INTRODUCCIÓN. En la humanidad de Cristo se nos muestra la misericordia del Padre

PAPA FRANCISCO, “No transformarse en guías de museo o adoradores de ceniza”, discurso del Papa a los miembros de Comunión y liberación (7/03/2015). PA

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PAPA FRANCISCO, “No transformarse en guías de museo o adoradores de ceniza”, discurso del Papa a los miembros de Comunión y liberación (7/03/2015). PAPA FRANCISCO, “Un cristiano no puede no ser misericordioso”, Audiencia general (10/09/2014). PEÑA, ÁNGEL, OAR., San Juan Bosco, Confesor, www.libroscatolicos.org, Lima, 2007. PUEBLA, III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 1979. RAMM, B. – VELASQUEZ VALLE, R., Diccionario de Teología contemporánea, Ed. Mundo Hispano, 2008. ROSANO-RAVASI-GIRLANDA, NUEVO DICCIONARIO DE TEOLOGIA BIBLICA, Ed. San Pablo, Madrid, 1990. SANTO DOMINGO, IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, 1992. TRUQUI, C., La Confessione. Sorgente viva di gioia. Guida prattica per la confessione, Edizioni ART, Roma, 2009. VALLÉS, C. G., Yo te perdono. La sanación interior a través del sacramento de la Reconciliación, Ed. San Pablo, Bogotá, 20112. VINE, W.E., Diccionario Bíblico, Editorial Caribe, Nashville, 1999.

TABLA DE CONTENIDO

Introducción El Rostro de la misericordia: Cristo Aproximación conceptual a la misericordia El Dios de las misericordias “Lo que yo quiero es misericordia” El rostro de la misericordia divina Sed misericordiosos La pedagogía de la misericordia

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Destinatarios de la misericordia hoy María, madre de la misericordia A modo de conclusión… La misericordia del Señor, según Sor Faustina Bibliografía

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INTRODUCCIÓN En la humanidad de Cristo se nos muestra la misericordia del Padre Esta maravillosa página de los sermones de San Bernardo es una profunda meditación sobre la Encarnación. En la humanidad del Señor asume Dios nuestra frágil condición humana y, cuanto más hondo desciende en el dolor y la muerte, tanto más resplandece su amor y misericordia por nosotros. Dejemos que sea el mismo Santo, quien nos induzca e esta reflexión sobre la misericordia. Dios, nuestro Salvador; hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres… Antes de que apareciera la humanidad de nuestro Salvador, la misericordia de Dios estaba oculta; existía ya, sin duda, desde el principio, pues la misericordia del Señor es eterna, pero al hombre le era imposible conocer su magnitud. Ya había sido prometida, pero el mundo aún no la había experimentado y por eso eran muchos los que no creían en ella. Dios había hablado, ciertamente, de muchas maneras por ministerio de los profetas. Y había dicho: Sé muy bien lo que pienso hacer con ustedes: designios de paz y no de aflicción... Pero ahora, en cambio, los hombres pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan sus ojos; ahora los testimonios de Dios se han hecho sobremanera dignos de fe, pues, para que este testimonio fuera visible, incluso a los que tienen la vista enferma, el Señor le ha puesto su tienda al sol. Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es retrasada, sino concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame aquel precio de nuestro rescate, que él contiene; un saco que, si bien es pequeño, está to2

JUAN PABLO II, VERITATIS SPLENDOR, Carta encíclica sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la iglesia (6/08/1993). LEON-DUFOUR, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona, 199617. LENTZEN-DEIS, F., Jesús en la reflexión exegética y comunitaria, Ediciones Paulinas, Bogotá, 1990, 86. LOTHAR COENEN-OTROS, DICCIONARIO TEOLÓGICO DEL NUEVO TESTAMENTO, Ed. Sígueme, Salamanca, 1993. MARCHIORO, R., La confesión sacramental. Guía práctica para penitentes y confesores, Ed. Rialp. S.A., Madrid, 2004 2. MARTINI, C. M., Diccionario Espiritual. Pequeña guía para el alma, Editorial PPC, Madrid, 1998. MARTINI, C. M., Las virtudes del cristiano que vigila. Ejercicios espirituales para la cuaresma, Editorial San Pablo, Santafé de Bogotá, 2007. PAPA FRANCISCO, “Abramos las puertas de la Iglesia para que entren. Y salgamos a anunciar el Evangelio”, Angelus dominical (12/06/2013). PAPA FRANCISCO, “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”, Mensaje para la XXXI jornada mundial de la juventud (15/08/2015). PAPA FRANCISCO, “Como Dios aprendamos a ser misericordiosos”, Ángelus (17/03/2013). PAPA FRANCISCO, “La humildad que pertenece a Dios como un rasgo esencial”, discurso del Santo Padre al Episcopado Brasileño, Río de Janeiro (27/06/2013). PAPA FRANCISCO, “María te damos gracias por tu fe”, Homilía del Papa en la Jornada Mariana del año de la fe (12/10/2013). PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, Bula de convocación del jubileo extraordinario de la misericordia, (11/04/2015). PAPA FRANCISCO, “Misericordia es antes que nada curar las heridas”, el Papa al Clero de Roma (6/03/2014). PAPA FRANCISCO, “Misionero de la Misericordia”, Audiencia General del Papa (30/09/2015). PAPA FRANCISCO, “No se cansen nunca de ser Misericordiosos”, el Papa a los nuevos sacerdotes, homilía IV domingo de pascua (11/05/2014). 91

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talmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad. Esta plenitud de la divinidad se nos dio después que hubo llegado la plenitud de los tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina; pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la que asumió, y no aquella carne de Adán que antes de la culpa era inocente. Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él. No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes concluir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, cuanto más se abajó por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor. Dios, nuestro Salvador -dice el Apóstol-, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta misericordia y este amor de Dios a los hombres! Nos ha dado una grande prueba de su amor al querer que el nombre de Dios fuera añadido al título de hombre.

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EL ROSTRO DE LA MISERICORDIA: CRISTO Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha

alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, «rico de misericordia» (Ef. 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex. 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina. En la «plenitud del tiempo» (Gal. 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al Padre (cfr. Jn. 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios. La misericordia es la virtud que lleva a compadecerse de las miserias y los padecimientos ajenos. En el Antiguo Testamento se utiliza para describir un atributo de Dios que se manifiesta mediante el amor, la compasión y el perdón hacia su pueblo. Se caracteriza por la preocupación de Yahvé hacia las necesidades físicas y espirituales de la comunidad israelita. La misericordia divina permite que, cuando el pueblo se aleja de su Dios, éste le perdona si hace una penitencia y restaura el orden previo a la ruptura del pacto; por ello uno de sus nombres es “el misericordioso” (Ecclo. 50,19). La misericordia divina se muestra además mediante el perdón de los enemigos de Israel y especialmente mediante la ayuda a los pobres y desvalidos. Esta se entiende a sí mismo como una cualidad o un sentimiento que poseen asimismo las personas y que consiste en ayudar a alguien que se encuentre en situación de necesidad –las cuales pueden ser desde buscar a una esposa hasta buscar el perdón de las culpas– o sentir compasión por algún débil o por alguien falto de amor. Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia.  Misericordia significa antes que nada curar las heridas… las heridas abiertas… también las heridas escondidas...

mos en el pecado de la desesperación. Rechacemos la tentación de la desesperación y creamos en el amor, en el perdón, en el poder y en la misericordia del Señor. Como Iglesia y con la Iglesia “casa de la misericordia”, terminemos pidiendo al Señor nos ayude a ser misericordiosos con los demás: "“Que nos preocupemos de compartir en el amor las angustias y tristezas, las alegrías y esperanzas de todos los seres humanos...": Señor, danos entrañas de misericordia frente a toda miseria humana. Inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado. Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando. Que quienes te buscamos sepamos discernir los signos de los tiempos y crezcamos en fidelidad al Evangelio; que nos preocupemos de compartir en el amor las angustias y tristezas, las alegrías y esperanzas de todos los seres humanos, y así les mostremos tu camino de reconciliación, de perdón, de paz. Amén.

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BIBLIOGRAFIA

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pecados del mundo reunidos. Pero Dios siempre respeta nuestra libertad y a nadie obliga a pedirle perdón ni a amarlo. Si uno quiere condenarse, puede hacerlo. Por eso, le decía a santa Faustina: Muchas veces, un alma me hiere mortalmente. Hace uso de mis gracias para ofenderme. Hay almas que desprecian mis gracias y todas las pruebas de mi amor, no quieren oír mi llamada y van al abismo infernal. La pérdida de estas almas me produce una tristeza mortal. En estos casos, aunque sea Dios, no puedo ayudar en nada al alma, porque ella me desprecia, siendo libre para despreciarme o para amarme. La gran mística austríaca María Simma decía: Dios quiere la salvación de todos y da a cada uno, a no ser que peque contra Él con insolencia y presunción, dos o tres minutos para poderse arrepentir. Sólo el que lo rechaza, queda como condenado. Ciertamente que muchos pecadores, si no tienen una actitud de soberbia contra Dios y no lo rechazan en el último momento, Dios les dará la oportunidad de arrepentirse y reconciliarse con Él. Pero ¿por qué esperar al último momento? ¿Llegaremos con la suficiente humildad para poder pedir perdón? ¿Por qué no hacerlo, mientras tenemos vida? Dice María Simma sobre la confesión: La confesión es un regalo que Dios ha dado a la humanidad y que Satanás quiere destruir. Deberíamos ir alegres a confesarnos y no con temor como quiere el maligno. Las almas del purgatorio me han recalcado que el 60% de las depresiones desaparecían, si se aprovechase de este gran don. Si todos se confesaran regularmente, muchos médicos y farmacéuticos se quedarían sin sus principales clientes. La confesión es un sacramento mal comprendido. Y debe ser usado, no sólo para confesar los pecados graves, sino para mejorar a los ojos de Dios. Acudamos a la confesión con espíritu humilde y con agradecimiento. No callemos ningún pecado por vergüenza, hagamos propósitos de enmienda y tomemos la decisión de mejorar de vida. Pero, sobre todo, no caiga-

 Misericordia: es fuente de alegría, de serenidad y de paz.  Misericordia: es condición para nuestra salvación.  Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad.  Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro.  Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.  Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado.  Misericordia significa: ni manga ancha ni rigidez.  La misericordia de Dios es más grande que cualquier herida, que cualquier conflicto, que cualquier ideología. “Paciente y misericordioso” es el binomio que a " menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo particular, destacan esta grandeza del proceder divino:  «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia» (103,3-4).  De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos de su misericordia: «Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados» (146,7-9).  Por último, he aquí otras expresiones del salmista: «El Señor sana los corazones afligidos y les venda

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sus heridas […] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo» (147,3.6). Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor "visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón. “Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La misericordia hace de la historia de Dios con su pueblo una historia de salvación. Repetir continuamente "“Eterna es su misericordia”, como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes. En el Nuevo Testamento, la misericordia de Dios se manifiesta en toda su dimensión en el nacimiento de Jesucristo, su Hijo, cuya pasión y muerte son el más abierto símbolo de sacrificio para redimir los pecados del hombre. Por otro lado, el término “misericordioso” se aplica particularmente a Jesús, quien a lo largo de su vida pública mostró esta virtud por los pecadores, los enfermos, las multitudes, los poseídos, las viudas e incluso por quienes le perseguían. En Cristo, la misericordia se manifiesta como una profunda compasión y un gran afecto hacia los necesitados. A través de sus parábolas – como la del Buen Samaritano (Lc.10, 33) o la del Hijo

yo el que opera en tu alma. Allí la miseria se encuentra con el Dios de la misericordia. En este tribunal de la misericordia, tienen lugar los más sorprendentes milagros que se repiten incesantemente. Para obtener este milagro, no es necesario hacer peregrinaciones a tierras lejanas ni celebrar ritos solemnes exteriores, sino llegar a los pies de mi representante y confesarle la propia miseria, y el milagro de la divina misericordia se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma estuviese en descomposición como un cadáver y humanamente no hubiera ninguna posibilidad de resurrección y todo estuviera perdido, no sería así para Dios. Un milagro de la divina misericordia resucitaría esta alma en toda su plenitud. Infelices los que no aprovechan de este milagro de la misericordia divina. Di a las almas que no pongan obstáculos en sus propios corazones a mi misericordia. Mi misericordia actúa en todos los corazones que le abren la puerta. Tanto el pecador como el justo necesitan mi misericordia. La conversión y la perseverancia son gracias de mi misericordia. Deseo que tengan una confianza sin límites en mi misericordia. Las gracias de mi misericordia se toman con el recipiente de la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo, porque en tales almas vierto todos los tesoros de mis gracias. Me alegro que pidan mucho, porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. Me pongo triste, en cambio, si las almas piden poco, estrechando sus corazones. Yo soy el Amor y la Misericordia mismos. Cuando un alma se acerca a Mí con confianza, la colmo con tal abundancia de gracias, que ella no puede contenerlas en sí misma, sino que las irradia sobre otras almas. Por más grandes y numerosos que sean los pecados, por más abortos o asesinatos que se hayan cometido, su misericordia y su amor es más grande que todos los

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razón. Ojalá que se decidan pronto a dar este paso y reconozcan su infelicidad y su miseria, porque la vida es corta y se va acabando día a día. ¿Cuánto tiempo tendrán la oportunidad de seguir con vida? ¿Hasta cuándo podrán seguir ofendiendo a Dios y diciéndole con sus obras: No te quiero? Si no se arrepienten, cuando llegue el último momento, y se les presente lleno de amor para hacerles la revisión de vida, con todo el dolor de padre tendrá que decirle a cada uno: Hijo mío, te amo infinitamente, pero quiero que seas libre. Si no me amas, que se haga tu voluntad eternamente. Si lo deseas, vete a vivir con los demonios. Hermano querido, Dios te ama y me ha dicho que te lo diga. Si no lo crees, haz la prueba, confiésate, arrepiéntete y un nuevo día amanecerá para ti. Y Dios te dirá: Hijo mío, tus pecados te son perdonados (Mc 2, 5). Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó y, estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo (Ef 2, 4-5). Dios nos ama y tiene siempre misericordia con nosotros pecadores, y nos espera y nos seguirá esperando hasta el final con los brazos abiertos. Como decimos en el canto del Magníficat: Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. En el sacramento de la penitencia o reconciliación cada hombre experimenta, de manera singular, la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado... No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera la limite. En las revelaciones de Jesús a santa Faustina Kowalska (1905-1938), le dice: Mi misericordia es más grande que tus miserias y de aquellas del mundo entero. Cuando te acercas a la santa confesión, que es fuente de misericordia, siempre desciende sobre tu alma mi sangre y agua, que brotó de mi Corazón... Cuando vas a la confesión, ten en cuenta que yo mismo te espero en el confesionario, me oculto en el sacerdote, pero soy

Pródigo (Lc.15, 20)– quiso mostrar al mundo la importancia y el hondo sentido de la misericordia, la cual se traduce en una muestra de auténtico perdón y de ayuda incondicional al prójimo. En consecuencia, un buen cristiano debe sustentar su vida cotidiana en la misericordia de los otros. La misericordia y la alegría por parte del Padre, resultan ser más grandes que todos los resentimientos y expectativas contrarias. El don procedente del Padre consiste en dar el perdón y una alegría y comunión divinas que liberan la fuerza que hace posible la solidaridad y la reconciliación. Esa alegría es la causa motriz que nos libera por la participación en la comunidad con Dios, de ideas morales falsas, de la malicia, del deseo de venganza, de tal manera que podamos entristecernos con los que lloran en lugar de alegrarnos por su mal; pero la misma alegría es también el motivo para que podamos alegrarnos con los que están alegres y no excluirnos de allí de donde hay motivo de alegría y convivencia para los demás. La compasión está siempre referida a Jesús mismo que actualiza la misericordia de Dios (Mt. 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Mc. 1,41; 6,34; 8,2; Lc. 7,13). Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1,21) y abrirle «el camino de la salvación». Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y

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sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión. Los apóstoles basaron su prédica sobre el perdón de los pecados en la misericordia divina y en la prueba de amor que significó el sacrificio de Jesucristo, quien, por misericordia hacia la humanidad, murió para obtener la redención del mundo. La misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros.

