de la proporción que los griegos llaman analogía. La proporción es una correspondencia de medidas entre una determinada parte de los miembros de cada obra y su conjunto: de esta correspondencia depende la relación de las proporciones. En efecto, no puede hablarse de una obra bien realizada, si no existe esta relación de proporción, regulada como lo está en el cuerpo de un hombre bien formado. Ahora bien la Naturaleza ha hecho el cuerpo humano de manera que el rostro, medido desde la barba hasta lo alto de la frente y la raíz de los cabellos sea la décima parte de la altura total. Igualmente, la palma de la mano, desde el nudo de la muñeca hasta el extremo del dedo de corazón, es otro tanto. La cabeza, desde la barba hasta la coronilla, es la octava parte de todo el cuerpo. La misma medida hay desde la nuca a la parte superior dei pecho. De lo alto de éste hasta la raíz del cabello hay una sexta parte; y hasta la coronilla, una cuarta. Y en el mismo rostro, hay un tercio desde el mentón a la nariz; desde ésta al entrecejo, otro tercio; y otro igualmente desde allí hasta la raíz de los cabellos, donde comienza la frente. En cuanto al pie, es la sexta parte de la altura del cuerpo; el codo, la cuarta parte. El palmo, la vigésimo cuarta, y así todos los demás miembros tienen cada uno sus medidas y sus correspondientes proporciones, de las que se han servido los más célebres pintores y escultores antiguos, que con ello consiguieron fama eterna. Del mismo modo, las partes de que se componen los edificios sagrados han de tener exacta correspondencia de dimensiones entre cada una de sus partes y su total magnitud. Asimismo, como, naturalmente, el centro del cuerpo humano es el ombligo, de tal modo que en un hombre tendido en decúbito supino, con las manos y los pies extendidos, si se tomase corro centro el ombligo, trazando con el compás un círculo, éste tocaría los dedos de ambas manos y los de los pies; y lo mismo que se adapta el cuerpo a la figura redonda, se adapta también a la cuadrada: por eso, si se toma la distancia que hay de la punta de los pies a lo alto de la cabeza y se confronta con la de los brazos extendidos, se hallará que la anchura y la altura son iguales, resultando un cuadrado perfecto. Luego si la Naturaleza dispuso el cuerpo del hombre de tal manera que se correspondan las proporciones de cada miembro con el todo, con razón quisieron los antiguos que existiera también en las obras perfectas esa misma correspondencia de medidas con la obra entera. Y por eso, si en todas las obras regularon de este modo las medidas, observaron este buen orden sobretodo en los templos, en los cuales lo bueno y lo malo ha de quedar expuesto durante mucho tiempo al juicio de la posteridad. La regla de las medidas necesarias en toda obra la tomaron de las diferentes partes del cuerpo humano, tales como el dedo, el palmo, el pie y el codo, y las distribuyeron en un número perfecto, que los griegos llaman Telleion. Los antiguos estimaron perfecto al número diez porque lo tomaron del número de los dedos de las manos; de los dedos nace luego el palmo, y del palmo el pie. Por este motivo, Platón estimó perfecto el número diez, porque por medio de cosas individuales, que los griegos llaman mónadas, se formó la decena. A medida que del número diez se va hasta once, o doce, etc., desde que los números pasan la decena no puede encontrarse ningún número perfecto hasta que se ha llegado a una segunda decena, de suerte que las unidades son fracciones de tal número. Los matemáticos, al contrario, quisieron que el número perfecto fuese el seis, porque los divisores de este número, a su modo de razonar, sumados, igualan el número de seis: así el sextante, es el uno, el triente el dos, el semise el tres, el beseo dimoiron el cuatro, el quintario o pentamoiron el cinco y el número perfecto el seis. Sumando sobre seis, si se añade un sexto, se forma el séptimo llamado efecton; el ocho se forma añadiendo un tercio y en latín se llama terciario y en griego epitritos; y como el nueve se forma con sobreañadirle la mitad, se llama sesquiáltero, y emiolios: si se añaden dos partes, que hacen diez, se llama besalterum y epidimoiron; el número once, porque se le añaden cinco, se dice quintario y epipemton: el doce, porque está compuesto de dos números seis simples, se denomina diplasion 8. Igualmente porque el pie del hombre corresponde a la sexta parte de la altura de su cuerpo, o en otros términos, porque la expresión de la altura del cuerpo en número de pies es este número, que es el de pies de la altura, éstos resultan seis, declararon al seis número perfecto; y también observaron que la longitud del codo se compone de seis palmos, y por consiguiente de veinticuatro dedos. Al parecer, de aquí viene el que las ciudades griegas dividieran el dracma en seis partes, a semejanza del codo que se compone de seis palmos: por eso establecieron que en el dracma hubiera seis partes iguales, formadas de seis piezas de bronce acuñado, como son los ases que llaman óbolos; y a semejanza de los veinticuatro 8

Algunos comentaristas, y con razón, consideran que esta numeración es superflua y que hay que mirarla como una interpolación.

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dedos, dividieron el óbolo en cuatro medidas, que unos llaman dicalca y otros tricalca. Los nuestros, por el contrario, primero eligieron el número diez, de donde compusieron el denario de diez ases de cobre, y por lo cual la moneda ha conservado hasta hoy el nombre de denario; y a su cuarta parte, compuesta de dos ases y medio, la llamaron sestercio. Considerando después que los números diez y seis eran perfectos, los sumaron y formaron uno perfectísimo, que es el dieciséis. El origen de esto fue el pie, porque, en efecto, si del codo se quitan dos palmos, queda un pie de cuatro palmos, y como el palmo tiene cuatro dedos (de grueso), resulta que el pie comprende dieciséis dedos, y a su semejanza el denario de metal tiene dieciséis ases. Por tanto, si resulta claro que de los miembros del hombre ha salido la división de los números y que la proporción nace de la relación de medida, tomada con una cierta parte entre cada miembro y el cuerpo entero, se sigue de aquí que son dignos de alabanza aquellos que al edificar los templos de los dioses distribuyen los miembros de la obra de tal manera que cada una de las partes y todas se correspondan entre sí con proporción y simetría. De la composición y medidas de los templos. Las disposiciones primordiales de los templos, de las que resultan las diferencias de configuración y aspecto que pueden tener, son, primero, la llamada in antis, que los griegos designan con las palabras naos en parastasin; y luego las otras, que corresponden a las denominaciones de prostilo, anfiprostilo, períptero, seudodíptero, díptero e hipetro. Los caracteres distintivos de sus figuras son los siguientes: Se llama templo in antis el que tiene en la fachada anterior y entre las antas de las paredes dos columnas, y encima un frontón construido con arreglo a las medidas que se indicarán en este mismo libro. Ejemplares de este tipo serán los de las Tres Fortunas, y sobre todo el que está mas próximo a la puerta Colina. El prostilo tiene todas sus partes como el de in antis, y sólo se diferencia en que tiene dos columnas angulares y encima arquitrabes, como el in antis, y a derecha e izquierda uno a cada lado del ángulo. Un ejemplo de éste nos lo da el templo de Júpiter y de Fauno en el barrio del Tíber. El anfiprostilo tiene todo lo mismo que el prostilo, y además cuenta con columnas y frontispicio en la parte de atrás Será períptero aquel que tenga, tanto en la fachada como en la parte posterior, seis columnas y en cada uno de los lados once, incluidas las de los ángulos, y a distancia igual de las paredes de la nave como de unas a otras, viniendo a quedar así alrededor, en el interior del templo, un lugar a propósito para pasear, como en el pórtico de Metelo, el templo de Júpiter Stator, construido por Hermodoro, y el edificio de Mario, con pórtico sin postigo, en el templo del Honor y del Valor, obra de Mucio. El seudodíptero está dispuesto de modo que cuenta con ocho columnas en el frontispicio y en la fachada del postigo posterior; y de quince en los laterales, incluidas las de los ángulos. Además, las paredes de la nave, en la fachada anterior y en la del postigo, tienen enfrente las cuatro columnas del medio, y el espacio en derredor, desde las paredes de la nave a las columnas, será de dos intercolumnios y un inoscapo. No hay ejemplo de este tipo en Roma; pero sí en Magnesia, en el templo de Diana, construido por Hermógenes, y el de Apolo en Alabanda, obra de Menestes. El díptero lleva también ocho columnas en los frentes, el de delante y el de detrás; pero alrededor tiene doble orden de ellas, como lo vemos en el templo dórico de Quirino y en el jónico de Diana de Efeso, construido por Ctesifonte. El hipetro tiene diez columnas en cada frente: el resto, excepto en lo que diré a continuación, es como en el díptero; pero tiene de particular que en el interior hay doble orden de columnas, unas sobre otras, y separadas de las paredes, de modo que forman una columnata a manera de pórtico; el centro está descubierto y sin techo alguno, teniendo acceso por dos puertas, una delante y otra detrás. En Roma no hay ningún modelo de esta clase de templos, pero en Atenas está el dedicado a Júpiter Olímpico, con ocho columnas en el frente. De las cinco clases de templos Las clases de templos son cinco, y sus nombres son éstos: picnostilo, esto es, el denso de columnas, sistilo, el de columnas un poco más espaciadas; diastilo, el de columnas aún más distantes; aerostilo, el que las tiene más separadas de lo debido, y eustilo, aquel cuyas columnas guardan una justa y proporcionada distancia. Así es picnostilo aquel en cuyo intercolumnio puede interponerse el grueso de columna y media; tales son el templo de Julio Cesar, el de Venus en el Foro de Cesar y otros semejantes construidos en la misma forma.

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Sistilo es aquel cuyo intercolumnio es dos voces el diámetro de las columnas y los plintos de sus bases son iguales al espacio que queda entre los dos plintos, como en el templo de la Fortuna Ecuestre, cerca del teatro de piedra, y en otros varios hechos con arreglo a las mismas proporciones. Estas dos clases tienen varios inconvenientes: el primero de ellos consiste en que las madres de familia, cuando suben las escaleras para hacer sus preces, no pueden pasar emparejadas9 por la estrechez de los intercolumnios, y han de ir una detrás de otra; el segundo inconveniente es el que resulta de la multitud de columnas, ya que por ello queda interceptada la vista de las puertas y se resta luz a las imágenes, y el último es que, debido a su excesiva estrechez, se hace dificultosa la circulación en torno al templo. El diastilo, en cambio, debe ser tal que el intercolumnio tenga la anchura de tres diámetros de las columnas, como ocurre en el templo de Apolo y de Diana. Este tipo tiene el defecto de que los arquitrabes no son ni de piedra ni de mármol, sino sólo largos puntales de madera; y esta disposición hace que el aspecto de tales construcciones resulte tosco, bajo y pesado. Sus tímpanos se adornan al uso toscano, con esculturas de barro cocido o de bronce dorado. Tales son el templo de Ceres, junto al Circo Máximo, y el de Hércules, erigido por Pompeyo, y también el del Capitolio. Nos queda ahora dar cuenta de la proporción del eustilo, que es el tipo mejor y más a propósito para los templos, tanto por su comodidad como por su prestancia y solidez. Ahora bien, ha de hacerse en esta forma: los intercolumnios deben ser de dos diámetros y un cuarto del imoscapo10. Sólo el intercolumnio del medio, tanto el de delante como el de detrás, tendrá de anchura tres diámetros de columna, y ello porque de este modo su aspecto será agradable, el acceso resultará expedito y el paseo en tomo a la cela será majestuoso. La razón de esto, hela aquí: que el frente del área que se haya adoptado para el edificio, si hubiera de ser tetrastilo, se divida en once partes y media, sin contar el vuelo de zócalos y bases; si hubiere de tener seis columnas, se dividirá en dieciocho partes; y si fuere octastilo, se dividirá en veinticuatro y media; luego de estas partes, sea en el tetrastilo, en el exastilo o en el octastilo, se tomará una, que será el módulo, que habrá de ser igual al diámetro de la columna. Por tanto, cada intercolumnio tendrá dos y un cuarto de estos módulos, excepto los dos del medio que tendrán cada uno tres módulos. La altura de las columnas será de ocho módulos y medio: y así, con esta distribución, se tendrá la medida justa, tanto para los intercolumnios como para la altura de las columnas. No tenemos en Roma ningún ejemplar de este tipo; pero en Asia, en la ciudad de Teos, está el templo de Baco, que es hexastilo. Estas proporciones las ideó Hermógenes, que fue también el primero que imaginó la disposición octastila del seudodíptero, cuando se le ocurrió suprimir en el díptero la fila interior de las columnas en número de treinta y ocho 11; por este procedimiento economizó gastos y trabajo, consiguiendo además ganar en torno a la nave un amplio espacio en el centro, para paseo, sin disminuir en nada el aspecto exterior; y sin que se echara de menos la falta de columnas, que podían ser consideradas como superfluas, conservó con tal distribución la majestad del edificio en su conjunto, puesto que la razón y disposición de las alas y la de las columnas en torno a la nave esta justificada para dar más majestad al aspecto con la robustez de los intercolumnios. La supresión de esta fila interior de columnas proporcionó un refugio libre y amplio dentro del edificio y en torno a la nave, en caso de que una imprevista lluvia sorprendiera y obligase a refugiarse allí a una gran muchedumbre de personas. Estas ventajas, sobre todo en los seudodípteros, vienen a probar sin duda alguna con cuánto ingenio y con qué habilidad procedió en sus obras Hermógenes, quien además nos dejó fuentes de donde la posteridad pudiera extraer reglas y doctrina. En los templos aerostilos, las columnas deben estar hechas de modo que sus diámetros sean una octava parte de su altura. También en el diastilo se dividirá la altura de la columna en ocho partes y media, y una de ellas será el diámetro de la columna. En el sistilo la altura se divide en nueve partes y media, y una de ellas se da al diámetro de la columna. Asimismo, en el picnostilo, la altura ha de dividirse en diez, y de esta altura una parte debe ser dada al grueso del imoscapo. La altura de la columna del templo eustilo se divide, como en el sistilo, en nueve partes y media; y una de éstas se adopta como grueso del imoscapo. De esta manera se tendrá la proporción de los respectivos intercolumnios, que aumentarán o disminuirán en anchura en proporción al grosor de las columnas. Pues si en el aerostilo, el diámetro de las columnas fuese una novena o una décima parte de su altura, las colum9

Las mujeres romanas tenían la costumbre de subir las gradas de los templos cogidas del brazo. Parte curva con que comienza el fuste de una columna. 11 Unos dicen 34, otros 36 y otros 38. 10

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nas parecerían delgadas y endebles, porque, debido a la anchura de los intercolumnios, el espacio libre minora y se come aparentemente el grueso de los fustes. Por el contrario, si se diese en el picnostilo al diámetro de las columnas la octava parte de su altura, produciría un aspecto túmido y en razón de la demasiada espesura y estrechez de los intercolumnios. Es preciso, pues, adaptar las medidas a las distintas clases de edificios. Por las mismas reglas las columnas de los ángulos deben también tener su diámetro una quincuagésima parte mayor que el de las otras, porque estando a plena luz y al aire libre, parecerán a la vista más delgadas y es preciso que el arte compense de este modo el error de los ojos. En cuanto a la disminución de las columnas en el sumoscapo12, se ha de hacer en la siguiente proporción: si la columna fuese menor de quince pies, se dividirá el diámetro inferior en seis partes y se darán cinco al diámetro superior. Si la columna tuviese de quince a veinte pies, el imoscapo se dividirá en seis partes y media y se darán cinco y media al sumoscapo. En las de veinte a treinta, se dividirá el imoscapo en siete partes y se darán al sumoscapo seis En las de treinta a cuarenta pies, dividido el grueso de la parte baja en siete partes y media, se darán seis y media a la parre superior. En las de cuarenta a cincuenta pies, será el imoscapo de ocho partes y se restringirá a siete el sumoscapo, y así, de la misma manera, se irá sucesivamente disminuyendo a proporción en las columnas que fueren más altas. En cuanto a éstas, es de advertir que, por su gran altura, se engaña fácilmente la vista del que mira de abajo arriba, y por lo tanto conviene rectificar este error aumentando el grueso de las columnas. Los ojos son los que buscan la belleza; por tanto, si no se satisface su gusto tanto con las proporciones como con esas adiciones, que agrandan oportunamente lo que parecería deficiente, el conjunto resultaría desproporcionado y feo a quien lo contemplase. Respecto de este abultamiento que se fija para el fuste de las columnas, y que entre los griegos se llama entasis, al final del libro daré a conocer el método y figura para que resulte proporcionado y no ingrato a la vista. De los tres órdenes de columnas, de su origen y de su invención. (Y de la simetría del capitel corintio.) Las columnas corintias, salvo en el capitel, tienen todas sus proporciones semejantes a las jónicas; pero la mayor altura de los capiteles corintios hace que parezcan relativamente más esbeltas y más delgadas; pues la altura del capitel jónico no es más que la tercera parte del diámetro de la columna, mientras que el capitel corintio es tan alto como todo el diámetro del fuste, y por tanto, estas dos partes del diámetro que acrecientan el capitel corintio dan a la columna una altura que la hace parecer mas esbelta. Todos los otros elementos que van sobre las columnas se toman, ya del orden dórico, ya del jónico, y se adaptan a las columnas corintias; porque el orden corintio no tuvo cornisa propia ni demás accesorios, sino que tomó del dórico los triglifos y modillones en las cornisas y las golas en sus arquitrabes, o del jónico los frisos, adornados con esculturas, con dentículos y cornisas. Por la incorporación de un nuevo capitel nacido de los dos órdenes citados, ha venido a crearse en las construcciones un tercer orden. Ahora bien, ateniéndose a la procedencia de estas columnas, se ha dado en denominar a estos tres órdenes: dórico, jónico y corintio. De estas columnas, la dórica nació la primera, inventada de muy antiguo, y he aquí cómo: Doro, hijo de Eleno y de la ninfa Orseida 13, rey de toda la Acaya y de todo el Peloponeso, hizo construir un templo a Juno en la antigua ciudad de Argos; dicho templo tuvo casualmente columnas del estilo que llamamos dórico: después, en otras ciudades de Acaya, edificó otros del mismo orden, sin que de momento se hubiera dictado regla alguna referente a sus verdaderas y justas proporciones. Más tarde, cuando los atenienses, consultando el oráculo de Apolo en Delfos y de acuerdo con sus respuestas enviaron a la vez en nombre del Consejo común de toda Grecia trece colonias a Asia, cada una con su jefe respectivo, pero todas bajo el mando supremo de Ion, hijo de Xuto y de Creusa, al que Apolo, por su oráculo de Delfos, declaró hijo suyo. Este Ion trasladó aquellas colonias a Asia, conquistó el territorio de Caria, y fundó en ella trece grandes ciudades, a saber: Efeso, Mileto, Myunta, cuyos derechos, por haber sido sumergida en el mar, fueron transferidos a los Lilesios; Priene, Samos, Theos, Colofón, Quío, Eritrea, Focea, Clazomene, Lebedos y Melita. Esta última fue destruida por todas sus demás ciudades, que se coligaron contra ella y le declararon la guerra a causa de la soberbia de sus habitantes, y la excluyeron del

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Parte curva con que termina el fuste de una columna. Otros la denominan Expetis.

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Consejo común; más tarde, por un privilegio particular del rey Atalo y de la reina Arsinoe, fue admitida la ciudad de Esmirna. Estas trece ciudades, después de haber expulsado del país a los carios y lelegos, denominaron al país Jonia, del nombre de su jefe Ion, y erigieron allí templos. Fue el primero el dedicado a Apolo Panionio, construido según el modelo de los que habían visto en Acaya: y lo llamaron dórico, porque era el primero que edificado de aquella manera habían visto en las ciudades de los dorios. Como desconocían las proporciones que debían dar a las columnas que querían poner en ese mismo templo, buscaron el medio de hacerlas lo bastante fuertes para que pudiesen sostener el peso del edificio y que fuesen además gratas a la vista. Para lograr ambos fines, resolvieron tomar como medida la huella del pie de un hombre y la aplicaron en el sentido de la altura, y habiendo descubierto que el pie era la sexta parte del cuerpo, transfirieron esta relación a la columna, dando a ésta de altura seis voces el grueso de su imoscapo, incluso el capitel. De esta suerte, la columna dórica, proporcionada al cuerpo varonil, comenzó a dar a los edificios solidez y belleza. Algún tiempo más tarde, deseando construir un templo en honor de Diana y buscando la manera de dar proporción a sus columnas, siguieron los mismos principios anteriores, e hicieron su relación en altura sirviéndose de la huella de los pies; pero esta vez les dieron la delicadeza de un cuerpo de mujer. Primeramente hicieron el diámetro de la columna igual a la octava parte de su altura, con el fin de darle un aire más esbelto; seguidamente imaginaron ponerle la basa hecha a manera de calzado; tallaron luego volutas a una y otra parte del capitel, queriendo imitar el cabello que cae en bucles a derecha e izquierda, y por medio de cimacios y festones, como cabellos arreglados sobre la frente, adornaron la parte anterior de los capiteles. Además, trazaron estrías a lo largo del fuste de la columna, a imitación de los pliegues de la túnica de las matronas. De este modo, con estos dos matices, vinieron a inventar estos dos géneros de columnas, imitando en las unas la simplicidad desnuda y despreocupación del cuerpo masculino y en las otras la delicadeza, el ornato y las proporciones del de la mujer. Los arquitectos que siguieron a éstos, habiendo hecho progresos en elegancia y finura de gusto, y dejándose ganar por el encanto de las proporciones más finas, estatuyeron como altura para la columna dórica siete veces su diámetro, y para la jónica, a la que llamaron así porque sus primeros inventores habían sido los jonios, la fijaron en nueve diámetros. 14 En cuanto al tercer género de columnas, llamado corintio, representa la delicadeza de una doncella cuyo talle, por su edad, es más fino, y por lo tanto mas susceptible de recibir adornos que puedan aumentar su belleza natural La invención del capitel en este orden se cuenta que fue debido a estas circunstancias: una doncella de Corinto, apenas núbil, enfermó y murió; su nodriza fue a poner sobre su tumba, en un canastillo, algunos de los objetos que a la muchacha más habían agradado en vida, y para que pudieran conservarse a la intemperie más tiempo sin estropearse, tapó la cesta con un ladrillo. Por una casualidad vino a quedar el canastillo sobre la raíz de una planta de acanto. Oprimida luego por el peso del canastillo, esta raíz de acanto que estaba en medio comenzó en la primavera a echar tallos y hojas, que fueron creciendo a los lados de la cesta, y tropezando con los cantos del ladrillo, por efecto de la presión, tuvieron que doblarse, produciendo los contornos de las voluta. El 15 escultor Calímaco, al que los atenienses llamaron Catatechnos , a causa de la delicadeza y habilidad con que tallaba el mármol, acertó a pasar por allí, casualmente, cerca de la tumba, vio el canastillo y se fijó en la delicadeza de las hojas que iban naciendo, y prendado de esta nueva modalidad y belleza de la forma, la reprodujo en las columnas que hizo después para los de Corinto, y estableció las proporciones con arreglo a ese modelo. Es de acuerdo con sus doctrinas como he presentado las relaciones que hay que tener en cuenta en la ejecución de las obras del orden corintio. Por tanto, las medidas de su capitel deben estar acomodadas de la siguiente manera: el grueso de la columna, en su parte inferior, debe ser igual a la altura del capitel incluyendo el ábaco; que la anchura del ábaco ha de ser tal que la diagonal que parte de uno de sus ángulos al otro tenga dos voces la altura del capitel, y así esta extensión producirá la medida justa de los cuatro lados del ábaco. Estos cuatro frentes se recortarán cóncavamente desde los ángulos una novena parte de toda su longitud. La base del capitel tendrá la misma anchura que la parte alta de la columna, sin el astrágalo ni el sumoscapo. La altura del ábaco será la séptima parte de la altura del capitel. Quitado el ábaco, lo que queda tendrá que ser dividido en tres partes; una formará las hojas inferiores; otra, las segundas hojas, y la tercera parte quedará para los caulículos 16 de los que 14

En otros textos se dice ocho y medio. Primer artífice. 16 Pequeños tallos. 15

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salen las hojas que se extienden para encontrar el ábaco. Es preciso que de las hojas de los caulículos salgan las volutas, que se esculpen debajo de los ángulos del ábaco, y las espiras menores debajo de las flores que se hallan en medio de la cara del ábaco. Estas cuatro flores, que se colocan en los cuatro costados, tendrán el tamaño del espesor del ábaco. Tales proporciones, pues, habrá de tener el capitel corintio para estar bien construido. Otros tipos de capiteles se colocan sobre estas mismas columnas; pero, aunque se les designa con varios nombres, no podemos decir que sean originales ni opinar que estas particularidades de sus simetrías constituyan un nuevo género de columnas; no son otra cosa, según vemos, incluso en sus denominaciones, que transformaciones o modificaciones de las corintias, de las jónicas y de las dóricas, cuyas proporciones han sido transferidas a una nueva combinación y refinamiento en la talla de los capiteles. De los ornamentos de las columnas y de su origen Después de haber tratado de los orígenes e invención de los diferentes géneros de columnas, no estará de más hablar de sus accesorios ornamentales, cómo nacieron éstos, y que desarrollo tuvieron en sus comienzos. En todo los s edificios se coloca encima un maderamen al que se da diversos nombres, según los diferentes usos a que se le destina. Se llaman vigas los maderos que se ponen horizontales sobre las columnas, pilares o antas; sobre los remates de las paredes se ponen cuartones, y para los suelos se emplean tablas. En la armadura del techo, si los espacios son muy anchos, se pone un caballete en lo alto17 (que se llama en latín columen, de donde tomaron su nombre las columnas); también se ponen tirantes o cabrios. Pero si los espacios no son tan anchos, sólo es menester el caballete y los canteríos que vuelan fuera de la pared para formar el alero. Sobre los canteríos van las cimbras, y encima, bajo las tejas, cabrios que sobresalgan lo más posible al exterior para proteger las paredes. Así, en los edificios, cada cosa debe ocupar ordenadamente su lugar según su naturaleza. A imitación de esta reunión de varias piezas de madera, con las que los carpinteros hacen las casas corrientes, es como los arquitectos han inventado la disposición de todas las partes que componen los grandes edificios de piedra y mármol. Teniendo, pues, en cuenta el modo seguido por los antiguos obreros al construir en determinado lugar, después de haber dispuesto de este modo desde las paredes interiores a las partes exteriores del edificio cuarterones cuyos cabos queden fuera de las paredes externas, con obras de albañilería, colocaron encima cornisas y aguilones para conseguir más bello aspecto; luego cortaron al ras de las paredes las puntas salientes de los cuartones, y como les pareció que este nuevo aspecto resultaba poco elegante, cubrieron los cortes con tablillas hechas al modo como ahora se hacen los triglifos y los recubrieron con cera azul, a fin de que los cortes de las vigas, que ofendían la vista, permanecieran ocultos. De este modo de cubrir los cabos de las vigas procede en las obras dóricas la disposición de los triglifos y de los intertignios 18, y las metopas en el orden dórico. Más tarde, algunos otros artífices, en otras clases de edificios, comenzaron a dar vuelo fuera de la pared a los canteríos por encima de los triglifos, y adaptaron canales a los vuelos de estas viguetas, y así como de la disposición de las vigas nacieron los triglifos, de las proyecturas de los canteríos nacieron los modillones debajo de las cornisas. Por ese motivo, aun en las obras de piedra y mármol se suelen hacer los modillones inclinados, a imitación de los canteríos, que necesariamente han de estar en pendiente para que el agua se vierta. Este es, pues, el origen de los triglifos y de los modillones en las construcciones dóricas. No puede ser, como han creído equivocadamente algunos, que los triglifos sean representaciones de ventanas. pues los triglifos se ponen en los ángulos de los edificios y en correspondencia con el medio de las columnas, sitios donde evidentemente no puede haber ventanas; porque si allí se hiciesen huecos, se dislocarían las junturas de los ángulos de los edificios. Además, si se admitiera que en los sitios en donde se ponen ahora los triglifos pudiera haber habido huecos de ventanas, podríamos pensar, por las mismas razones, que los dentículos del orden jónico han ocupado el espacio destinado a las ventanas; toda vez que a los espacios que hay entre los dentículos y entre los triglifos se les llama métopas 19, porque los griegos llaman opai 20 a los lechos en que están emplazadas las vigas y los cabrios, que son los que nosotros llamamos cava culumbaria o mechinal, de modo que el espacio que hay entre las dos opai; es lo que entre ellos se denominó “métopa”. Por consiguiente, lo mismo que en el orden dórico se inventa la disposición 17

Lo que va entre paréntesis se considera una interpolación. Se entiende por intertignio la distancia de un tirante a otro en la armadura o maderamen del techo, en lo sólido del friso, pero no dentro del edificio. 19 Entre las opas. 20 Cavernas. 18

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de los triglifos y de los modillones, igualmente encuentra la apropiada justificación en el orden jónico la disposición de los dentículos: y así como en el orden dórico los modillones representan el vuelo de los canteríos, los dentellones hacen en el jónico las veces de las proyecturas de los cabrios. Por esta razón, jamás se colocaron en los edificios griegos dentículos debajo de los modillones, porque es naturalmente imposible que los cabrios estén debajo de los canteríos y sería una grave falta que lo que en realidad, en la construcción, debe hallarse colocado sobre los cauteríos y las cimbras, en la representación se fuera a colocar por debajo. Además, los antiguos no aprobaron ni juzgaron aceptable que hubiera en los frontones modillones o dentículos, sino cornisas sencillas, porque en las fachadas no pueden existir, ni mucho menos sobresalir, canteríos ni cabrios, sino que han de estar dispuestos en pendiente hacia los canalones. En fin creyeron, con razón que lo que no era posible hacer en la realidad tampoco podía serlo en apariencia, y por eso no aprobaron para sus obras sino cosas que podían explicarse con razones ciertas y verdaderas deducidas de las leyes de la Naturaleza Siguiendo estas reglas, desde sus principios establecieron las proporciones que nos han dejado para cada orden, y yo, siguiendo sus normas, he presentado las que ellos fijaron para el jónico y el corintio. Ahora expondré sucintamente la disposición del dórico y la excelente distribución de sus elementos. Del orden dórico Hubo algunos antiguos arquitectos que no creyeron que el orden dórico fuese apropiado para los templos, porque hay en él algo de incómodo v embarazoso en sus proporciones. Archesio 21, Pitheo y aun Hermógenes fueron de este parecer, pues este último, teniendo ya preparada una gran cantidad de mármol para construir un templo del orden dórico dedicado a Baco, cambió de proyecto y lo hizo en estilo jónico. Pero no porque el dórico carezca de belleza, majestad y elegancia, sino sólo porque la distribución de los triglifos y de las métopas resulta embarazosa y no deja libertad alguna al arquitecto. Pues, en efecto, necesariamente los triglifos tienen que disponerse sobre las dos cuartas partes del medio de las columnas, y las métopas que hay entre los triglifos deben ser tan altas como largas; en cambio los triglifos, que se colocan en las columnas angulares, se ponen sobre las dos cuartas partes exteriores y no sobre las dos de en medio, y las métopas contiguas a los triglifos de los ángulos no pueden ser cuadradas, sino oblongas la mitad (menos 1/6) de la anchura del triglifo. Pero si se quiere que las métopas sean todas iguales, es preciso reducir los últimos intercolumnios en la mitad (menos 1/6) del ancho del triglifo. Por lo tanto, este aspecto que se obtiene, bien por alargamiento en las métopas, bien por contracción de los intercolumnios, siempre resultará defectuoso en alguna parte; por esta razón los antiguos huyeron de adoptar las proporciones del orden dórico para la construcción de templos. En cuanto a nosotros, siguiendo lo que exige el orden, expondremos las cosas como nuestros maestros nos lo enseñaron, a fin de que si alguien quiere, a pesar de estas dificultades, hacer uso de ellas, pueda dar a los templos de orden dórico sus justas proporciones y edificarlos sin defectos y con toda la perfección que cabe en este orden. En un templo de orden dórico, el frente, en el lugar en que se colocan las columnas, tiene que ser dividido en 27 partes si se quiere que sea tetrastilo, esto es, de cuatro columnas, y en 42 si se desea que sea hexastilo, esto es, de seis. Una de estas partes será el módulo, que se llama en griego embates 22, con arreglo al cual se deduce por cálculos la distribución de todo el edificio. El diámetro de las columnas debe ser de dos módulos; la altura, incluido el capitel, de catorce; la altura de éste, de un módulo; y la anchura de dos módulos y un sexto. El capitel tiene que ser dividido luego, según la altura, en tres partes, de las cuales una es para el ábaco con su cimacio, la otra para el equino con sus anillos, y la tercera para el hipotraquelio. La disminución de la columna ha de hacerse de modo semejante a como se dijo al hablar de la columna jónica en el Libro Tercero. La altura del arquitrabe, con su platabanda y las gotas, debe ser de un módulo; la platabanda será la séptima parte de un módulo; la longitud de las gotas bajo la platabanda, y a plomo con los triglifos, habrá de ser, incluyendo el listel, una sexta parte del módulo. La anchura horizontal inferior del arquitrabe será igual a la del sumoscapo. Sobre el arquitrabe se han de poner los triglifos con sus métopas, con una altura de un módulo y medio y una anchura de medio módulo; estarán distribuidos de modo que, tanto en las columnas de los extremos como en 21 22

Otros dicen, Tarchesio. Entrante.

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las que haya en el centro, los triglifos estén dispuestos en correspondencia con las dos cuartas partes del medio de cada columna, y dos sobre cada intercolumnio, excepto el del medio, que tendrá tres, tanto en el pronaos como en el pórtico posterior. Ensanchados así los intercolumnios del centro, quedará un paso más amplio para los que acudan a visitar las imágenes de los dioses. La anchura de los triglifos se dividirá en seis partes, de las cuales cinco quedarán para el del medio, y la otra, dividida en dos, será una mitad para la derecha y la otra mitad para la izquierda. Quedará en el medio un listel, o sea una escocia, que nosotros llamamos fémur, y en griego se llama meros, a sus lados se excavan dos canales en ángulo recto; junto a ellos, a derecha e izquierda quedaran otros listeles, y en las dos medias partes de los ángulos, dos medios canalitos. Hechos de este modo los triglifos, se habrán de construir entre ellos las métopas tan altas como anchas; además, en los ángulos extremos se esculpen medias métopas, de medio módulo (menos 1/6) de anchura. Haciéndolo así se corregirán todos los defectos de las métopas, de los intercolumnios y de los intertignios, siendo iguales todos los espacios. Los capiteles de los triglifos han de tener la sexta parte de un módulo. Encima de los capiteles de los triglifos correrá la cornisa, con proyectura de un módulo, teniendo un cimacio dórico arriba y otro abajo. La altura de la cornisa, con ambos cimacios, será de medio módulo y una sexta parte. En el sofito de la cornisa, a plomo con los triglifos y en medio de las métopas, se tallarán las gotas; pero se han de distribuir los espacios entre ellas de tal modo que haya seis de dichas gotas en la longitud y tres en la anchura. Los espacios restantes que dejan las métopas por ser más anchas que los triglifos, o se dejarán lisos o se esculpirán en ellos adornos de follaje, y al extremo de este sofito se abrirá el canal llamado escocia. Todas las otras partes, como son los tímpanos, los cimacios y la cornisa, se ejecutarán de acuerdo con las medidas que se han consignado al hablar del orden jónico. Estas proporciones serán las que habrán de tenerse en cuenta en las obras diastilas; pero si se quisiera hacer una de tipo sistilo y monotriglifo, entonces la fachada del edificio se hará tetrastila y se dividirá en diecinueve partes y media; si hubiera de ser hexastila, en veintinueve y media, una de las cuales será el módulo con arreglo al que ha de realizarse después toda la obra de acuerdo con las reglas dadas más arriba. Así, sobre cada arquitrabe irán solamente dos métopas y dos triglifos; excepto en los dos angulares, a los que además de esto se habrá de añadir como suplemento a su longitud un semitriglifo más 1/2 menos 1/6; el de en medio, a plomo del caballete, tendrá la suficiente longitud para contener tres triglifos y tres métopas, a fin de que este intercolumnio central permita una más amplia entrada al templo y resulte más majestuosa la vista de las imágenes de los dioses. Las columnas es menester que sean acanaladas y de veinte estrías: si fuesen planas, tendrán veinte ángulos; pero se procederá de esta manera: se describe un rectángulo de lados iguales a la anchura de la estría; en el punto medio del cuadrado se pone la punta del compás y se traza un arco de círculo que toque los ángulos del cuadrado, y se hace el canal igual a aquel segmento de circulo que está entre la línea circular y el cuadrado: así la columna dórica tendrá el acanalado propio de su orden. En lo tocante al aumento que se hace en el centro de la columna, téngase en cuenta lo que en el Libro Tercero se ha dicho referente al orden jónico. Puesto que anteriormente ha sido diseñado el aspecto exterior de las simetrías de los edificios, tanto corintios como dóricos y jónicos, es necesario exponer ahora cómo ha de ordenarse y distribuirse el interior de las celas y del vestíbulo o pronaos. De los templos redondos y de otras clases Además de éstos, se construyen otros templos circulares, de los cuales unos son monópteros, sin cela y cerrados por una sola columnata, y otros son los llamados perípteros. Los que se edifican sin cela tienen un ábside que con las gradas alcanza una profundidad igual a la tercera parte del diámetro del templo. Las columnas que van sobre los pedestales serán tan altas como el diámetro interior del templo, tomado desde un extremo de la pared que forma el pedestal a la parte opuesta. El grueso del imoscapo será la décima parte de la altura de la columna incluidos capitel y basa; la altura del arquitrabe será la mitad y dos dozavas partes del espesor de la columna; el friso y las otras partes superiores tendrán las proporciones en consonancia con las reglas dadas en el Libro Tercero. Mas si el templo redondo hubiera de ser periptero, los pedestales estarán colocados en dos escalones y la pared se hallará alejada de los pedestales aproximados una quinta parte de la anchura de todo el templo, dejando en el centro un espacio para la puerta. La cela ha de tener un diámetro neto, sin contar las paredes, y el pórtico

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circular tan grande como altura tiene la columna con el pedestal. Las columnas que hay en torno del templo tendrán las mismas proporciones y medidas mencionadas antes. La techumbre del centro debe ser proporcionada, de manera que la cúpula se hará luego de acuerdo con esta regla: tan grande como sea el diámetro de toda la obra, así de grande habrá de ser la altura de la cúpula sin incluir el florón. En cuanto a éste, hay que procurar que tenga, sin incluir la pirámide, una altura igual a la de cada uno de los capiteles de las columnas. Todas las otras partes, lo mismo que las que se han descrito, deben ser hechas con las proporciones y medidas dadas anteriormente. Se construyen además otras clases de templos, que, si bien tienen las mismas medidas que hemos indicado, son sin embargo diferentes a causa de su disposición, como lo es el de Castor, en el Circo Flaminio, el de Veiovis, entre los dos bosques sagrados, y en el bosque de Diana Cazadora un edificio más ingenioso, por la adición de otras columnas a derecha e izquierda de los lados del pronaos. Los primeros templos que se hicieron de este estilo, según el modelo del de Castor en el Circo, fueron uno de Palas Minerva, en la ciudad de Atenas, y otro en la montaña de Sunio, en el Ática. Las proporciones de estos templos no son sino las acostumbradas; pues, en efecto, las longitudes de las celas son dobles de las anchuras, y, como en todos los demás, las simetrías que suelen tener en los frentes se trasladan también a los flancos. Algunos arquitectos toman incluso la distribución de las columnas del género toscano y lo aplican a templos de órdenes corintio o jónico; tales son aquellos en los que los muros avanzan por ambos lados con antas para formar un pórtico, en el que se han colocado dos columnas en línea con las paredes que separan el pórtico del interior del templo, y en los que se ha hecho una mezcla de estilos toscano y griego. Por su parte, otros arquitectos, haciendo retroceder las paredes del edificio o aplicándolas a los intercolumnios, alargan considerablemente la capacidad interior de la cela sin cambiar nada las proporciones y medidas de las otras partes del templo. Así parece que han inventado una nueva modalidad y un nombre nuevo, que podría denominarse seudoperíptero. Han introducido estas modificaciones en razón de la comodidad para los diversos usos de los sacrificios: pues, en efecto, no se pueden hacer de la misma manera los templos para todos los dioses, siendo así que son diversos el culto y las ceremonias de cada uno. He expuesto, según me ha sido enseñado, todas las modalidades de los templos y las medidas y proporciones de los mismos, ingeniándome para explicar por los medios que he podido en estos escritos qué templos tienen figuras desemejantes y cuáles son las diferencias que como tales les caracterizan. Voy a decir ahora, refiriéndome a los altares de los dioses inmortales, cómo deben ser construidos y adaptados de acuerdo con las conveniencias de las ceremonias del culto. De la armonía La armonía es una doctrina musical obscura y difícil, sobre todo para quienes desconocen la lengua griega: por eso, si queremos ahora explicarla, nos vemos precisados a servirnos de multitud de palabras griegas, muchas de las cuales no tienen el equivalente término latino. Así que procuraré traducir lo más claro que me sea posible algo de lo que dejó escrito Aristóxenes, e incluso pondré aquí su diagrama y determinaré las escalas de los sonidos, de tal suerte que los que lo deseen, si prestan un poco de atención, puedan entender fácilmente lo que voy a decir. La voz, en efecto, cuando se quiebra pasando de un tono a otro, unas veces se hace aguda y otras grave. En un caso, su inflexión tiene efecto de continuidad; en otros, de discontinuidad. La voz continuada no se detiene ni en las finales ni en lugar alguno; así forma cadencias no sensibles y solamente distintas por medio de intervalos Esto sucede cuando en la conversación 23 decimos: sol, luz, flor, voz;, voces en las que no advertimos dónde empieza ni dónde acaba el sonido, y sólo aparece al oído una cosa: que el sonido ha pasado de agudo a grave o de grave a agudo. Todo lo contrario ocurre cuando la voz se mueve por intervalos separados, o discontinuos, pues entonces la voz tiene inflexiones diferentes; unas veces hace pausa en la final de un sonido, y luego en la de otro, y continuando esas detenciones en una y otra parte, la percibimos movible, como ocurre en el canto, en que la voz mediante inflexiones, produce modulaciones diversas. En efecto, cuando la voz recorre estos diferentes intervalos, deja percibir fácilmente dónde principia y dónde acaba, con las terminaciones discontinuas de los sonidos; mientras que los sonidos de en medio no resultan tan claros, por la supresión de intervalos. 23

Este ejemplo de continuidad tomado de monosílabos, es considerado como una glosa y no estaba en el texto.

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Tres son las clases de modulaciones: la primera, la que los griegos llaman armonía; la segunda, croma; la tercera diatonon. La modulación armónica es una concepción artificial, y por eso su melodía tiene una particular gravedad y una gran dignidad. La cromática, por la gentileza y frecuencia de los tonos, tiene mayor finura y produce mayor dulzura y encanto. Finalmente, la diatónica, que es la más natural, también es la más fácil, a causa de las distancias de los intervalos. Estos tres géneros forman tres diversas disposiciones del tetracordo, porque el tetracordo armónico se compone de un ditono y dos diesis. Ahora bien, la diesis es la cuarta parte de un tono, y, por tanto, dos dieses forman un semitono. En el cromático hay dos semitonos seguidos, y el tercero es un intervalo de tres semitonos. En el diatónico hay dos tonos continuados, y un tercero, que es un semitono, termina el intervalo del tetracordo. Así todo tetracordo, en cada uno de los tres géneros, viene a estar compuesto de dos tonos y un semitono; pero los tetracordos, cuando se les considera separadamente en los dominios de cada uno de los géneros, ofrecen una limitación de intervalos desemejantes, porque la Naturaleza es la que ha escalonado en la voz los intervalos de los tonos y semitonos y de los tetracordos; ella es la que ha establecido y determinado los límites de estos tetracordos en amplitud por las medidas de los intervalos que abarcan, y los caracteres que los califican los ha constituido con ayuda de intervalos en relaciones determinadas para cada género. Los artífices que fabrican instrumentos musicales, sirviéndose de estas consonancias y sonidos establecidos por la misma Naturaleza, consiguen hacerlos perfectos. Los sonidos, que en griego se llaman ftongoi, son en cada uno de los tres géneros dieciocho, de los cuales hay en los tres géneros ocho que son invariables y fijos; los otros diez restantes varían según las modulaciones. Los sonidos fijos son aquellos que colocados entre los móviles ligan un tetracordo con otro y, no obstante las diferencias de género, permanecen siempre invariables. Sus nombres son: proslambanómenos, hypate hypaton, hypate meson, mese, nete synemmenon, paramese, nete diezeugmenon y nete hyperbolaeon. Los móviles son aquellos que distribuidos en todo tetracordo entre dos inmóviles cambian de lugar según la diversidad de géneros y de lugares. Sus nombres son: parhypate hypaton, lichanos meson, trite synemmebon, parhypate synemmenon, trite synemmenon, trite diezeugmenon, paranete diezeugmenon, trite hyperbolaeon y paranete hyperbolaeon Estos sonidos, por el hecho de su desplazamiento, adquieren propiedades diferentes, ya que tienen intervalos y distancias crecientes. En efecto, el parhypate, que en la armónica dista del hypate la mitad de un medio tono, desplazado en la cromática, tiene la distancia de un medio tono. El que en armónica se llama lichanos, dista del hypate medio tono; llevado a la cromática, se aleja dos medios tonos; en la diatónica se aleja del hypate tres medios tonos. Así diez sonidos, por efecto de sus desplazamientos, producen, según los géneros, una triple variedad de melodías. Los tetracordos se cuentan en número de cinco. El primero—el más grave—que en griego se llama hipaton. El segundo intermediario—que en griego se denomina meson. El tercero—conjunto—que se dice synammenon. El cuarto—disjunto—que se llama diezeugmenon. El quinto—que es el más agudo—se denomina en griego hyperbolaeon. Los acordes que la naturaleza del hombre puede cantar y que en griego se llaman symphoniai, están en número de seis: la cuarta, la quinta, la octava, y la cuarta de la octava, la quinta de la octava y la doble octava. Estos acordes han recibido nombres numéricos por razón de que cuando la voz se pone sobre un grado de la escala de los sonidos y que a partir de ahí, inflexionándose, ha llegado al cuarto grado, se dice que hay cuarta; si al quinto, quinta. En efecto, cuando entre dos intervalos se produzca un sonido de cuerdas o un canto de voz se habrá hecho no sobre el tercer grado, ni sobre el sexto ni sobre el séptimo, pues no puede haber en ellos consonancia; pero, como he dejado escrito, la cuarta y la quinta, y hasta la doble octava, corresponden, según la naturaleza de la voz, a las limitaciones de la asociación concordante. Y estos acordes han procedido del acoplamiento de sonidos, que en griego se llaman pthongoi. De los aspectos apropiados en cada una de las partes de los edificios para que las habitaciones sean cómodas y sanas.

