Jorge Icaza, Pablo Palacio y las vanguardias latinoamericanas

GUARAGUAO Revista de Cultura Latinoamericana Jorge Icaza, Pablo Palacio y las vanguardias latinoamericanas Alicia Ortega Caicedo Raúl Serrano Sánche

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GUARAGUAO Revista de Cultura Latinoamericana

Jorge Icaza, Pablo Palacio y las vanguardias latinoamericanas

Alicia Ortega Caicedo Raúl Serrano Sánchez (editores)

Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador cecal Centro de Estudios y Cooperación para América Latina

GUARAGUAO Revista de Cultura Latinoamericana Biblioteca para el diálogo, no. 3

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Índice Prólogo

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Jorge Icaza y Pablo Palacio y las vanguardias latinoamericanas Alicia Ortega Caicedo Contenido Paradigmas ecuatorianos (1920 – 1930): discordias, teorías, función de la literatura y práctica narrativa. Humberto E. Robles, Northwestern University

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¿Vanguardia andina en Ecuador? Yanna Hadatty Mora, Universidad Nacional Autónoma de México

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Lectores y lecturas de Pablo Palacio Celina Manzoni, Universidad de Buenos Aires

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Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia Teodosio Fernández, Universidad Autónoma de Madrid

68

Lucidez teórica y exclusiones mutuas Raúl Vallejo, Universidad Andina Simón Bolívar

83

La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio: una teoría geométrica del ser en el mundo Cecilia Rubio, Universidad de Concepción Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia Celene García Ávila, Universidad Nacional Autónoma de México

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Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura 133 Alicia Ortega Caicedo, Universidad Andina Simón Bolívar

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Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio: apuntes para una nueva politización de la vanguardia Álvaro Campuzano Arteta, Universidad Nacional Autónoma de México

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Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes Mauricio Ostria González, Universidad de Concepción

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Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida César Chávez Aguilar, Centro Cultural Benjamín Carrión

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Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido Raúl Serrano Sánchez, Universidad Andina Simón Bolívar

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Jorge Icaza y Pablo Palacio y las vanguardias latinoamericanas Alicia Ortega Caicedo Universidad Andina Simón Bolívar

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l año 2006 ofreció un pretexto propicio para reflexionar en torno a lo que significaron, e implican aún, los movimientos de vanguardia en Ecuador, el Área andina y Latinoamérica; pues en ese año se cumplió el centenario del nacimiento de dos protagonistas de un momento de rupturas y fundaciones, operado durante el primer tercio del siglo xx ecuatoriano: Jorge Icaza (Quito, 1906-1978) y Pablo Palacio (Loja, 1906–Guayaquil, 1947). En el contexto de este jubileo, y con el propósito de celebrar a estas figuras centrales de nuestra tradición literaria, el Área de Letras de la Universidad Andina Simón Bolívar, organizó el Congreso Internacional «Jorge Icaza, Pablo Palacio y las vanguardias». Nuestro propósito fundamental ha sido reconocer el aporte de ambos escritores en la consolidación de nuestra modernidad literaria, en el esfuerzo por romper con los estereotipos de una tradición crítica que, desde Ecuador, ha insistido en divorciar a Icaza y Palacio, como si fueran representantes de dos corrientes literarias opuestas y excluyentes. Icaza ha sido reducido básicamente a escritor indigenista –en su vertiente de protesta social, con acento en lo propio, en las «Grandes realidades», la denuncia y lo nativo– y Palacio ha sido considerado, sobre todo por la generación que irrumpe en la década del sesenta, fundador solitario de una literatura experimental, urbana, aquélla de las «realidades pequeñas». Podemos invertir estas lecturas y preguntarnos qué hay de fundacional en Icaza –no solamente como indigenista, sino en su tratamiento del lenguaje, como dramaturgo marcado por los aportes del pensamiento freudiano, del surrealismo y del expresionismo; en su preocupación por la problemática del mestizo, en la creación de una suerte de picaresca urbana que aborda los conflictos interétnicos de una ciudad chola. Asimismo, interesa pensar, por un lado, cómo la obra de Palacio se ve afectada por el impacto de la vida moderna y la modernización de la ciudad y, por otro, situar su obra en diálogo con sus contemporáneos latinoamericanos.

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 5-16

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Nuestro propósito es comprender la obra de ambos escritores como respuestas –diferentes, pero afines– al mismo impulso de crítica y renovación que, en el contexto de las primeras décadas del siglo xx, cobra aliento en Ecuador, como en todo el continente. No olvidemos, por otro lado, que, a inicios de los años veinte, en Ecuador, las fuerzas socialistas emprendieron un proceso de organización política, momento que coincide con el ingreso de la clase obrera a la escena pública, con levantamientos campesinos en el agro serrano, con la emergencia de una intelectualidad media liberal, divulgadora de ideas radicales y abiertamente antioligárquica, en alianza con sectores proletarios y campesinos. El periodo de entre siglos fue un momento de intenso debate en torno a «la cuestión indígena», debate que involucró a las artes, las ciencias sociales, las humanidades. En 19221 se edita El indio ecuatoriano de Pío Jaramillo Alvarado, obra pionera de la sociología indigenista. La propuesta del autor se inserta en una discusión más amplia que involucró a las instituciones del Estado en la lucha por la reforma agraria y la formulación de una «Ley de indios» en el plano de sus derechos políticos, jurídicos y sociales. Así, esos primeros decenios estuvieron preñados de una voluntad de ruptura, que aspiraba a una renovación no solamente estética, sino del orden social, cultural y político en su conjunto. Vida y arte, utopía y realidad, imagen y palabra, estética y política, arcaísmos y novedades, ciudad y campo, coincidieron, o se acercaron de maneras harto complejas y contradictorias, bajo el impulso de nuestras vanguardias literarias. Convergencias que imprimieron en los artistas una conciencia de protagonismo histórico, capaz de dar sentido e incidir en los avatares del entorno vital de su momento. Los escritores y artistas de la vanguardia expresan una sensibilidad que atiende a una doble vertiente de impulsos intelectuales y estímulos afectivos: por un lado, trabajan una escritura que se propone nombrar y representar ese abigarrado, y hasta entonces desconocido, mundo propio. Evidencian un enorme afán por indagar en los intersticios de nuestra identidad y de nuestra historia, en los quiebres y matices de nuestros lenguajes, rostros y paisajes; en nuestro acumulado simbólico y mítico. Por otro lado, ellos responden, de manera simultánea, al impacto de poéticas y teorías de la modernidad europea: los movimientos socialistas y anarco-sindicalistas, el pensamiento freudiano y el descubrimiento del inconciente, la fascinación por los mundos de la magia y la locura, las expresiones surrealistas y el reino de lo irracional; la técnica, el cine, la canción del progreso, la agitación moderna y la premura de la máquina, la industria, la gran ciudad. El impacto de la modernidad,

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con todas sus innovaciones y transformaciones, generó en nuestros escritores admiración y espanto, celebración y crítica, tentación y rechazo. En América Latina, la expansión urbana se vio acompañada de intensas crisis económicas y complejos procesos migratorios; procesos que incidieron y se vieron representados en las propuestas literarias de esos años. Humberto E. Robles ha periodizado la recepción y trayectoria de la «noción de vanguardia» en Ecuador, entre 1918 y 1934. En este esfuerzo, Robles ha dado cuenta, precisamente, de la polémica en torno al camino que debía asumir la nueva literatura comprometida: una literatura volcada hacia la liberación subjetiva (rechazo de la mimesis, importancia de la forma, el arte como creación autónoma y de raigambre vanguardista, de ambiente urbano y de carácter «expositivo») o una de preocupación social y popular (cuyo referente debía ser la realidad nacional). En el marco de estas disputas, sobresalía la cuestión del sentido y la función de la literatura en la sociedad, así como la relación entre vanguardia artística y vanguardia política: A manera de ejemplo para ilustrar el sondeo y la bifurcación de los caminos a seguir, piénsese que en 1927 se publicaron Plata y bronce de Fernando Chaves y Un hombre muerto a puntapiés, Débora y «Novela guillotinada» de Pablo Palacio. La primera abrió brecha en el camino de la denuncia social, del indigenismo. Las tres últimas diseminaron el derrotero de una literatura expositiva, urbana, autocrítica y experimental. Conscientes de la problemática que ha representado la recepción de Palacio, y a riesgo de simplificar, hemos yuxtapuesto sus textos con los de Chaves con miras a llamar la atención al enfrentamiento y coincidencia de sensibilidades, y no necesariamente de compromiso político, que surgió en el Ecuador en cuanto al referente de la obra literaria y, por esa vía, en cuanto a la cultura y a la organización social, en general.2

La cita de Robles destaca los diferentes derroteros que eligió la literatura ecuatoriana hacia la segunda década del siglo pasado: experimental y urbana, de «descrédito y expositiva», de preocupación social y realista, terrigenista, mágico-telúrica, indigenista; todas ellas, en suma, de ruptura y descontento, en el anhelo por estar a la vanguardia y afines al «espíritu nuevo y joven» de la época. De hecho, Icaza y Palacio son dos escritores que guardan más puntos de contacto de los que la crítica tradicionalmente ha querido ver. En este sentido, Robles subraya que: «Palacio e Icaza. Ambos nacidos hará un siglo; ambos afiliados al Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador, y cada cual, a su vez, parte de la directiva del mismo; ambos vistos como escritores

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clave, a menudo ubicados por la crítica, sin matizar debidamente el juicio, en diferentes polos del horizonte literario ecuatoriano: ‘vanguardista’, el uno, ‘indigenista’, el otro».3 Felizmente, los trabajos de Humberto Robles, María del Carmen Fernández,4 Miguel Donoso,5 Jorge E. Adoum,6 Nelson Osorio,7 Celina Manzoni,8 Wilfrido Corral,9 Raúl Vallejo,10 han ayudado, entre otros, a romper muchos equívocos en la lectura de Palacio que, al decir de Vallejo, engrosaron una actitud generalizada en el campo cultural ecuatoriano que consiste en la negación del contrario: En Ecuador, como resultado de la pugna ideológica y cultural de la primera mitad del siglo xx, los escritores de la vanguardia que no adhirió al realismo social fueron marginados por la crítica hasta que terminaron desapareciendo de la historiografía literaria. Así, cuando inexcusablemente hubo que hablar de un escritor vanguardista, éste fue considerado un islote en medio de la gran literatura social de los años 30, cuyas figuras más sobresalientes son Joaquín Gallegos Lara, José de la Cuadra y Jorge Icaza. En el proceso de recuperación de escritores de vanguardia como Palacio, Humberto Salvador o Hugo Mayo se ha producido un fenómeno parecido pero a la inversa. Sucede que las obras de escritores del realismo social son consideradas como simples expresiones folclóricas de intelectuales política y estéticamente sectarios. Es como si la canonización de Palacio hubiera implicado la satanización de Gallegos Lara o del indigenismo.11

En esta línea de reflexión, Vallejo da cuenta de la lectura que Cueva hiciera hacia finales de los setenta de la obra de Palacio, como punto de partida de una crítica de «exclusiones mutuas» y en el marco del debate sobre el realismo social. Con estos antecedentes, lo que impulsó el congreso y este esfuerzo editorial colectivo es trascender una discusión que, lamentablemente, se ha visto acorralada en la necesidad de elegir a uno de los dos escritores, como el fundador de lo que hoy se considera la moderna literatura ecuatoriana. Alejandro Moreano ha sido enfático con respecto al impacto que tuvo, entre nosotros, el gesto parricida que condujo al entierro de Icaza. En el contexto de una lectura comparativa entre las literaturas ecuatoriana y peruana,12 Moreano señala que en Perú existe una continuidad de una literatura referida a la problemática indígena/andina: desde Alegría y Matto de Turner hasta el presente. No así en Ecuador, en donde esta literatura aparece truncada y confinada a la generación del 30: «En el Ecuador, luego del primer momento de Icaza, no existe equivalencia alguna. Más aún, con la literatura de Icaza,

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parece haber concluido la historia del indigenismo literario ecuatoriano. No se encuentran momentos similares a los de Arguedas o Scorza, a pesar de Boletín y elegía de las mitas que brilla solitario como un poema excepcional».13 Moreano destaca, como paradoja, el hecho de que en el periodo de 1980 se produjo en Ecuador la emergencia de los pueblos indios que, a partir de los levantamientos de la década del noventa, se convirtieron en protagonistas centrales de la vida social y política ecuatoriana, no así en la literaria: Prosiguen las paradojas: si los levantamientos indios gestados en la década de 1990 no produjeron ningún efecto en la literatura, la huelga general del 15 de Noviembre de 1922, considerada el nacimiento del movimiento obrero y de la moderna lucha social del Ecuador, fue una de las causas centrales de la Generación del 30, la mayor literatura del Ecuador en su momento y nacimiento de su modernidad literaria, y temática importante en algunas de las novelas cardinales del llamado «Grupo de Guayaquil» […]. En un país cuya mejor literatura ha sido muy sensible a los procesos sociales, sorprende la total indiferencia respecto a los sucesivos levantamientos indios suscitados en las décadas de 1980 y 1990.14

Con el señalamiento de esta paradoja, Moreano se pregunta –a propósito de lo que significó la recepción crítica de Palacio e Icaza, a partir de 1970,15 cuando se desplegaron nuevas formas literarias: novela histórica, urbana, sagas y, más tarde, en los 90, novelas policiales, de aventuras, de ciencia ficción– por qué, sin embargo, no hubo una literatura que diera continuidad al indigenismo icaciano.16 Moreano intuye que la respuesta a esta pregunta tiene que ver con el hecho de que el discurso hegemónico de la época –y el de cierta vertiente crítica actual– postulaba una drástica ruptura con el llamado realismo social y la generación del 30, en particular con Huasipungo de Icaza, y elogiaba, por oposición, la narrativa de Palacio. Así, Moreano propone una singular teoría de lo que denomina «matricidio y literatura»: ¿No será acaso que el renovado parricidio de la generación del 30 en el fondo ha sido un interminable matricidio? La superación del complejo de Edipo: ¿No habrá sido el rito de pasaje una construcción simbólica –una suerte de padre tiránico, el súper yo del psicoanálisis– que reprimió las potencialidades –los imaginarios, las pulsiones del inconciente– reales en aras de una narrativa ideal y fallida de la subjetividad y de la urbe cosmopolita? […] El Edipo ecuatoriano había tratado de huir de sus orígenes –del «huasipungo», de los indios, de la Mama Pacha, de mamá Domitila–. Celebra esa muerte en

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la dolarización del lenguaje. Fallecidos Layo y Yocasta, sale a buscar un nuevo padre, sea en el Río de la Plata o en Europa. Tal es la metáfora de la literatura ecuatoriana contemporánea que se inaugura con el asesinato de Domitila, Yocasta. […] La justificación de la ruptura con la generación del 30 fue la del desarrollo de la literatura y su puesta a tono con la narrativa sigloventina, producto de la revolución de Joyce, Proust o Kafka. Sin embargo, el camino elegido pudo haber conducido a lo contrario.17

Esta cita pone el dedo en la herida: esa que deja abierta la «huida de los orígenes». Moreano ha subrayado que hacia finales de los 90, y cuando se pensaba que el debate en torno a la literatura del 30 había sido superado, el discurso antirrealismo social vuelve a aparecer, «convirtiéndose en una especie de rito de pasaje que toda generación tiene que cumplir».18 Como ejemplo, señala «El síndrome de Falcón»,19 de Leonardo Valencia, que retoma la reiterada condena de la generación del 30 y la exaltación de Palacio. En este texto, Valencia afirma que el «síndrome de Falcón» ha sido el problema fundamental de la novela para muchos escritores ecuatorianos. El nombre de Falcón alude a Juan Falcón Sandoval, el hombre que cargó a Gallegos Lara, a falta de sillas de rueda, durante doce años. Con esta imagen, Valencia quiere dar cuenta de la carga que, en el orden de lo simbólico –el peso de la representación del país, del alegato, de la denuncia, de los propósitos políticos–, los escritores, a manera de minusvalía o impedimento, cargarían en desmedro de la libertad artística. Hacia donde apunta Valencia, en el desarrollo de esta propuesta, es a la necesidad de crear desde un sano «distanciamiento del país», en favor de la autonomía de la obra literaria. Las limitaciones que tiene este tipo de reflexión es que se asientan sobre una mirada dicotómica que trabaja las categorías en términos de exclusiones: lo propio versus lo ajeno, referente versus autonomía, localismo versus cosmopolitismo, tradición versus modernidad. Acogerse a una de las dos categorías, como perspectiva de enunciación creadora, no hace que una novela sea necesariamente buena. Ese distanciamiento, del que habla Valencia, con respecto al país, a la «parcela de tierra llamada Ecuador», no es una fórmula que garantice el camino para «abrir nuevas posibilidades a una novelística que entienda la condición primera del trabajo formal».20 Porque, además, el lenguaje no es un espectro desenraizado; el lenguaje está múltiplemente conectado al mundo. A propósito del lenguaje, y en diálogo con la teoría del «matricidio», Moreano rememora una de las clases

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del director teatral Fabio Paccionni, en Quito, y refiere la presentación de una grabación sobre el llanto por la muerte de un familiar, en las comunidades indígenas del Ecuador, de lo que concluye, citando a Paccioni: «tal es el grito que desgarra, que perseguía Artaud». «A propósito de los eructos, los estornudos, las interjecciones de Artaud, que rompían la linealidad de la cadena significante, Julia Kristeva profundizó su tesis de la cora semiótica como instancia decisiva de la creación literaria, y que arroja luz sobre los terribles peligros del matricidio –el asesinato de Yocasta o de mama Domitila– puede resultar mortal.»21 Efectivamente, Moreano nos alerta sobre los peligros, para la literatura contemporánea, de romper con las pulsiones de esa «cora semiótica», leída en clave de filiación materna, y que, por cierto, tiene poco que ver con la «parcela de tierra» renegada por Valencia. Si alguna lección nos dejaron los vanguardistas es que, precisamente, sí es posible acercar los mundos propios y ajenos, en la búsqueda de una palabra nueva, original y cargada de sentido, desde la desgarradura de la lengua y de la experiencia. El diálogo Artaud / Cunshi, es solamente un ejemplo. Al cabo de un siglo y a la hora de los balances y homenajes, ya no se trata de pensar el devenir de nuestra literatura en función de precursores, adelantados o preeminencias. Mucho más rico resulta leernos desde una perspectiva que pone el acento en el diálogo, en la interrelación de tradiciones, en el contexto de un corpus literario profundamente heterogéneo, atravesado por múltiples registros estéticos y matrices culturales de diversas procedencias. Tampoco nos compete pensar la creación literaria en subjuntivo y condicional; preguntarnos qué habría sido de nuestra literatura de haber escogido tal o cual camino tiene el riesgo de anclarnos en el terreno de la especulación, de la utopía o del deber ser. Resulta más estimulante pensar nuestra escritura literaria desde esa fractura –ese matricidio literario, al decir de Moreano–, como un espacio vivo, en donde se intersectan múltiples imaginarios, lenguajes, referentes y matrices. Los ensayos incluidos en este libro se insertan, precisamente, en este esfuerzo por engarzar la obra de Palacio y la de Icaza, más allá de sus diferencias y hermandad generacional, en el esfuerzo por pensar la voluntad vanguardista en sus huellas textuales, en las formas cómo representaron su ciudad, en los usos del lenguaje, en la voluntad estética, en las protestas y cambios que sostuvieron y lograron.

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Icaza, Palacio y las vanguardias latinoamericanas: el libro El texto de Humberto Robles pone el acento en los paradigmas y encrucijadas que engarzan a Icaza con Palacio: dos escritores de vocación revolucionaria y vanguardista. Así mismo, Robles sitúa su reflexión en el contexto ecuatoriano de las décadas del veinte y del treinta, momento en que la disputa en torno a la noción de vanguardia fue motivo de acaloradas polémicas. Robles pone en diálogo las propuestas estéticas y críticas de Icaza, Palacio, De la Cuadra y Gallegos Lara, desde una perspectiva interesada en romper con los prejuicios de una historiografía que divorció la obra de estos escritores, y se negó a reconocer los diferentes caminos que marcaron el nuevo rumbo de la narrativa ecuatoriana. Yanna Hadatty se pregunta por la existencia de una vanguardia andina en Ecuador y se sirve, para ello, de diferentes publicaciones que le permiten dar cuenta, entre nosotros, de un «indigenismo renovador», a pesar de que, tradicionalmente, la crítica y la historiografía han señalado un marcado divorcio entre indigenismo y vanguardismo. Así, su exploración propone, en diálogo con el caso peruano, la existencia de al menos cuatro actitudes diferenciadas en el corpus seleccionado: «andinismo idílico», «indigenismo militante», «indigenismo culpable», «indigenismo mercenario». Teodosio Fernández explora la vinculación de Jorge Icaza con la vanguardia, a partir de un detenido estudio del teatro icaciano en diálogo con el nuevo teatro que se estaba produciendo en Hispanoamérica (sobre todo en México y Argentina) durante la década del veinte. Desde esta misma perspectiva, Fernández se acerca a la narrativa de Icaza, en el esfuerzo por reconocer en ella elementos de factura vanguardista, que continúan las experiencias innovadoras ensayadas en su teatro anterior. Celina Manzoni elabora una suerte de arqueología de los modos de leer a Pablo Palacio; sobre todo, en torno a dos series de artículos aparecidos entre 1927 y 1933. A partir de esta lectura, Manzoni se interesa por reconocer el punto de partida y los giros críticos de los rasgos, intuiciones e interpretaciones que la crítica palaciana fue asumiendo como determinantes y únicos: humorismo y autobiografismo. Este trabajo da cuenta, a la vez, de las redes de intercambio entre diferentes áreas culturales, los encuentros entre crítico y escritor, el entramado de reconocimientos y polémicas. Raúl Vallejo se pregunta qué hace interesante a Palacio. Así, afirma que el interés por la obra palaciana no radica en su supuesta condición de isla o de «raro», como tampoco en la elección de personajes marginales. Lo más interesante en la obra de Palacio, señala Vallejo, radica en «la lucidez

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y contemporaneidad teórica frente al hecho literario». En este recorrido, el crítico se detiene en la función paródica de la narrativa de Palacio, su concepción de la obra de arte como «artificio» y la conciencia que tiene el escritor de ejercer la destrucción de toda «ilusión realista». Vallejo presta especial atención, por un lado, a la coyuntura literaria, como marco para comprender las polémicas suscitadas (ideológicas y culturales) y las «exclusiones mutuas» durante la primera mitad del siglo xx. Cecilia Rubio establece interesantes conexiones entre la obra de Palacio y la del chileno Juan Emar: la concepción geométrica que sustenta la configuración del mundo, la fenomenología de las formas, la cuestión de los límites y la dimensión metanovelesca, son algunos de los ejes principales de esta rica reflexión crítica. Celene García ensaya un sugestivo ejercicio comparativo entre la narrativa de Palacio y la del mexicano Gilberto Owen, destacando aspectos comunes referentes a sus biografías, que evidencian semejanzas en la sensibilidad y humor anticonvencional, así como en las ideas vertidas (sobre el arte de novelar) en las «antinovelas» de ambos escritores. El estudio de Álvaro Campuzano se propone, como lo anuncia desde el título, superar la interpretación dicotómica de una crítica (inaugurada por Agustín Cueva, afín al espíritu crítico de la «generación de Calibán») que ha insistido en ubicar a Icaza y a Palacio como representantes de opciones ideológico-literarias radicalmente distintas. En este esfuerzo, Campuzano reconstruye la escena cultural de las décadas de los sesenta y setenta como el contexto que permite comprender las controversias que fueron contraponiendo al realismo social frente al vanguardismo. Campuzano traza una interesante conexión entre Palacio y «la generación peruana de Amauta», especialmente a partir de la lectura que hace de La casa de cartón, de Martín Adán. Mauricio Ostria inicia su reflexión recordando que, mientras la narrativa vanguardista no constituyó un movimiento gravitante en América Latina; en cambio, la narrativa realista obtuvo un casi inmediato reconocimiento. A partir de este señalamiento, Ostria revisa los programas narrativos de Icaza y Palacio y detalla los aspectos más representativos que los diferencian. Lo interesante del estudio es que a pesar de reconocer tan diferentes concepciones del relato en la obra de ambos escritores, el crítico pone de relieve las coincidencias que los acercan en relación con situaciones de marginalidad y discriminación en la sociedad y la cultura ecuatoriana de comienzos del siglo xx. Dedicarle sendos estudios a Marina Moncayo y a Carmen Palacios de ninguna manera responde a una concesión democrática, para incluir –como

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parte del archivo biográfico o del álbum familiar– a las mujeres de Icaza y de Palacio. Al contrario. Se trata de mujeres que, desde el teatro y desde las artes plásticas, respectivamente, asumieron roles protagónicos en la escena cultural ecuatoriana de comienzos del siglo xx –en una época poco amable para jóvenes mujeres de clase media. César Chávez le dedica un estudio-semblanza, a manera de crónica, a la vida de Marina Moncayo: la ciudad, las costumbres, la moda; primeras incursiones en las tablas y la vida teatral en Quito; trabajo conjunto Moncayo-Icaza, la pareja; la Compañía Marina Moncayo, viajes y vida familiar. Raúl Serrano ensaya una suerte de crónica biográfica de Carmen Palacios. A manera de motivo organizador del discurso, Serrano lee una fotografía de Carmen (de los años 30), recoge los testimonios de muchos intelectuales y artistas de la época e hilvana diferentes momentos de la vida de la escultora: los primeros estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes, la filiación liberal de su familia, el matrimonio con Palacio y la enfermedad de nuestro escritor, la relevancia de su obra escultórica (sobre todo, cabezas y bustos de personajes históricos). En suma, este libro es el resultado de un esfuerzo colectivo, en el que, desde varias miradas y diferentes países, hemos releído la obra de Pablo Palacio y Jorge Icaza en diálogo con otros escritores de la vanguardia latinoamericana, y en el esfuerzo por resaltar, aún en la disonancia, los elementos que los acerca en el mismo esfuerzo por inventar nuevos lenguajes y, sobre todo, por construir un lugar de enunciación diferente e innovador. Notas Ese mismo año, el 15 de noviembre, una insurrección popular de artesanos y obreros fue cruelmente reprimida en las calles de Guayaquil, hecho que marcó la memoria de los escritores de la Generación del 30. La novela Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, da cuenta de esa movilización y de la imagen de una isla de cruces flotando sobre el río Guayas luego del bautizo de sangre, con el que la clase obrera entró a la historia. En esta año clave salen a la luz Estanque inefable, de Jorge Carrera Andrade y Parábolas olímpicas, de Gonzalo Escudero; es también el año cuando Hugo Mayo funda en Guayaquil la revista Síngulus. Cfr. Juan Valdano, Identidad y formas de lo ecuatoriano, Quito, Eskeletra, 2005, pp. 377-378. Asimismo, 1922 ha sido en varias ocasiones destacado como un año clave para la literatura de vanguardia: «es fecha de publicación de obras magistrales de muy diversas latitudes, como Trilce, The Waste land o Ulysses, así como el año de la fundación de la revista argentina Proa y del primer movimiento de vanguardia mexicano, el estridentismo; y cuando se realiza la «semana de Arte Moderna» en Sao Paulo, abriéndose con ello la edad dorada del modernismo o vanguardismo brasileño.» Yanna Hadatty, Autofagia y narración, Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt an Main, 2003, p. 22. 1922 también es un año que la crítica española Trinidad Barrera destaca como punto de referencia clave, por ser una fecha en la 1

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que confluyen varias publicaciones de relieve: además de las ya mencionadas, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo o Andamios interiores, del mexicano Manuel Maples Arce. Cfr. Trinidad Barrera, Las vanguardias hispanoamericanas, Madrid, Síntesis, 2006. 2 Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción, trayectoria y documentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2006 [1989], p. 45. 3 Ibíd., p. 11. 4 El realismo abierto de Pablo Palacio, en la encrucijada de los 30, de María del Carmen Fernández, publicado en 1991 por Ediciones Libri Mundi, en Quito, significó un valioso aporte para los estudios y la crítica palaciana. Fernández indagó en la génesis de la obra de Palacio, en el contexto socio-cultural ecuatoriano, de los años 20 y 30 y atendiendo a la recepción crítica de sus contemporáneos. Así, Fernández se preocupó por desmontar algunos juicios que alimentaron el mito de Palacio, en relación a una supuesta incomprensión. Así mismo, Fernández se interesó por trazar una línea de precedentes y continuadores; sobre todo, a partir de los estudios, por ejemplo, de la narrativa de Humberto Salvador. Ver también, María del Carmen Fernández, «Estudio introductorio», en Obras completas de Pablo Palacio, Quito, Libresa/Universidad Andina Simón Bolívar, Edición Conmemorativa, 2006. 5 Miguel Donoso recopiló una importante selección crítica de textos sobre Pablo Palacio, en la Serie Valoración Múltiple, de Casa de las Américas en 1987, con el título Recopilación de textos sobre Pablo Palacio. 6 En 1964, bajo la iniciativa de Benjamín Carrión y de Jorge E. Adoum, se publicaron por primera vez las Obras completas de Pablo Palacio, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana. En este libro, precedía a la obra palaciana cinco estudios y varios artículos, que luego fueron editados bajo el título Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio, en 1976, por la Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas. Resulta fundamental el prólogo que escribió Jorge E. Adoum, en Narradores ecuatorianos del 30, Caracas, Ayacucho, 1980. 7 Nelson Osorio ha insistido en la necesidad de estudiar el fenómeno de la vanguardia latinoamericana como una producción de «conjunto continental», para, así, evitar lecturas estrechas que han tendido a pensar a los narradores de vanguardia como «raros», o ínsulas solitarias, al interior de sus respectivos países. Osorio habla de «consanguinidad continental», «vertebración subterránea», de un impulso y una actitud comunes, en el esfuerzo de construir, desde las manifestaciones de las vanguardias, un «espacio literario supranacional», como expresión de «renovación juvenil»: «En los hechos, los mismos escritores de la vanguardia hispanoamericana sentían su quehacer funcionando en un espacio distinto al nacional, ya que si bien a ese nivel eran expresión de un proyecto minoritario no lo eran tanto en función de un impulso continental del que se sentían partícipes». Nelson Osorio, Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana, Caracas, Biblioteca Ayacuho, p. xxxi. Así, Osorio ha llamado la atención sobre los curiosos parentescos que enlazan, por ejemplo, a Pablo Palacio con Julio Garmendia. El espíritu continental que provoca ese «aire de familia» entre los narradores vanguardistas es una afirmación que la crítica hoy en día asume como punto de partida, a la hora de proponer diálogos y acercamientos entre nuestros narradores. Rose Corral da cuenta de esta «tradición soterrada y descuidada», en la búsqueda de filiaciones y nuevas conexiones historiográficas: menciona como precursores de la nueva novela hispanoamericana a Palacio en Ecuador, Arlt en Argentina, Martín Adán en Perú, la prosa de los Estridentistas y de los Contemporáneos en México, Juan

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Emar o Rosamel del Valle en Chile. Cfr. Rose Corral, editora, Ficciones limítrofes. Seis estudios sobre narrativa hispanoamericana de vanguardia, México, El Colegio de México, 2006. 8 Celina Manzoni ha establecido una valoración crítica de los modos cómo Palacio ha sido leído: las lecturas contemporáneas a las primeras ediciones (1927-1933), su ingreso a las historias de la literatura (1948-1958), la crítica en los años de la primera publicación de las obras completas (1964-1974) y las lecturas contemporáneas hasta la década del noventa. C. Manzoni, El mordisco imaginario. Crítica de la crítica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Biblos, 1994. 9 Wilfrido Corral tuvo a su cargo la coordinación de las Obras completas de Pablo Palacio, de la prestigiosa Colección Archivos de la unesco, publicada en Madrid, en 2000. 10 Raúl Vallejo fue el responsable de la compilación, el prólogo, cronología y bibliografía de Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, de Pablo Palacio, editado por Biblioteca Ayacucho, en 2005. Este texto ha sido incluido en esta publicación. 11 Ibíd., p. 12 Alejandro Moreano, «Entre la permanencia y el éxodo», en La palabra vecina. Encuentro de escritores Perú-Ecuador, Lima, Fondo Editorial Universidad Nacional Mayor de San Andrés, 2008. 13 Ibíd., p. 90. 14 Ibíd., pp. 90-91. 15 Como testimonio de este gesto, valga la oportunidad de citar un fragmento del texto que Raúl Pérez Torres leyó en el mismo encuentro binacional, en el que participara Moreano junto con otros escritores: «Pienso que ya no se trataba de matar a nuestros inmediatos padres del cincuenta, padres que no merecían la muerte de manos nuestras, porque ya la llevaban implícita en un porfiado realismo social a ultranza […]. Se trataba de mirar a nuestros abuelos de los años treinta con mayor detenimiento, de saldar cuentas, de acumular y decantar su experiencia, su empuje, su vigor, retomar los rasgos espirituales del paisito, y seguir adelante, contemporanizando más bien con los tíos de más allá del charco, es decir, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Juan Rulfo, quienes filtraban para ellos y para nosotros las sabias enseñanzas de Maupassant, Poe, Faulkner, Hemingway y Quiroga, en una dialéctica de circulación sanguínea.», en «Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana», La palabra vecina…, p. 60. 16 Se pueden mencionar algunos nombres y obras que bien pueden leerse como un esfuerzo por tender puentes con la tradición indígena y el impacto de esa matriz en nuestra cultura. En narrativa: Bruna, soroche y los tíos, de Alicia Yánez Cossío; Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge E. Adoum; Tratado del amor clandestino, de Francisco Proaño. Los poemarios Los códices de Lorenzo Trinidad y A espaldas de otros lenguajes, de Javier Ponce; Crónica el mestizo, de Raúl Vallejo; Guamán Poma de Ayala, de Paúl Puma. Con estos nombres no pretendo afirmar la existencia de una portentosa «literatura andina» en Ecuador, cuya ausencia lamenta Moreano. Lo que me interesa es matizar las contundentes, y válidas, afirmaciones de Alejandro Moreano, pues existen esfuerzos, pocos ciertamente, por pensar desde la literatura la «herencia andina», bajo el impacto de los últimos sucesos históricos y, asimismo, desde una sensibilidad cotidiana expuesta a múltiples códigos y lenguajes. 17 A. Moreano, «Entre la permanencia…», pp. 107, 108. 18 Ibíd., p. 97. 19 Cfr. Leonardo Valencia, «El síndrome de Falcón», en Wilfredo Corral, ed., Obras completas de Pablo Palacio, Madrid, Colección Archivo, 2000, pp. 331-345. 20 Ibíd., p. 340. 21 A. Moreano, «Entre la permanencia…», p. 108.

Paradigmas ecuatorianos (1920-1930): discordias, teorías, función de la literatura y práctica narrativa Humberto E. Robles Northwestern University

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oda protesta contiene implícitamente un sentido de innovación y un reclamo de cambio. De entrada sugiero esa premisa porque en más de un manual literario la literatura ecuatoriana que nos interesa figura como una de denuncia y protesta social. Lo que no reconocen esos manuales, sin embargo, es la innovación implícita en esas obras tildadas de protesta. Esa protesta podría ser el paradigma que engarza a Icaza con Palacio y a los escritores ecuatorianos de la generación del 30 y de allende. En efecto, no es noticia que las primeras décadas del siglo xx, y el período de entreguerras en particular, remiten a una suerte de desconcierto que en buena parte proviene de una rancia e histórica necesidad de tener que hacer frente a un mundo en constante cambio, transitorio, efímero, pleno de paradojas y contradicciones, mundo que no es otro, a fin de cuentas, que el de la modernidad. La protesta y el cambio varían según las circunstancias históricas y según el nivel de desarrollo en que se halla la sociedad en cuestión. Hay quienes han sugerido que en sociedades cerradas y estables, cualquier innovación es temida antes que bienvenida. En sociedades abiertas, a su vez, la innovación es vista como positiva. Algo análogo ocurre, nos lo recuerda esa misma línea de pensamiento, en el mundo de la biología donde, correspondientemente, los mutantes de una especie están condenados a perecer o prosperar según las condiciones en que se dan. Sigue que la consideración de cualquier innovación exige no sólo analizar el fenómeno del cambio introducido en sí, sino la función del mismo en la cultura en la cual ocurre. En el sentido más amplio de Occidente, la cultura oficial, burguesa, representante del viejo régimen, fue objeto de recriminaciones, tácitas o explícitas, provenientes de los diferentes grupos de vanguardia. Chocaron

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la tradición y el cambio. Se opuso un espíritu de insurrección frente al pasado, y frente a la sociedad establecida y sus valores económicos y estéticos. La vocación revolucionaria de la vanguardia estaba por doquier, y no menos en la terminología que empleaba para lanzar su inconformismo con el status quo. Ese vocabulario crítico configura otro de los atributos que define a la época. A la larga, pareciera ser que la cultura oficial se atrincheró y se mantuvo en pie, sigue vigente. En el ámbito político, la Revolución Bolchevique tuvo repercusiones. Hubo en el horizonte artístico aquellos que, algo confusos, querían hacer literatura socialista antes de haberse establecido el socialismo. La encrucijada que se planteó para varios de ellos no fue nada fácil. Un escrito de César Vallejo, con motivo de la muerte /suicidio de Maiakovski el año 1930, propone, al caso, una suerte de marco o paradigma de maneras de pensar el arte y la literatura durante los 20 y 30 en ciertos círculos: Maiakovski sufría en el fondo de una crisis moral aguda. La revolución le había llegado a mitad de su juventud, cuando las formas de su espíritu estaban ya cuajadas y hasta consolidadas. El esfuerzo por voltearse de golpe y como un guante a la nueva vida, le quebró el espinazo y le hizo perder el centro de gravedad, convirtiéndolo en un désaxée. […] Tal ha sido el destino de [su] generación. Ella ha sufrido en plena aorta individual las consecuencias psíquicas de la revolución social. Situada entre la generación prerrevolucionaria y la post-revolucionaria, la generación de Maiakovski […] se ha visto literalmente crucificada entre las dos caras del acontecimiento. Dentro de esa misma generación, el calvario ha sido mayor para quienes fueron tomados sorpresivamente por la revolución, para los desheredados de toda tradición o iniciación revolucionaria. La tragedia de transmutación psicológica personal, ha sido entonces brutal y de ella han logrado escapar solo los indiferentes con máscara revolucionaria, los insensibles con «pose» bolchevique. […] El juicio final ha sido entonces terrible y el suicidio moral, o material, resultaba fatal e inevitable, como única solución de la tragedia».1

En 1925, Trotsky había suscrito más o menos las mismas ideas en su Literatura y revolución. Sobre «Los doce», el extenso y celebrado poema de su coterráneo Alejandro Blok, Trotsky opinó que: «En el fondo es un grito de desesperación por el mundo del pasado que agoniza, y un grito de desesperación, a la vez, que surge cual una esperanza para el futuro».2 La encrucijada de Blok (1880-1921), mucho más que la de Vladimir Maiakovski

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(1893-1930), es la que pone en perspectiva Trotsky. Éste señaló también que «estilos proletarios no pueden ser creados por medio de manifiestos».3 Y en el mismo libro nos recordó que: «El arte revolucionario, que inevitablemente refleja todas las contradicciones de un sistema social revolucionario, no debe ser confundido con un arte socialista para el cual no se han puesto verdaderas bases».4 Al remitirme a algunas de las ideas suscritas por Trotsky, no pretendo restarle valor cronológico a lo dicho por Vallejo, sino llamar la atención a un paradigma de pensamiento, de crítica literaria y de recepción, en general, que estaba en la esfera pública y que incluso hasta hoy perdura. Un escrito reciente, por ejemplo, ve a José de la Cuadra, estimo que sin fundamento lógico, en términos no muy disímiles de los citados acerca de los poetas rusos. La circunstancia ecuatoriana –Debora, Vida del ahorcado, Horno– no desmiente, en lo esencial, ese último paradigma. Y tampoco buena parte de los anteriores. Durante los años 20 y principios de los 30, la noción de vanguardia fue motivo de acaloradas polémicas en Ecuador. La literatura oficial vociferó en contra de los nuevos y éstos, a su vez, correspondieron en igual forma. En el fondo no era sólo la noción de vanguardia lo que se disputaba, sino la reubicación del poder político y cultural. Dentro del desbarajuste ético y político de ese momento, la cuestión de cuál debería ser la orientación y la función de las letras, repito, estalló en polémicas. Arraigó la disputa entre contenidos y formas, y no sólo en el Ecuador. José Carlos Mariátegui, en el Nº 3 de Amauta, 1926, ya no habla sólo de «renovación», conforme lo había hecho en el primero, sino que además prosigue a determinar lo que entiende por «arte nuevo»: «No podemos fijar como nuevo un arte [dijo] que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede rebajar el trabajo artístico a una cuestión de técnica. La técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el decorado. Y una renovación artística no se contenta de conquistas formales».5 Luis Alberto Sánchez, para sólo circunscribirnos al Perú, no se hizo esperar con las insinuaciones del caso. En un informe titulado «Literatura-Perú-1929», publicado en el Nº 42 de la revista de avance, 1930, se refiere a la importancia de los aportes intelectuales de Mariátegui, diciendo que «Tienen la ventaja –que es a veces una desventaja– de encararlo todo ciñéndose estrictamente a un criterio doctrinario. Habla un socialista. Y el socialista trata de ‘hacer socialismo’».6

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El caso ecuatoriano repercute ideas y discrepancias parecidas. Ejemplar es la archisabida querella, tácita entonces, en torno a las emblemáticas figuras de Pablo Palacio y Joaquín Gallegos Lara. Esa disputa carecería de interés a no ser porque de por medio está el derrotero y las cualidades del arte como institución. Abundan comentarios sobre esa anécdota. En lo esencial, el empuje lo confirió una reseña que Gallegos Lara publicó el 11 de diciembre de 1932, en El Telégrafo de Guayaquil, sobre Vida del ahorcado. La cuestión, sin embargo, venía de antes y remitía a lo que el uno y el otro entendía sobre cuál debería de ser la función de la literatura. En «El pirandelismo en el Ecuador», Gallegos Lara opinó que «Renovaciones o revoluciones literarias puramente formales a ningún lado conducen. ¿Si el fondo no se renueva a qué cambiar la forma?».7 Gallegos Lara, resonando lo que estaba en el aire, pretendió, acaso igual que Mariátegui, encauzar las letras hacia fines que promuevan una visión futura del mundo, que promuevan «la creación de una cultura humana para reemplazar la actual cultura de esclavos». Literatura que sea la expresión de una guerra de clases y de un proletariado internacional. Literatura, en fin, que sea un «arma contra la explotación y a favor de la clase que forjará una sociedad sin clases».8 Dije antes «tácita» polémica porque la respuesta de Palacio a la reseña de 1932 se restringió a una ahora conocida carta personal que aquél le escribió a Carlos Manuel Espinosa el 5 de enero de 1933, y que no fue hecha pública hasta 1947. Lo que concierne de la misma es la acusación de doctrinario que Palacio le adjudica a Gallegos Lara. Acusación que permite ver la perspectiva de Palacio en cuanto a la función social de la literatura. Palacio opinó lo siguiente: [E]ntiendo que hay dos literaturas que siguen el criterio materialístico: una de lucha, de combate, y otra que puede ser simplemente expositiva. Respecto a la primera está bien lo que [Gallegos Lara] dice: pero respecto a la segunda, rotundamente, no. Si la literatura es un fenómeno real, reflejo fiel [...] de las condiciones económicas de un momento histórico, es preciso que en la obra literaria se refleje fielmente lo que es y no el concepto romántico o aspirativo del autor. [...] Dos actitudes, pues, existen para mí en el escritor: la del encauzador, la del conductor y reformador –no en el sentido acomodaticio y oportunista– y la del expositor simplemente, y este último punto de vista es

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el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes [...] invitar al asco de nuestra verdad actual».9

La discrepancia sobre la función social de la literatura resulta clara de un cotejo de los criterios de Gallegos Lara y Palacio. Éste se remite a la realidad histórica del momento. Aquél proponía, al menos en teoría, una literatura al servicio de una causa, proyectada hacia el futuro. Quizás José de la Cuadra puso el asunto en perspectiva al sentenciar que una literatura que intentaba hacer revolución antes de haberse realizado la lucha corría el riesgo de chantarse la acusación de falsa, de ser «una fotografía del campo inmediatamente después de la batalla»,10 batalla que no se había realizado. Por eso, quizás, en una reseña a propósito de Publio Falconí, el autor de Horno, 1932, pronunció este mismo año que «ventura es de artistas el magnificar metamorfosis de su propio espíritu, sin perder –y fíjase aquí el punto del milagro– la alta evidencia de ser ellos mismos, diversos y unos a la par».11 En un artículo periodístico reciente, editado y recortado por Babelia, destaqué entre los narradores de la generación del 30, precisamente por la reorientación que proponen dentro del horizonte literario nacional, a tres de los cuatro nombres que he mencionado: Icaza, Palacio y De la Cuadra. Ahora, por razones teóricas y de historiografía literaria, he añadido a Gallegos Lara. Paradigma crítico es ya decir que Los que se van. Cuentos del cholo y del montuvio (1930) marca un nuevo rumbo, una ruptura en la narrativa ecuatoriana. Se pasan por alto así las propuestas literarias de De la Cuadra, de Palacio y de otros en los años 20. El autor nacido en Guayaquil publica en 1923 «El desertor», en 1926 «La cruz en el agua» y en 1927 «Maruja: rosa, fruta canción», narraciones recogidas a principios de 1931 en Repisas. Las tres marcan un nuevo derrotero para las letras del país, desmontan y dejan a la zaga [con Medardo Ángel Silva y su María Jesús, 1919] eso de Ariel y Calibán, plantan el surco del lenguaje popular y de la protesta, de la leyenda y de lo real maravilloso, plantan el surco hacia lo propio, hacia Calibán y, por contigüidad, hacia su congénere el montuvio. Palacio, a su vez, en 1927 publicó Un hombre muerto a puntapiés y Débora. En Débora desvalorizó el «realismo», diciendo que: «La novela realista engaña lastimosamente».12 Tanto en De la Cuadra como en Palacio hay un sentido de protesta, de búsqueda y cuestionamiento de formas, de voluntad expositiva, generacional, respecto a la realidad literaria y a la realidad circundante. No son los

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únicos tampoco. Manifiestos y revistas suscriben declaraciones contra el orden establecido: Caricatura, Proteo, Germinal, Hélice, Llamarada, Savia, Voluntad, Renacimiento cuentan entre las publicaciones de los años 20, y de antes. El léxico «vanguardista» repercute en todas. Revolución, inquietud, crisis, clamor, rebeldía, pirotecnia, renovación, cambio, progreso, y otros vocablos de la misma índole atizan el vocabulario crítico de entonces, funden las complejas relaciones que se dan en el horizonte literario y político, relaciones difíciles de precisar, en cualquier caso. En un manifiesto publicado en Savia, Gerardo Gallegos lo precisa bien: «Una fuerte ideología revolucionaria hace causa común con la nueva estética de contornos cada vez más claros y definidos que sucede a los anteriores avances esporádicos y ya desmoronados del dadaísmo, futurismo y más ensayos».13 Lo político y lo literario se superponen, con los debidos matices. En el lapso de 1930 a 1934, por ejemplo, figuran en el horizonte literario ecuatoriano las siguientes obras dignas de consideración aquí: Boletines de mar y tierra, Los que se van, En la ciudad he perdido una novela, ¿Cuál es?, Como ellos quieren, Repisas, Vida del ahorcado, Horno, Don Goyo, El muelle, Camarada, Barro de la Sierra, Hélices de huracán y de sol, Los Sangurimas y Huasipungo. Poesía, narrativa y drama figuran en esa lista. Lo urbano y lo rural también. Novela subjetiva y novela montuvia igual. Referentes que remiten al indio, al montuvio y al cholo no menos. Y si a lo anterior se añade la ensayística de los años 32 y 33, nos hallamos ante una carta literaria difícil de navegar. Innovación hay en cada una de esas obras. El pensamiento crítico que las conforma remite a Marx, a Freud, a la búsqueda de nuevas formas, a lo propio, a la historia. En el fondo, sin embargo, todas comparten una fundamental desavenencia con el status quo, todas comunican la necesidad de llevar a cabo una suerte de «sanidad mental colectiva». Desavenencia cosechada en símbolos: Moloch y Diofanto en De la Cuadra, gemebundos y neo-gemebundos en Palacio, Cushitambo y atrapados en Icaza, cultura de esclavos y sociedad sin clases en Gallegos Lara. Todos resuenan el asco que sienten hacia la circunstancia social en vigencia. Todos identifican atributos patológicos en la esfera pública. Las diferencias en sus respectivas obras se dan en los recursos y en el receptor. Éste al igual que las obras es variado, según la función que se le confiere a la obra literaria. Discrepancias sobre función estética y función social, y la manera de entenderlas es lo que se rezuma de la crítica que Gallegos Lara lanzó contra Vida del ahorcado y lo que Palacio propuso, a su vez, en su carta a Carlos Manuel Espinosa.

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La cuestión de recursos y receptores plantea inquietudes en cuanto a la literatura como institución. ¿Qué o quiénes son los que determinan el valor de una obra literaria? ¿Qué sentido cultural de ética o estética nos guía? Vida del ahorcado y Los Sangurimas, por ejemplo, desintegran la forma. El uso del montaje en la una y en la otra es irrefutable. Palacio llamó a su obra «novela subjetiva». De la Cuadra nombró «novela montuvia» a la suya. Y podríamos seguir acumulando paralelos y diferencias: la respectiva capacidad de ruptura, por ejemplo, y así, convenientemente, ir encajándolas dentro de ésta o aquella tradición, llámese vanguardia o lo real maravilloso respectivamente, o cualquier otro marco cultural que se designe. Lo que hay en el fondo de ambas, sin embargo, es protesta y búsqueda de diferentes y nuevas formas de hacer literatura. El caso de Icaza complica aún más la cuestión, o quizás ayude a definirla. Poco se hace referencia que en 1931 el autor de Huasipungo (1934) entregó a la imprenta dos piezas cortas: ¿Cuál es? y Como ellos quieren, bajo el título de esta última. La primera había sido estrenada en mayo de ese año. La segunda no indica fecha de estreno, pero viene acompañada de una serie de comentarios, pequeñas reseñas, suscritas por al menos tres figuras hoy reconocidas como señeras de la intelectualidad ecuatoriana de entonces: Raúl Andrade, Humberto Salvador y Pablo Palacio. Valga aquí un paréntesis para recordar que Renán Flores Jaramillo, quien parece haber visto el «programa» que circuló la noche del estreno de ¿Cuál es?, dijo hace poco, 2005, que esta obra llevaba el subtítulo «Retazo de drama vanguardista». Ricardo Descalzi, 1968, difiere y coincide con la versión que Icaza recogió en libro en 1931, donde no figura ese adjetivo. Tampoco está presente en su experimental Atrapados (1972), en cuyo «segundo cuadro», nominado «En la ficción», figura prominentemente, retocado, ¿Cuál es? 14 La publicación de 1931 y la de 1972 comparten dos factores: (1) opiniones críticas respecto a la pieza y (2) cuestionamiento del orden literario en vigencia. En la primera los juicios, sobre Como ellos quieren, proceden de compañeros de generación del autor. En la segunda, sobre ¿Cuál es?, todo queda circunscrito a las opiniones de Icaza, desdoblándose éste en autor, actor, sujeto y biografiado. En ambos casos, consecuencia de la presencia de una expresión mutante dentro del horizonte de un canon fijo, se produce un violento choque entre normas artísticas tradicionales, burguesas, y un espíritu innovador. Y ese es también el tema de la obra, echar abajo, asesinar, la figura del padre, representante de un orden de valores

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asquerosos. Las aludidas reseñas abundan en atributos. Hablan de «teoría freudiana», de «modalidad psicoanalítica», de «género vanguardista», de «trucos casi cinematográficos [que] nos dan una idea del teatro revolucionario alemán», reconocen su «técnica innovadora, vigorosa», apuntan que la pieza plantea la «lucha entre el imperativo del deseo [...] y el fatídico muñeco creado por la sociedad conservadora». Palacio, a su vez, reconoce la «forma ágil y audaz» que emplea Icaza para escenificar «la teoría psicosexual en su comedia moderna Como ellos quieran». Los «procedimientos» [continúa Palacio], pertenecen a la nueva técnica teatral: como en las comedias de Azorín, los personajes han aprendido a tutearse con sus propios pensamientos, desdoblando el antiguo monólogo en diálogos atormentados, de aquellos que el ciudadano de todos los tiempos ha mantenido a todas horas consigo mismo. [...] Icaza se está dando el trabajo de incorporar en el teatro nacional un nuevo aliento y de presentarnos en su idioma las tendencias modernas de reforma. Por lo demás, de nadie podemos exigir obra perfecta. Debemos exigir, eso sí, obra nueva, porque un caballero que se encuentra demasiado a gusto con solo lo que le rodea es indudablemente un caballero tonto. (s.p.)

En 1972, en Atrapados, obra en la que rondan ecos de John Dos Passos, Icaza revivió el conflicto, adjudicando juicios sobre ¿Cuál es?: (1) a críticos no identificados y (2) a sí mismo, en su calidad de autor y personaje. Lo hizo vía comentarios metateatrales que apuntan a la razón de ser de los procedimientos dramáticos empleados vis-a-vis en el sistema literario hegemónico: La repetición constante –los mismos razonamientos y las mismas frases del primero que se atrevió– en crónicas de la gran prensa y en estudios de críticos afamados –muchos no conocían cuanto había escrito– me inspiró –diabólica gana de terminar con los moldes occidentales, viejos y nuevos, venerados hasta la ridícula copia donde caían todos y de los que aprovechaban hábilmente para lograr el aplauso– un acto de gran guiñol.15

Ese acto de «gran guiñol» fue ¿Cuál es?, «un retazo de drama» en que «la respuesta, la solución, la dará el espectador con el cual el autor colabora». Icaza procede a referir que la obra obtuvo aplausos insistentes, pero «la crítica no fue nada afirmativa [...].