El concepto de "misericordia" tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, Él se estaba dirigiendo a hombres, que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta ex-

Dios es un padre bueno y amoroso que, como el padre del hijo pródigo, está siempre esperándonos y sale todos los días al camino para esperarnos. Dios siempre está dispuesto a perdonarnos. No importa, si venimos con el alma hecha trizas por los pecados cometidos, Él siempre está dispuesto a recibirnos. Le basta que, humildemente, le digamos como el hijo pródigo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, perdóname. Y él se sentirá tan feliz que hará una fiesta en el cielo. Quizás no faltarán algunos falsos hermanos que no se alegrarán de la vuelta a casa del pecador. Quizás algunos no aceptarán su amistad, no lo comprenderán y seguirán criticándolo y despreciándolo; pero, a pesar de todo, lo importante no es lo que piensan los hombres, sino lo que piensa Dios, que nos sigue amando y perdonando; y no una vez, sino siempre. Al pensar en esta parábola, pienso en tantas personas que se van de la Iglesia y rechazan la fe en que han nacido. Dicen que quieren ser libres y se van de casa y dilapidan las grandes cualidades y talentos que Dios les ha dado, viviendo lejos de Dios y de la Iglesia. Buscan afanosamente el placer y la comodidad y, sin darse cuenta, van cayendo en los vicios más bajos. Se hacen esclavos del alcohol o de la droga o de la pornografía o del sexo o de la violencia en grupos extremistas. Algunos, quizás se van a buscar la felicidad en sectas esotéricas o en brujos y magos; o, peor aún, si lo hacen en sectas satánicas, adoradoras de Satanás. ¡Cuántas personas que, por alejarse de Dios, se hacen esclavos de sus vicios y caen en lo más bajo, como cerdos, que se revuelcan en el barro de sus pasiones! ¡Ojalá que ellos se den cuenta a tiempo de sus errores y se arrepientan y regresen a Dios, recuperando su fe perdida! Ellos deben saber que Dios los sigue esperando como al hijo pródigo y que nunca deben dudar de ser perdonados, por muchos o grandes que sean sus pecados. Dios quiere celebrar una fiesta con ellos y quiere darles paz, amor y alegría dentro de su co-

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APROXIMACIÓN CONCEPTUAL A LA MISERICORDIA

mujeres. Cuando se le terminó el dinero, tuvo que ponerse a trabajar para no morirse de hambre, ya que todos sus amigos habían desaparecido. Y cayó en lo más bajo en que podía caer un judío, que no podía ni siquiera tocar un cerdo. Se puso a trabajar, cuidando cerdos y comiendo de lo que ellos comían. Hasta que un día recapacitó, se arrepintió de su mala vida y decidió regresar a casa. Dice el Evangelio que, cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se lanzó corriendo hacia él, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su padre no le recriminó ni le grito diciendo: ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho con el dinero? Vienes como un pordiosero, todo sucio, enfermo, maloliente. ¿Qué has hecho de tu vida? No, el padre se limitó a abrazarlo y a besarlo; y se alegró tanto que mandó celebrar una gran fiesta. Por su parte, el hijo prodigo sólo atinó a decir: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Su padre, llevado de una gran alegría, mandó celebrar una fiesta en su honor y para ello mató el ternero cebado e invitó a todos sus amigos. ¿Por qué? Porque este hijo mío, que estaba muerto, ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo he encontrado. El único que no se alegró de su vuelta fue el hermano mayor, que no quería entrar en la fiesta. Se consideraba el único merecedor de la fiesta y despreció a su hermano, diciendo a su padre: A mí nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos y viene este hijo tuyo (no dice este hermano mío) que se ha gastado el dinero con prostitutas y le matas el ternero cebado. Su padre tuvo que salir a convencerlo para que entrara a la fiesta y se alegrara por la llegada de su hermano. Pero la parábola no dice cómo terminó todo. No dice, si el hermano mayor aceptó entrar, si saludó a su hermano o si se quedó fuera y no quiso dirigirle la palabra por el resto de su vida. Todo es posible en la vida de los hombres. Pero veamos su aplicación actual.

periencia era social y comunitaria, como también individual e interior. En nuestras versiones de la Biblia, el término "misericordia" se utiliza para traducir varios vocablos, tanto hebreos como griegos, cada uno de los cuales tiene un significado propio con diversos matices que de ordinario no percibe el lector por considerar la misericordia eminentemente como un sentimiento de piedad o de compasión, que induce a la ayuda y al perdón. Por tanto es necesario partir de las lenguas originales para alcanzar una comprensión exacta y completa. El primero de los términos hebreos con que el AT indica la misericordia es rehamîm, que designa propiamente las "vísceras" (en singular, el seno materno); pero que en sentido metafórico se expresa para señalar aquél sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas por lazos de sangre o de corazón, como a la madre o al padre con su propio hijo (Sal 103,13; Jer. 31,20) o a un hermano con otro (Gén 43,30). Estando este vínculo situado en la parte más íntima del hombre (o sea, las vísceras, como cuando nosotros hablamos de amor entrañable o de odio visceral, aunque generalmente preferimos el término "corazón"), el sentimiento que de allí brota es espontáneo y está abierto a toda forma de cariño. Cuando lo requieren las circunstancias, se traduce espontáneamente en actos de compasión o de perdón (Sal 106,43; Dan 9,9). El segundo término es hesed (con todos sus derivados), que a menudo va unido al anterior en forma de sinónimo o de precisión explicativa (Sal 25,6; 40,12; 103,4; Is 53,7; Jer 16,5; Os 2,21), aunque se distingue de él porque no nace de un sentimiento espontáneo, sino más bien de una deliberación consciente, como consecuencia de una relación de derechos y deberes, que generalmente se da por parte del superior para con el inferior (el marido para con la mujer, los padres para con los hijos, el soberano para con sus súbditos). El significado

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fundamental es el de bondad; pero de ordinario se manifiesta en forma de piedad, de compasión o de perdón, teniendo siempre como fundamento la fidelidad a un compromiso que se siente como tal, ya sea por vínculos de naturaleza o en virtud de la propia posición o también por un deber jurídico libremente asumido. A los dos vocablos señalados hay que añadir tres verbos con sus respectivos derivados, usados al lado o en paralelo con rehamîm. Son hanan, mostrar gracia, ser clemente (Éx 33,19; Is 27,11; 30,18; Sal 102,18); hamal, compadecer, sentir compasión, y por tanto perdonar (al enemigo) (Jer 13,14; 21,7); hus, conmoverse, sentir piedad, sentir lástima (Is 13,18). Hesed significa literalmente comportamiento conforme a la alianza, una solidaridad que se deben recíprocamente los que han concluido la alianza. Dado que, tanto en el caso en que la alianza sea concluida entre iguales como sobre todo en el caso en que una de las partes, superior en fuerza y en poder, imponga la alianza a la otra parte más débil, puede existir una diferencia de nivel entre el que presta ayuda y el que la necesita, el contenido de la palabra abarca desde el sentido general de fidelidad a la alianza hasta el de bondad, gracia, misericordia (ej. Is. 63, 7; 16, 5, Os. 2,21; Zac. 7,9; Sal. 25, 6; 24, 40 (39), 12, 51 (50), 3; 69 (68), 17). Dada la supremacía de Yahvé en cuanto miembro comprometido que, permanece fiel a la alianza, misericordia, es entendida casi siempre en el sentido de clemencia o misericordia. Él la ha prometido al concluir la alianza y esta promesa es renovada continuamente. Por eso Israel ha de implorar de él misericordia (entendida también como perdón) cuando ha violado la alianza (p. ej. Ex. 34, 6; Nm. 14, 19, Jer. 3, 12). Tanto en esta acción de Dios como en la acción correspondiente del hombre se pone el acento, no sobre el sentimiento que le sirve de base, sino en la demostración práctica de la misericordia.

ese momento decisivo de la redención. Ahora es preciso estar al pie de las infinitas cruces de las cuales pende el Hijo del hombre en sus hermanos. María es la imagen conductora de cada discípulo. Es sobre todo el estilo, la pasión, la calidad del compromiso evangélico de todos los discípulos de Cristo, lo que justifica e invita a la imitación de “Santa María, madre de gracia y de Misericordia”. Con San Juan Pablo II, oremos: María Madre de misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2, 4), para que haga libremente las buenas obras que Él le asignó (cf. Ef 2, 10) y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12)

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A MODO DE CONCLUSIÓN... LA MISERICORDIA DEL SEÑOR SEGÚN SOR FAUSTINA Al finalizar nuestra reflexión, expondremos algunas ideas sobre la misericordia del señor y algunos mensajes de Jesús a santa Faustina, la mensajera de su misericordia. Así comprenderemos que, pase lo que pase, Dios es un Padre bueno que siempre nos espera y nos ama sin condiciones. La parábola del hijo pródigo (Lc 15) es una de las mejores muestras del amor misericordioso de Dios por nosotros sus hijos. Jesús nos habla del hijo menor que, harto de estar en su casa obedeciendo a su padre, quiere ir en busca de aventuras a lejanas tierras; y le pide a su padre que le dé la parte de herencia que le corresponde. Así con mucho dinero en el bolsillo, se va en busca de placeres y derrocha su dinero con falsos amigos y malas

que quiso comprender antes de dar su adhesión… la inteligencia es una cualidad que explicita la imagen y semejanza de cada uno con Dios. Obedecer con inteligencia no solo no está prohibido, sino que es un mandato, una obligación. La obediencia es una fase del diálogo interpersonal entre el hombre y Dios.  Escuchar en contemplación. El discípulo de Cristo es persona que escucha, como María, la Virgen de la escucha. Escuchar es el primer impacto en relación con la Palabra; es una especie de recogida de datos. La contemplación es la elaboración de los datos recibidos en la escucha.  Perseverar en la fidelidad. Peregrinar en el camino de la fe es perseverancia. la fidelidad episódica, el entusiasmo de un impulso es cosa fácil. Pero la validez de un discipulado se mide por la perseverancia en la fidelidad: a Dios, a sí mismo, a la propia misión, a las otras personas, a la creación entera. Esta fidelidad no puede quedarse solo en un compromiso negativo, en un no al pecado y al mal; es perseverancia en la construcción del reino de Dios. La perseverante fidelidad de María se configura, sobre todo, como presencia junto a Cristo (es fuertemente simbólica la angustia con que lo busca cuando él se sustrae a ella –no es ella quien lo pierde–, quedándose en el templo, en Jerusalén). Perseverar en la fidelidad equivales para el discípulo a traducir constantemente la cercanía a Cristo.  Servir a quien debe ser servido. María se declara y se propone como sierva del Señor; el Señor la acepta como sierva, es decir, con la misma calificación de Cristo (Hb.3, 13.26; Flp.2, 7), de los apóstoles (Rm.1, 1; Flp.1, 1; 2 Pd.1, 1; Jds.1, 1), de los discípulos (Jn.12, 26; 15,15). Auténtico y óptimo es servir a quien debe ser servido. Es un servicio puntual y personalizado.  Permanecer junto a la cruz. Es ejemplar el valor de María, la fidelidad compartida con poquísimos de los ya no numerosos discípulos de Jesús, su participación en

A modo de síntesis, podemos decir, el Antiguo Testamento, para hablar de la misericordia, usa varios términos; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero, aplicado a Dios, expresa su incansable fidelidad a la Alianza con su pueblo, que Él ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede traducir como “entrañas”, que nos recuerda en modo particular el seno materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo, como es el de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de uno, sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo. En el concepto bíblico de misericordia está incluido lo concreto de un amor que es fiel, gratuito y sabe perdonar. En Oseas tenemos un hermoso ejemplo del amor de Dios, comparado con el de un padre hacia su hijo: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; [...] ¡Y yo había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por los brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-4). A pesar de la actitud errada del hijo, que bien merecería un castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre a un hijo arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el perdón; ella «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. [...] Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón».

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El término griego utilizado con mayor frecuencia en los dos Testamentos es éleos (con sus respectivos derivados), que de ordinario traduce a hesed, pero a diferencia del mismo no se sitúa en la esfera jurídica, sino en la psicológica, partiendo de una profunda conmoción de ánimo, que se traduce en gestos de piedad y de compasión, de bondad y de misericordia. En la práctica desemboca muchas veces en "limosna" (elemósyna, término derivado directamente de éleos) o beneficencia para con los pobres y los necesitados, tantas veces recomendada en la Biblia (Tob. 4,7.16; Sir. 29,8; Mt. 6,2-4; Lc. 11,41; 12,33; Hec. 3,2-3.10; 9,36; 10,2.4.31; 24,17). Viene a continuación, pero con un uso muy reducido, oiktirmós, que subraya el aspecto exterior del sentimiento de compasión, en cuanto que se traduce en conmiseración y condolencia, y luego en piedad y misericordia. De ordinario traduce el hebreo rehamim, aunque también otros vocablos que significan mostrar gracia y favor. Hay que recordar, finalmente, aunque de uso todavía más reducido, splánjna, que literalmente equivale a rehamim ("vísceras"), aun cuando sólo en una ocasión traduce este vocablo (Prov. 12,10). Partiendo de la sede misma de la cual, según los antiguos, brotaban los sentimientos, expresa condescendencia, amor, cariño, simpatía y benignidad, pero también misericordia y compasión. Hay que tener en cuenta toda esta riqueza y variedad de vocabulario si se quiere obtener una acertada síntesis del concepto de misericordia en la Biblia. En otras palabras, el sustantivo misericordia expresa el sentido figurado de 3 sustantivos griegos que, según su significado originario, se diferencian aproximadamente en que uno designa más bien el hecho de enternecerse o conmoverse en cuanto sentimiento, otro la exteriorización de la compasión ante el infortunio del otro, y el otro, ante todo el lugar en que se experimenta este sentimiento, como quien dice, el «corazón». Los correspondientes verbos expresan el aspecto de ayuda de este sentimiento:

presando así la íntima unión del pueblo etíope con María. En ninguna casa falta su imagen… otro hecho particular, es el llamado “Pacto de misericordia”, por el cual Jesús habría prometido a la Virgen que “libraría para siempre de cualquier prueba a aquellos que invocasen su nombre y celebrasen su memoria”. Este pacto se habría realizado entre Cristo y la Virgen en el Calvario, donde según la tradición, la Virgen después de la muerte de Jesús, solía retirarse a orar. Allí un día, Cristo se le habría aparecido circundado de legiones de ángeles y le habría concedido este singular privilegio. La sensibilidad contemporánea acentúa la excelencia y exigencia de la imitación de María (así como en el medioevo se estimulaba a la imitación de Cristo). María, en cuanto imagen y porción de la Iglesia (S.C.103; L.G.68), excelentísimo modelo de fe y caridad (L.G.53) es ejemplo de comportamiento eclesial e individual, modelo de virtudes a imitar (L.G.46.67; P.O.18; P.C.25; A.A.4), es “maestra de vida espiritual para cada cristiano” que nos ha de llevar a:  Dejarse amar por Dios. Existe, proclamado con claras palabras, el mandamiento de amar a Dios (Mt.22, 37). No ocurre lo mismo con su correspondiente: “déjate amar por Dios”. Éste sigue de la revelación de que Dios es amor, que Dios ama (1 Jn.4)… porque Dios se deja amar, concede el don de amarlo. Aunque no parezca, es menos fácil dejarse amar por Dios: distracciones, pseudo -humildad o presunción obstaculizan la propia entrega a Dios que ama. Dejarse amar por Dios es el origen y la subsistencia de la santidad. Como María, dejarse amar por Dios significa acoger sus dones, confiarse a su guía, saber darle gracias, crear un propio “magníficat”, un propio “aleluya”.  Obedecer con inteligencia. Si obedeces, te salvas; sobre todo te realizas, porque haces eficaz y efectivo en ti el proyecto de Dios o un momento del mismo. La Virgen María obedeció a Dios, pero con su inteligencia, por-