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Trataremos ahora de las particularidades que deben reunir los edificios, tanto en lo tocante al uso a que están destinados como en lo referente a su más adecuada orientación. Los comedores de invierno, así como las salas de baños, mirarán al Poniente invernal, porque en ambas habitaciones hay primordial necesidad de claridad vespertina; y además, porque el Sol poniente, al afectarlas directamente con un calor más templado, las conserva tibias en las horas vespertinas. Los dormitorios y las bibliotecas deben estar orientados a Levante, porque el uso de ellos requiere luz matinal, y además porque en las bibliotecas los libros no se echan a perder tan fácilmente, pues todo lo que mira al Mediodía o al Poniente se estropea por la polilla y la humedad, ya que los vientos que llegan húmedos hacen nacer y propagarse la polilla e infunden en los volúmenes aires húmedos que los deterioran y enmohecen. Los comedores de primavera y de otoño han de mirar a Levante, porque, en efecto, heridos de frente por el Sol en su curso hacia Occidente, se mantienen templados a las horas en las que suele hacerse uso de ellos. Los de verano deben mirar al Septentrión, teniendo en cuenta que durante el solsticio esta parte no resulta calurosa como las otras, por el motivo de que, estando orientada en oposición al curso del Sol, se conserva siempre fresca, sana y agradable. Igualmente las Galerías de pinturas y las estancias donde se trabajan tapices o hay estudios de pintor, deben estar orientadas al Septentrión, a fin de que parezca que las materias colorantes, por la uniformidad de la luz, conservan una misma calidad inalterable e inmutables los colores de las obras. De la forma de las casas, según la diversa categoría de las personas. Una vez que haya sido determinada la orientación más conveniente a cada parte del edificio en construcción, será preciso preocuparse de los edificios particulares, del modo cómo se han de situar las distintas habitaciones destinadas a morada exclusiva del dueño de la casa, y cómo lo han de ser las que serán comunes aun con extraños. Ahora bien, en las habitaciones que se llaman reservadas, como los dormitorios, comedores, baños y otras destinadas a usos semejantes, no pueden entrar todos, sino solamente los que a ellas fueren invitados. En cambio, en las llamadas comunes puede entrar cualquier persona, aun sin ser invitada, tales como los vestíbulos, los atrios, los patios, los peristilos y las otras partes que están destinadas a un uso común. Para las personas de una fortuna mediocre no son necesarios vestíbulos magníficos ni grandes salones ni atrios, porque dichas personas van a cortejar a los otros, mientras que a ellas nadie viene a buscarlas. Para los que cosechan frutos del campo deben hacerse casas que en lugar de vestíbulos tengan establos y tiendas; y en el interior, en vez de cámaras suntuosas, bodegas, graneros, almacenes y otras comodidades semejantes que sirvan con preferencia para conservar sus frutos más bien que para dar idea de lujo. Para los banqueros y recaudadores se han de hacer habitaciones muy cómodas y espaciosas y a cubierto de celadas. Al contrario, para abogados y hombres de letras las casas han de ser elegantes y amplias, capaces para recibir a muchas personas. Finalmente, para los nobles y para los que en el ejercicio de sus cargos o magistraturas deben dar audiencia a los ciudadanos, se han de construir vestíbulos regios, atrios altos, patios peristilos muy espaciosos, jardines y paseos, en relación con el decoro y respetabilidad de las personas, y además con bibliotecas, pinacotecas y basílicas instaladas de manera que puedan rivalizar por su magnificencia con la de los edificios públicos; porque con frecuencia en estas casas se celebran asambleas o reuniones particulares o juicios arbitrales. Con arreglo a esas consideraciones, si los edificios han sido construidos según las distintas categorías de las personas, y lo que exige el decoro, de que he hablado en el Libro Primero, no habrá nada que criticar, porque cada casa tendrá todo lo que pueda desearse para la propia comodidad y conveniencia. Ahora bien, estas reglas servirán además no sólo para los edificios de la ciudad, sino también para los del campo, con la única diferencia entre unos y otros que, en los de la ciudad, los atrios suelen estar junto a las puertas de entrada, y en cambio, en las casas de campo, los patios se encuentran a partir del sitio en que comienzan las habitaciones que imitan las de la ciudad; inmediatamente están los atrios, rodeados de pórticos, con vistas a las palestras y paseos.

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De la manera de pintar las habitaciones. En las otras habitaciones, es decir, en las de primavera, verano y otoño, así como en los vestíbulos y en los patios peristilos, era costumbre sancionada entre los antiguos decorarlos con pinturas a base de determinados colores y en consonancia con el destino de cada habitación. Pues la pintura, en realidad, es la representación de una cosa que existe o puede existir, como un hombre, un edificio, una nave o cosas semejantes; objetos definidos y determinados, de los que se toma modelo para la imitación de figuras. Por eso los antiguos, que idearon las decoraciones murales, imitaron primero las losas de mármol con sus vetas, y luego diversas combinaciones de anillos y triángulos de ocre. Más tarde llegaron a imitar las formas de los edificios, los relieves, los fustes de las columnas, y los frontones; en los lugares abiertos y espaciosos, tales como las exedras, por razón de la amplitud de sus paredes, quisieron representar frentes de escenas de tipo trágico, cómico o satírico, y en los corredores destinados a paseo, debido a su extensión, para ornamentarlos, reproducían paisajes inspirándose en las condiciones naturales de los lugares; y así pintaban puertos, promontorios, playas, ríos, fuentes, estrechos, templos, bosques, montes, rebaños, pastores, y aun, en algunos locales, grandes cuadros, que en medio del paisaje representaban imágenes de dioses o escenas de leyendas; así como la guerra de Troya, o los viajes de Ulises a través de diversos países, y otros temas semejantes inspirados en la Naturaleza. Pero todos estos cuadros, en los que los modelos están tomados de objetos reales, son ahora desdeñados por una moda ilógica, y en los enlucidos se pintan preferentemente monstruos en vez de imágenes de seres verdaderos. Así, en efecto, a guisa de columnas, se ponen cañas; en vez de frontispicios, tracerías, acanalados, adornados de hojas y caulículos; o candelabros que soportan representaciones de pequeños edificios, y arrancando de sus frontones, grupos de vástagos tiernos, con volutas que sostienen sobre ellas, contrariamente al buen sentido, figurillas sedentes; y asimismo débiles tallos que terminan en estatuitas que por un lado tienen cabeza humana y por otro de animal, siendo así que estas cosas ni existen ni pueden existir ni han existido nunca. Y sin embargo, estas nuevas modas han prevalecido tanto, que ignorantes censores han pretendido convencernos de la esterilidad del verdadero valor de las artes. ¿Cómo, en efecto, una caña puede en realidad sostener un techo, o un candelabro un frontón con sus ornamentos, o un tallito tan frágil y tan flexible mantener una figurita sedente, o cómo de raíces y de tiernos tallos pueden nacer unas veces fibras, y otras figuras con dobles bustos, por una parte de animales y por otra de seres humanos? No obstante, hay personas que, sin dejar de reconocer como falsas estas cosas, no sólo no las condenan, sino que se complacen en ellas, sin preocuparse de si pueden ser o no ser; y las mentes cegadas por estos falsos juicios no tienen el valor de negar su aprobación a estos absurdos que no pueden ser autorizados ni justificados por las conveniencias. En efecto, no se deben aceptar como buenas las pinturas que no representan la verdad; y aunque estuvieran pintadas con arte y elegancia, no se debe formar un buen juicio de aquellas pinturas cuyo tema no esté al menos de acuerdo con la razón, y siempre que no haya en ellas nada que se oponga al buen sentido. A este propósito se cuenta que, en la ciudad de Tralles, Apaturio de Alabanda había pintado con arte en un pequeño teatro, que ellos llaman Ecclesiásterion 24, una decoración en la que en lugar de columnas puso estatuas y centauros que sostenían la cornisa, techos en cúpulas, frontones de grandes vuelos, cornisas adornadas con cabezas de leones; en fin, cosas todas que sirven para gárgolas y no tienen justificación sino en tejados, y que, a pesar de eso, puso además en la misma decoración un segundo cuerpo de escena en el que se veían con diversidad de colores cúpulas, pórticos, medios frontones, cosas todas que sólo son propias de techumbres. Como el aspecto de esa decoración, por su viveza, sedujese la vista de todos, que estaban ya dispuestos a aprobar el trabajo, se levantó el matemático Licinio y dijo: “Que los alabandeses eran tenidos por bastante inteligentes en todos los asuntos civiles; pero que, por un pequeño defecto de conveniencia, se les había hecho pasar por poco sensatos, porque todas las estatuas que había en su Gimnasio representaban oradores en actitud de defender un pleito; y en cambio, las que había en el Foro, representaban atletas en actitud de tomar parte en las carreras o de lanzar el disco, o de jugar a la pelota. De modo que esta incongruente colocación de las figuras, en desacuerdo con las características de la naturaleza de los lugares, había hecho recaer sobre toda la ciudad aquella perjudicial reputación de mal gusto. Guardémonos, pues, de que esta decoración de Apaturio vaya a hacernos pasar a todos nosotros por alabandeses o por abderitas. Porque, ¿quién de vosotros puede admitir que sobre las techumbres se pongan habitaciones, o columnas o decoraciones de frontones? Estos frontones tienen su lugar adecuado sobre el 24

Lugar de asamblea

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maderamen, no sobre los rejados. Por tanto, si nosotros diésemos nuestra aprobación a una pintura que está en contradicción con lo que naturalmente se da en la realidad, vendríamos a formar entre esos pueblos que por esta anormalidad han sido considerados como carentes de buen sentido.” A estas palabras, Apaturio no se sintió con ánimos de responder; hizo quitar la decoración, y habiéndola modificado con arreglo a las leyes de la verdad, recibió aplausos. ¡Ojalá que los dioses inmortales hiciesen que resucitase Licinio, para corregir este furor y estos locos errores en pintura! Y ahora explicaré por qué esta falsa manera de pintar ha prevalecido sobre la verdadera. Lo que los antiguos, a fuerza de arte y de trabajo, trataban de realizar para que produjera placer, ahora se consigue a fuerza de viveza en los colores; y el mérito que las obras tenían por el talento del artista, se ha de conseguir ahora por el coste y precio que por ellas haya pagado el propietario. ¿Quién entre los antiguos se servía del minio, si no parcamente y como si fuera un medicamento? Hoy, por el contrario, se embadurnan con él no sólo las paredes interiores, sino muchas veces todas. Al minio han venido a añadirse la crisocola, la púrpura y el azul de Armenia. Y estos colores, aun aplicados sin arte, no dejan, sin embargo, de producir con su brillantez un aspecto sorprendente; y por lo mismo que son caros, las leyes han sancionado que no sean suministrados a cargo de los pintores, sino de los propietarios.

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Renacimiento en Europa Colección “Fuentes y Documentos para la Historia del Arte” Editorial Gustavo Gilli, S.A. 11. Piero della Francesca, La perspectiva pictórica (1472/1475) 11.1. (Libro primero) La pintura consta de tres partes, que llamamos dibujo, conmensuración y colorido.25 Entendemos por dibujo los perfiles y contornos de que consta la cosa. Llamamos conmensuración a estos perfiles y contornos dispuestos en sus lugares. Por colorido entendemos la aplicación de colores tal como aparecen en las cosas, claros y oscuros según que las luces vayan variándolos. De esas tres partes pretendo tratar solo una, la conmensuración, que llamamos perspectiva, mezclándola con algo de dibujo puesto que sin él la misma perspectiva no podría llevarse a la práctica; prescindiremos del colorido, y trataremos de aquella parte que puede mostrarse con líneas, ángulos y proporciones, hablando de puntos, líneas, superficies y cuerpos. Esta parte consta de cinco partes: la primera es la vista, o sea el ojo; la segunda es la forma de la cosa vista; la tercera es la distancia del ojo a la cosa vista; la cuarta son las líneas que parten de la extremidad de la cosa y se dirigen al ojo; la quinta es el término que hay entre el ojo y la cosa vista, sobre el cual se pretende representar las cosas. 11.2. La primera he dicho que era el ojo, del que sólo pienso tratar en lo que es necesario a la pintura. Digo pues que el ojo es la parte principal, porque en él se presentan todas las cosas vistas bajo diversos ángulos; o sea, cuando las cosas vistas son igualmente distantes del ojo, la cosa mayor se presenta bajo un ángulo mayor que la pequeña, y, similarmente, cuando las cosas son iguales pero no son igualmente distantes del ojo, la más cercana se presenta bajo un ángulo mayor que la más alejada, de cuyas diferencias deriva la degradación de las cosas. La segunda es la forma de la cosa, puesto que sin ella el intelecto no podría juzgar ni el ojo captar dicha cosa. La tercera es la distancia del ojo a la cosa, ya que si no hubiera distancia la cosa seria tangente o contigua al ojo, y mientras el ojo fuera menor que ella no sería capaz de recibirla. La cuarta son las líneas que se presentan desde la extremidad de la cosa y terminan en el ojo, por las cuales el ojo ve y discierne las cosas. La quinta es un término en el cual el ojo con sus rayos describe las cosas proporcionalmente y puede en él juzgar su medida: si no hubiera término no podría entenderse cuánto degradan las cosas, de modo que no se podrían mostrar. Además de esto es necesario delinear en forma propia 26 sobre el plano todas las cosas que el hombre piensa hacer. Una vez dicho esto, proseguiremos la obra dividiendo esta parte llamada perspectiva en tres libros. En el primero hablaremos de puntos, líneas y superficies planas. En el segundo hablaremos de cuerpos cúbicos, de pilastras cuadradas, de columnas circulares y con muchas caras. En el tercero hablaremos de cabezas, capiteles, basas, torchi 27 con diferentes bases y otros cuerpos dispuestos variamente (...). 11.14. (Libro segundo) El cuerpo consta de tres dimensiones: longitud, anchura y altura; sus términos son las superficies. Estos cuerpos son de formas diversas, como el cúbico, el prismático de lados desiguales, el cilíndrico, el poliédrico, el piramidal, y otros de muchos y diferentes lados, según se aprecia en las cosas naturales y accidentales. En este segundo libro me propongo tratar sus degradaciones, comprendiéndolos bajo ángulos en los términos establecidos por el ojo, utilizando algunas superficies degradadas en el (libro) primero como base suya. 11.17. (X11) Si en el plano degradado se traza una paralela al término dividida en varias partes iguales, en las cuales se ponen bases iguales y cada una de ellas en oposición ortogonal al ojo, la más alejada se representará en el término mayor que la más próxima, a pesar de que se presentará al ojo bajo un ángulo menor que la más próxima. No es menos necesario este (teorema) que el último del (libro) primero para explicar la abertura del ángulo en el ojo y la exacta dimensión de la base que tiene enfrente. Porque hay que hacer columnas cilíndricas y poligonales en edificios como galerías, pórticos, donde son necesarias muchas columnas, y, operando con los criterios correctos, algunos se sorprenden den que las columnas más alejadas del ojo se presenten más gruesas que las más próximas, a pesar de estar sobre bases iguales. Por ello, procuraré mostrar que es así, y que así debe hacerse (...):

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Compárense con las de Alberti: circunscripción (o contorno), composición y recepción de luces (o asombración), o sea dibujo, composición y colorido. 26 “Forma Propia”: forma más característica de la superficie o del objeto, sin degradación perspectiva, 27 Torcí, o también torculo: es un tipo de toro resuelto por facetas o pequeños polígonos planos. MODULO I

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11.18. (Libro tercero) Muchos pintores menosprecian la perspectiva porque ignoran la fuerza de las líneas y de los ángulos que de ella se desprenden, y con los cuales se describe conmensuradamente cualquier contorno y delineación. Pero me parece que hay que poner de manifiesto hasta qué punto esta ciencia es necesaria a la pintura. El nombre de perspectiva se me antoja como decir cosas vistas de lejos, representadas bajo unos determinados términos con proporción, según la cantidad de sus distancias; sin ella nada puede degradarse con exactitud. Y la pintura no es otra cosa que la representación de superficies y de cuerpos degradados o aumentados en el término, dispuestos conforme a como se manifiestan en ese término las cosas reales vistas por el ojo bajo diferentes ángulos. Pero como de cualquier cantidad hay siempre una parte más próxima al ojo que otra, y la más próxima se presenta siempre bajo mayor ángulo que la más alejada en los términos señalados, y no pudiendo el intelecto por sí mismo juzgar su medida, es decir cuál es la de la más próxima y cuál la de la más alejada, por ello afirmo que es necesaria la perspectiva. Ella discierne todas las cantidades con proporción, como verdadera ciencia, manifestando con la fuerza de las líneas la degradación y el aumento de cualquier cantidad. ll.19. Por practicarla numerosos pintores antiguos obtuvieron fama imperecedera, como Aristómenes Tasio, Policles, Andrón Efesio, Teo Magnes, Zeuxis y muchos otros. Y aunque se haya elogiado a muchos que no la practicaron, los elogios procedían de quienes, con falso criterio, desconocían las capacidades del arte. Entonces yo, celoso de la gloria del arte y de esta época, con orgullo me he atrevido a escribir esta pequeña obra sobre perspectiva en lo que afecta a la pintura, dividiéndola como dije al principio en tres libros. En el primero expuse de varias maneras las degradaciones de las superficies planas; en el segundo he explicado las degradaciones de cuerpos cuadrados y de muchas caras, colocados perpendicularmente sobre los planos. 11.20. Pero dado que ahora en este tercer libro pretendo considerar las degradaciones de cuerpos integrados por superficies diversas y colocados diversamente, tratándose de los cuerpos más difíciles utilizaré, para sus degradaciones, otro sistema y otro método diferente del de las explicaciones anteriores. Sin embargo el resultado será el mismo, y lo que hace uno hace el otro. Voy a cambiar el orden anterior por dos motivos: primero, porque así resultará más sencillo de exponer y de entender; y después por la gran multitud de líneas que habría que utilizar en esos cuerpos siguiendo el método anterior, de modo que el ojo y el intelecto quedarían deslumbrados por las muchas líneas sin las cuales esos cuerpos no pueden degradarse a la perfección, aún con gran dificultad. Seguiré pues otro sistema, mediante el cual lograré mostrar paso a paso las degradaciones. En él se requiere, como dije al principio del (libro) primero, saber lo que se pretende hacer y saberlo poner en forma propia sobre el plano, ya que, a partir de su disposición en forma propia, la fuerza de las líneas conducidas por el arte lo convertirán en degradado, tal como se presenta en el término mediante las líneas visuales. Pero es menester saber efectuar con medida todos los contornos de lo que se pretende hacer, y disponerlo sobre el plano en sus lugares en forma propia. De ello discurriré en las explicaciones que van a seguir.

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Renacimiento en Europa Colección “Fuentes y Documentos para la Historia del Arte” Editorial Gustavo Gilli, S.A. 2. León Battista Alberti, Los diez libros de Arquitectura (1485) Con los diez libros que integran su obra más importante, el De re aedificatoria, León Battista Alberti (1404-1472) moderniza, aunque de modo esencialmente independiente, el texto arquitectónico de Vitruvio (1.ª ed., Roma, 1486), más famoso que conocido. También el tratado albertiano iba a correr durante casi un siglo esta misma suerte: desde su conclusión en 1452, y a pesar de su publicación póstuma en 1485, a su conspicua fama correspondió sólo un conocimiento de oídas entre los arquitectos cuatrocentistas, e incluso de bien entrado el siglo XVI, salvo contadas excepciones. A ello contribuyó considerablemente el propio Alberti, quien, como buen humanista, escribió su «Vitruvio moderno» en culto latín y dirigiéndose a un público culto de «entendidos», selecto y restringido, más que a los arquitectos y constructores contemporáneos suyos. Con su rico bagaje de intenciones ético-políticas, preconiza en todo caso un tipo de arquitecto-intelectual inexistente todavía, un tipo ideal que él mismo pretende encarnar en la práctica (cfr. texto 18). Bastantes rasgos de este ideal fueron asumiéndolos los arquitectos cincocentistas cuando la arquitectura «clasicista», se imponía ya de hecho y se difundía prácticamente por toda Europa. También entonces el tratado de Alberti conoció una dilatada popularidad, reflejada en numerosas ediciones y traducciones. De re aedificatoria, junto a sus otros tratados De pictura (texto 1) y De statua, caracteriza decisivamente el intelectualismo de la estética humanista y renacentista. Subyace ya en todos ellos la concepción de los «tres géneros», artísticos, así como el mito de la «antigüedad» y, por supuesto, también la idea de una belleza y artisticidad objetivas, «normalizables», codificables en una especie de gramática a la cual se va a incorporar toda la «ciencia» de la época. El artista, y el arquitecto más que nadie, deberá desdoblarse, por consiguiente, en un hombre de «cultura liberal». Aquí recogemos sólo algunas consideraciones generales y de carácter teórico sobre la concepción albertiana de la arquitectura y sobre sus fundamentos estéticos (aunque, por obvias razones de espacio, sin poder completar su exposición de la teoría de las proporciones). 2.1. (Prólogo) (...) Si se encontrara algún arte de tales características que en modo alguno pudiera prescindirse de él, y que al mismo tiempo conciliara lo útil con lo grato y con lo decoroso, a mi juicio en esta categoría habría que situar la arquitectura, ya que, si bien se considera, resulta de lo más ventajoso tanto para la comunidad como para los privados, extraordinariamente agradable al hombre en general y por supuesto entre las primeras en dignidad. 2.2. Pero antes de proseguir creo que habría que explicar lo que debe entenderse por arquitecto. En efecto, no voy a compararlo con un carpintero, sino con los más cualificados exponentes de las otras disciplinas, pues el trabajo del carpintero es sólo instrumental para el arquitecto. Yo voy a considerar arquitecto a aquel que con método y procedimiento seguro y perfecto sepa proyectar racionalmente y realizar en la práctica, mediante el desplazamiento de las cargas y la acumulación y conjunción de los cuerpos, obras que se acomoden perfectamente a las más importantes necesidades humanas. A tal fin, requiere el conocimiento y el dominio de las mejores y más altas disciplinas. Así deberá ser el arquitecto. 2.3. Pero volvamos al tema anterior. Hubo quienes dijeron que había sido el agua o el fuego los motivos originarios de que los hombres se reunieran en comunidad; sin embargo nosotros estamos persuadidos, considera do no sólo lo útiles sino lo indispensables que son un techo y unas paredes, que esto fue mucho más determinante para que los hombres se congregaran y permanecieran juntos. Pero al arquitecto hemos de agradecerle, además de que nos procure un reparo confortable y acogedor contra los ardores del sol y los rigores invernales—y a pesar de no ser éste u pequeño favor—, sobre todo sus innumerables hallazgos, que resultan de una indudable utilidad, tanto privada como pública, y resuelven a la perfección y repetidamente las necesidades de la vida (...) 2.4. Paseos, piscinas, termas y obras similares y podrían mencionarse también los medios de transporte, los hornos, los relojes y otros hallazgos menores pero may importantes para la vida cotidiana. Y también los medios para sacar copiosamente a la superficie las aguas subterráneas, aplicables a usos tan variados como indispensables; y además los monumentos conmemorativos, los santuarios, los templos, los espacios sagrados en general, dispuestos por el arquitecto para el culto religioso y como legado a la posteridad. En fin, cortando las rocas, horadando los montes, terraplenando los valles, conteniendo las aguas marinas y lacustres, desecando los

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pantanos, construyendo naves, desviando los ríos, dragando las desembocaduras, construyendo puentes y puertos, el arquitecto no sólo proveyó a necesidades humanas temporales, sino que hizo expeditos los caminos hacía cualquier región del orbe. Esto condujo a que los hombres pudieran intercambiar mutuamente todo aquello que contribuía a mejorar la salud y el tenor de vida, corno los productos agrícolas, perfumes, piedras preciosas, experiencias y conocimientos. Añádanse las armas ofensivas, los ingenios bélicos, las fortalezas y todo lo que sirve para conservar y reforzar la libertad de la patria, patrimonio y orgullo de la colectividad, y para extender y consolidar sus dominios (...). 2.5. Hasta aquí se ha hablado sobre la utilidad. Pero luego, hasta quo punto la actividad constructiva es gozosa y radica profundamente en nuestro ánimo se desprende entre otras cosas del hecho que quien puede permitírselo está continuamente pendiente de construir alguna cosa; y si en materia de construcción llega a algún descubrimiento, muy a gusto lo cuenta e impulsado casi de natural se apresura a difundirlo en provecho de las personas. ¡Cuántas voces nos ha ocurrido, incluso estando inmersos en otras preocupaciones, que no podemos evitar que nuestra mente divague concibiendo alguna construcción! Y que además, viendo algún edificio construido por otros, en seguida recorramos con la vista y evaluemos cada una de sus dimensiones, y en la medida de nuestro ingenio discurramos sobre lo que se podría suprimir, añadir o cambiar para que la obra resultara más elegante, y espontáneamente lo comuniquemos. Y si nos aparece perfectamente resuelto y satisfactoriamente realizado, ¿quién no lo contemplará con el mayor placer y gozo? 2.6. ¿Y quién ignora hasta qué punto los ciudadanos, en su patria o fuera de ella, obtienen de la arquitectura no sólo deleite y satisfacciones, sino también renombre? ¿Quién no se considera elogiable, por haber edificado? Además, estamos orgullosos de las casas donde habitamos cuando están construidas algo más concienzudamente de lo habitual. Si construyes un muro o un pórtico elegantísimos, con adornadas puertas, columnas y techumbre, los mejores ciudadanos lo aplaudirán y se alegrarán con ello enormemente, tanto por ti como por ellos mismos, porque habrán entendido que con este fruto de tus riquezas has contribuido considerablemente a la dignidad y esplendor tuyo, de tu familia, de tus .descendientes y de toda la cuidad (...). No hubo ni uno solo de los más egregios y más sabios príncipes (de la antigüedad) que no considerase la arquitectura como uno de los medios más importantes para prestigiar su nombre entre la posteridad. Y dejemos ya este tema. 2.7. Hay que resaltar, finalmente, que la seguridad, la autoridad y el decoro del estado dependen en gran medida de la obra del arquitecto, gracias al cual nuestro ocio transcurre de modo ameno, placentero y saludable, nuestro trabajo con provecho e incremento del peculio, y todo lo demás fuera de riesgos y con dignidad. Considerando por consiguiente el gusto y la gallardía extraordinaria de sus obras, su necesidad, la utilidad y comodidad de sus hallazgos y el provecho para la posteridad, es innegable que el arquitecto merece ser honrado y estimado como uno de los mayores bienhechores de la humanidad. 2.8. Nosotros, pues, percatándonos de estos hechos, con el espíritu estimulado nos dispusimos a indagar muy cuidadosamente sobre este arte y sobre su objeto: de cuáles principios deriva, qué partes lo integran y delimitan. Y puesto que hemos encontrado que estas partes son de variado género, casi infinitas en número, admirables en sí y de indecible utilidad —hasta el punto de que no podría especificarse qué condición de personas o qué sector del estado o clase de ciudadanos debe más que los otros al arquitecto, verdaderamente el in- ventor de toda comodidad: si el príncipe o los ciudadanos privados, si la religión o la vida profana, si el ocio o el trabajo, si el individuo en particular o la humanidad en su conjunto—, hemos optado, por muchos motivos que resultaría prolijo exponer aquí, por recoger toda esta temática y tratarla en los presentes diez libros. 2.9. La organización de las cuestiones a tratar será como sigue. En primer lugar hemos constatado que el edificio es como un cuerpo, y como todos los cuerpos consta de diseño y materia: lo primero es aquí producto del ingenio, lo segundo es resultado de la naturaleza; a aquél hay que aplicar la mente y el raciocinio, ésta necesita la obtención y la selección. Pero hemos visto también que ninguno de los dos, por sí mismos, alcanzan su objetivo sin la intervención de la mano experta del artífice que dé forma a la materia según el diseño. Y puesto que las finalidades prácticas de los edificios son variadas, tuvimos que indagar si un mismo tipo de diseño era adecuado para cualquier obra. Por ello hemos distinguido varios tipos de edificios. Y habiendo constatado la gran importancia de la conexión y de las relaciones mutuas de las líneas, que es el factor principal de la belleza, nos pusimos a buscar en qué consiste la belleza y cómo debe concretarse en cada uno de los tipos. Y ya que todos ellos presentan a veces defectos, investigamos cómo podrían enmendarse y restaurarse. 2.10. Cada libro tiene un título según el tema que concretamente trata, entre esta variedad, del modo que sigue. Libro I: el diseño; II: los materiales; III: la obra o construcción; IV: obras de carácter universal; V: obras

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de carácter particular; VI: el ornamento; VII: el ornamento de los edificios sagrados; VIII: el ornamento de los edificios públicos profanos; IX: el ornamento de los edificios privados; X: la restauración de las obras. Libros añadidos: la nave; el erario; aritmética y geometría; qué conviene al arquitecto en su trabajo. Libro I: el diseño (cap. I). Habiendo de tratar sobre el diseño de los edificios, recogeremos e incluiremos en nuestra obra lo mejor y más valioso de cuanto advirtamos que sobre ello escribieron los mayores expertos del pasado, y lo que observaron en la ejecución de las mismas obras. Añadiremos además algunos hallazgos, resultado de nuestro ingenio y de nuestros trabajos y cuitas en la investigación, que pensamos van a ser de cierta utilidad (...). 2.11. La arquitectura en su conjunto se compone de diseño y construcción. En cuanto al diseño, todo su objeto y método consisten en hallar un modo exacto y satisfactorio para adaptar entre sí y conjuntar líneas y ángulos, con lo cual queda enteramente definido el aspecto del edificio. La función del diseño es, pues, la de asignar a los edificios y a sus partes una posición apropiada, una proporción exacta, una disposición conveniente y una ordenación agradable, de modo que toda la forma y figura de la construcción repose completamente en el mismo diseño. El diseño no contiene en sí nada que dependa del material; más bien es de tal modo que podemos reconocer un mismo diseño en variados edificios, en aquellos en los que se manifiesta una sola e idéntica forma, es decir, en aquellos cuyas partes, la colocación y ordenación de cada una de ellas, corresponden exactamente entre sí en la totalidad de los ángulos y de las líneas. Se podrán proyectar mentalmente estas formas en su integridad prescindiendo completamente del material: se conseguirá dibujando y definiendo ángulos y líneas exactamente orientadas y conectadas. Por todo ello, el diseño será pues un trazado concreto y uniforme, concebido por la mente, realizado mediante líneas y ángulos y llevado a conclusión por alguien ingenioso y culto (...). 2.12. (Cap. 2) (...) Indagando entonces si había algún factor que sirviera para cada una de las partes que hemos citado se han hallado tres principios fundamentales perfectamente adecuados tanto para las cubiertas, como para los muros, como para todo el resto. Según ellos se requiere que cada una de estas partes sea: bien adaptada al uso al cual está destinada, y sobre todo may sana; en cuanto a la robustez y a la duración, compacta y só1ida e indestructible; y en cuanto a la gracia y la gallardía, elegante, armoniosa y adornada, por así decirlo, en todas sus partes.28 (...). 2.13. Libro VI: los ornamentos (...) (cap. 2). Ciertamente considera que la gracia y la gallardía emanan sólo de la belleza y el ornamento. Es por ello por lo que no hay nadie tan desgraciado y obtuso, tan rudo e inculto, que no se sienta intensamente atraído por las cosas más bellas, que no prefiera las más adornadas a todas las demás, que no le molesten las feas, que no rehúse todas las desaliñadas y sin terminar, que no pueda indicar, cuando advierte defectos en la ornamentación de algo, qué es lo que le daría gracia y decoro. La belleza, pues, es algo principalísimo y debe buscarla con gran empeño sobre todo quien pretende que sus cosas resulten gratas. Son indicio de la gran consideración en que la tuvieron nuestros antepasados, juiciosísimos como eran, entre otras cosas los increíbles cuidados que prodigaron para adornar profusamente lo relativo al derecho, la vida militar, la religión y la entera actividad pública; como si hubieran querido dar a entender que todo ello, sin lo cual la vida humana apenas cuenta para nada, una vez suprimida la magnificencia y la solemnidad de la ornamentación quedaría reducido a una actividad vacía e insulsa. 2.14. Cuando contemplamos el cielo y sus maravillas, quedamos más encantados ante la obra de los dioses por la belleza que vemos que por la gran utilidad que le reconocemos. Pero, ¿por qué voy a seguir? Por todas partes podemos constatar cómo la propia naturaleza no cesa de engalanarse día a día con una delicia de bellezas, como por ejemplo con el colorido de las flores. Y si estas cualidades son exigibles a alguna cosa es a un edificio, que no puede carecer de ellas de ningún modo sin disgustar lo mismo a los expertos que a los profanos. En definitiva, lo que experimentamos ante un amontonamiento informe y desordenado de piedras no es sino una desaprobación tanto mayor cuanto mayor haya sido el dispendio de la obra, y detestamos el gusto de amontonar piedras irreflexivamente. Cuando una obra falla en cuestión de resulta una nimiedad de poca monta el hecho de que satisfaga se la necesidad, e insuficiente el que responda a la comodidad. 2.15. Además, la belleza de la cual estamos hablando es algo que contribuye enormemente a la comodidad e incluso a la duración del edificio. Pues, ¿quién no reconocerá que se siente más a su gusto cuando se encuentra entre paredes adornadas, que entre paredes desnudas? ¿Y qué otro medio más seguro podría hallar el arte humano para proteger sus obras de las agresiones de los hombres? En efecto, la belleza alcanzará incluso al enemigo devastador, templando su furia para que las obras resulten respetadas. Osaría decir más: no hay nada 28

Las tres categorías vitruvianas: utilitas, firmitas, venustas.

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mejor que el decoro y la hermosura formales para proteger una obra de la destrucción humana y preservarla ilesa. Conviene, pues, aplicarse con todo cuidado y diligencia y sin reparar en gastos para que la obra que se realice sea no sólo funcional y confortable, sino también y principalmente bien adornada y asimismo muy grata a la vista, de modo que quienes la contemplen hayan de convenir que tal dispendio no podía haberse utilizado mejor que así. 2.16. En qué consistan en sí mismos la belleza y el ornamento, y en qué difieran entre si, probablemente es algo que comprenderemos con mayor claridad con el ánimo de lo que yo podría explicarlo con palabras. Sin embargo, para ser breves, definiremos la belleza como la armonía entre todas las partes, en la unidad que conforman, según una determinada norma, de manera que no se pueda añadir o quitar o cambiar nada sin que quede desmejorada. Se trata de algo grande y divino, a cuyo objetivo hay que consumir todas las fuerzas de la habilidad técnica y del ingenio; y es insólito, incluso para la misma naturaleza, que alguien consiga producir una obra rotundamente impecable y perfecta en todas sus partes. 2.17. «¡Qué escasos son los bellos muchachos en Atenas!», hace exclamar Cicerón a un personaje suyo. El, contemplando las formas, notaba en los individuos que desaprobaba algo de menos o de más de lo que requerían las normas de la belleza. Pero, si no me equivoco, utilizando adornos, o sea maquillando y disimulando lo que se presentaba contrahecho, o resaltando y puliendo lo más hermoso, se habría conseguido que lo poco grato molestara menos y lo agradable complaciera más. Si esto resulta verdad, entonces el ornamento será como una especie de belleza auxiliar, y como complementaria. De todo ello a mi parecer se deduce que la belleza es algo intrínseco y casi natural, difundido en el entero organismo que llamamos bello; el ornamento, en cambio, da la impresión de algo accesorio y añadido, en vez de natural. Pero prosigamos. 2.18. Quienes construyen pretendiendo que su obra sea alabada—y deben pretenderlo todos, si son juiciosos— han de regirse por una norma cierta; y realizar algo con una norma cierta es propio del arte. ¿Y quién va a negar que sólo con el arte puede conducirse una construcción perfecta e irreprensible? Por supuesto, esta misma parte que trata de la belleza y el ornamento, siendo primordial entre todas las demás, como es obvio se basará en una norma y un arte ciertos y constantes, que sólo los necios van a dejar de lado. Pero los hay que no estarán de acuerdo con esto, y sostendrán que el criterio para juzgar la bellaza y cualquier construcción es relativo y variable, y que la forma de los edificios es diversa y mutable según las preferencias de cada cual, sin ceñirse a ninguna norma acústica. Este es el típico defecto de los ignorantes: negar lo que se ignora. Estimo que hay que erradicar esta falsa opinión; 2.19. sin embargo, no digo que considere necesario por ello indagar prolijamente sobre los principios que originaron las artes, sobre las normas que las guían, sobre los medios que las acrecientan. Bastará referir aquí lo que cuentan: que las artes fueron engendradas por la casualidad y la observación, aprendieron de la práctica y la experiencia, y se desarrollaron con el conocimiento y el raciocinio. Del mismo modo nos cuentan que la medicina es el resultado de mil años y de un millón de hombres; y que la navegación y la mayor parte de artes de este género se desarrollaron con pequeños avances acumulados (...). 2.20. Libro IX: los ornamentos de los edificios privados (...) (cap. 5). Vamos a tratar ahora, de acuerdo con lo prometido, los elementos que integran todos los géneros de belleza y de ornamentos, o mejor dicho, los elementos que emanan de cualquier tipo de belleza. Una exploración verdaderamente difícil (...). Empezaremos aquí observando una cuestión a propósito: qué es aquello que, por su propia naturalaza, produce la belleza. Los más expertos entre los antiguos nos enseñan, y ya lo dijimos en otro lugar, que el edificio es como un organismo animal, y que para delinearlo hay que imitar a la naturaleza. Investiguemos pues qué es lo que, en los cuerpos producidos por la naturaleza, hace que algunos sean considerados más bellos, otros menos bellos y otros incluso deformes. Es evidente que, entre los que se cuentan en el número de los bellos, no todos resultan ser de tal modo que entre sí no difieran sistemáticamente en nada; al contrario, constatamos que justamente en aquello mismo en lo que difieren está contenido algo, como trazado o difundido en sí, por lo que a pesar de ser muy diferentes reconocemos que son igualmente hermosos. 2.21. Pondré un ejemplo. Alguien preferirá una muchacha tierna y delgada; pero aquel personaje de la comedia anteponía N.N. a todas las muchachas, porque era más exuberante y llena de vitalidad. A lo mejor a ti te complacerá más una esposa cuya forma no asemeje la de los enclenques por su delgadez, ni la de los púgiles rústicos por la rotundidad de sus miembros, sino que tenga la resultante de lo que podría añadirse a aquélla y sustraer de ésta, manteniendo sus valores. ¿Y entonces? Pero el hecho de que se prefiera a una u otra de las cita-

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das no implica que todas las restantes carezcan de forma espléndida y conveniente; sino que el que ésta os agrade más que las demás pudo producirlo una determinada cosa—y no voy a indagar ce qué se trata. 2.22. Los juicios sobre la belleza no son emitidos por la simple opinión, sino por una facultad de raciocinio innata de mente. Ello es manifiestamente así, pues algo feo, deforme y desagradable, al momento de verlo a nadie deja de molestar y repugnar. Dónde surge y se estimula esta sensibilidad mental, tampoco voy a indagarlo a fondo, sino que me limitaré a examinar, entre los elementos que se nos presentan, los pertinentes al tema. En la configuración y en el aspecto de los edificios se hala ciertamente una excelencia y una perfección de natural que estimula el espiritual y se advierte al momento. En ellas precisamente pienso que consisten la forma, la conveniencia, la hermosura y similares: quitando o disminuyendo aquéllas, al punto se degradan y desaparecen éstas. Si estamos persuadidos de esto, no resultará nada prolijo examinar aquello que se puede quitar, añadir o cambiar, principalmente en las formas y figuras. En efecto, todo organismo consta de unas partes determinadas y propias, y si se quita alguna de ellas, o se la amplia o reduce, o bien se la cambia a una posición inadecuada, resultará ostensiblemente estropeado aquello que en dicho organismo concordaba en una forma graciosa. 2.23. De lo dicho podemos establecer—sin entretenernos más en otras consideraciones de este tipo—que son tres las cosas fundamentales a as que se reduce la entera norma que estamos buscando: el número, lo que llamaremos delimitación, y la colocación Pero hay una cosa más, resultante de la unión y conexión de todo ello, en la cual resplandece admirablemente todo el semblante de la belleza: nosotros la llamaremos armonía,. de la cual diremos que ha sido ciertamente nutrida con toda gracia y esplendor. Es función y disposición de la armonía ordenar según una norma perfecta las partes que, de lo contrario, por naturaleza serían distintas entre sí, de modo que concuerden recíprocamente en aspecto. 2.24. De ahí que cuando con la vista o el oído o con cualquier otro sentido percibimos algo, al instante advertimos lo armonioso. Pues por naturaleza aspiramos a lo mejor, y con placer nos adherimos a lo mejor. La armonía no se manifiesta en el organismo entero o en sus partes en mayor grado que en si misma y en la naturaleza—de modo que la entiendo como la compañera del ánimo y de la razón—. Tiene campos dilatadísimos en los cuales aplicarse y brotar. Abraza la entera vida del hombre y sus normas, influye sobre la entera naturaleza de las cosas; puesto que cualquier cosa que la naturaleza dé a conocer, todo ello está regulado por la ley de la armonía. No tiene la naturaleza otro empeño mayor que el de que las cosas que produce resulten absolutamente perfectas; pero esto nunca se llegaría a alcanzar sin la armonía, pues entonces desaparecería aquella superior concordancia entre las partes que se pretende. Y de esto basta. 2.25. Una vez conscientes de estas cosas, podemos establecer lo siguiente: la belleza es una especie de consenso y concordancia entre las partes, en relación al todo que constituyen, obtenida mediante un determinado número, delimitación y colocación, tal como requiere la armonía, o sea la norma absoluta y fundamental de la naturaleza. Esta armonía es seguida con el mayor empeño por la arquitectura, la cual consigue obtener con ella honor, gracia, autoridad y valor. 2.26. Todo lo que hemos dicho hasta ahora nuestros ante- pasados lo habían constatado en la propia naturaleza; y no dudando que si lo descuidaban no iban a conseguir nada en lo que al renombre y esplendor de la obra se refiere, certeramente determinaron que habrían de imitar a la naturaleza, la mejor artífice de formas. Por ello, y hasta donde alcanzó la capacidad humana, fueron recogiendo las leyes que ella aplica en la formación de las cosas y las trasladaron a sus propias normas arquitectónicas. Entonces, observando el comportamiento habitual de la naturaleza a propósito tanto del organismo en su conjunto como de cada una de sus partes, se dieron cuenta de que, desde los orígenes, los organismos estaban constituidos según proporciones no siempre iguales — lo cual hace que unos cuerpos resulten más delgados, otros más gruesos, y otros intermedios— y viendo que un edificio puede diferir mucho de otro por finalidad y función, como ya explicamos en los libros precedentes, que convenía construirlos con diferencias. 2.27. Aleccionados pues por la naturaleza, hallaron tres estilos para ornamentar la casa, y les impusieron unos nombres derivados de los (pueblos) que preferían a uno u otro, o que quizá, como se dice, los inventaron. Uno era más robusto y más apto para el esfuerzo y la duración: a éste lo llamaron dórico. Otro, delgado y graciosísimo: se dijo corintio. Luego el intermedio, que estaba casi compuesto por los otros dos, se llamó jónico. Así pues, éstos fueron sus hallazgos en cuanto al organismo en su conjunto. Además de esto, dándose cuenta de lo fundamentales que eran para conseguir la belleza los tres elementos que ya hemos indicado—número, delimitación y colocación—, después de reflexionar sobre las obras de la naturaleza pusieron de manifiesto cómo habían de aplicarse los tres. fundándose, a mi parecer, en estos principios.

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Renacimiento en Europa Colección “Fuentes y Documentos para la Historia del Arte” Editorial Gustavo Gilli, S.A. 14. Luca Pacioli, La divina proporción (1509) 14.1. Parte I (...) Cap. V Del titulo que conviene al presente tratado. Me parece, oh excelso Duque29, que el título que conviene a nuestro tratado debe ser La divina proporción. Y esto por muchas correspondencias30 que encuentro en nuestra proporción y que en este nuestro utilísimo discurso entendemos que corresponden, por semejanza, a Dios mismo. De ellas, entre otras, será suficiente, para nuestro propósito, considerar cuatro. La primera es que ella es una y nada más que una; y no es posible asignarle otras especies ni diferencias. Y esta unidad es el supremo epíteto de Dios mismo, según toda la escuela teológica y también filosófica. La segunda correspondencia es la de la Santa Trinidad. Es decir, así como in divinis hay una misma sustancia entre tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de la misma manera una misma proporción de esta suerte siempre se encontrará entre tres términos, y jamás se puede encontrar algo demás o de menos, según se dirá 31. 14.2. La tercera correspondencia es que así como Dios, propiamente, no se puede definir, ni puede ser entendido por nosotros con palabras, de igual manera esta nuestra proporción no puede jamás determinarse con número inteligible ni expresarse con cantidad racional alguna sino que siempre es oculta y secreta, y los matemáticos la llaman irracional.32 La cuarta correspondencia es que, así como Dios jamás puede cambiar, y es todo en todo y está todo en todas partes, de la misma manera nuestra presente proporción siempre, en toda cantidad continua y discreta, sea grande o pequeña, es la misma y siempre invariable y de ninguna manera puede cambiarse, ni tampoco puede aprehenderla de otro modo el intelecto, según nuestras explicaciones demostrarán. 14.3. La quinta correspondencia se puede, no sin razón, agregar a las antedichas; es decir, así como Dios confiere el ser a la virtud celeste, con otro nombre llamada quinta esencia, y mediante ella a los cuatro cuerpos simples, es decir, a los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego, y por medio de éstos confiere el ser a cada una de las otras cosas en la naturaleza, de la misma manera esta nuestra santa proporción da el ser formal— según el antiguo Platón en su Timeo— al cielo mismo, atribuyéndole la figura del cuerpo llamado dodecaedro o, de otra manera, cuerpo de doce pentágonos; el cual, como más abajo se mostrará, no es posible formarlo sin nuestra proporción. 14.4. Y, asimismo, a cada uno de los otros elementos asigna sus formas respectivas, todas distintas entre sí; es decir, al fuego la figura piramidal llamada tetraedro; a la tierra la figura cúbica, llamada hexaedro; al aire la figura llamada octaedro, y al agua la llamada icosaedro. Y estas formas y figuras los sabios declaran que son todos los cuerpos regulares, como de cada una por separado se dirá más abajo Y luego mediante éstos, nuestra proporción da forma a otros infinitos cuerpos llamados dependientes. Y no es posible proporcionar entre sí estos cinco cuerpos regulares, ni se comprende que puedan circunscribirse a la esfera sin esa nuestra proporción. Y todo esto se verá más abajo. Bastará señalar esas correspondencias, aunque muchas otras podrían aducirse, para la adecuada denominación del presente tratado. 14.5. Cap. VI. De su digna alabanza. Esta nuestra proporción, oh excelso Duque, es tan digna de prerrogativa y excelencia como la que más, con respecto a su infinita potencia, puesto que sin su conocimiento muchísimas cosas muy dignas de admiración, ni en filosofía ni en otra ciencia alguna, podrían venir a luz. Y, ciertamente, esto le es concedido como don por la invariable naturaleza de los principios superiores, según dice nuestro gran filósofo Campano, famosísimo matemático, a propósito de la décima del decimocuarto,33 máxime cuando se ve que ella hace armonizar sólidos tan diversos, ya por tamaño, ya por multitud de bases, y también por sus figuras y formas, con cierta irracional sinfonía, según se comprenderá en nuestras explicaciones, y presenta los estupendos efectos de una línea dividida según esa proporción, efectos que verdaderamente deben llamarse no naturales sino divinos. El primero de ellos, para entrar a enumerarlos, es el que sigue. 29

Ludovico Sforza “il Moro”, Duque de Milán. Propiedades que convienen a la divina proporción y la caracterizan como dotada de “correspondencias” con las propiedades divinas. 31 Los “tres términos” que se hallan en un segmento cortado de acuerdo con la llamada “sección áurea”. 32 Se refiere a  o “número de oro” 33 La proposición 10 del libo XIV de los Elementos de geometría de Euclides. 30

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14.6.Cap VII. Del primer efecto de una línea dividida según nuestra proporción34. Cuando una línea recta se divide según la proporción que tiene el medio y dos extremos—que así, con otro nombre, llaman los sabios a nuestra exquisita proporción—, si a su parte mayor se agrega la mitad de toda la línea así proporcionalmente dividida, se seguirá necesariamente que el cuadrado de su conjunto siempre es quíntuplo—es decir, cinco veces mayor—del cuadrado de dicha mitad del total. Antes de seguir adelante, hay que aclarar cómo debe entenderse e incluirse dicha proporción entre las cantidades y cómo la llaman los más sabios en sus obras. Pues digo que la llaman proportio habens mediam et duo extrema, es decir, proporción que tiene el medio y dos extremos, que es lo que ocurre a todo ternario, pues cualquiera que sea el ternario elegido, tendrá siempre el medio con sus dos extremos, porque nunca se entendería el medio sin ellos.

34

Pacioli plantea aquí el hecho de que la proporción con tres términos, el medio y dos extremos (o más usualmente medio y extrema razón), aunque no tiene expresión numérica racional, sí tiene expresión gráfica.

