Jane Austen
Orgullo y prejuicio
ORGULLO Y PREJUICIO
Autora: Jane Austen Primera publicación en papel: 1813 Colección Clásicos Universales Diseño y composición: Manuel Rodríguez © de esta edición electrónica: 2013, liberbooks.com
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Jane Austen
ORGULLO Y
PREJUICIO
Índice
Capítulo I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
*** Capítulo X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
*** Capítulo XX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
*** Capítulo XXX. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
*** Capítulo XL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
*** Capítulo L . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 332
*** Capítulo LX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411
Capítulo I
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odo el mundo considera que un hombre soltero y de buena posición necesita una esposa. Esta creencia está tan metida en el ánimo de las personas de su alrededor, que todas las madres de familia que le conocen le consideran una posible propiedad de alguna de sus hijas, sin tener para nada en cuenta los sentimientos que él pueda poseer a su llegada a cualquier parte para establecerse en ella. —Oye, Bennet —le decía a éste su esposa—. ¿No sabes que Netherfield tiene al fin un inquilino? Pues sí, está alquilado. Mistress Long ha venido y me dio esta noticia —y al ver que míster Bennet no contestaba, prosiguió su mujer con impaciencia—: ¿No te interesa saber quién alquiló esa casa? —Ya veo que estás rabiando por decirlo; así que me resignaré a escucharte. Ella no esperó que se lo dijera de nuevo, por lo que dijo al punto: —Mistress Long asegura que Netherfield está arrendado por un muchacho muy rico que llegó el lunes del norte
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Jane Austen de Inglaterra en una silla de postas tirada por cuatro caballos, y, al verlo, se quedó tan satisfecho, que le dijo a míster Morris que por San Miguel quiere que esté todo arreglado; pero la semana que viene ya habrá allí algunos de los criados de su servidumbre. —¿Cómo se llama? ¿Y qué estado tiene? —Míster Bingley. Es soltero, pero muy rico; lo menos tiene cinco mil libras anuales de renta. ¡Qué suerte para una de nuestras hijas, querido! —¿Qué tienen que ver nuestras hijas en eso? ¿Qué les importa a ellas? —¡Por Dios, Bennet! No seas tan torpe. Pienso casar a una de ellas con ese muchacho. —¿Es que él tiene ese propósito al venir a vivir en esta vecindad? —¡Vamos, no seas simple! ¡Qué ha de proyectar él! Pero es posible que se enamore de alguna, y por eso es conveniente que te apresures a visitarle. —No veo por qué lo he de hacer. Ves tú con tus hijas, si te parece, o deja que vayan ellas solas, que tal vez sea lo mejor, porque, como sigues siendo muy guapa, tal vez a él le gustes más que todas tus hijas. —No me adules tanto. Es verdad que no se me puede llamar fea y fui bastante pasable a su debido tiempo; pero cuando una mujer tiene cinco hijas mayores ya no puede pensar en sí misma. —Porque en la mayoría de casos así la mujer ya no tiene belleza de qué preocuparse. —Bueno, querido. Prométeme que visitarás a míster Bingley en cuanto llegue. —No te prometo nada.
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Orgullo y prejuicio —Piensa en tus hijas y en lo conveniente que sería para alguna de ellas. Te advierto que tanto sir Guillermo como su mujer, lady Lucas, han decidido ser de los primeros en visitarle, por eso mismo. Ya sabes que no acostumbran a hacerlo nunca con los recién llegados. Tú has de hacer otro tanto, porque, sino, nosotras no podremos conocerle. —Eres demasiado meticulosa. Estoy por decirte que míster Bingley se va a alegrar mucho de verte por su casa; por mi parte, le escribiré unas líneas para darle mi consentimiento paternal si quiere casarse con alguna de las chicas, pero te advierto que le recomendaré especialmente a Isabel. —¡Qué no se te ocurra hacer una cosa semejante! Isabel no es mejor que las otras en ningún sentido. No tiene ni la mitad de la belleza de Juana ni la alegría de Lidia. ¡No sé por qué la prefieres a las demás! —Tampoco ninguna de ellas tiene nada de particular. Todas son tan tontas y tan ignorantes como otras muchachas, pero Isabel es un poco más inteligente. —¡Bennet! ¿Cómo te atreves a decir eso de nuestras propias hijas? ¡De qué modo más despectivo acabas de hablar de ellas! ¡No tienes ninguna clase de consideración para mis pobres nervios! —Te equivocas, mujer. Siento un grandísimo respeto por ellos. ¡Hace tantos años que los conozco!... Lo menos por espacio de veinte te los oigo mencionar. —¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto sufro! —¡Bueno! Pero confío en que te mejores y tengas tiempo de ver llegar por aquí a una porción de muchachos con cuatro o cinco mil libras anuales de renta.