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su firme convicción de que la Virgen no rechazará las súplicas de cuantos la invocan a la hora de la necesidad y del peligro . En el medioevo (Odón de Cluny + 942), se empezó a llamar a María madre de misericordia, porque la Virgen se había aparecido a un monje converso llamándose con este título. Una de las más representativas imágenes de la madre que evoca un profundo sentido religioso, es María, la Madre de la misericordia, o sea, la Virgen con un manto, bajo el cual se refugia el pueblo cristiano. Aquí el sentido de la maternidad se extiende al Cristo total. La primera función de la madre, en efecto, es proteger. A este punto pertenecen las invocaciones con los títulos de madre de la esperanza, refugio de los pecadores, consoladora de los afligidos, etc. Como la figura del padre recoge todo el sentido filial de respeto y de confianza, así la figura de la madre responde a la necesidad afectiva de todo cuanto es débil, oprimido por la vida, perdido en lo laberintos de la existencia. María es contemplada en el misterio de la sabiduría creadora de Dios, en el misterio de la encarnación redentora, en la actuación del misterio de la salvación a través de los sacramentos. María se nos presenta como aquella que nos da a Cristo como Palabra y Sabiduría de Dios en el banquete de la Eucaristía. María tiene un puesto e interviene en toda la vida cristiana triunfando de los males y de los errores. María es el tipo y personificación de la Iglesia, la primera persona deificada después de su Hijo, la que muestra a todos el camino de la deificación. Para el oriente cristiano, especialmente para la Iglesia de Etiopía, la devoción mariana es proverbial y ha dado su impronta a usos y costumbres. Por respeto a María, su nombre fue sustituido por la designación de Nuestra Señora. Los nombres de los niños van acompañados con el de María, las nuevas Madres son llamadas Hijas de María, etc., al encontrarse los adultos cada día en las calles se saludaban con las palabras “María te ama”, ex-

apiadarse, compadecerse de y, el apiadarse en cuanto experiencia personal. Los adjetivos derivados de los dos primeros sustantivos caracterizan el correspondiente comportamiento como:  una cualidad buena (compasivo, misericordioso)  o una situación como lastimosa, digna de lástima, misericordia, compasión, piedad;  apiadarse, compadecerse;  misericordioso, compasivo;  digno de lástima;  limosna, beneficencia. Las formas negativas significan despiadado, inhumano, cruel, inmisericorde. Este es un término (Éleos), utilizado desde Homero (siglo VIII a C), es el sentimiento de «compasión que experimentamos ante el infortunio o la desgracia que han caído sobre una persona sin culpa alguna por su parte» y, por tanto, la compasión, la piedad, la misericordia son lo contrario de la envidia por la felicidad del otro. Este sentimiento lleva consigo el temor de que a uno mismo le ocurra algo semejante. La palabra Misericordia, es una de las más importantes en el Antiguo Testamento y yace en el centro de la revelación que el Señor dio de sí mismo en relación con su actitud para con su pueblo. Su misericordia está arraigada con su gracia (Gén. 19:19; combina la idea de amor, compromiso, deber y protección). Está vinculada explícitamente con la verdad —o sea, el ser sincero con uno mismo, el ser auténtico, el ser digno de confianza— de modo que hay un énfasis en la lealtad con la cual el amor actúa (Gén. 32:10; Éx. 34:6). En el Antiguo Testamento, misericordia, es entendida entonces como: amor, consuelo, gracia, justicia. El judaísmo posbíblico tiende a situarse en un plano de Ley, de manera que parece haber dado primacía a la justicia. Pero la Biblia sabe también, desde el principio, que los hombres viven por misericordia, pues lógicamente, según

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justicia, conforme a la opción de Gén. 2–3, ellos deberían haber muerto para siempre. A la misericordia de Dios apela la misma Ley israelita, en uno de sus textos centrales (Ex. 34,4-6); también apelan a ella muchos textos proféticos e incluso la apocalíptica (al menos para los justos). Ella aparece de manera más intensa en algunos textos tardíos del Antiguo Testamento, como en el libro de la Sabiduría. Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando a su vez adquiría conciencia de la propia infidelidad –y a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan tal conciencia– se apelaba a la misericordia. A este respecto los Libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces, la oración de Salomón al inaugurar el Templo, una parte de la intervención profética de Miqueas, las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías, la súplica de los hebreos desterrados, la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio. 1) El principio misericordia. Ex. 34,6-7. El tema ha sido desarrollado en el contexto de la ruptura y renovación de la alianza. Tras un primer encuentro con Dios, Moisés había bajado con las tablas de la ley para enseñárselas al pueblo, pero ha descubierto que el pueblo ha rechazado esa ley, construyendo y adorando al anti-dios, el Becerro de Oro. De manera consecuente como mensajero frustrado, destruye las tablas inútiles (Ex. 32,15-20). Pero luego, intercede ante Dios a favor de su pueblo (cf. Ex. 33) y Dios responde a su ruego, renovando su alianza con Israel. Sube de nuevo Moisés a la montaña, desciende Dios y dialogan en palabra de misericordia. A diferencia de la teofanía anterior (Ex. 19,16-20), aquí no hay rayos o truenos, ni erupción de volcanes. Simplemente una nube, una presencia silenciosa: ¡se quedó Yahvé con Moisés! ¡Moisés invocó el nombre de Yahvé! Conversa-

nante pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor». María, con su «sí» ha abierto la puerta a Dios para deshacer el nudo de la antigua desobediencia, es la madre que con paciencia y ternura nos lleva a Dios, para que él desate los nudos de nuestra alma con su misericordia de Padre. Cada uno de nosotros tiene algunos y podemos preguntarnos dentro de nuestros corazones cuáles son los nudos en mi vida... Pido a María que me ayude a tener confianza en la misericordia de Dios, para desatarlos, para cambiar. Ella, mujer de fe, seguro que nos dirá: ve adelante, ve a lo del Señor y ella nos lleva como madre al abrazo del Padre de la misericordia. ¿Le pido a María que me ayude a tener confianza en la misericordia de Dios para cambiar?. La oración más antigua que conocemos sobre María, procede del siglo II y canta y alaba la misericordia de María: “Bajo tu misericordia (amparo, patrocinio, intercesión) nos refugiamos, madre de Dios. Nuestras súplicas no las rechaces en la necesidad, más en el peligro líbranos: oh sola casta, oh sola bendita”. Esta oración, dirigida directamente a la Virgen, es una llamada ardiente a la madre de Jesús, que brota de una comunidad cristiana que vive en un momento de graves tentaciones y peligros. Se reconocen de María su maternidad divina (Madre de Dios) y virginal (oh sola casta), su particular elección por parte de Dios (oh sola bendita) y su misericordiosa intercesión (bajo tu protección nos refugiamos… líbranos). Esta oración expresa con rara eficacia la confianza en la intercesión de la Virgen: ella, la madre de Dios, la sola pura, y la sola bendita, es para la comunidad cristiana un refugio de misericordia. En él la comunidad se siente segura y, por tanto, expresa

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sea engañado por quien pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: sólo la Cruz y la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida . Dante Alighieri (1265-1321), recoge la herencia cultural del siglo XIII, enriqueciéndola con la clara conciencia de los valores humanos y terrenos… muestra la figura y la función de la Virgen, rigurosamente situada en la obra de la redención… todo lo orienta, protege y anima con su presencia activa de mediadora de la gracia. Mujer de misericordia en el Infierno, mujer de virtud en el Purgatorio, en el Paraíso María es el centro del fulgor beatificante, coronada por el vuelo ensalzador de los ángeles, amorosa y tierna intercesora ante el Hijo en favor de todo cristiano de buena voluntad (es decir, que María es socorredora en el Infierno, tiene ejemplaridad purificadora en el Purgatorio e intercesión materna solicitada en el Paraíso): “Virgen madre, hija de tu Hijo… Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas”. María es Madre de misericordia porque es Madre de Cristo Sacerdote, revelador de la misericordia. Es la que «como nadie, ha experimentado la misericordia [...], es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina» y, por esto, puede «llegar a todos los que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de una madre». La espiritualidad mariana del sacerdote hará entrever, en su modo de actuar, el Corazón materno de María como reflejo de la misericordia divina. Por esto la Iglesia mira a María, que «precede con su luz al peregri-

ron los dos y Dios quiso mostrarle su espalda, el reverso del misterio, pasando ante la cueva de Moisés y diciendo (Ex. 34,6-7): «Yahvé, Yahvé, Dios compasivo y clemente, lento a la ira y rico en misericordia y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación; que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune, sino que castiga la culpa de los padres en hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación». Dios había hablado como trueno, en experiencia cósmica terrible (Ex. 19,19-20). Ahora lo hace con voz de compasión y cercanía, apareciendo como Dios humano, padre/amigo, buen educador que mantiene su palabra y perdona a los pecadores. Así actúa como rico en misericordia: perdona a los rebeldes, acoge de nuevo en amor a quienes le habían rechazado. Este Dios ha superado los esquemas moralistas de una Ley cerrada en sí misma. Frente al Señor del talión (ojo por ojo...) emerge aquí el Dios-misericordia, amigo trascendente y cercano, en quien podemos confiar, por encima de nuestros propios males. Como signo de piedad infinita, experiencia de amor incondicionado que trasciende las condiciones del pacto, se eleva el Dios del perdón israelita antes citado, como indican las aplicaciones del texto. a) Dios ofrece misericordia hasta mil generaciones, es decir, desde siempre y para siempre. Eso significa que la historia de la salvación no se encuentra pendiente del hilo delicado de las obras humanas, sino que se sostiene por la misericordia: Dios mismo es la esperanza de futuro y vida para el pueblo (cf. Sal. 51; 57; 67; 101; 118; 136). De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más "grande" que ella: es superior en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decir-

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lo, condiciona a la justicia y en definitiva la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los Salmistas y a los Profetas que el término mismo de justicia: terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia. La misericordia difiere de la justicia pero no está en contraste con ella, siempre que admitamos en la historia del hombre –como lo hace el Antiguo Testamento– la presencia de Dios, el cual ya en cuanto creador se ha vinculado con especial amor a su criatura. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo de mal, respecto a aquel que una vez ha hecho donación de sí mismo: "“nada aborreces de lo que has hecho". Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación, remontándonos al "principio", en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios que “es amor". b) Dios castiga de forma limitada, sólo en tres o cuatro generaciones. Ésta es la experiencia que los israelitas han vivido en el exilio y en las crisis posteriores, como pueblo experto en opresiones que duran poco tiempo, unas generaciones. Después brilla para siempre el perdón y la gracia de Dios. Allí donde parecía que la historia acaba (tras la alianza rota sólo hay muerte), se eleva la más fuerte palabra de promesa: Dios es rico en misericordia, de manera que, tras un breve camino de corrección, ofrece a los humanos la gracia sin fin de su misericordia eterna. Así puede culminar en palabra de amor el Antiguo Testamento, proyectando la clemencia de Dios sobre los pecados y castigos temporales del pueblo. Es significativo que los profetas en su predicación pongan la

le capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la Misericordia Divina. María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: «la vida de ella sola es enseñanza para todos», escribe san Ambrosio, que dirigiéndose en particular a las vírgenes, pero en un horizonte abierto a todos, afirma: «El primer deseo ardiente de aprender lo da la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que la Madre de Dios o más espléndida que Aquélla que fue elegida por el mismo Esplendor?». Vive y realiza la propia libertad donándose a Dios y acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su seno virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo acompaña en aquel gesto supremo de libertad que es el sacrificio total de la propia vida. Con el don de sí misma, María entra plenamente en el designio de Dios, que se entrega al mundo. Acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no siempre puede comprender (cf. Lc 2, 19), se convierte en el modelo de todos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (cf. Lc 11, 28) y merece el título de «Sede de la Sabiduría». Esta Sabiduría es Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente la voluntad del Padre (cf. Heb 10, 5-10). María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete de bodas: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). María condivide nuestra condición humana pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la verdad y condivide el peso de la Iglesia en el recordar constantemente a todos las exigencias morales. Por el mismo motivo, no acepta que el hombre pecador

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el puesto que ocupa ahí la Virgen, en un contexto siempre cristocéntrico y nunca disociada de la función que ejerce en todo el designio de la salvación. Uno de los más antiguos documentos, llamado Lauda de los siervos de la Virgen, exclama bellamente: “Reina potentísima, madre glorificada, para salvar al siglo fuiste al mundo enviada, por el fruto que llevaste la vida fue dada, ante tu Hijo, sé nuestra abogada”. Las laudas marianas esparcidas por los laudarios de todas las grandes ciudades italianas, muestran que la alabanza es la voz humana rebosante de sentimientos, de amor y de fe, de gratitud por la hermana mayor, que es también madre de Dios y socia del redentor, y mediadora de gracia, en la cual se contempla la posibilidad esperanzada para toda criatura de recorrer en la forma de la redención el mismo camino de sacrificio y de luz de la Virgen y de reconquistar con ella la armonía primigenia. La misericordia se diferencia de la gracia en que la gracia considera al hombre como culpable, actuando en favor de él a pesar de su absoluta falta de méritos; en la misericordia se destaca el carácter compasivo del amor de Dios, y el énfasis de este aspecto de la actitud de Dios hacia el hombre tiene que ver con la condición mísera e impotente en que se encuentra. Para comprender la misericordia que nos reúne a todos en el corazón de Dios hecho hombre y en el corazón del Padre, debemos contemplar e imitar a la discípula –perfectamente responsable– del Padre. María, madre de la misericordia, es la profetisa que nos inspira en la renovación de la sociedad. También María es Madre de Misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la Cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para aquellos que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, en perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y

misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo, y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve de cara a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo. En la predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido. 2) Los signos de la misericordia. Dios mismo viene a mostrarse como fuente de amor, con rasgos más maternos que paternos. El texto le presenta como rico, como lleno de un amor que brota de su entraña o vientre materno (rehem). Dios ama así con ternura de madre y cuida con amor insuperable y eterno al fruto de su entraña. Quien ama según ley puede un día cansarse y no hacerlo, cesar en el amor, si aquel a quien ofrece su cariño se vuelve desleal o ingrato. Por el contrario, quien ama con entraña materna, dando la vida al hacerlo, se mantiene en amor para siempre, hagan los hijos lo que hagan, respondan como respondieren. Este amor del Dios que está lleno de entrañas de misericordia se encuentra al principio de todo lo que existe, como fuente creadora de vida y no como respuesta condicionada por nuestro comportamiento. De esta forma se desvela el amor fundante del Dios que actúa como madre, como amor creador que regala gratuitamente vida y lo hace con ternura, eternamente. Desde aquí se entienden los signos de la misericordia. No hay rayos o truenos, no hay volcanes, en contra de lo que sucedió en la primera teofanía (cf. Ex. 19,16-20). Simplemente una nube, una presencia silenciosa, una plegaria. Antes se había hablado de un libro de alianza (cf. Ex. 24,7) que debía estar escrito en papiro (o materia semejante). En este nuevo contexto son precisas unas tablas o losas de piedra porque es duro el corazón del

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pueblo donde graba Dios su misericordia indeleble (cf. Ez. 36,26-27). Pero antes Dios hablaba con el trueno, en experiencia cósmica terrible (Ex. 19,19-20). Ahora, en cambio, habla con voz de compasión y cercanía que recuerda a los profetas. Yahvé mismo se presenta como Dios humano, padre/amigo, buen educador que mantiene su palabra y ofrece a los hombres un camino de vida por su alianza. Antes no podía haberse vislumbrado este misterio, estas entrañas de perdón y gratuidad, porque los fieles de Israel no habían pecado aún y así Dios aparecía como ley de trueno desde arriba. Ahora, superando el rechazo de aquellos que no han aceptado su presencia, Dios viene a presentarse como amigo para siempre, como han destacado los libros de Oseas y Jonás. 3) La esencia de la misericordia: Libro de la Sabiduría. El libro de la Sabiduría ha desarrollado de forma consecuente el tema de la misericordia: «El mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra. Pero te compadeces de todos porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa no la habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia si tú no las hubieses llamado? Pero perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, amigo de la vida. Todos llevan tu soplo incorruptible» (Sab. 11,22–12,1). «Tu fuerza es el principio de la justicia y el ser dueño de todos te hace perdonarlos a todos... Pero tú, dominando tu fuerza, juzgas con moderación, y nos gobiernas con mucha indulgencia, porque siempre puedes disponer de tu poder como tú quieres» (12,16-18). Sobre un fondo de violencia, conforme a la cual el mismo Dios parecía condenado a castigar a los culpables, que debían ser aborrecidos (cf. Sab. 12,4), se elevan estos pasajes donde el principio de la misericordia nos permite superar ya de algún modo la

María es Madre de Misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). El ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la Misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: Su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu . María ha ocupado un papel muy importante en la literatura. La trascendencia es un motivo presente en todos los planos del pensamiento y de la acción. En el siglo XIII y XIV, se asiste a un fenómeno de la espiritualidad cristiana como búsqueda profunda y vital de Dios en todas las situaciones privadas y colectivas… Es eminente