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Renacimiento en Europa Colección “Fuentes y Documentos para la Historia del Arte” Editorial Gustavo Gilli, S.A. 68. Alberto Durero, Notas para el Tratado de Pintura (antes de 1512) 68.1. Item, quien desee ser pintor debe poseer para ello aptitudes naturales. Item, el arte de la pintura se aprende mejor con amor y gozosamente que con apremios. Item, el que está destinado a convertirse en un gran pintor lleno de arte debe recibir desde su primera juventud una educación apropiada. Item, al principio debe copiar mucho el arte de expertos en la profesión hasta llegar a la soltura de mano deseada. Item, lo que significa pintar: Item, pintar significa saber representar sobre una superficie plana una cosa, la que uno quiera, entre todas las cosas visibles. Item, es cómodo, como primera enseñanza, asignar a cada uno una figura humana y reducirla a una determinada proporción, antes de aprender cualquier otra cosa. Item, es por esto por lo que quiero tomar el camino más directo y no ocultar absolutamente nada para explicar cómo se debe dividir una medida humana. Y ruego también a todos los que poseen el fundamento de este arte, y saben mostrarlo con su mano, que se propongan divulgarlo claramente a la luz del día sin tomar el camino largo y difícil. 69. Alberto Durero, Proyecto reducido para el Tratado de Pintura (1512) 69.1. El libro comprende diez clases de cosas: La primera, las proporciones de un niño; la segunda, las proporciones de un hombre adulto; la tercera, las proporciones de una mujer; la cuarta, las proporciones de un caballo; la quinta, algo sobre arquitectura; la sexta, la proyección de lo que se ve, gracias a lo cual todo puede ser dibujado; la séptima, sobre la sombra y la luz; la octava, sobre el color para pintar según la naturaleza; la novena, sobre la composición del cuadro; la décima, sobre el cuadro libre, hecho solamente con la mente, sin ninguna otra clase de ayuda. 70. Alberto Durero, Nota sobre los colores para el Tratado de Pintura (1512-1513) 70.1. Item, si quieres realizar en pintura un buen modelado que consiga engañar a la vista, es necesario que estés bien instruido en los colores y que los distingas netamente uno de otro, es decir: item, pintas dos mantos o capas, uno blanco y otro rojo. Cuando los sombrees, allí donde la superficie se repliega—pues en todo lo que presenta al ojo una superficie curva o doblada hay sombra y luz, porque de otro modo se vería todo plano y en una misma figura no se reconocerían más que los elementos que se distinguen mutuamente por el simple color local— así pues, cuando sombrees el manto blanco, no debes sombrearlo con el mismo negro que para el rojo. Pues es imposible que un objeto blanco dé una sombra igualmente oscura que uno rojo, y si se les coloca uno junto al otro no tendrán nada en común. Hay que exceptuar el caso en el que no llega ninguna luz: entonces todos los objetos son negros, ya que en la oscuridad no puedes reconocer ningún color. Es por esto por lo que cuando se trata de pintar un objeto blanco y alguien usa razonablemente una sombra negra por completo no se le puede censurar, pero se trata de un caso muy raro. 70.2. Debes guardarte asimismo, cuando pintas un objeto de color, sea rojo, azul o pardo, o de colores mezclados, de aclarar demasiado en la luz para que no salga de su tonalidad. Por ejemplo, si un profano contempla tu pintura, que contiene, entre otras cosas, un manto rojo, y llega a decirte: «Mira, amigo mío, cómo es bonito el rojo de tu manto por esta parte, pero por la otra tiene un color blanco y manchas pálidas», entonces tu obra es censurable y tú no le has satisfecho. Has de pintar un objeto rojo—y lo mismo para los demás colores—sin perder la apariencia del relieve. Has de observar el mismo principio al sombrear, a fin de que no se pueda decir que un buen rojo es estropeado por el negro. Pon atención pues en sombrear cada color mediante un color que esté en armonía con él. Toma por ejemplo un amarillo: no debe salirse de su tonalidad, debes sombrearlo con un amarillo más oscuro que el color principal. Si le dieras una sombra de verde y azul saldría de su tonalidad y nadie lo llamaría amarillo, sino que resultaría un color tornasolado como el de aquellas telas de seda tejidas en dos colores. 71. Alberto Durero, Nota vitrubiana sobre las proporciones para el Tratado de Pintura (1512/1513)

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71.1 Vitruvio, el antiguo arquitecto que los romanos emplearon en la construcción de grandes edificios, dice: «Quien pretenda construir debe basarse en las propiedades del cuerpo humano, pues en ellas encontrará el más bien oculto secreto de la proporción». Por ello, antes de hablar de los edificios, quiero explicar cómo debe ser un hombre bien conformado, después una mujer, un niño y un caballo. De ese modo conseguirás también, por añadidura, dar medida a cualquier cosa. Así pues, atiende primero a lo que dice Vitruvio sobre la proporción humana, que él aprendió de los grandes maestros, pintores y broncistas que fueron célebres. Ellos dicen que el cuerpo humano debe ser así: la cara, del mentón a la raíz de los cabellos, será la décima parte del hombre. Y, con las manos extendidas, tendrá esa misma longitud. La cabeza del hombre será un octavo; la distancia desde la parte superior del pecho a la raíz de los cabellos, un sexto, y de los cabellos al mentón habrá tres partes: en lo alto la frente, luego la nariz, en tercer lugar la boca con el mentón. Y también que un pie será la sexta parte de un hombre, un codo un cuarto, el pecho un cuarto. 71.2. Todas esas proporciones él las utiliza en los edificios y dice: «Cuando se tumba un hombre en el suelo con los brazos y piernas extendidos, si se le coloca la punta de un compás en el ombligo, el círculo pasa por los bordes de los pies y de las manos». Así es como indica el modo de proyectar un edificio circular de acuerdo con las proporciones humanas. Y de la misma manera se halla también un cuadrado: cuando se mide de los pies a la cabeza, la anchura tiene la misma longitud que la altura. Así es como establece los edificios cuadrados. Así ha llevado la construcción de los miembros humanos a un número perfecto, con un orden tan convincente que ni los antiguos ni los modernos lo pueden rechazar. Y si alguien quisiera hacerlo, que lea cómo él ha mostrado los mejores principios de la construcción. 71.3. Plinio escribe que los antiguos pintores y escultores, como Apeles, Protógenes y los demás, han descrito con mucho arte la manera de realizar una figura humana bien proporcionada. Pero es muy posible que estos nobles libros hayan sido destruidos y aniquilados en los inicios de la Iglesia por odio a la idolatría, puesto que enseñaban: Júpiter debe tener tal proporción, Apolo tal otra, Venus debe tener ésta, Hércules debe ser así, y de modo similar con todos los demás. Si mi destino me hubiera permitido encontrarme allí en aquella época, habría dicho: «Amados y santos Señores y Padres, no queráis, a causa del abuso a que el Maligno ha inducido, hacer perecer tan miserablemente a las nobles artes descubiertas, que han sido acumuladas con grandes fatigas y trabajos. Pues el arte es algo grande, profundo y bueno, y podríamos y querríamos aplicarlo con todo honor a la gloria de Dios. 71.4. Porque de la misma manera que ellos han dado a su ídolo Apolo las proporciones de la más bella forma humana, nosotros queremos utilizar la misma medida para Cristo Nuestro Señor, que es el más bello del mundo. Y como ellos han tenido a Venus por la mujer más bella del mundo, nosotros queremos atribuir castamente la misma forma graciosa a la purísima Virgen Maria, Madre de Dios. Y de Hércules queremos hacer Sansón, y lo mismo con los demás». Pero ya no poseemos estos libros, y puesto que lo perdido ya no se puede reproducir, hay que procurar conseguir otra cosa. Es esto lo que me ha determinado a exponer desde ahora mis ideas para que alguien las lea, prosiga con una mejor reflexión y así se pueda ir encontrando un camino y unos principios cada vez mejores y más próximos a la verdad. Y quiero comenzar mi trabajo emprendido por la medida, el número y el peso. Quien se interese por ello va a encontrarlo a continuación. 72. Alberto Durero, Introducción al libro sobre las proporciones para el Tratado de Pintura (1512/1513) 72.1.(...). Quien en sus horas de ocio sea estudiar algo para lo cual se descubre particularmente idóneo, obra bien a honra de Dios y en utilidad suya y de los demás. Sabemos de muchos que han llegado a ser expertos en diferentes artes y nos han explicado la verdad que descubrieron, lo cual ahora redunda en beneficio nuestro. Por ello es justo que el uno enseñe al otro. A quien lo hace de buen grado Dios se lo va a compensar con creces (...). Ahora bien, constato que en nuestra nación alemana hay en la actualidad muchos pintores que tienen necesidad de aprender, porque carecen del verdadero arte, y no obstante tienen muchas grandes obras por hacer. Se requeriría además que mejoraran sus obras, desde el momento que son tan numerosas. Quien trabaja sin conocimiento trabaja con más fatiga que quien lo hace con inteligencia: en consecuencia aprendan todos a comprender con exactitud. Impartiré de buena gana a continuación mi enseñanza a quienes no saben mucho pero desean aprender (...). Este arte de los pintores hecho para los ojos, puesto que el sentido más noble del hombre es la vista (...).

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72.2. Cualquier forma que se coloca frente a nosotros se presenta a nuestra vista como si fuera ante un espejo. Así, a través de los ojos, toda forma que vemos llega a nuestro espíritu. Pero por naturaleza preferimos mirar una forma o una figura más que otra, aunque no sea ni mejor ni peor. Miramos con gusto cosas bellas porque nos proporcionan alegría. Para la apreciación de la belleza el parecer de un pintor dotado de verdadero arte es más fiable que el de los demás. La verdadera proporción da una buena forma, y no sólo en pintura sino también en el resto de obras, cualquiera que pueda ser su presentación (...). Es difícil llegar al arte perfecto, ingenioso y amablemente bello: se requiere mucho tiempo y una mano suelta, segura y experta. Por lo que, quien no se sienta hábil para eso, que no se comprometa con ella, porque debe proceder de una inspiración superior (...). 72.3. El arte de pintar sólo puede ser bien juzgado por aquellos que son buenos pintores; a los demás en realidad les está vedado, como a ti una lengua extranjera. Ejercitarse en este arte sería una noble ocupación para los jóvenes de ingenio penetrante que tienen libertad para ello. El gran arte de la pintura hace centenares de años era tenido en mucha consideración por los reyes poderosos, que colmaban de a los artistas eminentes y les tenían por merecedores de respeto, pues juzgaban su talento como una facultad hecha a imagen de Dios como está escrito. Puesto que un buen pintor está íntimamente lleno de imágenes, y si le fuera posible vivir eternamente, de sus «ideas» interiores—aquellas de las que escribe Platón—podría producir siempre algo nuevo a través de sus obras. Hace muchos centenares de años existieron bastantes artistas famosos, que se llamaban Fidias, Praxíteles, Apeles, Polícleto, Parrasio, Lisipo, Protógenes y otros, muchos de los cuales escribieron sobre su arte, a veces con maestría, y lo mostraron con toda claridad. Sin embargo sus preciosos libros hasta el momento nos son desconocidos, y quizá se han perdido completamente por la sucesión de guerras, deportaciones de pueblos o bien por cambios en las leyes y en las creencias: una pérdida que todo sabio debe lamentar profundamente (...). 72.4. Item, por encima de todo nos gusta mirar una bella figura humana. Por esto quiero comenzar con la proporción humana. Después, si Dios me concede tiempo, escribiré y trataré además sobre otros temas. Y sé bien que los envidiosos no van a guardar para sí su veneno, pero esto no me hará desistir, porque a menudo algo similar han tenido que soportar también los grandes hombres. Tenemos diferentes tipos de formas humanas, de acuerdo con los cuatro temperamentos. Pero cuando tengamos que realizar una figura y se deje a nuestra discreción, hemos de hacerla tan bella como sea posible, según el tema y lo que convenga hacer. No obstante, no es pequeño arte realizar muchas figuras humanas diferentes. La malformación intentará continuamente por su parte introducirse en nuestra obra. Para hacer una bella figura, ningún hombre puede servirte de modelo él solo, pues no existe ningún ser humano sobre la tierra que sea absolutamente bello: siempre podría ser mucho más bello aún. Ni siquiera hay sobre la tierra hombre alguno que pueda afirmar categóricamente cómo tendría que ser la figura humana más bella. Nadie lo sabe, excepto Dios. 72.5. Para juzgar la belleza es menester acertar. Debe ser introducida en cada cosa según la propia habilidad, pues en algunas cosas tenemos por bello un elemento que no lo sería en otras. No nos es fácil reconocer lo bello de lo más bello. Pues es muy posible que dos figuras sean ejecutadas sin medida común entre ellas, una más delgada, otra más gruesa, y que nos sea imposible juzgar cuál es la más bella. Ignoro qué es la belleza, aunque se halle en muchas cosas. Si queremos introducirla en nuestra obra, ello plantea grandes dificultades, puesto que hemos de extraerla y reunirla de un campo muy amplio; y resulta particularmente difícil a propósito de la figura humana porque hay que considerar todos los miembros, por delante y por detrás. Sucede a menudo que se analizan dos o trescientos seres humanos para hallar apenas uno o dos elementos bellos susceptibles de ser utilizados. 72.6. Por esto, si quieres componer una bella figura, es necesario que tomes la cabeza de algunos, de otros el busto, los brazos, las piernas, las manos y los pies y que estudies todos los tipos a través de todos los miembros. Pues reuniendo muchos elementos bellos se consigue algo de calidad, igual que la miel se recoge a partir de un gran número de flores. Entre lo demasiado y lo demasiado poco está el justo medio, que tú debes esforzarte diligentemente por alcanzar en todas tus obras. Para llamar a una cosa «bella», quiero usar aquí el mismo criterio que sirve para llamar «justas» a ciertas cosas, a saber: lo que todo el mundo cree que es justo, lo tenemos nosotros por justo. Igualmente, lo que todo el mundo considera como bello, también nosotros queremos considerarlo bello y esforzarnos en realizarlo (...). 72.7. Nadie debe tener demasiada confianza en sí mismo, pues hay más clarividencia en un gran número de personas que en una sola. Aunque sea igualmente posible que una sola persona demuestre más clarividencia que mil, el caso es raro. La utilidad forma parte de la belleza, por esto lo que resulta inútil al hombre no es bello. Guárdate de lo superfluo. La armonía de una cosa con otra es belleza. Por esto lo que cojea no es bello. La diver-

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sidad encierra también una gran armonía. Sobre estos temas y técnicas de la pintura aún se escribirá mucho. Estoy seguro de que en el futuro surgirán muchos hombres eminentes que escribirán sobre el arte y lo enseñarán bien; y mejor que yo. Pues yo juzgo mi arte como poca cosa, porque soy consciente de mis limitaciones. Por ello, que cada cual se esfuerce en mejorar estas limitaciones mías según sus capacidades. ¡Ojalá Dios quisiera permitirme ver ahora las obras y el arte de los grandes maestros futuros, de los que aún no han nacido, porque supongo que gracias a ellos yo podría mejorar! ¡Oh, cuán a menudo en sueños veo mucho arte y cosas bellas, que no aparecen cuando estoy despierto! Apenas me despierto, mi recuerdo se desvanece. 73. Alberto Durero, Los cuatro libros sobre las proporciones humanas (1528) Del tratado sobre las proporciones de Alberto Durero (1471-1528) traducimos el fragmento más característico y famoso, el apéndice al Libro III, conocido como «Excursus estético». Muchos de los puntos de su doctrina se cuentan entre los dogmas principales del Renacimiento italiano, y Durero, en solitario, emprendió la tarea de divulgarlos entre sus compatriotas. Las ideas del «Excursus», maduradas durante largo tiempo (por lo menos desde 1512/1513: cfr. textos 71 y 72), inciden en problemas artísticos como la imitación de la naturalaza, la experiencia de la belleza, la posibilidad de plasmarla con métodos científicos, la armonía y la relación proporcional, el arte como teoría y práctica, el artista como dotado de fuerza creadora, las medidas del «ojos»... 73.1. Libro III (Excursus estético) (...). Cada cual si quiere, aprender a trabajar con arte, en el cual reside la verdad, o sin arte, con una libertad que corrompe toda obra, y exponer luego el fruto de su trabajo a la burla de los entendidos. Pues un trabajo bien hecho honra a Dios, es útil al hombre y agrada. Pero realizar en arte un trabajo vil es culpable y perjudicial, tanto en las pequeñas obras como en las grandes. Y por esto es necesario que cada cual aplique discreción en la obra que debe sacar a la luz. De ello se deduce que quien pretende hacer algo perfecto no debe suprimir nada de la naturaleza ni substituirla por nada que sea contrario a ella. Por otra parte, algunos quieren introducir variaciones (en las proporciones de sus figuras) tan leves que resulta casi imposible percibirlas. Lo que escapa a los sentidos no tiene razón de ser, igual como el exceso, que tampoco sirve para nada; un justo término medio es lo mejor. Y si en este libro he llevado tan lejos las variaciones es para que se puedan comprender mejor, tratándose de obras reducidas. Pero quien desee trabajar en formatos grandes que no imite mi rudeza, sino que ponga más bien dulzura en su obra para que no parezca bestial, sino artística.35 Ya que no es bueno ver diferencias injustificadas si no son utilizadas con maestría. 73.2. No hay nada de sorprendente en que un maestro observe diferencias de todas clases que podría realizar si tuviera tiempo suficiente, pero a las que debe renunciar. Porque son innumerables las ideas que vienen a los artistas, y su mente está llena de figuras que les sería posible realizar. Por esto, si le fuera concedido vivir cientos de años a un hombre hábil en la práctica de este arte y naturalmente predispuesto, podría, gracias al poder que Dios da al hombre, dibujar y realizar todos los días nuevas figuras humanas o de otras criaturas y hacer lo que nunca se había visto antes y lo que nadie ha pensado todavía. Pues Dios concede un gran poder al verdadero artista en este campo y en otros. Aunque se haya tratado mucho de diferencias, sin embargo se sabe bien que todas las cosas que un hombre puede hacer se diferencian unas de otras en sí mismas, por lo que no puede existir artista tan capaz que consiga hacer dos cosas parecidas hasta el punto de que no puedan distinguirse una de otra. Pues ninguna de nuestras obras es perfecta y exactamente igual a otra. 73.3. No podemos impedirlo. Porque al estampar dos copias de un grabado en cobre, o al vaciar dos estatuas en un molde, vemos que inmediatamente se encontrarán diferencias que nos van a permitir distinguirlas por muchas razones. Y si esto es así en las obras más seguras, mucho más sucederá en las otras, las que se realizan a mano libre. Pero no son éstas las diferencias de las que aquí se trata. Yo hablo de las diferencias que uno propone en especial y que dependen de su voluntad, de lo cual ya he hablado más de una vez. Cuando se nos plantea hacer esto o aquello, automáticamente optamos por alguna de esas diferencias. Y no se trata de las diferencias que se han mencionado anteriormente, que no podemos evitar en nuestra obra, sino de las diferencias que producen lo bello y lo feo, y que se obtienen con los términos de diferencia enumerados al principio de este libro..36

35

Se refiere a la deformación de las proporciones de las figuras obtenidas mediante los métodos de variación expuestos en el Libro III, que produce distorsiones caricaturescas semejantes a las de los espejos cóncavos o convexos. 36 Al principio del Libro III. Afectan a las varias tipologías proporcionales y son los de alto, largo, ancho, grueso, pequeño, corto, estrecho, delgado. MODULO I

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Cuando uno introduce estas diferencias en su obra, cualquiera la puede juzgar en su ánimo, al cual se llega a través de la vista, según su propia manera de ver. Estos juicios raramente concuerdan entre ellos (...). 73.4. Por esto, quien quiere ser notable en su arte, ha de utilizar hasta donde pueda lo que más convenga a su obra. Pero no obstante hay que advertir aquí que un artista bien instruido y experimentado puede mostrar más maestría y arte en una imagen tosca y rústica e incluso de pequeñas dimensiones que muchos otros en una obra grande, La verdad de esa extraña afirmación sólo podrán captarla los artistas que poseen la maestría de su arte. De ahí que puede uno dibujar alguna cosa a pluma sobre media hoja de papel en un solo día, o tallarla con cuchillo en un trozo de madera, y que resulte mejor y más artística que una gran obra de otro en la que ha pasado un año entero con la mayor aplicación. Este don es maravilloso. Pues Dios a menudo concede a un hombre la facultad de aprender y concebir cómo realizar una obra buena; y no se puede encontrar a nadie en su época que le iguale, o no ha existido nadie desde mucho antes que él, ni vendrá nadie enseguida después de él. 73.5. Vemos un ejemplo de esto en la época en que Roma estaba en su esplendor: lo que realizaron antaño los Romanos, visible aún hoy por las ruinas, es raramente igualado en su arte por las obras actuales. Por otra parte, si preguntamos cómo realizar una bella figura, algunos responderán según el juicio de los hombres. Otros sin embargo no están de acuerdo con esta opinión, ni tampoco yo. Porque, sin un verdadero conocimiento, ¿quién puede darnos certeza en esto? Pues yo no creo que exista hombre alguno que esté en grado de definir el máximo de belleza en la más humilde criatura viviente, por no hablar del hombre, que es una creación especial de Dios y dueño de las demás criaturas. Admito sólo que un hombre puede imaginar y producir una figura más bella que otra, y que pueda demostrarlo con buenas razones naturales, plausibles a nuestra mente; pero no lo será hasta el punto de que no pueda haber otra más bella aún. Porque esto rebasa la mente de un hombre; sólo Dios lo conoce, y podría conocerlo también aquel a quien Dios lo revelara. Sólo la verdad comprende en si cuáles son la forma y las proporciones más bellas de los hombres, y nadie más. 73.6. Sobre este problema, los hombres se interrogan y emiten numerosas opiniones discordantes, y buscan toda clase de vías de solución, aunque se llega con más facilidad a lo feo que a lo bello. Y en un estado de error como este en que nos encontramos, soy incapaz de dar una indicación válida y definitiva de la medida que podría acercarse a la verdadera belleza. Pero querría contribuir hasta donde lleguen mis posibilidades a evitar y suprimir de nuestras obras las toscas deformidades, a menos que alguien quisiera dedicarse a producir con una intención especial cosas deformes. Pero volvamos, como habíamos anunciado, al juicio de los hombres. Sucede que un día consideran que una forma es bella y al otro día prefieren otra. Y cuando encargan una obra a un maestro, éste debe ser capaz de satisfacer sus deseos; entonces merece la gloria. Debe ser maestro en su oficio para satisfacer su voluntad Le seria útil entonces saber en su interior cuál es la proporción justa, excluyendo cualquier otra, para poder plasmarla en su obra. 73.7. Pero me parece imposible que alguien pueda considerarse capaz de mostrar las proporciones mejores de la figura humana. Porque el error está tan unido a nuestro conocimiento y la oscuridad está tan só1idamente instalada en nosotros que nuestros intentos son también ineficaces. Pero a aquel que demuestra sus teorías mediante la geometría y expone sus verdades fundamentales, todo el mundo debe creerle. Porque estamos obligados a ello, y es justo reconocer a este hombre como dotado por Dios para ser un maestro en esta materia. Y los principios de su demostración deben ser atendidos con interés, y sus obras miradas con aún mayor placer. Pero, puesto que no podemos alcanzar lo óptimo, ¿hemos de renunciar completamente a la búsqueda? No aceptemos este pensamiento bestial. Ya que los hombres tienen ante sí el bien y el mal, caracteriza a un hombre razonable decidirse por lo mejor. 73.8. Así pues, volviendo a la manera de realizar u a figura mejor, primero hay que disponer bien y con exactitud el conjunto de la figura con todos sus miembros, e inmediatamente después procurar que cada miembro en particular sea realizado con gran habilidad tanto en los mínimos detalles como en los mayores, a fin de obtener algo de la belleza que se nos ofrece para acercarnos lo más posible a la justa meta. Y puesto que el hombre, como se ha dicho, es un único conjunto formado por numerosas partes, cada una de las cuales tiene su forma particular, debe prestarse la máxima atención a todo esto para evitar aquello que podría estropearlas y para atenerse con toda aplicación a los exactos tipos naturales, sin desviarse de ellos, tanto como nos sea posible. Para llegar a algo me merezca elogios se exige una viva atención, una gran aplicación. 73.9. Así es necesario primero, como se ha dicho en los libros precedentes, dedicarse a la cabeza, ver cuál es su redondez particular; después lo mismo para las otras partes, cada una de las cuales requiere líneas especiales, que no pueden ser trazadas con ninguna regla sino tiradas punto por punto. Y hay que dedicar la

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misma aplicación al trazar la frente, las mejillas, la nariz, los ojos, la boca y el mentón con sus curvas y contra curvas, y las peculiaridades de sus formas sin olvidarse del más mínimo detalle, que debe representarse después de una observación minuciosamente atenta. Y lo mismo que cada parte en si debe estar convenientemente bien dibujada, también todo el conjunto debe unirse armónicamente. Por esto, el cuello debe concordar con la cabeza, y no ser ni demasiado corto ni demasiado largo, ni demasiado grueso ni demasiado delgado. Después, que continúe aplicándose uno a trazar el pecho, el vientre, la espalda, las nalgas, las piernas, los pies, los brazos y las manos, con todo lo que comprenden, para que incluso los menores detalles estén hechos cuidadosamente y de la mejor manera. Y también en la ejecución del cuadro, estas cosas deben ser acabadas con la mayor corrección y aplicación, y sin descuidar hasta donde sea posible los más pequeños pliegues y arrugas. 73.10. Pues realizar una obra rápidamente y en un santiamén carece de todo valor, a menos que se tenga la obligación de realizar una figura con la máxima urgencia, en cuyo caso hay que conformarse. Pero aún así, hay que mostrar la inteligencia de lo real y, a pesar de la prisa, expresar una recta intención y realizar un cuerpo que sea de un único tipo en todas sus partes, lo mismo que las figuras, sean de un tipo más duro o más delicado, más carnoso o más flaco. No es conveniente que una parte sea gruesa y la otra enjuta, como por ejemplo si haces piernas gruesas y brazos delgados o al revés, o la parte de delante gruesa y la de detrás delgada y viceversa, a fin de que todas concuerden armoniosamente entre sí y no haya falsedad en su conjunción. 73.11. Pues a los elementos armoniosos se les considera bellos. Igualmente por esto en todas las figuras cada parte del cuerpo debe revelar la misma edad. Y no deben hacerse la cabeza de un joven, el pecho de un viejo y los pies y las manos de un hombre de media edad. Ni que la figura sea joven por delante y vieja por detrás, o al revés; pues lo contrario a la naturaleza es feo. Se desprende de ello que cada figura ha de ser de un solo tipo, sea joven, vieja o de mediana edad, sea delgada o gruesa, tierna o dura. Así encuentras a la juventud madura de carnes lisas, turgentes y apretadas, mientras que la vejez no es lisa, sino arrugada, nudosa y de carnes fláccidas. 73.12. Señalamos estas cosas porque es útil, antes de ponerse a pintar, dibujar los contornos de lo que se quiere reproducir una vez se ha observado en detalle Así evitas tener que arrepentirte de lo que has hecho Por ello un artista necesita aprender a dibujar bien, pues es de inestimable utilidad para un cierto número de artes, y de gran importancia En efecto, si alguien que no sabe dibujar toma por modelo una buena medida, ya descrita por otros, y la reproduce, procediendo con su mano inhábil por la altura, anchura y grosor de la figura, may pronto habrá estropeado irremediablemente lo que pretendía hacer. Pero si alguien con buenos conocimientos de dibujo toma como modelo una figura bien descrita, puede aportarle mucho a su dibujo. 73.13. Si deseamos encontrar una buena medida y a través de ella introducir en nuestra obra algo de belleza, me parece que el medio más útil consiste en tomar la medida de muchos hombres del natural Con este objetivo, busca a personas que sean consideradas bellas y cópialas con diligencia. Pues quien es inteligente puede extraer, de muchas personas diferentes, algo bueno en todas las partes de sus miembros. Porque es raro encontrar un hombre con todos los miembros bien formados, pues cada uno tiene algún defecto Y aunque deba componerse a partir de muchos hombres diferentes, es preciso sin embargo utilizar para una sola figura un solo tipo e hombre. 73.14. Y, como se ha dicho, por exigencias de armonía, toma como modelos para una figura joven sólo a personas jóvenes, para una figura anciana sólo a ancianos, y para una figura de hombre de mediana edad sólo a hombres de mediana edad. Procede igual con los hombres delgados o gruesos, fláccidos o duros, fuertes o débiles. Emplea cada tipo específicamente para figuras específicas. Quien es aplicado en esto, en buscar las particularidades de cada parte del cuerpo humano, hallará todo lo necesario para la realización de su obra, y más de lo que puede abarcar Porque la inteligencia de los hombres difícilmente llega a comprender y reproducir con exactitud la belleza de las criaturas Y aunque nada podamos decir de la mayor belleza posible de una criatura viviente, sin embargo en la creación visible se encuentra una belleza que sobrepasa tanto nuestro entendimiento que ninguno de nosotros puede representarla totalmente en su obra. 73.15. Idem, para figuras diferentes conviene copiar tipos de hombres diferentes. Además hay dos razas de hombres, los blancos y los moros. Entre ellos y nosotros existe una diferencia de tipo que hay que destacar. Los rostros de los moros raramente son bellos, a causa de las narices aplastadas y de los labios gruesos; igualmente sus tibias, sus rodillas y sus pies son demasiado nudosos, menos bellos a la vista que los de los blancos; y lo mismo sus manos. Pero en cambio he visto a algunos cuyo cuerpo estaba tan perfectamente estructurado que nunca había contemplado a nadie mejor formado (y me cuesta trabajo imaginármelo), con los brazos y todo lo

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demás tan bien construido que resultaba inmejorable. Se encuentran pues entre las diferentes razas de hombres toda clase de tipos, que se pueden utilizar en diferentes figuras si se tienen en cuenta sus características. 73.16. Así los fuertes tienen un cuerpo de constitución más robusta, como los leones, mientras que los débiles son de constitución más grácil y menos corpulenta que los fuertes. Por esto no conviene dar a una figura muy fuerte una constitución muy delicada, o a una figura débil una constitución muy recia. Aunque en las figuras haya que matizar algo con los delgados y los gruesos, sin embargo los tipos delicados y duros pueden utilizarse en las diferentes variedades que lo exigen. Pues la vida en la naturaleza nos hace reconocer la verdad de estas cosas. Por lo tanto obsérvala con aplicación, guíate por ella y no te alejes arbitrariamente de la naturaleza imaginando que encontrarás algo mejor por ti mismo, porque te extraviarías. Pues el arte está contenido verdaderamente en la naturaleza: quien sabe extraerlo, lo posee. Si te apoderas de él, te salvará de muchos errores en tu obra. 73.17. Mediante la geometría podrás demostrar buena parte de tu obra; pero lo que no podemos demostrar debemos dejarlo al sentido común y al juicio de los hombres. No obstante, la experiencia cuenta mucho en este terreno. Cuanto más tu obra se acerque a la vida por su forma, tanto mejor resultará: y esto es verdad. Por lo tanto no te obstines en que podrías o querrías hacer algo mejor de lo que Dios ha concedido que produzca la naturaleza creada por El. Porque tu poder es nulo frente a la creación divina. En consecuencia, nunca nadie puede sacar de su propia imaginación una bella figura, a menos que a fuerza de copiar la naturaleza haya llegado a llenar de ella por entero su mente. Pero entonces esto ya no se llama arte propio, sino arte adquirido y aprendido mediante el estudio, que germina, crece y da frutos de su misma especie. 73.18. De ahí que el tesoro secreto acumulado en la mente es manifestado por la obra y por la nueva criatura que el artista crea en su corazón en la forma de una cosa. Esta es la razón por la cual un artista experto no necesita copiar cada imagen de un modelo vivo, pues le es suficiente producir lo que a lo largo de mucho tiempo ha atesorado en sí mismo. Este podrá realizar buenas cosas en su obra, pero muy pocos llegan a tanta inteligencia, mientras que son numerosos los que, aún fatigándose mucho, cometen incorrecciones. Por esto quien ha alcanzado una buena práctica podrá realizar algo bueno sin ningún modelo, en la medida de nuestra capacidad. No obstante siempre resultaría mejor si la copiara del natural. En cambio esto es imposible para los inexpertos, pues estas cosas no se consiguen por puro azar. 73.19. También sucede, raramente, que, mediante una gran experiencia y un largo y asiduo ejercicio, alguien alcance tal seguridad que, únicamente por la penetración de su propia inteligencia adquirida con gran esfuerzo, y sin ningún modelo que pueda copiar, produce cosas mejores que otro que ha copiado de muchos modelos vivos pero que carece de inteligencia. También debemos prestar atención e impedir que ninguna deformidad o torpeza se deslicen en nuestra obra. Por esto hemos de evitar la representación de cosas inútiles, incluso si por otra parte son bellas, porque es un defecto. Toma por ejemplo a los ciegos, paralíticos, lisiados y cojos. Son feos porque carecen de algo. Igualmente hay que huir del exceso, como querer poner a un hombre tres ojos, tres manos o tres pies. 73.20. Cuanto más se eliminen las fealdades que se acaban de indicar y, por el contrario, se centre en representar con vigor y claridad lo que es necesario, que por lo general agrada a todos, la propia obra saldrá ganando, pues esto es lo que se considera belio. Aunque la belleza se halla tan oculta en el hombre y nuestro juicio sobre ella es tan vacilante que, frente a dos seres humanos ambos muy bellos y agradables pero que no se parecen en ninguna parte de sus cuerpos, ni en las proporciones ni en el tipo, no acertamos a comprender cuál es el más bello, tan ciego es nuestro conocimiento. Por lo que, cuando hemos de emitir un juicio, resulta incierto. Puede incluso que uno supere al otro en algún aspecto, pero ni siquiera nos percatamos de ello. 73.21. Se desprende de aquí que un gran artista debe dedicarse a géneros variados y poseer habilidad en diferentes campos y para distintos tipos; y en esto debe ser inteligente. Por este camino llegará a poder realizar cualquier clase de obras que se le confíen. Entonces, según lo dicho, un pintor sabrá hacer figuras rebosantes de cólera o de bondad, o con cualquier otro carácter. Y si luego alguien viene a ti y te solicita una figura malvada y bajo el signo de Saturno o Marte, o una figura con la influencia de Venus que se presente amable y llena de atractivos, sabrás fácilmente, gracias a las anteriores enseñanzas en las que eres experto, qué proporciones y qué carácter debes aplicar. Así, por su medida externa, debe ser caracterizada cada variedad de tipo de hombre, el de

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naturaleza ígnea, aérea, acuosa o terrena 37, puesto que la maestría del arte, como se ha dicho, alcanza todas las obras. 73.22. Los verdaderos artistas reconocen al instante la obra realizada con maestría, que inspira un gran amor a quien la comprende. Esto bien lo saben los verdaderos aprendices, y reconocen también dónde está el buen oficio. Porque el conocimiento es veraz, pero la opinión a menudo se equivoca. Por esto, que nadie se fíe demasiado de si mismo, para no incurrir en errores ni fracasar en su obra. Por consiguiente es muy útil a quien se ocupa de estas cosas que observe a menudo toda clase de buenas figuras hechas por maestros famosos y de talento, y que las copie asiduamente, además de atender a cuanto dicen esos maestros sobre ellas. Pero sin embargo, notando siempre sus defectos y pensando en la posibilidad de corregirlos (...). 73.23. Podríamos preguntarnos ahora quién va a dedicar tanto esfuerzo y trabajo y va a prodigar tanto tiempo para medir él solo, laboriosamente, una sola figura, cuando a menudo sucede que hay que realizar en poco tiempo cerca de treinta o cuarenta figuras diferentes. A este respecto, mi opinión es que no siempre hay que medirlo todo. Si has aprendido bien a medir y has adquirido el conocimiento, junto con la práctica, de tal manera que puedes dibujar libremente una figura con toda seguridad y sabes dar a cada cosa su medida adecuada, entonces no es necesario medirlo todo cada vez, pues el arte que has adquirido te ha dotado de un buen ojo, y la mano obedece. Porque la maestría del arte elimina el error de tu obra y te preserva de hacer cosas falsas: ya que la conoces y has alcanzado seguridad y dominas completamente tu obra, hasta el punto de no hacer ningún trazo, ninguna pincelada en vano. Y esta soltura de mano hace que no tengas que reflexionar mucho tiempo, dado que tu cabeza está tan bien provista de arte. Y de este modo tu obra se manifiesta artística, rebosante de gracia, vigorosa, libre y buena, y recibe elogios de todos, porque está distinguida con la exactitud (...). 73.24. Puede suceder que alguien utilice las medidas aquí descritas para trazar figuras en una obra de grandes dimensiones y que a causa de su torpeza le salga mal, y que luego me atribuya el fracaso diciendo que mis dibujos son adecuados para cosas pequeñas pero inducen a error en las obras grandes. Esto no es posible, porque si lo pequeño es correcto lo grande resultará bueno, y si lo pequeño es erróneo lo grande no debe valer nada. En esta materia la razón no puede dividirse. Porque un círculo permanece redondo, sea grande o pequeño; lo mismo vale para un cuadrado. Toda proporción permanece inalterada sea grande o pequeña, de la misma manera que en el canto la relación de una octava a otra es constante: una es más alta y otra más baja, pero se trata siempre del mismo tono.

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Corresponde a los cuatro temperamentos: colérico, sanguíneo, flemático y melancólico.

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Europa II España

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Imágenes del habitar en la España mudéjar a través de los relatos de tres viajeros (siglos XV-XVII) Fernando Martínez Nespral, arq. d.h.c. Introducción: Como señala Juan Goytisolo en "La singularidad artística y literaria de España", "La presencia de musulmanes en nuestro suelo por espacio de ocho siglos, aunque extirpada con violencia, ha dejado una huella perdurable en el idioma, hábitos, formas de convivencia, arte y literatura." Las investigaciones sobre esta "huella" han dado lugar al campo de los estudios de dicho fenómeno que conocemos como mudejarismo. La Real Academia define mudéjar como: "Dícese del musulmán a quien se permitía seguir viviendo entre los vencedores cristianos, sin mudar de religión, a cambio de un tributo" y en lo atinente al arte: "Dícese del estilo arquitectónico que floreció en España desde el siglo XIII hasta el XVI, caracterizado por la conservación de elementos del arte cristiano y el empleo de la ornamentación árabe"38. Ya la misma acepción muestra algunas de las confusiones con respecto al tema. En primer término no contempla las huellas en el campo del idioma, hábitos y formas de convivencia. Paralelamente y en cuanto a sus consideraciones sobre el arte el uso del término "ornamentación" hace entender que se refiere solamente a las artes visuales, y lo que es más importante, al relacionar por un lado el "arte cristiano" y por otro la "ornamentación árabe", está partiendo del principio erróneo de comparar un término de carácter religioso como "cristiano" con otro de carácter lingüístico como "árabe". Este tipo de análisis deja fuera todas las múltiples posibilidades de combinación fruto de la coexistencia multicultural como el caso de los mozárabes y toda la población árabe- parlante que profesaba la fe cristiana, o el caso de musulmanes que utilizaban la lengua romance. En este aspecto la Dra. María Cristina López Gómez explica al mudéjar como una “amalgama fronteriza” fruto del “contacto y la fricción”, donde surgen fenómenos culturales como la literatura aljamiada escrita en idioma castellano pero con grafía árabe, ya estudiada por Asín Palacios y más recientemente analizada por la Dra. López Baralt. La existencia misma del mudéjar es prueba de las falencias que genera estudiar el tema en cuestión desde modelos ideales opuestos relacionados directamente con bandos enfrentados. Así sucede en trabajos como el del profesor José María Azcárate39 que en su manual "Arte gótico en España" propone reemplazar el término mudéjar por el de "arquitectura cristiana islamizada" definición que de aceptarse debiera ser en el sentido inverso pues como ha demostrado la mencionada Dra. López Baralt se trata en realidad de un arte conceptualmente islámico adaptado a las necesidades de la sociedad cristiana reconquistadora. Otros autores establecen una estrecha relación entre la "población mudéjar" y la producción artística supuestamente vinculada exclusivamente a esta última, cayendo en seria complicación para poder explicar la abundancia de obras mudéjares frente a la aparentemente exigua presencia poblacional. En virtud de la continuidad de manifestaciones mudéjares luego del s. XVI ya demostrada en numerosos trabajos entre los que se destacan los de la Dra. María Luisa Fernández y Espinosa podemos descartar una vinculación tan estrecha entre las obras y el origen musulmán de sus hacedores. En este sentido Leopoldo Torres Balbás40 entiende mas claramente al mudéjar como expresión del arte popular español, fruto de la convivencia multicultural y excluyéndolo también de la religión o posición política que en cada momento profesaran sus autores. Pero más allá de las diversas opiniones al respecto, en las últimas décadas y gracias a los trabajos de pensadores como Américo Castro o el ya mencionado Juan Goytisolo, estamos comenzando a revertir una visión que consideraba el arte mudéjar como una manifestación residual, o "póstuma" según George MarÇais41, de una España 38

Real Academia Española de la Lengua: Diccionario de la Lengua española, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1984

39

Azcárate Ristori, José María: “Arte Gótico en España” Ed. Cátedra, Madrid, 1990 Torres Balbás, Leopoldo: “Arte Mudéjar” Ars Hispaniae, Ed. Plus Ultra, Madrid 41 MarÇais, George: “El Arte Musulmán”, Ed. Cátedra, Madrid, 1991 40

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"impura" y por ende decreciente en importancia desde la reconquista hasta su desaparición finalmente pocos siglos después. Hoy en día, en América, alejados de rencores y disputas peninsulares, nuestra tarea tiende a una revalorización consistente en comprender el mudéjar como una de las características hispanoamericanas más distintivas y valiosas. Breve reseña del estado de la cuestión: En cuanto a los estudios sobre el mudéjar, éste ha sido hasta el presente al igual que muchas otras manifestaciones del arte analizado por la gran mayoría de quienes a él se dedicaron, haciendo hincapié en la determinación, descripción y clasificación de sus formas, sin ahondar especialmente en tres aspectos esenciales: los significados que éstas expresan, las relación entre las necesidades de sus usuarios y la forma en que éstas la satisfacen y la inserción de la obra de arte y de la arquitectura en la vida de quienes la crearon y la habitaron. De este modo la historiografía no suele pasar de un repertorio de tipologías, resoluciones técnico- constructivas y especialmente un catálogo de los motivos ornamentales más frecuentes. Por otra parte, la bibliografía existente se centra en analizar recurrentemente los casos paradigmáticos, donde se destacan elementos singulares como por ejemplo sus alfarjes de par y nudillo. Poco se han estudiado otros casos como la arquitectura doméstica y muchos abundantísimos, pero no "puros" para los parámetros de selección habituales, donde elementos mudéjares se funden con varios de diverso origen. El objetivo principal de este trabajo es pues, a través del análisis de fuentes alternativas, poder tomar cabal conciencia de la presencia de elementos mudéjares en la arquitectura y las formas de habitar ibéricos e iberoamericanos. Hemos perdido, tal vez, un poco por desinterés y otro tanto por no recurrir a los documentos apropiados, la enorme dimensión que representan los criterios de diseño de los alarifes y artesanos mudéjares y su natural vinculación con las instituciones y valores de la sociedad de donde surgieron. La tarea desarrollada en los últimos años en el estudio, docencia e investigación en torno al arte Islámico y Mudéjar y el contacto con especialistas que estudian dicha cultura desde otros ámbitos como la Historia o las Letras nos ha permitido abordar otras vías de comprensión de este arte. Así hemos podido analizarlo en su carácter de materialización de otros conceptos o pautas socio-culturales vigentes en su cultura e instituciones. Tal el caso de la relación con la lengua en la investigación "recopilación comentada de vocablos de la lengua española de origen árabe referentes a la Arquitectura y sus artes afines" realizada entre 1992 y 1993 y que concluyera en 1994 con la publicación de "El Diccionario del Alarife". La presente propuesta de bucear en fuentes literarias que nos relatan los hechos de la vida como figura, y la arquitectura, (acompañada por la enorme cantidad de objetos que representan el mobiliario y los utensilios) como fondo, nos permitirá abordar una dimensión que el relevamiento in situ y el estudio de fuentes ilustradas en el tema, (camino por otra parte ya ampliamente recorrido por los grandes maestros), nos han hecho dejar de lado. Este método abre un sinnúmero de posibilidades que exceden los objetivos de este proyecto como el análisis de documentos provenientes de las artes plásticas como la pintura, u otros como la música, la vestimenta, etc. Aprovechando la experiencia adquirida en el campo del arte islámico y mudéjar, me he propuesto realizar una relectura que nos introduzca a nuevas conclusiones sobre el área. Es por ello la intención de este trabajo que la incorporación de la "variable mudéjar" a otro tipo de fuentes, actúe como un "revelador" que tal vez nos ayude a comprender mejor algunas características obscuras o aún no explicadas en esta parte de la historia del arte. La España Mudéjar del siglo XV a través del “Viaje a España y Portugal” de Jerónimo Múnzer: El primer relato de viaje que hoy nos ocupa42 es singularmente útil en el tema por dos aspectos: Su visión de alemán lo hace especialmente atento a aquello que le resulta exótico o desconocido como es el caso de lo hispanoárabe, y su llegada casi inmediatamente posterior a la toma de Granada (1494-95) lo enfrenta a una España donde la presencia arábiga y mudéjar es de por sí altamente significativa. 42

Münzer, Jerónimo: “Viaje por España y Portugal” (1494-1495) Traducción de José López Toro, Almenara, Madrid, 1951.