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Lo que afirmaba el periódico conservador –primera piedra de la extrema derecha– repitieron en tono de burla –máscara sobre la misma indignación– los diarios y revistas de tendencia liberal, y me descubrió, al mismo tiempo, el origen del recelo –ante mi presencia venenosa– de mis compañeros y de mis amigos al tratarme. En reacción de contragolpe, no esperé mucho tiempo para escribir algo más violento que fuera capaz de mellar –crimen inobjetable compartido por todos– y que a la vez me despojara de lo poseído como alto, noble, bello, en el concepto general. Meta del heroísmo que me impuse –acicate, herida, virtud, crimen– para terminar con ellos.16

Icaza sacó a luz inmediatamente después Barro de la sierra y Huasipungo. La idea de «mellar» una sociedad inaguantable está en el uno y en el otro. Significativo es que un escritor que estuviera al tanto de las técnicas de vanguardia y fatigara el pensamiento freudiano en su mocedad haya sido más tarde fustigado porque sus personajes carecen de una dimensión sicológica. Todo ello, claro, plantea preguntas sobre la función de la literatura, algo que apenas estamos rozando aquí. Evidente que Icaza, al igual que sus compañeros de generación, quería, cabe reiterar, «terminar con los moldes occidentales, viejos y nuevos, venerados hasta la ridícula copia donde caían todos y de los que aprovechaban hábilmente para lograr el aplauso». ¿Representa Huasipungo acaso ese cometido? Desde la portada o paratexto de la edición príncipe se llama la atención a una literatura inspirada en los signos, hoy borrados, de la hoz y el martillo. Figuran éstos allí, en pálidos ocres rojos, yuxtapuestos con una izada y metafórica cruz que pareciera comulgar con el clero, los militares y los gamonales. ¿Apuntaba Icaza hacia un «realismo socialista» avant la lettre? ¿Era ése el molde nuevo? ¿Era esa la función que aspiraba Icaza para la obra literaria? De ser así, ¿no habría acaso que juzgar esa obra, esa edición príncipe, según esos cánones y según un sistema literario independiente de las normas eurocéntricas tradicionales? La crítica que se le ha hecho a Huasipungo se apoya a menudo en eso de que los personajes carecen de complejidad psicológica, que la trama simplifica el asunto, que hay prédicas sectarias, que el tema apunta a luchas colectivas, previsibles, que la obra carece de ironía, que el final es tendencioso, dirigido. Los mismos atributos, en suma, que se le han achacado al «realismo socialista», membrete apenas acuñado en 1932 y sólo certificado en 1934. Lo que no se tiene en cuenta allí, sin embargo, es que dentro del

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sistema literario ecuatoriano, al menos, la propuesta de esa primera edición de Huasipungo constituía en ese momento una práctica literaria distinta de lo que el sistema literario en boga proponía. Práctica que, como ya hemos visto, iba en contra del psicologismo y vanguardismo que Icaza había utilizado en las dos piezas dramáticas antes comentadas. Que el mismo Icaza se retractó, por así decirlo, en ediciones posteriores de Huasipungo dice mares sobre lo atrapado que él mismo se sintió en las formas y funciones del sistema literario en cuyo horizonte de expectativas se movía. Sé que hay un artículo dedicado a la evolución textual de Huasipungo, circunscrito más bien a la parte estilística. Lo que no se ha subrayado suficientemente, sin embargo, es que la primera edición difiere radicalmente de la «definitiva». Las variantes son tan múltiples hasta el punto de que casi se puede decir que estamos ante dos textos distintos. Valgan unas cuantas diferencias. La narración cambia del presente al tiempo pasado. Se intensifica lo sucio y patológico, lo horripilante y esperpéntico. Se expande ese símbolo que es «Cushitambo», albergue de cerdos, hasta incluir toda la nación. Se fomenta la distancia entre patrón y sujeto. Se borra una geografía específica. Se eliminan nombres. Desaparecen identidades. Hay una proliferación de imágenes. Se intensifica el uso del montaje, de la anáfora. El espacio resulta más asfixiante. El temor mítico a la autoridad se torna más agudo. Todo pareciera «acurrucarse» más. El ataque no se concentra solo en la burguesía, sino en la totalidad del sistema. Las ansias rijosas del poder se intensifican. Hay más drama y menos descripción. El ritmo es más rápido. El Huasipungo definitivo que la mayoría de nosotros hemos manejado pareciera congeniar fórmulas y funciones literarias que estaban en el aire en los años 20 y 30, y que el mismo Icaza había practicado. En el texto retocado, la vanguardia estética recupera su presencia en el texto. De esa imbricación quizás se rezuman especulaciones sobre la sociología del gusto literario. ¿Acaso no se juzga el arte de diferentes formas y de diferentes maneras en diferentes culturas y épocas? En el arte medieval, por ejemplo, la función religiosa prevalecía. En el arte soviético aludido, lo político. Los paradigmas cambian, según las normas en apogeo. Si ahora, a manera de conclusión, nos remitimos a los cuatro narradores propuestos aquí como faros o protagonistas de los varios paradigmas ecuatorianos, acaso persuada pensar que todos y cada uno de ellos estaban imbricados en un cuestionamiento del orden político y del orden literario, y no menos de la función social de la literatura. En todos se pronuncia un

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fundamental desacuerdo frente al orden en vigencia y una búsqueda de nuevas maneras de hacer literatura, de hacer «mella» en un sistema literario eurocéntrico. Todos cuestionan la morfología narrativa tradicional, y, no menos, la institución arte. Vida del ahorcado, Los Sangurimas, Huasipungo y los postulados de Gallegos Lara apuntan a ese cometido. Innovación y protesta sería la propuesta de la generación ecuatoriana del 30. Al respecto, y a manera de colofón, vale acaso recordar aquí la Teoria dell’arte d’avanguardia, de Poggioli, en la que éste suscribe que «sólo en esas vanguardias que se producen en un clima de constante agitación» lo político y lo literario parecen coincidir.17 Tal sería el caso ecuatoriano. Cuáles autores y obras han prevalecido más que otros y por qué es una pregunta que queda en el aire y está más allá de nuestro alcance. Si vale resonar, en términos de lo que ocurrió y prevalece en la actualidad, sin embargo, la opinión que en el texto ya citado ofreció Luis Alberto Sánchez, al hablar de «tendencia [...] artística, de pura literatura» y de «monocordia indigenista» en el Perú de entonces: «Parece que reinará un período de mutua atención, de mutua observación, quizás el anuncio de una beligerancia extrema, quizás –y ojalá– el heraldo de una cooperación futura, entre los grupos intelectuales».18 Quizás, cabe decir por contigüidad, prevalecen hoy las obras ecuatorianas de los 20 y 30 en que ese diálogo tuvo lugar. Quizás eso es también lo que caracteriza a lo mejor del momento actual. Notas César Vallejo, «Vladimiro Maiakovski», Obra poética completa, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, lvix-lxxi. 2 LeónTrotsky, Literature and Revolution, edit., William Keach, trad., Rose Strunsky, Chicago, Haymarket Books [1925], 2005, p. 107 (Las traducciones del inglés al español me corresponden). 3 Ibíd., p. 172. 4 Ibíd., p. 188. 5 José Carlos Mariátegui, Trotsky, León, Literature and Revolution, edit., William Keach, trad. Rose Strunsky, Chicago, Haymarket Books [1925], 2005, p. 1 (Las traducciones del inglés al español me corresponden). 6 Luis Alberto Sánchez, «Literatura-Perú-1929», revista de avance, No. 42, diciembre, 1930, p. 26. 7 Joaquín Gallegos Lara, Semana Gráfica, No. 2, Guayaquil, junio, 1931. 8 Ibíd.

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Pablo Palacio, «Carta a Carlos Manuel Espinosa», Quito, enero 5, 1933. Cfr., Carlos Manuel Espinosa, «Epistolario Parvo de Pablo Palacio» [1947], reproducido en Obras completas de Pablo Palacio, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, pp. 77-78. 10 José de la Cuadra, «Advenimiento literario del montuvio» [1933], Obras completas, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, p. 963. 11 «Poemas ecuatorianos. Publio Falconí. (Prólogo a un libro)», recuperado por Alfredo Alzugarat. Cfr., «Un texto desconocido de José de la Cuadra», Kipus, revista andina de letras, No. 4, Quito, 1995-1996, p. 149. 12 Pablo Palacio, Débora, Quito, s.e., 1927, p. 48. 13 Gerardo Gallegos, Savia, No. 31, 1927, s. p. 14 Jorge Icaza, Atrapados, vol. II, Buenos Aires, Losada, 1972, pp. 13-55. 15 J. Icaza, Atrapados, p. 14. 16 Ibíd., pp. 34-35. 17 Renato Poggioli, The Theory of the Avant-Garde, trad. por Gerald Fitzgerald, Cambridge, Harvard University Press, 1968, p. 96. 18 Luis Alberto Sánchez, «Literatura-Perú-1929», revista de avance, No. 42, diciembre, 1930, p. 27. 9

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¿Vanguardia andina en Ecuador? Yanna Hadatty Mora Instituto de Investigaciones Filológicas Universidad Nacional Autónoma de México

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a renovación literaria en Ecuador se concentra hacia la segunda mitad de los años 20, de manera inicial como una experimentación formal deudora de la lectura de las vanguardias europeas –que ha dado en formularse como sinónima de vanguardia cosmopolita–; y, poco más adelante, en una exploración de la realidad y de los lenguajes nacionales –quizá, más puntualmente, regionales– que campeará durante la década siguiente: de aquí emerge a partir de 1930 una narrativa del realismo social «del cholo i del montuvio», en la costa; y del indio, en la sierra, siendo esta última corriente la que luego será llamada «indigenismo».1 En este sentido, el contraste con el caso peruano es elocuente. En Perú, la «polémica del indigenismo» genera un debate nacional a fines de los años 20,2 y la bandera de lo andino en la emergencia de la vanguardia literaria resulta de tal modo determinante, que se considera que el indigenismo constituye la tercera veta de la narrativa postmodernista peruana,3 e incluso una vertiente del vanguardismo.4 En Ecuador, en cambio, la crítica y la historiografía marcan una escisión tajante entre ambas posibilidades: sólo la postura personal de artistas e intelectuales determina la incursión en una posible experimentación indigenista o andina, sin llegar a constituir un movimiento, lo que está determinado por la ausencia de un proyecto colectivo de revistas o editoriales, tertulias o facciones ideológicas, aglutinadas en torno a sindicatos de obreros y artistas, etc., que así lo proclamen;5 y el socialrealismo indigenista de los años 30 –predominantemente circunscrito a la narrativa– se contrapone por su parte a la idea de renovación formal. Sin embargo, revisando diferentes publicaciones, incluso las participaciones de los autores ecuatorianos en revistas que se consideran espacios del indigenismo peruano, encontramos una serie de textos que se insertan al mismo tiempo dentro de la renovación formal y la temática de lo indígena. A partir de estas premisas, esta exploración se plantea la existencia de un

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indigenismo renovador, que entre 1926 y 1934 emerge en varios textos ecuatorianos. Asimismo, organiza los hallazgos según las actitudes predominantes de los textos, y propone la existencia de al menos cuatro actitudes diferenciadas, que se señalan como abarcadoras, pues al parecer concentran las facetas más significativas. Indigenismo idílico, andinismo. Pensar en Sierra. Es indiscutible la impronta que sobre toda la generación ecuatoriana marcan, por un lado, desde Lima, Amauta. Revista de doctrina, literatura, arte, polémica dirigida por José Carlos Mariátegui, (1926-1930); y, por el otro, desde Santiago de Puno, el menos conocido poemario Ande de Alejandro Peralta, aparecido en 1926, que logra una conciliación de los aparentes contrarios –vanguardia e indigenismo–6 de forma tan renovadora como afortunada, y da origen a la publicación periódica Boletín Titikaka del grupo puneño Orkopata, que llegaría a ser la publicación regional vanguardista e indigenista de mayor duración en Latinoamérica.7 Según se verá, varios de los poetas ecuatorianos de entonces son definidos en su momento como una versión local de Alejandro Peralta. Hay que reconocer que también en 1926 aparece el poemario Treinta poemas de mi tierra, de Jorge Reyes. Los textos miran primordialmente a la serranía, si bien la tierra del título es de manera incluyente el Ecuador entero –algunos poemas están ambientados en Galápagos, en el puerto (que intuimos Guayaquil), frente al mar, en Ibarra– pero con más detenimiento se ocupan de barrios de Quito como la Ronda o la Cruz Verde, y de la vida del campo de la serranía: el uso del poncho, el paisaje, la faena agrícola, etc.8 En esta configuración poemática del paisaje, la centralidad la dan los Andes. Con claridad, la primera estrofa del poema 9, dice: «La columna dorsal de mi tierra es el Ande, / mi tierra, hija de Mayo, donde despierta al sol / el gallo estupefacto desde la Catedral». En esta prosopopeya creacionista vemos a la tierra, criatura en cuatro patas, con la posibilidad de erguirse a partir de la columna vertebral andina, bajo una eterna primavera de soles ecuatoriales.9 Muy distinto del tono más cubista y futurista del poema «Andinismo», de Alejandro Peralta: «El sol está detrás de mis talones / Un gran vuelo serpenteante / Las cavernas se agitan / i mis resuellos como águilas».10

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En otro poema paradigmático de la visión de indigenismo idílico, Reyes presenta de manera central a la mujer india como objeto de deseo del hablante lírico no indígena: «India de sol, de fruta para mis dientes ávidos; / pulpa que va agarrándose a mi deseo; rama; / cómo te has anudado a mi cuerpo, con acto / de hiedra, así un racimo de enredaderas húmedas / para el fuego de un árbol» (poema 4). Asimismo, por la caracterización que brinda el hablante lírico en este libro, el espacio andino se poetiza como un mundo armónico, afable, pintoresco: «El sol madruga siempre como los labradores […] Despierta los chozones, tiñe el poncho del indio / y el silbido contento del vaquero en el páramo […]» (poema 12). Esta visión de lo que llamamos andinismo, o indigenismo idílico, se encuentra próxima a la propuesta que un año después publicará el escritor peruano Luis E. Valcárcel, de total idealización del escenario y del habitante andino: El andinismo es el amor a la tierra, al sol, al río, a la montaña. Es el puro sentimiento de la naturaleza. Es la gloria del trabajo que todo lo vence. Es el derecho a la vida sosegada y sencilla. Es la obligación de hacer el bien, de partir el pan con el hermano. Es la comunidad en la riqueza y el bienestar. Es la santa fraternidad de todos los hombres, sin desigualdades, sin injusticias. El andinismo es la promesa de la moralidad colectiva y personal, la poderosa, la omnipotente reacción contra la podredumbre de todos los vicios que ve perdido nuestro país. Proclama el andinismo su vuelta a la pureza primitiva, al candor de las almas campesinas.11

Sobre el poemario de Reyes aparece un comentario temprano de Serafín Delmar en Amauta: «Libro duro y salvaje ‘de abrazar la tierra, tengo fuertes los brazos’ dice Reyes. […] Me pasa su tarjeta de visita ‘20 poemas de amor y una canción desesperada’ –siendo usted Jorge Reyes en el Ecuador lo que Fernán Silva Valdés en el Uruguay y Alejandro Peralta en el Perú– poetas nativos con sangre autóctona de americanos».12 Varios términos de los expuestos se utilizan indistintamente en Ecuador hasta los años 30 y fines de los 40 para definir a las obras a las que aquí nos referimos: «nativismo», «indigenismo», «andinismo»,13 incluso en alguna ocasión «indofuturismo». Jorge Carrera Andrade, en su veta de crítico, afirma que la búsqueda de lo propio hacia el primer tercio del siglo xx señaló un camino de redescubrimiento estético y nacional para la literatura americana:

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En los países donde existen aún considerables masas indígenas –Ecuador, Perú, Bolivia– apareció el Indigenismo como una vuelta hacia la sencillez y una protesta por las condiciones actuales de los primitivos dueños de la tierra. Ya no era la pintura del «buen salvaje» sino el grito reivindicador por el hombre oprimido […] Tanto el indigenismo como el Nativismo son formas de interpretación de la realidad, o, más bien, de contacto directo con la tierra. Naturalmente, el vocabulario en que se han estructurado no siempre está hecho de materiales transparentes y necesita de una clave auxiliar; pero sus valores expresivos –o subversivos– son de una intensa y palpitante eficacia.14

Mirando la vanguardia desde Ecuador, el mismo Carrera Andrade afirma en un artículo de 1931, «Esquema de la poesía de vanguardia»: «Todas las más recientes denominaciones, como nativismo (Uruguay-Argentina), estridentismo (México), runrunismo (Chile), titanismo (Brasil), indigenismo o andinismo (Perú-Ecuador) caen dentro de los lineamientos generales de la poesía de vanguardia».15 Para 1930, consideramos que Carrera Andrade se encuentra ya alejado como poeta del posmodernismo de origen, y tardíamente próximo a las denominadas «vanguardias históricas».16 En ese año aparece en España Boletines de Mar y Tierra, poemario al final del cual se encuentra el conocido «Cuaderno de poemas indios» .17 Se trata de ocho poemas, que de la descripción metafórica luminosa de los microgramas sobre el paisaje, los objetos y los sujetos serranos («Ángeles: polluelos / de la madre María»), pasan a la configuración de un espacio revelado por las costumbres y la cosmovisión andinas. Ocurre así en «Sierra», que inicia con el siguiente pareado de versos: «Ahorcados en la viga del techo / con sus alas de canario las mazorcas».18 La costumbre de secar el grano que será nueva simiente colgándolo en mazorca del techo, o para proteger del hambre a la casa, aparece en este enunciado que en su mesura y ausencia verbal da la idea de un tiempo inamovible, propio de la costumbre ancestral. La denuncia social de la explotación del indio aparece casi de inmediato: «Nos quitan nuestra tierra […] / ¡Pisarán nuestro campo los postes sargentos! / No más sor encina, no más fray manzano»;19 y se asume la primera persona del plural en la mayor denuncia: «Ochocientas voluntades. Ochocientas. / Para el ancho redoble de nuestras sandalias / era un tambor la tierra»; «Soldados. Soldados, / Ejercicios de puntería / sobre los colores humildes del campo», «Tumbados en la vecindad del cielo / nuestros muertos duermen / manando un cosmos dulce del costado / y con una corona de sudor la frente».20

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Dice Gabriela Mistral en el prólogo a la edición de Barcelona de este libro, que ésta es la primera generación de escritores verdaderamente nacionales, pues aunque tocaran temas del Ecuador, ni Montalvo ni Zaldumbide eran otra cosa que «dos grandes europeos trabajándonos el lenguaje americano para desbrozarle la greña, expurgarle el ballico y ordenarle y regirle la llamada confusión magnífica». Y 1929 –fecha de datación del prólogo– se vuelve un parte aguas que marca la voluntad por dar expresión al desorden y la confusión del fermento americano: Como el Imperio Incásico se sumergió, no se pulverizó, y las líneas políticas de nuestros países rara vez coinciden con las morales, el Ecuador sigue pegado con la liga fuerte de la sangre al antiguo Imperio, y esta generación nueva recibe otra vez el empellón de influencia desde el Cuzco y desde Lima, piensa en sierra y en caos vegetal, acepta las unidades geográfica e histórica en el dejo del habla y muestra unos movimientos unánimes de la sensibilidad con lo peruano.21

Mistral, telúrica y nacionalista, recalca a su vez en el prólogo al libro la opción por la lectura «indoecuatoriana», «indofuturista» e «indo-americana» de la obra,22 centrado en el Cuaderno de poemas indios:23 La tónica de este libro la ponen los poemas indofuturistas en que Carrera Andrade, como el excelente Alejandro Peralta del Perú, ensaya y logra entregar muchas veces el asunto indígena. La lengua de que se vale para la prueba está terciada de ingenuidad, de atrevimiento y de una soltura de lazo indio. La ingenuidad la pone en el tijereteo simplista de las figuras; la soltura le viene de dejar hablar al indio su lengua abélica; el atrevimiento salta en la metáfora 1930 y en la rebanadora del verso donde le da la gana. Tal vez la entraña definitiva de su poesía sea este indianismo que se le volverá menos bizarro a medida que se le haga más cotidiano, más frecuente como las rutas que comienzan en un pespunte futurista de pisadas y acaban en cinta unánime y culta.

Indigenismo militante. La amenaza quichua Otra de las líneas que buscan aglutinar este corpus azaroso y arbitrario –quizá también representativo– se encuentra más cerca del «tronar épico» que del «llanto elegíaco» –en postulación de Regina Harrison– como las

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dos actitudes extremas entre las que oscilan las imágenes que surgen en la simbología indígena de la poesía ecuatoriana de los últimos dos siglos.24 Más caínico que abélico, diríamos, retomando a Mistral; o bien, más Calibán que Ariel, en terminología más cercana a América. En este sentido, queremos pasar a la revisión de la militancia más radical que encontramos. Se trata de «Mi amenaza quichua» (1932), de G. H. Mata: Soy una fuerza dinámica insuflada en las sollamas de las madrugadas andinas; tengo en mis pulmones una médula de cóndores y una garra de jaguar me atraviesa la garganta […] en mis poros se hunde un aletazo del Ande frotado de sudor en mis palabras aradoras de los huachos genésicos sembrando protestas en cada bocanada de indio acometido. […] mascándome el alma me bullen las sienes de llamarme indio oceánico a la altura […] Me nutro con el choclo desgranado en el rebozo que las noches de luna pusieron a orearse en los aucalos; rebanadas de nubes se retuestan en mis dientes voraces de pulverizar las injusticias haciendo que los indios boten sus ajos en brazadas de machetes contra el amo. […] Con el pecho hincado en el campo alargo mis brazos en ríos de músculos fecundos; todo el impulso jadeante desde los tobillos hasta el cuello viola la madrugada en la greda dolorosa a hembra urgida, así espasmada la mañana abrilean los cantos en el tórax de ceibo de los pájaros. He injertado la tierra con la fe de que nazca un grano mío hacia el futuro. […] entonces sí, ahí indio clavaremos este escudo en el paladar del mundo: Yo quiero un sol quichua saliendo como los cerros del Ande! ñuca nini shuj quichua – inti andes urcus shina llugshipa! 25

Una actitud al mismo tiempo antagónica, agónica, epifánica,26 se lee en la proclama del hablante lírico dotado metonímicamente de las fuerzas telúricas de los Andes (calor y aire, pulmones de cóndor, garganta de garra de jaguar, piel de cordillera, palabras aradoras de los surcos de protesta, que

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al cosecharse producen rebelión contra los amos); que al final del poema insemina la tierra andina con violencia, en espera de la nueva edad, el nuevo sol, que será quichua. Este complejo personaje de la literatura ecuatoriana (1904-1988) se encuentra para entonces en su primera faceta. Ensayista y poeta, Mata se ubica dentro del que más adelante sería denominado «grupo del austro», entendido para entonces como núcleo de la protesta social indigenista y mestiza en Loja y Azuay, constituido por G. Humberto Mata, Ángel Felicísimo Rojas y Alfonso Cuesta y Cuesta; algunos de cuyos integrantes se consideran más que escritores de vanguardia, narradores del medio siglo, en un realismo reformulado, no exento de subjetividad.27 El libro que a nuestro parecer descubre lo mejor del Mata indigenista, 2 corazones atravesados por la distancia (publicado en 1934, pero que recoge poemas datados desde 1928), está centrado en la exaltación de la vida del campo y del pueblo, serrano y andino, y en la advertencia contra la modernidad identificada con la ciudad (en sus páginas se llama «espantar el mal urbano», pues éste mina la situación idílica originaria del campo al producir la aculturación que causa la muerte de sus nativos, que han sido obligados a migrar en busca de mejores oportunidades económicas a la ciudad. Así se entiende, por ejemplo, el poema «Si era su culpa, comadre»:28 el hijo de la comadre, un joven mecánico originario de un pueblo indígena, ha muerto en la ciudad («ya el Grabiel está tieso, sin poderse rascar los gusanos; / bien extendido sus piernas, igual a cuando se quedaba jumo al pie del cerco;» p. 88). Su muerte es consecuencia de haberse asentado en el mundo de los blancos, ajeno a los usos de la comunidad; no casualmente, la muerte se debe a un accidente con un automóvil: «Si tenía que ser, comadre, su huahua debía morir hecho cecina por el auto», «de por vida, / estaba inflando de viento las ruedas de los carros, / y moviéndoles las piezas, a ver si encontraba los caballos que decían». Quien toma la palabra es el compadre, hablante lírico en primera persona, miembro de la comunidad, quien responsabiliza a la madre del mecánico fallecido de esta muerte, como señala el título: «Ud. sabía servirse pastas y helados, hasta cantar los tangos, / y por eso el Grabiel, gustaba de los laichus29 / renegando los jugos de su quichua». Frente a la denuncia, en éste como en varios de los poemas del libro surge la petición de la forja de una nueva raza (recordemos que el hablante lírico de «Mi amenaza quichua» decía haber engendrado en la tierra andina).

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Aquí, la comadre debe consolarse, purificarse de lo blanco, y engendrar un nuevo hijo verdaderamente indio: «Haga de nuevo chumales30 y eche a plantar sus entrañas en otro hijo; / pero cuide, mi comadre, de nutrirse únicamente de los brotes campesinos». Esa nueva edad, sin sometimiento, con rebelión, iniciará con esa nueva cría, no doblegada y no aculturada: […] coma de su tierra; beba de sus vacas, […] y téjase un chicote con sus vetas de llanto a que espante el mal urbano […] Diga «quisha! Quisha!31 vil laichu», y escúpale en el alma, cuanto pueda! sólo así, comadre, y asperjiando con su sangre los papales, será digna en el Ande; y ansiedad en su sierra, para su hijo ardoroso en los sudores de nosotros; todos los indios que aguaitamos un longo viril en el arado y ascua de blasfemias montañeras, repercutidas en su vientre junto al ladrido de los perros enseñando colmillos de venganza para un día voltear patas arriba a los amos y enseñorearnos de Dios.

Sin embargo, la forma misma del texto no escapa a la del poema conversacional, de verso libre, ajeno a la rima, propio de la modernidad. Y la temática moderna (el ferrocarril, y el automóvil, en este poema) se ve con temor no exento de admiración, lo que explica que se le dediquen dieciocho largos versos.32 Es necesario reconocer que el libro no es un manifiesto, que en él no prevalece una sola actitud, y que los poemas más logrados del mismo –«La novia agobiada de tisis», «Chocha María», «Longa pastora»– corresponden al repertorio amoroso, a la nostalgia de la amada que se aleja, y no a la militancia indigenista. Los 2 corazones atravesados por la distancia sólo eventualmente son los del indio y su tierra. En ellos las incursiones en neologismos propios de la vanguardia (espasmado, abrilear, verdeaguas, ayunero) se combinan con abundantes quichuismos acomodados al español y sus declinaciones –propios de hablas regionales del austro azuayo– (caynar, tipidor, quipar, chalar, achagnar, chumales); y con la calca de la pronunciación y uso populares e indígenas del castellano (cashi, Grabiel, ele pes, toditicu); e imágenes de profunda modernidad y vanguardia (un parpadeo veloz, igual a los machetes cayendo en el vacío).

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Indigenismo culpable. Sed Pasando a los ámbitos narrativos, nos encontramos con Barro de la sierra (Quito, Editorial Labor, 1933), volumen de cuentos conformado por seis textos, que constituye la primera incursión narrativa de Jorge Icaza.33 Los cuentos que integran el volumen corren a partir de entonces una suerte dispareja: mientras los tres primeros –«Cachorros», «Sed», «Éxodo»– se valoran como netamente icacianos,34 los tres últimos –«Desorientación», «Interpretación» y «Mala pata»– se borran del acervo literario de Icaza por un largo tiempo,35 o quedan al menos bastante ocultos en medio de su obra, al grado de que durante más de 70 años la posibilidad de lectura se limita a la consulta de esta primera edición –por demás tesoro de bibliotecas.36 De manera simplificadora, podríamos presuponer que en los dos bloques de textos existe una correspondencia estética y temática: que a los cuentos de temas indios y campesinos corresponde el tratamiento realista, y que la incursión en la aquí denominada vanguardia se presentaría circunscrita al ámbito de la ciudad. Sin embargo, ya en una primera lectura se descarta la validez de la presuposición, que corresponde a una tipología mecanicista bastante irreal: ocurre que el cuento urbano «Desorientación», centrado en el Quito mestizo, por ejemplo, sigue una línea realista, mientras que el cuento campesino e indígena «Sed» distancia el realismo de la explotación del campesinado indígena al privilegiar la perspectiva del personaje escritor, fluctuando este relato entre el realismo, la metaficción moderna y la vanguardia. Pensando en una vanguardia concreta, la construcción de Icaza suele filiarse además del realismo, con el expresionismo, en su predilección por los personajes marginados, la paleta ocre, la construcción de anécdotas en momento límite. Pero en esta obra en concreto, y a pesar del título, encontramos mayor proximidad con el simultaneísmo cubista, o la libre asociación del surrealismo. En ambos casos, la incursión en la vanguardia se ciñe a momentos de pérdida justificada de la coherencia, debido a la exacerbación de los sentidos a partir del consumo de alcohol o del estado onírico, que lleva al narrador focalizado o en primera persona a una asociación libre de corte surreal, y, en el caso del cubismo, a que en un solo tiempo la construcción nominal acumule objetos provenientes de diversos espacios. Citamos del cuento «Sed»:

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Cuatro botellas…, tres copas. Nos hemos bebido el tres de copas veinte veces. Intoxicados de copas de baraja nos dedicamos a las copas del alcohol. Se me empiezan a duplicar las cosas: dos mesas, ja… ja… ja…; dos bujías, ja… ja… ja… Se duplican las personas. ¿Uno por uno? No estoy bien si son dos o tres tenientes políticos. Uno de los frailes, cada vez que se acerca a una de las dos Rosas le mete una de las dos manos debajo de uno de los dos trajes; tal vez buscándole una de las dos pulgas… je… je… je…[…] Sobre la cama de las dos Rosas, veo cuatro pies, cuatro piernas, –quizás haya llegado a la beodez completa– ya no se duplican, se cuadriplican… ja… ja… ja…37

Mencionamos ya que este cuento de denuncia en que se narra el desvío del agua para beneficiar a un latifundista en desmedro de la comunidad, constituye una narración metaficticia: a partir del narrador urbano que viaja al campo en busca de un personaje o de un tema para escribir «un cuento que tenga sabor a tierra serrana».38 La sed del título es la de los indígenas, sobre todo la de los niños, pero también en el sentido de la narración que habla de cómo se construye esta narración, es la sed del que podríamos calificar de escritor vampiro, ansioso por hallar «un personaje aguado, jugoso para [el] cuento»,39 que bebe de la realidad ajena para llenarse de material de escritura sin solidarizarse con quien padece la sed, posición que metafóricamente equivale a evitar la temida picadura del triple zancudo palúdico –zancudo latifundista, zancudo cura y zancudo teniente político– del final del relato, escudándose en el indio; y a escapar a la realidad rural y serrana por no identificarse el narrador personaje con los sedientos: «Después de tomar dos vasos de agua ciudadana no se siente sed y se duerme».40 Estoy perdido. No puedo más. Las trompas van a succionar la frescura de mi sangre y a dejarme más seco que el pueblo seco. ¿Dónde esconderme? Un refugio… ¡Ah! ¡Un indio a la vista! Llego a él, y yo, yo mismo, me oculto tras su carne tostada con la presteza de todos aquellos defensores de la Raza. Ja… ja… ja… Presento las espaldas desnudas del indio donde los tres aguijones clavan su apetito y absorben… absorben… Estoy salvado y estoy despierto. Un vaso de agua ciudadana me aplaca la sed de pesadilla.

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Este abrevar del tema indio por el literato mestizo, ajeno a su sufrimiento y explotación, y que más bien se aprovecha de esta realidad de manera mezquina, para tener un objeto literario de interés, se comenta en un tono de notoria culpa: «Yo soy un hombre que recorre el camino labrando hojas, flores y pajaritas inútiles sobre el polvo reseco de la tierra». 41 Indigenismo mercenario. Literatura fácil de digerir El 9 de mayo de 1932, el cuentista guayaquileño José de la Cuadra escribe al editor hondureño residente en México, Rafael Heliodoro Valle: «Estoy escribiendo ahora cuentos regionales ecuatorianos: indios, montuvios. Tienen las narraciones hueso de lucha social, pero la carne es fácil de digerir por cualquier estómago plácido y delicado. Desearía colaborar con ellos en revistas o periódicos mexicanos. Si pagan, bien. Si no pagan, también. Ojalá usted me ayudara un poco en esto. Una recomendación bastaría, que luego escribiría directamente yo a las redacciones». El 6 de junio del mismo año, Valle le contesta desde su casa de Tacubaya, en la Ciudad de México, favorablemente, prometiéndole que Revista de Revistas (Semanario cultural del Diario Excélsior) publicará sus textos, aunque no los pagará pues no es parte de su política editorial. El 23 de junio, Cuadra le envía «un cuento de tema indio». Según mi rastreo hemerográfico, el cuento que Valle ayuda a publicar a de la Cuadra es «Merienda de perro», que aparece menos de dos meses después, el 14 de agosto de 1932, en Revista de Revistas. El texto en cuestión es presentado con la siguiente nota, bajo la foto del autor:42 «El distinguido hombre de letras ecuatoriano, doctor José de la Cuadra, autor de este cuento de primer orden –de su próximo libro Horno– que desde Guayaquil envía a Revista de Revistas».43 Como se dijo en la introducción, la primera mitad de la década del treinta acusa en el Ecuador –como en varios otros países iberoamericanos– la marca del derroque progresivo de una vanguardia apenas coronada a fines de los veinte, en lo explícito de proclamas y manifiestos, suplantada progresivamente en lo literario por una escritura más comprometida en lo político que en lo estético. Para 1932, la revista lojana hontanar reproduce el artículo «Vanguardismo y comunismo en literatura» del ideólogo de la costeña generación del 30, Joaquín Gallegos Lara. En él se

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incluyen afirmaciones tan rotundas como «El vanguardismo literario, en Europa como en América, es únicamente la más a la moda de las escuelas de arte burgués en disputa».44 Paradójicamente, también es la década de publicación de la obra más vanguardista de los escritores asociados con esta ruptura, apareciendo a principios de los años treinta Vida del ahorcado de Pablo Palacio (1932), Boletines de mar y tierra de Jorge Carrera Andrade (1930), Hélices de huracán y de sol de Gonzalo Escudero (1933); así como En la ciudad he perdido una novela y Taza de té de Humberto Salvador (1930 y 1932, respectivamente). Regresando a la mencionada carta, la frase escrita por de la Cuadra a Valle para ofrecerle su reciente producción narrativa parece atributo indistinto de este narrar «en nacional»: cuentos regionales ecuatorianos. Y el que envía a México no parece considerar la cuota de la diferencia específica –el personaje montuvio– sino la esencia común a ambos, el indio,45 tema de enorme emergencia artística e intelectual a partir de la Revolución mexicana de 1910.46 La definición y aun la decisión de escribir en esta nueva etapa narraciones de esqueleto duro de roer («hueso de lucha social») y blanda musculatura («carne fácil de digerir por cualquier estómago plácido y delicado»), suena, al menos dicho así, un tanto concesiva, signada por una voluntad consciente de agradar, vender y captar un público mayoritario. Pero resulta también un parámetro bastante realista, si se piensa en el perfil de la publicación en que aparece el cuento, por acción de Valle. Revista de revistas, semanario de diario Excélsior, es una publicación –como muchas de la época en que aparecen sorprendentes textos de vanguardia: El Universal Ilustrado de México, Savia de Guayaquil– familiar y burguesa, destinada en gran medida a lectores «de estómago plácido y delicado». En sus páginas se incluye, junto a la nota social, la columna de grafología, la nota de la moda en Europa, abundante publicidad comercial, y algún tema cultural tratado con mediana profundidad. Es más bien sorprendente que aparezca en ella un cuento tan crudo como «Merienda de perro». En él, José Tupinamba, un pastor indígena, descuida una noche de luna a sus hijos pequeños, por rescatar a una oveja olvidada –ante el temor al látigo, al trabajo en las minas o al destierro; denunciándose el carácter de explotación feudal en que viven los personajes serranos, concertaje abolido en la constitución vigente, pero no en la práctica gamonal; explicitándose incluso el derecho de pernada ejercido sobre la cónyuge ausente, la Chasca, por parte del latifundista– con la lamentable consecuencia de la muerte de la niña de brazos, devorada

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por el perro ovejero. No se ahorran al lector detalles del realismo maniqueo, abundancia de exclamaciones explícitas, o la pintura de la grandiosidad de la naturaleza frente a la sordidez de la condición humana: «La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua [sic] –mezclado de español y de dialectos– de José Tupinamba».47 *** Este planteamiento tiene el gesto arriesgado y provisional de las preguntas formuladas en voz alta. Se trata de una inquietud que surge directamente de la confrontación de la propuesta del presente congreso,48 de la reflexión sobre la coincidencia del centenario de Palacio e Icaza, y la dualidad quizá más complementaria que inconciliable que de esto emerge: vanguardia e indigenismo; pero también del contraste con la lectura de la obra de la misma generación en Perú, y de los estudios críticos que ésta ha concitado. La reflexión final debe asentar que la discusión del indigenismo vanguardista en Ecuador apenas inicia.49 Andinismo idílico, indigenismo militante, culpable o mercenario, son sólo cuatro de las posibilidades de un abanico de muchos otros matices. Pero desde esta primera aproximación encontramos marcas formales que rebasan la coincidencia de la ideología y el tema, y redundan en discursos y propuestas estéticas. Los textos más solidarios con el problema indígena –«Levantamiento» de Carrera Andrade, «Si era su culpa, comadre» y «Mi amenaza quichua» de G. H. Mata– parten de voces poéticas en primera persona, del plural y del singular, que pretenden enunciar desde dentro de la problemática indígena, construyendo su discurso a partir del lenguaje y del imaginario de los Andes. Los más lejanos se enuncian desde voces que «visitan» más que conocen la realidad que cuentan –si son en primera persona, como en «Sed» de Icaza, corresponden a un individuo ajeno a la comunidad que sufre; y si asoman desde un narrador en tercera persona, como el de «Merienda de perro» de José de la Cuadra, las imágenes y construcciones no corresponden al tema indigenista.50 Rechazo y adhesión, preocupación formal o temática, vanguardia social y vanguardia literaria, la renovación andina brinda muchas caras que restan por ser estudiadas. Para terminar, hablar desde categorías morales para identificar la construcción indigenista, rebasa esta aproximación; y resulta quizá del todo ajeno a un espacio como este congreso.51

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Notas Por otra parte, representaciones plásticas anuncian, para los mismos años –sobre todo las que corresponden a la figura señera de Camilo Egas, quien hacia 1926 convoca en Quito una serie de inquietudes de intelectuales y artistas en torno a la idea de vanguardia estética en la revista Hélice– una coincidencia y una derivación posibles. Gonzalo Escudero comenta sobre las figuras indias de la obra de Egas: Sus figuras apopléticas, corroídas por una elefantiasis orgánica y espiritual pesan mil toneladas inverosímiles que yo les traduciría en cinco siglos de tortura, de latigazo y de crujir de dientes. La raza se ha petrificado en la obra de Egas con una verticalidad monumental. Sus hombres y sus mujeres, crecen desde la cabeza apretada como un puño, que se expande en el cuello, hasta el tronco donde se desprenden las extremidades brutales, a la manera de torrentes de cobre, copiando casi la línea, la gravidez perezosa y el giro bestial del protocéfalo antediluviano. Hélice, 1-3, 23 de mayo de 1926, p. 10. El mismo Escudero, dice acerca de una segunda exposición de Egas en Quito, de septiembre de 1926: El espíritu de Egas se levanta sobre la vorágine del arte babélico de París y transporta su modelo autóctono –el indio perezoso y casi bestial– a la inmensa usina de las transformaciones contemporáneas de la pintura. Y entonces emergen aquellas figuras volumétricas de cobre oscuro, pesadas, monumentales y zoológicas. Y Egas, desde aquel instante, es en mi concepto, un Egas universalizado y creador [Hélice, 1-5, 27 de septiembre de 1926, p. 8]. 2 Librada sobre todo entre Luis Alberto Sánchez y José Carlos Mariátegui, se puede revisar la compilación de los artículos aparecidos en Lima en 1927, mayormente en la revista Mundial. Cfr. Manuel Aquézolo Castro, compilador, La polémica del indigenismo. José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Lima, Mosca Azul Editores, 1975. 3 A decir de Antonio Cornejo Polar, para esos años existirían tres vertientes narrativas: prosa de vanguardia, relato criollista y narrativa indigenista. Cfr. «Historia de la literatura del Perú Republicano», en Historia del Perú, t. viii, pp. 9-188; glosado por Jorge Kisihimoto Yoshimura, Narrativa peruana de vanguardia. Documentos de literatura 2/3, Trimestres de abril-diciembre de 1993. 4 En palabras del mismo Kishimoto, que abunda: El esfuerzo más notable lo encontramos en ese bello híbrido El pez de oro de Gamaliel Churata. Algo semejante procuró hacer Mario Chabes con su Coca y, sobre todo, Adalberto Varallanos con sus relatos experimentales de aliento andino. En poesía detectamos magníficos frutos en alguno de los poemas que conforman los 5 metros de poemas de Oquendo, en los textos de Alejandro Peralta autor de Ande, en Falo de Emilio Armaza o en El hombre del Ande que asesinó su esperanza de José Varallanos. 5 Lo mismo puede decirse de la propia revista Hélice: a pesar de las portadas de los cuatro primeros números de Camilo Egas, se trata de un espacio abierto a la difusión de la modernidad artística, y a la experimentación libre en lo plástico, literario y musical, que no responde a un programa ideológico o estético; y que no por casualidad sostiene de manera explícita en una nota de las «Páginas de la Redacción»: «Es natural que se nos ataque. No 1

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hacemos arte para los Toapanta ni para los Chiluiza». [«Páginas de la Redacción. Marinetti y la pazguatería». Hélice, 1-4, 4 de julio de 1926, p. 22]. Esta exclusión explícita del indígena como destinatario de la obra de arte, por otro lado, por extraña que resulte vista con ojos de nuestros días, comparte en mucho la actitud elitista de la que se jactan varias otras vanguardias hispánicas (Martín Fierro, o el texto rector La deshumanización en el arte de José Ortega y Gasset): su público es minoritario, iniciado, elitista. No escriben para todos. Desde un nivel de la realidad, es absolutamente cierto: no era el indígena campesino, mayoritariamente quichuahablante y analfabeto, el receptor de las páginas de nuestra vanguardia. 6 Según Cynthia Vich, Mariátegui «fue el primero en hablar de indigenismo vanguardista en el ‘Intermezzo polémico’ de su discusión con Sánchez sobre el tema del indigenismo»; y este concepto de indigenismo vanguardista es justamente el eje del Boletín Titikaka. Cfr. Cynthia Vich, Indigenismo de vanguardia en el Perú: Un estudio sobre el Boletín Titikaka, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000. Nota 12, p. 52. 7 Cfr. Vicky Unruh, «Peru also produced the most lasting vanguardist magazine, Puno’s Boletín Titikaka (1926-30), dedicated, like its Lima counterpart, to an indigenist agenda», Latin American Vanguards. The Art of Contentious Encounters, Berkeley, University of California Press, 1994, p. 17. 8 Jorge Reyes, Treinta poemas de mi tierra, Quito, s/e, 1926. 9 El poema 3 presenta un tono menos idílico sobre el tema: «En todas las cantinas / hay un indio que canta, / rasgueando la guitarra sucia / y con voz deshilachada. // Apretados por las manos que alientan / y los ojos que hurgan / y por el zarandeo de las palabras, / entre gritos cortados, / los indios bailan». 10 Boletín Titikaka, mayo de 1927, p. 45. 11 Luis E. Valcárcel, Tempestad en los Andes. Lima, Minerva, 1927, Biblioteca Amauta, p. 108. Luis Alberto Sánchez recalca en el epílogo a la obra: «Sin ser indios… dice Valcárcel en alguna página. Y es así. Él no es indio. Ciudadano adoptivo del Cuzco, nació en Moquegua y su cultura ha sido española según se transparente en el tono de su obra» (Cfr. L. E. Valcárcel, p. 182). Federico More publica en ese mismo año la proclama «Andinismo» en Boletín Titikaka, que concluye en la total exaltación del habitante andino: «La raza más fuerte, la iniciativa más clara, el paisaje más bello, el agua más limpia, la tierra más longánima, la industria más activa, la inteligencia más seria, las costumbres más sobrias, la voluntad más alta, todo lo encuentran los suramericanos en los Andes […]. Los que quieran respirar en los Andes, necesitan riqueza de glóbulos rojos: nunca los linfáticos pusieron las manos sobre las nieves eternas» [Boletín Titikaka, abril de 2007, p. 39]. 12 «Libros y revistas». Amauta: revista mensual de doctrina, literatura, arte, polémica. Año II, 7, marzo de 1927, p. 3. Dos años después Alfonso Cuesta y Cuesta definiría a otro poeta ecuatoriano, el cuencano G. H. Mata, como autor nativista, cfr. «G. H. Mata y su obra», Mañana, 289; citado por Harrison, 198. 13 Una definición de «Andinismo» aparece en el libro del peruano Luis E. Valcárcel, Tempestad en los Andes: «El andinismo es mucho más que una bandera política, es, sobre todo,

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una doctrina plena de mística unción. Sólo con la fe de los iniciados, con el ardor de los prosélitos, surgirá para encerrar en su órbita todo lo que los Andes dominan desde su altitud majestuosa», p. 107. 14 Jorge Carrera Andrade, «Clave de lo nativo», Rostros y climas: crónicas de viaje, hombres y sucesos de nuestro tiempo, Paris, Maison de l’Amérique Latine, 1948, pp. 104-105. El tránsito de esta preocupación resulta común a toda Latinoamérica; que dirige la mirada hacia lo «primitivo» local desde la renovación de las vanguardias. Dice el crítico cubano Juan Marinello en 1937: ...hace diez años coinciden en nuestras islas, dos interesantísimos fenómenos: la boga mundial de lo negro y el despertar político del afroantillano. Nuestra inveterada inclinación a corear el último grito literario de Francia o de Alemania determinó en los escritores isleños una expectación alborozada por lo africano. Por primera vez el impulso extranjerizante nos jugó una buena partida. El camino hacia París o hacia Berlín, –hacia Blas Cendrars o hacia León Frobenius, nos condujo a nuestra propia casa. Buscando lo extraño dimos con lo propio. Nos asaltó entonces una rica sospecha. Algún tesoro oculto debía esconderse bajo la piel oscura cuando el mundo todo se daba a su hallazgo; alguna porción del preciado metal debía andar en el negro desconocido y maltratado de nuestros cañaverales. […] Este libro, decíamos, resuelve un gran problema: el de la acertada expresión lírica de lo político. Cfr. Juan Marinello, «Hazaña y triunfo americanos de Nicolás Guillén», prólogo a Nicolás Guillén, Cantos para soldados y sones para turistas, México, Editorial Masas, 1937, pp. 12-18. 15 Cierra ese mismo artículo Carrera Andrade diciendo que en comparación con la española, «en general, la poesía sudamericana de vanguardia persigue más amplios derroteros, busca un acento más humano y más libre y se orienta hacia una estética de contenido social». Cfr., hontanar- revista, No. 7, Loja, grupo a.l.b.a., diciembre de 1931, pp.166-167. 16 En comparación con Estanque inefable de 1922, y hay que recordar que es el mismo año en que aparece el determinante estudio sociológico El indio ecuatoriano de Pío Jaramillo Alvarado. 17 Jorge Carrera Andrade, Boletines de Mar y Tierra, Barcelona, Cervantes, 1930, pp. 75-94. El libro se divide en cuatro partes: «Cuaderno de mar», «Cuaderno de tierra», «Microgramas» y el mencionado «Cuaderno de poemas indios». Este último está conformado por los poemas «Domingo», «Sierra», «Indiada», «Fiesta de San Pedro», «Caracol», «Tierras, bosques», «Corte de cebada» y «Levantamiento», y por su extensión constituye casi un tercio del total del libro. 18 Ibíd., «Sierra», p. 79. 19 Ibíd., «Tierras, bosques», p. 87. 20 Ibíd., «Levantamiento», pp. 93-94. 21 Ibíd., Gabriela Mistral, «Explicación de Carrera Andrade por Gabriela Mistral», pp. 8-9. 22 Por su parte, la discusión sobre lo «indoamericano» trasciende como parte del debate de la época, en Ecuador y en otras latitudes. Benjamín Carrión se siente obligado a pronunciarse en su libro de ensayos por el total rechazo respecto a la utilización del término Indoamérica en la obra de José Carlos Mariátegui:

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Mariátegui no es un europeizante: es un universalista. [...] Pero me resistiré a aceptar su particularismo indigenista. [...] En lo que no creo es en la exclusividad de lo indígena, en la hostilidad de lo indígena contra lo español. La historia no rehace sus caminos. La fusión hispano-indígena [...] es el primer paso nuestro hacia la universalización. Propugnar un indigenismo hostil cuando ya no existe la dominación efectiva [...] me parece sencillamente nefasto, inhumano, históricamente falso. Peor que la xenofobia china y la xenofobia yanqui. Como si en la Francia actual, en nombre de un indigenismo galo, se armara una cruzada contra lo grecolatino [...] Me quedo yo con Vasconcelos: «Por España y por el Indio». No hace falta especiales dones de previsión para afirmar que su ideología, vigorosa, nerviosa, apasionada, ha de cavar un surco profundo en el devenir político y social de Hispanoamérica –a la que yo me resistiré siempre a llamar Indoamérica, como el mismo Mariátegui la llama, y menos aún esa barbaridad moral, histórica y gramatical de indolatina, que por snobismo inexcusable, propio de las malas revistillas de vanguardia, fue llevado a la nueva Constitución del Ecuador. Benjamín Carrión, Mapa de América, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930; prologado por Ramón Gómez de la Serna, pp.133–148. Seguramente Carrión se refiere al siguiente texto: «Título II. De los ecuatorianos [...] Art. 9° – Se consideran, además, ecuatorianos: [...] 5° Los indolatinos, siempre que hubieren fijado su residencia en el territorio de la República, y manifestado su voluntad de ser ecuatorianos, de la forma determinada por la Ley» [Cfr. subíndice 5° del artículo 9°, título ii de la Constitución política de la República del Ecuador dictada por la Asamblea Nacional Constituyente, Quito, Talleres Gráficos Nacionales, 1929. Mis cursivas, p. 3]. Respecto a la opinión negativa hacia las denominaciones de este tipo, ver Luis Alberto Sánchez, Se han sublevado los indios: «Se han sublevado los indios. Hasta ha nacido una ciencia ad hoc: Indología», p. 7. 23 Las opiniones que esta obra mereció por turno en el mismo año de 1930 a Mistral son totalmente distantes de las que mereció a Jaime Torres Bodet, que apuesta por la lectura occidental del libro. Ambas funcionan de manera representativa dentro del panorama de las expectativas extremas de lectura de época. Universalismo frente a nacionalismo, cosmopolitismo versus americanismo. El comentario de Torres Bodet destaca en el ecuatoriano una afinidad con la poesía francesa, supervilliana, quizá más coincidencial que emulativa. 24 Harrison revisa en el siglo xx a tres poetas ecuatorianos en especial. Cfr. especialmente «Capítulo IV. Tres poetas indigenistas. Carrera Andrade, G. h. Mata y Dávila Andrade», pp. 185-230, en Regina Harrison, Entre el tronar épico y el llanto elegíaco: simbología indígena en la poesía ecuatoriana de los siglos xix-xx. Quito, Abya-Yala/Universidad Andina Simón Bolívar, 1996. El corpus que presenta es una guía sumamente generosa, sobre todo en cuanto al rastreo de fuentes hemerográficas. 25 G. H. Mata, «Mi amenaza quichua», hontanar, Cuaderno mensual de literatura, No. 8. p. 31, Loja, 1932. Una última cifra de esta vertiente sería Boletín y elegía de las mitas, de César Dávila Andrade (1959-1960). 26 Actitudes vanguardistas heredadas del romanticismo, según Renato Poggioli, Teoría del arte de vanguardia, Madrid, Revista de Occidente, 1964. Traducción de Rosa Chacel.

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Jorge Icaza considera que se dieron tres grupos literarios de protesta hacia los años 30: Cuando he tratado de explicar la literatura ecuatoriana de mi generación, he visto que los tres grupos que se formaron entonces correspondían a las tres regiones geográficas del país. El grupo de la costa, que publica en el año 30 el libro Los que se van y cuyos autores son Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta. El grupo de la sierra o del altiplano, que surge por esos mismo años con libros como mi Barro de la sierra, Taza de té de Humberto Salvador, Agua de Jorge Fernández, y el grupo del austro, constituido por G. Humberto Mata, Ángel Feliciano [sic] Rojas y Alfonso Cuesta. Estos tres grupos, sin ponerse de acuerdo, hacen una obra que tiene un espíritu común, a pesar de que cada obra de cada grupo es trabajada con los diferentes materiales que den el paisaje, el hombre, la economía y las mil y una circunstancias que dividen a estas regiones. La costa es el montuvio, es la casa zancuda, es el pantano, es la fiebre de la manigua y es el monte que acecha en la víbora y en el animal salvaje; es también el olor a cacao, a banano, a piña, a exuberancia tropical y a violencia sexual. En la sierra es el indio, es la choza, es el valle retacado por las sementeras de maíz, de cebada, de patatas, es el olor, el frío del páramo que silba por las noches. En el austro son las mismas circunstancias que determinan las cosas y la gente del altiplano… Pero a pesar de estas diferencias, a pesar de estos materiales, todos descubrieron que en el fondo de las obras de estos tres grupos había un mensaje igual, había una rebeldía profunda, un espíritu que las hermanaba e identificaba a la vez, anunciando así la unidad de la tierra ecuatoriana. Cfr. Couffon, «Conversación con Jorge Icaza», Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, No. 51, agosto de 1961, p. 53. 28 G. Humberto Mata, 2 corazones atravesados de distancia, Cuenca, e/autor, 1934 (incluye poemas escritos desde 1928). Ibíd., pp. 88-90. En este segundo libro de poesía de temática indígena y estilo indigenista, Mata compone un ex libris (pintado por Luis Toro Moreno) ceñido a una propuesta de un indigenismo revolucionario, y lo explica: Sobre del PONCHO insurrecto / en actitud de Andes bravos, / levanta el brazo la raza / de los indios vuelta PUÑO. / A su izquierda: la KIPA, teta del huelguerío, / hundido el pezón de sones en el tope de esas cumbres. / A la derecha: el MACHETE, / colmillo, reja que punza los cielos / Fuerza, Revolución. Trabajo, / y la mano cerrada exprimiendo venganzas, / tuétano de infinito / y de mi fe / MATA 29 Quichuismo. Insulto del indio al blanco o mestizo. 30 Cuencanismo. Especie de budín de choclo molido, con sal, al que se le cuece al vapor, envuelta la masa en sus propias hojas de la mazorca llamada pucón. Chogllotanda, choclotanda. Ecuatorianismos, t. I, pp. 382-383. 31 ¡Quisha! Quichuismo. Exclamación para espantar a las gallinas y otras aves domésticas. Ecuatorianismos, t. II, p. 782. 32 Los versos dedicados al ferrocarril son: Aura, figúrese, comadre, cómo será el ferrocarril en otras tierras; yo ya había pensado que sería un perro grande cimentado entre carriles; pero el Julio, que ha venido de la costa, me notició la verdad, y sin llullarme. Dice que es una casa alta, angosta y larga, como 50 yuntas puestas en ringlera; 27

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sus cuartos son hondos, con muchas vidrieras, con sillones, y el suelo de cemento, todo va sobre ruedas brillantes, tersos como las hachas luego de afilarlas a conciencia; en la punta de la casa hay un animalón, con jorobas que bota agua hervida y que ronquea; tiene un horno como si a una cueva le hubiesen atascado de rocotos y de polleras serranas; una escoba le cae de la frente para peinar los rieles que a la carrera de la sierra pulsan las distancias tragándose palos numerados; y dice que tiene un ojo como esos monstruos feroces de los cuentos del Jishu; anda ligero con un parpadeo veloz, igual a los machetes cayendo en el vacío, y la montaña que jala los furgones hace un ruido aserrador, de cuajo, los paisajes. Ele, pes, comadre, la gente vive no sé cómo junto al bestia, y hasta se montan en él, y dicen más: que hacia algún día nosotros también tendremos trenes estuprando las florestas. Oh, entonces los sembríos tiritarán en pataletas y las manzanas pintan ojeras de negrumo. 33 Icaza para entonces era reconocido como director teatral, actor y dramaturgo. 34 Así se muestra, por ejemplo, cuando la Casa de la Cultura del Ecuador edita Viejos cuentos. Antología de la obra cuentística de Jorge Icaza. Esta edición (Quito, 1960) consta de los tres primeros cuentos de Barro de la sierra, e incluye además cinco textos de su otro libro de cuentos, Seis relatos –de 1952– que fuera de Ecuador apareciera publicado bajo el título Seis veces la muerte, en 1954. 35 Lo mismo ocurre cuando editorial Aguilar publica las Obras escogidas (México, 1961): los tres primeros textos de ese volumen aparecen en ambas compilaciones, mientras los otros tres se omiten, decisión que, en el caso de Aguilar, el prologuista español Ferrándiz Alborz justifica rotundamente: «De la serie de cuentos Barro de la sierra se insertan en este volumen Cachorros, Sed y Éxodo. En ellos se inicia definitivo el estilo de Icaza» (F. Fernández Alborz, «El novelista hispanoamericano Jorge Icaza», en Jorge Icaza, Obras escogidas, México, Aguilar, 1961, p. 20). Mis cursivas. 36 Situación que de manera reciente se modifica con la tan nueva como afortunada edición conmemorativa de los cuentos completos que con ocasión del centenario del nacimiento de Icaza aparece finalmente en 2006: Jorge Icaza, Cuentos completos. Estudio introductorio, cronología y notas de Alicia Ortega, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Ministerio de Educación/Libresa, 2006. 37 Ibíd., pp. 52-53. 38 Jorge Icaza, «Sed», Barro de la sierra, Quito, Labor, 1933, p. 39. 39 Ibíd., p. 40. Y añade: «Rechazo la idea de hacer el cuento con los rapaces palúdicos, me saldría la narración seca, consumida de sed» (p. 43). 40 Como es usual en Icaza, el final de la primera edición se modifica más adelante, siendo este último el que aparece en la edición conmemorativa por el centenario: «¡No! No soy indio… no soy chagra… No soy cholo pobre… ¡Soy señor! … ¡Señor de buena familia, de buen vestir, de buen comer, de … Así, Así…[…] La felicidad de creerme salvado, seguro, me despierta. […] ‘He vivido un cuento que no buscaba’, me digo. Un cuento que mi

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cobardía –como la cobardía de todos aquellos que no se sienten indios, chagras, cholos, pobres– me obliga a olvidar. El cuento del paisaje y de las gentes que mueren de sed». 41 P. 59. Hay que recordar que al año siguiente aparece Huasipungo (1934), que determina el derrotero indigenista de Icaza. 42 Contrastando los libros publicados por José de la Cuadra hasta entonces, al parecer la poética montuvia apenas se definía como constante temática y estética del autor. Para esos años de profusa publicación del autor, encontramos su firma bajo narraciones que oscilan entre un romanticismo tardío a mediados de los años veinte (cfr. «Olga Catalina», 1925; «La burla», 1926), un posmodernismo rural (por ejemplo, el cuento dedicado a Valle: «El maestro de escuela», 1929) y un indigenismo de corte de realismo social, a principio de los treinta (continuando con «Chichería», «Merienda de perro», «Ayoras falsas»; el primero de El amor que dormía, 1930; y los tres últimos de Horno, 1932), pasando por alguna historia de voluntad moderna y vanguardista. Así leemos el inicio de «Chichería», casi un poema visual; o la sorprendente construcción fragmentaria de «Malos recuerdos», en un libro por lo demás nada vanguardista, el mismo Horno. Con timidez asoman eventualmente el personaje y el entorno montuvios en esta etapa («Olor de cacao», «Colimes jótel»; Horno). 43 José de la Cuadra, «Merienda de perro», en Revista de Revistas, Año 22, No. 1161, México, 14 de agosto de 1932, p.12. La correspondencia entre el guayaquileño y Rafael Heliodoro Valle se ha revisado con mayor detalle en mi artículo «José de la Cuadra y Rafael Heliodoro Valle: cartas hispanoamericanas», Kipus, revista andina de letras, No. 16, Monográfico en el centenario de José de la Cuadra, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, 2004. 44 Joaquín Gallegos Lara, «Vanguardismo y comunismo en literatura», en hontanar, ii (No. 10), diciembre de 1932, p. 91. 45 La identificación de México como paradigma de las reivindicaciones indigenistas en todos los ámbitos es general desde la Revolución. Sin embargo, también en esos mismos años aparecen duras críticas al privilegio de la iconografía indígena sin más como marcadora de la identidad estética de época. Salvador Novo dice en su relato Return Ticket (1928): «Voy viendo, Hawai, que no [...] me extrañarás con tus mujeres si todas ellas son como tus postales lo dicen: exactos duplicados de las sufridas criadas de mi casa y de las oaxaqueñas que tan en boga ha puesto el programa educativo de redención del indio y la escarlatina mural de Diego Rivera» (Cfr., Juan Coronado, La novela lírica de los Contemporáneos, p. 295). Sobre la relación México y Ecuador a raíz de la propuesta cultural revolucionaria, ver Yanna Hadatty Mora, «De hermanos y utopías, diálogo entre Ecuador y México (1928-1938)», Latinoamérica. Revistas de estudios latinoamericanos, No. 41, 2005/2. 46 Pío Jaramillo Alvarado mira la situación de México, comparativamente, en cuanto al problema del indio, en El indio ecuatoriano: Donde el problema del indio tiene una actualidad que exige contemplación y estudio atento, es en México. Siempre creí que las revoluciones mexicanas tenían una profunda complicación socialista, y los libros que han publicado historiando el proceso de las administraciones de Porfirio Díaz hasta Carranza y Obregón, confirman que la revolución mejicana entraña una dolorosa cuestión social, que con mayor o menor gravedad palpita en varios países suramericanos: la reivindicación agraria del indio (p. 75).