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MARIA, MADRE DE LA MISERICORDIA

sus estudios ni de entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y cons-tituir una familia;  rostros de muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal;  rostros de niños y niñas sometidos a la prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo sexual; también los niños víctimas del aborto.  rostros de personas y familias que viven en la miseria e incluso pasan hambre.  personas que dependen de las drogas,  rostros de las personas con capacidades diferentes,  rostros de los portadores y víctima de enfermedades graves como la malaria, la tuberculosis y VIH SIDA, que sufren de soledad y se ven excluidos de la convivencia familiar y social.  rostros de los secuestrados  rostros de los que son víctimas de la violencia, del terrorismo, de conflictos armados y de la inseguridad ciudadana.  rostros de los ancianos, que además de sentirse excluidos del sistema productivo, se ven muchas veces rechazados por su familia como personas incómodas e inútiles.  rostros de los presos, y su situación inhumana en que vive la gran mayoría y que también necesitan de nuestra presencia solidaria y de nuestra ayuda fraterna. Es necesario recordar que una globalización sin solidaridad afecta negativamente a los sectores más pobres. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. Con ella queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son solamente “explotados” sino “sobrantes” y “desechables”.

división entre justos e injustos, judíos y gentiles, pues el perdón de Dios vincula a todos los hombres: «Te compadeces de todos porque todo lo puedes (11,23). Amas a todos los seres y no aborreces nada» (11,24). «A todos perdonas porque son tuyos: siendo dueño de todos, tú puedes perdonarles a todos» (cf. 11,16). En este mundo, los que se toman como poderosos muestran su poder oprimiendo a los demás (cf. Sab. 2,11). Por el contrario, Dios no es poderoso porque puede imponerse sobre todos los demás, sino porque renuncia a toda imposición, para perdonarles. Dios es poderoso para el bien y de esa forma supera por su misericordia la lógica de las oposiciones (marcada por el árbol del bien/mal: Gn. 2–3). De esa forma se expresa como gracia absoluta, no por un tipo de coacción igualitaria (¡responde de la misma forma a todos!), ni por indiferencia (¡todo es igual!), sino por cuidado amoroso que le lleva a perdonar a cada uno de los hombres, por poder, creatividad y connaturalidad. 4) La misericordia de Dios. Partiendo de lo anterior podemos precisar los rasgos y principios del Dios misericordioso. a) Dios es misericordioso por poder. Dios no tiene que defender su poder, sino al contrario: es poderoso sin límites y así puede revelarse como suprema y absoluta compasión, siendo de esa forma capaz de superar, sin injusticia, las antítesis del mundo. «Te compadeces de todos porque todo lo puedes» (Sab. 12,16). Sobre la misericordia de Dios se funda la vida de los hombres. b) Dios es misericordioso porque es creador. Amar es crear, haciendo que surja lo que existe y que nazca la vida, por encima de la división entre el bien y el mal. Por eso, la creación es siempre gracia, es un don que nos permite superar el nivel del talión, en el que estamos determinados por lo que hay, buscando en los demás nuestro provecho, para pasar al nivel de lo que hacemos que haya. Ése es el plano que el Nuevo Testamento define partiendo del amor entendido como ágape (no como

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eros). Los violentos no crean, sino que viven a costa de aquello que otros han creado, como ladrones de la vida. Dios, en cambio, crea todo de un modo gratuito, haciendo así posible que surja la vida donde reinaba la muerte; por eso es misericordia universal. c) Dios es misericordioso por connaturalidad. De manera sorprendente, Sabiduría expande y aplica a todos los hombres una terminología de alianza que antes, en otro contexto, se expresaba sólo de forma israelita, mostrando así a Dios como amigo de todos los pueblos: «Perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, amigo de la vida» (11,26). Cierta teología del pacto suponía que sólo los israelitas eran «propiedad personal de Dios sobre la tierra» (cf. Ex. 19,5-6; Dt. 4,20), y así lo supondrán también las antítesis de Sab. 11–19. Pues bien, nuestro pasaje confiesa que todos los hombres son de Dios, universalizando la experiencia israelita. En ese sentido se dice que Dios no es sólo creador y dueño universal, sino también amigo o compañero de todos los que viven, sin excepción alguna. Ésta es la aportación mayor de la teología de Sabiduría y quizá de toda la literatura israelita: Dios no es una realidad abstracta, ni un principio cósmico, ni un silencio en el fondo de todo lo que existe; Dios no es tampoco el protector de un pueblo especial, sino un poder personal de vida que ama (conoce y crea) a todos los hombres porque quiere, porque les quiere, vinculándose con ellos de un modo entrañable, en alianza de fidelidad universal. Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera peculiar la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la gran familia humana: "“Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor". "“Aunque se retiren los montes..., no se

profunda conversión personal y eclesial. En la fe encontramos:  rostros desfigurados por el hambre, consecuencia de la inflación, de la deuda externa y de injusticias sociales;  rostros desilusionados por los políticos, que prometen pero no cumplen;  rostros humillados a causa de su propia cultura, que no es respetada y es incluso despreciada;  rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada;  rostros angustiados de los menores abandonados que caminan por nuestras calles y duermen bajo nuestros puentes;  rostros sufridos de las mujeres humilladas y postergadas;  rostros cansados de los migrantes, que no encuentran digna acogida;  rostros envejecidos por el tiempo y el trabajo de los que no tienen lo mínimo para sobrevivir dignamente. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor. La iglesia, madre y maestra de misericordia, llamada a hacer presente y actual la misericordia de una manera concreta afectiva y efectiva, sigue llamando la atención sobre los nuevos rostros que esperan ser destinatarios de esta misión. Esto nos debe llevar a contemplar los rostros sufrientes en sus más diversas y variadas manifestaciones. Entre ellos, están:  rostros de las comunidades indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son tratadas con dignidad e igualdad de condiciones;  rostros de muchas mujeres, que son excluidas en razón de su sexo, raza o situación socio-económica;  rostros de jóvenes, que reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en

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privados de tierra, en situación de dependencia interna y externa, sometidos a sistemas de comercialización que los explotan;  rostros de obreros frecuentemente mal retribuidos y con dificultades para organizarse y defender sus derechos;  rostros de subempleados y desempleados, despedidos por las duras exigencias de crisis económicas y muchas veces de modelos de desarrollo que someten a los trabajadores y a sus familias a fríos cálculos económicos;  rostros de marginados y hacinados urbanos, con el doble impacto de la carencia de bienes materiales, frente a la ostentación de la riqueza de otros sectores sociales;  rostros de ancianos, cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen. Compartimos con nuestro pueblo otras angustias que brotan de la falta de respeto a su dignidad como ser humano, imagen y semejanza del Creador y a sus derechos inalienables como hijos de Dios. Que la Iglesia sea el lugar de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado, animado a vivir la vida buena del evangelio. Y para que el otro se sienta acogido, amado, perdonado, alentado, la Iglesia debe estar con las puertas abiertas, para que todos puedan entrar. Y nosotros tenemos que salir de aquellas puertas y anunciar el evangelio. Estos rostros concretos que exigen de nosotros practicar la misericordia, asumen dia a día nuevas dimensiones y proporciones mayores. Por esta razón, descubrimos que el amor misericordioso es también volverse a los que se encuentran en carencia espiritual, moral, social y cultural. Descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del Señor (cf. Mt 25, 31 -46) es algo que desafía a todos los cristianos a una

apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará". Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica. Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo El al apóstol Felipe estas memorables palabras: "“¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre". En el Nuevo Testamento, la misericordia es entendida como: amor, perdón, gracia. El conjunto del Nuevo Testamento aparece como un testimonio concreto y universal de misericordia: concreto porque se centra en Jesús, universal porque se abre a todos los hombres. Así lo muestra un texto donde Mateo ha resumido la vida y mensaje de Jesús: «Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor» (Mt. 9,35-36; cf. Mc. 6,34). 1) Misericordia quiero y no sacrificio (Mt. 9,13; 12,7). Esta palabra, tomada de Os. 6,6, condensa según Lucas toda la experiencia de Cristo, entendida no sólo de un modo superficial (moralista), como misericordia barata, sino de forma radical, como principio de transformación humana. Aquí está en juego el sentido de la Ley judía y la permanencia del pueblo de Israel como institución profética y salvadora. Los adversarios de Jesús ponen la Ley por encima de la misericordia, tomándola así como una especie de «dogma»: es la institución sagrada, la estabilidad nacional en línea de sistema que exige un tipo de comportamientos bien regulados (sacrificios). Pues bien, por encima de esa ley ha puesto Jesús la mise-

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ricordia, es decir, la gratuidad abierta a todos los hombres. Los dos pasajes donde Mateo cita este principio teológico de Oseas (Mt. 9,13 y 12,13) marcan el punto de inflexión de su evangelio, el paso de una institución que puede y debe ser misericordiosa (hace obras de misericordia, al servicio del sistema) a una misericordia que viene a presentarse como principio y fuente de todas las posibles instituciones, pues ella define y decide el sentido del juicio de la vida (Mt. 25,31-46), que será revelación de misericordia. El Jesús de Mateo no ha discutido con los rabinos de Israel (o del judeocristianismo) desde una perspectiva teórica, sino desde el poder radical de la misericordia que, careciendo de poder (no puede imponerse por la fuerza), es el mayor de todos los poderes. Jesús ha superado ese nivel de sacrificio (ha declarado el fin del templo: cf. Mt. 21,12-22), apelando a la misericordia creadora: ella define a Dios, ella permite caminar y vivir a los humanos, como indica de forma paradigmática el pasaje del paralítico perdonado-curado (cf. Mt. 9,2 -8). 2) Dios, Padre de misericordia. Pablo retoma el sentido israelita básico del Dios misericordia y lo expresa en palabras de fuerte emoción e intenso contenido hímnico, poniendo «Padre» donde Ex 34,6 ponía «rico»: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos ha consolado en toda tribulación para que podamos consolar a los que están en toda tribulación con el consuelo con que Dios nos ha consolado» (2 Cor. 1,3-4). Ésta es una de las palabras fundamentales del mensaje de Pablo y ella ha de tomarse en su sentido más profundo. Dios es Padre de la misericordia porque Jesús es la misericordia encarnada. Este Dios es un padre materno, preñado de amor, que consuela a los hombres, como hacía el Dios de los profetas del amor más intenso (Is. 66,13), como hará el Paráclito, gran Consolador. Ciertamente, Pablo alude a su propia situación de lucha y des-

Al escuchar misericordia, esta palabra cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia vuelve al mundo menos frío y más justo. Tenemos necesidad de entender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia... La misericordia de la madre Iglesia supera todo muro, toda barrera, y te lleva a buscar siempre el rostro del hombre, de la persona. Y es la misericordia la que cambia el corazón y la vida, que puede regenerar una persona y permitirle insertarle de una forma nueva en la sociedad. La madre Iglesia enseña a estar cerca y a quien ha sido abandonado y muere solo. La Iglesia está llamada a ser casa de la misericordia, preocupada por mostrarnos la verdad sobre Jesucristo en el presente, nos ofrece su reflexión sobre el rostro de la misericordia y las exigencias para un cristiano de nuestro tiempo y afirma que la situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela:  rostros de niños, golpeados por la pobreza desde antes de nacer, por obstaculizar sus posibilidades de realizarse a causa de deficiencias mentales y corporales irreparables; los niños vagos y muchas veces explotados de nuestras ciudades, fruto de la pobreza y desorganización moral familiar;  rostros de jóvenes, desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad; frustrados, sobre todo en zonas rurales y urbanas marginales, por falta de oportunidades de capacitación y ocupación;  rostros de indígenas y con frecuencia de afroamericanos, que, viviendo marginados y en situaciones inhumanas, pueden ser considerados los más pobres entre los pobres;  rostros de campesinos, que como grupo social viven relegados en casi todo nuestro continente, a veces,

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ces la necesidad de testimoniar e irradiar la misericordia, sobre todo cuando administramos el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. "“Es importante... que sintamos la gracia del sacerdocio como una sobreabundancia de misericordia. Misericordia es la absoluta gratuidad con la que Dios nos ha elegido... Misericordia es la condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes suyos, aun sabiendo que somos pecadores". Por amor de Jesucristo, nunca se cansen de ser misericordiosos, ¡por favor! Tengan esa capacidad de perdón que ha tenido el Señor, que no vino a condenar sino a perdonar. Tengan misericordia… El Buen Pastor entra por la puerta, y la puerta de la misericordia son las llagas del Señor. La misma llamada llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima, decía con razón san Gregorio Magno, para indicar que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación. Para erradicarla de la vida personal y social son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia, unidas al coraje de la denuncia. Si no se la combate abiertamente, tarde o temprano busca cómplices y destruye la existencia.

DESTINATARIOS DE LA MISERICORDIA HOY…

consuelo, que ha logrado superar con la gracia de Dios. Pero su experiencia, expresada en el contexto de 2 Cor. 1,1–2,17, se abre a todos los hombres que quieran recibir el mensaje y aliento de Jesús. Frente al Dios de la ley o poder, frente a un Señor resentido (que parece estar en lucha contra los hombres), frente al Juez alejado que mira las cosas desde fuera, Pablo ha definido a Dios como Padre misericordioso, es decir, consolador: es Aquel que nos ama y por amor, por su gran misericordia, nos ha ofrecido el don de su propio Hijo. Este Dios de consuelo (a quien el texto llama Padre y no Madre, porque así lo exige la tradición social de aquel tiempo) es más Madre que Padre. Llegando al límite de su experiencia, fundando su vida en el Dios de Jesús, Pablo descubre que ese Dios, Padre de consuelo, tiene aspectos que podemos evocar como femeninos: es aquel que nos consuela en Jesús, dándonos lo más grande que tiene, su propio Hijo. a) El verbo indica la irrupción de la misericordia divina en la realidad de la miseria humana, como acontece en la poderosa acción liberadora y salvadora de Jesús de Nazaret. A la llamada de socorro: «...¡ten compasión de mí!» (Mc. 10,47.48; Mt. 9, 27; 15, 22; 17, 15; Lc. 17, 13), con la que los enfermos o los allegados de aquéllos que están poseídos por el demonio (Mt. 15, 22; 17, 15) le suplican, Jesús responde con la curación. En una ocasión, después de expulsar al demonio del cuerpo de un poseído pide a éste que cuente en su casa cómo el Señor ha tenido misericordia de él (Mc. 5,19). En la mayoría de los casos, los que se dirigen a Jesús en demanda de auxilio le aplican el título mesiánico de «hijo de David» (Hijo de Dios) (una vez se le llama «maestro», significa «jefe» Lc. 17, 13); la predicación de Mateo añade en cada caso el título postpascual de kyrios (señor), o lo introduce para reemplazar al tratamiento habitual de «maestro» (Mt. 17, 15). Así, el grito de socorro «Señor, ten compasión de mí» se convierte en una profesión de fe en el poder divino de Jesús.