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Jane Austen —Aunque venga todo un regimiento de ellos no nos servirá de nada si no empiezas por visitarlos tú. —Bien. Te prometo que cuando se haya reunido en la vecindad un regimiento semejante los visitaré a todos uno por uno. Míster Bennet tenía un carácter tan caprichoso, ingenioso y sarcástico, que, a pesar de haber vivido en común por espacio de veinte años, su esposa no le había entendido todavía. Ella era mucho más vulgar y comprensible para todo el mundo. De carácter desigual, poco instruida y medianamente inteligente. Cuando estaba de mal humor se figuraba que era coca de los nervios. La mayor ilusión de su vida consistía en casar bien a sus hijas, y se moría por las visitas y los comadreos.
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íster Bennet, a pesar de haber estado repitiendo a su mujer una y otra vez que no pensaba visitar a Bingley, fue uno de los primeros en hacerlo; hasta el día siguiente de ello no se enteró nadie; pero como sea que se puso a contemplar a su segunda hija, que se dedicaba a arreglarse un sombrero, dijo: —Isabel me parece que le gustará a míster Bingley. —Si no visitamos a ese joven, ¿cómo quieres que podamos conocer sus gustos? —intervino su esposa, llena de pesar. —Mamá, no olvide usted que le veremos en las reuniones públicas y que, además, mistress Long prometió que nos lo presentará.
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Orgullo y prejuicio —No lo creo. Es una mujer muy hipócrita y egoísta, y como, además, tiene dos sobrinas para casar, no espero nada de ella. —En esto estoy completamente de acuerdo contigo, y me alegro de que no tengas que depender para nada de esa señora —dijo míster Bennet. Su mujer no dijo nada, pero empezó a reñir, iracunda, a su hija: —¡Catalina! ¡No tosas de esa manera! ¡Me estás destrozando los nervios! —Lo que es esa chiquilla no sabe toser con discreción y oportunidad —aseguró su padre. —No toso para divertirme—dijo la aludida con enfado—. Isabel, ¿cuándo será tu primer baile? —Dentro de una quincena. —Sí —intervino su madre—; y mistress Long no regresará hasta un día antes, por lo que no podría presentárnoslo aunque quisiera, ya que no lo podrá conocer ella misma. —Bueno, mujer. Entonces tomas tú la delantera y se lo presentas a ella. —¡Dios mío! ¡Es completamente imposible! ¡Si yo misma no le conoceré! ¿Por qué te diviertes en atormentarme? —Te felicito por tu discreción. Tienes mucha razón al decir que no puedes conocer en quince días a míster Bingley, porque son muy pocos días para conocer a una persona. Pero, si no lo hacemos nosotros, otro se nos adelantará, y como tal vez a ella le parezca un acto delicado el que no quieras ser tú la que te encargues de ello, lo voy a hacer yo mismo. Las jóvenes miraron a su padre, pero mistress Bennet dijo al punto:
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Jane Austen —¡Vaya una simpleza! —¡Qué dices, mujer! ¿Acaso te parece que una cosa tan importante como una presentación puede ser una estupidez? No estoy de acuerdo contigo, no. ¿Qué te parece a ti, María? Tú que eres tan estudiosa y reflexiva, que hasta sospecho que te dedicas a copiar lo que lees en ciertos libracos. La aludida quiso decir alguna frase sabihonda, pero no dio con ninguna. —Bueno. Volvamos a míster Bingley, mientras María encuentra algo que decir. —¡Ya estoy harta de oír ese nombre! —dijo su esposa, indignada. —¿Por qué no me los has dicho antes? ¡Qué lástima no haberlo sabido a tiempo, porque me habría ahorrado la visita que le hice esta mañana! Pero ahora ya no me es posible volverme atrás y hacer ver que no le conozco. Logró el efecto que se había propuesto, pues todas las mujeres de su casa se quedaron pasmadas al oírle. Su mujer exclamó, después de los primeros momentos de alegría, que no había esperado menos de él. —¡Qué bueno eres, Bennet! Ya sabía que acabarías por convencerte de lo que yo te decía. Quieres demasiado a tus bijas para pasar por alto una presentación tan importante. ¡Qué feliz me siento! ¡Qué broma más graciosa la tuya en mantener el secreto tan bien guardado! —Catalina, ya puedes toser todo lo que quieras, hija — dijo su padre marchándose, aburrido de las efusiones del entusiasmo de su mujer. Ésta exclamó: —Hijitas, ¡qué padre más buenísimo que tenéis! No se le puede echar en cara que no os quiera bastante, ni a
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Orgullo y prejuicio mí tampoco. Podéis creerme si os digo que a nuestros años no es nada agradable hacer nuevas amistades, pero pasamos por todo con tal de veros contentas a vosotras. Lidia, cariño mío, estoy segura de que, aunque eres la más chiquitina entre tus hermanas, míster Bingley también te sacará a bailar. —¡Oh! No me da nada de miedo, porque, aunque sea la más joven, también soy la más alta de todas —dijo Lidia frescamente. Pasaron toda la velada haciendo suposiciones sobre cuándo devolvería la visita el recién llegado y qué día sería idóneo para que ellos le convidaran a comer en su casa.