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José de la Cuadra, «Merienda de perro», en Revista de Revistas. Diario Excélsior, Año 22, No. 1161, México, 14 de agosto de 1932, p.12. 48 Universidad Andina Simón Bolívar, Congreso Internacional «Jorge Icaza, Pablo Palacio y las vanguardias», Quito, 18-21 de septiembre de 2006. 49 Y debería realizarse a partir de las nuevas nociones de lo andino, pensadas desde lo antropológico: La identidad andina no se basa de manera privativa en una identidad prehispánica o en una identidad del reino de los Incas. Lo Andino es un concepto amplio en tiempo y espacio. La identidad andina no se determina de modo alguno por reducción cultural como un grupo étnico único, ni por el aislamiento o rechazo de la modernidad, de nuevas formas tecnológicas, de desarrollo y de progreso. La identidad andina se halla mucho más en transformación permanente y debe redefinirse de manera constante en el contacto y en la polémica entre la tradición y lo moderno, entre distintas filosofías y formas de vida. Christoph Stadel, “Lo Andino: andine Umwelt, Philosophie und Weisheit”, en Innsbrucker Geographische Studien. Lateinamerika im Umbruch, vol. 32, Innsbruck, 2001. Mi traducción. 50 Hace falta matizar también quizá con mayor cuidado las diferencias entre los núcleos de la sierra y de la costa, en cuanto a la problemática indigenista. Los costeños –aún desde posturas de extrema izquierda– ven como necesaria una cierta «superación moderna» de los indígenas. Joaquín Gallegos Lara opina sobre Loja: «Está escondida en los Andes –último rincón del mundo la dicen sus hijos– culta y pequeña, esta rara ciudad. […] Loja es un refugio hispánico y por ende americanísimo. […] Loja, pequeña ciudad de los Andes tiene algo que decirle al mundo ecuatoriano. Tiene que mostrarle el ejemplo de cómo se liberta de la servidumbre al Indio y se le hace superarse occidentalmente». Cfr., Joaquín Gallegos Lara, «Ubicación de Loja en la ecuatorianidad», hontanar, No. 7, diciembre de 1931, pp. 173-174. 51 Dice en este sentido un reciente estudio peruano: Efraín Kristal (1988), en su estudio sobre la literatura peruana entre 1848 y 1930, demuestra que la narrativa indigenista es una parte integral de los debates políticos y antropológicos sobre el indígena. Sostiene que la crítica se equivoca si valora la narrativa indigenista según la precisión de la descripción del mundo indígena […] En vez de disputar la autenticidad de la descripción en una o más obras, [se] propone estudiar la relación de la narrativa indigenista con debates políticos y antropológicos sobre el indígena. El comentario de Cox se refiere al estudio de Efraín Kristal, The Andes Viewed from the City: Literary and Political Discourse on the Indian in Peru: 1848-1930, Nueva York, Peter Lang, 1988. Cfr., Mark R. Cox, «La narrativa andina peruana», Lhymen, IV, No. 3, Lima, mayo de 2005, p. 98. 47

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Lectores y lecturas de Pablo Palacio Celina Manzoni Universidad de Buenos Aires Me gusta el arte de hoy porque me gusta la luz sobre las cosas como a todos los hombres, inventores del fuego. Guillaume Apollinaire Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar. George Steiner

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l azar, que otros llaman destino, quiso que hace muchos años me convirtiera en la última lectora de Pablo Palacio. En una breve edición de tapas anaranjadas que todavía conservo y sentada en un banco de El Ejido de Quito, leí por primera vez en 1980 y casi sin respirar, algunos de los relatos de un autor para mí desconocido entonces, los mismos relatos que me siguen asombrando pese al tiempo transcurrido, a una frecuentación que va más allá del oficio, a la bibliografía acumulada, a la gloria de la edición de sus Obras completas en la colección Archivos.1 Si empiezo esta reflexión por la escena de la lectura, es porque me identifico con la intuición que la sitúa en el origen de la escritura; parecería que muchos escritores sólo pueden constituir una escritura de sí mismos cuando conforman la escena original de la lectura que los tiene como protagonistas, dice Sylvia Molloy: «La evocación del pasado está condicionada por la autofiguración del sujeto en el presente: la imagen que el autobiógrafo tiene de sí, la que desea proyectar o la que el público exige». Una intuición crítica que ha vuelto notorios esos momentos privilegiados en los que el yo se encuentra con el libro, sea en las autobiografías de Victoria Ocampo, Domingo F. Sarmiento, Lucio V. Mansilla en Argentina, o en la de José Vasconcelos en México.2 Desde una perspectiva diferente, o eventualmente complementaria, si se quiere, otros textos de nuestra literatura también relacionados con la

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escritura del yo, se articulan en el eje de otra escena, la de la escritura, ese momento en que se escribe que se escribe; la vemos, para dar sólo dos ejemplos, en la autobiografía del esclavo cubano Francisco Manzano en la que el aprendizaje de la escritura en los papeles desechados por el amo se realiza como rebeldía y deseo utópico. También en los diarios de José Martí encontramos la escena de la escritura, sobre todo en el Último diario en el que el desplazamiento de la letra sobre el papel, en una mecánica indisolublemente unida a la mano que escribe, constituye a la escritura como riesgo y al mismo tiempo como un conjuro por el cual la existencia del cuerpo diariamente amenazado por la guerra se salva por la escritura y es condición de realización de la escritura: «Un día que se escribe es un día más que se vive».3 Ambas escenas, la de la escritura y la de la lectura, sin embargo de la distinción, aparecen como entrelazadas, es como si una no pudiera existir sin la otra, en la medida en que no hay escritura sin lectura y no es metáfora, en la medida en que toda escritura es simultáneamente un acto de lectura. Una articulación que, en los modos de leer a Pablo Palacio, parece haber dejado las huellas del gesto pasional de lectores que no pueden mantenerse indiferentes ante una escritura que los involucra más allá de lo razonable y que, así, se personaliza formas de la identificación que piden develar los ocultos mecanismos que van constituyendo el íntimo y complejo proceso de la lectura. En el curso de este movimiento infinito, toda escritura parece existir para ser objeto de lectura y todos los grandes escritores, se sabe, han sido siempre grandes lectores. En el marco de esa lógica deseo evocar a Roberto Bolaño, uno de los escritores más fascinantes de los últimos tiempos, que se ha revelado también como voraz lector, alguien quien, ejemplarmente, en la vorágine de sus lecturas apostó a la escritura como una forma de la salvación. En Amuleto, una novela publicada sobre el fin del milenio,4 crea un personaje delirante, Auxilio Lacouture, quien, en un rapto místico–poético, desgrana sus conjeturas acerca del futuro de algunos autores del siglo xx, un gesto que Bolaño construye casi como parodia de una profecía canónica.5 El ademán valdría como recuperación de unas poéticas y crítica de otras, aunque un primer acercamiento a esa breve novela destaca el carácter irrisorio de una clasificación cercana al absurdo de la enciclopedia china de Jorge Luis Borges. En ese delirio, en el vértigo de los disparatados destinos atribuidos a los escritores, el lector realiza su propio orden que,

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finalmente, parece limitarse a dos posibles: el desesperado y prolongado olvido o, por el contrario, la permanencia en la memoria de sus lectores, a veces hasta la muerte del último de ellos. El último lector, entonces, en el sentido propuesto por Bolaño, parecería ser aquel capaz de sostener hasta con su último suspiro, se podría decir, la memoria de un escritor: «Alejandra Pizarnik perderá a su última lectora en el año 2100», dice Auxilio en su profecía. La melancolía que trasluce el absurdo de esta parodia, que además tiñe de sospecha toda pretensión canónica, parece similar a la que emana de «The Last Reader», el poema de Oliver Wendell Holmes que le da el título a las lecturas recogidas por Ricardo Piglia en, precisamente, El último lector,6 un libro como él mismo dice, «hecho de casos imaginarios y de lectores únicos». Sin embargo, cuando en el comienzo de esta comunicación me atribuí el carácter de última lectora de Pablo Palacio, no estaba pensando en un escenario tan drástico como el que imagina Bolaño ni mucho menos tan prominente como el que sugiere Piglia, el sentimiento era más bien de nostalgia por haber llegado tan tardíamente al encuentro con sus textos. Después, en el devenir de las lecturas pude encontrar que sensaciones tan pasionales como las que me habían unido a esa literatura producida en la ciudad de Quito, hace setenta años, no constituían tampoco una forma original de relación ya que, de uno u otro modo, de maneras diversas, los críticos de Palacio, esa fracción de los lectores cuyo lugar siempre está en entredicho, invariablemente parecían haber trabajado en el borde de la zona de conflicto, en el vértice de las relaciones complejas y a veces hasta neuróticas, entre un autor y un lector. Ya que no me imagino realizando un recorrido exhaustivo de la recepción crítica de su obra, día a día enriquecida con nuevas lecturas y nuevos lectores, desearía detenerme en algunas de las miradas contemporáneas de sus primeras ediciones con el criterio de proponer una reflexión sobre un entramado que desde el comienzo ancló lejos de una uniformidad tranquilizadora. Hasta 1987 estuvieron más o menos disponibles dos colecciones de crítica sobre Pablo Palacio: la primera selección, «Pablo Palacio y la crítica ecuatoriana», ordenada cronológicamente, fue incluida en la edición de las Obras completas de 1964 y se reprodujo en 1976, con el título Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio; la segunda, publicada por Casa de las Américas en su serie Valoración Múltiple, en 1987, con el título Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, más amplia, se abrió a la

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crítica latinoamericana, aunque es de lamentar que reprodujera algunos malentendidos y errores más tarde superados finalmente en la edición de Archivos. En esta oportunidad quisiera organizar la lectura en torno a dos series de artículos aparecidos en el arco que se extiende entre 1927 y 1933 –fechas significativas por lo demás en la recepción de las vanguardias en general. El primer momento lo constituyen tres breves textos publicados en ese punto en el que parece completarse el círculo de escritura-lecturaescritura, son testimonio de un temprano encuentro entre crítico y escritor y aparecieron en dos revistas de la vanguardia hispanoamericana; el de Gonzalo Escudero, «Pablo Palacio y su primer libro», en Llamarada de Quito;7 una presentación de Palacio y de su cuento «Las mujeres miran las estrellas» y una reseña de Un hombre muerto a puntapiés, en la cubana revista de avance.8 El gesto no sólo habla del interés por un joven escritor en el momento en que la juventud es un mérito en sí misma, dice también de la fluidez de las redes que se tramaban entre áreas culturales tan alejadas como Quito y La Habana, y que son por lo demás bastante representativas de la complejidad del vanguardismo en América Latina. Un sistema de reconocimiento y polémica constituiría una segunda serie que se integra en mi lectura, con un ensayo clásico de Benjamín Carrión publicado en 1930, y con una intervención del intelectual ecuatoriano Joaquín Gallegos Lara, seguida de una reflexión del mismo Palacio. El aura palaciana en 1927 Las lecturas de Escudero y de Martí Casanovas, que dicen de Palacio, dicen también mucho de quienes se proponen como sus contemporáneos, una contemporaneidad que se sustenta más que en la cercanía dada por la edad o por la vida compartida en los espacios urbanos de una modernidad conflictiva, en esa sensación indefinible de estar viviendo el mismo tiempo humano y que parece arrastrar la certidumbre de que crítico y autor habitan la zona elusiva de lo nuevo, de la novedad que en esos años se expresa de manera privilegiada en las revistas de la vanguardia: la «nueva sensibilidad», como la llamó Oliverio Girondo, o el «espíritu moderno» como la nombraron en Brasil. Pese a su carácter fugitivo, el concepto de contemporaneidad, tan volátil como el de novedad por otra parte, pareció

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constituirse en la amalgama –ser contemporáneos– que vinculó las experiencias más diversas de escritura y lectura en un ciclo apasionante de la cultura continental que todavía hoy nos convoca. La reflexión de Gonzalo Escudero se caracteriza por un tono informal y desenfadado tan lejano de las formas ortodoxas de la crítica, que en sí mismo se propone como quiebre y ruptura respecto de las prácticas en uso. Con la apelación a una retórica de impronta futurista construye una imagen del autor, cercana y al mismo tiempo ajena; crea una distancia con la representación de la figura humana semejante a la que por la misma época ensayan los retratos de la pintura cubista. Al revés de los antiguos pintores que, al decir de Apollinaire, adoran la representación de las plantas, las piedras o los hombres, el retrato que Escudero hace de Palacio recurre a la acumulación de figuras geométricas; destaca lo longitudinal, la bidimensionalidad, recupera la imagen característica de la proa, de lo que hiende, ve en las líneas del rostro «siete arrugas parecidas a siete líneas telegráficas perfectamente paralelas». Un excepcional retrato vanguardista que insinúa además, con la apelación a lo oscuro y lo prohibido la imagen del ángel demoníaco. Y era él. Él mismo. Un sujeto que no podía llamarse sino Pablo Palacio. Un hombre bidimensional, hombre sin volumen ni profundidad. Un hombre vertebrado como pocos, que posee dos ojos de habitante acuático, una nariz de halcón, una epidermis de excelente pergamino para encuadernar toda una biblioteca prohibida, una quijada protuberante a manera de proa de su sonrisa de azufre –amarilla pálida– que tiende desde la nariz hasta las comisuras de la boca, siete arrugas parecidas a siete líneas telegráficas perfectamente paralelas.

Basado en estos recursos reconstruye además una historia intelectual de Palacio quien, desde el aprendizaje de una artesanía llega a la adquisición del oficio de escritor en un movimiento que Escudero organiza como un rito de pasaje, cumplido cuando inicia el éxodo del pueblo natal a la ciudad, convertido así en «vagabundo y nómada» (que es decir, en hombre libre), encuentra en la ciudad «un tesoro inagotable en los demás hombres, en los transeúntes, en todos». En el imaginario que Escudero construye, la fuente de la sorpresa, del absurdo y de las historias extraordinarias de Palacio es la ciudad, la misma de Humberto Salvador y sus novelas casi cinematográficas, la ciudad concebida como espacio del deseo.

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Su percepción de la modernidad de Palacio, en seguimiento quizás de las formulaciones de Vicente Huidobro, se sustenta en la convicción entusiasta de que la capacidad transformadora de lo nuevo llegará a constituirse en hecho poético. Recupera «el descubrimiento sacrílego de Isidoro Ducasse, el conde de Lautréamont» cuando dice que Palacio «prosigue un álgebra revolucionaria en el arte burgués de hacer cuentos: el álgebra ilógica y tremenda de construir valores ecuacionales entre ‘un paraguas y una máquina de coser, encontrados en una mesa de disección’». Leídas estas afirmaciones en el marco de la polémica entablada poco después entre formalismo y socialismo, que terminó creando un abismo entre la vanguardia artística y la vanguardia política, la crítica de Escudero se afirma en una idea audaz, aunque no la formule de manera expresa: no acepta que lo nuevo sea una impostación extranjerizante y apátrida. En los cuentos de Un hombre muerto a puntapiés lee la amargura, la acritud, el hielo; se exalta con imágenes fuertes: «columpio batiente para los ahorcados. Coz y latigazo a la vez. Jazz-band de muerte. He ahí el nuevo libro, nacido en Quito y bautizado en un Jordán de brujería por la mano sabia y sarmentosa de un Bautista: el análisis». En el mejor estilo de la retórica futurista, propone una imagen impactante del espacio que ha hecho posible la escritura palaciana, Quito: «la ciudad fumaba su humo escéptico desde los cigarros verticales de sus chimeneas». La originalidad que reconoce en los relatos de Palacio al tiempo que percibe la fuerza de su voluntad creacionista, se condensa en la imagen del arca de Noé: «Pablo Palacio piensa seguramente en un diluvio universal y como un nuevo Noé, está reservando sus parejas zoológicas [...] para poblar el arca de su espíritu». Su admiración personal y pasional se entiende en otra instancia como realización del programa de escritura que el mismo Escudero había formulado un año antes, como manifiesto en la revista Hélice.9 El texto de ese documento sin título, que funciona como editorial de la revista quiteña, participa de algunas de las características que hicieron del manifiesto un género cuyas múltiples expresiones recorrieron la cultura latinoamericana de esos años. Las imágenes de neto corte futurista realizan la aspiración de movimiento y de expansión que el texto propone, implícitas además, en el nombre de la publicación. La forma helicoidal, su funcionalidad en el orden de la dinámica, del brillo del metal, de lo mordiente de la piedra y la bala la convierten en: «Meteoro de luz que estalla en la luz, guijarro de viento que muerde el aire, disparo de sol que acribilla al sol». Contra

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la imitación y por la autonomía del arte refuta las formas gregarias y mediocres que identifica con las mayorías que cubren en su imaginario un amplio espectro que va desde los burgueses a los mozos de hotel. La estética de Hélice se propone como elitista y excluyente, pero también como luminosa, cosmopolita y con capacidad para dominar la naturaleza: «Sólo el artista crea, multiplica y destruye». Renuncia al servilismo de la tierra autóctona y propone la posibilidad de una creación criolla con capacidad de asimilación de lo universal. Con la convocatoria al diluvio que ahogue al viejo arte, Escudero aspira a consolidar un nuevo pacto que, «en un arca de Noé diáfana, de arquitectura estilizada y de volumen impecable», flotaría sobre todos los océanos. Aspiración de universalidad, utopía de la invención, apuesta al futuro: «proclamamos la destrucción de la naturaleza, para crearla de nuevo. Entonces haremos la luz». Bajo consignas inspiradas por la poética de Huidobro, propone la divinidad creacionista del arte y el nuevo acuerdo de la modernidad: «Nunca la naturaleza en nosotros, sino nosotros en la naturaleza. Nómades torturados de la belleza, tenemos sed». Con estos antecedentes, su lectura de los primeros cuentos de Pablo Palacio es congruente con la idea de que esa sintaxis narrativa realiza, en 1927, las aspiraciones que el manifiesto de 1926 declara como una pura utopía. Lo cual no quiere decir que Palacio se haya propuesto cumplir con esos postulados; el gesto más bien parece ratificar que en el campo cultural existían quienes no sólo no estaban al margen de una voluntad de ruptura frente a modelos que percibían como «lo gastado», en términos de Adorno, sino que se acompasaban con los vanguardistas de México, Lima, Buenos Aires y La Habana. Mientras que el texto de Escudero se escribe en la tensión de los debates que atraviesan la cultura y la sociedad ecuatorianas, la breve presentación que precede la publicación de «Las mujeres miran las estrellas», en la revista de avance, además de profetizar que la obra de Palacio dejará «una huella indeleble en las letras hispánicas», alude a «la poderosa y violenta revelación» de su escritura y al humorismo, que llama «de honda veta trágica». Una percepción que llegaría a constituirse después, y con diversas variantes, casi en una marca de identidad de la escritura palaciana. Quince días más tarde, la misma revista habanera reseña Un hombre muerto a puntapiés. Una breve lectura cruzada por una admiración sin condiciones capaz de advertir, sin embargo, que la capacidad del autor «de desdoblarse» hace

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que esas narraciones, sin serlo, compartan algunos rasgos propios de las autobiografías: […] lo parecen porque Palacio, diversifica hasta lo infinito, con plenitud de visión y de intención, su vida espiritual, y vive apasionadamente la vida y la tragedia íntima de cada uno de sus personajes. Hay en sus narraciones, un dualismo vivo, dinámico, trepidante; dualismo que nunca sabrá explicar ni penetrar la novela de tipo realista, que describe los efectos aparatosos y finales de las reacciones y la tragedia humanas, pero no como estos cuentos de Palacio, la tragedia en sí, la lucha interna, las batallas del ‘yo’.

Su percepción de algunos de los mecanismos más inquietantes de esos primeros relatos articula una lectura que, perdida, no podrá entrar en debate con una serie de proyecciones sobre lo autobiográfico entendido como un puro reflejo de acontecimientos, por lo demás difícilmente comprobables, y que darán lugar a persistentes equívocos difíciles de desentrañar en posteriores lecturas. Estos primeros ensayos de interpretación, frágiles lecturas que casi de inmediato quedaron en la oscuridad de las bibliotecas, se articulan entonces, en torno a dos rasgos de la obra palaciana que la crítica asumirá luego, con diversas modulaciones, como determinantes y casi únicos: el humorismo y el autobiografismo. Inauguran, por lo que yo sé, una red de sutiles intuiciones que mucho tiempo después, y a través de múltiples entrecruzamientos, confluirá en la sociedad de los lectores de Pablo Palacio. El giro crítico de 1930 A tres años de estas entradas brillantes, con el influyente primer ensayo de Benjamín Carrión,10 la mesura y la erudición se proyectan sobre los textos de Palacio que hasta el momento siguen siendo Un hombre muerto a puntapiés y Débora.11 En el marco de una diagnosis pesimista, que lamenta la ausencia de figuras ecuatorianas de relieve en el gran momento del modernismo hispanoamericano, su reflexión no puede dejar de leerse como una firme apuesta a la modernidad que percibe en la literatura de Palacio. Años más tarde recordará con emoción sus primeras lecturas cuando, «estando ausente, esperaba el eco de mi pueblo lejano, desde el propio

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corazón de Occidente».12 En ese movimiento, al tiempo que se debate contra la penosa práctica que termina glorificando lo que denomina «poetas domésticos», no deja de marcar la cercanía con el coterráneo a quien guió en sus primeras lecturas y cuyos tempranos méritos literarios reconoció en la lejana Loja, como tampoco evita la narración de las penosas circunstancias en que transcurrió su infancia. Es en este punto cuando Carrión introduce una dimensión de lo biográfico que, repetida puntualmente por casi toda la crítica posterior, se constituyó, contra toda lógica y contra toda experiencia, en un componente mágico que más tarde se conformará como mito de origen del artista en el que las setenta y siete cicatrices sufridas en un accidente hicieron el prodigio de unir la inteligencia con lo monstruoso, una fábula que proporcionó a muchos de sus críticos una coartada imbatible durante mucho tiempo. Aunque esa y otras circunstancias biográficas hayan podido autorizar más tarde lecturas lastradas por la arbitrariedad interpretativa propia del método, el texto de Carrión se abre a otras alturas cuando despliega una teoría del humor y una clasificación de la práctica del humorismo que le permite relacionar la literatura de Palacio con la de Ramón Gómez de la Serna y con la de Massimo Bontempelli, glorias de la cultura de vanguardia, y en la que no falta la mención al entrerriano Vizconde de Lascano Tegui. Cuando define a la greguería como un tipo de humor puro surgido «como un chispazo eléctrico del encuentro con la realidad», que da como resultado un tipo de imagen que propone una solución inesperada y original, acude, como es evidente, a metáforas muy propias de la época. Los humoristas en la línea de Gómez de la Serna «poseen –según Carrión– una especie de mediumnidad, de don de milagrería más pronunciado que el que siempre se ha atribuido a los poetas: ven, oyen más allá de la realidad».13 Una percepción que le sirve además para caracterizar –de nuevo a partir de una greguería– la mirada de Palacio como cruzada, casi un quiasmo: «un hombre con el ojo derecho en el sitio del izquierdo y el izquierdo en el sitio del derecho; tiene toda la realidad atravesada en forma de X […]. Pablo Palacio tiene también esos dones de atraviesamiento». Un don a través del cual se manifestaría no sólo una resistencia a la emoción y a la moral (interpretación que se ampara además en una lectura biográfica), sino también «la mejor representación del humorismo verdadero, del humorismo puro».14

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Su lectura conforma una sensible articulación estética que, iluminada de antemano por las elaboraciones de Ortega y Gasset sobre la deshumanización del arte, lo lleva, por una parte, a definir el humor de Palacio como trascendente y su poética como deshumanizada y, por otra, lo conduce a reflexionar sobre un núcleo estético que denomina, «el descrédito de la realidad». Aunque reconoce la audacia de su gesto, que relaciona además con el arte fetiche de las vanguardias, el cine, teme que la prédica de esta teoría del descrédito de la realidad, en Débora por ejemplo, llegue a anular «sus dones de humorista puro», más cercano a Buster Keaton que a Chaplin. Es como si la sensibilidad ante la cultura moderna propia de Benjamín Carrión fuera capaz, en el mismo movimiento crítico, de admirar el gesto palaciano y de vacilar ante su fundamental radicalidad. Por el lado de la admiración percibe la fuerza de su rechazo a lo aparencial (la «gazmoñería de las convenciones y los usos sociales»), la lógica que rige la arbitrariedad en la construcción de personajes a través de los cuales «[n]os da una sensación de anormalidad normal», la ampliación a las realidades pequeñas: el «igualamiento de todas las realidades en literatura». Si por ese lado encuentra antecedentes prestigiosos en los grandes clásicos de la literatura y el arte (Cervantes, Goya), por el otro, el vértigo implícito en esa poética lo conduce a temer lo que denomina «excesos lamentables» y a proponer modelos «discretos y amables», que hoy parecen absolutamente alejados de la estética de Palacio, más interesado en el descrédito del mito de que la realidad puede ser representada que en el simple descrédito de la realidad. Sus fundadas intuiciones condensadas en 1930 en torno a esa inquietante figura del «descrédito de la realidad», parecen quedar en un vacío o, por lo menos, en una zona de silencio crítico, hasta que una lectura de excepcional dureza firmada por Joaquín Gallegos Lara parece reanudar un diálogo imposible.15 En ocasión de la aparición de Vida del ahorcado, explota las aristas de un debate que, pese a ir más allá de la literatura de Palacio, no le ahorra injurias personales que, en un deslizamiento enojoso, convierte en lacras sociales. La ironía contra la inteligencia de Palacio se inscribe en la diatriba contra la intelligentzia en general, el término de origen ruso con el que contemporáneamente se rodeaba una definición de la intelectualidad antes de que se cayera en diversas variantes del antiintelectualismo: Pablo Palacio, para no pasar por tosco o escaso de refinamiento, alude y elude a la realidad, frena la imaginación, ahorca su lirismo, como observa el crítico

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aprista Luis Alberto Sánchez, y nos da éstos sus inteligentes libros subjetivos, el último de los cuales publicado, la Vida del ahorcado, me ha llegado hace poco.

Tras admitir el predominio de una fuerte corriente de pensamiento que considera superado el realismo en literatura, desbroza el campo en lo que se refiere al realismo naturalista («rudimentario y superficial hasta cierto punto»), pero niega con fervor que esa supuesta superación afecte a lo que denomina «realismo integral», un realismo nuevo y actual al que define no en los términos de una escuela literaria, «sino [como una] manera de interpretar la vida, realismo social, que se plantea en todos los sectores de la cultura, entre ellos el literario, por medio de la teoría marxista-leninista». Desde ese espacio determina que otras formas, introspección o ironía, por ejemplo, pueden llegar a integrarse al realismo social, siempre y cuando no se pretenda otorgarles categoría de universalidad, mientras se las circunscriba «dentro de la mentalidad de la clase en que aparecen: Proust y Joyce, ídolos del vanguardismo englobador y enmascarador, ocupan así su sitio como representantes de la literatura individualista de la decadencia del pensamiento burgués». Frontalmente, la argumentación de Gallegos Lara convierte una polémica estética en un espacio de la lucha de clases entre el proletariado (sostén del realismo social) y la burguesía decadente. Se achica el margen para la polémica y se desecha a Palacio y a su estética acusados de ostentar una inteligencia fría y egoísta que niega las emociones, que lleva a la confusión en política y que finalmente fracasa en el proyecto que se esperaba de él después de 1927.16 Pablo Palacio no deja pasar el comentario de Gallegos Lara que además tenía mucho de insultante y, en una carta a Carlos Manuel Espinosa propone una reflexión que todavía hoy merece ser considerada por la serenidad con que aporta a una polémica que todavía no está terminada.17 Mientras acepta la existencia de dos tipos de expresión literaria que denomina, respectivamente, «de lucha» y «expositiva» y admite que las observaciones de Gallegos Lara se adecuan al primer tipo (quizás, en otros términos sería lo que se llamaba entonces «literatura de partido»), niega su validez para el segundo caso: Si la literatura es un fenómeno real, reflejo fiel de las condiciones materiales de la vida, de las condiciones económicas de un momento histórico, es preciso

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que en la obra literaria se refleje fielmente lo que es y no el concepto romántico o aspirativo del autor. De este punto de vista, vivimos en momentos de crisis, en momento decadentista, que debe ser expuesto a secas, sin comentario.

Asume para sí «el descrédito de las realidades presentes, descrédito que Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias repelente, porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra verdad actual». Un texto breve, en la zona de lo íntimo, que realiza el tipo de reflexión característica de las vanguardias: la confluencia del autocuestionamiento estético y la crítica de la sociedad. Cuando en su búsqueda de sentidos, virtuales sociedades de lectores articulan tramas por las que circulan con mayor o menor fortuna diversas interpretaciones, se crea un tejido indestructible de modo que, aunque los lectores puedan individualmente extinguirse, la sociedad de los lectores, o mejor, la comunidad de los lectores es infinita porque cada movimiento reflexivo crea a su vez nuevos interpretantes entre quienes la actividad de lectura y relectura es equivalente a la de escribir y reescribir, porque los textos viven no sólo por quienes los escriben sino también por quienes los leen. Notas Pablo Palacio, Obras Completas, Wilfrido H. Corral, coordinador, Madrid, Colección Archivos vol. 41, allca xx, 2000. 2 Sylvia Molloy, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 1996, p.19. 3 Para un desarrollo de estos conceptos, cfr., «Escritos con el cuerpo. Textos testimoniales de Martí», en Celina Manzoni, José Martí. El presidio político en Cuba. Último diario y otros textos, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1995. 4 Roberto Bolaño, Amuleto, Barcelona, Anagrama, 1999. 5 Para un desarrollo de esta hipótesis, cfr., «Ficción de futuro y lucha por el canon en la narrativa de Roberto Bolaño», en Jornadas Homenaje Roberto Bolaño (1953-2003). Simposio Internacional, Barcelona, Casa América a Catalunya, 2005, pp. 25-47. 6 Ricardo Piglia, El último lector, Barcelona, Anagrama, 2005. 7 Gonzalo Escudero, «Pablo Palacio y su primer libro», Llamarada, No. 3, Quito, 28 de enero de 1927. En Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, La Habana, Casa de las Américas, Serie Valoración Múltiple, 1987, pp. 449-452. 8 Mientras que la breve presentación no lleva firma, la reseña es firmada por M. C., iniciales que atribuyo a Martí Casanovas. Publicadas respectivamente en 1927. revista de avance, 1

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año I, No. 3, La Habana, 15 de abril de 1927 y en 1927. revista de avance, Año I, No. 4, La Habana, 30 de abril de 1927, fueron reproducidas por primera vez en Celina Manzoni, El mordisco imaginario. Crítica de la crítica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1994. La misma revista cubana acogió pocos meses después lo que se puede considerar una primera versión de «Novela guillotinada» (revista de avance, Año I, No. 11, La Habana, 15 de septiembre de 1927). Versiones posteriores fueron publicadas en Savia, No. 36, Guayaquil, 10 de diciembre de 1927 y en El Espectador (Guayaquil), 18 de noviembre de 1930. Humberto E. Robles reproduce el texto de Savia en La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción y trayectoria. 1918-1934 [1989], Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2006, 2a. ed. 9 Publicado en Hélice, No.1, Quito, abril de 1926. Reproducido en H. E. Robles, La noción..., pp. 105-106. 10 Benjamín Carrión, «Pablo Palacio», en Mapa de América, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930. En, Pablo Palacio, Obras completas, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, pp. 5-20. Con el título «La literatura más atrevida que se ha hecho en Ecuador» encabeza la Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, pp. 29-45. 11 Todavía no ha comenzado a publicar los anticipos que en 1932 confluirán en Vida del ahorcado, Quito, Talleres Gráficos Nacionales, 1932. 12 Benjamín Carrión, «Pablo Palacio», en El nuevo relato ecuatoriano, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1951. Reproducido en Pablo Palacio, Obras completas, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, p. 24. 13 B. Carrión, «Pablo Palacio» [1930], en Pablo Palacio, Obras completas, p.13. 14 En ambas citas el énfasis se encuentra en el original. 15 Joaquín Gallegos Lara, «Hechos, ideas y palabras: La vida del ahorcado», en El Telégrafo (Guayaquil), 11 de diciembre de 1933. En Pablo Palacio, Obras Completas, pp. 59-61. 16 La reproducción de este texto en Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, tuvo como título «Izquierdismo confusionista». 17 Carta del 5 de enero de 1933 recogida en «Epistolario parvo de Pablo Palacio», Letras del Ecuador, No. 24-25, Quito, junio-julio de 1947. Reproducida en Pablo Palacio, Obras completas, pp. 77-78.

Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia Teodosio Fernández Universidad Autónoma de Madrid

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al vez, inevitablemente, la relación de Jorge Icaza con la vanguardia exige la consideración detenida del teatro con el que se inició como escritor, aunque nada preciso pueda decirse de El intruso, La comedia sin nombre y Por el viejo, las piezas en tres actos estrenadas por la Compañía Dramática Nacional que nunca editó y que probablemente aún se acomodaban a los gustos vigentes y resultaban próximas a la llamada «alta comedia»,1 incluso en lo que ese género podía ofrecer de crítica de la hipocresía, la corrupción y las perversiones ocultas tras la moral burguesa. Eso no colmaba las aspiraciones del autor, pronto decidido a ofrecer otras obras orientadas hacia la renovación de la escena ecuatoriana. La primera que dio a conocer parece haber sido ¿Cuál es?, un «retazo de drama»2 que la Compañía Nacional «Variedades» estrenó en Quito, el 23 de mayo de 1931. Icaza volvía sobre esos conflictos familiares que por entonces estimaba propios de la burguesía y que ahora concretaba en una madre sometida y sumisa, un padre depravado y violento, y dos hijos que manifiestan y ocultan de formas diversas el odio que sienten hacia su progenitor, odio que aflora primero en sus pesadillas y finalmente en la muerte a cuchillo que alguno de ellos o ambos le dan a impulsos de su alma o de su «subconsciencia».3 Así, pues, el escenario era el espacio donde se desarrollaban las tensiones «externas» propias del teatro realista, pero en él también discurría esa vida secreta que parece aflorar en los sueños y que Icaza intentaba mostrar a los espectadores mediante «mutaciones» escénicas capaces de configurar ámbitos oníricos, como «un bosque que parece borracho por sus árboles y matorrales oblicuos»,4 o como «casas y tejados [que] pretenden acostarse sobre una mesa de comedor que hay en el centro de la pequeña escena», ámbitos acordes con actuaciones y diálogos también de pesadilla. ¿Cuál es? se publicó en 1931 junto a Como ellos quieren..., pieza que ya no llegaría a estrenarse. Probablemente era difícil encontrar un público dispuesto a verse reflejado otra vez en una obra que volvía sobre las miserias

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de la clase acomodada o aristocrática, cargada de prejuicios hacia la condición de los plebeyos incluso cuando éstos ya estaban arraigados en ella por profundos lazos familiares. Por otra parte, frente a ¿Cuál es?, Como ellos quieren... acentuaba la condición de farsa que se esperaba de la representación, sobre todo en aquellas escenas –manifestaciones de teatro dentro del teatro– en que intervenían personajes de marcado carácter abstracto y simbólico, como «El Deseo» o las sombras de «El Tío» o «El Padre». En todo momento podía advertirse que Icaza no tenía interés en la construcción de psicologías individuales y verosímiles, y que centraba sus esfuerzos en la personificación de abstracciones que le permitieran exponer desde el escenario sus opiniones sobre las consecuencias nefastas de la represión del deseo, positivo mientras puede desarrollarse con naturalidad, agresivo cuando ha tenido que desviarse de su desarrollo natural. Los comentarios reunidos en la sección «A telón corrido», que prologó la edición de Como ellos quieren... y ¿Cuál es?, ofrecen no pocos aspectos merecedores de atención a la hora de valorar la significación de esas obras en el contexto literario del momento. Icaza se presentaba como «un cultivador de la teoría freudiana» para Raúl Andrade, cuyas opiniones dejaban constancia de que la «modalidad psicoanalítica» estaba en boga y de que se discutía la conveniencia de llevarla a la escena en esos años en los que ya sólo la «tardía erudición provinciana» de los críticos ecuatorianos podía sorprenderse.5 Por supuesto, Andrade aplaudía el atrevimiento de Icaza, que contaba con otras adhesiones: entre ellas, la de Pablo Palacio, quien también detectó en la comedia «moderna» Como ellos quieren... «la sombra difuminada de la libido freudiana», a la vez que insistía en la condición renovadora de la pieza, cuyos procedimientos pertenecerían «a la nueva técnica teatral».6 Aunque en ¿Cuál es? también pueden encontrarse referencias al complejo de Edipo –«estás como cuando eras niño y te asustabas al ver que tu padre me daba un beso»,7 recuerda La Madre a El Hijo nº 1–, los comentarios sobre estos aspectos entonces perturbadores se centraron en Como ellos quieren..., probablemente porque esa pieza resultaba, desde una perspectiva moral, notablemente más agresiva: como aseguraba «La Muchacha», al deseo «se le ve en todas partes. Moviendo todos los sentimientos; sublimando todas las creencias; destrozando todos los prejuicios y desequilibrando todos los cerebros. Es el alma de la tramoya humana».8 Esa convicción le permitiría concluir que resultaba absurdo «hacer de una necesidad un pecado»,9 tal como las convenciones sociales exigían.

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Los comentarios mencionados prueban que en estas piezas se veían muestras inequívocas de una vanguardia artística en la que aún se podían distinguir otros perfiles. «Pertenece al género vanguardista», precisaría –no sin notables reticencias– Joaquín Ruales L. refiriéndose a Como ellos quieren..., antes de apuntar que «sus trucos casi cinematográficos nos dan una idea del teatro revolucionario alemán»,10 con lo que detectaba una relación que debe tenerse muy en cuenta si –como cabe suponer– se refería al teatro expresionista. Por su parte, Pablo Palacio señalaría que en esa obra, «como en las comedias de Azorín, los personajes han aprendido a tutearse con sus propios pensamientos, desdoblando el antiguo monólogo en diálogos atormentados»,11 con lo que establecía otra posible filiación de índole expresionista y antirrealista a la vez que señalaba la novedad de las soluciones propuestas. «Apuesto a que usted prefiere el zumbido de los motores, al zumbido de los corrillos de portal»,12 apostillaba Raúl Andrade para situar a Icaza y su obra en la militancia contra la cultura aferrada al pasado que en el Ecuador podían representar Gonzalo Zaldumbide y los lectores de José María Vargas Vila; en suma, contra el retardo en que vivía la cultura ecuatoriana y en favor de una literatura agresivamente modernizadora, encomiada por su originalidad, su riqueza y su valentía, incluso por su capacidad para sorprender y aun aterrorizar en el mediocre ambiente cultural ecuatoriano: «¡Aleluya para todas las obras en las cuales aparece la madrugada de una nueva cultura!»,13 clamaría Humberto Salvador, entusiasmado con el diálogo sintético y la técnica innovadora de Como ellos quieren..., pero sobre todo con el advenimiento de la nueva moral que esa obra propondría, alta moral moderna entonces sólo comprendida por espíritus selectos. Así pues, con precedentes escasos,14 Icaza y el teatro ecuatoriano se incorporaban a una renovación que, desde luego, podría percibirse mejor en países de tradición teatral más intensa que la del Ecuador, como México o Argentina. En ellos puede comprobarse que, si al iniciarse los años veinte había en Hispanoamérica algún teatro de ambiciones literarias, ese teatro era casi siempre un resultado de planteamientos escénicos naturalistas, planteamientos que lentamente entraron en crisis cuando una nueva sensibilidad empezó a impregnar los textos dramáticos. Indicios del cambio se advierten en Buenos Aires desde 1920, con el estreno de La mala sed, del argentino Samuel Eichelbaum, y La serpiente, del chileno Armando Moock, piezas a las que se sumaría un buen número de obras renovadoras en los años siguientes. Lo mismo ocurrió en México, al menos desde que Víctor Manuel Díez

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Barroso, miembro del Grupo de los Siete Autores Dramáticos constituido en 1925, iniciara ya en esa misma fecha las innovaciones con Véncete a ti mismo. Precisamente los primeros indicios del cambio obedecieron a la pretensión de ir más allá de la realidad aparente que había ocupado al teatro anterior, lo que se concretó en la dimensión subjetiva adoptada por los temas abordados al desviar el tratamiento psicológico hacia los dominios del inconsciente o de lo irracional. En Buenos Aires y también en México abundaron esos tanteos que se acercaban a dimensiones oscuras, planteando casos inexplicables para el determinismo naturalista, relativos a personalidades neuróticas, sexualidades patológicas o instintos destructivos. Al desplazar el interés hacia los conflictos anímicos se superaban los condicionamientos del medio o de la herencia, y así se abría el camino para el tratamiento de temas que pronto sufrirían el impacto del psicoanálisis, conocido con frecuencia a través de su utilización en obras de autores europeos y norteamericanos. La búsqueda de la verdad oculta tras las apariencias, con su aparato de complejos, traumas infantiles, actos fallidos, sueños y desviaciones sexuales, atrajo a muchos, y a menudo dio lugar a la casuística en alguna medida freudiana que puede advertirse en El nuevo paraíso (1930), del mexicano Celestino Gorostiza, y que es evidente en Cuando tengas un hijo (1929) y otras piezas de Eichelbaum. Si la influencia del psicoanálisis contribuía a la interiorización de los conflictos, a ello colaboró también el interés del surrealismo por el automatismo psíquico, con su teoría de lo inconsciente como verdad absoluta y su valoración de los sueños. Y no hay que desdeñar las aportaciones expresionistas al enriquecimiento del lenguaje escénico por medio de elementos visuales capaces de lograr la dramatización de la conciencia. Todo ello permitió que en los escenarios irrumpiesen climas irreales, aptos para dar forma visible a las pesadillas, los desdoblamientos de la personalidad, los deseos oscuros. Las «mutaciones» escénicas de ¿Cuál es? y Como ellos quieren... constituyen pruebas suficientes de que Icaza estaba al tanto de aquellas novedades. Por supuesto, el teatro hispanoamericano de vanguardia ofreció una riqueza de matices que esas piezas de Icaza no tienen obligación de resumir. Pero a propósito de ellas conviene recordar también que la presentación de ámbitos inciertos entre la realidad y el ensueño había exigido encontrar formas escénicas con las que manifestarse –consecuencia de la crisis del naturalismo–, y una de ellas fue la farsa, que en sí misma ya ponía de relieve la autonomía del hecho teatral, ajeno al verismo de la representación realista. Ese fue el sentido de la recuperación de la commedia dell’arte,

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capaz de crear sobre el escenario un universo con leyes propias, ajenas a las del mundo exterior, y sin embargo útiles para referirse a él. Los ejemplos de esta orientación fueron de calidad y factura variadas, y tal vez merecen recordarse la «comedia de fantoches» Mundial Pantomim (1919) y Un loco escribió este drama o La odisea de Melitón Lamprocles (1923), de Moock, o las «farsas pirotécnicas» Cimbelina en 1900 y pico y Polixena y la cocinerita (1931), de Alfonsina Storni. Los abstracciones a las que Icaza daba vida sobre el escenario guardan una estrecha relación con esos planteamientos: Humberto Salvador supo detectar en Como ellos quieren... «un problema de profunda trascendencia: la lucha entre el imperativo del deseo –estéticamente simbolizado por un personaje suprarreal–, y el fatídico muñeco creado por la mentalidad conservadora»,15 muñeco cuya imagen configuran los distintos miembros de esa familia burguesa que resume distintos aspectos de una civilización «pretérita» y de una mentalidad gris. En Sin sentido, pieza editada en 1932 y que tampoco llegó a estrenarse, Icaza insistiría por momentos en escenificar los pensamientos de sus personajes, pero dejaba aún más patente que no le interesaba la verosimilitud ni buscaba un teatro realista o psicológico. Además, por esta vez parecía no tener claro –o lo pretendía ambiguo– el mensaje que habían de portar los símbolos que debían actuar como personajes, representativos básicamente de dos categorías: la de los viejos, a los que desde el lujoso despacho de su castillo dirige don Claudio y que controlan el poder, y la de los jóvenes, que ese mismo don Claudio ha reclutado entre los locos «verdaderos» de un manicomio –los de «la cueva donde se hunden los últimos restos de la locura y de la vida. Piltrafas humanas; restos con tara de generaciones anormales; trozos de carne; existencias que viven su muerte»–16 con el fin de moldear su carácter, hasta hacerlos dignos herederos de su autoridad y de su grandeza, como antes moldeaba las siluetas de los muñecos de cartón que solía recortar. El desarrollo de la obra supone la puesta en escena de esos proyectos y también del fracaso que de algún modo el propio don Claudio anticipa: «He soñado, y esto que les digo es un sueño, crear seres ciegos a las pasiones, potentes en su indiferencia, que desconozcan el pasado y el futuro y, sobre todo, que no sepan amar. Ese amor vulgar que les vuelve tímidos, enfermizos, volubles. Ese amor indómito que se levanta ante mi autoridad, tenaz, rebelde, efervescente».17 En efecto, sus creaciones –«el cerebro más potente, el corazón más sensible, la astucia más fina, el músculo más fuerte»–18 no pueden dejar de entregarse al amor o al deseo,

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arrostrando la expulsión de la casa, algo así como una pérdida del paraíso que los obliga a enfrentarse con la dureza de la vida y sobre todo con el hambre, que determina el robo, la violencia e incluso la rebelión. Carlos, «el cerebro más potente», resume una actitud que en buena medida comparten los jóvenes: «Cuando veo esta estupidez de reglas, prejuicios y convencionalismos que van contra nuestra propia existencia, contra nuestra propia organización biológica, que están hechos para hacernos creer que somos seres perfectos sin tomar en cuenta el dolor que esas prohibiciones siembran en nuestras almas, me rebelo, siento furia, despecho».19 Los jóvenes se alejan así definitivamente del buen camino que se les exigía seguir para que pudieran volver al seno paterno, y su derrota final puede identificarse con el triunfo de la represión, represión de los instintos concentrada en la convicción de que el amor «sexual» es la más grande de las maldiciones, en perjuicio de algo tan fundamental como el propio instinto de conservación de la especie; tan fundamental y tan verdadero, como Carlos señala: «[...] Una mujer no es más que eso: la madre, el ser que dispara la flecha, la hembra que busca el macho para juntos saciar una energía fatal que devora y destruye por el estómago y construye la eternidad por el sexo. Todo lo demás es mentira..., farsa..., cuento!».20 La rebelión resulta aplastada, pero la obra trasmite la impresión de que con ello llega también la derrota del viejo, incapaz de controlar los impulsos de la vida que los jóvenes han pretendido hacer aflorar. El «sin sentido» que da título a la pieza se refiere sobre todo a esos proyectos fracasados, aunque el espectáculo parezca imaginado por un espectador neutral que observa el conflicto entre la civilización represiva y los instintos que luchan por su liberación sin tomar partido claramente por ninguno de los dos bandos. Desde luego, Sin sentido, drama simbólico, no agota en este conflicto la riqueza de sus matices: de algún modo convierte a don Claudio en un padre, en un nuevo Pigmalión e incluso en una divinidad torturada por su fracaso al realizar una obra que pretende perfecta a la vez que la destruye, dimensión metafísica o mítica21 que parece descartar la posibilidad en interpretar el conflicto planteado en términos estrictos de lucha de clases, y sin embargo no olvida las debilidades y contradicciones morales de los revolucionarios, debilidades y contradicciones que son sobre todo un producto del orgullo y de los deseos de venganza de Carlos, el ideólogo, responsable de la rebelión y también de su fracaso. No todo el mundo intelectual ecuatoriano vería en esos últimos términos «la tiranía del viejo»,22 ni aceptaría esa visión de los protagonistas

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de una revolución, en un tiempo en que se imponía una literatura atenta a los problemas sociales del país y que resultaba difícil de compaginar con la «deshumanización artística» de la vanguardia, que al iniciarse la década de los treinta seguía enriqueciendo con manifestaciones nuevas la narrativa ecuatoriana, a la que Icaza empezaría a contribuir con los seis relatos de Barro de la sierra publicados en 1933. Precisamente esos relatos constituyen una muestra notable de los conflictos que entonces agitaban el ambiente cultural ecuatoriano,23 conflictos que, como es bien sabido, comportaban el triunfo del realismo social o socialista a la vez que la vanguardia «histórica» –incluso cuando constituía una decidida expresión de inconformismo ante las carencias de la sociedad ecuatoriana– iba quedando adscrita a las manifestaciones de un arte burgués en decadencia. Barro de la sierra prueba que Icaza se resistía a abandonar las experiencias innovadoras y que quiso dar a sus cuentos una factura vanguardista, como de manera especialmente notoria permiten constatar el clima de farsa en que discurre «Mala pata», donde la suerte de Carlos Aparicio Vera se tuerce desde el día aciago en que se le ocurre declararse comunista, y también la atmósfera en buena medida onírica de «Interpretación», donde la oposición entre la realidad y las apariencias afecta profundamente a don Enrique Charqui, ese indio decidido a ocultar un origen que considera humillante. La exposición simultánea de los pensamientos del protagonista y de los reproches que su mujer le dirige en «Mala pata», y de lo que los personajes «se dicen» junto a lo que de verdad querrían decirse en «Interpretación», son apenas las consecuencias más visibles de esa búsqueda de posibilidades expresivas que su autor realizaba sin resignarse todavía a los procedimientos propios de la narración realista. Desde esta perspectiva, con la inclusión evidente del complejo de Edipo entre los factores que impulsan al niño cholo a buscar la muerte de su hermanastro indio, «Cachorros» puede verse como un esfuerzo de Icaza para mantenerse aferrado a los temas abordados en su teatro aun a costa de llevarlos hasta ámbitos ajenos a la burguesía, precisamente cuando las críticas a la literatura de carácter experimental e introspectivo encontraban uno de sus blancos preferidos en quienes se mostraran influidos por las teorías psicoanalíticas en boga. De las dificultades para mantener aquellas preferencias da buena cuenta «Sed», donde un escritor narra –la condición metaliteraria del relato no es su único aspecto vanguardista– la imposibilidad de escribir tanto «un cuento que tenga sabor a tierra serrana» como un «cuento psicoanalítico» mientras a su pesar va dando testimonio de la sed y las enfermedades

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que los abusos del hacendado y de sus cómplices –«zancudo don Panchito, zancudo Cura, zancudo Teniente político»–24 desencadenan sobre indios y chagras. Se explicaba así la irrupción decidida de las preocupaciones sociales, que se extendían a los sectores obreros representados en «Desorientación» por Juan Taco, con su rabia pero sobre todo –«si todos los de su clase cerraran los puños, entonces sería un bosque de manos amenazantes», siente en alguna ocasión–25 con su incapacidad para unirse contra la burguesía que les vende el patriotismo y tantas otras patrañas religiosas, políticas y culturales (Dios, la libertad, la civilización). También «Éxodo» deja esas preocupaciones de manifiesto al denunciar la alianza opresora que los liberales y el clero habían sellado en un pasado aún reciente, alianza que se extendería a todo el país para frustrar las esperanzas que el hijo de José Quishpe había depositado en la costa ecuatoriana, haciéndole pensar en la necesidad de buscar «una reivindicación propia y urgente».26 Las posiciones radicales del realismo social o socialista parecían haber ganado la batalla cuando en 1934 apareció Huasipungo,27 y cabría concluir que con su obra más famosa Icaza entraba plenamente en otra etapa, ajena por completo a ese pasado literario en buena medida olvidado que he revisado aquí. Pero nada impide suponer que alguna huella de la vanguardia hubo de quedar en su novela, al menos si se tiene en cuenta la primera versión, de la que Icaza había de alejarse con las sucesivas revisiones que elaboraron el texto hoy considerado como definitivo. Así se limaron en gran medida las aristas más agresivas de la denuncia que en los años treinta el autor conjugaba reiteradamente con alusiones a la inminencia de un cataclismo revolucionario, conjunción que alcanzaba su momento culminante en ese final de la novela en que una «gran sementera de brazos flacos» aún murmura su «Ñucanchic huasipungo» tras la represión violenta de la rebelión indígena, «poniendo a la burguesía los pelos de punta».28 También se atenuaron hasta casi desaparecer los rasgos inequívocamente vanguardistas de una prosa que a veces –como antes en numerosos pasajes de los relatos incluidos en Barro de la sierra– demostraba una indudable voluntad lírica,29 con resultados que podrían relacionarse con la insistencia de los poetas vanguardistas en la potenciación de la imagen como elemento esencial de la poesía, potenciación que los escritores podían intentar también en la prosa narrativa y ensayística. Las imágenes de Icaza sobresalían frecuentemente por su concreción y por su eficacia visual, y servían como antídoto contra la abundancia verbal que también muchos vanguardistas trataban de suprimir. Por otra parte, el ingenuo

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narrador inicial de Huasipungo no evitaba que el autor irrumpiera para opinar que en ocasiones los indios «se agrupaban unos a otros desvirtuando su personalidad y creando una personalidad de masa»,30 lo que muestra a un Icaza plenamente consciente del carácter colectivo de los pasajes «corales» que ofrecía su novela, pasajes que cabe atribuir no tanto a una visión negativa de la personalidad de los naturales como a la búsqueda de un efecto estético de ascendencia expresionista. A este respecto conviene recordar que no tardaría en escribir Flagelo, «estampa para ser representada» que publicó en 1936 y que no logró estrenar hasta que en 1940 la llevó a escena en Buenos Aires el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta, dentro del «Noveno Ciclo de Teatro Polémico»: también resultaba notoria la factura expresionista de los cuadros de ese «acto único» que «El Pregonero» presentaba y explicaba al público, cuadros que, como Huasipungo, mostraban la degradación y la miseria de los indios, al ritmo marcado por los chasquidos de un látigo,31 y descubrían una vez más la alianza opresora del latifundismo con los militares y el clero. Las relaciones entre el teatro de Icaza y su narrativa no parecen terminar aquí, pues en los estudios dedicados a su obra no es difícil encontrar referencias a la «teatralidad» de las escenas o de los diálogos como una característica de sus novelas.32 Más interés ofrece comprobar que los conflictos y traumas de la burguesía analizados por su obra dramática inicial fueron en buena medida los que su narrativa proyectó después sobre esos y otros sectores de la sociedad ecuatoriana. La oposición entre la personalidad (la verdadera identidad) y la máscara, o entre la realidad y las apariencias, afectó en «Interpretación» a don Enrique Charqui, ese indio que trataba de ignorar su condición, inaugurando un tema fundamental para la obra de Icaza en cuanto tal oposición se proyectó sobre la psicología del mestizo, que en «Cachorros» ya se debatía entre la atracción edípica hacia su madre india y el desprecio y el odio hacia el mundo indígena consecuentes con su fascinación ante el padre blanco, poderoso y violento. Así empezó a revelarse la compleja personalidad que Icaza había de atribuir al cholo, y por extensión, finalmente, a los habitantes de la América hispana,33 en un proceso que había de resultar estrechamente ligado al desarrollo de una versión personal de la búsqueda de la identidad que emprendieron otros muchos intelectuales de su tiempo.34 En no pocos aspectos el planteamiento de ese problema descubre una deuda evidente con los temas que habían ganado la atención de los escritores hispanoamericanos durante los años veinte, por lo que, para advertir que en el autor de El chulla Romero y Flores aún pervivía el autor de ¿Cuál es? o de Como ellos quieren..., conviene volver sobre los dramaturgos de la

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vanguardia y recordar que con frecuencia insistían en la teatralidad del teatro a la vez que revelaban la condición engañosa de las apariencias, el vacío oculto bajo las máscaras. A estas adquisiciones no fue ajeno el magisterio que Luigi Pirandello ejerció entre los dramaturgos hispanoamericanos del momento:35 probablemente nadie había mostrado mejor las nuevas inquietudes metafísicas y existenciales, cuando la realidad dejó de verse como algo absoluto, igual para todos, y ya no pudo creerse en una personalidad definida y consistente, ni en la capacidad de la razón y de la lógica para aclarar todos los misterios. Con él se descubrió la posibilidad de introducir en la obra dramática su propio cuestionamiento –la antítesis vida-teatro, o realidad-ilusión–, lo que contribuyó decididamente a que la fantasía irrumpiera en los escenarios para mostrar la oposición entre la realidad y el sueño o los sueños: los propios y los que proyectan los otros. El teatro asumía así la voluntad de recuperar la dimensión interior y «verdadera» del hombre, dimensión que se ahogaba bajo las máscaras que la sociedad le obligaría a asumir, y de las que no podía desprenderse sin verse reducido al aislamiento total o a la muerte. Para algunos de los dramaturgos iniciados en la vanguardia esa voluntad de descubrir la dimensión oculta tras las apariencias había de convertirse con el tiempo en una búsqueda de identidad individual y colectiva. Si se buscan ejemplos para comprobar la riqueza que podían alcanzar los planteamientos que las piezas de Icaza apenas dejan entrever, ninguno sirve mejor que el de Rodolfo Usigli, quien se dedicó a indagar en las frustraciones ocultas de la burguesía mexicana, primero con obras de decidida voluntad experimental y antirrealista –y por ello próximas a las experiencias teatrales de Icaza–, y después con la voluntad de crear un teatro nacional, lo que lo llevaría a presentar conflictos psicológicos en ambientes de la clase media, afectada por la pérdida de sus valores espirituales durante el período posrevolucionario. Usigli no renunciaba a utilizar recursos expresionistas cuando los creía necesarios, y esas libertades y otras también conquistadas por la vanguardia –como el conflicto entre el ser y el parecer, o entre la realidad y la ficción– enriquecen su obra más conocida, El gesticulador (1938), donde se ocupó de los ideales traicionados de la Revolución, poniendo en escena la visión de un modo de vivir en buena medida teatral, al servicio de las apariencias, lo que contaminaba de falsedad la existencia de unos personajes insatisfechos y resentidos tanto en su vida afectiva como en su realidad económica y social: falsedad, insatisfacción y resentimiento que se descubrían como rasgos inconfesados pero innegables de la identidad mexicana.