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b) Para expresar la misericordia de un hombre para con otro, el fundamento de este proceder del hombre está en la misericordia de Dios: en la quinta bienaventuranza se promete la misericordia divina a los misericordiosos, y en el relato del siervo malo (Mt. 18, 23-35) la exigencia de misericordia para con el otro siervo deudor (v. 33) se funda en la ilimitada misericordia del Señor (v. 33, v. 27). Por último el patriarca Abrahán, elevado a la comunión con Dios, es invocado por el rico (que ha sido condenado porque en su vida terrestre no tuvo misericordia) con las mismas palabras con las que en otros pasajes se implora la misericordia de Dios (Lc. 16, 24). Por otra parte, sorprende en estos contextos la frecuente alusión (a menudo literal) al Antiguo Testamento. En las controversias con los fariseos, Jesús atestigua la soberana misericordia de Dios, que quiere encontrar respuesta, no a través del cumplimiento riguroso de los ritos, sino de la solidaridad real con los humildes (pobre) y con los que tienen hambre (Mt. 9,13; 12, 7; cf. 1 Sam. 15,22; Os. 6, 6). Asimismo, recrimina duramente a los fariseos el que, en su interpretación de la ley, hayan caído en un mero formalismo en lugar de subrayar lo fundamental, es decir, la justicia, la misericordia y la lealtad (Mt. 23, 23; cf. también en el relato del buen samaritano la exigencia de hacer misericordia, Lc. 10, 37). 3. En los escritos paulinos. Pablo quiere incluso ser considerado como alguien a quien Dios ha hecho la gracia del apostolado: 1 Tim. 1,13.16) y a quien la bondad del Señor le ha hecho digno de su confianza (1 Cor. 7,25). Ante la actitud de rechazo para con el evangelio adoptada por Israel, él se esfuerza por mostrar en la predicación de la carta a los Romanos (9, 15.16.18; v. 15 = cita de Ex. 33, 19) que la misericordia gratuita de Dios no está en contradicción con su fidelidad a la alianza. Pues el designio salvífico de Dios —que abarca a judíos y gentiles (Rom. 11, 32), aunque primero entrarán los gentiles en el reino (Rom. 9, 23; 11, 30; 15, 9) y a conti-

hombres hasta inmolarse entregando su vida». No olvidemos que cuando el sacerdote celebra el sacramento de la Penitencia, él ejerce "el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo Pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador". Misericordia significa antes que nada curar las heridas… primero se deben curar las heridas abiertas… también las heridas escondidas... Misericordia significa: ni manga ancha ni rigidez. La misericordia de Dios es más grande que cualquier herida, de cualquier conflicto, que cualquier ideología. Para retornar a Dios Amor, es necesario invitar a reconocer el propio pecado, sabiendo que «Dios está por encima de nuestra conciencia» (1Jn. 3,20). De aquí se deriva la alegría pascual de la conversión, que ha suscitado santos y misioneros en todas las épocas. Esta actualidad del sacramento de la reconciliación se presenta también en la realidad de la Iglesia peregrina, que siendo «santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación». Los sacerdotes son pues, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del sacramento de la Penitencia. Como administrador de este sacramento, el sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina. Confesando a sus hermanos él realiza de modo pleno su paternidad espiritual, convirtiéndose en testigo privilegiado de los milagros que la misericordia divina es capaz de obrar en un corazón que se abre a ella por medio del arrepentimiento y del dolor de corazón. Y esto es un misterio grande del amor misericordioso del Señor Jesús para con nosotros. El Papa Juan Pablo II, nos ha insistido que redescubramos nuestra vocación sacerdotal como "“misterio de misericordia", para que así sintamos enton-

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vuelve carente de valor y dignidad”. Es solo una ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al más allá. El dinero no nos da la verdadera felicidad. La violencia usada para amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar. Sólo quien ha sido acariciado por la ternura de la misericordia, conoce verdaderamente al Señor. El lugar privilegiado del encuentro es la caricia de la misericordia de Jesucristo hacia mi pecado. “El camino de la Iglesia es no condenar a nadie eternamente; es derramar la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con un corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir de su propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las ‘periferias’ de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios, que es aquella de la misericordia. También la Iglesia debe sentir el impulso alegre de convertirse en flor de almendro, es decir la primavera, como Jesús, para toda la humanidad.. Ministerio de misericordia. El ministerio de la reconciliación, ejercido con gran disponibilidad, contribuirá a profundizar el significado del amor de Dios, recuperando precisamente el sentido del pecado y de las imperfecciones como obstáculos al verdadero amor. Cuando se pierde el sentido del pecado, se rompe el equilibrio interior en el corazón y se da origen a contradicciones y conflictos en la sociedad humana. Sólo la paz de un corazón unificado puede borrar guerras y tensiones. «Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre». Este servicio de reconciliación, ejercido con autenticidad, invitará a vivir en sintonía con los sentimientos del Corazón de Cristo. Es una “prioridad” pastoral, en cuanto es vivir la caridad del Buen Pastor, vivir «su amor al Padre en el Espíritu Santo, su amor a los

nuación los judíos (11, 31)— se funda en su misericordia. En esta misericordia y no en las obras de la justicia se funda también la salvación de los que han despertado a la fe y han sido renovados por el espíritu (Ef. 2,4; Tit. 3, 4-7). Precisamente por eso son exhortados a practicar con alegría (Rom. 12,8) la misericordia que han experimentado (2 Cor. 4, 1; Rom. 12, 1), de tal manera que la misericordia se convierta en un signo distintivo del discípulo (Sant. 3,17), y «despiadado», que supone la negación más profunda del conocimiento de Dios (Rom. 1,31). En el plano teológico, Pablo habla con frecuencia de la riqueza de la misericordia de Dios (2 Cor. 1,3). Se la desea a todos los creyentes (Gál. 6,16). La tradición paulina volverá a recordarlo: Dios nos salva gratuitamente (Tit. 3,5), porque es rico en misericordia (Ef. 2,4). Para iluminar la incredulidad de la mayor parte de Israel, Pablo recurre a la cita de Éx. 33,19: Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca (Rom. 9,15). Pablo quiere subrayar así la libertad de Dios en la generosidad de sus dones. Queda excluido todo motivo de orgullo (Rom. 3,27; 4,2; 1 Cor. 1,29); nuestra salvación no depende ni de la voluntad ni de los esfuerzos del hombre, sino de la misericordia de Dios (Rom. 9,16). Manifestada ahora a las naciones, la misericordia se extenderá luego al pueblo judío (Rom. 11,25ss). Por eso es la última palabra que da cuenta del plan divino de la salvación: Dios ha permitido que todos seamos rebeldes, para tener misericordia de todos (Rom. 11,32). En esta actitud de confianza en la misericordia de Dios, Pablo y sus discípulos, juntamente con otros testigos neotestamentarios (2 Jn. 3; Jds. 2), imploran la misericordia de Dios y de Jesucristo (la mayoría de las veces unida a la «gracia» y a la «paz») sobre los destinatarios de sus cartas en el saludo introductorio (1 Tim. 1,2; 2 Tim. 1,2; Tit. 1,1.4) o en la bendición final (Gal. 6, 16),

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recogiendo y ampliando fórmulas de saludo judías. La misericordia del Señor cura de la enfermedad (Flp. 2, 27), es un don que Dios hace a la familia (2 Tim. 1, 16) y el don futuro y definitivo de la salvación (v. 18). Frente al grupo gnóstico de Corinto, que no creía en la resurrección de los muertos, Pablo predica la esperanza cristiana en la futura resurrección del cuerpo incorruptible y llama a aquéllos que sólo tienen esperanza en la vida terrestre, los más desgraciados de los hombres (1 Cor. 15, 19). 4. En los escritos neotestamentarios: a) 1 Pedro 1, 3 comienza con un elogio de la misericordia de Dios, a través de la cual los cristianos han renacido a una nueva esperanza por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (Ef. 2,4; 1 Cor. 15,19). Al igual que Pablo en Rom. 9, 23-ss, él celebra con palabras de Oseas (2, 25) la extensión de la misericordia divina a los paganos (1 Pd. 2, 10). b) Santiago inculca a una comunidad indolente la idea de que la misericordia hecha en la tierra será recordada en el juicio final, y el que no hace misericordia será juzgado también sin misericordia (2, 13; cf. Lc. 16, 24; Mt. 18, 33; 25, 40). c) En atención al amor de Dios que la comunidad ha experimentado y teniendo a la vista el juicio misericordioso de Jesús en su segunda venida, Judas exhorta a tener una actitud crítica (aunque misericordiosa) para con su entorno (vv. 21-23). d) De un modo similar a 1 Cor. 15,19, Ap. 3,17 alude al estado lastimoso de una iglesia (Laodicea) a pesar de su riqueza terrestre y la sitúa a la luz del juicio de Cristo, que es el único válido. e) A través de lo que representa el sumo sacerdocio veterotestamentario y su función en la gran fiesta de la reconciliación (Lv. 16). Hebreos atestigua la solidaridad total del sumo sacerdote Cristo con sus hermanos, que garantiza una comprensión misericordiosa e ilimitada (2,17; cf. 4,15) y otorga a la comunidad pusilánime la

co que discierne y ofrece la cura. «El sacerdote hace las veces de juez y de médico, y ha sido constituido por Dios ministro de justicia y a la vez de misericordia divina, para que provea al honor de Dios y a la salud de las almas». Así a imagen del Buen Pastor, el sacerdote es un hombre de misericordia y de compasión, cerca de su gente y servidor de todos. En particular el sacerdote demuestra entrañas de misericordia en el administrar el sacramento de la reconciliación; lo demuestra en toda su actitud, en la forma de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver... Pero esto deriva de como él mismo vive el sacramento en primera persona, de cómo se deja abrazar por Dios Padre en la confesión, y permanecer dentro de este abrazo... Si uno vive esto sobre él en el propio corazón, puede también donarlo a los otros en el ministerio. El sacerdote debe entonces esforzarse por orientar el don de su ministerio a ser signo e instrumento de comunión, sirviendo así a la unidad en la vida de la Iglesia. Debe procurar en todo momento ser hombre del perdón, mostrándose amable y acogedor con todos; debe ser instrumento de concordia, siempre dispuesto a ayudar a sanar las rupturas entre los hermanos. Podríamos decir que la razón de nuestra existencia como sacerdotes así como la naturaleza de nuestro ministerio es la de ser ministros del perdón de Dios: “ " y todo procede de Dios, quien nos reconcilió consigo por mediación de Cristo, y a nosotros nos dio el ministerio de la reconciliación". La invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida… en modo particular a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea. Dice el Papa Francisco: “Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador. No caigáis en la terrible trampa de pensar que la vida depende del dinero y que ante él todo el resto se

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que hay un confesionario con la luz encendida. La experiencia nos dice que ahí donde hay un confesionario con un sacerdote, siempre se acercará un corazón arrepentido en busca de la misericordia divina. Donde hay un confesor disponible, antes o después llega un penitente; y donde persevera, incluso de manera obstinada, la disponibilidad del confesor, ¡llegarán muchos penitentes!. Enviar los Misioneros de la Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de este misterio tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los cuales daré la autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede Apostólica, para que se haga evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre todo, signo vivo de cómo el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón. Serán misioneros de la misericordia porque serán los artífices ante todos de un encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación, rico de responsabilidad, para superar los obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán conducir en su misión por las palabras del Apóstol: «Dios sometió a todos a la desobediencia, para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). Todos entonces, sin excluir a nadie, están llamados a percibir el llamamiento a la misericordia. Los misioneros vivan esta llamada conscientes de poder fijar la mirada sobre Jesús, «sumo sacerdote misericordioso y digno de fe» (Hb 2,17). El sacerdote es ministro, es decir, siervo y a la vez administrador de la divina Misericordia. A él queda confiada la gravísima responsabilidad de “perdonar o retener los pecados” (Jn. 20,23); a través de él, los fieles pueden vivir, en el presente de la Iglesia, por la fuerza del Espíritu, que es el Señor y da la vida, la gozosa experiencia del hijo pródigo, el cual, cuando regresa a la casa del Padre por vil interés y como esclavo, es acogido y reconstituido en su dignidad filial. El confesor es pastor, padre, maestro, educador, juez espiritual y también médi-

confianza de acercarse al trono de la gracia y hallar misericordia (4, 16). En conclusión, El primer término hebreo (rehamim) expresa el apego instintivo de un ser a otro. Según los semitas, este sentimiento tiene su asiento en el seno materno (rehem: I Re. 3,26), en las entrañas (rahamim) —nosotros diríamos: el corazón— de un padre (Jer. 31,20; Sal. 103,13), o de un hermano (Gen. 43,30): es el cariño o la ternura; inmediatamente se traduce por actos: en compasión con ocasión de una situación trágica (Sal. 106,45), o en perdón de las ofensas (Dan. 9,9). El segundo término hebreo (hesed), traducido ordinariamente en griego por una palabra que también significa misericordia (eleos), designa de suyo la piedad, relación que une a dos seres e implica fidelidad. Con esto recibe la misericordia una base sólida: no es ya únicamente el eco de un instinto de bondad, que puede equivocarse acerca de su objeto o su naturaleza, sino una bondad consciente, voluntaria; es incluso respuesta a un deber interior, fidelidad con uno mismo. El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como síntesis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre del Padre (cfr. Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia. En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas podemos encontrar las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, de la moneda perdida y aquélla que conocemos como la del “hijo pródigo”. En estas tres parábolas nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que Él siente cuando encuentra de nuevo al pecador y le perdona. ¡Sí, la alegría de Dios es perdonar! Aquí tenemos la síntesis de todo el Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa

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oveja perdida, esa moneda perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón». Dice el Papa Francisco: La misericordia de Dios es muy concreta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de dieci-siete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la vida! Descubrí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, podemos contemplar de modo muy concreto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello... ¡No teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espera! ¡Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, descubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona! Las traducciones de las palabras hebreas y griegas oscilan de la misericordia al amor, pasando por la ternu-

dón de los pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido delante de la misericordia del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia. Mostrémonos disponibles a celebrarlo cada vez que nuestros hermanos en la fe nos lo pidan de manera razonable. Tengamos horarios fijos y estables en nuestras parroquias y comunidades donde los fieles puedan encontrarnos con facilidad en los confesionarios. Pongamos en práctica el llamado del Santo Padre cuando nos dice: "todos los sacerdotes que tienen la facultad de administrar el sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y totalmente dispuestos a administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente. La falta de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda y poder devolverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí la imagen del Buen Pastor". En una palabra, dediquemos tiempo y energía para escuchar las confesiones de los fieles. Ellos acuden con gusto a recibir este sacramento donde saben que hay sacerdotes disponibles, donde saben

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prójimo». La pedagogía de la misericordia a nivel eclesial y social-civil implica un esfuerzo quizás mayor todavía. La categoría del perdón comienza a ocupar un renglón especial en la literatura actual como algo que pertenece al ser humano. Es de notar el esfuerzo que muchos pueblos y culturas hacen y deben seguir haciendo para superar los conflictos de cualquier orden buscando el restablecimiento de las relaciones y fomentando la reconciliación y la paz. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en práctica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, quien te ha hecho daño, quien consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices» (Misericordiae Vultus, 9)... Suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Como Jesús que en la cruz rezaba por aquellos que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El único camino para vencer el mal es la misericordia. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero! Que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva. Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el per-

ra, la piedad o conmiseración, la compasión, la clemencia, la bondad y hasta la gracia. A pesar de esta variedad, no es, sin embargo, imposible circunscribir el concepto bíblico de la misericordia. Desde el principio hasta el fin manifiesta Dios su ternura con ocasión de la miseria humana; el hombre, a su vez, debe mostrarse misericordioso con el prójimo a imitación de su Creador. La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia «vive un deseo inagotable de brindar misericordia». Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.

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EL DIOS DE LAS MISERICORDIAS.

Trasladando el lenguaje de la experiencia humana y aplicándolo de manera antropomórfica a Dios, los autores sagrados han conseguido darnos, como nunca había sido posible hacerlo, una "imagen trepidante de su amor, que en contacto con el mal, y en particular con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia" (Dives in misericordia, n. 52). La confianza absoluta y constante de Israel en este amor misericordioso y tierno de Yhwh se manifiesta en cada una de las páginas del Antiguo Testamento; pero se expresa de manera admirable en aquella fórmula contenida en Ex. 34,6-7, que suena como una profesión de fe: "El Señor, el Señor, Dios clemente y misericordioso, tardo para la ira y lleno de lealtad y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones y perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado". La acumulación de tantos sustantivos, estrechamente vinculados e intercambiables entre sí, es un índice de la intensidad del concepto que se quiere inculcar, mientras que los adjetivos que les acompañan cualifican al obrar divino, que, a diferencia del humano, no es instintivo, pasional, desconsiderado e impetuoso en su reacción contra el mal, sino lento, paciente y ponderado, así como rico en generosidad, en compasión y en tolerancia; tan rico que los gestos de su misericordia no se restringen ni siquiera al espacio de mil generaciones (Gén. 32,5; Ex. 20,6; Dt. 5,10). De esta certeza es de donde dimana esa especie de estribillo que tantas veces se escucha en las páginas sagradas: "“Su amor es eterno" (Sal. 100,5; 106,1; 107,1; 118,1.4.29; 136; 1Crón. 16,34. 41; Jer. 33,11). La fórmula de Ex. 34,6-7 se recoge, en todo o en parte, en algunos otros lugares del Antiguo Testamento (Núm. 14,18; Sal 86,15; 103,8.13; 145,8; Neh. 2,13; Jl. 2,13; Jon. 4,2), así como en la fórmula compendiada "“rico en misericordia”, de Ef. 2,4. A menudo los orantes, necesitados de perdón, de ayuda y de protección, se

gente la educación para la misericordia y la benignidad cuando el fenómeno de la violencia conyugal se difunde alarmantemente. Después de haber explicado en modo muy resumido cómo ejerce el Señor su misericordia con nosotros, quisiera sugerir cómo podemos ser concretamente instrumentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo. La iniciativa "24 horas para el Señor”, debe incrementarse en las Diócesis. Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior. Elegir una obra de misericordia corporal y una espiritual para ponerla en práctica cada mes. Dejarse inspirar por la oración de Santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Misericordia de nuestro tiempo: «Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla [...] a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos [...] a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos [...] a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras [...] a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio [...] a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi