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istress Bennet, ayudada por sus hijas, estuvo asediando a su marido a fin de que les describiera cómo era míster Bingley, y, a pesar de hacer prodigios de ingenio y astucia en sus preguntas más o menos francas o disimuladas, no lograron saber lo que se habían propuesto averiguar. Entonces se volvieron a su vecina lady Lucas, que les dijo que a lord Williams, su marido, le había gustado mucho aquel joven. Era simpatiquísimo, de una extremada juventud y muy guapo: por si esto no fueran bastante buenas noticias, les aseguró que pensaba presentarse en la reunión proyectada con un grupo de sus amigos forasteros. ¡Aquello era que ni hecho de encargo! Si le gustaba el baile, había grandes probabilidades de que se llegara a enamorar. Todo eran esperanzas felices.
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Jane Austen Mistress Bennet le confiaba a su marido, ilusionada: Si lograra que una de mis hijas se estableciera como señora de Netherfield y todas las demás se casaran bien, me sentiría recompensada por todos mis afanes! Bingley devolvió la visita a míster Bennet sin lograr ver a una sola de las hijas de la casa, aunque había ido con el deseo de contemplarlas, ya que a sus oídos habían llegado noticias de que eran muy lindas; tuvo que contentarse con cambiar unas palabras de cumplido con el padre de aquéllas, y a los diez minutos justos abandonaba la biblioteca. Las chicas tuvieron más suerte, porque, sin que él las apercibiera, le contemplaron desde una de las ventanas de arriba y viéndole subir a su caballo, vestido con un traje de montar azul. No tardaron en mandarle una invitación para que fuera a comer con ellos, y cuando más entretenida estaba la dueña de la casa pensando en la preparación de los manjares más adecuados, hubieron de dejarlo todo en suspenso porque les llegó un aviso de que míster Bingley se marchaba a Londres por unos días y se veía en la precisión de declinar el honor..., etc. Esto hizo muy mala impresión a mistress Bennet, que empezó a pensar qué clase de asuntos podían ser los que reclamaban en la capital a un muchacho recién llegado al condado de Hertford, sobresaltándose ante la idea de que hubiera de estar siempre viajando de acá para allá. Al confiar sus temores a lady Lucas, ésta se los disipó sugiriendo que lo más probable sería que hubiera ido a buscar a unos cuantos amigos para pasarlo mejor la noche del baile. Pronto empezaron a decir por todas partes que traería nada menos que a una docena de señoras y a media
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Orgullo y prejuicio de caballeros. Todas las chicas se sintieron consternadas al saber la cantidad de mujeres que se iban a reunir allí, pero un día antes volvió el sosiego a sus corazones, oyendo decir que sólo había traído a cinco de sus hermanas y a una de sus primas: media docena escasa, gracias a Dios. Cuando, por fin, los forasteros penetraron en el salón de baile, todos pudieron ver que no eran más que cinco en total: es decir, Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor de ellas y otro muchacho. Hizo muy buen efecto el aspecto de gentleman de Bingley, sus modales simpáticos y lo agradable y correcto de sus facciones. Sus hermanas eran muy distinguidas y vestían a la última moda. Mister Hurst, el cuñado de Bingley, era un señor sin importancia, pero míster Darcy llamó poderosamente la atención, tanto por su aire de gran señor, como por lo airoso de su porte y lo hermoso de su rostro. En un dos por tres se corrió la noticia de que, además, poseía diez mil libras anuales de renta. Los hombres afirmaban que tenía un aire muy distinguido, y las mujeres se decían unas a otras que era mucho más guapo que Bingley; pero cuando, después de contemplarle la mitad del tiempo llenos de admiración, cayeron en la cuenta de que tenía unos modales orgullosos y altaneros, aquello se disipó como por ensalmo, y, a pesar del gran valor de sus propiedades del condado de Derby, todos declararon, con rara unanimidad, que era un tipo desagradable, antipático, y que su amigo valía mil veces más que él. La vivacidad y la simpatía de míster Bingley hizo que pronto hubiera sido presentado a la mayor parte de las personas importantes del salón. Bailó casi todas las dan-