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Que Icaza se orientara hacia la narrativa para indagar en los secretos de la identidad ecuatoriana no impide reconocer que el proceso es el mismo y tiene los mismos puntos de partida. Además, esa coincidencia ayuda a reconocer en el conflicto que atormenta a Romero y Flores el resultado final de otras inquietudes u otros planteamientos que también alcanzaron un lugar de relieve entre las inquietudes de la vanguardia. El conflicto entre el instinto y los factores sociales que lo reprimen, presente en tantas manifestaciones literarias vanguardistas –Como ellos quieren... y Sin sentido entre ellas–, de algún modo pervivió cuando en la literatura ecuatoriana ingresaron el indio, el cholo, el montuvio y el negro, pues la obsesión de descubrir por doquier las lacras del hombre humillado y explotado por sus semejantes no impidió mostrar a veces una actitud esperanzada y a su manera vanguardista: se trataba de recrear el ambiente y la vida de personajes primitivos, bárbaros sin duda, pero en los que con frecuencia se pudo advertir una extraña grandeza. Eso resulta perceptible en algunos relatos de Los que se van, y más aún en novelas como Don Goyo, de Demetrio Aguilera-Malta, o como Los Sangurimas, donde José de la Cuadra describió la brutalidad primitiva de los montuvios –otra «vegetación» tropical, nacida de un medio dominado por la violencia de los instintos y de la ignorancia– con un realismo enriquecido de ingredientes mágicos. Esa visión era una consecuencia del criollismo americanista surgido en los años veinte, cuando se trató de vindicar el instinto (la vida) frente a la razón, y se desarrolló la convicción –tan extendida entonces en Europa– de que América significaba el futuro de la humanidad, la alternativa a un Occidente en decadencia. Por supuesto, el primitivismo nativista, difícil de conjugar con la ortodoxia del realismo social o socialista, sólo de manera indirecta pareció afectar a Icaza, aunque con indudables consecuencias. En el conflicto entre la verdad y las apariencias, entre el instinto y su represión, el indio (el primitivo) progresivamente se identificó con los primeros términos de esas oposiciones, y el blanco (el civilizado) con los segundos. El problema del mestizaje exigió llevar ese dilema al interior del cholo, de forma paradigmática en El chulla Romero y Flores. El antiguo interés de su autor por los planteamientos psicoanalíticos facilitaba el hallazgo de un origen traumático para el complejo de inferioridad que afectaba al protagonista de la obra.36 No falta quien haya advertido que tal personaje es «un mestizo anacrónico, el que debió haber producido su sangre india cinco siglos antes, cuando el español se descuadernó de su armadura para satisfacer sus desamoradas urgencias carnales y

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dejó hijos en el ‘pecado original’ de su ‘mama india’»,37 y en consecuencia alguien ajeno por completo al Ecuador contemporáneo. Esa verdad no priva al planteamiento de Icaza de su significación de época. Pocos años antes de la publicación de El chulla Romero y Flores, Octavio Paz había descubierto bajo la exaltación nacionalista del grito «Viva México, hijos de la chingada» una «violenta, sarcástica negación de la Madre, a la que se condena por el solo delito de serlo», y en una «no menos violenta afirmación del Padre», para después buscar el origen de esta característica del ser mexicano en los años de la conquista, en la relación de Hernán Cortés y la Malinche: «Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche».38 Cortés y doña Marina se convertían así en símbolos de un conflicto secreto y nunca resuelto, determinante de las máscaras con las que el mexicano había encubierto o disimulado su verdadero ser hasta el momento en que Paz escribía sus reflexiones, momento en el que habría llegado la hora de elegir de una vez por todas entre la lucidez y la mentira. No es difícil seguir algunos de los pasos previos que la cultura mexicana había dado para llegar a esa conclusión: el propio Paz39 recordaría a Samuel Ramos, quien al escribir El perfil del hombre y la cultura en México (1934) había buscado apoyo en las teorías de Alfred Adler para indagar en la personalidad mexicana, marcada por complejos de inferioridad que determinaban la necesidad de ocultarla bajo máscaras diversas. No es improcedente recordar que Ramos estuvo vinculado a la revista Contemporáneos, que entre 1928 y 1931 aglutinó a algunos de los mejores representantes de la vanguardia en México: entre otros, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, que poco antes habían contribuido decisivamente a la renovación escénica del país con su Teatro de Ulises, y Celestino Gorostiza, otro destacado dramaturgo que, como Usigli, derivó desde el experimentalismo vanguardista hacia la indagación en la identidad mexicana.40 La referencia a los representantes de la cultura mexicana aquí mencionados debe bastar como muestra de un proceso en el que participaron muchos intelectuales en la mayoría de los países hispanoamericanos. El Ecuador no fue una excepción, ni Icaza el único escritor ecuatoriano empeñado en la búsqueda de una identidad nacional cuya formulación hundiera sus raíces en las inquietudes de la vanguardia. No deja de sorprender, sin embargo, que su teatro y su narrativa basten para mostrar una aventura

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intelectual que en otros países contó con las aportaciones de escritores numerosos y de prestigio a veces indiscutido: inesperada riqueza, pues, la de algunas facetas de la producción literaria de Icaza con demasiada frecuencia ignoradas, ocultas tras el realismo social atribuido a alguna imprecisa redacción tardía de Huasipungo. Notas Como «altas» comedias y como estrenadas por la Compañía Dramática Nacional –los días 28 de septiembre de 1928 y 23 de mayo y 20 de julio de 1929, respectivamente– constan en Jorge Icaza, Como ellos quieren... ¿Cuál es?, Quito, Editorial Bolívar, 1931, página final que informa sobre las obras del autor. La recuperación de aquellas experiencias incluida en Atrapados puede resultar útil para imaginar lo que fueron: «Escenas en molde español como la primera de la obra. Tema del triángulo amoroso a la francesa –la mujer, el marido, el amante–. Desenlace de truculencia de un Echegaray venido a menos», pudieron ser los ingredientes fundamentales de El intruso. La sátira social probablemente se acentuó en La comedia sin nombre y Por el viejo, aunque la voluntad de encontrar una expresión escénica renovada no se manifestaría hasta el «acto de gran guiñol» ¿Cuál es?, fruto de una «diabólica gana de terminar con los moldes occidentales, viejos y nuevos, venerados hasta la ridícula copia donde caían todos, y de los que aprovechaban hábilmente para lograr el aplauso». Cfr., Jorge Icaza, Atrapados. Tríptico (cuadro segundo). En la ficción, Buenos Aires, Editorial Losada, 1972, pp. 7-14 (11 y 14). 2 Cfr., Como ellos quieren... ¿Cuál es?, p. 50. 3 Ibíd., p. 75. 4 Ibíd., p. 62. 5 Ibíd., pp. 7-8. 6 Ibíd., pp. 12-13. 7 Ibíd., p. 65. 8 Ibíd., p. 22. 9 Ibíd. 10 Ibíd., p. 9. 11 Ibíd., p. 12. 12 Ibíd., p. 8. 13 Ibíd., p. 10. 14 Cabe recordar –si no lo impiden las discusiones de la crítica relativas al género a que pertenece– la breve farsa que Pablo Palacio tituló «Comedia inmortal», publicada en febrero de 1926 en la revista Esfinge. Tras las aportaciones de Icaza, merece mención especial Paralelogramo, comedia antirrealista en seis cuadros que Gonzalo Escudero editó en 1935. 15 J. Icaza, Como ellos quieren... ¿Cuál es?, p. 10. 16 Cfr., Jorge Icaza, Sin sentido, Quito, Editorial Labor, 1932, p. 13. 17 Ibíd., p. 9. 18 Ibíd., p. 13. 19 Ibíd., p. 71. 20 Ibíd., p. 100. 1

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Esa dimensión está presente con frecuencia en el teatro de la época, que con preferencia recurrió a la tradición grecolatina para enriquecer la significación de obras de asunto contemporáneo, como Proteo, que el mexicano Francisco Monterde escribió hacia 1930, o como Cuando tengas un hijo, donde Eichelbaum recuperó el tema de Fedra e Hipólito en apoyo del caso freudiano que pretendía plantear. A veces esos ingredientes míticos se llevaron a creaciones próximas a la tradición realista: la referencia al amor de Fedra por Hipólito permitió relegar a un segundo término la ambientación costumbrista y el lenguaje campesino del drama rural La viuda de Apablaza (1928), del chileno Germán Luco Cruchaga, centrando el interés en la pasión que conducía al suicidio de la protagonista. Pronto abundarían las creaciones teatrales de este signo, y la inspiración no fue inevitablemente clásica: Fausto, don Juan, mitos cristianos e indígenas permitieron también dotar de alcance universal a los conflictos planteados, pretensión que se difundió a la vez que las teorías de Jung sobre el inconsciente colectivo y sus relaciones con los sueños y con la literatura, aunque se recurriese a ellos no sólo para abordar temas psicopatológicos, sino también para enriquecer la evasión poética o la recreación histórica. 22 J. Icaza, Sin sentido, p. 72. 23 Cfr., Antonio Lorente Medina, «Barro de la sierra y las tensiones de la modernidad en el Ecuador de los años 30», Ensayos de literatura andina, Roma, Bulzoni, 1993, pp. 73-90. 24 Barro de la sierra, Quito, Editorial Labor, 1933, pp. 39, 41 y 59. 25 Ibíd., p. 115. 26 Ibíd., p. 89. 27 Cfr., María del Carmen Fernández, «Controversia ‘realismo abierto’-‘realismo social’», El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30, Quito, Ediciones Libri Mundi, 1991, pp. 114-123. 28 Jorge Icaza, Huasipungo, Quito, Imprenta Nacional, 1934, p. 214. 29 Cfr., la descripción del avance de los soldados que reprimen la rebelión: «El glorioso batallón trepa abriendo filas y pisando en la defensa de los peldaños que ponen las ametralladoras con su vomitar constante de puntos suspensivos [...]. Aúlla el dolor por todas las bocas. Los ayes se revuelcan formando nidos de lodo sanguinolento [...] De improviso, a la mandíbula inferior de la zanja le brotan dientes de bayonetas; el refugio se convierte en hocico carnívoro que se goza en triturar a la indefensa indiada con sus caninos de acero» (p. 211). 30 J. Icaza, Huasipungo, p. 139. 31 «Chasquido saturado de espanto, chasquido que anima a todos los muñecos de la comedia en locura de gritos descoyuntados, de cantos enfermos, de bailes, de mordiscos, de gestos alelados de imbéciles». Cfr., Jorge Icaza, Flagelo, con estudio preliminar de Francisco Ferrándiz Alborz, Quito, Imprenta Nacional, 1936 (página sin numerar). 32 En El Chulla Romero y Flores «los personajes viven una continua farsa por ‘parecerse a’. Icaza satiriza con la caricatura –el guiñol y el esperpento son dos medios de llevarla a cabo– la alienación y la inautenticidad en que se instalan todos sus personajes», según Antonio Lorente Medina, «Lectura intratextual de El Chulla Romero y Flores», en Jorge Icaza, El Chulla Romero y Flores, edición crítica coordinada por Ricardo Descalzi y Renaud Richard, Madrid, Colección Archivos, 1988, pp. 273-297 (275). En nota 11 fue aún más preciso: «Lo teatral stricto sensu tiene un gran peso específico en la novela. Ello se percibe desde el capítulo I, en el que se puede observar: lo teatral-guiñolesco en la presentación de los personajes; lo teatral de los diálogos y monólogos interiores, que constituye uno de los mayores aciertos poéticos en 21

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El Chulla Romero y Flores. Al margen de ello, aunque estrechamente relacionado, es curioso anotar las numerosas referencias que el narrador hace a lo cómico o teatral de muchas de las situaciones descritas, o la enorme frecuencia con que incide satíricamente en ‘el disfraz dramático’ de muchos de los personajes» (p. 277). Según Renaud Richard, «sería erróneo separar el teatro de Icaza de su creación narrativa: existen adaptaciones teatrales de Huasipungo, y, por otra parte, varios cuentos (como «El nuevo San Jorge» por ejemplo) ostentan una estética a todas luces teatral». Véase Renaud Richard, «Evolución de la temática mestiza o chola en la narrativa icaciana anterior a El Chulla Romero y Flores (1958)», en Jorge Icaza, El Chulla Romero y Flores, edición crítica citada, pp. 180-210 (180, nota 1). 33 Icaza también pretendió un alcance continental para «el desequilibrio psíquico del mundo espiritual cholo» personificado en su chulla: «Con ese personaje creo que hallé la fórmula dual que lucha en la conciencia de los hispanoamericanos: la sombra de la madre india –personaje que habla e impulsa– y la sombra del padre español –Majestad y Pobreza, que contrapone, dificulta y, mucha veces, fecunda–.» Cfr., Claude Couffon, «Conversación con Jorge Icaza», Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, No. 51, París, agosto de 1961, pp. 49-54 (54). 34 El tema fundamental de la obra de madurez de Icaza fue «el mestizo como problema», concluía Corrales Pascual tras estudiar toda su narrativa y antes de señalar, recurriendo a las opiniones de Uslar Pietri, que ese problema era el mismo que desde el siglo xviii los hispanoamericanos habían planteado con su preocupación por la identidad propia, lo que habría permitido que llegara «a hablarse de una angustia ontológica del criollo». Cfr., Manuel Corrales Pascual, Los relatos de Jorge Icaza. Contribución a una tipología de la novela indigenista de América, Quito, Editorial Don Bosco, 1974, p. 249; Cfr. también Arturo Uslar Pietri, «El mestizaje y el Nuevo Mundo», Revista de Occidente, segunda época, Año V, No. 49, abril de 1967, pp. 13-29 (13). 35 Su repercusión fue notable en México, donde los Siete Autores Dramáticos fueron conocidos como «los pirandellos», y la influencia fue aún mayor en Buenos Aires, donde Seis personajes en busca de autor se estrenó en la fecha temprana de 1922. La sólida tradición realista-naturalista del teatro argentino hizo especialmente notorias las novedades, que el propio Pirandello puso de manifiesto cuando viajó a Argentina en 1927 y 1933. 36 No en vano «el pecado original del cholo, su origen indio», y «los disfraces y sueños del cholerío» constituyen dos de los tres grupos simbólicos que Theodore Alan Sackett detectó en esa novela (Cfr., El arte en la novelística de Jorge Icaza, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1974, p. 403). 37 Gustavo Alfredo Jácome, «Presupuestos y destinos de una novela mestiza», en Jorge Icaza, El Chulla Romero y Flores, edición crítica citada, pp. 210-232 (214). 38 Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Cuadernos Americanos, 1950, pp. 86-87. 39 El laberinto de la soledad, pp. 153-154. 40 En ese proceso ocupa un lugar relevante El color de nuestra piel (1952), donde Gorostiza salía en defensa de la condición étnica mestiza de México a la vez que observaba con talante crítico los falsos valores dominantes entre la alta sociedad, construyendo un profundo drama sobre la dificultades de sus personajes para adquirir la lucidez que podría salvarlos de su propia destrucción.

Lucidez teórica y exclusiones mutuas1 Raúl Vallejo Universidad Andina Simón Bolívar ¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea? El problema del arte es un problema de traslados. Descomposición y ordenación de formas, de sonidos y de pensamiento. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda sólo el poder de babosearlas. ¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea? Pablo Palacio, Vida del ahorcado, 1932.

La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está «realizado» no interesa para el arte. V. Shklovski, «El arte como artificio», 1917.

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o más interesante de Pablo Palacio no reside en su supuesta condición de isla ni de «raro», como lo consideró la crítica ecuatoriana de los años 50. Los críticos contemporáneos ya han demostrado, basados en las publicaciones de la época y en el estudio de la recepción crítica de sus textos, que su obra fue producida bajo el paradigma literario de la vanguardia latinoamericana.2 Lo que sucedió para que la «rareza» de Palacio haya perdurado es que la vanguardia, por razones de la lucha ideológica que se da durante la construcción de un canon, fue relegada a un plano secundario. Aconteció lo que señala Shklovski: «Cada época literaria contiene no una, sino varias escuelas literarias que coexisten en la literatura. Una de ellas predomina, es canonizada; las demás sobrellevan una vida clandestina, sin consagración […]».3 Tampoco sus personajes ni los temas que escogió son

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los aspectos más importantes de su obra, aunque haya sido una novedad la elección del tipo de personajes marginales que hizo y, sobre todo, el punto de vista que desarrolló acerca de ellos, ni la preferencia por ubicar sus narraciones en espacios urbanos. Después de todo, deslumbrados por el futurismo, los vanguardistas radicalizan una visión de lo urbano que los modernistas de principios del siglo xx ya habían integrado a la literatura. Medardo Ángel Silva, el emblemático modernista ecuatoriano, localiza la mayoría de sus cuentos y escenarios poéticos en espacios urbanos y se convirtió, ficcionalizado él mismo en el cronista Jean d’Agreve, en un paseante que observaba la ciudad nocturna, esa ciudad de seres marginales que los «burgueses tímidos como liebres» no querían contemplar, y nos entregó una Guayaquil no tanto como la ciudad que fue cuanto como la ciudad como fue sentida por la mirada del poeta. Lo más interesante en la obra de Pablo Palacio –sin desdeñar sus personajes marginales, su humorismo deshumanizado, su libertad creativa, o su despiadada crítica social– parecería ser, ante todo, la lucidez y contemporaneidad teórica frente al hecho literario. Desde su sintonía de espíritu con la vanguardia latinoamericana, Palacio coincide, sin que se sepa que los conociera, con los postulados de los formalistas que consideran a la obra de arte como un artificio, es decir una construcción con autonomía frente a la realidad: para Palacio, el arte es un problema de traslados en concordancia con Shklovski para quien «[…] es un medio de experimentar el devenir del objeto».4 En ese constante evidenciar la construcción de la obra literaria, Palacio devela sus mecanismos y de paso cuestiona los problemas de la originalidad en el arte: «Descomposición y ordenación de formas, de sonidos y de pensamiento. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda sólo el poder de babosearlas».5 Así, si para Palacio, el arte es «descomposición y ordenación de formas, de sonidos y de pensamiento», el arte sería básicamente un problema formal por lo que, en vano, se pretende plasmar en él la ilusión realista. En esta formulación también coincide con Shklovski: «Todo el trabajo de las escuelas poéticas no es otra cosa que la acumulación y revelación de nuevos procedimientos para disponer y elaborar el material verbal, y consiste mucho más en la disposición de las imágenes que en su creación».6 Palacio exacerbó la función paródica en sus narraciones como si hubiese estado buscando una forma expresiva que finalmente pudo realizar ple-

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namente en Vida del ahorcado y que en Débora quedó esbozada en unos postulados radicales que, en ocasiones, implican no sólo la destrucción de la ilusión realista sino también de cualquier tipo de ilusión literaria. Tomashevski anotaba en su «Temática» que «el futurismo, en sus comienzos y la literatura contemporánea han vuelto tradicional el desnudar los procedimientos».7 En Débora, el narrador-autor define lo real como lo caótico y plantea que el orden sólo es posible en la construcción del artificio de la obra literaria que, según el mismo narrador-autor, resulta una abstracción que miente: Todo hombre de Estado, denme el más grave, se sorprende cotidianamente con esto: «Ya es tarde y no he ido una sola vez al water.» Esta mezcla profana del higiénico mueble que únicamente tiene nombre inglés y los altos negocios, es el secreto de la complicación de la vida. Por esto el orden está fuera de la realidad, visiblemente comprendido dentro de los límites del artificio.8

En Palacio ese «desnudar los procedimientos» le permite «ridiculizar» al romanticismo y, al mismo tiempo, evidenciar lo que él llama la «mentira» del realismo naturalista, en el sentido descrito por Tomashevski: «Si al desenmascarar un procedimiento se produce un efecto cómico, estamos ante una parodia, cuyas funciones son múltiples: ridiculizar la escuela literaria rival, destruir su sistema creador, ‘desenmascararlo’».9 Al definir que la construcción literaria es un artificio y al censurar constantemente el procedimiento en sí mismo mediante el mecanismo paródico, Palacio terminó por situar a la literatura y a la ilusión literaria en una suerte de callejón sin salida del que cinco años más tarde con Vida del ahorcado logró escapar. Muchos equívocos nos hubiésemos ahorrado con Palacio –cuya expresión literaria llegó a ser atribuida a la locura que padeció en los últimos años de su vida–,10 si sus narraciones hubieran sido leídas desde los postulados de los formalistas rusos: Observando el develamiento consciente de los procedimientos constructivos, Shklovski afirma que en el caso de Sterne [Laurence Sterne y su Vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero] la novela está acentuada: la consciencia de la forma que se obtiene gracias a su deformación constituye el fondo de la novela [énfasis añadido].11

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Las exclusiones mutuas Los equívocos en la lectura de Palacio han engrosado una actitud generalizada en el campo cultural del Ecuador que consiste en la negación del contrario, a pesar de que es ampliamente conocido que una tradición literaria –vale decir el canon de cualquier literatura nacional– se construye incluyendo las diversas tendencias y expresiones literarias y no silenciando una u otra según el devenir de aquellas que se manifiestan como dominantes en una coyuntura histórica dada. En Ecuador, como resultado de la pugna ideológica y cultural de la primera mitad del siglo xx, los escritores de la vanguardia que no adhirió al realismo social fueron marginados por la crítica hasta que terminaron desapareciendo de la historiografía literaria. Así, cuando inexcusablemente hubo que hablar de un escritor vanguardista, éste fue considerado un islote en medio de la gran literatura social de los años 30, cuyas figuras más sobresalientes son Joaquín Gallegos Lara, José de la Cuadra y Jorge Icaza. En el proceso de recuperación de escritores de la vanguardia como Palacio, Humberto Salvador o Hugo Mayo se ha producido un fenómeno parecido pero a la inversa. Sucede que las obras de los escritores del realismo social son consideradas como simples expresiones folclóricas de intelectuales política y estéticamente sectarios. Es como si la canonización de Palacio hubiera implicado la satanización de Gallegos Lara o del indigenismo. Casos extremos de la crítica de las exclusiones mutuas, durante la recuperación de Palacio, se expresan en los artículos «Collage tardío en torno de l’affaire Palacio», de Agustín Cueva,12 y «El síndrome de Falcón», de Leonardo Valencia,13 pese a la innegable lucidez tanto de Cueva como de Valencia quienes están separados entre sí por dos generaciones. El asunto comenzó en 1978 cuando, en un ensayo sobre la literatura indigenista, Cueva escribió: Pablo Palacio (1906–1947), por ejemplo, el «antirrealista» al que algunos compatriotas reivindican actualmente como símbolo alternativo de aquella época [la del realismo social y del indigenismo] me parece –con todo el respecto que merecen las opiniones ajenas– un escritor menor,14 en muchos sentidos interesante pero de segunda línea.15

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A esa opinión, más bien marginal en dicho ensayo, Cueva añadió una nota al pie de página con la que, al parecer, pretendía abrir el paraguas antes de que lloviera: Lo digo sin el menor prejuicio contra la obra de Palacio y con el exclusivo objeto de establecer ciertas proporciones. Recuérdese, por lo demás, que el único libro de este autor editado fuera de nuestro país va precedido de un elogioso prólogo mío: Un hombre muerto a puntapiés y Débora, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1971 [se refiere a «El mundo alucinante de Pablo Palacio»].16

Años más tarde, montado en el debate sobre el realismo social, al que caracteriza como la cumbre de la literatura ecuatoriana hasta los 70, Cueva no sólo se ratificó en lo que había escrito en su artículo de 1978 sino que dedicó todo su nuevo ensayo para sostenerlo. En el nuevo texto, Cueva señala que Palacio no es un escritor de los años treinta sino de los veinte toda vez que el paradigma literario en el que se mueve es el del vanguardismo, y concluye que no es ningún «precursor» ya que ese vanguardismo en Latinoamérica comienza en la primera década y está terminando cuando Palacio empieza a publicar. Hasta aquí más bien estoy de acuerdo con una parte de los señalamientos de Cueva; no obstante, éste no percibió que el carácter de «precursor» de Palacio no reside ni en los temas ni el estilo sino en la concepción de la literatura, entendida como un espacio autónomo y de construcción artificiosa, que se desprende de su narrativa y que el hecho de estar ubicado en el paradigma del vanguardismo no lo desmerecía sino que enriquecía la tradición literaria del Ecuador. En el otro artículo, Valencia sostiene que la mayoría de los novelistas ecuatorianos ha padecido el «síndrome de Falcón», refiriéndose a la existencia de Juan Falcón Sandoval –que fue el hombre que cargó sobre sus hombros a Gallegos Lara que era inválido–, al supuestamente no haberse liberado de la tradición de la literatura del realismo social. Estoy de acuerdo con la casi totalidad de la caracterización que hace Valencia sobre Palacio en este artículo y también con la mayoría de sus opiniones acerca del universo de la novela que el novelista contemporáneo tiene que contemplar –aunque no comparto su formulación sobre la existencia del síndrome más que en los epígonos del realismo social sobre todo porque, ya en los setenta, la figura de Palacio fue recuperada por los escritores jóvenes de entonces–. Mas lo que remarcaré es que la opinión de Valencia sobre Gallegos Lara, dicha

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en el mismo registro en que hablara Cueva sobre Palacio, se adhiere a ese sectarismo que descalifica la obra de aquella tendencia con la que el crítico no se identifica. Así dice de Gallegos Lara: […] Escribió varios cuentos folklóricos17 y una novela plagada [sic] de hermosas imágenes, como las cruces flotantes sobre las aguas del río Guayas, que le dan el título de Las cruces sobre el agua (1946). Pero lamentablemente despedazó la novela18 [cuyo acontecimiento climático, y no su tema como suele decirse, es la matanza de cientos de obreros el 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil] volviéndola un alegato de denuncia.19

De esta incomprensión sobre un periodo histórico en la que se ha enredado la crítica ecuatoriana, se generan juicios desinformados y arrogantes como el del novelista español Enrique Vila-Matas, que entra a participar de la polémica como «un toro ciego en el ruedo», según la canción de Víctor Manuel, y se da el gusto de insultar a Jorge Icaza trayendo a cuento una expresión de Nabokov dicha en un contexto diferente:

Me confieso fascinado ante este extraño vanguardista que tuvo que luchar con la incomprensión casi total de sus contemporáneos ecuatorianos, reacios a aceptar el experimentalismo radical de sus propuestas literarias, tan opuestas a lo que entonces en Ecuador estaba en boga: la corriente indigenista de Jorge Icaza, escritor comprometido («papanatas comprometido», le habría llamado Nabokov) y sin misterios.20

Como es obvio, comparto su fascinación por Pablo Palacio. Lo que no comparto es su contribución al mito romántico del «escritor incomprendido». Ni Pablo Palacio ni los demás vanguardistas fueron «incomprendidos» en su momento, salvo –igual que sucede con todo movimiento literario que irrumpe en la escena pública planteando lo nuevo– por aquellos que defendían el gusto oficial de la época que era el gusto por el modernismo y sus epígonos y no por el realismo social que, en todo caso, fue en su momento un movimiento de total ruptura. Los vanguardistas pertenecieron a un movimiento literario que se expresó a nivel latinoamericano, que se consideró a sí mismo parte de la vanguardia europea, que construyó redes de revistas literarias y escritores sintonizados en igual frecuencia, continuando la visión cosmopolita del arte asumida por los modernistas, y que se planteó caminos propios en sus formas expresivas. En todo caso, fue la

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crítica tendenciosa de más de veinte años después la que convirtió a Palacio en un escritor extraño ya que, al silenciar la existencia del vanguardismo, se quedó sin el marco necesario para comprender su literatura. Vila-Matas revela su desconocimiento de la historia de la literatura ecuatoriana al afirmar que el indigenismo estaba «en boga» en los años en que Palacio publicó su obra. En primer lugar, los libros de Palacio son de 1927 y 1932, y Huasipungo, de Jorge Icaza, fue publicada recién en 1934. En 1927 apareció Plata y bronce, de Fernando Chaves, pero esta es un solitario antecedente del indigenismo, que se manifestó desde un principio como otra más de las líneas expresivas de la vanguardia latinoamericana, según lo que propugnaba Mariátegui.21 Palacio cerraba un ciclo de la vanguardia e Icaza inauguraba otro que, mucho más tarde, es cierto, se convirtió a través de los epígonos en la literatura «en boga». En segundo lugar, Palacio fue un escritor tan comprometido como Icaza; él, al igual que la mayoría de escritores en su época, consideraba la militancia política como un imperativo ético y también creía que su literatura seguía «el criterio materialístico» y que tenía la finalidad de poner en evidencia «el descrédito de las realidades presentes» y en «invitar al asco de nuestra verdad actual». En una entrevista para El Universo, el 6 de julio de 1934, al preguntársele si era afiliado al Partido Socialista, Palacio respondió: «Sí. Y procuro ser uno de sus disciplinados miembros, es decir, hombre de partido, porque creo que lo fundamental es la disciplina en una organización política.»22 Así que al pretender zaherir a Icaza diciéndole por boca de otro «papanatas comprometido» –sin entender que Icaza y Palacio fueron comprometidos, si bien desde estéticas diferentes aunque desde el mismo espíritu revolucionario–, Vila-Matas queda como un papanatas desinformado. No obstante estas exclusiones, una visión crítica que pretenda la construcción del canon ecuatoriano del siglo xx tiene que incluir tanto a Gallegos Lara e Icaza como a Pablo Palacio y Hugo Mayo no por apañamiento chauvinista de autores y obras sino por un imperativo teórico que permitirá una caracterización más compleja y profunda de la producción literaria de aquellos años alejada de cualquier maniqueísmo. Y como la historia no ocurre por décadas, en un período que va de 1927 a 1934 aparecen los cuentos y novelas de Palacio, Plata y bronce, los cuentos de Los que se van, las primeras obras de Humberto Salvador,23 y Huasipungo y Los Sangurimas. Es un periodo de efervescencia literaria que demuestra las preocupaciones de la vanguardia latinoamericana, sus disputas interiores y, en conclusión, los

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diferentes caminos que tomó la producción de literatura en un momento urgido por el debate ético y político que recorría al mundo. José Carlos Mariátegui, al analizar las tareas de la vanguardia propugnaba la reivindicación del indio como el eje del vanguardismo peruano. Pero Mariátegui no estuvo por un realismo socialista sectario; de ninguna manera, él –siguiendo a Pirandello– tomó distancia del viejo realismo –el realismo naturalista– y planteó ciertos niveles de autonomía de la creación literaria frente a la realidad cuando así lo exigía el texto literario: «La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía. […] En lo inverosímil hay a veces más verdad, más humanidad que en lo verosímil».24 Mariátegui fue portador del carácter cosmopolita de las tesis de la vanguardia y quien propugnaba la especificidad de la vanguardia en los Andes, de tal manera que se buscara la originalidad y la autenticidad en la tradición indígena: «Este indigenismo no sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero no como un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es realista y moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos que, en estos cuatro siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la realidad del mundo».25 En general, cierta crítica ha opuesto al vanguardismo contra el indigenismo como si hubiesen sido dos expresiones completamente divorciadas. En el caso latinoamericano resulta curioso, por decir lo menos, que durante la década del veinte, al mismo tiempo que aparecen Memorias sentimentales de Juan Miramar (1924), de Oswald de Andrade, El juguete rabioso (1926) y Los siete locos (1929), de Roberto Arlt, o La tienda de los muñecos (1927), de Julio Garmendia, también se publican La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, o Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos. La presencia de estas obras, más bien, comprueba que la vanguardia latinoamericana encontró varias vías de expresión que fueron desde el ultraísmo hasta el indigenismo, pasando por el nativismo y otras tendencias. Tiene una enorme carga simbólica el hecho de que en el 2006 conmemoremos los cien años del natalicio tanto de Pablo Palacio como de Jorge Icaza, ambos exponentes de dos tendencias expresivas de la vanguardia latinoamericana que habiendo nacido de la misma actitud de rebeldía, tanto estética como ética, llegaron a distanciarse de tal forma que terminaron mirándose desde orillas confrontadas y excluyentes una de la otra.

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Notas Este texto reproduce en gran parte lo que fue el prólogo de la edición de Un hombre muerto a puntapiés y otros textos de Pablo Palacio, Biblioteca Ayacucho, vol. 231, Caracas, 2005, cuya compilación, presentación, cronología y bibliografía estuvo a mi cargo. 2 Debemos a Miguel Donoso Pareja, que fue el editor de la Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, publicada en 1987 por Casa de las Américas de La Habana, en su serie Valoración Múltiple, la primera organización contemporánea de los estudios críticos más significativos sobre Palacio y a María del Carmen Fernández y su libro El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30, de 1992, la más rigurosa de las investigaciones y el primer estudio sistemático y extenso que se haya publicado hasta el presente. A ella también le debemos, sin duda alguna, la edición mejor cuidada y anotada, a pesar de la sencillez de su presentación editorial, de las Obras completas de Palacio (Colección Antares, vol. 141, Quito, Libresa, 1997) publicada hasta hoy. 3 Cit. por B. Eichenbaum, «La teoría del ‘método formal’», en Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Tzvetan Todorov, edit., en español, México, Siglo Veintiuno, 1980, 4a. ed., p. 49. 4 Víktor Shklovski, «El arte como artificio», en Teoría de la literatura …, p. 60. 5 Pablo Palacio, Vida del ahorcado, Quito, Talleres Nacionales, 1932, p. 27. 6 V. Shklovski, p. 56. 7 B. Tomashevski, «Temática», en Teoría de la literatura…, p. 227. 8 Pablo Palacio, Débora, Quito, s.e., 1927, p. 14. 9 B. Tomashevski, p. 227. 10 Galo René Pérez (en «Pablo Palacio», Varios autores, Novelistas y narradores, Puebla, México, Cajica, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960, pp. 563-568) sostiene que «lo desconcertante constituye el signo» de los textos de Palacio y que sólo su personalidad «–partida entre la sombra y la luz– podía haberlos creado. No tuvieron que correr sino pocos años para que esa sombra, invasora, lo sustrajera para ella sola, apagando todo destello de razón en aquel extraño escritor. […] Habría necesidad de que comparecieran las mismas circunstancias desventuradas, seguramente mórbidas, que obraron en su alma, para que se diera un caso parejo al suyo». (pp. 563-564) 11 B. Eichenbaum, p. 38. 12 Agustín Cueva, «Collage tardío en torno de l’affaire Palacio», Literatura y conciencia histórica en América Latina, Fernando Tinajero, edit., Quito, Planeta, 1993, pp. 143-167. 13 Leonardo Valencia, «El síndrome de Falcón», Pablo Palacio, Obras completas, Wilfrido H. Corral, coord. Ligugé, Colección Archivos, No. 41, 2000, pp. 331-345. 14 Como contrapunto a esta opinión de Cueva, este trabajo demostrará que Pablo Palacio es un escritor imprescindible en la construcción de la tradición literaria de Nuestra América. 15 Agustín Cueva, «En pos de la historicidad perdida. (Contribución al debate sobre la literatura indigenista del Ecuador)», Lecturas y rupturas, Quito, Planeta, 1986, p. 161. 16 Ibíd., p. 161-162. 17 Seguramente se refiere a los cuentos de Gallegos Lara en el libro Los que se van (1930) cuya autoría comparte con Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert. Su afirmación 1

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resulta tendenciosa puesto que Gallegos Lara siempre estuvo en contra de quienes consideraban al cholo y al montuvio como elementos del folclor y justamente ese libro rompe con los elementos folklóricos de la literatura costumbrista. Jorge Enrique Adoum dice: «Y es ese lenguaje nuevo, descarado, insolente, incluso terrorista –con esa juguetona y a veces gratuita deformación ortográfica en la que no volvieron a insistir sus autores–, contra la forma académica y el colonialismo lingüístico, lo que Los que se van aporta al nuevo relato». (La gran literatura ecuatoriana del 30, Quito, El Conejo, 1984, p. 40). 18 Para proporcionar el contraste necesario sobre esta opinión, citaré nuevamente a Adoum que también analiza la novela de Gallegos Lara: «Pese al tema y a la culminación dramática de la acción, pocas obras de la literatura ecuatoriana del período realista son menos ‘maniqueístas’ que la de Gallegos Lara (sus personajes populares tienen debilidades y errores, a veces son injustos, a veces grandes: en la escena de la matanza hay un capitán a quien su superior asesina por negarse a disparar) y menos ‘propagandísticos’ desde el punto de vista del texto (más lo serían, por ejemplo, las novelas voluntariamente políticas de Vera o Salvador). Pero hay quienes se empeñan en juzgar la obra por el autor, y si algunos hacen depender la historia literaria del ‘psicologismo individualista’ –por lo que Tinianov consideraba que aquella conservaba ‘un estatuto de territorio colonial’–, otros la someten a la ‘filiación política’. Eso se ha hecho con Gallegos Lara.» (Ibíd., pp. 47-48) 19 L. Valencia, p. 332. 20 Enrique Vila-Matas, «Carta de Barcelona: El Antonin Artaud ecuatoriano», Letras Libres, Madrid, mayo 2001. 21 Todas las formas expresivas de la vanguardia –desde el dadaísmo hasta el indigenismo– y más tarde también el realismo social estaban tan lejos de ser «literatura oficial» que, en el famoso texto de 1947, Dieciocho clases de literatura, de nuestro célebre Aurelio Espinosa Pólit S. J., escrito en el marco de una reforma educativa y producto de un curso de formación docente, no son mencionadas ni siquiera para oponerse a ellas. 22 «Entrevista a Pablo Palacio», en Obras completas, edición de María del Carmen Fernández, p. 385. 23 Me refiero a Ajedrez (cuentos, 1929), En la ciudad he perdido una novela (novela, 1930), y Taza de té (cuentos, 1932). 24 José Carlos Mariátegui, «La realidad y la ficción», en Obras, Selección de Francisco Baeza, La Habana, Casa de las Américas, s.f., tomo 2, p. 416. 25 J. C. Mariátegui, «Nacionalismo y vanguardismo…», en Obras, p. 306.

La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio: Una teoría geométrica del ser en el mundo Cecilia Rubio Universidad de Concepción Introducción

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a relación existente entre los escritores vanguardistas que cultivaron un mismo género –el narrativo–, en similares circunstancias históricoestéticas –el predominio de la narrativa social-realista–, y cuya recepción crítica fue también semejante,1 se apoya en argumentos menos evidentes que los señalados: son razones que atañen a la afinidad tanto en la concepción novelística como en aspectos temático-conceptuales que permiten que las obras se complementen recíprocamente. Es el caso de la concepción geométrica que sustenta la configuración del mundo narrado en la obra de Juan Emar –la novela Ayer y los cuentos de Diez–2 y en la novela Vida del ahorcado (novela subjetiva) de Pablo Palacio.3 Juan Emar. La teoría del equilibrio geométrico Para adentrarnos en lo que llamo la teoría emariana del equilibrio, cabe considerar, en primer término, la subteoría de los colores que nos llega a través de las palabras del pintor Rubén de Loa de la novela Ayer: Pues el rojo, al ser complementario del verde, en cualquier circunstancia de la vida, lo complementa. [. . .] Quien complementa, equilibra; quien equilibra, hace estable [. . .] quien hace estable, hace viable. [. . .] Hace viable la circulación de la vida a través. [. . .] La vida circula a través, puede circular, gracias a que tiene por donde circular. Esto es elemental. Y lo tiene, gracias a que hay, en aquello por donde

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circula, una estabilidad, y esta estabilidad es únicamente posible, gracias a un equilibrio constante, o casi constante, y para que haya equilibrio tiene que haber por lo menos dos que se equilibren. 4

Si retenemos las premisas de esta teoría, podemos sintetizarla como sigue: en el mundo las cosas se equilibran entre sí de manera estable, de allí que haya que considerarlas en su unidad ya como una configuración donde unas cosas se relacionan con otras a través de la tensión. Esta tensión confiere a la figura un movimiento vital, el de la circulación, de modo que la unidad constituida por dos está en rotación constante, lo que hace viable la vida de esta figura que se transforma así en un pequeño organismo estructurado con estos dos puntos interconectados en el tiempo y en el espacio. En primera instancia, la teoría del equilibrio afecta directamente el mundo narrado en el plano del número de personajes. La explicación se encuentra en la introducción a la novela Umbral, «Palabras a Guni»,5 donde el narrador explica su necesidad de poner en acción a dos personajes, para cumplir con la ley ya no sólo del uno que deviene dos, sino que también con la de polarización, ya que se requiere ahora que los personajes actúen como fuerzas separadas que se polarizan mutuamente. De esta manera, el segundo personaje, o el desdoblamiento de uno solo, es una categoría marcada que funciona como uno de los recursos para polarizar el relato. Así, en Umbral, el narrador Onofre Borneo se desdobla en el narrador parcial Lorenzo Angol, quien a su vez queriendo desdoblarse en uno que actúa y otro que contempla, solicita a Borneo le construya un segundo personaje que cumpla este segundo papel, para lo cual Borneo hace intervenir a Rosendo Paine, quien se ofrece para actuar como doble de Angol. Veamos cómo lo explica Borneo: «Es como un contrato. Es abarcar entre dos el total ya que uno solo no lo ha logrado. Es ocupar ambos polos, el positivo y el negativo, el blanco y el negro, como quiera usted llamarlos».6 No obstante, en el sistema emariano, dos no son suficientes para que haya vida, pues la polarización instaura a su manera un nuevo desequilibrio, ya que se desata la fuerza destructiva que hay en ellos y que los hace aniquilarse mutuamente. Es lo que en alquimia se conoce como «el combate», principio de lucha y de armonización a la vez. Nuevamente encontramos en Umbral la explicitación teórica, en palabras de Borneo:

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[. . .] presumo la existencia de un tercer personaje –déjeme llamarlo así con mayúsculas: Tercer Personaje–, personaje recóndito, muy oculto en un arcano fuera de toda visión y de toda comprensión humanas: el personaje que, sosegada e inexorablemente, advierte que el encuentro entre dos de la unidad no es cosa hacedera en este mundo. Lorenzo y Rosendo chocan. Lorenzo y Rosendo son los dos amigos atraídos por la colaboración entusiasta y sincera. Ellos son los hombres que, por senderos muy tortuosos, hallarán siempre un impedimento o una burla a ese intento equivocado. Grandes amigos que todo lo ensayan, que ante ningún experimento se arredran y que se destruyen. La cuerda se rompe y se separan.7

Emar avanza, entonces, de la dualidad a la trinidad, cuestión numérica que tiene su equivalente geométrico, que viene a coincidir con la propuesta del pitagorismo. En efecto, para éste, el uno corresponde al punto, centro de las formas planas, y representa el principio activo del universo; el dos corresponde a la línea recta, por lo que expresa la fuerza y la direccionalidad, y simboliza el principio pasivo, que encarna las contradicciones y la imperfección de las cosas; el tres corresponde al triángulo, primera expresión de la superficie, y representa la armonía, la estabilidad y el cimiento de todas las cosas; y el cuatro corresponde al cuadrado, primera expresión de los cuerpos sólidos, el que abarca y contiene todo, de allí que la tetrakthys o tétrada (el número diez) corresponda al círculo, en el que reside la perfección de la causa creadora y ordenadora. Totalidad y unidad La búsqueda de totalidad que emprendió Emar está bien documentada. Basándose particularmente en «Torcuato», Umbral y Cartas a Carmen,8 Pablo Brodsky,9 Carlos Piña10 y Patricio Lizama,11 respectivamente, se refieren a ella de manera similar. Tanto Brodsky como Piña pretenden establecer una ley que abarque la obra emariana en su conjunto, para lo cual remiten el concepto de totalidad al de «escritura autobiográfica totalizante»12 o a la concentración en los géneros biográfico y epistolar (Piña). En la misma perspectiva, pero señalando los alcances narratológicos, Lizama sostiene que la obra emariana está marcada por un anhelo de reconstrucción de la vida propia y de todas las vidas, afán de totalidad que tiene su expresión en

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el hecho de que el narrador emariano multiplique los detalles y expanda infinitamente las descripciones, de forma que el discurso narrativo se hace multidireccional y termina por revelar el mundo entero. En otro de sus trabajos, Lizama13 (2001) plantea nuevamente el tema de la totalidad, siguiendo explícitamente a Piña. Lo interesante, para mí, es que Lizama no se detiene en el recurso autobiográfico, sino que extiende el alcance del anhelo de totalidad no sólo a la manera emariana de narrar, sino también a una percepción orgánica y holística de la vida. Específicamente, Lizama propone que al concebirse el mundo como una unidad tanto indivisible como dinámica, «los componentes del universo, desde el nivel macrofísico al microfísico, no son ‘cosas’, sino correlaciones de cosas que, a su vez, son correlaciones de otras cosas y así sucesivamente».14 En síntesis, el universo es un conjunto unificado de una red compleja de relaciones entre sus diferentes partes. Como mostraré a continuación, el narrador emariano se hace cargo de esta complejidad, de allí que no pueda dejar de seguir esta red de relaciones cuyo centro sería el suceso narrado. Conviene revisar, entonces, lo que Emar plantea en el artículo «Frente a los objetos», que apareció en 1935 en el magazine Todo el mundo en síntesis. La idea dominante de este texto es el recurso del desdoblamiento como actitud que permite percibir el mundo. El yo se desdobla en alguien ‘que actúa’ y en alguien ‘que observa al que actúa’. Ante los ojos de este observador, el mundo aparece compuesto como un binomio, el mundo de la separatividad y el de la unidad. En primera instancia, el tiempo se percibe fraccionado por los objetos, pero dado que éstos se tienden lazos relacionales, dejan de ser entidades discretas y pasan a ser un ‘signo simbólico’ que sirve de punto de apoyo para la totalidad. Los objetos percibidos individualmente, con abstracción del entorno y de las relaciones, constituyen ‘aislamientos absolutos’, lo que se desmiente por la percepción de algo que los ronda y que hace percibir la unidad. Me parece que esto último es lo que ocurre en Ayer, en los momentos en que el protagonista y su mujer visitan el zoológico. La visión de las catorce leonas se le antoja al protagonista la visión de un organismo, cuyo mecanismo no puede desentrañar, pero que expresa así: «Catorce leonas movidas ocultamente por un resorte oculto movido por el león».15 La relación entre esta fórmula encontrada por el protagonista y el sentido de la totalidad y unidad queda aún más claro cuando las leonas clavan los ojos

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en ambos personajes en un silencio que parece «absoluto». Algo semejante ocurrirá cuando los monos obnubilados por el sol entonarán un canto monocorde, al que los personajes unen sus voces, momento al que le sigue la misma percepción de lo absoluto: «seguimos embelesados, absortos, hasta el punto más allá del cual no hay música ni sonidos aislados, individuales diría, como eran los nuestros, pues todo, toda existencia era una sola y absoluta música».16 Al presentar «Frente a los objetos», Lizama17 sostiene que éste habría sido uno de los ‘laboratorios’ de Umbral, pero esto no sería todo, ya que también en Diez se perciben sus alcances. Al respecto, Lizama ve en estos cuentos que los hechos narrados incitan y son el punto de partida de las agudas cavilaciones que caracterizan al narrador emariano; como resultado, el discurso se extiende en direcciones múltiples y –diría yo– en distintas intensidades, de manera que el narrador accede a una entrevisión del tejido de fuerzas que configuran la vida. En efecto, esta multidireccionalidad discursiva se asocia al rasgo de presentar una cadena interminable de relaciones posibles de narrar, una de cuyas textualizaciones encontramos en la novela Ayer, cuando el protagonista se propone aprehender la entidad «gordo». En dicho intento, el pensamiento del narrador caerá de pronto en la pelusa del pantalón y de allí pasará al bolsillo, de éste al chaleco, de éste a la panza y de ésta, de nuevo, al gordo. ¿Pero cómo pasar del gordo al hombre? El personaje dice perderse en el todo, todo en relación al cual «el gordo no es».18 Cito: «El panzón agarrado a este aire polvoriento que se agarra de los muros, que se agarran del edificio entero. Edificio que puede existir únicamente porque hay donde existir y lo hay porque rueda la Tierra junto al sol, porque el sol es respecto a las constelaciones que son porque son respecto al cosmos, que es [...]».19 Por su constancia, este rasgo puede vincularse con un designio narrativo, el de la abarcabilidad de la unidad entendida como totalidad. Se trata de un aspecto inherente al hecho de narrar, tal como se le presentaba a Emar, según lo que leemos en el texto «Oye», incorporado en Umbral, Segundo Pilar, «El canto del chiquillo»: Tendré que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerme ahora sobre una misma línea, una línea recta en lo posible, recta cuanto se pueda a lo largo de este relato. Verdadero esfuerzo para no escaparme a derecha o izquierda. Porque

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la esencia misma del relato es la escapada permanente hacia todos lados, todos los puntos, todo lo que es. Y la voluntad mía: reunir cuantas escapadas haya sobre una línea de continuidad lógica y –¡ojalá!– dentro de un solo globo que todo lo encierre en unidad.20

«El globo», por su funcionalidad, puede equipararse al «punto», en la medida en que ambos expresan la medida de la unidad-totalidad. En la novela Ayer, la primera mención al «punto» aparece cuando el narrador explica por qué no logra aprehender al gordo, por qué todo se diluye alrededor de éste en un torbellino interminable: «Y yo parto en persecución de un punto, uno solo, el último, que se me escabulle siempre por mi tamaño y el suyo».21 En un punto también se revelará al personaje la gran verdad que ha guiado volitivamente toda su peregrinación. Un punto que reproduce el agujero del urinario, de tal manera inaprensible que, luego, será imposible de reproducir para contar a la mujer en qué había consistido: «Un punto ínfimo, seguramente de tamaño tan ínfimo como corresponde a la pequeñez del tiempo mencionado, del trozo entre el agujero de la derecha y el inferior, fue para mí como el espejo por donde el tiempo se me reflejó y por donde me circuló sin mí. Fue el puntito único, minúsculo, luminoso que se me descorrió».22 «El punto» como unidad espacial encuentra su paralelo en el «segundo» como noción temporal. Esta relación de confluencia queda explícita en Ayer cuando el personaje recuerda el instante en que se produjo la revelación: «Pues bien, ayer por la noche, en los urinarios de la Taberna de los Descalzos, vino el fenómeno mismo, fue visto, lo vi, sentí y penetré a través de aquel millonésimo de puntito en aquel millonésimo de segundo».23 De esta manera, se observa bien cómo las formas cerradas circulares (el globo, por ejemplo) no sólo son fuente de circulación de la vida, sino que la energía así movilizada y desplazada de un punto a otro de la trama puede bien constituirse ella misma en «la vida concentrada en un punto», como se dice en «Maldito gato». La «fenomenología de lo redondo»24 de Emar se nutre de figuras geométricas y volúmenes, porque éstas proveen imágenes elaboradas y convencionales, hechas a escala humana a manera de ‘construcción simbólica’, y que pueden competir con la geometría cósmica, como la pelota de tenis en el cuento «El unicornio», que sirve para testificar la redondez de la Tierra.