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de recibir el ungüento de la misericordia y de la reconciliación, y volquémoslo silenciosamente, con abundancia. No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (Mt. 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de violencia que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos "“más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor». Parecería que los caminos para aplicar la misericordia al hombre pecador y sumido en situaciones de conflicto se redujeran simplemente a hacer flexible la ley. Debe haber otras vías, las debe crear la comunidad eclesial, porque la ley, como la justicia en sí, no es suficiente para desencadenar el dinamismo de la redención. La pedagogía de la misericordia tiene diversos campos de aplicación: sea en la vida de cada individuo, sea en la vida de pareja y de familia, sea a nivel de la justicia eclesial y de la justicia humana, sea a nivel de las relaciones interpersonales. A nivel de las relaciones interpersonales de pareja, hoy se hace particularmente ur-

dirigen a Dios invocando su piedad (Sal. 4,2; 6,3; 9,14; 25,16; 51,3) y llamándolo padre (Is. 63,16; cf. Sal. 103,13). Pero es en Is. 49,15 donde encontramos la imagen más alta y significativa del amor inmutable e invencible de Dios cuando, al lamento de Sión que se duele de verse abandonada, el mismo Yhwh responde: “¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas (las entrañas) lo olvidaran, yo no me olvidaría de ti"“. Si es verdad que en la realidad de los hombres no existe ningún vínculo tan fuerte y tan duradero como el amor de una madre por el fruto de sus entrañas, con esta atrevida apelación el profeta llega a decir que el amor de Yhwh trasciende cualquier tipo o modelo humano, ya que es infinito e indefectible. 1. CON TODAS LAS CRIATURAS. El primer relato de la creación nos muestra al Creador que, como un buen artista, al terminar cada una de sus obras se complace en el feliz resultado y en la bondad de todo lo que su palabra ha llamado a la existencia (Gén. 1,10.12...31). Los salmistas, a su vez, celebran repetidamente, junto con su gloria y su sabiduría, que resplandecen en la magnificencia de lo creado, su amor, su fidelidad y su misericordia, de donde dimanó su acto creativo y por las cuales se regula su gobierno del mundo (Sal. 103; 136; 145; 147). Reflexionando sobre esta longanimidad divina, el autor del libro de la Sabiduría afirma en forma de oración: "“Tienes misericordia de todo porque todo lo puedes"; y a continuación añade: "“Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues si algo aborrecieras no lo hubieses creado. ¿Y cómo subsistiría nada si tú no lo quisieras? O ¿cómo podría conservarse si no hubiese sido llamado por ti? Pero tú perdonas a todos, porque todo es tuyo, Señor, que amas cuanto existe. Porque tu espíritu incorruptible está en todas las co-

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sas" (Sab. 11,23-12,1). En realidad, si todo lo que hay en el mundo es obra de Dios, nada se sustrae a su gobierno, a su providencia, y por tanto tampoco a su amor compasivo. Por eso el salmista puede cantar: "“La tierra está llena del amor del Señor” ((Sal. 33,5). Y, de forma específica para el hombre, el sabio puede decir que “la compasión del Señor envuelve a todas sus criaturas"“ (Sir. 18,1-14). En este sentido la historia de Jonás, con todas sus peripecias que rayan en lo grotesco, resulta sumamente instructiva, pues nos permite comprender cómo la misericordia divina es realmente universal y no conoce límites ni admite barreras de ninguna clase. 2. CON SU PUEBLO. Si el vínculo de la creación y de la "paternidad" divina de todo lo que existe se presenta en el Antiguo Testamento como el motivo de fondo que mueve a Dios a rodear de un amor atento y misericordioso a todos los seres humanos sin distinción, el vínculo de la elección con que quiso ligarse gratuitamente a Israel con un pacto eterno de fidelidad hace que semejante amor sea visto casi como una obligación, en virtud de la palabra a la que se ha prestado juramento y que no puede fallar. El éxodo de Egipto y el don de la alianza sinaítica son dos hechos íntimamente relacionados entre sí, como causa y efecto; e Israel mantuvo siempre viva, durante toda su historia, la conciencia de haber experimentado de forma singularísima y casi sensiblemente los efectos vivificantes de la misericordia divina, no sólo en los momentos trágicos de la esclavitud, sino también en los que siguieron a su liberación hasta que logró entrar en la tierra prometida. Así, el salmo litánico 136, dirigido todo él a la celebración de Yhwh "“porque es eterno su amor", después de haber recordado brevemente algunas de las maravillas realizadas en la creación (vv. 4-9), pasa a recordar, uno tras otro, todos los prodigios que ha llevado a cabo en la historia de Israel, desde la muerte de

la familia y en cualquier otro tipo de comunidad, sin la práctica del perdón y de la misericordia recíproca. Es necesario recordar y tener presente que, misericordia es una palabra compuesta por misereo y cor; significa conmoverse en el propio corazón del sufrimiento o el error del hermano. Es así que Dios explica su misericordia frente a las desviaciones del pueblo: «Mi corazón está en mí conmovido, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os. 11,8). Se trata de reaccionar con el perdón y, hasta donde es posible, con la excusa, no con la condena. Cuando se trata de nosotros, vale el dicho: «Quien se excusa, Dios lo acusa; quien se acusa, Dios lo excusa»; cuando se trata de los demás ocurre lo contrario: «Quien excusa al hermano, Dios lo excusa a él; quien acusa al hermano, Dios lo acusa a él». El perdón es para una comunidad lo que es el aceite para el motor. Si uno sale en coche sin una gota de aceite en el motor, en pocos kilómetros todo se incendiará. Como el aceite, también el perdón resuelve las fricciones. Hay un Salmo que canta el gozo de vivir juntos como hermanos reconciliados; dice esto: «es como ungüento fino en la cabeza» (Sal. 133). A nivel de la justicia canónico-eclesial, un signo positivo fue la reducción del libro de penas en el código de derecho canónico (1983), de 200 a 81 cánones. La invitación de la normativa eclesial, ya no tanto en el derecho romano y sí mucho más en la reflexión teológica (S. Escritura, antropología, ciencias humanas, etc.), hará que la misericordia en su doble dirección (bajar para rehabilitar) sea una actitud de toda la comunidad creyente frente al hermano como una forma de hacer posible la redención abundante que nos ha merecido Cristo con su muerte y resurrección, porque “la gracia es más fuerte que el pecado”. Donde se vive así, en el perdón y en la misericordia recíproca, «el Señor da su bendición y la vida para siempre». Procuremos identificar, en nuestras relaciones con los demás, la que parezca más necesitada

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ba al varón la hegemonía sobre la mujer. En el fondo de esta mentalidad está la prevalencia de la inteligencia sobre el sentimiento, del cerebro sobre el corazón. Esto explica por qué la misericordia fuera entendida por mucho tiempo como debilidad, como alcahuetería, como complicidad. Un ejemplo los reproches que el marido y esposo hacía a la esposa por mostrarse flexible y benigna pasa con sus hijos. Es San Juan Crisóstomo quien con su concepción de la “condescendencia” (synkatabasis) ayuda a comprender lo que es de verdad la misericordia. En su producción literaria el tema de la misericordia fue frecuente. Para él la misericordia consistía en un “bajar para rehabilitar”. Según esta visión de la misericordia, no se le puede confundir con la debilidad o flaqueza en la corrección, pues esta sería un “bajar” (condescender), pero sin la contraparte de la urgencia y el apremio a la rehabilitación. La condescendencia o misericordia supone un doble movimiento: “bajar” o comprender la debilidad de la persona humana y “subir” que corresponde al esfuerzo que se espera y se estimula en el pecador para rehabilitarse. La misericordia y la compasión son los rasgos que mejor identifican al Dios cristiano, y por ellos también nosotros nos identificamos a nosotros mismos como seres humanos, como seres creados a imagen y semejanza de Dios. Por la misericordia somos semejantes a Dios, somos de verdad seres humanos. San Pablo exhortaba a los Colosenses con estas palabras: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col. 3, 12-13). «Los seres humanos –decía San Agustín- somos como vasos de arcilla, que solo con rozarse, se hacen daño». No se puede vivir en armonía, en

los primogénitos de Egipto hasta la liberación de los enemigos que se les oponían en la tierra de Canaán (vv. 10-24). La posterior historia bíblica, desde los jueces hasta los umbrales del Nuevo Testamento, a pesar de estar toda entretejida de infidelidades, desviaciones, rebeliones y pecados por parte del pueblo elegido, no es más que la continuación ininterrumpida de este perenne despliegue de la misericordia divina, que es compasión, perdón, ayuda y protección. Superando los estrechos límites de los derechos-deberes relacionados con la concepción jurídica del pacto de alianza, los profetas, con su sensibilidad afinada muchas veces por la experiencia amarga de su misión, llegaron a percibir su razón más profunda en el amor irresistible con que Yhwh rodea y rodeará siempre a su pueblo: “ " Con amor eterno te he amado" (Jer. 31,3). Es un amor que va mucho más allá del amor, ya grande, de un padre o de una madre por su propio hijo, sobre todo si se trata del primogénito (cf. Ex. 4,22; Dt. 1,31; Os. 11,1.3), para colocarse en la esfera del amor entre los esposos (cf. Cant.), el cual, aunque se funda también en un pacto de alianza, subraya mejor la gratuidad por una parte y la intensidad por la otra. Esta idea es desarrollada sobre todo por Oseas (1-3) quien, para expresar el carácter propio del amor divino a Israel, no vacila en recurrir a la imagen de una mujer adúltera y prostituta, a la que sigue buscando su esposo (Dios) a pesar de sus infidelidades, hasta lograr que se convierta, vuelva a él y lo llame de nuevo con el cariño del primer amor: “Marido mío"“ (2,18). Y entonces, dice el Señor, “ " me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en la justicia y el derecho, en la ternura y el amor; me casaré contigo en la fidelidad y tú conocerás al Señor” (2,2122). La imagen del amor conyugal es recogida luego por Jeremías, y más tarde por Ezequiel (Jer. 2,2; 3,1; 31,20; Ez. cc. 16 y 23). Pero cuando Israel haya pagado con el

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destierro sus infidelidades, el Déutero-Isaías volverá a consolarlo con palabras llenas de ternura y de compasión, que hacen comprender cómo el amor divino jamás desfallece, aun cuando castigue severamente: "“Tu esposo será tu creador. Sí, como a una mujer abandonada y desolada, te ha querido el Señor. A la esposa tomada en la juventud, ¿se la puede rechazar? —dice tu Dios—. Sólo por un momento te había abandonado, pero con inmensa piedad te recojo de nuevo"“ (Is. 54,5-7). 3. CON LOS PECADORES. En la segunda parte de la confesión que ya hemos recordado de Ex 34,6-7 se lee que Dios “ " conserva su fidelidad a mil generaciones y perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado, pero que nada deja impune, castigando la maldad de los padres en los hijos y en los nietos hasta la tercera y cuarta generación"“ (v. 7). La culpa y el castigo son dos términos que, en el concepto humano de justicia, se implican mutuamente. Pero en Dios la distancia que corre entre la cuarta y la milésima generación muestra, con claridad matemática, cómo la misericordia supera en mucho a la / justicia, que exige el castigo del delito, para dilatarse hasta el infinito. Basados en esta certidumbre, los israelitas, lo mismo como pueblo que como individuos, no cesan nunca de apelar a la piedad de Yhwh para que perdone y olvide sus pecados por muy grandes que sean (Sal. 25,7.11.18; 51,3-4.11; etc.). Saben que si Dios tuviera que sopesar nuestras culpas, nadie podría salvarse; sin embargo, confían siempre en su perdón, porque saben también que su bondad supera todos los límites (Sal. 103,8-18; 130,3-4; Jer. 31,20), pues no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez. 18,21-23; 33,11; Is. 55,7). Lo que Dios quiere del pecador es ante todo el reconocimiento y la confesión humilde de su propio pecado, y consiguientemente la conversión (Sal. 32,5; 38,19; 51,4-5; Prov. 28,13). Pero el Sirácida exhor-

do, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo. Derivado de la misericordia, la Teología Moral propone el ejercicio de la caridad cristiana mediante el ejercicio de las “catorce obras de misericordia”. Que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales y espirituales. Como ven, la misericordia no es “buenismo”, ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy. Tanto la cultura greco-romana como la mentalidad androcéntrica (machista) contribuyeron al eclipse de la misericordia en la historia de la humanidad ya que se da-

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sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad. Dice el Padre Raniero Cantalamessa que la Iglesia del Dios «rico en misericordia», dives in misericordia, no puede no ser ella misma dives in misericordia. De la actitud de Cristo hacia los pecadores examinada antes deducimos algunos criterios. Él no hace trivial el pecado, pero encuentra el modo de no alejar jamás a los pecadores, sino más bien de atraerlos hacia sí. No ve en ellos sólo lo que son, sino aquello en lo que se pueden convertir si son tocados por la misericordia divina en lo profundo de su miseria y desesperación. No espera a que acudan a Él; frecuentemente es Él quien va a buscarles. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mun-

ta y advierte que no se debe abusar de la longanimidad divina: "“Conviértete al Señor cuanto antes, no lo dejes de un día para otro. Porque de repente se desata la ira del Señor, y en el día de la venganza serás aniquilado"“ (Sir. 5,7). Incluso cuando castiga, Dios actúa siempre como un padre que no busca más que el bien de su hijo (Dt. 8,5; Jer. 3,19; 31,10), o como un pastor que guarda y cuida las ovejas de su rebaño (Sal. 74,1; 80,2; Ez. 34,1222).

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Reflexionando sobre la historia del éxodo y de la entrada en la tierra de Canaán, un autor de la época helenista percibe que también en estos momentos en que la justicia divina parece manifestarse de forma más severa con los enemigos de Israel, Dios se mostró manso y generoso, evitando su destrucción (Sab. 11,17-22). Son dos las lecciones que saca entonces el mismo autor de este hecho: la primera es que Dios, castigando con moderación, intenta corregir al pecador con vistas a su arrepentimiento y su conversión (11,23; 12,2.10); la segunda, de orden pedagógico, es que a través de la prueba de los castigos los pecadores tienen que aprender cuánto cuesta alejarse del Señor (11,6), mientras que los justos deben sacar de allí motivos para portarse lo mismo que el Señor, teniendo con todos la misma generosidad y comprensión (Sal. 12,19; cf. Dt. 8,3.5; Job 5,17; Prov. 3,1112; Heb. 12,5). En la Biblia, la palabra misericordia se presenta con dos significados fundamentales: el primero indica la actitud de la parte más fuerte (en la alianza, Dios mismo) hacia la parte más débil y se expresa habitualmente en el perdón de las infidelidades y de las culpas; el segundo indica la actitud hacia la necesidad del otro y se expresa en las llamadas obras de misericordia. (En este segundo sentido el término se repite con frecuencia en el libro de Tobías). Existe, por así decirlo, una misericordia del corazón y una misericordia de las manos. En la vida de Je-

sús resplandecen las dos formas. Él refleja la misericordia de Dios hacia los pecadores, pero se conmueve también de todos los sufrimientos y necesidades humanas, interviene para dar de comer a la multitud, curar a los enfermos, liberar a los oprimidos. De Él el evangelista dice: «Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt. 8, 17). Cuando el hombre adquiere conciencia de ser desgraciado o pecador, entonces se le revela con más o menos claridad el rostro de la misericordia infinita. 1. En socorro del miserable. No cesan de resonar los gritos del salmista: «¡Piedad conmigo, Señor!» (Sal. 4,2; 6,3; 9,14; 25,16); o bien las proclamaciones de acción de gracias: «Dad gracias a Yahveh, pues su amor (hesed) es eterno» (Sal. 107, 1), esa misericordia que no cesa de mostrar con los que claman a él en su aflicción, por ejemplo, los navegantes en peligro (Sal. 107,23), con los «hijos de Adán» cualesquiera que sean. Se presenta, en efecto, como el defensor del pobre, de la viuda y del huérfano: éstos son sus privilegiados. Esta convicción inquebrantable de los hombres piadosos parece tener su origen en la experiencia por la que pasó Israel en el momento del éxodo. Aun cuando el término misericordia no se halla en el relato del acontecimiento, la liberación de Egipto se describe como un acto de la misericordia divina. Las primeras tradiciones sobre el llamamiento de Moisés lo sugieren en forma inequívoca: «He visto la miseria de mi pueblo. He prestado oído a su clamor... conozco sus angustias. Estoy resuelto a liberarlo» (Éx. 3,7s.l6s). Más tarde el redactor sacerdotal explicará la decisión de Dios por su fidelidad a la alianza (6,5). En su misericordia no puede Dios soportar la miseria de su elegido; es como si al contraer alianza con él lo hubiera convertido en un ser «de su raza» (cf. Act. 17,28s): un instinto de ternura lo une a él para siempre. 2. La salud del pecador. Pero ¿qué sucederá, sin embargo, si este elegido se separa de él por el pecado?