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Jane Austen zas y dijo que pensaba dar un baile en Netherfield. Todos quedaron encantados, notando cada vez más el gran contraste que había entre los dos amigos. Darcy sólo bailó un par de veces, una con mistress Hurst y otra con miss Bingley. No quiso ser presentado a ninguna otra señora, y se estuvo paseando todo el tiempo por allí, cambiando alguna que otra palabra, de vez en cuando, con los amigos con los que se había presentado en el baile. Era el tipo más orgulloso del mundo, y todos deseaban que no volviera a aparecer por allí. Sobre todo mistress Bennet le había cogido una profundísima antipatía al ver que se había permitido la insolencia de despreciar a una de sus hijas. Había tan pocos caballeros, que Isabel Bennet tuvo que quedarse sin pareja dos veces consecutivas, y lo peor de todo es que la mitad del tiempo lo pasó sentada tan cerca de donde estaba Darcy, oyendo, sin proponérselo, la conversación que éste sostuvo con Bingley. —Acércate, Darcy —le dijo este último—. Tienes que bailar. No me gusta verte tan solo, porque resulta una simpleza en este lugar en que nos hallamos. —¡Yo no bailo! Ya sabes que es una cosa que aborrezco hacer, a menos que mi pareja no sea una muchacha muy conocida. Ahora, y aquí, me resultaría una cosa insoportable, porque tus dos hermanas ya tienen pareja, y en todo el salón no veo una sola mujer que me anime a acercarme a ella. —Ni por un imperio consentiría yo en aburrirme como lo estás haciendo tú. Nunca vi unas muchachas más simpáticas como éstas, y, además, hay una porción de ellas que son una preciosidad.
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Orgullo y prejuicio —La única que puede llamarse guapa, de todas las aquí reunidas, es esa con que tú estás bailando —exclamó Darcy, aludiendo a Juana Bennet. —¡Oh, sí! ¡Es la joven más preciosa que vi nunca! Pero precisamente a tu espalda está sentada una de sus hermanas, que es muy linda y seguramente simpática como ella sola; déjame que te presente. —¿Cómo? —preguntó Darcy, volviéndose por un segundo para mirar; pero al ver que Isabel cruzaba su mirada con la de él, dijo fríamente—: No está mal, pero no es bastante guapa para tentarme, y tampoco estoy de humor para aceptar la compañía de una muchacha desairada por otros hombres. No pierdas más el tiempo tratando de convencerme. Lo mejor es que te dediques a tu pareja. Bingley hizo lo que su amigo le aconsejaba y éste se fue de allí, mientras que Isabel se sentía mohína por el incidente. Pero era ingeniosa y sabía ver el lado ridículo de las cosas, por lo que contó a sus amigas aquello con mucha gracia. Toda la familia se quedó muy contenta de la fiesta. La madre, porque vio que su hija mayor había sido muy admirada por los moradores de Netherfield, pues incluso las hermanas de Bingley la distinguieron mucho: Juana también estaba contenta por su propio éxito, aunque con más serenidad que su madre. María fue llamada por miss Bingley, la muchacha más amable de la vecindad; Catalina y Lidia no perdieron un solo baile, lo que para ellas era el colmo de la dicha, y todas volvieron a Longbourn, que era su pueblo, llenas de satisfacción, hallando que míster Bennet aún estaba levantado, sentado en su biblioteca y olvidándose de la hora en la grata compañía de un libro
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Jane Austen interesante de su gusto. También había esperado la vuelta de ellas con cierto sentimiento de curiosidad, por saber qué le había parecido a su esposa la velada. —¡Oh, Bennet ¡Qué noche más encantadora! ¡Qué baile! Me hubiera gustado mucho que te hubieras decidido a acompañarme a él. Juana ha sido admiradísima por todo el mundo y míster Bingley no se ha cansado de bailar con ella. ¡Nada menos que por dos veces la sacó! ¿Te das cuenta de lo que eso quiere decir? ¡Dos veces! Y ella ha sido la única, entre todas las que había allí, a la que ha solicitado por segunda vez. La primera fue a la de Lucas, pero estoy segura de que no le gustó nada, y es natural; pero cuando bailó con Juana parecía entusiasmado; por eso quiso saber al momento quién era; le fue presentada, y le volvió a pedir el baile siguiente; después bailó con la de Long, luego con María Lucas y otra vez con Juana, y el siguiente con Isabel... —Si hubiera