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Esto nos lleva a otras premisas implícitas que se juegan entre los absolutos de las teorías y los relativismos que ellas promueven si enfocan, como lo hacen, el delicado problema de la totalidad y la unidad, uno de los temas emarianos por excelencia. En última instancia, la figura que se forma por medio de tres factores se resuelve en el círculo, que es en el hermetismo la imagen de Dios en tanto unidad- totalidad, es decir, «el círculo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna» (Corpus hermeticum).25 Si de imitar a Dios se trata, la figura debe incorporar un mecanismo que lo haga vibrar, de allí la idea de la circulación que completa la construcción en una dinamia que se asemeja a la vida, tal como lo percibe el protagonista de «Maldito gato»: «ya entonces pudo la vida, no sólo llegar, no sólo pasar, sino que circular, circular así: yo, él, ella; él, ella, yo; ella, yo, él... circular, circular siempre, circular definitivamente, al lado, al espejo de la otra».26 Entre totalidad y unidad, una realidad en fuga: hacia la poética emariana Recordemos ahora otra cita de la novela Ayer que permite, más claramente que ninguna, vincular la cuestión del equilibrio al problema de la poética emariana. Es el momento en que el protagonista conversa con el pintor Rubén de Loa: [. . .] Pero ello no quita que parte de los rojos al ser sacados de aquí, quede ociosa. Tú dirás, pequeña parte; yo, gran parte. Como sea, estamos de acuerdo con la existencia de esa parte. Y esa parte ociosa, colgadas ya las telas en un muro de exposición, empezará a buscar un objetivo, a rondar, a tratar de emplearse, a mortificar a cuantos ojos se posen sobre ella, a crear el yerro, a implantar el malentendido, a tender un velo de desconcierto entre los espectadores y las doce telas. Y va a resultar, mi buen amigo, que nadie va a entender palabra y que todos van a salir de allí con una engorrosa sensación de sin sentido. [. . .] –¿Qué espectadores? [. . .] [. . .] Tú quieres decir que saldrán con los ojos desorbitados por el sin sentido..., ¿sabes quiénes? Esperé. Rubén de Loa exclamó: –¡Los burgueses!27

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Si alguno de los discursos de los textos de Emar me parece metapoético es éste recién citado, porque explicita el carácter posible y proyectivamente informe de una obra construida según la teoría del equilibrio, si al cambiar las condiciones de ese cuarto factor innombrado que es la totalidad,28 uno de los elementos cae en el vacío. El vacío es aquí un aspecto del plano físico de la obra, pero en un plano contextual, el vacío es el sin sentido. No otra cosa ocurrió con la obra de Emar y éste lo sabía: su sistema es autosuficiente porque se explica y se sostiene a sí mismo, en tres mundos, en el del arte, en el del hermetismo y en el de la especulación científica. Pero los burgueses no viven allí, viven en un mundo cotidiano para el cual la obra emariana resultaba cifrada herméticamente, es decir que esta obra no era autosuficiente respecto de las condiciones de lectura de un mundo ajeno a sus referentes. Entre la obra y el mundo real se interponían mediaciones demasiado herméticas. En la cita se expresa también un factor que hasta ahora sólo he mostrado parcialmente: el factor del «desparramo», como dice frecuentemente el personaje emariano –lo que llamo el leitmotiv de la fuga–, que se explica al concebir la figura como un sistema orgánico y dinámico, donde las partes no se relacionan con el todo de manera unívoca, lo que transforma la configuración en una totalidad distinta. Cualquiera sea la forma en que ésta cambie, ya sea por articulaciones distintas de los factores y fuerzas, ya sea porque algo ha cambiado en el todo, esto produce un desequilibrio, cuya máxima expresión es la fuga del elemento que ha quedado «ocioso» o de otros factores que aparecen para ocupar momentáneamente el lugar de aquél. La válvula de escape que Emar introduce a veces en las figuras es un mecanismo inherente al cuerpo formado, por donde éste respira; la fuga, en cambio, es la aniquilación de toda forma. Digamos, para mayor claridad, que el sistema es tan inestable que en cualquier momento alguno de los factores se desequilibra y provoca el derrumbe, al caer al vacío o al sin sentido de lo que no tiene forma. Encontramos también en Ayer una manifestación precisa del motivo de la fuga: recordemos que el protagonista, intentando comprender la teoría del pintor Rubén de Loa, evoca sus paseos por la avenida Benedicto XX y el «marcado desasosiego»29 que siente al contemplar a las muchachas vestidas de rojo que por allí pasan, sentimiento que se explica así: «Había la percepción directa de esos rojos, sexuales y candentes, entre todos, por llevar dentro formas de muchachitas tiernas, y no había la percepción de

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los correspondientes verdes que los sosegaran, que los metieran dentro de un plácido equilibrio. Eso era. Y por eso yo, al verlas alejarse, sentía cómo me desequilibraba y me caía a los infiernos». En esta novela, la primera mención al «desparramo» se produce cuando el pintor Rubén de Loa discute con el protagonista la forma en que armonizarían el rojo y el verde. Recuérdese que el gran temor de éste es que el rojo ‘caiga’ y que la «ociosidad» del verde pueda ocasionar otro derrame de color. Específicamente, el narrador, que reflexiona sobre la relación entre la gente y las vidrieras, sostiene que de no existir éstas, «la humanidad entera se desparramaría hacia los cuatro puntos cardinales».30 Por cierto que este pensamiento hiperbólico, lo es más al tratarse de referentes mínimos. Ya se ha visto que la pretensión emariana de alcanzar la unidad, aunque ambiciosa, se representa siempre a través de precarios elementos: el león, la única nota que entonan los monos, la panza del gordo, las vidrieras.31 La imagen final de la novela, del hombre que intenta apresar su propio cuerpo en el dibujo de su silueta se explica por el mismo temor a la dilución.32 Cito: «[. . .] el cuerpo se me aflojó. Temí luego que llegara a hacerse semisólido y que pudiera, con la misma consistencia y la implacabilidad de un río de lava, desparramarse por ambos lados sobre las sábanas hacia los bordes de la cama».33 Pero la mejor expresión de este temor al «desparramo» y la consiguiente necesidad de cerrar las figuras se encuentra en «Maldito gato», momentos antes de trazar el triángulo, como se ve en la siguiente cita: ¿Pasan? ¡Aún no! Porque, de pasar por ellas se irían, se irían para siempre, se desvanecerían en el infinito, pues la figura no ha sido cerrada todavía y, al no haberlo sido, deja en cada uno de sus extremos dos puertas, dos bocas abiertas hacia la infinitamente nada. Y la vida hay que cerrarla, encerrarla, limitarla, dibujarla. De lo contrario, el mundo todo, el cosmos, convergería precipitándose hacia el imán de estas dos líneas, y una mitad se pulverizaría de la pulga para allá y de la otra de mi punto para acá. Y nada subsistiría en nada.34

No debe olvidarse aquí que una de las divisas fundamentales del ocultismo es reproducir en el iniciado la cosmogonía por la cual el universo ha pasado de las tinieblas a la luz o, lo que es lo mismo, del caos al cosmos. En este contexto, no es extraño, entonces, que el proyecto emariano consista en restablecer en su universo narrativo el proceso por el cual un personaje logra

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compensar las fuerzas dispersas en un artefacto o máquina de equilibrio que dé a este mundo la apariencia de cosmos ordenado. Lo que prueban estos ejercicios es justamente que, debido a la tendencia entrópica del universo, y pese a la consoladora ‘ilusión’ ocultista, el mundo no es un cosmos o, si lo es, ello no garantiza en absoluto la felicidad de sus habitantes. De allí que la búsqueda existencial del personaje se formalice como la búsqueda de un destino personal, esto es, de una finalidad en relación con el sistema todo, lo que equivale a decir, una funcionalidad. Es el descubrimiento de una función que cumplir en el equilibrio del mundo, la causa de la vida y, por ende, la negación del absurdo. Como se observa, estamos frente a un elaborado y complejo sistema en que la teoría pitagórico-geométrica del equilibrio, poética y práctica narrativa son los componentes cuya relación hay que trazar. Para ello, es posible retrotraerse a los artículos y notas de arte, publicados en el diario La Nación, donde Emar explicitó algunas de sus preferencias estéticas. He aquí una de esas notas, de fines de abril de 1923, titulada «Cubismo», y en la que Emar se refiere al aporte que hizo Paul Cézanne a la pintura al incorporar los conceptos de equilibrio y construcción. A partir de allí, Emar procede a citar a algunos teóricos del movimiento, como a Maurice Raynal, quien compara la pintura cubista con la física moderna, ya que para ambas disciplinas lo que debe fijarse es una ley de las relaciones entre los elementos. El segundo teórico citado es Leonce Rosenberg, para quien el Cubismo tiende a lo constante y a lo absoluto, pues desdeña lo particular y la anécdota. La última cita es la más larga, completa y explícita en cuanto al aspecto que ahora reviso, la de Gino Severini, en la que éste parte definiendo el arte y la belleza como «el arte de la armonía». Para el autor, hay dos modos de realizar esta armonía, uno de los cuales consiste en la reconstrucción del universo «por la estética del número y por el espíritu», modo de realización que caracteriza el arte clásico. He aquí las conclusiones de Severini, según la cita que hace Emar: La obra de arte debe ser Eurítmica; es decir que cada uno de sus elementos debe estar ligado al todo por una relación constante que satisfaga ciertas leyes. Esta armonía viviente podría llamarse: equilibrio de relaciones, pues así el equilibrio no es como hoy día se comprende: un resultado de igualdades o de simetrías, sino que resulta de una relación de números o de proporciones geométricas que constituyen una simetría por equivalentes.

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Esta estética está de acuerdo con las leyes con que nuestro espíritu ha comprendido y explicado el universo desde Pitágoras y Platón. Por ello, sabemos que todo en la creación es rítmico según las leyes del número, y gracias a estas leyes únicamente, nos es permitido volver a crear, reconstruir equivalentes del equilibrio y de la armonía universales. El fin de las artes puede ser definido así: reconstruir el universo según las mismas leyes que lo rigen.35

Es cierto que no es difícil verse inducido por esta nota a pensar, como Patricio Varetto,36 que Emar habría intentado «dar forma en la prosa, [...] narrativizar quizá, la teoría cubista de la obra de arte».37 No obstante, prefiero ver el aspecto de la obra eurítmica en Emar como un hecho que tiene su desarrollo propio y particular, dado que, por un lado, es uno de los aspectos de naturaleza conceptual y práctica que forma parte del sistema narrativo emariano. De hecho, en la nota de arte del 16 de julio de 1924, titulada «Moi, je pensé», Emar se refiere a la literatura en términos parecidos a los que usan los teóricos del cubismo para referirse a la pintura. En esta nota, Emar está tratando el problema de la función de la literatura, respecto de la cual señala que en lugar de usar la literatura, el escritor se doblega a un ideal de medida, de proporción y de ritmo, lo que en definitiva «eleva» el espíritu de los lectores. Lo que Emar llama «un arte de las palabras» debe regirse por sus propias leyes, las que consisten en una «justa proporción, justa construcción».38 Más adelante, en la nota del 6 de agosto de 1924, «Al arte lo que es del arte», Emar reclama que el arte sea juzgado como se juzga una obra científica, por su «serenidad y exactitud», alegando que éstas son las «razones del arte».39 Por otro lado, Emar veía y vivía el arte como una disciplina que incluía diversas prácticas, entre las cuales existía continuidad. Véase en la siguiente cita de «Pilogramas», nota de arte del 9 de octubre de 1924, cómo se refiere Emar al cubismo y al arte: Waldemar George ha escrito: El cubismo es un fin en sí, una síntesis constructiva, un hecho artístico, independiente de las contingencias exteriores, un lenguaje autónomo y no un medio de representación. Decir esto del cubismo, es limitar la cuestión. Así es toda la pintura, toda la escultura.

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La gente lo comprende para la arquitectura y para la música. ¡Felices los músicos y arquitectos! Pero no lo comprenden –ignoro por qué– en la pintura, escultura y poesía. Tanto peor para pintores, escultores y poetas. Esta incomprensión no hará cambiar de rumbo a los que verdaderamente sienten su arte.40

En síntesis, decir que Emar era cubista sería «limitar la cuestión». Lo importante parece ser que Emar crea una obra narrativa como si ésta fuera una figura geométrica, es decir, un trazado de signos (cifras), líneas rectas y curvas, que funciona como un artefacto o máquina de equilibrio, que a su vez es un complejo sistema energético-vital que compite con el universo creado. De esta manera, el personaje es un ser limitado en su existencia inmanente, ya que constituye un punto aislado y único (el problema de la unidad), pero ensamblado por algún mecanismo (¿un número?) con otros seres en la geometría social (el problema de la totalidad). Finalmente, dejo planteadas dos reflexiones emarianas sobre el oficio escritural, una de Umbral, sobre la cual Pedro Lastra41 ya llamó la atención, y otra del 11 de febrero de 1963, proveniente de una carta de Emar a su hija Carmen: Escribir es deformar; lo deformado pasa a ser una serie de símbolos. Leer es por lo tanto descifrar.42 Ya sé muy bien, Moroña, lo que usted me dice del despego de cuanto nos rodea. Cada día progreso un poco más en este sentido. ¿La publicación de lo que escribo? No pienso jamás en ella. ¿Lo que se diría y lo que alegarían todos al leerme? Tampoco pienso pues yo tengo un sentido muy diferente del trabajo: el trabajo es de por sí y es totalmente ajeno a nosotros; uno lo que hace es ir acercándose a él y traducir lo que ve a su lado.43

En una y otra cita lo que se observa es una concepción del arte como un oficio por el cual uno se acerca a algo (¿el mundo? ¿las ideas? ¿una experiencia?) que requiere ser expresado en un lenguaje que descifre sus claves, pero que a la vez lo vuelva a cifrar. Extraña tarea la de este «traductor» que lejos de poner a nuestro alcance su saber, de hablar en una ‘lengua común’, confiesa que lo que ha hecho es deformar y que, por lo tanto, debemos traducirlo a él.

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Pablo Palacio y su Vida del ahorcado. Novela subjetiva La geometría del cubo Si en la obra de Juan Emar vemos la necesidad de cerrar las formas para combatir el infinito del tiempo y del espacio, y de agarrarse al punto en que todo se condensa antes de salir expulsados de una Tierra que no nos contiene absolutamente, en Vida del ahorcado de Pablo Palacio nos encontramos con un similar temor a vivir en un espacio vacío que también por infinito ha sido poblado de figuras geométricas que pretendiendo englobar al ser humano no hacen más que demostrar la precariedad de esta organización del mundo. Dicho de otra manera, si a Juan Emar todo encierro que los sistemas humano-sociales han inventado le parece insuficiente para contener la vida del hombre, dado que ésta es un sistema energético regido por un movimiento inexorable, el hombre no puede contentarse con luchar contra él o, peor aún, huir de él, debe, por lo tanto, lograr cerrar las figuras de modo que efectivamente lo contengan y lo sostengan afirmado en un punto donde la finitud sea posible y el mundo, por lo tanto, vivible. Para Palacio, en cambio, el hombre no puede dejar de ser una medida finita, a riesgo de tener que convertirse en un muerto, por eso se vive ahorcado desde siempre o no importa desde cuándo se nace ahorcado, pendiendo y oscilando, suspendido en una línea, porque no se puede escapar del movimiento infinito. De hecho, si la novela es circular y puede volver a empezar en la misma línea inicial, sería justamente para afirmar la imposibilidad de toda forma cerrada. Pero veamos el detalle del planteamiento. En primer término, y en esta lectura que realizo, habría que entender la insistencia del protagonista en señalar «el límite es lo mío», menos como la afirmación de una preferencia que como la aceptación de su destino en tanto ser humano. Por cierto, la propuesta anterior no rechaza la visualización de una preferencia, sino que intenta graduar su alcance: «El límite es lo mío», quiere decir tanto que si soy un hombre soy una medida, como que dado que soy una medida deseo vivirme en tanto tal. Aquí podemos retrotraernos a dos pasajes de la novela; en ambos se manifiesta un temor a ser sobrepasado en el límite: me refiero a, primero, el rechazo del contacto amoroso cuando éste parece exceder la medida diferenciadora de los cuerpos, de ahí la insistencia del protagonista en nombrar «lo mío» y distanciarse así de ‘lo tuyo’ o lo de ‘otro’. Recordemos la expresión exacta: «Pero,

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por qué te has colocado en lo mío?».44 La unidad semántica que constituyen hombre y medida, se expresa claramente en estas palabras de la novela: «He perdido la medida: ya no soy un hombre: soy un muerto».45 Siguiendo esta lectura, es posible interpretar el infanticidio también como una cuestión de límites. En efecto, si recordamos el momento preciso en que éste ocurre, no se podrá pasar por alto el hecho de que Andrés Farinango está explicando a su hijo la cuestión de los límites geográficonacionales: la Tierra es una pelota –le dice– donde se han dibujado figuras, que son «ataduras» y que son países. Le parece, entonces, que su hijo no entiende, pues como el bebé que es, está sujeto al mundo sólo por el llanto y la angustia de animal abandonado; su falta de entendimiento lo convierte en una cosa –ya antes le ha dicho «cosilla gelatinosa», «juguete de goma». Es el momento en que quiere estrechar a su hijo entre sus brazos, a primera vista, para protegerlo, pero muy probablemente, dado el pasaje que sigue, titulado «Canto a la esperanza», para liberarlo de las ataduras. Se observa, entonces, que si vivir es asumir los límites y al morir se pierde la medida, la muerte aparece como la única salvaguardia respecto de los límites. La muerte no es entonces un estado nuevo de finitud, al menos, no es así como se formula el asunto, sino más bien, es una liberación respecto de todo aquello con lo que está organizada la vida en sociedad: cubo-casaciudad, figura-atadura-país. Si con el infanticidio bruscamente se hizo el día, con el «Canto a la esperanza», donde se nos dice que «Hay que desatar al hombre»,46 por primera vez se ve la luz y se derrota la oscuridad. Pero este es el otro aspecto que debemos tratar. En segundo lugar, entonces, debemos retrotraernos a un pasaje bastante comentado de la novela, aquel en que Andrés señala «tengo miedo de las tinieblas».47 Lo que importa aquí es que si ponemos en paralelo esta confesión con esta otra, «tengo miedo del campo; el límite, el límite es lo mío»48 podemos observar que el rasgo que comparten «tinieblas» y «campo» es su vastedad, es decir, su insondable-ilimitada extensión. En la primera cita, Andrés se refiere a las tinieblas como si éstas fueran un denso espacio informe, equiparable al vacío y a la nada, esa nada que intenta explicarle al hijo enunciándola como: «la nada es algo inmenso... no. La nada es nada que nunca termina. [...]».49 Puede entonces hacerse una serie de términos convergentes para nombrar la infinitud que desasosiega: tinieblas, noche, oscuridad, campo, hueco negro, vacío, nada, remolino, y oponerla a la serie que nombra lo finito: cubo, línea, cuadrado, límite, medida, figura,

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atadura, y, en última instancia, luz. En efecto, la luz no aparece como una extensión inconmensurable, porque se le nombra metonímicamente como lámpara, en dos ocasiones: en la primera, en el «Canto a la esperanza», Andrés se encuentra en el campo sumido en la oscuridad de la noche hasta que se enciende «la gran lámpara», lo que le da fuerzas para volver a la ciudad, y enunciar «¡Oh júbilo, ya sé lo que es la esperanza!».50 En la segunda, Andrés está colgado «en el centro de su viejo cubo, colgante como una lámpara».51 No es extraño, desde este punto de vista, que la novela termine incitando a su relectura circular y calificando la última figura que se ha trazado como «tal era su iluminado alucinamiento».52 La figura que Andrés dibuja con su cuerpo colgante es la de una lámpara humana susceptible de volver a encenderse a medida que se relea la novela y el ciclo de vida-muerte-vida vuelva a comenzar. Revisemos esto. Si hemos dicho que la vastedad de lo oscuro señala a éste como espacio vacío y al vacío como espacio infinito, mientras el ser humano, en tanto animal social, es pura medida, la vida del ahorcado se convierte en una señal lumínica que junto con poblar el vacío y multiplicar su infinitud, se constituye en marca o señal de la vida-muerte del ser humano en el ciclo de la vida cósmica. Así, la lámpara apagada que es el hombre ahorcado está señalizando el complejo vida-muerte como luz en el caos tenebroso de la ciudad cúbica, oponiendo al infinito del tiempo y del espacio vital totalizante, lo finito-infinito de la vida del hombre en la Tierra, a la manera de un péndulo que repite la rotación del círculo terrestre. La cuestión sociopolítica que aparece de manera nítida en la novela la veo, en el marco de mi lectura, como un planteamiento del lugar equívoco, oscilante y medido de la clase media elevado a condición humana, vale decir que Andrés, si quiere autorrepresentarse como individuo de la clase media, ha escogido como única posibilidad de «salto» el vaivén de una oscilación que no por alienante deja de reproducir y, con ello, señalar, la alienación –que parece infinita– del mundo, como si se preguntara si hay algo más alienante o alucinado que rotar sin fin dentro de una «pelota» que a su vez rota en el espacio del vacío cósmico. Recordemos el pasaje pertinente: Quería explicaros que soy un proletario pequeño-burgués [...] He aquí un producto de las oscuras contradicciones capitalistas que está en la mitad de los mundos antiguo y nuevo, en esa suspensión del aliento, en ese

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vacío que hay entre lo estable y el desbarajuste de lo mismo. Tú también estás ahí, pero tienes un gran miedo de confesarlo porque uno de estos días deberás dar el salto y no sabes si vas a caer de éste o del otro lado del remolino.53

Puede entenderse así, por qué bajo el título de «Revolución» la conciencia ordenadora del texto ha comenzado por decir, «Pesas, pesas tanto»54 y ha continuado exhortando a saltar sobre la balanza para inclinar el platillo que corresponde a los «monigotes». No obstante esta evidente figuración de la transformación social como cuestión de equidad y equilibrio, la propuesta de Palacio excede la temática social-política, pues aunque podamos considerar la fuerte dimensión política de la novela, habría que concebir ésta como un cuestionamiento amplio de la organización del mundo e incluso de la vida en la Tierra, cuestionamiento que se hace patente al revisar la geometría que rige el organismo social. Cito del capítulo alegórico-paródico «La rebelión del bosque»: Aquí estoy colgado en el bosque, en uno de estos hermosos bosques de la ciudad, cercados, amurallados y enrejados como las cárceles. Mano geométrica del hombre, que tantas cosas buenas hace, con líneas tan bonitas y tan bien medidas. Hemos dicho aquí: hágase el verde, y el verde ha sido hecho y hemos trazado una línea para el verde; [...] Hombre, amor, geometría, árbol, garabato.55

Lo que quiero demostrar aquí es que la figuración geométrica es sistemática en la novela y obedece a una interpretación sociopolítica que deviene existencial sobre cómo esos organismos vivientes que llamamos ciudades han sido diseñados geométricamente para ordenar el caos de los objetos y de los seres, a imagen y semejanza de cómo el creador ordenó el universo. Por eso no es arbitrario que Andrés figure su estado de tranquilidad en el encuentro amoroso con la imagen de un volumen: Por eso yo también estoy lleno, con la tranquilidad del mueble fino que tiene todas sus superficies lisas y sus junturas cabales, justas y completas. ¿Ves, ves que yo me he comparado con un mueble fino?56

Si seguimos esta figuración, veremos cómo para Andrés el recuerdo de Ana «es un volumen»57 y cómo en el capítulo de la disección del cadáver lo

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que va a celebrar Andrés es la pérdida de la dimensión estable y consciente de lo físico, cuando refiriéndose al estado de cadáver señala, por una parte, que a éste «Ya no le importan sus líneas angulosas y perfiladas» y, por otra, «¡Qué hermosa la línea del cuello combado! [...] En esa posición muerta está santificando la actitud espasmódica del mundo».58 De la misma manera, cuando Ana es amada merece la atención, metonímicamente expresada, sobre las líneas curvas de su cuerpo: labios, párpados;59 «sus ojos, sus labios, sus ojos».60 Claramente, entonces, son las líneas curvas las que recogen el espíritu de vitalidad del mundo, aun en el caso del cadáver, de allí la preeminencia del cuello y la garganta, depósito de la angustia que parece intrínseca a la existencia, porque sólo lo curvo puede llenarse y contener. Incluso la versión negativa de lo curvo, «la barriguita redonda» del señor alcalde, aparece en el contexto de la presencia de la angustia vital, al igual que el pecho de la niña rubia que amenaza con estallar. En definitiva, esto también es congruente con la concepción del ser como alguien que «come, odia y ama»61 y de la muerte como «dejar de comer, de odiar, de amar»,62 como le dice Andrés a su hijo, cuando le enseña lo que es el mundo. Dimensión metanovelesca La dimensión metanovelesca se hace patente al considerar la propia novela como ese espacio vacío que hay que habitar y poblar de signos, especie de tómbola o remolino donde se han dispersado fragmentos que luego hay que poner a girar. Lo curioso es que una vez puesta a girar, parece querer conservarse el orden de las partes. Lo que revela su condición de ciclo vital es justamente esta necesidad de no releer desde cualquier punto, si bien, ya el orden de los fragmentos en el interior de la novela adolece de cierta arbitrariedad que no hace más que subrayar la infinitud de lo humano como problema cósmico, lo que tiene también su reverso posible, la infinitud de lo cósmico como problema humano. El proyecto de Palacio en Vida del ahorcado, me parece, por consiguiente, es poner en juego la oposición entre la geometría del mundo tal como está, cuadriculada y voluminosa, la geometría alucinada, pero también iluminada, de quien se sabe oscilante y vacilante entre dos temores: el del espacio abierto infinito, vacío y tenebroso, espacio por construir y por marcar, y el de la medida geométrica del ser. La exhortación del capítulo en

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que la voz ordenadora del texto invita a los señores burgueses y a los señores proletarios, no puede ser más decisiva en relación a realizar un precario gesto humano de poner luz, es decir, una línea de corte, en las tinieblas del caos: «Anda, levántate, enciende algo, que estás retardando el equilibrio definitivo del mundo».63 Entre cubo y campana, se escoge ser el péndulo, un hombre ahorcado. Una última cita de la novela nos permitirá percibir con patente claridad la concordancia en la concepción artístico-novelesca de nuestros dos autores: ¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea? El problema del arte es un problema de traslados. Descomposición y ordenación de formas, de sonidos y de pensamientos. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda sólo el poder de babosearlas. ¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?64

«Babosear» o volver a crear (como diría Huidobro), es decir, recrear, o «traducir», como dice Emar, son todas formulaciones equivalentes para nombrar una práctica literaria que tomando la creación (el universo) como modelo –aunque no necesariamente como referente– cumple con el ideal creacionista huidobriano de no imitar a la naturaleza, sino su fuerza creadora.65 El mundo del arte parece ser un escenario de la disputa entre las formas creadas (por Dios) y las (de)formaciones creadas por los artistas. Notas Las vanguardias chilena y ecuatoriana siguen un itinerario similar, a mi parecer, aunque un poco desplazado en las fechas. La chilena empieza a instaurarse polémicamente desde los años 1910 hasta inicios de 1920, alcanza plena vigencia desde 1922, aproximadamente, y hasta la primera mitad de 1930 (1935 especialmente), vigencia no exenta de polémica, y sufre un repliegue más o menos forzado frente a la arremetida de la tendencia realista en la segunda mitad de 1930, específicamente en 1938. Como se observa, en términos de fechas coincido sobre todo con Schwartz (1991), quien propone los años 1914-1938 como demarcadores de la vanguardia latinoamericana. Para la periodización de la vanguardia ecuatoriana, sigo a Humberto E. Robles (2006), quien determina las fechas de 1918-1934, pasando por tres etapas: 1918-1924: «Presencia y recepción polémica de la noción de vanguardia»; 1925-1929: «Descrédito y desplazamiento de la noción de vanguardia»; y 19301934: «Rezago y descarte de la noción de vanguardia». 1

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La obra narrativa de Juan Emar y de Pablo Palacio son, en la vanguardia chilena y en la ecuatoriana, respectivamente, las menos estudiadas en su tiempo, y su relevancia en la modificación de la práctica narrativa comienza a ser aquilatada esporádicamente en los años 70 y sistemáticamente a partir de los 90 del siglo xx. 2 Las primeras ediciones de Ayer y de Diez son de Zig-Zag, 1935, y Ercilla, 1937, respectivamente. Por razones de disponibilidad, trabajo con las terceras ediciones de cada texto: la de Ayer es de Ediciones Lom, 1998, y la de Diez es de Editorial Universitaria, 1997. Para este trabajo, me apoyaré en otros textos de Emar que señalaré en su momento. He desarrollado un trabajo detallado de lo geométrico en Diez de Juan Emar en mi tesis para optar al grado de doctora en literatura, titulada «Diez de Juan Emar y la tétrada pitagórica: iniciación al simbolismo hermético», del año 2004. Un resumen de ésta, de título homónimo, puede leerse en la revista de la Universidad Católica de Chile, Taller de Letras, No. 35, Santiago, 2005, pp. 149-166. 3 Trabajo con el texto de la novela de Palacio editado bajo el título general de Obras completas, Edición crítica, estudio introductorio y notas de María del Carmen Fernández, Colección Antares, vol. 141, Quito, Libresa, 1997, pp. 209-273. 4 J. Emar, Ayer, Santiago, ediciones Lom, 1998, pp. 34-35. 5 Umbral es la última novela escrita por Juan Emar y se considera su gran obra. Por decisión de su autor, sólo cuenta con ediciones póstumas, la primera fue parcial, pues contenía el primer volumen, data de 1977 y se debe a la iniciativa editorial realizada en Buenos Aires por Carlos Lolhé; la segunda está completa, es decir que consta de los cinco volúmenes dejados por Emar, es de 1996 y se debe a la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (dibam) de la Biblioteca Nacional de Chile. 6 J. Emar, Umbral, Santiago, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Biblioteca Nacional de Chile, 1996, p. 7. 7 Ibíd., p. 8. 8 «Torcuato» es el nombre de una obra que Emar dejó en calidad de manuscrito, la que data de 1917. Cartas a Carmen, por su parte, es el título de la edición de la correspondencia entre Emar y su hija Carmen, realizada por Pablo Brodsky. 9 Pablo Brodsky, comp. [1994?], Antología esencial de Juan Emar, prólogo de Brodsky, Dolmen, 1994. 10 Carlos Piña, «El delirio biográfico de Juan Emar», Taller de Letras, No. 26, 1998. 11 Patricio Lizama, «’Frente a los objetos’: Fragmento de Juan Emar», Taller de Letras No. 26, Universidad Católica de Chile, 1998, pp. 137-141. 12 P. Brodsky, Antología esencial de Juan Emar, p. 8. 13 Patricio Lizama, «Emar y el deseo de otra esencia para la vida», Paréntesis, 8 (marzo 2001). 14 Ibíd., p. 29. 15 J. Emar, Ayer, p. 15. 16 Ibíd., p. 19. 17 Patricio Lizama, «’Frente a los objetos’: Fragmento de Juan Emar», Taller de Letras, No. 26, Universidad Católica de Chile, 1998, pp. 137-141. 18 J. Emar, 1998, p. 53.

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Ibíd., p. 52. Ibíd., p. 1130. 21 Ibíd., p. 53. 22 Ibíd., p. 84. 23 Ibíd., p. 86. 24 Cfr., G. Bachelard, 1991. 25 Esta expresión es comúnmente atribuida a Pascal, como lo hace, por ejemplo, Edgar Alan Poe en su Eureka. Para su genealogía, puede consultarse Borges, «La esfera de Pascal» y «Pascal» (Otras inquisiciones), así como el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora, art. esfera. 26 J. Emar, Diez, Santiago, Editorial Universitaria, 1997, p. 52. 27 J. Emar, Ayer, p. 79. 28 El número cuatro y su equivalente geométrico, el cuadrado, así como el número diez y su equivalente, el círculo, no son nunca expresados literalmente en los textos de Emar. No obstante, los protagonistas suelen tener preferencia por la cifra catorce, como se manifiesta en la novela Un año y en el cuento «El unicornio». Recuérdese que en Ayer, las leonas del zoológico son 14. Dentro de mi lectura, esta preferencia podría explicarse por ser el catorce la suma de cuatro más diez. El cuatro y el diez son las dos cifras claves de la tétrada pitagórica, donde 1+2+3+4 =10. 29 Ibíd., p. 38. 30 Ibíd., p. 57. 31 Como se observa, al poner estos factores en conjunto, la enumeración recuerda el concepto de heterotopía tal como lo explica Michel Foucault (1966) en el prefacio a su Las palabras y las cosas (Les mots et les choses). 32 Ibíd. 33 Ibíd., p. 97. 34 J. Emar, Diez, p. 52. 35 Juan Emar, Notas de Arte: (Jean Emar en La Nación: 1923-1927), Estudio y recopilación de Patricio Lizama, Santiago, Ril editores/Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2003, p. 55. 36 Patricio Varetto, «Emar, la tradición literaria y los otros a través de ‘Un Año’», Pluma y Pincel No. 165, 1996. 37 Ibíd., p. 37. 38 J. Emar, Notas de arte…, 2003, p. 121. 39 Ibíd., p. 127. Hay que reconocer que no sólo la obra emariana sino también la de Huidobro es susceptible de ser interpretada a la luz de la teoría cubista, como lo demuestra para el caso de este último, Estrella Busto Ogden en su El creacionismo de Vicente Huidobro en sus relaciones con la estética cubista. Se trata de una vía de análisis que tiene su propio rendimiento, sin embargo, mi interés es investigar el sistema poético emariano en su valor intrínseco, que aun coincidiendo en algunos aspectos con otros sistemas, explica la singularidad de Emar en las letras nacionales y continentales, y esto incluso dentro del mismo movimiento vanguardista. 40 Ibíd., p. 139. 19 20

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Lastra, Pedro, «Nota Preliminar», Umbral por Juan Emar, Santiago, Biblioteca Nacional, x-xv, 1996. 42 J. Emar, Umbral, p. xiv. 43 P. Brodsky, edit., Cartas a Carmen. Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yánez (1955-1963), prólogo, selección y notas de Brodsky, Santiago, Cuarto propio, 1998, p. 80. 44 P. Palacio, Obras completas, p. 237. 45 Ibíd., p. 248. 46 Ibíd., p. 258. 47 P. Palacio, Obras completas, p. 235. 48 Ibíd., p. 241. 49 Ibíd., p. 256. 50 Ibíd., p. 259. 51 Ibíd., p. 272. 52 Ibíd., p. 273. 53 Ibíd., p. 213. 54 Ibíd., p. 222. 55 Ibíd., p. 243. 56 Ibíd., p. 237. 57 Ibíd., p. 252. 58 Ibíd., p. 226. 59 Ibíd., p. 229. 60 Ibíd., p. 230. 61 Ibíd., p. 256. 62 Ibíd., p. 258. 63 Ibíd., p. 214. 64 P. Palacio, Obras completas, p. 222. 65 Cfr. Manifiesto «Non Serviam». 41

Bibliografía Borges, Jorge Luis, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974. Brodsky, Pablo, comp. [1994?], Antología esencial de Juan Emar, prólogo de Brodsky, Dolmen, [1994]. –– edit., Cartas a Carmen. Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yánez (19551963), prólogo, selección y notas de Brodsky, Santiago, Cuarto propio, 1998. Emar, Juan, Ayer, Santiago, Ediciones Lom, 1998, 3a. ed. ––, Diez, 1997, Santiago, Editorial Universitaria, 1997, 3a. ed. ––, Umbral, 5 vols., Santiago, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (dibam), Biblioteca Nacional de Chile, 1996.

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––, Notas de Arte: (Juan Emar en La Nación: 1923-1927), Estudio y recopilación de Patricio Lizama, Santiago, Ril editores/Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2003. Foucault, Michel, Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, Paris, Minuit, 1996. Lastra, Pedro, «Nota Preliminar», Umbral por Juan Emar, Santiago, Biblioteca Nacional, x-xv, 1996. Lizama, Patricio, «‘Frente a los objetos’: Fragmento de Juan Emar», Taller de Letras No. 26, Universidad Católica de Chile, 1998, pp. 137-141. ––, «Cartas a Carmen (Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yáñez, 19571963)», Inti, Revista de Literatura Hispánica, No. 51, primavera 2000. ––, «Emar y el deseo de otra esencia para la vida», Paréntesis No. 8, marzo 2001. Palacio, Pablo, Obras completas, Edición crítica, estudio introductorio y notas de María del Carmen Fernández, Colección Antares, vol. 141, Quito, Libresa, 1997. Piña, Carlos, «El delirio biográfico de Juan Emar», Taller de Letras, No. 26, 1998. Robles, Humberto E., La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción, trayectoria, documentos (1918-1934), Quito, Corporación Editora Nacional/Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, 2006, 2a. ed. Rubio, Cecilia, «Diez de Juan Emar y la tétrada pitagórica: iniciación al simbolismo hermético», Taller de Letras No. 35, Universidad Católica de Chile, 2005. Schwartz, Jorge, Las vanguardias latinoamericanas: textos programáticos y críticos, Madrid, Cátedra, 1991. Varetto, Patricio, «Emar, la tradición literaria y los otros a través de ‘Un Año’», Pluma y Pincel No. 165, 1996. Wallace, «Cavilaciones de Juan Emar», Tesis de Licenciatura en Humanidades, Santiago, Universidad de Chile, 1993.

Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia Celene García Ávila Universidad Nacional Autónoma de México

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ilberto Owen incursionó en la novela vanguardista en 1925 con La llama fría y en 1928 con Novela como nube. Pablo Palacio escribió Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932). En este trabajo propongo un ejercicio de lectura para comparar estas cuatro obras. Si bien no hay noticia de que el ecuatoriano y el mexicano se hayan conocido personalmente, es justo decir que compartieron problemas y atmósferas similares por ser latinoamericanos y viajeros de la misma época. Además, hay entre ambos ciertos aspectos comunes referentes a sus respectivas biografías, lo cual bien puede predisponer ciertas semejanzas en la sensibilidad irónica y el humor anticonvencional. El ejercicio de comparar las obras narrativas de Palacio y de Owen puede ampliar la perspectiva acerca de cómo se manifestaron las vanguardias en nuestros respectivos países durante las décadas de los años 1920 y 1930. Biografía: puntos en común Si la vida de Pablo Palacio casi se convirtió en leyenda, Gilberto Owen parece empeñarse en dejar en su propia obra rastros de la leyenda de su vida, sin terminar de contarla cabalmente. Ambos escritores experimentaron en su infancia la orfandad y el estigma social de haber sido «hijos ilegítimos». Si Pablo Palacio rechazó a su padre cuando éste trató de reconocerlo demasiado tarde, Owen parece no haberse curado nunca de la nostalgia de la pérdida del padre, supuestamente muerto, el gambusino rubio que venía de Irlanda. Si Palacio rechaza el apellido «Costa» de su padre y emplea orgullosamente el de su madre (Angelina Palacio), Owen, por su parte, se debate entre el empleo del apellido Estrada, con el cual lo registró su madre tanto civilmente como en el acta de bautismo, y el

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mítico «Owen» del padre al cual parece haber conocido sólo por medio de un retrato.1 Gilberto Owen (mayo 1904-1952) no padeció de locura como Pablo Palacio (1906-1947), pero sí cayó en un alcoholismo fulminante y padeció ceguera en la etapa final de su vida. Ambos escritores vivieron corta pero intensamente. Otro aspecto común a ambos es el ejercicio de la labor periodística, la traducción y el pronunciamiento público acerca de los conflictos políticos y sociales de la época. Ha quedado prácticamente inédita la prosa periodística de Gilberto Owen en su etapa colombiana.2 Desde el 1 de julio de 1928, Gilberto Owen trabaja para el servicio exterior de México. En un principio, se desempeña como auxiliar del consulado mexicano en algunas ciudades norteamericanas; el 6 de abril de 1931 recibe el aviso de viajar a Lima, como encargado del consulado correspondiente, del cual toma posesión el 27 de julio de 1931. Pero, acusada de intervenir en asuntos internos, la legación de México en Perú se traslada a Panamá el 12 de mayo de 1932, mientras «el escribiente Gilberto Owen» fungía como encargado. A partir de estas fechas puede constatarse la fuerte simpatía que Owen desarrolló por el pensamiento de izquierda (cabe señalar que no se ha valorado hasta el momento la importancia de este hecho en su obra).3 Owen confiesa que en su juventud se interesó –junto con Jorge Cuesta– en estos asuntos: «Juntos leímos, por ejemplo, El capital. A mí me dio un sarampión marxista que me duró algunos años y que fue álgido durante las jornadas del APRA en Lima, causantes de mi bien ganada destitución».4 Durante ese periodo conoció a su amigo Luis Alberto Sánchez y al mismo Víctor Raúl Haya de la Torre,5 fundador del APRA. Sin embargo, las prosas periodísticas bogotanas de El Tiempo comprueban que el «sarampión marxista» le duró a Owen largo rato. Por cierto, el mexicano hizo escala en Guayaquil, ciudad a la que fue destinado a mediados de 1932 y en la cual siguió defendiendo la causa peruana. Pero las labores institucionales no eran compatibles con las causas políticas de vanguardia y, por lo tanto, Owen fue destituido en 1932 del cargo consular. Por testimonio del mismo Owen, se puede determinar que su grado de participación en las causas socialistas fue muy activo; confiesa en una carta a Alfonso Reyes: «Me alegra que quedó perfectamente establecido, en ideario y plan de acción, el Partido Socialista Ecuatoriano, que dirige nuestro amigo Benjamín Carrión,6 y agrega que también en Colombia defendía la causa aprista desde los periódicos.7 En ese mismo año, Pablo Palacio es nombrado Subsecretario de Educación por Benja-

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mín Carrión, Ministro de Educación del gobierno presidido por Alberto Guerrero Martínez. Ambos escritores tuvieron como amigo común a Benjamín Carrión, pero eso no indica que se hayan conocido uno al otro. Como prueba de que Gilberto Owen estuvo en Quito en 1932, se cuenta con el valioso rescate de la correspondencia entre el mexicano y el ecuatoriano Benjamín Carrión.8 Tanto Palacio como Owen se sumaron a la utopía comunista que cautivó a muchos intelectuales que se encontraban en plena creatividad a finales de los años veinte y durante las décadas de los treinta y cuarenta. No hace falta mencionar la filiación de Pablo Palacio al Partido Socialista Ecuatoriano desde 1926, año de su fundación: sabido es de sobra su compromiso con las causas justas. Hay que subrayar, también, que ninguno de estos dos escritores se dejó seducir por el canto de sirenas del poder. A pesar de que Owen estuvo muy cerca del presidente Eduardo Santos y del gabinete liberal que llegó a la presidencia de Colombia a finales de los años treinta (Ernesto Santos había sido el director de El Tiempo y fungió como el benefactor de Owen cuando éste llegó a Bogotá), nunca más se inmiscuyó en asuntos que tuvieran que ver con la institucionalidad gubernamental (aun si ésta la detentaran los liberales). En tanto que, si bien Pablo Palacio tuvo toda la disposición para colaborar con su país desde el puesto público de Subsecretario de Educación, su gestión fue breve porque el mandato de Velasco Ibarra provocó una revuelta social en Ecuador; Palacio prefería su cátedra universitaria de profesor de Historia de la filosofía, el ejercicio del periodismo y el cultivo de su obra literaria. Ambos terminaron por reconocer los límites de su participación como escritores en la sociedad y parecen haberse desencantado de las agrupaciones políticas de izquierda, lo cual no significa que hayan dejado de lado sus ideales; al contrario, eligieron, para defender sus puntos de vista, la plataforma individual del periodismo.9 La novela de vanguardia: un estilo irreverente donde encarna el vacío Si lo expuesto hasta aquí fuera poco para señalar similitudes, habría que estudiar las novelas sui generis que ambos escribieron, tratando, muy probablemente, de aproximarse a los experimentos en prosa que autores europeos (André Breton, Henry Michaux, Max Jacob), norteamericanos (Gertrude Stein, William Carlos Williams) y algunos hispanoamericanos

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(Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Julio Garmendia, Macedonio Fernández, Martín Adán) ofrecían a sus lectores. Además, considero necesario seguir insistiendo en el hecho de que en América Latina los movimientos de vanguardia «se cocinaron» de manera particular; se puede afirmar que entre la vanguardia política de izquierda y la vanguardia literaria que subvertía formas y cánones tradicionales no hay, necesariamente, barreras infranqueables. Humberto E. Robles comenta al respecto, tomando en consideración la obra de Icaza y Palacio: «Ambos reflejan una sociedad en crisis. Así que ya no es posible separarlos diciendo, e.g., que uno tiende más hacia la experiencia urbana y el otro hacia la agraria; tampoco que al uno le interesó lo subjetivo y al otro lo colectivo».10 Owen y Palacio serían dos ejemplos de mesura y de búsqueda estéticas, pues aunque influidos por el surrealismo, entre otras tendencias vanguardistas, se acercaron críticamente a los movimientos europeos. Y aunque se manifestaron como socialistas convencidos, se cuidaron mucho de confundir la militancia con la literatura. Estetas comprometidos, simpatizantes críticos de la izquierda. El cuestionamiento a los nacionalismos a ultranza, así como a los gobiernos injustos e ineficaces o a la moral caduca, se manifiesta en estos dos autores al mismo tiempo en la revolución de las formas, en la mezcla de tipos genéricos, en la polifonía de voces narrativas y en la fragmentariedad de los textos. Parece ser la prosa el mejor medio para la conjunción de ambos intereses. Sin embargo, ni Palacio ni Owen caen en la tentación del texto panfletario, por lo cual hay que buscar las críticas al orden social (sea en el ámbito político o moral) en la sutileza de la trama, desdibujada a propósito y centrada con insistencia en la vida interior de los personajes. Si se toma en cuenta que las cuatro novelas fueron escritas y publicadas entre los años de 1924 y 1932, no puede pasarse por alto el hecho de que durante ese periodo Breton había ya lanzado dos manifiestos. En el primero (1924) explica uno de los «Secretos del arte mágico surrealista» en la sección «Para escribir falsas novelas», donde recomienda para este propósito: «cambiar la aguja pasándola de ‘Tiempo estable’ a ‘Acción’, y se habrá realizado el truco». En cuanto a los personajes, comenta el jefe del suprarrealismo que tienen «una apariencia bastante desorbitada»; asegura, además, que cuando la reflexión, la observación y las facultades de generalización fallen, ellos te prestarán mil intenciones que nunca tuviste». Como resultado de la autonomía del personaje, se llegará a un «desenlace emocionante

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u optimista que te importa poco». Considerando dichos consejos, «tu falsa novela imitará maravillosamente una novela verdadera».11 Si bien era imposible no tener noticia de las ideas de Breton sobre el arte de escribir falsas novelas, tampoco se puede afirmar que los hispanoamericanos Palacio y Owen simplemente trataban de imitar los experimentos vanguardistas de moda en Europa. Botones de muestra hay muchos, pero puede recurrirse en este momento a la reseña de Nadja (1928), de André Breton, escrita por Jaime Torres Bodet para Contemporáneos, la cual bien podría titularse «la monotonía de lo extraordinario». Esta reseña puede entenderse como una crítica al procedimiento de la «coincidencia» que se privilegia en la novela del francés frente a una noción más bien clásica de composición artística, defendida por el reseñista: «frente a esta manía de convertirlo todo en milagro, la actitud artística viene a ser la de convertir, a su vez, todo milagro en transparencia, en aire mismo de nuestra respiración».12 Tanto en Palacio como en Owen hay una necesidad que, empleando una metáfora, calificaré de «omnívora» y que parece subordinarse únicamente al gusto literario de cada escritor. Para Owen es esencial, por ejemplo, el André Gide de Les nourritures terrestres (primera edición en 1897, reediciones de la época aparecieron en 1921 y en 1927). También están los precedentes de Ulysses, de James Joyce, en la narrativa (1922), así como The Waste Land (1922), de T. S, Eliot, en la poesía. En estos textos como en muchos otros que se publicaron durante las décadas de los veinte y treinta en el siglo xx (Virginia Woolf, William Faulkner, Jean Cocteau, etc.), hay una necesidad por discutir las convenciones acerca de cómo debería escribirse una narración, de modo que los escritores se dieron a la tarea de innovar el discurso narrativo en todos sus aspectos. Una de las críticas más fuertes que pueden inferirse de las cuatro novelas es la condición de la vaciedad del hombre del siglo xx, pues la experiencia del vacío está relacionada con la incompatibilidad entre los deseos individuales y las condiciones de vida que impone la sociedad. Débora es la historia del Teniente, un personaje que no termina de estar bien delineado, que contrasta con los personajes de las novelas realistas. Aquí, como en las novelas de Owen, el personaje principal se refugia en la ensoñación y se aparta de la acción. El Teniente, como Ernesto (personaje central de Novela como nube), es un personaje anodino, quien, temeroso de su fracaso ante las mujeres, va en busca de opciones fáciles, primero con prostitutas y luego intenta seducir a una vecina. En el fragmento «Barrios

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bajos», el teniente recuerda algunos detalles de sus visitas a dichos lugares; y hacia el final del texto se presentan reflexiones más generales sobre la imposibilidad del amor y de la bondad, a propósito de los «niños, arrojados como trapos; dormidos, con la piel sucia al aire»: Hijo de la habitación trajinada; hija de la agencia humana: tu madre te echará a la calle. Serás ladrón o prostituta. De hambre te roerás tus propias carnes. Algún día te acorralará la rabia, y, no teniendo cosa más brutal que hacer, vomitarás sobre el mundo tus desechos. Estará bien que devuelvas el préstamo usurario: deyección de una deyección, que es como el monto en las operaciones de contabilidad.13

Vida del ahorcado indica en el subtítulo «novela subjetiva» la naturaleza de los hechos relatados. Destaca la composición fragmentaria y el cambio de voces, así como la inestabilidad en la voz del narrador. En este texto también se desvanecen las fronteras supuestamente definidas de lo que pertenece a la realidad y lo que ocurre en la imaginación del personaje; hay una necesidad de explorar los deseos y los instintos, en contraste con las exigencias sociales. El «cubo» oprime y cuando el personaje sale a pasear al campo con su amada, tampoco halla el descanso que busca. A la manera de un diario, Andrés Farinango deja abiertas las páginas de su intimidad, y, entre ellas, se encuentran algunas afirmaciones respecto de la desventajosa situación del «chiquitito país» donde se ubica la acción. Es esta novela la que más explícitamente se manifiesta en contra de la explotación y de la injusticia; para ello se recurre con frecuencia a la ironía o a la violencia, ya sea verbal o visual; además, este tema se trata como una crítica también a los intelectuales y artistas aliados al poder. El segmento «Hambre» es una muestra clara de dichos procedimientos: El Gobierno de la República ha mandado insertar en los grandes rotativos del mundo esta convocatoria escrita en concurso por sus más bellos poetas: ¡Atención! Subasta pública Atención, capitalistas del mundo: El Chimborazo está en pública subasta. Lo daremos al mejor postor y se admiten ofertas en metálico o en tierra plana como permuta. Vamos a deshacernos de esta joya porque tenemos necesidades urgentes: nuestros súbditos están con

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hambre, por más que tengan promontorios a la ventana. Hoy es el Chimborazo, mañana será el Carihuairazo y el Corazón; después el Altar, el Illiniza, el Pichincha. ¡Queremos tierra plana para sembrar caña de azúcar y cacao! ¡Queremos tierra para pintarle caminos!14

En La llama fría el narrador-personaje regresa a su pueblo a buscar a Ernestina, una muchacha de la cual estaba enamorado en el pasado, pero sus recuerdos no coinciden con lo que encuentra a su retorno; precisamente el desajuste entre el recuerdo, las expectativas de la imaginación y lo que el personaje encuentra sirven como asunto para reflexionar y para exponer las introspecciones del personaje, más que para crear una trama cronológica. En La llama fría el tema del hijo pródigo que regresa a su pueblo de visita es central, porque los hechos se desdoblan en el desajuste de lo que recuerda el personaje de su pasado y lo que va encontrando; el narradorprotagonista cuenta cómo se ha transformado y se enfrenta a sí mismo con los elementos del paisaje: «Me detengo un punto, algo ruborizado, al comprobar que, ahora, no me acoge el menor temblor, no estoy ya melancólico [...] Es indudable que, sin darme cuenta he crecido un poco».15 La llama fría es un texto ensimismado entre el punto de vista del narrador personaje respecto de un pasado, ubicado diez años antes del momento de la enunciación presente, en el cual se subraya la distancia respecto de la vida provinciana: Me animo a tomarla del brazo, mistificador, para que crean los vecinos que nos amamos; pero es indudable que aquí nos conocen demasiado y no olvidan nuestras edades respectivas. Las muchachas de aquellos días pasean ahora su prole y su grasa, con ese contoneo gallináceo de las matronas, vestidas con un mal gusto imponderable.16

La «farsa romántica» se desarrolla también en Novela como nube, que consta de dos partes: «Ixión en la tierra» e «Ixión en el Olimpo», cada una de trece fragmentos (el número no es accidental, sino que pertenece a la simbología personal de la obra oweniana); el título está motivado por el mito clásico. Néfele, la Hera falsa hecha de nubes es, en el texto de Owen, su propia novela, que se parece a las verdaderas; ésta es la opinión de Florence Olivier: «El novelista, por su parte, al igual que Zeus remedando a Hera en la nube, remeda una novela en la nube. ¿Todopoderoso?