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Münzer, como el marciano que una vez imaginó el Dr. Hoodboy43 visitando el mundo islámico con sorpresa y admiración, se enfrenta a una realidad que le es del todo desconocida y realiza el esfuerzo de decodificarlo desde su mirada occidental y recodificarlo para hacerlo comprensible a sus potenciales lectores. De este modo, se constituye en un agudo detector de esta presencia, y lo que es más importante, de las características que la distinguen del resto de Europa y a la vez nos brinda un interesantísimo ejemplo sobre los filtros y matices de dicha mirada Completan este panorama sus dotes –propias del viajero- de hábil y detallista descriptor tanto de las ciudades y sus edificios como de los usos y costumbres locales. Su libro guarda un orden acorde al transcurso del viaje que he alterado en las citas clasificando las mismas en función de los temas referidos al arte mudéjar. Así destacaré en primer término aquellas que competen al tema de jardines, huertos, el uso del agua y los sistemas de regadío, tema que despierta un especial interés y admiración por parte del autor, pasando posteriormente a las que abordan la arquitectura y descripción de edificios y ornamentaciones donde también se hace notar la sorpresa ante la magnificencia y suntuosidad, para concluir con los usos y costumbres mudéjares que caracterizaban el paisaje andalusí hacia fines del siglo XV. El huerto-jardín, y su relación con el paraíso: En este tema Münzer aporta dos observaciones muy valiosas. Primero define de un modo muy preciso el jardín andaluz en su geometría y delimitación. Diversas citas hacen notar su proporción rectangular como así también su delimitación perimetral a través de muros o tapias “construidos como los claustros y cercas de los monasterios en Alemania”.44 En segundo término son frecuentes las alusiones a la concepción de estos jardines como vergeles que procuran convertirse en émulos del paraíso, a través de la variedad y abundancia de sus especies vegetales y frutos que acompañados por la constante presencia del agua constituyen un modelo en escala del ideal adánico donde la naturaleza brinda al hombre todo lo que necesita al alcance de su mano. Si combinamos ambas observaciones veremos como Münzer detecta muy agudamente la condición de pequeños paraísos particulares profusos interiormente de todo tipo de comodidades, estructurados en su composición por estrictas leyes geométricas y cerrados perimetralmente para preservar su privacidad (que llega al punto de compararse con la de los claustros conventuales) que constituyen las características más relevantes y definitorias del tradicional jardín hispanoárabe. Renglón aparte merece el reconocimiento de su originalidad y la admiración que estos espacios inspiraban en el imaginario de un europeo no español y que da cuenta de su constitución como modelos de prestigio frecuentemente destacada “todos los extranjeros que allí llegaban no vieron cosa igual”.45 Otro elemento singular es la presencia de estos “huertos” en todo tipo de edificio, más allá de su funcionalidad o envergadura, así los observamos tanto en construcciones de tipo religioso como las catedrales o conventos46,

43

44

Hoodbody, P. “El Islam y la Ciencia”, Ed. Bellaterra, Barcelona, 1998

Münzer, Jerónimo, Op. Cit, pág. 1

“Había detrás de la casa, hacia el norte, dos extensos y muy alegres huertos, construidos como los claustros y cercas de los monasterios en Alemania”. Todo el contorno estaba cubierto por diferentes clases de ubérrimos racimos, y sus costados, de árboles de las más variadas especies. La cuadratura de un lado del primer huerto era de doscientos treinta pasos, y la del otro, doscientos veintitrés ¡Mira cuánto espacio ocupaban aquellos huertos. 45

Idem, pág. 2 “Los huertecillos aquellos estaban sembrados de todas las especies de frutos que suelen criarse en aquella tierra. En septiembre que era cuando nosotros estábamos allí, se hallaban en su plenitud los granados, los naranjos, las viñas, las higueras, los almendros, los nísperos, los melocotoneros y otros innumerables frutales. Verdaderamente, un minucioso observador lo creería un paraíso. Un acueducto sabiamente dirigido regaba con la mayor facilidad aquellos huertos con agua dulcísima de un río que pasaba por delante de la finca. No bastaría una hora para enumerar aquellas delicias. Nunca vimos huertos semejantes. Los criados del caballero nos aseguraron que todos los extranjeros que allí llegaban no vieron cosa igual”. MODULO I

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como en aquellos de carácter público destinados al comercio o la reunión47 o en residencias particulares ya sea de la escala de un palacio48 como en las viviendas comunes,49 demostración de la transitividad50 en las normas compositivas del arte hispanoárabe, tal vez uno de los elementos más claramente distintivos de éste. En cuanto al agua y los acueductos, este tema que es habitualmente reconocido como uno de los aportes fundamentales de la cultura árabe a occidente y que “impregnó la vida social, económica y cultural del mundo islámico”51 es motivo de especial interés para Münzer quien lo destaca en reiteradas oportunidades. Llama la atención al respecto (sobre todo en la comparación con los niveles existentes en la Europa occidental contemporánea en general y en su Nüremberg) la cualidad higienista de la ciudad hispanoárabe; era impensable en su tiempo el hecho de que las viviendas, incluso aquellas humildes, de reducidas dimensiones, contaran como observó nuestro viajero, redes de provisión de agua potable y de efluentes cloacales, ventajas que se harían habituales en occidente recién después de la Revolución Industrial.52 El segundo elemento es la pericia reconocida en las ciudades españolas con respecto a los conocimientos científicos y las técnicas empleadas y lo innovadoras que éstas resultan ante su mirada.53

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Idem, pág. 3 “Esta fábrica es extraordinariamente delicada, y en su recinto hay más de veinte altares con tablas magníficas y doradas, una excelente librería y un huerto con naranjos, limones y cipreses.” Pág. 5 “Pero desde la puerta de San Antonio hasta el mar, hacia occidente, está llena de huertos, campos y de bellísimos y amenos plantíos de granados, limoneros, nísperos, naranjos palmeras, alcachofas, pinos, viñas, melocotoneros y otros árboles.” (Descripción del convento de Santa María Jesús, Barcelona) 47 Idem, Pág. 5 “La ciudad de Barcelona, tiene un magnífico Concejo, con un ameno huerto y grandes palacios, donde los regidores -nobles varones- se reúnen y despachan los asuntos referentes a la ciudad” 48 Idem, pág. 39 “Tiene el rey fuera del recinto de la Alhambra, en la cumbre de un monte, un jardín verdaderamente regio y famosísimo, con fuentes, piscinas y alegres arroyuelos, tan exquisitamente construídos por los moros, que no hay nada mejor.” “Los sarracenos gustan mucho de los huertos, y son tan ingeniosos en plantarlos y regarlos, que no hay nada mejor.” 49 Idem, pág. “El 18 de Octubre, dos horas antes de la salida del sol cabalgamos desde Tabernas dos leguas, y a la salida del sol vimos a lo largo de un hermosísimo valle y en las dos orillas de un pequeño río, tan apacibles huertas y campos con olivos, palmeras, almendros, como si recorriéramos un paraíso. Vimos también allí un acueducto, que en gran abundancia conduce el agua a la ciudad, desde un vivo manantial a una milla larga. Luego, al acercarnos a la ciudad, ¡oh, que bellísimos huertos vimos, con sus cercas, sus baños, sus torres, sus acequias construidas al estilo de los moros, que no hay nada mejor!.” 50 51

H. Noufouri y F. Martínez Nespral: “Nociones de Estética Arábiga y Mudéjar” FADU/UBA Bs. As. 2000 López Gómez, Margarita: “El Enigma del agua en Al-Andalus” Madrid, Lunwerg, 1994

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Münzer, Op. Cit., pag 8 “Tiene Barcelona en su mayor parte, y en las plazas más frecuentadas, cañerías y canales subterráneos con agua, de manera que toda la inmundicia de las cocinas y cloacas por allí va a parar al mar.” “En los alrededores hay pequeñas construcciones, con conducciones de agua para sus retretes y cloacas, que son una abertura sobre la tierra, larga de un codo y ancha de un palmo. Debajo de ella va el agua corriente. Hay también una pequeña pila para orinar. Todo está construido tan cuidadosa y pulcramente, que causa admiración. Hay asimismo un pozo excelente con agua para beber.” 53

Idem, pág. 6 “Tienen una amplísima huerta, regada por un asno, que con unos cangilones saca continuamente de un pozo agua, que se esparce por todo el huerto por medio de unos canales.” Pág. 43 “ Casi todas tienen conducciones de agua y cisternas. Las cañerías y acueductos suelen ser dos: unos para el agua clara potable; otros para sacar las suciedades, estiércoles, etc. Los sarracenos entienden esto a la perfección” MODULO I

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Por último y ya entrando en los usos ornamentales del agua en la arquitectura se destacan las alfaguaras o fuentes surgentes generalmente ubicadas en el centro de los jardines y patios como elemento central estructurante de su geometría y de la cual parten los cuartro canales o acequias que delimitan los campos del tradicional jardín cuatripartito 54 La Arquitectura: composición, proporciones y ornamentación El primer tema que surge de las observaciones de Münzer con referencia a la composición arquitectónica andalusí es la claridad con la que reconoce una de sus cualidades más distintivas: el ya mencionado carácter transitivo de las normas compositivas que trasciende los campos de la funcionalidad y de la escala. Así el trastocamiento del tradicional principio de la arquitectura occidental que define a la forma como consecuencia de la función llama la atención a nuestro observador que se ve en la obligación de explicar a sus lectores y prevenirlos ante esta aparente discrepancia. Esto se había manifestado cuando hablando de jardines particulares incorpora una comparación con edificios de tipo religioso para definir su cerramiento perimetral “construidos como los claustros y cercas de los monasterios en Alemania”. Indudablemente la concepción casi sagrada de la privacidad en el mundo islámico no ha escapado a su percepción y lo ha obligado a incorporar lo que para él son dos categorías separadas (arquitectura sacra- arquitectura laica) para definir un solo espacio. Ésto se hace aún más evidente cuando la presencia de cúpulas, destinadas tradicionalmente en el occidente de su tiempo a templos, vistas en Al-andalus en estancias de viviendas particulares lo lleva a hablar de una “casa con cúpula, que creerías una iglesia”.55 Otro elemento no menos importante es el que destaca la ornamentación característica del arte hispanoárabe y mudéjar. En este aspecto son frecuentes las observaciones acerca de la profusión y calidad de los motivos decorativos en los más diversos ejemplos de su arquitectura. Llama la atención al respecto el hecho de la admiración que le merecen estos trabajos, que contrasta con la impresión que ha generado la Historia del Arte occidental y que las califica como excesivas o recargadas.56 Esta cualidad se hace extensiva a las iglesias, característica que se traerá a América y se volverá un elemento distintivo del arte Español e Hispanoamericano hasta el barroco.57 Otra de las pautas de diseño propias del arte hispanoárabe y mudéjar que surge de la aguda observación y minuciosa descripción que nos ocupa es su tendencia a la esbeltez y levedad. En este aspecto son frecuentes las menciones sobre las delgadas columnas 58en los más variados edificios, así como las proporciones y la altura de sus

La mayor parte de todas las casas tienen pozos o acequias de agua dulce, en alto o en bajo, y piscinas de piedra, yeso y de otras materias, para conservar el agua, porque los sarracenos son muy ingeniosos en construir acueductos.” “Actualmente, el rey, en la cima del monte, levanta otro castillo nuevo sobre el antiguo, tan fuerte, de durísima piedra de sillería, que es admirable. Hizo también un notable huerto cuadrado, en cuyo centro salta del caño una fuente viva” 55 Idem, Pág. 5 “A orillas del mar se levanta una magnífica y soberbia casa con cúpula, que creerías una iglesia o un gran palacio. Junto a este edificio hay un hermosísimo huerto con diez filas de naranjos y limoneros y en medio una fuente saltarina, y a los lados asientos cuadrados de piedra.” 56 Pág. 5 “El fue quien se hizo construir junto a San Francisco una mansión tan grandiosa y soberbia que no hay más. Las estancias de toda la casa están enlozadas con azulejos diversos, de distintos colores; y los artesonados decorados con oro purísimo y con flores variadas de la misma materia. ¡Oh qué casa más suntuosa!” 57

Pág. 16, “Jamás vimos ciudad alguna donde todas las iglesias estén tan exquisitamente adornadas con ornamentos de altar y con retablos dorados, como allí.” 58 Pág. 16 “En la actualidad se está edificando allí una casa magnífica, que llaman Lonja, donde se reúnen todos los mercaderes para tratar sus asuntos. Es una casa alta construída de piedra cortada y de esbeltas columnas. Su anchura es de treinta y dos pasos, y su largura de sesenta y dos. Está terminada casi hasta la techumbre, que también se concluirá rapidamente. MODULO I

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torres y minaretes que han definido y definen aún hoy el paisaje español al punto que al decir del arquitecto e historiador de la arquitectura Fernando Chueca Goitía “España es un país de torres”.59 Capítulo aparte merece la impresión que le provocó la Alhambra, quizás el monumento por antonomasia de la arquitectura hispanoárabe. Sus palabras llenas de admiración nos dan cuenta de la trascendencia de este edificio y la precisión de su relato se extiende hasta reconocerse impotente de enumerar sus maravillas60. Vemos también en sus descripciones la inversión del orden habitual de relevancia de las fachadas propia de la arquitectura islámica. En la arquitectura occidental estamos acostumbrados a referirnos al “frente” como la fachada con mayor importancia y por ende la que recibe la mayor dedicación, en el mundo islámico ésta se revierte, los frentes son lisos y sencillos y toda la carga de diseño se vuelca a las fachadas interiores que miran al patio el cual por ésto se convierte en el eje del diseño de toda la vivienda. Esto es advertido por Münzer quien dice: “Las casas de los sarracenos son en su mayoría tan reducidas con pequeñas habitaciones, sucias en el exterior, muy limpias interiormente, que apenas es creíble”. Aquí bajo la figura de la limpieza se encuentra el hecho que aún hoy día se observa en las ciudades andaluzas por el cual una construcción aparentemente insignificante por fuera, una vez traspuesto el zaguán se revela como algo muy superior en su calidad y tratamiento. En cuanto a los espacios urbanos hay dos que particularmente merecen su atención. El trazado orgánico de las ciudades que no se rigen por un plan geométrico que las regule sino que se estructuran a través de adarves o callejas cuya forma surge de otras causas como la topografía del terreno o incluso los intereses de cada caso en particular, al decir de Juan Goytisolo: “Privilegia la iniciativa privada a la normativa pública.” Conjunta y coherentemente con ésto también aparece la frecuente presencia de alfolíes o habitaciones que cual puentes vinculan casas ubicadas frente a frente.61 El segundo es referido a las dimensiones y distribución interior de las viviendas donde se repite en una microescala las características ya observadas para la ciudad, así sus casas parecen interiormente también estrechas y aumenta esta impresión los frecuentes quiebres y requiebres de los zaguanes y circulaciones ya identificados por Chueca Goitía como “ejes quebrados”62 que no hacen más que confirmar la carencia de un plan regulador de índole geométrico que estructure la vivienda a través de ejes de simetría o de composición a la manera de la arquitectura clásica y renacentista.63

Tendrá un huerto con variados frutos y una fuente corriente. Tiene también una torre altísima, con una capilla donde a diario se dirán dos misas.” 59

Chueca Goitía, Fernando: “Invariantes Castizos de la Arquitectura Española, Invariantes en la Arquitectura Hispanoamericana, Manifiesto de la Alhambra.” Ed. Dossat, Madrid, 1979 60 Pág. 37 “Vimos allí palacios incontables, enlosados con blanquísimo mármol; bellísimos jardines, adornados con limoneros y arrayanes, con estanques y lechos de mármol en los lados; también cuatro estancias llenas de armas, lanzas, ballestas, espadas, corazas y flechas; suntuosísimos dormitorios y habitaciones; en cada palacio, muchas pilas de blanquísimo mármol, mucho más grandes que la que hay junto a San Agustín, rebosantes de agua viva; un baño -¡oh, que maravilla!- abovedado, y fuera de el las alcobas; tantas altísimas columnas de mármol, que no existe nada mejor; en el centro de uno de los palacios, una gran taza de mármol, que descansa sobre trece leones esculpidos en blanquísimo mármol, saliendo agua de la boca de todos ellos como por un canal. Había muchas losas de mármol de quince pies de longitud por siete u ocho de anchura, e igualmente muchas cuadradas, de diez y once pies. NO CREO QUE HAYA COSA IGUAL EN TODA EUROPA. Todo está tan soberbio, magnífica y exquisitamente construído, de tan diversas materias, que lo creerías un paraíso. No me es posible dar cuenta detallada de todo. 61 62

Pág. 43 “Tiene calles tan estrechas y angostas, que las casas en su mayoría se tocan por la parte alta.” Fernando Chueca Goitía, Op. Cit.

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Pág. 43 “En tierra de cristianos una casa ocupa más espacio que cuatro o cinco casas de sarracenos. Por dentro son tan intrincadas y revueltas, que las creerías nidos de golondrinas”. MODULO I

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Usos, costumbres y tradiciones hispanoárabes: La primera observación que Münzer revela es la abundante presencia de mudéjares en esos tiempos y el peso numérico que tenían en varias comunidades a punto de convertirse en referente obligado del paisaje andalusí. Del mismo modo también se destaca el hecho de que contaban con la protección de los nobles pues su trabajo les era altamente rendidor64 Esta presencia llega a casos extremos donde en algunas poblaciones son mayoría o incluso la totalidad de sus habitantes.65 También es profuso en sus descripciones sobre las mezquitas y los rituales religiosos, especialmente aquellos aspectos que le resultan llamativos como el hecho de descalzarse, las abluciones, las posiciones que adoptan para la oración ý los llamados de los almuecines. 66 64

Pág. 13“Es el río Ebro -que corre desde los montes hasta Zaragoza- navegable como el Danubio cerca de Ratisbona, dividiendo el reino de Valencia del de Cataluña. En sus dos riberas hay muchas aldeas de sarracenos de la religión de Mahoma, a los que toleran los príncipes porque son trabajadores y diligentes en la agricultura y no beben vino. Les sacan un crecido tributo.” 65 Pág. 28 “El 17 de octubre, saliendo de vera a través de altísimas, horribles y estériles montañas y valles, llegamos al interior del reino de Granada, hasta una pequeña ciudad llamada Sorbas, situada en un monte muy alto, a seis leguas de Vera. Y como sus habitantes son únicamente mahometanos, tomamos nuestra comida al pie de la montaña, cerca de una fuente corriente, oyéndolos al mediodia gritar en sus torres, conforme a su costumbre, y habiendo caminado, finalmente, en aquel día por un largo camino de cinco leguas, llegamos muy avanzada la noche a la villa de Tabernas, llena también de sarracenos, exceptuado un solo cristiano, en cuya casa nos hospedamos.” Pág. 34 “Las aldeas, que los alemanes llaman villas, por lo general están habitadas por sarracenos, que son parcos en la comida y no beben más que agua. Están consagrados principalmente al cultivo de la tierra y de los campos. Un pagano da al año a su señor más tributo que tres cristianos. Son sinceros, justos y bastante leales, como después sabrás acerca de sus costumbres.” Pág. 35 “El 22 de Octubre, después del mediodía, entramos en la gloriosa y populísima ciudad de Granada y paseando por una larguísima calle, entre medias de infinitos sarracenos, fuimos recibidos finalmente en una buena posada”

¡Oh qué fecunda es aquella villa! La habitan cristianos y muchos sarracenos.” “Pasando más adelante, como dije, a las tres leguas el castillo de Lapesa, en un monte altísimo, y allí descansamos toda la noche. Todos allí eran sarracenos, menos el alcaide y huésped nuestro, que nos alojó al pie del monte.” “Los sarracenos tienen también junto a las murallas de la ciudad, en la parte baja del castillo, sus viviendas y su mezquita, en la cual estuvimos” “El mismo día, andando tres leguas por la ribera del Jalón, llegamos a una pequeña villa, por nombre Arcos, en la cual son todos sarracenos, excepto el alcaide.” “Los sarracenos, más abajo del monasterio de los frailes menores, en la aparte nueva de la ciudad, tiene un espacio reservado y una ciudad donde habitan, en bellas y limpias casas, con tiendas para vender, y una hermosa mezquita, donde tuve ocasión de hablar con el sacerdote de ellos, que me respondió amablemente a cada una de mis preguntas.” “Se consagran especialmente a los trabajos y artes manuales. Son herreros, alfareros, albañiles, carpinteros, molineros y lagareros de vino y de aceite.” 66

.” Nos descalzamos inmediatamente, pues no podíamos entrar sino con los pies descalzos, y entramos en su mezquita mayor y más distinguida entre las otras. Toda está recubierta de finos tapetes de blanco junco, lo mismo que el arranque de las columnas. Tiene setenta y seis pasos de anchura y ciento trece de largura; en el centro, un palacete con una fuente, para sus abluciones, y nueve naves u órdenes de columnas; en cada nave hay trece columnas exentas y catorce arcos. Además de las columnas laterales, hay huertos y palacios. Vimos también arder muchas lámparas, y a sus sacerdotes cantar sus Horas, y más que cantos, creerías eran alaridos. En verdad que esta mezquita está costeada con grandes gastos. En la ciudad hay otras muchas más pequeñas, y que pasan de doscientas. En una de ellas vimos sus oraciones doblándose y dándose la vuelta como una bola, y besando la tierra y golpeándose el pecho al canto del sacerdote, pidiendo a Dios, según sus ritos, el perdón de

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Capítulo aparte merece su observación sobre la ausencia de imágenes en las mezquitas y su explicación acerca de la prohibición que la origina. Cabe mencionar que si bien es compartida por la mayoría de los estudios sobre el tema no tiene correlato directo en el Corán donde de lo que si se hace prohibición expresa es a la adoración de esas imágenes y no a su inclusión como elementos de tipo ornamental que por otra parte aparecen frecuentemente en otras manifestaciones del arte islámico como alfombras, bronces, marfiles y demás objetos de uso.67 Un dato llamativo y que constituirá hasta la fecha singularidad en varias ciudades españolas es el hecho de que muchas de las actuales iglesias funcionan en los edificios construidos originalmente para mezquitas, condicionando ello aspectos de su funcionalidad como los accesos lateralizados y de orientación que respeta la antigua quibla.68 Resalta en el relato la aparición de la imagen del harem y la idea impuesta por el orientalismo de la extrema liberalidad sexual en el mundo islámico, tan frecuentemente mencionada entre los viajeros románticos de los siglos XVIII y XIX.69 Ya entrando en el último de los aspectos que analizaremos se observa una constante mención sobre la pervivencia de tradiciones y usos de origen hispanoárabe en las cortes cristianas70 destacada también a través del ejemplo citado por Münzer del Alcázar de Sevilla, cómo las tradiciones y gustos de la España árabe se perpetuaron en buena medida aún después de la reconquista, hecho claramente comprensible desde el mecanismo explicado por el Dr. Maillo Salgado por el cual se toman en préstamo los modelos de la cultura dominante71 Así nos muestra amplios sectores de este conjunto ya edificados desde sus cimientos por reyes cristianos que conservaban las tipologías compositivas y ornamentales propias del arte hispanomusulmán72 Todos estos componentes conforman una imagen de la Península de fines del siglo XV altamente comparable a lo que hoy veríamos en un país islámico. No se trata de peculiaridades o minorías sino que como más de una vez nos relata eran los reconquistadores quienes frecuentemente se encontraban en esa posición.

sus pecados. Vimos también un descomunal candelero, en el cual arden en sus fiestas más de cien lámparas, pues adoran a Dios principalmente en la luz y en el elemento del fuego, creyendo -como es verdad- que es luz de luz y que todo ha sido hecho por El. Aquella noche, antes de la aurora, era tanto el griterío en las torres de las mezquitas, que resulta difícil de creer. Que significa este griterío, lo oirás después. Fuera de aquella mezquita hay un edificio, y en su centro una larguísima pila de mármol, de veinte pasos, en la cual se lavan antes de su entrada en la mezquita.” 67 No hay en sus mezquitas pintura ni escultura alguna, lo que también está prohibido en la antigua ley mosaica. Nosotros admitimos las imágenes y las pinturas porque son como los escritos para los profanos. 68 Pág. 36 De paso, llegamos luego al nuevo monasterio de la Orden de San Jerónimo, extramuros, construido hace dos años, con bastante arte, en una antigua y noble mezquita. La iglesia es espaciosa, bella y edificada inmejorablemente por Benedicto XI. Fue en otro tiempo mezquita de los sarracenos; y aún hoy día, en el claustro, existe una antiquísima y sólida mezquita, muy venerada por los sarracenos con sus visitas, aunque ahora sea una capilla dedicada a la bienaventurada Virgen. 69 Había en el baño una bella taza de mármol donde se bañaban desnudas las mujeres y concubinas. El rey, desde un lugar con celosías que había en la parte superior -y que nosotros vimos-, las contemplaba, y la que más le agradaba, le arrojaba desde arriba una manzana, como señal de que aquella noche había de dormir con ella. 70

“Asistieron de continuo, para solaz nuestro, músicos con diferentes géneros de instrumentos. Hubo coros y bailes estilo morisco. ¿Qué más? Creo que un barón o un conde en Alemania no podría hacer esto.” “Nos hizo sentar sobre alfombras de seda, y mandó traer confituras y otras cosas.” 71

Maillo Salgado, Felipe: “Arabismos en el castellano de la baja Edad media”, Ed. Univ. de Salamanca, 1991

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El Alcázar de Sevilla fue levantado desde sus cimientos por el rey Alfonso, autor de las Tablas Astronómicas, y cuyo padre, Fernando libertó a Sevilla de las manos de los moros. Este Alcázar es enorme, y no menor que la fortaleza de la Alhambra de Granada. Está construida en el mismo estilo, con sus palacios, estancias, aposentos y conducciones de agua, decorada con oro, marfil y mármoles, aunque sus losas no sean tan grandes. Su configuración no es igual a la de Granada, porque está situada en una llanura; pero cuenta con seis o diez huertos, entre grandes y pequeños, con limoneros, cidros, naranjos, mirtos y agua corriente, como no puede decirse. Vimos muchos paños con dibujos de variados colores, que el rey hace traer de Túnez; tapetes, calderas de cobre, calderos, rosarios de limonero y de vidrio, y otros infinitos artículos. MODULO I

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LA ESPAÑA MUDÉJAR DE LOS SIGLOS XVI Y XVII A TRAVÉS DE LOS RELATOS DE D´AULNOY Y VILLALÓN El período que ahora nos ocupa, gira entorno de los relatos de viaje de dos singulares personajes que transitaron la España de los Austrias, período histórico que se desarrolla a continuación del reinado de los Reyes Católicos (contemporáneos de Münzer) y en el cual se destacan dos grandes épocas: la de los reinados de Carlos I y Felipe II que abarcan casi todo el siglo XVI (conocido como el siglo de oro) por una parte y la de sus sucesores Felipe III, Felipe IV y Carlos II (conocidos como los “Austrias menores”) que abarcan el siglo XVII hasta el advenimiento de la dinastía borbónica. Dado que los “invariantes” mudéjares ya han sido profusamente descriptos en el anterior análisis, hemos considerado más oportuno no recargar sobre ellos y centrarnos en las citas que aluden a la continuidad de los mismos y aquellas que señalan hechos singulares relacionados con las formas de habitar. Del mismo modo que en la obra de Münzer introduciremos a cada uno de ellos con una presentación de la obra y el autor e igualmente alteramos el orden cronológico de los relatos privilegiando la continuidad de los ejes temáticos, así como se analiza la obra de D¨Aulnoy (siglo XVII) antes que la de Villalón (siglo XVI) con el objeto de dejar a éste como cierre dada su condición particular de español que le da una visión particularmente diferente: Una francesa en la corte de Carlos II, la “Relación del Viaje de España” de Mme. D¨Aulnoy: Marie Catherine Le Jumel de Barneville, Condesa D´Aulnoy recorrió España durante dos años, desde 1679 hasta 1681, fruto de este viaje surge su libro titulado “Relación del viaje de España” que la convertiría en “el viajero más importante que escribió sobre la vida española del XVII”73 entre sus páginas podemos encontrar su desdeñoso pero inteligente testimonio de una España decadente inmersa en el colapso de los “austrias menores” bajo el reinado de Carlos II “el hechizado” y lo que es más importante allí se hallan la mayor parte de los tópicos que constituyen el principio por el cual “África comienza en los Pirineos”. La referencia en su relato a aspectos que remiten a huellas del período hispanoárabe es permanente como lo atestiguan las siguientes citas en que se refiere a la ciudad de Burgos: “...esta ciudad fue la primera reconquistada a los moros...”74 donde se hace alusión de modo directo- y aquellas como: “...las calles son muy estrechas y desiguales...”75 donde sin mencionarlos se describen los adarves o callejas típicas de la ciudad mudéjar u otras como: “...se encuentran en todas las encrucijadas y en plazas públicas fuentes que brotan...”76 .En suma va destacando una a una las características fundamentales de dicha arquitectura ya observadas por Münzer dos siglos atrás y también ya analizadas. Pero más allá de estos ejemplos me interesa centrarme en dos aspectos que adquieren singular relevancia pues muestran pervivencia de formas de habitar mudéjares en el marco de edificios no necesariamente catalogables de tal modo y en una época y contexto social en el cual se suponen extinguidos. Tal es el caso de las descripciones de sus tertulias en círculos de la corte y en las mismas residencias reales dónde hubiese sido imposible la influencia directa de personas pasibles de ser considerados “mudéjares” y más aún si tenemos en cuenta la fecha –fines del XVII- ya muy distante de la expulsión definitiva de los mismos que se da en 1609 bajo el reinado de Felipe III bajo las influencias del Duque de Lerma. El primero de ellos es el concerniente a un mecanismo de adaptación y cualificación del espacio a través de un revestimiento y mobiliario flexibles y fácilmente intercambiables característicos en todo el Medio Oriente desde la antigüedad, en este sentido D´Aulnoy nos ilustra: “...extienden esteras de junco muy fino mezclado de diferentes colores, que cubre el pavimento. La habitación esta tapizada con ese mismo junco de la altura de una vara para impedir que el frío de las paredes incomode a los que se apoyen en ellas. Hay más arriba de ese junco cuadros y espejos. Los almohadones de brocado de oro y de plata están colocados sobre las alfombras con mesas y escritorios muy bellos y de trecho en trecho cajas de plata llenas de azahar y de jazmines. Ponen cortinas de paja en las ventanas que defienden del sol.”77 Todo lo antedicho podría haber sido extractado de cualquier 73

Díaz, Lorenzo: Prólogo a la edición de la “Relación del viaje de España” Ed. Akal, Madrid, 1996 D¨Aulnoy: relación del viaje de España” Ed. Akal, Madrid, 1996 Pág. 104. 75 D´Aulnoy: Op. cit. Pág. 104 76 D´Aulnoy: op. cit. Pág. 104 77 D´Aulnoy: op. cit. Pág. 263 74

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descripción de un viajero en Marruecos o Egipto, pero insólitamente se está refiriendo Europa en los albores del siglo XVII. Cuanto más en el caso siguiente donde el ejemplo es el Palacio Real de Aranjuez, un edificio por otra parte en absoluto mudéjar en su arquitectura: “Están amuebladas según la estación en que nos encontramos es decir con los muros completamente blancos y unas esterillas de junco muy fino hasta la altura de tres pies”78 El Segundo aspecto es concerniente a una forma de uso de determinados espacios y sus consecuencias en la arquitectura y el mobiliario. Hacemos referencia a la tradición de sentarse en cuclillas sobre el suelo o en una tarima especialmente construida al efecto con el consiguiente correlato de un mobiliario previsto ergonómicamente para tal fin. Se trata de lo que se conoció en toda Iberoamérica como “estrado morisco” y que las siguientes citas enseñan: “...están sentadas con las piernas cruzadas sobre una pequeña colchoneta de tela de Holanda.”79 “Un horrible guardainfante le impedía sentarse como no fuera en el suelo”80. Pero muy especialmente el pormenorizado relato de una situación que ejemplifica claramente tanto el uso como la sorpresa de la extranjera: “...sobre el suelo había una alfombra y un mantel extendido con tres cubiertos para doña Teresa para mí y para mi hija. Quedé sorprendida por esa moda porque no estaba acostumbrada a comer de ese modo, sin embargo nada dije y quise probar hacerlo, pero jamás me he hallado más incomoda, las piernas me hacían un daño horrible, unas veces me apoyaba sobre el codo, otras sobre la mano. En fin renuncié a comer, y la señora de la casa no se daba cuenta de ello porque creía que las damas comían en el suelo en Francia como en España.” Sorpresa e incomodidad que se vuelve recíproca cuando advertida la situación e invitados a trasladarse a una mesa con sillas la incómoda es la anfitriona: “Ella no se encontraba menos preocupada de lo que había estado yo sobre la alfombra y nos confesó con una ingenuidad sumamente agradable que jamás se había sentado en una silla y que ni había nunca imaginado que pudiera alguna vez llegar a hacerlo”81. Más adelante al relatar otra de sus reuniones la situación se repite, pero aquí aparece por primera vez la referencia a su origen: “Las señoras estaban en una galería grande cubierta de riquísimas alfombras. Todo alrededor se veían almohadones de terciopelo carmesí más largos que anchos y grandes mesas de taracea, enriquecidas de pedrerías las cuales no están fabricadas en España... Todas ellas estaban sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas. Es una antigua costumbre que han conservado de los moros.”82 D´Aulnoy, como hemos podido ver nos pinta escenas de la vida cotidiana en la España de los austrias que bien podríamos asimilar al tópico que nos figuramos sobre otras geografías y contextos diferentes. Pero vayamos pues a continuación a ver que observa un español de su tiempo en esos ámbitos. Un español en la corte de Solimán el magnífico, el “Viaje de Turquía” de Cristóbal de Villalón: El tercer relato, que ahora nos ocupa, pertenece a la mitad del siglo XVI y básicamente no difiere demasiado de lo que podrían ser hoy en día las memorias de un espía con algún vuelo literario. Está dedicado a Felipe II y tiene el claro objeto político, notorio en varios de sus puntos de informar al rey acerca de poderío y flaquezas del Imperio Otomano. Narra las aventuras de un tal Pedro de Urdemales que es el nombre que en la ficción adopta según la crítica Cristóbal de Villalón quien es apresado por los Turcos cuando integraba la armada de Andrea Doria en aguas italianas. Fue D. Manuel Serrano y Sanz quien en la edición de 1898 lo atribuye al bachiller Cristóbal de Villalón, estudiante en Salamanca hacia 1525 y autor de diversas obras entre las cuales se destaca una “Gramática castellana” de 1558, aún así aparecen en su momento dos o tres homónimos por lo que otros autores dudan que se trate del mismo en todos los casos. Uno de los hechos que refuerza la autoría es que otro de los libros de Villalón “El Crotalón” es al igual que el que nos ocupa de carácter erasmista, y como la célebre Utopía de Tomás Moro esta escrita como un diálogo en

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D´Aulnoy: op. cit. Pág. 364 D´Aulnoy: op. cit. Pág. 117 80 D´Aulnoy: op. cit. Pág. 151 81 D´Aulnoy: op. cit. Pág. 221 82 D´Aulnoy: op. cit. Pág. 238 79

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el cual el supuesto Pedro de Urdemales responde las siempre oportunas preguntas que a los efectos del relato le hacen los también imaginarios Juan de Voto a Dios y Mátalas Callando. La primera parte del libro está dedicada a narrar las aventuras de su viaje, su captura en manos de la flota Otomana bajo las ordenes de un tal Zinan Bajá, de cómo se hace pasar por médico, cura a su amo adquiere notoriedad e incluso llega a atender a la sultana y gana el favor de Zinán, finalmente obtiene la libertad y tras la muerte de su amo se fuga para iniciar un largo y accidentado viaje de vuelta a España. No me ocuparé especialmente de esta parte pues más allá de su cuestionable veracidad, las observaciones más interesantes están en la segunda parte que se constituye en un pequeño tratado de vida y costumbres en el Imperio Otomano comparadas con las españolas según sus impresiones y experiencias. Se destacan tempranamente la característica admiración que despiertan en los occidentales la infraestructura y dimensiones de las ciudades de oriente: “En resolución, mirando todas las cualidades que una buena ciudad debe tener, digo que, hecha comparación a Roma, Venecia, Milán y Nápoles, París y León, no solamente es mala comparación compararla a éstas, pero parésceme, vistas por mí todas las que nombradas tengo, que juntas en valor y grandeza, sitio y hermosura, tratos y provisión, no son tanto juntas, hechas una pella, como sola Constantinopla.”83 Así como la sorpresa ante la higiene imperante y su comparación con la realidad occidental “Una de las cosas que más no motejan los turcos, y con razón es de sucios, que no hay hombre ni mujer en España que se lave dos veces de cómo nace hasta que muere”84 Pero concentrémonos especialmente este fragmento en el cual de modo magistral aparece una descripción sobre los usos cotidianos totalmente comparables con las observaciones de D´Aulnoy que insólitamente toma signo inverso: “Mata: ¿Usan tapicerías en las paredes? Pedro: Si no es rey o hijo suyo, no; y estos las tienen de brocado, desto mesmo que hacen las ropas; más la otra gente, como siempre procuran de hacer todas las cosas al revés de nosotros, la tapicería es en el suelo y las paredes blancas.” Mata: ¿Dónde se sientan? Pedro: Sobre las Almohadas Mata: ¿Así bajos? Pedro: En el mismo suelo Mata: ¿De que manera? Pedro: Puestas las piernas como sastres cuando están en los tableros, y por mucha crianza, si están delante de un superior y los manda a sentar se hincan de rodillas y cargan las nalgas sobre los calcañares, que los que no lo tienen en uso querrían más estar en pié. Mata: ¿Y de otra manera, no se cansan de estar sentados? Pedro: Yo por la poca costumbre que de ello tengo, estaré sin cansarme un día, ¿qué harán ellos que lo mamaron con la leche? Juan: ¿Luego, no tienen sillas los señores? Pedro: Si tienen, para cuando los va a visitar algún señor cristiano, como son los embajadores de Francia, Hungría, Venecia, Florencia. A estos porque saben su costumbre, luego les ponen una silla de caderas a nuestra usanza, muy bien guarnecida, y algunas veces ellos mismos se sientan en ella, que no es pecado sentarse, sino solamente costumbre.”85 Se destaca aquí la tempranísima constitución en el imaginario español de la imagen del “otro” aplicada a lo arábigo, mudéjar u oriental en general como factor constitutivo de la identidad (por oposición) en la sociedad hispano-cristiana Resulta evidente que las mismas costumbres relatadas aquí como exóticas en el contexto “oriental” eran normales en su país antes (como ya hemos visto en Münzer) durante e incluso más de un siglo después como surge de la comparación con D´Aulnoy se encontraban aún plenamente vigentes. Debemos señalar la diametralmente opuesta actitud de los anteriores observadores no españoles que destacan permanentemente el origen “oriental” de las costumbres hispánicas, mientras Villalón que ha estado en oriente 83

Villalón, Cristóbal, Viaje de Turquía, Ed. Espasa Calpe, Buenos Aires, 1946 Villalón, Cristóbal, op. cit. Pág. 301 85 Villalón, Cristóbal, op. cit., pág. 277 84

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no ha podido relacionarlas sino que hasta incluso desconociendo las propias tilda a las símiles de oriente como extrañas y opuestas. A manera de Conclusión: Una vez revisadas las fuentes y tomando cierta distancia de las mismas podemos ver en primer término cómo Münzer nos enseña un paisaje urbano y humano de la España del descubrimiento no tan sólo influido sino lo que es más importante y en función de su peso en la sociedad, más bien constituido en forma fundamental por el legado andalusí, y este hecho sin dudas adquirirá una singular relevancia a la hora de su continuidad en el continente americano pues fue la España de ese período la base que conformó el imaginario que actuó como referente de quienes vinieron a fundar nuestras ciudades y poblarlas. D´Aulnoy en segundo término es la representación de la Europa ilustrada que mira con desdén a una España que percibe a las claras como un otro, pues con la libertad en la mirada que sólo permite la distancia registra claramente aquello que Juan Goytisolo define como la “Occidentalidad matizada” que representa la mayor “singularidad artística y literaria de España”, justamente lo que la hace diferente. Por último Villalón es en cambio el símbolo de una España que tiene por una parte tan internalizado lo mudéjar de modo que no lo ve con claridad como el pez no ve el agua que lo rodea y que cuando lo intuye actúa como reflejo negándolo o alejándolo porque también intuye que es la marca que la segrega y refleja. Un dilema que incluso hoy sigue vigente. Para terminar queremos destacar que volver nuestra mirada sobre esta faceta muchas veces oculta de nuestra cultura, nos permitirá empezar a descubrir los numerosos rastros de aquella “huella mudéjar” con la que dimos inicio a este texto y que aún hoy, muchos siglos después, perviven de las más variadas formas en la arquitectura y sobre todo en las formas del habitar. Sería lograr aquello que una vez Roberto Doberti supo definir de modo magistral como una suerte de “recuperación, porque vuelve a hacer nuestro lo que ya era nuestro. Ni arcaísmo nostálgico ni neologismo deslumbrante, nada más y nada menos que un reencuentro.86”

“ En cuanto a los españoles, se creen siempre los mismos, pero aun sin haber conocido a sus abuelos, me atrevo a decir que se engañan.” D´Aulnoy

86

Doberti, Roberto: Discurso de presentación del libro “El Diccionario del Alarife” de F: Martínez Nespral y H. F. Noufori, pronunciado en el auditorio de la Biblioteca Nacional, Mayo de 1994

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Arte y arquitectura en España 500-1250 Joaquín Yarza Manuales Arte Cátedra Ediciones Cátedra, S.A., 1985 Capítulo 11 Mudéjares y románico El fin del califato favoreció la expansión de los reinos cristianos a costa de las “taifas”. El aumento notable del territorio suponía dificultades de repoblación, mientras que el retroceso de fronteras implicaba en el mundo musulmán otras de absorción de la población expulsada. Así comienza a ser más frecuente, a medida que avanzamos en el tiempo, la continuidad de asentamientos musulmanes en tierras que ya no les pertenecen. Estas gentes que aceptan el dominio cristiano y el pago de un tributo específico a cambio del derecho a mantener sus creencias son los mudéjares. A los cristianos les resulta conveniente esta población que llena ciudades que no podrían repoblar, del mismo modo que a sus autoridades les interesa el tributo. Los vencidos pueden seguir manteniendo sus mezquitas en uso, aunque no siempre, como en tantas ocasiones, los vencedores llegaron a ser fieles en sus promesas. Si bien el paso de los siglos irá modificando la situación, en los primeros tiempos, los mudéjares convivirán con los cristianos, sin que se les exija ningún distintivo preciso. Generalmente habitarán un barrio o varios en la ciudad y en ciertos aspectos locales serán dirigidos por alguien de la comunidad que se responsabilizará ante las autoridades cristianas. Ocuparán su tiempo en distintas dedicaciones profesionales de artesanía, entre las que la carpintería, con sus derivados, y la albañilería, jugarán un papel destacable. Otros grupos numerosos habitarán el campo dedicándose a sus labores con una habilidad técnica que revertirá positivamente en la economía del país. De todos estos grupos, interesan aquí los de los habitantes de ciudad dedicados a albañilería y carpintería. La distribución de mudéjares por la geografía peninsular es muy irregular. El tipo de conquista que incluye las condiciones de rendición, las posibilidades de repoblación por la parte cristiana, la concentración demográfica, etc., son factores de esta escasa homogeneidad. La primitiva dedicación profesional incide también en la organización de la nueva sociedad mixta. Se ha destacado siempre la especial situación de Toledo; la rendición de 1805 se debió más a la habilidad negociadora de Alfonso VI que a una verdadera guerra de conquista. La titulación del monarca leones de "rey de las tres religiones" es muy significativa. Permaneció en la ciudadsímbolo una buena parte de los musulmanes, junto a los judíos y los mozárabes. Apenas se puede hablar de un asentamiento verdadero de los cristianos del Norte. Es natural entonces que las comunidades que permanecieron marcaran el futuro del desarrollo de la ciudad. Aunque no fuera igual la situación, es muy notable la población aragonesa, sobre todo en el medio rural. Esta distribución geográfica jugará naturalmente un papel determinante a la hora de estudiar lo que se ha venido en llamar "arte mudéjar". Justificación del término “mudéjar” en el arte español Hace unos ciento veinte años que Manuel de Assas y José Amador de los Ríos sugirieron el término de "estilo mudéjar" aplicado a las actividades constructivas y decorativas de los mudéjares al servicio de los cristianos y realizando unas obras propiamente cristianas. Se destacó precisamente el carácter ecléctico de estas manifestaciones ("maridaje de la arquitectura cristiana y arábiga"). Cronológicamente se establecían como límites los siglos Xl a XVI y en la distribución de aportaciones se apuntaban las cristianas en aspectos de estructura y espacios, mientras se resaltaba la importancia de lo musulmán en la decoración. Cuestionado desde su aparición el acierto de la denominación se aceptó sin matizar la posibilidad de su uso a la hora de denominar un tipo de arte que, al menos por materiales y decoración, escapaba a las usuales clasificaciones europeas de estilos medievales. Había un punto de partida que no admitía duda de nadie. Los musulmanes sometidos, los mudéjares, habían trabajado para los cristianos como constructores, albañiles, decoradores en yeserías, carpinteros, etc., y, durante mucho tiempo, de acuerdo con sus tradiciones artesanales (uso de materiales, tipo de decoración). Por tanto existía un tipo de arte que no encajaba en la tipología occidental y era exclusivo de la Península El problema estribaba en considerar si a este trabajo se le puede calificar de estilo.

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La dispersión geográfica y la amplitud cronológica anima de por sí a desautorizar la calificación de "estilo", por otro lado tan problemática siempre, a lo mudéjar. Refiriéndolo a lo que correspondía con la etapa románica, gótica, etc., Lampérez acuñó los términos de románico-mudéjar, gótico-mudéjar, etc.87. Aunque no se pueda considerar muy acertada, la clasificación implica la aceptación de unos cambios dentro de la actividad de los alarifes musulmanes acorde con el paso del tiempo. Es evidente que las diferencias señalables entre una obra toledana del siglo XIII y otra aragonesa del XIV estriba, al menos parcialmente, en la cronología y en la existencia de estilos cristianos que la condicionan. Los musulmanes conocían la forma de hacer cristiana y aplicaban sus conocimientos cuando se les requería para ello. Y los cristianos se hicieron igualmente con el buen oficio islámico e hicieron perdurar ciertos aspectos en el tiempo y en el ámbito geográfico llevándolo a Canarias y América. Se podría suponer que lo mudéjar era también un añadido complementario decorativo a lo cristiano, extremado si acaso por el uso del ladrillo como material constructivo esencial. Pero también en esto un examen atento invalida tal afirmación, es más, el uso de ladrillo no es privativo de España. Está fuertemente condicionado por las posibilidades de conseguir piedra y por la tradición constructiva en todos los lugares. Una parte del gótico de Languedoc se hizo en ladrillo, igual que el de Bolonia, por citar dos casos: Resulta evidente que lo mudéjar en arte no puede calificarse de estilo. Vale tal vez la calificación de "actitud mudéjar" con carácter de "invariante" o de "constante artística", indicando con ello la presencia en el arte medieval hispano de los alarifes musulmanes, con la carga de tradiciones constructivas, decorativas, de estructura, anclados en el pasado o vivificados por el contacto con las comunidades aún independientes nazaríes. Incidencia que puede calificarse de intrusión de elementos anticlásicos dentro del discurrir de estilos internacionales. Y con una participación más activa dentro de ambientes de cierta modestia que ha llevado a calificar sus actividades de arte popular tal vez con cierta exageración.

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V.Lampérez, Historia de la arquitectura cristiana española en la Edad Media, Madrid, 1930, vols. II y III.

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España en su historia Cristianos, moros y judíos Américo Castro Editorial Crítica Grupo editorial Grijalbo, Barcelona, 1984 Capítulo I España, o la historia de una inseguridad Las más importantes civilizaciones de Europa poseen una fisonomía bastante precisa. Existe, por ejemplo, una «versión canónica» de las historias de Francia o Inglaterra fundada en ciertas estructuras ideales y en contenidos aceptados por todos como perfectamente válidos. El inglés o el francés parten de una firme creencia al enfrentarse con su pasado, reflejada en fórmulas al parecer seguras: empirismo y pragmatismo, racionalismo y claridad. Hasta 1935 (año más, año menos) los grandes pueblos de Europa vivieron, y en parte viven, sobre la creencia de poseer una historia normal y progresiva, afirmada en bases estimables que sólo un audaz outsider se atrevía a poner en duda. Cada momento del pasado se miraba como preparación de un futuro de riqueza, cultura y poderío. El pasado fue sentido como un favorable antepresente. Cuán otra, en cambio, la historia de la Península Ibérica. Señoras de medio mundo durante tres siglos, Hispania y Lusitania llegaron a la edad actual con menos pujanza política y económica que Holanda o Escandinavia, porciones de la Europa esmaltada y brillante. El mundo hispano-portugués ha sobrevivido al prestigio de un pasado esplendoroso y a la vez enigmático para muchos; el nivel de su arte y su literatura y el valor absoluto de algunos de sus hombres continúan siendo altamente reconocidos; el de su ciencia y su técnica lo es menos; su eficacia económica y política apenas existe. Contemplado desde tan problemático presente, el pasado se vuelve puro problema que obliga a aguzar la atención del observador, porque incluso los hechos más prodigiosos de la historia remota parecen ir envueltos en melancólicos vaticinios de un ocaso fatal y definitivo. El pasado se siente entonces como precursor de un futuro hipotético. Hipotético en cuanto a la prosperidad material y a la sensación de feliz placidez a que el europeo del siglo XIX fue habituándose cada vez más; pero seguro y afirmativo en cuanto a la capacidad de crear formas y símbolos de expresión para el sentimiento ineludible del vivir y del morir, del conflicto entre lo temporal y lo eterno. El rigor usado por otras civilizaciones para penetrar en el problema del ser y de la articulación racional del mundo se volvió para el español impulso expresivo de su conciencia de estar, de existir en el mundo; a la visión segura del presente intemporal del ser, se sustituyó el vivir como un avanzar afanoso por la región incalculable del deber ser; a la actividad del hacer y del razonar, olvidados de la presencia del agente, corresponde en Iberia la actitud contemplativa, no mensurable en sus resultados prácticos, sino valorada según la calidad del contemplante-místico, artista, soñador, conquistador de nuevos mundos que incluir en el panorama de su propia vida. Degeneración de todo ello fue el pícaro, el vagabundo o el ocioso, caídos en inerte pasividad. O se vive en tensión de proeza, o en espera de ocasiones para realizarlas, las cuales, para los más, nunca llegan. Hay un dicho pleno de profundo sentido: «o corte o cortijo», es decir, o exaltación hasta lo supremo, o sentarse a ver cómo transcurren los siglos por la órbita impasible del destino. Es comprensible que tal forma de vida siempre fuese un problema para los mismos que la vivían, un problema moral henchido de anhelo e incertidumbre. Porque España era una porción de Europa, en estrecho contacto con ella, en continuo trueque de influjos. En un modo u otro, España nunca estuvo ausente de Europa, y sin embargo su fisonomía fue siempre peculiar, no con la peculiaridad que caracteriza a Inglaterra respecto de Francia, o a ésta respecto de Alemania u Holanda. Secuela inmediata de tales fenómenos es que la historia de España no haya podido cristalizar en una construcción válida para todos; un agudo psicologismo matiza cuanto a ella se refiere: en sus nacionales, arrogancia, melancolía, escepticismo y acritud frente a los extraños; en éstos, aire desdeñoso, inexactitud calumniosa y a veces entusiasmo exaltado. Tomando como criterio de juicio histórico el pragmatismo instrumentalista del siglo último, el pasado ibérico consistiría en una serie de errores políticos y económicos, cuyos resultados fueron el fracaso y la decadencia, a los que escaparon otros pueblos europeos, libres de la exaltación bélico-religiosa y de la ociosidad contemplativa y señorial. Las maravillas logradas gracias a la forma hispana de civilización, se admiran sin regateo cuando su perfección alcanza límites extremos (Cervantes, Velázquez, Goya), y cuando no rozan la vanidad o el

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interés de países políticamente más poderosos. No se reconocerá espontáneamente, por ejemplo, que la ciudad de México y algunas otras de Hispano-América eran las más bellas del continente en cuanto a su prodigiosa arquitectura, pues ésto obligaría a admitir que la dominación española no fue una mera explotación colonial. La deleitosa sorpresa del barón de Humboldt hacia 1800 no ha pasado a los libros o a las conversaciones de los contemporáneos; lo impide la conciencia de superioridad en los angloamericanos, y el resentimiento de la mayoría de los hispanoamericanos, que hallan en el pasado colonial una fácil excusa para su presente debilidad política y económica. Lo impide, además, la inconsciencia en que España vivió respecto de si misma y de su pasado durante el siglo XIX, inconsciencia que no se compensa hoy con gestos retóricos de interesada política. En cambio, las misiones, templos o edificios de gobierno en Luisiana, Texas, Nuevo México o California —leves migajas de aquel poderío artístico—, se conservan por los norteamericanos con un cuidado y ternura superiores a los de España y México, respecto de sus incalculables tesoros, Esto significa que aún lo indiscutible del pasado español muchas veces no lo es. Durante casi trescientos años han permanecido sepultados en indiferencia los cuadros de El Greco hechos en y a causa de España, y hasta el siglo XX no ingresó su arte en la esfera de los valores universales. En cuanto a historia literaria, mis maestros decían y escribían que la poesía de don Luis de Góngora era simple desvarío de una mente enferma o caprichosa. Hasta hace unos veinte años no comenzó a trascender al público un juicio más de acuerdo con la verdad artística, juicio que hoy empieza a ser compartido tanto por españoles como por extranjeros. Todo ello procede de que los fenómenos máximos de la civilización española no son calculables racionalmente sino estimables afectivamente, y así casi nada aparece indiscutido y bien afirmado. El hecho es que esta historia, a base de radical psicologismo, y en contacto con el mundo europeo fundado en la victoria del hombre sobre los obstáculos de la naturaleza, cayó en progresiva desesperanza. Desde el siglo XVII comenzó a sentir el español la inanidad de sus realizaciones colectivas; la vida nacional consistió desde entonces en procurar detener los golpes de un mal destino, o sea en oponerse al avance irresistible de quienes aplicaban la razón al vivir, y con su técnica construían el moderno poderío de Occidente. Más no obstante, el brío español continuó ampliando el imperio y manteniéndolo enhiesto durante el siglo XVIII. Cuando España perdió sus dominios en América en 1824, los españoles de Hispano-América pudieron recibir casi íntegra la herencia de tres siglos de colonización civilizadora, a pesar de los tenaces ataques de Inglaterra, Francia y Holanda. Lo cual significa que la línea de reflexión crítica y angustiada de los pensadores no coincidía con el impulso vital de quienes todavía en el siglo XVIII (en una nación casi desierta y empobrecida) proseguían ampliando la soberanía española en Luisiana y California, y provocaban en la Península el renacimiento cultural del reinado de Carlos III: libros, ciencias, edificios, y al final de todo, el prodigio incalculable de un Goya. Los ingenuos lugares comunes se quiebran al aproximarlos a la historia de España, que siempre existió encerrada en un antagónico y enigmático vivir-morir. No hay pues que admirarse si tan extraño modo de historia necesita ser examinado olvidando un poco las ideas de progreso y decadencia materiales, de poderío político y de eficacia técnica. Desde el siglo XVII es manifiesta la desintegración de la voluntad colectiva. En el exterior se desgajan de la corona Holanda y el Franco Condado; después, dentro de la misma Península Ibérica, Cataluña estuvo a punto de separarse tras de haberlo hecho Portugal en 1640. Había perdido eficacia el mito de un imperio universal sostenido por la fe católica, tal como la sentían los españoles, no exactamente como la entendía la Iglesia de Roma, pese al acuerdo exterior entre una y otra. Una vez resquebrajada la voluntad colectiva en aquel siglo, nunca más volvió a restablecerse; en adelante unos querrán unas cosas y otros las opuestas88. Muchos no deseaban nada, y vivían en la inercia de la costumbre y de la creencia, sin preocuparse de conocer nada; en algunas zonas de España se araba con el arado romano y se trillaba con bueyes, todavía en el siglo XX. Vivir desviviéndose Ya en la primera mitad del siglo XV, los castellanos sintieron la necesidad de definir a España; sin duda habían llegado a la convicción de que su país había doblado el cabo de las incertidumbres en su lucha con el Islam, y que se avecinaba un futuro esplendoroso. Mas justamente entonces los castellanos que llevaban la voz de España comenzaron a preocuparse por la forma de su existir, además de afanarse por lo que tuvieran que hacer para existir. El espíritu nobiliario unido al desdén por las actividades comerciales marcan ya el abismo que 88 En el siglo XVIII; unos pretendieron nivelar la cultura mítica y arracional con la ilustración racionalista del extranjero; los más prefirieron seguir dentro de la tradición que se desmoronaba -como esas ciudades que arrasa un volcán o un terremoto, y vuelven a alzarse en el mismo lugar.