pensado en mí, no habría bailado ni la mitad de lo que me dices. ¡No me des más tabarra! ¿Por qué no se torcería un pie al empezar! —¡Yo estoy contentísima de él! Sus hermanas son encantadoras y él no puede ser más guapo. Pero el vestido de la señora de Hurst es de una elegancia que... Míster Bennet protestó con más energía ante la descripción que se le venía encima, por lo que su esposa cambió de tema, tratando del desaire que Darcy le hizo a Isabel, recargando el cuadro de negras tiritas, cediendo a su rencor maternal. —Pero estoy segura de que ella no ha perdido nada con no gustarle, porque no puede darse un individuo más antipático que ese, feo, orgulloso e insoportable. Nadie le
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Orgullo y prejuicio podía aguantar. No hacía más que pasearse de un lado a otro para darse importancia. ¡Que mi hija no es bastante hermosa para sacarla a bailar! ¿Lo oyes? Si hubieras estada allí podrías haberle dado una lección.
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l quedarse a solas las dos hermanas mayores, Juana le dijo a Isabel: —Me parece que Bingley es lo que deben ser todos los jóvenes: sencillo, ingenioso, alegre y bien educado en todo. —Y, además, es muy guapo, que también es-una cosa conveniente para un joven. Por lo tanto, es perfecto. —Yo me sentí muy halagada al ver que me sacaba a bailar por dos veces. No esperaba nada semejante. —¿Que no lo esperabas? Pues yo, sí. Tú siempre te quedas sorprendida por las atenciones que te demuestran; yo, nunca. ¿Qué tiene de particular que te sacara otra vez? Ya se había dado cuenta de que tú eras más guapa que ninguna de las otras muchachas que estábamos allí; pero no tienes por qué agradecerle nada. Claro que eso es muy agradable, y no veo nada malo en que te guste. ¿Cuántos tontos te han gustado en tu vida? —¡Por Dios, Isabel! —¡Oh! Tú misma sabes que te gusta todo el mundo y nunca ves los defectos de nadie. Para ti todo es perfecto; nunca hablaste mal de persona alguna. —No me gusta censurar a nadie, es verdad, pero además digo lo que pienso.
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Jane Austen —Ya lo sé, ya, y por eso te admiro más aún. ¡Mira que ser tan juiciosa y tan modesta, y no ver nunca la falta de juicio de los demás!... Se puede fingir el candor, pero ser sinceramente cándida sin proponértelo, mirando siempre lo bueno de las personas y callándote lo malo, es una cosa que sólo tú sabes hacer. ¿También te gustarán las hermanas de ese chico? Sin embargo, no son como él. —Al principio parece que no, pero cuando él habla con ellas son muy amables. La soltera vivirá con él para dirigir la casa, y nosotras tendremos en ella una nueva amiga. Isabel no replicó, aunque las palabras de su hermana la dejaron llena de escepticismo sobre el pronóstico que le acababa de hacer. Tenía una observación mucho más aguda que la de Juana y su juicio era también mucho más independiente, por lo que, según lo que pudo observar en aquellas jóvenes, no le gustaron nada. Es cierto que se trataba de señoras muy bien educadas y amables cuando les convenía, pero también eran muy orgullosas y llenas de vanidad. Eran hermosas; fueron educadas en uno de los mejores colegios de Londres, tenían veinte mil libras y acostumbraban a gastar mucho más de lo conveniente, tratándose con personas de condición muy elevada, por lo que tendían a considerarse a sí mismas que estaban por encima de todos los demás de su propia clase, porque el dinero que tenían provenía de los negocios hechos por su padre en el comercio, cosa de que solían olvidarse con lamentable frecuencia, para no recordar más sino que su familia era muy respetada en el norte de Inglaterra. Su hermano heredó de su padre cien mil libras. Aquel señor tenía pensado comprar tierras y establecerse en alguna parte como squire, pero