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Sí, sólo que para el remedo».17 Ixión, además de quebrantar las normas, carece de decoro; el personaje se muestra ingrato y soberbio, por eso su condena es infinita. El texto de Owen es nube porque la mayor parte de las acciones está sujeta al azar del recuerdo, la memoria o la imaginación, a la manera de Proust.18 En la lírica epístola que Gilberto Owen dirige a Benjamín Carrión, se juega con el motivo de la nube, con sus cualidades sensibles y se subraya su carácter contradictorio de no tener una forma («nube monstruosa») o de tenerlas todas (esta capacidad para la metamorfosis es el «deber de la nube»): «Se nos repite demasiado nuestro deber de ser inteligentes. Se nos encarcela en una nube en forma de ciudad […] Nosotros pensamos y a nuestro tacto nada nuevo se ofrece, porque todos los senos tienen en una nube el mismo contorno alguna vez, y alguna vez ningún contorno». Pese a que la carta es posterior a Novela…, considero que las ideas desarrolladas sobre el motivo de la nube son pertinentes para relacionarlas con el tema de la metamorfosis, parodiado en Novela al representar en Ernesto a un Ixión moderno.19 Los atrevimientos de Ernesto –el personaje principal– fracasan tanto como los de Ixión, pero son menos audaces porque el héroe del siglo xx es más nimio y abúlico que el de la antigüedad. Owen inscribe en el título un señalamiento acerca del tipo de discurso literario que presenta: una novela que se desvanece como nube, o que se conglomera en fragmentos. También en Novela como nube, hay una multiplicación de espacios interiores que dejan de coincidir con los lugares reconocibles en la realidad; Ernesto se obsesiona por recuperar sus recuerdos y los incorpora con cierta angustia a su situación presente: «al despertar, queda abrumado por el peso de tantos recuerdos de su sueño, más grávidos aún por el desorden, que los hace apretarle, desequilibradamente, en sólo algunos trechos de su memoria». Si en La llama fría la trama es intimista –si bien con puntos de vista irónicos que tienen como finalidad desenfocar los hechos, apartarse de ellos para percibir una mirada autocrítica– en Novela… se nota, en cambio, que en la trama, intimista también, hay una necesidad de subversión más fuerte, llevada a cabo en distintos planos. Por una parte, se multiplica el procedimiento narrativo de alterar las «tramas mitológicas» tradicionales (se adaptan, se modifican; se juega con ellas) al cual recurrió anteriormente Owen, pues en La llama fría, se habla de Ernestina como una sirena envejecida y sin voz, así como de un Odiseo inútilmente atado al mástil de la balsa, ajeno a la escucha de cantos inexistentes. Por otra parte, la crítica a la vida provinciana en

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Pachuca, donde está la casa del tío de Ernesto, Enrique, es más directa y ácida.20 Por ejemplo: «En las escuelas de Pachuca, ¡qué fácil será entender que la tierra es redonda! Pero no cóncava sino convexa, y que la naranja lo es, vista desde adentro, la otra mitad del cielo».21 O bien: «Los literatos locales sollozan: –¡Ay, cómo ahoga este ambiente, ay! Y esos señores de bigote que abundan en las provincias hacen de la plaza municipal la vitrina de un expendio de postizos–.22 Por último, se manifiesta abiertamente el repudio a la moral provinciana, por su hipocresía y excesos. En el segmento «20, la víctima», se habla de la necesidad de ubicar los hechos de la trama mitológica prestada de Novela… en esa «ciudad agria» como ninguna («Si yo conociera un paisaje más austero, más aún del cubismo, me habría ido allá a pensar mi novela»).23 Se explica la austeridad recurriendo a la presencia de los cíclopes, «unos hombres fuertes, alegres y violentos. Vienen del Real. Bajan del monte a beberse los licores de los de Pachuca, y cargan de paso con sus mujeres».24 La tolerancia frente a esta situación se califica como comprensible por «legal e hipócrita»25 y correspondiente al ambiente y a la época. Se ridiculiza también el celo en el cuidado de las mujeres; Ernesto cortejaba a Elena con un balcón de por medio y, por lo tanto, sólo podía platicar con ella, que tenía un interés enciclopédico: «Pero estaba sumamente alta para hacer diccionarios con éxito. Cuando iba en la B se casó, y no con el de afuera, sino con otro que llegó por dentro, como Dios manda».26 Es decir, Elena se casó con el tío Enrique. A manera de conclusión acerca de este recorrido en el cual traté de analizar el tipo de conflictos que viven los personajes de las cuatro novelas –al enfrentarse como individuos a las exigencias sociales del mundo–, se puede afirmar que todos los personajes centrales optan por algún tipo de fuga o refugio: el sueño, el recuerdo, la escritura, la ensoñación, el privilegio de la subjetividad; todos apuestan por una especie de «renuncia a los datos exactos del mundo por buscar los datos exactos del trasmundo».27 Del Teniente se dice: «Y la primacía del sueño sobre sus actos le inutilizaba, le debilitaba como un baño caliente».28 En la obras de Palacio, los temas de contenido social (la pobreza, la política, la economía) están presentes de manera explícita. En tanto que Owen se muestra más precavido y solamente discute por medio de sus personajes el asunto de la moral, tiende a hacer reflexiones más relacionadas con el arte, pero también lleva a cabo una disección de la vida provinciana que rechaza por estrecha. Sin embargo, a partir de la

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década de 1930, Owen comparte el ideal de aspirar a una vida más justa y se vuelve simpatizante del pensamiento de izquierda, tal como se comprende al leer la prosa periodística de su etapa colombiana. Palacio también explora los espacios suburbanos, el barrio, y aprovecha para describir críticamente, en Débora, dos bandos de la sociedad ecuatoriana de su ficción: «los gemebundos son los legítimamente heridos. Viejos fieles a lo viejo»; «los neogemebundos son los revolucionarios, del lápiz o de la pluma. Han hecho malabares con las palabras o han torcido las líneas, pero sobre la base de los recuerdos».29 En cuanto al empleo del lenguaje y de las técnicas narrativas, ambos se preocupan por lograr un estilo poético, unas transiciones sorpresivas y una visión de conjunto fragmentaria y compleja. Para una poética de la novela-antinovela (subjetiva-como nube-guillotinada) Tanto Palacio como Owen reflexionan en sus ficciones sobre el arte de hacer antinovelas, o falsas novelas como proponía Breton en su primer manifiesto. En el cuento «Novela guillotinada», el narrador explica con qué elementos de la cotidianidad burguesa va a escribir su novela, truncada al final por el propio creador, pues pareciera que el héroe no da para más. En el título mismo de Novela… y Vida… hay algo trunco, una impotencia, un vacío, la contradictoria vivencia de estar no estando. La misma sensación de mediocridad que se desenvuelve en Vida del ahorcado está en el fondo de la novela-nube de Owen con el mito de Ixión vuelto a contar, pero también en La llama fría y en Débora se representa a los protagonistas como seres con una alta conciencia del ridículo. Es decir, los personajes no destacan por su excepcionalidad, sino por su necesidad de viajar al interior. La frase que se presenta en «Grito familiar», de Vida…, podría explicar, en su conjunto, el sumergimiento en la subjetividad que se hace necesario en estas ficciones, pues frente a la decepción, frente a la incapacidad de hallarse en el mundo, se emprende una defensa de lo individual: «Tu ternura, tus pasiones, tus actos, son tuyos. ¡Ay del que quiera limitarte el dominio de lo único que tienes! ¡Ay!».30 Además, en estos cuatro textos, los respectivos narradores tienen cuidado de marcar sus diferencias respecto de lo relatado, incluso cuando se trata de un narrador-personaje, como en La llama fría; en este caso hay un

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distanciamiento respecto de sí mismo, en el pasado y en el momento de la enunciación: «Monologamos, conversando a solas con nuestro egoísmo; ya no la invitación al viaje; ¿qué niebla londinense me impediría ver siempre su rostro [el de Ernestina] enrojecido?».31 En Novela como nube se insiste: Ya he notado, caballeros, que mi personaje sólo tiene ojos y memoria; aun recordando sólo sabe ver. Comprendo que debiera inventarle una psicología y prestarle mi voz. ¡Ah!, y urdir, también, una trama, no prestármela mitológica. ¿Por qué no, mejor, intercalar aquí cuentos obscenos, sabiéndolos yo muy divertidos? Es que sólo pretendo dibujar un fantoche». Sin embargo, no os vayáis tan pronto, los ojos, de este libro. A mí me ha sucedió esta cosa extraordinaria:»32

En el diario de Andrés Farinango se lee: «Yo estaba en ausencia. Estaba ahí y no estaba. Esperaba algo y no esperaba nada. Una pasión crecía en mí y yo luchaba por cegarla. Soy mi enemigo».33 Y un poco más adelante, se describe al personaje con cierto menosprecio: «Estás hecho un estúpido, Andrés […] Andrés, borriquito».34 Para el narrador de Débora, el Teniente es un ser chato y corriente; por lo tanto, la historia que va a contar se debate entre «el vacío de la vulgaridad y la tragedia de la genialidad», ser ridículo o ser martirizado. Finalmente, se toma una determinación al respecto: A los geniales se les atraganta el momento genial como el bolo a los atragantados. Es por esto que eres vulgar. Uno de esos pocos maniquíes de hombre hechos a base de papel y letras de molde, que no tienen ideas, que no van sino como una sombra por la vida: eres teniente y nada más. […] Edgardo, héroe de novela, martirizado por la perpetuidad de las evocaciones, alguna vez amanecerá colgado a la ventana del gregarismo, finalizada por la escala de seda del desprecio. Sólo quedará el fantoche, huyendo cada vez más, sediento de la revelación.35

Dentro de las tramas de estas narraciones se abren paréntesis para analizar los propósitos que se persiguen y las razones de elegir formas de narrar que atentan contra la tradición. Se explica en Novela…: «el determinismo quiere, en mis novelas, la evolución de la nada al hombre, pasando por el fantoche. La escala al revés me repugna».36 La mirada crítica del narrador sobre sus personajes (aun si el personaje es él mismo) parece indicar que los autores tomaron muy en cuenta la sugerencia de Breton para crear los

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personajes de las falsas novelas (en el Primer manifiesto del surrealismo): tendrán «un número limitado de características físicas y morales»; en cuanto a la actitud del creador, el líder surrealista pensaba que el autor no estaba obligado a ocuparse de la «línea de conducta» que eligiera el personaje, quien debería actuar de manera un tanto caprichosa, como los verbos de forma impersonal de la gramática francesa. Por otra parte, se propone el carácter incompleto de la historia relatada. Dice Palacio: «He aquí la novela guillotinada. Un curioso profundizará su ojo con el microscopio para buscar en los muñones que deja el corta frío las cristalizaciones romboidales».37 En Débora, el narrador se metamorfosea en distintas voces y presenta su historia no como un camino definido sino como una trama que se podría ir componiendo con distintas posibilidades, de modo que la historia misma está en marcha. A ratos, el narrador se detiene y reflexiona acerca de las posibles encrucijadas que podría tomar su relato; se burla así de la corriente realista que proporciona una falsa ilusión de orden: «La novela se derrite en la pereza y quisiera fustigarla para que salte, grite, dé corcoveos, llene de actividad los cuerpos fláccidos; mas con esto me pondría a literaturizar. Estas páginas desfilan como hombres encorvados que han fumado opio». Luego agrega: «La novela realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría a nadie».38 Para Palacio, los relatos realistas son un embuste. Un concepto similar acerca de lo verídico se encuentra en Novela…, en la cual se afirma respecto de uno de los relatos de Ernesto «tenía demasiada ilación para ser verídico. No era siquiera verosímil».39 En Débora se aclara aún más esta oposición a la representación tradicionalmente llamada realista; para ello, se recurre al concepto de orden: «el orden está fuera de la realidad, visiblemente comprendido dentro de los límites del artificio».40 Dicha idea se reafirma en Vida…: «El problema del arte es un problema de traslados. Descomposición y ordenamiento de formas, de sonidos y de pensamientos. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda sólo el poder de babosearlas».41 Así, la acción de crear pierde su halo de originalidad. En «Reencarnaciones» se dice que: «Después de su muerte, el poeta Armando, que en vida había sido un príncipe de las delicadezas, reencarnó su espíritu exquisito en el equipo basto de un alazán de pocos ánimos»; en consecuencia, fuese por la acción de las espuelas del «animal del dueño» o por el «largo pico» de un «estremecido colibrí»,42 al poeta se le hunde,

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espolea, pica, succiona. Quizá aquí se critica el hecho de concebir el arte como una actividad exquisita, refinada o superior. Podría entenderse que la acción de crear está muy cercana a la belleza del cadáver que mira el disecador, a quien le es posible reorganizar la «belleza descuidada y donosa»: «Se puede hacer de él lo que en vida no pudo hacer de sí mismo».43 Parece subrayarse, desde este punto de vista, la impotencia que conlleva el acto de la creación pura. Que lo único posible sea «babosear» las cosas, quizá aluda a un desencanto o a una resignación. Hay, en todo caso, una intención de desacralizar el arte por medio de propuestas irreverentes con la tradición. Se reconoce en las ideas vertidas en las antinovelas de Palacio y de Owen los propósitos de algunos movimientos de vanguardia como el suprarrealismo, que defendía la creación de ficciones compuestas por medio de la yuxtaposición de tiempos, espacios y acciones; la fragmentariedad narrativa y la ruptura de la causalidad; se argumentaba que la realidad estaba más cerca de este aparente caos que del bien organizado universo de la típica narrativa realista. En sus dos novelas, Owen pone en entredicho las fronteras de la vigilia y del sueño, de la realidad y de la imaginación, del presente y del recuerdo. En las conversaciones en monólogo de La llama fría, el narrador personaje recomienda: «Hay que volverse un poco caracol, Ernestina, y estarse oyendo las voces de adentro, las palabras insensatas y eternas que se aprendieron en otros mundos y que los sordos no nos perdonan».44 Sin embargo, el mismo narrador personaje insiste en la imposibilidad de hacer coincidir ese mundo interior, donde el recuerdo juega un papel fundamental, con los hechos que se le presentan como una disonancia en el presente, como la misma distorsión que hay entre el rostro y la máscara. En este texto hay también una subversión mitológica: Odiseo es el narrador-personaje y Ernestina una sirena sin voz que no cumple su función en la trama; torpe y envejecida, se la traga una ballena.45 Palacio logra exponer con claridad la razón por la cual esta nueva forma de narrar es indispensable y natural. En Débora se recuerda una estancia del teniente en San Marcos, y se dice que ahí son comprensibles las narraciones realistas (novelas) porque todo parece tener más armonía: «Pero si acaeció el zarpazo de la economía se tendrá la colérica imagen de hombres escuálidos, de hombres de caras amargadas por el egoísmo, celos y rabia; se oirá el gutural ruido: ‘¡pan!’, ‘¡pan!’».46 Distorsión, molécula disociada, monólogo, descomposición, succión, muñones, guillotinar, truncar, derretir, difuminar, corcoveos, refugio

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engañoso como en el cine, eclecticismo, rompecabezas (como el botellón donde observa Ernesto a una mujer), retratos desenfocados, vistas cinematográficas, recuerdos, sueños, ilusiones: así se expresa esta estética del fragmento y de la discontinuidad; la mutilación como condición inmediata de lo perceptible, acciones y objetos en un estado caótico, dinámico. Es posible interpretar estas novelas como auténticos manifiestos de vanguardia, aunque habría que aclarar que predican con el ejemplo; y lo que llega a decirse a manera de programa no se queda como una exhortación, sino que se muestra, se hace. La poética de dichos textos se desarrolla paralela a la creación del estilo y de la composición como una aproximación a lo disociable. Pudiera parecer que el contraste entre lo urbano y lo rural o, más específicamente, lo semiurbano, presente en las cuatro novelas vanguardistas, es un elemento accesorio, mera circunstancia para ubicar a los personajes. Es posible afirmar que tanto Owen como Palacio, habitantes en su infancia y adolescencia de ciudades de provincia, sabían del abismo entre el pueblo y la capital. En los cuatro textos los protagonistas parecen no encontrar el espacio adecuado en el cual sentirse a gusto; la frase «no se hallan» explicaría con toda claridad ese desasosiego que parece contribuir a la personalidad fragmentada de los personajes. Y así como se ama y se odia la provincia, con esa mirada crítica, con la experiencia de saberse adentro y, al mismo tiempo, afuera del paisaje suburbano, estos escritores hispanoamericanos enfrentan las tendencias literarias europeas, con esa misma agudeza irónica se revisan las literaturas y las historias nacionales. No hay ingenuidad estética en estos dos escritores al enfrentar los movimientos novedosos provenientes de otras latitudes, pero tampoco complacencia respecto de la raíz hispánica-híbrida: hay «un mariposeo ecléctico», como se dice en Novela…. Algunos temas se quedan en el tintero, como la proximidad de las novelas vanguardistas de estos autores con el discurso poético y con el cinematográfico, presentes de un modo u otro en los cuatro textos brevemente comentados. También hay semejanzas en el tema del amor, del deseo y de la presencia femenina en la vida de los personajes; hay una especie de letargo al respecto; se subraya el muro que crece a veces entre los sexos contrarios que monologan.

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Notas Las pruebas acerca de que Owen era hijo ilegítimo salieron a la luz en los años noventa, con la consulta del expediente de inscripción al Instituto Científico y Literario de Gilberto Owen en el Archivo de la Universidad Autónoma del Estado de México. Antes de esta fecha, no se había dado a conocer que Owen no tenía ningún documento oficial en el cual apareciera registrado con ese apellido, pues tanto en su acta de nacimiento como en su fe de bautismo se lee «Gilberto Estrada». Owen dijo a algunos de sus amigos que había nacido en 1905 (Véase Inés Arredondo, «Apuntes para una biografía», Revista de Bellas Artes, No. 8, 1982, pp. 4348. En una carta a Xavier Villaurrutia dice haber nacido en 1904 (p. 263). En «Bitácora de febrero», el poeta asegura: «Todos los días 4 son domingos / porque los Owen nacen ese día» (Sindbad el varado, «Día cuatro, almanaque», p. 71). En su acta de nacimiento se signa la fecha: «Queda registrado á fojas 86 [...] el nacimiento del niño Gilberto Estrada, ocurrido en esta ciudad [Rosario, Sinaloa] el día 13 del corriente mes á las dos de la mañana». El registro se llevó a cabo el 26 de mayo de 1904. (Archivo de la Universidad Autónoma del Estado de México, caja 171, 6646, 1919). La fe de bautismo dice: «[...] el Sr. cura D. Felipe de F. Elizondo bautizó solemnemente [...] a Gilberto que nació en esta ciudad [Rosario, Sinaloa] el día primero de mayo del presente año [1904] hijo natural de Margarita Ayala, abuelos maternos Jesús Estrada y Matilde Ayala [...]» (Trascripción que reproduce José Hilario Ortega en su tesis de doctorado, titulada La personalidad poética de Gilberto Owen, University of Texas at Austin, Austin, 1988, p. 37. Puede confirmarse en el Archivo de la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, Sinaloa, México, vol. 43, años 1903-1905, libro 8, foja 48. 2 Esperamos que pronto se publique en México un volumen con las prosas periodísticas de la etapa colombiana de Gilberto Owen, que he recobrado en colaboración con el colega Antonio Cajero. 3 Pueden consultarse los artículos de Celene García Ávila y Antonio Cajero, «Gilberto Owen en Bogotá», La Jornada Semanal, suplemento dominical de La Jornada, No. 539, México, 3 de julio de 2005 (este artículo trata «Filipinas en su víspera», el primer artículo que Owen publicó en El Tiempo de Bogotá); y de los mismos autores, «Gilberto Owen en El Tiempo de Bogotá», Este país/cultura, No. 179, febrero de 2006, pp. 3-9 (este artículo acompaña la reproducción del artículo de Owen, hasta entonces inédito en México, titulado «Sandino y Goliat». 4 «Encuentros con Jorge Cuesta», El Hijo Pródigo, No. 3, 1944. [Cito por la edición facsimilar del Fondo de Cultura Económica, México, 1983, p. 139]. 5 Dato que se desprende de un artículo que Owen publicó dos días después de la muerte del dictador Sánchez Cerro: «Yo recuerdo haber oído a Víctor Raúl Haya de la Torre, en una reunión de los jefes de su partido, la recomendación de que se practicara insistente y fervorosamente entre todos los afiliados al aprismo el más absoluto respeto por la persona de Sánchez Cerro...» («El sacrificio estéril», El Tiempo, Bogotá, 2 de mayo de 1933, p. 5). 6 Gilberto Owen, Obras, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, 2a. ed., p. 277. 7 Dice Owen enseguida: «imposibilitados los apristas peruanos para venir a defender su causa a Colombia, por ese conflicto estúpido que me [desuela], he venido a hacerlo en los periódicos» (Ibíd). 1

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Agradezco a Raúl Pacheco y a Raúl Serrano Sánchez el haber compartido la correspondencia entre Owen y Carrión, material desconocido en México y no incluido en las Obras (1979), pues gracias a ellos pude leer el volumen Correspondencia I. Cartas a Benjamín (selección y notas de Gustavo Salazar, prólogo de Jorge E. Adoum, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, 1995). 9 Me apego a la cronología preparada por Wilfrido H. Corral, en Pablo Palacio, Obras completas, Wilfrido H. Corral, coordinador, París, allca xx, 2000, pp. 257-269. 10 Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en Ecuador: recepción, trayectoria y documentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador/Corporación Editora Nacional, 2006, 2a. ed., p. 11. 11 André Breton, Manifiestos del surrealismo, traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini, Buenos Aires, Argonauta, 2001, 2a. ed., p. 51. 12 «Motivos: Nadja, de André Breton», Contemporáneos, No. 5, 1928, (ed. facsimilar, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, vol. 2, pp. 197-199). 13 P. Palacio, Débora, en Obras completas, p. 135. 14 P. Palacio, Vida…, en Obras completas, p. 149. 15 G. Owen, Obras, ed. Josefina Procopio, prólogo de Alí Chumacero, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, 2a. ed., p. 132. 16 G. Owen, La llama fría, en Ibíd., p. 140. 17 «La prosa a tientas o la tentación de la prosa», en Los Contemporáneos en el laberinto de la crítica, comp. Rafael Olea Franco y Anthony Stanton, México, El Colegio de México, 1994, p. 294. 18 El título tentativo de Novela... era Muchachas, en la misma veta de la novela de Proust, A la sombra de las muchachas en flor, en la que un joven se debate entre el amor de dos mujeres; este tema es común a las obras de Owen (Novela...), de Villaurrutia (Dama de corazones) y de Torres Bodet (Margarita de niebla) (Guillermo Sheridan, Los Contemporáneos ayer, México, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 307). 19 En Correspondencia I. Cartas a Benjamín, pp. 127-128. 20 Por cierto, podrían alegarse ciertos ecos autobiográficos al elegir Pachuca como la ciudad de la provincia mexicana donde se ubican algunos personajes de Novela…, puesto que el nombre es cercano fonéticamente a Toluca, lugar donde pasó Owen algunos años juveniles, antes de dirigirse a la ciudad de México: «Se siente defraudado; no siente emoción alguna al encontrarse de nuevo en las calles de su ciudad; luego que Pachuca defrauda un poco siempre a los habitantes; tienen siempre dos horas menos de sol que los de otras partes». Ubicar las acciones en Pachuca permite, por otra parte, agregar el motivo de los mineros, asociado con frecuencia al recuerdo del padre en la obra oweniana. 21 G. Owen, Novela, en Obras completas, p. 171. 22 Ibíd., p. 172. 23 Ibíd., p. 173. 24 Ibíd. 25 Ibíd., 174. 26 Ibíd., 179. 27 Ibíd., p. 165. 8

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P. Palacio, Débora, p. 123. Ibíd., p. 129. 30 Ibíd., p. 151. 31 G. Owen, La llama fría, en Obras, p. 142. 32 G. Owen, Novela como nube, en Obras, p. 121. 33 P. Palacio, Vida…, p. 156. 34 Ibíd., p. 161. 35 P. Palacio, Débora, pp. 115-116. 36 G. Owen, Novela, en Obras, p. 171. 37 Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, compilación, prólogo y bibliografía de Raúl Vallejo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005, pp. 218-220. 38 P. Palacio, Débora, p. 132. 39 G. Owen, Novela, en Obras, p. 152. 40 P. Palacio, Débora, p. 118. 41 P. Palacio, Vida…, pp. 151-152 42 Ibíd., p. 150. 43 Ibíd., p. 153. 44 G. Owen, La llama fría, en Obras, p. 127. 45 Ibíd., p. 138. 46 P. Palacio, Débora, p. 126. 28 29

Bibliografía Acta de nacimiento de Gilberto Owen, Archivo de la Universidad Autónoma del Estado de México, caja 171, 6646, 1919. Arredondo, Inés, «Apuntes para una biografía», Revista de Bellas Artes, No. 8, 1982. Breton, André, Manifiestos del surrealismo, Traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini, Buenos Aires, Argonauta, 2001, 2a. ed. Cajero, Antonio y Celene García Ávila, Gilberto Owen revisitado, Ediciones Sin Nombre, México, en prensa. Carrión, Benjamín, Correspondencia I. Cartas a Benjamín, selección y notas de Gustavo Salazar, pról. De Jorge Enrique Adoum, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, 1995. ––, Correspondencia II. Cartas mexicanas, edit. Alejandro Querejeta, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, 2003. Fe de bautismo de Gilberto Owen, en José Hilario Ortega, La personalidad poética de Gilberto Owen, Austin, University of Texas at Austin, 1988 [transcrita del Archivo de la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, Sinaloa, México, vol. 43, años 1903-1905, libro 8, foja 48].

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García Ávila, Celene y Antonio Cajero, «Gilberto Owen en Bogotá», La Jornada Semanal, suplemento dominical de La Jornada, No. 539, México, 3 de julio de 2005. ––, «Gilberto Owen en El Tiempo de Bogotá», Este país/cultura, No. 179, febrero de 2006. Olivier, Florence, «La prosa a tientas o la tentación de la prosa», en Los Contemporáneos en el laberinto de la crítica, comps. Rafael Olea Franco y Anthony Stanton, México, El Colegio de México, 1994. Owen, Gilberto, «Encuentros con Jorge Cuesta», El Hijo Pródigo, No. 3, 1944 [en ed. facs., México, Fondo de Cultura Económica, 1983]. ––, «El sacrificio estéril», El Tiempo, Bogotá, 2 de mayo de 1933. ––, Obras, ed. Josefina Procopio, Prólogo de Alí Chumacero, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, 2a. ed. Palacio, Pablo, Obras completas, Wilfrido H. Corral, coord., París, Colección Archivos, allca xx, 2000. ––, Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Compilación, prólogo, cronología y bibliografía de Raúl Vallejo, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005. Robles, Humberto E., La noción de vanguardia en Ecuador: recepción, trayectoria y documentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador/Corporación Editora Nacional, 2006, 2a. ed. Sheridan, Guillermo, Los Contemporáneos ayer, México, Fondo de Cultura Económica, 1985. Torres Bodet, Jaime, «Motivos: Nadja, de André Breton», Contemporáneos, No. 5, 1928 (en ed. Facs., México, Fondo de Cultura Económica, vol. 2, 1981).

Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura Alicia Ortega Caicedo Universidad Andina Simón Bolívar 1. Coyuntura histórico-cultural y retrato

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a recepción crítica de Pablo Palacio se ha visto injustamente marcada por una serie de malentendidos y mitificaciones, que no han hecho sino oscurecer el lugar que Palacio ocupa en la tradición literaria ecuatoriana y el diálogo que mantuvo con sus contemporáneos. A veces, ha sido leído como un «raro», un «solitario», un «incomprendido»; en otras ocasiones, se ha privilegiado una crítica biografista, que no ha dejado de repetir los lugares comunes sobre su temprana orfandad y nacimiento «ilegítimo»,1 su enfermedad,2 su locura3 y los últimos años de reclusión en clínicas psiquiátricas. En otros momentos, la crítica ha sido generosa con respecto a sus logros literarios, a costa de crear el mito del escritor «apolítico». Estas líneas, y el diálogo con algunos episodios de su vida, apuntan a romper algunos de los prejuicios y lugares comunes levantados en torno a la vida y obra de Pablo Palacio. Palacio nació en Loja –al sur del Ecuador, «el último rincón del mundo»–,4 en esta pequeña ciudad, el joven Palacio concluyó sus estudios colegiales. Graduado de Bachiller, en 1923, viajó a Quito, en donde se matriculó en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central, en 1924. En la capital del país participó del ambiente de agitación política y cultural que acompañó a la Revolución de julio de 1925.5 Colaboró con las principales revistas literarias de la época. En abril de 1926, aparece la revista vanguardista Hélice: La primera publicación quiteña de este periodo que nació como expresión de las generaciones jóvenes y de un arte nuevo, adoptó el símbolo futurista de la hélice. Hélice apareció en el mes de abril de 1926, bajo la dirección del pintor Camilo Egas, recién llegado de París, y con Raúl Andrade como secretario.

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 133-154

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Su proclama resulta la más revolucionaria de la época en lo que se refiere a la concepción del arte, al que no se identifica ya con la «Belleza» ni con la «Verdad», sino que, con un trasfondo de índole creacionista-ultraísta, se lo define como «la alquimia de la inverosimilitud» y como «la fluida pirotecnia de la sinrazón». […] Consciente de que el cosmopolitismo y el afán de dedicación exclusiva al arte que animaban a Hélice podían confundirse con un deseo de evasión de la realidad ecuatoriana, Gonzalo Escudero puntualizó [en el primer número] que uno de los objetivos principales de la revista consistía en «universalizar el arte de la tierra autóctona, porque la creación criolla no exhuma las creaciones extrañas, antes bien las arenga, las identifica bajo el techo solariego».6

Pablo Palacio publicó los primeros cinco relatos de Un hombre muerto a puntapiés («Un hombre muerto a puntapiés», «El antropófago», «Brujería primera», «Brujería segunda» y «Las mujeres miran las estrellas») en los cinco únicos números que alcanzó Hélice. Me he detenido en esta larga cita, con el propósito de señalar el activo protagonismo de Palacio en el campo cultural ecuatoriano de principios de siglo, un campo marcado por el impacto, la recepción y el diálogo con los movimientos provenientes de las vanguardias históricas europeas; así como por el esfuerzo de romper con los estereotipos románticos y modernistas, aún vigentes de manera epigonal. Teniendo en cuenta este horizonte cultural, es posible advertir que Palacio no constituyó ni una rareza, ni un islote, pues formó parte de un importante circuito intelectual, al interior del cual se generaron controversias en torno al impacto que la noción de vanguardia generó en el país. El crítico Humberto E. Robles ha señalado, precisamente, que «entre 1918 y 1934 el reto de esa noción fue motivo de agitadas polémicas».7 La tal mentada «extrañeza» de Palacio cobra sentido únicamente en relación con el predominio que la literatura de orientación social fue cobrando a partir de la década del 30. A propósito, Nelson Osorio habla de un verdadero «archipiélago» continental, una especie de «constelación subterránea» de escritores que responden más a los impulsos del vanguardismo que a la producción dominante, y que configura para la narrativa «la otra cara de la realidad literaria de esos años». Cabe insistir que el impulso renovador que experimentó el campo literario ecuatoriano durante las primeras décadas del siglo xx produjeron dos grandes caminos de búsqueda revolucionaria y de renovación formal, en una coyuntura histórica urgida por el debate ético y político:8 una, de veta vanguardista, y otra de adscripción realista y social. En el contexto de las décadas del treinta y

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del cuarenta –periodo en el que se privilegió una literatura de orientación social– la obra de Palacio cayó en un relativo olvido,9 pues los escritores de aquella vanguardia que no se adhirió al realismo social fueron, paulatinamente, marginados por la crítica. En el esfuerzo por establecer tradiciones narrativas creo preciso romper definitivamente con la idea de una ínsula literaria habitada únicamente por Pablo Palacio. Éste estuvo cronológicamente acompañado en el interior del país por Humberto Salvador10 y, en el contexto latinoamericano, por un grupo de escritores –Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Martín Adán, Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Vicente Huidobro, Salvador Novo, Julio Garmendia, César Vallejo– que fundaron la narrativa vanguardista hispanoamericana. Todos respondieron a una vigorosa transformación de la vida cotidiana como resultado de la revolución tecnológica y de procesos de urbanización incipientes. Y todos experimentaron una sintaxis narrativa con características análogas: apropiación de lo onírico y de lo fragmentario, problematización del yo narrativo, presencia de un humor desacralizador e irreverente, la parodia y la metaficción como estrategias narrativas ligadas al carácter deliberadamente antiliterario de la escritura, subversión de toda lógica de representación mimética, predilección por realidades sórdidas y abyectas, y personajes que deambulan a lo largo de ciudades que no dejan de cambiar y sorprender. Hugo Verani señala en su prólogo a la Narrativa vanguardista hispanoamericana que estos escritores (incluyendo, por supuesto, a Pablo Palacio) constituyen un grupo que insurgió a comienzos de los veinte y que alcanzó su mayor auge entre 1926 y 1928; sin embargo quedó relegado y sin mayor repercusión hasta mediados de los sesenta, momento en que la transformación del lenguaje literario hizo posible el reconocimiento de sus nombres como precursores de una narrativa contemporánea tributaria de modelos vanguardistas. De hecho, entre nosotros, la generación de escritores que irrumpe en la década de 1970 –generación de ruptura y aportes en el esfuerzo por crear lo que se conoce como el «nuevo cuento ecuatoriano» – reconoce su línea de filiación en la línea inaugurada por Pablo Palacio.11 Nelson Osorio ha señalado curiosas relaciones de parentesco entre escritores como Pablo Palacio y el venezolano Julio Garmendia, cuyas obras Un hombre muerto a puntapiés y La tienda de muñecos fueron publicadas en el mismo año 1927. No podemos evitar sorprendernos al reconocer cierto aire de familia entre cuentos, como por ejemplo, «El difunto yo»12 de Garmendia

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y «La doble y única mujer» de Palacio. El narrador del cuento «El difunto yo» ha perdido su alter ego y su escándalo crece al percatarse de que entre ellos mediaban desavenencias profundas: dos escrituras que se instalan en los intersticios de subjetividades estalladas. Podemos advertir otro ejemplo de afinidades entre los escritores de la comunidad vanguardista en los desplazamientos del Teniente de Pablo Palacio, en Débora, y los andares del narrador en el cuento El joven,13 del mexicano Salvador Novo, que narra, este último, la historia de unas horas en la vida de un hombre que atraviesa la ciudad de México mientras repara en los cambios e innovaciones operados en la urbe. Robles apunta que 1918–1924 son los años de «presencia y recepción polémica de la noción de vanguardia»: las revistas que circularon en esos años dan cuenta de «una conciente voluntad de renovación y desavenencia con las normas estéticas establecidas».14 La identificación con el arte de vanguardia venía desde la década anterior, pues «antes de 1919, Lautréamont, el futurismo, Picasso y Apollinaire ya habían sido enunciados en el Ecuador».15 En suma, tras un prolijo y detallado estudio sobre las diferentes revistas que circularon en el país,16 Robles advierte la rica recepción crítica que artistas e intelectuales elaboraron a propósito de las expresiones más actuales de la vanguardia europea: reseña de libros y revistas, publicación de obras y manifiestos, disputas y controversias en el esfuerzo por encontrar respuestas a los retos que el nuevo arte ­(en desafío con los moldes clásicos y los gustos vigentes) y la convulsión de una época parecían demandar. En el esfuerzo que Humberto E. Robles hace por periodizar la recepción que tuvo la noción de vanguardia en Ecuador, el crítico señala que 1925-1929 son los años de «descrédito y desplazamiento de la noción de vanguardia»: De España ahora llegan Revista de Occidente (1923-36) y La Gaceta Literaria (1927-32). Ambas publicaciones abundan en testimonios acerca de que en Francia cobraba ímpetu el código surrealista (1924), movimiento que ya para 1929 empezará a tener discrepancias con el comunismo internacional. El intelectual ecuatoriano se enfrenta, pues, con la consigna de escarbar y entender lo propio, por un lado, y con la atracción de actualidad cosmopolita, por el otro. Se enfrenta también, y esto no es suficientemente recalcado, con la perspectiva de cómo canalizar y realizar el cambio que se presenta en el orden social. De inmediato, Freud y Marx están por doquier.17

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La cita de Robles da cuenta, precisamente, de la polémica en torno el camino que deberá asumir la nueva literatura comprometida: una literatura volcada hacia la liberación subjetiva (rechazo de la mimesis, importancia de la forma, el arte como creación autónoma y de raigambre vanguardista, de ambiente urbano y carácter «expositivo») o una de preocupación social y popular (cuyo referente debía ser la realidad nacional). En el marco de estas disputas, sobresalía la cuestión del sentido y función de la literatura en la sociedad, así como la relación entre vanguardia artística y vanguardia política: A manera de ejemplo para ilustrar el sondeo y la bifurcación de los caminos a seguir, piénsese que en 1927 se publicaron Plata y bronce de Fernando Chaves y Un hombre muerto a puntapiés, Débora y «Novela guillotinada» de Pablo Palacio. La primera abrió brecha en el camino de la denuncia social, del indigenismo. Las tres últimas diseminaron el derrotero de una literatura expositiva, urbana, autocrítica y experimental. Conscientes de la problemática que ha representado la recepción de Palacio, y a riesgo de simplificar, hemos yuxtapuesto sus textos con los de Chaves con miras a llamar la atención al enfrentamiento y coincidencia de sensibilidades, y no necesariamente de compromiso político, que surgió en el Ecuador en cuanto al referente de la obra literaria y, por esa vía, en cuanto a la cultura y a la organización social, en general.18

Hacia 1930, la intelectualidad de izquierda propicia, sobre todo, una literatura de protesta social. «Se desentenderá e incluso renegará del término vanguardia».19 En una entrevista publicada en el diario guayaquileño El Universo, el 6 de julio de 1934, Palacio afirma, a propósito de la necesidad de ser conciente del momento que le toca vivir: Vemos que dos fuerzas se disputan la dirección de los destinos sociales: la una sustentada sobre principios individuales; y, la otra, sobre principios colectivos, ¿Cuál de las dos fuerzas triunfará al final de la contienda? […] hay necesidad de auscultar profundamente el devenir social, poner el oído muy atento al palpitar de la sangre que afluye por las arterias del organismo humano. El mundo está dividido en torno de dos sistemas de dos célebres filósofos alemanes. El de Carl Marx, aunque más economista que filósofo, pero que ha hecho escuela, y, el del otro, el del terrible Federico Nietzsche, profundamente individualista, el loco poeta filósofo del superhombre. Las dos fuerzas son necesarias para que exista la lucha, el movimiento, el dinamismo, ya que eso

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es la vida en su constante devenir, en su constante ser y no ser, en su perenne mutación.20

En la tensión de esa contienda se produce la obra de Palacio, desde ese su «oído atento al palpitar de la sangre», muy conciente de la dimensión política y artística de la obra que está produciendo. Ciertamente, no es difícil advertir que las dos corrientes literarias responden a una «coincidencia de sensibilidades» y a una misma comunidad de intereses. Volviendo al hilo biográfico de Palacio, en 1932 concluye sus estudios universitarios. Al año siguiente, se posesiona como «profesor accidental» de Historia de la Filosofía, en la Universidad Central. Participa en campañas políticas. En 1934, asume la cátedra de Historia de la Filosofía y Letras. Publica sus ensayos filosóficos «Interpretación sana del mundo» y «Sentido de la palabra verdad» en el diario socialista La tierra, los mismos que aparecerán en su versión definitiva, al año siguiente, en los dos primeros números de la revista Bloque, el primero con nuevo título: «Sentido de la palabra realidad». En la misma entrevista citada líneas arriba, y ante la pregunta por su credo político, Palacio respondió: Como usted habrá notado, mi concepción de la vida es materialista y, como joven que soy, interpreto a través de un prisma socialista y, por lo tanto, pertenezco a ese movimiento.

A la pregunta por su filiación al Partido Socialista, Palacio afirmó: Sí. Y procuro ser uno de sus disciplinados miembros, es decir, hombre de partido, porque creo que lo fundamental es la disciplina en una organización política y en especial en nuestro partido. El valor y prestigio del partido Aprista, casualmente, dimana de ello. Disciplina y disciplina, unión de acción bajo un cuerpo de doctrina.21

En 1935, traduce del francés Doctrinas filosóficas de Heráclito de Efeso, libro que la editorial Ercilla de Chile publica con introducción, notas y traducción de Pablo Palacio. Al año siguiente, es elegido Decano de la Facultad de Filosofía pero, al ser clausurada la Universidad Central por la dictadura de Federico Páez, se queda sin trabajo. Asume el cargo de secretario de actas del Sindicato de Escritores y Artistas fundado ese año. En 1937 se casa con la escultora Carmen Palacios. Un año más tarde es elegido

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secretario segundo de la Asamblea Constituyente, durante la dictadura del general progresista Alberto Enríquez, que sustituyó a Páez. Al decir de varios testimonios, en esa época la locura ya empezaba a mostrar sus efectos. En suma, Palacio hizo una brillante carrera como profesor universitario y como abogado cotizado. La Corte Suprema publicó su tratado sobre la letra de cambio, considerándolo una obra notable en el campo de la ciencia jurídica. Durante los últimos años de su vida activa, sus principales preocupaciones no eran literarias. La política, la docencia universitaria, el periodismo y el bufete profesional lo absorbían.22 Algunos testimonios recuerdan su agudeza, su ironía, su capacidad autodidacta. A continuación, transcribo un breve retrato que de Palacio hiciera Alejandro Carrión: Era un hombre sin amarras familiares. Pero no era amargo. […] Era incisivo, nítido, pero no amargo. Era intensamente cordial. Pulcro, bien vestido, con sobria elegancia de gustos y maneras. Delgado, fuerte, de cara perfilada, muy blanco, con pecas y el cabello rojizo y ondulado. La sonrisa siempre en los labios delgados y en los ojillos de agudísimo mirar, burlones. Y en la cabeza, que se movía como si compadeciera a los demás por su inmensa tontera. Y, de pronto, su estallido de su risa de potrillo tierno, como él mismo la describiera. Las mujeres se sentían intensamente atraídas por él. Hermosas mujeres quiteñas pasaron por su vida. Finalmente, se llevó a la que era entonces la reina del mundo intelectual capitalino: Carmita Palacios, «escultora y escultura», como la describió José de la Cuadra.23

En 1940, Palacio está totalmente sumido en la locura. En 1947, fallece en el Hospital Luis Vernaza, de Guayaquil. En este punto, vale la pena citar a Celina Manzoni, en su desacuerdo con el abuso que cierta recepción crítica de la obra palaciana ha hecho de lo que Manzoni denomina «la metáfora de la enfermedad»: La monótona recurrencia al tópico de la locura, aunque fue efectivamente padecida por Palacio en los últimos siete años de su vida, no parece pertinente para dar cuenta de textos que no son psicóticos, ni los textos de un loco, sino de alguien que devino loco; sin embargo, se constituyó durante años en la coartada predilecta de la crítica y hay quienes todavía hoy la sustentan.24

El estudio introductorio que escribe Raúl Vallejo a la publicación de Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, de la Biblioteca Ayacucho, es

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contundente en la crítica que hace al mito romántico del «escritor incomprendido», en el esfuerzo por resituar a Palacio en las justas coordenadas de su compromiso con la política y la escritura. Veamos: Ni Pablo Palacio ni los demás vanguardistas fueron «incomprendidos» en su momento, salvo […] por aquellos que defendían el gusto oficial de la época que era el gusto por el modernismo y sus epígonos y no por el realismo social que, en todo caso, fue en su momento un movimiento de total ruptura. […] En todo caso, fue la crítica tendenciosa de más de veinte años después la que convirtió a Palacio en un escritor extraño ya que, al silenciar la existencia del vanguardismo, se quedó sin el marco necesario para comprender su literatura. […] Palacio fue un escritor tan comprometido como Icaza; Palacio al igual que la mayoría de escritores de su época, consideraba la militancia política como un imperativo ético y, desde otra perspectiva, también creía que su literatura seguía «el criterio materialístico» y que tenía la finalidad de poner en evidencia «el descrédito de las realidades presentes» y en «invitar al asco de nuestra verdad actual».25

En suma, Palacio fue un hombre de su tiempo, en diálogo con las principales tendencias literarias del momento, comprometido con una activa militancia socialista; portador de un estilo cáustico, con un sentido de lo ridículo y lo absurdo; dueño de un humorismo y una ironía implacables; cuestionador de los formulismos burgueses, de todos los principios de la retórica tradicional y de toda autoridad. Concibió la escritura literaria como un acto autónomo y de construcción artificiosa, de allí su práctica paródica y metaliteraria al interior de su propia ficción. Sensible a las pequeñas realidades, inútiles y vulgares. Afín a los asuntos de «extrañeza», locura y «anormalidad». Creador de una obra afín a lo que se escribía, tanto en la comarca –Hugo Mayo, en poesía y Humberto Salvador, en narrativa– como fuera de ella.

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2. Pablo Palacio y Un hombre muerto a puntapiés Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapen las narices habrán encontrado carne de su carne. Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés.

Cuando en 1932 apareció Vida del ahorcado. Novela subjetiva, Joaquín Gallegos Lara acusó a Palacio –en su artículo «Izquierdismo confusionista», publicado en el diario El Telégrafo en 1933– de eludir la realidad y de ser autor de «inteligentes libros subjetivos». En este polémico artículo, Gallegos Lara, por un lado, defiende la vigencia del realismo social no como una escuela, sino como una manera de interpretar la vida, como un realismo integral capaz de crear una cultura humana que busque reemplazar el actual régimen esclavista. Por otro lado, considera a Palacio un tirador que se pasa de inteligente, pero que no sabe contra quién disparar; portador de un sentido clownesco y desorientado de la vida, propio de las clases medias, e incapaz de interpretar la realidad americana. En una carta dirigida a su amigo Carlos Manuel Espinosa el 11 de febrero de 1933, a propósito del artículo de Gallegos Lara, Palacio comenta: Yo entiendo que hay dos literaturas que siguen el criterio materialístico: una de lucha, de combate, y otra que puede ser simplemente expositiva. Respecto a la primera está bien todo lo que él dice: pero respecto a la segunda, rotundamente, no. Si la literatura es un fenómeno real, reflejo fiel de las condiciones materiales de vida, de las condiciones económicas de un momento histórico, es preciso que en la obra literaria se refleje fielmente lo que es y no el concepto romántico o espirativo del autor. […] Dos actitudes existen, pues, para mí en el escritor: la del encauzador, la del conductor y reformador –no en el sentido acomodaticio y oportunista– y la del expositor simplemente, y este último punto de vista es el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes, descrédito que Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias repelente, porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra vida actual.26

La estrategia de Palacio invita al asco y al descrédito de la realidad, formula la exposición de la vida desde una declarada adhesión a los asuntos de extrañeza y anormalidad. Sus cuentos están poblados de casos clínicos: el vicioso, el antropófago, el pederasta, el sifilítico, el loco, el monstruo doble, el suicida.

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Los personajes producen, en palabras de Benjamín Carrión, una sensación de «anormalidad normal: eso de ser antropófago es como ser fumador, o pederasta, o sabio» («El antropófago»). Esta relación con el mundo de los márgenes culturales, sexuales y corporales expresa una ruptura con la idea tradicional de justicia y con los paradigmas establecidos de valoración cultural; evidencia, sobre todo, la arbitrariedad de la norma social y el artificio de todo orden. Los historiadores, los literatos, los futbolistas, ¡psh!, todos son maniáticos, y el maniático es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el quitasol de la razón. Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales. (Palacio, «Las mujeres miran las estrellas»)

En la narrativa de Palacio, la locura aparece valorada como el plano más alto de las categorías intelectuales, es asumida como posibilidad de creación, de ruptura y liberación. Si solo los locos exprimen hasta las glándulas lo absurdo, ello se debe a que la palabra del loco es capaz de hacer saltar en mil pedazos los códigos del orden social vigente. De allí que la escritura de Palacio se instale precisamente en los intersticios de la razón: allí donde estalla el absurdo, el instinto, lo onírico, el placer, la risa, el mundo de las emociones y la dinámica transgresora de la fantasía. En los cuentos de Palacio la línea destinada a señalar los límites entre razón y locura tiende a desaparecer y a dejar en su lugar un gran vacío ocupado por cuerpos que oscilan en difícil equilibrio entre el reclamo de sus deseos y el llamado de la razón. Dentro de la galería de personajes anormales resalta la doble y única mujer, una mujer que exhibe no solamente una deformidad física sino, incluso, una duplicidad subjetiva en la representación de un cuerpo habitado por dos mujeres: esa convivencia de un yo y un ella en una misma carnalidad deviene en motivo que aparecerá en muchos relatos escritos por mujeres sobre todo hacia fines del siglo xx. Esa doble y única mujer habla de una subjetividad fragmentada capaz de albergar en sí misma razón y cordura, un yo y una otra, una luminosidad que apunta hacia la vida y un misterio siniestro que se deja seducir por el vértigo de la muerte: Las emociones, las sensaciones, los esfuerzos intelectivos de yo-segunda son los de yo-primera; lo mismo inversamente. Hay entre mí –primera vez que he

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escrito bien entre mí– un centro adonde afluyen y de donde refluyen todo el cúmulo de fenómenos espirituales, o de materiales desconocidos, o anímicos, o como se quiera. (Palacio, «La doble y única mujer»)

Ese entre mí es el lugar desde el que la escritura de Palacio radiografía la existencia de un sujeto en crisis, subjetividades fragmentadas y en recurrente gesto de construcción. Se trata entonces de una concepción moderna de la identidad ya que dicha categoría emerge ya no como una instancia construida y acabada monolíticamente, sino, más bien, como una entidad compleja y en un hacerse continuo; hecha ella misma de fragmentos, de historias inconclusas, de múltiples rostros que se adecuan al reclamo vital de discursos e ideas que no cesan de proliferar. La sensibilidad moderna habla también de sujetos que portan un saber insuficiente sobre ellos mismos; si la modernidad postula un mundo en el que todo lo sólido se desvanece en el aire, no hay mayor certeza que la imagen inconclusa de uno mismo: Palacio escribe sus cuentos desde esta conciencia irónica, moderna, autorreflexiva. «¿Cómo echar al canasto los palpitantes acontecimientos callejeros?» «Esclarecer la verdad es acción moralizadora» El Comercio de Quito. (Palacio, «Un hombre muerto a puntapiés»).

Este texto sirve de epígrafe al cuento «Un hombre muerto a puntapiés» y ubica de entrada al lector en el universo vital de Pablo Palacio: los palpitantes acontecimientos callejeros. El narrador de este cuento ha leído una crónica roja, conoce que un tal Ramírez ha sido agredido a puntapiés e intenta reconstruir aquella escena para tratar de explicarse por qué se mata a un ciudadano de manera tan ridícula. El texto incorpora varios elementos que serán recurrentes en la cuentística de Palacio: la escena urbana; las pequeñas realidades de inútiles y vulgares asuntos de la vida cotidiana que arman, sin embargo, el espesor de una vida; personajes angustiados por los tormentos del deseo y la «desviación» de los instintos; la apuesta por la intuición, el humor de narradores que no dejan de reírse y de poner en ridículo las instituciones y normas del orden social vigente en su afán por ejercer el descrédito de la realidad. La escritura de Palacio muestra el proceso mismo de su trazado desde una hiperconciencia del acto narrativo; de allí la estructura fragmentaria

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de sus relatos, la superposición de discursos, los soliloquios, el uso del paréntesis, la parodia y la metaficción. Es una literatura que discurre sobre ella misma y que interpela al lector al hacerlo partícipe de un discurso que carece de certezas absolutas, pues el narrador parece poner siempre en entredicho sus propias afirmaciones. Esta concepción de la escritura literaria está estrechamente ligada a la noción filosófica de Palacio en torno a la verdad. En su artículo «Sentido de la palabra verdad», Palacio afirma que la posesión de principios fijos e inmutables sólo causan ceguera en el humano y que únicamente la ausencia de verdades absolutas hace posible vivir en libertad y más humanamente: «Nunca podremos saber cómo sería de desesperada la vida del hombre el día en que esa verdad llegara a ponérsele de manifiesto; en que esa verdad le deslumbrara y esclavizara. Desde ese día, el hombre no pudiera seguir siendo hombre». El protagonista del cuento «Un hombre muerto a puntapiés» se mueve en una ciudad para él ajena, enfrentado a las paradójicas ofertas de una ciudad en crecimiento: calles concurridas, espaldas desconocidas, andares desesperados, transeúntes indiferentes, extrañeza, anonimato y desorientación. Se trata de una ciudad que parece exigir el conocimiento de ciertos códigos de orientación y desplazamiento, la capacidad de reconocer las fronteras entre el centro y sus arrabales en una relación directa entre cuerpo y manejo del espacio urbano, entre norma y márgenes territoriales, entre placer y orden ciudadano. Los sujetos que habitan estas nuevas ciudades intuyen que sus desplazamientos suponen aventuras siempre en riesgo, más aún cuando se trata de satisfacer deseos opuestos a la norma urbana.

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3. Pablo Palacio y Débora: la ciudad, la mujer, la escritura Ningún rostro es surrealista en el grado en que lo es el verdadero rostro de una ciudad. Walter Benjamin, «El surrealismo». Y lo ideal para los hombres será, por mucho tiempo, un tipo de vida un poco urbano y otro poco campesino. José Carlos Mariátegui, «La urbe y el campo»

La modernización de Hispanoamérica generó –en el proceso de constitución de los Estados nacionales, que va de 1880 a 1940– distintos modos de representación simbólica: modernismo, regionalismo-telurismo, realismo crítico, vanguardismo. Imaginarios urbanos y rurales, regionalistas y cosmopolitas, expresaron las tensiones y fluidos entre las experiencias periféricas de la provincia y los espacios de centralidad urbana. De todo este conjunto de apropiaciones simbólicas de la modernidad, me interesa leer la obra de Pablo Palacio destacando ese impulso vanguardista que buscó, y ensayó, novedosas maneras para entender y representar las nuevas fisonomías de la urbe. Los vanguardistas latinoamericanos exaltaron la gran ciudad y, la vez, formularon corrosivas críticas frente a las promesas y logros del proyecto civilizatorio de la modernidad; fueron enemigos y entusiastas de la vida moderna, en conflicto con sus ambigüedades y contradicciones. José Carlos Mariátegui, por ejemplo, no dejó nunca de celebrar el espíritu revolucionario de la ciudad y la posibilidad que ella ofrece de sentir «una grande, intensa y generosa emoción social». A diferencia del campo, afirma Mariátegui, «La ciudad, en cambio, ha alojado perennemente un fuerte afán de creación».27 Esta vanguardia se pregunta sobre los modos de ser modernos en sociedades periféricas,28 cómo dar cuenta de la modernidad en tanto espacio de pérdida pero también de fantasías reparadoras. Como consecuencia de la crisis mundial de 1930, las ciudades latinoamericanas emprendieron un proceso de intensa dinamización y crecimiento, caracterizado por un incipiente desarrollo industrial, demanda de trabajo urbano, inmigración del campo a la ciudad y explosión demográfica; también

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por el ingreso de la clase obrera a la escena política y por la embrionaria gestación del populismo, intermitentes levantamientos indígenas, crisis económica, conflictos interétnicos y un conjunto de nuevos desafíos. La irrupción de la masa urbana promovió, simultáneamente, la emergencia de nuevas formas de socializar, diversificación de los estilos de vida y modificación de la fisonomía urbana. La pavimentación, la luz eléctrica, la introducción del hormigón armado; la inserción a la vida ciudadana de objetos y dispositivos importados en forma masiva, reconfiguraron la vida y el paisaje de las ciudades latinoamericanas en las primeras décadas del siglo xx (teléfono, radio, cine, electrodomésticos, automóviles, etc.). Esta transformación de la imagen urbana, en términos generales, no consideró los valores históricos de la ciudad; el desarrollo –homogeneizador, internacionalista, tecnocrático y uniformado– arrastró consigo la demolición de todo aquello que estaba «fuera de la línea municipal». Diversos estudios que apuntan a historizar las dinámicas arquitectónicas, urbanizadoras y socioculturales de Quito, destacan las décadas de 1910 a 1930 como un momento de profundización de la modernidad, cuyos inicios habría que rastrear en las décadas anteriores de 1890 a 1910. A comienzos del siglo xx, la morfología de la ciudad sufre profundos cambios como efecto de los adelantos revolucionarios, introducidos por los gobiernos liberales: la culminación del ferrocarril (1908) –que intensificó los contactos entre sierra y costa, y permitió el transporte de materiales pesados (hierro, cemento y vidrio) para las nuevas construcciones de obras públicas–, la constitución de la Quito Electric Light and Power Company (1906), las obras de canalización y agua potable (1908), la preocupación por la sanidad y la medicina. A partir de 1909, se efectúa el relleno de las quebradas; en 1901, circuló el primer vehículo dentro de la ciudad; en 1914, se inició el servicio urbano de tranvías eléctricos, en 1920 llegó el primer avión a la ciudad. Desde 1913 comienzan a construirse en Quito los primeros Pasajes Comerciales. En este mismo periodo (del 10 al 30), se consolida la banca serrana con capitales privados y ésta se constituye en una de las mayores productoras de la arquitectura moderna.29 Diario El Comercio de Quito se funda en 1906, las transmisiones de radio comienzan a partir de la década de los veinte. Sin embargo, parece ser que el hecho más relevante y notorio es el crecimiento de Quito en su forma longitudinal, con una connotación claramente segregacionista: mientras la gente adinerada se va desplazando desde el centro hacia el norte (en la configuración

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de un Quito moderno), los barrios marginales se ubican hacia el sur de la ciudad. Todo este proceso de modernización de la ciudad tiene como propósito fundamental borrar de su fisonomía toda huella que delatara pervivencias indígenas, rurales o provincianas. Durante la primera mitad del siglo pasado, Quito experimenta un acelerado crecimiento poblacional, fundamentalmente como producto de un proceso de migración interna. De manera simultánea, la ciudad deviene en escenario de nuevos actores colectivos –capas medias ligadas al desarrollo del aparato estatal y a los sectores bancario y financiero, un subproletariado que se aglutina y politiza bajo la identidad de «pueblo» y un grupo de terratenientes empresarios modernizados– y nuevas conflictividades de orden social y cultural.30 Palacio propone una nueva mirada para leer la ciudad, irreverente y profana, que ensaya nuevas perspectivas y combinaciones de lecturas: el nuevo entorno ciudadano ofrece aventuras, a la vez trágicas y ridículas. La novedad radica en las insólitas iluminaciones que ofrece esta mirada, una iluminación profana, expresión utilizada por Walter Benjamin, en su estudio sobre el movimiento surrealista francés. Benjamin sugiere que los escritos surrealistas tratan de experiencias que hablan de iluminaciones profanas, iluminaciones «de inspiración materialista, antropológica, de la que el haschisch, el opio u otra droga no son más que escuela primaria».31 En la obra de Palacio, las casas, las calles, los barrios, las ventanas son iluminadas de manera diferente; cada espacio se hace relato preñado de fantasías y deseos. Una iluminación semejante impulsa el caminar del Teniente en Débora en su recorrido por la ciudad en pos de un «anhelo insatisfecho», su siempre frustrado y sediento anhelo de mujer: «si saliera la mujer que espero… […] Micaela o Rosa Ana. Mujer de domingo que espero». Es la mirada que amplía los detalles, reales o imaginarios, de calles y barrios que se van descubriendo ante los ojos del Teniente, personaje tan vulgar y ridículo como el difunto Octavio Ramírez. Este «perpetuo imitador social que suspira porque suspiraron los otros», se deja sin embargo seducir por una ciudad que parece anunciarle, en cada detalle amplificado, la realización de viejos sueños. Entre «fugas imaginativas» e iluminaciones, la mirada del Teniente se posa sobre diferentes destellos y detalles que ofrece el paisaje urbano. Los pasos del Teniente se deslizan en medio de «paralelas infinitas»: retazos y fragmentos de la urbe se ovillan en una inagotable y alucinante madeja de relatos, infinidad de divagaciones que

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se amontonan en la loca imaginación del protagonista. Entre los retazos urbanos y las divagaciones del teniente, irrumpe la cáustica voz del narrador que va construyendo, de manera también fragmentada, una poética de la ciudad y, simultáneamente, un modo de hacer novela: «La novela se derrite en la pereza y quisiera fustigarla para que salte, grite, dé corcoveos, llene de actividad los cuerpos flácidos; mas con esto me pondría a literaturizar. Estas páginas desfilan como hombres encorvados que han fumado opio: lento, lento…». La mirada fustigadora del narrador hace corcovear al relato, lo encabrita y desordena en un juego verbal que hace saltar la palabra entre los desarticulados fragmentos de la realidad, los pasos de su protagonista y las fantasías ensoñadas que hilvanan el relato que leemos: La renovación no llega nunca y esta espera es una continua burla a la trama novelesca que nunca daría motivo para un libro si no se pusieran a mentir como descosidos, imponiéndose las suposiciones no como tales sino con una apariencia tal de realidad que engaña al mismo mentiroso. […] La novela realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesa a nadie.

En el caso de la novela que leemos, Débora, es la misma ciudad la instancia que invita a la ensoñación e invención de relatos que hilvana aquello que, de otra manera, no sería, sino dispersos fragmentos urbanos. La poética de Palacio se afirma en una doble renovación: de ciudad y de escritura. San Marcos, San Juan, La Chilena y San Blas –barrios coloniales del centro de Quito– se estiran a través de la vida mental bullente, desordenada y paradójica del protagonista. A propósito de San Marcos, «lo más curioso [afirma el narrador] es su campanario, bajo un tejadillo de zinc, adosado al muro de la iglesia vieja». ¿Dónde radica lo «curioso» de tal descripción? Quizá en esa recurrente convivencia entre elementos de la tradición y de la modernidad: el «tejadillo de zinc» es un indicio de modernización –las ordenanzas municipales de la primera década del siglo pasado proponían cambiar las cubiertas de teja por cubiertas de zinc– que se adosa al muro de una iglesia vieja: extrañas y curiosas convivencias entre lo nuevo y lo viejo. Desde el final de una estrecha calle de San Marcos, advierte el narrador, se destaca la disposición de una parte de la urbe:

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La Chilena

San Juan

San Blas

La voz del narrador destaca las curiosas implicaciones emotivas que guardan los pequeños accidentes urbanos: no puede evitar el encontrón con esquinas, murallas, símbolos, casas: La ciudad vista de San Marcos había sacado a lucir sus casas blancas. Especialmente en San Juan había fiesta. La luz de las nueve era una lente que echaba las casas encima de los ojos. Precisamente, como en esos paisajes nuevos: los colores claros que aproximan el objeto voluminoso, que tienta a la presión de las manos. Y como este último barrio subía por la loma, la ascensión le daba más carácter de suspensibilidad: objetos colgados en las grúas de los puertos.

«Ningún rostro es surrealista en el grado en que lo es el verdadero rostro de una ciudad», afirma Walter Benjamin32 y, ciertamente, la descripción de un paisaje suspendido, hecho de objetos colgados, un barrio ascendente y la luz echada sobre las casas contribuye a la configuración de este insólito y mágico carácter surrealista del retrato urbano. Los ojos del narrador no se limitan al ofrecimiento de una desmayada visión del paisaje, sobre él blande el «zarpazo de la economía» para ofrecer, a la vez, «una imagen de hombres escuálidos de hambre, de caras amargadas por el egoísmo, celos y rabia». Los pasos del Teniente avanzan entre los accidentes topográficos hasta llegar a La Ronda, «el barrio clásico de los gimoteos»: Cuando se escribe «La Ronda» todos se imaginan una capa española y hasta se ha llegado a pensar en serenata con guitarras y en palabras hediondas de borrachos. El ojo del puente mira la calle estrecha. Hay un definitivo sentimiento de lo anacrónico ante la amenaza de un hombre moderno, que pasará haciéndose de lado para que la intimidad de las casas no manche su vestido o lo deje emparedado entre pinturas de esclavos. Ahora el barrio se muere, se viene encima «El Relleno» que modernizará la ciudad, porque algunos se han cansado de las calles antiguas. Y reaccionando contra «El Relleno» se han alineado los gemebundos y los neogemebundos. Todos están un poco ridículos.