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separará a España de la Europa capitalista. La creencia es así la base firme sobre la cual se alza la vida colectiva; su eficacia en la lucha contra el infiel trajo riqueza y poderío, reflejados a su vez en el prestigio espectacular de la monarquía y de la nobleza que la aureola. La corte era como el templo al que se asistía para obtener beneficios terrenos, del mismo modo que se visitaba la iglesia de Dios para lograr favores celestiales; en la nobleza y en el sacerdocio tomaban forma visible los poderes trascendentes bajo los cuales se alberga el español. No creo que ningún otro pueblo de Europa haya expresado a comienzos del siglo XV una tan redonda y cabal conciencia de si mismo. Castilla sintió la ineludible necesidad de salir al mundo; con paso y voz firmes se enfrentó con quienes pretendían amenguar su dignidad; reconoció la primacía del Imperio Germánico, continuación ideal del de Roma, y de Francia, brote directo del Imperio Carolingio, pero nada más. Castilla (que virtualmente era ya España) poseía dos supremos valores: una tierra próvida y fertilísima («la grosedad de la tierra») y ánimo magnífico para las empresas bélicas. Ocurre, sin embargo, que al lado de esas condiciones naturales o espontáneas existían limitaciones bastante serias, pues Castilla valía por lo que era, y mucho menos por lo que producía con el trabajo de su gente. Castilla es valiente, posee riquezas naturales; pero no hace cosas que exigen ingenioso esfuerzo. El imperio español, fundado por Fernando e Isabel, no fue ningún feliz azar, sino la forma ensanchada del mismo vivir castellano en el momento que adquiría conciencia de sí frente a los restantes pueblos de Europa. El valor impetuoso, como toda gran pasión, no se satisface con límites y fronteras, pues busca lo infinito en el espacio y en el tiempo, justamente lo contrario de lo que persigue la mente razonadora, que mide, limita y concluye. Castilla, a mediados del siglo XV, se sentía segura de su valor y de su querer, y aspiraba nada menos que a un infinito poderío. Ya a mediados del siglo XV se advertía la singularidad española de poseer una manera de ejército permanente, que Fernando el católico desarrolló a fines del siglo y con ello hizo posible la expansión española en Europa. Asimismo ofrecía el mismo aspecto que había de caracterizarla durante siglos: superabundancia de empleados en la corte, junto a los nobles y a la Iglesia. El caballero español necesitaba rodearse de un halo de trascendencia, de un prestigio religioso, regio o de honra. Tenía que sentirse incluido en un más allá mágico, y como en vilo sobre la faz de la tierra. De ahí el desdén por las actividades mecánicas, comerciales o de pura razón. España fue una fe, una creencia, alimentada de vida y de muerte, de cielo y de tierra, fue la tierra del culto eucarístico y del cereal que le presta su materia terrena. Demos ahora por supuesto que el lector conoce toda la polémica en torno a la «leyenda negra» o la «leyenda blanca» -que como tales leyendas no me interesan-, y vamos a trasladarnos del siglo XV al momento actual, para hacer algunas referencias a cierto estudio capital acerca de la historia española publicado hace unos veinte años. En 1922 apareció España invertebrada, de J. Ortega y Gasset89. Su tesis es que España no sólo sufre de una enfermedad crónica, sino que su existir es radicalmente patológico. El motivo para tal dolencia vendría de bien lejos, de los visigodos, dominadores de la Península desde el siglo V hasta 711, fecha de la invasión árabe. Aquella raza era la más débil entre las germánicas; sin vitalidad pujante como los francos (base de la nación francesa), los visigodos eran decadentes y carecieron de «minorías selectas», sin las cuales no hay cultura estimable. Pueblo tan espectral fue barrido por «un soplo de aire africano», después de lo cual comenzó 1a Reconquista que prosiguió hasta 1492, cuando los Reyes Católicos entraron en Granada. «Yo no entiendo cómo, se puede llamar Reconquista a una cosa que dura ocho siglos». Careciendo de minorías selectas, en la Península predominó una cultura de masas indisciplinadas, rebeldes a toda injerencia de «los mejores» «nunca hubo una minoría selecta, suficiente en número y calidad». He aquí, por tanto, un país funcionalmente enfermo, cuyas grandes empresas fueron obra popular, como lo fue la colonización de América. «La colonización inglesa fue [producida por] la acción reflexiva de minorías, bien en consorcios económicos, bien por secesión de un grupo selecto que busca tierras donde servir mejor a Dios. A pesar de todo ello, «mejor o peor, España ha intervenido en la historia del mundo, y pertenece a la grey de naciones occidentales que han hecho el más sublime ensayo de gobierno universal». Mas el país sufre de una perversión radical, porque «da en odiar a toda individualidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo». Para colmo de desdichas, nunca se produjo «gran número de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa o práctica», porque de haber sido así «tal abundancia hubiera bastado a contrapesar la indocilidad de las masas». De esa suerte, las masas, rebeldes desde hace siglos, no hacen sino deshacer, desarticular, desmoronar, triturar la estructura nacional, etc. 89

J. Ortega y Gasset, Obras, Madrid, 1936

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Todo el libro está escrito en el mismo tono de emocionada e irritada elegía. Ortega -todos lo saben- es uno de los mayores escritores y pensadores en lengua española, y su obra es universalmente estimada. España invertebrada es una obra menor, presurosa, dentro de la producción de Ortega, un áspero latigazo con miras a avivar el renacer de la cultura hispánica, la cual hacia 1920 daba signos de nueva pujanza. Ortega aspiró a forzar el ritmo de los tiempos en el invernadero de su queja lírica. De ahí que para mí carezca ahora de sentido calibrar la exactitud de sus juicios acerca de los visigodos o de la Reconquista, ni discutir si el eje de una historia puede consistir en una negación -ausencia de minorías valiosas y rebeldía de las masas-, o si el simple predominio de una masa arisca puede explicar la continuidad de valores exquisitos que se extiende desde la Edad Media hasta la prosa lírico-ideológica de Ortega. Lo que importaría no es percibir lo que en España invertebrada haya de contradictio in adjecto, sino su sentido como un caso más de ese «vivir desviviéndose» que juzgo rasgo esencial de la historia hispana. Nuestro propósito es ahora más modesto y menos dogmático, pues aspiramos a describir que le ha acontecido al español, y que bases de vida fueron ofreciéndole las circunstancias en que el destino le colocaba. Sólo así podremos contemplar la historia como una realización de valores, y no como el feo reverso de un tapiz. Lo que nos importa es lo que el español es y ha conseguido, logros indisolubles de sus desdichas y sus fracasos. Rebelde a la ley y a cualquier norma estatal, el español fue dócil a la vez de la tradición y al imperativo de su persona absoluta. De no haber sido así, la Península se habría convertido en una prolongación de Africa, o en una extensión de Francia, o quizá de Inglaterra. El español se aferró a sus creencias legendarias, religiosas y artísticas como ningún otro pueblo europeo; se encastilló en su propia persona; y de ella sacó arrojo y fe para erigir un extraño e inmenso imperio colonial que duró de 1500 a 1824. Conservó sin mutaciones esenciales su lengua del siglo XIII, y con ella forjó creaciones de arte dotadas de validez universal. El español no se dejó unificar mediante razones, conocimientos y leyes, sino a través de mitos y·creencias. Todo ello casa mal con el concepto de «individualismos» forjado por el pensamiento del siglo XIX, desde otros puntos de vista y para resolver otros problemas. Capítulo II Islam e Iberia Llegaron los musulmanes en 711, y en breve tiempo se hicieron dueños de casi la totalidad de las tierras ibéricas. Venían sostenidos por dos admirables fuerzas, la unidad política y el ímpetu de una religión recién nacida, ajustada a cuanto podía anhelar el alma y el cuerpo del beduino. Las invasiones bárbaras habían caído sobre Europa sin dejar tras sí un punto central a que referirse; los musulmanes, por el contrario, progresaban elásticamente, sintiendo a su espalda una capitalidad religiosa y política, e incluso el eco de las mejores culturas de la antigüedad, que muy pronto harían revivir. Lo cierto es que España sucumbió, o más exactamente, fue apartada del curso seguido por los demás pueblos occidentales. Muy pronto sin embargo la resistencia cristiana se hizo sentir, y la morisma se vio forzada a iniciar una guerra de fronteras que no terminó sino a finales del siglo XV. El Islam fue incapaz de crear estructuras políticas só1idas y valiosas; el carácter mágico de su civilización le impidió rodear a sus caudillos de pueblos capaces de crear sistemas estables de convivencia. La fuerza del Islam en España duró mientras hubo caudillos capaces de electrizar con victorias y de deslumbrar con riquezas las masas heteróclitas de Al-Andalus (así se llamaba la España musulmana). Sometidos al Islam quedaron grandes masas de cristianos (los «mozárabes»), que continuaron viviendo al amparo de la tolerancia musulmana durante cuatro siglos, hasta que las invasiones de almoravídes (1090) y de almohades (1146) -tribus fanáticas de África- terminaron con ellos. La pugna entre moros y cristianos ocupa enteramente la historia peninsular hasta mediados del siglo XIII; Córdoba fue reconquistada en 1236, Valencia en 1238, Sevilla en 1248. Desde entonces se amortiguó el ímpetu de los cristianos, porque éstos habían seguido demasiado de cerca el ejemplo islámico. Frente a las «taifas» musulmanas (hubo un rey en Toledo, otro en Zaragoza, otro en Sevilla, y otros más), hubo las «taifas» cristianas (reinos de Aragón, de Navarra, de Castilla, de Portugal). La Reconquista se arrastró perezosamente durante los siglos XIII, XIV y XV, hasta que Fernando e Isabel unificaron la Península (con excepción de Portugal), y lanzaron al pueblo electrizado de España a las empresas que todos conocen. La Edad Media cristiana se me apareció entonces como la tarea de los grupos cristianos para subsistir frente a un mundo que durante la segunda mitad de aquel período continúo siéndoles superior en todo, menos en

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arrojo, valor y expresión épica. Los cristianos adoptaron multitud de cosas –materiales y humanas- creadas por los musulmanes, pero no asimilaron las actividades productoras de esas cosas, justamente porque tuvieron que hacer otras diferentes para oponerse y, finalmente, vencer a los moros. La España medieval es el resultado de la combinación de una actitud de sumisión y de maravilla frente a un enemigo superior, y del esfuerzo por superar esa misma posición de inferioridad. Ejercer el señorío y servirse de los moros, tal fue el programa. Moros y judíos arabizados eran exclusivos depositarios de la ciencia. Los cristianos pudientes se trasladaban a Córdoba a curarse sus dolencias, del mismo modo que durante el siglo XIX los europeos y americanos acaudalados iban a Alemania. En lo esencial, el comercio y la técnica eran patrimonio de moros y judíos. Así pues, si el existir era cristiano, el subsistir y la posible prosperidad se lograban sometiéndose a los beneficios de la civilización dominante, superior no sólo por la fuerza de las armas. Aunque desde el siglo XI comenzara lentamente a decaer el prestigio militar de los musulmanes, y la vida cristiana fuese ascendiendo gracias a su brío y a su dinamismo, no por eso menguaban los valores del AlAndalus ni la estima que le profesaban sus enemigos. El valor, azuzado por la fe en la institución regia (no sólo en un caudillo) y en la creencia religiosa, iba afirmando la única efectiva superioridad que permitiría arrancarse las mil espinas anejas a un secular estado de vasallaje. No fue sólo el entusiasmo por Cristo lo que decidió las victorias a favor de los cristianos, la contextura de la fe y del sentimiento castellano de que la persona humana como tal podía adquirir señorío de riquezas, mando, nobleza y libertad, todo gracias al impulso y al coraje. La conciencia afirmativa del valor esforzado de la persona permitió ascender de la gleba al poderío, un poderío que fue prestancia y representación, más bien que un contenido de quehaceres creadores de objetividad. De ahí que, no obstante las mayores victorias sobre el Islam, el castellano tuviera que rendirse y aceptar la superioridad de su enemigo, en cuanto a la capacidad para servirse racionalmente de las cosas de este mundo. Durante la Edad Media no hubo completa separación geográfica y racial entre cristianos y musulmanes. Ya mencionamos a los mozárabes, los cristianos bilingües establecidos entre los musulmanes y los «mudéjares», los moros que vivían como vasallos de los reyes cristianos. Hubo además los tránsfugas de una a otra religión: «muladíes», cristianos que islamizaban, y «tornadizos», moros que se volvían cristianos. Había, en fin, una quinta clase social, los «enaciados», a caballo entre ambas religiones, y que servían de espías a favor de su bilingüismo. Moraban en lugares fronterizos y a veces formaban pueblos enteros. Eran los moriscos trabajadores e ingeniosos, y es lugar común lamentar el desastre que acarreó su alejamiento para la agricultura y la industria. Sobresalía el morisco en tareas manuales, desdeñadas por los cristianos, y se hizo por ello tan útil como despreciable. En tiempos de Carlos V, España se sentía muy fuerte, y un resto de flexibilidad aún permitía conllevar la carga legada por la tradición. En la época de Felipe II, todo se estrecha y anquilosa, arrecia la intolerancia hacia los moriscos, y éstos se alzan en armas al percibir, con fino olfato, que el Imperio español caminaba en declive. La verdad es que Felipe II necesitó de toda su fuerza para vencer a los moriscos de la serranía granadina Finalmente la población morisca fue expulsada por Felipe III en 1609, con excepción de los que fuesen sacerdotes, frailes o monjas. Aquella guerra civil y la final expulsión de la raza irreductible fueron lo que tenían que ser dados los términos del problema en litigio. Se produjo el desgarro, pero con muy dolorosos y graves daños para ambas partes, porque la incompatibilidad «de razón» iba acompañada por simpatía «de vida». No cabe, pues, simplificar con exceso la cuestión y decir que la intolerancia española arrolló la obstinación musulmana; rebelde a la unidad férrea de la España de Felipe II, siendo así que lo decisivo fue el choque entre razón y vida, choque del cual tenían conciencia quienes soñaban idealmente en armonizar la «fe sin obras» de los cristianos viejos y las «obras sin fe» de sus adversarios. Siempre se sintió en España. lo que sería bien hacer, aunque fuese imposible realizarlo. Y ese dualismo polémico entre conciencia y conducta, es justamente la premisa de donde deriva la calidad permanente y universal de la civilización española. Mas del mismo modo que no era dable el engranaje de la fe sin obras con las obras sin fe, tampoco era posible, la armonía en el plano de los intereses económicos, ya que las «cosas» de este mundo, las tangibles e intercambiables, nunca fueron decisivas para el alma hispana, para aquella que en última instancia decidía de los destinos de Iberia. Creo que ahora puede calcularse la distancia que media entre la expulsión de los moriscos en 1609, y la de los judíos en 1493. Aquellos, en su conjunto, constituyeron una porción de España y una prolongación de su pueblo, lo que explica los ataques y las alabanzas antes mencionados; éstos fueron sentidos como una astilla en

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la carne, el pueblo nunca los estimó y nadie, en realidad, tuvo valor para defenderlos abiertamente después de su expulsión. Sólo las clases más altas se rindieron a su superioridad intelectual, a su capacidad técnica y administrativa. Su función social fue distinta de la de los moriscos, en el peor caso parias utilísimos e incluso divertidos, encajados desde hacía siglos en la vida nacional. No obstante su sospechosa fe, desafiaron por más de un siglo las severidades de la Inquisición, gozaron de fuertes protecciones, sedujeron a más de un cristiano viejo con su sabrosa sensualidad, con su ingenio para hacer dinero, e incluso deslizaron en el catolicismo español formas sutiles de misticismo, y vertieron en la literatura de los siglos XVI y XVII temas y estilos de la tradición árabe. Los amparaba una costumbre multisecular, porque zonas importantes del alma ibérica habían sido conquistadas por el Islam en la forma que hemos de ir viendo. El ciclo que comienza en el siglo VIII con los cristianos mozárabes sometidos a los musulmanes, se cierra en el XV con los moriscos sometidos y al fin expulsados por los teócratas del período postridentino. Con esos 900 años desplegados a nuestra vista, ¿qué de extraño tiene que la lengua, las costumbres, la religión, el arte, las letras e incluso rasgos básicos del carácter español exijan que tengamos en cuenta ese entrelace multisecular? E intentaremos tenerlo en cuenta como una forma estructurante de la historia, mas bien que como un contenido de vida. Repitamos que la España cristiana no fue algo que poseyera una existencia propia, fija, sobre la cual cayese la influencia ocasional del Islam, como una «moda» o un resultado de la vida de «aquellos tiempos». La España cristiana: «se hizo» mientras incorporaba e injertaba en su vida, lo que su enlace con la muslemía le forzaba a hacer. Capítulo III Tradición islámica y vida española Ciertas formas tradicionales de vida y expresión carecen de sentido fuera del marco islámico. En la España medieval, los pueblos que poseían baño estaban dentro del área de influencia musulmana.. Se permitía que quien fuera a bañarse, llevara hasta tres sirvientes, entre ellos «uno que los lave». El dueño del baño debía proveer a los bañistas de agua caliente, jabón y toallas. Los baños fueron cayendo en desuso entre los cristianos, y desde 1526 se procuró suprimir los de los moriscos. La costumbre de cubrirse el rostro las mujeres no ha mucho que se practicaba en Tarifa (Cádiz) y en algunas ciudades peruanas; en la Argentina llaman tapado el abrigo de las mujeres, palabra que procede del «manto tapado», mencionado por Tirso de Molina en El burlador de Sevilla, y con el cual se cubrían aquellas el rostro y la cabeza. Reminiscencia moruna ha sido el sentarse las mujeres en el suelo, cosa que ha debido hacerse en España hasta el siglo XVIII. El estrado, una tarima casi al nivel del suelo y recubierta de una alfombra y almohadones, era el lugar propio para sentarse las mujeres. Los modos del vivir morisco se habían infiltrado en la vida privada; mejor dicho, esos modos llevaban siglos siendo españoles. En la primera mitad del siglo XV se produjo un aumento de riqueza en Castilla, y el lujo en los vestidos y en las costumbres fomentó los usos moriscos que, desde hacía mas de 500 años, venían representando un ideal de riqueza y de distinción. Influencia religiosa Algunas de las más importantes creaciones de la civilización española durante los siglos XVI y XVII, e incluso durante el XVIII, son meros aspectos de la singularísima religiosidad de ese pueblo. Lo más visible son los bellísimos templos y obras religiosas de arte en España y en lo que fue su imperio, bastantes por sí solos para dignificar una cultura. La historia hispana es, en lo esencial, la historia de una creencia y de una sensibilidad religiosas y, a la vez, de la grandeza, de la miseria y de la locura provocadas por ellas. España vivió su religión con todas sus consecuencias, sabiendo en cada momento lo que arriesgaba en tal juego con el destino, y poniendo en él más grave seriedad de la que suele hallarse en los romanos pontífices, que guerrearon para defender sus intereses temporales, y que no arruinaron ni despoblaron sus estados luchando contra herejes e infieles. La religión fue para muchos de ellos un negocio político, mundano, una inteligente burocracia, una sutil dogmática sin calor de corazón, y una maravillosa teatralidad. A fines del siglo XV las masas españolas creyeron que los Reyes Católicos habían sido enviados por

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Dios para instaurar la felicidad sobre la tierra, y para concluir con la tiranía de todos los poderosos. Algunos pensadores del Renacimiento escribieron utopías, pero los españoles han dado su sangre por tales sueños en más de una ocasión, borrando así el confín entre lo posible y lo imposible, lo real y lo imaginario. La historia de España es, en efecto divinal, y sólo entregándonos plenamente a esa evidencia, conseguiremos entenderla. Desde el siglo IX al siglo XVII el eje de la historia hispana, en lo que tuvo de afirmativo, original y grandioso, fue una creencia ultraterrena, surgida como réplica heroica de otra creencia enemiga, bajo la cual agonizaban los restos de lo que fue la Hispania de los visigodos. Caso único y de dramatismo extraordinario. La España del siglo IX se rehizo y pudo subsistir gracias a la creencia en Santiago, en el que yace en la ciudad de Santiago de Compostela. Capítulo IV Cristianismo frente a Islam La creencia en Santiago de Galicia La historia de España sería impensable sin el culto dado a Santiago apóstol y sin las peregrinaciones a Santiago de Compostela. La fe en la presencia del apóstol sostuvo espiritualmente a quienes luchaban contra los musulmanes; su culto determinó la erección de maravillosos edificios en Santiago y a lo largo de la vía de los peregrinos, y tuvo consecuencias literarias dentro y fuera de España; la orden de Cluny y otras no menos importantes se establecieron en el Norte de la Península, atraídas por el éxito de la peregrinación; por el camino llamado francés discurrieron millones de gentes, entre los siglos IX y XVII, que mantuvieron a la España cristiana de la Edad Media enlazada con el resto de Europa. Arte, literatura, instituciones, costumbres y formas de expresión lingüística se entrelazaron con la creencia en tan prodigioso hecho, acaecido en el finis terrae de la Europa cristiana, flotante en la bruma de un paisaje indeciso. De no haber sido España sumergida por el Islam, el culto a Santiago de Galicia no hubiera prosperado. Más la angustia de los siglos VIII y IX fortaleció la fe en un Santiago hermano del Señor, que bajo la advocación de Cástor ya había logrado magníficas victorias, jinete en su blanco y radiante corcel. Católicos eminentes han puesto en duda la existencia del cuerpo de un apóstol de Cristo en el santuario de Galicia. La reacción antisantiaguista tomó incremento en el siglo XVII, cuando ya no había enemigos musulmanes contra quienes hacer guerra santa, y cuando la religiosidad española no era ciertamente la de los siglos X y XI. Santiago se irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual, en una grandiosa «mythomachia». La ciudad de Santiago aspiró a rivalizar con Roma y Jerusalén, no sólo como meta de peregrinación mayor. Si Roma poseía los cuerpos de san Pedro y san Pablo, si el Islam que había sumergido a la España cristiana combatía bajo el estandarte de su profeta-apóstol, la España del siglo IX, desde su rincón gallego, desplegaba la enseña de una creencia antiquísima, magnificada en un impulso de angustia defensiva, y sin cálculo racional alguno. Capítulo VI Literatura y forma de vida El Islam y la vida interior del hispano-cristiano En la Edad Media, la ciencia española fue musulmana. La Universidad de Salamanca se distinguió desde el siglo XIII, por los estudios jurídicos pero no se sabe que en la Edad Media, descollara en ella ningún filósofo o teólogo de gran altura. Era en cambio bien conocida la Escuela toledana de cultura islámica. En la segunda mitad del siglo XII figuraba Toledo en primer término para disciplinas tan importantes como matemáticas, geometría, astrología y música. Cuando un poco más tarde pensó el rey Alfonso VIII en organizar un centro de estudios, no pudo llamar a maestros musulmanes, porque Castilla no era Al-Andalus; mas tampoco pudo recurrir a sabios cristianos porque, al parecer, no los había. Tradición y presente Vivir significaba para el pueblo rendir culto al cielo, a la tradición gloriosa y a la propia tierra, que era otra forma de tradición. España nunca planeó su existencia con vistas a un futuro de realizaciones materiales,

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sino con la mira puesta en la eternidad celestial o de fama imperecedera. Vivir fue igual a sentirse fluyendo dentro de una tradición que ha prejuzgado lo que uno ha de ser: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar». Hubo un momento en que el pueblo, muy dentro del mesianismo islámico-judaico, creyó que los tiempos habían llegado, y que los Reyes Católicos significaban el logro de todos los sueños, la libertad de toda traba y tiranía. No tardó en sobrevenir el desengaño, aunque se produjo entonces el más extraordinario espejismo regresivo de la historia moderna. Como la forma de vida estaba encuadrada por la tradición de una parte y el ilusionismo mesiánico de otra (rasgos ambos esencialmente orientales), al fracasar éste, no hubo otro remedio sino volver a aquella. Entonces se produjo lo que he llamado alguna vez el ritmo regresivo de la historia hispana, y así se entiende el hecho asombroso de que España lleve siglos intentando desandar lo andado y volver a los tiempos de los Reyes Católicos. No obstante la vastedad del imperio español, aun envidiado y temido en el siglo XVIII, España ha solido añorar el momento juzgado único de Fernando e Isabel; al pronto ocurre comparar semejante estado de ánimo con lo acontecido a la Roma imperial, que tan a menudo echaba de menos los siglos gloriosos de la República, pero la diferencia es que en Roma se pensaba en una institución, y en España en lo hecho concretamente por dos personas. La guerra de las Comunidades (1520-1521) tuvo como principal motivo la exigencia de que se estableciera la situación que el pueblo había conocido bajo aquellos monarcas, sobre todo en materia de impuestos. Carlos V no logró ocupar el lugar prestigioso de sus abuelos, y nadie deseó nunca seriamente retornar a su reinado. Felipe II quizá tuvo más enemigos que panegiristas; Cervantes escribió a su memoria versos de punzante ironía, y no se extrañó de que dejara el país en la miseria, porque «dicen que tu tesoro, en el cielo lo escondías». Quevedo lo llamó, sutilmente, incapaz de esfuerzo bélico: «era más formidable cuando sólo trataba consigo las razones de Estado, que acompañado de fuerzas y gente». Quevedo sabría, como todo el mundo, que el rey había dicho en la batalla de San Quintín, que no comprendía como a su padre le gustaban aquellas cosas. Termina su acerado retrato del cuerpo y alma del Rey Prudente con esta frase tensa como una ballesta: «Su miedo fue muy costoso, y supo pocas veces replicar a sus sospechas». Capítulo VIII Nuevas situaciones desde fines del siglo XIII La vida castellana inició un gran giro a fines del siglo XIII. Sus motivos se hallan tanto en la manera, ya tradicional de existir Castilla como en circunstancias fortuitas. Durante el reinado de Alfonso X (1252-1284) no se encontraban los cristianos bajo el mismo horizonte que determinaba su existencia a comienzos del siglo XIII. Tampoco aparecía Castilla para moros y judíos con el mismo aspecto después de la victoria de las Navas de Tolosa (1212) y de las conquistas de Córdoba y Sevilla en 1236 y 1248, pues esperaban o temían de ella acciones impensables un siglo antes. Hemos de ver luego, al examinar el problema judío, que a mediados del siglo XIII comienzan a ser vertidas en prosa castellana obras didácticas y científicas de la literatura arábiga, y que la influencia de los hebreos fue decisiva para el nacimiento de aquella prosa. En la ingente Summa Pragmatica suscitada por Alfonso X ingresaron la Biblia, la historia universal, el derecho, la astronomía, los lapidarios e incluso el deporte del ajedrez. Oriente y Occidente confundían sus límites en tan gigantesca tarea y Castilla se encontró así con una literatura en vulgar sin equivalente en Europa a mediados del siglo XIII, con lo cual aún se apartaba más del gremio de la sabiduría europea, cuyo verbo expresivo era el latín. Santo Tomás y los juristas de Bolonia no escribieron en italiano. Moros y judíos (especialmente estos últimos) miraban a la Castilla del siglo XIII como a una potencia política que reemplazaba el desaparecido califato de Córdoba. Las grandes ciudades arrebatadas a los moros aumentaron mucho la población musulmana de Castilla y el volumen de sus elementos islámicos. Por otra parte, durante los siglos XIII y XIV llegó a su máximo el poder y la acción de los hispano-hebreos, muy ligados a la tradición árabe. La España cristiana [por problemas sucesorios] se sentía, por consiguiente, menos compacta que en el siglo anterior, cuando Alfonso X y Jaime I combinaban sus esfuerzos para defenderse del moro. Se había ensanchado, sin embargo, el poder económico de los reinos cristianos; habían aumentado las necesidades y a ellas atendía un comercio más activo, en manos de judíos, moros y genoveses. Castilla gravita ahora hacia las fértiles Córdoba, Sevilla y Murcia, y olvida el horizonte santiagueño de los tiempos en que predominaban Cluny y el Cister. También llegan a la meseta, con los nuevos aires de la vida andaluza y mediterránea, nuevas formas de espíritu islámico.

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La Reconquista no devolvía tierras cristianas a Castilla, sino grandes núcleos de población islámica, altamente civilizada, o zonas desiertas que habían de repoblarse con urgencia. La España «reconquistada» desde el siglo XII (ya sin mozárabes) no semejaba a la del siglo VIII, ni aun en sus nombres geográficos, que o eran árabes, o estaban arabizados en su pronunciación Los cristianos los aceptaron como realidad ineludible. Cuando los cristianos entraron en Sevilla en 1248, su asombro y su maravilla se reflejan en las páginas de la Crónica general; la impresión debió ser parecida en cuantos lugares eran conquistados. Surgía ante la vista un mundo nuevo, sin contacto alguno con el pasado preislámico de España, del cual las gentes del siglo XIII no tenían la menor noticia; allí estaban en cambio como novedades sorprendentes, la arquitectura, la industria, los artífices, el comercio, los hábitos, la ciencia. Fernando III recuperó el lugar donde estuvo la antigua Hispalis, y en donde en 1248 había una ciudad que nada tenía que ver con la de 711. Con razón llamaron las crónicas «destrucción» de España a la conquista musulmana. Los nuevos pobladores a quienes los reyes repartían las tierras conquistadas reanudaban la historia cristiana sobre una base islámica de la que era imposible prescindir, según hemos visto en este libro. El lenguaje hace en este caso una distinción, creo que no incorporada al modo de pensar histórico; se llama «reconquista» de un modo general a 'la recuperación del territorio español invadido por los musulmanes', pero no se suele decir que los Reyes Cató1icos reconquistaron Granada, sino que la tomaron, o conquistaron. Extraña por eso que a veces se hable de «Toledo reconquistada»; las crónicas dicen que Alfonso X «ganó a Xerez»; la Crónica general habla de la «prisión» -o sea 'la toma'- de Sevilla. Por haber sido así la realidad de la historia, fue empresa tan larga y ardua la «reocupación» de España por los cristianos. Se luchaba contra una gente dura, respaldada por Africa y por el imperio espiritual del Islam; una vez que alcanzaron las costas de la Península, los cristianos no lograron conquistar Africa, nunca colonizada por españoles o portugueses, no obstante los puntos que ocasionalmente ocuparon allá. Castilla, casi sola, conquistó y colonizó una inmensa extensión de América; pero en la guerra contra la morisma no logró victorias decisivas sino aunándose con el resto de España; en las Navas de Tolosa (1212) combatieron castellanos, aragoneses y navarros; en el Salado (1340) castellanos y portugueses estuvieron juntos, y Granada (1492) fue ya una empresa de totalidad nacional. Ocupadas las zonas más importantes en el siglo XIV, era de esperar que variase la postura del castellano respecto del moro. Era ya menos urgente tomar una actitud austera, huir de cuanto aproximara abierta y conscientemente a las maneras islámicas. Se sabe y se siente entonces que el moro no es ya peligro serio, y que su derrota definitiva dependerá de la unidad y acierto cristianos más bien que de la pujanza del enemigo. El rey moro de Granada (desde Alfonso X) suscribe como vasallo los documentos de los reyes de Castilla y les paga tributo. Nos encontramos, por consiguiente, frente al hecho de que la Castilla del siglo XIV poseía un tipo de vida y un horizonte que no eran como los de un siglo antes. El castellano tenía conciencia de si mismo y del mundo en que vivía, y se expresaba como nunca antes lo hizo. Capítulo X Los judíos La historia entre los siglos X y XV fue una contextura cristiano-islámico-judia. No es posible fragmentar esa historia en compartimentos estancos, ni escindirla en corrientes paralelas y sincrónicas, porque cada uno de los tres grupos raciales estaba incluso existencialmente en las circunstancias proyectadas por los otros dos. Ni tampoco captaríamos dicha realidad sólo agrupando datos y sucesos, u objetivándola como un fenómeno cultural. Hay que intentar, aún a riesgo de no conseguirlo y de perderse, hacer sentir la proyección de las vidas de los unos en las de los otros, pues así y no de otro modo fue la historia. Hechos, ideas y todo lo demás que se quiera, fueron by-products, sin sentido claro al ser desconectados de las vidas a que sirvieron de forma y expresión. Del mismo modo que reyes, ricos hombres y eclesiásticos confiaban a los judíos el cuidado de sus dolencias, así hubieron de entregarles también la recaudación de las rentas públicas, junto con el arriendo y explotación de otras importantes fuentes de riqueza. La artesanía, el comercio y lo equivalente a las instituciones bancarias fue en la Edad Media patrimonio casi exclusivo de los hispano-hebreos. El cristiano hispánico se enquistó en su ineficacia productiva de riquezas materiales -para bien y para

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daño de su existencia-, y contempló y sufrió impasible el trabajo productor del judío (y del moro), como luego confió en el maná áureo que las Indias llovían sobre él. El motivo humano de esa economía, y no la riqueza misma, es el factor decisivo. Los judíos fueron arrojados de la que miraban como su patria, porque el pueblo que a principios del siglo XIV se «hermanaba» en contra de ellos, era el mismo que en 1492 figuraba en la santa Hermandad de los Reyes Católicos, fortalecido ahora con las masas de conversos que tanto contribuyeron a las crueldades de la Inquisición. El pueblo no toleraba ya la posición preeminente de los hispano-hebreos, después de haber vencido a los últimos moros y de sentir el orgullo de pertenecer a un país, cuya fuerza y eficiencia debían mucho a los judíos. Al pueblo cristiano (campesino, franciscano o dominico eran iguales) le irritaba la superioridad económica y técnica de sus compatriotas semitas; querían que se fuesen y no les importaban las consecuencias, aun a sabiendas de que nadie se ocuparía de muchos menesteres esenciales, propios de los judíos desde hacia siglos. Esto lo han visto los españoles más inteligentes del pasado. En nuestro tiempo escribió Menéndez y Pelayo: «Nada más repugnante que esta lucha, causa principal de decadencia para la Península... La cuestión de raza explica muchos fenómenos y resuelve muchos enigmas de nuestra historia». Lo grave del caso es que los valores mejores y más perdurables de España se forjaron en el yunque de aquella secular e ineludible angustia. Simbiosis cristiano-judaica. Limpieza de sangre e Inquisición La nueva y muy apretada situación de los judíos respecto de los cristianos durante el siglo XV fue mucho más decisiva para el rumbo de la vida española que el resurgimiento de las letras clásicas, los contactos con Italia o cualquiera de los acontecimientos que suelen usarse para vallar la llamada Edad Media y dar entrada a la Moderna. La feroz persecución de los hebreos modificó las relaciones tradicionales entre los nobles, los eclesiásticos, los villanos y los judíos, y a la postre hizo surgir aquella forma única de vida española en que religión y nación confundieron sus límites, un antecedente de los estados totalitarios con un partido único impuesto por la violencia. Muchas ilustres familias se habían mezclado durante la Edad Media con gente de raza judía, a causa de su rango, su fortuna y la frecuente belleza de sus mujeres. Antes del siglo XV nadie se escandalizó por ello, dejando a un lado que el lenguaje escrito no supiera aún expresar intimidades de esa índole. Mas en la época en que estamos, ya se escribe sueltamente sobre lo que encendía las pasiones, es decir, sobre el drama sin solución que desgarraba las dos razas enemigas, o más exactamente, dos castas de españoles. El hebreo había sido dignificado tanto como el cristiano, pese a todas las prohibiciones, y los mismos reyes dieron a algunos de sus judíos el título de don, signo entonces de alta jerarquía nobiliaria. La mezcla de la sangre y el entrelace de las circunstancias crearon formas internas de vida, y el judío se sintió noble, a veces peleo en la hueste real contra el moro, y alzó templos como la sinagoga del Tránsito en Toledo, en cuyos muros campean las armas de León y de Castilla. El final del siglo XV experimentó un muy intenso trastorno, que hizo imposible lo antes usual. La infiltración de conversos en la sociedad cristiana dio origen a un fenómeno que trocó víctimas en verdugos: la Inquisición. Nada nuevo había acontecido en España en el campo teológico, ni nadie pretendió fundar una nueva religión, ni derruir los pilares de la existente. Los quemados en Europa (Jan Hus, Étienne Dolet, Miguel Serret, Giordano Bruno, etc.), expresaron ostensiblemente pensamientos adversos a los dogmas de Roma; los ahorcados y luego quemados por la Inquisición española no formularon doctrina alguna, y murieron por haberse conducido en una forma desagradable para aquellos vigías de la conducta, gente chismosa, chinchorrra, rezumante de furia talmúdica y detallista. Lo peculiar y nuevo de la Inquisición yacía en la sutil perversidad de sus procedimientos, en el misterio de sus pesquisas, en tener como base de sus juicios la delación y el chisme, y en combinar la rapiña y despojo de las víctimas con un pretendido celo por la pureza de la creencia. No hubo en España luchas religiosas; fue propio de ella la sabiduría teológica, mas no la doctrina original y organizada, ortodoxa o heterodoxamente. Las creencias españolas eran lo que el aluvión de los siglos había ido acumulando en las almas teñidas de cristianismo, islamismo y judaísmo -el lujo taumatúrgico de los santos, y el mesianismo y fatalismo de las masas-. Tras de la Inquisición no había plan doctrinal de ninguna dase, sino el estallido furioso de la grey popular, al que sirvió de explosivo el alma envenenada de muchos conversos.

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Capítulo XI Resultados reflejos de lo anterior El cristiano ibérico llegó al año de 1500 con firme conciencia de haber alcanzado la plenitud de su existir, por el mero hecho de no ser moro ni judío y de haberlos superado a ambos. Su sentimiento de elevación y suficiencia nació y se estabilizó en 800 años de un vivir sin análogo en la Europa occidental. Españoles y portugueses se desbordaron por el mundo a fin de hallar marcos en donde encuadrar su conciencia de señorío. No fue el Estado, sino personas que luego se sometían a é1, quienes realizaron las grandes y decisivas empresas (conquistas de México y Perú), y por lo mismo la expansión española no fue como la de Roma. Esta ajustaba las tierras de los vencidos dentro de instituciones estatales en las que se aunaban el imperio, la ley y la religión, en tanto que en España surgió, desde el comienzo de las empresas ultramarinas, el pleito de si tales conquistas eran o no legítimas, y el rey, la iglesia y los particulares mantuvieron largas disputas acerca de sus respectivos derechos. Ni siquiera dentro de la Península Ibérica llegó a establecerse una unidad efectivamente objetivada como un correlato del poder trascendente de los reyes. Felipe II reinó sobre una Península desunida en cuanto a sus intereses mundanos e inmediatos y sin solidaridad en cuanto a quehaceres creadores y progresivos, con lo cual se explica que en seguida de aflojarse los lazos invisibles que los ligaban con la monarquía, Portugal, Cataluña, y hasta Aragón, procuraban disgregarse del conjunto peninsular. Las gentes de la Península (por lo menos bicéfala) no salieron al mundo a realizar planes estatales sino a satisfacer afanes. Consistieron éstos inicialmente en ambición de riquezas (buscar especias y oro según el modelo veneciano); en cultivar el proselitismo religioso como una réplica al imperialismo espiritual de los musulmanes; y, en fin, en algo exclusivamente hispánico, en el ansia de señorío de la persona en una forma desconocida hasta entonces, en el afán de «ganar honra». No aspiraron aquellos hombres a aumentar o fomentar las cosas o los saberes en torno a ellos mediante actividades económicas, técnicas o discursivas; vivieron, ante todo, para atraer a sí un halo de prestigio social adecuado a la calidad que de antemano asignaban a su persona, a su hombría: «Los nobles varones deben buscar la vida e ir de bien en mejor... y procurar de ganar honra», según escribió Bernal Díaz del Castillo, reflejando el sentir de cuantos salieron a guerrear y poblar tierras. Se trataba de «buscar la vida», o sea, de hallar una manera de realizar la que ya se poseía, adquiriendo la honra debida a la casta dominante. Dirijamos ahora nuestra mirada hacia atrás. Los iniciadores de la Reconquista -gallegos, astures, cántabros, navarros y aragoneses pirenaicos- carecieron de guías esclarecidos que los dirigiesen. No tuvieron otra unidad sino la del común propósito de sus ataques contra la muslemía del Sur, aunque esa misma unidad estuvo contrarrestada por las pugnas transversales de unos cristianos contra otros. Lejos de ellos habían quedado los centros de la cultura tradicional tanto en España (Hispalis, Toletum, Caesar Augusta) como en el extranjero (Irlanda, Inglaterra, Bizancio, etc.). El hispano-cristiano de los siglos VIII, IX y X fue labrándose su vida a lo largo de los caminos que le ofrecían la debilidad ocasional y la superioridad constante de la tierra islámica. Sostenido por la confianza en el más allá celestial y por el incentivo de la riqueza mora, el cristiano avanzaba hacia la movediza frontera, la cual determinaba sus actos y moldeaba a la vez el ánimo del combatiente. Trescientos años en continuo riesgo son muchos años. Vivir en la esperanza de la tierra próxima, para que en ella hubiese «prójimos», y en la confianza de Santiago y de san Millán hizo sentirse al cristiano tan fuerte, tan señor y tan «culto» como su poderoso enemigo cuyo ánimo descansaba asimismo en una confianza, en el «si Dios quiere» (ojalá) de los musulmanes y en el «así sea» (amén) de los judíos. Indice de la falta de adhesión a un presente fue la ausencia de una capitalidad que sirviera de centro estable a todos los cristianos, pues las vidas se abrían hacia la inseguridad de un futuro y no ahincaban en la certeza construida de un presente. El racionalista francés inició su historia desde la fijeza de su capital, París, mientras las cortes hispanas fueron varias e inestables hasta 1560. Prevaleció el ánimo migratorio y fronterizo de quienes existían en y para el más allá sobre la tierra-campamento de su historia, «campeando» la del vecino, fuera moro o cristiano. El reconquistador-campeador vivió pendiente de la llamada bélica, del apellido que lo lanzaba hacia un lejano horizonte. Lo único fijo e inconmovible en él fue la vivencia de ser persona, sede y punto de arranque de una misión, es decir, la convicción de existir para algo. Se nacía a la vida con la certidumbre de ser ya lo que había que ser; el resto era cuestión de tiempo y de confianza, lo mismo que el hijo del noble esperaba llegar a serlo plenamente cuando alcanzase la edad de vestir armas. La base de la existencia hispana consistió en ser hija de Dios o hija de algo. Para magnificar el propio existir bastaba embarcarse en la nave del destino, rumbo a un

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más allá abierto para todos: «ventura te dé Dios que saber no te hace falta». De ahí emergen la firmeza del sentimiento personal y el democrático popularismo de la gente hispana, fundado en una constitución, que, como eterna, nunca fue escrita, y por lo tanto escapa a la injerencia de las ideas lógicas. El democratismo español representa el polo opuesto de la democracia basada en «los derechos del hombre», algo que al español no le entró nunca ni en su cabeza ni en su vida. Ocioso es decir que las contenidos de la historia hispánica no han sido los del pueblo de Israel, aunque sea a la vez innegable que, para semitas e hispanos, la busca de la verdad sólo fue auténtica y eficaz cuando afectaba a la vivencia de la persona, a la conciencia y a la conducta de su vivir. La famosa medicina de los judíos se ocupaba mas de evitar los males por venir que de sanar las dolencias presentes; su saber de los astros no tendía a manifestar la estructura del universo, sino a averiguar cómo aquéllos influían en las vidas de las gentes. Los españoles realizaron trabajos titánicos y bellísimos en los países que descubrieron y colonizaron con miras a honrar su creencia, y a honrarse a sí mismo como hijos de Dios y como hijosdalgo «por natura». Dejaron a otros el cuidado de descubrir las propiedades físico-químicas de la cocaína y la quinina americanas, o el cultivo de la patata, dado que semejantes tareas no interesaban a aquellos buscadores de eternidad. Tuvo que ser así la situación del siglo XVI, como resultado de lo exiguo (por no decir nulo) del pensamiento religioso y científico entre los hispano-cristianos de la Edad Media. Lo que no faltó, en cambio, fueron propagandistas de la fe como santo Domingo de Guzmán y san Vicente Ferrer, interesados en aplastar las creencias islámica y judía, en alianza con un pueblo ávido, sobre todo, de tomar posesión de la riqueza de los hebreos. Monarcas y nobles vivieron asediados durante más de dos siglos por el villanaje y por los frailes, que a la postre triunfaron. Como valores indiscutibles quedaban en pie, a fines del siglo XV, el ímpetu voluntarioso y la nuda conciencia de estar existiendo. Mas lo cierto es que sin el «Deus ex machina», de las riquezas de América, España ni habría podido sostener su imperio europeo, ni siquiera afirmarse como nación dueña de sí.