sericordia divina y espera que ella se revele finalmente como un bien salvífico perfecto e imperecedero. Pero el egoísmo humano, la seguridad arrogante y la indiferencia del hombre ante aquél que es digno de misericordia serán juzgadas duramente en el juicio último: allí estarán frente a frente el Misericordioso y los miserables y el supremo Juez examinará al mundo sobre la práctica de la misericordia. "Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y sentir como un bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en camino. Sólo quien ha sentido la ternura del abrazo del Padre, como lo describe el Evangelio en la parábola del hijo pródigo –"“se echó a su cuello y le besó efusivamente" (Lc 15, 20)– puede transmitir a los demás el mismo calor, cuando de destinatario del perdón pasa a ser su ministro". El término misericordia ha cobrado interés a partir de la segunda mitad del siglo XX. El Vaticano II lo empleó 19 veces, lo que revela que el Concilio le reconoce un puesto dentro de la reflexión teológica. La Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium 40 expone que, a pesar de haber sido llamados a la santidad, no obstante “todos caemos en muchas faltas y continuamente necesitamos de la misericordia de Dios…”. No es casual que el Concilio abra una brecha nueva para dar cabida a la misericordia. Fue Juan XXIII quien providencialmente cambió la actitud de la autoridad dentro de la Iglesia: del bastonazo a la misericordia. El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible alcanzar esta meta: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis» (Lc. 6,37-38). Dice, ante todo, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con

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to» (Ef. 2, 4-5). Esta misericordia universal ha quedado corroborada de un modo definitivo en la resurrección y glorificación de Jesús y a través de la proclamación de este obrar misericordioso alcanza a todos aquellos hombres que escuchan esta proclamación, al individuo a través del bautismo, a la comunidad de los bautizados a través de la predicación y de la participación en el banquete de la alianza. La revelación bíblica se fundaba sobre los dos pilares del amor misericordioso de Yavé por su pueblo y sobre la fidelidad que le prometió. En esta reiterada promesa de misericordia, que se ha mantenido firme a lo largo de la historia, radica la auténtica riqueza de la humanidad. Pues la gracia y la misericordia de Dios en Jesucristo otorgan al mundo y a la vida humana unas nuevas normas: a la luz de ellas ya no puede preguntarse por los méritos previos, pero tampoco por la gratuidad que cabría esperar de aquél que es objeto de misericordia; la intensidad de la misericordia viene ahora exclusivamente determinada por la situación del otro, a quien hemos de dar testimonio de Cristo. Pues a aquéllos que se insertan en la misericordia fundamental de Dios en Jesucristo, que nos libra de nuestra flaqueza y mantiene juntos a todos los que han sido perdonados por Dios, se les otorga la posibilidad de corresponder a esta misericordia, lo cual lleva también consigo la obligación de actuar en consecuencia. La misericordia es la respuesta agradecida de todo el hombre, de toda la comunidad, en la medida en que ella se vuelve hacia aquél o aquéllos que están necesitados de misericordia y muestra su solidaridad con ellos poniendo a su disposición los carismas o dones personales, sociales, comunitarios y materiales de que dispone. Dios espera del hombre que haga misericordia; el recibirla es siempre una experiencia gratuita. Nunca es algo que pueda ser exigido por aquél que la espera. Toda misericordia humana, imperfecta, y toda falta de misericordia espera e implora, por tanto, ser colmada por la mi-

La misericordia se impondrá todavía, por lo menos si el pecador no se endurece; porque, conmovida por el castigo que acarrea el pecado, quiere salvar al pecador. Así, con ocasión del pecado, entra el hombre más profundamente en el misterio de la ternura divina. El lenguaje corriente, influenciado sin duda por el latín de iglesia, identifica la misericordia con la compasión o el perdón y la fidelidad. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona. a) La revelación central. En el Sinaí es donde Moisés oye a Dios revelar el fondo de su ser. El pueblo elegido acaba de apostatar. Pero Dios, después de haber afirmado que es libre para usar gratuitamente de misericordia con quien le plazca (Éx. 33,19), proclama que sin hacer mella a su santidad, la ternura divina puede triunfar del pecado: «Yahveh es un Dios de ternura y de gracia, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad, manteniendo su misericordia hasta la milésima generación, soportando falta, transgresión y pecado, pero sin disculparla, castigando la falta... hasta la tercera y cuarta generación» (Éx. 34, 6s). Dios no pasa la esponja por el pecado: deja que repercutan sus consecuencias en el pecador hasta la cuarta generación, lo cual muestra qué cosa tan seria es el pecado. Pero su misericordia, conservada intacta hasta la milésima generación, le hace aguardar con paciencia infinita. Tal es el ritmo que marcará las relaciones de Dios con su pueblo hasta la venida de su Hijo. b) Misericordia y castigo. En efecto, a todo lo largo de la historia sagrada muestra Dios que si debe castigar al pueblo que ha pecado, se llena de conmiseración tan luego éste clama a él desde el fondo de su miseria. Así el libro de los Jueces está marcado por el ritmo de la ira que se inflama contra el infiel y de la misericordia que le envía un salvador (Jue. 2,18). La experiencia profética va a dar a esta historia acentos extrañamente hu-

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manos. Oseas revela que si Dios ha decidido no usar ya misericordia con Israel (Os. 1,6) y castigarlo, su «corazón se revuelve dentro de él, sus entrañas se conmueven» y decide no dar ya «desahogo al ardor de su ira» (11, 8); así un día el infiel será de nuevo llamado: «Ha recibido misericordia» (2,3). En el momento mismo en que los profetas anuncian las peores catástrofes conocen la ternura del corazón de Dios: «¿Es, pues, Efraím para mí un hijo tan querido, un niño tan mimado, para que cuantas veces trato de amenazarle, me enternezca su memoria, se conmuevan mis entrañas y no pueda menos de desbordarse mi ternura?» (Jer. 31,20; Is. 49,14s; 54,7). En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo. En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individuar su amor y compasión. Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas. c) Misericordia y conversión. Si Dios mismo se conmueve de tal manera ante la miseria que acarrea el pecado, es que desea que el pecador se vuelva hacia él, que se convierta. Si de nuevo conduce a su pueblo al desierto, es porque quiere «hablarle al corazón» (Os. 2,16); después del exilio se comprenderá que Yahveh quiere simbolizar con la vuelta a la tierra la vuelta a él, a la vida (Jer. 12,15; 33,26; Ez. 33,11; 39,25; Is. 14,1; 49,13). Sí, Dios «no guarda rencor eterno» (Jer. 3,12s), pero quiere que el pecador reconozca su malicia; «que el malvado se convierta a Yahveh, que tendrá piedad de él, a nuestro Dios, que perdona abundantemente» (Is. 55,7).

los unos con los otros, entonces lo más importante para nosotros es tener una experiencia renovada de la misericordia de Dios. El evangelista Lucas, narrando la parábola llamada modernamente del “padre misericordioso” (15,11-52), destaca el cambio de esquema que hoy se plantea a nivel individual y social. El hijo menor de la parábola, al regresar a la casa de su padre, viene pensando en decirle: “No merezco llamarme hijo tuyo; al menos trátame como a uno de tus obreros…” (15,19). Es el esquema de una lógica de la justicia (do ut des). El Padre, en cambio, sugiere el esquema de la lógica del amor: sale al encuentro, lo abraza, lo besa; ordena ponerle un vestido nuevo, sandalias en los pies y anillo en la mano, organizar una gran fiesta como expresión de una alianza que se restablece, porque creía que el hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, que estaba perdido y ha sido hallado (15,24). Pero la misericordia divina debe encarnarse también en la actitud de los creyentes, como nos lo plantea el sermón de la montaña: “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5,7). Y Jesús invita a sus seguidores a “ser misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc. 6,36), de ahí que esta es la misión de la Iglesia. Él, Jesús de Nazaret, experimenta hasta el fondo la miseria de la humanidad, Él la contrarresta con su misericordia compasiva, victoriosa, pero su muerte por sus enemigos es la coronación final de su «solidaridad con los impíos», en cuanto que toma también sobre sí la ira de Dios contra los hombres apóstatas y rebeldes. Hay una gracia especial cuando no es sólo el individuo, sino toda la comunidad la que se pone ante Dios en esta actitud penitencial. De una experiencia profunda de la misericordia de Dios se sale renovados y llenos de esperanza: «Dios, rico de misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cris-

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La misericordia en sentido bíblico es algo muy diferente de lo que puede darnos a entender el empleo de los vocablos correspondientes en nuestra lengua. En efecto, la compasión, la comprensión de la miseria ajena, la benevolencia, abarcan únicamente algunos aspectos de ella. Pues la Biblia entiende la misericordia, no a partir de los sentimientos, sino a partir de la fidelidad de Dios a la alianza: la misericordia es el comportamiento conforme a la alianza, dicho con más exactitud, la fidelidad a la alianza con el pueblo de Israel que Dios ha mantenido y puesto a prueba a lo largo de la historia, alianza que, a través del acontecimiento de Cristo, se extiende a toda la humanidad. Ya por el hecho de que en la instauración de esta alianza Dios convierte al pueblo insignificante en interlocutor de pleno derecho a través de su elección gratuita (elección), se hace patente hasta qué punto la misericordia ha de ser entendida a partir de Dios. Esto aparece clarísimo en la solidaridad histórica de Dios con la otra parte que hace alianza y que él ha escogido, solidaridad siempre vigilante. Su fuerza impulsora es sin duda el amor; pero su existencia es una consecuencia de un compromiso que funda un derecho. Por eso no está en contradicción con la justicia, sino que la lleva a su plenitud. Puesto que la misericordia de Dios es fidelidad, no sólo se exterioriza a través del perdón, sino que puede servirse igualmente de la ira para preservar la alianza. Hasta qué punto Dios, en cuanto padre de las misericordias, se compromete aquí sin reservas y hasta qué punto su obrar viene determinado totalmente por esto nos lo muestra con toda claridad el hecho de que él, a través de su Hijo, se volvió a los rebeldes y a su indignidad. Si la misericordia divina está en el inicio de todo y es ella la que exige y hace posible la misericordia de

A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza, triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como "“Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad"“. Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él había revelado de sí mismo y para implorar su perdón. d) El llamamiento del pecador. Israel conserva, pues, en el fondo del corazón la convicción de una misericordia que no tiene nada de humano: «Él ha herido, él vendará nuestras llagas» (Os. 6,1). «¿Qué Dios como tú, que borra la falta, que perdona lo mal hecho, que no excita para siempre su ira, sino que se complace en otorgar gracia? Una vez más, ten piedad de nosotros, conculca nuestras iniquidades y arroja a lo hondo del mar nuestros pecados» (Miq. 7,18s). Así resuena constantemente el grito del salmista resumido en el Miserere: «Apiádate de mí en tu bondad. En tu gran ternura borra mi pecado» (Sal. 51,3). Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: él es su padre, ya que Israel es su hijo primogénito; él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, "muy amada", porque será tratada con misericordia. 3. Misericordioso con toda carne. Aunque la misericordia divina no conoce más límite que el endureci-

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LA MISERICORDIA

miento del pecador (Is. 9,16; Jer. 16, 5.13), sin embargo, durante mucho tiempo se la tuvo como reservada a sólo el pueblo elegido. Pero Dios, con su sorprendente magnanimidad, acabó por fin con este residuo de tacañería humana (Os. 11,9). Después del exilio se comprendió la lección. La historia de Jonás es la sátira de los corazones estrechos que no aceptan la inmensa ternura de Dios (Jon. 4,2). El Eclesiástico dice claramente: «la piedad del hombre es para su prójimo, pero la piedad de Dios es para toda carne» (Eclo. 18,13). Finalmente, la tradición unánime de Israel (cf. Éx. 34,6; Nah. 1,3; Jl. 2,13; Neh. 9,17; Sal. 86,15; 145,8) es magníficamente recogida por el salmista, sin la menor nota de particularismo: «Yahveh es ternura y gracia, lento para la ira y abundante en misericordia; no disputa a perpetuidad, no guarda rencor para siempre; no nos trata según nuestras faltas... Cuan tierno es un padre para con su hijo, así lo es Yahveh para con el que le teme; sabe de qué hemos sido amasados, se acuerda del polvo que somos» (Sal. 103,8ss.l3s). «Dichosos los que esperan en él, pues de ellos se apiadará» (Is. 30,18), porque «eterna es su misericordia» (Sal. 136), porque en él está la misericordia (Sal. 130,7). Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera. Es fácil entonces comprender por qué los Salmistas cuando desean cantar las alabanzas más sublimes del Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad. De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con El. Bajo este aspecto precisamente la misericordia es expresada en los Libros del Antiguo Testamento con una gran riqueza de expresiones. Sería quizá difícil buscar en estos

prometida en la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia. La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch. 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San Juan: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. [...] Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).

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LA PEDAGOGÍA DE

cido y por tanto merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: «Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han negado a convertirse» (Os. 11,5). Y sin embargo, después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: «Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar» (11,8-9). San Agustín, como comentando las palabras del profeta dice: «Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia». La misericordia de Dios es algo incomprensible, visceral, envolvente, absoluto; es el fundamento mismo de nuestra vida y de nuestra libertad. En efecto, uno puede vivir y amar sólo si se siente aceptado tal y como es, sin condiciones: entonces es cuando se siente libre. Dios nos ama así. La única medida de su amor desmesurado es la necesidad de la persona amada; el pobre, el infeliz, el pecador, el perdido, son amados incluso más que los otros. Como una madre ama al hijo porque es su hijo, y si es desgraciado lo ama todavía más, sabiendo que podrá llegar a ser más bueno en la medida en que se sienta amado. Dios, que para nosotros es más padre que nuestro padre y más madre que nuestra madre, que nos ha tejido en el vientre materno, hace de la misericordia la realidad que nos contiene, de arriba abajo, de oriente a occidente. En su misericordia, somos lo que somos, y nuestra misma miseria se convierte en el recipiente y la medida en la que derrama su misericordia. La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está com-

Libros una respuesta puramente teórica a la pregunta sobre en qué consiste la misericordia en sí misma. No obstante, ya la terminología que en ellos se utiliza, puede decirnos mucho a tal respecto.

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«LO QUE YO QUIERO ES MISERICORDIA». Si Dios es ternura, ¿cómo no exigirá a sus criaturas la misma ternura mutua? Ahora bien, este sentimiento no es natural al hombre: homo homini lupus!. Lo sabía muy bien David, que prefería «caer en las manos de Yahveh, porque es grande su misericordia, antes que en las manos de los hombres» (2 Sa. 24,14). También en este punto va Dios progresivamente educando a su pueblo. Condena a los paganos, que sofocan la misericordia (Am. 1,11). Lo que quiere es que se observe el mandamiento del amor fraterno (cf. Éx. 22,26), muy preferible a los holocaustos (Os. 4,2; 6,6); quiere que la práctica de la justicia sea coronada por un «amor tierno» (Miq. 6,8). Si se quiere verdaderamente ayunar, hay que socorrer al pobre, a la viuda, al huérfano, no hurtar el cuerpo ante el que es nuestra propia carne (Is. 58,6-11; Job 31,16-23). Cierto que el horizonte fraterno está todavía limitado a la raza o a la creencia (Lev. 19,18), pero el ejemplo mismo de Dios ensanchará poco a poco los corazones humanos hasta las dimensiones del corazón de Dios: «Yo soy Dios, no hombre» (Os. 11,8; cf. Is. 55,7). El horizonte se extenderá sobre todo gracias al mandamiento de no saciar la sed de "venganza, de no guardar rencor. Pero sólo quedará realmente despejado con los últimos libros de sabiduría, que en este punto esbozan ya el mensaje de Jesús; el perdón debe ejercerse con «todo hombre» (Eclo. 27,30 -28,7).

En este amplio contexto "social", la misericordia aparece como elemento correlativo de la experiencia interior de las personas en particular, que versan en estado de culpa o padecen toda clase de sufrimientos y desventuras. Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con la conciencia de la gravedad de su culpa. Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura. A él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo. En los Libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos.