¿Cómo se define el sentimiento de lo anacrónico ante la amenaza del hombre moderno? Palacio advierte que la avalancha de relleno que moderniza la ciudad despierta fidelidades y emociones atadas a la tradición:

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«gemebundos» (viejos, fieles a lo viejo) y «neogemebundos» (revolucionarios del lápiz, hacen cosas nuevas del motivo viejo), ninguno comprende exactamente el disfraz. ¿Cómo entra la intimidad de la casa, el barrio, el nuevo trazado topográfico en la narrativa que recompone el disfraz urbano? El narrador, alerta a las nuevas emociones que despierta el modernizado paisaje urbano, ironiza las exclamaciones (de cultura romántica) que celebran una supuesta belleza intrínseca del suburbio. En verdad, puede ser muy pintoresco el que una calle sea torcida hasta no dar paso a un ómnibus; puede ser encantadora por su olor a orinas; puede dar la ilusión de que transitará, de un momento a otro, la ronda de trasnochados. Pero está más nuevo el asfalto y grita allí la fuerza de miles de hombres que han bregado por el pan en nuestros días. Y como canta allí, dinámicamente, la canción del progreso; como hay un torbellino de vida, debemos sentirnos mejor en nuestra carrera tras el tranvía que oyendo el eco de las pisadas en el tubo de la calle. […] Lo malo es que nuestra admiración es improductiva y es que si nos dedicamos a revocar lo que se cae, a hacer limpieza de lo que construyeron, seremos ridículos ante nuestros hijos.

Aunque la canción del progreso seduce provocativamente, Palacio sugiere que habitar productivamente la urbe presume poblar el presente sin hacer limpieza de lo que otros construyeron; se trata de asimilar lo característico de la ciudad desde un habitar sensible tanto a las innovaciones urbanas como a los residuos de otras épocas. Tal como lo advirtiera en su momento Benjamin, se trata de una modernidad, en el impulso de fuerzas contradictorias, capaz de deslumbrar y conmover en la interpenetración de lo antiguo y lo caduco; lo doloroso y lo magnífico que componen el ornato de la civilización. En Palacio, la carrera del tranvía se torna fascinación compleja y conflictiva, pues aquella carrera asimila todos los deshechos que la llegada del asfalto pretende erradicar. Volviendo a Débora, el Teniente prosigue su camino de domingo entre las calles de los barrios bajos poblados «en espera del momento de la descarga del deseo». El deseo, que parece agazaparse entre las calles, será el motor que moviliza el cuerpo del teniente entre los avatares y barrios de la urbe, para, finalmente, recogerse en la intimidad de su espacio privado en espera aún de la mujer soñada. Walter Benjamin aporta pistas para ensayar una reflexión en torno al rol que juegan los personajes femeninos en la literatura vanguardista.

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Benjamin observa que, en «la concepción surrealista del amor», una amada casi mística ofrece iluminación más que goce sensual. Así, continúa Benjamin, Breton, por ejemplo, está más cerca de las cosas de las que está cerca Nadja que de ella misma. Lógicamente, en el centro de este mundo de cosas irrumpe el más soñado de los objetos: la ciudad misma envuelta en un rostro surrealista. «Bueno, después de todo, en resumen, se ha hablado de la espera de la mujer única, que conviene a nuestros intereses, que existe y que no sabemos dónde está». La voz del narrador resume un coro masculino que, desesperanzado, advierte la inexistencia de esa única y ansiada mujer, que, tal como ellos la imaginan –en la representación de un sueño dominical y romántico, «la tendré todas las tardes y mientras fume me acariciará las manos»–, probablemente no existe, sino solamente agazapada detrás de una ventana entrevista en uno de los recorridos ensayados. La mujer esperada –Débora, Micaela o Rosa Ana– siempre está demasiado lejos. El lejano sabor de Débora deviene en fuerza que empuja los pasos del protagonista entre los barrios y calles de la ciudad que parece esconder una desvaída sombra de ella. Notas «Hijo de Angelina Palacio y Agustín Costa, Palacio no fue reconocido legalmente cuando niño –por eso solo llevó el apellido de su madre– y no aceptó el apellido de su padre, que éste quiso dárselo cuando el escritor ya gozaba de cierto prestigio público.» Raúl Vallejo, «Cronología», en Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005, p. 247. La muerte de su madre acaeció cuando Palacio tenía aproximadamente dos años de edad. El escritor fue criado por su tía Hortensia Palacio, su tío José Ángel Palacio le costeó los estudios primarios y secundarios. 2 Al parecer, los síntomas de locura que se precipitaron en 1939, correspondieron a la última etapa de la sífilis que Palacio padeció. De ser así, se podría decir que su cuento «Luz lateral» es una descarnada alusión a sí mismo y a su enfermedad, para esa época, recién contraída. Sin embargo, su hijo Pablo Palacio Palacios, en «Notas sobre mi padre», pone en duda la versión de la muerte por sífilis. Cfr. R. Vallejo, «Cronología», Un hombre muerto a puntapiés y otros textos. 3 La anécdota más conocida de la infancia de Palacio es el accidente que sufrió a los 3 años de edad, cuando, por descuido de la niñera, cayó en un torrente de agua cercano a Loja, su ciudad natal. Este accidente ha provocado en los críticos y biógrafos, las más diversas especulaciones sobre la vida y obra del escritor: «Cuentan de este muchacho que a los tres años de edad no daba señales de gran inteligencia, ni mucho menos. Un buen día la niñera lo llevó consigo a lavar ropa blanca en el arroyo. […] Pero cuando comenzó a sanar de sus 1

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setenta y siete cicatrices, las palabras, que antes del accidente, eran difíciles, babosas, surgieron llenas de inteligencia». Benjamín Carrión, Mapa de América, Quito, Sociedad General Española de Librería, 1930, en Celina Manzoni, El mordisco imaginario. Crítica de la critica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Biblos, 1994, pp. 37-38. «Lo sacaron del agua borbullente, milagrosamente vivo, con el cráneo quebrado. Dios dispuso que se le soldara y, cuando ya era un gran escritor, el mayor de todos los jóvenes escritores del país, no por edad sino por la fuerza y la originalidad, se divertía permitiendo que tocaran el hueco que quedó en su cráneo al soldarse los huesos: cabía en él la falange del dedo índice. La gente de mi pueblo decía que por esa fractura le entró al cerebro el talento literario. La verdad es que en su familia nunca había habido un escritor». Ciertamente, Palacio padeció, durante los últimos siete años de su vida, una locura que lo llevó a la reclusión en clínicas psiquiátricas y, finalmente, a la muerte. Alejandro Carrión, introducción a las Obras completas de Pablo Palacio, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, en Celina Manzoni, El mordisco imaginario, p. 65. 4 En el elogioso estudio que, tempranamente, el maestro Benjamín Carrión le dedicara a Palacio, afirma que, en esos años «Realmente, diez días a lomo de mula, por entre inverosímiles senderuelos bordeados de precipicios, separan este pueblo de las más próximas vías del mar o del ferrocarril». Carrión, en C. Manzoni, El mordisco imaginario, p. 35. 5 El 9 de julio de 1925, la oficialidad progresista derrocó el orden liberal oligárquico, los protagonistas declararon que su revolución perseguía «la igualdad de todos y la protección del orden proletario». La Revolución juliana respondió al agotamiento del Estado liberal, al declive del bipartidismo conservador-liberal, al despertar del reciente movimiento obrero (carente de los derechos fundamentales), como reacción a la oligarquía; sobre todo bancaria, que controlaba el régimen monetario, que ponía presidentes y ministros de Estado. Algunos críticos han advertido que, en ese horizonte histórico, no es gratuito que Palacio haya elegido como protagonista de su novela Débora a un teniente. 6 María del Carmen Fernández, «Pablo Palacio y el contexto socio-cultural en el Ecuador de los años veinte», en Pablo Palacio Obras completas, Wilfredo Corral, coordinador, París, allca xx, 2000, colección Archivo, pp. 485-86. 7 Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción, trayectoria y documentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2006, 2a. ed., p. 13. 8 El periodo de entre siglos fue un momento de torsión de perspectivas que canalizó un intenso debate en torno a la «cuestión indígena» y que involucró a las artes, las ciencias sociales, las humanidades: escritores, pintores, políticos, pedagogos, están discutiendo, cada cual desde su visión, «qué hacer con los indios». En 1922 se edita El indio ecuatoriano, de Pío Jaramillo Alvarado, obra pionera de sociología indígena. Como consecuencia de la crisis cacaotera, Ecuador vivió un intenso periodo de agitación social que culminó el 15 de Noviembre de 1922, cuando una insurrección popular de artesanos y obreros fue cruelmente reprimida en las calles de Guayaquil. En 1923 varios levantamientos campesinos fueron duramente reprimidos; en 1926 se fundó el Partido Socialista, que se dividió cuando el sector pro-estalinista constituyó el Partido Comunista en 1931. 9 C. Manzoni, El mordisco imaginario, ha periodizado la recepción crítica de la obra palaciana. En ese sentido, ha señalado que entre 1948 y 1958, se consolida el proceso de

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canonización, en el esfuerzo que muchos críticos hacen de incorporar el nombre de Palacio en las historias literarias nacionales e hispanoamericanas: A. F. Rojas, La novela ecuatoriana (1948); E. Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana (1954); Isaac J. Barrera, Historia de la literatura ecuatoriana (1955); E. Ribadeneira, La moderna novela ecuatoriana (1958). 10 Humberto Salvador (Guayaquil, 1909-1982), novelista, dramaturgo, ensayista y catedrático universitario. Junto a Pablo Palacio, se constituye en figura clave del movimiento vanguardista de la narrativa ecuatoriana. Su novela, En la ciudad he perdido una novela (1922), supone ella misma una reflexión sobre la práctica novelesca y una búsqueda que arrastra desesperadamente al narrador, a través de las calles de Quito, en pos de una mujer y de una perspectiva para escribir el libro. 11 En 1964, la Casa de la Cultura del Ecuador publica la Obra completa de Pablo Palacio, con estudio introductorio de Alejandro Carrión. En 1980 Casa de las Américas publica una Compilación de textos sobre pablo Palacio, en su Serie Valoración Múltiple, a cargo de Miguel Donoso Pareja. 12 Publicado originalmente en La tienda de muñecos, en 1927. 13 Salvador Novo, El joven, México, Imprenta mundial, 1933 [1928]. 14 H. E. Robles, La noción de vanguardia., p. 18. 15 Ibíd. 16 «El movimiento de la vanguardia ecuatoriana se expresó a través de revistas como Frivolidades (primer número 1919), Caricatura (1919), Síngulus (1921), Iniciación (1921), Motocicleta (¿1924?), Hélice (1926), Savia (1926), o Lampadario (1931), entre otras, que mantenían correspondencia con diversas publicaciones vanguardistas del continente. Estas revistas, no obstante, combinaban textos modernistas con los de la vanguardia. […], no es casual, por ejemplo, que Hugo Mayo haya colaborado en Pegaso, Grecia, Cervantes y Amauta, que fuera incluido por Borges, Huidobro e Hidalgo en su Índice de la nueva poesía americana (1926), o que Pablo Palacio publicara originalmente su cuento «Novela guillotinada» en la Revista de Avance, de La Habana, en 1927». Cfr. R. Vallejo, Un hombre…, pp. xxii, xxiii. 17 H. E. Robles, La noción de vanguardia., pp. 37-38. 18 Ibíd., p. 45. 19 Ibíd., p. 51. 20 Entrevista a Pablo Palacio, en Obras completas, a cargo de María del Carmen Fernández, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Libresa, 2006, p. 438. 21 Ibíd., pp. 438-39. 22 Cfr. Alejandro Carrión, «Estudio introductorio», en Obras completas de Pablo Palacio.. 23 Ibíd., p. 80. 24 C. Manzoni, El mordisco imaginario, p. 17. 25 R. Vallejo, Un hombre muerto…, pp. xix, xx. 26 Carlos Manuel Espinosa, «Un hombre que murió dos veces», en Miguel Donoso, Compilación de textos sobre..., p. 52. 27 José Carlos Mariátegui, Invitación a la vida heroica. Textos esenciales, Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2005, p. 246.

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Beatriz Sarlo concibe el espacio de una «modernidad periférica» como aquél que está atravesado por una «cultura de la mezcla»; en que coexisten elementos defensivos y residuales junto a programas renovadores, rasgos culturales de la formación criolla al mismo tiempo que un proceso descomunal de importaciones, bienes, discursos y prácticas simbólicas. Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica, Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999. 29 Paúl Aguilar, Arquitectura y modernidad 1850–1950, Quito, Museo Municipal «Alberto Mena Caamaño», 1995, p. 44. 30 Guillermo Bustos, «Quito en la transición: actores colectivos e identidades culturales urbanas. 1920–1950», Enfoques y estudios históricos: Quito a través de la historia, Quito, Municipio de Quito, 1992, p. 176. 31 Walter Benjamin, «El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea», Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus, 1990, p. 46. 32 Ibíd., p. 50. 28

Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio: apuntes para una nueva politización de la vanguardia Álvaro Campuzano Arteta Universidad Nacional Autónoma de México

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esde mediados de la década de 1960 hasta nuestros días, los debates suscitados en torno a la recepción de las obras de Jorge Icaza y Pablo Palacio han sido reiterativamente atizados por el siempre polémico Agustín Cueva. De diversos modos, el agudo crítico cultural y sociólogo ecuatoriano participó en la construcción de una particular manera de leer a estos dos escritores, a quienes sitúa como representantes de opciones ideológico-literarias opuestas. El marcado contraste y la insalvable distancia entre, por un lado, un Icaza que epitomaría al narrador que denuncia y expone conflictos sociales mediante relatos descarnados y, por otro, un Palacio leído como representante de una variante ecuatoriana algo tardía del experimentalismo vanguardista en América Latina, debe mucho a las interpretaciones de Cueva. No se puede comprender el establecimiento de estos términos del debate –que menciono muy escuetamente y que por supuesto no empiezan ni terminan con Cueva– sin una mínima sensibilidad histórica. A esta recepción diferenciada del realismo social y del vanguardismo le atraviesa y subyace uno de los problemas centrales que enfrentaron varios intelectuales críticos durante las décadas de 1960 y 1970. Me refiero a la tensión entre la pretensión de autonomía de la literatura y el impulso ético-político del entonces llamado ‘compromiso’ del intelectual. Diversas polémicas se desatan en América Latina sobre este espinoso punto durante el tempestuoso periodo que se abre con la Revolución Cubana y se cierra con el advenimiento de la hegemonía neoliberal a partir de los ochenta. Un ejemplo singular, altamente representativo del conjunto, es la arremetida del cubano Roberto Fernández Retamar contra Jorge Luis Borges en su ensayo Calibán de 1971. Como sabemos, allí se acusa a Borges, previsiblemente, por su supuesto esteticismo no comprometido, que resultaría afín a la consolidación de jerarquías culturales de raigambre colonial. Evocar al paso

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esta polémica quizás paradigmática, nos permite llamar la atención sobre lo distintos que tienden a ser los debates y aproximaciones a la literatura en nuestra contemporaneidad. Cuando en América Latina –respondiendo a diferentes procesos y en circunstancias nacionales muy diversas– las posibilidades de transformación radical de la sociedad dejaron de centrarse en proyectos, percibidos como inminentes, de revolución nacionalista, la pregunta sobre el particular papel político de la literatura, si bien no se desvaneció, perdió el sentido que tuviera durante los años en que no pocos intelectuales situaran como emblema de su práctica a la agresiva figura descolonizadora de Calibán. A diferencia de las dos décadas anteriores, a partir de los años ochenta y noventa, el problema del ‘compromiso’ entre quienes escriben o reflexionan a partir de la literatura ha sido profundamente replanteado, cuando no ha sido descartado por completo y arrojado al cajón de los deleznables asuntos ‘extra-literarios’. Con seguridad, se podría ser menos esquemático a la hora de trazar este tipo de diferenciaciones entre periodos históricos. Pero con todas sus imprecisiones, esta generalización permite enfatizar y llamar la atención sobre el abismo generacional que separa a las décadas de la «ira y la esperanza» –como titulara Cueva a su primera obra ensayística– de las décadas del desencanto correspondientes al cierre del devastador siglo xx. Desde la actual experiencia generacional, ¿qué interés podría tener reflexionar sobre la clásica oposición entre Icaza y Palacio establecida por Cueva? Para quienes se han sentido extraña y poderosamente fascinados por la escritura de Palacio, incluso podría resultar bastante incómodo detenerse a reconstruir los argumentos de un crítico cultural que insistiera en el valor universal de la novelística de Icaza, y para quien, en contraste, Palacio, con todos sus méritos, aparecería como un escritor menor en la escena internacional. Sin embargo, soslayar las observaciones de Cueva, descartarlas sin procurar una comprensión de sus fundamentos y determinaciones históricas, aparece como un camino demasiado seguro. Como alternativa, prestar atención a sus apreciaciones puede constituir un modo de activar una lectura que no se adormile en la reiteración de temas ya explorados y que, de este modo, haga justicia a la inquietante escritura de Palacio. En esta línea, la breve revisión y contextualización sobre los juicios de Cueva que presento inmediatamente procuran esbozar nuevos modos de politizar la escritura de Palacio.

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Agustín Cueva frente a Pablo Palacio: cuatro décadas de una polémica La primera vez que Cueva se ocupó de los relatos de Pablo Palacio fue en su vibrante ensayo juvenil Entre la ira y la esperanza, publicado en 1967. Informado por una lúcida y libre lectura materialista de la cultura, Cueva no pudo ser más acertado al señalar que «es tal vez Pablo Palacio quien mejor ha sentido, comprendido y confesado las contradicciones pequeño burguesas, y planteado con mayor precisión tales contradicciones». Más adelante en el mismo ensayo, Cueva amplía esta observación. Refiriéndose a la llamada «generación del 30» en Ecuador, anota que, siendo un miembro de «una generación de intelectuales que se tomaron como encarnación del proletariado, Palacio fue de los pocos en plantear, en el momento mismo del apogeo de su grupo, el drama nacido de la tirantez entre origen social e ideología. Los demás tuvieron un gran miedo de confesarlo».1 Como vemos, en este temprano escrito –que constituye un notable registro del espíritu crítico de la ‘generación de Calibán’ en Ecuador–, Cueva destaca la poco usual auto-reflexión que Palacio articuló a través de sus relatos sobre su propia condición de clase. En efecto, al optar por ahondar en las desgarraduras de su situación en tanto miembro de una clase media intelectual y radicalizada, Palacio jamás cayó en la pretensión de representar a través de su escritura al otro subyugado económicamente y estigmatizado racialmente: los estereotípicamente denominados «indio», «cholo» y «montubio» retratados en Los que se van, el emblemático libro de relatos realistas de 1930. Como sugieren varios de sus críticos, en Vida del ahorcado se sintetiza la poética de Palacio. Sin perder de vista, como advertiría Cueva, que esta poética a su vez expresa una actitud ideológico-política, podríamos aventurar un acercamiento al peculiar socialista que emerge en la escritura literaria de Palacio, y no sólo en sus artículos políticos posteriores. Palacio, en efecto, fue un socialista no sólo por militar en las filas del flamante partido y por escribir algunos artículos políticos inscritos en esa línea desde 1932, sino, principalmente, por la forma de crítica social plasmada en su escritura de ficción. En las antípodas de toda versión afirmativa o edificante de la novela, la opción estético-política que nos presenta Palacio en Vida del ahorcado halla su cifra en el suicidio. Andrés Farinango, el personaje-narrador, encarna el arrojo hacia un insondable más allá del mundo tal y como ha sido configurado. Este anhelo de trascender el principio de realidad fijado por un

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determinado orden social –aquel «cubo» que circunscribe la existencia, para usar una imagen central en Vida del ahorcado– coincide con una negación sin concesiones, en última instancia auto-destructiva, a los fundamentos de una forma de vida social que, desde la limitada perspectiva del servil profesionalismo de la clase media, aparecería como defendible a nombre de la estabilidad. En Vida del ahorcado, Palacio, efectivamente, «dispara contra todos y contra sí mismo». Como sabemos, con esas palabras Joaquín Gallegos Lara pretendió lapidar esta novela, condenando en su lacónico comentario de 1933 la ausencia en ella de una clara denuncia social. Pero, como sugiero, la negatividad que recorre al fragmentado y desconcertante relato de Palacio es precisamente su mayor mérito literario y político. El suicidio simbólico y su correlato, la agresión al sentido de realidad establecido socialmente, son gestos característicos de otras variantes de la vanguardia estética que irrumpen junto al socialismo durante la década de los veinte en los países andinos. Sin embargo, se puede conjeturar que tales búsquedas literarias en clave negativa, pasaron a constituir un asunto más bien extraño y ajeno al horizonte de preocupaciones de la posterior generación crítica de los sesenta y setenta. En el entusiasta ambiente posterior al triunfo de la Revolución Cubana, no eran pocos quienes, de distintas maneras, compartían el proyecto de afirmar identidades nacional-populares a través del arte y la literatura. En el peor de los casos, este impulso se tradujo en gestos chauvinistas y autoritarios. Sin embargo, también existieron otras versiones, mucho más interesantes y valiosas, de esta reapertura del problema de la afirmación de culturas y voces vernáculas históricamente sojuzgadas. Por ejemplo, en el contexto de los países andinos, las reflexiones sobre la heterogeneidad cultural de Antonio Cornejo-Polar no dejan de constituir un destacado referente. Varias de las reflexiones de Agustín Cueva y especialmente su alta valoración de Icaza –o por lo menos de su obra narrativa, pues no profundiza demasiado en su obra teatral– se podrían ubicar dentro de esta corriente. A propósito de su elogioso ensayo de 1968 sobre este autor, Cueva señalará una década más tarde, en su ensayo «En pos de la historicidad perdida» –escrito a pedido de Antonio Cornejo Polar en 1978– que a pesar de los límites del realismo social en general, y del indigenismo en particular, lo que habría estado en juego en la estética de la generación de los treinta en Ecuador es la apropiación de diversas hablas locales orientadas a alimentar la gestación de una cultura nacional heterogénea y popular.

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Ya desde 1968, en su ensayo Icaza, Cueva reconoció, con José Carlos Mariátegui, el problema de la exterioridad del narrador indigenista frente al mundo social que intenta plasmar literariamente. Sin embargo, a partir de las específicas preocupaciones de su generación, es probable que Cueva no haya podido sino otorgar una más alta valoración a los gestos afirmativos, con todos sus límites, del indigenismo, que a la destructividad de toda una vertiente de las vanguardias de las décadas pasadas. La lucha cultural por la revolución nacional-popular requeriría más de afirmaciones, problemáticas o no, del campo popular, que de gestos disolventes de la intelectualidad de clase media. En su última intervención sobre la recepción de Palacio, el ensayo «Collage tardío entorno a l’affaire Palacio» de 1993 (pieza re-publicada en el 2000 en la compilación de la obras completas de Palacio a cargo de Wilfrido Corral), Cueva reafirma, en lo esencial, su postura de décadas pasadas. En este trabajo, uno de los últimos que publica en vida, insiste en entablar un debate, que por momentos lastimosamente adquiere un tono de rencilla, con Miguel Donoso Pareja. Confrontando su ensayo «Los grandes de la década del 30» de 1985, Cueva sitúa a Palacio, no como un adelantado en relación a los realistas sociales de los treinta, sino más bien como un rezagado frente a la vanguardia estética latinoamericana. Aunque al asumir esta postura, Cueva no profundiza en la particularidad de la vanguardia en Ecuador en el contexto específico de los países andinos, a su vez tiene el cuidado de recoger, en parte, las aclaraciones sobre el lugar que ocupa la obra de Palacio dentro de la vanguardia ecuatoriana, elaboradas en la exhaustiva investigación de Maria del Carmen Fernández publicada en 1991. Desde el tipo de reflexión histórica preconizado por Cueva, es dable considerar que durante las últimas cuatro décadas, período durante el que alimentó la polémica sobre la valoración de Palacio, enalteciendo permanentemente la narrativa de Icaza, el horizonte de interrogantes de su generación fomentó el relativamente poco interés ideológico-político que le concedió a la escritura del primero. Sin embargo, para acoger y dar vida actual al impulso crítico de la destructividad en la escritura de Palacio (sobra decirlo, y seguramente Cueva concordaría con nosotros), es necesario leerla a la luz de las particularidades del encuentro entre vanguardismo y socialismo que ocurriera en los países andinos durante la década 1920.

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La posible actualidad de la década de 1920 Como sabemos, a través de sus profusos escritos y de la difusión de la revista Amauta en los años veinte, José Carlos Mariátegui tuvo la sagacidad, ajena a la obtusa ortodoxia de varios comunistas latinoamericanos de la época, de encauzar la destructividad anárquica del vanguardismo en servicio de la crítica radical de la sociedad. En una vena similar, su coetáneo alemán, Walter Benjamin, reflexionando sobre el surrealismo, proponía en 1929 «ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución».2 Esta búsqueda de sintonías entre la crítica social y el desenfado literario, que es previa tanto a la preceptiva dogmática del comunismo internacional como al optimismo nacional-popular en América Latina, quizás nos permita politizar hoy a Palacio. En su alentadora recepción de las primeras obras del vanguardista peruano Martín Adán, cuya única novela, La casa de cartón, encuentra afinidades con la narrativa de Palacio, Mariátegui señaló como rasgo central de su literatura al «disparate puro». Mediante esta noción apuntaba a activar el poder disolvente de las vanguardias: parafraseando a los surrealistas, Mariátegui consideraba que el disparate puro certificaba la «defunción del absoluto burgués». Curiosamente, esta misma valoración del «disparate» literario fue extendida desde Perú hacia Ecuador por un improbable emisario. Luis Alberto Sánchez, con quien Mariátegui entablara la famosa ‘polémica del indigenismo’ en 1927, y quien más tarde fungiera de ideólogo del apra –un partido político populista abiertamente criticado por el director de Amauta–, elogió en 1932 la estética del disparate presente en Vida del ahorcado, estableciendo así un contrapunto al ataque de Joaquín Gallegos Lara publicado un año después. Vemos entonces que la escritura de Martín Adán, mediada por la recepción de Mariátegui, traza una interesante e indirecta conexión entre la generación peruana de Amauta y el vanguardismo ecuatoriano representado por Palacio. Para explorar esta cercanía, cabe detenerse un momento en La casa de cartón, novela publicada originalmente con un prólogo de Sánchez y un colofón de Mariátegui en 1928 –un año después de Un hombre muerto a puntapiés y de Débora–. A través de esta narración, el lector se sumerge en un caleidoscópico recorrido deambulatorio por Barranco, uno de los barrios de Lima. En medio de los fragmentos inconexos que componen esta delirante obra, Ramón, el personaje-narrador –que nos remite a esos

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otros personajes esquivos, el Teniente y Andrés Farinango de Palacio–, nos conduce discontinuamente por la ciudad; ese espacio moderno por excelencia, donde la realidad se desestabiliza y aparece, nos dice Ramón, como «una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan las cosas y alteran la disposición de los planos». En la Lima imaginaria de La casa de cartón, nada puede ser fijado definitivamente por la vista, nada puede ser estabilizado por el conocimiento. La sucesión de imágenes y de experiencias imprevistas en la ciudad, hacen aparecer al mundo como un lugar en el que todo es «temblante, oscuro, como en pantalla de cinema». La mirada distraída de Ramón y la propia narrativa discontinua de Adán nos invitan al goce de la incertidumbre y el desconcierto. Nada sujeta el camino de Ramón ni su decurso narrativo en la Lima que experimenta imaginariamente. Por oposición a una relación fija entre un sujeto y un objeto, característica del narrador omnisciente frente a una realidad a ser expuesta y denunciada, en La casa de cartón toda identidad y todo conocimiento se disuelven en la escritura: Una calle iluminada de silencio –por ella se van nuestros ojos de nosotros, nuestros ojos, niños incautos y curiosos–. Y nosotros nos quedamos ciegos. Y un aire de yaraví enfría un poco de calle con su aliento de puna. Después nada, ni siquiera nosotros mismos.3

En éste y varios otros fragmentos, se insinúa el deseo por una vida que sólo puede ocurrir más allá del mundo tal y como nos fue dado concebirlo y experimentarlo. Esta negación expectante se manifiesta también, como ya señalábamos, en la escritura de Palacio. La posibilidad de acoger ahora toda esta potencia disolvente, como lo hiciera un Mariátegui hacia la década de 1920, quizás encuentre su fundamento en ciertas claves de nuestra contemporaneidad. A la luz de toda la experiencia organizativa acumulada, de las intervenciones políticas y las prácticas culturales de diversos sectores populares, pretender hablar en nombre del otro fácilmente aparece ahora como una impostura. Por otro lado, los proyectos orientados a afirmar culturas nacional-populares desde la izquierda no pueden dejar de ser replanteados, tanto frente al ‘cosmopolitismo por debajo’, o bien, al carácter crecientemente transnacional de los nuevos movimientos sociales, como frente a la agresiva apropiación de identidades culturales locales adelantada por sofisticadas industrias culturales. Bajo tales condiciones, la negatividad

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de cierta escritura literaria, y su destrucción de toda identidad estabilizada y domesticada para el consumo, puede ser una vía –ciertamente menor frente a otras– de resistir a la selectiva apropiación de las identidades afín al capitalismo transnacional contemporáneo. En otros términos, desde el campo literario, quizás ahora las condiciones sean propicias para modular variantes de ese «canto a la esperanza», como se titula uno de las fugas discordes de Vida del ahorcado, que celebra la radical incertidumbre, la «noche negra». El jubiloso desasosiego, la exultante negación del mundo dado al que nos invita Andrés Farinango –ese arquetipo del desajustado sin identidad fija– señala rutas múltiples para, como nos incitara Agustín Cueva, activar lo político en la literatura, asumiendo el desafío actual de superar la consigna –¿definitivamente anacrónica?–, de afirmar, desde una cómoda exterioridad, identidades nacional-populares. Canto a la esperanza He huido del cubo y he caminado sin rumbo lejos de la ciudad, por el campo abierto, hasta dejarme envolver por la noche negra. Todo era la noche negra: el campo y el cielo, las dos cosas juntas, sin límites, sin rutas. Yo he estado ahí, en medio de la noche, los ojos abiertos sin ver y el oído atento, oprimida mi alma. Yo he buscado ahí mi camino sin encontrarlo. Pero no me he dejado coger por la impaciencia y al cabo se encendió la gran lámpara, de tal manera que estoy aquí de nuevo, hombre. Cáspita, cáspita. ¡Oh, júbilo, ya sé lo que es la esperanza!4 Notas Agustín Cueva, Entre la ira y la esperanza, Quito, Planeta, 1987 [1967], p. 128. Walter Benjamin, «El surrealismo. Última instantánea de la inteligencia europea», Iluminaciones I. Imaginación y sociedad, Madrid, Taurus, 1999 [1929], p. 59. 3 Martín Adán, La casa de cartón, Colección La Honda, La Habana, Casa de las Américas, 1986 [1928], pp. 47-48. 4 Pablo Palacio, Vida del ahorcado, en Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Colección Clásica, vol. 231, Compilación, prólogo, cronología y bibliografía, Raúl Vallejo, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005, p. 149. 1 2

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Bibliografía Adán, Martín, La casa de cartón, La Habana, Casa de las Américas, 1986 [1928]. Benjamin, Walter, «El surrealismo. Última instantánea de la inteligencia europea» [1929], Iluminaciones I. Imaginación y sociedad, Madrid, Taurus, 1999. Cueva, Agustín, Entre la ira y la esperanza, Quito, Planeta, 1987 [1967]. ––, «Collage tardío en torno de l´affaire Palacio», Literatura y conciencia histórica en América Latina, Quito, Editorial Planeta, 1993. –––, «Jorge Icaza» [1968], en Lecturas y rupturas, Quito, Planeta, 1986. Corral Wilfredo (edición crítica), Pablo Palacio. Obras completas, Madrid, allca xx / unesco, 2000. Fernández, María del Carmen, El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30, Quito, Ediciones Libri Mundi, 1991. Manzoni, Celina, El mordisco imaginario. Crítica de la crítica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1994. Pablo Palacio, Vida del ahorcado, en Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Colección Clásica, vol. 231, Compilación, prólogo, cronología y bibliografía, Raúl Vallejo, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005. Retamar Fernández, Roberto, «Calibán» [1971], en Todo Calibán, Buenos Aires, clacso, 2005.

Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes Mauricio Ostria González Universidad de Concepción La afirmación de que no hay extratextualidad es un grafito infantil sobre los muros del sentido común George Steiner

unque Jorge Icaza y Pablo Palacio son estrictamente coetáneos: como se sabe nacen en 1906 y, en consecuencia, forman parte de las generaciones literarias emergentes en los años veinte y supuestamente vigentes en los treinta, sus destinos personales y literarios son ciertamente diametrales: mientras el primero alcanza todos los honores y reconocimientos y su obra llega a ser considerada la más representativa dentro de la novelística ecuatoriana (durante un buen tiempo, Huasipungo pasó por ser la novela ecuatoriana por antonomasia), el segundo recibe calificativos que lo marginan socialmente y su producción perfectamente desconocida y ninguneada sólo es rescatada a partir de los años sesenta. Icaza y Palacio representan dos direcciones opuestas y hasta contradictorias en el marco de la narrativa ecuatoriana y latinoamericana. Relacionarlos implica enfatizar la heterogeneidad de un proceso cultural complejo, poner el acento en formas de leer el mundo que en virtud de su diferencia llegan a construir sentidos divergentes y antagónicos, que posiblemente ayuden a entender las contradicciones en las que se debaten los procesos identitarios de nuestras naciones. El reinado del naturalismo y el realismo social en la narrativa ecuatoriana y latinoamericana se extendió hasta bien avanzado el siglo xx e, incluso, fue impermeable al advenimiento de las vanguardias que, ciertamente, tuvieron más éxito en el terreno de la poesía que en el de la novela. Sólidamente apoyada en los postulados ideológicos y formales del realismo social, la narrativa icaciana, desde sus inicios, se incorporó sin mayores problemas al canon dominante. Es más, sus aportes más significativos –la

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incorporación del indio y su problemática, y la postulación del mestizaje como elemento decisivo en la configuración de la identidad latinoamericana, con los consecuentes efectos discursivos y estructurales– coinciden de alguna manera con los procesos culturales y sociales que vive la nación ecuatoriana, así como con las ideologías emergentes.1 En otras palabras, y sin restar el mérito que sin duda les corresponde, las novelas de Icaza aparecen en el momento propicio para que en ellas se reconozcan como en un espejo las diversas instancias lectoras. De alguna manera, son las novelas que el horizonte de expectativa del entorno esperaba. De ahí que Icaza sea, al decir de la crítica, el más difundido de los escritores ecuatorianos y el que más éxito ha alcanzado dentro y fuera del Ecuador, como novelista. La narrativa vanguardista, en cambio, no constituyó un movimiento gravitante ni en Ecuador ni en América Latina; sus autores casi siempre fueron vistos como excéntricos, herméticos, incorrectos, incomprensibles. De modo que la obra de Pablo Palacio pasó prácticamente inadvertida y cuando se leyó no se entendió y fue, en general, duramente criticada. Lo sucedido con Pablo Palacio no es insólito en el ámbito latinoamericano. Los casos de Macedonio Fernández o Roberto Arlt en Argentina; de Felisberto Hernández, en Uruguay; de Juan Emar, en Chile; de César Moro, en Perú; tal vez no con el patetismo del ecuatoriano, revelan una idéntica actitud de incomprensión crítica así como la rigidez de posturas ceñidas incondicionalmente al canon dominante. La matriz realista (o neorrealista) postula una relación especular más o menos directa entre las visiones construidas por la literatura y el mundo real, de modo que su práctica consiste en crear la más perfecta apariencia de realidad en una especie de tejido sin costuras en el que se puedan reconocer tiempos, espacios, sucesos y personajes narrados, preferentemente, desde instancias en que se disimulan o se enmascaran los sujetos discursivos. Así, resulta casi siempre fácil y cómodo para el lector colaborar en un pacto narrativo que lo incluye como parte del mundo propuesto. Por el contrario, el proyecto escritural vanguardista busca poner en crisis el verosímil romántico realista , y con ello, los hábitos tradicionales de lectura de relatos, evidenciando sus incongruencias, rompiendo sus esquemas ya consabidos, desarticulando sus continuidades, interrumpiendo el pacto de verosimilitud con permanentes exabruptos; en consecuencia, incomodando al lector que siente frustradas sus expectativas y que con frecuencia queda a la intemperie, sin apoyos ni orientaciones seguras. Pablo Palacio,

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pues, escribe sus textos en contra de lo que él considera los engaños del realismo, denunciando sus convenciones e imposturas, provocando intencionadamente su desmontaje: «La novela realista –afirma– engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se callan, no interesaría a nadie».2 Y esto es lo que hace, precisamente, Palacio: relatos con los desperdicios del realismo, con lo insignificante canónico (como la imagen del teniente, con las medias rotas, cortándose los cayos y acomodándose las uñas durante veinte minutos). Se trata, como diría Cortázar, de escribir una novela minuciosamente antinovelística; «la provocación que ocasiona Palacio –comenta Corral– no cesa: se anulan héroes, desaparecen virtudes, posesiones, atributos y tributos, perfiles temporales y actuaciones».3 Bien es verdad, que también Icaza, sin salirse del canon, realiza un proceso creativo que implica, especialmente en El Chulla Romero y Flores, importantes transformaciones narrativas, por ejemplo, el abandono de las dicotomías rígidas y de las descripciones y caracterizaciones meramente exteriores; la incursión exitosa en la interioridad dramática, conflictiva y fantasmal del protagonista mediante el convincente empleo del estilo indirecto y, sobre todo, la inclusión de procesos transformativos que hacen del héroe un verdadero personaje novelesco. Pero Palacio practica un concienzudo proceso de desconstrucción de la novela canónica, desde la continuidad y lógica de la historia, pasando por las rupturas espaciotemporales, la eliminación de las caracterizaciones convencionales de personajes, el quiebre de las fronteras entre historia y discurso, la infracción continua de la verosimilitud, la desestabilización y fragmentación de los sujetos hasta la parodia de géneros y tipos discursivos, y la interrupción paralizante del proceso diegético a través de continuas intervenciones metanarrativas. De todo lo cual, es una elocuente síntesis su «Novela guillotinada», de la que Humberto Robles señala: […] una suerte de poética de las coordenadas que asociamos con su producción literaria. Allí están su práctica metaliteraria, su sentido de lo ridículo y absurdo, su humor cáustico, su cuestionamiento de principios de retórica y autoridad, de normas, de instituciones, de mitos y de fórmulas en vigencia. Ese texto cumple también con el criterio que Palacio tenía de la literatura como labor expositiva, reflejo fiel de las condiciones materiales de vida.4



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Hecha una rapidísima e improvisada revisión de los programas narrativos o verosímiles propuestos por Icaza y Palacio, sobre la base de la lectura de algunos de sus textos más representativos, aquéllos podrían resumirse provisionalmente en el siguiente esquema: ICAZA Historia

Discurso

PALACIO

-de indios o mestizos.

-de individuos urbanos.

-de despojo y acoso social.

-de conflictos personales (subjetivos).

-con referencias preferentes a la realidad nacional y regional

-con referencias preferentes a la existencia humana en general.

-con secuencias ordenadas y continuas

-con secuencias desordenadas y discontinuas (fragmentos).

-tendencia a secuencias progresivas.

-tendencia a secuencias circulares.

-en espacios rurales o urbanos marginales.

-en espacios urbanos.

-en tiempo real, más o menos cronológico.

-en tiempo casi siempre interior.

-con personajes colectivos o tipos.

-con personajes individuales (no siempre individualizados).

-inclusión de personajes caricaturescos.

-inclusión de personajes teratológicos.

-los personajes pueden sobrevivir al medio hostil.

-los personajes no sobreviven al medio hostil.

-narrador omnisciente; tercera persona;

-narrador personal; clave variable;

-permanece al margen del relato.

-se introduce en el relato, lo interrumpe y hasta intercambia su estatus con el del lector o del personaje.

-lenguaje diferenciado entre narrador y personaje.

-lenguaje no diferenciado entre narrador y personaje.

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-abundante empleo de expresiones regionales (glosarios).

-exclusión en general de exprersiones regionales.

-ficción de oralidad incluye distorsiones fonéticas y sintácticas en la imitación de hablas populares y campesinas indígenas

-ficción de oralidad se mantiene en un cierto nivel formal, con inclusión de términos propios de diversos universos discursivos (científico, periodístico, filosófico, etc.)

-perspectiva realista.

-perspectiva superrealista.

-perspectiva poco variable.

-perspectiva variable.

-lector sin presencia explícita.

-situación comunicativa con frecuencia explicitada.

-escasas alusiones intertextuales.

-abundantes alusiones intertextuales.

-mímesis narrativa homogénea.

-mímesis narrativa heterogénea (se inclusyen otros tipos de discurso).

-sistema de preferencias implícito.

-sistema de preferencias explícito.

-escasa presencia de metadiégesis.

-abundancia de discurso metadiegético.

-no se problematica la relación realidad/ficción.

-se problematiza la relación realidad/ficción.

-no se explicita proceso de producción textual.

-se explicita proceso de producción textual.

Como puede observarse fácilmente, la divergencia entre los programas y las prácticas textuales de Icaza y Palacio es total. Frente a la adhesión plena al realismo social que significa el trabajo icaciano, se halla el cuestionamiento radical a esa tendencia del autor de Débora. Al optimismo realista de Icaza se opone el desencanto irrealista de Palacio; al barroquismo metafórico y enmascarador de Icaza, la constante parodia y el sarcasmo desenmascarador de Palacio. Lo interesante, en definitiva, es que con tan diferentes concepciones del relato, con tan distintos instrumentos narrativos (visiones, puntos de vista, estructuras, tendencias, estilos y lenguajes), Jorge Icaza y Pablo Palacio

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coinciden en desplegar en sus textos sendos análisis despiadados del horror, la violencia y el dolor en relación con situaciones de marginalidad y discriminación en la sociedad y la cultura ecuatoriana de comienzos del siglo xx. Tales divergencias expresivas (neorrealismo versus vanguardia) sin embargo, coinciden en la representación de mundos infernales en los que no parece posible la salvación. El gesto narrativo de Icaza que impone la conversión del héroe en El Chulla Romero y Flores («Por primera vez era el que en realidad debía ser: un mozo de vecindario pobre con ganas de unirse a las gentes que le ayudaron»),5 si bien le posibilita el reconocerse entre sus iguales (los pobres) y, en cierta manera, superar su soledad y huerfanía, no lo libera, en definitiva, del mundo abominable en que transcurre su precaria existencia. Con frecuencia, la durísima crítica a la sociedad ecuatoriana se expresa en la construcción de relaciones conflictivas con el espacio urbano, y en la representación de la ciudad6 como un lugar donde el mal tiene su asiento. Allí reinan la mentira, el fingimiento, la hipocresía, la mediocridad, el egoísmo, la usura, la crueldad. Así, en medio de su huida, acosado entre laberintos y espejos (patios, pasillos, puentes, cuartos populares, techos), el Chulla «Vio claro. Tenía que luchar contra un mundo absurdo».7 En tanto el hablante de Débora comenta con sarcasmo: «Nueva pesadilla de lugares nos amenaza y estaremos obligados a sufrir su representación ante nuestros ojos».8 Y también: Cuando la fachada está negra, por la puerta de la calle se ve una cuchillada clara en el patio fangoso: cuchillada que es fija y certera. Desaparece y aparece, conforme la puerta trague o vomite un hombre.9

Como se ve, las visiones urbanas de Icaza y Palacio y, sin duda, de muchos otros escritores ecuatorianos y latinoamericanos, están dominadas, casi siempre, por el desencanto, por el malestar ante la civilización urbana, por un cruel sentimiento de incertidumbre. Prevalece una sensación de extrañamiento y alienación ante la cultura urbana y burguesa, autocomplaciente y satisfecha. Mediante un conjunto de paisajes urbanos por lo regular desolados y sombríos, nuestros escritores ponen de manifiesto su conflictiva relación con el entorno. Curiosamente, sus versiones del paisaje urbano local dibujan, más que ciudades febriles, energizadas por la industria y el comercio, el ritmo desmayado y monótono de las viejas ciudades al margen del flujo modernizador.10 Parece tener razón Abdón Ubidia

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cuando señala que: «la nueva ciudad anula las formas comunitarias más arcaicas. Y fabrica soledades. Todo esto nos sirve para decir que la ciudad es la patria de los individuos. Que los hombres, en ella, han sido forzados a convertirse en individuos, es decir, en pequeñas fortalezas aisladas por la competencia y la incomunicación».11 Posiblemente, esta coincidencia sólo puede explicarse por cuestiones extratextuales. Y es que, como hemos dicho, estrictamente coetáneos, Icaza y Palacio, no obstante las evidentes diferencias de sus trabajos literarios, viven la misma realidad del Ecuador de los años veinte y treinta, período marcado por una aguda crisis política, social y económica que, en lo internacional, coincide con el crack del 29. En efecto, según afirma Benites Vinueza, «1931 marca el inicio de un periodo de inestabilidad política y social que incluye una guerra civil, dos dictaduras, y que tiene su corolario infausto en el conflicto armado del 41 contra el Perú».12 La crisis de 1931 fue verdaderamente pavorosa; «a la confusión primera, siguió un oscuro período de revueltas, conspiraciones, presidentes interinos».13 Al mismo tiempo, el país vive un lamentable proceso de enajenación: mientras en la vida práctica se mantiene la desigualdad social extrema, en las leyes se postula y decreta la igualdad. Este desacuerdo provoca la coexistencia de dos países en uno: el de verdad y el de las leyes.14 Surgen, entonces, la evidencia de un orden político y social que es preciso denunciar. Vienen las protestas campesinas y los movimientos obreros. En ese entorno, las denuncias de Icaza sobre las miserias y sufrimientos del indígena y sobre la pobreza y discriminación del mestizo en las ciudades, y también, la reacción de asco de Pablo Palacio frente a una realidad que se le aparece como absurda forman parte del estado de ánimo de los intelectuales ecuatorianos de entonces y son, al parecer, su respuesta a tal coyuntura. Para entender, entonces, las visiones de Icaza y Palacio –tan distintas y tan cercanas– es imprescindible situar sus textos en la coyuntura histórica en que se generan.15 En este sentido, debe reconocerse que los datos históricos forman parte integrante de la recepción de todo texto. Sin caer en los abusos del biografismo o del determinismo circunstancial, sigue siendo cierto que las premisas vitales, temporales, socioeconómicas, ideológicas que constituyen el entorno de una obra son instrumentos necesarios para su adecuada interpretación. En verdad –como señala Steiner– «el lenguaje mismo, la posibilidad ontológica del discurso ya son extratextuales, cargados de historia, de conciencia y de inconsciencia ideológica, de localidad».16.

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El intelectual ecuatoriano se encuentra, entonces, en una disyuntiva: o se enfrenta «con la consigna de escarbar y entender lo propio» o «con la atracción de la actualidad cosmopolita».17 «En lo literario se imbrican y se apartan una tendencia formalista, egregia y cosmopolita, y una de temática social, centrada ésta en los problemas colectivos inmediatos».18 Icaza se inclina por el primer camino, que representa la afirmación, continuidad y desarrollo del canon literario y cultural a través de un programa narrativo que postula la identidad mestiza de la cultura y la nación ecuatoriana. Así lo atestigua El Chulla Romero y Flores con la transformación de su protagonista y su final abierto: La tragedia del desacuerdo íntimo –inestabilidad, angustia, acholamiento– que tuvo el mozo por costumbre resolverla y ocultarla fingiendo odio y desprecio hacia lo amargo, inevitable y materno de su sangre, se había transformado –gracias a la circunstancias planteadas por la injusticia de funcionarios y burócratas, al amor sorpresivo a Rosario, a la esperanza en el futuro del hijo, a la diligencia leal y generosa del vecindario– en la tragedia fecunda de la permanencia de su rebeldía [...].19

Ante el dolor por la muerte de su amada, el mozo jura «amar y respetar por igual en el recuerdo a sus fantasmas ancestrales y a Rosario, defender a su hijo, interpretar a sus gentes».20 Al cerrar su novela con estas palabras, Icaza procura resolver el conflicto identitario nacional. Por el contrario, según comenta Wilfrido Corral: […] aparentemente, para Palacio la búsqueda del origen de la hispanidad, como la de la esencia de lo latinoamericano ya habían sido asumidas por el escritor hispanoamericano, y sólo se podía parodiarlas desde una especie de universalismo dado por sentado, al que todo autor del momento ya tenía acceso.21

La propuesta de Pablo Palacio, entonces, es más drástica y categórica, no ofrece ninguna opción y su desacato termina abruptamente con la muerte, como el protagonista de su novela Débora. Termina y vuelve a comenzar («momento inicial y final»),22 haciendo de la muerte una presencia permanente. Así, mientras El Chulla Romero y Flores encarna un proyecto de reivindicación del mestizo, a pesar de lo ominoso del ambiente, los relatos de Palacio expresan el rechazo visceral a una realidad tan extremadamente cruel que sólo puede concebirse como absurda y ominosa.23 El punto de

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vista que le corresponde, según su propia confesión, es el de «descrédito de las realidades presentes» que le repelen; «porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra verdad actual».24 Algún día te acorralará la rabia, y, no teniendo cosa más brutal que hacer, vomitarás sobre el mundo tus deshechos. Estará bien que devuelva el préstamo usurario: deyección de una deyección, que es como el monto en las operaciones de contabilidad.25

Parece ser, entonces, la soledad radical el estado espiritual que caracteriza tanto al Chulla Romero y Flores como el sujeto (autor-narrador-personaje) de los relatos palacianos. Lo destaca el propio Icaza: los chullas caminan por el mundo «eternamente solos, llenos de soledad, como la palabra lo indica».26 A su manera, entre ironías y parodias, también el discurso de Palacio trasunta en todo momento lo irreductible de la soledad individual, esa forma de malestar que han proclamado tantos escritores nuestros y que constituye, tal vez, el síntoma más evidente del conflicto interno presente a lo largo de toda la historia de nuestra cultura y la permanente razón de su autocrítica: su condición escindida y agónica. Notas «Desde la perspectiva ideológica que dominó el horizonte cultural ecuatoriano entre 1930 y 1960, poco más o menos, era oportuno poner a un lado esa confrontación [con la emergente vanguardia]. Lo que se legitimaba y promovía era una literatura de orientación social, entendida ésta como instrumento para propagar un nuevo orden». Humberto E. Robles, «La noción de vanguardia en el Ecuador: recepción y trayectoria (1918-1934)», en Gabriela Pólit Dueñas, Antología crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo, Quito, flacsoEcuador, 2001, p. 222. 2 Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y Débora, Prólogo de Agustín Cueva, Santiago, Universitaria, 1971, p. 72. 3 Wilfrido H. Corral, «Humberto Salvador y Pablo Palacio: política literaria y psicoanálisis en la Sudamérica de los treinta», en Gabriela Pólit Dueñas, Antología crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo, Quito, flacso–Ecuador, 1997, p. 293. 4 H. E. Robles, p. 247. 5 Jorge Icaza, El chulla Romero y Flores, Ed. crítica de R. Descalzi y R. Richard, Colección Archivos, Madrid, 1997, p. 113. 6 En el caso de Icaza, la visión negativa se manifiesta también en las representaciones del mundo andino rural. Véase Ostria 1997. 1

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J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 120. P. Palacio, Débora, p. 71. 9 Ibíd., 74. 10 Es muy interesante comprobar cómo las imágenes urbanas de Icaza y Palacio se ciñen estrictamente a sus proyectos textuales: la ciudad de Icaza es chola (dual, escindida), la de Palacio colonial y retrógrada; la de Icaza se describe sin mediaciones explícitas, aunque es evidente el proceso selectivo de su construcción, la de Palacio es imaginada o ensoñada como una maqueta en que el autor-narrador-personaje va reconociendo símbolos de herencia conventual. Véanse los ejemplos siguientes: «Mezcla chola —como sus habitantes— de cúpulas y tejas, de humo de fábrica y viento de páramo, de olor a huasipungo y misa de alba, de arquitectura de choza y campanas, de grito de arriero y alarido de ferrocarril, de bisbiseo de betas y carajos de latifundistas, de chaquiñanes lodosos y veredas con cemento, de callejuelas antiguas —donde las piedras, las rejas, las espadañas coloniales han detenido el tiempo en plena aldea— y plazas y avenidas de amplitud y asfalto ciudadanos». J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 31. «Al través de la vida mental bullente, desordenada, paradójica, se estiraba el barrio de SAN MARCOS cuyo nervio céntrico, calle estrecha, había desarrollado con sus pequeños accidentes diversas disposiciones emotivas. De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un cuero tendido a secar. San Marcos: una larga prolongación sobre una inflada rugosidad del suelo. Lo más curioso es su campanario, bajo una tejadilla de zinc, adosado al muro de la iglesia vieja. Desde el final de la calle se puede ver parte de la urbe […] Naturalmente no falta en San Marcos el respectivo cuadro mural. Nadie sabe por qué en este cuadro mural incrustaron un pequeño espejo: se le puede creer un ojo que mira a una claraboya que nos trae la mañana del otro lado. Un santo como siempre. En esta ciudad las murallas son devotas: no puede evitarse el encontrón de un símbolo […]». P. Palacio, Débora, pp. 56-57. 11 Abdón Ubidia, «Pablo palacio, el individuo y la primera ciudad», 2002, www.editorialelconejo.com/textos/palacio.doc 12 Leopoldo Benites Vinueza, Ecuador: drama y paradoja, Estudio introductorio de David Guzmán Játiva, Quito, Crear Gráfica Editores, 2005, 4a. ed., p. 12. 13 Ibíd., p. 294. 14 «Tal es la paradoja: La República no ha logrado romper las bases feudales y coloniales. Económica y espiritualmente, subsisten todavía. Pero la obra depuradora del pensamiento teórico ha creado sobre este mísero fundamento, una copiosa legislatura calcada sobre los modelos capitalistas; partidos políticos que actúan como si lo hicieran en mundos de gran industria fabril; instituciones democráticas que no tienen más existencia que la enunciación sobre el papel» (L. Benites Vinueza, p. 294). 15 «Los hechos históricos reseñados resultan indispensables para entender la encrucijada a que hace frente el intelectual ecuatoriano. La bancarrota en la situación sociopolítica y económica recalca lo consabido, que los ideales del liberalismo promulgados por la Revolución de 1895, acaudillada por Eloy Alfaro (1842-1912), no se habían realizado, que la política del Partido Liberal institucionalizado no iba a resolver los problemas del país. 7 8

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Las agrupaciones emergentes, ávidas de cambio y ya impulsadas por otra sensibilidad, se inclinaban hacia soluciones más radicales, equitativas, que cumplieran con desintegrar las jerarquías de una burguesía satisfecha en el statu quo. Irrumpe y se ahonda la preocupación por el terruño, por lo autóctono» (H. E. Robles, p. 234). 16 «Una lectura seria dará provecho al contexto, a las condiciones generadoras de la obra, con todas las precauciones y todas las sospechas que impone el estatuto incierto del documento histórico, incluso del testimonio del autor. Hay un sentido, y no trivial, en el cual un párrafo, una frase, incluso una palabra […] suponen, requieren para ser bien leídos, cierto conocimiento de la historia de la lengua y de la sintaxis […] del estado de esta lengua y de esta sintaxis en la época […] cierto conocimiento de la sociedad, de los conflictos ideológicos, […] cierto conocimiento de los resortes más íntimos del psiquismo […]. De ahí la estricta imposibilidad en literatura de una lectura formalmente y sustantivamente completa, exhaustiva, final». George Steiner, «Una lectura bien hecha», Mapocho, Revista de Humanidades y Ciencias Sociales, No. 43, 1998. 17 H. E. Robles, p. 235. 18 Ibíd., p. 237. 19 J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 135. 20 Ibíd., p. 140. 21 W. H. Corral, p. 277. 22 P. Palacio, Débora, p. 90. 23 «entre los vericuetos de la anécdota, a veces estrambótica, se deslizaba una especie de punzante escalofrío, de terror glacial ante algo que se erguía como una frontera cercana y amenazante de lo humano». A. Cueva, en prólogo a P. Palacio, p. 9. En carta dirigida a Carlos Manuel Espinosa, en 1933, incluida en «Epistolario parvo de Pablo Palacio», en Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio, Colección Letras del Ecuador, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, 1976, p. 103. 24 P. Palacio, Débora, p. 77. 25 Citado por Jácome, en J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 213.