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Arquitectura del Renacimiento en España 1488-1599 Víctor Nieto, Alfredo J. Morales, Fernando Checa Manuales Arte Cátedra Ediciones cátedra, S. A., Madrid, 1993 Parte primera Renovación e indefinición estilística, 1488-1526 Victor Nieto Capítulo I Dualidad formal y modernidad En España desde finales del siglo XV se decía que un edificio estaba realizado a «lo romano» cuando su arquitectura era renacentista, reservándose el calificativo de «moderno» para denominar aquellas obras realizadas de acuerdo con el sistema constructivo gótico. La utilización de ambos términos surgió como consecuencia de la necesidad de distinguir dos sistemas arquitectónicos que coexistían al mismo tiempo o para diferenciar lo moderno de la arquitectura del pasado inmediato. «A lo romano» o «a la antigua» son expresiones que aparecen con frecuencia en tratados y documentos en los que se fijan las condiciones de acuerdo con las cuales tenía que ser realizada una determinada obra. Que en un documento se indicara que una obra se hiciera «a la antigua», suponía que también podía realizarse «a lo moderno», dado que, en España, desde finales del siglo XV, hasta muy avanzado el siguiente, coexistían ambos lenguajes arquitectónicos. Así se indica, por primera vez, en 1494; en su testamento, el Gran Cardenal, Don Pedro González de Mendoza, dispone, a propósito del retablo de la Capilla del Colegio de Santa Cruz de Valladolid, «...que los entablamentos dicho retablo sean de talla muy bien labrados a la antigua». Esto, a primera vista, podría inducir a pensar que suponía el comienzo de la reproducción de la polémica Gótico-Renacimiento planteada por la cultura artística italiana desde el siglo XV. La presencia de las formas italianas, con toda su carga de novedad, ha inducido a identificarlas con la aparición, no sólo de un nuevo lenguaje, sino de un modelo de modernidad que reducía a la condición de tradicional o hispánica la arquitectura gótica de la época en la que se produce este fenómeno. En realidad, esto no es otra cosa que una ramificación del problema antiguos y modernos de dudosa y escasa vigencia hoy. Estas estimaciones, por otra parte, muy generalizadas, deben matizarse atendiendo al hecho de que Gótico y Renacimiento, tuvieron, en la cultura artística española de este momento, unas acepciones muy particulares. En sus inicios la arquitectura española del Renacimiento no adquiere el papel de lenguaje excluyente de la idea de modernidad. En la arquitectura gótica de la época de los Reyes Católicos surgió, como tendremos ocasión de analizar más adelante, una reflexión profunda y un planteamiento renovador en torno a los elementos tradicionales de su sintaxis. La idea de la modernidad del lenguaje arquitectónico no se planteó en torno a la hegemonía del sistema gótico o del clasicismo renacentista, sino en relación con los distintos pronunciamientos que tuvieron lugar en ambas opciones. Las empresas artísticas llevadas a cabo por un sector minoritario de la nobleza, concretamente la familia Mendoza, a través de las cuales se produce la introducción de las primeras formas renacentistas, tuvieron un alcance restringido en comparación con los amplios programas góticos llevados a cabo por los Reyes Católicos, la Iglesia y otros sectores de la nobleza. Si la presencia minoritaria de las formas italianas se ofrecía como algo nuevo, frente a la homogeneidad y regularidad del gótico de los Reyes Católicos, su aparición se justifica como la afirmación de una forma de modernidad distinta y diferenciada. No será hasta la década comprendida entre 1520 y 1530 cuando las formas clásicas asuman una implantación cada vez más generalizada, dejando de ser por sí mismas un lenguaje diferenciado y asumiendo una función excluyente. El debate se orientará, a partir de entonces, en torno a las distintas opciones clásicas y un replanteamiento del sistema gótico como lenguaje aún no agotado. Pero a finales del siglo XV Gótico y Renacimiento sólo se entendieron como dos opciones, claramente diferenciadas, de una idea y conciencia histórica de modernidad, basadas en dos modelos elevados a la categoría de mito cultural: la recuperación de la Antigüedad,

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a través del arte italiano, y la renovación de la tradición, profundamente arraigada, de la práctica del sistema arquitectónico gótico. El mito de lo antiguo y el valor de lo presente La aparición del arte del Renacimiento en España se produjo de forma súbita sin los tanteos, ensayos y experiencias que precedieron en Italia a la formulación de un modelo clásico y de un lenguaje que fuera una emulación del arte de la Antigüedad. La razón de este fenómeno se encuentra en el hecho de que, en el ámbito de lo artístico, las formas del Renacimiento no surgieron en España como consecuencia de un proceso de experimentación en el que se elabora una teoría y un sistema plástico que cristaliza en la definición de unos nuevos modelos. Muy al contrario, su aparición se produjo como la importación de un sistema plástico ya elaborado y que, por lo tanto, se ofrecía diferenciado e independiente con respecto del arte preexistente. Ahora bien, si la aparición del nuevo arte se produjo de forma súbita, la asimilación de la cultura humanista y la orientación del gusto hacia los modelos de la Antigüedad era un fenómeno que se había venido desarrollando durante casi un siglo. Con anterioridad al inicio de los primeros programas artísticos renacentistas, en ciertos círculos intelectuales y nobiliarios, eran conocidas las ideas humanistas en el ámbito de la literatura, el pensamiento, la cultura, el gusto y las formas de vida. Durante el siglo XV fueron muy abundantes las traducciones manuscritas de obras latinas, acreditando, desde una fecha muy temprana, un interés y un conocimiento por las doctrinas del humanismo italiano. Aunque se trata de un aspecto todavía no bien estudiado, por lo que sabemos se puede afirmar que fue España uno de los países en los que primero se produjo un interés por la nueva cultura. A este respecto, como ha notado O. di Camillo, «cuando, todavía no mediado el siglo XV, un cierto número de hombres de letras dirigen su atención hacia los humanistas italianos, están ya situados en un nuevo ambiente intelectual, abierto a las innovaciones. Es una atmósfera prehumanista, caracterizada por la conciencia de hallarse ante una crisis de valores, en el pórtico de una nueva edad que requería soluciones nuevas a los viejos problemas y que plantearía nuevos desafíos de índole religiosa, política y social». Fue a través del mecenazgo ejercido por algunos de los componentes o de personas próximas a estos círculos, especialmente por la familia de los Mendoza, como se introdujo en España la nueva cultura arquitectónica del Renacimiento. Con frecuencia se ha insistido en la idea de que la nueva política de los Reyes Católicos asumió un protagonismo hegemónico que anuló por completo el papel de la nobleza. Y esto es cierto, pero sólo en parte, pues algunos sectores de ésta, que mantuvieron una estrecha relación y colaboración con el poder real, tuvieron una actuación decisiva en la España de la época. De no ser así no se explica la influencia que tuvieron algunas familias como la mencionada de los Mendoza, ni la importancia ni independencia que ofrecen sus programas artísticos con respecto al gusto oficial y al de otras familias de la nobleza. A través de éstos se observa cómo se establece una forma de modernidad nueva y claramente diferenciada de la que asumen las empresas artísticas realizadas bajo el patrocinio real. Por ello, se trata de un fenómeno surgido de la voluntad de unos comitentes que, frente al lenguaje arquitectónico implantado, se inclinan por una opción que era diferente y nueva en España aunque contaba con casi un siglo de experiencia en Italia. Este carácter diferenciado de las primeras obras del Renacimiento se produjo por el contraste que suponía la aparición súbita de un nuevo lenguaje. En este sentido, la forma como se plantea el inicio de este proceso es fundamental para comprender los resultados y problemas de la arquitectura inicial del Renacimiento en España. Dado que su aparición se produce como importación de un lenguaje formado y ensayado, y no como elaboración de uno nuevo, no existieron ensayos prácticos y formulaciones teóricas a la manera de lo que se había producido en Italia. De ahí, que no se plantease una recuperación del modelo de la Antigüedad, ni un debate ni una reflexión en torno a las posibles formas de establecerlo. A este respecto, el mito de lo antiguo se estableció partiendo del supuesto de la validez propuesta por el modelo italiano. Las formas a través de las cuales se produjo inicialmente la implantación del arte del Renacimiento en España son muy elocuentes: presencia de artistas italianos que aportan soluciones y modelos dispares, en ocasiones desfasados con respecto a lo más nuevo que se hacía en Italia; el viaje de aprendizaje a Italia de artistas locales; la importación de obras labradas en Italia por diferentes talleres; difusión, especialmente de motivos decorativos, a través de dibujos, grabados y libros impresos. Estas formas de transmisión, que también se producen en otros países europeos, explican por sí mismas la complejidad de soluciones que hallamos en las primeras obras de nuestro Renacimiento. Al no existir una

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sensibilidad en torno al problema del clasicismo, tal y como ya hacía años que se había producido en Italia, la arquitectura se formuló desde unos planteamientos mucho más simplistas y elementales. Tanto en los criterios de los comitentes al encargar obras a Italia como en las soluciones que reflejan las obras realizadas por artistas españoles, no se planteó una selección consciente de las distintas opciones formuladas en torno a lo clásico, sino solamente una inclinación por lo italiano entendido como un modelo único y universal. Esta forma de entender la nueva arquitectura explica el uso indiscriminado y ecléctico de modelos y fuentes italianos que hace que en una misma obra se funden soluciones toscanas, lombardas o boloñesas desarrolladas en épocas diferentes. Porque lo italiano se entiende como un modelo válido, por sí mismo equivalente a clásico. A este respecto ya se ha señalado en repetidas ocasiones que el arte italiano del Quattrocento es una suma de propuestas, muchas de ellas no sólo dispares, sino contradictorias. Y este conjunto o suma de propuestas, muy diferenciadas entre sí, se contempla como un sólo modelo, precisamente porque cualquiera de sus acepciones aparecía fuertemente diferenciada con respecto a la práctica arquitectónica dominante en ese momento. Mediante esta diferenciación tiene lugar una forma de modernidad surgida, además de por el empleo de un nuevo sistema arquitectónico, por la idea y valor que los mecenas establecen en torno al objeto artístico. A través de sus empresas, los comitentes intentan establecer y proyectar una idea de prestigio. A este respecto, es muy expresiva la actitud del cardenal don Pedro González de Mendoza cuando visita, en 1488, las obras del Colegio de Santa Cruz de Valladolid, las cuales, según cuenta Salazar en su Crónica «...siempre deseó fuese muy suntuosa, rica y costosa», y hallándolas miserables pensó en derruir lo construido y hacerlo de nuevo. A las razones expuestas antes se debe el que las primeras obras españolas del Renacimiento se ofrezcan con un carácter marcadamente italianizaste y con mayor independencia, con respecto de las soluciones góticas, que aquellas otras en las que paulatinamente, como tendremos ocasión de comprobar, se inicia un proceso de asimilación del nuevo lenguaje por parte de arquitectos, canteros y decoradores que tenían una formación tradicional. Las primeras realizaciones de la arquitectura española del Renacimiento se implantaron en un contexto artístico complejo en el que coexistían diferentes lenguajes plásticos: soluciones arquitectónicas tradicionales, formas góticas renovadas, repertorios y modelos de influencia musulmana. Vistas con la perspectiva que proporciona el conocimiento de la orientación seguida por la arquitectura española del siglo XV, estas primeras obras renacentistas comportan un claro sentido de modernidad. Sin embargo, en esta época la renovación arquitectónica se planteó también en relación con el sistema arquitectónico preexistente. Uno de los primeros aspectos que deben ser tenidos en cuenta, antes de iniciar el estudio de la introducción de las nuevas formas italianas, es el hecho de que el gótico no era un sistema arquitectónico agotado ni carente de validez para ser aplicado a nuevas exigencias de tipo funcional, estético o representativo. En estos programas artísticos se configuraron unas tipologías -iglesia, palacio, hospital- que alcanzan la categoría de un modelo fácilmente repetible al tiempo que se desarrollan unos repertorios decorativos y una sintaxis para su aplicación claramente diferenciada con respecto a la tradición. De esta manera, cuando el nuevo lenguaje arquitectónico del Renacimiento hace su aparición en España, su implantación se produce en un contexto en el que, desde unos planteamientos completamente diferentes, ya se había producido una modernización del lenguaje preexistente. De ahí que en la arquitectura de este periodo, al menos la idea de modernidad se formulara en la arquitectura española a través de una dualidad formal: la importada de Italia y la desarrollada a través de los programas llevados a cabo por los Reyes Católicos. Aunque a medida que avance el siglo XVI lo clásico se irá imponiendo como forma y sistema exclusivo de la modernidad, en la época que estudiamos, las nuevas realizaciones de la arquitectura gótica se entendieron también como algo nuevo y renovador. Y, también, durante el siglo XV, lo moderno no se identificó de forma exclusiva con lo clásico. (...) (...) En la época que nos ocupa, no se planteó una polémica entre tradición y modernidad desde la óptica de lo clásico o italiano. Tendrá que pasar algún tiempo para que esto se produzca a través de la teoría o del protagonismo que desempeñan los nuevos edificios renacentistas. Pero, a finales del siglo XV lo que se produce es el desarrollo de una arquitectura planteada sin una polémica en torno al modelo lingüístico, debido a que la idea de modernidad se articuló en relación con dos sistemas arquitectónicos diferentes. Por ello el papel que, en este sentido, desempeñan las primeras obras renacentistas será muy distinto del que asumirán las opciones clásicas en la centuria siguiente, dado que se proyectan fundamentalmente como una forma de diferenciación, representativa y emblemática a través de un lenguaje no experimentado en España.

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La renovación de la arquitectura gótica y el patrocinio regio Desde un punto de vista cronológico, la renovación de la arquitectura gótica en tiempos de los Reyes Católicos como expresión de un arte «oficial», se produjo antes que aparecieran las primeras obras renacentistas, si bien muchas de sus realizaciones son contemporáneas de éstas. En los principales programas constructivos que se llevan a cabo entonces, el sistema constructivo gótico se utiliza con unos criterios que distan mucho de ser una prolongación inerte y estática de los planteamientos formulados en los desarrollos anteriores. Uno de los aspectos más notables de esta renovación es la formulación de unos modelos capaces de ser aplicados repetidamente de forma sistemática y regular. Nuevas tipologías, como las de iglesia y hospital, ponen de relieve como el sistema constructivo gótico no era un lenguaje agotado sino versátil y apto para responder a un amplio corolario de exigencias nuevas. Es indudable que para estos programas se siguieron unos criterios formales de carácter selectivo según los cuales se optó por este sistema plástico. Si ciertos sectores de la nobleza cercanos a los reyes se inclinaron en sus empresas artísticas por las formas del arte italiano, igualmente podrían haberlo hecho los reyes. Pero la disciplinada aplicación de las soluciones góticas en los programas regios, obedeció a unas razones de tipo funcional, político y representativo. La utilización de un sistema arquitectónico conocido, ampliamente ensayado y experimentado, cumplía, desde un punto de vista político orientado a la configuración de una imagen moderna del poder, una función puntual y concreta. Suponía el desarrollo de una práctica y unas formas arquitectónicas que no planteaban una ruptura brusca con la tradición y que se ofrecían, al mismo tiempo como un perfeccionamiento del pasado. Las realizaciones arquitectónicas de los Reyes Católicos articularon una referencia visual y emblemática del poder real, un símbolo de los nuevos tiempos y la referencia a la culminación de un proceso histórico secular, cuyo engarce con la tradición legitimaba y fortalecía la imagen de la nueva situación política. Lo conocido se renueva y traduce en un símbolo de la modernidad. A esto se debe, precisamente, el que en estos programas los arquitectos no se orientasen, como ocurre en la arquitectura italiana del Renacimiento, hacia la recuperación de un modelo y un sistema normativo, sino a establecer una renovación partiendo de la práctica arquitectónica preexistente para configurar un lenguaje y un modelo propio válido por sí mismo. La utilización de elementos de un determinado sistema constructivo no condiciona forzosamente una similitud y homogeneidad de resultados y, más aún, si se trata de un sistema como el gótico cuyo vocabulario no se plantea como un orden y una sintaxis normativos. En la arquitectura de los Reyes Católicos asistimos a un verdadero replanteamiento de las posibilidades combinatorias y formales de los componentes del sistema para, tras un proceso de regularización formal, reducción y simplificación tipológica, establecer un nuevo código arquitectónico. Lo cual, no está en contradicción con el sofisticado sistema decorativo que se aplica, en el que no se renuncia a una utilización ecléctica de los repertorios. El lujo y la profusión de estos elementos decorativos, el uso reiterativo de los símbolos y emblemas y la ostentosa majestuosidad de las portadas-retablo que aparecen en estos edificios contrasta con la simplificada ordenación y diafanidad de las estructuras arquitectónicas. En este sentido, esa dicotomía aparente entre estructura y decoración, se ha interpretado como la «modernización», de unas estructuras arquitectónicas tradicionales, mediante la aplicación de unos repertorios decorativos nuevos y «una expansión de magnificencia sobre la base tradicional». Sin embargo, como ya hemos advertido, ni las estructuras arquitectónicas son el desarrollo mecanicista de una tradición inerte ni la decoración un simple revestimiento aplicado con la única finalidad de «... cubrir una estructura bastante seca y poco imaginativa». En la arquitectura de los Reyes Católicos, este componente, lejos de ser un mero revestimiento ornamental, desempeña una función que trasciende los límites de lo decorativo. A través de él, se sublima, en una imagen visual ostensible y concentrada, la idea que comporta el edificio mismo. Porque además, estructura y decoración no son elementos antitéticos, sino componentes de un mismo lenguaje en el que los elementos constructivos con frecuencia, asumen, a su vez, una misma «apariencia» ornamental. Las bóvedas, en este sentido, presentan un trazado complejo cuya aplicación resultaría impensable en las antiguas estructuras góticas. En los cimborrios, por ejemplo, este tipo de bóvedas se ofrecen como una solución coherente y nueva entre la disposición de la planta y la forma de cubrirla, generando un nuevo efecto espacial centralizado en el que los diferentes elementos de la composición arquitectónica se ordenan a través de este ins-

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trumento regulador. Arcos, bóvedas, frisos, portadas, se convierten en unos componentes del edificio en los que la función práctica y la ornamental son imposibles de separar. Incluso se desarrolla una práctica en el tratamiento «ornamental» del edificio que, como se verá más adelante, condicionará una preferencia por ciertas soluciones renacentistas en las que se produce una concentración decorativa en determinados puntos del edificio. Dejando el problema de la decoración, al que nos hemos referido, entre otras cosas, por la relación que plantea con algunas de las obras iniciales de nuestro Renacimiento, otro aspecto al que queremos referirnos es el de las experiencias orientadas a configurar nuevos tipos de edificios. A este respecto la tipología de iglesia es un claro ejemplo de este proceso. A través de ésta se desarrolla una nueva concepción del edificio religioso. Formada por una nave con capillas entre contrafuertes, crucero alineado con éstas, a veces con cimborrio, capilla mayor poco profunda y coro a los pies en alto, la iglesia se concibe como una «caja cerrada», de proporciones armónicas y regulares y una proyección perspectiva en la que los muros adquieren una valoración material. La concepción del espacio responde a un plan unitario en el que sus escalas y proporciones se proyectan con una escala humanizada y «realista», acentuándose la presencia material de los elementos arquitectónicos y la percepción de sus referencias conmensurables. Uno de los aspectos que más caracteriza a este tipo de iglesia es la articulación de un efecto perspectivo determinado por la axialidad de la nave y el espacio centralizado de la cabecera, rompiendo con la tradicional compartimentación cruciforme del crucero, el ábside y la nave. Con frecuencia, los brazos del crucero y de la capilla mayor se abren o, por su reducida profundidad, se funden en una unidad espacial tendente a anular las compartimentaciones. La creación de este ámbito, la profundidad de los brazos del crucero y de la capilla mayor, traduce la nave en un pasadizo de tránsito y en un espacio desde el que se establece una percepción monofocal de la cabecera. Con esta solución se aproximan los dos núcleos jerárquicos fundamentales del edificio: el coro, situado en alto, a los pies del templo y destinado a los reyes, y la cabecera.(...) Esta atención conferida al espacio unificado de la cabecera como núcleo jerárquico diferenciado del edificio, generó algunas soluciones arquitectónicas que tendrán un amplio eco en numerosos edificios religiosos españoles del siglo XVI: los ábsides formados por paramentos lisos, con una volumetría exterior simple y geométrica, con ventanales abiertos solamente en la parte superior. Esta disposición deriva de la exigencia surgida de la práctica de situar grandes retablos, la cual condicionó, en algunos casos, como en San Juan de los Reyes, que el ábside se proyectara sin ventanales. La formulación puntual de esta concepción del espacio interior no tuvo siempre, sin embargo, una correspondencia con las soluciones dadas al exterior de los edificios. Así, la configuración de la idea de fachada se resolvió, en la mayor parte de los casos, concentrado en la portada, como núcleo visual y representativo, las funciones de este elemento.(...) Tipología renacentista y lenguaje gótico De todas las empresas arquitectónicas llevadas a cabo por los Reyes Católicos la construcción de hospitales fue, sin duda, la que de forma más evidente pone de relieve la idea de modernidad que venimos analizando. Dado que se trata de una nueva tipología formulada en Italia y que en España se proyecta con soluciones arquitectónicas góticas, su aplicación pone de relieve la versatilidad de ésta para proyectarse en modelos no ensayados hasta entonces. La construcción de los hospitales procede de una política estatal moderna que asume como beneficencia regia la tradicional asistencia caritativa a los enfermos llevada a cabo por determinadas órdenes religiosas. Durante el siglo XV se había puesto de manifiesto una actitud tendiente a una secularización de la vida a través de una simbiosis de las ideas cristianas, la lección modélica de la Antigüedad y la concepción de una nueva forma política del Estado. La preocupación por organizar un nuevo sistema de asistencia a los enfermos, al igual que los intentos por suprimir la mendicidad, fueron funciones que asume el poder, tanto desde un punto de vista benéfico y político como de imagen del nuevo Estado. Tanto la enfermedad como la pobreza se entendían como algo vergonzante en cuya responsabilidad incurría el Estado. La aparición de esta nueva forma de beneficencia, que se pone de manifiesto en el pliego de condiciones (1499) para la construcción del Hospital de Santiago de Compostela, va unida a la construcción de una serie de hospitales, en los que con frecuencia se refunden pequeños hospitales medievales, con el fin de centralizar la asistencia a los enfermos en uno general en cada ciudad. En ésta el hospital cumplía, además de la atención a los

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enfermos, otras funciones -asilo, casa de pobres, educación de niños- que justifican la necesidad de un edificio compartimentado, con patios y espacios aislados. Por otra parte los hospitales se entendieron como un medio eficaz para la idea de limpieza, ornato y decoro de la ciudad, así como de su salubridad, a lo que se debe que frecuentemente se construyesen extramuros de la misma. Como desarrollo de esta política fueron varios los hospitales que se construyeron a finales del siglo XV y principios de la centuria siguiente bajo el patrocinio regio o por personas estrechamente vinculadas a la corte, como es el caso del Hospital de Santa Cruz de Toledo, construido por voluntad del Cardenal don Pedro González de Mendoza. Éste y otros hospitales generales como el de Valencia, Santa María de Gracia en Zaragoza, Granada y Santiago de Compostela, ponen de relieve la intensidad con que se siguió esta política hospitalaria. Y, en este sentido, no faltaron las críticas, como la que, en el siglo XVI, hace el autor del Viaje a Turquía acerca del dispendio que suponía la suntuosidad de estas construcciones. Sin embargo, si la construcción de hospitales respondía, desde un punto de vista político, a una transformación moderna de la idea del Estado, desde un punto de vista formal y tipológico este nuevo modelo de hospital respondía, a su vez, a la puesta en práctica de las modernas ideas científicas y sanitarias. Los mencionados programas hospitalarios se iniciaron en 1499, según hemos dicho, cuando los Reyes Católicos autorizan la construcción del Hospital de Santiago de Compostela. El tracista fue Enrique Egas, que lo construye entre 1501 y 1511 aunque las obras, con posterioridad a esta fecha, todavía prosiguieron. Y, en 1504, Isabel la Católica funda el Hospital Real de Granada, cuyas obras comenzaron en 1511 siguiendo las trazas del mismo arquitecto. Se trata de edificios construidos en lugares muy distantes dentro del territorio del Estado pero siguiendo un mismo modelo de edificio. Santiago de Compostela era una ciudad de peregrinación que había motivado el que, durante la Edad Media, en torno al Camino de Santiago surgieran una serie de hospitales. Granada, ciudad recién conquistada y con la que se cierra un proceso político secular, se había traducido en un emblema del nuevo Estado. Junto al inicio de una nueva catedral y la construcción de la Capilla Real, el hospital surge como una de las intervenciones orientadas a configurar un nuevo valor emblemático de la ciudad. Desde un punto de vista arquitectónico una de las novedades principales que se producen en la construcción de estos hospitales es la adecuación y correspondencia entre la tipología arquitectónica y las distintas funciones prácticas para las que se construyen. A ello se debe el que los programas que se emprenden en este sentido tengan un carácter regular, proyectando de forma sistemática una tipología normalizada de hospital -en la que prima una distribución racionalizada de las diferentes partes -, creada para responder a estas nuevas exigencias sanitarias. Si este nuevo modelo de Hospital surgió como una respuesta orientada «...a cumplir un cometido más acorde con lo que imponía el saber científico de la época», no es menos cierto que sin el desarrollo de la nueva cultura arquitectónica del Renacimiento estos modelos difícilmente podrían haberse formulado, aunque luego, como en el caso de los hospitales españoles emprendidos en la época de los Reyes Católicos, se siguiera para su construcción un sistema constructivo diferente. (...) (...) Volviendo al motivo que nos ha llevado a analizar el tipo de Hospital de la época de los Reyes Católicos, hemos de señalar cómo en las principales realizaciones se plantea una aparente dicotomía entre el modelo renacentista de su tipología y los elementos góticos del sistema constructivo. Aunque a lo largo de las obras, con el paso del tiempo, se cambiaron algunos pormenores del proyecto inicial, éste fue esencialmente gótico. En este sentido, los mencionados Hospitales de Santiago de Compostela y Granada representan figurativamente en gótico una estructura renacentista. Las crujías que forman la cruz central del edificio están construidas utilizando soluciones góticas y mudéjares, como las armaduras de cubrición. Lo cual explica la habilidad de Egas para seguir un modelo clásico sirviéndose de las técnicas constructivas experimentadas. A través de este planteamiento se produce una de las formas en las que se desarrolla la mencionada modernización del sistema preexistente. Y no sólo por la utilización de una tipología renacentista sino por el desarrollo arquitectónico de un modelo para el que el arquitecto combina de manera nueva y original las formas constructivas góticas. Por todo lo expuesto no ha de extrañar que este tipo de hospital se convierta en un modelo susceptible de ser repetido sistemáticamente, incluso en otras fundaciones de este tipo promovidas fuera del patrocinio regio, como el Hospital de Santa Cruz de Toledo fundado por el cardenal don Pedro González de Mendoza. Su emplazamiento disfrutaba «de aires frescos y limpios, por estar casi todo descubierto a los buenos y saludables de el

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Norte y Poniente, encubierto a los de mediodía». En éste, Enrique Egas, que dirigió su construcción entre 1504 y 1515, reprodujo el mismo modelo utilizado para los de Santiago y Granada. Esta renovación arquitectónica había surgido en relación con una nueva forma de entender el patrocinio regio en materia artística y como consecuencia de una nueva idea de las funciones del objeto artístico. Desde sus inicios Fernando e Isabel concibieron el desarrollo y alcance de sus empresas con un criterio político al proyectar la arquitectura como un instrumento imprescindible para configurar una imagen visual del poder. Los edificios construidos bajo el patrocinio de los Reyes Católicos se integran en el marco de la ciudad como un monumento símbolo, a la manera de un estandarte en el que se representa una nueva imagen del poder. En este sentido, el ejemplo ya citado de Granada, como ciudad ideológica del nuevo Estado, es muy representativo. La construcción de la Capilla Real, como panteón, los inicios de la catedral y el Hospital Real surgen, en el marco de la ciudad preexistente, como objetos diferenciados capaces de introducir un nuevo significado en la imagen de la ciudad: la idea del dominio de una ciudad en la que culmina un proceso histórico singular. Las funciones de tipo político que cumplen estos programas no habrían sido posibles sin la formulación de un lenguaje unificado y la utilización de unas tipologías fácilmente repetibles. A ello contribuyó, además de las razones expuestas, la escala misma con que se pensó el modelo de iglesia o la simplificada organización estructural y constructiva del tipo de hospital. El modelo de iglesia era de dimensiones reducidas y, en gran parte por eso, pudo ser objeto de una repetición sistemática. Una tipología no es fácil que se convierta en un modelo si no tiene garantizadas unas posibilidades mínimas de repetición. En este sentido la construcción de la Catedral de Granada, proyectada por Egas, cuyas obras en tiempo de los Reyes Católicos no pasaron de los cimientos, resulta elocuente al respecto. La iglesia y el hospital, en cambio, fueron estructuras regulares que se repitieron experimentando escasas alteraciones. Lo cual determinó por otra parte, una estabilidad lingüística que, como un tema heráldico, afirma la idea de un poder permanente y dominante en todo el territorio. Por otra parte, era lógico que estos programas sirvieran de estímulo a otras empresas llevadas a cabo por la Iglesia y la nobleza, haciéndose más amplia la uniformidad lingüística comentada. Frente a ésta, las primeras obras renacentistas se perfilan con un carácter diferenciado de gran intensidad. Capítulo II Los modelos del quattrocento y las primeras obras renacentistas Mecenazgo y diferenciación formal: El cardenal Mendoza y el colegio de Santa Cruz de Valladolid A diferencia de lo que hemos visto en los programas hospitalarios llevados a cabo por los Reyes Católicos, en los que un modelo renacentista se interpreta con formas constructivas góticas, la introducción del Renacimiento se produjo a través de la decoración italianizante de una estructura gótica. El hecho tuvo lugar a poco de iniciarse las obras del Colegio de Santa Cruz de Valladolid, fundado por el Gran Cardenal don Pedro González de Mendoza. Al igual que otros miembros de su familia, don Pedro jugó un papel decisivo en la implantación del arte del Renacimiento. Hijo del Marqués de Santillana, tuvo una actuación decisiva en la vida política y cultural de su tiempo, siendo siempre un hombre próximo a la corte, primero en la de don Juan II, después en la de Enrique IV y por último en la de los Reyes Católicos. Estudió en Salamanca, traduciendo La Odisea, obras de Ovidio y La Eneida, de Virgilio, formando una colección de objetos artísticos que llegó a ser una de las más importantes de su tiempo. De toda su actividad como promotor de las artes, tiene una relevancia especial, por constituir el premio de la arquitectura española del Renacimiento, la construcción del mencionado Colegio de Santa Cruz, durante cuya ejecución se pone de manifiesto su voluntad de que se hiciera de acuerdo con los nuevos modelos italianos. Capítulo III Indefinición estilística 1500-1526 La arquitectura española de los primeros veinte años del siglo XVI debe ser consideradas como el primer capítulo de la arquitectura española del Renacimiento. Si se atiende a los centros en los que se inicia a principios del siglo XVI el proceso de asimilación de las formas italianas veremos que éstos son distintos de aquéllos en los

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que se levantaron los programas arquitectónicos de los Mendoza, muchas de éstos erigidos en lugares aislados. En este sentido las formas italianas se implantan en un marco urbano, provocando desde un punto de vista escenográfico, una referencia diferenciada en relación con la ciudad preexistente. Durante los primeros años del siglo XVI este fenómeno se fue haciendo cada vez más frecuente hasta el punto de conseguir alterar desde una perspectiva figurativa la escenografía urbana. Desde un punto de vista perceptivo, por la inflexión ornamental externa que desarrolla la arquitectura, éste fue el papel principal que desarrollaron las nuevas obras que se realizan en Salamanca, Toledo, Burgos o Santiago. Fundamentalmente, la novedad se concentra en el revestimiento ornamental de los edificios. En esta ornamentación, en la que aparecen repertorios italianos mezclados con otros góticos, las formas del Renacimiento tuvieron una aplicación epidérmica y desvinculada de la normativa compositiva clásica. Podemos decir que se trata del uso de un vocabulario fragmentado sin el apoyo de una sintaxis. Las causas de este fenómeno se hayan, en gran parte, en el hecho de que estos nuevos programas se ejecutaron siguiendo la práctica arquitectónica tradicional. La aplicación de motivos ornamentales siguiendo estos usos dio lugar a unas realizaciones distantes de la normatividad clásica al tiempo que venían a dislocar las soluciones compositivas de la decoración gótica y la coherencia formal con respecto al soporte arquitectónico. Estos aspectos distancian claramente estas obras de las que se realizan bajo la dirección de los maestros de obras, canteros y decoradores españoles formados en la práctica arquitectónica gótica y en la mayor parte de los casos para unos comitentes que, aceptando las nuevas formas, carecían de una cultura y de criterios rigurosos. No ha de extrañar por ello, que, como consecuencia de una interpretación distante y distanciada de unas formas, realizadas siguiendo unos hábitos en el trabajo arquitectónico distintos de los que requería la nueva arquitectura, se produzca un proceso de indefinición, incertidumbre y ambigüedad estilística. Este fenómeno, como veremos a continuación, no fue la consecuencia de un fenómeno inicial de asimilación de la arquitectura del Renacimiento, pues cuando ésta haga su aparición en torno a 1520, no será la consecuencia de este proceso previo, sino de unos planteamientos y presupuestos bien distintos. El problema del «Plateresco» Desde su aparición en la historiografía española el término «Plateresco» ha experimentado una serie de usos y acepciones contradictorios que, lejos de aclarar la definición lingüística de la arquitectura española del siglo XVI, no han producido otra cosa que ambigüedad y confusión. Debe señalarse para la comprensión del problema, que el término no surgió en la época en la que se producía el fenómeno que pretendía designar sino bastante después. El primero en utilizarlo fue Ortiz de Zúñiga, cuando al referirse al Ayuntamiento de Sevilla, dice que es un edificio «revestido de follajes y phantasias de escelente dibuxo, que los Artífices llaman Plateresco». Interesa notar cómo Zúñiga aplica el término para definir exclusivamente un tipo de decoración y sin hacer referencia alguna al tópico, luego tantas veces repetido, de su derivación de las formas de la platería. Plateresco, aparece utilizado como sinónimo de una determinada modalidad decorativa, independiente de la tectónica y composición arquitectónica, y sin la pretensión de identificarlo con un estilo. Este sentido de Plateresco, como sinónimo de una forma determinada de decoración, diferenciada y superpuesta a la arquitectura, tiene también una referencia explícita en Ortiz de Zúñiga, en su obra citada, mucho más aclaratoria que la que hemos transcrito antes y a la que, de forma casi exclusiva, han venido refiriéndose los historiadores. Al describir la Capilla Real de la Catedral de Sevilla, plantea una crítica del ornamento al notar cómo los arquitectos «...rompieron en mucha parte de su ornato las reglas de la arquitectura romana con fantasías platerescas, haciendo la obra, si bien galana, y rica de primores, no de aquella entereza majestuosa, que es más plausible a los entendidos en la arquitectura sólida, que de los griegos se dimanó a los romanos. En estas palabras queda claro el hecho de que el sistema arquitectónico, las reglas de la arquitectura, es algo distinto de la decoración y como ésta no constituye un elemento válido para definir por sí misma un «estilo». Fue un siglo después cuando Ponz utilizó por primera vez el término Plateresco como sinónimo de un estilo, cuyo desarrollo tiene lugar dentro de unos límites cronológicos precisos. En un contexto marcado por la crítica neoclásica del ornamento, Ponz se lamenta de «...que este estilo plateresco prevaleciese tanto desde que se abandonó la usanza gótica, hasta que enteramente abrazaron la buena arquitectura greco-romanao». Pero, con independencia de la crítica y sentido negativo de sus palabras, lo que nos interesa destacar aquí es la definición de un estilo plateresco dominante en la arquitectura española desde finales del siglo XV hasta los inicios de la década de los años sesenta de la centuria siguiente. La concepción plateresco como forma ornamental desaparece

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en la interpretación de Ponz quien lo aplica para definir un «estilo» de la arquitectura española con unos límites cronológicos determinados. El origen español del término surgido de la descripción de edificios españoles, fue un apoyo sólido para que en torno a él no tardase en formularse otro supuesto inevitable: el tópico de la consideración del estilo plateresco como un estilo hispánico. Y, así, prácticamente hasta nuestros días se ha venido aplicando esta idea de forma general para denominar la arquitectura española de este periodo, entendiendo que la combinación de formas renacentistas, góticas y musulmanas generan un estilo hispánico propio diferenciado de lo italiano. A este respecto, como síntesis de esta interpretación resultan sumamente elocuentes las siguientes palabras de Camón Aznar: «A pesar de la disparidad de orígenes entre los elementos constructivos y los decorativos, se funden éstos tan íntimamente, dan tal impresión de unidad, que con todas sus consecuencias puede hablarse de estilo plateresco en su acepción más integral». De lo que hemos expuesto hasta aquí se deducen dos aspectos que merecen ser analizados con cierto detenimiento: el carácter nacional del Plateresco y su consideración como estilo de la arquitectura española que se desarrolla desde finales del siglo XV hasta 1560.(...) A este respecto, hace algunos años que Rosenthal planteó la necesidad de entenderlo como un fenómeno paneuropeo y distante de una versión nacional del Renacimiento. Sin embargo, este autor continúa considerando plateresca la arquitectura española del periodo citado, entendiendo que para los españoles del siglo XVI «...una obra plateresca no era un pastiche ornamental, sino la encarnación deliberada de la idea de la arquitectura a lo romano», un «revival» de la arquitectura romana, que suponía una actitud de desprecio a lo medieval. Estas afirmaciones podrían aceptarse si fueran referidas a ciertos desarrollos que se producen a medida que va entrando el siglo XVI, concretamente a partir de la actividad de arquitectos como Siloé o Machuca, conocedores de la teoría renacentista de la arquitectura y cuya obra aparece claramente distanciada de la de los maestros de la generación precedente. Pero los planteamientos que desarrolla la arquitectura inmediatamente anterior comportan una significación y unos desarrollos completamente distintos. En realidad, el origen del problema que venimos analizando se halla en haber considerado la arquitectura española de este periodo como una unidad estilística y un proceso evolutivo, cuando, en realidad, no es ninguna de las dos cosas. Fernando Marías ha notado acertadamente cómo no se puede sostener la denominación de Plateresco para denominar la arquitectura española desde finales del siglo XV hasta 1560, pues existe una primera etapa, que llega aproximadamente hasta la tercera década del siglo XVI, en la que la decoración italianizante se superpone a estructuras góticas, que es claramente distinta de la plenamente renacentista que se inicia a partir de entonces y que llega hasta la iniciada por Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera. No corresponde aquí analizar las dos últimas que el citado autor denominaba respectivamente estilo ornamentado y estilo desornamentado, pero sí la primera. Marías propone relegar el término Plateresco para designar un tipo de decoración que se aplica a edificios góticos en una etapa que, frente a la nomenclatura de Protorrenacimiento propuesta por Santiago Sebastián, denomina Prerrenacimiento. Para este autor, el término renacentista, debe reservarse «a la arquitectura cuyas estructuras murales y espaciales respondieran a las dos premisas básicas que la caracterizan ab ovo: que recuperen los esquemas murales y planimétricos de la Antigüedad Clásica y compongan un espacio con sentido «naturalista», esto es, un espacio compuesto fundándose en la lógica de las leyes de la naturaleza. Resumiendo, frente a la concepción del Plateresco que englobaba la arquitectura de finales del siglo XV hasta aproximadamente 1560, señala que sólo corresponde a la primera etapa y como estilo decorativo. Es cierto que hay una primera etapa en la que se producen unas estructuras góticas con elementos decorativos renacentistas. Pero estas no presuponen siguiendo un esquema evolutivo, lo que será el desarrollo arquitectónico que se inicia en la década de los años veinte. La renovación que se produce entonces no se produjo por una evolución de la práctica arquitectónica preexistente, sino por un cambio en la formación de los arquitectos, su dominio de la teoría y la cultura arquitectónica del clasicismo y su tendencia orientada a configurar una imagen del modelo de la Antigüedad y la irrupción de nuevas posibilidades de trabajo. Por otra parte, las consideraciones que pueden establecerse en torno al fenómeno de la arquitectura española de las dos primeras décadas del siglo XVI, no debe extenderse al que estudiamos en el capítulo anterior relativo a las primeras obras renacentistas realizadas por el patrocinio de los Mendoza. En éstas, como tuvimos ocasión de comprobar, se aprecia una importación y asimilación de soluciones quatrocentistas, no sólo en lo decorativo sino en aspectos de proporción y composición específicamente arquitectónicos que permite calificar-

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las de renacentistas. Y dado que, como hemos señalado, tuvieron una escasa proyección sobre la arquitectura contemporánea e inmediatamente posterior, no nos parece acertado englobarlas bajo las denominaciones de protorrenacimiento o prerrenacimiento ni junto a la arquitectura de los primeros veinticinco años del siglo XVI. La arquitectura que se produce con anterioridad a la introducción del ideal del modelo clásico, en cambio fue el desarrollo de unas soluciones constructivas góticas con la aplicación, tardía y restringida al ámbito de la decoración, de algunas soluciones italianas anteriores, realizadas en una época en la que en Italia hacía tiempo que se había producido una superación de las mismas. En algunas de las decoraciones «platerescas» se revela la imagen de una cultura humanista apoyada en una valoración desfasada del «ornamento icónico» y «la escritura misteriosa de los grutescos», aplicada en un contexto en el que la decoración, por producirse al margen de los presupuestos ideológicos del clasicismo, carecía de acepciones peyorativas. Lo que es evidente es que tan sólo hallamos relación con el arte del Renacimiento italiano en ciertos aspectos decorativos y en contados ejemplos en la forma de articularlos en un planteamiento compositivo general, que en la mayoría de los casos sigue esquemas góticos. Atendiendo a lo estrictamente arquitectónico, en los elementos constructivos, la composición y la idea espacial vemos que siguen las soluciones arquitectónicas preexistentes. Por ello, si estamos de acuerdo en que el componente decorativo no es suficiente para significar un sistema arquitectónico, habría sido más lógico y coherente, según la nomenclatura evolucionista citada, haber propuesto la denominación de postgótica para denominar esta arquitectura. Las restricciones formuladas en torno a la aplicación del término Plateresco que hemos mencionado no han hecho otra cosa que reducir el campo de esta ambigüedad terminológica con respecto a la arquitectura que se inicia a partir de la tercera década del siglo XVI; pero en lo referente al sentido y contenido del término con respecto a la arquitectura inmediatamente anterior el problema permanece sin resolver. Deslindado su carácter decorativo se ha continuado viendo como una formulación unitaria y homogénea, un «estilo escultórico y decorativo» o unas «manifestaciones decorativas caracterizadas por la "presencia de repertorios decorativos italianos" y la "persistencia de un espíritu gótico" en lo que éste tiene de negación de la idea renacentista del orden y proporción, tal como lo entendía el sistema vitruviano». De esta manera el Plateresco sería un estilo o manifestación decorativa italianizante, aplicado a unos edificios de estructura gótica, sin seguir los principios de orden y proporción clásicos. Sin embargo, creemos que el problema comporta muchos más resortes y claves que quedan por dilucidar y que presenta una complejidad mucho más profunda que no puede ser resuelta mediante una simplificación de este tipo. Es cierto que existe una primera contradicción aparente, a la que nos referiremos más adelante, entre el sistema arquitectónico y estructural del edificio y la decoración italianizante. Pero en los elementos constructivos se aprecian interpolaciones renacentistas y, en la decoración, junto a las formas italianas, se aplican otras, igualmente decorativas y no sólo compositivas de carácter gótico. Es más, podemos detectar la aplicación de elementos góticos tratados con unos criterios que se aproximan a soluciones italianas y elementos italianos que son tratados según esquemas góticos. Todo esto pone de relieve la dificultad de considerar el Plateresco, aun reduciéndolo a una modalidad ornamental, como estilo decorativo formado por motivos italianos.(...) Puede decirse que lo que se produce en las obras mencionadas es la pérdida del sistema de la arquitectura o, para decirlo aplicando un término convencional, la desaparición del concepto y la idea de estilo, como soporte de toda proyección arquitectónica. La arquitectura de la época de los Reyes Católicos, según vimos, configuró un sistema y un código arquitectónico capaz de desarrollarse en diferentes tipologías. La asimilación del clasicismo recuperará, aunque desde unos puestos completamente distintos, la idea del modelo y el sistema arquitectónico que durante un cuarto de siglo se había perdido. La arquitectura de los primeros años del siglo XVI, a la que se le aplica la decoración que, con un sentido restringido, se continúa denominado «plateresca», constituye un fenómeno de indefinición e indeterminación estilística, aplicando soluciones, según hemos notado, desde unos supuestos de práctica empírica y desligados de una sistemática que proporcionase una coherencia formal y plástica al edificio. Mas que de un lenguaje se trata de frases y palabras de diferentes idiomas, del uso de elementos constructivos fragmentados, carentes de una sintaxis reguladora, En este sentido, creemos que debe interpretarse como consecuencia de este mismo fenómeno el llamado Estilo Cisneros. La crisis de los principios de unidad formal a que hemos hecho mención hicieron posible la aplicación de los más variados repertorios, los cuales, aun considerándolos como solución decorativa, plantean una hibridez y eclecticismo espontáneo que tampoco permi-

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te entenderlos ni como un fenómeno estilístico ni como algo completamente independiente de lo que venimos estudiando. La aparición de las primeras obras de Siloé, Machuca o de la madurez de Covarrubias, no supusieron, por lo que acabamos de decir, solamente la introducción del clasicismo, sino, también, la recuperación del sentido del orden que se había perdido. Cuando Diego de Sagredo publica sus Medidas del Romano en 1526, y explica que en su obra «... se tratan las medidas que han de saber los oficiales que quieren ymitar y contrahazer los edificios romanos: por falta de las cuales han cometido y cada día cometen muchos errores de disproporción y fealdad en la formación de las basas y capiteles y pieças que labran para los tales edificios», ponía de manifiesto, además de su intención de recuperar la arquitectura clásica, el hecho de la pérdida del mencionado sentido del orden. Heterogeneidad lingüística: la «mezcla» de romano con moderno (...) En 1504 muere Isabel la Católica, encargándose Fernando de la regencia hasta que el primogénito, hijo de Juana la Loca (el futuro Carlos I), alcanzase la mayoría de edad. Pero Felipe el Hermoso, apoyado en sectores importantes de la nobleza, que si bien habían perdido su poder político, se habían visto fortalecidos en los aspectos social y económico, pretendió acaparar la regencia. La consecuencia fue que Fernando se vio obligado a contrarrestar la acción internacional de su yerno para no truncar la orientación de su política europea y española. El matrimonio de Fernando con Germana de Foix no hizo sino poner en peligro la unión de Castilla y Aragón. Nombrado heredero Carlos I a la muerte de Fernando, Cisneros asumió la regencia que pronto se vio alterada por las sublevaciones de las Comunidades y Germanías. En ésta no faltaron enfrentamientos con la nobleza hasta la llegada del nuevo monarca. Es indudable que el panorama político de este periodo resulta mucho más turbulento e inmerso en una crisis de los ideales y objetivos políticos imperantes hasta la muerte de Isabel la Católica (1504). Y no fue hasta 1522, cuando tras la pacificación de España, el reinado de Carlos I, en un clima de estabilidad interna, impondrá un nuevo modelo político con el que algunas de las primeras obras del clasicismo presentan una estrecha relación. En esta situación de crisis se encuadra otro aspecto que explica, en buena medida el porqué se produce en la arquitectura este fenómeno de hibridez e indeterminación estilística en el que las formas renacentistas se proyectaron tan sólo en la decoración y, de forma casi exclusiva, en un componente tipológico: la portada.(...) La consideración del Plateresco como un estilo, en el que se fusionan unas estructuras góticas con una decoración renacentista, ha ocultado realmente las raíces del problema, pues, ciertamente, entre 1500 y 1520 son escasos los edificios con decoración plateresca que respondan a un proyecto en el que inicialmente se plantease esta solución. A este respecto, constituye un ejemplo elocuente uno de los edificios que, como la Casa de las Conchas de Salamanca, se ha considerado como paradigma de la hibridación y eclecticismo que se produce en la arquitectura de en torno a 1500. Su construcción, realizada entre 1492 y 1517, se debió a don Rodrigo de Maldonado, doctor de la corte de Isabel la Católica. Como otras construcciones civiles de estos años, tales como la Casa de los Golfines en Cáceres o la Casa Abarca, también en Salamanca, obedece a la tipología de casa fuerte torreada. Las conchas que la dan nombre, distribuidas por la fachada cumplen una doble función heráldica y ornamental. La presencia de motivos italianos se registra en varios antepechos de las ventanas, el dintel de la portada, las láureas de los escudos y las columnas, labradas en Italia, del cuerpo superior del patio. Sin embargo, estos componentes renacentistas del edificio no formaron parte del proyecto original sino, como demuestra el estudio de los motivos heráldicos, con posterioridad a 1517. Este año, el hijo de don Rodrigo Maldonado contrae matrimonio con doña Juana Pimentel y es a raíz de esto cuando se sustituyen elementos góticos por otros renacentistas y se acomete la remodelación «italianizante» del patio.(...) En este panorama, los programas artísticos llevados a cabo por el Cardenal Cisneros, tuvieron, por razones políticas y de representación, una gran coherencia. Algunos de ellos, como los de la catedral de Toledo, fueron también obras de renovación y remozo de un edificio preexistente. Otros, en cambio, como su programa universitario en Alcalá de Henares, fueron creaciones de nueva planta. Ahora bien, tanto en unos como en otros se aprecia un fenómeno de hibridación en el que se acentúa la indefinición estilística que venimos analizando. En las obras mencionadas prevalece una concurrencia de soluciones góticas, renacentistas y de tradición mudéjar que pone de manifiesto el mencionado fenómeno de indefinición estilística. Las obras realizadas bajo el

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auspicio de Cisneros ponen de manifiesto con énfasis la aludida pérdida del sistema y norma en la arquitectura y la heterogeneidad lingüística que se produce en la arquitectura española de estos años. Sin embargo, los estudiosos tradicionalmente se han empeñado en «aislarlo» estableciendo toda una serie de acepciones en torno a su carácter de estilo. La vinculación de Cisneros a la Corte fue otro factor que, sin duda influyó en sus gustos artísticos. Desde 1492 Cisneros había sido confesor de Isabel la Católica, regente y un hombre fiel a Fernando el Católico. No es casual que para realizar algunas obras, como la Capilla mozárabe de la Catedral de Toledo llamase a Enrique Egas, maestro mayor de la Catedral, que cumplió importante papel en los programas arquitectónicos de los Reyes Católicos. Para Cisneros el gótico era un lenguaje legitimado por los programas de la monarquía, y de la Iglesia, símbolo del poder, y un lenguaje que, según vimos, encarnaba la idea de modernidad. La connotación «tradicional», que se aplica al gótico, carecía de sentido, a una escala universal, en los primeros años del siglo XVI. Por otra parte, cuando a propósito del «estilo Cisneros» se arguye que funde y amalgama formas de tres estilos -góticas, mudéjares y renacentistas- se olvida el hecho de que, en realidad, sólo lo está haciendo con las de dos. En la arquitectura gótica de la época de los Reyes Católicos, la presencia de elementos mudéjares no era algo extraño a la práctica arquitectónica. Además de la interpolación de determinados elementos en la decoración arquitectónica, ciertos componentes del edificio, como los artesonados de trazado mudéjar, tuvieron un desarrollo constante. Hasta el punto de que no se produjo en torno a éstos una formulación en gótico, dado que los modelos mudéjares encarnaron este papel. La combinación gótico y mudéjar era ya con anterioridad una solución habitual. Y, con respecto al empleo de las yeserías, también podría mencionarse la densa tradición que existía en este sentido. Pues en realidad, la presencia de elementos musulmanes no debe entenderse como una variante o novedad que se introduce en esta época sino como la continuidad de una práctica y solución habitual en la arquitectura preexistente, Sin embargo, su presencia en una arquitectura en la que aparecen motivos decorativos renacentistas, acentúa la desarticulación de cualquier definición lingüística de un sistema basado en el código y la norma. En este sentido, la «mezcla» de romano con moderno no debe ser entendida de forma restrictiva a gótico y clásico, sino también con mudéjar. Arquitectura y decoración. La práctica empírica Además del marco reducido en que se produce la introducción de las formas italianas analizado anteriormente, uno de los factores que influyeron de forma determinante en los planteamientos desarrollados por la arquitectura española de los primeros años del siglo XVI fue la formación tradicional de los arquitectos y decoradores que llevan a cabo los principales programas. Se trataba de maestros cuya experiencia procedía de la práctica de las soluciones constructivas góticas y que carecían de conocimientos teóricos acerca de los principios de la nueva arquitectura. Hasta 1526, en que Diego de Sagredo lo utiliza en sus Medidas del Romano, el término arquitecto, en el sentido vitruviano y albertiano, no existe en la cultura arquitectónica española. Aunque el término todavía tardará en implantarse, pues no comenzará a utilizarse hasta la época de Felipe II, por los años en que se introduce ya existía una nueva generación de maestros que entienden y realizan la nueva arquitectura encarnando esta acepción del concepto. En cambio, en el periodo inmediatamente anterior, arquitecto se confundía con maestro de obra, cantero y, a veces, decorador. La formación de estos maestros se había realizado en la práctica al pie de obra, en un taller o junto a un maestro mayor. Sus ideas acerca de la nueva arquitectura procedían tan sólo del conocimiento de algunas realizaciones españolas, los grabados y libros impresos. De ahí, que los nuevos edificios se construyeran de acuerdo con el sistema gótico y que sea en lo decorativo en lo que se introducen las formas «a lo romano», en cuya aplicación siguieron, en buena medida, los mismos hábitos y supuestos de la práctica empírica preexistente. Ahora bien, este fenómeno esta muy lejos de poder ser entendido como una voluntaria afirmación autóctona frente a las formas italianas hasta el punto de considerar los elementos constructivos góticos como características definidoras de un «estilo plateresco». Muy al contrario se trata de una pérdida de la noción de unidad de estilo, al darse en un mismo edificio las más dispares soluciones. Estas dan lugar a un lenguaje híbrido que no es exactamente igual que el anterior, pero que tampoco denota la recepción de una nueva sintaxis y que pone de manifiesto la situación de indeterminación estilística a que nos referimos anteriormente.