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Orgullo y prejuicio no vivió bastante para realizar su ilusión. Su hijo pensaba hacerlo, pero, dado su carácter poco constante, desde el momento que ya tenía una casa alquilada, con todas las comodidades del propietario sin sus obligaciones, era casi seguro que dejara la cosa para cuando tuviera hijos. También sus hermanas deseaban verle establecerse como señor de algunas importantes tierras, pues, aunque por entonces no era más que inquilino de una casa muy hermosa, les gustaba sobremanera ponerse como amas de casa a la cabecera de la mesa, presidiéndola, y mistress Hurst, cuyo marido, aunque de buena casa, no era un hombre acaudalado, se aprovechaba de la generosidad de su hermano para darse buena vida a su lado, siempre que lo juzgaba conveniente. Cuando Bingley fue a ver la casa que le habían ponderado tanto, apenas hacía un par de años que había llegado a la mayor edad; la visitó detenidamente por espacio de unos minutos, le gustó y la alquiló ipso facto. Darcy era su gran amigo, por contraste con lo opuesto de sus respectivos caracteres, pues Bingley era franco, sincero y afectuoso por naturaleza, y poseía una gran ductilidad de temperamento para adaptarse al de los demás, a los que admiraba, sin, por eso, dejar de estar satisfecho de su propia manera de ser. Darcy era mucho más inteligente que Bingley, además de más listo y con unas opiniones llenas de firmeza de que el otro carecía. Pero Bingley le aventajaba en su aspecto general, porque las maneras llenas de reserva y altanería de su amigo le enajenaban las simpatías de todo el mundo. Cada uno se puso a hablar, según su temperamento, acerca del baile de Meryton. Bingley juraba que nunca
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Jane Austen se había divertido tanto; todo era agradable, simpático y bello; sobre todo Juana Bennet era una perfección de mujer. Darcy aseguró que no había visto apenas una sola belleza ni nada que pudiera llamarse elegante entre aquella reunión de gente insubstancial, descortés y estúpida. No podía negar que la mayor de las Bennet no estaba mal, pero parecía un poco tonta, ya que sonreía con demasiada frecuencia. Las hermanas de Bingley le daban la razón, aunque añadían que aquella muchacha era de su gusto y muy guapa, además de tener un carácter muy agradable que las incitaba a querer seguir tratándose con ellas más íntimamente. Con esto Bingley pareció quedar autorizado a pensar en Juana a su gusto, ya que sus hermanas acababan de declarar que valía la pena de tenerla por amiga.
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cierta distancia de Longbourn vivían los amigos con los que los Bennet sostenían relaciones más regulares. Éstos no eran otros que sir William Lucas, que, después de pertenecer al comercio de Meryton, quedó convertido en baronet, gracias a una alocución que dirigió a su Graciosa Majestad siendo alcalde del pueblo. Desde entonces se consideró una persona demasiado importante para seguir dedicado a los negocios mercantiles, impropios del elevado rango a que había sido ascendido, por lo que, dejando su antigua residencia, se trasladó a una casa algo alejada
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Orgullo y prejuicio del pueblo, que desde aquellos momentos bautizó con el nombre de «Villa Lucas», donde se dedicó a pensar en su importancia, a la vez que cultivaba las amistades con el mayor esmero, porque no se había vuelto soberbio, sino, al contrario, desde su presentación en la corte demostraba ser la cortesía personificada, que se avenía admirablemente con su carácter sociable e inofensivo. Lady Lucas también era una buena mujer, aunque no fuera la amiga más apropiada para mistress Bennet, ya que tenía una porción de hijas casaderas, y la mayor de ellas, que había cumplido los veintisiete años, era la amiga íntima de Isabel, porque también demostraba ser la más juiciosa e inteligente de todas. Al día siguiente al del baile las Lucas visitaron a sus amigas las Bennet. —Para ti no empezó mal el baile, porque fuiste la primera a la que sacó míster Bingley —dijo mistress Bennet, para iniciar la conversación. —Sí, señora; pero la segunda que sacó a bailar parecía que le gustaba más. —¡Oh! ¿Hablas de Juana? Sí, bailó con ella un par de veces, y pareció que no le disgustaba; hasta creo haberle oído decir algo de eso, una cosa referente a míster Robinson. —Tal vez sea lo mismo que le oí decir yo. Cuando le preguntó este señor a míster Bingley qué tal le parecía el baile y si hallaba en él a muchas chicas guapas y cuál de ellas era la más hermosa, contestó al momento: «¡Oh! ¡No hay duda que entre todas sobresale la mayor de las Bennet!». —¡Vamos!
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