Bibliografía Benites Vinueza, Leopoldo, Ecuador: drama y paradoja, Estudio introductorio de David Guzmán Játiva, Quito, Crear Gráfica Editores, 2005, 4a. ed. Corral, Wilfrido H, «Humberto Salvador y Pablo Palacio: política literaria y psicoanálisis en la Sudamérica de los treinta», en Gabriela Pólit Dueñas, Antología crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo, Quito, flacso–Ecuador, 2001. Cueva, Agustín, «El mundo alucinante de Pablo Palacio», en Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y Débora, Santiago, Universitaria, 1971. Icaza, Jorge, Obras escogidas, Prólogo de F. Fernández Alborz, México, Aguilar, 1961.

Mauricio Ostria González • Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes 175

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Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida César Chávez Aguilar Centro Cultural Benjamín Carrión I

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927. El hombre camina hacia el sur desde la Biblioteca Nacional. El flujo de personas que mira es inusual para un día normal en la ciudad. Se dirige por la calle Guayaquil, mira a las parejas caminando apresuradas, los caballeros con trajes oscuros y los cuellos duros asomando bajo la chaqueta; las mujeres, con trajes sueltos y sus cabellos cortos cubiertos con sombreros de pequeñas alas. Un sonido estremecedor se escucha lejanamente, cada vez más cerca, más cerca, es el tranvía que viene y se anuncia como un trueno, todos se apartan de la calle a su paso, una campanilla resuena avisando su cercanía, los rieles se estremecen y el vagón, a primera vista lleno, pasa veloz en dirección a la plaza. El hombre lo mira y sigue su caminar, al cruzar la Oriente mira hacia el sur, el Panecillo ya es sólo una sombra más, un campanario apenas muestra su última cúpula, la noche va llegando y la ciudad va entrando en las penumbras. Al llegar a la Esmeraldas mira los automóviles estacionados, de algunos Ford y Austin con cubiertas de lona se ve descender a caballeros con fracs y sombreros de copa; tras ellos las damas con una nueva figura que estrenar, los vestidos acinturados en la cadera, rectos, muchos de seda, algunas con atrevimiento lucen un escote en la espalda y, pocas, las más audaces, incluso llevan perfiladas las cejas haciendo resaltar sus ojos; los cabellos cortos de las jóvenes se cubren con cloches de fieltro, sin ala. Pero también se detienen en la plaza unos pocos carruajes –serán los últimos que paseen por la ciudad, hasta los mismos caballos se ven cansados, las cubiertas de los carromatos están descoloridas, son los viajes terminales del final de una época–, de ellos descienden también señoras y señores, pero sin el glamour de los otros; éstos visten trajes negros, sencillos, no fracs, y las mujeres no usan el cabello corto ni vestidos de seda, sus sombreros son amplios y adornados. Todo es movimiento en la plaza.

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César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida 177

El sol ha terminado de ocultarse y la oscuridad penetra en todos los rincones de la ciudad. Las edificaciones, alrededor, van perdiendo el color y asumiendo su nueva calidad de sombras. Las luminarias de la calle apenas si rompen en algo la penumbra y, si bien la plaza está mucho más clara, el matiz de los colores se va transformando en un gris unificador. Aun así el hombre puede mirar un edificio blanco e imponente, el más imponente de todos los que lo rodean, es una construcción neoclásica, cercano en estilo al del Renacimiento alemán. Sus formas son sobrias, de absoluta simetría, su monocromía contrasta con el dorado de los altorrelieves del frontón y de los capiteles. En medio de la composición arquitectónica se destaca un gran cuerpo central, ligeramente adelantado al resto, rematado con un frontón triangular con figuras alegóricas en el tímpano, ese frontón se soporta en seis columnas jónicas en el segundo piso, donde se genera una amplia logia, en la que está el Mariscal eternizado en bronce. Frente a esta edificación una banda ameniza el ambiente; la gente, curiosa, se congrega alrededor, unos a escuchar la música, otros a mirar los trajes, los más a murmurar y generar los chismes de los que la ciudad se alimentará mañana. La gente que va al espectáculo entra orgullosa por las puertas de medio punto encristaladas y buscará su butaca, su palco o su balcón. Parecería que toda la ciudad está en la plaza, que todos van al teatro hoy, que todos van a ver a Marina Moncayo, la primera gran actriz de la Compañía Dramática Nacional, una de las predilectas hijas de la ciudad de Quito. El hombre acomoda su chistera, entra en silencio al teatro, expectante. II Marina Moncayo había nacido en Quito, el 22 de marzo de 1909; hija de un telegrafista, José Gabriel Moncayo y de María Emperatriz Guerra. En 1921 ingresó al Normal Manuela Cañizares, sobresaliendo en las comedias que de manera esporádica se daban en dicho colegio. Su primera participación ante un público heterogéneo fue el 15 de junio de 1924, cuando el Centro Municipal y Literario «Félix Valencia» eligió Reina del Trabajo a la hermana de Marina, Avelina. En el acto participaron varias artistas, pero fue Marina quien recibió el afecto del público; en una nota de El Comercio se comentó: «Lo que merece tratarse con la mayor sinceridad y admiración son el número de tonadillas cantadas por la niña Marina Moncayo, quien

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con el encanto de su voz y el desenvolvimiento en escena, cautivó al público con el sentimental couplé El Relicario...». Fue Jorge Araujo, fundador de la Compañía Dramática Nacional en 1925, el principal impulsador de Marina, pues siendo ella aún adolescente la llevó a trabajar en su grupo, gracias ante todo a la amistad que lo unía a la familia de la niña. Su estreno en las tablas fue el 17 de enero de 1926, alternando con las figuras del teatro de ese momento: Marina Gozembach, María Elena Andrade, Marco Barahona entre otros. Luego de esa experiencia, Marina deja los estudios y entra de lleno en la labor dramática. A lo largo del año 1926, Marina consolida su presencia en la escena. Actúa en varias obras como La honra de los hombres de Jacinto Benavente; la comedia, del mismo autor El amor no se ríe, o Malvaloca de Benito Pérez Galdós. Cada semana, la Compañía Dramática Nacional estrenaba obras a las nueve de la noche del sábado y las reprisaba a las tres de la tarde el domingo. La vida teatral había renacido en Quito, quizá desde la época de Marieta de Veintimilla. Existía nuevamente el interés de los medios de prensa y, a través de reseñas, la crítica se iba especializando poco a poco. Así mismo el público se diversificó y, si bien los hacendados y terratenientes seguían siendo habitúes, la clase media también empezaba a participar entusiastamente. El 23 de febrero fue la consagración de la actriz, ella destacó en su papel protagónico en la obra del escritor catalán Ángel Guimerá, La tierra baja; el público al final pidió repetidas veces que el telón subiera como homenaje a su representación. Así, a mediados de ese año, Marina Moncayo era ya considerada primera actriz de Quito. La Compañía Dramática Nacional viajó a Riobamba y a Guayaquil. En ambas ciudades la Compañía triunfó –a pesar de la expectativa que el público guayaquileño tenía ante la pronunciación serrana de los actores–, representó la obra de Benavente A campo traviesa, y tuvo tan buena acogida que la Municipalidad los condecoró con Diploma y Medalla de Oro. De vuelta a Quito, la Compañía continuó en una actividad impresionante, montando varias obras; entre otras, Secretos de amante, de Carlos Dousdebes; Nena Teruel, de Serafín y Joaquín Álvarez; El nido ajeno, del infaltable Benavente. Antes de que terminara el gran año de 1926, la Compañía viajó a Cuenca. Sea por la presión de un esforzado año o por diferencias más profundas, la Compañía se rompió, se marcharon Jorge Araujo, Marco Barahona y Miguel Ángel Casares. La Dramática Nacional se quedó con las dos Marinas, pero llegaron nuevos integrantes, uno de ellos fue Jorge

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Icaza, quien trabajó por primera ocasión en una comedia Sol de aldea, haciendo el papel de joven galán. En el año 1927, Quito contaba con tres compañías de teatro, algo inusitado en esta ciudad. En Mayo, la Municipalidad organizó el I Concurso Artístico Nacional de Teatro en el que participaron las tres compañías: la Dramática Nacional de Marina Moncayo, con la obra de Carlos Arniches, En la boca del lobo; la Compañía de Comedias y Variedades, encabezada por Jorge Araujo con la obra El ideal, y la Compañía de Zarzuelas y Variedades de Victoria Aguilera. La Compañía Dramática Nacional triunfó. Fueron buenos años para el teatro ecuatoriano. Ese mismo año, la Compañía Dramática Nacional realizó una gira dentro y fuera del país; en cada ciudad triunfaba, sorprendía la voz y el desenvolvimiento en escena de Marina. Volvieron a Quito, al Teatro Sucre, y al final de ese año la Compañía cambió de nombre a Moncayo-Barahona. III El año 1928 de la vida de Marina empezó con mucha actividad, tres meses continuos en Quito, y luego una gira por el Austro, presentando diversas obras extranjeras. Un hecho importante se da este año: se representó la obra de un joven autor ecuatoriano, Jorge Icaza, El intruso, cuyo personaje principal fue interpretado por Marina Moncayo. La obra trata de un triángulo amoroso, con un final trágico. En mayo de 1929, se estrenó otra obra de Jorge Icaza La comedia sin nombre. En agosto la Compañía viajó a Guayaquil, y triunfó nuevamente con una comedia de Hugo Falle El último Lord; pasó también por Riobamba con todo su repertorio. El 19 de agosto estrenó otra obra de Icaza, Por el viejo; ambas obras fueron recibidas con entusiasmo. En 1930, a más de las obras conocidas, la Dramática Nacional aportó al teatro local con el estreno de otras obras de jóvenes autores: Enrique Avellán Ferrés, con Como los árboles, y Augusto San Miguel con Alma bohemia. Introdujo, así mismo, nuevos nombres al público ecuatoriano como Leonor Frank, con Los repatriados, o el ruso Leonid Andréiev con El vals de los perros, obra en la que Icaza compartió la escena con Marina. El 23 de mayo de 1931 se estrenaron, otra vez de Icaza, la obra en un acto ¿Cuál es?, y también La danzarina roja de Charles Hirsch, obra que

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se constituyó en una de las más solicitadas, permaneciendo en cartelera un mes consecutivo. En junio montaron, entre otras, El abanico de Lady Widermere de Oscar Wilde. El 8 de febrero de 1932 se estrenó una obra que causó revuelo en la sociedad quiteña de ese tiempo Boca trágica, de Enrique Garcés; obra que planteaba la interpretación del subconsciente y el estudio racional y científico de los males mentales. Todos estos montajes llevaban un gasto económico importante, la ropa era confeccionada por Rosario Valencia, modista de moda de la alta sociedad quiteña, quien semanalmente entregaba el lujoso vestuario a Marina. Los gastos ingentes y el cansancio podían cada vez más; así, en marzo de 1933, luego de montar Esteban del francés Jacques Deval y Sin sentido, drama psicológico de Jorge Icaza, Marina Moncayo se retiró del mundo del teatro. IV 1933. La ciudad sigue siendo pequeña. Hace poco hubo una guerra, fueron cuatro días en los que la urbe se miró confusa, asustada, irreconocible. Al pasar por cada esquina y ver los cuerpos exánimes y las señas de la violencia en los blancos muros pintados de cal, todos recordaban la escasez y la hambruna; el miedo volvía a refugiarse en su piel, parecía que nunca se borrarían esas imágenes. Pero la vida vuelve a la ciudad, lenta, morosamente. Se inauguraba el Teatro Bolívar, en donde desfilaban en su pantalla las divas del cine americano por diez sucres, un sucre y medio o cincuenta centavos. Las percepciones de la ciudad van cambiando; siempre el cambio ha sido parsimonioso en Quito, como si tantas iglesias alrededor, tanto opaco color, tanta lluvia pertinaz ha hecho que la ciudad se arrecolete en sí misma, se resista a mirarse en otro rostro que no sea el que por décadas ha tenido. Pero la vida va cambiando... Se los ve caminando por la Guayaquil, por la Espejo, por la Rocafuerte, o por La Loma. O sentarse en la Plaza Grande, en la Mama Cuchara, o en la Plaza Chica. Es una pareja, él, un escritor de teatro y de algunos cuentos, también ha ejercido como galán en las obras montadas por la Compañía Dramática Nacional; la gente no lo reconoce aún, es Jorge Icaza. A ella, en cambio, la conoce todo el que pasa por su lado y que alguna vez fue al

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teatro, es saludada por donde camina; se trata de Marina Moncayo, primera actriz de la ciudad por ya varios años. A cada saludo, la pareja sonríe y baja la cabeza en señal de reconocimiento. Pasan lentamente por el Palacio de Carondelet donde el pregonero de los bandos presidenciales termina de gritar el último decreto del presidente liberal de turno, pasa junto a ellos y retoma su habitual oficio de «sahumerio»; ahora ya no habla de decretos sino de fragancias exóticas y curativas. Entran en el pasaje Royal, su cúpula traslúcida los cubre de los últimos rayos de la tarde, entran al Bar, y ante un café pasado y unas empanadas de morocho, acompañados de tangos y milongas, de pasodobles y cuplés, él le cuenta de una novela que ha iniciado, que trata de indios y de explotadores, de dolor y humillación. Ella lo mira y lo interroga, le gustaría conocer más detalles: personajes, espacios, lenguajes. Él sonríe y calla por un momento, pero enseguida le explica todo, emocionado, se apasiona a medida que profundiza las ideas, describe a los protagonistas, pinta el paisaje que los rodeará, el duro lenguaje que hablarán. A su vez, él le pregunta qué decisión tomará acerca de su vida en el teatro, ¿la abandonará?, ¿seguirá con su pasión? Ella está indecisa, el teatro ha sido su vida por más de una década, pero es evidente que ahora no es lo mismo, aquellos años veinte fueron lo mejor. Las sucesivas crisis políticas y económicas han minado la actividad dramática, ya no se montan grandes obras; la gente se entretiene sólo con bufonadas y chascarrillos fáciles, parece no soportar la seriedad. Ahora, piensa ella, todo es distinto. Calla, mira a Jorge, él le toma la mano y salen otra vez a la ciudad; los campanarios llaman a la última misa vespertina, el color de la tarde es violeta, y transforma a la urbe en una imagen difusa. Ellos, caminando hacia la noche, son como dos personajes de una acuarela de Turner. V Marina se encuentra en el año 1934 trabajando en la secretaría de la Escuela de Bellas Artes, adscrita al Ministerio de Educación, con un sueldo mensual de 100 sucres. Ese mismo año corrigió las pruebas de Huasipungo, de Icaza. En septiembre de ese año el escritor publicó en la Imprenta Nacional la novela del indio, fueron cuatrocientos ejemplares, a dos sucres cada uno; no hubo ni resonancia ni repercusión inmediatas.

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El 16 de julio de 1936 Marina Moncayo se casa con Jorge Icaza. En 1937 le ayudó a montar una librería, la Agencia General de Publicaciones, en sociedad con Pedro Jorge Vera y Genaro Carnero Checa. En 1938, Icaza publicó Cholos. Entre tanto nació la primera hija del matrimonio, Fenia. La fama de Jorge Icaza se había incrementado, era ahora un autor reconocido en Latinoamérica, su esposa seguía en las labores de secretaría, al principio en la Escuela de Bellas Artes y luego en la gerencia de la Caja del Seguro. Junto con Icaza, a inicios de 1947, decidieron emprender nuevamente en el teatro. Luego de una minuciosa preparación, en octubre de 1947, tras catorce años de alejamiento de los escenarios, retornó con la Compañía Marina Moncayo, auspiciada por la Casa de la Cultura, con un repertorio que un cartel de la época anuncia El rosario de F. Barclay, Esteban de J. Deval y Frenesí de Peyret-Chappuis. La repercusión por la vuelta de Marina a los tablados fue enorme, se pensaba en una nueva época de oro del teatro nacional. Humberto Salvador hablaba del «resurgimiento del teatro nacional». La figura de la primera gran actriz hacía presumir buenos tiempos para el arte dramático, pero la época no era como los últimos años de la década de los veinte, donde todo se movía por la pasión y la juventud; desde el repertorio hasta la recepción del público no fue lo esperado y, si bien la primera temporada logró sus objetivos, Marina no lo veía igual. Sin mayores lamentos hizo mutis por el foro, y se retiró permanentemente de la actividad teatral. VI 1947. Quito ha cambiado. A los ojos de los nativos tal vez no tanto, a los ojos de un visitante ocasional sí. En los primeros años de la década del 30, la ciudad no miraba hacia el norte más que hasta la Alameda, el Ejido era sólo un descampado de hórrido recuerdo y más allá sólo se miraba un húmedo horizonte. No han pasado ni veinte años y ya Quito tiene una estación del tranvía al final de El Ejido, junto a él hay varias construcciones imponentes; en una de ellas, de detalles neoclásicos, funciona la Casa de la Cultura. La vida intelectual desde hace casi tres años es distinta, los poetas, novelistas, pintores, investigadores, tienen un lugar a donde ir, en donde

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reunirse; si bien el centro antiguo sigue siendo el corazón de la vida de la ciudad, ésta mira ahora para otros lados. Las familias adineradas piensan abandonar las empinadas y estrechas calles, parece que el color de la ciudad, o tal vez su olor, les molesta; han comenzado a construir palacetes, que si bien tienen una lejana identificación con la ciudad, quieren ser otra cosa. Quito ha cambiado, la gente también, los avances tecnológicos han hecho que la vida sea diversa y la política distinta; un loco con un dedo levantado ha hecho que las masas tengan voz, ha sublevado a la gente y derrocado a un plutócrata represor; ese mismo loco luego se lanzó al precipicio como ya lo había hecho antes y como lo hará después, tan afecto él al caos. Una figura femenina, pequeña y elegante, camina por los pasillos de la vieja edificación del Teatro Sucre; hace años que éste no tiene vida, o sí, tal vez sí, un sustituto de vida, un simulacro de actividad. La sobrina de un general había pensado este teatro para grandes representaciones teatrales, ahora sólo sirve para estrenos aldeanos y de nula trascendencia. La pequeña mujer mira los muros que le recuerdan su época de gloria. Se pregunta, tal vez, por qué abandonó este lugar o, acaso, simplemente se pregunta qué habría sido de ella de haber seguido con su carrera, ¿se habría casado con el hombre que ama?, ¿habría tenido esas niñas que son su vida? Seguramente no. Sonríe para sí misma, las decisiones ya fueron tomadas y no se arrepiente de ello. Ahora, ante las cansadas paredes, piensa en un nuevo proyecto, su esposo –el ahora reconocido escritor– le ha ayudado a volver a las tablas. ¿Cómo será?, se pregunta. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿El tiempo está inmóvil, o pretendo alargarlo más de lo que da? Está emocionada, pero en el fondo de su espíritu una sombra de cansancio asoma, una leve sensación de hallarse aquí en otro mundo. Han pasado catorce años, ¿acaso es mucho, me ha afectado, no lo ha hecho? No puede mostrar dudas, encarará como siempre las responsabilidades que la vida le ha presentado, no será la primera vez que haga algo con la incertidumbre del resultado. Camina lentamente hacia el escenario, aún está vacío, los tramoyistas apenas si se dejan ver, mira las butacas, los palcos, ahora cierra los ojos y recuerda los aplausos ensordecedores, las peticiones de retorno ante el público después de una gran función, siente los pétalos de las flores en su rostro. Al volver a mirar hacia los graderíos sólo el silencio la encuentra. Suspira profundamente y sale del escenario, ahora hay más de una duda en su corazón. Si bien la función tiene que continuar, hay sombras que parecen no generar luz, como quería el poeta.

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VII La vida de Marina se estabilizó en una calma, rota a veces por las actividades de su famoso esposo. Los viajes de reconocimiento, las condecoraciones, las promociones. Así, en 1972, viajaron durante dos meses por los Estados Unidos, invitados por más de treinta universidades de ese país. En 1974, Jorge Icaza fue designado Embajador ante los gobiernos de la Unión Soviética, Polonia y Alemania Oriental; vivieron en Moscú y viajaron por casi toda Europa. En mayo de 1978 Icaza enfermó, se le detectó un tumor maligno en el estómago. El 26 de mayo de ese año, en un día lluvioso, murió el novelista. El compañero de Marina Moncayo por más de cuarenta años había tomado el camino hacia otro escenario, uno más permanente. Ella seguirá escuchando el sonido de los pasos del esposo, el teclear incesante de la vieja máquina de escribir, los libros de la biblioteca le seguirán recordando las conversaciones y pasiones que juntos forjaron. En sus hijas y nietos seguirá mirando las huellas de él, su compañero, su amigo, su amor. Marina dedica sus últimos años al cuidado y protección de sus descendientes. Por la casa familiar, mira caminar a sus hijas con sus pequeños nietos, ellos le dan un nuevo afecto, distinto, que más que hacerle olvidar los retazos de una vida pretérita, ya eterna, le hablan de un futuro que sólo existe en su presente. Doña Marina Moncayo muere así, junto a quienes la aman, y la amaron, rodeada de presencias y de ausencias. De sombras, pero mucho más de luz. Referencias bibliográficas consultadas Aguilar, José Paul, Quito: arquitectura y modernidad 1850-1950, Quito, Museo Municipal Alberto Mena Caamaño, 1995. Andrade, Raúl, «Esquema de la ciudad», en Quito, tradiciones, testimonios y nostalgia, t. i, Edgar Freire Rubio, compilador, Quito, Librería Cima/Abya Yala, 1989. ––, «Agudeza y arte de ingenio», en Quito, tradiciones, testimonios y nostalgia, t. i, Edgar Freire Rubio, compilador, Quito, Librería Cima/Abya Yala, 1989. ––, «Libro Verde del Teatro Sucre», en Quito, tradiciones, testimonios y nostalgia, t. ii, Edgar Freire Rubio, compilador, Quito, Librería Cima, 1993.

César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida 185

Anónimo, «Marina Moncayo, abre una nueva era del Teatro Ecuatoriano», en Letras del Ecuador, No. 26-27, Quito, agosto-septiembre 1947. Descalzi, Ricardo, Historia crítica del teatro ecuatoriano, t. iii, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1968. fonsal, Teatro Nacional Sucre, 1886-2003, Quito, fonsal, 2003. Galárraga, Agustín, «Los precios hace 50 años», en Quito, tradiciones, testimonios y nostalgia, t. ii, Edgar Freire Rubio, compilador, Quito, Librería Cima, 1993. Kingman, Nicolás, «La ciudad de los recuerdos», en Quito, tradiciones, testimonios y nostalgia, t. i, Edgar Freire Rubio, compilador, Quito, Librería Cima/Abya Yala, 1989. Pérez Pimentel, Rodolfo, «Marina Moncayo de Icaza», en Diccionario biográfico ecuatoriano, t. 2, Guayaquil, Universidad de Guayaquil, 1996. Ribadeneira, Jorge, Tiempos idos, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1988. Rodríguez Castelo, Hernán, Teatro ecuatoriano, t. iii, Guayaquil, Ariel, s/f. Salvador Humberto, «Resurgimiento del teatro nacional: La Compañía ‘Marina Moncayo’», en Letras del Ecuador, No. 28, Quito, noviembre-diciembre 1947.

Carmen Palacios Cevallos: Más allá del cielo prometido1 Raúl Serrano Sánchez Universidad Andina Simón Bolívar Ojos de amor y de pena, ojos cual negros diamantes, de mi virgen agarena, ojos que su luz dilatan como estrellas rutilantes, ojos que queman, que matan. P. Palacio2

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n una fotografía de los años 30, la entonces joven y esplendorosa Carmen Palacios Cevallos (Esmeraldas, 1913-Quito, 1976) aparece con el toque de toda una diva del cine de la época, asiste como candidata a la «Feria de muestras», que se realizaba en el edificio que actualmente ocupa el colegio 24 de Mayo en Quito. Sabemos que le interesaba mucho la actuación, tomó varios cursos con el profesor Alfredo León en el Conservatorio Nacional de Música, y que una de las actrices que más admiraba era la ruso-polaca Pola Negri (1894-1987), de quien –cursando estudios de colegio en Ambato (1928) – hizo un retrato que mereció, dentro de un certamen convocado a propósito de las festividades del 24 de Mayo, un indiscutible premio. Cotejando las fotografías –no es una exageración– de la diva del cine mudo con las de Carmen, hay una especie de parecido que sorprende, incluso esa serenidad que años más tarde, para Carmen, será uno de los bastiones que le permitirá mantenerse en pie de forma más que admirable. En la fotografía, la joven Palacios derrocha una elegancia que no sólo está dada por los trajes que luce, glamorosos, incluyendo un abrigo de los que de seguro usaba su admirada Pola Negri; no, la elegancia de Carmen surge de otro lado, quizás desde ese territorio del que brota su magnetismo que para el Quito de esos años –década del 30– sin duda resultaba todo

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 186-198

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un resplandor que enceguecía a propios y extraños. Tal es así que el irónico y lúcido ensayista (uno de los gestores, junto al pintor Camilo Egas, de la revista vanguardista Hélice que circula en 1926) Raúl Andrade, en cierto momento le escribió un intenso poema, y que el secreto y huidizo novelista, estudioso del psicoanálisis, Humberto Salvador, también estuvo entre los que pretendían ser aceptados por aquella «reina del mundo intelectual capitalino», al decir de Alejandro Carrión.3 Por esos años Carmen estaba dedicada al estudio de las técnicas de la escultura y de la pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, a la que había ingresado con el patrocinio de su madre en 1930, una vez que retornaron de Ambato (el retrato de Pola Negri y el premio surtieron efecto). Por esos años se abrió una de las primeras escuelas de ballet, dirigida por el francés Raymond Maugé, a la que Carmen se inscribió porque esa fascinación por el ritmo y el baile era otra forma de pintar y de esculpir con su cuerpo. En la Escuela de Bellas Artes conoció al maestro Luigi Casadio, a quien llegó a profesar gran afecto y admiración, así se lo confesó al narrador José de la Cuadra cuando éste la entrevistó para un reportaje periodístico publicado en Semana gráfica de Guayaquil en 1933, luego recogido en el hermoso y testimonial 12 siluetas: –La muerte del querido maestro y amigo Luis Casadío –afirma– ha dejado en mi alma una huella honda y perdurable. Si algún día hago una obra de mérito, pensaré en él. Adivinaré entonces en alguna forma la línea de su bondad paternal.4

¿A quién se dirigen esos ojos de la joven que sabe que la miran? Asistimos al rostro de una mujer que no se inmuta ante la cámara, tampoco finge posar, ni busca desafiar al fotógrafo que, sin duda pasmado ante ese rostro que, de golpe, piensa le pertenece a una de esas divas que se han fugado del cinematógrafo (que por entonces ya era un ritual en la ciudad). El fotógrafo anónimo, con su lente y en silencio habrá reconfirmado lo que el autor de Los Sangurimas dijera con una precisión propia de un cazador de metáforas: «Carmela Palacios, escultora y escultura». Por esos tiempos, a pesar de los combates y debates políticos en los que las proclamas de la vanguardia literaria y artística iban acompañados por las de la vanguardia política (el marxismo como el freudismo eran parte de esa revuelta), no era común que las mujeres integraran la escena contemporánea, de la que una

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muchacha como Carmen en ningún momento se sintió una extraña, ni se arredró ante ese medio hostil y de permanente desestabilización política, en el que, incluso, algunas advocaciones y condenas de la iglesia todavía se hacían oír. Carmen provenía de una familia de raigambre liberal; su padre, el coronel Rafael Palacios Portocarrero fue edecán del líder montonero Vargas Torres en la campaña de 1897; su madre, Judith Cevallos Álvarez, de carácter templado y sin prejuicios, era profesora normalista y simpatizante de los postulados del naciente socialismo ecuatoriano de esos años. Fue ella la que siempre participó de las convicciones, pasiones y anhelos de esta joven a la que hay que ubicar, ya para entonces, como lo anotó De la Cuadra, dentro de «una sólida esperanza más que una corriente aprendiz» de la escultura y la plástica ecuatoriana. Nombre de mujer que se integraba a la constelación ampliamente masculina de la vanguardia ecuatoriana y latinoamericana, momento en el que destacan en Guayaquil Aurora Estrada i Ayala, alidada de todos los proyectos de avanzada del poeta Hugo Mayo, y en Quito, junto a Carmen Palacios, Germania Paz y Miño, escultora, Marina Moncayo en el teatro y, en la acción política y cultural, Nela Martínez. Escenario, por cierto, nada amable para estas jóvenes de la clase media, sobre todo si no pasamos por alto los prejuicios respecto a la mujer, legitimados por una legislación (de origen liberal) que en muchos de los casos auspiciaba la violencia contra ellas y restringía algunas otras libertades vitales, lo que está muy bien reflejado en el ensayo «La propiedad de la mujer» de Pablo Palacio, publicado en 1932.5 En este año Carmen obtiene el Premio Nacional Escuela de Bellas Artes con una cabeza de Laoconte, lo que ratificaba la madurez que había alcanzado su expresión artística. En su proceso de formación, son decisivas también las contribuciones del pintor Víctor Mideros, que formaba parte del equipo docente de la Escuela de Bellas Artes. Pero este también es un año brutal, en el que, al decir del historiador Enrique Ayala Mora, «Quito recibió el baño de sangre y terror más pavoroso de su historia»,6 como resultado de «La guerra de los cuatro días». Carmen es testigo de estos hechos, al igual que los otros escritores de la vanguardia, entre los que estaban su futuro esposo, Pablo Palacio, Humberto Salvador, Gonzalo Escudero, más los del llamado «Grupo de Guayaquil» (Enrique Gil Gilbert, Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, José de la Cuadra, Alfredo Pareja Diezcanseco) y Jorge Icaza, quien tres años después reiventará estos episodios

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bochornosos en su novela En las calles (1935). Guerra con la que se pretendía mantener en el poder al terrateniente Neptalí Bonifaz, candidato triunfante de la derecha que luego, al discutirse el origen de su nacionalidad peruana, fue descalificado en el Congreso por la oposición. Sí, la mirada de esta muchacha se parece a la de las mujeres pintadas por Chagall; no está mirando a una cámara ni escuchando a algún orador aburrido que lanza un tedioso discurso (del que parece estar desconectada o simplemente ser indiferente), como de seguro habrá sido con quienes rumoreaban respecto a su forma de ejercer la libertad y unos derechos que no era necesario estuvieran consagrados en alguna declaración para asumirlos. Pareciera que esos ojos, «cual negros diamantes», nos están increpando, preguntan por algo parecido al futuro, un futuro que como en el cinematógrafo pasa como parte de esos sueños capturados, de esas realidades que nunca, a pesar del doctor Freud, se podrán explicar. Esos ojos están trazando el próximo cuadro, esculpiendo en el aire las formas, las mismas que por entonces Camile Claudel trazaba con lágrimas y maldiciones, como desterrada de todo paraíso, quizás no para perder la razón, sino para que los demás dejen de atentar contra su pasión y su orbe secreto. Esas miradas están poblando el lienzo ausente, porque ocurre que para la joven que se ha tomado el escenario de esa noche, de aquella fiesta, el arte es un juego, como diría Julio Cortázar, demasiado serio; juego en el que la búsqueda de la originalidad, imposible, pero siempre presente como un desafío, no deja de aquejarla: –Yo me sentiría dichosa si algún día pudiera contribuir con mis fervores y mis ensayos al desarrollo de la escultura y de la pintura nacionales. Quiero crear, pero no copiar. Quiero hacer una obra mía; no presentar una obra ajena. Las copias me parecen robos que debieran ser castigados. No concibo cómo se puede copiar lo que otros sintieron para crear. La obra propia ha de ser algo que se amase con nuestras manos y con nuestro sentimiento.7

En 1933, en un paseo a Sangolquí, Carmen conoce al joven escritor, para entonces ex-subsecretario de educación, Pablo Palacio, ocho años mayor y quien ya había publicado lo fundamental de su obra literaria: Un hombre muerto a puntapiés (1927), Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932), además de ser un respetado periodista, catedrático universitario y militante del emergente Partido Socialista Ecuatoriano –al que contribuyó

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a fundar en 1926 y en el que militaba, como él lo confesara, «disciplinadamente», lo que tampoco lo eximía de ejercer la crítica y autocrítica de manera ejemplar–;8 autor sobre quien había comentado una figura de prestigio como Benjamín Carrión.9 Recuerda Alejandro Carrión que por Pablo «Las mujeres se sentían intensamente atraídas por él. Hermosas quiteñas transitaron por su vida»;10 pero ante la mirada de aquella joven que electrizaba, el escritor no tuvo recursos para desistir. Quizás ante ese hombre cordial, de cuidado vestir, de lenguaje cautivante, de cabello rojizo y ondulado, de risa única, «la más terrible de Quito», Carmen vislumbró lo que en la fotografía no deja de preguntarle a quien se detiene a contemplar la imagen, o esa era otra revelación de lo que, sin duda, formaba parte de un sueño que como todos los legítimos siempre tienen una contraparte que los distorsiona. Como gran número de sus contemporáneos, incluyendo a Palacio, el cáliz de la guerra civil española que se inicia en 1936, marcará decisivamente a toda la generación; cáliz del que no podrán ser apartados nunca. Por entonces, Pablo es secretario de actas del Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador, sección quiteña, que está batallando junto a los republicanos. El 19 de julio de 1937, después de unas extensas vacaciones en la Costa y de postergar la fecha de matrimonio inexplicablemente (¿qué angustias, qué intuiciones –como sucede con el personaje de su premonitorio y escalofriante cuento «Luz lateral»–11 recorrían su esfera interior para apelar a las postergaciones?, ¿los fantasmas de un mal como la sífilis cobraban cuerpo?), Palacio definitivamente se une a Carmen. Recuerda Alejandro Carrión que «Tuvo el hogar que nunca había conocido. Le nacieron dos niños. Carmita dejó de ser la muñeca de que habla Raúl Andrade en su poema. Abandonó su arte y sus aficiones teatrales, dejó de alegrar los actos literarios con su clara belleza y se consagró a su hogar. Construyeron una hermosa casa al norte de la ciudad y la llenaron de libros, de obras de arte, de cosas bellas. El camino parecía despejado, claro. Una espléndida vida esperaba [...]».12 ¿Es ese camino «despejado, claro» el que están desbrozando los ojos de la joven Carmen?; un camino ante el cual está absorta, extrañada, queriendo esbozar una sonrisa, dar el siguiente paso para comprobar qué noche es aquella, en qué ciudad habita, qué fecha marca el calendario, o quizás para evidenciar que la otra noche, la que trae garfios, la insospechable, estaba rondando la cuadra. Noche que llegará cuando esa niebla parecida a una

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peste bíblica irá tomando el cuerpo del amado de forma lenta, implacable, como si pretendiera escarnecerse, dejar en «hueso húmero» a aquel hombre que tuvo una infancia cargada de fantasmas que lo estrellaron contra los espejos ustorios, que le rasgaron el pellejo de todos los sueños hasta dejarlo en medio de la ciudad que reinventó, perdido, ausente, temiendo, como el personaje de su novela Vida del ahorcado, un día dar con quien lo estaba buscando. Esa niebla irracional que se convierte en un monstruo que todo lo devora, que todo lo desbarajusta hasta dejar a su víctima en condición de un sujeto que no tiene yo, que ya no posee voluntad, que no tiene sino a quien de tanto temer, intuir, llamar desde el grito silencioso y seco de las palabras y de las ficciones, empezaba a asumir lo que de seguro él, desde la razón, se hubiera resistido denodadamente porque limitaba su libertad, la vida del otro. Los pioneros de la psiquiatría en el país, Julio Endara, Jorge Escudero, Carlos Ayala Cabanilla, agotaron todos sus arsenales teóricos para darle luz a quien sin duda era una fuente de alucinamientos incontables. Entonces, y por recomendación del médico Ayala Cabanilla, que no cobraba sus horarios, la familia se desplazó a Guayaquil en 1940. Cuenta el narrador Pedro Jorge Vera: La pareja y sus hijos llegaron al puerto en absoluta carencia de recursos, pues los disponibles –incluyendo los provenientes de la venta de todo lo vendible– se habían esfumado en la hospitalización y terapéutica gratuitas. Pero había que comprar medicamentos costosos, alimentar a los niños...13

De esas fechas es la carta que el novelista Humberto Salvador le remite al mismo Vera, por entonces reside en Santiago de Chile y está empeñado en editar una antología del fresco y rupturador cuento ecuatoriano del momento; Salvador, da cuenta del momento que vive el autor de Débora y su compañera en estos términos: Bien sabes que Pablito se encuentra con una gravísima enfermedad mental. Imposible hablar con él. Casi no conoce a las personas. Me dirigí a Leonardo Muñoz, pariente cercano de la esposa de Pablo, y él habló con Carmen. A Muñoz, ella le prometió mandarte todos los datos, así como el libro Un hombre muerto a puntapiés. Creo que ya habrá cumplido su oferta, y cuando recibas esta carta tendrás en tu poder todo lo referente a Icaza y a Palacio.14

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En el puerto, Carmen habitó un chalecito en la esquina de Tulcán y Nueve de Octubre, cuya propietaria, María Cucalón Concha de Orcés, se lo cedió solidariamente. Para entonces le tocó hacer de enfermera en la clínica del doctor Ayala Cabanilla, «para descontar los gastos del tratamiento»;15 actriz de radioteatro en la emisora de El Telégrafo, con el grupo de Elsie Villar y el actor español Antonio Luján. Su pariente político, el escultor Alfredo Palacio, le consiguió que impartiera clases en la Escuela Municipal de Bellas Artes. Durante cierto período Pablo era atendido por su esposa en el chalet. Años después, Pedro Jorge Vera, en sus memorias, retrataría esos momentos de intensa vida y de combate contra tantos fantasmas, contra una noche que se empecinaba en ser un animal implacable: [...] Carmita tenía que afrontar la subsistencia de sus hijos, batiéndose como una leona. Por iniciativa de Ángel F. Rojas, varios escritores y artistas organizamos una ayuda económica que entregamos religiosamente todos los meses a la hermosa escultora, cuya austeridad y honestidad en medio de las asechanzas de los tenorios de pega es una hermosa página de nuestra historia literaria. Su devoción a la memoria de Pablo la he narrado en «Un amor más allá de la muerte» [...].16

El último texto de la lucidez implacable de Palacio salió en 1938 (año que marca su ingreso a la «tiniebla subjetiva»); después de Vida del ahorcado, de 1932, no volvió a la ficción, se concentró en la cátedra universitaria, el ejercicio profesional de la abogacía, la traducción, el estudio de la filosofía y el activismo político. Ninguno de sus libros está dedicado a Carmen, pues para cuando se conocieron todo lo que había escrito hasta entonces estaba publicado. Pero sucede que en todas esas páginas alucinantes hay una sombra, una constante que lo acecha. En principio es el vacío devorador de la ausencia de la madre, arrebatada sin haber tenido tiempo para los adioses definitivos; o es la de la mujer que siempre se presenta como «doble y única». ¿A quién esperaba ese voyeur que a todos nos vigilaba y vigila desde las hendijas por las que sus ojos veían lo que para entonces eran pequeños vestigios de realidades supuestamente nimias? En la línea testimonial vale citar al novelista Alfredo Pareja Diezcanseco, quien conoció en los años 30 a Palacio de manera oblicua y quien fue, junto al narrador Enrique Gil Gilbert, los que lo visitaron en el hospital de Guayaquil en un momento que terminaría por marcar sus vidas.

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Testimonio que a la vez destaca la figura, la fortaleza y los desafíos que debió encarar la esposa del autor de Débora: Había casado antes con una bella y muy inteligente mujer, Carmita, magnífica escultora: fue su buena hermana sacrificada hasta 1947. Entonces, él descansó de su atormentada existencia. Ella ha seguido luchando heroicamente para no dejarse derrotar por el sufrimiento y las dificultades de la existencia. Poco antes, quizá dos años antes de su muerte, visité a Pablo, en compañía de Enrique Gil Gilbert, en la casa de salud donde padecía. No nos reconoció, aunque nos preguntó cómo estábamos. Nos miró fijamente durante largo rato, con sus ojos dulces y asombrados, mientras pasaba y repasaba el índice por los labios y movía la cabeza lentamente de un lado a otro. Fue una experiencia dolorosamente inolvidable.17

A las sesiones de los radioteatros solía acompañar a Carmen su pequeño hijo Pablo, nacido en 1940. Carmen reparte las horas entre la casa, sus dos hijos (Carmen Elena, nacida en 1938), la radio, las clases de dibujo y cumple con algún trabajo didáctico de encargo. Pablo habita ese abismo que quizás todos, de alguna forma, siempre tenemos bajo los pies; a él esas voces insondables, como a Ulises en medio de la tormenta los cantos seductores de las sirenas, terminaron por llevarlo hacia sus arenas un 7 de enero de 1947. Estuvo con Carmen en el Hospital General de Guayaquil una amiga entrañable, Anita González Villegas, esposa del escultor Alfredo Palacio, familiar directo de Pablo. ¿Había llegado ese momento que sólo en los ojos de su admirada Pola Negri se podía desentrañar? O era el momento que en cierto pasaje de Débora el narrador apunta: De nuevo la voluntad de la parálisis. Hasta la hora de la vendimia de los espíritus, cuando en la ciudad han dejado de pensar sesenta mil hombres. Cuando, en la ciudad el silencio se ha enfundado en la inmovilidad de los cuerpos. Cuando se ha hecho la niebla subjetiva.18

Esa niebla atacará de nuevo. Carmen, viuda con múltiples carencias materiales, volverá a sacar fuerzas de donde sólo hay desolación. Continuó en Guayaquil junto a sus hijos, se mantuvo con los radioteatros hasta que éstos fueron sacados del aire y reemplazados por programaciones desaliñadas; dictaba clases de dibujo y escultura en el centro nocturno «Alfredo

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Baquerizo Moreno» y en el colegio «Guayalar». No faltaron las propuestas de ciertos «cazadores» y las manifestaciones de generosidad solidaria (se cuenta de un magnate y de cierto comerciante viudo) que Carmen rechazó tajantemente porque si de algo estaba segura era que la ausencia de su amado no significaba dar lugar a algo que para ella no era posible: el olvido. Así lo entendió también aquel poeta que tuvo la iniciativa de proponer a sus colegas la colecta para ayudarla, que fue su confidente, que estuvo durante las semanas tortuosas de la hospitalización del escritor y que después de que Carmen enviudó se mantuvo constante viendo por ella, por quien durante mucho tiempo mantuvo en secreto la verdad de su pasión hasta que (así lo comenta Pedro Jorge Vera) un día le entregó unos versos que eran algo así como un grito que nunca tuvieron respuesta.19 Pero uno de los retornos que celebraron sus allegados y amigos fue a la escultura: «Su espíritu vuelve a tomar ese júbilo grande que caracterizó su adolescencia, y la fe en su obra es inquebrantable», comenta Dora Durango en un reportaje de 1952.20 Más adelante, se da un inventario de los trabajos más destacados de Carmen: Mi obra de mayor dimensión –nos dice la escultora– fue una virgen tallada en piedra de dos metros y medio de altura, para una carretera de Colombia. Evoca también a «La viejita», cuya dulzura humana llena de comprensión y de sentido vital al patio de la Cruz Roja Ecuatoriana de Quito. Y, no puede menos de dedicar un recuerdo afectuoso a la magistral cabeza de Juan Montalvo, donde logra fundir los másculos trazos del rostro del inmortal Cervantes de América, con el fuego de su alma, que parece saltar por las pupilas que cobran vida, plasmadas por Carmen Palacios, y la fina sonrisa irónica que se dibuja en los labios abultados de su cabeza genial.21

Ese retorno la revela con una vitalidad que más es lo que esconde o pretende ocultar, que lo que muestra. Como si sus cuitas y desasosiegos privados no fueran suficientes, en 1959 asistirá a la brutal represión (el saldo fue de más de mil muertos) del gobierno «democrático y cristiano» de Camilo Ponce Enríquez contra los estudiantes y civiles de Guayaquil. Años antes se había concentrado en un tributo al general Eloy Alfaro, lo hace con tal entrega que logra penetrar y capturar lo que ni sus mejores biógrafos han llegado a decir del «viejo luchador». Así lo reconoció uno de sus nietos, Eloy Avilés Alfaro, en carta del 21 de febrero de 1962 dirigida

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a la escultora, a propósito de que por esos días corría «el rumor» de que en Yaguachi se pretendía erigir un busto a la memoria del líder de la Revolución liberal de 1895: [...] Ud. logró en lo referente, no sólo al parecido físico, sino también a la expresión del temperamento de don Eloy, al modelar y luego fundir el busto que se le ha levantado en Babahoyo. Por este hecho consideramos que nadie mejor que Ud. debería ser elegida para el busto de Yaguachi, pues Ud. sabe aunar a maravilla la expresión de la personalidad con la modelación artística de la obra.22

Quizás todo lo que quería decir se lo confió a esas formas que en el caso del busto de Pablo Palacio resultan más que enigmáticas, reveladoras; busto que ilustra la primera edición de sus Obras completas publicadas por iniciativa de Benjamín Carrión y la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1964, edición que estuvo al cuidado del poeta Jorge Enrique Adoum. Además, ese retrato del amado es como un ajuste de cuentas contra la soledad, los duendes malévolos que como algunos mortales no tolera que el amor y la autenticidad sean posibles. También es el rostro de alguien que ya no espera, que está como la joven de la fotografía de los años 30 mirando hacia ese lugar que dicen que no existe, pero que todos sabemos tiene un nombre, que se torna visible desde los socavones de la pasión que a Frida Kahlo la llevó a poner colores ahí donde el dolor pintarrajeaba grafittis hostiles; ese lugar que es el jardín subvertido de los deseos y el amor sin tregua. Por su parte, el crítico Hernán Rodríguez Castelo, en los años noventa, formula una valoración bastante escueta de la obra de Carmen Palacios, por cierto una de las pocas que vuelve a dar cuenta de su combate artístico: Alumna especialmente estimada de Luigi Casadio, ha hecho una escultura de gran expresividad. Sobre todo, cabezas y bustos de personajes históricos. Son especialmente vigorosas y penetrantes las de Montalvo y Eloy Alfaro.23

Esas cabezas y bustos no sólo están nutridas de «gran expresividad», están acosados de aquello que rebasa cualquier intento de explicación conclusiva, que se amplía en el horizonte donde otros elementos le dan espesor a interpretaciones que abren, despiertan y seducen al espectador que está siendo sometido por lo que las piezas murmuran, por lo que ese reino material resignifica como el imperio de todos los sinsentidos, aunque en

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su apariencia de código descifrado, como ocurre con la cabeza de Pablo Palacio, todos se convenzan de que algo está por revelárseles. Gran parte de su obra, que no es abundante, está desperdigada entre museos, instituciones públicas, alguna plaza o patio de por ahí, bibliotecas y colecciones privadas. Carmen no esculpía sólo para exorcizar los demonios secretos, lo hacía para dar vida, para hacer de la esperanza una geografía que no resultara una burla o una utopía extraviada. En 1964, para celebrar el centenario del nacimiento de su padre, trabajó un óleo que donó al Teatro Municipal de Esmeraldas; por esas fechas, para el palacio arzobispal de Guayaquil, planeó y ejecutó un busto de Juan, otro del guerrillero Vargas Torres y el monumento a la madre a pedido del Consejo Provincial de Esmeraldas. En 1971, en Guayaquil, recibió un premio en la Exposición de la Unión de Mujeres Americanas. Ella nunca sospechó que cada una de esas piezas eran «signos en rotación», parte de habitar un tiempo de fragmentaciones y dislocaciones, de esplendores que también devinieron sacrificios ante los que nunca abjuró ni tuvo ninguna expresión de condena. Su hijo Pablo la recuerda como una mujer que transmitía vitalidad, y algo mucho más extraño, una forma realmente desconcertante, como la risa con la que Palacio desarmaba cualquier convencionalismo, su contagiosa sonrisa, así como su fe en el Cristo del madero y de los combates cotidianos, al que le cantaron San Juan de la Cruz y Antonio Machado; un Cristo visto y entendido como el prójimo al que ella le adivinaba el rostro en medio de una cruz que tampoco era un madero que terminara por martirizarla con saña. Pablo hijo, también comenta que cada vez que se acordaba de su padre, nunca se cansaba de repetir que era un ser humano extraordinario, y que jamás, tampoco, llegó a convertir su nombre ni su imagen en un pretexto para reclamar a instituciones sordas lo que prefería que un día se impusiera, como ha acontecido, por su propio peso. Es posible que Carmen Palacios, la «fulminada por el rayo» del amor, alguna vez haya tenido un sueño que era una promesa pedaceada. Su tránsito silencioso, de una abnegación que rompe todo límite, jamás le dio una pausa para pensar si su vida (generosidad de entregas totales), su asunción de la pasión y el amor eran ejemplares, uno de aquellos manifiestos que ningún poeta de la vanguardia –su tiempo y el de su amado– llegó a concebir. Es posible que cuando regresó a la ciudad, en la que una vez fue «la reina» de su vida intelectual, ya no podía reconocerse en ella, tan sin ángel, viviendo un espejismo de un progreso que de a poco la metía en ese invierno que le desleía el

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alma. Por esa ciudad, a Carmen, cada vez que podía –dicen–, le gustaba salir a buscar de tarde en tarde, quizás preguntándole a Anita Bermeo, la alucinada Torera, dónde habían exiliado esa ciudad que ellas buscaban a palazos ciegos, con una nostalgia que no tenía nada de pena, sino de rabia; la misma con la que le cantó su amado en aquellas historias laberínticas, en la que la ciudad de los Gemebundos y los Neo-Gemebundos no deja de huir de los espejos. Quizás esa imposibilidad de explicar lo que el amor jamás permite, fue lo que terminó por doblegar a Carmen Palacios Cevallos el 6 de agosto de 1976, en medio de una sala gélida del Hospital del Seguro Social en Quito. Tan fría y olvidada del mundo como el cubo que habitó aquel ahorcado que es el mismo que no deja de preguntar, ni de preguntarnos, a quién está mirando aquella criatura de la foto de hace muchos años. Miradas que son parte de una biografía, que nunca reclamó para sí lo que el amor, desde esa visión estoica y de divinización, le impedía hacerlo; una vida de mujer que a no dudarlo desmiente lo que el personaje de Débora, en algún pasaje, deplora: Bueno, después de todo, en resumen, se ha hablado de la espera de la mujer. No vendrá nunca la mujer única, que conviene a nuestros intereses, que existe y que no sabemos dónde está.24

Ahora sabemos, contra toda probable negación, que esa «mujer única» existió. Sabemos que fue digna y valerosa, que respiró el aire de este paisaje, que está ahí mirándonos sin dubitar, más que ausente, siempre presente dentro de esa vieja, actual y desconcertante fotografía, cuyo silencio es demasiado ruidoso como para pretender convertirlo en olvido. Notas Este texto se publicó originalmente con el seudónimo de Xavier Sempértegui en la revista Encuentros No. 8, Quito, 2006. Dossier de homenaje por el centenario del natalicio del escritor Pablo Palacio que coordinó el narrador Raúl Vallejo. La presente versión tiene algunas variantes y ampliaciones 2 «Ojos negros», primer texto literario del que se tenga noticias de Pablo Palacio, se publicó en Iniciación, revista mensual de la Sociedad de Estudios Literarios del Colegio Bernardo Valdivieso, Loja, No. 3, 1 de febrero de 1920, p. 61. Incluido en Oras completas, edición de María del Carmen Fernández, Colección Antares, v. 141, Quito, Libresa, 2005, p. 359. Agradezco a Pablo Palacio Palacios la información proporcionada para elaborar este artículo. 3 Alejandro Carrión, «Pablo Palacio, el fulminado por el rayo», en Galería de retratos, Quito, Banco Central del Ecuador, 1983, p. 89. Este texto es el mismo que se incluye como 1

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prólogo a las primeras Obras completas de Palacio, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964. 4 José de la Cuadra, «Carmela Palacios», en 12 siluetas, incluido en Obras completas, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, p. 851. 5 Pablo Palacio, «La propiedad de la mujer», en Obras completas, pp. 377-382. 6 Enrique Ayala Mora, «Los cuatro días», en Estudios sobre historia ecuatoriana, Quito, Tehis/Iadap, 1993, p. 22. 7 José de la Cuadra, «Carmela Palacios...», p. 850. 8 Cfr., «Entrevista a Pablo Palacio», El Universo, Guayaquil, 6 de julio, 1934. Incluida en Obras completas, pp. 383-389. 9 Carrión es uno de los primeros críticos, en la década del 30, en ocuparse de manera amplia de la obra de Palacio. Cfr., Mapa de América (1930), Colección Básica de Escritores Ecuatorianos, vol. 14, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976, pp. 45-70. 10 A. Carrión, «Pablo Palacio, el fulminado por el rayo» p. 89. 11 «Se ha producido ya en mí aquel elegante fenómeno de alargamiento de los párpados sobre los ojos como manos curvadas sobre naranjas y que caen con idéntica nebulosidad dulce que el tiempo sobre los recuerdos […] Por allí va el treponema pálido, a caballo, rompiéndome las arterias». P. Palacio, «Luz lateral» en Un hombre muerto a puntapiés, incluido en Obras completos, pp. 128, 133. 12 A. Carrión, «Pablo Palacio, el fulminado por el rayo», p. 89. 13 Pedro Jorge Vera, «Un amor más allá de la muerte», en Rescoldos de la historia, Colección Bicentenaria, Quito, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2009, p. 125. 14 Cfr., Pedro Jorge Vera: Los amigos y los años (Correspondencia, 1930-1980), Prólogo, selección y notas de Raúl Serrano Sánchez, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2002, p. 212. (La carta está fechada en Quito, el 8 de junio de 1940). 15 Rodolfo Pérez Pimentel, «Carmen Palacios Cevallos», en el Diccionario biográfico del Ecuador, tomo 15, Guayaquil, Universidad de Guayaquil, 1997, p. 233. Algunos datos se han tomado de esta fuente. 16 Pedro Jorge Vera, Gracias a la vida, Quito, Corporación Editora Nacional, 1998, 2a. ed., p. 125. El texto que cita Vera forma parte del volumen Aventuras de amor en nuestra historia, Quito, Ediciones Librimundi, 1998. 17 Alfredo Pareja Diezcanseco, «El reino de la libertad en Pablo Palacio», Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, Serie valoración múltiple, Miguel Donoso Pareja, edit., La Habana, Casa de las Américas, 1987, p. 122. 18 Pablo Palacio, Débora, en Obras completas, pp. 200-201. 19 Cfr., P. J. Vera, «Un amor más allá de la muerte». 20 Cfr., «Carmen Palacio escultora», en Cuadernos del Guayas No. 4, Guayaquil, Año III, noviembre, 1952, p. 18. 21 Ibíd. 22 Esta carta reposa en los archivos de la familia Palacio Palacios. 23 Hernán Rodríguez Castelo, Diccionario crítico de artistas plásticos del Ecuador del siglo xx, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1992, p. 259. 24 Pablo Palacio, Débora, en Obras completas, p. 200.

El valor de los derechos de autor Manifiesto de CEDRO en su vigésimo aniversario En el vigésimo aniversario de la creación de CEDRO, manifestamos que: 1. El trabajo de escritores, traductores y editores es una de las bases de la riqueza intelectual de la sociedad. 2. La dignidad profesional de autores y editores tiene su fundamento en el Derecho de Autor. Es legítima su aspiración a obtener una remuneración por el uso de sus obras, y a que su trabajo creativo se respete y se proteja. 3. El acceso a la información y a la cultura no puede ni debe realizarse sacrificando los derechos de autor. 4. Las obras de autores y editores constituyen un valor insustituible para la educación, la formación permanente y la innovación en empresas, organismos públicos y centros educativos. 5. El sector del libro y de las publicaciones periódicas tiene en España una relevancia estratégica: contribuye de forma significativa al producto interior bruto, a la creación de puestos de trabajo, a la mejora de la balanza comercial y a la generación en el extranjero de una imagen positiva de nuestro país. Por todo ello: 1. Reclamamos a los poderes públicos un decidido apoyo a los creadores de la cultura escrita y una defensa enérgica y activa de sus derechos de autor, para alcanzar los mismos niveles de respeto que existen en otros países europeos. 2. Demandamos el mantenimiento de la compensación para los autores y editores por la copia privada de sus obras, que se lleva a cabo masiva e indiscriminadamente en una gran variedad de aparatos y soportes. 3. Instamos a todos los centros de trabajo y de formación en los que se utilizan reproducciones de libros y publicaciones periódicas mediante fotocopia o digitalización, a obtener la autorización previa de los titulares de derechos, tal y como exige la ley, mediante una licencia de reproducción de CEDRO. 4. Expresamos nuestro compromiso con el desarrollo educativo, científico y cultural español, así como con el necesario progreso de las bibliotecas en nuestro país y con las políticas de fomento de la lectura. 5. Manifestamos nuestra voluntad de continuar trabajando para consolidar e incrementar los importantes logros obtenidos en los últimos veinte años en materia de reconocimiento de los derechos de autor, de remuneración a autores y editores por la reproducción de sus obras, y de educación a los jóvenes acerca del valor de la creación original, objetivos para los que pedimos la comprensión y la colaboración de la sociedad.

Madrid, 1 de julio del 2008

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