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La introducción de motivos ornamentales italianos a través de estampas, además de su aplicación por maestros formados en la práctica artística preexistente, explica el desarrollo dispar y fragmentado de esta decoración. En 1587 Juan de Arfe, en su descripción de la custodia de la Catedral de Sevilla, planteaba una crítica del empleo de la decoración en la arquitectura que transcribimos por la relación que plantea con el problema que analizamos. Refiriéndose al Monasterio de El Escorial como paradigma de la buena arquitectura, Arce decía: «quanto en él parece, muestra verdad y magnificencia, dexando por vanas y de ningún momento las menudencias de resaltillos, estípites, mutilos, cartelas y otras burlerías, que por verse en los papeles y estampas flamencas y francesas, siguen los inconsiderados y atrevidos artífices y nombrándolas invención, adornan, o por mejor decir, destruyen con ellas sus obras sin guardar proporción ni significado de lo qual como cosa mendosa he huirdo siempre, siguiendo la antigua observación del arte que Vitruvio y otros excelentes autores enseñaron con demostración de los mejores ejemplos de los antiguos». La crítica radical del grutesco que plantea Arce en el texto que acabamos de transcribir, contiene una referencia importante acerca de las formas de introducción y aplicación de los repertorios decorativos en la arquitectura española de los primeros años del siglo XVI. Con independencia de esta crítica circunstancial, el empleo de los motivos decorativos en la arquitectura que estudiamos y las formas de interpretación de las fuentes gráficas constituye el núcleo en el que se centra la interpretación -si bien reducida a unos supuestos básicamente figurativos- del modelo arquitectónico del Renacimiento. Incluso, con respecto a los problemas que se plantean en la arquitectura posterior, según hemos podido comprobar en el texto de Juan de Arfe, juega un importante papel como el punto de referencia de la polémica en torno al ornamento y los principios en que se apoya la arquitectura que se desarrolla a lo largo de esta centuria. La utilización de las fuentes gráficas como modelos para la arquitectura tuvo usos muy distintos a lo largo del siglo XVI. No es lo mismo, la forma como se transcribieron modelos del Codex Escurialense, en las obras estudiadas en el capítulo anterior,. que como harán uso de las estampas la mayor parte de los decoradores de los primeros veinticinco años del siglo XVI. O el uso que hacen éstos de las mismas comparado con la aplicación erudita de ilustraciones de las ediciones italianas de Vitruvio, como es el caso de la portada de la Sacristía de la Catedral de Murcia, realizada entre 1524-26 por Jacobo Florentín, y que para los capiteles se inspira en la edición de Fray Giocondo. En efecto, el empleo de estampas de grabadores italianos fue un sistema seguido frecuentemente por los artistas para la realización de estas labores decorativas. (...) La reiteración con que se aplicaron estos motivos decorativos y la forma como circularon -grabados, dibujos, obras impresas, trasiego de artistas, copia de los mismos entre estos- hace que en ciertos centros lleguen a producirse, de forma aleatoria, ciertos corpus ornamentales comunes que con el uso se traducirán en formas de decoración afines. Es el caso de Toledo, Salamanca o Burgos. En esta última ciudad, constituye un caso muy elocuente, el empleo de motivos decorativos, algunos de origen lombardo que se aprecian en la obra de Francisco Colonia y Nicolás de Vergara. Este fenómeno hay que ponerlo en relación con la idea de que se trata de un proceso de divulgación de unos repertorios, acerca de los cuales no se tienen criterios formados y en torno a los cuales no se plantean selecciones restrictivas. La situación no es muy diferente con respecto a lo que sucede en obras contemporáneas de otros países como Francia, donde las obras eran realizadas por maitres maçons, constructores, canteros o maestros de obras formados, al igual que los españoles, en la tradición arquitectónica gótica. Incluso ejemplos análogos se encuentran también en Italia, en centros en los que las propuestas clasicistas florentinas y su nueva forma de entender la arquitectura resulta algo extraño y distante, como en Nápoles, Emilia, Lombardía o Venecia. En este sentido, era lógico que fueran algunos de los planteamientos de estos centros los que ejercieran una mayor influencia en las primeras obras del Renacimiento europeo, entre otras razones porque se adaptaban fácilmente a los imperativos del peso de una práctica tradicional, y porque se hallaban inmersas en un mismo problema de adaptación. Hipótesis figurativas e imprecisiones tipológicas La presencia de estas soluciones decorativas renacentistas, aplicadas a edificios realizados según el sistema constructivo gótico, no supuso la implantación de una nueva arquitectura, ni un tanteo inicial de emularla, sino solamente una renovación epidérmica del aparato decorativo. Proyectar un edificio, según la normativa del nuevo lenguaje, suponía mucho más que la sustitución de un repertorio formal por otro, dado que exigía una transformación radical de los procesos de proyección, realización y dirección.

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Los nuevos repertorios decorativos, en cambio aparentemente podían ser realizados por unos maestros que, en principio, poseían una capacidad artesanal para reproducir tanto unos motivos góticos como otros «clásicos» inspirados en un dibujo o un grabado. A este respecto no debe olvidarse que la utilización de motivos decorativos de procedencias diversas y dispares era algo frecuente en la tradición decorativa más inmediata. Sin embargo, la capacidad para aplicar estos nuevos motivos decorativos no era solamente una cuestión de habilidad artesanal. La composición de una portada exigía un conocimiento de los órdenes, principios de composición, proporción, modelos tipológicos y sobre todo, una idea unitaria de la combinación de los elementos del vocabulario en el proyecto. De ahí que, aunque los pormenores de la decoración, analizados como elementos aislados, puedan tener una apariencia renacentista o sigan más o menos fielmente algún modelo italiano, la organización arquitectónica del conjunto aparezca cargada de interpolaciones goticistas, soluciones compositivas tradicionales y de indecisiones e imprecisiones en el tratamiento de las relaciones de armonía y proporción.(...) Para que se establezca una recuperatio o, simplemente, la transposición de un lenguaje ya formado, como el desarrollado por la arquitectura italiana, es preciso un conocimiento, erudito y filológico, del modelo, de la teoría y metodología proyectiva que comporta la estructura del lenguaje. Los conocimientos que acerca de los modelos tuvieron los arquitectos que realizaron las obras que estudiamos, fue simplemente el de fragmentos de un lenguaje clásico. De ahí, que al proyectar sus obras partiendo del conocimiento parcial de ciertos temas intenten llegar a la complejidad del sistema planteándose de forma habitual, el proyecto desde los supuestos de lo que podemos denominar hipótesis figurativas de la invención en torno a la suposición de lo que es el orden y la norma del nuevo sistema. Se trata fundamentalmente del desarrollo, a través de un conocimiento elemental del vocabulario, de un «nuevo» tratamiento del retablo, la portada y el sepulcro, distanciadas de los modelos de origen o de la invención, de unos supuestos clásicos, de otros nuevos, hasta el punto de que podemos hablar de unas realizaciones «de nueva planta». De forma reiterativa, este fenómeno se pone claramente de relieve cuando se trata de proyectar los nuevos repertorios a una tipología de la que no se dispone de modelos concretos o éstos no derivan de una experiencia directa en la nueva arquitectura. (...) Esta labor de los decoradores que introduce las notas de renacentismo estudiadas se produjo en torno a unas tipologías de acentuado carácter escultórico y decorativo que habían tenido un gran desarrollo y énfasis en la arquitectura preexistente, como la portada, el retablo y el sepulcro. La portada se convirtió para los arquitectos en una auténtica prueba y laboratorio de experimentación de la asimilación de la nueva arquitectura. Estos ensayos se plantearon en la mayoría de los casos como un ejercicio independiente de la estructura del edificio. Con frecuencia según hemos visto, para el desarrollo de una portada se recurrió a modelos preexistentes, desarrollándolos de acuerdo con las nuevas formas italianas; esta solución, en algunos casos llegó a convertirse, por la presencia cada vez más sensible de elementos clásicos en una auténtica traducción de esta tipología de un lenguaje a otro. Pero en otros, para el desarrollo de una portada no se recurrió, como en algunos de los ejemplos estudiados, a una transformación o adaptación de la tipología de portada preexistente, o a la reproducción de modelos italianos, sino a su configuración a la manera de un retablo en el que se concentran los aspectos decorativos del edificio. Hasta el punto de que se ofrecen como una labor de entalladores en piedra; prácticamente es su disposición y función en el edificio -y no su tipología- los que la definen como portada.(...) El problema que acabamos de comentar, relativo a las portadas, debe ponerse en relación con el del tratamiento dado al concepto de fachada. En torno a ésta se desarrollaron dos soluciones que ponen de manifiesto las dificultades que planteó resolver, de acuerdo con estos planteamientos, la articulación de esta parte de los edificios. Hay que tener en cuenta que, en la arquitectura del gótico final, como tuvimos ocasión de ver, «se fue perdiendo poco a poco el concepto claro y estructural de las fachadas, avanzando peligrosamente por el camino del enmascaramiento». De alguna manera este problema se extendió a las obras que estudiamos con el agravante de que la integración de los modelos, supuestamente renacentistas, hacían mucho más complejo el engarce con la estructura gótica del edificio. La solución más simple, según hemos visto en varios de los ejemplos estudiados, fue la de proyectar una portada como elemento independiente y autónomo, en el que se condensa la decoración. La fachada de la Universidad de Salamanca es un ejemplo arquetípico de esta opción. La fachada se entiende como cierre y portada, que traduce en «clásico» una solución generalizada en la época de los Reyes Católicos. Pero la portada adquiere la categoría de un organesmo figurativo autónomo que en nada refleja la estructura del desarrollo arquitectónico interior. La fachada supuso en este caso la «adaptación» de una tipología propia de la arquitectura anterior que,

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posteriormente, lejos de ser sustituida por otra estrictamente clásica, se entendió como un modelo para otras realizaciones como la fachada de las Escuelas Menores. La recuperación del sentido normativo del orden En las páginas anteriores hemos tenido ocasión de comprobar como en la arquitectura española de las dos primeras décadas del siglo XVI, se produjo un fenómeno de indeterminación estilística que inicia su desaparición a partir de los años veinte. Desde estos años se aprecia un replanteamiento en la utilización del vocabulario y de la sintaxis clásica. En diferentes realizaciones la arquitectura comienza a dejar de ser una suma de experiencias basadas en la hipótesis para convertirse en un lenguaje que tiene su fundamento en una serie de principios normativos. En realidad, se trata de la recuperación del sentido normativo del orden basada en un conocimiento de la teoría renacentista, de los monumentos de la Antigüedad y de las realizaciones clasicistas italianas. En estos años se pasa de la transgresión involuntaria de los componentes de la arquitectura, a la aplicación coherente de sus principios. Pues, no se trata solamente de la liberación de los elementos góticos, de superar la «mezcla» de romano con moderno, sino de corregir la errónea e hipotética aplicación de los clásicos. Lo que, por el contrario, sí se produce, es el recurso consciente -a veces obligado- de la licencia, como solución a la limitación que, en determinados casos, pudo ejercer el peso de una estricta normatividad clásica. Una nueva generación de arquitectos acomete un nuevo desarrollo de la arquitectura desde los supuestos de una organización normativa y clasicista. Es el caso de Siloé, Machuca, Francisco Florentín, Quijano o Rodrigo Gil. El clasicismo de Siloé supone la incorporación de un pensamiento clasicista capaz de proyectarse en distintos requerimientos, como es, en Granada, la formulación de la tipología clasicista de catedral, mientras que Machuca propone un nuevo desarrollo clasicista de la tipología de palacio y la integración de este lenguaje como arte oficial.(...)

Parte segunda Tradición y modernidad, 1526-1563 Alfredo J. Morales Capítulo IV La nueva imagen del poder, las obras reales Carlos I pasa los años iniciales de su reinado en sus estados de Flandes. Será allí, en 1522, donde se inicie su relación con la arquitectura, al mandar construir una gran capilla, todavía gótica, en el palacio de Bruselas. Pero, lamentablemente, tan prometedora actitud por parte del joven monarca no va a tener continuidad. Sólo en 1526, cuando visita Granada y decide transformar la acrópolis nazarí en un gran centro palaciego, símbolo del nuevo estado, o cuando elige la catedral de dicha ciudad para que le sirva de panteón, parece proseguir la línea antes apuntada. Sin embargo, parece que son los cortesanos que rodean al monarca los que en realidad patrocinan la conversión de la ciudad granadina en el gran centro áulico del Imperio. La complejidad de éste y la multidireccionalidad de sus empresas van a impedir que Carlos I se ocupe, como después hará su hijo, de organizar una auténtica política cultural. No es que el Cesar Carlos se desentendiera por completo de las cuestiones artísticas, es simplemente que las manifestaciones de su interés por dichos temas van a ser escasas. Pero eso sí, las pocas veces que afloren lo harán en una dirección marcadamente clásica y sabiendo el valor simbólico que tal opción suponía. Un aspecto que no puede olvidarse es el carácter itinerante de la corte imperial. Esto explica, en buena medida, el parco desarrollo de las empresas arquitectónicas del emperador en relación con el nivel que alcanzarían las de artes plásticas. Evidentemente éstas tenían la virtud de ser fácilmente transportables, especialmente cuando se trataba de pequeñas piezas razón que favoreció el elevado número de encargos de las mismas y la existencia de importantes y valiosas colecciones de éstas. No obstante, parece haber una prueba del interés de Carlos I por los programas constructivos en el ordenamiento para las obras reales de 1537. Mediante el mismo se designó a Alonso de Covarrubias y a Luis de Vega como maestros mayores de las mismas, a la vez que se procedió a organizarlas administrativa y técnicamente. Era ocupación de dichos artistas inspeccionar, trazar y efectuar las obras necesarias en las diferentes residencias regias, a la vez que ajustar los precios de las mismas y re-

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dactar las condiciones con que deberían realizarse. Gracias a este ordenamiento se sentaban las bases para el desarrollo de un arte áulico, unitario y en cierta medida uniforme, de innegables valores simbólicos. Coincidió este hecho con el momento de mayor gloria del emperador, a su regreso de la campaña de Túnez y de su viaje a Italia, cuando España se confirmaba como cabecera del amplio imperio. Sin embargo, los problemas surgidos en el mismo le impidieron dedicarse con asiduidad a la dirección y supervisión de las tareas constructivas. Será su hijo, el príncipe Felipe, quien junto con la regencia de los reinos de Castilla y Aragón, reciba la misión de fundamentar y potenciar una auténtica política de construcciones. Entre los años 1540 y 1559 el futuro Felipe II va a imprimir a las obras reales un ritmo acelerado, favoreciendo la búsqueda de un clasicismo arquitectónico y aprovechando estas tareas para profundizar en sus conocimientos de la teoría y práctica constructiva, lo que le sería de gran ayuda a la hora de erigir el gran Monasterio de San Lorenzo. Gracias a la continua dedicación del príncipe y a su afán organizador, las obras reales van a responder a un programa muy unitario, que servirá, a su vez, como punta de lanza en la renovación estética de la arquitectura española del quinientos. La instauración en 1545 de la Junta de Obras y Bosques y la consiguiente modernización administrativa de los Sitios Reales va a dotar a cada una de las casas reales de un cuerpo de funcionarios dedicados, con exclusividad, a informar del estado de las obras emprendidas en cada una de éstas. Buena parte de los programas iniciados en dichos Sitios en vida del emperador, dada su complejidad y volumen, no se finalizarían hasta después de fallecer el Cesar Carlos. A pesar de ello, dichas obras sentaron las bases de las posteriores actuaciones e iniciaron el interés de la Corona por la zona central de la península, que culminaría en el sistema de residencias reales que se distribuyeron por el entorno de Madrid y de El Escorial, en tiempos de Felipe II. Analizar las obras reales supone, evidentemente, tratar de las casas del rey. Es bien significativo que deba hablarse en plural, es decir, que deban estudiarse varias residencias regias. Esto obedece, entre otras cosas, a la inexistencia de una capital como sede permanente del soberano y de su séquito. De hecho, Carlos V continuó con la tradición de la corte itinerante que habían practicado sus antepasados. Tal costumbre había dado lugar a diferentes alcázares, casas de campo y refugios de caza. Muchos de éstos sirvieron de morada al emperador, siendo reformados y sometidos a distintas obras. Al respecto, es de destacar que se trató de actuaciones tendentes a renovar antiguas estructuras medievales. Estas transformaciones fueron muy diferentes en su envergadura, dependiendo de la entidad del edificio y de su funcionalidad. Básicamente se trató de actuaciones puntuales, centradas en los elementos más significativos, los que mejor podían contribuir a ofrecer una nueva imagen del edificio, símbolo, a su vez, de la nueva monarquía. Así, las intervenciones se centraron en las fachadas y en los patios, ámbitos externos modernización unos, de transición los otros, pero siempre con un potencial de representación y de prestigio innegables. Tras aquéllas y en torno a éstos subsistieron muchas de las dependencias y salas preexistentes con sus tradicionales ornamentaciones, de evidente origen musulmán. Con respecto a las construcciones de nueva planta es significativo que la más representativa, el palacio de la Alhambra, se proyectase para servir de complemento a la residencia nazarí -que sería centro de la vida privada del monarca- , y que se destinase a escenario de las ceremonias y actos públicos de la corte. Parece con ello confirmarse el interés de la monarquía por ofrecer hacia el exterior una nueva imagen, sirviéndose para ello de la nueva arquitectura.(...) Capítulo VII La nueva imagen de la ciudad La arquitectura doméstica A la plasmación de la nueva imagen urbana, contribuyó poderosamente la renovación del caserío. Fueron los Mendoza, con su arquitecto Lorenzo Vázquez, quienes iniciaron el proceso en los años finales del siglo XV. Mediado ya el quinientos eran muchas las familias nobiliarias que contaban con una residencia acorde con su abolengo y en la que se asumían correctamente o se adaptaban, no sin cierta libertad, los postulados renacentistas. Tales edificios constituían auténticos hitos en un contexto urbano de evidente sentido medieval. Las nuevas construcciones ofrecerán pocas novedades planimétricas, siendo su principal aportación la búsqueda de la regularización geométrica del conjunto y la plasmación de esquemas simétricos y sometidos a ejes rectilíneos. Cobrará especial importancia el patio, tanto por su tratamiento monumental como por su evidente correlación con la fachada de la que, en muchas ocasiones, se convertirá en una prolongación. (...)

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El nexo de unión entre el patio y el exterior de la casa, es el zaguán. Contrariamente a la costumbre medieval que producía accesos en recodo, ahora se colocará a eje entre la fachada y el patio, facilitando la contemplación de éste desde la calle. Como elemento recibidor y primero del espacio interno contará con un cuidado diseño que se manifestará, principalmente, en su cubierta. Esta variará según las áreas geográficas y con el transcurso del tiempo, evolucionando desde las estructuras de madera hasta las soluciones abovedadas. Tras el zaguán se abre el patio, centro organizador de toda la casa. Obedece a tipologías diversas, pudiendo aparecer porticado en uno o más de sus frentes, o en ninguno de ellos, si bien los de mayor monumentalidad ofrecen galerías en sus cuatro lados. También en alzado se advierten múltiples posibilidades, encontrándose ejemplos con una sola altura, con dos e incluso con tres. Las galerías pueden ser adinteladas o presentar arcos, siendo éstos mayoritariamente de medio punto, aunque no faltan los peraltados y rebajados. Los esquemas adintelados se usaron con notable frecuencia en residencias de tipo medio, como pervivencia de soluciones mudéjares. En estos casos tanto los pies derechos como las zapatas son de madera, material en el que están realizados los antepechos de los corredores altos. Así sucede en numerosos ejemplos granadinos. (...) El empleo de arcos en las dos plantas del patio fue la solución más generalizada. Lo normal es que exista igual número de vanos en ambos pisos, aunque también es frecuente encontrar duplicados o triplicados los de la galería alta.(...) Para cubrir las galerías se recurrió habitualmente a los artesones y a la viguería de madera. A veces, entre las vigas pueden aparecer bovedillas y, en algunas áreas, ladrillos o azulejos dispuestos según la técnica denominada por tabla. Idénticos sistemas se emplearon en las rinconeras de los patios, si bien con cierta frecuencia estos espacios aparecen abovedados. El uso de bóvedas a lo largo de todas las galerías fue caso excepcional. (...) Otro elemento que adquiere especial desarrollo dentro de las casas es la escalera. De ser un simple elemento de comunicación entre las distintas alturas de un edificio, se transforma en pieza clave del conjunto. Dejando a un lado el caso excepcional de los palacios reales, se trata de escaleras de tipo claustral, cuya caja adquiere a veces tal monumentalidad que determina volúmenes emergentes o auténticos torreones. Así ocurre con la existente en la sevillana Casa de Pilatos, que se cubre a la manera tradicional, con una media naranja de madera apoyada en trompas de mocárabes. Estructuras lígneas para cubrir la caja de escalera son las habituales en las zonas de fuerte implantación mudéjar, caso de Granada y Aragón. Aquí, además, suele aparecer una galería abierta circundando la techumbre.(...) De las dependencias que configuran las casas españolas del siglo XVI, es evidente que las más importantes se solían ubicar en el piso principal. El bajo lo ocupaban habitualmente las bodegas, caballerías, establos y demás servicios de la vivienda. En algunos casos también se encontraba en la planta inferior la capilla, como en las sevillanas casas de Pilatos y de las Dueñas, aunque es más frecuente situarla en el piso noble. Por este se distribuyen las cámaras, comedores, dormitorios, estudios, etc., además de baños y cocinas, que también aparecen en la planta baja. Por lo general los pisos bajos se cubren con alfarjes, aunque no es raro encontrar cielos rasos ocultando la viguería del suelo superior. En las habitaciones altas se podía recurrir a las armaduras de madera, ya que no existían impedimentos para su desarrollo en altura. Aunque se conservan pocos ejemplos, era frecuente decorar con pinturas los techos de las habitaciones que no tenían cubierta de madera Exteriormente las construcciones nobiliarias destacan por su apertura hacia la calle y por el aspecto ordenado de sus fachadas. Lo primero se logra mediante la multiplicación de vanos, lo segundo organizando los muros y componiéndolos simétricamente. En todo ello fue determinante la presencia de cornisas para separar las plantas y la incorporación de pilastras y semicolumnas para modular los paramentos.(...) El centro de las fachadas suele ocuparlo la portada. Con bastante frecuencia ésta presenta esquema de arco triunfal, configurándose como eje de la composición. El rigor y la simetría caracterizan la distribución de huecos, si bien la funcionalidad de las dependencias interiores al manifestarse en fachada provocará ciertas licencias y anomalías. Frecuentemente la portada supera los márgenes del piso bajo, desarrollándose en altura hasta englobar la planta superior e incluso sobresalir de la línea de cornisas, presentando la forma de portadaretablo.(...) Los temas heráldicos son habituales en la ornamentación, figurando bien sobre los huecos o flanqueando el vano superior. Junto a ellos pueden aparecer otros motivos iconográficos, componiendo un programa de valor simbólico destinado a ensalzar al propietario de la vivienda. En cuanto a la forma de los huecos varía según la región y las peculiaridades del material empleado. (...)

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Idéntica variedad se aprecia en el tipo, formato y ornamentación de las ventanas. Tal vez lo más llamativo sea la existencia de ventanas y balcones angulares.(...) Un elemento que con cierta frecuencia suele estar presente en las casas renacentistas de la nobleza son las torres angulares. Está claro su origen medieval, teniéndose por reminiscencia de las viviendas fortificadas de épocas anteriores. Sin embargo, tal apreciación no puede entenderse como norma general. Es posible que así ocurriera en los ejemplos más antiguos, pero a mediados de siglo y, sobre todo, tras las obras de los alcázares reales y El Escorial, su presencia es muestra de un manifiesto deseo de ostentación por parte de los propietarios de las viviendas. Una sola torre o más frecuentemente la presencia de dos torres angulares, con lo que se acentúa la composición simétrica de la fachada principal.(...) La arquitectura religiosa Si en los edificios de carácter religioso de principios del siglo XVI el Renacimiento se va a concretar en la incorporación de una decoración italianizante a estructuras que técnica, compositiva y espacialmente permanecen fieles a la tradición gótica, mediada la segunda década del siglo se crean ya organismos completos o composiciones aisladas en las que se aprecia una paulatina asimilación del léxico clásico. El mayor o menor grado de corrección en el empleo del nuevo lenguaje varía según las áreas geográficas, habiendo incidido en ello, decisivamente, la presencia en determinadas zonas de obras y maestros italianos desde fechas tempranas y las creaciones e influencias de los artistas españoles formados en el conocimiento de unos u otros. Indudablemente la continuación de las colosales empresas edilicias heredadas del pasado -caso de las catedrales- , y la formación de tipo tradicional recibida por numerosos maestros canteros favorecieron la vigencia de los esquemas góticos, hasta el punto de encontrar formulaciones completamente tradicionales en obras correspondientes al último tercio de siglo. No obstante, el afán renovador de las autoridades e instituciones religiosas y la continuada labor de mecenazgo, tanto del clero como de la nobleza, dieron lugar a una serie de edificaciones en las que triunfó el modelo clásico. Pero junto a las construcciones que obedecen a una de las dos estéticas, gótica o renacentista, existen numerosos edificios en los que se da una singular convivencia de ambas. Tal circunstancia se advierte, de manera especial, en los templos parroquiales iniciados en estilo gótico durante el reinado de los Reyes Católicos y aún por finalizar cuando comienzan a generalizarse los postulados renacentistas en tiempos de Carlos V. En estos casos es frecuente que las estructuras básicas y la concepción espacial del conjunto sigan siendo góticas y que a ellas se agreguen elementos aislados, como portadas, torres o capillas, que obedecen a la gramática clásica. Desde luego estas últimas composiciones no lograron transformar por completo las bases góticas de los edificios, pero su valor emblemático y su contribución a la renovación espacial, tanto interna como externa de las construcciones, fue indiscutible. En los exteriores, portadas, ventanas y torres, así como los volúmenes correspondientes a las sacristías y capillas mayores o a las secundarias abiertas en los muros perimetrales, concentraron fórmulas y ornamentos clásicos. En el caso de las primeras se insistió en el esquema portada-retablo, sin establecer nexos compositivos o figurativos con el muro preexistente, que le servía de soporte. Se obtenía con ello un acusado contraste, que resaltaba aún más la configuración de la portada, especialmente cuando se había labrado con diferentes materiales que los paramentos o con cantería de distinta coloración. (...) Además de estos esquemas retablísticos, las portadas ofrecen una gran variedad de formulaciones según las áreas y la cronología, aunque con bastante frecuencia se adoptó la fórmula del arco de triunfo.(...) En lo referente a las ventanas se asiste a una clara evolución desde las formas características del último gótico, hasta esquemas propiamente renacentistas que van del medio punto al vano termal, pasando por el hueco serliano. Esta transformación va unida al deseo de proporcionar mayor cantidad de luz a los interiores, una luz que, siguiendo los preceptos renacentistas, es blanca gracias a la presencia de vidrios transparentes en lugar de las tradicionales vidrieras coloreadas. Los ejemplos más antiguos sustituyen el típico vano gótico dividido por maineles y con gabletes, por un esquema más sencillo en el que los primeros se reducen a uno solo central, mientras los últimos desaparecen o se transforman en óculos y motivos curvilíneos.(...) Durante una fase posterior se emplearon los vanos arqueados que, en algunos edificios catedralicios se duplican o triplican. Más interesante es el empleo del vano serliano, una fórmula que se popularizó en tierras andaluzas. El hueco termal hace su aparición tardíamente, generalizándose gracias a Herrera y El Escorial.

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Un elemento que podía haber contribuido decisivamente a la transformación de la imagen visual de las ciudades españolas del quinientos fueron las torres. Sin embargo, se les prestó poca atención. La ortodoxa configuración de cuerpos superpuestos y decrecientes, a la manera italiana, fue prácticamente ignorada, excepto en el caso de la catedral granadina. Se prefirió mantener la tradicional planta cuadrada en todos los cuerpos, reservando las pocas novedades al campanario.(...) Frente al carácter macizo y algo monótono que generalmente corresponde a los cuerpos inferiores y que sólo es interrumpido por la presencia de algunas ventanas, muchas veces derivadas de motivos librescos, los campanarios resultan estructuras más aéreas y variadas. En algunas ocasiones se organizan empleando los órdenes clásicos, si bien frecuentemente se caracterizan por su forma ochavada y su mayor énfasis ornamental. A veces estos elementos se complican mediante la superposición de cuerpos decrecientes, poligonales o circulares, alcanzando considerable altura y una original silueta. Tales estructuras guardan una estrecha relación con las arquitecturas efímeras, tales como túmulos y monumentos eucarísticos y con las custodias procesionales. Frecuentemente las construcciones provisionales sirvieron de laboratorio artístico, de ensayo o experimentación para las obras definitivas. El aspecto externo de muchos templos medievales cambió radicalmente con la incorporación de capillas en los muros perimetrales y con la construcción de nuevas sacristías y capillas mayores en las que se emplea el lenguaje renacentista. (...) Las iglesias españolas construidas a lo largo del quinientos, salvo raras excepciones, no ofrecen cambios tipológicos. Habitualmente se recurrió a los tipos tradicionales y perfectamente experimentados, es decir, a las plantas longitudinales y a las disposiciones cruciformes. Fue introduciendo algunas novedades de carácter secundario en el modelo característico de fines del gótico, como fue posible lograr nuevos interiores. Dejando a un lado las magistrales creaciones de Siloé en la Catedral de Granada y el Salvador de Ubeda, sólo en obras de menor envergadura, como sacristías y capillas funerarias, es posible encontrar disposiciones centralizadas, acordes con los modelos que se generalizaron en Italia. Tanto en las iglesias de una como de varias naves, las primeras novedades se detectan en los ábsides, cuya forma poligonal fue evolucionando hacia la semicircular, tal y como se dijo. Esto llevó aparejado un tratamiento coherente de los muros y sobre todo el empleo de una bóveda acorde con los nuevos presupuestos estéticos. Se recurrió así a las bóvedas abanicadas y casetonadas o a las bóvedas de horno que frecuentemente adoptan forma avenerada.(...) En las iglesias de nave única las principales innovaciones consistieron en la eliminación del crucero y en la transformación de las capillas hornacinas. La supresión del primero fue habitual en las creaciones de Hernán Ruiz II, originando las llamadas iglesias de cajón, que tanta trascendencia tendrían en la arquitectura andaluza de etapas posteriores. Por lo que respecta a las capillas hornacinas, estas fueron progresivamente reduciendo su tamaño hasta convertirse en meros rehundimientos del muro destinados a alojar un retablo. Numerosos interiores conventuales edificados entre mediados del XVI y el primer tercio del siglo XVII, siguen tal disposición. Sólo las iglesias jesuíticas, casi a fines del quinientos, rompen con esta norma, dándose a las capillas hornacinas un gran desarrollo, llegando incluso a intercomunicarlas. Con respecto al alzado de estas iglesias, es evidente el interés de los arquitectos por la articulación de los muros. Inicialmente se solía recurrir a un entablamento corrido, apoyado en ménsulas, si bien progresivamente se pasó a adosar semicolumnas o pilastras que acentuaban la fragmentación de la nave en tramos. Un nuevo paso hacia la consecución del modelo clásico consistió en la disposición de un arco entre dichos soportes, cuya altura varió a lo largo del siglo. Dicha fórmula aparecía ya en las creaciones de Siloé, generalizándose en toda la arquitectura española a partir de sus obras andaluzas. En cuanto a las cubiertas, se produjo una convivencia entre las fórmulas tradicionales y las innovaciones. Entre aquellas se cuentan las estructuras de madera, de tradición mudéjar, y las bóvedas de nervaduras estrelladas, características del último gótico. Entre estas se sitúan las bóvedas vaídas, originadas a partir de las góticas, como ha señalado Chueca, y de tanto arraigo en las tierras más meridionales de la península. La bóveda de arista fue escasamente utilizada y la de cañón, aunque con tempranos ejemplos en las obras de Siloé, no llegaría a generalizarse hasta Juan de Herrera. Las iglesias de tres naves, dejando a un lado las transformaciones en la cabecera antes comentadas, apenas presentan novedades con respecto a la tipología tradicional. Tanto en las que poseen naves cubiertas a distin-

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ta altura como en las «hallenkirche» o iglesias con planta de salón, los cambios afectaron a los soportes y a las cubiertas.(...) Un elemento de claro sentido renacentista como es la cúpula, tuvo en la arquitectura española una tardía introducción. hasta llegar a El Escorial, en donde se utiliza incluso con tambor, las iglesias españolas acostumbraron a emplear bóvedas simiesféricas sobre pechinas.(...) Parte tercera El estilo clásico, 1564-1599 Fernando Checa Capítulo VIII Una imagen definida y precisa, la arquitectura del rey Aunque desde más de un siglo antes los Reyes de Castilla se habían planteado la creación de una serie de edificios civiles y construcciones religiosas que fueran sede de su corte y representativos de su poder, la idea no adquiere cuerpo definitivo hasta los años en que el joven Príncipe Felipe toma las riendas del gobierno y decide continuar y concluir las empresas arquitectónicas iniciadas por el emperador. Como es bien sabido, ya los Trastámara habían sembrado de pequeñas construcciones, cazaderos y palacios, la región del centro de la Península; por su parte, Pedro el Cruel había levantado el suntuoso palacio de Sevilla, los Reyes Católicos habían planteado en varias ocasiones el tema del palacio-convento y, ya entrado el siglo XVI, Carlos V había iniciado el levantamiento de una obra de proporciones colosales junto al Palacio de la Alhambra. Pero en los años cuarenta de esta centuria el problema de un asentamiento cortesano estaba sin resolver, los palacios, incluso el de Granada, sin terminar y, lo que es más importante, sin determinar una sede fija que conllevase una idea de ciudad, de palacio y, en suma, de arquitectura que sirviera de representación a la Monarquía Católica. En paralelo al problema político subsistía el específicamente lingüístico. Realizaciones de envergadura como la Catedral de Granada o el Palacio de Machuca permanecieron como episodios aislados y, a pesar de los esfuerzos meritorios de una pléyade de arquitectos que procuraron sacar a la arquitectura renacentista española de los excesos de su inicial fase decorativista, un clasicismo al que pudiera darse el nombre de tal continuaba sin hacer su aparición en la Península Ibérica. La base teórica de la profesión continuaba siendo muy pobre y no existía una estructura burocrática que permitiera el planteamiento de una figura de arquitecto que pudiera ponerse en paralelo con lo que venía sucediendo desde hacía muchos años en la cercana Italia. Éste es el papel que Felipe II va a cumplir en el debate arquitectónico español del siglo XVI, del que acabará convirtiéndose en su principal «factotum». Una idea política obsesiva, continuar, desarrollar y engrandecer la herencia de su padre; el encontrarse con una infraestructura planteada, pero sin consolidar (los palacios de los Trastámara y los de Carlos V); y un personal interés por las cuestiones artísticas y arquitectónicas a las que concebía con criterios de la mas estricta modernidad, son los factores que, en un primer momento, explican las proporciones de un programa que dejará una profunda huella en la arquitectura española de finales del siglo XVI. La depurada educación del Príncipe y su intuición de que sólo mediante el clasicismo podía encontrarse un lenguaje controlado y representativo, harán el resto. Los orígenes de la preocupación arquitectónica de Felipe II: primeras lecturas y viajes de juventud Cuando el Príncipe Felipe cumple quince años, en 1541, su preceptor, el humanista Juan Calvete de la Estrella compra al librero Juan Medina el tratado Medidas del Romano, de Diego de Sagredo. Al año siguiente, adquiere la Geometría y la Arquitectura de Durero. El mismo año de 1541 pasan a la biblioteca del Príncipe varios ejemplares de Vitruvio, un Sebastián Serlio, «en Toscano que trata de arquitectura», la Esfera de Orontio Fineo, un libro e Euclides y otro de figuras de arquitectura. Más adelante en 1547, la biblioteca se redondea en este aspecto con las adquisiciones de más libros de Euclides, de Monterreggio la Esfera de Sacrobosco y las obras del matemático Fineo, De quadratura, Sphera, y Aritmética. El estudiar bajo el título «La arquitectura del Rey» uno de los capítulos esenciales del debate arquitectónico del Renacimiento español implica el reconocimiento explícito del papel decisivo que la figura de Felipe II, a partir de sus tiempos de Príncipe de España, tuvo en el desarrollo de la misma. La presencia en la biblioteca del joven Felipe de los libros arriba señalados es suficientemente demostrativa de los intereses estéticos que, ya des-

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de un primer momento, estaban siendo formados en el camino del clasicismo por el que se encaminaba la corte española. Vitruvio, Serlio, Durero y Diego de Sagredo (del que el mismo año de 1541 había salido la edición lisboeta de su pequeño tratado), nos hablan de la intención de introducir los elementos de la gramática de la antigüedad en la arquitectura de nuestro país; por otro lado, la presencia de obras de Euclides, Sacrobosco, Oroncio Fineo, Monterreggio y la misma Geometria de Durero, inserta el debate en un parámetro geométrico, matemático, estrictamente científico, del cual, como veremos, no va ausentarse el propio lenguaje arquitectónico, ya sea en las propuestas de los ingenieros, ya en el carácter de rigor y despojamiento de las realizaciones más importantes de la arquitectura regia. Junto a estas posibles e iniciales lecturas, de lo que no cabe ninguna duda es de la influencia que los viajes por Italia y, sobre todo, por el Norte de Europa van a tener en el joven príncipe. Su primera salida, que abarca los años 1548 a 1551, el «felicissimo viaje» como lo denomina Calvete de la Estrella, supuso el contacto de Felipe no sólo con los Países Bajos, sino también con Italia y parte de Alemania. El séquito del Príncipe, y él mismo, se sintieron impresionados por el carácter laberíntico del Palacio del Té en Mantua, ante los jardines de Heildelberg por los que paseó el futuro Felipe II, y con los artificios mecánicos para subir el agua y el carácter de fortaleza de determinadas construcciones flamencas. Del palacio de Bruselas, en el que residió el mayor tiempo de su viaje, y en donde, tras su juramento, «se recreó y entretuvo... en ver las claras fuentes, que ay en lo alto y en lo baxo d'ella», se destaca sobre todo la presencia de un «jardín cercado, que se dice la Folia, en la qual ay hechas de los mismos árboles con gran ingenio y arte tantas y tan extrañas obras y lindezas, que es cosa increyble la frescura d' ella con tantas huertas, calles, entradas y salidas, salas, cerraderos, retretes, que es otro labyrintho de Creta, con muchos estanques, fosos y fuentes». Entre 1554 y 1559 Felipe volvió a salir, y ya por última vez, de la Península Ibérica. Ahora es Inglaterra el país donde mayor tiempo reside con motivo de su matrimonio con María Tudor, pero también son los Países Bajos su lugar de residencia. Según los cronistas, el Rey y su corte se sintieron fascinados en su estadía inglesa por determinadas casas de campo y sus jardines, en los que se sintieron como sumergidos en el mundo de las novelas de caballerías; otra vez los jardines y residencias campestres, es decir, dos de los motivos que más estaban interesando al Rey y a sus arquitectos vuelven a ser el centro de atención de la corte, ya que, sin duda, el mundo de estas residencias inglesas, con sus prados y jardines, debió de actuar de manera poderosa en la mente del joven Rey, pues constituye una de las raíces de su gusto por estos elementos y su aparición en la corte. Testimonio excepcional de este interés es el famoso informe que Gaspar de Vega envió «sobre los palacios de Francia, que vio a su vuelta de Inglaterra» encargado por Felipe y escrito el 16 de mayo de 1556. Si de los edificios de Flandes sólo se fija en el palacio de Binche, «pedaco de edificio el mejor labrado y tratado que yo aca ni alla agora e visto», la relación detalla mejor las obras de Francia que el Rey no conocía; del Louvre de París, edificio costosamente labrado «de buena arquitectura y mucha ymagineria y talla por las partes de fuera», critica su escalera, de Saint-Germain-en Laye alaba los terrados y tejados, su buen parque y abundante caza, del de Madrid opina que «en la manera de los cubos y torres retira un poco por defuera el quarto del campo de la casa de V. Mag. en Madrid». De igual forma cuestiona severamente el de Fontainebleau, pues no le contenta su aspecto exterior, la inexistencia de buenas escaleras, y el hecho de que «todo el edificio (está) desbaratado», aunque «por de dentro tiene buenas fuentes y guertas y gran parque y gran gercuyto de monte; dizen que ay en el mucha caça». Del informe de Gaspar de Vega podemos deducir varios aspectos que iluminan los inicios de la preocupación regia por la arquitectura. Por un lado, el interés por unas construcciones alejadas lingüística y tipológicamente del clasicismo italiano nos explica ciertos caracteres de las soluciones de la corte española; se trata además de casas y residencias de campo con abundante caza, y esta ocupación, así como el hecho de encontrarse inmersas en medio de la naturaleza, serán unas de las preocupaciones esenciales de Felipe II; el cuidado por las escaleras será uno de las principales en la experimentación tipológica de los palacios reales españoles (Alcázar de Madrid Toledo, El Escorial, Valsain); por fin, es de resaltar el interés por las cubiertas, que dará un tono tan peculiar a las edificaciones. A pesar de que se ha señalado la repercusión de la arquitectura palaciega francesa sobre los palacios filipinos, el informe de Gaspar de Vega termina afirmando que «vistas estas casas, que son las mejores de todo lo que ay en Francia, yo tomé mi viaje derecho para España, porque quien viene de Flandes no me parece que ay que decir de los pueblos, y aunque ay en el camino algunos muy buenos, pero todo lleva la policía de Flandes». En efecto, fue Flandes y su arquitectura los que se llevan la palma en los gustos arquitectónicos de estos momen-