El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden –podríamos decir– desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y al mismo tiempo acercarla al hombre bajo distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes versan bajo el peso del pecado -al igual que a todo Israel que se había adherido a la alianza con Dios- a recurrir a la misericordia y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Seguidamente, den gracias y gloria cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo. Ser misericordiosos se presenta así como un aspecto esencial del ser «a imagen y semejanza de Dios». «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6, 36) es una paráfrasis del famoso: «Sed santos,

no para recibir misericordia; pero hay que tener misericordia, si no la misericordia de Dios no tendrá efecto en nosotros y nos será retirada, como el señor de la parábola la retiró al siervo despiadado. La gracia «previene» siempre y es ella la que crea el deber: «Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros», escribe San Pablo a los Colosenses (Col. 3, 13). Misericordiosos como el Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús: «Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso» (Lc. 6,36). Es un programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de paz. El imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr. Lc. 6,27). Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida. Si, en la bienaventuranza, la misericordia de Dios hacia nosotros parece tener el efecto de nuestra misericordia hacia los hermanos, es porque Jesús se sitúa aquí en la perspectiva del juicio final («alcanzarán misericordia», ¡en futuro!). «Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (St. 2, 13). La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto estable-

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EL ROSTRO DE LA MISERICORDIA DIVINA.

fondo se explica en 1Jn 3,17: “Si alguno tiene bienes de este mundo, ve a su hermano en la necesidad y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede estar en él el amor de Dios?", donde se utiliza la palabra clásica "entrañas", como en Flm. 7,12.20; cf l Re. 3,26; Is. 49,15; Jer. 31,20; Os. 2,25. Convencidos, finalmente, de que la falta de misericordia atrae la cólera divina (Rom. 1,31; cf. Didajé 5,2; Bernabé 20), la invocan del Señor deseándola a los destinatarios y lectores de sus cartas, junto con la gracia y la paz (Gál. 5,16; 1Tim. 1,2; 2 Tim. 1,2; Tit. 1,4; 2 Jn. 5; Jds. 2). La «perfección» que Jesús, según Mt. 5,48, exige a sus discípulos, consiste según Lc. 6,36 en el deber de ser misericordiosos «como vuestro Padre es misericordioso». Es una condición esencial para entrar en el reino de los cielos (Mt. 5,7), que Jesús reitera después del profeta Oseas (Mt. 9,13; 12,7). Esta ternura debe hacerme "prójimo del miserable al que encuentro en mi camino, a ejemplo del buen Samaritano (Lc. 10,30-37), debe llenarme de compasión para con el que me ha ofendido (Mt. 18, 23-35), porque Dios ha tenido compasión conmigo (18,32s). Así seremos nosotros juzgados según la misericordia que hayamos practicado, quizás inconscientemente, para con Jesús en persona (Mt. 25,31-46). Mientras que la ausencia de misericordia entre los paganos desencadena la ira divina (Rom. 1,31), el cristiano debe amar y «simpatizar» (Flp. 2,1), tener una auténtica compasión en el corazón (Ef. 4,32; 1 Pd. 3,8); no puede «cerrar sus entrañas» ante un hermano que se halla en la necesidad: el “amor de Dios no mora sino en los que practican la misericordia” (1 Jn. 3,17). Una característica que comprueba la autenticidad del amor al prójimo es su universalidad: debe dirigirse a todos… por esto el amor cristiano al prójimo está alejado del amor puramente psíquico y posesivo, de la discriminación y acepción de personas. Debemos, entonces, tener misericordia porque hemos recibido misericordia,

porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv. 19, 2). Pero lo más sorprendente, acerca de la misericordia de Dios, es que Él experimenta alegría en tener misericordia. Jesús concluye la parábola de la oveja perdida diciendo: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc. 15, 7). La mujer que encontró la dracma perdida grita a sus amigas: «Alegraos conmigo». En la parábola del hijo pródigo además la alegría desborda y se convierte en fiesta, banquete. CRISTO, es la imagen del Padre Misericordioso. "“Imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación"“ (Col. 1,15; 2 Cor. 4,4), el Hijo unigénito del Padre, "el resplandor de su gloria y la impronta de su ser" (Heb. 1,3), "“haciéndose carne y habitando entre nosotros"“ (Jn. 1,14), fue desde su aparición en el mundo el revelador del misterio de aquel a quien Pablo llama, con una locución muy de sabor semítico, "“el Padre de las misericordias" (2 Cor. 1,3), es decir, aquel que es fuente de la misericordia y que la derrama generosamente sobre nosotros. Más que cualquier otro atributo divino, todo el Nuevo Testamento muestra que Cristo es realmente la imagen viviente del Padre, “rico en misericordia" (Ef. 2,4); pero antes con su vida que con sus palabras. 1. EN SU VIDA. El evangelista Lucas, nos presenta a Jesús que en el acto de inaugurar su ministerio público en la sinagoga de Nazaret lee y hace suyas estas palabras de Is. 61,1-2: "“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor" (Lc. 4,18-19). Cuando más tarde el Bautista envíe a preguntar si él era el Cristo-mesías, responderá haciendo eco a las palabras del profeta: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan

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limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia el evangelio a los pobres" (Lc. 7,22). En realidad, la vida pública de Jesús es todo un despliegue de amor y de misericordia frente a todas las formas de miseria humana, con todos aquellos que física o moralmente tenían necesidad de piedad y compasión, de ayuda y sostén, de comprensión y de perdón, por los que él no sólo acude a su poder taumatúrgico, sino que se enfrenta incluso con la mentalidad estrecha y hostil del ambiente con tal de hacer el bien y sanar a todos (Act. 10,38). Médico de los cuerpos, por consiguiente, pero sobre todo de las almas (Mc. 2,17; Lc. 5,21), como lo demuestra su actitud llena de indulgencia y de favor con los pecadores, que encuentran en él un "amigo" (Lc. 7,34), y con los que no tiene ningún reparo en tratar, a pesar de los recelos de muchos, llegando incluso a sentarse a su mesa (Lc. 5,27-32; 7,3650; 15,1-2; 19,1-10). En los evangelios vemos cómo se conmueve frecuentemente ante las necesidades de los hermanos y "“siente compasión"“ por todos, sea cual sea su enfermedad o su necesidad (Mc. 1,41; 5,19; 6,34; 8,2; Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc. 7,13). Por eso, todos los que recurren a él lo hacen como si se dirigieran a Dios mismo, invocando su misericordia (Mc. 9,22; 10,47 -48; Mt. 9,27; Lc. 17,13; 18,38-39), suplicándole: “¡Ten compasión de mí, Señor!" (Mt. 15,22; 17,15; 20,30-31). Habiéndose hecho en todo semejante a los hermanos y habiendo experimentado en su propia carne la dureza del sufrimiento humano (Heb. 2,17-18), con esta experiencia acepta libremente morir en la cruz por la redención del mundo. Es también éste —más aún, éste sobre todo— un testimonio de su amor misericordioso, que no ha disminuido con su ascensión al santuario celestial, en donde está sentado a la derecha del Padre como "“sumo sacerdote misericordioso y fiel" (Heb. 2,17), al que podemos dirigirnos "“a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno" (Heb. 4,16).

el sentido concreto de esta frase. En efecto, después de haber dicho que hay que hacer el bien a todos y amar incluso a los enemigos a semejanza del Altísimo, que “ " es bueno con los desagradecidos y con los malvados", añade: "“Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso". Esto significa que el ideal de santidad y de perfección al que Cristo llama a sus seguidores se concreta en las obras de misericordia espiritual y corporal, que son las formas más elevadas del amor al prójimo, como lo muestra la parábola del buen samaritano (Lc. 10,30-37), el cual, a diferencia de quienes le precedieron en el camino de Jerusalén a Jericó, “ " se compadeció" del desgraciado judío, "enemigo" de raza, y se cuidó de él, por lo que merece ser señalado como modelo de caridad con el prójimo por haberse “ " compadecido de él" (v. 37). Jesús advierte además que el juicio final recaerá sobre las obras de misericordia y de bondad que hayamos practicado con el prójimo más necesitado y que él considerará como hechas o negadas a él mismo (Mt. 25,31-46). Del mismo modo advierte que, si queremos que en el momento del juicio final nos perdone nuestras deudas, como el rey de la parábola del siervo despiadado, también nosotros tenemos que ser generosos (Mt. 18,32-33), mientras que en el padrenuestro enseña a pedirle a Dios: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden" (Mt. 6,12.1415). Por eso Sant. 2,13 afirma: "El juicio será sin misericordia para el que no ha tenido misericordia; pero la misericordia triunfa sobre el juicio". A ejemplo del maestro, “ " afable y humilde de corazón" (Mt. 11,29), que muere en la cruz invocando el perdón para sus verdugos (Lc. 23,34), sus discípulos practican e inculcan la necesidad de practicar la misericordia como virtud esencial para el cristiano, lo mismo que el amor fraterno, el perdón de las ofensas, la hospitalidad y todas aquellas formas concretas de ayuda, que son su expresión visible (Rom. 12,8; Ef. 4,32; Flp. 2,1; Col. 3,12; l Pd. 3,8; 4,8-11; Jds. 23). La razón de

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El mensaje de la misericordia en el Nuevo Testamento se modela y se desarrolla recogiendo la parte mejor de la enseñanza del Antiguo Testamento, profundizando en su concepto y enriqueciéndolo de contenidos, tanto en sentido vertical como en sentido horizontal. Contra los que, enredados en las mallas del formalismo jurídico, tardaban en comprender el valor de virtudes fundamentales, como "“la justicia, la misericordia y la fe" (Mt. 23,23: tres términos íntimamente relacionados entre sí), Jesús afirma decididamente la primacía del amor y del perdón sobre todas las ofrendas y sacrificios prescritos por la ley, remitiendo a la autoridad de las palabras que el profeta (Os. 6,6) hacía pronunciar a Yhwh: “Misericordia quiero y no sacrificios" (Mt. 9,13; 12,17). Con este espíritu, al comienzo del sermón de la montaña proclama: "“Dichosos los misericordiosos, 'porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt. 5,7). Luego, después de haber insistido en la necesidad de practicar desde lo hondo del corazón y de modo universal el amor al prójimo, hasta conceder el perdón a los propios enemigos y perseguidores, concluye: "“Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (5,48). La confrontación con el texto paralelo de Lc. 6,35-36 permite comprender

2. EN SUS PALABRAS. Para defenderse de las acusaciones de los fariseos y para justificar su comportamiento, lleno de compasión y de condescendencia con los publicanos y los pecadores (Lc. 15,1-2), Jesús narra tres parábolas, todas ellas inmensamente bellas y significativas. Las dos primeras, la de la oveja extraviada y la de la dracma perdida (15,3-10), se cierran con una alusión a la alegría que causa en el cielo el hallazgoconversión, aunque sea de un solo pecador. La tercera, llena de indicaciones de fina psicología paternal, muestra cómo un hijo pródigo y libertino es esperado afanosamente por su propio padre, que espía su retorno y que, al divisarlo de lejos, se llena de compasión y corre a abrazarlo (Lc. 15,11-32). Es la imagen más viva del amor ilimitado del Padre celestial, que Jesús nos revela de una forma incomparable, como sólo él podía hacerlo. Los hombres tienen que conocer y experimentar este amor; y por eso Jesús, después de curar al endemoniado que quería seguirle por agradecimiento, le ordena con decisión: "“Vete a tu casa con los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor, compadecido de ti, ha hecho contigo" (Mc. 5,19). Con estas palabras parece como si nos quisiera ofrecer la clave para entender todos sus milagros en su significado más profundo. Es el Padre el que actúa en él (Jn. 5,17) y el que en su persona manifiesta visiblemente su misericordia. De esta manera, toda la obra de salvación realizada por Cristo, desde su llegada al mundo hasta el misterio pascual de su muerte y resurrección, ha de considerarse como la actuación del designio providencial concebido por el Padre en su gran amor a los hombres (la "filantropía" divina de Tit. 3,4), como tan bien lo comprendió el evangelista de la misericordia en los dos cánticos del Magníficat y del Benedictus, donde por labios de María y del anciano Zacarías celebra la divina misericordia, que ha venido a difundirse de generación en generación sobre todos los que le temen (Lc. 1,50.54.72.78).

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procuraban la justicia a partir de sus obras, de su práctica de la ley, Pablo declara que ellos también son pecadores y que por tanto tienen necesidad de la misericordia por la justicia de la "fe". Frente a ellos los paganos, a los que Dios no había prometido nada, son atraídos a su vez a la órbita inmensa de la misericordia. Todos deben, pues, reconocerse pecadores a fin de participar todos de la misericordia: «Dios incluyó a todos los hombres en la desobediencia para usar con todos misericordia» (Rom. 11,32).

SED MISERICORDIOSOS...

San Pablo, mientras que por un lado insiste en subrayar la absoluta gratuidad del don de la misericordia divina, que se lleva a cabo en la redención realizada por Cristo (Rom. 9,15, con palabras sacadas de Ex. 33,19; Rom. 4,4, Tit. 3,7), por otro lado llega a afirmar, paradójicamente, que en su providencia "“Dios encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia con todos" (Rom. 1,32; Gál. 3,22). Para los bautizados, en particular, el mismo apóstol recuerda que "“éramos, por naturaleza, objeto de la ira divina, igual que los demás. Pero Dios, rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos amó, nos dio vida juntamente con Cristo..., a fin de manifestar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros" (Ef. 2,3-5.7). Por lo que a él se refiere, bendice y da gracias desde lo más profundo de su corazón a "“Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, padre de las misericordias y de todo consuelo, que nos consuela en todos nuestros sufrimientos para que nosotros podamos consolar a todos los que sufren con el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios" (2Cor. 1,3-4). Es maravilloso este despliegue del amor misericordioso del Padre, que en Cristo se derrama sobre los hombres bajo la forma de aliento y de consuelo y se difunde de un individuo a otro para remontarse luego a la fuente en forma de bendición y de acción de gracias. 1. Jesús, «sumo sacerdote misericordioso» (Heb. 2,17). Jesús, antes de realizar el designio divino, quiso «hacerse en todo semejante a sus hermanos», a fin de experimentar la miseria misma de los que venía a salvar. Por consiguiente, sus actos todos traducen la misericordia divina, aun cuando no estén calificados así por los evangelistas. Lucas puso muy especial empeño en poner de relieve este punto. Los preferidos de Jesús son los «pobres» (Lc. 4,18; 7,22); los pecadores hallan en él un «amigo» (7,34), que no teme frecuentarlos (5,27.30; 15,l; 19,7). La misericordia que manifestaba Jesús en forma

general a las multitudes (Mt. 9,36; 14,14; 15,32) adquiere en Lucas una fisonomía más personal: se dirige al «hijo único» de una viuda (Lc. 7,13) o a un padre desconsolado (8,42; 9,38.42). Jesús, en fin, muestra especial benevolencia a las mujeres y a los extranjeros. Así queda redondeado y cumplido el universalismo: «toda carne ve la salvación de Dios» (3,6). Si Jesús tuvo así compasión de todos, se comprende que los afligidos se dirijan a él como a Dios mismo, repitiendo: ¡Kyrie eleison!» (Mt. 15,22; 17,15; 20,30s). 2. El corazón de Dios Padre. Este rostro de la misericordia divina que mostraba Jesús a través de sus actos, quiso dejarlo retratado para siempre. A los pecadores que se veían excluidos del reino de Dios por la mezquindad de los "fariseos, proclama el evangelio de la misericordia infinita, en la línea directa de los mensajes auténticos del Antiguo Testamento. Los que regocijan el corazón de Dios no son los hombres que se creen justos, sino los pecadores arrepentidos, comparables con la oveja o la dracma perdida y hallada (Lc. 15,7.10); el Padre está acechando el regreso de su hijo pródigo y cuando lo descubre de lejos «siente compasión» y corre a su encuentro (15,20). Dios ha aguardado largo tiempo, y aguarda todavía con paciencia a Israel, que no se convierte, como una higuera estéril (13,6-9). 3. La sobreabundancia de la misericordia. Dios es, pues, ciertamente el «Padre de las misericordias» (2Cor. 1,3; St. 5,11), que otorgó su misericordia a Pablo (l Cor. 7,25; 2 Cor. 4,1; I Tim. 1,13) y la promete a todos los creyentes (Mt. 5,7; I Tim. 1,2; 2 Tim. 1,2; Tit. 1,4; 2 Jn. 3). El cumplimiento del designio de misericordia en la salvación y en la paz, tal como lo anunciaban los cánticos al alborear el Evangelio (Lc. 1,50.54.72.78), lo muestra Pablo claramente en toda su amplitud y sobreabundancia. El ápice de la epístola a los Romanos está en esta revelación. Mientras que los judíos acababan por desconocer la misericordia divina estimando que ellos se

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