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tos en los que la figura principal del entorno arquitectónico regio es Gaspar de Vega. El propio Rey redactaba cédulas desde Flandes en 1559 indicando como quería que «el tejado de las caballerizas de Madrid queremos que sea también de pizarra, y de la facción de los de acá», y que había acordado «que los tejados de las casas del bosque de Segovia y de Aceca se hagan de pizarra, a la manera de los destos estados», para lo que envía pizarreros flamencos. Y ya en España, el 16 de julio de 1562 ordenó «que los tejados de nuestra casa del Pardo se deshagan de como agora están, y tornen hacer de nuevo cubiertos de pizarra, al modo de Flandes». No es por ello descabellado hablar en estos momentos de una verdadera «fase flamenca» en la arquitectura de Felipe II. Juan Bautista de Toledo y la encrucijada de 1560 Aunque algunos de los protagonistas de la primera etapa de las empresas constructivas todavía vivieron hasta los inicios de la década de los años setenta y superaron en edad al mismo Juan Bautista de Toledo (+ 1567), no cabe duda que la aparición de este arquitecto en el panorama constructivo español supuso un cambio cualitativo en la orientación estilística del mismo. Pero, como en todos los aspectos relacionados con la arquitectura, hemos de ver la mano del Rey como punto de referencia fundamental del proceso. En el año 1558 Felipe II vuelve a España tras el segundo de sus viajes por tierras del Norte y es partir de entonces cuando se hacen perceptibles una serie de cambios de enorme trascendencia. En los años finales de la década y en los primeros de la siguiente el Rey decide instalar la corte de manera definitiva en Madrid (1561), se dan los primeros pasos en el planteamiento y proyecto de su magna obra, El Escorial, se inician las obras del palacio de Aranjuez y comienzan a plantearse unos nuevos modos de intervención territorial. (...) En el proceso urbanístico, la figura de Juan Bautista de Toledo cumple un papel de primordial importancia, ya que a él, sin duda, se debe un total replanteamiento de la cuestión que tendía a considerar la nueva sede de la corte desde el punto de vista de una moderna ciudad-capital. (...)Es precisamente este aspecto el que, sobre cualquier otro, queremos destacar. Aunque la elección de Madrid, en el centro de la Península Ibérica, tiene claramente un sentido simbólico muy de acuerdo con ciertas ideas renacentistas, las intenciones de Felipe II y sus arquitectos van por caminos más prácticos. En realidad, y como veremos mas adelante, se está planteando una verdadera ciudad-máquina, en la que el papel de los ingenieros es tan importante, o más, que el de los arquitectos.(...) Empedrados a los que habría que unir la preocupación por las fuentes, las puertas de acceso y los bellos alrededores. En otro informe de estos años junto a noticias sobre la puerta de Balnadú, las fuentes para subir el agua al Alcázar, reparaciones en la salida de San Jerónimo que es «la mejor questa villa tiene para salir al campo», se dice «que porquesta villa es falta de buenas salidas para poderse recrear», se propone la creación de una por debajo de la zona del Alcázar. La fundación de conventos es otro de los rasgos típicos de la mentalidad contrarreformista; cualquier ciudad del orbe católico así lo reconocía y Madrid no iba a quedar al margen de ello.(...) En realidad, lo que se comenzaba a plantear desde la llegada de Juan Bautista de Toledo a la corte, era un verdadero plan general de intervención que iba a tener a Madrid y el Monasterio de El Escorial como ejes capitales. Y, naturalmente, junto a ello un profundo replanteamiento del carácter del lenguaje arquitectónico. En el rastreo de posible fuentes y concomitancias del proceso de depuración clasicista por el que atraviesa la arquitectura del reinado de Felipe II hay, naturalmente, que fijarse en Italia. Ya hemos mencionado el papel fundamental que el tratado de Serlio jugó en el proceso, pero, si queremos entender éste en toda su amplitud tendríamos que recurrir a otros lugares que, como las ciudades de Parma y Piacenza, estaban gobernadas por los Farnesio, familia unida por todo tipo de vínculos a la Casa Real española. En estos lugares, así como en las obras realizadas para ellos en Roma y sus alrededores, estaban patrocinando un tipo de arquitectura que comenzaba a expresar los ideales contrarreformistas en lo que estos tenían de sencillez, decoro y sentido austero de la forma. Arquitectos como Vignola y, sobre todo, Paccioto formularon en la segunda mitad del siglo una arquitectura en la que el lenguaje de los órdenes arquitectónicos comenzaba a ser despreciado, para ser sustituido por otro en el que el respeto al muro era ya total.(...) Esta arquitectura farnesiana desarrollaba y exasperaba el reductivo geometrismo de Vignola, cuya Regola delli Cinque Ordine d'architettura había sido publicada en 1562, y pronto fue utilizada como manual breve y sencillo por todo arquitecto que quisiera construir con arreglo a la gramática clasicista. Pero de Vignola, más que la utilización de sus imágenes de los órdenes se adoptaba la mentalidad reduccionista que tan bien expresó en el

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prólogo de su tratado, cuando hablaba «de sacar una regla en la que yo me sossegase». Y si en el tratadista el sosiego iba dirigido tanto al complejo experimentalismo miguelangelesco, como contra los excesos manieristas de Pirro Ligorio o Bernardo Buontalenti, en la mente de Paccioto y Juan Bautista de Toledo, como ejecutores del proyecto arquitectónico de Felipe II, la búsqueda de una regla y de un nuevo sentido de la arquitectura tenía como punto de referencia la crítica al peculiar recurso al gótico de maestros como Gil de Hontañón, las pervivencias de la fase decorativa de la arquitectura renacentista española e, incluso, la liquidación de los que hemos denominado «fase flamenca» de la arquitectura regia. La llamada al mundo de los Farnesio implica un paso decisivo en el proceso depurador de la arquitectura filipina. Con todo, es imposible negar la importancia que en ello tuvo la llegada de un hombre como Juan Bautista de Toledo, formado en los círculos sangallescos de Roma, que sugerían ya una severa crítica a las complejidades arquitectónicas de un Miguel Angel; la influencia de una obra como el Palazzo Farnesio de Roma tuvo en el Escorial no puede reducirse únicamente a la utilización de los órdenes de su «cortile», sino que ha de extenderse a su concepción de bloque cúbico, a su profundo respeto al bloque pétreo, a la ausencia de órdenes arquitectónicos en su exterior y a su articulación rítmica por medio del uso de los vanos. El planteamiento de un nuevo tipo de palacio El progresivo interés que, a medida que avanza el siglo, experimenta la Corte por las zonas del centro de la península, hizo fijarse a ésta en una serie de construcciones que, desde los antiguos tiempos de los Trastámara; habían servido de retiro y residencia palaciega. Concretamente dos edificios, los alcázares de Toledo y Madrid, comenzaron a ser apreciados por la corte del Emperador Carlos V y, más tarde por la de Felipe II. Y aquí, en estos edificios, es donde realmente se inicia un proceso arquitectónico que habrá de llevarnos a las depuraciones últimas del clasicismo escurialense. (...) La villa de placer y el jardín Siguiendo las ideas de Alberti y de los teóricos arquitectónicos de Italia, Felipe II diferenció con claridad los edificios destinados a palacio representativo, de los lugares destinados a un uso lúdico, ya fuera la caza, una de sus ocupaciones favoritas, ya el retiro y el apartamiento del mundo de la política. A través de construcciones como la Casa de Campo, el Pardo, Valsaín o Aranjuez, a las que se dotó de amplios jardines, se trataba de desarrollar una ideología antiurbana que se correspondiera con la idea de «otium» de los autores clásicos. De ello son clara muestra estas palabras de una anónima Relación de España, escrita en 1577, «se retira durante ocho o diez meses del año o Aranjuez, a San Lorenzo de El Escorial y al Pardo; goza allí de las distracciones del campo con la reina y con sus hijos en medio de una corte poco numerosa, y no teniendo cerca de él más que los ministros que le son necesarios. Hechos estos (los negocios de estado) tres o cuatro veces por semana va en carroza al campo para cazar con ballesta el ciervo o el conejo» Aunque los modelos ideológicos y culturales de este tipo de vida hay que rastrearlos en el mundo clásico y en la reinterpretación que del mismo se hizo en el Renacimiento italiano, las tipologías constructivas empleadas en la corte de Felipe II hay que buscarlas en la tradición española y en los modelos flamencos y franceses en la época que fueron vistos por el Rey en sus viajes de juventud, en el primero de los casos, y estudiados por Gaspar de Vega en su ya mencionado viaje por los Países Bajos y Francia. Recordemos que en su informe hace más hincapié en el entorno naturalista de los edificios que en su propia arquitectura y cuando, en el mismo escrito, se refiere a las obras españolas sucede algo parecido. De esta forma puede exclamar admirativamente, «estoy muy contento de siempre aver dicho que no ay otro Aranjuez en el mundo, ni otro bosque de Segovia, porque todos los bosques que por alla e visto, pareçe cosa de representación para con estos».(...) En El Pardo, en la Casa de Campo, en el Palacio Real de Valsain, así como en el ya mencionado de Aranjuez, Felipe II mandó levantar unos conjuntos jardinísticos sin parangón hasta el momento en España. (...) Por medio de la abundante documentación conservada al respecto nos damos cuenta cómo el Rey, en este tema de los jardines, siguió con preferencia los modelos de Flandes, aunque la ideología que tras ellos subyace hundía sus raíces en el mundo clásico y en Italia: la dialéctica entre naturaleza y artificio, entre artificio natural y naturaleza artificiosa, presente en la teoría estética del jardín italiano, aparece con toda claridad en el mundo arquitectónico de Felipe II. La relación arquitectura-naturaleza se nos aparece entonces como fundamental, y la ordenación ajardinada de la misma, en forma de jerarquización naturalista, se planteaba como una serie de pasos que iban desde el

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concepto paisajístico del jardín en las zonas mas alejadas de los edificios, a su estricta racionalización formal en la parte más cercana a los mismos (fosos, jardines secretos y jardines de patio). De esta manera, y en la parte más «salvaje» y menos formal, el bosque, los ingenieros y arquitectos del rey planteaban un entorno paisajista en el que los estanques jugaban un importante papel. Así sucedía en Aranjuez, la Casa del Campo, o, como todavía hoy es visible, en La Fresneda, conjuntos cuyo resultado estético final constituye uno de los más perfectos resultados del paisajismo renacentista europeo.(...) La finalidad de estas obras era muy variada e iba desde la concepción paisajística del jardín, a los puramente utilitarios de criaderos piscícolas y de pesca o de preservación del ambiente natural y la vegetación de los rigores del clima veraniego, sin olvidar los usos lúdicos de los mismos, que nos los enmarcan en el mundo propio del jardín manierista. En 1566 Algora informaba cómo los Reyes acudían a pescar a los estanques y que, «el príncipe cena aquí cada noche y nada un poco en el estanque de agua clara». Como decimos, conforme nos vamos acercando a los palacios, los temas naturalistas se hacen concretos, más formales, se abandona el mundo de los bosques de apariencia salvaje, para encontrarnos ante una naturaleza que ya podemos considerar ajardinada. Inclusive los estanques, como sucede en el de El Escorial, dejan de tener configuraciones irregulares para convertirse en pequeñas lagunas delimitadas por la arquitectura. Aunque cada uno de los jardines concretos se realiza de una forma distinta atendiendo a las características del lugar un rasgo común viene a definir a todos: frente al jardín en terrazas y desniveles de la Italia del Renacimiento, ante los palacios de Felipe II nos encontramos con un tipo a la flamenca, en el que el juego arquitectónico no es tanto el de proporcionar un marco perspectivo a la edificación, como el de rodearla de un mundo de parterres, en el que predomina es el conjunto multicolor de las flores, ordenadas por medio de formas geométricas. En el Monasterio de El Escorial, la adopción del dogma vitruviano de la relación entre arquitectura y naturaleza se retoma en la articulación a base de pilastras toscanas de los muretes de los jardines que rodean los jardines de ambos lados de la zona del palacio. En este episodio arquitectónico parece utilizarse la escala menor y abandonarse el sentido solemne y grandilocuente que domina el resto de la construcción, buscando la intimidad y el carácter rústico que requería un «giardino secreto» a la italiana; al contrario, en las distintas puertas que permiten la entrada a las zonas de la huerta del edificio, atribuidas a Francisco de Mora, el orden rústico, muy inspirado en soluciones serlianas se hace patente, monumental y plenamente expresivo de las cualidades «naturalistas» de la arquitectura. Si en la Galería de Convalecientes, o corredores del sol la arquitectura se hace aérea, ligera, con delicados juegos rítmicos de indudable sabor manierista, planteando el tema italiano de la «loggia», en el cuerpo basamental del Monasterio es donde la presencia de una determinada arquitectura hace referencia al carácter «fundamentalista» del edificio, «obra -dice Sigüenza- de las que por su grandeza solemos llamar romanas». La articulación de este muro rústico está muy cerca a determinadas propuestas del Libro IV de Sebastiano Serlio, que él mismo había vinculado a soluciones contemporáneas de la Villa Madama en Roma o la Villa Imperiale de Pesaro. La idea también puede ponerse en contacto con el renovado interés por la arquitectura romana: Sigüenza vincula con claridad a este mundo esta parte de la obra escurialense, por lo que habríamos de preguntarnos si Juan Bautista de Toledo, al plantearla no estaba reflexionando acerca de aquella idea tan renacentista de la Antigüedad como segunda naturaleza, remontándose a ella, y a su arquitectura más sencilla y grandiosa, como base, no sólo del edificio, sino de la propia disciplina. No olvidemos que en estos momentos arquitectos como Andrea Palladio mostraban un significativo interés por las subtrucciones de edificios clásicos, ,como es patente a través de sus dibujos del Templo de la Fortuna Primigenia de Preneste. La mayoría de estos conjuntos se adornaban de todo una serie de elementos decorativos en los que se hacía patente en forma clara la idea manierista de artificio. La naturaleza se hace, deliberadamente, tal, y aparecen grutas, montañas artificiales, esculturas de los dioses del Olimpo, fuentes, en un mundo que, debido a su carácter antinatural, lúdico y sorpresivo hacía las delicias de la corte de Felipe II. Arquitectura y ceremonia, fiestas y celebraciones en el reinado de Felipe II De entre los caracteres políticos que con mayor fuerza servían para individualizar a la Monarquía Católica ninguno quizá influyera más en la arquitectura que el de las ceremonias; inclusive un edificio como el Monasterio de El Escorial, para ser comprendido en toda su amplitud ha de ser observado también desde este punto de vista, pues ya desde su propio proceso de construcción, las fiestas y ceremonias constituían una prefiguración del

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resultado arquitectónico final, en el que una doble liturgia, la cortesana y la propiamente religiosa, adquirieron una relevancia decisiva. El sentido ceremonial y la rígida etiqueta se desarrolló, como es sabido, de una manera extraordinaria en la corte española. A partir de 1548, ésta introduce la complicada etiqueta de la Casa de Borgoña que a duras penas podrá ser eliminada por los Borbones del siglo XVIII; Felipe II la adoptó con tal entusiasmo que el embajador Lord Herbert de Cherbury pudo replicar al propio rey en una ocasión con la siguiente frase: «Vuestra misma Majestad es una ceremonia»: los ritos y la etiqueta se convirtieron en algo consustancial con la corte española y ayudaron a configurar ese peculiar fenómeno que fue la arquitectura áulica española del siglo XVI. Todo un protocolo complicado y muy reglamentado regía el mínimo movimiento público del Monarca. Conocemos «la orden que se tiene en las entradas que su Mageslad açe en las villas y ciudades que su magestad entra en publico» en donde se especifican los movimientos, trajes, acciones... ,que los reyes de armas habían de hacer en el momento de recibir al Rey, la composición del cortejo, el momento de llegar a la Iglesia, etc.; el documento es una buena muestra no sólo de lo específico del ceremonial, sino de lo determinante que eran las ubicaciones de los distintos estamentos en estos actos, en un hecho bastante influyente en algunos aspectos de la arquitectura. Pero quizá el lugar donde con mayor precisión y cantidad de información podamos estudiar este importante tema de la relación entre ceremonia y arquitectura sea en las descripciones de fiestas y entradas triunfales que se celebraron a lo largo del reinado de Felipe II; en éstas, y resaltando sólo algunas, basamos las líneas que siguen. En 1560, y con motivo de la llegada a España de la Reina Isabel de Valois, la Universidad de Alcalá de Henares levantó unas construcciones efímeras que nos ayudan a apreciar el sentido y la importancia incluso urbanística que adquirían estas celebraciones; un parque «que hazia como una calle, labradas las dos paredes como de piedra berroqueña (y) en alto desta un antepecho de balaustres muy bien labrados de follajes y molduras», era el elemento principal de esta construcción, al que se accedía por una puerta de treinta pies de alto por veinte de ancho, verdadero arco triunfal, que tenía su correspondencia en otro de similares características al final del trayecto. Este sentido urbanístico se hace aún más explícito en entradas triunfales posteriores en las que es la entera historia de la ciudad, su pasado mítico y los acontecimientos reales los que se unen con motivo de la exaltación monárquica; los recorridos, la inserción de los elementos de la arquitectura real junto con la efímera levantada al efecto, la importancia de un ceremonial que alcanza un significado urbano, son elementos que hay que destacar a la hora del estudio de esta importante parcela de la actividad arquitectónica. El ceremonial de la muerte estaba tan rígidamente estipulado como el de las entradas triunfales, y la colocación de los participantes y asistentes reglamentado hasta el mínimo detalle protocolario. Capítulo IX Arquitectura y ciudad en la España de finales del siglo XVI La ciudad española en los últimos años del siglo XVI La ciudad española del siglo XVI se adaptó con dificultad -hablamos desde un punto de vista urbanístico- a las novedades que proponía el Renacimiento. Unicamente intervenciones puntuales tendían a configurar, más desde el punto de vista de la imagen que desde cualquier otro, un nuevo concepto urbano que respondiera a las necesidades de regularidad y clasicismo que imponían los nuevos valores estéticos: y, ahora, en los últimos años del siglo XVI, aunque las intervenciones tienden a hacerse más frecuentes, los resultados efectivos finales no alcanzan, salvo raras excepciones, a plantear una ciudad que pueda responder al calificativo de «renacentista». (...) Hacia los años sesenta y setenta la ciudad española continuaba siendo, en esencia, una ciudad medieval. La importancia de las murallas, el abigarramiento del caserío del que sólo emergen como focos puntuales las iglesias, muchas de ellas todavía góticas, y, en menor número, los palacios, nos muestra un panorama que ha de ser calificado, repetimos, de medieval. Con todo, no hemos de olvidar que el cada vez más depurado lenguaje, producto de una cultura arquitectónica que, desde la corte, trataba de irradiar modelos basados en la regularidad y el orden se imponía siempre que hubiera ocasión de hacerlo.(...)

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La preocupación por el embellecimiento de la urbe comienza a generalizarse en los últimos años del siglo. A ello responden la apertura de paseos arbolados, alamedas y fuentes.(...) La ciudad de finales del siglo XVI, al margen de intervenciones puntuales en plazas, pequeñas zonas alrededor de edificios importantes y que se cualificaban por ellos mismos (añadamos los complejos urbanos en torno a catedrales como la de Sevilla o la de Segovia, en la que la importancia adquirida por la plaza situada en la cabecera del edificio moverá al cabildo a construir la portada de San Frutos que se encarga a Pedro de Brizuela), conservó, como estamos viendo, una tipología tradicional. Encerrada en sus murallas medievales, de éstas lo que únicamente pudo ser modificado fue, esencialmente su portada para adaptarla a los nuevos gustos del lenguaje clasicista imperante (las puertas de Bisagra y del Cambrón en Toledo). Pero, como vemos, no se trataba tanto de una remodelación del trazado urbano, como de la imagen exterior de la ciudad. En realidad, el debate que parecía plantearse a finales del siglo XVI se situaba muy lejos de los parámetros específicamente renacentistas de regularidad y orden de fuerte contenido utópico; abandonada, si es que en el caso español hubo alguna vez, cualquier pretensión de un orden utópico, la sociedad se planteaba unos lugares para vivir en los que la modernidad se veía reflejada a través de una serie de servicios que hiciera más cómoda y llevadera la vida de unas ciudades, por lo general, cada vez mayores, en las que la presencia de la iglesia, a través de parroquias y conventos, se hacía cada vez más fuerte.

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Arquitectura y mecenazgo. La imagen de Toledo en el Renacimiento Rosario Diez del Corral Garnica Alianza Editorial. Madrid, 1987 VI. La política hospitalaria en la España del siglo XVI En el siglo XVI surge en España una nueva idea de beneficencia que aúna determinadas necesidades planteadas por la ciudad en el marco de lo que se ha denominado la «mentalidad social» del estado moderno.90 Juan de Medina en su obra acerca del remedio de los pobres, expresa claramente la necesidad de que la administración sustituya a las órdenes religiosas como principal responsable del cuidado de los menesterosos: «Bien veo queste negocio es de governación y por consiguiente impertinente para que religiosos tratemos del mas ninguna cosa que sea para bien particular o común es impertinente a los que predican el evangelio.»91 Entre los anhelos más fervientemente sentidos por todos aquellos que aspiraban a un orden mejor estaba la extirpación de la lacra de la mendicidad. A lo largo del siglo cada vez preocupa más «la limpieza y ornato» de la urbe: «grande es el honor de la ciudad donde no se ve mendigo alguno», dice Luis Vives. El problema de los pobres suscitó continuas quejas y se decide recogerlos en lugares especiales donde se les dará comida y cobijo, exigiéndoles en contrapartida que no anden pidiendo por las calles. Vives, por su formación erasmista, propondrá la idea de redención de pordioseros y vagabundos por el trabajo, y lo que en el pensamiento de los humanistas de la primera mitad del siglo es todavía una utopía irrealizable se convierte en pragmatismo en las décadas últimas, de manera que Giginta y Pérez de Herrera proponen verdaderos programas orgánicos laborales para los recogidos.92 La anécdota referida en el Lazarillo de Tormes refleja perfectamente el sentir del momento: «... como el año en esta tierra fuesse esteril de pan, acordaron el ayuntamiento que todos los pobres extranjeros se fuessen de la ciudad, con pregón que el que de allí adelante topassen fuesse punido con azotes. Y assi, executando la ley, desde a quatro dias que el pregón se dio, vi llevar una procession de pobres azotando por las cuatro calles.»93 Al estudiar los hospitales del siglo XVI vemos perfectamente reflejada en su organización y en sus fines el nuevo concepto de beneficencia.94 Los enfermos no son en realidad el objeto principal de la asistencia hospitalaria sino sólo una parte de ésta y, a veces, no la más importante. Luis Vives define esta noción de forma muy precisa: «Doy el nombre de hospitales a aquellas instituciones donde los enfermos son mantenidos y curados, donde se sustentan un cierto número de necesitados; donde se educan los niños y niñas, donde se crían los hijos de nadie, donde se encierran los locos y donde los ciegos pasan la vida.»95. Durante la Edad Media la existencia del Camino de Santiago había hecho surgir en sus proximidades toda una red de albergues, residencias y hospitales que atendían las necesidades de los peregrinos. No existía, sin embargo, una tipología definida de hospital. Uría considera tres tipos: los alojados en casas particulares, otros mayores con distintas salas para hombres y mujeres, y los de planta basilical con camas dispuestas en las naves laterales, cuyo ejemplo más característico es el del Rey en Burgos.96 De la grandiosidad de este edificio nos da idea Bolañes Laffi cuando dice que: «Por sus proporciones parece otra ciudad de suerte que no creo halla otro igual en España; tiene cabida para dos mil personas y los peregrinos son muy socorridos en él, dándoles muy bien de comer y dormir».97 La multiplicación de hospitales en las ciudades era una de las características del medievo que los Reyes Católicos quisieron remediar fundiéndolos en uno general. Ello se refleja en la bula dada por Julio II en Roma el 6 de diciembre de 1507, por más que las repetidas peticiones de centralización que se suceden a lo largo de todo 90

Maravall, J. A. Estado moderno y mentalidad social. Madrid, 1972. Medina, Juan (Fray Juan Robles). De la orden que en algunos pueblos de España se ha puesto en la limosna para remedio de los verdaderos pobres. Salamanca, 1545, fol. A iiv. Hay edición moderna en 1965. 92 Giginta. Tractado de remedio de los pobres. Coimbra, 1579 y Pérez de Herrera, C. Amparo de pobres, 1598. 93 Lazarillo de Tormes. Madrid, 1952, pág. 179. 94 Díez del Corral, R. y Checa, F. “Typologie Hospitalière et bienfaisance dans l’Espagne de la Renaissance: croix grecque, panthéon, chambres des merveilles”. Gazette des Beaux Arts, marzo 1986. 95 Vives, L. Del socorro de los pobres. Brujas, 1525; ed. Madrid, 1974, tomo I, pág. 1392. 96 Vázquez de Praga, L., Lacarra, J.M. y Uría, J. Peregrinaciones a Santiago. Madrid, 1948. 97 Laffi, B. Viaggio a San Giacomo di Galitia e Finisterrae. Bologna, 1681, citado en Ibidem, pág. 178. 91

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el siglo nos indican el escaso éxito de estas disposiciones. El estado asumirá como una de sus funciones específicas el cuidado y la regulación de la asistencia hospitalaria, y a ello se deben tanto una serie de normas legales como la erección de hospitales de patrocinio regio. Los deseos unificadores de los monarcas cristalizan en sus grandes fundaciones: los hospitales reales de Santiago de Compostela y Granada, ambos de planta cruciforme. Es cierto que durante la Edad Media se habían dado algunos casos de agregación, como ocurrió en Mallorca mediante un privilegio del rey don Alonso, dado en 146598, pero es en el siglo XVI cuando estas disposiciones se hacen más frecuentes aunque, a pesar de ello, la pretendida unificación nunca se llevó a cabo totalmente.99 Las ciudades escogidas como sede de las dos fundaciones reales aludidas tienen unas características muy especiales. Santiago de Compostela es la meta donde confluyen todos, los peregrinos del Camino y donde las necesidades son, por lo tanto, mayores. Granada es la ciudad recién conquistada al Islam, cuyo alto valor simbólico hace que sea el lugar elegido por los propios reyes para su enterramiento. Junto a las fundaciones regias encontramos otras hechas por personas muy ligadas a la Corte, como el hospital de la Latina de Madrid, instituido por doña Beatriz Galindo, o el de Santa Cruz de Toledo, mandado erigir por el Cardenal don Pedro González de Mendoza. A pesar de que Carlos V no establecerá nuevas instituciones hospitalarias la tendencia continuará, siendo los casos más importantes los de San Juan Bautista, de Toledo y Santiago, de Ubeda, fundados respectivamente, por el cardenal Tavera y el obispo de Jaén don Diego de los Cobos. La preocupación renacentista por lograr unas ciudades cómodas y agradables suscita el problema de la ubicación de los hospitales. La legislación sobre la materia, tanto para la Península como para tierras americanas, es muy abundante. Una ley de Felipe II que data de 1565 indica como la razón de que los Justicias y Ayuntamientos funden hospitales en cada ciudad no es otra que el continuo pulular de enfermos llagados por calles, plazas y puertas de iglesias.100 Ya antes, en 1541, Carlos V había emitido una disposición para «que se funden hospitales en todos los pueblos de españoles e indios.»101 Pero la relación entre el hospital y la ciudad no se reducía a la importancia que el edificio alcanzaba dentro del núcleo urbano sino a la elección del lugar donde había de colocarse. Filarete indica como éste debe ser «bello e commodo»102 y Alberti precisa mejor sus cualidades deseables, insistiendo en que posea condiciones saludables, aire y agua limpios, y en que sea seco y pedregoso, limpiado por abundantes vientos y no quemado por soles. Estas ideas albertianas proceden evidentemente del tratado hipocrático «de los aires, agua y lugares»103, y las razones de tipo higiénico fueron determinantes a la hora de ubicar los hospitales extramuros de la ciudad. Como respuesta a la voluntad unificadora del estado moderno nos encontramos, en los últimos años del siglo XV y comienzos del siguiente, con la fundación de por lo menos cinco hospitales generales: los dos Reales en Santiago de Compostela y Granada, el de Santa María de Gracia en Zaragoza, otro en Valencia, y el de Santa Cruz en Toledo. Todos ellos adquirieron la planta cruciforme.104 Tres de ellos fueron obra de los dos hermanos Egas, Enrique y Antón.105 España se convierte en el país europeo al que la nueva tipología llega con mayor rapidez. Muchos de nuestros hospitales estaban vinculados el Hospital Mayor de Milán, obra de Antonio Averlino llamado el Filarete (…) y al del Santo Spiritu in Sassia de Roma106, que era uno de los ejemplos más importantes de la voluntad de reunir funciones anteriormente dispersas en un único espacio. Inocencio III origina esta gran fundación, al ceder la Escuela Saxonum al francés Guido de Montpellier y su nueva orden hospitalaria para su reconversión en un

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Mut, V. Historia del reino de Mallorca, por... 1650, tomo II, pág. 562. En Guadalajara tenemos siete. Núñez de Castro. Historia de Guadalajara. Madrid, 1653, págs. 84 y ss. En Valencia, diez: Teixidor, F. J. Antigüedades de Valencia. Valencia, 1895, tomo II, págs. 281 y ss. En una ciudad más pequeña, como Plascencia, tres: Alonso Fernández. Historia y anales de la ciudad y obispado de Plascencia. Madrid, 1627, págs. 233 y ss. En Madrid, nueve: Gonález Dávila, G. Teatro de las grandezas de la villa de Madrid, Corte de los Reyes Católicos en España. 1623. 100 Novísima recopilación, Lib. IV, ley III, Tíulo XXXVIII. 101 Leyes de Indias, Lib. I, Título IV. 102 Averlino, A. Trattato di architettura. Reed. Milán, 1972, pág. 299. 103 Hipócrates. Tratado de ayres, aguas y lugares. Reed. Milán, 1808, págs. 183-5. 104 Wilkinson, C. The hospital of Cardinal Tavera in Toledo. Nueva York- Londres, 1977, pág. 9. 105 Los hospitales de Santiago, Toledo y Granada son obra de los Egas. Ver Diez del Corral, R. “La introducción del Renacimiento en Toledo: el hospital de Santa Cruz”. Academia, 1986. Enrique Egas era maestro mayor de la catedral de Toledo. Azcárate, J. M. “Antón Egas”. B.S.A.A, 1957. El primer hospital trazado por los Egas es el de Santiago en 1499, el de Toledo hacia 1504 y el de Granada en 1504. 106 Palm, E. W. “Los hospitales antiguos de La Española”. Ciudad Trujillo, 1950. 99

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nuevo y gran hospital107. Su planta cruciforme fue construida por Baccio Pontelli entre 1474 y 1482, y consta de tres brazos que confluyen en un punto donde se encuentra el altar. Los documentos y testimonios de los hospitales españoles que han llegado hasta nosotros apenas mencionan el ejemplo milanés mientras que el del Santo Spiritu in Sassia, del que eran filiales más de cien establecimientos de nuestro país, aparece continuamente citado. Según Azcárate el hospital real de Santiago de Compostela fue concebido inicialmente con sólo tres naves que confluían en el altar108, de la misma manera que ocurría en el hospital romano. La perfección del tipo se alcanzará en Toledo y Granada, muy probablemente como consecuencia de una racionalización y regulación de algo que estaba en el ambiente italiano de la época más que por influencia directa del tratado milanés. En Italia, durante los años siguientes, se siguen haciendo propuestas distintas, siempre dentro de la misma tipología. El modelo postulado por Giorgio Vasari el joven, en su libro sobre la ciudad ideal, es un claro ejemplo de ello.109 Las razones de la adopción de este tipo de planta se basaba esencialmente en consideraciones de índole práctica, siendo la principal la cuestión higiénica. Con la colocación de las camas en distintas crujías se facilitaba en gran manera la ventilación a través de los patios. Otra de las ventajas era el ahorro de espacio, ya que el aprovechamiento de la superficie utilizada aumentaba al reducirse la parte destinada a la capilla. La división en cuatro patios tenía también la finalidad funcional de facilitar la colocación de los pacientes según el sexo, o de separar a los niños, locos o enfermos contagiosos. Por último la vigilancia se ve facilitada por esta disposición en crujías y se halla en el origen del panóptico, como modelo carcelario y de hospitales que se extenderá posteriormente por toda Europa y América.110 El lugar ocupado por la capilla tiene gran importancia. En Santiago fue colocada en la intersección de las tres naves por razones de visibilidad, pero la solución falló en la práctica ya que provocaba grandes corrientes de aire. En Santa Cruz de Toledo se decide situarla en el extremo de la crujía de entrada. En Granada el crucero constaba ya de dos plantas separadas de la misma manera que las crujías111 y, curiosamente, en el Hospital de la Sangre de Sevilla la iglesia desaparece del crucero para ubicarse en un patio. Junto a los hospitales de planta cruciforme los llamados hospitales-panteones alcanzan también un importante desarrollo en la España del siglo XVI. La idea de ostentación y prestigio alcanza cotas muy altas y la iglesia del establecimiento, concebida en parte como capilla funeraria, adquiere unas proporciones considerables con el propósito de glorificar al fundador que allí se entierra. Las críticas no se hicieron esperar y el autor del «Viaje de Turquía» así lo expone: - «Pues qué ¿decís que es vanidad hazer ospitales? - La mayor del mundo universo si han de ser como esos, porque el cimiento es de ambición y soberbia, sobre el qual quanto se armase se caerá... - Gentil refrigerio es para el pobre que viene de camino, con la nieve hasta la cinta, perdidos los miembros de frío, y el otro que se viene a curar donde le regalen, hallar una salaza desgrimir y otra de juego de pelota, las paredes de mármol y jaspe, que es caliente como el diablo, y un lugar muy sumptuoso donde puede hazer la cama, si trae ropa, con su letrero dorado enzima, como quien dize: Aqui se vende tinta fina; y que repartidos entre cinquenta dos panes, se vayan acostar, sin otra cena, sobre un poco de paja bien molida que está en las camas, y a la mañana luego si está sano le hazen una señal en el palo que trae, de como ya cenó allí aquella noche; y para los enfermos tienen un asnillo en que los llevan a otro hospital para descartarse dél, lo qual, para los pasos de romería en que voy, que lo he visto en un ospital de los sumptuosos d'España que no le quiero nombrar; pero sé que es real.» 112 Construcciones como el hospital Tavera en Toledo dieron origen a polémicas entre sus contemporáneos, como veremos posteriormente.

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Angelis, P. Inocenzio III e la fondazione dell’ospedales de Santo Spiritu in Sassia. Roma, 1943. Azcárate, J.M. “El hospital real de Santiago. La obra y los artistas”. Compostellanum, número 4, octubre- diciembre de 1965. Vasari, G. Il Giovane. La cittá ideale. Piante di chiese (palazzi e ville) di Toscana e d’Italia. Ed. De Roma, 1970, págs. 82-83. 110 Bonet Correa, A. “El hospital de Belén de Guadalajara (México) y los edificios de planta estrellada” en Morfología y Ciudad, Barcelona, 1978, págs. 112-135. Foucault, M. Vigilar y castigar. Ed. Madrid, 1978, págs. 199-230. 111 Sobre el Hospital Real de Granada ver la monografía de Félez Lubelza, C. El hospital Real de Granada. Granada, 1979. 112 Anónimo. Viaje a Turquía. Ed. Madrid, 1980, pág. 114. 108 109

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En esta tipología nos encontramos con edificaciones concebidas como ornato de la ciudad. La fachada, en el caso de Tavera o en el de Santiago en Ubeda, juega un papel predominante. La idea de pragmatismo cede ante la de prestigio, signo de los nuevos tiempos. Felipe II se interesó por la política hospitalaria, comenzando la edificación del hospital general de Madrid y promoviendo la de otros. Junto al rey varios funcionarios importantes se preocuparon del asunto: Giginta fundará el hospital de la Misericordia en Barcelona, y Fray Sebastián Villoslada, Francisco Contrerras, presidente del consejo de Castilla, y Fernando Carrillo, presidente del consejo de Indias, se ocuparán del hospital madrileño de la Concepción.113 En esta última década del siglo Giginta y, sobre todo, Pérez de Herrera propusieron la organización de labores para los que se encontraban recogidos. La insistencia de Herrera en que los niños huérfanos se inicien como personas más aptas para recibir educación- en un sentido nuevo del trabajo, es muy significativa al respecto y contrasta con la realidad del país, donde ciertas capas sociales empobrecidas consideraban esta actividad como algo vil y deshonroso. Bien claro habla de ello Domingo de Soto cuando señala la existencia de hidalgos desacomodados que no trabajan por considerarlo indigno y a los que, según su idea, la beneficiencia debe atender con más cuidado.114 Incluso, afirma Soto que numerosos españoles prefieren pasar hambre antes de hacer público su miserable pasar. Estas ideas redentoras motivarán a Pérez de Herrera no sólo a proponer un determinado tipo de hospital, sino también a aconsejar una concreción urbanística en el caso de Madrid: el derribo de algunas casas de poco valor que estaban en la delantera del seminario de Santa Isabel la Real para que se «haga y allane ahí una gran plaza, fabricándose a los lados ochenta tiendas, cuarenta de cada parte».115 Más extravagante es la indicación de su coetáneo Giginta de convertir el hospital en una especie de «quadra de las maravillas», dentro del gusto por lo raro, curioso y extravagante del Siglo XVI116: «... y siendo estas cuatro pieças distintas, y variadas en tanto lo que sea posible, podrán tambien en la una añadir diversos paxaros de la tierra que les prestaran quien los tenga mejores y mas lindos. En la segunda algunos papagayos... En la tercera podrán añadirse algunos micos, monas y gatos de Indias... En la quarta podrán tañer y cantar algunos ciegos hábiles ... Las ventanas de las dichas quadras (sic) han de estar sobre sendos corrales al mismo proposito, de los cuales en el uno aya gallinas de Indias, pavones, perdizes, codornizes y otras aves lindas y extrañas... En el segundo se pueden tener algunos venados y cabras montesas, liebres y conejos... En el tercero podra ser jardin de varios arbolitos, plantas y yervas extrañas, aunque no aproveche por mas curiosidad ... En los dichos jardines podran tener tambien algunos paxaritos. El quarto corral (sic) podra hazer vergel de varias flores curiosas, y si el lugar lo sufriere con un estanque en medio, que llegue debaxo de la ventana con sus peces, y algún par de cisnes, con otros paxaros de agua que sean parejos, como los ay en la yglesia mayor de Barcelona y cosas ansi». Los hospitales toledanos Durante todo el siglo XVI, Toledo fue reconocida como una ciudad con numerosos hospitales. En la primera mitad del siglo se levantarán dos más: el de Santa Cruz y el de San Juan, también llamado de Tavera por su fundador. En la segunda mitad nos encontramos con una voluntad de mejorar los ya existentes, ampliando el número de camas o adaptándolos para enfermos que padecían dolencias hasta entonces no tratadas, como es el caso del hospital de San Nicolás perteneciente a la cofradía de Jesús, dedicado a personas que sufrían hidropesía y tisis. A pesar de la cesación práctica de nuevas fundaciones a partir de 1540117, en los años siguientes se podía atender un número bastante mayor de personas gracias a las reformas introducidas. El cuidado de los enfermos y pobres no sólo se hacía en los hospitales. Las cofradías tenían un papel importante y, además, algunas instituciones tenían asignadas determinadas cantidades de dinero para socorrer a los pobres. En el claustro de la catedral se distribuía cada día pan para aproximadamente treinta necesitados; los monasterios de franciscanos y dominicos distribuían también mil ducados, provenientes de un legado de los condes de Ribagorza. Otros muchos conventos y monasterios cumplían también funciones caritativas 118 Blas de Ortiz en 1549 enumera los hospitales 113

González Dávila, G. Ob. cit., pág. 304. Soto, D. Deliberación en la causa de los pobres, 1545, fol CVI. (Ed. Moderna , Madrid, 1965). Sobre la consideración al pobre ver Maravall, J. A. La literatura picaresca desde la historia social (siglos XVI y XVII). Madrid, 1986, pág. 45 y ss. 115 Pérez de Herrera, C. Ob. cit., pág. 239. 116 Giginta. Ob. cit., Fols. 56 y 57. 117 El llamado hospital del Rey contó con un edificio nuevo, entre el crucero de la catedral y la plaza del mercado, que se terminó a finales del siglo XVI, pero la fundación data de la época medieval. Con anterioridad estaba situado en un solar propiedad de Obra y Fábrica, lindante con la catedral. Este edificio desapareció por necesitar el cabildo el solar para la construcción del Ochavo. 118 Marineo Sículo, L. De las cosas memorables de España. Alcalá de Henares, 1533, págs. XII y ss. 114

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existentes en la ciudad dando un total de veintiuno, de los cuales uno estaba destinado exclusivamente a las prostitutas que quisieran abandonar este tipo de vida 119 El propio Marineo Sículo nos habla de varios: «El uno dellos tiene de renta mas de cinco mil ducados: con los quales se curan los enfermos y crian los niños echadizos y de parientes inciertos. De manera que de continuo ay mas de quatrocientos niños a criar. Ay tambien otro hospital que tiene de renta medio cuento en que se curan los enfermos de las buvas. Y otro digno de memoria para los pobres de seso y que carecen de juyzio. En el qual ansi mismo dan de comer y todo lo necessario a doze personas ancianas de buena vida que no pueden trabajar y otros muchos que por causa de brevedad los dexamos.»120 Muchas de estas instituciones no estaban destinadas al cuidado de los enfermos sino que se dedicaban puramente a alojar pobres y mendigos. Salazar de Mendoza121 nos dice cuáles son los dedicados a la atención de pacientes: el de Santa Cruz para los niños expósitos y enfermos en general, el de Santiago para los que sufrían de bubas, el de la Misericordia para todo tipo de enfermedades que no fueran contagiosas o incurables, el de San Nicolás para los contagiosos, el de San Lázaro para los que sufrían tiña y sarna, el de San Antonio para los aquejados del mal del mismo nombre, el del Nuncio para los locos, y el del Rey para los incurables. Realmente sólo éstos y muy pocos más pueden recibir el nombre de hospitales en los años que nos interesan. Los hospitales estaban regidos bien por una cofradía como los de la Misericordia del Rey, bien por patronato colectivo como el del Nuncio o el de Santa Cruz, ejercido en este último caso por el cabildo catedralicio, o mediante otras fórmulas: el de Santiago pertenecía a la orden militar de este nombre y el de San Lázaro era de patronazgo real. Algunos de ellos tenían orígenes muy antiguos, como el de Santiago de los Caballeros.122 La mayor parte se hallaban situados en pleno casco urbano y ocupaban las casas de los fundadores. Extramuros de la ciudad nos encontramos el de San Lázaro y el de San Antón. La especialización de estos establecimientos fue una de las causas que inducirían a su decadencia. Los enfermos iban de uno a otro hasta que conseguían ser admitidos. Para resolver este problema se constituyó en 1610 la hermandad del Refugio, cuyo fin era lograr el ingreso de los enfermos en el lugar adecuado o, en caso de no poder conseguirlo, alojarlos en su propia sede hasta su traslado a Madrid.123 La preocupación de Mendoza por lograr una unificación de los distintos hospitales es fácilmente comprensible a la vista de los enormes problemas que tenían planteados estas pequeñas fundaciones. El castellano del siglo XVI al ver acercarse el momento de la muerte, siguiendo los consejos evangélicos se acuerda de los pobres, y en los testamentos es muy frecuente encontrar grandes donaciones a iglesias y hospitales, renunciando incluso al fausto de los funerales.124 La construcción de nuevos hospitales en los que la grandiosidad y el prestigio del fundador eran una de las causas de su existencia levantó numerosas críticas. De entre ellas merecen destacarse las de Luis Vives: «... y para qué he de decir que con esas ostentosas donaciones más se busca cierta fama y vanagloria que el culto de Dios, como lo demuestra el nombre de quién las hizo, inscrito dondequiera y esculpidos arreo sus blasones?»125 En numerosas ocasiones arremete el humanista contra la ostentación de la iglesia en funerales, pompas y agasajos, advirtiendo que se debía destinar ese gasto al socorro de los pobres, y considerando a los obispos y otras jerarquías eclesiásticas especialmente responsables de aliviar a los necesitados. En Toledo la suntuosidad con que se proyectó el hospital Tavera levantó numerosas críticas, como aquélla de la que se hace eco Salazar de Mendoza: «Dicen que para qué casa tan rica y costosa para pobres, y que el Padre Bartolomé de Bustamante, que la trazó, llevaría por ello algunas caldas en el purgatorio.»126 El propio Bustamante, haciéndose eco de la murmuración, opina que la puerta de acceso a la iglesia desde el patio se podría hacer de ladrillo «por evitar tanta costa, que basta ya la sobervia que hasta aora lleva el edificio sin añadirle más, mayormente siendo hospital y casa de pobres

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Ortiz, B. Summi templi toletani. 1549, fols. 143 y ss. Marineo Sículo, L. Ob. cit., pág. XII. Salazar de Mendoza, P. Crónica del cardenal Tavera. Toledo. 1603, pág. 231. 122 Melero Fernández, M. I. “El hospital de Santiago de Toledo a fines del siglo XV”. A.T. IX, 1973. 123 López Fando, A. “Los antiguos hospitales de Toledo”. Toletum, 1955, pág. 107. 124 Bennassar, B. Valladolid au siècle d’or. París, 1967, pág. 444. 125 Vives, L. Ob. cit., pág. 1378. 126 Salazar de Mendoza, P. Ob. cit., pág. 310. 120 121

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LISTADO DE OBRAS Obras de Italia: Brunelleschi 1- Hospital de los inocentes (Pza Stsma Annunziata) (Italia, Florencia, 1420) 2- Iglesia de San Lorenzo (Italia, Florencia, 1421) 3- Iglesia de Santo Espítitu (Italia, Florencia, 1436) 4- Sacristía Vieja (Conjunto de San Lorenzo) (Italia, Florencia, 1420 – 1429) 5- Capilla Pazzi (Claustro de Santa Croce) (Italia, Florencia, 1430 – 1461) Alberti 6- Palacio Rucellai (Italia, Florencia, 1446) 7- Iglesia de Santa Andrea (Italia, Mantua, 1470) Michelozzo 8- Palacio Médici (Italia, Florencia, 1444)

Bramante 9- Templete de San Pedro (Italia, Roma, 1502)

Obras de España: Juan Guas 10- Iglesia San Juan de los Reyes (España, Toledo, 1480) Enrique Egas 11- Hospital de Santa Cruz (España, Toledo, 1504) Diego Siloe 12- Catedral de Granada (España, Granada, 1523- 1747)

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BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA EUROPA I LIBRO

AUTOR 1 ALBERTI, LEON BATTISTA 2 ARGAN, GIULIO CARLO

DE RE AEDIFICATORIA El concepto del espacio arquitectónico, desde el barroco hasta nuestros días. Summarios Nº 79, 86, 87. TIPOLOGIA Brunelleschi

3 ARGAN, GIULIO CARLO 4 ARGAN, GIULIO CARLO 5 6 7 8

Historia de la Pintura La Arquitectura del Renacimiento Introducción a la arquitectura Diseño de la ciudad 4. El arte en la ciudad moderna del siglo XV al XVIII Bramante

BECKET, WENDY BENEVOLO, LEONARDO BENEVOLO, LEONARDO BENEVOLO, LEONARDO

9 BRUSCHI, ARNALDO 10 CHUECA GOITIA, F. 11 CHUECA GOITIA, F.

Historia de la Arquitectura Occidental V Renacimiento. Breve Historia del urbanismo

12 DUBY, GEORGES - PHILIPPE ARIÉS

Historia de la vida privada.

13 EDITORIAL IBERIA

Vitruvio. Los diez libros de arquitectura

14 FLETCHER

Historia de la arquitectura

15 GIEDION, SIGFRIED 16 GOMBRICH

Espacio, tiempo y arquitectura La Historia del arte

17 HAUSER, ARNOLD 18 HEYDENREICH - LOTZ

Historia Social de la Literatura y el Arte Arquitectura en Italia 1400 - 1600

19 KOSTOF, SPIRO

Historia de la Arquitectura, Vol. 2

20 MORRIS, A. 21 MUMFORD, LEWIS 22 MURRAY, PETER

Historia de la forma urbana. Desde sus orígenes hasta la Rev. Industrial. La ciudad en la historia Arquitectura del Renacimiento.

23 NAVARRO, ANGEL 24 NORBERG SCHULTZ, C.

El palacio florentino. Estudio de uan tipología. Editorial Aguilar

25 PATETTA, LUCIANO 26 PEVSNER, N. 27 PIJOAN

Historia de la Arquitectura (Antología crítica) Esquema de la Arquitectura Europea Historia del Arte

28 QUARONI, LUDOVICO

Proyectar un edificio. Ocho lecciones de arquitectura

29 SUMMERSON, JOHN

El lenguaje clásico de la arquitectura

30 TAFURI, MANFREDO

La Arquitectura del Humanismo

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31 TRABUCCO, MARCELO

La composición arquitectónica

32 WITTKOWER, RUDOLPH

La Arquitectura en al Edad del Humanismo

EUROPA II: ESPAÑA 1 BEVAN, BERNARD

Arquitectura española

2 CASTRO, AMÉRICO 3 CHUECA GOITIA, FERNANDO 4 CHUECA GOITIA, FERNANDO

España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Ed. Crítica Invariantes castizos de la arquitectura española Breve historia del urbanismo

5 DIAZ DEL CORRAL GRANICA, R. 6 DIAZ-PLAJA, FERNANDO

Arquitectura y mecenazgo. La imagen de Toledo en el Renacimiento la vida cotidiana en la España del Sigl ode Oro. Ed EDAF

7 EDITORIAL KONEMANN

EL Barroco

8 FERNANDEZ ARENAS, JOSE

Renacimiento y Barroco en España. Ed Gustavo Gilli

9 GARCIA, SEBASTIÁN

Renacimiento e historia. Arte hispánico

10 HERNANDO, JAVIER

Arquitectura en España, 1770-1900. Ed Cátedra

11 LOPEZ GUZMÁN, RAFAEL

Arquitectura mudéjar

12 MARTINEZ NESPRAL, FERNANDO Imágenes del habitar en la España mudéjar a través de lso relatos de viajeros 13 MARTINEZ NESPRAL, FERNANDO Viaje a la España mudéjar. Progrma Alarife, SICYT-FADU-UBA. 14 NIETO, MORALES Y CHECA

Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599

15 PIJOAN

Historia del arte

16 SALVAT

Arquitectura Barroca

17 TAPIE, VICTOR

Barroco y Clasicismo

18 YARZA, JOAQUIN

Arte y Arquitectura en España 500-1250. Ed. Cátedra.

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